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Spanish Pages [385] Year 2015
UNA HISTORIA DE LA MÚSICA
UNA HISTORIA DE LA MÚSICA La contribución de la música a la civilización, de Babilonia a los Beatles
Howard Goodall Traducción de Mario Domínguez
Antoni Bosch editor, S.A. Palafolls 28, 08017 Barcelona, España Tel. (+34) 93 206 07 30 [email protected] www.antonibosch.com Título original de la obra: The Story of Music: From Babylon to the Beatles: How Music Has Shaped Civilization © Howard Goodall, 2013 First published as The Story of Music by Chatto & Windus, an imprint of Random House Group Ltd. © 2015 de la edición en español: Antoni Bosch editor, S.A. ISBN: 978-84-941267-0-3 Depósito legal: B. 11.552-2015 Diseño de la cubierta: Compañía Maquetación: JesMart Corrección: Andreu Navarro Impresión: Fotoletra Impreso en España Printed in Spain Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A Val, Daisy y Millie, con amor
Índice
Introducción 11 1 La edad del descubrimiento 40000 a.C.-1450 d.C.
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2 La edad de la penitencia 1450-1650
57
3 La edad de la invención 1650–1750
91
4 La edad de la elegancia y el sentimiento 1750-1850 137 5 La edad de la tragedia 1850-1890
181
6 La edad de la rebelión 1890-1918
231
7 La edad popular I 1918-1945
273
8 La edad popular II 1945-2012
319
Lista de reproducción
351
Lecturas adicionales
363
Créditos de las imágenes
365
Agradecimientos 369 Índice analítico
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Introducción
Quizá su música favorita haya sido compuesta por Monteverdi en 1600, por Bach en 1700, por Beethoven en 1800, por Elgar en 1900 o por Coldplay en 2000. Sea como fuere, es un hecho interesante que todo lo que había que descubrir para producir esa música –sus acordes, melodías y ritmos– ya lo había sido alrededor de 1450. Por supuesto, no me refiero a los instrumentos que la gente utilizaba o a las incontables decisiones creativas peculiares que hacen que cada canción, concierto u ópera suenen diferentes, sino más bien a la materia prima: los pilares de la música. Para que Mozart emocionara al público con solo tres acordes dramáticos al comienzo de su ópera Don Giovanni, alguien tuvo que dar con la idea de tocar más de una nota a la vez. Para que Gershwin diera a su canción «Summertime» su cautivador acompañamiento sinuoso, con una voz solista aguda cantando simultáneamente, alguien tuvo que descubrir la alquimia de la armonía y la seductora cadencia del ritmo. Y para que yo me siente frente al piano a tocar esas dos obras de arte con la comodidad que me proporciona mi propia casa –de manera fácil y exactamente como el compositor lo deseaba–, alguien tuvo que encontrar un modo de transcribir las notas de estas obras junto con las instrucciones de cómo interpretarlas. Ciertamente, es fácil no darse cuenta de lo privilegiados que somos el siglo xxi por poder elegir todo tipo de música. Con apretar una tecla, podemos escuchar casi cualquier cosa. Pero hasta finales del siglo xix, incluso el melómano más leal solo podía escuchar su 11
una historia de la música
pieza favorita tres o cuatro veces en toda su vida. A menos que fueses un músico excelente con acceso tanto a partituras como a instrumentos, era casi imposible llevar a tu casa composiciones musicales complejas. Hasta el nacimiento de la grabación y de la radio, nuestros ancestros no tuvieron grandes oportunidades de elegir ni lo que escuchaban ni cuándo lo escuchaban. Por así decirlo, la música es democrática solo desde que la música grabada ha estado disponible, ahora cualquier persona puede decidir simplemente expresando su preferencia por una canción en detrimento de otra, o por un estilo musical en detrimento de otro. Inevitablemente, sin embargo, esta democratización ha traído consigo sus propios problemas. Antaño, la moda y el gusto musicales eran dictados por unos pocos mecenas e instituciones pudientes que podían, en tiempos prósperos, permitir a los compositores un grado de libertad para experimentar sin miedo a morirse de hambre. Pero lo que se conoce como la era «popular» de la música ha producido, inesperadamente, una división entre música de la tradición clásica y música contemporánea más accesible. Incluso en la tradición clásica, el pasado ha pesado sobre los compositores vivos, a medida que el vasto depósito de música «antigua» se ha ido grabando y redescubriendo. La música clásica bien pudo haberse extinguido si los compositores no hubiesen convertido su resentimiento en ingenio, volviendo así a conectar con el público por medio de la polinización con otros géneros; las bandas sonoras de las películas son solo un ejemplo de sonidos inspirados por el clasicismo que se adaptan a las formas artísticas populares de hoy en día. Este instinto para adaptarse y desplazarse con la marea ha sido particularmente evidente –y particularmente necesario– durante los últimos cien años, más o menos, pero siempre ha sido una parte esencial de la vida musical. Si los compositores de todas las épocas no hubiesen tenido la voluntad de aprender, inventar, tomar prestado e incluso robar, podríamos todavía estar escuchando canto llano (gregoriano). Colectivamente, hicieron posibles los sonidos que prevalecen en la música occidental contemporánea. Lo que llamamos música «occidental» –la fórmula por la que casi toda la música sobre la tierra se concibe, se graba y se interpreta hoy en día, y que en los últimos cien años, más o menos, ha absorbido en su seno la mayoría de las «otras» culturas musicales del mundo– empezó meramente como una rama local de un mapa musical 12
introducción
global. Las tribus europeo-mediterráneas tenían su estilo de música particular, así como ocurría con las tribus africanas, asiáticas, americanas y de las antípodas (como todavía ocurre). Lo que se convirtió en la categoría genérica «música occidental» fue una amalgama de tendencias musicales egipcias, persas, griegas, celtas, escandinavas y romanas, entre otras. Comenzó, sin embargo, igual que todas las culturas musicales tradicionales: de manera improvisada, compartida, espontánea y efímera. Las otras grandes culturas musicales del mundo, puesto que continuaron siendo improvisadas, al ser las tradiciones orales legadas de padres a hijos, han persistido hasta el día de hoy casi tan inmutables como lo han hecho durante milenios. La música indonesia y balinesa, por ejemplo, todavía puede escucharse en formas que han permanecido descaradamente intactas durante siglos. La rama de la música que se desarrolló desde Islandia hasta el mar Caspio, sin embargo, no se paralizó. Sufrió una serie de revoluciones que le otorgaron capacidades nuevas y extraordinarias. Esto no quiere decir que la música occidental, tal como la hemos heredado, sea mejor que, digamos, la música indonesia. Más bien es una verdad histórica incuestionable que la rama occidental de la actividad musical se desarrolló de maneras que no se dieron en otras culturas musicales. Gradualmente, pero con un gran espíritu de determinación e invención, el lenguaje y el método de la música occidental se convirtieron en patrones universales que podían adaptarse para acomodar, así parece ahora, cada idea musical en el planeta. Sin embargo, la narración del extraordinario relato de la evolución de la música es –para alguien que no tenga un título universitario relacionado con ella– un misterio. Peor, parece ser un misterio deliberado, envuelto en una jerga arcana y en una categorización desconcertante, santuario y dominio de un club de iniciados privilegiados. Con el tiempo, hemos ido heredando una serie de etiquetas históricas inexactas y confusas por las que se cataloga la música clásica, casi ninguna de la cuales describe lo que en realidad le estaba ocurriendo a la música en épocas anteriores. Tómese el Renacimiento –«re-nacimiento»–, un período entre 1450 y 1600 en el que el arte, la arquitectura, la filosofía y las actitudes sociales realizaron un gran paso adelante. Mientras que es cierto que la música experimentó su propia transformación en este período, sus mayores revoluciones –la 13
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invención de la notación, de la organización métrica, de la armonía y de la fabricación de instrumentos– habían tenido lugar ya durante lo que fue, en muchos otros aspectos de la vida, la larga, oscura, ignorante noche de la Edad Media. Los grandes innovadores del Renacimiento (ninguno de los cuales, por cierto, era músico) se inspiraron en el ejemplo de las antiguas civilizaciones griega y romana –«clásicas»–, aunque no es hasta finales del siglo xviii que llegamos a la era clásica en la música, que ha prestado de manera inapropiada su nombre a toda la rama de música occidental que no es «popular». Entre las dos, tenemos la era barroca, caracterizada por un estilo exagerado y una decoración ornamentada en la arquitectura y artes plásticas pero, en cambio, por la pureza y la sobriedad en la música. Luego está el caótico error de denominación de las mismas notas. La nota de más larga duración en la música, por ejemplo, se llama breve1. Una breve se subdivide en cuatro minims2; es decir, a «las más cortas de todas», a pesar de que puede ser dividida más aún, hasta ocho subdivisiones. La nota conocida como quaver3 en inglés se llama croche en francés, la anglicanización de la cual, crotchet 4, ha pasado a referirse a una nota de valor doble con respecto a una croche. Los alemanes y los estadounidenses llaman a dos negras half note 5, mientras que los franceses llaman a media croche, croche doble; a una crotchet, noire (negra); y a una minim, blanche (blanca), a pesar de que no son las mismas que las notas negras y blancas de un teclado. La lista continúa. Anacronismos y callejones sin salida infectan todas las señales de circulación que la música clásica se ha otorgado a sí misma. Las abordaré una por una mientras progresamos e intentamos deshacer el intrincado embrollo que han dejado en su estela. Más que nada, sin embargo, este relato de la música que presento se centra más en los sonidos y las sucesivas innovaciones musicales –de como han ido ocurriendo, cronológicamente– que en los músicos que fueron preeminentes simplemente porque tuvieron preeminencia. Por supuesto, con frecuencia fueron los compositores de renombre los que provocaron las revoluciones musicales, pero a veces Goodall utiliza esta palabra en el original. En castellano, se llama «redonda». «blancas». 3 «corchea». 4 «negra». 5 «blanca». 1 2
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introducción
los agentes del cambio fueron enigmáticos hombres y mujeres cuyos nombres no están tallados sobre los paneles decorativos de las salas de concierto del mundo. Estarán todos representados aquí como parte del vasto rompecabezas de la música occidental. Existen ya miríadas de libros que pueden contarles lo que Beethoven escondía bajo su piano o lo que mató a Elvis. A mí solo me interesan ambos si provocaron un cambio musical. (Verán más adelante si alguno de los dos cumple este requisito.) Pese a que el primer objetivo de este libro es el progreso singularmente rápido de la música occidental, se sumergirá necesaria y libremente en los conceptos y las técnicas de otras culturas musicales, y oscilará desvergonzadamente entre estilos musicales «populares», «folclóricos» y «artísticos». En su concepción yace una misión, que es la de volver a narrar la historia de la música de tal forma que llegue a interesar a cualquier persona amante de ella. Mi determinación para hacerlo así se ve reforzada por la creencia de que la música, a fin de cuentas, es una unidad y que las divisiones que colocamos entre períodos y categorías son con frecuencia artificiales. Los músicos que interpretan toda clase de estilos cada día de sus vidas, que transfieren sin pensárselo dos veces sus habilidades entre géneros, lo dan por supuesto. Ya es hora de que esta verdad se comparta con todo el mundo. La historia de la música –las sucesivas olas de descubrimientos, logros e invenciones– es un proceso sin fin. El siguiente gran paso adelante puede tener lugar en un callejón de Pekín o en los ensayos que se desarrollan en un sótano de Gateshead. Sea cual sea el tipo de música que usted prefiera –Monteverdi o Mantovani, Mozart o Motown, Machaut o Mash-up6–, las técnicas en que se basa no sucedieron por accidente. Alguien, en algún lugar, pensó en ellas por primera vez. Para narrar este relato necesitamos desalojar de nuestras mentes la compleja cacofonía de nuestra banda sonora diaria e intentar imaginar lo revolucionarias, estimulantes y, sí, absolutamente desconcertantes que fueron, para la gente que fue testigo de su nacimiento, muchísimas de las innovaciones que hoy en día damos por supuestas.
6 El llamado «pop bastardo». Dejo la palabra original inglesa para conservar las aliteraciones del autor.
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una historia de la música
Hace no tanto tiempo, la música era un murmullo ocasional en un entorno silencioso. Ahora es tan ubicua como el aire que respiramos. ¿Cómo diablos ocurrió ese milagro?
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La edad del descubrimiento 40000 a.C. – 1450 d.C.
Usted puede pensar que la música es un lujo, un pasatiempo para hacer la vida humana más placentera. Esta sería una suposición apropiada en el siglo xxi, pero nuestros antepasados cazadores-recolectores no habrían estado de acuerdo. Para ellos, la música era más que un mero entretenimiento. Las famosas pinturas rupestres de Chauvet, en Francia, hechas por los habitantes de las cavernas del Alto Paleolítico, también llamada la Edad del Hielo europea, tienen 32.000 años de antigüedad. Están entre los ejemplos más antiguos que se conservan del arte humano en el mundo, aunque, como otras pinturas rupestres, representan en su mayoría animales y extrañas figuras femeninas Las famosas pinturas rupestres de Chauvet, Francia, se encuentran en los puntos de mayor resonancia de una cueva oscura como boca de lobo. Se piensa que los habitantes de las cavernas del Paleolítico cantaban aquí no solo como parte del ritual comunitario, sino también para orientarse. 17
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simbólicamente fértiles; estas eran, después de todo, gentes que diariamente jugaban con su extinción. Se piensa que las pinturas se crearon y se veneraron como parte de un ritual, y ahora sabemos que la música, de algún tipo, jugaba un importante papel en estos rituales, ya que silbatos y flautas, hechos de hueso, se han hallado en muchas cavernas paleolíticas. Un hallazgo particularmente antiguo fue una flauta hecha de hueso de oso, descubierta en una caverna eslovena en 1995, que data del 41000 a.C., aproximadamente. Lo que es más impactante todavía: en mayo de 2012 un equipo de las universidades de Oxford y Tubinga desenterró unas flautas hechas de marfil de mamut y de huesos de aves en la caverna de Geißenklöterle, en la región del Jura, en Suabia, en el sur de Alemania, que datan, mediante el carbono 14, de entre el 43.000 y el Esta flauta hecha de hueso se encontró en la cueva Hohle 42.000 a.C., lo cual los convierte en los Fels, de la Edad de Piedra, en instrumentos musicales más antiguos el sur de Alemania, y se piensa hallados. Serán simples en sus sonidos y que tiene una antigüedad de limitadas en cuanto a la variedad y, sin 35.000 años. embargo, la sección de viento-metal de Duke Ellington y la pobladísima sección de instrumentos de vientomadera de la Filarmónica de Berlín se crearon, algún día, a partir de polvorientos artefactos como estos. Aunque estas flautas antiguas, engañosamente simples, son casi todo lo que se conserva de la música paleolítica, científicos del campo de la acústica han hecho recientemente un extraordinario descubrimiento sobre la vital importancia de la música para los habitantes de las cavernas de este período. En 2008, investigadores de la Universidad de París aseguraban que las pinturas de Chauvet –que se hallan en redes de túneles enormes, inaccesibles, oscuros como boca de lobo– se encuentran en los puntos de mayor resonancia en la red de cuevas. Desde estos puntos especiales, además, las voces humanas se transmitirían, resonando y rebotando, a través de todo el sistema subterráneo. Se ha sugerido que la gente cantaba no solo como un añadido al ritual común sino, más significativamente, 18
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como una forma similar a la de la ecolocación de los murciélagos, para proporcionar orientaciones a fin de poder encontrarse en el vasto laberinto de las cuevas, más bien como un sistema de navegación musical vía satélite. Puede que nuestra propia supervivencia cotidiana ya no dependa de nuestra habilidad para cantar, pero nuestros ancestros estaban metidos en algo que se aplica también a las vidas modernas. Sucesivos estudios llevados a cabo por todo el mundo han mostrado que cantar permite a los bebés entrenar su cerebro y su memoria para reconocer distinciones de tono como preparación para el completo desarrollo de su consciencia espacial. En la Era Paleolítica, esta era una habilidad absolutamente crucial, cuando la supervivencia dependía de saber de qué dirección provenía el rugido de un animal salvaje, qué tamaño tenía y de qué humor podría estar, pero incluso ahora, el canto y el dominio del tono ejercen un gran papel en el desarrollo del lenguaje de un niño. Para un bebé en China, por ejemplo, el reconocimiento del tono es un pilar esencial del lenguaje, y es cierto que, en todas las lenguas, las modulaciones del sonido nos permiten mejorar la sofisticación, la emoción y el significado de nuestras palabras. Aunque ahora sepamos que la música antigua tuvo un importante papel en sus rituales, en el desarrollo de la comunicación y en el lenguaje, componer una imagen coherente de nuestro primigenio pasado musical es una tarea tristemente difícil, porque la notación musical no fue una práctica común hasta mucho más adelante. Afortunadamente, tenemos evidencia de la perenne importancia de la música en la vida pública y privada. La considerable obra artística que los antiguos egipcios dejaron para la posteridad, por ejemplo, nos muestra que ya en su época (3100-670 a.C.) la interpretación musical estaba asociada íntimamente al ejercicio del poder, a los rituales religiosos y seculares, y a las ceremonias de Estado, la danza, el amor y la muerte. Estas piezas artísticas describen una variedad de instrumentos, desde los más simples como el sistrum1 o el sekhem –un instrumento de percusión que se agita, que se sostiene con las manos, con forma de u– hasta las arpas, cuernos ceremoniales, flautas e instrumentos de viento, cuyos sonidos se consiguen soplando en El sistro.
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un conjunto de juncos, la misma técnica que produce el sonido de la familia moderna de los oboes, fagots y clarinetes. También describen a expertos intérpretes de alto rango, incluyendo a miembros de dinastías reales y a deidades. La prevalencia de la música en la vida del antiguo Egipto se demuestra por el hecho de que más de un cuarto de todas las tumbas halladas en el yacimiento de la ciudad de Tebas está decorado con iconografía relacionada con la interpretación de música, de un tipo u otro. Los egipcios no estaban solos en su reverencia por el poder de la música. Los salmos cantados por los sacerdotes del rey David, que unió los reinos de Israel y de Judea en el 1003 a.C., están repletos de referencias a instrumentos y al canto. (La misma palabra griega ψαλμός, sensu stricto, se refiere a una canción religiosa con acompañamiento de instrumentos de cuerda que se pulsaban.) Ya solo en un salmo, el número 150, se invoca, en nombre de Dios, el tof (pandereta o pandero), la hasoserah (trompeta), el shofar (cuerno), la kinnor (arpa o lira de forma triangular), el nebel (salterio), el ugav (posiblemente un tipo de órgano o alternativamente una flauta), los mesiltayim (címbalos) y los minnim (un grupo de instrumentos de cuerda sin especificar). Los salmos de David, Sefer tehillim en hebreo (Libro de alabanzas), todavía se cantan hoy en día, con melodías más recientes; como tales, se les puede considerar como la tradición continuada de canto religioso más antigua de la historia de la humanidad. El sucesor de David, Salomón, estableció una escuela de música ligada al templo de Jerusalén, para la formación de músicos. Sin embargo, no tenemos ni idea de cómo sonaba esta música. Tampoco sabemos cómo sonaba la música de la más antigua civilización sumeria (ca. 4500-1940 a.C.) ni la de los egipcios, ni tampoco –excepto unos pocos fragmentos diminutos de melodías– la de los antiguos griegos (ca. 800-146 a.C.). Las instructivas pinturas y las impresionantes pirámides de los antiguos egipcios han sobrevivido notablemente bien, pero su música ha desaparecido por completo. Simplemente, no tenían forma de anotarla para nosotros. Los antiguos griegos, para ser justos con ellos, dejaron al menos unos pocos fragmentos dispersos, pero fascinantes, de una forma de notación musical, siendo el ejemplo más completo algunos versos tallados en un complejo funerario del siglo primero. Este «Epitafio de Seikilos» tiene una melodía descifrable que lo acompaña, que 20
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El arte egipcio abunda en representaciones de músicos y sus instrumentos, lo cual sugiere que la música era una característica importante de la vida pública y privada.
dura unos diez segundos en total. Pero en general, no se les había ocurrido que fuera importante disponer de una notación musical. Esto es porque la tradición musical griega, como todas las tradiciones musicales de la antigüedad, se caracterizaba por la improvisación. Tallar música sobre la piedra, digamos, para que permaneciera igual en cada interpretación, año sí año también, les habría sorprendido por ser contraria a la idea que tenían de la función y el disfrute de la música. No necesitaban una notación musical. Todo lo cual es muy frustrante para nosotros, ya que tenemos maravillosas evidencias de los instrumentos de bella apariencia de la antigüedad, pero no la manera de darles vida. La lista más antigua de instrumentos musicales jamás descubierta, incluyendo algunas instrucciones sobre cómo tocarlos, fue hallada en una tablilla de arcilla en Mesopotamia (actual Irak), y datada en el 2600 a.C. Las columnas sobre la tablilla están hechas de escritura cuneiforme que describe varios instrumentos, incluyendo el kinnor, un instrumento similar al arpa portátil, que alternativamente se conoce como lira. Una antigua tablilla de arcilla babilo21
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Esta tablilla de arcilla de Mesopotamia (actualmente Irak) data del 2600 a.C. y es la lista más antigua de instrumentos musicales nunca descubierta.
nia, algo más moderna, datada entre 2000 y 1700 a.C., da detalles básicos sobre cómo aprender a tocar y a afinar un laúd de cuatro cuerdas, incluyendo instrucciones sobre las notas que se deben tocar. Como tal, es la forma más antigua de notación descifrable –aun siendo una notación muy simple– que existe. Desgraciadamente, no se conserva ninguno de estos laúdes. Pero los arqueólogos han tenido un éxito moderado al desenterrar otros instrumentos antiguos en todas las esquinas del mundo. Se hallaron varias liras y dos arpas que datan del mismo período que la tablilla de arcilla de Mesopotamia en el gran yacimiento real funerario de la antigua ciudad de Ur (hoy conocida como Tell elMuqayyar). Una de las liras está decorada con una cabeza de toro dorada, entera, con cuernos largos, y fue enterrada junto con el cuerpo sacrificial de su instrumentista (una mujer). En Egipto, también se han desenterrado ejemplos igualmente impresionantes del tipo de instrumentos representados en el arte antiguo, especialmente un arpa de cinco cuerdas semicircular, encontrada en el 22
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complejo funerario de Thauenany, sacerdote del faraón Amenhotep, enterrado alrededor del 1350 a.C. Alrededor de la misma época, en Suecia –aproximadamente en el 1000 a.C.–, la gente al parecer tocaba instrumentos de metal. Las pinturas rupestres de la Tumba del Rey en Kivik muestran un número de personas tocando –juntas– lo que parecen cuernos curvos. Cuernos de una forma similar, y de aproximadamente el mismo período, se han conservado hasta hoy en día, como los Brudevaelte Lurs, una serie de seis lurs –cuernos curvos de metal– de la edad de bronce, que fueron hallados en un campo en Zealand, Dinamarca, en 1797. Estaban perfectamente conservados y todavía se pueden tocar hoy en día. Incluso sabemos cómo tocarlos, porque sus boquillas se corresponden casi exactamente con las de cuernos más modernos y, aunque una vez más no tenemos forma de saber qué música se interpretaba con ellos, sabemos que su sonido es agudo y penetrante. (En un inusual homenaje a este instrumento intrínsecamente danés, una de las exportaciones más famosas de la nación lleva su nombre. Los paquetes de mantequilla Lurpak todavía presentan un par de lurs en su diseño.) Lo que los Brudevaelte Lurs nos dicen es que supone un error grave describir la actividad musical del 800 a.C. como «primitiva», ya que estos elaborados instrumentos de metal solo pudieron haber sido obra de gentes culturalmente sofisticadas, por belicosas que seguramente fueran. Es importante tener presente que estos instrumentos se fabricaron y se tañeron quinientos años antes de que los romanos conquistasen Europa. Por todo
El lur, un cuerno curvo de metal, fue un instrumento popular en la Dinamarca de la Edad de Bronce. Una de las exportaciones del país más famosas de hoy en día –la mantequilla Lurpak– presenta el cuerno tanto en su nombre como en su empaquetado. 23
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el continente –y más allá de él– la gente estaba ideando continuamente nuevas e ingeniosas formas de hacer música. Pero de todas las civilizaciones antiguas culturalmente sofisticadas que tocaban y disfrutaban de la música durante este período, hay un grupo que emerge muy por encima del resto. Ninguna civilización, excepto quizá la nuestra, ha valorado, venerado y obtenido placer con la música más que los antiguos griegos, cuya cultura dominó el sudeste de Europa y Oriente Próximo durante casi setecientos años, a lo largo del primer milenio a.C., antes de ser absorbida por el Imperio romano. Incluso la palabra música viene del griego μουσιή –mousike–, que se refiere a los frutos de las nueve musas en literatura, ciencia y las artes. Hay tres cosas principales que conviene saber sobre los antiguos griegos y su música, incluso antes de que tomemos en consideración que ellos inventaron uno de los instrumentos más influyentes de los milenios posteriores: el órgano. Un físico-ingeniero llamado Ctesibio, que vivió en Alejandría durante el tercer siglo a.C., describió e incluso, posiblemente, inventó lo que se conoció como un órgano hidráulico, que utilizaba un tanque de agua para presurizar el aire para los tubos. La primera cosa principal que hay que saber es que los griegos creían que la música era tanto una ciencia como un arte y que, en consecuencia, desarrollaron teorías y sistemas para la música. Pitágoras no fue más que uno de una multitud de filósofos-científicos que trataron de resolver qué era la música y cómo podría relacionarse con las leyes del mundo natural, especialmente su relación con los cuerpos celestiales de planetas y estrellas. Los teóricos griegos llamaban a los movimientos orbita-
Los antiguos griegos inventaron uno de los instrumentos más influyentes de todos los tiempos: el órgano. Este modelo primigenio era conocido como órgano hydraulis porque utilizaba un tanque de agua para presurizar el aire para los tubos.
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les que observaban en el cielo nocturno «la música de las esferas». Esta curiosidad por la música es algo que los griegos de la época clásica querían inculcar en las generaciones venideras. Cuando más o menos inventaron la idea de una educación sistemática de los jóvenes, merece la pena mencionar que sus primeras siete asignaturas obligatorias fueron la gramática, la retórica, la lógica, la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Mucho más tarde, pero sin embargo inspiradas por los griegos, las primeras universidades del mundo –Al-Karaouine en Fez, Marruecos (859 d.C.); Bolonia (1088) y Oxford (ca. 1096)– incluían la música en la dieta básica de asignaturas que enseñaban. Los griegos creían que estudiar música produciría seres humanos mejores, más tolerantes y más nobles. Platón declaró en La República que «la preparación musical es un instrumento más potente que cualquier otro, porque el ritmo y la armonía encuentran su camino hacia las partes internas del alma, a las que gloriosamente se sujetan, impartiendo gracia y haciendo que aquel que haya sido educado correctamente tenga un alma grácil». Se esperaba en consecuencia de los jóvenes estudiantes que aprendieran a tocar un instrumento y que interpretaran música a diario, junto a la gimnasia. Las filosofías griegas acerca de las beneficiosas cualidades de la música sobre el comportamiento humano encuentran sorprendentes paralelismos con los escritos influidos por Confucio del segundo y tercer siglo a.C. en China. La creencia china en el potencial de la música (yue) para mejorar y refinar la condición humana era tan profunda que en la dinastía Zhou y en la primigenia Han el control de la actividad musical fue sacralizado en un organismo del Estado específico. Como sus contemporáneos en Grecia, los chinos de la dinastía Han vieron virtud en la relación entre el tono musical en la música –la distancia relativa entre notas– y el ordenamiento de las estrellas y los planetas que observaban sobre ellos. Se conservan miles de páginas de teoría y de instrucciones que detallan cómo podría ser posible, por medio de un cálculo cuidadoso, de la manipulación del calendario, de la codificación de los elementos de la música y del estudio del cosmos, formular una buena gobernanza, basada en el correcto alineamiento de estas fuerzas asociadas. La segunda cosa principal sobre los griegos y la música es que la trataron como una parte esencial de todos sus rituales significativos. 25
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Arístides Quintiliano, que vivió en algún momento entre el primer y el tercer siglo d.C., declaró, sobre la vida griega, que: «Verdaderamente, no hay actividad entre los hombres que se realice sin música. Los himnos divinos y las ofrendas son adornados con música; las fiestas privadas y las festividades públicas de las ciudades son magnificadas con ella; los combates y las marchas se inician y se detienen mediante música. También hace menos penosa la navegación y el remar, y los más pesados trabajos artesanos, produciendo un alivio en las fatigas». Los antiguos griegos reservaban sus grandes emociones musicales, sin embargo, para las competiciones, de las cuales tenían un gran número. Todo el mundo sabe que los griegos inventaron los Juegos Olímpicos; para los griegos, sin embargo, no era solo correr, luchar desnudos y lanzar la jabalina lo que era importante. Los primeros Juegos Olímpicos eran festivales religiosos, así como también deportivos, y como tales habrían incluido algo de interpretación musical. Pero una tradición distinta de competiciones de canto creció separadamente y atrajo a participantes de todo el Mediterráneo oriental dominado por los griegos. Intérpretes y compositores de canciones se reunían en festivales y cantaban las canciones de su tierra para beneficio de un panel de jueces y de un público en directo. (Sí, incluso Factor X es un formato de tres mil años de antigüedad.) La competición más antigua registrada tuvo lugar en Jalkis sobre el 700 a.C., con el poeta Hesíodo manuscribiendo orgullosamente unos pocos versos como celebración de su triunfo en una clase de canto individual. La ciudad espartana de Carneia alojó una larga serie de despampanantes concursos de talentos para cantantes que se acompañaban de una cítara, un tipo de lira. (En el 670 a.C., una competición como esta fue ganada por Terpandro, un bardo y experto citarista que, se dice, murió tras atragantarse con un higo que le lanzó un admirador en un concierto.) También había competiciones corales, con atmósfera de festival y gran cantidad de coreografía grupal, versiones antiguas, si se quiere, de los carnavales actuales en Río de Janeiro, Trinidad y Notting Hill. La importancia de estas competiciones es que dieron pie a que surgiera una nueva clase de músicos de élite –individuos y grupos que luchaban por la excelencia musical, que podían ganar dinero y premios por sus esfuerzos–. Se exhibía a niños peculiarmente talentosos durante estos acontecimientos, tal como se ha hecho desde 26
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entonces. Hasta este momento, la música había sido algo en lo que todo el mundo podía participar, una actividad comunal, como el canto de una tribu en el monte. Los griegos comenzaron un proceso que se convirtió en algo inusualmente extremo en la música occidental: el énfasis sobre una clase de personajes excepcionales cuya brillantez pretendía provocar sobrecogimiento y embeleso en los corazones de los oyentes. La tercera cosa que conviene saber sobre los griegos y su música es que, al inventar La kithara –un tipo de lira– aparece el drama europeo, en efecto de manera prominente en artefactos de la Antigua Grecia, como este jarrón inventaron el musical, puesto del siglo v a.C. que sus dramas estaban todos acompañados por música y canto coral, declamación (cercana a la noción moderna del rap) o cántico. Sus anfiteatros que todavía sobreviven, esparcidos alrededor del Mediterráneo oriental, están entre los recordatorios más vívidos de la sofisticación artística de su civilización. Mientras que consideramos que los papeles del escritor, del poeta, del director, del actor, del bailarín, del cantante y del compositor son profesiones diferentes, las demarcaciones eran mucho más difusas en la antigua Grecia, con grandes dramaturgos realizando muchas de estas funciones, si no todas. El extremo al que el drama y la música eran considerados inseparables por los griegos, un ideal buscado una y otra vez, siglos más tarde, por los compositores de ópera, lo indica el hecho de que la palabra orquesta es el término griego para el escenario en sus anfiteatros. Un número de notables dramas griegos versan sobre la música. El argumento del drama satírico Las ranas, de Aristófanes, del 405 a.C., por ejemplo, como la historia de Orfeo y Eurídice, trata de una competición de poesía y canto a vida o muerte en el Hades. Y fueron comedias griegas como esta (así como también tragedias griegas) las 27
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que inspiraron la fabulación en Italia, en 1600 más o menos, del concepto de una forma de teatro cantado: la ópera. Es apropiado que la primera gran ópera, compuesta por Monteverdi en 1607, presente a un héroe que afronta un desafío de canto a vida o muerte en el Hades, Orfeo. Dicho esto, sospecho que la escala y la popularidad de estos dramas representados en los anfiteatros entre la gente común en las antiguas Grecia y Esparta, y su origen en los festivales religiosos y corales, los ponen más cerca, como experiencia, de los oratorios del siglo xviii de Haendel, como su Mesías, que llenaban los teatros, o incluso del musical del siglo xx, una forma que la mayoría de las veces creaba un relato a partir de canciones, en contraste con la ópera, que tendía a crear canciones a partir de un relato. Pero ante la ausencia de una notación conservada de la música que se interpretaba en las obras de teatro de Aristófanes y de otros, debemos una vez más resignarnos a la frustración y a la especulación. La cultura helenística fue absorbida en su momento en la del Imperio romano, y aunque podemos ver, por medio de pinturas, frisos y cerámicas, que los romanos estaban rodeados de la música y sus convenciones, tampoco ellos sintieron la necesidad de anotarla. Si algo importante sabemos sobre los romanos y su música es que tenían una particular querencia por el órgano, que figuraba como acompañamiento musical para justas de gladiadores y otros entretenimientos públicos a gran escala. Por supuesto, habían heredado la tecnología del órgano hidráulico de Ctesibio –el nombre organum, asimismo, viene del griego organon, que significa instrumento o herramienta–. El ejemplo más antiguo que sobrevive del órgano hidráulico, que data del 228 d.C., fue descubierto en 1931 en la ciudad romana de Aquincum (la moderna Budapest), pero fue durante el mismo siglo –el tercer siglo d.C.– que el método greco-romano de utilizar agua para comprimir el aire fue reemplazado por un sistema de fuelles de cuero, prototipos de todos los órganos ulteriores alimentados por fuelles. Lo que los romanos interpretaban al órgano es, por supuesto, materia de conjetura. El vasto conjunto de material escrito que nos dejó la época romana nos indica que, si hubiesen desarrollado algún tipo de notación musical, algún fragmento o mención de ella habría sobrevivido, pero no ha sido así. En consecuencia, su música está tan silenciosa como las habitaciones vacías de Pompeya. 28
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O casi. Un frágil hilo musical sí sobrevivió al colapso de la civilización greco-romana, dando lugar a lo que parecían en principio unos acontecimientos insignificantes en un problemático territorio fronterizo. Me refiero al inestable reino marioneta de Judea, o lo que llamamos ahora Palestina e Israel. En los rescoldos de los últimos días del Imperio romano, somos capaces, entre siglos de silencio, de escuchar el único legado musical del mundo antiguo. En el año 70 d.C., el ejército romano, exasperado por años de rebeliones en Judea, saqueó la ciudad de Jerusalén y destruyó el Templo de los Israelitas. Esto propició un gran éxito a la hora de silenciar una tradición que se había conservado quizá durante mil años –la de cantar salmos en hebreo en el templo–, pero la interrupción fue solo temporal; después de todo, la tradición del canto, si no los mismos cantos hebreos, fue en su momento retomada por una secta escindida llamada Cristianismo. Hasta hace poco se suponía que las primeras reuniones cristianas debían de haber estado fuertemente influidas por los servicios de las sinagogas a los que reemplazaban, pero investigaciones recientes han demostrado que el canto cristiano se desarrolló a partir del canto hímnico, más que a partir de los salmos, y que era diferente en su carácter –con toda probabilidad, intencionadamente– de su predecesor judío. Debe aplicarse un elemento de cautela a estas conclusiones, ante la ausencia de una salmodia judía conservada de antes de la destrucción del Templo, pero lo que está claro es que, en el período de setecientos años durante el que el canto judío cayó en el olvido, el canto cristiano se extendió vigorosamente. Se vio sustancialmente reforzado cuando se legalizó la religión cristiana y fue abiertamente practicada siguiendo el Edicto de Milán de 313 d.C. La retirada gradual del ejército romano y de la autoridad administrativa de Roma a lo largo de Europa occidental entre el 300 y el 400 d.C. dejaron detrás un cuadro caótico, fragmentado. Sin embargo, es una exageración concluir que toda la cultura desapareciera con los romanos y que los europeos se quedaran trasegando por ahí en un mar de ignorancia y brutalidad, con unos pocos asentamientos monásticos manteniendo la llama de la civilización. Para empezar, depende mucho de a qué europeos nos referimos. El reino de Armenia, por ejemplo, estableció el cristianismo como religión oficial en el 301, y los armenios se aferraron a su 29
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independencia religiosa incluso cuando fueron anexionados a los posteriores imperios persa y árabe. La catedral Etchmiadzin se completó en el 303 bajo la supervisión de san Gregorio el Iluminador, y puede considerarse la más antigua iglesia del mundo construida específicamente como tal, al haber sido todos los anteriores lugares de culto adaptados a partir de edificios religiosos existentes, incluyendo templos romanos y judíos. La catedral de Etchmiadzin todavía se levanta hoy en día, como impresionante refutación de la noción de que el período que siguió a la caída de Roma significara el fin temporal de la civilización. Una contradicción incluso más espectacular de la expresión «Edad oscura» es la Basílica de Santa Sofía en la moderna Estambul, entonces Constantinopla, cuya construcción comenzó en el 537 y cuya espectacular cúpula –en buena parte rediseñada y apuntalada en la década de los sesenta del siglo vi– no fue superada en su grandeza e inventiva durante casi mil años. Ciertamente, todo lo que ocurrió mientras el poder de Roma se retiraba de la Europa noroccidental es que su civilización se reubicó en Constantinopla, que continuó siendo un lugar de esplendor cultural durante cientos de años. El canto de salmos e himnos y la preparación de cantantes para ese propósito pueden haber estado en la parte baja de la lista de prioridades en el anárquico erial de Francia o Inglaterra inmediatamente después de la retirada de la administración imperial romana, pero la misma Iglesia de Roma estableció su Escuela de Canto (Schola Cantorum) en el 350 y una notable actividad musical también estaba teniendo lugar en el Imperio bizantino (o romano de Oriente). Hostilidades ulteriores entre los poderes orientales y occidentales nos han cegado hasta el punto de que la civilización europea que hemos heredado agradecidamente se alimentó, enriqueció y desarrolló en lugares que están ahora asociados con el mundo árabe, islámico y ortodoxo oriental. Sabemos que el cántico, o el canto religioso de algún tipo, estaba vivito y coleando en la mitad bizantina de Europa en, al menos, los siglos iii y iv, porque una parte de él sobrevive en forma escrita. En la colección papirológica de la Sackler Library, de la Universidad de Oxford, se halla el himno cristiano conservado más antiguo del mundo, que presenta una forma de notación indescifrable hoy en día. Fue desenterrado por arqueólogos de Oxford en la parcialmente enterrada ciudad de Oxirrinco, en Egipto, a finales del siglo xix. 30
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Gracias a estas excavaciones y a otras, la Sackler Library contiene la mayor colección de antiguos manuscritos clásicos del mundo. El himno de Oxirrinco, escrito en griego antiguo, data de finales del siglo iii, así que tiene una antigüedad de casi dos mil años. Mientras tanto, en Europa septentrional y occidental, el menguo de la influencia romana provocó una ola de guerras locales, ya que las tribus luchaban por la supremacía territorial, pero no todas estas tribus eran «bárbaras», en el sentido genérico de que sus miembros eran vándalos analfabetos, saqueadores. En la sepultura del rey anglosajón Raedwald, de principios del siglo vii, en Sutton Hoo, en Suffolk, por ejemplo, junto con toda clase de tesoros culturales, ropajes, joyas, armas y demás, se hallan los restos de una gran lira de seis cuerdas, una forma de arpa portátil que es comparable a las del mundo antiguo. Por supuesto, no sabemos cómo sonaba la música que se interpretaba con esta lira, aunque podamos rasguear sus cuerdas y admirar su artesanía. No sabemos si a sus músicos se les ocurrió tocar más de una cuerda a la vez, como un acorde, o si se limitaban a melodías de una nota a la vez. Asimismo, aunque sepamos que en la China de principios del siglo vii había «orquestas» de instrumentos que tocaban juntos, lo que tocaban son conjeturas. Es posible, sin embargo, reconstruir, hasta cierto punto, los cánticos que se interpretaban en iglesias y abadías, desde más o menos el siglo iv hacia delante, a partir de manuscritos de varios tipos. Incluso donde la notación antigua utilizada era tosca o confusa, los mismos cánticos siguieron cantándose sin alteración significativa hasta el período en que una notación fiable sí existió. Lo increíble es que, durante los primeros cientos de años del primer milenio d.C., antes de que emergiera un sistema de notación, todos los cánticos que curas y monjas cantaban se memorizaban. Se legaban de manera oral, de monje a monje, de monja a monja, meticulosa, pacientemente, de un siglo a otro. Este cántico, llamado también canto llano, con frecuencia se ha definido por defecto como «canto gregoriano», por Gregorio el Grande, que fue papa a finales del siglo vi. Es bello, antiguo, misterioso y –en su increíble examen de la memoria humana– milagroso. Lo que es, ahora lo sabemos, no tiene nada que ver con el papa Gregorio. De hecho, el canto llano se desarrolló gradual y separadamente por toda la Europa cristiana, según gustos y tradiciones locales. Había canto galicano en Francia, canto ambrosiano en la Italia septen31
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trional, canto beneventano en la Italia meridional, canto mozárabe en España y canto Sarum en las Islas Británicas (la Sarum romana se convirtió en el siglo xiii en la ciudad inglesa moderna de Salisbury). Pero lo que todo este tipo de canto tiene en común es que se memorizaba: una melodía sinuosa sin acompañamiento ni armonía, cuyo nombre (griego) es monofónico: una voz. El canto llano es nuestro único vínculo con los músicos de los primeros mil años d.C. Debemos su supervivencia hasta la era moderna a dos gigantescos descubrimientos musicales que comenzaron a hacer notar su presencia en los dos siglos anteriores al 1000 d.C. Para entender el significado de estos dos descubrimientos, necesitamos trasladarnos hacia el pasado, hacia el mundo sonoro de este período, hace mil quinientos años. Se trata de la misa del domingo por la mañana, en una abadía o en una catedral. Algunos monjes cantan una sección del canto llano, juntos, al unísono. Tras un par de generaciones, alguien piensa que sería una buena idea añadir a algunos muchachos al coro, para alimentarlos y vestirlos y mantenerlos lejos de los problemas, y para comenzar el largo, lento proceso de enseñarles de memoria el repertorio completo de canto llano para el año eclesiástico. El efecto musical de añadir a unos niños es que ahora hay dos partes paralelas de música, no solo una, puesto que las voces de los niños son más agudas que las de los hombres. La versión más aguda que los niños cantan se compone de notas idénticas a la de los hombres, pero en un registro más alto; así que hay una distancia fijada, natural, entre las dos partes de música idénticas. La distancia fijada entre una nota y su sosias más agudo es algo que ocurre en la naturaleza; nosotros los humanos no la inventamos, solo la hallamos merodeando detrás de todos los sonidos musicales. Puedo aclarar esta relación natural «secreta» entre una nota y su correspondiente más aguda ilustrando la magia del tono musical. Si punteo alguna cuerda de una guitarra o soplo por el extremo de algún tubo, la longitud de la cuerda o la longitud de la columna de aire determinarán cuán aguda o grave será mi nota. Podemos llamar a esa nota como queramos, pero también podemos llamarla la, y cuando hablamos de cuán aguda o grave suena la, hablamos de su «tono». Si tañes una banda elástica, se producirá un tono; si la estiras de forma que se alargue y se tense, el tono de la nota habrá cambiado. 32
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En la creación musical antigua, el tono se fijaba –se definía– solo por la longitud de tu cuerda o de tu flauta, de ahí la necesidad de una etiqueta como la para denotar el mismo sonido producido en instrumentos de diferentes formas. Hoy en día, somos capaces de fijar el tono utilizando una medición electrónica, los hercios, que da a cada tono un valor numérico, aunque nos hemos atascado con los nombres alfabéticos2, por su facilidad de uso. (A propósito, la nota la, que las orquestas modernas utilizan como referencia para afinar –normalmente tocada por el oboe–, fue establecida como frecuencia de onda sonora de 440 hercios, por medio de un acuerdo internacional durante los años treinta del siglo xx, y había sido tipificada previamente en algunos países con los ligeramente más bajos 435 hercios. Antes de que la electricidad hiciera posible todo esto, la podía tener diferentes entonaciones no solo en diferentes países, sino también de pueblo en pueblo o incluso de instrumento en instrumento. Los órganos y otros instrumentos que se conservan desde los tiempos de Bach indican que el tono promedio era más bajo entonces de lo que es ahora, así que su música en su mayor parte se interpreta teniendo en cuenta la nota la = 415 hercios. Asimismo, la música de Mozart y Haydn se interpreta a veces teniendo en cuenta la «históricamente auténtica» frecuencia de la = 430 hercios.) Aquí está el momento mágico. Si rasgueo de nuevo la cuerda de mi guitarra, pero esta vez poniendo con mucha delicadeza un dedo a la mitad de su longitud, suena una versión más aguda de la nota la; llamémosla la pequeña. Si lleno de agua la mitad de mi flauta o tubo reduciendo la longitud del instrumento a la mitad, la nueva nota que suena cuando soplo sobre él es, también, la pequeña. La pequeña y la grande estuvieron siempre ahí, pero fue necesario algo de empeño para hacer que la pequeña se revelase. De hecho, cada vez que escuchamos la grande también escuchamos la pequeña, oculta en ella, puesto que es parte de la amplia gama de sonidos de la grande. En términos musicales, decimos que la pequeña es una octava más alta que la grande y que la grande es una octava más baja que la pequeña. Esta distancia natural se llamó originalmente octava, que 2 La notación musical anglosajona es diferente: A, B, C, D, E, F, G corresponden, respectivamente, a la, si, do, re, mi, fa, sol. Por eso, el autor menciona los «nombres alfabéticos» algo que obviamente no puede trasladarse a la traducción.
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quiere decir «ocho», porque en la Iglesia medieval solo había ocho notas entre las que elegir, con una de esas notas de octava a cada extremo de las ocho. Desde los antiguos griegos hasta la Reforma, se creía que ciertas notas musicales tenían un efecto seductor peligroso y que necesitaban ser ilegalizadas por las autoridades; esta restricción de ocho notas fue motivada por el deseo de la Iglesia medieval de simplificar y ordenar la potencial barra libre musical. Más tarde, octava vino a significar un conjunto de doce notas, no de ocho, y nos encasquetaron el descriptor equivocado para siempre, pero ya hablaremos de eso cuando llegue el momento. Por ahora, a principios de la Edad Media, que octava signifique ocho es una justa definición de la relación entre la grande y la pequeña. Monjes y niños del coro cantaron juntos, separados por una octava, durante mucho tiempo. Pero esta idea, tener dos notas como una, propició una idea más revolucionaria: ¿qué pasaría si tuviésemos dos notas que no estuvieran separadas por una octava? No solo la grande y la pequeña, sino la grande y mi grande, por ejemplo. Lo crean o no, a los músicos medievales no se les ocurrió esta posibilidad durante siglos. Fue como si descubriesen el negro y el blanco, luego quizá el marrón, pero nunca pensaron en buscar más colores. De hecho, el proceso de ganar a duras penas esas pocas notas llevó tanto tiempo que ni siquiera sabemos en qué siglo ocurrió. Algo antes del año 800: es todo lo que les puedo decir. Este fue un gran avance: establecer dos partes vocales que cantan al mismo tiempo, aunque cantando notas ligeramente distintas. Sin embargo, cuando los monjes musicales finalmente comenzaron a hacerlo, su cautela fue enorme. Tomaron el canto llano original y añadieron una segunda parte que corría exactamente en paralelo a la primera, a una ligera distancia, como dos vías de ferrocarril. Normalmente era la nota entonada cinco peldaños por encima de la escala (de ocho) que utilizaban para las nuevas piezas. La razón para usar un tono cinco peldaños por encima en la escala (o cuatro por debajo, si van ustedes en dirección descendente) es que este tono, como la octava, tiene una resonancia natural en todos los sonidos. Creamos la pequeña al reducir a la mitad nuestra cuerda tensa de guitarra. Si hubiésemos dividido la longitud de la cuerda en un tercio en lugar de la mitad, produciríamos precisamente este tono; si hubiésemos comenzado en la, ahora tendríamos mi. Estas resonancias las causa un fenómeno conocido como serie 34
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armónica, con la que nos encontraremos en un capítulo posterior. Por ahora, basta con saber que las notas en el cuarto o quinto peldaño de la escala musical medieval se derivaban de lo que se consideraban proporciones matemáticas «perfectas» y eran, por tanto, la primera opción del monje para añadir un tono adicional. Los músicos eclesiásticos medievales denominaban órganum a la técnica de hacer correr dos notas en paralelo, que improvisaban en el mismo momento, porque a sus oídos sonaba como un órgano. Lo cual es así. El término griego para dos o más partes vocales que cantan juntas es polifónico: muchas voces. El órganum se hizo muy popular por toda Europa –tanto, me atrevo a decir, que se hizo pesado–. Alrededor del 800, probablemente lo habrían escuchado en cualquier abadía en la que hubiesen recalado desde Italia hasta Northumbria. Pero el entusiasmo de convertir una melodía en dos sin coste adicional tuvo otro resultado: un órganum donde una voz permanecía fija. Esta versión tiene como base el canto llano, pero en lugar de añadir otra parte que siga sus contornos como dos raíles paralelos, la nueva parte adicional no se mueve. Solo mantiene una nota sostenida, un sonido que se conoce como bordón. Sostener el bordón, sin embargo, resultó ser terriblemente aburrido de interpretar, por no mencionar bastante agotador, así que en lugar de eso la mayoría de las veces se interpretaba con un instrumento: un órgano, quizá, o instrumentos casi olvidados hoy en día como la rota galesa, el salterio, el organillo y la chifonía. Estos instrumentos compartían la habilidad de generar una nota sostenida aparentemente a perpetuidad, sin descanso para tomar aliento o cambiar la disposición de los dedos. Un arco moviéndose hacia detrás o hacia delante sobre una cuerda o un mecanismo manual que giraba el filo de una rueda contra una cuerda eran las soluciones más comunes. Un órgano podía continuar indefinidamente mientras tuviera a alguien, o a un grupo de personas, que bombearan sus fuelles. La razón para añadir un bordón a la melodía de un cántico era que nuevas combinaciones de notas se iban creando mientras la parte de la melodía se movía más cerca o más lejos del bordón. Si imaginamos un órganum paralelo como unas vías de ferrocarril serpenteando por el campo, el bordón se parece más a un gráfico en el que una línea se mueve y la otra permanece recta.
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Es un concepto que sobrevive hasta hoy en día en la música para gaita. La antigua (y sorprendente) conexión de la gaita con el canto llano se conserva en la denominación de sus partes: el tubo perforado con el que tocas la melodía todavía se llama «zampoña»3. Al pasar del tiempo, músicos más aventureros, como la compositora bizantina del siglo ix Kassia de Constantinopla, comenzaron a mezclar el estilo paralelo del órganum con el estilo del bordón. La sobrecogedora música de Kassia se ha grabado recientemente por primera vez en mil años, y refuta con gracia el supuesto de que el desarrollo de la música antigua haya sido exclusivamente obra de los hombres. Estos nuevos efectos sonoros estratificados, construidos a partir de melodías de canto llano, se estaban acercando a lo que hoy llamaríamos «armonía»; esto es, la existencia y explotación de grupos de notas simultáneas. Este fue el primer paso de gigante que dieron nuestros antepasados medievales mientras se acercaba el año 1000. El otro fue alterar dramáticamente el curso de la historia de la música. Fue la invención de una notación musical fiable, adoptada universalmente. Se necesitó a un monje italiano, inmortalizado como Guido de Arezzo, para dar con el código en el año 1000 d.C., aproximadamente, y para otorgar a la música occidental su sistema de notación único, todavía en uso hoy en día. Su sistema se basó en un intento anterior por transcribir una tonada y merece la pena 3 En inglés, chanter, palabra muy relacionada con chant, canto. Si estiramos un poco la etimología de la palabra zampoña (del lat. symphonĭa, instrumento musical, y este del gr. συμφωνία), podríamos encontrar una relación parecida, aunque no tan cercana.
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rastrear el viaje desde una transmisión enteramente oral hasta la transmisión escrita. Lo que los intérpretes de canto llano tenían frente a ellos en los siglos anteriores al 800 d.C., aproximadamente, era el texto en latín de lo que estaban cantando. Solo el texto. Tenían que memorizar la melodía. Había, por ejemplo, 150 salmos en el repertorio eclesiástico convencional y todos ellos tenían sus propias melodías. Algunos de los más largos tenían múltiples melodías dispuestas en secuencias. A esto se añadían oraciones, responsos, cánticos, himnos y las palabras de las diversas misas: unos cuantos miles de tonadas a lo largo del calendario eclesiástico, muchas de ellas –gracias al exiguo fondo común disponible de ocho notas– preocupantemente similares entre ellas. Esta es una de las más espectaculares hazañas de la memoria en la historia de la raza humana. Pero también es un poco demencial. Así que se juzgó sumamente conveniente hallar una forma de recordar a los cantantes cuál podría ser la tonada de un pasaje determinado. Los músicos medievales comenzaron su búsqueda añadiendo al texto lo que parece estenografía. El manuscrito más antiguo del mundo conservado de un órganum paralelo de dos voces puede verse en la Bodleian Library, Oxford, como parte de un libro titulado El tropario de Winchester. Tiene una antigüedad de mil años, aproximadamente contemporáneo de un informe de un órgano en la catedral de Winchester que presumía de tener unos extraordinarios 400 tubos. Si ustedes pensaban que la marcha de los romanos causó que las Islas Británicas descendieran a un salvajismo sin sentido que no sería revertido hasta la conquista normanda de 1066, piénsenlo dos veces. El tropario de la catedral de Winchester para órganum de dos voces y su glorioso órgano de tubos de 400 voces fueron obra de cristianos anglosajones. El tropario de Winchester contiene el texto latino que se destinaba a ser cantado, con varios acentos e inflexiones sobre él y al margen, para indicar al monje o a la monja qué clase de melodía se suponía que estaban entonando. El tropario no es único, sin embargo: entre el 650, más o menos, y el 1000, un sistema improvisado de marcas pequeñas, sobre el texto, llegó a ser habitual en los libros de cánticos por toda Europa occidental. Las marcas se llamaban neumas (de la palabra griega πνεῦμα, que significa aliento) y probablemente se inspiraron en marcas similares en textos hebreos masoréticos del Viejo Testamento, que fueron transcritos entre los siglos vii y x, y en tra37
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Una de las formas más antiguas de notación musical tenía que ver con los neumas –marcas sobre el texto de una canción–, pero solo eran útiles para alguien que ya conocía la canción.
ducciones latinas arcaicas ulteriores. Los sonidos vocálicos no se escribían en hebreo antiguo, así que los acentos y las marcas alrededor del texto indicaban la pronunciación correcta y las instrucciones para el canto. Similarmente, los neumas estaban ahí para dar alguna indicación sobre si la nota de la melodía subía o bajaba en una palabra concreta y eran, ciertamente, un paso en la dirección correcta. Los neumas tenían, sin embargo, un gran defecto: eran, esencialmente, un modo de refrescar la memoria del cantante, recordándole una tonada que ya conocía. No podían ayudarle a repentizar una 38
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nueva tonada partiendo de cero. Podían más bien, como en un mapa de carreteras con todos los topónimos eliminados, ver todas las características –los ríos y carreteras musicales–, pero sin una pista sobre dónde estaba todo esto en relación con todo lo demás. Los neumas eran solo para personas que ya conocían el camino. Numerosos músicos intentaron formular maneras de mejorar los neumas, incluyendo a un monje francés del siglo ix llamado Hucbald, que sugirió dar a los tonos de las notas un nombre alfabético –ABCDE, etc.–, algo que todavía hacemos. Para ser justos, Hucbald simplemente experimentó con este concepto, en lugar de inventarlo; había estado circulando por medio de teorías musicales desde la antigüedad, como de hecho ocurría en los sistemas musicales de la India y de China. También jugueteó con la idea de hacer que las palabras se moviesen arriba y abajo con la forma de la melodía. Quizá no sea sorprendente que esto no se pusiese de moda.
Esta forma imaginativa aunque nada práctica de notación primigenia, atribuida a un monje francés del siglo ix llamado Hucbald, hacía que las palabras se elevasen y cayesen según la forma de la tonada.
Entra en escena, por fin, Guido de Arezzo y su excepcional logro. Su trabajo en la catedral de Arezzo era enseñar a los jóvenes cantantes del coro y había calculado que enseñarles todo el repertorio eclesiástico de canto llano de oído, como a los loros, llevaría más de diez años. Lo que necesitaba desesperadamente era un método de notación que se pudiese leer y convertir en canto de manera visual y emprendió el desarrollo de un dispositivo que ahorraba tiempo. Sus 39
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métodos eran simples y claros. Primero dio a los neumas una forma normalizada, fácil de leer. Cada nota tenía su propio borrón identificable, una marca sobre la página, y se colocaban en el orden, de izquierda a derecha, en que se quería que se cantaran.
Luego trazó cuatro líneas rectas sobre las cuales se colocarían las notas, así que era instantáneamente posible ver las posiciones relativas de cada nota:
Actualmente llamamos a esa colección de líneas pentagrama4. Coloreó de rojo la segunda línea desde arriba, para dar a cada melodía una referencia absoluta con respecto a todas las demás melodías. La posición de cada nota representaba su posición con respecto al tono, esto es, si era un la, un si o cualquier otra nota. Si la tonada subía, las notas subían, paso a paso. Este método se ha refinado con los años, por ejemplo, al alterar las formas del borrón para indicar la duración de la nota o al agrupar notas juntas en racimos para indicar un ritmo, y con el tiempo sus cuatro líneas se convirtieron en cinco, pero es esencialmente el mismo sistema para escribir música que se utiliza universalmente en el siglo xxi. Guido le había dado por fin su mapa a la música. De aquí en adelante –alrededor del año 1000 d.C.– se podía escribir una melodía y alguien la podía reproducir cantada, aunque no la hubiese visto u oído con anterioridad. Fue una revolución. En un siglo, la notación de Guido comenzó a aflorar en monasterios de casi todas partes. Excepto en la Iglesia Ortodoxa Oriental, que se atascó en sus neumas. El autor utiliza las palabras stave y staff, que significan lo mismo en español.
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Una de las consecuencias más importantes de la notación fue la forma en que cambió el cómo se componía música. En lugar de ocurrírsele a alguien una melodía y luego enseñarla a sus conocidos con la esperanza de que estos, a su vez, la transmitiesen sin modificación a todos sus conocidos, generación tras generación, a lo largo de los siglos, ahora un compositor podía escribir la música, como las palabras, sobre el papel. De esta manera se quedaría inalterada para siempre, mientras el papel no se desintegrase. Este solo hecho permitió que la aproximación a la música fuese más ambiciosa. Un relato que tiene que memorizarse y expresarse en voz alta es necesariamente menos complejo que una novela que puede escribirse y que tiene una mayor duración temporal. Así ocurrió con la música, cuya complejidad aumentó con la invención de la notación musical. Tanto es así que, no mucho después de que la notación fuera haciéndose habitual, comenzamos a ver los nombres de los compositores acompañando a las piezas. Esto no es una coincidencia. Si puedes poner algo por escrito, puedes afirmar que es tuyo. Intenta afirmar que una idea es tuya porque se la contaste a alguien en un pub. Uno de los primeros compositores dignos de ser conocidos fue una mujer, una mujer alemana espectacularmente inteligente e imaginativa, Hildergard von Bingen, que nació en 1098. Fue también científica, monja, poetisa, visionaria y diplomática, y su música todavía es interpretada y admirada, casi mil años después. La música imaginativa, lírica y reflexiva de Hildegard representa un punto de inflexión entre dos épocas. Todavía suena esencialmente como una vívida variante del canto llano, pero ella embelleció el contorno de la melodía con toques propios. Mientras que el vasto conjunto de canto llano eclesiástico que existía antes de Hildegard suena (intencionadamente) discreto y anónimo, sus poéticas canciones sacras tienen carácter, estilo. Fue muy famosa en su tiempo: nacida en el seno de la nobleza, se convirtió en abadesa de una floreciente comunidad benedictina que ella misma había fundado, situada en una de las arterias más concurridas de Europa, el río Rin, donde muchos peregrinos y prestigiosos invitados acudieron a visitarla, los cuales ulteriormente corrieron la voz por el continente sobre sus obras científicas, políticas y artísticas. Mantuvo correspondencia con el papa y con el emperador del Sacro Imperio Romano. Desde un punto de vista musical cabe destacar que estuvo entre los prime41
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ros compositores de una nueva corriente que buscaba alejarse del conformismo y de la rígida tradición del canto llano, al añadir ornamentación y detalles melódicos que quedaban fuera de los estrictos límites del método convencional. En lugar de basarse en los archiprobados cantos, como había sido la norma en siglos precedentes, Hildegard creó sus propias canciones. Esto nos parece normal, pero en el siglo xii era tan atrevido como inesperado. Las revoluciones, tanto en la notación como en la armonía durante este período, habían estado gestándose durante cientos de años, pero una vez llegado su momento, el ritmo de la innovación se aceleró rápidamente. La superposición de varias voces y de su correspondiente notación abrió paso a un período de gran experimentación y aventura –particularmente con respecto a la armonía– y gracias a ello la música occidental, alrededor del 1100, era ya totalmente distinta de cualquier otra cultura musical que hubiese existido hasta entonces. Durante la época de Hildegard, un grupo de jóvenes compositores que trabajaban en Notre Dame, en París, se había hecho famoso por su radical empleo de la armonía. El pionero de este grupo se llamaba Léonin, y para los patrones de principios del siglo xii era tan prolífico como admirado, al combinar regularmente melodías de canto llano con una segunda voz, una técnica ahora conocida como organum duplum. Su mayor legado a la música, sin embargo, es la inspiración que propició en su joven colega, y posiblemente discípulo, Pérotin. Lo que hizo Pérotin fue formular una pregunta muy simple: ¿qué ocurriría si se tuvieran más de dos partes vocales que cantaran al mismo tiempo? ¿Cómo sonaría oír tres o cuatro notas simultáneamente? Semejante grupo de notas, que conocemos como acorde, ni siquiera tenía un nombre en aquella época, tan novedoso era su concepto. Pérotin nos asombra, incluso hoy en día, como una fuerza creativa irreprimiblemente aventurera, un compositor explosivo que concibió y puso por escrito los grupos de notas simultáneas más complejos que se habían escuchado nunca. En las décadas y siglos que vendrían, con frecuencia se entablarían feroces debates sobre lo que constituía una combinación de notas apropiada, o sobre qué grupo era bello, o feo, o seductor, o discordante. Pero nada de esto importaba a Pérotin. Era como un niño en una tienda de caramelos, metiendo a presión notas juntas para ver qué efecto podían producir. Fue 42
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realmente el primer radical de la música, al que se refirieron en una crónica de la época como «Pérotin el Maestro». La armonía hecha a partir de acordes cobró vida en su música para cuatro voces, aunque algunas de sus combinaciones de notas suenen accidentales en lugar de intencionadas. Pero hubo otro ingrediente clave que Pérotin añadió a la mezcla musical, uno que oía a su alrededor y que debe de haber resultado extremadamente atrevido en el contexto de su trabajo en Notre Dame. París, en el siglo xii, se expandía rápidamente, igual que su universidad, que comenzaba a ignorar sus raíces eclesiásticas y a abrazar un aprendizaje más secular. Esta era la época de los trovadores: poetascantantes-cantautores habilidosos, viajados, cuya fama se cimentaba sobre canciones de amor «refinado». Para ellos, París era la joya de cualquier gira de conciertos. En la cúspide de la locura trovadoresca, varios cientos de ellos ejercían su oficio, con trovadores procedentes de Occitania, la mitad meridional de Francia, entonces virtualmente un país separado con sus propias lengua y cultura, y trovadores de la mitad septentrional. Desencadenó un vívido intercambio de ideas y canciones entre países, pero también entre la música eclesiástica contemporánea y su equivalente secular. Además, se hacían canciones populares a partir de pasajes de música sacra y tonadas populares se encontraban superpuestas en canto llano religioso ya existente, un intercambio tan apreciado que continuó durante los siguientes trescientos años. El fenómeno de los trovadores se había inspirado en el ejemplo de los cantantes profesionales en las cortes de Al-Ándalus, en la España musulmana, que tenía su resplandeciente capital en Córdoba. A medida que los ejércitos cristianos de la reconquista se extendieron hacia el sur durante los siglos xi y xii, capturando provincia tras provincia del califato en declive, fueron expoliando las bibliotecas de las ciudades musulmanas y saqueando los palacios y las villas de los árabes, convirtiendo en botín los tesoros de su cultura. La consecuencia fue que los músicos europeos heredaron del mundo árabe al menos tres instrumentos que se convirtieron en esenciales para la música secular en los siguientes siglos: el al’Ud (literalmente ‘listón de madera’), de origen persa, que se transformó en el laúd, y de ahí la guitarra; el rebab, una forma primitiva del violín, y el qanun, una variante del psalterion de la antigua Grecia, que había dado lugar al salterio en toda Europa. 43
El al’Ud (a la izquierda) llegó a Europa procedente de Persia a través de la España musulmana, hace más de mil años. Inspiró instrumentos europeos posteriores como el laúd (abajo); la cítara (abajo a la izquierda), predecesor de la guitarra; y el violín (abajo a la derecha).
Este violín fue construido por la famosa familia Amati, de Cremona, en Italia, cuyos violines de mediados del siglo xvi son los ejemplos más antiguos del instrumento que se conservan.
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Las poéticas canciones de la corte del califa, llamadas a veces ghina’mutqan (‘el canto perfecto’), venían de una larga tradición alimentada tanto por qaynas, intérpretes profesionales femeninas, muchas de ellas esclavas, como por compositores-investigadores como, por ejemplo, Ibn Bayyah (también conocido como Avempace). La mezcla de músicos de formación árabe con los que procedían de Europa durante los últimos y caóticos años del califato omeya de Córdoba dio pie a una forma de canción rimada, el zéjel, que se convirtió en un ingrediente clave del creciente repertorio trovadoresco. Estas canciones se modelaban a partir de la métrica de sus estrofas y, en consecuencia, la mayoría de las canciones trovadorescas, incluso las tristes, tienen un pulso dulce, para zapatear. Todo ello nos trae de vuelta a nuestro compositor parisino Pérotin y su gran legado a la música occidental. El elemento revolucionario que introdujo en la música sacra que escribió en Notre Dame fue algo que claramente aprendió de los trovadores, que a su vez lo habían recogido de España: el ritmo. Antes de Pérotin, el ritmo en la música sacra era una cuestión espinosa. Nadie sabe con seguridad si el canto llano medieval tenía un pulso o un ritmo de algún tipo, porque no había forma de ponerlo por escrito. Ningún canto llano conservado nos revela que existiese la intención de incluir un ritmo y los libros de teoría e instrucción son ambiguos con respecto a la cuestión. Lo primero que realmente sabemos sobre el ritmo es que Pérotin halló una manera de incluirlo en la notación musical. Actualmente, los guitarristas que quieran tocar una canción pop o folk famosa lo pueden hacer simplemente leyendo una tabla con los nombres de los acordes. Los guitarristas familiarizados con la tonada de «Morning has broken», por ejemplo, serían capaces de tocar la canción con solo ver la letra junto con los acordes: do
do re(m)5
si
fa
do
Morning has broken, like the first morning, do
mi(m)la(m)
do
re – si7
Blackbird has spoken, like the first bird La abreviatura «m» se refiere a «menor».
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Pero si, en ochocientos años, los músicos se topan con un trozo de papel con solo los nombres de los acordes en él y la letra, sin más información sobre la velocidad, el ritmo, o el carácter de la canción, tendrán un problema. Así es para nosotros echar un vistazo a la notación del siglo xii. Pérotin, sin embargo, comenzó a utilizar un método de notación actualizado que sí indicaba por vez primera el valor rítmico de las notas. El sistema que empleó, aunque no tan flexible o sofisticado como el que utilizamos hoy en día, se basaba en el agrupamiento de notas con barras horizontales, llamadas ligaduras. Cada vez que agrupaba notas con una ligadura, quería decir que esas notas deberían ser más breves que las otras. Y una vez se comienza a agrupar notas largas y breves en una cadena, se genera un ritmo. A Pérotin le gustaba especialmente un cierto ritmo, uno que usted pueden recordar fácilmente porque es el ritmo del tema musical de The Archers6: dum ti dum ti dum ti dum. Se genera alternando notas larga-corta-larga-corta-larga-corta, y así sucesivamente. Pérotin hizo suyo este patrón, y lo utilizó en el himno que compuso para el día de Navidad de 1198, «Viderunt Omnes». Es el mismo ritmo que impulsa la única canción no religiosa popular de principios del siglo xiii que todavía se conoce: «Sumer is icumen in». No se sabe quién escribió esta canción inglesa tan pegadiza –puede haber sido un hombre de Herefordshire, conocido misteriosamente como «W de Wycombe»–, pero como pieza para seis voces simultáneas que se entrelazan ingeniosamente, suena como si el compositor hubiese adoptado el estilo de Pérotin, como si lo hiciese más accesible, como si le pusiera una letra rústica y picante y esperara que la gente bailara al son de ella. Un manuscrito original deliciosamente claro de «Sumer is icumen in», posiblemente manuscrito por el mismo W, se conserva en la British Library. Presenta una versión de notación rítmica (a veces llamada «mensural») más simple que las ligaduras de Pérotin, pero no obstante consigue lo que quiere. Sin duda, la capacidad de poner los ritmos por escrito disparó la imaginación de los compositores. De hecho, durante los siglos xiii y xiv, los compositores pensaron en poco más que en cómo construir superposiciones de sonidos cada vez más complejos para cuatro voces, que cantaban simultáneamente pero a diferentes velocidades y Radionovela que emitía la BBC.
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con ritmos diferentes. Ahora que tenían los pilares con los que construir largas piezas musicales que no se tenían que memorizar, se propusieron crear el equivalente a un laberinto musical: estructuras matemáticas y geométricas incrustadas en la textura de la música. Ello no es realmente sorprendente, supongo; esta también fue la época de los laberintos eclesiásticos –que pueden haber servido como metáforas de las peregrinaciones a Jerusalén– como los de las catedrales de Chartres y de Lucca. Ejemplos de laberintos musicales pueden encontrarse en abundancia en la música coral de Guillaume de Machaut, un poeta-compositor que trabajaba en el norte de Francia a mediados del siglo xiv. Uno de ellos es una misa que escribió para la catedral de Reims, que acababa de ser reconstruida aunque ulteriormente fue destruida durante la Revolución Francesa, y que, da la casualidad, tenía un com-
Compositores del siglo xiv se inspiraron en la evocadora acústica de las asombrosas catedrales en las que trabajaban. Esta es la catedral de Reims, en Francia, para la que Guillaume de Machaut compuso misas que no tuvieron precedentes por su complejidad musical. 47
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plejo laberinto situado dentro de su nave. La partitura de esta Misa de Notre Dame tiene cuatro partes de música, y cada una de ellas representa una de las voces que cantaban. Esta es más o menos la manera en que se dispone toda la música coral hasta el día de hoy: una línea de música para cada parte cantante, que se superponen sobre la página. Por tanto, ¿qué tenía de especial la composición de la misa de Machaut? Esta es la cuestión. Machaut y sus colegas compositores del siglo xiv consideraron que las notas se cantaban como unidades en un vasto juego matemático, así que la duración de las notas (esto es, cuántos tiempos) se trataba como una larga lista de números. La voz más aguda, por ejemplo, comienza la primera parte de la misa, el «Kyrie Eleison», con duraciones que forman la siguiente secuencia numérica: 6, 2, 2, 2, 4, 1, 1, 2, 2, 2, 4. La secuencia se mantiene durante un tiempo y luego se repite. Cada una de las cuatro partes cantantes tenía su propia secuencia que comenzaba y terminaba en un momento distinto, creando un entramado de notas de diferentes duraciones. Junto a la secuencia de duraciones de cada parte cantante, Machaut añadió una secuencia de tonos que se iba repitiendo: la, la, si, sol, la, fa, mi, re, fa, sol. Complicando todavía más las cosas, la secuencia de tonos sería normalmente de una longitud distinta a la secuencia de duraciones, así que las dos secuencias se repetirían a diferentes frecuencias. A veces Machaut doblaría o cortaría por la mitad las secuencias en sus composiciones, o las haría operar en orden inverso, o invertiría el patrón del tono, o utilizaría una fórmula matemática como la Proporción Áurea –muy aprovechada en arquitectura y en pintura a finales de la Edad Media y en el Renacimiento– para configurar la secuencia de números. Pero toda esta intrincada estructuración estaba oculta. No es posible, al escuchar la música, percibir el diseño subyacente, aunque un avezado lector de partituras puede ser capaz de identificar su mecanismo al estudiar la música sobre la página. El término musical para las secuencias rectoras secretas, en la composición del siglo xiv, es isorritmia, y las piezas que lo empleaban están entre las estructuras musicales más complejas que nunca se han intentado. Ciertamente, la polifonía, el entrelazado de partes vocales separadas, se había hecho tan complicada en la época del papa Juan XXII que este publicó un decreto en 1325 que ordenaba que la música eclesiástica se simplificase. Nadie prestó atención. 48
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Lo que hace que los logros de Machaut y de sus contemporáneos sean incluso más increíbles es que ellos componían en una época en que un tercio de la población de Europa estaba siendo aniquilado por la peste negra. ¿Cómo diablos hallaron la inspiración para crear una música tan intrincada? La respuesta, seguramente, es que habían adquirido recientemente estos dones nuevos y extraordinarios –la notación musical y la superposición de voces– y que estaban exhibiendo su musculatura intelectual. Junto a la muerte y la desesperación, este fue el período de la asombrosa arquitectura gótica, de las catedrales, abadías e iglesias más extraordinarias que se estaban construyendo por toda Europa. Cantar una nota en estos inmensos espacios es oír su sonido resonar y reverberar, retornando a su fuente modificado por el edificio mismo. Los compositores del tiempo de Machaut, sin lugar a dudas, jugaban con la acústica de las catedrales en las que trabajaban, al crear manifestaciones vocales de ella, al construir capa sobre capa de sonido a partir de un cimiento matemáticamente planeado de isorritmia, y todo ello para glorificar (o impresionar) a Dios. Al igual que la arquitectura gótica que conformó los edificios para la que fue escrita, la isorritmia no duró como herramienta musical. Guillaume de Machaut fue su campeón y su modelo. Antes de dejar la isorritmia, hay una observación que conviene añadir sobre el modo en que esta se construye como secuencia de notas. Sorprende que exista un procedimiento parecido en la práctica del tala, en la música clásica hindustaní y carnática, conocido como raga, por el que ciclos de notas en el ritmo pueden operar independientemente del ciclo melódico. Que la técnica india preceda a la isorritmia europea por un período considerable es indiscutible: el tala (literalmente ‘restallido’) es descrito en la versión textual del Ramayana, del siglo xi, un poema épico escrito en sánscrito cuya versión oral se piensa que existía ya desde el siglo vi a.C. Puede ser una mera coincidencia, pero el término del siglo xiv para los ciclos rítmicos en las composiciones isorrítmicas de Machaut y de otros era talea (del latín, ‘palo’ o ‘corte’). Al final del siglo xiv, casi todos los componentes vitales de la música habían sido descubiertos: la notación, tanto melódica como rítmica; la organización estructural, y la polifonía, la estratificación de voces, una sobre la otra. Pero todavía quedaba por colocar una pieza final 49
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del puzle. Cuando se logró, en Inglaterra, alrededor del 1400, llevó la armonía musical hacia un nivel nuevo y radical, y alteró para siempre el modo en que sonaba la música. Desde Pérotin en 1200 hasta Machaut en 1350, los compositores habían disfrutado del efecto resonante, sonoro, de las notas simultáneas en grupos o acordes. Aunque el uso de los acordes por parte de Pérotin tendría que ser descrito como excéntrico, bordeando lo aleatorio, en la época de Machaut el menú general de acordes, de los que estaban bien vistos, era extremadamente limitado. Esto se debía, parcialmente, a la interferencia del clero –sacerdotes, obispos y cardenales que sabían mejor qué sonidos eran piadosos, puros y apropiados– y se debía, parcialmente, al miedo a lo desconocido. Para entender la revolución musical que tuvo lugar alrededor del año 1400, a manos de un compositor y astrólogo llamado John Dunstaple, necesitamos jugar con algunas notas. En el siglo que precedió la época de Dunstaple, los compositores colocaban las notas unas sobre otras, pero elegían solo de entre un número muy limitado de posibles combinaciones. Estas giraban alrededor de la «octava» básica –la grande y la pequeña, do grande y do pequeña– y lo que ellos llamaban diatessaron y diapente (del griego: ‘a través de cuatro’ y ‘a través de cinco’). Hoy en día conocidas como «la cuarta perfecta» y «la quinta perfecta», estas forman la combinación agradable al oído de una nota y de la que está cuatro o cinco peldaños por encima, que ya nos encontramos anteriormente en este capítulo. Lo que las hace «perfectas» es que ambas tienen una «proporción tonal» matemáticamente pura; dividiendo una cuerda tensa exactamente en dos tercios, por ejemplo, producirá una quinta perfecta. Donde la «proporción tonal» de dos tonos idénticos es 1:1 y el de una octava 2:1, la proporción de una quinta perfecta es 3:2 y de una cuarta perfecta es 4:3.
Cuartas perfectas sobre un teclado.
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Quintas perfectas sobre un teclado.
Habrá notado que no he incluido desde fa hasta si en el posible menú de cuartas perfectas. Eso es porque la de fa hasta si no es perfecta: para conseguir la proporción tonal deseada de 4:3 necesitaríamos emparejar fa con si bemol (si♭), o fa sostenido (fa♯) con si –los bemoles y los sostenidos son las teclas negras del teclado. La de fa hasta si se consideraba tan desagradable que se le dio el nombre «diábolus in música» y «lobo», y fue vetada de la lista de cuartas perfectas. El sonido «diabólico» producido por fa y por si, una distancia conocida como tritono, se produce asimismo cuando se empareja si♭con mi, mi con la♯, do con sol♭, y todos los otros posibles tritonos. (Esto tiene más que ver con la disposición tradicional del teclado que con la lógica de la idea de los «cuatro peldaños de la escala». En el mundo sonoro del período entre el 300 y el 1600 d.C., más o menos, la cuarta perfecta admisible operaba, de hecho, desde fa hasta si♭, esto es, la tecla negra justo a la izquierda de si. Es solo una tecla negra sobre un teclado: una voz, o cualquier otro instrumento, no discrimina entre teclas «blancas» y «negras» –tampoco lo hace un teclado desde el punto de vista auditivo– pero la apariencia de las notas hace a uno pensar en los dos tipos de manera diferente. Es un problema psicológico, más que musical.) En el momento de la historia en que nos encontramos, 1400, pueden ignorar tranquilamente las teclas negras, incluso si en teoría y, ocasionalmente, en la práctica estuvieran totalmente en funcionamiento. Así que en la polifonía del siglo xiv, la quinta perfecta, la cuarta perfecta y la octava componían la vasta mayoría de las combinaciones de notas, o acordes, en oferta. Dos características de este sonido vienen inmediatamente a la mente cuando lo escuchas. Una es que suena bastante pobre en comparación con armonías posteriores. La otra es que ninguna pieza de la época suena como si terminase adecuadamente. Hay una razón para esto. Para nuestros oídos, acostum51
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brados a los seiscientos años posteriores de armonía, hay algo que falta, lo cual explica la pobreza del sonido. Lo que falta es cualquier sentido de lógica en el uso de estos acordes. Cuando escuchamos la música de Bach, o de Gershwin, o de Sting, o de Alicia Keys, se nos conduce por una «progresión» de acordes. Se nos guía hacia el final de la frase, un elemento fundamental, denominado «cadencia». Imagínese, por ejemplo, el espiritual Amazing Grace. En la primera frase de la canción, las palabras Amazing Grace comparten un acorde, nuestro acorde «básico». Llamémoslo Acorde I. Luego, mientras la melodía se dirige hacia la palabra sweet, el acorde se desplaza hacia lo que llamamos Acorde IV porque hemos subido hasta una cuarta perfecta en el bajo. Al final del primer verso, mientras aterrizamos sobre la palabra sound, la armonía regresa hacia donde empezamos, el Acorde I: Amazing grace how sweet the sound ACORDE I IV I Todo parece estar «bien» en ese pequeño viaje por los acordes. Nos sentimos bien retirándonos hacia donde habíamos comenzado. Esta fue nuestra primera pequeña cadencia, un término que tiene su origen en el italiano, cadere, ‘caer’. En la segunda frase nos movemos, brevemente, sobre un acorde: That saved a wretch like me ACORDE I V Esta vez, viajamos hacia un acorde nuevo sobre la palabra me. Este es el Acorde V porque, sí, es una quinta perfecta. De nuevo, esta progresión se percibe lógica y satisfactoriamente. Vamos guiados de un sitio al otro y luego de vuelta. El verso se completa haciendo dos minimovimientos más, desde I hasta IV y de vuelta, y luego desde el I hasta el V y de vuelta: I once was lost, but now I’m found/Was blind, but now I see ACORDE I IV I I V I Se puede oír claramente que no hay nada aleatorio en la elección de acordes que acompañan esta melodía. Lo que aquí se está aplicando 52
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es una determinada lógica en la progresión de los acordes. Obedece a leyes estrictas, algo así como las leyes de la gravedad o de las órbitas planetarias, por medio de las cuales algunos acordes ejercen más poder que otros. Las leyes que siguen los acordes, como la progresión en «Amazing Grace», fueron desveladas por vez primera en la música de nuestro compositor-astrólogo John Dunstaple a principios del siglo xv, por medio de la aplicación de una poderosa y nueva combinación de acordes. No era ni una cuarta perfecta ni una quinta perfecta. Era la gloriosa, aunque imperfecta, tercera.
De nuevo sobre el teclado, si cuentas tres teclas blancas hacia arriba desde tu punto de partida, do, llegas a mi. Suena bastante agradable, así que ¿por qué no es esta tercera una distancia perfecta? La razón es que la tercera, a diferencia de las cuartas y quintas perfectas, tiene tanto una versión mayor como una versión menor. Es la señora Ambigua. Si cuento tres teclas blancas desde re, por ejemplo, llego a fa, creando una tercera menor.
Igualmente con mi hacia sol.
Pero desde fa hasta la, como desde do hasta mi, es una tercera mayor. 53
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Podemos convertir terceras mayores en terceras menores y viceversa utilizando las teclas negras para acortar o alargar la distancia entre nuestras dos notas. Para escuchar nuestra tercera menor, que comienza en do, por ejemplo, aterrizaríamos sobre mi♭, en lugar de sobre mi, y para escuchar la tercera menor comenzando en fa, aterrizaríamos sobre la♭ en lugar de sobre la. Similarmente, para oír la tercera mayor comenzando en re, solo continuamos después de fa hacia fa#, y para oír la tercera mayor comenzando en mi, continuamos después de sol hacia sol#. A lo largo de la escala de notas, la tercera puede ser tanto mayor como menor, y el eje entre la tercera mayor y la tercera menor es el eje sobre el que toda la música occidental se equilibra. En términos muy toscos, una suena feliz y la otra triste, pero es mucho más fascinante que eso; permitir que la tercera se convirtiera en una agrupación de notas tuvo otra gran consecuencia: la tríada.
Comencemos con do de nuevo. Sumaremos tres pasos y nos encontraremos en mi, una tercera mayor. Pero si continuamos hacia arriba otros tres escalones, desde mi hasta sol, hemos creado una tercera menor. Si tocamos las tres notas todas juntas oímos tanto un acorde mayor como uno menor a la vez. Esta combinación de terceras mayores y menores se llama tríada, y las tríadas son el pan y la sal de toda la música basada en la armonía. Las tríadas son las que crean la lógica y el poder de la armonía en Amazing Grace y en buena parte de otras melodías que haya oído alguna vez. Las tríadas son los acordes alrededor de los cuales se estructura cualquier 54
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viaje armónico o relacionado con los acordes, virtualmente en toda la música occidental escrita entre principios del siglo xv y nuestra propia época. Descubrir el poder de las tríadas fue como descubrir una reacción química o una cura milagrosa. Los compositores inmediatamente comprendieron que algo había cambiado de repente, su armonía comenzó a obedecer leyes de atracción y repulsión, les gustase o no. Las series de tríadas más populares han sido utilizadas una y otra vez, siglo tras siglo. John Dunstaple utilizó las tríadas abundantemente en su música y su fama se expandió rápidamente por toda Europa, tras viajar a Francia con el ejército de Enrique V. Dunstaple era un compositor con un estilo nuevo fascinante, al que todo el mundo quería emular y los músicos no cesaban de alabar el sonido nuevo y deslumbrante de las tríadas inglesas. Dunstaple fue apodado el fons et origo de la locura triádica, «la fuente y el origen» de lo que los franceses llamaron «el semblante inglés». Puesto que podríamos llamar a Geoffrey Chaucer, contemporáneo de Dunstaple, el padre de la literatura inglesa, también deberíamos llamar a John Dunstaple el padre de la tríada y, por tanto, del sistema armónico occidental. Al avanzar el siglo xv, las diferentes cortes franco-flamencas de los duques de Borgoña se convirtieron en los centros neurálgicos artísticos de la Europa septentrional, y fue aquí donde el nuevo cóctel de acordes de Dunstaple realmente despegó. Su más conocido representante fue Guillaume Dufay (c. 1397-1474), de lejos el compositor más celebrado del siglo xiv –incluso más que el pionero Dunstaple– tanto en la música sacra como en la secular. Es en el conjunto de obras de Dufay, desde la demagógica canción de los cruzados y la misa correspondiente, L’Homme armé (El hombre armado) hasta sus baladas más humildes, las que más derretían los corazones, como Se la face ay pale, donde vemos desplegados los ingredientes esenciales que caracterizan el gran cambio de la música occidental. Dufay construye una melodía identificable, enclavada entre acordes armónicos que conducen sobre el arco de una frase hacia una cadencia satisfactoria. Tiene una estructura rítmica métricamente organizada, capaz de sostener la forma de las palabras de un poema, permitiendo con éxito que importantes sílabas tónicas o rimas incidan en el punto apropiado de la música. Por encima de todo, la música de Dufay nos suena, por fin, familiar. No suena distante, antigua, exóticamente estrafalaria, con afina55
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ción extraña y ritmos asimétricos, erráticos. No suena como si alguien la estuviese improvisando en aquel momento. Está cuidadosamente diseñada y es proporcionada y fluye con una grácil facilidad. Aspira a ser tanto una obra de arte como algo instantáneamente accesible al oído de cualquiera, por simple placer. Como era de esperar, las canciones de Dufay se extendieron de ciudad en ciudad, incluso antes de que se generalizara la imprenta; aunque compuso para los nobles y para la Iglesia, su obra hacía prever un futuro más democrático, más accesible a la música que nunca antes. A mediados del siglo xv, la música occidental era una forma artística dinámica, segura de sí misma. Armada con la armonía, el ritmo, una gran paleta de acordes y, lo que es más importante, con la capacidad de poner todo esto por escrito, sus sonidos más innovadores se expandieron rápidamente por toda Europa. Pero este período de frenética experimentación estaba amenazado: una tormenta religiosa estaba alborotando todo el continente y la música se cruzaba en su camino. En el siglo que siguió a la muerte de Dufay, la vida de los compositores cuya subsistencia dependía de la Iglesia iba a convertirse en algo tan peligroso como impredecible.
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Cuando contemplamos la Europa del período 1450-1650, desde la distancia de nuestro propio siglo, se nos aparece como una época de intolerancia desenfrenada, de fanatismo religioso, de terror patrocinado por el Estado, de guerras y derramamientos de sangre continuos, de hambre, esclavitud, desplazamientos de población y, para la mayoría de las personas, de una miseria imparable. Incluso el descubrimiento de nuevos mundos, al este y al oeste, que uno imaginaría como algo positivo, se vio acompañado de genocidios espeluznantes. La llegada de Cortés a México en 1519, con unas pocas barcadas de sacerdotes y soldados, por ejemplo, dio el pistoletazo de salida para la muerte de entre diez millones y veinte millones de aztecas en cincuenta años, gracias a la masacre respaldada por la religión y la introducción involuntaria de la viruela africana y la gripe europea. Lo que se interpone en la evaluación de nuestros antepasados de los siglos xvi y xvii como monstruos crueles y bárbaros, es lo que produjeron en el arte, la poesía, la arquitectura y la música. La belleza y delicadeza del acervo cultural de esos siglos sedientos de sangre no dejan de parecer milagrosas. En la música, los compositores trataron de adaptarse a su época imaginando a un Dios compasivo y sufriente, a pesar de la escasísima evidencia de su presencia en el mundo, intentando capturar la pasión y la tristeza del amor humano y procurando crear en su música un santuario de belleza y sensibilidad. Quizá más que nunca, los músicos se sintieron obligados a ofrecer a la humanidad una visión 57
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mejor de sí misma. La música que hemos heredado de entre los años 1450 y 1650, por tanto, proporciona un subtexto emocional a un período de la historia que parece ser el punto álgido del experimento mortal de Europa con el fundamentalismo religioso. Se recuerda el año 1450 por uno de los avances tecnológicos más importantes de la civilización humana: el invento de Johannes Gutenberg de una imprenta portátil en la ciudad alemana de Mainz. Sin ella, es inconcebible que el siguiente acontecimiento más importante del período, el desafío reformista de Martín Lutero a la Iglesia Católica Romana en 1517, hubiese despegado con la misma velocidad dramática y el mismo efecto. Ambos acontecimientos, que cambiaron una época, iban a tener enormes consecuencias en la diseminación y la transformación de la música. La imprenta de Gutenberg coincidió con el movimiento artístico, literario y científico conocido como Renacimiento, que tuvo sus orígenes en el siglo xiv pero que floreció en los siglos xv y xvi, y le dio un enorme impulso. Sin embargo, es mejor utilizar el término con mucha cautela cuando se aplique a la música. Existen varias razones para ello. Una es que la música seguía su propio itinerario, un itinerario que no concuerda nítidamente con el desarrollo del arte, la arquitectura, el diseño, la filosofía y la ciencia. Otra es que, mientras que en esos otros campos Italia fue sin duda el epicentro y la dínamo del renovado interés por la antigüedad, especialmente la cultura de la Antigua Grecia, fue en el ámbito de influencia franco-flamenca e inglesa, en el frío norte de Europa, donde floreció la música del siglo xv. Mientras que la caída de Constantinopla en 1453 tuvo un gran impacto sobre la literatura y la arquitectura, mientras los intelectuales griegos cristianos cargados de manuscritos y artefactos de la Antigua Grecia huían de sus conquistadores otomanos y llegaban a Italia, este traslado cultural parece haber tenido muy poco efecto en la música. Más importante para el enriquecimiento musical de Italia que el salvamento cultural de Constantinopla fue la importación, con gran estipendio, de compositores flamencos dotados y celebrados. Uno de esos inmigrantes bien pagados fue Josquin des Prez, nacido en Borgoña en 1450, donde ahora está la frontera franco-belga, que fue atraído a la ciudad italiana de Ferrara, donde pasó la mayor parte de su vida adulta. En términos de sonido puro, Josquin no podía ser descrito como un radical. Simplemente continuó donde Dufay lo había dejado, profundizando y embelleciendo el estilo coral 58
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El compositor Josquin des Prez (a la izquierda) dio una nueva importancia al significado de las palabras que se cantaban en la música sacra. Su Miserere de 1503 fue un arreglo de una controvertida oración escrita por Girolamo Savonarola (arriba).
polifónico que se escuchaba en casi todas partes, por toda Europa, a finales del siglo xv. Pero Josquin fue original en una cuestión vital, que iba a convertirse en un distintivo de la música de la época. Josquin fue el primer compositor de la historia para el que el significado de las palabras que se cantaban era primordial. Fue el primero en resaltar y expresar ese significado en la manera en que puso letra a la música. No sorprende que la mayoría de las piezas que compuso para la Iglesia se llamasen «motetes», una palabra derivada del francés mot (‘palabra’). No sorprende, tampoco, que este período experimentase un recién descubierto interés por las palabras: gracias a la invención de la imprenta, libros de todas clases aparecían en todas partes, estimulando un apetito tanto por la poesía como por una mayor exégesis personal de la Biblia. El motete de Josquin Miserere mei, Deus, compuesto alrededor de 1503, nos muestra cuán lejos había llegado el tratamiento musical de los textos desde la muerte de Dufay. El motete había sido encargado por el duque de Ferrara, el patrono de Josquin, que lloraba el reciente fallecimiento de un hombre cercano a él. A Josquin se le 59
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pidió que compusiera algo en memoria de este amigo para ser interpretado por el coro de la capilla de Ferrara y muy posiblemente con el duque mismo como tenor. Podría haber sido un trabajo honesto si el fallecido hubiese sido otro, pero era un personaje increíblemente controvertido llamado Girolamo Savonarola. Este fraile dominico de Ferrara había decidido luchar contra lo que él consideraba la bancarrota moral de la Iglesia católica lanzando una sangrienta cruzada en Florencia –donde durante un tiempo fue el autoproclamado líder espiritual y político de la ciudad– para frenar su supuesta decadencia. Fue Savonarola el que instigó la Hoguera de las Vanidades en Florencia, en 1497, en la que libros, pinturas, cosméticos, esculturas, espejos y de hecho cualquier cosa que estimulara o describiera el placer sensual fueron arrojados a una hoguera enorme. Su inflexible cruzada le llevó a una confrontación directa con el Vaticano. Fue arrestado y torturado por orden del papa Alejandro VI y finalmente quemado vivo en mayo de 1498, en el mismo sitio de Florencia donde había encendido su infame Hoguera. Durante su encarcelamiento y prolongada tortura escribió una oración de contrición a Dios, Infelix ego (Infeliz de mí), cuyo texto se extendió rápida y subversivamente por toda Europa. Esta oración, en la que pide perdón a Dios por haber confesado bajo tortura crímenes que no había cometido, estaba basada en el salmo 51, «Miserere mei, Deus». Su tono, tanto de remordimiento como de desafío, iba a ser una inspiración para el teólogo humanista y erudito Erasmo y el llamado a ser fundador del protestantismo, Martín Lutero. Este era el texto políticamente sensible al que pidieron a Josquin que pusiera música, como tributo al amigo del duque de Ferrara. No habría manera de disfrazar su significado. Ignorando el hecho de que el papa Alejandro VI era su expatrono, Josquin se involucró enteramente en su encargo. Su primera tarea fue asegurar que las palabras fueran siempre claramente audibles. Esto significaba abandonar la tendencia de siglos de escribir caprichosamente largos tramos de melodía relacionados solo con una sílaba del texto, el llamado «estilo melismático» (del griego μέλισμα, ‘melodía’) que apuntala la mayoría del canto llano y de hecho buena parte de la manera soul de cantar de la era moderna, como ejemplifica Mariah Carey. En los primeros pocos compases del motete de Josquin, por tanto, cada voz pronuncia la simple frase Miserere mei, Deus (Ten misericordia de mí, Dios), una a una, una nota para cada sílaba. Josquin repite esta 60
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frase a lo largo de la pieza de dos formas igualmente efectivas, ya sea una figura en cascada, como lágrimas que caen, con una voz que se superpone a otra mientras descienden; o por medio de la detención de toda actividad individual (contrapunto) y haciendo que las voces canten juntas en armonía homofónica1. Frenar el movimiento o parar las partes vocales no eran las únicas formas en que Josquin manipuló su motete para atraer la atención hacia su significado. Hubo otra variación en las secciones de acordes paralelos que debió de sonar como interesantemente nuevo a la gente de la época. Estaba comenzando a utilizar la armonía como manera de «proteger» el centro de gravedad de la música, creando un sentido de «núcleo» de la música, por medio de un método que hoy en día llamamos sistema de claves. El término clave en música es engañoso. La mejor forma de describir las claves musicales es como familias de notas. Todos los sistemas musicales del mundo han agrupado gradualmente las notas en familias, encontrando (o posiblemente imaginando) que ciertas asociaciones de notas, si se utilizan como base de las melodías, evocaban diferentes emociones. En la música clásica de la India, por ejemplo, este proceso resultó en el establecimiento de los ragas, de los cuales hay diferentes tipos para diferentes momentos del día, para diferentes estaciones, para ocasiones especiales o para estados de ánimo particulares. En la música occidental, la agrupación de notas en familias comenzó con los antiguos griegos, que dieron a cada una de las familias de notas, a las que llamaban tonoi o harmoniai, el nombre de cierta tribu o localidad. Así, el tonos frigio se llamó de esa manera por el área frigia de Anatolia, en la moderna Turquía. (Irónicamente, ni siquiera los grandes teóricos griegos pudieron ponerse de acuerdo sobre cómo el carácter frigio se reflejaba en el modo, en el sonido o en el efecto de este tonos. Aristóteles lo asociaba con la emoción, el entusiasmo y el hedonismo, mientras que Platón propuso que los valores del tonos frigio podían ayudar a que los soldados tomasen decisiones sabias, serias.) La Iglesia medieval buscaba poner orden en el gran conjunto del canto llano que se cantaba a lo largo de la cristiandad alrededor del siglo viii, al tomar prestados elementos de la idea griega de los tonoi, es O acordes paralelos.
