Un teatro anómalo: ortodoxias y heterodoxias teatrales bajo el franquismo 9783968690841

Este volumen desgrana las formas en que la anomalía teatral, articulada en el eje de la ortodoxia y la heterodoxia, oper

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Spanish; Castilian Pages 350 [403] Year 2021

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Un teatro anómalo: ortodoxias y heterodoxias teatrales bajo el franquismo
 9783968690841

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UN TEATRO ANÓMALO Ortodoxias y heterodoxias teatrales bajo el franquismo Diego Santos Sánchez (ed.)

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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 59

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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UN TEATRO ANÓMALO Ortodoxias y heterodoxias teatrales bajo el franquismo Diego Santos Sánchez (ed.)

Iberoamericana • Vervuert • 2021

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Este libro se ha publicado con el apoyo del Instituto del Teatro de Madrid, del Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la Universidad Complutense de Madrid, del proyecto de investigación “Historia del Teatro Español Universitario (TEU). Primera etapa (19391950)” [FFI2015-66393-P], y del Ayuntamiento de Alcalá de Henares.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2021 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 © Vervuert, 2021 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-180-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-083-4 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-084-1 (e-Book) Depósito legal: M-24920-2021 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Interiores: ERAI Producción Gráfica The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 La impresión de este libro se ha realizado sobre papel certificado FSC a partir de madera procedente de bosques gestionados de forma respetuosa con el medio ambiente, socialmente beneficiosa y económicamente sostenible. Impreso en España

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A mi padre

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Índice

La anomalía del teatro bajo el franquismo: entre la ortodoxia y la heterodoxia Diego Santos Sánchez................................................................... 13 I. Poéticas El Teatro Español Universitario: entre la ortodoxia teórica y la práctica heterodoxa Javier Huerta Calvo....................................................................... 41 “Razón y ser de la dramática futura” de Torrente Ballester. La construcción identitaria franquista a través de una nueva propuesta teatral Juan Manuel Escudero Baztán..................................................... 73 Los dilemas morales del vencedor: modelos de distorsión del género trágico en el teatro del franquismo Verónica Azcue............................................................................... 103 Estudio de los elementos constitutivos del Nuevo Teatro Español: entre crítica y necesidad de esquivar la censura Anne Laure Feuillastre................................................................. 117

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La estética ceremonial a ojos de la censura. Los casos de Miguel Romero Esteo y Luis Riaza en el ocaso del franquismo María Serrano Aguilar.................................................................. 137 II. Censuras De las identidades posibles en el teatro comercial de posguerra: la homosexualidad femenina Alba Gómez García........................................................................ 159 La censura preventiva del teatro de Llorenç Villalonga (1954-1975) Francesc Foguet i Boreu............................................................... 177 La censura anula toda identidad: Diálogos de la herejía y Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas de Agustín Gómez-Arcos Giuseppina Notaro......................................................................... 197 El teatro no profesional frente a la censura franquista: el caso del grupo Pequeño Teatro Dido Maša Kmet....................................................................................... 211 III. Fronteras Dramaturgos irlandeses en la cultura teatral en España durante el franquismo Raquel Merino Álvarez................................................................. 233 El teatro hispanoamericano en los escenarios franquistas de Madrid Cristina Bravo Rozas..................................................................... 273 El teatro de Ibsen en TVE como escenario de la batalla por el cambio (1964-1984): los casos de Peer Gynt y Un enemigo del pueblo Cristina Gómez-Baggethun.......................................................... 305 IV. Exilios La construcción del personaje femenino en el teatro mayor de Max Aub Noelia García García.................................................................... 333

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Teatro y política informativa sobre el exilio. Callados como muertos (1952), de José María Pemán, y Murió hace quince años (1953), de José Antonio Giménez-Arnau Fernando Larraz............................................................................ 361 El legado del teatro del exilio republicano de 1939 a través del Centro de Documentación Teatral del INAEM Berta Muñoz Cáliz........................................................................ 383 Sobre los autores................................................................................ 405

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La anomalía del teatro bajo el franquismo: entre la ortodoxia y la heterodoxia Diego Santos Sánchez Universidad Complutense de Madrid/ITEM

En su primera intervención, Bernarda Alba grita con vehemencia: “¡Silencio!”, y ese mismo grito es también el que cierra La casa de Bernarda Alba tras el suicidio de Adela. Aunque el texto fue escrito en 1936, poco tiempo antes del fusilamiento de Federico García Lorca a manos de fuerzas sublevadas al comienzo de la Guerra Civil, algunos críticos han visto en la figura de Bernarda la antesala de lo que estaba por llegar (Neuschäffer 1994: 37 y ss.), como si la ley del silencio que la madre impone a sus hijas anticipase la censura que, ya desde 1936 en zona rebelde, regiría el devenir cultural, literario y teatral de España bajo el franquismo. Esta regencia del no decir conlleva una forma de alterar y perturbar los discursos: la propia Bernarda, presa de su férreo control, manipula los hechos y afirma, para no salirse de la estrecha ortodoxia que ella misma se ha marcado, que su hija Adela ha muerto virgen. De este modo y como anticipa Bernarda, las estrategias discursivas centradas, por un lado, en el silenciamiento de la heterodoxia

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y, por otro, en la manipulación informativa para forjar la ortodoxia serán la base de la anomalía teatral que comienza con la propia Guerra Civil: los modos en que la intervención estatal por parte de la España rebelde primero y del régimen de Franco después determinaron el teatro español marcan el fin de un periodo, el de la Edad de Plata, que había sido testigo de un desarrollo teatral sin precedentes en la España contemporánea. El teatro pasará, a raíz del golpe de Estado y la subsiguiente dictadura, a verse sometido a fórmulas de control y coerción que lo violentarán de una manera inédita. “Nací para tener los ojos abiertos. Ahora vigilaré sin cerrarlos hasta que me muera” (García Lorca 1999: 173), dice Bernarda, en lo que, desde este punto de vista, resulta una clarividente profecía de la dictadura. En otro lugar (Larraz y Santos Sánchez 2021: 15-17) hemos señalado una serie de postulados que determinan que el sistema literario bajo el franquismo resulte anómalo. Esa anomalía literaria reside en una serie de circunstancias que derivan, a su vez, de la anomalía política que supone el régimen de Franco, responsable de imponer en el sistema literario siete condiciones que lo condicionan violentamente: el fin abrupto de la modernidad, la amputación de la literatura del exilio, la hostilidad frente a las literaturas catalana, vasca y gallega, la imposición de la censura, las limitaciones en el acceso a la literatura extranjera, la tutela sobre la crítica, la historiografía y la teoría literarias, y la génesis de un canon naturalizado y perpetuado por generaciones posteriores. Todas esas condiciones son perfectamente extrapolables al sistema teatral, lo que hace del todo pertinente hablar de la anomalía como el patrón que rige el teatro bajo el franquismo. Esta anomalía es, sin embargo, más problemática aún en el hecho teatral que en el meramente literario, como consecuencia de la naturaleza híbrida del teatro y de su compleja idiosincrasia. Si bien la coerción y la negación de la libertad artística son compartidas por los hechos teatral y literario, también es cierto que ese dirigismo opera en el teatro en más niveles que en géneros de transmisión exclusivamente textual. La dualidad autor/director, inmanente al teatro, le ofrece a la anomalía dos dianas a las que lanzar sus dardos; de este modo, la obra teatral es susceptible de ser vapuleada en mayor grado que el texto narrativo. Por ponerlo en términos más propios de Bourdieu (1995):

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en el campo teatral operan un mayor número de agentes que en el campo literario y todos ellos se ven sometidos a los dictados de esa anomalía. Al autor y el editor del texto teatral, que existen también en el terreno de la novela, se suman otros agentes específicamente escénicos: el empresario, el actor, el escenógrafo, etc. De este modo, por ser el abanico de ámbitos del hecho teatral —escritura, publicación, puesta en escena, recepción, crítica—, forzosamente, más amplio que el de los géneros estrictamente literarios, la anomalía encuentra en él un mayor espacio por el que campar libremente. Como se ha indicado, la primera de las realidades que permiten hablar de anomalía es el hecho de que el régimen de Franco pone fin abruptamente a uno de los periodos más ricos y diversos de la historia de la cultura española, que había venido experimentando un desarrollo sin precedentes en lo que la historiografía ha venido en llamar Edad de Plata (Mainer 1981). En ese contexto, el teatro se había erigido como uno de los más claros exponentes de ese desarrollo y en un medio privilegiado para la llegada de la modernidad estética a la España del primer tercio del siglo xx. Si bien es cierto que durante aquel periodo el teatro comercial siguió explotando ad nauseam moldes decimonónicos que, cimentados en la convención y el beneficio económico, aglutinaban a un público muy amplio, no es menos verdad que esta escena más convencional convivió con un desarrollo teatral —estético, formal, ideológico— que permitió alcanzar destacadas cotas artísticas sin precedentes, así como ensanchar el núcleo de espectadores que demandaban un teatro que fuese más allá de la banalidad de lo comercial. Este desarrollo formidable se producía tanto en el ámbito de la literatura dramática como en el de la puesta en escena, pero también en lo referido a la gestión y la industria teatrales. Con el estallido de la Guerra Civil, una buena parte de los profesionales del teatro pasarían a poner su labor a disposición de la defensa del régimen legítimo, lo que determinó que tanto la literatura dramática como la puesta en escena y los modelos de gestión entrasen, sometidos a las circunstancias, en el paradigma de la urgencia. Durante el conflicto se produjo una colisión entre dos Estados —el legítimo republicano y el rebelde, en construcción— que contaban con percepciones muy distintas sobre la naturaleza, la necesidad y

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el papel que debía desempeñar en ellos el hecho teatral. Mientras que la República, que se mantuvo vigente en un terreno menguante hasta su derrota en 1939, contaba con una amplia y desarrollada agenda teatral, regida además por intelectuales de una gran relevancia política, la España rebelde nacía desde cero y necesitaba dotarse de un andamiaje lo suficientemente sólido como para poder construir a partir de él un nuevo Estado. Adoptando una terminología althusseriana (1988), podría apuntarse cómo los rebeldes, inmersos en el fragor bélico, centraron el grueso de sus esfuerzos en la creación de aparatos represivos que permitiesen avances tanto en la batalla como en la génesis del nuevo Estado. Los aparatos ideológicos, especialmente los de cariz más cultural, que eran acaso el fuerte de la España republicana, no fueron la prioridad de una España rebelde con un marcado ímpetu anti-intelectual y cuyo objetivo prioritario y, en buena medida, cuya argamasa eran la férrea voluntad y la imperiosa necesidad de ganar la guerra. Esa argamasa mantenía unidos a grupos ideológicos y sectores sociales que formaban un abanico, en el mejor de los casos, heterogéneo. En él convivían familias tan dispares como amplios grupos católicos, la práctica totalidad de los terratenientes, los sectores tradicionalistas y el más minoritario núcleo de la Falange anterior al Decreto de Unificación de 1937. Este último grupo, de una fuerte impronta ideológica anticomunista y antiliberal, contaba en su seno con intelectuales que, en buena medida, habían participado de los mismos círculos artísticos de la modernidad que figuras netamente republicanas y albergaban con vehemencia la esperanza de desarrollar un proyecto cultural propio para la nueva España que diese continuidad a esa modernidad. Así la cosas, y pese a centrar todas sus fuerzas en ganar la guerra, en la urdimbre del nuevo Estado hubo aún pequeños espacios desde los que se intentó forjar un nuevo proyecto teatral. En este contexto, Dionisio Ridruejo tomaba las riendas de la Dirección General de Propaganda y generaba en su seno una sección destinada específicamente al teatro, consciente por un lado de la importancia que el género había desempeñado en el imaginario de la cultura republicana y, por otro, de su potencial como herramienta propagandística. En este contexto, el establecimiento de mecanismos de supervisión y control de la producción cultural se mostró como un imperativo

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para los ideólogos de la nueva España. No en vano, la censura nace ya durante la Guerra Civil en la España rebelde y el entramado legal que la sustentará durante casi tres décadas, hasta la nueva ley de 1966, será por tanto de naturaleza eminentemente bélica: desde el comienzo del conflicto comienza a articularse una serie de normativas más o menos difusas que cristalizan en la Ley de Prensa de 1938, a la que sigue la creación de la Junta Superior de Censura Cinematográfica y la Comisión de Censura Cinematográfica y, ya en abril de 1939, la publicación de unas “Normas para los empresarios de espectáculos públicos” (Muñoz Cáliz 2005: 25-30). No es de extrañar que al modelo general de censura de prensa le siguiesen, con cierta premura, las especificaciones relativas a la censura del género teatral. Su carácter colectivo, opuesto a la recepción más individual de otros géneros, le había brindado al teatro republicano tanto antes de 1936 como, sobre todo, después de esa fecha un enorme potencial movilizador que lo hacía susceptible de derivar en movilización política. Consciente de ese potencial peligro, la España rebelde impuso con cierta urgencia medidas coercitivas que sometiesen al género teatral a un estrecho marcaje. La existencia de un mecanismo dedicado a fiscalizar, visar, modificar y en última instancia prohibir el teatro es, por tanto, la condición más determinante de la anomalía del sistema teatral español bajo el franquismo. Quizá por eso, y como resultado de las minusvalías que causó en el teatro tanto a nivel textual como de representación, la censura es la condición de ese sistema anómalo que en mayor grado ha calado en el imaginario colectivo cuando se trata de calibrar el impacto del franquismo en el desarrollo cultural, literario y, más en concreto, teatral. A partir de 1939, la existencia de ese entramado legal que daba forma a la censura se convierte en una de las claves que explican lo que la historiografía cultural, literaria y teatral han venido describiendo mediante conceptos no exentos de problemática como los de tabula rasa o páramo cultural. En efecto, y mientras el grupo de Falange urdía los mimbres de su proyecto, la victoria rebelde se tradujo a nivel estético en la derrota de la modernidad teatral republicana, epitomizada en la ruptura de las vanguardias, que pasaba a verse atrapada en el callejón sin salida de las diversas formas de silenciamiento: desde la cárcel o la muerte, encarnadas en figuras de la relevancia de, respectivamente,

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Cipriano Rivas Cherif y Federico García Lorca, hasta el masivo exilio de decenas de dramaturgos y profesionales del teatro republicano. Este espacio vacío pasaba a regirse entonces por una doble matriz, adelantada de algún modo por el discurso de Bernarda: lo que no se podía decir frente a lo que se tergiversaba para poder ser dicho; o, en otras palabras, la heterodoxia frente a la ortodoxia. La censura se había articulado, precisamente, con la finalidad de silenciar la primera. Pero el revés de este fenómeno producía una paradoja: eliminada la heterodoxia, ¿no se hacía necesaria también la creación de una ortodoxia? Esa labor, desempeñada por el ya mencionado grupo de la primera Falange, fue la que intentó llenar el hueco que el silenciamiento del teatro republicano había dejado. Mientras esta operación de creación de la ortodoxia, que con el tiempo se revelaría estéril, se llevaba a cabo, se hizo necesario el concurso de las formas de teatro más convencionales y evasivas para llenar los escenarios. A fin de cuentas, el público estaba acostumbrado a esta serie de moldes teatrales que en modo alguno planteaban peligros ni ideológicos ni morales y que permitieron que las carteleras volviesen a poblarse de títulos que mantenían el pulso de la escena comercial. La doble estrategia de silenciamiento de la heterodoxia y creación de la ortodoxia teatral en el primer franquismo trae consigo el interesante debate de la norma. Entendida en términos foucaultianos, la norma emana del poder y está llamada a trazar el límite entre lo normal y lo anormal, entre lo que está permitido y lo que debe prohibirse (Foucault 2002). De ahí deriva un axioma básico: que la fiscalización y prohibición de una serie de discursos no sirve de nada si no va acompañada de la producción de otros que los reemplacen. En ese punto entra en juego la doble dinámica de los sistemas de control y propaganda de la cultura en los sistemas dictatoriales: no hay heterodoxia sin ortodoxia; o, dicho de otro modo, Bernarda sabe qué es lo que no puede ser dicho y entonces forja el discurso que sí puede decirse. En este sentido, en otro lugar se ha esbozado la explicación de un sistema dual destinado a forjar la política teatral puesta en práctica por el franquismo: los aparatos teatrales de Estado. Los ATE serían el conjunto de instituciones y prácticas teatrales mediante las que el Estado franquista ejerció su influencia sobre el teatro con el fin

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de convertirlo en una herramienta destinada a crear, proteger, difundir e imponer un discurso propio a través del género teatral (Santos Sánchez 2015: 175). Esta estrategia opera en la ya mencionada doble matriz: mientras que la censura se encarga de fiscalizar, embridar y/o silenciar la heterodoxia, la consolidación de la ortodoxia recaería en una compleja red de aparatos destinados a producir discurso: los Teatros Nacionales, las poéticas oficiales, los premios, los festivales, los sistemas de subvención, las editoriales, la enseñanza del teatro en la escuela y las críticas periodísticas componen un amplio, pero no exhaustivo listado de aparatos de los que el Estado franquista se valió para producir un discurso teatral llamado a ser útil para su supervivencia. Como sucede con el panóptico de Foucault, la lógica que subyace a esta serie de aparatos es la de generar en los creadores teatrales una sensación permanente de vigilancia que les conduzca, en una situación de ideal conveniencia para la dictadura, al respeto por la norma. La existencia de estos ATE deriva en una fuerte anomalía teatral. La historiografía de la literatura ha venido empleando términos análogos para referirse al cambio de paradigma que se impone de manera sistemática en el desarrollo artístico a partir de 1939; notorio es el caso de Sanz Villanueva (2011), que emplea el término anormalidad para referirse a los derroteros que hubo de seguir la novela durante los años de la dictadura. En otro lugar hemos defendido el concepto de anomalía como encuadre teórico de partida para comprender la especificidad de la literatura bajo el franquismo. Si, como propone el DRAE, se toma por anomalía la “desviación o discrepancia de una regla o de un uso”, resulta fácil colegir que el desarrollo del teatro a partir de 1936 se ve radicalmente desviado del que había venido siendo su uso en las décadas de la Edad de Plata. Esta anomalía, en primera instancia regida por la temporalidad de la guerra y sometida a los dictados del paradigma de la urgencia, adquirirá nuevos tintes a partir de 1939: por un lado, se enquista y hace crónica; por otro, pasa a dirimirse en la polaridad de lo ortodoxo y lo heterodoxo. Al ser el abanico de ámbitos en los que el hecho teatral se plantea —escritura, publicación, puesta en escena, recepción, crítica— más amplio que el de los géneros estrictamente literarios, los aparatos que se ciernen

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sobre él son forzosamente más plurales y heterogéneos, como se puede observar en el listado propuesto unas líneas más arriba. La multiplicidad ontológica de estos aparatos deriva de la complejidad idiosincrásica del propio hecho teatral. Si bien las aproximaciones críticas al teatro han oscilado tradicionalmente entre los enfoques literarios y los escénicos (Pavis 1998: 473-474), los nuevos paradigmas con que hoy entendemos el fenómeno teatral hacen justicia a su naturaleza dual. Cuando, además, el teatro se convierte en objeto de estudio en función de su enunciación en un contexto determinado, se hace imprescindible introducir en la ecuación epistemológica herramientas que permitan desbrozar condicionamientos externos —ex­tra-artísticos: extra-textuales y extra-escénicos— al propio hecho teatral —artístico— que, sin embargo, determinan la forma en que es concebido, llevado a escena y recibido por público y crítica. Si este contexto es, además, una dictadura como la franquista, las aproximaciones críticas a ese teatro no pueden sustraerse del estudio pormenorizado del lugar de enunciación que explica, en cuanto que lo violenta y condiciona de una manera tan determinante y sistemática, ese teatro. Ni siquiera los estudios pretendidamente formalistas pueden obviar la condición de la censura como condicionante ubicuo del lugar de enunciación que es el franquismo, ya que los aparatos teatrales de la dictadura condicionan no solo la praxis, sino que violentan la propia génesis de la idea teatral a través de mecanismos tan perversos como la autocensura. Y la censura es, como hemos visto, solo una más de las condiciones que causan la anomalía. Se hace, por ello, necesario abordar el teatro bajo el franquismo de una forma diferenciada al teatro de otros periodos del siglo xx, estableciéndolo como objeto de análisis diferenciado y garantizando una mirada que dé cuenta de las especificidades de su lugar de enunciación o, dicho de otro modo, que arroje luz sobre las consecuencias de esa anomalía, al igual de lo que sucede con el campo de estudio que conforma la literatura bajo el franquismo (Larraz y Santos Sánchez 2021: 21-22). De este modo, los estudios teatrales centrados en el periodo franquista deben prestar atención tanto a lo literario como a lo performativo, pero ser también capaces de trascender estas dos dimensiones del hecho teatral gracias a enfoques y disciplinas que, como los estudios

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culturales y la historia cultural, lo analicen como manifestación inserta en un campo cultural más amplio en el que operan diversos agentes teatrales: desde el público hasta el poder; desde el empresario hasta el autor; desde el censor hasta el escenógrafo; desde el crítico hasta el editor. Así, para entender el hecho teatral en un contexto dictatorial que lo somete a fuertes tensiones, se hace necesario optar por una aproximación epistemológica plural que permita prestar atención a todas las aristas de la compleja realidad que es el teatro y atender a causas de esa anomalía que, como la existencia de la censura o la amputación del teatro del exilio, lo determinan de una manera irreversible. En línea con esta comprensión epistemológica del campo de estudio que supone el teatro bajo el franquismo, este volumen ofrece una pluralidad de enfoques que le permite atender tanto a la creación teatral, textual y escénica, como a aspectos relacionados con otros ámbitos: desde su recepción por parte de la censura hasta su contacto con otras tradiciones teatrales, pasando por estudios sobre el repertorio, las industrias teatrales o la relación del teatro con otros medios. Este volumen se concibe también en torno a las dos polaridades de la norma teatral: la ortodoxia y la heterodoxia. Los diversos capítulos dan cuenta, además, de dos fenómenos reseñables. El primero es que ambas categorías presentan, en ocasiones, distintas formas de imbricación: si en el seno de la ortodoxia se alimenta en ocasiones el germen de la heterodoxia, como muestra el Teatro Español Universitario, algunas formas de la heterodoxia pueden también entenderse como una reacción vehemente frente a la ortodoxia, como sucede con buena parte de los resortes del Nuevo Teatro Español. El segundo de estos fenómenos es que las dos categorías —ortodoxia y heterodoxia— están sujetas a una cierta movilidad. No en vano el franquismo es un régimen de una enorme duración que atraviesa diversos tipos de coyunturas, tanto domésticas como internacionales, que lo someten a modulaciones que, a su vez, generan fluctuaciones nada desdeñables en la vida teatral española. En efecto, puede observarse una evolución en la que las formas de la ortodoxia, apoyadas en la legalidad, van perdiendo la batalla cultural a manos de una heterodoxia que, forjada en la resistencia estética e ideológica al régimen, con el tiempo va ensanchando su base social y conquistando, gracias al apoyo del

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público, destacadas cuotas de legitimidad. El hecho de que estas categorías sean móviles y susceptibles de problematización no es, en modo alguno, óbice para entender el axioma del que parte este volumen: que el teatro desarrollado bajo el franquismo fue un teatro anómalo en cuanto que se vio forzado a asumir una violenta desviación de los que habían venido siendo sus usos durante la etapa anterior; y anómalo también en cuanto que ese cambio de paradigma venía inducido por la aplicación de las categorías de ortodoxia y heterodoxia, que pivotaban alrededor de una norma emanada directamente del poder dictatorial. Bien al contrario, la problematización de estas categorías da fe de cómo el teatro reaccionó frente a la norma y se enfrentó a la anomalía para conquistar crecientes cuotas libertad. En aras a facilitar la lectura del volumen, los distintos capítulos han sido organizados en cuatro secciones. La primera, “Poéticas”, da cuenta de distintas propuestas estéticas que surgen para paliar la supresión de la modernidad en el sistema teatral bajo el régimen de Franco. En la sección de “Censuras” se incluyen estudios de caso sobre el impacto del aparato censor en la edición, la representación y la confección de los repertorios. “Fronteras” y “Exilios” hablan de la presencia del teatro extranjero en las tablas franquistas y de las relaciones del teatro bajo el franquismo con el exilio teatral republicano de 1939. Estas cuatro secciones responden a sendas circunstancias que sostienen la anomalía teatral: la supresión de la modernidad, la imposición de la censura, las relaciones con el teatro extranjero y la amputación del exilio. Los otros tres condicionantes mencionados páginas atrás —los impedimentos a los teatros catalán, vasco y gallego, la mediación en los discursos historiográficos, críticos y teóricos, y la génesis del canon— no se articulan en este volumen en bloques temáticos per se, pero están presentes de manera transversal a lo largo de todo el libro. De hecho, la transversalidad de ciertos fenómenos determina que, como ocurre con la censura, estos trasciendan su propio bloque y se mencionen de manera tangencial en prácticamente todos los capítulos del volumen. Ello es, a su vez, muestra de la ubicuidad y la extensión de la anomalía a lo largo y ancho de todo el sistema. Comencemos, ahora, por el principio. El edificio teatral franquista empezó a construirse sobre la piedra de las poéticas teatrales. Dionisio

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Ridruejo, uno de los grandes ideólogos de la Falange, le confería al teatro una enorme importancia en el terreno ideológico y propugnaba que “el teatro debía surgir como beligerante en el campo de las ideas [...] para recoger las explosiones de patriotismo que han llevado a una gesta de reconquista al glorioso pueblo español” (en Rodríguez Puértolas 2008: 319). A esta ecuación, que vinculaba teatro y batalla ideológica, el grupo de Falange intenta añadirle un tercer elemento: el de la modernidad. Los intentos por forjar una nueva poética teatral en estas líneas, que epitomizase los valores del régimen y consiguiese consolidarse como molde teatral en los escenarios del nuevo régimen, fueron varios y suponen los primeros capítulos de la larga historia de los lenguajes teatrales desarrollados bajo la dictadura. Por ello, el pórtico de entrada a la sección de Poéticas es el recorrido diacrónico a través de las propuestas ortodoxas que plantea el capítulo de Javier Huerta Calvo. El autor, arrojando luz sobre los engranajes del Teatro Español Universitario, ofrece una amplia panorámica de planteamientos que, desde la misma ortodoxia que guiaba el discurso de Ridruejo, intentaron pautar el papel que tenía que desempeñar el teatro en un régimen fascista. El propio uso del término fascista marca una cronología clara, necesariamente prebélica y con una vida relativamente corta, que no va más allá de mediada la década de los 40, cuando queda corroborada la inviabilidad del proyecto teatral fascista pergeñado desde Falange: la piedra angular del edificio teatral franquista había resultado defectuosa. Huerta Calvo ofrece un recorrido a través de las propuestas de varios falangistas que, como Sánchez Mazas, Borrás, Giménez Caballero o Torrente Ballester, presentaban divergencias en sus planteamientos, pero coincidían en la necesidad de encauzar el teatro, protegerlo e intervenirlo para convertirlo en un fenómeno de masas concebido en las líneas del de la Rusia soviética y opuesto tanto al realismo burgués como a la elitista, por hermética, vanguardia. Las contradicciones que anidaban en el seno de este proyecto, regido por la modernidad, pero anclado también en una visión teleológica que volvía los ojos sistemáticamente al pasado teatral español, sumadas a las exigencias de la taquilla, revelaron la imposibilidad de un teatro netamente fascista. En este contexto, Huerta Calvo plantea cómo el TEU, concebido

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como herramienta para solucionar las carencias teatrales de la época, permite a través de su primer director, Modesto Higueras, un ejercicio de continuidad con el teatro republicano, ya que Higueras se había formado con Lorca en La Barraca. Ello determinaría que, pese a haber sido concebido como plataforma de expresión del ideario teatral falangista, el TEU se decantase por el pragmatismo y la profesionalización, minimizase el debate ideológico y sentase las bases de una renovación teatral que nutriría de intérpretes, directores y otros profesionales escénicos a las décadas por venir. La ortodoxia teórica se veía, de este modo, traducida en una práctica donde comienza ya a larvarse la primera génesis de la heterodoxia. Una de las propuestas mencionadas en este capítulo es el objeto de estudio del siguiente, donde se transcribe y analiza la “Razón y ser de la dramática futura”, de Gonzalo Torrente Ballester, uno de los más destacados textos programáticos teatrales producidos desde la órbita de Falange y que muestra de manera paradigmática las contradicciones de este proyecto colectivo, atrapado en la aporía que suponía conjugar su ansia de modernidad con la tradición del teatro nacional. En su trabajo, Juan Manuel Escudero Baztán ofrece de manera íntegra el texto publicado por Torrente Ballester aún durante la Guerra Civil, incluyendo fragmentos que no habían sido tenidos en cuenta en ediciones previas, como su crítica a Ortega y Gasset, que permiten una comprensión más holística de su visión del teatro y, de alguna manera, ofrecen una versión aumentada de uno de los ejemplos de la teoría teatral fascista descrita en términos más generales en el capítulo anterior. La reconstrucción crítica de este proyecto de ortodoxia teatral franquista de primera hora supone un ejercicio necesario para entender la pluralidad de los discursos teatrales que buscaron su hueco en las tablas españolas durante la dictadura. Es, también, claro ejemplo de la anomalía: la imperiosa necesidad de una ortodoxia fuerza la creación de un nuevo lenguaje teatral que, fruto de sus contradicciones y lejos del interés del público, se articuló desde la artificiosidad hasta el punto de acabar resultándole ajeno al nuevo sistema teatral que arrancaba en 1939. Ayudó también a ese fracaso la coyuntura histórica, causante de que el entramado ideológico de la primera Falange se viera eclipsado por el tradicionalismo, que, mediada la Segunda Guerra

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Mundial, cuajaba en un nacional-catolicismo que viró hegemónico en el seno del poder. De manera paralela, el proyecto estético de Falange no terminó de implantarse en una escena dominada en el día a día por moldes teatrales mucho más tradicionales y formalmente conservadores que, de alguna manera, buscaban sortear la anomalía: no en vano este teatro seguía los usos de la escena más convencional de la Edad de Plata y había sido ya, por tanto, sancionado por el público. Como consecuencia de la inviabilidad de crear una nueva poética ortodoxa ex nihilo se exploraron fórmulas alternativas. Resulta, en este sentido, de gran interés observar cómo algunos moldes teatrales más tradicionales se vieron también violentados al servicio de la ortodoxia en el seno del teatro de los vencedores. En su trabajo, Verónica Azcue plantea cómo, al margen de los proyectos teatrales de corte netamente falangista o evasionista, los vencedores propusieron modos de distorsión formal de la tragedia para abordar escénicamente temas que les resultaban incómodos, como son la apropiación ilícita de bienes de los vencidos o el enterramiento de los mismos. A través de su lectura de textos de dos figuras icónicas de la España franquista —José María Pemán y Joaquín Calvo Sotelo—, Azcue desmantela el lugar común de que obras como La muralla habían permitido a los vencedores problematizar algunos aspectos de su propia victoria y desgrana el modo en que estos textos acaban vehiculando la doctrina del régimen: la tragedia, formato teatral adecuado para la plasmación escénica de graves dilemas morales, se desvirtúa en las obras mencionadas a través de protagonistas de dudosa condición heroica o eludiendo soluciones verdaderamente heroicas. Estos usos suponen una violentación de la tragedia que permitía a la ortodoxia naturalizar una serie de premisas y consignas estructurales para el nuevo orden social que emanaba de la victoria y ofrecen, en este sentido, una clara manifestación de la praxis de nuevas poéticas teatrales en la España del primer franquismo. A pesar de propuestas como las presentadas anteriormente, es bien sabido que los teatros del primer franquismo fueron testigos de la explotación ad nauseam de moldes teatrales de preguerra, que permitían una más que deseada evasión a través de la carpintería teatral, la alta comedia y dosis cada vez mayores de frivolidad ideológica, espectacularidad escénica y literatura dramática de baja calidad. El estreno

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de Historia de una escalera en 1949 venía, en este contexto, a abrir la espita de la escenificación de un discurso netamente heterodoxo que cobraría fuerza en la década de los 50 gracias a la tendencia realista que seguía la estela de Buero Vallejo. El agotamiento de ese molde estético mediada la década de los 60 traería de la mano un nuevo proyecto teatral, que combinaba radicalidad estética e ideológica y pasaba a dar la batalla desde el imposibilismo: el Nuevo Teatro Español. Las segundas vanguardias teatrales que eclosionan en el tardofranquismo plantean un capítulo de gran envergadura en la historia de las poéticas teatrales del siglo xx, en cuanto que vuelven los ojos a las vanguardias históricas, ponen a dialogar la praxis teatral española con sus homólogas europeas y son la antesala de la posmodernidad teatral. Los dos últimos capítulos de esta sección, que parte de la ortodoxia de un estado totalitario y llega a la articulación de la disidencia más heterodoxa, arrojan luz sobre aspectos clave de la poética crítica de los autores de este Nuevo Teatro Español. En su trabajo, Anne Laure Feuillastre desgrana los elementos constitutivos de este nuevo teatro y lo hace desde una doble matriz, analizando cómo contribuyen a vehicular una crítica mordaz al régimen al tiempo que buscan evadir la censura. La autora señala cómo, pese a la heterogeneidad de los textos que componen este corpus, las configuraciones en lo referente a tiempo y espacio revelan una serie de constantes que hacen posible plantear críticas al statu quo que logran sortear hábilmente la censura. También muestra el modo en que la configuración genérica y carente de psicología de los personajes ofrece, a su vez, lecturas universalizadoras de las obras donde, de forma recurrente, una figura de autoridad que representa las fuerzas del orden oprime al subalterno. La autora reclama que este tipo de configuraciones formales, si bien han venido siendo entendidas por parte de la historiografía como meras fórmulas para esquivar la censura, suponen el resultado de una deliberada y sistemática reflexión expresiva y formal con valor estético e ideológico per se. La sección de “Poéticas” llega a su fin con el capítulo de María Serrano Aguilar, que ahonda en el Nuevo Teatro Español a través de un análisis de su recepción estética por parte de la censura. Sometiendo a una lectura estética los expedientes de obras de Miguel Romero Esteo

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y Luis Riaza, la autora analiza el modo en que los censores entendieron y conceptualizaron lo ceremonial como parte constituyente de un teatro que ya no pivotaba en torno al texto, sino que le concedía gran parte de su potencial a la puesta en escena. Este trabajo ofrece una visión de cuáles eran los parámetros estéticos del régimen, de cómo la censura construyó también una suerte de crítica teatral y de cómo imperó, en última instancia, su ceguera estética frente a moldes expresivos en las antípodas de lo convencional y de la ortodoxia. Este análisis cierra, de este modo, un recorrido por las diversas propuestas estéticas que, partiendo de la problemática formulación de la ortodoxia, llegan a una heterodoxia que combate en clara actitud de rebeldía la anomalía impuesta por el sistema teatral franquista pero que, paradójicamente, es al mismo tiempo, en cuanto que se enuncia para combatirla, producto directo de la misma. Como se apuntaba más arriba, la censura es la condición más radical de la anomalía que sufre el teatro bajo el franquismo entre 1936 y 1978. En efecto, su ejercicio comienza en zona rebelde desde los primeros días de la guerra y sobrevive al propio dictador, ya que se desmantela meses después de sus homólogas de publicación y cine. Huelga ofrecer más apreciaciones de índole general a la censura, cuyas estructuras, devenir y procedimientos están exhaustivamente descritos en el trabajo pionero de Berta Muñoz Cáliz (2005). Como ya hiciera Bernarda con sus hijas, la censura plantea una forma de vigilancia que, a pesar de sus limitaciones y arbitrariedades, se pretende ubicua. Tanto es así que se disuelve y enraíza en la mente de los creadores —dramaturgos y directores— bajo la forma de la autocensura, que no solo es más perversa, en cuanto que instala en el subalterno la norma del poder, sino que es difícilmente rastreable y sus efectos, por tanto, imposibles de calibrar. De este modo la censura, con sus diversos tentáculos —las formas de censura económica, religiosa, autocensura—, se erige en guardiana máxima de la norma y en piedra angular, una vez probada estéril la consolidación de las poéticas oficiales, sobre la que se construye la anomalía teatral. Sus efectos, como muestran los capítulos que componen la sección “Censuras”, se dejan rastrear en todos los niveles de la actividad teatral, desde la edición y la puesta en escena hasta las críticas de prensa y la composición de repertorios.

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El primero de estos trabajos es el de Alba Gómez García, centrado en el estreno en 1950 de la obra ¿Odio?, que ponía sobre las tablas del franquismo a una mujer homosexual. Además de reflexionar sobre las formas menos rastreables de censura que actuaban alrededor de la meramente administrativa, la autora ve en este estreno un hito por poner en escena, avant la lettre, un posibilismo que habría permitido que identidades heterodoxas sorteasen la censura y llegasen al público en una fecha sorprendentemente temprana. La autora parte de la idea de que el Estado franquista barrió la homosexualidad masculina, pero, al negarla como posibilidad, no llevó a cabo una persecución sistemática de la identidad lésbica. De este modo, el existencialismo de la protagonista de ¿Odio? y su feminidad no normativa habrían permitido que su orientación sexual pasase un tanto desapercibida ante la censura, que erró al pensar que bastaría con aplicar cortes en los fragmentos donde esa homosexualidad se tematizaba de manera explícita. Además de por mostrar cómo un planteamiento fuertemente heterodoxo conseguía llegar a la escena en una fecha tan temprana, resulta también de especial relevancia el análisis que la autora hace del modo en que la censura mediática del estreno impidió que este tuviese la repercusión que habría merecido, lo que a su vez ha impedido que esta puesta en escena conquistase en la historiografía teatral el lugar que el hito de escenificar la homosexualidad femenina en 1950 habría debido suponer. El siguiente trabajo de esta sección analiza la censura de la dramaturgia del autor mallorquín de expresión catalana Llorenç Villalonga. El autor del texto, Francesc Foguet i Boreu, muestra cómo Villalonga, a pesar de su adhesión al régimen, vio sus obras censuradas, tanto a nivel editorial como escénico, a lo largo de dos décadas. Los disbarats (disparates) de Villalonga, guiados por la extravagancia y la irreverencia, planteaban referencias críticas de orden conservador al régimen de Franco, lo que determinó que la censura se mostrase precavida con ellos en términos morales, políticos y religiosos. Este trabajo resulta igualmente interesante en el presente volumen para ilustrar otra de las causas de la anomalía: la especificidad con que la censura trató el teatro en catalán. Si bien Villalonga estaba en las antípodas de otros autores catalanes netamente antifranquistas como Joan Oliver o Josep

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Maria Benet i Jornet, que fueron ampliamente censurados, los procesos descritos por Foguet i Boreu ilustran los canales habilitados en el seno de la censura para lidiar con el teatro en catalán, desde la existencia de lectores en esa lengua hasta asunciones sobre la especificidad de este corpus teatral. En términos identitarios se expresa en su trabajo Giuseppina Notaro, que aborda la censura de dos textos de Agustín Gómez-Arcos. El autor es un caso paradigmático del exilio de los años sesenta: frustrado por el modo en que la censura arruinó una premiada y prometedora carrera teatral, Gómez-Arcos se exiliaría en París y acabaría abandonando la producción de teatro en español para volcarse en la narrativa en lengua francesa. Notaro da cuenta de cómo el autor recibe en 1961 el premio Lope de Vega con su texto Diálogos de la herejía, que le es posteriormente retirado por presiones gubernamentales. Una situación muy similar se volvió a producir en 1966 con su obra Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas, que tematizaba la censura y el exilio y sirvió, acaso, como prolegómeno a su propia salida de España; no en vano, como lamenta el propio Gómez-Arcos, “la censura crea el exilio”. El hecho de que el texto no fuese estrenado en España hasta 1994 es síntoma de la anomalía que vertebra el teatro bajo el franquismo. De hecho, el trabajo de Notaro ilustra cómo el efecto de la censura es dilatado en el tiempo: en primera instancia impide que las obras lleguen al que habría debido ser su público natural; después, la ausencia de estrenos y/o ediciones determina que estas obras tampoco puedan ser recuperadas de manera inmediata tras la muerte de Franco y que su recuperación dependa en la mayoría de los casos de su rescate académico. Si bien los trabajos sobre censura suelen ofrecer estudios de caso centrados en la escritura o la puesta en escena teatrales, el último capítulo de esta sección aborda la forma en que la censura condicionó la composición del repertorio de una compañía teatral. Maša Kmet ilustra en su texto cómo los censores leyeron y determinaron las elecciones de repertorio de Pequeño Teatro Dido, una compañía privada que tuvo un papel protagónico en la introducción de la modernidad teatral en la España franquista, mostrando los límites de la permisividad del sistema frente a dramaturgias consideradas poco ortodoxas.

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Al mismo tiempo, el capítulo traza vínculos entre las formas públicas y privadas del teatro no comercial y las explica a la luz del régimen de teatro de cámara y ensayo, que la censura habilitó en 1955 como itinerario específico para un teatro ajeno a los dictados de lo comercial y dirigido a públicos más minoritarios, que tenían un gran potencial disruptivo y convenía, por tanto, apaciguar. En la dialéctica de la ortodoxia y la heterodoxia, esta nueva opción marcaría un hito: a pesar de plantearse como una herramienta para embridar la heterodoxia, acotándola hasta el paroxismo mediante sesiones únicas y públicos muy limitados y determinando, de este modo, un más que escaso impacto de este teatro en la sociedad, lo cierto es que el régimen de cámara y ensayo flexibilizó las aprobaciones de dramaturgias que habrían sido impensables en régimen comercial, permitiendo sobre las tablas la irrupción de un cierto grado de heterodoxia que lograba sentar las bases para desarrollos ulteriores que, como el teatro independiente, le plantearían ya una oposición más frontal al régimen durante el tardofranquismo. En este sentido, resulta de gran interés comprobar cómo el intento de fiscalizar el teatro de cámara y ensayo, amparándolo en la legalidad, acabó concediéndole también una legitimidad que, de manera irreversible, ganaría peso durante las dos décadas siguientes, hasta que las formas de la heterodoxia acabasen por ganar la batalla cultural, se convirtiesen en punta de lanza del sector teatral y enarbolasen sin ambages la bandera del antifranquismo. La sección “Fronteras” aborda otra de las causas de la anomalía del sistema: la tutelada relación del teatro bajo el franquismo con otras tradiciones teatrales, la problemática presencia de esos repertorios en las tablas españolas y las lecturas mediatizadas que, a la luz de la norma teatral, se hacían del teatro extranjero en el contexto español. El primer franquismo trajo consigo una asfixiante autarquía económica que tuvo también su traslación en el mundo teatral. En los escenarios españoles de los años cuarenta, el repertorio extranjero sufrió una gran mutilación en la medida en que los empresarios intentaron adecuarse al mandato de la evasión y la asepsia que regía la actividad teatral, por lo que si el repertorio local volvía la espalda tanto a las dramaturgias más contemporáneas como a grandes nombres del canon que tenían

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un fuerte potencial desestabilizador, las extranjeras se vieron sometidas al mismo patrón, de forma que este repertorio se acabó viendo dominado por fórmulas como las variedades, el teatro de evasión y el teatro comercial sin implicaciones ideológicas o morales. Avanzando en la cronología del franquismo, la presencia, en parte gracias al régimen de cámara y ensayo, de nuevas dramaturgias menos conformistas y más susceptibles de una lectura crítica en clave nacional acabaría convirtiéndose en uno de los mimbres básicos para la articulación de la heterodoxia teatral. Raquel Merino plantea en su capítulo un estudio de la presencia de dramaturgos irlandeses en las tablas españolas, que lleva a cabo a través del análisis de los expedientes de censura de sus obras. El proceso que la autora traza es similar al que puede proponerse para describir la evolución general del teatro bajo el franquismo: si bien en los años cuarenta encontramos estrenos en régimen comercial que, como la Salomé de Wilde en 1941, no estuvieron exentos de dificultades para lograr la autorización, lo cierto es que los Teatros Nacionales o el TEU fueron las únicas vías para vehicular discursos más comprometidos, tanto estética como ideológicamente, como sucede con el teatro de Synge a manos de Modesto Higueras en los años 40. La institucionalización en 1955 del teatro de cámara y ensayo, mencionada más arriba, servirá a su vez para lograr la normalización de autores como Beckett y O’Casey en los años 60, como paso previo a su salto al circuito comercial. Merino aborda también en su trabajo las implicaciones del teatro extranjero en la España de Franco: desde el modo en que los vínculos de los autores irlandeses con figuras incómodas para el régimen (Synge con Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí; O’Casey con Alfonso Sastre) determinaron ritmos diversos en su normalización escénica hasta otros aspectos de índole más local, como el empuje que las raíces celtas del teatro irlandés supusieron para el desarrollo de la escena gallega, o internacional, que tienen que ver con la política cultural y la geoestrategia. El teatro extranjero que, sin lugar a dudas, posee unas mayores implicaciones para la España franquista, más que cómoda en la retórica imperialista, es el hispanoamericano. En su trabajo, Cristina Bravo Rozas traza un panorama cronológico sobre la presencia de este

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repertorio en la España del franquismo. Aislado internacionalmente, el régimen de Franco necesita legitimarse en la esfera internacional y la estrategia de la Hispanidad, “comunidad espiritual indestructible”, vehiculada a través de instituciones y publicaciones, se convierte en una vía rápida para ganar peso en el ámbito internacional, al tiempo que permite también satisfacer el anhelo imperial que articulaba buena parte del discurso de la dictadura. En ese contexto se desarrolla la presencia del teatro hispanoamericano en España, cuya valoración ha sido tradicionalmente más bien pobre, como consecuencia de un repertorio en que predominan, una vez más, la comedia asainetada y el escapismo musical y folclórico. Bravo Rozas muestra, sin embargo, cómo este repertorio se va pluralizando en los años sesenta gracias a los cambios en política censora, pero también al papel central que la revista Primer Acto cumplirá en la publicación de textos contemporáneos del otro lado del Atlántico, para consolidar su presencia en los años 70 gracias a fenómenos como los teatros independientes o Estudio 1. Desde mediada la década de los sesenta, Estudio 1 supuso en efecto la principal oferta de ficción propia de TVE y desempeñó, por tanto, un papel sin precedentes en la difusión del teatro a través de la televisión, que se había convertido por entonces en el medio más popular y en el que en mayor grado ejerció su influjo en la sociedad española del tardofranquismo. Cristina Gómez-Baggethun estudia en su capítulo cómo la televisión, a través del teatro, pudo intervenir en la transmisión de ideas de uno u otro signo a través del análisis de dos adaptaciones televisivas del noruego Henrik Ibsen que ofrecen, desde planteamientos divergentes, ejemplos paradigmáticos de la batalla estética e ideológica librada en el seno de TVE. En su lectura, Gó­mez-Baggethun observa, por un lado, cómo la supuesta revolución formal y estética del montaje de Peer Gynt en 1968 contribuye en realidad a perpetuar valores propios de la dictadura; y, por otro, evidencia el modo en que la versión de Un enemigo del pueblo, una obra que había tenido graves problemas con la censura durante el franquismo, permite ya durante la transición vehicular, gracias al compromiso de algunos trabajadores del ente público que orbitaban en la clandestinidad del PCE, una clara apología de la democracia en un contexto de ruido de sables.

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Si bien la tutelada relación de las tablas españolas con el teatro extranjero supone una de las razones que permiten hablar de anomalía, es preciso notar que el franquismo generó otra circunstancia que causó una minusvalía aún mayor en el sistema teatral de la época: la amputación sin precedentes que supone el exilio teatral republicano de 1939. El vacío que la muerte de Valle-Inclán y el asesinato de Lorca habían dejado en 1936 se vio exponencialmente ensanchado por la salida de un enorme contingente de hombres y mujeres de teatro, fieles a la República, que abandonaron el país en 1939, dejando una escena huérfana de teatro innovador tanto en lo estético como en lo ideológico. La pérdida no se limita a autores dramáticos como Rafael Alberti o Max Aub, sino que en el mundo de la dirección escénica, de la interpretación, de la escenografía y del figurinismo se produjeron numerosas bajas que hicieron inviable la continuidad de la modernidad teatral, que los profesionales del exilio llevaron consigo fundamentalmente a las escenas de América Latina. El régimen aprovechó la ausencia de estas voces incómodas para forjar discursos que, si bien en el imaginario colectivo proponían una concepción estrecha y exclusiva de nación a la que los exiliados dejaban de pertenecer, planteaban en la historiografía teatral una ausencia que aún hoy no ha logrado solventarse íntegramente. La amputación del teatro del exilio republicano, que daría continuidad a la tradición teatral española fuera de España, supuso sin duda un violento cambio en los usos del teatro anterior a la Guerra Civil y constituye, por tanto, una condición estructural para hablar del sistema teatral bajo el franquismo como un sistema anómalo que expulsa de sus escenarios al que había venido siendo su mejor teatro, impide al que debería haber sido su público natural que disfrute de él y es causa de que esta situación siga, en buena medida, perpetuándose aún en pleno siglo xxi. La sección “Exilios” se centra en esta tradición teatral, que pivota sobre dos ejes fundamentales: si bien el teatro desarrollado en el exilio se alza como ejercicio de una gran modernidad formal, también se plantea desde un punto de vista más narrativo la necesidad de codificar la memoria de la barbarie para algún día poder contrastarla con la memoria oficial impuesta en el interior por la dictadura. En esa doble matriz se entiende la construcción de muchos de los personajes

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femeninos de Max Aub, que Noelia García García aborda en su capítulo. Negados por el franquismo los avances previos en materia de desarrollo femenino, Aub planteará mujeres cuya expresión, por desbordar los márgenes de la feminidad tradicional, tenían difícil cabida en el teatro del interior. García García estudia una serie de personajes que encarnan, dan continuidad y preservan el modelo republicano de mujer moderna: mujeres que luchan contra la convención, que ejercen de abanderadas de la libertad y el compromiso y asumen, en consecuencia, roles no normativos. Esta configuración determinará que, al contrario de lo que sucede con los ángeles del hogar que también pueblan las obras de Aub como una suerte de contraejemplo, las mujeres modernas cobren una enorme fuerza teatral y asuman una posición nuclear en el conflicto dramático. En última instancia, este capítulo muestra cómo el exilio permitió un teatro que enunciaba realidades que no cabían en la ortodoxia de la España franquista. Así, por responder de manera directa al franquismo y ser consecuencia del mismo, el teatro del exilio debe ser entendido como parte fundamental del corpus que reside bajo el marbete teatro bajo el franquismo y su recuperación, como requisito sine qua non para acometer una necesaria pluralización de ese corpus. Pero la sección “Exilios”, y de ahí su enunciación en plural, atiende también a otra mirada: la de la España interior sobre el exilio. La estrategia discursiva de enajenar la identidad nacional a los exiliados fue una primera respuesta del régimen de Franco a una realidad de difícil digestión: los perdedores de la Guerra Civil, que ellos mismos no habían comenzado, tuvieron que salir del país como medida de protección de sus propias vidas, llevándose además con ellos la médula espinal de la cultura española. A esta estrategia de supresión siguió otra mediados los años cincuenta: la de una cierta comprensión, enarbolada por los sectores más intelectuales de la primera Falange y auspiciada desde 1951 por Joaquín Ruiz-Giménez, que presentaban una condescendiente actitud de perdón hacia quienes llevaban a cabo un desarrollo teatral y literario del que convenía entonces reapropiarse: ello servía como forma de legitimación cultural y para reforzar la imagen de un país regido por la paz y la concordia, facilitando así su normalización internacional tras la derrota de los fascismos en Europa.

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Fernando Larraz analiza esta nueva estrategia en la política informativa del franquismo a través del análisis de dos obras teatrales en que intelectuales del régimen proponen una nueva y conveniente visión del exiliado. Los estrenos de Callados como muertos (1952), de José María Pemán, y Murió hace quince años (1953), de José Antonio GiménezArnau, permitieron llevar al gran público una visión esquemática del propio exilio, con una verosimilitud muy forzada y carente de toda problematización de la realidad de los exiliados. Representados como buenas personas arrepentidas de sus errores del pasado y susceptibles, por tanto, de rescate, los exiliados son sometidos a un tratamiento propagandístico por parte de una ortodoxia que, comenzada la década de los cincuenta, se vale de ellos para legitimar el régimen de Franco en el contexto internacional. El volumen se cierra con el trabajo de Berta Muñoz Cáliz, que propone un estudio sobre el legado del teatro del exilio y la necesidad de abordarlo desde el presente. En su capítulo, la autora parte de la fragmentariedad de este corpus y de la dificultad para acceder a él, consecuencias directas de la desconexión que supuso el propio exilio, y procede a trazar una breve historia de las tareas acometidas por parte del Centro de Documentación Teatral para documentarlo, desde su fundación en 1971, bajo el mismo Ministerio de Información y Turismo del que también dependía la censura, hasta la actualidad. Muñoz Cáliz ofrece un amplio catálogo de las fuentes de que dispone el centro para abordar el estudio del exilio teatral republicano de 1939: desde fotografías y reseñas de estrenos de autores como Alejandro Casona hasta una exhaustiva colección de ediciones de obras de Salinas, Aub o Alberti, entre otros. La propuesta también desgrana las limitaciones con que el CDT ha venido acometiendo la labor de recuperación del legado teatral del exilio, atendiendo fundamentalmente a su presencia en España, pero no en el propio exilio. De este modo, el capítulo abre una interesante discusión: la de si la tarea de preservación de “nuestro acervo teatral” o de la “escena nacional”, eje básico de la función del CDT, no sigue de alguna manera perpetuando un discurso heredero del franquismo que excluye de su memoria la labor teatral desarrollada por el exilio en su especificidad; esto es, más allá de las fronteras españolas.

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En este sentido, la reflexión sobre las carencias del CDT y su necesidad de incorporar a sus fondos materiales que den cuenta del teatro español desarrollado extra muros que permitan estudiar el teatro del exilio de una manera más adecuada conduce, una vez más, a reflexionar sobre la anomalía del teatro bajo el franquismo. Sin ninguna duda, el exilio constituye el ejemplo más claro de cómo la anomalía cercena una parte estructural del teatro producido con el franquismo como lugar de enunciación: un teatro que, a pesar de gestarse fuera, parte de la dictadura como condición medular, ya que es el franquismo el que determina esa génesis exógena. A esta amputación sin precedentes se le suman, como se ha venido indicando en las páginas anteriores, otra serie de factores que sustentan la anomalía teatral. Los trabajos incluidos en este volumen son testigo de cómo operan todos esos factores; en definitiva, de cómo la intervención del Estado en el sistema teatral impuso una norma que, articulada sobre las categorías de ortodoxia y heterodoxia, determinó el curso del teatro bajo la dictadura. Todo ello permite hablar de un teatro anómalo: de un teatro desprendido de manera violenta de los que habían venido siendo sus usos y que tuvo que adaptarse a una nueva realidad de tutela y coerción. Esa anomalía vertebra todos los modelos teatrales producidos bajo el lugar de enunciación que es el franquismo, partiendo de los de la ortodoxia, atravesando posicionamientos en que el silencio, el posibilismo y el imposibilismo marcaron la pauta, y llegando al teatro del exilio republicano. Del mismo modo, los capítulos que siguen dan cuenta de cómo la anomalía permeó también en los varios niveles del hecho teatral: en el textual y en el escénico, pero también en el lugar que el teatro ocupa en el sistema cultural, afectando a las relaciones del teatro con el público y con otras artes. Pero lo más grave de esa anomalía es que sigue, de alguna manera, proyectándose aún en el presente: mientras las minusvalías causadas por la imposición de la norma teatral no sean reconocidas y abordadas; mientras no se produzca una revisión crítica exhaustiva del canon teatral gestado durante el periodo franquista que permita recuperar las voces excluidas; mientras no se cuestionen asunciones críticas, historiográficas y teóricas naturalizadas desde el franquismo y que, por no haber sido debidamente confrontadas, se han mantenido en el tiempo hasta acabar mediando

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nuestra lectura del teatro de ese periodo, esa anomalía seguirá enquistada en el presente y proyectándose hacia el futuro. Son estas razones las que demandan una comprensión del teatro bajo el franquismo como objeto de un campo de estudio específico, que requiere de lecturas propias, distintas a las que puedan aplicarse sobre los teatros de la Edad de Plata o la democracia, enunciados bajo condicionantes sustancialmente diferentes. Este volumen se concibe, por tanto, como una contribución a la tarea colectiva que debe marcarse como objetivo articular una mirada nueva que preste atención al teatro bajo el franquismo desde la especificidad de su lugar de enunciación y que arroje luz sobre los distintos modos en que la anomalía lo atraviesa, determina y violenta.

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El Teatro Español Universitario: entre la ortodoxia teórica y la práctica heterodoxa1 Javier Huerta Calvo Instituto del Teatro de Madrid-UCM

En un libro de próxima aparición, De una escena azul. Falange y teatro, he reunido y comentado más de un centenar de textos que, publicados entre 1934 y 1949, podrían conformar una teoría teatral falangista (Huerta Calvo 2021). El marco temporal es ampliable, si consideramos dicha teoría falangista en el marco del fascismo, cuyos ecos llegan a España apenas ascendido Benito Mussolini al poder. Alrededor de 1930 se advierte un gran interés por la renovación del teatro en jóvenes escritores, más o menos próximos a las vanguardias, que acabarán efectivamente engrosando las filas del falangismo: Felipe Ximénez de

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Este trabajo se inscribe en el proyecto de investigación PGC2018-096829-BI00, “Historia del Teatro Español Universitario: última etapa (1951-1975)”.

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Sandoval, Eugenio Montes, Teófilo Ortega, Guillén Salaya, Antonio de Obregón, Tomás Borrás… Es curioso que el autor que, por primera vez, sistematizará las ideas fascistas sobre el arte y el teatro en España, Ernesto Giménez Caballero, se manifestara por entonces muy ajeno al teatro, arte que frente a la avasalladora irrupción del cine le parecía una especie a extinguir: “El teatro es un instrumento lento, encantador, romántico, como el coche de mulas. Es posible que exista en el año dos mil. Lo mismo que es posible que sigan existiendo las mulas” (en Ortega 1931: 71-72). Pues bien, en 1935 el célebre Gecé entonaba la palinodia: “Yo he sido de los que creyeron —por un tiempo— que el cinema desmedulaba el teatro, lo mismo que hizo languidecer a la novela”, pues “era difícil pensar que un género tan circunscrito como el teatro pudiera salvarse de la avalancha cinematográfica”. En apenas cuatro años Giménez Caballero había podido comprobar que el muerto que él había matado tan precipitadamente gozaba de buena salud. El renombre de los grandes directores de escena —Stanislavsky, Meyerhold, Bragaglia, Forzano, Reinhardt— debió de pesar mucho también en su cambio de parecer. En la configuración de una teoría falangista del teatro avant la lettre es inexcusable mencionar a Rafael Sánchez Mazas, corresponsal de ABC en Roma durante los años 20. Sus crónicas de ese periodo versan sobre cuestiones teatrales en los primeros tiempos del fascismo y, tanto por sus atractivos contenidos, como por la calidad de su prosa, merecerían ser recopiladas en un volumen monográfico. Tentados estuvimos de incluir alguna de ellas en la antología mencionada, pero lo temprano de sus fechas, cuando la Falange no era ni siquiera un germen de proyecto, nos hizo descartar la idea. El artículo que lleva por título “Templo, Estado y Teatro” (Sánchez Mazas 1929a) habría sido, por caso, el más indicado para abrirla. En él se recogen in fieri las ideas básicas que, sobre la función social y política del teatro, propugnarán más adelante los falangistas, empezando por el propio Giménez Caballero, especialista —anticipémoslo ya— en hacer pasar por suyas, so capa de su estilo inimitable, las ideas de otros autores, entre ellos las del propio Sánchez Mazas. “Templo, Estado y Teatro” lleva un subtítulo revelador: “Necesidad de proteger la escena”. Es decir, todo un programa de proteccionismo o intervencionismo ideológico, del cual —para Sánchez Ma-

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zas— había sido un modelo secular la Iglesia católica, que en pleno siglo xx seguía fomentando el teatro, mientras las instituciones del Estado español se mantenían inexplicablemente al margen, a diferencia de lo que ocurría en Italia, Rusia y Alemania, países que habían comprendido “el valor social y educativo del teatro y la necesidad de suceder a la Iglesia en la protección del arte escénico”. Hay que acercar el teatro al pueblo, concluye Sánchez Mazas, anticipándose al programa que la Segunda República reservará para el teatro con las Misiones Pedagógicas y La Barraca. Para el autor de Rosa Krüger, esta será la única manera de potenciar un verdadero teatro de masas, logro ante el cual las iniciativas elitistas y experimentales, los llamados “teatros de arte” o teatros “íntimos”, al gusto de los “literatos finos”, quedan en ridículo. Asimismo, Sánchez Mazas se pronuncia en contra de las prácticas realistas del teatro más convencional, pues que el teatro “debe ser un mundo maravilloso y aparte”, para lo cual necesita de la colaboración de escenógrafos, luminotécnicos, tramoyistas imaginativos e ingeniosos, capaces de convertir la escena en un universo autónomo (1929b), como por ejemplo hizo Anton Giulio Bragaglia con su montaje del Quijote, o Marinetti con su teatro y su cine ultraístas. “Afirmamos la realidad del teatro, la teatralidad del teatro, como realidad y teatralidad independientes y separadas de la vulgaridad subalterna y cotidiana, como mundo extraordinario de una realidad arbitraria superior, como campo privilegiado de lo fantástico, de lo sano y lo maravilloso”, dice en un artículo contra el teatro de la Ilustración, bestia negra para la mayoría de los críticos falangistas que vendrían después. Por racionalista y discursivo, por su escenografía precaria y su servilismo de la realidad, un autor como Leandro F. de Moratín resultaba incompatible con la modernidad defendida por la escena nueva: “En 1930 podemos comprender que los brutos, los reaccionarios, los trogloditas que silbaron el estreno de El sí de las niñas no defendían sino lo que hoy es moderno e inteligente. En cambio, los finos, los europeos, los iluminados y franceses que aplaudían a Moratín no defendían sino lo que hoy aparece como atrasado y obtuso” (Sánchez Mazas 1930). Frente a la vacuidad del teatro dieciochesco, Sánchez Mazas ensalza el imaginario barroco y su género dramático por antonomasia:

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el auto sacramental. En esa afición del pensamiento fascista por las paradojas y los anacronismos, el autor ve plasmado en El gran teatro del mundo “el ideal calderoniano […] como una monarquía de tendencias socialistas”. Y el topos del theatrum mundi lo traslada al ejercicio de la política, pues que “el político de raza ha de funcionar como un verdadero metteur en scène, así Colbert, el ministro de Luis XIV, que fue un auténtico régisseur, palabra derivada de régie, “voz eminentemente teatral y vida monárquica”. De ahí que la revigorización de la vida pública haya de ir acompañada —a su modo de ver— de la renovación del teatro, que es preciso encauzar por tres vías: Para remediar la política enferma en Europa, como para remediar el teatro enfermo en Europa, solo se han visto tres sistemas: primero, volver a los orígenes; segundo, avanzar hacia el futuro a marchas forzadas; tercero, combinar lo primero con lo segundo, armonizando un alto sentido tradicional con una modernidad de vanguardia (1929c).

Y esta será, en esencia, la fórmula que propondrá el falangismo para el teatro: la mezcla de tradición y vanguardia; la representación de unas piezas tan arcaicas como los autos junto a la envoltura deslumbrante de un espectáculo a la altura de los tiempos nuevos. En el teatro falangista, al igual que en el fascismo, “hallamos —como escribiera Ortega y Gasset— que es una cosa y a la vez la contraria, es A y no A”. En el caso de la Falange, la naturaleza revolucionaria y antiburguesa del movimiento chocaría pronto con el conservadurismo y tradicionalismo de las otras fuerzas que apoyaron a Franco, el carlismo o la Iglesia. Una de esas contradicciones era también la admiración que los artistas del fascismo y, en particular, las gentes del teatro sentían por el importante papel que el teatro había desempeñado en la cultura surgida de la revolución bolchevique de 1917, en la que Giménez Caballero veía el punto de partida del movimiento fascista, “como —añadía en una de esas comparaciones anacrónicas que tanto le gustaban— el catolicismo de Roma lo tuvo en el cristianismo comunizante de Palestina, del Oriente. Como el teatro en que soñamos los fascistas hoy (empezando por Mussolini), lo habrá de tener ese teatro de masas

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lanzado por Moscú” (en Ortega 1931: 75). Pues bien, la misma admiración hacia el teatro soviético y en el mismo año la encontramos en Sánchez Mazas, que al reseñar el ensayo de Bragaglia, Il teatro della rivoluzione, afirma: “En Rusia uno de los primeros efectos de la reforma política ha sido el nuevo teatro, y ver hoy teatro en Rusia es una de las cosas más interesantes y reveladoras” (1929c). En fin, comunismo y fascismo —al menos en lo tocante a la escena— estaban más cerca en ese momento de lo que luego mostrarán los acontecimientos históricos en España y en el mundo. Antonio de Obregón, tal vez el más destacado crítico falangista de la inmediata posguerra, hacía depender en 1931 la suerte del comunismo a la del teatro del futuro: Si la semilla comunista recogiese todos sus frutos, estos estarían maduros en el año dos mil. Entonces, la moral habría dado tal cabriola, que los problemas del teatro clásico […] no serían sino joyas de museo arqueológico, que es lo que a estas horas debieran ya ser. […] Nadie quiere darse cuenta de que queremos nada menos que un cambio de civilización. Lo necesitamos imperiosamente y lo anuncia el quebranto de todos nuestros ideales en crisis, el escepticismo de la juventud, la pérdida de la fe, […] el desprecio por el pasado, la alarma en que vivimos, la inquietud que conmueve al mundo entero. […] El arte dramático caminará con los acontecimientos. ¿Internacionalismo? ¿Fronteras? ¿Comunismo? ¿Tradición? O cambio radical de todos los problemas humanos, con la extinción del cristianismo, ya por completo agotado y despreciado, o un nuevo remiendo a las doctrinas de Jesús, que bastante éxito han tenido ya (en Ortega 1931: 56-57).

La forja de un teatro nuevo exigía dejar atrás los antiguos modos, así como los espacios convencionales. Si se perseguía un teatro de masas, nada mejor que sacarlo de los coliseos y mostrarlo en las plazas de las ciudades y los pueblos mediante compañías ambulantes. En Italia, por ejemplo, se acababa de fundar el “Carro di Tespi”, donde estuvieron involucrados el dramaturgo Giovacchino Forzano, coautor junto a Mussolini de varias piezas teatrales; el director Anton G. Bragaglia y el escenógrafo español Mariano Fortuny Madrazo, hijo del más célebre pintor. A fines de 1931, la periodista María de Cardona tuvo la oportunidad de ver algunas representaciones de este “Carro”, y

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tan encantada quedó con el proyecto, que sugería su importación por parte de la España republicana: Veía el Carro de Tespi, teniendo al fondo a una de nuestras hermosísimas catedrales, representando un auto de Calderón, o una de las poéticas invenciones de Federico García Lorca, en este país desdichado, tan bello, tan grandioso, en donde hoy todo es preocupación, y odios, y rencores (Cardona 1931: 14).

Y dicho y hecho. En el transcurso de 1932 echaría a andar un “carro de Tespis” a la española, La Barraca, conducido por el poeta García Lorca. Y otro casi al mismo tiempo: el Teatro del Pueblo de las Misiones Pedagógicas. Tomás Borrás, uno de los escritores falangistas más implicados en la organización del teatro al acabar la guerra, publica un precioso artículo con el título de “Misión en Castilla”. Los actores del Teatro del Pueblo, nuevos cómicos de la legua, dirigidos primero por Rafael Marquina y luego por Alejandro Casona, representaban “la nueva generación”, una generación constituida por “camaradas” con “nueva mentalidad y nuevos fines”: Les interesan la obra colectiva, los problemas reales, el trabajo manual, la mejor distribución de la justicia, el deporte, los bienes limitados, la cultura ilimitada. Son prácticos, saludables, musculados, divertidos, disciplinados al santo y seña de la labor alta, de ímpetu ascensional, nutrida de savia intelectual y de progreso. Veinte años de hombre y de mujer, vitalizados y cerca de la Naturaleza; sencillez, energía, espíritu y un elemento que faltaba en España: fe. ¡Esta generación tiene fe! (Borrás 1932: 8).

Y en su crónica, Borrás se detenía en los pormenores de la representación del grupo de las Misiones en pueblos de tanto abolengo cervantino como Seseña y Esquivias, a donde acudieron para animar a sus miembros el filólogo Ramón Menéndez Pidal y el músico Eduardo Martínez Torner: ¡Pueblos de señores y eterna cantera de alabastro! ¡Pueblos de finezas y ternuras soterradas! Cuando de vuelta de la función, el autocarro con los

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misioneros se aleja de Esquivias, una vieja sale al camino y manda parar. Había ido a formar un ramo. —¡Tomad! —dice, entregando las amapolas—. ¡Y perdonadle a mi pobreza que no os pueda dar otra cosa! El maestro Torner me contaba que a don Ramón Menéndez Pidal y a todos se les llenaron los ojos de lágrimas (Borrás 1932: 9).

Borrás, que para entonces ya había marcado sus distancias con el régimen republicano, elogia esta política teatral de acercar el arte a las masas. Y en bastantes falangistas posteriores esta admiración tanto por La Barraca como por el Teatro del Pueblo se mantendrá, con matices, claro, pero siempre salvando la condición misionera que todo teatro que quisiera llegar al pueblo debería tener. Hablo de La Barraca porque será el espejo en el que se mire el Teatro Universitario del franquismo ya desde los primeros momentos de la Guerra Civil. A su término, sería uno de los más destacados actores de la compañía de Lorca y Ugarte, Modesto Higueras, quien asumirá la dirección nacional del Teatro Español Universitario, el justamente afamado TEU. Pero en 1935 Higueras no era falangista ni de lejos podía barruntar la tarea que el destino le tenía reservada, una continuidad contra natura, si se quiere, pero continuidad, al fin y al cabo, del Teatro Universitario La Barraca en un régimen político muy diferente. Junto a Rafael Rodríguez Rapún —republicano caído en el frente— y Eduardo Ródenas —falangista asesinado en Madrid al poco de estallar la guerra—, Modesto Higueras es uno de los “barracos” que nos ofrece su impresión del momento sobre aquella fascinante aventura. En un artículo de 1935 testimonia la admiración que sentía por Federico, su maestro, “esencialmente poeta dramático”, de quien destaca su virtud de saber conectar con un público popular, que, a su vez —según el joven comediante—, “es el que mejor sabe comprender todo el desarrollo del drama y toda la fina ironía de los entremeses de Cervantes” (1935: 17). Higueras subrayaba, en fin, su orgullo por colaborar en un “Teatro Universitario, que en noble misión ha recorrido casi toda España y que es conocido internacionalmente como ejemplo de una labor cultural efectiva” (1935: 18). Subrayo de nuevo la palabra misión, que emplearán indistintamente republicanos y falangistas

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como consigna de la dimensión social y popular del teatro; también totalitaria, como queda de manifiesto en Arte y Estado (1935)2. Antes de nada, convendrá decir que las ideas de Giménez Caballero son relativamente originales. El director de La Gaceta Literaria era un buen muñidor de ideas ajenas, aun cuando la vehemencia con que las expone las haga parecer inéditas. Por ejemplo, Giménez Caballero repite una idea ya antigua de Sánchez Mazas acerca de la religiosidad del teatro, cuya restauración solo será posible si se lo encamina “hacia su esencia originaria y permanente” y se le despoja de sus adherencias más convencionales, las propias del “drama naturalista finisecular” (Sánchez Mazas 1929b: 9). Reconoce los esfuerzos de cierto teatro experimental, el que encabezan algunos de los directores más renovadores del momento, como Craig, Copeau, Reinhardt, incluso el español Rivas Cherif, pero los considera un tanto baldíos, pues que solo llegan a unas selectas minorías. Siempre proclive a las extrapolaciones históricas, compara este teatro de cámara y ensayo con el privilegiado y minoritario de las cortes renacentistas. El teatro de los nuevos tiempos, concebido como “un frente de batalla y de propaganda”, ha de ser de masas y orientado al hombremasa. Las referencias de Gecé miran —como ya se ha dicho— a diestra y siniestra: Stanislavsky, con su método-ascesis; Tairov, con su teatro judío; y Meyerhold, con su teatro biomecánico. Rusia sigue señalando el norte. Y de Rusia a Italia, de Lenin a Mussolini (al cabo, no se sabe a quién de los dos admira más). Del teatro fascista destaca el espectáculo de Savonarola, representado en la Piazza della Signoria de Florencia ante cuatro mil espectadores. Y de aquella plaza renacentista a las españolas de toros. Giménez Caballero ve encarnado en la corrida el ideal de misterio teatral que persigue, como “único espectáculo verdaderamente clásico, grandioso y auténtico que se conserva en el mundo” (1935: 218). No parece que el autor de Genio de la Hispanidad fuera muy taurófilo, así es que lo natural es pensar en algún prés-

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Todavía en 1942, un antiguo colaborador de las Misiones Pedagógicas, Enrique Azcoaga, se refiere a la “misión” que debe desempeñar el Teatro Español Universitario (Azcoaga 1942).

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tamo. Ahí estaba, sin duda, un elocuente fragmento de Valle-Inclán en el “Prólogo” de Los cuernos de don Friolera, puesto en boca de su alter ego, don Estrafalario: “Si nuestro teatro tuviese el temblor de las fiestas de toros sería magnífico. Si hubiese sabido transportar esa violencia estética, sería un teatro heroico como la Ilíada. A falta de eso —remataba—, tiene la antipatía de los códigos, desde la Constitución a la Gramática”. También pudo influirle la taurofilia de García Lorca, mucho más sincera que la del dramaturgo gallego. Esta declaración es coetánea de Arte y Estado: “El toreo es probablemente la riqueza poética y vital de España, increíblemente desaprovechada por los escritores y artistas, debido principalmente a una falsa educación pedagógica que nos han dado y que hemos sido los hombres de mi generación los primeros en rechazar. Creo que los toros es la fiesta más culta que hay en el mundo” (García Lorca 1935: 685). Las afinidades entre escritores de tan diverso talante como eran Giménez Caballero y García Lorca no paran aquí. Otra muy importante atañe a la presencia de lo sagrado. Para Gecé la decadencia de la tragedia comienza con su secularización. El teatro ha ido perdiendo su componente mistérico y ritual: Se comenzó a ir al teatro para pasar un rato más en la jornada para hallar un descanso, una diversión. Es como el que fuere a misa para fumar un pitillo. Porque la misa, ¿qué más drama divino, la misa, donde aún el sacerdote hace las veces, representa la Pasión del Salvador, comulgando con el pan y el vino ante todos los hombres? (Giménez Caballero 1935: 219).

Y a esta reflexión siguen una serie de consideraciones sobre Calderón y el auto sacramental, como dramatización de la Eucaristía. Pues bien, también en esto pudo inspirarse Gecé en Lorca, apologeta del género mucho antes que él. Así, por ejemplo, en su extraordinaria presentación del auto de La vida es sueño, una elección de obra que le acarreó no pocos disgustos de uno y otro lado del cotarro político: Por el teatro de Calderón se llega al Fausto, y yo creo que él mismo ya llegó con El mágico prodigioso, y se llega al gran drama, al mejor drama

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Javier Huerta Calvo que se representa miles de ves todos los días, a la mejor tragedia teatral que existe en el mundo; me refiero al santo sacrificio de la Misa (en Sáenz de la Calzada 1976: 167).

En resolución, no era preciso ser fascista para reivindicar el valor sagrado del teatro. Frente a la militancia política de otros y, desde una actitud claramente progresista, Lorca defendía unos postulados que traspasaban las fronteras de las ideologías para tocar las puramente artísticas. Los consecuentes sí son cosecha genuina de Giménez Caballero, que, en su obsesión por comparar el ayer con el hoy, ve en el alegorismo de los autos sacramentales un precedente de los autos sociales de la Rusia soviética. La realidad de la posguerra vino a poner las cosas en su sitio. El ambicioso teórico del teatro fascista acabó en el profesor de instituto que promovía representaciones escolares, una suerte de historia escenificada del teatro. En El misterio español de Cristo, se incluía el Auto de los Reyes Magos, la Representación del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, de Gómez Manrique, el Auto de la Pasión, de Lucas Fernández, el Diálogo del Nacimiento, de Torres Naharro, el Auto de la Sibila Casandra, de Gil Vicente, y el auto sacramental de La vida es sueño, de Calderón de la Barca. En otro programa, preparado para el TEU, el motivo conductor es el estudiante como protagonista de pasos, entremeses y sainetes. La vida del estudiante comprendía El convidado, de Lope de Rueda, La cueva de Salamanca, de Cervantes, Pepa la frescachona, de Tomás Luceño, y Exámenes, de Antonio de Lara Tono. Como única contribución importante de Giménez Caballero, acorde con su ideario fascista de 1935, hay que mencionar su versión de Fuente Ovejuna en 1944, y aun así con todas las reservas, pues, como bien explica Diego Santos, no deja de ser la muestra más clara de la inviabilidad del proyecto teatral falangista (2019). Tras los pasos de Sánchez Mazas, Eugenio Montes y, naturalmente, Giménez Caballero, camina Gonzalo Torrente Ballester en su opúsculo de Jerarquía, “Razón y ser de la dramática del futuro” (1937). ¿Qué papel debía desempeñar el teatro en la nueva España vencedora de la guerra? En sus propias palabras encendidas de ardor falangista: “Aquí trataré del drama que se ha de elaborar en el mañana luminoso” (79).

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Tres son los criterios normativos que apuntalan la preceptiva torrentiana: tradición, orden y estilo. El resultado de una dramática fiel a esos principios sería triple: a) un teatro cristiano; b) un teatro antivanguardista; y c), un teatro antiburgués. En primer lugar, un teatro cristiano, con el auto sacramental como relevante núcleo y una moderna tragedia, en la cual el tradicional enfrentamiento entre el héroe y el coro fuera sustituido por otro con términos de mayor actualidad: el protagonista y la masa. Respecto del primero, la mediación cristiana vuelve a imponerse, dado que el héroe de la nueva tragedia deberá destacar por sus altas virtudes: “Después de la tragedia de Jesucristo como Hombre exigimos la eminencia” (81). Respecto de la masa, el criterio elitista propio de la mentalidad fascista en boga, pues que “la masa, como tal, no tiene cabida ni en un estado clásico ni en clásica tragedia”. Por eso, el coro de la nueva tragedia debe cumplir otras funciones alejadas de cualquier veleidad democrática, que lo lleve a conducirse “con ese espejismo despistado que lo caracteriza cuando se divorcia en cuerpo y alma de los que lo conducen”. Para Torrente Ballester, el género trágico por excelencia —modelo de tragedia cristiana— sería el auto sacramental. Religión y política deben ir de la mano en escena. Solo así podrá hacerse “del teatro de mañana la liturgia del Imperio”. Y llega a proponer como corolario de su argumentación que el 29 de octubre, efeméride de la fundación de Falange Española en el Teatro de la Comedia, se representase una tragedia basada en los principios expuestos y que, naturalmente, estaba todavía por hacer. Esa tragedia iría dirigida a un público educado, más que escogido, conducido, como ha sucedido siempre en los mejores momentos históricos: “¿Por qué —se pregunta— será que las grandes épocas teatrales han coincidido siempre con períodos de política vertical?”. Sorprende más el antivanguardismo de la poética teatral de Torrente Ballester, teniendo en cuenta los principios del movimiento fascista. Las ideas que Ortega y Gasset, “embobado por los saltos de Nijinski”, había expuesto en su “Elogio del Murciélago” (1921), no le parecen aceptables. El crítico muestra una incomprensión absoluta hacia el componente escénico del teatro, la que un tanto pedantemente llama sustantividad plástica, que habría de estar siempre subordinada a la

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sustantividad literaria “de la misma manera —afirma— que el cuerpo se subordina al alma” (82). No comparto, por ello, la idea de Pérez Bowie, para quien Torrente muestra lucidez “al condenar la tendencia al predominio de lo espectacular en el escenario” (2009: 18). Para mí, es más bien ceguera, incapacidad de apreciar la enorme renovación que se había producido en los escenarios europeos durante los años 20. Es esta una posición que Torrente Ballester, cuya mejor narrativa se construyó sobre la creencia en las capacidades formalistas y experimentales de la literatura, mantendría en años posteriores, llevado por su creencia de que el problema de la forma es, al fin y al cabo, baladí, “porque en el teatro, como en el arte, en general, ya está todo hecho” (1941: 103), lo cual, evidentemente, ni era cierto entonces ni lo es ahora. Si, de acuerdo con Torrente Ballester, prescindimos del elemento espectacular, nada de lo ocurrido en el teatro de posguerra tiene valor y sentido. Por fortuna, los grandes directores del franquismo, tanto en el ámbito profesional como en el universitario (Luis Escobar, Felipe Lluch, Cayetano Luca de Tena, José Tamayo…), tuvieron claro que la poesía fundamental del teatro no residía solo en las palabras, sino sobre todo en la puesta en escena. De ahí la importancia que, en sus montajes, tuvieron los escenógrafos: Sigfrido Burmann, Vicente Viudes, Emilio Burgos, Vitín Cortezo, José Caballero, José Luis López Vázquez… En definitiva, quien en los años 70 escribiera esa prodigiosa aguja para navegar Cervantes que es El Quijote como juego literario, era, a la altura de los años 30 y 40, un decidido detractor de cualquier finalidad lúdica en el arte. La diversión, el juego, eran elementos esenciales del arte de vanguardia, según había diagnosticado el mismo Ortega. Imbuido de trascendentalismo falangista, Torrente Ballester desaprueba la idea, y, frente a la diversión, como finalidad más burda del teatro, reivindica no la catarsis, sino la devoción, que implica una vivencia religiosa del hecho artístico; vivencia religiosa en cuanto expresión sublime de un arte como el teatro que debe ser profundamente humanizado. En efecto, la deshumanización es siempre, para nuestro crítico, rechazable. De ahí que el teatro de Valle-Inclán —quiero pensar que los esperpentos— no le satisficiera, “por intrínseca impopularidad de su obra dramática, escrita sin la menor piedad por el hombre, sin esa

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mínima piedad y simpatía indispensables para que el público tolere en la escena su propia caricatura” (Torrente Ballester 1941: 136). El tercer pilar sobre el que se sustenta la preceptiva de Torrente es la necesidad de regenerar el teatro ampliando su horizonte temático. Siguiendo una línea argumental característica de la crítica falangista en general, se muestra contario al drama burgués: “Un teatro de plenitud no puede seguir nutriendo su repertorio temático de pequeños líos burgueses: se impone la vuelta a lo heroico” (1937: 85). Todavía en 1941, Torrente vincula “el porvenir del teatro” al “destino político y religioso” de España, y carga de nuevo contra el teatro aburguesado, debido a “los epígonos de una sociedad muerta o moribunda, de un sistema de convicciones periclitado, de unas ideas estéticas sin vigencia” (1941: 137). La revolución nacionalsindicalista se proclamaba antiburguesa de raíz, y el teatro no lo podía ser menos. Un anónimo comentarista de Haz, órgano de Falange Española, bramaba contra todas las formas del teatro caduco: “esas comedias históricas para estudiantes de bachillerato, esas representaciones comerciales de teatro clásico dirigidas por un empresario sin sentido, esas revistas más o menos morales […], esas zarzuelas abochornantes que asfixian a nuestro pueblo y no le permiten crecer a la altura que se debiera” (Anónimo 1941). Se trata del texto más beligerante que he encontrado contra el teatro comercial, tradicional y burgués; también el más sincero, pues no se priva de atacar a la trinidad de dramaturgos que mejor lo representaba: “los engendros de Marquina o de Pemán” y Benavente, “el autor más burgués y más completo de los autores burgueses”. En opinión de este crítico, nada tiene que hacer ninguno de estos dramaturgos “en un mundo que, quiérase o no, resulta eminentemente revolucionario”. Entre las consignas del SEU, alguna recomienda que, para crear un gusto revolucionario o antiburgués, Educación y Descanso obligue a sus asociados “a asistir a las representaciones que, en teatros como el Español y María Guerrero, tratan de elevar una conciencia popular teatral, encanallada por individuos sin nivel intelectual y sin conciencia”. Y concluye: “Pero no puede, de ninguna de las maneras, aunque al pueblo español le divierta, tratar de que a este pueblo se entretenga con todo lo que no trata más que de morfinomanizarlo, anestesiarlo,

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inutilizarlo por procedimientos artísticamente innobles e inaceptables” (Anónimo 1942a: 15). En 1940, Escobar, ya al frente del Teatro María Guerrero, monta La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón, y la puesta en escena es celebrada por el órgano falangista como una muestra excepcional en la línea de “acabar con un teatro de público y crear urgentemente un teatro popular lleno de gracia y señorío, un teatro que coopere en la medida de sus fuerzas a la unidad de los hombres de España” y “que no debe olvidarse ni un solo momento que su única misión es hacer en España teatro ejemplar” (Anónimo 1940b: 11). Un repaso por las reseñas publicadas en la revista Haz demuestra que cierta intelectualidad falangista se movía en los terrenos de la modernidad y de la vanguardia: se reseñan obras de Joyce, se elogia el teatro de O’Neill, se publica una obra de Thornton Wilder en la cuarta época, poemas de Rainer Maria Rilke, y se ataca el teatro más comercial, el que representaban Adolfo Torrado o Quintero y Guillén, e, incluso, Benavente, este último tal vez por las veleidades republicanas de que había hecho gala durante la Guerra Civil. El caso de Benavente, como paladín más ilustre del teatro burgués, merece un comentario aparte. Don Jacinto se vio obligado, luego del 1 de abril de 1939, a purgar sus veleidades republicanas, y no escatimó esfuerzos para lograrlo. Cuenta Rivas Cherif una anécdota ilustrativa al respecto: Me llegó luego la noticia de que, en una capital de provincia, me parece que Zaragoza, como Benavente asistiera al estreno y el público le pidiera que hablara al final de la representación, se produjo en forma que los falangistas estimaron lesiva para el Caudillo Jefe del Estado, por cuanto tenía de exaltatoria de los derechos del rey […]. Ello es que el autor de La última carta se vio castigado por la Falange a la omisión de su nombre en cuantos carteles y programas pudieran anunciar sus obras, omitidas también, por otra parte, en la relación de los críticos a la hora de su estreno (en Aguilera Sastre 2005: 42-43).

Pues bien, la anécdota es incierta. Es fácil hacer un rastreo por periódicos, revistas y carteleras de la época y comprobar que el nombre

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de don Jacinto jamás se les escamotea a los lectores, pero la leyenda es siempre más atractiva que la realidad y sigue difundiéndose3. En 1940 estrena una “comedia aristofanesca” bajo el título de Aves y pájaros: una empalagosa apología en toda regla del golpe militar del 18 de julio (“Los políticos tenían miedo al Ejército, quizá porque sabían que era el único que podía pedirles cuenta de sus desmanes”), en la que no faltan golpes bajos a la intelectualidad del exilio (“esos intelectuales que huyen como liebres apenas la revolución que ellos trajeron se desborda más de lo que a ellos les convendría”), y que aboca, en fin, a una maniquea versión del conflicto tras el cual las aves bondadosas de los ejércitos de Franco se imponen sobre los pajarracos republicanos de mal agüero. Cuando Benavente salió a saludar, gritó un “¡Arriba España!”, que fue secundado con vítores por el público4 (ABC 13-XI-1940). Estos gestos no engañaban a los falangistas más avisados; Antonio de Obregón, por ejemplo, para quien era totalmente innecesaria esta “farsa claudicante y fea, con literatura barata, alusiones más baratas todavía, tópicos y monotonía”, todo lo cual había causado vergüenza profunda entre los espectadores falangistas, “jóvenes de cuerpo y espíritu”, que, cuando bajó el telón y frente a los aplausos del “público viejo, liberal, burgués, de la más despistada clase media”, permanecieron en un respetuoso silencio. Aun admitiendo lo que Benavente pudo representar de novedad en su tiempo, Obregón lo consideraba un autor

3 El ABC del 1 de abril de 1939 publicaba la siguiente noticia bajo el rótulo de “Don Jacinto Benavente, rescatado”: “Comunican de Valencia que, a la entrada triunfal de las tropas españolas en la ciudad del Turia, una de las primeras personas que estuvieron al lado del glorioso general Aranda, saludando brazo en alto el paso victorioso del ejército liberador, fue el ilustre autor dramático don Jacinto Benavente, cuyo cerebro privilegiado ha permanecido, durante casi tres años, lamentablemente prisionero de los rojos. Como amantes del teatro español y no pudiendo olvidar los servicios que antes del 17 de julio ha prestado a los ideales de la verdadera España, celebramos sinceramente su reincorporación a esta”. Y, en efecto, hay alguna fotografía en la que Benavente aplaude, en compañía del cantante Miguel de Molina, a los soldados que desfilan. 4 Cita extraída de una gacetilla del diario ABC.

