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Spanish; Castilian Pages 295 [326] Year 2021
POÉTICAS Y CÁNONES LITERARIOS BAJO EL FRANQUISMO Fernando Larraz Diego Santos Sánchez (eds.)
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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 58
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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español. Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá de Henares) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)
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Fernando Larraz Diego Santos Sánchez (eds.)
Iberoamericana • Vervuert • 2021
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Este libro se ha publicado con el apoyo del Departamento de Filología, Comunicación y Documentación (Universidad de Alcalá); Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía (Universidad Complutense de Madrid); GEXEL-Grupo de Estudios del Exilio Literario (Universitat Autònoma de Barcelona) y Ayuntamiento de Alcalá de Henares.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2021 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2021 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-179-0 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-086-5 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-085-8 (e-Book) Depósito legal: M-1390-2021 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Interiores: ERAI Producción Gráfica The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España
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Índice La literatura bajo el franquismo: anomalías de un sistema Fernando Larraz/Diego Santos Sánchez................................................ 9 Ceguera estética e historiografía literaria en la era Franco Valeria De Marco............................................................................... 27 Genealogía de la teoría literaria y herencias teóricas del franquismo: la estilística y la renovación crítica de los años sesenta Max Hidalgo Nácher.......................................................................... 55 Nostalgia del imperio: literatura filipina y franquismo Rocío Ortuño Casanova...................................................................... 81 Teatro y censura desde la dictadura franquista: de la prohibición a la formación del canon Berta Muñoz Cáliz............................................................................. 109 Ideologías, poéticas y canon: el relato de viaje bajo el franquismo Geneviève Champeau.......................................................................... 135 Canon y campo literario en la poesía española bajo el franquismo (1939-1955) Juan José Lanz.................................................................................... 159
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1959: triunfos, discordias y paradojas en el canon de la poesía del medio siglo María Teresa Navarrete Navarrete....................................................... 189 A deshora, 1956-1963: “literatura responsable” y engagement. Seguido del epistolario G. de Torre-J. M. Castellet Bénédicte Vauthier.............................................................................. 211 Una lectura imposible: el unilateralismo realista peninsular ante la recepción de la narrativa del exilio (1958-1963) Fernando Larraz................................................................................ 251 Questo libro non é per te: la neovanguardia narrativa al filo de 1970 Domingo Ródenas de Moya................................................................. 277 Autores y obras llegadas desde el otro lado del Atlántico: la recepción de la literatura hispanoamericana en España durante el franquismo Cristina Suárez Toledano.................................................................... 297 Sobre los autores........................................................................... 319
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La literatura bajo el franquismo: anomalías de un sistema Fernando Larraz Universidad de Alcalá Diego Santos Sánchez Universidad Complutense de Madrid
Álvaro de Mendiola, alter ego de Juan Goytisolo en Señas de identidad, describe su proceso de toma de conciencia de la experiencia de vigilancia y opresión en una biografía desarrollada bajo las condiciones de la dictadura con estas palabras: Tu patria se había convertido en un torvo y somnoliento país de treinta y pico millones de policías no uniformados (incluidos los díscolos y los rebeldes). Con tu natural optimismo pensabas que dentro de poco los funcionarios ya no serían precisos puesto que, en mayor o menor medida, el vigilante, el censor, el espía se habían infiltrado veladamente en el alma de tus paisanos. […] Policías paralelas y opuestas cubrían de un extremo al otro el yerto y exangüe solar […]. El marido policía de la mujer y la mujer del marido, el padre del hijo y el hijo del padre, el
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Fernando Larraz/Diego Santos Sánchez hermano del hermano, el ciudadano del vecino. Burguesía (monopolista o nacional, rural o urbana), proletariado, campesinos, capas medias: todos policías. Policía igualmente el soberbio intelectual aislado y hasta el bondadoso novelista con inquietudes sociales (al menos, de sus íntimos). El amigo de toda la vida, el compañero de las horas difíciles: policías también (Goytisolo 1966: 235).
Doce años después, al ser entrevistada por un misterioso hombre de negro, la protagonista de El cuarto de atrás, de Carmen Martín Gaite, con quien esta comparte una misma identidad, evoca la impresión que sintió al ver en televisión a Carmen Franco acompañando el cortejo fúnebre en el entierro de su padre: Y ya me parecía emocionante verla seguir andando hacia el agujero donde iban a meter a aquel señor, que para ella era simplemente su padre, mientras que para el resto de los españoles había sido el motor tramposo y secreto de ese bloque de tiempo, y el jefe de máquinas, y el revisor, y el fabricante de las cadenas del engranaje, y el tiempo mismo, cuyo fluir amortiguaba, embalsaba y dirigía, con el fin de que apenas se les sintiera rebullir ni al tiempo ni a él y cayeran como del cielo las insensibles variaciones que habían de irse produciendo, según su ley, en el lenguaje, en el vestido, en la música, en las relaciones humanas, en los espectáculos, en los locales. […] Se acabó, nunca más, el tiempo se desbloqueaba, había desaparecido el encargado de atarlo y presidirlo, Franco inaugurando fábricas y pantanos, dictando penas de muerte, apadrinando la boda de su hija, hablando por la radio, contemplando el desfile de la Victoria, Franco pescando truchas, Franco en el Pazo de Meirás, Franco en los sellos, Franco en el NO-DO, mientras todos envejecíamos con él, debajo de él (Martín Gaite 1978: 137-138).
El Estado se simboliza en la figura de su caudillo: durante cuarenta años ha sido “el motor”, “el jefe de máquinas”, “el tiempo mismo” de la existencia de esta mujer, nacida en 1925. El entierro de aquel hombre significa, para ella, el cierre del ojo omnipresente que vigilaba su comportamiento público y privado, las palabras dichas, escritas y aun pensadas, la música que escuchaba, las películas que veía, los libros y revistas que leía; en definitiva, todas sus idas y venidas: nada se sustraía
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a aquella supervisión que atenazaba el comportamiento de la protagonista. Había sido, también, el ojo vigilante de su obra literaria, que la orienta siempre, incluso cuando la pone al servicio de la resistencia contra el dictador. Páginas antes, Carmen ha explicado al hombre de negro que la entrevista cómo inconscientemente había torcido su natural inclinación estética a causa de esa misma omnipresencia de Franco, que le imponía, como una obligación, vetar la ambigüedad y lo fantástico en favor del utilitarismo de “el cuarto de atrás” (Martín Gaite 1978: 48-55). Ambos testimonios literarios expresan una sensación análoga: un país lleno de cómplices involuntarios del sistema, de colaboradores necesarios para mantenerlo y reproducirlo aun cuando su voluntad es rebelarse contra él, consecuencia de una incesante vigilancia y unas consignas repetidas hasta la extenuación que penetran la conciencia hasta sus estratos más profundos y siembran la sospecha por doquier. Ello había llevado simultáneamente a sentir el deber de combatir aquella estricta ortodoxia y a no tener claro cómo hacerlo sin caer bajo su influjo. Carmen y Álvaro —Martín Gaite y Goytisolo— son sujetos forjados en un universo totalitario de cuyas dimensiones solo tardíamente han alcanzado una conciencia cabal. Hasta realizar sus respectivos procesos de autoconocimiento, que han sido también procesos de escritura literaria, no se han hecho conscientes de que toda su formación e incluso los lenguajes que han ensayado para enfrentar al régimen estaban mediados por la multiforme capacidad de este para penetrar en las conciencias. Otros testimonios —no solo literarios— se podrían añadir a estos ejemplos para demostrar que cuarenta años de dictadura consiguieron, si no constreñir la vida social y, con ella, la literatura a un modelo único —puesto que el franquismo tampoco fue ideológicamente monolítico y, además, evolucionó al compás de la coyuntura interna y exterior—, sí coaccionarla, forzarla e, incluso, determinarla a través del control de las conciencias de autores, industrias literarias, lectores y crítica. Por ese motivo, cualquier historia literaria que cubra el pasado siglo constata, de forma más o menos explícita, una suerte de axioma: que el violento cambio de régimen político que tuvo lugar entre 1936 y 1939 produjo consecuencias tan radicales en el sistema literario que provocó
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el surgimiento de un periodo acotado de la literatura española cuya cronología persistió tanto como, si no más que, el propio régimen. Pese a las reticencias de las aproximaciones más inmanentistas a la historia de la literatura —aquellas que pretenden segregarla del resto de historias particulares (historia política, historia social, historia económica…)—, la realidad se impone: el franquismo penetró la médula de la creación, la difusión, la recepción y la crítica de la literatura, determinando fatalmente la génesis y pervivencia de sus poéticas y cánones. En consecuencia, no es posible comprender cabalmente la literatura española del periodo franquista como si la dictadura no hubiera ocurrido. Aún más: no puede ser obviada la profunda sima que imposibilitó la continuidad entre la literatura anterior y posterior a la guerra porque el régimen político de Franco fue la condición más radical de este periodo. Como atestiguan los fragmentos transcritos más arriba de Señas de identidad y El cuarto de atrás, en el diseño del Estado franquista prevaleció la originaria voluntad totalitaria fascista representada por Falange, cuya idea determinante, única e imperativa de la vida humana y de la historia debía permear en todas las conciencias hasta los valores ajenos a ella. La ideología única debía abarcar todas las esferas de la vida nacional y, de manera particular, aquellas que implicaran representaciones culturales y, por tanto, ideológicas. El sistema de valores, encarnado en la figura de su jefe, debía ser el “motor” que demarcara y troquelara las conciencias, y para su funcionamiento era necesario crear un Estado repleto de “policías” que supervisaran el proceso. Consecuentemente, la anatematización de la libertad individual y de su corolario, la diferencia, implicó que todas las facetas de la praxis literaria se vieran afectadas tanto por medidas restrictivas que confinaban sus posibilidades como por políticas activas cuyo objetivo era dirigirlas hacia modelos únicos que simbolizaran la ideología del Nuevo Estado. Se trataba, por tanto, de despejar el camino de heterodoxias para que la literatura encajase en los estrechos márgenes de lo que se concibió como la nueva ortodoxia. Acorde con aquel espíritu totalitario, el Estado, en su concepción dualista de la existencia, se reservó una fuerte competencia para definir los límites de lo expresable y también para prescribir cómo debía ser la literatura dentro del proyecto político que promovía.
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La imposibilidad práctica de un control social total, especialmente a partir de la necesidad de supervivencia que significó el fin de la II Guerra Mundial y el ocaso de los fascismos de Estado, hizo que aquel proyecto inicial de Estado totalitario se diluyera parcialmente. Sin embargo, ello no implicó ni la debilitación del aparato represivo ni tampoco el fin de la retórica, las consignas, las ortodoxias, los himnos, los dogmas, los axiomas, la adoración al líder o los mitos de origen, que se mantuvieron con el objetivo de garantizar la movilización patriótica, que ahora se dirigía oportunistamente hacia aquellos focos que pudieran garantizar más convenientemente la supervivencia del régimen. El control estatal de la libertad implicó un amplio rango de modelos de sumisión ejercidos sobre un sistema literario compuesto por cuatro agentes esenciales: escritores, empresarios de la edición y la escena, lectores y críticos. Como consecuencia, se multiplicaron las posibles respuestas en un abanico que va desde el exilio —más o menos voluntario— al silencio, pasando por el posibilismo —de nuevo, más o menos complaciente— y, lógicamente, la adhesión a la ideología dominante. Se establecieron grupos y redes cuyos diálogos y debates reflejaban no solo posiciones ideológicas, sino también intereses individuales y colectivos y se reconfiguraron relaciones con otras literaturas hispánicas. Los editores y los empresarios teatrales transformaron sus prácticas para adecuar la viabilidad del negocio a las nuevas normas, mucho más controladas, y, paulatinamente, fueron acomodando sus catálogos, sus políticas editoriales y sus repertorios a normas e imposiciones cambiantes. Los escritores aprendieron a autocensurarse: a evitar descripciones, expresiones, personajes heterodoxos, pero también a ensayar modelos de expresión que pudieran representar modelos de modernidad adecuados al contexto y a tantear, en cada etapa del régimen, hasta dónde se podía llegar. También hubo una minoría creciente de creadores que abjuraron de aquellos cálculos de posibilidades y reaccionaron con propuestas inaceptables, imposibles, cuyas ediciones y estrenos debieron producirse fuera de España o verse condenados al cajón. Por su parte, los lectores más avezados se acostumbraron a la lectura entre líneas, mientras que esta actitud convivía con la más generalizada práctica de una lectura anestesiada y evasiva.
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La crítica, igualmente, tipificó y sancionó categorías y poéticas que derivaban del limitado margen de lecturas formativas y transferencias internacionales ocasionadas por el aislamiento español. De este modo, todos los agentes literarios se vieron, de una u otra forma, íntegramente subsumidos en el encuadre literario del régimen. Lo que estas posibilidades diversas tenían en común era, precisamente, derivar de una situación anómala: ser una respuesta a la intensa intervención estatal en el sistema literario. Ello provocó que se acentuara hasta el extremo la necesidad de que toda acción literaria (creación, distribución, lectura y crítica) significara una toma de posición ideológica ante aquella realidad y que, para ello, se exploraran múltiples y sucesivas formas de decir adecuadas al contexto. Estas tenían muy presentes la censura y sus efectos: el lenguaje buscó eludirla, reanudar un contacto con los lectores que había sido quebrado o bien desautomatizar y violentar definiciones unívocas de la realidad que habían sido impuestas desde la omnipresente propaganda movilizadora de la sociedad, propia de un Estado totalitario. “Anomalía” es quizá el concepto que describe más adecuadamente esta situación. Definida por la RAE como “desviación o discrepancia de una regla o de un uso”, resulta fácil comprobar cómo este término explica la literatura bajo el franquismo, que se ve desviada de los que habían sido su uso y su tradición, los anteriores a la Guerra Civil, para verse sometida durante cuatro décadas a una nueva serie de reglas que alterarían irremediablemente el que habría sido su desarrollo natural. Santos Sanz Villanueva subtituló hace unos años su estudio sobre La novela española durante el franquismo como Itinerarios de la anormalidad, escogiendo un término de connotaciones próximas a esta “anomalía”. Convenimos con él en las palabras con las que introduce su libro: Con la guerra civil de 1936 se truncó la normal evolución de la vida española y se instauró un largo periodo de anormalidades varias, sociales, políticas y culturales. No fue, claro, ajena la literatura a esta circunstancia general. Durante cuatro décadas las letras padecieron las consecuencias de una situación anómala, y su recorrido lo vemos, con la perspectiva ya suficiente de comienzos del nuevo siglo, como el rumbo zigzagueante en pos de la normalidad (Sanz Villanueva 2010: 11).
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Para sustentar la hipótesis de que la literatura bajo el franquismo fue un sistema anómalo, partimos de una relación de postulados que los estudios críticos e historiográficos sobre la literatura de este periodo deberían asumir: 1. La dictadura franquista provocó el fin de uno de los periodos más fértiles y diversos de la historia literaria española. La anatematización de las vanguardias —del carácter revolucionario de sus ideas y de sus lenguajes—, el rechazo al realismo decimonónico y la propuesta de refundar una literatura católica e imperial dejaron tras de sí, en las conciencias de los escritores, un conjunto de axiomas difícilmente eludibles e impusieron un enorme vacío y una profunda ruptura intergeneracional. La expurgación de catálogos, librerías y bibliotecas, y los silencios en historias literarias y currículos académicos redujeron la memoria de aquel periodo literario a un conjunto de clichés mal comprendidos. Todo ello quedó evidenciado en la falta de lecturas de aquellos jóvenes que, habiendo nacido en los años previos a la guerra, carecían de un conocimiento profundo de la tradición inmediata. 2. El nuevo régimen implicó también la segregación de la literatura española en dos parcelas distanciadas geográficamente y, sobre todo, ideológicamente: la literatura del interior y la literatura del exilio. Cada una de estas parcelas padeció la dictadura bajo efectos diversos que dieron lugar a caminos estéticos, temáticos e ideológicos también disímiles. Sin embargo, durante largos años solo se identificó como literatura nacional a la del interior, a pesar de que el exilio representaba de manera idónea la continuidad y la evolución de los modelos literarios de preguerra y se convirtió, en buena manera, en guardián de una modernidad frustrada por el franquismo. La escisión entre ambas literaturas, la del interior y la del exilio, apenas fue paliada por proyectos efímeros y relaciones personales y las transferencias de las obras de los exiliados sobre la literatura del interior fueron residuales. 3. El régimen de Franco mantuvo una actitud declaradamente hostil con las literaturas de expresión no castellana, que habían venido experimentando un claro desarrollo en las décadas previas. Si bien
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el catalán, el euskera y el gallego recibieron un trato no siempre igual, en función de su diversa idiosincrasia social y cultural, lo cierto es que las cortapisas a sus desarrollos literarios, partiendo de una prohibición total y evolucionando después hacia fórmulas más permisivas, fueron una más de las herramientas de coerción cultural destinadas a fundamentar una imagen unívoca de la nación. El desarrollo anómalo de esas literaturas es, por tanto, una más de las minusvalías causadas por la dictadura franquista. Fruto de esa anomalía es, también, la alteración del papel que ostentaba la literatura española en el polisistema que formaba con esas otras literaturas; valga, como ejemplo, el hecho de que muchos autores se viesen forzados a escribir en una lengua que no les era propia y que consideraban, muchas veces, herramienta de opresión. 4. La dictadura franquista impuso sobre los autores y autoras que quedaron bajo su jurisdicción un régimen de censura que, con el tiempo, fue afinando sus prácticas y adquiriendo mayores niveles de burocratización, arbitrariedad, favoritismo y oportunismo. Durante casi cuarenta años, cualquier obra publicada, importada o estrenada en España de manera legal debía acomodarse a la ortodoxia moral, política y religiosa del régimen, tal como la interpretaba un conjunto de funcionarios que se erigían en árbitros de lo admisible. En consecuencia, cualquier acto de creación literaria implicaba un virtual diálogo previo entre el autor y sus censores, los cuales eran dueños de la última palabra sobre la vida pública de los textos. Ello determinaba estrategias retóricas diversas a las que se conoce con el término genérico de autocensura. 5. La represión cultural no solo determinó los cauces de la escritura. También limitó de forma sustantiva la participación de los agentes del sistema literario español en el intercambio y las transferencias de ideas literarias durante largos años, impidiendo el acceso a una importante porción de la literatura producida en el extranjero. Como consecuencia de ello, la recepción de las tendencias mundiales en la España interior fue parcial y anacrónica y los jóvenes escritores del interior padecieron en su formación los efectos de una formación tardía e incompleta que condenó a la literatura española a la autarquía y el aislamiento.
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6. La crítica, la historiografía y la teoría literarias tuvieron que realizarse en marcos institucionales controlados por el régimen: la universidad y los centros de investigación, las instituciones culturales y la prensa fueron diseñados en la posguerra para responder a las premisas ideológicas de los vencedores de la guerra. Las personas que el Estado colocó para dirigir estas instituciones pertenecían a grupos que representaban las ideologías oficiales y, obviamente, velaron por mantenerlas. Esto provocó, nuevamente, que muchas corrientes ideológicas y estéticas tuvieran vedados estos cauces mayoritarios o bien que se distorsionara su verdadero significado, mientras se estimulaba el estudio de otras corrientes que podían ajustarse a los marcos discursivos del falangismo, del nacionalismo y del catolicismo. 7. Las implicaciones de todos los fenómenos anteriores siguen proyectando su alargada sombra en el acceso que, desde la España democrática del siglo xxi, tenemos a la literatura del periodo franquista. La herencia, sin una debida revisión crítica, de los discursos historiográficos del momento, que por partir de marcos conceptuales ortodoxos (concepción exclusiva y unívoca de la nación, aplicación de normatividades lingüísticas o de género, por citar los ejemplos más evidentes) desplazan al margen textualidades heterodoxas supone seguir perpetuando un canon y una forma de relacionarse con ese canon más propios del franquismo que de una sociedad moderna y plural. Por ello, el estudio de la literatura bajo el franquismo se alinea con los estudios de memoria en su afán por entender el pasado desde los intereses del presente: en aras de pluralizar y problematizar la literatura del periodo, pero también de someterla a un riguroso proceso de reparación, se hace necesaria la tarea de recuperar para el canon textos proscritos por el franquismo, así como de evidenciar y superar lecturas herederas de la dictadura sobre los textos sancionados por la misma. Lo expuesto hasta aquí conduce a pensar en la necesidad de establecer una categoría específica para entender y explicar la literatura escrita, editada y estrenada, leída y sancionada críticamente durante este periodo atendiendo a su anomalía. Una categoría es una perspec-
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tiva conceptual que permite a quienes se dedican a la historia literaria definir un marco de comprensión sincrónico o diacrónico particular dentro del cual se establecen relaciones causales. La propuesta de la que parte este volumen es la existencia de una “literatura bajo el franquismo” que, precisamente en virtud de las anomalías que la atraviesan, requiere una epistemología específica de comprensión del hecho literario en este periodo. Toda producción literaria llevada a cabo bajo el franquismo tiene la dictadura como lugar de enunciación, lo que la determina necesariamente: bien para seguir sus dictados y difundirlos, bien para intentar ejercer una precaria autonomía crítica localizando alguno de los escasos espacios de indeterminación ideológica y retórica, o bien para intentar subvertir las razones del estado de cosas condenando la obra a la proscripción y a los estrechos cauces de la circulación clandestina. Ese marco conceptual dota a la literatura del periodo de una especificidad que la hace única en el marco de la literatura española del siglo xx: en ningún otro momento la coacción sobre autores, empresarios editoriales o teatrales, lectores y críticos fue tan omnipresente, tan elevada al rango de política de Estado, tan coercitiva. Esa coacción es la que genera la anomalía, la especificidad de la literatura del periodo. El estudio de esa literatura demanda, por tanto, estructuras propias que eviten que al encuadrarla en la historiografía más amplia de la literatura española se borre este conjunto de especificidades. De este modo, se hace necesario establecer un campo propio para este objeto de estudio, atravesado como hemos visto de toda una serie de anomalías. Como resultado de ellas, surgen también algunas cuestiones problemáticas que se hace preciso aclarar. La primera de ellas es la propia etiqueta con que nombrar este ámbito de estudio. Por “literatura bajo el franquismo” entendemos el hecho literario (producido, distribuido, leído y criticado) desde el lugar de enunciación que plantea el régimen de Franco. Ese lugar de enunciación no es, sin embargo, geográfico, sino que trasciende las fronteras del Estado. El rótulo incluye múltiples procesos de la praxis literaria afectados por la ideología y las medidas represivas del régimen franquista, incluidos subsistemas como la literatura del exilio republicano, que es uno de los productos más palpables de la propia dictadura: los exiliados de-
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ben abandonar el país como estrategia de supervivencia y buena parte de su legado literario plantea precisamente una reacción al régimen de Franco desde lugares ajenos a su jurisdicción. Si bien pudieron enfrentarse a la dictadura a través de una escritura en libertad, no fueron indemnes a otro tipo de males: la incomunicación con el público y su falta de reconocimiento como escritores nacionales. De este modo, entender la literatura “bajo” el régimen de Franco se hace más preciso que contemplarla “en” o “durante” el régimen, ya que sus implicaciones geográfica y temporal no inciden tanto en el valor conceptual de sometimiento a las constricciones de la dictadura que comporta la preposición “bajo”. Otros sintagmas como “literatura franquista” o “literatura del franquismo” resultan aún menos precisos, a la par que denotan adhesiones y apuntan más a la literatura apologética del régimen; es decir, a una de las múltiples literaturas que se desarrollan “bajo” el franquismo. El espectro temporal del franquismo es la segunda de esas cuestiones porosas. La dictadura comienza en buena parte del país ya en 1936 y, desde entonces y hasta su implantación definitiva en toda España en 1939, el goteo de territorios que pasan a depender de Salamanca o Burgos es consecuencia de la mengua de la España republicana. Ello determina el primer problema de datación del franquismo: si bien el arranque de la dictadura se ha consensuado en abril de 1939 por ser la fecha del final de la Guerra Civil y, a efectos literarios, el momento en que las dos grandes capitales de las letras (Madrid y Barcelona) pasan a depender de Franco, no es menos cierto que la coerción sobre núcleos de gran importancia literaria (Sevilla o Salamanca) arranca en 1936. Por otro lado, existe el consenso de que el franquismo acaba con la muerte del dictador en 1975 y de que ahí arranca un periodo transicional que, en función de los distintos discursos historiográficos, alcanza hasta la promulgación de la Constitución en 1978 o hasta la victoria del PSOE de Felipe González en las elecciones de 1982. Desde el punto de vista de la coerción del hecho literario, es preciso hacer notar que la medida más castrante de todas las impuestas por el régimen, la censura, sobrevivió con creces al dictador y que sus distintas modalidades (prensa, cinematográfica, escénica) fueron aboliéndose progresivamente, hasta que la última de ellas cayó en enero de 1978.
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Así las cosas, si bien entendemos que el régimen acaba en 1975, su desaparición como lugar de enunciación literaria es paulatina y sigue proyectando su sombra hasta 1978. Esta concepción más abierta de las cronologías del franquismo en términos literarios es coherente con el hecho de que solo en junio de 1977 se celebran las primeras elecciones libres. Las consecuencias de este hecho que aquí nos conciernen son dos: la primera es que el exilio siguió existiendo formalmente más allá de la muerte del dictador hasta que el presidente de la República y el presidente del Consejo de Ministros en el exilio emiten la Declaración de la Presidencia y del Gobierno de la República Española en el exilio, que da por terminada la República en el exilio; la segunda, que el exilio republicano, como reconocen buena parte de sus historiadores, llega solo entonces a su fin formal. Esto implica que el franquismo ha seguido siendo el lugar de enunciación de los exiliados hasta mediados de 1977. De este modo, el estudio de la literatura bajo el franquismo, a pesar de contemplar el periodo 1939-1975 de manera prioritaria, puede también necesitar abordar los años que le preceden y le siguen por observarse en ellos, aunque en diversos grados, una casuística acorde con la de la dictadura. La definición de cuál es el objeto de estudio encerrado en la categoría “literatura bajo el franquismo” es quizá menos ambigua que la acotación temporal del periodo, pero no por ello deja de requerir alguna aclaración conceptual. En este sentido, optamos por una pluralización del corpus de textualidades generadas desde el lugar de enunciación “franquismo”. Esto implicaría ampliar la mirada hacia corpora cuyo estudio se ha visto excluido del marbete “franquismo”. Aislar, por ejemplo, el exilio de su causa primera, la dictadura, supone una fragmentación y, en consecuencia, un empobrecimiento de su comprensión. Como se apuntó más arriba, no pretendemos negar al exilio su especificidad epistemológica y su cronología propias, pero tampoco podemos dejar de entenderlo como un producto más de la literatura generada “bajo” el régimen de Franco. De hecho, prueba de ello es la creciente atención académica al estudio de las relaciones entre las literaturas del exilio y el interior. Por otro lado, el truncado proyecto estético de Falange, de gran interés para comprender el sistema literario español de la época en su conjunto, no ha recibido una
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atención suficiente en su relación con los otros proyectos literarios coetáneos, que han venido copando la mayor parte de la atención crítica. Sin embargo, en la literatura del periodo, los ejes hegemonía/ subalternidad y ortodoxia/heterodoxia no se dejan entender certeramente desde una perspectiva crítica estática, ya que estas categorías fluctuaron y estuvieron sujetas a dinámicas móviles. Así, o bien para ejercer de apologetas o bien para contestar al régimen, tanto la literatura de Falange como la de los exiliados y las voces del interior, es decir, toda la literatura producida bajo el régimen, son producto de la dictadura como lugar de enunciación y constituyen, por tanto, objeto de estudio de la disciplina “literatura bajo el franquismo”. La “literatura bajo el franquismo” trataría de explicar, por tanto, este periodo como fruto de una tensa dialéctica entre el proyecto totalitario del nuevo Estado —ideólogos, publicistas, censores—, por un lado, y, por otro, las sucesivas revisiones estéticas a dicho proyecto y las reacciones de los agentes literarios —autores, editores y empresarios teatrales, lectores y crítica—. La finalidad última de este campo de estudio sería, en esta línea, la de problematizar categorías fosilizadas en los discursos historiográficos que, como ortodoxia y heterodoxia, a veces dificultan más que facilitan la comprensión del fenómeno literario en un periodo lo suficientemente dilatado y con las suficientes modulaciones políticas, sociales y económicas como para generar discursos historiográficos unívocos. En este sentido, el conocimiento que hoy tenemos de la literatura de la época precisa de una revisión crítica profunda que permita superar estructuras obsoletas como las impuestas por el relato de la nación, que aún pesan fuertemente en las historias literarias del periodo franquista. En este sentido, la más que compleja adscripción nacional de la literatura del exilio y la coexistencia de las literaturas catalana, vasca y gallega con la literatura en español sugieren la adopción de nuevos paradigmas críticos que permitan entender la literatura producida, distribuida, leída y criticada bajo el franquismo desde una perspectiva menos estanca y monolítica y más compleja, dinámica y plural. Por todo ello, abogamos por un campo de estudio que plantee una metodología más adecuada y capaz de enfrentar las anomalías del objeto de estudio descritas más arriba; una metodología más plural
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que dé respuesta a varias tareas pendientes que exceden la mera crítica textual y el estudio de caso. Primeramente, contemplamos como necesaria, cuando no urgente, la labor de edición tanto de textos literarios inéditos como de la documentación de archivo relativa a la producción, la difusión, la recepción y la crítica de esa literatura, ya que nuestra disciplina adolece, principalmente, de la fragmentariedad de su objeto de estudio, que aún se hace necesario recomponer para lograr una imagen más real de qué fue la literatura del periodo. Consideramos, a continuación, fundamental contemplar esa literatura más allá de su nivel meramente textual para abordar también los entramados culturales de su difusión, su recepción y su crítica. Por ello, entendemos los estudios literarios de este periodo insertos en un marco metodológico mucho más amplio en el que dialogan con disciplinas concomitantes como la historia cultural, los estudios de memoria o los de traducción, por citar algunos ejemplos de una nómina, sin lugar a dudas, más extensa. Este campo de estudio no puede, por otra parte, obviar la necesidad de un intercambio fluido con los estudios de las literaturas que le son próximas: por un lado, la catalana, la vasca y la gallega, con las que comparte lugar de enunciación y con las que forma un complejo polisistema literario; y, por otro, las literaturas hispanoamericanas y las europeas, que proponen marcos más amplios de diálogo. Los trabajos reunidos en este libro parten de esta misma concepción epistemológica de la literatura bajo el franquismo y la desentrañan desde una serie de abordajes metodológicos que trascienden el mero análisis textual y la tipología del estudio de caso para ofrecer una perspectiva que, sin afán de exhaustividad, nos permite entender las poéticas y los cánones de la literatura bajo el franquismo de una forma dinámica, como un proceso en que operan factores tanto literarios como extraliterarios. Dos reflexiones de corte transversal que observan el hecho literario bajo el franquismo desde la perspectiva crítica, prestando atención tanto a los discursos historiográficos como a los teóricos, abren el volumen. En el primero de estos dos trabajos, la profesora Valeria De Marco analiza la incapacidad de la historiografía literaria para asimilar la heterodoxia estética. De Marco muestra cómo los discursos críticos del franquismo no son en realidad propios,
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sino que heredan la visión conservadora, nacionalista y católica de la filología de Menéndez Pelayo, de gran conveniencia para el régimen de Franco. Así, la autora desgrana cómo las lecturas basadas en las relaciones entre nación, lengua y tradición literaria, a través de mecanismos como la desnaturalización de etiquetas (barroco y realismo) y la aplicación del concepto de generación, desdeñan y desatienden la especificidad formal de la obra literaria, dañando de manera especial algunos corpora que, como la literatura del exilio o la narrativa breve, habrían podido ayudar a una pluralización de los discursos críticos. En diálogo con este trabajo va el de Max Hidalgo Nácher, centrado en la estilística de Dámaso Alonso, que, como De Marco apuntaba ya en su trabajo, tampoco logró independizarse plenamente del menendezpelayismo. Hidalgo pone el foco en el contraste entre el ejercicio de la crítica estilística por el Alonso de preguerra, heredero de los postulados de la Institución Libre de Enseñanza, más analítico, formalista y cercano al materialismo, y su ruptura con esta tradición para abrazar, durante el franquismo, una forma de crítica en la órbita de lo místico, susceptible de un fácil acomodo a los preceptos de la ideología nacional-católica. El capítulo desgrana el modo en que la estilística alejó la crítica literaria de un enfoque positivista para infundirle un idealismo de raigambre religiosa que tuvo hondas repercusiones en recepción de la teoría literaria en España y, de hecho, condicionó la praxis de otros paradigmas críticos como el estructuralismo y la semiótica, cuya comprensión como continuadores del enfoque estilístico espiritualista resultó en una merma de su especificidad y en un empobrecimiento, en definitiva, de la teoría literaria en nuestro país. Tras este marco teórico, el capítulo de Rocío Ortuño Casanova aborda la dimensión neocolonial del proyecto estético del franquismo a través de un estudio que ilustra las relaciones del régimen con la literatura filipina. Después de trazar una breve historia de las relaciones tendidas desde Falange y los aparatos del Estado franquista con la antigua colonia, Ortuño analiza las políticas culturales con las que se pretendía la recuperación o creación de vínculos con Filipinas tanto desde sus presupuestos ideológicos como desde sus resultados estéticos; de hecho, la autora destaca que el modernismo anquilosado y prohispánico de Filipinas maridaba a la perfección con la retórica im-
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perialista del régimen de Franco, lo que conduciría a una reiterada visibilización de la literatura de Filipinas en la España de aquellos años. Tras estos capítulos de corte más transversal llega un bloque de trabajos centrados en la propia producción literaria del periodo. Abre esta parte del volumen el trabajo de Berta Muñoz Cáliz, que ofrece una panorámica de todo el periodo a través de las distintas respuestas estéticas del teatro a la mayor fuerza coercitiva del franquismo: la censura. Así, las diversas propuestas teatrales gestadas durante el régimen (desde la voluntad de crear teatro nuevo para la España que nacía en 1939 hasta el teatro del exilio, pasando por el teatro de humor, los realismos y las neovanguardias) se analizan a la luz de la censura, con el fin de desmontar asunciones y clichés heredados del franquismo que siguen condicionando la comprensión del teatro de la época en la actualidad. Sigue el trabajo de Geneviève Champeau, que aborda el género del relato de viaje, a caballo entre los discursos factual y ficcional. El análisis adopta una perspectiva que le permite deslindar las múltiples finalidades del género: la informativa, la ideológica y la estética. En este sentido, la autora ve una clara evolución en estos dos últimos aspectos: si bien los primeros textos ilustran el relato nacional franquista a través de una interpretación antirracionalista, teleológica y mítica de la historia española, Champeau desgrana cómo los distintos cambios formales que se observan en el desarrollo posterior del género (una mayor subjetividad, una apertura al conocimiento o una mayor voluntad de compromiso social) lo acabarán conduciendo por nuevos derroteros que lo alejan de la ortodoxia propagandística y lo llevan a enunciar distintas formas de disidencia con el régimen. Los dos siguientes trabajos abordan la poesía española de una forma panorámica y cronológica. En el primero de ellos, Juan José Lanz analiza, haciendo uso de las categorías sociológicas de Bourdieu, el campo literario de la poesía del primer franquismo, hasta 1955. Presta especial atención a historias literarias, antologías, monografías, artículos y manifiestos en tanto agentes canonizadores. Lanz rastrea las pugnas discursivas por mantener o excluir del canon, tras el cisma de la Guerra Civil, a ciertos nombres, y lo hace a la luz del concepto de generación, cuyas implicaciones en los discursos historiográficos problematiza. Por su parte, María Teresa Navarrete Navarrete toma el
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testigo en el crucial año de 1959, usando como hito el germen de la “operación realismo” forjada en el homenaje a Antonio Machado en Collioure. A través de un análisis exhaustivo de diversos agentes literarios (grupos, premios, tertulias, colecciones, revistas y antologías), Navarrete reflexiona sobre el modo en que el proyecto estético de Carlos Barral de situar una nueva promoción lírica en el campo literario del franquismo acaba generando una serie de disputas y paradojas en la poesía del medio siglo. Bénédicte Vauthier le concede también una gran importancia a 1959 en su trabajo y lo hace no únicamente por el encuentro de Collioure, sino también porque en aquel mismo año tuvieron lugar las “Conversaciones Poéticas” de Cela en Formentor y el “I Coloquio Internacional de Novela” auspiciado por Seix Barral. Al hilo de la correspondencia epistolar mantenida por un joven Castellet y el exiliado Guillermo de Torre, Vauthier estudia el giro realista emprendido a finales de los cincuenta en la literatura española y lo contrapone a las propuestas de Torre, cuya difícil recepción en la España interior parece estar en la base de la confrontación entre los escritores jóvenes del interior y la generación anterior del exilio, al tiempo que impidió una alternativa ética y estética al engagement sartreano. También Fernando Larraz trata de delimitar el alcance de las relaciones literarias entre el interior y el exilio, y lo hace fijándose en lo que considera un periodo clave: el que va de 1959 a 1963. A través del análisis de varios artículos de prensa y textos historiográficos, se demuestra en su trabajo cómo en aquellos años se malogró la posibilidad de una reunificación siquiera parcial de ambas ramas de la literatura española, con el consiguiente perjuicio histórico para la producción del exilio. El trabajo de Domingo Ródenas de Moya se adentra en el terreno de la neovanguardia narrativa. Partiendo de la figura de Juan Benet, traza un amplio recorrido por las varias formas de la experimentación para mostrar el desplazamiento de las prioridades de la novela: de un más que manido engagement, del que el oficio del escritor ya se había desembarazado en los años sesenta, hacia la reflexión sobre el propio lenguaje y las estructuras de articulación del discurso. Se contraponen, así, dos modelos de la neovanguardia, el más radical de la poética de la incomunicación y el que se abría a la innovación figurativa tenien-
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do en cuenta “los derechos del lector”, a la luz de las consideraciones estéticas de sus distintos lenguajes, pero también de las implicaciones que ambas propuestas tuvieron para el mercado editorial. Por último, el capítulo de Cristina Suárez Toledano cierra el volumen con una reflexión acerca de los desafíos que supuso la irrupción de los autores del boom de la literatura hispanoamericana en la España del franquismo. La autora comienza cuestionando la fundamentación literaria del propio boom, que presenta más bien como una estrategia comercial que excluye a una serie de autores y genera, en consecuencia, un corpus incompleto. Gestado desde la Ciudad de México, Buenos Aires y Barcelona, el boom tuvo claras implicaciones en el sistema literario español: Suárez aborda desde la génesis de alianzas internacionales para editoriales como Seix Barral y la imagen de modernidad para el propio régimen de Franco hasta los debates, tanto en el seno de los autores como de la crítica, de la conveniencia de la apertura de compuertas que significaba abandonar un mercado dominado por la literatura nacional para entrar en otro de corte claramente transnacional. El conjunto de trabajos aquí sintetizados traza un mapa, si no exhaustivo, sí muy completo de las causas de la anomalía y de sus efectos sobre las poéticas y los cánones literarios gestados bajo el régimen de Franco. El volumen aspira, en definitiva, a convertirse en un punto de partida para nuevas interpretaciones, más cabales, complejas y problematizadoras, de un periodo excepcional de la historia literaria española.
Bibliografía Goytisolo, Juan (1966): Señas de identidad. Ciudad de México: Joaquín Mortiz. Martín Gaite, Carmen (1978): El cuarto de atrás. Barcelona: Destino. Sanz Villanueva, Santos (2011): La novela española durante el franquismo. Itinerarios de la anormalidad. Madrid: Gredos.
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Ceguera estética e historiografía literaria en la era Franco Valeria De Marco Universidade de São Paulo/CNPq
Para acercarnos a la práctica hegemónica de la escritura de la historia literaria española durante el periodo que nos ocupa, debemos indicar una singularidad de su matriz, pues esta extendió su vigencia durante más o menos un siglo. Si es verdad que el telón de fondo del inicio del discurso historiográfico es la ascensión de la burguesía al poder político, el liberalismo y el ideario de la Ilustración, con sus propuestas para sistematizar el conocimiento de las naciones en proceso de formación y de sus respectivas identidades, también lo es que tal proceso se desarrolló de modos muy diferentes en contextos histórico-sociales tan inestables como el español. Piénsese en el largo periodo, y en las transformaciones, del proyecto de la Revolución francesa; en las embestidas de Inglaterra y de los Estados Unidos de América para conquistar algunos mercados de las colonias de las monarquías europeas; de las guerras napoleónicas que derivaron en lo que a España se refiere en la
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guerra de Independencia en la península y en sus territorios coloniales hispanoamericanos. Entonces, las fronteras se movían, y continuarían moviéndose, incluyendo o excluyendo a la gente que configuraría el “pueblo” de cada país. Esa categoría constituía el núcleo de la actividad del historiador, miembro de las élites letradas en cuyos circuitos de relaciones culturales conquistaba hegemonía el pensamiento liberal francés, o estaba por él mediado, seguido en algunos contextos por el idealismo alemán. En ambos casos, la historia literaria se fundamentó en el paradigma que entrelaza nación, lengua y tradición literaria. En ambos casos, esa vinculación se materializaba en concentrar los estudios en un conjunto de autores que tenían el dominio ejemplar de la lengua, alguna forma de reverencia a sus predecesores y la capacidad de representar la identidad de su “pueblo” y, a la vez, de conquistar el reconocimiento de escritores y críticos de otras naciones. En esa cartografía, el inicio de la historiografía de la literatura española presenta algunas características que cabe señalar. Una la aproxima a otras tradiciones, como a la portuguesa, la italiana o la brasileña, cuyas primeras sistematizaciones nacieron de una mirada externa al país1, textos que fueron traducidos a veces con adaptaciones y añadidos a lo largo del siglo xix. Sin embargo, otra característica introduce una diferencia importante en ese campo de relaciones, motivada por los embates políticos y sociales trabados en España desde principios del siglo xix hasta el desastre de la Guerra Civil: el enfrentamiento entre, por un lado, la defensa de la monarquía absoluta y la tradición católica y, por el otro, la de algún modelo constitucional de corte liberal y del Estado laico. Sin duda, la labor de Menéndez Pelayo construyó la consistencia de tal diferencia, estableciendo un marco de pensamiento que se prolongó durante el franquismo o, tal vez, hasta el presente. Tal diferencia se puso de manifiesto en sus textos y fue alimentada por su actuación como maestro desde los tantos cargos que ocupó en instituciones dedicadas a la investigación y preservación del patrimonio
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Una referencia interesante para acercarse a una perspectiva comparada respecto al tema es The Comparative History of Literatures in the Iberian Peninsula, de Cabo Aseguinolaza y Abuín González Domínguez (2010).
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cultural. Hay consenso entre los estudiosos sobre su protagonismo en la fundación de la historiografía literaria, tal como ya indicó Emilia de Zuleta: “El primer elemento de unidad en la obra de Menéndez Pelayo está dado por su apetencia de determinar, por vía de la historia literaria, una dirección espiritual única en el pasado español” (1974: 18). Y añade: […] a su juicio, el eje fundamental de ese pasado es el cruce de dos elementos integrados: lo nacional español y lo tradicional católico. Lo nacional español se ha ido perfilando y definiendo por sobre las diferencias, por virtud del sello romano que da fundamentos unitarios en todos los órdenes, pero primariamente por medio de la lengua. Posteriormente, esa unidad nacional se habrá de afianzar en la unidad de creencia y hallará su síntesis más cabal durante el Siglo de Oro (1974: 18).
Aunque la autora reconozca en Menéndez Pelayo “su evidente eclecticismo filosófico y su manifiesta repugnancia a aceptar sistemas rígidos o esquemas mecánicos” (1974: 18), tal “repugnancia” es con frecuencia un recurso discursivo del erudito para legitimar su concepción, su propia rigidez. Vale llamar la atención sobre cómo los comentarios del autor sobre importantes filósofos del racionalismo francés y del idealismo alemán, en lo que atañe al contexto de la confrontación de modelos de Estado arriba mencionada, le sirven para construir esa “dirección espiritual única del pasado español”. Obsérvense dos momentos de la Historia de las ideas estéticas en España. La primera afirmación de la singularidad del país se verificaría frente a la repercusión de las doctrinas estéticas de la Ilustración y, para formularla, Menéndez Pelayo articula dos argumentos. El primero arranca de su evaluación de varios críticos filiados al cartesianismo, el cual habría impulsado la vigencia de la separación de los géneros de la poética clásica y contribuido a dar rigidez al principio de las tres unidades, modo de composición cultivado en su plenitud, según el autor, solamente en Francia (Menéndez Pelayo 1994: I, 995-1017). El segundo argumento deriva de una estrategia ambivalente para reseñar el pensamiento de Voltaire: por una parte, Menéndez Pelayo da cuenta de un amplio número de sus equivocaciones, especialmente en su vejez y, por otra
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parte, le dedica elogios superlativos después de citar pasajes de su Ensayo sobre el poema épico: Debemos admirar lo que es universalmente bello en los antiguos: debemos prestarnos de buen grado a lo que era bello en su lengua y en sus costumbres; pero sería una extraña aberración querer seguirlos en todo servilmente. La religión, que es el fundamento de nuestra poesía épica, es, entre nosotros, lo contrario de la mitología. […] ¿Quién diría que este programa […] eternamente verdadero, […] había salido de la pluma de Voltaire? ¡Qué dones tan prodigiosos había recibido aquel hombre, si él no se hubiese empeñado en torcerlos y pervertirlos! (1994: I, 1023).
Un segundo aspecto de la singularidad de la fundación de la escritura de la historiografía literaria deriva de la interpretación de Menéndez Pelayo de algunas de las ideas de Hegel, aunque todo el sistema filosófico y la concepción estética del pensador son reseñadas con admiración. Considera a Hegel “el Aristóteles de nuestro siglo” (II, 178), sus Lecciones de estética, “el primero entre los libros clásicos de esta moderna ciencia” (II, 179) y expone con propiedad el eje de esa obra, teniendo en cuenta su vinculación con el sistema filosófico formulado en Fenomenología del espíritu. Véanse algunas afirmaciones: No hay belleza verdaderamente bella sino en cuanto participa del espíritu y es engendrada por él (II, 182). El arte está rigurosamente determinado por ideas que interesan a nuestra inteligencia y por las leyes de su desarrollo, sea cual fuere la inagotable variedad de formas que emplea, porque estas formas nunca son arbitrarias: toda forma no es propia para expresar toda idea y la forma se determina siempre por el fondo, al cual debe ajustarse (II, 183-184). La idea concreta encierra en sí misma el momento de su determinación y el de su manifestación exterior. Infiérese (sic) de aquí que la excelencia y perfección del arte dependerán del grado de penetración íntima y de unidad en que aparezcan la idea y la forma nacidas una para la otra” (II, 188) [subrayado del autor].
Pese a esa comprensión, Menéndez Pelayo no da la debida atención a la tesis de Hegel sobre la relación entre el arte y la experiencia
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humana de la pérdida de la inmanencia del sentido y la consecuente necesidad de preguntarse por él, raíz del nacimiento de la filosofía y de la tragedia, de la diferencia entre la plenitud de la poesía y la contingencia de la vida prosaica. Considera Menéndez Pelayo: Hay defectos, es verdad, en esta poética, como en toda obra humana. Hegel, por ejemplo, restringe demasiado el campo de las manifestaciones literarias, negando o poco menos, el carácter estético a la historia y a la elocuencia, que le parecen géneros utilitarios y prosaicos. Para Hegel, no ya la forma, sino la materia misma de la historia, es impropia del arte, porque la historia empieza cuando la poesía acaba, cuando la razón positiva y el orden social triunfan de la enérgica individualidad que campea en las edades bárbaras (II, 217-218).
Esa interpretación distorsionada de la relación entre forma y espíritu se expresa una vez más cuando afirma: Por mi parte, más encuentro que reparar en el desdén con que Hegel trata los productos de la epopeya artística, género radicalmente distinto de la epopeya primitiva, es verdad, pero que puede producir y ha producido altísimas bellezas. La injusticia es todavía mayor respecto a la novela, que no excluye ni podía excluir totalmente de la poesía épica u objetiva, pero que relega desdeñosamente al último rincón, no sólo porque suele escribirse en prosa, sino porque representa una sociedad organizada prosaicamente (II, 221-222).
Al reconocer una “injusticia” en la proposición de Hegel respecto a la novela, Menéndez Pelayo indica, en realidad, un fundamento para desatender críticamente las múltiples formas de representación de la vida prosaica2, formas que se verifican en todos los géneros literarios, objetivaciones de la pérdida de la inmanencia del sentido, múltiples modos usados por el escritor para interrogarse e interrogar el mundo. Tal actitud crítica resulta en un desequilibrio entre los parámetros 2
José Bergamín, desde su fe cristiana, formuló una síntesis clarísima del eje de esa relación necesaria entre forma y espíritu propuesta por Hegel: “En la pérdida del Paraíso acaba la poesía y empieza la novela del hombre” (2006: 102).
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adecuados para describir la singularidad de cada obra porque estimula al estudioso a concentrar su atención en los aspectos de la relación entre nación, lengua y tradición literaria y a dejar en segundo plano la especificidad de la forma. De ese modo, el autor contribuye a favorecer, en España, una sobrevaloración de la filología como método de análisis de los textos y como criterio para establecer una jerarquía de valores para enjuiciarlos. Por supuesto que el examen de tal relación se desarrolla en los demás países, pues él responde a la fundación de las distintas nacionalidades. Sin embargo, en algunas geografías donde, a la par de los estudios filológicos, comienza a cultivarse la lingüística desde del siglo xix: en Alemania, con Jacob Grimm, auxiliado por su hermano Wilhelm; con el ginebrino Saussure, en su magisterio en Francia, Alemania y Suiza. Ya en las primeras décadas del xx, surgen nuevos campos de investigación para examinar estéticamente la producción literaria: los primeros libros de Vossler —Positivismo e idealismo en la ciencia del lenguaje (1904) y El lenguaje como creación y evolución (1905)— perfilan la estilística; los alumnos de Saussure reúnen notas de sus clases y editan en francés el Curso de lingüística general (1916), texto que abre posibles relaciones entre los estudios lingüísticos y los literarios, y el húngaro Lukács publica dos obras —El alma y las formas (1911) y Teoría de la novela (1914)—, escritas en alemán, en las que desarrolla ensayos literarios orientados por las proposiciones de Hegel. En ese contexto, cabe preguntarse: ¿cuál es el perfil de la filología que impulsó Menéndez Pelayo? Una eficaz respuesta es identificarla como negación de una síntesis formulada en las anotaciones de Benjamin: “La filología è storia di metamorfosi”3 (2016: 38). En su búsqueda de la unión entre una determinada realización de la lengua y la plena vigencia de un eje espiritual de la construcción del pasado —lo tradicional católico— el erudito español puso su talento y empeño en el estudio del periodo comprendido entre la Edad Media y el siglo xvii y estableció un modelo del uso del castellano. Se trataba de congelar la lengua. Y considérese que en su exposición el autor hace constar res-
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“La filología es una historia de metamorfosis”, traducción mía.
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tricciones a muchos textos y autores de la época, permitiendo observar un ejercicio interesado en fijar una unidad lingüística que fundamenta su juicio crítico. Se oblitera la descripción de las metamorfosis que ocurren en un determinado momento o las que se suceden con el paso del tiempo a favor del “buen español”, transformándolo en parámetro estético. La autoridad de Menéndez Pelayo en la Universidad Central de Madrid, en la Real Academia de Lengua y en otras academias reales garantizó su influencia y el silencio respecto a las diferencias entre sus ideas y las de sus “discípulos” que se vincularon a proyectos de la Institución Libre de Enseñanza, cuya inspiración krausista contaba con el rechazo público del maestro, y exploraron ramas de los métodos de la lingüística al tiempo que emprendieron estudios que seguían la pauta del eminente profesor. La extendida vigencia de esa concepción castradora de la filología fue objeto de la corrosiva ironía de José Bergamín en Los filólogos, obra teatral escrita en 1925. El autor pone en escena la contraposición entre, a un lado, ellos y los críticos y, al otro, los escritores. El primer acto comienza en una lujosa biblioteca donde están los filólogos rodeados de libros enormes y de fichas. Son ellos: “El Maestro inefable Don Ramón Menéndez/El Doctor Américus/El Profesor Tomás Doble/El Neófito” (2004: 265). Este es un aprendiz que sirve los libros a los estudiosos y ya luce algunos conocimientos adquiridos cuando abre la puerta a alguien que busca cobijo: Desconocido: (Dando golpes furiosos en la puerta.) ¡Abrir!, ¡abrir!, ¡abrir!... El Neófito: (Se dirige a la puertecita, la abre, y dice al desconocido con amabilidad.) Abrir, no; abrid, con d, en imperativo. (Sonriendo.) ¿Cómo íbamos a entender si no que lo que quería era que le abriéramos? ¿Qué desea? Desconocido: (Habla cansado y respirando torpemente.) Yo… querría … refugiarme aquí y descansar un poco. También… algo caliente…; estoy desfallecido. El Profesor Tomás Doble: (Levantando la cabeza y mirando al Joven Desconocido.) ¡Qué horror! Desconocido: ¿Me compadece? Prof. Tomás Doble: No, señor; me indigno. Desconocido: ¿Por qué?
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Valeria De Marco Prof. Doble: Por su detestable sintaxis y su carencia absoluta de fonética. Desconocido: (Haciendo un esfuerzo.) Si apenas puedo hablar… Doctor Américus: (Que levanta la cabeza y le mira.). ¿Cómo va usted a poder hablar si no sabe? Y no sabe porque no le han enseñado. (Al Profesor Doble.) ¿Qué gramática habrá aprendido este infeliz? ¡Oh, esa enseñanza! ¡Qué Estado! ¡Qué Estado! Desconocido: (Disculpándose.) ¿Pero en qué estado voy a llegar, con la lluvia que me ha caído encima? (2004: 270-271).
Es una escena de humillación como las que sufren algunos escritores en el enredo de la obra. Bergamín no perdona a ninguno de los filólogos, pese a que varios exploraban ramas de la lingüística, como Tomás Navarro Tomás que inauguró el laboratorio de fonética en el Centro de Estudios Históricos y había publicado en 1918 su Manual de pronunciación española, sobreentendido en el diálogo citado. De modo menos explícito en la cita, están también dos preocupaciones de Bergamín referentes al poder de los “maestros” en la formación del lector común: la enseñanza y el Estado, palabra que entra en el juego de ambigüedades a través de la diferencia entre el uso de la e mayúscula o minúscula: Desconocido: (Llama a la puertecita tímidamente. Nadie le hace caso.) El Gramófono (sic): A, B, C, D, E, F, G, H, I, J, K, etc. (Todo el abecedario.) Desconocido: (Vuelve a llamar un poco más fuerte, sin resultado.) Gramófono: A, B, C, D, etc. Desconocido: (Llamando.) ¡Abrir!, ¡abrir, por favor! Gramófono: a, e, i, o, u: a, e, i, o, u… Desconocido: (Cada vez más fuerte.) ¡Abrir!, ¡abrir! Gramófono: B, A: B-A; B, I: B-I; B, O: B-O, B-O, B-O. Desconocido: (Desesperadamente.) ¡Por favor! Gramófono: B-O, B-O; B, U: B-U, BUUUUUUUU… (Acabándose la cuerda.) BUUUUUUUUUU… (2004: 270).
La ácida crítica de Bergamín al método de ordenar la representación fonética a través de la secuencia del alfabeto y de la composición
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de sílabas encuentra su formulación crítica en el ensayo La decadencia del analfabetismo, que nació en un evento vinculado a la enseñanza y al Estado. Como relata Penalva Candela (Bergamín 2006: 10), el texto, fechado en 1930, es una sistematización de una conferencia que Bergamín pronunció en mayo de ese mismo año en la Residencia de Señoritas de Madrid, fundada y dirigida por María de Maeztu, desde 1915, y que consideraba la Residencia de Estudiantes un modelo a seguir. Así, en el marco del ideario de la Institución Libre de Enseñanza, su objetivo era formar a las jóvenes que seguirían las carreras universitarias y, particularmente, la de maestra. Bergamín las alertó: “El orden alfabético es un orden falso. El orden alfabético es el mayor desorden espiritual: el de los diccionarios o vocabularios literales, más o menos enciclopédicos, a que la cultura literal trata de reducir el universo” (2006: 27). Para el autor, esa cultura letrada, en la cual “la letra mata al espíritu” (2006: 55), emana del poder y se reproduce por la fuerza de la autoridad de los personajes-filólogos que venían desde sus cátedras formando alumnos y escribiendo compendios, manuales y antologías para abastecer el mercado editorial y llegar a todos los niveles escolares. Ni siquiera los fundadores de la estilística —los Alonso— lograron independizarse de las prácticas filológicas heredadas. Pese a sus vínculos con los teóricos de la tradición alemana, especialmente con Leo Spitzer, se nota una gran diferencia entre las respectivas prácticas críticas. El austríaco toma un rasgo del estilo del texto literario y lo transforma en clave del ejercicio hermenéutico, interpretando la totalidad de la obra, paso que resultó en magistrales estudios, como el dedicado a Don Quijote. Sin embargo, ambos ensayistas españoles no llegan a proponer esa segunda inflexión crítica. Y, una vez más, recordemos que el espíritu libre de Bergamín lo hizo en El disparate en la literatura española4.