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tableciendo «modos» que se apropiaron confusamente de los anticuados nombres regionales griegos, pero los aplicaron a nuevas familias de notas –así, los tonoi frigios de la Antigua Grecia y el tonus (escala) frigio de la Iglesia medieval están compuestos de notas distintas. Una posible explicación puede ser que la rama occidental del cristianismo tomara ciertos elementos del sistema de escalas bizantino oriental, llamado octoecos (de ocho sonidos). A las escalas eclesiásticas, como a sus predecesoras griegas, se adscribían ciertos estados de ánimo, y se gastó una gran cantidad de energía teórica durante cientos de años para describir su efecto y su mejor aplicación posible. Los modos persistieron como un sistema de organización de notas en familias mucho más allá del período medieval, y solo capitularon ante la definición más moderna de las «claves» a finales del siglo xviii, como veremos cuando lleguemos allí. Por ahora, basta con saber que los modos en la música sacra occidental, a pesar de sus supuestas características, eran bastante más ambiguos que el moderno sistema de claves; en una pieza de canto no se resaltaba el «acorde básico». Los compositores del siglo xvi como Josquin fueron los agentes del cambio, comenzando a debilitar el sistema modal. La introducción de la armonía también ejerció aquí un papel importante, puesto que los modos de los antiguos griegos, de los ragas hindúes, de la Iglesia bizantina y de la Iglesia Católica Romana habían sido diseñados primordialmente para melodías solistas, sin acompañamiento; la armonía invitaba a las notas de fuera del grupo familiar a que se infiltrasen en la textura de una pieza. Pero para Josquin, la armonía relacionada con los acordes era una herramienta demasiado útil a la hora de iluminar el texto como para preocuparse acerca de sus efectos sobre los modos. Al ir dando énfasis al sentimiento de estabilidad y de acorde básico en su armonía, estaba (aunque sin darse cuenta) abriendo paso a su recambio: las claves. En Miserere mei, provoca repetidamente que el flujo de la música vaya a descansar sobre cadencias, afirmando su centro de gravedad. Este motete es razonablemente largo para la época y eso le permite desplazar el «acorde básico» de la música hacia nuevos lugares durante la pieza, regresando, en el mismísimo final, a donde había comenzado. Pero a pesar de sus guiños a pasar de modos a claves, Miserere mei está todavía enmarcado en el modo frigio medieval, con frecuencia célebre por su aire melancólico. Recaería en compositores posteriores la tarea de tomarse más libertades con la armonía. 62
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La habitual atmósfera de pesadumbre en buena parte de la obra musical de Josquin, ya sea aplicada a la música sacra o a las canciones seculares de amor infeliz, es típica de su tiempo, lleno de conflictos. Su canción secular más famosa fue «Mille regretz» («Mil arrepentimientos»), que lamenta haber abandonado a su amada. Durante este período, canciones de amor similarmente lúgubres brotaban como hongos por toda Europa, al adquirir popularidad sus desdichadas letras en cortes, casas de nobles y otros lugares donde se pudiesen permitir una página impresa de música. (La primera música impresa que conocemos había aparecido en 1476 –una pieza de canto llano impresa por el romano Ulrich Han–, pero alrededor de 1500 un impresor veneciano llamado Ottaviano Petrucci comenzó a publicar cancioneros utilizando una tipografía móvil, que aceleró la diseminación de la música impresa a través del continente, aunque fuera cara.) Mientras tanto, en la Inglaterra de los Enriques VII y VIII, tanto las canciones de la nobleza como las de los jóvenes compartían muchas de las preocupaciones: el cortejo (y sus grandes dificultades); y la naturaleza (cómo utilizarla mejor para describir las grandes dificultades del cortejo). Una lista de las canciones inglesas más populares del período de los Tudor se lee como una letanía de plañidos sobre el amor que se acaba: «That was my woe» «Woefully arrayed» «Absent I am» «Adew, adew, my hartis lust» «I love unloved» «I love, loved, and loved wolde I be» Pero no todo eran miserias y corazones rotos a principios del siglo xvi. La propia composición de Enrique VIII «Pastyme with good companye» era una de las predilectas, y había otras gallardas piezas para disfrutar junto a aquella, como por ejemplo «Hey Trolly Lolly Lo!», «Hoyda Hoyda», «Jolly Rutterkin», «Mannerly Margery», «Milk and Ale» y «Be Peace! Ye Make Me Spill My Ale!» (un preludio a la violencia, me temo). A pesar del relato popular, sin embargo, «Greensleeves» definitivamente no fue escrita por Enrique, despachador en serie de esposas y músico a tiempo parcial; de hecho, es posible que 63
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se hubiese hecho famosa mucho después de su muerte. Un candidato más probable para su autoría es el compositor y poeta William Cornysh (1465-1523), que escribía con regularidad para la corte de Enrique y para ocasiones de Estado, incluyendo la extraña mezcla de moda y política que fue el Field of the Cloth of Gold (1520). Las otras canciones de Cornysh hacen un uso similar de los acordes y exudan el mismo aire quejumbroso que «Greensleeve», siendo el más famoso «Ah, Robyn, Gentle Robyn», en el que el desolado cantante pide consejo a un petirrojo inusualmente inteligente y comunicativo sobre la inconstancia de las mujeres. No sorprende que la música eclesiástica fuera un asunto algo más sombrío y es posible que el feligrés común y corriente anterior a la reforma protestante hubiese considerado el canto en la iglesia una actividad penosa, en gran parte no participativa. Pedir perdón de forma repetida era lo que se esperaba que las congregaciones hiciesen, mientras que se escuchaba a los coros y a los sacerdotes cantar detalladamente sobre el mismo sentimiento. El único momento del año en el que la religiosa tristeza se desvanecía era durante Navidad, cuya contribución, de apariencia relativamente frívola, a la música occidental –el villancico– iba a tener un efecto transformativo en el desarrollo tanto de la melodía como de la creación musical comunitaria. Wynkyn de Worde, el aprendiz y sucesor, de apropiado nombre2, de William Caxton, publicó en 1521 la primera colección impresa de villancicos. La explosión en la composición de villancicos más o menos en esta época, sobre todo en el norte de Europa, se inspiró parcialmente en una tradición italiana más antigua de melodiosas canciones sacras que daban la bienvenida al nacimiento del niño Jesús. Estos lauda (alabanzas) o cantiones (canciones) estaban pensadas para toda la comunidad –incluso el campesinado– y emergieron aproximadamente al mismo tiempo que el concepto del pesebre en miniatura, que fue la ocurrencia de unos frailes franciscanos que trataban de tentar a unos pastores locales para que bajaran desde las colinas a la iglesia. Otros orígenes del villancico incluyen canciones para el baile (la palabra carol 3 viene del griego antiguo choros y del latín choraula o caraula, que se refería a una danza circular, cantada), Worde = word, ‘palabra’. ‘Villancico’.
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la celebración pagana del solsticio de invierno y algunos fragmentos de canto llano de Adviento. Los villancicos de Europa septentrional «Personent hodie» y «Gaudete», así como también la tonada de «Good King Wencelas»4, todos tienen su origen en melodías anteriores de canto llano. «In dulce jubilo» disfrutó de una amplia circulación durante el siglo xv y principios del xvi; además de presumir de una melodía irresistiblemente pegadiza, tiene dos de los sellos distintivos de los primeros villancicos: dos versos finales que se repiten, conocidos como «sobrecarga» o «estribillo» («Oh that we were there, Oh that we were there»5); y la mezcla de palabras latinas con –en nuestro caso– palabras inglesas. Esta técnica –la mezcla de lenguas– era inmensamente popular en los siglos xv y xvi, produciendo lo que se conoce como letras «macarrónicas» (que puede derivar del italiano maccare, ‘machacar’ o ‘amasar’, como ocurre con el pastel dulce hecho de almendras machacadas, «mostachón de almendras»). En países con un invierno muy frío, dos elementos decididamente no-cristianos tendían a entremezclarse, de alguna manera desconcertantemente, con la forma del villancico. Uno eran las raíces paganas apenas disfrazadas de las celebraciones de los solsticios de invierno y de verano, como se ve en «The Holly and the Ivy», en la que se habla de arbustos perennes, de su corteza, brotes, bayas, del ascenso del sol y de la carrera del ciervo, a lo que se añade un solitario verso sagrado, «and Mary bore Sweet Jesus Christ to be our sweet Saviour»6. El otro era la noción de que los excesos alcohólicos propios de la estación, o wassailing 7 (palabra anglosajona para ‘salud’) era de alguna manera una forma apropiada de alabar al Señor, resumida con hilaridad en el villancico de los primeros Tudor «Bryng us in good ale»: Bryng us in good ale, and bryng us in good ale; Fore owr blyssyd Lady sak, bryng us in good ale. Bryng us in no befe, for ther is many bonys, But bryng us in good ale, for that goth downe at onys. 4 Recuérdese la escena de la película Love Actually, escrita y dirigida por Richard Curtis, cuando el primer ministro británico, interpretado por Hugh Grant, y su conductor cantan este villancico frente a una casa. 5 «Oh, ojalá estuviésemos allí. Oh, ojalá estuviésemos allí». 6 «… y María engendró al dulce Jesucristo para que fuese nuestro dulce salvador». 7 También significa «juergas con vino caliente especiado».
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And bryng us in good ale. Bryng us in no mutton, for that is often lene, Nor bryng us in no trypys, for thei be syldom clene But bryng us in good ale. Bryng us in no eggys, for ther ar many schelles. But bryng us in good ale, and gyfe us nothyng ellys8. Y sigue de esta guisa, presentando cada alimento conocido como inferior a la buena cerveza. Después de la más breve de las menciones al comienzo, «Our Lady» se encamina hacia el verdadero propósito del villancico: una juerga estilo Tudor. El período de los Tudor fue testigo de un auge de villancicos relacionados con la comida, la bebida y el niño Jesús, solo sobrepasados en entusiasmo por la época victoriana. El antaño popular villancico «Boar’s Head Carol», por ejemplo, comenzó su vida como tributo medieval a un banquete excesivamente carnívoro en una universidad de Oxford, pero en algún momento se reorientó para señalar la Navidad cristiana. En algunas versiones, el posterior sacrificio de Cristo en la cruz se compara –no muy sutilmente– con el del jabalí salvaje en un espetón. El «Boar’s Head Carol» no es la única de las canciones de Navidad que anticipan la Crucifixión. Cuando no eran canciones, apenas disfrazadas, que se dedicaban a la bebida o descripciones inspiradas por el paganismo de los bosques de la Europa septentrional, los villancicos de los siglos xv y xvi tendían, más bien morbosamente, a subrayar el hecho de que el recién nacido niño Jesús iba a experimentar una muerte horrible y a expiar los pecados de toda la humanidad. Esta tendencia indica que las canciones de Navidad y las canciones de la Semana de Pasión, o Semana Santa, estuvieron en alguna ocasión vinculadas narrativamente, como en el antiguo y todavía apreciado «Coventry Carol», una canción de cuna que se originó en una obra de teatro comunitaria de la Semana de Pasión, o «Misterio», para ser interpretada durante la Semana Santa. 8 «Tráiganos buena cerveza y tráiganos buena cerveza / a la salud de nuestra bendita Señora; / Tráiganos buena cerveza. / No nos traiga ternera, porque hay muchos muchachos, / pero tráiganos buena cerveza, que eso se baja de inmediato. / Y tráiganos buena cerveza. / No nos traiga carne de carnero, porque con frecuencia es magra, / Ni tampoco nos traiga callos porque apenas estarán limpios / Pero tráiganos buena cerveza. / No nos traiga huevos, porque tienen mucha cáscara. / Pero tráiganos mucha cerveza y no nos traiga nada más.»
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Todos esos villancicos y canciones –ya sea el «Coventry Carol», «In dulce jubilo» o «Ah, Robyn, Gentle Robyn»– son parte de un destacable cambio que se estaba produciendo en todos los tipos de música durante este período. Tiene que ver con dónde se asienta la melodía. Cuando, alrededor del 900 d.C., los monjes cantantes empezaron a añadir voces extra con nuevas notas para melodías de canto llano, comenzando el proceso que desembocó en la polifonía –la superposición de muchas voces–, siempre se supuso que la melodía principal era la de más abajo y que las de acompañamiento estaban por encima. Gradualmente, en los siglos entre el 900 y el 1500, puesto que las dos voces se convirtieron en tres y luego en cuatro, la melodía principal acabó quedando dentro de la textura, rodeada por las otras voces. Así es cómo la tercera linea empezando por arriba en cualquier pieza en cuatro partes de música coral vino a conocerse como tenor; no porque tuviese nada que ver con el registro de la voz del cantante, sino porque esta era la parte que mantenía la tonada principal, siendo tenir el verbo francés mantener, del verbo latino teneo. Esto nos suena extraño, ya que damos por sentado que la melodía de una pieza musical se sitúa por encima de su acompañamiento de acordes. Este cambio de posición, desde el medio hasta la cúspide, había empezado esporádicamente unos cien años antes del siglo xvi, pero fue durante este período que la melodía –particularmente en la música coral– se dejó llevar hacia la cúspide y se quedó allí para siempre. El único estilo de canto en el que la melodía se entierra todavía consistentemente en la textura está en la tradición de disposición cerrada9 del estilo Barbershop10, en el que generalmente se coloca en la segunda línea más alta. ¿Por qué tuvo lugar este desplazamiento? Primero, el furor por las canciones de amor cortés dio a la gente un apetito por canciones que fuesen recordables –cosa que era más difícil si la melodía estaba oculta. Y segundo, el canto se estaba liberando de la estructura en tres o cuatro voces. Mientras el canto polifónico, como un grupo de disposición cerrada moderno, todavía era un pasatiempo popular para aristócratas con tiempo sobrado, una nueva generación de can También llamada unida o estrecha. Canciones corales masculinas acompañadas ocasionalmente; fueron populares en Estados Unidos, su armonía era peculiar. 9
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tantes había aprendido a proveer tardes de entretenimiento acompañándose de alguno de los nuevos instrumentos significativamente mejorados. Alrededor del 1500, las principales familias de instrumentos estaban todas evolucionando a gran velocidad: los sonidos producidos al soplar por un tubo de aire (flautas dulces y flautas); los sonidos producidos al soplar a través de dos cañas (la chirimía, el orlo11 y la gaita); al utilizar los dedos para operar las llaves que hacen que el aire alimente la gaita (el órgano); al repiquetear sobre una piel tirante (los nakires –tambores gemelos–, del árabe naqqara); al golpear pedazos de metal (el carillón); al agitar cosas (la pandereta); al arrastrar un arco sobre unas cuerdas de tripa (el rabel12 y el violín); y al puntear cuerdas. Esta última categoría en particular había progresado con el paso de los siglos. Ya nos hemos encontrado con el al’Ud, que vino de Persia a través de la África árabe septentrional y se introdujo en España durante el califato de Al-Ándalus (711-1492). El al’Ud y su primo el oud eran ambos variantes del más antiguo barbat o barbud, de Asia central, que pertenece a la familia del rud (instrumento cordófono). Tratar de localizar ancestros comunes para tipos similares de instrumentos se complica, en muchos casos, por el abundante intercambio de productos a través de rutas comerciales que operaba entre Europa, África septentrional y Asia. Tomando como ejemplo la idea de una pieza resonante de madera, de mástil largo, con una cuerda de tripa (o, más tarde, de alambre) mantenida tensa sobre ella, había más o menos en 1500 una enorme variedad de modelos: la kithara y la pandoura griegas, el gusli de Europa del este y ruso, la crota galesa, la rotta alemana, el kopuz túrquico, el morin khuur mongol o el rudra veena hindú, por nombrar solo un puñado. Pero sí sabemos que el oud y el al’Ud dieron origen al laúd y a su gemela la vihuela, de manera prolífica –pero no exclusivamente– en España. Un ángel a caballo tocando un laúd está bordado sobre el llamado Steeple Aston Cope (manto religioso), en la actualidad en el Victoria and Albert Museum, en Londres, lo que revela que el laúd era conocido en Inglaterra desde más o menos principios del siglo xiv.
O cromorno. También conocido como rabé, arrabé y rabeu.
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De estos instrumentos que se pulsan, que se apoyan en el regazo y contra el cuerpo, con seis cuerdas como mínimo y treinta y cinco como máximo, surgirían innumerables descendientes posteriores. En la segunda mitad del siglo xvi, los músicos comenzaron a utilizar un arco de crin de caballo contra las cuerdas de la vihuela, como alternativa al punteo, lo cual quería decir que ahora podía tocarse de tres maneras distintas: la vihuela de mano (punteada con la mano o el dedo), la vihuela de penola (punteada con un plectro) y la vihuela de arco (que se tocaba con dicho dispositivo). Este tercer método, nuevo, llevó a la familia de la viola arqueada, o viola da gamba (que se colocaba, para tocarla, entre las piernas, en oposición a la viola da braccio, que se colocaba, para tocarla, sobre el brazo, lo cual también era un atributo de la fídula y, más tarde, del violín). Esta misma familia formó su propia subespecie distintiva a finales del siglo xv y rápidamente se hizo popular entre los más pudientes, que podían contratar a tres o cuatro violistas (un «conjunto instrumental») para tocar violas de distintos tamaños, a modo de un coro: tiple (soprano), alto, tenor, bajo. Muchos aristócratas y mercaderes ricos tocaban ellos mismos la viola en casa, también, algunas veces combinándola, en un dueto, con un laúd punteado. La vihuela de mano y la vihuela de penola eran instrumentos caros, complicados, y una alternativa mucho más simple, más barata, punteada, se había desarrollado junto a ellas: tenía menos cuerdas y se conocía de diversas maneras, como gittern13 en Inglaterra y Alemania, como gitere o guiterne en Francia, como chitarra en Italia y como guitarra en España. A menos que a ustedes los apacigüe un falso sentido de seguridad al ver, por fin, un nombre que se relaciona con un instrumento que progresa con el mundo moderno, debería destacar que la gittern/guitarra del siglo xvi no se parece a la guitarra moderna, sino más bien a la delicada, iridiscente mandolina, con la que está, de hecho, estrechamente relacionada. Sí, ciertamente, se convirtió a su debido tiempo en la guitarra que todos conocemos, pero no antes de haberse fertilizado mutuamente con otro instrumento medieval, la citole14, cuyo principal sucesor en Inglaterra se llamó, con poco ánimo de ayudar, cittern15. Este último instrumento era común en guiterna (guitarra, ghiterra, ghiterna). cítola. 15 cítara, cítola, cistro (en algunos textos españoles actuales). 13 14
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las tiendas de los barberos-cirujanos del período de los Tudor, y colgaba de las paredes para que los clientes o los artistas locales pasaran el rato. Lo que tenían todos estos instrumentos de cuerdas en común –mucho más que las otras familias de instrumentos disponibles durante ese período– es que permitían las interpretaciones musicales solistas, y el siglo xvi vio un auge en este pasatiempo. Aunque la mayoría de los músicos profesionales eran hombres, las pinturas de la época muestran que un enorme número de músicos aficionados eran mujeres. Ciertamente, si la canción anónima «And I were a maiden», el equivalente del siglo xvi de «Good Girl Gone Bad», de Rihanna, es algo a lo que atenerse, las cantautoras del período Tudor no tenían miedo de expresarse con obsceno candor: And I were a maiden, As many one is, For all the gold in England I would not do amiss. When I was a wanton wench Of twelve years of age, These courtiers with their amours They kindled my corage. When I was come to The age of fifteen year In all this lond, neither free not bond, Methought I had no peer16. Cuando los músicos europeos de finales del siglo xv dieron con la idea de frotar un arco con pelos tensados a sus vihuelas y laúdes, creando violas de gamba y vihuelas de arco, pusieron en marcha una serie de innovaciones que básicamente generaría uno de los instrumentos más importantes de los siglos posteriores: el violín. 16 Y si yo fuera una doncella / Como muchas lo son / Aun por todo el oro de Inglaterra / No haré lo incorrecto // Cuando era una casquivana lasciva / De doce años de edad, / Estos cortesanos con sus amores / Despertaron mi coraje. // Cuando iba a cumplir / Los quince años de edad / En todo Londres, ya fuera libre o esclavo / Parecíame que no tenía yo igual.
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Pero la idea no era nueva. Los instrumentos de arco habían estado presentes durante siglos en otros continentes, especialmente en Asia. En China, hay testimonios escritos sobre el xiqin –un par de largos de cuerdas, tripa animal o seda atada a un palo de madera y estirada a lo largo de una caja de resonancia– que data de la dinastía Tang (618-907). Versiones más elaboradas presentaban un clavo en la parte inferior para fijarlo al suelo y una cabeza de caballo tallada en la parte superior, siendo este último un detalle muy popular, lo cual no sorprende, entre los instrumentistas-jinetes de las comunidades nómadas de Asia central. Formas primigenias del xiqin podían tocarse con una tira de bambú, pero el pelo de caballo se había convertido en el material preferido durante la dinastía Song (960-1279). El rebab, o rabab, árabe que, como el al’Ud, llegó a Europa a través de la España musulmana, durante lo que se conoce como la Edad de Oro del islam –la época de los abasíes, entre el 750 y el 1258– comparte tantas características con el xiqin que es tentador concluir que su diseño básico fue traído del este por comerciantes, aunque también se ha defendido la hipótesis inversa. El Imperio bizantino, que cayó en 1453, tenía su propio instrumento de cuerda, la lira, que inicialmente tenía dos cuerdas, una caja en forma de pera con agujeros, para la resonancia, y clavijas ajustables para sujetar y afinar las cuerdas, no distintas a las de los posteriores violines y guitarras. Un erudito persa de principios del siglo x, Ibn Khurradadhbih, declaró que la lira estaba en extendido uso a lo largo del imperio, junto con los órganos y las gaitas. Una pintura detallada de una lira, de alrededor del siglo xi, se conserva en un féretro del Palazzo del Podesta en Florencia y los restos de dos liras de principios del siglo xii han sido desenterrados en la ciudad rusa de Novgorod. La lira bizantina y el rebab árabe nos dieron el rabel, específicamente europeo –que a ojos modernos parece un violín más pequeño, más plano, con entre una y cinco cuerdas de tripa–, y el vielle y la fídula (probablemente derivados del latín vitulari, ‘celebrar’ o ‘estar contento’). La popularidad de estos precursores del violín es especialmente evidente en la pintura religiosa de principios del siglo xvi hacia delante, en la que ángeles musicales tocan rebecs, violas da braccias y fídulas de varias formas y tamaños, en una feliz confusión. El retablo con paneles de Isenheim, de Matthias Grünewald, Concierto de ángeles (c. 1515), es un buen ejemplo, como lo es el menos amenazante friso del techo del mismo nombre (1535) de 71
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Gaudenzio Ferrari en la iglesia de Santa María dei Miracoli en Saronno. Este impresionante fresco representa un conjunto celestial que toca una colorida selección de instrumentos de cuerda –una lira, un rebec, una viola da gamba, una viola da braccio, un vielle/fídula en miniatura («de bolsillo»), un laúd, un organillo y un salterio–, así como también instrumentos de viento, de metal y de percusión, un órgano y un raro instrumento de caña indio, el Nyâstaranga. Es por esta época cuando el violín finalmente hace su primera aparición. Meticulosas investigaciones del musicólogo Peter Holman durante los años noventa descubrieron evidencias del nacimiento del violín y sus hermanos de sonidos más graves –que se convirtieron en la viola y el violonchelo–, a petición de Isabella d’Este, marquesa de Mantua y la mecenas más importante de principios del siglo xvi, hija de Ercole I, duque de Ferrara, que encargó el Miserere mei de Josquin. En diciembre de 1511, hizo un pedido de un conjunto de instrumentos de cuerda para la corte de Ferrara que, como sugiere convincentemente Holman, eran violines de «nuevo diseño», encargados a un tal maestro Sebastián de Verona. Si lo eran, este es de lejos el registro más antiguo del nuevo instrumento; y aunque no se conservan violines de la primera mitad del siglo xvi, hay indicios de que se usaban violines en las cortes de la Italia septentrional, Austria, Lorena, Alemania y Francia durante esas décadas. Generalmente, se está de acuerdo en que el violín más antiguo que se conserva, según el diseño moderno, es uno fabricado por Andrea Amati, de Cremona, para Carlos IX, rey de Francia, en 1564. Está ahora en el Ashmolean Museum de Oxford. Puesto que Carlos tenía solo trece años en aquella época, es razonable suponer que el pedido fue hecho por su madre, italiana, mecenas florentina y amante de todas las artes, al estilo de Isabella d’Este, Catalina de Medici. Cremona floreció como núcleo de fabricación de violines después de que Amati abriera una tienda allí durante los años sesenta del siglo xvi, aunque a su propia empresa casi ciertamente se le adelantaron las de los maestri di violini Gasparo di Bertolotti en Salò («Gasparo da Salò»), Francesco Linarol en Venecia y Zanetto Micheli y otros en Brescia. El taller familiar de los Amati fue imitado ulteriormente por otras dos familias fabricantes de violines de Cremona, los Stradivari y los Guarneri, gracias a cuyos violines la ciudad eclipsó velozmente la reputación anterior de Brescia. (Lo que habría pensado el maestro Antonio Stradivari de la noticia de que uno de sus violines, el 72
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«Lady Blunt» –así llamado por su anterior propietaria, la nieta de lord Byron–, vendido en una subasta en junio de 2011 por 915 millones de dólares, con la recaudación dedicada a la reconstrucción de Japón, tras el terremoto, se puede dejar a la imaginación de cualquiera.) El nuevo modelo de violín de Ferrara-Brescia-Cremona tenía un sonido más potente, más brillante que sus predecesores más pequeños, y era capaz de mayor expresión y versatilidad a causa de la manera en que las cuerdas se arqueaban sobre un puente curvado, en lugar de estar planas como en una guitarra o en un laúd. La curvatura permitía ejercer mayor presión sobre la cuerda con el arco, sin miedo de pulsar accidentalmente la(s) cuerda(s) adyacente(s). La ausencia de trastes en el violín, que había sido una característica de la familia de la viola da gamba y de los laúdes, también permitía a su intérprete mayor libertad en la afinación y en el fraseo. Lo que ha emergido del estudio del violín del siglo xvi, sin embargo, es que, durante las primeras décadas de su existencia, estaba pensado como parte de un conjunto instrumental, no fundamentalmente como instrumento solista. Normalmente se encargaban en lotes de cuatro, con dos o incluso tres de los cuatro violines calibrados en un tono más grave para crear un sonido de acordes más denso, más autosuficiente. Tanto las clases altas como la moda ayudaron a la rápida diseminación del violín por toda Europa. En el siglo xv, la élite dirigente había dado preeminencia a los conjuntos instrumentales de elegantes vihuelas de arco (violas da gamba) cuando escuchaban música puramente instrumental o de acompañamiento para cantantes; los instrumentos de cuerda se asociaban con el refinamiento, la desenvoltura y la virtud. Para tardes de danza más tumultuosas, empero, habían preferido instrumentos de viento (y a veces de metal) más ruidosos, que se consideraban más bien burdos, licenciosos y –en su evaluación, no la mía– fálicos. Cualquiera que fuese alguien en Europa tenía un grupo de vientos, o piffari, con frecuencia importado de Alemania, en sus cortes. A pesar de la superioridad de los instrumentos de cuerda, la fídula medieval o vielle no había sido considerada apropiada para la buena sociedad: demasiado vulgar para los adinerados, pertenecía en su lugar a los músicos callejeros ambulantes, apropiado para el ebrio jugueteo del campesinado, pero no para mucho más. Fue idea de Isabella d’Este encargar instrumentos de cuerda para la danza que reemplazarían a los rudos grupos de vientos teutónicos, pero que crearían un sonido mayor, más ani73
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mado que las violas, un instrumento, tenía ella la esperanza, con el pedigrí de un laúd. El violín (de fabricación cara) era la solución, y la preferencia de la marquesa de Mantua por este probablemente habría garantizado por sí sola su posición instantánea como accesorio obligatorio en cualquier corte renacentista moderna. Cualquiera que fuese el motivo, el atractivo del violín resultó irresistible, y los grupos piffari de viento, predominantemente alemanes, pronto fueron sustituidos por conjuntos instrumentales de violines en su mayor parte italianos. A finales de 1539, el representante de Enrique VIII en la República de Venecia, Edmond Harvel, contrató a cuatro miembros de una misma familia, los Bassano, para que viajasen a Inglaterra a fin de establecer allí un conjunto instrumental regio, bajo las instrucciones del primer ministro Thomas Cromwell. Los hermanos accedieron debidamente a su cargo la primavera siguiente (2 chelines y 40 centavos por día, cada uno), a los que se unió un hermano que ya era residente. El experimento fue, claramente, lo suficientemente exitoso como para animar a Enrique a que invitara a un segundo grupo de Venecia (o quizá de Milán) para añadirse al conjunto más tarde, en 1540. Es posible que estos músicos multiinstrumentistas llevasen consigo juegos tanto de violines como de violas, posiblemente al comienzo de sus carreras en la corte de los Tudor, pero ciertamente alrededor de 1545 los documentos oficiales registraban que tenían violines. Los inmigrantes venecianos de Enrique se destacan por la influencia que llegaron a ejercer sobre los compositores locales Thomas Tallis y William Byrd –de los que en breve diré más–, pero su vigorizante efecto sobre la música inglesa no es nada en comparación con las consecuencias a largo plazo de la llegada, durante el mismo período, de violinistas italianos a la corte francesa. La moda italiana dominó el reinado del rey Enrique II de Francia, gracias a su esposa, Catalina de Medici, cuyo papel en las artes de la Francia del siglo xvi es imposible de exagerar. Coronada reina un año después de adquirir los violines Amati de 1546, introdujo en la corte francesa lo que equivalía a un completo estilo de vida según la moda italiana. Importó de Italia mobiliario, artefactos, moda, alhajas, pinturas, esculturas y arquitectura. Llevó puestos los primeros zapatos de tacón alto del mundo, los primeros perfumes de «diseño» y poseía la primera silla de amazona que permitía a las mujeres montar a caballo con tanta habilidad como los hom74
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bres. Su biblioteca personal contenía miles de raros manuscritos. Inusual para una mujer de su época, era conocedora tanto de las ciencias como de las artes: fue mecenas de Nostradamus, hizo que se construyeran observatorios para estudiar las estrellas y uno de sus confidentes más cercanos fue el astrólogo florentino Cosimo Ruggieri. Más o menos inventó el concepto de la etiqueta y los modales en la mesa; sus cocineros italianos dieron a los franceses un gusto por la cocina compleja, refinada, al enseñarles cientos de platos nuevos, salsas y exquisiteces: ternera lechal, gallina de Guinea, trufas, alcachofas, brócoli, judías verdes, guisantes, melones, macarrones, sorbetes, zabaglione y helado. Más importante desde nuestro punto de vista, montó grandes espectáculos en Fontainebleau, en Chenonceau y en otros grandes châteaux que había hecho construir siguiendo la moda italiana. El objetivo de los espectáculos de Catalina de Medici era indudablemente político: el de imponer sobre la nobleza belicosa el poder, otorgado por Dios, de la monarquía de los Valois, distraerlos de sus conjuras y utilizarlos como plataforma de su implacable diplomacia. Las «magnificencias» que supervisó en la corte francesa tenían muchos componentes, desde justas y fuegos artificiales hasta fêtes acuáticas y batallas simuladas. Sobre todo, adoraba la danza, al creer que enseñaría a sus cortesanos elegancia, decoro y respeto al orden. Para este fin reclutó a bailarines, coreógrafos y un grupo de violinistas italianos, que tocaban los mismos instrumentos que había mandado pedir a Cremona para su hijo. El director de su grupo de violines era el coreógrafo, compositor, director de orquesta y violinista Balthasar de Beaujoyeulx, nacido en Italia. Con Beaujoyeulx, Catalina concibió lo que se ha llegado a aceptar como los primeros ballets formales del mundo. El más famoso de ellos, el Ballet Comique de la Reine, que se interpretó en París en septiembre de 1581 como parte de las festividades de la boda real, duró desde las diez de la noche hasta las tres de la mañana del día siguiente y entretejía patrones de danza geométricos con representaciones de Mercurio, Pan, Minerva, Júpiter y la maligna hechicera Circe, de La Odisea de Homero, un conjunto de ninfas acuáticas y del bosque, versos recitados, canto y música instrumental de Lambert de Beaulieu, y efectos escénicos y transformaciones sensacionales. Los propios pasos coreografiados eran versiones adaptadas de las danzas áulicas sociales del siglo xvi, típicamente agrupadas en pare75
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jas como la pavana y la gallarda francesas o el passamezzo o el saltarello italianos, así como también las populares allemandes y courantes. Semejante agrupación de movimientos de danza, acompañados por un conjunto de cuerdas, iba a desempeñar un papel importante en la evolución de la suite y sus sucesores, la sonata, el concierto e incluso la sinfonía, como veremos en el siguiente capítulo. Así, el Ballet Comique de la Reine puede verse como un hito significativo no solo en la historia del ballet, sino también en la de la música instrumental. Alrededor de la misma época en que el violín comenzaba su conquista de Europa, la tecnología del teclado también experimentaba un rápido avance. Esto no es una coincidencia: los instrumentos de teclado de este período utilizaban un diseño de teclado prestado del órgano para pulsar las cuerdas de, idealmente, algún tipo de laúd o un arpa que estaba de lado en una caja. Este tipo de mecanismo, conocido como clavicémbalo en el siglo xvi, fue mencionado por vez primera en un documento de la corte de Padua en 1397 y descrito por primera vez en un retablo de 1425 en Minden, Alemania, pero el ejemplo más antiguo que se conserva de un instrumento real –aunque carece de sus importantes mecanismos internos– está en el Royal College of Music, de Londres, y data de finales del siglo xv. El apogeo del clavicémbalo duró desde este período hasta que el piano ganó popularidad a mediados del siglo xviii. El clavicémbalo completo más antiguo que se conserva data de 1521 y es italiano; la sofisticación de su mecanismo indica que la técnica para fabricar clavicémbalos ya era extremadamente avanzada por entonces. En sus casas, en Inglaterra, Holanda o Francia, la gente de recursos podía poseer un pariente más pequeño del clavicémbalo, el virginal, o, más bien, un par de virginales, ya que se tocaba con dos manos, aunque pareciera claramente un solo mueble. Enrique VIII, a quien fascinaban los artilugios nuevos, mandó pedir cinco en 1530. Como con el laúd de cinco cuerdas –que es tan difícil de tocar que necesitó de su propia notación musical, la tablatura, una representación gráfica de las cuerdas y de los trastes que todavía se utiliza hoy en día–, la belleza de este instrumento de teclado estribaba en que, con la práctica, podías tocar partes de música que se entretejían, relativamente complejas. Pero el clavicémbalo permitía mayor flexibilidad y facilidad de movimientos que el laúd, así que no debería sorprendernos que el siglo xvi viera la aparición de música pensada 76
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y escrita solo para instrumentos, en lugar de para instrumentos como acompañamiento de las voces. Asimismo, la música para teclado de los compositores ingleses del siglo xvi Thomas Tallis, William Byrd y John Redford, que originalmente estaba pensada para ser cantada, fue pronto adaptada, por ellos y por otros, como música hecha a medida para los virginales. La música para instrumentos es algo habitual entre nosotros, pero fue una verdadera novedad durante este período y fue adoptada rápidamente por numerosos compositores del continente europeo. Este nuevo estilo de música era, con frecuencia, obstinadamente difícil para mostrar el diestro virtuosismo del intérprete, un hábito que se convirtió en una epidemia durante los siguientes siglos, especialmente cuando el compositor e intérprete eran uno mismo. Para complejidad puramente tecnológica, sin embargo, no hay un instrumento del siglo xvi que se acerque al órgano. Como ya hemos visto, los primeros órganos fueron inventados por los antiguos griegos y, no obstante, con frecuencia se asegura (correctamente) que, antes de la Revolución Industrial, el reloj y el órgano eran las dos máquinas más complicadas de la humanidad. El órgano más antiguo del mundo que aún se puede tocar, está en la basílica de Valère, en el cantón de Valais, en Suiza, y fue construido entre 1390 y 1435. Para poner eso en contexto, este mecanismo ultrasofisticado estuvo en marcha doscientos años antes de la invención del termómetro, El órgano tocable más antiguo del mundo, en la basílica de Valère, en el cantón de Valais, en Suiza, fue fabricado en algún tiempo entre 1390 y 1435. 77
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ciento cincuenta años antes de la invención del lápiz y cien años antes de la invención del primer reloj. No hay duda de que la presencia de estas extraordinarias máquinas musicales en la mayoría de las catedrales y de las iglesias grandes, desde el siglo xiii más o menos, incentivó la composición de música para teclado, enfocada a las cualidades y capacidades únicas del órgano. Muy poco queda de lo que puede haber sido escrito especialmente para el órgano antes de la generalización de la imprenta, pero la evidencia de que disponemos nos proporciona valiosas pistas sobre cómo era este repertorio. Es de particular interés la colección de unas doscientas cincuenta piezas para órgano, que se compilaron entre 1450 y 1470 –posiblemente con la ayuda de Conrad Paumann, un famoso organista ciego de la época– y que se hallaron en la biblioteca de la pequeña ciudad bávara de Buxheim. Algo muy significativo puede hallarse tanto en el libro para órgano de Buxheim como en el instrumento de la basílica de Valère: la indicación para interpretar una parte de música con los pedales, con los pies. ¿Por qué es esto tan importante? Es importante porque el órgano, con sus notas de pedal más graves, más profundas, abrió el camino a la incorporación de una parte para bajo en la música. Hemos sido ya testigos del desplazamiento, durante el siglo xvi, de la posición ocupada por la melodía principal en una pieza de música de cuatro o de tres voces, moviéndose desde la mitad de la textura hasta lo más alto. Gradualmente, la gama de notas de la parte superior, que es la que corresponde a la melodía principal, se fue haciendo más aguda, un proceso acelerado por el uso de niños con voces agudas e incluso –¡Dios no lo permita!– de mujeres en algunos grupos vocales. Por esa misma época, la línea más grave comenzó a tomar mayor responsabilidad en la cimentación de la armonía: se hizo más sustancial y los instrumentos comenzaron a adaptarla para darle mayor profundidad, como la introducción de instrumentos de cuerda de tonos más profundos y, ciertamente, de pedales para los órganos. Mientras los músicos y los fabricantes de instrumentos estaban hallando formas de expandir la gama expresiva de lo que podían interpretar, el destino histórico iba a dar a la parte del bajo un inesperado empujón. El destino, esto es, bajo la apariencia de Martín Lutero. El principio del siglo xvi fue una mala época para la Iglesia Católica Apostólica y Romana y sus aliados en Europa. En sus umbrales 78
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orientales, el Imperio otomano musulmán se expandía en tamaño y en ambición militar –entre 1500 y 1520 se triplicó en tamaño y ya en 1529 controlaba el Mediterráneo y todo el sudeste de Europa, y había comenzado su primer asedio a Viena con el objetivo de reemplazar el catolicismo por el islam. Como si eso no fuese suficiente, el desafío de Martín Lutero al Vaticano, comenzado en Wittenberg, Sajonia, en octubre de 1517 con la publicación de sus 95 tesis sobre el poder y la eficacia de las indulgencias, atacó al mismo corazón de la autoridad de la Iglesia católica. Si bien Lutero no tenía intención de comenzar una Iglesia separada, en unas pocas décadas, considerables partes de Europa habían adoptado una forma u otra de protestantismo. ¿Qué tiene todo esto que ver con las partes del bajo en la música? Lutero, además de ser teólogo, erudito, escritor y predicador, era compositor. Creía que las congregaciones de sus iglesias debían ser capaces de unirse en el canto de los himnos con confianza y entusiasmo, lo que significaba tener, para cantar, melodías fáciles de aprender. Lutero, en consecuencia, había reunido numerosas canciones folclóricas de su tiempo, populares, a las que puso letras sagradas, y animó a que estos himnos, o corales, se cantaran en las iglesias luteranas. Una de sus propias composiciones era «Ein’ feste Burg ist unser Gott» («Una gloriosa fortaleza es nuestro Señor»), pero también inspiró a otros compositores para que proporcionaran nuevas canciones para dicho propósito. Lo que es de inmediato evidente sobre «Ein’ feste Burg» y los otros cantos luteranos del siglo xvi es que siguen la letra, sílaba por sílaba: la melodía se asienta claramente encima del sonido, y la parte inferior, el bajo, interpreta un papel secundario pero importante, apuntalando el movimiento de los acordes. Así es como los himnos iban a sonar hasta mediados del siglo xx. Y el nuevo papel de la parte del bajo iba a alterar también el modo en que los compositores considerarían la armonía durante cientos de años. Es un cambio estructural tan fundamental para la forma en que sonaba la música como lo fue la decisión contemporánea de empezar a utilizar estructuras de madera y ladrillos en la construcción de las casas. El luteranismo incentivó el crecimiento de la música eclesiástica y su efecto fue infeccioso, a pesar de las ramas más radicales del protestantismo, que veían la música –como a los santos, las reliquias, el incienso, las estatuas, las vidrieras– como una distracción superflua del trabajo apropiado del culto comunitario: la lectura, la exégesis y 79
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la toma de decisiones a partir de la Biblia. Incluso los compositores católicos se vieron afectados por el énfasis de Lutero en la participación de la congregación, mientras que la reacción de la Iglesia católica a la expansión del protestantismo fue la de instigar una serie de reformas conocida como Contrarreforma, con el resultado de que, en gran medida, en la música siguió el liderazgo de Lutero. (Si usted fuera travieso, diría que la Contrarreforma fue la manera que tuvo el Vaticano de renombrar el luteranismo como idea propia.) Lo que las reformas del protestantismo y de la Contrarreforma significaban, para más o menos quienquiera que fueses, era una simplificación de la música eclesiástica para que la letra se pudiese escuchar más claramente. Significaba una retirada de la polifonía muy florida y ornamentada que había obsesionado a los compositores durante cien años. Las líneas que se entrelazaban, que fluían, de voces iguales comenzaron a hacer sitio a un nuevo y elegante triunvirato en la música: melodía, acordes acompañantes y bajo de apoyo. El efecto dramático de esta simplificación puede escucharse de manera muy clara en la obra del compositor radicado en Roma Giovanni Pierluigi da Palestrina (¿1525?-1594), que se vio forzado a un cambio de estilo a mitad de carrera. Un estilo claramente no ornamentado se introduce en su música después de que el Concilio de Trento de la Iglesia católica (que tuvo lugar entre 1545 y 1563) estableciera nuevas reglas estrictas sobre la simplificación de la música. Pero es en los países protestantes donde un cambio de estilo a mediados del siglo xvi, según el sentir de la élite religiosa gobernante, se nota muy claramente. En Inglaterra, en particular, los compositores católicos que habían estado trabajando para la Iglesia católica a comienzos de siglo tuvieron que cambiar su estilo para cumplir con la gradual adopción del protestantismo durante los reinados de Enrique VIII y Eduardo VI. Estas reformas religiosas fueron vueltas del revés por María Tudor en la década de los cincuenta del siglo xvi, pero el retorno del protestantismo con Isabel I, aunque en una forma suavizada en comparación con el calvinismo de Escocia u Holanda, confirmó la tendencia general hacia un estilo coral más simple, más claro, más dominado por el texto. El resultado es que el contraste entre los estilos musicales de alrededor del 1500 y de cincuenta años más tarde, en el apogeo de las reformas religiosas europeas, resulta dramático. En el cambio de siglo, Thomas Ashwell estaba escribiendo el tipo de polifonía sacra 80
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que se habría escuchado en cualquier parte de Europa: su Missa Jesu Christe, de alrededor de 1500, hace que sus partes vocales se extiendan en todas direcciones, se unan y se separen, y que unas frases muy largas se prolonguen de forma continuada con solo una sílaba abierta –el estilo «melismático» contra el que Josquin se rebeló solo unos años más tarde con su Miserere mei, Deus. Es un sonido hermoso, pero es prácticamente imposible distinguir dónde comienza y termina cada palabra, incluso si se domina el latín. El propósito de esta música es crear una impresión de gloriosa belleza y eterna piedad, para mostrar lo rica que podía ser la mezcla de voces corales. En agudo contraste, tómese «If ye love me», compuesto por Thomas Tallis para la Chapel Royal de Eduardo VI, cuando las reformas protestantes estaban en auge. Se constata inmediatamente que el latín ha sido sustituido por el inglés, que las voces cantan juntas para que las palabras sean claramente perceptibles, que las voces serpenteantes, que se entretejen, se han transformado en pilares de sonido que se mueven como unidad. El proceso que Josquin había anticipado proféticamente, a saber, el cambio de textura musical para conseguir que el significado del texto fuese claro y transparente, se había convertido a mitad de siglo –en efecto– en una ley estatal a lo largo de Europa. Aunque la música inglesa, de puertas para afuera, se atenía a las instrucciones religiosas, es importante señalar su única gran anomalía durante el período de la Reforma. En otras partes del continente, sangrientas guerras, la amenaza de la tortura y la represión de las libertades que acompañaron la Contrarreforma estaban convirtiendo en un asunto de vida o muerte las decisiones que tomaban los compositores. (Un ejemplo es el destino del compositor portugués Damião de Góis, que en 1545 fue denunciado, interrogado, juzgado y encarcelado por la Inquisición por, entre otras cosas, «interpretar música extraña en su casa durante el Sabbat».) En Inglaterra, sin embargo, después de la ruptura de Enrique VIII con Roma y especialmente durante el reinado de su hija Isabel I, se hizo oídos sordos al hecho de que Thomas Tallis y William Byrd, los dos compositores más celebrados y alabados de la época, fuesen todavía católicos en privado, y ciertamente continuaron escribiendo música sacra en latín, según el estilo antiguo, junto con la que proporcionaban a la reformada Iglesia de Inglaterra. Isabel, incluso, les garantizó el monopolio de la impresión de partituras: tal fue su favor. 81
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Es una de las exquisitas ironías de ese cáustico siglo, manchado con la sangre del conflicto religioso, que algunas de las músicas sacras más hermosas y sentidas para el rito católico se compusieran durante el reinado protestante de Isabel. El arreglo de Byrd para «Infelix ego», la oración carcelaria de Girolamo Savonarola, a la que primero puso música Josquin más de ochenta años antes, capta el estado de ánimo –a través de frases escuetas, imitativas, lúgubres– que impregna tanto la música sacra como la secular de la mayor parte del siglo xvi: la penitencia y el remordimiento. Suena como si artistas como Byrd estuviesen siendo aplastados por el peso del mundo a su alrededor; su música es un grito de angustia, una lamentación. La colección de Byrd publicada en 1588, el año de la Armada Invencible, se tituló Psalms & Sonets of Sadnes and Pietie17, que es una descripción perfecta de la mayoría de la música de los cien años anteriores. Nunca antes la humanidad había necesitado tanto la música para compartir una tal carga de ansiedad, y los compositores de todas partes respondieron a este ruego. Arreglos de las Lamentaciones de Jeremías, de los Salmos Penitenciarios, de la Agonía de la Crucifixión y de la Misa de los Difuntos abundan, desde Thomas Tallis en Inglaterra, Tomás Luis de Victoria en España, Giovanni da Palestrina en Italia hasta Orlando de Lasso en Flandes y Alemania. Pero aunque se siguiera escribiendo gran música eclesiástica y las guerras de religión continuasen propagándose, las décadas de los setenta y los ochenta del siglo xvi vieron extenderse desde Italia una nueva ola de música como un viento cálido estival, a través de Francia, hacia Inglaterra, que parecía proporcionar una manera alternativa de mirar el mundo. Mientras la Iglesia católica continuaba viendo amenazas y conspiraciones en cada esquina, desde judíos y protestantes hasta los desafíos científicos de Galileo Galilei, y oprimiendo a sus seguidores despojando al arte y la música de buena parte de su alegría, fue como si la gente común y corriente sintiese que cualquier mejora en la calidad de vida sobre la tierra tendría que ser hecha en casa. Este nuevo, irreprimible sonido era la voz tranquila, pequeña, del humanismo secular. Reflejado en la obra de Cervantes en España y en la de John Donne, Francis Bacon y William Shakespeare en Inglaterra –todos meló Salmos y sonetos de tristeza y piedad.
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manos–, el humanismo comenzó un contraataque por la razón y la compasión, cualidades que escaseaban durante el siglo precedente de luchas religiosas. Resumida en una frase perfecta de John Donne –«La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy involucrado en la humanidad»18– el movimiento fue un rayo de sol que se asomaba por detrás de nubes de tormenta. Y no por última vez en la historia de la música, «la música culta», la música de los adinerados, educados y privilegiados, iba a ser salvada de sí misma por las tradiciones populares o de la canción folclórica. La pintura de Caravaggio El laudista, de 1596, muestra a un músico que interpreta una partitura de un compositor franco-flamenco llamado Jacques Arcadelt, que pasó la primera parte de su vida en Italia, donde fue contemporáneo y a veces colaborador de Miguel Ángel, y la segunda mitad de su vida en Francia. El gran regalo de Arcadelt a la música durante una de sus horas más oscuras fue sus madrigales desvergonzadamente optimistas –publicados en Venecia en 1539 y, probablemente, la música que se muestra en la pintura de Caravaggio– y sus alegres colecciones de chansons, publicadas en París durante la década de los sesenta del siglo xvi. El primer libro de madrigales de Arcadelt fue el cancionero que se reimprimió más ampliamente en Europa durante la segunda mitad del siglo xvi. Todo profesional y músico aficionado de la época habría conocido las canciones de este superventas, especialmente la erótica «Il bianco e dolce cigno» («El blanco y gentil cisne»), que, como los otros madrigales de la colección, se ocupa de los placeres humanos y está lleno de imaginería sensual y alusiones sexuales; el morir, en el caso de «El blanco y gentil cisne», por ejemplo, es una clave que representa el orgasmo. Cuando Arcadelt se trasladó a Francia, hizo por la chanson lo mismo que había hecho por el madrigal italiano, al publicar nueve libros de canciones dulces, inspiradoras, que cualquiera que pudiese cantar o tocar una guitarra, un laúd o una tiorba –un tipo de laúd grandote– podía fácilmente aprenderse y disfrutar. Era típica entre las chansons la alegre, pegadiza, «Margot, labourez les vignes», aunque su letra 18 De «XVII. Meditation.», en Devotions (véase The Works of John Donne, vol. III, ed. Henry Alford, London, John W. Parker, West Strand, M.DCCC.XXXIX, p. 575). Inmediatamente después de la conclusión de la frase que cita el autor, se encuentra la famosísima frase de Donne: «… y por tanto nunca envíes emisarios para saber por quién doblan las campanas; doblan por ti».
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teje un raro hilo: «Margot, ocúpate de las viñas», exhorta repetidamente, mientras continúa relatando que la intérprete de la canción se encontró con tres capitanes por el camino a casa desde Lorena, «para los que soy la sífilis». No se da más información. Excepcionalmente para su época, los madrigales y las chansons de Arcadelt estaban destinados para la representación por parte de hombres y mujeres, y su éxito inspiró a muchos otros compositores. Entre los principales estaban un inglés y un italiano, cuyos experimentos con la forma, mientras se desplegaba el nuevo siglo, iban a darle a la música lo que Shakespeare dio a la poesía y al teatro: una compasiva elocuencia que, en lugar de intimidar, buscaba dignificar a la humanidad. El inglés era John Dowland, londinense y contemporáneo exacto de Shakespeare, que pasó algunos de sus años más fructíferos como laudista oficial, generosamente pagado, del rey Christian IV de Dinamarca. Además de su belleza evocadora, el enormemente influyente First Book of Songs de Dowland, publicado en 1597, es el primer ejemplo del tipo de canciones solistas que –estructural y estilísticamente– se ha desarrollado desde entonces, más o menos de forma continua, en la música occidental. Mientras que una chanson en cuatro partes de Arcadelt todavía nos suena a música de otra época, casi cualquier compositor desde 1600 hasta nuestros días habría estado orgulloso de inventarse «Flow my tears» de Dowland; si, por ejemplo, Sting fuera a sacarla en cedé, no sonaría fuera de lugar en nuestro propio tiempo. Que es exactamente lo que, de hecho, hizo en 2006. Esto convierte la contribución de Dowland, como la de Shakespeare, en algo muy diferente de lo que había ocurrido antes: su obra tiene un atractivo universal que trasciende su época. Es una palabra sobreutilizada, pero esto es lo que lo convierte en un genio. Aunque Dowland utilizó «Flow my tears» como base para un conjunto de piezas puramente instrumentales llamadas Lachrimae, or Seven Teares, para cuerdas y laúd, las canciones fueron, en líneas generales, su formato de elección. Mientras tanto, allá en Italia, uno de los magistrales contemporáneos de Dowland –uno de los músicos más influyentes de todos los tiempos– estaba llevando el concepto de canción por su nueva y más extraordinaria dirección. El compositor era Claudio Monteverdi y el nuevo estilo de canto dio a luz la ópera. Nacido en Cremona, hogar adoptivo del violín, Monteverdi trabajó por un tiempo en la corte del duque Vincenzo de Gonzaga en Man84
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tua, antes de acceder al puesto musical más prestigioso de Europa en 1613: director de música en la basílica de San Marcos de Venecia. Publicó nueve volúmenes de madrigales entre 1587 y 1651, que eran en sí tan revolucionarios que –incluso olvidando por un momento el asunto de la ópera– todavía lo estaríamos colocando entre los compositores más experimentales y atrevidos de todos los tiempos. Lo que Monteverdi hizo en sus madrigales fue tomar la idea de las tríadas y los acordes y comenzar a jugar con su química. Como todos los compositores del siglo xvi, sabía que algunos acordes se sentían especialmente cercanos y cómodos juntos unos con otros: la tríada mayor de do, por ejemplo, contiene dos de las mismas notas que la tríada menor de mi y está por tanto estrechamente relacionada con ella; asimismo, la tríada menor de mi comparte dos de sus notas con la tríada mayor de sol y también ellas están estrechamente relacionadas. Monteverdi sabía que la combinación de estos acordes relacionados en una pieza musical crearía una sensación tranquila, serena y etérea. Un ejemplo excelente de esta técnica es la Missa Papae Marcelli, de Giovanni Palestrina, compuesta probablemente en 1562 y considerada una de las obras maestras más valiosas de toda la música sacra. Palestrina utilizó de punta a cabo acordes estrechamente relacionados, moviéndose de uno a otro lenta y gradualmente, y la impresión general es de estabilidad. Pero es esta sensación de estabilidad la que Monteverdi quería socavar. Fue el Galileo Galilei de la música, al desafiar el statu quo. En sus madrigales, Monteverdi realizó variaciones de toda clase de acordes, muchos de ellos sorprendentemente sin parentesco, para crear efectos acústicamente llamativos. Quería que su oyente se sintiera desorientado, o sorprendido, o intrigado, especialmente si la música encaja con o realza las palabras del poema. Así, en su madrigal «O Mirtillo, Mirtillo anima mia» («O mirto, mirto, alma mía»), por ejemplo, sobre las palabras «che chiami crudelissima Amarilli» («a la que llamas la más cruel Amarilis»), crea una serie de deliberadas colisiones de acordes, llamada «disonancia» o «retardo». Estas discordancias, aunque relativamente domesticadas según los cánones modernos, habrían sonado de manera impactante a oídos de los contemporáneos de Monteverdi. La disonancia era solo uno de los efectos que empleó para «pintar» las letras en el sonido. Mientras su carrera progresaba, su música tuvo cada vez más que ver con los efectos auditivos y la manipulación emocional. 85
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No fue solo en sus madrigales donde Monteverdi comenzó a cambiar acordes de sitio por el puro deleite y sorpresa de hacerlo. Por una extraña arbitrariedad del destino, este ambicioso compositor coral se encontró trabajando en el único edificio del mundo que, por la fuerza de su arquitectura, fue responsable de un nuevo estilo de música coral. La basílica de San Marcos reveló a Monteverdi un nuevo mundo de posibilidades; por lo que sé, este es el único ejemplo, en la música occidental, de un edificio que cambia el curso de la historia. La basílica es un espacio vasto, cavernoso, ecoico, con todo tipo de nichos, balcones, bóvedas, cúpulas y arcos que afectan a su acústica. Cualquier sonido que produzcas crea rebotes alrededor que percuten contra estas superficies pétreas, mosaicas y embaldosadas, modeladas de diferentes formas. Pero lo que no puedes hacer en la basílica es hablar o cantar rápidamente: se produciría un galimatías. Los compositores que trabajaban en San Marcos a finales del siglo xvi –particularmente Andrea y Giovanni Gabrieli, tío y sobrino– identificaron estos efectos acústicos y fueron pioneros en una forma de música coral en la que enormes pilares de sonido, acorde tras acorde, se cantaban en estallidos cortos, dramáticos, acompañados por grupos de instrumentos, particularmente metales, y luego habría una pausa para dejar que el sonido reverberase impresionantemente alrededor del espacio. Los Gabrieli también experimentaron poniendo grupos de cantantes e instrumentistas en diferentes rincones del edificio, una técnica conocida como antífona, que quiere decir «voces unas contra otras», o policoral, «muchos coros». Un himno como «Omnes Gentes plaudite manibus», de Giovanni Gabrieli, un arreglo del salmo 46, «Que todo el mundo aplauda», publicado en 1597, es la clase de obra policoral que debió de sonar de manera espectacular en San Marcos cuando fue escuchada por vez primera. Puede que sea música eclesiástica, pero también es teatral y grandiosa, y cuando Monteverdi solicitó el puesto de director musical de San Marcos en 1610 intentó ser más gabrielista que Gabrieli de un solo tajo: la composición que presentó para su audición era un arreglo épico de las Vísperas, el servicio católico vespertino, justamente considerado uno de los hitos de la música coral. Era solo cuestión de tiempo antes de que todos estos ingredientes –la intimidad y las atrevidas progresiones de acordes de los madrigales; y la grandeza policoral del estilo San Marcos– se juntaran en un cóctel extraordinario, inolvidable: la ópera. Todo comenzó cuando 86
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un grupo de intelectuales humanistas florentinos, conocidos como Camerata Fiorentina, dieron con la idea de recrear o reimaginar lo que ellos afirmaban que era teatro cantado de la Antigua Grecia. En 1597, su primer intento en semicolaboración con esta nueva forma, que llamaron «teatro a través de la música», fue una pieza llamada Dafne, con música de uno de los de su grupo, Jacopo Peri. Él mismo continuó con otra propuesta, Eurídice, en 1600. El manuscrito de Dafne no ha sobrevivido, aunque se escribió una gran cantidad de cosas sobre su preparación y su representación, lo cual convirtió a Eurídice en la ópera más antigua del mundo que se conserva. Si lanzas un nuevo estilo musical, sin embargo, lo que necesitas es un compositor de tal estatura y brillantez que haya una posibilidad de que alguien se tome en serio tu nueva forma artística. Peri no era un hombre para esa tarea. Afortunadamente, el destino entregó ese testigo a Monteverdi, cuya «fábula musical» para la corte de Mantua, Orfeo, fue estrenada en 1607. Monteverdi introdujo todos los trucos que estaba aprendiendo al componer madrigales y música coral sacra en su narración del descenso de Orfeo al inframundo para rescatar a su recién perdida amante, Eurídice. Tenía como objetivo un efecto emocional máximo, la máxima claridad narrativa, el impacto máximo, incluso la conmoción, y no iba a obedecer las leyes de nadie sobre lo que podía o no podía hacer. El resultado –para la gente de la época– fue asombroso. Inventó una orquesta para la ocasión, una combinación de instrumentos nunca hasta entonces reunidos bajo un mismo tejado. Incluía metales e instrumentos de viento, percusión y una completa mescolanza de tipos de cuerdas: punteadas, golpeadas, rasgueadas, de teclado y de arco. Hizo fanfarrias instrumentales, solos, duetos, coros. Tomó prestados estilos antiguos y nuevos donde sentía que eran apropiados y requirió de la música coral del estilo de San Marcos para los grandes momentos. (Ciertamente, la emocionante frase de apertura del Orfeo se recicló para sus Vísperas de 1610, tan intercambiable era el estilo.) Narró la historia a través de personajes que expresaban directamente su propio ser y sus sentimientos al público, siempre y solo cantando, algo que nunca se había intentado antes. Casi todo en ella era una novedad. Era –para los cánones de su época– ruidosa, larga y moderna. Orfeo se interpretó dos veces en el palacio de Mantua, ante un público de poco más de cien personas. Fue distinto cuando se estrenó, 87
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un año más tarde, la nueva ópera de Monteverdi, Arianna. Mantua, al celebrar una boda real, dispuso un espacio al aire libre en el que se apiñaron varios miles de personas por noche. Más tarde se mudó a Venecia, que pronto se obsesionó tanto por la ópera como lo había estado tradicionalmente por los carnavales, y el primer teatro de ópera público del mundo, San Cassiano, se inauguró allí en 1637. Durante su estancia en Venecia, Monteverdi compuso al menos media docena de óperas, de las cuales solo dos se conservan. Increíblemente, es la última ópera de Monteverdi, La coronación de Poppea, compuesta en 1642, en su septuagésimo cuarto y último año de vida, la que ha pasado a la historia como uno de los dramas más radicales, y no solo entre los dramas musicales. Lo que hace a Poppea tan radical, para decirlo en pocas palabras, es que versa sobre gente real y sus complicadas, confusas emociones. La música de Monteverdi explora las pasiones reales de dos figuras históricas reales: el emperador Nerón y su amante Poppea; no hay rastro aquí de los caracteres alegóricos al uso, procedentes de los mitos o de leyendas antiguas, y los únicos dioses con los que nos encontramos son meramente simbólicos. Crucialmente, Poppea muestra cuán lejos ha llegado la función social de la música desde que Guido de Arezzo nos dio la notación. La música todavía se utilizaba en las grandes ocasiones de Estado y todavía era esencial en el ritual religioso, pero ahora también se refería a las relaciones emocionales, íntimas, de las personas. Estaba adoptando el papel que interpreta para nosotros, en el siglo xxi: se estaba convirtiendo en la banda sonora de nuestros asuntos del corazón. En apariencia, Poppea trata de la lujuria y la ambición que todo lo conquistan, con la pobre y antigua virtud, la decencia y la buena gobernanza echadas por la borda. Nerón y Poppea se enamoran y las consecuencias para todos los de su alrededor son catastróficas. La búsqueda del placer carnal barre cualquier obstáculo. Estamos lo más lejos posible de los ideales del siglo anterior. Las disputas religiosas de la Reforma y de la Contrarreforma habían sido todas abandonadas, los temas de la autoridad moral, la piedad, el remordimiento, el sacrificio, la obediencia a Dios, la espiritualidad y la vida después de la muerte son todos barridos a un lado mientras los amantes de Poppea buscan y encuentran la satisfacción física por encima de todas las cosas. El clímax de la ópera, y elijo esa palabra deliberadamente, parece recompensarlos por su egoísmo. 88
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Finaliza con un dúo entre Nerón y Poppea de una sensualidad descarada –probablemente compuesto o revisado por uno de los asistentes de Monteverdi, Francesco Sacrati–, llamado «Pur ti miro, pur ti godo». La pasión que rezuma de este dueto, «te adoro, te abrazo, te deseo, te encadeno», es tan franca y sensual que convierte al público –recuérdese que están en la sala también– en voyeurs, siendo incómodos testigos de la relación íntima de dos extraños sobrecogedoramente desinhibidos. Ciertamente, esto era un nuevo territorio. Pero cuidado con las primeras impresiones. Los venecianos de 1642 hacia los que La coronación de Poppea iba dirigida, conocían el relato histórico, y sabían lo que ocurría más tarde, después de que cayera el telón; es decir, tras el aparente final triunfal de la ópera. Nerón mató a su nueva emperatriz Poppea, a su hijo no nacido, luego se suicidó y su régimen se hundió desastrosamente, con Roma en llamas. Lo que el público veneciano de Monteverdi comprendió es que esto era una sátira. Habrían visto el final de la ópera por lo que era: un ataque salvaje hacia el estado archirrival de Venecia: Roma. A la luz de esto, La coronación de Poppea puede verse como una crítica condenatoria, deliberadamente tremenda, de la corrupción y el exceso del poder romano y de la apremiante necesidad de templanza. Fue un grito que fue a parar a oídos sordos, en lo que respecta a Roma o, lo que es más, a Francia, donde Luis XIV estaba a punto de embarcarse en un reinado que daría un nuevo significado a la palabra exceso. Sin duda, la edad de la penitencia, del remordimiento y de la piedad estaba bien y verdaderamente acabada.
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La edad de la invención 1650–1750
El espíritu de la invención musical anunciado por Monteverdi fue adoptado de forma entusiasta por sus sucesores durante el siglo posterior. Mientras que la primera mitad de esta nueva era musical, desde alrededor de 1650 hasta 1700, fue totalmente dominada por los italianos –tanto en casa como trabajando por toda Europa–, el irreprimible deseo de crear, mejorar y desafiar se expandió gradualmente hacia el norte, hacia Alemania, Francia y especialmente, por medio del genio de Georg Friedrich Haendel, hacia Inglaterra. Por encima de todo, la música de este período se caracterizó –como lo fueron las ciencias de su época– por un poderoso matrimonio entre la imaginación y la ambición. Fue esta una era en la que la incuestionada supremacía de la Iglesia comenzó verdaderamente a tambalearse y meros mortales tomaron la responsabilidad de crear el mundo alrededor de ellos. Desde la calculadora mecánica de Pascal (1642), la producción mecánica de electricidad de Otto von Guericke (1672), la rueda de Leibniz (1673), hasta los Principia de Newton (1687), el octante de Hadley (1730) y el cronómetro marino de Harrison (1736), el ingenio sin descanso se dirigió hacia una miríada de maneras de medir, entender y explotar las dimensiones del mundo natural. No sorprende, por tanto, que este período haya sido denominado, a veces, Revolución Científica –aunque los avances en la ciencia también ofrecerían a la comunidad artística una serie de avances tecnológicos. Ciertamente, como veremos en breve, cada nota de música 91
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escrita e interpretada en este período sería moldeada por el espíritu de la época. El vínculo entre ciencia y música nunca había estado lejos de las mentes de los compositores –desde la creencia de los antiguos griegos en la «música de las esferas» hasta la explotación por parte de Monteverdi de la arquitectura ecoica de la basílica de San Marcos–, pero en el siglo xvii esta relación adquirió una naturaleza menos celestial. Uno de los grandes pasos adelante fue la invención del primer reloj de péndulo en 1656, que finalmente transformó la rompedora investigación de Galileo Galilei sobre la física de los péndulos, durante la década de los ochenta del siglo xvi, en una herramienta práctica. El reloj fue diseñado por el científico holandés Christiaan Huygens –que casualmente había publicado ensayos sobre la física de la música– y construido por el fabricante de relojes Salomon Coster. Huelga decir que el desarrollo de un mecanismo medidor del tiempo totalmente exacto fue un enorme avance en una era de febril navegación y exploración, pero el hermoso reloj de péndulo de Huygens también encarnaba esmeradamente las obsesiones centrales de la época: los mecanismos intrincados de las máquinas, la interacción del operario y la rueda, las leyes del movimiento y de la gravedad y las dimensiones del tiempo mismo. No debería sorprendernos, entonces, que la noción de mantener el mismo compás en la música se convirtiese en un asunto que provocara un debate durante esta época de fabricación de relojes, ni tampoco ciertamente que su música tuviese en sí una regularidad mecánica que se deleita en la repetición, en la vivaz imitación y en un compás inquebrantable, zapateado, características todas compartidas por el otro gran motivador del estilo musical del siglo xvii: la música de danza. Sin embargo, hay una gran ironía en la relación entre el tiempo horológico y el tiempo musical, puesto que la música es la única forma artística que sigue su propio, independiente esquema temporal, que obedece a su propio reloj interno y que aparentemente suspende la división normal de segundos, minutos y horas, según los caprichos del compositor. Como para subrayar esta relación ambivalente, el término técnico en música para «velocidad» es la palabra italiana tempo, que literalmente significa ‘tiempo’, no, como sería lógico, velocità (velocidad). No fue hasta la llegada de los metrónomos eléctricos durante el siglo xx que las velocidades musicales obedecieron a una 92
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relación absoluta con los segundos y los minutos; las definiciones más antiguas de las velocidades musicales eran siempre relativas, instrucciones subjetivas que diferían de lugar en lugar, de compositor a compositor, de década a década. Los intentos de hoy en día por estimar lo que un compositor de una época anterior quería decir con los términos allegro (rápido), andante (moderadamente) o largo (muy despacio) se han visto entorpecidos por esta carencia de relación absoluta con las medidas temporales cotidianas. (Un método engañosamente simple de establecer el límite inferior de la velocidad musical ha sido la utilización de reproducciones de instrumentos de viento del siglo xvii y xviii para ver cuánto podía aguantar un intérprete la respiración mientras tocaba una única nota. Al comparar esto con las notas escritas del período que más duran, los investigadores han ido desentrañando lo que los compositores querían sugerir con las indicaciones lentas del tipo largo y adagio. Estos tipos de experimentos son de alguna manera aproximados, como imaginará el lector, pero antes de estos no había forma de saber cómo, digamos, sonaban las velocidades de Monteverdi para él.) En 1676, Thomas Mace, que había sido uno de los compositores favoritos de Oliver Cromwell, estableció la posibilidad de medir el compás musical en contraste con un péndulo en su ambicioso, florido y exhaustivo tomo Musick’s Monument (‘A remembrancer of the best practical musick, both divine, and civil, that has ever been known, to have been in the world’1). Probablemente, Mace estaba al tanto de las investigaciones de Galileo, que incluían el diseño –no realizado durante su tiempo– de un reloj de péndulo que precede al de Huygens en cuarenta años. Esfuerzos posteriores por alinear el tiempo musical con el tiempo horológico, sin embargo, fracasaron a la hora de encender el entusiasmo general; ciertamente, otros estaban intentando hacer coincidir el pulso musical con fuentes externas menos científicas. El teórico veneciano Ludovico Zacconi había propuesto la idea de utilizar el pulso humano como guía desde 1592, en su ensayo Prattica di musica, y esta noción era todavía popular en 1752, cuando Johann Joachim Quantz, flautista de Federico el Grande de Prusia, publicó su guía bíblica para tocar la flauta. Son, sin embargo, dignos de mención los estudios colaborativos, sorprendentemente progresistas, del 1 Monumento a la música: recordatorio de la mejor música práctica, tanto divina como profana, que se ha conocido en el mundo.
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compositor parisino Étienne Loulié con el «padre» de la ciencia de la acústica, Joseph Sauveur, durante la década de los noventa del siglo xvii. Los dos colegas, que fueron patrocinados por Felipe II, duque de Orléans, y que con certeza habían leído acerca de los hallazgos de Galileo sobre los péndulos, desarrollaron no solo un chronomètre para el establecimiento semiexacto del pulso musical, sino también un aparato mecánico de afinación, el sonomètre –esto ocurrió una década entera antes de la invención mucho menos sofisticada del diapasón de John Shore– y el échomètre, para calcular la duración de los sonidos. Es un hecho extraordinario con respecto a Joseph Sauveur que, como meticuloso, infatigable fundador de la acústica, hubiese sido parcialmente –más tarde, severamente– sordo, con una dificultad de por vida en el habla, implacablemente parodiada, que fue causada por su mutismo infantil. El primer cronómetro musical práctico, exacto, fue inventado en 1814, más de ciento cincuenta años después del diseño del reloj de péndulo de Galileo, por el holandés Dietrich Winkel, pero su mecanismo fue desvergonzadamente pirateado, rebautizado y repatentado por el ingeniero alemán Johann Maelzel dos años más tarde, y se convirtió en el metrónomo Maelzel. A pesar de perder una batalla legal para rectificar la afrenta, la posteridad recompensó al canalla de Maelzel y fue su aparato el que compositores desde Beethoven hacia delante aceptaron para dar indicaciones más exactas de las velocidades ideales de sus composiciones. Mientras que los cálculos de Galileo relativos al péndulo indudablemente permitieron a los compositores ser más concretos, por primera vez, sobre el tempo de su música, lo que compusieron fue gracias, en buena parte, al padre de Galileo (y profesor de música), Vincenzo. Este compositor, teórico y laudista había sido una figura relevante de la Camerata Fiorentina, el grupo de humanistas de finales del siglo xvi que había desarrollado el primer concepto de la ópera y su lenguaje, inspirando a Jacopo Peri pero, lo que es más importante, a Monteverdi. Sus discursos publicados sobre la física de la música y sobre el correcto uso de la disonancia –al enfrentar deliberadamente discordancias de varios tipos– influyeron en muchos compositores italianos, si no en todos, del siglo xvii. Ciertamente, a mediados de ese siglo la preeminencia artística italiana era un fenómeno a lo largo de Europa, especialmente en la 94
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música. Una prueba anecdótica de esto se halla en la pintoresca historia del compositor-laudista inglés John Cooper, que se cambió el nombre a Giovanni Coprario, con la esperanza de mejorar su carrera –lo cual ocurrió, a juzgar por su posterior patronazgo por parte del futuro Carlos I. Una prueba más convincente todavía del dominio de los italianos sobre la música durante esta época es el legado que dejaron, para mejor o para peor, en el lenguaje descriptivo desarrollado en este período. Hasta hoy, el léxico musical internacional incluye el nombre de las formas recién inventadas procedentes de Italia: concerto, sonata, oratorio, sinfonia, opera; definiciones de la velocidad: tempo, presto, allegro, andante, largo; técnicas de interpretación: legato, staccato, arpeggio, rubato, pizzicato, forte, piano, crescendo, diminuendo, y así –y otros muchos términos, desde a capella («al estilo de capilla», desde que se adoptó –de manera imprecisa– para querer referirse a voces sin acompañamiento) hasta segue («prosiguiendo rápidamente sin pausa»). Asimismo, la ópera, o dramma per musica, como fue conocida en su primer, italiano, siglo, se expandió desde su base de operaciones en Venecia hacia Nápoles y Roma, y de allí hacia el norte, hacia Alemania. Las primeras óperas vistas en la corte francesa fueron italianas, incluyendo Orfeo (1647), de Luigi Rossi, y Xerse (1660), del terriblemente famoso veneciano Francesco Cavalli, que fue llevado a París para la celebración nupcial de Luis XIV. De aquí siguió el estreno dos años más tarde de Ercole amante, de Cavalli, en la Salle des Machines, en las Tullerías, pero los franceses habían desarrollado por entonces una preferencia por el ballet. Irónicamente, consideraban el ballet más patriótico, aunque los primeros ballets desarrollados en Francia, entre ellos el Ballet comique de la Reine de 1581, habían sido una creación de la italiana Catalina de Medici y de su coreógrafo italiano. Y el compositor responsable de la espectacular popularidad del ballet en la corte francesa durante la segunda mitad del siglo xvii, Jean-Baptiste Lully, no era otro que Giovanni Battista Lulli, un italiano. Lully, nacido en Florencia, había sido supervisor musical (y con frecuencia compositor) de las producciones de ballet de la corte francesa desde 1653, cuando el mismo Luis XIV, con quince años de edad, había aparecido en cinco papeles distintos, incluyendo el de Apolo, el Rey Sol, en Le ballet de la nuit. La contribución de Lully a este acontecimiento, que tuvo lugar en la Salle du Petit Bourbon en el Louvre, fue recompensada al ofrecérsele un puesto permanente 95
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Luis XIV, a la edad de quince años, como Apolo, el dios Sol, en Le ballet de la nuit, de Lully, de 1653.
como uno de los compositores residentes en la corte; fue ascendido a director musical regio en 1661, el año en que se convirtió en ciudadano naturalizado francés. Tanto la música como el ritual del ballet, lleno de colorido, prosperaron en la corte francesa bajo Lully y Luis XIV, que utilizó como base el patronazgo musical de sus predecesores. Su padre, Luis XIII, había establecido en 1626 un innovador grupo de veinticuatro violines, una orquesta de cuerdas en todo excepto en el nombre, llamada Les vingt-quatre violons du roy, que se componía de seis violines de cuatro cuerdas, afinados como los violines modernos; doce violas de tres tamaños distintos, aunque afinadas idénticamente, y seis instrumentos como el violonchelo. En 1656, Luis XIV expandió más el grupo de violines y lo rebautizó como La grand bande. Hasta ese momento, Lully estaba al cargo, y para algunas interpretaciones de ballet (y de ópera) añadió al grupo residente de cuerdas instrumentos de viento, de metal y de percusión de la llamada Grande Écurie del rey, un grupo de unos cuarenta intérpretes relacionados con la caballería, que normalmente tocaban para desfiles al aire libre y acontecimientos militares. Esta reunión de grupos de cuerdas, vientos, metales y percusiones para el acompañamiento de ballets puede verse como el prototipo de la orquesta, cuyo nacimiento, por tanto, se vincula intrínsecamente a la invención del violín –el instrumento que acompaña a la danza– a principios del siglo xvi. Bailar en la corte francesa, sin embargo, no era meramente una manera de pasar una tarde agradable. Se convirtió, bajo los Borbo96
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nes, en un proyecto altamente político, y los espectáculos de ballet escenificados en Versalles eran, sobre todo, alegorías finamente veladas, diseñadas para otorgar prestigio, poder y gloria a le Roi Soleil, al Rey Sol. Para conseguir la majestuosidad de la representación, y el asombro de los asistentes, los ballets largos, mitológicos, de Luis XIV comenzarían con una autocontenida introducción instrumental u obertura. Aunque tenía un nombre francés, esta ouverture (u obertura) era esencialmente, en su formato musical, la sinfonia, que había sido el rasgo prominentemente distintivo de la música italiana a finales del siglo xvi y principios del xvii. La sinfonía (del griego συν-, «junto a» o «con», y φωνή, «voz») era un preludio que establecía el carácter de la pieza, que podía consistir en dos secciones breves, una solemne y la otra alegre, y con certeza era popular al menos desde 1589, cuando se empleó en la celebración de la boda de Fernando I de Medici con Cristina de Lorena, en el recientemente concluido teatro del Palacio de los Uffizi. Se sabe que miembros de la Camerata Fiorentina, incluyendo al pionero de la ópera Jacopo Peri, contribuyeron a esta ocasión festiva, que incluía una representación del divertimento cómico La Pellegrina, con la sinfonia actuando como preludio musical a un recitado o a una danza, o para cubrir un cambio de escenografía. Alrededor de la misma época, las sinfonias habían comenzado a aparecer como breves introducciones instrumentales para obras corales más sustanciales en un arreglo no teatral, y en las obras de cámara y en las danzas para (normalmente dos) violines, violonchelos y clavicordios, obra de compositores como Salamone Rossi, un colega judío de Monteverdi en Mantua. (Es muy posible que Rossi hubiese tocado o cantado en el estreno del Orfeo de aquel en 1607.) La publicación por parte de Rossi de libros de Sinfonie e gagliarde en 1607 y 1608 corresponde a una de las más antiguas referencias impresas a la sinfonia como forma distintiva. Para Lully, de regreso a París, la idea de la obertura o sinfonia fue trasladada desde los ballets de corte hasta las óperas que compuso con el dramaturgo Molière durante la década de los sesenta y los setenta del siglo xvii –un cambio incentivado por Luis XIV, que se iba cansando de los ballets a medida que envejecía. Muy pronto, de todas formas, un nuevo sonido italiano iba a dominar una vez más la música europea, dejando atrás los estilos franceses tanto de la ópera como del ballet. Durante el siguiente medio siglo, el concerto reinó 97
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supremo, y su padrino, o arcángel quizá, fue el compositor-violinista Arcangelo Corelli. En 1672, con diecinueve años de edad, Arcangelo Corelli se marchó de su casa en Fusignano, al sur de Venecia, para visitar París. Como violinista de alguna distinción, es inconcebible que no hiciera migas con la Gran bande de Lully ni que dejara de adoptar la música orientada hacia la danza que interpretaba, llena de ritmos rápidos y briosos y titilantes cambios de velocidad y de compás. Pero pasó la mayor parte de su vida en su nativa Italia, llegando a convertirse en una de las figuras culturales más destacadas del siglo; murió rico y reverenciado, y fue honrado con un sepelio, en 1713, en el Panteón de Roma. Mientras que esto se debía en parte a su condición de primer virtuoso afamado del violín, procedente de un país enamorado del instrumento, también era un reconocimiento del hecho de que el estilo que perfeccionó para conjuntos de cuerdas se convirtió en el sonido propio de la época. De hecho, un compositor alemán por lo demás común y corriente llamado Georg Muffat viajó a Roma en la década de los ochenta del siglo xvi con un permiso de estudios y escribió entusiastamente sobre un intrigante tipo de música moderna que había escuchado: «concertos para violín y otros instrumentos llamados “sinfonie”», de Corelli. Pero, ¿qué había en el estilo de «concerto» de Corelli que tanto atrapó la imaginación de otros músicos? El sello instantáneamente reconocible de Corelli –escuchado, por ejemplo, en su delicadamente atractivo Concerto de Navidad (opus 6, número 8), que aparece de manera prominente en la película de 2003 Master and Commander– es, apropiadamente para el período, el tictac regular de un reloj, los resoplantes, pulsantes, perfectamente calibrados zumbidos y giros de las carracas, y el placenteramente equilibrado balanceo de energías. Melodías simples pasan de un lado a otro entre los violines en una juguetona repetición, más bien como el mecanismo de empuje y tracción de un péndulo. Parte de la satisfacción del estilo de Corelli radica en que hay una previsibilidad en su movimiento interno y, sin embargo, nunca resulta tedioso. En una época en que los ricos danzaban obsesivamente, se te perdonaría suponer que los ritmos mecánicos de Corelli estaban, como los ballets de Lully, destinados para el escenario o para las salas cortesanas de baile –pero la sorprendente verdad es que sus sonatas de cámara para 98
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solo unos pocos instrumentos, y a su debido momento sus concertos para una pequeña orquesta de cuerdas fueron compuestos para ser escuchados durante servicios eclesiásticos. Pero lo que Corelli perfeccionó, sobre todo, fue una forma de contraste musical, un drama interno en la textura que era fresco, sorprendente y –para su época– altamente original. Para apreciar cuán radical debe haber parecido su propuesta, deberíamos recordar que el estilo musical prevaleciente de la primera mitad del siglo xvii había sido la música de conjunto instrumental; esto es, conjuntos musicales de cuatro o cinco miembros que tocaban piezas suavemente reconfortantes, melifluas, similares más bien a una versión instrumental de un coro, o lo que Shakespeare llamaba «still musick»2. Ciertamente, los conjuntos instrumentales estaban generalmente compuestos de «coros» –soprano, contralto, tenor y bajo– del mismo instrumento, normalmente violas y flautas dulces, o más tarde la familia del violín. Ocasionalmente, estos conjuntos instrumentales estaban pensados para que se les uniera un laúd o una flauta dulce con algunas violas, pero los compositores, en su mayor parte, no especificaban qué instrumentos esperaban oír o ni siquiera si las partes eran vocales; solamente escribían música genérica de conjuntos instrumentales y cualquiera que estuviese alrededor se podía unir al grupo. Era, en efecto, una aproximación modular a la creación musical. Aunque este laissez-faire fuese indudablemente atractivo, especialmente para los músicos aficionados, desembocaba en una música instrumental que no exigía mucho a los intérpretes, a los instrumentos, ni siquiera a los compositores. No había razón para escribir un emocionante solo para violín si las posibilidades eran de que esa parte fuese interpretada con, digamos, una chirimía, un instrumento de viento de sonoridad dulce pero de gama peligrosamente limitada. Esta actitud fue cambiando gradualmente. Motivado en parte por la destreza y la maestría escénica de celebrados intérpretes de virginal y laúd, los miembros de las secciones de cuerdas y vientos de los conjuntos instrumentales comenzaron a darle vidilla a la textura de la música, con ornamentos, rápidos melismas, vibraciones, no2 «Música queda». La expresión aparece como acotación teatral en El sueño de una noche de verano (acto IV, escena 1). Oberón pide a la música que haga acto de presencia por medio de su propio sonido.
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tas rápidamente repetidas y sofisticadas figuras rítmicas. Los ritmos desenvueltos de las danzas populares fueron encajados en grupos opuestos de tres, para proporcionar variación –lento-rápido-lento o rápido-lento-rápido–, incluso cuando los conjuntos instrumentales no estaban acompañando a verdaderas danzas. Las gráciles «Consort Setts»3 del compositor residente de Carlos I, William Lawes, de principios del siglo xvii, por ejemplo, crean un tríptico a partir de las danzas «Fantazy», «Paven» y una «Almaine», donde la primera y la tercera son joviales y la del medio reflexiva y triste. Un gran cambio en la música para conjunto instrumental llevado a cabo por Corelli y sus imitadores, desde la década de los ochenta del siglo xvii hacia delante, fue el de eliminar su textura tradicionalmente contrapuntística, es decir, sustituir sus voces que, aunque independientes, se entretejían por un sonido más unificado, simplificado, con el teclado y el violonchelo tocando juntos, en actitud de apoyo, apuntalando la interacción de los dos violines por encima de ellos. Pero podría decirse que el aspecto más importante de la revolución iniciada por Corelli fue su forma de emplear la dinámica: la manipulación de pasajes ruidosos y suaves en la música. En el siglo xvii, la idea de una música que gradualmente se volviese más suave o más ruidosa era técnicamente difícil de concebir para muchos instrumentos de la época y, en cualquier caso, no era un truco que a los compositores se les hubiese ocurrido incorporar a sus partituras. Una trompeta del siglo xvii, por ejemplo, era incapaz de ser tocada suavemente –era más o menos un caso de «encendido» y «apagado»– mientras que un par de virginales del siglo xvii eran prácticamente inaudibles para alguien que estuviese a cinco o más metros de distancia. Los instrumentos de teclado eran bastante únicos, porque tenían disposiciones suaves y ruidosas, pero no había manera de desplazarse de forma gradual entre las dos. Podías saltar de un sonido ruidoso sobre un teclado de órgano (o «manual») a un sonido más suave sobre otro manual –para crear la impresión de un eco, por ejemplo–, pero era virtualmente imposible hacer eso gradualmente. Lo que los compositores podían imponer, en lugar del incremento gradual, eran contrastes más abruptos de ruido y suavidad, como la yuxtaposición de luz y sombra, o chiaroscuro, en la pintura. «Suites para conjuntos musicales».
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Lo que Corelli hizo fue crear una versión musical del chiaroscuro, al contrastar una orquesta de gran sonido a base de instrumentos de cuerda con un grupo pequeño, cambiando entre la grande y el pequeño a lo largo de la pieza. El conjunto mayor se llamaba concerto grosso (y a veces ripieno, italiano para «relleno») y el grupo más pequeño era el concertino (pequeño conjunto instrumental). Interpretarían frases en sucesión, una después de la otra, tres intérpretes alternándose con, digamos, veinte. Las piezas en las que Corelli desarrolló esta técnica de luz y sombra llegó a ser conocida por el nombre del grupo mayor, concerto grosso, y posteriormente por el término genérico concerto. El concerto grosso típico de Corelli se dividía en tres secciones de velocidades distintas –lento-rápido-lento o rápido-lento-rápido–, según la moda de las suites o setts de los conjuntos instrumentales más antiguos. Sin sentir fatiga por su radicalización, tanto de la textura musical como de la técnica, Corelli añadió otra floritura a su obra: una clave musical llamada bajo cifrado, o bajo continuo, heredado de Monteverdi y universalmente adoptada después de él. Aunque estaba prevista meramente como una herramienta para ahorrar tiempo, su utilización comenzó a cambiar la manera en que los compositores e intérpretes de teclado manipulaban los acordes y, de pasada, cambiando el sonido de la armonía. Sería como si la escritura abreviada de los mensajes de móviles fuera a moldear la manera en que se utiliza el lenguaje en los libros. El bajo continuo permitía a los compositores escribir un mínimo de información sobre sus partituras, suponiendo que sus intérpretes ya supiesen lo que sus anotaciones significaban, y garabatear sus composiciones mucho más rápida y sucintamente que nunca. Los copistas de música, los impresores y grabadores tenían mucho menos que inscribir en cada página, por otro lado muy cara, y, como gratificación añadida, daba a los intérpretes bastante libertad artística para hacer un poco de improvisación sobre la marcha.
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En este ejemplo de diez notas de Corelli, todo lo que el o la intérprete de teclado tiene frente a él o ella son las notas de la parte del bajo, que toma prestadas del intérprete de chelo, y esos números añadidos sobre ella. Eso es todo. Y sin embargo, esta escritura abreviada se traduce en una descripción completa de la parte para teclado, para ambas manos y totalmente armonizada, esto es, con los acordes correspondientes para cada nota. Cuando yo, el intérprete de teclado, leo la primera nota, sol, sé que de mí se espera que interprete el acorde directo de sol: las notas sol-si-re. Sin embargo, si la nota sol hubiese tenido un «6» escrito sobre ella, debería cambiar la nota superior, re (conocida como la quinta nota debido a la distancia entre ella y nuestro punto de partida, sol), un paso por encima de la escala del teclado por la llamada sexta nota: mi. Así, ahora interpretaría un acorde ligeramente distinto: sol-si-mi en lugar de sol-si-re. La tercera y cuarta notas tienen dos números sobre ellas: «76». Esto significa que sobre cada una reemplazaría la quinta nota, primero por una séptima y luego por una sexta, creando dos acordes distintos, uno después del otro. En el siguiente compás, la figura «7» se acompaña de lo que durante siglos se ha conocido en la música como el signo «sostenido». Esto me dice que, de los dos acordes posibles permitidos sobre esta nota, si –si mayor y si menor–, debería elegir el sostenido (si mayor) en lugar del que no lo es. (Aquí, «#» aclara cualquier ambigüedad entre los dos: se introduce el símbolo cuando no está claro de qué acorde se trata, según la clave de la pieza.) Este sistema de figuras, que prevaleció hasta la música de Haydn y Mozart, a finales del siglo xviii, cuando los compositores comenzaron a escribir las notas exactas que querían que se interpretasen, permitía a los compositores dar a los intérpretes una secuencia de acordes, a partir de cientos de combinaciones posibles, en una rápida sucesión. Cómo decidían los intérpretes tocar esos acordes podía cambiar de actuación en actuación; se trata de un sistema que permite una cierta libertad, similar al del jazz en ese respecto. Ciertamente, el bajo figurado era un estilo que todo músico preparado en Europa y en el colonizado Nuevo Mundo comprendía e imitaba, más bien como todo guitarrista de hoy en día sabe lo que se quiere decir con «si 7» o «blues en mi». Si modelas tu música alrededor de la parte del bajo con una serie determinada de acordes, esto tiene un considerable efecto colateral 102
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en términos del sonido que creas, y el advenimiento del bajo figurado significó un cambio significativo –y claramente audible, incluso en las obras más antiguas de Corelli– con el pasado. La progresión de un acorde a otro se hizo de forma más deliberada y los acordes comenzaron a adquirir vida propia. Puesto que situar un acorde después de otro al azar no resulta muy atractivo en ninguna forma musical, los compositores ahora necesitaban llegar a ser mucho más conscientes de cómo hilvanar acordes de una manera que no fuera ni aleatoria ni fea. La solución fue la progresión armónica. Ya hemos contemplado al compositor del siglo xv Josquin des Prez comenzar a aprovechar la idea de un «acorde básico», o cadencia, en su elección de los acordes, y que este «acorde básico» podía irse desplazando en una obra, dentro de lo razonable, para proporcionar variación y movimiento. Pero mientras Josquin vivía en un tiempo en el que muy pocos acordes se consideraban adecuados y aceptables, las armonías permitidas habían aumentado considerablemente para nuestros compositores del siglo xvii. Las directrices de Vincenzo Galilei sobre la utilización de la disonancia, Discorso intorno all’uso delle dissonanze (1588-1591) habían introducido combinaciones de notas que habrían sonado ofensivas y molestas para Josquin y, sin embargo, incluso a Galilei se le consideró pasado de moda en menos de veinte años. Los acordes en los madrigales de Monteverdi, asimismo, impactaron a los oyentes de su tiempo, pero sus experimentos con la armonía mostraron cuán gratificante y expresiva podía ser la combinación de acordes. Sus sucesores ampliaron las fronteras de la armonía todavía más lejos, al revelar la existencia de poderosas fuerzas de atracción entre acordes, y fue experimentando con la yuxtaposición de ciertos acordes como descubrieron la progresión armónica. Podría ser definida perfectamente como «atracción musical», y constituye uno de los logros más gratificantes de toda la música. Las notas musicales, como hemos visto, están agrupadas en familias llamada «claves». En estas familias, ciertas notas tienen más prominencia que otras, una jerarquía a la que se llegó a partir de las propiedades naturales de los sonidos en todos los materiales resonantes. En los siglos xvi y xvii, los compositores se dieron cuenta cada vez más de que los acordes también poseían una jerarquía: ciertos acordes ejercen una influencia sobre otros acordes. Si, por ejemplo, estamos en la clave de sol, el acorde de sol –la triada sol103
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si-re– es «el acorde básico». El acorde de si menor (si-re-fa#) es un pariente cercano de sol, porque comparte dos de las notas de sol mayor; tiene dos tercios de su ADN, por decirlo así. Como vimos en el uso que hace Palestrina de unos acordes estrechamente relacionados para crear un sonido reconfortante, etéreo, y el uso travieso de unos acordes que mantienen una relación más distanciada con la intención de intrigar o sorprender el oído, estas relaciones entre acordes podrían convertirse en elementos básicos de cualquier composición. Los compositores descubrieron que algunos acordes eran atraídos magnéticamente por otros: añadir un fa a la tríada de sol mayor, sol-si-re, parecía hacerla necesitar la compañía de la tríada en do mayor, por ejemplo, de lo cual hablaré en breve. Otros cambiaron el carácter de la tríada añadiendo simultáneamente una inesperada nota en la línea del bajo. Además de una deriva general hacia combinaciones de notas más atrevidas que antes, los compositores del siglo xvii ahora tenían el bajo figurado a su disposición y esto los animó a experimentar con las raíces de los acordes. La raíz de la tríada en sol mayor, sol-si-re, es sol, porque yace en el fondo, pero si añades el bajo tocando una nota mi grave, por ejemplo, la raíz del acorde se desplaza hacia el mi y el acorde cambia su sonido. Todas las tríadas se transforman de alguna manera si la raíz en la parte del bajo no es la misma que la nota básica de la tríada. Esta estrategia, aparentemente simple, aumentó enormemente las tonalidades de los acordes disponibles, y comenzaron a construirse secuencias de acordes cuya posición fue dictada por la atracción ejercida sobre ellos por el comportamiento de la nota básica en la parte del bajo. Estas secuencias, una vez descubiertas, se convirtieron en el pan y la sal de la música de finales del siglo xvii y principios del xviii y todavía se utilizan hoy en día en la composición de canciones populares, particularmente por compositores de canciones que tocan el bajo, como Paul McCartney o Sting. Como la secuencia de notas que se repiten a lo largo del «Canon» de Pachelbel, estas secuencias estaban dirigidas desde la parte del bajo, dando a la música un impulso hacia delante, de ahí el nombre «progresión armónica». Los compositores se hicieron tan apasionados de ciertas progresiones de acordes en el siglo xvii y a principios del xviii que era posible incluso para ellos crear la impresión de determinados acordes cuando solo había un instrumento solista tocando una melodía y sin 104
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aparente «acompañamiento». Lo que podría ser descrito como una armonía «virtual» o «invisible» se conseguía tocando arriba y abajo las notas constituyentes del acorde, por ejemplo en un solo de violín, para que de esa manera los oyentes construyeran los acordes mentalmente. Era un tipo de trampantojo auditivo. Un brillante ejemplo de esto ocurre como epílogo del ciclo devocional de dieciséis sonatas de Heinrich Biber, conocido como las sonatas «del Rosario» o «del Misterio», compuestas en 1676. Cada sonata representa un aspecto de la vida de la Virgen María o de Cristo –la Anunciación, la Natividad, la Crucifixión y demás– y finaliza con una pieza para violín solo, llamada simplemente «El ángel de la guarda». Aunque hay algunos momentos en esta sonata en los que el intérprete toca dos notas simultáneamente, al arrastrar el arco sobre más de una cuerda a la vez, básicamente solo oímos una nota. Nuestros oídos, sin embargo, creen haber oído acordes completos, un acompañamiento entero, a partir de este solitario instrumento. Es en parte un truco y en parte el condicionamiento de nuestros oídos: gracias al vasto catálogo musical que ha utilizado estas mismas secuencias de acordes una y otra vez desde el siglo xvii, completamos la secuencia mentalmente sin que esta haya sido expresada con todas las letras. «El ángel de la guarda» de Biber es una pieza especialmente interesante porque está construida en un formato conocido como passacaglia, que dividió a la opinión moral en el siglo xvii pero continúa influyendo la música de hoy en día4. La estructura del Passacaglia consiste en una secuencia breve de cuatro u ocho acordes repetidos muchas veces, que actúan como trampolín de una serie de exploraciones o improvisaciones melódicas. Es un formato que podría describir a una buena parte del jazz del siglo xx, aunque el término pasacaglia ha sido raramente utilizado, si es que lo ha sido, en este contexto. Se deriva del prototipo español «pasacalle» –otro ejemplo de un término italiano de moda que se adopta universalmente– que, unido al hecho de que tiene una parte de bajo que se repite, parece indicar que el origen de la forma estaba en la danza. Ciertamente, el pasacaglia se conocía también por el nombre chaconne durante el siglo xvii, y ciertamente esta era una forma de danza a la que se refieren los escritores españoles Miguel de Cervantes y Lope de Vega 4 El opus 1 de Anton Webern (1883-1945) se titula así, «Pasacaglia», una obra para orquesta.
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como danza popular entre los sirvientes, los esclavos y los indios americanos de la Nueva España colonial. El término chaconne puede venir del sonido de las castañuelas mexicanas5 utilizadas para acompañar la danza. La danza chaconne arrasó en Europa a principio de la década de los sesenta del siglo xvii, con una popularidad que rozaba la locura. Fue considerada tan sensual e irresistible que algunos suponían que solo pudo haber sido puesta sobre la tierra por el diablo mismo, para tentar a la gente a comportarse de forma libidinosa. Pero a lo largo del siglo xvii, la chaconne perdió su malvada reputación y se convirtió en una danza de la corte, y su repetitivo patrón musical asociado cada vez más con solo una secuencia de acordes (sobre la línea del bajo descendente, por ejemplo sol-fa-mi♭-re). En la época en que Heinrich Biber incorporó la chaconne en sus piezas devocionales sacras, en 1676, nadie recordaba su supuesto origen satánico, pero sí recordaban la secuencia de acordes, que es lo que permitió a Biber que le bastara con insinuarla para que el oyente escuchase la textura de los acordes en su totalidad. Al final, los elementos de danza de la chaconne fueron abandonados del todo y solo la secuencia de acordes permaneció en la música de todos los estilos y ritmos. La secuencia ha sido una de las más persistentes de la historia de la música, siendo su forma fielmente reproducida, por ejemplo, por el coro de «Set Fire to the Rain» (2011), de Adele. Aunque las sonatas del Rosario/Misterio no se publicaron en vida de Biber, parece impensable que J. S. Bach no las conociera cuando compuso su propio conjunto de sonatas, partitas y suites para violín y para violonchelo, solo cuarenta años más tarde, consiguiendo exactamente la misma «ilusión» auditiva con acordes «silenciosos». También él tenía a la chaconne en alta estima, al componer como último movimiento de su Segunda partita para violín solo una Ciaccona que dura unos increíbles quince minutos, posiblemente escrita en memoria de su difunta primera esposa, Maria Barbara Bach. Es una de las indiscutibles obras maestras de toda la música para violín, que consta de unas impresionantes sesenta y cuatro variaciones continuas sobre un tema único, creando la impresión de toda una orquesta a partir de un único instrumento. 5 También llamadas «chaurares» (véase Felipe Pedrell, Diccionario técnico de la música, Valladolid, Editorial MAXTOR, 2009).