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amortizado, sin nada que aportar a “la tarea de construir el teatro que requieren nuestro tiempo y nuestros problemas” (1940: 19). Pero, como había ocurrido antes, el cinismo inteligente de Benavente terminó imponiéndose sobre la juventud idealista de las camisas azules. Benavente no desaprovecha ocasión para manifestar sus simpatías por los vencedores. De su antigua afición por la Rusia comunista no queda nada: “Naciones que todavía mantienen relaciones diplomáticas, con la URSS, a sabiendas de que ella es el enemigo común contra todos, no las mantienen con España, o las mantienen vergonzantes, que es un modo de confesar que son necesarias” (Benavente 1949: 11). Es una voz impostada, patética, que abdica —siguiendo el título de una comedia que estrena en 1945, Abdicación— de todos los ideales liberales, laicos e internacionalistas que había defendido hasta 1938. España es ahora “la del imperio espiritual, la del Imperio cristiano, en donde nunca pude ponerse el sol, porque no es el sol material de los cielos visibles, sino el Dios mismo, el Dios de Jesucristo, única y verdadera luz del mundo” (1949: 11-12). El viejo liberal y hasta libertino intensifica su labor periodística profranquista. Entre 1948 y 1949 publica en La Vanguardia artículos de tono muy propagandístico, cuyo título lo dice todo: “¡Malditos los que hayan olvidado!”, “O con España o contra España”, “La cruzada milagrosa”, “Cuando todo el mundo estaba ciego”, “El recuerdo molesta”, “De ayer a hoy”, “¡Acordaos!”… El antibenaventiano Antonio de Obregón es uno de los más vehementes críticos falangistas y de los más coherentes con los ideales primigenios. En sus artículos de Arriba defiende la “censura estética”, pues se había ganado la guerra, pero la situación teatral del país seguía igual que antes de ella, es decir, dominada por la mediocridad y el mal gusto. Propugna Obregón, por ello, la intervención del Estado a través de una junta censora que dictamine acerca de “la calidad artística de la obra escénica”, en orden a “la dignificación del teatro, que habrá de ser digno de la revolución nacionalsindicalista” (1939b)5. En fin,

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Escribe García Ruiz: “El sector falangista era el más pujante desde el punto de vista ideológico; querían positivamente una nueva España nacional-sindicalista, mientras que militares, tradicionalistas y católicos corporativistas, que también

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una proposición lo suficientemente vaga como para que acabara durmiendo el sueño de los justos. En cualquier caso, resulta gratificante que por una vez no se hablara de censura moral o ideológica, sino simplemente estética, en una línea que quería desmarcarse del clericalismo más integrista. “Estos falangistas radicales, precisamente por fascistas —apunta Recalde Iglesias a este respecto—, se pretendían tolerantes y modernos en lo cultural, y por ello se veían obligados a rechazar en sus revistas —sobre todo en Escorial— todo lo que de arcaico tenía el pensamiento político-social de las publicaciones de la Iglesia” (2014: 310). Otra de las grandes preocupaciones de la poética teatral falangista era el público al cual debía ir destinado el nuevo teatro. Ya vimos la obsesión de los primeros teóricos —Giménez Caballero y Torrente Ballester— por crear un teatro de masas. Más prudente, Obregón se manifiesta contra el “teatro para minorías”, e ironiza sobre los experimentos de los “teatros íntimos” o de bolsillo anteriores a la guerra —El Mirlo Blanco, Caracol— para concluir en que “teatro, verdaderamente teatro, es el espectáculo ofrecido a una multitud libre que congrega en determinados lugares públicos para oír y ver una obra dramática, desde los primitivos coliseos griegos y romanos hasta las salas de nuestros días” (Obregón 1939a). Alberto Clavería recupera el discurso de las masas. Lo hace en 1944, probablemente convencido de que la Segunda Guerra Mundial se resolvería en favor de las potencias del Eje y el triunfo total del fascismo traería consigo un nuevo teatro: A ese futuro que se anuncia, inequívoco, bajo el signo tremendo del predominio de las masas, no debemos volverle las espaldas. No basta salvar los valores morales. En el próximo mañana, el que sea capaz de crearlos,

tenían sus proyectos, eran menos utópicos y, desde luego, no querían ni oír hablar de ‘revolución’ aunque esta fuera nacional-sindicalista” (2003: 17). Los artículos del diario Arriba se dan sin indicación de página, porque sin ella aparecen en la base de datos del Centro de Documentación de las Artes Escénicas, , y años sucesivos.

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Javier Huerta Calvo dentro de la ruta marcada por los tiempos y por el resto de los hombres, será el que triunfe. El que se encierre en torres de marfil que, por mucha verdad que encierren sean inactuales, ese tal perecerá arrollado en un torrente de evidencias contrarias. Así pues, a una política y a un arte de masas debe responder, no nuestro remedio, nuestro “parche técnico”, sino nuestra creación total y nueva. Por eso dirigimos aquí nuestra mirada a ese verdadero arte de multitudes que, junto con el cine, es el teatro; considerándolo en su aspecto fundamental: el que se refiere a su relación con el público (Clavería 1944).

Para otro destacado falangista, el crítico teatral y de arte Manuel Sánchez Camargo, la vocación social del falangismo se debería traducir en un teatro de la misma condición, es decir, un “teatro social”, orientado “como imprescindible instrumento de propaganda, a las clases que no pueden comprender un teatro de ideas, más o menos bueno, o la azarosa época de noviazgo que pasan la señorita Tal y el ingeniero Cual en un cortijo andaluz”. Solo bajo esas directrices se podría construir “una escena que eduque, forme y dirija al pueblo, haciéndole vivir su posible destino y su única manera de redención”. Para Eugenio Montes, falangista de prosa elegante, el público no es ni más ni menos que una “unidad de destino”, como lo es la patria misma: Toda cultura de comunidad, de pueblo, sin públicos ni público, nace a imagen y semejanza del orden eclesiástico, unánime y jerárquico; es decir, religiosamente, “re-ligadamente”. Pongo, por ejemplo, la más ejemplar de la historia universal; la helénica. Una conciencia de unidad de destino, el curso solidario del fatum y la sangre, un estilo que abarca de lo más sublime a lo más elemental, preside su vida entera y su entero arte, y cuando el liberalismo comienza a turbar tanta armonía se levanta sobre su alto coturno la tragedia para decirles con rigor de hexámetros a todos que nadie escapa impunemente al sino de la comunidad, que los pecados de unos repercuten en los otros y en la cadena de las generaciones hasta los hijos pagan por los padres, pues una es la sangre, uno el fin, una la patria. […] Otro ejemplo de cultura de comunidad ha sido el de la España imperial. Por eso nuestro teatro es el más logrado de Occidente, porque en él consigue encarnación popular la sangre cristiana con los dogmas teológicos. […] Tuvimos entonces un gran teatro, porque se le exigía

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tensión y aspiración al auditorio, y si al Corral de la Pacheca podía entrar todo el mundo para asistir al gran teatro del mundo, era necesario estar de pie, empinándose por encima de sí mismo, por encima de la propia naturaleza, trascendiendo (Montes 1941).

En el discurso teatral falangista vamos viendo más generalidades que concreciones. Por eso, se agradecen escritos menos líricos, como el que publica el delegado de Arte del SEU (1939), apenas terminada la guerra. En él da algunas consignas tan concretas como la propuesta que lanza para que en cada capital de provincia haya un teatro que lleve el nombre de José Antonio. Anécdotas aparte, este mandatario falangista aconseja no remitirse tanto al teatro del pasado y pensar en la conveniencia de un teatro del presente, pues “el falangismo es actividad vital y, por lo tanto, tiene que concretarse también en figuras teatrales nuevas y poderosas”. Es decir, además de teatro clásico, hay que hacer teatro nuevo, un teatro que ha de salir de “nuestros jóvenes”. Pasaba el tiempo, sin embargo, y esos jóvenes dramaturgos no surgían. Es la queja que expresa José Vicente Puente en unos interesantes “Apuntes sobre el panorama teatral” (1941): La realidad es que aún estamos esperando la figura teatral de nuestra generación. La escena española actual sigue alimentándose con nombres viejos, conocidos y gastados: Benavente, los Quintero, Arniches… Es indudable que nosotros no podemos comulgar con Benavente, ni con su teatro, ni mucho menos con su tortuosa y falaz línea política… Pero supongamos que anulamos la personalidad teatral de Benavente, que logramos eliminarle, suprimirle, machacarlo, si se pudiese. Vamos a figurarnos —y seguimos en el más puro camino de la hipérbole— que Benavente desaparece como repertorio y como estrenista del “teatro español”. ¿Quién queda? ¿Quién llena su hueco? (Puente 1941: 61-62).

La figura de Gonzalo Torrente Ballester, como creador, había suscitado ciertas esperanzas. Su auto sacramental El casamiento engañoso representaba un ejemplo ambicioso y de calidad: El T.E.U. no puede nunca trabajar con otros materiales que no estén a la altura de este Casamiento engañoso. Su misión en España consiste en

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Javier Huerta Calvo demostrar, en la medida de sus fuerzas, que lo que ocurre en la escena comercial, de una manera abundante, son anécdotas y peripecias desfasadas en nuestro tiempo, que solo como pasatiempo las gentes suelen ver. Cuando se monta con el fervor y resultados que el T.E.U. lo ha hecho con El casamiento engañoso, no se puede decir aquello de que “no hay material para complacer a los exigentes”, puesto que la obra de Gonzalo Torrente complace y más (Anónimo 1941).

Para José María Alfaro no era suficiente con el rescate de un género antiguo, por más que se presentara bajo un brillante envoltorio escénico, como el auto sacramental. El teatro del nuevo Estado parecía seguir viviendo de las rentas del pasado, de unas obras “que vienen a resultar la última consecuencia de un descoyuntado, caduco e inerte módulo de expresión, que a duras penas puede llamarse dramático”. Ya que la situación del país y del mundo era trágica, el nuevo teatro tenía que transitar por ese camino para “con huesos y sangre de todos, hacer que la palpitación honda, irrevocable y profundamente humana del destino mágico del tiempo presente monte la máscara de la tragedia en la boca de un escenario”. Ello exigía “una verdadera conexión con las corrientes del mundo [que] perfore y atraviese los escenarios españoles”. El TEU era una posible solución a todos los males y las carencias apuntados. Camilo José Cela (1941) veía en el montaje de Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, por el TEU de Valencia, una ventana abierta a ese anhelado teatro nuevo, opuesto a las imposiciones de “los gerifaltes del teatro comercial”: Día llegará, no lo dudéis, en que lo que hoy es un experimento, sea una agradable y bella realidad. Hasta entonces… una única y constante actitud; el teatro al uso no nos sirve, queremos otra cosa mejor y más de acuerdo con nuestra manera de entender la vida; proclamamos nuestra incompatibilidad con lo que se hace, y como no encontramos —entre los que lo hacen— quien pueda mejorarlo, nos irrogamos una obligación más a las muchas que ya tenemos: hacer teatro (Cela 1941: 11).

Y en parecidos términos insistía de nuevo Tomás Borrás en otro artículo titulado “Movimiento teatral” (1942), en el que juzgaba es-

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peranzadora la intervención del Estado franquista sobre el teatro “al servicio de la cultura del pueblo”, frente al “sentido materialista de las empresas que se dedican a explotar el teatro (y en el vocablo explotar está toda la crisis)”. Y ponía como ejemplo su propia labor al frente del Sindicato Nacional de Espectáculo, en cuanto “rescatador y organizador de uno de los coliseos [María Guerrero] que mantienen en España el criterio de que el teatro es un arte para el pueblo” (Borrás 1942: 91). Obviamente, esta última frase no la mejoraría ni el más ortodoxo de los comunistas. Por fortuna, tanto el teatro Español como el mencionado María Guerrero cayeron en manos de dos intelectuales, accidentalmente falangistas, y sustantivamente grandes hombres de teatro, como Cayetano Luca de Tena y Luis Escobar (a su sombra Huberto Pérez de la Ossa), que en seguida dejaron la ideología entre bastidores para enfocar sus esfuerzos en crear buen teatro. El caso es que el día anunciado por Cela tardaba en llegar. Patricio González de Canales (1943), secretario nacional de Propaganda, achacaba las dificultades del cambio a la inercia de tantos años provocada por “la antigua marcha liberal del Estado”. La consecuencia de todo ello era “un teatro desconcertado, recién salido de la hondísima crisis, arterioesclerótico, descarriado, pobrísimo en autores e intérpretes, arruinado, relegada a último plano su visión educativa y convertido en un regodeante negocio”. Y quizá por su condición práctica de funcionario, proponía al final de su escrito una serie de medidas concretas: 1ª. Mantener la tradición dramática española. 2ª. Ilustrarnos con las obras cumbres de la dramática extranjera. 3ª. Estrenar las obras de autores noveles que, por el jurado que corresponda, se reputen buenas. […] 4ª. Dirigir la formación del público infantil y adolescente. 5ª. Revolucionar técnicamente el teatro presentando en el TEU los últimos avances en la materia (González de Canales 1943).

Una vez desaparecido el Teatro Nacional de Falange, levantado sobre el experimento primitivo de La Tarumba, y profesionalizados cada vez más los grandes teatros nacionales, la única institución que podía dar cauce al ideario falangista era el TEU. Ocurrió que, al frente de

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sus destinos, no estaba un político al uso, sino también un hombre de teatro que, por si fuera poco y como líneas arriba hemos dicho, venía de un pasado apasionante, de una experiencia única, el Teatro Universitario La Barraca, donde había crecido como actor y director al lado de Federico García Lorca. Este hombre de teatro era Modesto Higueras. Por eso, en sus escritos se prodiga más en la práctica que en la teoría, e incide en cuestiones que atañen más a la historia y la técnica del teatro que a la política. Incluso en el debate entre un teatro social de masas —aspiración suprema del falangismo— y un teatro de minorías o de ensayo, Higueras se mueve en la ambigüedad, es decir, dentro de unos planteamientos pragmáticos, al margen de las apuestas megalómanas y, al cabo, utópicas que habían propugnado los primeros teóricos falangistas: El teatro ha sido, debe ser un espectáculo para multitudes, y así, el teatro de ensayo no nos interesa siempre y cuando no esté destinado a la formación de un gran público, y a la creación de un gusto, una tendencia determinada con la intención de servir a la masa de espectadores desorientados (Higueras 1944: 38).

No debe extrañar que Higueras se manifestara con cierta ambigüedad. Aun cuando tuvo alguna experiencia —breve— al frente de un teatro nacional como el Español, lo suyo fue siempre la escena universitaria y experimental, hasta que terminó dirigiendo el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo. Desde su discreta posición, Modesto Higueras sentó las bases de la renovación teatral en la España de posguerra con una presencia mínima de elementos ideológicos. En su repertorio tuvieron un gran peso los clásicos (Lope de Rueda, Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón de la Barca), repitiendo casi todos los títulos que su maestro García Lorca había programado con La Barraca. Pero, además, se abrió al teatro contemporáneo: Thornton Wilder y John Synge, y también dio paso a autores españoles del momento: Víctor Ruiz Iriarte, Julián Ayesta, José García Nieto, Faustino González Aller, Rafael Morales, Vicente Escrivá y Fernando Vizcaíno Casas… De esta nómina tan solo destacaría en el teatro posterior Ruiz Iriarte, otro

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buen exponente de cómo la profesionalización fue ganando terreno a la politización de la primera hora falangista, como lo atestiguan sus opiniones sobre las relaciones entre el teatro y la universidad. Preguntado sobre las “posibilidades de un teatro experimental universitario”, niega que los clásicos deban formar parte de su repertorio, “porque en la plaza de Santa Ana [se refiere al teatro Español] siempre se montarán mejor y con más riqueza”; es decir, propone que su repertorio sea el teatro contemporáneo. Y, con relación a lo mismo, aboga la profesionalidad de los directores y los actores, que han de ser “estudiantes de teatro, del Conservatorio de Música y Declamación, no alumnos de Derecho u opositores al Catastro” (Ruiz Iriarte 1945: 61). El falangismo seguía, no obstante, con sus contradicciones. En 1943 la Revista Nacional de Educación publica un excelente monográfico bajo el título de El teatro en España. Entre sus colaboradores hay críticos y profesores de prestigio: Dámaso Alonso, Ángel González Palencia, Juan Antonio Tamayo, Joaquín de Entrambasaguas… Hay también nombres relevantes que tocan todos los aspectos de la puesta en escena: la dirección (Luis Escobar), la escenografía (Víctor María Cortezo), la luminotecnia (Rafael Martínez Romarate), la música (Víctor Espinós), la arquitectura (Pedro Muguruza). Estas últimas colaboraciones son más técnicas que políticas, más profesionales que ideológicas. La única excepción es el artículo de Tomás Borrás, titulado “Cómo debe ser el teatro falangista”. Cuando las gentes del teatro iban abandonando las ideologías para profesionalizarse cada vez más, Borrás no ha perdido la fe en un teatro que obedeciese a las consignas del partido único. Empieza por llamar teatro falangista al que “corresponde al Estado creado por la Cruzada y su victoria y recuperación de España” (1943: 71), que es decir bien poco. A esta tan vacua como obvia definición sigue una serie de consideraciones muy generales, la mayoría referidas al papel que nuestros clásicos del Siglo de Oro debían desempeñar en el nuevo Estado surgido del 18 de julio de 1936. Como será norma en los estudiosos del periodo —a la cabeza de todos, el eximio lopista don Joaquín de Entrambasaguas—, Lope sería el fundador de nuestro “drama nacional”. El adjetivo puede aceptarse sin más, si no estuviera imbuido de connotaciones franquistas —o sea, tan nacional sería el teatro como el bando vencedor de la guerra—

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e, incluso, un punto xenófobas. Para Borrás, la gran invención lopesca sería finiquitada por el gusto afrancesado y las costumbres extranjerizantes del siglo xviii, con esa “aberración escénica” que es —en su opinión— el teatro de la Ilustración (1943: 73). Los corrompidos aires de las estéticas extranjeras —racionalistas, revolucionarias y laicistas— aventarían, de ese modo, nuestra dramaturgia castiza. Moratín sería el principal responsable de esa extranjerización de la escena que culminaría en Benavente. A falta de nuevos argumentos que aducir, Borrás se conforma con autocitarse, remitiendo a un artículo suyo publicado en el ABC, en 1934, y que nos atrevemos a considerar como el primer texto deudor de la ideología falangista: “Pemán y la restauración del teatro nacional”. El autor gaditano acababa de estrenar El divino impaciente, drama histórico de pensamiento cristiano y aspiraciones imperiales que chocaban de lleno con los principios de la República. Que Borrás hubiera sido uno de los escritores más enganchados a las corrientes de vanguardia no fue óbice para que elogiase en extremo el drama de Pemán y lo elevase a categoría de modelo de un posible teatro nacional. Frente a las fuerzas disgregadoras y disolventes de la dramaturgia extranjerizante, Borrás proponía una decidida renacionalización del teatro, género cuya potencia educativa y social resultaba indiscutible, conforme enseñaban los Estados totalitarios: la Rusia soviética, la Alemania nazi y la Italia fascista. Borrás invitaba, en fin, a Pemán a esforzarse por crear un teatro a la altura de unos tiempos que se presumían heroicos. Y no le importaba emplear un lenguaje prebélico para convencerlo: “Hay que establecer la agrupación que se ocupe de erigir en una escena el retablo del pensamiento y del sentimiento nacionales. ¡Vamos al pueblo por la belleza! Alta cruzada” (véase Lloret Martín 2015: 69 y ss.). Habían pasado ya cinco años desde que terminara la auténtica Cruzada, durante los cuales la teoría y la praxis de un teatro falangista caminaban más a la par. Desde su Sevilla natal, por ejemplo, el poeta y dramaturgo Manuel Machado meditaba sobre “el teatro de mañana”, que —en su opinión— encarnaba ya La Tarumba, Teatro de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, con su repertorio clásico de “autos sacramentales de Navidad y de la Epifanía, entremeses de Cer-

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vantes, Lope y anónimos del xvi, recital de romances viejos, danzas antiguas, pastoriles […]” (1938: 3). Otro colega suyo, Eduardo Marquina, dejaba también oír su voz tradicionalista. Para el autor de Las hijas del Cid, el retorno al teatro clásico se antojaba inevitable: en primer lugar, porque hizo a los españoles “inflexibles en el cuidado de nuestra honra” 1938: 3); en segundo lugar, porque “nos ha puesto en pie de convivencia con la honda teología” gracias a los autos sacramentales. Y lo abrochaba todo con una imagen de gran impacto, el símbolo falangista del yugo y las flechas proyectándose sobre las obras de Lope de Calderón, no sin la consabida alusión a la decadencia de Europa: “Nuestro teatro es norma y acción, yugo y flechas, desde que nace. Y solo cuando ha dejado de serlo perdió vida propia y cayó en la descomposición europea” (1938: 4). Unos años después, Guillermo de Reyna (1943) incidía en la españolidad de nuestro teatro clásico, que debía seguir siendo un espejo en que se mirasen las gentes de teatro y los espectadores, evitando el tratamiento de temas como el adulterio, el divorcio y “aquellas soluciones que, aunque irreprochables en el orden moral y religioso, puedan contribuir a la difusión de reacciones incompatibles con la clásica manera de ser española y con los restos de moral calderoniana que todavía la informa”. En resumen, como —según este mismo falangista— había expresado virilmente el Caudillo, el vestuario del nuevo teatro debía comprender “ropas hechas a nuestra gallarda medida (Reyna 1943: 3). Los clásicos fueron, por ello, el soporte fundamental del primer TEU. Pero ya desde las primeras funciones Higueras y algún otro director como Juan Tebar abrieron el repertorio al teatro contemporáneo, tanto español como extranjero. Es esta una idea en la que se insiste con frecuencia. En 1945, Haz publica una encuesta en la que participan el director Cayetano Luca de Tena, el escenógrafo Sigfredo Burmann, el figurinista Carlos Pascual de Lara y el dramaturgo Víctor Ruiz Iriarte. Luca de Tena determinaba muy bien los límites en los que debía moverse la actividad teatral de la universidad: “El teatro universitario que yo veo factible sería aquel que prescindiera en su nacimiento y desarrollo de las fórmulas teatrales al uso y no buscara

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parecido alguno con los demás grupos de teatro oficial o comercial” (en Anónimo 1945). Para Burmann era no solo posible, sino recomendable un teatro universitario, siempre y cuando no desorbitara sus funciones y enfatizara su “carácter de estudio, de laboratorio, de cosa recién inventada”. Con ello se convertiría en una herramienta de la tan necesaria “renovación escenográfica” (en Anónimo 1945). Víctor Ruiz Iriarte era quien tenía las ideas más claras. En primer lugar, porque no veía razón alguna por la que “un teatro experimental de estudiantes” tuviera que “montar obras clásicas”. Para eso, ya estaba —a su juicio— el Teatro Español que dirigía Luca de Tena, donde “siempre se montarán mejor y con más riqueza”. Y concretaba su propuesta de un verdadero teatro experimental en cinco condiciones: Primera: que los actores fueran “estudiantes de Teatro, del Conservatorio de Música y Declamación, no alumnos de Derecho u opositores al Catastro”. Segunda: que el asesor literario fuera un escritor. Tercera: que los directores de escena fueran profesionales. Cuarta: que no se montaran más comedias que aquellas que no pudieran verse en los teatros comerciales. Quinta: que, en fin, el teatro universitario no pretendiera descubrir las obras consagradas del teatro universal: Medea, Hamlet, Fuente Ovejuna o El rey Lear (en Anónimo 1945).

Ni uno solo de los encuestados hablaba de ideología falangista. Aun cuando parezca un contrasentido, uno de los grandes aciertos de Modesto Higueras fue darle un aire cada vez más apolítico a sus montajes. Como escribía F. de Igoa, comparándolo con otras experiencias de teatro extranjero, “el TEU es, en realidad, nuestro teatro de ensayo. En su corta vida ha montado ya comedia clásicas españolas y algunas interesantes novedades extranjeras”. Representar en el TEU suponía iniciarse en la dramaturgia más inquieta y renovadora, también en las formas de interpretación más exigente. “Pasado el tiempo, ¿cree usted, por ejemplo, que un actor que sale de una universidad, donde ha aprendido a representar a Lope, a Sheridan y a Goethe, hará a gusto

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en su compañía un melodrama que se titula El padre guapo?” (F. de Igoa 1943). Diez años después, Alfonso Sastre celebraba el hecho de que el TEU se hubiera convertido en un “una plataforma para una posterior operación en el campo del teatro diario y profesional”, de otro modo dicho en “un lugar de estudio y preparación, donde el futuro hombre de teatro hace sus primeras armas, con todas sus consecuencias, ante un público que desde entonces puede seguir su trabajo o rechazarlo” (Sastre 1956: 178). El autor de Escuadra hacia la muerte diagnostica con acierto la función que el TEU estaba cumpliendo en el teatro de la posguerra, como un vivero fulgurante de intérpretes, directores, escenógrafos e incluso dramaturgos como él mismo. La teoría teatral falangista, como la del fascismo a nivel europeo, no tuvo frutos en la realidad escénica. La encendida retórica de los primeros manifiestos —Giménez Caballero, Torrente Ballester— apenas se concretó en los escenarios, si exceptuamos los primeros montajes de Luis Escobar al frente del Teatro Nacional de Falange, y, sobre todo, de Felipe Lluch en el Teatro Español (García Ruiz 2010). Algo de todo ello quedó en los monumentales montajes que otro histórico del TEU, José Tamayo, desarrolló a partir de los años 50 al frente de la Compañía Lope de Vega. Con la fuerza que le da su historia secular, lo teatral terminó imponiéndose sobre las quimeras impulsadas por el fanatismo ideológico. En un régimen que fue desprendiéndose, poco a poco, de sus raíces totalitarias —si no en lo político, sí en lo económico— la ley del mercado acabó venciendo a los presuntos ideales: el teatro de masas, el teatro revolucionario, pero al tiempo católico de autos sacramentales y tragedias. Uno de los mayores especialistas en el asunto que nos ocupa, Víctor García Ruiz, parafrasea el barroco verso de Góngora para resumir en qué quedaron los ideales falangistas sobre el teatro: “en humo, en sombra, en nada” (García Ruiz 2003: 43). Afortunadamente, habría que añadir. Criatura del falangismo primigenio dentro del Sindicato Español Universitario (SEU), el TEU supo trascender las consignas mostrencas y los condicionamientos más ideologizados para convertirse en eje vertebrador de buena parte del teatro español entre 1940 y 1975. Pretendió ser el buque insignia de la escena de su tiempo, bajo

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las banderas victoriosas, y terminó siendo —y muy pronto, además— la vanguardia y hasta la heterodoxia absoluta desbordando dichos límites y convirtiéndose en un ámbito propiciador de experimentos, en un espacio de libertades, en fin (Huerta Calvo 2020).

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“Razón y ser de la dramática futura” de Torrente Ballester. La construcción identitaria franquista a través de una nueva propuesta teatral Juan Manuel Escudero Baztán Universidad de La Rioja

El objeto fundamental de estas páginas es dar a conocer la versión íntegra1 del texto que en 1937 publicó Torrente Ballester titulado “Razón y ser de la dramática futura”. Este opúsculo, junto con otros, forma parte de un conjunto reducido de textos apologéticos, escritos durante la contienda o en la inmediata posguerra, con la intención de esta-

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Algunos fragmentos fueron publicados en 1993 en un monográfico de la revista Anthropos que recogía una antología de diversos textos falangistas de la época. Y también reprodujo parte del texto Mainer en su antología de literatura falangista. Véanse más datos en la bibliografía final.

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blecer las bases de una dramaturgia afecta a los deseos del régimen de construir una nueva identidad cultural. Su génesis cabe contextualizarla a partir del ambiente sociopolítico que rodeó la convulsa historia del teatro español de la primera mitad del siglo xx. En este sentido, la Segunda República supuso un auge sin precedentes del teatro. A una espléndida pléyade de dramaturgos se unió la proliferación de un teatro europeo que conoció abundantes éxitos en la cartelera de las principales ciudades españolas. La difusión de las nuevas tendencias de un teatro vanguardista más allá de los Pirineos y su presencia no solo en los grandes centros urbanos, sino también en muchas partes del territorio nacional, dibujaron un panorama rico y prolífico en propuestas y novedades. Todo parecía apuntar hacia una orquestada apuesta por parte de las élites culturales anteriores a la Guerra Civil de consolidación de un proyecto común de culturización teatral. Por contra, los movimientos opositores a la República, como la recién fundada Falange, eran conscientes de sus carencias estéticas, e incluso afectivas, con respecto al hecho teatral. El panorama, no obstante, cambió de manera radical con el levantamiento militar. Y la inmediata posguerra supuso una reorientación en las ambiciones artísticas de la Falange y la necesidad de articular un proyecto cultural para la nueva España, renacida de sus propias cenizas, que implicaba el despertar de un interés por rediseñar una dramaturgia acorde con el resurgir del nuevo Estado. Ideólogos e intelectuales se embarcaron en la construcción de una nueva dramaturgia que partía de la premisa fundamental de desmantelar a toda costa el entramado teatral diseñado por la República2, y sustituirlo por una nueva política cultural que planteaba una línea continuista con la cultura imperial de la España del Siglo de Oro, vislumbrada como una utópica Edad de Oro a la que había que volver3. Nada de lo que mediara entre ese Siglo de Oro y la nueva España nacida tras la contienda había existido, y era tarea primordial restablecer los nexos de unión entre el antiguo y el nuevo sueño imperial. Los mecanismos precisos de esta nueva reactivación pasaron por la creación de un organismo estatal de

2 Véase Rodríguez Puértolas 2008: 74. 3 Véase ibid. 88.

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censura teatral que fue evolucionando con el tiempo. A principios de abril de 1939, acabada oficialmente la guerra, el gobierno publicó una serie de normas para los empresarios de espectáculos públicos que obligaban expresamente a que toda obra escrita a partir del alzamiento del 36 debía someterse previamente a la censura para eliminar cualquier mención inadecuada al conflicto bélico, pero enseguida su influencia se extendió a toda obra escrita a partir de ese año, con la excepción de las obras clásicas4. La intencionalidad de esta censura tenía, por supuesto, un alto componente político, pero también albergaba un ideal de elevación artística y de búsqueda de excelencia literaria. De paso, se convertía en un arma muy eficaz para desmontar el ambicioso proyecto teatral levantado por la República al cercenar dos de sus apoyos básicos: el primero, acabar con sus dramaturgos principales y terminar, también, con la presencia de obras extranjeras5, que tuvieron, de esta manera, un protagonismo muy exiguo en la inmediata posguerra6; el segundo, restablecer la línea continuista de un teatro que hundía sus raíces en la rica tradición clásica del teatro peninsular, que coincidía punto con punto con la exaltación histórica del pasado glorioso del imperio. Este segundo aspecto, a diferencia de la bien pautada censura teatral, se llevó a cabo de una manera muy desigual y asistemática desde finales de la Guerra Civil7. Las élites intelectuales de la Falange advirtieron enseguida la necesidad de un control más férreo en el diseño de esta nueva dramaturgia nacional. Y fruto de la necesidad de un proyecto más organicista y estructurado fueron la creación de una red de teatros nacionales y la aparición de una serie de ensayos, de textos apologéticos, que intentaban precisar más la forma y esencia de ese nuevo teatro. La pretendida creación de una red de Teatros Nacionales8 tuvo resultados palpables a principios de la década de los 40, a través de la

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Véase Muñoz Cáliz 2005: 37. Y también para aspectos puntuales, pero muy esclarecedores sobre el alcance de esta censura, Santos Sánchez 2013b y 2013c. Como señaló Eduardo Marquina, el teatro español necesitaba “librarse de las herejías europeas” (citado por Schwartz 1965: 562). Véase London 1997. Véase García Álvarez 1990: 204 y Martínez Cachero 2009: 116. Véase Aguilera Sastre 2002: 350.

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gestión pública de varios teatros en Madrid, que pasaron a depender del Sindicato del Espectáculo y del Ministerio de Educación. El María Guerrero estrenaba el 27 de abril de 1940, bajo la dirección de Luis Escobar, para conmemorar el alzamiento nacional del 18 de julio, el auto sacramental calderoniano La cena del rey Baltasar. Y Felipe Lluch hacía lo propio en el Teatro Español con una versión de La Celestina9. Lluch fue nombrado director del Teatro Español de Madrid a finales de 1940 y se lanzó con entusiasmo a revitalizar los clásicos españoles hasta su prematura muerte en junio de 194110. Los primeros textos apologéticos fueron escritos en los inicios de la Guerra Civil, o inmediatamente tras su finalización. Son el principio de una larga estela de apropiaciones ideológicas de productos culturales por parte del régimen, que conforman un puñado de hitos significativos para la historia de la literatura. Algunos de estos hitos vienen representados por textos de algunos intelectuales y escritores afectos al nuevo régimen, como Torrente Ballester y su “Razón y ser de la dramática futura”, diversos escritos de Giménez Caballero, contenidos muchos de ellos en su Arte y Estado, las Notas para la creación de un teatro nacional español (Zaragoza, 1937) de Torralba Soriano, o el ensayo de Felipe Lluch (inédito aún el texto íntegro11), titulado Del gran Teatro de España, en el que intenta llevar a cabo el relato cabal de una historia sumaria del teatro español12. Merece la pena detenerse un poco en este último testimonio por ser poco conocido. La vocación

9 Véase García Ruiz 2010: 277 y ss. 10 Lluch fue toda su vida un apasionado del teatro y su muerte prematura cortó en seco su ambicioso plan de modernizar la escena española, pergeñado antes del estallido de la contienda. Ya en 1935 había participado con varios artículos en el tricentenario de la muerte de Lope de Vega. Véanse García Ruiz 2016 y Escudero Baztán 2017. 11 El texto ha sido recientemente publicado de manera parcial por mi colega Víctor García Ruiz (2018), a quien agradezco me dejase leer el texto completo mecanografiado. Ya en 2002 el propio García Ruiz había dado noticia de la existencia de la obrita inédita de Lluch. 12 Una “historia interna” (Diario, 4 de enero de 1939). Véase García Ruiz 2018: 101. El texto fue compuesto en Madrid hacia los últimos meses de la Guerra Civil española.

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teatral de Lluch, como apunta García Ruiz, a quien sigo en estas líneas13, se inició en las veladas que tenían lugar en las Congregaciones Marianas de los jesuitas de Madrid y se consolidó después a través de las influencias escénicas de Cipriano Rivas Cherif y especialmente con el Teatro Escuela de Arte, el más importante de los grupos fundados por Rivas, que duró solo dos temporadas (1933-1934 y 1934-1935) y del que Lluch llegó a ser una pieza fundamental. Durante la Guerra Civil, Lluch permaneció en Madrid, vinculado a actividades teatrales en el entorno de la Alianza de Intelectuales Antifascistas para la Defensa de la Cultura. Durante los meses siguientes hasta el final de la contienda, Lluch experimentó un proceso de transformación políticocultural (motivado por cierto episodio que pudo tener consecuencias trágicas para él), convirtiéndose en un convencido falangista, que vio en el nuevo Estado fascista la oportunidad de realizar todos sus sueños de renovación teatral en un ambicioso Instituto Dramático Nacional. La anécdota de la conversión de Lluch es bastante conocida. Arranca en 1937, cuando es nombrado director del Teatro de Arte y Propaganda, integrado en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, donde venía trabajando desde antes del comienzo de la guerra. El nombramiento no llegó nunca a ser efectivo porque Lluch fue inmediatamente denunciado, encarcelado y condenado por desafección al régimen a dos años de internamiento en un campo de trabajo. Pero, gracias a la influencia de Rafael Alberti, María Teresa León y otros compañeros de la Alianza, a primeros de noviembre se le concedió la libertad condicional y regresó a Madrid a continuar con las actividades teatrales de la Alianza, que realizó a partir de entonces en un segundo plano, como ayudante de María Teresa León14. El incidente, que pudo tener consecuencias dramáticas para Lluch, lo confinó a una especie de exi-

13 Para la biografía y el itinerario profesional y personal de Lluch es de lectura obligada la monografía de García Ruiz (2010). Las líneas que siguen recogen numerosos datos ofrecidos por su autor con la única intención de contextualizar convenientemente el texto que analizo. 14 En su novela Juego limpio (1959), María Teresa León dio un retrato muy personal de todo aquel mundo de la guerrilla teatral de la Alianza durante la Guerra Civil, e incluso del propio Felipe Lluch.

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lio interior, alimentado en exceso por largas horas de lectura de sus amados dramaturgos clásicos en el Ateneo o la Biblioteca Nacional y otros proyectos de diversa factura. Sea como fuere, y de manera muy esquemática, podría decirse que este proyecto orgánico de la Falange fracasó en su empeño de llevar a cabo una renovación triunfante del teatro15. Un fracaso motivado por un cúmulo de razones que tienen como eje axial la desafección que recibió por parte de público y lectores. La aparentemente bien orquestada política de difusión a través de una serie de textos apologéticos tuvo un alcance más bien pequeño, pues la mayoría de estos tuvo una escasa repercusión por utilizar canales de distribución de poco alcance o por hacerlo a través de cauces especializados de carácter universitario, o, como en el caso de Lluch, porque los avatares de la fortuna sepultaron su texto en un cajón. Está claro, también, que el público dio la espalda a ese nuevo teatro y los Teatros Nacionales se vieron obligados por pura supervivencia económica a volver a llevar a las tablas dramas convencionales que, en parte, habían triunfado antes del estallido de la guerra. La tan ansiada y pretendida supresión de la iniciativa privada en el entramado teatral se vio de facto anulada por la presión de empresarios y público, que prefirieron adoptar fórmulas teatrales más ligeras, ligadas al gusto por un teatro que buscaba sobre todo la evasión de una realidad dura y descarnada16. “Se consiguió, sin embargo, una teatralización de la vida pública, con claros ejemplos en las ceremonias orquestadas en torno a la figura de Franco” o de otros próceres ilustres de la patria renacida17. *** El texto que aquí edito fue publicado en la revista Jerarquía en el segundo número correspondiente a 1937. Jerarquía tuvo una corta andadura editorial, pues su existencia se reduce a los años 1936-1938,

15 Sigo el acertado panorama que señala al final de su trabajo Santos Sánchez (2013a). 16 Véase García Ruiz 1997. 17 Santos Sánchez 2013a: 576.

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y solo se publicaron cuatro números18: el primero en el invierno de 1936, el segundo en octubre de 1937, el tercero en marzo de 1938, y el cuarto —y último— antes de finales de 1938. Fue fundada en 1936 por el Fermín Yzurdiaga y llegó a ser conocida con el subtítulo de la Revista negra de la Falange. Contaba con una esmerada tipografía, encuadernada en negro y editada a cuatro tintas y tenía siempre al inicio un formato fijo donde se situaban los nombres de los redactores bajo el lema “Jerarquía / Guía / nacionalsindicalista / del Imperio / de la Sabiduría / de los Oficios”, el soneto de Fernando de Acuña “Ya se acerca, Señor, o ya es llegada...”, en la página 7, y una alabanza a Franco en la 10. A partir de ahí fueron muchos los colaboradores ilustres que fueron llamados a participar en sus páginas. El ensayo de Torrente Ballester resulta en su conjunto una interesante aproximación a las ideas fundacionales de un nuevo teatro. Se divide en tres apartados: forma (la más extensa), esencia y trascendencia (ambas mucho más reducidas). La propia mención al arranque de la Poética de Aristóteles señala la dependencia de la teoría teatral de Torrente Ballester con la obra del Estagirita, en parte porque es un teatro que conecta directamente con la esencia del teatro áureo y, también, porque en su mismo designio creador, el texto quiere elevarse a la categoría de una verdadera poética que señale las bases de una dramaturgia futura. El apartado dedicado a la forma contiene en esencia un análisis de los fundamentos de ese nuevo teatro. Se trata de un teatro donde predomina de manera incontestable la tradición de un nuevo mañana, pero que se configura con el mismo orden de antaño y un nuevo estilo acorde con la adecuación de la tragedia al nacimiento de una edad floreciente de plenitud y madurez, teniendo siempre como telón de fondo la idea superior de que la tragedia es la vívida expresión del misterio supremo de la vida humana. Sin desdeñar a la comedia, que no se presenta como opción subsidiaria de la tragedia, sino que se desarrolla en un plano

18 Todos los números están digitalizados completos en formato PDF en .

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de igualdad y complementariedad (claro está, obviando el pequeño detalle de la desaparición de los capítulos que Aristóteles debió de escribir sobre la comedia). Al hilo de la propia estructura de la poética aristotélica, el texto de Torrente Ballester pasa revista a los ingredientes fundamentales: la calidad del héroe; la estructura trágica; las unidades de acción, tiempo y lugar; la caracterización de los protagonistas; el papel del coro (sublimación del concepto pretérito de masa); la relación entre plasticidad (escenificación) y texto; la particular dicción dramática; y, por último, los temas fundamentales que lo conforman. El protagonista fundamental de la nueva tragedia debe recaer sobre la excepcionalidad del hombre, cuya voluntad disparada y engrandecedora conduce necesariamente a resultados lamentables, habida cuenta de que la inteligencia siempre se subordina a su deseo. Habría que buscar, entonces, un equilibrio en la necesidad de poseer una altura moral suficiente (pero no desorbitada) para que la tragedia pueda construir un final que sea aleccionador. La estructuración de la tragedia debe compendiar el principio y fin de todas las cosas, y tener, además, un final consecuente y un desarrollo normal, que elimine todo elemento inconcluso, como así ocurre o puede ocurrir en la novela, mucho más dada al desarrollo aproximativo y fragmentario. No es posible hablar de mecánica teatral, sino de milagro (“milagro de orden” lo llama Torrente Ballester), que se define en última instancia a través de la relación sustancial entre héroe, protagonista, masa y coro. Se mantiene vigente el principio de las tres unidades, aunque consideradas como conceptos anacrónicos porque pertenecen al extinto mundo helénico del siglo iv a.C., y no pueden suplir la experiencia de los tiempos modernos, que priorizan, por ejemplo, el empleo de la unidad de lugar como sustancia trágica que radica más en el espíritu que en lo externo geográfico, o de la unidad de tiempo, suprimida de raíz en la nueva dramaturgia, como lo atestigua bien El gran teatro del mundo de Calderón. En su lugar hay que apostar por la unidad pluriforme, acrisolada en un siglo xx de impronta cristiana, constituida por la emoción y el estilo y por la unidad de escena, acto y drama. La emoción y el estilo actualizan el compromiso del artista con su obra,

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huyen de la individualidad y buscan entregarse al contorno y las cosas incluidas en ese compromiso. La escena, acto y drama componen, por su parte, una forma total e impermeable a las anomalías que atentan contra el principio de armonía. El héroe funciona como un verdadero protagonista trágico, alejado del papel mediocre que le asigna Aristóteles o de su carácter desmesurado como propone Bances Candamo en su poética teatral, engrandecido, pero siempre sujeto a una escala que le permite ser abarcado de una sola mirada. Frente al héroe trágico se sitúa la masa, transformada en coro en la nueva tragedia, simbolizando el paso inevitable del caos al orden, pues representa un pensar común ordenado a un único fin y concretizado en una sola voz armónica. A este nuevo teatro, no obstante, le corresponde un nuevo uso del coro incardinado en distintas figuras con disímiles funcionalidades: asumir el papel de antagonista como el que se establece entre el artista y su obra; encarnar el conflicto entre el héroe incomprendido por la ciclópea misión que lo define como personaje y la opinión excluyente y corta de miras del coro; o plasmar la indiferencia del coro ante el lamento del héroe y la fragmentación egoísta de su voz y su consiguiente caída en la individualidad que todo lo diluye y lo aniquila. Por otro lado, la preponderancia del héroe exige una ley de fidelidad al personaje que tiene que expresarse de acuerdo a su misma esencia, a través del cumplimiento de cierto principio asentado de decoro moral que cobra sentido con la preeminencia de lo personal (que toca a una visión trascendencia) frente a lo individual, cuya acumulación accidental quita universalidad al personaje y lo disminuye en su grandeza dramática. Otro aspecto apuntado en el texto es el papel subsidiario del aparato escénico, pues ya había señalado Aristóteles que la tragedia se bastaba a sí misma, y que podía prescindir tanto de los representantes como de su propia representación. El retorno a la pureza trágica, a la manera del teatro áureo, erradica de escena toda ambición innovadora y supone, de hecho, la superación de la vieja dicotomía entre orden literario y orden plástico a través del llamado “drama representado”, donde hay una subordinación absoluta de lo literario sobre lo plástico, analogía perfecta ejemplificada por la unidad sustantiva del hombre

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y el dominio del alma sobre el cuerpo. En realidad, todo conflicto de esta naturaleza queda relegado a un mero problema de orden y jerarquía. Otro elemento importante es el relativo a la dicción dramática, que queda supeditada al principio de la moderación sin estridencias. Porque caer en el exceso conlleva a quebrantar la ley de fidelidad del personaje, a la ruptura de su objetividad, y a escamotear la solución dialógica, en palabras de Torrente Ballester “la más perfecta y propia del género dramático”. Y por último, los temas posibles de ese nuevo teatro, que abomina de los trasnochados argumentos del teatro burgués y que debe solo fijarse en los grandes temas que encarnan lo heroico, lo épico. Sin embargo, no hay tema más heroico que lo eterno humano que encierra el misterio absoluto. Es, en palabras de Giménez Caballero, “la representación de la vida humana como fenómeno religioso”, corporeizada a través de la difusión de los mitos, una especie de “misterio decorativo” como tema único y transcendental de la nueva tragedia. El segundo punto (“esencia”) trata sobre el sentido de este nuevo teatro, que cae irremediablemente fuera de las burdas consideraciones de lo útil y de lo inútil. El teatro “sirve”, en el sentido obligado de “servicio”, y en él convergen siempre tres tipos de servidumbre: la del hombre, dando forma a sus anhelos, descubriéndole la verdadera esencia de las cosas; la del tiempo, haciendo perenne lo fugaz y eternizando el momento; la de la cultura, en la que se eleva a la categoría de arquetipo lo individual y concreto, reduciéndolo a esquemas permanentes. Por tanto, el concepto de utilidad define en este sentido la verdadera liturgia del imperio. Por último, el tercer punto hace referencia a la “transcendencia” del nuevo teatro, como arte hecho para los demás, para el deleite de la muchedumbre. Configurado lejos de la catarsis aristotélica y de la necesidad de producir en el espectador efectos morales, su único fin es el de irradiar una convulsa devoción, una religiosidad entendida en un sentido amplio como búsqueda incansable de la felicidad. Siguiendo a Geiger, la acción profunda del arte no está en producir placer, ni siquiera goce estético, sino en proporcionar felicidad como valor absoluto.

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*** Reproduzco el texto publicado en 193719, corrigiendo las erratas que se deslizaron entonces en la composición del texto. He respetado algunas peculiaridades de la disposición gráfica del texto original: he mantenido la morfología y división de los párrafos, así como las palabras resaltadas tanto en cursiva como en mayúsculas. He anotado también aquellos pasajes que he considerado pertinentes para una cabal comprensión del texto. ***

RAZON Y SER DE LA DRAMÁTICA FUTURA20 FORMA “Aquí trataré de la poética...”21 Aristóteles

Comenzando como el viejo heleno, aquí trataré del drama que se ha de elaborar en el mañana luminoso. Con tres elementos ha de ser creado: tradición, orden, estilo. De la tradición viva puede saberse el futuro inmediato por sus propias leyes; el orden es siempre el mismo; y los caracteres del estilo nuevo ya apuntan en esta alborada. No son, pues, presunción excesiva, sino hazaña de menguado valor estas cosas de profecía. Y, porque es más fácil, seguiré, en lo posible, el orden que hace ya muchos años dio Aristóteles al tema; con respuesta para alguna de

19 Manejo el ejemplar digitalizado (en PDF) del texto que se encuentra en . 20 © Gonzalo Torrente Ballester, 1936 y Herederos de Gonzalo Torrente Ballester. Los herederos de Gonzalo Torrente Ballester han cedido gratuitamente este texto. 21 Aquí trataré de la poética: es el comienzo de la obra: “Hablemos de la poética...” (Poética, cap. 1, p. 126).

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sus cuestiones y para otras que la experiencia de los hombres añadió entre tanto. Tendrá su origen la tragedia nueva en el pulso y latir de los nuevos tiempos, culminando en ella la expresión estética, cual corresponde a horas de plenitud y mediodía. Porque es ley morfológica de la cultura, que un gran teatro —como una arquitectura grande— solo tengan razón de ser en las madureces de la Historia. Paralelamente surgirá —por la misma ley— la comedia nueva, ya que lo imperfecto del espíritu humano necesita compensar lo heroico con el descanso de la risa. No será, sin embargo, esta comedia “imitación de los peores22”, como Aristóteles prescribe, porque en tantos años hemos aprendido mucho de lo ridículo y se ha alterado considerablemente su valoración. Podemos ver en lo cómico la otra vertiente, si lo trágico es esta, escarpada y difícil, que conduce a la cima. Pero dejando en ella —en lo más alto—toda noción moral para no introducirla en el descenso. La será expresión del misterio supremo de la vida humana —el misterio del Destino, del Tiempo y de la Energía cuando quieren ser conocidos por la inteligencia; es decir, la peripecia de poner límites a lo que por esencia no los tiene— encarnado en un hombre excepcional, Héroe o Protagonista, de voluntad disparada hacia metas inaccesibles, cuyo resultado siempre tiene que ser lamentable, porque se origina en un desequilibrio de las facultades del Héroe, al subordinar la inteligencia al querer. La magnitud del esfuerzo, la nobleza, hacen que el lamentable fin del protagonista trágico sea de todos respetado. Pero cuando entre medio y fin hay una desproporción excesiva, y el protagonista no alcanza altura moral conveniente, entonces, aunque su fin sea lamentable, nos reímos mucho. Para que la muerte conmueva, no basta que sea “muerte”, sino que requiere23 ser una “muerte en forma”. Como siempre, esto, y todo lo demás, es un “problema de forma”. Decimos

22 Imitación de los peores: “Y la misma diferencia separa también a la tragedia de la comedia: esta, en efecto, tiende a imitarlos peores, y aquella, mejores que los hombres reales” (Poética, cap. 3, p. 132). 23 En el original (p. 63): “rerequiere”. Enmiendo la errata.

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que el protagonista cómico no “está en forma”; nos reímos prescindiendo de toda noción moral, como queda dicho, sirviendo de estímulo o razón de nuestro reír la desproporción evidente (proporción, desproporción: nociones, no de ética, sino de “estética formal”). Sigue teniendo valor, después de tantos años, el carácter cerrado que distingue a la tragedia —y, en general, a todo el TEATRO. Lo que se representa, para ser perfecto, ha de tener principio y fin24; y un desarrollo normal y consecuente. Lo dramático no es poroso ni resbaladizo, y todo lo que contenga ha de estar allí y ser allí resuelto, sin relaciones con el exterior ni interrogación y puntos suspensivos al bajarse el telón del último acto. Finales de esta clase —que no son finales, sino peldaños últimos25 de una escalera rota— están bien en el género más ilimitado, más informe, de la novela. (De aquí la razón del último fracaso COMO TEATRO de obras poéticamente tan perfectas como MAYA de Gantillon26, o EL ESTUPENDO CORNUDO de Crommelynk27; en el Teatro nada puede quedar para mañana).

24 Ha de tener principio y fin: “hemos quedado en que la tragedia es imitación de una acción completa y entera, de cierta magnitud; pues una cosa puede ser entera y no tener magnitud. Es entero lo que tiene principio, medio y fin [...]. Es, pues, necesario que las fábulas bien construidas no comiencen por cualquier punto ni terminen en otro cualquiera, sino que se atengan a las normas dichas” (Poética, cap. 7, pp. 152-153). 25 En el original (p. 63): “útimos”. Enmiendo la errata. 26 Gantillon: se refiere a Simon Gantillon, dramaturgo francés, nacido en 1887 en Lyon y muerto en Neuilly-sur-Seine en 1961. Escribió Maya, espectáculo en un prólogo, nueve cuadros y un epílogo en 1924. 27 Crommelynk: Édouard Crommelynk fue un dramaturgo francés vanguardista de principios del siglo xx. “Hoy, ya muy pocos recuerdan a Fernando Crommelynck, el célebre en su tiempo vanguardista francés de quien Ignacio Retes dice en el programa de mano, que ya en 1920, cuando se estrenó su Estupendo cornudo: ‘anticipa y anuncia voces que habrían de sacudir la dramaturgia universal cuarenta o cincuenta años más tarde’. Pero caso raro, el más acérrimo enemigo de esas ‘Voces’, entre quienes se cuentan Beckett e Ionesco [...] fue precisamente Crommelynck en persona, quien declaró en una entrevista: ‘Hoy, los Beckett y los Ionescos hacen teatro para escuela nocturna. Un hombre que crece en el escenario a ojos vistas, cuyos pies llegan a tener un metro cincuenta... Una mujer medio sepultada que se va enterrando poco a poco para simbolizar la brevedad

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De acuerdo con este carácter, sigue también vigente el principio de UNIDAD. No es aquí la ocasión de discutir si la interpretación francesa, o la alemana, de Aristóteles y su doctrina de las unidades, es exacta. Aristóteles comprendió que “forma” quiere decir “unidad y algunas cosas más”, y resolvió lo de la “unidad” con las de acción, lugar y tiempo28, de acuerdo con las necesidades del mundo helénico del siglo iv antes de Cristo. En el xx cristiano, arriesgamos, para el problema, dos soluciones: a) Unidad de emoción y estilo, b) Unidad de escena, acto y drama. A la unidad de acción respondemos: que varias paralelas, concebidas orgánicamente, no destruyen, —antes bien, completan y perfeccionan—, la totalidad dramática. A la unidad de lugar, que fue concebida por limitación especial del alma griega, hoy destruida —y superada— en el mundo de Occidente. Aparte de que toda insistencia en el lugar es imperfección de la tragedia, cuyo acontecer es más bien en el espíritu que en lo externo geográfico. A la unidad de tiempo, que el concepto apolíneo temporal (por ejemplo, en Eurípides) y el concepto fáustico (por ejemplo, en el Pericles de Shakespeare29), y las intuiciones paralelas a dichos conceptos, han sido superados por el concepto y la intuición católicas (por ejemplo, en El gran teatro del mundo de Calderón, donde el tiempo como factor dramático no existe). Entendemos por unidad de emoción y estilo la persistencia de la actitud del artista ante su obra; y la correspondencia de esta actitud, y de la vida...; ¡Eso es alegoría bastante primaria...!’” (crítica teatral de Malkah Rabell, “Se alza el telón. Vuelve Crommelynck con El estupendo cornudo”, El Día, México, 15 de septiembre de 1982, p. 26; ). 28 Acción, lugar y tiempo: realmente Aristóteles solo habla de la unidad de acción; las otras dos son elaboraciones posteriores de los comentaristas italianos de los siglos xv y xvi. “La fábula tiene unidad, no, como algunos creen, si se refiere a uno solo; pues a uno solo le suceden infinidad de cosas, algunas de las cuales no constituyen ninguna unidad. Y así también hay muchas acciones de uno solo de las que no resulta ninguna única acción” (Poética, cap. 8, p. 155). 29 Pericles: Pericles, príncipe de Tiro es una comedia de Shakespeare, que no aparece entre los títulos canónicos que recoge el First Folio. Hay indicios de que fue una comedia escrita en colaboración con el dramaturgo George Wilkins.

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la línea general de los resultados, con el orden del preferir y el “esquema de forma” de todos los hechos culturales de su tiempo. (Fórmula subjetiva: purgarse el artista de su “individualidad”; entregarse, por entero y sin restricciones, al contorno y a las cosas en él incluidas.) Entendemos por unidad de escena, acto y drama, la subordinación jerárquica justa entre las partes respecto al todo; colaborando las partes en la medida de lo posible y lo necesario; teniendo siempre presente —en emoción e inteligencia— que lo importante es cierta forma total denominada tragedia, o comedia o farsa, y no un fragmento determinado; y que toda filtración, de cualquier orden, bien como mayor importancia concedida a una parte con detrimento de las demás, bien como digresión30 o afluente grato, contribuye a deshacer la armonía del conjunto, cuando es sabido que todos los pecados serán perdonados, menos los que van contra la armonía. No podemos, como Aristóteles, decir cuáles sean estas partes de la tragedia, porque él filosofó a posteriori, con un acervo dramático muy respetable en calidad y cantidad, de que, por ahora, carecemos. Así que aquí solo cumple señalar los datos más generales; algo así como el esquema estético del Teatro futuro. No me es grato hablar de mecánica teatral, o de técnica. Prefiero hablar del milagro (el milagro es un hecho perfectamente clásico; no es un desorden, sino un orden superior). Y el milagro de la dramática futura ha de ser cómo la relación entre el héroe o protagonista y la masa o Coro se resuelve en perfecto equilibrio. Porque a primera vista esto parece de un barroco subido, y porque no lo es, se habla de milagro y de superior orden. Milagro, y admirable, que esta desproporción evidente entre protagonista y coro —o entre héroe y masa—, no se resuelva, de una parte, en retorcimiento y gesticulación; de otra, en coces y griterío. Milagro del orden. Se impone, pues, decir algo sobre el héroe como protagonista trágico, y sobre la masa como coro de la tragedia. Dice Aristóteles que serán protagonistas en la tragedia, aquellos que tienen la medianía; que ni por gran virtud ni justicia exceden a los demás, y que, ni por vicio

30 En el original (p. 65): “disgresión”. Enmiendo la errata.

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ni por maldad, sino por algún error humano, cayeron en infelicidad31. Recuerdo, por otra parte, que Bances Candamo, en su Teatro de los teatros, habla de que las facciones de los héroes32 han de ser desmesuradas. Nosotros, a tanta distancia nos encontramos del Aristóteles académico como del barroco Bances Candamo. De Aristóteles, porque después de la tragedia de Jesucristo como hombre exigimos la eminencia; del otro, porque, como clásicos, reclamamos para el héroe la mesura, que quiere decir poder abarcarlo, aun en su altura, de una sola mirada. (Mirar: facultad de percibir las formas, según se dice en D’Ors33). Ni alcor34 mediocre, sino cima a muchos codos sobre el nivel de la masa; ni gigante informe, de cabeza limítrofe al cielo romántico y turbulento; sino cifra, resumen y compendio de lo mejor humano y de su récord de elevación.

31 Protagonistas en la tragedia: “en primer lugar es evidente que ni los hombres virtuosos deben aparecer pasando de la dicha al infortunio, pues esto no inspira temor ni compasión, sino repugnancia; ni los malvados, del infortunio a la dicha, pues esto es lo menos trágico que puede darse, ya que carece de todo lo indispensable, pues no inspira simpatía, ni compasión ni temor; ni tampoco debe el sumamente malo caer de la dicha en la desdicha pues tal estructuración puede inspirar simpatía, pero no compasión ni temor, ya que aquella se refiere al que no merece su desdicha, y este, al que nos es semejante; la compasión, al inocente, y el temor, al semejante; de suerte que tal acontecimiento no inspirará ni compasión ni temor. Queda, pues, el personaje intermedio entre los mencionados. Y se halla en tal caso el que ni sobresale por su virtud y justicia ni cae en la desdicha por su bajeza y maldad, sino por algún yerro” (Poética, cap. 13, pp. 169-170). 32 Facciones de los héroes: realmente la cita no pertenece al Teatro de los teatros, sino a su comedia La piedra filosofal: “las facciones de los héroes / han de ser desmesuradas” (Poesías cómicas, vol. II, p. 337; hay edición moderna de Díaz Castañón 1983: vv. 981-982). 33 Mirar: facultad de percibir las formas: señala D’Ors que la facultad de mirar no se limita solo a las percepciones de línea o de color, sino que también hace referencia al orden, y con el orden al espacio que se regula con él. Véanse más detalles en D’Ors 1966: 8, donde se recoge en concreto un artículo publicado en ABC, 18 de marzo de 1925, titulado: “La otra geometría”. 34 alcor: ‘colina’.

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Tal el héroe, hecho protagonista de tragedia nueva. En cuanto a la masa, lo primero y más urgente es que deje de serlo. La masa, como tal, no tiene cabida ni en un estado clásico ni en clásica tragedia. En el estado, porque forma en ejército, estamento o gremio; en la tragedia, porque deviene, irremediablemente, Coro. Caracterizan a la masa la unidad de movimiento sin finalidad concreta, pronta a huir o desbandarse; la carencia de opinión general y la multiplicidad de voces. Por el contrario, los movimientos del coro, si unánimes, están ordenados a un fin. Representan el pensar común con referencia a cuestiones muy concretas y su voz es una, bien cuando habla por todos el corifeo35, bien cuando el conjunto se expresa en melodía coral. (Podrían precisarse las semejanzas con la masa política, hecha ejército, estamento o gremio: mas es pecado de digresión). No se ha puesto en claro, todavía, la función y servicio del coro en la tragedia griega; ni creo que —para estas notas—, interese demasiado, ya que de lo que se trata es de averiguar cuál sea esa función en la nueva tragedia. Y yo creo —sin que este creer deje de estar sujeto a revisiones futuras—, que puede resumirse así: primero, en el coro recaerá el papel de antagonista, con ese antagonismo que existe por ejemplo entre el artista y la obra. Segundo, ese antagonismo se concreta y plantea en forma de conflicto cuando por el coro no son comprendidos ni los esfuerzos sobrehumanos del héroe ni las soluciones que este ofrece —como revelación— a los anhelos más profundos del hombre, que el coro simboliza. Tercero, surgida la solución desfavorable —es decir, trágica— el coro se comporta con esa indiferencia, con ese espejismo despistado que lo caracteriza —que caracteriza al pueblo— cuando se divorcia en cuerpo y alma de los que lo conducen. Lo que se simboliza dramáticamente con el fraccionamiento del coro en individuos, con el rompimiento de la unidad melódica en “buenas voces” de señores cualesquiera que reclaman para sí intervención individual en el concierto y derecho de ejercer su propio drama. Con lo cual queda sentada la licitud de introducir elementos cómicos en la tragedia, siempre y cuando estos no se refieran al

35 corifeo: en la tragedia griega el director del coro.

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protagonista. Porque es indudablemente cómico este gesticular del señor Cualquiera reclamando el sagrado derecho de ejercer su drama. Aunque la introducción de este epílogo democrático queda a elección del poeta, y no es aconsejable por la propia dignidad de la tragedia. Distínguese el drama de otros géneros de poesía en la más estricta de las objetividades. Es primordial la ley de fidelidad al personaje, que puede formularse diciendo: toda persona dramática tiene derecho a ser expresada según su esencia, y el poeta debe únicamente servir con sus medios peculiares este derecho de expresión. Graves consecuencias se derivan de esta ley, y no es la menor una reviviscencia del antiguo problema y oposición entre realismo e idealismo. Pero es de esperar que una actitud clásica supere la oposición y resuelva el problema. He aquí una figura —real o imaginada— en trance de convertirse en personaje dramático. Por análisis obtenemos sus caracteres, que serán de dos clases, individuales o personales. La elección de los primeros obliga al artista al más humillante servicio del accidente: el acento regional, tono de voz, capricho en el vestir, la irregularidad sintáctica o cualquiera otra circunstancia36 de tipo individual exigen ser registradas y expresadas como cosas de idéntico rango. La figura así tratada ingresa en la más absoluta intrascendencia y se condena a inmediata muerte y desaparición. Se ha cumplido la ley de fidelidad al personaje, pero aplicada solo superficialmente. Como otras muchas, es cuestión de jerarquía. Si el artista destaca aquellos datos objetivamente superiores y en torno a ellos construye el personaje, la estructura resultante vivirá por sí misma con la vida propia de lo artístico, asentada en su propio ser. Sin que pueda ser puesta en peligro por la acumulación de datos individuales. Si de ejemplos vamos, compárese una criatura shakesperiana con otra —pongo por caso—, de los hermanos Quintero. Aquí ceceo, chiste andaluz, garbo y donaire, conflicto sentimental, tratados con el realismo más riguroso. También en Shakespeare todas estas cosas, cuando son necesarias,

36 En el original (p. 69): “cricunstancia”. Enmiendo la errata.

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pero en calidad de cortejo —cuya supresión no afectaría el drama en sí— de datos fundamentales de tipo personal. Quítese a Cancionera37 la lírica y gracia de sus martinetes38 y seguidillas, y ¿qué queda? Pero Hamlet, sin su expresión especial, sin su figura, acaso sin su conflicto, reducido a esquema, es perennemente Hamlet y vive por sí mismo. Por todo lo que, en el drama nuevo, como en todo teatro clásico, a la objetividad implacable ha de acompañar un fino percibir las desigualdades jerárquicas en lo que se refiere a la persona. Siendo la misma doctrina aplicable al comportamiento. Cuéntase de antiguo el “aparato” como una de las partes de la tragedia39, y si por tal entendemos la decoración y representación, cobra de pronto importante volumen, por las ideas que acerca del tema han sido enunciadas por elevados pensadores. Como tantas otras cosas venidas de Oriente, tuvo el teatro ruso revolucionario un auge fuera de medida, y se llegó a la afirmación de que eso, y no otra cosa, era el verdadero teatro. Ortega y Gasset, embobado por los saltos de Nijinski, hizo el elogio más cumplido de este tipo de representaciones, añadiendo ideas que no vacilo en apropiarme, al lado de otras no tan fácilmente aceptables. Pero en aquella ocasión —me refiero al ensayo titulado “El Murciélago”40—, quedó el problema de la relación entre la plástica y la literatura teatrales planteado de nuevo, quiero decir, urgiendo una solución de acuerdo con los nuevos tiempos; ya que no podía habérsele escapado al Estagirita, sin darle, además, la solución

37 Cancionera: se refiere al poema dramático en tres actos, y el tercero dividido en dos cuadros, escrito por los hermanos Quintero y estrenado en el teatro Lara de Madrid el 4 de noviembre de 1924. 38 martinete: “palo flamenco que no necesita de acompañamiento de guitarra, procedente del cante de los forjadores, caldereros, etc., que se acompañaban con el martillo” (DRAE). 39 Partes de la tragedia: “De las demás partes, la melopeya es el más importante de los aderezos; el espectáculo en cambio, es cosa seductora, pero muy ajena al arte y la menos propia de la poética” (Poética, cap. 6, p. 151). 40 El Murciélago: se refiere al ensayo teatral escrito por Ortega y Gasset en 1921, “Elogio del Murciélago” (recogido, por ejemplo, en el tomo IV de El espectador, 1966: 123-133; y en el vol. II de sus Obras completas. 1916, 2004: 441-448).

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adecuada cuando afirma que la Tragedia tiene su fuerza sin los representantes y sin el Teatro41. Afirma Ortega que, en el caso de una perfecta obra teatral perfectamente representada, nos hallamos ante dos sustantividades42 —la plástica y la literaria—, sugiriendo luego que no sabremos, acaso, a cuál atender sin detrimento de la otra, y proponiendo que la tarea del poeta sea imaginar la farsa fantasmagórica componiendo un programa de sucesos... que han de ejecutarse en escena43. Pero Ortega, para llegar a estas conclusiones, parte del supuesto de que se va al teatro a divertirse, lo que se parece mucho a decir que uno va a la misa a divertirse. Yo no creo que el propósito fundamental de diversión congregarse a los helenos en el teatro de Epidauro44. Pero, dejando esto para ser tratado en el lugar oportuno, el problema de las dos sustantividades se resuelve con una tercera sustantividad, de orden superior, que se llama drama representado, en la que siempre lo plástico ha de subordinarse a lo literario y servirle: de la misma manera que en la unidad sustantiva hombre, el cuerpo se subordina al alma y la sirve. (Como siempre, inevitablemente, problemas de orden y jerarquía). Pero sin perder de vista hasta qué punto el cuerpo sirve al alma de medio expresivo.

41 La Tragedia tiene su fuerza sin los representantes y sin el Teatro: “la fuerza de la tragedia existe también sin representación y sin actores” (Poética, cap. 6, p. 151). 42 En el original (p. 71): “sustantivividades”. Enmiendo la errata. 43 Imaginar la farsa fantasmagórica...: “Más valdría que los artistas jóvenes, en lugar de perderse por esos callejones de problemática salida, se dedicaran a crear el nuevo teatro, en que todo es plasticidad y sonido, movimiento y sorpresa. La pintura a estas fechas no tiene tema más fecundo que la decoración escénica, donde todo está aún por inventar, y no el lienzo de caballete, donde por ahora no hay nada sustancial que hacer. Cosa pareja acontece con la música. En cuanto al poeta, es el encargado de imaginar la farsa fantasmagórica componiendo, en vez de un texto literario, un programa de sucesos que han de ejecutarse en la escena” (“Elogio del Murciélago”, en Obras completas. 1916, 2004: 448). 44 Epidauro: es una pequeña ciudad griega situada al noreste de la península del Peloponeso, mundialmente conocida gracias a su espectacular teatro, en el que aún continúan celebrándose representaciones de algunas obras. Fue construido en el siglo iv a.C. por Policleto el Joven.

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Dedica Aristóteles muchas páginas al estudio de la dicción dramática, lo que parece muy bien. Aquí no trataremos el tema sino en lo que se refiere a la introducción de la lírica en la literatura teatral, porque en apariencia tiene relaciones con la dicción dramática. Un diálogo insuperablemente expresado, por eso mismo, cobra valores líricos o que se reputan como tales. Se trata de lírica adjetiva, y no nos vamos a referir a ella. Pero a veces el ímpetu del poeta se descarría y matiza el diálogo con retazos de lírica pura, introduciéndola en el drama de dos maneras, o como forma habitual de expresión de los personajes, o como solución artística de un momento culminante. En ambos casos, la lírica sobra del drama: porque en el primero se falta a la ley de fidelidad al personaje, se falta a la objetividad. (Así, cuando en una deliciosa pieza —llena de excelentes calidades líricas— de García Lorca una moza rondeña, en descripción de fiesta taurina, dice que parecía que la tarde se ponía más morena45, no es ella, la moza, sino el poeta quien habla; y en el drama nunca puede hablar el poeta.) Y en el segundo caso, porque se escamotea la solución dialógica, que es más perfecta y la propia del género dramático. Queda por hablar de los temas del nuevo drama. El Teatro europeo alcanzó la decadencia y descomposición en que lo conocimos por crisis de temas. En realidad, la misma vida de Occidente, como tema, era bastante aburrida, y nada podía llevarse al teatro capaz de sugestionar, enajenar al público —al pueblo—. El tema es el armazón dramático, lo que sostiene y hace eficaz a la forma. Y es sabido que a la muchedumbre solo se la subyuga con estupendas cosas, donde pueda ejercitar su natural tendencia a la admiración de lo heroico: por eso la popularidad de deportes y fiestas taurinas, donde se asiste a auténticas hazañas. Un Teatro de plenitud no puede seguir nutriendo su repertorio temático de pequeños líos burgueses; se impone la vuelta a lo heroico y pedir prestados sus nombres a la épica, para otra vez, como

45 Parecía que la tarde se ponía más morena: “parecía que la tarde / se ponía más morena”, que hace alusión a la estampa primera de Mariana Pineda de Lorca (vol. II de Obras completas, 1977: 133).

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nos dice Esquilo, hacer tragedias con migajas del festín de Homero46. La épica nacional por sí sola puede dar motivos suficientes para todo un ciclo teatral, como en el teatro español del siglo xvii47 o en los dramas históricos de Shakespeare. Pero donde hemos logrado figuras de tanta universalidad como don Juan o Segismundo, no podemos limitarnos a lo estrictamente nacional. Bien está, y es necesario, un drama español para hombres, para los hombres todos. Y eso solo se logra sumergiéndose en lo eterno humano, para encontrarnos allí con el tema eterno, con el misterio. Yo creo —dice Giménez Caballero48, a quien sigo—, que el teatro se encamina, más cada día, hacia su esencia originaria y permanente. Que no es otra sino la del misterio, la de lo mágico. La “representación de la vida humana” como fenómeno religioso. ¿Es que hemos añadido algo a nuestro saber del misterio? ¿Es que ha dejado de serlo? Por el contrario, después de siglos de pedantería positiva, las interrogantes fundamentales del hombre permanecen intactas. Dejemos su investigación a la metafísica, pero llevemos su presencia al pueblo en la única forma que él puede conocerlas: como mitos. Mito, mágica, misterio. Y también épica nacional, hazaña. Ahí laten, reclamando insistentes su expresión poética, los temas de la nueva tragedia; que acaso, estéticamente, pueda ser denominada: MISTERIO DECORATIVO. Y un poco sobre la farsa. En la Antigüedad, los poetas que concurrían a los campeonatos teatrales debían presentar —¡medida sapientísima!— tres tragedias y una comedia. La risa al lado de la más respetable seriedad. La nueva dramática aportará también la comedia nueva, la nueva farsa. Porque el pueblo necesita reír y porque es buena la risa. Y por la necesidad de la otra vertiente. Pero sin humorismo —es decir —, sin amargura. Risa, acaso, químicamente pura, exenta

46 Migajas del festín de Homero: frase atribuida a Esquilo a través de un comentario de Ateneo. Véanse más detalles en el prólogo a las tragedias de Esquilo de L. A. de Cuenca, El combatiente de Maratón, 1989: 16. 47 En el original (p. 73): “XVI”. Enmiendo la errata. 48 Yo creo...: recogido en Arte y Estado, 2009, p. 212.

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de moralidad e intención de sátira, transparente y aguda como esquirlas de cristal. SENTIDO Y esos señores atareados en pergeñar futuros económicos, que preguntan ahora, utilitariamente, “y en el mundo de mañana, ¿para qué servirá el teatro?”, hay que responderles: “para nada”, afortunadamente. Porque el teatro de mañana será bueno, no servirá para nada, y mal teatro el que para algo sirve. Y no se crea que traemos aquí, a deshora, aquello de la inutilidad del arte, de que hablaba Wilde49. Tan absurdo es hablar de su utilidad como de su ser inútil. Porque el criterio de utilidad solo puede aplicarse al mundo de las cosas económicas, lo que no le pertenece ni es útil ni deja de serlo. Si se preguntara, en cambio: “¿sirve el teatro?”, con ese otro sentido de “servicio” que hoy vamos entendiendo todos, la respuesta no sería negativa. Porque el teatro —ni el arte, como creyeron los románticos— no es lo supremo en la jerarquía de las actividades humanas, se le pueden señalar diferentes servidumbres. La servidumbre del hombre, la del tiempo y la de la cultura. Sirve al hombre simbolizando y dando forma plástica a sus anhelos; descubriéndole, por la vista y el oído, la realidad íntima que de otro modo nunca podría aprehender. Porque no es de sí mismo, sino del exterior, de donde50 llegará la verdad al hombre. Sirve al tiempo, recogiendo y haciendo perenne lo fugaz, dando eternidad al momento. Sirve a la cultura, porque eleva a forma y arquetipo lo individual y concreto, reduciéndolo a esquemas permanentes.

49 Wilde: «All art is quite useless”. Así lo dijo Oscar Wilde en el prefacio a su novela The Picture of Dorian Gray (1981: xxiv). 50 En el original (p. 75): “dónde”. Enmiendo la errata.

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El teatro no “servirá para” —criterio de utilidad. Pero el teatro “sirve a” —criterio de “sentido”. Procuraremos hacer del teatro de mañana la liturgia del imperio. Claro que no es necesario, como no es necesaria la ceremonia pontifical para el sacrificio de la misa. Pero, ¿no estaría mejor nuestro 29 de octubre51 si en él, como liturgia o ceremonia se representase una tragedia que todavía está por hacer? Y no es nada nuevo este carácter litúrgico del teatro. Piénsese en Calderón, en sus autos y en el Corpus Cristi; piénsese en la Edad Media y en sus misterios y moralidades. Piénsese en la misa... Decididamente, lo mejor de los 29 de octubre futuros será la representación de una tragedia. TRANSCENDENCIA Fuerza es que volvamos, una vez más, a lo que Aristóteles nos dice. Toda vez que el arte en general, y, concretamente el teatro, están hechos para los demás, no puede desdeñarse la consideración y estudio de sus efectos. El teatro tiene una importancia social extraordinaria que le da el ser arte para muchedumbres, el único arte —excluyendo quizás la arquitectura—, que es para muchedumbres. Constantemente se refiere Aristóteles a la catarsis como efecto de la tragedia sobre el auditor, a quien la contemplación de la peripecia debe producir terror y misericordia52. (No habla para nada de la diversión como efectos del teatro sobre los helénicos espectadores). Y

51 29 de octubre: se refiere al 29 de octubre de 1933, cuando en el Teatro de la Comedia, en Madrid, José Antonio Primo de Rivera pronuncia el discurso de fundación de Falange Española. 52 Terror y misericordia: “Pero la más propia de la fábula y la más conveniente a la acción es la indicada. Pues tal agnición y peripecia suscitarán compasión y temor, y de esta clase de acciones es imitación la tragedia, según la definición. Además, también el infortunio y la dicha dependerán de tales acciones” (Poética, cap. 11, p. 165).

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el terror y la misericordia son dos efectos estáticos que se producen en las capas más profundas del hombre, en su persona, en tanto que la diversión es un simple efecto superficial. El valor estético de la tragedia no dependía de su capacidad de producir catarsis. Son vivencias de distinto tipo, aunque de igual profundidad. La catarsis es un efecto que nos atrevemos a llamar “moral”. De aquí no se va a concluir la necesidad de efectos morales en la tragedia nueva —que puede que se den de añadidura— sino solo que ya antiguamente se tenían en cuenta otros resultados que los puramente estéticos, y que estos resultados eran de gran valor. Yo no creo en un posible renacimiento de la catarsis. Ni de aquella ejemplaridad que obtenía el selecto público francés del siglo xvii de las tragedias de Racine. Mas espero que el público futuro asista al teatro como a una devoción. Pensemos en la devoción como algo más que una buena costumbre. Por lo menos, como una buena costumbre religiosa. Muy de acuerdo con el carácter religioso de la tragedia nueva —en general, de toda auténtica tragedia—. (No se recuerde para nada la pretensión —tan ochocentista— de que el arte, o el teatro, sustituya a la religión en el corazón del hombre. Un arte clásico —o sea, limitado y consciente de sus límites— no puede aspirar a tal. Pero hay cosas comunes al arte y a la religión; o, mejor dicho, cosas humanas que el arte y la religión comprenden. Podemos exigir y cultivar el mismo fervor cuando el arte las trata que cuando las trata la religión. El mismo fervor en el artista que en quien las contempla.) Devoción vale tanto como respeto, entusiasmo y constante entrega. Con un algo más inefable a que debe su especial matiz. Ese algo más queremos para el público nuevo, y solo puede aludirse con una palabra: religiosamente. Eso mismo que se expresa cuando decimos que el auditorio escuchó religiosamente a tal orador o presenció religiosamente los bailes de tal danzarina. Pero el que asiste religiosamente a una cosa busca en ella algo más que diversión. Cuando el pueblo asiste religiosamente a ritos ancestrales, no se divierte, sino todo lo contrario. Diversión es dispersión, distracción, apartamiento. Pero el que asiste religiosamente a los bailes de tal danzarina, no se dispersa: se concentra. No escinde su conciencia,

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que la unifica. Decimos que la expectación religiosa logra la unidad personal partiendo de un estímulo que penetra muy en lo hondo humano y ordena desde él y en su virtud todos los estratos del ser. Que es justamente lo más opuesto a la diversión. El que se distrae o divierte concentra su ser en un punto periférico al que no pueden alcanzar las vivencias más profundas. Por su profundidad, la actitud devota es la más adecuada para contemplar la tragedia. En esto radica el efecto profundo del arte, que no es incompatible con otros efectos, sino que, antes bien, se acompaña de ellos y los necesita para su total eficacia. La diversión será el cimbel de que se valga la nueva tragedia para captar después la más profunda atención —la devoción— del pueblo expectante53. Sí. Es cierto que todo esto necesita de un público educado. Pero, entiéndase bien: no es igual público educado que público selecto. No es igual conducido que escogido. Pero esto se relaciona mucho con la política. ¿Por qué será que las grandes épocas teatrales han coincidido siempre con períodos de política vertical? Mas la cuestión excede los límites de este trabajo para pertenecer por entero a la sociología. Si es que esta puede resolverla. Pero volvamos a la acción del arte —del teatro—. Porque se produce indudablemente, y en lo más íntimo del ser humano, será conveniente investigar su naturaleza. Dice Moritz Geiger que la acción profunda del arte está, no en producir placer, ni siquiera goce estético del mejor calibre, sino algo superior: la acción profunda del arte hace dichoso54. ¿Se explica ahora

53 En el original (p. 79): “espectante”. Enmiendo la errata. 54 Moritz Geiger: Moritz Geiger, nacido el 26 de junio de 1880 en Frankfurt y fallecido el 9 de septiembre 1937 en Maine, Estados Unidos, fue un filósofo fenomenólogo alemán, autor de importantes contribuciones a la filosofía, a las matemáticas, a la estética y también a la psicología. Escribió un conocido trabajo sobre los conceptos de acción profunda y acción superficial en el arte, publicado en la Revista de Occidente en 1928, en el que identifica la experiencia estética genuina con la felicidad, a diferencia de los placeres corrientes y de lo que pueden llegar a ofrecer las obras de entretenimiento. “Felicidad es un estado de la perso-

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que exijamos una actitud reverente, devota, ante algo tan importante como la dicha? ¿Y no encontrará en esto, y no en lo que dejamos apuntado, el arte —y el teatro— su sentido? Si por la nueva tragedia va a encontrar el hombre nuevo un poco de felicidad, merece, yo creo, una parte considerable de nuestra atención y cuidado. De nuestra mejor atención: vigilante, preocupada, activa.

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Los dilemas morales del vencedor: modelos de distorsión del género trágico en el teatro del franquismo Verónica Azcue Saint Louis University, Madrid Campus

Dentro de la producción del teatro franquista se puede distinguir el desarrollo de un modelo concreto de obras que, lejos de eludir las trágicas e injustas consecuencias que trajo consigo la guerra y la victoria del fascismo, se propuso abordar en molde dramático y en escena algunos de los conflictos éticos y morales más relevantes que asediaban a la sociedad de la época. Junto a la tendencia de evasión o el teatro testimonial patriótico se dio asimismo, aunque en menor intensidad, un tipo de obra que trató, de hecho, temas “incomodos” o problemáticos para la dictadura: así, asuntos como el debido enterramiento de los muertos tras la lucha fratricida o como la adquisición por parte de los vencedores de bienes arrebatados a los vencidos de modo ilícito fueron también

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expuestos en el teatro de corte franquista. Esta iniciativa, en apariencia audaz y de potencial crítico, cobra sentido, sin embargo, como parte de los mecanismos generales de contención y neutralización que fueron propios del Estado franquista: mediante el adecuado tratamiento de los temas y bajo la supervisión necesaria de los agentes y medios de control, intelectuales de prestigio, como José María Pemán o Joaquín Calvo Sotelo, pudieron incorporar en sus obras los aspectos más cuestionables del franquismo. Al plantear en escena los dilemas morales a los que tuvieron que enfrentarse los vencedores, tras la cruenta victoria y la política represora del régimen, configuraron asimismo un marco de contención y un modelo de reacción para sus adeptos. En las páginas que siguen me centraré en dos obras representativas de esta tendencia, Antígona, de José María Pemán, y La muralla, de Calvo Sotelo, para analizar el modo en que presentan y resuelven en escena las contradicciones morales que planteó en el bando de los vencedores la memoria de la guerra y la imposición violenta de la dictadura franquista. Producidas en décadas sucesivas, ejemplifican dos procesos diferentes de reconsolidación moral: la primera, estrenada en 1945, con el trauma todavía reciente de la guerra, aborda el deber ineludible del debido enterramiento de sus muertos; la segunda, llevada a escena una década más tarde, en 1955, refleja la necesidad de la sociedad acomodada franquista de justificar la creación de fortunas familiares a partir de la apropiación de bienes pertenecientes a los vencidos; en otras palabras, su intento de justificar el enriquecimiento por medio del botín de guerra1.

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Tal como indica María Paz Cornejo Ibares en sus estudios sobre el teatro de Calvo Sotelo, a partir de los años 50 comienza ya “un cuestionamiento de la legitimidad del sistema que se haría más tangible en los años 60” (2009: 416). En este sentido, la autora menciona las opiniones de críticos como Molero-Manglano o José Monleón, que reconocen el valor realista y documental de La muralla por su tendencia a reflejar los conflictos morales de la sociedad de la época. Según Monleón, citado por Cornejo, La muralla resulta “un importantísimo documento sobre la sociedad española de los años cincuenta, quizá cuando la última guerra civil empezaba a dejar de ser la razón legitimadora de cualquier situación” (Treinta años de teatro de la derecha, 1971: 97).

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El carácter histórico y la trascendencia moral y política de estos temas exigían sin duda un tratamiento serio y solemne por lo que los autores mencionados, de modo directo o no, se situaron en el ámbito dramático de la tragedia, cuya tendencia a la presentación de conflictos y su exposición del protagonista a un dilema ofrecía un marco tradicional adecuado. De hecho, el análisis de estas obras a la luz de la teoría sobre el género trágico resulta revelador, ya que nos ayuda a valorar el alcance crítico y desestabilizador de su mensaje, así como a entender su singularidad. Sin intención alguna de prescribir ni definir la tendencia trágica como una categoría estable o de rasgos fijos, resulta sin embargo útil al propósito de este trabajo destacar como un componente esencial al género su interés por revelar la difícil e irresoluble posición del ser humano ante la entrada en contradicción de fuerzas opuestas —sistemas ideológicos de orden moral, religiosos o políticos que se hallan vigentes en su entorno en una época— y su consecuente tendencia a situar al protagonista frente a un dilema2. Asimismo se considera pertinente la postura de aquellos teóricos del género, críticos como Raymond Williams3 o creadores, como Ar2

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En este sentido, resulta fundamental la aportación de Hegel a la teoría moderna sobre la tragedia, en particular su reflexión en torno a la noción de conflicto como un aspecto básico para entender la estructura del género. Su visión de la tragedia como la presentación en forma artística de una condensación de oposiciones de sistemas ideológicos, morales o religiosos, en su nivel más abstracto, así como su consideración de que en estas confrontaciones sin solución se descubría la difícil e irresoluble posición del ser humano, es decir, su condición trágica, es sin duda crucial para el desarrollo de la crítica posterior en torno al género trágico (Hegel 1988). Raymond Williams defendía en este sentido un concepto de tragedia revisado y amplio, que cuestionase las definiciones academicistas de tipo restrictivo. Si en Modern Tragedy (1966) argumentaba que cada tragedia era inseparable de su contexto histórico, que cualquier intento de definir el género desde un punto de vista esencialista y prescriptivo sería ignorar un entorno particular ideológico y una tragedia específica con sus determinantes sociales políticos e históricos, en Marxism and Literature advertía cómo la noción de género podía, con todo, resultar útil para aquellas tendencias críticas comprometidas con el devenir histórico y social (1977: 182).

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thur Miller o Buero Vallejo4, que defienden el potencial crítico de la tragedia, afirman su capacidad de adaptarse a la etapa contemporánea e insisten en su supeditación a un contexto histórico y social concreto. A partir de estas consideraciones se puede afirmar que las obras aquí analizadas desarrollan una estructura y un esquema ajeno al potencial liberador de este género. Como ocurriera en el caso del teatro producido en la España de la Contrarreforma, creador de personajes de dudosa cualidad trágica, como los protagonistas calderonianos del drama de honor o los criminales reconvertidos y redimidos por un acto de contrición final de los dramas teológicos, estas obras, de lectura ambigua y problemática, presentan protagonistas de dudosa condición heroica o que plantean soluciones morales incompletas5. Pemán optó directamente por la recreación de un modelo griego: el arquetipo de Antígona, modelo ejemplar de heroína que defiende hasta el sacrifico mortal su derecho a enterrar a su hermano, a pesar de la incompatibilidad de su iniciativa con las leyes políticas del momento, según las cuales este, por su condición de vencido, carece del

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Arthur Miller, en su artículo “The Tragedy of the Common Man” (1998), reaccionaba también contra el prescriptivismo academicista: además de defender que la tragedia podía tratar los conflictos del hombre común y no solo los de personajes elevados, el dramaturgo estadounidense afirmaba que cada tragedia estaba sujeta a un contexto histórico particular, mientras traslucía cierta fe en la capacidad del género de revelar o identificar aquellas leyes sociales, morales o económicas que, en un entorno social determinado, impiden la libertad del ser. Por su parte, Buero Vallejo suscribió esta visión moderna de lo trágico del autor norteamericano en su artículo “Arthur Miller, un restaurador de la tragedia moderna” (1994). En este sentido, hay que recordar las opiniones de aquellos críticos que niegan, de hecho, el rango de tragedia a la producción española del siglo xvii de tendencia trágica, por considerar que existe una incompatibilidad entre la condición terriblemente adversa y la idea de caos que desprende este género en cuanto a la posición del ser humano, por un lado, y, por otro, la doctrina del cristianismo a la que se ajustan, la cual presupone, en cambio, la idea de la existencia de un orden divino y benefactor (Leech 1965: 353). Ruiz Ramón se refiere asimismo, en su Historia del teatro español, a la dificultad de entender la esencia de lo trágico en los héroes protagonistas de los dramas de honor calderonianos “cuya lógica va contra la ética cristiana y el propio querer personal” (1988: 143).