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Según Nigel Dennis, el texto fue escrito en la primavera de 1936, fue publicado por entregas (en junio, julio y agosto) en La Nación de Buenos Aires, y en 1940 fue editado en Séneca, en el tercer volumen de Disparadero español (2005: 10).
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A la valoración de ese perfil filológico para seleccionar textos literarios constitutivos de la nacionalidad se sobreponen en la historiografía dos prácticas de periodización que ayudan a corroborar la desatención a la forma y, en algunos casos, a justificar juicios críticos que configuran el canon. Una consiste en el traslado de dos conceptos usualmente historiográficos en distintas latitudes —concretamente, barroco y realismo— al campo del ejercicio de la crítica. De modo similar a historiadores de otros países, el primero se aplica a la literatura producida generalmente durante el siglo xvii. Son bastante conocidos los reproches de Menéndez Pelayo a casi todos los escritores considerados barrocos, actitud que le llevó a fraguar la despectiva expresión “barroquismo” (Wellek 1963: 109), usada hasta hoy con esa significación negativa, como se nota en el estigma que acompaña a José Bergamín. Un aspecto de la contestación al canon heredado del erudito es también sobradamente conocido: la resonancia de los actos de homenaje a Góngora celebrados en 1927 por un grupo de jóvenes poetas, en plan de rebeldía surrealista, y la edición crítica de Soledades preparada por Dámaso Alonso, con un gran aparato de notas filológicas, que puso el poema en circulación. El canon fue revisado y Góngora pasó a integrar la formación de los lectores. Nótese que, con bastante anterioridad, el poeta cordobés era admirado en Francia desde el xix por Verlaine y Mallarmé. El concepto de realismo es utilizado por historiadores de diversas naciones como categoría de periodización para identificar concretamente la novela decimonónica que se contrapone a la idealización romántica, pues busca capturar las complejas relaciones sociales de su tiempo, ese mundo prosaico sin héroes o heroínas, todavía exento de explicaciones de inspiración positivista como vendría a ocurrir posteriormente con el naturalismo. Aunque el concepto es ampliamente utilizado desde el final del siglo xix, cabe recordar que fue objeto de discusión cuando críticos y escritores franceses pasaron a emplearlo5. Como herramienta crítica estuvo en tela de juicio desde la década de 1920 en diferentes corrientes teóricas. Jakobson, que entendía la lite-
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Una reseña del debate se encuentra en Wellek (1972: IV, 1-20).
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ratura como sistema de signos autónomo frente a la realidad, buscaba en “Sobre el realismo artístico” (1921) distinguir las acepciones del concepto en función de la percepción de la verosimilitud por parte del autor, del lector y del historiador o de la verificación de la causalidad como principio articulador de la trama. En la corriente teórica que considera la literatura como expresión de las relaciones entre arte y contexto histórico, Lukács publicó en la década de 1930 dos clásicos ensayos “Arte y verdad objetiva” y “¿Narrar o describir?”, y un libro dedicado a La novela histórica. Para él, el concepto de realismo designa la capacidad de la novela de representar el complejo entramado de las relaciones sociales, las contradicciones del destino humano a través de personajes medianos, gente como nosotros, caracterizados por acciones que tampoco son excepcionales. Por eso, el texto realista es movimiento; no documento, obra cuyas muchas descripciones no se relacionan con el desarrollo de la narrativa. En la corriente nucleada en torno al concepto de representación de la realidad formulado por Platón y Aristóteles, Auerbach escribe durante la II Guerra Mundial Mimesis, cuyo punto de partida es la constatación de que esas poéticas de la Antigüedad clásica habrían adquirido una extrema rigidez con el proceso de asociación entre la mímesis y la separación de los estilos a partir del neoclasicismo: la dimensión de la cotidianeidad no cabía en lo sublime (o serio); se había perdido su cobijo en el estilo humilde, cristalizado como “bajo”, identificándolo a lo cómico (o grotesco). El autor recorre textos literarios relevantes de la tradición occidental para comprobar su hipótesis, según la cual la representación de la vida cotidiana sí puede tener un carácter problemático, situarse en el estilo serio o incluso trágico, como ya estaba en la historia de Cristo. Para Auerbach, el realismo pleno se sitúa en la segunda mitad del siglo xix, cuando la dimensión de lo serio, de lo problemático, de lo trágico están siempre en la vida cotidiana. En España el concepto de realismo atraviesa los siglos y no se busca aclarar en qué acepción se lo emplea. Heredado de Menéndez Pelayo, que lo utiliza para marcar la singularidad de El poema del Cid, porque correspondería a la verdad histórica frente a los recursos maravillosos de La chanson de Roland, se transformó en clave para definir la nacionalidad, en principio unificador de la tradición literaria. A
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veces se añaden sinónimos como “realismo español”, “objetividad”, “sobriedad”, caso de Valbuena Prat (1957: I, 35-50) para referirse a la misma característica del Poema. La sustitución incurre en la misma carencia de rigor crítico. No le provoca inquietud el ensayo Discurso de la novela española contemporánea, de Max Aub, en el cual el escritor toma prestado a un crítico mexicano el adjetivo “trascendente” (Aub 2004: 179) para acompañar el substantivo “realismo”, porque se daba cuenta de la insuficiencia de las usuales acepciones del concepto para referirse a una nueva forma de la novela, a una nueva relación entre el autor y la materia ficcional: “Se han acercado [después de referirse a varias obras del siglo xx] al ambiente no con afán de describirlo, sino de comprenderlo y emitir juicio, y esta es la diferencia fundamental con el naturalismo pasado: el escritor, ateniéndose a la realidad, toma partido” (2004: 179) [subrayado del autor]. Aub buscaba definir la forma de la novela de testimonio, actitud que orientaba su escritura de El laberinto mágico, así como la de otros escritores exiliados: “Posiblemente nuestra misión no vaya más allá que la de ciertos clérigos o amanuenses en los albores de las nacionalidades: dar cuenta de los sucesos y recoger cantares de gesta. Labor obscura de periodistas alumbradores” (2004: 185). Y Valbuena Prat ni siquiera se preguntó por qué Aub se puso a reflexionar sobre el tema antes de juzgarlo: “Max Aub es también autor de una especie de funambulesco Discurso de la novela española contemporánea, en que, junto a salidas de tono y apasionamiento, hay mucho y sugestivo de crítica auténtica, tanto en lo retrospectivo como en lo más actual” (1957: III, 821). La segunda práctica de la crítica y de la historiografía que oblitera la actitud de problematizar la forma de los textos es la reiterada adopción del criterio generacional como parámetro de periodización. Sin duda, la designación de una generación, como propusieron los alemanes, contribuye a esbozar una formación social de un grupo de artistas e intelectuales, a comprender el espíritu del tiempo (Zeitgeist) que sus miembros comparten, pero no siempre sus opciones estéticas para expresarlo. La primera identificación derivada de tal criterio, la Generación del 98, fue objeto de polémica, pero se legitimó con Azorín, con una serie de cuatro escritos suyos publicados en el diario ABC en febrero de 1913. El debate siguió y algunos estudiosos
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e historiadores añadieron a esa etiqueta el concepto de modernismo para formular matices estéticos, caso de Valbuena Prat, por ejemplo. Sin embargo, la práctica se instaló. Algunas de esas periodizaciones son operativas porque aluden a un contexto socio-histórico, como la del 98, por evocar la derrota militar que resultó en la reflexión sobre el estado de subdesarrollo del país frente al continente europeo. Es igualmente operativa la expresión “Generación de la República”, frente a la supuesta neutralidad política de la mayoritariamente empleada “Generación del 27”, o la jerarquía sugerida con la evocación al oro en el uso de “Generación de la Edad de Plata”. Por otra parte, esas variantes de una misma etiqueta también son operativas, pues indican la perspectiva histórica que las moldea. Vale registrar otro ejemplo: Otro de los lugares comunes que suelen citarse para darle unidad a la generación es el aprecio y ditirambo del paisaje de Castilla, como si, de pronto, Antonio Machado, Azorín, Unamuno y algunos otros hubiesen salido a la paramera y caído de rodillas ante ella. […] Lo que sucede es otro fenómeno extraño: con la generación del 98 renace el patriotismo. Posiblemente los reveses contribuyeron a ello, y el nacionalismo alemán (Aub 2004: 98).
En otras denominaciones siquiera esa alusión al contexto sociohistórico es una clave para la caracterización de un espíritu de la época. ¿A cuáles circunstancias de formación de un grupo se refieren la etiqueta “Generación del 14” y “Generación del 50” o “del medio siglo”? En este último caso, varios escritores del grupo propusieron la expresión “los niños de la guerra” como una posibilidad de identificarlos. Sin duda, ella alude a una vivencia colectiva de la Guerra Civil, a un proceso de socialización en el ambiente material y cultural de la primera década del franquismo. De todas formas, lo que sí es cierto es que esas periodizaciones no contribuyen a ofrecer trazos estéticos que estimulen al lector de los manuales a fijarse en la diversidad de formas literarias ni tampoco a establecer relaciones con otras tradiciones literarias. A veces, cuando lo hacen, como al designar a algunos escritores del 98 con el concepto de modernismo, eligen una denominación válida solamente en el contexto de Hispanoamérica y no se menciona
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su correspondencia con el simbolismo portugués o francés. De igual modo, tampoco se estimula al lector a buscar asociaciones entre su tradición nacional y las vanguardias europeas. Esta extensa exposición busca poner de relieve que las prácticas de la historiografía y de la crítica operaban en un campo ideológico conservador, nacionalista y católico desde antes del franquismo. El modelo político y económico autárquico del régimen franquista, en lo que al campo cultural se refiere, existía ya desde el siglo xix y, en ese periodo largo, solo vio suspendida su vigencia durante dos breves periodos: de 1868 a 1875 y en los seis años de la II República. Del golpe de Estado que dio fin a la brevísima I República derivó, entre otras medidas autoritarias, el expurgo de profesores universitarios que contribuirían al nacimiento de la Institución Libre de Enseñanza, cuyos programas crearon una élite cosmopolita formada en el arco del iluminismo alemán y que actuaría en la formulación y ejecución de los proyectos educacionales y culturales de la II República. Recordemos que estos no eran propiamente revolucionarios. Eran líneas de acción de corte liberal, pues promovían la alfabetización, la lectura, el acceso a la tradición española de la pintura, literatura y teatro a través del contacto con las obras clásicas, como se comprueba en los catálogos de las bibliotecas creadas en el periodo y de las obras puestas en escena en los pueblos que visitaban las Misiones Pedagógicas. Se mantuvo la distinción entre estos proyectos culturales para la mayoría y los destinados a una minoría en los centros urbanos, donde se respiraba el cosmopolitismo, se seguía el arte contemporáneo y obras de vanguardia y experimentales. Con la derrota del gobierno republicano en 1939 quedó un problema para investigar: ¿los programas de la II República resultarían en la plena integración cultural de todos los ciudadanos —aquellos que ejercen la autonomía del pensamiento crítico— y superarían la tan larga tradición de encerrarse en lo español o promoverían una modernización burguesa que reparte educación y cultura en función de la diferencia de clases sociales? Lo que sí quedó claro es que la preocupación de Bergamín por la relación entre enseñanza y Estado seguiría vigente, pues la educación formal de los futuros lectores continuaba pautada por la hegemonía de los valores de aquella escuela de filología que él quiso llevar a escena.
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Los pilares de la historiografía y de la crítica literarias adquirieron más rigidez con la represión ejercida por el régimen franquista sobre todas las esferas de la enseñanza y de la producción cultural para trabar la guerra ideológica y garantizar la victoria en las armas: la Iglesia retomó su poder sobre la educación, uniéndose a la Falange y, cuando esta perdió el poder, siguió aliada a la Sección Femenina de la Falange; se procedió a expurgos de títulos en las bibliotecas y a quema de libros; a los maestros reservaron depuraciones y una guía para sus clases publicada en la revista Consigna, editada por la Sección Femenina, y la imposición de la censura previa a toda producción cultural, que se venía perfeccionando desde el comienzo de la Guerra Civil. Y no se puede olvidar que la eficiente máquina censoria contribuía, como en otras partes, al desarrollo de la autocensura, como se puede verificar en el testimonio de Delibes sobre la composición de su novela Cinco horas con Mario y en el correspondiente expediente6 de censura conservado en el Archivo General de la Administración (AGA). Hay excelentes estudios sobre la censura y las consecuencias para la actividad del escritor, las editoriales y los libreros7. Mencionamos aquí dos de ellas todavía menos estudiadas. Una es el control de la importación y traducción de libros extranjeros8. Desconozco la existencia de estudios que sistematicen datos sobre la intervención de la censura en la entrada y comercialización de libros importados. Lo que sí hay es información de muchos escritores relatando confiscaciones de libros en los registros de maletas en las fronteras o en paquetes enviados por correo, expedientes usados para conseguir clandestinamente algún ejemplar de un título de interés, préstamos entre compañeros, existencia de una trastienda en librerías para lectura o venta
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AGA: Caja 21/17481. Expediente número 4897-66. Véanse en la bibliografía los libros de Fernando Larraz, de Ana Martínez Rus y los ensayos reunidos en la obra coordinada por Eduardo Ruiz Bautista. Registro que el número 879 de marzo de 2020 de la revista Ínsula es un monográfico dedicado a la censura en la poesía: “Verbo clandestino”. Poesía, censura y autocensura bajo el régimen de Franco. Todavía no he podido acceder a la revista. Respecto a esos dos aspectos, véanse en la bibliografía los ensayos de Gabriel Andrés, Alberto Lázaro y el escrito por Carmen Camus y Cristina Gómez Castro.
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a clientes de confianza. En cuanto a la traducción, tampoco conozco una investigación que recopile datos. Hay testimonios de editores que ratifican el sentido común: la censura no aprobaría textos que presentaran una chispa de crítica a los valores del nacional-catolicismo ni obras sobre temas de España escritas a partir de una perspectiva algo diferente de la del régimen. Emblemático es el caso de Historia de la Guerra Civil de Hugh Thomas9 que, pese a ser la primera referencia obligatoria sobre el conflicto desde 1961 y pese al perfil conservador del autor, solo se publicó en España en 1976. Hubiera sido imposible en aquellos años, cuando la obra fue traducida a varias lenguas, sustituir “Guerra Civil” por “cruzada”, como exigían los censores. Sí se publicaron textos de ficción traducidos, siempre mutilados en lo que se refería a la alusión a conflictos políticos y a prácticas sexuales, como se puede comprobar en estudios que examinan uno u otro autor. Así, esos rastros de la intervención de la censura en la circulación de libros extranjeros ponen en evidencia medidas concretas del régimen que ayudaron a mantener el aislamiento cultural del país, impuesto incluso a una minoría intelectual, dificultando el acceso a una bibliografía actualizada sobre teorías críticas e historiográficas de la literatura. La otra consecuencia desastrosa de las prácticas censorias, más difícil de superar, fue el silencio impuesto a la mayoría de los intelectuales exiliados, cuyas obras no se publicaban en el país y cuya importación estaba prohibida. Como bien demostró Fernando Larraz en El monopolio de la palabra. El exilio intelectual en la España franquista, ese silencio no fue absoluto ni uniforme a lo largo de todo el periodo y sobre él incidía la disputa por el ejercicio del poder cultural entre los intelectuales instalados en instituciones universitarias o en alguna de las reales academias y en revistas culturales para un público muy restringido en la península, revistas que colaboraban en dar en el exterior una imagen de tolerancia del régimen, al funcionar como un expediente diplomático. De todas formas, los obstáculos para la
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Vila, Henriqueta. “Hugh Tomas, hispanista e hispanoamericanista”, Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, número 821, 2018, p. 24.
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circulación de las obras de los exiliados se transformaron en problema para la historiografía literaria, generando un debate todavía vigente y que, sin duda, sea cual sea la opción adoptada por los historiadores —considerarlas en un bloque apartado del mapa literario del siglo xx peninsular o incorporarlas en las periodizaciones a él aplicadas— se imponen dificultades críticas para la comprensión de ambos conjuntos. Algunas provienen de los parámetros anteriores al franquismo, cuando adquirieron mayor rigidez y se mantuvieron al margen de las corrientes teóricas desarrolladas en el siglo xx, en distintos países e, igualmente, con distintas perspectivas ideológicas. Otras dificultades derivan de la incipiente práctica de ejercicios de literatura comparada, perspectiva tan necesaria para analizar la literatura de la era moderna, más todavía a partir de los desplazamientos forzados de refugiados desde el comienzo del siglo xx. En realidad, es una cara más de la hegemonía ideológica de lo “netamente español”, ignorando que el mundo se transformó en una enorme Babel de lenguas, ya no solamente para una pequeña élite letrada como en siglos anteriores. Obsérvense algunos casos. Es consenso que la historiografía incorporó al canon peninsular a los poetas exiliados cuya obra ya era reconocida antes de la Guerra Civil, caso de Juan Ramón Jiménez, Jorge Guillén, Cernuda, Salinas, Lorca y Alberti. En relación con los cuatro primeros se insiste en caracterizarles como poetas en permanente búsqueda de “la poesía pura”, desconsiderando la circunstancia del exilio, y no se suele mencionar la variación formal de cada uno al dialogar con poetas de otras tradiciones literarias en lo que se refiere a la figuración de la demanda para comprender el lugar de la voz poética ni la conciencia de la relación de esa voz con la degradación de los mitos clásicos. En el caso de Lorca se resalta su “popularismo”, clasificación algo despectiva que tampoco ayuda a describir en sus versos la elaboración de formas de cantares de extracción popular o la dicción de la oralidad con recursos propios del simbolismo, el expresionismo y el surrealismo, asociación esta que no se aplica exclusivamente a Poeta en Nueva York. Ya los comentarios sobre Alberti subrayan algunos aspectos vanguardistas de sus primeros libros y se pasa por encima de los escritos durante la guerra y los primeros años del exilio porque sería una poesía comprometida, voz de
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El poeta en la calle. Esa visión homogeneizadora destina a un cajón de sastre su mejor libro de poemas —Vida bilingüe de un refugiado español en Francia— por su fuerza para representar la violencia de Estado que afectó a los españoles al final de la Guerra Civil y a gente de todos los países durante y después de la II Guerra Mundial. Musée du Louvre. El Prado. Una peseta. Nada. Mais ça c’est trop, 3 francos (Il ne faut pas oublier que vous êtes un pauvre émigré.) El Prado. El Prado. El Prado. ………….. –Où est l’école espagnole? Toledo. Tú eres todo Toledo, Señor. ………. No era sólo calor lo que caía. Niebla era lo que envolvía a aquellos reyes y señores, vivos pintados personajes que involuntariamente se iban de viaje. Motores ¡Alerta, milicianos! Mientras por la amenazada neblina Se van perdiendo las Meninas Y el Carlos V de Ticiano. ¡Noche aquella sin sueño! Musée du Louvre El Prado. (¡Jí, jí! ¡Jí, jí! C’est gai) (2003: 263-264).
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Ni siquiera Alberti distingue la originalidad de ese libro de nueve poemas10. Pegando versos en español y en francés, como los surrealistas, el poeta imprime en la forma la fractura provocada por la violencia del mundo objetivo. El topos lírico del Ubi sunt, expresado en la evocación de un momento épico de la acción republicana para salvar el tesoro artístico del país, es interpretado por la risa francesa y la grandiosidad del Prado quedó reducida a la “école espagnole”. El salto arbitrario de una lengua a otra exhibe la arbitrariedad del signo lingüístico y del poder; expulsa a la primera persona del locus de la enunciación y el poeta se nos muestra desterrado de su país, de su museo, de su lengua y de su poema. No conozco antologías que escojan un texto de ese libro de Alberti y con frecuencia ni lo mencionan las historias literarias. Igual suerte sigue teniendo el poemario Diario de Djelfa, publicado en México en 194411, en el cual Max Aub reunió sus textos escritos en ese campo de concentración argelino y que, con la inclusión de los producidos en el campo de Vernet, tuvo nueva edición mexicana en 1970. Ambas obras provocan extrañamiento e incomodidad. Sin embargo, ese efecto estético no se transformó en problema crítico, ni siquiera después
10 En entrevista concedida a Benjamín Prado, Alberti declaró: “En ese libro yo quería un poco reproducir el estado de ánimo de aquellos primeros días franceses, la confusión de no saber, en realidad, muy bien dónde íbamos a ir, qué iba a ser de nosotros. Pero quería contar esos momentos tal como eran, sin demasiada literatura, digamos, reproduciendo las palabras, las pocas palabras de francés que repetían continuamente los atemorizados españoles, siempre a punto de ser enviados a un campo de concentración o, lo que era peor, devueltos a la España franquista. Bueno, pues ese lenguaje atemorizado de los emigrantes y nuestro desorden es lo que se recoge en Vida bilingüe de un refugiado español en Francia.” (Prado 1989: 95). 11 Conozco solamente una historia literaria que menciona el libro de Alberti e incluso comenta su originalidad; se trata de la de Chabás (2001: 496). Esta fue publicada en La Habana en 1952 y pudo circular en España durante el franquismo. Pese a los elogios que a ella dedican Gracia y Ródenas (2011: 425), no consideraron la apreciación positiva del poemario de Alberti. En cuanto a antologías tengo en cuenta incluso dos autorizadas obras de la década de 1990: la editada por Francisco Rico y la preparada para Cátedra por Ruiz Casanova.
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de 1963, cuando el premio Formentor fue asignado a Semprún por su novela Le grand voyage, o sea, dos años después de la gran repercusión internacional del juicio de Eichmann y de las dos novelas —Si esto es un hombre y La tregua— de Primo Levi. Desde entonces, la producción crítica sobre la literatura que representa la barbarie de los campos de concentración es objeto de un complejo debate ético y estético, pero a una de las polémicas —restringir o no el tema a los campos nazis— la crítica española pudo haber contribuido antes de la década de 1990, cuando la investigación sobre el exilio republicano y los campos cobra fuerza con la constitución del GEXEL. Se puede objetar esa observación con el argumento de que los textos críticos también sufrían el rigor de la censura, especialmente si sus autores eran exiliados12 o si se comentaban sus obras, como relata Soldevila Durante en carta a Aub, con fecha de 26 de junio de 1960: “Con lo primero que me encontré en España es con el número de marzo de Ínsula en que aparece mi trabajo sobre Ud., aunque muy mutilado por la censura, y despojado de la bibliografía y notas. El Sr. Canito, que la dirige, me dijo que podía publicarla en otro lado, completa” (2006: 130). Con el ejemplo de los dos poemarios no se sugiere reivindicar el “pionerismo” de los españoles en la búsqueda de una forma para representar la práctica de la violencia de Estado racionalmente administrada. Se trata de poner de relieve que la crítica hubiera podido contribuir al debate registrando que tal política ya estaba vigente en Francia incluso antes de Vichy; se trata todavía hoy de incluir la temática y esos textos que derrumban fronteras lingüísticas y territoriales en la formación de los lectores españoles. Otra cara del mismo problema de la crítica —no combinar la forma abstracta con las realizaciones singulares de cada texto y la incipiente práctica de la literatura comparada— se puede observar en relación con las obras narrativas escritas en la península después de la Guerra Civil. Considérese que, para rescatar la dimensión histórica de la hegemonía de las formas del género épico, es fundamental tener en
12 Examiné la documentación del AGA referente a ensayos de Cernuda y de Bergamín. Véase la indicación en la bibliografía.
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cuenta procesos de la cultura material que viabilizaron la ampliación de la circulación de la literatura con tal intensidad que esta dejó de ser sinónimo de poesía en el siglo xviii y pasó a significar novela para cualquier lector. El volcán ficcional irrumpió en Inglaterra, con su público lector alfabetizado a partir de la lectura de la Biblia y de las trasformaciones sociales impulsadas por la Revolución Industrial: alquiler de libros en los gabinetes de lectura, novelas editadas por entregas y repartidas por correo y los periódicos en formato de revistas semanales o diarios. La medida monetaria fue el termómetro para que los editores encomendaran un cierto tipo de texto y traducciones, muy frecuentemente con adaptaciones y cambios de autoría. La siguiente irrupción sucedió en Francia a partir de 1836, cuando el periódico diario abandonó la práctica de financiación por suscriptores e inauguró la publicación de ficción en la sección folletín, con el comienzo del Lazarillo de Tormes, y el gancho “sigue mañana”. A lo largo del siglo xix héroes y heroínas, con idénticos nombres, circulaban en casi todos los países de Occidente. De manera menos ruidosa se desarrolló el cuento y la crónica moderna, publicados en un espacio destinado al entretenimiento de la prensa diaria o de las revistas semanales. Así se extinguió el mecenazgo y a los escritores les tocaron las leyes del mercado. Por supuesto que en España el soporte material de la producción narrativa siguió idéntico trayecto. Sin embargo, si la comparamos con otros sistemas literarios, particularmente los de las metrópolis culturales, que evidentemente coinciden con los centros económicos y políticos, se notan diferencias en la transformación de las formas épicas que no despertaron atención de la crítica ni de la historiografía. Como analizó Habermas en Historia y crítica de la opinión pública. La transformación estructural de la vida pública, la lectura de las novelas fundadoras de la tradición inglesa fue línea de intervención eficaz para la consolidación de la esfera de la vida pública referida a la vida privada, fenómeno imprescindible para la legitimación de los valores de ascensión y manutención del poder político de la burguesía. Pamela (1740), de Richardson, con su enorme éxito, significó un giro en el espacio donde se sitúa el punto de vista del narrador: el doméstico. Jane Austen, Charlotte Brontë y escritores posteriores siguieron el modelo.
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En Francia, esa mirada presidió las obras más significativas de Balzac y Flaubert; en Brasil, las de Machado de Assis. El procedimiento de construcción de la narrativa consiste en reducir la omnisciencia del narrador y las peripecias, en concentrarse en la percepción que cada personaje tiene de los otros con los que se relaciona y de cómo se involucran en el enredo. Ese movimiento capta las tensiones y contradicciones sociales y dan densidad a la novela. Tal giro en la perspectiva narrativa se opera en España solamente en el siglo xx, con Nada, de Carmen Laforet. Piénsese en Primera memoria, de Matute; Tiempo de silencio, de Martín Santos; en todas las novelas de Martín Gaite o en Cinco horas con Mario, la mejor de Delibes. En paralelo, si se observa el cuento, se nota que la forma también se transformó a lo largo del siglo xix: fue dejando atrás las historias ejemplares, el perfil del costumbrismo o las tramas que nacían de una ruptura en la normalidad de la vida cotidiana causada por un suceso extraordinario; adquirió la concisión narrativa a través de la reducción del número de personajes y de la intensa concentración de acción, tiempo y espacio. Con esos recursos el relato sondea la dimensión psicológica del personaje, logrando sugerir relaciones entre él y el contexto social. Poe fue la fuente de inspiración para todos los escritores que vendrían, quizás porque varios de sus cuentos combinaban eventos extraordinarios con la construcción concisa que sistematizó comentando la escritura de “El cuervo”, su más famoso poema. Ese texto —“Filosofía de la composición”— fue traducido por cuentistas ilustres, como Machado de Assis, Horacio Quiroga y Cortázar. Recordemos que, en el siglo xix, lograron reconocimiento Maupassant, Flaubert, Chéjov, el argentino Esteban Echeverría, Machado de Assis o Eça de Queiroz, aunque en vida sus cuentos no tuvieron un reconocimiento equivalente al de sus novelas. En España, ese perfil de la forma del cuento solo se nota como tendencia después de la Guerra Civil y gran parte de sus autores coinciden con los que mencionamos como inauguradores del giro formal que se operó en la novela: Martín Gaite, José Fernández Santos, Ana María Matute, Medardo Fraile, Delibes, Aldecoa y otros “niños de la guerra”. Explotaron el cuento como forma legítima de experimentación literaria; no lo consideraron como primer ejercicio para escribir
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novelas, juicio que hasta hoy se observa en la historiografía. Desde mi punto de vista, es inadecuado el tratamiento dispensado a Aldecoa, pues se suelen destacar más sus novelas frente a su continua y numerosa escritura de cuentos, que presentan una consciente diversidad en la elaboración formal combinada con la composición de un mapa humano de su tiempo. La perfecta construcción de “Patio de armas”, por ejemplo, justifica su indicación en las historias literarias, su inclusión en antologías y en los libros de texto destinados a los alumnos de enseñanza secundaria y a los de bachillerato, o sea, a la formación de los lectores. La ceguera estética de las instancias culturales del poder resultó en la precaria circulación de los cuentos; la industria editorial solo los publicó en volúmenes de “cuentos completos” de cada autor a partir de 1970, para aprovecharse del público creado por el boom de escritores hispanoamericanos. Sin embargo, la escritura del “relato breve” sigue siendo considerada “menor”, ejercicio primero del novelista. La actitud sigue también desestimulando a narradores, lectores y, por supuesto, las políticas editoriales. La constatación de la transformación de ambas formas narrativas plantea un problema crítico que merece un debate. Mi hipótesis de interpretación del fenómeno se sitúa en el campo de las relaciones entre literatura y contexto socio-histórico: la asfixia material e intelectual provocada por la guerra y sus inmediatas consecuencias se manifestó en una nueva concepción del género épico. Este abandonaría la gula fabuladora de perfil enciclopédico y panorámico en favor de una épica de la menudencia. A los niños de la guerra13 les habían quitado la ilusión de una España potente, el horizonte de expectativas de futuro, la
13 O “hijos del miedo”, designación propuesta por Aub que alude al espíritu de la era Franco, aunque él la extendía a compañeros de su grupo que se quedaron en la península y tenían poder de intervención en la producción cultural. El 25 de febrero de 1972 anotó en su diario: “C[armen] Balcells se echa a temblar ante La gallina ciega. ¿Qué dirá Dámaso? ¿Qué dirá Oliver? No dirán nada. Lo que sucede es que son hijos —Carmen y sus contemporáneos— de la edad del miedo. No les quito la razón pero así no irán a ningún sitio. Se quedarán donde están. Presos. ¡Hijos del miedo!, cobardes, etcétera” (1998: 499).
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libertad de preguntar a los mayores qué había pasado o dónde estaba determinada persona. A ellos les tocaba callar o imitar a los adultos que solo miraban al suelo, como los personajes del cuento “Cabeza rapada” de Fernández Santos. El debate sobre la historiografía cristalizada durante el franquismo es todavía necesario y sería imprescindible que saliese de los pasillos de las universidades, donde han encerrado nuestras inquietudes, usando el peligroso discurso de la “especialización” impuesto desde el final de la II Guerra Mundial. Vale recordar la advertencia de Aub, la primera frase del prólogo a su Manual de historia de la literatura española: La historia es futuro: del estudiante que se enfrenta con lo que no sabe y pretende aprender, del curioso lector que busca entretenimiento. Basada en el pasado, que no se sabe exactamente cómo fue, es una reconstrucción atada al ingenio de quien la escribe, según datos, como es natural, no siempre fidedignos: que si ni siquiera las piedras siguen siendo lo que fueron y los documentos solían y suelen establecerse para favorecer a alguna de las partes, a menos que sólo sirvan para precisar fechas (2008: 29).
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Genealogía de la teoría literaria y herencias teóricas del franquismo: la estilística y la renovación crítica de los años sesenta Max Hidalgo Nácher Universitat de Barcelona/GEXEL-CEDID
La importancia de los estudios de Dámaso Alonso y de sus discípulos, y la decidida posición institucional que aquél ocupa en el campo de la ciencia de la literatura, otorgan a su obra, y a la perspectiva científica dominante en la misma —la Estilística—, la función de instrumento de control y de administrador del acceso de otros paradigmas científico-literarios, y entre ellos, y a los efectos de esta nota, del estructuralismo poético. Vidal Beneyto 1981: 21
El corte histórico que supuso la victoria franquista de 1939 tuvo trágicas consecuencias a nivel político, social y cultural. Dentro de este
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último estrato, me propongo abordar las transformaciones que supuso en los discursos de la crítica literaria y, especialmente, en las implicaciones, todavía actuantes, de la recepción y usos españoles del pensamiento literario contemporáneo en la segunda mitad del siglo xx. El lugar discursivo e institucional que ha ocupado la estilística de Dámaso Alonso posterior a 1939 —a la que podemos calificar, por su retórica y sus presupuestos, de católica— no es meramente un dato del pasado, sino que sigue teniendo efectos hoy en día a través, entre otros, de una recepción del estructuralismo y de la semiótica que los coloca en una relación de continuidad con el enfoque estilístico. En lo que sigue me propongo, pues, reconstruir uno de los principales paradigmas críticos de la época y señalar en qué sentido nuestras prácticas críticas siguen siendo, en parte, herederas de ese estado de cosas. Este texto es, por lo demás, un fragmento de un estudio mucho más amplio sobre la genealogía de la teoría literaria española contemporánea en relación con sus contactos con la crisis y transformaciones de la teoría literaria y de los estudios literarios de los años sesenta y setenta, en el que se pretende dar elementos para pensar la incidencia de esa historia en nuestras actuales prácticas críticas y nuestra concepción de la literatura (Hidalgo Nácher y Gerbaudo en prensa). Los efectos de esa historia están por todas partes. Tomemos simplemente un caso. En 2002, la revista Anthropos publicaba un monográfico titulado “Teoría de la literatura y literatura comparada” con el siguiente subtítulo: “Actualidad de la expresión literaria”. En ese mismo año, en Brasil, Leda Tenório da Motta, especialista en Roland Barthes, publicaba Sobre a crítica literaria brasileira no último meio século, libro que presentaba la historia reciente de la crítica brasileña como una lucha entre la sociología de la literatura y el textualismo. Esas publicaciones dan cuenta de los dos modos dominantes de pensar la literatura en el siglo xx, sea como documento en el caso brasileño, sea como expresión en el caso español. Esa insistencia, de lo documental allá y aquí de lo expresivo, va ligada a la remanencia de tradiciones críticas precedentes: la de la sociología de la literatura de António Cândido en Brasil y la de la estilística de Dámaso Alonso en España. Aunque es cierto que a finales de los años sesenta y principios de los setenta comenzaron a incorporarse a la crítica española, bajo el
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nombre de “estructuralismo”, “semiótica” y “textualismo”, discursos que desestabilizaban esa relación entre el adentro y el afuera del texto, entre su intención y su valor social, esa insistencia de la expresión en un volumen sobre teoría literaria en el siglo xxi remite a estratos críticos previos que han seguido activos muchas veces hasta la actualidad. De hecho, esa remanencia tiene que ver con la centralidad de la estilística, la cual, siendo el sustrato discursivo desde el que tenderá a incorporarse el estructuralismo en España, cumplirá muchas veces, tal como ha indicado Vidal Beneyto, “la función de instrumento de control y de administrador del acceso de otros paradigmas científicoliterarios, y entre ellos, y a los efectos de esta nota, del estructuralismo poético” (1981: 21). Este artículo se propone, pues, estudiar esa vía de entrada del estructuralismo, que, como veremos, tiende a no tener en cuenta la especificidad de dicho movimiento intelectual al reducirlo la mayoría de las veces a un mero epifenómeno de la estilística.
La vía académica dominante: de la estilística al estructuralismo La introducción del estructuralismo como método de análisis literario en España se dio, según Vidal Beneyto, con un cierto “retraso”, pues en los años sesenta “España sigue en los planteamientos filológicos y estilísticos” (1981: 17, 18). Podría alegarse contra este juicio que, en 1964 y en 1967, se celebraron sendos coloquios en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (uno publicado en 1967 [Problemas y principios del estructuralismo lingüístico, Madrid: CSIC], el segundo en 1971 [Historia y estructura de la obra literaria, Madrid: CSIC]). Ahora bien, además de que fueron poco divulgados, como afirma Vidal Beneyto, el primero “era mucho más lingüístico que literario” y el segundo “estuvo casi exclusivamente dominado por la perspectiva tradicional” (1981: 18). El campo de la edición confirmaría esta hipótesis. Las obras de Barthes, Foucault y Lévi-Strauss serán mayormente editadas en Méxi-
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co y Argentina por Paidós, Siglo XXI y Fondo de Cultura Económica. En España habrá que esperar hasta 1968 para que empiecen a publicarse introducciones generales al estructuralismo, coloquios y otras publicaciones sobre el tema. En 1969 aparecerá una primera referencia, de la mano de Fernando Lázaro Carreter, a la famosa conferencia de Jakobson en el Congreso de Bloomington de 1958: “Linguistics and Poetics”, conferencia que no será publicada en nuestro país hasta 1974, en Thomas A. Sebeok, Estilo del lenguaje (Cátedra). Igualmente, los Ensayos de lingüística general, publicados por Minuit en francés en 1963, se publicarán en 1975 en Seix Barral —una editorial, por cierto, que no pertenece a ese campo académico—. Por lo demás, como se observa consultando la bibliografía de Vidal Beneyto en Posibilidades y límites del análisis estructural, una parte importante de las publicaciones formalistas y estructuralistas —a pesar de los esfuerzos de colecciones como Comunicación de Alberto Corazón, Biblioteca Breve de Seix Barral y otras— vendrán de Argentina. Ahora bien, si eso es así, ¿cuál fue ese estructuralismo que se introdujo ya desde mediados de los años sesenta?
Un estructuralismo a la española La peripecia editorial de Jakobson —algunos de cuyos libros contratados en España vieron retrasada su publicación por décadas (Hidalgo Nácher y Gerbaudo en prensa)— va ligada, en el caso de Gredos, a que España no es el único espacio de edición en lengua castellana ni siempre el más importante. La competencia de editoriales latinoamericanas fue, así, fundamental. Tal es el caso de Siglo XXI, que, como afirma Jorge Herralde, “tantas frustraciones me causó al tener copados a muchos de los autores de primera fila de la época, en el ámbito del pensamiento, como Barthes, Lacan, Althusser” (2019: 17). Ahora bien, más allá de esos autores y contra el juicio de Vidal Beneyto, podría alegarse que las referencias estructurales no eran, ni mucho menos, extrañas en España, tal como señalan Francisco Rico (2003: 45) y Carlos Bousoño (1976: 103). Sin embargo, lo que distingue la lectura de Hjelmslev que hace Rico y el estructuralismo que reivindica
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Vidal Beneyto, y que en España habría entrado “con retraso”, sería la asunción de un modelo epistemológico que tomara en consideración los presupuestos fundamentales del método de Lévi-Strauss y de su afirmación, según la cual la revolución que introdujo Trubetzkoy en el campo de la lingüística implica, por fuerza, su toma en consideración por parte del resto de ciencias humanas. “Cuando un acontecimiento de tal importancia se produce en una de las ciencias del hombre”, escribía Lévi-Strauss en 1945, “los representantes de las disciplinas vecinas no solo pueden, sino que deben verificar inmediatamente sus consecuencias y su aplicación posible a hechos de otro orden” (1945: 31-32). El argumento español —que aparece como un bajo continuo en las relaciones entre estructuralismo y estilística—, según el cual se afirma la preeminencia de lo español sobre el pensamiento extranjero, olvida así los modos de lectura de los textos que, como veremos a continuación, conectan con la historia política de España y la importancia del campo religioso.
Falangismo y catolicismo La Estilística es, en fin, desde este punto de vista, solo un caso más —quizás el más consciente de serlo en lo que se refiere a la ciencia literaria— de lo que Althusser ha llamado “el más grande escándalo teórico de la historia contemporánea”. (Wahnón 1988: 498).
Al final de la Guerra Civil se da, dentro del franquismo, una pugna de poder entre falangistas y católicos que se saldó en favor de estos últimos. Junto a la cultura falangista y en contraposición a ella, los sectores católicos del régimen desarrollarán plataformas de intervención cultural, entre las que destacará el Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), creado por decreto el 24 de noviembre de 1939 como réplica ideológica de la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas de inspiración liberalinstitucionista. La revista Arbor, nacida en 1943 por iniciativa de Rafael Calvo Serer, Raimundo Pániker y Ramón Roquer, se conver-
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tirá en 1945 en órgano oficial del Consejo. Dirigida en un primer momento por fray José López Ortiz, y desde 1946 por el catedrático José María Sánchez de Muniain, sus “enemigos naturales eran los falangistas de Escorial” (Mainer 2013: 162; véase también Pecourt 2008: 86). La propuesta de Arbor consistió en sustituir el proyecto falangista por una restauración nacional-católica, tal como se lee en el artículo “Una nueva generación española” de Calvo Serer, de diciembre de 1947. Desde el final de la Guerra Civil puede seguirse, como sostiene Wahnón, el paso de la retórica falangista de Ernesto Giménez Caballero a una estilística católica que tendrá, en su vertiente teórico-crítica, a su máximo representante en Dámaso Alonso (Wahnón 1988: 16), un “católico declarado” (Blesa 2018: 38) que no puede ser leído haciendo abstracción de sus “creencias religiosas” (Blesa 2018: 51), pues Dios “es el presupuesto central” (Blesa 2018: 53) de su pensamiento literario. En ese sentido, si se trata de estudiar la genealogía de la institucionalización de la teoría de la literatura en España no es posible poner entre paréntesis unos estratos discursivos y una articulación institucional que remiten directamente al nacional-catolicismo franquista. A principios de los cuarenta fue creada una nueva cátedra de Gramática General y Crítica Literaria para propiciar el traslado de Rafael Balbín Lucas, quien fue también vicesecretario del CSIC y participó en la revista Arbor, desde Oviedo a la Universidad Central (actual Complutense), y de quien Miguel Ángel Garrido Gallardo —fundador y primer presidente de la Asociación Española de Semiótica, miembro de la International Association for Semiotic Studies entre 1983 y 1988, presidente de ASETEL entre 2001 y 2005 y figura central en la institucionalización del campo académico español de la teoría— escribió en 1980 su necrológica (1980: 345-346). De ese modo, se observa cómo la institucionalización académica de la teoría de la literatura en España estuvo asociada a una veta lingüística espiritualista que funcionó en la mayoría de los casos, como decía Vidal Beneyto, como “instrumento de control” y “administrador del acceso de otros paradigmas científico-literarios” al campo del saber (1981: 21). Para estudiarla tenemos que volver sobre la trayectoria de Dámaso Alonso.
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Dámaso Alonso y la estilística como método oficial Dámaso Alonso ha sido la gran figura teórico-crítica en la España de la posguerra y […] su método crítico y su posición estéticoteórica están muy relacionados con ciertas premisas de la cultura franquista. (Wahnón 1988: 457)
Dámaso Alonso va a ser la figura tutelar de la crítica española posterior a la Guerra Civil. Su magisterio es tan importante que Antonio Chicharro ha podido afirmar a comienzos de nuestro siglo que “es reconocido comúnmente […] como uno de los pilares de la teoría y de la crítica literarias españolas actuales” (2004: 164). Ahora bien, como se encarga de señalar el mismo autor, el trabajo de Menéndez Pidal y de Américo Castro “constituyeron un inequívoco punto de referencia comúnmente reconocido” (2004: 165) de cuyo paradigma discursivo no salió. El gesto de Dámaso Alonso —en cuyo discurso crítico “se opera”, en palabras de Vicenç Tuset, “un claro borramiento de la historia y del contexto” (2016: 114)— pasa por privilegiar el estilo frente a un método de la historia literaria que olvida o relega a un segundo plano la dimensión artística de la literatura. Como ha señalado Wahnón, “ha sido la gran figura teórico-crítica en la España de la posguerra” y “su método crítico y su posición estético-teórica están muy relacionados con ciertas premisas de la cultura franquista” (1988: 457). Y en la lectura crítica de Miguel Casado, “él, que en su juventud había traducido a Joyce, apareció después como cerebro de una oscura nacionalización humanista de la poesía española que la abocó a un estéril tradicionalismo” (2004: 22). Una nacionalización que implicaba también un “nacionalismo religioso” (Pérez Lasheras 2011: 155). Formado en el Centro de Estudios Históricos, catedrático de la Universidad de Valencia y, desde 1939, de la Universidad Central (posteriormente llamada Complutense) y presidente de la Real Academia Española entre 1968 y 1982, su figura permite, de hecho, conectar tres tiempos de la crítica literaria española: el de la República (con la publicación de La lengua poética de Góngora, en 1935), el de la dictadura franquista (con la publicación de La poesía de san Juan
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de la Cruz en 1942 y la aparición de una estética asociada a los postulados del nuevo régimen) y el de la renovación teórica del último franquismo (a través del trabajo editorial llevado a cabo en Gredos y la introducción de un cierto estructuralismo). En ese sentido, algunas de las vetas que se observan en el estructuralismo español —marcadas por las problemáticas de lo “humano” y de la “expresión”— entroncan con ese recorrido. En un contexto de positivismo e historicismo, su estilística supone una reivindicación de la especificidad del texto literario. La ambigüedad del problema de la expresión, que comunica dos órdenes diversos, tenderá de esa manera a privilegiar el polo de lo inefable después de la Guerra Civil pasando del problema de los recursos expresivos al de lo expresado. En relación con este giro, cabe sostener con Tuset que “la Guerra Civil y la larga dictadura que la siguió imposibilitaron” la continuidad de un proyecto crítico marcado por una “ruptura” que supone, con el franquismo, “su eclipse, y no su consolidación internacional”: “el cambio de actitud de Alonso respecto a Saussure, la campaña que alienta y protagoniza para minimizar la significación del pensamiento del ginebrino, funcionan como una suerte de prueba por contraste de ese quiebre” (2016: 129). Bien podría calificarse esta corriente, por todo ello y tal como se configura después de la Guerra Civil, de estilística católica (“estilística existencial” la llama José-Carlos Mainer [1983: X]), ya que puede ser leída como una transposición de categorías heredadas del catolicismo que arrancan y desembocan en el misterio. El método del crítico —sustentado en “el conocido idealismo lingüístico croceano-vossleriano” (Chicharro 2004: 165)—, al fundamentarse en la intuición, es, finalmente, un método autoritario e indiscutible, ya que sobre el misterio no es posible discutir racionalmente. Escribe Dámaso Alonso: El método que hemos empleado para estudiar a Garcilaso ha sido el que podemos considerar como el más general estilístico, y le hemos aplicado en el vértice mismo donde se concentra el misterio de la forma poética: el punto de unión del significante y el significado. El día en que ese contacto surgió, la obra fue. Cada vez que se produce ese mágico engranaje, se revive, se vivifica el momento auroral de la creación poética:
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sí, en cada lector se opera el milagro (en dirección inversa a la creación). Ése es el punto central a donde debe converger, principalmente, toda investigación literaria. Ésa es la cámara secreta de la producción de la obra de arte, la célula fotoeléctrica de la estupenda metamorfosis (1950: 121).
Puede observarse aquí el tono bíblico (“la obra fue”) y la insistencia en el origen, la magia, el “eterno misterio de la poesía” (9) (“tratar de explicar la poesía de Garcilaso o cualquier gran poesía, es bucear en el misterio” [105]) y el “milagro”. O el anti-científico al referirse a Garcilaso: Pero, ¿por qué, Dios mío, por qué la voz de Garcilaso siempre tan cálida, tan lánguida, tan apasionada, por qué en este momento adquiere este hervor de lágrimas en el fondo, por qué cuatrocientos años más tarde aún nos deja pensativos con ansias de asomarnos a alguna infinitud, a unos bellos ojos de mujer, al cielo estrellado, al mar inmenso, a Dios? ¡Tiremos nuestra inútil estilística! ¡Tiremos toda la pedantería filológica! ¡No nos sirven para nada! Estamos exactamente en la orilla del misterio. El misterio se llama amor, y se llama poesía (104).
Sin embargo, antes de la Guerra Civil, en La lengua poética de Góngora (1935) —que retomaba su tesis doctoral de 1928 sobre la Evolución de la sintaxis de Góngora—, desde una posición cercana a Spitzer, partía de presupuestos mucho más cercanos al materialismo. “Lo primero que habría que hacer”, escribía por entonces, “sería estudiar científicamente y con absoluto desapasionamiento, si de verdad existe tal cambio y, caso de existir, penetrar su intensidad y su alcance” (1961: 15). En aquel momento, el crítico presentaba un método eminentemente analítico que, como ha señalado Tuset, rompía con el menendezpelayismo para situarse en consonancia con los planteamientos herederos de la Institución Libre de Enseñanza (2016: 115116). Ahora bien, su libro sobre san Juan de la Cruz supone el paso de una vertiente formalista —que podría asociarse incluso a un cierto materialismo— a un misticismo autoritario que conecta directamente con la ideología nacional-católica del régimen. Como ha señalado Wahnón, “esa oscilación contradictoria entre positivismo —ideología progresista burguesa— y misticismo —resabios de tradicionalismo
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ideológico— […] caracterizaría lo más granado de su producción crítico-teórica” (1988: 454). Antes de la Guerra Civil, el crítico se apoyaba en una actitud científica (“ninguna alusión a lo incognoscible e inefable de lo individual, ninguna tampoco a los límites de la ciencia, ni siquiera ninguna a lo necesario de la intuición para completar el análisis como en cambio sí se encuentra en Spitzer” [Wahnón 1988: 462]); ahora bien, esta actitud se difumina tras la Guerra Civil. La poesía de san Juan de la Cruz (1942) —libro editado por el CSIC y galardonado con el Premio Fastenrath, de la Real Academia Española— tiene, según Wahnón, “una significación […] crucial” (1988: 451) tanto en la trayectoria del autor como en el panorama crítico de la época. Su prólogo es ya elocuente. En él cita las palabras de Menéndez Pelayo refiriéndose a san Juan de la Cruz y al “religioso terror” que infunde al “maestro” el contacto con unas Canciones espirituales por las que “ha pasado el espíritu de Dios, hermoseándolo y santificándolo todo”. Juzgar al santo español con la “admiración respetuosa con que juzgamos una oda de Píndaro o de Horacio”, continuaba Menéndez Pelayo, “parece irreverencia y profanación”. La irreverencia, se entiende, de tratar como pagano algo que es católico y cristiano. Y enlazaba: Es el mismo espanto que yo —con mucho más motivo— había sentido siempre: Creía que ante la poesía de San Juan de la Cruz lo mejor era admirar y callar. Y esto es lo que quise hacer primero, en estas fiestas conmemorativas de 1942. Fui requerido varias veces para hablar, y me negué siempre. Mas llegó un ruego, que podía ser mandato, y no tuve otro remedio sino obedecer. De unas lecciones universitarias, en Valladolid y en Madrid, ha nacido este librito (1942b: 17-18).
En ese prólogo se cifra la nueva relación de la academia y de la crítica literaria con el poder político: la servidumbre. El “ruego, que podía ser mandato” es el que rompe un silencio que es, al tiempo, el espacio propio de lo sagrado. Dámaso, con ese libro, da voz a ese discurso divino, dejándonos en las orillas del misterio (“nuestra posición ha de ser la de contempladores lejanos de la deslumbrante belleza de estas vislumbres; no la de inquisidores de sus incógnitas” [1942b: 19]):
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La poesía es, de todas las actividades de los hombres, la que más lleva en sí la huella de un origen divino. Y a la poesía recurre San Juan de la Cruz, y poesía han sido siempre en la mística de todos los tiempos los intentos descriptivos de los estados de unión. Mas, ay, la poesía, aun la más alta, no puede dar tampoco sino sombra de una luz, recuerdo de un recuerdo. Sensaciones, sombras, accidentes: eso es todo. Y allí queda en el fondo la esencia última, intacta, intangible (1942a: 116-117).
Se lee en el apartado “Final” del libro: “Desde esta ladera del otero, casi aún en el fondo del valle, hemos querido escudriñar la cima de la poesía de San Juan de la Cruz. Hemos utilizado los recursos de la historia y la crítica literarias, ¡bien pobres instrumentos!” (1942b: 176). Presentando una epistemología literaria acorde con la antropología católica del franquismo, el crítico adopta una actitud de servicio y desconfía del entendimiento y de la razón. Al final del camino, llegamos a las puertas del misterio: Porque yo hablaba del lado humano, desde esta ladera. Y después del análisis, al final del camino, nos encontramos con el muro ingente, con la puerta cerrada que sella el prodigio intangible de lo poético, infinitamente más cerrada aquí e impenetrable, pues no son sino operaciones divinas lo que se encierra detrás (1942b: 178-179).
A partir de ese momento, en su escritura empiezan a proliferar el “misterio”, el “temblor”, las “vibraciones del alma”, el “estremecimiento” y los “secretos”. La literatura es misterio, y “nadie nos revelará nunca el misterio de la poesía” (1952: 511). Fue entonces cuando, como ya señalara Lázaro Carreter, la estilística literaria española se apartó de la vía científica para abrazar el idealismo (1985: 206-207). Alonso, catedrático de Filología Románica de la Universidad de Madrid desde 1940, sucediendo —sin pasar oposiciones— a Menéndez Pidal (Wahnón 1988: 468), escribe su libro sobre san Juan —el cual “está en la base, en el origen, de la renovación estética y crítica de la España de la posguerra” (Wahnón 1988: 480)— por obediencia. Túa Blesa ha mostrado, por lo demás, cómo “los símbolos de los místicos van siendo trasvasados al discurso de la teoría” (1999: 17) en Poesía española. Ensayo de métodos y límites estilísticos (1950). Los tres
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tipos de conocimiento a los que se refiere Dámaso Alonso (el del lector, el del crítico y el científico) son a su vez una traslación de los tres estados o vías de la mística para alcanzar la fusión divina (Blesa 1999: 18). Como expone Blesa, “la emoción de la lectura abre una pregunta sobre su origen y éste no es buscado en lo leído, sino que se desplaza a otro lugar, a Dios, a la noción de Dios, que estaba ya desde antes en el ‘alma’ del propio teórico” (1999: 21). Las implicaciones políticas de ese modelo teológico saltan a la vista en un país bajo la dictadura de Francisco Franco, “Caudillo de España por la gracia de Dios” (Blesa 1999: 19). La crítica a la ciencia que trasluce en su escritura —y, particularmente, en el fragmento anteriormente citado sobre Garcilaso— forma parte de una concepción mística del conocimiento: El problema de los métodos científicos para el conocimiento de lo literario está en pie: el castillo no ha sido ganado. Hemos girado en torno a él, hemos recorrido sus muros, sus rondas, sus arrabales. Sólo la intuición, sólo las saetas silbadoras salvan los muros y llegan hasta la interior morada. Allí reina la luz (Alonso 1950: 595).
Por todo ello, Blesa puede concluir que la estilística de Poesía española “es una teoría a lo divino; una búsqueda de la unión mística de lo físico y lo espiritual, de lo divino; una teoría de la presencia que no puede vislumbrarse desde el espacio de la lectura sin más, sino por la senda de la creencia, de la intuición” (1999: 24). Dicha estilística quedaba subordinada así “a un algo superior e inexplicable” al tiempo que pasaba a ser el discurso crítico “exclusivo del ámbito universitario durante casi dos décadas” (Wahnón 1988: 420), ya que suponía, como método, “el momento en que toda ambición científica debía detenerse para dejar paso a la fe” (1988: 497). Antonio García Berrio, Miguel Ángel Garrido Gallardo y Tomás Albadalejo se referirán a ella desde la nostalgia y la admiración (Pino Estivill 2018: 200). Vidal Beneyto, por su parte, ha mostrado cómo la centralidad de la estilística en los cincuenta y los sesenta la convirtió en el discurso mediador para la introducción de otros paradigmas; y, en ese sentido, Tuset ha señalado cómo la estilística cumplió una función de
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obturación en la recepción del paradigma estructural (2015: 65). La paradoja consistiría en que esas tempranas recepciones institucionales del estructuralismo “terminan constituyendo espacios de resistencia a su penetración efectiva” (Tuset 2010: 2). En tanto que el estructuralismo será introducido principalmente, en el campo literario español, por la mediación de la tradición estilística, se entienden las dificultades que tendrá para introducirse en tanto que discurso o paradigma. Como afirma el propio Tuset, en España lo más frecuente será observar que un texto o un concepto se recibe con su refutación incorporada, y hasta algunas veces la refutación será usada por los detentadores de la hegemonía cultural para tratar de evitar la circulación de un concepto antes incluso de que éste haya podido dar algún fruto positivo (2010: s. p.).