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A finales del siglo xvii y principios del xviii había una secuencia de acordes que los compositores amaban más que ninguna otra. Todos la usaban, virtualmente en todas las piezas, miles de veces en total. Todavía se utiliza hoy en día, aunque no tan obsesivamente como en aquellos días. Ya hemos sido testigos de cómo los compositores comenzaban a jugar con esta secuencia mientras tomaban conciencia de la «atracción musical», pero en el polvoriento mundo de la terminología musical tiene un nombre: Círculo de quintas.
El círculo, o ciclo, de quintas, funciona así: comienzas con una tríada sobre cualquier nota del teclado, digamos si, y construyes una secuencia de acordes bajando cinco teclas blancas a cada paso: si-mila-re-sol-do-fa-si y así sucesivamente. Cuando la secuencia comenzó a aparecer por vez primera, profusamente, a finales del siglo xvii, la norma era pasar sucesivamente por ciclos de solo tres o cuatro acordes, en lugar de la posible cadena de doce. La secuencia funciona al explotar una debilidad en el primero de dos acordes. Si tocas una tríada, por ejemplo de sol, que consta de las notas sol-si-re, puedes 107
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trastocarla añadiéndole la «séptima» nota, en este caso fa: sol-si-re-fa. Ahora esta tríada de sol anhela juntarse con el acorde que está una quinta por debajo de él, do. Añadir una séptima a do le hará desear juntarse a fa, y así. Pueden encontrar estos círculos virtuosos de tres y cuatro (y muy ocasionalmente cinco) acordes por toda la música de Corelli, Vivaldi, Bach y Haendel. Lo que se encuentra en su obra una y otra vez es un disfrute de las alegrías de los acordes por sí mismos, la deliciosa transición de uno a otro y sus efectos. Algunas veces se libraban totalmente de la melodía y simplemente hacían que se fuera desplegando la secuencia de acordes, como Vivaldi en la sección inicial Adagio e spicatto del segundo concierto en su colección, etiquetada sin ninguna vergüenza, L’estro armonico (La inspiración de la armonía). Lo que quizá le sorprenda es que la docena de secuencias amadas por los compositores alrededor de 1700, incluido el círculo de quintas, es todavía la docena de secuencias armónicas más importante utilizadas por compositores de todos los estilos hoy en día; la secuencia de acordes compartida por «Música para la cuerda de sol» de Bach y «Whiter Shade of Pale», de Procul Harum, es solo uno de innumerables ejemplos. Puedo garantizarle que no hay una secuencia de acordes ahí fuera, por nuevo que parezca su sonido, o por joven e innovador que sea su creador, que no haya sido explotada muchas, muchas veces con anterioridad. Juguetear con la atracción musical tiene un efecto que nadie esperaba del todo. Desde la época de Josquin des Prez, la creciente confianza en la armonía de los acordes, en la localización de un acorde básico en la música y en la explotación de las reacciones químicas entre acordes diferentes y diferentes «acordes básicos», había estado socavando gradualmente el sistema más antiguo, medieval, de familias de notas, los modos, que eran sobre todo formas de organizar melodías en lugar de acordes. A finales del siglo xvii, los modos finalmente cedieron el paso a sus sucesoras: las claves. Mientras que los modos adoptados por la música folclórica y por los sistemas musicales de otras culturas, todos dominados por la melodía, disponían de una amplia gama de notas posibles –como una paleta de cincuenta colores–, los modos del canto llano establecidos por la Iglesia europea consistían en una dieta muy limitada de notas disponibles. Tenían una uniformidad y una pobreza que era como 108
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si nuestra paleta ahora tuviese menos de una docena de colores. Las limitaciones tanto de los modos étnicos como de los eclesiásticos radicaban en que tenías que permanecer en el tono con el que habías comenzado durante toda la interpretación. Así que en el sistema del modo eclesiástico, si cantabas una melodía en, digamos, el modo eolio, tus notas serían la-si-do-re-mi-fa-sol-la, todas las teclas blancas en el teclado de un piano o de un órgano. Te limitarías solo a esas teclas, lealmente, durante toda la pieza. Este era un mundo familiar, poco sofisticado, en el que no te marchabas, en medio de una canción, hacia otro «acorde básico» o modo, pero era también una medida pragmática, ya que los instrumentos medievales tenían un número limitado de notas y generalmente solo permitían tocar en uno o dos modos. La flauta más simple, de seis agujeros, tiene la misma limitación en la actualidad: para tocar melodías en una gama de modos distintos tienes que comprar diversas flautas de ese tipo y calibrar cada una de ellas en un modo diferente. Pero durante el siglo xvii los músicos, intrigados por la fruta prohibida puesta su alcance por las secuencias de acordes, buscaban, cada vez más, ser capaces de desplazarse de un modo a otro. Si, por ejemplo, sigues la lógica de la secuencia del círculo de quintas, te ves forzado a desplazarte en nuevos modos, te guste o no. De esta forma, los modos restrictivos fueron sustituidos gradualmente por el sistema de claves, más flexible, que permitía que un número mayor de notas estuviesen disponibles en cualquier momento. Esto ocurría porque, a través del mecanismo de la tercera menor y mayor que nos encontramos en la música de John Dunstaple a finales del siglo xv y principios del xvi, las claves incluían en su escala dual (o paleta) unas notas que, bajo el sistema de modos, habrían pertenecido a modos separados. Así, la clave de mi menor comprende nueve notas –mi, fa#, sol, la, si, do, do#, re, re# – y la clave de mi mayor añade una décima nota, sol#, en contraste con las modestas siete notas del modo frigio eclesiástico. Más aún, el solapamiento de notas que pertenecían a claves próximas facilitó el movimiento de una clave a otra. Mientras, estrictamente hablando, no es exacto decir que una versión menor de cualquier clave es triste y su versión mayor alegre, puesto que hay notables excepciones, la capacidad de cambiar de un modo a otro, instantáneamente y a voluntad, fue una gran ventaja del sistema de claves sobre los modos más antiguos. Los modos eran 109
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una cosa u otra, siendo el jónico y el lidio más soleados, como las modernas claves «mayores», y el dorio y el frigio más oscuros, como las modernas claves «menores», pero una clave podía cambiar de opinión sobre su carácter cuando quisiese. El sonido modal no desapareció completamente tras haber sido suplantado por las claves mayores y menores. Se quedó merodeando en los alrededores de la música culta, apareciendo de repente un momento en Chopin u otro en Debussy. Nunca desapareció de la música folk, así que cuando los compositores intentaban sonar rústicos, terrenales o nostálgicos de su tierra natal, podías esperar de ellos que se zambulleran de nuevo en el estanque modal en busca de inspiración. Pero a un compositor pionero como Corelli, con sus bien integrados conjuntos instrumentales de cuerdas y su radical estilo musical, el sonido modal le habría parecido, sospecho, más bien pasado de moda y como algo más propio de la música callejera. Su música, alegre y cómoda con la nueva paleta de claves mayores y menores, constituyó una puerta de salida para las extraordinarias posibilidades creativas que proporcionaba el nuevo sistema. La influencia de Corelli a la hora de crear el nuevo estilo de concierto a partir de los ingredientes musicales innovadores de su época es difícil de sobrestimar, no menos por el efecto que tuvo en un pelirrojo veneciano veinticinco años más joven que él: Antonio Vivaldi, cuyos concerti grossi L’estro armonico de 1711 le proclamaron inmediatamente como un genio de primer orden. (Su éxito también coincidió con el momento en el que la tipografía de signos móviles que se utilizaba en la música, sobre todo por los italianos, fue reemplazada por la técnica del grabado en plancha, más rápida y más precisa.) Comparado con la finura y el encanto de Corelli, Vivaldi introdujo un sentido del drama y del virtuosismo que quitó el aliento de sus contemporáneos. En efecto, estaba convirtiendo a sus violinistas y a sus violonchelistas en divos que rivalizaban con las estrellas de la ópera de la época, de las que sabía un par de cosas, puesto que afirmaba haber compuesto noventa y cuatro óperas, de las que solo sobreviven veinte. Se estima que Vivaldi compuso más de quinientos conciertos para una variedad de instrumentos, llevando la idea de Corelli de combinar un grupo grande y un grupo pequeño un paso más allá, al enfrentar un carismático violín solo a todo el conjunto instrumental. 110
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Este estilo de concierto solista nuevo y dinámico anunció su llegada a la escena musical en 1714, con un grupo de conciertos que Vivaldi desveló con orgullo como La Stravaganza (La Extravagancia), seguido en 1723 por una serie de piezas que iban a convertirse, con todo merecimiento, en algo completamente ubicuo durante el siglo xx. Los primeros cuatro conciertos, de doce, se llamaban Le quattro stagioni (Las cuatro estaciones), pero el título completo de la colección captura perfectamente el espíritu de la monumental contribución de Italia a la música del siglo xvii: Il cimento dell’armonía e dell’invenzione (La lucha entre la armonía y la invención). Las cuatro estaciones, además de demostrar las posibilidades de virtuosismo del violín solista, también exploraban la noción de que la música puramente instrumental podía ser pictórica o, al menos, descriptiva, en este caso de características no musicales del mundo natural. Vivaldi dio con efectos musicales para describir perros, mosquitos, una diversidad de pájaros, los cazadores y los cazados, paisajes invernales y primaverales, ríos, tormentas y una selección de personajes rústicos, todos ellos el resultado imaginativo de experimentar con las variadas técnicas de interpretación de violín lideradas por Corelli, Biber y ciertamente por el mismo Vivaldi a finales del siglo xvii. Así, las gotas de lluvia helada de invierno se evocan por medio de un pizzicato de notas agudas en el violín, el rechinar de dientes con las cuerdas agudas tocando notas repetidas ultrarápidas (tremolando) y así. Increíblemente, la popularidad de la que disfrutó Vivaldi durante su mediana edad no duró. Tras vivir la mayor parte de su vida en Venecia, se mudó a Viena pasados los sesenta años y murió allí solo y empobrecido. Durante los siguientes doscientos años, su prolífica obra quedaría silenciada, su carrera olvidada. O casi. El legado de Vivaldi sobrevivió en la influencia de alguna manera sorprendente que tuvo en otro compositor, muy diferente. Las innovaciones italianas de Vivaldi, pulidas hasta la perfección sensual en la carnavalesca ciudad de Venecia, viajaron hacia el norte a través de los Alpes y encontraron a un admirador en el noreste luterano de Alemania: Johann Sebastian Bach. Pero no fue solo Vivaldi el que, musicalmente hablando, emigró desde la desbordante Arcadia italiana hacia la lucidez espiritual del norte protestante. Este fenómeno es general cuando se trata de la música de principios del siglo xviii, y no hay demostración más clara de este proceso que en 111
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un asunto muy cercano al corazón de Bach: la invención de nuevos instrumentos de teclado. *** Lo que ahora llamamos simplemente «piano» fue inventado alrededor del 1700 por un fabricante de instrumentos y restaurador florentino llamado Bartolomeo Cristofori. El único gancho comercial del nuevo instrumento que lo distinguía de todos los clavicémbalos, clavicordios, espinetas y virginales que llegaron antes que él, era su aptitud para tocar «suave y fuerte»—o, en italiano, piano e il forte. Su principal predecesor, el clavicémbalo, punteaba sus cuerdas, como un arpa girada y metida en una caja, y el mecanismo solo permitía un punteo de fuerza uniforme, creando por tanto un sonido que tenía siempre un mismo volumen. No importaba lo fuerte que presionases las teclas, el sonido tenía el mismo poder. La única manera de hacer que un clavicémbalo sonara más alto era tener un doble (o triple) juego de cuerdas que fuesen tocadas simultáneamente, un mecanismo que, de nuevo, o sonaba o no sonaba. La única manera de que sonara más suave era poner fieltro en contacto con las cuerdas –de nuevo o sonaba o no sonaba– y no había forma de moverse gradualmente de un estado a otro. La invención de Cristofori, en lugar de puntear las cuerdas, las golpeaba con un suave martillo cubierto con una piel de ciervo. Lo importante era que cuanto más fuerte golpeases la tecla, más fuerte golpeaba el martillo la cuerda, lo cual permitía conseguir volúmenes de sonido diferentes para cada nota. El piano fue una revolución musical, pero a pesar de su ingeniosidad y novedad, no se puso de moda en Italia, cuya intensa relación con los instrumentos de cuerda –entre ellos el clavicémbalo– era solo superada por su pasión por la ópera. (El piano que, como el clavicémbalo, operaba por medio de una serie de cuerdas tensadas, fue desde el comienzo tratado como una nueva especie, un forastero para la familia de los instrumentos de cuerdas.) Fue necesario que Gottfried Silbermann, un amigo alemán de J.S. Bach, fabricante de órganos, se diera cuenta del potencial del piano y –con la ayuda y los consejos de Bach– comenzase a fabricar a mano los instrumentos. Ciertamente, durante muchas décadas se pensó, fuera de Italia, que Silbermann había sido el inventor del piano, tal fue el olvido en el que el esfuerzo de Cristofori había caído. 112
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Fue por la misma época cuando el pariente cercano del piano, el órgano, también consiguió dominar el arte del control del volumen gracias a unas llamadas correderas del registro, que son unas tablas deslizantes con agujeros que se accionan desde la consola mediante un pedal. Al sacar un registro, la corredera se desliza haciendo coincidir sus agujeros con los del tubo permitiendo el paso de más o menos aire y consiguiendo así que los sonidos sean progresivamente más ruidosos o más suaves. En 1711, se instaló un órgano en la iglesia de St Magnus-the-Martyr, en el puente de Londres, con un mecanismo como ese, considerado el primero de su clase. Aunque Bach tocó algunos de los pianos prototipo de Silbermann, nunca expresó un gran entusiasmo por ellos. Fue su hijo Johann Christian, que vivía en Londres, el que iba a ser el valedor del nuevo instrumento, unos treinta años más tarde, preparando el camino para que el joven Mozart y otros siguieran su liderazgo. Pero Bach père estuvo involucrado en una revolución del teclado que resultó ser tan importante para la historia de la música como la invención del piano. Podría ser la invención más importante de toda la música occidental. Como la fusión nuclear, no es fácil de explicar, pero tuvo un efecto enorme. Se llamaba Temperamento igual. Todo comenzó con un problema. El problema era que los compositores estaban superando no solo los viejos modos y las restricciones tradicionales, sino también el complicado sistema de afinado que permitía que los instrumentos se tocasen en diferentes claves. Ya era malo que muchos instrumentos fueran difíciles de tocar con otros instrumentos y que permanecieran «afinados», que era en parte porque no estaban diseñados para tocar al mismo tiempo en muchos modos, o claves, diferentes, y en parte porque los materiales de los que estaban hechos –tripa de animales, maderas blandas, metales ligeros– hacía que se desafinaran al menor cambio de las condiciones ambientales. (En los años setenta del siglo xx, cuando el movimiento para «rehacer» auténticas réplicas de instrumentos anteriores a 1800 estaba disfrutando de su primer apogeo, las orquestas descubrieron que era virtualmente imposible que estas réplicas, o ciertamente los pocos originales a los que se había vuelto a poner en servicio, permanecieran «afinadas» unas con otras durante más de unos minutos. Grabaciones de, digamos, Bach con estos instrumentos exigían cientos si no miles de correcciones, al empal113
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mar incontables fragmentos de numerosas «tomas» para simular el sonido de un conjunto instrumental melodioso.) Este problema de la afinación se juntó con el creciente dominio de los instrumentos de teclado en los siglos xvi y xvii. En un teclado « temperado igual» moderno puedo tocar con todas o con cualquiera de las doce familias de claves disponibles –esto es, versiones mayores y menores de todas las notas que están en nuestra octava occidental– para contento de mi corazón, y puedo cambiar de una a otra cuando quiera. Puedo tocar cualquier pieza en cualquier clave sin preocuparme de que el piano, o el órgano, suene desafinados cuando me desplace de clave en clave. Puedo también tocar otro instrumento que desee, por tanto tiempo como desee, dentro de lo razonable, sin sucumbir a la misma preocupación. Pero esto no ocurrió hasta que el creciente dominio de los instrumentos de teclado en los siglos xvi y xvii llevó finalmente a un avance revolucionario durante el xviii: la adopción del Temperamento igual en la música occidental. Para entender la importancia y el impacto de este avance –y ciertamente para entender lo que es el Temperamento igual– necesitamos darnos cuenta de lo que este sistema borró del mapa, que fue, ni más ni menos, que el sistema de afinación de la propia naturaleza. ¿Por qué los músicos del siglo xviii habrían querido zafarse de las leyes musicales de la naturaleza? Para ilustrar las leyes musicales de la naturaleza podemos utilizar un trozo de tubo. Si soplas por el extremo de este tubo puedes producir una nota musical. Esta es la tecnología que se halla detrás de cada flauta, silbato, shakuhachi o flauta dulce que se han tocado alguna vez en la historia de la humanidad. Obviamente, cada longitud de tubo solo permite tocar una nota principal, así que si quieres tocar una melodía de más de una nota, tendrás que cambiar la longitud de la columna de aire; una flauta de émbolo6 demuestra perfectamente que, si acortas gradualmente la longitud del aire en el tubo, el tono de tu nota se hace cada vez más agudo. Como vimos cuando nos encontramos por vez primera con la octava, si tu columna de aire es exactamente la mitad de la longitud del lugar desde el que empezaste, obtendrás una nota que tiene el mismo tono, solo que más agudo. Si te deslizas por la octava, desde abajo hacia arriba, con una flauta de émbolo, sin embargo, surgen También llamada flauta de pistón.
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todo tipo de notas entre las dos, y cada sistema musical del mundo ha subdividido la octava en partes precisas a lo largo de esa escala. Pero no todos los sistemas musicales del mundo optaron por el mismo sistema de subdivisiones. Buena parte de la música árabe y china tienen un número mayor, como resultado de lo cual suena con frecuencia exótica y «desafinada» a oídos occidentales. El sistema occidental, alrededor del 1600, tenía establecidas diecinueve subdivisiones entre una nota y su octava, y todos estos diecinueve tonos estaban determinados por proporciones naturales, matemáticas, entre una longitud de cuerda o de tubo y otra. Estas afinaciones se han denominado «pitagóricas», porque fue Pitágoras, el filósofo, matemático y físico de la antigua Grecia, el que resolvió las proporciones para crear notas en música (al dividir una cuerda tirante y pulsarla). Estas diecinueve subdivisiones eran fácilmente cantables o interpretables en instrumentos de cuerda, porque pueden conseguirse diferencias diminutas de tono al hacer que la voz se eleve poco a poco o al deslizar el dedo muy despacio hacia arriba o hacia abajo por el mástil del violín. Pero para los instrumentos de teclado, en los que los tonos de la escala están firmemente fijados, estas diecinueve subdivisiones eran una pesadilla. Había en oferta dos soluciones.
Una era construir teclados con las necesarias subdivisiones.
Esta es una imagen de un teclado de diecinueve notas por octava; nótese la naturaleza doble de las teclas negras y las pequeñas teclas negras adicionales entre los grupos mayores. Es terriblemente difícil de tocar, pero no tan demencial como el teclado de treinta y una teclas construido por un veneciano llamado Vito Trasuntino en 1606, que incluía teclas negras y blancas triples. Lo llamó «Clavemusicum Omnitonum» («Teclado musical de todos los tonos»). No se puso de moda. Más notas no significan una música mejor. 115
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En un intento por ofrecer a los intérpretes de teclado la mayor gama de notas por octava, Vito Trasuntino fabricó el «Clavemusicum Omnitonum», en 1606. Con treinta y una notas por octava, era absurdamente difícil de tocar y no cuajó.
La otra solución era reducir el número de divisiones, de diecinueve a doce, y apañárselas para camuflar los tonos que se perdían. Esto significaba, por ejemplo, que las dos notas distintas si♭y fa# se combinaban en una nota multiusos: una tecla las representaba a ambas. Pero esta no era la solución brillante que podía haber parecido, puesto que fa# y si♭ eran todavía –para los instrumentos de cuerda, para los cantantes y para algunos instrumentistas de metales– notas separadas, aunque a una corta distancia de separación. Si un teclado tocaba su si♭mientras el violín tocaba su fa#, se producía una disonancia desagradable, capaz de producir dolor de cabeza. Esta lucha, chirriante, sobre dónde debería caer el tono afectó a la mayoría de las notas de la escala, de una manera u otra. Era una mala situación. Todo lo que los afinadores de teclados podían hacer era decidirse por una o por otra y apretar las cuerdas de esta o aquella manera para que, por ejemplo, las familias de claves que utilizan los sosteni116
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dos (cuyo tono tiende a subir) –mi mayor, la mayor, si mayor– resultaran favorecidas mientras que las familias de claves que requieran los bemoles (cuyo tono tiende a caer) tendrían que ser evitadas. Lo cual explica por qué el desplazarse entre familias de claves que tienen bemoles hacia las que tienen sostenidos era peligroso y desagradable. Esto, sin duda, mantuvo los afinadores de teclados increíblemente ocupados en los siglos xvi y xvii: teclados de todo tipo tenían que afinarse cada día, o al menos antes de cada actuación, más o menos como las arpas o las guitarras en la actualidad, que deben todavía afinarse para cada actuación. Claramente, esto no era satisfactorio ni para los afinadores de teclados ni para los compositores, que estaban, en términos prácticos, limitados a ciertas claves. Y dudo que fuera muy divertido para el resto de los instrumentalistas, aunque normalmente no se verían limitados por semejantes restricciones. Pero ¿por qué importaba tanto que sol♭y la# continuaran siendo notas distintas en todas partes excepto en un teclado, o si# y do, o si♭y la? ¿Por qué los violinistas y los cantantes no podían olvidarse de que alguna vez habían existido y atenerse a las instrucciones? La razón es que las divisiones precisas de la octava en diecinueve pasos obedecen a proporciones matemáticas que ocurren en la naturaleza. Digamos que tu columna de aire, tu flauta de bambú, es de tal longitud y grosor que, cuando soplas por su boca, la nota producida es una si pura, de sonido perfecto. Al dividir la columna de aire por la proporción matemática exacta de 2:1 se producirá un si pequeño, es decir un si una octava más alta. Al dividir la columna de aire por la proporción matemática exacta de 3:2 se producirá un fa#. Estas relaciones y todas las demás basadas en unas proporciones matemáticamente simples son puras y «perfectas». Sin embargo, aunque solo la proporción de 3:2 se aplique a todas las notas en la escala –la, si, do, re, mi, fa, sol– y a partir de ahí a todas las notas de proporciones perfectas a las que ellas dan lugar –mi, fa#, sol, la, si, do, re–, y luego a las notas en la proporción «perfecta» de 3:2 que estas últimas generan –si, do#, re, mi, fa#, sol#, la–, al final terminas con demasiados sostenidos y demasiados bemoles que acomodar, y esto es antes de que nos preocupemos por todas las otras proporciones perfectas. El resultado de todo esto es que, generalmente, reducir el número de divisiones de diecinueve a doce, aunque esto obligara a omitir algunas de las notas producidas estric117
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tamente por la naturaleza, se consideraba en general un compromiso aceptable por razones prácticas. El siguiente acto de este drama presenta a los afinadores desplazando artificialmente el tono de algunas de las doce subdivisiones para que, en lugar de estar donde deberían según las leyes de la naturaleza, se desviaran hacia doce posiciones espaciadas de manera igual, esta vez hechas por el hombre, entre los dos extremos de la octava. Sería como volver a dividir los días, horas y minutos para que hubiera exactamente doce meses de exactamente treinta días en el calendario anual. Fue esta recalibración del tono la que se convirtió en el Temperamento igual, o afinación igual. Aunque otros habían intuido la posibilidad de dividir equitativamente las doce notas de la octava, los primeros cálculos precisos de un temperamento igual fueron realizados por Vincenzo Galilei en su Dialogo della musica antica et della moderna, de 1581, y por Zhu Zaiyu, un príncipe de la dinastía Ming, en Lüxue xinshuo (Nueva explicación de tonos musicales) en 1584. El porqué de la curiosa cercanía de estas dos fechas, dada la distancia geográfica entre Europa y China, es un misterio todavía por resolver, pero los cálculos de Galilei y de Zhu Zaiyu eran los mismos –uno los resolvió utilizando pedazos de cuerda para pulsar (Galilei) y el otro con treinta y seis flautas de bambú fabricadas especialmente (Zhu Zaiyu). Sus cálculos demostraron que cada cuerda, o cada flauta de bambú, tenía que tener un 98,38744% de la longitud de la anterior, en orden ascendente; el duodécimo peldaño tendría, así, exactamente el 50% de la longitud del primero. Tener la teoría, sin embargo, no lleva a su inmediata adopción como sistema de afinación, ya fuera en China o en Europa. En Occidente se necesitó otro siglo de experimentación y debate para que esta solución espaciada apropiadamente para doce notas, no para diecinueve, se impusiera como solución favorita. Gradualmente, durante el curso del siglo xvii, todos los instrumentos fueron convencidos a regañadientes para adaptarse a la división en las doce notas del teclado, y ser afinados antes de cada actuación según los tonos que mejor convenían al teclado. Aunque fue creado como un desafío a las leyes musicales de la naturaleza, el sistema nuevo normalizado proporcionó unos enormes beneficios, en particular al hacer compatibles las doce familias de claves. Del caos y la confusión surgió la octava espaciada de manera regular, un enorme cambio en la música occidental con el que hemos convivido desde entonces. 118
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Fue Johann Sebastian Bach el que presentó, alrededor de 1722, la más contundente evidencia de que un sistema de «las doce notas al completo» podría funcionar. Llamó a su sistema «El clave bien temperado», considerado para siempre como un hito en la historia por la composición de dos piezas, un preludio y una fuga, para cada una de las familias de claves recientemente adaptadas. Su primer preludio es ahora muy famoso7, y por cierto, hecho enteramente a partir de una secuencia de acordes, sin melodía, exactamente como Vivaldi, el héroe de Bach, lo habría compuesto. El clave bien temperado de Bach y el teclado totalmente igualado que se convirtió finalmente en el patrón no eran perfectos, pero eran soluciones prácticas a lo que hasta entonces habían sido unos problemas intratables. Es difícil exagerar la importancia de su llegada y su adopción como norma por todo el mundo industrializado. Como la adopción del Meridiano de Greenwich, que hizo que todo el mundo percibiese el mapamundi y su lugar en él de una nueva forma, para peor o para mejor, el Temperamento igual alteró la mentalidad de todas las personas que disfrutaban de la música. La población moderna del mundo ahora escucha toda la música a través del filtro –algunos dirían la imperfección– del Temperamento igual. Ciertamente, hoy en día tenemos una impresión distinta de lo que suena «afinado» o «desafinado» de la que tenían quienes vivieron durante, digamos, el siglo xvi. La sensación de orden después del caos a que dieron lugar los teclados «bien temperados» seguramente atrajo enormemente a Bach. Hay una lógica fundamental en todo lo que escribió que no era meramente el resultado de un rasgo de su personalidad –como el de las personas que deben tener sus libros ordenados alfabéticamente–, sino más bien un producto de su profunda fe luterana. Basta con comparar la atmósfera y la arquitectura de una iglesia italiana del período, o incluso del sur católico de Alemania, con el tipo de iglesia familiar a Bach en Sajonia, para darse cuenta de cuán profundamente esta diferencia de actitud podría haber afectado a cada nota que compuso. 7 Tanto que una interpretación de Glenn Gould de una transcripción para piano de este preludio viaja, junto con otras manifestaciones de la civilización humana, en el primer Voyager, para que hipotéticas civilizaciones de otros planetas las conozcan.
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La octava de doce notas, tal como la conocemos, se convirtió en una firme textura de la música occidental tras la publicación, en 1722, de los cuarenta y ocho preludios y fugas para El clave bien temperado, de J. S. Bach. El sistema –que desviaba la abundancia de notas que ocurrían de forma natural hacia doce tonos igualmente espaciados– no era de ninguna manera perfecto, pero restringía y tipificaba el concepto de «estar en el tono» y «estar fuera de tono» en todos los instrumentos musicales. 120
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El cristianismo luterano de Bach, a diferencia del catolicismo papal contra el que Galileo Galilei batalló, estaba muy cómodo con la investigación científica y la creciente educación de la gente; ciertamente, la fomentaban positivamente. Aunque él no podía haber reconocido el nombre, la fe de Bach forma parte del movimiento conocido como pietismo alemán, que llegó a su máximo esplendor durante su vida. El pietismo daba gran importancia a ayudar a que las congregaciones de fieles encontraran ellas mismas a Dios, a través del contacto personal y el conocimiento de las escrituras, a través de la humildad, de la no confrontación y de la piedad, a través de un comportamiento anclado en el trabajo y en la educación. Investigaciones posteriores –en particular la tesis de Robert K. Merton, de 1936, y su posterior libro de 1938 Science, Technology and Society in 17th-Century England 8– han ayudado a establecer el vínculo dinámico entre la revolución científica de los siglos xvii y xviii, por una parte, y el puritanismo anglicano y el pietismo luterano, por otra. Para nuestros propósitos, basta con mencionar que Bach, un músico original par excellence, estaba activamente involucrado en la búsqueda del Temperamento igual, el desarrollo del piano en Alemania y el diseño de las técnicas de fabricación de órganos de última generación, y sin embargo, nunca observó una contradicción entre los aspectos científicos y religiosos de su creación musical. Por el contrario, su pietismo abrazó la relación entre Dios y ciencia. Para pietistas luteranos como Bach, iluminar el Evangelio era primordial, como lo eran las metáforas de la luz y la transparencia. Las iglesias luteranas (y reformadas) fueron despojadas de elementos decorativos, de altares elaborados, de cualquier arte que pudiera resultar una distracción, de las estatuas de santos y de todo tipo de abalorios ornados, de las hojas de oro que se aplicaban a los muros de las iglesias católicas de la época, y que constituían un estilo al que nos referimos a veces como alto barroco o «rococó». De las congregaciones luteranas se esperaba que participaran activamente en el servicio, dando una gran importancia al canto de himnos por parte de la congregación. Mucho de lo que Bach escribió –incluyendo virtualmente sus más de trescientas cantatas y su vasta producción de música para órgano– se basa de una u otra manera en melodías hímnicas o «corales», como él las habría llamado. Su método era tejer un tapiz de Ciencia, tecnología y sociedad en la Inglaterra del siglo xvii.
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sonidos alrededor de un himno que se cantaba o interpretaba lentamente en el centro de la obra, como hace, con un efecto majestuoso, en «Jesús, alegría del anhelo del hombre», en el que lo que aparenta ser un tema armonioso para danza es transformado por la majestuosa progresión a través de él de un himno-coral alemán. Para Bach, el propósito9 de la música era glorificar a Dios, reflejar, interpretar y celebrar el significado y el misterio de las escrituras. Puesto que la reforma protestante había crecido a partir de un sentimiento de desilusión, a causa de la corrupción de la Iglesia de Roma, la importancia y la santidad de la ley, la integridad y la frugalidad eran esenciales para los luteranos, y la forma que tenía Bach de expresar estas exigencias en la música era a través de una técnica que ya hemos mencionado y de la que ha sido el maestro indiscutible de todos los tiempo: el contrapunto. El contrapunto, para Bach, era el conjunto definitivo de leyes de la música; obedecer estas leyes era para él algo hermoso, edificante y alentador. La forma de contrapunto bachiano por antonomasia era la fuga. Una fuga, que en italiano significa «vuelo», es una complicada forma de canon rítmico, como por ejemplo «London’s Burning», en el que, como en cualquier canon, la misma melodía es cantada por diferentes grupos en momentos diferentes, cada nueva entrada superponiéndose a las anteriores. Una fuga es una versión extremadamente inteligente y esencialmente más madura de la misma cosa. En una típica fuga de Bach, como la «Fuga alla Giga», la melodía a imitar sería más larga que las cuatro notas con las que comienza «London Burning». En la «Fuga alla Giga», a la primera parte (o «voz», aunque es tocada enteramente por un o una organista, con la ayuda de un extremadamente atlético pie) se unen otras tres, que también utilizan la misma melodía. Algunas de las entradas en la «Fuga alla Giga» están en nuevas claves –comienza en sol mayor, pero hay versiones en re mayor, si menor, en la mayor (brevemente) y también en mi mayor –y algunas están al revés: es decir, la melodía va hacia arriba en una versión y hacia abajo en la variante. Otro truco de la fuga es el movimiento «retrógrado», por medio del cual la melodía se toca al revés, al contrario de su versión tocada hacia delante. En algunas 9 Aquí Goodall hace, en mi opinión, un juego de palabras entre point y counterpoint, palabra que comienza el siguiente párrafo, que por el sentido de «punto» en español no me resulta posible conservar. El título de la novela de Aldous Huxley Point Counterpoint se traduce como Contrapunto. (N del T.)
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fugas, Bach introduce la variante a la mitad o al doble de la velocidad y a veces utiliza un número de estas técnicas al mismo tiempo en la misma fuga, en diferentes «voces». Verdaderamente, era un maestro de la forma contrapuntística. Como para subrayar esto, Bach compuso (pero no completó) una colección de fugas increiblemente complejas, Die Kunst der Fugue (El arte de la fuga) hacia el final de sus días. Las catorce fugas que completó comienzan todas con una melodía relativamente directa, pero luego exploran diferentes opciones y técnicas. En conjunto, es un vasto, milagroso puzle musical, nunca igualado desde entonces por ningún compositor. Bach podía superponer tres, cuatro, cinco o incluso seis partes simultáneas una encima de la otra, todas utilizando variantes del tema básico. Die Kunst der Fuge incluye técnicas como las fugas «en espejo»10, que invierten sus leyes de la primera mitad durante la segunda mitad de la pieza, y que pueden operar hasta en seis niveles distintos: la melodía original (a la que Bach llamaba rectus –«directa») tiene su variante a marcha atrás (inversus) superpuesta a la primera en la segunda mitad; el acorde básico de la melodía vuelve del revés la relación entre sus voces, para que cinco notas más agudas se conviertan en cinco notas más graves; los movimientos de claves11 también se cambian, para que una modulación (cambio de clave) en la primera mitad se desplace en la dirección opuesta en la segunda; el orden de la entrada de voces es vuelto del revés desde, digamos, bajo – tenor – contralto – soprano a soprano – contralto – tenor – bajo, las secuencias de acordes van en la dirección opuesta durante la segunda mitad; y, finalmente, las cadencias (acordes que conducen a un descanso) son acometidas desde direcciones opuestas en el espejo reflejado de la pieza. Construir un andamiaje musical tan complejo como estas fugas sería de por sí difícil de conseguir con su mapa entero desplegado frente al compositor sobre la página del manuscrito, como un crucigrama vacío a rellenar lenta y meticulosamente. El hecho sorprendente es que Bach podía improvisar fugas, sin más, en el teclado, y con frecuencia lo hacía. Hay una anécdota del Bach anciano, cuando fue llamado a comparecer ante la corte del joven rey Federico el Grande También se llaman «cancrizantes» o «(por movimiento) retrógradas». El otro significado de esta expresión es «movimientos principales». El inglés permite las dos lecturas en la misma expresión. 10 11
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de Prusia, un gran mecenas de las artes y músico instruido él mismo, para mostrar su habilidad en el contrapunto, por entonces considerado una habilidad pasada de moda y en su mayor parte redundante. El rey hizo que sus músicos, uno de los cuales era Carl Philipp Emmanuel, hijo de Bach, concibieran una melodía especialmente para la ocasión, una que ellos supiesen que sería prácticamente imposible convertir en una fuga sin crear horribles disonancias. Bach se sentó ante el teclado (uno de los flamantes pianos Silbermann de Federico) e improvisó, en el mismo momento, una fuga a tres voces para este tema aparentemente imposible. El rey, sus invitados (incluido el melómano embajador ruso) y sus músicos residentes se quedaron estupefactos. Pero no tan maravillados como cuando el rey recibió, unas pocas semanas más tarde, una fuga escrita, o ricercar, basada en el tema supuestamente imposible, esta vez en seis partes. El término italiano ricercar significa, apropiadamente, «buscar de nuevo», y Bach incluso tituló su Ofrenda musical (Das musikalische Opfer) con un acróstico: Regis Iussu Cantio Et Reliquia Canonica Arte Resoluta (Tema encargado por el rey, con añadidos, resuelto en el estilo canónico). Este ricercar en seis partes todavía es considerado, hasta el día de hoy, por músicos y compositores, la mayor, más complicada proeza del contrapunto de todos los tiempos. El interés de Bach por el contrapunto, sin embargo, no estaba en poner a los monarcas en su sitio, ni en resolver puzles y códigos por el placer de hacerlo. Creía que lo que estaba haciendo era la encarnación musical del plan maestro de Dios para la humanidad, un reconocimiento de la intrincada belleza matemática del orden natural, tal como el Altísimo lo había ordenado. El contrapunto era una manifestación en forma de música del pietismo luterano. En los logros más sobresalientes de su carrera –sus composiciones sagradas del juicio, crucifixión y resurrección de Jesús de Nazaret–, llevó hasta su máximo apogeo cada una de las herramientas musicales entonces disponibles, para ensalzar lo que para él era el misterio más profundo y poderoso de todos. Dos de estas épicas composiciones se conservan: la Pasión según San Juan (1724) y la Pasión según San Mateo (1729). La Pasión según San Mateo, una obra dividida en sesenta y ocho movimientos, para orquesta, coro y solistas, y que dura más de tres horas (probablemente cuatro horas en tiempos de Bach) es uno de los logros creativos supremos de toda la cultura europea. En su 124
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centro yace un elemento supremo: el himno-coral luterano, con sus melodías simples, fáciles de recordar por parte de la congregación, otro de los pilares centrales de la doctrina pietista. En momento álgido de su monumental coro de obertura, con dos coros adultos y una orquesta de tamaño doble tocando al máximo, Bach añade a esta estructura musical una melodía nueva, majestuosamente más lenta. Como un cuerpo de trompetas que anuncia la llegada de un gobernante glorioso, se trata de un coro infantil, cantando un coral, «O Lamm Gottes, unschuldig» («Oh cordero inocente de Dios»). Hay pocos momentos en toda la música más dramáticos, más inesperados y más emocionantes. Para Bach, este imponente momento de impacto y asombro musicales no consiste en hacer simplemente música; es una manifestación de la intervención divina. A pesar de todo ello, las Pasiones de Bach no dan la impresión de ser el comienzo de un nuevo movimiento. No fue un pionero, a pesar de su brillantez; ese manto cayó en sus hijos, Carl Philipp Emmanuel y Johann Christian, que abrieron nuevas vías y prepararon el camino para la generación de Mozart. Bach padre, por su parte, sintetizó todos los estilos musicales a su alrededor, a fin de crear sus enormes catedrales de sonido, desde la música de Lully y François Couperin en la corte de Luis XIV en Francia hasta los conciertos y oratorios italianos y la música eclesiástica de sus predecesores del norte de Alemania, como por ejemplo Heinrich Schütz y Dietrich Buxtehude. Los compositores en la vanguardia del cambio raramente son aquéllos cuya música perdura. La posteridad normalmente recompensa a quienes, como Bach o Haendel, pueden absorber y reempaquetar las corrientes y modas de su época, dando al collage resultante una voz original propia. Durante los primeros años después de su muerte, sin embargo, Bach fue un compositor olvidado al que no se interpretaba. Si hubiese escrito óperas en lugar de música eclesiástica, las cosas habrían sido seguramente distintas. Los compositores de ópera siempre han atraído una fama (o notoriedad) más inmediata que los compositores eclesiásticos. Afortunadamente para su gran contemporáneo Georg Friedrich Haendel, la ópera era lo que se le daba bien, para empezar, al menos. Bach y Haendel, los dos gigantes musicales del siglo xviii, nacieron solo a unos cien kilómetros de distancia y con cuatro semanas de dife125
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rencia y, sin embargo, nunca se encontraron. Aunque hay parecidos en sus lenguages, particularmente cuando se trataba de la música sacra, escogieron senderos para sus carreras muy diferentes que inevitablemente transformaron sus estilos. Bach permaneció firmemente vinculado, a lo largo de su vida, a la tradición luterana y a la región de Turingia-Sajonia en la que había crecido. Haendel fue el viajero paneuropeo más aventurero, que aprendió su oficio en Italia y que luego, entre los veinte y los treinta años, se instaló definitivamente en Inglaterra, donde iba a crear el gran conjunto de sus obras maestras. Su llegada a Londres en 1710 coincidió con la finalización de la catedral de San Pablo, diseñada por Christopher Wren, y con la invención del motor de vapor de Thomas Newcomen en Dartmouth, potentes augurios de la inminente condición de Gran Bretaña como potencia mundial. Que un talento recién llegado como Haendel se hubiese visto abocado a componer para eventos regios de gran pompa y prestigio ya es algo espectacular. Su oda de cumpleaños para la reina Ana, «Eternal Source of Light Divine» (1713), consigue sonar regia, etérea y grácil todo a la vez, mientras que el himno de coronación, completamente electrizante, «Zadok the Priest»12, catorce años más tarde, consiguió dar vida a la pompa de un superpoder en un golpe maestro, demostrando que Haendel se había adaptado al estilo coral local, ejemplificado por Henry Purcell, como si hubiese nacido, como Purcell, bajo la misma sombra de la Abadía de Westminster. La importancia de Haendel en la historia de la música radica en que fue el primer compositor al que podemos verdaderamente llamar internacional. Mientras que Bach, indudablemente, absorbió sabores de estilos italianos y franceses, continuó siendo un compositor inevitablemente alemán del norte, cuya música necesitaría un siglo para ser reintroducida con fuerza. (Por Mendelssohn, por cierto, que en 182913 dirigió y adaptó –a partir de una copia manuscrita– la primera representación de la Pasión según San Mateo de Bach desde la muerte del compositor, desencadenando una revalorización generalizada de su música.) Asimismo, su formidable contemporáneo francés Jean-Philippe Rameau, a causa de su comprensión de la 12 Un fragmento de esta obra se utiliza actualmente como sintonía de los partidos de fútbol de la Liga de Campeones. Es también conocida como «Coronation Anthem No 1, for chorus and orchestra, HWV 258». 13 A los veinte años.
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ópera italiana, se labró una reputación a partir de su determinación en poner la ópera y la pedagogía musical francesas en el mapa, lo cual hizo con gran talento. En Inglaterra, la carrera trágicamente corta de Henry Purcell (1659-1695) fue –aunque brillante– el relato de un éxito local, permaneciendo así hasta el siglo xx. Por Italia, los compositores que seguían a Vivaldi se habían fijado en el lucrativo pero poco innovador negocio de la ópera, tanto en casa como en el extranjero. Haendel, sin embargo, no solo representó una amalgama musical de estilos europeos durante su vida; también transmitió a la siguiente generación de compositores un lenguage universal, admirado y sobre el que construyeron su propia obra. Así, Mozart, un austríaco que escribía, en su mayoría, música de sabor italiano, se consideró a sí mismo como sucesor de Haendel, un alemán formado en Italia que se estableció en Inglaterra. Hasta hoy, la música de Haendel es apreciada con una devoción sin reservas por todos los músicos occidentales, como perteneciendo no a la historia musical de una sola nación, sino a la de todas. Tuvo dos razones para instalarse en el recientemente unificado reino de Gran Bretaña. Una fue la de promover su marca de óperas de estilo italiano en la escena londinense, lo cual hizo con considerable éxito, al menos inicialmente; y la otra fue porque se convirtió en compositor residente de su anterior patrón, Jorge, príncipe elector de Hannover, que accedió al trono británico como Jorge I en 1714. Aunque nunca se le otorgó ningún título oficial, Haendel contribuyó con grandes himnos y suites orquestales a los Jorges de Hannover, desde la Water Music hasta la Music for the Royal Fireworks, durante el resto de su vida. Haendel compuso treinta y nueve óperas para la escena londinense entre 1711 y 1741, sacando partido de una pasión por la ópera italiana, en toda Europa, entre la nobleza y clases mercantiles más ricas, que arrasó durante los siglos xvii y xviii. La forma que Monteverdi había ayudado a nacer a principios del siglo xvii se había consolidado gracias a su discípulo Cavalli, a Vivaldi y a otros, que tomaron relatos de las leyendas clásicas y de la historia antigua y los manipularon para proporcionar tantas oportunidades como fuera posible para las arias solistas, con grandes melodías pensadas para las divas del momento. No se puede describir este estilo, apodado bel canto («canto bello») como un drama que te mantuviera en vilo, incluso si con frecuencia era trágico, emocionalmente cargado y lleno de pasión. Pero un aria como «Lascia 127
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ch’io pianga», de Rinaldo, podía dejar al público ronco de tanto vitorearlo aunque no necesariamente emocionado, dependiendo de qué cantante rompecorazones estuviera interpretándola. Las mayores estrellas de la época, a las que se pagaba unos salarios escandalosos y a las que se trataba como a la realeza, eran los castrati. La práctica de castrar a niños para que pudieran seguir cantando como sopranos para el resto de su vida adulta fue promovida en el siglo xvi por el Vaticano, envidioso de los coros eclesiásticos protestantes que permitían que algunas mujeres cantaran partes muy agudas. A las mujeres se les prohibía cantar en las iglesias católicas, así que los competitivos cardenales decidieron, en su lugar, mutilar a niños. Se estima que, en la época de Haendel, alrededor de cuatro mil niños por año eran castrados en Italia, con la esperanza del estrellato en el canto –un procedimiento llevado a cabo sin ningún tipo de esterilización–, a los que con frecuencia se les administraba dosis de narcóticos que eran casi mortales o a los que se estrangulaba para restringir el flujo sanguíneo y dejarlos inconscientes. En el Londres de Haendel, la moda de los solistas castrati adultos duró poco, y la misma ópera de estilo italiano pronto tropezó con una dura competencia, en forma de los que hoy llamaríamos jukebox musicals14. The Beggar’s Opera de John Gay, de 1728, fue una de numerosas pseudoóperas satíricas en la que a las melodías populares y familiares, sesenta y nueve de ellas, incluidas un par de Haendel, se les puso una letra picante para satirizar las injusticias de la sociedad contemporánea. Era el equivalente en forma de teatro musical de los grabados satíricos de William Hogarth (que retrató a sus actores principales, da la casualidad), que tenían lugar en un mugriento inframundo del Soho, lleno de vagos y maleantes. Canciones como «How happy could I be with either» o «At the tree I shall suffer» eran probablemente conocidas para cada londinense de la época, sin tener absolutamente nada que ver con su condición social o riqueza. The Beggar’s Opera, de Gay, fue producida por el empresario teatral John Rich, así que el dicho por toda la ciudad era que la empresa había «alegrado a Rich y enriquecido a Gay»15.
14 Musicales de teatro o fílmicos que utilizan canciones populares previamente publicadas en bandas sonoras. 15 Juego de palabras con los apellidos Rich y Gay, que significan «rico» y «alegre»: «made Rich gay and Gay rich».
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Que en Londres el teatro tuviese un enorme ascendiente entre el público de clase baja es en sí mismo un hecho significativo. La gente había comenzado a pagar entradas y a disfrutar de interpretaciones en directo en Venecia, durante los años treinta del siglo xvii, pero en esa época solo un diminuto porcentaje de personas, los superricos, podía permitirse semejante salida nocturna. Cuando los primeros conciertos públicos con propósitos comerciales comenzaron a tener lugar en Londres, se procuró incluir a mercaderes y comerciantes, algo en lo que Inglaterra, en buena medida, tomó la delantera. Los primeros conciertos de pago conocidos fueron fueron a cargo del violinista John Banister, en Fleet Street en 1672, y la primera sala de conciertos del mundo construida expresamente para ello se levantó ocho años más tarde en York Buildings, Villiers Street, Londres. La sala de conciertos, construida expresamente para tal propósito, más antigua de Europa que se conserva es la Hollywell Music Room, en Oxford, de 1748. Para poner en contexto el adelanto de Inglaterra, fue más de un siglo antes de que la Viena loca por la música hubiese albergado los primeros conciertos públicos por los que había que pagar entrada. Al margen de la novedad de la asistencia a conciertos públicos, la creación musical en las Islas Británicas había adquirido un perfil más democrático desde la caída temporal de la monarquía durante la década de los cincuenta del siglo xvii, al final de la guerra civil. La publicación musical de mayor éxito de la época fue, de largo, el compendio de danzas The English Dancing Master (1651), de John Playford. La popularidad de la colección de danzas de Playford para instrumentistas de fídula y bailarines a lo largo y ancho de la Commonwealth de Oliver Cromwell radicaba en sus piezas breves, pegadizas, a los que cualquiera se podía unir, siendo la mayoría de los contenidos canciones y danzas folclóricas regionales reunidas en un volumen, primero, y luego en dos. Todavía se edita hoy en día. El surgimiento de una clase media –y una clase trabajadora creciente, asalariada, puesto que la industria en Londres se expandía– iba a tener un efecto mayor en el cambio de gustos musicales en Gran Bretaña que los caprichos de los mecenas aristocráticos. Las populistas óperas-baladas que llegaron en la estela de The Beggar’s Opera tuvieron un enorme impacto sobre la cultura británica –The Beggar’s Opera influyó indudablemente en A Harlot’s Progress, de Hogarth, por ejemplo– llegando incluso los públicos selectos de la ópera a preguntarse por qué las óperas a las que iban, a un precio enorme, 129
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The English Dancing Master, compendio de John Playford de canciones y danzas folclóricas regionales, fue la publicación musical de mayor éxito en la Commonwealth de Oliver Cromwell. Todavía está disponible hoy en día.
no estaban escritas en inglés, o por qué no se empleaban hombres y mujeres plenamente desarrollados para interpretar los papeles principales. (Una de las actrices más importantes de la época era Lavinia Fenton que, en el papel de Polly Peachum en The Beggar’s Opera, fue la protagonista de la canción «Our Polly is a sad slut». Fenton se convirtió en la mujer más deseada en Londres y, como consecuencia de ello, en duquesa de Bolton, así que apenas sorprende que los italianos castrados lo tuvieran difícil a la hora de atraer el mismo grado de atención pública.) Durante los años treinta del siglo xviii, en parte por la antiópera de John Gay, el éxito de Haendel con la ópera italiana pareció abandonarle; medio en bancarrota, abandonó la ópera en 1741, junto con la mayoría de los músicos británicos. Afortunadamente, tenía otro as en la manga. Además de prohibir a las mujeres cantar en las iglesias, las autoridades eclesiásticas en Roma, a principios del siglo xvii, habían emitido una prohibición contra la ópera. Durante algunos años, la proscripción fue total; durante otros fue solo durante Cuaresma. Era posi130
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ble que la ópera, pensaba el Vaticano, incitara un comportamiento inmoral. Así que los compositores romanos del siglo xvii, liderados por el sacerdote jesuita Giacomo Carissimi, habían urdido una forma de ópera que prescindía de los vestidos, las mujeres, los argumentos obscenos, la comedia, el escenario, la acción representada y extraía su contenido del venerado Viejo Testamento. Los intérpretes simplemente permanecían de pie y cantaban. Los oratorios de Carissimi, particularmente Jephta, que fue compuesto en algún momento de la década de los cuarenta del siglo xvii, atrajeron una gran fama entre los músicos europeos. Carissimi fue probablemente, en su época, el compositor más respetado de ese siglo y los grandes oratorios ingleses que Haendel creó cuando su éxito con la ópera italiana comenzó a declinar contrajeron una gran deuda con su estilo. Haendel incluso cita de Rorate Filii, Israel de Carissimi en su propio oratorio Samson, compuesto cien años más tarde. En no mucho tiempo, los oratorios de Haendel en inglés presentaron incluso a cantantes solistas nacidos en Inglaterra, colmando la aspiración de Colly Cibber, actor, dramaturgo y poeta laureado de aquella época, de «reconciliar la música con la lengua inglesa». Fue una decisión inspiradísima. El primer oratorio inglés de Haendel fue Esther, de 1732, interpretado en el King’s Theatre, en el Haymarket de Londres. El público inmediatamente se acostumbró a su nueva forma: hasta tal punto que completó apresuradamente otros dos en doce meses y las representaciones de los tres en el Sheldonian Theatre de Oxford, en 1633, dieron pie a que algunos estudiantes del lugar vendieran su mobiliario para poder permitirse las preciadas entradas de cinco chelines. La fama musical del Sheldonian Theatre (completado en 1668) puede atribuirse, en gran medida, a la temprana atención que las interpretaciones de Haendel le prestaron. Después de Esther, Haendel presentó veintiún oratorios más en Londres. Su emblemático The Messiah, sin embargo, fue estrenado en Dublín –entonces la segunda ciudad más grande de Gran Bretaña– en 1742. Iba a ser el más aplaudido por la posteridad, y con razón, aunque no fue el más aplaudido de su época; en este grupo hay al menos media docena de ellos que tuvieron una entusiasta acogida, incluyendo Saul, Solomon, Judas Maccabaeus, Theodora y el magnífico Israel in Egypt, que tiene la distinción de ser la pieza de música clásica grabada más antigua que se conserva, a partir de una 131
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interpretación en el Crystal Palace de Londres, en junio de 1888, en unos cilindros de parafina. Hay un número de razones por las que los relatos musicales de Haendel, en su mayoría del Viejo Testamento, tuvieron un encaje perfecto con el público de los cuarenta y los cincuenta del siglo xviii, que recibieron los oratorios con un arrobo inmediato y sostenido. La importancia de la aprobación del público es primordial para evaluar los oratorios de Haendel puesto que, a diferencia de Carissimi o, para ese propósito, de su contemporáneo Bach, que compuso para congregaciones que habrían asistido a la iglesia de todas formas, Haendel tenía que cortejar a su público: tenían que decidir ir al teatro y pagar por el privilegio de escuchar su obra. Primero, Haendel juntó, de una forma absolutamente accesible, todos los lenguajes musicales de los cincuenta años previos, con coros dramáticos y emotivos que evocaban las grandes ocasiones de Estado en Westminster Abbey, emocionantes y melodiosos solos tomados del estilo operístico y un fundamento orquestal basado en el estilo de concierto que él y Bach habían heredado de Vivaldi. Segundo, se trataba de relatos ricamente alegóricos, con gran cantidad de incidentes de gran impacto emocional, pero sin la actuación operística melodramática, exagerada, que incomodaba a los ingleses. Y tercero, tras el fracaso de las rebeliones jacobinas y la decisiva victoria del bando de los Hannover, protestantes, en la batalla de Culloden, en abril de 1746, la estabilidad comenzó a transformar el Reino Unido y su creciente riqueza y destreza militar se vieron celebrados en los coros patrióticos de Haendel, en el que Dios y el rey eran más o menos objetos intercambiables de alabanza. Cuando, en el famoso coro «Hallelujah», de The Messiah, el coro canta «and He shall reign for ever and ever»16, se celebra a dos reyes: uno en el cielo y el otro en St. James’s Palace. El inmigrante Haendel, ciudadano británico naturalizado desde 1727, demostró con más éxito que cualquier otro compositor de antes del siglo xix cómo la música podía convertirse en la voz colectiva de una nación. Puede que no haya compuesto «Rule Britannia!» –cosa que hizo el católico Thomas Arne en 1740, así como también la versión adoptada de «God Save the King» en 1745–, pero Haendel fue la plantilla que Arne siguió tras haber asistido, como parte de la rapsódica muchedumbre, a los oratorios de Oxford, en 1733. «Y Él reinará por siempre jamás».
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Mientras que la confianza de Gran Bretaña en sí misma no hacía más que crecer, su pueblo comenzó cada vez más a identificarse con el pueblo elegido de Dios, los israelitas del Viejo Testamento, de cuyo destino los británicos estaban más que felices de apropiarse. Los oratorios de Haendel, como Israel in Egypt, Saul, Samson y Solomon, ensalzaban las virtudes de la sabiduría, la fuerza y el buen hacer patricios, los hitos que se sentían latir en el corazón de la autoestima británica, mientras comenzaba a construir su enorme imperio. Como para subrayar el paralelismo, el Parlamento británico aprobó una ley de naturalización judía en 1753, que no iba a ser emulada en ningún otro país durante medio siglo. Los conciudadanos adoptivos de Haendel supieron reconocer y devolver su cumplido. Murió rico y famoso y fue objeto, pocos años después de su muerte, de la primera biografía en forma de libro de un músico. Hasta Elgar, Vaughan Williams y Parry en el siglo xx, ningún compositor se hizo acreedor de tanto respeto, orgullo o admiración entre los británicos. Ciertamente, cuando Josef Haydn llegó a Londres para una serie de conciertos en enero de 1791, se quedó asombrado por el enorme culto a Haendel, un culto al que sabiamente, en términos de relaciones públicas, decidió unirse. El prestigio internacional de Haendel no fue sobrepasado por ningún compositor británico hasta Lennon y McCartney, durante los años sesenta. (Sin embargo, es posible que el legado de Haendel tuviera un cierto doble filo, porque inconscientemente provocó una tendencia en la élite musical británica a creer que su Alemania nativa era, por naturaleza, un país mucho más musical, una tendencia que persiste hoy en día. En 1905, Edward Elgar, un ferviente admirador de la música alemana, describió la escena musical británica como «vulgar, mediocre, caótica e insípida». Más de un siglo más tarde, en enero de 2012, el director, nacido en Liverpool, de la Orquesta Filarmónica de Berlín, sir Simon Rattle, comentó en la inauguración del Festival de Semana Santa de Baden-Baden: «Nosotros los británicos tenemos todas las razones para ser modestos sobre nuestra música». Se escuchaba mejor, bromeó, «en dosis homeopáticas».) Los cien años de música desde 1650 a 1750, un período de invención febril y gran ingenio técnico, comenzó en Italia, halló su ímpetu en Francia y Alemania y alcanzó una cierta apoteosis en Gran Bretaña con los sublimes oratorios ingleses de Haendel, que, junto con las 133
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cantatas y pasiones de Bach, incorporaron a la música una dimensión profundamente moral. Ciertamente, sobre el telón de fondo del esfuerzo científico y la precisión mecánica había una emoción muy humana que enriquecía cada nota de las arias de Haendel en las óperas y los oratorios: la compasión. En su madurez, Haendel convirtió la respuesta a su arte en acción, llegando a ser uno de los patronos fundadores, junto con los artistas Hogarth, Reynolds y Gainsborough, del Foundling Hospital de Thomas Coram, en Londres. Sin ser estrictamente un orfanato, el Foundling Hospital era un lugar de refugio al que las madres pobres o desposeídas podían llevar a sus hijos para darles un techo y una educación. Considerado como la primera organización benéfica del mundo, continúa hoy en día como fundación, museo, santuario jardín y causa filantrópica. The Messiah de Haendel estaba tan vinculado a la empresa de Thomas Coram como lo estaba Peter Pan, de J. M. Barrie, con el Children’s Hospital de Great Ormond Street. Incluso en su primera representación en el desconocido espacio del «New Musick Hall in Fishamble Street», en Dublín, Haendel hizo que una porción de sus ganancias fuera a parar a tres organizaciones benéficas irlandesas, incluyendo la Charitable Musical Society for the Relief of Imprisoned Debtors17, que había construido la sala de seiscientos asientos para sus reuniones. Aunque The Messiah era una obra sacra, sus frecuentes interpretaciones realizadas en escenarios seculares y su relación con los muy reales problemas sociales de la época le otorgan con firmeza unos valores luterano-anglicanos de comunidad y pragmatismo; y revelan una actitud cambiante con respecto a la función y la recepción de la música. No existiría como obra en la forma que la conocemos hoy en día si no fuera por el compromiso y la aprobación de un público más amplio en la época de Haendel. Como las invenciones científicas que adquirían vida alrededor suyo, anunciando el comienzo de la Revolución Industrial, esta música estaba destinada, primariamente, a beneficiar e iluminar a todos. Uno de sus oratorios finales, Solomon, contiene hacia el final un aria para la reina de Saba, que se está despidiendo prolongadamente del rey Salomón, a quien nunca más verá, puesto que este regresa a Jerusalén. «Will the sun forget to streak?» no es un clamor histérico de tragedia operística, tampoco es un plañido de pena sentimentaloi Sociedad musical de caridad para la liberación de deudores encarcelados.
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de. Es la voz madura de la aceptación compungida. Mientras la escuchamos, es como si los siglos se hubieran derretido y nos dejaran con el mensaje simple, humano, de Haendel: el tiempo transcurre rápidamente, así que aprovecha cada momento de alegría con gratitud: Will the sun forget to streak Eastern skies with amber ray, When the dusky shades to break He unbars the gates of day? Then demand if Sheba’s queen E’er can banish from her thought All the splendor she has seen, All the knowledge thou hast taught?18
18 «¿Olvidará el sol manchar / Los cielos orientales con un rayo color ámbar, / Cuando para romper las sombras negruzcas / desatranque las puertas del día? / ¿Y luego preguntará si la reina de Saba / Podrá alguna vez alejar de sus pensamientos / Todo el esplendor que ha visto, / Todo el conocimiento que has enseñado?».
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As with rosy steps the morn Advancing, drives the shades of night, So from virtuous toil well-borne, Raise Thou our hopes of endless light1. (del oratorio Theodora, de Haendel y Morell) Los primeros dieciocho oratorios de Haendel en los teatros de Londres supusieron cada uno un lleno hasta la bandera. Luego, en 1750, estrenó una controvertida obra que fue un fracaso en taquilla. La pieza ofensiva era Theodora, la adaptación de un libreto de su amigo Thomas Morell, que a su vez estaba basado en un relato de Robert Boyle, el fundador de la química moderna, sobre la antigua mártir cristiana. Incluso antes del estreno, Haendel tuvo una premonición de que Theodora, con su final inflexiblemente trágico que involucraba a la princesa epónima, que elegía la virtud sobre la vida, podría incomodar a su público fiel, cuando dijo a Morell: «Los judíos no vendrán a verla porque es un relato cristiano; y las damas no vendrán porque es virtuosa». Pero la verdadera razón por la que Theodora, con su arrebatadora música y el nombre de Haendel sobre el título, se estrenó 1 «Como cuando con pasos rosáceos la mañana, / Al avanzar, conduce las sombras de la noche / Así desde un virtuoso esfuerzo bien transmitido / Eleva tú nuestras esperanzas de luz infinita.»
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Dos terremotos golpearon Londres en marzo de 1750 y convencieron a muchos londinenses de que el final estaba cerca. Esta litografía de la época satiriza a la aterrorizada alta burguesía que huyó de la ciudad, y que por tanto convirtió el nuevo oratorio de Haendel, Theodora, en un fracaso de taquilla.
ante un teatro casi vacío, en marzo de 1750, fue de lo más inesperada. Dos terremotos habían asolado Londres durante ese mes y los adinerados habían prestado atención a unos sermones de fuego y azufre, entre ellos los de Charles Wesley, que pregonaban que los terremotos eran un castigo de Dios por la maldad humana, y habían huido a sus propiedades en el más piadoso campo. (Un plan de huida mal concebido, al final: los temblores posteriores golpearon la región rural de Lincolnshire.) Aunque los temblores hirieron a algunos londinenses e hicieron que algunas piedras se desprendiesen de la parte alta del nuevo chapitel de Westminster Abbey, no fueron nada comparado con un terremoto, cinco años más tarde, a lo largo del litoral atlántico de Europa que realmente sí parecía, para algunos, anunciar el final de la civilización. Ciertamente, el cambio cultural que se avecinaba –incluyendo las nuevas corrientes musicales– estuvo precedido por la 138
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creencia ampliamente mantenida de que el mundo estaba al borde de la catástrofe. Como para confirmar los temores bíblicos de la gente, el terremoto y el tsunami que devastaron Lisboa en 1755 golpearon el 1 de noviembre: día de Todos los Santos. Lo que quedó en pie de la ciudad imperial tras los temblores fue arrasado a continuación por incendios devastadores. Se piensa que al menos sesenta mil personas perecieron. Escenas similares se desarrollaron a lo largo de las costas de Europa occidental y del norte de África, con los muros de la ciudad de Galway parcialmente borrados del mapa y una ola que alcanzó las islas Barbados. En toda Europa, profetas y sacerdotes lo describieron como la ira de Dios y el anticipo de un inminente fin del mundo. Voltaire compuso un poema sobre el desastre que tuvo un impacto cultural considerable, dando lugar a una avalancha de críticas y debates. Lo que quizá es más sobresaliente del «Poème sur le désastre de Lisbonne» es su desafío al concepto de, y a la fe en Dios, prevalente en los siglos xvii y xviii. Nada podía estar más lejos de la fuerza creativa omnipotente, benevolente de los oratorios de Haendel o de las cantatas y pasiones de Bach. Sin embargo, Haendel estaba todavía vivo, aunque por los pelos, y Bach había muerto solo cinco años antes. En un argumento dirigido directamente contra los jesuitas portugueses, como el inmensamente poderoso Gabriel Malagrida, que declaró inequívocamente que la catástrofe era fruto de la ira de Dios por el comportamiento inmoral de la población, Voltaire rechazó la existencia de un Dios compasivo y la noción de providencia, divina o de otro tipo, al preguntar qué pecado habían cometido los bebés para merecer semejante castigo. Quel crime, quelle faute ont commis ces enfants Sur le sein maternel écrasés et sanglants? 2 El gran cambio de actitud, del que Voltaire era la suprema referencia filosófica, coincidió con una rápida transformación de la música tras la muerte de Bach y Haendel. Dos de los hijos de Bach, Johann Christian en Londres y Carl Philipp Emmanuel en Berlín, fueron sus pioneros. Esta música estaba despojada de los múltiples 2 «¿Qué crimen, qué falta han cometido los niños / aplastados y ensangrentados en el seno materno?» (N. del T.)
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estratos y complejidades del contrapunto y diseñada para que imperara la claridad y el impacto sensual instantáneo. Pero no era solo un sonido nuevo lo que se empezó a escuchar en los años sesenta y setenta del siglo xviii, sino una nueva manera global de hacer música. La fe y la moralidad, consignas de la generación anterior, dieron paso al Principio del Placer. En lugar de intentar mejorar a sus oyentes, los músicos comenzaron a mimarlos. En política, ciencia, filosofía y literatura, este fue el período de la Ilustración. Para los compositores y los músicos, podía simplemente haberse llamado período del Disfrute. A lo largo de la historia de la música, los períodos en que domina la complicación y de innovación van seguidos de períodos de simplicidad y consolidación, que, con el tiempo, irán seguidos de una nueva complicación. Es algo que tiene que ver con la generación más joven que contradice los esfuerzos de sus mayores, la perenne dinámica progenitor-vástago de la civilización humana: «ante cualquier cosa que hicieran, haremos lo contrario». En lo que concernía a Bach père, Johann Sebastian, el propósito de la música era glorificar a Dios y reflexionar sobre los grandes misterios de la creación a través de un tipo de música de una seriedad inmutable. Lo que sus hijos y sus contemporáneos llevaron a cabo, en su lugar, fue una limpieza a fondo del estilo musical y lanzar un proyecto de celebración no de la seriedad, sino del ingenio; no de la inventiva, sino de la elegancia, no de la piedad, sino de la belleza. Los jóvenes hermanos Bach, sin embargo, no tenían el tipo de genio natural que se requería para llevar el liderazgo de un nuevo movimiento desde sus etapas rebeldes iniciales hasta convertirlo en la corriente principal. Eran músicos de músicos. Esta tarea pertenecería a un grupo de compositores cuyas vidas se solaparon y encontraron su música dentro de los muros de una gran ciudad: Viena. Eran Haydn, Mozart y Beethoven. Solo ocho semanas después del terremoto de Lisboa de 1755, como para proveer a Voltaire de un nuevo dios que reemplazase al viejo dios desacreditado, nació en Salzburgo un niño que se convertiría en una extraordinaria referencia para la nueva generación musical: Wolfgang Amadeus Mozart. El nuevo estilo musical ya estaba bien asentado en la época en que Mozart era un joven compositor, y él creció en una Europa que experimentaba un cambio profundo en las actitudes culturales. Pero lo que provocó esta nueva ola fue 140
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mucho más extraordinario que un rechazo de lo que había existido anteriormente. Durante los años treinta y cuarenta del siglo xviii, unos trabajos de construcción en Nápoles habían puesto al descubierto, por accidente, las ruinas enterradas de las ciudades romanas de Herculano y Pompeya, del siglo i, a la sombra del Monte Vesubio. En las décadas que siguieron, excavaciones exhaustivas revelaron a los crecientemente intrigados europeos cuán sofisticados –y, para su consternación, cuán descarados– habían sido sus ancestros. Las excavaciones en Pompeya y Herculano desencadenaron una gran reevaluación del mundo antiguo y casi una locura –entre los pudientes y educados de finales del siglo xviii– por todas las cosas conectadas con él. Las antiguas civilizaciones griega y romana se convirtieron en algo parecido a un ideal, al que la gente podía aspirar. En contraste con la estricta ética del trabajo y del servicio al bien común que había gobernado el pensamiento durante los cien años precedentes, los estratos sociales más privilegiados en ese momento captaron el mensaje de la sensualidad y del hedonismo del mundo antiguo y buscaron el placer sin culpa ni responsabilidad. La moda por la cultura antigua griega y romana resulta incómoda para la música, porque le proporciona la etiqueta más confusa y menos apropiada. En otros ámbitos humanísticos, las imitaciones de la arquitectura, el arte y la erudición de Grecia y Roma adquirieron los nombres de «clásicas» o «neoclásicas», pero el término es engañoso en música, porque los compositores del siglo xviii no tenían música del mundo antiguo o de la era «clásica» que imitar. Si le hubiesen dicho a Carl Philipp Emmanuel Bach o a Joseph Haydn que estaban trabajando según un estilo conscientemente clásico, inspirado por el período que va del 800 a.C. al 100 d.C., se habrían quedado perplejos. Eso es porque ellos se creían ultramodernos, la vanguardia, la sangre nueva. Pensaban que estaban barriendo la música mohosa y artificiosa de sus mayores, un estilo que ha sido llamado algunas veces, de forma igualmente inútil, «barroco»; inútil porque el estilo musical de Corelli, Vivaldi, Bach, y Haendel poco tenía que ver con la arquitectura, el arte o la literatura del Barroco. Sus ambiciones no eran un eco de las calles de Pompeya o de la poesía de Ovidio; iban en contra de lo que veían como un estilo pasado de moda, complicado, más bien adusto, que necesitaba ser sustituido por algo simple, claro, emocionalmente inequívoco, fácil para el oído y bien ordena141
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do. Consideraban la inteligencia de la música de sus antepasados, con sus fugas, su contrapunto entrelazado, su estratificación sobre estratificación de sonidos, demasiado académica y seca, más bien como ejercicios estudiantiles. Podríamos incluso rebautizar el nuevo estilo, tipificado por Bach hijo, como «minimalista», si no fuera por el hecho de que este término fue acuñado por el compositor inglés Michael Nyman para describir su música y la de algunos de sus colegas durante los años ochenta del siglo pasado. Carl Philipp Emmanuel Bach, que fue reverenciado por Haydn, Mozart y Beethoven, inventó su propia etiqueta para su nueva propuesta, el estilo Empfindsamer (‘sensible’), mientras que los musicólogos de la época dieron con la descripción de galante para el desplazamiento general hacia la simplicidad musical. Desafortunadamente, la música de finales del siglo xviii y principios del siglo xix acabó denominándose «clásica» en terminología musicológica, desde principios del siglo xx, una denominación defendida por los alemanes, que estaban entusiasmados de poder identificar al trío vienés Mozart/Haydn/Beethoven como los pilares de una Edad de Oro intocablemente perfecta y única, un panteón de Maestros Divinos dignos de las épocas clásicas griega y romana. (Para añadir más leña a la confusión, «clásica» ha llegado a referirse a toda la música, especialmente a la música antigua que no era «popular» a finales del siglo xx. La guinda del pastel de todo este embrollo terminológico es un subgénero de la música clásica conocido como «neoclásico», que describe la música de compositores de los años veinte y treinta que buscaron inspiración en los siglos xvii y xviii. Por esto prefiero llamar al período 1750-1850 «la edad de la elegancia y el sentimiento», porque eso al menos es lo que es.) *** Los compositores de la nueva ola de mediados del siglo xviii, llámeseles como se quiera, fueron incentivados por una nueva generación de mecenas amantes de las artes, como Federico el Grande de Prusia y por un creciente público asistente a conciertos. La sala de conciertos como lugar consagrado a ellos era todavía una novedad fuera de Inglaterra, pero los miembros más ricos de la burguesía eran con frecuencia invitados, para escuchar eventos musicales, a los grandes palacios de aristócratas y príncipes. Podían también comprar su entra142
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da a las salas de ópera, la mayoría de las cuales fueron, sin embargo, construidas, poseídas y controladas por mecenas ricos, principalmente para su propio placer y el de sus amigos y conocidos. Cuando, en la época de Haydn, Mozart y Beethoven, nos referimos a un concierto «público», no es en el sentido moderno de una convocatoria abierta a absolutamente todo el mundo por el precio de una entrada. Era un lujo para los relativamente pudientes, con frecuencia organizado en poco tiempo, de manera informal, tan «público» como podía serlo un baile en las Assembly Rooms de Bath3. Lo más cercano al concepto moderno de un concierto público era las diversiones al aire libre que se preparaban en los vastos Pleasure Gardens de Londres, en particular Ranelagh y Vauxhall, que se extendían competitivamente por grandes espacios en las riberas opuestas del río Támesis. Tanto
The Rotunda, en Ranelagh Pleasure Gardens, que tenía una capacidad de dos mil personas y acogió una actuación, con un lleno hasta la bandera, de un Mozart de nueve años, en 1765.
Ranelagh como Vauxhall tenían grandes estructuras permanentes para actuaciones, siendo Rotunda, en Ranelagh, objeto de un cuadro 3 La Cámara de Representantes de Bath, edificio histórico cuya construcción data de 1771.
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particularmente impactante de Canaletto en 1754. Once años más tarde, un Mozart de nueve años daría un recital en la abarrotado Rotunda, que tenía capacidad para dos mil espectadores. Los Pleasure Gardens ofrecían mucho más, además de música, para persuadir a sus enormes muchedumbres –comida, vino, ponche de aguardiente de caña, acróbatas, equilibristas, comefuegos, fuentes mecánicas, exhibiciones ecuestres, recreaciones de batallas, bailes de máscaras y claros frondosos donde se podía concertar citas secretas (o por las que se pagaba), y así, a diferencia de las Assembly Rooms de Bath, atraían a todas las clases de la sociedad. Un ensayo de Music for the Royal Fireworks4 de Haendel, en 1749, atrajo a un número estimado de doce mil espectadores (que pagaron dos chelines y cincuenta centavos cada uno, 17,50 libras esterlinas de hoy en día) y creó un embotellamiento de carruajes a lo largo del recientemente construido puente de Westminster, que paralizó el centro de Londres durante tres horas. Johann Christian Bach compuso canciones para cada temporada de Vauxhall durante quince años, aunque incluso él debió de sentirse eclipsado por un caballero italiano llamado Rivolta, cuya novedad en los Gardens incluía su interpretación de ocho instrumentos musicales a la vez: flautas de pan5, un tamboril, una guitarra española, un triángulo, una armónica, un chinesco, unos címbalos y un bombo. Los compositores se adaptaron rápidamente a las nuevas condiciones, a los nuevos pagadores y a los nuevos gustos de la segunda mitad del siglo xviii. Mientras que Haendel –cuya estatua saludaba a los visitantes de los Vauxhall Gardens hasta que cerraron en 1839– se sentía capaz de someter a su público teatral de Londres a tres horas de parábolas religiosas y de instrucción espiritual edificante, como fue el caso con sus oratorios del Viejo Testamento, solo veinte años después esto habría estado completamente fuera de lugar. Con la esperanza de seducir al público, los compositores que le sucedieron abandonaron su riguroso moralismo y, cuando convino, a Dios. Este cambio de actitud y carácter se percibe en el estilo musical de la época, particularmente en la armonía que apoyaba la melodía.
Música para los fuegos artificiales. O siringas.
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Los compositores de la generación de J. S. Bach, además de disfrutar de la satisfactoria química generada por las secuencias de acordes, adoraban suspender notas sobre territorio ignoto, mezclar acordes impredeciblemente, jugar a los dados con la disonancia, gastar bromas auditivas al oyente. Utilizaban la armonía como un estrato adicional de sutileza y de efecto, incluso echando mano de discordancias para subrayar el significado de aquellos textos que transmitían el sufrimiento, la pérdida o la angustia. Por el contrario, el dolor sugerido por la disonancia –la colisión de notas adyacentes– está casi por completo ausente de la música escrita entre 1750 y 1800. Y no solo eso; incluso compositores muy preparados decidieron que había realmente demasiados acordes disponibles y que necesitaban muchos menos para sus propósitos. La rica paleta de acordes de Bach y Haendel fue desmantelada para disponer solo de un puñado. Esto puede no resultar extraño a oídos modernos, después de todo, la disonancia está casi enteramente ausente de la música popular de los siglos xx y xxi, aunque haya una gran cantidad de ella en la música «clásica» del mismo período. Los oyentes modernos, en general, también buscan en la música el placer en lugar del dolor, e incluso los grupos de música punk más agresivos de los años setenta, mientras aullaban enfadados acompañados por guitarras deliberadamente distorsionadas, bajos y baterías, se adherían a una dieta básica de tres o cuatro acordes sin complicaciones y a una melodía que casaba con ellos armoniosamente. Las canciones de los Sex Pistols no son más discordantes que, digamos, «Lovely yet ungrateful swain», una canción de los Vauxhall Gardens de Johann Christian Bach. Ciertamente, tan refinada es la música de este período, la edad de la elegancia, que la música escrita para los anuncios modernos o para las bandas sonoras de películas y para televisión con frecuencia recuerda el estilo de Mozart y Haydn para comunicar sosiego, confort, clase y satisfacción. Stevie Wonder tomó prestado este mismo estilo majestuoso en su obra maestra de 1976 Songs in the Key of Life para evocar, satíricamente, el idilio de una vida encantadora, feliz, rural, mientras cantaba sobre la desesperación de las clases bajas afroamericanas en «Village Ghetto Land». Los compositores, desde mediados del siglo xviii hasta finales del mismo, se limitaron a una pequeña colección de acordes, en parte como reacción ante el estilo armónico de sus predecesores, pero 145
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también para subrayar la primacía de la melodía. Esta, sentían ellos, debía deslizarse libre de responsabilidades a lo largo del paisaje auditivo, sin que las complejidades de acordes que solían acechar tras ella distrajeran demasiado al oyente. Hay tres acordes en esta lista reducida que se utilizaron obsesivamente, porque eran los tres que más sacaban a relucir el sentido de «acorde básico» en el sonido, al reforzar el viaje típico de la melodía alejándose de esos acordes y volviendo a ellos una y otra vez. Vastas franjas de la música escrita en los sesenta años o así después de 1750 dependían servilmente de estos tres acordes maestros, los mismos tres, da la casualidad, que dominan el rock and roll y a sus varios descendientes del siglo xx. Al igual que los arquitectos de la época diseñaban edificios a partir de una misma colección limitada de motivos y formas, Haydn y sus contemporáneos diseñaban música a partir de un catálogo similarmente limitado. Los tres acordes en cuestión pueden ser expresados como los números I, IV y V, porque son las tríadas que pertenecen a las notas primera, cuarta y quinta de la escala mayor o menor. Así, en do mayor están las triadas de do, fa y sol. En sol mayor están las tríadas de sol, do y re, y así. Estos tres acordes para cada familia de claves pueden definirse como «tónicos», «subdominantes» y «dominantes», términos con cuya etimología no voy a extenderme porque están entre la mala terminología más confusa y peor concebida de toda la música. Basta con saber que aparecen una y otra vez a lo largo de los siglos. ¿Pero por qué? La razón es que, como vimos al referirnos a la «atracción musical» en el último capítulo, estos tres centros armónicos son los más poderosos por naturaleza. Son creados a partir de las proporciones más «naturales», incluso tomando en cuenta el parche distorsionador del Temperamento igual. Son los colores primarios de la música. Dos piezas de la época en cuestión –una de 1762 y la otra de 1808– demuestran la ubicuidad de los acordes I, IV y V. El primer fragmento es de una ópera, Orfeo ed Euridice, del compositor bávaro Christoph Gluck, un compositor al que se le reconoce el mérito de «reformar» la ópera, al insistir en una narración más natural, en un menor exhibicionismo por parte de los cantantes y una actuación más natural, mejoras todas en las que había caído tras ver al actor David Garrick en Londres. Gluck también fue profesor de música de la archiduquesa Maria Johanna, la futura María Antonieta, reina de Francia, una música entusiasta y capaz, y ya alrededor de la década 146
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de los cincuenta del siglo xviii estaba trabajando en Viena, donde tuvo lugar la primera representación de Orfeo ed Euridice. Orfeo tiene un interludio en forma de danza que más tarde dio en llamarse «La danza de los espíritus bienaventurados». Es una melodía encantadora, amable, que atrae precisamente por su simplicidad. Mirando su partitura podríamos dar, a cada uno de esos tres acordes dominantes, un código de colores: el acorde «básico» que comienza y concluye la pieza es el acorde I. (Estamos en clave de fa, así que es la tríada de fa.) Siempre que el acorde I sea la base de la armonía (y de la melodía) lo presento sombreado de gris claro en la partitura. El gris claro es bastante ubicuo, pero hay aún algunas zonas del mapa todavía no conquistadas por su imperio. Nuestro siguiente acorde importante es el acorde IV, que he marcado con una línea de puntos. Ahora ya no queda mucho territorio desocupado, pero todavía hay espacio para el acorde V, que he marcado con una línea gris.
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Así que entre ellos, nuestros tres acordes son todopoderosos. No queda casi nada para los acordes que no sean parte de este glorioso triunvirato. La predominancia de estos tres acordes no fue una novedad pasajera. Nuestra segunda pieza, la Quinta Sinfonía de Beethoven, completada e interpretada por vez primera en 1808, cerca de medio siglo después de la ópera Orfeo, de Gluck, suena más grandiosa en todos los sentidos, más ambiciosa y más dramática; sin embargo, vamos a ver hasta qué punto depende de esos tres acordes. La obertura del movimiento final de la sinfonía está enteramente armonizada por los acordes I, IV y V, y ciertamente el primer acorde que escuchamos que no es uno de esos tres está en el compás treinta y seis, aproximadamente cuarenta y ocho segundos después de comenzar la pieza. Para ser justos con Beethoven, que en otras partes estaba indagando en una paleta de acordes mucho mayor, hay que añadir que se veía obligado a limitarse a esos acordes simples si quería tener instrumentos de metal (cuernos, trombones, trompetas) y timbales (atabales), porque estos últimos solo eran capaces de tocar un número de notas muy limitado que pertenecían a los acordes «básicos». Por la época en que escribió su importante Novena Sinfonía, completada en 1824, la tecnología, en forma de pistones y válvulas, había llegado al rescate del metal proporcionándoles un menú mucho más repleto de notas y claves. Pero limitarse a un pequeño número de acordes, no quería decir que los compositores de la segunda mitad del siglo xviii escribieran música simple. Bajo la superficie de la música de Gluck, Haydn, Mozart y sus contemporáneos yace una infraestructura igualmente sofisticada que la geometría sagrada y el sentido de la proporción divina reverenciados por uno de los movimientos europeos de la época más influyentes: los francmasones. Ciertamente, resulta poco sorprendente que un gran número de compositores de finales del siglo xviii fueran francmasones: Christoph Gluck era miembro de la logia masónica parisina Saint-Jean d’Écosse du Contrat Social; Haydn de la logia Zur wahren Eintracht (Unidad o Concordia Verdadera), y Mozart se unió a la Zur Wohltätigkeit (Beneficencia) en 1784 y también asistía a reuniones de Zur wahren Eintracht. Otros notables músicos masónicos del siglo xviii fueron Federico el Grande de Prusia, Benjamin Franklin, Johann Hummel, Ignaz Pleyel y, en Inglaterra, Johann 148
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Christian Bach, Thomas Arne, William Boyce, Thomas Linley (tanto el padre como el hijo) y Samuel Wesley. Los compositores de la época eran tan aficionados al orden y a la forma como los arquitectos contemporáneos pero, al no tener manera de resucitar la música perdida del mundo antiguo, tuvieron que inventar sus propias formas de construir estructuras grandiosas, formales, para los cimientos de sus piezas. En lugar de componer, simplemente, melodías bellas con acompañamientos, las construían según una lógica subyacente: cada pieza que componían era construida con la ayuda de lo que podríamos denominar un mapa musical. Una ópera, naturalmente, podía seguir la ruta establecida por su relato. Una obra coral sacra podía navegar por los textos religiosos y el orden del servicio, tal como mandaba la Iglesia. (La misa católica y la luterana, por ejemplo, tenían un estricto orden de movimientos cuya duración y escala estaban dictadas por el progreso paso a paso hacia la comunión.) Una canción era sierva de su letra. En los dos siglos anteriores, la mayoría, si no toda, de la música instrumental estaba ora específicamente dedicada a la danza, ora tenía su origen en alguna forma de música para ser bailada, pero a medida que los compositores fueron otorgando una mayor ambición a la música instrumental –para que fuese escuchada sin bailar– necesitaban formas alternativas de determinar su estructura, tempo, duración o sus diferentes emociones. Las piezas instrumentales que carecían del propósito de la danza para que las guiara eran potencialmente informes y anárquicas, sin ningún tipo de mapa, y en una edad en que se propiciaba el orden y el decoro, donde las jerarquías de la sociedad se respetaban rígidamente –al menos hasta que estallaron algunas revoluciones–, la música informe era anatema. Así que se hizo imperativo establecer unas plantillas para la música instrumental, aunque la plantilla estuviese oculta bajo la superficie de la música. La construcción de estos mapas musicales tuvo su manifestación más sofisticada en el crecimiento y la popularidad de la sinfonía, pero la forma que constituye la base de cada sinfonía compuesta entre alrededor de 1750 y 1900 tiene, de hecho, un nombre heredado de una obra instrumental de menor escala: «la forma sonata». Debo confesar que considero la forma sonata un tema increíblemente tedioso y no me voy a extender en él. Baste con decir que sus reglas –establece tu tema, elabóralo, establece tu segundo tema, elabóralo, cambia de clave, elabora más, regresa a donde habías comenzado 149
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pero en una nueva familia de claves (generalmente, quelle surprise, IV o V)– se enseñaban a cada compositor en ciernes del siglo xviii, del xix y del xx, como si hubiesen sido talladas en piedra, así que apenas sorprende descubrir que era donde todos ellos tenían intención de comenzar sus carreras. Todavía es un componente significativo en la enseñanza de la carrera de composición. Para la mayoría de los melómanos de hoy en día, la música es algo misterioso, impredecible, sensual y, sobre todo, emocional. Algunas personas incluso ponen la música al mismo nivel de la experiencia religiosa, como si les permitiera acceder al más allá, de forma consciente o inconsciente. Esto es completamente distinto de la manera en que artesanos como Haydn veían su arte. El propósito de Haydn era la creación de la belleza y la elegancia en el mundo material; era consciente de que lo que hacía era un artificio, no una intervención divina. Para crear un agradable entretenimiento posterior a la cena, para los invitados de su patrón regio, el príncipe Nikolaus Esterházy, iba a tener que hallar un modo de hacer que la melodía y la armonía pareciesen inmaculadamente proporcionadas, para contener las características salvajes de la naturaleza y domesticarlas hasta la perfección a la medida del hombre. Estos entretenimientos deliciosamente proporcionados, por tanto, necesitaban la ayuda de esquemas formales como la forma sonata y de la versión musical de los diseños equilibrados de los jardines de Capability Brown6 o de los edificios de Robert Adam7. Haydn no inventó la sinfonía. Ni siquiera concibió su forma clásica de cuatro movimientos –bastante rápido, lento, danza amable en tres tiempos, más rápido que el anterior–, una forma que los compositores todavía seguían de alguna manera incluso a principios del siglo xx. Pero lo que sí hizo fue perfeccionar la obsesión de los dos siglos siguientes: tomar una melodía sencilla y manipularla de muchas maneras para construir un armazón unificado, más sustancial, a partir de ella. Haydn había sabido de la sinfonía por pioneros como Wenzel Birck, Georg Wagenseil y Johann Stamitz, todos ahora virtualmente 6 Se refiere a Lancelot «Capability Brown» (1716-1783), paisajista y arquitecto británico. Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Lancelot_%22Capability%22_Brown. 7 Adam (1728-1792) fue un arquitecto, diseñador de interiores y de muebles escocés, del período neoclásico. Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Robert_Adam.
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Haydn dirigiendo su ópera L’incontro improvviso en el Teatro Esterházy, en 1775.
desconocidos. Stamitz, que nació a 120 kilómetros de Praga, bautizado como Jan Stemecz, probablemente presenta las mayores credenciales para ser el inventor de la sinfonía tal como la conocemos hoy en día, aunque la posteridad se ha olvidado en gran medida de él. Stemecz trabajó en la corte del príncipe elector del Palatinado en Mannheim, Alemania, donde se cambió el nombre a Stamitz y tuvo acceso a una orquesta que era famosa por toda Europa, tanto por la inusual habilidad de sus intérpretes como por su increíble tamaño, según los cánones de los años cincuenta del siglo xviii. La orquesta de Mannheim de Stamitz tenía veinte violines, cuatro violas, cuatro chelos, dos violones (el predecesor del contrabajo), dos flautas, dos oboes, dos fagots y dos trompas, así como también dos clarinetes (para envidia de Mozart, cuando realizó una visita en 1777, ya que este era un instrumento relativamente nuevo en aquella época). Este cómputo de instrumentos, ocasionalmente fortalecido por timbales y trompetas, era la plantilla para la orquesta clásica utilizada por Haydn, Mozart, Beethoven, Schubert y sus contemporáneos. 151
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La música de Stamitz es, como mucho, agradable, pero constituye un importante primer paso en el proceso de crear proporción a partir de melodías básicas. Sus minimelodías, una vez introducidas, se van repitiendo. Cualesquiera que sean las peculiaridades de la primera minimelodía, una sensación de «corrección» emerge con su repetición. Es el equivalente musical de arrojar al azar un goterón de tinta sobre un pedazo de papel; al doblar el papel y crear una imagen simétrica, se forma de repente una figura agradable. Casi todo lo que hace Stamitz está provisto de una respuesta de la misma longitud y forma. Aunque es repetitiva y –me temo– crecientemente molesta al ir escuchándola, esta técnica pronto acostumbra nuestros oídos a esperar un peso igual en las dos mitades de una melodía. Esta simetría melódica no había sido una característica evidente de las músicas más fluidas, más impredecibles, de Bach y Haendel, cuyas frases se guiaban con tanta frecuencia por la métrica de las palabras a las que ponían música. Desde Stamitz y los hijos de Bach en adelante, sin embargo, la simetría pasó a ser primordial, tanto como lo fue para los edificios de finales del siglo xviii. Haydn tomó la orquesta estilo Mannheim y la idea de la proporción y el equilibrio y dio un crucial paso hacia delante. Su frase central no era regularmente idéntica, sino ligeramente distinta en carácter, creando una simetría sin necesidad de una repetición exacta. Mientras que una minimelodía de Stamitz podría elaborarse a partir de un puñado de notas, Haydn extendía la frase, poniendo a prueba la memoria a corto plazo de su oyente, para concluir en una segunda frase ligeramente alterada u ornamentada. Las segundas mitades de sus ideas melódicas pueden haber sido de la misma longitud que las primeras pero podrían, por ejemplo, reflejar o invertir la dirección del viaje, o continuar el periplo hacia un lugar de descanso distinto. Una melodía que gradualmente serpenteaba hacia arriba en su primera mitad podía ir deslizándose hacia abajo en su segunda parte. Una melodía que se moviese desde la base del acorde I a la base del acorde V en su primera mitad podía regresar desde V a I en su segunda. Así, a partir de sus frases pequeñas, pero bien proporcionadas, construyó inteligentemente unidades más grandes que transformó con fluidez en cadenas cada vez más largas, encajando con esmero cada parte de la cadena en la figura total, como si la hubiese calculado matemáticamente (lo cual no era así). Haydn enseñó al mundo, aparentemente sin esfuerzo, cómo organizar y desarrollar la 152
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melodía de una manera tal que una pieza de quince o veinte minutos sonara como una unidad. Haydn era tan adicto a esculpir una melodía desde principios pequeños que los más jóvenes Mozart y Beethoven simplemente adaptaron la técnica a su propio estilo. Ciertamente, desarrollar melodías de esta manera acabó siendo esencial para los compositores de música orquestal. Deconstruir y manipular melodías, pasándolas de un instrumento a otro, desplazarlas a nuevas familias de claves en busca de nuevos colores y demás era lo que casi todos los compositores entre 1770 y 1900 hacían cuando escribían sinfonías, con algunas notables excepciones. Este era el propósito de una sinfonía; era como un ensayo o un detallado experimento paso a paso. Una canción podía ser simplemente una agradable melodía, expresada simple y llanamente. Una ópera era una serie de canciones enlazadas por un argumento. Pero las sinfonías, se suponía, eran exploraciones, periplos para hallar lo que ocurriría si tomaras un puñado de ideas melódicas breves y profundizases a partir de ellas. Lo extraño de la sinfonía, según se desarrolló en tiempos de Haydn, Mozart y Beethoven, es que no tiene paralelos directos en ningún otro campo artístico. Los poemas de la época eran descripciones de objetos, plantas, condiciones atmosféricas, características geográficas o estados emocionales, o seguían un hilo narrativo. Las Lyrical Ballads 8 de William Wordsworth y Samuel Taylor Coleridge, por ejemplo, publicadas en 1798, incluían «Rime of the Ancient Mariner»9, de Coleridge, y «Strange fits of passion have I known»10, de Wordsworth, que reflexionaban sobre los estados emocionales a partir de viajes. El siglo xviii había visto el desarrollo de la novela, la ficción prosística, en las que los relatos actuaban como estructuras que permitían la exploración de una gama de temas y filosofías, desde Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe; Pamela (1740), de Samuel Richardson, hasta Camilla (1796), de Frances Burney, y Sense and Sensibility (1811), de Jane Austen. La prosa o la poesía no narrativa, a la manera de las sinfonías musicales, no encontrarían sus equivalentes literarios hasta Ulysses, de James Joyce, y The Waste Land, de T. S. Eliot, ambas 8 Baladas líricas (traducción y edición literaria de Santiago Corugedo y José Luis Chamosa, Madrid, Cátedra universal, 1990). 9 «Rima del marinero antiguo». 10 «Extraños accesos de pasión he conocido».