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derecho a ser enterrado. Calvo Sotelo, aunque otorga la categoría de comedia a su pieza La muralla y la ambienta en el salón burgués de un barrio residencial acomodado, concibe sin embargo una acción dramática que, como es propio de la tragedia, contiene y desarrolla dos posturas irreconciliables, al tiempo que diseña a un protagonista que se enfrenta irremediablemente a un dilema. En los dos casos, como veremos, el potencial crítico del argumento y la cualidad heroica de los protagonistas se ven descompensadas, veladas o eclipsadas ante la preeminencia de una acción y un discurso que aspira a contener y perpetuar y hasta legitimar las pautas de comportamiento y las consignas de la sociedad en la que surge el conflicto o que no alcanza a poner en cuestión o desafiar las bases del sistema político y social en el que se inserta. Antígona, de José María Pemán, fue estrenada en el Teatro Español en 1945. Propuesta por el autor como una “adaptación muy libre de la tragedia de Sófocles”, la obra representaba de nuevo en escena, sin cambios argumentales significativos, la conocida reivindicación de la protagonista griega: su derecho a enterrar a su hermano Polinices a pesar de la prohibición de Creonte. Situada la acción en la Grecia clásica, en la ciudad de Tebas, la versión no se presentaba como una alusión directa a la Guerra Civil española y al contexto de la posguerra: los personajes preservaban los nombres de la antigua tragedia y se seguía de cerca la trama original. Sin embargo, las similitudes eran obvias: en el contexto de un conflicto bélico, los dos hermanos de Antígona mueren enfrentados entre sí. Concluida la guerra, uno de ellos, Eteocles, perteneciente al bando del vencedor Creonte, es enterrado con honores, mientras que el otro, Polinices, del grupo de los vencidos, es condenado a permanecer insepulto. Tal argumento reflejaba la entrada en contradicción entre dos leyes igualmente pertinentes para la sociedad en que tenía lugar el conflicto: la ley religiosa que defiende Antígona, su derecho a enterrar a los muertos, frente a la ley política proclamada por Creonte, e igualmente legitimada dentro del sistema, que impide enterrar a los del bando de los vencidos. Hoy resulta difícil concebir una Antígona que no supusiera un alegato rebelde contra la dictadura del momento; sin embargo, la tragedia escrita por Pemán, uno de los autores más vinculados al régi-

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men franquista, cobraba sentido dentro del marco ideológico y de la propuesta cultural del régimen de Franco6. Más allá de optar por la alusión velada a un tema de actualidad, el modo de adaptación del autor revela un proceso de transformación que optará asimismo por ajustarse al máximo al marco ideológico y al sistema teatral de la España franquista. En primer lugar, y como paso indispensable, el autor proclamaba de modo explícito en un prólogo a su obra el carácter “cristiano y español, de su tragedia”. Por lo que al sistema teatral y comercial se refiere, la obra se adapta además al gusto burgués de la época y se ofrece así como una más de las grandes producciones de tragedias griegas que se estrenaron durante las primeras décadas de la dictadura, representaciones que han sido descritas por María José Ragué como “espectáculos ampulosos con textos sin demasiado interés” (2005: 21). Frente a la sencillez y la ausencia de adorno propias de la estética clásica, la obra reunía en escena a numerosos personajes, incluía celebraciones pomposas y desarrollaba cierto localismo del todo ajeno al esencialismo de la tragedia. En deuda, además, con el teatro clásico español, se presentaban en la versión de Pemán cuadros de tipo costumbrista, como, por ejemplo, el juego de dados de los soldados que tiene lugar al comienzo del Acto III, y se reproducían escenas tópicas propias del teatro del Siglo de Oro, como el paseo nocturno del monarca por la ciudad en su función de vigilante, al corriente en todo momento de los sucesos diarios que atañen a sus súbditos, una escena que servía para propagar la cualidad omnipresente del monarca, su ilimitada capacidad para conocer cualquier suceso que atañe a su ámbito de gobierno. Pero no solo la ambientación y la escenografía servían a los gustos y preferencias de esta sociedad; el contenido temático y los diálogos

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María José Ragué-Arias, en “Del mito contra la dictadura al mito que denuncia la violencia y la guerra”, advierte en una nota sobre “las diversas lecturas” que admite el mito y explica cómo fue utilizado por el teatro franquista “a partir de una ideología de derechas que reforzaba los valores de la dictadura”, y se refiere específicamente a los textos de Pemán, como autor de varias versiones de tragedias griegas, las cuales fueron, además, estrenadas como grandes producciones en las primeras décadas del régimen franquista (2005: 21).

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reforzaban también las ideas y consignas del régimen. Significativamente, desde el comienzo de la obra y a lo largo de la mayoría de las escenas, se dedicaba una atención principal a la exaltación de la guerra, a la representación de la victoria y a su celebración. Las acotaciones que abren el Acto I describen a “un pueblo que se encuentra en la jubilosa agitación de la victoria que acaba de obtener” (1953: 9), en una ambientación de carácter inconfundiblemente militar. Las expresiones de júbilo y de unidad del pueblo frente a la victoria se suceden en el texto. Igualmente resulta relevante el hecho de que se señale explícitamente al designio de los dioses como origen de la victoria, tal como lo expresa uno de los numerosos soldados que aparecen en la obra mientras alza la espada rota del enemigo: SOLDADO.… Los dioses decidieron esta Victoria. (Honrad ambas espadas, llevadlas… y en el templo de Baco canten silenciosamente) la Victoria de un pueblo generoso (1953: 11).

La proclamación del soldado se presenta en perfecta consonancia con la tesis providencialista de la doctrina oficial del franquismo: la Guerra Civil había sido designio divino. La versión de Pemán no solo incidía en el motivo de la victoria, sino que elevaba los recientes acontecimientos de la historia de España al rango universal de tragedia, equiparando la Guerra Civil española con los hechos heroicos de la Antigüedad. La contienda iniciada por Franco y un grupo de militares, y su posterior victoria contra el frente republicano, más que un alzamiento ilegal producto de una decisión individual, se presentaba como una acción determinada por los dioses y avalada o apoyada plenamente por el pueblo. Las breves alusiones a la reconciliación que se pueden encontrar en la obra chocarán de inmediato con la actitud de un Creonte tirano y extremo que justifica al final su intransigencia aludiendo a la “soledad infinita del tirano que ha perdido de vista su templanza” (1953: 60). El reconocimiento del error, la anagnórisis final del personaje solo

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merece cuatro versos en un modelo de adaptación que, frente a la tragedia clásica, se caracteriza por la falta de debate y argumentación en las intervenciones de los protagonistas. Más que portadores de un argumento o tendentes a defender a través del diálogo la postura y norma que ejemplifican, Creonte y Antígona, los personajes enfrentados, se limitan a expresar su postura sin el menor poder de convicción, como si de una mera consigna se tratara. Si Creonte se presenta como un tirano excéntrico, Antígona no pasa de resultar una figura exaltada e irracional. La adaptación de José María Pemán elegía un tema y un argumento de interés sociopolítico: evocaba de modo general la lucha fratricida y la división posterior entre vencedores y vencidos y, de modo particular, aludía a los muertos de la Guerra Civil, sacando a relucir la política de los enterramientos: el anonimato y olvido de las fosas comunes y la necesidad de erigir un lugar que honrara igualmente a los muertos de uno y otro bando. En el contexto preciso del año en que se estrena, 1945, cabe recordar que el Valle de los Caídos, aún en construcción, era todavía concebido, según la carta firmada por el dictador en 1940, como lugar de enterramiento a los caídos por la cruzada, es decir, a los vencedores; solo una orden posterior de 1958, materializada en una carta del ministro de Gobernación, pasa a especificar que se harían las inhumaciones sin distinción del campo en el que combatieran. Así quedaba decretado el traslado al Valle de los Caídos de los cadáveres de ambos bandos, decisión igualmente desafortunada. A pesar del compromiso de Pemán por abordar el asunto de los enterramientos y de aludir a la posibilidad de una reconciliación, el potencial crítico de su tragedia quedaba más bien velado ante la evidencia de algunos factores principales: la exaltación de la guerra, con la importancia plástica y sonora otorgada a la victoria, así como la falta de argumentación o el escaso desarrollo dialéctico que ofrecía y la poco convincente caracterización de los protagonistas. Consecuentemente, el gesto heroico de Antígona quedaba desvirtuado en esta versión cristiana y española. La muralla, de Joaquín Calvo Sotelo, comedia en prosa dividida en dos partes, se estrenó en 1954 en el Teatro Lara de Madrid. Todo un fenómeno teatral de la cultura del nacionalsocialismo, per-

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maneció en cartelera durante décadas. Las 700 representaciones que alcanzó en Madrid y las más de 500 que tuvieron lugar en el Teatro de la Comedia de Barcelona la sitúan como uno de los títulos más representativos del repertorio franquista y avalan sin duda su plena compatibilidad con las premisas y consignas del orden social en que se producía y al que reproducía: la España franquista de los vencedores. Con todo, tales eran las contradicciones de orden religioso, moral y político que la obra planteaba, que, si hemos de creer al autor, este terminó de escribirla o decidir el final adecuado al protagonista la misma víspera de su estreno en el Teatro Lara de Madrid7. De acuerdo con el planteamiento y desarrollo de la obra, si el personaje central, Jorge Hontanar, cercano ya al momento de su muerte, se decidía a restituir a su verdadero dueño —un republicano vencido— la finca que le había arrebatado de modo ilícito y como botín de guerra, este cumplía con su deber moral y religioso, pero atentaba contra su obligación social de proporcionar un sustento y futuro adecuado a su familia; es más, la dejaba sin medios ni herencia, echaba por tierra el matrimonio de su hija y promovía, en fin, la exclusión, marginación y repudio social de los suyos. En este sentido la comedia situaba al protagonista ante una situación y un conflicto de orden trágico y ante un dilema moral de carácter irresoluble: la defensa de los deberes religiosos y morales personales resultaba ahora incompatible con la obligación social de defender los intereses de la familia. La restitución de la finca a su verdadero dueño y la consecuente obtención de la redención resultaba un final edificante y heroico, pero suponía una crítica frontal a la corrupción del sistema. Por otra parte, silenciar el delito, asegurar el bienestar familiar y salvar el honor de cara a la sociedad significaba la condena personal por falta de enmienda y contrición.

7 En Sociología del franquismo, José Ángel Ascunce Arrieta resume cómo este proceso de adecuación de la obra al sistema, que va desde febrero de 1951 hasta octubre de 1954, supuso hasta cuatro propuestas de cambio del final de la obra y contó incluso con la revisión, por petición del autor, de diferentes especialistas, como don Ángel Herrera Oria (2015: 404).

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Como acertadamente observa José Ángel Ascunce, la clave de la lectura de esta obra no está en su posible mensaje de reconciliación entre las dos Españas; antes bien, se trata en ella de resolver el problema moral y religioso que suponía la posesión de bienes obtenidos de modo ilícito en el marco de la ideología dominante del nacionalcatolicismo (2015: 397). Así lo propuso el autor en un final artificial y forzado en el que Jorge deja clara su voluntad de enmienda antes de morir, al tiempo que las circunstancias —manipuladas por todos los que le rodean, familiares y amigos cercanos— se confabulan para evitar que la familia Hontanar pierda la finca: la resolución final da cabida al mismo tiempo al sincero arrepentimiento del pecador y a la salvación de la familia inocente. La historia de las diferentes fases y variantes que exploró Calvo Sotelo durante la escritura de la obra, relatada por él mismo en su “prólogo para ser leído a la hora del epílogo”, deja constancia del proceso de negociación entre el autor y los agentes de control y supervisión del sistema cultural en el que se produjo su obra. La referencia a las diferentes opciones barajadas y dejadas al margen por su incompatibilidad con la ideología imperante, como la claudicación final de Hontanar ante la presión familiar y su decisión de no devolver la finca —inaceptable desde el punto vista religioso— o su enmienda total a partir del arrepentimiento y la devolución, opción que lo enfrentaba al régimen, da cuenta del esfuerzo y determinación por producir una obra plenamente asimilable al sistema cultural franquista. El desarrollo de la obra impide al fin la plena realización de una acción heroica, al tiempo que propaga la imagen de una sociedad replegada sobre sí misma, cerrada y defensiva que, lejos del espíritu de reconciliación, no está dispuesta a ceder un ápice en sus privilegios ni a reconocer sus errores y crímenes. Como es propio del género trágico y frente al caso de la Antígona de Pemán, La muralla presenta un carácter marcadamente dialéctico. A través del diálogo, se desarrollan, de modo además convincente, argumentos a favor y en contra de cada una de las posturas irreconciliables que se plantean: si la legitimidad del propósito de enmienda de Hontanar resulta incuestionable y su deseo de morir en paz un derecho irrenunciable, los argumentos en torno a los que se defienden el silencio y el olvido definitivo frente

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a la usurpación no carecen de peso, ya que el acto de contrición de Jorge genera también violencia, en la medida en que transforma a su familia, en particular a su hija, en víctima de sus errores. De hecho, la actuación ilícita de Jorge ha tenido ya consecuencias irreparables y de difícil solución: el heredero auténtico de la finca, desposeído de sus bienes, se halla detenido por dedicarse a actividades ilícitas. La iniciativa de Jorge, más que como un gesto noble y justo, es concebida como un arranque irracional e irresponsable, más propio de una persona débil y enferma. Al final su acción queda anulada, ya que se construye en torno al protagonista toda una muralla defensiva que impide su gesto de disidencia del sistema. Cabe destacar, finalmente, que la pieza de Calvo Sotelo resulta sumamente significativa y aleccionadora en cuanto al papel y la función de relevancia que desempeñan las mujeres en la defensa del orden imperante en la sociedad franquista. Dentro del plan general de acción que se organiza para hacer frente a las iniciativas del protagonista de devolver la finca a su verdadero dueño, la actuación de las mujeres de la familia resulta fundamental. Instigadas por la suegra, personaje cínico y materialista, plenamente integrado en el sistema —es miembro la junta de censura y espectáculos—, todos los personajes femeninos se movilizan y se unen frente al padre extraviado: tanto la esposa, en un principio fiel primero a su marido, como la hija se sitúan del lado de la abuela para defender la posición familiar, su bienestar y su honor, e influyen luego en los personajes masculinos —médico, abogado y amigo— para que se opongan a la decisión de Jorge. La muralla se presenta así como una obra doctrinaria, en la medida en que se ofrece como toda una lección o modelo de actuación femenino ante la puesta en peligro del bienestar y la seguridad familiar: más allá de una mera función hogareña y decorativa, limitada a las funciones básicas para el mantenimiento del orden de la casa, la obra promueve una imagen muy activa de la mujer como defensora del régimen, de sus principios y consignas básicas, tanto en el ámbito privado como en el público. En la obra es sin duda la mujer quien lidera la batalla contra el personaje disidente. Tanto la Antígona de Pemán como La muralla de Calvo Sotelo ejemplifican, en definitiva, un tipo de obra que, fundado sobre las bases del género trágico, abordó temas trascendentales y logró sacar a

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escena algunas de las contradicciones morales que arrastraban los vencedores. Sin embargo, más que favorecer la reflexión crítica o propiciar el desarrollo de posturas alternativas al régimen, se puede sostener que estas obras cumplieron asimismo con una función neutralizadora y doctrinaria dentro del marco ideológico cultural del franquismo. En su versión de Antígona (1945), José María Pemán alude, aunque de modo indirecto, al espinoso tema de los enterramientos anónimos y a las obligaciones morales de los vencedores, pero construye también una tragedia épica que no desvirtúa, sino que exalta y legitima la victoria de “todo un pueblo”. Por su parte, en La muralla (1955), Joaquín Calvo Sotelo plantea y logra el acto de contrición y redención final de un vencedor franquista que se arrepiente de deber toda su fortuna a un republicano a quien le robó la herencia, pero no intenta desestabilizar, finalmente, la reprochable y corrupta práctica franquista de la expropiación de bienes a los vencidos. Así, y como complemento a otras tendencias propias del momento, como el teatro de evasión o el de exaltación de la causa nacionalista, estas obras recurrieron al molde y al tono elevado de la tragedia en su intento de su indagar sobre la naturaleza ética y moral del sistema. Sin embargo, el modelo de tragedia que desarrollaron, aunque planteaba en principio la entrada en contradicción de los valores morales y religiosos vigentes con las leyes políticas del momento, resultó en un género de tipo conciliador, de sentido cerrado y aleccionador y despojado, al cabo, de verdadero componente crítico; en una modalidad que distorsionaba de hecho los rasgos característicos de esta tendencia literaria, desde sus aspectos más formales, como un ambiente austero y desnudo, hasta su estructura problematizadora y su potencial desestabilizador. En este sentido, las obras de Pemán y de Calvo Sotelo, más que poner a prueba o desafiar la legitimidad del sistema, aseguraron su estabilidad, al tiempo que tranquilizaban la conciencia de los vencedores8.

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En su comentario sobre el teatro de Calvo Sotelo, César Oliva se refiere de hecho a la capacidad de La muralla de “conmover a un espectador cargado de mala conciencia que, participando de esta obra, purgaba o creía purgar sus culpas” (1989: 114).

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Estudio de los elementos constitutivos del Nuevo Teatro Español: entre crítica y necesidad de esquivar la censura Anne Laure Feuillastre Sorbonne Université

El Nuevo Teatro surgió en el escenario español al final de los sesenta, cuando el franquismo empezaba a mostrar sus primeras señales de agonía. No se trataba de una escuela definida, sino de unos autores jóvenes en aquel entonces, nada conocidos, que propusieron obras heterogéneas, pero con similitudes entre sí y que eran fruto de una época muy singular, la del tardofranquismo. Estos jóvenes autores comprometidos contra la dictadura empezaron a reunirse en festivales y certámenes, y compartían una voluntad férrea de romper con el teatro que se veía en las tablas: tanto el teatro burgués y comercial, que invadía los escenarios desde hacía varias décadas, como el teatro realista de unos autores como Buero Vallejo, Olmo o Rodríguez Mén-

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dez. Los “nuevos autores” —así designados en la prensa especializada como Primer Acto o Yorick a partir de 1967— eran los herederos de las vanguardias europeas y norteamericanas que por la dictadura no habían alcanzado el teatro español. Mezclaban estas influencias estéticas con una crítica mordaz de la situación particular de España en aquel momento: una dictadura arcaica en desfase con las señales de modernidad y progreso que daba el nuevo gobierno de Franco en los años sesenta. Y estas paradojas, muy propias del tardofranquismo, precisamente se encontraban reflejadas en las obras de los “jóvenes” autores de aquel entonces. El Nuevo Teatro Español era un teatro minoritario y marginado. Algunas obras permanecen aún inéditas, otras fueron publicadas en la prensa especializada, también minoritaria. En sus páginas aparecieron, a partir de 1967, obras de Jerónimo López Mozo (1942-), José Ruibal (1925-1999), Luis Matilla (1938-), Manuel Martínez Mediero (1938-), Antonio Martínez Ballesteros (1929-), José María Bellido (1922-1994), Ángel García Pintado (1940-2020), Miguel Romero Esteo (1930-2018) o Alberto Miralles (1940-2004), entre otros. Se pueden encontrar similitudes entre textos muy heterogéneos si comparamos algunos de sus elementos constitutivos, como son el tiempo, el espacio y los personajes. Unos componentes estructurales que se convirtieron en una característica común de las obras de la corriente, a la vez que servían de estrategia —no siempre eficaz— frente a la censura, una respuesta heterodoxa que nos proponemos estudiar en el marco de este trabajo.

1. Tiempo En las obras del Nuevo Teatro Español, las categorías del tiempo y del espacio dan fe de la diversidad de la corriente. Algunas obras proponen una sincronía con el tiempo de escritura, es decir, que las acotaciones escénicas indican, de manera explícita o implícita, que la acción se desarrolla en la misma época que la de la escritura o del estreno (previsto o deseado) de la obra; puesto que estas obras contenían una crítica política, la sincronía hacía más difícil

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aún el esquivar la censura. Collage occidental (1967)1 de Jerónimo López Mozo propone, por ejemplo, como telón de fondo “la crisis actual del Occidente” (López Mozo 1968: 5) y El día sencillo (1964) de José María Bellido, “la época actual” (Bellido 1964: 1); por su parte, Ángel García Pintado sitúa Es demasiado fácil hallar trigémino en un campo de girasoles (1973) en “la segunda mitad del siglo xx: la edad de oro de los horrores” (García Pintado 1973: 1) y Cena (1968), en el “tiempo presente”, según el subtítulo de la obra “melodrama del tiempo presente” (García Pintado 1968: 1). En estos ejemplos, las obras remiten al público a su propia realidad temporal, una contemporaneidad que permite, entre otras cosas, una crítica más directa. En muchas obras del movimiento se trata de una diacronía en la que la acción se sitúa en un tiempo lejano con respecto al del espectador. El dramaturgo realista Antonio Buero Vallejo recurría ya a la diacronía en 1958 con Un soñador para un pueblo (la revuelta contra Esquilache en 1766) y en 1960 con Las meninas (la historia tiene lugar en el siglo xvii). El Nuevo Teatro Español incluye, asimismo, varias obras históricas: de Manuel Pérez Casaux (1929-2015) destacan textos como La curiosa invención de la escuela de plañidores (1970), cuya trama ocurre en el año 1375 a.C., en la época de los faraones, y La familia de Carlos IV (1973), a principios del siglo xix; el teatro colectivo también, con El Fernando (1972), que sitúa la acción en 1830, y Parece cosa de brujas (1973), que propulsa al público al siglo xvii, a los tiempos de la Inquisición; de Juan Antonio Castro (19271980) destacan el collage Tiempo de 98 (1969), con la presencia de diferentes personajes históricos de la segunda mitad del siglo xix (Machado, Valle-Inclán, Baroja, Unamuno), y Ejercicios en la noche (1970), ambientada a principios del siglo xvii (precisamente el 7 de febrero de 1601, en vísperas de la conspiración del conde de Essex contra Isabel I de Inglaterra). En todos esos casos, los dramaturgos eligen la historia como recurso para construir una alegoría política mediante una analogía hábil con la época franquista. La historiza-

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Tras cada título aparecerá entre paréntesis la fecha de escritura de la obra.

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ción del teatro es una técnica recurrente entre los autores (tanto del realismo social como del Nuevo Teatro Español) porque permite “‘presentizar’ (hacer presente) el pasado histórico” (Ubersfeld 1989: 154); además, el desplazamiento temporal les daba cierta libertad argumentativa. Otras obras localizan la trama en un tiempo indefinido. Aquí, también, la utilidad de la acronía (en la que la acción no se sitúa en ningún momento histórico concreto) puede ser doble: por una parte, amplía la crítica (es decir, que tiende a universalizar) y, por otra, no designa directamente a España, con el fin de evitar la censura. Manuel Martínez Mediero situó así varias obras suyas en un tiempo indeterminado e impreciso: “Hoy, ayer y siempre” (1999a: 100) en Jacinta se marchó a la guerra (1965), “Época: la del hombre” (1999b: 320) en El último gallinero (1968) y “Época: la de siempre” (1999c: 398) en El regreso de los escorpiones (1969). Las acotaciones iniciales de El pan y el arroz (1967) de José María Bellido indican “época indefinida” (1967: 1), y las de Sonría, señor dictador (1969) de Vicente Romero (1947-), “La historia sucede en época indeterminada” (1970a: 68). En estos últimos dos ejemplos, la falta de precisión y de contextualización posee el mismo objetivo que las indicaciones de Martínez Mediero, aunque estas resultan algo más definidas; en cualquier caso, el recurso a la acronía se corresponde con un deseo de abstraer la trama de la época del espectador, sin excluir completamente el presente. Martínez Mediero creó también un tiempo imaginario en Perdido Paraíso (1971): “Todo sucede en la imaginación del autor” (1999d: 76); igual en El hombre que fue a todas las guerras (1971): “La obra se desarrolla en el subconsciente de un autor español” (1999e: 132). Las acotaciones escénicas iniciales suponen entonces la creación de un no-tiempo, es decir una ucronía (en su sentido etimológico, ‘un tiempo que no existe’) o realidad alternativa. El dramaturgo empleó varias veces un tiempo indeterminado, o general e indefinido (acronía) o irreal y no pasado (ucronía), cuando la trama se relaciona sistemáticamente con la realidad política, social y económica de la España franquista, porque la ausencia de referente temporal “significa el presente” (Ubersfeld 1989: 155); es decir, que la obra atemporal remite, al fin y al cabo, al tiempo actual.

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2. Espacio En lo relativo a lo espacial, se encuentran pocas sintopías evidentes en las producciones del Nuevo Teatro Español; es decir, pocas indicaciones geográficas que señalen a España en las acotaciones iniciales. Jerónimo López Mozo, bastante radical en sus textos, localizó la trama de algunas de sus obras en la realidad concreta española, como, por ejemplo, en Guernica (1969), en la ciudad vasca del bombardeo, o en Anarchia 36 (1970), cuyas acotaciones citan expresamente Barcelona, Aragón, Madrid, Valencia y Burgos, al principio de la Guerra Civil. Estas dos obras nunca podrían haber pasado censura y de eso era consciente el autor cuando las escribió, libre de autocensura (López Mozo, en Isasi Angulo 1974: 333). También Pasodoble (1973), de Miguel Romero Esteo, cita claramente a España: “está situado en cualquier lugar pingüe de la España ancha y ajena, no lejos de cualquier poblacho dolorosamente español” (1973: 16). Estos casos eran poco comunes. Al contrario, en El automóvil, de Martínez Mediero, las acotaciones indican en la versión original de 1973: “en el suburbio de una supuesta ciudad masificada”2 (1973: 1), sin referencia explícita a España. Las más de las veces, la localización permanece imprecisa y voluntariamente ambigua como, por ejemplo, con la evocación del “Occidente” (Martínez Mediero 1999g: 166) en las acotaciones iniciales de Espectáculo siglo xx (1969), del mismo autor. En la mayoría de los casos, las acotaciones iniciales no indican de manera precisa que el lugar donde se desarrolla la acción es España, sino que son más bien referencias culturales, históricas o políticas las que identifican claramente el país sin citarlo. Se trata entonces de una sintopía, pero gracias a informaciones implícitas, no a acotaciones iniciales claras y precisas. Las referencias pueden ser el turismo y el sol como características del país de la historia, alusión al boom turístico que vivía España desde los años sesenta. Así, encontramos

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Sin embargo, la versión publicada décadas después en las Obras completas conlleva una marcada diferencia que hace pensar que el autor se autocensuró en 1973: “en el suburbio de una ciudad española ya masificada” (Martínez Mediero 1999f: 265).

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en Los mendigos (1957) de José Ruibal un país imaginario caracterizado por dos aspectos principales: el turismo masivo —gracias a su clima mediterráneo— y el folklore musical español —el fandango (1975: 141)—. Otras referencias culturales remiten a España en la obra, como el Manco de Lepanto y su discurso sobre la edad de oro, o referencias políticas como la prohibición de la mendicidad, efectiva bajo Franco, o el régimen definido como “una democracia orgánica” (Ruibal 1975: 148). Encontramos iguales características en Su Majestad la Sota (1966), obra inédita de José Ruibal, donde la atopía inicial se convierte en lugar identificable, precisamente España, por ejemplo, gracias al sol: MATÍAS.— Y de todo lo auténticamente nuestro, ¿qué es lo que más le agrada? PERIODISTA 2.— El sol. MATÍAS.— No me extraña; es lo mejor de nuestra cosecha3 (Ruibal 1969: 1).

La localización se deduce entonces mediante los diálogos, auténticas didascalias internas, es decir, indicaciones escénicas incorporadas al propio texto que proporcionan informaciones sobre el espacio. En los archivos de censura, estas réplicas aparecen señaladas por el censor y la obra se prohibió el 14 de abril de 1970. En este caso, los censores entendieron la identificación de la trama con la situación española (la sucesión de Franco y la nominación de Juan Carlos de Borbón), a pesar de la alegoría bastante elaborada que proponía Ruibal. El padre José María Artola se opuso a la autorización de la obra y escribió el 14 de abril de 1969: La obra es una crítica a las claras de la institución monárquica. Además hace con más o menos disimulo alusiones que hacen paralelos con la situación española y tratadas de forma que no me parece aceptable según las normas 17, 2ª y 3ª. […] Además hay una larga serie de alusiones sobre

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También, más adelante, en el mismo texto, Matías declara: “El sol es nuestra mejor industria” (Ruibal 1969: 33).

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Estudio de los elementos constitutivos del Nuevo Teatro 123 puntos de doctrina política menos sustanciales y por ello más susceptibles de crítica (partidos políticos, pasado glorioso, emigración) pero que contribuyen a identificar el lugar dramático con la España actual (AGA, caja 73/9770, expediente 148/70).

Como el fandango en Los mendigos, el pasodoble suele remitir a España en varias obras de la corriente, sin citar directamente al país, como en Fábula de los monos (en las Fábulas zoológicas) (1974) de Antonio Martínez Ballesteros, en la obra colectiva Parece cosa de brujas (1973), en El carro del teatro (1970) de Vicente Romero o también en Pasodoble (1973) de Miguel Romero Esteo. La música popular española remite a lo folclórico y tradicional del país para sugerir que la trama tiene lugar en España. Otras piezas proponen una diatopía: la acción se desarrolla fuera del espacio donde se escribe la obra, en un lugar más o menos alejado de España. Aquí también, la diatopía aleja la trama de la realidad del espectador con el objetivo de universalizar la crítica y evitar la censura: se trata de un desplazamiento espacial para remitir a España, situándose de manera aparente fuera de la península. Encontramos por ejemplo la trama de La curiosa invención de la escuela de plañidores (1970), de Manuel Pérez Casaux, en Egipto; la de El día sencillo (1964) de José María Bellido en Coni, Italia, y Briançon, Francia; la de Una chimenea irlandesa (1969), de Ángel García Pintado, en Irlanda. Como es lógico, cuando la acción tenía lugar fuera de España, el autor parecía escribir con más libertad, ya que las críticas se dirigían, a primera vista, a otro país, otro régimen y otra sociedad. Pero la mayoría de las veces los censores se daban cuenta del subterfugio: El día sencillo quedó prohibido en 1966 y 1967 para representaciones en el Teatro Principal de San Sebastián y La curiosa invención de la escuela de plañidores, para los festivales de Sitges de 1970, 1971 y 1972. Esta última obra situaba la trama en Egipto, en 1375 a.C. —o sea, sin relación aparente con España—, pero ciertos elementos que contenían o las acotaciones o los diálogos sugerían al público que considerara la obra en su sentido alegórico. Encontramos, por ejemplo, la acotación siguiente: “algunos personajes bien pueden aparecer con atuendo más o menos egipcio, pero personajes como el INVENTOR,

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el RECLUTADOR GENERAL, MENOR, etc., pueden llevar trajes de etiqueta”4 (Pérez Casaux 1970: “nota para el montaje”, s. p.). Esta ropa que pueden llevar los personajes de poder los asimila con una alta clase social occidental y contemporánea. Además de la existencia de la peseta y de la presencia de varios anacronismos como el uso del coche y de la fotografía, algunas réplicas remiten a la España franquista y no al Egipto faraónico: la evocación del “vigésimo octavo Plan Nacional de Espiritualización” (Pérez Casaux 1970: 11), en referencia a las diversas fases del Plan de Estabilización del gobierno tecnócrata; las réplicas “mientras viva nuestro Faraón, no hay pluralidad de Dioses. Hay un solo Dios disponible, Aton-El-Único. Él regaló a Egipto el privilegio de que todos confesáramos un solo credo y tuviésemos una sola idea” (Pérez Casaux 1970: 16), que manifiestan la ausencia de pluralidad (de poder, religión, opinión), y “No podemos tolerar en nuestra escuela alborotos de este tipo. […] Alborotos que siempre tienen una raíz extraescolar” (Pérez Casaux 1970: 17), que asocia desorden público con juventud universitaria, a semejanza de los movimientos de protesta que sacudían España desde finales de los años sesenta. Estas críticas disimuladas provocaron la prohibición de la obra para tres sesiones del Festival de Sitges. El 3 de agosto de 1971, el censor Florentino Soria escribió en su informe al respecto: “Historia faraónica en la que el ambiente del Antiguo Egipto es una simple tapadera para darnos una sátira sociopolítica muy de aquí y ahora” (AGA, caja 73/9787, exp. 287/70); y Sebastián Bautista de la Torre: El autor, buscando el pretexto de la época faraónica, como antes lo hiciera con la Grecia clásica, nos presenta una obra cuyas claves políticas son fácilmente identificables: la imagen de un pueblo hambriento y oprimido por un tirano, y la muerte de este último con la natural esperanza de redención del pueblo víctima. Aunque objetivamente esto no se corresponda con la circunstancia española, la verdad es que el autor trata de orientarlo por ahí, y así se nota con algunas frases tachadas del texto en que se alude a un país de “sol y turismo”, amén de otras que aún quedan

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Señalamos que esta nota desapareció de la versión publicada en 2004, una edición que conlleva numerosas disparidades con el original escrito durante la dictadura.

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Estudio de los elementos constitutivos del Nuevo Teatro 125 con alusiones muy directas y actuales, y que quedarían demasiado claras con la mescolanza de época que pretende darse al montaje. Creo que por todo lo expuesto la obra incurre en la norma 14 y 15 (AGA, caja 73/9787, exp. 287/70).

También encontramos localizaciones en países imaginados que no existen, totalmente inventados. Es el caso de la obra Sonría, señor dictador (1969) de Vicente Romero, cuyas acotaciones iniciales sitúan la acción en el país imaginario llamado “Utopicland”: La acción transcurre en Utopicland, país imaginario nacido por equivocación, tras un reparto mundial de los que suelen organizarse después de las guerras. En Utopicland gobierna un Dictador, que fue elegido democráticamente por su pueblo, y, poco a poco, supo librarse de sus aliados hasta hacerse con el poder absoluto (Romero 1970a: 68).

Se trata entonces de una utopía, ya que el país no existe y, para el público, a primera vista, resulta imposible identificarlo con una realidad concreta. La continuación de las acotaciones revela que es una utopía tan solo en el sentido etimológico, ya que el topónimo (creado a partir del morfema -land, ‘tierra’, pero formado a partir del modelo de Disneyland) desvela una amarga ironía. Está claro que, en este caso, Vicente Romero deliberadamente llama la atención de los censores con una crítica falsamente apuntada hacia un país imaginario. Un año después, se burla precisamente de estos subterfugios empleados por ciertos dramaturgos críticos en El carro del teatro (1970): aunque es sintópica, según las didascalias que indican “cualquier pueblecito español” (Romero 1970b: 97), la ingeniosa obra metateatral ironiza sobre las piezas cuyas tramas se desarrollan en otro lugar y otro tiempo para evitar la censura, cuando el subterfugio se detecta fácilmente. Eso muestra el diálogo siguiente, entre los dos personajes presentadores que se dirigen a los espectadores: MUÑECO I.— Como en todos estos casos ocurre, en los primeros papeles el autor ha escrito. MUÑECO II (Imitando y falseando gravedad).— “La acción transcurre en época indefinida...”.

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MUÑECO I.— O sea: ahora. MUÑECO II.— “...con personajes imaginados, fieles a unas particulares características definitorias de su sociedad imaginaria...” MUÑECO I.— O sea: vosotros, nosotros y nuestras familias. MUÑECO II.— “... Y en un país inexistente, fantástico con un mucho de fabuloso, aterrador y raro; y, sobre todo, propio de una gran farsa teatral continua”. MUÑECO I.— O sea: éste. MUÑECO II.— Así que esta historia, cachonda y extraña, aunque parezca mentira... MUÑECO I.— Ocurre en nuestros días, les ocurre a nuestros primos, y ocurre en nuestro país... MUÑECO II (Muy solemne).— O sea: En Europa (Romero 1970b: 99).

Los comentarios sobre el espacio, el tiempo y los personajes, así como el tono de falsa gravedad usado, se burlan obviamente de los autores que recurren, de manera abusiva, a esta técnica. Se trata de una referencia directa a la censura de la época, que algunos dramaturgos intentan esquivar con esta estratagema de ubicación espaciotemporal. Este fragmento se cierra con una auto-ironía: Vicente Romero sustituye el espacio “España” por “Europa”. Por último, varias obras del Nuevo Teatro Español proponen una atopía, es decir, que ninguna indicación permite afirmar dónde transcurre la acción. Se trata de un espacio sin identificación. Es, por ejemplo, el caso de El pan y el arroz (1967) de José María Bellido y de las fábulas de animales de Martínez Mediero, El último gallinero (1968) y El regreso de los escorpiones (1969). Son entonces casos de máxima universalización de la crítica. En la obra de Bellido, no se cita ninguna región precisa y los personajes llevan nombres con consonancias diversas que impiden la identificación con España. Si bien se acerca la obra a la distopía (o sea, utopía negativa o antiutopía) con referencias a personajes imaginarios (como los teóricos Karakahuit y Tarabushka, el emperador Karadura IV, el patriarca Zambombas o el general Tiritos) y a países imaginarios (Sidoka y Luca), la obra es atópica y universal, con un relato casi mítico de la historia del capitalismo. En el caso de las dos fábulas de Mediero, las didascalias indican como espacios escénicos respectivamente un viejo gallinero y un viejo corral;

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el espacio cerrado y vetusto resulta ser un lugar alegórico de la España franquista, pero la descripción del espacio no lo especifica.

3.  Los personajes El sistema de personajes de las obras del Nuevo Teatro Español también evidencia una ruptura con el teatro convencional; participan de la creación de un teatro innovador, distinto a las obras realistas. Los “personajes-tipos” invaden la mayoría de las obras del movimiento y varía la manera de nombrarlos: pueden ser nombres genéricos o especies animales, y aunque los personajes suelen carecer de nombre propio que los particularicen, encontramos algunos casos de personajes con nombres propios particulares, antropónimos extranjeros u onomástica española. Al contrario de las producciones realistas, el personaje del Nuevo Teatro Español se ve despojado de cualquier psicología, lo que llevó Francisco Ruiz Ramón a hablar de “personajesigno”: “Podríamos hablar, pues, de la muerte del personaje teatral como persona humana, de la sustitución del personaje-persona por el personaje-signo” (Ruiz Ramón 1974: 7). El interés de los dramaturgos por la representación de los miembros más característicos de la sociedad los induce a emplear muchas veces nombres comunes genéricos como “Hombre”, “Mujer”, “Niño”, etc. Por ejemplo, encontramos a los personajes “Joven”, “Anciano”, “Viejo”, “Nieto” en El testamento (1966) de Jerónimo López Mozo; en Cena (1968), de Ángel García Pintado, son “Protagonista”, “Mujer”, “Sordo” o “Vecino”. El carácter genérico, indefinido, despersonalizado, es llevado al extremo con el objetivo de universalizar la crítica de la obra: el hombre representa a todos los hombres, un joven a todos los jóvenes, una madre a todas las madres, etc. Los personajes se reducen a un “grado cero de personalidad” (Ryngaert y Sermon 2006: 393) cuando se añade al nombre genérico una cifra: encontramos en los happenings de López Mozo personajes como “Hombre 1”, “Hombre 2”, “Alumna 1”, “Alumna 2”, “Alumna 3” y “Actor A” o “Actor B”. En este caso, las características, la personalidad, la identidad no importan: el individuo se ha vuelto intercambiable. En muchos casos,

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se designa a los personajes por su función, limitando la crítica a una categoría particular: en La ventana (1968) de Luis Matilla, aparecen personajes como “Jefe”, “Esposa”, “Religioso”, “Juez” o “Militar”, porque cada uno posee un papel en función de su estatuto en la sociedad o de su rango. También encontramos a veces una onomástica extranjera, que puede servir para alejar la trama de la realidad española, técnica bien conocida para sortear la censura. Pueden ser, por ejemplo, unos antropónimos anglosajones, como en Espectáculo siglo xx (1969) de Martínez Mediero, con los personajes “Henry”, “Frank Higgins” o “Nancy”; o completamente inventados, como en Controles5 (1976) de José Ruibal, con los personajes “Conk”, “Popk” o “Sark” y en El piano (1969) de Luis Matilla, con los protagonistas masculinos “Kos” y “Muc”. En casi todas las obras del Nuevo Teatro Español existe una figura de autoridad, un personaje particularizado que ejerce fuerza y poder sobre los personajes oprimidos. María José Ragué Arias señaló la presencia de “personajes que bajo el nombre de Padre, Jefe, Poder, Creón, Nerón, Cacique u otros similares son trasuntos de la figura del General Franco” (1996: 59). En efecto, está omnipresente dicha figura de autoridad, de manera casi obsesiva. Aparece así la figura recurrente del jefe de empresa, como “Don Cósimo” en la obra colectiva Los fabricantes de héroes se reúnen a comer (1975), la de “Frank Higgins” en Espectáculo siglo xx, de Manuel Martínez Mediero, o “Crap” en Crap, fábrica de municiones (1968, prohibida el mismo año), de Jerónimo López Mozo. Los tres lideran la empresa con mano de hierro, privando a los empleados de sus derechos y libertades más básicos. En el caso de Espectáculo siglo xx, la censura prohibió el montaje el 25 de febrero de 1972 porque los censores entendieron claramente la identificación del protagonista, un tirano de avanzada edad, con Franco. Un censor escribió en su informe: “Es patente la intención del autor de poner en solfa la personalidad del caudillo mezclado con otra serie de cosas, considero que lo anterior constituye el eje de la obra. Recha-

5 Controles pasó a denominarse más tarde Otra vez los avestruces (Ruibal 1991).

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zado. Norma 17,3” (AGA, caja 73/9925, exp. 137/72). Con humor, la figura aparecía degradada por la incontinencia urinaria, símbolo de una progresiva decadencia. En este caso, la localización de la trama en Inglaterra no fue suficiente para salvar la obra. También existen los simples superiores jerárquicos que encarnan la represión en el mundo laboral, como en Las bicicletas (1971) de Antonio Martínez Ballesteros (el Presidente y el Vigilante) o en las obras Pontifical (1967) y Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación (1972) de Miguel Romero Esteo, con el Director del zoo y el Chef de la cocina, respectivamente. La jerarquía se establece muchas veces con la figura del jefe local, una especie de cacique: “Don” es el propietario de un señorío en El desván de los machos y el sótano de las hembras (1970) de Luis Riaza; el gallo Hermógenes dirige el gallinero en El último gallinero (1968) de Martínez Mediero, mientras en El regreso de los escorpiones (1969) se trata del cerdo “don Marrano”. Los personajes de poder también pueden encarnar diferentes representantes del Estado, como “las fuerzas vivas” en Los mendigos (1957) de José Ruibal y en La ventana (1968) de Luis Matilla (y en ambos casos un grupo que se compone de un militar, un religioso y una autoridad civil). Pueden ser funcionarios administrativos como los personajes “Asesor” y “Nacional” en El piano (1969), también de Matilla, que censuran el arte y la creación musical del protagonista; la obra fue autorizada el 13 de enero de 1970 para una representación, pero el segundo personaje, “Nacional”, quedó tachado por la censura (AGA, caja 73/9752, exp. 1/70). Caso parecido fue el de Los sedientos (1965) de Jerónimo López Mozo: la censura exigió la sustitución de los dos personajes de poder “Alcalde” y “Presidente” por “empleado” y “señor”, el 2 de enero de 1973. Aquí los representantes del Estado fueron tachados porque en la obra dejaban al pueblo sin agua, sedientos. A pesar del cambio de los nombres, se prohibió otra vez la obra, el 27 de marzo. Los censores vieron claramente la identificación con el gobierno de Franco; los vocales Antonio Albizu y Manuel Zubiaurre escribieron: “Obra de crítica política en la que se trata de criticar la política interior y ridiculizar los recibimientos que se le hacen a Franco en los pueblos. PROHIBIDA” (AGA, caja 73/9998, exp. 707/72).

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La autoridad muchas veces es encarnada por la figura del rey, cargo más alto de la monarquía —en general absolutista para denunciar los abusos del poder—. Franco viene así representado por Fernando VII en la obra colectiva El Fernando (1972), por el rey “Moloch” en Perdido paraíso (1971, prohibida el 28 de diciembre de 1972), de Manuel Martínez Mediero, o por los Reyes Católicos en Catarocolón o versos de arte menor para un varón ilustre (1968, prohibida el mismo año), de Alberto Miralles. El personaje de la “Sota” en Su Majestad la Sota (1966) de José Ruibal se acerca a una especie de rey, pero adaptándose a la realidad franquista: en efecto, la sota de la baraja española se corresponde con el Caudillo mientras el país imaginario espera la nominación de un rey, o sea, el futuro Juan Carlos I. La situación es muy similar en Perico Rey (1969) de Martínez Mediero: en ambos casos, la verdadera figura de autoridad no es el rey, sino, respectivamente, la Sota y el Presidente, que reducen al rey a un mero títere. En La curiosa invención de la escuela de plañidores (1970) de Manuel Pérez Casaux la autoridad suprema la encarnan conjuntamente el faraón Amenhetep IV y el director de la escuela. Más explícita aún, la figura de autoridad en Sonría, señor dictador (1969) de Vicente Romero es el personaje “Dictador”, igual que en El hombre y la mosca de José Ruibal (1968). En este último caso, se puede identificar al personaje “Dictador” con Franco y su doble, llamado “Hombre”, con Juan Carlos de Borbón. En efecto, el Hombre, figura despótica de la obra, encarna la sucesión del Dictador de este mundo imaginario, es su heredero, a quien educa en la sombra. La obra quedó prohibida el 5 de agosto de 1969, y el censor José Luis Vázquez Dodero escribió en su informe: “parece una alegoría del Jefe del Estado y el Príncipe D. J. Carlos por lo que no puedo aprobarla” (AGA, caja 73/9726, exp. 273/69). Si bien el director de escena se comprometió a utilizar un “decorado ambientado en otra época, bien diferente de la actual”, se prohibió de nuevo la obra por las normas 17.2 y 17.3, que prohibían todo cuanto atentara a los principios fundamentales del Estado y a la persona del jefe del Estado. La autoridad puede aparecer también mediante relaciones familiares, en particular patriarcales, con la figura del padre autoritario en Gioconda cicatriz (1970) de Ángel García Pintado, y en El convidado

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(1970) de Manuel Martínez Mediero, denominado “Padre” en ambos casos. En el primero, el Padre es la encarnación del militar fascista, como indican las acotaciones siguientes: “Toma una escopeta de dos cañones”, “bigotito recortado”, “expresión autárquica” (unas acotaciones ni siquiera tachadas por la censura) (García Pintado 1974: 21 y 22). En el segundo, el Padre ejerce una gran violencia contra el Invitado (da la orden de torturarlo y explica cómo hacerlo) y también domina psicológicamente al Hijo. En El testamento (1966) de López Mozo no son padres, sino abuelos los que intentan controlar al Nieto. La figura de autoridad se convierte en un hermano en Las hermanas de Búfalo Bill (1972) de Martínez Mediero, donde Amadeo es un tirano para con sus hermanas Cleo y Semíramis; un tirano que tiene una similitud física con el Padre de Gioconda-Cicatriz como muestran las acotaciones (Martínez Mediero 1999h: 199 y 200): “bruñe una escopeta de dos caños” y “con un bigote recortadísimo”; es decir que la escopeta y el bigote, que recuerdan a Franco, caracterizan la figura del poder. La obra quedó prohibida el 17 de noviembre de 1970, y el censor Sebastián de la Torre escribió en su informe: “La obra, que no tiene argumento propio dicho, nos ofrece en los dos personajes principales —el Padre y el Hijo— una especie de símbolos de los triunfadores de nuestra guerra y de la generación posterior” (AGA, caja 73/9804, exp. 422/70). En Las planchadoras (1971), del mismo autor, esta vez es una hermana, Dionisíaca, quien domina a las otras dos, Libertad (exiliada) y Clavellina (que sigue viviendo con Dionisíaca); la opresión se ejerce mediante el peso moral de las tradiciones, en particular en lo relacionado con la sexualidad que reprime con fuerza Dionisíaca. Aunque es mujer, el personaje remite también al Generalísimo si consideramos su réplica “Sí, quiero dejarlo todo atado y bien atado y ordenado para el futuro” (Martínez Mediero 1978: 131), como referencia directa a la bien conocida declaración del Caudillo “a que todo quede atado y bien atado para el futuro” durante la nominación de Juan Carlos de Borbón como sucesor, el 22 de julio de 1969. Sea un jefe, un rey o un padre, un personaje de poder siempre impone su autoridad a otros personajes; se asemeja al Caudillo en su aspecto físico, su actitud, sus discursos, para crear en las obras unos microcosmos de la España franquista.

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4. Conclusiones Para los “nuevos” autores, la ruptura con el teatro representado en España hasta aquel momento se manifestaba por una experimentación en la disposición de los elementos constitutivos. El tiempo y el espacio servían para alcanzar varios objetivos distintos: proponer un ataque directo con la sincronía y la sintopía, más o menos precisas según los casos; alejar la trama de la realidad con la diacronía y la diatopía; universalizar un tema crítico con la acronía, la atopía, la ucronía o la utopía. Pero, al fin y al cabo, en todos los casos los juegos espaciotemporales acababan remitiendo al espectador a su espacio y tiempo reales, o sea, a la España del tardofranquismo. Más que estratagemas para esquivar la censura —que como vimos, muchas veces, resultaban insuficientes a la hora de pasar entre las manos de los vocales de la Junta— eran a la vez el resultado de una búsqueda de originalidad y de innovación formal y un elemento constructor de la alegoría. Del mismo modo, el sistema de dramatis personae del Nuevo Teatro Español también se establecía sobre esta misma dualidad. La casi totalidad eran personajes-signos característicos de la sociedad de entonces, las más de las veces genéricos y poco definidos. Podían remitir a parte de la población, a un rango, a una clase social; podían ser personajes humanos, zoomorfos, particularizados, colectivos, históricos, míticos, abstractos o fantásticos. En todos los casos, tenían siempre una función simbólica que creaba esquemas recurrentes con un personaje tiránico que, en el ámbito privado o en el laboral, ejercía su poder sobre uno o varios seres oprimidos.

Bibliografía y fuentes archivísticas Archivo General de la Administración Civil del Estado, Alcalá de Henares, Sección de Cultura, fondos del Ministerio de Información y Turismo, IDD. 44. Informes de censura: de José Ruibal, Su Majestad la Sota, caja 73/9770, exp. 148/70 y El hombre y la mosca, caja 73/9726, exp. 273/69; de Manuel Pérez Casaux, La curiosa invención de la escuela de plañidores, caja 73/9787, exp.

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287/70; de Manuel Martínez Mediero, Espectáculo siglo xx, caja 73/9925, exp. 137/72; de Luis Matilla, El piano, caja 73/9752, exp. 1/70; de Jerónimo López Mozo, Los sedientos, caja 73/9998, exp. 707/72; de Ángel García Pintado, Gioconda-Cicatriz, caja 73/9804, exp. 422/70. Arias Velasco, José; García Pintado, Ángel; López Mozo, Jerónimo; Martínez Mediero, Manuel; Matilla, Luis; Pérez Casaux, Manuel; Riaza, Luis; Teatro Universitario de Murcia, Ubillos, Germán (1972): El Fernando, Yorick, 55-56, pp. 19-62. Bellido, José María (1964): El día sencillo. Obra inédita (62 pp.), AGA, caja 73/9557, exp. 232/66. — (1967): El pan y el arroz o geométrica en amarillo. Obra inédita (32 pp.), AGA, caja 73/9866, exp. 372/71. Castro, Juan Antonio (1970): Tiempo de 98. Madrid: Escelicer. — (1971): Ejercicios en la noche, Primer Acto, 134, pp. 41-60. García Pintado, Ángel (1968): Cena. Obra inédita (17 pp.), archivos privados del autor. — (1973): Es demasiado fácil hallar trigémino en un campo de girasoles. Obra inédita (37 pp.), archivos privados del autor. — (1974): Gioconda-Cicatriz o la pureza del arma, Primer Acto, 168, pp. 21-29. García Pintado, Ángel; López Mozo, Jerónimo; Matilla, Luis (1969): Una chimenea irlandesa, en Variaciones para una cama sola. Madrid: Catacumba de Gambrinus, pp. 43-65. Isasi Angulo, Amando C. (1974): Diálogos del Teatro Español de la Postguerra. Madrid: Ayuso. López Mozo, Jerónimo (1968a): Collage occidental. S. l.: Federación Nacional de Teatro Universitario. — (1968b): El testamento, en Alfonso Jiménez Romero, Miguel Ángel Rellán, Jerónimo López Mozo (eds.), Teatro. Madrid: Carrero, pp. 81-110. — (1973): Crap, fábrica de municiones. Bilbao: Zero. — (1978): Anarchia 36, Pipirijaina-textos, 6, pp. 10-59. — (1979): Guernica, Nueva Estafa, 9-10, pp. 20-30. — (1986): Cuatro happenings. Murcia: Universidad de Murcia.

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López Mozo, Jerónimo; Matilla, Luis; Teatro Universitario de Murcia (1974): Parece cosa de brujas, Primer Acto, 165, pp. 23-43. — (1975): Los fabricantes de héroes se reúnen a comer. Obra inédita (versión completa de 84 pp.), archivos privados de los autores. Martínez Ballesteros, Antonio (1971): “Las bicicletas”, en AA. VV., Teatro difícil (Ciclo Teatro-Club Pueblo). Madrid: Escelicer, pp. 59-71. — (1976): “Fábula de los monos”, en Antonio Martínez Ballesteros (ed.), Fábulas zoológicas. Madrid: Fundamentos. Martínez Mediero, Manuel (1971): El convidado, en AA. VV., Teatro difícil (Ciclo Teatro-Club Pueblo). Madrid: Escelicer, pp. 79-86. — (1973): El automóvil. Obra inédita (52 pp.), AGA, caja 73/10057, exp. 545/73. — (1978): Las planchadoras, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Teatro antropofágico. Madrid: Fundamentos, pp. 115-177. — (1999a): Jacinta se marchó a la guerra, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 1. Madrid: Fundamentos, pp. 99-163. — (1999b): El último gallinero, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 1. Madrid: Fundamentos, pp. 319-378. — (1999c): El regreso de los escorpiones, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 1. Madrid: Fundamentos, pp. 397-462. — (1999d): Perdido Paraíso, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 2. Madrid: Fundamentos, pp. 75-130. — (1999e): El hombre que fue a todas las guerras, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 2. Madrid: Fundamentos, pp. 131-195. — (1999f ): El automóvil, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 2. Madrid: Fundamentos, pp. 263-325. — (1999g): Espectáculo siglo xx, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 1. Madrid: Fundamentos, pp. 165-232. — (1999h): Las hermanas de Búfalo Bill, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 2. Madrid: Fundamentos, pp. 197-262.

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— (1999i): Perico Rey, en Manuel Martínez Mediero (ed.), Obras completas, vol. 1. Madrid: Fundamentos, pp. 379-396. Matilla, Luis (1968): La ventana. Obra inédita (22 pp.), archivos privados del autor. — (1970): El piano, Yorick, 41-42, pp. 57-68. Miralles, Alberto (1972): Catarocolón o versos de arte menor para un varón ilustre. Barcelona: La Mano en el Cajón. Pérez Casaux, Manuel (1970): La curiosa invención de la escuela de plañidores. Obra inédita (60 pp.), AGA, caja 73/9787, exp. 287/70. — (1973): La familia de Carlos IV, Yorick, 61, pp. 19-50. Ragué-Arias, María José (1996): El teatro de fin de milenio en España (De 1975 hasta hoy). Barcelona: Ariel. Riaza, Luis (1978): El desván de los machos y el sótano de las hembras. El palacio de los monos. Madrid: Cátedra. Romero, Vicente (1970a): Sonría, señor dictador. Madrid, Escelicer. — (1970b): El carro del teatro, en AA. VV., Teatro difícil (Ciclo TeatroClub Pueblo). Madrid: Escelicer, pp. 95-169. Romero Esteo, Miguel (1973): Pasodoble, Primer Acto, 162, pp. 15-49. — (2005): Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación. Madrid/Sevilla/Málaga: Fundamentos/Junta de Andalucía/Diputación de Málaga. — (2007): Pontifical. Madrid: Fundamentos. Ruibal, José (1969): Su Majestad la Sota. Texto inédito (70 pp.), AGA, caja 73/9770, exp. 148/70. — (1975): Los mendigos, en José Ruibal (ed.), Teatro sobre teatro. Madrid: Cátedra, pp. 128-160. — (1977): El hombre y la mosca. Madrid: Fundamentos. — (1991): Otra vez los avestruces. Murcia: Universidad de Murcia. Ruiz Ramón, Francisco (1974): “Prolegómenos a un estudio del nuevo t. español”, Primer Acto, 173, pp. 4-9. Ryngaert, Jean-Pierre; Sermon, Julie (2006): Le personnage théâtral contemporain: décomposition, recomposition. Montreuil-sous-Bois: Éditions théâtrales. Ubersfeld, Anne (1989): Semiótica teatral. Madrid/Murcia: Cátedra/Universidad de Murcia.

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La estética ceremonial a ojos de la censura. Los casos de Miguel Romero Esteo y Luis Riaza en el ocaso del franquismo María Serrano Aguilar Universidad Complutense de Madrid

Introducción En este capítulo analizaremos los informes de censura de algunas obras escritas por Miguel Romero Esteo y Luis Riaza, quienes, junto a Francisco Nieva, practicaron un tipo de teatralidad rompedora en lo que a la escena española de su época respecta: el teatro ceremonial1. El recha1

“Los antropólogos distinguen ritual de ceremonia en términos de eficacia. La ceremonia expresa solo un sentimiento mientras que el ritual es eficaz; es decir, que produce un cambio profundo en los participantes, tomen estos parte activa en el ritual o no” (Fortuny Artiola, cit. en Mankowska 2012: 10).

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zo de los modelos miméticos realistas conllevó una revolución teatral a inicios del siglo xx en Europa, durante el período de las vanguardias. Las teorías del origen ritual, religioso o ceremonial2 del teatro provocaron que muchos de aquellos que querían devolver al teatro su dimensión espectacular volvieran la mirada a este tipo de prácticas para encontrar un nuevo lenguaje espectacular. La Segunda Guerra Mundial y, en el caso español, la Guerra Civil y la posterior dictadura pondrían freno a esta corriente teatral que solo en torno a los años sesenta volvería a recuperar el hálito de aquella primera vanguardia. Cornago señala 1965 como el año en que se “puede fijar una fecha orientativa a partir de la cual comenzaron a proliferar las propuestas escénicas que iban a articular este nuevo clímax que algunos autores han llamado neovanguardia” (1999: 29). Las obras que se comentarán en el presente capítulo fueron presentadas a censura entre los años 1965 y 1975, y el corpus se ha hecho siguiendo dos criterios principales: son obras de autores españoles que cultivaron este tipo de estética sin salir de territorio español, y que, o bien fueron calificadas por algunos censores como obras de teatro ceremonial, o bien se señaló en ellas algún tipo de rasgo, estético o estructural, calificable de ceremonial. Con independencia de cuál fuera el dictamen final de la censura sobre estas obras, se pretende indagar precisamente en el grado de incertidumbre con la que los censores emitían sus juicios estéticos y de valor, corroborando si los censores eran o no conocedores de dicha corriente teatral y su pretensión artística. Establecidos dichos criterios, la nómina de obras que abarcamos sería la siguiente: Patética de los pellejos santos y el ánima piadosa (1970), Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación (1972) y La candelaria de los gigantes y la frágil princesa (con la pata del amado en mitad del ánima) en marcha hacia el castillo de irás y no volverás (1973), de Miguel Romero Esteo, y El desván de los machos y el sótano de las hembras (1973), de Luis Riaza. Como ya hemos mencionado, la reteatralización del teatro mediante el rito o la ceremonia se remonta a las vanguardias históricas de

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En adelante emplearemos el término “ceremonial” para englobar todas estas variantes.

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la mano de teóricos y creadores como el paradigmático Artaud. Una de las motivaciones de quienes originalmente practicaron este teatro fue la búsqueda de una trascendencia o elevación espiritual mediante el retorno a los orígenes del hombre, búsqueda que se correspondía con las teorías antropológicas que situaban el origen del teatro occidental en determinados actos rituales (Grande 2000: 116-117). Sin embargo, en esta segunda etapa del teatro ceremonial, la pérdida de aquel primer empuje trascendental e idealista daría lugar a la adopción de otro tipo de lenguajes menos metafísicos y más orientados hacia lo carnavalesco, lo lúdico y lo popular, dando lugar a “peculiares alternativas escénicas” como el teatro ritual grotesco, “intento explícito de aunar el ceremonial y lo popular, lo sagrado y lo grotesco, de expresar el espíritu popular a través de lenguajes rituales” (Cornago 1999: 29-30). En este mismo sentido se orienta la crítica de Joanna Mankowska (2012: 59), quien arguye que el teatro ceremonial español es “menos metafísico” y está “más involucrado con la realidad, particularmente la española”; nuestros autores crean, como veremos, desde una posición irónica y corrosiva. Tanto Romero Esteo como Riaza tenían en mente la realidad sociocultural de España, así como la presencia de la censura, fuese la posición ante la misma la de intentar eludirla o escribir como si no existiera. Hablaremos en este trabajo tan solo de la censura explícita, ejecutada como procedimiento burocrático, sin entrar a valorar los grados de autocensura que podían sufrir —y sufrían— algunos autores españoles durante el franquismo.

Miguel Romero Esteo Antes de comenzar a analizar los informes de censura de las obras, hablaremos sucintamente de los autores y sus principales rasgos dramáticos. Los primeros informes que revisaremos pertenecen a obras escritas por el autor Miguel Romero Esteo, nacido en 1930 en Montoro, Córdoba. El autor creció y falleció en Málaga, donde ejerció como profesor de Sociología de la Literatura y donde también fue director del Aula de Teatro y de Poesía de la Universidad. Estudió Ciencias Políticas y Periodismo en Madrid, y durante esta etapa tra-

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bajó como ayudante de chef en la base aérea de Torrejón de Ardoz, dato que guarda estrecha relación con una de las obras que nos interesan, Paraphernalia de la olla podrida… Su teatro ha sido analizado y estudiado por teóricos como Pedro Aullón de Haro, Carole Egger y Óscar Cornago. Sin embargo, tanto por su relevancia en este capítulo como por su cercanía al autor cordobés, citaré las palabras del autoproclamado “teoreta autodidacta” Luis Riaza para señalar de forma sucinta los rasgos esenciales de Miguel Romero Esteo. Estas palabras las pronunció el autor madrileño durante un congreso realizado en 2001 en la Universidad de Málaga donde compartía ponencia con el propio Romero Esteo: A Miguel Romero Esteo se le ha considerado el demoledor más importante del llamado teatro al uso. Y no sólo del de la época, sino del tiempo todo. Y no sólo de dentro de casa, sino del universo completo. Empieza por romper con la duración de la representación y con el tiempo patrón fijado como el habitual en nuestras tablas, según se asegura en las bases de un importante premio nacional de teatro con el fin de fijar los límites que deben tener, por arriba y por debajo, las obras que al mismo se presenten […] Pero dejémonos de verbos inventados y ciñámonos al resto de los utilizados por Miguel Romero Esteo para llevar a cabo su superteatralidad. Hablemos del origen absolutamente vanguardista de los mismos. […] Tanto y tanto contralenguaje desintegrador de la tragedia no se ha dado nunca con la sabia intensidad vanguardista que en el teatro de Romero Esteo. Con todo, nos creemos, dentro de nuestra piadosísima ignorancia y nuestra sacrosantísima resignación, que el contralenguaje de Romero es un lenguaje superenlenguajado (con didascalias convertidas en otros interminables culebrones por entregas) elevado a la máxima potencia (Riaza 2002: 191-194).

Efectivamente, el teatro de Miguel Romero Esteo excede la extensión temporal establecida por los cánones tradicionales; sus acotaciones son largas y profusas en detalles aparentemente superfluos o innecesarios para la puesta en escena, mientras que la orquestación del movimiento escénico, profundamente teatralizado y ritualizado, está estrechamente relacionada con la composición musical. Toda su obra está marcada por un uso del lenguaje corrosivo y plagado de contras-

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tes entre lo elevado y lo chabacano. Respecto al objetivo principal de este estudio, destacamos un elemento que no señala específicamente Riaza en su acercamiento, y es que la estructura ceremonial tiene una fuerte presencia en la totalidad de las grotescomaquias de Romero Esteo. No obstante, de las presentadas a censura solo las tres mencionadas reciben alguna vez la calificación explícita de ritual o ceremonial. La primera obra de Romero Esteo a comentar es Patética de los pellejos santos y el ánima piadosa (Romero Esteo 1970)3. Esta obra fue presentada a censura el 19 de mayo de 1970 y rechazada por vulnerar el artículo 1º de la norma 14ª de censura, por la que se prohibía la presentación irrespetuosa de creencias y prácticas religiosas (Muñoz Cáliz 2006). El veredicto no resulta extraño, dado que la obra trata de dos jóvenes discípulos, Pataleto y Pataleta, que se retiran al Himalaya y esperan la llegada de su Gurú, a quien matan sin querer con una lluvia de flores por venir este debilitado a causa de su ayuno espiritual. Durante la obra se ejecutan de manera constante e irreverente ceremonias con evidentes semejanzas al culto católico: Pataleta friega el suelo con agua bendita. Tras el involuntario asesinato del Gurú, este es sustituido por el Gurú de Gurús, el alto cargo espiritual, al que se presenta como un hipócrita lascivo y glotón. El censor Juan Emilio Aragonés, cuyos dictámenes aparecerán reiteradamente en este estudio, lo califica como “teatro ceremonial con poca chicha dentro”. Más interesante resulta el comentario del mismo censor la segunda vez que se presentó la obra a censura en 1975, por solicitud del Gabinete de Teatro de la Universidad Politécnica. Volvió a enmarcarla dentro del “llamado teatro ceremonial” y añadió: “en casos así, lo mejor es posibilitar el criterio del público, para que esta Junta no sea responsable de equívocas mordazas”. Veremos que este tipo de comentarios proliferan en las valoraciones que se hacen de estas obras, pues muchos censores se inclinaban por la opción de dejar

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Con el fin de no entorpecer la lectura, omitiré la referencia de los expedientes de censura al citar textualmente el dictamen de los censores para esta obra y las siguientes. Las referencias completas están en la bibliografía final y constan como AGA (Archivo General de la Administración).

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pasar aquellas que, a su juicio —bien por ser para cámara, o bien por su carácter vanguardista y extraño— pasarían sin pena ni gloria por los escenarios. Mientras, el censor Sebastián Bautista de la Torre ahonda un poco más en la crítica estética y la valora positivamente: “La obra entra en el género del teatro de ceremonia. Está bien escrita y con una preocupación por el expresionismo valleinclanesco”. Bautista la encuadra sin reparos dentro del “género de la ceremonia” y, además, no ignora las resonancias cristianas de las mismas. Aunque la obra esté situada en el Himalaya, estas referencias pasan difícilmente inadvertidas para el censor, incluso aunque no mencione alusiones directas como la de Pataleto de “darle sepultura cristiana” al Gurú. También para la segunda solicitud de autorización en 1975, el censor religioso R. P. Jesús Cea afirma que “es una irrisión grosera de ritos y ceremonias sagradas, […] un claro ataque a la religión”. Sin embargo, destaca que “aunque imperfecta, merece todo respeto”. Finalmente, acordó prohibirse la obra por el tratamiento irrespetuoso de creencias religiosas. En lo que no hay acuerdo es en la peligrosidad de la obra, precisamente por el carácter burlesco o farsesco que los censores destacan. Algunos consideran que este rasgo le resta peligrosidad, como Florentino Soria —“el tono excéntrico, desorbitado de la obra le resta, a mi juicio, peligrosidad”— o José María Artola —“No entro en sus intenciones y confieso que la mezcla de lo religioso y lo grotesco es un género que se produce con alguna frecuencia sin especial mala intención”—; para otros, esto no puede conducir a equívocos, e incluso señalan que la obra incumple la norma 17ª por copiar elementos de las ceremonias cristianas, como defiende Mampaso Bueno —“Ahora bien en los rezos, invocaciones y presentación de los personajes se juega con frases, actitudes y quizás asimilaciones de símbolos, de la religión católica, con lo que hay una posible intención de atacar a la Religión”— o Antonio de Zubiarre, quien es el más explícito y prolífico en su explicación respecto al incumplimiento de la norma 17ª 1º: “por cuanto los ritos y fórmulas (jaculatorias, letanías, responsorios, etc.) remedan y sugieren —a veces imitan o copian— signos externos del culto católico. Aparte de que se habla de ángeles, santos, comunión... continuamente”. No obstante, aun siendo tan evidente

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esta trasgresión que el propio censor verbaliza, Zubiarre no opta por prohibirla sin conocer antes el dictamen del vocal eclesiástico. Llegados a este punto, debemos señalar que las obras de Romero Esteo se enfrentaban siempre a dos grandes problemas ante la censura. Uno de ellos era que podían ser fácilmente tildadas de groseras o de mal gusto por su lenguaje y contenido escatológico. El otro, que la estructura de sus ceremoniales y rituales se basan las más de las veces en imaginería y ceremonias de la religión católica, lo que siempre dejaría la puerta abierta a ser prohibida según el dictamen de un vocal eclesiástico, ya que cualquier atentado contra la moral católica daba libertad a los censores para prohibir una obra. Esta idea ya fue explorada por Manuel L. Abellán en su artículo “Censura y práctica censoria”, donde se deduce de casos como el de La tragicomedia de la Sangre o Diálogos de Miguel Servet, de Sastre, que la religión era tomada como carta última e irrebatible del aparato censor para ejercer una coerción tan arbitraria como definitiva cuando se trataba de estos casos, independientemente de las demás problemáticas que el texto pudiera contener. Este recurso resulta especialmente útil cuando los censores tienen que enjuiciar un tipo de teatro que quizá no entendían, y menos aún sin la puesta en escena; resultaba fácil que desconfiaran del mensaje velado que podían esconder. El mismo Abellán apunta que “en 1966 los criterios de orden moral habían diáfanamente dejado de tener el peso y el acato que el régimen les había acordado […] el recurso a la jurisprudencia en materia de ofensas a la iglesia […] es solo un medio de intimidación” (1978: 45). Independientemente del valor estético que estos asignaran a la obra, estaba claro que cada censor tenía su propio sesgo al respecto. Algunos de ellos habrían recibido, presumiblemente, estímulos teatrales de diferente índole, provenientes de las vanguardias europeas4. 4

En 1963 el Teatro Nacional Universitario representó La escuela de los bufones de Ghelderode por primera vez en España en el María Guerrero y, solo un año antes, Pequeño Teatro Dido había representado, también por primera vez en el país, Las criadas de Genet (Huerta Calvo y Braga Riera 2020); también Berta Muñoz Cáliz alude a que en 1964 ya se habían representado en el ámbito del teatro de cámara a autores como Beckett, Ionesco o Strindberg entre otros (2005).

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Es destacable el caso de Juan Emilio Aragonés, quien trabajaba como crítico teatral en La estafeta literaria además de ejercer su labor como censor. Aragonés no solo compara en su informe la espera de Pataleto y Pataleta con la de Vladimir y Estragón de Esperando a Godot, sino que también compara a Riaza con Ghelderode hasta en dos ocasiones con años de diferencia entre sus dictámenes. Estas comparaciones, siendo más o menos acertadas, dan una idea de qué referentes tenían algunos de estos censores a la hora de evaluar y clasificar a nuestros autores. Las similitudes entre Beckett y la Patética… de Romero Esteo pueden establecerse según una determinada interpretación de corte existencialista, pero menos puentes se podrían tender en otros aspectos de sus dramaturgias. Como aduce el propio Aragonés, “aquí llegan Godot, y hasta un super Godot”, ambos tratados con extremada bufonería. Valga como ejemplo el involuntario asesinato del Gurú con las flores de bienvenida arrojadas sobre él, debido al estado de debilidad en que lo había dejado su ayuno santo y espiritual. El propio Romero Esteo reconoce que esta obra “es una gamberrada” (Romero Esteo 2002: 214) escrita cuando ya había comenzado sus estudios en la universidad y comenzaba su profundo descontento con la misma. Aunque el autor insistirá en que la Patética es “una cretinada” (Romero Esteo 2002: 213), sí reconoce la existencia de un afán crítico; él mismo admitía que en “aquellos tiempos estaba muy politizado, era muy izquierdoso” (Romero Esteo 2002: 207), aspecto que no deja de reflejar en sus primeras obras. Ya de por sí, “el rechazo al teatro realista implicaba, antes que nada, la negación de los principios de una sociedad legitimada por ese modo de expresión” (Cornago 1999: 38). No obstante, esta crítica tenía un tono festivo y muy teatral, pues la irreverencia y el constante contraste pretenden un tipo de humor delirante e incómodo. La candelaria de los gigantes y la frágil princesa con la pata en mitad del ánima… (Romero Esteo 1973) fue prohibida con la opinión casi unánime de que carecía de valor artístico, y se le envió una carta al solicitante Teatro de cámara “Persona”, que pretendía representarla en el Colegio Mayor Universitario de Valencia en 1973. Se justificaba la prohibición por incurrir en las normas 13ª y 14ª (1º y 2º); respecto al artículo 2º de la norma 14ª hay algo a destacar, especialmente con

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relación a su “nula calidad”. En el artículo 2º se dice que queda prohibida la presentación denigrante o indigna de ideologías políticas y todo lo que atentara contra instituciones o ceremonias “que el recto orden exige sean tratadas respetuosamente”, con la indicación de que debería quedar clara la distinción entre la conducta de los personajes y lo que estos representan. Pero la conducta de los personajes no queda clara para ningún censor. En los informes de esta obra es común el desconcierto; nadie parece saber ante qué tipo de obra están ni cuál es su argumento. Bautista de la Torre ni siquiera la considera una obra de teatro, ya que “carece de clara significación argumental”. Es posible que la estructura ceremonial y las múltiples líneas de acción sin aparente comienzo o final despistaran a los censores, quienes apenas reconocen una amalgama de acontecimientos con una leve relación entre sí. Pero la indeterminación no se da solo a nivel argumental, que hasta cierto punto posee una estructura identificable, sino que tampoco queda clara la simbología de los personajes —de haberla— ni qué o a quién representan —de hacerlo—, como es el caso del Hada, cuya descripción socarrona incluye una crítica a la sociedad acomodada e ignorante por voluntad propia. Esto resulta más claro si atendemos a algunas metáforas ya utilizadas por Romero Esteo en otras obras, donde lo dulce siempre se identifica con lo que adormece, lo que seduce y satisface, lo que nubla el juicio crítico porque disimula lo agrio. Se dice del Hada madrina que “perdió la varita de las virtudes […] entregándose luego al palodú”, y es quien inculcó a la Princesa “el corazón de la rosa, el amor al paisaje, el amor al país, y a todo el paisanaje”. Esta identificación de lo dulce y la acomodación ya apareció en la Patética con la oposición entre el Gurú del mucho vinagre y el hipócrita Gurú de Gurús, que se da a la pitanza y alaba el azúcar. Diría el propio Romero Esteo que “el vinagre te da conciencia de en qué mundo vives, un mundo áspero, un mundo agrio, un mundo desagradable en el que la gente se muere de hambre” (Romero Esteo 2002: 214). Sin embargo, nadie menciona esta insinuación en el personaje del Hada y la obra es prohibida por obscenidades, ya que nadie entendió de qué trataba, como se admite en los informes. En cuanto a no atenerse al buen gusto, vale como ejemplo entre muchos

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la alusión a “echarle unos polvos” a la rana-princesa para quitarle el encantamiento, juego de doble sentido que lleva hasta el final, donde definitivamente argumenta que no se le echarán porque con los polvos “se sofoca la rana”. La estructura ritual parece clara en las acciones de la bruja y el hada, dos seres con propiedades sobrenaturales que efectúan unos conjuros con movimientos y palabras propios de todo acto con estructura de rito o ceremonia. Además, en la propia acotación anterior a la ceremonia de la bruja se indica explícitamente “ceremonia de la desencantación”. Esto podría facilitar que los censores la etiqueten como tal, aunque no influye en el dictamen: como dirá Florencio Martínez Ruiz, “el ceremonial-esperpéntico no es viable”. La mayoría de los censores coincide en la falta de argumento. Ahora bien, el vocal Antonio Albizu sugiere recortar el párrafo donde la Bruja habla de la polución, por ser “una preocupación de la salubridad o polución cuyo término le sugiere unos párrafos de muy mal gusto que han de recortarse”. Efectivamente, en la obra subyace una cierta preocupación ecológica y se juega con el doble sentido de “polución”, especialmente junto al adjetivo calificativo “nocturna”: “Todos los hombres sufren de la polución nocturna y sufren mucho, sufren muchísimo, y todas las noches especialmente el adolescente del ánima piadosamente cristalina que una noche sufre de la polución, y a la siguiente se orina de ver cómo la polución ensucia los bosques de rama en rama”. Además, usa la palabra calzoncillos en el mismo párrafo, induciendo al lector a percatarse del valor polisémico del término en este contexto. Sin embargo, y a pesar del juego de palabras, es muy probable que el autor sí tuviera en mente el creciente problema ecológico. En un informe solicitado al autor por Juan Manuel Hurtado años después para la representación de su obra Fiestas gordas del vino y del tocino, Romero Esteo señala que el “interés temático” de esta obra era “la problemática ecológica […] centrada en la destrucción de los bosques” (en Hurtado 2016: 35). El propio Hurtado, quien pretendía escenificar la obra, comentaba que, tratándose del año 72, era reseñable que el autor especificara este interés temático como principal “cuando este tema no estaba tan pujante” (2016: 35). La candelaria fue presentada el año 73 a censura y Fiestas gordas fue escrita entre

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1972 y 1973 y presenta los mismos personajes y diálogos —extremadamente acortados— que Fiestas gordas del vino y del tocino, lo que implica que pudo ser un breve ensayo de la obra completa o bien una versión acortada de la misma. Es curioso, además, que dos de los censores —Antonio de Zubiaurre y Sebastián Bautista de la Torre— se quejasen de que no hay acotaciones suficientes o indicaciones escénicas cuando el estilo habitual de Miguel Romero Esteo suele estar plagado de larguísimas acotaciones calificadas en muchas ocasiones de irrepresentables. En esta obra destacan las acotaciones inicial y final. En la primera acotación se indica que la obra tendrá lugar en “espacio abierto en comunicación con el público: teatro circular, gimnasios, plazas, etc., luz ambiente y general; público y escena” (Romero Esteo 1973: 1), con lo que la escasez de indicaciones parece explícita y voluntaria. La aparición del Rey de Copas hacia el final de la obra y la acotación en la que se especifica que “una vez bebido el vino, se acaba la ficción, cada uno es cada uno, se recogen las cosas y se van. Se ha ofrecido vino al público” (Romero Esteo 1973: 7), cierra una obra que parece pensada por el autor como fiesta o representación de calle que rescataría el carácter lúdico y festivo del teatro. Sin embargo, tampoco se hace referencia al aspecto casi carnavalesco de esta breve obra. En los expedientes de censura de Paraphernallia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación solo se menciona una única vez el uso de estructuras y recursos rituales, a pesar de que la obra explota ampliamente estos elementos. En el segundo libreto presentado a censura para su representación en el circuito comercial, tan solo el censor José Moreno Reina comenta que “se exalta la bondad de los garbanzos de la sopa vieja, con unos ritos absurdos”. No obstante, de mayor interés son las opiniones de Florencio Martínez Ruiz y Jesús Vasallo, quienes estuvieron en la junta de censura en las tres ocasiones en las que se presentó la obra: en el 72 para el Festival de Sitges y para teatro comercial —admitida solo para Cámara—, y en el 74, cuando se presentó para teatro comercial —pero se mantuvo la aprobación para Cámara—. En los tres dictámenes, la opinión de uno y otro se mantuvo firme: para Florencio Martínez “es un teatro de evidente interés y garra”, que definía como “gran guignol” en 1972, admitiendo

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cierto interés por “su experimentalismo dramático” nuevamente en 1974; Jesús Vasallo, en cambio, se mostró duro y tajante, calificándola de “lamentable e inaguantable engendro” y manifestando que “nada tiene que ver con el teatro” en su primera revisión de 1972, y despreciándola con el olvido en 1974: “no recuerda el firmante su informe anterior de la lectura de esta obra, que tiene dinamita dentro […] si fue para cámara, lo confirma; si fue prohibitivo, también”. Ambos proponían cortes especialmente en aquellos pasajes de evidente contenido erótico —“¿me fornica? […] me está fornicando”; “es sodomía”, etc.— o de referencias al inmovilismo e injusticia social —“Los que nunca comen nada, deben seguir tal; los que nunca ciscan nada deben seguir tal cual...”—. Resulta una constante en los informes “la mala calidad de la obra” y el hecho de que prohibirla resultaría perjudicial para la reputación del aparato censor, además de innecesario porque “ha puesto a prueba la paciencia del lector y es de suponer que pondrá también a prueba la del público”, en palabras del censor Vasallo. En una nota informativa de José María Ortiz donde se proponen determinados cortes para la representación en Sitges, el censor reincide en esta idea: “ante la esperanza de que se la carguen en el propio Festival no me parecería acertado ni ‘político’ adelantarnos nosotros a los acontecimientos”. Ortiz no andaba del todo errado; llegó a sugerirse la supresión de la obra del Festival de Sitges, aunque finalmente se representó y despertó la polémica entre la crítica teatral. Recuperamos la crítica del mencionado Juan Emilio Aragonés, quien, tras la representación en el Teatro Goya en 1973 por el grupo Ditirambo, publica en La estafeta literaria que “le bullen ideas válidas, pero no acierta con las palabras para exponerlas debidamente sintetizadas”, y también destaca que “le falta cualidad tan esencial para un autor dramático como es el sentido de la medida” (en Álvaro 1974: 230). En esta misma crítica califica la obra de “densa, ritual, crítica, sardónica, confusa y conceptuosa invención” (en Álvaro 1974: 228). Aunque Aragonés no figuraba entre los vocales que tuvieron que enjuiciar la obra, este crítico y censor acierta a reconocer y señalar directamente el carácter ceremonial en la obra de Romero Esteo, al igual que hizo en sus informes de Patética… y El desván… Aragonés, tanto

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ejerciendo su labor de censor como la de crítico, señala en varias ocasiones de manera específica las estructuras propias de este teatro. Otros censores denominan la obra como “farsa guiñolesca”, “cántico onírico que no resulta claro”, “gran parábola en plan orgiástico”, “farsa trágico-cómica”… sin que encontremos en sus informes referencia alguna a su estructura ceremonial. En sus lecturas se observan abundantes supresiones de alusiones políticas y de contenido sexual directo o indirecto, pero no se menciona el ceremonial de claras reminiscencias católicas, a pesar de que la obra está plagada de acotaciones que inciden en el modo litúrgico con el que los personajes desarrollan sus acciones. El propio autor, en la primera parte que precede a la obra, aclarará que “de hecho, lo que hay en el escenario no son más que toda una serie de rituales organizados en cadena por el Chef. Desde la ceremonia sacra o pseudosacra hasta los ritos del gran guiñol” (Romero Esteo 2005: 68-69).

Luis Riaza Por último, revisaremos los comentarios de la junta de censura acerca de El desván de los machos y el sótano de las hembras, del autor Luis Riaza. Junto a Miguel Romero, Riaza es uno de los autores españoles de la España interior que más se alejaron del realismo en busca de la experimentación formal. Si antes hemos empleado las palabras de Luis Riaza para presentar a Romero Esteo, veremos en esta ocasión lo que el autor cordobés escribió acerca de El desván… en su sección dominical del periódico Nuevo Diario: Así en parábola de sótano y desván. Y cámara, y recámara. Desván —o parte superior de un castillo muy encastillado— en el que una especie de señor feudal oficia de bufón, y el bufón oficia de señor feudal. Maquiavelismo de un laberinto de ceremonias en el que anda atrapado el hijo del tal señor feudal a base de que le van cultivando un feroz machismo de alimaña salvaje. Luego, en los sótanos del castillo, bufón y señor feudal oficiarán de féminas, y será otro laberinto de ceremonias en el que resulta atrapada de feminismo delicadísimo y angélico la espuria hijastra del tal señor feudal (Leidi). En realidad, toda la obra se configura como

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una parabólica meditación en torno al cogollo del poder político en la sociedad patriarcal. Y que ve mucho más allá que las ya demasiadas y tópicas meditaciones en torno al poder. Y desde esta perspectiva, inaudita esta obra de Luis Riaza. Puede que una de las cosas más afiladas que se hayan escrito en este país en muchos años. Puede que toda una hirsuta obra fuera de serie (Romero Esteo 1974).

En la producción dramática de Riaza se sintetizan Brecht y Artaud, además de tener ciertas similitudes con las misas negras de Genet. En su teatro, el madrileño emplea la técnica del desdoblamiento, como hace el autor francés en El balcón o Las criadas: “Con sus juegos permanentes se manifiestan sus obsesiones: los amos se vuelven criados, los verdugos, víctimas, los opresores, oprimidos, y todos ellos recurren a unas liturgias absurdas para realizar sus ideas obsesivas” (Mankowska 2012: 64). Al enjuiciar esta obra la primera vez que fue presentada a censura en 1973, el padre Jesús Cea la sitúa “entre lo absurdo y lo simbólico” sin mencionar elemento ceremonial alguno, aunque acierta a señalar uno de los rasgos característicos de la producción teatral de Luis Riaza: “regresión a la mitología trasplantándola a nuestro tiempo”. Aunque no hace mención explícita a qué mitología, podemos rastrear el mito de Saturno que devora a sus hijos por el miedo a que estos le arrebaten el poder. Debemos destacar que el eclesiástico dictaminó que el visado del ensayo general era vinculante a la autorización final respecto al uso de “vestimenta y uniformes de militares”, lo que parece indicar que, pese a no haber destacado explícitamente la parodia inmovilista de esta ceremonia de poder, la intención del autor no pasó del todo desapercibida para Cea. Enjuicia también la obra Juan Emilio Aragonés, a quien ya hemos mencionado con relación a la crítica que escribió de Paraphernalia y que ya había reconocido la Patética de Romero Esteo como “teatro ceremonial con poca chicha dentro”. El censor aplicaría también esta etiqueta a El desván al intentar resumir su argumento: “Es difícil hacer una síntesis argumental de esta pieza a la vez grotesca y tendenciosa, ceremonial y lúbrica, con personajes de sexo cambiante y maníacos sexuales”. En el informe es benevolente al calificar la calidad de la

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obra, además de hacer un apunte altamente interesante si atendemos al estilo y las influencias de Riaza: “Hereda algo del esperpento valleinclanesco y asimila —bien— mucho de la manera de Ghelderode. Pienso que, con las supresiones sugeridas, puede aprobarse para 18, pues el autor es de los que merecen consideración, entre los nuevos”. Una vez más, vemos que este crítico parece tener más presentes los rasgos de esta nueva estética que venía permeando en pequeños espacios de la escena nacional. En esta ocasión, también escribió una crítica de la obra en La estafeta literaria analizando la representación que la compañía Corral de Comedias de Valladolid realizó en noviembre de 1975 en el Teatro Alfil. Aragonés hacía un interesante apunte respecto a la calidad y la presencia de este autor en los escenarios españoles: “En la farsa que me ocupa se advierten altibajos, y es normal… Porque el verdadero aprendizaje […] la mejor escuela para cualquier autor es la representación de sus obras, y a Luis Riaza le han permitido muy escasas lecciones…” (Aragonés 1975: 29). El calificativo de grotesco y las menciones a Valle en las valoraciones de los censores es una constante al abordar las obras de Luis Riaza y, también en muchos casos, las de Romero Esteo. Esta comparación resulta interesante a la luz de la valoración que el propio Riaza hacía en el año 2001 sobre este asunto: “Tal vez este humilde servidor al que llaman, como a casi todos los teatreros de detrás, discipulejo de Valle, desde luego sin merecer tan inmarcesible honor, habla de él con la saña del que se dirige a uno de los muchos muertos puestos de pie y repintados para ser utilizados para enterrar vivos” (Riaza 2002: 187). Las palabras del madrileño al hablar de él y de “casi todos los teatreros de detrás” verbaliza de primera mano la dificultad experimentada de estrenar más allá de representaciones únicas de cámara, o de evitar las supresiones y mutilaciones de las obras de estos autores por entonces noveles. Subir a escena obras de autores de alta calidad y que les eran incómodos al régimen, como Valle o Lorca, ofrecía una cierta imagen de apertura al exterior mientras se seguía manteniendo en la sombra a los autores más nuevos. Se dejaban al margen a autores como Luis Riaza y Miguel Romero Esteo, que sí podían suponer una amenaza tanto en lo formal como en el contenido velado de sus obras, ya que aludían mordazmente a la realidad de su momento histórico.