Sustratos discursivos Lo dicho hasta ahora obliga a reconocer que la renovación estructuralista de finales de los años sesenta no puede entenderse sin conectarla con el estado del campo y las prácticas críticas heredadas del periodo anterior. Pues, lejos de suponer una ruptura radical, la mayoría de las veces esas novedades teóricas se encabalgarán con las anteriores perspectivas. Como puede apreciarse consultando su catálogo, las dos vías fundamentales de la Biblioteca Románica Hispánica —fundada en 1949 y dirigida por Alonso— de la editorial Gredos son la estilística y la estrictamente lingüística. El estructuralismo que introducirá y promoverá Gredos estará en continuidad con los trabajos de la estilística de los Alonso, por un lado, y con la lingüística de Alarcos Llorach, por el otro. Autores como André Martinet y Louis Hjelmslev serán así introducidos y leídos en dos campos paralelos: el de la lingüística estricta y, por mediación estilística, el de los estudios literarios. La lectura que se hace de los nuevos autores desde ese sector de los estudios literarios tiende a interpretar el estructuralismo, como ha estudiado Tuset (2010, 2015, 2016), como una continuación de la estilística, omitiendo de ese modo su especificidad. Tuset ha mostra-
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do cómo la recepción que hace Alonso de Saussure, especialmente, a través de Poesía española, ensayo de métodos y límites estilísticos (1950), donde considera su teoría del signo lingüístico “tan aséptica como plana, pobre” (1950: 22) y acusa al lingüista de descuidar la “boscosa hondura de la realidad idiomática” para sustituirla por la “apariencia de un solo corte plano” (1950: 19), obtura sus potencialidades al amalgamarla con una estilística idealista local de raigambre crociana (Tuset 2015: 70). De ese modo, como escribe el crítico al comienzo de su prólogo, “el lector comprenderá en seguida cuán insalvable abismo nos separa de la teoría saussuriana” (1950: 19). Para él, “el lenguaje es un inmenso complejo en el que se refleja la complejidad psíquica del hombre”; y, frente a la arbitrariedad del signo lingüístico, sostendrá que, “para nosotros, en poesía hay siempre una vinculación motivada entre significante y significado” (1950: 31-32). Esa relación de motivación, como se ve, Dámaso Alonso la toma de Benveniste (1950: 599-603); ahora bien, al hacerlo, la psicologiza. Como señalaba ya Carmen Martínez Romero con relación al periodo 1965-1974, “a diferencia de la crítica sociológica, donde, como veremos, la tradición apenas era significativa, en la crítica inmanentista, el principio teórico básico, defendido fervientemente por la renovación: el inmanentismo analítico, se encontraba con una herencia consolidada gracias a la labor realizada por Dámaso” (1987: 450-451). De ese modo, Lázaro Carreter, García Berrio y Bobes Naves “recogen la herencia teórica de formalistas, estructuralistas y semiólogos, aunque sea Berrio el que mayor importancia concede a los formalistas, Lázaro a la poética jakobsoniana y Bobes a la semiología. Como presupuestos básicos de la renovación, van a defender unánimemente: el inmanentismo analítico y la descripción de la obra literaria” (1987: 453-454). Esa recepción privilegia la vía estrictamente científica y descarta no solo el estructuralismo filosófico, periodístico y literario (Milner 2008) —con sus derivas “posestructurales”—, sino también el proyecto recién referido de Lévi-Strauss de refundar teóricamente las ciencias humanas. De ese modo, la tradición estructural que viene, por lo menos, de la publicación en 1951 de la Fonología española de Alarcos Llorach es estrictamente lingüística y pre-lévi-straussiana. El
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estructuralismo, en sus versiones ontológicas o más radicales, suponía una revolución epistemológica que rompía con la oposición entre ciencias humanas y ciencias naturales (Pardo 2001) y, en el campo de los estudios literarios, volvía sumamente problemática la distinción entre lectura interna y externa que había comandado la valoración crítica de Wellek y Warren en su Teoría literaria publicada por Gredos en 1949, distinción que estructuraba el campo crítico español de los años sesenta, dividido entre los defensores de la estilística y los de la crítica sociológica y marxista. De ese modo, la recepción del estructuralismo en España tenderá a amalgamarse con la estilística, hasta el punto de que, en muchas ocasiones, se denegará la especificidad del estructuralismo. Esa veta hará que las interpretaciones metafóricas, creativas o no disciplinarias de los conceptos de la lingüística, vinculadas al grupo Tel Quel, a la obra de Barthes y a la deconstrucción, queden comúnmente fuera del radio de recepción de una academia que tenderá a privilegiar una continuidad estilística que insiste en la necesidad de conectar la disciplina literaria con la lingüística. No es extraño, por ello, que en muchos de los textos precursores de esta institucionalización aparezcan referencias a la “ecuanimidad” (Alvar 1975: 10) y a la continuidad teórica al lado de críticas al radicalismo y a unos supuestos excesos teóricos que serán compartidos tanto por aquellos historiadores detractores de la teoría como por la mayoría de los propios teóricos de la literatura. Por todo ello, en los sectores literarios dominantes del campo académico español se interpretará el estructuralismo —cuando no sea directamente rechazado— como una continuación de la estilística y se privilegiará una continuidad de enfoques inmanentistas entre los que se incluye la estilística, el new criticism y el estructuralismo.
Semiótica y estructuralismos estilísticos La introducción de la semiótica en España correrá la misma suerte, sobre todo, en lo relativo al hispanismo. María del Carmen Bobes Naves publica en Gredos, en 1973, La semiótica como teoría lingüística. Se trata, en realidad, y como la autora afirma en el prólogo, de una
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revisión de un trabajo de 1965 para conseguir una cátedra universitaria. En este libro, como señala Bobes Naves, “nos hemos limitado a la Semiótica que analiza la lengua como sistema de comunicación social, y hemos dejado aparte la Semiótica que analiza otros sistemas de signos, incluido el sistema de signos literario” (1983: 9). La versión dominante de dicha disciplina en España estará en continuidad con los presupuestos epistemológicos de la estilística. Así, la autora presenta la lengua “como creación humana” y como “exponente de un espíritu individual y colectivo” (1983: 35). Años después, en 1999, Bobes Naves presentaría tanto el estructuralismo de Saussure como el estructuralismo checo “como un movimiento positivista y antihistoricista (aunque no antihistórico)” (1999: 36). Y sostendría que “frente al postmodernismo, la semiología mantiene la fe en los proyectos científicos, como hace el estructuralismo, y ofrece uno propio a partir de unos presupuestos propios” (1999: 32). El eje de partición era claro: Podemos oponer estructuralismo y postestructuralismo, o modernidad y postmodernidad por un criterio: el estructuralismo es un conjunto de proyectos sistemáticos y científicos (que se prolongan en la semiótica, desde otros presupuestos y con un ámbito más amplio), mientras que los postestructuralistas niegan la posibilidad de cualquier proyecto científico (y también ético, social, político, etc.) (1999: 49).
Ahora bien, el problema de esta clasificación —aparte de la enorme sombra (Trías 1969) que arroja sobre las singularidades de los movimientos contemporáneos— es que ese “estructuralismo” es en ocasiones difícil de distinguir de un pensamiento “pre-estructural”. Cabe ver, en ese sentido, que cuando dicha crítica nombra la “modernidad” frente a la “posmodernidad”, está en realidad defendiendo un régimen representativo bastante cercano al espacio de pensamiento de la “modernidad” nacional-católica de la España eterna: La modernidad con su tendencia a la secularización había abandonado la idea de Dios pero no la de transcendencia y admitía que la vida y la historia tenían un sentido en la verdad, en el progreso, en la seguridad. La
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postmodernidad quiere prescindir de la idea de transcendencia en absoluto y, según Lyotard, la estética se convierte en el fundamento de todo, incluida la ética y la ontología. Los efectos que una y otra posición tienen sobre la creación artística son inmensos: la modernidad aprecia el genio, la creatividad, la forma, la voluntad de estilo; la postmodernidad desestructura el espacio de la representación, descompone las coordenadas de referencia y de significación, niega los privilegios de la originalidad, no admite que el arte sea revelación o mensaje, se interesa menos por la intención del autor o por el sentido de la obra que por los efectos sociales que produce (teoría empírica de la literatura) (1999: 50).
Esta caracterización le permitía hacer una presentación sui géneris de una semiótica —que aquí hemos calificado como semiótica española— humanista: Después del historicismo y del estructuralismo, el siglo xx se orienta hacia los llamados movimientos postestructurales, que, a excepción de la semiótica, se niegan a considerar el Yo como una realidad constante y bien delimitada, o una unidad esencial del conocimiento (psicologismos), se inclinan hacia el irracionalismo (negación de la razón como guía) y también denuncian el peligro de limitarse a la palabra (logocentrismo), que es una construcción del sujeto con la que suple a la historia, que es realmente inasequible al conocimiento (1999: 33).
La semiótica aparecía así caracterizada como una disciplina basada en las categorías tradicionales (pre-estructurales) de autor, obra y lector: En el momento en que la teoría literaria concibe la obra como elemento intersubjetivo en un proceso de comunicación, es decir, en cuanto reconoce (ya lo había hecho la historia) que hay un autor que canaliza las fuentes (intertexto, contexto) hacia unas formas y un sentido inteligibles que proceden de su propia libertad y del modo en que concreta unas estructuras generales del genio (ya lo hizo el estructuralismo), y reconoce también que hay un lector que interpreta desde su propia competencia el texto, descubriendo en él diversas posibilidades de lectura, estamos ante un nuevo paradigma, el semiótico (1999: 51).
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Llama la atención cómo el genio, la obra y la libertad se constituyen en cierre de un discurso en el que la inteligibilidad y la comunicación aparecen, más que como problemas, como presupuestos discursivos. El gesto de Bobes Naves consistía, pues, en tomar algunos elementos de la semiótica y del estructuralismo para integrarlos en un discurso que no es ni semiótico ni estructural —por lo menos allende las fronteras de España—. Baste observar el énfasis en la creencia —de indudable substrato cristiano— con la que define la autora la semiología: La semiología, situada cronológicamente entre los postestructuralismos y los postmodernismos, no tiene nada que ver con ellos: sigue creyendo en los proyectos científicos como posibilidad para el conocimiento, sigue creyendo en el orden que se realiza en una sintaxis determinada, cree también en el sentido de las creaciones humanas y en los contenidos semánticos de los signos de la cultura, y en las relaciones de “verdad” que proceden de la identidad de los relatos con la realidad, a través de los sujetos emisores y receptores de los textos, es decir, en la pragmática (1999: 51-52).
La pragmática es, así, la que permite ir más allá de un estructuralismo de raíces estilísticas sin salir del círculo divino del sentido. Ese mismo movimiento regresivo se reconoce, por lo demás, en la síntesis histórica que construye en esas páginas, en que considera los movimientos teóricos del siglo xx como una crítica a “los conceptos básicos de la cultura moderna”, pero que no pueden menos que producir “las reacciones que darán lugar al resurgimiento de la retórica, de un nuevo concepto de la historia de la literatura, de la estilística, etc.” (1999: 34). El demonio de la teoría desembocaría así en la vuelta de un sentido común que, en determinados ámbitos, nunca dejó de estar ahí, pero el cual hay que aceptar, a la vista de lo dicho, que tiene evidentes raíces históricas, religiosas y políticas. De hecho, en esta vía la incorporación de la pragmática permitiría superar las derivas del postestructuralismo, vistas por lo común como sumamente perniciosas. Y ese cierre que permite seguir morando “en las pretendidas evidencias del yo” (Lévi-Strauss 1964: 361) llega hasta
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el día de hoy en dicha escuela filológica, y se aprecia, por ejemplo, en el volumen de Anhtropos referido al comienzo.
Posibilidades y límites del análisis estructural En 1981 Vidal Beneyto volvía sobre algunos de los textos fundamentales en torno al análisis que llevaran a cabo Jakobson y Lévi-Strauss sobre “Les chats” de Baudelaire para responder a “una incapacidad” (1981: 9): la que él, en tanto que científico social, experimentaba a la hora de “tratar esa materia prima de nuestra indagación —habría que escribir de toda indagación social— que es el lenguaje natural” (1981: 10). Por ese gesto, Vidal Beneyto restauraba la centralidad de los planteamientos de Lévi-Strauss y de su apuesta metodológica de 1945: Nuestro país, atrincherado en esa inopia y en esa rusticidad —los integristas las motejan patrióticamente de sabia ignorancia— que están probando ser compatibles con dictaduras y democracias, y que dicen que nos salvan de guerras y progresos, se evitó el largo e inane decurso. Ahora bien, si todas las Ciencias del Hombre y de la Sociedad tienen en común ese inesquivable “primer grado” comunicativo que corresponde a la trama sígnica de los lenguajes naturales, parece inevitable que la lingüística a un nivel, y la semiótica-semiología a otro, sean por antonomasia las llamadas a ejercer funciones de esclarecimiento (1981: 11-12).
El sociólogo apostaba por una presentación razonada de la vía científica del estructuralismo, tomando distancias del eco que lo “convirtió en una moda parisién”, lo que le llevó a tener “una amplia circulación ideológica, que provocó tempranas y saludables reacciones” (1981: 13). Igualmente, el autor entendía que “la impugnación frontal de la historia, la voluntad de evacuar al hombre (o, cuando menos, de minimizar su presencia) del proceso social eran a prioris indiscutiblemente ideológicos, que fueron justa y precozmente denunciados”. Se trataba, por lo tanto, de presentar el estructuralismo “no como una fórmula maravillosa y revolucionaria, sino como un instrumento que ofrece posibilidades pero que tiene límites” (1981: 14).
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El autor comprobaba que “en España, y precisamente a partir de la última década, la perspectiva estructural en el análisis lingüísticoliterario se establece sólidamente” (1981: 15), pero también de modo tardío. Por eso, su relato difiere del de Garrido Gallardo, quien sostiene que entre 1962 y 1969 priman en España los formalismos estructuralistas. Vidal Beneyto afirma que, por el contrario, hay que esperar a la década de los setenta para que irrumpan el estructuralismo y la semiótica “de forma múltiple y por caminos inesperados” (1981: 19). Se trataba, en efecto, de dos definiciones del estructuralismo. Una primera (que podíamos denominar como estructuralismo español y que bien podría calificarse en algunos casos como estructuralismo católico o estructuralismo espiritualista) se establecía en continuidad con la estilística; la segunda, en cambio, bebía de las aportaciones de LéviStrauss (cuando no de sus discípulos más heterodoxos) y, en España, se asociará a veces a los movimientos contraculturales, estableciendo relaciones con lo que se conocerá como el neo-nietzscheanismo. En el marco de esa polémica, Vidal Beneyto apostaba, como se ve, por un estructuralismo científico que no sucumbiera a la moda. Ahora bien, la crisis epistemológica que supone el estructuralismo literario en Francia no se traspasará a los estudios literarios españoles, sino que quedará reservada a algunas perspectivas filosóficas que raras veces son movilizadas en las aulas de literatura. Así, aunque contamos con lecturas muy agudas de la revolución lingüística y estructural —basta leer Estructuralismo y ciencias humanas de José Luis Pardo o Lingüística fenomenológica de Felipe Martínez Marzoa para convencerse de ello—, estas lecturas, muy posteriores en el tiempo al momento en que el estructuralismo fue un movimiento de vanguardia, forman parte del corpus de la filosofía y no del de la teoría literaria.
La institucionalización de la Teoría de la Literatura La institucionalización del campo de la teoría va ligada a esta misma genealogía. En 1983, con la reforma universitaria de José María Maravall, los catedráticos de Gramática General y Crítica Literaria tuvie-
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ron que escoger entre una de las dos nuevas áreas de conocimiento que surgían: Lingüística General (que integraba en su seno la antigua Gramática General) y Teoría de la Literatura (que sustituía a Crítica Literaria y que en 2001 se convertiría en Teoría de la Literatura y Literatura Comparada), lo que propició un efecto de continuidad teórica en el que se privilegiaron las continuidades sobre las discontinuidades (Martínez Romero 1987: 452). Y algo similar ocurrió con la semiótica, que formó un tejido institucional en España en los años ochenta. Aunque su implantación fue algo tardía respecto a otros países como puedan ser Italia, Argentina o Brasil, en los años ochenta la semiótica cumplió en España la función de paraguas de la renovación teórica. Fue fundamental, en ese sentido, la creación de la Asociación Española de Semiótica, cuyo primer congreso se celebró en junio de 1983 en el CSIC (Madrid). Coordinado por Miguel Ángel Garrido Gallardo, el congreso supuso una primera tentativa de articular un campo semiótico en España. Ahí sostenía Garrido Gallardo (“lejos queda ya el fructífero mito de la obra en sí” [1984b: 10]) la necesidad de considerar la dimensión pragmática antes de afirmar, en el post-scriptum de las actas, que “a la ‘deconstrucción’ […] apenas se la menciona ni para polemizar” (1984b: 22). Esta afirmación relativa al primer congreso de semiótica celebrado en España es tan solo una muestra de cómo estas semióticas españolas serán profundamente reacias a las interpretaciones metafóricas, creativas o no disciplinarias de los conceptos de la lingüística, lo que hará que las teorías vinculadas al grupo Tel Quel, al textualismo y a la deconstrucción queden comúnmente fuera del radio de recepción de una academia que tenderá a privilegiar una continuidad estilística que insiste en la necesidad de conectar la disciplina literaria con la lingüística. No es extraño, por ello, que en muchos de los textos precursores de esta institucionalización aparezcan referencias a la “ecuanimidad” (Alvar 1975: 10) y críticas a unos supuestos excesos teóricos que tienden a identificarse con el postestructuralismo, el anti-humanismo y la deconstrucción, y que todavía aparecen referidos en el prólogo a la última historia de la literatura española (Mainer 2011). Excesos que, desde otro punto de vista, aparecen como la proyección fantasmática del antiteoricismo. Con relación a ello, Nora Catelli ha afirmado que
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la creación del área de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada “se debe, precisamente, al rechazo de la teoría. Al no poder suprimirla, la universidad española la encapsuló” (2015: 131). Ese rechazo de la teoría tendría su versión extrema —y compartida tanto por el hispanismo español como por la gran mayoría de los teóricos de la literatura españoles— en el rechazo a la deconstrucción, al que se refería la propia Catelli en una conferencia en 1987: En nuestro campo, la función de la filología es demostrar, por vía del apaciguamiento de todas las aristas, que todo es legible cuando el sentido común se impone, que ninguna “versión” del texto es perversa, sino que tan sólo se aleja para volver al canon, y que la función del canon, al revés de lo que suele afirmarse, no es la de anatematizar sino la de integrar (1987: 30).
Con todo ello, se entiende cómo desde los sectores dominantes del campo literario académico se interpretará el estructuralismo —cuando no sea directamente rechazado— como una continuación de la estilística y se privilegiará una continuidad de enfoques inmanentistas entre los que se incluye la estilística, el new criticism y el estructuralismo, y cómo la historia de los discursos, que está atravesada por la historia política, atraviesa a su vez tanto la literatura como el trabajo crítico e historiográfico.
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Nostalgia del imperio: literatura filipina y franquismo Rocío Ortuño Casanova Universiteit Antwerpen
Todos los años, en noviembre, desde 1966 hasta 1981 se podía leer en el diario ABC una esquela colectiva en la que, tras un creciente listado de escritores conservadores, aparecía el epígrafe “y demás poetas y escritores fallecidos que colaboraron en ‘Alforjas para la Poesía’”. En medio del listado llamaba la atención el nombre de Manuel Bernabé seguido de un paréntesis en el que se aclaraba su procedencia: filipino. Le acompañaban Manuel Machado, Eugenio d’Ors, Concha Espina, Leopoldo Panero, Agustín de Foxá, César González Ruano o Enrique Jardiel Poncela, entre otros. El responsable de la esquela era Conrado Blanco, fundador en 1948 del grupo “Alforjas para la Poesía”, que se congregaba en el teatro Lara los domingos después de la obligada misa de doce para recitar novedades poéticas. El variopinto grupo quedó reunido simbólicamente en esas esquelas anuales, en el óleo Alforjas para la poesía de José Luis Mo-
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rán (1971) y en aquella Primera antología, que compiló José María Pemán en 1969 y publicó bajo el sello de la Fundación Conrado Blanco (Pemán 1969). La Primera antología contiene dos poesías de Manuel Bernabé. Una de ellas, “Mi casa es tu casa”, está dedicada precisamente a Conrado Blanco, quien visitó Filipinas en 1938 y en 1942. Allí publicó durante su primera visita una segunda edición de su libro Recital en la editorial Manila Gráfica (1938). Fue entonces cuando el poeta y empresario leonés trabó amistad con poetas autóctonos hispanohablantes que llevaban escribiendo desde el principio del siglo xx, y con los que también mantenía contacto Gerardo Diego desde su visita al archipiélago asiático como embajador cultural en 1935. No es de extrañar, por tanto, que durante la estancia de Bernabé en Madrid en 1951, el grupo de “Alforjas para la Poesía” dedicara su reunión del 28 de octubre a homenajear a la poesía filipina (Hoja Oficial del Lunes 1951). En el homenaje, participaron José María Pemán, Gerardo Diego, Ardavía, Adriano del Valle, Lope Mateo, Panero, Luis Rosales, Rafael Duyos, Federico Muelas, José García Nieto, Manuel Fernández Sanz, José Antonio Medrano y Vicente Aleixandre. El evento sirvió además de tarjeta de invitación simbólica para la pertenencia honoraria de Bernabé al grupo, sellada con los dos poemas que de forma póstuma se incluyeron en la antología y que contienen tópicos presentes en la poesía hispano-filipina desde la época de ocupación estadounidense (Ortuño Casanova 2014), propios de lo que Isidro Sepúlveda llamaría “panhispanismo”1: No soy un poeta. Soy solo un hermano Que tiende a un poeta la mano. No soy un poeta.
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Isidro Sepúlveda define el panhispanismo como un “proceso de recreación de componentes identificadores del nacionalismo español [en España y sus antiguas colonias], cuya principal característica es su instrumentalización como argamasa de la identidad colectiva y a la vez como proyección exterior de la misma” (Sepúlveda Muñoz 1996: 194).
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Juglar que recoge sus cantos errantes, En su frente, la cruz de Urdaneta, Y en sus labios, el verbo de Cervantes. […] Eco de campana, Júbilo de hosanna, Como una orgía De luces y músicas, el lar se engalana. La noche no es noche. Claridad del día. De la lejanía Viene la palabra que el eco devuelve, Por valle y alcor: —¡Es Madre que llega! ¡España que vuelve Trayendo a la hija un beso de amor! (Pemán 1969: 118).
El poema había salido publicado en el diario ABC de Madrid el 30 de septiembre de 1951 a página completa (Bernabé 1951). La mención que se hace a la Madre Patria, al mestizaje, a las letras hispánicas con Cervantes y al colonialismo idealizado con Urdaneta proceden de un contexto de oposición al nuevo invasor estadounidense y de un uso de lo hispánico como forma de resistencia que ya aparecía en los poemas de la primera sección de su libro Cantos del trópico (Bernabé 1929), titulada “Poesías evocadoras de España”2. Sin embargo, las aspiraciones imperialistas de la Falange y el franquismo encontraron en estos tópicos de otro continente y otro contexto una respuesta positiva a sus propios anhelos y temas literarios favoritos. En este artículo se mostrará cómo, durante el franquismo, diversos intelectuales de primera línea intentan recuperar o crear vínculos con Filipinas en consonancia con las políticas culturales llevadas a cabo por el régimen. Una
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En esta sección se suceden las poesías “Filipinas a España” —en la que la voz poética insiste en llamar “madre” a España e incide en los personajes de Urdaneta (estrofa XV), Cervantes en la XI, Colón en la VIII, y Lope y Quevedo en la VII—, “¡Canta, Poeta! (a S. Rueda)”, “Salmos epitalámicos”, “A Magallanes”, “A Cervantes”, “Salutación (a Blasco Ibáñez)”, “Humildad (a España)”, “El León” e “In memoriam (a J. Loriga)”.
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de las hipótesis de las causas para esta búsqueda de entendimiento cultural precisamente con Filipinas es que los literatos se encontraron allí con temas procedentes de un modernismo de tintes mundonovistas no superado cincuenta años después, que en realidad, junto con cierto discurso noventayochista, es el germen de la retórica imperialista del franquismo (Nicolás Marín 1998).
La paradoja: el imperio vs. el aislamiento internacional Cuando en 1934 la Falange española de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (JONS) promulgó sus postulados, dejaba claro en el punto tercero de su primera sección, “Nación, Unidad, Imperio” la vocación imperial de España y su papel preeminente en la cultura y las empresas hispanoamericanas, en su condición “de eje espiritual del mundo hispánico como título de preeminencia en las empresas universales”. Al convertirse el falangismo en motor ideológico de la doctrina nacional-socialista del franquismo, la cuestión de la voluntad de imperio continuó presente en la abundante propaganda de la posguerra con dos vertientes: por un lado, como indica Zira Box, se distingue el imperio nostálgico de la conquista espiritual definido por la preeminencia de España como líder católica de los pueblos hispanoamericanos (y de Filipinas y Guinea Ecuatorial). Por otro lado, se desarrolla el sentido falangista en el objetivo fascista de la gestación del imperio como expansionismo territorial (Box 2013). Ambas concepciones se enfrentaron a un pequeño problema tras la II Guerra Mundial: la mayor parte de las naciones dieron la espalda a España. Solo las embajadas de Suiza, Portugal, Vaticano y Argentina continuaban abiertas en el país. México se opuso rotundamente a la aceptación de la España franquista en la Asamblea General de las Naciones Unidas (Jorge 2017). De esta manera, el pretendido “imperio” español y su voluntad de ser líder espiritual de las naciones, en especial de las hispanohablantes, recuperando el legado de los Reyes Católicos, quedó drásticamente reducido. Muy pocas naciones, en realidad, se habían alineado con los sublevados durante la Guerra Civil. Conocidos son los casos de Italia y
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Alemania. No tan conocido, el caso de la simpatía y la colaboración filipina con el bando franquista, que estudia Florentino Rodao en su obra Franquistas sin Franco (2012). En el fervor falangista que se dio en el archipiélago influyeron, según Rodao, varios factores, entre los cuales destacan la prontitud de la penetración de Falange instalando un centro en Filipinas en 1936 y dando puestos honoríficos a importantes empresarios locales, la celebración del XXXIII Congreso Eucarístico en 1937 en Filipinas con el apoyo de la población española en el país, o el envío de representantes de Falange a las islas, como fue el caso de la segunda visita de Federico García Sanchiz a Filipinas en 1938 o del envío por parte de la revista Vértice de Conrado Blanco en 1940, a cuya despedida antes de partir de España acudieron dignatarios como Rafael Sánchez Mazas o Ramón Serrano Suñer (ABC 1940: 15). Pronto se establecieron en el archipiélago asiático periódicos en español alineados con esta ideología, como Yugo (y su revista infantil dominical Flechas), Arriba España, o Hispanidad, cuyo primer número (enero de 1940) mostraba en portada una fotografía del generalísimo Francisco Franco. En los dos primeros se publicaban durante la Guerra Civil española cartas de filipinos que estaban luchando con los sublevados a sus familias en Filipinas, cartas de soldados españoles a sus “madrinas” filipinas, cuentos edificantes, crónicas del frente por parte de filipinos y poemas de españoles y filipinos sobre temas afines a la Falange. Algunos de estos poemas eran anónimos: cancioncillas, rimas o romances del frente firmados con iniciales o seudónimos. Otros aparecen firmados y ofrecen una interesante visión de Filipinas desde España que coincide con los postulados imperialistas de la Falange, pero que a menudo son rescatados del pasado colonial español. Es el caso de “España a Filipinas” firmado por el español Augusto Santamaría3 y publicado en la revista Hispanidad ya pasada la guerra, en octubre de 1940:
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Aunque no se indica una fecha de composición del poema, hay muchas probabilidades de que el autor sea Augusto Llacayo Santamaría (1839-1886), médico militar destinado en Filipinas entre 1862 y 1864.
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Rocío Ortuño Casanova Virgen morena, perla refulgente Del Pacífico mar, y flor extraña Del caluroso trópico: Yo, ESPAÑA, Vengo a ti, desde el clásico occidente Que el sabio Mar Mediterráneo baña. Vengo a hacer más brillantes tus reflejos De perla, y más subidos tus colores De flor, con los divinos resplandores De la Cristiana Fé: vengo de lejos, Sin temor a los mares bramadores, A plantar de tus playas en la arena La santa Cruz, que las tormentas calma (Santamaría 1940: s. p.).
Más allá de la presencia de los tópicos coloniales de representación de la tierra conquistada como mujer virgen que aparece con frecuencia tanto en los discursos europeos del siglo xix como ha mostrado Anne McClintock (1995: 21-31), como en los del franquismo, como ha notado Jo Labanyi respecto al cine español de los años cuarenta (Labanyi 2010), el poema alegoriza el momento de la conquista como expansión del catolicismo y como obra de mejora del país conquistado, como se desprende de los versos 6-7. Esta misma idea colonial de mejora de la raza conquistada es la que hay detrás de la obra de Giménez Caballero Genio hispánico y mestizaje (1965), en la cual, por cierto, el tercer capítulo lo dedica al tagalo y al español en Filipinas, y a ensalzar a los literatos filipinos en lengua española. El postulado de GeCé en este libro es la aplicación de la ciencia genética y la selección natural a las literaturas y las lenguas (10-11) y la idea de que el mestizaje con lo español lleva a la mejora racial (13). La continuidad discursiva del discurso falangista —en este caso de Giménez Caballero— respecto a las antiguas colonias con el discurso español colonial del siglo xix está por estudiar, en especial de forma cuantitativa. Lo interesante es que la idea de la preeminencia de España en la comunidad de países hispánicos y la exaltación de las bondades que la colonización había tenido en los países invadidos fue esquivada desde Filipinas para ensalzar un discurso de “hermandad”. Este discurso cundió de manera adaptada entre los escritores filipinos,
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como veremos, y con desigual entusiasmo según quién presidiera el gobierno filipino: si bien Elpidio Quirino y Diosdado Macapagal fueron favorables a estrechar lazos identitarios con España, otros como Ramón Magsaysay guardaron una prudente distancia con el régimen franquista.
Contactos culturales entre Filipinas y España entre los años cuarenta y sesenta A pesar del desafecto hacia el franquismo y hacia España que según Rodao se extiende por Filipinas después de la Guerra Civil —y sobre todo después de la II Guerra Mundial, durante la cual los japoneses, a los que el franquismo había apoyado como parte del Eje, masacraron a la población de Manila— desde España se continúa llevando a cabo un esfuerzo consciente por mantener lazos con la antigua colonia asiática. Una de las primeras acciones en este sentido está destinada al socorro de la comunidad española en el país: tras la II Guerra Mundial y en parte como agradecimiento a la generosidad filipina con el frente nacional durante la Guerra Civil (El Adelanto 1946), el gobierno organizó dos misiones de ayuda para asistir a los españoles residentes en Filipinas. La primera implicó enviar el vapor Plus Ultra, que partió de España en enero de 1946 y regresó a Barcelona el 5 de junio del mismo año. La segunda misión consistió en la repatriación de los españoles que quedaban en Filipinas en el Haleakala, barco de bandera filipina que atracó en Barcelona en abril de 1947 (La Vanguardia 1947a; El Alcázar 1947). Ambas misiones tuvieron amplia repercusión en los medios y se aprovechó para ensalzar los lazos fraternales que unían a la antigua metrópolis y a su excolonia. Al capitán del Haleakala, Cornelio Joaquín, se le impuso la cruz del mérito militar, y a su vez el comodoro ensalzó la labor de Franco como estadista en varios discursos radiofónicos (ABC 1947). El 27 de septiembre de ese año se firmó el Tratado de Amistad entre España y Filipinas, que se reivindicó como una consagración de “los vínculos tradicionales e imperecederos que ligan a las dos potencias” (El Adelanto 1947b).
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Los pasajeros filipinos del Haelakala traían mensajes y poemas a los españoles: José Rodríguez Veloso dio un comunicado informando de un proyecto de ley por el que se impondría la enseñanza del español obligatoria en las escuelas filipinas y que encabezaba con el vocativo “hermanos españoles”. Jesús Balmori envió un poema llamado “Saludo a España” (El Alcázar 1947). Nada de esto habría tenido el alcance mediático que tuvo en España de no ser por las circunstancias de aislamiento que sufría la nación, que el 9 de febrero de 1946 había sido rechazada como miembro de la Asamblea General de las Naciones Unidas. Lo cierto es que ya desde 1945 había una gran presencia de Filipinas en los medios españoles, comenzando por el estreno de la famosa película de Antonio Román Los últimos de Filipinas (1945). En 1948 se estrenó otra película ambientada en Filipinas, Aquellas palabras, dirigida por Luis Arroyo y con el mismo guionista de Los últimos de Filipinas, Enrique Llovet (Arroyo 1948). No fueron estas las únicas imágenes y argumentos cinematográficos que los espectadores de la época vieron sobre el archipiélago asiático. Sin ir más lejos, en Raza, el padre de familia protagonista llegaba al principio de la película de una estancia como militar en Filipinas (Heredia 1942). Por otro lado, también se doblaron y proyectaron varias películas no españolas sobre Filipinas: la estadounidense So Proudly We Hail, traducida como Sangre en Filipinas (Sandrich 1943), se estrenó en 1946 en varios cines (Madrid, Barcelona, Burgos) y estuvo circulando con presencia de críticas muy positivas en los periódicos hasta mediados de 1947 (Hoja Oficial del Lunes 1946; Diario de Burgos 1946; Hoja Oficial de la Provincia de Barcelona 1946; El Adelanto 1947a). Por otro lado, la filipina Zamboanga (Castro 1937) se repuso en 1947 en Barcelona y se estrenó en 1948 en Madrid y Burgos (Diario de Burgos 1948; Hoja Oficial del Lunes 1948; La Vanguardia 1947b). Antes de las películas, el público también pudo ver, durante los años de 1940 a 1970, imágenes sobre Filipinas de manera más o menos frecuente en el NO-DO: entre 1944 y 1968 hay 39 noticias sobre Filipinas en los noticiarios del NO-DO. Además, se exhiben documentales con discursos de Franco a la nación filipina (1953), del presidente Elpidio Quirino a España, la recepción de este mismo presidente a la comunidad española en Filipinas (1948;
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1948), y un documental de Revista Imágenes sobre el primer vuelo Madrid-Manila (1958). Tras la presencia de Filipinas en los medios de comunicación y de entretenimiento (incluyendo, como veremos, la literatura), se encuentra el arduo trabajo de los aparatos de comunicación exterior del Estado: el Consejo de la Hispanidad se crea en 1940 con el propósito de desarrollar el papel de España como “eje espiritual del mundo Hispánico como título de preeminencia en las empresas universales” y reglamentar las asociaciones “que tengan por objeto único o principal el fomento y cultivo de las relaciones entre España y las naciones de América y Filipinas” (Boletín Oficial del Estado 1940). El organismo se convierte en 1945 en el Instituto de Cultura Hispánica (ICH), con similares objetivos, y lleva a cabo diferentes iniciativas dedicadas o bien en exclusiva a Filipinas o bien a las naciones americanas, entre las que suelen incluir Filipinas como parte de la Hispanidad. Así se explicita en diversas ocasiones, por ejemplo, al invitar a Filipinas a la Bienal de Arte Hispánico de 1951 “como perteneciente por derecho propio a la gran comunidad de los pueblos hispánicos”, como justificó Blas Piñar (Bravo 1996: 426). Entre estas iniciativas, el 4 de marzo de 1949 se firma un tratado cultural entre el Estado español y la República de Filipinas corroborado en 1951. Blas Piñar, director del ICH, viaja en dos ocasiones a Manila, y lidera, entre 1957 y 1958, una campaña internacional “para defender el idioma y la cultura de España en las Islas filipinas” (Diario de Burgos 1958) que implica, entre otras acciones, la publicación del libro Filipinas, país hispánico (Piñar 1957), el tercero sobre este país que había escrito Piñar. La editorial asociada al ICH también publicó numerosas obras relacionadas con Filipinas y patrocinó charlas y homenajes, como una charla de Cristóbal Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, sobre sus experiencias durante el viaje a Filipinas que realizó en 1962 —y que el ICH publicó en forma de libro en 1965— (Martínez Bordiú 1965), o un homenaje a José Rizal en 1960 (ABC 1960). Es curioso cómo los homenajes a la muerte del antes vilipendiado José Rizal —asesinado por orden del general Polavieja en 1896— se suceden auspiciados por figuras culturales y diplomáticas del franquismo. Por poner dos ejemplos: Ernesto Giménez Caballero intervino en uno de
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los eventos organizados en Madrid por el Círculo Hispanofilipino y presidido por el expresidente de Filipinas José Laurel en 1954 (ABC 1960), y Blas Piñar acudió al homenaje a Rizal celebrado en 1961 en Manila. Estos eventos estuvieron también rodeados de una amplia cobertura mediática en los periódicos: los artículos sobre la vida y el patriotismo de Rizal se sucedieron en ABC, y las visitas de los dos presidentes (Elpidio Quirino en 1951 y Diosdado Macapagal en 1962) y de diversos ministros y mandatarios fueron dignas de amplios reportajes que aprovechaban para ensalzar los lazos indisolubles entre ambas naciones y múltiples menciones a la literatura de aquel país, de las que se tratará a continuación.
Revalorización de la literatura filipina Dos noticias se entienden mejor juntas: en 1904, el semanario satírico español Gedeón publicaba una crítica al poemario Rimas malayas del filipino Jesús Balmori que titulaba “¡El papel vale más!”. El anónimo crítico hacía referencia a la reciente pérdida colonial del archipiélago asiático, tras tachar el poemario al completo de “detestable”, afirmando: Si por alguna cosa podemos alegrarnos de haber perdido el Archipiélago filipino, es por no vernos precisados a estrechar contra nuestro seno a cada instante poetastros como el Sr. Balmori. Porque, tengan ustedes por seguro que, si aún tuviéramos allí la bandera española protegiendo Nozaledas, el día menos pensado se nos presentaba el Sr. Morayta (D. Miguel) con un Balmori debajo de cada brazo, y por patriotismo y por estrechar los lazos, etc., etc., hubiéramos tenido que oírles cantar al ilang ilang ó al kampilang y otras cosas propias (Gedeón 1904).
No es una crítica aislada, como indica Miguel Ángel Feria (2018): pocos años después, en enero de 1909, aparece en la revista Nuestro Tiempo de Madrid, un extenso artículo de Wenceslao Retana, “De la evolución de la literatura castellana”, en la sección Revista Filipina, en el que arremete contra el modernismo en las islas (y menciona a
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Balmori, pero también a Guerrero, Bernabé, Cecilio Apóstol, Claro M. Recto y otros de la generación) calificándolo de extranjerizante, superfluo, poco arraigado en la realidad del país, mera imitación de la poesía latinoamericana y califica algunos poemas como irrisorios (Retana 1909: 27). Las críticas se inscriben en un movimiento antimodernista generalizado, como describe Feria, pero también, sobre todo la primera, en un contexto de reciente pérdida de las últimas colonias, con el consiguiente resentimiento hacia ellas, y enfatizando el discurso colonialista con el recurso del mimetismo y la diferencia que señala Homi Bhabha en El lugar de la cultura. En 1942, 33 años después, el periódico Nueva Alcarria publicaba un artículo titulado “Sentimientos paralelos” en el que homenajeaba la literatura filipina en español en la figura de los compañeros de generación del antes denostado Jesús Balmori (Galindo Beltrán 1942). En él se da una versión idealizada de la presencia de la lengua castellana en el archipiélago de la que se afirma que en ese momento “ha llegado […] a su mayor florecimiento literario, triunfando en su lucha con el inglés, que procuran imponer los yanquis”. Ese florecimiento, según Emilio Galindo Beltrán, se plasma en un amor a la patria española del que se hacen intérpretes los “poetas de las lloradas ínsulas”. Para ilustrar dicho amor propone versos de los poetas Fernando M. Guerrero, Manuel Bernabé y Claro M. Recto escritos en 1915 con ocasión de la visita del poeta español Salvador Rueda (Salvador Rueda en Filipinas: Jornadas de Poesía y Patriotismo... 1915). Ambos comentarios en la prensa aparecen condicionados por las diferentes situaciones políticas. Mientras en 1904 estaba aún reciente el desastre del 98 y el regeneracionismo apelaba a dejar de mirar al exterior y trabajar para mejorar la situación interna del país, en 1942 el discurso prohispánico que los modernistas filipinos continúan elaborando durante al menos las tres primeras décadas del siglo xx (Ortuño Casanova 2017) concuerda muy bien con el discurso nacionalista y neocolonialista que aparece después en el franquismo. La visita de Salvador Rueda a Filipinas en 1915 supuso, junto a la celebración del centenario de publicación de la primera parte del Quijote en 1905, toda una exhibición de la presencia de lo hispano en Filipinas. En un momento en que todavía estaban disputándose la preeminencia en el campo cultural fili-
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pino Estados Unidos y España, y que pugnaban por imponer su lengua como lengua franca en el archipiélago, la llegada del poeta malagueño fue una excusa perfecta para organizar múltiples eventos por parte de la población hispanohablante. Estos y los poemas que se dedicaron a Salvador Rueda —junto a los que él mismo dedicó a Filipinas— se recogen en un librito editado por el Casino Español de Manila. En dicho librito priman los poemas con una temática que conecta con el hispanoamericanismo que los modernistas latinoamericanos venían desarrollando desde que en 1898 Estados Unidos se confirma como nueva amenaza colonial. Como recuerda Isidro Sepúlveda, a partir de ese año, España ya no es vista como una amenaza, sino que, ante la nueva hegemonía estadounidense, se percibe con nostalgia como punto de unión entre todas las repúblicas hispanohablantes y ascendente cultural y espiritual de las mismas (Sepúlveda Muñoz 2005: 77). Así se plasma, por ejemplo, en El triunfo de Calibán de Rubén Darío, y en el referido librito filipino, en poemas como “A España Imperialista” de Cecilio Apóstol, uno de los mencionados en la nota crítica de Nueva Alcarria, donde leemos […] Gracias, oh madre antigua, por el presente regio que a la abundancia sumas de tus pasados dones. ¿Qué más que la embajada de tu poeta egregio, qué más que su exquisito y vasto florilegio para sellar afectos y sugerir uniones? España: está en el mundo tu alta misión fijada; en sueños de conquista tu acción total se inspira; tu historia está en América, en Flandes y en Granada. Ayer fundaste reinos por medio de la espada. Hoy vuelves a ganarlos por medio de la lira. En la extensión del tiempo, aquel sueño aquilino que presidió las huestes del quinto de los Carlos, en forma renovada, prosigue su camino. Si a pueblos de tu raza no intentas sojuzgarlos, sus rumbos enderezas hacia un común destino.
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Yo admiro el alto vuelo de tu ideal conquista que, alzándose del lodo de la mortal miseria, abarca el mundo hispano con ojo imperialista, y aspira, por la magia del sabio y del artista, a establecer las bases de una mayor Iberia […] (Salvador Rueda en Filipinas: Jornadas de Poesía y Patriotismo... 1915: 216).
El poema recoge el pasado heroico que contrastaba Antonio Machado con su presente miserable de principios del siglo xx en Campos de Castilla, y ofrece la lectura de que ese pasado ha sido transformado y sigue vigente espiritualmente tanto en España como en sus naciones discípulas, incluyendo Filipinas. Aún más, azuza a seguir conquistando, ya no por la espada, sino por medio de un liderazgo cultural. No es extraño, por tanto, que dada la voluntad de imperio que defendían los postulados falangistas, las poéticas filipinas entusiasmaran, porque de hecho, aunque procedentes de un contexto diferente, coinciden en temas y formas retóricas con la literatura del primer franquismo tal y como la describe Julio Rodríguez Puértolas en Historia de la literatura fascista española: Los grandes temas de esta poesía son: Patria, Imperio, Reconquista y Cruzada, Religión, Castilla, el campo frente a la ciudad, el culto a la personalidad (la sonrisa de Franco, por ejemplo), la Guerra y la violencia, el antiintelectualismo, el antisemitismo y el antimarxismo. […] Se ha hablado también de un conglomerado de emociones escasamente racionalizables, una apelación al sentimiento del lector que suele traducirse en un conceptismo hueco y enormemente retórico, todo lo cual llega a convertirse en sucesión repetitiva de lugares comunes (Rodríguez Puértolas 2008, I: 212).
No solo los primeros cuatro temas son preeminentes en la literatura filipina de principios del siglo xx. En una época de construcción nacional, se da una idealización del campo filipino como lugar donde se conserva la esencia identitaria. Libros como Mi casa de Nipa o Bajo los cocoteros (Balmori 1941; Recto 1911) son poemarios que siguen esta línea, pero también múltiples cuentos de Enrique Laygo y de Guillermo Gómez Windham, por ejemplo, expresan sus reticencias hacia la modernidad de las ciudades, epicentro del influjo estadouni-
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dense (Laygo 1953; Gómez Windham 1921; Sinardet 2019; Laygo 2015: XXXIII). Asimismo, las loas a los héroes españoles (Cervantes es uno de los favoritos, pero también Urdaneta o Legazpi) aparecen en los poemas de varios de los escritores mencionados, como “Cruz y espada” de Balmori (1941: 17), “A Cervantes” de Manuel Bernabé (1929: 21-26) o “El divino loco” y “A Hispania” de Fernando M. Guerrero (1971: 207; 1952: 72-74). Por otro lado, como se ve por las fechas, el modernismo filipino y su discurso de mestizaje prohispanista se extiende cronológicamente mucho más que el latinoamericano, lo que se debe entre otras razones a que las nuevas generaciones literarias escribían en inglés y a que los escritores modernistas en español eran a la vez políticos y prácticamente héroes de la patria —con lo que era muy difícil disidir de su estilo poético y empujarlos fuera del centro del polisistema literario—. De este modo, la poesía filipina en español apenas evoluciona y continúa reelaborando vetas modernistas y románticas hasta finales del siglo xx (Ortuño Casanova 2017). Así pues, la literatura de los años treinta continúa la que se hacía dos décadas atrás, y entronca con los gustos de los falangistas que entraban en contacto con el campo cultural filipino. El anacronismo lo ilustra Gerardo Diego en un artículo de 1946, cuando cuenta su experiencia como espectador de la obra teatral de Jesús Balmori Flor del Carmelo en su visita a la isla en 1935 y destaca “los ritmos desmayados o enérgicos, las valientes metáforas y la melancólica sentimentalidad sensual de la mejor poesía de la década inaugural del siglo” (Diego 1946: 594). Esto explica en parte cierta renacida fascinación por la literatura filipina en España, y la existencia de poemas como el del hispanofilipino Lorenzo Pérez Tuells escrito el 21 de diciembre de 1937: El rostro, de enigmática expresión, reclama la paleta y el pincel; y, del siglo presente, en el blasón, la cúspide más alta, para él… Su acero es toledano… El corazón le sirve, contra el Mundo, de broquel. El manto de la Gloria es su Pendón.
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La eternidad del Tiempo, su Corcel… Para verle cruzar la Inmensidad se incorpora la vieja Humanidad, y, ante el rayo de Dios que en él responde del horizonte surge un nuevo sol, y Cristo se hace súbdito español… ………………………………………….. Tal, Don Francisco Franco y Bahamonde!
El poema se encuentra con la recopilación de los demás poemas de su vida en el libro La vuelta de Don Quijote (Perez Tuells 1973: 7677), publicado póstumamente, y no desentona en tono y retórica del resto de su obra, que abarca desde los años veinte. La diferencia es que el objeto de la loa es, en este caso, Franco. Una de las personalidades destacadas del franquismo que entra en contacto con esta pléyade poética es Blas Piñar, director del Instituto de Cultura Hispánica, que, fascinado con los contactos que hace en Filipinas en su viaje de 1958, publica el librito El sentimiento hispánico en los poetas filipinos (1961). En este, Piñar distingue cuatro ejes en torno a los cuales se articularía la poesía filipina: A) Poesía filipina en castellano contra España. B) Poesía filipina en castellano contra los Estados Unidos. C) Poesía filipina en castellano en favor de España. D) Poesía filipina en castellano, como vínculo de Filipinas con la Hispanidad. Las cuatro secciones reúnen versos que tratan sobre estos cuatro temas, siendo la más breve la primera. Por lo general justifica la poesía contra España por el asesinato de José Rizal, que Piñar tacha como error. Podría desprenderse de este librillo que prácticamente toda la poesía filipina en español trata sobre España, ya que los ataques a Estados Unidos suelen ir acompañados de una nostalgia hacia la época de colonización española. La selección poética de Nueva Alcarria y la de Blas Piñar dan una visión muy sesgada de la realidad literaria filipina y, en general, de la realidad lingüística de Filipinas. Como confiesa otro de los eminentes
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franquistas desplazados a Filipinas, Ernesto Giménez Caballero, la realidad es que en los años cincuenta ya apenas nadie habla español en el archipiélago, y lo expresa con mucho menos entusiasmo en una entrevista: Castiella quiso mandarme a Filipinas como embajador y me fui allí […] pero vi que no se podía hacer nada. Se lo dije a Castiella y a Joaquín Ruiz-Giménez: “los filipinos no tenemos fuerza para luchar contra el mundo norteamericano en ese sentido”. Yo tuve que dar una conferencia y la di con los dominicos en Santo Tomás en una cueva para ocho o diez personas como si estuviéramos conspirando, aunque qué propaganda íbamos a hacer allí, y había que hacerlo en inglés, así es que me retiré de esa expansión (Abellán y Monclús 1989: 43).
Los pocos filipinos que aún escribían en español en aquella época —y que en muchos casos llevaban haciéndolo desde principios de siglo— estaban siendo, por tanto, sobreexpuestos y sobreexprimidos por el aparato cultural del régimen para aferrarse a la hispanidad del archipiélago asiático.
Literatura sobre Filipinas en la España franquista La visibilización reiterada de Filipinas en España en los años cuarenta, cincuenta y sesenta y la conexión en tono, retórica y temas entre los clásicos hispano-filipinos románticos y modernistas vigentes en los años cuarenta y la ideología panhispanista del franquismo dieron cierto fruto en la publicación y reedición de obras literarias de temática o ambientación filipina en España. Los eminentes poetas que visitan Filipinas y participan en homenajes a su literatura no prodigan, sin embargo, versos sobre esta tierra. Conservamos algunos tímidos ejemplos de menciones en la poesía Agustín de Foxá, quien, a pesar de lo poco que duró su puesto de agregado cultural de la Embajada en Filipinas, menciona el archipiélago en su poema “El viejo mar de los abuelos”, uniéndolo como es casi preceptivo al caribe hispánico (Filipinas aparece en textos en español muy frecuentemente ligada a Cuba y a Puerto Rico por ser la tríada principal de las pérdidas del 98):
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[…] Marino del Caribe o Filipinas que cruza suaves playas de criollas con faldas rojas y pañuelos blancos. Tu timón huele a clavo y a canela, y en la noche del trópico, estrellada, visitas —un farol bajo las velas— al marinero enfermo de escorbuto. Trae el limón del Sur, trae la vainilla y el arroz de Luzón y sus corales […] (Foxá 2005: 102-103).
Por su parte, Gerardo Diego recuerda las ciudades de Cebú y Cavite en el soneto “Santo niño de Cebú” publicado en el número 52 de Vértice (1942: 33): Santo Niño de Cebú que juegas al escondite, ¿dónde?, ¿en Flandes?, ¿en Cavite? —No, en Cebú. Búscame tú. […] Iba, venían las olas escoltando a Magallanes. Niño, honor de capitanes, orgullo, Tú, de serviolas. Las olas, por ti, españolas.
Aparte de estos versos dedicados a la imagen consagrada quizás más famosa de Filipinas, conservamos de Diego los 12 sonetos de la tercera parte de Alondra de verdad, escritos durante su viaje de 1935, y los artículos ensayísticos dedicados a los poetas filipinos especialmente en Revista de Indias durante los años cuarenta (Ortuño Casanova 2018, 224-225). Más allá de la poesía, y como se puede observar en una búsqueda en la base de datos Filiteratura4, aparecen tres tipos de obras predominantes sobre Filipinas.
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Filiteratura es una base de datos relacional alojada en Heurist y constituye uno de los principales resultados del proyecto de investigación “Filippijnen op het kruispunt: studie van de internationale aanwezigheid in het Filippijnse literaire
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En primer lugar, obras autobiográficas que relatan viajes a Filipinas. En general estas piezas encajan con los tópicos imperialistas que venimos relatando y enfatizan el legado español en las islas. Es el caso de Viaje a Nueva Castilla5, de Juan Bernia (1947), o Emoción y recuerdo de España en Filipinas, del Dr. Carlos Blanco Soler (1949), que recopila en este volumen una serie de conferencias ofrecidas en Filipinas sobre España introducidas por el relato de su viaje. Ambos libros fueron editados por el Instituto de Cultura Hispánica. En esta misma línea, el barcelonés carlista de padres filipinos Antonio Pérez de Olaguer publica su autobiografía Hospital de San Lázaro (1953), en la que una gran parte está dedicada a contar sus estancias en el archipiélago y su amistad con escritores filipinos mencionados en este capítulo, como Jesús Balmori o Manuel Bernabé, algo que también hace en su libro Mi segunda vuelta al mundo (1943), ambas obras publicadas por la editorial Juventud de Barcelona. Tal vez merezca la pena insertar en esta categoría el libro infantil De Málaga a Manila, de Santiago del Monte (1942), que reproduce los consabidos lugares comunes exotistas e imperialistas sobre el archipiélago, como que los filipinos hablan español (1942: 39). En segundo lugar hay algunas obras de ficción que recrean las vivencias reales de soldados que lucharon en la Guerra de Independencia de Filipinas. Estas obras vienen azuzadas por el éxito de la película Los últimos de Filipinas (Román 1945) y el resto de la campaña de visibilización del país. Enrique Llovet publicó en una recopilación navideña de la colección “La novela del sábado” un relato adaptado de Los últimos de Filipinas con este mismo título (Giménez-Arnau et al. 1953), que fue reeditado en 1954 ya de forma exenta (Llovet 1954). A su vez, este relato era la adaptación del de Saturnino Martín Cerezo, uno de los protagonistas del episodio de Baler que publicó su versión
5
veld in het Spaans tussen 1872 en 1945” (“Filipinas en la encrucijada: estudio de las influencias internacionales en el campo literario filipino en español entre 1872 y 1945”) subvencionado por el gobierno de Flandes, Bélgica, mediante el Fondo para la Investigación Universitaria (BOF: Bijzondere onderzoeksfondsen) de la Universidad de Amberes . Nueva Castilla era otro nombre otorgado en época colonial a la isla filipina de Luzón, en la que se encuentra Manila.