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publicadas en 1922. Asimismo, formas elaboradas de danza como el ballet no se separaron de la trama narrativa hasta mediados del siglo xx. Las pinturas de finales del siglo xviii y principios del xix son todavía completamente figurativas; la primera pintura abstracta de Kandinsky no apareció hasta 1910. Pero la sinfonía es algo peculiar: sesenta músicos interpretando simultáneamente instrucciones que les da una persona, sin una línea narrativa, sin argumento y sin significado literal, ni, hasta la Sinfonía «Pastoral» de Beethoven de 1808, una descripción de algo. Incluso después de la Sinfonía «Pastoral», en los «poemas sinfónicos» de Liszt, de mediados del siglo xix, por ejemplo, un oyente al que no se hubiese avisado, por medio del programa del concierto, de lo que se describía en la música no podría haberlo adivinado simplemente al escucharlo. Las cuatro secciones débilmente relacionadas de siete u ocho minutos de música instrumental propias de la forma sinfónica, a velocidades ligeramente distintas, creadas únicamente para la diversión mental, es una actividad extraña y única de finales del siglo xviii y del xix. Estar a malas con las otras artes no era el único aspecto de la sinfonía que separaba a la música de su época. El seguimiento obediente de Haydn y Mozart a su fórmula sinfónica favorita –la forma sonata– no podía haber llegado en un momento más desobediente en la historia social y política. Haydn, Beethoven y Mozart vivieron durante las revoluciones estadounidense y francesa, y Mozart jugueteó brevemente con el riesgo político cuando compuso un arreglo operístico de una obra de teatro prohibida, Las bodas de Fígaro de Beaumarchais, en 1786. Sin embargo, la alarma que paralizaba a la aristocracia europea –los pagadores y mecenas de los músicos, recuérdese– es difícil de detectar en el grueso de las sinfonías, las sonatas y los conciertos de Haydn y Mozart y en las primeras obras de Beethoven. La impresión es la de un mundo ordenado, despreocupado. Es como si los compositores sintieran que su trabajo no consistía en unirse a los revolucionarios, sino en mantener tranquila a la aristocracia. «Todo lo que bien está bien acaba», parecen estar diciendo, «Crearemos un mundo virtual de orden y armonía». Escuchar la música juguetonamente vivaz que Haydn estaba escribiendo en 1793, su Sinfonía n.º 99, mientras el Terror asolaba París y la muchedumbre cortaba la cabeza a María Antonieta, le hace a uno 154
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preguntarse si sabía siquiera lo que estaba ocurriendo en el mundo exterior. (Por supuesto que lo sabía: la ejecución de la reina austríaca de Francia privaba a Haydn de su más famosa y franca admiradora.) Incluso si se acepta la tradicional súplica de los compositores para ser inmunes a los acontecimientos políticos irrelevantes para su arte, las sinfonías de Haydn suenan como si hubiesen sido escritas en un vacío. El carismático compositor y director de orquesta Joseph Bologne, Chevalier de Saint-George, que abanderó y supervisó los estrenos de las seis Sinfonías «París» de Haydn (números 82-87) entre 1785 y 1786, fue denunciado y encarcelado por un tribunal revolucionario en 1793. Bologne, el primer coronel mestizo del ejército francés, fue abandonado por todos sus mecenas y amigos anteriores y murió en la más anónima de las pobrezas. Mientras tanto, Haydn corregía los ejercicios de contrapunto de Beethoven durante su retiro estival en el palacio de Eisenstadt. Los meses más felices en la vida de Haydn, según el propio compositor, fueron los que pasó siendo tratado como una celebridad en Inglaterra, en 1791-1792 y de nuevo en 1794-1795. El clamor que rodeaba sus apariciones allí, a las que se dio mucho bombo en la época y que se han citado con frecuencia desde entonces, no debería cegarnos ante la realidad de que, cuando hablamos de fama en este contexto, significa «entre los ricos y privilegiados». Haydn fue festejado por gente como los señores Darcy y Bingley, en lugar de los Bennet y los Lucas. Los Bennet, si hubiesen vivido en Londres y como obsequio especial hubiesen visitado una sala de ópera o un teatro, más posiblemente habrían hecho cola para ver la inmensamente célebre ópera cómica Inkle and Yarico, de Colman y Arnold, que también cautivaba al público de Nueva York, Dublín, Jamaica, Filadelfia, Boston y Calcuta durante la última década del siglo xviii. Inkle and Yarico, una historia de amor interracial ambientada en Barbados, en la que la heroína es salvada de la esclavitud, no solo nos recuerda que las actitudes de las clases medias no eran tan instintivamente racistas como podríamos suponer, sino que también se enclavan en una larga tradición de entretenimiento popular que reflexiona o influye en la opinión pública –en este caso sobre el tema de la esclavitud– con mayor eficacia que su equivalente más sofisticado. The Beggar’s Opera, de John Gay, fue un primer ejemplo, y más tarde las canciones de cabaré de Arthur Lloyd, y «A Change is Gonna Come» de Sam Cooke. (Antes de dejar a Samuel Arnold, compositor de Inkle y Yarico, orga155
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nista de Westminster Abbey y también otro francmasón musical, me siento obligado a informar de que mantiene el récord británico por la publicación musical con la palabra más larga en su título: su ópera cómica de 1781 The Baron Kinkvervankotsdorsprakingatchdern). Aparte de lo sucedido durante sus estancias en Inglaterra, la larga carrera de Haydn estuvo en su mayoría ajena a lo que el público pensaba de sus obras. La razón es que trabajaba para un aristócrata, el príncipe Eszterházy, en sus residencias privadas. Haydn sería el último gran compositor, en ciento cincuenta años, para el que este lujo artístico estaba garantizado sin ningún género de dudas, pero el precio que pagó por esta seguridad fue el de ser tratado por el príncipe como un lacayo glorificado. En el mundo «de Arriba y de Abajo» de la nobleza europea del siglo xviii, el compositor en plantilla estaba definitivamente Abajo, incluso uno con una reputación internacional tan prestigiosa como la de Haydn. En cualquier caso, este tipo de acuerdo estaba a punto de finalizar: entre Haydn y su joven amigo Mozart está la falla geológica que divide el viejo mundo del patronazgo musical y el moderno concepto del compositor o de la compositora independientes, que ofrecen su conjunto de propuestas en un mercado abierto, público. Al contrario que Haydn, Mozart necesitaba que el público disfrutase de su música para no morirse de hambre, al labrarse en Viena lo que llamaríamos una carrera artística diversificada, que incluía la interpretación en público, la enseñanza, la composición por encargo, la composición para el teatro y la producción de una considerable cantidad de música para danza. Esto puede explicar por qué la música de Mozart está tan repleta de melodías pegadizas. La melodía era una forma de ganarse el corazón del público, ya fuera el de la galería pública del nada aburrido Freihaus-Theater auf der Wieden, de Viena, que tarareaba La flauta mágica en 1791, o la crema de la clase dirigente de los Habsburgo en el Teatro de la Corte Imperial (Burgtheater), que estaba de cháchara mientras escuchaba Die Entführung aus dem Serail (El rapto en el serrallo). Mozart fue de lejos más atrevido que Haydn, pero es que también era más joven. La diferencia principal entre el estilo de Haydn y el de Mozart es realmente bastante simple: si puedes recordar instantáneamente la melodía, es de Mozart. Una evaluación brutal, pero verdadera. Técnicamente, la propuesta de Mozart era similar a la de 156
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Haydn –la misma orquesta, los mismos acordes, la misma arquitectura–, pero tenía el don melódico de un dios. Si la componía, la melodía sonaba como ninguna otra. Intenten, si quieren, esta pequeña prueba: escuchen los primeros treinta segundos, más o menos, del aria para la princesa china Angelica, «Palpita adogni istante», de la ópera Orlando Paladino, de Haydn, interpretada por primera vez en el Palacio Eszterháza en diciembre de 1782. El director y experto en música del siglo xviii Nikolaus Harnoncourt describe la ópera como «una de las mejores obras de música para el teatro del siglo xviii», una alabanza que ciertamente procede de una fuente impecablemente informada. La ópera fue la que más gustó de las quince de Haydn, durante su vida. Pero escuche la apertura solo una vez e intente cantarla de nuevo para sí mismo. Luego escuche los primeros quince segundos del aria de Mozart «Welche Wonne, Welche Lust», de su ópera Die Entführung aus dem Serail, del mismo año. A menos que algo les haya distraído, apuesto a que puede cantar de nuevo esa frase de apertura de Mozart inmediatamente. No es mejor que la de Haydn: simplemente es más pegadiza. Algo más emerge en Mozart, sin embargo, más allá de las sublimes melodías, que no está en la música de Haydn. Mozart, además de sentirse intrigado por las curiosidades ocultas y los secretos místicos de la francmasonería, celebrados desvergonzadamente en La flauta mágica, se sentía fascinado por lo sobrenatural y por lo que llamaríamos el motivo psicológico. En el mundo decorosamente amable que Mozart habitó pero que nunca abrazó entusiastamente –la Viena aristocrática de finales del siglo xviii– sus visiones operísticas del cielo y del infierno, de lo espiritual y lo carnal, nos permiten echar un vistazo a algo muy distinto y sorprendente. Sin lugar a dudas, en aquella época la gente sentía que era un bicho raro, desconcertantemente dotado, franco, irreverente, en resumen, una extraña mezcla de niño y sabio. Ciertamente, a la manera de Michael Jackson en nuestro propio tiempo, la infancia de Mozart había sido sacrificada para abrir paso a una carrera como niño monstruosamente talentoso que iba a ser revendido alrededor de un mundo de adultos. Ambos artistas conservaban en su escritura adulta un sentido de la fragilidad y los fracasos potenciales de las relaciones íntimas. Una de las primeras amistades de Mozart fue el joven prodigio inglés Thomas Linley, a quien conoció y con quien estableció amistad en Italia. Hay un 157
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famoso cuadro de los dos niños juntos en Florencia, en 1770, Mozart al piano, Linley al violín. Mozart quedó destrozado cuando su amigo murió en un naufragio solo ocho años más tarde, el mismo año de la muerte de la madre de Mozart. Así, cuando columbramos la cara más oscura de la vida en la música de Mozart, o sentimos soledad o inseguridad –como en el desesperadamente triste segundo movimiento (lento) de su concierto para piano número 23 de 1786– es como si un velo hubiese caído momentáneamente. Otros compositores, especialmente Beethoven y Berlioz, que siguieron la estela de Mozart, hacen poco más que exponer su torbellino interno por toda su música, como si estuvieran en un grupo moderno de autoayuda de compositores con desórdenes de la personalidad. El subtexto emocional de Mozart, por su parte, se halla velado bajo el lustre del decoro y la elegancia requerida de un artesano del siglo xviii. Su dignificada compasión, a pesar de los desafíos de la vida, hace su música irresistible incluso cuando es serena. Hemos respondido a esta distante voz austríaca a lo largo de los años y los continentes tan espontáneamente porque su música parece simplemente fluir desde él, intuitivamente, sin cinismo ni pretensiones intelectuales. Como los retratos de Gainsborough y Reynolds, sus contemporáneos, la música de Mozart dice: «Haré lo mejor que sé para hacer que sea hermoso, pero eso es lo que la vida puede hacer, en el mejor de los casos». Los años setenta y ochenta del siglo xviii pueden haber sido sucios, insalubres y peligrosos para cualquiera excepto para los más privilegiados y la vida era desalentadora e injusta, pero a Mozart no se le hubiese ocurrido, como tampoco a Gainsborough ni a Reynolds, reproducir esa miseria. Querían ennoblecer a la humanidad. Tuvieron éxito. Un aura mitológica rodea ahora a Mozart, que fue venerado durante el siglo xix como una especie de san Juan Bautista para el Cristo que fue Beethoven, y en el siglo xx como un vehículo inocente que transmitía el mensaje de Dios a través de la música, sacrificando su salud y al final su vida para completar sus últimas y bellas obras maestras incomprensiblemente hermosas. Incluso en la muerte sus devotos continúan venerándolo. Si visitan el cementerio de Sankt Marxer de Viena, a las afueras de la ciudad, en una parte anodina de la ciudad, pueden –si no tienen nada mejor que hacer en esa ciudad tan rica culturalmente– ascender solemnemente por sus senderos de gravilla cubiertos de hojas hasta que encuentren la «no-tumba» de Amadeus 158
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Mozart. Digo «no-tumba» porque sus restos no están bajo la lápida que marca el lugar. El propio pedestal erigido en su memoria fue construido en épocas más recientes para satisfacer a los turistas de la tumba de Mozart y está colocado en un lugar aleatorio del jardín. No solo se desconoce el emplazamiento de sus huesos, sino que, junto a los de muchos otros, sus restos fueron desenterrados tras su muerte, probablemente aplastados para reducir su volumen y vueltos a enterrar en algún otro lugar, cuya localización también se desconoce. Hay una teoría sobre su cráneo, que fue inverosímilmente identificado por un enterrador local en 1801, diez años después de la muerte de Mozart y que finalmente encontró su camino hacia las cámaras acorazadas de la Fundación Mozart de Salzburgo, pero pruebas de ADN han producido más o menos el mismo resultado controvertido que el carbono-14 con la Sábana Santa de Turín: la ciencia dice que es imposible, los «creyentes» continúan albergando la esperanza. Pero preocuparse por los restos de este gran compositor es seguramente perder el tiempo, como lo es indagar sobre el «misterio», que ahora cumple doscientos años, del cráneo de Haydn, hace ya mucho tiempo separado de su cuerpo y objeto de escrutinio y de una macabra caza de tesoros, digna de Indiana Jones. Mozart nos dejó recuerdos más profundos y permanentes de su existencia que sus huesos: nos dejó su extraordinaria música. Además, a diferencia de las pinturas legadas a la posteridad por Constable o Rembrandt, su música no se ha anquilosado, congelada para siempre en el tiempo. Cada vez que se toca, su música vive de nuevo, a veces interpretada de forma sorprendente o inesperada, pero siempre experimentada en el aquí y ahora. Este es el truco de magia más espectacular de la música. Lejos de morir, está en un perpetuo estado de renacimiento. Lo que le importaba a Mozart era que su música se disfrutase, no que se adorase o venerase, y es esta capacidad de encanto la que captura su época. Su música, ya sea en los movimientos lentos indescriptiblemente conmovedores de su concierto para clarinete o en el majestuoso optimismo de su Sinfonía «Júpiter», o en la vivificación de la estatua de un hombre muerto en los momentos finales de Don Giovanni, o en la delicadeza absoluta de sus últimos conciertos para piano, desea –quienquiera que seas y doquiera que estés– que te sientas bien. Que Beethoven cambiase la manera en que la sociedad veía a los compositores no debería nublar nuestro juicio de su brillante predecesor que buscó y dio una cosa: placer. 159
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No se sabe definitivamente si Mozart y Beethoven se vieron alguna vez, aunque sus vidas coincidieron veintiún años, pero es difícil imaginar dos artistas más diferentes, creativa o temperamentalmente. Mientras que el objeto de Mozart era encantar, seducir y ocasionalmente burlarse de su público, la misión de Beethoven fue la de enfrentarse a él. Con él llegó el compositor como agente provocador. Existen relatos tradicionales que gustan de igualar a Beethoven, el coloso de la música de principios del siglo xix, con su contemporáneo Napoleón Bonaparte, un revolucionario convertido en emperador y aventurero militar. A esta comparación le da una intensidad adicional la referencia de Beethoven al déspota francés en su trascendental Tercera Sinfonía, conocida hoy en día como «Heroica» pero originalmente etiquetada como «Bonaparte». De hecho, ni la trillada anécdota sobre un desencantado Beethoven «raspando» la página del título de su sinfonía que llevaba una dedicatoria a Napoleón, ni el radicalismo musical del compositor son exactamente lo que parece. Beethoven no fue un compositor, sino tres. Se inició como clon de Mozart con un don para tocar el piano, se convirtió en una versión atormentada de Haydn y terminó aislado del mundo por la sordera, componiendo música que iba a desconcertar, hechizar y maravillar a todo músico europeo de los siguientes cien años. Se piense lo que se piense de él, no se puede ignorar que virtualmente todo lo que ocurrió en la música del siglo xix de alguna manera comenzó con Beethoven. Todos los caminos parten de él. Sin duda, tenía una personalidad compleja. Era un hombre de humor variable, difícil, que posiblemente sufría de algún grado de depresión clínica, que se encontró en posesión de unos talentos musicales con los que ni siquiera él podía avenirse demasiado. Pero revolucionario, el adjetivo utilizado con frecuencia cuando se piensa en él, parece un término equivocado para referirse a un hombre que era fundamentalmente conservador, que se codeaba con la élite política y aristocrática de su época y cuya música, hasta muy poco antes de su muerte, formaba parte de la corriente cultural dominante de principios del siglo xix. Como constatamos una y otra vez, los innovadores de vanguardia, como los que compusieron cuando Beethoven era joven, fueron compositores cuyos nombres han sido en su mayoría olvidados: Johann Dussek, Louis Spohr, Muzio Clementi, Étienne Méhul, François-Joseph Gossec… El genio de Beethoven fue conver160
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tir la modernidad de estos en algo que pasaría a ser, en su momento, música normal. La Octava sonata para piano de Beethoven, conocida como «Pathétique», fue escrita cuando tenía veintiocho años y se estaba haciendo un nombre en Viena. Comparada con la música de su profesor Haydn o con la de Mozart, parece más dramática y pianística, casi hasta el punto de la teatralidad, que nada que cualquiera de los dos hubiese escrito para este instrumento. En el contexto de la Viena de la década de los noventa del siglo xviii, suena atrevida, emocionalmente cargada y original. Beethoven, sin embargo, conocía la música de sus contemporáneos y, particularmente, la música revolucionaria para piano de dos compositores radicados en Londres, el italiano Muzio Clementi y el bohemio Johann Dussek. Estos dos compositores estaban ampliando de forma audaz los límites virtuosos y expresivos del instrumento, en contacto con el principal fabricante de pianos de la época: John Broadwood, otro londinense. Aunque la música de Clementi y de Dussek era virtualmente desconocida fuera de Gran Bretaña, Beethoven había sabido de ella y aprendió de sus innovaciones en estilo y en técnica de interpretación. Siete años después de componer su Sonata «Pathétique», Beethoven dejó de sonar como Mozart, o Dussek o Haydn y comenzó a crear música más allá de lo que estos habían imaginado. La primera gran señal de que estaba rompiendo con las fórmulas establecidas fue su Sinfonía «Heroica» de 1804, que fue un desafío considerable para el público de la época, emocionando y alarmando a sus conciudadanos vieneses en más o menos igual medida. La «Heroica» buscaba deliberadamente alterar lo que un público esperaba escuchar en una sinfonía. Solo su primer movimiento tenía ya la duración aproximada de una temprana sinfonía completa de Haydn. Para públicos anclados en las estructuras regulares, predecibles, de Haydn y Mozart, las numerosas sorpresas ruidosas de la «Heroica» seguramente fueron tan excitantes como desconcertantes. Incluso, los dos acordes del comienzo parecen vociferar: «¡Despierten!». Cuentan las crónicas que Beethoven compuso primero la «Heroica» en honor de Napoleón, héroe de la lucha revolucionaria francesa, pero que borró el nombre de Bonaparte en un ataque de ira y lo reemplazó con la inscripción «Sinfonía “Heroica”… compuesta para celebrar la memoria de un gran hombre», al oír que Napoleón había negado sus primeros llamamientos de libertad, 161
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igualdad y fraternidad al proclamarse emperador. Su discípulo y más tarde biógrafo Ferdinand Ries afirma haber oído a Beethoven enfurecerse cuando oyó la noticia: «¡Al final resulta que incluso él no es más que un ser humano ordinario! ¡Ahora también pisoteará los derechos del hombre y se dejará llevar solo por su ambición!». Puede ser que esta anécdota, contada con frecuencia, experimentase algunos grados de exageración mientras se extendía la fama de Beethoven, en particular porque Beethoven dedicó una misa a Napoleón seis años más tarde, incluso después de que las tropas del emperador hubiesen asediado y bombardeado Viena, con Beethoven (y un moribundo Haydn) en ella. A los musicólogos les encanta extenderse sobre el ambicioso primer movimiento de la Sinfonía «Heroica», principalmente porque es inusualmente larga y compleja y porque proporciona combustible aparentemente interminable para el análisis y las investigaciones eruditas. Beethoven toma una melodía relativamente simple y construye a partir de ella un gigantesco tapiz de ideas y paseos musicales. Para mí, sin embargo, no es el laberíntico primer movimiento el que da el golpe maestro, sino la marcha fúnebre que le sigue. Lo que es diferente y nuevo en este movimiento no es su estructura, orquestación o técnica bravucona, sino la actitud. Mientras que tanto Haydn como Mozart tenían como objetivo revelar las emociones humanas a través del filtro de una compostura caballerosa, bien educada, la marcha fúnebre de la «Heroica» es destacable por la fuerza con que se ampara de nuestras emociones. No es en absoluto caprichoso vincular la cualidad luctuosa de la «Marcia funebre» –Beethoven había tomado prestada la idea de una marcha fúnebre de la música revolucionaria francesa, la primera de su tipo en una sinfonía– con el descubrimiento que hace Beethoven durante los meses en que la está componiendo de que su sordera está empeorando y no va a ser curable. Hay muchos aspectos del movimiento que deben de haber parecido extraños para un público de la época. Revela una gran inquietud: es como si buscara una resolución que nunca llega, moviéndose brevemente hacia una clave mayor, más soleada, para regresar luego a su punto de partida más tenebroso, solo para agitarlo, experimentar con él y hacerlo pedazos. En algún momento se sumerge en un contrapunto bachiano (de moda, por aquella época, solo en arreglos corales sacros, donde su formalidad pasada de moda parecía apropiada), para proceder hasta un epi162
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sodio apasionado, tenso, con las cuerdas tocando frenéticamente y los instrumentos de viento haciéndolo lentamente. Finalmente, la marcha es evocada de nuevo, pero esta vez de forma desmembrada, acabada y exhausta; la melodía que se anuncia con tanta confianza al principio ahora se desintegra inesperadamente. Así que, en opinión del perplejo público que la escuchó por primera vez en 1804 y 1805, se le niega a la marcha fúnebre incluso su estruendoso clímax, desmoronándose más que concluyendo. La pena es la pena, el dolor es el dolor, y la música, parece estar proclamando Beethoven, es el arte que mejor expresa semejante oscuridad. En las siguientes dos décadas, más o menos, la mayoría de sus contemporáneos cultos fueron llegando gradualmente a la misma conclusión. Por primera vez desde la muerte de Bach, la música del momento parecía estar intentando retratar, de manera más exacta, la tristeza y la ansiedad que la gente estaba experimentando. Desde la Sinfonía «Heroica» en adelante, Beethoven se convirtió conscientemente en un compositor con una misión: cambiar el mundo a través de su arte. Su música se fue haciendo más concienzuda y seria, pero es discutible que cambiase el mundo. En todo caso, no de la forma en que sus contemporáneos William Wilberforce (que luchó para acabar con la esclavitud), Mary Wollstonecraft (que articuló los derechos de la mujer) y Edward Jenner (que desarrolló la vacuna contra la viruela), pero ciertamente Beethoven cambió su arte. La gran importancia de Beethoven no llegó a través de la forma o del lenguaje musical, sino a la hora de recalibrar para qué servía la música. Él solo convirtió un entretenimiento elegante, para pasar el rato, en una experiencia emocional que lo abarcaba todo, una forma de percibir la vida como una lucha poderosa, el grito del alma, la voz de la conciencia. No adulaba en busca de favores; más bien buscaba una relación con el destino: su música anhelaba ser la expresión de los deseos y ansiedades más profundos de la humanidad. Bach, Haendel, Haydn y Mozart crearon música en el momento, para el momento. Beethoven desafió a sus oyentes a regresar una y otra vez a los conflictos no resueltos que caracterizaban su arte. No habría una gratificación instantánea, ni un triunfo fácil. En lugar de eso, habría ambigüedad, conflicto y duda. Todos los compositores de los siguientes cien años se vieron afectados por este profundo cambio de propósito. No es una exageración decir que después y a causa de Beethoven, la música se aproximó a lo que pudiera ser una 163
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religión, con sus dioses y diosas que adorar, un estado de cosas que persiste hasta hoy en día. Si hubiese sido un artesano equilibrado, como su amigo Johann Hummel, compositor y pianista, esta transformación no habría, verosímilmente, atrapado la imaginación de los espectadores, pero la propia personalidad de Beethoven oscilaba entre la vulnerabilidad conmovedora y la ira rabiosa. Gradualmente incorporó su propia personalidad –sus frustraciones, sus responsabilidades y deseos (en su mayoría incumplidos)– a su música y el resultado fue altamente inflamable. En su música, Beethoven no podía prescindir de sus inestables emociones, ni utilizar el trabajo de creación musical como distracción de las dificultades de la vida. Sea lo que sea la música de Beethoven, lo cierto es que jamás tuvo la intención de ser escapista. *** El culto al genio aislado, divino o demoníaco, del que Beethoven fue el extraordinario primer ejemplo musical, no ocurrió en un vacío, sino más bien como parte de un movimiento literario y artístico general en las primeras tres décadas del siglo xix. Es un movimiento etiquetado con frecuencia como romanticismo aunque, como los términos renacimiento, barroco y clasicismo, presenta considerables dificultades cuando se aplica a la música. En pocas palabras, el problema a la hora de etiquetar cualquier cosa como romántica es que posteriormente ha venido a significar virtualmente cualquier cosa, desde la poesía de lord Byron hasta las canciones de Taylor Swift. No me interpreten mal. La grabación contemporánea, estilo instituto, de Swift sobre Romeo y Julieta, «Love Story», es una canción pop genialmente bien construida, que ojalá hubiese escrito yo, pero tiene poco en común con el poema de Pushkin «El capitán del Cáucaso» o el Concierto para piano de Schumann, y tanto uno como otro cargan con el descriptor romántico. Si romántico todavía significa algo concreto en la historia de la música, se refiere más bien a un período en el que las emociones personales o el sentimiento del compositor o del intérprete llegaron a ser primordiales en el diálogo entre la música y el público. Y Beethoven fue el compositor que comenzó esta transformación. El sentimiento lo es todo para Beethoven, como lo es la importancia de su voz individual, ori164
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ginal, y una generación de compositores siguió su estela de manera reverencial, igualmente obsesionados con la confesión apasionada, a través de la música, de sentimientos tiernos o, como nos recuerda Jane Austen, de «Sensatez y sentimiento»11. Beethoven y sus contemporáneos incluso llegaron a convertir el mundo natural en una extensión de sus sentimientos. Un siglo antes, Dios era el rey de la Creación y toda la naturaleza reflejaba su poder. Entonces, con la actitud romántica, la naturaleza versaba totalmente sobre la humanidad. Los músicos y los poetas vieron el campo como un mundo salvaje abruptamente cincelado, que proporcionaba incontables imágenes para expresar los turbulentos torrentes emocionales del amante anhelante. Por supuesto, ninguno de ellos tenía, para ser exactos, que trabajar la tierra. Observabas a los campesinos desde la cómoda distancia de tu recoveco artístico, pero no querrías ser uno de ellos. Eran más bien como los privilegiados estudiantes occidentales de hoy en día que rastrean el mundo subdesarrollado y escriben blogs sobre cómo los pueblos más pobres del mundo les permitieron ampliar sus horizontes. Cuando Beethoven escribió su Sexta Sinfonía, o «Pastoral», en 1808, que celebraba los encantos de la naturaleza rural, su ciudad natal de Viena todavía era virtualmente inmune al apogeo industrial que desgarraba el paisaje y destrozaba las comunidades del norte de Inglaterra. Este fue el mismo año en que William Blake evocó los «molinos oscuros, satánicos» de Inglaterra en su poema «Jerusalem», pero la «Pastoral», de fácil escucha, no trata de la violación industrial del campo. Tampoco trata del campo en absoluto; la naturaleza está ahí sencillamente como metáfora de los sentimientos, como los narcisos en el caso de Wordsworth, la alondra en el de Shelley y el ruiseñor en el de Keats. Como dijo Wordsworth, contemporáneo de Beethoven: «Y conducido por la naturaleza hacia una salvaje escena / de gloriosas esperanzas». Nadie siguió con más pasión el liderazgo de Beethoven para reflejar las emociones a través de la naturaleza que su casi contemporáneo Franz Schubert, también radicado en Viena. Para Schubert, los pájaros, las abejas, los bosques y los árboles adquirieron vida propia sobre 11 He elegido citar el título de la traducción de José Luis López Muñoz de la novela de Jane Austen, publicada por Alianza Editorial en 2013, en lugar del título por el que se conocía la novela: Sentido y sensibilidad.
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todo a través de sus lieder 12, composición en la que simplemente no tuvo rival antes del siglo xx. Además de nueve sinfonías y una gran cantidad de música de cámara, escribió más de seiscientos lieder antes de su muerte, en 1828. Entre ellos están tres ciclos de lieder extraordinarios: Die schöne Mullerin (La bella molinera), de 1824; Winterreise (Viaje de invierno), de 1827, y Schwanengesang (Canto del cisne), recopilado y publicado póstumamente. Los tres se apoyan en el dolor del amor, encarnado poéticamente en el mundo natural. En «Auf dem Flusse» («En el río»), de Winterreise, por ejemplo, un riachuelo congelado representa el estado del corazón del vagabundo consternado, que late poderosamente bajo una superficie dura, helada. Labrará el nombre de su amada, ya desesperanzadamente perdida, sobre el hielo con una piedra. Apenas sorprende que un compositor como Schubert se sintiese atraído por textos poéticos que colocaban las emociones en la relativa seguridad de la metáfora natural. Las relaciones entre hombres y mujeres jóvenes de su clase, que no tenían propiedades, sufrían de restricciones e inhibiciones. La tragedia radica en el hecho de que no tenemos forma de juzgar los pensamientos maduros de Schubert sobre el amor porque no vivió lo suficiente como para tenerlos: murió a la edad de treinta y un años. Wilhelm Müller, el escritor de muchas de los poemas en los que se basan sus lieder, murió a la edad de treinta y tres años. El análisis del arte del lied en la primera mitad del siglo xx es el estudio de unos hombres jóvenes con una comprensión muy limitada de las mujeres –a las que se retrata con frecuencia como criaturas inalcanzables, similares a diosas, simples, incultas o lisa y llanamente «crueles» (esto es, sin interés por los hombres). Ciertamente, es difícil encontrar a un compositor del siglo xix que no se enamorara de sus alumnas de piano, en su mayoría jóvenes solteras cuya posición social más alta las colocaba –oficialmente– fuera de alcance. Un lied como «Abendstern» («La estrella de la tarde»), compuesto en una época en que Schubert padecía un amor ardiente pero imposible por la condesa Karoline Esterházy, su alumna de piano de dieciocho años, a quien llamaba «una cierta estrella magnética», trata con gran sentimiento el dolor y la soledad del amor insatisfecho. 12 Prefiero aquí utilizar el término alemán lieder en lugar de la palabra canciones porque es un género musical muy concreto que no tiene que ver, por ejemplo, con la chanson française de compositores como Debussy.
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No hay muchos compositores de lieder que puedan igualar el emotivo patetismo del plañido del lied –«“Yo soy la estrella más fiel del amor” / … / “Yo siembro pero nunca veo el brote, / “y permanezco aquí silenciosamente triste”»– con recursos tan simples. En cierto sentido, Schubert es el inventor de la canción de tres minutos con atractivo universal, una forma que está todavía hoy en día viva, y una razón para esto es su deliberada exclusión del lenguaje musical complejo que podía haber utilizado en una sinfonía o en un cuarteto de cuerdas. Sus lieder estaban destinados a sonar como canciones folclóricas de calidad superior: recordables inmediatamente, con una letra fácil de entender y relativamente predecibles en su forma. La distancia en forma, intención, estado de ánimo y expresión entre los lieder de Schubert para voz y piano y las canciones de, digamos, Adele, es notablemente corta, teniendo en cuenta que los separan doscientos años. La única cosa que habría extrañado a Schubert de «Someone like you» es el hecho de que una mujer joven fuese la creadora de la canción, no su objeto. La manifestación más oscura del espíritu romántico, muy en evidencia en la personalidad y en el resultado creativo de Beethoven, era la idea de que los artistas poseían, de alguna manera, poderes sobrenaturales y que era su deber entregárselos al mundo, no importaba el coste para sus almas. Para este aspecto de su genio turbulento, Beethoven y sus contemporáneos tenían dos irresistibles modelos que imitar: Fausto y Prometeo. Aunque mitos centrados en ambos personajes habían existido desde hacía siglos, fueron revividos con un enorme impacto por dos obras épicas de un escritor cuya imaginación fascinó a numerosos compositores durante todo el siglo xix: Johann Wolfgang von Goethe. Su Prometeo fue publicado en 1789 y La tragedia de Fausto: Parte I, en 1808, el año de la Sinfonía «Pastoral» de Beethoven. Fausto, tal como Goethe lo retrató, era un intelectual que vendió su alma al diablo por el conocimiento del mundo, el poder y el placer. Tanto la obra de teatro de Goethe como el Doctor Fausto de Christopher Marlowe, de 1604, parecen haberse inspirado en un alquimista real, Johann Georg Faust, que vivió en la Alemania de principios del siglo xvi. Prometeo era un titán griego que luchó por la humanidad, al robar el fuego de Zeus para ella, siendo torturado durante toda la eternidad como castigo. Los poetas, los pintores y 167
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los novelistas de la era romántica se sentían perseguidos por Prometeo, aunque también inevitablemente atraídos hacia él, y a veces fue comparado con Napoleón en poemas y viñetas de la época, con variaciones que incluyen «Prometeo encadenado» de Blake, «La tortura de Prometeo» de Jean-Louis-César Lair, la obra de teatro de Percy Shelley Prometeo desencadenado y la enormemente renombrada novela de Mary Shelley Frankenstein o el moderno Prometeo. Beethoven abordó las dos figuras, componiendo «La canción de las pulgas de Mefistófeles», en homenaje al Fausto de Goethe, y una partitura para ballet, Las criaturas de Prometeo, en 1801. La suya fue la primera de una avalancha de respuestas musicales a las dos leyendas en las décadas subsiguientes. ¿Por qué las figuras de Fausto y Prometeo fueron tan importantes para los artistas del siglo xix? Porque ambas eran metáforas útiles para la idea del genio atormentado, aislado, cuyos dones le separaban de los mortales ordinarios, que representaban el poder que podía ser otorgado por intervención divina (o satánica). Beethoven fue la primera figura fáustica de la música: un maestro difícil, provocador, impredecible, una versión musical de Lord Byron –loco, malo y peligroso de conocer (o así sin duda lo imaginaba su fascinado público), pero muchos otros iban a llegar. Estos incluyeron a Hector Berlioz (Symphonie fantastique, de 1829, y La condenación de Fausto, de 1846), Felix Mendelssohn (Die erste Walpurgisnacht13, de 1832), Clara Wieck Schumann («Le Sabbat» de Quatre pièces caractéristiques, de 1835), Fanny Mendelssohn (Szene aus Faust, der Tragödie, de 1853), Franz Lizst (Sinfonía «Fausto», 1857), Charles Gounod (Faust, 1859) y Gustav Mahler (Octava Sinfonía, 1906). Quizá el ejemplo más extremo de la nueva ola de intérpretes estelares que siguieron la huella de Beethoven fuera el virtuoso del violín italiano Niccolò Paganini. Se rumoreaba que Paganini había hecho un pacto con el mismísimo diablo, al estilo de Fausto, para adquirir poderes sobrehumanos sobre su instrumento y para postergar la inevitabilidad de la muerte, un fantástico ejemplo de marketing, alimentado por el hecho de que rechazó la extremaunción en su lecho de muerte y que su cuerpo, en consecuencia, no fue enterrado durante otros treinta y seis años.
La primera noche de Walpurgis, op. 60.
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Niccolò Paganini fue parte de una nueva ola de músicos superestrellas durante la primera mitad del siglo xix. Sus extraordinarias habilidades con el violín llevaron a muchos a sospechar que había firmado un pacto con el diablo.
En la narración de la leyenda prometeica del siglo v a.C. de Esquilo, Prometeo encadenado, los obsequios del rebelde titán a los hombres, además del fuego, incluyen las herramientas de la civilización: la escritura, las matemáticas, la agricultura, la medicina y la ciencia. En las primeras décadas del siglo xix, en plena Revolución Industrial, los escritores y los artistas lidiaban con una nueva escala de la civilización: ciudades más grandes, mejores medios de comunicación e, inevitablemente, ejércitos y armas más poderosos. Beethoven claramente consideró los belicosos tiempos en que vivió extrañamente inspiradores, a juzgar por el número de sus piezas que se refieren a luchas victoriosas de un tipo u otro (Coriolano, 1807; Egmont, 1810; El rey Esteban, 1811; La victoria de Wellington, 1813) o cuya música tiene un tema marcial, como por ejemplo extensos pasajes de muchas de sus sinfonías (especialmente la «Heroica» y la Quinta). Con la orquesta sinfónica ocurrió como con el progreso industrial y científico: en manos de Beethoven y Schubert creció en tamaño y volumen con cada estreno. A mitad del camino de sus nueve sinfonías, Beethoven tenía a su disposición contrabajos, que habían suplantado a los más amables violones, para fortificar el final profundo de su sonido. Además de un complemento completo de cuerdas –que iban de doce a trece violines, de cuatro a doce violas y el mismo número de chelos– su Quinta Sinfonía de 1808 añadía un flautín de tono muy alto, un contrabajo de tono muy bajo y tres trombones al conjunto de músicos, para su ruidoso movimiento final. Se superó a sí mismo en el estreno de su emocionante Séptima Sinfonía en diciembre de 1813, con una sección de violines en la que participaban otros 169
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cuatro distinguidos compositores de la época radicados en Viena: Louis Spohr, Johann Hummel, Giacomo Meyerbeer y Antonio Salieri (el hombre muy injustamente acusado en la ficción popular de haber conspirado para asesinar, o al menos silenciar, a su «rival» Mozart). El gran hito de la velada era el segundo movimiento, el allegretto, que se ha consagrado como favorito del público desde entonces, proporcionando destacadamente el emocionante clímax musical de la película El discurso del rey, de 2010. La sinfonía estaba siendo compuesta mientras la Grande Armée de Napoleón se retiraba de Moscú y, aunque Beethoven no lo veía de esa manera, el carácter inmutable, funéreo del allegretto se ha asociado desde entonces con ese helado cortejo de medio millón de franceses condenados. La escala de la Séptima Sinfonía de Beethoven iba a ser sobrepasada de forma dramática, sin embargo, por la ambición de su Novena, y última, Sinfonía. La sombra de esta gloriosa sinfonía «Coral» iba a cernirse majestuosamente sobre todo el siglo xix. Se han dicho muchas cosas del hecho de que los movimientos cuarto y quinto añaden un gran coro y a cuatro cantantes solistas a las fuerzas orquestales ya cuantiosas, la primera vez que una multitud semejante se había añadido a una sinfonía. Pero los grandes coros, los solistas y la orquesta eran el pan y la sal para Bach en sus Pasiones, para Haendel en sus oratorios, para Mozart en su Requiem y para Haydn en sus grandiosas obras corales. Beethoven, inspirado por el estudio de y la admiración hacia Haendel y Bach, simplemente tuvo la idea de añadir a una sinfonía algo que cabría esperar en un oratorio. La razón para añadir voces adicionales no era solo la de llenar la sala de un ruido magnificente, sino la de proclamar las esperanzas de futuro de Beethoven. A pesar de de la incertidumbre política y social, su respuesta a las ansiedades del momento fue un llamamiento, escrito originalmente por el poeta alemán de la Ilustración Friedrich Schiller en 1785, para que todos los pueblos se uniesen en la alegría de la hermandad y reverenciasen al Creador, una hermandad, a propósito, en la que los mendigos y los príncipes serían iguales. Había expresado por primera vez su interés en poner música al poema cuando tenía veintipocos años, antes de que todo el peso de las guerras napoleónicas comenzara a envolver a Europa. Por tanto, puede considerarse como una inusual mezcla de sueños de juventud y de exhortación de madurez y sin embargo la llegada del «Himno de la alegría» durante el 170
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último movimiento de la Sinfonía «Coral», revelada al mundo en dos conciertos de suscripción en mayo de 1824 –uno abarrotado de amigos y admiradores, el otro virtualmente vacío porque el público luchaba contra la modernidad de Beethoven–, está seguramente entre los dieciocho minutos más cautivantes y edificantes de toda la música del siglo xix. Lo más significativo de la Novena de Beethoven, sin embargo, no es su introducción de un elemento coral en la sinfonía per se; fue su demostración de que la sinfonía como forma podría y querría decir, de ahí en adelante, cualquier cosa que quisiese, cuanto más grandiosa mejor. Esta nueva pieza monumental anunció a la siguiente generación de compositores que la sinfonía iba a tener ahora una dimensión épica. Nunca una invitación a los jóvenes compositores había sido abrazada de forma tan entusiasta. Para mejor o para peor, las décadas por venir iban a ser las de una música que asumía la tarea de reformar la humanidad, que fantaseaba con una nueva Utopía y que lideraba a las artes para unir a la humanidad. No estoy exagerando: los compositores de la segunda parte del siglo xix realmente creían que este era su papel. Y el Mesías que los había reunido para la causa fue Beethoven. Incluso para el mundo moderno ha sido duro sacudirse este legado. Cuando cayó el muro de Berlín en 1989, una interpretación especial allí de la Novena Sinfonía fue retransmitida para todo el mundo, con la palabra alegría (Freude!) reemplazada por la palabra libertad (Freiheit!), prestando a estos acontecimientos extraordinarios (o así lo creían indudablemente sus organizadores) profundidad, universalidad, significado. La ironía de lo que ocurrió después de la Novena de Beethoven, con compositores desde Berlioz hasta Wagner incurriendo en afirmaciones ridículamente pretenciosas sobre la importancia de su obra para el futuro de la humanidad, es que lo que el propio Beethoven hizo después fue lo exactamente opuesto. En los dos últimos años de su vida, ya profundamente sordo y en su mayor parte en cama por una enfermedad grave, Beethoven se retiró a un mundo sonoro privado para componer seis cuartetos de cuerda de una intensidad apabullante, inalcanzable. Fueron modernos no según los cánones de 1826, sino según los de un siglo más tarde. Estos cuartetos tardíos son casi vergonzosamente privados. Es como si estuviese superando un torturado juego mental sobre la página, o distrayéndose de una 171
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tristeza insoportable. La mayoría de sus contemporáneos no sabían qué decir de estos cuartetos tardíos. Es como si alguien hubiese viajado en el tiempo desde 1930 y tocara música del siglo xx para la gente desconcertada de 1826. ¿Podía Beethoven escuchar la música del distante futuro? Si esto era así, su visión era sombría, incomodante. Los cuartetos tardíos tienen un distanciamiento musical, una intensidad sin calidez, y parece como si el Principio del Placer de las décadas anteriores hubiese sido reemplazado por una urgencia por experimentar con la armonía a toda costa: son hermosos de una manera perturbadora. Tras la muerte de Beethoven en 1827, una especie de separación de las aguas tuvo lugar entre dos versiones de lo que un compositor podría hacer: ya fuera buscar la popularidad entre el público o convertirse en un mártir de la causa, sufriendo por el terriblemente importante arte. Esta es una confrontación que continúa viva. El compositor más popular durante los últimos años de Beethoven, incluso en Viena donde él vivía, no fue Beethoven, sino el italiano Giacomo Rossini, cuyas óperas cómicas suaves como una pluma, revientataquillas, como El barbero de Sevilla (1816) –todo risas, farsas pícaras y tonadas tarareables–, estaban, podría decirse, más cerca de la idea que se hacía el gran público de un «Himno de la alegría». Los dos compositores se encontraron una vez, un encuentro negociado por el amable Antonio Salieri, y lo tenemos palabra por palabra, ya que Beethoven, al estar sordo, tuvo que hacer que le transcribieran la conversación. Las reglas de compromiso entre los dos tipos de compositores eran evidentes incluso en su breve toma y daca en 1822, con Beethoven felicitando a Rossini por su éxito aunque advirtiéndole de que no escribiera nada más que ópera cómica, ya que «su carácter no encajaría». Es una conversación que continúa desarrollándose entre los supuestos compositores «serios» y los compositores «híbridos» hasta el día de hoy. Robert Schumann y su amigo Felix Mendelssohn fueron los sucesores alemanes de Beethoven de un molde amable. Como Schubert, atraían a su público no a través de la ópera cómica, al estilo de Rossini, sino de reflexiones agridulces, en su mayoría tiernas, sobre el amor, el arte y la vida, que eran instantáneamente disfrutables. Ni Mendelssohn ni Schumann planearon apoderarse del mundo con su arte, aunque no obstante ambos sufrieron por él. Mendelssohn fue el músico joven más notablemente dotado del siglo xix, que produjo un fabuloso Octeto para cuerdas a la edad de 172
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dieciséis años y un tributo orquestal a El sueño de una noche de verano de Shakespeare a la edad de diecisiete años que deslumbró a todo el que lo escuchó en su época. De hecho, ambas piezas están todavía entre las más interpretadas de las favoritas del siglo xix, en un entorno muy competitivo. En años posteriores, Mendelssohn compuso música para una producción de la obra de teatro misma, con escenas y personajes adicionales, que incluían una marcha nupcial –la marcha nupcial– que desde entonces ha sido utilizada en lo que deben de haber sido, desde entonces, millones de bodas. Pero Mendelssohn tuvo que luchar tanto contra el esnobismo como contra el fanatismo. El mismo hecho de que su música se ganara tan instantáneamente el favor popular –particularmente el de prósperos británicos de clase media y ciertamente el de la reina Victoria, con quien mantuvo una amistad– fue suficiente para que hubiera una reacción violenta contra él. Sus críticos, con frecuencia incitados por el antisemitismo, lo etiquetaron de pasado de moda o carente de originalidad, siendo la originalidad la cualidad más sobrevalorada en la historia de la música. Los comentarios de Wagner en su tóxico El judaísmo en la música14 (1850) eran bastante típicos, aunque más prolijos que la mayoría: Y si el último de entre las filas de nuestros auténticos héroes musicales, Beethoven, luchaba con todo su ahínco y su prodigioso talento por hallar la expresión más clara y segura posible de un contenido inefable gracias a la perfilada plasticidad de sus imágenes sonoras, Mendelssohn desdibuja en sus producciones las figuras adquiridas por su predecesor hasta obtener una sombra delicuescente y fantástica, cuya imprecisa coloratura estimula arbitrariamente nuestra caprichosa imaginación sin ofrecer la más mínima expectativa de ver cumplido nuestro humano anhelo por una contemplación artística bien definida. [...] La delicuescencia y arbitrariedad característica de nuestro actual estilo musical se han visto, si no provocadas, sí llevadas a su máxima expresión por el empeño de Mendelssohn de plasmar un contenido confuso y casi irrelevante de la manera más interesante y deslumbrante posible. 14 Traducción, introducción y notas de Rosa Sala Rose, Madrid, Hermida Editores, 2013, p. 61.
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En 1889, la enorme popularidad en Gran Bretaña del oratorio Elías, de Mendelssohn, provocó que George Bernard Shaw satirizara sus «sentimentalidades de colegio dominical y sus ornamentaciones de escuela de música». El compositor que permanece como antítesis de Mendelssohn, que más se tomó a pecho la llamada a las armas de Beethoven, adoptando desde el principio la opción del «maestro poseído», rebosante de innovación y de angustia incomprendida, fue el agitador francés Hector Berlioz. A pesar de ser francés, Berlioz podía haber sido también alemán, tan dispuesto estaba a asumir el trono beethoveniano. Se sentía demasiado atraído por los mismos iconos literarios, como una polilla a una llama: sir Walter Scott, lord Byron, Goethe y Shakespeare. Su identificación personal con los héroes románticos como Romeo en Romeo y Julieta parece haber encendido no solo su inspiración musical, sino también su obsesión enloquecida, desesperada, por una actriz shakesperiana, Harriet Smithson. Eso sí: sin su obsesión de doce años por ella, el mundo no habría tenido la inmensamente influyente Symphonie fantastique: Épisode de la vie d’un Artiste en 1830, el oratorio Roméo et Juliette, las óperas Les Troyens y Béatrice et Bénédict y sus tratamientos musicales de El rey Lear y Hamlet. En diciembre de 1832, estrenó en París una secuela de la Symphonie fantastique llamada Lélio, Le retour à la vie (Retorno a la vida), parte de la cual era una fantasía basada en La tempestad. En esta representación, finalmente conoció a Harriet, sorprendida por su relevante papel en las obras de Berlioz, y cobró vida una relación tempestuosa, irreal y en última instancia destructiva, a pesar de que ninguno de los dos hablaba la lengua del otro. Una comparación entre la Grande Messe des morts (Requiem) de Berlioz de 1837 con la Sinfonía Coral de Beethoven, de solo trece años antes, proporciona una ilustración precisa de lo mucho que la ambición por la música a gran escala se había hinchado. Requiere un mínimo de doscientos cantantes, una sección de cuerdas de ciento ocho intérpretes, veinte intérpretes de instrumentos de viento de madera (incluyendo dos cors anglais y ocho fagots), doce cuernos franceses, ocho cornetas, doce trompetas, dieciséis trombones, seis tubas, cuatro figles15 (un cruce entre una tuba bajo y un prototipo de saxofón que había sido patentado solo dieciséis años antes), diez También llamados oficleides.
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intérpretes de timbal (sobre dieciséis tambores), cuatro gongs, dos bombos y diez pares de címbalos. Incluso la ejecución más generosamente financiada de la Novena de Beethoven requeriría un exiguo tercio de estas fuerzas. Mientras que en el corazón de la sinfonía de Beethoven yace la visión de una civilización mejor, liderada por una deidad benigna, Berlioz, ateo durante toda su vida, intenta evocar el Apocalipsis y el Juicio Final por medio del sonido. En el transcurso de esos años, la música había pasado de ser una sirvienta alegre de la humanidad y del Todopoderoso a una experiencia mayor que ambos. Liszt y Wagner idolatraban a Berlioz, lo cual explicaría buena parte de lo que ocurrió durante la segunda mitad del siglo xix, un tórrido drama que se desplegará en el siguiente capítulo. Berlioz nunca se encogió a la hora de recordar a quien quisiera escucharle sus grandes tribulaciones y adversidades, ni tampoco a la hora de incluir esos tormentos en su música, buena parte de la cual es bien gratificante de escuchar. Sus relaciones fueron tempestuosas y plagadas por la mala suerte. La muerte de su hijo en 1867 más o menos lo mató. Sin embargo, sobrevivió hasta la relativamente impresionante edad (para la época) de sesenta y seis años y se ganó bien la vida como compositor, crítico musical y bibliotecario jefe del Conservatorio de París. Comparada con la existencia de pesadilla que tuvo que soportar Schumann, fue un paseo, aunque sorprendentemente la de Schumann es una música de mayor calma y calidez. Schumann fue, sin embargo, parte de un grupo de compositores que hicieron que el piano fuese el instrumento esencial del siglo xix. Él y su grupo aprendieron la tierna serenidad de buena parte de su música para piano no tanto de Beethoven y de su teatralidad, sino del ejemplo de un compositor irlandés menos conocido, John Field, que se hizo un nombre primero en Londres y luego en la capital imperial de Catalina la Grande, San Petersburgo. Field es uno de esos compositores a los que la posteridad ha tendido una mano inexplicablemente magra, pero que tuvo una influencia enorme sobre otros compositores de su época. Es a Field a quien debemos el nocturno para piano, una forma emprendida entusiastamente por Chopin y más tarde por muchos otros, y su fluido, eufórico estilo pianístico se convirtió en una plantilla aproximada de lo que se esperaba que un compositor en el siglo xix hiciera con ese instrumento. Al describir la música para piano de Field cincuenta años más tarde, el compositor y virtuoso Franz Liszt resumió poéticamente cómo el irlandés 175
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había capturado el espíritu del movimiento romántico en música de principios de siglo: «esos suspiros a medio formar que flotan en el aire, que suavemente se lamentan y se disuelven en una melancolía deliciosa». Además de esa deliciosa melancolía, había algo más o, mejor no había algo, en los nocturnos de Field que iba a reverberar a lo largo del siglo por venir y que rompía con la era Haydn-Mozart. Los nocturnos de Field no son viajes, son representaciones de estados de ánimo. Abandonó la arquitectura estructural de la mitad de siglo anterior, la forma sonata, y dejó que su pasión sobre el teclado tuviese una vena rapsódica, libre. Esta posibilidad –la de evocar simplemente una atmósfera sin identificar mediante el sonido– iba a asentarse en las mentes de muchos compositores en las décadas siguientes y a producir valiosos frutos. El primer grupo de nocturnos de Field fue publicado en su hogar adoptivo de Rusia en 1812, mientras las ambiciones coloniales de Napoleón en ese país estaban siendo enterradas bajo una montaña de nieve, fuego, inanición y enfermedad. Dos años antes se había casado con su ex estudiante de piano Adelaide Percheron y juntos compartieron escenario como pianistas en gira. Mientras que puede parecer un relato vagamente familiar –con el que nos encontraremos en breve, en relación con el compañerismo similarmente apasionado y profesional de los pianistas y compositores Robert y Clara Wieck Schumann–, es importante notar cuán excepcional era el concepto, antes del siglo xx, de una mujer que es capaz de conseguir una carrera profesional en la música. Estas significativas excepciones fueron posibles gracias al piano. El principio del siglo xix fue el comienzo de una nueva era de músicos no profesionales, un movimiento de masas de participación musical, más o menos cualificada, sin precedentes en la historia y que se centró en el piano. Antes de los gramófonos y las radios, el piano era la única fuente de música en muchos hogares de clase media y el compartir música tocada en casa fue un hábito que duró en muchas familias hasta la Segunda Guerra Mundial. Las clases medias instalaron orgullosamente pianos en sus salones y necesitaban música que tocar en ellos. Para los compositores, desde Field y Beethoven en adelante, fue un placer proporcionarla en enormes cantidades; además, aquí había una oportunidad para que las mujeres se involucraran en componerla e interpretarla –ocupaciones de las que habían sido 176
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en gran parte excluidas hasta entonces. El hecho de que la música de piano pudiera componerse en la intimidad del hogar y enviarse a un editor de partituras permitió a las mujeres, a las que rutinariamente se les enseñaba el piano desde una corta edad, componer y –con el tiempo– interpretar en público, a pesar de la virulenta desaprobación de los padres en casi todos los casos, excepto en unos pocos. La hermana mayor de Felix Mendelssohn, Fanny, tuvo tanta relación con la música durante su infancia como su hermano. Su profesor de música, Carl Zeller, escribió a Goethe en 1816 sobre su padre, Abraham Mendelssohn: «Tiene unos hijos adorables y su hija mayor podía recordarte a Sebastian Bach. Esta niña es realmente algo especial». Mientras sus talentos se desarrollaban, también lo hacía la resistencia familiar a que ella emprendiera una carrera musical. Felix publicó algunos de los lieder de ella con su nombre, y su marido, el artista Wilhelm Hensel, la apoyó ampliamente en su composición y en sus interpretaciones ocasionales al piano. Sus composiciones son deliciosas –incluyen exquisitos lieder en la tradición de Schubert, como «Die Eserhnte» («El anhelado») y un característico retrato de los meses del año para piano solo, Das Jahr, que soporta bien la comparación con la enormemente popular colección de su hermano de Romanzas sin palabras. Su muerte a los cuarenta y dos años privó a la música de un talento suficientemente formidable como para haber desafiado muchos mitos que rodearon a las músicas durante la era victoriana. La realidad era, sin embargo, que mientras podía ser posible, con un buen nivel de lectura y escritura, convertirse en la autora de una novela, como Jane Austen, las hermanas Brontë o George Eliot pudieron demostrar, era prácticamente imposible escribir composiciones a gran escala como una sinfonía o una ópera sin años de instrucción y la posesión de un conocimiento especializado. Esta era la barrera –la preparación– que impedía mayormente que las mujeres compositoras dieran un paso al frente en el siglo xix. En 1838, Robert Schumann, de veintiocho años, compuso un homenaje en ocho partes a Johannes Kreisler, el músico de ficción que protagonizaba las novelas cómicas de E.T.A. Hoffmann, un entusiasta de Beethoven y autor de El cascanueces, Coppelia y Los cuentos de Hoffman. Aunque Schumann dedicó la Kreisleriana a su amigo Frédéric Chopin, en realidad era una carta de amor musical a Clara Wieck, la joven con la que Schumann se casaría pronto a pesar de 177
una historia de la música Kreisleriana (1838), de Robert Schumann (homenaje a Johannes Kreisler, el hosco músico de ficción que destacaba en las novelas cómicas de E.T.A. Hoffmann) era una carta de amor musical a Clara.
Clara Wieck Schumann fue la esposa y musa de Robert Schumann, y una talentosa compositora y pianista por derecho propio.
los obstáculos legales que interpuso el padre de ella. Además de promover e inspirar a su marido, incluso cuando la enfermedad mental le condujo a intentar suicidarse y a una muerte temprana, Clara Wieck era una compositora destacada, desde su impresionante e inmerecidamente ignorado concierto para piano, escrito cuando solo tenía diecisiete años, a su apasionado ciclo de seis lieder para la reina Carolina Amalia de Dinamarca, que culminaba en el maravilloso «Die stille Lotusblume», con unos acordes de apertura en un inesperado estilo blues. Se convirtió en una de las más famosas pianistas de concierto del siglo. En una carrera de sesenta años sobre los escenarios, luchó incansablemente por la música de su marido, de Brahms y de Chopin. Un día, espero, su inmensa contribución a la música occidental y el coraje de su determinación para proseguir con la música al más alto nivel y contra todo pronóstico serán apropiadamente reconocidos. Ella conoció en París al compositor que probablemente tiene la mayor deuda de gratitud para con ella, Frédéric Chopin cuando, a la edad de doce años, ella tocó para él uno de sus exquisitos nocturnos (el n.º 2 del opus 9). 178
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De la generación posterior a Beethoven, Chopin fue el compositor cuya influencia fue la más lenta. La razón es que, como los últimos cuartetos de Beethoven, la música de Chopin es inusualmente íntima. Prefería no tocar en salas de conciertos grandes, algo que estaba cada vez más de moda, sino más bien en salones pequeños y en casas particulares. En consecuencia, su fama se expandió de persona a persona, de aficionado en aficionado. Era, podría decirse, más como un novelista que como un compositor a este respecto, al enamorarse la gente de su música como si fuera una pasión secreta recientemente descubierta. Escuchar a Chopin tras el atronador drama psicológico de Beethoven o la bravuconería teatral de Berlioz es como si alguien hubiese abierto una ventana y dejara entrar el fresco, balsámico aire vespertino. Aunque se estableciera en Francia, la cualidad que más permea todo el estilo de Chopin es su nostalgia por su Polonia natal. A diferencia de compositores expatriados como Rossini, Cherubini, Meyerbeer y otros que, atraídos por la París del siglo xix, buscaban un ascenso en sus carreras y el acceso a una lucrativa afición parisina por la ópera, Chopin llegó allí como refugiado por la represión política en su país. A veces expresó su anhelo por Polonia, en aquella época absorbida por el imperio ruso, a través de su altamente estilizada adaptación de las danzas folclóricas polacas: mazurcas y polonesas. Aunque estaban dirigidas a evocar tales danzas rústicas, él quería que se interpretasen y que se escuchasen, no que fueran un simple acompañamiento para el baile. Chopin se sitúa en el eje crítico de la música del siglo xix. En sus más de sesenta intensas mazurcas, cartas de amor a una tierra natal que nunca más vería, fue la avanzadilla de muchos compositores en cada país europeo de la segunda mitad del siglo, especialmente a los que luchaban por sacudirse un yugo imperialista, que encontraron inspiración en la música folclórica de sus propias comunidades. En sus veintiún nocturnos y veintisiete études, Chopin consiguió establecer un asombroso nivel de virtuosismo técnico para los intérpretes, a la vez que crear algo bello para el disfrute de los oyentes, e inició una edad de oro del piano; su ejemplo todavía tuvo influencia en gente como Debussy, Ravel y la leyenda del jazz, Bill Evans, en el siglo xx. Las ricas y ambiguas armonías de Chopin, entretejidas intrincadamente por las manos, miraban hacia el futuro, dejando atrás de una vez por todas las certezas de colores primarios de Gluck, Mo179
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zart, Haydn y el primer Beethoven. Tras una etapa de simplicidad, Chopin estaba impulsando el péndulo de la música de nuevo hacia la complejidad. Hay una delicadeza y una amabilidad en la música de Chopin, sin embargo, que representa el último bis de la era de la elegancia y la gracilidad, de la sensatez y la sensibilidad. Sus héroes, al margen del infravalorado John Field, fueron Mozart y Bach, compositores en cuya música la dignidad lo era todo. La mala salud azotó a Chopin a lo largo de su vida, y en sus tres últimos años se debilitó tanto que necesitó cuidados las veinticuatro horas del día; la tuberculosis finalmente lo mató en 1849. Su último concierto público tuvo lugar en la Guildhall de Londres, en noviembre de 1848, un evento para recaudar fondos a favor de los refugiados polacos. Nunca regresó a su casa en Polonia, ni siquiera para morir, pero su corazón nunca la había abandonado. El año del último concierto de Chopin, 1848, fue de gran agitación política a lo largo de Europa; fue un año de revoluciones. Uno de los rebeldes que clamaban por el cambio social en un levantamiento en Dresde fue el joven Richard Wagner. Se estaban gestando importantes movimientos sociales y un período que había comenzado con miedo al Apocalipsis fue reemplazado por uno en que el Apocalipsis iba a ser representado en la propia música, por ese mismo rebelde de Dresde.
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«Si resulto ser el héroe de mi propia vida, o si esta posición será ostentada por alguien más, lo mostrarán estas páginas», dice David Copperfield en la línea de apertura de la novela epónima de Charles Dickens, publicada en 1850. Es un libro sobre los juegos mentales del destino, y al ser una novela inglesa en lugar de alemana, italiana, francesa o rusa, a pesar de la tragedia a lo largo del camino, todo finaliza satisfactoriamente, con un nuevo comienzo en el Nuevo Mundo como premio a una perseverancia incondicional y honesta. La segunda mitad del siglo xix fue también, para la música, la época del destino, aunque como la música fue dominada por los alemanes, los italianos, los franceses y los rusos, triunfó la tragedia, y todo terminó en muerte. Ciertamente, los compositores europeos continentales de la segunda mitad del siglo xix estaban completamente obsesionados con la muerte y el destino; es difícil encontrar una pieza musical escrita entre 1850 y 1900 que no trate de la una o del otro. Los compositores de este período nunca fueron tan felices como cuando fueron capaces de combinar ambas, preferiblemente con un perno, una ópera, que las uniese a una relación amorosa condenada. Pero de lo que estos compositores no se daban cuenta es de que el destino estaba a punto de darles una tremenda sorpresa. Como se prometió proféticamente a los seis millones de visitantes de la Gran Exposición de Londres de 1851, el futuro trataba de dos cosas: de la tecnología y del mundo más allá de Europa. 181
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Si se busca un punto de partida de la moda de la muerte y el destino en la música, no se andara equivocado si se escoge la Symphonie fantastique: Épisode de la vie d’un artiste… en cinq parties de Berlioz, interpretada por primera vez en París en 1830. Aunque se llama sinfonía, la intención de Berlioz con la fantasía para orquesta en cinco partes era contar una historia, sin palabras, una historia que comienza con un sueño (que, como es de esperar, se convierte en una pesadilla, siendo este el siglo xix). La introducción escrita del compositor lo explica así: El autor imagina que un joven músico, afligido por la enfermedad moral que un famoso escritor [François René de Chateaubriand] ha llamado «la ola de pasiones» [la vague des passions], ve a su mujer perfecta, idealizada y se enamora perdidamente. Curiosamente, la imagen de su amada solo la recuerda asociada con un tema musical, que –apasionadamente– le recuerda su nobleza y modestia. Tanto la imagen melódica como su modelo le persiguen incesantemente como una doble idée fixe. Esa es la razón para la constante aparición, en cada movimiento de la sinfonía, de la melodía con la que comienza el primero. Las transiciones desde este estado de melancolía onírica, interrumpido por arrebatos de inexplicable alegría, hasta la pasión delirante, con sus explosiones de furia y celos, su retorno a la ternura, sus lágrimas, sus consolaciones religiosas, todo esto conforma el tema del primer movimiento. Después de esto me siento emocionalmente exhausto. Es justo destacar, puesto que ya la hemos conocido, que la mujer con la que Berlioz soñaba cuando escribía estas líneas , el objeto de su obsesión, fue la actriz irlandesa Harriet Smithson, pero también que ya había compuesto la gran melodía, su así llamada idée fixe, un año antes como parte de una cantata que había presentado a un concurso. En la cantata, la melodía representa a una trágica princesa musulmana, Erminia, durante las cruzadas. No era la primera ni la última vez que un compositor reciclaba una buena melodía que todavía no había encontrado su público. La narración musical de la Symphonie fantastique va desde un baile (o, como lo describe Berlioz, «una orgía festiva») hasta una escena más amable en el campo con pastores que recuerda la Sinfonía «Pastoral» de Beethoven, y hacia dos movimientos que descienden hacia una os182
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curidad propia del estilo de la Factoría Hammer. El primero es una «Marcha hacia el cadalso», en el que nuestro héroe se envenena con opio, cae en un estado febril, comatoso, se ve a sí mismo asesinando al objeto de su obsesión, es debidamente detenido y se convierte en espectador de su propia ejecución en la guillotina, con un efecto semicómico que describe cómo le cortan la cabeza. La inocente amada tiene más tormentos en reserva durante su vida después de la muerte, puesto que el final es un «Sabbat de brujas» de pesadilla, montado aparentemente para marcar la ceremonia fúnebre del artista (presumiblemente) decapitado, aunque en realidad su propósito es el de escoltar a la malhadada muchacha hacia el infierno en un delirio Breughelesco, un espectáculo grotesco, diabólico. Parecería como si esta última visión de castigo infernal semierótico fuese la venganza de Berlioz hacia Harriet Smithson, que no contestaba sus cartas de anhelo amoroso ni estaba de acuerdo en quedar con él, y que, se rumoreaba, estaba teniendo un lío con su agente, aunque podría fácilmente haber sido con algún otro admirador famoso, una lista impresionante que incluía a Victor Hugo, Eugène Delacroix, Théophile Gautier y Alexandre Dumas. Solo Dios sabe lo que la pobre mujer pensó cuando al final escuchó la pieza de Berlioz en un concierto en París y leyó las notas del programa de mano, aunque esto no evitó que se casara con él tres años más tarde. La fusión de amor condenado, pandemónium de pesadilla y narrativa orquestal ilustrativa que caracteriza la Symphonie fantastique encendió una llama en las imaginaciones de muchos otros compositores de la época, como veremos, pero fue inevitable que Berlioz, ahora embelesado más allá de la cordura por la señora Smithson, volviera su mirada hacia, podría decirse, la más importante de todas las tragedias románticas de amor condenado, la de Romeo y Julieta. Ciertamente, fue verla en la obra de Shakespeare en el Paris Odéon lo que detonó su obsesión. Roméo et Juliette (1839), de Berlioz, fue una sinfonía coral a gran escala, la Novena de Beethoven con un relato y un reparto. Berlioz no estaba solo en su obsesión con esta trágica historia de amor. El implacable destino de Romeo y Julieta actúa como telón de fondo de la música del siglo xix: en casi todas partes está acechando, provocando década a década adaptaciones de muchos estilos, tamaños y formatos. La poderosa química de la inocencia adolescente y el despertar sexual, el desesperado anhelo en contra 183
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de sus posibilidades, las familias en guerra, la inevitable calamidad, el suicidio y, finalmente, la unión en la muerte más o menos resumían los ingredientes del argumento perfecto del siglo xix. El propio Berlioz se animó tras reseñar una representación en Florencia de la ópera de Vincenzo Bellini I Capuleti e I Montecchi en 1834, uno de los muchos tratamientos operísticos del relato durante ese siglo, siendo el más exitoso Roméo et Julliet de Charles François Gounod, de 1867, que tuvo tres trascendentales estrenos ese año, en París, Nueva York y Londres. Las últimas producciones, en el Royal Opera House en Covent Garden, produjeron un entusiasmo que agitó el Londres victoriano cuando sus dos protagonistas, Adelina Patti y Ernesto Nicolini, ambos casados con otras personas, de hecho se enamoraron, besándose en la boca veintinueve veces durante la escena del balcón. Más tarde, se establecieron juntos en su espléndido castillo neogótico en Gales, Craig-y-Nos, donde ella construyó su propio teatro de ópera, que se rumorea estar hechizado por los espíritus de Patti, de Nicolini, del compositor Gioachino Rossini (cerca de cuya tumba en París, Patti solicitó que la enterrasen) y de los niños que murieron de tuberculosis allí, cuando el castillo fue utilizado como hospital entre 1922 y 1986. La persona más hechizada por la adaptación sinfónica de Berlioz de Romeo y Julieta, por otra parte, fue Richard Wagner, que la usó como plantilla estilística para su ópera Tristan und Isolde, de 1865. El temperamento de Berlioz era, sin lugar a dudas, adecuado para las fascinaciones de la ópera del siglo xix –amor malhadado, muerte y destino– incluso si no era tan adecuado para el proceso paciente, colaborativo de llevar una ópera a los escenarios. Su Everest operístico fue la épica «tragedia lírica» Les Troyens (Las troyanas), una recreación suntuosamente apasionada de la caída de Troya y la relación suicida entre el héroe troyano Eneas y la reina de Cartago, Dido. Puede que la relación real no hubiese durado tanto como la ópera misma. Su duración de cinco horas y media fue uno de los muchos obstáculos para ser montada en su totalidad durante la vida de Berlioz. Al final, fue representada entera por vez primera en 1921, cincuenta y dos años después de su muerte. Entre revoluciones, comunas, epidemias y guerras, París era el Las Vegas del siglo xix, y la grandeza de sus producciones de ópera estaban en el pináculo del ambiente resplandeciente de su alta 184
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sociedad. Los compositores de ópera de toda Europa se sentían atraídos por su ostentación y glamur y por la idea de hacerse ricos por medio de la tragedia musical. Luigi Cherubini fue uno de esos compositores, nacido en Florencia, pero capaz de prosperar en Francia al moverse hábilmente entre campos opuestos, mientras el poder político cambiaba de manos antes, durante y después de la revolución. En total, allí escribió dieciocho óperas, incluyendo algunas que, atrevidamente, eran de actualidad política, como Les deux journées, ou Le porteur d’eau, que era una refiguración apenas velada de una controversia política contemporánea. A París le siguió Gaspare Spontini, favorito de la emperatriz Josefina, cuya La Vestale (La virgen vestal) de 1807 fue el mejor recibido de sus ocho estrenos parisinos. Gioachino Rossini, nacido en Italia, ya famoso, se trasladó a París en 1824 y presentó allí cinco óperas, incluyendo Guillermo Tell. Giacomo Meyerbeer y Jacques Offenbach –noms de plume de dos judíos alemanes que se llamaban Jacob– tomaron por sorpresa el mundo de la ópera durante la década de los treinta y de los cuarenta del siglo xix. Los grandes espectáculos de Meyerbeer, particularmente Robert le diable (1831), Les Huguenots (1836) y Le Prophète (1849) lo convirtieron en una celebridad, rica y muy condecorada: fueron las nuevas óperas más representadas del mundo durante el siglo xix. Offenbach, mientras tanto, compuso no menos de noventa y ocho operetas en París antes de su muerte en 1880, algunas de las cuales, como Orfeo en el inframundo, La belle Hélène y La vie parisienne, fueron terriblemente populares, incluso entre los no tan pudientes. A pesar de la admiración universal por las operetas cómicas de Offenbach, la opulencia de la experiencia parisina de la ópera y su posición en la sociedad todavía significaba que era un lujo. Pero la relación entre ópera y pueblo llano no podía haber sido más diferente en Italia, donde la ópera era una forma de arte popular. Por «popular» no quiero decir que a algunas personas les gustaba bastante; quiero decir que casi todos los habitantes de las ciudades conocían las canciones de las últimas óperas. Si vivías en Turín, o Milán, o Nápoles en 1850, la ópera era tu iTunes o tu televisión. Esto puede parecernos extraño, conscientes como somos de que incluso los asientos subvencionados en los teatros de ópera de hoy en día pueden llegar a costar más de doscientos euros, pero en la Italia del siglo xix la ópera era sinónimo de entretenimiento. 185
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En su inmaculadamente documentado estudio de la música y sus públicos, The Triumph of Music1, Tim Blanning resume así la escala de la operafilia italiana y su papel crucial en cada comunidad: el teatro de la ópera [...] [a] menudo comprendía no solo un escenario y un auditorio, sino también cafés, restaurantes, casinos y espacios públicos donde la gente podía reunirse y hacer vida social. Muchas personas iban cuatro o cinco veces a la semana. En ninguna otra parte de Europa ni en ningún otro momento de la historia europea se representaron tantas óperas como en Italia entre 1815 y 1860. En Milán había seis teatros en los que se ofrecían montajes operísticos con regularidad; en Nápoles, cinco, más otro en el que se representaban de forma ocasional. La ópera era el alma del pueblo italiano así como también su principal pasatiempo en horas libre. Las óperas tarareables de tres compositores, Rossini, Donizetti y Bellini, dominaron la primera mitad del siglo xix, pero nadie capturó tan completamente los corazones de todos los italianos como Giuseppe Verdi, cuyo primer éxito fue Nabucco, en 1842. Reinó de manera suprema durante medio siglo y sus primeras obras, incluida Nabucco, tenían argumentos cuidadosamente seleccionados para agitar el deseo de autogobierno del pueblo italiano, el conocido Risorgimento. Gracias a esto, Verdi se convirtió en un icono tanto político como cultural. Como su predecesor Donizetti, las primeras docenas de óperas de Verdi, más o menos, se concebían principalmente por ofrecer al público una serie de solos apasionantes y unos coros que colgaban de un emocionante argumento sacado de la historia o de una leyenda, que generalmente incluía el heroísmo, el sacrificio personal, el desafío de los poderes vecinos, bandidos, forajidos, salteadores y villanos de la peor calaña. No eran muy diferentes de las películas de Hollywood de entre los años treinta y sesenta. Las batallas eran monumentales, y a menudo incluían a bravucones que eran aplastados por los más débiles; así que argumentos que incluían a indígenas peruanos levantándose contra los conquistadores españoles (Alzira, 1845); 1 El triunfo de la música: los compositores, los intérpretes y el público desde 1700 hasta la actualidad, traducción de Francisco López, Barcelona, Acantilado, 2012, p. 417.
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a Juana de Arco, de baja cuna, contra los brutales ingleses (Giovanna d’Arco, 1845); o a los lombardos que valientemente se enfrentaban a todos los invasores (I Lombardi alla prima crociata, 1843; La battaglia di Legnano, 1849) eran típicos. Pero luego, alrededor de 1850, Verdi cambió de fórmula. Ya fuera porque descubrió que sus públicos estaban ansiosos por algo diferente o que el impulso vino de sus propias prioridades cambiantes, el resultado fue un cambio de rumbo hacia temas y argumentos más contemporáneos, incluyendo los que estaban situados aparentemente en el pasado. Esta nueva actitud, al menos inicialmente, escandalizó tanto como emocionó: Stiffelio, interpretada por primera vez en Trieste en noviembre de 1850, provocó la condena oficial y una censura sustancial. Se trataba de la historia de un clérigo protestante casado que aprende a perdonar a su esposa adúltera. La ópera está basada en una obra de teatro que se había publicado el año anterior y estaba situada en tiempos recientes en lugar de hacerlo, prudentemente, en el pasado remoto. Su siguiente proyecto, Rigoletto, también estaba basado en una obra de teatro reciente (y prohibida) de Victor Hugo, Le Roi s’amuse2, que satirizaba a un rey inmoral, corrupto –Hugo pensaba en Luis Felipe I, el último rey de Francia– y, en consecuencia, se encontró con más dificultades con las autoridades, en este caso venecianas, que insistieron en que se suprimieran escenas y que se cambiase la época. Un trágico melodrama de destino y venganza, Il Trovatore, siguió en enero de 1853, que inmediatamente se convirtió en una de las óperas más populares de la historia, pero ni siquiera esta preparó a los entonces ya numerosos admiradores de Verdi para el impacto de La Traviata, que fue puesta en escena ante un público atónito justo tres meses más tarde, en Venecia. La Traviata trata de una relación amorosa condenada al fracaso y de la interferencia paterna en la relación imposible de una joven pareja –una vez más con ecos de Romeo y Julieta– que culmina con la muerte agonizante y simbólica, a causa de la tuberculosis, de la protagonista femenina con pasado promiscuo, Violetta. El título de la ópera se traduce aproximadamente como «La extraviada», aunque una traducción coloquial actual podría ser «La ramera». Basada en 2 Véase Victor Hugo, Teatro escogido: Cromwell, Hernani, El rey se divierte, traducción de Juana M. Ribas Novell, Barcelona, Bruguera, 1972.
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un superventas que se había publicado recientemente, La dama de las camelias, de Alexandre Dumas3, La Traviata se topó primero con la indignación moral. A la muerte y al destino, Verdi había añadido el sexo. Las autoridades venecianas exigieron que la ambientación de la ópera, situada en la época del compositor, se cambiara a ciento cincuenta años antes, para reducir su potencial de impacto, mientras que se sugirió a la reina Victoria que no asistiese al estreno de Londres por miedo a ser vista respaldando su «inmoralidad». Pero aunque su nacimiento fue controvertido, al final La Traviata acabó barriendo (casi) todo lo que encontró a su paso. Hasta la fecha ha habido más de veinte adaptaciones cinematográficas y es la segunda ópera más representada de todos los tiempos después de La flauta mágica de Mozart. Por supuesto, narraciones como La dama de las camelias permitían a los públicos del siglo xix nadar y guardar la ropa –disfrutar siendo espectadores de lo que consideraban un comportamiento obsceno y a continuación conseguir que su moral hipócrita acabara venciendo al ver a la mujer pecadora morir de una manera horrible. Violetta no expira, presten atención, sin antes haber roto los corazones indefensos del público con un adiós de una belleza conmovedora, el aria «Addio del passato bei sogni ridenti» («Adiós, hermosos, felices sueños del pasado»). No es una coincidencia que la figura de la Mujer Caída aceche en tantas óperas, novelas y cuadros de la segunda mitad del siglo xix. Con el creciente poder, a la hora de gastar, de la clase media masculina, se alcanzaron asombrosos niveles de prostitución. La historiadora social Judith Walkowitz calculó en su acreditado Prostitution and Victorian Society4 (1980) que las ciudades industrializadas del siglo xix tenían como media la asombrosa proporción de una prostituta por cada doce hombres adultos. La Traviata se enfrenta a esta hipocresía sexual: que cada mujer tenía un precio y sin embargo debía ser condenada por ello. La muerte de Violetta estaba dirigida a infundir vergüenza en los corazones de los públicos de Verdi, como lo hizo el entrometido padre de su amante en la última escena. Fue un intento atrevido por cambiar las actitudes sociales del momento por parte de un hombre que no era superado en fama más que por Garibaldi, hé El hijo del autor de El conde de Montecristo. Prostitución y sociedad victoriana.
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roe de la lucha por la independencia italiana. Verdi comprendió que la ópera resultaba más poderosa cuando intentaba impartir verdades universales a través de fábulas morales emocionalmente comprometedoras. Al hacer que sus compatriotas, hombres y mujeres, se enfrentaran a su doble moral, a sus prejuicios e inseguridades, a partir de sus melodramas accesibles, desgarradores, seguramente también hizo tanto por mejorar las vidas y la autoestima de los italianos como el propio Garibaldi. A través de su gloriosa carrera, con veintiocho óperas, Verdi consiguió comunicar emociones, relatos y sentimientos de una intensidad profunda sin desaparecer en un mundo de complejidad musical que solo otros músicos pudieran apreciar, una alarmante tendencia de la ópera al pasar de las décadas. Sus melodías estaban firmemente enraizadas en un estilo vocal italiano fácil de recordar y de cantar, de manera que el pueblo llano realmente pudiera irse del teatro tarareándolas. Los que no podían permitirse una entrada tampoco se lo perdían del todo. Los organilleros y otros músicos itinerantes merodeaban por los teatros, se aprendían las melodías y se ganaban la vida tocándolas por las calles al día siguiente. Tan sólido fue el cimiento que creó Verdi para la ópera popular italiana que incluso cuando, a comienzos del siglo xx, la música clásica se volvió convulsa, él fue capaz de entregarla sin solución de continuidad a compositores como Leoncavallo y Mascagni. Pero sin duda, el gran sucesor de Verdi fue Puccini, cuyas profundas obras maestras de muerte y destino pertenecen al imaginario del siglo xix. A pesar de haber sido escritas en el cambio de siglo, sus melodramas generosamente melódicos se enfrentaron a la corriente moderna de la música. En todo arte, hay pocas críticas más conmovedoras del abuso de poder que su Tosca, de 1900, o del imperialismo rapaz de Madama Butterfly, de 1904, que fueron presentadas ambas, entonces como ahora, como productos para el mercado de masas, sin pretensión ni esnobismo. *** Si se hubiese dejado a los italianos, la música clásica habría llegado a la época moderna casi sin un rasguño, todavía completamente convencional, todavía amada por todos. Incluso en 1936, La Scala de Milán pudo todavía estrenar unas comedias tan bien recibidas como 189
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la deliciosamente melodiosa y pintoresca Il Campiello, de Ermanno Wolf-Ferrari, basada en una obra de teatro escrita para el carnaval de Venecia de 1756 y que no habría estado estilísticamente fuera de lugar si se hubiese estrenado un siglo antes; en cambio, se estrenó el mismo año en que la BBC comenzaba sus transmisiones de televisión. Al norte de los Alpes, sin embargo, las cosas ciertamente se habían estado desarrollando de forma muy distinta. Si la música instrumental y sinfónica de la primera mitad del siglo xix estuvo totalmente dominada por Beethoven, la música en la segunda mitad perteneció a un húngaro francófono que nació en lo que ahora es Austria: Franz Liszt. Lo extraño en esta afirmación es que virtualmente todo el mundo ha oído hablar de Beethoven y puede recordar probablemente alguna de sus piezas musicales, pero muy pocos pueden nombrar una pieza de Liszt, incluso si han oído hablar de él. Fue un genio al que otros compositores siguieron servilmente durante más de medio siglo; sin embargo, para la mayoría de los oyentes modernos solo es un nombre, junto a su colega Brahms. Pero Liszt fue un pionero, un experimentador, un vanguardista. Para hacer justicia a la creciente obsesión con la muerte y el destino, alguien necesitaba ponerle el turbo al motor de la música. Liszt fue ese hombre. Las armonías de Liszt conseguían emociones inquietantes; escenas fulgurantes emocionaban y aterrorizaban a un público ávido de sensaciones. Liszt, el señor Truco o Trato, fue el compositor que, más que nadie a mediados del siglo xix, recalibró las fuerzas de la música, así que merece la pena observar en detalle algunas de las muchas innovaciones que puso en práctica. Primero: hizo que surgiera la locura por la música extravagante, estilo Halloween, llena de acordes oscuros, profundos, tremendamente ruidosos. Es una locura que todavía no ha amainado. Su teatro de lo macabro, como se ve en su terrorífica Totentanz (Danza de la muerte) de 1849, para piano y orquesta, no solo inspiró a compositores de su propia época, como la Danse Macabre (1874) de SaintSaëns, la Marcha de los trolls (1891), de Grieg, o Baba Yaga (1904) de Liádov, sino también a compositores de bandas sonoras de nuestro tiempo, incluyendo al ingenioso Danny Elfman. La partitura lisztiana de Elfman para Batman (1989) de Tim Burton, por ejemplo, proporciona a las secuencias de fulgurante acción un trasfondo de amenaza vengadora. 190
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Segundo: Liszt fue un pianista espectacular que más o menos por cuenta propia obligó a que los fabricantes de pianos adoptaran unos marcos de hierro para reemplazar los de madera, porque los pianos simplemente se rompían bajo el martilleo a los que los sometía sobre el escenario. Su uso del piano como fuegos artificiales deslumbraba al público en sus conciertos. Uno de sus éxitos, de sus numeritos, fue la Gran Galopa Cromática, compuesta en 1838, que puede verse como el origen de los cancanes de Offenbach de veinte años más tarde (por ejemplo, la «Galopa infernal» de Orfeo en el inframundo). Sus espectaculares y circenses actos, sin embargo, eran solo una parte minúscula de lo que podía hacer con el piano en sus «recitales», un término que él acuñó para indicar un concierto de piano solo. A los treinta años, Liszt se convirtió en la primera estrella internacional de la música, y se embarcó en un tiovivo de giras europeas, donde era conocido y tratado como «El rey del piano». Según las crónicas de la época, algunas aficionadas llegaron a ponerse «histéricas» con solo verle sobre el escenario. (Este aspecto de su celebridad fue, me temo, más bien exageradamente publicitado a finales del siglo xx, en un intento de las compañías de discos de música clásica por hacerle más relevante para una generación más joven en la era de la música pop. Aunque el término Lisztomanía fue utilizado por primera vez en 1844, por el escritor alemán Heinrich Heine en su reseña de una serie de
Franz Liszt, «El rey del piano», fue la primera estrella internacional de la música. Sus interpretaciones, que causaban sensación, animaron a los fabricantes de pianos a adoptar los marcos de hierro para reemplazar a los de madera, porque los pianos simplemente se rompían bajo el martilleo a los que Liszt los sometía sobre el escenario. 191
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recitales en Berlín, la película de 1975 Lisztomanía, de Ken Russell, vinculó poco sutilmente la adoración de las aficionadas de Liszt con la Beatlemanía y con posteriores manías similares. Desde esta película, se ha desarrollado una facilona identificación de Liszt como «la primera estrella del rock». Por descontado que consiguió niveles sin precedentes de fans para su época, pero unas pocas anécdotas sobre señoritas que se extasiaban o que esperaban llevarse algún recuerdo de una aparición en directo de Liszt –un pañuelo o, según una crónica, un puro desechado– apenas se puede comparar con los Cuatro Fantásticos llegando en helicóptero para tocar en el Shea Stadium, al aire libre, en agosto de 1965, frente a 55.600 aficionados y aficionadas que gritaban, lloraban, se desmayaban, y cuyo ruido ensordeció a los cientos de agentes de policía de Nueva York desplegados para proteger a los artistas y que colapsó totalmente la megafonía del estadio.) La tercera innovación de Liszt fue su perfeccionamiento de un estilo de tocar el piano que brillaba y resplandecía, un equivalente auditivo de la vitalidad difusa de óleo de Monet, donde los sonidos se fundían entre sí y se entremezclaban unos con otros como si fueran colores. Esta técnica en música se ha descrito desde entonces como «impresionista» y se ha relacionado concretamente con las obras del compositor francés Claude Debussy, cuyas piezas tenían títulos visualmente evocadores como «Reflejos en el agua», «Huellas en la nieve», «Las colinas de Anacapri» y «Jardines en la lluvia». «Jardines en la lluvia» de Debussy, sin embargo, fue compuesta en 1903, treinta largos años después de que los pintores impresionistas hubiesen comenzado a exponer sus obras ante un desconcertado público parisino. Si el término impresionista pertenece a alguien, no es a Debussy –a quien desagradaba la comparación entre el movimiento artístico y su música–, sino a Liszt, cuya Fuentes de la Villa d’Este, por ejemplo, data de 1877, justo tres años después de la Primera Exposición Impresionista. Era esta una pieza bien conocida para el joven Debussy, que reverenciaba a Liszt como lo haría un discípulo y que tuvo la honra de poder tocar para él en persona en 1888. La cuarta innovación de Liszt estuvo en el campo de la música orquestal. Inventó lo que denominó «poema sinfónico», de los que escribió trece, con un formato que iba a ser adoptado entusiastamente por compositores tan variados como los checos Bedřich Smeta192
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na, Antonin Dvořák y Leoš Janáček; los rusos Mili Balákirev, Modest Mússorgski, Alekandr Borodin, Nikolái Rimski-Kórsakov, Aleksandr Glazunov y Anatoli Liádov, el alemán Richard Strauss y el finés Jean Sibelius. La idea que subyace en los poemas sinfónicos de Liszt consiste en reducir la tradicional sinfonía en cuatro movimientos, ejemplificada por Beethoven, en una pieza concentrada, más breve, que sería una respuesta musical a una obra de arte no-musical. Sus temas oscilaban desde Prometeo, el héroe mítico de la Antigua Grecia y objeto de inspiración para Beethoven y compañía, hasta el Hamlet de Shakespeare, desde Orfeo en el Inframundo hasta una pintura contemporánea de la batalla en el año 451 d.C. entre Atila, rey de los hunos, los visigodos y el Imperio romano. Mientras que Beethoven había construido su sinfonía «Pastoral», en forma sonata, a partir de imágenes visuales –un paseo por el campo, una tormenta, una celebración de los campesinos–, él estaba más interesado en sus propios sentimientos que en el efecto pictórico de sus escenas. Los poemas sinfónicos de Liszt, por otra parte, suponían un alejamiento de esta moda, en el sentido de que tenían la intención de hacer aparecer en la música las pinturas o los propios relatos. Liszt se estaba alejando de la idea de la música como ente abstracto, como algo que se escucha atentamente durante unos cuarenta minutos, para acercarse a la música orquestal como representación de algo extramusical. En su forma más pura, el estilo del poema sinfónico es el punto de partida de la música orquestal para películas de los años veinte y treinta del siglo pasado, al ser su cometido apoyar y describir algo que se hallaba fuera de la música. Aunque las sinfonías de estilo antiguo, de cuatro movimientos, continuaban siendo escritas, incluso hasta mediados del siglo xx, muchos compositores se apropiaron con gran entusiasmo de la alternativa que suponía el poema sinfónico de Liszt. La Tercera Sinfonía de Beethoven, «Heroica», había tenido en su núcleo una idea –el heroísmo (y su traición)–, pero continuaba manteniendo la forma musical de una sinfonía. Casi lo mismo puede decirse de la obertura Las Hébridas (1830), de Mendelssohn: puede que haya tenido un pensamiento rector –unas vacaciones en esas islas, en particular una visita a la Gruta de Fingal–, pero su forma estaba todavía determinada por un modelo musical. Sin embargo, Tasso, Lamento e Trionfo, de Liszt, seguía paso a paso un período real en la vida del poeta italiano 193
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del siglo xvi Torquato Tasso, hasta el extremo de entretejer una canción folclórica tradicional de los gondoleros para evocar la relación de Tasso con Venecia, y de crear una angustiosa primera sección en el manicomio donde Tasso, que posiblemente sufría de esquizofrenia, estuvo por un tiempo encarcelado. La forma de la pieza, crucialmente, venía dictada por el relato. Este era algo nuevo en la música puramente orquestal. (La ópera, por supuesto, había estado condicionada durante muchos años por el relato y los personajes.) Los propios comentarios de Liszt sobre Tasso, que fue completado en 1849 y revisado en 1851, revelan lo precisa que era su estrategia para contar el cuento: Tasso amó y sufrió en Ferrara, fue vengado en Roma e incluso hoy en día está vivo en las canciones populares de Venecia. Estos tres momentos son inseparables de su fama inmortal. Para reproducirlos a través de la música, primero convocamos la gran sombra mientras él deambula por las lagunas de Venecia, lo que ocurre incluso hoy en día; luego, su rostro se nos aparece, glorioso y melancólico, mientras contempla las festividades en Ferrara, donde creó sus obras maestras; y finalmente, lo seguimos hacia Roma, la ciudad eterna, que le coronó con la fama y así le rinde tributo como mártir y como poeta5. Este desplazamiento del énfasis, desde una música puramente orquestal hasta una más ilustrativa, es particularmente notable en su poema sinfónico Hunnenschlacht, que dedicó al cuadro de 1850 de la batalla de Atila, rey de los hunos, de Wilhelm von Kaulbach. La batalla, que tuvo lugar en el año 415 d.C., contra el Imperio romano, ya cristiano, y sus aliados, fue una de las raras ocasiones en que Atila y sus bárbaros hunos fueron derrotados. Al comienzo de la pieza, la música de Liszt pretendía ser una descripción de los ejércitos fantasmagóricos de la batalla, que se estaban armando de valor para la lucha; está marcada para ser interpretada «tempestuosamente» y para recrear el efecto de los espíritus de los soldados, que en la pintura están en el cielo; se ordena a las cuerdas tocar con sus sordinas puestas, 5 Traducción del libro de Humphrey Searle The Music of Liszt (London: Williams & Northgate, 1954) (hasta aquí, la nota del autor). Existe una traducción al español: Liszt, traducción del inglés de Marco Aurelio Galmarini, Colección New Grove, Barcelona, Muchnik Editores, 1987.