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Resulta interesante el análisis Manuel Díez Crespo a la hora de enjuiciar El desván. El censor, con solo un año de diferencia entre sus dos dictámenes, manifiesta opiniones que difieren bastante entre sí. En el informe de 1973 expresa el censor que se trata de “un juego un tanto confuso sobre el poder y la descendencia, en forma de farsa, aburrida y a veces desvergonzada”, mientras que en 1974 considera que “es obra bien escrita y compleja, así en su dialéctica como en su escritura escénica. Dada, pues, su buena calidad literaria —a veces un tanto confusa— creo que puede representarse en teatros comerciales”. Independientemente de que la califique como farsa y de que esto pudiera influir en su aprobación para la representación en ambos casos —siendo el primero favorable para cámara y el segundo para circuito comercial—, no se entiende cómo, siendo la misma obra y sin que hubiese operado en ella ningún tipo de modificación, el dictamen del mismo censor oscilara tanto del juicio negativo al positivo. Es posible que el censor cambiara verdaderamente su opinión, dado el carácter altamente subjetivo de esta labor. Pero quizá pueda ser esta otra prueba de la “célebre arbitrariedad” (Muñoz Cáliz 2006) que caracterizaba los dictámenes. Como señala Berta Muñoz Cáliz, los criterios finales por los que se decidía si se aprobaba o no una obra cambiaban dependiendo de la coyuntura política. Pero al final, esta arbitrariedad le otorgaba al aparato censor el poder de decidir caso por caso cada obra según lo más adecuado para el momento en que se evaluaba. En 1975 se autorizó la inclusión de nuevas frases al texto y hasta 1977 no se volvió a presentar a censura, esta vez a cargo del grupo Ditirambo, con el fin de llevarla de gira, ya que aún se mantenía el dictamen de cámara. En esta ocasión fue autorizada para circuito comercial con comentarios como el de Fernando Mier, quien defendía que se trataba de una “obra de corte surrealista”, “entretenida en el desarrollo” y “de buena factura” y calificaba su “juego de realidaddesideratum y la farsa” autorizable incluso para públicos a partir de 14 años. En esta ocasión participaron en la decisión dos nuevos vocales, que emitieron juicios nada relacionados con el ritual o la ceremonia, aunque sí interesantes en su acercamiento a la obra de Riaza. J. L. Guerra Sánchez no entra a valorar la calidad de la obra, pero su análisis crítico resulta afín a comentarios posteriores sobre la obra, como

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los de Alberto Castilla en su introducción a El desván… (2006) o los del mismo Romero Esteo en la reseña de Nuevo Diario, citada anteriormente. Así, el censor comenta: Obra compleja, de distintos niveles de significación, en un entramado mítico, literario y “teatral” (La acción se presenta como teatro […] El padre (el poder) es consciente y tiene miedo de sus propios hijos, por eso los separa y encadena. Sobre esta base se han elaborado una serie de variaciones literarias y míticas que concluyen en la ambigüedad de la ficción.

No deja de ser un acercamiento interesantísimo por parte del censor, quien además clasifica la obra para mayores de 18 por la “profundidad del tratamiento” y la dificultad que compete su estructura.

Conclusiones Las normas de censura cinematográfica, aplicadas al teatro a partir de 1964 (Muñoz Cáliz 2005: 137), permitían que la labor del censor no dejara de ser, como hemos visto, arbitraria. Esta arbitrariedad se acentuaría cuando se trataba de enjuiciar obras que se alejaban del modelo teatral al que los censores estaban acostumbrados. Mientras unos se mostraban firmes y tajantes frente a modelos como el del teatro ceremonial, otros se manifestaban, desde cierta tendencia de apertura y renovación estética, más benévolos con estas formas teatrales. Algunos —como es el caso de J. E. Aragonés— reconocían el valor artístico y renovador de estas obras, incluso aunque no siempre las aprobaran. En este vaivén de opiniones también influía la mayor o menor formación literaria y teatral de estos censores. Es posible que, para críticos como Aragonés o Crespo —quienes escribían críticas teatrales en los diarios Estafeta Literaria y El Alcázar, respectivamente—, se diese con más probabilidad esta apreciación positiva de lo que algunas nuevas dramaturgias tenían de fresco y novedoso. Sin embargo, para censores que o bien no entendían ante qué tipo de teatro estaban o que simplemente rechazaban su valor, recurrir a la blasfemia para prohibirlas era algo habitual. Como hemos visto,

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resultaba un recurso sencillo ante la incomprensión o el rechazo personal, que además calmaba el descontento de los eclesiásticos hacia la supuesta “apertura” y la relajación moral del régimen. De esta forma, la censura artística se convertía en otra herramienta para mantener el inestable equilibrio entre diferentes facciones dentro del propio régimen, especialmente en momentos en los que la crisis interna era más acusada. Cualesquiera que fueran los motivos, la mayor parte de este teatro fue prohibido o autorizado solo para sesiones en régimen de Cámara —la más de las veces con numerosas supresiones— y con visado del ensayo general de manera vinculante. Esto da una pista de que efectivamente existía la percepción de que, ante estas nuevas tendencias teatrales, leer el texto no servía para determinar su prohibición. Estas nuevas dramaturgias comprendían muchos otros elementos que relegaban la importancia del texto a un segundo plano. En muchos teatros de vanguardia, y especialmente en el teatro ceremonial, eran de gran importancia los elementos escénicos, perceptibles de manera completa y orgánica únicamente durante la representación de la obra. Respecto a la ausencia de rigurosidad crítica o tipológica, queda decir que, si apenas existía consenso sobre la peligrosidad o no del contenido de las obras, menos aún había de existir a la hora de categorizar estas dramaturgias. En aquellos años, la escena española no estaba habituada a ver sobre sus tablas tendencias teatrales que ya habían despegado y tenían cierto recorrido en diferentes zonas de Europa o Norteamérica. La mayor parte de este teatro dentro de España fue mutilado, prohibido o autorizado en función única solo para el régimen de cámara, lo que lo sentenciaba al ostracismo ante la inexistencia de una difusión real. Quedaba aún en España por teorizar, analizar en profundidad y dar su justo valor artístico a unos autores que renovaron la escena teatral, o que quizá lo habrían hecho de haber podido subir a escena.

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La estética ceremonial a ojos de la censura

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De las identidades posibles en el teatro comercial de posguerra: la homosexualidad femenina Alba Gómez García Universität Passau

1. Del posibilismo al “posibilismo identitario” en el teatro español Casi veinte años después del final de la Guerra Civil, la revista Primer Acto se hizo eco de una discusión trascendental para la evolución del teatro español. El debate, planteado inicialmente por Alfonso Paso, implicó a otros dos importantes dramaturgos, Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre. Los dos primeros abogaban por un teatro posible para combatir el franquismo desde dentro, conscientes de que un forzoso pacto con la censura les permitiría comunicarse con el público. Por el contrario, Sastre proclamaba una escritura libre del temor a los censores, pues conocía de sobra su imprevisible comportamiento. Para

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el autor de Historia de una escalera, esta actitud no solo era temeraria, sino imposible: lo quisieran o no, la represión franquista formaba parte, consciente o inconscientemente, del proceso de creación del teatro español. El dilema del “posibilismo” ahondó fundamentalmente en el compromiso político de los dramaturgos, insertos en un sistema de control basado en la censura textual, escénica (Abellán 1980; Neuschäffer 1994) y económica. Al margen de este contexto excepcional, el debate sobrevivió a la dictadura (Muñoz 2004: 172) para enriquecerse con nuevos matices conforme evolucionó la sociedad española después de 1975. La polémica negociación de las artes escénicas con el Estado y el mercado sigue dependiendo de factores diversos, que pueden llegar a comprometer la creación artística en su conjunto. Uno de ellos concierne al tema de la obra en cuestión; como, por ejemplo, el tratamiento del deseo y la orientación sexual. Hasta fechas muy recientes, la homosexualidad ha sido considerada una patología o una desviación que merecían por condena el estigma social (Goffman 1986). La mujer lesbiana, por añadidura, ha sido histórica y sistemáticamente silenciado. Y aun teniendo en cuenta la idea de que la identidad puede ser una opción performativa (Butler 2007), lo cierto es que —desde luego, en la época a la que voy a referirme— las mujeres homosexuales ni siquiera participan de la sociabilidad que conlleva las categorías de sexo y género, quedando así al margen de la institución política, económica y cultural (Lauretis 2007). Podría señalarse la evidencia de una suerte de “posibilismo identitario” al reparar en toda una cronología de obras estrenadas —con dificultades de toda índole— a lo largo del siglo xx, donde la construcción y, sobre todo, la visibilidad del sujeto homosexual cobra alguna importancia. Ya en 1929, el público teatral español tuvo la oportunidad de toparse con las protagonistas de El sueño de la razón, de Cipriano Rivas Cherif, quien pudo escenificar las inquietudes de Livia y Blanca sobre la maternidad, ya que se prodigó a sí mismo su propio espacio de vanguardia. Porque, en el teatro comercial, las relaciones lésbicas solían adquirir tintes dramáticos y sensacionalistas, como en La prisionera, de Édouard Bourdet (1929) y El extraordinario caso del fiscal Freeman, de Ramón Caralt (1930) (Gómez 2016). Pero, a pesar

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de las reticencias de la crítica o el público, la cuestión era abordable sobre las tablas, de modo que formaba parte del debate social. Unos años más tarde, el “Estado viril” franquista (Mora 2016: 36) persiguió, castigó y suprimió la presencia pública de los homosexuales, primero a través del control ideológico de la moral sexual, y luego por la vía legal, ampliando en 1954 la Ley de vagos y maleantes, de 1933. Por el contrario, la dictadura no contemplaba la persecución de la identidad y/o las prácticas lésbicas. Simplemente, y en palabras de Juliano, “Si casi toda la sexualidad femenina era patologizada, la lésbica era además negada como posibilidad” (2012: 46). La homosexualidad como tema en el teatro fue reintroducida en la segunda mitad de los años cincuenta. Al estreno de Té y simpatía (1956), de Robert Anderson —un hito posible gracias a las prerrogativas que libraron de la censura a La Carbonera1—, le siguieron, ya en el circuito comercial, Ejercicio para cinco dedos, de Peter Shaffer, y La gata sobre el tejado de zinc caliente (1959), de Tennessee Williams. El repertorio creció en paralelo a la transformación de la sociedad española, como consecuencia de la liberalización del mercado y el aperturismo del régimen (Miralles 1966), aunque conoció una auténtica expansión en la Transición. No obstante, huelga señalar que la abrumadora mayoría de estas obras —casi todas provenientes del teatro anglosajón— abordaron exclusivamente la homosexualidad masculina. Ni siquiera a las puertas del siglo xxi, el medio teatral español había asumido del todo el debate sobre la representación de la homosexualidad. Prueba de ello es la controversia mediática que suscitó el estreno de Picospardo’s, de Javier García-Mauriño (1995), que coincidió con la reforma del Código Civil y el Código Penal con vistas a descriminalizar la homosexualidad (García-Mauriño 2015: 25). Veinte años después —y a pesar de la complejidad intrínseca en 1

Fundada por la traductora, adaptadora, gestora y dramaturga Piedad Salas Merlé, La Carbonera fue un teatro privado que prosperó gracias al principio de inmunidad de los locales de los agentes consulares. Allí se estrenaron, hasta 1963 y en connivencia con la crítica teatral madrileña, una serie de obras que abordaban temas imposibles de representar bajo el control efectivo de la censura franquista (Gómez 2018).

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el sujeto lésbico (Platero, 2009)—, la representación del amor lesbiano sigue encontrando resistencias en España, tanto en el medio teatral (Casado y Nieto 2017; Casado 2019) como en la literatura, en general (Simonis 2009).

2. La censura ideológica del Estado franquista ante la homosexualidad y el existencialismo en ¿Odio? Además de la censura estatal y la eclesiástica, otro rasgo fundamental del teatro escrito y representado en la posguerra fue su carácter netamente comercial. Las artes escénicas —como la literatura, el cine y los medios de comunicación— cayeron víctimas de una purga estética e ideológica, ejecutada a instancias del ultra conservadurismo y las pretensiones fascistas del “Nuevo Estado”. Tras sobrevivir, mal que bien, a las correcciones y tachaduras de los censores, los textos dramáticos que lograban la autorización ministerial solo podían suscribir un teatro temática y formalmente conservador. En caso de dudas, la industria teatral se encargaba de completar la criba rechazando todo lo que desbordara el criterio de la rentabilidad. Porque, con la excepción de los Teatros Nacionales y otras iniciativas teatrales de carácter oficial, el Estado franquista solo intervino en la escena privada de la inmediata posguerra con objeto de asegurar su control, nunca para estimularla ni apoyar proyectos concebidos al margen del lucro. La irrupción de los teatros de cámara y ensayo a finales de los años cuarenta y el nuevo rumbo de los teatros universitarios en la década siguiente insuflaron aire fresco a la asfixiada escena nacional. La inexistencia de una taquilla a la que rendir cuentas brindó a estos grupos la oportunidad de dar a conocer nuevas dramaturgias europeas y americanas, aunque en medidas dosis. A cambio de permitir la representación de un teatro más o menos heterodoxo, mediante la Orden de 25 de mayo de 1955, el Estado se reservó el control del número de funciones, la restricción de los espacios escénicos y el aforo de las salas. Por consiguiente, y a pesar de las notables contribuciones del teatro minoritario, estas propuestas no alcanzaban la realidad cotidiana de un país todavía asiduo al teatro. Así, por ejemplo, y como

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si de una realidad paralela en la España de Franco se tratase, en 1947 el Teatro de Cámara estrenó en Madrid A puerta cerrada, de Sartre (Fernández 1993: 134), y en 1948 lo hizo el Teatro Estudio en Barcelona. El impacto de la recepción crítica fue muy limitado. Si los diarios madrileños silenciaron el acontecimiento (London 1997: 116119), en Barcelona los críticos se ensañaron con una obra que, además de divulgar las premisas del existencialismo sartriano (Gallén 1982: 123), contravenía la fe católica y el sentido de la familia como unidad social básica: recuérdese que, en A puerta cerrada, la homosexualidad de Inès, y el adulterio y el infanticidio cometidos por Estelle, implican la negación del rol femenino tradicional sobre el que el franquismo había fundado su base social. Casi de manera simultánea a este acontecimiento teatral, el 9 de abril de 1948, la Dirección General de Cinematografía y Teatro recibía una solicitud para representar un texto con evidentes resonancias de la obra y la filosofía sartriana, que el pensador francés había desarrollado ampliamente en El ser y la nada, publicada apenas unos años antes en Francia, en 1943. Hay al menos cuatro razones que hacen de ¿Odio? una obra teatral extraordinaria en el contexto de la inmediata posguerra española. En primer lugar, sube al escenario a una mujer caracterizada por las contradicciones y la angustia existencial de cualquier ser humano. No se trata, pues, del personaje arquetípico del drama burgués de posguerra. Y, si bien el texto parece suscribir una apuesta formal por el melodrama, lo cierto es que —en segundo lugar—, precisamente a través de esta estrategia, ¿Odio? logra enmascarar sus auténticas preocupaciones y sortear así la censura, adaptándose a las tendencias del teatro comercial y a los gustos del gran público. El tercer rasgo sobresaliente tiene que ver con el aprovechamiento de los recursos escenográficos para aproximar la obra teatral al cine negro. Por último, acaso la peculiaridad más extraordinaria de ¿Odio? sea que, a pesar del imperativo de reescritura que determinó la censura, el contenido esencial permaneció inalterado, de manera que la obra siguió brindando a los espectadores la desconcertante, desesperanzadora e injusta peripecia de una mujer homosexual. El primer acto de la obra se sitúa en un internado femenino, donde se forjan los lazos de amistad entre Beatriz e Irene. Ya en su infancia,

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la protagonista es objeto de burla por parte del resto de las colegialas, lo que provoca que Beatriz agrave su conducta contra ellas. Unos años después —ya en el segundo acto—, la protagonista atempera su impulsividad y se torna escéptica hacia quienes la rodean. Sin embargo, el noviazgo de Irene y Carlos despierta los celos de Beatriz, que tratará por todos los medios de convencer a su amiga de la desdicha que le reserva el matrimonio. Sus predicciones se cumplen en el tercer acto. Beatriz regresa a escena convertida en la seductora Frida, bajo el propósito de enamorar a Carlos y alejarlo de Irene. Aunque trata de aprovechar el fracaso de la pareja para convencer a su antigua amiga de que se fuguen juntas, Irene —que, en efecto, ahora es una esposa infeliz— se niega. Para colmo, descubre que Frida y Beatriz son la misma persona —solo una peluca diferenciaba a Beatriz de su inquietante sosias—, y condena a Beatriz a un exilio simbólico: Irene la conmina a alejarse de ella, y Beatriz resuelve hacer las maletas y huir a toda prisa. Más allá de las diferencias y similitudes a las que se prestan las relaciones que configuran los tríos protagonistas de A puerta cerrada y ¿Odio?, conviene hallar las concomitancias de los textos en la dialéctica y el significado de esas relaciones, ya que remiten directamente a las dos actitudes que Sartre —fijándose en Freud— definió en El ser y la nada a propósito de la interacción humana. El amor y el odio, y sus tenues confines, forman la base dialéctica sobre la que se asienta ¿Odio? Incluso el título de la pieza dramática remite a la ambigüedad que entrañan ambas actitudes. Así, la obra se construye a partir del amor que Beatriz e Irene sienten la una por la otra, el que se profesan Irene y Carlos, y el amor que une a Carlos y a Frida, quien no es sino la cara opuesta de Irene. Al mismo tiempo, el odio y la rivalidad que se establece entre Beatriz y Carlos, e Irene y Frida, constituye una fuente de conflicto que hace que las relaciones amorosas fluctúen y alcancen el extremo contrario. Por eso, al término de la obra, Irene odiará a Beatriz. Sartre asume que lo que determina las relaciones entre las personas no es el amor. Precisamente, el primer acto de ¿Odio? se concentra en definir a Beatriz a través de sus acciones y pensamientos negativos hacia los demás. Todavía es una colegiala, pero ya conoce bien el significado de la soledad y la falta de amor de unos padres que no tiene. Por si esta penosa circunstancia no fuera suficiente, las otras niñas arreme-

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ten contra su inteligencia, sus malas artes y su simbólica fealdad (Rosenkranz 2015: 298). Irene es capaz de distinguir la luz en la oscuridad que acompaña a Beatriz allí donde va. Aquí se manifiesta otra de las ideas que ¿Odio? tomó prestada del existencialismo sartriano: a Beatriz le obsesiona la mirada ajena y se siente víctima de las definiciones que otros hacen de su identidad. En este contexto hostil, Beatriz se aferra al odio para reafirmar su subjetividad frente a la mirada cosificadora de los demás (Sartre 1943: 447). Pero, como cualquier ser humano, la joven vacila hasta alcanzar el extremo contrario de las relaciones con el prójimo descritas por el filósofo francés: de la indiferencia, el deseo, el odio y el sadismo pasa al amor, al lenguaje y al masoquismo. El rechazo de las verdades dogmáticas es otro de los principios fundamentales que subyacen en ¿Odio? Y es, por cierto, la cuestión que más controversia suscitó entre los censores. Esta intención ya se advierte en el prólogo de la primera versión del texto, que comenzaba así: No sé si deciros si esta es una farsa de amor o de odio. Solo los hombres simples hacen afirmaciones y negaciones […]. Dichosos los que definen porque dentro de su alma no ha entrado la torturadora agonía de la duda. No solo en la sangre tenemos microbios que luchan con desesperación. También los tenemos en el alma y nuestra mayor tragedia consiste en que no podemos vivir sin ellos. Si no os lo dijesen, no sabríais que la mariposa fue antes gusano. Lo mismo es el amor y el odio en el alma de los hombres. Solo nosotros, con nuestro cariño y nuestra comprensión, podemos conseguir que el alma, o se arrastre por la tierra como un vil gusano o se transforme en mariposa […] (Rosillo 1948a: I, 1).

Si bien la praxis existencialista fue duramente reprimida, los censores que se ocuparon de ¿Odio? no parecieron reconocer la influencia de Sartre, patente desde la primera página del texto. No obstante, el censor Emilio Morales de Acevedo sospechaba que la obra era “producto de lecturas extrañas mal digeridas”, según reflejó en el expediente. El prólogo no solo contiene una de las ideas clave de A puerta cerrada —y acaso sea la más citada: “l’enfer, c’est les Autres” (Sartre 2000: 93)—,

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sino que concluye con la proclamación del libre albedrío en contraposición al determinismo divino. Pese a que no presenta tachaduras, el prólogo fue reducido de forma drástica en la segunda versión de ¿Odio? Para Sartre, la auténtica esencia del hombre es su libertad, es decir, está condenado a responsabilizarse de su destino. En el tercer acto de la obra, Irene repudia el amor de Beatriz, abocándola así a vivir en soledad. Entonces, segundos antes de la bajada del telón, ¿Odio? revela la paradoja existencialista de la libertad humana: Doncella.— ¿Qué ocurre? Está pálida, ¿quieres [sic] algo? Frida.— Gracias. Nada. Tuve miedo. Doncella.— ¿Miedo, la señorita? ¿Y de quién? Frida.— De mí misma. Ya estoy mejor. Vete sacando las maletas (Rosillo 1948a: III, 38).

La huella del existencialismo acarrea un final atípico para una heroína homosexual. Lejos de toparse con la muerte para redimir su pecado, Beatriz deberá cumplir la condena de seguir con vida para comprender su propia autenticidad. El relativismo moral fue otro de los aspectos que los censores trataron de erradicar de ¿Odio? Este fragmento, de la primera versión, fue completamente tachado: Carlos.— […] pero, en el fondo, todos creemos en nuestra inocencia. Aun los peores actos tienen, a nuestros ojos, justificación. Beatriz.— La mayoría de las veces, la tienen. Irene.— O las buscamos. Beatriz.— Todos los actos se pueden justificar. Por eso los jueces tienen que intentar comprender el estado de las almas, y dice un refrán francés que “el comprender, [sic] es el empiece del perdón” (Rosillo 1948a: II, 4).

El jefe de la Sección de Teatro, José Luis García Velasco, no aceptó la síntesis del diálogo anterior —“Todos los actos se pueden justificar” (Rosillo 1948b: II, 4)—, que la segunda versión propuso con tal de no renunciar a la idea de que los peores actos, sobre todo si son obra de las víctimas de algún tipo de opresión, pueden y deben ser explicados, para conseguir el perdón.

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El existencialismo de Beatriz y su caracterización en las antípodas de la feminidad normativa permitieron encubrir la orientación sexual de la protagonista. Aunque los diálogos que hacían explícita su homosexualidad fueron eliminados —como el que transcribo a continuación—, la identidad de Beatriz permaneció intacta, como se comprobará después, en el análisis de la recepción del estreno: Beatriz.— ¿Yo, odio? Desconozco el odio. Simplemente no quiero que hagas desgraciada a Irene. Carlos.— Pero, ¿por qué tengo que hacerla desgraciada? Además, ¿tú eres algo de su familia? Beatriz.— Soy su amiga. Tú sabes que Irene ha representado en mi vida el único afecto. Cuando todas me odiaban, ella me quería. Y aún dice no debe importarme. Irene es para mí más que una hermana, no sé explicarlo (Rosillo 1948a: II, 14).

Beatriz figura como exponente de la alteridad, pero esta estrategia no implica el descrédito o el intento de provocar el rechazo de los espectadores. Beatriz no es representada como un ser inmoral, sino como una víctima de la sociedad. Y es el estigma, de hecho, el origen de la maldad de sus acciones, incluso en su infancia: Madre Asunción.— Dios mío, que cosas se oyen. No digas eso, Beatriz. Luego hablan mal de ti. Si eres buena, ¿por qué quieres aparentar lo contrario? Beatriz.— Nosotros somos un reflejo de los demás. Somos como los demás quieren que seamos (Rosillo 1948a: I, 8).

En definitiva, la identidad lésbica de Beatriz sería la suma de los rasgos y formas de actuar antes apuntados, de manera que, pese a las tachaduras que presentan los libretos, la censura no logró suprimir este aspecto. Por eso, Morales de Acevedo advirtió en su informe la homosexualidad de la protagonista como un mal menor: “El odio en interrogante hace pensar en el amor sáfico de Beatriz hacia Irene. Pero no se trasluce claramente en la obra, lo que es de alabar”. El procedimiento administrativo de la censura solía retrasar las previsiones de las compañías de teatro, lo cual podía causarles un enorme

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perjuicio económico. No fue el caso de ¿Odio? El 15 de abril de 1948, seis días después de que Josita Hernán solicitara la autorización de la obra por primera vez, el secretario general de Cinematografía y Teatro, Guillermo de Reyna, le rogó a García Velasco que despachara la comedia con la mayor urgencia posible. Además, puntualizó que debía consultársele si los censores determinaban la introducción de tachaduras o se oponían a la autorización. Entre los días 20 y 22, García Velasco y Morales de Acevedo leyeron la comedia y resolvieron autorizarla, siempre que se efectuaran las modificaciones indicadas y se suprimieran una cantidad considerable de diálogos. Sin embargo, esta inhabitual celeridad de la burocracia que conllevaba la censura de obras teatrales no facilitó el estreno de la obra, ya que Josita Hernán no encontró los medios suficientes para escenificarla en la temporada 1947-1948. Cuando, a comienzos de la temporada 1949-1950, la empresaria logró formar compañía, Hernán probó suerte con una segunda versión del texto, que la censura también despachó con sorprendente rapidez. Entre el 7 y el 11 de noviembre, tres censores verificaron las correcciones, efectuadas casi en su totalidad. Con todo, Morales de Acevedo reflejó en su informe que ¿Odio? “conserva su intención morbosa, aunque más oculta y resuelta con talento. Hay atrevimientos de conceptos, pero compensados la mayoría de ellos por respuestas antagónicas”.

3. La censura económica y mediática del sistema teatral en la posguerra No estoy segura de que Rafael Rosillo Herrero fuese el único autor de ¿Odio?, tal y como figura en las copias mecanografiadas de la obra y en el expediente de censura. Es notorio que la pieza fue escrita para la actriz Josita Hernán, con quien Rosillo ya había publicado el poemario Bajo la luna del Ramadán (1947). Además, en aquel momento, Hernán se encontraba investigando nuevos registros que la alejaran de la consabida ingenua del teatro cómico, con los que había labrado su celebridad en el cine y el teatro (Gómez 2021a). Sin embargo, el desencanto de la artista con el mercantilismo del medio cultural español, así como las trabas económicas, administrativas y de la censura, acabarían

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forzando su renuncia a toda una carrera, que abandonó un año después del estreno de ¿Odio? Desde entonces, Hernán, que emigró a Francia, restringió su actividad al ámbito minoritario del teatro de cámara y el teatro universitario, y la enseñanza del teatro español en el Conservatorio Nacional de Arte Dramático de París (Gómez 2017 y 2021b). La trayectoria de Josita Hernán como primera actriz, directora y empresaria teatral se había fundado inmediatamente después del final de la Guerra Civil. Por un lado, el cese laboral y la depuración de sus padres, así como la imposibilidad de que retomaran sus profesiones; y, por otro, el enorme éxito que su hija obtuvo protagonizando la película La tonta del bote (Gonzalo Delgrás 1939) propiciaron la creación de una compañía teatral con la que Hernán mantuvo a los miembros de su familia a lo largo de los años cuarenta. Sin embargo, la prosperidad de su compañía, que dirigía de forma completamente independiente, siempre estuvo en deuda, de un modo u otro, con la filmografía de la actriz, asentada fundamentalmente en adaptaciones de comedias, sainetes y novelas rosas. La configuración de esta empresa familiar implicaba, pues, una maniobra de supervivencia que, en el plano artístico, se saldó con una programación más bien conservadora, con el propósito de disminuir al máximo la inseguridad y el azar característicos del negocio teatral. En su última temporada como empresaria de la Compañía de Comedias de Josita Hernán, la artista reunió un amplio repertorio de diecinueve obras. La mayoría habían sido estrenadas con gran éxito en Madrid por otras compañías apenas unos meses atrás. No obstante, Hernán solía jugar hábilmente la baza que le proporcionaban sus largas giras por el territorio nacional, aprovechando la circunstancia de que, comedias como Dos mujeres a las nueve, de Juan Ignacio Luca de Tena, y Celos del aire, de José López Rubio, todavía eran desconocidas en algunas ciudades. En realidad, el único estreno absoluto con el que la actriz y empresaria contaba en aquel momento era ¿Odio? y lo presentó en el Teatro Principal de Alicante, el 13 de febrero de 1950, y en el Teatro Argensola de Zaragoza, el 20 de marzo. Posiblemente, el estreno se produjo en el Teatro Pérez Galdós, en Las Palmas de Gran Canaria, en el otoño de 1949. La solicitud de autorización de ¿Odio? que Hernán cumplimentó por segunda vez

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indicaba que la estrenaría en las islas Canarias, entre noviembre y diciembre. En efecto, la empresaria inició allí su peripecia anual, pero no son abundantes las noticias que den cuenta de su actuación en el Teatro Guimerá, de Santa Cruz de Tenerife, en el Teatro Leal, de La Laguna, ni en el Teatro Circo de Marte, de Santa Cruz de La Palma, por lo que desconozco si representó ¿Odio? en estas plazas. El diario Falange, de Gran Canaria, cubrió ampliamente la estancia de la compañía en el Teatro Pérez Galdós. Incluso publicó la calificación moral que la Junta Nacional de Acción Católica había elaborado sobre su repertorio. ¿Odio? y otras tres obras más —Retazo, de Dario Niccodemi, Dos mujeres a las nueve y Mary, la insoportable, de Gregorio Martínez Sierra y Honorio Maura— fueron calificadas con un 4, o sea, “Gravemente peligrosa para todos”. Una nota aneja, que trataba de despejar cualquier duda sobre el significado de este código numérico, rezaba: “Exponerse, sin causa grave, a peligro grave de pecar mortalmente, es pecado mortal [sic]” (Calificación 1949: 4). La compañía de Hernán actuó en, al menos, once provincias distintas, pero solo cuatro periódicos mencionaron la representación de ¿Odio? Si bien la edición madrileña de ABC publicó una escueta nota sobre el estreno en Alicante (“Informaciones” 1950: 29), los tres diarios de Zaragoza se hicieron eco de las recensiones de sus correspondientes críticos de teatro; quienes, contra todo pronóstico, se mostraron favorables al estreno y evitaron los juicios moralistas. Esta insólita reacción no impidió que El Noticiero advirtiera a sus lectores que ¿Odio? era “fuerte e incluso áspera” (S. 1950: 8). Las ideas derivadas del existencialismo no trascendieron, más allá de revestir, según Heraldo de Aragón, “un bonito asunto de novelita rosa” (Cistué 1950: 3), de cierta complejidad psicológica y pasional. En cambio, el asunto de la homosexualidad no pasó desapercibido. Al evocar a la protagonista de La prisionera en su crónica, el crítico literario y director de Amanecer, Dámaso Santos, asumió la tópica imagen de la lesbiana como una mujer dañina y peligrosa, afectada del “digámoslo así, ‘complejo’ de la fea” (Dámaso 1950: 6), cuya aspiración consiste en consumar la perdición de las demás mujeres. Y, mientras el crítico Pablo Cistué de Castro se preguntaba retóricamente si la heroína de ¿Odio? era mala, su colega del El Noticiero reconoció en Beatriz Gómez un personaje

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con matices y claroscuros, alejado de cualquier caricatura atiborrada de rasgos negativos: “Josita Hernán fue ayer la mujer compleja, apasionada y cerebral al propio tiempo, malvada y al mismo tiempo femenina que deseó el autor” (S. 1950: 8). Cistué de Castro, satisfecho con el aprovechamiento de la iluminación y de la música para romper la secuencia cronológica del relato y recrear así una simultaneidad virtual del espacio-tiempo en una misma escena, no dudó en felicitar a la compañía, que, a diferencia de otras, no había “reparado gastos en el montaje de cuatro decorados de admirable efecto” (Cistué 1950: 3). Más allá de lo que pudiera parecer un estreno teatral afortunado —sobre todo, teniendo en cuenta los numerosos inconvenientes de orden moral que planteaba la obra a las autoridades franquistas—, no he conseguido documentar más de seis representaciones de ¿Odio? durante la temporada 1949-1950, en la que la artista visitó, por lo menos, once provincias. Josita Hernán debió surtirse con reposiciones que le garantizaran un beneficio seguro, como las comedias de Luis de Vargas Los vestidos de la señora, Cristina Guzmán y Mi abuelita, la pobre, y el sainete de Pilar Millán Astray La tonta del bote, del que la actriz apenas podía prescindir. Sin embargo, la pieza firmada por Rafael Rosillo no fue la peor parada del repertorio: la empresaria creyó conveniente representar dos veces Una mujer desconocida, de Mercedes Ballesteros (Plaza-Agudo 2012), y no encontró el modo de estrenar Hablando con la esfinge, de José de Juanes Vicente. Es interesante señalar que, aunque estas obras son distintas en el tono —la primera es una comedia refinada y la segunda, un drama sobre un caso de adulterio—, las dos están protagonizadas por mujeres independientes, inquietas y familiarizadas con unos hábitos modernos; mujeres, en fin, cuya configuración se dispuso para transgredir el modelo de feminidad del ángel del hogar, impuesto por la ideología del nacionalcatolicismo.

4. El “posibilismo identitario” ante las censuras del teatro de los 40 El somero análisis de ¿Odio?, de Rafael Rosillo y Josita Hernán, así como el estudio de su escenificación en el circuito comercial de la

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posguerra, evidencian un asombroso ejemplo de “posibilismo” teatral en la vertiente de la que vengo hablando, la identidad: el texto reúne la habilidad y el coraje para disfrazar el deseo lésbico con los ropajes, no menos heterodoxos —pero acaso más difíciles de detectar por los censores, la crítica teatral y los espectadores de los años cuarenta—, del existencialismo de Sartre. Como he tenido ocasión de mostrar ¿Odio? se enfrentó a varios tipos de censura que cercenaron el texto sin llegar a eliminar por completo su sentido original. Sin embargo, el efecto reiterado de la práctica censora dificultó su incorporación efectiva al repertorio de una compañía teatral privada, la difusión de su estreno en los periódicos y su representación en el circuito comercial de la época. Así, la autocensura, la censura administrativa, la censura mediática, la censura económica y probablemente la censura escénica condenaron a ¿Odio? a solo seis representaciones y, a la postre, al olvido por parte de la crítica especializada y su consecuente omisión en la historia del teatro español. Tanto la primera como la segunda son censuras de tipo textual, es decir, su acción recae sobre el texto para transformarlo y ocultar, de este modo, cualquier idea contraria a la doctrina del Estado y la Iglesia, u otras realidades incómodas para el oficialismo, como, por ejemplo, la homosexualidad. La autocensura que intervino en la escritura de ¿Odio?, sobre todo en lo que concierne a la represión política y social de las homosexuales, se hace patente ya en el prólogo de la pieza, donde el sentimiento de incomprensión y el lesbianismo de la heroína son disfrazados mediante la ambigüedad de los diálogos, barnizados asimismo con destellos existencialistas. Por otro lado, la censura administrativa de las dos versiones de ¿Odio? fue ejercida con una diligencia sorprendente, y en ella intervinieron tres censores, que eliminaron o corrigieron palabras y párrafos completos, con un propósito ideológico —apenas hay correcciones formales— destinado a mitigar las aristas de los diálogos y, en algún caso, las acotaciones. La censura de carácter económico se constata, precisamente, al comprobar que la celeridad de la censura no facilitó que Josita Hernán pudiera estrenar ¿Odio? en 1948. Al margen de que la actriz y directora quedara obligada por la comisión a entregar una nueva versión del texto, como empresaria teatral independiente en la inmediata posgue-

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rra se encontraba desasistida de cualquier protección del Estado, de manera que no le fue posible disponer de los medios suficientes para formar compañía a tiempo. Además, la censura económica es constatable al considerar la decisión de Hernán de limitar la representación de ¿Odio? a seis funciones, en el contexto de una gira teatral de siete meses, que incluyó decenas de localidades, con el fin de minimizar los riesgos en la taquilla. El control mediático también propició una exigua publicidad del espectáculo, cuyo rastreo se limita a las carteleras y las menciones de corrido, exceptuando la insólita benevolencia de la prensa de Zaragoza. Por último, huelga señalar el indicio de una censura escénica, directamente relacionada con la censura textual, de cuya aplicación eran responsables, en general, los gobernadores civiles y los delegados provinciales correspondientes. A través del diario Falange, se deduce que la existencia del texto dramático llegó a oídos de las autoridades de Las Palmas de Gran Canaria, donde la Compañía de Comedias de Josita Hernán finalmente no escenificó ¿Odio?, tal vez debido a la calificación negativa que recibió por parte de Acción Católica. Creo que la trascendencia de ¿Odio? obedece más al esfuerzo y a la oportunidad que su promotora encontró para montarla en el teatro comercial que a su existencia en sí misma como testimonio de un teatro de contenido heterodoxo. No quiero dejar de señalar que se trata de una manifestación inaudita, protagonizada por un personaje homosexual; no en vano, mujer. Solo a partir del siglo xxi las lesbianas han comenzado a tomar la palabra en los escenarios. Los intentos por visibilizarlas antes del año 2000 son extremadamente escasos y parecen del todo improbables en la década ominosa que sucedió al término de la Guerra Civil. A mi modo de ver, el “posibilismo” en el contexto de la escena española es un concepto atemporal, ya que pugna por la preservación de la esencia de un determinado mensaje y por hacerlo llegar a una proporción considerable de espectadores, a cambio de negociar con el sistema organizativo del que, en cada época, depende la actividad teatral. En los años cuarenta, este sistema era fundamentalmente ideológico, institucional y económico. Hoy en día, en principio, sobreviven los dos últimos. Por otra parte, y teniendo en cuenta el origen y el

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contexto histórico en que fue acuñado este término y su uso prolongado en el tiempo, el “posibilismo” se presta a una cierta polisemia, y parece válido —como así he propuesto en este ensayo— para adecuarse a nuevas realidades. En definitiva, de la misma manera que Buero Vallejo defendió, frente a Sastre, la plausibilidad de comunicarse con el gran público pagando un tributo a la censura, Rafael Rosillo y Josita Hernán lograron representar, visibilizar y dignificar una identidad y/o unas prácticas insólitas, lesbianas, en el marco mayoritario del circuito comercial que fue el teatro español de la inmediata posguerra.

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La censura preventiva del teatro de Llorenç Villalonga (1954-1975) Francesc Foguet i Boreu Universitat Autònoma de Barcelona

Tras su apoyo manifiesto al Movimiento Nacional a partir de 1936, en los primeros años de la posguerra el escritor Llorenç Villalonga mantuvo buenas relaciones con las autoridades franquistas y colaboró en la prensa mallorquina del régimen (sobre todo en Baleares, 19471966)1. Sin embargo, en sus artículos de la década de los cuarenta,

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A pesar de sus antecedentes falangistas (Capellà 2019), Villalonga no se libró de un expediente en el Gabinete de Enlace, el cual, de hecho, consta tan solo de dos cuartillas mecanografiadas: en la primera se incluye una descripción, fechada el 24 de septiembre de 1971, de su trayectoria biobibliográfica en el mundo de las letras, que concluye con la clasificación lacónica de “sin antecedentes políticos”; en la segunda se cita un significativo fragmento, traducido al castellano, de la entrevista que le hizo Baltasar Porcel (1987: 211) en la revista Serra d’Or en 1970: “—¿Tú también fuiste falangista? / —Hay momentos en que hay que elegir. La historia de mi falangismo es sencillísima: yo soy hombre de matices, y en 1936

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mostró una voluntad de concordia en relación con la cultura autóctona y un profundo desencanto por el peso moral de la posguerra española y europea (Pomar 1998: 27). En los años cincuenta, gracias a la relación con los jóvenes escritores mallorquines de posguerra, se aproximó a la cultura catalana con la publicación de Mort de dama en la editorial Selecta (1954) y, más tarde, de Bearn (1961) en el Club Editor de Joan Sales, cuyo éxito de público lector y de crítica supuso su reincorporación definitiva a las letras catalanas2.

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era en vano encontrarlos, no había medias tintas: o rojos o azules. No se podía dudar. Y no porque me sedujesen mucho los azules, sino porque en Cataluña, la FAI había puesto un cartel que decía: ‘Prohibido hablar en catalán’”, AGA, caja (03)107.001, Gabinete de Enlace, 42.08880, exp. 40. Una justificación en términos similares, aunque un poco más cínicos, puede leerse en su novela Falses memòries de Salvador Orlan (1967): “aquell estiu de 1936 no hi cabien els matisos: s’havia de triar entre blaus o rojos. I després dels bombardejos de l’aviació, que quasi semblaven pagats pels feixistes —de tal manera contribuïren a unir tota l’illa contra la República—, ja no quedava altra sortida a Mallorca que resignar-se a treballar pel movimiento” (Villalonga 1967: 153). En la entrevista con Montserrat Roig (2019: 181) de 1973, Villalonga también relativizó su adhesión al falangismo. Su acercamiento a la cultura catalana también matizó sus posicionamientos políticos. Por ejemplo, en una carta a Jaume Vidal Alcover, fechada en Binissalem el 11 de agosto de 1954, Villalonga (2006: 131) se lamentaba por el “estancamiento” de España, pero no tenía reparos en elogiar al dictador: “Franco mantiene el orden y supo mantenernos neutrales durante la última guerra”. En cambio, en otra misiva, esta vez a Joan Julià Maimó, fechada el 12 de noviembre de 1959, le criticaba de modo elíptico: “És vergonyós lo d’aquest gallet foraster. És clar que això no serà etern, emperò la broma dura massa temps. Tota una generació —la teva, i d’altres anteriors— no han conegut la llibertat, la naturalitat d’expressar-se” (Villalonga 2006: 181). Por otra parte, en varias cartas de los años cincuenta y sesenta, Villalonga (2006: 96, 226, 230 y 310) reveló sus prevenciones hacia la democracia que, a su entender, había periclitado por inoperante y caótica en prácticamente todo el mundo y, a su vez, manifestó sus simpatías hacia la monarquía, a pesar de que era más partidario de Juan de Borbón que de su hijo Juan Carlos. En Falses memòries de Salvador Orlan también cuestionaba el sentido etimológico de la democracia como “gobierno del pueblo” o “de la mayoría” y, salvo en las monarquías nórdicas, adjetivaba el sistema republicano como impracticable (Villalonga 1967: 229-230). En sendas entrevistas a Villalonga que Porcel (1987: 203-225) publicó en 1967 y 1970 también explicitó sus convicciones monárquicas.

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En el género del teatro, en los años cuarenta Villalonga empezó a escribir las primeras piezas de Desbarats —en las que literaturizaba experiencias, anécdotas, efemérides y viajes—, destinadas a solazar a la marquesa de Pax y su círculo de amistades (Pomar 1974; Pomar 1995: 184 y 214; Rosselló 1999). Con todo, no es hasta la década de los cincuenta cuando reanuda la publicación de su teatro: en 1954, la segunda edición de Fedra; en 1955, el primer desbarat Cock-tail a un vell palau, y en 1956, la versión en catalán de Faust, en una edición que se completaba con Viatge a París de Minos i Amaranta en 1947. En la década de los sesenta, publica Aquil·les o l’impossible (1964), junto a Alta i benemèrita Senyora, y la primera edición de Desbarats (1965). En el primer y único volumen de sus Obras completas (1966), publicado por Edicions 62, incluye A l’ombra de la Seu, Sílvia Ocampo, Fedra y A recer de la memòria (Faust y Filemó i Baucis). Por último, ya en la década de los setenta, da a conocer Despropósitos (1974), traducción castellana de Desbarats, en dos volúmenes y versión de Jaume Pomar, y La marquesa de Pax i altres disbarats (1975), versión revisada y ampliada de Desbarats. Más bien pocas son las ocasiones en las que su teatro fue representado en los escenarios catalanes durante la dictadura franquista. El 19 de diciembre de 1962, la Agrupació Dramàtica de Barcelona (ADB) estrenó —en sesión única y junto a Ulisses a l’Argòlida, de Nicolau Maria Rubió i Tudurí— Bearn, bajo la dirección de Rafael Vidal i Folch, en el Palau de la Música Catalana de Barcelona3. Se trataba, en realidad, de una versión abreviada de Faust y, a pesar de autorizarse, también tuvo problemas con la censura (Coca 1978: 187; Pomar 1998: 34; Villalonga y Porcel 2011: 264 y 317)4. Años más tarde, en 1969, José

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Con fecha del 15 de diciembre de 1962, Antoni Salvat Tubella presentó una instancia al jefe superior de Policía de Barcelona a fin de obtener la autorización para representar Bearn y Ulisses a l’Argòlida el 19 de ese mismo mes, en sesión de noche, en el Palau de la Música de Barcelona (MAE. Institut del Teatre, E 97-18). En el programa de mano se recordaba al espectador el éxito de la novela Bearn y se ponía énfasis en la atención que, con los dos montajes de la sesión, el ADB dedicaba a escritores de las Islas Baleares. Los personajes principales fueron in-

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Monleón integró el desbarat La Tuta i la Ramoneta en el espectáculo Amics i coneguts (varietats per a gent d’ordre), estrenado el 14 de mayo en el Teatro Poliorama de Barcelona por la compañía de Núria Espert, con escenografía de Fabià Puigserver5. En 1970 coincidieron en el Teatro Romea de Barcelona dos espectáculos villalonguianos promovidos por reconocidos directores de escena del momento: Josep Anton Codina estrenó una selección de Desbarats con el Teatre Experimental Català del Reial Cercle Artístic (el 1 de octubre)6, y Ricard Salvat dirigió una adaptación teatral de Mort de Dama, versionada por Biel Moll, con la compañía de Adrià Gual (el 15 de octubre), que obtuvo una excelente acogida. Si en el primer montaje destacó Nadala Batiste (Mumare), en el segundo cabe mencionar a las actrices Montserrat Carulla (Dona Obdúlia), Elisenda Ribas (Aina Cohen) y Carme Sansa (Violeta de Palma). Como explicaba Salvat (1971) en el programa de mano, este último montaje se basaba en Mort de Dama, “una de les primeres novel·les del nostre temps”, y en la versión teatral de la misma que llevaba por título A

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terpretados por Frederic Roda (Senyor de Bearn) y Maria Assumpció Fors (Na Maria Antònia) (MAE. Institut del Teatre, E 729-40). En carta a José Monleón, fechada en Palma el 2 de julio de 1969, Villalonga (2006: 307) relativizaba el valor teatral de sus Desbarats: “¿Se puede llamar ‘teatro’ estos diálogos esperpénticos que Jaime Vidal Alcover una tarde que yo no acertaba a darles título me aconsejó, con genial intuición, que les llamara Desbarats? Son una broma. Si Ud. descubre en ellos algún valor escénico el mérito recaerá sobre Ud.”. Cabe señalar que, a raíz del espectáculo Amics i coneguts, la revista Primer Acto (nº 10, julio de 1969) dedicó un monográfico al escritor mallorquín con artículos de Jaume Vidal Alcover, Maria Aurèlia Capmany y el mismo Villalonga, así como un largo alegato de Monleón (1969) sobre el espectáculo. Secundaba el monográfico la edición de tres Desbarats: Estuvieron muy cerca (versión de Monleón), Cook-tail en un viejo palacio y La Tuta y la Ramoneta (ambas versionadas por Vidal). Sin duda, para Primer Acto y Monleón, los Desbarats tenían al menos un doble interés: ofrecían —además de una poética— una perspectiva crítica de la sociedad catalana en general y de sus clases rectoras en particular, de un lado, y podían relacionarse lato sensu con el esperpento valleinclaniano y el denominado “teatro del absurdo”, de otro. O al menos de lo que quedaba del Teatre Experimental Català, puesto que este colectivo estaba en proceso de liquidación (Bennasar 2016).

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l’ombra de la Seu, del propio Villalonga. Homenaje explícito al escritor mallorquín, Salvat impregnó su propuesta de un sentido ideológico, en virtud del cual quería reflexionar sobre un tiempo perdido y mostrar la contradicción entre el inmovilismo de una determinada clase social y la implacable marcha de la historia. Con toda la intención, dio al espectáculo un ritmo chejoviano —en la línea de Stanislavsky—, para ofrecer una mirada impresionista sobre un mundo en desmoronamiento que pedía a gritos la necesidad de un cambio. Además, en este mismo sentido, otorgó mucha más importancia al resto de los personajes, más allá de Obdúlia de Montcada, la protagonista, a fin de acentuar el aspecto de “friso social”. Aunque no tuviera ni mucho menos el perfil de dramaturgo sospechoso, según los parámetros del régimen, las obras teatrales de Villalonga —como sus novelas— también hubieron de pasar por el tamiz de la censura franquista antes de ser editadas y/o representadas7. En este trabajo, se analizarán los expedientes de censura —conservados en el Archivo General de la Administración de Alcalá de Henares—8 de las siguientes ediciones de los textos teatrales de Villalonga: Faust (1954 y, junto a Viatge a París de Minos i Amaranta en 1947, 1955),

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Varias de las novelas de Villalonga fueron prohibidas por la censura franquista, como, por ejemplo, Mme. Dillon, publicada en 1937, pero después considerada inmoral y vedada en varias ocasiones hasta publicarse —sutilmente autocensurada— con el título de L’hereva de donya Obdúlia en 1964 (Gallofré 1994: 19-23; Puimedon 1994: 145; Pomar 1995: 211 y 1998: 74-75; Pomar 2006: 75 y 155; Villalonga 2006: 75, 81-82 y 88; Porcel y Villalonga 2011: 254 y 652). A propósito de la prohibición de Mme. Dillon en 1947, Villalonga se quejaba en una carta a su amigo Miquel Àngel Colomar Moyà, fechada en Palma el 5 de noviembre de ese año: “No logro que ‘pase’ ni la mitad de lo que escribo. Hablar de que en Palma no hay agua los veranos es ser rojo y me lo tachan. Tú creo que conoces Mme. Billon [...] ¿Qué ves en esta obra de político, de ataque al régimen? Yo creo que nada. Como es natural, terminaré por no escribir. No soy un profesional, y mi única compensación consistiría en poder ser sincero. Pero no se puede” (Villalonga 2006: 88). Véase, en la bibliografía, la lista de los expedientes de censura consultados. Para facilitar la lectura, no se incluirán las referencias a los expedientes en las citas de los mismos.

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Cock-tail a un vell palau (1955), Aquil·les o l’impossible (1963), Desbarats (1965), Despropósitos 1 y 2 (1974) y La marquesa de Pax i altres disbarats (1974). De igual modo, se examinarán los expedientes de censura de las propuestas de montaje de 1970 basadas en piezas teatrales del mismo autor, especialmente la adaptación de Mort de Dama, llevada a escena por la Compañía Adrià Gual, y la selección de Desbarats, por el Teatre Experimental Català.

Censura de las ediciones El paso por la censura de Faust dio lugar a una confusión que da fe de la arbitrariedad de los criterios que a veces se aducían para prohibir algunas obras. El editor Francesc de Borja Moll solicitó la autorización para imprimir Faust el 22 de julio de 1954. En su informe, el lector del texto —de firma ilegible— ventiló el asunto con una decisión sorprendente: “Por tratarse de traducción regional y de acuerdo con las normas dadas por la superioridad procede denegarse”. Huelga decir que, aun cuando estuviera inspirada en la obra homónima de Goethe, el texto de Villalonga no era ni mucho menos una traducción, sino una adaptación teatral de la primera parte de su célebre novela Bearn. No obstante, el 6 de septiembre, el expediente se archivó sin resolver “por tratarse de una traducción catalana”. El 22 de febrero de 1955, el mismo Moll volvió a pedir la autorización en este caso para editar Faust junto a Viatge a París de Minos i Amaranta en 19479. Un nuevo censor, Miguel Piernavieja, calificó Faust como una “pobre parodia de la conocida de Goethe” y pidió la supresión de los pasajes de la copia mecanografiada presentada a censura que aludían a las complicidades entre Dios y el Demonio: “Déu i el Dimoni col·laboren” (p. 13), “De vegades pens que entre Déu i el Dimoni hi ha d’haver una certa coordinació, un equilibri...”

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Cabe indicar que, en el texto mecanografiado que contiene el expediente de censura, el primer título de la pieza era Viatge a París de Minos i Amaranta en 1948. En la edición, sin embargo, Villalonga cambió el año del título por 1947.

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(p. 30) y “Déu i el Dimoni s’han d’arreglar qualque dia” (p. 48). En cuanto a Viatge a París de Minos i Amaranta en 1947, era considerada “un humorístico relato de las peripecias de un viaje a París, donde los viajeros encuentran amorosas costumbres chocantes que, al final, les desilusionan”. El volumen se autorizó, el 14 de junio de 1956, con las tachaduras de las páginas de Faust indicadas por Piernavieja, que, en efecto, fueron suprimidas en la edición (Villalonga 1956: 23, 43 y 66). Aún menos problemas tuvo la solicitud para editar Cock-tail a un vell palau presentada por Jaume Vidal Alcover, en nombre de la editorial Atlante, el 9 de febrero de 1955. El censor José de Pablo Muñoz consideró publicable la pieza que, a su entender, era “una ligerísima obra teatral en la que se trata de satirizar el ambiente social que encierra el cóctel moderno” y que terminaba “sin pena ni gloria”. Se autorizó el 5 de marzo sin supresión alguna. Como representante de la editorial Moll, el 16 de octubre de 1963, Aina Moll Marquès presentó la solicitud de autorización para publicar Aquil·les o l’impossible y Alta i benemèrita Senyora. El censor eclesiástico Francisco Aguirre, especializado en teatro, describió sumariamente las obras y las juzgó publicables porque eran “de fantasía” y en ellas “no se roza la política”. A su modo de ver, en Aquil·les o l’impossible, “de corte clásico”, se escenificaba “un episodio tomado de la Ilíada para probar que Troya no fue tomada por los griegos para vengar el rapto de Helena sino más bien la muerte de Patroclo”, mientras que Alta i benemèrita Senyora era “de teatro de vanguardia sin argumento, tan solo el diálogo de unos obreros que efectúan una mudanza de muebles en un piso”10. La Sección de Lectorado dio el plácet a su publicación el 9 de noviembre, pero el editor no entregó en depósito la obra editada hasta el 7 de enero de 1965. Se autorizó definitivamente al cabo de unos días, el 21 de enero. La razón de esta demora debe atribuirse a la editorial, puesto que Aina Moll envió una carta, fechada en Palma el 15 de junio de 1964, en la que pedía

10 Los ejemplares mecanografiados de Aquil·les o l’impossible y de Alta i benemèrita Senyora incluyen correcciones autógrafas incorporadas en la edición (Villalonga 1964).

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incluir en el mismo volumen el prólogo “Dues tragèdies de Llorenç Villalonga” de Josep Maria Llompart. Al respecto, Aguirre se limitó a añadir en su informe una anotación, con fecha del 30 de junio, en la que no ponía reparos para autorizar, como prólogo del libro, el estudio de Llompart “acerca de las fuentes clásicas en que se inspira el autor”. Por su carácter más iconoclasta, Desbarats fue el libro de teatro más censurado de todos los que, de este género, Villalonga dio a conocer durante la dictadura. Vidal Alcover presentó la petición para publicar Desbarats en la editorial mallorquina Daedalus el 12 de enero de 1965. El censor Francisco Aguirre señaló las dificultades técnicas para representar las piezas teatrales incluidas en el volumen y el carácter cómico de todas ellas: “son sainetes que reflejan la vida diaria mallorquina”, concluyó. Como objeción de fondo, destacaba “un ligero matiz anticlerical” de las piezas en las que proponía suprimir las páginas 50, 99, 100, 125, 129, 130 y 134. Asimismo, apostaba por censurar íntegramente Hi feren ben aprop (pp. 137155), porque le parecía insolente que la acción se desarrollara en el infierno y en el cielo. Por otra parte, el otro censor —de firma ilegible— también indicó que debía suprimirse el nombre de Franco (p. 99) y añadió las páginas 113 y 126, “por irreverentes”, y la 194, “por irreverente e inmoral”. Al final, se autorizó el 8 de abril y, tras la comprobación de las supresiones, el 28 de mayo. Pese a que se desestimaron la mayoría de las tachaduras propuestas por Aguirre, salvo las dos primeras11, los fragmentos censurados fueron los que sugirió el segundo censor:

11 Las supresiones propuestas por Aguirre que no se obligaron a ejecutar fueron las que podían interpretarse como una ridiculización de la Guardia Civil (“Los civiles hacen la vista gorda cuando es necesario: órdenes superiores”, en Bromes a La Manxa, p. 100) o a miembros de la Iglesia (en A través de La Manxa: “La misma mala intención”, p. 125; el diálogo sobre la honestidad de los frailes y sacerdotes, p. 129; “Fiarse de los Padrecitos”, p. 130; en cambio, la supresión de la réplica de la p. 134, “Para que se fíen de los padrecitos”, se debe a una reescritura del texto que no al efecto de la censura). Véase Villalonga 1965: 123, 144, 147 y 151, respectivamente.

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Publicación definitiva

“[Mª Ignacia: Abans —m’ho ha dit es Conserje— tenia una entrada esplèndida per s’Avenida da Liberdade, pero quan sa revolució que hi hagué molta crisis, arrendaren es baixos a sa gran tenda que hi ha ara. I mai més han pogut tornar treure s’inquilino.] Passa com a Espanya. Es veu que aquests governs totalitaris tots s’assemblen.” (Viatge a Lisboa en 1945, pp. 49-50)

“Maria Lluïsa: Abans —m’ho ha dit es conserje— tenia una entrada esplèndida per s’avenida da Liberdade, però quan sa Revolució, que hi hagué molta crisis, arrendaren es baixos a sa gran tenda que hi ha ara. I mai més han pogut tornar treure s’inquilino.” (Villalonga 1965: 77)

“Xim (riguent): Discorres com En “Tòfol (riguent): Discorres com un Franco.” (Bromes a La Manxa, p. 99) ministre.” (Villalonga 1965: 122). “[Tié su cine,] y toa la hostia” (A través de La Manxa, p. 113)

“[Tié su cine] y otras cosas” (Villalonga 1965: 134)

“[Mumare (inspirada inesperadament] per l’Esperit Sant)” (A través de La Manxa, p. 126)

“Mumare (inspirada inesperadament)” (Villalonga 1965: 145).

“[Novel·lista: Permet, senyora?] (Xima li senyala una cadira i ella s’asseu.) Gràcies. Escric una novel·la sobre Josefina Vilaseca, la Goretti espanyola. Sostenc que va esser una caparruda en no entregar-se an es missatge. ¿L’escandalitz? [...] [Novel·lista: Perdoni. (Somriu.)] Jo, com a moralista, afirm que ets infants han d’obeir es majors. Es que aquests s’equivoquin en algun cas no pot vacil·lar un principi bàsic. [M’interessa la seva opinió.]” (L’Esfinx, p. 194)

“[Novel·lista: Permet, senyora? [...] [Novel·lista: Perdoni (Somriu.)] M’interessa la seva opinió.” (Villalonga 1965: 208)

En cambio, las tres últimas solicitudes de edición de obras teatrales de Villalonga se resolvieron sin complicaciones en muy pocos días.

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Después de que Víctor Martínez-Conde, como representante de la editorial Edicusa, lo presentase a depósito el 15 de marzo de 1974, la autorización para editar el primer volumen de Despropósitos tardó tan solo cinco días. El lector número 12 hacía constar en su informe que era la primera vez que se presentaban en castellano nueve piezas breves, “al estilo entremés” del escritor mallorquín: La marquesa se dispone a ir al teatro, La visita de la Infanta, Economía en 1940, Viaje a Lisboa en 1945, Viaje a París en 1947, Bromas en la Mancha, A través de la Mancha, Estuvieron cerca... y Cock-tail en un viejo palacio. A su entender, eran textos “en general, de crítica social, con algún leve apunte político en ocasiones, con un estilo irónico unas veces, mordaz otras, ligero en ocasiones, pero sin ensañamiento y sin apurar ni profundizar en el aspecto crítico”. De todas las obras editadas, solo destacó el matiz político, en Economía en 1940 (el saludo de “¡Viva Franco!” de los falangistas y la manifestación de fe monárquica de la Baronesa [Villalonga 1974a: 79]); la alusión a las dificultades para viajar “en aquella época”, en Viaje a París en 1947; la ironía sobre los maquis, en Bromas en la Mancha, y las referencias también irónicas “sobre la entrada en el cielo”, en Estuvieron cerca... A pesar de la advertencia sobre su “carácter crítico”, no le parecía que ninguna de las piezas tuviera “gravedad suficiente para influir negativamente en la decisión sobre el depósito”, por lo que estimaba que el libro podía ser autorizado. En el expediente se verificaba que la obra tenía como antecedente Desbarats “aceptada a Daedalus”. Cumplidos los requisitos debidos del depósito previo, se autorizó el 20 de marzo. El segundo volumen de Despropósitos se zanjó en dos días, un tiempo récord. Víctor Martínez Conde, como representante de la editorial Edicusa, realizó el depósito previo el 2 de abril de 1974 y la resolución se resolvió el 4 de abril. El volumen abarcaba cuatro piezas teatrales —Alta y benemérita Señora, La Esfinge, Fiesta Mayor y La Tuta y la Ramoneta, traducidas al castellano de Desbarats— que, en opinión del censor número 33, podían adscribirse al denominado “teatro del absurdo”, en el que quedaban diluidos “aquellos aspectos de orden político o la supuesta intención ideológica” hasta el punto que resultaban “inocuas”: “Si hay crítica social, el disparate la torna inane”. Aunque señalaba algunas páginas con “referencias o posibles claves”,

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las conceptuaba de poco alcance, “dada su ambigüedad y aislamiento en el contexto general”12. De igual forma, la publicación de La marquesa de Pax i altres disbarats, solicitada por Maria Folch Pi, como representante del Club Editor, el 2 de diciembre de 1974, se dirimió en muy pocos días. El lector número 13 que redactó el informe hizo hincapié en “la visión de Villalonga [en Viatge a Lisboa en 1945] sobre la aridez de Castilla y la tristeza de sus pueblos, comparándoles con la frondosa apariencia de los de Portugal en una excursión a Fátima” y se fijó solo en la pieza Alta i benemèrita Senyora, de la que sugirió eliminar dos fragmentos que ridiculizaban al personaje del General: una réplica suya (“¡Viva Gibraltar español!”) y una acotación sobre su actitud (“El general xiula. Els obrers xiulen el general. Aquest calla, mantenint, però una actitud arrogant”). Sin embargo, el libro se autorizó el 13 de diciembre, sin supresión alguna (cf. Villalonga 1975: 317-118), y, una vez cumplidos los requisitos del depósito previo, se dio vía libre a su distribución el 22 de marzo de 1975.

Censura de las representaciones Muy sencillo resultó el paso por la censura de las dos solicitudes que Ricard Salvat presentó en 1970 para estrenar sendas adaptaciones teatrales de Gabriel Moll de la novela Mort de dama13. La primera, fechada el 15 de mayo, se daría en la Cúpula del Coliseum de Barcelona, sede de la EADAG, en junio, bajo la dirección del propio adaptador

12 A pesar de que, en el expediente, no figuran las galeradas, resulta muy fácil identificar los fragmentos subrayados por el censor: los insultos irónicos de las Voces (“¡Masones! / ¡Judíos! / ¡Comunistas!”) y la burla del Inquisidor (léase jefe político) y sus (viejas) concubinas en La esfinge (Villalonga 1974b: 68 y 69), así como el grito nacionalista del General (“¡Viva Gibraltar español!”) en Alta y benemérita Señora (Villalonga 1974b: 157). 13 El expediente de Mort de Dama conserva las dos versiones en ejemplares mecanografiados de la adaptación de Gabriel Moll, uno de los cuales lleva el sello de la EADAG.

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y con escenografía de Avel·lí Artís-Gener (“Tísner”), escritor republicano que había vuelto del exilio en 1965. La segunda, fechada el 25 de septiembre, estaba destinada a estrenarse en el Teatro Romea de Barcelona por la Compañía Adrià Gual, dirigida por el mismo Salvat. Ambos montajes nacían de la intensa actividad de la EADAG, pero el primero tenía un carácter académico-formativo, mientras que el segundo se ofrecía en régimen comercial por una compañía que aunaba alumnos de la escuela y actores profesionales. La primera solicitud fue resuelta sin problemas el 9 de junio. Los tres censores que realizaron informes sobre la obra, Emilio Aragonés, Pedro Barceló y Francisco Galí, habituales en estas lides, estuvieron de acuerdo en valorar de modo satisfactorio la sátira que Villalonga hacía de la sociedad mallorquina (“entre la aguda ironía y el suave sarcasmo”, según Aragonés; “de gran calidad e intención”, en palabras de Barceló). No obstante, la adaptación teatral mereció tanto elogios (de Galí, quien destacaba la incorporación de personajes y temáticas de otras obras del autor) como objeciones (de Aragonés, que criticaba su narratividad y la caricatura despiadada de la poeta Aina Cohen). En régimen de representación única y con acceso limitado a los asociados, se autorizó sin corte alguno para mayores de 18 años y con reserva del visado del ensayo general, en el que se debía cuidar que la acción transcurriera en la época determinada por la obra14. La segunda solicitud, solventada también sin complicaciones el 6 de octubre, contó con los mismos censores, que añadieron esta vez algunos matices a sus informes sobre la nueva adaptación de Moll. Aragonés definió la pieza como “sátira de la sociedad finisecular mallorquina”, insistió en el cuidado del visado para que se evitara cualquier actualización y advirtió que el cantable que se añadió a la nueva versión, “por su índole pícara” hacía no radiable la obra15. 14 La documentación conservada en el fondo de la Delegación Provincial en Barcelona del MIT confirma los efectos de la censura en este montaje basado en Mort de dama (Arxiu Nacional de Catalunya, ANC1-318-T-823; véase Foguet 2015). 15 Se trataba del cuplé político-picaresco “El liberal”, con letra y música de Joan Suñé, que cantaba Raquel Meller en 1915, en cuyas dos primeras estrofas se hacía referencia a la Primera Guerra Mundial y a la situación social de España:

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Barceló amplió sus elogios a la calidad de la pieza, que calificó como “un retablo, perfectamente documentado y realizado con indudable categoría dramática, de la vida mallorquina de principios de siglo”. Galí se reafirmó en la “excelente calidad literaria” de la obra y, al igual que Aragonés, alertó de los peligros de representar algunas de las “audacias” del autor. Como en el caso anterior, se autorizó para mayores de 18 años, sin supresión alguna, y a reserva del visado general, con la misma condición de cuidar de que la acción se adecuara a la época de la obra16. Por el contrario, la petición para representar Desbarats por el Teatre Experimental Català tuvo que recorrer, en coherencia con los reparos que —como hemos visto— la censura puso a la edición del libro, un laberinto burocrático mucho más intrincado. La solicitud que presentó Josep Maria Minoves Prats el 15 de julio de 1970 no se resolvió

“[...] ¡Gobierno en crisis! / ¡El crimen de Granada! / ¡Los toros de esta tarde! / ¡Un robo en la estación! / Hay una noticia / muy sensacional, / que a todos interesa / y acabará muy mal. / ¿Y saben ustedes lo que dicen? / Que la guerra se complica y que... / ¡El Liberal da información mundial! // Dice El Liberal ahora / que a los ministros hay que ver / para que arreglen las cosas / que ya no podemos comer. / Dicen los unos / que España está tranquila, / que no tengamos miedo; / ¡pero se sube el pan! / Los otros dicen: / ¡La guerra nos conviene! / pero al sonar un tiro / se esconden como un can. / Sólo hay un remedio / en esta situación; / de todas las mujeres / formar un batallón / ¿Y saben ustedes lo que / haríamos todas juntas? / Pues cogeríamos a todos los hombres / y les haríamos, y les haríamos, leer...”. La opción de incorporar un cuplé en el espectáculo era coherente con la trayectoria biográfica del escritor mallorquín, puesto que, durante su época de estudiante de Medicina en Barcelona, el joven Villalonga se interesó por el cuplé catalán y —además de Raquel Meller, a quien incluso dedicó un poema— presenció las actuaciones de Pilar Alonso y Mercè Serós (Pomar 1995: 56 y 80-81). 16 A modo de contraste, sirva señalar que el prólogo de Joan Sales a la cuarta edición de la novela Mort de dama (1965) por el Club dels Novel·Listes fue censurado con ahínco por las alusiones a la Guerra de España (“vingué aquell aiguat que costà un milió de vides” [p. 1]; “Però no tot venia del gran daltabaix” [p. 2]; “Anava a començar el daltabaix que costaria un milió de vides i enverinaria tots els vells malentesos” [p. 32]), suprimidas en la edición (Sales 1965: 8 y 36).

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hasta el 8 de septiembre. La obra contó con varios informes de los censores, que agudizaron su sentido crítico para detectar los aspectos conflictivos. En una primera revisión, con notable sagacidad, María Nieves Sunyer definió Desbarats como una crítica a la burguesía mallorquina a través de una serie de obras cortas con una unidad —sobre todo, en la primera parte—, y dentro del teatro del absurdo, aun cuando tiene alusiones —también en la primera parte— a una situación española de postguerra: Economía en 1940, Viaje a Lisboa en 1945, Viaje a París en 1947, Bromas de La Mancha —el tiempo de los maquis—, A través de La Mancha.

Por lo demás, observó que le planteaba dudas la pieza Hi feren ben aprop “por su posible irreverencia al tratar el tema” —la burocratización de la Iglesia católica y su imaginario, satirizados—, pero reconocía que era “todo tan disparatado” que no le veía peligro alguno. En cuanto a L’Esfinx, previno sobre la necesidad de tener cuidado con “los uniformes y las situaciones” que fueran del país —“una isla griega” (sic)— al que se refería el autor17. Por ello, Sunyer exigía el “riguroso visado de ensayo general por el vestuario”, en especial en dos escenas de Viatge a París en 1947, en las cuales aparecían, desnudas, una bailarina en un cabaret de lesbianas y, en sueños, una “belle fille de Montmartre” en un hotel, respectivamente (Villalonga 1965: 97 y 107)18. Sunyer también señaló tres supresiones más de cariz político: el “¡Viva Franco!” de Economia en 1940, la alusión a la matanza de “rojos” durante la guerra en A través de La Manxa y la referencia al “separatismo” en Hi feren ben aprop (Villalonga 1965: 56, 149 y 167). A su vez, el padre Artola se unió al criterio de sus

17 La acotación inicial del acto I señalaba que la acción tenía lugar en 1980 en una isla del Mediterráneo, casi una isla griega, alusión indirecta, eufemística a Mallorca. En realidad, como reconocía Villalonga, L’Esfinx se inspiraba en el elegante café Rond Point de París (Villalonga y Porcel 2011: 231). 18 En su correspondencia privada, Villalonga (2006: 93) admitía que Viatge a París en 1947 resultaba “un poco indecente o inmoral, según para quien, pero no creo que traspase la medida. En definitiva, yo me absuelvo”.

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colegas y opinó que el fragmento de Hi feren ben aprop “dentro de sus rasgos irreverentes podría autorizarse”, pues se prestaba a una “cierta ironía”. Asimismo, algunas de las piezas de Desbarats fueron analizadas de modo particular por el censor Francisco Galí, quien —además de estimar que estaban muy bien escritas— no tuvo nada que objetar a Sa marquesa se disposa a anar a-n’es teatro (“un juego para que se ponga de manifiesto la veleidad, la frivolidad, de una sociedad cultivada en extremo y decadente”), Sa venguda de s’Infanta (“un juego para criticar a una sociedad refinada y decadente a la que el autor trata a la vez con cariño y dureza”) y Festa Major (“este disparate está servido por un diálogo inteligente, absurdo a veces, otras poético, siempre dando en el clavo. No ocurre nada y ocurre todo. Gracioso, crítico: estampa logradísima de una sociedad que desaparece”). Por otra parte, como habían ya apuntado Sunyer y Artola, Antonio de Zubiaurre también adjetivó de problemática la representación de Hi feren ben aprop hasta el punto de proponer su prohibición. En contrapartida, en una ampliación del informe, Aragonés, que como Sunyer defendía eliminar el “¡Viva Franco!” de Economía en 1940, apostó por una solución más salomónica: Satírico humor, suavizado por mediterráneas ironías. Las referencias a maquis en La Mancha, al Movimiento, a sus arribistas, a la guerra y al separatismo idiomático, impondrían múltiples cortes para 18. Como es penoso cortar nada en texto de tal calidad, prefiero dejarlo para Cámara, sin cortes. En lo que respecta a la pieza Hi feren ben aprop, es cuestión de suprimirla entera o íntegramente respetarla. Aquí se caricaturiza al mismo San Pedro. Me remito al juicio de algún ponente eclesiástico. A mí, particularmente, me ha divertido mucho, hasta en el detalle final de que al cura frívolo lo manden al Limbo.

El dictamen acordado por la Junta de Censura Teatral autorizó, el 8 de septiembre de 1970, la representación únicamente para sesiones de cámara con la supresión propuesta por Sunyer y Aragonés a Economía en 1940 (“¡Viva Franco!”) y a reserva de visado del ensayo general, en el que debía vigilarse la representación de la pieza Hi

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feren ben aprop19. Finalmente, en el espectáculo del Romea estrenado el 1 de octubre de 1970 y dirigido por Codina se puso en escena solo una selección de cuatro Desbarats villalonguianos: Sa marquesa se disposa a anar a-n’es teatro, Hi feren ben aprop, Festa Major y Alta i benemèrita Senyora. En el programa de mano, Vidal Alcover destacaba la faceta de dramaturgo de Villalonga y enjuiciaba su teatro en estos términos, más bien hiperbólicos: “respon a les exigències més elementals del teatre vàlid: és entenent, poètic, actual, serveix la veu i la problemàtica del nostre temps, diverteix, entretén, i és, alhora, audaç i respectuós”20.

Censura preventiva En la entrevista que publicó Primer Acto para acompañar la edición de tres de sus disbarats, Villalonga confesó que se consideraba “un autor teatral fracasado de antemano” y añadió que “no hay teatro sin

19 La documentación conservada en el fondo de la Delegación Provincial en Barcelona del MIT corrobora también los términos de la censura de este montaje de Desbarats (Arxiu Nacional de Catalunya, ANC1-318-T-789). Este fondo da cuenta además de la prohibición de Hi feren ben aprop, que el grupo de teatro aficionado Xaloc del Casal Mutualista de Barcelona quiso representar en 1971, porque, pese a que Desbarats ya había pasado por censura, se reparaba que el contenido de esta pieza no podía autorizarse aisladamente, separada del conjunto (ANC1-318-T-790). Una excusa, sin duda, de mal pagador que certifica las prevenciones que despertaba Hi feren ben aprop. Sin embargo, en 1969, la versión en castellano de José Monleón de la misma obra, Estuvieron muy cerca, había sido autorizada con supresiones para que el grupo de teatro de la Obra Sindical Educación y Descanso de Almería pudiera representarla en el Concurso Provincial de Teatro. 20 Programa de Desbarats (Romea, 1-4 de octubre de 1970), conservado en el MAE. Institut del Teatre, Fondo Josep Anton Codina. Consignemos por lo demás que el expediente de censura contiene una copia mecanografiada de los textos que escribió Jaume Vidal Alcover, prologuista de Desbarats (1965), para que sirvieran de introducción y enlace de tres piezas: Sa Marquesa se disposa a anar a-n’es teatro, Sa venguda de s’Infanta y Festa Major (Rosselló 1999: 186; Foguet 2021).

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un público idóneo” (Adrover 1969: 24)21. Pocos años más tarde, en la interviú que le intentó realizar Antonio Beneyto para su libro Censura y política en los escritores españoles (1975), Villalonga se negó en redondo a hablar de la temática del libro y, cauto e irónico, escéptico y un punto cínico, desvió sin miramientos las preguntas sobre la censura o sobre su posición política, mal que se adscribió genéricamente y todavía con reservas al liberalismo: “Yo me eduqué en la época liberal. Ningún despotismo me haría gracia, y menos aún, el ilustrado” (Beneyto 1975: 58; véase Puimedon 1994: 149-150). Entre la agresión y la elegía, entre la ironía y la resignación, como diría Joan Fuster (1972: 272; 1997: 325), el teatro de Villalonga evocaba un mundo en decadencia que agonizaba a marchas forzadas en los años sesenta. En su caso, la censura franquista actuó de forma más bien preventiva hacia ciertas desfachateces o extravagancias irreverentes de cariz político, moral o religioso que importunaban a los veladores del orden y la moral oficiales. Sea en formas de corte clásico o más o menos vanguardista (Vidal 1980; Benet 1992; Simbor 1993; Rosselló 1999), su dramaturgia no fue tan censurada como la de otros autores catalanes, inequívocamente antifranquistas, como Joan Oliver, Manuel de Pedrolo, Maria Aurèlia Capmany o Josep Maria Benet i Jornet (Feldman y Foguet 2016). De hecho, las piezas de Villalonga más reprobadas por la censura fueron los Desbarats porque, a pesar de su carácter lúdico y desenfadado, estaban salpicadas de referencias críticas —desde una visión aristocratizante, mundana y conservadora— al régimen franquista y a la situación social de la inmediata posguerra española.

Bibliografía Adrover, Jaime (1969): “Entrevista con L. Villalonga”, Primer Acto, 10 (julio), pp. 22-24. 21 En Falses memòries de Salvador Orlan, expone una idea similar: “Sense un públic culte no hi pot haver art. Això es veu clarament en el teatre: no és el cine qui l’ha mort, sinó uns espectadors incapaços de comprendre el somriure de Celimène, i això que Molière no era precisament molt complicat” (Villalonga 1967: 230).

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AGA, expediente de censura de Faust, caja (03)050.000, exp. 21/10779. AGA, expediente de censura de Cock-tail a un vell palau, caja (03)050.000, exp. 21/11001. AGA, expediente de censura de Aquil·les o l’impossible, caja (03)050.000, exp. 21/14811. AGA, expediente de censura de Desbarats, caja (03)050.000, exp. 21/15838. AGA, expediente de censura de Despropósitos 1 y 2, caja (03)050.000, exp. 73/3989. AGA, expediente de censura de La marquesa de Pax i altres disbarats, caja (03)050.000, exp. 73/04502. AGA, expediente de censura de Mort de Dama, caja (03)046.000, exp. 73/09780. AGA, expediente de censura de Desbarats, caja (03)046.000, exp. 73/09791. Benet i Jornet, Josep M. (1992): “Sobre Llorenç Villalonga”, en Malícia del text. Barcelona: Curial, pp. 70-100. Beneyto, Antonio (1975): Censura y política en los escritores españoles. Barcelona: Euros. Bennasar, Sebastià (2016): El TEC. Teatre Experimental Català segons Vicenç Olivares. Barcelona: Meteora. Capellà, Llorenç (2019): A sol post. Vida i compromís en temps de guerra i postguerra. Mallorca i Catalunya (1936-1962). Palma: Lleonard Muntaner. Coca, Jordi (1978): L’Agrupació Dramàtica de Barcelona. Intent de teatre nacional català (1955-1963). Barcelona: Publicacions de l’Institut del Teatre. Feldman, Sharon y Foguet, Francesc (2016): Els límits del silenci. La censura del teatre català durant el franquisme. Barcelona: Publicacions de l’Abadia de Montserrat. Foguet i Boreu, Francesc (2015): “El teatro catalán y la censura franquista. Una muestra de los criterios de censura de textos destinados a la representación (1966-1977)”, Represura, 1, pp. 184-215. — (2021): “Pròleg teatral a Desbarats (1970)”, Serra d’Or, 734, pp. 35-38.

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La censura anula toda identidad: Diálogos de la herejía y Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas de Agustín Gómez-Arcos Giuseppina Notaro Università degli Studi di Napoli “L’Orientale”

La limitación de la libertad de expresión por parte del poder del Estado al controlar y manipular la difusión de noticias, la publicación de periódicos, revistas y libros, o cualquier tipo de expresión cultural y artística conlleva el ejercicio de una censura institucional para evitar que se manifiesten opiniones contrarias a sus intereses. La censura es ejercida supervisando todo lo relacionado con la labor periodística y las distintas manifestaciones culturales, con el objetivo final de imponer una ideología determinada y subyugar a la población mediante el abuso sistemático de la autoridad y la limitación de sus derechos. Las consecuencias de la censura son múltiples: condiciona la formación de

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los ciudadanos, limita el desarrollo pleno de sus capacidades y activa en ellos el mecanismo de la autocensura. Desde la época de la Inquisición, cuando se reprime de manera brutal todo lo que no concuerde con los intereses de la Iglesia católica y el poder de la monarquía, se han conocido en España diferentes formas de censura, hasta llegar a la época del régimen totalitario de Francisco Franco, cuando esta se reproduce con un modelo que defiende los intereses de la Iglesia y el poder oligárquico. Nace, de hecho, un aparato represivo que tiene como objetivo la destrucción absoluta del trabajo cultural forjado durante el periodo republicano, así como la custodia de la integridad ideológica de un Estado de corte fascista y reaccionario1. La censura es, según la definición de María del Camino Gutiérrez Lanza, “uno de los muchos procedimientos de control de la información que intervienen para conseguir que la autoridad ejerza el derecho autoconcedido de prohibir la publicación escrita, hablada, visual o artística” (1997: 283). Literatura, radio, cine y televisión, música y espectáculos públicos sufrieron los rigores de la censura franquista. En particular, la historia del teatro español del siglo xx, desde el final de la Guerra Civil hasta, al menos, finales de la década de los setenta, se vio marcada por un sistema de control sobre todo tipo de representación. Las compañías de teatro debían presentar las piezas que querían estrenar en la Junta de Censura de Obras Teatrales y este organismo podía cambiar frases, escenas completas o prohibir las obras en su totalidad, además de alterar detalles de la escenografía, del vestuario o de la música. Buero Vallejo, Alfonso Sastre y otros autores —Arrabal, Lauro Olmo o Carlos Muñiz, por ejemplo—, tuvieron muchas dificultades para representar sus obras. Como afirma Raquel Merino Álvarez a este propósito: La censura franquista, en lo relativo a la cultura y por tanto en todo lo relacionado con manifestaciones dramáticas como el teatro, se materiali-

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Para un estudio de la censura en España bajo la dictadura franquista se pueden consultar, entre otros, Abellán 1980, Santos Sánchez 2013, Lamo Feli­ces 2005.

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zó como estructura burocrática que obligaba a filtrar y depurar las obras destinadas a todo tipo de público. Este filtro, previo a la autorización, se aplicó de un modo metódico, dejando en consecuencia abundantes rastros de lo que fue el devenir cultural de buena parte del siglo pasado (2016: 303).

El teatro fue uno de los ámbitos más perseguidos por los censores franquistas porque el hecho de dirigirse a un público colectivo incrementaba un potencial subversivo. Los censores temían que las representaciones de ciertas obras acabaran convirtiéndose en reuniones políticas y peligrosas. Por eso, los textos dramáticos fueron controlados sistemáticamente y no solo se censuraron los temas relacionados con la política y la religión, sino también con la moral y con el sexo. A pesar de todo, los autores de obras teatrales se valieron de diferentes medios para que sus obras no fueran prohibidas: muchas veces utilizaban metáforas, alegorías e ironía en sus textos para que los censores no reconociesen el verdadero mensaje y la crítica que escondían aquellas palabras. Incluso uno de los galardones más importantes del teatro español, el Premio Lope de Vega, creado en 1932 por el Ayuntamiento de Madrid, sufre las consecuencias de la censura franquista, que se manifiesta en la falta de convocatoria desde 1935 hasta 1947 o en el hecho de que en algunas ocasiones resultó desierto (desde 1959 hasta 1966, con la única excepción de 1963, cuando ganó Adolfo Prego de Oliver con Epitafio para un soñador). Esta situación de control de la escritura de las obras y su representación hace que muchos escritores elijan alejarse de su patria, para ser libres de expresar sus ideas en los textos literarios: se produce así el exilio de la mayoría de los intelectuales y artistas que habían defendido la República. Nace una literatura del exterior, una “España peregrina”, como la llamó José Bergamín, poco o nada conocida en la patria de origen, porque las obras de estos intelectuales quedaron inéditas para el público del país, lejanas y extrañas para los lectores de la madre patria, así que a la experiencia personal se unía la del destierro cultural que determinaba que su obra fuese conocida a destiempo y mal. Estos autores fueron extrañados de una realidad que aprendió a vivir haciéndolos prescindibles.

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Entre los autores que participaron de este destierro cultural está Agustín Gómez-Arcos, que forma parte del grupo de intelectuales que se alejó de su patria en un segundo momento del exilio, es decir, no el de la inmediata posguerra, sino el de los años 60. Agustín Gómez-Arcos2 nace en Enix (Almería) en 1933, último de siete hermanos en una familia que sufre duramente la represión y el aislamiento social por su condición de “rojos”. Cursa el bachillerato en la ciudad de Almería, donde, gracias a su profesora Celia Viñas, poeta y escritora, empieza a amar la creación literaria en un ambiente de profundo espíritu de libertad, emanado de los ideales de la Institución Libre de Enseñanza. En 1953 se traslada a Barcelona, donde inicia los estudios de Derecho, para pronto abandonarlos. Tres años después, se muda a Madrid para concentrarse en la producción dramática. Aborda todos los géneros literarios, publicando en 1956 su primer libro de poemas, Ocasión de paganismo, pero es en el teatro donde al principio de su trayectoria literaria encuentra el vehículo de expresión de su contestación social y su rebeldía frente al régimen que atenaza España. En 1960 consigue el primer premio en el Festival Nacional de Teatro Nuevo con su farsa Elecciones generales. Sin embargo, la censura franquista le retira el premio y prohíbe su representación. En 1962 se le otorga el Premio Lope de Vega por la obra Diálogos de la herejía, premio que es anulado posteriormente y cuya puesta en escena se censura. Nuevamente en 1966 con la pieza teatral Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas queda en segunda posición en el Lope de Vega, mientras que el galardón es declarado desierto. Al no recibir ninguno de los premios y anularse consecutivamente los estrenos de sus obras y, viviendo en el ambiente asfixiante de aquellos años en Madrid, decide autoexiliarse ese mismo año, en primer lugar en Londres y finalmente en París. Este “último exiliado”, como lo define Eva Díaz Pérez en un artículo aparecido en El Mundo (2012), se instala desde 1968 en la capital francesa, donde cambia el rumbo de su vida de escritor con una doble

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Sobre la vida y la obra de Agustín Gómez Arcos se pueden consultar Notaro (2010); Alacid García (2016); Núñez (1999); Feldman (2002).

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ruptura: decide cambiar el género literario al que se dedica y al mismo tiempo la lengua de creación3. El escritor consigue que el forzado alejamiento del país no represente un tiempo estéril y, para volver a sentirse libre y completamente dueño de su escritura, para escapar del silencio en el que tenía que estar encerrado en su país, busca una nueva identidad, diferente de la anterior, esta vez independiente y emancipada: pasa así de dramaturgo en castellano a novelista en francés. En Francia, de hecho, publica desde 1975 hasta 1995, 14 novelas (dos de las cuales son autotraducidas al español) y escribe otras dos novelas inéditas en 1996 y 19974. Desde el punto de vista del estilo, no se encuentran muchas diferencias en el pasaje del género teatral al novelístico; de hecho, a este propósito, Sharon Feldman afirma: Desde un punto de vista estructural y temático, sus novelas están estrechamente alineadas con su teatro. En efecto, escribe obras narrativas muy teatrales en las que el diálogo cumple una función clave y los per-

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Sharon G. Feldman divide el recorrido biográfico del escritor en cuatro etapas, marcadas por los cambios de residencia, género literario e idioma: la primera desde 1955 hasta 1966, en España, en la que se dedica al teatro, en castellano; la segunda desde 1968 hasta 1975, en Francia, donde sigue dedicándose al teatro, pero empieza a utilizar, junto al castellano, el francés como lengua de creación; la tercera desde 1975 hasta 1991, en Francia, cuando empieza a escribir novelas, en francés; la cuarta y última, desde 1991 hasta 1998, entre España, donde vuelve en diferentes ocasiones, y Francia, dedicándose a la novela y al teatro, con obras en ambas lenguas (Feldman 2002: 18). Las novelas publicadas por Gómez-Arcos son: L’Agneau carnivore (Paris: Stock, 1975), Prix Hermès 1975; María República (Paris: Stock, 1976); Ana non (Paris: Stock, 1977), Prix du Livre Inter 1978 y Prix Roland-Dorgelès 1979; Scène de chasse (furtive) (Paris: Stock, 1978); Pré-papa ou Roman de fées (Paris: Stock, 1979); L’Enfant miraculée (Paris: Fayard, 1981); L’Enfant pain (Paris: Seuil, 1983); Un oiseau brûlé vif (Paris: Seuil, 1984), autotraducido al español con el título de Un pájaro quemado vivo (Barcelona: Debate, 1986); Bestiaire (Paris: Préaux-Clercs, 1986); L’Homme à genoux (Paris: Julliard, 1989); L’Aveuglon (Paris: Stock, 1990), Grand Prix du Levant 1990 por el conjunto de su obra, autotraducida al español con el título de Marruecos (Madrid: Mondadori, 1991); Mère Justice (Paris: Stock, 1992); La Femme d’emprunt (Paris: Stock, 1993); L’Ange de chair (Paris: Stock, 1995). Las obras inéditas son Predateurs d’enfance (1996) y Feu gran père (1997).