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algo derrotista llamada precisamente El sitio de Baler en 1904 (Martín Cerezo 1904), que fue reeditado por cuarta vez en 1946, justo tras el estreno de la película (Martín Cerezo 1946). Por su parte, la novela de Antonio Alcalá López Bajo el cielo filipino (1943) cuenta la vida del padre del autor, que fue también soldado español en la misma guerra de Independencia. Alcalá López presta especial atención al juicio de José Rizal y a la crítica de su asesinato. Coincide este discurso con la revalorización de la figura del héroe nacional filipino, que como mencionaba más arriba, forma parte de las estrategias de acercamiento a Filipinas y que llevan a que Blas Piñar participe en los festejos del centenario de la muerte de Rizal en Manila en 1961 o a que en 1971 Giménez Caballero publique el libro Rizal (1971). Héroes de Filipinas de Susana March y Ricardo Fernández de la Reguera (1963) recrea también el episodio de los héroes de Baler en tono novelesco dentro de una colección de momentos culmen de la historia de España. Vinculados a esta línea biográfica o cuasi biográfica y centrada en conflictos bélicos encontramos algunos libros sobre la II Guerra Mundial en Manila como son El terror amarillo en Filipinas (1947), también de Pérez de Olaguer, que coincide con el año de llegada del Plus Ultra a Barcelona, y Bataan y la marcha de la muerte (1957), de Virgilio Cordero. Este último fue un soldado puertorriqueño que luchó en Manila con el ejército estadounidense. Había publicado su historia en inglés bajo el título My Experiences During the War with Japan (1950). La publicación en español en 1957 viene después de un boom sobre literatura bélica en España que nos lleva al tercer tipo de libros españoles sobre Filipinas, con toda probabilidad el más prolífico: la literatura pulp de tema bélico ambientada en Filipinas en la que, por lo general, se combatía a enemigos patrios. En 1951 la editorial Toray inaugura su colección “Hazañas Bélicas”. Según Rafael Barberán, los requisitos para escribir en la colección incluían adoptar un seudónimo que sonara anglófono, no ambientar los conflictos en España y evitar la repetición de protagonistas6. En parte por la cuestión del seudónimo, varios profesionales e intelectua-
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les señalados por el franquismo como disidentes, exiliados retornados o personas que habían pasado por prisión dieron en escribir este tipo de literatura. Dada la visibilidad de Filipinas en España, este país tuvo un gran éxito en los primeros años de eclosión de estas novelas, especialmente en las colecciones de la editorial Toray. Entre 1951 y 1954 se publicaron al menos los siguientes relatos que hacen mención explícita en sus títulos a Filipinas, lugares filipinos o gentilicios: nº
Título
Seudónimo
Autor
Año
“Relatos de Guerra”. Ediciones Toray 5
Terror en Filipinas
Gary Brandon
(1951)
34
Punto de destino: Mindanao
Lionel Marshall
(1951)
“Hazañas Bélicas” (novelas). Ediciones Toray 18
Corregidor, tumba de héroes
Henry Scott
Enrique Jarnés Rapun
(1952)
19
Juan, el Tagalo
Joe Lincoln
Enrique Jarnés Rapun
(1952)
43
Juan el Tagalo vuelve
Joe Lincoln
“
(1953a)
57
La venganza de Juan el Tagalo
Joe Lincoln
“
(1953b)
78
Tres tumbas en Mindanao
Alex Simmons
Enrique Sánchez Pascual
(1954)
111 Encuentro en Filipinas Clark Carrados Luis García Lecha
(1954)
“Bazooka”. Ediciones Cliper Infierno en Filipinas
H. Onson
Jacinto de León Cárdenas
(1952)
Robin Carol
Antonio Ferris Avellán
(1952)
Bruguera Infierno en Filipinas
Tabla 1. Lista de novelas de guerra españolas ambientadas en Filipinas entre 1951 y 1954. Fuente: Filiteratura
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A partir de la segunda mitad de los años cincuenta empiezan a preferirse otros escenarios, como Vietnam o Corea, donde los héroes lucharán contra los comunistas. Todavía aparecerán algunas novelas originales ambientadas en Filipinas, como Alas sobre Luzón de Cliff Maxwell (Enrique Martínez Fariñas) en la colección “Casco de Acero” de la editorial Manhattan (1962) o Huracán sobre Filipinas de “Hazañas Bélicas”, firmado por Roy Silverton, alias de Salvador Dulcet (1965). El éxito de estos relatos de aventuras bélicas en Filipinas es tanto que por un lado se reedita la trilogía que Emilio Salgari ambientó en el país y escribió de forma contemporánea a la guerra de Independencia filipina entre 1897 y 1901 —en 1958 se vuelven a publicar Los horrores de filipinas, La flor de las perlas y Los cazadores de cabezas en la “Colección Enciclopedia Pulga” de Plaza y Janés (1958c; 1958a; 1958b) y en 1962, en Molino (1962c; 1962a; 1962b)— y por otro se traducen al español obras de literatura pulp estadounidense ambientadas también en el país, como Aventura en Manila (1959) de Frank Crisp (titulada originalmente The Manila Stranger) y Venganza tagala (Sons of Nippon) de Brian Peters (1962). Finalmente encontramos en ocasiones —las menos— ficciones y obras teatrales ligeras ambientadas o con personajes filipinos, como es la obra Mi tía de Filipinas de Adolfo Torrado (1948), publicada en sus obras completas, o las obras de la filipina de ascendencia española y residente en Madrid desde 1921 Adelina Gurrea, que en 1943 publica la primera edición de sus Cuentos de Juana (se reedita en 1955) y en 1954 su obra Filipinas: auto histórico satírico y su libro de poemas A lo largo del camino, por el que ganó el Premio Zóbel (1943; 1955; 1954b; 1954a).
Conclusiones Se preguntaba Giménez Caballero en Genio hispánico y mestizaje si sería el tiempo “de pensar en una ‘crítica citológica’ de Lengua, Literatura y Arte” que tuviera en cuenta los “genes de la inspiración” para trazar los orígenes de un poema indagando sus imágenes como
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“cromosomas poéticos” (1965: 10). A lo largo de estas páginas se han sugerido una serie de líneas que implican conexiones entre la retórica imperialista del franquismo con los discursos colonialistas españoles de finales del siglo xix pasando, en retórica y símbolos —pero no en sentido último ni intención—, por la poesía hispanohablante filipina de la primera mitad del siglo xx. Teniendo en cuenta el carácter panorámico del capítulo, esta coincidencia retórica y la evolución interesada de las actitudes tanto hacia la literatura filipina en general como hacia la figura de José Rizal quedan por explorar. La idea era simplemente apuntar las razones por las que entre los años 1940 y 1960 existe, pasado el trauma del 98 y los intentos de abandono del colonialismo para fortalecer la propia nación, un repentino interés hacia la literatura filipina y hacia lo filipino en general reflejado en los medios, en esfuerzos institucionales y en una serie de publicaciones. Las publicaciones estrictamente literarias, sin embargo, nos hacen desviarnos en cierta medida de los discursos imperialistas del primer franquismo y fijarnos a partir de los años cincuenta en la repercusión y el interés que había suscitado la II Guerra Mundial. Es por esto que las novelas de aventuras bélicas van a basarse en esta contienda, y no, como había sucedido en las películas de los cuarenta o en un reducido número de relatos, en la revolución filipina de 1896. El giro parece tener relación con los acercamientos diplomáticos a Estados Unidos —héroes en estas novelas bélicas— en el principio de la Guerra Fría, y el interés por ser aceptados en la ONU. No parece haber, en cualquier caso, un correlato en la literatura española del franquismo de los esfuerzos por la visibilización de Filipinas y las conexiones con el archipiélago, más allá de las publicaciones impulsadas desde el Instituto de Cultura Hispánica o las derivadas del éxito de la película Los últimos de Filipinas que sí que reproducían el discurso imperialista y nostálgico del régimen.
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Rocío Ortuño Casanova
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Teatro y censura desde la dictadura franquista: de la prohibición a la formación del canon Berta Muñoz Cáliz CDAEM (Ministerio de Cultura y Deporte) Instituto del Teatro de Madrid
La historia reciente del teatro español está ligada de forma indisoluble a la existencia de una censura que actuó durante cuatro décadas (1939-1978) sobre la práctica totalidad de las obras representadas en los escenarios españoles; no solo por los textos que prohibió, o por los que llegaron al escenario con cortes y modificaciones verbales y escénicas, sino también por las implicaciones que su propia existencia trajo consigo para creadores, intérpretes y empresarios a la hora de emprender cualquier proyecto teatral. Sin embargo, y pese a lo evidente que pueda resultar esta afirmación, lo cierto es que el estudio de los expedientes de censura de representaciones no se emprendió hasta fechas relativamente recientes, pues si ya desde la Transición se em-
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pezaron a publicar estudios sobre censura de publicaciones impresas y censura cinematográfica (Abellán 1981, 1987; Cisquella 1977; Gubern y Font 1975, Gubern 1981, entre otros), los primeros estudios basados en los expedientes de censura teatral, con alguna excepción, comenzarían a publicarse sobre todo a partir de los años noventa (Fernández Insuela 1983, 1997, 1998; Merino 1994; Muñoz Cáliz 1995; García Ruiz 1996, 1997), y habría que esperar al presente siglo para contar con análisis abarcadores de un grupo significativo de autores y del fenómeno en su conjunto (Muñoz Cáliz 2005, 2006; O’Leary, Santos Sánchez y Thompson 2016). Desde entonces, las aportaciones que han ido surgiendo en este sentido han puesto en cuestión una serie de discursos, muy implantados, sobre los que se sustentaba la historia teatral de la dictadura e incluso de los primeros tiempos de la democracia, evidenciando la necesidad de emprender una revisión a fondo de la misma. Así como durante décadas se ha venido reclamando que la historia de los textos dramáticos había de complementarse con la historia de la escena (Amorós 1988), para lo cual se ha recurrido a fuentes como las carteleras, las críticas de prensa y la documentación que generaron los espectáculos, resulta igualmente necesarios recurrir tanto a documentos del teatro del exilio como a los miles de expedientes de la censura franquista como fuentes ineludibles que complementan la historia del teatro silenciado y expulsado de dichos escenarios españoles durante el régimen dictatorial1. En realidad, la propia actuación del régimen y de sus censores no ha sido ajena a la perpetuación de un discurso historiográfico que marginaba a buena parte de los creadores y silenciaba toda una forma de entender el teatro y su relación con la sociedad de su tiempo. Lejos de limitarse a actuar sobre el presente, el franquismo se encargó de
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El estudio de las representaciones llevadas a cabo en los escenarios españoles durante la posguerra ha dado lugar a obras fundamentales como la de García Ruiz y Torres Nebrera (2002-2006) y a estudios a partir de bases de datos documentales como la de Centro de Documentación Teatral/CEDAEM 2010-2019; la recuperación del teatro del exilio es una labor a la que Manuel Aznar y el GEXEL han dedicado abundantes monografías y congresos, imposible de detallar aquí y que se describe parcialmente en la web .
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condicionar la percepción futura que habrían de tener los españoles acerca del teatro de aquellos años, y ciertamente, tras el final de la dictadura, sus efectos sobre el teatro escrito por aquellos creadores se perpetuaron de forma insólita. De hecho, aún en nuestros días perduran en amplios sectores de la sociedad —e incluso en ciertos textos sobre el teatro del periodo— ideas y actitudes que hunden sus raíces en el discurso franquista, como la de una censura teatral apenas relevante a partir de los años sesenta, la del teatro del exilio como un elemento excéntrico o marginal con respecto al que se hacía en el interior del país, o una actitud entre despectiva y condescendiente —no ajena a un desconocimiento generalizado— hacia buena parte de las creaciones de los autores antifranquistas que empezaron a escribir en los últimos años de la dictadura (Muñoz Cáliz 2020); todo ello unido a la reivindicación de la labor de los teatros y compañías oficiales puestos en marcha por el régimen franquista y a la utilización insistente y acrítica de un método generacional cuyos principales impulsores en España fueron los máximos propagandistas del régimen dictatorial en su etapa más abiertamente totalitaria. En lo que se refiere a la percepción de la propia censura teatral, uno de los tópicos que se iniciaron por entonces y que no ha dejado de operar es el de una censura franquista cada vez más “permisiva”, discurso impulsado con especial énfasis por el equipo ministerial de Fraga Iribarne durante el “aperturismo” de los años sesenta —especialmente por José María García Escudero en el ámbito del cine y el teatro (García Escudero 1978)—. Quienes hemos tenido la oportunidad de acercarnos a los expedientes de censura teatral conservados en el Archivo General de la Administración hemos podido comprobar que, conforme transcurren los años, los expedientes no solo aumentan en número (a diferencia de lo que sucede con la censura editorial, donde este trámite dejó de ser obligatorio en el año 66), sino también en volumen (los procesos cada vez son más largos y complejos), y si nos adentramos en su contenido, nos encontramos ante unos dictámenes cada vez más estrictos en sus condiciones y ante unos censores cada vez más suspicaces a la hora de interpretar las obras que leen —en clara relación dialéctica, sin duda, con unos creadores que no dejan de desarrollar estrategias cada vez más elaboradas
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para sortearlos (Muñoz Cáliz 2005, 2006)—. Así lo corroboran, de hecho, los propios informes internos emitidos desde las altas instancias culturales del régimen; en uno de ellos, dirigido a la jerarquía eclesiástica, podemos leer: “La censura actual, por consiguiente, no ha sido sólo ‘apertura’. Ha prohibido; y cuando está justificado, ha prohibido más y creemos que mejor…” (Dirección General de Cinematografía y Teatro 1964). Pese a lo dicho, y por paradójico que pueda parecer, el teatro español fue ensanchando en gran medida sus posibilidades de expresión, incorporando lenguajes nuevos y comunicando formas de ver la realidad que nada tenían que ver con las que el régimen procuraba imponer; convirtiéndose en el instrumento de una renovación estética y ética, social y mental que tuvo su clímax durante la Transición política para languidecer posteriormente a partir de los años ochenta. Y al mismo tiempo, esto no impidió que la censura ejerciera una influencia importante sobre los procesos de creación y sobre los lenguajes teatrales; en definitiva, sobre las poéticas del periodo. Para desentrañar una realidad tan compleja y llena de contradicciones, lejos de minimizar, como se ha venido haciendo, la actuación del aparato censor, tendremos que situar su actuación en el marco de la política teatral del régimen franquista; una política que no solo silencia una serie de obras y a una serie de creadores mientras impulsa a otros —sobre todo, a los políticamente afines, pero también, en ocasiones, a autores de ideas políticas izquierdistas, dentro de operaciones de imagen muy calculadas—, sino que establece medidas para determinar la forma en que los espectadores, presentes y futuros, habrían de percibir estas obras, o dicho de otro modo, sobre el canon que acabaría fijándose a la hora de valorar este teatro en los años sucesivos2.
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Silencio, manipulación y normalización son las tres herramientas del franquismo a las que hace referencia Fernando Larraz en su libro El monopolio de la palabra para referirse a la represión ejercida sobre los autores exiliados y que resultan perfectamente aplicables a la totalidad de los creadores que escriben bajo la dictadura de Franco, incluidos los autores del interior: “el Régimen disponía de varias posibilidades: el silencio (callar y hacer callar la existencia de un exilio intelectual); la manipulación (poder definir qué dice el exilio, ofrecer interpre-
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La inmediata posguerra: del adanismo al continuismo Para comprender las tensiones que se producen durante estos cuarenta años entre la creación teatral —especialmente, en el ámbito de la escritura, pero también en el de la puesta en escena— y la censura, hay que retrotraerse a los primeros meses de la posguerra, cuando, recién implantado el régimen dictatorial, sus ideólogos publican en la prensa y revistas oficiales sus tesis sobre cómo debe ser el teatro en el “Nuevo Estado”. En estos artículos, auténticos manifiestos, queda expresado con nitidez el propósito de una parte de la intelectualidad franquista —principalmente, de la órbita falangista— de hacer tabula rasa con el teatro anterior a 1939; no solo con las experiencias vanguardistas o con aquellas implicadas políticamente con la izquierda, sino también con el teatro conservador anterior a la contienda, desde los sainetes costumbristas a las revistas musicales o a las comedias más intrascendentes. El nuevo régimen pretendía construir una España nueva con un discurso teatral nuevo, y para ello era necesario barrer de los escenarios tanto lo “rojo” como lo trivial y chabacano, en suma, todo lo considerado “decadente” y propio de oscuros tiempos pasados3. La censura estaba llamada a ser una herramienta importante dentro de este propósito, pero además de suprimir y de vetar, había que crear un teatro del Nuevo Estado, y para ello se llevarían a cabo suntuosas puestas en escena de autos sacramentales, convertidas en
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taciones parciales y falseadas ante la imposibilidad de los lectores de acceder a los textos); y la tercera, la normalización (flexibilizar las estructuras para integrar a algunos escritores no lo suficientemente subversivos bajo las premisas morales del Franquismo)” (Larraz 2009: pos. 33). Véanse, por ejemplo, los textos de Obregón en Arriba, José Vicente Puente en Legiones y Falanges, o Torrente Ballester en Jerarquía, todos ellos recogidos en Rodríguez Puértolas, 1986. Pueden verse igualmente los estudios introductorios de Julio Huélamo, Óscar Barrero y Julio E. Checa que acompañan a la amplia documentación hemerográfica y fotográfica publicada por el Centro de Documentación Teatral sobre los años teatrales 1939, 1940 y 1941, respectivamente (Centro de Documentación Teatral 2010-2019, en línea).
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auténticos espectáculos de masas al aire libre, y se impulsarían creaciones propagandísticas de autores afines al régimen, con España: Una, Grande y Libre, de Felipe Lluch, como modelo paradigmático (García Ruiz 2010). Para poner en pie este proyecto, el franquismo pone en marcha los Teatros Nacionales, buque insignia de su política teatral (Peláez 1993), y se ocupa de condicionar la recepción del público a través de distintos mecanismos: desde las críticas teatrales de una prensa y unas revistas controladas directamente desde el Movimiento hasta, en ocasiones, las notas de los folletos y programas de mano que recibe el espectador cuando accede a la sala; tal es la necesidad de controlar hasta el último detalle del espectáculo y de su recepción. En estos primeros años, incluso los autores más afines y aquellos cuyas obras van a ser más utilizadas por el régimen serán objeto de censura; por citar algunos ejemplos, se le prohíben varias obras a Jardiel Poncela, pese a su filiación a FET y de las JONS y a su apoyo al bando nacionalista (Muñoz Cáliz 2001b; Suárez-Inclán 2016); se prohíbe citar el nombre de Jacinto Benavente en los medios de comunicación, pese a que también había expresado su apoyo al nuevo régimen (Muñoz Cáliz 2011) y, por inverosímil que pueda parecer, en los boletines católicos de “orientación” (es decir, en la censura eclesiástica que se superponía a la ministerial y la complementaba) se llega a calificar con el color “morado” alguna comedia de Calderón de la Barca, con el fin de limitar su público a personas “formadas” (Muñoz Cáliz 2007). En el caso de las autoras, incluso tratándose de dramaturgas conservadoras como Pilar Millán Astray o Julia Maura, los informes de los censores sobre sus obras muestran un claro desdén por el hecho de tratarse de obras escritas por mujeres (Santos Sánchez 2013). No obstante, incluso en estas condiciones, desde el primer momento la realidad escénica de los teatros comerciales muestra claras contradicciones con los manifiestos teóricos que abogaban por la tabula rasa (García Ruiz 1999); de algún modo, la prematura muerte de Felipe Lluch en 1940 anunciaba lo que sucedería con el proyecto teatral falangista. Estas primeras e iniciales discordancias irán in crescendo conforme avancen los años y el propio régimen revele sus contradicciones internas.
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Censura y teatro de humor Recién instaurada la dictadura, con la mayoría de los creadores disidentes en el exilio o encarcelados, cabría pensar que la censura apenas tuvo posibilidad de actuar, pues difícilmente podía prohibir un teatro antifranquista que no existía en el interior y que ninguna compañía se arriesgaría a poner en escena si era obra de autores exiliados. Del teatro que se representa en la inmediata posguerra se ha dicho que vuelve la espalda a la dura realidad española —todavía en los años setenta José Monleón se preguntaba por qué el teatro español tenía “tan poco que ver con la vida real de los españoles” (1971: 8)— y que buscaba ante todo la evasión y la risa del público que llenaba las salas —en palabras de Ricardo Doménech, el estreno de Historia de una escalera en 1949 había supuesto un ‘vamos a hablar en serio’ frente al ‘vamos a contar mentiras’ de la escena inmediatamente anterior (1984: 15)—; dos características que, en principio, no parecen formar parte del blanco de los censores. Pese al enorme éxito de algunas de estas obras, prácticamente todas ellas han caído hoy en el olvido, por lo que carecemos de estudios sobre sus autores y su relación con la censura4, pero si algunos de ellos han pervivido han sido sin duda los herederos del humor de vanguardia, los dramaturgos de la llamada “Otra generación del 27”, así bautizada por uno de sus componentes, José López Rubio. Pese al conservadurismo político que caracterizó a muchos de estos escritores, la censura recayó sobre algunas de sus obras llegando a
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Más allá de la comedia de humor, apenas existen estudios sobre cómo trató la censura al teatro conservador que se hacía entonces en España: desconocemos los problemas que pudieron encontrarse dramaturgos como Adolfo Torrado u Horacio Ruiz de la Fuente, autores de algunos de los melodramas de mayor éxito del periodo, como tampoco se ha estudiado su actuación sobre la revista musical, otro de los géneros con mayor presencia en la escena de la posguerra. Tampoco conocemos con detalle lo que sucedió con el teatro clásico, ni con numerosos dramaturgos extranjeros. Aunque lo analizado hasta ahora nos permita extraer algunas conclusiones sobre el funcionamiento de la censura en estos años, son muchos aún los expedientes que hay que analizar para tener un conocimiento completo de este fenómeno.
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prohibirlas; así ocurrió en los casos de Víctor Ruiz Iriarte (García Ruiz 1996), Jardiel Poncela (Muñoz Cáliz 2001b; Suárez-Inclán 2016), e incluso en el de uno de los principales herederos de este grupo de autores: Alfonso Paso (Payá Beltrán 2015). El estudio de los expedientes de estos y otros dramaturgos, como Miguel Mihura, López Rubio, Álvaro de la Iglesia y “Tono” (Muñoz Cáliz 2001a), muestra que en más de una ocasión su moral y su forma de entender el humor entraron en conflicto con la mentalidad del nacional-catolicismo. En efecto, ante la inexistencia de un teatro antifranquista durante los diez primeros años de dictadura (el único grupo que parece querer romper con la tónica general de los escenarios comerciales en los años cuarenta, Arte Nuevo, es perfectamente tolerado por la censura [Martínez-Michel 2003; Muñoz Cáliz 2005]5), la censura teatral actuó sobre las obras de los propios dramaturgos que habían apoyado el golpe de Estado fascista del 36, y de algún modo también acabó condicionando su forma de escribir. En el caso de Jardiel Poncela, se le prohibieron varias de sus obras y se le impusieron cortes significativos en algunas de ellas, debido a aspectos como su forma de abordar las relaciones de pareja o el desenfado con que presenta motivos vetados por la religión. En otros casos, en cambio, la censura actuó de forma igualmente imprevisible, aunque en sentido contrario, tal como sucedió con otro de los autores más interesantes del momento, Miguel Mihura: su título más conocido, Tres sombreros de copa, se autorizó sin problemas en 1939; si no pudo estrenarse hasta 1952 no fue debido a la censura, sino a un sistema empresarial que favorecía el estreno
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El grupo Arte Nuevo, fundado en 1945, estaba compuesto por Alfonso Sastre, José Gordón, Carlos José Costas, Alfonso Paso, Medardo Fraile, José María Palacio, José Franco y José María de Quinto. Alfonso Sastre comenta así la significación del grupo en el teatro de su tiempo: “Algo de cierta importancia acababa de empezar en la vida escénica española. Se trataba, desde luego, de una fundación confusa, pero ya uno había oído hablar de los teatros de vanguardia, de los teatros de ensayo y combate que, en otros países, habían sido y seguían siendo los núcleos revolucionarios de la escena. ¿Qué traíamos nosotros? Traíamos fuego, pasión, inocencia, audacia, amor al teatro. Esto era mucho en 1945” (Paco 1989: 1067).
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de obras más sujetas a las convenciones del género, como las que él mismo escribiría a partir de entonces. Se puede afirmar que, pese al conservadurismo político de estos autores, tanto la censura como los mecanismos que mueven la empresa teatral durante la dictadura de Franco les impiden desarrollar el teatro que habían comenzado a escribir antes de la guerra, inspirado por el humor y la experimentación de las vanguardias, y les encauza hacia una escritura mucho más próxima a aquellas convenciones que, paradójicamente, el falangismo había querido combatir recién acabada la contienda.
La censura y la realidad de los perdedores También en el caso de los dramaturgos llamados realistas el estudio de la censura de sus obras desmonta algunos de los lugares comunes que se han venido repitiendo en torno al teatro español de la dictadura. Especialmente revelador resulta el caso de Alfonso Sastre, que acabaría siendo uno de los autores más combativos frente a la dictadura y más castigados por la censura: durante los años cincuenta, sin embargo, y a pesar de que el dramaturgo sufre un importante número de prohibiciones, su máximo defensor en la Junta de Censura es un acérrimo falangista que encuentra en este teatro el potencial renovador que la escena española estaba esperando. El hecho de que la mayoría de sus obras, incluidas las defendidas por este censor, acaben prohibidas, muestra además el papel escasamente relevante que acabó teniendo el falangismo en la política cultural del régimen a partir del final de la II Guerra Mundial. El paralelismo entre lo sucedido con las primeras obras de este autor y la situación de la novela expresionista o tremendista (Larraz 2020) resulta más que llamativo. Más allá de casos particulares, los realistas, como es sabido —Antonio Buero Vallejo, Alfonso Sastre, Lauro Olmo, José María Rodríguez Méndez, Carlos Muñiz, Ricardo Rodríguez Buded o Ricardo López Aranda, entre ellos—, concebían el teatro como espejo social que debía revelar a los espectadores realidades incómodas que otros medios de comunicación les ocultaban y, en última instancia, como una forma de actuación política basada en la idea de que la verdad es
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siempre revolucionaria y el hecho de mostrarla abiertamente ya es una forma de cambiarla. Son numerosos los textos teóricos que se publican durante los años cincuenta y sesenta, sobre todo en la revista Primer Acto, que dan testimonio de esta idea del teatro como una forma de actuación política, de forma contemporánea a lo que por entonces sucedía en otros géneros literarios y otras artes6. La reacción de la censura frente a estas creaciones muestra hasta qué punto el franquismo era consciente del valor del teatro como herramienta política. Especialmente revelador resulta lo sucedido con el teatro de Antonio Buero Vallejo. Es evidente que, de toda esta tendencia, es el único dramaturgo que consigue abrirse camino, y en muchas ocasiones —demasiadas— se ha dado una explicación harto cómoda de esta circunstancia; tanto que parece sujetarse a la lógica franquista, aunque viniera del extremo político opuesto. El éxito de su primer estreno, Historia de una escalera (1949), autorizado sin problemas por unos censores que entendieron su realismo como “falta de inspiración” y de “originalidad” (Muñoz Cáliz 2005: 72), alentó su carrera como dramaturgo durante casi tres décadas en las que tampoco faltaron los cortes, las retenciones ni las prohibiciones de algunas de sus obras. A la vista de su caso, se podría pensar que el hecho de mostrar la realidad de los más humildes de forma objetiva, así como una visión de la historia de España muy diferente a la de los ideólogos franquistas, no supuso un grave obstáculo para la autorización de sus obras. No obstante, son muchos los factores que entran en juego a la hora de dictaminar sobre las obras dramáticas, y no solo guardan relación con el tratamiento de ciertos temas por parte de los autores, sino también
6 Así, por ejemplo, explicaba Alfonso Sastre la elección del nombre Grupo de Teatro Realista para la compañía que acababa de crear: “…creemos dotada de gran significación, en el enunciado de nuestro propósito, presentar —frente a tanto teatro evasivo e inhibitorio— el anhelo de un teatro de la realidad […]; de un teatro producido como dramática consecuencia de encuentros graves y profundos entre el dramaturgo y su medio existencial, y montado por nosotros desde la conciencia de nuestra situación y con una intención interventora, no solo en la marcha del teatro español, sino también, según la medida de nuestras posibilidades, en el proceso social a que asistimos” (Sastre 1960c: 2).
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con el momento político, con la repercusión pública que hubiera alcanzado el autor y con la propia imagen de la censura que se quiere ofrecer de cara al exterior. Por ejemplo, si en 1949 mostrar en escena las carestías en una casa de vecindad no fue motivo de objeción, en 1960, en pleno inicio del desarrollismo, el intento de abordar la realidad de un barrio de chabolas y de la emigración que lleva a cabo Lauro Olmo en La camisa —otra de las obras emblemáticas de esta corriente— es castigado con la prohibición durante dos años. El peso de la coyuntura política y la imagen internacional que el régimen pretende ofrecer ayudan a entender lo sucedido a partir la “apertura” anunciada por Fraga Iribarne. Llama la atención cómo durante todo el periodo se autorizan —aun con serias y muy calculadas limitaciones— obras de autores de prestigio internacional, como Bertolt Brecht, Peter Weiss o Jean Paul Sartre, con el fin de ofrecer una imagen “liberal” de la escena teatral en la España de Franco, mientras se prohíben sin contemplaciones las obras de autores poco o nada conocidos, cuyo veto no iba a reportar al régimen ningún tipo de problemas en la prensa internacional. De forma sorprendente, la citada “apertura” supuso un punto de inflexión importante para todos los dramaturgos realistas, mas no en el sentido que parecería previsible ni en el que ha trascendido a ciertos discursos historiográficos; va a ser precisamente durante el periodo en que Fraga está al frente del Ministerio de Información y Turismo cuando Buero Vallejo pase más años sin estrenar una obra propia en toda la dictadura7. Confiado, tal vez, en el discurso aperturista que propagaba por entonces el régimen, en 1964 presenta a censura una obra en la que afronta el tema de la tortura a presos políticos: La doble historia del doctor Valmy, que permanecería once años retenida mediante el “silencio administrativo”; los mecanismos de distanciamiento que el dramaturgo pone en marcha a través de la pareja que presenta la acción, como si de otro tiempo y de
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Las dificultades que Buero Vallejo llega a pasar durante esta etapa quedan reflejadas en su correspondencia con Vicente Soto (Buero Vallejo y Soto 2016). Los expedientes y dictámenes de sus obras están recogidos en Muñoz Cáliz (2005 y 2006). Acerca de la censura de este autor, véase también O’Leary 2005.
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otro espacio se tratara, lejos de tranquilizar a los censores, les alertaron en mayor medida. Y no solo Buero Vallejo; los expedientes de los autores del realismo social van a ser precisamente los que muestren más a las claras el comportamiento de la censura en estos años de aperturismo. Lauro Olmo, que obtiene un éxito notable con La camisa en 1962, va a ver prohibidas varias de sus obras en los años sucesivos; sus dificultades durante la etapa del “aperturismo” van a ser tan evidentes que, en enero de 1968, poco después de la salida de García Escudero de la Dirección General de Cinematografía y Teatro, él mismo dirigiría una carta al nuevo director general, Carlos Robles, agradeciendo la autorización de su obra English spoken y el cambio de actitud frente a su predecesor. No se trata, sin embargo, de personalizar, ni de apuntar a ciertas figuras como más represoras que otras; la política de prohibir al tiempo que aparentar liberalidad no se limita a los mandatos de Fraga y García Escudero (aunque sin duda es durante esta etapa cuando estas contradicciones se hacen más evidentes); por citar algún ejemplo, la autorización de Divinas palabras de Valle-Inclán en 1960, bajo el mandato del ministro Arias Salgado, estuvo muy condicionada por las posibles repercusiones en los medios de comunicación internacionales (Rubio Jiménez 2010).
Censura y teatro histórico Es bien sabido que el franquismo, a fin de evitar cualquier crítica contra el régimen, procuró evitar que los escenarios reflejaran el “aquí” y el “ahora” de la sociedad española; y en más de una ocasión se ha relacionado esta circunstancia con el hecho de que los dramaturgos situaran la acción de sus obras en entornos alejados espacial y temporalmente: ya fuera en países lejanos o imaginarios, o en el pasado histórico, lo que les permitió abordar temas que, sin esta estrategia, hubieran sido inviables. Desde esta perspectiva, buena parte del teatro histórico escrito bajo la dictadura —género en el que se inscriben algunas de las obras más importantes de esta etapa— sería una de las consecuencias de la censura, y así lo han argumentado en más de una
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ocasión los propios creadores (“Se cuentan las cosas como si ya hubieran pasado y así se soportan mejor”, dice uno de los personajes de Las meninas al comienzo de la representación [Buero Vallejo 1994: 847]). Ahora bien, ni una ni otra fórmula resultaron infalibles, y de hecho algunos de los textos teatrales que más problemas encontraron para su autorización fueron precisamente dramas históricos. En realidad, y aquí radican en gran medida las causas de su prohibición, los autores realistas no se limitaron a situar sus dramas en épocas pasadas para hablar del presente de forma encubierta. A diferencia del teatro histórico conservador, que miraba hacia el pasado desde una perspectiva nostálgica o lo utilizaba como un mero marco ornamental8, estos dramaturgos procuraron analizar críticamente el pasado como origen de los problemas del presente, en relación dialéctica con una realidad que, de forma implícita, estaba muy presente en sus textos. Si el franquismo se sustentaba sobre una imagen del pasado histórico español que ensalzaba la época imperial y abominaba de la Ilustración y del siglo xix, por el laicismo y la decadencia a la que, en su opinión, habían llevado a la nación española —discurso que legitimaba la propia Guerra Civil y la consiguiente implantación de la dictadura—, varios de los principales dramas históricos de Buero Vallejo se van a situar precisamente en torno a este periodo (Un soñador para un pueblo [1958], La detonación [1977] y El sueño de la razón [1969] abordan respectivamente el Motín de Esquilache, los últimos días de Larra y de Francisco de Goya). Asimismo, frente a las grandes figuras de la España imperial que protagonizaron los dramas históricos conservadores de Eduardo Marquina o José María Pemán, los autores realistas intentan rescatar, por una parte, a figuras marginadas e incómodas para
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Así se refería Torrente Ballester en 1957 al teatro histórico que por entonces se escribía en España: “En el mejor de los casos, el teatro histórico español contemporáneo es pura nostalgia; en los casos peores, engaño y evasión. Y aquí sí puede hablarse de evasión con entera propiedad ética, porque se brinda al espectador la ocasión de hurtarse a la dura realidad de cada día —a la realidad económica, histórica y política me refiero— para hundirse en el sueño adormecedor de un pasado que no fue así y que a la sensibilidad actual apenas si interesa en su aspecto heroico” (240-241).
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el régimen, desde Miguel Servet, protagonista de la obra homónima de Alfonso Sastre (1965), al monarca Carlos II, a quien Carlos Muñiz sitúa como protagonista de su Tragicomedia del serenísimo príncipe Don Carlos (1972), o a Mariana Pineda, protagonista de Las arrecogías del beaterio de Santa María Egipcíaca, de José Martín Recuerda (1970). Además, sitúan como protagonistas a aquellos héroes anónimos de clase popular que nunca fueron tenidos en cuenta en ninguna crónica, tal como sucede en Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga (1965), de José María Rodríguez Méndez, cuya acción se sitúa en un episodio tan poco heroico como fue la Guerra de Cuba. Así como el teatro realista revelaba la realidad cotidiana de las clases humildes, frente al alto grado de idealización que presentaba la llamada comedia de la felicidad, el teatro histórico de estos autores procuró desvelar capítulos de la historia muy diferentes a los que presentaba el discurso oficial e incómodos para el régimen en la medida en que evidenciaban que otra España hubiera sido posible. Los censores, en consecuencia, actuaron con gran dureza a la hora de dictaminar sobre estas obras: tanto la obra de Sastre como las de Muñiz, Martín Recuerda y Rodríguez Méndez permanecieron prohibidas durante años, e incluso El sueño de la razón, de Buero Vallejo, que a estas alturas gozaba ya de gran prestigio, tardó cinco meses en ser autorizada, lo que nos obliga, cuanto menos, a replantearnos la relación causal, tantas veces comentada, entre la necesidad de esquivar la prohibición de la censura y la escritura de obras de teatro histórico. A la vista de estos datos, cabe pensar, incluso, si una frase como la ya citada de Buero Vallejo (“Se cuentan las cosas como si ya hubieran pasado y así se soportan mejor”) no supone tanto una declaración de posibilismo por su parte como, más bien, una forma de superponer un nuevo discurso crítico, en este caso sobre la censura franquista, sobre el discurso crítico de carácter histórico, evidenciando que la represión actual hundía sus raíces en represiones pasadas.
La censura y el exilio Más allá de las prohibiciones y tachaduras que afectaron a las obras presentadas a censura por las compañías españolas, hubo numerosas
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otras obras que ni siquiera forman parte del conjunto de textos prohibidos, como tampoco quedaron registradas en el fondo de expedientes del Archivo General de la Administración; en algún caso, hubieron de esperar hasta los años sesenta para que un grupo teatral las presentara a censura, y cuando esto se hizo, los censores y los responsables del Ministerio de Información y Turismo hubieron de compaginar la imagen “aperturista” y liberalizadora que estaban intentado ofrecer al exterior con una extremada precaución hacia la presencia de estos autores en los escenarios españoles. Valgan algunos ejemplos significativos para constatar cómo se comportó la censura con el teatro de estos dramaturgos. Uno de los primeros autores exiliados cuyas obras intentaron representarse, a comienzos de los cincuenta, fue Pedro Salinas; aunque algunas de ellas se autorizaron para representaciones comerciales, la mayoría se restringió únicamente a representaciones de cámara o incluso llegó a prohibirse, siendo Los santos y Caín o una gloria científica, ambas de temática política, las que sufrieron en mayor medida el veto censor. Ya en los sesenta se someterían a censura las primeras obras de Max Aub, y aunque los textos que se presentan son anteriores a la Guerra Civil (Narciso y Espejo de avaricia), menos implicados políticamente que su teatro del exilio, la respuesta del Ministerio a los censores (los cuales consideraron que la decisión de autorizar o no el teatro de Aub debía proceder de instancias superiores) fue la de “dar largas”. A finales de esta década se presentan los primeros textos de Rafael Alberti, y también en este caso las reticencias de los censores no estarán motivadas tanto por su obra como por el nombre de su autor, y así lo expresaron, de hecho, los censores en varios de sus informes. Los expedientes de estos autores, al igual que los de Ramón J. Sender, José Ricardo Morales y León Felipe, han sido descritos y analizados (Muñoz Cáliz 2010), como también algunos de los de María Martínez Sierra (Muñoz Cáliz 2014); queda por analizar, sin embargo, lo ocurrido con los expedientes del autor exiliado más representado y sin duda uno de los más significativos dramaturgos españoles del siglo xx si nos guiamos por su repercusión internacional: Alejandro Casona. Mientras no se acometa su estudio desconoceremos las motivaciones de los censores para autorizar los numerosos estrenos de este autor a partir de su regreso a España en
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1962, mientras se impedía que otros dramaturgos exiliados pudieran expresarse ante el público español. La dialéctica que se estableció entre los autores del interior y la censura en el intento de desarrollar estrategias discursivas para sortearla, y poder ver sus obras representadas (recordemos la polémica sobre el posibilismo que tuvo lugar entre Buero Vallejo [1960] y Alfonso Sastre [1960a y 1960b]), lógicamente no afectó a los autores exiliados, que en la mayoría de los casos ni tan siquiera consideraron la posibilidad de que sus obras se estrenaran en la España de Franco. Pese a ello, en algún caso los exiliados también hubieron de aceptar el que sus obras se estrenaran con alguna modificación. Por otra parte, si la censura no influyó en sus procesos de creación, sí lo hizo la circunstancia del exilio, que marcaría un antes y un después en su escritura, y la propia situación en que quedaron dentro del sistema teatral de sus países de acogida, pues con las excepciones de Alejandro Casona y de María y Gregorio Martínez Sierra, la mayoría de estos autores quedaron relegados a una situación irrelevante y marginal dentro de dichos sistemas; de manera que el exilio habría funcionado en la mayoría de los casos como una forma extrema de censura. De hecho, hay autores a los que no se les permitió volver a España o a los que se obligó a exiliarse por segunda vez tras un intento de regresar, como le sucedió a José Bergamín.
La censura y las neovanguardias Aunque, como venimos diciendo, resulta evidente que el régimen franquista fracasó en su intento de conducir a la dramaturgia española por los cauces que sus dirigentes hubieran deseado, también hay que constatar que, desde finales de los años sesenta, los autores más comprometidos consiguieron sortear la censura en casos muy puntuales, pero no lograron consolidarse en la profesión teatral ni llegar a un público amplio como para que su discurso lograra la eficacia política que ansiaban. (No hay que olvidar que las salas comerciales van a estar en manos de empresarios conservadores y que el público mayoritario, no menos conservador, aplaudirá las comedias de Alfonso Paso.) Tal vez
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en ningún otro género el desencuentro fue tan evidente como lo fue para la escritura dramática, ya que se impidió la puesta en escena de buena parte de las obras más interesantes del momento y se condenó al silencio —con la ayuda de los mecanismos de manipulación y de normalización— a la gran mayoría de los autores que escribieron durante este periodo. Hasta tal punto la censura fue un factor definitorio en la configuración de este teatro y de su posterior recepción que el hispanista George E. Wellwarth, uno de los primeros en interesarse por estos dramaturgos, y autor de un libro que ejercería una gran influencia en la crítica posterior, Spanish Underground Drama, estudió a un significativo grupo de autores desde el siguiente punto de partida: “teatro underground es el provocativo y misterioso nombre de un fenómeno literario demasiado común: el teatro censurado” (1978: 37). En estos años la falta de libertades de todo tipo se convierte en una obsesión para los creadores, y así lo constató el dramaturgo Alberto Miralles en un libro que reflejaba con gran lucidez lo sucedido en el teatro de estos años y que acuñaba otro de los términos más utilizados con posterioridad para referirse a este movimiento: Nuevo Teatro Español (Miralles 1977). Tal vez nunca como durante esta etapa los creadores habían sido tan conscientes y habían vivido con tanta intensidad su propia falta de libertad y las limitaciones que el entorno político les imponía, tanto en su faceta de dramaturgos como en la de ciudadanos. El hecho de vivir en dictadura impregna todo el teatro de este periodo, incluso el que se limita a buscar la evasión y el entretenimiento intrascendente (también sus autores se lamentan de cómo son tratados por la censura [Heras y Rivera 1974]). Los textos más audaces de esta etapa van a abordar temas como la represión sexual (Pelo de tormenta, de Francisco Nieva; Paraphernalia de la olla podrida y la mucha consolación, de Miguel Romero Esteo…), el encarcelamiento, la tortura y los fusilamientos (El convidado, de Manuel Martínez Mediero; Es mentira, de Jesús Campos), y van a presentar abundantes sátiras protagonizadas por dictadores imaginarios (El hombre y la mosca, de José Ruibal; El arquitecto y el emperador de Asiria, de Fernando Arrabal; Coronada y el toro, de Francisco Nieva…). Muchas de estas obras estarán ambientadas en países imaginarios, casi siempre en lugares cerrados y atmósferas opresivas que
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tanto su público como los propios censores tenían que desentrañar, si bien para unos y otros el referente no podía estar más claro. Resulta llamativo que, pese a esta consciencia de las limitaciones del entorno, o precisamente por ella, muchos de estos autores procuran hacer un teatro en libertad (Un teatro en libertad será precisamente el título de una monografía dedicada a Francisco Nieva [Peña 2016]), en algunos casos, apelando al concepto romántico de la autenticidad (“escribir es vomitar lo que la vida te indigestó”, escribirá Campos). Y al mismo tiempo, se encuentran en un inevitable conflicto con una censura que les impedía llevar sus textos al escenario y que les forzaba a buscar estrategias para sortearla. Como arte basado en conflictos y como arte político por excelencia que es, tal vez nunca el teatro había estado tan imbricado en la vida social y política del país como en los años del tardofranquismo y la Transición. Al igual que sucede en los territorios de la lírica y de la narrativa, a partir de los años sesenta la dramaturgia española escrita en el interior comienza a distanciarse del realismo social y a probar nuevas formas dramáticas y escénicas, entre las cuales cobran protagonismo la ceremonia y la farsa (Cornago Bernal 1999). Pero no se trata solo de una cuestión generacional, ni de desgaste de un lenguaje que, al fin y al cabo, precisamente por las prohibiciones y dificultades que sufrió, no había tenido muchas oportunidades de desgastarse en su interacción con el público teatral. En los años transcurridos habían variado notablemente tanto las condiciones de vida de gran parte de la sociedad española, como la percepción que esta parte de la sociedad tenía de sí misma. Los creadores de esta etapa no se conforman con mostrar un fragmento de la realidad para cambiar la mirada del público sobre ella, sino que necesitan deformar esta realidad hasta extremos inimaginables precisamente para evidenciar sus aberraciones, y lo van a hacer recurriendo al lenguaje de la alegoría, de la sátira, de lo grotesco. No es casual que la recuperación de Valle-Inclán se convierta en uno de los hitos de estos años (Rubio Jiménez 2010). Al igual que les sucedió a los dramaturgos realistas, los creadores que comienzan a escribir por entonces se verán fuertemente condicionados por la existencia de la censura, aunque responden con estrategias muy diferentes a las de aquellos, e incluso muy diferentes entre sí.
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Algunos de ellos van a optar por un exilio autoimpuesto, no solo de carácter político, sino estético e incluso profesional, pues consideran imposible llevar adelante su trayectoria como creadores con las limitaciones que les imponía la España de Franco. Su marcha del país para escribir con la máxima libertad constituye una forma de oposición radical al régimen. Esta será la posición adoptada por Fernando Arrabal, Francisco Nieva y Agustín Gómez Arcos, entre otros. Aunque esta opción les supondrá liberarse de las ataduras que supone la censura franquista, España y la dictadura que la atenazaba no dejan de estas presentes en sus obras, como no podía ser de otro modo. En cierta medida, la polémica entre posibilismo e imposibilismo que tuvo lugar en 1960 en las páginas de Primer Acto revive ahora, bajo otros parámetros, entre los autores del momento, así como entre los críticos de las principales revistas teatrales. Resulta problemático señalar a la censura como motivo principal de las formas alegóricas en este teatro, pues se pueden establecer muchos matices en la actitud de los creadores hacia la censura y su forma de enfrentarse a ella. Así, hay autores que admiten que la tienen muy presente a la hora de escribir, precisamente porque buscan la eficacia de sus textos y pretenden confrontarlos con el público español. Es el caso de Jesús Campos, quien, tras la prohibición por unanimidad del Pleno de la Junta de Censura de su primera obra, Furor, aborda el tema de la censura en clave alegórica en Matrimonio de un autor teatral con la Junta de Censura9, y elabora un mensaje político a través de signos escénicos y espectaculares —que no formaban parte del texto que leyeron los censores— en 7000 gallinas y un camello (Campos 2009). Uno de los principales grupos del momento, Els Joglars, en sus comienzos trabaja sobre todo el lenguaje del mimo, e igualmente, en los espectáculos de La Cuadra de Sevilla el peso de los signos escénicos será muy superior 9
Con anterioridad, la censura ya había aparecido como tema —de forma implícita, claro está— en obras como Las meninas de Buero Vallejo y La mordaza de Alfonso Sastre; en la obra de Campos, a pesar de lo explícito de su título, el tratamiento que realiza el autor no es menos implícito que el de las obras citadas, aunque sí bastante más impactante y acorde con el lenguaje de los tiempos que corrían.
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al del texto dramático, lo que contribuirá a posibilitar su representación. Otros dramaturgos, en cambio, entre los que se encuentran Fernando Arrabal y Luis Riaza, declaran haberla ignorado completamente en su escritura, sin tener en cuenta las consecuencias que ello podría acarrearles (Muñoz Cáliz 2005). O haber llevado a cabo una escritura alegórica sin que ello implicara necesariamente la existencia de un trasfondo político, como en el caso de Francisco Nieva: “Eso era lo que me diferenciaba de los autores de mi generación: yo era más directo y más directamente surrealista, sin preocuparme de que hubiera o no un mensaje subliminal fijado en la política” (Vicente Mosquete 1987: 13). Tras la desaparición de la dictadura, este teatro se encontraría en una situación paradójica: el hecho de haber sido escrito en respuesta a la falta de libertades de la dictadura no solo lo situó en una posición desfavorable durante el franquismo, sino que también continuaría haciéndolo, de forma irremediable, durante la etapa democrática. Pese a ello, es evidente que el alejamiento del realismo social no se debió única —ni siquiera, tal vez, principalmente— a la censura; ya desde finales de los años cincuenta se había empezado a conocer en España la obra de Beckett, Ionesco y otros autores del teatro del absurdo (en los propios escenarios oficiales se monta El rey se muere, de Ionesco, con el beneplácito de las autoridades franquistas). Del extranjero llegan noticias de Artaud, del Living Theatre, de Bread and Puppet; algunos creadores tienen oportunidad de asistir a festivales internacionales como el de Nancy y entrar en contacto con los grupos de vanguardia de ese momento. Dentro de España, el Festival de Sitges permitirá a los creadores más inquietos exhibir sus obras (en algunos casos, con la limitación de presentarlas solo en dicho Festival). También por estos años, como se dijo, se representan los primeros montajes de Valle-Inclán en los escenarios profesionales. A cuentagotas y en ámbitos muy minoritarios, los autores vinculados al postismo —único reducto de la vanguardia en la España de la inmediata posguerra— dan a conocer algunos de sus textos (Arrabal, Nieva, Gloria Fuertes en el ámbito del teatro para niños). Otras influencias no por menos estudiadas resultan menos interesantes: tanto Jesús Campos como José Ruibal señalan el teatro de Calderón de la
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Barca —cuyos autos sacramentales se representaron con frecuencia en la escena española de la dictadura— como una de las posibles influencias de su lenguaje alegórico y barroco. El teatro patrocinado por el régimen, finalmente, era objeto de nuevas lecturas y fuente de nuevas estrategias creativas para los dramaturgos que buscaban romper con lo establecido.
A modo de cierre Valorar en su medida los vaivenes de la censura teatral a lo largo estos cuarenta años y su incidencia en las poéticas y en el canon del teatro de su tiempo exige no perder de vista el contraste entre el propósito inicial y la situación resultante al final de la dictadura. Entre un extremo y otro, la vida teatral fluyó condicionada por la censura y por una política teatral que resultó enormemente intervencionista también en otros aspectos, desde la creación de compañías oficiales hasta la programación teatral de las distintas ciudades españolas —a través de los Festivales de España—, la creación de premios de escritura o la presencia de miembros de la Junta de Censura en los medios de comunicación firmando críticas teatrales (Muñoz Cáliz 2003), entre otros. A través de todos estos condicionantes se intentó, y en gran medida se consiguió, cortar con toda una serie de corrientes teatrales anteriores a la Guerra Civil, al tiempo que se impidió el acceso a los escenarios a buena parte de los nuevos autores que comenzaban a escribir por entonces; especialmente, a quienes mostraban aspectos de la realidad española y de su pasado histórico diferentes a los que ofrecían los medios oficiales, así como a quienes introducían lenguajes que, ya desde su estética, traían consigo aires de libertad. No obstante, a partir de la década de los cincuenta, la necesidad de ofrecer una imagen más o menos benévola en el ámbito internacional abriría grietas en el sistema por las que parte de los creadores pudieron abrirse paso. Lejos de haber creado un teatro nuevo, el régimen de Franco se limitó a prohibir y reducir a ámbitos minoritarios aquel que surgió muy a su pesar, así como a crear corrientes de opinión en torno a dicho teatro; midiendo, eso sí, las consecuencias de su propia actuación censora.
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En este artículo hemos tratado de mostrar, a través de algunos de los autores más significativos, la fuerte imbricación que existió durante todo el periodo entre teatro y censura, a fin de dar idea de la densa y compleja red que el franquismo llegó a tejer en torno al teatro español y de las diversas y no menos complejas respuestas de los creadores para expresarse ante la sociedad. Quedan por estudiar las huellas que la censura y otros mecanismos empleados por el franquismo para borrar la memoria y el discurso crítico imprimieron sobre la historiografía teatral y sobre la percepción que del teatro de este periodo tendrían generaciones posteriores. En otro lugar hemos avanzado algo en este sentido (Muñoz Cáliz 2020), mas queda aún mucho por hacer si queremos recuperar la memoria teatral de aquellos años en todas sus dimensiones y comprender una historia que llega hasta el presente en demasiados aspectos.
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Ideologías, poéticas y canon: el relato de viaje bajo el franquismo Geneviève Champeau Université Bordeaux Montaigne
En un contexto dictatorial o autoritario como la España franquista, difícilmente puede disociarse el campo literario del ámbito ideológico-político con el que interfiere, que este condicione a aquel o que el primero sea una respuesta, una toma de posición ante el segundo. Es particularmente patente en el género del relato de viaje por su naturaleza fronteriza entre discurso factual y ficcional, entre crónica periodística y libro con pretensión literaria y por las diferentes finalidades que, en mayor o menor grado, en él se combinan: informativa, ideológica y estética (Alburquerque 2004: 167-176; Carrizo Rueda 1997; Champeau 2004a: 15-31). Las sucesivas inflexiones del género, a partir de la Guerra Civil, resultan vinculadas tanto al contexto ideológico-político y cultural del franquismo como a la historia del género durante el medio siglo precedente. Hay quienes estiman que la Guerra Civil no terminó en 1939 y se prolongó por otros medios durante la dictadura. Escribe José-Carlos
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Mainer: “la Guerra Civil —en cuanto estado de excepción y referente político fundamental de la vida española— perduró hasta 1975, y puede sostenerse incluso que hasta 1981” (2006: 135). Los historiadores Jesús Izquierdo Martín y Pablo Sánchez León (2006: 72) consideran que sucedió a la “guerra de las armas”, durante varias décadas, la “guerra de las palabras” en la cual la acción del aparato ideológico, dominado por la Iglesia y Falange, reforzaba la del aparato represivo. Esta guerra de las palabras afecta directamente la vida cultural y hace que todo o casi todo tenga resonancias políticas. Los relatos de viaje suelen clasificarse en función de categorías binarias. Gaspar Gómez de la Serna opone las relaciones apologéticas de los viajes reales y los relatos de viajes reformadores de la Ilustración (Gómez de la Serna 1974), mientras que, a principios del siglo xxi, Jorge Carrión distingue viajes proespaciales, conformes a una concepción franquista del espacio, y contraespaciales, los que la cuestionan (Carrión 2011: 269-282). Sin embargo, entre los dos polos del sistema dual que constituyen los relatos propagandísticos del franquismo y, frente a ellos, los del “realismo social” de los años cincuenta y sesenta, existen, dentro y fuera del discurso hegemónico, otras modalidades de escritura viática disruptivas relativas a una idea, una concepción del saber y también un lenguaje, un estilo. Roland Barthes hablaba de una ética de la forma, puesto que la elección de un lenguaje participa de una representación del mundo. En el marco de esta guerra de las palabras y en la encrucijada entre propaganda oficial y periodismo, evolución ideológica de sucesivas generaciones y aportes genéricos de principios de siglo, se va fraguando un canon vigente hasta finales de siglo xx, del que Camilo José Cela es la piedra de toque. Se examinan a continuación diversas inflexiones genéricas entre 1940 y 1965 —momento en que surge en España una contradicción entre poder político y hegemonía cultural (Fusi 2017: 111)— a partir del posicionamiento de los escritores viajeros ante el “relato nacional”1 franquista y las incidencias formales que induce: economía del relato, figura del viajero y prácticas de escritura.
1
Es un relato patriótico (y patriotero), centralizador, destinado a ensalzar la grandeza del país y las hazañas y sus héroes, a cimentar la comunidad nacional. Pierre
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Mitología del relato nacional franquista El relato de viaje contribuyó, ante la miseria cultural de la inmediata posguerra, a llenar un hueco en el dispositivo apologético que la dictadura necesitaba para legitimarse. Este género, que corresponde al cronotopo bajtiniano del camino, posee un fuerte poder figurativo al hacer fusionar “indicios espaciales y temporales en una totalidad inteligible y concreta” (Bajtín 1978: 237) y es por eso particularmente apto para ilustrar el relato nacional franquista. De un total de unos ciento diez relatos de viaje publicados a lo largo del franquismo, se contabilizan, entre los años cuarenta y cincuenta, unos veinte fuertemente ideologizados, que constituyen un catecismo ilustrado del nacional-catolicismo. La pobreza cultural del primer franquismo llevó a publicar recopilaciones de crónicas periodísticas a veces anteriores a la Guerra Civil. Así, La Europa que he visto morir (1942) de Carlos Sentís añade a artículos publicados entre 1935 y 1939 otros de 19402. También puede reeditarse en su integridad un libro ya publicado antes de la guerra como El viajero y su sombra de Eugenio Montes (1934), publicado de nuevo en 1940. Viajar era entonces un lujo para pocos. Los autores de relatos de viaje solían ser periodistas como Eugenio Montes, cofundador de Falange3; Rafael García Serrano, autor de una trilogía sobre la Guerra
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Nora emplea este término en 1992, al final de Les lieux de mémoire. La noción fue creada a propósito de los historiadores del siglo xix y principios del siglo xx en Francia. Para el caso español, véase Álvarez Junco y De la Fuente Monge (2017). Lo mismo ocurre con Las soluciones. Rusia, Roma, España de García Sanchiz. Declara el autor que la primera parte se editó antes de la guerra y se volvió a publicar en 1946, junto con partes nuevas dedicadas a Roma y España. Apoyan la empresa apologética editoriales e instituciones afines al régimen como Destino, Ediciones Cultura Hispánica, Editora Española, Editora Nacional, Magisterio Español, Patria Hispana, Prensa Española. Corresponsal en varias capitales europeas para ABC y El Debate, acompañó a José Antonio Primo de Rivera en sus viajes por la Alemania nazi y la Italia fascista en 1934 y 1935. De sus conferencias y artículos proceden El viajero y su sombra (1940) y Melodía italiana (1943).