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Liszt encabezó un desplazamiento desde la música orquestal hasta la orientativa, al utilizar esta pintura de Atila, rey de los hunos, durante una batalla como base de su poema sinfónico Hunnenschlacht. Entre los sonidos caóticos de la batalla, un canto llano, «Crux fidelis», da a conocer la figura de arriba, a la izquierda, con una cruz resplandeciente.
disminuyendo y adelgazando de esta manera el sonido. Entremezclados con las vivaces, murmurantes cuerdas hay pequeñas explosiones militares producidas por los cuernos. En la pintura hay relativamente pocos soldados reales, al quererse destacar los hombres y mujeres comunes que se ven involucrados sin querer en el conflicto, así que Liszt se cuida muy mucho de no hacer que su orquesta sea demasiado percutante y marcial, al menos cerca del comienzo. Al final, la batalla en sí comienza y, en medio del tumulto y del caos, Liszt introduce con los trombones un antiguo canto llano, «Crux fidelis» («Cruz de la fe»), para representar la figura cubierta con una esclavina, en una esquina de la pintura, que carga con una cruz brillante dorada. A aquel le sigue una fanfarria triunfal y luego la introducción de un órgano amable, sagrado. El tema de canto lla195
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no está cuidadosamente entrelazado con una actividad de las cuerdas que va creciendo exponencialmente durante los últimos cinco minutos, más o menos, dando una sensación general de la gran victoria que está a punto de celebrarse; que, cuando esta ocurra, no admite dudas sobre la escala y el significado que tiene para las fuerzas cristiano-romanas, civilizadoras, que resultan vencedoras. La musculosa música de victoria es rematada con refuerzos extra, desde fuera del escenario, de los metales y de una instrucción relacionada con el órgano: «Dans le cas où l’harmonium ne serait pas assez puissant pour couvrir l’orchestra à la fin, n’en faire aucun usage» (que se traduce aproximadamente así: «En el caso de que el órgano no sea más poderoso que toda la orquesta, no utilizarlo»). El clímax final es el tipo de poderoso estruendo que han escuchado ustedes en incontables bandas sonoras de películas de aventuras de Hollywood, desde la separación de las aguas del mar Rojo de Elmer Bernstein en Los diez mandamientos (1956) hasta la música que acompaña la batalla, de las que sacuden el cuerpo, de Hans Zimmer para Gladiator (2000). La quinta innovación de Liszt fue producto de la particular geografía política en la que nació. La pequeña ciudad de su nacimiento, Doborján, entonces en el reino de Hungría, que ahora se llama Raiding y está en Austria, estaba habitada por una mezcla de húngaros magiares y austríacos germanohablantes, los cuales fueron todos absorbidos por el imperio austríaco, luego austro-húngaro, bajo la monarquía de los Habsburgo. En el siglo xix muchas personas pertenecientes a la mayoría étnica magiar se sentían desmoralizadas por su carencia de autogobierno, aunque Liszt se mantuvo alejado de cualquier agitación durante la mayor parte de su vida. De niño, su capacidad musical había sido descubierta rápidamente y pronto estuvo en Viena recibiendo formación de, entre otros, Salieri, y encontrándose con Beethoven y Schubert. De adolescente, tras la muerte de su padre, Liszt y su madre se mudaron a París, donde adoptó el francés como «primera» lengua. Durante el resto de su vida fue plenamente cosmopolita, viajó ampliamente, vivió veinte años en Weimar y seis años cerca de Roma, donde tomó los hábitos. Una conferencia y un festival recientes dedicados a festejar su centenario en la moderna Hungría simplemente lo describía, con corrección, como «europeo». Pero incluso aunque no se hubiese criado en Hungría, Liszt se aferró a algunos vestigios de patriotismo húngaro bajo su fachada paneuro196
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pea. En 1839 regresó a su patria por primera vez desde su niñez y fue recibido con entusiasmo por multitudes que cantaban «Hail! Franz Liszt!». Se puso, ostentosamente, el atuendo nacional como gesto de solidaridad con la causa magiar e interpretó de forma desafiante su arreglo para piano de la popular aunque prohibida «Marcha Rácóczy», que homenajeaba al príncipe Ferenc Rácóczy, que había encabezado una revuelta contra la dominación austríaca entre 1703 y 1711. En un emocionado discurso en el Teatro Nacional de Hungría, en julio de 1840, Liszt declaró su apoyo a las aspiraciones de independencia de sus compatriotas. Es esta misma simpatía para con su país de origen la que se refleja en el conjunto de once arreglos para piano de canciones folclóricas, Magiar dalok (que incluye la «Marcha Rácóczy»), compilados entre 1839 y 1840, y sus diecinueve Rapsodias húngaras para piano solo, compuestas a cada tanto entre 1846 y 1885. Que tenían la intención de albergar un propósito patriótico, así como también nostálgico, está claro en la dedicatoria de la más famosa del conjunto, la n.º 2, compuesta en 1847, al nacionalista, revolucionario y estadista húngaro conde László Teleki. La relación de Teleki con el levantamiento húngaro contra la dominación austríaca en marzo de 1848, una revuelta que fue aplastada por los ejércitos imperiales y seguida de una política punitiva de germanización, le llevó a ser condenado a muerte. La identificación musical de Liszt con la canción y las danzas folclóricas de su Hungría natal fue, junto con las polonesas y mazurkas de Chopin, la primera ola de un movimiento que iba a arrasar en la música durante el medio siglo posterior, movimiento al que se dio un poderoso impulso por el hecho de que muchos de los contemporáneos de Liszt –Brahms, Joachim Raff, Smetana, Chaikovski, César Cui y Rimski-Kórsakov, por nombrar solo a un puñado– fueron arrebatados seguidores de él. La fórmula que Liszt puso en uso en sus Rapsodias húngaras, y que fue muy imitada de ahí en adelante, era bastante simple. Comenzaba con una primera sección majestuosa, sinuosa, ligeramente exótica, conocida como lassan o lassu, que estaba emparejada con una frenética segunda sección llamada friska, de la palabra alemana frisch, que significa ‘brioso’. El tercer componente importante de la colección y de todos sus derivados era la vigorosa danza csárdás, que había impre197
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sionado mucho a Liszt cuando fue invitado por el «padre de la csárdás», el judío Márk Rózsavölgyi, a un recital privado en mayo de 1846. Rózsavölgyi venía de un ambiente de pobreza y muy posiblemente conociera de niño la música folclórica judía del este de Europa conocida como klezmer. De joven viajó por Hungría, Eslovaquia y Rumanía, recuperando las danzas folclóricas locales en su violín. Más tarde, se convirtió en una figura musical famosa en Budapest; algunas de las melodías (ya fueran compuestas recientemente o recopiladas por él,) se integraron en las Rapsodias húngaras de Liszt. (Liszt nunca dijo que las melodías fuesen suyas, solamente que las estaba adaptando al piano, en su estilo propio.) Pero Liszt, como los otros compositores de su tiempo, estaba más que confundido con respecto a lo que era la música étnica húngara, al creer que era lo mismo que la música «cíngara», que a su vez era con frecuencia confundida con la música «turca». En realidad, la música cíngara (romaní) era bastante distinta de la música folclórica turca y también bastante distinta, daba la casualidad, de la música folclórica húngara (magiar). Para los vieneses pudientes de finales del siglo xviii en adelante, sin embargo, incluyendo a compositores como Haydn y Mozart, utilizar los términos «cíngaro», «húngaro» o «turco» equivalía a decir «música exótica extranjera de gente pobre». Ciertamente, ahora sabemos que Liszt y sus contemporáneos estaban bastante equivocados sobre la procedencia de lo que denominaban «música cíngara». La música que ellos pensaban que era «cíngara» era en realidad música folclórica húngara interpretada por los Lautari (músicos gitanos profesionales) en Budapest y Viena, a beneficio de los patrones de restaurantes o cafeterías, o era un pastiche «de estilo cíngaro», basado no en canciones y danzas folclóricas antiguas, sino en melodías de espectáculos teatrales populares o baladas de salón, los nombres de cuyos compositores se habían perdido, deliberadamente o no, a lo largo del tiempo. (En su mayoría han sido identificados desde entonces.) Los romaníes reales de la Europa central del siglo xix, cuyos orígenes étnicos fundamentales eran hindúes, conservaron su propia música para sí mismos. Liszt pensaba, sin embargo, que la música folclórica húngara era música gitana y la publicación de su primer libro de Rapsodias húngaras, en 1853, en un estilo folclórico genérico emperifollado para los sofisticados salones de la Europa occidental, provocó una locura que virtualmente todos los compositores en Europa emularon. 198
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Algunos saquearon las danzas folclóricas rústicas de su propio país; algunos adaptaron, de manera oportunista, la música folclórica de otros países; mientras que otros se apropiaron de la música de las bandas gitanas itinerantes. Este fenómeno ha sido etiquetado posteriormemente como «nacionalismo musical», pero encuentro esta terminología problemática. El fallo en describirla como «nacionalista» es que, mientras que a veces se identificaba con movimientos políticos que buscaban la autodeterminación, como en el caso de las Rapsodias húngaras de Liszt o Finlandia de Sibelius, en otros casos era meramente una excusa para insertar expresiones y sonidos étnicos en la música de salón, o de sala de conciertos, sin motivación nacional o política alguna. O, como mucho, con una motivación confusa, como en el bienintencionado malentendido de Liszt con respecto a la música romaní. Asimismo, los compositores del siglo xix que se apropiaron de estos temas incluso hicieron uso, algunas veces, de material procedentes de regiones que no eran las suyas o, como miembros de la clase dirigente imperial, encontraron su inspiración en la música de tribus y comunidades subyugadas dentro de los dominios del imperio, en cuyo caso el término nacionalista es, seguramente, altamente inapropiado. Hay ejemplos para todos los gustos. Para ser claros, el fenómeno de reinventarse la música étnica puede en muchos casos haber sido motivado por un amor profundo y sincero al país y a las tradiciones y raíces de pueblos que se sentían oprimidos por otras naciones más poderosas. Pero no fue un movimiento de abajo hacia arriba, de las bases, mediante el cual músicos campesinos presentaban los tesoros de sus comunidades al mundo. En todos los casos, el movimiento que solía llamarse «nacionalismo» musical fue fraguado por compositores altamente preparados, viajados, de clase media, en su mayoría formados en Leipzig, Viena o París, que tomaron fragmentos y piezas de danzas y canciones folclóricas que habían escuchado, probablemente en tabernas de ciudad, ni siquiera en el campo, e improvisaban para conseguir lo que fueron esencialmente caricaturas musicales austro-germanas convencionales para la diversión de un público que no tenía ningún interés en las luchas de la cultura campesina. Entre las colecciones más populares de este tipo que el ejemplo de Liszt engendró estaban las Danzas húngaras de Johannes Brahms de 1869 y 1880, que se aprovecharon de todas las formas de danza rústica al uso: lassan, friska y csárdás. Brahms, que estaba más que ad199
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mirado por el talento y la posición social de Liszt (pero que encontraba su música demasiado progresista para ser disfrutada), era un conservador musical confeso que seguía la tradición más formal de Beethoven, Schubert y (su amigo) Schumann, y aunque su niñez desprotegida fuera en parte marcada por tocar el piano en sórdidos bares y en burdeles cerca de los muelles de Hamburgo, su familiaridad con la música folclórica húngara genuina habría sido adquirida en su totalidad a partir de fuentes secundarias, si no terciarias. Sus Danzas húngaras son muy divertidas y elegantes, pero –no se equivoque– si usted hubiera interpretado una de ellas para una lechera magiar que se estuviera paseando por las riberas del lago Balaton en 1870 y le hubiese preguntado qué acababa de escuchar, seguramente habría contestado: «Bonita. Algún tipo de música alemana de moda». La integración del estilo pseudocampesino en el estilo habitual del piano y la orquesta de la épocas constituyó una avalancha imparable, que proporcionó muchas de las gemas más amadas de la música del siglo xix, desde las Danzas eslavas del compositor bohemio (checo) Dvořák de 1878 y 1886 y la suite Karelia del compositor finés Sibelius de 1893, desde Má vlast (Mi país) del bohemio (checo) Smetana, de 1879, hasta la rapsodia sueca Midsommarvaka (Vigilia de verano) de Hugo Alfvén, de 1903. Las danzas populares csárdás fueron imitadas por el francés Delibes (en su ballet Coppelia, de 1870), por el ruso Chaikovski (en su ballet El lago de los cisnes, de 1877) y, quizá las más conocidas de todas ellas, las del italiano Vittorio Monti, cuyas «Csárdás» de 1904 fueron más tarde adoptadas por bandas y orquestas Lautari romaníes por toda Europa para tocar ante una clientela que gustaba de marcar el ritmo con el pie. Quien siembra viento recoge tempestades. El mismo Liszt escribió tres csárdás para piano, entre 1881 y 1884, incluyendo, naturalmente, una «Csárdás macabre». En ningún lugar la moralidad de tomar prestados elementos de la música étnica para incorporarlos a la música convencional fue tan cuestionada como en Estados Unidos, donde un compositor en particular se halló en el centro de un debate altamente conflictivo. Los estadounidenses de clase media de finales del siglo xix eran aficionados a no ser superados por sus homólogos europeos, así que construyeron salas de concierto, establecieron orquestas e invitaron a estrellas del otro lado del Atlántico. Antonin Dvořák, ya famoso du200
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rante la década de los ochenta del siglo xix fuera de su patria, especialmente en Gran Bretaña, fue invitado a Nueva York por un rico filántropo en 1892, para convertirse en el director del nuevo National Conservatory of Music, por un salario veinticinco veces más elevado del que tenía por hacer lo mismo en Praga. Vivió en Nueva York durante tres años, produciendo, entre otras cosas, su ahora extremadamente conocida Novena Sinfonía, «Del nuevo mundo», en 1894. El claro y muchas veces afirmado propósito de Dvořák, publicado en artículos periodísticos poco después de su llegada, era el de animar a los jóvenes compositores estadounidenses a que adoptasen y desarrollasen las melodías de las comunidades nativas americanas y afroamericanas en su música orquestal, como él y sus discípulos bohemios habían hecho con la música folclórica checa y eslava allá en Praga. Escribió: Ahora estoy convencido de que la música futura de este país debe fundarse sobre lo que se llaman melodías de los negros. Este debe ser el veradero cimiento de cualquier escuela de composición seria y original que se desarrolle en Estados Unidos… Estos bellos y variados temas son producto de la tierra… Estas son las canciones folclóricas de América y vosotros, compositores, debéis volveros hacia ellas… En las melodías de los negros de América descubro todo lo que se necesita para una escuela de música grande y noble. Son patéticas, tiernas, apasionadas, melancólicas, solemnes, religiosas, atrevidas, felices, alegres, o lo que se quiera. Es la música que se adapta a cualquier humor o propósito. No hay nada en toda la gama de la composición que no pueda ser suministrado por temas procedentes de esta fuente. El optimismo de Dvořák recibió tantas burlas como admiración y sus comentarios sobre la música negra fueron noticia de portada a ambos lados del Atlántico. El compositor italiano Puccini declaró unos pocos años más tarde: «No existe la música estadounidense. Lo que tienen es música negra, que casi es el salvajismo del sonido». Al esnobismo europeo se añadía el escepticismo de los blancos estadounidenses sobre las declaraciones públicas de Dvořák. El compositor bostoniano Edward MacDowell, que se había formado en París y Fráncfort en lugar de en Estados Unidos, y que escribía en su ma201
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yoría música al estilo alemán, respondió: «Se nos ha ofrecido aquí en Estados Unidos un patrón para un traje de música nacional estadounidense, por parte del bohemio Dvořák… aunque todavía es un misterio lo que las melodías negras tienen que ver con el americanismo en el arte». No obstante, la propia madre de McDowell, Frances, concedió una beca a un joven músico afroamericano, Harry Thacker Burleigh, para que entrara a formar parte de las clases de Dvořák en el National Conservatory of Music, donde introdujo al compositor bohemio en los espirituales y le asistió en la transcripción de partituras orquestales. Burleigh adaptó algunos de estos espirituales, publicados en 1901 como Six Plantation Melodies for Violin and Piano, y más tarde tuvo un considerable éxito con arreglos de espirituales en forma de canciones y la composición de baladas sentimentales, incluyendo «Little Mother of Mine» (1917), «Dear Old Pal of Mine» y «Under a Blazing Star» (1918). De entre los otros estudiantes de Dvořák, Rubin Goldmark respondió a su llamada a las armas con una adaptación de Hiawatha, de Longfellow, y, en 1923, un año antes del estreno de la Rhapsody in Blue, de su pupilo George Gershwin, una Negro Rhapsody. Pudiera ser que otro estudiante notable de Dvořák, el organista y compositor Harry Rowe Shelley, no hubiese prestado atención a la llamada de manera tan concienzuda, ciertamente no si nos referimos a sus obras orquestales Souvenir de Baden-Baden y The Crusaders. Pero si los métodos de enseñanza de Dvořák causaron estupor entre sus compatriotas de adopción, sus propias composiciones estadounidenses iban a resultar ser incluso más controvertidas. Su Sinfonía «Del nuevo mundo» de 1894, en particular, fue escudriñada hasta el extremo de cuestionar si la fuente original de sus melodías era realmente «estadounidense» e incluso si Dvořák tenía derecho a apropiarse de estilos musicales folclóricos (si no de melodías reales) de otra comunidad para sus composiciones. Un oponente muy franco de la ola de imitación étnica fue el escritor, activista de derechos civiles y cofundador de la National Association for the Advancement of Colored People6, W. E. B. Du Bois. No dejó de insistir, en La conservación de las razas (1897) y en su original colección de ensayos Las almas del pueblo negro (1903)7, que las cancio Asociación Nacional para el Avance de las Personas de Color. Introducción, traducción y notas de Jesús Benito Sánchez y Ana María Manzanas,
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nes de esclavos («Las canciones de Tristeza»8) de las plantaciones no eran, como dijo Dvořák, un recurso nacional a disposición de todos los estadounidenses. Más bien eran, más exactamente, la voz de los afroamericanos oprimidos –«estas canciones son el mensaje articulado del esclavo al mundo»– y así deberían permanecer. Describió haber escuchado «Las canciones de tristeza» de niño, incluida «Swing Low, Sweet Chariot», a la que llamaba «la nana de la muerte», al recordar que «salieron del Sur ignoto para mí, una por una, y sin embargo de repente supe que trataban de mí y que eran mías… Esto era música africana primitiva… la voz del exilio». Para Du Bois, el pueblo negro de Estados Unidos tenía que resistirse a ser absorbido por los Estados Unidos blancos: «Su destino no es una imitación servil de la cultura anglosajona, sino una originalidad incondicional que deberá seguir indefectiblemente los ideales negros… Somos los primeros frutos de esta nueva nación, el presagio de ese mañana negro que está todavía destinado a atenuar la blancura del presente teutónico. Somos ese pueblo cuyo sutil sentido de la canción ha dado a Estados Unidos su única música estadounidense, sus únicos cuentos de hadas estadounidenses, su único toque de patetismo y humor entre su demente plutocracia de amasadores de dinero». Una de las mayores controversias relacionadas con la Sinfonía «Del nuevo mundo» tiene que ver con su movimiento lento, todavía instantáneamente reconocible gracias a su melodía fácilmente memorizable, más bien como un himno religioso, y también porque fue elegido posteriormente para un anuncio de pan en el que evocaba la Inglaterra eduardiana rural (lo cual en sí mismo debe alertarnos contra los peligros de la capacidad de la música para reforzar características «nacionales»). Su similitud con un himno religioso se advirtió no mucho después de su estreno en el Carnegie Hall en diciembre de 1893, puesto que otro pupilo de Dvořák, William Arms Fisher, le puso una letra sagrada y la convirtió en una canción sacra, «Goin’ home». Se ha insistido en que Dvořák escuchó la melodía de Harry Burleigh, una teoría propuesta, por ejemplo, en una carta de 1922 escrita por el compositor Victor Herbert: «El doctor Dvořák era de lo más amable y complaciente y se tomó un gran interés por sus pupilos, uno de los cuales, Harry Burleigh, tuvo el privilegio de dar al doctor parte Universidad de León, Secretariado de Publicaciones y Medios Audivisuales, 1995. 8 Véase op. cit., p. 61. 203
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del material temático de su sinfonía… He visto que esto se ha negado, pero es cierto»9. El mismo Burleigh escribió más tarde: «Le di lo que sabía de las canciones negras –nadie las llamaba espirituales en aquel tiempo– y él transcribió algunas de mis melodías (de la música de mi pueblo) en la Sinfonía “Del nuevo mundo”». Otra afirmación similar fue hecha por el guitarrista afroamericano W. Philips Dabney, que sugirió que Dvořák se basó en su propia melodía de plantación «Uncle Remus», que el guitarrista había interpretado ante él en su oficina del Conservatorio y que, declaró, aquel transcribió sobre papel. La melodía se ha comparado con frecuencia al espiritual «Deep River», mientras que otra de las melodías de la sinfonía ha sido relacionada con «Swing Low, Sweet Chariot». Dvořák ciertamente tenía intención de que los ritmos sincopados y las formas melódicas de su sinfonía derivaran de las cinco notas pentatónicas con las que nos hemos encontrado antes (las teclas «negras» de un teclado), las que son comunes a todas las culturas musicales del mundo, para sonar como las de los pueblos nativos estadounidenses. Incluso antes de su llegada a Estados Unidos, había leído un ensayo musicológico publicado en Alemania en 1882, llamado «Sobre la música de los indios norteamericanos». Recalcó, sin embargo, con respecto a la sinfonía: «De hecho, no he utilizado ninguna de las melodías nativas estadounidenses. Simplemente, he escrito temas originales que incorporaban las peculidaridades de la música india y, al utilizar estas como temas, las he desarrollado con todos los recursos de los ritmos, el contrapunto y el color orquestal modernos». Un estímulo adicional para investigar las fuentes de Dvořák para las melodías de la Sinfonía «Del nuevo mundo» fue provocado por su admisión de que había estado previamente desarrollando ideas para una adaptación musical del poema épico de Henry Wardsworth Longfellow, basado libremente en leyendas tribales indias, El canto de Hiawatha10. Dvořák acabó abandonando el proyecto de Hiawatha pero afirmó haber empleado la investigación que había efectuado para ello en la música de la sinfonía. Sin evidencia documental definitiva, puede que nunca sepamos si esta investigación incluía melo9 Véase también: Simpson, Anne Key, Hard Trials: The Life and Music of Harry T. Burleigh (The Scarecrow Press, 1990). (Nota del autor.) 10 Traducción de Jordi Quingles Fontcuberta, Palma de Mallorca, José J. de Olañeta Editor, 1992.
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días tribales que más tarde hizo pasar por suyas propias. (De largo, la adaptación del poema de Longfellow más exitosa de la época fue The Song of Hiawatha, una trilogía de oratorios completada en 1900 por el compositor inglés mestizo Samuel Coleridge-Taylor. El estreno, con enorme exceso de solicitudes de entradas, de su primera entrega, Hiawatha’s Wedding Feast, en noviembre de 1898 en el Royal College of Music, fue descrito por el compositor sir Hubert Parry como «uno de los acontecimientos más destacados en la historia musical moderna de Inglaterra».) Así como la intención de Longfellow al escribir el poema no era la explotación colonial, sino más bien un intento de retratar a los pueblos tribales nativos americanos como «nobles salvajes» con mucho en su folclore que valorar y disfrutar, el propósito de Dvořák al componer esta sinfonía era elevar las aspiraciones de los creadores musicales estadounidenses y de los amantes de la música. Quería que sintieran orgullo por su propia herencia, que no la vieran como una imitación de segunda de la cultura europea. La ironía estaba, por supuesto, tal como Leonard Bernstein señaló en un análisis paso a paso de la sinfonía, de 1956, en que en su bienintencionada pero superficial imitación de tipos melódicos nativos americanos y afroamericanos «primitivos», el estilo de Dvořák también sonaba como el de otras culturas minoritarias. Por ejemplo, la china y la escocesa, así como también algunas músicas folclóricas étnicas de Europa oriental. El mismo Dvořák reconoció esa ironía al admitir en una entrevista en un periódico: «Me di cuenta de que la música de los negros y de los indios era prácticamente idéntica», para afirmar a continuación que «la música de las dos razas ostentaba una notable similaridad con la música de Escocia». James Huneker, al reseñar la primera interpretación de la sinfonía, identificó el tema «Swing Low, Sweet Chariot» en el primer movimiento, describiéndolo como «negro u oriental, como gusten». Todo ello nos lleva a la pregunta de si es legítimo saquear el contenido musical de la herencia cultural de otra comunidad colocándolo en un entorno extraño y artificial para beneficio de un público muy distinto. ¿Por qué importaba si las melodías de Dvořák en su sinfonía las tomó prestadas de canciones folclóricas de los nativos estadounidenses y afroamericanos o si las había compuesto recientemente? Importaba porque la Sinfonía «Del nuevo mundo» de Dvořák tiene que ser vista en el contexto de este período. La expansión territorial 205
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estadounidense durante el siglo xix se ha justificado repetidamente por una firme creencia en el «Destino manifiesto», la noción de que los blancos estadounidenses tenían el derecho, o incluso el deber, otorgado por Dios, de colonizar el continente entero. Una y otra vez, sin embargo, el «Destino manifiesto» se reveló como poco más que un eufemismo para la violenta apropiación de las tierras de los nativos americanos en beneficio de los colonos blancos. ¿Habrían reconocido sus melodías como suyas los supervivientes y los familiares de los indios lakota sioux sacrificados en la masacre de Wounded Knee, que tuvo lugar tres años antes de la primera interpretación de la sinfonía? Si lo hubieran hecho, ¿no lo habrían considerado una forma más de latrocinio? Incluso Dvořák, defensor del éxito musical de los afroamericanos (ciento cincuenta de sus seiscientos estudiantes en el National Conservatory eran negros, una sorprendente estadística de integración en una era de profunda segregación), era capaz de desestimar parte de la cultura de los nativos americanos como algo sin valor: «He escuchado a cantantes negros en Haití durante horas y, como regla, sus canciones no son diferentes de los cantos monótonos y toscos de las tribus sioux». El debate moral, sobre si es ético que un pueblo más rico adapte la música de un pueblo más pobre para su entretenimiento musical –con frecuencia sin acreditar y sin pagar– nunca ha desaparecido y se ha debatido muy encendidamente en nuestra propia época, en particular en el terreno de los blues, del jazz y de las músicas del mundo. Nos encontraremos con esta cuestión de nuevo en el siguiente capítulo. Pero por el momento, a finales del siglo xix, se adivinaba otra gran controversia en el horizonte. Ciertamente, cualquier incomodidad generada por la relación de Dvořák con la cultura de los pueblos oprimidos era una nimiedad en comparación con el nido de avispas provocado por el discípulo de Liszt más necesitado y polemista de todos: Richard Wagner. El coloso Wagner es una realidad inevitable en la música de finales del siglo xix y ciertamente en la civilización occidental reciente. Es tanto brillante como problemático, y es justo decir que su sobresaliente legado ha tenido más impacto en los mundos de la literatura, la filosofía y la política que, estrictamente, en el desarrollo musical. Esto es porque su estilo era tan particular, sus motivaciones secretas 206
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tan ambiciosas y su importancia como figura nacional alemana tan absoluta que otros compositores encontraron imposible (o intragable) seguir su ejemplo. De los muchos regalos de Liszt al mundo musical, se puede decir que el más significativo fue lo que enseñó, en su mayor parte inintencionadamente, a este hombre que al final se convertiría en su yerno. La deuda de Wagner para con Liszt es tan grande, que es justo decir que no hay innovación, ni técnica, ni un supuesto progreso en expresión o estilo en ninguna parte de la monumental producción de Wagner que no se haya encontrado primero en Liszt. A veces, como en el movimiento final de la Sinfonía «Dante» de Liszt, «Purgatorio», compuesta en 1856, es como si pasajes enteros hubiesen encontrado su camino –sin duda de forma subliminal– hacia la textura de Wagner (en ese caso, Tristan und Isolde). En otra parte, los regalos son técnicos. Piénsese en el desmantelamiento de la armonía que lleva a cabo Wagner. Uno de los trucos favoritos de Wagner era tomar el pilar de toda la armonía occidental –la tríada común– para ora sofocarlo ligeramente con el fin de crear un acorde disminuido, ora alargarlo ligeramente para crear un acorde aumentado. Disminuir o aumentar acordes los hace comportarse de forma extraña. Se hacen inestables y tienen una tendencia a desestabilizar el carácter de la pieza, porque se desvían de lo convencional, buscando relaciones con acordes desconocidos. Son los vagabundos de la música. Crean una sensación de nerviosismo, de ansiedad e incertidumbre. Wagner los utiliza prolíficamente a lo largo de sus diez óperas más famosas para evocar dolor o angustia, o para indicarte que algo nefasto podría estar a punto de ocurrir. En la primera parte de su épico ciclo del Anillo, El oro del Rin, por ejemplo, una serie de acordes disminuidos se utilizan con frecuencia para expresar el peligroso poder del Anillo. Wagner puede haberse convertido en el compositor de los acordes disminuidos y aumentados, pero todos se basan en la atrevida, oscura armonía de Liszt. Su Sinfonía «Fausto», de 1855, comienza con un angustioso tema de obertura enteramente compuesto por acordes aumentados, seguidos no mucho después por un brote de dolor demoníaco, que culmina en una serie de acordes disminuidos muy agudos. (El «Fausto» de Liszt no es solo digno de atención por presagiar a Wagner. Su tema de obertura, sin ser instantáneamente tarareable, se compone de doce notas: utiliza las doce notas de la 207
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escala occidental sin repetir ninguna. ¿Y qué?, podrían preguntar. Bueno, cuando el compositor austríaco Arnold Schoenberg propuso una nueva forma de organización musical, según la cual una melodía estaba obligada a utilizar cada una de las doce notas del la escala occidental en una secuencia antes de que se le permitiese repetir alguna de ellas, un método conocido como serialismo dodecafónico, por poco logra el colapso de la civilización musical tal como la conocemos. Nos encontraremos con ello más adelante. Lo notable es que el experimento de Liszt con la misma idea precedió a Schoenberg en sesenta y ocho años.) La deuda de Wagner con Liszt es evidente incluso en el acorde más famoso de Wagner, tan famoso que lleva su nombre. Libros enteros han sido escritos sobre él y académicos han construido carreras basándose en él. Se llama «acorde del Tristán»11. El acorde del Tristán proviene de la ópera Tristan und Isolde, de Wagner, y aunque se le ha otorgado el trato mítico y reverencial que normalmente se ha reservado a la Primera ley de Newton o a la Teoría especial de la relatividad de Einstein, es, cuando todo ha sido dicho –esperen–, un acorde disminuido.
Al humilde acorde del Tristán se le ha reconocido el mérito de señalar el final de cuatrocientos años de orden en la armonía occidental y el comienzo de la modernidad, una afirmación atrevida, cuando menos, e incluso muy atrevida considerando que Liszt había estado utilizando este acorde, y muchos otros de su clase, durante años antes de que Wagner lo introdujera en la frase de apertura de Tristan und Isolde en algún momento entre 1857 y 1859. A pesar de la deuda de Wagner para con Liszt, sería impropio no recordar que los grandes compositores siempre han tendido a sintetizar los estilos y corrientes de su tiempo, que no necesariamente han sido innovadores, y la música de Wagner en cualquier caso tiene melodías mucho mejores que la de Liszt. Tristan und Isolde es una obra 11 Se trata de una séptima de tercera especie, de una séptima menor con la quinta disminuida.
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maestra absoluta, con temas poderosos, potentísimos, merecedores de su lugar en el panteón de la música, de manera que no importa que hubiese o no hubiese sido un innovador. Como experiencia musical es exuberante y omnipotente, y contiene las dos mejores transiciones hacia un clímax en toda la música (solo uno de los cuales se consuma, digamos; el primero se desvía en el último momento). Lo que no es, es lo que Wagner deseaba crear: un drama musical. Clara Wieck Schumann vio la ópera en Múnich en 1875 y su resumen lo dice todo: «Durante todo el segundo acto, los dos duermen y cantan; durante todo el último acto –durante unos largos cuarenta minutos– Tristán muere. ¡¡¡Llaman a eso dramático!!!» (Como La Traviata de Verdi, de doce años antes, Tristán trata de una relación amorosa malhadada, sobre la muerte y el destino. Por supuesto.) La relativa inercia del argumento de Tristán, con tan poca acción durante casi seis horas en el teatro, la hace más cercana, en forma, a un largo poema sinfónico cantado que cualquiera de sus otras óperas. Es el ejemplo más extremo de otro sello distintivo de su estilo. No es italiana. Durante buena parte del siglo xviii y todo el siglo xix, el populista, ligero, melodioso estilo de ópera italiano fue, para mucha gente, la causa de su afición a la ópera. El estilo italiano dominó por completo la ópera. Tanto que incluso un compositor austríaco como Mozart debería ser visto, estilísticamente, como un italiano germanohablante. Todas excepto una de sus óperas famosas son literalmente italianas, desde Las bodas de Fígaro y Così fan tutte a La Clemenza di Tito y Don Giovanni (la excepción es su «obra de teatro cantado» alemana12 La flauta mágica). El otro centro del estilo operístico en el siglo xix fue París, aunque la ópera francesa en aquella época era esencialmente una versión más grandiosa de la ópera italiana. Wagner no encajaba en ninguno de estos moldes. Ciertamente, una de las razones por las que los músicos de toda Europa se reunían para escuchar los dramas musicales de Wagner en Bayreuth durante la década de los setenta del siglo xix fue porque eran tan radicalmente distintos de la música de moda. A pesar de su deuda con Liszt, el sonido de Wagner era, para ellos, increíblemente atrevido y original. La esencia de esa originalidad consistía en apropiarse de lo que Conocido como Singspiel.
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los compositores normalmente hacían en las sinfonías –sesiones largas, abstractas, de música instrumental «pura»– y convertirlo en un drama cantado sobre un escenario. Incluso la idea de intentarlo era ya de por sí novedosa. A pesar de que Wagner había aprendido su oficio escribiendo óperas pseudoitalianas, en la época de su madurez ya se había alejado decisiva y deliberadamente del estilo italiano. En lugar de una serie de unos solos claramente definidos, llamados arias, un canto narrativo similar a la prosa que lleva el peso del argumento, llamado arioso, unos duetos y coros arrebatadores, con algo de ballet incluido, propios del modelo italiano, Wagner prefirió un flujo musical continuo, con todos esos elementos mezclados. Así, una ópera italiana, normalmente, era una serie de «números» bien definidos, un glorificado espectáculo de variedades, con algo para todo el mundo y muchas oportunidades para que los cantantes principales tuvieran su turno para impresionar al público. Un solo brillante en una ópera italiana podía conseguir un aplauso espontáneo e incluso bises. Semajante reacción en una interpretación de Wagner se habría considerado blasfema, ¡atreverse a interrumpir el imparable flujo narrativo del maestro! Wagner no permitía que nada desviase la atención del relato musical que se estaba desplegando y entrelazaba alegremente coros, solos, duetos, interludios instrumentales para que apenas pudieses distinguir dónde terminaba uno y comenzaba otro. La otra ventaja de esta estrategia, en lo que a él concernía, era que trataba la sinfonía, no las otras óperas, como su punto de partida estructural. Mientras que la ópera en su tiempo estaba dominada por italianos y franceses, la sinfonía todavía era considerada la forma alemana por excelencia (al ser los austríacos, para él y para otras muchas mentes, alemanes honorarios). En sus cientos de panfletos, artículos, libros y cartas, el desprecio de Wagner hacia los franceses solo se vio superado por su odio hacia los judíos, al ver en ambos una amenaza para el destino de Alemania, que iba a liderar Europa y a imponer en ella una cultura étnicamente purificada. Inventar una forma únicamente alemana de ópera fue para Wagner, por tanto, una decisión política. Su visión nacionalista también comenzó a influir en su elección de temas, especialmente después de que los alemanes derrotaran a los franceses en la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Wagner quería honrar un resurgente Reich alemán y aprovechó la ocasión 210
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para vender la idea, en su siguiente hornada de óperas, de una raza invencible de superhéroes arios a los que se pone a prueba contra algunos oponentes humanos o sobrehumanos. Algunas de sus óperas incluso reinventaron el pasado medieval alemán. En Tannhäuser, Lohengrin y Los maestros cantores de Nuremberg, rehízo antiguas leyendas-fábulas para que sus contemporáneos resultaran fortalecidos por el honor caballeresco inherente en estos cuentos. El mundo pseudohistórico de estas óperas es un mundo en el que la fuerza moral teutónica se asocia con la poesía y el canto carnal, del cual hay una cantidad enorme, al no ser Wagner alguien que buscara la contención musical. No fue este un experimento único, ni el heroísmo patriótico quedó confinado a la música. En el mar del Norte, en el imperio victoriano de Gran Bretaña, artistas, escritores y compositores estaban también excavando las raíces artúricas de Albión. El grupo de pintores prerrafaelitas fue particularmente aficionado a sus San Jorges, Sir Galahads y damas del lago en inmaculada armadura reluciente o en negligés transparentes, tal como aparecen, por ejemplo, en Sir Galahad (1858), San Jorge y el dragón (1868) y El último sueño de Arturo (1881-1988), de Edward Burne-Jones; Elaine (1865), de Emma Sandy; El caballero errante (1870), de John Everett Millais; La dama de Shalott (1888), de John William Waterhouse; Sir Launcelot en la habitación de la reina (1857) y Antes de la batalla (1858), de Dante Gabriel Rossetti; y los de Elizabeth Siddal, la modelo de esa pintura: La Dama de Shalott (1853) y La búsqueda del Santo Grial o Sir Galahad en el altar del Santo Grial (1857). La popularidad sin precedentes de la ficción histórica, como por ejemplo La dama del lago (1810), Waverley (1814), Rob Roy (1817) y Ivanhoe (1820), de sir Walter Scott, y la comparación de la invencibilidad de Britannia con las leyendas y hazañas de caballeros revientadragones, inspiraron muchas oberturas, obras de teatro, espectáculos llamativos y hasta óperas. Sir Arthur Sullivan, cuyas operetas escritas junto con W. S. Gilbert satirizaron con éxito la pomposidad victoriana, escribió una ópera seria, Ivanhoe (1891). Como tema adecuado para Wagner, olvidémonos ahora de Sullivan, la leyenda de Ivanhoe de Scott cumple casi todos los requisitos, contando como lo hace la lucha, en 1194, durante las secuelas de la Tercera Cruzada, de un noble sajón contra los canallas franceses normandos. Pero el hecho de que también se ocupe del injusto tratamiento que sufrió la población judía de la Inglaterra medieval la habría descartado para 211
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el archiantisemita Wagner. Cuando no se ocupan del heroísmo teutónico mítico, los dramas musicales de Wagner se concentran en el sacrificio y la abnegación, como Tristan und Isolde y Parsifal, o abordan la inevitabilidad de la corrupción del poder, o todo lo mencionado anteriormente, como es el caso de su monumental ciclo de cuatro óperas El anillo de los nibelungos. A Wagner le llevó veintiséis años crear su ciclo del Anillo, que completó en 1874. Es de largo la empresa más ambiciosa en la historia de la música europea. Lo que es más, escribió el libreto, así como también la música, y fijó los detalles del teatro construido especialmente para representar el Anillo en Bayreuth. Su objetivo era producir nada menos que un equivalente moderno del drama de los antiguos griegos. Obras como la trilogía Orestíada de Esquilo habían pretendido destilar y dramatizar las experiencias de toda una sociedad y esto es lo que Wagner quería hacer con la suya: una Alemania recientemente unificada que todavía se estaba buscando como nación moderna. Buscó concienzudamente en diversas fuentes para encontrar los temas que le hacían falta, pero sobre todo se concentró en un grupo de documentos islandeses antiguos conocidos como Eddas. Mezcló varias líneas argumentales procedentes de sagas austríacas, noruegas y alemanas, y se propuso moldearlas para elaborar un todo dramático coherente. El argumento se basa inicialmente en la idea de que el amor por el oro lleva a la corrupción y al desastre, pero pronto se enreda con la leyenda de Sigfrido, un hombre simple, inocente, valiente, que sacrifica su vida por el bien común y tiene una relación incestuosa con su tía. El relato, que se extiende a lo largo de las cuatro óperas, comienza con el robo de un precioso anillo de oro de las profundidades del río Rin, que representa a la indomable, inmortal Alemania. Por el camino, hay una lucha entre los dioses y algunos Hell’s Angels voladores, las magníficamente apocalípticas valquirias. Las valquirias, con su líder Brunilda, son las hijas guerreras de Wotan, un dios supremo similar a Zeus, y la segunda ópera de la secuencia lleva su nombre. Su trabajo consiste en volar alrededor del mundo, escogiendo a guerreros muertos para que se conviertan –una vez resucitados– en guardianes del hogar de los dioses, el Valhalla. Así que son enterradoras aéreas, de alguna manera. En la última de las cuatro óperas, El crepúsculo de los dioses, Wag212
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ner creó el caos a partir del concepto islandés de Ragnarok, la destrucción de los dioses predeterminada por el destino. El Valhalla es arrasado en un clímax impresionante, que incluye a Brunilda a lomos de su caballo alado volando hacia las llamas y las sirenas vírgenes del Rin saltando fuera del río desbordado reclamando su anillo robado. La visión de Wagner fue el producto de una era inquieta, encolerizada. Toda Europa estaba angustiada por las consecuencias de dos demoledores libros de Charles Darwin: Sobre el origen de las especies (1859) y La ascendencia del hombre (1871). Los libros de Darwin habían estado precedidos por Principios de geología (18301833), de Charles Lyell, en el que este mostraba que el mundo no había comenzado con un único acto de creación, y por la Vida de Jesús (1863), de Ernst Renan, que cuestionaba la Biblia como verdad histórica. Dios, se sugería ahora, había sido hecho a imagen y semejanza del hombre, y no al revés. Esta idea es ahora corriente, pero a mitad del siglo xix tuvo un efecto devastador, similar al de la revelación cinco siglos atrás de que la Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés. Así, en una monumental pieza de simbolismo que definió su era, Wagner, al final del Anillo, aniquila a los dioses en su Armagedón musical. Dicho esto, es muy justo destacar que el principal interés de Wagner no era el destino de los dioses, sino lo que le ocurría a la humanidad. Sin Dios, sin juicio, sin miedo al castigo, los mayores bravucones de la humanidad podrían ahora, teóricamente, reinar de manera suprema. El formidable avance de la ciencia y la tecnología en tiempos de Wagner, en lugar de hacer que la gente se sintiera segura y libre, la hizo miedosa y vulnerable, fruta madura para ser explotada. A través de Europa, el capitalismo industrial, aliado con una capacidad militar enorme, se cernía ominosamente. A muchos parecía, incluyendo a Karl Marx, que publicó la primera parte de Das Kapital en 1867, que no promovía más que pobreza, desigualdad y desesperanza. La fuerza de buena parte de la música del Anillo refleja esta imagen oscura, temida, del poderío industrial: durante la primera ópera, El oro del Rin, nos vemos sumergidos en las profundidades de una mina amenazante y fiera, con obreros deshumanizados trabajando como esclavos para extraer oro. Otros artistas compartían este sentimiento de desánimo. El escritor francés Émile Zola, por ejemplo, pensó que la Revolución Industrial había traído a los trabajadores 213
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una miseria y una crueldad inconmensurables. El vasto, devorador avance de la tecnología en Germinal13, de Zola, situado en un lúgubre paisaje de minas de carbón con unos empresarios enloquecidos por el dinero que abusaban brutalmente de sus trabajadores y que trataban a sus mujeres como poco más que esclavas sexuales, encuentra una considerable resonancia en el Anillo. El mismo Zola se embarcó en un proyecto tan vasto y tan global como el Anillo de Wagner: una narración épica en veinte libros llamada Les Rougon-Macquart, que sigue las fortunas de una famila que vive en la Francia de mediados del siglo xix. Pero la mayor influencia sobre el ciclo del Anillo –y ciertamente en otras dos óperas de Wagner, Tristan und Isolde y Parsifal– no fueron ni Karl Marx ni Charles Darwin, sino más bien el filósofo alemán Arthur Schopenhauer. Las teorías de Schopenhauer, como las óperas de Wagner, no pueden ser descritas como sucintas, y consecuentemente es complicado resumirlas en pocas palabras, pero la idea que atrapó la imaginación de Wagner fue que nosotros, los humanos, somos esencialmente animales irracionales, emocionales. Como Zola también intentó demostrar en Les Rougon-Macquart, la trayectoria de nuestras vidas está predeterminada por nuestra herencia genética. Todos los esfuerzos para reformar o controlar nuestros deseos son por tanto inútiles. Nuestra sexualidad, nuestras ansias y nuestros anhelos dominan totalmente nuestras mentes, y puesto que nuestros apetitos nunca pueden ser satisfechos, siempre estamos proyectando nuestra felicidad hacia el futuro: siempre estamos preparándonos para vivir. En la visión del mundo de Schopenhauer, no hay Dios, ni vida después de la muerte, ni cielo, ni redención, solo olvido. La única manera de erradicar nuestro insaciable deseo es a través de la muerte. Uno puede interpretar el fin del mundo en el final del Anillo, El crepúsculo de los dioses (Götterdämmerung), como la destrucción de la avaricia y de la autoridad absoluta, o como una suerte de nada budista. De una u otra manera, el resultado es el vacío. Según esta filosofía, el amor prohibido de Tristan und Isolde (ella está casada con su amigo Mark) solo puede consumarse en la muerte. (La perspectiva profundamente pesimista de Schopenhauer también puede advertirse en las novelas de Thomas Hardy, por ejemplo en Far from Traducción de Mauro Fernández Alonso de Armiño, Madrid, Valdemar, 2004.
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the Madding Crowd14, que fue terminada en 1874, el mismo año que el Anillo de Wagner. Los personajes de Hardy están sitiados por sus destinos, sobre los que no tienen control en absoluto. Al final, el bueno y el malo obtienen aproximadamente el mismo trato de la vida.) El énfasis de Wagner estaba, sobre todo, en la psicología de sus personajes. Sus acciones eran meramente la manifestación simbólica de sus deseos más profundos. A este respecto, estaba anticipándose al modo revolucionario de Sigmund Freud de interpretar los motivos y el comportamiento de hombres y mujeres. Los personajes de Wagner eran arquetipos: modelos para el hombre de la calle. En el Anillo, estaba mucho más interesado en lo que sus héroes y heroínas sentían que en lo que hacían. Como Freud unos años más tarde, Wagner abordó sin ambages los tabús y la controversia. Sus óperas son descaradas en su tratamiento de la sexualidad y el erotismo, la raza, la muerte y el incesto. Todo esto durante los años sesenta y setenta del siglo xix. Para ayudarnos a percibir los sentimientos o motivaciones de un personaje, Wagner necesitaba disponer de herramientas a mano para poder enriquecer y ordenar su música. Una técnica de ese tipo es su uso de fragmentos de melodía, o de ritmo, o de armonía, como tarjetas de visita de un personaje, un lugar, una idea o un recuerdo. A estas células musicales, a partir de las cuales creaba su tejido musical, las llamaba leitmotif 15. Él no inventó el leitmotif, el mérito de cuya responsabilidad recae, como es debido, en el compositor de ópera y distinguido escritor E. T. A. Hoffmann, sesenta y tantos años antes, y tiene también una deuda considerable con la idée fixe de la Symphonie fantastique de Berlioz, pero al final lo hizo suyo: semejante fue la fuerza, el alcance y la creatividad con que los usó. En su versión más simple, el leitmotif es una simple asociación de un grupo breve de notas con un personaje. Cada vez que el personaje aparece, es mencionado o alguien piensa en él escuchamos esas notas. En el Anillo, cada personaje tiene su propio leitmotif. Otros leitmotif del relato se refieren a conceptos como, por ejemplo, «transformación», «amor», «servidumbre», o con cosas como una «lanza», el «oro» o el «río Rin». Hay de hecho cientos de leitmotifs en el Anillo, Lejos del mundanal ruido, traducción de Catalina Martínez Muñoz, Barcelona, Alba,
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que pueden tocarse simultáneamente uno encima de otro o introducirse en una rápida sucesión. Al final de cada ópera, brotan como hongos a una velocidad asombrosa, a veces varios en un solo compás. Se convierten en un vasto tapiz sobre el que cuelgan la música y el relato. Así, la orquesta, en lugar de proporcionar simplemente el sustrato musical sobre el que cantan los personajes, conseguía expresar o sugerir el significado de la acción que se desarrollaba sobre el escenario, incluso en pasajes sin canto. Mientras que en los dramas de Verdi la orquesta reflejaba y apuntalaba el drama humano interpretado por los cantantes, en el Anillo ocurría lo opuesto: lo que se veía sobre el escenario era una representación visual de la música. No contento con la orquesta tal como la heredó de la sala de conciertos, las exigencias de la partitura del Anillo incluían instrumentos que necesitaban ser especialmente adaptados para el propósito, o incluso llegaron a requerir nuevos instrumentos. Por ejemplo, aunque Verdi había utilizado yunques como parte de un coro gitano en su ópera Il trovatore, de 1853, Wagner le superó en El oro del Rin y Sigfrido, al emplear dieciocho yunques afinados, que se diseñaron especialmente para la ocasión, lo que quiere decir que estaban calibrados para hacer sonar notas concretas, según lo exigía la partitura. El Anillo también hizo necesaria la invención de las posteriormente denominadas «tubas Wagner», un híbrido que combinaba elementos del cuerno francés, del trombón y del bombardino. Para poner en escena el Anillo, Wagner hizo que se erigiera su propio teatro en Bayreuth. Muchos elementos de su diseño eran revolucionarios. En lugar de tener un foso orquestal frente al escenario que podía inducir a la distracción, instruyó a sus arquitectos para que ocultaran a los músicos bajo él e hicieran que su sonido flotara por encima del auditorio. Ordenó la modernización del escenario y de los efectos de luz, hizo que la escenografía se moviera silenciosamente de vez en cuando de un lado a otro, hizo que se inventase una cortina de vapor y creó ilusiones ópticas, para hacer gigantes a sus gigantes y enanos a sus enanos. El teatro de Wagner fue un intento prematuro de lo que vincularíamos a la experiencia del cine más que del teatro. Era un espectáculo de linterna mágica, fantasmagórico y absoluto. Para la primera representación completa del Anillo, Wagner decretó que las luces del teatro se atenuasen. Esto constituyó una novedad tal en aquel tiempo que suscitó suspiros entre el público. 216
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La ambición de Wagner era, nada menos, la creación de la forma artística del futuro, en la que todas las artes se combinarían y fusionarían, lideradas por el inigualable poder de la música. Puede que El Anillo hubiese aspirado, utilizando la mitología antigua, a explicar y a explorar instintos humanos básicos; sin embargo, acabó siendo, en líneas generales, una serie de óperas inacabables. Pero tras haber destruido a los viejos dioses en su ópera final, El crepúsculo de los dioses, el siguiente propósito de Wagner fue fundar una nueva religión. En su obra final, Parsifal, de 1882, Wagner convirtió el teatro en un templo, el argumento en un auto sacramental y confirió a los leitmotifs poder sagrado. En lugar de llamarla ópera, o incluso «drama musical», Wagner se refirió omnipotentemente a Parsifal como «un festival para la consagración del escenario», insistiendo en que los derechos exclusivos para interpretarla deberían permanecer a perpetuidad en Bayreuth, al considerar que otros teatros y salas de ópera eran indignas de hacer justicia a una creación tan excepcional como esa. De hecho, la prohibición duró solo hasta 1903, no hasta el fin del mundo, como él habría deseado. Aunque esta cláusula puede resultar inverosímil, los admiradores de Wagner habían comenzado ciertamente a ver Bayreuth como un lugar muy especial, el más sacro de los lugares sacros, mucho antes de que se embarcara en Parsifal. El público se veía como unos comulgantes, humildes suplicantes en el gran altar, incluso mientras Wagner era todavía de carne y hueso. Es irónico que, de joven, Wagner hubiese atacado el mundo de las artes como una camarilla nauseabunda, burguesa, elitista, cerrada al pueblo, el Volk16, necesitado más que otra cosa de su bálsamo y su luz. Frecuentemente había ensalzado las virtudes totales del teatro griego antiguo, que arrastraban a su público «desde los edificios gubernamentales y judiciales, desde el campo, desde los barcos, desde los barracones militares y desde las regiones más alejadas». Sus óperas estarían destinadas al pueblo llano, a precios razonables, abaratados. Sus óperas romperían en pedazos la moralidad acomodaticia y sofocante de las clases medias. La realidad es que Wagner solo pudo hacer que se construyera un teatro para él y que sus óperas se representaran gracias a la generosidad de la misma gente a la que tanto había detestado. No hay Pueblo.
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un teatro de ópera más exclusivo en el mundo que Bayreuth. Unos pocos años después de la muerte de Wagner, Mark Twain dio una versión insólita de lo que el visitante desprevenido podía esperar de una visita al lugar: He visto todo tipo de públicos –en teatros, óperas, conciertos, conferencias, sermones, funerales–, pero ninguno que fuera exactamente igual al público de Wagner en Bayreuth con respecto a su concentración inalterable y reverencial, a la concentración más absoluta y a la petrificada compostura desde el principio hasta el final de un acto. Esta ópera, Tristan und Isolde, anoche rompió los corazones de todos los testigos que pertenecían a la secta, y sé de algunos que han oído de muchos que no pudieron dormir después, sino que lloraron toda la noche. Me siento totalmente fuera de lugar aquí. Algunas veces me siento como la persona cuerda en una comunidad de locos; otras me siento como el único ciego cuando los demás pueden ver; como el salvaje ignorante en el universo de los cultos, y siempre, durante la ceremonia, me siento como un hereje en el cielo. George Bernard Shaw, por otro lado, era parte de la congregación entusiasta, al declarar: «La mayoría de nosotros ahora mismo estamos tan hechizados, sin poder evitarlo, por la grandeza del Anillo que no podemos hacer nada sino ir profiriendo elogios por el teatro durante el entreacto, sumidos en un éxtasis de admiración alucinada». Para los músicos, el santuario de Wagner en Bayreuth se convirtió en un lugar de peregrinación, como era de esperar, y a causa del estilo innovador de los vastos, exigentes dramas musicales allí montados, también se convirtió en un punto de reunión para todo lo que era moderno y progresista en música. Los seguidores de Wagner se jactaban del sobresalto que su obra provocaba con frecuencia entre los intrusos. Cuanto más difícil de escalar era la montaña, más vanguardista, mejor era, según creían. Ciertamente, es posible fijar en este lugar y tiempo el comienzo del abismo que iba a desarrollarse entre la música clásica más popular y la vanguardia musical. El cisma iba a durar más de ochenta años. Los acólitos de Wagner estaban felices por haberse retirado a su Valhalla privado, donde solo los iniciados, los cultivados y los atrevidos se atreverían a internarse. El compositor Arnold Schoenberg, 218
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un admirador de la manera en que Wagner parecía moldear los públicos a su voluntad, declaró en 1946: «Aquellos que componen porque quieren satisfacer al público, no son artistas reales». Todas las religiones, incluso las musicales, necesitaban su Eucaristía, su Pooja, su Shahada, su Pirit, momentos de una observancia y un ritual de altura. Wagner proporcionó a su secta el solemne acto de devoción, purificación y veneración que es Parsifal. Ambientada en la España medieval, Parsifal es aparentemente una parábola sobre el Santo Grial, la copa de la que Cristo bebió en la Última Cena. No tiene propiamente un argumento, sino más bien una serie de escenas rituales, y su imaginería y contexto no estarían fuera de lugar si uno se tropezara con ellos en las tumbas secretas de los caballeros templarios en Rennes-le-Château, en Glastonbury Tor o en las páginas de una novela de Dan Brown. Es fácil mostrar desdén por sus símbolos y su magia, sus viajes en el tiempo a lo Doctor Who y, desde que Monty Python versionó el texto original17, es siempre difícil ver a los caballeros del Santo Grial sobre el escenario sin soltar risitas. Pero hay un propósito muy serio en Parsifal. En su núcleo central hay una teoría que Wagner entresacó de Schopenhauer, del budismo y del cristianismo, que relaciona toda redención personal con la negación de toda gratificación a uno mismo, con la resistencia a la tentación y con la comprensión del sufrimiento de tus semejantes. La compasión, nos enseña la obra, tiene un poder sanador y liberador. No hay nada demencial o fantástico en esta idea y los actos I y III de Parsifal, los que tienen lugar en el refugio montañoso del Grial en Montsalvat, contienen música de una enorme grandeza y belleza, a la altura de las creencias profundamente sentidas que pretende expresar. La llamada música de «Transformación», durante la cual el joven Parsifal es llevado dentro del castillo para ser testigo de la Sagrada Comunión de los Caballeros Templarios, debe de ser uno de los momentos más impresionantes y grandiosos de toda la música orquestal europea. A pesar de su fuerza, no es una música triunfante; es agonizante: en su clímax hay un leitmotif asociado con el sufrimiento. El compositor Gustav Mahler la describió como la «experiencia de mi vida más grande y desgarradora». 17 En Los caballeros de la mesa cuadrada (Monty Python and the Holy Grail), dirigida por Terry Gillian y Terry Jones (1974).
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Musicalmente, Parsifal obtiene mucho de su poder seductor de frustrar continuamente las expectativas del oyente. Wagner había jugado ampliamente con las expectativas del público en Tristan und Isolde, pero en ese caso el propósito de sus tácticas armónicas dilatorias era representar el deseo, la excitación y la consumación sexuales (o su ausencia). En Parsifal, su motivación secreta era espiritual más que física, y la técnica en la que confió para intoxicar al oyente se llama cromatismo. El término cromatismo viene de la palabra griega que designa el color. Es el equivalente musical a llenar un lienzo con miles de colores en lugar de solo unos pocos. Así es como funciona. Como ya hemos visto, todos los sistemas musicales del mundo reconocen la relación natural y perfecta entre una nota producida al puntear una cuerda y su hermana pequeña producida al puntear una cuerda de la mitad de su longitud: la llamada «octava». También hemos visto que el número de veces en que se subdivide la distancia en esta octava puede variar muchísimo: en alguna culturas, puede haber tantas como sesenta subdivisiones entre las dos, o incluso –teóricamente al menos– trescientas sesenta, en un sistema chino antiguo, pero en la música clásica occidental e hindú la distancia ha sido dividida, en siglos recientes, en doce peldaños de la escala. La música occidental, al estar más orientada hacia la armonía que sus homólogos no occidentales, fue gradualmente formando jerarquías entre las doce notas, para que los oídos de los oyentes se fijaran en un «acorde básico». Era como modelar un paisaje salvaje, natural, para obtener patrones identificables, para beneficio del espectador humano. Tan pronto hubo un centro de gravedad o un «acorde básico» en el sonido, la relación entre acordes también comenzó a fusionarse en jerarquías. Para Mozart o Haydn, la jerarquía de acordes era tan estricta que el oyente nunca está lejos de la «tónica». Mientras avanzaba el siglo xix, sin embargo, el atractivo de las tres tríadas gobernantes, I, IV y V, comenzó a dejar de gustar y la fuerza de los acordes previamente bien definidos comenzó a difuminarse. Cuanta más importancia los compositores fueron dando a las notas secundarias y a los acordes menores, más permitían que la armonía fuese perdiendo sus sensaciones de familiaridad, consuelo y confort. Fue un intento deliberado de hacer que la armonía sonase inestable y más exótica. En la época de Liszt y Wagner, las jerarquías habían desaparecido casi por completo. 220
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En el preludio del tercer acto de Parsifal, la música se desplaza y se desliza, evitando establecerse en una clave o en un acorde durante más de un tiempo del compás. Este es el cromatismo extremo en acción. Se pretende que te sientas desorientado y presa de poderes misteriosos. La armonía desaparece porque Wagner ha utilizado el cromatismo, el uso promiscuo de todas las subdivisiones en la escala, para situar al espectador en un lugar inquietante. Da la casualidad de que ese lugar es el Templo del Santo Grial, Montsalvat, y la atmósfera es tensa y enigmática. Como nota a pie de página del rico mundo del cromatismo, el compositor ruso Alexander Scriabin, que tenía diez años cuando se estrenó Parsifal, llevó la idea del «color de las notas» a un nivel completamente nuevo, en teorías que desarrollaría desde alrededor de 1907 en adelante. Asignó a cada una de las doce notas de la escala un color diferente, basado en Opticks18, el estudio de la luz, del color y de la difracción de sir Isaac Newton, de 1704. También ayudó a su amigo, el químico e ingeniero eléctrico Aleksandr Mozer, a inventar un órgano de colores que proyectaba luz, el «Chromola» (también conocido como clavier à lumières o tastiera di luce), que podía «tocar» las luces coloreadas que correspondían a las doce notas de un teclado, tal como ordenaban las instrucciones de la partitura de Scriabin. Parte de este artilugio, que parece, me atrevo a decir, algo que se ha traído de una caseta de feria, se conserva en el Museo Scriabin de Moscú. La música de Scriabin, tal como se escucha en su complejo Prometeo: poema del fuego (1910), es altamente idiosincrática, por no decir alucinógena, como un Chopin y un Debussy entremezclados, y con Parsifal y El pájaro de fuego siendo interpretados simultáneamente de fondo. Scriabin nació el día de Navidad y murió en Semana Santa, y apropiadamente jugueteó con la idea de que podría ser la reencarnación de Cristo, al escribir una vez: «Soy Dios, nada soy, soy juego, soy libertad, soy vida. Soy el límite, soy la cima». Wagner no era el único que creía que la música y el misticismo podían fusionarse para convertirse en la religión del futuro. A propósito de Wagner, este se las veía y se las deseaba para señalar en su autobiografía el simbolismo de haber tenido la idea para una ópera sobre la leyenda de Parsifal durante un Viernes Santo: Sir Isaac Newton, Óptica, traducción de Carlos Solís Santos, Madrid, Alfaguara, 1977.
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«[…] me dije de repente que hoy era Viernes Santo y recordé cuán significativamente me había llamado la atención esta advertencia en el Parzival de Wolfram […]; sus nobles posibilidades se me aparecieron de forma avasalladora, y a partir de la idea del Viernes Santo concebí rápidamente un drama completo, que, dividido en tres actos, esbocé en seguida con unos pocos y rápidos rasgos»19. Con su mezcla de cromatismo, paisajes orquestales ricos y de gran alcance, etéreas representaciones musicales de gloria celestial, sus altamente desarrollados leitmotifs y su ferviente invocación de la compasión y de la luz, Parsifal es indudablemente la obra de un talento descomunal que buscaba sinceramente dar sentido a la vida y al mundo a su alrededor. Un resumen bastante típico de las miles de páginas de prosa reverencial que provocó cuando se interpretó por primera vez es el de Charles Albert Lidgey, cuyo libro de 1899 sobre Wagner20 concluía así: «Mientras que el Anillo es la encarnación del Amor humano, Parsifal es más bien la expresión del Amor Divino. Parsifal, en verdad, no es un drama, es una ceremonia religiosa. Es una de esas obras a las que la fría lanza de la crítica no consigue penetrar… Es más adecuado considerarla como el último mensaje a sus semejantes por parte de un hombre que trabajó con todas sus fuerzas para propagar la noble verdad: el Amor es de Dios. Como tal, homenajeemos tanto al amor como a su autor». Hay, sin embargo, otra faceta de la filosofía que guía a Parsifal, y es una faceta que para algunos adoradores de Wagner activaba un interruptor. No es posible dejar a un lado el hecho de que el momento álgido de este relato de cruzados se centra en las propiedades mágicas de la lanza que presuntamente agujereó el costado del crucificado Jesús de Nazareth (que en el texto solo es referido como el «Redentor»). La sangre «pura», el Santo Grial que la contiene, y el significado sacrificial del Viernes Santo se presentan como algo tanto real como milagroso. La propia sangre sagrada se ve como purificante: para purgar lo malo, lo débil y lo pecaminoso. Conjurando contra el inocente Parsifal cristiano está el Darth Vader del cuento, un mal19 Véase Richard Wagner, Mi vida: 1813-1868, edición completa y comentada de Martin Gregor Dellin, traducido por Ángel Fernando Mayo Antoñanzas, Madrid, Turner, 1989, pp. 496-497. 20 Wagner, Nabu Press, 2012.
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vado hechicero llamado Klingsor, cuyo jardín mágico está en el sur árabe de España y que –hasta los años cincuenta– se representaba normalmente en las producciones de Parsifal como de origen árabe o judío. Klingsor, que se ha autocastrado, está acompañado de una transformista poseída, Kundry, una reencarnación de Herodias, la princesa judía maldita. Klingsor fuerza a Kundry a seducir a Parsifal con la esperanza de contaminar su pureza. En su propósito de acoso sexual busca la ayuda de sus «hermanas» adolescentes, las doncellas-flores. La muy maltratada Kundry, habiéndose convertido al cristianismo en el último momento y resultado debidamente liberada de la maldición que la atrapaba, es luego exterminada en el momento en que el «puro» Parsifal se convierte en el principal protector del Grial, bendecido por una paloma que baja del cielo. La humillación final de Kundry y el triunfo del héroe ario Parsifal eran metáforas no muy sutilmente veladas de lo que Wagner quería que le ocurriera a la cultura alemana. Dos años antes había comparado directamente «la superioridad de la revelación a través de Jesucristo con respecto a la de Abraham y Moisés». Aunque muriese siete meses después del estreno de Parsifal, el legado tóxico de sus puntos de vista sobre la supremacía aria, trágicamente, no murió con él. Aunque Wagner consideraba todas las influencias extranjeras como potencialmente amenazadoras para la pureza alemana, escogió a los judíos especialmente ponzoñosos. Desgraciadamente, en la Europa del siglo xix, el antisemitismo estaba descontrolado y, sin embargo, las opiniones de Wagner resultaban extremas incluso para los cánones de la época. Su fanatismo surgió en parte por su propia experiencia de ser un compositor de ópera en aprietos al comienzo de su carrera, en París, donde desarrolló un asco personal por el más exitoso de los compositores de gran ópera del momento, Giacomo Meyerbeer. Fue también atizado por su lectura de El hombre y las desigualdades raciales, del francés J. Arthur de Gobineau21, durante los años cincuenta del siglo xix, en el que Gobineau declaraba la superioridad de los europeos blancos y en el que acunó la idea de las razas «degeneradas» o inferiores, impuras. Gradualmente, Wagner adoptó una actitud virulentamente antisemita que contaminó sus puntos de vista sobre casi todo. Su motivación secreta declarada era dar a los Traducción de Rafael Videla Eissmann, Alicante, Manuel Quesada Campos, 2009.
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alemanes un sentido de su destino histórico a través de las artes. Para completar este destino, tal como él lo concibió, creía necesario expulsar a todos los judíos –y todo rastro de cultura judía– del Reich alemán. No estaba solo a la hora de desear este resultado. En 1885, tres años después de que se estrenase Parsifal, el canciller alemán Bismarck decretó la expulsión de todos los judíos y los polacos del Reich prusiano; en cuarenta años este nacionalismo ultraalemán evolucionó hacia la cancerosa ideología del nazismo. No vale fingir que Wagner no fue cómplice en este deslizamiento hacia el veneno xenófobo. En una de sus muchas publicaciones inflamatorias, Erkenne dich selbst (Conócete a ti mismo), de 1881, urgía al Volk alemán a que despertase y a que adoptara una «gran solución» para «el ahora tan temido poder entre y sobre nosotros» de los judíos: su erradicación. En otra ocasión, «bromeó» con que todos los judíos debían ser reunidos en un teatro, para una representación de la obra de teatro Nathan el sabio, de Gotthold Ephraim Lessing22, de 1779, ambientada durante la Tercera Cruzada y que reclamaba la tolerancia religiosa, e inmolados. Por supuesto, Wagner no pudo haber predicho que los nazis le tomarían la palabra, ni que Hitler proclamaría un día: «Quien quiera entender a la Alemania nacionalsocialista tiene que conocer a Wagner», y «tengo la intención de basar mi religión en la leyenda de Parsifal». Pero no hay duda de que la cúpula nazi consideró Bayreuth como un santuario. Fue recibida con los brazos abiertos por los miembros supervivientes de la familia de Wagner; incluso se sugirió que Hitler, conocido como «el tío Wolf» por los niños Wagner, podría haber propuesto matrimonio a Winifred Wagner, la nuera inglesa del compositor. Bayreuth, de hecho, se había convertido en el mismísimo Montsalvat, el lugar de descanso del Santo Grial en lo alto de la montaña, el alto templo de la cultura aria. Joseph Goebbels, titular del ministerio de propaganda nazi, idolatraba Parsifal, que fue puesta en escena veintitrés veces en la Deutsche Oper de Berlín solo durante el período del Tercer Reich. (La producción de 1938 fue testigo del debut de la joven soprano Elizabeth Schwarzkopf como doncella-flor. Schwartzkopf, predilecta del departamento de cultura del Reich, más tarde presuntamente tomó como amante al general de la SS y gober Traducción de Emilio José González García, Madrid, Akal, 2009.
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«Quien quiera entender a la Alemania nacionalsocialista debe conocer a Wagner», dijo Hitler una vez, y buena parte de la propaganda que le rodeaba le describía como héroe wagneriano.
nador nazi de la Baja Austria, el doctor Hugo Jury. Él se suicidó el día de la derrota alemana; la carrera de ella nunca miró atrás.) Se montaron nuevas producciones en 1934 y en 1937, aunque reposiciones de la misma obra se suspendieron durante la guerra para evitar a los heridos de guerra la insensibilidad de escenas que implicaban al rey herido Amfortas. Las imágenes de propaganda en la Alemania nazi describían variadamente al Führer como un caballero de Montsalvat o, de hecho, como el mismísimo Parsifal, con la paloma de la bendición planeando sobre él. Al entender las consecuencias raciales del mensaje de Parsifal y su preeminencia en la ideología nazi, nos resulta incómodo escuchar la sublime música de Wagner sin pestañear. De alguna manera, esta se convirtió en la música más peligrosa escrita jamás porque, a pesar de ser motivada por un deseo de abnegación y compasión, indudablemente inspiró odio. La influencia de Wagner sobre las artes no musicales fue considerable. Solo durante su vida se escribieron más de diez mil libros y artículos sobre él. El pintor Renoir preguntó si podía pintar un retrato suyo y cruzó Europa para hacerlo. Picasso hizo un dibujo en respuesta a Parsifal en 1934, precursor de su mundialmente famoso 225
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Sellos del Tercer Reich de 1933 que representan óperas de Wagner (en el sentido de las agujas del reloj, desde arriba a la izquierda): Tannhäuser, Rheingold, Siegfried, Parsifal, Lohengrin y Meistersinger.
Guernica. D. H. Lawrence escribió una novela, The Trespasser23, que estaba inspirada en la versión de Sigfrido de Wagner. Poetas, filósofos y dramaturgos hablaron con entusiasmo de él y le rindieron homenaje, incluyendo a T. S. Eliot, James Joyce y Oscar Wilde, cuyo siniestro Dorian Gray era un primigenio wagneriano. A pesar de todo esto, su efecto inmediato sobre otros compositores fue disperso. Aunque les impresionó lo que él estaba intentando, muy pocos siguieron su ejemplo hacia el drama musical compuesto directamente y sin florituras, excepto el compositor alemán de un solo gran éxito, la ópera Hansel y Gretel, Engelbert Humperdinck. El compositor francés Jules Massenet escribió una épica medieval inspirada en Parsifal para la inauguración de la Gran Exposición de París de 1889, titulada Esclarmonde, con hechiceras, una espada mágica, un caballero enmascarado, viles sarracenos, teletransportación, un obispo y un grupo auxiliar de monjes que llevaban a cabo un exorcismo. Pero a pesar de su escala y de sus pretensiones místicas, Esclarmonde solo es, musicalmente hablando, fugazmente wagneriana en sus momentos orquestales más grandes, y sigue la tradición de la gran ópera francesa de las otras veinticinco óperas de Massenet, con gigantescos coros triunfantes, un órgano y una soprano principal a la que se exi El intruso.
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gía cantar una serie casi imposible de solos virtuosos de «coloratura», agudos. Esto último, dejando a un lado cualquier dato sobre Massenet, habría sido anatema para el Wagner obsesionado por el drama. Mientras tanto, el compositor checo Zdeněk Fibich sacó tres óperas pseudowagnerianas, durante la década de los noventa del siglo xix, Hedy, Šárka y Pád Arkuna, para gran irritación de sus compatriotas checos antialemanes; y un inglés, Rutland Boughton, estableció lo que esperaba que fuese un Bayreuth británico en Glastonbury, repleto de grandes dramas musicales artúricos (aunque de bajo presupuesto), un festival que duró desde 1914 hasta 1926. Aunque Boughton, cuya ópera feérica The Immortal Hour24 se estrenó en Glastonbury veintidós días después de que el Imperio británico declarara la guerra a Alemania en agosto de 1914, no emulaba el estilo musical de Wagner. En su lugar, halló estímulo en la música folclórica anglo-celta. El Festival de Glastonbury no se caracterizaba exactamente por ser chic a la bávara ni por un público solemne y respetuoso. No es tan inverosímil pensar que, sin su vínculo con los nazis, muchas de las personas que no eran expertas en música ni amantes de la ópera habrían acabado perdiendo interés en Wagner. Aunque esto pueda parecer un juicio exagerado, el impacto musical de Wagner no ha sido tan importante como sus discípulos querrían hacernos creer. Miremos donde miremos, en los años ochenta del siglo xix, fuera de Bayreuth, podemos ver a compositores que continúan como si nada hubiese pasado. Incluso relativamente cerca, en Viena, Brahms araba su surco sinfónico sin verse afectado estilísticamente por los huracanes de Bayreuth. Brahms, una personalidad verdaderamente compleja, cuya música resistió con resolución las corrientes modernizantes que rondaban a su alrededor en sus últimos años, nunca supo como lidiar la abierta hostilidad que Wagner siempre mostró hacia él y su música. El problema era que Wagner pensaba que escribir sinfonías ya no era una actividad digna. Para él, todo el arte tenía que adoptar su «nueva» forma de drama musical. Una vez escribió desdeñosamente en un artículo, «Sobre poesía y composición», acerca de los intentos de Brahms de añadir una composición popia a las sacrosantas nueve sinfonías de Beethoven: «Sé de algunos compositores La hora inmortal.
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famosos que en sus mascaradas concertísticas se ponen el disfraz de cantante callejero un día, la peluca de un aleluya de Haendel al día siguiente, el vestido de un violinista de csardas judío en otra ocasión, y luego la pose de una altamente respetable sinfonía emperifollada como la número diez». Brahms completó su majestuosa, abundantemente melodiosa, y altamente respetable Tercera Sinfonía unos pocos meses después de la muerte de Wagner; su primera interpretación, por parte de la Orquesta Filarmónica de Viena, en diciembre de 1883, fue interrumpida por seguidores de Wagner, pero fue sin embargo bien recibida por todos los demás. Sobre la muerte de Brahms, catorce años más tarde, el compositor inglés Charles Hubert Parry escribió una «Elegía para Brahms», uno de los más bellos tributos que nunca un compositor escribió sobre otro y un homenaje estilístico que reconoce el impacto profundo y duradero que el (tercer) movimiento, Poco allegretto, de la Tercera sinfonía de Brahms le había producido. En Gran Bretaña, el liderazgo brahmsiano de Parry fue seguido con éxito evidente por Edward Elgar. Al escuchar sus Enigma Variations, de 1899, o su Primera Sinfonía de 1908, que Elgar admite abiertamente que estaba modelada sobre la Tercera Sinfonía de Brahms, parece como si todo el experimento wagneriano hubiese ocurrido en el vacío. Mientras que Brahms se mantuvo sereno frente a la marea wagneriana, no así su colega sinfonista Anton Bruckner, que reflejó de manera diversa en sus increíblemente largas nueve sinfonías, su adoración por el hombre al que llamaba de manera natural «El Maestro». La Tercera Sinfonía de Bruckner, de 1873, estaba dedicada a Wagner y en su primera versión contenía citas melódicas de las óperas de su ídolo. Su Séptima Sinfonía recibió su estreno en un concierto en memoria de Wagner en diciembre de 1884, al tener su segundo movimiento, Adagio, la forma de lamento funerario por Wagner. (Uno tiene que preguntarse si la obsesión de Bruckner por los dramas musicales de Wagner estaba en parte motivada por un apego voyeurístico a su contenido sexual, particularmente en el ciclo del Anillo y en Parsifal. Solterón toda su vida, con un apetito erótico centrado exclusivamente en las jovencitas –a las que continuó espiando, observando y haciendo proposiciones sexuales incluso pasados los setenta años–, la imagen mental de las seductoras doncellas-flor de Parsifal debieron incentivar sobremanera su placer culpable por esta.) 228
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Aparte de Bruckner, la mayoría de los contemporáneos de Wagner, aunque raudos a la hora de afirmar su brillantez musical, se hallaban más bien perdidos ante el proyecto Wagner-y-el-futuro-de-lasartes, como lo estaban ante las motivaciones culturales de sus dramas. Chaikovski describió Parsifal como «tontería inconcebible», siendo la contribución a la ópera de Wagner «de carácter negativo» y comentando el impacto global de sus obras, dijo: «Con respecto al interés dramático de sus óperas, lo encuentro muy pobre, con frecuencia infantilmente ingenuo». Debussy tuvo esto que decir sobre su legado: «Todo lo que queda serán hermosas ruinas bajo cuyas sombras nuestros nietos soñarán la antigua grandeza de este hombre al que su falta de humanidad le impidió ser verdaderamente grande». Tras la muerte de Wagner, Verdi, entonces con setenta años, produjo dos últimos triunfos operísticos, ambos basados en obras de teatro de Shakespeare: Otello (1887) y su única comedia, Falstaff (1893). Como Elgar, es como si Wagner no hubiese existido. Quizá es incluso más destacable en el caso de Verdi, porque él componía teatro musical, que se suponía completamente transformado por la «revolución» de Bayreuth. Los dos compositores, nacidos en 1813, habían proseguido carreras operísticas paralelas pero muy distantes. La actitud de Wagner con respecto a su rival italiano puede verificarse al haber escrito un estudio de cuatrocientas páginas sobre el estado de su arte elegido, Ópera y drama25, en 1851, sin mencionar ni una sola vez al compositor de ópera vivo más famoso de su época. Por su parte, Verdi no pronunció más que alabanzas sobre su contemporáneo de lengua cáustica, al escribir que Tristan und Isolde era «una de las más refinadas creaciones que han salido de una mente humana». La opinión de Wagner aparte, no parece que el estilo de Verdi estuviera pasado de moda o de que los amantes de la ópera lo hubiesen considerado anticuado en el período de dieciséis años entre Aida (1871) y Otello (1887), ni en los seis años siguientes antes del estreno de Falstaff. El estreno de Falstaff en La Scala de Milán en febrero de 1893 fue particularmente exitoso, y fue seguido en pocos meses por estrenos igualmente felices en Viena (dirigidos por Gustav Mahler), París, Hamburgo, Londres y Nueva York. Su refrescante partitura tiene un parecido familiar y desenfadado con las óperas de estilo italiano de Mozart, afectuosos guiños y palmadas en la espalda dirigidos a Traducción de Ángel-Fernando Mayo, Madrid, Akal, 2013.
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su propio y colorido catálogo anterior, e incluso –me atrevo a decir– un rastro de The Yeomen of the Guard26 de Gilbert y Sullivan, de cinco años antes, indudablemente un reconocimiento, en tono de burla, del asunto de la ópera. Pero no hay ningún eco remotamente wagneriano. El viejo Giuseppe estaba indudablemente siguiendo el consejo de su personaje principal, sir John Falstaff: «Va, vecchio John, va, va per la tua via» («Sigue, viejo John, sigue tu propio camino»). Era comprensible que Wagner quisiese especular sobre el mundo artístico del futuro, uno que incluiría en él a todas las artes, centradas en los dramas humanos del amor, la muerte y el destino. Pero su predicción no se cumplió. Las películas iban a ser la forma de arte del futuro, una revolución tecnológica que empezó a cobrar vida justo después de su muerte, ya que la primera película de la historia, Escena del Jardín de Roundhay, de Louis de Prince, data de 1888. No. La principal contribución de Wagner a la música que le siguió fue que todos los compositores clave de los siguientes treinta años, particularmente en Francia, Rusia y el Nuevo Mundo, hallaron su inspiración no emulándole, sino contradiciéndolo, repudiándolo y evitándolo. Estas respuestas negativas a su legado iban a reventar literalmente la música. Una edad caracterizada por una revolución, tan radical y salvaje como nada que él hubiese imaginado, estaba justo a la vuelta de la esquina.
Los alabarderos de la Casa Real.
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Durante los treinta y un años entre la muerte de Richard Wagner en 1883 y el comienzo de la Primera Guerra Mundial, la música se vio agitada por una serie de gigantescas convulsiones, que cambiarían fundamentalmente su sonido, su función y su actitud. Buena parte del ímpetu de estos cambios vino de lugares y gentes cuyas voces no se habían oído todavía sobre el escenario mundial. A pesar de su preeminencia en los siglos xviii y xix, los compositores de Austria y Alemania estarían pronto compitiendo con un caleidoscopio de estrellas musicales de otros lugares, sobre todo de Rusia, Francia y Estados Unidos. Aparte del progreso en la música, el foco de la historia se desplazaría dramáticamente hacia Rusia mientras comenzaba el nuevo siglo y hacia el creciente poderío industrial y la expansión territorial de Estados Unidos, que en este período añadió más de una docena de nuevos estados. Aunque el período fuera testigo del máximo apogeo de los inmensos imperios coloniales europeos, cada vez más ingobernables (británico, austro-húngaro, ruso y, en menor medida, alemán, francés, portugués, español y holandés), y aunque para muchos ciudadanos (blancos) de estos imperios, la vida nunca había sido más lujosa, placentera o decadente –condiciones fértiles para el florecimiento de la actividad musical–, estaban comenzando a tener grietas. La Pax Britannica, por ejemplo, se mantuvo gracias a múltiples campañas coloniales en Sudáfrica, Bechuanaland (Botswana), Nigeria, Sudán, Zanzíbar, Ashanti (Ghana), Afganistán, la frontera 231
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noroccidental india, Birmania, Tíbet, China y Venezuela, y todas las ciudades europeas eran propensas a los ataques terroristas perpetrados por anarquistas y separatistas, cuyo catálogo de asesinatos al final desencadenarían la Primera Guerra Mundial. Las rebeliones que iban a agitar la música, sin embargo, estuvieron casi enteramente divorciadas de las realidades políticas. Incluso la Revolución de Octubre en Rusia, en 1905, un acontecimiento con consecuencias de amplio alcance, atronadoras para la sociedad en toda su extensión, tuvo un impacto mínimo sobre las turbulencias contemporáneas en la música. Las batallas musicales consistían en dirimir hacia dónde iba la música. ¿Hacia dónde podría ir la música occidental una vez que –como parecía obvio a finales del siglo xix– todas las posibilidades del sistema existente de doce notas y sus familias de claves habían llegado a un punto de saturación? Aunque los compositores estaban divididos entre seguir el experimento de la «obra de arte total» de Richard Wagner y seguir el cromatismo extremo de partes de Parsifal o seguir con la construcción de grandes estructuras musicales por medio de la manipulación de leitmotifs, todos estaban de acuerdo en que su revolución de Bayreuth había sido un punto de inflexión al que había que responder de una manera u otra. Los compositores rusos como Chaikovski, en su mayoría trataron la barahúnda que rodeaba los dramas musicales de Wagner con desdén. César Cui escribió a su colega compositor Nikolái Rimski-Kórsakov: «Wagner es un hombre carente de todo talento. Sus melodías, cuando se consigue descubrirlas, tienen peor gusto que las de Verdi… Todo esto está cubierto de un grueso estrato de basura. Su orquesta es decorativa, pero burda. Los violines chirrían a diestro y siniestro sobre las notas más agudas y lanzan al oyente hacia un estado de extremo nerviosismo. Me marché sin esperar a que terminara el concierto, y te aseguro que si me hubiese quedado más tiempo, tanto mi mujer como yo habríamos tenido un ataque de histeria»1. El punto de vista de Stravinski, tras haber visto Parsifal, fue igualmente cáustico: «Lo que encuentro repulsivo en todo el asunto es el concepto 1 Carta de Cui fechada el 9 de marzo de 1863, citada en el Lexicon of Musical Invective (Diccionario de invectiva musical), de Nicolas Slonimsky (University of Washington Press, 1969), pp. 230-231. (Nota del autor.)
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subyacente que lo dictaba: el principio de poner una obra de arte al mismo nivel que el ritual sagrado y simbólico de un servicio religioso. Ciertamente, ¿no es toda esta comedia de Bayreuth, con sus ridículas formalidades, simplemente una imitación inconsciente de un rito religioso?»2. La respuesta más extrema a la música de Wagner, sin embargo, vino de Francia, donde se convirtió para muchos músicos en un asunto de deber patriótico desdeñar los frutos musicales del país que los había humillado en la guerra franco-prusiana de 1870-1871, y donde se estaba desarrollando una estrategia musical enteramente alternativa. La Société Nationale de Musique, un club con el lema Ars Gallica, fue simbólicamente presentada en primicia durante el bombardeo alemán de París con el objetivo expreso de promover un estilo francés que forjaría una identidad propia, no alemana. Incluso ignorando la provocación de su patriotismo alemán, la mayoría de los compositores franceses tenían una opinión poco favorable de Wagner –y en cualquier caso tenían sus propios líderes que seguir: Camille Saint-Saëns y César Franck, dos de los fundadores de la Société Nationale de Musique, y entre ellos mentores de, virtualmente, toda la generación post-Wagner de compositores franceses. A pesar de intentarlo con la ópera, sin mucho éxito, y de componer una sinfonía que reafirmó las posibilidades de esta forma musical en Francia (donde se había descuidado en favor de la gran ópera), la principal contribución de Franck, nacido en Bélgica, a la música francesa estuvo en el campo de la música de cámara. Aquí, la delicadeza y la economía de su estilo, en agudo contraste con los grandes formatos de la mayor parte de la música de la segunda mitad del siglo xix, iba a ser una inspiración para sus pupilos y sus protegidos. Si los franceses reverenciaban a un compositor alemán, no era a Wagner, sino a Bach. Cuando empezaron a cansarse de los excesos y del sentimentalismo de sus propias magnas óperas del siglo xix, por no hablar de las de los demás, regresaron a Bach en busca de inspiración. Amaban su claridad, su pulcritud y su disciplina formal. Cuando Charles-Marie Widor, que atraía a mucho público, tocó su nueva 2 Igor Stravinski, Igor Stravinsky: An Autobiography (Norton, 1962), p. 39 (hasta aquí, la nota del autor). En español hay disponibles dos traducciones de libros autobiográficos del compositor ruso: Crónica de mi vida (traducción de Jesús García Pérez, Barcelona, Nuevo Arte Thor, 1985) e Ideas y recuerdos (no consta nombre del traductor o traductora en el ISBN, Barcelona, Aymá S.A., 1971).
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Sinfonía n.º 5 para órgano (de la que proviene su célebre Toccata) en el Palais du Trocadéro, como parte de la gran Exposición Universal de París de 1889, el otro compositor en el programa era Bach. Franck y Saint-Saëns, como Widor, eran ambos expertos organistas y aprender a tocar el órgano, tanto entonces como ahora, significaba aprenderse a Bach de arriba abajo. La música de Saint-Saëns es particularmente bachiana, siendo partes de su Concierto para piano n.º 2 (1868), a veces, próximas a la parodia. El estudiante más distinguido de Saint-Saëns fue Gabriel Fauré, que, además de ser obligado por su mentor a estudiar lo que entonces se consideraba la obra moderna de Schumann y Liszt, tuvo una rigurosa base en canto llano y música coral sacra. Las partes melódicas simples, pero sinuosas, del canto llano iban a ejercer una influencia considerable en su estilo de composición mientras alcanzaba la madurez. Sobre todo, Fauré se sentía suficientemente seguro para convertir su antipatía hacia la complejidad hecha de muchas capas de los dramas musicales de Wagner en un sonido mucho más puro, emocionalmente contenido. Incluso sus composiciones de estudiante, como el arrebatador Cantique de Jean Racine (1865)3 para coro y órgano, señalaban un inequívoco cambio de dirección, lejos del exceso exuberante, allanando el camino hacia la belleza tranquila de su Requiem, completado veintitrés años más tarde. Escuchar a Fauré después de Brahms, Liszt, Wagner o Chaikovski es comparable a lo que le ocurre a quien limpia completamente y redecora el dormitorio de un adolescente. Han desaparecido los pósteres de muerte, tormento psicológico, superhéroes y tragedia. Las montañas de ropa cada vez más grandes han sido mandadas a lavar y las ventanas se han abierto para disipar el aire viciado. La música exquisita, modesta, de Fauré, desde su armoniosa Pavane para pequeña orquesta (1887) hasta el ciclo de canciones La bonne chanson (1894), compuesto para expresar su amor secreto por Emma Bardac (ambos estaban casados con otras personas en aquella época), suena como si se hubiese escrito en un planeta diferente del que auspició el Bayreuth de Wagner. Lo cual era, por supuesto, la idea. Un rechazo incluso más radical de la complejidad puede escucharse en las miniaturas para piano de Erik Satie, el contemporáneo excéntrico, medio inglés, de Fauré. Su primera Gymnopédie de 1888, además Que compuso a la edad de diecinueve años.
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de sonar como una larga, calurosa tarde en el Midi después de haber bebido abundante vino a la hora de comer, puede verse como un intento deliberado por desprestigiar la pomposidad y por desatascar la música. Descrito (más bien injustamente) por sus tutores en el Conservatorio de París como el «estudiante más vago de la historia», Satie fue un intelectual librepensador cuyas obsesiones oscilaban entre la Antigua Grecia y las novelas de Gustave Flaubert, y que prefería pasar el tiempo con pintores y poetas en Montmartre en lugar de con otros músicos4. Su intensa fascinación por las líneas rectas de la arquitectura gótica puede también haber contribuido a las estructuras ultrasimples de sus Gymnopédies y Gnossiennes del año siguiente. Nadie trató con más ahínco que Satie de reventar la petulancia de Bayreuth, aunque su rechazo al legado de Wagner pueda haber sido a veces más bien pueril. En 1891, anunció el estreno de su primera ópera, El hijo bastardo de Tristán, mofándose de Wagner. Era una broma. Dos años más tarde fundó su propia iglesia: Église Métropolitaine d’Art de Jésus Conducteur (La Iglesia Metropolitana del Arte de Cristo el Líder), y se nombró único sacerdote. (Era también su único miembro.) Pero Wagner no fue el único compositor culpable de crear una rimbombancia innecesaria, a los ojos de un iconoclasta como Satie. Los compositores franceses de la escuela de la gran ópera melodramática –Jules Massenet y Charles Gounod, por ejemplo– fueron también objetivo de su, con frecuencia, jocosa pluma. En 1916, Satie compuso una parodia acerba combinando temas de la ópera de Gounod Mireille, y muchas de sus canciones de cabaré se mofan de la supuesta sentimentalidad de Massenet. En definitiva, las actitudes de los compositores franceses ante el jactancioso espectáculo wagneriano, ya fueran frívolas como las de Satie o filosóficas como las de Fauré, llevaron a un nuevo espíritu musical que pronto iba a ser dominado por la sensual modernidad de Claude Debussy y Maurice Ravel. Francis Poulenc resumió la prevaleciente ambigüedad francesa hacia Wagner al decir que, tras escuchar su música, era necesario purgar el espíritu y los oídos escuchando a Mozart. 4 En nuestro idioma se han publicado varios libros de Satie: Deportes y diversiones (traducción de Fernando Palacios Jorge, ilustraciones de Jesús Gabán, Vitoria-Gasteiz, Producciones Agruparte, 2001); Cuadernos de un mamífero (traducción de Mari Carmen Llerena del Castillo, Barcelona, Acantilado, 1999); Memoria de un amnésico y otros escritos (traducción de Loreto Casado, Madrid, Ediciones La Misma, 1989).
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Wagner podía haber imaginado que los franceses, cuya ópera él despreciaba, se rebelasen contra su liderazgo estilístico; se habría sentido mucho más molesto por la traición a la supremacía cultural alemana que emprendió el más distinguido director de música de toda la historia de la Ópera Estatal de Viena, Gustav Mahler. Mahler nació en una esquina bohemia del Imperio austrohúngaro, en una comunidad judía germanohablante de unas mil almas, cuya existencia fue absolutamente borrada del mapa durante el Holocausto. Es una dolorosa ironía que, siendo el director de ópera más importante de finales del siglo xix, el más judío de los compositores hubiese sido un ferviente abanderado de las obras del antisemita más notorio de la música, Richard Wagner. Ciertamente, su propia música, en alguna medida, tomó el relevo del Parsifal de Wagner, aunque, como Liszt, Mahler adoptó una perspectiva, y tuvo una carrera, cosmopolita, no nacionalista. Como súbdito bohemio del Imperio austrohúngaro, como niño pobre en una profesión llena de privilegiados, como judío que trabajaba en una cultura asfixiantemente católica, no sorprende que Mahler hubiera buscado consuelo en su identificación con el folclore y los sonidos de su niñez, sabores que generosamente espolvoreó a lo largo de sus diez sinfonías finalizadas. Estos sabores incluyen a músicos itinerantes klezmer (banda de folclore judío), bandas militares de paso y robustos coros de niños. Aunque se vio inevitablemente arrastrado hacia la metrópolis musical que era Viena; y aunque el encanto gemütlich5 de los vieneses, ocasionales olorcillos a pastel de mazapán y el frufrú del vals junto a las danzas montañesas rústicas estén presente a montones en la música de Mahler, lo que este hizo fue absorber influencias de todo el continente. Era como la encarnación musical de Ellis Island, en cuyo abrazo sinfónico todas las culturas europeas exhaustas, oprimidas, encontraban refugio y la posibilidad de un nuevo comienzo. Las sinfonías de Mahler eran un nuevo comienzo, desde luego: él es la puerta por la que se entra a la música en el siglo xx. Pero no es solo su estilo paneuropeo lo que hace de Mahler un ejemplo para los compositores del siglo xx: también destaca por la claridad de su expresión musical. Esto se encuentra de la forma más Placentero.
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visible en un grupo de lieder orquestales que compuso entre 1901 y 1904, Kindertotenlieder (Canciones sobre la muerte de los niños). Incluso en las más sentidas de las obras de compositores anteriores –la «Marcha Fúnebre» de la Sinfonía «Heroica» de Beethoven, por ejemplo, o los lieder y las piezas para piano que Robert Schumann escribió por amor a su mujer, Clara– el uso del eufemismo y de la descripción genérica permitían que hubiera un grado de separación entre el creador y el oyente. Así, Chopin titularía «Mazurca» o «Nocturno» una obra para piano que podía haber tenido una relevancia emocional profunda, personal para él como compositor –conectada a un recuerdo, una persona, una atmósfera, un lugar en su vida– pero que el oyente solo puede suponer. Incluso los lieder más íntimos de Schubert, Schumann y Mendelssohn suavizan la emoción pura con una imagen poética, siendo el rechazo retratado como un lago helado o la felicidad como un pájaro que canta. En la deliciosa, merecidamente famosa canción de Schumann «Ich grolle nicht» («No guardo rencor») de 1840, por ejemplo, los detalles de una relación amorosa rota a la que se refiere son oblicuos: hay una mención de diamantes que son incapaces de iluminar el oscuro corazón de la amante y una serpiente venenosa con una picadura adictiva, y el protagonista afirma que no se quejará incluso si la ruptura es definitiva. Al lenguaje de la metáfora, presente en tantos arreglos musicales de canciones cultas como «Ich grolle nicht», se añade una tendencia, cierto es que con frecuencia a petición de los censores, de retirar asuntos y conflictos abordados en las óperas a una época anterior, a una localización distante, o a retirarse al umbrío mundo de los mitos y las fábulas, de los dioses y las diosas. En su ciclo del Anillo, Wagner aborda los temas del incesto, del abuso de poder, o de la avaricia –todos pertinentes en la Europa del siglo xix–, pero traslada la acción a las distantes brumas de la prehistoria. Es como si sus óperas llevaran el conocido descargo de responsabilidad cinematográfico: «Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia». Mahler, por su parte, abandonó la cortina de humo del eufemismo y trató, sin ambages, de referirse a asuntos difíciles. No se encogió al referirse, musicalmente, a sus miedos más oscuros. Los cinco poemas del poeta alemán Friedrich Rückert que Mahler empleó en su ciclo Kindertotenlieder confrontan las pesadillas más atroces de cualquier padre o madre. Rückert había escrito más de cuatrocientos poemas tras la muerte de sus propios hijos a causa de la escarlatina. 237
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Su terrible pérdida sangra en cada verso de los poemas, y la música de Mahler, en consecuencia, oscila entre la frialdad desalentadora, como en «Nun will die Sonn’ so hell aufgeh’n» («Ahora el sol quiere salir tan brillantemente, como si nada terrible hubiese ocurrido durante la noche»), y la soledad insoportable, como en «Nun se’ ich wohl, warum so dunkle Flammen», en la que la niña moribunda desafía a los padres a mirarle a los ojos, causando una aflicción profunda, como en la turbulenta «In diesem Wetter» («En este tiempo, en esta tormenta ventosa / nunca habría enviado a los niños fuera. / Se los han llevado, / no he sido capaz de avisarles»). En 1907, cuatro años después de su arreglo de los poemas, la propia hija de Mahler, Anna Maria, de cinco años, moría de escarlatina, lo que le hizo confesar a su amigo Guido Adler que si hubiese perdido a su hija antes no habría podido componer los Kindertotenlieder, al ser el dolor demasiado grande para soportarlo. Al mismo Mahler se le diagnosticó una enfermedad de corazón terminal en el año de la muerte de Anna Maria. Cuando también él murió en 1911, a la edad de cincuenta años, fue inhumado en la tumba de ella. (Su hija pequeña, Anna Justine, sobrevivió a la enfermedad, se convirtió en escultora y huyó de la Austria nazi hacia Hampstead, en Londres, donde murió en junio de 1988.) El ciclo Kindertotenlieder y algunos movimientos de las sinfonías de Mahler, de vulnerabilidad similarmente extrema, iban a inspirar virtualmente a todos los gigantes de la música clásica del siglo xx, mucho antes de que fueran conocidos por millones de personas a través de las grabaciones (en gran parte gracias a Leonard Bernstein, su pródigo partidario de los años sesenta). Uno de tantos ejemplos es la Sinfonía n.º 13 de Shostakovich, «Babi Yar» –cuyo tema es la masacre nazi, en un barranco de Kiev, de 33.771 judíos durante el curso de cuarenta y ocho horas, en septiembre de 1941–, que estilísticamente es impensable sin la influencia de Mahler. Otros compositores cuya obra tiene una deuda con él son Ígor Stravinski, Arnold Schoenberg, Alban Berg, Serguéi Prokófiev, Jean Sibelius, Leoš Janáček, Karol Szymanowski, Béla Bartók, Paul Hindemith, Kurt Weill, Aaron Copland, Benjamin Britten, Leonard Bernstein y, en las bandas sonoras, Franz Waxman, Erich Korngold, Alfred Newman, Bernard Herrmann, Miklós Rózsa, James Horner, Danny Elfman, James Newton Howard, Howard Shore, John Corigliano y John Williams. 238
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No hay una motivación oculta en la música de Mahler: se sentía aislado en una era miserable, como muchos judíos, víctimas en los últimos veinte años del siglo xix de prolongadas persecuciones antisemitas por toda Europa. El mismo Mahler fue expulsado de su puesto en la Ópera Estatal de Viena, a pesar de su éxito artístico de primera categoría, como resultado del antisemitismo. Pero a pesar de la comprensible tristeza y alienación que escuchamos en su música, hay, increíblemente, una esperanza de algo mejor, usualmente relacionada con la niñez y la juventud, como en su Das Lied von der Erde (La canción de la Tierra), compuesta entre 1908 y 1909: La querida Tierra en todas partes florece en primavera y enverdece, como nueva En todas partes y para siempre Un cielo azul en la distancia para siempre… para siempre… para siempre. Los tres minutos finales, más o menos, del último movimiento de la sinfonía Der Abschied (El adiós) son música de una trascendencia asombrosa, con una cadencia que repetidamente intenta descansar bajo la palabra reiterada ewig (‘para siempre’), en apariencia incapaz de aceptar su conclusión final. Ciertamente, la instrucción de Mahler al final de la pieza es de que el sonido se esfume, imperceptiblemente, hacia la nada, difuminando el momento en el que la música muere y el silencio comienza –una respetuosa reverencia hacia el final parecido del poema sinfónico tonal de su amigo Richard Strauss Tod und Verklärung (Muerte y transfiguración), de 1889. El acorde final, largo, de La canción de la Tierra –el «acorde básico» simbólico de la música occidental, de do mayor, naturalmente– fue descrito por el compositor inglés de mediados del siglo xx Benjamin Britten como si estuviese «impreso en la atmósfera». Las sinfonías y los lieder de Mahler no fueron apreciados por los críticos, que los encontraron ora demasiado ásperos, ora demasiado ruidosos, ora neuróticos y demasiado complejos estructuralmente; o, como en el caso del Reichpost austríaco, simplemente tuvieron objeciones contra el propio Mahler, como al informar sobre su nombramiento en la Ópera Estatal, en octubre de 1897, así: «Solo a su debido tiempo se revelará si este muchacho judío demostrará ser digno de tanta aclamación o se lo quitarán de en medio cuando la realidad se 239
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haga evidente». Su música fue, sin embargo, disfrutada mayormente por el público durante su vida, y quizá lo más significativo es que ejerció una influencia enorme en el debate sobre la dirección futura de la música. Tuvo un impacto directo al convertirse en maestro de una generación de compositores más jóvenes cuyas motivaciones eran nada menos que desmantelar completamente el sistema «tonal» occidental; es decir, la manera en que las notas se organizan en familias de claves alrededor de un «acorde básico». Ciertamente, el propio estilo compositivo de Mahler había empezado a desestabilizar este sistema, tomando prestado elementos de la música folclórica étnica de todas partes –su La canción de la Tierra era una adaptación de poesía china antigua traducida y a su música le otorgó apropiadamente un cierto sabor chino–, buscando además expresar estados emocionales oscuros e inestables. De todos sus impresionables pupilos vieneses, ninguno abrazó este desmantelamiento de la tonalidad de forma tan entusiasta como Arnold Schoenberg. La idea de Schoenberg –la adopción de un sistema «tonal» totalmente nuevo– era, como otros manifiestos autoritarios de principios del siglo xx, estricto sobre la manera en que los demás debían obedecer sus reglas, pero las aplicaba con notable laxitud cuando se trataba de su propia producción artística. Su objetivo era borrar del mapa las formas que habían servido a la música durante mil años –la forma en que las melodías están construidas, los acordes, los ritmos, todo– y sustituirlas por un sistema basado puramente en una fórmula matemática. La fórmula de los «doce tonos» que Schoenberg comenzó a explorar durante la primera década del siglo xx –la que, puede decirse, fue anticipada por el Fausto de Liszt, de 1855– trataba cada uno de los doce tonos en la escala occidental como iguales, para deshacerse de la idea de un «acorde básico» en toda pieza musical. A ninguno de los tonos se le permitía repetirse en una frase melódica, lo cual impedía al oído del oyente aferrarse a una nota como centro de gravedad musical. Era una fórmula tan radical para la música como lo sería para un lenguaje si ordenaras que ninguna letra del alfabeto pudiese utilizarse más de una vez en una frase. Por más fascinante y estimulante que pueda ser esta restricción, su problema principal tal como se aplica en la música era que las únicas personas que la entendían o la admiraban eran otros músicos. 240
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El público, entonces como ahora, estaba simplemente perplejo. La rebelión teórica de Schoenberg, que más tarde adquirió las etiquetas de «serialismo» o «atonalidad», dio pie a décadas de debates académicos, libros, conferencias y seminarios eruditos y –en su forma más pura, más estricta– ni una sola obra de música, a lo largo de cien años de esfuerzos, que una persona normal pudiese entender o disfrutar (las obras más apreciadas de Schoenberg, como la hermosa Verklärte Nacht 6, no se ajustan a la estructura serial). Una función positiva que la fórmula de los doce tonos de Schoenberg cumplió, además de provocar análisis y debates interesantes, fue la de dar a los compositores en el siglo xx una estructura desafiante con la que lidiar. Ígor Stravinski, por ejemplo, al alcanzar, con su mediana edad, un respiro en su energía compositiva durante los años cincuenta, comenzó a experimentar con técnicas seriales como forma de escuchar posibilidades musicales de manera fresca, diciendo al respecto: «Las reglas y restricciones de la escritura serial difieren poco de la rigidez de las grandes escuelas contrapuntísticas de antaño. Al mismo tiempo, amplían y enriquecen el alcance armónico; uno comienza a escuchar más cosas y de manera distinta que antes. La técnica serial que utilizo me incita a una disciplina mayor que nunca». Dicho esto, Stravinski compuso relativamente pocas obras con las reglas seriales aplicadas de forma estricta, siendo una el breve tercer movimiento de su cantata veneciana Canticum Sacrum (1955). Una cosa es segura: Schoenberg y sus compañeros de viaje en el rediseño del sistema de notas occidental no estaban cortejando a un público convencional. Cuando, durante el siguiente medio siglo, el públicó reaccionó con hostilidad ante las obras seriales, a los adeptos del movimiento esto les pareció la confirmación de que la suya era una causa tan noble que el común y más humilde de los mortales, sin «el conocimiento», inevitablemente la rechazaría. Elitista es una palabra demasiado utilizada, teñida de resentimiento, pero al describir la forma de justificar el serialismo en el siglo xx da en el clavo. Schoenberg estaba tan seguro de que su nuevo sistema dodecafónico sería un éxito que declaró triunfantemente: «He hecho un descubrimiento que asegurará la supremacía de la música alemana para los próximos cien años». Claramente, no era profeta.
Noche transfigurada, sexteto de cuerdas luego transcrito para orquesta, opus 4, 1899.