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sonajes a menudo crean sus propias puestas en escena metaliterarias que desdibujan los límites entre realidad y ficción. [...] Cuando se le pregunta por esta relación entre teatro y narrativa, Gómez-Arcos responde que la teatralidad de sus novelas deriva de lo que él percibe como una fusión de las ideas de los grupos de espectadores y de lectores (2002: 25).

El mismo autor apoya esta idea de similitud entre teatro y narrativa, casi como si hubiera seguido una trayectoria lineal de su producción literaria, una normal evolución de su ser escritor, sobre todo con respecto al destinatario de la obra: “Para mí el lector de la novela se confunde sistemáticamente con el público del teatro. Entonces, cuando escribo novelas, no hago una distinción entre el público de teatro y el lector de novela. Para mí es el mismo interlocutor, y entonces, lo que me gusta es valerme de las dos posibilidades, en la novela específicamente [...] para que el lector entre como en un espectáculo” (Feldman 2002: 25). Por consiguiente, el cambio de género representa un momento muy doloroso para Gómez-Arcos, quien deja su primer amor literario para dedicarse a otro tipo de literatura, que le permite expresarse libremente y afirmar su identidad como autor español en tierra francesa5. Agustín Gómez-Arcos no logra volver a vivir en su patria, lo que representará siempre una obsesión para él, una constante agonía, que crea un debate ambiguo entre amor y odio, de dependencia y rechazo, como se puede percibir en sus obras y en los temas que trata en ellas. Muere lejos de España, en París, en 1998. Como se ha dicho anteriormente, el momento más difícil de su vida surge con la elección del destierro, en el momento en el que se da cuenta de que no puede seguir viviendo bajo los dictámenes de un régimen que le impide expresarse libremente y hablar de temas que el

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Agustín Gómez-Arcos escribe obras teatrales también en Francia, después de su dedicación a la novela. Todas las piezas escritas por el autor son: Doña Frivolidad (1955), Elecciones generales (1960), Diálogos de la herejía (1964), Los gatos (1965), Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas (1966), Et si on aboyait 1969), estrenada en Francia, Pre-papa (1969), estrenada en Francia, e Interview de Mrs. Muerta Smith por sus fantasmas (1972), estrenada en España en 1991.

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poder no admite. La libertad, desde su infancia, es el valor más importante y no puede aceptar que sea aniquilada. Gracias al francés vuelve a ser un hombre libre y en una entrevista con Karl Kohut afirma: “C’est quoi, pour moi, la langue française? C’est très simple : c’est la liberté d’expression, par rapport à la publication et par rapport, aussi, à la nature de la langue française, c’est-à-dire qu’il n’y a pas, pour moi, des interdits dans la langue française, tandis que dans la langue espagnole, il y en a beaucoup” (1983: 184). Hablando de su experiencia de dramaturgo en su patria, además, el escritor dice: “El teatro en España fue para mí una especie de infierno que no quiero volver a vivir, aunque esté viviendo en otro infierno aquí [París], pero aquél no quiero volver a padecerlo” (Romero 1972: 3-4). En efecto, como se ha dicho anteriormente, Gómez-Arcos tuvo que sufrir dos censuras evidentes de sus obras teatrales, ambas presentadas al Premio Lope de Vega: Diálogos de la herejía, en 1961, y Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas, en 1966. A propósito de la censura, el autor confiesa: La censura, por su parte es uno de los más atroces cautiverios. […]. Para el que ama la libertad de expresión, una de las pocas salidas que existe es capear el temporal con el riesgo de autocensurarse; otra adquirir un nuevo instrumento de comunicación. La segunda lengua es este instrumento. La segunda lengua te infunde fuerza para gritar aquello que la lengua materna te prohíbe. […] El día en que la lengua francesa puso a mi alcance esta posibilidad fue sin duda el día más pleno de mi vida. Ese día comprendí que nadie en mi propio país, ninguna institución, tendría nunca más el poder de hacerme callar (Gómez-Arcos 1992: 162).

Gómez-Arcos no sabe y no puede callar, pero se encuentra en una situación en la que debe hacerlo necesariamente, ya que tiene que dejar su pluma y obedecer a las órdenes del gobierno franquista. Así, para Diálogos de la herejía, en 1961, el jurado del Premio Lope de Vega —formado por Antonio Navarro Sanjurjo (Ayuntamiento), Joaquín Calvo Sotelo (RAE), Arcadio Baquero Goyanes (Prensa), Nicolás González Ruiz (Ministerio de Información y Turismo), José María de Arozamena (Sociedad General de Autores y Editores) y Conrado

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Blanco (Sindicato)— le concedió el primer premio, pero recibió de manera sucesiva múltiples presiones gubernamentales para retirárselo, al tiempo que se prohibía la representación de la obra. Como consolación, se abonó al autor el montante del premio. La prensa no informó acerca de todo lo sucedido, así que todo quedó entre bastidores: como se puede imaginar, el motivo de todo ello se encuentra en el argumento de la pieza, repleto de referencias sexuales y de críticas a la moral y a la religión. Una versión de la obra, mutilada por la censura, fue estrenada en el Teatro Reina Victoria en 1964 y editada en el número 54 de la revista Primer Acto aquel mismo año. En 2002 se publica una segunda versión, a cargo de Gregorio Torres Nebrera y Víctor García Ruiz, con prólogo de Manuel Aznar Soler (García Ruiz y Torres Nebrera 2002), que toma como texto de referencia el anterior y que sigue en su mayor parte la versión original. El autor afirma en una entrevista, a propósito de esta versión: “Así es que en mi casa, en algún sitio, tengo un texto trabajado que es el que considero definitivo, no el que se publicó en Primer Acto, que es un texto que está bien, pero yo he hecho después un trabajo más sólido, más eficaz sobre ese texto. Y creo que si alguna vez se estrenara este texto, el nuevo trabajo que he hecho sobre el texto, lo titularé Crónica de una herejía” (Feldman 2002: 179). Julio Enrique Checa, que estuvo a cargo de la última edición de la obra, junto a otras presentadas al Premio Lope de Vega, resume así la trama de la pieza en cuestión: Recrea la llegada a un pueblo extremeño de un personaje celestinesco, Madre Asunta, acompañada de un falso peregrino, y ambos se aprovechan por medios característicos de la picaresca, la frustración e insatisfacción de las mujeres de una comarca despoblada de hombres a finales del siglo xvi a causa de las guerras y de la marcha a Indias. Esa situación afecta a las mujeres de toda condición social, desde las más pobres, representadas por un trío de mujeres, hasta las de más alta alcurnia, como es Doña Tristeza de Arcos, señora del lugar. Movida por la frustración y por la curiosidad, la dama manifiesta su deseo de conocer al Peregrino y, aparentemente seducida por éste, queda embarazada tras un primer encuentro sexual. A partir de este momento, Tristeza rechaza cualquier aproximación física de Peregrino aduciendo que el Espíritu Santo ha tomado su cuerpo como

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templo y que dará a luz al nuevo Hijo de Dios. Esta afirmación, llegada a oídos de la Inquisición, dará lugar a un juicio que culminará con la tortura y ejecución de Madre Asunta, el Peregrino y la propia Tristeza de Arcos (Checa 2006a: 45).

Es patente en la obra la actitud rebelde del dramaturgo frente al statu quo español, que denuncia, con la representación de hechos sucedidos en un pasado lejano, la degradación de la Iglesia, a través de los personajes del Peregrino y Madre Asunta, y al mismo tiempo la situación trágica y dolorosa de las mujeres víctimas del exilio de sus maridos, solas y sin amor, como Tristeza de Arcos, que sufre de soledad, a la espera de la vuelta de su esposo, que la ha dejado sola y, sobre todo, sin hijos. Aparentemente, la obra se cierra con el castigo definitivo de los herejes, condenados según la tradición ética y social de la época en la que está ambientada, en cuanto enemigos de la religión y de la fe; pero en una de las últimas acotaciones, referida al personaje del Inquisidor, que ha intentado hasta el último momento convencer a Doña Tristeza de que se arrepienta, se lee: “Mira hacia arriba, hacia el Crucifijo; la capucha del hábito resbala hacia su espalda, descubriendo la cabeza del Peregrino, es decir del mismo actor que interpreta el personaje del alumbrado. Este efecto escénico debe ser lo más simple posible: como una moneda que tuviera las dos caras idénticas” (Gómez-Arcos 2006a: 178). Las últimas palabras de la obra, pronunciadas por el Inquisidor, que ha resultado ser “otra cara del Peregrino”, son de acusación contra Jesús, por el dolor, la sangre y las muertes que costarán todavía su dolor, su sangre y su muerte, y cierra diciendo “Si mi lengua fuera libre… te acusaría de asesino. Alguien lo hará… algún día” (GómezArcos 2006a: 178). Como se puede imaginar, esta versión es completamente diferente de la versión censurada de 1964, donde no se hace referencia a la duplicidad del personaje del Peregrino y del Inquisidor, y tampoco a la falta de libertad, a la imposibilidad de hablar. Una acusación parecida no podía ser aceptada bajo ningún concepto por una dictadura que tenía entre sus valores más importantes la religión católica. Pero la “lengua” no era libre, y la versión fue censurada y al autor no le fue permitido ganar el Premio Lope de Vega.

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La gota que colmó el vaso e hizo que Gómez-Arcos se rindiera a la evidencia de que el franquismo nunca le permitiría expresarse libremente fue la negativa a que se representara también Queridos míos, es preciso contaros ciertas cosas, en 1966, pese a que la obra hubiera obtenido el segundo puesto en el Premio Lope de Vega. El primero fue declarado desierto, lo que en realidad significaba que el jurado apostaba por la calidad literaria de la obra, pero que se negaba a asumir las consecuencias políticas de la representación que, según las bases del premio, hubiera implicado el primer puesto. En esta pieza los temas de la censura y el exilio se entrelazan de tal manera que parecen presagiar la elección inminente de su autor de marchar al destierro: de hecho, después de recibir el galardón, el autor invierte las ganancias en un billete de avión con el que empieza su alejamiento voluntario de España. Vivir en el exilio y su condición de exiliado harán de su teatro una palabra viva, con una misión concreta, perturbadora, de denuncia. En diciembre de 1994, Gómez-Arcos fue testigo del tan retrasado estreno en el Teatro María Guerrero de Madrid de Queridos míos…, veintiocho años después del Premio Lope de Vega. También en el caso de esta obra la dictadura y la falta de libertad se tematizan a través de metáforas, alegorías y referencias: la historia se desarrolla en “diversos lugares y diversas épocas” como señala el autor al principio de la pieza (Gómez-Arcos 2006b: 149), así que el escenario representa durante toda la pieza varios sitios y los personajes van vestidos, adornados y peinados según la época cronológica en la que viven en cada momento. Una colonia española de ultramar en el siglo xvii, una ciudad provinciana de la primera mitad del siglo xix, la Alemania nazi, 1966, la Castilla de la Alta Edad Media: en todos estos escenarios se mueven algunos personajes, entre los que se encuentra la adivina Casandra, que es denunciada por la aristocracia y el poder que representan la Duquesa y el Gobernador y se ve traicionada por su único amigo, el Feriante, que saca provecho de sus dotes predictivas. La oposición entre estos personajes se basa en la verdad, en las diferentes versiones de los hechos contados: la versión de la Duquesa siempre es distinta de los acontecimientos realmente acaecidos, como si la historia oficial no fuese rígida y se pudiera cambiar a gusto del

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poder por mero capricho o conveniencia. Afirma Pedro Ojeda Escudero, que editó la obra en 2006: Este juego de contradicciones o de ampliaciones y modificaciones de la Historia se mantiene a lo largo de toda la obra, puesto que la intención de la cultura oficial representada aquí por la Duquesa es precisamente producir una verdad adaptable a las circunstancias pero que sea aceptada sin mayores razonamientos a pesar de contener rasgos absurdos […] Aquellos que, como Casandra, levanten su voz para chocar contra esta versión oficial serán acallados de una u otra manera (2006b: 41).

Casandra, que está condenada a sufrir en todas las épocas de la historia, es encarcelada y se niega a conseguir la libertad a cambio de su silencio; por consiguiente, el Gobernador decide exiliarla para alejar el peligro que representa su amor a la verdad y, al final de la obra, al no lograr enmudecerla con la lejanía, decide erradicar el problema de manera violenta, para lo que ordena al Feriante que le ampute la lengua. En el personaje de esta mujer se encuentra, evidentemente, la proyección del escritor, que con mucha probabilidad ya había decidido marcharse al exilio. En la escena novena de la pieza, a través las palabras del Feriante, Gómez-Arcos denuncia la censura franquista y toda la situación política española: La cárcel puede ser duradera, pero no es el mejor remedio. La muerte es una solución rápida y eficaz. A los muertos se les entierra y en paz. Durante algún tiempo se habla de ellos apasionadamente, luego se les convierte en mitos —nadie recuerda ya con exactitud su rostro ni sus palabras— después se les olvida. Una dorada nube en el laberinto de la memoria. Los exiliados son gallos con el pico cortado. Cuando sus cacareos llegan hasta nosotros, a través de la distancia, son ya voces viejas, que hablan de cosas viejas. Carecen de actualidad. Desentonan. Y aunque pudieran escarbar un poco en las heridas, hay una primera solución: se censura la prensa extranjera, las publicaciones extranjeras. El exilio es el silencio (Gómez-Arcos 2006b: 193).

Los temas de la censura y del exilio se entrelazan continuamente en la producción literaria de este escritor, representados a través del bi-

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lingüismo, que pasa a formar parte de su identidad desde el momento en que tiene que alejarse de su patria; un bilingüismo que es un “puro acto de rebelión, un salto en el vacío”, un medio para ser libre y evitar la censura y, al mismo tiempo, “el acto de rebeldía más excitante”. “La censura crea el exilio, el exilio crea el bilingüismo y el bilingüismo, libertad de expresión” (Gómez-Arcos 1992: 160), afirma el escritor, que ha podido evitar su muerte literaria gracias a la difícil elección de una nueva identidad, lejos de su país y de su lengua: “Sigo sin ser publicado en España. Cierto. Mi voz les es insoportable, o quizás sólo indiferente. Pero se me lee en el mundo, en idiomas muy diversos. Mi convicción profunda es que, por las razones arriba indicadas, continuaría mudo, enmudecido, si no fuese bilingüe” (Gómez-Arcos 1992: 162). Antes de salir físicamente al exilio, Gómez-Arcos vive un exilio en su propia patria, un exilio interior, que no le permite ser libre ni sentirse aceptado por su país y sus compatriotas: como su adivina Casandra, no quiere callar y sigue luchando para que la verdad aflore siempre. Una vez que se da cuenta de que no puede hacer nada más, no quiere manchar su voz, ni autocensurarse, no quiere perder su identidad, que la censura había anulado hasta entonces, y prefiere liberarse del discurso dominante apostando por el exilio.

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El teatro no profesional frente a la censura franquista: el caso del grupo Pequeño Teatro Dido Maša Kmet Universidad Complutense de Madrid

Introducción Durante cuatro décadas, desde el principio de la dictadura franquista y hasta los años 1977/1978, todas las artes estuvieron sometidas a la inspección de la censura. El cine y el teatro eran las dos disciplinas artísticas más perseguidas por los censores, debido a su contacto más cercano con el público. Los espectáculos teatrales representaban una amenaza aún mayor que las obras cinematográficas, debido a que los censores temían que una obra de teatro se convirtiera en un discurso contra el sistema. Por lo tanto, todas las compañías teatrales se vieron obligadas a mandar sus textos a la Junta de Censura de Obras Teatrales y pedir la autorización para cualquier obra que quisieran representar. No obstante, de entre todos los grupos de teatro los que más afectados resultaron por la implementación de la censura fueron los grupos no profesionales.

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La censura franquista es un tema ampliamente explorado por numerosos historiadores y filólogos, entre los que investigadores como Berta Muñoz Cáliz o Juan Antonio Hormigón realizaron un análisis detallado, dedicado específicamente al teatro durante la dictadura y los efectos de la censura sobre los grupos teatrales en España. Dichos autores nos serán de apoyo para la introducción sobre el teatro no profesional y el funcionamiento del sistema de censura, que a su vez nos servirá como base para explorar el grupo independiente Pequeño Teatro Dido y las influencias que la censura tuvo sobre su actividad teatral. Tomaremos dicho grupo como ejemplo para observar cómo el órgano de censura condicionó no solo el trabajo artístico de las agrupaciones no profesionales desde un punto de vista textual y performativo, sino también económico, impidiendo en muchas ocasiones la actividad de estas entidades, lo que tuvo también un gran impacto en el desarrollo del teatro en general en el ámbito español.

Teatros independientes y teatros de cámara El teatro no profesional representaba a mediados del siglo xx una parte importante del sector teatral en España y aún más en la capital y otras grandes ciudades, que contaban con una nutrida vida teatral. Las obras montadas por no profesionales, o en muchos casos incluso estudiantes, ofrecían un claro contraste con los teatros comerciales. De este modo surgieron numerosos grupos que se identificaban con varios conceptos como teatro de cámara y ensayo, teatro independiente, teatro universitario, teatro experimental y teatro íntimo, entre otros. Todos estos conceptos presentan aspectos comunes y a veces resulta difícil encontrar diferencias significativas entre ellos. El grupo Pequeño Teatro Dido, cuyas representaciones censuradas nos servirán para ilustrar los efectos de la censura en los grupos no profesionales, se puede clasificar como teatro de cámara. No obstante, cuando el grupo estuvo activo, las diferencias entre estos conceptos estaban aún menos definidas que en la actualidad, por lo que ellos mismos a veces se definían como un grupo de cámara y ensayo y, en otras ocasiones, como teatro independiente o incluso como una compañía experimental. Por

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lo tanto, cabe hacer una breve introducción sobre el teatro de cámara y ensayo y el teatro independiente, para ayudar al lector a distinguir entre ambos tipos. Es necesario hacer hincapié en que los propios grupos tenían visiones distintas de estos conceptos, que además fueron evolucionando a lo largo de la segunda mitad del siglo xx. Para el grupo Los Goliardos, por ejemplo, era imprescindible destacar la distinción entre el teatro profesional y el comercial, ya que ellos no se consideraban un grupo no profesional, sino que declaraban claramente que “el Teatro Independiente es una nueva forma de profesionalismo” (en Fernández Torres 1987: 83), pero sí que se diferenciaban de la actividad teatral comercial. Insisten además en la discrepancia entre el teatro independiente y el teatro de cámara o los grupos universitarios, ya que, en su opinión, los grupos independientes no sirven como “trampolín, ni palanca, ni escalón intermedio que lleve al teatro comercial” (en Fernández Torres 1987: 85), mientras que otros tipos de agrupaciones tenían justo ese papel en las trayectorias de muchos directores e intérpretes. En términos generales, lo que más define a los grupos de cámara y ensayo son las sesiones únicas, ya que estos grupos, en la mayoría de los casos, ofrecían solo una representación de cada obra. Al contrario, los grupos del teatro independiente “procuran representar cada obra el mayor número posible de veces”, explica José Monleón (1970: 12), algo que destaca además el grupo Los Goliardos en sus notas sobre el concepto del teatro independiente, que “rehúye de la representación única y el inmovilismo geográfico. El mayor número de representaciones en el mayor número de ciudades y en los más diversos ámbitos” (en Fernández Torres 1987: 86). Sin embargo, cabe subrayar que el número de representaciones dependía en gran parte de la autorización de la censura y no de la preferencia de los grupos. El repertorio es asimismo un criterio decisivo para distinguir entre los dos conceptos. Los grupos de cámara y ensayo solían optar por obras más difícilmente aceptadas por la censura, o simplemente obras que “por su complejidad o sus valores culturales, no interesaban a empresas y compañías profesionales” (Monleón 1970: 9), mientras que para el teatro independiente el repertorio expresaba la mentalidad del

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grupo, por lo que normalmente elegían autores españoles cuyas ideas eran afines a las del grupo en cuestión (Monleón 1970: 12-13). Por último, los dos conceptos se diferencian por el tipo de compañía que los miembros querían establecer. En el caso de los grupos de cámara y ensayo no existía un grupo permanente, sino que se elegían actores y directores para cada obra, aunque el mismo equipo coincidiese en varias ocasiones. Los teatros independientes, al contrario, eran normalmente compañías permanentes, aunque también en esos casos existían excepciones.

El órgano de la censura franquista Para poder hablar de los efectos que la censura tuvo sobre los grupos no profesionales, y más en concreto sobre el grupo Pequeño Teatro Dido, es necesario hacer un repaso sobre el organismo de la censura. Como es bien sabido, los orígenes de la censura datan de la época de la Guerra Civil, cuando los falangistas, con Dionisio Ridruejo al frente, establecieron un aparato que controlara todos los medios de comunicación, es decir, la prensa, la radio, el cine y también el teatro (Muñoz Cáliz 2008: 28). Inicialmente la censura teatral dependía de la Dirección General de Prensa y Propaganda del Ministerio de la Gobernación; después, pasó a pertenecer durante un corto tiempo a la Dirección General de Bellas Artes del Ministerio de Educación y, más adelante, formó parte de la Dirección General de Cinematografía y Teatro de la antigua Vicesecretaría de Educación Popular. Finalmente, a partir del año 1951, que es la época relevante para el presente artículo, “al crearse el Ministerio de Información y Turismo, el teatro pasa a depender de la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos” (Hormigón 1977: 122). Bajo estas direcciones y ministerios, el aparato de censura teatral estuvo activo durante cuatro décadas y no se disolvió hasta el 4 de marzo de 1978, cuando entró en vigor el Real Decreto 262/1978 sobre la libertad de representación de espectáculos teatrales (Muñoz Cáliz 2007: 95-96). Como ya se ha mencionado, en los cuarenta años en los que el Estado vigilaba todos los tipos de comunicación social, el teatro fue,

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con la excepción del cine, el arte más perseguido por los censores franquistas, por su contacto directo con el público y su carácter potencialmente imprevisible. Sin entrar en demasiados detalles, hay que hacer hincapié en que, aunque hablando de censura normalmente pensemos más bien en la censura de los textos, existían otros tipos de esa práctica que eran igualmente importantes y dañinos para las artes y, más en concreto, para el teatro. Este se regía, además de por la censura de publicación del libro teatral, por la censura de representación, encargada de supervisar tanto el texto como el montaje que se le planteaba al público. Berta Muñoz Cáliz habla sobre el teatro del exilio en relación con la censura franquista e ilustra los niveles de censura que afectaron las obras de los dramaturgos exiliados. El hecho de que no hubo contacto entre los autores y el público español no fue la única dificultad experimentada por este colectivo, sino que las editoriales tampoco publicaron sus textos por las restricciones impuestas por la censura. Consecuentemente, las compañías teatrales no pudieron decantarse por estas obras, del mismo modo que sucedió con buena parte de los dramaturgos extranjeros, que habrían sido desconocidos para el público español de no ser por los teatros no profesionales (Muñoz Cáliz 2010: 16). Es decir, que en la época franquista operaban varios tipos de censura: económica, social, religiosa, performativa y también, y esto es algo muy importante, la autocensura, que condicionaron tanto el trabajo de los escritores como también el de las compañías teatrales. Nuestra investigación se basa en los expedientes de la censura escénica que se conservan en el Archivo General de la Administración Civil del Estado en Alcalá de Henares. Dichos expedientes, libretos y otra documentación relativa a los espectáculos durante la dictadura se conservan en más de dos mil cajas archivadoras, muchas de las cuales todavía no se han estudiado. Dentro de las cajas podemos encontrar sobres pertenecientes a distintas obras teatrales y en los que se hallan, si el expediente es completo, el libreto de la obra, los expedientes de los censores que evaluaron dicha obra y toda la correspondencia entre la Dirección General y el grupo que solicitaba el permiso y, en algunos casos, también la correspondencia entre la Dirección General y los censores. Para iniciar el proceso de censura, el director del grupo

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de teatro tenía que rellenar un informe que contenía los datos del autor de la obra, el traductor en el caso de las obras extranjeras y los nombres de los intérpretes, junto con la fecha y el lugar previstos para la representación. El informe iba acompañado por tres ejemplares del libreto de la obra, en los que los censores marcaban todas las posibles tachaduras. El número de así llamados lectores que podían revisar la obra en cuestión dependía de varias circunstancias. Aunque una obra podía ser leída por el pleno de censores, que incluía a más de diez personas, en la mayoría de los casos las piezas eran asignadas a dos o tres lectores. Existía una jerarquía de censores que ayudaba a facilitar y acelerar el proceso. Al nivel inferior pertenecían los lectores desbrozadores, que aplicaban las normas más elementales de la censura a los textos recibidos. En el siguiente nivel se encontraban los censores dictaminadores, que autorizaban o no la representación de la obra, según las correcciones hechas por los lectores desbrozadores. Este segundo nivel del proceso era el único en que había espacio para negociaciones entre el autor y el censor. Finalmente, los textos llegaban a las manos de los responsables de la política censoria, que tenían la última palabra sobre la autorización de cada obra (Martos 2002: 267). Entre los años 1939 y 1964 las correcciones de textos y los expedientes se cumplimentaban según la orden del 15 de julio de 1939. Esta establecía que había cuatro criterios principales que los lectores tenían en cuenta cuando censuraban los textos: opiniones políticas (el tema del régimen y Franco eran intocables), moral sexual (estaban prohibidas las menciones a la homosexualidad, el aborto, el adulterio, el divorcio, etc.), el uso del lenguaje (no se aceptaba cualquier tipo de lenguaje, especialmente el indecoroso o provocativo) y la religión (se prohibía cualquier tipo de discurso contra la Iglesia) (Martos 2002: 259). Tras la inspección de la obra por los tres niveles de lectores, los más altos cargos del aparato decidían entre varias modalidades de autorización: aprobada, aprobada con cortes, aprobada (con o sin tachaduras) a reserva del visado del ensayo general, aprobada para un número limitado de representaciones, autorizada para menores de 14 años o para jóvenes de 14 o 16 años, o prohibida. Después, la compañía era

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informada de la decisión de los censores y se entregaba el informe y el libreto con los cortes. No obstante, para las obras teatrales el procedimiento de la censura no terminaba aquí. De todas las artes, el teatro fue el único sometido a dos censuras distintas, por la doble faceta de la dramaturgia: por una parte, había que autorizar el texto que se iba a representar y, por otro lado, se tenía que aprobar la dimensión espectacular de la obra, lo que nos lleva a la censura performativa. Esta segunda fase se llevaba a cabo a través del visado del ensayo general, donde los aspectos de tipo escénico eran sometidos a un riguroso control. De este modo la censura “también afectó a la puesta en escena, y no sólo en los aspectos más anecdóticos —como el largo de las faldas o la profundidad de los escotes—, sino que impuso condiciones que afectaron a la interpretación, vestuario, escenografía, música y otros signos escénicos” (Muñoz Cáliz 2007: 85). Todos los espectáculos aprobados a reserva del visado del ensayo general fueron sometidos a la censura del espectáculo realizada antes del estreno. Aunque la censura performativa se puso en práctica con mucha anterioridad, en 1963, cuando se construyó la Junta de Censura de Obras Teatrales y se aprobaron las Normas de Censura Cinematográfica, se introdujo oficialmente la parte de los visados del ensayo general en los expedientes. Hay que subrayar que la censura performativa estuvo separada de la textual, y no era realizada por los lectores o censores, sino por funcionarios del Ministerio, quienes tenían menos conocimientos de arte y literatura que los lectores. Por lo tanto, la autorización de las representaciones era más rigurosa que la aprobación de los textos, y como explica un antiguo miembro de la Junta de la Censura, Arcadio Baquero Goyanes, el control performativo fue “lo más grave y dañino de la censura” (Muñoz Cáliz 2004: 21). Los grupos no profesionales fueron sometidos a la misma censura que el resto de las compañías. Sin embargo, por la naturaleza de las obras que querían representar, a estos grupos normalmente se les autorizaban solo sesiones únicas. Aunque en el resto de los criterios los grupos de cámara y ensayo eran iguales a todos los demás, en los años 50 el Ministerio de Información y Turismo creó un reglamento especial para los teatros de cámara, la Orden de 25 de mayo de 1955, “por

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la cual se restringía la autorización de la censura a un número limitado de funciones (generalmente una única representación), obligando a la compañía a solicitar nuevas ‘guías’ de censura cada vez que la obra se fuera a representar en una nueva plaza” (Muñoz Cáliz 2008: 32). A pesar de las difíciles condiciones que imponía la censura, los grupos no profesionales siguieron intentando llevar sus espectáculos a los escenarios españoles y desempeñaron así un papel de gran importancia, ya que “su incorporación de nuevos textos [y] sus ansias renovadoras […], convirtieron su aportación en algo imprescindible para comprender nuestra evolución escénica” (Hormigón 1977: 125).

Pequeño Teatro Dido Uno de los grupos más conocidos dentro del teatro no profesional del siglo xx fue Pequeño Teatro Dido, que estuvo activo entre los años 1954 y 1964, por lo que todas sus propuestas de representaciones tuvieron que pasar por el proceso de la censura. Dido empezó su trayectoria en los escenarios madrileños en el año 1954 con la representación de la obra Presagio, de Luis Delgado Benavente. El grupo, dirigido por Josefina Sánchez Pedreño, destacó sobre otros grupos de cámara y agrupaciones universitarias de la misma época por su periodo de actividad, que fue mucho más dilatado que el de los demás. Como otros grupos independientes y de cámara y ensayo, Dido también nació con el deseo de ofrecerle al público madrileño obras españolas y extranjeras prohibidas para representación en teatros oficiales. Este fue el motivo por el que eligió obras que no eran fácilmente autorizables, pero que traían a España nuevas estéticas y lenguajes dramáticos como, por ejemplo, obras del teatro del absurdo o del teatro de vanguardia. Debido a este tipo de repertorio y al hecho de que se trataba de un grupo no profesional, Dido se sometió al régimen censor de cámara y ensayo, cuyos espectáculos se autorizaban, en la mayoría de los casos, para sesiones únicas y solo en ocasiones excepcionales para dos o tres repeticiones. Además, el órgano de censura limitaba estrictamente el público de los grupos de cámara y de los in-

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dependientes, por lo que los estrenos de Dido pudieron ser apreciados solo por un público muy limitado. No obstante, Dido y su directora, Josefina Sánchez Pedreño, plantaron cara a la censura y lucharon por presentar en los escenarios madrileños el máximo número posible de obras prohibidas en el resto de los teatros. De este modo muchas obras y autores de gran importancia literaria debutaron en España gracias al grupo. Como ejemplo, se pueden destacar obras como El malentendido, de Camus; Esperando a Godot, de Beckett; La lección, La cantante calva y Las sillas, de Ionesco; Tío Vania y Las tres hermanas, de Chéjov; El portero, de Pinter; y Las criadas, de Genet, entre muchas otras. En aproximadamente diez años de trayectoria, Dido representó unas 50 obras, entre las que incluyeron representaciones de autores jóvenes españoles para los que en aquella época era muy difícil ver sus creaciones sobre las tablas. Así, Dido fue el primer grupo en poner en escena Los hombres del triciclo, de Fernando Arrabal, en 1958 o La camisa, de Lauro Olmo, en 1962. Como era la costumbre entre los grupos no profesionales y sobre todo entre los grupos de cámara, Dido no tenía una compañía fija, sino que puso en práctica un curioso sistema de dirección que Josefina Sánchez Pedreño llamó “sistema de rotación”. Explicaba la directora en una entrevista en la revista Primer Acto que decidieron utilizar dicho sistema porque “existen autores como Chejov e Ionesco de espíritu tan distinto que, indudablemente, se les ha de buscar en la dirección de sus obras directores con sensibilidad pareja, y, por tanto, distinta” (en Marco 1957: 69). Por lo tanto, Dido colaboró con varios directores de escena de gran renombre como Alberto González Vergel, Miguel Narros, Luis Balaguer, José María de Quinto, Trino Martínez Trives, etc. Como los directores de escena, el elenco tampoco era fijo, aunque hay que subrayar que algunos intérpretes aparecen de forma recurrente en los montajes de Dido, como Josefina de la Torre, Victórico Fuentes o Ramón Corroto, por mencionar algunos. Como es sabido, tanto en el caso de los intérpretes como en el de los directores los grupos no profesionales y los teatros universitarios servían a muchos artistas como vía para entrar en los grupos profesionales y llegar a trabajar en los escenarios oficiales. Así, encontramos entre los miem-

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bros de Dido intérpretes como Miguel Narros, Carmen Bernardos, Margarita Lozano, Jaime Blanch, Lola Cardona o Jesús Puente, entre otros, que empezaron su trayectoria profesional actuando en sesiones únicas, pero más tarde llegaron a ser ampliamente conocidos en el mundo teatral español. Además de intentar representar obras de autores difícilmente autorizables, el grupo Dido luchó contra la censura con el establecimiento del importante Premio Valle-Inclán de teatro. Dido creó el galardón en el año 1959 sobre todo para ayudar a los autores jóvenes nacionales a estrenar sus obras, que en otro caso quizá nunca hubiesen podido salir a la luz. Aunque los ganadores no recibían remuneración alguna, “con el solo montaje por Dido, Pequeño Teatro, el ‘Valle-Inclán’ aparecía ya como un premio verdaderamente apetecible” (De Quinto 1960: 20).

Pequeño Teatro Dido frente a la censura franquista Pese a ser un grupo prolífico que basaba su repertorio en obras de autores extranjeros desconocidos en la España de mediados del siglo xx, Dido logró obtener la aprobación de la censura para la mayoría de las obras que se propuso representar. En el Archivo General de la Administración se han localizado 48 expedientes de las obras que representó el grupo de Josefina Sánchez. Hay que destacar que la base de datos de dicho archivo no está organizada por compañías teatrales, sino por obras y autores, por lo que a veces resulta difícil encontrar todas las obras para las que una compañía solicitó permiso de representación. De ahí que, con la ayuda de otras fuentes, se puede descubrir más fácilmente las obras que Dido representó para después localizar sus expedientes en el archivo. Resulta, sin embargo, mucho más exigente dar con los expedientes de las obras que finalmente no se autorizaron, ya que es casi imposible saber qué obras quiso representar la compañía si estas no llegaron a aparecer en su cartelera. De este modo, hemos analizado 45 expedientes de obras españolas y extranjeras para las que la agrupación obtuvo el permiso de representación, y solamente tres expedientes de obras cuya representación fue denegada. Hay también

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que hacer hincapié en que, a pesar de que Dido fue el primer grupo en llevar al escenario obras de varios dramaturgos españoles importantes, su interés apuntaba más a representar obras extranjeras. Este enfoque resultó más beneficioso en la mayoría de los casos, ya que los censores solían autorizar más piezas extranjeras que nacionales. De ese modo se aseguraban de que lo que el público podía ver en los teatros no era ningún tipo de crítica al régimen y de que todo lo que ocurría sobre los escenarios aludía a otros países y no a España. Aun así, la mayoría de las representaciones que Dido llevó a cabo fueron autorizadas para sesiones únicas, como era habitual en el caso de los teatros de cámara y ensayo y otras agrupaciones no profesionales. Únicamente en casos excepcionales el grupo obtuvo el permiso para representar una obra más de una vez, como ocurrió, por ejemplo, con la pieza Los incendiarios, de Max Frisch, que se representó cinco veces durante tres semanas de enero y febrero de 1964 en el Teatro Bellas Artes. En otros casos Dido, como otras agrupaciones, tuvo que pedir permiso para cada reposición de la obra que planeaba llevar a escena y ofrecer una explicación que justificara sus intenciones. Así ocurrió con Las sillas, de Ionesco, para cuya puesta en escena la directora del grupo, Josefina Sánchez Pedreño, pidió un permiso de reposición para cinco representaciones después de su estreno en junio de 1957. En la carta a la Dirección General, la directora del grupo expone: Que el estreno de dicha pieza se proyecta realizar en el Salón de actos del Círculo Catalán, con un aforo de 100 localidades. Que teniendo en cuenta el número obligatorio de intervenciones a distribuir entre la prensa y autoridades gubernativas, el aforo en cuestión queda reducido, de hecho, a unas cincuenta localidades. Por lo expuesto y teniendo en cuenta que el número de asistentes a nuestras sesiones oscila entre 500 y 700, SUPLICO a V.I. se digne a autorizar la representación de dicha obra de Eugenio Ionescu [sic.], LAS SILLAS, en cinco sesiones, distribuidas en tres días, sesiones de tarde y noche que se llevarían a efecto sucesiva o alternativamente, según fechas disponibles del mentado Círculo Catalán (AGA, exp. 0114/57).

En este tipo de correspondencia entre el grupo y las autoridades se puede apreciar cómo las agrupaciones no profesionales tenían que

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invitar a sus estrenos a críticos teatrales y autoridades gubernativas; ese fue precisamente uno de los argumentos que se podían utilizar para conseguir el permiso más allá de una sola puesta en escena. Además, hay que destacar que esta carta muestra que el número de espectadores que solía asistir a los montajes de Dido era alto, si consideramos que no se trataba de un teatro oficial, que su repertorio era bastante experimental y que las funciones se llevaban a cabo a última hora de la noche. Se trata de un dato importante, ya que demuestra que las obras por las que lucharon los teatros no profesionales alcanzaron en ocasiones un número de espectadores relativamente alto que, gracias a Dido y otras agrupaciones de la misma índole, dieron a conocer a numerosos dramaturgos cuyas obras no se representaban en los teatros comerciales. Existían también otras restricciones con respecto a las representaciones de algunas obras más peculiares. En ciertos casos la pieza solo se autorizaba para montajes en la capital y Barcelona y no en las demás ciudades españolas. En estos casos la compañía no podía salir de gira; ni siquiera los grupos de fuera de estas dos ciudades podían solicitar el permiso para su representación. Entre el repertorio de Dido, esta norma se aplicó a la obra Lucha hasta el alba, de Ugo Betti, que el grupo llevó en 1962 al escenario del Teatro Goya de Madrid. De entre todos los expedientes de montajes de Pequeño Teatro Dido, los que más curiosidad despiertan son los de las obras que se prohibieron y que por tanto no llegarían a los escenarios españoles hasta mucho más tarde. En el caso del grupo Dido se han podido encontrar solamente tres ejemplos de espectáculos rechazados, aunque es imposible saber si existen más obras cuyo estreno fuera denegado y por lo tanto nunca se representaron. Durante los diez años en los que estuvo activo Dido, se les prohibieron las obras Divinas palabras, de Valle-Inclán; Don Juan en el infierno, de George Bernard Shaw; y La hostelera, de Jacques Audiberti. Como se ha mencionado anteriormente, el presente artículo se centra en la censura textual, ya que durante los años de actividad de este teatro de cámara la censura de espectáculos todavía no era tan frecuente, por lo que en sus expedientes no se cita la obligación del visado del ensayo general.

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En el caso de Divinas palabras, que Dido quiso representar en 1958, la obra fue leída por dos censores, Emilio Morales de Acevedo y el padre Andrés Avelino Esteban Romero. Es curioso que el primero no estuviera completamente en contra de su autorización, a pesar de querer proponer algunas correcciones y eliminar el final de la obra. Escribe Morales de Acevedo en su informe: Lástima grande que no puede el censor admitir en su integridad la hermosa tragicomedia, ni se atreva a colaborar con imperdonables correcciones ni supresiones que harían perder su valor literario y su enorme fuerza y realismo. Se han marcado con lápiz rojo frases y escenas, sin haberlo hecho con las escenas finales imposibles de adaptación en teatro por de cámara que fuere (AGA, exp. 0002/58).

Por otro lado, el segundo censor, el padre Andrés Avelino Esteban Romero, está completamente en contra de esta representación, aunque se trate de un teatro de cámara y ensayo. Critica tanto la trama como la fraseología y subraya que el desenlace es provocativo y por tanto inadmisible. Concluye su informe con el siguiente resumen: Trama atrevida y, en momentos, desvergonzada, con sugerencias morbosamente peligrosas, sin compensación alguna de espectáculo en que convierte el autor la exhibición de mal, con la agravante de unas “Palabras divinas”, que ninguna aplicación recta pueden tener en este caso concreto. En consecuencia, por sus defectos de fondo y forma, estimo que esta comedia no debe autorizarse, ni siquiera para un Teatro de Cámara y Ensayo (AGA, exp. 0002/58).

Consecuentemente, la obra fue prohibida en 1958 y el grupo Dido no volvió a solicitar permiso para representarla. Según los datos del Centro de Documentación Teatral, Divinas palabras no se estrenó hasta 1961, cuando la compañía Lope de Vega la llevó al Teatro Bellas Artes de Madrid. El hecho de que los lectores la aprobaran para su estreno solo tres años después de que Dido quisiera representar la célebre obra de Valle-Inclán y su petición fuese rechazada demuestra cómo los criterios del órgano de la censura fueron cambiando a lo largo de los años y que además muchas decisiones sobre el destino de

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estas piezas dependían de la subjetividad, cuando no arbitrariedad, de los censores. Si bien en este caso el público español no sería privado de Divinas palabras por mucho tiempo, lo cierto es que a la hora del estreno la obra se representó en un entorno profesional, lo que no solo condiciona los requisitos impuestos a la compañía, sino que también el estreno fue presenciado por un público distinto al que habría tenido una función de un teatro no profesional. De este modo, este fue el único caso de prohibición de una obra española en el repertorio de Dido. Sin embargo, dos años antes, en 1956, los censores habían prohibido dos obras extranjeras que Dido pensaba estrenar en España. La hostelera, de Jacques Audiberti, fue presentada a la censura en diciembre de 1956 y leída por los lectores Adolfo Carril y, de nuevo, el padre Andrés Avelino Esteban Romero. El primero desaconseja la representación de la obra a causa de su “tono funeral morboso” y el segundo está, como en el caso de Divinas palabras, completamente en contra de su representación: “esta comedia no tiene ni un solo valor moral positivo que justifique su autorización. Y sí, en cambio, un conjunto de reparos de moralidad y hasta de buen gusto social” (AGA, exp. 0320/56). Como consecuencia de estos dos informes, la obra fue prohibida y, según la base de datos del Centro de Documentación Teatral, no ha sido estrenada en España hasta el día de hoy. A pesar de que no se trate de una obra imprescindible para el teatro mundial, la prohibición privó al público español de un dramaturgo francés cuya actividad artística contribuyó al teatro del absurdo. Esto probablemente fue además una gran decepción para el grupo Dido, que no solo fue el introductor de este teatro en España, sino que también se esforzó en llevar a los teatros madrileños el mayor número posible de dramaturgos de esta índole para que los espectadores en España tuvieran un contacto con el teatro que en aquella época se representaba en Francia y otros países europeos. El otro espectáculo teatral que la censura rechazó en octubre de 1956 fue Don Juan en el infierno, de George Bernard Shaw. Los que revisaron el libreto adjuntado por el grupo Dido fueron de nuevo Emilio Morales de Acevedo y el padre Andrés Avelino Esteban Romero. En esta ocasión Morales de Acevedo entendió que la obra era una sátira que no se refería a la ortodoxia católica, pero, para estar com-

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pletamente seguro, aconsejó una revisión eclesiástica, algo que los lectores hacían con bastante frecuencia para que toda la responsabilidad de la autorización no recayera sobre ellos. Como en los dos ejemplos previos, esta obra también fue prohibida por el informe negativo del segundo censor, en cuya opinión “Bernard Shaw no es autor a quien sea aconsejable enmendar planas teatrales, para adaptarlas a unos ambientes para los que él no escribió sus obras” (AGA, exp. 0251/56). En su informe enumeró varios elementos de Don Juan en el infierno que, según él, iban en contra de la ortodoxia católica: Una visión del infierno que no es la enseñada por la Iglesia y la Revelación, con interpretaciones sobre las diferencias entre cielo e infierno basadas en mentalidad de libre examen; con numerosas y satíricas agudezas en contra del cielo y de los que a él van y en él viven, tanto más peligrosas cuantos más ingeniosas y atrevidas; unas afirmaciones acerca del amor, de la mujer y del matrimonio también fuera de la visión y enseñanzas de la moral católica; unos juicios ofensivos y denigrantes para autores de grandes obras sobre el infierno y el cielo, aunque no los nombra directamente: Dante y Milton, a uno llama estúpido, y al otro bobalicón, por la manera de tratar sus temas; de paso, la política, la civilización, el hombre, etc. etc. reciben no menores trallazos del ingenio temible del autor (AGA, exp. 0251/56).

Aunque la obra no se autorizó en 1956, la directora de Dido, Josefina Sánchez Pedreño, volvió a intentar llevarla a los escenarios madrileños en 1959, para lo que escribió una carta a la Dirección General exponiendo las razones por las que la obra debía ser autorizada. En dicha petición propone la directora limitar su montaje a dos lecturas dramatizadas, que se llevarían a cabo en el Paraninfo del International Institute for Girls in Spain, con un aforo de 180 personas, que sería restringido a estudiantes extranjeros de Smith College y Middlebury College que vivían en dicho Instituto. Por último, a la lectura de la obra no sería invitado ningún crítico teatral o miembro de la prensa (AGA, exp. 0251/56). Tras leer esta solicitud, el órgano de la censura revisó la obra y el mismo padre Avelino Esteban Romero propuso autorizarla bajo la forma de lectura dramatizada manteniendo las condiciones ante-

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riormente citadas: los censores obligaron al grupo a llevar la obra al escenario sin ningún tipo de escenografía, vestuario o interpretación, aspectos que los funcionarios del Ministerio solían censurar en el visado del ensayo general. El suceso indica, además, que la prioridad de los censores era evitar que las obras polémicas fueran vistas por espectadores españoles, ya que no se le concedía tanta importancia al asunto si se trataba de extranjeros, por lo que en casos excepcionales como este las obras se pudieron representar. Además, está claro que los lectores eran conscientes del impacto de los elementos extratextuales en la representación, pues aprobaron la realización del espectáculo bajo la condición de que estos se eliminasen y el mensaje de la obra tuviera, de este modo, menos potencia. Debido al esfuerzo del grupo Dido, Don Juan en el infierno finalmente se dramatizó por primera vez en 1961; sin embargo, a pesar de ser mundialmente conocida, la obra no se ha vuelto a representar en España. Por último, el grupo Dido se vio asimismo afectado por la censura económica, como todos los grupos no profesionales. En primer lugar, todas estas agrupaciones vivían unas vidas precarias sin espacios propios para ensayar, sin muchas ayudas económicas y con un público muy minoritario. Es más: las obras que representaron suponían en muchos casos un enorme gasto, puesto que todo el montaje y los ensayos servían únicamente para una sola sesión. En muchas ocasiones el dinero de la taquilla alcanzaba solo para pagar el alquiler de la sala de teatro. Consecuentemente, la mayor parte de los artistas no recibía por su participación en estas obras remuneración alguna, sino que lo hacían solamente por el placer de formar parte de montajes de un carácter más experimental. No se sabe con certeza si Dido recibía algún tipo de ayuda económica, a pesar de que de los expedientes de censura se puede deducir que el Ministerio dedicaba una pequeña cantidad de dinero a los grupos no profesionales. En casos excepcionales, los grupos podían hacer una petición de ayuda financiera al Ministerio, pero en el caso de Dido eso solo ocurrió en una ocasión. Cuando Dido recibió la autorización para la obra Un hombre duerme, de Ricardo Rodríguez Buded, que ganó el Premio Valle-Inclán en 1960, el grupo atravesó dificultades para financiar el espectáculo. Como la obra había sido

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ganadora del premio establecido por Dido, el grupo se comprometió a llevarla al escenario del Teatro Goya con actores profesionales. En su carta al director general, Josefina Sánchez Pedreño explica que el montaje de Un hombre duerme obliga a nuestra agrupación de arte dramático a un desembolso económico que, por sí sola, no puede afrontar, ya que los dos escenarios de la obra y el elevado número de sus personajes, todos ellos a cargo de actores profesionales, desborda el presupuesto normal de cualquiera de las representaciones de teatro de cámara. Por lo expuesto y teniendo en cuenta que se trata de un proyecto con el que se pretende ayudar a un nuevo autor español, ofreciendo su obra con la máxima dignidad artística y en el obligado marco de un teatro de primera categoría SUPLICO a V.I. que, teniendo por presentado este escrito y vistas las razones que en el mismo se exponen, se digne conceder a la entidad que dirijo una ayuda económica especial que coadyuve a cubrir los gastos del estreno y representación única de Un hombre duerme, de Don Ricardo Rodríguez Buded, en el Teatro Goya de Madrid (AGA, exp. 0114/60).

Pese a su petición y su deseo de ayudar a los autores noveles españoles, su solicitud fue denegada ya que, supuestamente, estaba “agotada la dotación presupuestaria autorizada a este Centro Directivo para agrupaciones de cámara con las subvenciones concedidas para el presente año 1960” (AGA, exp. 0114/60). Al final, aunque sin apoyo económico del Ministerio, Dido cumplió su palabra y llevó la obra de Rodríguez Buded al Teatro Goya bajo la dirección de José María de Quinto. Este es solo uno de los numerosos ejemplos de cómo el sistema de la censura conseguía frenar, o al menos moderar, la actividad de los grupos no profesionales y su esfuerzo por llenar los escenarios españoles de nuevos dramaturgos, movimientos y estéticas. Desafortunadamente, la gran mayoría de las agrupaciones de este tipo acabó disolviéndose precisamente por razones económicas, ya que les resultaba imposible cubrir todos los gastos que suponían los montajes. Precisamente por eso, Dido y el resto de grupos no profesionales que, a pesar de todas las restricciones impuestas por la censura, existieron durante una década merecen el reconocimiento a su trabajo y persistencia.

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Conclusiones Es evidente que la censura tuvo un efecto enorme en el teatro durante las décadas del régimen franquista no solo por las prohibiciones sobre muchos autores y piezas, sino también por las restricciones sobre las ideas y las palabras que se suprimieron de los textos originales. Además, hay que destacar la gran influencia sobre lo performativo, que se restringió tanto desde el punto de vista de la interpretación como desde el de la escenografía y el vestuario. Denegando ayudas financieras y autorizando solo sesiones únicas, el Estado ejercía también una fuerte censura económica, con lo que conseguía que muchos grupos no profesionales no pudiesen mantenerse activos durante más de unos años. De este modo, el sistema de censura condicionó durante las cuatro décadas de la dictadura de Franco tanto la creación teatral como también la presencia de dramaturgos extranjeros, situación que se mantendría aún años después del régimen franquista. Pese a todas estas restricciones y a los esfuerzos de los censores por dificultar la actividad de las agrupaciones no profesionales, existían grupos valientes, como Pequeño Teatro Dido, que resistió a estas condiciones dando continuidad a su gran labor. De este modo, resulta claro que fue gracias a los grupos no profesionales que al menos un público minoritario pudiese familiarizarse con una gran cantidad de dramaturgos mundialmente conocidos que no se estrenarían en el entorno profesional hasta después de los años 80. Como se ha podido observar, el grupo Dido logró estrenar la mayoría de las obras que presentó a censura, aunque en casi todos los casos solo se pudieron llevar a cabo sesiones únicas para un público limitado. El hecho de que optasen por dramaturgos extranjeros les fue favorable, ya que los autores españoles eran a los que se censuraba más a menudo. Además, Dido luchó por montar las piezas que habían sido prohibidas, planteando nuevas peticiones y reclamaciones. Así, de este modo consiguió que, al menos, se realizara una lectura dramática de Don Juan en el infierno de Bernard Shaw. Por lo tanto, se hace necesario poner en valor la importancia de los grupos independientes y de otras agrupaciones no profesionales como Dido Pequeño Teatro, una más de tantas que combatieron las

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difíciles condiciones de la censura para introducir en los teatros españoles nuevas estéticas y lenguajes dramáticos que tuvieron un papel importante en el desarrollo del teatro nacional. De este modo, este tipo de compañías no solo enriqueció las pobres carteleras durante la dictadura, sino que aseguró en las décadas venideras un futuro en las tablas españolas a numerosos dramaturgos nacionales y extranjeros.

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Fuentes archivísticas Archivo General de la Administración Civil del Estado, Alcalá de Henares, Sección de Cultura, fondos del Ministerio de Información y Turismo, IDD 44 (Censura de Teatro); expedientes 0251/56 (caja 73/09202), 0320/56 (caja 73/09208), 0114/57 (caja 73/09223), 0002/58 (caja 73/0927) y 0114/60 (caja 73/09328).

Bases de datos Archivo General de la Administración Civil del Estado, Base de datos de Censura de Teatro (disponible en la sala de investigación de AGA). Base de datos del Centro de Documentación Teatral, disponible en (24-03-2020).

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Dramaturgos irlandeses en la cultura teatral en España durante el franquismo Raquel Merino Álvarez Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea1

Es indudable que el teatro extranjero traducido ha sido, y sigue siendo, parte significativa de la cultura escénica en España. Durante el franquismo, su paso por el obligado tamiz censor dejó abundantes rastros que pueden ser estudiados recurriendo a los fondos custodiados en el Archivo General de la Administración (AGA)2. Esta aportación tiene su origen en la investigación llevada a cabo en dicho archivo en relación con la producción de dramaturgos irlandeses. En concreto, se han localizado datos de ocho autores, identifica1 Grupo TRALIMA/ITZULIK, GIU 16/48 y GIU19/067, Universidad del País Vasco, UPV/EHU; IT1209/19, Gobierno Vasco. MINECO FFI201568572-P y FFI2016-81934-RED. , . 2 AGA. Archivo General de la Administración: .

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dos como “irlandeses” en los fondos del AGA (Merino Álvarez 2017: 3). Siguiendo un orden cronológico, encontramos datos referidos a Oscar Wilde, George Bernard Shaw, John Millington Synge, Samuel Beckett, Sean O’Casey, James Joyce, Brendan Behan y William Butler Yeats. En los expedientes de censura consultados se han podido identificar solicitudes de representación para obras traducidas al español (Wilde, Shaw, Synge, Beckett, O’Casey, Joyce, Behan), catalán (Wilde, Shaw, Synge, O’Casey, Beckett) y gallego (Synge, O’Casey, Yeats). Los archivos de censura nos permiten observar el proceso de integración de las obras de autores irlandeses en la cultura teatral en España desde la perspectiva que ofrece la abundante y variada documentación generada en torno a su obligatoriedad, tanto en lo relativo a las obras que se representaron como a aquellas que no llegaron a escena.

Dramaturgos irlandeses en los archivos de censura La base de datos del AGA de expedientes de censura de teatro (046) recoge algo más de un centenar de entradas de autores irlandeses. Desde el punto de vista cuantitativo sobresalen los nombres de Beckett, Shaw y Wilde, seguidos por O’Casey y Synge, Behan, Joyce y Yeats. Si vinculamos el número de entradas con las fechas que figuran en la relación de expedientes (Anexo), vemos que aquellos dramaturgos, que ya se habían integrado en la escena española en el primer tercio del siglo xx (Wilde, Shaw y Synge) reaparecen tras la Guerra Civil con reposiciones, y a partir de 1955 se registran, sobre todo, estrenos. En el primer lustro del periodo franquista se rescatan éxitos del pasado en las carteleras de Madrid y Barcelona, y se reponen obras de Wilde, como Una mujer sin importancia, en 1941 (Mateo 2010: 165), que había sido programada en 1936 coincidiendo con el inicio de la Guerra Civil (Constan 2009), o Pigmalión de Shaw en 19423. Así, nos

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El 12 de mayo de 1936 la compañía Catalina Bárcena-Manuel Collado pone en escena Pigmalión, en versión de Broutá, en el Teatro Reina Victoria (McGaha 1980: 85).

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encontramos con expedientes relacionados con éxitos de estos clásicos en las versiones canónicas publicadas antes de la guerra: las de Ricardo Baeza o Julio Gómez de la Serna, de obras de Wilde, y las de Julio Broutá, de obras de Shaw. En los años cuarenta, se recupera también el nombre de Synge, aunque no así el de los responsables de su integración en el teatro español, sus traductores, Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. En estos primeros años encontramos títulos de Wilde que se autorizan para producciones comerciales, como Una mujer sin importancia (2419/41)4, Una tragedia florentina (3446/42), La importancia de llamarse Ernesto (4072/43) o Un marido ideal (281/44), mientras que obras polémicas, como Salomé (2529/41), en su paso por la censura, encuentran dificultades para su autorización (De Isabel Estrada 2001: 203). Entre las obras de Shaw que se autorizan está Pigmalión (3539/42) y entre las prohibidas, Cándida (2020/41) o La Comandanta Bárbara (589/44). Por contraste, en 1945, nos encontramos un dictamen “para menores” de Los despachos de Napoleón5 (141/45) y, en enero de 1946, una autorización “para mayores de 16” de Cándida (De Isabel Estrada 2001: 243). Mientras que la mayoría de las obras de Wilde y Shaw, con pocas excepciones, se integran en repertorios de compañías estables, la producción de Synge se recupera en circuitos más restringidos: Jinetes hacia el mar se verá en sesión única de cámara de la mano de Modesto Higueras, en 1947, y la puesta en escena de El farsante del mundo occidental queda postergada hasta 1956. A partir de 1955, se introducen por primera vez en España las obras de Beckett y O’Casey, en el repertorio de grupos de teatro universitario. De Beckett, exponente de la vanguardia teatral europea, y el dramaturgo con más entradas en la base de datos del AGA6, se estrena la versión

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En adelante, los números entre paréntesis detrás de cada título se refieren al número de expediente del AGA y año. En los informes se habla de “una acertada crítica a los ingleses” (De Isabel Estrada 2001: 245). La obra se autoriza seis meses antes del fin de la Segunda Guerra Mundial. Beckett figura en los archivos de censura con los siguientes títulos: La última cinta (once expedientes en castellano y dos en catalán), Final de partida (ocho expedien-

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de Esperando a Godot (107/55) de Trino M. Trives, en la Universidad Complutense de Madrid, dos años después del estreno en París. El mismo año, O’Casey hace su debut con Juno y el pavo real (109/55), autorizada para sesión de cámara, en versión de Enrique Llovet. En los años sesenta, tanto Beckett como O’Casey llegan al circuito comercial, con Días Felices (47/63) y Rosas rojas para mí (226/67 y 258/69), respectivamente, y se estrenan Los exiliados de James Joyce (Serie O 009/64), en versión de Alfonso Paso, y Deirdre de los pesares (125/64) de Synge en adaptación de Marqueríe. La incorporación de Behan a la escena española a finales de los sesenta con El rehén (312/67), de la mano de Luis Iturri y el grupo Akelarre (Olivas 2017: 300-304), coincide con un momento de auge del teatro independiente. De este periodo son las peticiones relativas a dos producciones de Cuento para la hora de acostarse (274/66) de O’Casey: una, a cargo del TEM dirigido por Casali para el Festival de Valladolid; y otra, la del Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, dirigido por Aúz. A finales de los sesenta, el TEM (recién constituido como TEI y dirigido por José Carlos Plaza), cursa petición para dos montajes de obras de Synge: La boda del hojalatero (363/69) y A la sombra del valle (463/69). Ya en los años setenta se registran los expedientes relativos a una nueva versión de Exiliados de Joyce (284/71), a cargo de Enrique Ortenbach (emitida por televisión en 1979), y una producción de la obra de Synge El botarate del oeste (345/71), dirigida por Alonso de Santos, un título que había sido emitido por TVE en 1969. En 1972 el grupo Ditea de Santiago solicita permiso de representación del primer texto de una obra de autor irlandés con “libreto en gallego”: Cabalgada cara o mar (161/72) de Synge, que se programa para celebrar el Día de las Letras Gallegas. El director de Ditea figurará en las solicitudes de representación de Rosas vermellas para min (1137/76) de O’Casey, O Pais de saudade (73/77) de Yeats y A fontenla dos milagres (938/78) de Synge. De 1978 es el expediente relativo a la versión en catalán de Playboy of

tes), Acto sin palabras (siete expedientes), Esperando a Godot (cuatro expedientes en castellano y uno en catalán), Comedia (dos expedientes) y Días felices (seis peticiones y un único número de expediente) (Andaluz Pinedo y Merino Álvarez 2020).

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the Western World de Synge, el último de una serie de diez expedientes con libreto o título en catalán de obras de autores irlandeses (Anexo). El estudio de las evidencias documentales recopiladas en los fondos de censura nos muestra un panorama teatral variopinto que discurre entre lo permitido, cercano a la ortodoxia imperante y localizado en el centro del sistema teatral, y las posturas heterodoxas que trataban de sortear la amenaza de prohibición o recortes, e irradiaban su influencia desde el centro a la periferia. Las producciones de obras de teatro de Shaw, Synge y O’Casey, que trataremos más adelante, ilustran la constante tensión entre las posturas de los mediadores teatrales y las de la oficialidad que ejercía el control de los espectáculos, desde el aparato burocrático pensado para promover unos valores y un modelo de teatro afín a sus intereses políticos. De forma gradual, los agentes culturales se resistieron ante la imposición, logrando la progresiva entrada de las corrientes extranjeras, desde el centro hasta la periferia del sistema, que sirvieron para promover, en el caso del drama irlandés, cuestiones de identidad lingüística, nacional o ideológica.

El teatro de Shaw en los archivos de censura La obra de Shaw se recupera en los escenarios españoles a partir de 1942, con la comedia Pigmalión, de la que se registran dos expedientes en los años cuarenta (3539/42, 110/48) y dos en los años sesenta (166/63, 203/64). El primero (3539/42) contiene la traducción canónica de Broutá, que es autorizada con tachaduras (6/11/1942), a nombre de la compañía de María Paz Molinero. Por su parte, la prensa barcelonesa se hace eco del “estreno” de Pigmalión (2/7/1943), en el Teatro Tívoli, con Elvira Noriega al frente de la Compañía Teatro de la Comedia de Madrid7.

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La puesta en escena de 1943, en Barcelona (Gibert 2013: 6), se corresponde con la segunda solicitud archivada en el expediente citado, en el que constan ocho peticiones desde 1942 hasta 1963 que De Isabel Estrada recoge en su exhaustiva recopilación de expedientes de censura de Shaw (2001: 243-245).

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El segundo expediente (110/48) contiene la versión de Gregorio Martínez Sierra, para la compañía de Catalina Bárcena, con sendas solicitudes fechadas en 1948 y 1950 (De Isabel Estrada 2001: 243-245). Esta producción, “acaudillada” por Bárcena, según la prensa catalana (Gibert 2013: 7), tiene como antecedente la puesta en escena en 1920 en el Teatro Eslava y, en 1936, en el Reina Victoria (McGaha 1979: 85). Se trata de un caso más de recuperación y reposición, en el primer periodo del franquismo, de títulos y autores ya integrados en la cultura teatral previa a la guerra. En los años sesenta encontramos dos expedientes de Pigmalión, sin vinculación aparente con traducciones o producciones anteriores: el primero, con libreto en catalán de Joan Oliver; el segundo, en traducción al castellano de Méndez Herrera. La versión catalana de Oliver se presenta con la solicitud, firmada por Pablo Garsaball Torrens (3/7/1963), para una producción en el Teatro Romea de la “comedia catalana” Pigmaliò (166/63). Se tramita en Barcelona y se envía a Madrid con el visto bueno del delegado provincial del Ministerio en Barcelona (6/7/1963). La Dirección General de Cinematografía y Teatro expide la primera guía de censura (12/7/1963), en la que se indica que la versión de Oliver queda autorizada para mayores de 18, sin supresiones, no radiable. Dicha solicitud, “apoyada por el Director General de Cinematografía y Teatro”, se archiva junto con un único informe, firmado por De Valdivia (5/7/1963), quien añade, a modo de observación, que “puede autorizarse su retransmisión”. Tanto la autorización sin cortes, como la expedición de la guía de censura para la puesta en escena comercial, confirman que Shaw se había establecido y consolidado en el centro de la cultura escénica, en Madrid y Barcelona. Se recogen con el mismo número de expediente (166/63), correspondiente a la versión catalana de Oliver, cuatro solicitudes tramitadas desde Cataluña: la suscrita por Pablo Garsaball (guía de censura 1, 12/7/1963) y las presentadas por la Congregación Mariana de Valls, Teatro Principal de Tarragona, autorizada para sesión de cámara (8/10/1966); Club María Guerrero, Teatro CAPSA, autorizada para mayores de 18, guía 2 (4/11/1966); y Compañía de Montserrat Carulla, bolos por Cataluña, guía 3 (11/4/1969). Esta última reposición, “a cargo de una compañía totalmente profesional”, se distingue por

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ser la primera representación de una obra importante “política y sociológicamente” (Gibert 2013: 10), al haberse trasladado al contexto y habla catalanas, y sirve para celebrar el centenario de Pompeu Fabra (17/2/1969), doce años después de su estreno8. La producción de Pigmalión (203/64) en castellano, en versión de Méndez Herrera, dirigida por Marsillach, llega a la cartelera catalana en 1965 (Teatro Poliorama), el mismo año que Radio Barcelona emite la obra, desde el Teatro Goya de Madrid, un hecho muy significativo que quedó registrado en el correspondiente expediente de censura (203/64) que contiene la autorización firmada por el director general de Cinematografía y Teatro para la emisión en directo de la obra. La solicitud (7/10/1964) de Fernando Collado, empresario de la Compañía de Adolfo Marsillach, se refiere a la “comedia” de Shaw en versión de Méndez Herrera para el Teatro Goya. El dictamen (autorización para mayores de 18 años) se remite, tras la sesión de la Junta de Censura (13/10/1964), con los informes de los vocales Fierro (8/10/1964), quien apunta que es una “obra muy conocida ya”; Barceló, que se decanta por la autorización para mayores de 14 (“sin reparo de ninguna índole”) (13/10/1964); y Martínez Ruiz, que la estima apropiada para “mayores de 18” (13/10/1964). A la vista de estos informes, se sella la primera guía de censura (14/10/1964), sin supresiones, no radiable y a reserva de visado de ensayo general. El 23 de octubre, Fernando Collado solicita la autorización de unos diálogos cortos que han de ser grabados, indicando que ya ha dado su aquiescencia el inspector que presenció el ensayo general. Se adjuntan cuatro folios con los citados diálogos, aprobados, previa emisión de tres informes y reunión de la Junta de Censura Teatral (23/10/1964). La documentación consultada del expediente 203/64 es similar a la encontrada en la mayor parte de los relativos a obras de teatro irlandés y es, por tanto, una muestra del proceso burocrático que está detrás del

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El estreno en catalán de Pigmaliò (28/5/1957), en el Teatro Romea de Barcelona, en sesión única, a cargo de ADB, con Montserrat Julió (formada en la escuela de Xirgú), conmemora el centenario de Shaw, con un texto (la versión de Oliver) ambientado “en plena repressió franquista de l’idioma” (Gibert 2013: 10).

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teatro representado. Lo que hace de este expediente un caso singular es la carta, enviada por el jefe de Emisiones y Coordinación de Radio Nacional de España en Barcelona (7/11/1964; véase anexo gráfico), solicitando la clasificación de la obra Pigmalión como “radiable”, y la respuesta positiva del director general (10/11/1964) con la advertencia de que al comienzo de la emisión en directo deberá indicarse la clasificación para mayores de 18. La difusión radiofónica de Pigmalión desde Barcelona, en enero de 19659, refrenda el estatus de Shaw como autor integrado en el centro mismo de la cultura escénica en España, en tiempos de apertura política, y su vinculación especial con la cultura teatral en Cataluña.

El teatro de Synge en los archivos de censura Si, como hemos apuntado más arriba, la mayor parte de la producción de Shaw, en su paso por la censura franquista, se sitúa, junto con la de Wilde, en el centro del sistema teatral, desde las primeras reposiciones de las traducciones canónicas de sus obras en los años cuarenta hasta los estrenos de nuevas versiones en los sesenta y setenta, llegando a la difusión en los medios audiovisuales (Anexo), el tercer dramaturgo irlandés cuyo nombre se recupera en la escena española de postguerra, Synge, se sitúa en la periferia del sistema, a partir de la producción de Jinetes hacia el mar en 1947. Este título había sido publicado y representado en España a principios de los años veinte, en traducción de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí, quienes, en su correspondencia sobre la cesión de los derechos de traducción de la obra de Yeats al castellano10 (Ward

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Emisión de Radio Barcelona (Radioteatro. El teatro en su hogar), 24 de enero de 1965, a las diez y cuarto de la noche (Gibert 2013: 18) 10 En los años veinte del siglo xx, algunas piezas de teatro de Yeats fueron traducidas al catalán y gallego (e inspiraron una pieza en vasco), pero no tenemos noticia de que hubiera traducciones al castellano en este periodo (Hurtley 2006), aunque sabemos que Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí tenían previsto publicar cuatro piezas de Yeats en su colección El Jirasol y la Espada (González Ródenas 2010: 255).

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2017: 42), recibieron del propio Yeats la propuesta para traducir el teatro de otro dramaturgo irlandés, Synge. Así, el azar quiso que Jinetes hacia el mar fuera publicada en 1920 y se estrenara, en el Hotel Ritz (Ward 2017: 34), dirigida por Rivas Cherif11. Dicha representación se menciona con frecuencia en los estudios sobre la producción dramática de Lorca, dada la enorme influencia que ejerció en el autor granadino. Tanto es así que Modesto Higueras, director del TEU (Huerta Calvo 2018: 25) y discípulo de Lorca, se empeña en recuperar el nombre de Synge con la producción de Jinetes hacia el mar de 1947 (Teatro de Cámara, Aula Magna de la Facultad de Letras de la Universidad Complutense), en traducción de Charles David Ley y Luis Castillo12 (Varela Olea 2018: 156). En la tertulia del TEU, de la que eran asiduos Ley y Castillo, Higueras solía comentar que una de las ilusiones de Lorca era programar en el repertorio de La Barraca obras del dramaturgo irlandés que tanto le había influido, en particular El farsante del mundo occidental. Así surgió la versión española de Ayesta, Ley y Montesinos, para una producción del TEU en 1947, que, una vez acabada, no obtuvo el plácet de las autoridades. Higueras, finalmente, pudo estrenar en 1956 la obra13, con el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, en versión de Elías Gómez Picazo (Varela Olea 2018: 157). En su crítica teatral del

11 Son varios los autores que mencionan este montaje (2/5/1921) vinculado al entorno de la Residencia de Estudiantes: Andrews 1991: 70, London 1997: 233, De Toro 2007: 127, Alonso Giráldez 2009. 12 Alfredo Marqueríe, en su elogiosa crítica de la producción de Jinetes hacia el mar “Dos importantes estrenos del Teatro Español Universitario”, dice que fue “admirablemente traducida por Charles David Ley y Luis Castillo” y puesta en escena en el paraninfo de la Facultad de Filosofía y Letras (Centro de Documentación Teatral, Temporada 1946-1947). Referencias y reseñas sobre esta producción de 1947 nos hicieron indagar en la base de datos del AGA, donde localizamos una escueta referencia a este título, expediente Serie O-0007/46, sin indicación de autor. 13 El AGA 046 recoge el título El farsante más grande del mundo, expediente 141/56, autor “Singe”, 78708, 73/0919. El mismo título aparece con el número de expediente 147/61, “Synge” y “M. Vázquez, Bernardo” con la indicación “no consultar, etiqueta verde”.

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ABC (19/6/1956), Marqueríe identificaba a Synge como “exponente de la renovación del teatro irlandés”, y calificaba el estreno de “exhumación” (“siempre hemos alabado la intención y misión de estas exhumaciones del Teatro de Cámara”). Ya en los años sesenta, encontramos cuatro títulos de Synge en castellano, entre los que se encuentra Deirdre de los pesares (125/64), una producción para la que solicita permiso de representación, en el Teatro Romano de Málaga (junto con Las nubes, de Aristófanes), Ángeles Rubio Argüelles, en nombre del grupo ARA (22/5/1964). En el libreto figura el crítico teatral Alfredo Marqueríe como adaptador. El delegado provincial en Málaga remite la solicitud a Madrid con su visto bueno, aduciendo los “méritos y aciertos alcanzados” por la compañía peticionaria. La Junta (16/6/1964) emite una calificación de autorizada (dos de los censores, Arroitia y Baquero, se muestran a favor de la calificación para mayores de 14; y uno, Artola, para mayores de 18). En sus informes se resta importancia al hecho de que haya un suicidio como parte de la trama, a pesar de que las normas de censura publicadas en 1963 (Muñoz Cáliz 2006) recogen este tema como motivo de prohibición. El dictamen final (para mayores de 14 y radiable; véase anexo gráfico) confirma la posición de poder en el mundo teatral, tanto de la peticionaria como del adaptador, lo que, unido a la programación de la obra a la par que la de un clásico griego, podría explicar una clasificación tan permisiva y poco frecuente. El arraigo de Synge en la cultura teatral en España se afianza, sobre todo entre los grupos no profesionales, como el TEM de Layton, en cuyo repertorio (lista de lecturas y ejercicios prácticos para la temporada 1963-1964) se encontraba El mayor farsante del mundo occidental, junto con títulos de Chéjov, Turguénev o Buero. Este grupo, reconvertido en TEI en 1969, e inscrito en el Registro Nacional de Teatros de Cámara y Ensayo y Agrupaciones Escénicas no profesionales, solicita el estreno de dos títulos de Synge, La boda del hojalatero (363/69) y En la sombra del valle (463/69), ante las dificultades que encuentran para producir obras de Brecht (Lisowska 2013: 130). El expediente de En la sombra del valle se abre con la solicitud del director del TEI, José Carlos Plaza (26/12/1969), para representar esta “farsa” los días 10, 11, 17 y 18 de enero de 1970, en el Colegio

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Mayor San Juan Evangelista. El dictamen (autorizada para mayores de 18 y una supresión en la página 5) se firma el 8 de enero y se comunica al peticionario (3/2/1970). En los informes de los censores (Barceló, Sunyer y Soria) vemos comentarios como “ejemplarmente representativa de la calidad y categoría del autor irlandés”, o “nada que objetar salvo la supresión de un taco [“hay que joderse”] que además es una excesiva licencia del traductor”. Sobre La boda del hojalatero contamos con la crítica aparecida en el ABC que informa del estreno en Valladolid de la obra de uno de los más destacados dramaturgos de la “nueva escuela irlandesa” de principios de siglo, dentro del Ciclo Teatro Nuevo, a cargo del TEI, “agrupación formada por antiguos miembros del TEM”. El crítico concluye que “fue una orgía en la que suponemos lo pasaron en grande los cuatro intérpretes de ambos sexos que intervienen en esta boda de gitanos locos, donde, sin que sepamos muy bien por qué, se escucha una canción de don Antonio Machado” (ABC 6/11/1969). En 1971, Alonso de Santos, dramaturgo procedente de la cantera del TEM, presenta la solicitud de representación El botarate del oeste (345/71), en nombre del grupo Teatro Libre, para el día 3 de julio en la Casa de Cultura de Moratalaz y varios colegios mayores. En la solicitud (24/6/1971) se dice que la “comedia” del “irlandés” Synge trata de un muchacho que “llega a un pueblo y suceden una serie de situaciones graciosas”. La petición se registra el 30 de junio y, con los tres informes de los censores, se expide la autorización para mayores de 18, sin supresiones, a reserva de visado de ensayo general. Tras la sesión de la Junta de Censura Teatral se le comunica al peticionario la autorización, el 6 julio 1971, con registro de salida 13 julio. Se incluye en el expediente el libreto con el texto completo de la obra. En 1972 se registra la primera solicitud de representación de una traducción al gallego, Cabalgada cara o mar (161/72) de Synge, que se programa para celebrar el Día de las Letras Gallegas (Serra Porteiro 2015: 134). Este es el primero de cuatro títulos (el denominado “ciclo irlandés”) que el grupo Ditea presentará a censura. Le siguen Rosas vermellas para min, de O’Casey (1976), O Pais de saudade, de Yeats (1977) y A fontenla dos milagres, de Synge (1978).

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La adaptación al gallego de El manantial de los santos14, A fontenla dos milagres, se registra como expediente de “ordenación” y se autoriza, por unanimidad, “para todos los públicos”, tras cursar el delegado en La Coruña (18/12/78) la petición de Agustín Magán (13/12/78), director del citado teatro de cámara. Uno de los dos informes archivados se decanta por la calificación para mayores de 14 años y apunta que se trata de una pieza “interesante y sugestiva cuyo ambiente campesino irlandés se traslada perfectamente a una Galicia milagrera, sensual, mendiga y misteriosa”, con ecos de Valle-Inclán. La clasificación para todos los públicos refrenda la importancia singular que Synge ha tenido en la historia del teatro en gallego (incluso en el teatro del exilio15) en cuanto que exponente de una identidad celta compartida. Apenas un mes antes, el expediente sobre El joglar del món occidental (883/78)16 de Synge recogía la petición del Grupo Mosca, para representar la traducción al catalán de Rafael Tasis, “en bolos por Cataluña”, a partir del 20 de diciembre17, para la que solicitan la calificación “todos los públicos”, en virtud del Real Decreto 262/78 de 27 de enero sobre libertad de representación de espectáculos teatrales. La documentación, enviada por la Delegación del Ministerio de Cultura en Barcelona, Sección Espectáculos (23/11/1978), dirigida al director

14 La base de datos AGA 046 registra El Manantial de los Santos (184/75), de Synge. El expediente contiene solo el libreto, versión de Alfredo Osset. 15 Riders to the Sea, en versión catalana de Anna Murià (Genets cap a la mar), fue representada en México en 1955 (Udina 2009: 24), y la versión gallega de A Tinker’s Wedding (O casamento del latoneiro), fue representada en Buenos Aires en 1960 (Serra Porteiro 2015: 80). Según demuestra Serra Porteiro, tanto esta versión como la de Cabalgada cara o mar de 1972, parten de la traducción de Marta Acosta Van Praet, publicada por Losada, Buenos Aires, en 1959 (2015: 91-92). La base de datos del AGA (libros), registra la importación del volumen de Losada, Teatro de Synge, que incluye: La sombra del valle, Jinetes hacia el mar, La boda del hojalatero, El manantial de los santos, El botarate del oeste y Deirdre de los dolores. 16 En AGA 046 se relaciona como El yoglar del mon occidental, de “Millitone, Jonh”, libreto en catalán. 17 La primera referencia a una representación en gallego de esta obra es de 1988 (Serra Porteiro 2015: 180-184).

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general de Teatro y Espectáculos en Madrid, recoge el dictamen final “mayores de 14” (15/12/1978). La diferencia sutil de calificación entre esta versión catalana y la gallega de A fontenla dos milagres podría deberse a la identificación de El farsante del mundo occidental18 como el título más polémico de Synge que, quizá por ello, fue el único que llegó al medio televisivo (Anexo).

El teatro de O’Casey en los archivos de censura En la base de datos del AGA la obra Red Roses for Me de O’Casey figura con un expediente en catalán y otro en gallego. La versión catalana (Rosas vermelles per a mi, 1060/76), presentada por la Cooperativa de Actores de Barcelona para su puesta en escena en el Teatro Montjuich, obtuvo igual dictamen que la versión en castellano de Sastre, a la que se refieren de forma explícita los informes consultados (15/6/1976). Del mismo modo, para dictaminar la versión gallega, Rosas vermellas para min (1137/76), estrenada el 2 de diciembre de 197619, los miembros de la Junta de Ordenación se remiten a la archivada en el expediente de censura relativo a la versión de Sastre de 1969 (mayores de 18, sin supresiones y a reserva del visado). Teniendo en cuenta la diferencia en cuanto a contexto y marco temporal, la calificación in-

18 El título de esta obra varía según las versiones: así, en la edición argentina de Losada (1959) y en el expediente 345/71 aparece como El botarate del oeste, y en el volumen de Aguilar, Teatro irlandés contemporáneo, publicado en 1963, con prólogo de Charles David Ley, se presenta como El saltimbanqui del mundo occidental, mientras que en los expedientes 141/56 y 147/61 encontramos El farsante más grande del mundo y, en la emisión televisiva de 1969 (Anexo), El farsante de occidente (El País 23/2/1979). 19 En 1977, el Grupo Ditea plantea la reposición de esta obra de O’Casey, de “gran contenido poético-político-social” y “paralelismo entre las culturas celtas”, para la “III Mostra de Teatro de Vigo”, junto con O país da saudade de Yeats, para celebrar el Día de las Letras Gallegas, aunque al no obtener el permiso de la Sociedad de Autores, la sustituyen por Almas mortas del dramaturgo gallego Villar Ponte, una personalidad “luchadora por la libertades” (Rodríguez Villar 2005: 426-427).

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variable de la obra de O’Casey Rosas rojas para mí, podría deberse a la filiación ideológica tanto del autor como del propio traductor, quien resalta el tema de “la lucha de clases”, en el prólogo a la edición de Escelicer20 y ediciones sucesivas de la versión española (O’Leary 2018). La incorporación de obras de O’Casey en el repertorio de grupos con posiciones contrarias a la ortodoxia imperante parece comenzar en 1966 con Cuento para la hora de acostarse, aunque su primera obra registrada en los archivos de censura data de 1955. Se trata de Juno y el pavo real (109/55), en versión de Llovet, que fue representada en sesión única de cámara, con autorización para mayores de 16 (“La obra carece de problemas doctrinales o morales que puedan justificar su prohibición”). En 1964 se produce la entrada de O’Casey en el circuito comercial (guía 1) con la obra Pin y Pon hacen sus labores (The End of the Beginning) (217/64), en versión de David Ladra, dictaminada para mayores de 14, radiable (14/11/1964) y sin requisito previo de ensayo general. El comentario de uno de los censores, “es bastante ininteligible”, explicaría tan permisiva clasificación21. Desde la perspectiva de los archivos de censura, Cuento para la hora de acostarse es, como hemos adelantado, la obra más polémica de O’Casey. Se trata del primer título del dramaturgo publicado en Primer Acto, en 1966, en versión de Renzo Casali, quien presenta dos montajes encaminados a interpretar “la funcionalidad histórica del

20 La Colección Teatro de Escelicer, donde se recogen los estrenos más importantes de la cartelera española (Puebla 2012), incluidas obras de autores extranjeros (un 48% del total), identifica un solo autor “irlandés” contemporáneo, O’Casey (Wilde se clasifica como “británico”), y su obra Rosas rojas para mí, en versión de Sastre (1969). La misma versión aparece en el número 114 de la revista Primer Acto (1969), centrada en el teatro experimental o de vanguardia, donde encontramos Cuento para la hora de acostarse de O’Casey, en versión de Casali (1966, nº 80). Esta revista se inaugura con una obra de Beckett (Esperando a Godot, 1957, nº 1), a la que le siguen otras del mismo autor (Final de Partida, 1959, nº 11; y Días felices, 1963, nº 399), todas en versión de Trino M. Trives. El tercer dramaturgo irlandés que encontramos en sus índices es Brendan Behan, con El rehén (1967, nº 80). 21 En la base de datos AGA 046 se recogen los títulos Juno y el pavo real (255/74, solo libreto) y Juno and the Paycock (342/75, libreto en inglés).

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texto y del dramaturgo”. El expediente (274/66) recoge la solicitud de Casali, director del TEM, para representar la obra en el Teatro Lope de Vega (Valladolid). La autorización para su representación en el Certamen de Valladolid (19/10/1966) es el resultado de posturas encontradas en la Junta de Censura: dos censores se decantan por clasificar la obra para cámara, uno para mayores de 18 y dos por la prohibición. Una segunda solicitud, encabezada por Víctor Aúz, en nombre del Teatro Nacional de Cámara y Ensayo (19/11/1966), obtiene la guía 1, y reserva del visado del ensayo. El solicitante, miembro de la Junta de Censura en ese momento, interviene en la comisión que lleva a cabo el visado del ensayo que resulta en la autorización con corrección de vestuario y acción “encaminadas a descargar un excesivo contenido erótico existente en la escena inicial de la pieza”. El volumen de documentos que contiene el expediente consultado (más de doscientas páginas) y el número de libretos archivados (4)22 refleja un complejo y largo proceso que culmina con la suspensión de representaciones en 1973 y la solicitud de informes a la Sección de Teatro por parte de la autoridad militar. El primer expediente localizado de Rosas rojas para mí (226/67) se inicia con la solicitud de la Compañía de José María Morera (31/7/1967), para llevar a escena la obra en el Teatro Reina Victoria, en versión de Juan José Arteche. Se expide la guía 1 (26/9/1967), con indicación de que se autoriza para mayores de 18 años, no radiable, a reserva del visado del ensayo general23. El segundo expediente (258-69) de Rosas rojas para mí se archiva en torno a la versión de Alfonso Sastre, ya mencionada en relación con los expedientes que contienen libreto en catalán y gallego. De este expediente solo hemos podido consultar la documentación relativa a

22 Un documento fechado el 1 de noviembre recoge la valoración comparativa del texto publicado por Primer Acto (nº 80, pp. 38-42), en versión de Casali, y el libreto presentado a censura. 23 Se indica en la resolución un corte en la página 15 del libreto: “¡Os calentáis la cabeza por ídolos que tienen ojos y no ven, que tienen oídos y no oyen, que tienen manos y no tocan! ¡Como el pueblo elegido levantaba estatuas a la luna y al sol y rompía los simples y verdaderos lazos que unen al cristiano con su Dios!”.

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la solicitud de 1972, que contiene un libreto sellado, con indicaciones manuscritas en la parte superior —“autorizada mayores 18, a la Cia. J. María Morera, con guía de censura 1 (23/9/69)”—, e inferior —“versión A. Sastre, junio 1969”—24. Se indica que “el expediente no está en su caja” y por tanto se solicita que el peticionario, José Luis Pellicena “traiga el libro sellado, si le es posible”. Una vez entregado y comprobado que el texto es igual al presentado en la solicitud, con “los dos cortes de la página 73 del tercer acto con que se autorizó la obra señalados”, se le expide la guía número 3 (12/6/1972). Sin duda esta producción se convirtió en la más comercial y aplaudida del dramaturgo25. El último expediente de una obra de O’Casey que recoge la base de datos del AGA26 es el relativo a Canta gallo perseguido (446/73), en versión de Antonio Gala y solicitud de Adolfo Marsillach. La documentación consultada (algo más de cien páginas) refleja un doble proceso censor. Por un lado, tenemos la primera solicitud, firmada por Marsillach (2/9/1973), quien aporta la traducción de Ana Antón Pacheco, publicada por Cuadernos para el Diálogo (1972), con indicación de que se está trabajando en una versión “que agilice y teatralice el lenguaje, demasiado ‘duro’ en su traducción literal”. Por otro, contamos con la segunda solicitud de Marsillach (2/10/1973), que incluye la adaptación de Antonio Gala, con el título Canta gallo acorralado. En ambos procesos se llega a convocar la reunión del Pleno de la Junta de Censura, por tratarse de “un ataque directo al catolicismo” y “una crítica despiadada de las fuerzas del orden”, según el vocal eclesiástico padre Artola. En el segundo Pleno de la Junta (9/10/1973) se acuerda el dictamen final (diez votos a favor de la au-

24 La versión de Sastre, publicada en 1969 por Escelicer, se realizó a partir de la edición francesa y, a su vez, este texto en castellano dará lugar a la versión gallega, como ha probado Serra Porteiro (2015: 272-276). 25 El ABC (23/11/1969) se hace eco de las más de cien primeras representaciones de la comedia dramática de Sean O’Casey, según refundición de Alfonso Sastre. 26 En AGA 046 encontramos dos títulos de O’Casey cuya documentación no se ha podido consultar: Reembolso de una libra (366/68) y Cuento para la hora de acostarse (15/71).