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Civil4; Víctor de la Serna, hijo de Concha Espina, que fue director de Informaciones; y Gaspar Gómez de la Serna, sobrino de Ramón Gómez de la Serna, fundador y director de las Jornadas Literarias por España (1954) patrocinadas por el régimen. Otros autores eran conferenciantes casi profesionales, como Federico García Sanchiz5 u ocasionales como José María Pemán6 y Laín Entralgo7, que aprovecharon las giras por América Latina organizadas por el Instituto de Cultura Hispánica, fundado en 1945 para promover el Hispanismo. En efecto, para combatir el aislamiento internacional, contrarrestar la influencia de los exilados republicanos, pero también de los Estados Unidos y de Europa, el franquismo organizaba giras de conferencias y charlas por Latinoamérica. Viajaban también diplomáticos como Agustín de Foxá, que fue embajador de España en Roma, Helsinki, Argentina y Cuba8. Sus relatos de viaje eran rabiosamente ideologizados. Declaradamente falangistas, monárquicos o tradicionalistas, sus autores difunden todos una vulgata nacionalcatólica. Debajo de matices ideológicos y mayor o menor calidad literaria, comparten los mismos tópicos:
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Rafael García Serrano fue columnista y director de varias publicaciones falangistas. Además de su trilogía sobre la Guerra Civil, publicó un libro de viaje, Bailando hasta la Cruz del Sur (1953), redactado a partir de sus crónicas para Arriba sobre un viaje por América Latina de los Coros y Danzas de la Sección Femenina. 5 El periodista Federico García Sanchiz recorrió España y América Latina dando charlas y conferencias y publicó, en particular, Duero abajo: la Castilla del Cid (1940) y Las soluciones. Rusia, Roma, España (1946). 6 José María Pemán, periodista, dramaturgo y poeta, publicó en 1942 El paraíso y la serpiente después de recorrer Argentina, Chile y Perú dando conferencias. Una nueva gira lo lleva de nuevo a América en 1948. 7 Pedro Laín Entralgo, fundador de la revista Escorial, publicó en 1949 un breve relato de viaje, Viaje a Suramérica, a raíz de una serie de conferencias en Argentina, Chile y Perú organizadas por el Instituto de Cultura Hispánica. 8 Como diplomático, el periodista, poeta y novelista fue destinado primero a Roma y Helsinki, a raíz de lo cual publica un relato de viaje por Europa, Un mundo sin melodía, notas de un viajero sentimental (1949). Gracias a sus nuevos destinos, Buenos Aires (1947-1950) y La Habana (1950-1955), publica Por la otra orilla (1955).
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el tropismo del pasado, la mitología de los orígenes celtibéricos, de la Reconquista, de la constitución de la nación alrededor de Castilla y la religión católica, la exaltación de la labor de los Reyes Católicos, Felipe II y Carlos V, la celebración de la “obra civilizadora” de los españoles en América. Deploran estos viajeros la decadencia de España iniciada con la Ilustración, cuando la razón compite con la fe, decadencia que culmina durante la II República y justifica la Cruzada como restauración nacional y recuperación del ser español genuino y perenne, según una óptica esencialista. Esta interpretación de la historia de España se arropa con los colores del antirracionalismo, de un espiritualismo exacerbado, del antiliberalismo y del rechazo de la democracia. Nada original pues en la versión viajera de un discurso que —como lo recalca Jordi Gracia— “no aspira a comprender la realidad, ni a conocerla o analizarla, sino a transmitirla prefabricada, de acuerdo con su propio sistema ideológico” (2004: 24). Son relatos polémicos que estigmatizan la “leyenda negra” a lo Solana y los tópicos románticos en nombre de la “verdadera imagen de la patria” (Gaspar de la Serna 1957: 14). Son también relatos teleológicos motivados por un sistema de ideas previas a la experiencia y trascendentes. El viajero finge descubrir aquello de lo que está previamente convencido para imponerlo al lector mediante un seudo proceso de desvelamiento. La experiencia, escasamente contada, es un pretexto expositivo y suele servir de punto de arranque o de ilustración en una prosa predominantemente ensayística, propensa a las generalidades, que concede escasa importancia a la materialidad del viaje y al viajero. En vez de transmitir una experiencia vital, este participa de un proyecto didáctico. Para facilitar la aceptación del mensaje, el narrador suele establecer con su lector, calificado de “compañero” o “amigo”, una relación de complicidad. En su Nuevo viaje de España. La ruta de los Foramontanos (1956), Víctor de la Serna inventa la ficción de un lector que viaja con el narrador mientras que en Bailando hasta la cruz del sur (1953), García Serrano elabora el ethos de un viajero amigo del camarero del barco y de la buena vida con quien el lector puede fácilmente identificarse. Estos relatos de viaje intentan seducir influyendo en la afectividad del destinatario y no convencer mediante un discurso riguroso. Para
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evitar el cuestionamiento, recurren a la redundancia —tiene la apariencia de la verdad lo que se repite una y otra vez— y también a un lenguaje metafórico-simbólico. La imagen es el instrumento idóneo para disociar la representación de la experiencia. La isotopía del agua, por ser símbolo de vida, desempeña un papel destacado en la elaboración de lo que resulta ser una ficción histórica. Así, en el Nuevo viaje de España. La ruta del Calatraveño (1960) de Víctor de la Serna simboliza el renacer de la patria la abundancia de aguas subterráneas que convierten el páramo de Castilla la Nueva en un paradisíaco vergel9. Y en Duero abajo, la Castilla del Cid de García Sanchiz (1940), el curso del río alegoriza la historia nacional: el primer tramo, de Duruelo a Burgo de Osma (fuentes y “juventud” del río), se identifica con los orígenes celtibéricos y romanos de España; el segundo, de San Esteban de Gormaz a Simancas, con la madurez histórica de la nación y sus “grandes empresas”; el tercero, que coincide con el epílogo y se refiere a la construcción de una central eléctrica, cerca de la raya de Portugal, corresponde al renacer y la nueva prosperidad de España bajo el franquismo, simbolizada por su política hidráulica. La metáfora tiene la virtud de “naturalizar” la ideología enmascarando la realidad de las relaciones sociales y políticas. Un poder autoritario y paternalista se representará como un amante fogoso. Viaje a las Castillas (1957) de Gaspar Gómez de la Serna nos ofrece la metáfora de una Soria seducida por el joven Duero mientras que la tierra-mujer de Castilla se le ofrece, rendida10. El mismo efecto se 9
“El páramo, a cuya derecha hay una depresión paradisíaca, un pueblo que tiene el casi inaguantable nombre —de puro bello— de Aguas Cándidas, se acaba en las Mazorras, desde donde la carretera se despeña casi desde los mil cien metros a los seiscientos, hacia la sorpresa indecible de Valdivielso, el vergel más inesperado y a donde quería traerte, lector” (De la Serna 1960: 73). Javier Torre Aguado dedica a los relatos de viaje de Víctor de la Serna un capítulo titulado “Víctor de la Serna, viajero franquista” (2019: 67-88). 10 “Soria, ruborosa junto al Duero joven, está como una novia adolescente, y toda su antigüedad se disuelve en esa luz candorosa, como recién amanecida, que nimba sus tejados irregulares y corona sus torres inmortales y tiembla en la copa de sus olmos y en la cima de sus montes cárdenos con un parpadeo de esperanza” (Gómez de la Serna 1957: 234).
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consigue con la metáfora bíblica del pastor y su rebaño11. El discurso metafórico-simbólico es indisociable de una representación mítica de la historia nacional según el esquema prosperidad/decadencia/renacimiento. Recordemos que, para los lenguajes fascistas, el mito es más eficaz que la verdad. Quintaescencia de los relatos apologéticos son los opúsculos publicados entre 1942 y 1945 por Giménez Caballero con motivo de viajes de Franco por las provincias, titulados Amor a… (respectivamente: Cataluña, Madrid, Andalucía, Galicia)12. De un lirismo descabellado y calificados por su autor de “cronificación poética”, oponen “amor” y “razón” y son fieles a la definición que dio del fascismo José Antonio Primo de Rivera, “un concepto poético de la historia”13. La ortodoxia nacionalcatólica no elabora un nuevo canon para los relatos de viajes. Estos prolongan la tradición noventayochista del ensayo viajero y, más aún, se supeditan al canon de las crónicas periodísticas de la prensa del régimen, de las que a menudo proceden.
Primeras disensiones, giro subjetivo y canon descriptivonarrativo Los primeros arañazos a este relato nacional surgen en la inmediata posguerra y se extienden hasta mediados de los años cincuenta. Aparecen en dos relatos de viaje que redefinen el canon del género en el siglo xx, Viaje en autobús de Josep Pla (1942) y Viaje a la Alcarria de Camilo José Cela (1948), y siguen presentes en un relato algo más tardío, Viaje a las Castillas de Gaspar Gómez de la Serna (1957). Los tres relatos coinciden en una misma negación del renacer de Espa11 Así, en Batres, el castillo “se hace ver, empinado sobre la llanura más que como dueño militar, como pastor, patriarca de toda aquella tierra apacentando la mansedumbre apenas quebrada del paisaje” (1957: 29). 12 Amor a Cataluña (1942), Amor a Madrid (1944), Amor a Andalucía (1944), Amor a Galicia, primogenitora de Cervantes (1945). 13 Fórmula de Primo de Rivera en la revista Fe del 11/01/1934 (Rodríguez Puértolas 1986: 101).
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ña después de la Guerra Civil, aunque desde perspectivas ideológicas distintas. Gaspar Gómez de la Serna escribe desde un falangismo desilusionado lamentando que se prolonguen los males de España por seguir en el poder las viejas oligarquías. La crítica se transparenta en el juego metafórico, en la disociación del castillo roquero y del valle, de la carretera y del río, que provoca la agonía de un pueblo traicionado, ya no irrigado por sus élites (Champeau 2004b: 125-140). La retórica sigue siendo en Viaje a las Castillas la del nacionalcatolicismo; lo único que cambia es que se rebate la existencia de la última etapa del mito nacional en nombre de un ideal mesocrático desde el cual se sanciona a las viejas oligarquías en el poder. Pla y Cela pintan también, en los años cuarenta, un campo ampurdanés y castellano en decadencia: pueblos olvidados, joyas del pasado en ruinas, lugareños pobres, responsabilizando de ello al culto del pasado. Pla lamenta el repliegue de las élites rurales hacia las ciudades y el culto al pasado imperial castellano que contribuye al olvido de las propias cultura y señas de identidad mientras que Cela escribe: “el pasado esplendor agobia y, para colmo, agosta las voluntades; […] dedicándose a contemplar las pretéritas grandezas, mal se atiende al problema de todos los días” (Cela 1965: 239). En los dos relatos, procede esta discrepancia de una perspectiva conservadora14 que navega entre la nostalgia de una sociedad preindustrial patente en la representación de oficios antiguos y una crítica del progreso concebido como un mal. El último capítulo del Viaje en autobús, titulado “Epílogo. Perplejidad”, asocia progreso técnico y decadencia, incluso catástrofe: “Hasta ahora nos habíamos figurado, tanto nos lo habían dicho, que la felicidad de los pueblos y de los hombres radicaba en el progreso indefinido. Ahora, nos dicen lo contrario: que la felicidad está en el regreso, en volver atrás”. Y añade —aludiendo probablemente a la II Guerra Mundial—: “ha venido la catástrofe” (1942: 188, 190). La crítica del progreso es también patente en esta cita de Cuadernos de Guadarrama de Cela:
14 Escribe Pla: “Hay que viajar para aprender —a pesar de todo— a conservar” (1942: 9).
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Por el valle […] late una civilizada vida que, por las noches, tiene crisis de miedo, espantables pesadillas, conciencias remordedoras. Los automóviles y los trenes huyen, veloces, de la noche que amenaza con cogerlos vivos por Guadarrama, y las almas de la ciudad, los corazones de la ciudad, empiezan a esconder la cabeza como pájaros, bajo el ala (1959: 23).
Al culto del pasado, Pla y Cela sustituyen la apoteosis del presente, pero un presente todavía ahistórico, o “intrahistórico”15, puesto que los dos, siguiendo los pasos de la generación del 98 y aún apegados a una forma de esencialismo, anhelan hacer visible una continuidad nacional que buscan en las costumbres, un estilo de vida, toda una cultura popular todavía viva en el campo. De ahí que Pla haga una crónica de la cultura ampurdanesa16 y que Cela valore el romancero y las coplas populares. El origen del giro narrativo-descriptivo que los dos escritores imponen al relato de viaje, dando lugar a una profunda renovación del género y estableciendo un canon que seguirá vigente a lo largo de la segunda mitad del siglo xx, procede, sin embargo, de otra forma de disidencia que los dos escritores viajeros comparten. Se distancian en efecto del totalitarismo imperante colocando al individuo por encima de la colectividad. En vez de estar a su servicio, en una óptica fascista, lo muestran aplastado por ella. Reveladora es, en Viaje a la Alcarria, la travesía nocturna por un Madrid siniestro, “con aspecto de cobijar hombres sin conciencia, comerciantes, prestamistas, alcahuetas, turbios jaques con el alma salpicada de sangre” (1965: 36), como significativa es la metáfora del rebaño de ovejas que llevan al matadero
15 En su excelente introducción al Viaje a la Alcarria, José María Pozuelo Yvancos subraya, por otra parte, la impronta de Baroja en el relato de Cela, como también la de Ortega (1996: 18-28). 16 Las excursiones por las rutas del Ampurdán dan pie a semblanzas de personalidades emblemáticas de la cultura local reciente como el compositor de sardanas Garretas en San Feliu de Guixols (cap. 2), el escritor Vives en San Pol de Mar (cap. 10), el filósofo Turró en Malgrat (cap. 18), el escritor Ruyra en Blanes (cap. 27). Pla se aparta de las grandes figuras de un relato castellanocentrista.
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(1965: 36, 40)17. El viajero abandona la ciudad opresora camino de la libertad. La consecuencia narrativa de este primado del individuo es la promoción del viajero al rango de protagonista y eje vertebrador del relato, el cual se ceñirá a la lógica topográfica y cronológica del viaje, lo cual acarrea una unificación del relato a expensas de la discontinuidad propia de las crónicas ensayísticas18. De propagandístico, el relato de viaje pasa a ser existencial con la asunción de un yo individual que relata una experiencia vital, la de un desarraigo en el que el camino importa más que la meta19. Se elabora entonces una ontología del camino que rehabilita sus circunstancias materiales y la lentitud propicia a la observación. Lo político cede el paso a lo ético, tanto en el plano de la moral individual como de la escritura. Pla y Cela parecen aplicar, en el contexto de posguerra, el consejo de Roberto Hasting a Manuel en Aurora roja de Baroja: si no se puede cambiar el orden de las cosas, hay que cambiarse a sí mismo20. Lejos de las obligaciones sociales, viajar es una forma de ascesis, el aprendizaje de una disponibilidad mental para el que se autodenomina “vagabundo” y el rechazo de la hybris: “ser feliz consiste en limitarse” escribe Pla (1942: 14). De ahí la exaltación de la frugalidad, los pequeños placeres y lo cotidiano en una azoriniana celebración
17 Los vagabundos celianos son de corte barojiano. Su filosofía de la vida es idéntica a la del mendigo que, en El mayorazgo de Labraz, contesta a la pregunta “¿Pero no echas de menos las casas?” lo siguiente: “No, prefiero los matorrales y las cuevas, la hermosa libertad y el campo. A vosotros, los que vivís en las ciudades, la gana de poseer os pierde; queréis tener vuestra casa, vuestra mujer, vuestros hijos; si no tuvierais nada y no desearíais nada, seríais felices” (Baroja 1972: 260-261). El límite de este epicureísmo es la promoción de la conformidad. 18 No todos los relatos de viaje franquistas son recopilaciones de crónicas. También los hay lineales, como Bailando hasta la Cruz del Sur de García Serrano, redactado a base de crónicas hilvanadas a posteriori. 19 “Lo esencial para aprovechar un viaje —escribe Pla— es tomarlo como finalidad misma” (1942: 8). 20 “La humanidad lleva su marcha, que es la resultante de todas las fuerzas que actúan y que han actuado sobre ella. […] Modificar su trayectoria es una locura. […] Ahora sí, hay un medio de influir en la humanidad, y es influir en uno mismo, modificarse a sí mismo, crearse de nuevo” (Baroja 1974: 306).
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de lo nimio. Y frente a una espiritualidad etérea y ñoña, el narrador rehabilita el cuerpo, haciendo hincapié en sus necesidades físicas en el caso de Cela. El papel central del viajero acarrea también la promoción de un punto de vista subjetivo: el narrador relata los lances de su viaje y describe desde los sentidos del viajero. Ambos relatos ofrecen una percepción sensual del mundo: importa menos el paisaje que la sensación del paisaje. De ahí la calidad de las descripciones, pictóricas en la prosa de Pla, breves y cinceladas en la de Cela. Pla y Cela desplazan la atención del mensaje hacia la misma escritura, de la literatura de ideas hacia la experiencia estética. La elaboración del relato es minuciosa. A la reelaboración de treinta y cinco crónicas, publicadas por Pla en la revista Destino entre 1941 y 1942, para componer la ficción de un viaje único (Gentile 2004: 226-240), corresponden las diferentes capas de elaboración textual de Viaje a la Alcarria y las cuatro versiones sucesivas de este relato en ediciones ulteriores (García Marquina 1993). La ficción atañe también al viajero que Pla retrata bajo los rasgos de un poeta medieval apócrifo (1942: 136-138) o sencillamente como un hombre contemplativo y culto que viaja con un libro en el bolsillo, mientras que Cela elimina sus compañeros de viaje para forjar la figura de un viajero solitario calificado de “vagabundo”, lo que altera las modalidades del viaje real. La ruptura es también estilística. A la ascesis moral corresponde la búsqueda de un estilo depurado en las antípodas de la retórica altisonante de la época. “Viajando en autobús —escribe Pla—, el vuelo es gallináceo” (1942: 9), frase que Cela retoma en un epígrafe de Viaje a la Alcarria21. Es una lección de prosaísmo que excluye toda visión totalizadora22 y, para el escritor catalán, “un buen método para aprender a prescindir […] de grandiosidades escenográficas falsas” (1942: 9), lo
21 En el capítulo X, titulado precisamente “Viaje en autobús”, donde reconoce su deuda con Pla (1965: 215). 22 Comenta José María Pozuelo Yvancos que el viajero renuncia a “construir una atalaya uniforme y totalizadora que significara la reducción de todas [las perspectivas] a una tesis” (1996: 25).
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que consigue también mediante “la desnudez estilística, […] la simplificación máxima de la manera literaria” (1942: 9)23. Paralelamente, Cela considera que “el oficio del escritor, como el del vagabundo, es arte de poda y de renunciación” (1962: 13), lo que se manifiesta en una frase breve y preferentemente paratáctica. Su postura antirretórica —que acabará siendo otra retórica— echa mano de la lengua viva, popular, en enunciados de una aparente ingenuidad donde multiplica, en las descripciones, las ocurrencias del verbo de existencia “haber”, las redundancias, y elige —junto con otros más rebuscados— adjetivos más propios de lugareños que de un escritor culto —por ejemplo, un letrero “tiene un gran aspecto” y unas puertas, herrajes “muy bonitos, artísticos” (1965: 110)—; también puede recurrir a comparaciones infantiles —la chimenea de una fábrica echa humo “como una máquina de tren” (1965: 201)—, incluso reproduce cartas de “prosa sin peinar” (1965: 185-187) que le enviaron unos alcarreños. La descripción de paisajes y el retrato dejan de ser subalternos para pasar a ser espacios de virtuosismo estilístico y se desarrollan cuadros vívidos de la vida cotidiana, a veces humorísticos, sazonados por un amplio uso del diálogo. Este giro subjetivo y literario modifica la naturaleza del intertexto, que pasa a ser las más veces literario —con predilección por la literatura clásica y popular en el caso de Cela, por los autores catalanes y la literatura europea en el de Pla—, cuando no musical, en el segundo caso. Al lado de un evidente intertexto noventayochesco, cabe mencionar otro más soterrado aunque patente en Viaje a la Alcarria: los relatos de viaje de Ciro Bayo, El peregrino entretenido (1911) y Lazarillo español (1927), que ofrecen una concepción del viaje y una figura del viajero —“vagamundo”/“vagabundo”— similares. Bayo fue un precursor en el cultivo del relato de viaje literario “a las fronteras de lo novelesco” (Alburquerque 2008: 159).
23 Dionisio Ridruejo considera, en Sombras y bultos, que Viaje en autobús es “uno de los libros de conjuro o desmitificación del ambiente retórico más eficaces de la posguerra” (Dionisio Ridruejo 1977), citado por Jordi Gracia (2004: 26).
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Giro cognitivo y ensayismo En los años cincuenta y sesenta, compitió con la modalidad narrativodescriptiva del relato de viaje que impusieron los múltiples relatos de Cela por la geografía nacional una persistencia y reorientación del relato ensayístico que no dejó sin embargo de ser minoritario24. Entre los múltiples cambios que aportó la década en el ámbito cultural, se dio un desarrollo de las ciencias humanas tanto en el ámbito de la historiografía como de la sociología y la filosofía (Fusi 2017) impulsado por un nuevo anhelo de cientificidad. Se transparenta entonces en el relato de viaje lo que puede calificarse de giro cognitivo. Un filósofo, Julián Marías, y un periodista y novelista, Miguel Delibes, proponen, en el relato de sus viajes al extranjero, en particular por América del Sur y del Norte, una nueva manera de enfocar al hombre, una nueva relación con el otro que asume su alteridad y otra concepción del conocimiento que hacen regresar a España al seno de una modernidad liberal25. Se confirma con ellos que viajar es fuente de un conocimiento adquirido empíricamente. Y no solo la ocasión de descubrir lo ignorado, en vez de confirmar las propias convicciones, sino de rectificar, en una tensión polémica, imágenes previas, representaciones individuales o colectivas que pueden ser, para Marías, fruto de un acercamiento demasiado rápido, cuando no de “cierto resentimiento, incluso de ‘desprecio’” (1972: 20, 23, 138)26. Paralelamente, Delibes reivindica
24 El segundo relato de Pla redactado en español, Viaje a pie (1949) es más ensayístico que el primero. 25 Con el final de la autarquía, escritores e intelectuales pudieron viajar o residir semanas o meses en otros países. Entre otros relatos de viaje, Delibes publica Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno) (1956) después de una estancia de tres meses, invitado por el Círculo de Periodistas de Santiago de Chile y USA y yo (1966) después de haber residido en una universidad norteamericana como profesor invitado. Julián Marías, profesor visitante en tres universidades norteamericanas, estuvo un año en Wellesley College (Harvard), seis meses en la Universidad de California (Los Ángeles) y otros seis en Yale, a raíz de lo cual publica Los Estados Unidos en escorzo (1959). 26 La primera edición del relato (1959) es varios años posterior al viaje (1951).
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una “mirada virgen”, libre de prejuicios (1956: 11)27, para “dar cuenta de una realidad compleja” (1966: 24). Al viajar invitados por universidades extranjeras u otras instituciones privadas, quedan libres de las trabas mentales que imponía, en los años anteriores, la tutela de entidades oficiales. Marías aboga por las estancias largas que permiten ver al país desde dentro (1972: 11, 38) mientras que Delibes opta por el relato testimonial, sincero y de buena fe (1966: 10), que se fía de la primera impresión, un relato no exento pues de relativismo —habla de “mis Estados Unidos” (1966: 9)—. Libros como Un novelista descubre América (Chile en el ojo ajeno) (1956) y USA y yo (1966) de Miguel Delibes, así como Los Estados Unidos en escorzo (1959) de Marías manifiestan un auténtico interés por la alteridad. Un novelista descubre América recalca las peculiaridades chilenas en vez de exaltar la herencia española en Latinoamérica, como lo hacían los viajeros del nacionalcatolicismo. Al mismo tiempo, facilitan, frente al etnocentrismo y solipsismo franquistas, un acercamiento comparativo al propio país que no redunda ya forzosamente en favor de España. Se distancian los dos autores de concepciones metafísicas y esencialistas del hombre para acercarse al ser histórico y social: el hombre y su circunstancia para Marías, hijo espiritual de Ortega y Gasset y discípulo de Zubiri, lo que Delibes traduce por “paisaje y paisanaje”. Lo cual supone que el presente se afianza como tiempo de referencia, del mismo modo que, por los mismos años, en la historiografía se estudia la época contemporánea descuidada por el franquismo (Álvarez Junco y De la Fuente Monge 2017: 361, 389). Queda claro en los títulos de los capítulos que los dos escritores se acercan al hombre desde un enfoque esencialmente sociológico y etnográfico en consideraciones sobre instituciones, urbanismo, migraciones, estructura familiar, educación, creencias y religiones, relaciones individuales, idiosincra-
27 Javier Torre Aguado rastrea, sin embargo, “el poso de prejuicio y pensamiento eurocentrista” y el sustrato determinista que empañan la representación de los chilenos en general y de los indios mapuche en particular en América en el ojo ajeno… (Torre Aguado 2019: 97-104).
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sia28, aunque no del todo desembarazado de estereotipos nacionales en el caso de Delibes (Torre Aguado 2019: 91-92). Sobre la prosa de ambos escritores —más narrativa en Delibes, más especulativa en Marías— se cierne la sombra de un modelo narrativo científico. En los capítulos, más temáticos que cronológicos29, abundan los conectores lógicos, se definen los términos, se introducen referencias bibliográficas, como en una monografía. El método ya no es deductivo sino inductivo: se extrae lo general de lo particular, y no al revés. Son libros que se dirigen al entendimiento del lector y recuperan la racionalidad.
El giro político del “realismo social” A principios de los años sesenta, la multiplicación de relatos de viaje críticos del “realismo social”, de un antifranquismo apenas velado, es indicio de que, como lo subrayan José Álvarez Junco y Gregorio de la Fuente Monge en su libro sobre el relato nacional español, “el franquismo fue pasando a la defensiva en sus últimos lustros” (2017: 389). José Luis Aranguren hablaba, por su parte, del “triunfo tardío pero cierto de los militarmente vencidos, pero culturalmente superiores, sobre los vencedores con las armas” (1975: 3). Relatos de viaje como Campos de Níjar (1959) y La Chanca (1962) de Juan Goytisolo, Caminando por Las Hurdes de Antonio Ferres y Armando López Salinas (1960), Tierra de olivos de Antonio Ferres (1964),
28 Como botón de muestra, algunos títulos: “Laboriosidad”, “Practicismo”, “El divorcio”, “Los viejos”, “La cocina”, “Los niños”, “La educación”, “Religiosidad”, “La libertad” (USA y yo); “Ir de compras”, “La vida intelectual en los Estados Unidos”, “Universidad y sociedad en los Estados Unidos”, “El hombre medio”, “Un pueblo civil”, “La mitad femenina de los Estados Unidos”, “La televisión. Lo público en los Estados Unidos”, “La ciudad invertebrada”, “La salud en la sociedad norteamericana” (Los Estados Unidos en escorzo). Más que un auténtico relato de viaje este libro, recopilación de crónicas, podría calificarse de ensayo viajero. 29 En ello influye el que sean, en gran parte, relatos de estancias.
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Donde Las Hurdes se llaman Cabrera de Ramón Carnicer (1964), Por el río abajo de Alfonso Grosso y Armando López Salinas (1966) o Tierra mal bautizada de Jesús Torbado (1969) corresponden —como las novelas de la misma corriente y a menudo de los mismos autores— a una modalidad distinta de entender la realidad influida intelectualmente por postulados marxistas (Díaz 1963: 9-13) y políticamente por el PCE30. En un contexto de desarrollo de la conflictividad social, de intensificación de la lucha antifranquista, durante esos “fervorosos años” a los que alude Caballero Bonald (Rico 1971: 21), se asienta la noción de “compromiso” y se habla incluso de “literatura urgente” orientada hacia un cambio sociopolítico31, rehabilitándose lo político, a menudo desde un enfoque de lucha de clases. Los relatos de viaje del “realismo social” son el reverso de los viajes oficiales del dictador por las provincias. Contribuyen a justificar la necesidad del cambio recalcando las lacras del país, haciendo hincapié en los problemas económicos y sociales, describiendo las condiciones de vida concretas —y ocultadas— de las poblaciones más vulnerables. Constituyen indudablemente un discurso a la contra. Es patente en la elección de los espacios recorridos: contra la primacía de Castilla, aparecen espacios más periféricos y donde el problema social es particularmente agudo, como Las Hurdes, La Cabrera, Almería, Jaén, el delta del Guadalquivir. La misma Castilla se vuelve mater dolorosa cuando queda, en Tierra mal bautizada, arruinada. Como lo anuncian los autores de Caminando por Las Hurdes, se trata de hacer un inventario de los problemas sociales de “esta España que hay” (Ferres, López Salinas 1960: 9). También se invierte el punto de vista. El narrador no adopta, como en el relato nacional franquista, el de las “fuerzas vivas”, sino el de los perdedores. El relato tardío de Jesús Torbado Tierra mal bautizada (1969) es un zolesco J’accuse en el que estalla la indignación del autor viajero, mediatizada por la voz de un notario de Frómis-
30 De estos autores, viarios eran miembros del PCE, como Ferres, López Salinas y Grosso. 31 Carlos Barral analiza el “realismo social” como “una poética de urgencia que se suponía a sí misma determinada por circunstancias prerrevolucionarias” (1969: 39-42).
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ta, de 1915: “Venid vosotros, politicastros de un régimen podrido”, “los patriarcas de la vaciedad periodiquil”. La máscara enunciativa es transparente y sigue presente a la hora de enunciar el propósito del relato: escribir “para que el silencio no nos haga cómplices de lo que consideramos un crimen” (1969: 13, 15). En vez de tipificar individuos pintorescos, extraídos de su categoría social (lo que muy bien hace Cela), el “realismo social” escenifica la solidaridad del viajero con personajes representativos de categorías sociales precarias de las que el narrador se hace el portavoz32. Por otra parte, estos relatos siguen conformes, en su economía, al modelo narrativo-descriptivo celiano respetando la lógica espacio-temporal del viaje, aunque el tratamiento del espacio y del tiempo venga sobredeterminado por la primacía de un intertexto extraliterario, la misma propaganda franquista. A una continuidad espacial (la unidad del territorio nacional) se sustituye una discontinuidad (un desarrollo desigual, proyección espacial de desigualdades sociales). Y a una discontinuidad temporal (la victoria militar invierte el proceso de decadencia) se sustituye una continuidad: al penetrar en Las Hurdes, los viajeros observan que “el tiempo parece haberse detenido en plena edad media” (Ferres, López Salinas 1960: 10); significativo es el que se ilustre en este caso un viaje de 1958 con fotogramas de Tierras sin pan de Buñuel, rodado en 193233. Se invierte por otra parte un imaginario de vida, sustentado por la simbología de la luz y el agua, conmutado en un imaginario de muerte dominado por la oscuridad (o su equivalente, un sol abrasador en Campos de Níjar) y también por la piedra, la aridez. La mitología del renacimiento se re-
32 Escriben Ferres y López Salinas: “Venimos a contar lo que vemos y lo que nos cuentan” (1960: 53). Los viajeros de este relato, como los de Tierra de olivos y de Por el río abajo, se presentan ellos mismos como trabajadores. A unos jornaleros que esperan ser contratados para segar el arroz y que preguntan a Grosso y López Salinas si ellos también van al arroz, contestan ambiguamente “Para allá vamos”, como si fueran ellos también jornaleros (1966: 22). Lo mismo hacen Ferres y López Salinas cuando contestan a un hurdano “también somos pobres y también trabajamos” (1960: 69). 33 En Tierra mal bautizada, Jesús Torbado comprueba que el balance establecido por un notario de Frómista en 1915 sigue siendo válido en 1969: la Tierra de Campos es un “cadáver insepulto” (1969: 34-35).
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vierte en tragedia del abandono y la explotación intensificada por una estrategia de comunicación fundada en el pathos, destinada a suscitar la indignación del lector. Buen ejemplo de ello es Campos de Níjar, ritmado por episodios cada vez más dramáticos: un niño se vuelve ciego por falta de dinero (1973: 45), un viejo vende tunas para evitarse la humillación de mendigar (60-63), agoniza una mujer por carecer de asistencia médica (104) y por fin se da sepultura a un niño (115). Este relato de Juan Goytisolo ocupa un lugar aparte porque, además de su gran calidad literaria, en él se entreveran un drama social —como en los demás— y un drama individual34: el de un escritor burgués desgarrado entre su pertenencia de clase y la imposibilidad de identificarse con el otro social del que se siente sin embargo solidario, doble drama plasmado en la metáfora continuada de la tormenta que amaga y acaba estallando al final del relato (Champeau 2004c: 76-81). Esta relación mimética que el relato de viaje establece entonces con la propaganda franquista —“una misma retórica aunque de signo opuesto” escribe Juan Goytisolo (1977: 167)— justifica la presencia de un narrador testigo, de descripciones depuradas y de un lenguaje sencillo, telón de fondo sobre el que destaca la riqueza léxica de Campos de Níjar.
Resistencia lingüística Además del afianzamiento de la modalidad narrativo-descriptiva del relato de viaje, caracteriza la historia del género durante el franquismo una constante que, de los años cuarenta a los sesenta, trasciende las rupturas ideológicas y cognitivas: un común rechazo de un desfase entre el orden del discurso y el orden de la experiencia bajo la dictadura. Le hace afirmar a Juan Goytisolo que, “desde que se levanta hasta que se acuesta, el español cree vivir en un sueño. Alrededor de él, todo contribuye a desarraigarle del tiempo en que vive, y acaba por sentirse habitante de otro planeta” (1967: 172). A ello aludía ya irónicamente Pla, en 1942, en un diálogo ficticio en el cual a un payés que
34 Está presente en su obra, desde sus primeras novelas (Champeau 1995: 329-365).
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se quejaba de sus estrecheces, el narrador respondía: “El periódico dice que hay que estar contento”, “¡Hay que ser optimista!”, o “Elevemos nuestros corazones”, “Debe de ser una equivocación” (1942: 162). Simétricamente, en 1959, al regresar de su periplo por los Campos de Níjar, Juan Goytisolo ironiza acerca del universo “razonable” de los periódicos que le serenan, adormecen y le recuerdan que “hay un orden secreto que rige las cosas y que el mundo pertenece y pertenecerá a los optimistas” (1973: 129). Frente a este orden secreto, los relatos de viaje del sesenta, como las novelas de la misma época, se atribuyen una función informativa que privilegia la dimensión referencial del lenguaje y una retórica del desenmascaramiento. El trauma lingüístico provocado por la propaganda triunfalista, que Eugenio de Nora evoca mediante la metáfora de las “flores ahogadas en un charco de lodo”35, llevará a confiar en un “poder factual, talismánico” del verbo (Goytisolo 1977: 160), a usar un léxico sencillo, frases breves, paratácticas y a limitar las imágenes. Las estrategias del “decir callando” (Goytisolo 1967: 158) para sortear la censura, generalizarán la modalidad objetiva y detallista de la narración, dejando que el lector lea entre líneas y restablezca causalidades. Y la voluntad de dar la palabra a los sin voz, de hablar con y desde el pueblo, en una intencionalidad más política (incluso populista) que estética, llevará a los viajeros del “realismo social” a hacer un uso masivo del diálogo. La “guerra de las palabras”, que el franquismo va perdiendo en los años sesenta, da lugar a una curiosa inversión. La ficción está del lado del relato político, por lo cual los escritores acaban desconfiando de la “literatura”. Ya en 1948, Cela afirmaba en la “Dedicatoria” de Viaje a la Alcarria que el libro era como una “geografía” (1965: 28) y en 1969, veintiún años después, Jesús Torbado pretende también “evitar la literatura” en Tierra mal bautizada (1969: 17). El auge de los relatos de viaje escenifica 35 “La guerra, la paz sorda / impiden siempre la verdad primera / de las palabras. Ah, sólo palabras / Como flores ahogadas en un charco de lodo” (España, pasión de vida, 1963), unos versos que Ferres coloca a modo de epígrafe al principio de Tierra de olivos. Paralelamente, exclama un personaje de Tormenta de verano de Juan García Hortelano “Me dan miedo las palabras, como si hasta ahora sólo hubiese vivido de palabras” (1961: 213).
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la etapa de tabula rasa que fue necesaria para liberar la literatura del peso de los discursos de la dictadura en el imaginario lingüístico de los escritores. La empresa común de depuración del lenguaje que se llevó a cabo, en los años cuarenta, en nombre de una renovación del lenguaje literario, se prolongó más tarde en nombre de valores ciudadanos y democráticos. Los relatos de viaje del “realismo social” constituyeron pues la última etapa del largo proceso de una triple reconquista: del presente frente al tropismo del pasado, del logos frente al mytos y de la referencialidad del lenguaje. Resulta imposible separar en ellos estética y ética a la hora de restaurar —con las palabras de Jordi Gracia— “la honradez de las palabras” (2004: 259). Pla y Cela, en la continuación de la obra viajera del precursor Ciro Bayo, tuvieron un papel determinante en el asentamiento de un canon genérico narrativo-descriptivo, emancipado de las crónicas de viaje y de la impronta noventayochista del ensayismo, un canon que siguió vigente hasta finales de siglo, todavía activo en Caminos del Esla (1980) de Aparicio y Merino o El río del olvido (1990) de Llamazares. Es a principios del siglo xxi cuando se cuestiona: se diluye, por ejemplo, el orden espacio-temporal del relato cuando se confunden varios viajes a un mismo lugar en La piel de La Boca de Jorge Carrión (2008) y la modalidad narrativo-descriptiva da paso a una versión renovada del ensayo, de corte epigramático, cuando el relato no se funda en la observación directa sino en la intertextualidad (literatura local, prensa, TV, publicidad), alternativa por la que opta en 2010 Andrés Neuman en Cómo viajar sin ver (Latinoamérica en tránsito), un relato que pone también en tela de juicio la referencialidad al ser representación de representaciones.
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Canon y campo literario en la poesía española bajo 1 el franquismo (1939-1955)*1 Juan José Lanz Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea
T. S. Eliot subrayó en 1917, en “Tradition and the individual talent”, el sentido histórico que impele “a man to write not merely with his own generation in his bones, but with a feeling that the whole literature […] has a simultaneous existence and composes a simultaneous order” (Eliot 1941: 14), señalando así la historicidad, dinamicidad y mutabilidad del sistema literario, que despega el concepto de tradición, e implícitamente el de canon, de toda reminiscencia y analogía religiosas, el canon bíblico, caracterizado por rasgos contrarios. En 1994, Harold Bloom reavivaría la polémica sobre el canon literario al plantear que “uno solo irrumpe en el canon por fuerza estética” (Bloom 2001: 39), haciendo caso omiso de los elementos ideológicos,
* Este trabajo se integra dentro del proyecto de investigación PID2019107687GB-I00 del Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España.
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sociales, históricos, etc. que determinan el valor estético de una obra y su inclusión en el citado canon. Si el canon “se ha convertido en una elección entre textos que compiten para sobrevivir” (Bloom 2001: 30), esa “lucha entre textos” no emana de su “valor estético”, sino, como vio Pierre Bourdieu, de un “campo de fuerzas que se ejercen sobre todos aquellos que penetran en él, y de forma diferencial según la posición que ocupan […], al tiempo que [de] un campo de luchas de competencia que tienden a conservar o transformar ese campo de fuerzas” (Bourdieu 2005: 344-345); un espacio donde se produce la negociación de los movimientos simbólicos de los grupos sociales. En consecuencia, concluye Bourdieu, es necesario el análisis de las obras literarias al menos en tres niveles interrelacionados: el análisis de la posición del campo literario en el seno del campo del poder, y de su evolución en el tiempo; el análisis de la estructura interna del campo literario; el análisis de la génesis de los habitus de los ocupantes de esas posiciones (Bourdieu 2005: 318 y ss.). Iuri Lotman (1996: 29) hablará de los mecanismos de estabilización y desestabilización dentro de los sistemas culturales, como “órganos de auto-organización” o “metadescripciones de la norma cultural que devienen la base para la creación de nuevos textos, estimulan la generación de textos y, al mismo tiempo, prohíben textos de determinada especie”; cuando se produce la intersección de tendencias contrarias se creará un sistema estable, mientras que la manifestación extrema de una las tendencias muestra la inestabilidad del sistema y anuncia su transformación. El debate sobre el canon (Sullà 1998) vino a mostrar, entre otras cosas, la dinamicidad de este, su historicidad, su estratificación y su pluralismo; en fin, no tanto canon, sino cánones, teniendo en cuenta que estos no son, como señalarán Pozuelo y Aradra (2000), sino estructuras históricas, cambiantes y movedizas; lecturas del pasado desde el presente que tratan de crear un isomorfismo entre texto y código, y que crean nuevos códigos, mediante metatextos autoconstituyentes que plantean nuevas relaciones canónicas entre los textos. Los textos literarios, así, son resultado de los procesos canonizadores y no viceversa, y, por lo tanto, también el propio sistema literario es consecuencia de esos procesos, con lo que los sistemas que lo constituyen no son ajenos al sistema literario, sino parte integral de ellos.
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El análisis de los modelos de canonización revela el proceso de institucionalización literaria y las pugnas de poder que subyacen, así como los procesos de marginación de ciertos discursos, y se muestra como elemento fundamental en la construcción de la historia de la literatura y de la lógica narrativa que sustenta su relato (Beltrán Almería 2007; Beltrán Almería y Escrig 2005). Las antologías son también elementos de canonización literaria que implican, pues, una propuesta ideológica y que funcionan como una “forma colectiva intratextual […] fijando géneros, destacando modelos, afectando el presente del lector y, sobre todo, orientándole hacia un futuro” (Guillén 2005: 375-378). Historias literarias, antologías, monografías, artículos, reseñas, manifiestos, etc. son elementos de modelización canónica y de institucionalización literaria (Even-Zohar 2007-2011: 40); sancionan y excluyen, conforman y confirman un espacio literario que solo puede verse como un campo de luchas discursivas, de enfrentamientos ideológicos y de poder. Recién publicada la conocida antología de Gerardo Diego en 1932 (Poesía española. Antología, 1915-1931), Pedro Salinas escribía a Miguel Pérez Ferrero, director del diario Informaciones, planteando la existencia de, al menos, dos criterios para hacer una antología: un criterio histórico, que tiene el sentido de repertorio; un criterio de estilo, “parcial, pero de parte, no de partido” (en Morelli 1997: 263). Aún en agosto de 1934, ante la segunda edición de la antología de Gerardo Diego, señala tres tipos principales de antologías: “la antología personal”, la de “escuela o tendencia literaria” y las antologías “históricas” (Salinas 2007: 149). Las dos primeras pertenecerían al tipo de antología programática, mientras que la última se incluiría en el grupo de las antologías panorámicas (Ruiz Casanova 2007: 132-135). Evidentemente las fronteras entre ambos modelos no son absolutas, pero es claro que las antologías programáticas poseen un claro sesgo publicitario, constituyéndose muchas veces en antologías-manifiesto. Las dos antologías de Gerardo Diego marcan la evolución de una antología programática a otra pretendidamente histórica. Señalaba José-Carlos Mainer que, más allá de los elementos de cohesión anteriores a la Guerra Civil, se percibe en los poetas del 27 una “voluntad de definirse colectivamente” desde mediados de los
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años cuarenta: “De un lado y de otro del Atlántico, el desgarrón de la guerra civil consolida la conciencia de grupo y, en algún caso, la operación de rescate […] parece configurar […] una espléndida maniobra estratégica” (en Sullà 1998: 281). Es en el espacio entre 1947 y 1952 aproximadamente cuando comienza a producirse el proceso de institucionalización de la nueva poesía española en una pugna que atiende, por un lado, a un grupo ascendente de poetas que comienzan a darse a conocer en esos años y, por otro, a un grupo precedente que busca asentarse en el campo literario. En 1952, Dámaso Alonso (1978: 345-358) establecía en “Poesía arraigada, poesía desarraigada”1 un diagnóstico de la poesía española del momento, en el que iba a ser juez y parte, no solo porque se advirtiera una implicación directa (“Para otros, el mundo nos es un caos y una angustia, y la poesía una frenética búsqueda de ordenación y de ancla”, “Mi voz era sólo una entre muchas de fuera y dentro de España, coincidentes todas en un inmenso desconsuelo, en una búsqueda frenética: de centro o de amarre”), sino porque establecía un proceso de historificación de la poesía más reciente, con reminiscencias de la moda del método generacional, que, desde las propuestas historicistas de Ortega y Gasset y la difusión de las ideas de Julius Petersen y la ciencia literaria alemana (1984: 137-193), había puesto en práctica Pedro Salinas en 1935, en el que él mismo se ubicaba en un puesto de privilegio, como guía de esa línea “desarraigada” que hacía arrancar de su Hijos de la ira (1944). El artículo venía a complementar en la misma dirección otro trabajo suyo de 1948, “Una generación poética (1920-1936)” (Alonso 1978: 155-177), publicado originalmente en la revista mexicana Finisterre (n.º 35, 1948: 193-220), donde consagra en el plano teórico el concepto de “Generación del 27”. Allí, desde los nuevos parámetros estéticos que rigen la posguerra, al menos desde 1943, de la “rehumanización” y el “neorromanticismo” y el distan-
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Los conceptos de poesía “arraigada” y “desarraigada” se habían venido elaborando en algunos estudios a partir de 1948; vid. “Los impulsos elementales en la poesía de Jorge Guillén” y “La poesía arraigada de Leopoldo Panero” (Alonso 1978: 201-232 y 315-337).
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ciamiento de “los puros goces de la belleza” y “el estéril esteticismo”, subraya Dámaso su desvinculación como poeta del momento auroral de dicha generación (“si he acompañado a esta generación como crítico, apenas como poeta”, 157, nota), para enlazar con el momento en que a partir de 1927, y sobre todo en los años treinta, “la poesía […] termina siendo apasionada, llena de ternura y no pocas veces frenética” (175)2. Es entonces cuando arranca su verdadera carrera poética, al comenzar a escribir los primeros poemas de Hijos de la ira (“los poemas más antiguos […] son de 1930; pero la mayor parte, posteriores a 1940”, 157, nota). Pese a las quejas de Luis Cernuda en su “Carta abierta a Dámaso Alonso”, publicada en noviembre de 1948 en Ínsula (n.º 35) (Cernuda 2007: III, 198-200)3, el artículo suponía la consagración en una operación de “propaganda”4 de un grupo de poetas elevado a categoría generacional cuyos rasgos centrales respondían a la esencia nacional escindida a uno y otro lado del océano: una común tradición poética que se continúa en ellos (“no hay ninguna discontinuidad, ningún rompimiento esencial en la tradición poética”; un profundo arraigo “en la entraña nacional y literaria española”; unas “condiciones mínimas de lo que entiendo por generación: coetaneidad, compañerismo, intercambio, reacción similar ante excitantes externos”). “Hemos tenido la fortuna —concluía el artículo— de vivir en un periodo áureo de la literatura de España”5. Lo cierto es que, desde abril de 1943, cuando Dámaso Alonso dedica un artícu-
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El término, en absoluto inocuo, aparece en las palabras citadas del artículo de 1952 y remite sin duda a uno de los versos de “Monstruos”: “como este Dámaso frenético”. El resentimiento de Cernuda contra Dámaso Alonso venía ya de antiguo, cuando este consigue el puesto de lector en Oxford el curso 1931-1932, o cuando, miembro del jurado del Premio Nacional de Poesía en 1933, se le concede a La destrucción o el amor y no a Donde habite el olvido. Las invectivas dejarán huella poética en “Góngora”, de Como quien espera el alba y, sobre todo, en “Otra vez, con sentimiento”, de Desolación de la Quimera (Teruel 2013: 74, nota). A ello pienso que se refiere Jorge Guillén en carta a Pedro Salinas de 8 de octubre de 1948, cuando indica que quiere escribirle “para agradecerle esa ‘propaganda’” (Salinas y Guillén 1992: 459). Cernuda (II, 184) se hará eco con ironía de estas palabras de Dámaso Alonso.
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lo en Escorial (XI, 30: 120-141) a Alondra de verdad (1941; 2ª ed. 1943), de Gerardo Diego, la Generación del 27 había comenzado a hacer acto de presencia en la crítica literaria española de la posguerra; a él le siguió la recuperación en 1944 de “Federico García Lorca y la expresión de lo español”, que ya había publicado Alonso en 1937 en el homenaje que rindieron al granadino diversos escritores (VV. AA., 1937)6. Desde las páginas de Espadaña, a partir de 1944, los autores del 27 son constantemente reivindicados y, a partir de 1946, entran a formar parte de la Antología parcial de la poesía española que va publicando la revista leonesa. Todos ellos, incluso los más prohibidos por el régimen (Lorca, Alberti, Prados, etc.), aparecerán en la Antología de poetas españoles contemporáneos en lengua castellana (1946), de César González-Ruano (Wahnón 1998: 273-276). Gerardo Diego, en un artículo sobre “La última poesía española” publicado en 1947 en Arbor, adelantaba esa perspectiva continuista: “No se ha producido en las últimas promociones poéticas […] una negación combativa de lo inmediato anterior. […] ni los más jóvenes […] quieren ignorar a los nuevos maestros” (419). La creación de una tradición literaria nacional, que había sido la guía de Ramón Menéndez Pidal y del Centro de Estudios Históricos (Pozuelo Yvancos 2011: 553-565), se encontraba en la base de la justificación teórica de la generación por parte de Dámaso Alonso. Tal vez debiera buscarse el origen de tal planteamiento en la conferencia pronunciada en 1927 en el Ateneo de Sevilla con motivo de los actos de homenaje a Góngora, fundacionales de la generación que él define, “La altitud poética de la literatura española”, que publicaría en el número 7 (1933: 79-102) de Cruz y Raya con el título “Escila y Caribdis de la literatura española” (Alonso 1982: 11-28)7, donde se señala la convivencia de una línea de popularismo-realismo-localismo
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En los años cuarenta, “García Lorca ocupó el no-lugar del tabú, de lo innombrable” (Wahnón 1995: 410). El artículo se recogerá en Ensayos sobre poesía española, Madrid, Revista de Occidente, 1944. Posteriormente se integrará en Estudios y ensayos gongorinos, Madrid: Gredos, 1955.
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con una línea de selección-antirrealismo-universalidad como la esencia de la literatura española; pero además esa lectura unificadora de esas dos líneas como derivaciones de una esencia nacional común se plantea como un proyecto generacional: “A nuestra generación le conviene cerner otra vez estas ideas” (12). ¿Y no es eso mismo lo que, desde diversas perspectivas, se proyecta en la lectura que hace de la obra de sus compañeros en los años cuarenta, incluso en la evolución desde la deshumanización a la poesía humanizada en toda su promoción? En ello parecía insistir en 1941, en “Sobre la enseñanza de la filología española”, donde plantea los fundamentos de la moderna estilística (que unía también “las dos riberas de los estudios de Letras”)8 y subraya la necesidad de “continuación de esta tradición científica” (37) desarrollada por la escuela de Menéndez Pidal. En el mismo sentido, Juan Chabás se hacía eco en 1944, desde su exilio en La Habana, en la “Advertencia” de su Nueva historia manual de la literatura española, del espíritu del Centro de Estudios Históricos y de las palabras de Dámaso Alonso, en 1927, con respecto a la oposición realismo/antirrealismo, popularismo/aristocraticismo, para concluir: “No hay dualismo del alma española, como no hay dos Españas, una frente a otra. Hay sólo una España profunda y verdadera, un gran pueblo” (Chabás 2001: CIII). Algo semejante parece desprenderse del artículo de Max Aub “Poesía desterrada y poesía soterrada”, publicado en Sala de Espera, número 5 (octubre de 1948), al vincular precisamente esas dos líneas. Frente a los desterrados y los soterrados, se pregunta Max Aub, “¿A quién echamos en el otro platillo de la balanza? ¿A Gerardo Diego, Ardavín, Marquina, Pemán, Panero? Hecho está, y no va más”. Aub insistiría en esa perspectiva en sus conferencias en la Universidad Autónoma de México que se publicarán en 1954, evocando las figuras de Miguel Hernández, León Felipe y Dámaso
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Max Aub denuncia la falta de atención de la estilística al sentido de la obra, en una “Carta abierta a Dámaso Alonso”, publicada en el número 23 (julio de 1950) de Sala de Espera: “viniste a considerar, en tus espléndidos ensayos, esas virguerías estilísticas como fundamentales, tal vez sin darte cuenta de tu renuncia” (Aub 1950: 5 y 7).
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Alonso y confrontándolas con las de Gerardo Diego, Luis Rosales y el Canto personal de Leopoldo Panero (vid. Larraz 2014). “¿Qué nos separa, a usted y a mí —le escribe a Guillermo de Torre en 1954—, de Dámaso Alonso, de Vicente Aleixandre, de Cano, de Pla y Beltrán? Nada […]. Ahora bien, lo que nos separa del Estado español franquista, eso no lo podrá usted salvar nunca” (Aub 1998: 254). La voluntad de definirse colectivamente del grupo de poetas, más allá de la separación impuesta por el exilio, con la intención de institucionalizarse como núcleo del sistema literario es uno de los elementos centrales en la formalización canónica de los primeros años de la posguerra. No solo se puede ver a través de los artículos de Dámaso Alonso recogidos en Poetas españoles contemporáneos (1952). En 1941, a la par que recoge en Literatura española siglo xx varios de los artículos publicados en los años treinta en Índice Literario, escribe Pedro Salinas un artículo sobre “La literatura española moderna” para el Columbia Dictionary of Modern European Literature donde señala el nacimiento de “una generación de poetas líricos con personalidades tan variadas como originales” (Salinas 2007: 1245). A fines de 19449, prepara su breve ensayo “Nueve o diez poetas” (Salinas 2007: 1296-1308), que aparecerá como prólogo a la antología de Eleanor Turnbull Contemporary Spanish Poetry (1945) y en la revista mexicana El Hijo Pródigo (VIII, n.º 26, mayo de 1945), donde hace un retrato de conjunto de sus compañeros. El año 1944 se publica en México Vida en claro, de José Moreno Villa, que titula un capítulo “Vuelta al retiro y la nueva generación”. Luego vendrían las evocaciones de algunos compañeros en Imagen primera de… (1945), de Rafael Alberti, que posteriormente, en 1959, darían lugar a La arboleda perdida. Libros I y II, de la que ya se había adelantado una primera parte en México en 1948, o los
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En carta a Jorge Guillén de 14 de febrero de 1945, Pedro Salinas le dice: “Ardo en deseos de saber qué te ha parecido mi ‘desfile’ de poetas más o menos coetáneos. Era un encarguito, y tu opinión me tranquilizará mucho. Miss Turbull ya lo ha recibido, y me dice que se ha puesto a traducirlo” (Salinas/Guillén 1992: 345). El 17 de marzo le contesta Guillén: “Ese prólogo […] me parece de lo mejor que has escrito en prosa. Y la inclusión de Dámaso es felicísima. Me alegro mucho de que lo menciones y de manera inequívoca” (347).