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Si el serialismo primigenio hubiese tenido alguna posibilidad de atraer a un público dispuesto a pagar, un compositor que seguramente habría optado por él habría sido Richard Strauss, el principal compositor de Alemania tras la muerte de Mahler y un hombre con un apetito voraz por la aventura musical. Strauss, sin embargo, tenía otros ases en la manga. Comenzó su carrera de forma bastante convencional, con un estilo musical que debía mucho a Liszt y un poco a Wagner, componiendo poemas sinfónicos a gran escala del que Also sprach Zarathustra (Así habló Zaratustra) es bastante típico. Basado en el tratado del filósofo Nietzsche, su obertura, «Salida del sol», es ahora legendaria gracias a la película de 1968 2001: una odisea del espacio, de Stanley Kubrick. Su efecto musical es totalmente cinematográfico: de gran impacto para una generación de fin de siècle que buscaba emociones a espuertas. Al mismo tiempo, Strauss volvía la mirada hacia el siglo moribundo, en canciones de delicadeza desgarradora, mahleriana, como «Morgen!» («¡Mañana!»), compuesta como regalo de bodas para su esposa Pauline en 1894. Luego, unos pocos años después de escribir Also sprach Zarathustra y «Morgen!», Strauss se catapultó hacia la notoriedad musical con un ópera de un poder tan salvaje, erótico, que impactó a la sociedad burguesa y causó una gran sensación. En algunas ciudades, la ópera fue prohibida inmediatamente. De un solo tajo, Strauss se había transformado: de amable Kappellmeister de la Belle Époque austríaca pasó a ser el Che Guevara de los rebeldes musicales. El año era 1905; el lugar, Dresde; la ópera, Salomé. La decisión de Strauss de encontrar un estilo musical nuevo y rebelde para la ópera se había estado fermentando durante unos pocos años antes, un período durante el que su carrera como director de ópera, principalmente en Múnich y en Berlín, aunque brevemente también en Bayreuth, había sido fructífera. Su primera ópera subvencionada por el Estado, Guntram, había tenido una recepción desastrosa cuando se estrenó en Múnich en 1894 –por parte de los músicos, la gerencia del teatro, la prensa y el público por igual–, provocando que urdiera una venganza artística contra la ciudad, a la que consideraba «filistea». La primera etapa de su contraataque fue una ópera satírica, Feuersnot (La noche de San Juan), intepretada en Dresde en 1901, en la que satirizaba a los burgueses antiartísticos de Múnich, arrojando a la cáustica mezcolanza a un enloquecido mago inspirado en Wag242
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ner. La segunda etapa vino acompañada del reconocimiento de que cualquier compositor joven que tuviera esperanzas en producir un revuelo en el mundo de la ópera necesitaba ser atrevido y –si fuese posible– también impactante. Strauss sabía que los públicos de salas de conciertos, para los que había producido una serie de poemas tonales orquestales muy exitosos, eran más fáciles de impresionar que los de las salas de ópera, especialmente en Alemania y en Austria, donde el gasto para montar óperas había causado que resultaran fuertemente politizadas. No obstante, la austera modernidad de su música para Salomé, dejando a un lado su tema provocador, tenía indudablemente la intención de conmocionar a la conservadora comunidad operística de Múnich, la ciudad en que nació, y que altaneramente había rechazado sus primeros esfuerzos operísticos. Basada no tanto en el original bíblico, sino en la escandalosa obra de teatro de Oscar Wilde, de 1891, en la que el motivo de la decapitación de Juan el Bautista era primariamente sexual, la ópera de Strauss estableció un nuevo patrón de disonancia ensordecedora, lo cual, como había previsto, le aseguró una inmediata notoriedad a escala mundial. Puede que la exótica danza-striptease de los Siete velos de Salomé hubiese alarmado y excitado al público de la primera noche, pero su solo final de pasión por la cabeza cortada de Juan el Bautista, que a continuación besa, fue el momento Tarantino. Se puede considerar a Salomé como una joven fuerte, independiente, que obtiene lo que quiere explotando su sexualidad, burlándose inteligentemente de su padre adoptivo el rey, o como una demenciada drogata que rebaja los patrones morales de la humanidad a su punto más bajo. Strauss cubre aparentemente sus espaldas dando al primer beso necrofílico en una ópera el que puede ser el acorde más disonante que nunca se haya oído. Para poner este acorde en contexto, tengan presente las agudas y chillonas discordancias del violín que acompañan la escena asesina de la ducha en la partitura de Bernard Herrmann para Psicosis, de Hitchcock (1960). Las dos notas que crean el ensordecedor estrépito están situadas a una distancia de once escalones una de la otra: una mi y una mi♭. Esta discordancia es una versión diferente de otra discordancia, la «segunda menor», que también puede componerse de una mi y una mi♭, pero en este caso las dos notas son directamente adyacentes, mientras que en el primero están casi a una octava de distancia. Estos dos estrépitos son capaces 243
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por sí solos, como en la escena de la ducha de Herrmann, de ser desagradables, escalofriantes y dolorosos de escuchar. El acorde del beso de la muerte de Salomé tiene una vibrante segunda menor que se combina con él, pero la sustancia real de la disonancia se halla en el conjunto más profundo, compuesto de una estruendosa segunda menor emparedada entre otros dos estrépitos, una segunda mayor y un trítono (el «diablo en la música» con el que nos encontramos en un capítulo anterior). Bajo este crujido hay una tercera menor fea, refunfuñante –no particularmente ofensiva en sí misma, pero muy oscura y de mal presagio al ser un tono tan bajo– mientras la aguda nota la, vibrante, crea un vicioso estrépito con la que se asienta tres octavas por debajo de ella, en la cúspide del grupo más grave. Sería difícil encontrar una combinación más agresivamente incómoda de notas. Tras preguntarse si el sabor de la sangre en sus labios es en realidad el «sabor del amor», Salomé vuelve a besar, en un triunfo supremo. «¡Ahora he besado tu boca, Jochanaan!», grita ella, y Strauss desencadena un terremoto musical que podría ser interpretado como la representación de la consumación sexual. Para complicar aún más el tormento psicológico de este terrorífico final, el rey Herodes, que había animado a Salomé a que bailara para él, ordena que sus soldados maten a su hija adoptiva allí mismo. Para la horrible violencia de esta matanza, Strauss reserva su música más enojada, más disonante. Habiendo liderado la rebelión contra la respetabilidad musical con Salomé y otra ópera de vísceras y sangre, Elektra, Strauss hizo luego un segundo e inesperado cambio de estilo: pasó el resto de su carrera, treinta y cinco años, componiendo bella música nostálgica, pasada de moda, desde su lujosamente melódica, intoxicantemente disfrutable, agridulce ópera Der Rosenkavalier7 (interpretada por primera vez en enero de 1911) a sus Cuatro últimos lieder (1948), publicados póstumamente, que para muchos amantes de la música son candidatas al título de Música Más Hermosa Nunca Escrita. Los Cuatro últimos lieder aparecieron al final de la Segunda Guerra Mundial, pero fácilmente podrían haber sido compuestos medio siglo antes: pertenecen estilísticamente al final del siglo xix, junto con las canciones orquestales de Mahler. Puede que su indescriptible belleza El caballero de la rosa.
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tenga tanto que ver con el sentimiento de un mundo perdido como con el gesto final de Strauss de amor y gratitud hacia la que fue su esposa durante más de cincuenta años. La aclamación instantánea y mundial que saludó el nacimiento de Der Rosenkavalier en 1911 parecía confirmar el dominio austro-alemán de doscientos años de música clásica que había comenzado con Johann Sebastian Bach. Parecía que esta hegemonía iba a continuar indefinidamente. Pero incluso sin la catástrofe de dos guerras mundiales, la dinastía austro-alemana estaba llegando al final. En su lugar, una nueva fuerza había emergido, y era a principios del siglo xx el sonido más vivificante de Europa. En las décadas finales del siglo xix el gigante durmiente de Rusia había despertado. La música no iba a ser la misma a partir de entonces. Las señales habían estado ahí durante un tiempo. En 1890, por ejemplo, si hubieses preguntado a la mayoría de la gente educada en Occidente que nombrara a un famoso compositor, muy posiblemente te habrían dado el nombre de un ruso, Piotr Chaikovski. Chaikovski no fue el primer gran compositor ruso que escribió en el idioma internacional prevaleciente, el mismo que Beethoven, Berlioz, Verdi o Brahms. Este lugar fue ocupado por Mijaíl Glinka, cuyas óperas Una vida para el zar y Ruslan y Lyudmila habían establecido firmemente a la Rusia zarista como fuerza musical que tener en cuenta durante los años treinta del siglo xix. Chaikovski, sin embargo, fue el primer compositor ruso en conseguir una gran fama fuera de Rusia. Si, para los italianos, la expresión suprema de su amor por la música era la emocionalmente cargada aria operística, para los rusos era la danza. Mientras que las áreas de la ópera italiana iban cargadas de la cualidad musical conocida como «rubato» –que quiere decir que era libre y flexible con el pulso rítmico–, en Rusia el tempo vigorizante, repetitivo, de la danza se escuchaba en todas partes. En el ballet, en las óperas, sobre el escenario de un concierto, la música rusa nunca se cansaba de los ritmos, impulsos, giros, saltos, deslizamientos, brincos, vueltas y piruetas. Las partituras de ballet de Chaikovski están todavía entre las piezas más populares del repertorio clásico. Su enorme prestigio y su insaciable don para la melodía, al que se unía una considerable inclinación por el entusiasmo orquestal, era un claro recordatorio de que tratar con condescendencia al imperio ruso como descendiente de la corriente preva245
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leciente austro-germana significaba equivocarse peligrosamente. Entre los años setenta del siglo xix y los cincuenta del siglo pasado, la música rusa explotó en una energía creativa sin precedentes –y posteriormente inigualada. El detonante de este despliegue de fuegos de artificio ruso en la música clásica no fue el cosmopolita, viajado, amigo de los Romanov, Chaikovski, sino un antiguo cadete militar de Pskov que era funcionario del Estado y tenía una adicción fatal al vodka: Modest Mússorgski. Mússorgski, entre los compositores de renombre, era la voz más original de finales del siglo xix y probablemente el único cuyas ideas no pueden retrotraerse a Liszt. Había una razón para esto: no se formó musicalmente en un conservatorio y no era un compositor profesional. Era autodidacta y por ello gloriosamente inconsciente de las reglas que estaba rompiendo. Era como si estuviese inventando la composición mientras componía. Sus piezas carecían de forma y estructuras tradicionales; en Cuadros en una exposición (1874), por ejemplo, simplemente cuelga juntas una serie de diez reflexiones pianísticas distintas sobre las pinturas de un amigo fallecido, el artista Viktor Hartmann. Son como improvisaciones puestas por escrito. Había sin duda ingenuidad en su estilo, que le hizo pasar ridículo más de una vez, siendo el resumen de Chaikovski bastante representativo de una opinión bastante general. «Se puede considerar a Mússorgski como un caso perdido», opinaba. «Su naturaleza es estrecha de miras, carente de cualquier ansia de perfección, al creer ciegamente… en su propio genio. Además, su naturaleza tiene un cierto aspecto abyecto que le hace preferir la ordinariez, la zafiedad, la tosquedad… Hace ostentación… de su analfabetismo, se enorgullece de su ignorancia, va tirando de cualquier modo, creyendo ciegamente en la infalibilidad de su genio. Sin embargo, tiene destellos de talento que no están, además, carentes de originalidad.» Pero lo importante, a pesar de sus aspectos poco refinados, es que Mússorgski mostró que la música rusa podía obedecer sus propias reglas, seguir sus propios gustos y labrar su propia identidad. No tenía que ser Brahm-esca. Comparando Boris Godunov de Mússorgski con otra ópera anterior que también evocaba el pasado zarista de Rusia, Una vida para el zar, de Glinka, cuya educación clásica tradicional incluía estancias en Italia, Austria y Alemania, la diferencia de estilos es una demostración rigurosa del cambio de dirección que estaba ocurriendo mientras avanzaba el siglo xix. 246
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Una vida por el zar (1836), conocida en Rusia como Iván Susanin, está ambientada en el Kremlin y tiene como triunfante coro final una celebración de la victoria del zar Miguel, el primero de los Romanov, contra los polacos a principios del siglo xviii. La multitud agolpada dice: «¡Gloria, gloria a ti, sagrada Rusia!». Su jubiloso coro es, desde luego, fascinante y apropiadamente victorioso; alguien claramente ha incitado a la masa multitudinaria a cantar a grito pelado y repitiéndose mucho, a la manera de las muchedumbres victoriosas. Si no supieran, sin embargo, que esta era una victoria rusa, en lugar de francesa, austríaca o italiana, ¿se habrían enterado ustedes? Si fueran académicos, un examen detallado de las armonias corales revelaría algunos sabores ortodoxos rusos, seguro. El hecho es que, sin embargo, esta música tiene un carácter paneuropeo; podía tan verosímilmente haberse originado en Viena, Berlín o Roma, así como en San Petersburgo o Moscú. Pero cuando se compara con la escena de la coronación en Boris Godunov, también ambientada en el Kremlin, y compuesta sólo treinta y ocho años más tarde, cuesta creer que los dos coros vengan del mismo país. En el coro de Mússorgski, los colores, las voces y los efectos rutilantes, con sus campanas tañendo y sus ecoicos carillones orquestales, producen una gozosa cacofonía que no podía ser una celebración parisina, vienesa o romana. Hay tal atrevimiento, tal exuberancia en este sonido que solo un compositor verdaderamente original podía haber fantaseado con ella y, como era de esperar, pronto se convertiría en un modelo para otros. En el momento de la muerte de Mússorgski, en 1881, su música era virtualmente desconocida fuera de Rusia. Pero eso iba a cambiar. Buena parte de las semillas que dieron lugar a las rebeliones musicales de finales del siglo xix pueden retrotraerse a un acontecimiento extraordinariamente fértil. Tuvo lugar en París en 1889 –durante el primer centenario de la Revolución Francesa–, pero este acontecimiento trataba de la paz y la humanidad compartida. Era la Exposition Universelle. Aquí la música como creación internacional, compartida, desarrollada e intercambiada por encima de fronteras –una característica definitoria del siglo xx por venir– realmente comenzó a tomar forma. En el Palais du Trocadéro, que daba a la recientemente construida Torre Eiffel, Widor interpretó por primera vez su famosa Toccata para órgano, y aquí fue también donde el compositor invitado Niko247
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lái Rimski-Kórsakov dirigió una serie de conciertos de música rusa que deslumbró a músicos franceses y occidentales, entre ellos a Claude Debussy, de veintisiete años. Las visitas regulares de Debussy a la Exposición Universal iban a ser para él una experiencia vital y de transformación, musicalmente hablando. «Nunca un sentimiento más refinado se expresó con recursos tan simples», escribió al escuchar a Mússorgski por primera vez. Parece ser obra de algún curioso salvaje al que nada guía sino su emoción por descubrir paso a paso de qué va la música. «La forma» es para él inútil del todo –o más bien, la forma a la que recurre está siempre cambiando hasta el punto de que es bastante diferente a cualquiera de las formas establecidas, digamos administrativas. Su música, dibujada con toques ligeros, se mantiene unida por algún vínculo misterioso, y por su don de luminosa perspicacia. Lo que Debussy aprendió de Mússorgski fue que había una manera alternativa a la de Haydn y Mozart, que todavía estaba en funcionamiento mientras el siglo xix se aproximaba a su fin, de construir una estructura musical. El método clásico consistía en partir de pequeñas células de melodía o ritmo, o de ambas, y construir un discurso completo a partir de ellas durante un período de veinte o treinta minutos. Beethoven, particularmente, construyó un movimiento entero de su Quinta Sinfonía a partir de la siguiente idea diminuta:
Brahms, Liszt y Wagner expandieron enormemente las posibilidades de desarrollar grandes estructuras musicales a partir de ideas pequeñas o incluso diminutas, pero era esencialmente el mismo concepto. Mússorgski, porque no lo sabía, y Debussy, porque coincidía con su gusto por la manipulación de bloques de acordes que se mezclaban unos con otros –de lo cual hablaré en breve–, se deshicieron de cien años de esta práctica y partieron de cero. Su estrategia podía calificarse de episódica. Una idea musical simplemente seguia a otra. No era necesario desarrollar una transición para desplazarse desde la idea A a la idea B, como había 248
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sido el caso en la sinfonía, la sonata y el concierto desde Haydn; la idea A podía recorrer su camino y a continuación aparecer la idea B. Así de sencillo. El extraño, apasionado matrimonio entre el modernismo ruso y el francés que nació en aquellos conciertos del Trocadéro iba a convertirse en algo grande, ruidoso e indómito. La novedad vigorizante de Mússorgski, cuyo arte, pensó Debussy, estaba «libre de artificio y de fórmulas áridas», no fue más que una de las importaciones extraordinariamente fructíferas de la Exposición Universal. Lo que revolucionó la música de Debussy, más incluso que escuchar a Mússorgski, fue un sonido que vino de mucho más lejos, soplado hacia París sobre un viento aromático de Asia. La Exposición Universal exhibió exposiciones y cuadros culturales de todo el planeta. Gracias a la mejora de las comunicaciones, la «aldea global» estaba comenzando a convertirse en una realidad. Debussy, junto con otros veintiocho millones de visitantes, pasó un tiempo absorbente deambulando por las exóticas instalaciones de continentes distantes. La atracción más popular después de la Torre Eiffel, triste es decirlo, fue un zoo humano de cuatrocientos africanos. Lo que particularmente fascinó a Debussy, sin embargo
Claude Debussy estaba tan intrigado por los bailarines y músicos javaneses en la Exposición Universal de 1899, en París, que desarrolló técnicas para evocar los sonidos exóticos del gamelán en un piano occidental. 249
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–además de al pintor John Singer Sargent y al escultor Auguste Rodin, que hicieron ambos copiosos bocetos, y a Paul Gauguin, que comenzó una relación con una adolescente javanesa que luego se convirtió en su sirvienta y concubina–, fue un pueblo javanés, lleno de bailarines y músicos, patrocinado por una compañía holandesa importadora de té. Ciertamente, Debussy no fue el primer europeo que acabó hechizado por el exotismo de la música javanesa: sir Francis Drake, al atracar el Golden Hind frente a la costa del sur de Java, en 1580, fue invitado a la actuación de una «orquesta» organizada por el gobernante local, Raia Donan, en respuesta a las serenatas de los músicos ingleses. Sir Drake escribió en el cuaderno de bitácora que los intérpretes javaneses hacían «música rural… de un tipo muy extraño; sin embargo, el sonido era agradable y encantador». A principios del siglo xix, sir Stamford Raffles, fundador de Singapur, mientras supervisaba la ocupación británica de Java envió dos grupos de gamelanes a Gran Bretaña, alojados hoy en día en el Museo Británico. Su amigo Raden Rana Dipura, un «jefe» javanés y músico consumado, viajó con Raffles a Inglaterra en 1816 y tocó en Londres en numerosas ocasiones. Antes de la Exposición de París, los grupos de gamelanes javaneses habían tocado en ferias de comercio holandesas en Arnhem (1879) y Ámsterdam (1883), como muestra de las riquezas coloniales de los Países Bajos. Una presentación comercial de una compañía de gamelanes con bailarines de la región javanesa de Yogyakarta tuvo lugar en el Royal Aquarium de Londres, en 1882, a la que asistieron el príncipe y la princesa de Gales, y causó una cierta sensación en la prensa popular, cuyos columnistas estaban tan embelesados como divertidos por una orquesta compuesta de objetos metálicos. Las sonoridades, armonías y escalas particulares de la Orquesta de Gamelanes Javanesa desplegadas e interpretadas en la Exposición de París, sin embargo, intrigaron a Debussy tanto que se inspiró en ellas para intentar una evocación de sus sonidos orientales en un piano occidental. Aunque no pudo replicar la poco habitual afinación de las campanas, gongs y otras láminas metálicas del gamelán, o la exacta división de la escala musical utilizada en las culturas asiáticas, pudo aproximarse a ello de dos maneras. Una era hacer un uso abundante de la llamada escala pentatónica, las cinco notas que son comunes a todos los sistemas musicales del mundo y son especialmente prevalecientes en la música orien250
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tal: estas son las notas que pueden encontrarse fácilmente con solo tocar las teclas negras de un piano. Sus «Pagodes» de 1903, de una colección de tres piezas para piano llamadas Estampes (Estampas), hacen un uso sutil de las escalas pentatónicas en homenaje al Lejano Oriente y, en 1910, cuando produjo su primer libro de preludios para piano, secciones enteras de «Voiles» («Velos» o «Velas») habían caído bajo el influjo pentatónico. El aspecto pentatónico de la música para piano de Debussy inspiró generaciones posteriores de pianistas de jazz. «Peace Piece», de Bill Evans, de 1958, es típica de la música pentatónica inspirada por Debussy, mientras que el menú más simple, más limitado, de notas pentatónicas forma la base de la melodía –o, en el caso de Bill Evans, de las cascadas melódicas improvisadas con la mano derecha– con la que acabar obteniendo una paleta más completa (es decir, occidental) de notas para las armonías de la mano izquierda. El otro truco que Debussy empleó en su evocación del gamelán fue permitir que sus acordes colgaran uno sobre otro, solapándose y rebotando unos con otros, más bien de la manera en que los tonos del tañido de una campana se solapan uno sobre otro; el sonido de una campana, una vez golpeada, no se apaga súbitamente, más bien continúa hasta que se desvanece naturalmente. Este mismo efecto se puede conseguir sobre el piano al pulsar el pedal de la derecha («amortiguador») –con frecuencia llamado erróneamente el pedal «de resonancia»8– que levanta la fila de amortiguadores de fieltro que normalmente evitan que las notas suenen al mismo tiempo. (Algunos pianos muy grandes, incluidos los que utilizaba el mismo Debussy, tienen un tercer pedal –«tonal»– que permite al intérprete elegir qué notas se mantienen y qué notas se apagan.) Lo que esta técnica hace es conseguir las resonancias, o armónicos, latentes en las cuerdas vibrantes, imitando así los armónicos naturales que suenan en las cuerdas punteadas y en las barras metálicas golpeadas. Los armónicos naturales son notas «ocultas», normalmente de un tono bastante agudo, que forman parte de cualquier sonido, como los colores del espectro que están contenidos dentro de la luz blanca. Así que los acordes colgantes de Debussy, con los amortiguadores alejados de las cuerdas, representaban un tipo de retorno a la naturaleza, un alejamiento del sonido más artificial de los bloques de acordes. También llamado derecho o fuerte.
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Al juntar todas estas ideas en la música que compuso tras la Exposition Universelle, Debussy creó un nuevo paisaje sonoro para el piano. Su reforma de las escalas y armonías dio lugar a una paleta atrevidamente nueva de posibilidades auditivas. Una manera de describir lo que Debussy hizo con sus colores sonoros asiáticos es llamándolo explotación colonial, un latrocinio turístico que no era mejor que el zoo humano de la Exposición o la apropiación de objetos exóticos por parte de arqueólogos y saqueadores europeos, tan en boga a la vuelta del siglo xx. Recuerda, hasta cierto punto, el furor que desató el interés de Dvořák por las melodías de los nativos estadounidenses, aunque Dvořák al menos estaba en Estados Unidos en el momento. Indudablemente, el devaneo de Debussy con la cultura no europea –como el arte inspirado por la Polinesia de su contemporáneo Paul Gauguin– parece ser parte de la relación «asimétrica» entre el Occidente rico y el «otro» pobre, tal como la identificó el historiador cultural Edward Said en Orientalism9 (1978) y que persistió hasta finales del siglo xx. El orientalismo, en forma de peep-show unilateral, del Oriente «sensual», tuvo su apogeo en Francia durante el siglo xix, desde las ineptas aventuras militares de Napoleón en Egipto y Siria, hasta la imparable llegada hasta las riberas del Sena de objetos, como la Piedra Roseta, procedentes del delta del Nilo. Los objetos exóticos, ficticios o reales, fueron atesorados por las clases educadas francesas, ya fuera devorando los poemas de Victor Hugo, Les Orientales (1829), en forma de lectura discreta de la novela erótica superventas Salammbô, de Gustave Flaubert (1862), alegrando la vista con los harenes y las esclavas desnudas en los cuadros de Jean-Léon Gérôme, o acudiendo en tropel a óperas como L’Africaine (1865), de Meyerbeer; Los pescadores de perlas (1863), de Bizet; Le roi de Lahore (1877), de Massenet; Le tribut de Zamora (1881), de Gounod; o la todavía popular Lakmé (1883), de Delibes. Los franceses no fueron los únicos: los británicos, después de todo, tenían a Kipling, las pinturas de Frederick Goodall (no es pariente mío) y The Mikado, de Gilbert y Sullivan. Pero a los ingredientes usuales de la receta orientalista ridículamente contradictoria –una civilización infantiloide, poco educada, un salvajismo innato, propensión Orientalismo, traducción de María Luisa Fuentes, Barcelona, Debolsillo, 2003.
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a la holgazanería, inescrutabilidad dignificada, temor reverencial ante la superioridad europea– la imaginación francesa añadía un elemento de sexualidad y fetichismo. La música de Debussy, ya sea inspirada por el gamelán javanés o por su gusto por le japonisme –uno de cuyos ejemplos es la xilografía La gran ola frente a Kanagawa (1829-1833), de Hokusai, que inspiró la suite orquestal La Mer–, no es explotadora si la comparamos con los desnudos que pintó Gauguin de su sirviente eurasiática adolescente. Realmente, visto de otra manera, uno podría incluso decir que Debussy fue parte de un proceso curativo que gradualmente reuniría a todas las culturas musicales del mundo en una única corriente multitudinaria (o peligrosamente homogeneizada, al decir de algunos), la realidad del siglo xxi. Sus experimentos armónicos aparecen con regularidad en las tardías encarnaciones del jazz, cuyos orígenes no fueron europeos, y se han integrado en una herencia musical común. El mismo Edward Said creía que la música podía ser empleada para paliar las diferencias culturales, políticas y sociales, incluso para superar las identidades nacionales, al fundar junto con Daniel Barenboim la West-Eastern Divan Orchestra en 1999. Si la manera cooperativa de hacer música tiene algún futuro, debería permitir no solo que músicos palestinos e israelíes interpretasen juntos a Beethoven, sino también el maridaje de estilos musicales a lo largo de fronteras geográficas y raciales. La Exposition Universelle de 1889 fue, en efecto, el punto de partida del interés del siglo xx por lo que ahora llamamos «músicas del mundo». Desde nuestra perspectiva, marca el comienzo del fin de la pretendida superioridad musical europea occidental y la emergencia de Rusia como presencia cultural mayor. Sin embargo, pocos entre el público de los conciertos rusos de RimskiKórsakov en el Trocadéro podían haber adivinado la escala, el dinamismo y la turbulencia que la música rusa iba a desencadenar en el mundo a principios del siglo xx, a través del escaparate, una vez más, de París. La capital imperial rusa de San Petersburgo se había convertido, a finales del siglo xix, en uno de los mayores centros musicales del mundo. Una dinastía de compositores extraordinarios, cada cual mentor del siguiente, se había desarrollado a lo largo de una cronología que comenzaba con Glinka durante los años treinta del siglo xix y Mili 253
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Balakirev durante los años sesenta del mismo siglo, pasando por Borodin, Mússorgski y Chaikovski hasta Rimski-Kórsakov, el profesor de Stravinski. Los años previos a la Revolución rusa de 1905 habían visto un despertar del interés en el arte étnico ruso, una moda hasta cierto punto promovida por las inclinaciones nacionalistas de los zares Alejandro II y Nicolás II. El nombramiento del patriótico Balakirev como director musical de la Capilla Imperial Rusa en 1883 supuso un abandono deliberado del canto coral de estilo occidental, en uso en aquella época, y la adopción de cantos ortodoxos rusos más antiguos, llamados Znamenny, con sus profundos bajos y sus densos acordes en bloques de ocho o dieciséis voces. Alrededor de 1900, este sonido antiguo había inundado la textura coral de todos los compositores rusos. Serguéi Diáguilev, amante del arte, de la danza y de la música, vio en este importante crecimiento del orgullo cultural ruso una oportunidad. Montó una exposición de arte en 1905 que tenía la intención
El empresario teatral Serguéi Diáguilev cautivó al París de principios del siglo xx con sus Ballets Russes, al presentar música de Stravinski, Debussy y otros, y danza de figuras tan renombradas como Vaslav Nijinski (a la derecha) y Anna Pávlova. 254
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de mostrar a las clases cultas de la capital imperial la gran riqueza de los talentos artísticos del país más allá del horizonte provinciano de la ciudad, una colección que le había llevado un año documentar viajando a lo largo de Rusia. Él y su colega el artista Alexandre Benois, que había creado una organización y una revista llamada Mundo del arte (Mup uckýccmвa–Mir iskusstva), llevaron una exposición similar a París, al año siguiente, cuyo éxito animó a Diáguilev a presentar una temporada de conciertos rusos allí en 1907 y a poner en escena la ópera de Mússorgski Boris Godunov, de 1874 –en una versión revisada por Rimski-Kórsakov–, en 1908. Boris Godunov fue solo una de una serie de óperas que sacaron partido de la creciente obsesión de la aristocracia rusa por el folclore asiático y eslavo del imperio; Rimski-Kórsakov extrajo del mismo filón ricamente colorido espectáculos tan llamativos como Kaschéi, el inmortal, El gallo de oro, La leyenda de la ciudad invisible de Kitezh, La novia del zar y El cuento del zar Saltán. Estas últimas piezas, junto con su espectacular Scheherezade, en versión de concierto, y su terminación y orquestación de la épica inacabada El príncipe Igor, de Borodin, iban a convertirse en un fértil punto de partida para las primeras incursiones de su –entonces desconocido– protegido Stravinski, en una nueva estirpe de ballets rusos que iban a ser presentados por Diáguilev en la hiper-sofisticada París. El enorme éxito crítico de la producción de Diáguilev y Benois de Boris Godunov, de 1908, en la Paris Opéra (Palais Garnier) –su primera representación fuera de Rusia y protagonizada por el legendario bajo ruso Fiódor Chaliapin–, animó a Diáguilev a planear más espectáculos rusos en la capital francesa, que también albergaba una prometedora comunidad de emigrados rusos ricos que habían huido de su país tras la Revolución de 1905. Diáguilev fue invitado a regresar a París al año siguiente; esta vez presentó cinco ballets y creó una compañía hecha a medida, compuesta por los mejores bailarines, que incluía a Vaslav Nijinsky y a Anna Pávlova, reclutados después de pasar por varias compañías de ballet imperiales para el objetivo buscado: la creación de los Ballets Russes. Su primera temporada desde mayo de 1909 incluía las danzas polovtsianas de la ópera de Borodin El príncipe Igor; Le Pavillon d’Armide, basada en los cuentos de E. T. A. Hoffmann, con música de Nikolái Cherepnín; y Les Sylphides, coreografiado por Michel Fokine con música de Chopin, siendo estos dos últimos reposiciones de producciones anteriores de Fokine para el Ballet Imperial 255
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en el Teatro Mariinski de San Petersburgo. Aunque, indudablemente, la temporada de 1909 fue bien recibida por los franceses –los rusos estaban sorprendidos de que fueran considerados como algo tan «nuevo», cuando se trataba en esencia de una compilación de lo que las compañías de ballet rusas habían estado haciendo durante una década o más–, Diáguilev tuvo pérdidas enormes de 76.000 francos, más de 400.000 euros en dinero de hoy en día. En consecuencia, mucho estaba en juego en la temporada de 1910: había que conseguir el apoyo de mecenas en Occidente, ofreciéndoles la posibilidad de asociarse con algo atrevido y novedoso, y al mismo tiempo contar con la aprobación de los críticos de danza rusos, especialmente del influyente André Levinson, para conseguir que los mejores bailarines buscaran unirse a su compañía. Al final, teniendo que elegir, optó por agradar a los occidentales. Diáguilev corrió un serio riesgo en su segunda temporada. Encargó a Igor Stravinski, un desconocido sin experiencia, que pusiera música a uno de los nuevos ballets, El pájaro de fuego. Fue solo una intuición, pero acertada. Stravinski no había sido el primer candidato de Diáguilev para componer el ballet propuesto, sino los más experimentados compositores rusos Nikolái Cherepnín y Anatoli Liádov, que rehusaron participar, pero en un sentido importante la elección del joven Stravinski fue una idea mejor: la prensa parisina había criticado la primera temporada de Diáguilev por haber arriesgado tan poco en su música. Contratando a Stravinski para la temporada de 1910, nadie podría acusar a Diáguilev de medroso. La primera colaboración de Stravinski con Diáguilev comprendía tres ballets: El pájaro de fuego, en 1910; Petrushka, en 1911, y La consagración de la primavera, en 1913. Cuando fue contratado para componer el primero de estos tres, era un donnadie; la mañana después del estreno del tercero era el compositor más notorio y más alabado de toda Europa, quitándole la corona a Richard Strauss de un tirón. El argumento de El pájaro de fuego, una amalgama de varias versiones de cuentos folclóricos sobre un pájaro mágico, combinaba personajes y bestias sobrenaturales con lo natural, el mundo fantástico con el humano, y Stravinski acentuó el contraste entre los dos al dar a los dos mundos distintos estilos musicales. Era esta una técnica que había aprendido de su profesor, Rimski-Kórsakov. A los personajes humanos, como las doce princesas o el príncipe Iván Tsarévitch, se les ponía melodías derivadas de canciones folclóricas, basadas en la 256
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escala musical occidental habitual. A las criaturas y a los personajes fantásticos, en cambio, se les asignaba una paleta musical mucho más exótica y compleja, con frecuencia basada en la llamada escala «octatónica». Esta escala de inspiración persa –que tiene nueve notas en lugar de las ocho que componen las escalas mayores y menores occidentales– había sido una característica de la música de Rimski-Kórsakov, especialmente al describir lo mágico, malevolente o misterioso. En Stravinski, las apariciones del mítico pájaro de fuego combinaban sabores octatónicos con ritmos frenéticos, aleteantes, palpitantes. Incluso cuando Stravinski utilizó la música folclórica étnica rusa, cosa que hizo en varias de sus partituras para los ballets de Diáguilev, no dejó de distorsionarla a través de un prisma travieso. Estaba profundamente impresionado por grabaciones de campo de música folclórica campesina que había escuchado en los años anteriores a la composición de El pájaro de fuego. Habían revelado al culto burgués Stravinski un mundo distante, ritualista, y su instinto a la hora de reinventar la melodía folclórica rusa para un público parisino, recubriendo lo que podrían haber considerado vulgar con el deslumbrante color de una gran orquesta moderna, resultó ser brillante y provocador. En una ironía cruel, los críticos de ballet allá en Rusia se irritaban con las reseñas occidentales de los ballets de Stravinski-Nijinsky, que utilizaban adjetivos como bárbaros, primitivos, salvajes o brutales en casi cada página. La élite gobernante del imperio ruso, en San Petersburgo, que había estado expandiendo sus dominios asiáticos ávidamente durante la mayor parte del siglo xix, habían estado disfrutando de su propia versión del orientalismo –celebrada, por ejemplo, en el poema sinfónico En las estepas de Asia Central, de Borodin, de 1880; en su ópera El príncipe Igor y en las óperas de Rimski-Kórsakov. Ahora, resultaba que la propia Rusia estaba siendo retratada como sociedad «primitiva», alojada en la mente occidental como una cultura campesina arcaica. Dado que Rusia estaba en este punto a la mísmisima vanguardia del modernismo era un palo difícil de soportar, y con razón. En sus propios estilos, todos ellos diferentes, los compositores radicales durante el colapso post-Wagner –Mahler, Debussy, Strauss y Stravinski– estaban desmantelando el sistema musical previo, por lo cual cada idea se desplegaba cuidadosamente, una después de la otra. Para los oídos de muchas personas de la época, la nueva manera de hacer música era desconcertante y anárquica. 257
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A pesar de que los ballets El pájaro de fuego, Petrushka y La consagración de la primavera tenían, todos, un hilo narrativo, Stravinski jugó contra esta tendencia en sus partituras. En su lugar, construyó un collage, un puzle auditivo, algo quizá más cercano a lo que hoy en día esperamos de una banda sonora para película, con lo que los episodios breves, caleidoscópicos, del ballet y sus aspectos dinámicos, físicos, resultaban ser un taller ideal para su remodelación de la estructura musical. En nuestro modo de vida apresurado, propio del siglo xxi, consideramos que la idea del collage musical –la mezcla, la remezcla, el revoltijo, el shuffle del iPod10– como algo familiar e inofensivo. Pero no deberíamos olvidar cuán desconcertantemente desconocida era esta idea para el establishment musical del comienzo del siglo xx. Cundo los Ballets Russes se fueron a Viena de gira con el segundo ballet de Stravinski, Petrushka, en 1913, los escandalizados músicos rehusaron interpretarla, y la describieron como «música sucia». El estilo de ballet de Stravinski juntó su educación rusa, especialmente la procedente de su reverenciado mentor Rimski-Kórsakov, con su fascinación por la nueva paleta de sonidos, en cuyo uso Debussy, que por un tiempo se convirtió en su amigo, era el líder. Sin embargo, hay una cualidad seductora, alucinógena en buena parte de la obra de Debussy, que contrasta con el carácter contundentemente físico y la hipnosis ritualista de la música de Stravinski. Stravinski, como a todos los rusos, le seducía la urgencia rítmica de la danza. Con frecuencia se pasa por alto que Jeux, una partitura para el ballet que Debussy escribió para Diáguilev, que se estrenó dos semanas antes de La consagración de la primavera, de Stravinski, era casi tan desorientadora armónicamente como esta, pero fue la violencia primigenia capturada en el ritmo y el martilleo orgiástico de la música de Stravinski lo que produjo que la primera representación de La consagración de la primavera acabara en un griterío. Los tumultos del público, que indudablemente sí tuvieron lugar durante el estreno del ballet en París en mayo de 1913, han sido objeto de exageración, con expresiones muy vistosas que circularon por todas las camarillas de la música clásica, al que habitualmente se refieren como «motín». Se necesita una cierta cautela a la hora de repetir esta versión 10 Ya veremos más adelante las descripciones de Goodall de estilos musicales como shuffle y Mash-up, que son las palabras amalgama y revoltijo que traduzco aquí.
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del drama, porque: a) nos estamos refiriendo a una pequeña reunión de personas pudientes en traje de noche, algunas quejándose en alto, otras aplaudiendo y no a una muchedumbre de matones saqueadores: nadie resultó herido y no hubo daños materiales; b) una semana posterior de representaciones pasó en París sin incidentes y una gira por Londres dos meses más tarde fue recibida educadamente; y c) las reseñas contemporáneas se centraron en la indignación provocada por la radical coreografía de Nijinsky, que no se anduvo con rodeos a la hora de describir el secuestro y asesinato ritual de una adolescente en lugar de centrarse en la música de Stravinski. Puede que a Stravinski, en su narración del fatídico estreno años después, le haya convenido exagerar el efecto de su (innegablemente brillante) contribución, especialmente porque pasado un año la aportación innovadora de Nijinsky fue descartada y no se reunió con la música en un escenario hasta la década de los ochenta del siglo pasado. Al margen de lo que hubiese pasado en aquel pequeño teatro en los Champs Élysées, La consagración de la primavera es la pieza musical para orquesta más electrizantemente explosiva e icónica del siglo xx; todavía resulta asombrosa cien años después. Es una rebelión sonora. Mientras que Mahler había ido depositando melodía sobre melodía, ligándolass como en un nudo retorcido, y Debussy había manipulado bloques de sonidos próximos para fundirlos unos con otros, Stravinski fue un paso más allá, al superponer ritmos simultáneos unos encima de otros. La polirritmia, como ha sido etiquetada desde entonces, había existido desde hacía tiempo en la percusión tribal africana, improvisada al segundo por intérpretes altamente intuitivos, habilidosos, con frecuencia en varios estados de trance. Pero la polirritmia concebida desde cero por un compositor, anotada sobre la página, impuesta a una orquesta sinfónica occidental, intérprete por intérprete, era un concepto completamente novedoso. Stravinski declaró que la idea para una pieza basada en una antigua danza pagana de un sacrificio humano ritual le vino en sueños y que el argumento sugería la superposición de sonidos. Era como si quisiese que el pasado y el presente coexistieran en una sola dimensión, el ritual prehistórico de sus bailarines y la cacofonía moderna del mundo industrial, y la única manera en que podía concebirlo era hacer que estructuras rítmicas paralelas, antagonistas, lucharan por el mismo espacio. Es complicado, pero es magnífico. 259
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La consagración de la primavera fue el cenit del modernismo musical a principios del siglo xx. Pero que la música ya hubiese alcanzado un punto semejante en 1913 presentaba un dilema a los compositores progresistas de música orquestal sinfónica: ¿dónde ir, a partir de aquí? Era una pregunta que había ya comenzado a contestarse, pero ni Stravinski ni Debussy, en 1913, habrían adivinado cuán enormes iban a ser las fuerzas del cambio. Las señales estaban todas allí, sin embargo, y lo habían estado durante un tiempo. El agente del cambio fue, para empezar, una humilde tira de papel encerado del año 1860. Rayada sobre el papel está la voz de una mujer que canta la canción folclórica francesa «Au clair de la lune, mon ami Pierrot». Realizada el 9 de abril de 1860, es la evidencia más antigua que queda de la tecnología de grabación, precediendo en diecisiete años a Thomas Edison declamando «Mary had a little lamb» en su fonógrafo de papel de plata, y convirtiendo al hombre que la creó, Édouard-Léon Scott de Martinville, en el verdadero inventor de la nueva tecnología. Scott de Martinville había patentado su máquina, el fonoautógrafo, en 1857. Funcionaba haciendo marcas sobre un papel, previamente oscurecido por una lámpara de aceite, utilizando una aguja que vibraba cuando alguien cantaba o hablaba junto a un gran altavoz en forma de barril. Pero Scott de Martinville no tenía manera de poner la grabación al revés: hacer que una aguja retrocediese sobre las marcas en el papel las destruía. Los rollos de papel con sus grabaciones fueron almacenados con sus instrucciones de patente en la Academia de Ciencias del Instituto Francés, silenciosos como una tumba hasta 2008, cuando un grupo de historiadores e ingenieros de sonido utilizaron la tecnología del escáner digital para convertir las marcas de nuevo en sonido. La cantante folclórica francesa de 1860, milagrosamente, cantó de nuevo. El fonoautógrafo fue el comienzo de un proceso que transformaría totalmente la música. Muy pronto, en 1877, Thomas Edison inventó una máquina que podía reproducir las grabaciones y surgió una nueva especie de músico-investigador que viajaba por áreas rurales remotas grabando y preservando canciones folclóricas que lugareños sin duda perplejos interpretaban, no sin antes haber sido convencidos para ello. Se piensa que las grabaciones de campo más antiguas conservadas son las que hizo el antropólogo estadounidense 260
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Jesse Walter Fewkes en 1889 entre los indios Passamaquoddy en Maine. Desde los años noventa del siglo xix hacia delante, los mecanismos de grabación de cilindro de cera de Edison fueron utilizados por todo el mundo, capturando para siempre la cultura oral y musical de comunidades que ya entonces llevaban largo tiempo desaparecidas. Las que hizo Evgenia Lineva, por ejemplo, a comienzos del siglo xx en partes periféricas del Imperio ruso, fueron las que impresionaron a Stravinski mientras investigaba para El pájaro de fuego. Pisándoles los talones a estas grabaciones filantrópicas, de estilo documental, vinieron aquellas que tenían la intención de conseguir dinero de un público que pagara. La velocidad con la que el gramófono despegó es asombrosa, considerando lo caro que era el aparato en sus comienzos (unos 550 dólares de principios del siglo xx): el primer disco que vendió un millón de ejemplares fue de Enrico Caruso, el payaso lacrimoso, cantando «Vesti la giubba», de la ópera I Pagliacci, de Leoncavallo, de 1907. Que I Pagliacci solo tuviera quince años de antigüedad cuando Caruso la popularizó en un disco –joven en relación con el extenso catálogo operístico anterior– resulta, con la perspectiva que nos da el tiempo, muy interesante. Después de todo, la industria discográfica sería abrumadoramente dominada en los años venideros por música que era nueva y que atraía a los jóvenes. Cuando los programas de radio de música grabada empezaron a emitirse, desde 1920 en adelante, el interés por tener una colección de discos propia se aceleró; lo que había sido un goteo se convirtió en una marea. El advenimiento de la grabación hizo que la enorme riqueza de la música ya escrita en 1900 estuviera cada vez más a disposición de millones de personas por todo el mundo, expandiendo vastamente sus horizontes musicales y convirtiendo algo hasta entonces caro y extraño en una mercancía ordinaria. Esto fue, sin duda, algo muy bueno. Pero también fue el comienzo de un proceso por el cual, en la música clásica, lo viejo pronto sobrepasaría de lejos a lo nuevo. La música antigua, gracias a su repetición y a la familiaridad ganadas a través de su grabación y retransmisión (y puesto que había, como es obvio, mucha mayor cantidad), acabó siendo más reconfortante y agradable. No obligaba tanto a sus oyentes, requería menos esfuerzo y, como agradable acompañamiento de fondo de otras actividades, se hizo ubicua de una manera que no podía haberlo sido antes. Quizás aún más importante, esta gran ola de música más antigua «redescu261
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bierta» se ofrecía al público al mismo tiempo que la música moderna se embarcaba en un viaje de mayor dificultad, desasosiego y experimentación. A mitad del siglo xx, incluso los conciertos en directo reflejaban este desequilibrio: mientras que los públicos del siglo xix esperaban escuchar en su mayoría música recién estrenada, como en líneas generales se espera en el campo de la música popular de hoy en día, los públicos del siglo xx se habían vuelto temerosos y dubitativos a la hora de escuchar música nueva. Comenzaron a preferir la música antigua sobre la nueva; esto ya no fue, en muchos sentidos, algo tan bueno. Ciertamente, para la música popular, la grabación fue una bendición sin reservas. Fortaleció y extendió formas de música que se habían desarrollado sin notación, poniendo a disposición de un público en masa música folclórica y étnica que hasta entonces había estado confinada a comunidades locales. Para estas comunidades, la música no era solo un entretenimiento. Era un refugio. Pero la música que habían promovido y que ahora eran capaces de compartir con la sociedad en su conjunto iba a tener un impacto profundo, revolucionario, en el relato musical del siglo xx. Los esclavos afroamericanos y sus descendientes, que vivían en condiciones de opresiva pobreza, desarrollaron conforme avanzaba el tiempo una forma de canción religiosa, el espiritual, una amalgama que incluía la canción arquetípica africana de llamada y respuesta y los cantos religiosos revivalistas, particularmente aquellos debidos a la pluma del escritor y predicador inconformista inglés del siglo xviii Isaac Watts. Los espirituales estaban repletos de referencias del Viejo Testamento a la esclavitud de los israelitas, de visiones de redención y de justicia celestial –y ha habido testimonios repetidos, aunque anecdóticos, de que sus textos también incluían referencias codificadas a rutas de huida y casas seguras para esclavos en peligro en el Sur profundo. La existencia del espiritual fue durante mucho tiempo desconocida en su mayor parte por la población blanca, una situación que cambió en 1871, cuando un grupo de estudiantes afroamericanos de la Universidad de Fisk, en Nashville, hijos ellos mismos de esclavos, formaron un coro llamado Jubilee Singers. Su repertorio incluía arreglos de espirituales, y el interés por ellos se expandió posteriormente con gran celeridad. Ese mismo año se embarcaron en una 262
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En 1873, un grupo de estudiantes afroamericanos de Fisk University, en Nashville, llevaron el espiritual a Europa. En Londres, cantaron para la reina Victoria y para el primer ministro, William Gladstone, que los invitó a que desayunaran con él. Impresionaron enormemente al compositor inglés mestizo Samuel Coleridge-Taylor, cuyas Negro Melodies de 1905 eran arreglos de los espirituales más famosos de los Jubilee Singers. 263
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serie de giras para recaudar fondos, primero en la costa este de Estados Unidos y después en Europa, particularmente en Gran Bretaña, donde su primera interpretación en privado, del 6 de mayo de 1873, fue calurosamente reseñada en The Times, el Telegraph, el News y el Standard, y seguida unos pocos días más tarde de una interpretación de «Steal away to Jesus» y «Go down, Moses» para la reina Victoria. Días más tarde, los Jubilee Singers estaban actuando para el príncipe y la princesa de Gales y para el señor y la señora Gladstone en la residencia del primer ministro en Carlton House Terrace. El diario de su primera gira británica revela una respuesta emocionada y sorprendida ante estos acontecimientos y ante el respeto que se les mostró e incluye una carta del propio Gladstone: Les ruego que acepten nuestra palabra sobre el gran placer que los Jubilee Singers dieron el lunes a nuestros ilustres invitados y a todos los que los escucharon. Desearía ofrecerles unos regalos en forma de libros en reconocimiento por su amabilidad y en conexión con el objetivo, como han anunciado, de su visita a Inglaterra. Se me ha ocurrido que quizá les gustaría desayunar con nosotros, con mi familia y unos pocos amigos, pero no se lo pediría a menos que para ellos fuera una satisfacción aceptar la invitación. Los Jubilee Singers se quedaron en Londres durante tres meses y luego viajaron al norte, llegando a Hull –el lugar de nacimiento de William Wilberforce– en el cuadragésimo aniversario de la abolición de la esclavitud, y después a Scarborough, Newcastle, Glasgow, Edimburgo, Ayr, Aberdeen, Perth y otras ciudades escocesas. En Greenock dieron dos conciertos en el ayuntamiento ante dos mil personas cada noche. Después de un año en que visitaron la mayoría de las ciudades de las Islas Británicas, los Jubilee Singers regresaron a Nashville habiendo recaudado 10.000 libras esterlinas (670.000 libras esterlinas de hoy en día) para instalaciones de la Universidad de Fisk. El compositor inglés mestizo Samuel Coleridge-Taylor, cuya triunfante adaptación en forma de oratorio de Hiawatha de Longfellow encontramos en el capítulo anterior, y cuyos partidarios en Gran Bretaña incluía a sir Edward Elgar, causó una sensación similar durante tres viajes a Estados Unidos de América entre 1904 y 1910. Para un 264
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compositor y director negro, autor de un logro tan evidente, ser festejado internacionalmente mientras dirigía sus propias composiciones era todavía un fenómeno muy raro y posiblemente insólito, a los ojos de la comunidad artística blanca. Mientras estuvo allí, Coleridge-Taylor conoció al exlíder de los Fisk Jubilee Singers, Frederick J. Loudin, y en 1905 hizo arreglos para piano de veinticuatro de los espirituales que los Fisk Jubilee Singers habían popularizado con tanto éxito, a los que llamó Negro Melodies. Pero Coleridge-Taylor tenía experiencia en adaptar melodías folclóricas afroamericanas. Una de ellas, «A Negro Love Song», de una colección de 1898, es una primera evidencia del estilo melódico de lo que vino a conocerse como blues. La pista aquí es el carácter «bemolado» de la escala musical en las posiciones tercera y séptima. La bemolización de estas notas –es decir, el ligero descenso en el tono– revela el origen de las melodías del blues en las familias de claves más antiguas, las modales. Bien puede ser una coincidencia, pero las reglas que gobiernan la melodía en la música inglesa del período de los Tudor –como en, digamos, «Greensleeves»– operan de una manera notablemente similar: si la dirección de la melodía es ascendente (volviéndose más aguda), la posición séptima se hace sostenida (eleva su tono); si la dirección es descendente (volviéndose más grave), la séptima se bemoliza. También esta es una función de las escalas modales más antiguas que no se dejaron influir por las ambigüedades lanzadas por la armonía (es decir, antes de que hubiese Temperamento igual o una distinción entre la versión mayor y menor de cualquier familia de claves concreta). La bemolización de las notas tercera y séptima de la escala es coherente con modos melódicos africanos de siglos de antigüedad, cuyos recuerdos claramente no se habían perdido entre los hijos y nietos de esclavos. El blues, mientras se desarrollaba lenta y gradualmente entre comunidades de exesclavos en las décadas finales del siglo xix, se aferró resueltamente a las terceras y séptimas bemolizadas, y lo ha hecho así hasta el día de hoy, transmitiendo las formas melódicas modales al hip-hop. De hecho, después de los años treinta del siglo pasado, las terceras y séptimas se conocen como notas «de blues». Las melodías modales, los espirituales revivalistas, las canciones de llamada y respuesta o «de chillido» de los esclavos africanos: todo esto fue a la olla del blues primigenio. Los primeros cantantes de blues adaptaban melodías con inflexiones africanas a acordes que se tomaban 265
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prestados de cánticos religiosos, canciones de salón, folk y de vodevil estadounidenses. Pero había otros ingredientes africanos, también, como el uso del akonting 11, el laúd folclórico punteado que se utilizaba para acompañar a cantantes solistas y que, junto con la guitarra española de inspiración árabe, es un instrumento de la familia del banjo. El hecho de que hubiese elementos europeos en el ADN del blues no debería sorprendernos: había pasado casi un siglo desde que los últimos esclavos habían llegado a Estados Unidos desde África, y la música que estadounidenses de todos los ambientes escuchaban y compartían en la segunda mitad del siglo xix estaba ya bien mezclada. Se han investigado con bastante detalle las formas musicales de los estadounidenses más pobres de todos los grupos étnicos, particularmente en Origins of the Popular Style12, de Peter Van Der Mewe, que ha revelado el grado de influencia de la música folclórica anglo-celta en el desarrollo del blues. No solo las características terceras y séptimas bemolizadas habían sido una característica peculiar de la música folclórica anglo-celta desde mucho antes de los Tudor, sino que canciones anglo-celtas, escuchadas a los compañeros trabajadores de los esclavos y de los esclavos emancipados (compañeros que en grandes cantidades procedían de las Islas Británicas) también se sabe que fueron influyentes. Entre estos tipos de canciones hay cientos que lamentan el peso y la miseria de la vida de la clase baja, tal como llegó a ser el formato común del blues. La forma de estrofa lírica particular de lo que se convirtió en el «blues de doce compases», por ejemplo, ha sido rastreado hasta fórmulas derivadas de las canciones folclóricas del siglo xviii «The Cruel Ship’s Carpenter» y «Pretty Polly», a través de una canción de trabajo del siglo xix llamada «“Po” Lazarus» (también conocida como «Oh, Brother, Where Art Thou?»13). Asimismo, la icónica canción de trabajo estadonidense del siglo xix «The Ballad of John Henry, the Steel-Driving Man», que se convirtió en un clásico del blues, y que conmemora la fútil batalla entre un trabajador negro de los ferrocarriles y una nueva máquina diseñada para sustituirle, comparte el mismo patrón que la muy anterior balada británica «The Birmingham Boys». 11 Instrumento que se describe como laúd y que procede de Senegal, Gambia y Guinea-Bissau. Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Akonting. 12 Orígenes del estilo popular. 13 Este también es el título de una película de los hermanos Cohen, cuya banda sonora presenta canciones de este estilo, entre ellas «‘Po’ Lazarus».
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Es enteramente comprensible que se hieran susceptibilidades cuando se habla de los elementos no africanos en el origen del blues, ya que la música de los esclavos de la cual surgió era con tanta frecuencia un lamento o una protesta contra el trato duro que recibían. Pero la música no observa límites raciales o nacionales; es, como hemos visto repetidamente, abierta y accesible a todas las culturas, nadie la posee. Cualesquiera que fuesen los elementos que emplearan, los primeros músicos de blues hicieron algo único y permanente. El asunto de la titularidad en el vertiginoso crecimiento y difusión de los estilos musicales populares iba a ser recurrente una y otra vez durante el siglo xx, cuando los músicos más pobres, menos visibles, con frecuencia veían su creatividad desaparecer por completo en la explotación comercial de sus éxitos. La mezcla de estilos y tradiciones que dio a luz al blues puede verse en la llegada, más o menos en la misma época, de la música rag o ragtime, que alcanzó su apogeo la publicación de las partituras de Scott Joplin (1867-1917)14. Se había originado en los bares y burdeles de San Luis y Chicago, donde los pianistas de la casa copiaban el estilo de las bandas de música popularizado durante los años ochenta y noventa del siglo xix, por parte de bandas como la de John Philip Sousa. Para emular a toda una banda –bajo, acordes acompañantes y melodía– el pianista solista tenía que saltar por las teclas frenéticamente, lo que requería un movimiento de virtuoso de la mano izquierda, desde el bajo hasta el acorde y viceversa. Encima de este acompañamiento pumba pumba, los pianistas de rag tocaban una melodía pegadiza que marcaba el ritmo, una técnica llamada síncopa. La síncopa es como hablar con el énfasis sobre las palabras que no tocan para crear un sonido errático. El ragtime se apropió de este juguetón salto por delante de la melodía que era habitual en los acompañamientos del banjo o del piano para cakewalks15, también llamados chalk-line walks16, que eran parodias de competiciones de baile que tenían lugar en comunidades afroamericanas, en las que el premio podía ser una tarta de coco. Debussy, en París, sacó partido de la popularidad de los rags para piano tipo cakewalks, en su «Golliwog’s Cakewalk» de 1908 que, 14 Joplin es el autor de la música de la banda sonora de la película The Sting (El golpe), dirigida por George Roy Hill y protagonizada por Paul Newman y Robert Redford. 15 Danza negra norteamericana. Véase http://en.wikipedia.org/wiki/Cakewalk. 16 Porque se bailaba sobre una línea de tiza en el suelo.
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a propósito, también incluye una cita musical en broma de Tristan und Isolde, de Wagner. La síncopa del ragtime se alimentaba directamente de un estilo pianístico enérgico, potente, de los años veinte, conocido como stride17. El estilo se hizo famoso en Harlem gracias al mago del piano James P. Johnson, siendo una interpretación de stride suya por antonomasia «Harlem Strut», de 1921. La hija natural revolucionaria del ragtime, sin embargo, fue una forma hipersincopada de interpretación para piano y banda que apareció durante la segunda década del siglo xx en el distrito Storyville de Nueva Orleans y que intérpretes carismáticos como Jelly Roll Morton llevaron de gira alrededor de los estados del sur, en espectáculos de vodevil itinerantes. Aunque Jelly Roll llamaba a muchos de sus temas blues, ahora los conocemos como el comienzo de un género distinto e independiente: el jazz. La etimología del término jazz se ha debatido encendidamente, pero probablemente provenga de un término no musical del siglo xix, jasm, que significa energía, vigor o vivacidad. Su elección de instrumentos –corneta, trombón, clarinete y tuba, apoyados por el banjo, la batería y a veces el piano– fue muy influida por la aparición inesperada de instrumentos baratos procedentes de exbandas de música militares, al final de la guerra hispano-estadounidense de 1898. Algunos elementos del estilo de las bandas de música permanecieron en la formación de bandas callejeras para procesiones funerarias y para bailes, aunque estas bandas se caracterizaban por una alegre anarquía, porque a cada instrumento principal le tocaba improvisar solos alrededor de los acordes o de la melodía. Los prototipos de Nueva Orleáns adquirieron la etiqueta genérica «Dixieland», a raíz del enorme éxito de una banda llamada los Original Dixieland Jazz (o Jass), cuyo éxito de 1917 «Livery Stable Blues» vendió un millón de ejemplares. A pesar de que el jazz tenga orígenes afroamericanos en el blues y en las bandas de procesiones funerarias de Nueva Orleans, los miembros de los mismísimos Original Dixieland Jass Band eran descendientes de inmigrantes europeos blancos. Pero a medida que el jazz se expandía desde el barrio rojo de Basin Street, en Nueva Orleans, hasta los clubs de Chicago y Nueva York, prosperando en las taber17 Estilo de música para piano, del jazz, caracterizado por los saltos de la mano izquierda; ca. 1920.
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nas clandestinas de la era de la Prohibición, proveía de movilidad sobre todo a los músicos negros, que constituían la masa crítica del conjunto de sus intérpretes. Ciertamente, la expansión del jazz hacia ciudades del norte y del medio-oeste había coincidido con la enorme disponibilidad de trabajo en las fábricas durante la guerra, lo cual favoreció la inmigración negra en masa en esta dirección. Pronto, la clase trabajadora negra urbana tendría también dinero en sus bolsillos para comprar los discos de los artistas de jazz, cuyo éxito por primera vez demostraba que el Sueño Americano podría también aplicarse a los afroamericanos. Hasta este momento de la historia de la música –los primeros años del siglo xx–, los elementos folclóricos étnicos habían sido incorporados a la música clásica como aderezo exótico subsidiario. Con el surgimiento del jazz, todo esto iba a cambiar. La inevitable verdad histórica es que, a pesar de sus mejores esfuerzos –y eran esfuerzos extraordinarios, no lo duden–, los compositores de formación clásica de principios del siglo xx iban a ser totalmente rebasados por los géneros más nuevos del blues y del jazz que, al hacer causa común con cantautores populares de excepcional habilidad y garbo, arrasaban con todo lo que se les ponía por delante. Una vez que el éxito de la música dependió de un público de millones de personas, a través de las grabaciones y retransmisiones, empezaron rápidamente a surgir nuevas prioridades: la música popular estaba tomando el protagonismo, mientras que la música clásica se quedaba en comparsa. ¿Cómo iba a responder la música clásica a esta nueva, potencialmente fatal relación entre el público de masas y los nuevos géneros que le resultaban irresistibles? ¿Fue este un cisma demasiado difícil de manejar para la ya tambaleante tradición occidental? No tanto. Enfrentada a la doble rebelión del modernismo disonante y del mercado de masas, la tradición clásica se sacó un as de la manga y lo utilizó con un impecable oportunismo. En un mundo de agitación y cambio, su respuesta fue la nostalgia. Una obra como Enigma Variations, de Elgar (1899), tipifica esta respuesta, conscientemente anacrónica en sus intenciones temáticas, al contener una serie de retratos afectuosos de sus amigos y de su familia, así como también en su carácter musical, con homenajes a Beethoven, Mendelssohn y Brahms. Otras interpretaciones de impulso nostálgico abundan en el paso del siglo xix al xx: la suite Holberg (1882), de Edvard Grieg; 269
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Tres Suites antiguas y Suite española (1886), de Isaac Albéniz; Caprice mélancolique (1897), de Reynaldo Hahn; Pavane pour une infante défunte (1899), de Maurice Ravel; Finlandia (1899), de Jean Sibelius; Serenata en sol menor (1900), de Carl Reinecke; Serenata en la menor (1900), de Max Bruch; Rapsodia sueca n.º 1 – Midsommarvaka (1903), de Hugo Alfvén; Escenas románticas (1904), de Enrique Granados; Introduction and allegro for strings (1905), de Elgar; Suite française (1907), de Amy Beach; A Somerset Rhapsody (1907), de Gustav Holst; Brigg Fair (1907), de Frederick Delius; Fantasia on a Theme by Thomas Tallis (1910), de Ralph Vaughan Williams; Liebesfreud y Liebesleid (1910), de Fritz Kreisler, y Eine Romantische Suite (1912), de Max Reger. A medida que el mundo comenzaba a deslizarse hacia un enfrentamiento decisivo de los imperios europeos, esta clase de música recordaba cada vez más a la gente el modo de vida que estaba a punto de perder. «Una luz tras otra se apaga. Inglaterra y el reino, Gran Bretaña y el imperio, los viejos orgullos y las viejas devociones, se deslizan por el través, hacia popa, se hunden bajo el horizonte, pasan – pasan. El río pasa – Londres pasa, Inglaterra pasa». Así lo escribió H. G. Wells, de alguna manera proféticamente, al final de su sátira semiautobiográfica Tono Bungay (1909)18. Este capítulo, que describe un barco de guerra que desciende por el Támesis, dejando atrás los puntos de referencia familiares de las riberas de Londres hacia mar abierto, inspiró el movimiento final, elegíaco, de la majestuosa London Symphony, de Vaughan Williams, interpretada por primera vez en marzo de 1914 y dedicada a su amigo y compositor George Butterworth. En lo que podría describirse como la primera baja cultural de la Gran Guerra, Vaughan Williams envió la partitura al director Fritz Busch en Alemania después de esta interpretación, donde se perdió inmediatamente en la confusión del estallido de la guerra. Posteriormente, tuvo que ser reconstruida a partir de las partes orquestales. Sin duda, la sensación real e inminente de pérdida motivó que los compositores británicos, durante el período de antes y durante la Primera Guerra Mundial, compusieran música de gran belleza desde la desgarradora «The Lark Ascending», de Vaughan Williams, hasta la suite Planets, de Holst (que comienza con «Mars: The Bringer of War»), pasando por «Jerusalén» y Songs of Farewell, de Parry. Debería añadirse a la lista de 1914-1918, por mor de su relación Tono-Bungay, traducción de Domingo Santos, Barcelona, Plaza & Janés, 1985.
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con la guerra, The Banks of Green Willow, de 1913, de George Butterworth, quien murió a causa del fuego de francotiradores en la Somme en julio de 1916. La tragedia de la guerra, a tantos niveles, y la aparente descomposición de las certezas del siglo anterior obtuvieron una respuesta colectiva sin precendentes por parte de los compositores británicos. Charles Hubert Parry vio la guerra, como lo hizo Elgar, desde la perspectiva de una generación anterior, al componer un ciclo de canciones corales de madura, elegante aflicción en Songs of Farewell. (Aunque Parry sobrevivió a la guerra, murió por la epidemia de gripe que se llevó veintidós millones de vidas en todo el mundo en 1918.) No hubo escasez de música patriótica que ensalzara al imperio, proporcionada por compositores de la retaguardia durante la Gran Guerra, incluyendo «The Spirit of England» y «The Fringes of the Fleet», de Elgar, y «Keep the Home Fires Burning», de Ivor Novello. Pero las dos canciones nacionales más importantes que fueron fruto del conflicto, «Jerusalem», de Parry, y «Jupiter», de Planets de Holst –la gran melodía de la cual fue adaptada por él para convertirse en «I vow to thee, my country», en 1921, utilizando la respuesta poética de Cecil Spring-Rice al sacrificio humano de la guerra–, no eran himnos tradicionales, ultranacionalistas que cualquiera podría esperar. Más bien, eran meditados desafíos a la conciencia y a la fe que hacían tantas preguntas como respuestas proporcionaban. Mientras que la guerra franco-prusiana de 1870-1871 había provocado que en su estela se produjese una reacción defensiva, nacionalista, por parte de compositores en Francia y cientos de páginas de vitriolo teutónico por parte de Wagner, la creciente internacionalización de la música, la mezcla de géneros, la más fácil disponibilidad para viajar y el creciente consumo masivo de discos aseguraron que la gran ampliación de horizontes que había comenzado antes de la Gran Guerra fuera, esta vez, imparable, incluso frente a tanta devastación y tanta pérdida. La aventura musical del siglo xx estaba justo iniciando su vuelo.
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En la Nochebuena de 1906, desde una estación de transmisión azotada por el viento que daba al océano Atlántico, en Brant Rock, Massachusetts, se escuchó un sonido trascendental. Fue la primera transmisión inalámbrica de la historia de una obra musical grabada: «Ombra mai fu», el «Largo» de Haendel, transmitido por un intrépido pionero de la radio llamado Reginald Fessenden. Los destinatarios previstos de esta «transmisión» –un término no acuñado todavía para la transmisión por radio– eran colegas de Fessenden en una estación de recepción especialmente construida en la costa oeste de Escocia, pero esta había sido destruida recientemente durante una tormenta. En consecuencia, el programa fue captado, para su asombro, por barcos en alta mar. La transmisión de prueba no apareció reseñada durante un tiempo, pero fue no obstante la primera tentativa hacia una nueva edad de la música. Ya en 1922, diez millones de hogares estadounidenses poseían un receptor de radio –en comparación con los sesenta mil de 1919–, muchos de los cuales eran aparatos «de cristal» elaborados en casa. Seiscientos locutores avivaron la moda, con la KYW de Chicago transmitiendo óperas todas las noches desde 1921 en adelante, y música más asequible fuera de la temporada de ópera. Mientras tanto, en Argentina, una estación de radio había emitido en agosto de 1920 una representación en directo de Parsifal, de Wagner, desde el Teatro Coliseo de Buenos Aires, para los menos de treinta hogares en la ciudad con radios capaces de escucharla. Allá en Gran Bretaña, la primera 273
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estación nacional del mundo, la BBC, nació en 1922 marcando el comienzo de una era en que la música llegaría a pertenecer a todo el mundo, en todas partes y que, con frecuencia, se disfrutaba completamente gratis. (En Estados Unidos de América, la publicidad pagó las retransmisiones radiofónicas desde mediados de los años veinte; en el Reino Unido, el Gobierno cobraba una tasa por cada licencia de radio con el fin de financiar la BBC.) El advenimiento de la música de retransmisión gratuita para millones de agradecidas personas del mundo cambiaría el valor, el propósito y el estilo de la música más dramáticamente que cualquier otro acontecimiento de la historia. Y los dramáticos avances de la tecnología durante el siglo xx afectarían a la música popular y a la clásica de formas muy diferentes. Para el pop, la tecnología de la retransmisión estimuló una sed de nuevos sonidos y de nuevas voces que proliferaron vigorosamente por todo el mundo. La explosión de canciones populares –desde George Gershwin hasta Cole Porter en los años veinte, desde Dylan hasta Lennon y McCartney en los sesenta, Stevie Wonder en los setenta, Michael Jackson en los ochenta, Prince en los noventa y Bruno Mars y Adele en nuestra época– es un fenómeno glorioso, de afirmación vital. La edad de la música popular, como rápidamente se denominó, trajo inimaginables satisfacciones musicales a la humanidad. Pero el éxito del pop también provocó el temor, expresado de manera continuada desde 1900, de que había causado, consciente o inconscientemente, la casi totaal extinción de otras formas musicales más antiguas –una acusación lanzada explícitamente contra el jazz por parte del escritor, director de orquesta y compositor Constant Lambert, director musical del Vic-Wells, más tarde Royal Ballet, en su muy leído libro Music Ho! (1934). No ayudaba el hecho de que la música «no popular» se estuviese haciendo famosa genéricamente como música «clásica», un término que comenzó a circular durante los años treinta como procedimiento de marketing utilizado por las discográficas con la esperanza de segmentar a los oyentes según los géneros que preferían. La etiqueta tenía, inicialmente al menos, la intención de garantizar, para la música artística occidental desde aproximadamente 1600 hasta 1900, un lustre deferente de permanencia y clase, pero ya en los sesenta había llegado a significar, para muchos millones de personas, simplemente «pasada de moda». Que todo un género musical adquiriese una descripción que rezaba «anti274
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gua y formal» cuando era con frecuencia sorprendentemente nueva, joven o informal, era indicativo, para muchos, de que la música que amaban estaba siendo deliberadamente marginada por la cultura mayoritaria. (Para ser justos, a muchas personas les disgustaba el uso del término genérico música folclórica porque parecía arrinconarla en un gueto.) Que una rama del árbol de la música se hubiese apropiado del término popular era para muchos aficionados a la música clásica, un hecho revelador e inquietante. ¿Es verdad que la música clásica ha sido asfixiada lentamente mientras dormía durante los pasados cien años? Yo diría, enfáticamente, que no. Espero demostrar en estos dos capítulos finales que, a pesar de tomar un extraño callejón experimental en su viaje, la música clásica ha estado viva y coleando desde la retransmisión de Reginald Fessenden. Ha cambiado, cierto, y ha adoptado toda clase de formas, formas que habrían sorprendido, por ejemplo, a Edvard Grieg, el compositor noruego que murió unos pocos meses después de esa transmisión. Pero el ADN de la música clásica está presente en toda la música popular, ya sea en el musical, en el cine o en los álbumes de, digamos, The Beatles, Paul Simon, The Verve o Alicia Keys. Por supuesto, la música siempre ha tenido sus lealtades tribales y su estratificación en audiencias distintas. Es concebible que algunas personas en 1875 hubiesen buscado entradas, y se hubiesen deleitado con el mismo placer, en los estrenos de Carmen de Bizet en París; de Trial by Jury, de Gilbert y Sullivan; de la versión para concierto de Götterdämmerung, de Richard Wagner; de la cantata Omaggio a Donizetti, de Ponchielli en Bérgamo; o que se apretujasen en uno de los trescientos setenta y cinco auditorios de Londres y alrededores, pero en general los públicos en cada uno de estos acontecimientos en su mayoría habrían sido personas de gustos y clases diferentes. La separación que comenzó a hacerse evidente a principios del siglo xx, sin embargo, fue de una escala sin precedentes. No se trataba solo de las preferencias a la hora de comprar discos: ser compositor durante el siglo xx significaba tomar decisiones que definían una carrera pero que simplemente no habían sido relevantes para generaciones anteriores. Un músico extremadamente dotado de los años veinte como Cole Porter se relacionaba con su (vasto) público en clubes, bares, teatros, cines y salas de bailes –una fiesta a la que todo el mundo 275
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estaba, en efecto, invitado– de una forma situada a un universo de distancia de los salones aristocráticos de los palacios imperiales de Viena, a los que solo se podía acceder con invitación, donde Mozart y Haydn estaban obligados a ejercer su oficio. Los herederos del legado de Mozart en el siglo xx –compositores que se autoproclamaron «serios», formados a la manera clásica– lucharon desesperadamente contra este desafío. Después de todo, si no eres popular en una edad popular, ¿para qué sirves? La ansiedad que subyace a semejante pregunta puede constatarse una y otra vez, y es una ansiedad que con frecuencia ha llevado a los músicos clásicos, y a los amantes de la música clásica, a mirar por encima del hombro a sus homólogos en el campo popular. Esta incómoda relación entre los dos mundos se abordó con una intensidad(involuntariamente) profética en un concierto celebrado en el Aeolian Hall de Nueva York, en febrero de 1924. Puede decirse que el acontecimiento fue un equivalente musical de la fusión nuclear. El propósito del concierto, Un experimento en música moderna, cuyo agotador programa contenía veintiséis piezas diferentes, era educativo, siendo el tercero de tres conciertos pensados para convencer a los críticos y al público que iba a los conciertos de que el jazz era la música moderna de Estados Unidos y que era digna de seria consideración. Dirigido por Paul Whiteman, músico de jazz, aunque formado a la manera clásica, el concierto pretendía lograr una especie de reconciliación entre los dos géneros y mostrar que el jazz iba evolucionando desde el estilo «Dixie» de Nueva Orleans, menos pulido, hacia un ámbito orquestal. Al mundo intelectual de la música clásica se le darían ejemplos de cómo diversas formas del jazz podían funcionar en una sala de conciertos como dios manda, como si se dijera: «Un día el jazz crecerá y será respetado como Beethoven». Al mismo tiempo, Whiteman tenía la esperanza de que el tipo de personas a las que les gustaba el jazz pudiesen descubrir que una sala de conciertos formal no era, después de todo, tan escalofriante y distante, animándoles a que volvieran de nuevo para asistir a un concierto sinfónico convencional. En todo caso, el concierto se hizo famoso por una sola razón. Uno de los compositores a los que Whiteman pidió que compusiera algo híbrido, a mitad de camino entre el jazz y la música clásica, fue George Gershwin que, justo después de la pieza final (las marchas Pomp and Circumstance, de Elgar), estrenó una obra que había compuesto 276
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en solo cinco semanas, Rhapsody in Blue. Al final de sus catorce minutos, el mundo de la música había cambiado para siempre. En un cierto sentido, estos catorce minutos cuentan la historia de los siguientes cincuenta años. Los importunos músicos populares, invitados a postrarse ante el altar de las Bellas Artes, fueron de entrada rechazados por los críticos, a pesar de que habían encantado al público. Una reseña típicamente altanera del estreno de Rhapsody in Blue apareció a la mañana siguiente en el New York Tribune: «Qué triviales, enfermizas y convencionales son las melodías; qué sentimental e insípido el tratamiento armónico… ¡Lloren por la falta de vida de la melodía y de la armonía, tan poco originales, tan insípidas, tan inexpresivas!». Pero la gran música tiene una manera de encontrar su voz, sin importar los improperios del esnobismo, y lo que ocurrió es que la primera grabación de Rhapsody in Blue, de Gershwin, hecha tres años más tarde, en 1927, vendió un millón de ejemplares en un año. Es ahora una de las piezas clásicas en el repertorio de cualquier orquesta, un clásico moderno absoluto. En los más de treinta años entre diciembre de 1893, cuando la Sinfonía «Del nuevo mundo» del patriota checo Dvořák tuvo su estreno en el Carnegie Hall, dirigida por un eminente húngaro, y febrero de 1924, con Experiment in Modern Music de Paul Whiteman en el Aeolian Hall, la situación de la música de Estados Unidos había cambiado tanto que resultaba irreconocible, debido en su mayoría a que el país se había convertido en el crisol de nuevas formas vibrantes de música popular. Los temas raciales todavía dejaban cicatrices en la sociedad civil, es cierto, pero un problema del que los estadounidenses estaban felices de prescindir era la desgracia que asoló Europa durante los años veinte, treinta y cuarenta: el nacionalismo militante. Muchos compositores estadounidenses de principios del siglo xx eran inmigrantes o hijos de inmigrantes, cuyas (anteriores) identidades nacionales abandonaron deliberadamente para encontrar un sonido «estadounidense» en la música. Era una cosa muy diferente lo que ocurría allá en Europa, donde un incidente horripilante en 1927 –el mismo año en que Rhapsody in Blue de Gershwin, que traspasaba fronteras, vendió un millón de copias– proporciona una evidente demostración del creciente abismo entre los dos continentes. Tuvo que ver con los restos del compositor y chelista Luigi Boccherini, un contemporáneo de Mo277
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zart y Haydn que nació en la ciudad italiana de Lucca pero que se estableció en España de joven, se casó (dos veces) y tuvo allí seis hijos. Fue enterrado con su familia en Madrid, y sus descendientes echaron raíces en España que persistieron hasta el siglo xx. Una parte de la música de cámara más memorable –y maravillosa– de Boccherini es una colección llamada Musica notturna delle strade di Madrid (Música nocturna en las calles de Madrid)1. No obstante, y dejando a un lado los detalles de la vida real de Boccherini, Mussolini decidió en 1927 que los restos de un compositor nacido en Italia hacía casi doscientos años debían ser exhumados y llevados de regreso a Lucca. Este gesto –forzar una identidad nacional sobre alguien cuya música estaba llena del color, del ritmo y del espíritu de su hogar adoptivo– habría sido ridículo en cualquier época, pero justo en el siglo xx, cuando la música había escapado de sus límites nacionales, era un gesto absurdo, mezquino y sin sentido. Puede ser un estereotipo, pero el crisol de Estados Unidos demostró, en su dominio de la música del siglo xx, que dejar atrás las distinciones nacionalistas en busca de una voz colectiva era de lejos la manera de proceder más fructífera. En los años entre la Primera Guerra Mundial y la exhumación de los huesos de Luigi Boccherini, la familia de la música se había expandido prolíficamente. Incluso antes de la guerra, un tercio de los hogares de Gran Bretaña tenía un tocadiscos. En 1914, se vendieron veintisiete millones de discos; en 1921, esa figura había alcanzado el centenar de millones. Un método para sincronizar el sonido con la imagen de una película surgió en 1922, el año en que se fundó la BBC, y en 1926 la Warner Brothers estrenó Don Juan, la primera película de Hollywood que contenía un partitura musical en la «banda sonora» de la película. La música nunca fue considerada un simple añadido a las películas. En las grandes ciudades, antes de que el sonido musical pudiese integrarse en la propia película, se invitaba al público del cine a ver y escuchar una orquesta en directo tocando una partitura compuesta expresamente para lo que ocurría en la pantalla. Para muchas personas, esta habría sido su primera experiencia de 1 Que forma parte de la banda sonora de la película Master and Commander, de Peter Weir.
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una orquesta en directo tocando lo que era, en todo excepto en el nombre, música clásica. En cines más pequeños, un pianista o un organista proporcionaba un acompañamiento en directo similar: el compositor clásico ruso Dmitri Shostakóvich se ganó la vida en Leningrado entre 1924 y 1925 haciendo exactamente esto. Es digno de mención que el hombre que más que nadie consagró el éxito mundial de Hollywood, Charlie Chaplin, también era el compositor de la música de sus películas, con o sin sonido; su primera aventura comercial tras mudarse a Estados Unidos como intérprete de teatro de variedades fue fundar una compañía de publicaciones musicales. La primera película de Chaplin con una banda sonora musical sincronizada fue Luces de la ciudad, estrenada en 1931, para la que también compuso cinco canciones, además de la partitura. A partir de ahí, además de componer para todas sus películas posteriores, Chaplin escribió y grabó retrospectivamente partituras para sus primeras películas mudas, cosa que continuó haciendo bien entrada la década de los setenta. En 1921, Shuffle Along, de Eubie Blake, se convirtió en la primera comedia musical escrita por afroamericanos y con protagonistas afroamericanos que se puso en escena en Broadway con éxito. Su canción «I’m just wild about Harry» (con letra de Noble Sissle) desafió un tabú racial de la época, al presentar un dueto romántico entre dos personajes negros. Blake, que era de Maryland, era el único hijo superviviente de ocho vástagos de ex esclavos y, como Chaplin, había aprendido su oficio como intérprete de vodevil. Se hizo un nombre con el ragtime, pero este estilo, como vimos en el capítulo anterior, fue suplantado por el jazz a comienzos de los años veinte por todos Estados Unidos. Ciertamente, las estrellas de jazz de los años veinte –entre ellos, James P. Johnson, Fats Waller, Bessie Smith, King Oliver, Fletcher Henderson, Count Basie, Louis Armstrong y Duke Ellington– se estaban convirtiendo, junto con los grandes nombres de Hollywood, en las celebridades más famosas en Estados Unidos. Que casi todos ellos tuvieran unos orígenes oscuros y pobres es en sí mismo notable y un fenómeno raramente contemplado en la música occidental antes del siglo xx. Cuando un cambio de suerte de ese calibre había ocurrido en el pasado, a compositores e intérpretes les había costado una eternidad alcanzar una posición de prestigio, y normalmente solo entre unos pocos entendidos, siendo su éxito raramente reconocido 279
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por el público en general. El niño Mozart fue «famoso» como niño prodigio, sin lugar a dudas, pero famoso en ese contexto quería decir «que ocasionalmente era objeto de comentarios y de reacciones de asombro en varias cortes reales de Europa». Los europeos de a pie, de clase trabajadora, nunca supieron quién era Mozart, ya fuese durante su vida o mucho tiempo después. La fama disfrutada por las primeras celebridades del jazz, sin embargo, fue de una escala insólita en términos de rapidez y de número, con millones de oyentes íntimamente conocedores de su persona y de su música, gracias a la radio, los discos y las películas. Duke Ellington, nieto de un ex esclavo, comenzó con su banda un contrato de cuatro años en el Hollywood Club de Nueva York en 1923. El mismo año, Louis Armstrong, nacido en medio de una abyecta pobreza en Nueva Orleans, y también nieto de esclavos, tocaba la corneta para la King Oliver’s Creole Jazz Band, en Chicago, grabando discos, ganando bastante dinero y viviendo en su propio apartamento. Había pocas oportunidades para los jóvenes negros en Estados Unidos segregados de los años veinte. Sin embargo, a través de la música estos dos hombres se convirtieron en estrellas. La histórica transformación de la música en la era del jazz significó el comienzo de una transformación social igualmente histórica. Que fue un cambio a gran escala es innegable; el historiador Eric Hobsbawm, en The Jazz Scene2 (1959), estimaba que en vísperas de la Gran Depresión había el asombroso número de sesenta mil bandas de jazz que daban trabajo a doscientos mil músicos profesionales en Estados Unidos. Aunque era una celebridad del jazz, a Duke Ellington le desagradaba que su música fuese encasillada como jazz; prefería simplemente llamarla «música estadounidense» y experimentó con muchas formas y géneros. Tenía razón: desde el mismo principio, el jazz como estilo rompía las definiciones, tan variadas eran sus manifestaciones en sitios diferentes. La tendencia convergente de la música del siglo xx se manifestaba incluso en su género más nuevo, articulada por su portavoz más elocuente: el jazz nació desafiando toda categorización, incluso mientras críticos blancos en los periódicos estaban haciendo lo posible para excluirlo de cualquier estudio serio. (Un editorial del New York Times de 1924 lo rechazaba como «un retorno al canturrear, al batir palmas o al tam-tam de los salvajes».) Apenas sorprende que La escena del jazz.
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un género que conscientemente eludía toda forma, que elegía la improvisación por encima de la página impresa, que permitía la máxima libertad y holgura en su armonía, su interpretación de la melodía y su ritmo, se hubiese fragmentado en cien vívidas esquirlas en contacto con el mundo. En todos los campos de la música, la libertad del «haz lo que te plazca» de los locos años veinte dio paso a formas más organizadas y ordenadas en los treinta. Es tentador vincular este desplazamiento hacia una mayor organización y hacia una contención de la individualidad con los desarrollos paralelos en la temperatura política de aquellos tiempos, con el surgimiento de las dictaduras –o, en una forma benevolente, con los programas del New Deal de intervención estatal, con la contratación dirigida y con el surgimiento de la solidaridad sindical– como respuesta al miedo generado por el hundimiento originado por la Gran Depresión. Aunque es más probable que el nuevo conformismo fuera ganando fuerza porque al público que compraba discos, que escuchaba la radio, le gustaba más de esa manera y las bandas reflejaban el cambio de moda por razones comerciales completamente comprensibles. Además de la presión de la radio, el jukebox fue otro factor que contribuyó a que la música de jazz fuera más estructurada: en 1937, había ciento cincuenta mil jukeboxes en Estados Unidos, lo que estimuló más aún el mercado del disco. Este cambio se tradujo en la práctica en bandas más grandes que contenían familias más estructuradas de instrumentos que tocaban arreglos bien elaborados, escritos en partituras, con ocasionales solos bien definidos. Forma y claridad mayores, por supuesto, era lo que la incipiente industria discográfica prefería en lugar de los inacabables meandros de los virtuosos. Quería música que pudiese empaquetarse en una cara de un disco de 78 rpm, cuyas ideas principales consistieran en estribillos pegadizos de tres o cuatro minutos –como en el éxito de Ellington «Diga Diga Doo»–, una preferencia que ha continuado hasta nuestros días, a pesar de la libertad, sin restricciones temporales, que proporciona la tecnología digital. La convención de los tres minutos persiste, en gran medida, gracias a la limitada capacidad de atención de las audiencias y a las exigencias de las radios. El estilo prevaleciente de los años treinta y cuarenta, que surgió inicialmente en el centro del entretenimiento de masas del sur, en 281
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Kansas City, se llamó swing y además tenía swing3, aunque concretar exactamente qué se entiende por swing no ha sido fácil ni siquiera para los expertos. Además, puesto que el swing es una técnica que el instrumentista «siente» en su interpretación, y que ni se escribe ni se ensaya metódicamente, como la mayoría de las otras características rítmicas de la música, su aplicación es deliberadamente variable. Es algo parecido a lo que ocurre con el acento cuando se aprende una lengua: es relativamente fácil aprender el vocabulario, los modismos y la gramática de una lengua extranjera, pero hablarla como un nativo solo es posible si se pasan años oyéndola y hablándola todos los días en la calle. Hay dos ingredientes principales en el swing. Uno de ellos es la síncopa, con la que nos hemos encontrado anteriormente en el ragtime, a través de la cual la melodía –es normalmente la melodía, aunque partes internas de la música e incluso la parte del bajo puede ser susceptible de serlo– avanza y se atrasa justo en el punto donde se espera que caiga el pulso rítmico de la música. La síncopa era inmediatamente aparente, y esencial, en el ragtime, donde solo un intérprete proporcionaba tanto el pulso regular como el insolente tira y afloja contra él, siendo la mano derecha traviesa frente al rigor de la izquierda. La síncopa del ragtime surgió a partir de un menú relativamente limitado de posibles variaciones, y pudo por tanto ser escrita y dominada, en poco tiempo, por cualquier pianista competente. Al pasar del ragtime a las primeras bandas de jazz «Dixieland», sin embargo, la síncopa se hizo más sofisticada: ahora, en lugar de la mano derecha engañando a la izquierda, un instrumentista tocaba contra otro. Las posibles variaciones en forma de pulsos irregulares se multiplicaron rápida e impredeciblemente. El tira y afloja de notas que se anticipan y se retrasan cuando son manipuladas por dos, tres o cuatro músicos improvisando, con el bajo y la batería proporcionando la estabilidad de fondo, complicaron significativamente los tipos de síncopa disponibles, dando al jazz primigenio su burbujeante energía y sentido de la diversión. Ciertamente, al extenderse el jazz más allá de los grupos callejeros y de los clubes sórdidos, expandiéndose por Estados Unidos y de allí a Europa durante la Primera Guerra Mundial, tanto a los oyentes como a los músicos les pareció que era un género 3 Es complicado mantener en español el juego de palabras de Goodall. Quien tiene swing, tiene ritmo.
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juguetonamente anárquico; tenía un atractivo atrevimiento que era proporcionado casi enteramente por la síncopa rítmica. El segundo gran componente del swing era un efecto cantarín, que se conseguía desplazando sutilmente las subdivisiones del compás cuatro por cuatro. Este efecto no era único del swing, sin embargo –se había convertido, a finales del siglo xix, en habitual en el teatro de variedades, en el vodevil y en las canciones de trovadores y, por separado, en la música de baile latinoamericana–, pero volvamos la mirada brevemente hacia cómo este efecto cantarín, tan popular, se convirtió en el swing de la música swing. El siglo xix había visto un aumento en la popularidad de una forma musical con un efecto similar, conocida como habanera, en muchos países centro y sudamericanos, particularmente en Cuba, donde convivían comunidades africanas, criollas e hispánicas. La habanera había sido exportada desde España a varias de sus colonias, pero los españoles la habían heredado de la más antigua contredanse francesa, y los franceses a su vez la habían heredado de una danza inglesa incluso más antigua, la country dance. En realidad, la habanera había encontrado su camino hacia Cuba no por medio de los colonos españoles –que vivían vidas muy separadas de las otras comunidades de la isla, donde la esclavitud no fue abolida hasta 1895–, sino más bien por medio de refugiados haitianos francohablantes que huían de las revueltas esclavistas (y del castigo por dichas revueltas) a finales del siglo xviii. Una habanera cubana transcrita al pentagrama, una canción llamada «San Pascual Bailón», se conserva desde 1803. En Europa, la danza campestre inglesa prototípica y su contredanse derivada francesa, en tiempo binario (dos por cuatro), dejó de ser popular en el siglo xix y fue reemplazada por el espectacularmente exitoso vals (tres por cuatro) de Austria, y hasta cierto punto por la polka de tiempo binario de Bohemia, que, a propósito, era parecida a los rags pianísticos de Scott Joplin. A finales del siglo xix, sin embargo, la habanera fue reintroducida en Europa como danza «exótica» de Cuba, y comenzó a reaparecer en la música europea. El ejemplo más celebrado es la habanera de la ópera Carmen (1875), de Bizet, en la que constituye el acompañamiento de la canción «L’amour est un oiseau rebelle» («El amor es un pájaro rebelde»). La habanera de Bizet era a su vez la adaptación de una canción, «El arreglito», del compositor español Sebastián de Iradier, que había visitado Cuba en 1861 y se 283
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había quedado prendado con sus bailes. (La otra razón por la que es conocido es porque escribió «La paloma», la canción española más grabada de todos los tiempos.) La habanera y sus antecedentes de contredanse tenían un acompañamiento rítmico altamente distintivo de cuatro tiempos, que en su notación musical –como en el comienzo de la canción de Bizet– se parece a esto:
La designación de «2 por 4» al comienzo nos dice que hay dos tiempos principales en este compás –caen sobre los números 1 y 5– que pueden, como aquí, subdividirse en ocho tiempos más breves, conocidos como «semicorcheas» o «dieciséis notas» en la terminología musical. El hecho de que haya dos tiempos principales indica que esta es una danza de tiempo binario (dos por cuatro). En este ejemplo, la primera nota (re), con una duración de tres semicorcheas, actúa como trampolín para la segunda nota (la), una semicorchea, que va seguida de dos notas (fa y la), de dos semicorcheas de duración cada una. Para que usted sepa que la primera nota tiene una duración de tres semicorcheas en lugar de dos tiene un punto añadido, que es por lo que esto se llama un ritmo «con puntillo». Su efecto es un sonido ligeramente espasmódico, especialmente porque la primera nota no está, en la práctica, sostenida durante sus tres tiempos al completo; más bien, se acorta para hacerla más puntiaguda y más tónica, dejando un pequeño hueco entre las notas primera y segunda. Las estructuras «con puntillo», con el énfasis saltarín «rumtah-tum» que crean, eran ciertamente muy comunes en la música europea de los siglos xvii y xviii, especialmente en Francia. Los compositores regios Lully y Rameau, que escribieron música para ballet para las cortes de Luis XIV y Luis XV, estaban obsesionados con los ritmos con puntillo –tanto que, en efecto, favorecían una práctica de interpretación conocida como notes inégales, que suponía que incluso las notas transcritas como iguales (no de puntillo) eran de puntillo. Regresaremos a esta afirmación en breve, porque su aplicación encuentra un paralelismo directo, lo crean o no, con el swing de los años treinta. 284
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En el siglo xix, sin embargo, un ritmo de puntillo solo se tocaba si el compositor lo había especificado con un punto en la notación. Aquí, sin embargo, surgió una nueva rareza, que demostraré con la ayuda de una emocionante canción abolicionista de la guerra civil estadounidense, «John Brown’s body», que se ha adaptado para crear miles de versiones, incluyendo «The Battle Hymn of the Republic». Su pegadiza melodía tiene un tiempo de cuatro por cuatro –esto es, tiene un ritmo de marcha regular de cuatro tiempos principales por compás– y se escribiría o imprimiría así (nótese la prevalencia de pares «con puntillo»):
Aquí está la rareza. «John Brown’s Body» es una marcha, y como tal esperarías que su ritmo fuese reglamentado y preciso, con percusionistas manteniendo todo en un orden estricto. Pero cuando se canta, el ritmo de apariencia muy precisa que se transcribe encima no es lo que se oye. Lo que de hecho se interpreta y se oye es una versión más cantarina de este ritmo, debida a una sutil redistribución de los tiempos. Gracias a las grabaciones, sabemos que esto ha sido así desde al menos finales del siglo xix. En el ejemplo anterior, hay dos notas que corresponden a la palabra body, mi y sol; la primera nota, mi, como la primera nota de nuestro ejemplo de la habanera, es con puntillo, así que en lugar de durar dos semicorcheas dura tres. La siguiente nota, sol, 285
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es solo una semicorchea. Esto hace que las dos notas sean rítmicamente idénticas a las dos primeras notas de nuestro ejemplo de la habanera: 3 + 1 = 4 semicorcheas. Los cuatro tiempos principales de nuestro compás se conocen como «negras» –cada negra está compuesta de cuatro semicorcheas– y podemos utilizar estas negras para rastrear dónde caen los tiempos fuertes o acentuados. Las palabras en negrita son los tiempos en los que nuestro pie pisaría, si estuviéramos marchando al ritmo de la canción: John Brown’s Bo-dy Lies aMoul-drin’ In his Gra-ave Pero aunque «bo-dy», por ejemplo, se marca como si fuera semicorcheas de 3 + 1, la variación cantarina que se convirtió en la forma común de interpretarla –y que ustedes interpretan mentalmente mientras leen esto– no divide cada una de las negras en cuatro subdivisiones, sino en tres. Subdividir un tiempo en tres en lugar de en cuatro convierte de manera natural cada uno de los nuevos tiempos en ligeramente más prolongados. Ahora el valor matemático para «bo-dy» es 2 + 1. El resultado perceptible de este ligero aumento de duración de cada subdivión es que el ritmo se siente más relajado, más suave y menos rígidamente preciso. Si la versión que se escucha se pusiese por escrito en notación musical, quedaría así, con todos sus puntos fuera: Esta reorganización en «tresillo» de lo que de otra forma podría haber sido un pulso de 3 + 1 se encuentra en un número enorme de canciones de carácter popular y de teatro de variedades de comienzos del siglo xx, desde «I do like to be beside the seaside» hasta «Daddy wouldn’t buy me a bow-wow» y «Hinky-Dinky Parlay Voo». Se encuentra en todas estas canciones porque es una estructura natural del inglés rimado, hablado: es el ritmo, por ejemplo, de «Humpty Dumpty sat on a wall», que data de la guerra civil inglesa4. Este rit4 Período que comprende dos guerras civiles (1642-1646 y 1648-1649). En el año de la finalización de la segunda, el rey Carlos I fue decapitado. Oliver Cromwell instauró la Commonwealth of England (1649-1653) y luego el Protectorado (1653-1659). Véase http:// en.wikipedia.org/wiki/English_Civil_War.
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mo, como el de los andares de un pato, también se convirtió en un componente principal del ritmo del swing, y lo gracioso es que todavía no se transcribe: todas las canciones, aunque sean jazzísticas, se transcriben con la versión arcaica «de puntillo», pero siempre se da por supuesto el 2 + 1, en lugar del 3 + 1. A este respecto, el «tresillo» de 2 + 1 se ha hecho tan habitual en la canción popular de la era post-jazz como las notes inégales no escritas lo eran en la música de danza de Lully y Rameau.
Este tresillo está ausente de las grabaciones que se conservan de las interpretaciones de ragtime de Scott Joplin, pero puede escucharse de manera vacilante en el jazz primigenio y puede detectarse su contoneo en el «Soudan» (también llamado «Oriental Jass» u «Oriental Jazz») de la Original Dixieland Jass/zz Band, grabado y publicado en Londres en mayo de 1920. En la época de «Kansas City Shuffle», de Bennie Motten, de diciembre de 1926, el ritmo marcado por el tresillo ha adquirido un nuevo nombre, shuffle5, y va camino de hacerse ‘Mezcla’.
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universal en la locura del swing de los años treinta: la deslumbrante, acrobática versión para piano solo de «Tea for two» de Art Tatum (marzo de 1933) demuestra cómo un hombre podía sincopar, tocar con el estilo del swing y del shuffle y ejecutar un solo sin necesidad de batería, bajo y guitarra para proporcionar el cimiento del ritmo. Un ejemplo particularmente claro de la dinámica del swing puede encontrarse en «One o’Clock Jump», de Count Basie, de julio de 1937, en el que la discreta batería con escobillas y la guitarra rítmica proporcionan inicialmente claros ritmos cuatro por cuatro, mientras el piano parece que se tambalee al tocar tresillos y síncopas sobre esta base. Luego otros instrumentos, sobre todo el saxo, el trombón y la trompeta, interpretan interludios igualmente atléticos sobre la misma estructura. El swing, que fue todopoderoso durante los años treinta y cuarenta, y que Duke Ellington, indudablemente cansado de explicar lo que hacía que el jazz gustara, coquetamente rehusó definirlo en su mastodóntico éxito «It don’t mean a thing if it ain’t got that swing»6, pero transmitió posteriormente sus tresillos procedentes del shuffle al rock and roll. La entrega puede describirse en etapas, comenzando con una lenta, onírica mezcla de tresillos en el tema del violinista de jazz Joe Venuti de 1929 «Apple Blossoms», y luego con una versión más frenética en su «Really Blue» de 1930. La tercera etapa de su viaje hacia su apogeo mundial aparece en la textura de los acordes para piano y guitarra, en lo que hasta entonces había sido el hogar del ritmo regular de cuatro negras, como en «One o’Clock Jump». Este desplazamiento se hace palpable ya en 1931, en «Tempo di Modernage», de Venuti, en el que las semillas del rock and roll fueron verdaderamente plantadas: fue precisamente esta estructura de tresillo, a la que hemos ido siguiendo desde «Humpty Dumpty» en los años cuarenta del siglo xvi, la que se convirtió en la base del estilo shuffle del rock and roll. La configuración en forma de tresillo de los acordes que marcaban el shuffle en el tiempo cuatro por cuatro, propia del rock, puede escucharse en canciones tan diversas como el enorme éxito de Fats Domino «Blueberry Hill», de 1950, y el «Hallelujah» de Leonard Cohen, de 1984. Una nota a pie de página al shuffle de tresillo que tanto éxito tuvo en el swing es que el único estilo que no llegó a colonizar del todo «No significa nada si no tiene ese swing».