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torización, cuatro en contra) reflejado en la primera guía de censura (12/10/1973): autorizada con supresiones y a reserva del visado de ensayo general. Se trata de una producción de la que, en su informe, Mampaso dice que “ha de sospecharse que la motivación del proyecto es política y comercial”. No sería difícil identificar el origen de la resistencia por parte del aparato censor a autorizar una producción comercial de esta obra de O’Casey en la suspensión de representaciones de Cuento para la hora de acostarse (274/66), del mismo autor, en mayo de 1973. El expediente 274/66 recoge un recorte de El Faro de Vigo (1/6/1973) que contiene datos de la nota de prensa facilitada por el Grupo Esperpento respecto a la suspensión “por orden gubernativa” de la representación, tras haber sido estrenada la obra en Salamanca en la temporada 19701971, repuesta “en Andalucía, Levante y Cataluña” y, “en las últimas semanas, en Galicia, Asturias y las provincias norteñas”. Entre los documentos archivados se encuentran teletipos del delegado provincial del MIT al director general de Espectáculos (8/5/1973 y 18/5/1973) sobre el expediente abierto al director del grupo por posible responsabilidad penal derivada de la representación en la Escuela de Ingeniería Técnica Agrícola de Lugo. Se indica que quedan informados el gobernador civil y el fiscal jefe de la Audiencia Provincial de que, en la representación (autorizada el 23 de marzo de 1971), “parece ser que se han introducido un prólogo, referencias al ejército e ilustraciones musicales a base del pasodoble ‘Banderita tu eres roja’ que no figuran en el texto autorizado” y que “se han podido apreciar ciertas actitudes procaces de los actores”. Estas referencias se recogen en el documento firmado por el teniente coronel juez instructor (21/11/1973) de la Capitanía General de la Primera Región Militar, dirigido al director general de Cultura y Espectáculos, en el que se pide certificación que indique si la puesta en escena de la obra Cuento para la hora de acostarse, de la Compañía Esperpento de Sevilla, “fue autorizada para su representación en el territorio nacional” y “por qué causas fue suspendida en todo el territorio, y si una de ellas fue por proferir los actores gestos y ofensas contra el Ejército Español” y “si fue por salirse los actores del texto original de la obra”. La recopilación de documentos que se hizo para contestar dicho requerimiento está estructurada

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en secciones relativas a cada solicitud (desde 1966 hasta 1973; véase anexo gráfico) y es probable que haya facilitado la concentración y archivo minucioso de documentos referentes a este caso. La coincidencia en 1973 de la producción comercial de O’Casey, Canta gallo acorralado (para Madrid, y posteriormente en gira por provincias), con la producción del grupo Esperpento de Cuento para la hora de acostarse, refleja el grado de inserción de O’Casey en la cultura escénica en España. Sin duda, la identidad ideológica del dramaturgo irlandés, de quien se ha dicho con frecuencia que se situaba a la izquierda de Shaw, y su vinculación con el nombre de Alfonso Sastre, quien pasó la obra de O’Casey por su propio tamiz ideológico (O’Leary 2018), estarían detrás del éxito cosechado por sus obras tanto en el circuito comercial como en la periferia geográfica, de la mano de grupos independientes, incluidos los que representaron su obra Rosas rojas para mí en catalán y gallego en 1976.

El teatro irlandés, parte de la cultura escénica en España A la vista de los fondos de censura consultados parece adecuado afirmar que el estudio del teatro irlandés, traducido y censurado, resulta representativo del conjunto del teatro extranjero y, por extensión, de la cultura teatral en España. Al tratarse de autores irlandeses, el papel de mediación que asumieron productores, directores, traductores o agentes de diverso tipo, situados en diversos ámbitos de la cultura en España (desde las posturas más ortodoxas hasta otras de abierta crítica), es fundamental. Así, nos encontramos con mediadores como Modesto Higueras, al frente del Teatro Español Universitario, quien, con el hispanista y traductor Charles David Ley, empleado del British Council en Madrid, facilitaron la reincorporación de Synge a los escenarios en 1947. El propio director del Instituto Británico, el irlandés Walter Starkie, figuró como “representante” en España en la solicitud de representación de la primera obra de O’Casey, Juno y el pavo real (109/55) en 1955, junto con Enrique Llovet, en calidad de “traductor, Consulado español-París”.

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Starkie, como primer catedrático de Español en el Trinity College de Dublín (donde estudió Llovet), había estado vinculado a la cultura española desde los años veinte del siglo pasado y, como director del Abbey Theatre, había cultivado lazos con los protagonistas del renacimiento teatral irlandés. En cuanto que primer director del Instituto Británico (Corse 2013), durante la Segunda Guerra Mundial, su mediación como representante y agente de su país (en más de un sentido) fue crucial (Merino Álvarez 2017: 441). Desde su nombramiento en 1940, en su puesto como director del Instituto, fue una figura clave en la difusión de la cultura británica y del teatro inglés e irlandés en España. Su posición privilegiada hacía que figurara, por razón de su misión, en los círculos más cercanos al poder27, actuando para contrarrestar la influencia de las potencias del eje y favorecer un clima afín a los intereses ingleses. En el centro del sistema se encontraban los censores, que, en sus informes, ejercían “una particular crítica teatral” (Muñoz Cáliz 2003: 19), y los críticos que, como hemos visto en el caso de Marqueríe, sancionaban con sus artículos el proceso complejo que desembocaba en cada estreno. En ocasiones, los dramaturgos españoles, en el papel de traductores o adaptadores, utilizaban los textos irlandeses para reforzar su propio mensaje, como es el caso de Sastre con la obra Rosas rojas para mí de O’Casey (O’Leary 2018). Tanto los productores como los directores de escena solían proponer textos extranjeros en versiones de escritores conocidos, tratando de asegurarse el éxito comercial y suavizar el paso por la censura. Así, Marsillach produjo Julio César (209/59) de Shaw en versión de Torrente Ballester en 1959, e integró en el repertorio de su compañía a este autor. El tándem Marsillach-Gala sustituye la producción de ¡Suerte, campeón!, obra de Gala prohibida por la censura (ABC, 30/11/1973), por la obra de O’Casey Canta gallo acorralado.

27 En Recuerdos de un siglo de teatro. Colección teatral de prensa madrileña escogida (1851-1955). Temporada 1946-1947, se recoge una nota de prensa en la que se informa de la programación del “Teatro Interesante” de José Gordon, de quien figuran como socios Starkie, el embajador británico y varias personalidades del régimen.

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Fuera del circuito comercial, el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, auspiciado por la Dirección General de Teatro, en su segunda temporada (1955-1956) pone en escena El farsante del mundo occidental, una obra de Synge que llegará a ser emitida por televisión a finales de los años sesenta. En 1966, la producción de Cuento para la hora de acostarse, dirigida por Víctor Aúz (miembro de la Junta de Censura), es una apuesta testimonial del Teatro Nacional de Cámara y Ensayo y el proceso que desembocó en la autorización de la obra constituye un ejemplo del tipo de negociaciones que precedían a un estreno. De este periodo es el pulso entre el director de Akelarre, Luis Iturri, y las autoridades de censura, recogido en el expediente de la obra El rehén (62/68) de Behan, y en artículos de prensa del momento. Como hemos visto, el TEI, en 1969, programa dos obras de Synge ante la dificultad de ver las de Brecht autorizadas. Los grupos de teatro (universitario o independiente, según el periodo), programan títulos de autores irlandeses, fundamentalmente en castellano, pero como hemos visto, a partir de principios de los setenta, en gallego y catalán. El teatro irlandés, ya integrado en la cultura teatral en España, continuó siendo un referente tanto en la escena de la Transición (Llovet 2003), como en el medio televisivo, con la emisión de piezas de autores irlandeses entre las que merece la pena mencionar la programación en catalán, desde Cataluña, de Salomé de Wilde (1977) y Cándida de Shaw (1978). En pleno siglo xxi, podemos verificar la pervivencia de obras y autores irlandeses en el teatro difundido en los escenarios y por medios audiovisuales propios de la era digital. Así, en la Teatroteca del Centro de Documentación Teatral, tenemos acceso a producciones de dramaturgos irlandeses, como Synge, cuando se cumplen cien años desde la publicación de la traducción de su obra Jinetes hacia el mar (1920).

Bibliografía Alonso Giráldez, José Miguel (2009): “Jinetes hacia el mar, una traducción afortunada: sobre la recepción en España de John Millington Synge”, AEDEAN Nexus, 2, s. p.

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Andaluz Pinedo, Olaia y Merino Álvarez, Raquel (2020): “La censura del teatro de Samuel Beckett en España (1955-1978)”, en José Francisco Fernández (ed.), Samuel Beckett en España. Valladolid: Universidad de Valladolid, pp. 91-115, (11-10-2020). Andrews, Jean (1991): Spanish Reactions to the Anglo-Irish Literary Revival in the Early Twentieth-Century. The Stone by the Elixir. Lewiston: The Edwin Mellen Press. Centro de Documentación Teatral (s. a.): Recuerdos de un siglo de teatro. Colección teatral de prensa madrileña escogida (1851-1955). Temporada 1946-1947. Madrid: INAEM, (30-05-2020). Constán, Sergio (2009): Wilde en España. La presencia de Oscar Wilde en la literatura española (1882-1936). León: Akrón. Corse, Edward (2013): A Battle for Neutral Europe: British Council Propaganda During the Second World War. London: Bloomsbury. Gibert, Miquel M. (2013): “Bernard Shaw a Catalunya durant el Franquisme (1939-1975)”, Anuari Trilcalt, 3, pp. 3-38. González Ródenas, Soledad (2010): “Zenobia Camprubí, traductora”, en Emilia Cortés Ibáñez (coord.), Zenobia Camprubí y la Edad de Plata en la cultura española. Sevilla: Universidad Internacional de Andalucía, pp. 239-264. Huerta Calvo, Javier (2018): “Introducción al estudio del Teatro Español Universitario en su primera etapa (1940-1951): una bibliografía crítica”, Anales de Literatura Española, 29-30, pp. 13-45. Hurtley, Jacqueline (2006): “Lands of Desire: Yeats in Catalonia, Galicia and the Basque Country, 1920-1936”, en Klaus Peter Jochum (ed.), The Reception of W. B. Yeats in Europe. London: Continuum, pp. 76-94. Isabel Estrada, María Antonia de (2001): George Bernard Shaw y John Osborne: recepción y recreación de su teatro en España durante el franquismo. Tesis doctoral. Madrid: Universidad Complutense. Lisowska, Agnieszka (2013): Del Teatro Estudio de Madrid (TEM) al Teatro Experimental Independiente (TEI): la independencia del actor. Tesis doctoral. Madrid: Universidad Autónoma.

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Recuerdos de un siglo de teatro, 1946-1947 (s. a.). Colección Teatral de la Prensa Madrileña Escogida. Madrid: Centro de Documentación Teatral/INAEM. Rodríguez Villar, Alejandra Juno (2005): La cultura teatral en Galicia. El caso de DITEA, 1960-1986. Tesis doctoral. Santiago: Universidad de Santiago de Compostela. Serra Porteiro, Elisa (2015): Performing Irishness: Translations of Irish Drama for the Galician Stage (1921-2011). PhD Thesis. Cork: University College Cork, (30-04-2020). Synge, John M.: (1920): Jinetes hacia el mar, trad. de Zenobia Camprubí de Jiménez y Juan Ramón Jiménez. Madrid: El Jirasol y la Espada. Teatroteca. Centro de Documentación Teatral. INAEM, (11-10-2020). Toro, Antonio de (2007): La literatura irlandesa en España. La Coruña: Netbiblo. Udina, Dolors (2009): “Anna Murià: Genets cap a la mar de J. M. Synge”, Quaderns, 16, pp. 23-28. Varela Olea, Mª. Ángeles (2018): “Julián Ayesta: una joven promesa del TEU”, Anales de Literatura Española, 29-30, pp. 133-160. Ward, Charlotte (2017): Studies in the Translations of Juan Ramón and Zenobia Jiménez. Bern: Peter Lang.

Anexo 1. Número de entradas (y años) de dramaturgos irlandeses en AGA 046

Entradas Años

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Wilde

Shaw

Synge Beckett O’Casey

28

24

11

33

19401978

19411978

19471978

19551978

Joyce

Behan

Yeats

12

2

4

1

19551978

19641971

19671973

1977

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2.  Obras de dramaturgos irlandeses con libreto en catalán y gallego en AGA 046 Autor

Título (catalán), número de expediente

Wilde

L’importancia de nomenarse Ernest 93/57

Shaw

Pigmaliò 166/63 L’Home i les armes 78/70 Aixi va mentir ell a l’espos d’ella 594/73 El deixeble del diable 272/75

Beckett

Tot esperant Godot 184/66 L’Ultima cinta 575/75 y 1084/76

Synge

Les noces dels llauners 525/73 El yoglar del mon occidental 883/78

Título (gallego), número de expediente

Cabalgada cara o mar 161/72 A fontenla dos milagres 938/78

O’Casey Rosas vermelles per a mi 1060/76

Rosas vermellas para min 1137/76

Yeats

O Pais de saudade 73/77

3.  Obras de dramaturgos irlandeses emitidas por televisión 1967-198128 Autor

Título

Fecha

Wilde

Un marido ideal

31/8/1967

Wilde

La importancia de llamarse Ernesto

17/12/1968

Synge

El farsante de occidente

18/11/1969 27/12/1979

Shaw

Cándida

7/4/1970

28 Fuentes: , , .

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Dramaturgos irlandeses en la cultura teatral en España 257 Shaw

César y Cleopatra

25/7/1971

Wilde

Salomé (catalán)

20/2/1977

Shaw

Cándida (catalán)

27/9/1978

Beckett

Esperando a Godot

7/3/1978

Shaw

Pigmalión

21/21979

Shaw

La profesión de la señora Warren

7/2/1979

Joyce

Exiliados

28/3/1979

Wilde

Una mujer sin importancia

6/7/1980

Shaw

El dilema del doctor

Wilde

El abanico de Lady Windermere

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16/11/1980 6/2/1981

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Anexo gráfico Expediente 203/64, Pigmalión de Shaw. Carta del jefe de Emisión de Radio Barcelona. Guías 1 y 2.

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Expediente 125/64, Deirdre de los pesares de Synge. Información y Turismo (Málaga). Guía 1 e informe del censor Arroitia.

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ARGUMENTO ESCENIJJICACION y versi,n pe,tica te una vieja leyenta irlantesa. Deirtre te les Pesares, una muoaaeaa a quien quiere aacer su espesa el Rey Cemoauber, vive en una oabaña cuitata per la vieja Lavarcaaa, que pr•oura que ne se aoerquen a ella les aembres. Sin embarp, Deirtre cenece a Naisi, y se va een él, tespreoia.nte peJter

)'l

riquezas. Cen Naisi vive

varies añes te felieiaai, a erillas tel mar, a sta que un tia les tescubren les eaisaries tel Rey, que oensicuen atraerles aaeia la certe. Allí sen muertes Naisi y sus aermanes, y Deirtre se suieita. ·

INF

O R ME

Típica tra¡etia le¡entaria y pe�tioa, acy ceneeita y muy aermesa. El tistaneiamiente que supene la ,peea te la aeoi,n y el ten• pe�tic• te la·ebra, resta teta pelicresitat al suieiii• te la pretaceni�ta, a mi juioie, y cree que la ebra pueie ser auterizaia para mayeres te

14 añes, sin nin,:una aeiificaci,n ni supresi,n,

SUP RESIONES

PROLOGO pags.

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Expediente 274/66, Cuento para la hora de acostarse de O’Casey. Autorización 19/10/1966, guía 19/11/1966. Nota Informativa 9/7/1973.

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El teatro hispanoamericano en los escenarios franquistas de Madrid Cristina Bravo Rozas Universidad Complutense de Madrid/ITEM

Introducción. El teatro hispanoamericano en el ambiente cultural de posguerra La presencia del teatro hispanoamericano en los escenarios madrileños en la época del franquismo camina pareja a la evolución política y cultural del régimen y sus relaciones con Hispanoamérica. Desde 1940 a 1974 nunca ha faltado un estreno de teatro procedente de Hispanoamérica, sobre todo a partir de 1960, tras el anuncio en la revista Primer Acto de que la publicación se va a ocupar de comentar las novedades en el teatro hispanoamericano, cuando su difusión y consideración serán mucho mayores. En los estudios realizados sobre la escena madrileña de posguerra podemos encontrar referencias a representaciones de teatro extranjero y, entre ellas, curiosamente se incluyen obras de teatro hispánico. Según Serigne Mahanta Kébé:

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De manera general, podemos decir que el teatro de habla hispana ha sido prácticamente un teatro de divertimiento. Ninguna novedad, ni en su técnica como en su desarrollo, ofreció en sus líneas generales. Sin embargo, al público le gustó mucho, ya que le permitió “reír” un poco, olvidándose momentáneamente de los problemas cotidianos que le acosaban (1994: 364).

Víctor García Ruiz considera que el panorama del teatro español entre 1945 y 1950 era bastante gris y solo la introducción del teatro extranjero, debido al rumbo que había tomado el régimen franquista, hará cambiar la situación: El teatro extranjero que llegó a nosotros en este segundo quinquenio de la década de los cuarenta bien podría ser reflejo del cambio de alianzas internacionales que supuso para España el fin de la Segunda Guerra Mundial. A partir de 1945 el régimen de Franco se salva haciendo hincapié en su anticomunismo y en su catolicismo. Con lo primero España se aproxima al mundo anglosajón donde Churchill sienta la doctrina de la presión sobre España pero sin intervención; lo segundo subraya la nota católica a costa de las tendencias y ademanes fascistas de Falange, que había convivido no sin conflictos con la Iglesia desde 1939. Así pues, el aislamiento internacional y su paulatino relajamiento a partir de 1948 coincidió con un aumento del teatro extranjero en España, que se amplió geográficamente —con excepción del alemán contemporáneo— y se orientó marcadamente por lo anglosajón García Ruiz (2006: 11).

En el repertorio de obras extranjeras que aparecen en la escena madrileña de los años 1940 a 1950, Víctor García menciona piezas anglosajonas y francesas como las más numerosas y las de mejor calidad dentro del panorama de la época. Llama la atención que las puestas en escena del teatro hispanoamericano siempre se incluyan en teatros extranjeros, en la sección de “otros” y que se identifique al teatro denominado “hispano” especialmente con el argentino. Aunque fuera el más representado se minimiza su éxito, indicando que se trata de un teatro en el que predomina la comedia trivial, cercana en ocasiones a Benavente; por otra parte, el teatro hispanoamericano se identifica sobre todo con espectáculos musicales de carácter folclórico. En buena

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medida, el teatro procedente de la América hispana se considera mero entretenimiento y se piensa que no contribuía como otros teatros europeos a mejorar la escena española. Resulta curioso que en los estudios de la cartelera extranjera y, en particular, la hispanoamericana no se tenga en cuenta muchas obras importantes y de autores emblemáticos, ni tampoco se considere la política exterior del país. Por esta razón, voy a intentar “desempolvar” estas producciones escondidas en la cartelera madrileña. Este deseo del régimen de volver a la escena internacional a través de la recuperación moral de su antigua condición de imperio y de hermanarse con Hispanoamérica da lugar a una literatura propagandística. Cuadernos Hispanoamericanos, Mundo Hispánico y ABC son las publicaciones que más artículos y noticias de carácter cultural y político van a difundir sobre Hispanoamérica: aparecen en sus páginas artículos como “Fundamentos ontológicos de nuestra unidad cultural” (Delgado 1948), “La evolución del peronismo” (Lizcano 1953), “España en la Argentina” (Pelegrín Otero 1955), “Hispanismo y Españolismo” (Marías 1955), “Apuntes sobre la Hispanidad” (Gutiérrez Guirardot 1955), “Lengua y ser de la Hispanidad” (Laín Entralgo 1955), “El pensamiento de Unamuno sobre Hispanoamérica” (Álvarez de Miranda 1950), “Algo sobre América Latina” (Delgado 1950), “Las coordenadas del Hispanoamericanismo” (Muñoz 1956), “Nota en torno al problema de América” (González Estéfani 1951) o “Misión actual de la mujer hispánica” (Álvarez 1951). También se realizan actos protocolarios muy significativos: la asistencia del ministro de Asuntos Exteriores y los diplomáticos hispanoamericanos a una sesión académica en Huelva sobre estudios hispanoamericanistas que aparece reseñada en el ABC del 29 de mayo de 1946, los viajes de los grupos del Frente de Juventudes a Medellín, a la villa de Hernán Cortes, para visitar su estatua (Editorial de ABC, 1947) o el recibimiento del Caudillo a los alumnos hispanoamericanos. En las décadas del 40 y 50 España se encontraba bastante aislada de los países europeos e intentaba intensificar sus relaciones exteriores con Hispanoamérica. Sin embargo, hasta el otoño de 1950, fue repudiada por los Estados europeos, EE. UU. y la URSS para entrar en la ONU, y tampoco recibió las ayudas del Plan Marshall. Guatemala

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y El Salvador fueron de los pocos países que habían reconocido al gobierno de Franco y hubo que esperar al 4 de noviembre de 1950 para que todos los países hispanoamericanos aceptaran a España en la ONU. También hay una clara excepción: Argentina, que desde 1945 había establecido relaciones comerciales con España, debido a las buenas relaciones con el gobierno del general Perón. La política exterior de España en la década del 40 al 50 quiere romper con el aislamiento al que se ve sometido el país tras la Guerra Civil y para ello intenta fortalecer los lazos con Hispanoamérica, considerándose el baluarte de la Hispanidad y la portadora de los valores del régimen franquista: el catolicismo y ser la guía espiritual de Hispanoamérica. La irrupción del general Perón como jefe del Estado en Argentina (de 1945 a 1955) suscitó muchas simpatías en el régimen franquista, pues tenían algunos puntos de cohesión, como el hacer una política que exaltara los valores espirituales del pueblo. En noviembre de 1940, debido a ese intento de recuperación de una imagen imperialista del franquismo, se creó el Consejo de la Hispanidad, que concedía a España el papel de “una suerte de tutora moral y de orientación religiosa de sus antiguas colonias”, concibiendo la Hispanidad como una “comunidad espiritual indestructible”1. En el decreto de fundación se decía: La desunión de espíritu de los pueblos hispánicos hace que el mundo por ellos constituido viva sin un ideal de valor y transcendencia universales. Y, sin embargo, la Hispanidad, como concepto político que ha de germinar en frutos indudables e imperecederos, posee y detenta esa idea absoluta y salvadora. El espíritu de la Hispanidad, que no es el de una tierra sola, ni el de una raza determinada, radica en la identidad entre su ser y su fin, en la conciencia plena de su unidad; condición de vida inexcusable, ya que para vivir los pueblos, han de unirse siempre, no en la libertad, sino en la comunidad. Impulsar este ideal, encauzarle, vigilarle, prestarle su máximo reflejo como política natural del Nuevo Estado, es la tarea que hoy se inicia con la creación del Consejo de la Hispanidad y

1 Véase .

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El teatro hispanoamericano en los escenarios franquistas 277 la función que se le asigna, trasunto de aquellas otras gloriosas tareas del Consejo de Indias, padre de leyes justas, ordenador de pueblos, creador de cultura, que fue cabeza rectora de nuestra política más allá de los mares. A él incumbirá conseguir, que España, por su ideal ecuménico, sea para los pueblos hispánicos la representación fiel de esta Europa cabeza del mundo (Franco 1940: 7.649).

El 4 de julio de 1946, en la jornada de clausura del XIX Congreso de Pax Romana2, en San Lorenzo de El Escorial, con presencia de casi todas las repúblicas hispanoamericanas excepto Costa Rica, Honduras y República Dominicana, los ochenta y dos congresistas decidieron crear una institución nueva, acorde a las exigencias inmediatas del hispanoamericanismo, y fundaron el Instituto Cultural Iberoamericano, presidido por Pablo Antonio Cuadra. A los pocos meses ese proyecto era asumido por el Estado español, y se creaba el Instituto de Cultura Hispánica, que se consideró una corporación de derecho público, con personalidad jurídica propia, destinada a fomentar las relaciones entre los pueblos hispanoamericanos y España. Joaquín Ruiz-Giménez Cortés, presidente del XIX Congreso de Pax Romana, sería su primer director. Todas estas circunstancias influyeron, sin duda, en la creación de los repertorios de los teatros nacionales, así como de los teatros comerciales, los independientes y el TEU. Juan Antonio Hormigón explicaba la situación del teatro en esta etapa: Los teatros nacionales durante el franquismo han sido feudos de un culturalismo reaccionario, con un tipo de programación improvisada y al azar que jamás respondió a criterios de una mínima planificación y presupuestos programáticos coherentes, fueran del signo que

2

Este congreso fue un instrumento inmejorable para reafirmar una política internacional propia, anticomunista y católica, que se apoyaba en el Vaticano y cuyo campo de actuación principal, como es natural, estaba constituido por las repúblicas hispanoamericanas, en las que se había transformado el antiguo imperio hispánico. Y aunque la presencia aparente del Estado en este congreso de estudiantes católicos fuera mínima (reducida prácticamente a los rectores de las universidades), el decidido apoyo político y económico (a través del Ministerio de Asuntos Exteriores) facilitó su exitosa celebración.

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fueran. En ningún momento se sentaron las bases de lo que debe ser un auténtico teatro de servicio público. En ningún momento se planteó el hecho de que la fuente de producción era el pueblo español y los repertorios deban tener en cuenta ese hecho prioritariamente, no el simple gusto de un ministro, la opinión de una crítica ignorante, no reaccionario y cazurra, los latiguillos snobs de algún “sabelotodo” de pacotilla, o considerar como único destinatario disfrutante a la burguesía conservadora del autoritarismo a la que se le abrían las carnes de gozo con la obscurotecnica o las luces de colores bien almibarados. En ningún mo­mento se plantearon trabajo de equipo a largo plazo. En ningún mo­mento se consideró al teatro como un bien de cultura protegido por el Estado, como la educación, y se manejaron puros criterios ornamentales respetando siempre las imposiciones, del área comercial: también aquí el mito de la libre empresa, auténtica vencedora de la guerra civil, se imponía como principio intangible del concepto de poder esgrimido por el franquismo, aunque tamizado por el autoritarismo censorial (1976: 1).

A esta realidad hay que añadir la complejidad de la censura, pues según Berta Muñoz: Las obras son vigiladas celosamente tanto en sus aspectos ideológicos como en los artísticos. Por ello, no es de extrañar que, en los escenarios de la inmediata posguerra, apenas encontremos investigación formal ni, por supuesto, voces críticas que expresen una visión del mundo distinta a la de los partidarios del régimen político recién impuesto. El teatro que se estrena en los escenarios comerciales es, en la mayoría de los casos, un teatro concebido como mera distracción, que elude los temas de implicación política y social para centrarse en enredos intrascendentes (revistas, juguetes cómicos, melodramas, comedias de evasión, etc.) (2014: 3).

Como podemos deducir de estas circunstancias, el teatro hispanoamericano que ocupaba los escenarios franquistas en la inmediata posguerra seguía las pautas descritas anteriormente. Sin embargo, creo que es necesario realizar un acercamiento exhaustivo al teatro hispanoamericano que se representó en los escenarios madrileños durante toda la época franquista, por lo que voy a hacerlo tomando en cuenta

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varios parámetros. En primer lugar, he establecido un criterio cronológico: décadas del 40 y 50, década del 60 y década del 70. Cada una de estas etapas se ve marcada por condicionamientos político-sociales. En cada lapso temporal he hecho, a su vez, un recorrido por las diferentes carteleras madrileñas: teatros nacionales, teatros comerciales, teatros independientes o de arte y ensayo, teatros universitarios o de divulgación cultural como el Instituto de Cultura Hispánica.

El teatro comercial hispanoamericano en los escenarios madrileños de los años 40 y 50 Una de las tendencias más sobresalientes dentro del teatro de los años 40 y 50 es la llamada comedia blanca o asainetada. A los autores argentinos se les identificaba con este género; entre los más reconocidos por la crítica se encontraban Juan Fernando Camilo Darthés y Carlos Santiago Damel. Estos dramaturgos también eran muy populares en Argentina, habían ganado el primer premio nacional por su obra Los chicos crecen en 1937 y pertenecían a la llamada comedia blanca, un tipo de comedia que se inicia en Buenos Aires en los años 40 y en la que predomina el elemento sentimental. Para Pellettieri se asemeja a la comedia asainetada, “en la que los personajes se desenvuelven intentando concretar el amor o protegiendo a la familia” (2003: 209). Algunas de estas comedias ya habían sido estrenadas en Argentina y, según Cristina Massa, en el periódico Crítica del 5 de enero de 1949, se alababa las cualidades de estos comediógrafos: Darthés y Damel han sabido dar siempre obras de marcado acento porteño y logrado sentido popular. Les ha bastado poner imaginación y buen gusto para compaginar dentro de una comedia cuanto habían observado entre nuestros tipos o extraído de nuestras costumbres. De ahí la calidad del teatro de estos comediógrafos que pudieron traducir una realidad sin deformarla ni bastardearla con recursos fáciles (2003: 229).

El 4 de octubre de 1944 se estrena en el Teatro Beatriz Él duerme y ella delira. Según Alfredo Marqueríe, “la comedia cumple el fin que

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se propusieron los autores: entretener, distraer, divertir” (1944: 18). Con Tres mil pesos se vuelve a insistir en que la obra está escrita bajo el signo del entretenimiento y con personajes fáciles (1947: 15). Sobre Esta noche me suicido, comenta lo que parece fundamental en estas comedias: “farsa de animado gracejo que hace pasar un rato muy agradable” (1949: 17). El 11 de mayo de 1945 se estrena en el Teatro Alcázar Los maridos se divierten de siete a nueve, de Sixto Pondal y Carlos Alberto Olivari, comedia de “caracteres finos, que tiene influencia de la comedia francesa” (Marqueríe 1945: 14-15), que tuvo un gran éxito. Don Ginés Albarada Herrera, director de la sección Hispanoamericana de Cuadernos de Literatura Contemporánea de la Institución Antonio de Nebrija, jefe de programas para América de Radio Nacional y estudioso de la Literatura Hispanoamericana, estrena, el viernes 18 de enero de 1948, en el Teatro Beatriz, La madre borrada, en colaboración con la autora colombiana Amira de la Rosa, agregada cultural de la delegación de Colombia en España y ganadora del Premio Lara 1947-1948 por su obra Piltrafa, que se estrenaría en el Teatro María Guerrero el 2 de julio de 1948. Al marido hay que seguirlo, comedia de enredo de los dramaturgos argentinos Insausti y Malfati, estrenada en el Gran Vía el 21 de abril del 1949, provocó la hilaridad del público, pero “literariamente la farsa carece de valores”, según escribió Marqueríe (ABC 1949: 17). Por último, La casa sin alma, de Eduardo Pappo (1950), fue otra de las comedias representadas, aunque no gozó de una crítica demasiado favorable. Carlos Gorostiza, autor argentino que tuvo una amistad epistolar con Buero Vallejo y cuya hermana fue la famosa actriz Analía Gadé, estrenó en el Teatro Infanta Isabel El reloj de Baltasar el 20 de junio de 1956. Sus protagonistas fueron Analía Gadé, Juan Carlos Thorry y Esteban Serrador, y la obra fue considerada por Alfredo Marqueríe como una comedia de tono medio que trata el tema del tiempo y otra serie de consideraciones existenciales dentro de la trama de un triángulo amoroso y que por su delicadeza en el tono y simbolismo se acerca al teatro de Bernard Shaw (ABC 1956: 59). Esta obra se emitió curiosamente en Estudio I de Radio Televisión Española en 1970. Otro autor muy destacado en la escena madrileña comercial

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del momento es Enrique Suárez de Deza, escritor argentino de origen español. Se le considera seguidor de la comedia de Benavente y su importancia en España se refleja en el hecho de que muchas de sus obras fueron publicadas en la Biblioteca Teatral. Es uno de los autores de comedia más populares y entre sus obras más conocidas se encuentran algunas de las que se presentan a continuación. Lady Amarilla es una comedia en tres actos que se estrenó en el Teatro Lara el 20 de marzo de 1942. El crítico Miguel Ródena (ABC 1942: 13) resaltó el tono de alta comedia de la obra y, sobre todo, el papel de la protagonista, Irene López Heredia, así como su “alta calidad escénica”. El 22 de enero de 1945 llegaba a los escenarios, en el Teatro Infanta Isabel, Catalina, no me llores, que fue considerada por Marqueríe “como una de las comedias menos acertadas de Suárez de Deza a pesar del éxito de público” (1945: 15). La comedia más reconocida de Suárez de Deza puede que fuera Cándido de día, Cándido de noche, estrenada en el Teatro Fontalba el 17 de enero de 1946. Alfredo Marqueríe comentaba que “esta comedia está magníficamente dialogada y llena de valores de ficción y de verdad de vida y de teatro, seguramente la mejor de cuantas han salido de su pluma” (ABC 1946: 26). También se la considera una de las mejores comedias puestas en escena en los últimos tiempos. El anticuario fue sin duda la que cosechó más éxitos. Estrenada el 22 de diciembre de 1947 en el Teatro María Guerrero, se la denomina “tragicomedia embriagadora” y Marqueríe señala “la calidad escénica porque en ella los elementos grotescos y los elementos poéticos y dramáticos se hallan mezclados en sutil mixtura” (ABC 1947: 25). Otros estrenos suyos en la temporada 1946 fueron: Ambición (1945), La dama salvaje, El calendario que perdió siete días (estreno en 1950), Nocturno, Jugar a vivir, Aquellas mujeres y Miedo. Desde el punto de vista de las industrias teatrales, el intercambio constante entre compañías españolas y argentinas ya se había potenciado en el teatro anterior a la Guerra Civil con la figura de Federico García Lorca o Margarita Xirgu en Argentina y Uruguay, pero en la posguerra continúa este intercambio de compañías teatrales, sobre todo aquellas que ofrecían entretenimiento y diversión con sus producciones folklóricas o asainetadas. Así, en la temporada de 1948-

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1949, el Teatro Español se cedió a la compañía de Pepita Serrador para que estrenará seis comedias. Pepita Serrador, o Josefina Serrador Mari, nació en Argentina de padres españoles y durante toda su vida de actriz giró con su compañía por España y Argentina. Las comedias que estrenó en España tuvieron mucho éxito, ya que buscaba autores que llegaran al público y entretuvieran, con un estilo ligero y diálogos chispeantes. La comedia El diablo vino a la sierra, de Loruso y De la Rosa, que había ganado el Premio Nacional de Buenos Aires, se estrena el 4 de mayo de 1949 en el Teatro Gran Vía. Sin embargo, la crítica la considera más bien de divulgación folklórica, con guiños populares y voluntad de entretener al público. Mi marido, el otro y yo se estrena también en el Teatro Gran Vía el 7 de junio de 1949. Se trata de una obra de Francisco E. Collazo, considerada un sainete más que una comedia. En todas ellas sin duda destaca el papel de Pepita Serrador, que encarna siempre la protagonista. Otra compañía que obtiene mucha popularidad en los escenarios madrileños es la de Lola Memvibres. Al igual que su compañera, Memvibres nació en Buenos Aires, pero en realidad vive entre los escenarios de dos mundos: Argentina y España. Aquí traerá muchas comedias argentinas, entre las que se encuentra Viuda, guapa y estanciera, de Claudio Martínez Payva, comedia de costumbres estrenada en el Teatro Beatriz el 28 de febrero de 1945. Alfredo Marqueríe la califica de “sainete argentino con gotas melodramáticas, con trama y fábula inocente, con ardides de truco fácil” (1945: 14). Por su lado, el teatro mexicano tiene menos espacio en los escenarios españoles. Solo dos obras de este repertorio se estrenan bajo la dirección de Luis G. Basurto. El 9 de marzo de 1949, en el Teatro Cómico, se ponía en escena Entre hermanos, de Federico Gamboa, considerado por Marqueríe (ABC 1949: 19) como un representante de un teatro caduco descendiente de Echegaray; sin embargo, en esta obra, elogia el movimiento escénico, la tramoya y los efectos especiales que construyen la atmósfera, así como la actuación de la célebre actriz Virginia Fábregas. El 19 de agosto de 1949 ocupaba el escenario del Teatro Lara El vendedor de muñecas, de Nemesio García Naranjo, que Alfredo Marqueríe calificaba como una pieza más del “teatro veraniego” (1949:17-18) con un estilo de vodevil.

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El teatro hispanoamericano en el TEU y en los teatros de cámara y ensayo Aunque la presencia del teatro hispanoamericano en la escena española durante la década de los años 40 y 50 no es tan escasa como se creía, en la mayoría de las ocasiones este teatro se valora solo como una aportación al teatro comercial, al puro entretenimiento. A pesar de la popularidad que van adquiriendo algunos dramaturgos hispanoamericanos en los teatros madrileños, los Teatros Nacionales rara vez incorporan obras hispanoamericanas a su repertorio. En el caso del Teatro Universitario se incluyen obras españolas, europeas e incluso norteamericanas, pero también se observa una resistencia a añadir repertorio procedente de Hispanoamérica. Esta ausencia tiene que ver con la situación del TEU en aquella época, fruto del contexto político-social de la España del momento. La primera época del TEU (1940-1955) se caracteriza por ser una actividad indispensable para la subsistencia y, dentro de esta supervivencia, es imprescindible la búsqueda de un individualismo existencial. Por tanto, los autores elegidos para ser representados serán símbolos de la España imperialista que quieren emular. Como se señaló anteriormente, se crea un organismo fundamental para la difusión del teatro hispanoamericano: el Instituto de Cultura Hispánica, que ve la luz en 1945 como órgano asesor del Ministerio de Asuntos Exteriores para estrechar los vínculos espirituales entre los pueblos que componen la cultura hispánica. Antonio Canellas afirma que El proyecto respondía a la idea emprendida en el mes de junio de ese año con la reunión del XIX Congreso Internacional del movimiento católico Pax Romana celebrado en Salamanca y El Escorial con motivo del IV Centenario de la muerte de Francisco de Vitoria, que congregó a un nutrido grupo de delegados hispanoamericanos movilizados por Sánchez Bella a título de Secretario Internacional de Pax Romana en coordinación con la Presidencia ostentada por Ruiz Giménez, en su propósito compartido por subrayar el sentido tradicional del catolicismo hispánico que decía representar el régimen de Franco para hacerlo más aceptable entre el resto de congresistas procedentes de otros países europeos (2014: 78).

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La Cátedra Ramiro de Maeztu y el Colegio Universitario Nuestra Señora de Guadalupe son parte a su vez de estas instituciones que pretenden unir “espiritualmente a España con Hispanoamérica” y potenciar publicaciones e intercambios de profesores y alumnos. Este organismo que da cobertura a los estudiantes hispanoamericanos en Madrid genera actividades de tipo cultural y publicaciones periódicas como Mundo Hispánico, Cuadernos Hispanoamericanos, Correo Literario y, sobre todo, puestas en escena de obras de teatro en colaboración con los estudiantes universitarios. El teatro hispanoamericano también se da a conocer a través de estas publicaciones con varios artículos dedicados al teatro argentino o al desarrollo de los teatros universitarios hispanoamericanos. En la revista Mundo Hispánico (1949: 54-55) se hace referencia al desarrollo que ha sufrido el teatro chileno en esta última década, gracias a la creación del Teatro Experimental de la Universidad de Chile y al Teatro Ensayo de la Universidad Católica de Chile, que han permitido construir un ambiente teatral y un grupo de competentes actores, directores y escenógrafos. Jaime Potenze, en Cuadernos Hispanoamericanos, hace una breve historia del teatro argentino, cuya crisis es el único aspecto que destaca: El teatro argentino existe, y si está pasando por un mal momento, se debe a la falta de autores, a los intereses creados, el analfabetismo de los empresarios —opinión ésta en la que sólo discordó el representante del gremio aludido y sin demasiada convicción— y la austeridad de los autores nóveles. Estrenar en la Argentina es muy difícil, debido a las camarillas que acaparan las carteleras, no muy notable por su cultura (1950: 99-113).

Alfonso Sastre explica la aparición de los teatros de cámara, teatros experimentales y teatros universitarios como una manera de acabar con el anquilosamiento de la escena madrileña del momento: En 1945 el panorama del teatro español no ofrecía grandes atractivos. Nuestra escena vivía de burdas tragicomedias, melodramas sentimentales y astracán. Se anunciaba ya la ruidosa aparición del “folklore” y la revista musical trataba de digerir su purga y exhibir de nuevo su tradicional y desenfadado cortejo. Se vivía de temas y figuras a punto de momifi-

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El teatro hispanoamericano en los escenarios franquistas 285 cación. El esfuerzo oficial a favor de la dignidad de la escena española resultaba insuficiente. Los teatros Español y María Guerrero —a pesar de la elogiosa crítica que acompañaba su labor— se veían desatendidos del gran público. Y la juventud, en masa, había desertado del teatro, solicitada por otras tareas y por distintos espectáculos (ABC 1952: 13).

Tras los problemas económicos del Grupo Arte Nuevo, José Gordón y José María de Quinto fundan La Carátula el 20 de diciembre de 1948 en el Teatro de la Casa Sindical, antigua Casa del Pueblo. Se unirán a él el famoso director José Franco y otros actores y actrices que ya habían trabajado en Arte Nuevo, como Carmen Vázquez Vigo, José Luis López Vázquez, María Jesús Valdés y María Luisa Romero. Una vez constituido el grupo, José Gordón recurre a teatros universitarios y a giras por provincias para mantener su vigencia. Empiezan a representar textos españoles y del teatro universal en varios teatros, como el Beatriz o el Benavente de Madrid. Para José María de Quinto: Los teatros de cámara y ensayo cumplían de algún modo con una labor informativa, dando a conocer a sus asociados las principales piezas del teatro universal, piezas que nunca hubieran visto representadas en los circuitos normales porque se hubieran opuesto tanto la censura como los pobres y míseros mecanismos del teatro comercial (1999: 72).

Por su parte, José Monleón afirmaba que El Teatro Independiente era el último eslabón de un largo proceso, del que habían sido parte los Teatros de Facultad —rebelados, política y organizativamente, contra los primitivos TEUS, encuadrados dentro del sindicato oficial universitario, el SEU—, y los nuevos Teatros de Cámara, que se distinguían de los antiguos en haber sustituido la conciencia de montar obras raras, o minoritarias, por la de representar textos cuya programación regular estaba prohibida. Este es un tema, sin duda, clave para entender mucho de lo que sucedió en el período franquista, por lo demás bastante parecido a lo que ha sólido y suele ocurrir cada vez que las dictaduras confían en la eficacia de sus censores. TEUS y Teatros de Cámara habían nacido como instrumentos idóneos para enclaustrar la cultura considerada peligrosa —es decir, cualquier concepción del mun-

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do opuesta o ajena a la establecida por la victoria del 39 y los Principios Generales del Movimiento—, limitándola a especialistas y sectores minoritarios, supuestamente interesados en una información sobre esa producción artística, decididamente marginal a nuestro proclamado ideario colectivo, mucho antes que en la participación activa en sus conflictos, sus interrogaciones y sus propuestas (1988: 1).

Y José María de Quinto se hacía la siguiente pregunta: ¿Hasta qué punto con su labor los teatros de cámara y ensayo, a pesar de sí mismos, colaboraban con el régimen cultural existente?, es algo que después de transcurridos bastantes años habría que dilucidar. Porque, en realidad, cuando le convenía, el régimen proclamaba a los cuatro vientos que tal drama había sido representado en España, sin confesar que lo había sido sólo por una noche y que la omnipresente Censura se negaba a darle carta de naturaleza para que subiera con toda normalidad a un escenario. En este sentido, claro es que los teatros de ensayo y de cámara servían objetivamente, a pesar de su lucha frontal con aquel estado de cosas, al paupérrimo régimen cultural del franquismo (1999: 72).

Entre las diferentes sesiones teatrales, solo en una de ellas se representó una obra de teatro hispanoamericano, tal y como relata José María de Quinto: En la quinta sesión se puso en escena “El pacto de Cristina” de Conrado Nalé Roxlo. Era el 25 de mayo de 1949 y tuvo lugar en el Círculo de Bellas Artes con asistencia del embajador de la República Argentina, toda vez que se trataba de rendir un homenaje al conocido autor argentino. Entre los intérpretes estaban Carmen Vázquez Vigo, María Luisa Romero y la dirección estaba firmada por José Franco (1999: 78).

El Instituto de Cultura Hispánica tuvo una gran importancia a la hora de difundir el teatro hispanoamericano, haciendo partícipes de estos acontecimientos a los estudiantes hispanoamericanos en Madrid. En la revista Mundo Hispánico se relata cómo: En Medellín, pueblo natal de Hernán Cortes, se conmemoró, el día 2 de noviembre, el IV Centenario del fallecimiento del conquistador de

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El teatro hispanoamericano en los escenarios franquistas 287 Méjico, con un gran homenaje popular presidido por el Excmo. Sr. Ministro de Asuntos Exteriores, D. Alberto Martín Artajo; por el director del Instituto de Cultura Hispánica, D. Joaquín Ruiz-Giménez, y por los gobernadores provinciales de Extremadura (1948: 17).

Para conmemorar el IV centenario de Hernán Cortés se estrena Tata Vasco, una obra de teatro sobre la vida del obispo de Michoacán, don Vasco de Quiroga, el 20 febrero de 1948. Se trataba de un drama sinfónico del compositor mexicano Manuel Bernal Jiménez, que subió a las tablas del Teatro Madrid con dirección de Luis González Robles y la participación de Catalina Bárcena. Julio Vier, que posteriormente dirigirá el Departamento de Teatro de la Escuela Superior de Bellas Artes en Buenos Aires, es por entonces un joven estudiante en España que pondrá en escena su obra Las antiguas semillas, una tragedia dirigida por Luca de Tena y estrenada el 13 de mayo de 1948 en el Teatro Español. Armando Ocano colaborará con Faustino González Aller y estrenarán La noche nunca acaba fantasía dramática, con la que ganarán el Premio Lope de Vega. El teatro chileno aparece en los escenarios de Madrid de la mano de Armando Moock y su obra Del brazo y por la calle, comedia dramática estrenada el 27 de mayo de 1946, dirigida por José Franco, director perteneciente a La Carátula, e interpretada por Luis Prendes y Elena Caro. La crítica destacaría su éxito de público y el valor de sus diálogos (G. Revenga 1946). A mediados de los años 50 el teatro hispanoamericano empieza a tener una presencia más numerosa en los escenarios madrileños, gracias sin duda a la labor divulgativa del Instituto de Cultura Hispánica. Al igual que en la década anterior, el TEU y los teatros de cámara formarán una simbiosis perfecta y darán cabida al teatro hispanoamericano. El nicaragüense José de Jesús Martínez fue uno de los autores más prolíficos. El 16 de febrero de 1955 estrenó La mentira en el Instituto de Cultura Hispánica. El día 17 de febrero se publicó una autocrítica sobre la obra, firmada por el propio autor: En el Teatro del Instituto de Cultura Hispánica se estrenará esta noche La mentira. Su autor dice: “Quiero agradecer públicamente, a la

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Asociación Cultural Iberoamericana el apoyo que ha hecho posible este primer ensayo de nuestro grupo, y el interés que han puesto todos en su realización, de manera muy especial al inteligente actor panameño, Miguel Moreno, a quien escogí para que protagonizara mi obra; al primer actor costarricense Jorge Charpentier, a la ecuatoriana María Ester Martínez, a Rafael Sarró, director, que tanto ha hecho por la obra, y a los demás artistas que forman parte en ella. De La mentira nada puedo decir en concreto. Sigue —creo yo— esa dirección que dejó apuntada Unamuno y que en el teatro español actual sólo explota Buero Vallejo” (Martínez 1955: 47).

Por otra parte, el crítico de ABC Alfredo Marqueríe realiza una crítica de la obra al día siguiente de la representación, en la que hace hincapié en el hecho de que el elenco sea universitario y que el autor parece ser un dramaturgo prometedor: En el Instituto de Cultura Hispánica se estrenó La mentira, de José de Jesús Martínez. Anoche se estrenó en el Teatro del Instituto de Cultura Hispánica la obra de José de Jesús Martínez La mentira, que fue interpretada por un grupo de estudiantes hispanoamericanos, entre ellos el panameño Miguel Moreno, el costarricense Jorge Charpentier y la ecuatoriana María Ester Martínez, dirigidos por Rafael Sarró, y ante un decorado de graciosa y expresiva síntesis. Actrices y actores pusieron a contribución su gran entusiasmo, y en muchas ocasiones un fino sentido de la incorporación escénica, aunque por lo extenso e importante de los papeles y la falta de adiestramiento tuvieran que esperar en algún momento la ayuda del consueta. Grandes aplausos sonaron al fin de cada cuadro y al terminar la representación para premiar la labor de cuantos intervinieron en la velada. || José de Jesús Martínez ha confesado en su autocrítica que La mentira sigue en el teatro una línea unamunesca. Y ello es muy cierto. Porque aparte los “americanismos” del diálogo que en nuestros oídos suenan de un modo gracioso, y por cierto nada desagradable, la tesis, la enjundia de esta comedia dramática pertenece al acervo de las preocupaciones fundamentales del autor de Amor y pedagogía. Todo en La mentira oscila alrededor de un doble juego: la realidad y el sueño, el paisaje de la vida y el panorama onírico que alternan en los distintos cuadros de que se compone la pieza. Abusa el autor de las escenas de dos personajes y le falla la riqueza dialéctica cuando hay tres o cuatro en escena. También acusa en exceso las repeticiones y reiteraciones innecesarias que empobrecen el

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El teatro hispanoamericano en los escenarios franquistas 289 juego verbal. Pero, aparte de esos defectos, tiene del teatro un concepto alto, ambicioso y puro. El protagonista de La mentira, con una obsesión morbosa hacia la ensoñación, es una figura de ficción admirablemente pensada y realizada, y el curso de la trama se va desarrollando con excelente pulso y medida, hasta llegar a un desenlace original y turbador de atrevida y valiente estructura. Tiene José de Jesús Martínez nervio y temperamento de dramaturgo, positiva capacidad de síntesis y loable idea de la invención escénica. Aunque en este primer intento haya errores e ingenuidades, no encierran gran importancia. Lo que interesa es su porvenir de autor, que a nosotros nos parece risueño y halagüeño (1955: 43).

Posteriormente, José de Jesús Martínez estrenó otras obras como La perrera, anunciada de nuevo en el periódico ABC: Próximo estreno de La Perrera en Teatro de Ensayo. El próximo lunes, día 15, a las once de la noche, se estrenará en el teatro de la Comedia, La Perrera, comedia dramática en tres actos, original del dramaturgo nicaragüense, José de Jesús Martínez. La obra, patrocinada por el Instituto de Cultura Hispánica, será presentada por el Teatro de Ensayo de Escena, bajo la dirección de Aitor de Goiricelaya y José Moraleda. La interpretación estará a cargo de Lola Lemos, Pablo Sanz, Guillermo Deu, Luciano Liñán, Ventura Oller, Carmina Santos, Francisco Natividad y Enrique Marco (1957: 57).

El crítico Marqueríe vuelve a reseñar la obra y destaca el carácter innovador del dramaturgo, aunque cometa algunos fallos todavía por su inexperiencia: El Teatro de Ensayo ‘Escena’ estrenó La Perrera, de José de Jesús Martínez. Anoche, el Teatro de Ensayo Hispanoamericano ‘Escena’ estrenó, en función patrocinada por el Instituto de Cultura Hispánica y la Embajada de Nicaragua, La perrera, de José de Jesús Martínez, con gracioso escenario sintético de Héctor Pascual y acertada dirección de Moraleda y Goiricelaya. Interpretaron sus papeles con la mejor voluntad y entusiasmo Lola Lemos, Guillermina Deu, Carmina Santos y los señores Sanz, Liñán, Oller, Natividad y Marco. Al fin de las dos jornadas sonaron insistentes y cariñosos aplausos y el autor salió a saludar. Hace catorce o quince años Modesto Higueras, director del T.E.U., estrenó la versión

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española de Navidades en la Casa Bayard, de Thornton Wilder, donde el reflejo del paso del tiempo en las generaciones con cierta técnica regresiva por un lado y porvenirista por el otro, constituye temática fundamental. Esa misma idea ha inspirado también, aunque en plano más modesto, al joven autor nicaragüense José de Jesús Martínez, de cuya vocación y aptitud dramática tuvimos buena noción con su anterior estreno, La mentira. La noble ambición y el deseo de buscar formas nuevas originales y difíciles son méritos indudables de La perrera. Su defecto fundamental radica en la reiteración de idénticas frases en el diálogo y en el abuso de las escenas de dos personajes. Pero José de Jesús Martínez posee sensibilidad, pasión y preocupación de dramaturgo (1957: 47).

Otras críticas aparecieron en otros diarios nacionales, como en La Vanguardia Española, que llega a decir que es el mejor comediógrafo contemporáneo en su país: La capital, al día. Mundo y mundillo teatral. En la Comedia. El teatro de ensayo ‘Escena’ estrenó en el Teatro de la Comedia el drama La perrera, original del autor nicaragüense don José de Jesús Martínez, en función patrocinada por el Instituto de Cultura Hispánica. Esta obra ha revalidado en esta noche de su estreno en Madrid el gran éxito que obtuvo en la capital de Nicaragua. El autor del drama está considerado como el mejor comediógrafo contemporáneo de su país. Fuertes aplausos premiaron la obra y a sus intérpretes. José Antonio BAYONA (La Vanguardia Española 1957: 7).

Otros autores también son dados a conocer a través de lecturas dramatizadas, como es el caso del autor cubano Virgilio Piñera, de cuya obra Los siervos se realizó una lectura el 27 de junio de 1957: Lectura de una obra teatral cubana. En el salón de actos del Instituto de Cultura Hispánica se verificará hoy, jueves 27, a las siete y media de la tarde, la lectura de la farsa en cinco cuadros Los siervos, original del escritor cubano Virgilio Piñera. La lectura correrá a cargo del teatro de ensayo ‘Escena’, en su ciclo de teatro hispanoamericano, bajo la dirección de Aitor de Goiricelaya, actuando como intérpretes Antonio Garay, Juan Miguel Lizárraga, Luis Sáenz, Venancio Muro, Sergio Mendizábal, Enrique Marco y José Triana. Después de la lectura se celebrará un coloquio sobre teatro hispanoamericano, en el que tomarán parte el dramaturgo

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El teatro hispanoamericano en los escenarios franquistas 291 peruano Salazar Bondy, el autor nicaragüense José de Jesús Martínez, la actriz María Victoria Salinas, del Teatro Experimental de la universidad de Chile, y José Moraleda, director del teatro de ensayo ‘Escena’. Las invitaciones pueden recogerse en el Departamento de Asistencia Universitaria del Instituto de Cultura Hispánica (ABC 1957: 61).

Sin embargo, se ejerció la censura con respecto a algunas obras de dramaturgos hispanoamericanos, como fue el caso de la famosa obra El puente, de Carlos Gorostiza. Según la orden del director general don Enrique Xandan del 13 de octubre de 1952, quedaba prohibida la representación de la obra El puente de Carlos Gorostiza, que contaba con la adaptación de don Antonio Buero Vallejo. Los tres censores que realizaron los informes de la obra estuvieron de acuerdo en el valor literario de la obra, que consideraron muy bueno. Sin embargo, debido a la opinión negativa de uno de los censores, Francisco Ortiz Muñoz, no consiguió la aprobación general: A lo largo y hondo de toda la obra se percibe un sentido y propósito político de enfrentar a las clases sociales, el pobre y el rico, sin que se apunte ninguna idea o solución constructiva. La clase pobre, sobre todo, con la madre de Andrés, mujer humilde, buena, discreta y resignada. Cierto que es digna de condenación y repulsa la actitud y dialéctica de Elena pero con el contraste con la actitud y dialéctica de la madre -justa y digna siempre- reside el peligro social y político de la obra que alentará rincones y odios, no comprensión y cordialidad. A esto último no coadyuva la intervención del personaje del pobre, si bien parece ese el propósito del autor, porque el padre es un hombre fracasado, sin valor y su personalidad carece de fuera y nobleza necesaria para actuar de medio moderador y ponderativo. Por lo expuesto, entiendo que la obra es social y políticamente peligrosa y no debe autorizarse (AGA, Sección censura, caja nº 78.576.).

El teatro hispanoamericano en la década de los 60 Durante la década de los 60, la presencia del teatro hispanoamericano en los escenarios madrileños se intensifica por los cambios que operan a nivel de política cultural, así como por el incremento del teatro in-

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dependiente y la creación de revistas especializadas como Primer Acto, que en 1960 creará una sección especial dedicada al teatro hispanoamericano, llevada por diversos críticos, como Ramón Montenegro, que se centra en Uruguay, y Noberto Manzanares, que reseña el teatro argentino. Lo que unía a estos teatros no profesionales era su experimentación, su carácter colectivo y su necesidad de aprender y formarse en técnicas teatrales, así como el deseo de que desapareciera la censura. Además de en el Instituto de Cultura Hispánica, el teatro hispanoamericano se mostrará en teatros nacionales como el Teatro Español y el Teatro María Guerrero, que acogerán a grandes figuras del teatro hispanoamericano, y también a los TEU formados por estudiantes hispanoamericanos. El Teatro Español fue uno de los teatros oficiales que más obras hispanoamericanas acogerá, y el teatro chileno uno de los más difundidos. El 18 de mayo de 1961 la compañía de teatro de la Universidad Católica de Chile presenta una de las obras más importantes de Isidora Aguirre, La pérgola de las flores. También se estrenan Deje que los perros ladren, de Sergio Vodanovic, y Versos de ciego, de Luis A. Heiremans, el 11 de junio de 1961, a manos del Teatro Ensayo de la Universidad Católica de Chile. El 3 de mayo de 1961 el director del mismo Teatro Ensayo, Eugenio Dittborn, impartió una conferencia sobre teatro chileno y se llevó a cabo una lectura dramatizada de algunas de las obras mencionadas: “Nuestros deseos son que los estudiantes, agrupaciones obreras, conjuntos artísticos, vean el teatro chileno y para ello les concederemos especiales franquicias” (ABC 1961: 27). Entre los grupos de cámara destacará Los Juglares. Teatro Hispanoamericano de Ensayo. Su director, el cubano Carlos Suárez Radillo, sería uno de los grandes divulgadores del teatro hispanoamericano en España. Desde que se instaló en la península, en 1957, en el Colegio Mayor Nuestra Señora de Guadalupe, se rodeó de figuras teatrales hispanoamericanas y llevó su grupo a la profesionalidad (Márquez Montes 2003: 171). El 5 de mayo de 1960 debutaba como director con la obra Bésame mucho en el Teatro Reina Victoria. También dirigió Proceso a cuatro monjas, de Vladimiro Cajoli. Su estreno más importante se produjo el 29 de enero de 1962, cuando puso en escena, en el

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Teatro Español, Historias para ser contadas, de Osvaldo Dragún, de la mano de su grupo, Los Juglares, con el fin de que la función sirviese para obtener fondos para la Sociedad Cubana de Beneficencia. Esta obra fue una de las más emblemáticas del teatro hispanoamericano llevadas a cabo en Madrid. El 18 de enero de 1962, el crítico José de Juanes daba noticia en Arriba del primer estreno en España de una obra del dramaturgo argentino Osvaldo Dragún, Historias para ser contadas. Se hizo una función única en el Teatro Español de Madrid por la compañía Los Juglares, con puesta en escena de Carlos Miguel Suárez Radillo e iluminación de Juan Moreno. De Juanes menciona “las ovaciones y bravos de un público entendido” y añade que “difícilmente se encuentra hoy un cuarteto tan conjuntado, sobrio, importante, en la valía particular y compenetrado en la tarea colectiva como el formado por Pilar Sala, José Segura, Manuel de Andrés y Juan Revilla” (1962: 23), a los que acompañaban los jóvenes actores estrella Pérez Valero y Mauricio Lapeña. El 14 de mayo de 1963 se vuelven a representar Historias para ser contadas en el Teatro Valle-Inclán bajo la dirección de Eduardo Fuller. Carlos Miguel Suárez Radillo también impartiría conferencias sobre el teatro independiente argentino durante el curso 1964-1965. Asimismo, en el Instituto de Cultura Hispánica se programó un ciclo de teatro chileno y, el 26 de enero de 1962, el Teatro Ensayo de la Universidad Católica de Chile representaba Casi en primavera, de Gabriela Roepke. La autora ofreció, antes de las lecturas dramatizadas, una conferencia sobre el teatro chileno del momento. En la segunda parte del ciclo se hizo una lectura escenificada de la obra de Luis A. Heiremans Es de contrario y no creerlo. También el Instituto de Cultura Hispánica crea el Concurso Teatral Tirso de Molina. Se celebra por primera vez el lunes 13 de mayo de 1963 en el Teatro María Guerrero y se ponen en escena 4 de las 153 obras que se presentan. El premio consistía en 40.000 pesetas y el jurado estaba formado por José López Rubio, Gonzalo Torrente Ballester, José María Souviron, Adolfo Marsillach y Luis González Robles. Las obras puestas en escena fueron: Tres amigos, de la argentina Hilda Bates, dirigida por Miguel Narros; el viernes 17 de mayo se ponía en escena La tierra está, del argentino Fortunato E. Nari y diri-

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gida por Aitor Godicelaya; el lunes 27 se hacía lo propio con El mar de cada día, del cubano Ramón Ferreira, bajo la dirección de Trino Martínez Trives; y, por último, el domingo 31 de mayo se representó El semáforo, de José Luis Villarejo, con la dirección de Álvaro Guadaña. Es importante recalcar la ayuda de algunos colegios religiosos a los estudiantes hispanoamericanos; incluso se llegaron a hacer funciones benéficas para apoyar a estudiantes universitarios cubanos por parte del Colegio Nuestra Señora de la Caridad del Cobre. Tras su llegada a España en 1965, el autor chileno Jorge Díaz desempeñaría un papel capital a la hora de renovar la escena madrileña, no solo por la creación de varios grupos de teatro de arte y ensayo, como Teatro Nuevo Mundo, sino por su labor pedagógica como divulgador del teatro hispanoamericano. En el Teatro Valle-Inclán estrenó El cepillo de dientes el 19 de mayo de 1966 y el 16 de noviembre de 1969 daría una conferencia sobre teatro y guiones radiofónicos de obras teatrales.

Los años 70 y los grupos de teatro independiente En los años 70 aumenta el número de teatros en la ciudad de Madrid, que pasa a contar con 26 entre 1971 y 1972. Varios teatros comerciales acogen obras hispanoamericanas, pues su presencia en los teatros independiente y experimental había aumentado significativamente. En este contexto, el 22 de noviembre de 1970, la Casa de América realiza un curso de teatro de calle y el 15 de diciembre de 1970 se estrena una versión teatral del cuento Anacleto Morones de Juan Rulfo. Jorge Díaz es uno de los autores que más se va a representar. Exiliado y recién llegado de Chile, organiza muchas actividades teatrales y se da a conocer en festivales como la Semana Teatral de Cáceres (15 de diciembre de 1975) y divulga el teatro hispanoamericano a través de conferencias como la que imparte el 17 de abril de 1970 en el Colegio Mayor Calasanz de Madrid o con la creación del Grupo Teatro del Nuevo Mundo, que dirige él mismo para dar a conocer obras hispanoamericanas. Según el periódico ABC: “Ha estrenado Acerca de la Libertad, Los elefantes y otras zoologías, La pancarta, Americaliente, Los

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Alacranes, Las hormigas, Archipiélago sísmico, El lugar donde mueren los mamíferos” (1974: 79). En una entrevista a este mismo periódico el 5 de mayo de 1974, Jorge Díaz responde a la pregunta sobre qué considera él teatro independiente: “El teatro independiente puede y debe ser un movimiento importante de renovación del teatro Español, donde se formen y se den a conocer dramaturgos, directores y actores que puedan dar nueva vida al teatro profesional” (ABC 1974: 79). El autor chileno señala que no tienen ninguna ayuda estatal y que cada miembro del grupo obtiene sus ingresos de la televisión o del teatro para niños; son profesionales del teatro, pero la condición estrictamente cultural de Teatro Nuevo Mundo les obliga a subsistir mediante otras actividades en el ámbito teatral. En “Los Lunes del Muñoz Checa” se realiza un ciclo de teatro independiente en el que se estrenan las obras chilenas Los alacranes y Las hormigas, dirigidas por Julio Fischtel y Jorge Díaz, respectivamente. Este último explica la labor de su grupo independiente, Teatro Nuevo Mundo, que representa estas obras: Creo que hay dos aspectos que nos definen como Grupo Independiente profesional: nuestro carácter de grupo ambulante y multinacional (sus actores de distintas nacionalidades, un día están aquí como en otro país) y el carácter de reflexión crítica de nuestros espectáculos. Hacemos nuestras las palabras de Atahualpa Yupanqui: “Tengo el tiempo justo para cantar, gritar, correr hacia otro lugar” (ABC 1974: 79).

También comenta cómo ambas obras son dos apuntes dramáticos sobre la insolidaridad y la violencia. Parece que se estrenaron primero en el Club Pueblo, en el ciclo “Teatro difícil” dirigido por Vicente Romero, y que también giraron por otras capitales españolas. Otros teatros comerciales habían acogido obras de Jorge Díaz, entre ellos el Alfil, que estrena El lugar donde mueren los mamíferos y Antropografía de Salón el 3 de mayo de 1973. El velero en la botella se estrena el 4 abril de 1971 en el ciclo de Cámara Nacional del Teatro de la Comedia a cargo del Grupo Rusiñol, al que el autor concedió los derechos de representación. Jorge Díaz (ABC 1971) señala que esta obra, aunque parezca pasada de moda, todavía mantiene una de sus

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grandes cualidades: la ternura. “El velero es un amasijo de intuiciones, de destellos de humor, de poesía viva aún, de retóricas de muerte”, afirma, y su caracterización como teatro del absurdo no sirve, pues la realidad supera con creces a la ficción. Confiesa que en aquel momento se ha dejado llevar por la ira, el sarcasmo y el resentimiento, y que sus obras ahora son beligerantes, agresivas y compulsivas. En el Teatro Beatriz, el 11 de enero de 1970, se estrena Dos viejos pánicos, de Virgilio Piñera, con la dirección del chileno Hugo Benavente y muchos otros teatros comerciales llevan a sus escenarios obras hispanoamericanas. Así, el 27 de marzo de 1971 se estrena ¿A qué jugamos?, de Carlos Gorostiza, en el Maravillas, de la mano de la compañía de Carlos Larrañaga y María Luisa Merlo. El propio autor habla en ABC de esta obra: Escribí ¿A qué jugamos? con indignación, casi con furor, ante el doloroso espectáculo ofrecido por todo un gran sector intelectual, sumido en un gran juego sucio y suicida de no intervención en los problemas que más importan al hombre de hoy. Los personajes de ¿A qué jugamos?, si bien no conforman todo ese gran sector en descomposición, que manotea agónicamente, tratando de sobrevivir a una muerte que es ineludible (Gorostiza 1971: 80).

El crítico Víctor Andrés Catena (1971: 80) señala la trayectoria de Carlos Gorostiza, gran autor de la América hispana, hombre de teatro y director de quien destaca su Teatro San Telmo y su compañía Gente de Teatro. Gorostiza se hizo conocido en 1960 entre el público universitario gracias a su obra El puente. Posteriormente estrenó El reloj de Baltasar con su querida hermana Analía Gadé como protagonista. Ambas obras habían pasado por Televisión Española. A esta exitosa obra siguieron Los prójimos, Vivir aquí y la ya citada ¿A qué jugamos? Esta última marca, según Catena (1971: 80), una etapa en el teatro argentino del momento, y al dirigirla se le puede incluir entre quienes difunden lo que llama “el maravilloso boom latinoamericano”. En el ABC del 3 de agosto de 1971 se anuncia el estreno de Romeo y Julieta en versión de Pablo Neruda, el 23 de septiembre de 1971, en el Teatro Fígaro de Madrid y dentro de la III Campaña

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Nacional de Teatro. La obra sería representada por María José Goyanes, Rafaela Aparicio y Eusebio Poncela, entre otros. María José Goyanes (ABC 1971: 57) señalaba el proceso de transición en que se encontraba el teatro español debido al cambio que se había producido tanto en las representaciones como en el público, que recibía con agrado versiones clásicas, pero apreciaba también la tensión lírica de Pablo Neruda. Recuerda del mismo modo las malas instalaciones de los teatros de provincias y la necesidad de cambiar las dos sesiones teatrales diarias, así como el hecho de que el público reclama un teatro de calidad. En el Teatro Español, la semana del 28 de junio de 1971, un grupo de actores mexicanos representó obras clásicas españolas. El ABC del 31 de agosto de 1973 anunciaba el próximo estreno de la obra de Isaac Chocrón Alfabetos para analfabetos, aunque el estreno no ha podido verificarse.

Dramaturgas hispanoamericanas en los escenarios madrileños del franquismo Las dramaturgas no son muy habituales en plena posguerra, por eso llama la atención el caso de Amira de la Rosa, diplomática colombiana que ganó el Premio Lara de teatro en su edición 1947-1948. El 2 de diciembre de 1943 estrena La madre borrada, una obra sobre la vida criolla, en el Infanta Beatriz. Una de las dramaturgas más representadas fue la costarricense Victoria Urbano Pérez, que imprime un nuevo aire a las puestas en escena de esta época. Doctora en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid, ganó el Premio del Instituto de Cultura Hispánica en 1968. Sus obras Agar, la esclava y La hija de Charles Green se alejan también del realismo y del teatro comprometido de Alfonso Sastre y recuperan temas legendarios y conflictos éticos y morales. Agar, la esclava, drama bíblico, fue llevada a escena por la Federación de Universitarios Centroamericanos —que patrocinaba el Departamento de Asistencia Universitaria del Instituto de Cultura Hispánica— el 2 de junio de 1953 en el Teatro del Círculo de Bellas Artes. La di-

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rección estuvo a cargo de la actriz Josita Hernán, que además tuvo el papel protagonista. Otros actores que participaron en la obra fueron Carola Fernán Gómez, Ricardo Hurtado, Ramón Elías. Llamó la atención el vestuario de la Casa Peris y los decorados de la Casa Viuda de López. La hija de Charles Green fue otra de sus obras. Fue llevada a escena el 14 de mayo de 1954 en el Instituto de Cultura Hispánica. La dirección también estuvo a cargo de Victoria Urbano Pérez y Luis Urrea. Alfredo Marqueríe (1954: 37) destacó la labor de los universitarios que habían sabido solventar problemas escenográficos y que habían permitido dar a conocer a esta autora costarricense y a otros autores hispanoamericanos del momento a través de este tipo de representaciones y auguraba un futuro muy prometedor a la comediógrafa.

Conclusiones El teatro hispanoamericano en los escenarios madrileños de la etapa del franquismo ha estado unido al propio desarrollo histórico y teatral del país. En una primera época de posguerra predomina la comedia asainetada y algunos espectáculos folklóricos, pues había que entretener y divertir a un público inmerso todavía en la tragedia de la contienda civil. Son los años 60 los que despiertan más interés por el teatro hispanoamericano, sobre todo por el desarrollo que adquiere el TEU y por la creación de instituciones culturales como el Instituto de Cultura Hispánica, que fomentará especialmente la representación y difusión de autores y obras hispanoamericanas. La aparición de revistas teatrales como Primer Acto contribuirá también a potenciar el conocimiento de este teatro, pues además traerá a España los avances teatrales de otros países, especialmente de Hispanoamérica. En los años 70 se sigue con una recepción ya muy arraigada del teatro hispanoamericano. El fenómeno de los teatros independientes y la presencia de autores que emigraron desde Hispanoamérica, como Jorge Díaz o Carlos Suárez Radillo, empezará a enraizar la tradición del teatro hispanoamericano en los escenarios madrileños como símbolo de innovación. La difusión a través no solo de los escenarios, sino

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también en televisión a través de Estudio I y los programas de radio de Carlos Suárez Radillo popularizarán un teatro apenas conocido para el público en general.

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El teatro de Ibsen en TVE como escenario de la batalla por el cambio (1964-1984): los casos de Peer Gynt y Un enemigo del pueblo Cristina Gómez-Baggethun Universitetet i Oslo

En su influyente El libro gris de la televisión (1973), Manuel Vázquez Montalbán proclamaba que los medios de comunicación de masas se habían convertido en instrumentos al servicio de la no verdad y los comparaba con cámaras de gas en las que se exterminaba todo pensamiento crítico. La idea de que la cultura está al servicio del poder, y tanto más cuanto mayor sea su impacto de audiencia, se puede rastrear hasta los teóricos de la Escuela de Frankfurt y, en el caso de la televisión, hasta los estudios llevados a cabo en la década de 1950 por T. W. Adorno (Adorno 1954). Es evidente que, en una dictadura como la franquista, los aparatos de represión y, en particular, la censura, tratan de someter la cultura para ponerla al servicio de los intereses

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del poder. También en democracia, desde luego, el desigual acceso a la financiación potencia un tipo de intereses frente a otros. Cabe pensar, sin embargo, que los sistemas de producción cultural ofrecen grietas y fisuras a través de los cuales se puede ejercer una ciudadanía crítica que contribuya a la emancipación de la población1. De hecho, considero que las producciones culturales pueden ser un lugar de negociación, transmisión y transformación de valores. En este capítulo exploro el potencial emancipador de los productos culturales por medio de un caso de estudio concreto: las adaptaciones de las obras del noruego Henrik Ibsen producidas por Televisión Española (TVE) durante la apertura y la subsiguiente Transición a la democracia. El caso de estudio no es baladí. En primer lugar, porque durante los años sesenta y setenta tuvo lugar en España la negociación del pacto social que habría de suceder al franquismo, un pacto social que ha estado bajo revisión desde que en 2008 estalló una crisis económica de profundas consecuencias políticas y sociales2. En segundo lugar, porque la televisión, junto con la radio, era en estas décadas el medio de mayor impacto en términos de audiencia y, por tanto, el que mayor influjo ejerció sobre los españoles durante ese periodo crítico para nuestro presente. En tercer lugar, porque los dramáticos televisivos constituyeron durante estos años la principal oferta de ficción de producción propia de TVE3. En concreto, los programas de teatro como

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La confianza en la existencia de estas grietas y fisuras, es decir, en la posibilidad de crear productos culturales emancipadores, se ha cifrado como la clave que diferencia la posición de los defensores del nuevo historicismo inspirado por Michel Foucault y ejemplificado por teóricos como Stephen Greenblatt, de la posición de quienes se identifican con el materialismo cultural en la línea de Raymond Williams o Jonathan Dollimore (véase Brannigan 1998: 10). Véase a este respecto el excelente y reciente ensayo de Wheeler (2020). Por dramáticos se entendían en TVE tres tipos de programas: 1) Las adaptaciones a televisión de obras de teatro, que se emitían en programas como Primera fila, Hora 11, Teatro de siempre o el legendario Estudio 1. Este es el asunto que nos ocupa aquí. 2) Las adaptaciones a televisión de novelas, cuentos y episodios biográficos, que se emitían en forma seriada y constituyeron la base de otro programa mítico: Novela. 3) Los programas de ficción basados en guiones originales escritos para televisión. Véase, por ejemplo, Blanco y Negro (24 de diciembre de 1966: 3).

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Estudio 1 formaron parte durante dos décadas de la dieta cultural cotidiana de los españoles y fueron por tanto especialmente influyentes. En las siguientes páginas argumento que el caso de las adaptaciones televisivas de las obras de Henrik Ibsen reviste cierto carácter paradigmático como escenario de una batalla estética y política que tuvo lugar durante la apertura y la Transición en el seno de TVE. No tanto porque Ibsen fue, como veremos, uno de los dramaturgos extranjeros más producidos por TVE, sino, sobre todo, por la gran variedad de ópticas desde las que fueron abordadas sus obras. En TVE, adaptaron a Ibsen personas cuyas posiciones políticas dibujan un espectro que va desde la militancia clandestina en el Partido Comunista de España (PCE) hasta la colaboración con la censura franquista, pasando por el compromiso con el feminismo. Al mismo tiempo, las adaptaciones de sus obras fueron un lugar de experimentación formal y estética. Dada la relevancia de la televisión en estos años, resulta llamativa la poca atención que ha recibido por parte de los críticos la producción dramática de este medio, en especial si la comparamos con la que reciben tanto el cine como el teatro. Esta desatención se explica en gran medida por un extendido desdén hacia la televisión como productor cultural. Sin duda este desdén viene potenciado en nuestro país por el hecho de que TVE nació en el seno de una dictadura y porque las acusaciones de estar al servicio del poder de turno nunca han dejado de acechar al ‘ente público’ durante nuestra joven democracia. No obstante, el desdén hacia la televisión no es un fenómeno ajeno a países de larga tradición democrática. En un excelente estudio sobre los dramáticos televisivos del Reino Unido, John Caughie subraya, no obstante, que uno de los pocos ámbitos de producción televisiva que escapan allí a este desprestigio es precisamente el de los dramáticos televisivos (Caughie 2000: 1-24). En el contexto español, en cambio, este desdén se encuentra incluso en la mayoría de los escasos estudios disponibles sobre el teatro en televisión4. Virginia Guarinos, una de las pioneras del campo, sostiene

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Dos volúmenes colectivos (Romera Castillo 2002 y Ansón et al. 2010) reúnen gran parte de los pocos artículos dedicados al teatro producido por TVE. Cabe

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que “políticamente el teatro en televisión estaba muy vinculado al tardofranquismo” (Guarinos 2010: 98). José Luis Calvo Carrilla habla de “la identificación del teatro emitido con el sistema de valores de la Dictadura” y subraya que la situación no cambió con la llegada de la democracia (Calvo Carrilla 2010: 346). Y a pesar de que existe cierto consenso sobre la renovación de los dramáticos llevada a cabo por la generación de jóvenes que se incorporó a TVE con la creación de la segunda cadena a finales de la década de 1960, Rafael Utrera Macías sostiene que esta generación se “convirtió en eficaz ejecutora de la política llevada a cabo por el ministro de Información y Turismo Manuel Fraga Iribarne: apología indirecta del régimen, ampliación y diversificación de aspectos relativos a Europa, modernización de formas expresivas, exaltación de los nuevos valores neocapitalistas” (Utrera Macías 2003: 15). Frente a visiones tan negativas de la producción cultural de la televisión, algunas voces se levantan en su defensa. En particular la de Manuel Palacio, que defiende que es “difícil encontrar otro lugar, al margen de las luchas del movimiento obrero o universitario, en el que la presencia de la oposición fuese tan visible” (Palacio 2012: 54). Lo cierto es que en TVE hubo de todo. En este artículo analizo el caso de la producción televisiva de las obras de Ibsen como ejemplo de esa diversidad. En la primera sección, ofrezco una panorámica general de la producción ibseniana de TVE que sugiere su relevancia como escenario de una intensa lucha estética y política. A continuación, abordo dos estudios de caso: primero la adaptación televisiva de Peer Gynt dirigida en 1968 por Juan Guerrero Zamora y, segundo, la adaptación de Un enemigo del pueblo dirigida por Francisco Abad en 1981. Los casos han sido escogidos como ilustraciones de modos diametralmente opuestos de afrontar la responsabilidad ética, política

mencionar también algunas monografías, en su mayoría con origen en tesis doctorales (por ejemplo, Guarinos 1992, González Monge 2013 y Bernad Conde 2017). El resto de la investigación disponible se ha de rastrear en las secciones dedicadas a los dramáticos en diversas historias de la televisión en España, entre las que destacan Baget Herms 1993, Díaz 1994 y Palacio 2003 y 2012.

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y estética que implica producir teatro en televisión. El segundo caso muestra además cómo, incluso en los medios de comunicación de masas, es posible hallar las grietas y fisuras que permiten la realización de productos culturales emancipador.

1. A vista de pájaro: la inesperada popularidad de Ibsen en TVE Como indica Paul Julian Smith, la negligencia académica de la producción cultural de televisión española no se debe solo al desprecio por el medio, sino también al problema práctico de abordar un objeto de estudio enorme y diverso (Smith 2007: 1). Se impone, a mi juicio, la tarea de empezar a desbrozar la ingente producción de TVE para mostrarla en todos sus matices y, en particular, para entender cómo este medio ha ido conformando los valores de los españoles. Los datos disponibles en el Fondo Documental de Televisión Española indican que los dramaturgos españoles fueron los más adaptados a la pequeña pantalla, como corresponde en un régimen que, en palabras de Franco, se había alzado contra el ‘demoledor virus extranjero’ que, ‘aunque se revistiese de literatura’, había introducido en España la Segunda República5. También sugieren, sin embargo, que Ibsen fue uno de los dramaturgos extranjeros más producidos6. Entre 1964 y 19847, los dramaturgos más producidos en lengua castellana según el fondo de TVE fueron Félix Lope de Vega y Miguel

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Discurso de Francisco Franco emitido por Radio Castilla el 1 de octubre de 1936: . He de agradecer particularmente la ayuda que me han proporcionado las archiveras de este fondo. Aunque se tiende a pensar que la apertura comenzó en 1962 y la Transición acabó en 1982, los límites son algo difusos. Yo parto aquí de 1964 porque los primeros registros del Fondo Documental de TVE datan de este año, y me extiendo hasta 1984 porque ese año se produjo la última adaptación televisiva de Ibsen de esa época. Dado el carácter marginal que el teatro en televisión adquirió desde

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Mihura, con 28 producciones cada uno, seguidos de Carlos Arniches (22 producciones) y Alfonso Paso (21). El autor extranjero más adaptado en castellano fue, predictiblemente, William Shakespeare (19), pero también se adaptó frecuentemente a Ibsen (13), Anton Chéjov (13) y Oscar Wilde (13). El hecho de que haya localizado en la prensa dos adaptaciones televisivas de Ibsen en castellano no recogidas por el Fondo Documental nos obliga a manejar con cautela los datos que este nos proporciona, pero al menos sirven para orientarnos8. En el ámbito de las adaptaciones de teatro en catalán, Ibsen ocupa también un lugar muy destacado en la producción de TVE. Un detallado estudio de Ferran González Monge indica que, si bien los autores catalanes constituyeron mayoría, también en catalán se adaptaron numerosos dramaturgos extranjeros (González Monge 2013). Una vez más, Shakespeare fue el más producido (6 adaptaciones), seguido por Ibsen (4) y Bertolt Brecht (4), Eugène Ionesco (3) y August Strindberg (3). No cabe duda de que, con un total de 19 adaptaciones, Ibsen fue uno de los dramaturgos extranjeros más populares en TVE durante la apertura y la Transición, tanto en lengua castellana como catalana9. La producción ibseniana de TVE es también significativa en comparación con la de otras televisiones europeas. Uno de los pocos estudiosos de las adaptaciones fílmicas y televisivas de Ibsen, Egil Törnqvist, sostiene que, a partir de su creación en 1960, la televisión pública noruega (NRK) fue la más prolífica productora de Ibsen (Törnqvist 1994: 207). Sin embargo, entre 1964 y 1984, este

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mediados de la década de 1980, lo cierto es que las cifras totales de producción de teatro en TVE varían muy poco respecto de las que proporciono aquí. El carácter poco sistemático de los archivos de televisión en general, no solo los de TVE, ha sido señalado por John Caughie como una de las grandes dificultades del estudio de este medio (Caughie 2000: 12-13). Las dos producciones de las que no guarda noticia el Fondo Documental de TVE son una adaptación de Casa de muñecas de 1964 (cf. ABC 22 de julio de 1964: 75) y otra de El pato silvestre de 1977 (cf. ABC 6 de diciembre de 1977: 126). Además, en 2002, TVE produjo una nueva adaptación de Casa de muñecas, con lo cual el número total ascendería al menos a veinte.

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canal produjo tan solo catorce adaptaciones de Ibsen, cinco menos que TVE10. La relevancia de Ibsen en TVE resulta doblemente sorprendente por su fuerte contraste con la discreta posición del dramaturgo noruego en la cartelera teatral nacional en este mismo periodo. De nuevo chocamos con cierto déficit de investigación, pero si nos atenemos a la información recogida en la base de datos del Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música, salta a la vista que, con 9 producciones teatrales entre 1964 y 1984, Ibsen queda muy por detrás, no solo de Shakespeare (53 producciones), sino también de Brecht (39), Ionesco (23), Molière (22), Strindberg (17) o Chéjov (15)11. Aunque Ibsen es, a nivel global, el segundo dramaturgo más producido en los teatros del mundo después de Shakespeare, su presencia en los teatros españoles durante la apertura y la Transición fue más bien discreta. Probablemente esta anomalía de la cartelera teatral española se pueda vincular con el hecho de que, durante la década de 1940, los textos de Ibsen fueron frecuentemente prohibidos o mutilados por la censura franquista, pero eso no hace sino acentuar la singularidad de su popularidad en televisión12. De hecho, la producción ibseniana de TVE se aproxima e incluso supera los estándares occidentales, no solo en cantidad, sino también por la variedad del repertorio. A continuación, veremos que, junto a obras bien conocidas, se produjeron otras prácticamente nunca antes vistas en nuestro país. Ibsen fue prolijamente producido tanto por los pioneros del teatro en televisión, frecuentemente muy vinculados al régimen, como por la segunda ola de realizadores que se incorporaron a televisión a

10 Sin embargo, la televisión noruega siguió produciendo obras de Ibsen hasta bien entrados los noventa, por lo que, en números totales, Törnqvist estaría en lo cierto. 11 Véase (15/04/2020). La discreta posición de Ibsen en la producción teatral en este periodo se ve confirmada por el estudio sistemático de la cartelera madrileña entre 1960 y 1982 recogido en Cuesta Martínez 1987, Pérez Jiménez 1993 y Sánchez 1997. 12 Sobre la censura franquista de Ibsen, véanse Gómez-Baggethun 2020: 109-116 y Vandaele 2020.

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finales de los sesenta. Entre los pioneros destacan las producciones de Juan Guerrero Zamora de Casa de muñecas (1964) y Peer Gynt (1968), de las que nos ocuparemos en la siguiente sección. En 1968 Ricardo Lucía dirigió una nueva versión de Casa de muñecas con una alegre Berta Riaza en el papel de Nora. En 1969, Federico Ruiz dirigió una adaptación algo lúgubre de El pequeño Eyolf, una obra nunca antes estrenada en España. Tampoco se había estrenado Dama Inger de Ostrat, una de las obras tempranas de Ibsen de temática vikinga, que Alfredo Castellón dirigió en 1974 con tintes de la Castilla medieval. Mención especial merece el director teatral y realizador Alberto González Vergel, que con sus adaptaciones de La dama del mar (1966), Espectros (1976) y El pato silvestre (1977), es el más prolífico director de Ibsen de TVE. Lamentablemente, el fondo documental solo conserva copia de la primera de estas adaptaciones. De la labor ibseniana de González Vergel cabe destacar, sin embargo, que La dama del mar no se producía en España desde que Lola Membrives la estrenara en 1928 (Gregersen 1936: 85-86), mientras que la polémica obra Espectros fue prohibida por la censura a comienzos del franquismo y más tarde solo se estrenó en teatros minoritarios con carácter de arte y ensayo13. Con la creación de la segunda cadena de TVE a finales de los sesenta, se incorporan al medio una serie de personas jóvenes, procedentes en gran medida del mundo del cine, que emplearon técnicas cinematográficas para renovar el lenguaje formal de los dramáticos, convirtiéndolos en “verdaderos laboratorios de experimentación” (Palacio 2003: 131). También los más jóvenes, que con frecuencia estaban vinculados a la oposición al régimen, se ocuparon frecuentemente de Ibsen. En 1969, el opositor José Antonio Páramo, por ejemplo, dirigió Un pato salvaje, una obra que no se había visto en nuestro país desde que un grupo aficionado vinculado a círculos socialistas la

13 Sobre la censura Franquista de Espectros, véanse los siguientes expedientes conservados en el Archivo General de la Administración del Estado (AGA), que cito conforme al sistema propio del archivo, indicando el número de caja y de expediente. AGA: caja (3)50 21/07669, exp. 2780/45.