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retratos líricos de Los encuentros (1958), de Vicente Aleixandre. En 1954, Jorge Guillén escribe el prólogo, “Federico en persona”, para la edición de las Obras completas, de Lorca, preparada por Arturo del Hoyo, que se publicará en Aguilar, y dedica un capítulo al recuerdo de “Aquella generación”. En el curso 1957-1958, pronuncia en la cátedra de poesía Charles Eliot Norton, de la Universidad de Harvard, las conferencias que reunirá en Language and Poetry. Some Poets of Spain (1961), que se publicarían en 1962 en España, donde incluye un apéndice, “Lenguaje de poema, una generación”, rememorando la unidad grupal entre 1920 y 1936. Cernuda publica sus Estudios sobre poesía española contemporánea (1957), redactados fundamentalmente entre 1954 y 1955 (algunos de los trabajos proceden de artículos anteriores), con una sección dedicada a la “Generación de 1925”. Para esa fecha, son varias las historias de la literatura que incluyen apartados dedicados al grupo de poetas: la de Ángel del Río (1948), la de Ángel Valbuena Prat (1946), que en su edición de 1957 instaurará el término “Generación del 27”, la de Chabás (1952) o la Historia de la poesía lírica española (1948), de Guillermo Díaz-Plaja y la Historia y antología de la poesía española (en castellano): del siglo xii al xx (1950), de Federico Carlos Sainz de Robles, así como antologías publicadas en otros países, como Castilian Literature (1938), de Aubrey F. G. Bell, o A Critical Anthology of Spanish Verse (1948), de Edgar Allison Peers. Desde el exilio, Max Aub añadía a estos nombres en La poesía española contemporánea (1954) los de aquellos representantes de “La poesía española fuera de España”. Pero volvamos la vista a 1948. Para Dámaso Alonso, 1948 es una fecha señera, que comienza con su ingreso el 25 de enero en la Real Academia Española de la Lengua, el doctorado honoris causa en la Universidad de San Marcos de Lima, su nombramiento como consejero del CSIC y la posibilidad de enseñar un trimestre como profesor visitante en la Universidad de Yale, así como estar como conferenciante invitado durante la segunda mitad del año en Hispanoamérica y Estados Unidos (vid. Campa 2007: 82-86), fraguando el germen de su libro Poesía española (1950) y de la moderna estilística. El 15 de febrero toma posesión de su sillón en la Academia Gerardo Diego. Un año más tarde, el 30 de junio de 1949, es elegido como miem-
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bro de la Academia Vicente Aleixandre, que ingresará el 22 de enero del año siguiente, con un discurso titulado Vida del poeta: el amor y la poesía, al que responderá Dámaso Alonso; con tal ocasión, Ínsula (n.º 50, febrero de 1950) le dedica un amplio dossier. Ese mismo año aparece publicada la primera tesis doctoral dedicada en España a un autor vivo, La poesía de Vicente Aleixandre (1950), de Carlos Bousoño, defendida el año anterior, que había sido dirigida por Dámaso Alonso. Es evidente el proceso de canonización del grupo, hasta tal punto que Dámaso Alonso, recordando el juego de los “putrefactos” en la Residencia de Estudiantes, o los famosos “juegos de agua contra las paredes de la Real Academia”, más de veinte años atrás, dirá en su discurso de respuesta: “Academia no quiere decir putrefacción, quiere decir ecuanimidad: estar en el fiel de la balanza. Y ésta es la razón por la que la Real Academia Española ha llamado a su seno a Vicente Aleixandre” (Aleixandre/Alonso 1950: 38)10. Por su parte, Pedro Salinas es profesor en Baltimore en la prestigiosa Universidad Johns Hopkins y la Revista Hispánica Moderna, de la Universidad de Columbia, le ha dedicado una amplia sección en 1941 (vol. VII, n.º 1-2), con artículos de Ángel del Río y Leo Spitzer; ha publicado en 1946 El contemplado, y entre 1947 y 1951 verán la luz los ensayos Jorge Manrique o tradición y originalidad (1947), El defensor (1948), La poesía de Rubén Darío (1948) y la segunda edición de Literatura española siglo xx (1948) y los libros de creación Todo más claro y otros poemas (1949), La bomba increíble. (Fabulación) (1950) y El desnudo impecable y otras narraciones (1951). Jorge Guillén es profesor en el Wellesly College, próximo a Boston; en México aparecerá en 1945 la tercera edición de Cántico y en 1950 su edición definitiva en Buenos Aires. En 1946, Joaquín Casalduero había dedicado un libro al estudio de Cántico y, en febrero de 1948, el número 26 de la revista
10 Chabás escribe a este respecto en su Historia…: “Al corregir para entregarlo a la imprenta [¿1953?], el original de este libro, me llega la noticia de la recepción de Aleixandre en la Academia española, al lado de Gerardo Diego, Sánchez Mazas, Dámaso Alonso, Eugenio Montes, Mourlane de Michelena, etc… No es necesario subrayar el significado de esas recepciones” (Chabás 2001: 535, nota).
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Ínsula le ha dedicado una serie de artículos. Un año después, Ricardo Gullón y José Manuel Blecua publican La poesía de Jorge Guillén (1949). Luis Cernuda se encuentra desde septiembre de 1947, gracias a su amiga Concha de Albornoz, en Mount Holyoke, en Massachusetts; acaba de aparecer Como quien espera el alba (1947) y un año más tarde se publica Tres narraciones (1948) e inaugura la colección de Ínsula con la segunda edición de Ocnos (1949). Ínsula le abre sus páginas desde noviembre de 1948. El verano de ese año participa en la Escuela de Español del Middlebury College, donde se encontrará con Pedro Salinas, Tomás Navarro Tomás, Juan Marichal, Isabel García Lorca y otras figuras del exilio (Teruel 2013: 53-97). El método generacional, como modelo narrativo del discurso historiográfico, que servía para consolidar a la Generación del 27 como núcleo del sistema literario durante los primeros años de la posguerra, iba a servir también para poner en liza en el campo poético el concepto de Generación de 1936, con una clara voluntad de enfrentamiento a la Generación de la Dictadura, al menos en su primera formulación, para dar cabida a una promoción de poetas más jóvenes. En 1943, a la par que se apuntala la presencia de la Generación del 27 en la crítica literaria española en la posguerra, aparece la reivindicación de un nuevo grupo de escritores. El 14 de febrero, Pedro de Lorenzo publica en Arriba su manifiesto “La creación como patriotismo”, vinculando la muerte de Larra en 1837 con la de aquellos muertos en el campo de batalla un siglo más tarde, para subrayar la superación del espíritu crítico noventayochista y plantear “la llamada a la creación”. Unos días más tarde, Gerardo Diego responde al artículo en “Ansias de creación”, publicado en la Hoja del Lunes (1 de marzo de 1943), afirmando la vigencia de la “generación de la Dictadura”, la suya, frente al intento autocanonizador de los poetas ascendentes: “hay que tener un poco de paciencia para esperar a que dentro de unos quince años se defina una nueva generación”. La respuesta de Pedro de Lorenzo no se hace esperar y se produce en dos artículos, publicados respectivamente en los números 49 (25 de marzo) y 51 (8 de abril) del semanario Juventud, “Carta a Gerardo Diego. Generaciones y promociones” y “Una fecha para nuestra generación: 1936”, donde vincula el nacimiento de la “nueva generación” al nacimiento de la “nueva España”, aquella que
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irrumpe “triunfalmente en julio de 1936”, presentando un grupo de intelectuales y escritores presidido por José Antonio Primo de Rivera: Luis Rosales, Leopoldo Panero, Camilo José Cela, Rafael García Serrano, Dionisio Ridruejo, Federico Muelas, José Luis Cano, José García Nieto, etc. “La época de la Dictadura —remarca de Lorenzo— no nos dice nada: ese era el momento de ustedes, y lo frustraron”. Frente a la continuidad de una tradición literaria que aúna, por encima de la contienda civil y del exilio, en un espíritu de convivencia de impulsos contrarios (Escila y Caribdis), a un grupo de escritores y poetas, tendente a la estabilización del sistema, “sobre la base de una transacción que canonice cierto núcleo medio” (Lotman 1996: 29), “la creación como patriotismo” reivindica la creación de una nueva literatura para el nuevo Estado surgido de la victoria en la guerra, excluyente, acrítica (“La crítica ha sido rebasada a tiro limpio”), irracionalista y unitaria (“No más crítica, no más análisis, no más disgregaciones”), tradicionalista, que trata de encarnar la estética del fascismo: “Un ansia de creación parece que nos ha removido por lo mejor de nuestro ser —escribía José García Nieto en Juventud en abril de 1943—, y se empieza a responder a ella por todos los vientos de una nueva rosa”. El concepto de Generación de 1936, un modo de desplazar a la Generación de la Dictadura, como la denominan Diego y Max Aub, del eje central del campo poético de la posguerra, ha sido largamente debatido tanto desde una perspectiva histórica (la aplicación del método generacional), como estética e ideológica (la distinción de una estética fascista española con sus diversas reelaboraciones que suponen sistemas alternativos; la adscripción de sus miembros a dicha ideología política y estética). Es clara, en cambio, en su primera enunciación, su voluntad de enfrentarse a la poética precedente, con una actitud que reivindica el neoclasicismo, como dimensión estética del tradicionalismo ideológico, como forma de ruptura. Homero Serís, que había pertenecido al Centro de Estudios Históricos de Madrid, exiliado en Estados Unidos, intentará ampliar el concepto, desde una perspectiva más abarcadora, en 1945 en un artículo titulado “The Spanish Generation of 1936”, en la revista Books Abroad, de Norman (Oklahoma), volumen XIX (1945), incluyendo, entre otros, desde los poetas del 27, a Ramón J. Sender, Jacinto Grau, Miguel Hernández, María
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Zambrano o Guillermo de Torre. Este último respondería a Serís en sendos artículos, “La supuesta generación española de 1936”, en Cabalgata (n.º 1, 1-X-1945) y, veinte años más tarde, en “La generación de 1936… por segunda vez”, cuestionando que exista una generación que “pueda centrarse en 1936” (Torre 1967: 95). En el exilio también, Juan Chabás apuntaba la existencia tras la Guerra Civil de una literatura “enterrada”, para señalar el surgimiento de un grupo de “poetas más jóvenes”, nacidos en torno a 1910, “que habían publicado en 1935 varios poemas o algún libro inicial” (Chabás 2001: 665): Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco y Leopoldo Panero. Entretanto, Torrente Ballester, primero en 1949 en su Literatura española contemporánea y luego en 1956 en Panorama de la literatura contemporánea, había señalado la existencia de una “Promoción de la República”, que “no republicana” (Torrente Ballester 1956: 415), mencionando, entre los poetas, a Rosales, Vivanco, Juan y Leopoldo Panero, Miguel Hernández, Ridruejo, Bleiberg, Crémer, Celaya, etc. Un año más tarde, Luis Cernuda hablará de una “generación última, a la cual, que yo sepa, no se ha dado denominación, […] compuesta por Miguel Hernández, Luis Rosales, Leopoldo Panero, José A. Muñoz Rojas, Germán Bleiberg, Luis F. Vivanco y algún otro” (Cernuda 2007: II, 243). Será Ricardo Gullón quien con más insistencia contribuya a la renovación del concepto de “Generación de 1936” en sendos artículos publicados en Asomante, volumen XV (1959) y en Ínsula, número 224-225 (julio-agosto de 1965), señalando al momento aglutinador que la generación sufre en torno a 1936 con el intento de aprovechar los logros de la vanguardia reintegrándolos en las estructuras formales tradicionales y apuntando que el estallido de la contienda haría ver como dos grupos independientes, escindidos por el enfrentamiento político, a aquellos autores que compartían un semejante ideario estético: Miguel Hernández, Rosales, Vivanco, Celaya y Leopoldo Panero (Gullón 1969: 162-174). El número de Ínsula en que se publicaba el trabajo de Gullón era un monográfico dedicado a la generación de 1936 que incluía una entrevista a Luis Rosales, que confirmaba la existencia de una generación, aunque “para mí no es del 36, sino del 35, puesto que todos (Miguel Hernández, Vivanco, Serrano Plaja, Ridruejo, etc.) hemos publicado nuestros libros antes
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del 35 o en el 35”, señalando el entronque con la generación del 27 en “la búsqueda de la calidad poética” y con la generación del 98 en “la búsqueda de lo humano radical” (Núñez 1965: 1 y 4). En fin, en Memoria de una generación destruida, Guillermo Díaz-Plaja afirmaba: “Yo creo que sí existe una generación de 1936. […] Vino a ser un ‘puente’ entre dos vanguardias estéticas” (1966: 180). Promulgado en los años cuarenta, el marbete se consolida historiográficamente en los años sesenta, sin lograr desprenderse del matiz deliberadamente político que subyace en su lanzamiento y en la vinculación a tan señalada fecha, ampliando su perspectiva desde la reivindicación de una ruptura estética e ideológica hasta su carácter integrador. Dentro de esa generación, uno de los núcleos poéticos más cohesionados tanto estética como ideológicamente es el que se forma en torno a la revista Escorial, fundada en noviembre de 1940, de la mano de dos de los intelectuales más destacados de la Falange, Dionisio Ridruejo y Pedro Laín Entralgo: Rosales, Vivanco, Panero y Ridruejo (Gracia 2006; Mainer 2013). La publicación surgía del interés de la Falange por crear “una revista que fuese residencia y mirador de la intelectualidad española”, pero que al mismo tiempo fuese antipartidista, y “un arma más en el propósito unificador y potenciador de la Revolución”. Sobre Escorial, que convocaba “bajo la norma segura y generosa de la nueva generación, a todos los valores españoles que no hayan dimitido por entero de tal condición”, planeaba la sombra de Ortega, incluso cuando desde las páginas de “El arte humano” (n.º 1), de Luis Felipe Vivanco, se respondía a las propuestas deshumanizadas de la vanguardia, pero también del arte “demasiado humano del siglo xix”, saltando por encima de una tradición de humanismo liberal, para reivindicar un arte cuya supuesta humanidad surge de una espiritualidad profunda y no de la razón. Es el signo que rige la primera etapa (1940-1942) de la publicación: un signo clasicista, pero en ningún caso humanista, por más rehumanizadora que, en sentido estético, pueda parecer su poética (vid. Wahnón 1998: 121-139). En Escorial se establecía el germen de una tensión que anidaba en la propia contradicción de la empresa: por un lado, surgía como resultado del espíritu falangista de sus fundadores; por otro, hacía una llamada a una intelectualidad antipartidista, como una consecuencia más de la
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implantación de una ideología única. Por otra parte, la tensión nacía de la doble tendencia que la revista quería mantener: de enlace con la cultura española anterior a la guerra, de enlace con la cultura europea contemporánea. Dentro de la primera tendencia se establecía, a su vez, una doble posición: enlace y recuperación de los autores del fin de siglo y novecentistas, justificando sus “errores” ideológicos; enlace con la literatura española renacentista y barroca y con la idea cultural del Imperio de Carlos V y Felipe II. Incluso dentro de los estudios críticos comienza a aparecer una línea que, frente a la crítica histórico-imperial, va introduciendo el análisis estilístico. La destitución, en septiembre de 1942, de Serrano Suñer como ministro y como presidente de la Junta Política de Falange conlleva el cese de Ridruejo como director de Escorial y el abandono de Laín, que se refugiará en la dirección de la Editora Nacional. Desde las páginas de Escorial se “rescata” a Antonio Machado y al poeta Miguel de Unamuno, y se publican traducciones de textos de Rilke, tres de los poetas más influyentes (también César Vallejo y, posteriormente, T. S. Eliot) en el grupo poético, que conforma un “realismo intimista trascendente” y de “poesía de la intrahistoria” (García de la Concha 1987: 838), cuyo ejemplo más destacado será La casa encendida (1949), de Luis Rosales. La celebración de los centenarios de Lope (1935) y Garcilaso y Bécquer (1936) había contribuido al proceso de rehumanización y al neorrromanticismo de la lírica española en los años anteriores a la Guerra Civil. Bécquer y Garcilaso aparecen como modelos generacionales de la rehumanización poética a la altura de 1936, aunque su signo, desde la ideología poética juvenil, sea diferente. El debate está abierto, como muestra en 1938 el narrador de Eugenio o proclamación de la primavera, del falangista Rafael García Serrano, a quien Bécquer se le aparece como un poeta burgués frente a Garcilaso. El modelo de Garcilaso, tan caro a la Falange desde antes de la guerra11, apuntaba, por otro lado, una tendencia ya clara de la nueva poesía que comenzaba a surgir (el retorno de la forma y del clasicismo) e implícitamente
11 No en vano José Antonio Primo de Rivera lo evocaría en 1934 en el “Discurso de proclamación de Falange Española y de las JONS”.
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el rechazo de un humanismo de corte liberal. Pero el garcilasismo de posguerra matiza algunos elementos del rehumanizado y neorromántico de los años anteriores a la contienda, aunque arranca de él. La revista Garcilaso (1943-1946), cuyos antecedentes han de remontarse a los años de la Guerra Civil, aparecerá en mayo de 1943, fruto de la tertulia patrocinada por el grupo “Juventud creadora” y de la propuesta de “La creación como patriotismo”, y con una clara voluntad propagandística de los órganos culturales más tradicionalistas del régimen, que apunta, quizás, a una lucha entre “familias” políticas. Un elemento va a caracterizar la poesía garcilasista: la cobertura formal, la voluntad de recrear un estilo clásico, de base renacentista, que representa, por un lado, “esta segunda primavera del endecasílabo” y, por otro, el “propósito trascendente [de] nuestra obra”. Pronto el modelo estético impulsado por Garcilaso comenzó a resquebrajarse. En 1943, de la mano de José Luis Cano, más tarde, a partir de 1946, secretario de Ínsula, nacía la colección Adonais. En septiembre de ese mismo año, Cano escribe a Gerardo Diego para que forme parte del jurado de un premio de poesía, que llevará el nombre de la colección, junto a Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre, Juan Guerrero y Rafael Ferreres. Adonais marcará desde entonces el signo que caracterizará a un sector importante de la poesía y de la cultura de este periodo: una cierta independencia ideológica de los poderes políticos. Unos meses antes, en noviembre de 1942, había aparecido en Valencia el primer número de Corcel, en defensa “de la verdad poética. O sea: de la expresión vital, suprema y humana, de lo que, enraizado o inexpresable en el corazón del poeta, toma curso, como la sangre, libre de todo encasillado o moda, límite, traba o tributo, sólo rendida al dictamen del propio corazón”, tal como reza el editorial del primer número. Corcel evocaba el proceso rehumanizador y neorromántico emprendido antes de la guerra; no en vano, entre sus impulsores se encontraba Pedro Caba, autor en 1934 de “La rehumanización del arte”, publicado en la revista zaragozana Eco. Revista de España. Entre 1942 y 1949, la revista se convirtió en oposición al monolitismo neoclásico, abriendo progresivamente sus páginas a las sucesivas etapas rehumanizadoras, y en vía de entrada de autores extranjeros. En sus páginas tuvo cabida lo más destacado de la poesía española del momento,
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mediatizada quizás por el influjo aleixandrino de Sombra del paraíso (1944), a quien le dedica un número doble (n.º 5-6). Pero, sin duda, la importancia de Corcel, en la que coinciden José Luis Hidalgo, José Hierro, Julio Maruri, Jorge Campos y Ricardo Juan Blasco (la quinta del 42), radica en ser uno de los precedentes más notables de la santanderina Proel, que comenzará a publicarse en abril de 1944 y que se extenderá hasta 1950, dando cabida a un humanismo que evoluciona desde el neorromanticismo rehumanizador de corte liberal, con claros tintes expresionistas y tremendistas en algún caso, hasta el existencialismo solidario, que comienza a hacerse patente en la segunda etapa a partir de 1946 (Heidegger y Sartre). No es extraño así, que, al reseñar Ricardo Gullón Alegría, de José Hierro, que había obtenido el premio Adonais en 1947, escribiera en términos netamente existenciales: “Si la palabra ‘alegría’ del título fuere sustituible, lo sería, en todo caso, por ‘angustia’. Pues la raíz de este pequeño libro es la situación angustiada de un hombre para quien ya no son buenos […] los dulces engaños con que el hombre se adormece” (n.º 4). Frente al Góngora del 27 o al Garcilaso de “Juventud creadora”, Proel homenajeará al Quevedo de “corazón dolorido” y un tanto desarraigado. Desde el primer momento las revistas Cisneros, desde 1943, y Espadaña, a partir de mayo de 1944, se convirtieron en la más radical oposición al neoclasicismo esteticista garcilasiano: “Si Garcilaso volviera, yo no sería su escudero, aunque buen caballero era”, remedaba Antonio G. de Lama a Alberti en la primera, apostando decididamente por la línea “romántica” como “salida natural del superrealismo” que habían iniciado algunos de los poetas del 27 (Aleixandre, Cernuda, Alberti). De Lama, Eugenio de Nora y Victoriano Crémer regirán los designios de la leonesa Espadaña, que reivindica desde su inicio una poesía moral (Unamuno y Machado), enfrentada a un formalismo vacío, que busca, desde un humanismo de carácter general, la superación del intimismo, para ir avanzando progresivamente hacia un existencialismo solidario y un decidido compromiso social. Los últimos números de la revista se convierten en un campo de batalla entre posiciones poéticas divergentes: por un lado, Nora, que defiende una postura poética socialmente comprometida, dentro de unos moldes expresivos clásicos; por otro, Crémer, que defiende también una
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postura comprometida, aunque vinculada a un populismo de carácter neorromántico; por último, De Lama, que defiende un humanismo no comprometido socialmente y una expresividad neorromántica. Cuando Espadaña concluye a fines de 1950, la revista —como dirá años más tarde Eugenio de Nora— ha llevado a la poesía española “a las puertas, y algo más que a las puertas, a la vez, de la ‘poesía social’ y de una nueva voluntad de ‘clasicismo’”, y lo ha hecho a través de las voces más cualificadas del momento. Un nuevo elemento comienza a aflorar en el paradigma poético en el cambio de década entre los poetas más jóvenes: el progresivo avance de una voluntad testimonial, documental, que se conformará en torno a modelos próximos al realismo. Al mismo tiempo se empieza a percibir un distanciamiento cada vez mayor, al menos desde 1947-1948, de las corrientes tremendistas (“tremendismo cataclismático” lo denominará Gerardo Diego en 1947) y de ciertos excesos neorrománticos. Buena parte de ese conflicto, latente en muchas de las publicaciones periódicas durante el segundo lustro de los años cuarenta, se expondrá en las páginas de la Antología consultada de la joven poesía española (1952), de Francisco Ribes, que opera como respuesta al modelo canónico establecido veinte años antes por las dos antologías preparadas por Gerardo Diego. El nuevo paradigma poético, aunque se solape en algunos aspectos con el modelo dominante establecido por el grupo de los poetas institucionalizados (la rehumanización), ya no es el mismo. Al hilo de Hijos de la ira (“Es el único libro español de poesía que vale la pena de los publicados allá”, escribirá Max Aub en 1954) y de la relectura actualizada de fray Luis de León y de san Juan de la Cruz “desde esta ladera” (“también del lado humano, desde esta ladera, podemos contemplar el puro astro de la cima, y estudiarlo”, escribirá Dámaso Alonso en 1942), a partir de 1944 comienza a aparecer una serie de libros de autores jóvenes que marca una clara evolución del tema religioso hacia una poesía existencial, de la que el propio libro de Alonso es ejemplo en una de sus lecturas, y que apunta a la tensión subyacente en los años precedentes en la práctica poética (mística e imaginación, ascetismo y clasicismo, panteísmo y ortodoxia católica, etc.); estos libros van a constituir una corriente fundamental entre 1944 y 1947. Quizás el existencialismo “estuviera en el ambiente”
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de la época, derivado de ciertas lecturas de Unamuno, Kierkegaard, Heidegger, y también de un cierto orteguismo, que van a formar el caldo de cultivo para que las ideas de Jean-Paul Sartre, que comienzan a difundirse en 1946 y 1947 desde las páginas de Ínsula o de Proel, penetren en las conciencias más atentas. Lo cierto es que un grupo de libros expresa estos años ese tránsito a una poesía existencialista, expresión angustiada de un mundo desgarrado. Es evidente, a esas alturas, que algo ha cambiado en el sistema literario de la poesía española bajo el franquismo y en el proceso de canonización de las escuelas y escritores, integrando elementos marginales y desplazando otros centrales. Los parámetros estéticos de la “rehumanización” y el “neorromanticismo” parecen consolidar para la segunda mitad de los años cuarenta un cambio de paradigma poético. La implantación de un modelo romántico, crítico y poético, desde las páginas de Escorial entre 1943 y 1945, y de Espadaña, entre 1944 y 1947, define un contexto bien diferente al de los primeros años de la posguerra, permitiendo la recuperación de ciertos modelos estéticos modernos, la reivindicación de una libertad formal más allá de los moldes clásicos, de la emoción y la pasión como ejes poéticos. Alonso, en el artículo de canonización del grupo de poetas amigos, rechaza el magisterio anterior de Paul Valéry, y lo mismo hace Aleixandre. Guillén llegará a declarar en sus conferencias de Harvard que “‘Deshumanización’ es concepto inadmisible” (Guillén 1983: 191). El autor de Sombra del paraíso defiende en su discurso de ingreso en la Academia: “El poeta es el hombre. Y todo intento de separar al poeta del hombre ha resultado siempre fallido, caído con verticalidad” (Aleixandre 1978: II, 400). Ya en julio de 1944, se identificaba con aquellos poetas que “se dirigen a lo permanente del hombre. […] No pueden sentirse poetas de ‘minorías’. Entre ellos me cuento” (Aleixandre 1978: II, 524-525). Lo definitorio del nuevo momento que se inicia en 1947 será la fusión de una conciencia existencial (el yo actuando en el mundo) con un estilo compacto de raíz realista, que condicionará el tono narrativo de una buena parte de la poesía; una reacción patente desde 19451946 contra el “pastichismo de la peor especie” que había supuesto el neoclasicismo garcilasista y la reivindicación de “una poesía sustan-
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cialmente humana, cargada de verdades bien sentidas y escrita en un lenguaje vivaz e hiriente”, cuyos modelos son Unamuno y Machado, “poetas de verdad”, tal como expondrá Gabriel Celaya en 1948, en “Veinte años de poesía española (1927-1947)” (Celaya 2009: 725730), en el número 2 de la revista donostiarra Egan, en claro contraste con los panoramas que dibujan por esas fechas Gerardo Diego, en “La última poesía española”, para quien el enfrentamiento entre poesía pura e impura antes de la guerra “venía a resultar un ‘pendant’ de la escisión coetánea del frente popular”, y Dámaso Alonso en “Una generación poética (1920-1936)”. La misión del poeta será contar lo que le sucede a él como sujeto inserto en una circunstancia determinada por su ser colectivo, establecer en el poema la fusión de historia y autobiografía, expresar su insatisfacción y su compromiso a través de un referente histórico próximo. “Nunca como hoy —escribe José Hierro— necesitó el poeta ser tan narrativo; porque los males que nos acechan, los que nos modelan, proceden de hechos” (en Ribes 1952: 106-107). Y Celaya escribe en Tranquilamente hablando (1947): “No quisiera hacer versos;/quisiera solamente contar lo que me pasa”. Unos meses antes que el artículo de Celaya, en el número 1 (1948) de Egan, han aparecido los “Poemas para el hombre”, de Blas de Otero, que adelantan el tono de lo que va a ser su poesía en Ángel fieramente humano (1950) y Redoble de conciencia (1951), difundida en diversas revistas en 1948 y 1949, que cuenta con el beneplácito de Aleixandre: “he visto en ellos [en los poemas enviados] —le escribe el poeta el 26 de abril de 1948— la maduración de un poeta a quien estos años han hecho llegar a un punto de plenitud”. Lo cierto es que el giro realista y existencial que sufre la poesía a partir de 1947 deja de lado a un grupo importante de poetas: desde Carlos Bousoño, que apuesta por la expresión de la “realidad interior” (en Ribes 1952: 25) próxima al simbolismo, hasta los de la revista cordobesa Cántico o los autores más próximos a la vanguardia (Ory, Cirlot, Chicharro, Labordeta, etc.), que niegan radicalmente el realismo racionalista, pasando por los poetas de Escorial. En la lucha por ubicarse los autores más jóvenes dentro del canon poético de posguerra, los poetas cordobeses que publicarán a partir de 1947 la revista Cántico (Ricardo Molina, Pablo García Baena, Juan Bernier, etc.) reivindi-
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carán una posición marginal frente a las corrientes que empiezan a ser dominantes, situándose en su etapa inicial (1947-1949) no solo frente al neoclasicismo formalista garcilasiano que comenzaba a declinar, sino frente a ciertos aspectos de la corriente neorromántica que venía a desembocar en una poesía tremendista en algunos casos y comprometida en otros, y frente al realismo existencial, y apostando por un hedonismo vitalista de carácter ético, una contención sentimental y un distanciamiento lírico, y por la reivindicación de la imagen visionaria, la presencia del referente cultural y el barroquismo, el uso del verso libre, etc. (Carnero 2009). En la segunda etapa de la revista (19551957), más ecléctica, destacará el número-homenaje a Luis Cernuda en 1955, uno de los primeros dedicados al poeta sevillano. La presencia de la vanguardia en los movimientos literarios y artísticos de los años cuarenta es una constante que deja huella en las revistas poéticas más importantes del momento, fundamentalmente a partir de 1943 (Navas Ocaña 1995, 1996 y 1997; Medina 1997). No se puede trazar, pues, una línea divisoria radical que separe en la posguerra una corriente vanguardista independiente, pues sus logros, pese a un rechazo inicial por algunas corrientes (neo)clasicistas, son asumidos por los principales poetas. Podría incluso llegar a hablarse de la presencia de una cierta vanguardia institucionalizada, aceptada por el régimen, frente a otra de carácter renovador e incluso subversivo. Por otro lado, las corrientes surreales y vanguardistas de posguerra no resultan una mera reproducción de las dominantes en los años veinte, sino el intento de asunción de sus logros y de superación de sus propuestas, como consecuencia inevitable; el primer “Manifiesto del Postismo” (1945) era claro a este respecto: “El Postismo es la resultante inevitable de los ismos precedentes”. El Postismo comienza a manifestarse públicamente de la mano de Eduardo Chicharro, Carlos Edmundo de Ory y Silvano Sernesi, a comienzos de 1945, “en rebeldía contra la secuela y huestes de Garcilaso” (Félix Casanova de Ayala en Pont 1987: 539-547). Junto a las dos revistas de número único (Postismo y La Cerbatana) aparecen entre 1945 y 1947 cuatro manifiestos programáticos, coordinados con referencias periodísticas y una sorprendente acogida en la prensa oficial del momento, que trató de amortiguar la capacidad subversiva del movimiento (la imaginación como potencia creadora en libertad y
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el ludismo con voluntad desestabilizadora) haciéndolo aparecer como una mera boutade. La propia propuesta antisistémica reivindica su carácter marginal frente a las corrientes centrales de la posguerra (las propuestas neoclasicistas de Garcilaso, el “nuevo humanismo” de Escorial y el tremendismo neorromántico) y el sistema de poder que sustenta el canon; no tanto por sus posturas post-vanguardistas, sino por la radicalidad de su potencialidad subversiva que desequilibra la correlación de fuerzas en lucha dentro de la institución literaria. Juan-Eduardo Cirlot, en su primera etapa poética (1943-1959), aprovecha la técnica surrealista, la investigación onírica y la imagen desconcertante para plasmar un complejo mundo interior, derivado de la asimilación de un conjunto heterogéneo de fuentes culturales; sin embargo, no faltan en sus primeros libros elementos característicos de la poética rehumanizada de posguerra: tremendismo, cierto agonismo religioso, etc. No habría que olvidar, en este sentido, la labor de enlace con la cultura europea y la defensa de una estética vanguardista, especialmente surrealista, de la barcelonesa Entregas de Poesía (1944-1947), de la mano de Juan Ramón Masoliver. En 1949, Cirlot entra a formar parte, junto a Tàpies, Cuixart, Tharrats y otros artistas del grupo Dau al Set; de su relación con el grupo derivará un segundo momento experimental que eclosiona en torno a 1954. Sumido 25 (1948), Violento idílico (1949) y Transeúnte central (1950) son las obras iniciales de Miguel Labordeta, que aúnan la herencia surrealista con las corrientes rehumanizadas de posguerra, en un “superrealismo realista” o “surrealismo existencialista”, caracterizado por la fusión de compromiso y vanguardismo. En febrero de 1952, la revista alicantina Verbo publica un número triple dedicado al surrealismo español, en el que hace un repaso dando cuenta de la producción poética en este ámbito antes y después de la Guerra Civil. De 1947 a 1952, el existencialismo realista solidario dominante en este periodo va avanzando progresivamente hacia la expresión de una preocupación social; el carácter testimonial y documental que la poesía tiene esos años apunta pronto no solo a una fusión con la colectividad en el acto comunicativo que es el poema, sino también al planteamiento y superación de un estadio histórico concreto, al compromiso del escritor con la realidad social circundante. Gabriel Celaya
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definiría en su poética para la Antología consultada de 1952 el carácter instrumental de la poesía: “La poesía es un instrumento, entre nosotros, para transformar el mundo” (en Ribes 1952: 44). Allí mismo, Eugenio de Nora proclama que “toda poesía es social” (151); y en un sentido semejante se expresa Blas de Otero: “tarea para hoy: demostrar hermandad con la tragedia viva, y luego, lo antes posible, intentar superarla” (179). Nora es, desde 1949, gracias al apoyo de Dámaso Alonso, lector de español en la Universidad de Berna; Blas de Otero se trasladará a París en febrero de 1952. El verano de 1951, Nora desempeña el papel de enlace entre el PCE en el exilio y los movimientos culturales del interior, entrevistándose, entre otros con Celaya, Ángela Figuera, etc. Otero le escribe a Celaya el 7 de junio de 1950, dándole noticia del nuevo proyecto Complemento directo, que “no se podrá publicar en España, por razones que te figurarás. No quiero suprimir nada: casi todo él es verso libre (en todos los sentidos)”. Complemento directo (1949-1951), uno de los precedentes de Pido la paz y la palabra (1955), describe fundamentalmente una toma de posición ideológica, aquella que lleva a cabo su autor en esos años, y su plasmación en un proyecto estético integral que busca la exposición ejemplar de la toma de conciencia del sujeto poético en conjunción con la situación de su país y de sus compatriotas en un relato integrador que muestra el devenir histórico y la proclamación utópica. El 7 de julio de 1953, Celaya, que está escribiendo los poemas de Cantos iberos (1955) y ha tenido noticia de los nuevos poemas de Otero a través de Ángela Figuera, le escribe a este pidiendo que se los envíe. La conexión es completa entre esta vanguardia poética realista y comprometida entre 1952 y 1955, que marca el avance hacia la poesía social. Desde un punto de vista teórico-poético, la década de los años cincuenta se caracteriza por la polémica en torno al concepto de poesía como comunicación que, lanzada por Vicente Aleixandre en 1950 (“El poeta llama a comunicación y su punto de efusión establece una comunidad humana”, Aleixandre 1978: II, 656-666) en una serie de aforismos publicados en Ínsula y en Espadaña, sería defendido por la mayor parte de los poetas de la Antología consultada de la joven poesía española (1952) y justificado críticamente en Teoría de la expresión poética (1952), de Carlos Bousoño (Lanz 2009). Unos meses antes de que se publicaran
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los aforismos de Aleixandre, el 20 de enero de 1950, Gabriel Celaya había impartido en la Sala Studio de Bilbao una conferencia con el título “El arte como lenguaje”, donde había expuesto su concepción del arte como comunicación: “El Arte es comunicación. […] no está encerrado y como enjaulado en las obras de Arte. Pasa a través de estas como una corriente. Consiste precisamente en ese pasar transindividual” (Celaya 2009: 49). No cabe duda de que la concepción comunicativa que planteaba Celaya asumía una complejidad y tenía una voluntad objetivadora que, desde una óptica existencialista y marxista, asumiendo los presupuestos formales, pretendía superar los modelos idealistas precedentes. La concepción de la poesía como comunicación atraviesa todas las poéticas de la Antología consultada que Francisco Ribes edita en 1952, distinguiéndose dos actitudes: una desarraigada y crítica (Celaya, Otero, Crémer, Nora y Hierro); otra meramente solidaria, existencial (Bousoño, Morales, Valverde y Gaos). Dentro de la primera actitud, se manifiesta un modo “desarraigado” y un modo comprometido. En la antología puede contemplarse el avance y sustitución del existencialismo solidario por un humanismo comprometido, basado en una concepción “mayoritaria” y totalizadora de la poesía, una actitud realista, una búsqueda de la expresión directa y una conciencia del tiempo histórico. El personaje poético que aparece en estos poemas se transforma en un hombre cualquiera, tal como expresará Hierro en Quinta del 42 (1952): “Yo, José Hierro, un hombre/como hay muchos”. Es esa segunda orientación la que va a dominar la poesía en los años cincuenta y culmina en torno a 1954-1955 en una serie de libros significativos: España, pasión de vida, de Nora; Cantos iberos, de Celaya; y Pido la paz y la palabra, de Otero. El tema de la poesía social atravesaba, dividiéndola, la Antología consultada. Entre el 17 y el 24 de junio de 1952 se celebra en Segovia, en la Universidad de Verano, el I Congreso de Poesía, cuyo tema central es “La vigencia social del poeta”. Correo Literario realizará una encuesta en su número del 15 de febrero de 1953 sobre la poesía social. Entre el 21 y el 27 de julio de 1954, se celebra en Santiago de Compostela el Tercer Congreso de Poesía, claramente definido ya bajo el signo de la poesía social; los dos años transcurridos desde el primero habían servido para que la pólvora de lo social se extendiera rápidamente.
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El 30 de agosto de 1955, Max Aub escribe a Dámaso Alonso pidiéndole información sobre los poetas surgidos en los últimos años: “Posiblemente voy a escribir tres o cuatro artículos acerca de Otero, Nora, Celaya, Crémer, etc.” (en Carriedo Castro 2009: 172). En sus conferencias pronunciadas en el Ateneo de México en junio y julio de 1956, continuación de La poesía española contemporánea (1954), apunta el nacimiento de Una nueva poesía española (1950-1955) (1957), que tiene su origen en algunos acontecimientos sociales y políticos, como la huelga de tranvías de Barcelona en marzo de 1951 y que culminaría en el Congreso de Estudiantes de febrero de 1956 y los sucesos de esas fechas que llevaron a la destitución de Joaquín Ruiz-Giménez. Aub vincula esos acontecimientos con un cambio estético en la nueva poesía española: la superación de “la soledad impuesta”, la creciente fe en el hombre, el prosaísmo, un “subjetivismo objetivo” que pone al “individuo mismo a la vista de todos”, la concepción de la poesía como comunicación, la influencia machadiana, “una indiscutible hegemonía del norte”, y el nacimiento de una nueva generación, la “generación del 24”. Quizás, señala Aub, estos poetas no estén a la altura de sus predecesores, pero “están en la historia, son historia, cepas de la tierra española”. Y concluye preguntándose: “¿quién puede dudar, tras este muestrario inconexo, que España está más allá de la España de Franco?”. El 29 de octubre de 1955, con motivo de la apertura del curso académico del Instituto de España, Vicente Aleixandre pronuncia un discurso en el que define “Algunos caracteres de la nueva poesía española” (1978: II, 489-515), que apunta a un claro cambio de paradigma poético y a una reformulación de fuerzas dentro del campo literario a mediados de la década. Para Aleixandre, el tema esencial de la poesía del momento es “el canto inmediato de la vida humana en su dimensión histórica; el cántico del hombre en cuanto situado, es decir, en cuanto localizado”; los términos “situado” y “localizado” revelan la indudable raigambre existencialista del análisis. Y a partir de dicha concepción, deriva una serie de características comunes para la nueva poesía de la “generación última” que se conforma en los primeros años cincuenta (autenticidad, descenso en la elaboración metafórica y figurativa, conciencia histórica de la vida humana, cotidianismo, concepción comunicativa de la poesía, etc.), diferenciando tres gru-
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pos: aquellos que encuentran “fundamento bastante para anegarse en el golfo sereno de la fe completa”; aquellos cuya “ansiedad dará su patético signo a su súplica o a su rebeldía”; por último, quienes cargan “su acento en la visión humana, […] considerando sus relaciones desde una fraternidad doliente o desde una solidaridad preocupada”. Aleixandre concluiría su exposición con una pregunta: “¿Podemos hablar con fundamento de un realismo en la poesía de hoy? Evidentemente sí”. Pero añadía que es necesario diferenciar este realismo actual, que se enraíza en una filosofía que considera el historicismo del hombre, del realismo y naturalismo decimonónico, que arraiga en el positivismo filosófico. “¿Realismo? —se preguntaba Blas de Otero en 1952— Al fin y al cabo, todo arte ha de ir realizándolo el hombre con sus manos. Fijarse bien: real-izándolo” (en Ribes 1952: 180).
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1959: triunfos, discordias y paradojas en el canon de la poesía del medio siglo María Teresa Navarrete Navarrete Uppsala Universitet
En el año 1959 se inicia un cambio en el devenir de la poesía española. El homenaje a Antonio Machado en Collioure, veinte años después de su fallecimiento, sirve de punto de partida para el grupo de poetas canónicos de la lírica del medio siglo. Este acto de aniversario se organiza a modo de encuentro entre la cultura disidente que se desarrolla en España bajo el franquismo y la cultura del exilio republicano. A este homenaje asiste un grupo de poetas jóvenes, todos amigos, entre los que se encuentran Carlos Barral (1928-1989), Jaime Gil de Biedma (1929-1990), José Agustín Goytisolo (1928-1999), Ángel González (1925-2008), José Ángel Valente (1929-2000), José Manuel Caballero Bonald (1926-) y Alfonso Costafreda (1926-1974). Allí se toman dos fotografías del grupo que, más adelante, se utilizarán como el acta fundacional de la generación de la poesía de los cincuenta. Además, esta visita a Collioure supone el principio del proyecto edito-
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rial de Carlos Barral, la “operación realismo” (Barral 2015: 515), que persigue situar a una nueva promoción lírica en el campo literario del franquismo. Este trabajo reflexiona acerca de la irrupción de la “operación realismo” y de las consecuencias que suscita el triunfo de este grupo de poetas en la lírica española del medio siglo. Para ello, trazaré, por un lado, un panorama de los grupos de poetas jóvenes que antes de 1959 participaban en iniciativas de carácter lírico. Por otro lado, delimitaré los elementos que distinguen al grupo de Collioure de otras propuestas coetáneas. Y, finalmente, expondré las disputas y las paradojas que la consagración de este grupo genera en los poetas y en los círculos líricos de estos años. Desde el comienzo, el grupo de poetas de Collioure busca quebrar la lógica literaria del medio siglo español. Según explicaba Carlos Barral: “No estábamos dispuestos a respetar los galones de antólogo mayor de José Luis Cano ni a reverenciar la moda del estro cantábrico de los Hidalgo, Hierro, Salomón, Maruri o Bousoño, y aún menos a figurar en nóminas contaminadas por la presencia de poetas del grupo de Burgos y de su descendencia” (2015: 505). El diagnóstico que Barral ofrece sobre el panorama de la poesía española no tiene como objetivo trazar un análisis exhaustivo, sino señalar los grupos que, en estos años, atesoran cierto poder cultural y visibilizar los competidores a batir. Sin embargo, este dibujo sobre los centros de poesía se traslada con frecuencia al estudio de la historia de la poesía del franquismo. Como consecuencia, la repetición de este relato ha marginalizado agrupaciones líricas que, con anterioridad a 1959, habían promovido un tejido editorial que les había permitido desarrollar y publicar su poesía. Estas nóminas de poetas han sido señaladas por algunos trabajos, aunque el uso de denominaciones como “la otra generación poética de los cincuenta” (García Jambrina 2009) o “poetas del 50 en los márgenes” (Payeras 2013) acepta en cierto modo la categorización imperante. Para identificar estas iniciativas, me serviré de cuatros principios que son comunes a estas agrupaciones. En primer lugar, los poetas que conforman un grupo poético pertenecen a un mismo núcleo geográfico. En segundo lugar, estos autores transitan centros de sociabilidad
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literaria comunes. Estos espacios presentan una tipología variada y es posible distinguir desde facultades y colegios universitarios a cafés, bares o casas particulares. En tercer lugar, se advierte en estos escritores un mismo rango de edad. No se trata de aplicar los métodos de la teoría generacional de manera estricta. Pero, en estos autores, la infancia queda marcada por la Guerra Civil y los años de posguerra inmediatamente posteriores. Ante estas circunstancias históricas, todos estos escritores eran demasiado jóvenes para adoptar una posición activa y crítica, pero ya comprendían el mundo que los rodeaba. Josefina Aldecoa denominó a este grupo de autores “los niños de la guerra”, pero otros conceptos como el de “1.5 generation” de Susan R. Suleiman, articulado en el campo de los estudios de la memoria (2002: 277), también resulta certero para definir a esta promoción de escritores. Finalmente, el motor que motiva la creación de estos grupos líricos se sitúa en un impulso, en principio, de carácter artístico, pero que posee raíces ideológicas. Estas propuestas poéticas justifican su nacimiento como respuesta al estado cultural dominante que consideran, según los casos, insuficiente, desalentador, inaccesible o afín al régimen. Las publicaciones resultantes tendrán, por ello, un pretendido carácter rupturista, innovador y antifranquista. En ellas se percibe que el ejercicio de la escritura lírica se entiende como una reivindicación de libertad. Teniendo en cuenta estos criterios, se advierten agrupaciones literarias, anteriores a 1959, en núcleos como Andalucía, Barcelona, Palencia, Santander y Madrid. Andalucía aparece como una zona donde proliferan iniciativas poéticas de este tipo y es necesario distinguir los focos de Sevilla, Cádiz, Granada y Málaga. En Sevilla surgen varios grupos en los cincuenta, pero el primero que inaugura estas prácticas es Guadalquivir. Fundado en la tertulia del mismo nombre a la que acudían los poetas Fausto Botello de las Heras (1932-2013), Manuel García Viñó (19282013) y José María Requena (1925-1998), publican la revista Guadalquivir (11/1951-8/1953). Tenían como propósito defender la poesía de Sevilla de “trasnochados localismos y tradicionalismos apolillados” (1956: 28). A partir de los encuentros que mantienen en el bar Los Corales, Bernardo Víctor Carande (1932-2005), Juan Collantes de Terán (1932-2005), Aquilino Duque (1931), Antonio Gala (1930)
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y Ángel Medina (1932-2013) promueven la revista Aljibe (11/19511/1954), que tuvo como domicilio social la casa de Carande porque era el único que tenía habitación propia. Otras iniciativas corren a cargo de María de los Reyes Fuentes (1927-2010), poeta que desempeñó un papel dominante en la composición del entramado lírico de la Sevilla de los años cincuenta. Fundó la revista ICLA (1952) y el programa de radio Poesía (1953) junto a Antonio Baena (19322011), pero su proyecto más ambicioso fue Ixbiliah, que dio lugar a una revista (1953, 1954-1959) y a una editorial (1954-1955) del mismo nombre. La última agrupación que surge en estos años es la compuesta por Manuel Mantero (1930) y Julia Uceda (1925), que editaron la revista Rocío (1955). Estos círculos promovieron un relato unificador en el que se presentaban como la nueva generación de poetas de Sevilla en diversos actos fundacionales: 1) La publicación de la antología Poetas jóvenes sevillanos (1956) en el número 159 de la revista Lírica Hispana (Caracas, 1943-1970), que reúne la poesía de Fuentes, Botello de las Heras, Duque, Mantero, García Viñó, Gómez Nisa, Uceda y Requena. Esta acción fue planeada en septiembre de 1954 a raíz de la visita de Conie Lobell y Jean Aristeguieta, directoras de la revista, a la tertulia La Camilla, un lugar de encuentro que congregó a poetas de diversos grupos y a pintores de la Joven Escuela de Pintura y Escultura, que ilustrarían la antología. 2) El recital que los poetas Duque, Fuentes, García Viñó, Gómez Nisa, Mantero, Requena y Uceda impartieron en el Ateneo de Sevilla, siguiendo el ejemplo de la Generación del 27, presentándose como la “generación del cincuenta y tantos” el 1 de junio de 1957 (García Viñó 1966: 7-20; Ruiz-Copete 1971). La “generación del cincuenta y tantos” mantuvo contacto con el circuito de poetas de Cádiz. Al igual que ocurre en Sevilla, en esta provincia se pusieron en marcha varias revistas literarias: 1) Platero fue fundada por Fernando Quiñones (1930-1998), Serafín Pro Hesles (1929-¿?), Felipe Sordo Lamadrid (1929-¿?) y Francisco Pleguezuelo (1928-2008) y en sus páginas colaboraron asiduamente poetas como José Manuel Caballero Bonald (1926), Julio Mariscal Montes (1922-1977), José Luis Tejada (1927-1988), Pedro Ardoy (1923) y Carlos Edmundo de Ory (1923-2010). La revista Platero
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nace con grandes dificultades económicas, pero consigue que poetas como Rafael Alberti, Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre publiquen en ella, por eso se considera el estandarte de este circuito; 2) Caleta (1953-1957) estuvo dirigida por José Manuel García Gómez (1930-1994) y en ella escribieron Pilar Paz Pasamar (1932-2019), Antonio Luis Baena (1932-2011) o Rafael Soto Vergés (1936-2004) junto a integrantes de Platero como Fernando Quiñones o José Luis Tejada; 3) Arrecife (1958-1960), Torre Tavira (1962-1975), El Gorrión (1958-1960) o Gaviota (1962) fueron publicaciones más efímeras y de menor impacto, pero que continuaron el ciclo de revistas literarias iniciado con Platero (Hernández 1984; García Tejera 2003; Ramos 2004). Junto a estas publicaciones periódicas, también cabe destacar la empresa editorial Alcaraván, con sede en Arcos de la Frontera. Este proyecto se inicia con la revista mecanografiada Alcaraván (19491956), que fundan los hermanos Antonio y Carlos Murciano (1929y 1931-) junto a Julio Mariscal Montes (1922-1977) y Antonio Luis Baena. La mayor contribución de Alcaraván es, sin embargo, la colección de libros de poesía Alcaraván (1956-1974), donde publicó buena parte de la poesía joven andaluza (Murciano 1989: 80; Ramos 2001: 53; Flores 2005: 157-184). En Granada aparece Versos al Aire Libre (1953-1957), una sociedad bastante popular en los cincuenta conformada por Julio Alfredo Egea Reche (1926-2018), José Carlos Gallardo (1925-2008), Rafael Guillén (1933) y José García Ladrón de Guevara (1929-2019). Nace con el propósito de dar “testimonio ardiente de una vocación humana y comunicativa que parecía borrada de la lírica actual por largos años de intimismos arriscados y minoritarismos altaneros” (Aróstegui 1996: 215), según se lee en el catálogo de la Primera Exposición de Poesía Ilustrada, acto en el que se origina la creación del grupo. Este primer encuentro propició una serie de reuniones, primero, en el carmen de Las Tres Estrellas, propiedad de la familia de Ladrón de Guevara, y, más tarde, en la Casa de las Américas, donde se hacían recitales, se rendían homenajes a Ángel Ganivet, Miguel Hernández o Pedro Salinas y se recibían visitas de otros escritores como la de la poeta cubana Dulce María Loynaz.
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Los poetas de este grupo colaboraron con el suplemento poético Don Alambro de la revista Norma (1953-1958), y con la revista Molino de Papel (1954-1955). En marzo de 1954, promueven la Hoja de Poesía. Revista Antológica Mensual del Grupo “Versos al Aire Libre” llamada a convertirse en el órgano editorial del grupo, pero por razones económicas no continúa. En busca de otros medios en los que publicitar su trabajo, José Carlos Gallardo comenzó a dirigir la revista radiofónica Álamo, que llega a convertirse en un medio de divulgación de la contracultura en Granada, lo que generó cierta controversia como se observa en las páginas del diario Patria: “¡hombre!, no os metáis con Pemán” (Guillén 2003: 19). La actividad poética de Versos al Aire Libre se recoge en 1957 en el volumen Antología de la actual poesía granadina en la que participan Julio Alfredo Egea, José Carlos Gallardo, José G. Ladrón de Guevara, Rafael Guillén, Miguel Ruiz del Castillo (1926-1996) y los poetas, algo más mayores, Elena Martín Vivaldi (1907-1998) y Juan Gutiérrez Padial (1911-1994). Junto al artículo “Elegía a un grupo”, firmado por Ladrón de Guevara en Patria (29/4/1956: s. p.), esta antología venía a certificar el final de estas reuniones líricas. Este volumen se publica en la recién inaugurada editorial Veleta al Sur (1957-1966), proyecto que culmina los intentos por consolidar una colección afín a los jóvenes poetas de Granada (Guillén 2003). Para terminar con este repaso por la lírica andaluza de los cincuenta, referiré el caso de la revista Caracola (1952-1976), dirigida desde Málaga por José Luis Estrada (1906-1976) y coordinada por Bernabé Fernández-Canivell (1907-1990). La figura de Fernández-Canivell no encaja dentro de los parámetros del joven poeta que descubre el mundo literario durante el franquismo. Antes de la Guerra Civil, mantuvo amistad con Emilio Prados, Manuel Altolaguirre y Luis Cernuda y durante la contienda fue destinado junto a Juan Gil-Albert y Manuel Altolaguirre a una imprenta. Sin embargo, Fernández-Canivell concibe Caracola como un centro de poesía que posibilita las primeras publicaciones de los autores más jóvenes. Esta revista sustenta los inicios de poetas indiscutibles en la nómina de los cincuenta como María Victoria Atencia (1931), Vicente Núñez (1926-2002) o Manuel Alcántara (1928-2019).
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También en Barcelona, antes de 1959, se advierte una sólida actividad literaria en núcleos culturales que favorecen la expansión de la poesía de los autores más jóvenes. La revista Laye (1950-1954) se presenta como el punto de partida de los poetas de la Escuela de Barcelona (Bonet, 1988). Laye estaba dirigida por Francisco Ferreras y la editaba la Falange. En su origen, esta publicación fue formulada como un boletín cultural que el distrito universitario de Cataluña y Mallorca ofrecía a sus estudiantes. Por ello, la revista recoge artículos bibliográficos, técnicos y didácticos que se mezclaban con textos de asunto artístico. La aparición de colaboraciones relacionadas con la poesía joven comienza en el duodécimo volumen de la publicación y aumenta a medida que avanzan los meses. De este modo, los poemas, los estudios sobre propuestas líricas de diversos autores y las notas bibliográficas sobre libros de poesía firmados por Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Jaime Ferrán (1928-2016), Enrique Badosa (1927) o Alfonso Costafreda se convirtieron en un material usual en las páginas de Laye. La revista Laye dedica atención al Premio Boscán de Poesía (Barcelona, 1949-1978) y al Premio Ciudad de Barcelona (1949). Ambos galardones ofrecen la posibilidad de publicación y dan visibilidad artística a los poetas que se alzan como ganadores. Si bien el Premio Ciudad de Barcelona en la modalidad de poesía castellana estaba orientado a voces consolidadas como las de Manuel Pinillos (1951), Gerardo Diego (1952) o José Gerardo Manrique de Lara (1954), el Premio Boscán recompensó propuestas más jóvenes, entre las que se encuentran Nuestra elegía (1949) de Alfonso Costafreda, Salmos al viento (1956) de José Agustín Goytisolo y Las horas muertas (1958) de José Manuel Caballero Bonald. Junto a estos espacios literarios, hay que reseñar la tertulia que Carlos Barral realizaba en su apartamento de la calle San Elías durante la década de los cincuenta, por el que pasaron Eduardo Sacristán, Gabriel y Juan Ferrater, José Agustín y Juan Goytisolo, Jaime Gil de Biedma, Juan Eduardo Cirlot, Ángel González, Ramón Carnicer, Jaime Salinas, José María Valverde o Blas de Otero, entre otros, donde se debatía sobre literatura y política (Barral 2015: 391-393). A aquella tertulia también asistía José Manuel Caballero Bonald, que, en aquel periodo (1956-1959), trabajaba como subdirector de la revista Papeles de Son Armadans de Camilo José Cela. Caballero Bonald vivía entre
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Madrid, Palma de Mallorca y Barcelona, y la tertulia de Barral se convirtió en un lugar idóneo para establecer contactos con poetas que estética e ideológicamente se acercaban a su planteamiento (Caballero Bonald 2009: 25-26). Así, Carlos Barral (7/1956: 51; 5/1958: 169; 11-12/1958: 394), José Jaime Gil de Biedma (12/1956: 287; 2/1958: 174; 11-12/1958: 388) o Agustín Goytisolo (3/1957: 310) aparecen como firmas afines y frecuentes en Papeles de Son Armadans. En otros núcleos geográficos se advierten iniciativas líricas que responden a propósitos distintos a los de grupos de Andalucía y Barcelona. Por un lado, no todos los proyectos literarios tienen como objetivo servir de órgano de expresión a un grupo de poetas jóvenes. Por ejemplo, la revista Rocamador (1955-1968), fundada por Marcelino García (1936) y José María Fernández Nieto (1920-2013) en Palencia, perseguía únicamente poner en funcionamiento una publicación periódica dedicada a la creación lírica. El deseo de materializar una revista que se distinguiera por su calidad de impresión los conduce a buscar la ayuda económica del Círculo Cultural del Movimiento, decisión que a la larga resultará problemática. En primer lugar, esta subvención los obligó, en algunos números, a incluir el símbolo de Falange en la contraportada, lo que sentencia su afinidad al régimen para algunos estudios posteriores (Rubio 1976: 308-310). En segundo lugar, un homenaje a la poesía de Juan Ramón Jiménez y mención de Pedro Laín Entralgo provocaron la suspensión de la dotación económica, lo que hace peligrar la continuación de la revista (García Velasco 2015: 167-183). Al margen de estos avatares, Rocamador congrega a gran parte de la lírica del medio siglo y en su nómina se encuentran José Agustín Goytisolo, Ángel Crespo (1926-1995), Manuel García-Viñó, Manuel Alcántara, Mariano Roldán (1932-2019) o Juan José Cuadros (1926-1990). Por otro lado, hubo grupos de poetas que no se enfrentaron a ambientes culturales desoladores y se presentaron como continuadores de los círculos ya asentados. Este es el caso de Santander, donde los poetas de la quinta del 42 y la revista Proel (1944-1945 y 1946-1950) ya habían establecido un núcleo cultural sólido al que se suman publicaciones de autores más jóvenes como ocurre con Isla de los Ratones (1948-1955), dirigida por Manuel Arce (1928-2018), y El Gato Verde (1951-1952), fundada por Alejando Gago (1929-2011) y Adolfo Castaño (1928-2014).