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fue –quizá irónicamente– la familia de formas de baile que comenzaron con la contredanse y la habanera. La estricta estructura de puntillo 3 + 1 de la habanera fue pasada a la zarzuela española, al danzón cubano, a la maxixe brasileña y al tango argentino y uruguayo. En el caso del tango, con sus movimientos abruptos, su machismo, su postura corporal erguida, su lenguaje físico apretado y los zapatos de tacón de los participantes, la forma más rígida de la estructura de puntillo resultaba mucho más apropiada que la atmósfera deliberadamente improvisada de los tresillos, más líquidos y sueltos. Volveremos sobre la enorme influencia del danzón cubano y otras formas relacionadas en el siguiente capítulo. La transición desde la naturaleza caótica, individualista, primitiva pero funcional del jazz de los años veinte hacia una forma más simplificada de swing en los años treinta se reflejó en otros géneros musicales. Un nuevo tipo de musicales «basados en libretos» emergió en Broadway –esto es, espectáculos con una forma claramente narrativa y dramática, no solo vagas tramas del mundo del espectáculo sobre las que colgar canciones sin relación entre ellas–, mientras que fracasaban las revistas musicales improvisadas apresuradamente con rutinas de danza aleatorias y extravagantes, al menos temporalmente. Showboat, de Jerome Kern y Oscar Hammerstein II, de 1927, fue un punto de inflexión a este respecto, demostrando lo que un musical bien escrito, claramente estructurado con un argumento que diese que pensar, podía conseguir. Showboat es muchas cosas –lleno de melodías memorables, atrevido (para los años veinte) en su confrontación de los asuntos raciales, emocionalmente rico, inevitablemente placentero y completamente sincero–, pero no es un reflejo del estilo de la canción jazzística, popular de la época. Sus canciones, con la excepción única de «Can’t Help Lovin’ Dat Man», están firmemente asentadas en un entorno sentimental de opereta y de teatro de variedades; todas podrían haber sido compuestas en cualquier momento de los cincuenta años previos. Es como si Duke Ellington, Fats Weller y Louis Armstrong simplemente no hubiesen existido. Buena parte de la actitud de Showboat con respecto a los estereotipos relacionados con la pobreza y las razas nos parece de alguna manera condescendiente, pero estos eran los años veinte y en su base hay un corazón bienintencionado. Llámese sentimental, pero el mu289
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sical de Broadway del siglo xx fue creado por hombres y mujeres judíos a cuyas familias se les había ofrecido –casi universalmente– una oportunidad de emigrar desde Europa hasta Estados Unidos. Su inquebrantable creencia en los efectos transformadores de las formas artísticas populares norteamericanas, como el musical y las películas, fue sincera, y públicos de ayer y hoy siempre han sabido que un musical de Kern y Hammerstein o de Rodgers y Hammerstein es un territorio libre de cinismo. Los años treinta vieron a algunos gigantes de la comedia musical, tal como era habitual en aquella época, habitar los dos mundos de Broadway y Hollywood, entre ellos, George y Ira Gershwin, Cole Porter y Rodgers y Hart. Pero la creciente confianza en el éxito comercial de los musicales de Broadway y Hollywood y de sus compositores floreció en un momento en el que la música clásica estaba luchando por encontrar un sentido más allá de la mera experimentación. Aunque puede que los compositores clásicos no se sintieran en competencia directa con los éxitos del Broadway de los años veinte o del Hollywood de los treinta, es difícil que no se dieran cuenta de que el mercado de la nueva música estaba cada vez más abarrotado y era cada vez más competitivo. En un puñado de décadas, nuevos medios habían entrado en la refriega; uno no puede evitar preguntarse si los espectáculos escénicos de las vírgenes del Rin bajo el agua en Rhinegold de Wagner (1869), o los de un palacio de cristal en la luna en Voyage dans la lune (1875), de Offenbach, habrían llamado tanto la atención si el público hubiese tenido la opción de ver las mismas maravillas evocadas en el cine. Al malestar de los compositores clásicos se añadía la posibilidad de que algunos de sus homólogos «populares» más exitosos, como Gershwin y Porter, amenazaran con meterse en el campo «serio»: la Rhapsody in Blue de Gershwin fue seguida de una serie de encargos orquestales, incluyendo un concierto para piano, y Cole Porter compuso una bella partitura para el ballet, Within the Quota, para los Ballets Suédois de París en 1923. El siglo xx puso una enorme presión sobre los compositores clásicos para que se labrasen un nuevo papel. Una ruta abierta para los más atrevidos iba a consistir en jugar con las posibilidades musicales de lo surrealista y lo absurdo. El término surrealista se utilizó por primera vez para describir un ballet, concretamente una célebre colaboración entre el compositor 290
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Erik Satie, el pintor Pablo Picasso y el escritor y dramaturgo Jean Cocteau, un mejunje cómico llamado Parade que tuvo su primera interpretación en París, en mayo de 1917. Su serie de artistas callejeros en modo guasón, jocoso, no dejaba de ser innovador, desde la estrafalaria yuxtaposición de escenas aparentemente sin relación y ausencia de cualquier narración coherente hasta los trajes de cartón de Picasso que hacían la danza prácticamente imposible y las burlas por medio de chistes privados dirigidos a los empresarios teatrales y al público que aguantaba (o veía) cualquier antigualla sin discernimiento. Las innovaciones de Parade, sin embargo, deben ser vistas en el contexto de los tiempos. Sus chorradas bufonescas y su música casi obscena pueden haber divertido a su equipo creativo y a algunos críticos, pero la inoportunidad del momento resulta incomprensible. Justo a poco más de cien kilómetros de distancia del suntuoso Théâtre du Châtelet, en el novedoso primer arrondissement de París, la catástrofe de la segunda batalla del Aisne, que se llevó ciento veinte mil vidas francesas en dos semanas, en los famosos Chemins des dames, se estaba convirtiendo en una desbandada y en un motín a gran escala, con deserciones en masa. ¿En qué medida el mundo de las artes se había distanciado de la realidad para que Cocteau y sus colegas considerasen el humor fácil del tipo «que te den» de Parade –que tenía todos los distintivos de una revista estudiantil apresuradamente armada a la ligera– como un producto apropiado para mayo de 1917? Las camarillas artísticas parisinas hacia las que iba dirigido se mostraron tanto escandalizadas como ofendidas –y el hecho mismo de que estuviera pensada para ellos en lugar de, digamos, para los soldados que venían de permiso del frente, no le permite defenderse pretendiendo que se trataba de escapismo inofensivo, como la sandez contemporánea, de éxito apabullante, que fue Chu-Chin-Chow, de Oscar Asche y Frederic Norton, en el West End de Londres. No es que una distracción bufonesca estuviese necesariamente fuera de lugar entre 1914 y 1918 –Charlie Chaplin hizo más de cuarenta películas durante la Primera Guerra Mundial, después de todo–, pero los intentos por parte de comentaristas de justificar el «sentido» de poner Parade en escena en medio de una guerra devastadora nunca han dejado de parecer poco fundamentados y bastante desesperados. Daniel Albright, profesor de literatura de Harvard, lo describió como «una de las respuestas más profundas a la Gran Guerra», precisamente porque se apartó de los acontecimientos del momento, apartán291
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dose de la solemnidad que se exigía en 1917, con una actitud que describió en su Untwisting the Serpent: Modernism and Music, Literature and other Arts (2000)7 como «apatía culta». Pero las explicaciones del fiasco que dieron Jean Cocteau y el poeta Guillaume Apollinaire, que escribió el programa de mano además de acuñar la expresión surréalisme, no indican que pensaran en algo tan profundo como pretende Albright. Apollinaire declaró con poco entusiasmo que había un aspecto patriótico en el proyecto, al celebrar la nueva simplicidad y claridad del estilo francés en oposición a la complicada pretensión del alemán, pero esta observación vino demasiado tarde como para tomarla en serio: Satie había comenzado su desplazamiento hacia la «simplicidad» y la «claridad» treinta años antes con sus Gymnopédies. Fauré había comenzado a escribir canciones con el nuevo sonido puro diez años antes, y la burla decididamente antialemana, juguetona de Saint-Saëns hacia toda pretensión de la música, El carnaval de los animales, fue compuesta en 1886. El principal objetivo de Cocteau, parece ser, era impresionar al productor de facto de Parade, Serguéi Diáguilev, que había desafiado a Cocteau a que lo «sorprendiese». Aunque el coqueteo de la música con el surrealismo fue poco duradero –¿cómo una forma artística tan irreal pudo tener realmente cualquier relación con el surrealismo?–, un aspecto controvertido de la partitura de Parade tuvo por casualidad una secuela en la música futura. Se trataba de la integración, contra los propios deseos del compositor, de efectos sonoros no musicales en la partitura. Las cualidades rítmicas de estos sonidos, desde máquinas de escribir a sirenas de fábrica, fueron explotadas una y otra vez mientras el siglo xx avanzaba, aunque debe decirse que el poco conocido Parade no fue directamente responsable de inspirar estos experimentos. El ejemplo temprano más extremo de una textura sonora «industrial», estrenado en 1922, fue la Simfoniya gudkov (Sinfonía de sirenas de fábrica), del compositor y técnico de sonido ruso Arseny Avraamov. Además de sirenas de fábrica, su sinfonía incluía bocinas de autobuses y coches, señales de niebla de una flotilla soviética en el mar Caspio, armas de artillería, ametralladoras, pistolas (que un regimiento de infantería al completo suministraba y «tocaba»), sirenas de barco, varios silbatos de vapor y bandas militares y coros en masa. Acertadamente, tuvo su Desenredando a la serpiente: modernismo y música, literatura y otras artes.
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primera interpretación en Bakú, la capital de la Azerbayán soviética y hogar de la flota del Caspio. Otras obras mecánicas, o de «sonidoencontrado», de la época incluían Zavod, Sinfonía de las máquinas, de otro ruso, Alexander Mossolov, banda sonora de una película soviética, Entuziazm: Simfoniya Donbassa, de 1931, y unas máquinas de escribir solistas que se unieron a la orquesta para The Typewriter (1950), de Leroy Anderson, y Fluoresences (1962), de Krzysztof Penderecki. El surrealismo musical y los intentos por encontrar el sonido del futuro corrían en paralelo, de alguna manera sorprendentemente, con otra vía que estaba siendo explorada por los compositores clásicos en los años veinte: hurgar en el desván de la música. Liderados por Stravinski y Serguéi Prokófiev, ambos compositores desorientados por la política de año cero que siguió a la Revolución rusa y a la guerra civil, se dispusieron a resucitar formas musicales antiguas y a veces piezas reales de compositores del siglo xvii y xviii olvidados hacía mucho tiempo, añadiéndoles su propio enfoque de siglo xx. En un sentido, este proceso, al que los historiadores de la música otorgaron el estrambótico título «neoclasicismo», en ocasiones no iba más allá del plagio. Stravinski y Prokófiev, sin embargo, estaban involucrados en algo más que en simplemente regurgitar antiguos estilos: los manipulaban sobre la marcha, como si modernizasen los originales, insertando en ellos, por ejemplo, disonancias inesperadas y anacrónicas. Jugar al caos alegre con los estilos de épocas anteriores es perfectamente legítimo, pero es difícil no sacar la conclusión de que el modernismo experimental estaba quedándose sin fuelle, para ser reemplazado por el equivalente musical de los muebles de imitación. Stravinski se divirtió traviesamente con el pillaje del polvoriento catálogo pretérito de la música en el ballet Pulcinella, para la compañía de los Ballets Russes de Diáguilev, en 1920. Esta obra combina coquetamente el desparpajo de los años veinte con la danza cortesana del siglo xviii, citando sobre la marcha música real de compositores italianos del siglo xviii. Diáguilev y Stravinski creían que los manuscritos –de una biblioteca de Nápoles– eran obra de Giovanni Pergolesi (1710-1736), pero desde entonces se ha revelado que eran en su mayoría de los más desconocidos Carlo Ignazio Monza y Domenico Gallo, que murieron en 1739 y 1768, respectivamente. Pulcinella es chispeante e inventiva con sus fuentes, pero es no obs293
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tante el equivalente musical a poner el capitel Art Déco del edificio Chrysler de Manhattan sobre el Greenwich Hospital de Christopher Wren. Prokófiev, por su parte, escribió una sinfonía que era una parodia al estilo de Haydn, conocida como La clásica, y llevó a cabo su propio intento de astracanada con el ballet Chout (El cuento del bufón), también para los Ballets Russes. Aunque Diáguilev y Prokófiev lo ensayaron juntos en 1915, no se estimó que estuviera preparado para ser producido hasta 1921, e incluso entonces, con la euforia de la posguerra y el deseo de olvidar, Chout, comedia negra de asesinatos en serie de esposas, no se ganó el favor del público. El encargo de los Ballets Russes a Francis Poulenc, Les Biches (1924), también saqueó la vieja tienda de curiosidades de los estilos de danza, mezclándolos y uniéndolos con modas más recientes y creando desvergonzadamente nombres de movimientos como «Rag-Mazurka». Hay algo digno de alabanza en los intentos de estos compositores sofisticados, de alcurnia, y de sus colegas de los Ballets Russes de capturar la popularidad del entretenimiento según el estilo Keystone Kops8 de la época, pero también signos de desesperación y un resultado que induce a la vergüenza ajena. Era más bien como el papá de alguien que aparece en la discoteca del colegio y se pone a bailar torpemente entre ellos. Comparar Chout con El chico de Chaplin, del mismo año, arroja una luz cruel y chapucera sobre la primera. Chaplin continuó haciendo y componiendo música para una serie de largometrajes verdaderamente extraordinarios –La quimera del oro (1925), Luces de la ciudad (1931), Tiempos modernos (1936) y El gran dictador (1940)–, todos ellos destacados por ser divertidas astracanadas con un consumado despliegue de habilidad física, resonancias contemporáneas, perspicacia social y un considerable poder emocional. Lo más importante, y esto con frecuencia se intenta pasar por alto: eran populares en todo el mundo porque eran realmente buenos. No fue una coincidencia que el ansia por desenterrar elementos del pasado musical hubiese surgido en un momento en el que –vigorizado en gran parte por la tecnología de la grabación– el interés erudito por la música antigua estaba disfrutando de una segunda oportunidad. El compositor y académico francés Vincent D’Indy (mentor de Cole Porter, entre otros) montó una interpretación en París, en 8 Actores que representaban a policías incompetentes, mal vestidos, que aparecían en las farsas bufonescas de Mack Sennett. 294
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febrero de 1913, de la ópera de Monteverdi La coronación de Poppea, utilizando una edición de la partitura que él había reconstruido meticulosamente a partir de manuscritos conservados pero descuidados. La ópera no había sido escuchada en su totalidad en público desde 1651. La ópera anterior de Monteverdi, L’Orfeo de 1607, fue producida para la escena en la Universidad de Oxford en 1925, por primera vez desde la muerte del compositor casi trescientos años antes. En 1926, en un monasterio de Piamonte, al noroeste de Italia, un enorme tesoro oculto de manuscritos de Vivaldi, que se creían perdidos durante las guerras napoleónicas, fue redescubierto, incluyendo las partituras de trescientos conciertos, diecinueve óperas y más de cien obras de otro tipo. Este fue en efecto el comienzo de la recuperación de Vivaldi y un gran florecimiento del interés musicológico en este maestro, hasta la fecha prácticamente olvidado. Aunque Stravinski había sido, y continuaba siendo, uno de los portaestandartes de la corriente de lo nuevo a partir de lo viejo en obras como su magnífica Sinfonía de los salmos (1930) y su ópera inspirada por Hogarth The Rake’s Progress (1951), también fue fundamental a la hora de romper con sus normas. Tras haber detonado una explosión modernista con su La consagración de la primavera, en 1913, convirtiéndose su nombre en sinónimo de compositor clásico contemporáneo y provocador, no estaba todavía preparado para retirarse de la primera línea. Como es el caso frecuentemente en la rica historia de la música, las obras más originales, atrevidas e influyentes –la Sinfonía «Heroica» de Beethoven, Salomé de Strauss– son las que se acercan sigilosamente al mundo, aparentemente de la nada. La complicada obra maestra de Stravinski de 1923, Svadebka, conocida básicamente por su título francés, Les Noces (La boda), es otro ejemplo de lo mismo. La premisa básica de la obra, que fue concebida por primera vez diez años antes, durante el período que siguió a La consagración de la primavera de Diáguilev y Stravinski, es la recreación de un ritual de boda campesina ortodoxa rusa, utilizando fragmentos de discurso hablado y cantado. Stravinski, que ya en 1923 había emigrado de su tierra nativa, más tarde reflexionó sobre el hecho de que la pérdida de la virginidad de la novia era hasta cierto punto una metáfora de la violación de la Madre Rusia por parte de la revolución de 1917. En cualquier caso, había un vigor y un anonimato brutales en los 295
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procedimientos conyugales de la pieza. A veces, el papel de la voz es similar a la técnica moderna del rap. El estilo híbrido de lamentocanto-declamación que adoptó Stravinski no se parecía a ningún sonido que se hubiese escuchado con anterioridad en una sala de conciertos o en un teatro. Es un ruido extraordinario, incluso para oídos modernos saturados de sones. El uso de las voces –coro y solistas– como textura de efectos de sonidos cuasiinstrumentales fue bastante revolucionario en sí mismo, pero la naturaleza del resto del conjunto es igualmente deslumbrante: una gran batería de instrumentos de percusión, incluyendo cuatro pianos. Stravinki había jugado en varios momentos de la génesis de la obra con la inclusión de pianolas sincronizadas, armonios y zimbalones controlados por teclado (un instrumento folclórico de cuerda golpeada, propio de Europa del este y Rusia). El sonido resultante, burbujeante, chispeantemente disonante, quebradizo, con ataques inquietantes y con un tipo de resonancia desafinada, habría sido –literalmente– inimaginable, incluso terrorífico para el público de la época. Un crítico de entonces describió Les Noces como «algo que basta para convertir novias y novios al celibato». Para otros compositores, sin embargo, mientras gradualmente se fueron encontrando con Les Noces, su sonido peculiar, falso primitivo, fiero, resultó irresistible. Para ellos, su asalto a los sentidos resultó deslumbrantemente fresco, como si alguien hubiera desinventado la orquesta sinfónica y hubiera empezado de nuevo desde cero. El mundo sonoro de Les Noces es, simplemente, el más imitado de todas las combinaciones del siglo xx, al margen del jazz y de la música popular. La sensación auditiva de la pieza es fielmente imitada, en un grado mayor o menor, en obras tan distintas como Carmina Burana (1937), de Carl Orff; la Sonata para dos pianos y percusión (también de 1937), de Béla Bartók; la Turangalîla-Symphonie (1948), de Olivier Messiaen; West Side Story (1957), de Leonard Bernstein; Music for Mallet Instruments, Voices and Organ (1973), de Steve Reich; Grand Pianola Music (1982), de John Adams; Veni, Veni, Emmanuel (1992), de James McMillan, y una mescolanza de partituras para el cine, de las cuales la de Bernard Herrmann para la película de 1963 Jasón y los Argonautas, particularmente la resurrección del ejército de esqueletos, y la de Ángeles y demonios, de Hans Zimmer (2009) –la película menos creíble nunca hecha–, no son sino dos ejemplos escogidos al azar. En todos los ejemplos mencionados, es el sentido metálico, como de ataque a 296
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la percusión con utensilios de cocina, combinado con la penetración de alta frecuencia, similar a una campana, de los instrumentos afinados, lo que tan efectivamente asalta (y encanta) al oyente: el impacto de este color orquestal es, literal e históricamente, inescapable. Aunque la notoriedad de Stravinski como Señor del Caos de la música clásica le proporcionó el tipo de perfil que animaba a los ricos filántropos a ser generosos con él, especialmente tras su traslado a los Estados Unidos en 1939, en muchos aspectos fue una anomalía. Para el conjunto de la música clásica, los años veinte estuvieron marcados por profundas fisuras en el prestigio, jamás puesto en duda previamente, de la música «artística» occidental. Era ciertamente una señal de advertencia. El estreno en 1926 de una nueva ópera por parte del último gran compositor italiano del género, Giacomo Puccini, podría describirse justamente como un acontecimiento mediático a escala global. Turandot se representó con enorme éxito de público, desde Milán hasta Buenos Aires, en poco espacio de tiempo. Su melodía más importante, «Nessum dorma», resultó increíblemente popular, no solo entre unos pocos aficionados intransigentes, sino para todo el mundo que la escuchaba. Se convirtió en un clásico instantáneo, pero Turandot iba a ser el canto del cisne. Con la excepción de un puñado de obras posteriores de los compositores estadounidenses John Adams y Philip Glass, las nuevas óperas gradualmente se hicieron más o menos invisibles para el público en general, a pesar de que el público que atendía a las representaciones de óperas antiguas crecía y crecía. Una ópera clásica compuesta a finales del siglo xx era como el caviar de Beluga: un producto escandalosamente caro de una especie en peligro de extinción, accesible para unos pocos privilegiados y un lujo inconcebible para el resto. El acto reflejo de muchos comentaristas de música clásica a esta huida de la ópera es hallar sus causas en los cambiantes hábitos sociales, en la educación, en las prioridades de la radio y el predominio del mercado, pero todo esto esconde una realidad importante: los propios compositores se estaban mudando hacia alternativas distintas de las formas y tradiciones musicales arraigadas. Puede que el público hubiese acudido en manada a escuchar a nuevos y más jóvenes Puccinis, si hubiesen aparecido, pero los compositores no querían ser ya más nuevos Puccinis. 297
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Un ejemplo de cómo estaba cambiando el paisaje puede verse en la carrera inaugural del hijo educado a la manera clásica de un jazán judío ortodoxo, Kurt Weill. La temprana familiaridad de Weill con la música habría sido la envidia de muchos compositores clásicos: sus padres motivaron activamente su interés, le pagaron sus estudios de música, recibiendo su formación tanto en el teatro de ópera de su ciudad natal, Dessau, como en academias de música de Berlín. Sus primeras composiciones lo colocan al frente de la tradición clásica europea post-Mahler: una primera sinfonía hábilmente construida, de 1921, y su primera ópera completa, Der Protagonist, indican que no era tan diferente a sus contemporáneos: Samuel Barber en Estados Unidos, Shostakóvich en Rusia, Arthur Bliss en el Reino Unido y Paul Hindemith en Alemania. Luego dio un salto estilístico que transformó dramáticamente su carrera y, con ella, el curso de la historia de la música. Mientras la vulnerable aunque bienintencionada República de Weimar de Alemania de los años veinte y treinta se debatía entre la hiperinflación, las reparaciones de guerra imposibles de pagar, los motines y el surgimiento del extremismo a la izquierda y a la derecha, una escena cultural extraordinaria emergió en Berlín. Era, hasta cierto punto, el equivalente europeo de lo que Gershwin estaba haciendo en Estados Unidos: hallar un estilo híbrido que existiera en tierra de nadie, entre el jazz y la música clásica, una tierra de nadie que iba al final a convertirse en la tierra de todos, aunque sus protagonistas no lo supiesen en aquel momento. A diferencia de los frívolos devaneos en París o Nueva York, sin embargo, el estilo de cabaré del Berlín de Weimar tenía un trasfondo de una extrema seriedad. En el caldo de cultivo cultural que fue la Alemania de Weimar, Kurt Weill formó equipo con el dramaturgo comunista Bertolt Brecht en la creación de una obra de teatro musical que no era estrictamente hablando una ópera, ni una obra de teatro con canciones, ni un musical, aunque contenía elementos de todos ellos. Sus gamas vocales eran operísticas, su estilo de interpretación naturalista parecido al de una obra de teatro, su estructura basada en escenas habladas que llevaban el peso del argumento y que se entremezclaban con canciones diseñadas como coros en verso, similares a las de los musicales. La ópera de perra gorda fue el éxito de los escenarios en el Berlín de 1928. La ópera de perra gorda no tenía la intención de ser solo un divertimento escapista en tiempos duros, sino también una pieza de mordaz 298
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sátira marxista que criticaba la corrupción del capitalismo. Se basaba en la ópera bufa del siglo xviii The Beggar’s Opera, de John Gay, que en 1920 había sido reinterpretada con gran aclamación en el Lyric Theatre, en Hammersmith, una producción conocida de Brecht, Weill y su traductora, Elisabeth Hauptmann. Su textura musical explotaba deliberadamente el sórdido estilo del cabaré berlinés del momento, así como los modismos de la danza popular, como el foxtrot o el tango, pero se escribió con un guiño hacia la opereta y el romanticismo sentimental, especialmente en la adaptación por parte de Weill de unas letras de una ironía dura e insensible. Macheath (Maki el navaja) y la prostituta Jennie, por ejemplo, comparten un refinado dueto, «Zuhälterballade», de espíritu tanguero, que trata de las anteriores veces que estuvieron juntos, abusivo proxeneta él, trabajadora del sexo que se siente explotada ella, que, mientras avanza en la nostalgia paródica de la canción, lo delata a la policía. La canción más memorable del espectáculo, «La balada de Maki el navaja», actúa como preludio de la historia, una melodía lacónica pero inmediatamente pegadiza que, si no fuera por la letra, podría ser confundida con una canción berlinesa de salón de té9, con un acompañamiento de piano que poco a poco se va convirtiendo en algo más propio de un fumadero de opio de Shanghai de los años veinte. La letra, en un contraste deliberado, describe gráficamente el abominable catálogo de crímenes de Mackie Messer. En la Europa de la Depresión, La ópera de perra gorda tocó claramente una fibra sensible10: por la época en que Weill abandonó Alemania hacia los Estados Unidos de América en 1933 había sido traducida a dieciocho lenguas e interpretada varios miles de veces. Fue una de las tres colaboraciones que Weill subió a los escenarios con Brecht, junto con Final feliz y Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, un tríptico cuyo tono está a un mundo de distancia de las chifladas payasadas de Parade de Satie y Chout de Prokófiev, de la década anterior. Las tres piezas de Brecht y Weill se refieren a las desigualdades sociales de la época de manera frontal, con un estilo deliberadamente 9 Eran bailes de sobremesa o vespertinos. Sus orígenes están en la colonización francesa de Marruecos. Para este tipo de bailes, había una orquesta que tocaba en directo música clásica ligera. Tocaban valses, tangos y, a finales de los años veinte, charlestón. 10 Es complicado mantener el juego de palabras musical que encierra esta expresión inglesa: strike a chord (literalmente: ‘atacar un acorde’).
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ajeno a tono barniz artístico, de bajo presupuesto. La ópera de perra gorda era una especie de Trainspotting de finales de los años veinte, que presentaba a las clases medias como una visión mugrienta, con todos sus defectos, de la clase baja alienada, nihilista. Una señal de la sensibilidad y actualidad políticas de las operetas de Brecht y Weill resulta aparente cuando se las compara con la famosamente controvertida La consagración de la primavera, de Stravinski. Mientras que esta había ocasionado que unas pocas personas vestidas con traje oscuro y de noche interrumpieran con gritos su primera interpretación en París en 1913, la primera representación de Ascenso y caída de la ciudad de Mahagonny, en Leipzig, en 1930, fue invadida por matones nazis, los camisas pardas, que intimidaron tanto al público que el espectáculo fue retirado tras unos pocos días. Al mismo tiempo que el inventor del serialismo, Arnold Schoenberg, describía pomposamente su música como «producida en suelo alemán, sin influencias extranjeras» y, por tanto, «capaz de manera muy efectiva de oponerse a las esperanzas de hegemonía latinas y eslavas», Weill mezclaba y unía deliberadamente una gama de estilos y tendencias que se escuchaban en los años veinte y treinta. Iba dando ligeros toques con cualquier cosa que llamase su atención, desde un coro que sonaba como un himno luterano alemán («Schluss-Choral») hasta un rag estilo Dixieland, una versión rápida del foxtrot («Ballade vom angenehmen Leben» – «La balada de la buena vida»). Musicalmente hablando, La ópera de perra gorda habría sonado a la gente de la época como una gramola distorsionada de sonidos contemporáneos, filtrados por la mente perspicaz de un hombre que ya había compuesto una ópera y una sinfonía. Era, no obstante, un estilo que alcanzó el favor inmediato del público que iba al teatro y compraba discos, y su atractivo duro, de cristales rotos11, iba a insinuarse en la obra de dos o tres generaciones de compositores de teatro musical, desde el controvertido musical de 1937 The Cradle Will Rock (1937), de Marc Blitztein, hasta West Side Story (1957), de su amigo Leonard Bernstein; de ahí a Sweeney Todd (1979), de Sondheim; Flora the Red Menace (1965) y Cabaret (1966), de Kander y Ebb; e incluso, me atrevería a insinuar, mi propia colaboración de 1984 con Melvyn Bragg, The Hired Man. Las canciones teatrales de Weill y Brecht extienden su 11 La expresión original de Goodall, broken-glass, puede hacer referencia a la tristemente famosa Noche de los cristales rotos.
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hechizo más allá, hacia artistas posteriores tan diversos como Frank Sinatra, Louis Armstrong, Bob Dylan, David Bowie, Sting, Lou Reed, Marianne Faithfull, Tom Waits, Dagmar Krause y Martha y Rufus Wainwright, los cuales versionaron algunas de estas canciones. Lo que une estas versiones (excepto la fanfarronería nada rítmica de Sinatra, imitada más recientemente por Robbie Williams, y el suelto, bramante estilo de swing de Satchmo12) es una cualidad de desapego acre, un borde dentado que podía desnudar las defensas emocionales de cualquiera. La ópera de perra gorda acaba con Maquinavaja, un criminal de los bajos fondos absolutamente carente de moralidad y remordimiento, a punto de ser ahorcado, cuando la reina Victoria le otorga el perdón, un título, un castillo y una pensión. Lo absurdo de este giro de la fortuna puede que no impresionara como inverosímil a millones de personas en el mundo industrializado tras el crash de Wall Street de 1929. La vida se había hecho impredecible y dura. Mientras el mundo se hundía en la ansiedad, la paranoia y el derrumbe financiero, por no mencionar el fascismo y el estalinismo, fueron cada vez más los compositores que abrazaban formas populares los que se convirtieron en la voz de la conciencia. Este cambio subterráneo no podía haber sido previsto a principios de siglo. Tampoco los frutos de la voz de la conciencia fueron libres de controversias ni de complicaciones, particularmente en relación con las cuestiones raciales. Tómese la «ópera folclórica estadounidense» de 1935 Porgy and Bess, de George Gershwin, con textos de su hermano Ira y del dramaturgo DuBose Heyward. Ambientada en una comunidad de pescadores del sur, golpeada por la pobreza y las drogas, Porgy and Bess era notable por su retrato simpático pero clarividente de la vida de la clase más baja. El hecho de que tres hombres blancos escribiesen Porgy and Bess causó inquietud en la época y ha provocado un cierto atisbo de incomodidad desde entonces. Que los personajes de la ópera, que estaba basada en una obra de teatro anterior de DuBose y Dorothy Heyward, puedan ser estereotipos raciales poco halagadores que «meten en un gueto» a los afroamericanos es un asunto legítimo de debate, aunque Porgy and Bess haya atraído paradójicamente esta crítica solo porque Louis Armstrong.
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ha sobrevivido, a causa de su gran calidad, a los muchos otros retratos artísticos de tiempos pasados, más primitivos. Su genio y su consiguiente longevidad la han penalizado sin duda, mientras que una canción de salón, que en un tiempo fue popular, como «All Coons Look Alike to Me – A Darkie Misunderstanding» (1896)13, de Ernest Hogan, ha sido justamente olvidada. Porgy and Bess sufre del mismísimo problema que El mercader de Venecia, de Shakespeare, o Parsifal, de Wagner, que han sido criticadas por un aparente antisemitismo porque todavía se representan hoy en día. Que sea o no justo acusar a los hermanos Gershwin simplemente porque eran judíos blancos que escribieron sobre afroamericanos, está mucho menos claro. Lo que nunca ha sido recusado es la belleza y el poder intemporal de las canciones que los Gershwin crearon para Porgy and Bess y que han sido versionadas sin protesta por la mayoría de los grandes artistas discográficos afroamericanos del siglo xx, incluyendo a Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Oscar Peterson, Miles Davis y Aretha Franklin. Al abordar las desigualdades y las injusticas de la Gran Depresión, la canción popular de los años treinta demostró que estaba a años luz de «All Coons Look Alike to Me», aunque hubo pocas canciones innovadoras que provocaran una reflexión seria. En la frívola revista musical de Broadway The New Yorkers, Cole Porter hizo que su público de gente pudiente permaneciera incómodamente sentado ante el simpático retrato de una prostituta en la voluptuosa canción «Love for Sale», aunque las reticencias iniciales de los censores se relajaron cuando se cambió la raza del personaje, de blanca a negra: el tema racial todavía estaba vergonzantemente por resolver. Sin embargo, incluso Porter, de mentalidad relativamente liberal, no pudo igualar el impacto devastador de la canción «Strange Fruit», de Abel Meeropol, grabada por Billie Holiday en 1939. Se piensa que la canción, que empezó como poema, fue provocada por las impactantes –y tristemente icónicas– fotografías periodísticas que hizo Lawrence Beitler del linchamiento de Thomas Shipp y Abram Smith en Marion, Indiana, en agosto de 1930. A pesar de la indudable inspiración que proporcionó a los líderes del posterior movimiento de derechos civiles en los Estados Unidos, el nacimiento de «Strange Fruit» no fue en absoluto fácil: la compañía de discos habitual de Holiday, Columbia, se negó a publicarla y en su lugar un pequeño sello independiente «Todos los negratas me parecen iguales –un malentendido con el negrito».
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tuvo que hacerse cargo de ella. Asimismo, las estaciones de radio la ignoraron. Algunas salas objetaron tanto a que se incluyera esta canción en el repertorio de Holiday que el personal de raza blanca hacía ruido deliberadamente con las cajas registradoras o las cajas de botellas mientras ella la cantaba. Dos años después de la grabación de «Strange Fruit», Meeropol fue llamado a declarar ante el comité Rapp-Coudert del estado de Nueva York, que investigaba una presunta infiltración comunista en las escuelas del estado. Se le acusó de que el Partido Comunista le había encargado escribir la canción. Que se hiciera tan famosa a pesar de tantas dificultades es el testimono tanto de su fuerza como del hecho de que todavía era extremadamente difícil, en 1939, atacar públicamente la desigualdad entre las razas en Estados Unidos14. La interpretación de Holiday y las inquietantes imágenes del texto poético señalan el momento en el desarrollo de la canción popular, en que ya no se pudo descartar como mera frivolidad. En los turbulentos años treinta, el escapismo y el puro entretenimiento fueron la principal característica de la música popular, pero –como mostraron Tiempos modernos y El gran dictador, de Chaplin– tener éxito comercial no era ya sinónimo de carencia de un propósito serio. Que los nazis se sintiesen tan amenazados por el jazz y el swing estadounidenses que llegaran a prohibirlos durante el Tercer Reich, a pesar o quizá por su popularidad entre la población alemana15, es indicativo de su capacidad para desatar emociones peligrosamente impredecibles de poblaciones enteras. Para los nazis, el jazz estadounidense era racialmente inapropiado (es decir, africano) y decadente, aunque hipócritamente continuaron animando a artistas alemanes para que versionaran algunas canciones de swing favoritas, para disfrute de los ciudadanos de raza dominante. El divertimento escapista no fue, en líneas generales, el camino elegido por los compositores clásicos del siglo xx. El suspiro final de la contribución de la música clásica a la mera diversión fue 14 Poeta y compositor aficionado, Meeropol (1903-1986) y su mujer Anne también son protagonistas de otra historia: decidieron criar a los hijos de Julius y Ethel Rosenberg (que, como Meeropol, habían sido comunistas), acusados por el Gobierno de EE UU de vender a la URSS secretos atómicos y ejecutados en 1953. Se puede leer aquí: http://www.npr. org/2012/09/05/158933012/the-strange-story-of-the-man-behind-strange-fruit. 15 Recuérdese a este respecto la película de 1993 Rebeldes del swing (Swing Kids), dirigida por Thomas Carter y protagonizada por Robert Sean Leonard y Christian Bale.
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probablemente La viuda alegre, de Franz Lehár, que se estrenó en Viena en diciembre de 1905, y la farsa cómica de Ermanno WolfFerrari I Quatro rusteghi (La escuela para padres), que se estrenó en Munich en marzo de 1906, aunque Der Rosenkavalier, de Richard Strauss (estrenada en enero de 1911), podría quizá meterse con calzador en esta categoría. Después de eso, la seriedad, el enfrentamiento y el desafío fueron las referencias de la música clásica. Así, cuando Shostakóvich quiso burlarse de la cultura alemana en su Séptima Sinfonía, para evocar la invasión nazi de la URSS (a la que llegaremos en breve), tomó como base de su marcha-parodia una melodía de La viuda alegre, de Lehár. Incluso hoy en día no hay veneno mayor entre los defensores a ultranza de la música clásica que el reservado para los llamados artistas «híbridos», que se atreven a contaminar las aguas puras del repertorio clásico apelando a las masas. Para Lehár y Wolf-Ferrari, a principios del siglo xx; o sea para Il Divo y Andre Rieu en el xxi. Mientras las naciones-estado europeas descendían hasta la barbarie a escala industrial, en la segunda mitad de los años treinta, los músicos en estos países se encontraron en una posición difícil. Los artistas e intelectuales judíos de todos los tipos huyeron del nazismo, y la música de judíos, comunistas y negros fue prohibida durante el Tercer Reich y en sus territorios ocupados. Una exposición itinerante llamada Entartete Musik (música degenerada) se inauguró en 1938, ridiculizando a estos compositores minoritarios, así como también a los compositores franceses no judíos Ravel, Satie y Saint-Saëns, que fueron considerados judíos para los propósitos de la exposición. Sin embargo, ¿qué se esperaba que hicieran los compositores no judíos que se quedaron atrás? ¿Colaborar o resistir16? Los compositores que se quedaron en Alemania y que querían que su música se interpretase no tenían otra opción que estar a buenas con el régimen. Las orquestas y salas de ópera prosperaron bajo los nazis, apoyadas por generosas subvenciones del Estado. A los músicos y a los cantantes se les garantizaronn privilegios y gratificaciones que se negaron al resto de la población durante la guerra. Así es 16 Lucien Rebatet (op. cit., p. 774) relata un caso particular de exilio interior durante el Tercer Reich: «Karl Amadeus Hartmann (1905-1965), otro bávaro, se ganó el favor general al negarse a publicar durante el mandato de Hitler, y también al dedicarse inteligentemente después de la guerra a la difusión de las músicas más nuevas del momento».
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como los únicos varones adultos en Berlín exentos de tareas defensivas durante su apocalíptica caída ante el Ejército Rojo en abril-mayo de 1945 fueron los miembros de la Filarmónica de Berlín. Durante las primeras horas después de que las armas callaran en la ciudad en ruinas, una de las visiones más horrendas de las que fueron testimonio civiles y soldados rusos, fueron los cadáveres de muchachos jóvenes colgados de las farolas, en el centro de la ciudad, con carteles alrededor del cuello en los que se leía «cobarde» o «no quería luchar por su Patria». Sin embargo, como se escribe en el revelador libro de Misha Aster The Reich’s Orchestra: The Berlin Philharmonic 1933-194517, unos días después de la rendición de la ciudad, los intérpretes de la Orquesta Filarmónica de Berlín se felicitaban por ser capaces de programar un ensayo y de mantener viva la llama de su reputación a pesar de la devastación a su alrededor. Los nazis confirieron a la música una estima considerable; tenían la esperanza de modelar el curso de la historia musical por medio de políticas manipuladoras que afectaban a la producción y a la recepción de la música a través de los vastos territorios que finalmente controlaron. Intentar erradicar a los compositores y músicos judíos bajo su jurisdicción fue una manera de asfixiar a una comunidad particularmente vigorosa de profesionales del ramo para llenar los inevitables huecos en las numerosas instituciones musicales de antes de 1933 con arios cuyas capacidades eran menos importantes que su procedencia racial. Solo se puede especular sobre la riqueza musical a la que se renunció por la pérdida de talento y por el programa de exterminación del Tercer Reich. A pesar de pretender justificar sus objeciones a ciertos aspectos del modernismo musical con disparates pseudocientíticos sobre la «degeneración», la desconfianza de los líderes nazis hacia ciertas formas musicales no era más que vulgar racismo tabernario. Así, condenaban la música «atonal» (de doce tonos, o serial) cuando era de Schoenberg, su inventor judío, pero la justificaban cuando era del ario Paul von Klenau. El compositor vivo más famoso de Europa, el entonces anciano Richard Strauss, tuvo una relación con el Gobierno nazi que oscilaba entre la aquiescencia política y un obstinado sentimiento de superioridad, a pesar de que aquel mostrara el entusiasmo apropiado para 17 La orquesta del Reich: la Filarmónica de Berlín y el nacionalsocialismo, traducción de Gabriela Adamo, Barcelona, Edhasa, 2012.
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mantener feliz a una figura cultural tan prominente. No se opuso abiertamente al régimen por sus aberrantes políticas raciales y participó en un número de acontecimientos propagandísticos prestigiosos –compuso un himno para los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936 y dirigió su «Preludio Festivo» en el Festival Musical del Reich de 1938, organizado por Joseph Goebbels, durante el cual fue inaugurada la grotesca exposición Entartete Musik–, pero básicamente Strauss se retiró de la vida pública. Los investigadores de la obra de Strauss no se ponen de acuerdo sobre si su retirada se explica por un rechazo de su previa aceptación del régimen, por la sospecha de que este no iba a durar o simplemente por su edad. Un compositor que no tuvo escrúpulos en cooperar con el régimen nazi fue Carl Orff, cuyo Carmina Burana tuvo su estreno, con un éxito tumultuoso, en Fráncfort, en junio de 1937. Su secuela, Catulli Carmina, segunda parte de una trilogía, se presentó en el Teatro Municipal de Leipzig en noviembre de 1943. (Es seguramente la única obra en el repertorio coral con un coro que repetía «Mentula, mentula, mentula, mentula!» - «¡Pene, pene, pene, pene!».) Es cierto que Orff criticó abiertamente al régimen, pero no por sus políticas dementes, sino porque no exigía que su programa musical para niños, Schulwerk, se siguiera en los colegios públicos del Reich. Aceptó, sin embargo, el encargo del Gobierno nazi para sustituir la música incidental para El sueño de una noche de verano, de Shakespeare, que compuso el judío Mendelssohn, y no intervino a favor de un buen amigo Kurt Heber, fundador de La Rosa Blanca, un grupo de la resistencia, que fue torturado y ejecutado por el régimen. Después de la guerra, Orff afirmó falsamente ante el tribunal de desnacificación que él mismo había estado involucrado en la fundación del movimiento La Rosa Blanca. En términos generales, y ciertamente desde un punto de vista musical, la aquiescencia de Orff con el Tercer Reich le condujo a un callejón sin salida del que nunca consiguió salir, lo cual es una pena, aunque solo sea porque Carmina Burana fue una de las pocas obras clásicas nuevas escritas entre 1930 y 1960 que fue verdaderamente popular entre el público general sin buscar ser deliberadamente anticuada. (Los patrióticos peanes de Ottorino Respighi al poder romano en la Italia fascista, Pinos de Roma y Festivales romanos, de 1924 y 1928, fueron escritos en ese momento y populares tanto entonces como ahora, pero están de lleno entre los abalorios musicales del relicario saqueado, reorquestado, perteneciente a la antigüedad remota de Italia.) 306
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Lo más cerca que la música clásica estuvo de un genuino disidente político durante los años treinta fue con el modernista húngaro Béla Bartók. En los años treinta, Bartók descolló como compositor modernista innovador, en la estela de Stravinski: su Música para cuerdas, percusión y celesta (1936) y la Sonata para dos pianos y percusión (1937) habían ya establecido su reputación por toda Europa, y todavía se interpretan regularmente hoy en día. También fue un incansable coleccionista y anotador de canciones folclóricas de la Europa del Este, y es de hecho uno de los principales arquitectos de toda una rama de estudios musicales conocida como etnomusicología. Bartók tuvo serias dudas sobre la deriva de Hungría hacia el fascismo, concurrente con los acontecimientos que estaban teniendo lugar en Alemania e Italia, y después de que los nazis se hiciesen con el poder en Alemania, prohibió todas las interpretaciones y retransmisiones de su música en el Tercer Reich y en la Italia fascista, un gesto que le empobreció, puesto que sus editores y la porción mayor de sus derechos de autor provenían de Alemania. Cuando, en 1938, Goebbels montó su exposición Entartete Musik, Bartók pidió voluntariamente que su nombre se añadiera a la lista, tan asqueado estaba por la campaña de odio contra cierta música modernista, el jazz y cualquier cosa compuesta o interpretada por personas judías, eslavas, romaníes o cualquier músico de origen africano. Como la mayoría de los compositores clásicos prominentes, Bartók pudo abandonar sin problemas la Europa controlada por el Eje. Se instaló en Estados Unidos en 1940, y evitó de este modo sufrir las consecuencias de desafiar la línea totalitaria. Sin embargo, por muy difícil que fuese la situación en Hungría, era una merienda comparada con la pesadilla que se desplegó en Rusia durante los años treinta. Desde 1934 en adelante, Stalin suprimió rigurosamente cualquier señal de «decadencia» (palabra clave que significaba ‘vanguardia’) por parte de los compositores, en línea con sus medidas drásticas aplicadas a la cultura, un significativo giro de 180º en la política soviética anterior de incentivar la experimentación en las artes. Este endurecimiento de la linea oficial hizo la vida cada vez más difícil a los principales compositores rusos, Prokófiev y Shostakóvich (Stravinski había emigrado anteriormente y solo regresó a Rusia en una emocionante visita en 1962, a la edad de ochenta años). A veces recibían privilegios que hubiesen maravillado a los rusos de a pie; otras veces su supervivencia como compositores profesionales 307
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colgaba de un hilo. Shostakóvich, por ejemplo, fue oficialmente denunciado en 1936 y de nuevo en 1948, pero también recibió numerosas distinciones, Premios Estatales Stalin de las Artes, Artista del Pueblo de la URSS y titular de la Orden de Lenin, de la Orden de la Revolución de Octubre y Héroe del Trabajo Socialista. A Prokófiev y a él se les perdonó misericordiosamente el trato que se dispensó al escritor Aleksandr Solzhenitsyn, cuyas críticas al régimen soviético en sus libros y en sus declaraciones públicas le hicieron dar con sus huesos en un campo de prisioneros siberiano. Los analistas han discutido sin parar sobre si la música de Shostakóvich y Prokófiev «desafió» al estalinismo de una manera subrepticia, irónica o codificada, incluso cuando estaba siguiendo ostensiblemente la línea del Partido, que implicaba ser, según los casos, optimista y relevante para la gente normal (acatando los principios del «Realismo Socialista», en jerga soviética), no ser demasiado sonoramente occidental («reaccionario»), y no ser demasiado modernista («formalista»). Extrañamente, fue una de las grandes obras de Shostakóvich más instantáneamente admirada, y que se situaba en los Malos Tiempos Antiguos de la Rusia zarista, la que comenzó sus problemas con el régimen soviético: su ópera Lady Macbeth del Distrito de Mtsensk, que se estrenó en el Teatro Maly en lo que entonces era Leningrado, en enero de 1934. Lady Macbeth del Distrito de Mtsensk no es exactamente HMS Pinafore 18. Es contundente, a veces grotesca, con frecuencia violenta y eróticamente espectacular. Es excitante y poderosa, pero no se la podría llamar melodiosa o cómica para morirse de risa. Aunque el relato, que concierne a una esposa infiel que asesina a su marido, que acaba en un campo de trabajo siberiano con su amante y luego se suicida, estaba ambientado en los días del odiado régimen anterior, debió de haber sido claro como el agua para su público que las cosas no habían cambiado mucho. Ciertamente, cuando Stalin, Molotov y un aquelarre compuesto por otros líderes del Partido fueron al Teatro Bolshoi para verla en diciembre de 1935, tuvieron el mismo pensamiento. Se largaron asqueados. Unos pocos días después, el periódico oficial del Partido, Pravda, publicó un ataque hiriente –que se pensó en la época que había Ópera cómica con música de Arthur Sullivan y libreto de W. S. Gilbert.
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sido escrito por el propio Stalin– contra Lady Macbeth y su compositor, titulado «Caos en lugar de música». Describía la música como «inestable, chillona y neurótica» y como «confusa corriente de sonido». El relato fue caricaturizado como «burdo, primitivo y vulgar». Otro venenoso artículo apareció a la semana siguiente. Shostakóvich fue denunciado primero por la Unión de Compositores Soviéticos y luego llegó un diluvio de críticas públicas, incluso de examigos y colegas. Unos pocos meses después, fue llamado a la «Gran Casa», el cuartel general del NKVD, el predecesor del KGB. Muchos pasaron a través de sus puertas durante los años treinta; pocos volvieron a salir. (Para poner esta etapa de terror en contexto, entre enero de 1935 y junio de 1941, los datos oficiales indican que el NKVD llegó a arrestar a casi veinte millones de personas, de las cuales un número estimado de siete millones fue ejecutado.) La policía secreta quería que Shostakóvich contestara preguntas sobre su amistad con el mariscal Tujachevski, anteriormente jefe del Ejército Rojo, que estaba siendo incriminado en vistas a un juicio de cara a la galería. Fue interrogado un viernes y se le comunicó que volviera el lunes. Previendo su arresto y su casi segura muerte en el Gulag, Shostakóvich hizo las maletas, pero en un giro estrambótico, típico del mundo inverosímil de Stalin, se salvó por el hecho de que el propio funcionario del NKVD había sido «purgado» durante el fin de semana. Claramente, cualquier cosa que Shostakóvich hiciese después de esto iba a sellar su destino de una manera u otra. Así que pospuso su recientemente terminada Cuarta Sinfonía, al sentir que su oscura modernidad podría empeorar las cosas, y durante un tiempo se retiró a la relativa seguridad de la composición para el cine. La obra que al final emergió de toda esta angustia, su Quinta Sinfonía, que se estrenó en 1937, es ahora reconocida como una de las obras maestras clásicas del siglo xx. Shostakóvich fue poco a poco abandonando su pesadumbre y su disonancia anteriores, componiendo una sinfonía de estilo más «tradicional» de cuatro movimientos bien distintos, progresando en ellos desde la ansiedad ceñuda del primero hasta la conclusión triunfal del cuarto. Las primeras audiciones de la sinfonía resultaron en una aprobación unánime, con escenas extraordinariamente emotivas en cada representación. Al público que iba a los conciertos, que se aferraba desesperadamente a algún tipo de cordura en medio de la represión asesina, arbitraria de Stalin, 309
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la sinfonía le ofrecía una lucecita de esperanza y, al interpretar la evolución de la sinfonía desde la lucha inicial hasta su resolución, un desafío a la situación. Escrita a pesar del terror, es un testamento de su tiempo. También, milagrosamente y sin duda, salvó su vida. El Partido la respaldó. Es fácil, desde la comodidad y la distancia de nuestra propia época, juzgar a los prominentes compositores de la era soviética como Shostakóvich y Prokófiev por no ser más francos contra Stalin, pero sabían muy bien lo que tal enfrentamiento iba a significar en un tiempo de purgas. Dejar la URSS entre 1936 y el final de la Segunda Guerra Mundial, de la manera en que Bartók pudo abandonar Hungría o en que los pioneros de la música para el cine Erich Korngold y Frank Waxman pudieron escapar del Tercer Reich, era prácticamente imposible. No está claro que sea posible detectar algún tipo de desafío a la autoridad en una pieza abstracta de música sin disponer previamente desinformación no musical, y tanto los funcionarios del Partido como los primeros públicos de la Quinta Sinfonía eran muy conscientes de que Shostakóvich había descrito su obra como «respuesta creativa de un artista soviético a una crítica justificada». Por supuesto, esto no detuvo a comentaristas contemporáneos –no los modernos– de otorgar contenidos cuasinarrativos a la Quinta de Shostakóvich, como había ocurrido en el caso de la «Heroica» de Beethoven y la Quinta de Mahler (un modelo claro para la Quinta de Shostakóvich) y a cientos de otras piezas cuyas únicas pistas descriptivas están en la velocidad a la que se pedía que se interpretaran. Así, un compositor y crítico de la época, Boris Asafiev, afirmó: «Esta música, sensible, evocadora, que inspira un conflicto tan gigantesco, surge como un relato verdadero de los problemas a los que se enfrenta el hombre moderno, no a los que se enfrentan uno o varios individuos, sino toda la humanidad». El mismo Shostakóvich alimentó especulaciones sobre el «sentido» de su Quinta Sinfonía al decir crípticamente, en años posteriores, más seguros: «Nunca creeré que un hombre que no entendiese nada pueda sentir la Quinta Sinfonía. Por supuesto que entendieron; entendieron lo que estaba ocurriendo a su alrededor y entendieron de qué trataba la Quinta». Que un debate continúe todavía, setenta y cinco años más tarde, sobre si el «triunfo» al final del último movimiento es un triunfo genuino o la parodia de un triunfo, revela cuán complicado puede ser analizar música abstracta y hacer suposiciones sobre ella. 310
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Cualesquiera que hayan sido los sufrimientos de Shostakóvich y Prokófiev durante el terror estalinista, y el grado en que estos sufrimientos se hayan incorporado a su música, lo que no puede negarse es la solidaridad y el amor de los dos compositores por Rusia y su gente, sin importar quién mandara. Así que cuando Alemania invadió la Unión Soviética en 1941, las motivaciones de Stalin y sus compositores coincidieon súbitamente. El propósito y la causa de los compositores se convirtió en patriotismo. Quizá el ejemplo más extremo de una obra a gran escala de propósito patriótico fue la Séptima Sinfonía, «Leningrado», de Shostakóvich, estrenada en marzo de 1942 y dedicada a la gente de su ciudad natal, que en aquel entonces estaban soportando un asedio apocalíptico por parte del Grupo Norte del Ejército alemán y sus aliados fineses. Shostakóvich había compuesto parte de la sinfonía en la misma Leningrado –la San Petersburgo de hoy en día– antes de su evacuación, siguiendo órdenes oficiales. Comenzó su andadura como movimiento único, largo, agotadoramente enérgico, pero Shostakóvich, enormemente inspirado con el asedio, le dio cuerpo con otros tres movimientos. Aunque la amenaza de una denuncia oficial y de la censura era cosa del pasado –o así creía, inocentemente, Shostakóvich– «Leningrado» utilizó la masculinidad directa, marcial del último movimiento de su Quinta Sinfonía como punto de partida estilístico. De nuevo, Mahler está omnipresente en los movimientos primero y subsiguientes, pero esta vez no hay duda en absoluto sobre la sinceridad del triunfo con el que la apoteosis final concluye. En años más recientes, un cierto consenso ha emergido entre los músicos, poniendo en duda que «Leningrado» sea la mejor sinfonía de Shostakóvich, a pesar de su condición icónica. Pero su tercer movimiento, Adagio, es su parte más memorable desde un punto de vista puramente musical, al juntar influencias tan diversas como Stravinski y Bach en un lamento que va saltando de unos inquietantes grupos de acordes para instrumentos de viento madera a unos violines sonando solos, tensionados. También esta sinfonía, en la elevada temperatura de la guerra, fue escrutinizada en busca de su «significado» sin apenas haber transcurrido un segundo desde su nacimiento, y en su presentación preliminar la revista Time resumió, para el estreno estadounidense, el primer movimiento así:
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La melodía de apertura engañosamente simple, que sugiere paz, trabajo, esperanza, es interrumpida por el tema de la guerra, insensible, implacable y brutal. Para su tema marcial, Shostakóvich recurre a un truco musical: los violines, golpeteando la parte trasera de sus arcos, introducen una melodía que podría haber venido de un espectáculo de marionetas. Este diminuto tamborileo, al principio casi inaudible, aumenta y se hincha, se repite doce veces en un continuo crescendo de doce minutos. El tema no se desarrolla, sino que simplemente crece en volumen, como el Bolero de Ravel; le sigue un lento pasaje melódico que sugiere un cántico por los muertos de la guerra. Cualquiera que sea su significado, sus defectos o sus méritos musicales, ciertamente «Leningrado» tuvo éxito en su propósito patriótico. En junio de 1942, unas pocas semanas después de su estreno, una partitura de la sinfonía de Shostakóvich fue lanzada de noche desde un avión a la ciudad de Kuibyshev (la Samara de hoy en día), bastante lejos de las líneas rusas, y fue organizada apresuradamente en partes orquestales. En la misma Leningrado, a principios de agosto, se reunió una orquesta hecha a partir de cero con cualquier músico todavía vivo para una interpretación que fue transmitida por megafonía por toda la ciudad y hacia fuera, hacia las líneas alemanas, que habían sido bombardeadas con anterioridad de forma exhaustiva para asegurarse un respiro. El gesto de desafío y supervivencia que la retransmisión buscaba expresar reverberó alrededor del mundo. No existe una interpretación de una pieza de música que haya tenido un impacto tan poderosamente simbólico como la de aquella noche de agosto de 1942, en Leningrado. La sinfonía fue interpretada repetidamente en países aliados durante los meses que siguieron. El sitio de Leningrado no finalizó hasta enero de 1944, casi dos años después del estreno de la sinfonía dedicada a ella. Sigue siendo hasta este día la batalla más mortal de la historia de la humanidad, en términos de pérdidas de vidas, más de un millón de civiles y un millón de soldados del Ejército Rojo, con más de dos millones y medio de heridos. Tan desesperadas eran las condiciones de vida en la ciudad asediada que, durante el invierno de 1941-1942, la policía tuvo que formar una nueva unidad para combatir las bandas dedicadas al canibalismo. Fueron estas escenas abominables a las que se añadieron, a partir de enero de 1944, un ejército alemán en retirada saqueando y 312
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destruyendo las galerías, las mansiones y los palacios históricos de los zares. Un enorme botín de tesoros artísticos fue llevado de regreso a la Alemania nazi, pero hubo un artículo cultural que nunca pudo ser robado de Leningrado: la Séptima Sinfonía de Shostakóvich. En Gran Bretaña, algunos compositores clásicos se unieron al esfuerzo bélico componiendo partituras para películas patrióticas, como el emotivo acompañamiento de William Walton para Enrique V, de Laurence Olivier, pero es justo decir que la música orquestal que más levantaba el ánimo a las personas de a pie en la retaguardia fue «Calling All Workers», de Eric Coates, la sintonía radiofónica del programa de la BBC Music While You Work. Benjamin Britten disfrutó de unas generosas vacaciones en Estados Unidos, mientras Michael Tippett, objetor de conciencia, produjo una elocuente y emocionante súplica, en tiempos de guerra, por un pacifismo que no estaba de moda, en su oratorio A Child of Our Time. A Child of Our Time se basa en acontecimientos reales de 1938: el asesinato del diplomático alemán Ernst vom Rath por parte de un refugiado judío de diecisiete años, Herschel Grynszpan, encolerizado por la deportación de su familia y de otros doce mil judíos alemanes. El asesinato condujo a las matanzas de la Kristallnacht por toda Alemania y Austria. A Child of Our Times mezcla pasajes narrativos cuasioperísticos con adaptaciones de espirituales afroamericanos, de manera parecida a como Bach había incorporado cantos corales luteranos en sus oratorios sobre la pasión y la crucifixión de Jesucristo. Puede que A Child of Our Times sea la respuesta más sentida de la música clásica, durante los años cuarenta, al desafío de «Strange Fruit» de Billie Holiday, confrontando las ansiedades de la época en un lenguaje que todavía se comunicaba con la sociedad en toda su extensión. Para otros compositores de mediados del siglo xx, sin embargo, parecía cada vez más que ser complicado e intransigente fuese más importante que producir algo hermoso, entretenido o simplemente placentero. Pocos de los contemporáneos del compositor estadounidense Aaron Copland prestaron atención a la sincera declaración incluida en su Appalachian Spring, de 1944: «Es un don ser simple». Como El pájaro de fuego, La consagración de la primavera y Les Noces, de Stravinski, Jeux de Debussy, Romeo y Julieta de Prokófiev y Daphnis et Chloé y Bolero de Ravel, la ganadora de un Pulitzer Appalachian 313
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Spring, de Copland, fue compuesta como partitura para el ballet. Es difícil imaginar lo que habría hecho la música del siglo xx sin el ballet. Era como si la distracción de contar un relato, de llegar a un público distinto o de sujetarse a la estructura de otra forma artística liberase a los compositores de tener que ocuparse de la pregunta: «¿Hacia dónde va la música?». Fue una pregunta que corrió como una corriente eléctrica inestable, amenazadora, a lo largo del siglo a partir de 1910, el año que con tanta confianza se había producido El pájaro de fuego, de Stravinski; el Concierto para violín de Elgar; Der Rosenkavalier, de Richard Strauss; Sea Symphony, de Vaughan Williams; Daphnis et Chloé, de Ravel; la Cuarta Sinfonía de Parry; La Fanciulla del West, de Puccini; Prometeo, poema del fuego, de Scriabin; el Primer Libro de Preludios, de Debussy; el estreno de la Octava Sinfonía de Mahler y la finalización de su Novena. Tanta confianza era inconcebible treinta años después. Sin embargo, el público adoró Appalachian Spring, de Copland, con sus emocionantes inocencia y optimismo, como si la victoria de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial marcara realmente el inicio de una era mejor, todo reflejado en la sinceridad y los valores nada cínicos de las comunidades rurales de pioneros que celebra. (La expresión «Es un don ser simple» viene del espiritual Shaker «Simple Gifts», cuya melodía, compuesta por Joseph Brackett, un miembro de la comunidad Shaker en Gorham, en el estado de Maine, se cita ampliamente en la partitura del ballet.) Merece la pena destacar, sin embargo, que Aaron Copland –izquierdista, homosexual y judío– habría afrontado seguramente el mismo encargo de manera muy diferente si le hubiese llegado tras la liberación de los campos de extermino nazis o Hiroshima o durante la caza de brujas de McCarthy. A diferencia de mucho de lo que se compuso durante los años cuarenta, es una obra todavía popular y se representa con regularidad tanto en teatros como en los escenarios de conciertos de hoy en día. No obstante, el éxito en las salas de conciertos de Appalachian Spring, de Copland, así como el de A Child of Our Time, de Tippett, las sinfonías de Shostakóvich, los ballets de Stravinski y los carnales oratorios seculares de Orff, debería verse como el «gran final» del compromiso público con las artes, que pertenecía a una tradición clásica que, en líneas generales, mantenía un camino separado, paralelo a cualquiera de los géneros populares esenciales. No se espera escuchar una guitarra de rock and roll en Shostakóvich o un saxofón 314
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tipo blues en Bartók, aunque estos compositores habrían escuchado ambos instrumentos, con frecuencia, durante sus vidas laborales. Pero el ballet no era el único medio que permitía a los compositores clásicos aferrarse a su idioma orquestal distintivo y dirigirse directamente a un público amplio, liberándoles de escribir música demasiado complicada, abstracta, para cuyo aprecio un oyente podría necesitar un doctorado. Ciertamente, la danza tuvo una influencia enorme sobre la música durante el siglo xx, pero la música clásica habría seguramente seguido en el camino hacia el olvido tras la guerra si no hubiese sido por otro caballero de brillante, o quizá argéntea, armadura: el cine. Después de Alexander Nevski, la revolucionaria colaboración de Prokófiev con su compatriota cineasta Serguéi Éisenstein en 1938, estaba claro que la música orquestal a gran escala iba a ser un componente básico a la hora de hacer que las películas fuesen más interesantes, más terroríficas y más emocionantes. Hasta el día de hoy, millones de personas que nunca pondrían un pie en una sala clásica de conciertos se entusiasman con el sonido sinfónico de las partituras musicales que con frecuencia están compuestas enteramente según técnicas y estilos orquestales clásicos. Si cualquiera te dice que la música clásica está muerta en el siglo xxi, lo que quiere decir es que no va al cine. Cuando los compositores europeos huían del nazismo durante los años treinta, normalmente acababan en Hollywood, con la esperanza de ganarse la vida con el cine, una oportunidad que los directores, los productores y los guionistas, ellos mismos emigrados o hijos de emigrados, estaban encantados de proporcionar. Algunos, como Erich Korngold, se adaptaron de forma entusiasta a este papel nuevo, populista, con habilidad y seriedad, ampliando con ello el objetivo y la capacidad de la orquesta cinematográfica. Sus partituras para El capitán Blood, Halcones de mar y Las aventuras de Robin Hood ahora nos parecen estereotipadas porque su grandilocuencia de capa y espada ha sido muy imitada durante mucho tiempo por muchos otros. Sin embargo, la verdad es que desde los años cuarenta hasta los noventa, los compositores de bandas sonoras tendían a ser una raza diferente de los compositores de sala de conciertos. Pocos compositores clásicos hicieron progresos en el cine y muchos lo veían con suspicacia o con condescendencia, como algo bueno para pagar las facturas. Cuán superficial parece ahora esta crítica, teniendo en cuenta 315
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que parte de la mejor música orquestal pura del pasado medio siglo se escribió para el cine: ya sea el poder electrizante, aterrador, de Vértigo y Psicosis, de Bernard Herrmann, o de Recuerda, de Miklós Rózsa; la evocadora melancolía de La misión, de Ennio Morricone; de El padrino, de Nino Rota, o de El paciente inglés, de Gabriel Yared; el drama de amplia gama de Goldfinger, de John Barry, o de Lawrence de Arabia, de Maurice Jarre; la aventura total de Solo ante el peligro, de Dmitri Tiomkin, y de Batman, de Danny Elfman; la sensualidad de Chinatown, de Jerry Goldsmith, o de American Beauty, de Thomas Newman; o la desgarradora gracia de Expiación, de Dario Marianelli, y de La lista de Schindler, de John Williams. Lo que es destacable de esta diminuta nómina, punta del iceberg, de grandes partituras es que, mientras la escribo, sé que muchos de ustedes podrán al instante reproducir mentalmente la emoción y los temas de estas partituras. Son parte de una herencia cultural compartida del pasado medio siglo. ¿A propósito de cuántas obras clásicas, desde la Segunda Guerra Mundial, es posible hacer esta afirmación? A pesar de todo el escepticismo hacia la música para el cine entre los compositores «serios», el cine fue una tabla de salvación para la música clásica. No solo dio al género una nueva relevancia en la era moderna, sino que también lo incorporó a las vidas de personas que nunca se habrían interesado por él. Ciertamente, acercar la música clásica a las masas se convirtió casi en una misión por parte de los gobiernos de posguerra. Los gobiernos de la Alemania del Tercer Reich, de la Italia fascista, los Estados Unidos de Roosevelt, la URSS de Stalin y la Gran Bretaña de la Blitzkrieg no habían visto la música clásica –a diferencia de lo que ocurría con la comedia, el cine o la música popular– como un consuelo o una distracción en tiempos sombríos, sino más bien como una manera de definir la identidad cultural entre sus poblaciones, de decir «esto es lo que podemos perder si el bárbaro enemigo vence». Después de la guerra, todos decidieron acercar las «bellas artes», como se consideraba que eran, al pueblo estableciendo una serie de instituciones subvencionadas públicamente y patrocinadas privadamente. Serge Koussevitski, el gran director de orquesta estadounidense y paladín de la nueva música, por ejemplo, encargó la magnífica, aunque triste, ópera Peter Grimes, de Benjamin Britten, que, milagrosamente, fue producida en el teatro Sadler’s Well en una Londres vacía por los bombardeos justo cuatro semanas después del día de la victoria en Europa. 316
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A pesar de las quejas del elenco de la primera producción de Peter Grimes por el hecho de que la música era difícil, modernista e impenetrable, no presentó obstáculos semejantes para los amantes de la ópera en el Reino Unido y alrededor del mundo, tanto en aquella época como en las décadas que siguieron. Esto, seguramente, fue porque lo que Britten había escrito era esencialmente un drama musical pasado de moda, del siglo xix, tal como Verdi o incluso un Wagner en El holandés errante lo podían haber escrito, lo que nos lleva a una de las (quizás inesperadas) corrientes que emergieron de la promoción de la música de posguerra. Innegablemente, el instinto de apoyar las artes fue –y todavía va– codo con codo con un deseo de llegar al mayor número de gente, pero los dos objetivos son con frecuencia contradictorios. Las orquestas y las salas de ópera, por ejemplo, tendían a estar presididas por poderosos mecenas que, por mucho declarar que querían acercar la nueva música a la gente de a pie, no perdían ocasión de buscar ayudas del Estado para lo que en última instancia era un gusto caro para unas minorías. El hecho de que lo «nuevo» se definiera estrechamente como «clásico contemporáneo» en lugar de, digamos, bebop es indicativo de esto. Las subvenciones públicas permitían unos formatos que se habían hecho financieramente inviables –como la orquesta sinfónica del siglo xix– para prosperar de alguna manera artificialmente en el siglo xx, justificados por la conservación de la herencia. En siglos anteriores, las formas habían ido y venido mientras el «mercado» (o la moda aristocrática) cambiaba; nadie, después de todo, había intentado mantener en funcionamiento los dadivosos espectáculos de ópera-ballet de Luis XIV después de que este falleciera a causa de una gangrena. Pero lo que las subvenciones y el patronazgo filantrópico de la música clásica en los años de posguerra consiguieron dos resultados de alguna manera paradójicos: la conservación de un idioma musical que estaba obstinadamente fijado en la mentalidad de las salas de ópera y de conciertos del siglo xix y el florecimiento, como veremos en breve, de la experimentación por la experimentación, ocasionalmente creativa, con frecuencia bastante demencial y siempre muy tolerante con los propios excesos. Pasaría un tiempo antes de que la nueva música clásica liderara el cambio. Mientras tanto, la guerra había traído consigo progresos estratosféricos en la tecnología, algunos de los cuales, como la inven317
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ción de la cinta magnética para grabar, tendría un efecto directo en la música; otros, como los coches rápidos, los aviones y los cohetes, vieron su loca velocidad reflejada en la música en forma de una nueva energía, estimulante. Por amenazados que pudiesen haber estado los compositores clásicos por el inexorable ascenso de la canción popular en la era del jazz y del swing, se trataba de una suave lluvia estival comparada con el huracán que se les venía encima durante los años cincuenta. Y fue un huracán con una inevitable exhortación: Roll over, Beethoven…
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Los años 1939-1945 serán recordados para siempre como un turbulento punto de inflexión en la historia del mundo. Pero al mismo tiempo, gracias en gran parte a los movimientos y desplazamientos sin precededentes de población durante este período; a la presencia estadounidense en Europa y en el Pacífico, y a la emergencia de los Estados Unidos como la dínamo económica y cultural del mundo, los estilos musicales estadounidenses se convirtieron en el foco del cambio y del crecimiento en las décadas que siguieron a la guerra. Los años de guerra trazaron una línea divisoria en la música, con la variante swing del jazz dando a luz una nueva forma que arrasaría en todo el planeta como ningún otro fenómeno musical antes: el rock and roll. El nacimiento del rock and roll puede rastrearse hasta una grabación de swing hecha en 1939 por el Benny Goodman Sextet, «Seven Come Eleven». En apariencia, «Seven Come Eleven» se ajusta al molde del swing clásico: enérgico, bien organizado, con frases simétricas; con un ritmo predecible, claro, marchoso, generado por los roces de las escobillas en la caja, y con momentos concretos que se reservaban para los diáfanos solos de clarinete de Benny Goodman. Luego, desde esta exuberancia estilo swing, común y corriente, algo emerge que es nuevo en su sonido, nuevo en su ejecución y nuevo en su estilo de improvisación. Es una guitarra eléctrica –un instrumento inventado en 1931– tocada por un afroamericano de veintitrés años de Oklahoma, Charlie Christian, que coescribió la 319
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canción con Goodman. Si nunca han oído hablar de él, ahora es el momento de corregir la omisión. Su florecimiento musical fue brevemente trágico, pero este es el hombre que convirtió la guitarra eléctrica con la que se rasgueaban acordes, de una presencia ocasional, a un instrumento principal, acrobático, virtuoso; de segundón a protagonista de momentos estelares. Si eras joven en los años cuarenta, este Christian era tu mesías. Para nuestros oídos saturados del siglo xxi, puede que el solo de Charlie Christian en «Seven Come Eleven» no parezca tan impactante, pero para los músicos de los años cuarenta fue un semáforo verde. Los músicos de jazz sacaron de él un sonido fluido, libre, impredecible, inspirado en el hecho de que Christian acentuaba los tiempos que normalmente no lo habrían sido y que permitía a la melodía, como un río que revienta sus riberas, desbordar hacia campo abierto, en meandros entre los acordes con los que no tenía por qué concordar. Christian estira las cuerdas mientras hace sus solos, modificando las notas por encima y por debajo de sus afinaciones convencionales, algo que no se podría transcribir con exactitud, ni, ciertamente, él lo habría querido, puesto que intentaba dar a la guitarra la innovadora energía de un saxo tenor. Este estilo frenético, a base de saltos mortales, se convirtió en unos pocos años en el bebop, el selecto jazz moderno de finales de los cuarenta y de los cincuenta. En el bebop, cortes enteros se dedicaban a instrumentos que provocaban el desorden, algunas veces como solistas, otras en grupos coordinados, que se revolcaban por las notas a gran velocidad, tozudamente olvidadizos de las armonías a las que una vez pertenecieron. Si el peligroso esquí de montaña a gran altitud, por pendientes casi verticales, tuviese un equivalente musical, sería el bebop. El bebop adquirió una forma de canción básica, con su secuencia de acordes y el fantasmagórico contorno de su melodía merodeando por alguna parte, al fondo, y la utilizó como la base de los solos improvisados por cada miembro de la banda, por turnos. Antes del bebop, los solos tenían algún parecido –al menos en cómo empezaban– con la melodía original de la canción y también se adherían a su familia de claves y a su lógica de acordes. El bebop desafió estas convenciones en varios planos: los solos se distanciaban cada vez más de la secuencia de acordes e incluso de la familia de claves de la canción original, y habitualmente también se desviaban de la melodía de la 320
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canción. Pronto, los músicos de bebop comenzaron a prescindir de la estructura de las canciones convencionales y en su lugar inventaron sus propias secuencias de acordes y sus melodías, altamente complejas a la sazón, algunas veces derivadas de combinaciones de notas de acordes poco corrientes. Aunque los valores del jazz de posguerra, con su celebración de las extraordinarias habilidades individuales, su obsesión por los acordes complejos y sus piezas ambiciosamente largas, que demostraban su vigor, estaban más cerca de los de la música clásica que de los del pop facilón, el sonido real del bebop estaba tan alejado de lo que estaba pasando en la música clásica de los años cincuenta como fuera posible. La música clásica, a mediados del siglo xx, era sobre todo una cuestión de cerebro y de intelecto: la teoría conceptual tras cualquier composición se había hecho más importante que el efecto sensorial de la música. El bebop, sin embargo, era demasiado rápido, demasiado instintivo, demasiado similar a un trance como para permitir demasiada conceptualización o teorización. Era todo intuición, ocasión, sentimiento, viaje. El jazz de posguerra se apoyaba, para su ímpetu dinámico, en ser atrevidamente libre con el pulso regular de cuatro tiempos por compás. En lugar de subrayar los tiempos fuertes, como había hecho el predecible swing, el bebop deliberadamente se resistió a ellos, negando la rígida reiteración del pulso regular. Tómese como ejemplo el clásico del swing de 1934 «Jitter Bug», de Cab Calloway; éxito, por cierto, que causó que el significado de la expresión jitterbug cambiara, de alguien que sufría de espasmos causados por el alcohol a alguien que bailaba swing. Su tiempo constante, regular, actúa como ancla de la parte vocal sincopada, mientras la guitarra rítmica, el bajo y la batería actúan como una unidad para mantener el mecanismo de tictac del pulso a lo largo del camino. Cualquier trozo en que ocurre la esperada caída del tiempo (es decir, la síncopa) es claramente perceptible en contraposición con el tiempo principal. Por el contrario, el tiempo constante 1-2-3-4 es virtualmente inaudible en la grabación de la transmisión radiofónica de 1945 de «Air Mail Special», por los pioneros del bebop Billy Eckstine and his Orchestra, utilizando en su lugar frases sincopadas, excéntricas, a gran velocidad, procedentes de los metales. Divisiones del pulso que previamente pasaban desapercibidas son ahora los motores principales del impulso rítmico, con el baterista Art Blakey tocando furiosamente con los platillos y con los 321
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bombos de la batería, para servir acentos quebrados, impredecibles en tiempos aparentemente –aunque nunca realmente– fortuitos. El conjunto suena como si al baterista, anteriormente el guardián del pulso constante, se le hubiese pedido improvisar un solo desde el comienzo de la pieza. A finales de los cuarenta, la big band de Billy Eckstine se jactaba de tener entre sus filas a algunas de las estrellas emergentes de la era del bebop: Blakey, Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Dexter Gordon y Fats Navarro. Pero mientras se impresionaban unos a otros con su virtuosismo propio de los equilibristas que actúan sin red, había otro impulso, bastante opuesto, que emergía. Era un impulso musical que se apoyaba sumisamente en la repetición hipnótica y que tenía una lealtad inflexible hacia los cuatro tiempos regulares, y que arrasó. Aunque creció a partir del swing y de las figuraciones pioneras de la guitarra eléctrica de Charlie Christian, el primer rock and roll anunció su intención de ir suave en la improvisación y de ir fuerte en la guitarra rítmica. Mientras que el bebop tomó del estilo de interpretación de Christian la inspiración de sus solos sin restricciones, el rock and roll tomó el sonido de sus ritmos pegadizos de guitarra acompañante, «rítmica». Si se hubiese tratado del piano y no de la guitarra, uno podría decir que el bebop creció a partir de los solos de su mano derecha mientras que el rock and roll creció a partir de sus acompañamientos de la izquierda. Desde el inicio, por supuesto, las funciones del bebop y del rock and roll eran diferentes y perceptibles, como lo eran sus respectivos públicos: el jazz era para que gente guay lo escuchase, y el rock and roll era para que los adolescentes lo bailaran y ligaran. Y los adolescentes de repente existieron, aparentemente, después de 1950. Ciertamente, la opulencia de Estados Unidos de posguerra –y más tarde la de Europa– vio crecer una generación de adolescentes despreocupados con dinero para gastar, y queriendo gastarlo en el rock and roll. Los transistores y los tocadiscos Dansette abrieron un nuevo y enorme mercado para las discográficas que comenzaron a producir música dirigida concretamente a adolescentes. Cada vez más, se dio el caso de que los álbumes eran para los adultos y los singles de éxito para la juventud. La canción generalmente identificada como el primer rock and roll es «Rocket 88», compuesta por el saxofonista de Ike Turner, Jackie Brenston, y publicado en abril de 1951. (La canción, 322
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que ensalza las virtudes del descapotable Oldsmobile 88 como metáfora de destreza sexual, estaba basada, sin ningún tipo de rubor, en dos cortes anteriores: «Rocket 88 Boggie», de 1949, del pianista de boogie estadounidense Pete Johnson, y «Cadillac Boogie», de 1947, de Jimmy Liggins.) Pero antes de que el nuevo género pudiera convertirse en una sensación universalmente adictiva necesitaba experimentar algún ajuste, especialmente en su elección de instrumentos. La más importante característica compartida por los prototipos del rock and roll es el tresillo del piano. Pero el papel dominante de este instrumento en la producción de los acordes oscilantes de la mano izquierda o en la definición de la línea del bajo walking1 al estilo pianístico boogie –un contemporáneo más frenético del ragtime, popular en los años treinta y cuarenta–, fue superado gradualmente por la guitarra para los acordes, con un contrabajo (luego un bajo), que se ocupaba del walking. Además, las distorsiones (al principio sin intención) de la guitarra eléctrica fueron añadidas más tarde deliberadamente, enturbiando y distorsionando el sonido, que generalmente se volvía «más sucio» mientras el nivel de decibelios se aumentaba con una manivela del amplificador. Todo lo que ahora se necesitaba para convertir este cóctel en un movimiento juvenil de masas, con una guitarra eléctrica palpitante en su centro, era que algunos blancos reempaquetaran esta música negra para un público incluso más amplio. Ya hemos sido testigos unas cuantas veces del «blanqueo» de la música negra en vistas a obtener un mayor atractivo comercial, para consternación, con frecuencia, de sus intérpretes originales. (El extremo hasta el que esto ha sido verdad en el jazz y en el swing llevó a Art Blakey, que con frecuencia contrataba a músicos blancos, a observar, con algún resentimiento: «El músico negro… lo suyo es hacer swing. Bueno, la única manera en que un músico blanco pueda hacer swing es al final de una cuerda2. El swing es nuestro campo y deberíamos permanecer en él»3.) Pero no había forma de parar la inexorable toma del po1 El walking bass es una fórmula para el bajo utilizada por los contrabajistas –tocando pizzicato– y pianistas de jazz. 2 El juego de palabras con swing y «at the end of a rope» me parece una referencia irónica a la canción de Meeropol «Strange fruit», cuya letra trataba del linchamiento y ahorcamiento de dos hombres afroamericanos, a manos de blancos racistas. 3 En conversación con el baterista y escritor Arthur Taylor (Notes and Tones, 1972). (Nota del autor.)
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der del rock and roll por parte de músicos blancos afamados y hubo muchos candidatos deseosos de convertirse en los rompecorazones de una generación. El primero de todos fue un hombre que parece un vendedor de seguros en el karaoke de la boda de su hija, pero que para la vigorosa clase media de principios de los cincuenta era la mísmisima reencarnación de un Satán del rock and roll: Bill Haley. También él se apuntó al éxito del «Rocket 88», con una versión de esta canción, también de 1951. Él y sus Comets continuaron con su andadura hasta obtener una serie de enormes éxitos, incluyendo «Shake, Rattle and Roll», de 1954 – compuesto originalmente, a propósito, por el afroamericano Jesse Stone y grabado previamente por el afroamericano Big Joe Turner–, y «Rock around the clock», de Max C. Freeman, en 1955, pero muy pronto fueron eclipsados por el mucho más carismático Elvis Presley. El fenómeno Elvis –bien parecido, suavemente rebelde, una voz expresiva y versátil, un bailarín característico, tan bueno en las películas como en los discos, bien promocionado por un astuto equipo de representantes y escritores– es de los que los ejecutivos de discográficas han intentado emular una y otra vez a lo largo de la era pop. Pero Elvis no solo trajo carisma y energía a la escena musical; también introdujo dos elementos musicales en la mezcla del rhythm and blues negro que eran habituales entre los músicos estadounidenses de principios de los años cincuenta: la simplicidad y la vivacidad de la música country, conocida en la época como hillbilly o rockabilly, y el anhelo del góspel. Este último ingrediente, inverosímilmente combinado con una sexualidad desinhibida, fue lo que dio a sus interpretaciones vocales un poder tan vibrante, incluso cuando el tema era el amor físico, en lugar del espiritual. A diferencia de los gigantes de los sesenta, sin embargo –Bob Dylan y The Beatles, como primer plato–, Elvis no forjó su formidable personalidad con temas que él mismo hubiese compuesto, y hacia la época de su posterior residencia en Las Vegas su música era esencialmente un número de variedades, que hacía recordar a su público inevitablemente más viejo, más rico, su juventud despreocupada. Dylan, por otra parte, aunque carente de la trémula voz o de los muslos elásticos de Elvis, escribió el tipo de letras que podían cambiar la forma que tenía una sociedad entera de verse a sí misma. Aparte de su éxito en las listas radiofónicas, sus agudas observaciones sobre 324
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la sociedad moderna –«Blowin’ in the wind», «The times they are achanging», «Only a pawn in their game» y «The lonesome death of Hattie Carroll»– apenas han tenido igual en cualquier campo. Que la conciencia de Estados Unidos, en el período del movimiento por los derechos civiles y la guerra de Vietnam, fuera zaherida no por compositores clásicos, sino más bien por este inoportuno inconformista judío con su guitarra y su armónica –nada más que un cantante folk, esencialmente– muestra el extremo hasta el que los gustos musicales estaban cambiando en los años sesenta. La señal había estado allí desde el surgimiento de las radios y los discos en los años veinte y treinta, pero ahora era una realidad inevitable: el pop, ya estuviera basado en el folk, el blues, el rock o el góspel, era la música del siglo xx. Hay que celebrar la explosión de canciones populares durante la segunda mitad del siglo xx. Pero ni el enorme número de canciones, ni los álbumes que se grabaron, ni las carreras que se lanzaron en el amanecer de la era pop no deberían cegarnos ante el hecho de que, en términos puramente musicales, la vasta mayoría de melodías, armonías y ritmos era relativamente limitada en comparación tanto con el jazz como con la música clásica del siglo xix y del xx. De aquí a cien años, con la ventaja de una desapasionada perspectiva, será posible describir grandes franjas del repertorio pop, rock y soul como variantes de la plantilla básica del blues, con un claro ritmo de tambor de cuatro por cuatro, una dieta de entre tres y doce acordes y un revoltijo más bien pequeño de instrumentos entre los que elegir: guitarra, bajo, teclado, batería. Esto no quiere decir que el ingenio y la personalidad dados a estos exiguos recursos durante las pocas décadas pasadas no hayan sido impresionantes, ni que el viaje desde la (aparentemente) inocente diversión adolescente de finales de los cincuenta hasta la sofisticación y la diversidad de la moderna industria del pop no sea notable. Pero el pop, ciertamente, ha permanecido fiel desde sus comienzos a un número limitado de modelos; uno podría incluso decir que las reglas básicas de la forma en la que el pop comercial iba a funcionar se establecieron desde el mismísimo principio. Los concursos de talentos y los productores discográficos ambiciosos han emparejado siempre a aspirantes de aspecto ingenuo con experimentados compositores de canciones, por ejemplo, sacando tajada del éxito lo más rápidamente posible, antes de que el apetito del público por la novedad se apa325
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gase. Las carreras fulgurantes fueron seguidos inevitablemente por caídas igualmente rápidas, mientras que ciertas formaciones, como los grupos femeninos de adolescentes –de los que fueron pioneras The Marvelettes, The Ronettes y The Shirelles, a principios de los sesenta–, todavía están muy presentes entre nosotros hoy en día. Pero contra esta tradición repetida de la historia del pop, ciertos artistas se han destacado por su compromiso con una exploración más profunda de la forma de la canción popular, incluso después de encontrarse con el éxito con estilos poco convencionales en un sector cada vez más dominado por el dinero. Como había ocurrido en siglos anteriores –con compositores clásicos como Bach, Haendel, Mozart y Mahler–, los compositores de la era pop que causaron el impacto más profundo a lo largo del tiempo fueron aquellos capaces de sintetizar y absorber los numerosos estilos e influencias a su alrededor, reuniéndolos en algo propio. Stevie Wonder, seguramente uno de los músicos más grandes, en cualquier campo, del siglo xx, fue un compilador de estilos de ese tipo. La fusión de influencias que caracterizó su música resultó ser tanto irresistible como irreversible: podemos escuchar su mano maestra detrás de casi toda la música negra moderna, incluso si su espiritualidad profundamente sentida ha sido eliminada sobre la marcha. En sus emblemáticos álbumes de los setenta, Wonder combinó el pop prevaleciente influido por el blues y el góspel con el que había crecido cantando en la época de la Motown de su infancia (como «Signed, Sealed, Delivered», «I’m yours» y «For Once in My Life») con los estimulantes ritmos de baile y los voluptuososo acordes jazzísticos de Centroamérica y Sudamérica, que había descubierto cuando era joven. El más influyente de estos ritmos exóticos vino del dinámico centro rítmico que era Cuba. La característica dimensión cubana en la música latinoamericana que tanto inspiró a Stevie Wonder y a otros solo pudo escapar de su hogar isleño a principios del siglo xx. Alrededor de la época en que el ragtime y el blues estaban dando paso al jazz en la América peninsular, una forma de música llamada son estaba haciéndose popular en Cuba. El son era un tipo de canción híbrida africano-europea con la que se podía bailar, y contenía tres estratos rítmicos principales: una parte del bajo que determinaba las secuencias de acordes (mayoritariamente) en clave menor de acordes de «color primario» I, IV y V, y que se movían a un ritmo ligeramente más lento; un patrón 326
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sincopado repetido de ocho tiempos que funcionaba como embellecimiento contra una simple «clave»4 reiterada (término que se aplica tanto al tipo de repetición como al instrumento de percusión que podría tocarlo), y una figuración rítmica de guitarra o de piano, también modelada en patrones de ocho tiempos, que fusionaban los componentes del bajo y de la percusión. A partir del son, floreció una abundante gama de danzas y canciones: el danzón, la rumba, el guaguancó, el yambú, la bossa nova, el mambo, el chachachá, la conga y finalmente la salsa. Estas formas llegaron a tener una enorme influencia en la música del siglo xx, primero en las Américas y luego, con el tiempo, alrededor del mundo, a través de la música popular de incontables géneros. Pero, ¿qué había en el patrón rítmico del son cubano, de tres estratos, que era tan seductor? En primer lugar, las canciones folclóricas de Cuba fusionaban un acompañamiento de guitarra al estilo europeo con una perspectiva africana de los ritmos, consiguiendo que ambos sonaran al mismo tiempo, más bien como la polirritmia que encontramos en La consagración de la primavera, de Stravinski. En un sentido, los patrones rítmicos superpuestos eran una versión vía percusión de la armonía: el patrón individual de cada intérprete encajaba en los que ya estaban en marcha hasta que conseguir cuatro, cinco o seis diferentes frases rítmicas operando al mismo tiempo. A las percusiones africanas, los cubanos añadieron gradualmente una selección de instrumentos de percusión que eran propios de la región, como los claves y las maracas. (La necesidad de complicar los patrones rítmicos era tan grande entre los cubanos, que los trabajadores del puerto de La Habana eran famosos por crear improvisaciones de percusión altamente sofisticadas con todos los recipientes para embalajes y los contenedores que habían apilado a su alrededor, añadiendo cada estibador su propia variación al conjunto. Estas sesiones todavía espontáneas tenían lugar durante los años sesenta.) En segundo lugar, había un tipo particular de síncopa, que se originó en el son, que resultó irresistible para los oídos del siglo xx. Esta síncopa es ahora tan común en toda la música popular que ha olvidado en buena medida sus raíces cubanas. Es un tipo de imagen especular del swing y, aunque no tiene nombre, cualquiera podría identificarlo como algo que «da tumbos». Hemos oído ya a En español en el original.
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intérpretes de swing de la escena del jazz contener la melodía un poco para darle un grado de elasticidad contra el tiempo principal, una síncopa provocada al retrasar la caída esperada del pulso. En el son cubano, sin embargo, la melodía es elástica en la otra dirección: anticipa el tiempo principal. Hoy en día, esta clase de melodía «empujada» –donde la parte melódica se impulsa por delante del tiempo– se ha hecho tan común que cantar sin ella sonaría raro, rígido y poco natural; es virtualmente inaudito en el mundo clásico, pero dudo que haya una sola canción pop desde la Segunda Guerra Mundial que no haga uso de ella. En «If I Were a Boy» (2008), de Beyoncé, por ejemplo, se puede escuchar la anticipación cuando llega (demasiado pronto) a la palabra boy, el tiempo subyacente principal sobre el que técnicamente debería llegar viene a continuación, poco después. Asimismo, la versión de 2008 de Adele de «Make You Feel My Love», de Bob Dylan, termina cada verso de la primera estrofa sobre dos tiempos anticipados: «blowing in your face… on your case… warm embrace». En el son cubano, no es solo la melodía, ya sea interpretada en una trompeta o cantada, la que empuja hacia delante, sino también la parte del bajo. Ciertamente, el hecho de que el bajo salte por delante del tiempo es lo que da al son un aire de danza tan poderoso: casi te empuja los pies para que se muevan. La introducción definitiva a este estilo es la obra del prolífico compositor y director de bandas Ignacio Piñeiro, que hizo un número de grabaciones de son con su Sexteto –más tarde Septeto– Nacional entre 1927 y 1935. Una de ellas, «Échale salsita», incluso dio nombre al término, más tarde género: la salsa. Sin duda, el son más famoso, «Guajira Guantanamera», atribuido a Joseíto Fernández, es casi la canción nacional de Cuba (así como también la melodía de elección para una variedad de cánticos futbolísticos alrededor del mundo). En este clásico, así como también en los otros sones primigenios, las guitarras que se rasguean suavemente tocan los tiempos regulares, que marcan el paso, y la voz y el bajo se adelantan un poquito a cada pulso principal, es decir, el primer tiempo fuerte de cada grupo o compás. Mientras tanto, los instrumentos de percusión se constituyen otro grupo de patrones, al estilo africano. Había un seductor bamboleo en este tipo de síncopa que complementaba la naturaleza erótica, cuerpo con cuerpo, con un papel importante de las caderas, de la danza cubana; estar «palante» encaja 328
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perfectamente tanto en la naturaleza física como en la musical del ritmo cubano. Nada podía estar más lejos de las danzas áulicas europeas que prescindían del contacto físico, con las que los dueños coloniales de las plantaciones de caña de azúcar y de café habían pasado las tardes antes de la independencia de Cuba. Pero lo interesante de esta irresistible forma nueva de síncopa es que los primigenios prototipos cubanos que comenzaron a extenderse por las Américas en los años treinta y cuarenta no cabalgaron sin miramientos sobre el pujante, dilatorio swing del jazz; antes bien, los dos estilos se mezclaron y se combinaron, ofreciendo una paleta nueva y completa de posibilidades musicales. Nadie explotó las ambigüedades de estas síncopas aparentemente contradictorias con un salero más deslumbrante que Stevie Wonder, combinando –con frecuencia en la misma canción– el relajado sentir latino de ellas con el ritmo pegadizo constante, apremiante de la música soul negra urbana; un ejemplo supremo es la infecciosamente errática «Don’t you worry ’bout a thing». Pero a pesar de ser Wonder un pionero de la fusión musical en el siglo xx –con los acordes jazzísticos («You are the sunshine of my life», «Isn’t she lovely»), los ritmos latinos («Ngicuela – Es Una Historia – I am Singing»), la parodia clásica («Pastime paradise», «Village ghetto land»), la parodia de la era swing («Sir Duke»), los himnos góspel («Heaven help us all», «Love’s in need of love today») y los ritmos pegadizos de la Motown («Superstition», «Higher Ground»)–, ni siquiera él, inspirado como estaba por la música sacra de su niñez, nunca pensó en emplear en una canción la melodía de un himno luterano alemán que hubiese sido armonizada por Bach. Esto fue idea de uno de sus contemporáneos más brillantes, Paul Simon, con su éxito de 1973, inteligentemente titulado «American Tune». En realidad, la elección del himno por parte de Simon fue muy apropiada. El origen del himno, «Ich will hier bei dir stehen» («Me quedaré a tu lado»), generalmente conocido en inglés como «O Sacred Head Sore Wounded», es medieval, pero su melodía comenzó su andadura como una canción de amor secular alrededor de 1600, llamada «Mein G’müt ist mire verwirret», que se traduce libremente como «Todo azorado». Vimos en un capítulo anterior que el entusiasmo de Martín Lutero por el canto de la congregación provocó que la primera Iglesia luterana tomara prestadas melodías favoritas, 329
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con frecuencia canciones folclóricas populares, a las que añadían versos sagrados, así que en un sentido la apropiación de Paul Simon de esta música fue simplemente el regreso a sus raíces populares, profanas. Ciertamente, la profunda emoción de «American Tune» es la de un patriotismo discreto, caracterizado no por el cinismo, sino más bien por la gratitud. Es una canción sobre –y para– la gente de a pie de una nación que luchaba por reconciliar los problemas creados por su diversidad con el apogeo de la opulencia y de la tecnología, para entender lo que las barras y estrellas de su bandera representaban realmente al mismo tiempo que esta se clavaba en la Luna. Había una atmósfera beligerante, incómoda, en los Estados Unidos de posguerra –«no puedes ser bendito para siempre»–, pero la canción de Simon es representativa de un tipo de contrato social entre el vasto crisol de culturas y pasados que «llegan en las horas más inciertas de nuestra época y cantan una melodía estadounidense». Es una actitud que compartía con, entre muchos otros, George Gershwin, Irving Berlin, Elmer Bernstein, Aaron Copland, Bernard Herrmann, Benny Goodman, Leonard Bernstein, Stephen Sondheim, Burt Bacharach, Philip Glass, André Previn, Neil Sedaka, Neil Diamond y Bob Dylan, todos hijos o nietos de inmigrantes judíos. Aunque Estados Unidos no era el único en abrazar un crisol humano diverso, su tamaño y prominencia en el escenario mundial sacaron a la luz sus tensiones raciales y culturales durante los años sesenta y setenta. En muchos aspectos, esto fue bueno para la producción artística del país: es justo afirmar que la música popular tuvo un papel significativo en permitir que las diversas comunidades abrazasen sus diferencias, que encontrasen una causa común unas con otras y que celebrasen la heterogeneidad de sus orígenes. No debería sorprendernos en absoluto que algunas de las fusiones más suntuosas de géneros hubiesen tenido lugar en la palestra de la música estadounidense. «American Tune» no fue el primer intento de Paul Simon de integrar estilos musicales dispares –el fantástico éxito de Simon and Garfunkel de 1970, «Bridge over troubled waters», había juntado elementos del folk y del góspel, un cautivador y colosal piano de cola y una gran orquesta clásica–, ni fue el último. En 1986, publicó su, podría decirse, fusión más radical de géneros previamente desconectados en Graceland, una colaboración con el grupo vocal sudafrica330
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no Lady Smith Black Mambazo y otros. El proyecto no careció de controversia: el proceso de grabación desobedeció, técnicamente, un embargo de Naciones Unidas a la Sudáfrica del apartheid, mientras que la cuestión de si se había dado la preminencia apropiada a todos los participantes recordaba el debate que había rodeado la sinfonía «Del nuevo mundo», de Dvořák. Pero desde un punto de vista musical, Graceland era completamente extraordinario, al mezclar el sónico irreprimiblemente enérgico del pueblo con estilos folclóricos populares del sur de Estados Unidos, como la música blanca cajun, la música negra zydeco y el Tex-Mex; el título del álbum, por supuesto, es una referencia a la casa de Elvis en Memphis, Tennessee. Consiguió un increíble éxito internacional y cualquier reparo en relación con su génesis desapareció con las reiteradas confirmaciones de Joseph Shabalala, fundador de Lady Smith Black Mambazo, sobre que Graceland había sido una colaboración sincera, lícita, que había proporcionado una plataforma mundial a las voces de los negros africanos, cuya única libertad en aquella época era la exuberancia de su música, que hasta entonces apenas había recibido atención.