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estrenara en 1931 en Barcelona (La Vanguardia 18 de marzo de 1931: 11). Josefina Molina, la primera mujer licenciada en la Escuela Oficial de Cinematografía, dirigió en 1971 una nueva adaptación de Casa de muñecas. Se trataba de una versión muy experimental y de fuerte carga feminista, con Julieta Serrano en el papel de Nora. Unos años más tarde, Molina dirigió un Hedda Gabler (1975) del que, lamentablemente, solo se conservan diez minutos. A menudo se olvida, sin embargo, que entre los que se incorporaron al medio emergente a final de la década de 1960 había también profesionales procedentes del teatro. Entre ellos estaban Jaime Jaimes, que realizó una nueva adaptación de La dama del mar (1968), y Francisco Abad, de cuya adaptación de Un enemigo del pueblo (1981) nos ocuparemos en la tercera sección de este artículo. Los directores procedentes del teatro contribuyeron asimismo a la regeneración de las producciones televisivas con recursos propios de su medio de origen, por ejemplo, alargando el periodo de ensayos, haciendo trabajo de mesa e introduciendo modernas técnicas de dirección de actores (Abad 2020). Entre los directores procedentes del teatro se ha de mencionar, además, a Vicente Amadeo (Ruiz Martínez), que dirigió una adaptación marcadamente aristocrática de Rosmersholm, con el título de El legado de los Rosmer (1983), que tampoco se conserva en su integridad. Resulta paradójico que este director, vinculado a los teatros nacionales y con una larga trayectoria como censor de teatro14, escogiera precisamente una obra que no se había visto en escena desde que, a principios del siglo xx, se representara en Barcelona por iniciativa del tipógrafo anarquista Felip Cortiella (Siguán 1990: 131-145). También en el departamento de producción de TVE en Barcelona, lo que se conocía como Estudios Miramar, se produjo cierto relevo generacional en la primera mitad de la década de 1970. En ese momento pasaron a la categoría de realizadores jóvenes como Manuel (Orestes) Lara, que dirigió Un enemic del poble (1982), Antoni Roger

14 Para numerosos ejemplos de la labor censora de Vicente Amadeo Ruiz Martínez, véase Muñoz Cáliz 2005.

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Justafré, que dirigió La dama del mar (1984), y la emblemática Mercè Vilaret, que dirigió Espectres (1978) y La nina (1979), esta última una adaptación de Casa de muñecas. Todas estas producciones se grabaron en catalán. Se ha de subrayar que el relevo generacional producido en TVE a finales de la década de 1960 significó también una tímida entrada de las mujeres en el medio. Dada la escasísima nómina de realizadoras de TVE, resulta llamativo que dos mujeres, Mercè Vilaret y Josefina Molina, estuvieran detrás de cuatro de las diecinueve adaptaciones de Ibsen en TVE. Por último, cabe mencionar que, aunque la práctica totalidad de las obras de Ibsen emitidas por TVE fuera de producción propia, también se grabó y retransmitió una de las producciones teatrales de Ibsen más destacadas en nuestro país: El pato silvestre dirigido en 1982 por José Luis Alonso sobre una versión de Antonio Buero Vallejo. A vista de pájaro, podemos concluir no solo que Ibsen fue uno de los dramaturgos extranjeros más populares en TVE, tanto en castellano como en catalán, sino que además su relevancia en la televisión española contrasta fuertemente con su escasa presencia en la cartelera teatral nacional. La importante producción de TVE de obras Ibsenianas poco conocidas contribuyó de hecho a una cierta normalización del repertorio dramático de nuestro país, profundamente empobrecido por la intervención represiva de la dictadura15. En total, TVE produjo diez obras diferentes de Ibsen, la mitad de ellas prácticamente con carácter de estreno o no vistas desde antes de la guerra civil. Las obras más veces adaptadas por TVE fueron Casa de muñecas (4), El pato silvestre (3) y La dama del mar (3). Ahora bien, solo un examen más detallado de estas producciones puede decirnos algo sobre el modo en que Ibsen fue reintroducido en nuestro país a través de la pequeña pantalla y, ante todo, sobre el tipo de valores que se promocionó a través de sus obras. Veamos dos ejemplos.

15 Los expedientes de censura de las obras de Ibsen guardados en el AGA ponen en evidencia, por ejemplo, que Ibsen fue prohibido o mutilado durante la primera década del franquismo y, salvo contadas excepciones, solo se representó en sesiones de cámara y ensayo hasta principios de los setenta.

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2. La primera puesta en escena española de Peer Gynt (Juan Guerrero Zamora, 1968) El escritor, director de teatro y realizador de televisión Juan Guerrero Zamora (1927-2002) entró a trabajar en TVE en 1957, cuando José Ramón Alonso, a la sazón director de la radio y la televisión españolas, le encargó organizar la sección de dramáticos del medio que se había inaugurado el año anterior. Con su ingente producción televisiva, Guerrero Zamora está considerado como el pionero del teatro en televisión. Su figura es de sobra conocida y no precisa de mayores presentaciones16. Menos conocido es, sin embargo, su temprano interés por Ibsen. De hecho, con solo veintitrés años y en un periodo en el que el dramaturgo noruego apenas se llevaba a escena en España, Guerrero Zamora participó en dos montajes teatrales ibsenianos, de Casa de muñecas y de La dama del mar, con los que el grupo independiente La Carátula estuvo de gira por el norte de España en el verano de 195017. Probablemente Guerrero Zamora fue también el primero en producir una obra ibseniana en TVE cuando, en 1964, dirigió Casa de muñecas con Elena María Tejeiro en el papel de Nora (ABC 22 de julio de 1964: 75 y Teleradio (20-26 de julio de 1964: 38). El Fondo Documental de TVE no guarda sin embargo ni copia ni noticia de esta adaptación que seguramente se emitió en directo18. Cuatro años más tarde, en 1968, Guerrero Zamora adaptó, dirigió y realizó una verdadera superproducción de otra obra ibseniana, Peer Gynt, de la que estaba particularmente orgulloso (ABC 22 de abril de 1970: 138-143). Y es que el proyecto era sin duda osado. La

16 Sobre Guerrero Zamora, véanse por ejemplo Díaz 1994: 251-256 o ABC 22 de abril de 1970: 138-143. 17 Véanse los expedientes de la censura de las dos producciones. AGA: caja 73/08697, exp. 0232/46 y AGA: caja 73/08935, exp. 0307/50. 18 Las primeras grabadoras AMPEX no llegaron a TVE hasta 1961 y no se tiene constancia de que fueran usadas en los dramáticos televisivos hasta agosto de 1964. Véase Rodríguez Merchán 2014: 272.

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obra nunca antes se había llevado a escena en España19, a pesar de que la música que escribió Edvard Grieg para la pieza era bien conocida y se tocaba con frecuencia. Peer Gynt es además una obra de difícil escenificación: no solo es especialmente larga, sino que exige una gran variedad de escenarios. Cuenta la historia del aventurero Peer Gynt, que sueña con ser rey del mundo y realiza un particular viaje vital que lo lleva a recorrer medio planeta: desde su aldea de origen en Noruega hasta el desierto de Marruecos y Egipto, pasando por el reino de los trolls en Dovre. La historia contiene incluso un naufragio, que sufre Peer cuando regresa a casa en su vejez. Desde luego, la adaptación televisiva de Guerrero Zamora, producida por José Cartula, no escatimó recursos20. Incluye fastuosos decorados de José Queralt, uno de los decoradores más respetados de TVE en el momento, ricas coreografías con gran número de bailarines diseñadas por Alberto Masulli y con adaptación musical de Pablo Rodríguez, un vestuario especialmente imaginativo del que fue responsable Matías Montero y una osada iluminación a cargo de Mariano Ruiz Capillas. La producción se emitió la noche del martes 8 de octubre de 1968 en el programa Estudio 1. El crítico del ABC Enrique del Corral escribió al respecto que Guerrero Zamora había producido un “maravilloso espectáculo con el cual TVE se sitúa a la vanguardia de las grandes creaciones televisivas del arte universal”, entre otras cosas porque había “dado a la televisión una prueba sustantiva de las posibilidades expresivas del medio, sin recurrir a procedimientos espurios” (ABC 13 de octubre de 1968: 73). De hecho, Corral cifraba en esta producción el inicio de una “búsqueda de nuevos elementos de comunicación, de mayor ahondamiento en las formas y en las fórmulas televisivas” (ABC 24 de noviembre de 1968: 71). 19 El único montaje precedente que he localizado es una producción radiofónica de Peer Gynt “adaptada al micrófono” por Matilde Muñoz y emitida en 1932 por Unión Radio. Véase ABC (10 de febrero de 1932: 42) y Ondas (6 de febrero de 1932: 6-7). 20 El Fondo Documental de TVE guarda una copia de la producción, que puede ser consultada.

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En efecto, esta adaptación de Peer Gynt tuvo mucho de experimental. Las claves de la producción nos las proporciona el propio Guerrero Zamora en una de esas introducciones o presentaciones que precedían a los programas dramáticos prácticamente hasta el final del franquismo21. En esta ocasión, es el propio Guerrero Zamora quien presenta la obra22. En un decorado con muebles castellanos y pesados candelabros, el director aparece ataviado como un prototípico intelectual de los sesenta: vestido con jersey negro de cuello alto y gruesas gafas de pasta, Guerrero Zamora desentraña tanto su lectura de la obra ibseniana como los innovadores recursos técnicos empleados en su adaptación a televisión. El director advierte que ha querido alejarse de los montajes tradicionales, muy pegados al romanticismo de la música de Grieg, y devolverle a la obra lo que tiene de farsa y de humor. Y, como veremos a continuación, hasta cierto punto lo hace. Aunque la escenificación de la primera escena en la aldea natal de Peer Gynt es convencional (y sugiere más un pueblo bávaro que una aldea noruega), a medida que avanza la narración, la puesta en escena se vuelve realmente osada. El propio director describe acertadamente su uso de “ritmos, desenfoques y distorsiones” y el recurso a “materiales decorativos poco comunes” como la “mica y el plástico traslúcidos, y toda una gama de brillos metálicos”. En efecto, en particular las escenas en las que Peer Gynt se adentra en el reino de los trolls presentan una marcada estética psicodélica. Tanto el rey de los trolls como su hija lucen trajes con placas brillantes que producen un onírico juego de destellos potenciado por una música estridente y un llamativo número de extras. La producción, sin embargo, acusa también las limitaciones impuestas por la censura o la autocensura, incluso en pleno destape. El

21 Me resulta incomprensible que la crítica haya ignorado hasta ahora estas introducciones que constituyen verdaderas minas de información sobre el sentido que se le quiso dar a las producciones, además de un claro intento de controlar la interpretación de la producción que pudieran darle los televidentes. 22 Todas las citas de Guerrero Zamora que proporciono en los siguientes párrafos proceden de la copia de esta producción de Peer Gynt que se conserva en el Fondo Documental de TVE.

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asunto resulta evidente, por ejemplo, en el baile del vientre de la mora Anitra, que, a pesar de llevar la cintura descubierta, cubre su ombligo con un desconcertante diamante de tamaño descomunal. La mayor parte del baile está, además, grabado desde la distancia y con frecuencia con obstáculos entre la cámara y Anitra. Ahora bien, ¿al servicio de qué se pone este impresionante despliegue de medios, imaginación y experimentación? Guerrero Zamora sostiene en su presentación que el sentido de la obra puede reducirse al dilema entre dos máximas: “sé tú mismo” y “que te baste con ser como eres”, donde la primera solo conduce a “engreírse en el propio yo, incomunicarse, autoidolatrarse y ceder a sus propios impulsos y pasiones”. El realizador concluye que la “solución ibseniana nos remite a Cristo” y que la salvación de Peer se debe al amor sacrificado e incondicional de dos mujeres: Peer Gynt se salva porque regresa a su propio hogar, al del antro materno, al del amor. Esposa y madre juntamente, Solveig, la mujer que supo esperarle, le salva porque en medio de todas sus acciones extraviadas, locuras y perversiones, Peer conservó puro el amor por dos mujeres: su madre Åse y Solveig, personificaciones ambas de un mismo principio de redención en el que el héroe se transfigura23.

La lectura de la obra de Guerrero Zamora ignora sin contemplaciones no solo las palizas que Ibsen escribe que la madre, Åse, pegaba a Peer de pequeño, sino también el modo en que alimentaba su fantasía como medio para evadirse de la miseria en la que habían caído. En la obra ibseniana, la madre constituye sin duda el origen del marcado escapismo de Peer. De igual modo, Guerrero Zamora muestra una absoluta ceguera ante el maltrato de Peer a la jovencísima Solveig, a la que el realizador presenta siempre con “saturaciones de blancos” para realzar su “pureza”. En total soledad, Solveig espera efectivamente a Peer hasta que este regresa a casa 23 Transcrito de la presentación de Guerrero Zamora a la adaptación televisiva de Peer Gynt (1968) de la que se conserva copia en el Fondo Documental de TVE.

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después de una larga vida de aventuras por el mundo. Llegados a la cuestión de la mujer, Guerrero Zamora olvida el tono irónico de una obra que él mismo había calificado de farsa y cae sin reparos en el discurso de sacrificio de la mujer inculcado durante décadas por la propaganda de la Sección Femenina. La amnesia del realizador le lleva incluso a ignorar el hecho de que Ibsen es uno de los más aclamados creadores de papeles femeninos del canon occidental, al que ha aportado grandes personajes como Nora, Hedda Gabler o la señora Alving, mujeres que luchan a muerte por su independencia y valor como personas más allá de sus papeles de esposas y madres. Es una pena que no tengamos copia de la versión de Guerrero Zamora de Casa de muñecas, que sin duda hubiera resultado reveladora a este respecto. El Peer Gynt de Guerrero Zamora merece ser sacado del olvido porque, incuestionablemente, el director tuvo el acierto de producir por primera vez en España una de las obras de Ibsen más representadas en el mundo en las últimas décadas24. Pero su producción de Peer Gynt resulta particularmente reveladora por ser un claro ejemplo del tipo de producción llevada a cabo durante la apertura por algunos artistas que, bajo la coartada de una revolución formal y estética, contribuyeron a perpetuar los valores más tóxicos potenciados por la dictadura (Crumbaugh 2009, Wheeler 2020). Guerrero Zamora, sin embargo, negaba cualquier implicación política en sus obras. De hecho, afirmaba que él “se movía en el terreno de la cultura”, y no en el de la política, y que los directores y realizadores de su generación habían “comprendido que era una estupidez hacerse el héroe”, en una clara alusión a sus compañeros más jóvenes que luchaban contra el franquismo (en Díaz 1994: 255). A la luz de su adaptación de Peer Gynt, resulta difícil concederle que su obra no tuviera implicaciones políticas. Hubo, afortunadamente, realizadores en televisión que no cayeron en esa misma trampa, como veremos a continuación.

24 Según base de datos del Centro de Estudios Ibsenianos de la Universidad de Oslo: .

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3. En defensa de la democracia: Un enemigo del pueblo (Francisco Abad, 1981) Francisco Abad (1937-) constituye un claro ejemplo del tipo de realizador de TVE que combinó en su obra una apuesta por la experimentación formal y estética con una clara conciencia de las implicaciones políticas de su labor. Abad estudió en el Instituto del Teatro de Barcelona y más tarde colaboró con destacados directores como Adolfo Marsillach, de quien fue adjunto de dirección en los teatros nacionales Español y María Guerrero, y José Tamayo, con quien trabajó en la Compañía Lope de Vega. Se incorporó a TVE en 1968, donde llegó a dirigir más de cien programas. Llevó a la pantalla a autores tan destacados del canon occidental como Aristófanes, Shakespeare, Molière, Wilde, Strindberg, Gorki y, en especial, Chéjov. Al mismo tiempo, no descuidó a los dramaturgos españoles contemporáneos y adaptó, por ejemplo, obras de Carlos Muñiz, Alfonso Sastre, Ricardo Doménech y Ana María Matute. Por otro lado, Abad fue un destacado protagonista de la lucha antifranquista llevada a cabo en TVE y sufrió la represión del régimen. En el Ministerio de Información y Turismo funcionaba desde los tiempos de Manuel Fraga Iribarne un grupo de vigilancia conocido como el Gabinete de Enlace, que “recababa y emitía información acerca de personas vinculadas con el mundo de la cultura, el espectáculo, los partidos políticos, los colegios profesionales, el movimiento obrero, el clero de base, etc.” (Sartorius y Alfaya, 2002: 321). En el Archivo General de la Administración (AGA), situado en Alcalá de Henares, se conservan numerosos expedientes de este gabinete. Nos interesa en particular una carpeta titulada “la infiltración marxista en TVE”, que demuestra que, desde principios de 1971, el Gabinete de Enlace investiga a una serie de profesiones que califica de “marxistas”25. La preocupación de los funcionarios franquistas radica en que estos “enemigos del Régimen, teniendo conciencia del poder de captación 25 La carpeta sobre ‘la infiltración marxista en TVE’ se puede encontrar en AGA: caja 42/9032, exp. 8.

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de masas de la Televisión, tienen una especial dedicación para intentar someterlo, en lo posible, a su influencia”. A diferencia de Guerrero Zamora, al régimen no le cabía ninguna duda acerca del potencial subversivo de la televisión. Un año más tarde, los funcionarios del Ministerio de Información y Turismo tienen ya elaborada una lista de diecisiete profesionales del medio sospechosos de marxismo o de simpatías con el marxismo. Se ha de mencionar que, además de realizadores y actores bien conocidos, aparecen en la lista numerosas personas desconocidas de muy diversas ramas del gremio: guionistas, secretarias, operadores de cámara, montadores, técnicos de laboratorio… Las pesquisas de las autoridades conducen finalmente a la detención de seis personas, entre ellas precisamente el realizador de Un enemigo del pueblo, Francisco Abad (La Vanguardia Española 11 de febrero de 1972: 8). Aunque Abad fue absuelto por falta de pruebas después de pasar seis meses en la cárcel y pudo reincorporarse a TVE, el Tribunal de Orden Público condenó a algunos de sus compañeros hasta a seis años de prisión (Palacio 2012: 54-60). Pero lo cierto es que Abad era realmente militante del clandestino PCE, aunque las autoridades no pudieran demostrarlo26. Ahora bien, cuando lo entrevisté personalmente, Abad quiso puntualizar que ellos no eran comunistas en el sentido de “luchar por la dictadura del proletariado”, sino eurocomunistas, lo cual significaba, en palabras de Abad, que “luchaban por la implantación de la democracia”27 (Abad 2020). A continuación, argumentaré que su adaptación de Un enemigo del pueblo fue precisamente eso, una firme intervención a favor de la democracia en el turbulento contexto de la Transición española, en concreto, en el contexto del fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 (23-F). Aunque Un enemigo del pueblo había sido una de las obras más populares de Ibsen durante la recepción temprana del dramaturgo en

26 Véase el documento titulado “Sobre detención en TVE”, conservado en el Archivo Histórico del Partido Comunista de España. 27 El eurocomunismo fue la línea ideológica adoptada por el PCE y varios otros partidos comunistas europeos en la segunda mitad de la década de 1970.

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España, estuvo prácticamente ausente de la escena española durante las tres primeras décadas del franquismo (Gómez-Baggethun 2020: 47107). La pieza experimentó, sin embargo, un cierto renacimiento en el teatro cuando Fernando Fernán-Gómez la empleó en 1971-1972 para agitar contra el franquismo, con gran éxito de crítica y público (Gómez-Baggethun 2020: 151-200). La gran productora de obras ibsenianas que fue TVE, en cambio, no produjo Un enemigo del pueblo hasta 1981, seis años después de la muerte de Franco. Esto debe achacarse de nuevo a la censura, que hasta mediados de la década de 1970 clasifica invariablemente la obra como “no radiable”. Los expedientes de la censura demuestran que los censores del final del franquismo no estaban dispuestos a llevar a los medios de comunicación de masas una discusión abierta sobre la democracia como la que contiene la obra28. La iniciativa de adaptar la pieza a la televisión partió del guionista Álvaro Lion-Depetre, otro de los profesionales de la segunda ola de TVE. Cuando lo entrevisté personalmente, Lion-Depetre declaró recordar que el 23-F lo pilló terminando el guion de Un enemigo del pueblo, aunque puntualizó que el proyecto se había fraguado un año antes. Las razones para elegir la obra le parecían evidentes: “El año ochenta fue el del derrumbe de la esperanza, la gente sentía que lo hecho no había servido para nada… y había ruido de sables”, me explica, “había en el país un miedo y un pesimismo generalizado” (Lion-Depetre 2020). No cabe duda de que el desencanto (de la izquierda) ante la lentitud y timidez del proceso de democratización del país formó parte del relato de la Transición29. Al igual que formó parte del relato de ese periodo la furia del búnker, que no estaba dispuesto

28 Véanse AGA: caja 73/09864, exp. 0353/71 y AGA: caja 73/09894, exp. 0593/71. De hecho, la primera y única adaptación radiofónica de Un enemigo del pueblo en España data de 1978, es decir, que tampoco en la radio se produjo la obra hasta después de la muerte de Franco. 29 El término desencanto tiene su origen en el mítico documental de Jaime Chávarri del mismo título. Si bien algunos autores consideran que el desencanto es la característica clave de la Transición (Vilarós 1998: 47), otros han cuestionado la realidad de este fenómeno. Santos Juliá, por ejemplo, considera que El País fue el “principal artífice de la transición como desencanto” (Juliá 2017: 531).

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a que nada cambiara entre nosotros. Esta furia generaba también un miedo que se tornó muy real cuando Antonio Tejero asaltó el Congreso el 23-F. Ahora bien, frente al miedo, la furia y el desencanto, la producción televisiva de Un enemigo del pueblo optó por el diálogo. Lo que más llama la atención de esta adaptación es el tono sereno que adopta en ella el protagonista, el doctor Stockmann. Preguntado por este asunto, Lion-Depetre responde: “Pensé que era el momento para que el personaje fuera menos apasionado y más dialogante” (LionDepetre 2020). Un enemigo del pueblo relata la batalla librada por Stockmann para denunciar la contaminación de las aguas de un balneario que constituye la principal fuente de ingresos de su pequeña ciudad natal. Al principio, Stockmann cuenta con el apoyo de las fuerzas vivas de la comunidad local, que ven en su descubrimiento una oportunidad de oro para derrocar el poder ejercido por el alcalde y los grandes accionistas del balneario. No obstante, Stockmann acaba perdiendo todos los apoyos cuando queda claro que la subsanación del problema de la contaminación de las aguas supondrá un considerable desembolso para todo el mundo. El doctor convoca entonces una asamblea ciudadana para denunciar la situación, pero las fuerzas vivas locales sabotean su discurso hasta el punto de que la asamblea lo acaba proclamando ‘enemigo del pueblo’. En el texto de Ibsen, el doctor Stockmann es un hombre exaltado que no deja títere con cabeza en su discurso en la asamblea30. Ataca a la izquierda cobarde que a la hora de la verdad no se atreve a defender la verdad y la libertad, embiste contra la derecha de los empresarios y líderes políticos que solo velan por sus propios intereses y desprecia al pueblo ignorante que se deja manipular. El acto de la asamblea se escenifica con frecuencia como una arenga al público, con caída de la cuarta pared y el actor dirigiéndose directamente al público31. El

30 En otro lugar he argumentado que las traducciones españolas han contribuido a moderar la exaltación del personaje (Gómez-Baggethun 2016). 31 Así lo han hecho en nuestro país, por ejemplo, los directores Cipriano Rivas Cherif en 1920, Fernando Fernán-Gómez en 1971/1972 y Gerardo Vera en 2007.

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Stockmann de la televisión, en cambio, es un hombre sorprendentemente sereno, lo cual, sin embargo, no resta fuerza a su corrosivo discurso. El actor elegido para el papel del doctor Stockmann fue José Bódalo, que hizo como de costumbre una interpretación magnífica. “Bódalo me daba el físico”, me escribe el guionista Lion-Depetre: “tenía aspecto de fortaleza, grande, sólido, pero, además, podía dar mucha ternura y transmitía honradez, honradez cabezona, pero honradez” (Lion-Depetre 2020). También el realizador Abad, que ya había colaborado con Bódalo en otras ocasiones, destaca la labor de Bódalo en esta producción (Abad 2020). El actor, particularmente dotado para los acentos y de memoria legendaria, escogió para el papel un tono madrileño castizo, convirtiendo al aristócrata del espíritu de Ibsen en un hombre mucho más cercano. La singular calma del protagonista queda particularmente patente en la escena de la asamblea y es realzada por la original puesta en escena de Abad. Ibsen indica en sus acotaciones que Stockmann estará de pie sobre un estrado, en una postura particularmente propicia para la arenga. El Stockmann televisivo de 1981, sin embargo, está tranquilamente sentado detrás de una mesa. En un semicírculo frente a él, se distribuye el público, caracterizado para sugerir todos los estratos sociales: junto a las damas y caballeros de clase acomodada, vemos pescadores, trabajadores y mujeres del pueblo, gentes de todas las edades. En el montaje televiso se alternan primeros planos de los oradores y del público, con planos más generales. Lo significativo es que Abad no ofrece ningún punto de vista privilegiado: las cámaras graban la asamblea desde todos los ángulos, mostrándonos las cuatro paredes de la sala en la que tiene lugar la reunión32. A veces se graba desde el punto de vista del doctor Stockmann, enfocando sobre el 32 En los primeros dramáticos grabados, se empleaban tres cámaras situadas en batería que reproducían el punto de vista del público en un teatro. Una de las revoluciones formales introducidas a finales de los sesenta fue aumentar el número de cámaras e incorporarlas al escenario. Se suele considerar que el primer realizador que hizo esto fue Claudio Guerin Hill en su adaptación de Ricardo III de 1967; véase Palacio 2003: 131-133.

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público; a veces, desde el punto de vista del público, enfocando sobre el doctor. Pero también se graba desde detrás de la espalda de los personajes. Así, por ejemplo, cuando el doctor Stockmann pronuncia una de sus frases más polémicas (“el enemigo más peligroso de la razón y de la libertad en nuestra sociedad es el sufragio universal”), lo que vemos es la espalda de Stockmann y la airada reacción del público. De igual modo, cuando la asamblea vota para proclamar a Stockmann “enemigo del pueblo”, la cámara graba desde detrás de los asistentes y lo que vemos es un muro de espaldas con el brazo levantado para votar. Tras cuarenta años de represión de la participación ciudadana en los asuntos públicos, esta escena reproduce magistralmente la emergente cultura de asambleas que proliferó durante la Apertura y la Transición (Radcliff 2011). Al mismo tiempo, nos advierte del riesgo que corre toda asamblea de ser manipulada. De hecho, las fuerzas vivas de la ciudad consiguen volver a los congregados en contra del doctor, a pesar de que las aguas están realmente contaminadas. Ahora bien, Stockmann no es un hombre derrotado en el acto final de esta producción. De vuelta en el alegre hogar de los Stockmann, rodeado de flores y con el sol entrando por la ventana, el doctor comunica en esta escena a su familia que ha decidido quedarse en la ciudad para construir un futuro mejor. “Pero hay que luchar”, matiza Stockmann, que ha identificado al enemigo como la clase política: “Hay que acabar con los cabecillas. Cada cabecilla es un lobo. Un lobo hambriento que necesita para vivir cierto número de gallinas y de corderos”33. Con el humilde tono de una firme convicción, Stockmann apuesta finalmente por fundar un colegio, convencido de que la educación es la mejor arma contra la manipulación del pueblo ejercida por lo poderes fácticos. Esta adaptación de Un enemigo del pueblo fue emitida en el programa Estudio 1 el 29 de mayo de 1981, tres meses después del golpe fallido de Tejero. En un momento determinante para el curso posterior de la historia de nuestro país, esta producción fue una apología

33 Citas extraídas de la producción de TVE de Un enemigo del pueblo (1981).

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de la democracia y de la labor política del hombre común frente a los poderosos. Constituye un claro ejemplo de intervención en el espacio público por medio de la cultura a través de una producción que maneja con solvencia los recursos estéticos y formales que ofrece la televisión. Sin duda la emisión de esta producción de Un enemigo del pueblo en TVE se debe en parte al compromiso democrático que impuso en el medio Fernando Castedo durante su breve mandato al frente de TVE en 1981, y a la relativa independencia que le había asegurado la promulgación del Estatuto de la Radio y Televisión Española en 1980 (Díaz 1994: 519-531). No obstante, considero que esta producción es también el resultado de la militancia de tantos y tantos y profesionales de TVE que, en plena dictadura, buscaron la manera de crear en libertad.

4. Conclusión Jerónimo López Pozo escribió que los programas de teatro de TVE cumplieron en su momento “una misión parecida a la llevada a cabo por La Barraca de García Lorca” al llevar el teatro hasta los últimos pueblos y aldeas de España (López Mozo 2002: 158-159). En este artículo he querido mostrar que, en el caso del teatro de Ibsen, esta labor se llevó a cabo desde ópticas e ideologías muy diversas: desde la incentivación de los valores más rancios del régimen, ejemplificados aquí por la producción de Peer Gynt de Juan Guerrero Zamora, hasta la decidida militancia democrática de otros profesionales, como los que estuvieron detrás de la producción de Un enemigo del pueblo, pasando por la lucha feminista de la realizadora Josefina Molina. La labor disidente de estos profesionales de televisión constituye, además, un esperanzador ejemplo de que, incluso en las condiciones históricas más adversas y en el seno de un medio de comunicación de masas, es posible encontrar las grietas y fisuras que permiten crear obras emancipadoras. Considero necesario sacar estos ejemplos del olvido como vacuna contra los discursos conformistas que denuestan el potencial subversivo de la creación artística.

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La construcción del personaje femenino en el teatro mayor de Max Aub Noelia García García Universidad Complutense de Madrid

La figura de Max Aub se ha convertido en una de las más representativas de la literatura dramática del exilio español de 1939. El autor, lejos de abandonar la pluma, continuó su labor literaria en el exilio en México cultivando el género dramático y novelístico primordialmente. En su obra dramática del exilio percibimos una división fundamental entre las obras mayores y menores. Las piezas mayores, a las que pertenecen los tres textos con los que trabajamos aquí, fueron incluidas por Aub en su Teatro mayor tanto por sus dimensiones como por su capacidad para expresar situaciones que abarcan una visión del mundo más extensa. Esta división no obedece únicamente a una cuestión de extensión, sino a la temática, pues el propio Max Aub asegura que mientras en el Teatro mayor hay una preponderancia de lo colectivo, en el Teatro breve se da una preeminencia de las situaciones individuales (en Soldevila Durante 1999: 173).

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Al mismo tiempo que la literatura del exilio republicano se iba configurando, la identidad de género fue tomando nuevos caminos. Siguiendo a Mary Nash, el desarrollo histórico del feminismo pone de relieve cómo, desde principios de siglo, muchas mujeres cuestionaron las restricciones de género y abrieron nuevos cauces, todo ello de manera paulatina y con reticencia a defender la igualdad entre hombres y mujeres y cuestionar el monopolio masculino del mundo de la política (1994: 171). Y es que, como declara Fernández Fraile, la mujer no solo era excluida del foro público, sino que también le fue arrebatado el derecho al uso de la razón (2008: 12). A lo largo del siglo xx, el amor y el matrimonio dejaron de erigirse como cimientos sobre los que se asentaba de manera necesaria la existencia y las aspiraciones de la mujer. Sin embargo, el lento, pero progresivo, acceso a diversos espacios de la sociedad que la mujer española había alcanzado para 1936 se vio truncado con el inicio de la dictadura franquista, cuya cosmovisión sería la católica tradicional. La construcción del feminismo católico sobre las ideas de Dios, Patria y Hogar definieron la esfera de actuación de la mujer y los pilares sobre los que debía asentarse su vida, considerando a la republicana como una especie de encarnación del demonio. Durante la etapa franquista se llevó a cabo una política de “feminización”, recuperándose el modelo tradicional de mujer donde aparece como una especie de víctima débil y abnegada. En consecuencia, los enormes cambios que la condición social femenina fue experimentando a lo largo del siglo xx tuvieron su correlato en las creaciones culturales y literarias. La literatura del exilio no se quedó atrás en la elaboración de tipos femeninos representativos de estos cambios. En ella aparecen personajes que sobrepasan los límites del ámbito de la esfera privada y que generan un debate en torno al tema de la identidad femenina. Este debate se plasma en las obras literarias por medio de mujeres que exceden los márgenes de la feminidad normativa y los roles tradicionales; entre ellas se incluye la amplia y variada producción dramática de Max Aub en el exilio, donde se configuran personajes femeninos muy significativos. El retratar a la mujer no solo como víctima de la guerra y la represión, sino también como figura que lucha contra ello es muy representativo, sobre todo si nos situamos en la época de la Guerra

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Civil española, donde la mujer republicana se erigió como un icono de la lucha contra el bando sublevado. De este modo, Max Aub contribuye a enriquecer la casuística de modelos femeninos durante la guerra al crear desde el exilio mujeres que participan en el campo militar y político, lejos de definirse como simples víctimas del horror del conflicto. Mientras que los resortes impuestos por la censura en España no permitían representar el progreso de la condición social femenina, autores exiliados como Max Aub fueron capaces de configurar por medio de su producción literaria un corpus de mujeres muy variado y rico que de verdad legitimara los avances de la modernidad femenina en el siglo xx.

El teatro histórico-político de Max Aub y la cuestión del exilio Los términos con los que se refiere la crítica al teatro de Max Aub giran en torno a la línea de un teatro histórico-político, comprometido y testimonial. La Guerra Civil española y su posterior exilio hacia México supusieron un cambio total en su concepción literaria y, por tanto, en su forma, temáticas y estilos: “a partir de los años 40, cuando vive ya en el exilio, su teatro alcanza al mismo tiempo que la dimensión testimonial una calidad estética que será la de sus obras más relevantes” (Díaz Navarro 2008: 6). Durante sus primeros años de exilio, el autor escribe la mayor parte de sus obras, tratando temas relacionados con la experiencia de la guerra y el destierro, como son la opresión del hombre, la libertad o la lucha colectiva, entre otros. El motivo del exilio no siempre aparece desarrollado de manera directa en la obra de Max Aub; sin embargo, los temas que van floreciendo en ella beben fundamentalmente de esta circunstancia. Las condiciones en que abandonó el país, así como la imposibilidad de que su literatura llegara al público español, derivaron en una obra comprometida con dar testimonio de lo ocurrido, con ser espejo de la realidad. El valor testimonial de la literatura aubiana tiene como propósito recordar los verdaderos valores humanos por medio de una profunda búsqueda de la identidad, que, a menudo,

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funciona como detonante de la acción. Los personajes de Aub tratarán de hallar en sí mismos los rasgos que los identifican como sujetos en la sociedad mientras reivindican su identidad personal y única, algo que, en base a las convenciones sociales y la ideología de género de la época, en muchas ocasiones se le negaba a la mujer. Este proceso de búsqueda de la identidad tanto individual como colectiva se da en mayor medida en las obras del teatro mayor y es, frecuentemente, lo que establece la condición moral del personaje: la cuestión de la identidad funciona en el ‘teatro mayor’ como una fuerza motora detonante de la acción dramática: no solo se profundiza en la complejidad vital y multiplicidad de perspectivas (…), sino que se aborda también algo trascendental: el denotado esfuerzo del ser humano por defender su identidad como tal, por encima de la burocracia y los papeles de identificación (Martín Moreno 1999: 101).

Los caracteres serán valorados en función de su capacidad para sobreponerse a la situación y participar activamente en la lucha. Especialmente relevantes resultan los espacios y escenarios que Aub idea para buena parte de su teatro en el exilio, pues “nunca son los espacios originales y habituales de los personajes, como tampoco suelen ser los suyos los países donde se encuentran” (Ortego Sanmartín 1996: 310). Así, el abandono del espacio habitual, de manera tanto voluntaria como involuntaria, será lo que ocasionalmente desencadene el conflicto. En muchas ocasiones, los protagonistas de las obras son mujeres que tendrán que luchar contra las convenciones sociales y asumir roles tradicionalmente asociados a lo masculino, y es que “nuevos personajes de mujeres inundan sus páginas, y también son modernas, en otro sentido y estilo, las milicianas que cogen las armas, que participan en la guerra, que toman posiciones políticas y adoptan modos de vivir distintos” (Fernández Martínez 2006: 11). Histórica y socialmente, estos personajes asumen roles que cuestionan la norma social, mientras que, desde el punto de vista del texto dramático, funcionan como sujetos de la acción dramática y portadores del mensaje de la obra. Las mujeres de las obras de Aub desempeñan un papel muy importante en

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la exaltación de la libertad humana e individual como figuras donde las restricciones sociales de género las han retenido y abocado a un papel secundario del que muchas irán liberándose de manera progresiva. Este motivo del exilio, por tanto, funciona como circunstancia histórica desencadenante y/o tema específico donde el personaje que porta la idea fundamental de la obra y el contenido político es con frecuencia una mujer.

Tres personajes femeninos en el teatro mayor de Max Aub Atendiendo a la cuestión del exilio, analizamos tres personajes femeninos del teatro mayor de Aub con el fin de demostrar cómo la literatura del exilio es capaz de representar mujeres que: 1) no se casan con la España de Franco ni con el modelo de mujer impuesto por su ideología, 2) dan continuidad al concepto de mujer republicana/moderna y 3) representan la necesidad del compromiso individual. Rafaela de La vida conyugal, María de Morir por cerrar los ojos y Margarita de El rapto de Europa son tres personajes protagonistas cuya caracterización interna es tremendamente compleja, como bien se muestra en el desarrollo dramático. Desde el ama de casa que se rebela contra una vida de abnegación hasta la mujer que dedica su vida por entero a los demás sin esperar nada a cambio, pasando por la transformación de una joven que finalmente abre los ojos ante la emergencia del compromiso del individuo con la realidad que lo rodea. Todas ellas protagonizan historias de desarraigo, lucha y confrontación —con una misma y con el entorno— muy reveladoras y significativas en su consideración dentro de la literatura del exilio. Personajes femeninos, pues, trascendentes por su capacidad para representar los cambios que la condición social femenina estaba experimentando en la época, así como por su dimensión moral. Las figuras del ángel del hogar y la mujer moderna manifiestan el modo en que la ideología de género de la época y los cambios se trasladan al terreno cultural y literario: en la España del siglo xix, en los discursos burgueses que conformaban la mentalidad hegemónica, surge la figura del ángel del hogar, asociado a un ideal de domesticidad y

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feminidad, con la maternidad, la obediencia incuestionable al esposo, el silencio, la dulzura y el sentimentalismo como cualidades innatas. En España, durante el franquismo se produce una recuperación de este modelo angelical que limita la identidad femenina a la maternidad y el hogar —aquello relacionado con la idea de “feminidad” que se pretendía imponer en la época—. Frente al ángel del hogar, la reivindicación progresiva de las mujeres en cuanto a sus derechos y la necesidad de introducirse en la esfera pública vinieron acompañados de un prototipo de mujer que irá modificando el modelo femenino acuñado por la tradición heredada: la mujer moderna. La modernidad femenina, representada por la esta figura, continuará abriéndose paso en la obra de los escritores exiliados, sobre los cuales la censura del régimen franquista no podía imponer su ideología. A la exclusión sufrida por la mujer en la tradición patriarcal católica se suma ahora el estigma de la mujer republicana y vencida, excluida por completo del canon de la admirable mujer española. Los personajes que analizamos a continuación son mujeres que sobrepasan los límites de la feminidad de diferentes formas, lo cual las convierte en modelos representativos de la modernidad femenina emergente en la época. Además, el cuestionamiento constante de las fronteras de la esfera femenina que las actitudes de estos personajes y su transformación a lo largo de la obra van mostrando es ilustrativo de un proceso progresivo de concienciación —tanto política como social— sobre su identidad individual y el papel que desempeñan en la realidad de su tiempo.

El despertar de la mujer ama de casa a través de la violencia: el personaje de Rafaela de La vida conyugal El personaje de Rafaela constituye una trasgresión del tipo que, según la circunstancia del matrimonio, en principio representa. La protagonista de La vida conyugal consigue superar, por medio tanto de la acción como de la palabra, el tipo de vida al que había estado reducida durante tantos años. Se trata de un ejemplo de abnegación —posteriormente superada—, de lo que supone renunciar a los propios deseos de manera voluntaria bajo la presión del ideal del amor y la conven-

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ción social del matrimonio. El despertar del enclaustramiento doméstico y la vida dedicada al marido se produce a través de la violencia, erigida como acto simbólico. Esta acción dramática tendrá diferentes consecuencias en el desarrollo de la trama; sin embargo, para la mujer representa una nueva vida donde el arrepentimiento no tiene cabida. La vida conyugal (19421) es la pieza que abre la serie de obras dramáticas del exilio de Max Aub. La acción se sitúa en la España de la dictadura de Primo de Rivera, en 1927, es decir, en una sociedad dominada por una ideología de género que defendía la reclusión de la mujer a la esfera privada. Al mismo tiempo, se producían ciertos aires de modernidad con mujeres que proclamaban cada vez más altivamente la necesidad de cambios políticos y sociales. Los personajes principales de la pieza son Ignacio, Rafaela y Samuel, aunque, en el curso de la acción, los cambios experimentados por el personaje, el desarrollo de la trama y el final de la obra irán definiendo a Rafaela como la gran protagonista. Rafaela aparece en la primera acotación como una mujer de “treinta y cinco años, belleza pasada, bata de andar por casa” (Aub 2006a: 101). A lo largo de la obra no se aportará ningún dato más relativo a la caracterización externa del personaje, aunque sí se dará una fuerte contraposición tanto física como interna con respecto al personaje de Lisa, —la amante de su marido—. El vestuario delimita el entorno habitual del personaje: el hogar, donde está recluida como consecuencia de la vida conyugal, resignada a su papel como esposa y madre. Con respecto a su caracterización interna, tenemos un personaje que manifiesta gran fortaleza y carácter; es una mujer decidida, sincera y con ingenio, como muestra en distintas ocasiones mediante el uso de la ironía. Desde un principio, percibimos este carácter tajante en la hostilidad de las réplicas de Rafaela hacia su marido, cargadas de reproches y ataques directos: “Esos reproches, al igual que sus críticas al oficio del escritor desde la perspectiva de lo que es el vivir cotidiano, están llenos de tópicos; pero, simultáneamente, en las palabras de

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Las obras se citan con la fecha de publicación de las Obras completas (Aub 2006), donde se incluyen las ediciones empleadas.

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Rafaela, en su tono desenvuelto, hay un encanto y una gracia especial” (Doménech 2006: 177). Estos ataques constantes al principio de la obra manifiestan ya de manera latente lo que posteriormente revelará Rafaela: su agotamiento por la vida conyugal. Tenemos, por ende, una mujer de clase mediabaja dedicada por entero al entorno doméstico, el cual no le agrada en absoluto. Sus preocupaciones están basadas en las dificultades económicas, algo que acabará siendo una nimiedad en comparación con el asesinato que acabará cometiendo. Además de recriminarle al marido su indiferencia y desinterés por la familia y la vida en general, Rafaela no está satisfecha con el oficio de escritor de Ignacio, pues esto parece acrecentar la parsimonia del hombre, lo cual no hace sino fomentar la ira y rabia de la mujer. Con esto, Max Aub insiste en la disociación de esferas existente entre ambos, a lo cual se une una disparidad en la forma de ser: no se trata solo de que Ignacio pueda desempeñar un oficio fuera del ámbito doméstico y Rafaela no, sino de la naturaleza de ese oficio, lo cual genera una imagen de inactividad que contrasta con las labores diarias de la esposa y le permite un enriquecimiento personal que a ella le es negado. Es la falta de sangre en las venas —“tienes horchata en las venas”— lo que genera una mayor contraposición entre ambos personajes: frente a la pasividad, el desinterés y el ensimismamiento del hombre, ella muestra preocupación, carácter, una actitud activa y decidida. El dinamismo del personaje femenino está emparejado con su posterior capacidad de actuación y su superioridad ética, mientras que el estatismo del masculino hace que adquiera connotaciones negativas, que se irán acrecentando. La rutina de la vida conyugal de Ignacio y Rafaela se ve amenazada con la llegada de Samuel, un amigo de Ignacio que es perseguido por el régimen y necesita refugio, y es que “la presencia de Samuel tiene una función catalizadora; entre otras cosas, acelera la crisis matrimonial de Rafaela e Ignacio” (Doménech 2006: 178), al igual que la tendrá la aparición de la amante. En un principio, Ignacio tiene la función de proteger a su amigo, por lo que desempeñaría el papel de sujeto de la acción; sin embargo, será Rafaela sobre quien caiga la verdadera carga que la llegada de Samuel desencadena cuando la mujer tenga que asesinar a Rubio, un policía.

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En el momento en que la mujer emprende la acción de asesinar se inicia la verdadera transmutación del personaje. En su dimensión social y moral, la caracterización interna del personaje experimenta una transformación, ya que la mujer ejecuta el asesinato por salvar a Samuel, lo cual la define ética y socialmente al convertirse en una mujer capaz de emprender la violencia. A partir de este momento y hasta el final de la obra, el atributo de la valentía sobresale en la caracterización de Rafaela, es incluso el personaje de Samuel quien la define como una mujer “buena y muy valiente” y hace referencia a la carga que tiene que soportar con los hijos, pues estos “la tienen muy sujeta”. Esta acción es simbólica, ya que no solo define la condición moral del personaje, quien es capaz de matar por salvar a quien ella considera inocente, sino que supone una concienciación progresiva de la injusticia que soporta su reclusión al entorno doméstico. Con la aparición de la amante de Ignacio, Lisa, de la que Rafaela tiene conocimiento desde el principio de la obra, se hace patente la amargura de una mujer que no se siente valorada, pues ha sido “desplazada del corazón de su marido, y de su cama, por Lisa, la amante, ‘la otra’” (Bonilla Cerezo 2003: 286). Así, se produce una confrontación entre ambos personajes. El encuentro de la esposa con la amante es tremendamente efectivo desde el punto de vista dramático por la tensión que genera. Con la entrada de Rafaela, las acotaciones, que indican los movimientos y la actitud de las dos mujeres al verse, reflejan perfectamente la incomodidad presente: “LISA no se atreve a socorrerla. Queda con la cabeza entre las manos. Pausa larga. LISA no sabe qué hacer” (2006a: 122). A la trama derivada del asesinato se suma la del triángulo amoroso, lo cual coloca a Rafaela en otra situación de riesgo emocional. Es entonces cuando ella, ante la anormalidad de la situación y la actitud inmutable de Lisa, estalla y le cuenta a esta lo que acaba de ocurrir: LISA: Si viene a hacerme una escena, es inútil. RAFAELA: (Se queda mirando fijo a Lisa; se echa a reír estrepitosamente.) ¡Ja, ja, ja!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Una escena! ¡Infeliz! ¿Sabe usted lo que acabo de hacer? ¡Acabo de matar a un hombre! […] Yo, ¡madre de cuatro hijos!, acabo de matar a un hombre que no conocía… o casi (2006a: 122).

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En estas palabras se percibe la necesidad de liberación del personaje, quien muestra la contradicción que existe en que un ama de casa, sin ninguna aspiración aparente ni ideas políticas, haya asesinado a un hombre. Para Rafaela, el hecho de haber matado, con todo lo que comporta, hace que la infidelidad de su marido se convierta en una nimiedad; sin embargo, su forma de tratar a Lisa no demuestra lo mismo. En las escenas que se dan entre ambas percibimos la gran contraposición tanto en la caracterización externa como interna, seguramente intencionada, que hay entre las dos figuras femeninas y de la que las palabras de Rafaela dan cuenta: “Usted es la más joven […]. Usted no ha parido. Usted tendrá todavía el pecho firme y el vientre sin arrugas […]. ¡Arrastrada! ¿Qué? ¿No sabe qué decir? ¿O calla la señora pintora porque lastimo sus castos oídos?” (2006a: 123). Lo que en principio se define como un ataque tanto al físico como al silencio de Lisa se va desvelando como una confesión de la angustia que siente Rafaela por su situación personal, acelerada por la juventud y el tipo de vida que la amante encarna. Entre las dos mujeres también se produce una disociación entre la esfera artística —representada por la amante— y la doméstica —representada por la cónyuge—. Rafaela es la esposa del intelectual, la “criada” según sus propias palabras: La que va, corre, anda, friega, plancha y recibe las reclamaciones agrias; la que lava los pañales, se preocupa de las clases, del calzado, de los remiendos de los trajes de los niños. […] Los huesos molidos, la espalda rota… […] ¡Pero se acabó! ¿Me oye? ¡Se acabó! Desde ahora, usted va a cargar con el mochuelo. ¡Él y sus novelas! ¡Él y sus artículos! (2006a: 123).

La mujer manifiesta su cansancio. El asesinato implica un nuevo proyecto o estilo de vida donde ella pueda desarrollar su identidad personal, fuera del eje exclusivo del hogar. La desigualdad existente en su matrimonio es descubierta por Rafaela cuando habla con su marido y le pregunta: “¿Qué hubieras dicho si, en vez de ser un amigo tuyo del alma, hubiese sido una amiga mía la que hubiera puesto en movimiento todo este drama?” (2006a: 125). Deja clara la disparidad que hay en el reparto de papeles del matrimonio donde, mientras el marido puede dar rienda suelta a su

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creatividad, la esposa se dedica por entero al entorno doméstico y a solventar las necesidades primarias no solo de sus hijos, sino del hombre también: RAFAELA: […] ¿Qué has hecho de mi vida? ¿Qué he conocido? ¿Qué he disfrutado? En el reparto he salido muy mal librada, pero que muy mal librada. […] A fuerza de lavar, tengo las manos que parecen papel de lija. IGNACIO: Ahora sacarás a relucir el piano. RAFAELA: ¿Por qué no? ¿Te molesta? ¡Sí, el piano! ¡Yo tocaba el piano! Bien o mal. ¡No importa! ¡Y cuando nos cambiamos de casa, no fueron los libros del señorito los que se sacrificaron!... ¿Y es que mi hija no puede aprender? (2006a: 125).

Este discurso expone las desavenencias que existían entre hombres y mujeres como resultado de la diferenciación de esferas tan rígida que había en España. Con el matrimonio, Rafaela emprendió un acto de abnegación, renunciando a sus intereses personales, a aquello que contribuía al enriquecimiento de su identidad individual y la definía como sujeto independiente. El matrimonio, las funciones de esposa y madre a las que queda recluida la mujer con el inicio de la vida conyugal conllevan la desaparición de cualquier aspiración personal, ya sea artística, laboral o política, que la mujer pudiera tener, con el fin de abandonar toda ambición individual en beneficio del hombre. El sacrificio del piano de Rafaela por el mantenimiento de las inquietudes artísticas de Ignacio representa la pérdida de la identidad individual. Sin embargo, Aub sobrepasa ese arquetipo al crear un personaje tremendamente complejo que desde el principio manifiesta a través de la palabra, y después por medio de la acción, la hostilidad e insatisfacción que la vida doméstica significan para ella. Con el emprendimiento de una acción violenta, algo que sobrepasa los límites de la “feminidad”, Rafaela transgrede el prototipo de la mujer ama de casa obediente y abnegada. Hacia el final de la obra, una acotación nos informa del estado del personaje, adelantando lo que será su derrumbamiento posterior: “Rafaela cruza la escena de derecha a izquierda con un cubo lleno de agua en una mano, una aljofifa en la otra. En este paso, vencidas las

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espaldas, arrastrando los pies, la mujer representa toda su derrota” (2006a: 138). Se informa explícitamente de la condición física y psíquica del personaje, que se encuentra interna y externamente derrotado. Al abatimiento físico se suma la ruptura emocional de Rafaela, que se echa a llorar y abraza al marido, al invadirle la tristeza y la culpabilidad. Ese carácter áspero y fuerte se quiebra cuando el personaje llega a su límite. No obstante, cuando la rutina de la vida conyugal parece haberse recompuesto, la aparición de la policía lo trunca todo. El equilibro se rompe con la revelación final del personaje al confesarse autora del crimen. Ignacio intenta hacer creer al inspector que fue Samuel, que está muerto, el que asesinó a Rubio. Es entonces cuando la cobardía de su marido provoca el estallido concluyente de la mujer: RAFAELA: ¡Hasta ahí había de llegar! ¡No te basta con ser cobarde, sino que además acusas a inocentes! IGNACIO: (Grita.) ¡Samuel ha muerto! RAFAELA: Y eso, ¿qué más da? ¡Respétalo! ¡Solo ves tu propia tranquilidad! ¡Tú solo nombre! ¡Escurres el bulto! ¡Capaz de denunciar a cualquiera con tal de salvarte! ¡Yo lo maté! ¡Yo lo maté! ¡Ahí! ¡Ahí! (2006a: 145).

La acotación final es, además, muy reveladora al indicar que Rafaela se dirige a Ignacio “en son de desafío, venganza y triunfo” (2006a: 145), mostrando cómo ella intenta darle una lección de valentía y sinceridad, pues “Rafaela quiere hacerle ver al marido la inautenticidad y la cobardía en que él vive, demostrándole con un ejemplo extremo lo que moralmente se debe hacer: lo que ella es capaz de hacer” (Doménech 2006: 178). La revelación del personaje es lo que define enteramente su caracterización desde el punto de vista moral, resultando su actitud ejemplarmente ética en comparación con la cobardía de Ignacio. Este reconocimiento último, unido al precedente asesinato, resulta especialmente sorprendente y relevante si tenemos en cuenta la caracterización del personaje en su dimensión social y política, pues no es una mujer partidaria de la política. El desarrollo de la acción dramática, que coloca al personaje en una situación de conflicto constante, dibuja una perfecta y coherente evolución en su caracterización interna. Esta evolución consiste en un

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proceso de liberación creciente del personaje femenino tanto de las ataduras de la vida doméstica como de la culpa por haber asesinado a un hombre. El hecho de acusar falsamente a un inocente es insoportable para Rafaela dada su forma de ser, por lo que decide liberarse y confesar, coronándose como la figura ejemplar de la obra, muy semantizada al funcionar como portadora del mensaje moral. A raíz del crimen se produce el despertar del personaje femenino. Por un lado, está lo que significa que una mujer recluida al ámbito doméstico emprenda la acción de quitarle la vida a un hombre y se rebele contra su marido. Por otro, el acto de violencia define la condición moral y psicológica del personaje: su valentía y arrojo, así como su capacidad para asumir la culpa, pese a tener la posibilidad de salvarse. En consecuencia, Rafaela constituye un personaje enormemente complejo con un discurso muy potente y bien estructurado. Los acontecimientos, pues, movilizan al personaje e impulsan la palabra como cauce de expresión por debajo del cual trascienden la voz de la mujer y la del autor exiliado, crítico con una realidad que le es ya distante temporal y espacialmente.

El despertar de la necesidad del compromiso colectivo: el personaje de María en Morir por cerrar los ojos María —Morir por cerrar los ojos— es uno de los personajes femeninos aubianos más potentes por su carga textual y su papel en la obra, cuyo protagonismo se debe primordialmente a una transformación moral: el reconocimiento del compromiso político del ser humano. Este personaje, en consecuencia, acabará anteponiendo, de manera tardía, los valores éticos colectivos a la existencia individual, de modo que será capaz de sobreponerse a sus conflictos individuales al concienciarse sobre la necesidad de luchar por el bien común. Será al darse cuenta del peso que la injusticia social tiene sobre la individualidad del ser humano, de la falta de libertad y del enclaustramiento al que está abocado, cuando se produzca la revelación. En Morir por cerrar los ojos (1944), Aub nos traslada a la Francia de los años 40 con el objetivo de reproducir una sociedad francesa egoís-

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ta, racista y partidaria del quietismo —encarnada por los personajes de Luisa y Madame Goutte—. Este escenario muestra una cara de la sociedad que la protagonista intentará combatir, no desde el principio, pero sí con el transcurso de la acción. El hecho de comprender la corrupción en la que está hundida la humanidad generará la transformación progresiva de este personaje. Una transformación que irá constituyéndose como parte fundamental de la acción dramática y contendrá el mensaje de la obra. María protagoniza un cambio al final de la obra relacionado con este despertar del compromiso político del personaje femenino, lo cual significa una permutación en su caracterización interna en lo que a su dimensión moral se refiere. En la dimensión estrictamente política no se llega a producir ninguna variación, ya que en escena no presenciamos su introducción en la labor política de manera activa, algo representativo y que otras mujeres del teatro de Aub sí cumplen. Mientras que María se define como un personaje apolítico al principio de la obra, lo cual provoca que su cambio sea mucho más representativo y sorprendente, otras figuras femeninas2, por el contrario, sí que son partidarias de la lucha y personifican la introducción de la mujer en la política de manera activa y comprometida. Algunos críticos, como Manuel Aznar Soler (2003), Ricardo Doménech (2006) y Pilar Pedraza Jiménez (1996), en sus respectivos estudios, han hecho alusión a la importancia de este personaje femenino —María— con relación a ese objetivo del teatro del exilio de Aub de dar testimonio, plasmar una realidad histórica y reproducir los conflictos del ser humano como consecuencia de esa realidad. Al igual que en La vida conyugal, en Morir por cerrar los ojos la trama amorosa acaba subordinada a una de mayor magnitud: la política-social. En el caso de Morir por cerrar los ojos, el encarcelamiento de los dos hermanos, Julio y Juan, y el devenir de una serie de acontecimientos en la vida de María pondrán a prueba su fortaleza y romperán la es-

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Margarita de El rapto de Europa, Juana de Morir por cerrar los ojos, Concha de El último piso, Encarna de Los guerrilleros, Susana y Pilar de La cárcel y Carmen de La vuelta: 1960.

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tabilidad de su vida acomodada, alejada de la realidad social. Como bien indica Aznar Soler, tanto María como la Raquel de San Juan, mujeres egoístas que anteponen su felicidad individual a los valores éticos colectivos, experimentan una evolución y sufren una revelación final, convirtiéndose en mujeres cuya actitud es ejemplarmente ética (2003: 222). María es uno de los tres personajes principales de Morir por cerrar los ojos junto a Juan y Julio, dos hermanos que representan posturas totalmente contrapuestas en lo que a la dimensión psicológica y moral y el compromiso político se refiere. Julio encarna esa sociedad quietista, abstenida y acomodada que solo piensa en su existencia individual, frente a Juan, que representa la lucha, el compromiso y la anteposición del bien colectivo al individual. De este modo, la trama amorosa refleja la trayectoria del personaje femenino, confluyendo una vez más de manera extraordinaria la trama individual con el conflicto histórico. María, quien dejó a Juan y empezó una relación con Julio por alejarse de la política y llevar una vida acomodada —como ella misma reconocerá—, al principio de la obra está casada con Julio y presenta una actitud apolítica y evasiva con relación a los problemas sociales. Ese debate amoroso entre los dos hermanos, que representan dos formas de vida completamente divergentes y dos perspectivas con respecto al compromiso político, el conflicto individual, refleja el conflicto social y moral que va ahondando de manera progresiva en el personaje de María. De manera que, al final de la obra, cuando abra los ojos y descubra la necesidad de la lucha, mostrará desprecio hacia Julio y simpatía por la causa que defiende Juan, a quien realmente ama. Son los acontecimientos, las experiencias del personaje, lo que provoca que finalmente María abra los ojos y despierte, a la par que resuelve su conflicto individual, esto es, la trama amorosa de la obra. María, al principio, se define como un carácter tranquilo, aparentemente pasivo, y en muchas ocasiones funciona como mera interlocutora que dialoga con distintos personajes, los cuales representan esa cara de la sociedad que denuncia el autor, una sociedad sumida en la ignorancia que se pregunta “¿Para qué sirve tener ideas?” (Aub 2006b: 280). La actitud apolítica de María se manifiesta a través de

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una figura que presenta una actitud anodina, pasiva, inmóvil, atributos que encarnan la ceguedad en la que está sumergido el personaje, quien no muestra apenas preocupación inicialmente cuando su marido es detenido. Será la aparición de Juan lo que provoque un primer derrumbamiento del personaje: “MARÍA no puede más y se echa a llorar. Solloza sin poder contestar a las preguntas que JUAN amontona, procurando al mismo tiempo consolarlo” (2006b: 290). Además, es durante el primer contacto con Juan cuando se manifiesta la perspectiva de María sobre la política: “¡Mira adónde nos ha conducido tu dichosa política! […] si te hubieses quedado quito en casa, sin meterte en cosas donde nadie te llamaba” (2006b: 291). Es en la conversación al principio del segundo acto donde la mujer expresa su cansancio de la vida, su falta de esperanzas e ilusión —“Yo ya no quiero nada” (2006b: 298)—, lo cual configura una vez más un personaje femenino al que no le satisface la vida conyugal y que se encuentra perdido ante los acontecimientos provocados por las circunstancias históricas que se ciernen sobre su existencia individual, la cual parece carecer de sentido. Esto acabará resolviéndose con la progresiva concienciación del personaje, con su despertar; la necesidad de la lucha y el compromiso que nace en ella la acabarán convirtiendo en un ser humano pleno y, consecuentemente, en un personaje mucho más complejo y variable que encarna uno de esos tipos tan humanos y aparentemente contradictorios que hemos ido viendo en las otras obras. María achaca el fracaso de su relación con Juan a la política, entre otras muchas cosas, y este la reprocha que ella se fuera con Julio, lo cual significaba una vida acomodada y la renuncia a la lucha social: “Ahora tú tienes lo que siempre deseaste, ¿no?: una casa y poco quehacer” (2006b: 299). A lo cual se suma un comentario de Juan sobre María que pone en duda la plenitud de su vida conyugal al no haber tenido hijos, algo que le duele a la mujer. Es la reacción de la figura femenina lo que indica el dolor que siente por no haber sido madre, uno de los pilares fundamentales en la vida matrimonial de la mujer, según la ideología de género de la época. Sin embargo, el silencio al que está sumido en general el personaje de María y su dolor hacen que no se manifieste más acerca de ese tema, poco abordado generalmente en la dramaturgia de Aub. Ante los ataques que le lanza Juan por

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su cobardía y la de todos aquellos que son como ella, esta continúa conformando un discurso abstencionista: “No, no y no. ¡Yo no quiero muertos, yo no quiero ruinas, yo no quiero inválidos! […] ¿Pero no te das cuenta de que todo eso son ilusiones, pamemas?” (2006b: 300301). Será en la discusión tan subida de tono entre Juan y Julio donde se perciba de manera expresa la división sentimental a la que está sometido el personaje femenino, quien se interpone constantemente entre los dos sin ser capaz de tomar partido. En la segunda parte de la obra se inicia la transformación de este personaje, cuya dimensión psicológica y moral irá enriqueciéndose y matizándose como fruto de la dureza de los acontecimientos que tiene que presenciar y vivir en primera persona. La muerte de Emilia, el encarcelamiento de Juan y Julio, el abandono de su hogar, el vagar sin un rumbo fijo y presenciando la crueldad del mundo durante los meses que transcurren entre la primera y la segunda parte de la obra —“No sabes la vida que llevo desde hace semanas buscándoos a través de Francia” (2006b: 354)— provocan la concienciación progresiva de la mujer. Dicha concienciación se percibe por primera vez en el texto en su conversación con Juana, la cual sirve como detonante de la transformación de María por lo que representa, ya que se trata de una mujer activa políticamente. Juana y la María del final de la obra, así como las mujeres que conforman este grupo de personajes, son reflejo de esa mujer moderna que no solo reivindicaba la libertad femenina sino la introducción activa de la mujer en las tareas políticas. Es en la conversación entre ambas mujeres donde María, debido a toda su experiencia individual y al dolor provocado por la injusticia de la humanidad, se ve legitimada a hacer patente por primera vez en el texto, como consecuencia de todo el desarrollo dramático, su evolución de mujer apolítica a figura comprometida con la lucha social: “El dolor devuelve la vista a los ciegos” (2006b: 369). Es el dolor provocado por la injusticia de la realidad histórica el detonante del despertar político de la mujer. Una vez más, el dolor provocado por las guerras sirve como motor del cambio en la caracterización del personaje, dibujando un carácter redondo que encierra gran complejidad y también variable pues experimenta una variación en su dimensión política y moral, o sea, en su percepción del mundo y su condición ética. Junto

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al final de la obra, esta replica es determinante en la ejemplaridad y el cambio de María: MARÍA: Teníais razón en lo que más pesa. Soy tozuda. Nací en el campo, ¿sabes? Necesito hacer grandes esfuerzos para convencerme de que estaba equivocada. Me duele. Me duelen los recuerdos. Me duele Francia como si la llevara anudada en el pecho… […] No me daba cuenta de que, quieras que no, hay que tomar partido (2006b: 370).

Siguiendo la interpretación de Pedraza Jiménez, María y Julio son una prueba vibrante de que el ser humano no puede sustraerse al devenir de la historia. Sin embargo, ella será capaz de reconocer al final su falta (1996: 313). Al igual que con Rafaela e Ignacio, el dinamismo de María al final de la obra lo define como un personaje moralmente positivo, representante de la “vida”, frente a la inmovilidad del carácter de Juan, emparejado con un significado de “antivida”, en términos de García Barrientos (2017: 160). Es al final de la obra, en el momento en que María está en el campo de refugiados y cree que han matado a Juan, a su verdadero amor, cuando se produce el estallido final del personaje y la confirmación de su despertar. Ante la creencia de que Juan está muerto, María “aparece como una loca” y reacciona con ira y rabia contra los soldados, confesando su ignorancia y lo ciega que ha estado todo este tiempo: “¡Traidores! ¡Asesinos! ¡Y así defendéis a Francia! Yo también lo creí y me ha costado la vida. He vivido ciega, muerta, por cerrar los ojos” (2006b: 376). Aquí es donde se produce la gran revelación del personaje, el reconocimiento tan esperado: la figura femenina reconoce haber estado ciega durante todo el tiempo en que ignoró el dolor en que estaba sumido su país y la necesidad de ayudar y contribuir con la lucha colectiva. Su papel estático se identifica con la muerte: por no ver lo que realmente ha ocurrido, ha vivido sin vivir, o sea, sin percatarse de lo realmente importante. Cuando se da cuenta de que el muerto no es Juan, sino Julio, confiesa lo que piensa acerca de su marido, y en general de todos aquellos que son unos soplones: “Yo ya no tenía marido. Le contaminasteis con vuestra miseria. Así acabaréis todos, podridos vendedores de la honra francesa, a manos de vuestros

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amos o, si queda alguno, a puños del pueblo…” (2006b: 376). María ve claramente cómo su marido ha sido corrompido y ha vivido, al igual que ella, con los ojos cerrados; sin embargo, ella ha podido retractarse y abrirlos finalmente. Con este alegato, Aub critica la falta de compromiso del pueblo francés y su pasividad ante las injusticias cometidas por los alemanes en su país. Las duras palabras de María —“¡Vuestra podredumbre servirá de abono a una Francia nueva!” (2006b: 377)— y su resistencia a ser apresada generan un sentimiento de concienciación ente los soldados, los cuales, al escucharle cantar “La Marsellesa”, no se atreven a detenerla y salen a coro junto a ella en un final revelador y esperanzador. Esta transformación tan potente del personaje femenino convierte a María en protagonista absoluta de la pieza. El desarrollo dramático contribuye a ir matizando y definiendo su caracterización interna, con el fin de que su transformación final sea coherente. Frente a su aparición como figura más funcional al inicio del texto, como una interlocutora simple y poco relevante con relación a la dimensión moral del personaje, al final tenemos una figura compleja cuya evolución la convierte en portadora del mensaje de la obra. Es el despertar del compromiso político, la toma de conciencia de María, lo que conforma la idea que pretende comunicar el dramaturgo: la necesidad de la lucha colectiva y la esperanza en la consecución de un mundo mejor. Este cambio es representativo también desde una perspectiva social, pues la que al principio se define como una figura apolítica, inmóvil y egocéntrica acaba siendo una mujer partidaria del compromiso y la lucha activa que pone en duda ese carácter pasivo y la relegación a la esfera privada y los asuntos individuales de la identidad femenina.

La mujer como figura reivindicativa del compromiso político y social: Margarita de El rapto de Europa Margarita, de El rapto de Europa, se inserta dentro de la tipología de personajes femeninos aubianos que defienden el compromiso político y social de manera activa mediante su labor solidaria. Este tipo de mujer, por tanto, tiene una vida política activa y sufre las conse-

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cuencias de esto directamente, al igual que el hombre. El retratar a la mujer no solo como víctima de la guerra y la represión, sino también como figura que lucha contra esas lacras es muy representativo, sobre todo si nos situamos en la época de la Guerra Civil española, donde la mujer republicana se erigió como un icono de la lucha contra el bando sublevado. De este modo, Max Aub contribuye a enriquecer la casuística de modelos femeninos durante la guerra al crear mujeres que participan en el campo militar y político, lejos de definirse como simples víctimas del horror del conflicto. Margarita es la protagonista indiscutible de El rapto de Europa (1943), cuyo subtítulo —Siempre se puede hacer algo— detalla la mentalidad del personaje. Se trata de una mujer de sesenta años a la que, según sus propias palabras, la belleza le vino con la edad gracias a sus acciones. Estas acciones contribuyen activamente a ayudar a los refugiados y exiliados a lograr una vida mejor, dibujando un personaje perfectamente humano que alberga esperanza y no muestra en ningún momento un ápice de egoísmo. Todos los comportamientos de Margarita en el curso dramático están dirigidos a enriquecer esa labor humanitaria. Las primeras réplicas de Margarita consisten en una serie de contestaciones al teléfono a distintas personas donde se vislumbra su dedicación por entero a los demás, la preocupación y empeño que pone en su trabajo, el cual abarca todo su tiempo, así como su actitud esperanzadora y reconfortante: “Tenga fe […] ¿Qué si yo tengo esperanza? ¿Para qué estaría aquí? Sí, mujer, sí…” (Aub 2006c: 211). A pesar de su actitud altruista y maternal, Margarita es un personaje con carácter y decisión que no se deja engañar. Tras recibir la ayuda de la protagonista, Francisco nos proporciona una de las claves del personaje femenino al decirle: “Está usted muy equivocada. Todos la quieren. Es usted un ángel” (2006c: 213). Esa figura del “ángel” se irá reforzando conforme las peripecias y acciones dramáticas demuestren el carácter bondadoso y generoso de Margarita, la cual, sin embargo, se niega constantemente a ser vista como una especie de ángel, pues para ella el compromiso político y colectivo significan una forma de vida o rutina, no una labor extraordinaria. En el primer acto se perfila la caracterización del personaje de Margarita, que se mantendrá a lo

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largo de toda la obra. Esta invariabilidad en la dimensión moral y psicológica de la caracterización del personaje, que no experimenta ningún cambio, es, como veremos, lo que la convierte en una figura poco interesante desde el punto de vista de la peripecia y/o el reconocimiento. Siguiendo a Doménech, Margarita no comulga con ninguna ideología ni partido políticos de manera expresa —“A mí me interesan las personas”—, sino que se trata de una figura que simplemente muestra una profunda creencia en la humanidad, en la bondad del ser humano (2006: 182). Esa creencia y labor humanitaria constituyen el núcleo dramático de El rapto de Europa; la construcción de una figura femenina cuyas creencias y comportamientos no necesitan sufrir una transformación pues, desde un principio, son perfectamente ejemplarizantes. Adela es el personaje que menos cercanía presenta hacia Margarita, la cual manifiesta su distanciamiento inicial hacia la amante de Rafael por el simple hecho de ser la amante: “Cuando uno se casa, se casa […] puesta a escoger entre la querida y la mujer legítima, en cualquier situación, siempre estaré con la esposa” (Aub 2006c: 222). La actitud de Margarita hacia Adela se puede analizar como un indicio de pensamiento tradicional por parte de la protagonista. Sin embargo, será Adela el personaje que, debido a la desesperación que experimenta, cuestione de manera más directa y tajante los fines de la labor de Margarita, insinuando la posibilidad de que su trabajo tenga orígenes deshonestos: “¿Por qué no ha de haber también viejas desdentadas con los sesos revueltos por mozos todavía de buen ver como tú?” (2006c: 233). Adela se expresa de manera agresiva y ofensiva contra Margarita, los celos y la indeterminación del futuro le generan una carga emocional que se traslada en esas palabras. Esta réplica de Adela propicia uno de los momentos de mayor acercamiento al personaje de Margarita en toda la obra, quien le responde diciéndole que tiene razón y matizando el tipo de amor que siente por aquellos a quien ayuda, dando una lección de amor maternal al explicar que nunca ha conocido el amor de un hombre y aclarando su sentimiento hacia ellos como hijos, lo cual le lleva a ayudarlos, para que estos tengan la posibilidad de ser y vivir aquello que otros no pudieron: “yo no conocí nunca el cariño de un hombre. Y ahora os quiero, no a ti solo, Rafael. A muchos. A miles.

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Os quiero un poco como si fuerais mis hijos. Y os quiero como hubiese querido que fuese el que no conocí nunca: amantes de un mundo mejor, y en lo posible, buenos, inteligentes, sanos” (2006c: 233). Esta revelación pone de relieve el ejemplo de una de anteposición del compromiso político y social al bienestar individual. Asimismo, frente al inmovilismo de la caracterización interna de Margarita, su relación con Adela y su forma de ver a la mujer paréntesis3 sí que irán evolucionando de manera que, al final, ambas forjan una especie de amistad y hermanamiento en aras a la lucha por la causa humanitaria. Esta labor humanitaria, por tanto, se irá viendo entorpecida por los conflictos individuales de los personajes a los que ayuda Margarita —con la trama del triángulo amoroso tan usual como ya hemos visto— y los conflictos políticos. Estos conflictos políticos aparecen individualizados en la figura de un representante del gobierno —Ho­ pe—, que le pedirá a Margarita en varias ocasiones que se marche de Francia. Hope da con la clave de su papel con relación al mensaje de la obra cuando le dice a la mujer que el gobierno está al tanto de sus actividades, pues, cuando esta le pregunta si a él le parecen mal, él responde: “Sí. ¿Por qué se ha de entrometer en cosas que no le importan? Déjelos. ¿O es que cree que con su ayuda va a cambiar el rumbo de los acontecimientos?” (2006c: 223). Hope representa la actitud absentista, esa Francia deshumanizada que tanto denunciaba Max Aub y contra la que Margarita trata de luchar. Aquí vemos un reflejo de cómo la lucha individual, como medio para ayudar a la colectividad, puede resultar algo inútil y estúpido desde el pensamiento de la Francia de la época. Max Aub defiende el esfuerzo individual, la lucha colectiva, como modo de cambiar el mundo. Margarita sabe que, sin el apoyo del gobierno, de la humanidad en general, es imposible que uno solo consiga algo. Ella contribuye ayudando a aquellos que lo necesitan individualmente, proporcionando ayuda a aquellos que el gobierno deja desamparados. Hope manifiesta la imposibilidad de que el gobierno

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Término que utiliza Max Aub para referirse a la figura de la amante. Con paréntesis pretende referirse a lo que significa la amante en la vida del hombre casado: un paréntesis, es decir, un desliz temporal y poco trascendental que tiene principio y fin.

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se ocupe de manera individual de los problemas de cada uno, ante lo cual Margarita declara: Si ustedes no se preocupan, alguien lo tiene que hacer. Como yo no puedo atender problemas tan elevados como los suyos… Como a mí el presidente Roosevelt no me consulta, cada día, como lo hace con ustedes, para saber exactamente lo que debe decir y cómo obrar, creo que está muy puesto en razón aderezar con mi mano lo que ustedes tienen en tan poco. A mí, querido Hope, me interesan las personas. Los problemas, las religiones, las razas, los colores de la piel y los del espíritu, me tienen sin cuidado. De esos males se me da muy poco, porque, con los años, he descubierto que un corazón bien vale otro (2006c: 224).

En este monólogo Margarita manifiesta, por medio de la ironía y de manera respetuosa y medida, la ignorancia a la que está sometida la gente por parte del gobierno, para el cual los asuntos humanos no son de primera relevancia. Margarita expresa la incoherencia que supondría volverse a su país natal, donde su existencia se limitaría a cuidar de la casa y los perros, donde su presencia ya no le valdría de nada a la humanidad: “yo soy una vieja. Una vieja que posiblemente ya no serviría para nada, sentada al fuego, en mi Indiana natal, cuidando mi jardín, o mis perros…” (2006c 224). Este humanismo seguirá viéndose refrendado a lo largo del acto tercero, con la llegada de Berta Gross, una mujer perseguida a la que Margarita presta su ayuda. Hope aparece nuevamente ofreciéndole a Margarita la posibilidad de embarcar hacia América, una vuelta que la mujer pretende retrasar todo lo posible. Margarita le confiesa a Bozzi —otro de los hombres a los que presta ayuda— por qué se dedica a esto, ante lo cual alega que no hay un motivo o causa definido, sino que sencillamente un día se dio cuenta de que su vida no había servido para nada y, al verse con la posibilidad y la capacidad, decidió dedicar su esfuerzo a crear un mundo mejor. Además, se declara una mujer completamente feliz con lo que hace, algo que hace por ella misma, es decir, la labor de Margarita no tiene únicamente un objetivo de altruismo, de ayudar a los demás, sino también un objetivo de realización propia, de sentirse a gusto consigo misma al saber que está contribuyendo activamente a reformar la humanidad.

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Margarita es, pues, uno de los personajes aubianos que representa de manera más completa esa noción de solidaridad humana que el autor pretendía transmitir en su teatro del exilio. La figura femenina, una vez más, se erige como máxima portadora del contenido moral de la obra adquiriendo un importante grado de semantización con respecto al mensaje —“Siempre se puede hacer algo”—, reproducido por medio de la actitud y de los comportamientos de la mujer protagonista. El hecho de colocar a una mujer como ejemplo máximo de solidaridad, haciendo uso de esa actitud aparentemente maternal que toda mujer guarda, como imagen de la lucha firme y el compromiso incesante es muy relevante. Margarita antepone el compromiso social al bien individual. Su jerarquía como personaje protagonista y las continuas matizaciones —no cambios— que sufre su caracterización la convierten en una figura femenina compleja y muy interesante como ejemplo de esa lucha individual por el compromiso político y social.

Conclusión En la obra dramática del exilio de Max Aub encontramos un teatro que trata de ser espejo de la realidad de su tiempo, configurando personajes tremendamente complejos y verosímiles cuyos comportamientos, palabras y acciones transmiten un mensaje muy potente que el dramaturgo pretendía comunicar al lector y/o espectador. Los caracteres femeninos, como se ha podido ver a través de los personajes de Rafaela, María y Margarita, a menudo funcionan como portadores del significado de la obra; asimismo, sus palabras y actos son representativos desde la óptica social teniendo en cuenta la ideología de género heteropatriarcal preponderante en aquella época. El hecho de que un autor masculino coloque al sujeto femenino como portador del mensaje de la obra, como figura que se rebela y cuya evolución, acciones y palabras constituyen el núcleo dramático, al menos en la misma medida en que lo hace con los personajes masculinos, es, en consecuencia, extraordinariamente representativo. Empero, el teatro de Max Aub desmonta una asunción muy generalizada:

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que el teatro de autoría masculina está menos capacitado para reflejar de manera completa una conciencia femenina profunda y veraz, así como para transmitir de manera más cercana y real los cambios que la condición social de la mujer experimentó a lo largo del siglo xx. De la mujer esposa, primeramente caracterizada según los parámetros del ángel del hogar decimonónico, llegamos al tipo femenino que infringe desde su primera aparición ese ideal de feminidad perfecta y abnegada —Rafaela—. Pasando ya a una caracterización del personaje más relacionada con su función como sujeto político y social —función del individuo que Max Aub valoraba enormemente y lo llevaba a caracterizar positiva o negativamente a sus personajes—, tenemos a la mujer que defiende —Margarita— o acabará defendiendo —María— la necesidad del compromiso político, tanto de una manera más activa y participativa como de una manera más pasiva. En definitiva, los personajes a los que Aub concede un mayor protagonismo son aquellos que se muestran partidarios del cambio; personajes complejos y variables que en el transcurso de la obra experimentarán variaciones en su caracterización interna, lo cual los irá haciendo más relevantes desde el punto de vista del significado de la obra. La carga textual de los personajes conduce a un mayor o menor acercamiento a su posición, a comprender de manera más próxima las razones que explican su modo de ser y de pensar. Son estos personajes principales aquellos a los que Aub les concede el privilegio dramático de la evolución y/o la oportunidad de defender su postura moral, que es claramente honorable y digna de ser escuchada. Esa aproximación hacia las razones de la posición que adoptan los personajes manifiesta la opinión del autor y la lectura que pretende transmitir. De este modo, Aub pone en tela de juicio el papel de la mujer en la sociedad de su tiempo al presentarnos una compleja casuística de personajes femeninos que, a menudo, son herederos de la mujer moderna. En contraste, las figuras más próximas al tipo del ángel del hogar, por su postura estática y abnegada —ausente de cambio—, tienen mucha menos representación en los textos del dramaturgo. Las mujeres que transitan lugares fuera del hogar, que incluso van a la guerra o a la cárcel con el fin de defender aquello en lo que creen, que demuestran actitudes de humanidad y compromiso social, son las

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que pueblan la obra dramática de Max Aub. Entre toda su obra del exilio, estos tres personajes configuran tres modelos femeninos muy diferentes extraídos de toda una nómina de mujeres tremendamente variada y compleja, muy ilustrativa de la modernidad femenina que se iba abriendo paso en el siglo xx.

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Teatro y política informativa sobre el exilio. Callados como muertos (1952), de José María Pemán, y Murió hace quince años (1953), de José Antonio Giménez-Arnau Fernando Larraz Universidad de Alcalá/GEXEL-CEDID

Introducción En la lógica política de la posguerra española se inscribe un conjunto de realidades y procesos: juicios sumarios, presos políticos, sacas, colaboración con las potencias del Eje, censura, maquis, campos de concentración y de trabajo forzado, hambre, estraperlo, depuraciones de funcionarios, purgas de maestros y profesores, inhabilitaciones laborales y profesionales, represión lingüística, incautaciones económicas, concentración de poderes… Aunque es dudoso que provocaran

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mala conciencia en sus perpetradores, era evidente la negativa imagen exterior que aquellos hechos daban del país y los obstáculos que planteaban a la normalización política de España —y, en consecuencia, a la perdurabilidad de su régimen— a partir de la derrota de las potencias fascistas. Ante aquella realidad nacional, la política informativa osciló —y, a veces, vaciló— entre el tabú y la tergiversación: entre silenciar su existencia —pese a ser obvia para la sociedad española del interior y aireada por la prensa antifranquista en el exterior— o componer y difundir discursos que falsearan, relativizaran, banalizaran y adecuaran a sus intereses todo aquello que pudiera contradecir la imagen de la España de posguerra como un estado de paz, justicia, orden y concordia. Paulatinamente, se fue imponiendo la segunda opción y, hacia finales de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta, es perceptible un rápido incremento de noticias, artículos, reportajes, novelas, crónicas… que dan cuenta de que, en España, existen o han existido algunas de aquellas realidades, cuya explicación se manipula convenientemente. En general, se justifica reiteradamente la acción del régimen ante estos frentes como parte de una misión histórica de saneamiento nacional y, progresivamente, van predominando las justificaciones donde antes había, más que nada, silencio difundiendo por todos los medios la firme determinación de la policía y la Guardia Civil ante el bandolerismo de unos rojos que roban, violan, sabotean y después se esconden en el monte; la astucia diplomática con la que se consiguió preservar la neutralidad española en medio de un continente asolado por la guerra; el éxito de un modelo de representación popular eficiente, humano y cristiano al que llaman “democracia orgánica”; la adopción de creativas medidas económicas para evitar la extensión del hambre; la feliz armonía de intereses entre clases y territorios; o la necesaria eliminación del peligro desestabilizador de irredentos perturbadores que agitan la malquerencia internacional contra España. Entre estos temas escabrosos susceptibles de contradecir la teleología franquista, uno de los más significativos fue el exilio republicano. Los vencidos que habían escapado al extranjero negaban la defendida unidad del Estado y formalizaban una fuente de propaganda adversa y de disidencia. La existencia de una España doblegada y dispersa, pero

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no silenciada, refutaba la propaganda de reconstrucción nacional, moral y física, esgrimida por el régimen. A diferencia del régimen, habían estado al lado de los vencedores en la guerra mundial y su situación constituía la más evidente negación de derechos individuales defendidos por las democracias. Los medios estatales eran conscientes de que los derrotados, tanto en el exterior como en el interior, seguirían siéndolo mientras no se convirtieran a la doctrina que antes habían combatido. La negación del exilio más allá de un grupo de fugitivos dispersos y alborotadores que purgaban sus errores como animales en campos de concentración franceses y de una turba que había cruzado el océano para desestabilizar políticamente las repúblicas americanas fue la consigna repetida hasta la saciedad. Aquello era coherente con una política informativa en la que a quienes habían defendido la República no se les concedía la calidad de españoles, por lo que no podían considerarse propiamente desterrados: eran, de hecho, hombres sin patria ni hogar, no porque se los hubiera despojado de ellos, sino porque habían renunciado a servirlos. El silencio predominante, aunque no total, durante la más alta posguerra dejó espacio, a partir de finales de los cuarenta, a discursos coherentes y articulados acerca de los exiliados, sobre quienes se prescribió la denominación de emigrados (para connotar la voluntariedad de su destierro) o fugitivos (para marcar que eran criminales huidos). La nueva coyuntura internacional propició una nueva estrategia discursiva menos burda y, podría decirse, más jesuítica hacia los exiliados, que coincidió con un cambio general de la política informativa del régimen. El poder sancionó esta nueva política con el nombramiento como ministro de Educación Nacional de Joaquín Ruiz-Giménez en julio de 1951 en premio a su labor como embajador ante la Santa Sede y muñidor del Concordato que se firmaría en 1953, uno de los pilares de la normalización internacional de la dictadura. Aquel nombramiento supuso el beneplácito oficial a la Falange renovada y a su propuesta “comprensiva”, que había quedado fijada frente al tradicionalismo católico —cada vez más representado por el Opus Dei— en el ensayo de Pedro Laín Entralgo España como problema (1949). Con este trabajo, queremos situar el estreno de dos obras de teatro, Callados como muertos, de José María Pemán, y Murió hace quin-

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ce años, de José Antonio Giménez-Arnau, en aquel contexto. Ambas obras serán presentadas como un medio de difundir mensajes acerca de la realidad del exilio republicano convenientes en la coyuntura que el régimen enfrentaba a comienzos de la década de los cincuenta. A través de un entramado ficcional sumamente esquemático, el teatro sirvió así de instrumento de difusión de intereses políticos. La caracterización de los personajes fija, en el imaginario colectivo, una determinada interpretación de la realidad. Son obras de tesis que se explican en un contexto informativo concreto. En estas obras, el exilio, lejos de plantearse como un problema complejo, se conceptualiza a través de categorías fijas e incuestionables carentes de matices. Ello resta valor estético e intelectual a ambas obras hasta prácticamente anularlo, pero sin embargo les otorga interés como ejemplos del servilismo debido de los intelectuales orgánicos a una doctrina que fue variando según las necesidades sucesivas del régimen.

Contexto: 1951-1953 y el nuevo modelo discursivo en torno a los exiliados El fin del tabú sobre el exilio republicano en el contexto de la dictadura se quiebra de manera muy ostensible en los años 1952 y 1953. En aquellos años se publican dos importantes artículos con los que quedó establecida la nueva ortodoxia franquista en torno a los exiliados: “Spain is in Europe” (1952), de Julián Marías1, y “La evolución espiritual de los intelectuales españoles en la emigración” (1953), de José Luis López Aranguren. También se publican algunas novelas que abordan el tema del exilio, como La ciudad perdida (1951), de Mercedes Fórmica, y Frontera (1953), de Darío Fernández Flórez.

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El artículo fue ampliándose en sus dos siguientes versiones, ya en español: “España está en Europa” en la revista peruana Mar del Sur, 23, septiembre-octubre de 1952, pp. 65-73; e “Hispanismo y españolismo”, en la revista madrileña Cuadernos Hispanoamericanos, 63, marzo de 1955, pp. 326-336.

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Todo ello debe entenderse en un momento de formalización de dos estrategias alternativas en la política informativa del régimen acerca de los disidentes. Las definió Dionisio Ridruejo en su artículo “Excluyentes y comprensivos” (1952), que comenzaba con la afirmación de que “no se trata del qué, sino del cómo” afrontar “la visión del adversario y la posición frente a él, incluso su elección y reconocimiento” (1952: 8): bien como mera negación o bien reconociendo que “la visión del adversario resulta importante y la comprensión del adversario […] resulta obligatoria” (1952: 8). Esta disyuntiva había dividido a los vencedores entre quienes interpretaban la Victoria como una operación de negación, eliminación y silenciamiento de la heterodoxia y aquellos que aspiraron a adecuar, convertir e integrar a los vencidos. El mismo Ridruejo, en su artículo, recordaba un discurso reciente de Raimundo Fernández Cuesta, por entonces secretario general de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, con rango de ministro desde 1951, quien establecía las dos mentalidades que se rebelaron contra la Segunda República: Una partidista y excluyente, otra comprensiva e integradora. […] Los hombres de la ‘España sin problema’, reaccionarios y restauradores y, por otra, los hombres de la ‘revolución pendiente’, herederos de todos los problemas y enderezadores —porque las comprenden— de todas las subversiones. Estos últimos no han luchado para excluir, sino para convertir, convencer, integrar y salvar españoles (1952: 8).