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Como hemos visto hasta ahora, en la mayor parte de estos focos poéticos la falta de oportunidades obliga a que los poetas asuman la gestión de editoriales, revistas o tertulias con el fin de difundir su obra. Sin embargo, este no es el caso de Madrid. La poesía de la capital cuenta con circuitos consolidados, lo que explica que los autores que empiezan a escribir poesía en el Madrid de los cincuenta no tengan entre sus prioridades poner en funcionamiento un nuevo tejido cultural, sino optar a ser admitidos en el ya existente. De este modo, es posible distinguir un grupo de poetas que experimentan el descubrimiento y el ingreso en estos circuitos al mismo tiempo y que han sido denominados la “escuela castellana” del medio siglo (Lanz 2009: 61). Entre ellos, se encuentran Ángel González (1925-2008), Angelina Gatell (1926-2017), Luis Feria (1927-1998), Joaquín Fernández (1927), José Ángel Valente (1929-2000), Eladio Cabañero (19302000), Jesús López Pacheco (1930-1997), Francisco Brines (1932), Claudio Rodríguez (1934-1999), Joaquín Benito de Lucas (1935) o Carlos Sahagún (1938-2015). Con frecuencia, estos poetas jóvenes se presentan al Premio Adonais de poesía como un modo de acceder a los círculos literarios de Madrid. Este galardón fue ideado por Juan Guerrero Ruiz y lo concedía la editorial Biblioteca Hispánica (1943-1946) y, más tarde, las Ediciones Rialp (1946), una colección dirigida por José Luis Cano (1946-1963) y José Luis Jiménez Martos (1963-2003). A partir de 1953, fecha en la que Don de la ebriedad de Claudio Rodríguez obtiene el Premio Adonais, se produce un cambio en la dinámica del certamen. Si anteriormente solo dos poetas jóvenes habían conseguido accésits, José Manuel Caballero Bonald con Las adivinaciones (1951) y José Luis López Pacheco con Dejad crecer este silencio (1952), a partir de este año y hasta 1959, se alzan con el setenta y seis por ciento de los premios. Recibirán este galardón poetas como José Ángel Valente (1954) y Carlos Sahagún (1957), y obtienen accésits Ángel González (1956), Joaquín Fernández (1957) y Eladio Cabañero (1957), entre otros. Un premio o un accésit del Adonais proporcionaba a la obra novel promoción y aseguraba al autor entrar en contacto con poetas más consolidados, entre los que se encontraba Vicente Aleixandre. En estos años, Aleixandre facilita oportunidades de publicación y ejerce
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cierto magisterio entre los poetas más jóvenes (Lecointre 2012: 214). Su conocimiento de las obras de estos autores es tal que declina ser jurado del Premio Adonais por haber leído, antes de que se presenten, los poemarios de los aspirantes (Aleixandre 2004: 305). También promueve encuentros entre poetas jóvenes en su residencia de Velintonia 3, convertida en uno de los epicentros de la lírica de la capital. Aleixandre favorece el nacimiento de amistades y la cohesión entre las agrupaciones de poetas. Por ejemplo, Claudio Rodríguez cuenta que visitaba a Aleixandre tres veces por semana y que allí conoció a José Ángel Valente, Francisco Brines y Ángel González (1993: 26). Otro de los templos de la poesía en Madrid durante el franquismo fue el café Gijón, al que los jóvenes anhelaban asistir. Si bien el café Gijón en la primera posguerra congregó al grupo de Juventud Creadora y, un poco más tarde, a la tertulia de Gerardo Diego y Juan Antonio Zunzunegui, a medida que transcurre la década de los cincuenta desarrolla un público más variado e intervienen otros agentes literarios, como José Luis Cano, director de Ediciones Rialp y de la revista Ínsula; Rafael Montesinos, creador de las Tertulias Hispanoamericanas; José Hierro, director del aula de poesía del Ateneo de Madrid; o Carlos Bousoño, representante de Velintonia (Ruiz Soriano 1997: 51). Este hecho favorece que la rigidez de estos primeros núcleos se disipe a favor de una participación más plural. Para escritores jóvenes como Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Ángel González, Angelina Gatell, Eladio Cabañero y Carlos Sahagún, la entrada en el café Gijón se concebía como una prueba de iniciación que, una vez superada, les despojaba del título de aspirantes y les otorga el de poetas. Junto al Premio Adonais, el magisterio de Aleixandre y las tertulias del café Gijón, las revistas literarias de Madrid desempeñan un papel fundamental1, en especial, Ínsula (1946) por desviarse ideológicamen1
Entre ellas, se cuentan La Estafeta Literaria (1944-2001), Rumbos (1946-1960), El Pájaro de Paja (1950-1954), Umbral (1951-1952), Arquero de Poesía (19521954), Ateneo (1952-1954), Poesía Española (1952-1977), Cuadernos de Ágora (1956-1964), Punta Europa (1956-1967), o las iniciativas plenamente universitarias, Bengala. Hoja de la Juventud Universitaria de Madrid (1951-1952) o Aldebarán. Cuadernos Literarios (1955).
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te de la línea cultural oficializada desde el franquismo. Fundada y dirigida por Enrique Canito y José Luis Cano, esta revista empieza a prestar atención a la poesía de los autores del medio siglo en torno a 1953. Cano, al estar a cargo de la colección de Rialp, garantizaba la reseña de los poemarios premiados por Adonais y, en algunos casos, publicaba algunos poemas de estos volúmenes. Ínsula también se interesó por estudiar críticamente los libros de los autores más jóvenes y por recoger las polémicas entre las distintas agrupaciones. Después de este repaso por los grupos que conforman el panorama lírico del medio siglo, me gustaría aludir al número doble 27-28 de Cuadernos de Ágora (2/1959), dedicado a la poesía joven, ya que realiza una fotografía bastante certera del estado del campo poético en 1959. Este número recoge la poesía de Benito de Lucas, Cabañero, Gatell, González, Rodríguez, Sahagún y Valente, todos afines al círculo de Madrid; Barral, Gil de Biedma y Goytisolo de Barcelona; Mantero y Requena de Sevilla; Alcántara y Atencia de Caracola; Gallardo de Versos al Aire Libre; Soto Vergés de Caleta; y Murciano de Alcaraván. Este volumen está introducido por un texto de Carlos Bousoño que titula “Ante una nueva promoción de poetas”, en el que se pregunta si estos autores constituyen una nueva generación lírica. Bousoño desestima esta posibilidad por cuestiones estéticas: “Sospecho que no existe […] esa estética […] por la que se distingue una generación nueva”, ya que “el conjunto no se me impone como aventurándose en una poética discrepante de la que se fue configurando en España a partir de la guerra, y que se halla en situación de reinado bastante absoluto desde, aproximadamente, 1947” (1-2/1959: 4). Dejando al margen el interés de Bousoño por extender más allá de los cincuenta el canon lírico de finales de los cuarenta, al que pertenece su propia poesía, me parece significativo que señale la dificultad de reconocer una estética común en estos autores. Su lectura incide en un punto clave en esta promoción de poetas. Hasta 1959, las iniciativas que he citado con anterioridad tenían como objetivos principales el favorecimiento de la publicación y difusión de la nueva poesía y el relevo del circuito cultural de los años cuarenta, pero no tiene un papel relevante la reflexión sobre una estética común que cohesione estas propuestas. Por ejemplo, cuando José
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Manuel Caballero Bonald (2009: 26) se pregunta por sus criterios de selección en Papeles de Son Armadans antes de 1959, reconoce que no respondían a “ninguna previsión asociativa”, ya que en aquel periodo cada autor interpretaba individualmente —“cada uno a su aire”— la forma de transferir el ideario antifranquista a la poesía. A este vacío de definiciones se suma que, a la altura de 1959, la mayoría de estas agrupaciones de poetas jóvenes se habían disuelto y que los autores habían puesto el foco en la conquista, ya de forma individual, del circuito cultural de Madrid. De esta forma, una de las fortalezas y, a mi juicio, la clave que explica el triunfo de la “operación realismo” se encuentra en la capacidad del grupo catalán, con Carlos Barral a la cabeza, de advertir esta laguna y de proponer una poética generacional. No hay que olvidar que la reflexión teórica sobre la función de la poesía se fragua en los poetas de la Escuela de Barcelona tempranamente en la revista Laye (Rubio 1976: 200-201; Bonet 1988: 33; Riera 1988: 123-147). En las páginas de Laye se aprecia la predilección por el racionalismo, frente a otros movimientos como el romanticismo y el surrealismo, y por el pensamiento teórico y crítico de Martin Heidegger, Jean Paul Sartre o T. S. Eliot. En el análisis de la literatura de estos años, artículos como “Sobre la posibilidad de una crítica de arte” de Gabriel Ferraté (4-6/1953: 27-38), “El habla imposible” de Joan Ferraté (1-3/1953: 58-64) o “Notas sobre la situación actual del escritor en España” de Josep Maria Castellet (8-10/1952: 10-18) sitúan el anquilosamiento de las nuevas propuestas en “la ciénaga donde desemboca el romanticismo” (J. Ferrater 1-3/1953: 59). Ante el romanticismo, la alternativa se encuentra en la razón poética tal y como defendió la poesía de autores de la generación del 27 como Pedro Salinas o Jorge Guillén (Gil de Biedma, 1-2/1952: 11-19 y 64-66). En esta misma línea se localizan los artículos “El tiempo del lector” de Castellet (46/1953: 39-46), “Poesía no es comunicación” de Barral (4-6/1953: 23-26) o la reseña al volumen Poesía española de Dámaso Alonso de Joan Ferraté (5/1951: 60-62), en los que se defiende la importancia de la función del lector en la elaboración de la obra de arte frente al individualismo del autor romántico (Lanz 2009: 67-76). Las líneas teóricas de Laye se trasladan al prólogo Veinte años de poesía española
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(1939-1959) (1960), escrito por Castellet junto a los postulados líricos de Antonio Machado. Castellet se apoya en ellos para declarar el fin del simbolismo y proclamar un nuevo periodo dominado por el objetivismo realista. El sujeto histórico se abre paso en un tiempo en el que urge comprometerse con las circunstancias sociales y políticas. De este modo, “la obra de esos poetas tiende a ser autobiográfica, a consecuencia de su necesidad de efectuar una toma de conciencia histórica y de clase que le permita vincular su poesía con su vida cotidiana, con sus responsabilidades ciudadanas. Por ello, se dice, que escriben poesía social” (1960: 102). Esta antología recoge la lírica de Carlos Barral, Ángel Crespo, María Beneyto (1925-2011), José Manuel Caballero Bonald, Jaime Ferrán, Jaime Gil de Biedma, Lorenzo Gomis (19242005), Ángel González, José Agustín Goytisolo, Jesús López Pacheco, Claudio Rodríguez y José Ángel Valente, autores que se convierten en los representantes canónicos de la poesía del medio siglo. Para que la antología Veinte años de poesía española consiguiera “agresivamente imponer” (Barral 2015: 501) una poética del compromiso en la lírica española era necesario lanzar junto a este volumen una colección de libros que ejemplificara estos principios teóricos y promocionara una poesía afín a estos propósitos. Para ello, se funda Colliure (1961-1966), una colección donde la escritura de la poesía se alza como respuesta a los problemas de la sociedad. Bajo el sello de Literatura S. A., este proyecto cuenta con Josep Maria Castellet como director, Jaime Salinas como editor, y Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral como asesores. Colliure publicará poemarios icónicos del medio siglo como Sin esperanza, con convencimiento de Ángel González, Diecinueve figuras de mi historia civil (1961) de Carlos Barral, Sobre el lugar del canto (1963) de José Ángel Valente o Pliegos de cordel (1963) de José Manuel Caballero Bonald. La colección Colliure completa la operación generacional de la Escuela de Barcelona y consigue consagrar intelectualmente al grupo dentro del campo de producción cultural. Por un lado, este grupo cohesiona la poesía de sus integrantes a través del realismo social, una poética que, a su vez, se vincula con propuestas poéticas anteriores, como las de Blas de Otero, Eugenio de Nora o Gabriel Celaya. La creación de estos lazos no solo aporta continuidad entre la poesía so-
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cial y el realismo social, sino que además captura el capital simbólico que los poetas más mayores habían atesorado al marginalizarse de las instituciones culturales franquistas. Por otro lado, la Escuela de Barcelona consigue intervenir y alterar el campo lírico a través de instrumentos como la antología y la colección de libros que aseguraron su visibilidad, pero que conjuntamente batallaron para asumir un lugar propio, a sabiendas de que estas acciones suponían el enfrentamiento con “la banausia de los cafés madrileños” y con “la liturgia sentimental del papado de Vicente Aleixandre” (Barral 2015: 495-496). Además, a diferencia de otras propuestas que se habían desarrollado anteriormente en contextos regionales, la “operación realismo” se diseña a nivel nacional y, para ello, se asegura el favor y el reconocimiento de otros poetas alejados del núcleo catalán, como Claudio Rodríguez o José Ángel Valente, incorporándolos estratégicamente a la antología y a la colección de la generación. Vicente Aleixandre advierte la maniobra de la Escuela de Barcelona para arrebatarle a Madrid su hegemonía en el campo de la poesía. En la correspondencia con Cano, Aleixandre tilda la antología de Castellet de tendenciosa, la acusa de trabajar solo a favor del “grupito barcelonés” y se queja de las pretendidas ausencias: “¡cuánta injusticia en los olvidos! ¡Esa ausencia de jóvenes de por acá! Sangra, por ejemplo, la de Sahagún” (1986: 170). Desde la revista Ínsula, Carlos Bousoño reacciona al ataque de Castellet hacia la poesía simbolista (1961: 15) y Claudio Guillén critica el método historicista que domina la antología (1960: 4-5). También los poetas del medio siglo no incluidos en la antología muestran su desacuerdo. Por ejemplo, Aquilino Duque ataca la fórmula igualadora de escribir poesía que propone Castellet y a los poetas que la practican: “Así han hallado los poetas de esta tendencia una fórmula colectiva de expresión, fórmula ciertamente afortunada, ya que ha permitido componer versos aceptables a poetas que hasta ahora se habían caracterizado por su anodinidad” (1/1961: 128). Y Manuel Mantero advierte que entre los poetas seleccionados prima la amistad sobre la valía lírica: En relación a los poetas jóvenes noto una segura abundancia de amigos y grupos, contra una ausencia de otros poetas no invitados a una
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comida casi familiar. Se da de lado a los nuevos andaluces, sin una razón […]. En los poetas no encuentro tampoco la tan cacareada expresión nueva, ni los antologizados (muchos de gran calidad, qué duda cabe) responden a esa línea real preconizada (8-10/1960: 46).
Ante este nuevo escenario, Aleixandre ofrece su apoyo al grupo andaluz, debido a que su “poesía se mantiene independiente del realismo social que propugna Barral, J. A. Goytisolo, Gil de Biedma y Castellet en su Antología” (Cano 1986: 145). De manera similar, Aleixandre aboga por Claudio Rodríguez y Francisco Brines y sorprende a José Luis Cano cuando le confiesa que tiene pensado poner en funcionamiento una revista con estos poetas para “poner los puntos sobre las íes acerca del realismo poético y el grupo catalán” (1986: 172), aunque finalmente este proyecto no se realice. La línea de actuación que adopta Aleixandre coincide con la de la revista Cuadernos de Ágora, que dirige Concha Lagos. Para Lagos, la función social de la poesía no debe acogerse como rasgo para caracterizar a una generación. Considera que su proyección es tal que también forma parte de la poesía filosófica, religiosa o amorosa (5/1960: s. p.). Este enfoque de Ágora puede explicarse por la proximidad y la influencia que los poetas andaluces ejercen en torno a 1960 sobre este nodo de poesía. Según declara Manuel Mantero: “Yo hice crítica en ella [Cuadernos de Ágora] inmediatamente, ayudé lo que pude y empujé para más andalucismo. ¡Más Sur!” (Mantero 2004: 247). Como consecuencia, la colección de libros Ágora inicia con el volumen Nuevos poetas españoles (1961) de Luis Jiménez Martos el aluvión de antologías que responden a Veinte años de poesía española. Cuadernos de Ágora, hasta entonces bastante equilibrada en la selección de sus colaboraciones, inclina la balanza hacia el lado de los poetas andaluces. Tanto es así que, en una carta fechada en 1961, Gil de Biedma le escribe a Caballero Bonald: “Lo más notable últimamente ha sido la sindicación de tus paisanos, los poetas andaluces, en torno a Concha Lagos, que se ha convertido en una especie de Mariana Pineda de la poesía penibética. Parece ser que están que trinan con nosotros” (2010: 229). Estas reacciones desvelan, por un lado, la tensión que la antología Veinte años de poesía española consigue ejercer en el centro poé-
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tico de Madrid, hasta entonces no cuestionado, y, por otro lado, los núcleos que están dispuestos a contener la acometida de la Escuela de Barcelona. De acuerdo con Gil de Biedma, “Velintonia y Ágora son, como dirían los ingleses los más ‘vocales’ en su indignación” (1991: s. p.). Como ya he adelantado, el volumen de Castellet es discutido a través de antologías en las que se procede prestigiando a los grupos que Veinte años de poesía española había desestimado. En este contexto se publican los trabajos Nuevos poetas españoles (1961) de Luis Jiménez Martos; Poesía última (1963) de Francisco Ribes; Antología de la lírica española actual (1964) de José Luis Cano; y, Panorama poético español (1939-1964) (1965) de Luis López Anglada. En la propuesta de Jiménez Martos quedan representados los poetas de Madrid como Eladio Cabañero, Claudio Rodríguez, Carlos Sahagún y José Ángel Valente y los andaluces Julio Mariscal Montes, Manuel Alcántara, Manuel Mantero y Pilar Paz Pasamar, junto a otros tres poetas seleccionados algo más mayores, Concha Lagos, Gloria Fuertes y María Elvira Lacaci. El núcleo de los poetas nacidos en el circuito de Madrid sigue imponiéndose en Poesía última de Ribes, que recoge la lírica de Eladio Cabañero, Ángel González, Carlos Sahagún y José Ángel Valente. José Luis Cano, en cambio, incluye en su amplia antología a poetas del medio siglo procedentes de diversos núcleos como Madrid, Barcelona y Andalucía. A pesar de este equilibrado planteamiento, se observa una presencia masiva de los poetas de Madrid —José María Valverde, Ángel Crespo, José Ángel Valente, Claudio Rodríguez, Francisco Brines y Carlos Sahagún—, y aunque se recoge la lírica de José Manuel Caballero Bonald, Jaime Ferrán y José Agustín Goytisolo, poetas de la órbita de la Escuela de Barcelona, Cano obvia a Carlos Barral y a Jaime Gil de Biedma. En el análisis, se evidencia sus preferencias hacia las secciones de Madrid y de Andalucía, debido a que observa que sus propuestas garantizan la continuación del humanismo poético, “rica tradición de una poesía de calidad” y “auténtica savia” (1964: 9). De manera similar a Cano, López Anglada privilegia a los poetas de Madrid y Andalucía, aunque amplía los márgenes de esta última sección e incluye otros nombres como los de Fernando Quiñones, Antonio y Carlos Murciano, María de los Reyes Fuentes o Rafael Guillén, y
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menciona a la escuela catalana solo a través de la poesía de José Agustín Goytisolo. Estas antologías, a su vez, son respondidas por otros volúmenes, como Ocho poetas españoles. Generación del realismo social (1965) de Rubén Vela y Antología de la poesía social (1965) de Leopoldo de Luis, donde el criterio definidor que se utiliza para analizar la poesía del medio siglo es la estética social que Castellet promulgó en Veinte años de poesía española. En ambos casos, los poetas que se analizan bajo este signo son los que proceden de los núcleos de Barcelona y Madrid, a excepción de la poesía de Manuel Mantero, que también aparece representada en la propuesta de Leopoldo de Luis. Una de las últimas réplicas de este debate la escribe Julia Uceda en una reseña a la Antología de la poesía social de Leopoldo de Luis que titula “La traición de los poetas sociales” (1967: 1 y 12). En ella, Uceda critica duramente los planteamientos del realismo social y los tacha de ineficaces, ya que la poesía no debe conformarse con reflejar su tiempo histórico, sino que, siguiendo la máxima de Gabriel Celaya, debe codiciar la transformación social. Sin embargo, estas acusaciones no generan tensión sobre el campo lírico español, que se prepara para un nuevo ciclo tras la aparición de Arde el mar de Pere Gimferrer en 1966. No obstante, una vez que los poetas de la Escuela de Barcelona alcanzan la hegemonía del campo literario del medio siglo y no es necesaria la defensa de ese espacio en términos generacionales, la reivindicación de los dogmas estéticos del realismo social empieza a diluirse y algunos poetas confiesan que eran percibidos como un freno. En pos de la evolución de la trayectoria lírica, no siempre resultaba operativo someter la creatividad a las circunstancias sociales circundantes. En este sentido, se aprecian varios ejemplos. José Manuel Caballero Bonald confiesa que el poemario Pliego de cordel no se ajusta a las preocupaciones estéticas que han dominado su obra. Esto se debe a que este libro se publica en la colección Colliure y, para cumplir con la línea editorial de la colección, se sintió en la obligación moral de ajustar su poesía al canon dominante del contexto (Villanueva 1988: 362). Incluso en el caso de Carlos Barral, a pesar de ejercer como ideólogo de esta operación, en su obra se percibe una conversión estética breve al realismo histórico. De acuerdo con Riera, la práctica de este tipo de
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poesía responde al deseo de reconocimiento, pero no a la convicción creativa (1990: 21). Este distanciamiento también se observa en la defensa de los postulados machadianos (Iravedra 2009: 115-118). En la Antología de la nueva poesía española de Batlló, solo Ángel González y José Agustín Goytisolo admiten la influencia persistente de Machado en su obra, pero otros autores se muestran más cautelosos a la hora de medir su influjo. Carlos Barral admite su admiración por Machado, pero confiesa que le “gusta poco” (1977: 309). El caso de José Caballero Bonald es similar. Reconoce que los postulados machadianos le infunden respeto, pero advierte que no han dejado “ninguna huella especial” en su poesía (Villanueva 1977: 361). De forma semejante, Jaime Gil de Biedma desestima con el tiempo el poema “Desde lejos” de Las personas del verbo por su imitación de fórmulas machadianas que intentaban enmascarar la verdadera influencia que ejercía en su obra la lírica de Jorge Guillén (1993: 177). El desinterés hacia la figura de Antonio Machado también se visibiliza en otros centros poéticos. Uno de los ejemplos más ilustrativos se encuentra en la revista Cuadernos de Ágora. Esta publicación se plantea en 1964 dedicar un número a la poesía de Antonio Machado, pero no consigue reunir en seis meses suficientes colaboraciones. Esta falta de apoyos entre los poetas, ante un tema tan significativo, se asume desde la revista como un indicador del final de su utilidad en el campo literario —“Un hecho así, por supuesto, no acaba con una revista experimentada, seria, aunque es revelador de muchas cosas” (Lagos 11-7/1963-1964: 3)—, y Lagos decide sustituir el número de Machado por uno de despedida que homenajea la trayectoria de esta publicación. El repaso por estas disputas y paradojas suscita lecturas disímiles, pero exculpa en cierta manera las estrategias que rodean la “operación realismo”. Gracias al triunfo de las maniobras de Barral, las posiciones dentro del campo literario se alteran y el canon asume, aunque de manera sesgada, la poesía de la generación histórica de los niños de la guerra. Ahora bien, el relato sobre la poesía del medio siglo no se debe asumir de forma parcial incorporando únicamente los postulados de la triunfante Escuela de Barcelona. Afortunadamente, el sentido regulador y dinámico del canon ya ha profanado en varias
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ocasiones este discurso único. Muestra de ello son el Premio Cervantes que galardona la trayectoria de Antonio Gamoneda (1931), un poeta al margen de las agrupaciones, o el Premio Nacional de Poesía que recibe Julia Uceda en 2002 y que la convierte en la primera mujer en conseguirlo durante la democracia española. Por ello, no se deben obviar las disputas, las paradojas y las contradicciones que la “operación realismo” genera en los poetas del medio siglo. Sin duda, en estas disidencias se encuentra la clave para componer en su totalidad el complejo mosaico de autores que caracteriza a esta promoción lírica.
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A deshora, 1956-1963: “literatura responsable” y engagement. Seguido del epistolario G. de TorreJ. M. Castellet Bénédicte Vauthier Universität Bern
A José-Carlos Mainer, por los veintitantos años de tránsito por una obra mundo. Hay un deber fundamental en toda generación disidente […]. Y es este: el de mantenerse fiel a sí misma, a su época, a su momento palpitante, a su atmósfera vital. Guillermo de Torre, 1925 Nous appelons engagement l’assumation concrète de la responsabilité d’une œuvre à réaliser dans l’avenir, d’une direction définie de l’effort allant vers la formation de l’avenir humain. Par conséquent, l’engagement réalise l’historicité humaine et vouloir l’éluder, c’est normalement détruire le progrès même de notre qualité humaine. Paul Landsberg, 1937
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Múltiples y emblemáticas todas son las fechas de la década de los años cincuenta que pueden servir para pautar una larga posguerra que, siguiendo aquí a José-Carlos Mainer (1994), empezaría en 1950 o 1951. Según nos atuviéramos a una cronología que privilegia acontecimientos de índole más bien política o más bien literaria, candidatos idóneos podrían ser el año 1950: generación del medio siglo; 1951: inicio de la liberalización intelectual bajo la dirección de Joaquín Ruiz-Giménez; 1954: annus mirabilis en la producción de los niños de la guerra y membrete generacional; 1955: muerte de Ortega, aún “maestro” de los jóvenes de la revista Laye; 1956: crisis universitaria y fin del lustro de liberalización intelectual; 1959: homenaje a Antonio Machado, Huelga Nacional Pacífica e inicio del Plan de Estabilización. Desde una perspectiva más estrictamente estética, es decir, atenta a la emergencia o evolución de “nuevas” poéticas, 1959 se yergue, en la actualidad, como único o mejor candidato posible de aquel decenio de la posguerra. En efecto, el año no solamente se abrió con el mencionado homenaje a Machado celebrado en Collioure, casi coetáneo del vigésimo aniversario de imposición definitiva de la dictadura; también se cerró con Veinte años de poesía española de José María Castellet, antología dinámica “de base histórica” y manifiesto generacional de un supuesto nuevo “realismo histórico”1 nacido al calor de aquel acto (Castellet 1960: 100-105)2. Entre los dos eventos, se celebraron en Formentor, a finales de mayo, las “Conversaciones Poéticas” organizadas por Camilo José Cela y, seguidamente, a iniciativa de la editorial catalana Seix Barral, el “I Coloquio Internacional de Novela”. Desde su publicación, la crítica ha prestado especial atención a la polémica antología de Castellet, quien no se contentaba con presentar a los nuevos poetas que “encontraban en la obra de Machado un eco 1
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Salas Romo considera el rótulo “acuñación” propia de Castellet, y lo sitúa frente al realismo crítico de Lukács (2000: 518). Del mismo, véase también “Los parámetros del realismo histórico castelletiano”, segundo capítulo de El pensamiento literario de J. M. Castellet (2003: 227-254). Dedicado “A la memoria de Antonio Machado, en el XX aniversario de su muerte”, el libro lleva pie de imprenta y depósito legal del año 1960.
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de las preocupaciones del mundo que viven” (103). En nombre de una “conciencia poética que se sabe y se quiere realista” (104), actitud y aspiración compartidas por los novelistas de la generación del medio siglo (103), Castellet desbancaba a los poetas de la generación del 1927 y del modernismo, en la persona de Juan Ramón Jiménez (Guillén 1960; Torre 1961: 72-73; Teruel 2007: 69-74). De forma algo insólita (¿era espejismo?, ¿deferencia?), lo hacía al abrigo de “la función de la antología histórica y estética” de Guillermo de Torre (Castellet 1960: 23), algunos de cuyos trabajos, como “El pleito de las antologías”, incluido en Tríptico del sacrificio (1948), había descubierto de forma tardía, mejor dicho, de forma demasiado tardía3. En efecto, lo adelanto, el descubrimiento de este y otros libros de Torre —en particular, Problemática de la literatura (1951)— cuya lectura coincidió con el inicio de una relación personal entre los dos críticos originada en el acuse de recibo, en noviembre de 1957, de la separata “Perspectivas de la novela contemporánea”4, llegó, por decirlo así, a deshora. A finales del año 1957, las cartas de la poética que regían e iban a seguir rigiendo el decenio 1950-1960, y parte del siguiente, estaban echadas. El joven Castellet, autor a la sazón de La hora del lector, no pudo, por tanto, sacar partido de la propuesta de literatura responsable defendida sin cesar por Torre —será el objeto final de esta contribución—, lo que le podría haber permitido superar la visión algo unilateral y dogmática del engagement sartriano haciendo realidad la aparente paradoja del juego literario, cuyas reglas “se llaman os3
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En una nota al pie de Historia de las literaturas de vanguardia, en la que alude al libro de Castellet, Guillermo de Torre hace constar que “El pleito de las antologías” fue inserto con anterioridad en La aventura y el orden (1943). La nota tiene un toque irónico, ya que Torre comenta la genealogía castelletiana con una simple exclamación, que le permite distanciarse de cierto abuso interpretativo, al tiempo que “muestra su complacencia al verse citado”: “¡Que las musas irascibles —o sus representantes en la tierra— nos sean benignas!”. Agradezco a Domingo Ródenas de Moya su ayuda para descifrar esta alusión por partida doble. Véase al final de esta contribución la transcripción íntegra de la correspondencia aún inédita entre Guillermo de Torre (dos cartas) y José María Castellet (cinco cartas y un tarjetón), en el estado en el que se conserva en la actualidad en la BNE (MSS/22881/21).
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curidad expresiva y complejidad narrativa” (44). Esta paradoja —tesis fallida de La hora del lector (1957) y verdadera alternativa estética al “realismo histórico”— es la que “puede resumirse en la frase de Jean Genet: ‘La oscuridad es la cortesía del autor hacia el lector’” (50). No obstante, a finales del año 1957, el potencial innovador de las técnicas narrativas que vehiculaba, entre otros, el nouveau roman se quedó en la estacada y Castellet devino en “‘un dels soidisant teoritzants’ del realismo social, una propuesta que había tenido su evangelio en la antología Veinte años de poesía española”, según recuerda Amat (2009: 9). A lo largo de los últimos diez años, los tres eventos literarios mencionados antes —a los que se pueden añadir el “Segundo Coloquio Internacional de Novela”, celebrado al año siguiente en Formentor, y el “Coloquio sobre Realidad y Realismo en la literatura”, celebrado en Madrid en octubre de 1963, que cerrarán un ciclo— también han sido objeto de trabajos de síntesis basados en las reseñas detalladas y en los recuerdos inmediatos (Castellet, Fuster, López Pacheco, Espinás, Santos) o memorias tardías (Goytisolo, Castellet, Barral) de quienes participaron en ellos (Amat 2009; Riera 2009; Lázaro 2009; Sotelo Vázquez 2011; Sanz Villanueva 2013). Sin que se llegue a fechar de forma clara su inicio, la crítica ha solido constatar que a partir de 1959 era palpable el giro que se había operado en el seno de las letras españolas hacia un realismo social que se exhibía en textos más abierta y temáticamente comprometidos. Esta supremacía del realismo social se “agrietó” (Amat 2009: 22), si no demostró que estaba a punto de perecer, víctima de “carcoma”, a partir del coloquio de 1963 (Sanz Villanueva 2013: 434-435)5. De este evento, es habitual citar las palabras (recordadas por Castellet en sus memorias) que Mary McCarthy dirigió a su amiga Hannah Arendt para dejar constancia de la sensación de atraso y de malestar que el dogmatismo de los españoles, abogados fieles de una estrecha relación entre literatura y política, había despertado entre los participantes de
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En los trabajos centrados en la evolución del pensamiento teórico-crítico de Castellet, los críticos privilegian como posible inicio de la tercera etapa o bien el año 1968 (Broch 1977: 35, 1993: 157), o bien el 1965 (Salas Romo 2003: 227).
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otras nacionalidades. Para ilustrar los debates acalorados que surgieron en Formentor, entre otros en torno al primero de los tres temas que reunieron a los casi cuarenta participantes, o sea, “la actitud del novelista frente a la realidad, frente a su medio social y frente a su propio arte”, me valdré aquí del resumen que ofreció Joan Fuster en Papeles de Son Armadans. A falta de transcribirlo íntegro, retengo dos afirmaciones. Primero, que “dada la diversidad de convicciones estéticas —y no estéticas— profesadas por los concurrentes, los criterios en juego tenían que ser, desde luego, encontrados, y en más de un momento de polémica franca e inconciliable” (Fuster 1959: 208). En segundo lugar, que “se intentaba aclarar si el novelista debe convertir, o no, su obra en instrumento de transformación de la sociedad. Lo cual, por otra parte, se relacionaba con otro interrogante sustancioso: si la novela debe aspirar a transcribir una experiencia o a testimoniar una situación, a defender una postura ideológica o a crear un mundo independiente” (209). Como era de esperar en 1959, “la respuesta de los realistas españoles fue tajante”. Propugnaron, en efecto, el engagement del escritor como un imperativo de orden digamos moral, que en su caso concreto declararon indeclinable: hic et nunc, si más no. Robbe-Grillet opuso a ello un escrúpulo sutil: a su entender, esa pretensión, generalizada, significaría tanto como desplazar la obra desde la órbita de los valores literarios estrictos al campo de la mera eficacia social. Cuando se habló de que el novelista debe adivinar el sentido en que se mueve la historia y ayudar a su cumplimiento, el autor de La jalousie afirmó que, en todo caso, el novelista no interviene en la historia total, sino a través de la historia de la novela, y que solo contribuiría a aquella empresa preocupándose del progreso del género que cultiva. Robbe-Grillet se reveló, en última instancia, como un epígono de la doctrina del arte por el arte: Michel Butor fue justo al calificarle así. Pero Butor, con muchos rodeos y reservas, tampoco llegó a conclusiones muy distintas de las sustentadas por su compatriota: después de afirmar la función social del novelista, vino a confesar que la novela solo puede colaborar a la transformación de la sociedad transformándose ella misma (Fuster 1959: 209-210).
Transcribo este pasaje algo largo porque además de que figure en él, y en toda letra, la trillada oposición entre supuestos defensores del arte
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por el arte y representantes del engagement, también aparecen los nombres de dos de los representantes franceses del nouveau roman. Hasta mediados de 1957 —es decir, hasta la publicación de La hora del lector y del algo posterior artículo “De la objetividad al objeto…”—, RobbeGrillet, tildado por su paisano de “epígono de la doctrina del arte por el arte” (antes de que el anatema recaiga sobre él), figuraba junto a JeanPaul Sartre y Claude-Edmonde Magny entre los escritores y críticos franceses de predilección de Castellet. El hecho era por lo menos insólito, y volveré sobre él, ya que en Francia, en aquellos años, el proyecto narrativo de Robbe-Grillet, avalado por Roland Barthes, casaba difícilmente, por no decir que era incompatible, con el de Sartre (Yanoshevsky 2006). No es de extrañar, en cambio, que, a finales de los sesenta, principios de los setenta, los escrúpulos de Robbe-Grillet o las reservas de Butor se encontraran en los labios de los más firmes defensores españoles del realismo social de antaño, empezando por Juan Goytisolo, quien reconocerá su error y el de “su generación”: “Supeditando el arte a la política rendíamos un flaco servicio a ambos: políticamente ineficaces nuestras obras eran, para colmo, literariamente mediocres; creyendo hacer literatura política no hacíamos ni una cosa ni otra” (2007 [1967]: VI, 82). Algo más tarde, una vez asimilada la enseñanza de los formalistas rusos, rejuvenecida por los estructuralistas franceses, Goytisolo ya no dudará por ello en anteponer el compromiso con las leyes del lenguaje, del género y del arte al compromiso con la realidad histórico-social (2007 [1971]: VI, 602). No obstante, la revolución fue de tal magnitud que, en 1971, aún se cree obligado a precisar: “No he abandonado en [mis primeras novelas adultas] en modo alguno el compromiso que buscaba en mis obras juveniles. Simplemente, lo he trasladado a otro nivel” (607). Mas esta historia es otra historia. Antes de profundizar en esta lucha de influencias —que se puede relacionar con lo que Larraz llama “amalgama de fuentes”, muy visible, por cierto, en La hora del lector—, se han de añadir aún a estos eventos del año 1959, y siempre desde una perspectiva estética, los menos comentados, aunque no menos importantes, Problemas de la novela de Juan Goytisolo. Redactados con una intención crítica o polémica desde París, donde Goytisolo se había establecido en otoño, “iniciando un alejamiento de decenios de Barcelona y España” (Goytisolo 2007: V, 279), y publi-
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cados en Destino entre junio de 1956 y enero de 1959, estos ensayos tomaron literalmente el relevo de La hora del lector, que, como libro, acabó naciendo muerto6. Acorde con la tendencia ya hegemónica de una narrativa social y comprometida, el joven Goytisolo enarbola en Problemas de la novela el “propósito de abordar los diferentes aspectos y problemas de la creación literaria desde el punto de vista […] de su motivación social” (1959: 7). El libro, igual que los dos de Castellet, salió en Biblioteca Breve de Seix Barral y fue precedido por el artículo “Para una literatura nacional y popular”. “Cóctel doctrinal de nacionalismo e izquierdismo” (Gracia/Ródenas 2011: 122), este “manifiesto” salió a la luz en Ínsula en enero de 1959 —es decir, mientras “Fidel Castro ganaba a Batista, proclamándose nuevo héroe nacional de Cuba” (Destino 1117)—. A los pocos meses de publicación, en mayo de 1959, se granjeó “unos puntos sobre algunas ‘íes’ novelísticas” del “transterrado” Guillermo de Torre, quien salió a la palestra para defender a Ortega y a los escritores de “Nova Novorum” de los ataques extemporáneos de los que habían sido objeto en el segundo apartado del texto7. Goytisolo había incluido en él una versión ampliada del artículo “Ortega y la novela”, publicado el mismo mes en Destino, hecho a base de citas sacadas de forma indiscriminada de La deshumanización del arte y de Ideas sobre la novela8.
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En cuanto a la rápida evolución y distancia tomada respecto a las ideas expresadas en La hora del lector, véase infra la primera carta de Castellet a Torre, fechada en noviembre de 1957: “Temo, últimamente, haberme dejado llevar un poco por el entusiasmo del lector intelectualizado […] No quiero decir, con ello, que abandone ahora, a los pocos meses de escritos, mis puntos de vista anteriores. Solo quiero decir que ahora los manifestaría con menos entusiasmo y con más reservas, lo mismo que haría con mi último libro La hora del lector” (BNE MSS_22881_21_0004, signatura digital). “A título de mero documento, y no obstante su motivación y su aplicación circunstanciales”, el artículo fue incluido “podado de todo personalismo” (60) y con el título genérico “Una polémica sobre La deshumanización del arte” en El fiel de la balanza (1970: 60-72). Completan otros trabajos de Torre dedicados al examen de “Las ideas estéticas de Ortega”. En el prólogo al volumen de las Obras completas que lo acoge, Juan Goytisolo califica su trabajo de “lamentable” (2005, I: 26). En su obra En los reinos de
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El cruce de palabras —personalizadas, pero argumentadas— dio paso a una polémica que giró no se sabe bien si en torno a Ortega y Gasset y los escritores del círculo de Revista de Occidente, o a Juan Goytisolo en tanto nuevo emblema o ídolo de los novelistas de una nueva “generación” que pujaba por ganar sus cartas de naturaleza a la sombra del paradigma de la literatura comprometida de Jean-Paul Sartre (Soldevila 1980: 245). En julio, y en el mismo número de Ínsula que había acogido la reseña de Castellet sobre el encuentro de Formentor, entraron así en liza defensores y detractores de Ortega y de Goytisolo, en las personas de Paulino Garragori y de José Corrales Egea. Lejos de circunscribirse al año 1959, esta polémica, que también redunda en la oposición entre dos concepciones antagónicas de la literatura y la política —reactivadas por Sartre, pero que arraiga en el siglo xix, precisó Torre (1958: 168)—, volvió a resonar de forma algo gratuita y provocadora en la primera parte de Narrativa española fuera de España 1939-1963 de José R. Marra-López, quien ya se había hecho eco de la misma en 1960, con motivo de una escueta reseña del libro de Goytisolo publicada en Ínsula. Paradójicamente, en efecto, quien llamaba la atención, por primera vez de forma monográfica, sobre la narrativa del exilio —lo que era de saludar y lo fue—, lo hacía desmarcándose a la vez de forma hostil de los dos ensayos de estética de Ortega del año 1925 y de la supuesta influencia destructora que el filósofo hubiera tenido sobre la novela de los años veinte y treinta. Mientras Benjamín Jarnés se veía calificado de “gran preboste de la novela ‘deshumanizada’” (1963a: 25), Guillermo de Torre, quien, cuatro años antes, había defendido a ambos en su “Réplica a Juan Goytisolo”, era ahora objeto de ataques ad personam (31-35). Marra-López consideraba que su “apasionada defensa del periodo novelesco examinado” (32) solo se explicaba “por la influencia que ejercen en él, inconscientemente, los recuerdos auto-
Taifa, Goytisolo hizo una especie de “acto de contrición” al reconocer el carácter descomedido e inmaduro de los ataques dirigidos a Ortega, y su defensa de tesis abiertamente marxistas (Vauthier 2019: 49).
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biográficos y la inevitable adhesión generacional” (33). Como era de esperar, Torre no dio la callada por respuesta e hizo más que reseñar el libro de Marra-López en una “Crítica” de significativo título: “Hacia un más allá del realismo novelesco”, publicada en julio en Revista de Occidente. Dos meses más tarde le siguieron unas “Precisiones a una crítica de Guillermo de Torre” del malherido Marra-López y luego, en noviembre, una “Respuesta a José R. Marra-López” firmada por Torre, ambas publicadas en Ínsula (202: 4 y 204: 3), revista que solía acoger columnas de los dos escritores. Sin querer “negar hospitalidad a la defensa que Marra-López ha[cía] de su libro”, Enrique Canito, director de la revista y amigo de varios miembros de la Generación del 27, entre ellos de Torre, no pudo esconder su malestar frente a “cierta línea excesiva explicable desde luego por el ímpetu beligerante natural de un escritor joven”. Hasta aquí un balance complementario de lo que, siempre desde una perspectiva estética, significa el año 1959 cuando al homenaje a Machado, a la Antología de Castellet y al “I Coloquio de la novela de Formentor” se suman los escritos teóricos de Juan Goytisolo, crítico novel, y las polémicas a las que dio pie su recepción de 1959 hasta 1963. Ahora bien, si he recordado aquí el inesperado y tardío desencuentro de 1963 entre José R. Marra-López y Guillermo de Torre, que reconduce en parte el enfrentamiento de 1959 entre Juan Goytisolo y Torre, es porque los móviles del ataque no solo a Ortega y a los escritores de “Nova Novorum”, sino también a Torre formulados todos en un libro que pretendía ser “un intento de acercamiento y comprensión […] de la diáspora española acaecida a finales de 1939” (Marra-López 1963a: 17) solamente se pueden entender a la luz de las circunstancias que al mismo tiempo están en el origen del giro de las letras españolas de posguerra hacia el realismo social y de la defensa del engagement al modo sartriano. Verdadero gozne político, literario y estético —lo que nos lleva a revisar el lugar ocupado por el año 1959, clímax y no nacimiento de una “nueva” poética—, este acontecimiento no es sino el mencionado fracaso del lustro de liberalización intelectual que desemboca en las revueltas estudiantiles de febrero de 1956. Estos sucesos políticos conducirán, por un lado, a un enfrentamiento generacional en España, y,
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por otro, a una absurda confrontación entre la joven generación de escritores de la España del interior y parte de la España transterrada. Ambos tienen repercusiones literarias y estéticas. En las páginas finales de Historias de las dos Españas, Santos Juliá escribe: Quienes desnudaron a la vez a sus maestros y al régimen fueron una combinación de jóvenes escritores y de universitarios de cursos superiores; serán ellos también los que proyecten por vez primera una nueva mirada sobre la guerra civil de la que se derivará la necesidad de fortalecer un nuevo sujeto político definido por la decisión de borrar de la memoria, o de echar al olvido como determinantes de la política, las fechas del 18 de julio y 1 de abril (Juliá 2004: 441; el subrayado es mío).
Y algunas páginas más tarde, cuando analiza “el discurso y la práctica de la reconciliación nacional”, observa que, después de las marchas conjuntas de “los hijos de los vencedores y de los vencidos” por Madrid, esta “nueva estrategia encontró su espaldarazo en la declaración publicada por el Partido Comunista de España en junio de 1956” (446; el subrayado es mío). Pues bien, esta revolución, por decirlo así, del tablero políticosocial español que tiene lugar en 1956 permite correlacionar datos que hasta el momento pertenecían a tres acercamientos distintos al realismo de posguerra, por un lado, a la producción de los escritores del exilio, anterior y posterior a la guerra, por otro. El carácter de bisagra que 1956 adquiere en esta nueva secuencia, lo que justifica otro posible marbete generacional (Lizcano 1981), permite salvar los obstáculos y las contradicciones hermenéuticas que plantean hasta hoy la recepción y la interpretación del que llamaré “primer Castellet”, en particular a la hora de valorar el significado real y las contradicciones de La hora del lector. Pero vayamos por partes. Y para fundamentar el reajuste cronológico que permite adelantar tres años la emergencia de la “nueva” poética empecemos por rescatar una declaración de Castellet, poco citada por la crítica. Pertenece a una intervención pública que el autor hizo en 1972, en el marco de una mesa redonda. Respecto de las pre-
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guntas acerca de la delimitación de “la literatura social” (periodos, géneros, autores, función, influencia y vigencia), objeto de la discusión, he aquí las respuestas que dio Castellet. “En cuanto a la época —dijo primero— creo que el movimiento y la teorización del movimiento comienza en los años 1955, 1956, y llega, aproximadamente, hasta 1962. La característica más importante de la literatura de este periodo es que detrás de ella, hay una intención política”. En cuanto a la necesidad de “distinguir entre poesía social y realismo crítico”, Castellet añade y precisa que el realismo crítico ha existido siempre; la literatura social es un movimiento concreto y determinado que surge de una generación, la nuestra, y que tiene su origen extraliterario en el fracasado congreso de escritores del año 1956; movimiento también relacionado con la politización de la Universidad a partir de febrero del 56; en este momento comienza la literatura social, movimiento de vida corta y efímera (1972: 14-15)9.
Hoy en día, estas declaraciones encuentran fácil ilustración en la bien conocida evolución interna de las letras españolas a lo largo del decenio 1950-1960. Entre los innumerables estudios centrados en la novela de posguerra, destaco el trabajo insoslayable de Geneviève Champeau, quien hace más de veinticinco años analizó con esmero las diferencias técnicas y temáticas que en el seno del realismo de los años 1950 distinguen la “narración objetiva” del “realismo social”. Publicado en 1956, El Jarama de Rafael Sánchez Ferlosio, “point culminant du réalisme ‘objectif ’” (1993: 107), ocupa, por supuesto, un lugar estratégico en esta secuencia (Villanueva 1973). Ahora bien, la identificación de las diferencias que existen entre dos modalidades de realismo no fue óbice para que la hispanista francesa subrayara que en los dos casos nos la habíamos con “deux formes de dissidence face au contexte discursif du franquisme” (1993: 18). Por 9
Véase también “Tiempo de destrucción para la literatura española” [1967], donde Castellet, después de utilizar el membrete “generación del medio siglo”, habla de “amplia conciencia generacional, entre 1956 […] y 1962” (1976: 137).
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eso mismo, más allá de las diferencias que las singularizaban, las dos acabaron siendo víctimas de su estatuto de “contradiscurso” (1993: 69-94). L’esthétique réaliste des années cinquante s’avère entretenir des rapports étroits avec le discours dominant. Elle s’organise autour d’un jeu d’inversions par rapport aux pratiques langagières de celui-ci, mais ces inversions s’opèrent, de plus en plus nettement dans la seconde moitié de la décennie et au début des années soixante, à l’intérieur d’une même conception militante de la littérature qui justifie le jugement de J. Goytisolo lorsqu’il évoque “una misma retórica, aunque de signo opuesto” (93).
Aunque no llegue a establecer de forma tan clara las distintas correlaciones que planteo aquí entre 1956 y el surgir de la poética característica de la generación del medio siglo, Champeau ve en 1956 une “année charnière pour l’opposition” (13). Y al pasar revista a los trabajos críticos de Castellet, cuya trayectoria le parece emblemática de la de su generación, no duda en declarar: “Elle met en évidence au début de la décennie des ouvertures qui se referment par la suite sous le poids des circonstances. Du point de vue littéraire, les années antérieures à 1955 sont incontestablement plus riches que celles qui suivent” (72). Este balance la lleva incluso a hablar de involución a partir de 1959 —juicio que suscribo—, es decir, a partir del momento en el que Castellet hace suyas las tesis del “realismo social” y adopta “une attitude plus dogmatique et plus réservée vis-à-vis de la recherche formelle” (92). El segundo elemento que permite valorar el impacto que las revueltas estudiantiles tuvieron sobre las relaciones que los jóvenes opositores al franquismo de la España interior mantenían o iban a entablar con los exiliados se encuentra en un libro reciente de Fernando Larraz. En el capítulo dedicado al tramo que corre “de las revueltas estudiantiles de 1956 a los veinticinco años de paz y los últimos años del Régimen”, Larraz observa cómo “la joven narrativa española parecía haberse propuesto, al asumir el protagonismo literario, desterrar definitivamente a los desterrados y contradecir la altivez con que éstos
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supuestamente decretaban el cese de toda actividad cultural mientras durase el Franquismo” (2010: 255; el subrayado es mío)10. Ilustración emblemática de esta crispación entre dos generaciones de opositores al franquismo y del giro hacia el realismo social se halla en el libro de Marra-López. Como ha mostrado de forma convincente Larraz en un trabajo posterior, en el que vuelve sobre los pormenores de la polémica entre Marra-López y Torre, Narrativa española fuera de España 1939-1961 —igual que el tercer volumen de La novela española actual de Nora— iba a definir de forma duradera “los rumbos de la estimación crítica de la literatura del exilio” (2010: 69)11. Eso implica que, mientras se valoraron de forma positiva a los autores del exilio, cuyas obras de antaño o actuales eran acordes con las “categorías hegemónicas de la literatura del interior, que nacen de una amalgama de fuentes que en estos jóvenes intelectuales universitarios del medio siglo habían dado lugar a un realismo social ortodoxo que les servía de estricto criterio para discernir el bien y el mal literarios” (77-78), se reprobaron, cuando no condenaron al purgatorio y al olvido aquellos otros que antes y/o después de la guerra, errando, por decirlo así, el camino, habían optado por un “concepto antinarrativo” (Marra-López 1963a: 30). Como se ve, a treinta y cinco años de distancia, se reconducía la oposición frontal entre dos concepciones de la literatura, entre dos tipos de prosa, entre dos tipos de lírica que había
10 Se hace difícil no pensar aquí en “La experiencia de la historia (después de entonces)”, palabras de presentación que Zambrano dirige a los “jóvenes” para acompañar la primera reedición (1977) de Los intelectuales en el drama de España (1973), y, por supuesto, en su constante reflexión sobre el significado del exilio a partir de su relectura de la “muchacha Antígona”. 11 Buen ejemplo de ello se encuentra en la nota al pie que Sanz Villanueva añade al comentario que hace del “honrado” libro de Marra-López. Se adscribe a la réplica de Marra-López, considerando que Guillermo de Torre fue quien inició la crítica y la polémica. Según él, “supera el nivel de lo anecdótico y plantea de forma viva el resquemor en parte, solo en parte, justificado con que autores en el exilio han visto lo que se hacía dentro de España” (1972: 26). Contrástese esta valoración con la que hace Soldevila de las declaraciones de Marra-López acerca de Jarnés, perdonándole, eso sí, su “ignorancia” (1980: 34-39), de la que no exime a otros exiliados como Chabás.
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ido envenenando las letras españolas a finales de los años veinte. Y se estaban fraguando a la vez los paralelos que la crítica posterior establecería entre literatura de avanzada de los años 1930 y novela social de los cincuenta. Dando la razón a intuiciones pioneras de José-Carlos Mainer y Ramón Buckley, este fenómeno ha sido analizado con mano maestra por Domingo Ródenas de Moya en estudios centrados sobre la novela moderna, o “modernista” en el sentido europeo de la palabra. En 1998 el crítico desvelaba así por qué “el ostracismo de la novela española de vanguardia contiene […] en su decreto las firmas de tirios y troyanos; de ahí su letal eficacia”. La novela española de vanguardia ha sufrido el fuego cruzado de los críticos literarios próximos al régimen franquista y de los partidarios de una literatura combativa y de protesta. Unos y otros preconizaban un modelo narrativo realista, los primeros sacando a relucir la prosapia española del noble costumbrismo, los segundos enarbolando la bandera del engagement y del social-realismo (1998: 19).
A la luz de este conjunto de datos podemos adentrarnos en el examen de la “amalgama de fuentes” que —escribía Larraz, como si de fatalidad se tratara— “habían dado lugar a un realismo social ortodoxo”. Creo, por mi parte, que si las circunstancias extraliterarias influyeron de forma decisiva en el giro que se operó en el seno de las letras, este fue posible también porque los gérmenes de esta evolución —involución estética— estaban presentes ab origine en los escritos críticoteóricos de Castellet y, luego, de Goytisolo, entre otros a raíz del papel que desempeña en ellos el engagement sartriano. Por razones de edad y de gestación de sus primeros escritos teóricos —no olvidemos que Castellet (1926) lleva cinco años, decisivos, a Juan Goytisolo (1931)—, es la obra crítica del “primer Castellet” anterior a La hora del lector (1957) y, por ende, anterior a los sucesos de 1956, la que mejor se presta a este ejercicio. En efecto, como he dejado entender al hablar del conflicto de influencias que delataba este libro, haciéndose transparente en Problemas de la novela y
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audible en Formentor, teóricamente nada impedía que las fuentes extranjeras que están en el origen de la renovación de la novela española de posguerra, o sea, Qu’est-ce que la littérature? de Sartre; L’âge du roman américain de Claude-Edmonde Magny, filtro de los autores americanos de la Generación Perdida; el neorrealismo italiano; o la obra de Robbe-Grillet dieran pie a una comprensión de la literatura más acorde con el tiempo, con su tiempo. Presuponía, eso sí, que estas fuentes fueran asimiladas y no meramente exhibidas y yuxtapuestas. Al decir esto, no pretendo, ni mucho menos, ser la primera en prestar atención a estos textos, mejor dicho “intertextos”, literarios y a la influencia que, gracias a la mediación de Castellet, verdadero passeur cultural, tuvieron en la generación del medio siglo, en sus núcleos madrileño y barcelonés12. Con todo, la sobrevaloración que se hace a veces de algunas de ellas y más aún de la originalidad de La hora del lector está en el origen del malestar que experimenté al constatar que mi propia interpretación de la obra desentonaba con algunas lecturas de marcado carácter laudatorio, que se dejan resumir con el sintagma de la faja que acompañó la reedición —y edición definitiva— de 2001: “Un libro profético”, sintagma que se debe a Umberto Eco13. Al ser de imprescindible consulta los estudios de Laureano Bonet (1938) sobre Laye (1988), sobre la Escuela de Barcelona (1994) y sobre La hora del lector (2001) entiendo ahora que esta dificultad puede estar relacionada con el hecho de que la obra de Castellet nos ha llegado y nos está llegando mediada en parte por unos “critiques [qui]
12 Igual que Champeau, a la que tomo en préstamo la precisión terminológica de intertextos literarios, remito al notable trabajo de Barry Jordan, en particular el cap. IV (1990: 84-128). Broch se ha interesado de forma temprana por las lecturas de Castellet, pero sin buscar ampliar sus conclusiones al grupo de Laye, o a la Escuela de Barcelona, lo que sí hizo Bonet (1988, 1994). 13 Umberto Eco abre así, es verdad, las Tanner Lecture (1990), pero no dice más del libro de Castellet, ni de su giro hacia el realismo social. En 1993, la idea viene repetida por Dario Puccini (169). Figura en el comentario crítico de Bonet (2001: 195-196).
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avaient partagé le même vécu que les écrivains”14. Por otro lado, salvo contadas excepciones, la recepción de Castellet ha sido objeto prioritario de lecturas centradas en una u otra de sus obras —en particular sus antologías de poesía— y no de estudios diacrónicos o de índole evolutiva15.