Paul Simon, un maestro a la hora de mezclar géneros musicales no relacionados, se saltó un embargo a la Sudáfrica del apartheid, en 1986, para grabar con Ladysmith Black Mambazo, mezclando la exuberancia de los pueblos con el folclore del sur de Estados Unidos. 331
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Una y otra vez, en la rica tradición de la fusión de géneros musicales, hemos visto que algunos compositores basaban sus creaciones en estilos folclóricos poco conocidos –como hizo Paul Simon en Graceland– o buscaban en el desván de la música su inspiración. Mientras que Simon and Garfunkel y Bob Dylan fueron miembros prominentes del movimiento de los años sesenta que buscaba explorar las posibilidades de la música folk regional estadounidense y anglo-celta, fueron superados en términos de volumen de experimentación por el principal grupo pop de la época –y de todos los tiempos–, The Beatles. Entre su primer amor, el rock and roll, y su obsesión por la psicodelia inducida por las drogas de finales de los años sesenta, The Beatles abrazaron la música folk anglo-celta y los antiguos modos folk, y los hermanaron particularmente en «Eleanor Rigby». Explotaron el nuevo estilo de canción irónica, procedente del teatro de variedades y del vodevil, en «When I’m sixty-four» y jugaron con los bucles de una cinta magnética y otros experimentos electrónicos de la vanguardia de los años sesenta en «Tomorrow never knows», canción que presentaba tanto un roncón –empleado de nuevo por primera vez desde el siglo xiii– como unas voces tratadas con un «altavoz Leslie», un procesador de sonido de efecto Doppler, desarrollado originalmente durante los años cuarenta para los órganos Hammond. Se aventuraron hacia Oriente, hacia la música y los instrumentos hindúes –como en «Within you, without you» y en «Norwegian Wood»–, prefigurando el apogeo posterior de las músicas The Beatles tomaron prestados sonidos y técnicas tanto de tradiciones musicales pasadas como de avances innovadores –desde modos folclóricos antiguos hasta experimentos electrónicos– para convertirse en el grupo más famoso del mundo. 332
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del mundo, y hacia Occidente en busca de arreglos vocales de armonía cerrada, utilizados por ejemplo en «Nowhere Man». Convidaron de nuevo a participar de la música popular, a los sonidos de la orquesta clásica («A Day in the Life»), a las bandas de música («Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band»), al cuarteto de cuerdas («Yesterday») y al arpa («She’s Leaving Home»), así como también a instrumentos que desde hacía tiempo se habían relegado al escaparate de curiosidades: el clavicordio («Fixing a hole»), el melodeón o armonio de succión y el organillo mecánico («Being for the Benefit of Mr Kite»), el armonio («We can work it out»), la trompeta aguda del siglo xviii («Penny Lane»), la flauta dulce («Fool on the Hill»), el ukelele y el banjo («Honey Pie»). Por supuesto, no ignoraron un surtido de instrumentos inventados recientemente y, en muchos casos, abandonados desde entonces, como el mellotron5 («Strawberry Fields Forever»), el claviolín Selmer («Baby You’re a Rich Man»), la guitarra de doce cuerdas y el sintetizador; estos dos últimos se convirtieron en esenciales del rock desde entonces. The Beatles fueron los músicos más famosos y exitosos del siglo xx, principalmente, porque sus canciones eran juveniles, pegadizas e imaginativas, y porque todos quienes las escuchaban –millones de personas por todo el planeta– sentían que el mundo era un lugar mejor. Al convertirse en semejante fenómeno internacional, cualquier aventura musical que decidieran correr fluía generosamente hacia la normalidad, así que actuaron –gracias a las comunicaciones modernas– como vehículos sin precedentes de la experimentación y la diversidad a gran escala. Sin lugar a dudas, los álbumes de estudio que The Beatles crearon con el productor George Martin, entre 1965 y 1970 –Rubber Soul, Revolver, Sergeant Pepper’s Lonely Hearts Club Band, Magical Mystery Tour, Yellow Submarine, The White Album, Abbey Road y Let It Be– son como un vasto, alegre, caleidoscópico viaje a través de la historia de la música. El mensaje que su irreprimible creatividad envió a los jóvenes de corazón, que nadaban en cultura pop adolescente, era que el viejo material todavía tenía un papel que desempeñar, que el pasado de la música es relevante, cautivador y placentero. 5 Existe un documental de la directora Diana Dilworth sobre los orígenes de este instrumento. Véase http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/5-13349-200903-29.html
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Lo que John Lennon, Paul McCartney y George Harrison consiguieron como compositores tuvo un impacto mucho más allá de las modas del pop y de su rejuvenecimiento. En una época en que la música clásica se preguntaba cómo tenía que sonar y cuáles debían ser sus pilares, The Beatles (intuitiva, no intencionadamente) reafirmaron la supremacía del sistema occidental de las familias de claves, el puzle de la armonía y la melodía que tan bien había funcionado para gente como Bach, Schubert y Mendelssohn. Eran los salvadores más inesperados de la música anticuada, pero eso eran indudablemente. Esta puede parecer una afirmación atrevida, pero un vistazo a las preocupaciones de la comunidad clásica de los cincuenta y los sesenta nos recuerda exactamente cuán radical fue la revolución de The Beatles para la música occidental. El compositor y director Pierre Boulez, el portavoz principal europeo de la vanguardia de la música clásica moderna durante el auge de The Beatles, es una veleta útil para señalar las actitudes prevalecientes con respecto a lo que los compositores creían que era la condición moribunda de la tradición musical que habían heredado. En una rabiosa publicación de 1963, llamada Penser la musique aujourd’hui (Pensar la música hoy)6, Boulez articuló su desencanto con más o menos todas las características estructurales de la música occidental –la melodía, la progresión armónica, el ritmo de la danza, la repetición– y con, virtualmente, toda la música escrita antes de 1900, que era «nostálgica» y «burguesa». (Una buena cantidad de música posterior a 1900 fue, asimismo, víctima de su ponzoña; Erik Satie fue calificado de «perro invertebrado».) Boulez promulgó una forma de serialismo «total», en la que la idea de los doce tonos de Schoenberg –la eliminación de toda repetición y, por tanto, de cualquier jerarquía en la escala de notas– se extendía al ritmo, a la duración de las notas, a la dinámica (volumen) e incluso a la ornamentación. Cualquier músico vivo que no se sumergiera totalmente en este sistema era «UN INÚTIL». Pero mientras que la iconoclastia de Boulez era atractiva para algunos estudiantes de la música clásica del siglo xx, que veneraban su composición de 1957 Le Marteau sans maître (El martillo sin dueño), oyentes más neutrales tanto entonces como ahora hallaron tanto su polémica como su música totalmente impenetrables. 6 Pensar la música hoy, traducción de Eva Laínsa de Tomás, Murcia, Colegio Oficial de Aparejadores y Arquitectos Técnicos de Murcia, Colección de Arquitectura, n.º 52, 2010.
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Lennon y McCartney estaban, no hay duda de ello, intrigados por ciertos aspectos experimentales de la música clásica de vanguardia, pero en lo principal su creatividad estaba dirigida –quizá sorprendentemente, dado su posición como representantes supremos de la generación más joven– hacia atrás en el tiempo. Las nuevas fuerzas que insuflaron a estilos musicales perdidos hacía tiempo, y hasta entonces pasados de moda, les reintegraron en la corriente prevaleciente en una época en que uno podría haber esperado que fueran los sonidos modernos como los de Boulez los que saltaran a la palestra. La música clásica tenía problemas y a la vista de la turbulenta conclusión de la aventura de The Beatles parecía que la letra de una de sus primeras versiones de Chuck Berry, «Roll over Beethoven», estaba haciéndose realidad. Era esta una época en que la vanguardia de la música clásica llevaba a cabo los experimentos sonoros más extraordinarios y estrambóticos, pero ¿qué necesidad tenía un melómano común y corriente de los resultados complejos, incómodos de estas ideas en su estado bruto, sin filtrar –complementadas con una teoría y unos análisis incomprensibles– si podía disfrutar de experimentos sonoros en un corte de The Beatles? Aún siendo, como lo fue, una travesura incluir al compositor clásico Karlheinz Stockhausen en la portada de Sergeant Pepper, ¿cuántos de sus millones de compradores habrían salido a la búsqueda y disfrutado de Zyklus (1959), obra del compositor alemán, en el que un único percusionista parece golpear instrumentos al azar en un intervalo de entre ocho y quince minutos? Su partitura en espiral tiene un formato gráfico, no tiene un punto de partida establecido y puede leerse de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de arriba abajo o de detrás hacia delante. Del intérprete se espera que responda a las instrucciones bosquejadas «espontáneamente». No hay duda de que Stockhausen dejó un legado innovador impresionante, pero poco hizo por la reputación –o la popularidad– de la música clásica el hecho de que uno de sus compositores más distinguidos estuviese creando música a partir de lo que, para la mayoría de la gente, sonaba como un niño golpeando impredeciblemente en una habitación llena de objetos. Mientras que la música clásica moderna tenía sus problemas, la música más antigua estaba también encontrando sus propias dificultades en el siglo xx, a pesar –o seguramente a causa– de una explosión de 335
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grabaciones en los años sesenta. El éxito de la industria discográfica de la música clásica, la tecnología mejorada del LP y un comprensible deseo por expandir el mercado y ampliar los horizontes de los oyentes habían llevado al redescubrimiento y a la publicación de música anterior a los clásicos «básicos» (ampliamente definidos desde Haydn hasta Sibelius). Todo ello fue una gran suerte, pues se pudo acceder a música de los siglos xviii, xvii y xvi, seguida de música de períodos incluso anteriores. Junto con este aluvión de música, vino un deseo de intentar reproducir lo más exactamente posible los sonidos que los compositores originales podían haber escuchado, un deseo de buscar la «autenticidad». Mucho de lo que se descubrió en este proceso, desde finales de los sesenta en adelante, iba a alimentar directa e irreversiblemente la práctica de la interpretación de la música antigua, por ejemplo en el uso de instrumentos de estilo más antiguo –con frecuencia réplicas– o de técnicas antiguas de arqueo en violines, violas y chelos. Las cuerdas modernas sintéticas o metálicas fueron reemplazados por tripa animal, más antigua, que se usaba antes del siglo xix, y se invirtieron algunos cambios recientes en el diseño de los instrumentos para hacerlos más robustos, más agudos o con una afinación más estable. Se determinó, entre un gran debate, que el tono de las notas modernas era apreciablemente más alto que el de los tiempos de Bach, así que sus obras y las obras de otros compositores de su período se transportaron hacia abajo para hacerlas sonar más auténticamente «siglo xviii»: el la se convirtió en la♭, y así. El anhelo de autenticidad no se detuvo ahí. En los años cincuenta y sesenta era común grabar o interpretar una cantata de Bach o un oratorio de Haendel utilizando instrumentos contemporáneos, con un gran coro y una orquesta sinfónica del tamaño de la de Mahler –quizá tres veces más grandes que el grupo que Bach habría empleado–, pero alrededor de los ochenta esto se había convertido en una rareza. Pequeños conjuntos que tocaban instrumentos «barrocos» con un tono más bajo se habían convertido en la norma. La necesidad de convertir las interpretaciones en «auténticas» se expandió gradualmente hacia la música del período de Mozart y Haydn y, recientemente, por ejemplo en las grabaciones hechas a finales de los noventa y principios de la primera década del siglo xxi por la Orchestra of the Age of Enlightment, hacia la música orquestal de Felix Mendelssohn, compuesta en los años cuarenta del siglo xix. 336
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Esta moda, en su mayor parte vigorizante, positiva, no carecía de inconvenientes. En primer lugar, ¿dónde dibuja uno las fronteras «de la autenticidad»? Todas las óperas de Haendel (un ejemplo ciertamente extremo) presentan papeles principales para castrati: para escuchar tan fielmente como fuese posible lo que Haendel escuchó, ¿no debería reintroducirse esta bárbara costumbre? Y qué decir del concepto de un violín auténtico (o réplica) del Barroco: la noción misma presupone que el violín del período 1600-1750 era un instrumento estandarizado, igual en toda Europa, lo cual por supuesto no era así. Diferentes compositores habrían pensado en sonidos distintos al componer para el violín. Pero quizá la cuestión más importante en relación con el nuevo entusiasmo por revivir los clásicos fuese el efecto de inundar el mercado del disco con semejante saturación de material «nuevo», el enorme catálogo antiguo de música del siglo xviii al siglo xx al que ahora se unía la música que se remontaba hasta el siglo xiii. Incluso hacia 1970, cientos de grabaciones del mismo conjunto de obras de Beethoven estaban disponibles, por nombrar solo un compositor del siglo xix, y sobresalían de los anaqueles de las tiendas de discos (entonces), relativamente numerosas. Los programas de radio analizaban los méritos de las diferentes interpretaciones de las mismas piezas, mientras que siempre había buenas razones para escuchar, digamos, a Mozart de nuevo, gracias al gancho comercial de unas técnicas de interpretación recientemente investigadas. La gente estaba disfrutando de la música clásica, ciertamente, pero lo que esta montaña de material evidenciaba era un desplazamiento casi fatal en la música clásica, desde lo nuevo hacia lo viejo. Los conciertos en directo del siglo xix eran, en su mayoría, estrenos, a los que se añadían algunas piezas favoritas del público. En un concierto de febrero de 1814, por ejemplo, Beethoven presentó el estreno de su Octava Sinfonía junto a una interpretación de su Séptima, la cual solo tenía dos meses de vida. Nadie en aquella época lo consideraba inusual. A mediados del siglo xx, sin embargo, se habían cambiado las tornas: las obras antiguas favoritas del público se convirtieron en el pan y la sal de los conciertos en directo, con la ocasional obra nueva metida a presión entre ellos, como disculpándose. El peso del pasado y su majestuoso legado cayó como una losa sobre los hombros de los compositores jóvenes e inexpertos que pretendían seguir la tradición clásica, ya que se encontraron com337
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pitiendo por el favor del público y la atención de los promotores con un conjunto siempre mayor de «obras maestras» del pasado, en lugar de –como sus predecesores de siglos pasados habían hecho– simplemente con las obras de la generación de sus padres. No se les habría ocurrido a The Kinks, The Beatles o The Beach Boys en 1967 sentirse inhibidos por los éxitos anteriores de Elvis Presley, Buddy Holly y Lonnie Donegan, y todavía menos por las canciones populares de Cole Porter de los años veinte o las canciones de autor de Stephen Foster7 de los años cincuenta del siglo xix, ni los promotores de conciertos, ni los de las discográficas habrían tenido dudas en correr riesgos con ellos aunque no fuesen Presley, Porter o Foster. Pero esta era la gran diferencia entre los dos géneros: en el pop, el ser nuevo era un punto a su favor; en la clásica, se había convertido en una traba. La obsesión de la música clásica por aprovechar las riquezas del pasado distante solo reforzó la impresión popular de su anacronismo. Alrededor de su ciudadela asediada, la música en directo estaba resonando como nunca jamás, pero solo en estilos en los que era aceptable –deseable, incluso– ser moderno. Esto no quiere decir que algunos músicos no adquiriesen fama y éxito, pero eran sobre todo cantantes, directores e intérpretes virtuosos, que adquirían un nombre con Verdi, Mahler, Mozart o Wagner. Mientras tanto, los «grandes» nombres internacionales, entre los compositores clásicos de los años sesenta –Olivier Messiaen, Pierre Boulez, Milton Babbitt, Morton Feldman, Luigi Nono, Karlheinz Stockhausen, Hans Werner Henze, Witold Lutosławski, Krzysztof Penderecki, Dmitri Shostakóvich, Benjamin Britten, John Cage, György Ligeti, Igor Stravinski– tenían lo que se podría llamar una visibilidad de suplemento dominical: sus nuevas obras se reseñaban y se discutían en la prensa seria, grandes instituciones culturales las encargaban, cadenas de radio subvencionadas con dinero público las transmitían, las universidades las estudiaban, pero el gran público no era consciente de su existencia ni estaba interesado en absoluto en su música. Ninguno de estos compositores era tan famoso como sus homólogos en la música para el cine: John Barry, Jerry Goldsmith, Maurice Jarre, Alfred Newman, Ennio Morricone, Nino Rota, Bernard Herrmann, Miklós Rózsa y Mi7 Foster (1826-1864) es el autor de la famosa canción «Oh Susanna», entre otras muchas. Véase http://es.wikipedia.org/wiki/Stephen_Foster
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chel Legrand. Pero en ningún lugar fue más clara la derrota de la música clásica que en el teatro musical. Mientras se asentaba el siglo xx, el musical había llenado agradecidamente el vacío causado por el exilio voluntario de la ópera al hacerse más y más innaccesible, alejándose de la popularidad que le había proporcionado sus grandes éxitos desde los años treinta del siglo xvii hasta las últimas óperas de Puccini de los años veinte. Los musicales de Rodgers y Hammerstein, de Cole Porter, de Ira y George Gershwin, de Rodgers y Hart, de Lerner y Loewe, de Frank Loesser, de Leonard Bernstein, de Kander y Ebb, de Stephen Sondheim, de Stephen Schwartz, de Andrew Lloyd Weber y de otros supieron retener el afecto de una gran porción del público que pagaba por oír música en directo, mientras conseguía al mismo tiempo agrandar la ambición, el alcance y el estilo de esta forma musical. Esto es particularmente cierto en el caso de Stephen Sondheim, cuyo desdén tanto por la gran ópera como por el pop chabacano le condujo a crear un sonido muy propio que se situaba a una equidistancia cómoda entre los dos: un instinto que era típicamente del siglo xx. Sondheim había aprendido su oficio escribiendo letras para West Side Story, que se estrenó en 1957. Que el compositor de West Side Story fuese Leonard Bernstein –sin duda el compositor clásico estadounidense más famoso del siglo xx, director, compositor y comunicador de una posición y un prestigio gigantescos– debió enviar un mensaje alto y claro de que, a pesar de toda la popularidad del repertorio clásico más antiguo, las formas más nuevas de entretenimiento impulsadas por Broadway y Hollywood estaban monopolizando el mejor talento musical. La partitura de Bernstein para West Side Story derivaba su energía de una insolente fusión de jazz, vodevil, una chispa de Broadway, danza popular latinoamericana y su propia educación clásica espectacularmente consumada, que es evidente en, entre otros elementos, su sofisticada estructura y sus temas musicales recurrentes. Aunque el mismo Bernstein compuso otros musicales, Wonderful Town y Candide entre ellos, fue su joven letrista, Sondheim, también compositor, el que recogió más entusiastamente la antorcha del ambicioso salto entre géneros promovido por West Side Story. Durante el siguiente medio siglo, escribió una serie de musicales de Broadway brillantes, inusuales y profundos, 339
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desde Pacific Overtures (1976), influido por el teatro kabuki 8, hasta el thriller propio del teatro de variedades victoriano Sweeney Todd, the Demon Barber of Fleet Street (1979); y desde Sunday in the Park with George (1984), inspirado en un cuadro puntillista de Georges Seurat, hasta una exploración del lado más oscuro de los cuentos de hadas para niños en Into the Woods (1986). El estreno de un musical de Sondheim atraía habitualmente, la clase de atención entre las clases educadas y en los medios que una nueva novela, una nueva obra de teatro, una nueva exposición de arte o una atrevida obra arquitectónica podrían esperar. En la segunda mitad del siglo xx no era este ciertamente el caso de los estrenos de nuevas óperas o sinfonías. La música clásica parecía definitiva –y resentidamente– marginada. Pero entonces, en los Estados Unidos de 1970, ocurrió algo extraño. Dos progenitores, el pop contemporáneo y la música clásica contemporánea, concibieron un vástago que era la mezcla perfecta de ambos. El nombre del vástago fue minimalismo, y su llegada anunció un cambio radical en las relaciones entre géneros musicales. Dio lugar a una edad de convergencia musical: nuestra era. El minimalismo había comenzado a emerger, de forma tranquila, en los años sesenta, pero tuvo una aparición más ruidosa en los setenta, encabezado por los compositores estadounidenses Terry Riley, Steve Reich y Philip Glass. Steve Reich ha sido descrito como el compositor más influyente de finales del siglo xx, que trajo ideas frescas y dio un renovado impulso tanto a la música popular como a la clásica. Lo cual no deja de ser una afirmación extraordinaria, pero que está plenamente justificada. Mientras The Beatles se habían apropiado de la música de variedades, del folclore anglo-celta de siglos de antigüedad y de los sonidos de la vanguardia electrónica de los sesenta, Steve Reich tuvo su inspiración en la percusión africana y en la música de gamelanes balinesa. Se dio cuenta de que los patrones hipnóticos, aparentemente repetitivos e inacabables de estos estilos basados en las percusiones y en las mazas, en realidad eran variados: cambiaban sutilmente con cada reiteración de la frase. Buscó aplicar modelo a la música occidental, creando piezas –inicialmente en su mayoría instrumentales– Un tipo de teatro japonés.
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Steve Reich ejemplificó el movimiento minimalista que salvó el abismo entre la música clásica y el pop durante los setenta. Puede que sus hipnóticos ritmos de percusión suenen repetitivos, pero estaban de hecho compuestos de patrones que se iban modificando sin fin.
que en apariencia sonaban como si hubiesen sido creadas a partir de una frase repetida cientos de veces, pero que en realidad se alteraba ligeramente con cada nuevo ciclo hasta que la frase original se había convertido en algo bastante diferente. En su forma más primitiva, esta explotación del «desfase» podría demostrarse poniendo en marcha dos metrónomos de péndulo exactamente al mismo tiempo y a la misma velocidad. Puesto que estos instrumentos de la era predigital estaban sujetos a diminutas variaciones en sus mecanismos, mínimas diferencias en los metales utilizados o discrepancias fraccionales en los pesos de los péndulos darían como resultado que los dos metrónomos permanecerían exactamente «sincronizados» solo durante un breve tiempo: después de treinta segundos o así, uno estaría haciendo tictac marginalmente más rápido que el otro. Pasados unos minutos, la discrepancia se iría ampliando de manera que las dos máquinas estarían marcando un patrón rítmico por la diferencia entre sus tiempos. Esta era esencialmente la idea que Reich buscaba, aunque con patrones iniciales más 341
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complejos. Al principio utilizó técnicas electrónicas para ir haciendo transformaciones graduales en el patrón musical, aunque más tarde fueron intérpretes en directo utilizando instrumentos acústicos los que imitaban este efecto bajo una determinada configuración. El resultado de estas técnicas experimentales ha sido el fin de la lógica de los acordes –lo que llamamos «progresión armónica» o «gravedad musical» cuando nos encontramos con ellas la primera vez en serio en el siglo xvii. Una nueva lógica de la repetición y de la variación gradual ha venido a sustituirla. El estilo de Stravinski –el errático puzle de yuxtaposición de segmentos musicales dispares– también ha sido abandonado. En su lugar, Reich emplea un método que consiste en desarrollar la música a base de repetirla con pequeñas variaciones, lo cual resulta bastante alternativo a las fórmulas de la música occidental, perfeccionadas durante varios cientos de años. Es un método completamente radical y, para muchos músicos y oyentes, incomprensible. Reich estaba fascinado por las posibilidades creativas de hacer cortes en las grabaciones y juntar las partes de nuevo formando un collage o una secuencia repetitiva inspirándose, entre otros, en The Beatles, que hicieron lo mismo. Es el padre de la técnica conocida como sampling, por la que un fragmento de sonido grabado con anterioridad se corta y pega de nuevo formando un nuevo patrón musical: es el fundamento de prácticamente cada pieza de hip-hop que hayan escuchado, y está incluso más presente en la música de baile de lo que lo había estado la guitarra eléctrica en los años sesenta. Su génesis puede rastrearse hasta la obra de Reich de 1965 «It’s gonna rain», en la que utiliza el sermón grabado de un predicador callejero del Pentecostés y cuartea algunos de sus segmentos para crear células rítmicas que se repiten una y otra vez. Teniendo presente la naturaleza todopoderosa de la música popular en el siglo xx, es importante mencionar que Steve Reich, un compositor formado a la manera clásica que creció con el rock progresivo y fue influido por él, nos dejó unas técnicas de sonido que iban a influir en la música popular. Una relación bilateral entre zonas musicales estaba, una vez más, operativa. Este intercambio no se reducía a Reich: David Bowie integró estilos minimalistas de Reich y su colega neoyorquino Philip Glass en su álbum de 1977 Low, grabado en el castillo d’Hérouville, en Francia, y completado a la sombra del muro de Berlín. Quince años más tarde, 342
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Glass compuso una Low Symphony basada en materiales del álbum de Bowie. Ni Bowie ni Glass podrían describirse como figuras marginales en sus respectivos mundos populares y clásicos: constituyó una gran revolución en la música en un siglo de otra manera caracterizado por la división. *** Décadas recientes han visto que la fusión de las dos tradiciones se ha hecho más permanente y profunda, un proceso realzado y acelerado por la música para el cine, que se ha convertido en un campo fértil para la compenetración de los respectivos ADN del minimalismo y de la música popular contemporánea. Dicha convergencia ha caracterizado cada vez más la creación musical contemporánea de todo tipo desde los años en que The Beatles anunciaron una ambiciosa nueva era de la música pop con Revolver. Las aventuras de cruce de géneros de Frank Zappa, por ejemplo, en Freak Out! (1966) y 200 Motels (1971), que mezclaban el rock duro con el sonido orquestal y las técnicas de vanguardia, tuvieron su impacto en la periferia de la música habitual y causaron considerables dificultades logísticas (y legales) a Zappa y a sus colaboradores clásicos. Treinta años más tarde, grabar e interpretar géneros cruzados se ha hecho tan rutinaria que apenas produce comentarios. El fundador y teclista de Deep Purple, Jon Lord, decidió componer música clásica en los años noventa, después de una larga y exitosa carrera en el rock. Damon Albarn, cofundador de Blur y Gorillaz, estrenó su ópera Dr Dee en Manchester, en el verano de 2011; fue también representada en el London Coliseum de la English National Opera, como parte del Festival de los Juegos Olímpicos de Londres 2012. El álbum de Coldplay Viva la vida, de 2008, un enorme éxito mundial, presenta de manera prominente un arreglo para cuarteto de cuerda, como lo había hecho «Eleonor Rigby» en 1966. En 2006, Sting publicó Songs from the Labyrinth, su refundición de las canciones de John Dowland, a quien encontramos allá en el siglo xvi, en colaboración con la laudista bosnia Edin Karamazov, y en 2010 y 2011 llevó a cabo su gira mundial Symphonicity, interpretando sus canciones con una orquesta sinfónica. Lord, Albarn y Sting no son casos aislados: esta es una moda que se repite por todo el mundo. Lo quiera o no, el aislamiento de la música clásica con respecto a la música comercial es historia. Todo 343
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esto indica que el futuro de la música estará en composiciones cada vez más difíciles de categorizar: un tercer género híbrido de música «contemporánea» acabará prevaleciendo, un género que no tendrá una alianza tribal ni con el conservatorio ni con el club. La música que a lo largo de los tiempos se ha venido a calificar de «occidental», a pesar de sus elementos e influencias orientales, septentrionales y meridionales –desde, digamos, los cánticos de Kassia de Constantinopla del siglo ix a la ópera Doctor Atomic, de John Adams, de 2004– está dando paso a una cultura musical, a escala mundial, de color y posibilidades infinitos. Casi toda la música moderna en la que la convergencia de géneros es más activa se ha desarrollado en un entorno relativamente próspero, educado, dominado por Estados Unidos y Europa, donde se ha llegado a algo que se aproxima a un consenso cultural. Pero de la misma manera que el blues, el ragtime y el jazz emergieron entre las comunidades pobres, aisladas, del sur estadounidense, hay un equivalente contemporáneo que nació asimismo en áreas deprimidas: el hip-hop. Como sus formas predecesoras, el hip-hop creció desde la oscuridad hasta la ubicuidad en unas pocas décadas, germinando entre frustrados y alienados jóvenes afroamericanos y latinoamericanos en el Bronx, en los setenta, pero convirtiéndose desde entonces en el género elegido y en el emblema musical de identidad de los jóvenes marginados en todas partes. Aunque sus pioneros, sobre todo DJ Kool Herc (Clive Campbell), que nació en Jamaica, habían tenido esperanzas de alejar a los jóvenes de la cultura de bandas por medio de la inmersión en la locura del baile y del rap del hip-hop –e inicialmente tuvieron éxito–, el hip-hop nunca se ha librado del todo de verse asociado con la cultura de las armas, el sexismo, el racismo y el desprecio por la educación, aunque muchos de sus icónicos intérpretes hayan contradicho este desafortunado aspecto de su cultura musical. Su terminología y sus letras rapeadas eran, al principio, intencionadamente impenetrables (incluso ofensivas) para los oyentes no iniciados –como lo habían sido una vez las del blues y el jazz–, pero con su enorme popularidad entre la gente joven de todos los ámbitos, su lenguaje, su estilo de baile break-beat y los graffiti se hicieron familiares en los noventa. Sus técnicas, propias de disc jockeys, de mezclar canciones, de cortar y pegar y de sampling, le dieron, desde el principio, una gran facilidad para absorber otros 344
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estilos, y su influencia –particularmente sus ritmos pegadizos– contribuyeron a la creatividad de miles de músicos en otras ramas de la música contemporánea, desde el éxito de Blondie «Rapture», de 1981, hasta el clásico moderno de Jay-Z/Alicia Keys de 2009 «Empire State of Mind». Más curiosa todavía es la reciente fusión del hip-hop con el Bhangra –un cruce de géneros folclórico pop-punyabi británico que surgió en los ochenta–, que ha construido un puente entre dos vastos imperios musicales, el occidental y el asiático, que puede acabar teniendo un impacto todavía más profundo sobre las culturas jóvenes del mundo cada vez más mezcladas del que tuvieron sus predecesores. Solo es, probablemente, cuestión de tiempo antes de que uno de los principales compositores clásicos del mundo estrene una ópera basada en «Boy in da Corner» de Dizzee Rascal o escriba una sinfonía basada en temas de «My Beautiful Dark Twisted Fantasy», de Kanye West. Por supuesto, no todo el mundo se ha alegrado de la fusión entre la música clásica y las diversas formas de música popular. La punta de lanza de ambos campos se ha vuelto cada vez más mecanizada y electrónica, una moda que alarma a todos aquellos que adoran la espontaneidad y la humanidad de la música acústica, ya sea clásica, folclórica o perteneciente a géneros de otras culturas. No es un miedo nuevo. Alrededor de la época de la Depresión, en los años treinta, buena parte de la culpa de los problemas del mundo se atribuían a la tecnología moderna, que amenazaba los puestos de trabajo, un miedo explotado en películas como Metrópolis (1927), de Fritz Lang; Tiempos modernos (1936), de Charles Chaplin, y À nous la liberté (Libertad para nosotros, 1931), de René Clair. Esta última, con partitura, coros y canciones de Georges Auric, cuenta la historia de un pícaro protagonista, un ex convicto fugado, que roba algo de dinero, se hace rico y monta una fábrica de discos y de tocadiscos. Así, curiosamente, era la tecnología de la música la que quedaba retratada satíricamente como el triunfo final de la insensibilidad comercial sobre la humanidad. El peligro de que a la humanidad se la traguen sus propias invenciones –máquinas que usurpan el sonido natural de nuestras voces y los instrumentos que hemos manufacturado durante siglos– es una idea que se ha explorado con frecuencia, incluso por los más intriga345
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dos por las posibilidades del tratamiento electrónico. Por ejemplo, la evocadora canción «Kid A» de Radiohead, de 2000, producto de un grupo absolutamente convergente de ingredientes musicales electrónicos y minimalistas, utiliza un instrumento inventado en 1928, las ondes Martenot, para articular lo que podría ser el grito consternado de un clon humano. Las ondes Martenot habían sido previamente un instrumento favorito del compositor clásico Olivier Messiaen, que destacaba en una prominente parte solista en su magnífica, disonante y gozosa Turangalîla-Symphonie, interpretada por primera vez en 1949 (y dirigida por un joven Leonard Bernstein). Manipular la voz humana a través de procesos electrónicos había ocurrido en grabaciones desde al menos 1947, cuando Sparky’s Magic Piano, un relato para niños en disco de vinilo, utilizaba un mecanismo patentado como Sonovox, para crear la impresión de un piano que hablaba o que cantaba. Desarrollos ulteriores incluían el codificador vocal, un procesador de voz basado en un teclado, utilizado prolíficamente en el pop después de que el codificador vocal de Wendy (en aquella época Walter) Carlos y Robert Moog se hubiese escuchado, con un efecto inquietante, en La naranja mecánica, película de Stanley Kubrick de 1971 –particularmente en la versión de la banda sonora del «Himno de la alegría» de la Novena Sinfonía de Beethoven. La atmósfera de «Kid A», como la de La naranja mecánica, es la de la distopía futurista donde la humanidad se encuentra perdida y temerosa. Pero la música nunca cesa de sorprendernos con sus modas y sus cambios radicales. Desde los noventa, justo cuando –o quizá porque– parecía que nos hallábamos perdidos a merced de las máquinas, ha habido un dramático aumento en la popularidad de la música reflexiva, espiritual y sacra de una amplia acústica. Esta ola de música contemplativa, pausada, surgió repentinamente en la conciencia del público con el redescubrimiento de las obras previamente poco conocidas, inspiradas por el canto llano, del estonio Arvo Pärt, como su Cantus in Memoriam Benjamin Britten (1977). Asimismo, la Sinfonía de las lamentaciones, de Henryk Gorécki, contemporáneo polaco de Pärt, compuesta en 1976 y que no llegó a convertirse en un éxito de ventas a escala mundial hasta 1992, gracias al apoyo de la estación de radio británica Classic FM. Más recientemente, en 2009, el CD que estuvo medio año en el número 1 en la Specialist Classical Charts fue Enchanted Voices, mi propia adaptación de las Beatitudes del Nuevo Testamento, en latín, para ocho sopranos, chelo solista, realejo y cam346
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panillas: una reinterpretación del canto antiguo para el siglo xxi. Que ocurriera algo así, por no hablar de la propia propuesta musical, habría sido inconcebible para los compositores clásicos de los sesenta, cuando yo era un niño del coro en la Universidad de Oxford. Lo que el pasado musical nos enseña es que no sirve de nada preocuparse por lo que vaya a ocurrir. Para cada movimiento hay un contramovimiento, para cada miedo una mano reconfortante sobre el hombro. Incluso cuando nos debatimos sobre la existencia o la abolición de Dios, parece que tenemos más música que nunca para satisfacer nuestras necesidades espirituales. En los años finales de la era victoriana, compositores y musicólogos iban recorriendo Europa y Estados Unidos, grabando y anotando la música folclórica que se cantaba, interpretaba y con la que se bailaba en remotas comunidades rurales, la mayoría de las cuales, si no todas, han desaparecido, llevándose el resto de su música y cultura a la tumba con ellas. En los setenta y los ochenta, el explorador y compositor inglés David Fanshawe hizo lo mismo por pueblos más distantes en los países en desarrollo, salvando para siempre los sonidos de sus voces y rituales, ahora silentes. El empeño de estos pioneros fue noble y oportuno, y buena parte de lo que escucharon se acabó integrando en nuevas obras y estilos musicales. ¿Cuánto tiempo, pues, pasará antes de que nuestra cultura musical se acabe extinguiendo, necesitando a un amante serio de lo viejo y lo «auténtico» que rescate nuestras canciones y sinfonías del olvido? ¿Será la libertad de Internet capaz de exterminar la música misma, tan amada por sus jóvenes piratas? Después de todo, si se atrapa a alguien robando en una tienda a la luz del día, la sociedad lo considera un crimen merecedor de castigo; sin embargo, cuando la música se descarga ilegalmente de la red sin pagar por ella, se considera un «derecho» inofensivo, sin víctimas. No pagar a alguien por su música es lo que ocurría en los aproximadamente siete siglos antes de 1900, cuando componer era el trabajo de un diminuto puñado de hombres blancos que tenían otras formas de ganarse la vida. Solo un tonto podría desear el regreso de ese mundo cerrado, mohoso. Por otra parte, la era de la tecnología y la comunicación ha permitido un contacto mucho más directo entre el creador y el oyente. Está volviendo a adquirir gradualmente el papel que tuvo durante miles de años: una tradición oral libre, no escrita, espontánea, basada 347
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enteramente en las vidas, amores, esperanzas y miedos de la gente corriente. Las aventuras más complicadas emprendidas por compositores empleando la notación musical, las orquestas, los cantantes de ópera, los directores, el análisis musicológico y lo demás son todavía partes vitales del cuerpo principal de la música, pero no son en verdad su propósito central. Lo que solía llamarse «música clásica» se ha convertido en vivero en el que experimentar: un laboratorio fascinante, impredecible, enigmáticamente creativo para los superinteresados, pagado por los contribuyentes de todo el mundo, que alimenta profusamente el flujo de la actividad musical. A lo largo de los últimos mil años de innovación y desarrollo tecnológico en la música, los compositores más vanguardistas han hallado, de manera reiterada, su inspiración, su renovada energía y sus fuentes en las ilimitadas reservas ocultas de la música folclórica y popular que siempre estuvo a su alrededor, a la manera de los vastos acuíferos que contienen gran parte del agua de la humanidad bajo la fina superficie de la tierra. Así como Bach tomó prestadas melodías de himnos luteranos populares –ellos mismos derivados de canciones folclóricas profanas– o así como Chopin exhumó las danzas polacas nativas, Scott Joplin y George Gershwin se inspiraron en los estilos tabernarios de piano de su época y los convirtieron en gemas pulidas para la sala de conciertos; el lenguaje musical que hemos heredado del pasado está siendo renovado una vez más al mezclarse en el atestado bazar de la música popular. Los jóvenes músicos en los conservatorios modernos, en las escuelas de música y en las universidades estudian en un ambiente que promueve el respeto por, y el compromiso con, una multitud de géneros y tradiciones. También saben que no tienen por qué temblar de miedo ante la posibilidad de una creación musical que no sea servilmente dependiente de la página impresa. J. S. Bach fue probablemente el compositor más inteligente que ha vivido nunca, pero apenas dio a sus intérpretes instrucciones detalladas sobre cómo debían interpretar su sublime música. Garabateó unas simples notas para que cada cual las interpretara a su manera. Es como si estuviese diciendo: «Confiad en mí, y tocad». Nosotros, más que ninguna generación anterior, podemos identificarnos plenamente con la idea de Bach. Le damos al play y un millón de estilos, sonidos, colores auditivos, ecos y voces penetran a sus anchas en nosotros como a través de una ventana abierta. Somos 348
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como niños con mil juegos al alcance de nuestras manos. Hemos alcanzado, por fin, un punto donde no hay decisiones equivocadas o acertadas sobre qué música podemos o no disfrutar, basta una instrucción gratificantemente simple: play 9.
9 La riqueza de este verbo inglés hace imposible una traducción. No solo es darle al play del reproductor de música, sino que Goodall dice a los intérpretes: «Tocad»; a los cantantes de ópera: «Interpretad»; a los compositores: «Jugad» (con las notas para crear bellas composiciones); a los melómanos: «Jugad» (con la elección de múltiples tipos de música).
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Pueden encontrarse extensas listas de reproducción en Spotify, para cada capítulo, en mi página web: www.howardgoodall.co.uk
1. La era del descubrimiento Kassia de Constantinopla/Bizancio: «Ek rizis agathis» (siglo ix) Canto binzantino primitivo con modificaciones, ornamentación y voces paralelas. Hildegard von Bingen: «Columba aspexit» (siglo xii) Música sacra (original), «compuesta», primitiva, con un roncón al estilo del organum. Pérotin el Grande: «Viderunt omnes» (1198) Experimentos en armonía coral para cuatro voces. John Dunstaple: «Quam pulchra es» (ca. 1400) Introducción de las terceras y de las tríadas mayores y menores. 2. La era de la penitencia Tradicional: «In dulci jubilo» (siglo xv) Ejemplo primigenio de los lauda o villancicos: palabras sagradas aña351
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didas a vivaces tonadas folclóricas de baile, que mezclan el latín con las lenguas «modernas». Josquin des Prez: Miserere mei, Deus (ca. 1503) Una significativa pieza primigenia de la música occidental, en la que la letra era importante y, por tanto, se hizo audible en lugar de excesivamente melismática. William Cornysh: «Ah, Robin» (principios del siglo xvi) Canción cortesana que evocaba las dificultades del amor utilizando la naturaleza. Jacques Arcadelt: «Margot, labourez les vignes» (ca. 1560) Típica de las chansons pegadizas que disfrutaron de gran popularidad en Europa y que aceleraron el surgimiento de la música secular. Giovanni Palestrina: Missa Papae Marcelli (1562) Ejemplo del uso de acordes cercanamente relacionados para crear un sentido de estabilidad en una pieza: uno de los resultados musicales de la Contrarreforma. William Byrd: «Infelix Ego» (1591) Un grito de lamento en mitad de la agitación religiosa por parte de un católico en la Inglaterra protestante. John Dowland: «Flow, my tears» (ca. 1597) Una de las primeras canciones de tres minutos que sonaban «modernas». Claudio Monteverdi: «O Mirtillo, Mirtillo anima mia» (1605) Uso deliberado de los acordes que colisionan para crear disonancia y sugerir dolor: pintura de palabras en el sonido. Claudio Monteverdi: Orfeo (1607) La «fábula musical» que introdujo exitosamente la nueva forma musical de la ópera. Giovanni Gabrieli: «In ecclesiis» (1615) Música policoral para San Marcos, Venecia. 352
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Claudio Monteverdi (o un asistente): «Pur ti miro, pur ti godo» de La coronación de Popea (1643) Un dueto sensual, voyerístico de una ópera cuyo radical contenido político y emocional marcó un nuevo territorio para la forma. 3. La era de la invención Jean-Baptiste Lully: «Le Bourgeois gentilhomme» (1670) El surgimiento de la obertura, derivada del ballet, que marcó los comienzos de la sinfonía. Henry Purcell: «Evening Hymn» (1688) El uso de una secuencia de acordes repetida para dar a la música un arranque interior, con una arrebatadora tonada sinuosa por encima. Arcangelo Corelli: concierto de Navidad (Concerto grosso op. 6, No. 8: Allegro) (ca. 1690) Un ejemplo de contraste musical o chiaroscuro: en este caso, un concertino de dos violines y un chelo alternando con un gran conjunto o ripieno. Georg Friedrich Handel: «Lascia ch’io pianga», de Rinaldo (1711) Un ejemplo primigenio de las óperas italianas que Haendel compuso para la escena londinense. Johann Sebastian Bach: El clave bien temperado 1 & 2 (ca. 1722) Una muestra del Temperamento igual de Bach. Johann Sebastian Bach: «Aria para la cuerda de sol» (ca. 1722) Utiliza una secuencia de acordes perennemente popular que ha sido repetida en, entre muchas otras canciones, «Whiter Shade of Pale», de Procul Harum; «Go Now», de The Moody Blues; «No Woman No Cry», de Bob Marley; y «Piano Man», de Billy Joel. Antonio Vivaldi: Las cuatro estaciones (1723) El refinamiento de un concierto con un único violín que se toca contra el ripieno.
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Georg Friedrich Haendel: «Zadok the Priest» (1727) Estilo coral ceremonial inglés en celebración de la identidad nacional. Johann Sebastian Bach: La pasión según san Mateo (1729) Una combinación maestra de ritmos de danza, el estilo del concierto italiano, una protoorquesta de estilo francés, el Círculo de Quintas y el contrapunto de fugas con una arquitectura basada en los himnos de congregaciones luteranas. Georg Friedrich Haendel: coro «Hallelujah» de Messiah (1741) Un famoso ejemplo del tipo de coros que agradaba a las masas escrito alrededor de esta época para un mercado musical crecientemente comercial. Georg Friedrich Haendel: «Will the sun forget to streak», de Solomon (1748) Un ejemplo supremo de sabiduría y compasión inherentes en la música de Haendel, un rasgo que compartía con Bach. 4. La era de la elegancia y el sentimiento Carl Philip Emmanuel Bach: Concierto para flauta en si bemol (1751) Un estilo nuevo, más claro, más simple, en un concierto para su empleador, flautista y mecenas de la nueva ola de música, Federico el Grande de Prusia Wolfgang Amadeus Mozart: Serenata No. 10: Gran Partita (ca. 1781) Un ejemplo del deseo de Mozart por ennoblecer a la humanidad a través de su música, en un período de agitación y miseria extendidas. Wolfgang Amadeus Mozart: «Dove sono», de Las bodas de Fígaro (1786) Una clase magistral de melodía: un aria basada alrededor de las notas de la tónica, en este caso do, mi y sol. Josef Haydn: Sinfonía No. 88, II: «Largo» (1787) Sutil uso de las frases melódicas equilibradas cuasisimétricas.
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Josef Haydn: Sinfonía No. 99, IV: «Finale: Vivace» (1793) La música juguetonamente vivaz que Haydn estaba componiendo mientras el Terror se propagaba por París y el rey y la reina de Francia eran ejecutados. Ludwig van Beethoven: «Marcha fúnebre», de «Heroica» (1804) Una nueva seriedad en la estrategia de Beethoven que marcó una transición en la música que confrontaba a su público; el mero entretenimiento ya no sería suficiente. Ludwig van Beethoven: Sinfonía n.º 7, II: Allegretto (1811) El amanecer de una nueva era: arreglos musicales agrandados que eran mayores y más agudos que nada que se hubiese escuchado con anterioridad. John Field: First Book of Nocturnes (1812) El piano como vehículo para la música que no obedecía las estrictas reglas formales de la «Forma sonata» y la plantilla para la historia de amor del siglo xix con el instrumento. Ludwig van Beethoven: Sinfonía n.º 9 (1824) El toque a rebato para todos los músicos del siglo XIX: la música podría cambiar el mundo. Ludwig van Beethoven: Cuarteto de cuerdas n.º 14, Opus 131, I: Adagio ma non troppo e molto espressivo (1826) Profundamente sordo y enfermo, Beethoven se retiró a un mundo interior y escribió lo que sonaba como música procedente de un futuro desalentador e inquietante. Franz Schubert: «Auf dem Flusse», de Winterreisse (1827) Un perfecto ejemplo del uso de la naturaleza en el lied como metáfora de los sentimientos del compositor. Felix Mendelssohn: La cueva de Fingal (Las Hébridas) (1830) Un eferverscente ejemplo de música que trata de algo extramusical, en esta ocasión de un lugar.
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Frédéric Chopin: Nocturno en mi bemol, op. 9, n.º 2 (1830–1832) El nocturno que la adolescente Clara Wieck interpretó para Chopin en París en 1832. Ella iba a convertirse en su mayor partidaria, así como también de Schumann y de Brahms, sobre los escenarios de conciertos. Robert Schumann: «Im wunderschönen Monat Mai», de Dichterliebe (1840) Una de las muchas canciones de amor conmovedoras que Schumann escribió con una mujer real, no idealizada en mente: su esposa Clara Wieck Schumann, ella misma una consumada pianista. 5. La era de la tragedia Hector Berlioz: Symphonie fantastique (1830) El comienzo de la locura del siglo xix por la música sobre la muerte, el destino y el amor sobrenatural. Franz Liszt: Rapsodia húngara n.º 2 (1847) Un ejemplo primigenio del surgimiento del «nacionalismo», generalmente compuesto por compositores de clase media que tenían poca comprensión de la música folclórica verdadera. Franz Liszt: Totentanz (1849) La música de estilo Halloween de Liszt influyó a contemporáneos que incluían a Saint-Saëns y a Grieg, así como también, en nuestra propia época, a compositores cinematográficos como Danny Elfman. Giuseppe Verdi: «Addio, des passato», de La Traviata (1853) Verdi centra el estilo melódico de la ópera popular italiana en asuntos morales contemporáneos y «realistas». Richard Wagner: «Liebestod», de Tristan und Isolde (1859) Mientras que la mayoría de las supuestas innovaciones de Wagner venían de Liszt, el primero compuso mejores tonadas –también esta sobre la muerte, el amor condenado y el destino– y ha conservado una atracción más fuerte.
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Piotr Chaikovski: El lago de los cisnes, n.º 20, Danza húngara: Czardas (1877) Otro famoso ejemplo de la integración de estilos pseudocampesinos en la música clásica y de la fascinación rusa por la danza, en este caso las populares csárdás de Europa oriental. Franz Liszt: Las fuentes de la Villa d’Este (1877) Escrita solo tres años después de la Primera Exposición Impresionista, esta pieza está relacionada con un tipo de «impresionismo» en música, precediendo a las obras para piano «impresionistas» de Debussy en más de veinte años. Richard Wagner: Parsifal (1882) Una obra maestra y un uso primigenio del cromatismo extremo, aunque su filosofía protonazi y sus insinuaciones incómodamente raciales han hecho mucho para convertir a Wagner en un personaje problemático. Antonín Dvořák: Sinfonía «Del Nuevo mundo» (1893) Una pieza favorita clásica, muy amada, pero uno de los usos más controvertidos de la imitación étnica, aunque Dvořák negó haber «tomado prestadas» melodías de los nativos estadounidenses. Claude Debussy: «Jardines en la lluvia» (1903) Generalmente, es a Debussy y no a Liszt al que se atribuye el «impresionismo» musical, aunque compusiera esta pieza tres décadas después de que aparecieran los pintores impresionistas. 6. La era de la rebelión Modest Mússorgski: Cuadros en una exposición, I. Promenade (1874) Mússorgsky era extraordinario por su carencia de educación musical formal, como resultado de la cual fue quizá el compositor más original de finales del siglo xix. Erik Satie: Primera Gymnopédie (1888) Inspirada por un deseo de reducir la pomposidad y el exceso en la música, esta fue la primera indicación de una respuesta negativa contra Wagner. 357
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Nikolái Rimski-Kórsakov: Scheherazade (1888) Una de una serie de óperas rusas que sacó partido de una obsesión por el folclore asiático y eslavo del imperio. Edward Elgar: Nimrod de Enigma Variations (1899) Conscientemente retrograda en sus intenciones temáticas, esta tipifica una corriente de finales del siglo xix para una música que anhelaba el pasado. Scott Joplin: «Maple Leaf Rag» (1899) Un ejemplo primigenio de la síncopa del ragtime. Gustav Mahler: «Nun will die Sonn’ so hell aufgeh’n» de Kindertotenlieder (1901-1914) A diferencia de muchos contemporáneos, Mahler abandonó la cortina de humo del eufemismo y abordó asuntos difíciles –en este caso las muertes infantiles– de frente. Claude Debussy: Estampes, I. Pagodes (1903) Debussy permitió que sus acordes reverberasen y se solapasen para evocar el sonido del gamelán javanés. Richard Strauss: Salomé, Escena 4. Danza de los siete velos (1905) La ópera descarnadamente moderna de Strauss estableció un nuevo patrón para la disonancia ensordecedora Gustav Mahler: Das Lied von der Erde, VI. Der Abschied (1908–1909) La instrucción de Mahler es para que el acorde final, largo, se esfume imperceptiblemente; Benjamin Britten lo describió como «impreso en la atmósfera». Igor Stravinski: La consagración de la primavera, VII. Danza de la tierra (1913) El cenit del modernismo musical a principios del siglo xx, esto muestra que Stravinski lo tenía «todo a la vez» –incluyendo contrarritmos de estilo africano– en lugar de desarrollar una tonada gradualmente.
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7. La era popular I George Gershwin: Rhapsody in Blue (1924) El jazz se encuentra con la música clásica en esta revolucionaria pieza que fue mirada con desprecio por críticos intelectuales, pero amada por los públicos. Bertolt Brecht y Kurt Weill: La ópera de perra gorda, II. Die Moritat von Mackie Messer (1928) Una salvaje crítica de la sociedad capitalista en una forma musical accesible. George Gershwin: Porgy and Bess (1935) Musical con conciencia social, fue notable por su retrato simpático pero clarividente de la vida de la clase baja. Carl Orff: Carmina Burana (1937) Tarjeta de visita cultural de un compositor que cooperó con el régimen nazi. Abel Meeropol: «Strange Fruit», grabada por Billie Holiday (1939) Mayoría de edad emocionalmente cargada y socialmente progresista para la canción popular. Michael Tippett: A Child of Our Time, VIII. Steal Away (1939-1941) Intercalando pasajes narrativos cuasioperísticos con espirituales afroamericanos, esta respuesta a los horrores de la guerra se inspiró en el asesinato real de un diplomático alemán por parte de un refugiado judío. Dmitri Shostakóvich: Sinfonía «Leningrado» (1942) Dedicada a la gente de su asediada ciudad natal, esto era patriotismo musical para elevar la moral de un público convencional. Aaron Copland: Appalachian Spring (1944) Patriotismo musical estadounidense para elevar la moral en una partitura para ballet con un atractivo imperecedero.
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8. La era popular II Leonard Bernstein y Stephen Sondheim: West Side Story (1957) Musical revolucionario que fusionaba estilos latinoamericanos, jazzísticos, de Broadway y clásicos. Bernard Herrmann: Psicosis, banda sonora original (1960) La reinvención de Herrmann de las técnicas de composición para el cine, con una contundente orquesta de cuerdas que acompañó a la obra maestra del terror en blanco y negro de Hitchcock. Bob Dylan: «The times they are a-changing» (1964) Desafío musical a la clase dirigente política que dominaba Estados Unidos. The Beatles: Revolver (1966) Una revisión radical de las posibilidades del pop, con una atrevida integración de idiomas clásicos, vanguardistas, folclóricos y de las músicas del mundo, tecnología de estudio y rock and roll convencional. Stevie Wonder: Innervisions (1973) Soul de la Motown mezclado con inventiva con patrones rítmicos cubanos. Steve Reich: Music for 18 Musicians (1974-1976) El minimalismo llena el hueco entre el pop y la música clásica y volvió la música inspirada en aquella más relevante para la era moderna. Stephen Sondheim: Sunday in the Park with George (1984) Expandiendo las expectativas del musical: una narración musical basada en la pintura puntillista de Georges Seurat, de 1884, Tarde dominical en la isla de La Grande Jatte. Paul Simon y otros: Graceland (1986) El iscathamiya sudafricano (género de canto grupal zulú sin acompañamiento) puesto en contacto con una colorida colisión con estilos folk y country del sur de Estados Unidos.
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lista de reproducción
John Adams: Nixon in China (1987) La ópera reconectada con los asuntos comunes contemporáneos. Steve Reich: Different Trains (1988) Obra de concierto clásica para cuarteto de cuerda, modelada alrededor de un sampling sonoro de conversaciones grabadas. Danny Elfman: Batman, banda sonora original (1989) El poder neogótico al estilo de Liszt demostró la vitalidad constante, en la corriente prevaleciente cultural, de la herencia «clásica» del sonido sinfónico. Dario Marianelli: Expiación, banda sonora original (2007) Estratificación de estilos que desafía géneros, uno sobre otro: el pasado y el presente orquestales coexistiendo en una partitura fílmica moderna. Howard Goodall: Enchanted Voices (2009) Revaluación recientemente compuesta del antiguo canto llano para el siglo xxi.
361
Lecturas adicionales
Richard Taruskin, Oxford History of Western Music, Oxford University Press, Oxford, 2005. Tim Blanning, The Triumph of Music: Composers, Musicians and their Audiences, Allen Lane, Londres, 2008. Tim Blanning, El triunfo de la música: los compositores, los intérpretes y el público desde 1700 hasta la actualidad, Acantilado, Barcelona, 2011. J. Peter Burkholder, Donald Grout, Claude Palisca, A History of Western Music, W.W. Norton, Nueva York, 2009. J. Peter Burkholder, Donald Grout, Claude Palisca, Historia de la música occidental, Alianza Editorial, Madrid, 2008. Donald Clarke, The Rise and Fall of Popular Music, St Martin’s Griffin, 1995. Nicholas Cook, Music: A Very Short Introduction, Oxford University Press, Nueva York, 1998. Nicholas Cook, De Madonna al canto gregoriano: una muy breve introducción a la música, Alianza, Madrid, 2012. Peter Van der Merwe, Roots of the Classical, Oxford University Press, Oxford, 2004. Peter Van der Merwe, Origins of the Popular Style, Oxford University Press, Oxford, 1989. Daniel Levitin, This is your Brain on Music, Atlantic Books, Londres, 2007. —, Tu cerebro y la música, RBA libros, Barcelona, 2008. 363
una historia de la música
Leonard Bernstein, The Unanswered Question, Harvard University Press, Cambridge (Massachusetts), 1990. Deryck Cooke, Vindications, Cambridge University Press, Cambridge, 1982. Paul Drayton, Unheard Melodies, or Trampolining in the Vatican, Athena Press, Londres, 2008. Christoph Wolff, Johann Sebastian Bach, Oxford University Press, Oxford, 2001. —, Bach, el músico sabio, la juventud creadora, Ma Non Troppo, Teià, 2002. James Gaines, Evening in the Palace of Reason, 4th Estate, Londres, 2005. Bryan Magee, Wagner and Philosophy, Penguin, Londres, 2001. Michael H. Kater, The Twisted Muse: Musicians and their Music in the Third Reich, Oxford University Press, Oxford, 1997. Michael H. Kater, Composers of the Nazi Era: Eight Portraits, Oxford University Press, Oxford, 2000. Misha Aster, The Reich’s Orchestra: The Berlin Philharmonic 1933–1945, Souvenir, Londres, 2010. Misha Aster, La orquesta del Reich: la Filarmónica de Berlín y el nacionalsocialismo, Edhasa, Barcelona, 2012. Richard Taruskin, On Russian Music, University of California Press, Oackland (California), 2009. Ian MacDonald, Revolution in the Head: The Beatles’ Records and the Sixties, Pimlico, 1995. —, The Beatles: Revolución en la mente, Celeste Ediciones, Torrejón de Ardoz, 2000. Wilfrid Mellers y John Paynter, Between Old Worlds and New, Cygnus Arts, Londres, 1997. Alex Ross, The Rest is Noise, 4th Estate, Londres, 2007. —, El ruido eterno, Seix Barral, Barcelona, 2009. —, Listen to This, 4th Estate, Londres, 2010. —, Escucha esto, Seix Barral, Barcelona, 2012.
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Créditos de las imágenes
Pintura de la cueva de Chauvet, sur de Francia (© culture-images/ Lebrecht). Flauta de hueso de Hohle Fels (AFP/Getty Images). Lur (según un ejemplo danés, sobre el 1000 a.C.), hecho por VictorCharles Mahillon (© Museum of Fine Arts, Boston [Leslie Lindsey Mason Collection]/Lebrecht). Colección Schøyen MS 2340: Lista léxica de cuerdas del arpa, Sumeria, siglo xxvi a.C. (Colección Schøyen, Oslo y Londres). Mural egipcio en el que aparecen músicos (© Lebrecht Music & Arts). Crátera de la Antigua Grecia, del siglo v a.C. (Getty Images). Un organista y un intérprete de cuerno se divierten en un combate de gladiadores (Museum für Vor und Frühgeschichte, Saarbrucken, Alemania/The Bridgeman Art Library). Colección Schøyen, MS 1574: neumas diastemáticos adiastemáticos de St. Gallen, Austria o sur de Alemania, siglo xii (Colección Schøyen, Oslo y London). «Musica enchiriadis», Msc.Var.1, fol.57r (Staatsbibliothek Bamberg/ fotografía: Gerald Raab). Vista del transepto septentrional de la Catedral de Notre Dame, Reims (© Paul Maeyaert/The Bridgeman Art Library). Retrato de un músico, posiblemente Josquin des Prez, ca. 1485, de Leonardo da Vinci (Ambrosiana, Milán, Italia/The Bridgeman Art Library). Girolamo Savonarola (1452-1498), sacerdote dominico y, brevemente, gobernador de Florencia (Lebrecht Authors). 365
una historia de la música
Al’Ud (laúd) (© Museum of Fine Arts, Boston [Colección Leslie Lindsey Mason]/Lebrecht). El laudista, ca. 1595, de Caravaggio (Hermitage, San Petersburgo, Rusia/The Bridgeman Art Library). El citarista, de Gabriel Metsu (Gemaeldegalerie Alte Meister, Kassel, Alemania/© Museumslandschaft Hessen Kassel/The Bridgeman Art Library). Violín fabricado por Nicolò Amati (© Museum of Fine Arts, Boston [Donación de Arthur E. Spiller, M.D.]/Lebrecht). Órgano de Notre-Dame de Valère (Bridgeman Art Library). Clavemusicum Omnitonum (De Agostini Picture Library/The Bridgeman Art Library). Traje de ballet que llevó puesto Luis XIV como Apolo (© Lebrecht Music & Arts Photo Library). Portada de The English Dancing Master, de John Playford (© Lebrecht Music & Arts). Primera página del manuscrito musical de El clave bien temperado, de Johann Sebastian Bach (Getty Images). «El profeta militar; o Huida de Providence», 1750 (© Museum of London). Ranelagh Gardens, Interior de Rotunda de Canaletto (Private Collection/The Bridgeman Art Library). Escena de la ópera de Haydn L’incontro improviso (© Lebrecht Music & Arts). Paganini tocando el violín (© Lebrecht Music & Arts). Clara Wieck Schumann (The Art Archive/lugar de nacimiento de Schumann/Collection Dagli Orti). IR 65 Johannes Kreisler (Staatsbibliothek Bamberg/fotografía: Gerald Raab). Caricatura of Franz Liszt tocando el piano (Archives Charmet/The Bridgeman Art Library). Grabado de Wilhelm von Kaulbach según La batalla de los hunos, de Eugène Delacroix (© culture-images/Lebrecht). El portador del estandarte, de Hubert Lanzinger (Peter Newark Military Pictures/The Bridgeman Art Library). Sellos del Tercer Reich que presentan las óperas de Wagner, 1933. Anuncio de una presentación de The Fisk University Jubilee Singers (© Look and Learn/Peter Jackson Collection/The Bridgeman Art Library). 366
créditos de las imágenes
Cuatro bailarinas en un pueblo javanés, París, Exposición Universal, 1889 (© Niday Picture Library/Alamy). Narcisse, diseño del traje de Leon Bakst para los Ballets Russes de Serguéi Diáguilev, 1911 (© Leemage/Lebrecht Music & Arts). Vaslav Nijinsky en L’Après midi d’un faune, de Claude Debussy, Ballets Russes, séptima temporada (© De Agostini/Lebrecht Music & Arts). Paul McCartney en un estudio para grabar «The Family Way», noviembre de 1966 (Getty Images). Steve Reich (Boosey and Hawkes/ArenaPAL). Paul Simon canta con Ladysmith Black Mambazo en un concierto en la Library of Congress, Washington, DC (© Chris Kleponis/epa/ Corbis).
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Agradecimientos
Agradecimientos a David Jeffcock, Francis Hanly, Jan Younghusband, Paul Sommers, Caroline Page, Martin Cass, Will Bowen, Justine Field, Adam Barker, Tony Bannister, Colin Case, John Pritchard, Iain McCallum, todos los cuales ayudaron a crear –con muchos otros colegas habilidosos– la serie BBC TV, y por el libro, a Silvia Crompton, Becky Hardie, Cat Ledger, Caroline Chignell, Peter Bennett-Jones, John Evans, y por el apoyo infalible y el estímulo musical a lo largo de la duración de esta descomunal empresa, a Val, Daisy and Millie Fancourt, Kathryn Knight, Tim Brooke, Richard Paine, Richard King, Stephen Darlington, Darren Henley, Melvyn Bragg, Simon Halsey, Claire Jarvis, Pru Bouverie y a mis padres, Geoffrey and Marion Goodall.
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Índice analítico
abasí, época, 71 acorde del Tristán, 208 acordes, 43, 50, 51-55, 56, 80, 85, 102103, 104, 106-108, 145, 148, 207209, 220, 243-244, 251 Adams, John, 296, 297, 344 Adele, 106, 167, 274 Al-Ándalus, califato de, 43, 68 Albarn, Damon, 343 Albéniz, Isaac, 270 Alemania época antigua, 17 1450–1650, 69, 72, 73, 82 1650–1750, 91, 95, 111, 112, 119-124 1750–1850, 150-151, 167, 172-173, 176-177 1850–1890 véase Wagner, Richard 1890–1918, 231, 241-245 1918–1945, 298-299, 303, 304-206 véase también nombres de compositores alemanes Alfvén, Hugo: Rapsodia sueca no.1 – Midsommarvaka, 200, 270 al’Ud, 43, 68 Amati, Andrea, 72 «Amazing Grace», 52-53, 54 Anderson, Leroy: The Typewriter, 293 anglosajones, 37
antífona, 86 antiguos egipcios, 19, 20 antiguos griegos, 20, 24-27, 58, 61, 62, 77, 92, 212 antisemitismo, 173, 223, 239, 302 Apollinaire, Guillaume, 292 Arcadelt, Jacques, 83-84 arco, 69, 70 Aristófanes, 27 armonía, 36, 42, 43, 50-56, 61, 62, 79, 103, 207-209, 220 armónicos naturales, 251 Armstrong, Louis, 279, 280, 301, 302 Arne, Thomas, 132, 149 Arnold, Samuel, 155, Asche, Oscar: Chu-Chin-Chow, 291 Ashwell, Thomas, 80 Auric, Georges, 345 Avempace (Ibn Bayyah), 45 Avraamov, Arseny: Sinfoniya gudkov, 292 Babbitt, Milton, 338 babilonios, 20 Bach, Carl Philipp Emanuel, 123, 125, 139, 141, 142 Bach, Johann Christian, 113, 125, 139, 144, 145, 148-149 371
una historia de la música
Bach, Johann Sebastian, 11, 33, 106, 112, 113, 119-125, 126, 132, 134, 139, 141, 145, 152, 163, 170, 180, 233-234, 245, 336, 348, «Aria para la cuerda de sol», 353 Die Kunst der Fuge, 123 El clave bien temperado, 119 «Fuga alla giga», 122 «Jesús, alegría del del anhelo del hombre», 122 Ofrenda musical, 124 «O Lamm Gottes, unschuldig», 125 Pasión según san Juan, 124 Pasión según san Mateo, 124 Bacharach, Burt, 330 bajo continuo, 101 Balakirev, Mili, 193, 254 ballet, 75, 95, 96, 255-257, 258-260, 290-294, 290-291 Ballet Comique de la Reine, 75, 95 Ballets Russes, 255, 258, 293, 294 bandas sonoras, 12, 145, 190, 196, 238, 315 Banister, John, 129 Barber, Samuel, 298 Barbershop, tradición del, 67 Barenboim, Daniel, 253 Barry, John, 316, 338 Bartók, Béla, 238, 296, 307, 310, 315 Basie, Count, 279, 288 Bayreuth, 209, 212, 216-218, 224, 227, 229, 232, 233, 234, 235, 242 Beach, Amy: Suite française, 270 Beach Boys, The, 338 Beatles, The, 192, 275, 324, 332-334, 335, 338, 340, 342, 343 Beaujoyeulx, Balthasar de, 75 Beaulieu, Lambert de, 75 Beaumarchais, Pierre Augustin Caron de: Las bodas de Fígaro (obra de teatro), 154 bebop, 320-321, 321-322 Beethoven, Ludwig van, 11, 15, 140, 142, 151, 153, 154, 158, 159-163, 372
165, 167, 168-172, 172-173, 173174, 175, 179, 180, 190, 193, 196, 200, 248-249, 269 Coriolano, 169 Criaturas de Prometeo, Las, 168 cuartetos de cuerda, 171 Egmont, 169 Rey Esteban, El, 169 «Canción de la pulga de Mefisto, La», 168 Sonata para piano n.º 8, «Pathétique», 161 Sinfonía n.º 3, «Heroica», 160-162, 169, 193, 237, 295, 310 Sinfonía n.º 5, 15, 148, 169, 196, 248 Sinfonía n.º 6, «Pastoral», 154, 165, 167, 193 Sinfonía n.º 7, 169-170, 337 Sinfonía n.º 8, 337 Sinfonía n.º 9, «Coral», 148, 170171, 175, 346 Victoria de Wellington, La, 169 Bellini, Vincenzo, 184, 186 Benois, Alexandre, 255 Berg, Alban, 238 Berlin, Irving, 330 Berlioz, Hector, 158, 168, 171, 174, 182-184, 215 Bernstein, Elmer, 196, 330 Bernstein, Leonard, 205, 238, 296, 300, 339, 346 Berry, Chuck: «Roll over Beethoven», 335 Bertolotti, Gasparo di («Gasparo da Salò»), 72 Beyoncé: «If I Were a Boy», 328 Bhangra, 345 Biber, Heinrich, 105-106, 111 Billy Eckstine and his Orchestra, 321 Birck, Wenzel, 150 Bizet, Georges, 252, 275, 283 Blake, Eubie, 279 Blakey, Art, 321, 323 Bliss, Arthur, 298 Blitzstein, Marc: The Cradle Will Rock, 300
índice analítico
Blondie: «Rapture», 345 blues, 265-268, 269 Blur, 343 Boccherini, Luigi, 277-278 Bologne, Joseph, 155 Bonaparte, Napoleón, véase Napoleón Bonaparte bordón, 35-36 Borodin, Aleksandr, 193, 254, 255, 257 Boughton, Rutland, 227 Boulez, Pierre, 334, 338 Bowie, David, 301, 342 Boyce, William, 149 Brackett, Joseph: «Simple Gifts», 314 Bragg, Melvyn: The Hired Man, 300 Brahms, Johannes, 199, 227, 228, 234, 245, 248, 269 Brecht, Bertolt, 298, 299, 300 Brenston, Jackie: «Rocket 88», 322323, 324 Britten, Benjamin, 238, 239, 313, 316, 338, 346 Broadway, 279, 289, 290, 302, 339 Broadwood, John, 161 Bruch, Max: Serenata en la menor, 270 Bruckner, Anton, 228 Brudevaelte Lurs, 23 «Bryng us in good ale», 65 Burleigh, Harry Thacker, 202, 204 Busch, Fritz, 270 Butterworth, George, 270-271 Buxtehude, Dietrich, 125 Byrd, William, 74, 77, 81 cadencia, 52, 62, 103 Cage, John, 338 «cakewalks», 267 Calloway, Cab: «Jitter Bug», 321 Camerata Fiorentina, 87 canto ambrosiano, 31 canto beneventano, 32 canto galicano, 31 canto gregoriano, véase canto llano canto llano, 12, 31-32, 34, 35, 37, 41, 45, 61
canto mozárabe, 32 canto Sarum, 32 cantos Znamenny, 254 Carey, Mariah, 60 Carissimi, Giacomo, 131, 132 Carlos, Wendy, 346 Caruso, Enrico, 261 castrati, 128 Catalina de Medici, 72, 74-75, 95 Cavalli, Francesco, 95, 127 Caxton, William, 65 Chaconne, 105-106 Chaikovski, Piotr, 197, 200, 229, 232, 234, 245-246, 254 Chaliapin, Fiódor, 255 Chaplin, Charlie, 279, 291, 294, 303, 345 Cherepnín, Nikolái, 255, 256 Cherubini, Luigi, 179, 185 Chicago, 267, 268, 273, 280 China, 19, 25, 31, 71, 118 Chopin, Frédéric, 110, 175, 177-180, 197, 237, 255, 348 Christian, Charlie, 319-320, 322 círculo de quintas, 107-109 cítara, 26 cítola, 69 claves, 61, 62, 103, 108, 109-110 clavicordio, 97, 112, 333 Coates, Eric: «Calling All Workers», 313 Cocteau, Jean, 291, 292 Cohen, Leonard: «Hallelujah», 288 Coldplay, 11, 243 Coleridge-Taylor, Samuel, 205, 263-265 Colman, George: Inkle and Yarico, 155 concerto, 76, 97, 98, 110-111 concerto grosso, 101 conjuntos instrumentales, 73, 74, 99, 100, 101, 110 contrapunto, 122-124, 140 Contrarreforma, 80, 81, 88 contredanse, 283, 284, 289 Cooke, Sam: «A Change is Gonna Come», 155 Copland, Aaron, 238, 313, 314, 330 373
una historia de la música
Coprario, Giovanni (John Cooper), 95 corales, 79, 81, 121, 125 Corelli, Arcangelo, 98-101, 108, 110, 111, 141 Corigliano, John, 238 Cornysh, William, 64 Couperin, François, 125 «Coventry Carol», 66 Cristofori, Bartolomeo, 112 cromatismo, 220 csárdás, 197, 198-199 cuarta perfecta, 50, 51, 52, 53 Cui, César, 197, 232 danza, véase también ballet Davis, Miles, 302 Debussy, Claude, 110, 179, 192, 229, 235, 248, 249-250, 253, 257, 258, 259, 267, 313-314 Deep Purple, 343 Delibes, Leo, 200, 252 Delius, Frederick: Brigg Fair, 270 Diáguilev, Serguéi, 254, 255-256, 292, 293, 294, 295 Diamond, Neil, 330 dinámica, 100 Dipura Raden Rana, 250 discos, 261, 278, 281, 322 disonancia, 85, 94, 145, 243-244 Dixieland, 268, 282 Dizzee Rascal: «Boy in da Corner», 345 DJ Kook Herc (Clive Campbell), 344 Domino, Fats: «Blueberry Hill», 288 Donegan, Lonnie, 338 Donizetti, Gaetano, 186 Dowland, John, 84-85, 343 Dufay, Guillaume, 55-56, 58 Dumas, Alexandre, 183, 188 Dunstaple, John, 50, 53, 55, 109 Dussek, Johann, 160-161 Dvořák, Antonin, 193, 200-206, 252 Sinfonía n.º 9, «Del Nuevo Mundo», 201-205, 277, 331 Dylan, Bob, 274, 301, 324, 330, 332
374
Eckstine, Billy, 321, 322 Eisenstein, Serguéi, 315 Elfman, Danny, 190, 238, 316 Elgar, Edward, 11, 133, 228, 264, 269, 271, 276, 314 Ellington, Duke, 279, 280, 281, 288 Enrique VIII, rey de Inglaterra, 63, 74, 76, 80, 81 «Pastyme with good companye», 63 Entartete Musik (exposición), 304, 306, 307 escala octatónica, 257 escala pentatónica, 204, 250-251 espirituales, 202, 204, 262, 265, 313 Esquilo, 169, 212 Estados Unidos de América 1850–1890, 200-206 1890–1918, 262-269 1918–1945, 273, 274, 276-277, 278-283, 289-290, 297, 299, 301-304, 306, 313-314, 316 1945–2012, 319-325, 329-331, 339-342, 344 Este, Isabella d’, marquesa de Mantua, 72, 74 Esterházy, príncipe Nikolaus, 150, 166 estilo melismático, 60, 81 Evans, Bill, 179, 251 Exposición Universal (Exposition Universelle), París (1889), 234, 247, 249, 253 Exposition Universelle (Exposición Universal), París (1889), 247, 253 Faithfull, Marianne, 301 Fanshawe, David, 347 Fauré, Gabriel, 234, 292 Fausto, 167 Feldman, Morton, 338 Fernández, Joseíto: «Guajira Guantanamera», 328 Fessenden, Reginald, 273, 275 Fewkes, Jesse Walter, 261 Fibich, Zdeněk, 227 fídula, 69, 71, 72, 73
índice analítico
Field, John, 175, 180 Fisher, William Arms: «Goin’ home», 203 Fitzgerald, Ella, 302 flautas primigenias, 17-18 Fokine, Michel, 255 fonoautógrafo, 260 fonógrafo, 260 forma sonata, 149, 150, 154, 176 Francia período antiguo, 17, 30, 31, 43-44, 47, 55 1450–1650, 69, 72, 74-75, 82, 83, 89 1650–1750, 91, 95-96, 97, 133 1750–1850, 154, 174-175, 158 1850–1890, véase también Berlioz, Hector 1890–1918, 233-234, 248-253, 255 1918–1945, 291 véase también nombres de compositores franceses Franck, César, 253, 234 Franklin, Aretha, 302 Freedman, Max C.: «Rock around the clock», 324 fuga, 121-124 Gabrieli, Andrea, 86 Gabrieli, Giovanni, 86 Galilei, Galileo, 94, 82, 94, 121 Galilei, Vincenzo, 103, 118 Gallo, Domenico, 293 gamelán, 340 Garfunkel, Art, 330 «Gaudete», 65 Gay, John: The Beggar’s Opera, 128, 129, 155, 299 Gershwin, George, 11, 274. 276-277, 290, 301-302, 330, 339, 348 Gershwin, Ira, 290, 301, 339 Gilbert, W. S. y Sullivan, Arthur, 230, 252, 275 Gillespie, Dizzy, 322 Glass, Philip, 297, 330, 340, 342 Glazunov, Aleksandr, 193
Glinka, Mikhail, 245, 253 Gluck, Christoph, 146, 148, 179 Gobineau, J. Arthur, 223 Goethe, Johann Wolfgang von, 167, 174, 177 Góis, Damião de, 81 Goldmark, Rubin, 202 Goldsmith, Jerry, 316 Goodall, Howard Enchanted Voices, 346-347 The Hired Man, 300 Goodman, Benny, 319, 320, 330 Goodman, sexteto de Benny, 319 Gordon, Dexter, 322 Górecki, Henryk: Sinfonía de las canciones tristes, 346 Gorillaz, 343 Gounod, Charles François, 184, 235, 252 grabación, 12, 260-262, 336, 337 gramófono, 261 gramola. 300 Gran Bretaña/Inglaterra período antiguo, 30, 31, 37 1450–1650, 63-64, 68, 70, 74-75, 76, 80-81, 82 1650–1750, 91, 126-130, 131-133, 134 1750–1850, 137-138, 144-145, 154155, 165 1850–1890, 201, 210-211, 228-229 1890–1918, 231-232, 252, 262-264, 270-271 1918–1945, 273-274, 278, 313, 316, 317 1945–2012, 332-334 véase también nombres de compositores británicos Granados, Enrique: Escenas románticas, 270 «Greensleeves», 63, 265 Grieg, Edvard, 190, 269, 275 Guido of Arezzo, 36, 39, 88 guitarra, 69 guitarra eléctrica, 319, 322, 323 Gutenberg, Johannes, 58 375
una historia de la música
habanera, 283-284, 288-289 Hahn, Reynaldo: Caprice mélancolique, 270 Haley, Bill, 324 Hammerstein, Oscar, 289, 290, 339 Haendel, Georg Friedrich, 28, 108, 125-127, 128, 130, 131-135, 137, 139, 141, 144, 152, 163, 170, 273, 336 Messiah, 28, 91, 131, 132, 134 Hart, Lorenz, 290, 339 Hauptmann, Elisabeth, 299 Haydn, Josef, 33, 102, 133, 140, 141, 142, 145, 148, 150, 151-152, 154, 156, 161, 162, 170, 180, 220, 248, 276, 336 Orlando Paladino, 157 «Palpita adogni istante», 157 Sinfonías «París» (números 82–87), 155 Henderson, Fletcher, 279 Henze, Hans Werner, 338 Herbert, Victor, 203 Herrmann, Bernard, 238, 243, 296, 316, 330, 338 Hertz, 33 Heyward, Dubose, 301 Hildegard von Bingen, 41 himno de Oxirrinco, 31 himnos, 26, 79, 121, 125, 262, 329 Hindemith, Paul, 238, 298 hip-hop, 265, 344-345 Hoffmann, E. T. A., 177, 215, 255 Hogan, Ernest: «All Coons Look Alike», 302 Holiday, Billie, 302, 303, 313 Holly, Buddy, 338 «Holly and the Ivy, The», 65 Holst, Gustav suite de Planets, 270, 271 A Somerset Rhapsody, 270 Horner, James, 238 Howard, James Newton, 238 Hucbald, 39 Hugo, Victor, 183, 187, 252 376
Hummel, Johann, 148, 164, 170 Humperdinck, Engelbert: Hansel and Gretel, 226 «Humpty Dumpty», 286, 288 Huneker, James, 205 Huygens, Christiaan, 92 Ibn Bayyah (Avempace), 45 Ibn Khurradadhbih, 71 Iglesia católica, véase Iglesia Católica Romana Imperio austrohúngaro 1750–1850 véase Beethoven, Ludwig van; Haydn, Josef; Mozart, Wolfgang Amadeus; Schubert, Franz 1850–1890, 190, 196, 197 1890–1918, 231, 236-240, 243, 245 véase también nombres de compositores austríacos Imperio bizantino, 30, 71 imprenta, 58 ‘In dulci jubilo’, 65, 67 Indy, Vincent D’, 294 Inglaterra, véase Gran Bretaña/Inglaterra instrumentos cordófonos, 68 instrumentos de teclado, 76, 100, 112, 114-119, véase también nombres de instrumentos Iradier, Sebastián de, 283 isorritmia, 48-49 Italia período antiguo, 31 1450-1650, 28, 58-60, 64, 69, 71-72, 74, 82, 84-89 1650-1750, 91, 78-79, 96-97, 92-101, 110-111, 125, 126, 127, 133 1850-1890, 186-189, 190 1918-1945, 295, 306, 316 véase también nombres de compositores italianos Jackson, Michael, 157, 274 Janáček, Leoš, 193, 238 Jarre, Maurice, 316, 338
índice analítico
Jay-Z: «Empire State of Mind», 345 jazz, 253, 268-269, 274, 276, 279-281, 282, 287, 288, 303, 319, 320-322 véase también nombres de individuos «John Brown’s Body», 285 Johnson, James P., 268, 279 Johnson, Pete: «Rocket 88 Boogie», 322-323 Joplin, Scott, 267, 283, 287, 323 Josquin des Prez, 58-61, 72, 81, 103, 108 Jubilee Singers, 262, 264 Jury, Dr. Hugo, 225 Kander, John, y Ebb, Fred, 339 Cabaret, 300 Kassia de Constantinopla, 344 Kern, Jerome, 289, 290 Keys, Alicia, 275, 345 King Oliver’s Creole Jazz Band, 280 Kinks, The, 338 Klenau, Paul von, 305 Korngold, Erich, 238, 310, 315 Koussevitsky, Serge, 316 Krause, Dagmar, 301 Kreisler, Fritz: Liebesfreud und Liebesleid, 270 Ladysmith Black Mambazo, 331 Lasso, Orlando de, 82 laúd, 22, 43, 68, 70, 72, 73, 76 Lawes, William: Consort Setts, 100 Legrand, Michel, 339 Lehár, Franz, 304 Lennon, John, véase también Beatles, The, 133, 274, 334, 335 Leoncavallo, Ruggero, 189, 261 Léonin, 42 letras macarrónicas, 65 Liádov, Anatoli, 190, 193, 256 Lidgey, Charles Albert, 222 Ligeti, György, 338 Liggins, Jimmy: ‘Cadillac Boogie’, 323 Linarol, Francesco, 72 Lineva, Evgeniya, 261 lira, 71-72 Liszt, Franz, 154, 175, 190-198, 200, 206, 207, 208, 220, 234, 240, 242, 248
Rapsodias húngaras, 197, 198, 199 Sinfonía «Fausto», 167, 207, 240 Lloyd, Arthur, 155 Lloyd Webber, Andrew, 339 «London’s Burning», 122 Longfellow, Henry Wadsworth: The Song of Hiawatha, 202, 204, 164 Lord, Jon, 343 Loulié, Étienne, 94 Luis XIV, rey de Francia, 89, 95, 96, 97, 125, 284, 317 Lully, Jean-Baptiste, 95-98, 125, 284, 287 Lutero, Martín, 58, 60, 78, 79, 80, 329 luteranismo, 79-80, 119-120, 329 Lutosławski, Witold, 338
McCartney, Paul, 104, 133, 334 véase también Beatles, The McDowell, Edward, 201 Mace, Thomas, 93 Machaut, Guillaume de, 47-49, 50 McMillan, James: Veni, Veni, Emmanuel, 296 madrigales, 83, 84, 85, 86, 103 Maelzel, Johann, 94 Mahler, Gustav, 168, 219, 229, 236-240, 257, 259, 310, 311, 314 mandolina, 69 Marianelli, Dario, 316 Mars, Bruno, 274 Martin, George, 333 Marvelettes, The, 326 Mascagni, Pietro, 189 Massenet, Jules, 226, 235, 252 Medici, Catalina de, véase Catalina de Medici Meeropol, Abel, 302-303 Mendelssohn, Fanny, 168, 177 Mendelssohn, Felix, 126, 168, 172-173, 177, 193, 237, 269, 306, 336 Mesopotamia, 21, 22 Messiaen, Oliver, 296, 338, 346 metales, 86, 87, 96, 113, 116, 196, 321, 341 377
una historia de la música
metrónomos, 92, 94, 316 Meyerbeer, Giacomo, 170, 179, 185, 223, 252 Micheli, Zanetto, 72 minimalismo, 340-343 modo dorio, 110 modo/tonus frigio (medieval), 61-22, 109, 110 modo jónico, 110 modo lidio, 110 modos, 62, 108-109 Monteverdi, Claudio, 11, 84-89, 91, 92, 94, 97, 101, 103, 127, 295 Monti, Vittorio: Csárdás, 200 Monza, Carlo Ignazio, 293 Moog, Robert, 346 Morell, Thomas: libreto de Theodora, 137 Morricone, Ennio, 316, 338 Morton, Jelly Roll, 268 Mossolov, Aleksandr: Zavod, Sinfonía de las máquinas, 293 Moten, Benny: «Kansas City Shuffle», 287 motetes, 59 Mozart, Wolfgang Amadeus, 33, 102, 113, 125, 127, 140, 142, 143, 145, 148, 151, 153, 154, 156-159, 161, 162, 163, 176, 180, 209, 220, 235, 248, 276, 280, 326 bodas de Fígaro, Las, 154, 209 Concierto para clarinete, 159 Concierto para piano n.º 23, 158 Clemenza di Tito, La, 209 Così fan tutte, 209 Don Giovanni, 11, 159, 209 Die Entführung aus dem Serail (El rapto en el serrallo), 156 flauta mágica, La, 156, 188, 209 Sinfonía «Júpiter», 159 «Welche Wonne, Welche Lust», 157 Muffat, Georg, 98 Müller, Wilhelm, 166 música afroamericana, 201, 203, 204, 205, 206, 262-265 378
música cubana, 283, 326-329 música de los nativos estadounidenses, 201, 204-205, 206, 252 música étnica, véase música folk/música étnica música folclórica húngara, 197-199 música folk anglo-celta, 266, 332, 340 música folk/música étnica, 179, 197206, 256, 260, 262-264, 265, 269, 307, 247 música «gitana», 198, 199 música hindú, 62, 68, 198, 220 música impresa, 63 música indostánica, 49 música javanesa, 250 música negra, véase música afroamericana música popular, 145, 262, 269, 274275, 277, 296, 303, 316, 327, 330, 333, 340, 342, 343, 345, 348 musicales, 28, 279, 289-290, 339-340 Mússorgski, Modest, 193, 246-247, 248, 254, 255 Napoleón Bonaparte, 160, 161-162, 168, 170, 176, 252 National Conservatory of Music, New York, 201, 202, 206 Navarro, Fats, 322 nazis, 224, 225, 227, 238, 300, 303, 304, 305, 306, 307, 315 neumas, 37-38, 40 Newman, Alfred, 238, 338 Newman, Thomas, 316 Nijinsky, Vaslav, 255, 257, 259 nocturnos, 176 Nono, Luigi, 338 Norton, Frederic: Chu-Chin-Chow, 291 notación, 20, 30, 31, 36, 39-40, 42, 4546, 49 notas familias de, véase modos; claves etiquetar incorrectamente las, 14 notes inégales, 284, 287 Novello, Ivor: «Keep the Home Fires
índice analítico
Burning», 271 Nyman, Michael, 142 octava, 33, 50, 51, 220 subdivisiones de, 115-118, 220-221 Offenbach, Jacques, 185, 191, 290 Oliver, King, 279, 280 ópera, 27, 84, 86-89, 94, 95, 97, 110, 125, 127, 128, 129, 146, 172, 184, 185, 189, 209, 211-220, 221-222, 226, 228-229, 242-244, 255, 295, 297-298, 316, 339 oratorios, 28, 130-133, 134, 137 Orchestra of the Age of Enlightenment, 336 Orff, Carl, 296, 306, 314 órgano, 24. 28. 35, 37, 68, 77, 100, 112113, 121 organum, 28, 35, 36, 37, 42 Orquesta Filarmónica de Berlín, 133, 305 Orientalismo, 252, 257 Original Dixieland Jazz (or Jass) Band, 268, 287 orquesta, 87, 96, 151, 169-170 Pachelbel: «Canon», 108 Paganini, Niccolò, 168 Paleolítico, período, 17 Palestrina, Giovanni Pierluigi da, 80, 82, 85, 104 Parker, Charlie, 322 Parry, Charles Hubert, 133, 205, 228, 270-271, 314 Pärt, Arvo, 346 parte del bajo, 78, 79, 102, 184, 282, 326, 328 Passacaglia, estructura del, 105 Paumann, Conrad, 78 Pávlova, Anna, 255 Penderecki, Krzysztof, 293, 338 péndulos, 92, 94 Pergolesi, Giovanni, 293 Peri, Jacopo, 87, 94, 97 Pérotin, 42, 43, 45, 46, 50
Peterson, Oscar, 302 Petrucci, Ottaviano, 63 piano, 76, 112, 113, 121, 175, 176, 191 pietismo, 121, 124 Piñeiro, Ignacio, 328 Platón, 25, 61 Playford, John: The English Dancing Master, 129-130 Pleyel, Ignaz, 148 poema sinfónico, 192 polifonía, 35, 48, 49, 51, 67, 80 polirritmia, 259, 327 Ponchielli, Amilcare: Omagio a Donizetti, 279 Porter, Cole, 274, 275, 290, 294, 302, 338, 339 Poulenc, Francis, 235, 294 Presley, Elvis, 15, 324, 331, 338 Prévin, André, 330 Prince. 274 Procul Harum: «Whiter Shade of Pale», 108 progresión, 52-53 véase también progresión armónica progresión armónica, 103, 104, 334, 342 Prokófiev, Serguéi, 238, 293, 294, 299, 307, 308, 310, 311, 313, 315 proporción del tono, 50 proporción perfecta, 117 protestantismo, 79, 80, 81, 122 Puccini, Giacomo, 189, 201, 297, 314, 339 Purcell, Henry, 126 qanun, 43 quinta perfecta, 50-53 Quantz, Johann Joachim, 93 rabel, 68, 71 radio, 12, 261, 273-274 Radiohead: «Kid A», 346 Raff, Joachim, 197 ragas, 49, 61, 62 ragtime, 267, 282, 287 379
una historia de la música
Rameau, Jean-Philippem 126, 284, 287 Ranelagh Pleasure Gardens, 143 Rattle, sir Simon, 133 Ravel, Maurice, 235, 179, 270, 304, 312 rebab, 43, 71 Redford, John. 77 Reed, Lou, 301 Reforma, 79-81, 88 Reger, Max: Eine Romantische Suite, 270 Reich, Steve, 296, 340, 342 Reinecke, Carl: Serenata en si menor, 270 relojes de péndulo, 92 Renacimiento, 13-14, 58 Respighi, Ottorino, 306 Rich, John, 128 Rieu, Andre, 304 Riley, Terry, 340 Rimski-Kórsakov, Nikolái, 193, 197, 232, 248, 253, 254, 255, 256, 257, 258 ritmo, 45-46, 56, 283-289, 327 véase también síncopa ritmo de puntillo, 285 rock and roll, 288, 319, 322-324 Rodgers, Richard, 290, 339 Roman Catholic Church, 58, 62, 78, 79, 80, 82, 121, 128 romanos, 23, 28-29, 131 Romanticismo, 164-165, 176-177 Rossi, Luigi: Orfeo, 95 Rossi, Salamone, 97 Rossini, Gioachino, 172-173, 179, 184, 185, 186 Rota, Nino, 316, 338 Rózsa, Miklós, 338, 316, 338 Rózsavölgyi, Márk, 198 Rückert, Friedrich, 237 Rusia 1750–1850, 176 1890–1918, 231, 232-233, 245-247, 253-257 1918–1945, 293-294, 295-296, 305, 307-311, 316 véase también nombres de compositores rusos
380
Saint-Saëns, Camille, 190, 233, 234, 292, 304 Salieri, Antonio, 170, 172, 196 salmos, 20, 29-30 sampling, 342 San Marcos, basílica de (Venecia), 85, 86-87, 92 Satie, Erik, 234-235, 291-292, 299, 304, 334 Sauveur, Joseph, 94 Savonarola, Girolamo, 60, 82 Schiller, Friedrich: «Himno a la alegría», 170 Schoenberg, Arnold, 208, 218, 238, 240, 241, 300, 305, 334 Schopenhauer, Arthur, 214, 219 Schubert, Franz, 151, 165-166, 167, 169, 172, 177, 196, 200, 237, 334 Schumann, Clara Wieck, 168, 176, 209 Schumann, Robert, 164, 172, 175, 177, 200, 234, 237 Schütz, Heinrich, 125 Schwartz, Stephen, 339 Schwarzkopf, Elisabeth, 224 Scott de Martinville, Édouard-Léon, 260 Scriabin, Alexander, 221, 316 Sedaka, Neil, 330 serialismo, 208, 241, 242, 300, 334 serialismo de doce tonos, 305 Sex Pistols, 145 Sexteto (más tarde Septeto) Nacional, 328 Shabalala, Joseph, 331 Shelley, Harry Rowe, 202 Shore, Howard, 238 Shore, John, 94 Shostakóvich, Dmitri, 238, 279, 298, 304, 307, 308, 309, 310, 311, 312, 313, 314, 338 Sinfonía n.º 7, «Leningrado», 311, 313 shuffle, 287 Sibelius, Jean, 193, 199, 200, 238, 270, 336 Silbermann, Gottfried, 112, 113 Simon, Paul, 275, 329-330, 332
índice analítico
Sinatra, Frank, 301 síncopa, 267, 282, 327-329 sinfonia, 76, 149, 150, 153, 171, 193, 210, 227 Smetana, Bedřich, 197, 200 Smith, Bessie, 279 Smithson, Harriet, 174, 182, 183 son, 326 Sondheim, Stephen, 300, 330, 339, 340 Sousa, John Philip, 267 Sparky’s Magic Piano, 346 Spohr, Louis, 379 Spontini, Gaspare, 185 Spring-Rice, Cecil: «I vow to thee, my country», 271 Stamitz, Johann, 150 Sting, 84, 104, 301, 343 Stockhausen, Karlheinz, 335, 338 Stone, Jesse: «Shake, Rattle and Roll», 324 Stradivari, Antonio, 72 Strauss, Richard, 193, 239, 242, 256, 304, 305, 314 Stravinski, Ígor, 232, 238, 241, 254, 255-257, 261, 293, 295, 307, 314, 338, 342 Consagración de la primavera, La, 256, 258, 259, 260, 295, 300, 313, 327 Les Noces (Svadebka), 295-296, 313 Pájaro de fuego, El, 221, 256, 257, 258, 261, 313, 314 Petrushka, 256, 258 Pulcinella. 293 The Rake’s Progress (El progreso del libertino), 295 Sullivan, Sir Arthur, 211 véase también Gilbert, W.S, y Sullivan, Arthur «Sumer is icumen in», 46 surrealismo, 292-293 Swift, Taylor: «Love Story», 264 swing, 282, 287, 288, 303, 321 «Swing Low, Sweet Chariot», 203, 204, 205
Szymanowski, Karol, 238 tala, 49 Tallis, Thomas, 74, 77, 81, 82 tango, 289 Tatum, Art, 288 teatro griego, 217 técnica policoral, 86 Temperamento igual, 113-119 tempo, 92, 94 tenor, 67 tercera mayor, 53, 54 tercera menor, 53, 54 Tiomkin, Dmitri, 316 Tippett, Michael: A Child of Our Time, 313, 314 tonada/melodía, principal, 67, 79, 79 tono, 19, 25, 32-33, 34 tonoi, 61 tonos frigio (antiguos griegos), 61 Trasuntino, Vito, 115 tríadas, 54-55, 85, 104, 146, 220 trítono, 51 Turner, Big Joe, 324 Turner, Ike, 322 Twain, Mark, 218 Valère, basílica de, 77 Vaughan Williams, Ralph, 133, 270, 314 Vauxhall Pleasure Gardens, 143-144, 145 Venuti, Joe, 288 Verdi, Giuseppe, 186-189, 209, 216, 229 Verve, The, 275 Victoria, Tomás Luis de, 82 vielle, 71, 72, 73 vihuela, 68-69, 70 vihuela de arco, 69 viola, 71, 96 viola da braccio, 69, 72 viola da gamba, 69, 72, 73 violín, 69, 71-74, 75, 75, 96, 98 virginales, 76, 100 381
una historia de la música
Vivaldi, Antonio, 108, 110-111, 127, 132, 141, 295 Voltaire, 139, 140 W de Wycombe, 46 Wagenseil, Georg, 150 Wagner, Richard, 171, 175, 180, 206219, 220, 221-227, 228, 229-230, 231, 232, 233, 234, 235, 236, 237, 242, 248, 271 Ciclo del Anillo, 207, 212-214, 228, 237 Crepúsculo de los dioses, El (Götterdämmerung), 212, 214, 217, 275 Lohengrin, 211 Maestros cantores de Núremberg, Los, 211 Oro del Rin, El, 207, 213, 216 Parsifal, 212, 214, 217, 219, 220, 221, 222, 223, 224, 225, 228, 229, 232, 236, 273, 302 Sigfrido, 212 Tannhäuser, 211 Tristan und Isolde, 184, 207, 208, 212, 214, 218, 220, 229, 268 Escritos: El judaísmo en la música, 173 Erkenne dich selbst, 224 Ópera y drama, 229 «Sobre poesía y composición», 227 Wainwright, Martha y Rufus, 301 Waits, Tom, 301
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Waller, Fats, 279 Walton, William, 313 Watts, Isaac, 262 Waxman, Franz, 310 Weill, Kurt, 238, 298-299, 300 Wells, H.G.: Tono Bungay, 270 Wesley, Samuel, 149 West, Kanye: «My Beautiful Dark Twisted Fantasy», 345 West-Eastern Divan Orchestra, 253 Whiteman, Paul, 276, 277 Widor, Charles-Marie, 233, 247 Wieck, Clara, véase Schumann Williams, John, 238, 316 Williams, Robbie, 301 Winchester Troper (El tropario de Winchester), 37 Winkel, Dietrich, 94 Wolf-Ferrari, Ermanno, 190, 304 Wonder, Stevie, 145, 274, 326, 329 Worde, Wynkyn de, 64 xiqin, 71 Yared, Gabriel, 316 Zacconi, Ludovico: Prattica di musica, 93 Zappa, Frank, 343 zéjel, 45 Zhu Zaiyu: Lüxue xinshuo, 118 Zimmer, Hans, 196, 296 Zola, Émile, 213-214