Esta segregación favorecía la necesidad de Falange de distinguirse entre los vencedores, mantener su singularidad y evitar el peligro de desleírse en el término más general de franquismo. Lejos de tratarse de un viraje de algunos elementos falangistas hacia el liberalismo, como se ha pretendido interpretar bajo la acuñación del absurdo y exculpatorio marbete de la “Falange liberal” (Juliá 2002 y 2004), lo que Ridruejo intentaba era definir una estrategia de poder: la de ser flexibles con los enemigos, estudiando sus razones para convertirlos, asimilarlos e integrarlos en el sistema, no para cuestionarlo desde la perspectiva del otro, sino para reforzarlo. No hay en ello el más mínimo resquicio de liberalismo, es decir, de diálogo entre iguales, sino

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una táctica totalitaria que refuerza el antiliberalismo de Falange al servicio de “esa actitud noble, clara y ventajosa [que] lleva el nombre de Francisco FRANCO” (Ridruejo 1952: 9). El nombramiento de Ruiz-Giménez había oficializado aquella doctrina comprensiva, útil para garantizar la normalización exterior del régimen y superar la crisis que había supuesto la derrota de los fascismos. Ante el exterior, la falsa voluntad de asumir los problemas de los vencidos resultaba muy conveniente para quienes la quisieran creer: la Santa Sede, los Estados Unidos y el mundo occidental en general, prestos a cerrar el capítulo del antifascismo y a abanderar el anticomunismo de la nueva Guerra Fría. Ello explica el cambio de la política informativa a la que nos referíamos antes y el ascenso de los falangistas “comprensivos” a puestos de poder, después de la travesía por el desierto que habían pasado desde las postrimerías de la guerra mundial. Los artículos de Marías y López Aranguren, aunque muy distintos en su intención, llevaron la llamada doctrina comprensiva a la cuestión del exilio intelectual. El primero es una respuesta a un artículo de Robert Mead, en el que este hispanista norteamericano se quejaba por la crisis intelectual de la España del interior a raíz del final de la guerra, debida sobre todo a la diáspora de las voces más importantes y a la censura y represión sufrida por los de dentro. La refutación a los argumentos de Mead permitió a Marías adoptar la retórica comprensiva, cuyo primer axioma es contradecir a quienes pregonan y se satisfacen de que “these intellectuals in exile are entirely lost to Spain” (Marías 1952: 234), en lo que Spain ha de entenderse como la España peninsular dominada por el régimen. Al contrario, los exiliados son, de hecho, según Marías, generosa y constantemente tenidos en cuenta e invitados a la integración. Sigue el segundo axioma comprensivo: reconocer que el exilio “is obviously an intellectual, political, moral, and historical problem” (Marías 1952: 234) que deben afrontar los vencedores de la guerra. La forma como Marías lo asume es aminorar su condición: relativizar el silencio que se ha extendido sobre ellos, pues “the authors in exile are not forgotten in the literary histories. They are often mentioned and their works discussed in the literary reviews” (Marías 1952: 234); relativizar su relevancia en relación con los méri-

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tos de los intelectuales del interior, cuyo número “is enormously greater than that of those living abroad” (Marías 1952: 235); relativizar su condición de exiliados: “extra muros, yes; but let us not exaggerate, for who puts doors to the open country?” (Marías 1952: 236); relativizar, finalmente, la excepcionalidad política de España que los mantiene exiliados, “as if all that happens in a country could be attributed, for good or evil, to the government, as if the political regime were not a relatively superficial phenomenon, the effect of which, perturbing as it may be, is transitory and leaves untouched the deepest strata of a society” (Marías 1952: 236). En definitiva, Marías quiere borrar las fronteras entre exiliados y arraigados. Para ello, enumera en conjunto los nombres y las obras de unos y otros como si una barrera política no los separara y la obra intelectual de los exiliados en América pudiera aprovecharse parcialmente para el florecimiento intelectual de la España de la posguerra. Cumple así lo que predicaba Ridruejo: redimir, integrar, asimilar. López Aranguren, por su parte, traducía la propuesta comprensiva de Ridruejo a “contar con los emigrados españoles” (1953: 125) a través de un diálogo entre los intelectuales de ambas orillas. Bajo la premisa de que “aquí no hablamos de política” (López Aranguren 1953: 126), dicho diálogo estaba condicionado a que no se pusiera en cuestión la hegemonía resultante de la Guerra Civil. Dicho de otra manera, el problema no eran el 18 de julio, la guerra ni las condiciones de la nueva España, sino aplicar criterios que permitieran integrar en la Nación aquella parte rescatable de su producción intelectual. Para que el supuesto diálogo transcurriera por aquellos cauces, era necesario restringir la interlocución a aquellos exiliados que hubieran experimentado una evolución o conversión y cumplieran condiciones que los hicieran redimibles: el apoliticismo —aquellos sobre quienes “ha remitido la presión del enjuiciamiento político” (López Aranguren 1953: 127)—; el nacionalismo —aquellos a quienes no se puede reprochar “haber hecho más obra europea que española” (López Aranguren 1953: 127)—; el antimaterialismo —aquellos en quienes se verifique “una evolución espiritual” (López Aranguren 1953: 128)—; y, en definitiva, que acepten la facticidad histórica como algo irreparable, es decir, que no manifiesten reivindicaciones republicanas que los

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aíslen en una posición “ajena a la realidad, ajena a la Historia” (López Aranguren 1953: 129). En resumen, hay una porción de exiliados reintegrables a la vida española: quienes, curados de viejos idealismos, ahora muestran “una aguda crítica de los políticos españoles en el destierro, de su ceguera, de su resentimiento, de su abandono desesperado y, a la postre, inútil, a las potencias extranjeras” (López Aranguren 1953: 129); por el contrario, quienes “no han cambiado en absoluto” (López Aranguren 1953: 151) no podrán integrarse en la nueva realidad española. Al igual que Marías, el diálogo con los exiliados que plantea Aranguren sirve para exhibir una posición de poder desde la que se propone el diálogo. Este marco discursivo explica la distinción entre los personajes exiliados que aparecen en las dos obras de teatro de las que vamos a tratar en este trabajo, las cuales coadyuvaron a la popularización de esta visión acerca del exilio.

Autores, textos y puestas en escena La filiación política de los autores de estas dos comedias era bien conocida. José María Pemán pasaba por ser el escritor de cabecera del régimen, autor del Poema de la bestia y del ángel (1938) y defensor desde joven de un autoritarismo tradicionalista. José Antonio Giménez-Arnau, camisa vieja, había sido durante la guerra jefe nacional del Servicio de Prensa y después había desempeñado diversas misiones diplomáticas (Giménez-Arnau 1978). Callados como muertos, la obra de Pemán, fue estrenada en el Teatro Lara de Madrid el 8 de febrero de 1952. Es la historia de un diplomático español, Martín de la Hoz, cuya carrera se ha visto perjudicada por los antecedentes de María, su esposa, antigua republicana que, en el Madrid de guerra, lo salvó de la violencia descontrolada de las turbas rojas. Martín trabaja ahora en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Por haber estado en zona roja durante la guerra había pasado por los procesos de depuración y, aunque había salido indemne de ellos, su promoción se vio obstaculizada por la vieja militancia de su esposa. Con un cambio ministerial le llega la oportunidad de desempeñar una

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misión diplomática en un país latinoamericano. Quiere el azar que allí esté Jaime Anglada, un antiguo amante de su mujer, a quien esta facilitó la salida al final de la guerra. También vive en este país como exiliado Meléndez, un viejo pretendiente de ella. Al poco tiempo de llegar Martín y María a la república americana, una revolución instigada por Meléndez provoca la ruptura de relaciones diplomáticas con España. En consecuencia, el matrimonio se ve obligado a desalojar precipitadamente la legación. En la noche previa, habían acogido en la embajada como asilado a Jaime, a quien, provocadas por los exiliados españoles, las hordas perseguían para matarlo. El motivo era que, en el conato de asalto a la embajada, Jaime había impedido que Meléndez arrancara y destrozara la bandera de la legación. Al volver a España con Jaime, a quien Martín, en un gesto de nobleza, decide no dejar a merced del odio de Meléndez, el protagonista debe pedir la excedencia porque se ha emprendido una campaña difamatoria contra su honor a causa de la dudosa coincidencia del matrimonio y el ex amante de la mujer. Ante la situación, decide aceptar estoicamente su destino, y quedar “callado como muerto”. En un texto publicado en prensa en la víspera del estreno, Pemán listaba los ingredientes de la obra: Las guerras; los amores y relaciones humanas que corren, a veces, contra-corriente de las posiciones ideológicas; el obcecado; el desterrado que no puede dejar de amar la patria de que huyó; el equivocado que arrastra las consecuencias de su error; el tributo que hay que pagar al orden del mundo, más esquemático inevitablemente que el matizado desorden del corazón humano (1952b: 23).

En cuanto a Murió hace quince años, fue estrenada en el Teatro Español de Madrid el 17 de abril de 1953. Previamente, el texto de Giménez-Arnau había obtenido el Premio Lope de Vega, otorgado por el Ayuntamiento de Madrid. Se escenifica la historia de Diego, un joven que, siendo niño, había sido evacuado a la Unión Soviética, donde recibió una educación comunista que lo llevó a convertirse en dogmático militante. Huérfano de madre, su padre biológico es un alto oficial de la policía española, circunstancia que un comando co-

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munista liderado por Germán, una especie de padre adoptivo, quiere aprovechar. Trama un plan que consiste en hacer pasar a Diego por un liberado de las garras del partido que regresa a su hogar como hijo pródigo, infiltrándose en la casa del policía y facilitando su asesinato. Sin embargo, el reencuentro con su padre y su hermana después de quince años termina por quebrar la obediencia de Diego al partido y su ciega adhesión. Pese a que inicialmente cumple con el plan de entregar a dos correligionarios para que se pueda llevar adelante el atentado, finalmente se resiste a entregar a su propio padre a Germán y, para evitar que el comando liderado por este consuma el plan, debe entregar él su vida. El argumento de Murió hace quince años guarda similitudes con la novela de Tomás Borrás La sangre de las almas (1948). En ella, también se describía profusamente el lavado de cerebro que había sufrido el protagonista, trasladado a Rusia al comienzo de la Guerra Civil. Los daños causados por la sovietización de un español se enfrentan, tanto en la novela de Borrás como en la obra de Giménez-Arnau, a la nobleza y racionalidad de los españoles y solo la familia —en el caso de Borrás, el amor de su madre; en el de Giménez-Arnau, la nobleza del padre— conseguirán rehumanizar al protagonista, proceso que tiene dos vías —nuevamente, como en el caso de Giménez-Arnau—: la religiosidad y el patriotismo. Callados como muertos y Murió hace quince años son dos obras de muy dudosa calidad en las que la verosimilitud es forzada extraordinariamente con el fin de escenificar con claridad conflictos entre posicionamientos morales opuestos. Para que funcionen, se requiere de espectadores y lectores que vean confirmados sus prejuicios sobre la adscripción de los personajes a los sucesos históricos a los que se apela. En sus estrenos, las dos obras tuvieron como intérpretes principales a conocidos actores. El protagonista de Callados como muertos fue Rafael Rivelles, actor muy popular que había protagonizado en 1939 la película propagandística de Edgar Neville Frente de Madrid. El de Murió hace quince años fue Adolfo Marsillach, quien, aun encontrándose todavía en los inicios de su carrera, ya había protagonizado algunos estrenos relevantes, como el de En la ardiente oscuridad (1950), de Antonio Buero Vallejo, y Escuadra hacia la muerte (1953), de Alfonso Sastre.

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La recepción de la crítica de la obra de Pemán fue contradictoria: las alabanzas se combinaron con reparos variados. Gonzalo Torrente Ballester veía en las páginas de Arriba que en Callados como muertos Pemán había abandonado definitivamente su antiguo conservadurismo y venía a dar la razón al vitalismo de Falange al preferir la autenticidad a la conveniencia social a través del protagonista. Pese a ello, le afeaba el hecho de que contradijera la razón personal y la razón de Estado, produciéndose una injusticia de esta última sobre Martín (Torrente Ballester 1952: 15). En El Alcázar, Gabriel García Espina no ocultaba que se trata de una obra de tesis muy explícita: “La comedia es más gozosa para la vista y para el oído que para el pensamiento, porque casi todo se nos da pensado” (García Espina 1952: 2). En cuando a Murió hace quince años, Torrente elogiaba que Giménez-Arnau, “una vez elegida la parcialidad”, renunciara a “convertir en monstruos, caricaturas o abstracciones los enemigos políticos y polémicos que rodean al protagonista” y pretendiera “mantener dentro de la más estricta humanidad a los dos comunistas que en el drama aparecen con algún relieve”, algo difícilmente sostenible (Torrente Ballester 1953: 15). Otras reseñas coincidieron en señalar como origen del drama que se escenifica “la monstruosa concepción naturalista del hombre, propia del comunismo, [que] lo desvincula del medio natural, de los afectos y lazos que le unen con la familia, con la Patria y con Dios y que dan a sus acciones un contenido y una fisonomía moral” (N. G. B. 1953).

El discurso del censor Los trámites censorios de Callados como muertos fueron accidentados, hasta el punto de que su representación fue prohibida en primera instancia, en enero de 1952. El principal obstáculo era la visión crítica que la obra planteaba a los fríos e impersonales procedimientos burocráticos del Ministerio, que derivaban en el ostracismo injusto al que se había visto sometido Martín. Tampoco gustaba la positiva imagen que se daba de María, a la que se idealizaba pese a que sus antecedentes ideológicos y sentimentales la convertían en un contramodelo de

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la mujer franquista. El informe del censor Gurmesindo Montes Agudo calificaba el discurso político de la obra como “descentrado, exagerado, peligroso incluso”, a causa de sus lecturas políticas, una “pirueta del Sr. Pemán” que, a juicio del censor, muestra en el texto discursos “inexplicables en una persona que no ofrece dudas en cuanto a su filiación españolísima”. El censor exagera los reparos políticos que plantea la obra: “el oscurantismo del régimen; su falta de matización humana en las relaciones administrativas; la frivolidad del protocolo; las llagas —incurables, según la tesis expuesta— de la guerra civil; la postura revolucionaria, casi subversiva, de la juventud intelectual actual española frente al orden gubernamental establecido”2. Parecidas razones aportaron los informes de los otros dos censores que revisaron el texto, Bartolomé Mostaza y José María Ortiz, por entonces jefe de la Sección de Teatro. Este último insiste en que la obra es peligrosa por su “crítica facilona, pero no por ello menos demoledora que el autor se permite hacer de una administración estatal, de unos procedimientos burocráticos y de una postura legal”, denuestos que incluso se atreve a atribuir a “la amargura de un incomprendido, o [...] una vanidad herida”. Este informe, sin embargo, tiene una alusión relevante en relación con la hipótesis de este trabajo: Es indudable que el criterio legislativo y el sentido hondamente misericordioso e incluso liberal que inspira la legislación del nuevo Estado para los vencidos de un ayer ciertamente próximo debe considerarse factor suficiente para contrarrestar problemáticas debilidades, equivocaciones o inhábiles procedimientos de interpretación y aplicación práctica.

Con estas palabras valoraban positivamente oportuna la representación del buen exiliado en la obra, que contrapesaba en cierta medida los yerros de Callados como muertos en relación con su visión de la administración y la diplomacia franquista. La aplicación de ca2

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Todas las referencias a la censura teatral de la obra Callados como muertos han sido tomadas del expediente 7-52, signatura (03) 45 73/9002. Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares.

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lificativos como “misericordioso” o “liberal” a las políticas franquistas respecto de los vencidos evidencia hasta qué punto el jefe de la sección de censura teatral era consciente de que la doctrina comprensiva, en términos muy próximos a los enunciados por Ridruejo, constituía la nueva ortodoxia discursiva en torno a los vencidos. Pese a que la Sección de Teatro de la Subsecretaría de Educación Popular terminó proponiendo la prohibición de la representación de Callados como muertos el 19 de enero de 1952, la obra fue remitida al Ministerio de Asuntos Exteriores, puesto que sus procedimientos eran la base de los reparos que planteaba la obra a los censores. Allí fue donde se hicieron las supresiones al texto que permitieron, finalmente, autorizar la obra. Algunas de esas supresiones fueron sustituidas por textos alternativos escritos por Pemán. Estos cambios introducen matices muy significativos; por ejemplo, en “...no hay razón para que a Puertas o Ruiz Gurmández los hayan pasado delante de ti”, son claras las connotaciones que se pierden con la nueva sintaxis, así como la anulación de cualquier posible alusión indirecta al medro de ministro Ruiz-Giménez. Aunque la mayor parte de enmiendas se refieren a la crítica contra la política administrativa del régimen, hay un pequeño conjunto de tachaduras que tratan de limitar la exageración de la nobleza del exiliado Jaime y la equiparación de su patriotismo con el de los personajes más positivos. En expresiones como, por ejemplo, “¡qué importa ya color más o menos!”, puesta en boca de Jaime, se debió de pensar que Pemán, al manifestar el irredento patriotismo del exiliado rescatado, relativizaba el hecho de que solo la bandera bicolor es propiamente española y digna de ser defendida. También se suprime el temor de un personaje hacia el proceso penal que espera a Jaime al volver a España: “¡No nombres a España en esto, Mariquita! ¡Dios nos libre a ti y a mí del proceso de Jaime allí!”, por cuestionar la cacareada misericordia del régimen con sus viejos enemigos, así como expresiones en las que se atribuye completamente al azar el hecho de haber luchado en uno u otro bando. Sin embargo, son mucho más profundas, numerosas y relevantes las rectificaciones que Pemán tuvo que hacer sobre la administración franquista, cuyos procedimientos finalmente quedan justificados gracias a las alteraciones en el tercer acto, que las

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del discurso sobre el exilio, algo que, con las excepciones apuntadas, no fue cuestionado por los censores. Con estos cambios, el libreto de la obra fue finalmente autorizada el 8 de febrero de 1952. Mucho más plácido fue el trámite censorio de Murió hace quince años, que obtuvo una elogiosa aprobación sin modificaciones en abril de 1953 en virtud de su evidente anticomunismo3. Tampoco tuvieron obstáculos las ediciones de ambas obras por la editorial Alfil de Madrid en su Colección Teatro4. La de la obra de Pemán incorporaba las modificaciones hechas sobre el libreto con motivo de su estreno.

Representaciones del exiliado El esquema de presentación de personajes exiliados en ambas obras es similar. Coinciden en presentar a un exiliado español rescatable que ha sido arrastrado al exilio a causa de deslices que responden a motivos más bien azarosos que han malogrado sus innatos valores: una ingenua y errada voluntad humanista en el caso de Jaime Anglada o una involuntaria expatriación de niño, en el caso de Diego. A lo largo de las obras, estos personajes caen en la cuenta de su error cuando con la cerrazón ideológica en que se han visto abismados se confrontan valores raciales o genéticos tales como el amor a la patria y los ideales cristianos. La honda verdad de estos permite, en última instancia, alumbrar a los exiliados y redimirlos. Sin embargo, la sincera conversión o evolución se ve obstaculizada por agentes rojos entregados a la destructiva inhumanidad de la ideología marxista que quieren perpetuar su alienación. Este papel, el del exiliado irredento y, por tanto, perdido definitivamente para la nueva España, está representado por los personajes de Meléndez en Callados como muertos y de Germán en el caso de Murió hace quince años. Circunstancias providenciales hacen que héroes que representan la integridad y el 3 4

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Expediente 132-53, signatura (03) 45 73/9061. Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares. Expediente 4286-52, signatura (03) 50 21/10019 y expediente 3944-53, signatura (03) 50 21/10363. Archivo General de la Administración, Alcalá de Henares.

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humanismo y que encarnan ejemplarmente las virtudes y valores del nuevo Estado español —Martín en la obra de Pemán y don Diego en la de Giménez-Arnau— los arrastren a la redención con la asistencia del elemento femenino y su particular sensibilidad —María y Mónica, respectivamente—. Este esquema revela la síntesis del discurso comprensivo sobre los exiliados, basado en la segregación entre los que son irrecuperables y cuya exterminación sería preferible (Meléndez y Germán) y los que, por el contrario, son susceptibles de purgar sus errores y reintegrarse a la paz nacional, pues, enfrentados a determinados dilemas, sus respectivos actos de heroísmo demuestran que no han renunciado completamente a su españolidad. Para ello hace falta, como hemos dicho más arriba, la acción noble de “un vencedor redentor” que “hereda los problemas de sus enemigos para resolverlos y no para escamotearlos” (Ridruejo 1952: 9), como hacen Martín y don Diego, los héroes de las respectivas comedias aquí analizadas, desde los puestos de poder —como diplomático y como policía— que detentan en el Estado franquista y desde los que defienden el orden, la justicia y la paz conseguidas gracias al advenimiento del régimen. El paradigma comprensivo adoptado por Pemán y Giménez-Arnau se entrevé en la posibilidad que ambas obras abren de reintegrar a determinados miembros del exilio. En Callados como muertos, el personaje de Jaime Anglada es un republicano reconvertible porque en él no han perecido los valores patrióticos, según se demuestra cuando protege la bandera. Es un escritor que se ha visto arrastrado por las circunstancias, pero que ha llegado a un punto de confusión ideológica que solo el ultraje a la bandera española disipa. Su reacción espontánea en ese momento y su acto de heroísmo lo redimen de sus errores, si bien debe todavía cumplir su penitencia judicial a la vuelta a España. En el caso de Diego, también un acto de heroísmo lo lleva, en su caso, a la muerte, pero es en su muerte, a través de la confesión que realiza a su padre y hermana durante su larga agonía, como se libera de su cinismo y de su descreimiento. Parte de este discurso se asienta en que aquellos buenos exiliados se vieron arrastrados por la historia hacia el error, pero este no ha terminado de disipar sus nobles sentimientos de españoles auténticos.

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En el exiliado redimible se enfrentan, por una parte, los dogmas aprendidos en una educación política alienante y, por la otra, una genética noble y salvadora. El quid de todo exiliado, desde la óptica del franquismo comprensivo enunciado por Ridruejo y López Aranguren, consiste en que el segundo prevalezca sobre la presión ideológica. Este conflicto es explícitamente enunciado por los personajes: Diego, agonizante, explica a su padre y a su hermana que los sentimientos que afloran a consecuencia del reencuentro con su patria y su familia “empezaban a hacerme sospechar que mi personalidad no era obra de mis educadores, sino que podía muy bien ser, en gran parte, pura herencia familiar” (Giménez-Arnau 1953: 30); inflado de patriotismo, concuerda el republicano Jaime al representante diplomático del franquismo que “¡Hay cosas que no son de ningún lado, que no son de nadie…, que no están en ninguna parte!” (Pemán 1952: 39). En Callados como muertos se repite que, para algunos, luchar en uno u otro bando se debió a causas azarosas: “Caímos cada uno de un lado, señor ministro” (Pemán 1952: 39), le dice Meléndez a su interlocutor, y ello implica la posibilidad de hablar y reconocerse mutuamente. En otro momento, dice que, de haber caído del lado sublevado, habría sido carlista. Así, ambas obras tienden a relativizar los “dos mundos opuestos” (Giménez-Arnau 1953: 31) que durante tanto tiempo han dividido a buenos españoles equivocadamente enfrentados, mientras que, sin embargo, intencionalmente se acentúa otra segregación: la que divide a los exiliados, entre los recalcitrantes y los evolucionados. A estos últimos, Pemán y Giménez-Arnau los colocan ante la tesitura de tener que reconocer la esterilidad de sus esfuerzos, la nocividad de sus ideas, la necesidad de renunciar a su pugnacidad y la ruptura con sus correligionarios. En esta obra, el acto de retractación no es interpretado como traición, sino como noble redención, aunque ello signifique purgar los errores de su vida pasada: Anglada con la cárcel y Diego con la muerte. En cuanto a los exiliados turbulentos, personajes obstinados en una lucha que no es sino afán de devastación, se los caracteriza dominados por el tópico del resentimiento. Se sienten maltratados por la vida en general al no haber sido capaces de alcanzar por medio del trabajo honrado una posición desahogada socialmente y haber perdi-

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do una guerra de la que podrían haber usufructuado una posición de poder. Fracasada la revolución, que fue la explosión violenta de ese rencor, su animosidad es llevada a cabo ahora por cauces subterráneos ante los que es preciso que España se prevenga para evitar que vuelvan a sembrar el desorden y la violencia. Este tópico se muestra en varios personajes. Para advertir del peligro que aún entonces suponían algunos supervivientes republicanos, ambas obras focalizan los dos riesgos que la prensa ponía más de relieve: la capacidad de los desterrados para alterar el orden de otros países (sobre todo, de Latinoamérica) y enemistarlos con España, y la actividad subversiva contra la paz y el orden nacional a través de su actuación terrorista en el interior. Del primero da cuenta exacta la ficción de Pemán, ocurrida en el imaginario país de Puerto Grande del Sur, donde los desterrados conjuran para derrocar al gobierno, instigando a las masas locales a crear desórdenes, análogos a los que se crearon en la España republicana. El punto culminante de la desnaturalización nacional es la ruptura de relaciones con España, la Madre Patria, por mero rencor incitado por los exiliados. En Murió hace quince años se ponen de manifiesto las actividades terroristas de los rojos a través de su organización en España, de manera muy similar a como lo había hecho la escritora falangista Mercedes Fórmica en una reciente novela, La ciudad perdida (1951). En ambas obras teatrales, el hecho de que haya residuos de los antiguos rojos que no acepten como definitiva su derrota en 1939 supone un motivo de alerta y de alarma del que se vale el régimen para mantener cohesionada a la sociedad contra un enemigo común persistente y, consecuentemente, para justificar la represión. El interés por demonizar a los rojos recalcitrantes los convierte en seres violentos y propensos al daño mutuo. Los exiliados se agreden porque no permiten que se desvele la verdad de su situación. Frente a los españoles que, como Anglada y Diego, se habían visto arrastrados y mantenidos en el exilio por ingenuidad, en el rígido esquematismo maniqueo de Pemán y Giménez-Arnau, la mayoría de los exiliados son representados como turbas que soliviantan la paz y cuyas vidas errantes se alimentan de viejos resentimientos. En el caso de Meléndez el antipatriotismo parece quintaesenciar un modelo de intelectual

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comunista. Es un profesor universitario que alimenta el odio antiespañol “defendiendo al padre fray Bartolomé de las Casas” (Pemán 1952: 32). En el caso de Germán, representa al militante comunista arquetípico, para quien la vida humana no vale nada. Los personajes de Meléndez y de Germán no viven de ideales, ni siquiera de ideales erróneos, sino de pasiones inmorales y de venganzas personales. Usurpador, vulgar y chulo uno y terrorista, maquinal y alienado el otro, comparten en su caracterización la hipocresía, el antipatriotismo y la falta de humanidad, que deriva de la doctrina a la que se adscriben y de su carencia de todo sentimiento religioso. Frente a los exiliados, se erige la posibilidad redentora del Estado o de la Nación, movida por ideales y valores encarnados en personajes que, henchidos de moralidad, la representan. En Callados como muertos es el ministro de España, Martín de la Hoz, pero también la otra autoridad que aparece, el subsecretario de Estado, don León; en Murió hace quince años, Diego Domínguez de Acuña, el padre del protagonista, policía que “ocupa un puesto clave en la organización del Estado”, según se nos hace saber al comienzo de la obra (GiménezArnau 1953: 1). Estos personajes muestran el deber del Estado de curar viejas fracturas y salvar a los arrepentidos. El viejo ardor exterminador de la guerra y la primera posguerra de los discursos morales del Régimen se transforma en favor de una actitud cristiana de perdón y, para ello, el Estado se ha provisto de leyes garantistas que hay que cumplir para asegurar la expiación. En la obra de Pemán, el conflicto dramático se desencadena, precisamente, porque en un principio no se siguieron estas normas. María, dejándose llevar por un mal comprendido humanitarismo, permitió la salida de Jaime tras la guerra sin denunciarlo a las autoridades y queda claro que no debió hacerlo, pues el camino que debería haber recorrido era la purgación bajo las leyes, justas e imparciales, del Estado: “las reglas del juego” (Pemán 1952: 56), a las que apela Martín, vocero de la justeza y la probidad franquistas. Los dos personajes, Martín y Diego padre, quintaesencian los valores nacionales, que son los del régimen. Por eso, antifranquismo y antipatriotismo quedan igualados: cualquier acción contra la España de Franco es un acto antiespañol. También en ello coinciden con otro de los axiomas del paradigma comprensivo: no se pone en duda

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la legitimidad del Estado y solo tras su acatamiento como realidad inconcusa cabrá la posibilidad de dialogar con los exiliados integrables. Por eso, en las dos obras se satirizan las campañas contra el régimen. En Callados como muertos, por ejemplo, se comenta en la legación una noticia aparecida en la prensa del exilio en la que se informa, con acompañamiento gráfico, de la existencia de campos de concentración en España. “Y… ¿qué es?”, pregunta el embajador. “Debe de ser la entrada, en un día de partido, al campo de fútbol de Chamartín” (Pemán 1952: 42), responde su subalterno.

Conclusiones Las historias y personajes de Callados como muertos, de José María Pemán, y Murió hace quince años, de José Antonio Giménez-Arnau, cobran pleno sentido a la luz de un contexto político y de un marco discursivo concretos. Solo así puede explicarse la coincidencia, en poco más de un año, de dos estrenos teatrales que abordaban una realidad que hasta poco antes era casi tabú: el exilio republicano. Pemán y Giménez-Arnau, en calidad de autores teatrales, rindieron un nuevo servicio a la perpetuación del régimen dictatorial escribiendo sus respectivas obras. Más concretamente, lo hicieron sirviendo a la estrategia que consideraban preferible ideológica y estratégicamente: el modelo comprensivo de la Falange evolucionada que enunciaron, de una forma general, Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo, la de la España como problema (1949); y que, aplicada concretamente al exilio, en esos mismos años habían concretado Julián Marías (1952) y José Luis López Aranguren (1953). La concurrencia de determinados preceptos en la caracterización del exiliado entre estos discursos, los de algunas novelas de esos mismos años y las dos obras dramáticas aquí analizadas, son patentes. Se pueden sintetizar en una actitud de indulgencia condicionada hacia aquellos exiliados con el objetivo de restar su potencial perturbador contra la estabilidad del régimen e integrar sus logros en los de la España franquista. Para ello, se insiste en la posición de poder incuestionable de los intelectuales del interior y en la relativización de

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la condición de dichos exiliados. Sobre todo, se insiste en relativizar la persistencia de los principios que los habían llevado al exilio con el fin de legitimar procesos de evolución de determinados exiliados que les otorguen la categoría de redimibles para el sistema político español gracias a una actitud de cristiana benevolencia y perdón. Este esquema discursivo sobre el exilio se verifica de una manera más o menos argumentada en los ensayos de Ridruejo, Marías y López Aranguren y, de una manera menos sutil todavía, en algunas obras literarias, entre las que se encuentran las dos obras teatrales aquí mencionadas. No es necesario insistir en el escaso valor que tienen ambas obras. El rudimentario y maniqueo posicionamiento ante el problema del exilio en relación con la España del interior, lejos de tratar de comprender la realidad del enemigo y tender puentes entre las Españas de los vencedores y los vencidos, desvió aún más a la sociedad española de los caminos de la reconciliación y la memoria. En su representación del hecho histórico del exilio republicano de 1939, estas obras se caracterizan por el desconocimiento y la manipulación, la difamación, la tergiversación de las razones de su lucha y la relativización de su estatuto político y, en definitiva, tienden una densa sombra de duda sobre las capacidades literarias de Pemán y Giménez-Arnau, que nunca quisieron ser intelectuales independientes, sino siervos del sistema a cuya sombra habían medrado.

Bibliografía Borrás, Tomás (1948): La sangre de las almas. Madrid: Radar. Fernández Flórez, Darío (1953): Frontera. Barcelona: Destino. Fórmica, Mercedes (1951): La ciudad perdida. Barcelona: Luis de Caralt. García Espina, Gabriel (1952): “El crítico escribe. Callados como muertos (Lara). Aventura valiente”, El Alcázar, 9 de febrero, p. 2. Giménez-Arnau, José Antonio (1953): Murió hace quince años. Madrid: Alfil. — (1978): Memorias de memoria. Descifre vuecencia personalmente. Barcelona: Destino.

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El legado del teatro del exilio republicano de 1939 a través del Centro de Documentación Teatral del INAEM Berta Muñoz Cáliz CDAEM, Ministerio de Cultura y Deporte Instituto del Teatro de Madrid

Introducción Quienes hemos emprendido en alguna ocasión la aventura de investigar sobre el exilio teatral republicano de 1939 hemos podido constatar que, pese a los años transcurridos desde el final de la dictadura, las dificultades para localizar buena parte de la documentación necesaria para abordar estos estudios son considerables. No solo los textos, algunos de los cuales, aún al día de hoy, resultan inencontrables en bibliotecas españolas1, 1

Especialmente destacable es la biblioteca que ha conseguido formar el GEXEL en la Universidad Autónoma de Barcelona, imprescindible para los investigado-

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sino también las publicaciones periódicas, por no hablar de otro tipo de materiales más efímeros y difíciles de localizar como pueden ser los programas de mano, carteles, reportajes fotográficos, bocetos, figurines o cualquier tipo de documentación gráfica que aporte información y dé testimonio de esas puestas en escena. A partir de esta constatación, cabe preguntarse en qué medida las instituciones públicas de la España democrática se han ocupado hasta la actualidad de recuperar la documentación que generó la labor de los autores exiliados y de ponerla a disposición de la ciudadanía. Entre las instituciones dedicadas a preservar la memoria del teatro español ocupa un lugar destacado el Centro de Documentación Teatral (CDT). Fundado en 1971 en el seno del Ministerio de Información y Turismo, en los años 80 pasó a depender del recién creado Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música (INAEM), perteneciente a su vez al Ministerio de Cultura. A partir de entonces adquiriría mayor presencia social gracias a la revista El Público, y en su última etapa se centró en labor de recuperación de la historia del teatro español del siglo xx a través de la ampliación de sus fondos, de la información de sus bases de datos y de numerosas publicaciones. A lo largo de casi medio siglo de historia (a partir de abril de 2019 pasó a denominarse Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la Música, abarcando también la música, la danza y el circo [España 2019]), el CDT fue conformando un fondo documental que, si bien al día de hoy aún acusa importantes carencias, no deja de ser un material valioso para la investigación del teatro del exilio, al tiempo que desconocido en gran medida por buena parte de la comunidad investigadora. Tanto sus contenidos y sus hallazgos como sus no menos significativas ausencias, en lo que al teatro del exilio se refiere, serán el objeto de estudio de este capítulo. res del exilio teatral. También, lógicamente, la Biblioteca Nacional de España, el Centro Documental de la Memoria Histórica, las bibliotecas del CSIC y otras bibliotecas y archivos españoles cuentan con un fondo considerable en este sentido. No obstante, aún es mucho lo que queda por hacer para recuperar y difundir el patrimonio bibliográfico y documental relacionado con el exilio teatral republicano de 1939.

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1. Una memoria escénica bajo control ministerial: los años del tardofranquismo Cuando el CDT fue creado en 1971, en la última etapa de la dictadura franquista, la idea de conservar y difundir el legado teatral de los exiliados republicanos no formaba parte de sus objetivos. El Ministerio de Información y Turismo se encontraba entonces bajo el mandato de Alfredo Sánchez Bella, con el diplomático Enrique Thomas de Carranza a cargo de la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos, y Antolín de Santiago Juárez tanto en la Subdirección General de Teatro como en la dirección del organismo autónomo Teatros Nacionales y Festivales de España. En el artículo 1º de la Orden Ministerial por la que se crea el entonces denominado “Centro Nacional de Documentación Teatral” se dice claramente que este se debería ocupar “de recopilar sistemáticamente, custodiar y poner en condiciones de estudio e investigación todas aquellas aportaciones que han ido enriqueciendo nuestro acervo teatral y las que contemporáneamente configuran la escena nacional” (España 1971). La cuestión, por tanto, es qué se entiende por “todas aquellas aportaciones que han ido enriqueciendo nuestro acervo teatral”, y qué se entiende por “escena nacional” desde la óptica de un ministerio y de una dirección general responsables, al mismo tiempo, de la censura de espectáculos y de la programación de los teatros oficiales. En realidad, lejos de recopilar y preservar la documentación que generaba el teatro español en estos años, durante sus primeros tiempos el fondo documental del CDT estuvo formado fundamentalmente por la documentación generada por el citado organismo autónomo Teatros Nacionales y Festivales de España: programas de mano, libretos mecanografiados (acompañados, en muchos casos, de sus correspondientes guías de censura), colecciones de fotografías y un archivo de fonogramas entonces incipiente que sería el germen del futuro archivo audiovisual del Centro, mientras que bocetos, figurines y maquetas encontrarían su destino final en el Museo Nacional del Teatro. Documentos, todos ellos, relacionados con la programación de los teatros que, desde 1939, dependían directamente de dicho Ministerio (Español y María Guerrero), y de los festivales que, desde 1952, este patrocinaba (San-

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tander y Granada, inicialmente, a los que más adelante se irían sumando Valencia, Barcelona, etc.), a los que hay que añadir el Teatro Nacional de Cámara y Ensayo, con sede en el Teatro Beatriz en los años 60, y los festivales de ópera en los que participó desde 1964 el Teatro de La Zarzuela. En todos los casos, por tanto, se trataba de documentar la memoria de los espectáculos promovidos desde las esferas oficiales. Visto con la perspectiva de los años transcurridos y de la transformación política experimentada por nuestro país, este archivo inicial se complementa, como si se tratara de las dos caras de una misma moneda, con otro formado igualmente en el seno de la administración franquista: el de expedientes de censura teatral, conservado en el Archivo General de la Administración Civil del Estado. O lo que es lo mismo, con los vestigios de todos aquellos proyectos que el régimen procuró silenciar para que nunca formaran parte de la memoria escénica. Por citar algún ejemplo, en estos expedientes se encuentran la orden de “dar largas” al intento de poner en escena un texto de Max Aub, Espejo de avaricia, en 1963, cuando el franquismo se encontraba en plena campaña de imagen “aperturista”, o las prohibiciones para representar en España Noche de guerra en el Museo del Prado de Rafael Alberti y su versión de La Lozana Andaluza en fecha tan tardía como 1975 (Muñoz Cáliz 2010). En realidad, el intento por parte del régimen dictatorial de reescribir la historia del teatro español y de controlar a sus creadores va mucho más allá de la prohibición o retención de ciertos textos y de ello ha quedado testimonio en otros archivos. A modo de ejemplo, en el fondo correspondiente a la Causa General (conservado en el Archivo Histórico Nacional) se encuentra el expediente policial que muestra las dificultades con que se encontró José Bergamín para regresar a España en fechas muy próximas a la operación de la “apertura” y los “25 años de paz”; asimismo, en los expedientes del Gabinete de Enlace, creado por Fraga Iribarne en 1967 (hoy en el Archivo General de la Administración), podemos comprobar el seguimiento que se hacía a ciertos autores a través de la prensa internacional y de sus conferencias en locales públicos2, mientras que en

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En palabra de Javier Alfaya y Nicolás Sartorius, “no hay nada ni nadie que trabajara en el campo de la cultura, de la política, del sindicalismo, del clero, etc.,

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los relativos al Tribunal de Represión de la Masonería y el Comunismo (Centro Documental de la Memoria Histórica) se puede hallar documentación sobre Rafael Alberti y otros exiliados. Son solo tres muestras de fondos documentales que guardan la memoria de la relación del régimen y sus instituciones culturales con la dramaturgia exiliada. Aun así, incluso dentro del archivo que se forma en aquellos años dentro del propio Ministerio de Información y Turismo, podemos encontrar algunos testimonios del teatro del exilio; o al menos, de aquel teatro del exilio que la España de Franco comenzó a tolerar a partir de los años 60. Por ejemplo, gracias a su programación dentro de los Festivales de España de 1965, se grabó para el recién creado archivo sonoro una de las representaciones de El caballero de las espuelas de oro, de Alejandro Casona, por la Compañía Lope de Vega, que dirigía José Tamayo. Casi una década más tarde, en 1974, y con motivo de la obtención del Premio Lope de Vega, cuyas bases contemplaban el estreno de la obra en un Teatro Nacional, pudo grabarse la representación en el Teatro María Guerrero de El edicto de gracia, del también exiliado José María Camps. Además, se ha conservado documentación fotográfica de estas y otras puestas en escena de autores exiliados: varios de los estrenos de Alejandro Casona que tuvieron lugar en Madrid a comienzos de los años 60 están representados en este archivo: La dama del alba (1962), Los árboles mueren de pie (1963), La casa de los siete balcones (1964), El caballero de las espuelas de oro (1964), Las tres perfectas casadas (1965), La sirena varada (1965) y Nuestra Natacha (1966), entre otros; muchas de estas fotografías fueron realizadas por Juan Gyenes, uno de los grandes fotógrafos de su tiempo, cuyo archivo fue adquirido por el Ministerio de Cultura3. E igualmente,

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que no contara con una ficha en el Gabinete, con informaciones que no solo se refieren a la ideología o actividades políticas de los sospechosos, sino también a los aspectos de su vida privada, tendencias sexuales, amistades, etc.” (2002: 288). El Ministerio de Educación y Cultura adquirió el archivo de este fotógrafo en 1998, tres años después de su fallecimiento (Olmeda 2011: 297-298). No obstante, con anterioridad a esta adquisición, algunos de sus reportajes, relativos a los montajes de Teatros Nacionales y Festivales de España, ya formaban parte de los fondos del Centro de Documentación Teatral.

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gracias a la adquisición de parte del archivo de Manuel Martínez Muñoz, se conservan fotografías de la puesta en escena de El Juglarón, de León Felipe, que llevó a cabo en 1969 el Teatro Municipal Infantil en el Teatro Español de Madrid, o de la ya mencionada obra de José María Camps El edicto de gracia. Aunque estamos ofreciendo un muestreo, y no un recuento exhaustivo (el catálogo completo se encuentra disponible en la web del Centro de Documentación Teatral [2019b]), no es mucho más lo que al día de hoy se puede encontrar en los fondos del Centro en cuanto a documentación gráfica y audiovisual del teatro del exilio en la España de la posguerra; entre otros motivos, porque la realidad escénica tampoco dio mucho más de sí en este sentido. En el ámbito editorial, en cambio, la dramaturgia exiliada encontraría cabida en ciertas colecciones de textos dramáticos y en las principales revistas del período, muchas de las cuales se han conservado en el fondo bibliográfico y hemerográfico del Centro. Así, desde sus primeros tiempos, comenzó a formarse el CDT una biblioteca especializada en artes escénicas. Los inventarios y catálogos que han llegado hasta nuestros días no permiten conocer la fecha exacta de adquisición de los libros durante los primeros años de existencia del Centro4, pero sí podemos constatar que, a día de hoy, forman parte de esta biblioteca la gran mayoría de las ediciones del teatro exiliado que se hicieron en España desde los años 50 hasta la Transición, dando a conocer por primera vez en nuestro país las obras teatrales de Pedro Salinas, Alejandro Casona, Max Aub, Rafael Alberti, José Ricardo Morales o Eduardo Blanco-Amor. A modo de muestra, podemos citar los volúmenes editados por Ínsula, Aguilar5 o Escelicer —editorial que publicaría hasta trece títulos de Alejandro Casona desde su regreso en

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Debo la información sobre la temprana formación de esta biblioteca a una conversación personal con Vicente Amadeo Ruiz Martínez, primer director del entonces denominado Centro Nacional de Documentación Teatral. En 1952 Ínsula se convertiría en una de las pioneras en publicar obras del exilio al editar Teatro: tres piezas dramáticas en un acto, de Pedro Salinas. Un lustro después, en 1957, Aguilar publicaría un nuevo tomo de Salinas, con su Teatro completo, sin el texto prohibido de Los santos.

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19626 (Puebla López-Sigüenza, 2012)— o, ya en la etapa del tardofranquismo, las colecciones El Mirlo Blanco, de la editorial Taurus7; Voz Imagen, de la editorial Aymá8; o Teatro, de Cuadernos para el Diálogo9. A todas ellas, hay que añadir la labor de recuperación de textos dramáticos que por entonces llevaban a cabo las revistas Primer Acto, Yorick y Pipirijaina, que también formaron parte de los fondos del CDT desde sus primeros tiempos.

2. Testimonios documentales del teatro exiliado durante la Transición política Con la llegada de la democracia, el Centro de Documentación tomaría nueva conciencia de su papel en la preservación de la memoria de

6 Concretamente, La casa de los siete balcones (1965), Prohibido suicidarse en primavera (1965), La sirena varada (1966), Las tres perfectas casadas (1966), Corona de amor y muerte (1967), La llave en el desván (1967), La tercera palabra (1971), Los árboles mueren de pie (1971), La barca sin pescador (1971) y Teatro selecto (1972). Además de las piezas mencionadas de Casona, esta colección publicaría igualmente a otros autores exiliados como Ramón J. Sender (Donde crece la marihuana, 1973), José Martín Elizondo (Actos Experimentales, I, II y III, 1971, 1973 y 1975) y Jacinto Grau (Teatro selecto, 1971). 7 Entre los títulos publicados por Taurus en su colección El Mirlo Blanco se encuentra un volumen de José Ricardo Morales que incluye los textos Burlilla de don Berrendo, doña Caracolines y su amante; Pequeñas causas; Prohibida la reproducción; La Odisea; Hay una nube en su futuro; Oficio de tinieblas (1969), así como otro volumen de Max Aub, en la misma colección, con El desconfiado prodigioso, Jácara del avaro, Discurso de plaza de la Concordia, Los excelentes varones, Entremés de “El Director” y la versión de La Madre (1971). 8 Entre ellos, Morir por cerrar los ojos, de Max Aub (1967) y El adefesio, de Rafael Alberti (1977). 9 Algunos de los textos del exilio publicados en esta colección serían No, de Max Aub (1969), Farsas y autos para títeres, de Eduardo Blanco-Amor (1976), El adefesio (1968) y Noche de guerra en el Museo del Prado (1975), de Rafael Alberti; así como varias piezas de Alberti, Rafael Dieste y María Teresa León publicadas junto a obras de otros autores en un volumen colectivo coordinado por Miguel Bilbatúa titulado Teatro de agitación política (1976).

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la escena española y abandonaría su rol de mero depósito de los legados de los teatros oficiales para dar cabida a un gran archivo documental que dejara constancia de toda la actividad que se llevaba a cabo en la escena española: no solo las compañías y teatros oficiales, sino también las compañías privadas y grupos independientes de toda España, fuera cual fuera, como no podía ser de otro modo, su trayectoria, su estética o su ideología. También las compañías extranjeras que visitan España por mediación de alguno de los festivales internacionales que surgen en esta etapa van a tener cabida en esta nueva política de adquisición y preservación de documentos. Gracias a este impulso quedarán registrados y, en muchos casos, ampliamente documentados, los estrenos de autores exiliados que se llevan a cabo en los primeros años de la democracia, con el propósito de reincorporar a estos autores a la escena española y propiciar su reencuentro con el público. En este período, algunos de los estrenos emblemáticos de la dramaturgia exiliada aún se graban en forma de fonograma, como sucedió con Noche de guerra en el Museo del Prado, de Rafael Alberti, dirigido por Ricard Salvat en el Teatro María Guerrero (1978), aunque muy pronto, ya en 1979, se comienza a sustituir el audio por el vídeo, por lo que los montajes posteriores a esta fecha quedarían fijados mayoritariamente en este soporte; así sucedió con El patio de Monipodio, escrita y dirigida por Álvaro Custodio en el Real Coliseo Carlos III de El Escorial (1980); La muerte de García Lorca, de José Antonio Rial, representada por el grupo venezolano Rajatabla en el Teatro María Guerrero (1982); Retablillo jovial, de Alejandro Casona, dirigida por Luis Rabell en el Corral de Comedias de Almagro (1982); y la adaptación de La verdad sospechosa, de Ruiz de Alarcón, por Álvaro Custodio (Corral de Comedias de Almagro, 1982), que además se grabó en audio, ya que durante los primeros años conviven ambos formatos. Algunos de los estrenos de Rafael Alberti en este período, como El adefesio, protagonizado por María Casares (1976), el ya citado Noche de guerra en el Museo del Prado (1978) y La Lozana Andaluza (1980) quedaron registrados en forma de reportajes fotográficos. También en esas fechas, a comienzos de los 80, el fotógrafo Manuel Martínez Muñoz realiza para el Ministerio de Cultura una serie de reportajes en el Real Coliseo Carlos III de El Escorial, durante la

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etapa en la que Álvaro Custodio dirigía su programación. Entre los espectáculos cuyas fotografías forman parte del fondo documental del CDT se encuentran, por ejemplo, la ya citada El patio de Monipodio, dramaturgia del propio Custodio sobre textos cervantinos (1980); Con la punta de los ojos (1982), obra que este dramaturgo y director exiliado firmó con el seudónimo de Marcelo Bulnes; su adaptación de La Regenta, de Clarín (1983); Los felices años 80, de Manuel Alonso Alcalde (1983), o Así que pasen cinco años, de García Lorca (1985). No son muchos más los documentos gráficos que se han podido conservar en este archivo sobre la actividad del grupo que Álvaro Custodio dirigió a principios de los 80, pero sí se conservan algunas críticas de prensa (escasas, por lo general, por tratarse de espectáculos no estrenados en Madrid) de otros de sus montajes, como Los santos (1980) y La manzana (1986), de los exiliados Pedro Salinas y León Felipe. Por otra parte, además de los montajes de la Asociación de Amigos del Real Coliseo, también se ha conservado documentación de algunas puestas en escena realizadas en este espacio por compañías invitadas, como sucedió con De algún tiempo a esta parte, de Max Aub (por el Teatro Estable del País Valenciano, 1982). Junto con los realizados por el citado fotógrafo, otros reportajes del teatro de este período llegarían a través del archivo de la revista Pipirijaina (1974-1983); como es sabido, su director, Moisés Pérez Coterillo, fue posteriormente director del Centro de Documentación Teatral —de hecho, la desaparición de Pipirijaina y el surgimiento de la nueva revista El Público (1983-1992), ya como director de esta entidad, son muy próximos en el tiempo—, y cedió el valioso archivo fotográfico de esta revista a los fondos del Centro de Documentación. La incorporación de este archivo supondría para el Centro contar con reportajes fotográficos de las puestas en escena de La muerte de García Lorca (1979) y Bolívar (1982), de José Antonio Rial, por el Grupo Rajatabla en el Ateneo de Caracas, años antes de que estos montajes pudieran verse en España. Son algunos de los escasos testimonios del teatro que hacían los exiliados en sus países de acogida, pues, como el lector habrá podido comprobar, prácticamente todo el teatro que se hacía fuera del ámbito territorial español iba quedando al margen de la colección documental.

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3. Los años de El Público y el Anuario Teatral: la documentación sobre los estrenos en España del teatro exiliado Entre los años 1984 y 2001 el Centro publica el Anuario Teatral, con el propósito de dar noticia de toda la actividad escénica que se lleva a cabo en el Estado español10. Desde entonces hasta nuestros días se intenta recopilar toda la documentación que generan las representaciones teatrales que se han hecho en España: programas de mano, dosieres de prensa con críticas, entrevistas y todo tipo de inserciones en periódicos y revistas que hayan dado noticia de la representación, reportajes fotográficos —tanto de los fotógrafos del propio Centro como enviados por las propias compañías— y, en algunos casos, grabaciones en audio o en vídeo de las representaciones. El archivo del Centro viene siendo, desde entonces, un espejo de la actividad escénica que se produce en España, de modo que tanto los hallazgos como las ausencias que se pueden detectar en este archivo resultan reveladores de lo que sucede en los escenarios de nuestro país, también en lo referido al exilio republicano de 1939. Como es sabido, durante los primeros años del gobierno del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) se llevaron a cabo una serie de puestas en escena destinadas a recuperar la dramaturgia de los exiliados, las cuales fueron promovidas en la mayoría de los casos por centros de producción oficiales como el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas, el Centro Dramático Nacional o el Centro Andaluz de Teatro. Buena parte de estas producciones fueron grabadas en vídeo e, igualmente, en muchos casos se conservaron otro tipo de documentos que permiten reconstruir su memoria, al menos en parte. Por ejemplo, el CDT conserva grabaciones, fotografías y prensa de la

10 Aunque desde 2002 esta publicación deja de hacerse en papel impreso, la base de datos informatizada que se generó a partir de estos anuarios no ha dejado de actualizarse; no solo hacia el presente (día a día se dan de alta los estrenos que tienen lugar en todo el territorio del Estado español), sino también hacia el pasado; por el momento, hasta 1939 (Centro de Documentación Teatral 2019a).

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dramatización de los diarios de Max Aub que llevó por título La gallina ciega (Teatro María Guerrero, 1983), así como de El hombre deshabitado, de Rafael Alberti, con dirección de Emilio Hernández (Centro Cultural de la Villa de Madrid, 1988) y de La risa en los huesos, de José Bergamín, con dirección de Guillermo Heras (Sala Olimpia, 1989). Y junto con las obras de los dramaturgos exiliados, también se graba en estos años un montaje de Las picardías de Scapin, de Molière, dirigido por Ángel Gutiérrez, que tras la vuelta de su exilio en Moscú acababa de crear el grupo Teatro de Cámara. No son muchas, como se puede constatar, las grabaciones de estos años relacionadas con el exilio, porque tampoco fueron abundantes los montajes de exiliados que se promovieron entonces, como tampoco lo han sido con posterioridad a lo largo de las cuatro décadas de democracia. Por otra parte, la limitación que el Centro se autoimpone en esta etapa de ceñirse al presente de la escena española permite que hoy podamos contar con estos testimonios gráficos y audiovisuales, pero continúa dejando fuera, una vez más, la memoria histórica del exilio, así como el teatro que los exiliados continuaban haciendo en sus países respectivos. Al margen de la escena, durante esta década también se promueven otro tipo de iniciativas, sobre todo en el ámbito editorial, para recuperar la dramaturgia exiliada. Sin salir del propio Centro de Documentación Teatral, la revista El Público dedicó dos de sus Cuadernos monográficos a José Bergamín y a Cipriano de Rivas Cherif (1989a, 1989b). En fechas próximas, una editorial privada, La Avispa, vinculada a la emblemática librería del mismo nombre, editó un volumen con varias obras de José Ricardo Morales (1983); la editorial asturiana Hércules Astur edita en dos tomos el Teatro escogido de Alejando Casona, incluidas algunas de sus obras infantiles inéditas hasta entonces (1992); y la veterana revista Primer Acto edita textos como el de La Gallarda de Rafael Alberti. Todos ellos forman parte del fondo bibliográfico del CDT. Continuando con esta política de documentar el aquí y el ahora, ya en la década de los 90 se graban montajes en diversas salas tanto privadas como públicas, y tanto de carácter más o menos minoritario, como ocurre con Un sueño de la razón, de Rivas Cherif (Sala Mirador, 1991) o El lunático, de Ramón Gómez de la Serna (Sala Olimpia,

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1992), como de vocación más mayoritaria y comercial, como sucedió con los montajes de Alejandro Casona: La tercera palabra, dirigida por Pedro María Sánchez (Centro Cultural de la Villa de Madrid, 1992), El caballero de las espuelas de oro, con dirección de Gustavo Pérez Puig (Teatro Español, 1994) y Los árboles mueren de pie, con dirección de Gerardo Malla y protagonizada por Amparo Rivelles (Teatro Alcázar, 1999). Otros, en cambio, solo quedaron registrados a través de reportajes fotográficos a cargo de los fotógrafos que por entonces tenía el CDT en su plantilla (Pilar Cembrero, Chicho, Daniel Alonso) o que venían colaborando habitualmente con la revista El Público, como sucedió con Judit y el tirano, de Pedro Salinas, dirigido por Manuel Collado (Teatro Español, 1992), o con La dama del alba, de Alejandro Casona, dirigida por Juan Carlos Pérez de la Fuente (Teatro Bellas Artes, 1991). En cualquier caso, el montaje emblemático de esta década fue sin duda el San Juan de Max Aub dirigido por Juan Carlos Pérez de la Fuente y coproducido por el Centro Dramático Nacional y Teatres de la Generalitat Valenciana, que, tal como cabría esperar, cuenta con registros documentales de todo tipo: reportaje gráfico, grabación audiovisual, dossier de prensa, programas, etc. Y más allá de los documentos generados por el propio Centro de Documentación, a través de donaciones, llegarán imágenes de producciones más modestas, como las de una representación asturiana de Nuestra Natacha, de Casona, por un grupo aficionado en el Salón de Actos del Local Social de Grandas (1995). Frente a la escasez de estrenos profesionales, llama la atención el número de montajes de compañías semiprofesionales o aficionadas que se hacen en estos años; sobre todo, en el caso de los textos de Alejandro Casona: desde la llegada a España del dramaturgo asturiano en 1962 hasta el año 2013, en que dejan de registrarse estrenos de sus obras, la base de datos del CDT mostraba hasta 114 estrenos, aficionados en su mayoría, de las obras de este autor. Unos estrenos de los que apenas ha quedado otro testimonio que algún recorte en la prensa local y su ficha artística en la citada base de datos, debido a la escasez de medios con que se llevaron a cabo en la mayoría de los casos, aunque en más de una ocasión el espíritu casoniano de acercar el teatro al público popular esté más presente en estas puestas en escena que en otras de mayor repercusión mediática.

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Hasta aquí lo que se refiere a las puestas en escena en España del teatro exiliado durante las dos últimas décadas del siglo xx. Pero también hubo montajes que, aunque finalmente no pudieron llegar a ser, en su intento de subir al escenario dejaron un rastro documental no menos interesante. Desde los primeros tiempos en que se pone en marcha, ya en democracia, el Centro Dramático Nacional, algunos de los dramaturgos exiliados, esperanzados con la nueva situación política, van a intentar que sus textos sean puestos en escena por este centro de producción y exhibición, y van a enviar sus originales para su evaluación por el comité de lectura; por este conducto, acabaron formando parte de los fondos del CDT varios libretos inéditos de José Martín Elizondo —Antígona entre muros, Corazón de clown, En un jardín sin fin, Memoria de los pozos, Otra vez el mal toro (Galarza 1995: 26)—, José Antonio Rial —Bolívar y La buena nueva (Galarza 1995: 54)— y Álvaro Custodio —Erotismo hispano. Crónica ribalda en dos actos desde el siglo viii al xviii (Galarza 1995: 25)—. Ni en aquella ocasión ni en los años sucesivos ninguno de estos dramaturgos consiguió el deseado estreno en el principal centro de producción oficial de la España democrática. Por otra parte, además de recopilar aquellos documentos generados de forma directa por la actividad escénica española y de elaborar su propia revista, en los años 90 el CDT puso en marcha una serie de publicaciones con las antologías e índices de las principales revistas que se habían venido editando en España en el siglo xx. Las primeras de ellas fueron Primer Acto, Yorick, Pipirijaina y El Público. La labor de indización, artículo por artículo, de estas revistas, y su posterior digitalización nos permiten comprobar la tímida recepción del teatro del exilio en España desde 1957 hasta el momento en que estas publicaciones salieron a la luz. Desde las primeras noticias que se publicaron en Primer Acto sobre el estreno en Francia de La hija de Dios, de José Bergamín (nº 15, 1960), hasta el monográfico que le dedicó a este autor la revista El Público (1989a), pasando por las crónicas de dos puestas en escena de Medea la encantadora que publican la revista madrileña Primer Acto en 1963 (nº 44) y la barcelonesa Yorick en 1969 (nº 31); la crónica que esta revista publicó tras la muerte de Alejandro Casona (1965), o la publicación en Primer Acto de textos

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como San Juan, Crimen, Comedia que no acaba (1971) o La vida conyugal (1972) de Max Aub; las versiones de La Lozana Andaluza, de Francisco Delicado, y de El despertar a quien duerme, de Lope de Vega, por Rafael Alberti (1975). A día de hoy, el investigador que necesite consultar el material que estas revistas publicaron sobre los creadores exiliados puede acceder tanto a la base de datos como a la mayoría de los artículos a texto completo (no así a los de Primer Acto) en la página web del CDT11.

4.  La documentación teatral del exilio en el siglo xxi Como se dijo, a partir del nuevo siglo se abandona en gran medida la idea de documentar el presente de forma casi exclusiva y se emprende la labor de recuperar documentación histórica. Si en una primera etapa fueron las revistas especializadas, a partir de ahora serán las páginas teatrales de los periódicos las que se constituyan en objeto de indización y de digitalización, consiguiendo formar, a día de hoy, una base de datos con más de setecientos mil recortes de prensa teatral digitalizada. La fecha a partir de la cual se empiezan a digitalizar estos periódicos, todos ellos publicados en España, es enero de 1939, de manera que nos encontramos ante una fuente fundamental para el análisis de la recepción del teatro del exilio en los medios de comunicación del interior del país12. A través de este recurso es posible hacer 11 No sucede igual con los textos dramáticos que se incluyeron en estas revistas o se publicaron como suplementos de las mismas, que no han podido publicarse en línea por motivos de propiedad intelectual, pero que igualmente se encuentran digitalizados a texto completo y se pueden leer en la sala de investigación del Centro. 12 La recuperación y digitalización sistematizada de la prensa teatral de todo el período de posguerra fue acometida por el CDT en el primer lustro de este siglo. En la actualidad, son 2.651 las cabeceras de periódicos y revistas que componen este repositorio digital (29 de enero de 2019). Aunque principalmente se trata de periódicos españoles, tanto de ámbito nacional como provincial, también hay artículos de revistas especializadas y, excepcionalmente, de periódicos extranjeros que daban noticia de estrenos de compañías españolas. Por el momento, estos

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un seguimiento, por ejemplo, de la evolución de la presencia de los dramaturgos en los medios de comunicación oficiales durante la dictadura, o de la recepción de sus estrenos durante la etapa democrática. A modo de ejemplo, podemos localizar en este repositorio digital las críticas que llegaron a publicarse en la prensa diaria de la puesta en escena de La estratosfera, de Pedro Salinas, llevada a cabo por el Grupo La Pipironda de Barcelona en 1962; o de los montajes de Hamlet solista y Medea la encantadora, de José Bergamín, llevados a cabo en 1963 tanto por la compañía de Carlos Lucena y Dora Santacreu como por Dido Pequeño Teatro, en los teatros Guimerá de Barcelona y Comedia de Madrid, respectivamente. O, ya en los 70, de La comedia del diantre, de Ramón J. Sender, por el Teatro Club Pueblo en el local de esta asociación (Madrid 1973). Frente a la escasez de artículos en prensa de los montajes citados, testimonio de una acogida muy minoritaria, en el otro extremo podemos citar el amplio dossier que se puede formar con la prensa de los montajes de Alejandro Casona en los años 60 o, ya en democracia, puestas en escena como la de San Juan, de Max Aub, en 1998. Una vez más, el archivo documental funciona como espejo del tratamiento que la propia sociedad, a través de sus medios de comunicación, ha dado a estas creaciones, por lo que, una vez realizada la labor de recuperación de la prensa teatral de las cuatro décadas de dictadura, las ausencias visibles ya no son el reflejo de una determinada política de captación y conservación de fondos, sino de la acogida que la sociedad española de su tiempo brindó a estas puestas en escena. Las nuevas tecnologías también han facilitado el incremento exponencial que en los últimos tiempos ha experimentado el archivo audiovisual del centro. En la actualidad, el fondo de grabaciones en vídeo consta de algo más de diez mil grabaciones, muchas de las cuales se pueden visionar en línea13. Especialmente relevante es el año 2003, documentos no se pueden consultar en la web del Centro (en la que únicamente se ofrecen las referencias bibliográficas de los artículos), pero sí se pueden consultar en la sede del Centro, así como solicitar copia digital de los mismos. 13 En 2016 el CDT puso en marcha la plataforma de préstamo en línea Teatroteca, que en julio de 2019 consta de 1.480 grabaciones, y que se actualiza y se incrementa periódicamente (Centro de Documentación Teatral 2019d).

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en el que se conmemoraron los centenarios de Alejandro Casona y Rafael Alberti, y que, según parece desprenderse del análisis del archivo audiovisual, constituyó un punto de inflexión en la atención que van a prestar los teatros públicos al teatro del exilio durante este período: ese año se grabaron La barca sin pescador (T. Fígaro, dir. Ángel García Moreno), Corona de amor y muerte (T. Español de Madrid, dir. Mara Recatero) y La casa de los siete balcones (dir. Ángel Fernández Montesinos), de Alejandro Casona14, como también El adefesio (dir. Tomás Gayo) y Noche de guerra en el Museo del Prado, de Rafael Alberti (dir. Ricard Salvat), así como dos espectáculos basados en los poemas del autor gaditano: He visto dos veces el cometa Halley (dir. Ernesto Caballero) y Marinero en tierra (dir. Mario Gas). Unos meses antes, se había grabado su versión de La Lozana Andaluza (basada en el texto de Francisco Delicado, dir. Josefina Molina, 2002). Además, también en 2003 se grabó el espectáculo Transterrados, con dramaturgia de José Monleón sobre textos de Aub (Teatro Rialto de Valencia). Y si bien a lo largo de nuestro siglo han continuado grabándose puestas en escena de algunos de los dramaturgos del exilio, hay que señalar que entre el año 2003 y 2014 se produce un intervalo de once años en el que la ausencia de la dramaturgia del exilio en este archivo es más que llamativa, con excepciones como las de un montaje de Crímenes ejemplares, basado en los relatos de Max Aub, por un grupo aragonés (2005), o una puesta en escena de Antígona, de María Zambrano, por el grupo de Málaga El Círculo de Tiza (2009), que en ambos casos llegaron al CDT gracias a donaciones de las respectivas compañías. Desde entonces, y con las mencionadas excepciones, a lo largo de estos años no encontramos ninguna otra grabación relacionada con la dramaturgia del exilio, lo que se explica porque la mayoría de las que se producen en estos años fueron llevadas a cabo por grupos semiprofesionales y escuelas de arte

14 A día de hoy, se puede decir que Alejandro Casona es el dramaturgo exiliado mejor representado en el archivo audiovisual del CDT, si bien desde 2003, año de su centenario, no se ha vuelto a grabar ninguna de sus obras, como tampoco se ha vuelto a representar profesionalmente ninguna de ellas en Madrid.

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dramático, y en aquellos casos en que fueron representadas por compañías profesionales, porque estas producciones no llegaron a verse en Madrid, ya que el Centro rara vez ha contado con medios para grabar fuera de esta comunidad (exceptuando el Festival de Teatro Clásico de Almagro)15. Como se dijo, será en 2014 cuando el archivo audiovisual del CDT vuelva a registrar nuevos estrenos del teatro del exilio. Ese año se graban las cuatro puestas en escena de José Ricardo Morales representadas en la Sala de la Princesa del Teatro María Guerrero (Sobre algunas especies en vías de extinción, Oficio de tinieblas, Las horas contadas y La corrupción al alcance de todos), así como La sangre de Antígona, de José Bergamín (T. María Guerrero, dir. Ignacio García). A estas grabaciones les seguirán las del espectáculo Tengo tantas personalidades que cuando digo ‘Te quiero’ no sé si es verdad, sobre textos de Max Aub (Naves del Español, 2015, dramaturgia de Jesús Cracio), el monólogo De algún tiempo a esta parte, también de Aub, interpretado por Carmen Conesa (T. Español, 2016, dir. Ignacio García), y El laberinto mágico, a partir del conjunto de novelas que Max Aub reunió bajo este título común (Teatro Valle-Inclán, 2016, dir. Ernesto Caballero, dramaturgia de J. R. Fernández). De acuerdo con su carácter de produc-

15 Además del caso, ya mencionado, de Alejandro Casona, de quien se registran catorce estrenos de índole aficionada o semiprofesional en este período, valgan como ejemplo los estrenos de Max Aub registrados en estos años en la citada base de datos: De algún tiempo a esta parte, por el grupo tarraconense Línea Débil (2004); Teatro de circunstancias y teatro de la España de Franco, por la Escuela Superior de Arte Dramático de Sevilla (2005); Los guerrilleros y la cárcel, por la Escola Municipal de Teatre de Silla; y Crímenes ejemplares, por el grupo canario Teatro Baypass (2010), además del ya citado montaje del grupo aragonés Disgustos de Crímenes ejemplares, con dirección de Alicia Rabadán (Teatro Principal de Zaragoza, 2005). También fueron realizados por grupos de estudiantes los montajes de Rafael Alberti realizados en estos años: El adefesio, por el Grupo Candilejas del Colegio María Auxiliadora de Salamanca (2005); Gorgoja (basado igualmente en El adefesio), por el Taller Municipal de Teatro de Rivas Vaciamadrid (2005); y Noche de guerra en el Museo del Prado, por el Aula de Teatro de la Universidad de Murcia (2008) (Centro de Documentación Teatral 2019a).

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ciones públicas, todos estos espectáculos se encuentran ampliamente documentados16. En lo que se refiere al fondo bibliográfico, aunque este comenzó a formarse, como ya se apuntó, desde los primeros tiempos del Centro de Documentación, a lo largo del presente siglo su incremento ha sido considerable. De forma prioritaria, se ha procurado adquirir las ediciones impresas en España; tanto aquellas que, habiendo sido editadas durante la dictadura, no habían llegado aún a la biblioteca17, como de las editadas durante el período democrático por editoriales como las madrileñas La Avispa y Fundamentos, las sevillanas Alfar y Renacimiento, o la valenciana Pre-Textos, entre otras. Como vemos, estudiar esta colección de textos dramáticos es estudiar cómo ha operado en estos años el mercado editorial español con los dramaturgos del exilio o, dicho de otro modo, estudiar la historia de la edición teatral en España de la dramaturgia exiliada. Y en el ámbito de los estudios teóricos e históricos, se ha procurado adquirir todos aquellos generados por el GEXEL desde 1993 hasta nuestros días, en su Biblioteca del Exilio, pero también todo tipo de estudios publicados en diferentes colecciones sobre actores exiliados como Margarita Xirgu, directores como Rivas Cherif o Álvaro Custodio, o críticos como Enrique DíezCanedo, personalidades de las que, hasta el momento, apenas hay en este fondo documental otros testimonios que estas monografías especializadas. Pero, además de las ediciones españolas, en los últimos tiempos se ha procurado adquirir varias ediciones mexicanas, argentinas y chilenas publicadas desde la posguerra hasta el final de la dictadura, cuando algunas de estas obras no podían editarse en España, aun-

16 Junto con las grabaciones en formato audiovisual, de todos ellos se pueden consultar sus respectivos dosieres de prensa, y en la mayoría de los casos, también cuentan con reportajes fotográficos y programas de mano. 17 La adquisición de estos libros se ha venido haciendo tanto mediante compra en librerías anticuarias como a través de donaciones de particulares. Merece especial mención el legado del actor aficionado Pepe Gómez, de La Rioja, cuya familia donó varias colecciones completas de obras dramáticas publicadas desde los años 50 hasta los 90 del pasado siglo.

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que aún es mucho el esfuerzo que habría que hacer para conseguir un fondo completo de publicaciones de la dramaturgia exiliada. A modo de ejemplo, entre los libros adquiridos en los últimos años se encuentran las ediciones mexicanas de Hernán Cortés, de Ramón J. Sender (Quetzal, 1940); de El Juglarón (Ecuador, 1961) y La manzana (Finisterre, 1974), de León Felipe, así como su versión de Otelo o El pañuelo encantado, a partir del drama de Shakespeare (Amigos de León Felipe, 1960); El cerco (Aguilar, 1962), Las vueltas (Joaquín Mortiz, 1965) y Deseada, de Max Aub (Ecuador 0º0’0’’, 1967), como también sus Obras en un acto (Universidad Nacional Autónoma de México 1960) y su Teatro completo en la edición de Arturo del Hoyo (Aguilar, 1968); El patio de Monipodio, de Álvaro Custodio (Ediciones de Teatro Clásico de México, 1973); o también de algún ensayo sobre teatro como los de Enrique Díez-Canedo El teatro y sus enemigos (La Casa de España en México, 1939) y Artículos de crítica teatral (Joaquín Mortiz, 1968), entre otros. Pese a las adquisiciones que, de forma ocasional y dependiendo de los vaivenes presupuestarios, se han venido haciendo en los tres últimos lustros, la formación de una biblioteca teatral del exilio con las ediciones impresas fuera de España es, de hecho, una de las asignaturas pendientes del CDT en su propósito de formar un fondo documental en el que esté representado el conjunto del teatro español, y no solo aquel que se estrenó o publicó en España; en definitiva, que no incida en la exclusión de aquellos textos y aquellos autores que ya fueron expulsados de los circuitos nacionales por la dictadura franquista. En realidad, una revisión de los fondos del CDT para completar sus carencias pasaría por adquirir algunas de las revistas literarias que comienzan a dar noticia de la obra de los exiliados, pero, sobre todo, por adquirir los materiales (ediciones, programas de mano, artículos de prensa, fotografías…) que generó el teatro de los creadores exiliados en sus países de acogida. Es esta una deuda que nuestra sociedad tiene contraída desde hace ya demasiados años con el exilio republicano de 1939 y que algún día habrá que acometer; no solo por restituir su lugar a estos creadores en la historia del teatro español, sino, sobre todo, para que no se siga sustrayendo este patrimonio cultural a una sociedad española que lo necesita para forjar su identidad y su memoria colectiva.

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Bibliografía y bases de datos18 Alfaya, Javier y Sartorius, Nicolás (2002): La memoria insumisa. Sobre la dictadura de Franco. Barcelona: Crítica. Centro de Documentación Teatral (1989a): José Bergamín, un teatro peregrino, Cuadernos El Público, 39 (monográfico). — (1989b): Cipriano Rivas Cherif. Retrato de una utopía, Cuadernos El Público, 42 (monográfico). — (2019a): Estrenos de teatro. Madrid: Ministerio de Cultura y Deporte, (23-3-2019). (Fichas artísticas de los estrenos producidos en España desde 1939 hasta la actualidad.) — (2019b): Catálogo integrado. Madrid: Ministerio de Cultura y Deporte, (23-3-2019). (Incluye fotografías, fonogramas, recortes de prensa, programas de mano.) — (2019c): Catálogo de la biblioteca. Madrid: Ministerio de Cultura y Deporte, (23-3-2019). (Incluye libros, revistas, libretos inéditos, grabaciones en vídeo.) — (2019d): Teatroteca. Madrid: Ministerio de Cultura y Deporte, (23-3-2019). (Plataforma de préstamo de vídeos en línea.) España (1971): “Orden de 9 de junio de 1971 por la que se crea en la Dirección General de Cultura Popular y Espectáculos un Centro Nacional de Documentación Teatral encuadrado en la Subdirección General de Teatro”, en BOE 144, 17 de junio, (31-1-2019). — (2019): “Orden CUD/428/2019, de 4 de abril, por la que se crea y regula el Centro de Documentación de las Artes Escénicas y de la

18 Todos los libros, videograbaciones, fonogramas, reportajes fotográficos y dosieres de prensa aquí citados se encuentran convenientemente referenciadas a través de los distintos catálogos en línea del Centro de Documentación Teatral. Para no multiplicar las entradas de esta bibliografía, dado el volumen de obras citadas en este artículo, remito al lector a dichos catálogos.

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Música dependiente del Instituto Nacional de las Artes Escénicas y de la Música”, en BOE 89, 13 de abril, (3-7-2019). Galarza, Pilar y Fernández Lera, Antonio (1995): Catálogo de los libretos de los Teatros Nacionales (1939-1985). Madrid: Centro de Documentación Teatral (Cuadernos de Bibliografía de las Artes Escénicas, IV), (30-5-2019). Muñoz Cáliz, Berta (2010): Censura y teatro del exilio. Murcia: Editum. Olmeda, Fernando (2011): Gyenes. El fotógrafo del optimismo. Barcelona: Península. Puebla López-Sigüenza, Lola (2012): Colección Teatro de la editorial Escelicer. Madrid: Centro de Documentación Teatral, (23-1-2019).

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Sobre los autores

Diego Santos Sánchez es doctor en Teoría, Historia y Práctica del Teatro por la Universidad de Alcalá y profesor en el Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado como profesor e investigador en las universidades de Harvard, Durham, Autònoma de Barcelona y Humboldt zu Berlin. Su trabajo se centra en el teatro español del siglo xx y ha visto la luz en publicaciones como El teatro pánico de Fernando Arrabal (2014). En los últimos años ha centrado su interés en el impacto ejercido por la dictadura de Franco sobre el género teatral, prestando especial atención a fenómenos como la censura, el teatro universitario y el exilio teatral. En estas mismas líneas ha coeditado los volúmenes Poéticas y cánones literarios bajo el franquismo (2021) y Discursos de la victoria. Modelos de legitimación literaria y cultural del franquismo (2021) con Fernando Larraz, junto a quien dirige el congreso bienal Literatura y Franquismo. Es miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) y del Instituto del Teatro de Madrid (ITEM), así como secretario de Talía. Revista de Estudios Teatrales. Javier Huerta Calvo ha sido catedrático de Literatura en la Universiteit van Amsterdam. Desde 2004 lo es en la Complutense de Madrid, donde fundó y dirigió varios años el Instituto del Teatro. Ha dirigido quince proyectos nacionales e internacionales I+D y más de cuarenta

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tesis doctorales. Su investigación se ha centrado en el teatro clásico y contemporáneo, con estudios y ediciones de Cervantes y otros dramaturgos como Benavente, Valle-Inclán, García Lorca, Muñoz Seca, Gorostiza, Buero Vallejo, Nieva… También se ha ocupado de poetas contemporáneos como L. Panero, J. L. Panero, L. M. Panero y Antonio Colinas. Entre sus libros: El nuevo mundo de la risa (1995), El teatro breve en la Edad de Oro (2001), El caballero de Olmedo: versos y versiones (2013), Gerardo Diego y la Escuela de Astorga (2015). Ha dirigido también una Historia del teatro español. Premio Joaquín Benito de Lucas por su poemario Razones coloradas (2016), dirige el Seminario Menéndez Pelayo en la Fundación Universitaria Española, y es presidente de la Asociación de Amigos de la Casa de Panero. Juan Manuel Escudero Baztán es profesor de Literatura Española en la Universidad de La Rioja. Ha sido también profesor e investigador a tiempo completo en el Grupo de Investigación Siglo de Oro (GRISO) de la Universidad de Navarra. Ha publicado más de setenta artículos sobre teatro aurisecular, Calderón de la Barca y otros dramaturgos, en revistas españolas y extranjeras. Destaca por una cincuentena de libros y capítulos de libros publicados en editoriales nacionales y extranjeras como Castalia, Visor, Iberoamericana/Vervuert, Reichenberger o Peter Lang, en los que aborda aspectos de la dramaturgia auriseculares; también por sus ediciones críticas de la obra de Calderón de la Barca, Lope de Vega, o Luis Quiñones de Benavente. Además, ha participado en más de quince proyectos de investigación de carácter nacional e internacional como investigador principal y colaborador, financiados por el Gobierno de España. Ha sido profesor invitado varias veces en el Departamento de Lenguas Modernas de la State University of New York, en la University of Delhi y en el Instituto de Estudios Estéticos de la Universidad Nacional Autónoma de México. Verónica Azcue, licenciada en Filología por la Universidad Complutense y doctora en Literatura Española por la State University of New York at Stony Brook, es profesora titular en el Departamento de Español de la Saint Louis University, Madrid Campus. Ha publicado numerosos artículos y estudios en revistas especializadas como

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Sobre los autores

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Acotaciones o Anales de la Literatura Española Contemporánea, y en libros colectivos de editoriales como Renacimiento o Anthropos. Su investigación actual se centra en el estudio y la recuperación del teatro del exilio republicano de 1939. Dentro de esta línea destacan su monográfico Mito y tradición en el teatro del exilio (2016) y su edición de Barataria, de Manuel Martínez Azaña (2013). Se ha ocupado además de las recreaciones de mitos clásicos y de las relaciones entre el teatro y el cine. Es miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) y del Grupo de Estudios de Género en Industrias Culturales y Artes Escénicas (InGenArte). Anne Laure Feuillastre es doctora en Estudios Hispánicos por la Université Paris Nanterre (2017) y profesora titular en la Sorbonne Université (Paris). Estudia el Nuevo Teatro Español de finales de los sesenta y principios de los setenta, su difusión marginada, su censura, su contexto sociocultural y su estética. Trabaja además en la edición de varios textos inéditos de la corriente, censurados durante la dictadura. Sus últimas monografías publicadas son El teatro de protesta. Estrategias y estéticas contestatarias en España (1960-1980) (2019, en colaboración con Marina Ruiz Cano) y Le Nouveau Théâtre Espagnol (1967-1978). Histoire d’une résistance politique, culturelle et esthétique sous le franquisme tardif (2021). María Serrano Aguilar, graduada en Filología Hispánica y máster en Estudios Teatrales, lleva a cabo su tesis doctoral en el programa de doctorado de Estudios Teatrales de la Universidad Complutense de Madrid, en cuyo Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía trabaja gracias a un contrato predoctoral. Es también miembro del Instituto del Teatro de Madrid. Su investigación gira en torno al teatro de Miguel Romero Esteo y las estéticas teatrales de la segunda mitad del siglo xx, especialmente aquellas relacionadas con el teatro ritual y de vanguardia. Ha participado en la edición y anotación del primer volumen del teatro completo de Valle-Inclán en la editorial Verbum, en cuya segunda entrega se encuentra actualmente trabajando. Otras líneas de su investigación se orientan hacia el estudio de estéticas performativas y actos performáticos emergentes en los nuevos medios de comunicación.

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Alba Gómez García es doctora en Humanidades por la Universidad Carlos III de Madrid. Se ha especializado en el estudio de las actrices, las compañías y la crítica de teatro durante la posguerra, así como en las prácticas escénicas y audiovisuales contemporáneas. Ha disfrutado de las becas Culturex y FormARTE del Ministerio de Cultura de España, y de una beca de investigación en la Residencia de Estudiantes. Es autora de Vivir del teatro. Los exilios de Josita Hernán (2021), El teatro en Ávila y su provincia durante la posguerra (en prensa), y es coeditora de Ficciones y límites. La diversidad funcional en las artes escénicas, la literatura, el cine y el arte sonoro (2021). Investiga sobre diversidad funcional y artes escénicas en la Universität Passau con el apoyo de la Alexander-von-Humboldt-Stiftung, y es miembro de ReDiArt-XXI y del Grupo de Estudios de Género en Industrias Culturales y Artes Escénicas (InGenArte). Francesc Foguet i Boreu, doctor en Filología Catalana y diplomado en Teoría y Crítica del Teatro, es profesor de literatura y estudios teatrales en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universitat Autònoma de Barcelona. Entre sus publicaciones cabe destacar Las Juventudes Libertarias y el teatro revolucionario. Cataluña 1936-1939 (2002), Teatre, guerra i revolució. Barcelona, 1936-1939 (2005, Premio Crítica de «Serra d’Or» de Investigación en Humanidades 2006); Margarida Xirgu, cartografia d’un mite (2010), El teatro catalán en el exilio republicano de 1939 (2016), Maria Aurèlia Capmany, escriptora compromesa (1963-1977) (2018) y, junto a Sharon G. Feldman, Els límits del silenci. La censura del teatre català durant el franquisme (2016). Pertenece al Centro de Estudios sobre Dictaduras y Democracias (UAB) y al Grupo de Estudios de Historia de la Cultura y de los Intelectuales (UB). Giuseppina Notaro es investigadora de Literatura Española en la Università degli Studi di Napoli “L’Orientale”. Se ocupa de la trayectoria literaria de las escritoras y los escritores del exilio republicano español, en particular en Francia. Actualmente trabaja en el tema de la relación entre laicidad y confesionalidad en la literatura española contemporánea, y en la obra del escritor-sacerdote Pablo d’Ors. Ha

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Sobre los autores

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editado los volúmenes La scrittura altrove. L’esilio nella letteratura ispanica (2011), Caminos de imperfección. Laicidad y confesionalidad en la Europa contemporánea (2017) y Tre voci dell’esilio spagnolo: Jorge Semprún, Agustín Gómez-Arcos, Ramón Chao (2010), así como varios artículos y ensayos en revistas y volúmenes. Ha participado en numerosos congresos nacionales e internacionales. Maša Kmet es graduada y máster en Filología Hispánica y Filología Inglesa por la Univerza v Ljubljani, Eslovenia. Actualmente desarrolla una tesis doctoral en el programa de Estudios Teatrales de la Universidad Complutense de Madrid, bajo la dirección de Javier Huerta Calvo. Investiga sobre el teatro independiente en la época franquista, y más en concreto sobre el grupo de cámara y ensayo Pequeño Teatro Dido. Sus principales temas de investigación son el teatro del siglo xx, el teatro experimental y el teatro no profesional durante el franquismo. Forma parte del grupo de investigación Historia del teatro universitario español. Segunda etapa (1951-1975). Además trabaja como colaboradora en la Fundación Universitaria Española, donde se encarga del Portal de acceso a recursos de Literatura Española e Hispanoamericana en Internet (LITESNET y LITHISPANET). Raquel Merino Álvarez, catedrática de Traducción en la Universidad del País Vasco, UPV/EHU, ha centrado su interés investigador en la historia de las traducciones de teatro (inglés-español). Ha sido investigadora principal de proyectos desarrollados por el grupo de investigación sobre Traducciones Censuradas (TRACE) y ha liderado el grupo TRALIMA (Traducción, Literatura y Medios Audiovisuales). Además de contar con numerosas publicaciones sobre estos temas, ha cotraducido al español Cuentos de la Alhambra de Washington Irving y ha impartido conferencias en diversas universidades: Harvard University (Observatorio de la Lengua Española y las Culturas Hispánicas en los EE.UU.), University of Oxford, National University of IrelandMaynooth y Univerzita Karlova, entre otras. Cristina Bravo Rozas es doctora en Filología Hispánica, especialidad en Literatura Hispanoamericana, y profesora titular del Depar-

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tamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación se centran en la crítica y puesta en escena del teatro hispanoamericano contemporáneo, así como en el teatro documento hispanoamericano. Ha participado en proyectos de investigación I+D relacionados con el grupo de investigación Seminario de Estudios Teatrales de la Universidad Complutense de Madrid. En el año 2009 fundó la asociación En Obras, para la difusión de la cultura hispanoamericana a través de las artes escénicas, y creó los grupos de teatro universitario Puctum y En Obras. Ha sido jurado del certamen de teatro universitario de la Universidad Complutense de Madrid, del concurso de escritura dramática de la misma universidad y asesora del jurado del Premio Tirso de Molina. En la actualidad coordina el grupo de teatro universitario Fierro y dirige el aula de Teatro de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid. Cristina Gómez-Baggethun es doctora en Literatura Comparada por la Universitetet i Oslo y licenciada en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. En la actualidad, trabaja como profesora asociada en la Universitetet i Oslo. Su labor de investigación se centra en tres ámbitos: el teatro en la España contemporánea, la censura y la traducción. Ha publicado numerosos artículos y capítulos de libros, entre los que destacan aquellos dedicados a las representaciones teatrales y traducciones de autores nórdicos en España. Tiene además una larga trayectoria como traductora de literatura nórdica, tanto de dramaturgos como Henrik Ibsen y Jon Fosse, como de novelistas de la talla de Cora Sandel, Per Petterson o Sigrid Undset. Por sus labores de traducción ha sido galardonada con varios premios. Noelia García García es graduada en Español: Lengua y Literatura por la Universidad Complutense de Madrid y cuenta con un Máster en Investigación en Literatura Española en la misma universidad. Sus ámbitos de investigación se ocupan principalmente de la construcción de los personajes femeninos en el teatro de Max Aub, la literatura dramática del exilio republicano y el análisis de la puesta en escena del teatro clásico y contemporáneo. Más recientemente ha finalizado

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Sobre los autores

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sus estudios de Máster en Formación del profesorado en Educación Secundaria Obligatoria y Bachillerato en la Universidad Autónoma de Madrid, ampliando sus intereses investigadores a las posibilidades de la práctica teatral en el ámbito educativo y a la introducción de la literatura del exilio en la enseñanza de la literatura. Fernando Larraz es profesor titular de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. Anteriormente, ha trabajado como profesor e investigador en varias universidades de Alemania, Reino Unido y España, y ha sido profesor visitante en otras universidades europeas y latinoamericanas. Su investigación se centra en la historia cultural del exilio republicano de 1939, la narrativa española contemporánea y la historia de la edición y la censura editorial. Es autor de las monografías El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista (2009), Una historia transatlántica del libro. Relaciones editoriales entre España y América Latina (1936-1950) (2010), Max Aub y la historia literaria (2014), Letricidio español. Novela y censura durante el franquismo (2014) y Editores y editoriales del exilio republicano de 1939 (2018). Es miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) y coordina el Grupo de Investigación en Literatura Contemporánea (GILCO), de la Universidad de Alcalá. Berta Muñoz Cáliz es doctora en Filología Hispánica por la Universidad de Alcalá. Trabaja en el CDAEM (Ministerio de Cultura y Deporte), donde ha publicado Mapa de la documentación Teatral en España y Guía de obras de referencia y consulta (2011) dentro de la serie Fuentes para el estudio del teatro español. Entre sus publicaciones destacan los libros Teatro crítico y censura (2005), Expedientes de la censura teatral franquista (2006), Censura y teatro del exilio (2010) y Panorama de los libros teatrales para niños y jóvenes (2006, Premio Juan Cervera de Investigación). En el ámbito de la práctica escénica, ha participado como ayudante de dirección en varios montajes de Jesús Campos. Ha sido profesora en la Universidad Autónoma de Madrid y ha publicado numerosos artículos sobre teatro contemporáneo en revistas especializadas como Primer Acto, Las Puertas del Drama, ADE Teatro, ALEC, Revista de Literatura, Signa, etcétera.

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