14 En su primer estudio monográfico y antología dedicado a la revista Laye, Bonet “confesó” que sus trabajos sobre “Laye y su gente” “encierran un personalísimo ‘ajuste de cuentas’” (7). “El presente libro”, añadía después, “podría muy bien definirse, en suma, como un ejercicio de introspección personal, tocado de una tenue, pero peligrosa nostalgia […] y tendente a narrar, recomponer, quizá remedar, el propio itinerario introspectivo que los escritores de 1950 llevaron a cabo en publicaciones juveniles” (8-9). Finalmente, consideraba “ocioso recordar que mi imagen de Laye y sus gentes en absoluto pretende ser exhaustiva, imparcial, o limpia de errores e interpretaciones discutibles: mi propio ‘tiempo’ generacional, con su légamo de experiencias, ahogos y deformaciones, lo impide” (1988: 10). A mi modo de ver, se han de tener presentes estas palabras para adentrarse en los demás trabajos del autor (anteriores: 1972, 1985, o posteriores: 1994, 2011), en particular, su documentada edición de La hora del lector (2001), que recoge un buen número de conversaciones mantenidas en catalán (137, n. 34) entre 1987 y 2000 (151) pero citadas todas en castellano. La “historia oral” —junto a otras fuentes dispares, inclusive inéditas— está en el origen y nutrió también El jardín quebrado. La escuela de Barcelona y la cultura (1994: 15). No adolecen de esta nota “intimista” los trabajos pioneros de Àlex Broch (1977, 1978), “segon de bord en la direcció literària d’Edicions 62” (Gallén 2015: 11) y estrecho colaborador de Castellet, quien dirigió la misma editorial durante más de treinta años (Folch 2001: 26). Desde aquel momento inicial, Broch participó en varios encuentros sobre la crítica literaria en Cataluña y homenajes a Castellet, volviendo a su presentación inicial (1993) o concentrándose en el análisis de las fuentes francesas, en particular en Sartre (2003, 2015). 15 El inicio del tercer milenio (2001) coincidió con el 75 aniversario del crítico catalán, lo que dio pie a una reedición de La hora del lector y a un Homenaje a J. M. Castellet coordinado por Eduardo A. Salas Romo en el que participaron varios amigos del autor. Autor de una tesis doctoral sobre J. M. Castellet, teórico y crítico leída en Granada en 1998 y publicada con posterioridad bajo el título El pensamiento literario de J. M. Castellet (2003), cuyo título no hace del todo justicia al carácter teórico-literario de sus análisis, Salas Romo retoma la hipótesis evolutiva de Broch y ofrece un análisis cronológico de toda la obra de Castellet. Debido a la temprana atención que prestó a las letras catalanas, la obra crítica de Castellet también ha sido objeto de varios estudios en catalán (Broch 1993, 2015).
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Contradicen la regla los estudios pioneros de Àlex Broch (1977, 1978), de recepción algo confidencial hasta mediados de los años noventa (Broch 1993; Rufat Casals 1995; Salas Romo 1998; Pego Puibgó 2015). No obstante, desde aquel entonces, parece costumbre distinguir tres fases o etapas en la evolución crítica de Castellet, “en cada una de les quals domina una intencionalitat crítica diferent”: Les tres etapes, lògicament, no es produeixen d’una manera aïllada, ès a dir, no hi ha una ruptura entre l’una i l’altra, sinó una transició. La primera correspondria a una intencionalitat objectivista; la segona, a una intencionalitat sociologista, i la tercera, a una intencionalitat descriptiva. […] Cronològicament, malgrat les dificultats que això comporta, ens arriscaríem a establir aquests límits probables: […] 1949/1950-1958, 1958-1968, 1968 (Broch 1977: 35)16.
Rompiendo con esta propuesta, que Pego Puigbó llega a calificar de “discurso historiográfico habitual” (2015: 75), propongo que se amplíe la primera etapa hasta mediados de los sesenta, es decir, reúno las dos primeras fases de Broch en una sola que abarca desde 1949 a 196317. En su seno, 1956 vuelve a ocupar una función de gozne. Gozne estético, esta vez, porque si bien La hora del lector fue “puesta a la venta el 23 de abril de 1957 (en fecha por cierto bien señalada)”, según señala Bonet en su pormenorizado estudio crítico-filológico del libro (2001: 187), su gestación textual (tanto si nos fijamos en los “textos básicos”, como en los “textos laterales”) abarca los años 19491956 (Bonet 2001: 176-188; Broch 2015) y, de hecho, la conclusión del ensayo está fechada en octubre de 1956.
16 En 1993, Broch hace empezar la primera etapa en 1949 (y no en 1950, como en 1977), año correspondiente a los primeros artículos publicados en Destino y relacionados con La hora del lector. 17 Broch propone el año 1968 como fecha de transición hacia una tercera etapa, pero considera que el coloquio sobre “Realismo y Realidad en la Literatura Contemporánea” de 1963 y la publicación de Poesia, realisme i història (1965) marcan una evolución en el seno del pensamiento teórico de Castellet (1993: 157).
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Caben en este periodo —y en parte en La hora del lector— algunos de los primeros artículos publicados en Estilo (1949); los artículos de crítica literaria de Laye (1950-1954) y el emblemático prólogo de La novela moderna en Norteamérica (1955) de Hoffman, en el que Castellet “hace abundante uso del concepto generacional” (Salas Romo 2003: 49)18. A estos escritos previos que “tras una labor de reflexión o reescritura, desembocaban directamente en La hora del lector, es decir, [son] anticipos claros del libro” (Bonet 2001: 183), se pueden sumar otros nueve artículos publicados en Laye o en Revista durante el mismo periodo (Bonet 2001: 183-188). Lógicamente, el nuevo encuadre cronológico propuesto ha de conllevar una rectificación “intencional”. En concreto, descarto la denominada “fase objetivista” de Broch, seguida de otra “sociológica”. Reconozco, en cambio, la función “formativa” de los primeros estudios “dins el procés general i preparatòria de l’etapa de màxima influència de la [obra de Castellet]”, la que Broch “[ha] anomenat Sociologisme” (1977: 35). Esta fase se solapa con nuestra poética del realismo, que se puede adjetivar en “objetivo” o en “social”. Esta leve reconfiguración cronológica podría encontrar respaldo en el primer Broch, cuando observa que con La hora del lector el “tercer moment de la primera etapa enllaça amb el primer de la segona […]19. Publicat l’any 1957, acaba demanant el compromís social de l’escriptor, exigint-li, paral·lelament, una literatura de signe social” (1977: 37). Y más aún, y esta vez con argumentos de índole inten-
18 Pese a que caben en el mismo periodo y reflejan las mismas influencias no incluyo aquí el primer libro: Notas sobre literatura española (1955), que refleja “las lecturas que realizó Castellet de la narrativa española contemporánea” (Pego Puigbó 2015: 74), ni las “Notas para una iniciación a la lectura de El Jarama”, publicado en Papeles de Son Armadans (1956). No obstante, emblemáticas de esta praxis crítica bajo influencia son las “Notas sobre la situación actual del escritor en España” y “Notas sobre la situación actual del escritor catalán”, verdadero pendant de “Situation de l’écrivain en 1947” de Sartre (Broch 2015: 116-119). 19 Broch distingue en el seno de cada etapa tres subetapas, correspondientes a tres momentos: “a. Gènesi i Formació; b. Plantejament. Exposició i Desenvolupament; c. Transició” (1977: 35).
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cional, en el último. En efecto, después de reconducir sin cambio su balance de los años 1970 en 1993, Broch ha dado una inflexión sustancial a su planteamiento en 2015. Haciendo hincapié en el proceso compositivo de La hora del lector, es decir, en el reciclamiento de unos artículos publicados de forma autónoma y con anterioridad, el crítico subraya el peligro que conlleva “construí[r] la bibliografia intel·lectual d’un autor a partir de la seva bibliografia llibresca”. En efecto, “cal tenir present que no sempre els llibres són fruit d’una estructura unitària i d’una redacció continuada i homogènia” (2015: 115). La observación afecta de forma sustancial a las dos primeras partes del ensayo de Castellet: “Las técnicas de la literatura sin autor” y “La hora del lector”, consideradas como las más innovadoras, pero deudoras, en realidad, de los libros de Magny y de Sartre. Estas partes son las que grosso modo ya se habían dado a conocer en dos artículos publicados en Laye respectivamente en marzo-abril de 1951 y abriljunio de 1953. Ahora bien, en esta época, y de forma pública hasta 1955, Castellet, igual que el equipo de Laye, admitía y reconocía aún el “magisterio” de Ortega y Gasset, lo que ya no será el caso unos años más tarde20. Nada de extrañar, por ello, que la sombra y el nombre del filósofo madrileño (pero no su concepción estética) planeen inicialmente en “El tiempo del lector”, artículo inserto en el polémico número 23 de Laye —homenaje a Ortega con motivo de su jubilación y origen del suicidio de la revista— y de forma más superficial en “Las
20 Al considerar que la influencia de Ortega y Gasset en Castellet es más superficial que real, creo más prudente hablar de “magisterio” que de “culto” (Bonet 1985: 6). Tampoco veo en él el “mito” o “mascarón de proa ideológico” que ve Bonet cuando habla de “la generación de 1950” (1994: 76-79). En el caso de Castellet, reservo el lugar mítico a Sartre, “figura casi ‘totémic’ […] desde su primera juventud” y “fuente de máxima inspiración” (Bonet 2001: 155). Es interesante comparar las declaraciones de Castellet sobre Ortega hechas con diez años de distancia. En 1955, con motivo de un artículo necrológico, declara la pérdida de un “maestro” (1955: 7). En 1965, al contestar una encuesta sobre lo que significa “Ortega, hoy”, pone de realce las muchas cosas que le han separado de este hombre, considerando que “solo nos ha unido una: […] la de haber sido lectores atentos suyos en los años de formación universitaria”. Y la conclusión es tajante: “No nos sirve ni como guía, ni como maestro: ¡qué vamos a hacer!” (38-39; los subrayados son míos).
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técnicas de la literatura sin autor”. De ahí a reconocer su influencia o las huellas de la fenomenología en La hora del lector hay un paso. Estamos más cerca de la realidad y del valor poético que puede tener La hora del lector si aceptamos con Winecoff21 que Among the areas most affected by the literary theories of Ortega, and of Castellet later, are realism in the broadest sense (the nature of reality and the artist’s relationship and obligations thereto); the validity of the “psychological” novel; and the implications of these things for the writer in relation to his craft and his audience. The positions of Ortega and Castellet are widely divergent; and the two are far from comparable in other respects, but both have had considerable influence on the development of the Spanish novel. Insofar as their disciples are frequently in direct opposition both in theory and practice, one may speak of a cycle in novelistic theory which begins with one and ends with the other (1967: 36).
En La hora del lector, Castellet deja constancia de la preferencia de Ortega por una novela descriptiva o contada desde fuera —preferencia que se puede relacionar con el realismo objetivo, como supo ver Villanueva (1991: 258)—. Pero el nombre del filósofo le sirve más aún como eslabón para esbozar una posible filiación entre “autores de distintos ámbitos culturales en el espacio y el tiempo —español, Ortega (1925); polaco, Ingarden22 (1931), y franceses, Sartre (1947) y Magny (1948)— para que no quepa la menor duda acerca de la difusión y vigencia de los conceptos expuestos” (1953: 162; 2001: 42). Castellet cuenta entre estos conceptos la labor creadora que compete al lector de “novelas de nuestros días”, que se caracterizan por su oscuridad y su complejidad. Ahora bien, su definición del lector de novelas la encuentra en Sartre y la ilustración del papel que este está llamado a tener, en las novelas americanas de los años treinta analizadas por Magny. Quiero decir con ello que ni Ortega y Gasset ni la fenomenología de Ingarden
21 Ya me he valido de Winecoff en otra ocasión al querer contar a Castellet —y a Goytisolo— entre los teóricos de la prosa narrativa, pese a las reservas expresadas aquí (Vauthier 2019: 15-16). 22 En 1953, Castellet escribía “alemán”.
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son centrales en la comprensión del lector de Castellet. Y de hecho Castellet se vale de la respuesta que el francés da a la pregunta “¿Para quién se escribe?”. Y al hacerlo reconduce el mayor ataque “contra el concepto de la literatura” que se ha portado a lo largo del siglo xx, como ha mostrado Guillermo de Torre en Problemática de la literatura (1958: 158), una obra que, por desgracia, llegó a deshora a manos de Castellet y sigue esperando su merecida hora crítica23. No puedo entrar ahora en la valoración pormenorizada de Problemática de la literatura, un libro que se cuenta, sin duda alguna, entre las obras de madurez más emblemáticas del autor. Para asentar esta afirmación, bástenos de momento tener presentes sus tres ediciones (1951, 1958 y 1966) y la inclusión de la parte más sustancial de la misma —es decir, los capítulos centrales sobre “la crisis del concepto de literatura” y “la literatura comprometida”— en dos compilaciones posteriores. Me refiero, por un lado, a Doctrina y estética literaria (1971), “antología panorámica” en la que Torre “seleccionó sus mejores páginas agrupándolas en capítulos homogéneos y para la que escribió un bosquejo de autobiografía intelectual” (Ródenas de Moya 2013: LVIII). Y, por otro lado, a La aventura estética de nuestra edad y otros ensayos, verdadera tarjeta de presentación del autor transterrado “a los lectores españoles de las nuevas generaciones (sin lisonja: los que más le interesan)” (Torre 1962: 35). Publicado en Biblioteca Breve de Seix Barral a principios de 1962 con la posible mediación de Castellet24, estas reflexiones estéticas de las que Torre presumía con razón al inicio de su correspondencia con el
23 Este libro de Guillermo de Torre, y más aún su obra crítica en general, ocupan un lugar estratégico en el proyecto de investigación “Littérature problématique. Problématique sociodiscursive de textes en prose de la Modernité espagnole” financiado por el Fonds National Suisse de la Recherche Scientifique (FNS 100012_188957). Para una presentación del proyecto, y del equipo de investigación, véase . 24 Véanse infra las cartas de Torre a Castellet del 29 de noviembre de 1957 y 1 de octubre de 1960, y la carta de Castellet a Torre del 16 de enero de 1962, anunciando que el libro ha salido.
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catalán, deseando que él fuera uno de “los jóvenes de España, para quienes, en última instancia los que ya no lo somos tanto, y estamos voluntariamente fuera, escribimos”, llegaron tan a deshora a España como el anterior Problemática de la literatura. En 1962 nadie fue, por ende, capaz de sacar partido de ellos: ni Castellet, quien en 1957 ya se había prometido hacerlo de Problemática de la literatura “en sus futuros estudios literarios”, ni Carlos Barral, quien a comienzos de 1962 seguía considerando más bien que “la littérature non engagée [est] un contresens historique” (Sanz Villanueva 2013: 412). En estas condiciones, era difícil, por no decir imposible, dar seguimiento al proyecto estético de Torre. Más allá de los datos bibliográficos, que pueden servir para apuntalar el valor estratégico que la cuestión del engagement ocupa en la trayectoria de Torre, Problemática de la literatura echa además hondas raíces en el juvenil Literaturas europeas de vanguardia y antes de ello en El tema de nuestro tiempo de Ortega. Y quizá el lector, la lectora se sorprenda al descubrir que la relación entre los dos libros se establece a través de la reflexión cardinal sobre el significado primogénito de la “literatura responsable” —denominación que Torre preferirá siempre a la de “literatura comprometida” que lleva la impronta sociológica sartriana— y del engagement. Según Guillermo de Torre, Sartre torció la noción de engagement y el sentido real de la literatura comprometida, al supeditarla “al servicio de una causa”. Para superar este sesgo sociológico, Torre nos invita a recuperar el concepto original del engagement que se encuentra en Paul Landsberg, antes que en Sartre. Según Landsberg, el engagement implica tanto la realización ineludible de la historicidad humana, evocada en nuestro epígrafe, como la idea de “acto total y libre de la persona” (Torre 1958: 168), lo que hace imposible todo tipo de alistamiento, lo que Torre llamará “literatura dirigida”. Al enlazar con su obra de juventud, tan atenta a lo que hace la especificidad del arte moderno —caracterizado, es verdad, por cierta oscuridad expresiva y complejidad narrativa, “cortesía del autor hacia el lector” decía Genet—, Problemática de la literatura de Torre se yergue, en definitiva, como auténtica alternativa a la poética exclusiva del realismo de posguerra. Y no solamente de ella. En realidad, se presenta asimismo como alternativa ética y estética a la propuesta de littérature engagée de Sartre (Denis 2000).
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Epistolario (incompleto) Guillermo de Torre-José María Castellet (21 de noviembre de 1957-10 de diciembre de 1963) Se transcribe a continuación el epistolario (incompleto) de Guillermo de Torre y José María Castellet archivado en la Biblioteca Nacional de España (MSS/22821/21). Se conserva un total de cinco cartas mecanografiadas con firma autógrafa y un tarjetón de José María Castellet (JMC1-JMC6), así como dos cartas de Guillermo de Torre (GT1GT2) en copias carbón mecanografiadas. Las cartas forman parte del Archivo Torre. Pese a su brevedad, el epistolario cubre seis años decisivos (corre de noviembre de 1957 a diciembre de 1963) en la historia de las ideas estéticas y políticas de las dos Españas, la del interior y la transterrada, y refleja algunas expectativas y algunas frustraciones de dos grandes críticos del siglo xx. Más allá de las marcas de admiración del joven Castellet —“prisionero” y “espectador de lo que ocurre en el mundo”— hacia Torre y por debajo de la sed de reconocimiento del crítico maduro—“que está voluntariamente fuera”—, el intercambio que se esboza a la sordina en estas cartas también se deja leer como una réplica del imposible diálogo estético que a partir de febrero de 1956 separó a dos generaciones de escritores e intelectuales, opositores al franquismo. Circulan por estas páginas algunos de los títulos más relevantes de los dos críticos. De Castellet: Notas sobre literatura española contemporánea (1955), La hora del lector (1957) y Veinte años de poesía española. Antología 1939-1959 (1960). De Torre: “Perspectivas de la novela contemporánea” (1955), separata que se encuentra en el origen de la correspondencia; Problemática de la literatura (1951, 1ª; 1958, 2ª); Las metamorfosis de Proteo (1956); “Contemporary Spanish Poetry”, artículo en inglés incluido en un número especial de The Texas Quarterly (1960) dedicado a Image of Spain. Con excepción de la insólita alusión a “El pleito de las antologías”, al amparo de la cual Castellet saca su primera Antología de poesía española, este no parece haber podido sacar provecho de Pro-
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blemática de la literatura, tal como se prometía hacerlo en 1957. Sin llegar a ponerle unos “puntos sobre las íes poéticas”, Guillermo de Torre llamó la atención de Castellet sobre algunos juicios apresurados de Veinte años de poesía española y remitió discretamente a la Antología en la conclusión de su balance sobre la poesía española contemporánea y de forma algo más irónica en Historia de las literaturas de vanguardia. Más allá de los libros, esta correspondencia revela también algunas informaciones inéditas sobre dos proyectos editoriales. Mientras que en 1960 Torre se refiere a Cosecha crítica, título barajado originalmente para una compilación de ensayos suyos que salió en 1962 en Seix Barral con el título La aventura estética de nuestra edad y otros ensayos25, a finales de 1963 es Castellet quien agradece a Torre la invitación que este le había lanzado para publicar algo suyo en la colección “El Puente” (Mainer 1998). Finalmente, el año 1963 se abre con la invitación que Castellet, miembro del comité director de la Comunità Europea degli Scrittori o Communauté Européenne des Écrivains (COMES) desde 1960, lanza a Torre para que este solicite su admisión en la Asociación. Fundada en 1958 por el italiano Giovanni Battista Angioletti, “la COMES, association d’écrivains née de la conjoncture spécifique de la fin des années cinquante, reprend d’une certain façon l’idéal et les méthodes d’associations plus anciennes dont le modèle matriciel reste le PEN Club avec son idéal de paix et d’amitié internationale”. Uno de sus objetivos clave fue “favoriser le dialogue entre les écrivains de l’Ouest et de l’Est”26. El tarjetón sin fechar, posiblemente del mismo año, anuncia el envío del carnet. *** 25 Otros detalles sobre el “periplo” que acompañó la publicación de este libro, el segundo publicado por Torre en España, en Ródenas de Moya (2013: LVI-LVII). 26 Para una breve presentación de los objetivos de la COMES, véase el artículo bien documentado de Nicole Racine (2008). Sobre el papel desempeñado por Castellet en la COMES, véase Teresa Muñoz Lloret (2006: 139-150 y 316-320).
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JMC127 Sr. D. Guillermo de Torre Juncal, 1283. - Buenos Aires
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Barcelona, 21 de noviembre de 1957
Muy señor mío: Recibo su atento envío de una separata de su trabajo “Perspectivas de la novela contemporánea”28 cuando, desde hace unos días, pensaba escribirle. Precisamente, después de mucho tiempo de andar tras de ellos, un distribuidor amigo mío me ha proporcionado tres de sus libros (Problemática de la literatura, La aventura y el orden y Tríptico del sacrificio29) que me han interesado mucho y que más de una vez habré de utilizar en mis futuros estudios literarios. Pensaba escribirle, pues, porque más que nunca “aquí y ahora” se nos hace imprescindible, a esos prisioneros que somos, comunicarnos con el exterior, con aquellos de nuestros compatriotas y compañeros de oficio que nos han precedido y que “por causas ajenas a nuestra voluntad” desconocemos o mal-conocemos. Sus libros, digo, me han interesado mucho, en especial su Problemática de la literatura que plantea tantos problemas candentes hoy en el mundo de la cultura y que los que aquí estamos vemos acontecer a nuestro alrededor sin que nos sea permitido tomar parte activa en su resolución. Al cabo del tiempo, uno se va haciendo a la idea de que le han nacido para espectador de lo que ocurre en el mundo, aunque lo que sucede, en realidad, es que uno ha nacido a la vida intelectual en unas circunstancias parecidas a las que se encuentran los “buenos” en el momento culminante de las películas de “cow-boys”, cuando los
27 Carta mecanografiada (2 hojas) perteneciente a las colecciones de la Biblioteca Nacional de España (BNE) con la signatura digital MSS_22821_21_0004 y MSS_22821_21_0005. Encima de Barcelona, figura, con lápiz rojo “Córcega 37”. 28 Se publicó por primera vez en Revista de la Universidad de Buenos Aires, I, 3 [1956]. 29 Los tres libros se publicaron en Losada, y conocieron varias ediciones. Problemática de la literatura, 1951; 1958, 2ª; 1965, 3ª; La aventura y el orden, 1943; 1948, 2ª; 1961, 3ª; Tríptico del sacrificio, 1948, 1960. La primera edición de La aventura y el orden incluye un mayor número de ensayos, distribuidos luego entre dos volúmenes: La aventura del orden y Tríptico del sacrificio.
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“malos” los han atado a una silla y amordazado, y observan, impotentes y mudos, lo que acontece a su alrededor. Solo que esos “buenos” saben que de un momento a otro los van a liberar y aquí vamos pensando que por estas latitudes las películas de “cow-boy” terminan mal. Sus “Perspectivas de la novela contemporánea” me parecen más sensatas que mi artículo sobre Robbe-Grillet30. Temo, últimamente, haberme dejado llevar un poco por el entusiasmo del lector intelectualizado, viciado por la literatura, que busca en las rarezas o en las novedades unos placeres que muchas veces se encuentran más naturalmente en obras más normales, más simples. No quiero decir, con ello, que abandone ahora, a los pocos meses de escritos, mis puntos de vista anteriores. Solo quiero decir que ahora los manifestaría con menos entusiasmo y con más reservas, lo mismo que haría con mi último libro La hora del lector, que le remito por correo aparte. (No así mi anterior librito —Notas sobre literatura española contemporánea— que está completamente agotado y sin posibilidad alguna de reedición, por culpa de los habituales motivos extraliterarios.) Sigo con mucho interés sus artículos. Los que publica aquí —en Ínsula o en los Papeles de Cela— y algún otro que me cae entre las manos. De todos modos, creo que me faltan por conocer muchas cosas suyas. Si alguna vez tiene Ud. ejemplares sobrantes de alguno de sus libros o artículos, no deje de mandármelos ya que aquí son difíciles de encontrar. Lástima que yo no pueda corresponderle con cosas mías —aunque Ud. no pierda mucho con ello. Pero sí puedo mandarle otros libros de los que aquí se publican y que a lo mejor Ud. tiene dificultad en procurarse. No deje Ud. de pedírmelos. Muchas gracias por su separata y por la ocasión que me ha proporcionado de escribirle. Espero y deseo que me considerará Ud. como un amigo incondicional. Y no pierdo la esperanza de hablar algún día con Ud. de los problemas y cuestiones que nos son comunes, literarias o no. Muy afectuosamente le saluda, su lector y amigo J. M. Castellet
30 Se refiere a “De la objetividad al objeto. A propósito de las novelas de Alain Robbe-Grillet”, Papeles de Son Armadans, V, XV, 1957, pp. 309-332.
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*** GT131 Guillermo de Torre Juncal 1283 Buenos Aires, Argentina 29 noviembre 1957 Sr. D. José María Castellet Barcelona Querido amigo: Encantado con su carta, tan amistosa y confidencial. No sabe usted hasta qué punto me es grato recibir esos “mensajes” de los jóvenes de España, para quienes, en última instancia los que ya no lo somos tanto, y estamos voluntariamente fuera, escribimos. No quiero eso decir que yo reniegue o me queje del nuevo público, de los numerosos amigos conquistados desde aquí en toda América, a lo largo de años, viajes, libros y colaboraciones en las excelentísimas revistas del continente. Pero insisto en que los testimonios de interés o adhesión recibidos desde España, por parte de las nuevas generaciones, son al cabo, y sin duda, los que más me importan. Lo poco que he visto de usted hasta ahora me interesa mucho. No importan sus naturales “excesos” respecto a este tipo de “novela blanca”. Todos hemos pasado por esas hiperbolizaciones. De suerte que leeré con verdadero gusto su libro —gracias por el envío— y respecto al anterior me conformaré con la transcripción fragmentaria que apareció en un número de Esprit sobre España. Precisa-
31 Primera de las dos cartas mecanografiadas de Guillermo de Torre que se conservan, junto con las cartas de José María Castellet, en las colecciones de la BNE (Archivo personal de Guillermo de Torre). La carta (copia carbón) de dos hojas lleva la signatura digital MSS_22821_21_0010 y MSS_22821_21_0011. No lleva firma.
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mente quería transcribir algún párrafo en una nota de la segunda edición de mi Problemática de la literatura, que ahora estoy preparando, pero habré de retraducirlo. Por mi parte le remito otro libro mío más reciente, Las metamorfosis de Proteo. Y buscaré separatas de ensayos para mandárselas. Como no tengo de otro que acaba de salir, “Nueva discusión de Menéndez Pelayo”32 —muy distinta, desde luego, a todo lo que se ha publicado en España— vea, con todo, si encuentra ahí el número 5, sept. oct., de Cuadernos Americanos de México. La curiosidad que tenía por conocer los tomos de esa “Biblioteca Breve”, que me parece excepcionalmente bien orientada, y donde se adivina la mano de usted o de algún amigo, viene ahora a satisfacérmela Carlos Barral, espontáneamente, anunciándome el envío de varios tomos de la serie crítica. Por otra parte, Juan Marichal me escribe desde Bryn Mawr, sugiriéndome si no me interesaría dar un tomo en esa serie. Tendría que pensarlo despacio. Aunque yo solo ocasionalmente aborde ideas políticas, en cualquier escrito pueden saltar de pronto insinuaciones o implicaciones de varia índole. Con todo, le diré, ya en plan de confidencias, que las reiteradas solicitaciones de otro editor de Barcelona, AHR, vencieron mis prevenciones y he accedido a la publicación de una Antología de mis ensayos. No sé si he acertado —aunque me han dicho que el nivel del catálogo de esa casa se disponía a subir de nivel—, y en cualquier caso las tramitaciones hasta ahora van lentas. Si usted tiene algún dato sobre la marcha de esa editorial AHR me gustaría conocerlo. Aunque estoy asediado de cartas y trabajos (termino ahora el curso aquí, pero como la cosa es no dejarle a uno parar, me reclaman ahora para “descansar” en el curso de verano de la Universidad de Chile), pero de todas formas seguiremos charlando otro rato. Créame su amigo y reciba mis más cordiales saludos ***
32 Se publicó en Cuadernos Mexicanos, XVI, 1957, XCV, pp. 233-247.
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GT233 (Desde noviembre, nueva dirección: Suipacha, 1336, Buenos Aires):
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1 de octubre de 1960
Sr. D. José María Castellet. Querido amigo y compañero: Me llegó muy oportunamente su importante Antología cuando estaba escribiendo (por encargo de The Texas Qua[r]terly, para un número especial sobre España) un largo ensayo sobre “Poesía española: desde el postmodernismo hasta el día”34. Ahí encontrará dicho parte de todo lo bueno que pienso sobre ese libro capital, verdaderamente renovador, que rompe convenciones y aporta excepcionalmente nuevos puntos de vista sobre cuestiones que hasta ahora habían sido acaparados por el dogmatismo, el lugar común y la autocomplacencia. Puesto que usted me hace el honor de apoyarse en unas palabras mías, lo que ahora deseo es que el “genus irritabile vatum” y de sus corifeos no desencadene su atrabilis contra nuestras cabezas. (O que suceda así, pues a usted le sobran facultades dialécticas y yo no me considero aún viejo para revivir tiempos de polémicas moceriles). (Claro que al decir esto pienso particularmente en la enorme cantidad de “heterodoxias” que contiene mi[s] trabajos y que solo serán plenamente conocidas dentro de algún tiempo, ya que al aparecer inicialmente en inglés únicamente me reservo los derechos para publicarlo después en el original). Por lo demás, ya era hora de que en ese medio monopolizado por el “escapismo” de lo formal y por el encaje de bolillas de la estilística, alguien como usted reivindicara los derechos historicistas, el punto de vista histórico-cultural, que no aísla la poesía, la literatura en general, de sus 33 Segunda carta de Guillermo de Torre a José María Castellet conservada en las colecciones de la BNE junto con las cartas de José María Castellet. De nuevo se trata de una copia carbón mecanografiada de dos hojas, de signatura digital MSS_22821_21_0012 y MSS_22821_21_0013. No lleva firma. 34 El artículo se publicó en inglés con el título “Contemporary Spanish Poetry”, The Texas Quarterly, 4, 1, Spring 1961, pp. 55-78.
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circunstancias, y antes al contrario, acierta a integrarlas en un conjunto válido, único iluminador. Ahora, en cuanto a los poetas “sociales” —yo hubiera preferido llamarlos simplemente “humanos”, para evitar equívocos— usted es el primero que acierta a situarlos y valorarlos debidamente. Pero una duda me asalta respecto a ellos, sobre todo al volver a encontrar en el prólogo a Poesía urgente de Celaya (publicada aquí, por Losada) ciertas frases tendenciosas que me suenan demasiado a consignas archiconocidas; y esta: ¿acaso con la intención de buscar liberaciones totales ese poeta y algunos de sus afines no se estarán preparando otros encierros aún más penosos y asfixiantes? ¡Ojalá, si es gente de buena fe, acierten a dar con tiempo un golpe de timón, reaccionando contra embaucamientos o ingenuidades, propias de quienes solo ve[n] el mundo con anteojeras o por un agujero —aunque esto no sea enteramente culpa de ellos sino de la falta de aire que soportan para la libre circulación y discusión de las ideas! Porque una cosa es la literatura comprometida y otra la literatura (o pseudoliteratura) dirigida. (Y vuelvo a esta cuestión, ya vieja en mí y en el mundo —la traté en mi Problemática de la literatura; si no la conoce, me será gratísimo enviarle un ejemplar de la segunda edición— porque estos días estoy dando una serie de conferencias universitarias sobre el tema). Un pequeño, mínimo reparo terminológico (semejante al de “poetas sociales”) que me permitiría hacerle es este: ¿por qué no aceptar, en vez de “simbolismo”, la denominación más común y exacta de su equivalente español: “modernismo”? Y otro interrogante: ¿No se deja usted llevar demasiado de la impresión —o más bien presión— del momento descartando de plano a Juan Ramón Jiménez? Y conste que yo no soy de sus beatos: que he dicho cosas de él también algo heterodoxas; andan dispersas en revistas; las verá usted reunidas en un libro que me ha pe[d]ido una Editorial de Madrid. Y a propósito de libros: ¿saldrá o no por fin algún día esa antología mía de ensayos, Cosecha crítica35, que tiene ahí Carlos Barral? Puesto
35 La antología de ensayos a la que se refiere Torre saldrá en Seix Barral con el título La aventura estética de nuestra edad y otros ensayos. En el “Prólogo del autor” Torre alude al cambio de título sugerido por el editor y aclara: “Reúno en este volumen una
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que le sospecho en frecuente comunicación con ese querido amigo, recuérdele ese libro y trate de apresurarlo. Y escríbame. Le repito una vez más que su Antología me ha interesado enormemente: es nuevo, es fértil en sugerencias como pocos otros. Enhorabuena, pues, muy cordial, y un abrazo solidario de *** JMC 236 Sr. D. Guillermo de Torre Buenos Aires Barcelona, 17 de abril de 196[1]37 Querido amigo: Aunque hace mucho tiempo que hubiera debido contestar a la carta que tuvo Ud. la amabilidad de mandarme con ocasión de la aparición de mi antología, lo hago ahora —excusándome por el retraso— después de haber hablado de Ud. con un discípulo suyo (Jahni), de saber que ha estado Ud. enfermo y de haber visto anunciado su artículo sobre poesía española en The Texas Qua[r]terly.
selección de ensayos literarios y estudios críticos tomados de varios libros míos, que cubren el periodo de los últimos quince años. […] Es, por lo tanto, más sencillamente, este libro, una recolección de páginas que el autor, en cierta sazón, viéndolas a distancia, como posiblemente representativas, se resuelve a agavillar, respondiendo a indicaciones amistosas. De ahí el título —Cosecha crítica— que en un principio había proyectado, pero que, en definitiva, por consejo y de acuerdo con los editores, ha preferido trocar por La aventura estética de nuestra edad” (1962: 35). 36 Carta (1 hoja) con membrete de imprenta en el que figura el nombre del autor (J. M. Castellet) y su dirección barcelonesa (Roger de Flor, 215, 5º, C). Se conserva en las colecciones de la BNE con la signatura digital MSS_22821_21_0006. 37 Se ha tachado el ‘0’ de la fecha escrita a máquina con una pluma de tinta turquesa. Encima, está escrito 1, y luego con pluma turquesa, de la mano de Guillermo de Torre: “C. [por contestado] 26 mayo 61”. Según Domingo de Ródenas de Moya (a quien agradezco la información), Guillermo de Torre solía anotar en las cartas que recibía la fecha de recepción, indicándola con una R., y la de respuesta, con una C.
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Jahni me resultó muy simpático y me trazó un panorama un poco desolador de las letras argentinas. Por él y por otros amigos comunes supe también de su enfermedad, de la que espero esté ya completamente repuesto. Por último vi anunciado —no recuerdo d[ó]nde— el número de The Texas Qua[r]terly, en el que figuraba su ensayo sobre poesía española que me anunciaba Ud. en su carta. ¿Tiene Ud. por casualidad un ejemplar o una copia o separata de dicho ensayo? Tengo mucho interés en leerlo y no sé donde [sic] encontrar esa revista norteamericana ya que aquí no debe de tener distribuidor. Su carta me fue muy útil y me tranquilizó mucho por venir precisamente de Usted. La antología ha sido muy diversamente recibida y, por lo general, mal comprendida por algunos españoles del exilio. Por eso, su generosidad para con ella me ha tranquilizado, puesto que a pesar de los defectos que tiene, veo que con buena voluntad se pueden apreciar mis intenciones. Muchas gracias, pues, por sus letras. Espero que algún día podamos vernos y hablar de esas y de otras tantas cosas de común interés. Su agradecido amigo. J. M. Castellet *** JMC338
Barcelona, 16.1.62
Sr. don Guillermo de Torre Suipacha 1336 Buenos Aires Rep. Argentina
38 Carta (1 hoja) de unos diez renglones, con membrete de imprenta en el que figura el nombre del autor (J. M. Castellet) y su dirección barcelonesa (Roger de Flor, 215, 5º, C). Se conserva en las colecciones de la BNE con la signatura digital MSS_22821_21_0007.
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Distinguido amigo: Le agradezco mucho el envío de la Separata de su trabajo sobre la poesía española contemporánea en la revista de la Universidad de Texas. Recojo con igual atención sus amables palabras sobre mi Antología y las observaciones que tiene a bien hacerme. Muchas gracias por ambas. Como habrá visto ya, su libro ha salido en Seix y Barral y espero y deseo que tendrá la buena acogida de público que merece. Siempre en la esperanza de poder conocerle personalmente, le manda un cordial saludo su amigo J. M. Castellet *** JMC439
Barcelona, 29 de enero 196340
Sr. don Guillermo de Torre Ibiza, 60 Madrid Mi querido amigo: Le hemos recordado con frecuencia en los últimos días con motivo de la presencia de Roberto Jahni en Barcelona. Supongo que Roberto ya le habrá contado su estancia entre nosotros. No he tenido ocasión de volver a Madrid desde el 1º de diciembre, cuando estuvimos para el otorgamiento del Premio Biblioteca Breve.
39 Carta (1 hoja) con membrete de imprenta en el que figura el nombre del autor (J. M. Castellet) y su dirección barcelonesa (Roger de Flor, 215, 5º, C). Se conserva en las colecciones de la BNE con la signatura digital MSS_22821_21_0008. 40 Por debajo de la fecha, figura en tinta azul, de la mano de Guillermo de Torre: “C. [por contestado]. El 10 feb. 63”. Véase supra, nota 37.
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Quise entonces y no pude, por falta de tiempo, saludarle. Espero que podré hacerlo dentro del próximo mes, si me desplazo, como espero, a Madrid. ¿Estará Ud. todavía? Le incluyo una hoja de admisión para la Comunidad Europea de Escritores, que vamos a intentar ahora legalizar en España. Su presencia entre nosotros nos será siempre muy útil. Espero pues poder saludarle dentro de un par de semanas y reanudar nuestra breve conversación de Barcelona. Un saludo muy afectuoso de su amigo. J. M. Castellet *** JMC541 [196342] Querido amigo, Sentí muchísimo no poder verle. Todo fue por mi culpa y a causa de problemas familiares que me obligaron a salir de Barcelona, olvidando la cita telefónica que teníamos. Perdóneme, por favor —y por una sola vez. Supe por los amigos de Usted. No me perdono no haberle avisado de que tenía que marcharme inmediatamente. Ahí va su carnet de la COMES. Aranguren es, ahora, uno de los vicepresidentes. Y yo sigo en el consejo directivo. Muy cordialmente ***
41 Tarjetón sin fechar. Se conserva en las colecciones de la BNE con la signatura digital MSS_22821_21_0002 y MSS_22821_21_0003. En medio del tarjetón figura el nombre de J. M. CASTELLET, seguido del título “Membre du Conseil Directeur de la Communauté Européenne des Écrivains” y dos direcciones: Roger de Flor, 215 —Barcelona (Espagne)— Via dei San Sovino, 6 – Roma (Italie). No lleva firma autógrafa. 42 En la carta del 29 de enero de 1963, José María Castellet invita a Guillermo de Torre a hacerse socio de la Communauté Européenne des Écrivains.
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JMC643 Barcelona, 10 de dic[iem]bre. 1963 Sr. Don Guillermo de Torre Suipacha 1336 Buenos Aires Argentina Mi querido amigo: Le agradezco mucho su carta del 20 de noviembre en la que me pregunta Ud. si dispongo de algún original para esa interesante colección que es “El Puente”. Por el momento todo aquello en que estoy trabajando lo hago por encargos que tengo contratados; así pues no dispongo de originales para esa colección en la que tanto me gustaría publicar algún día. Quizás más adelante, si a Uds. les sigue interesando, podríamos encontrar un tema para “El Puente”. En todo caso, dígamelo y así podré tenerlo en cuenta para mis futuros trabajos Muy afectuosamente le saluda, su amigo J. M. Castellet
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43 Carta de unos diez renglones con membrete de imprenta en el que figura el nombre del autor (J. M. Castellet) y su dirección barcelonesa (Roger de Flor, 215, 5º, C). Se conserva en las colecciones de la BNE con la signatura digital MSS_22821_21_0009.
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Una lectura imposible: el unilateralismo realista peninsular ante la recepción de la narrativa del exilio (1958-1963) Fernando Larraz Universidad de Alcalá/GEXEL-CEDID
Es un lugar común en la historiografía literaria española señalar la postergación de la literatura del exilio republicano de 1939. Resulta muy agudo el contraste, en este sentido, entre la intensa actividad desplegada desde hace un par de decenios por fundaciones, grupos de investigación, asociaciones… para conocer y difundir las obras y los autores desterrados tras la guerra y, por otra parte, el tratamiento que, aún hoy, recibe este corpus en manuales, libros de texto, historias literarias y currículos académicos, tratamiento que se caracteriza por su marginalidad respecto de las categorías y los periodos dominantes en las explicaciones historiográficas y por su situación como apéndice
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o excepción a la historia literaria nacional. En general, la literatura del exilio se suele reducir a la mención de unos pocos nombres señeros sobre los que se renuncia a establecer relaciones entre sí que hilvanen un decurso inteligible del corpus más allá de tópicos muy generales no revisados que son más bien prejuicios cuyos orígenes se hunden en los tiempos de la dictadura. En efecto, a pesar de los años transcurridos desde el final del régimen, las prácticas historiográficas han evolucionado poco en este sentido. Se sigue haciendo uso de determinados lugares comunes que tienden a preterir el valor y la significación de la escritura literaria de los exiliados bajo la convicción tácita de su escasa o problemática inserción en la evolución y los periodos de la historia literaria nacional. Esta percepción de literatura del exilio como una realidad ajena, apartada de la genuina literatura nacional a causa de años de alejamiento del campo literario peninsular amengua y empobrece el alcance y la variedad de la producción literaria española del siglo xx, pero garantiza la tranquilidad que produce reiterar inercias historiográficas y restringir corpus para asegurar relatos coherentes, homogéneos y unívocos (Balibrea 2012). Lo cierto es que las literaturas exiliadas de 1939 aún hoy ocupan ese lugar equívoco y molesto en la historiografía y en el canon. Para comprender las razones de esa ambigua posición, resulta ineludible acudir a la génesis de la exclusión, que está en las explicaciones que sobre el intelectual o el escritor exiliado establecieron la propaganda oficial del franquismo y también las prácticas de la crítica en general. Quienes se exiliaron salvaron su obra de la vigilancia censoria y, consecuentemente, no se sometieron a ninguna suerte de autocensura. Pero, en cambio, sufrieron un largo e ininterrumpido aislamiento: sus libros no llegaban o llegaban tarde y parcialmente al lector peninsular, lo que desdibujaba su verdadera dimensión literaria y creaba malentendidos críticos sobre su originalidad o su potencial crítico, mientras se iban esclerotizando determinadas representaciones acerca de los exiliados que calaban incluso entre los antifranquistas del interior y cuyo denominador común era el supuesto anquilosamiento de su narrativa en un tiempo detenido, el de la preguerra y la guerra, así como su común nostalgia y la obsesión propagandista por reivin-
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dicar una victoria moral que las armas no habían confirmado. Al no poder ser leídos libremente, terminaron por ser objeto del desinterés de las generaciones más jóvenes, para las que los autores del exilio se convirtieron en una especie de incómoda presencia mítica mientras el corpus literario que iban produciendo se acrecentaba y evolucionaba en una suerte de limbo. En este trabajo nos centraremos en uno de sus momentos clave del proceso de recepción de la literatura del exilio en la España peninsular, ocurrido entre 1958 y 1963, años de la apoteosis enunciativa del paradigma del realismo social, pero también de su crisis, que coincidió con el advenimiento de cambios en las políticas culturales del régimen y en el contexto de producción editorial y literaria. Tomando estos años como ejemplo paradigmático del proceso de recepción de la literatura del exilio en su conjunto, plantearemos la hipótesis de que aquella coyuntura supuso una oportunidad inédita de paliar los daños que, sobre su difusión, había padecido la literatura del exilio, pero que dicha oportunidad se frustró debido no tanto a la intervención gubernativa, sino al dogmatismo excluyente con que todavía se defendía el realismo social entre una mayoría de los jóvenes críticos y novelistas. Para examinar esta hipótesis se analizarán algunas muestras textuales que evidencian hilos de comunicación entre los campos literarios del exilio y del interior. Estas calas en la historiografía y la crítica literarias del pasado siglo han sido escogidas por su especial valor enunciativo y porque ayudan a delimitar cronologías y casuísticas en el proceso recepción de la literatura narrativa del exilio en la península.
Antecedentes. La esterilidad de los puentes Desde al menos principios de los años cincuenta, la recepción de la obra intelectual del exilio republicano de 1939 en la España peninsular se había venido representando icónicamente bajo la metáfora del puente. Algunos intelectuales de ambas orillas partían de una conciencia similar: que la cultura española después de la guerra se había visto fragmentada a causa de la fatal expatriación de un ingente número de creadores, académicos y críticos, y que era conveniente y ne-
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cesario realizar un esfuerzo colectivo para restañar aquella segregación mediante el reconocimiento mutuo, la comprensión del otro y el diálogo. Este diálogo podía abrirse en múltiples espacios: los epistolarios privados, la participación en las empresas periodísticas y editoriales del lado opuesto del océano, la publicación de artículos y ensayos destinados a plantear la forma de ese diálogo, los viajes y encuentros transatlánticos —expediciones de unos y retornos de otros—, etcétera. A esta tentativa de entendimiento la representaron mediante la metáfora de un puente que enlazara ambas orillas del Atlántico y que permitiera la transferencia de autores, obras e ideas. A partir de estas premisas, sin embargo, los diseños de aquel puente —es decir, de las bases, condiciones y modelos de diálogo y de conocimiento y comprensión mutuos— diferían sustancialmente entre intelectuales del interior y del exilio. Nunca hubo unanimidad acerca de si la circulación del puente era —si podía o debía ser— de doble sentido y simétrica, si había que pagar peajes o si cualquier persona u obra estaba autorizada a atravesarlo. Tampoco hubo una única motivación para proponer la erección de aquel puente: a la vista de estrategias y pretextos, parece hoy claro que para unos se trataba de una cuestión de justicia intelectual y para otros, de mero tacticismo. Ya en la segunda mitad de los años cuarenta pueden encontrarse textos en los que se aprecia que, entre los intelectuales del interior, el exilio servía a menudo de coartada esgrimida por ciertos grupos para diferenciarse de aquellos otros intelectuales franquistas para quienes la sima producida por el exilio debía adquirir carácter definitivo (Larraz 2009: 101-150). Eran estos últimos a los que, hacia finales de la década de 1940 y comienzos de la 1950, se dio en llamar “excluyentes”: nacional-católicos con una idea monolítica y autoritaria de la nación que persistían en viejas argumentaciones belicistas que dictaminaban la erradicación de todo atisbo de heterodoxia y el hermetismo completo para que no volviera a colarse desde el exterior. Frente a ellos, un grupo de intelectuales, la mayoría procedentes de la Falange culta y evolucionada, desengañados ya de las posibilidades de implantar un totalitarismo fascista tras la derrota en la guerra europea, entendían que la estrategia más conveniente para salvar los restos de su proyecto de Estado y hacerlo perdurar de alguna manera pasaba por flexibilizar
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—al menos en apariencia— la clausura total e incluso integrar previa manipulación aquellas manifestaciones asumibles de heterodoxia, tanto de la tradición cultural anterior como de los contemporáneos (Ridruejo 1952), y dar así una imagen del régimen más civilizada ante los nuevos socios internacionales en la incipiente Guerra Fría. En coherencia con esta estrategia, fueron estos últimos intelectuales “comprensivos” quienes más tempranamente propusieron modos —muy condicionados— de diálogo o de puentes con los exiliados. La estrategia de estos intelectuales “comprensivos”, que tanto colaboraron a la normalización internacional y a la subsiguiente consolidación del régimen —inicialmente, en el esbozo de un Estado fascista totalitario y luego, aportando una máscara de liberalismo—, fue predominante, con altibajos, durante las décadas de los años cuarenta y cincuenta. Su presencia en la Universidad y en una mayoría de las instituciones culturales les permitió instituir tópicos en relación con la cultura española en general y con la cultura exiliada en particular que hallaron un eco acrítico entre un sector grande de la joven progresía antifranquista y que moldearon la metáfora del puente propuesta desde el interior de la península. Un puente no exento de reproches, como se ve en el artículo “España está en Europa” (1952), de un antiguo republicano represaliado por el régimen, Julián Marías, equilibrado con una retórica más jesuítica, unos meses más tarde, por otro artículo paradigmático, “La evolución espiritual de los intelectuales emigrados” (1953), de José Luis López Aranguren (Aznar Soler 1996; Caudet 2005: 367-370; Larraz 2009: 127-150). Ambos artículos definieron las condiciones del puente al menos durante tres lustros y calaron hondo entre los jóvenes intelectuales que asomaban a las letras en los años cincuenta, quienes, fiados de la muy liberal imagen pública de sus autores, los interpretaron como muestra de buena voluntad y hoja de ruta de la integración de la cultura exiliada, una hoja de ruta basada en los siguientes requisitos: asunción de que la genuina cultura nacional es indisociable del territorio y que, por lo tanto, el recorrido ha de ser de fuera a dentro (los exiliados se integran en la cultura del interior y no al revés, despreciando los beneficios y ventajas que la expatriación pueda haber tenido sobre la actividad intelectual); enaltecimiento de la cultura hecha en la península desde la guerra (que no
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bajo ni en sintonía o relación con el régimen) y negación de cualquier perjuicio que la represión política haya podido ocasionar a la actividad intelectual; exigencia, según los casos, de apoliticismo u objetivismo radical en la creación intelectual; legitimidad de los intelectuales del interior para cribar a los exiliados entre recuperables e irrecuperables; y superación —y consiguiente anulación de su potencial crítico— de la memoria de la República y la guerra. De una manera o de otra, todas estas exigencias están presentes no solo en esa Falange disfrazada de liberalismo que se expresa en revistas como Escorial o Destino y en una cohorte de intelectuales satélites, sino también, posteriormente, en los jóvenes escritores de izquierdas que, sin cuestionarlos, asumieron estos ingredientes del discurso de sus maestros. Los artículos de Marías y López Aranguren dieron forma a esta suma de tópicos que sintetizaron la política “comprensiva” del franquismo hacia el exilio, las cuales permearon en jóvenes progresistas de la época y, en definitiva, estructuraron la interpretación generalizada de la cultura del exilio. También ofrecieron una clave para que la investigación reciente sobre el exilio base una buena parte de sus trabajos en señalar e interpretar los canales de comunicación abiertos entre los campos literarios intra y extramuros. Al hacerlo, muchas veces se cae en la trampa urdida por el propio Marías: considerar que aquellos diseños de puente eran puente en sí mismos con los que quedaban restañadas las fracturas producidas por la guerra y el exilio. Abundan los testimonios de Marías en este sentido, como este, publicado ya en el periodo que analizaremos en este artículo: Muchos escritores residentes en España publican en América, muchos exilados editan sus libros en España, tienen relaciones cordialísimas unos con otros; y en las revistas españolas que gozan de alguna independencia se habla mucho y hasta fraternalmente de los emigrados, mucho más y mejor, hay que decirlo, que de los autores de España en las revistas de Méjico (Marías [1959] 1962: 215).
A pesar de la laxitud interpretativa de esos “muchos”, lo afirmado en este fragmento encierra una flagrante falsedad. Frente a esta pretendida normalización temprana de la literatura del exilio, si se
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examinan con un mínimo de atención aquellos canales o puentes, solo se puede concluir que su mención y la constatación de algunos casos (epistolarios, publicaciones de exiliados en el interior y viceversa…) no garantizan de hecho su existencia, ni mucho menos su eficacia reparadora. Los puentes que efectivamente se habían tendido a la altura de 1959 eran cuantitativamente residuales y estuvieron sujetos a múltiples restricciones, intereses particulares, debilidades, sometimientos represivos y contingencias políticas. Estas contingencias describen una cronología: virajes en las políticas culturales de la dictadura, conveniencias internacionales, retornos de los exiliados y renuevos generacionales implicaron cambios en el diseño de los puentes y, consiguientemente, en la idea del escritor exiliado y de su obra. En la mayoría de los casos se trató de proyectos que no fueron más allá de un público reducido y que carecieron de incidencia práctica en la recepción de la disidencia franquista en general y del exilio literario en particular. No obstante, la eficacia propagandística que los puentes tuvieron para el régimen, de acuerdo con la estrategia comprensiva, hacía que se repitiera que el virtual perjuicio de la expatriación intelectual de 1939 estaba ya reparado definitivamente. No hay que olvidar que de la celebración del fin del exilio como anomalía histórica de la que participa el texto de Marías no solo se beneficiaba el régimen, sino que la utilidad de la normalización intelectual de España alcanzaba también a aquellos intelectuales del interior, que, como Marías, habían tenido que cargar con el sambenito de ser protagonistas subsidiarios de un campo intelectual diezmado por el exilio e intervenido por la represión. Desde el otro lado, la actitud de los exiliados ante las iniciativas del interior fue diversa. Si bien algunos se acogieron a aquella reintegración parcial, muchos otros descreyeron de los modelos condicionados y asimétricos de puente como los de Marías y López Aranguren, manifestando reticencia o rechazo; valga como muestra el artículo “El puente imposible” (1953), con el que Ramón J. Sender respondía a López Aranguren. También dificultaba el consenso el hecho de que los interlocutores a quienes por lo general los exiliados quisieron dirigirse no fueran sujetos de su generación mejor o peor ubicados en el campo intelectual peninsular, con quienes en muchos casos mantuvieron un
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contacto epistolar que no trascendió del ámbito privado, sino, prioritariamente, los jóvenes nacidos en los años veinte y treinta, a quienes imaginaban víctimas de un sistema totalitario e insumisos ante él, nostálgicos de un orden democrático anterior que apenas habían llegado a conocer pero que deseaban restaurar. Aquellos jóvenes del interior, cuyas voces comenzaron a oírse en público hacia 1956, sin embargo, no asumieron esa misión restauradora y, si lo hicieron, fue muy tardíamente. En su mayoría, dotaron a su lucha política de un afán superador de la vieja cultura republicana de preguerra, rechazando, en general a quienes los habían precedido, indistintamente de cuál fuera su bando y evitando identificarse con las causas del exilio. Habían asumido la exaltación de lo joven, iconoclasta y revolucionario propia del falangismo universitario y, consecuentemente, quisieron liberarse de deudas con sus mayores. Incluyeron en sus esquemas, además, la resignación al posibilismo como política cultural más deseable y la integraron en un conjunto de axiomas estéticos, principalmente, el realismo objetivista, nacional y popular. Es en este marco en el que se entiende que muchos jóvenes nacidos aproximadamente entre 1925 y 1933, al irrumpir en el sistema literario, demostraran una actitud cuando menos ambivalente en relación con la literatura del exilio y la tradición que representaban sus autores. Esta actitud desapegada e indiferente es, en cierta manera, fatal para la suerte histórica del exilio: su “remate”, lo llamará Max Aub ([1961] 1965) en un cuento homónimo.
Primera cala: Juan Goytisolo y José María Castellet en 1958-1959 Las evidencias de lo explicado se multiplican a medida que nos acercamos al final de la década. Una de ellas, especialmente elocuente, la encontramos en los números del Boletín de Información de la Unión de Intelectuales Españoles de México. Allí, entre 1956 y 1961, exiliados viejos y jóvenes daban difusión a lo que está ocurriendo en España, para lo cual cedían ocasionalmente sus páginas a la expresión libre de
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intelectuales del interior: desde viejos falangistas desengañados como Dionisio Ridruejo a jóvenes antifranquistas como Blas de Otero. El número 8, de enero de 1959, lo abre una famosa retractación de un viejo y emblemático desterrado, León Felipe, que escribe, al hilo del Premio Nueva España concedido por la Unión de Intelectuales al poemario Belleza cruel, de Ángela Figuera, lo siguiente: Con estas palabras quiero arrepentirme y desdecirme, Ángela Figuera Aymerich… De cosas que uno ha dicho, de versos que uno ha escrito... Porque yo fui el que dijo al hermano voraz y vengativo, cuando aquel día, nosotros, los españoles del éxodo y del llanto, salimos al viento y al mar, arrojados de la casa paterna por el último postigo del huerto… Yo fui el que dijo: “Hermano... tuya es la hacienda... la casa, el caballo, y la pistola... Mía es la voz antigua de la tierra. Tú te quedas con todo Mas yo te dejo mudo... ¡mudo!... y me dejas desnudo y errante por el (mundo... Y ¿cómo vas a recoger el trigo y a alimentar el fuego si yo me llevo la canción?” Fue éste un triste reparto caprichoso que yo hice, entonces, dolorido, para consolarme. Ahora estoy avergonzado. Yo no me llevé la canción. Nosotros no nos llevamos la canción. Tal vez era lo único que no nos podíamos llevar: la canción, la canción de la tierra, la canción que nace de la tierra, la canción inalienable de la tierra. Y nosotros, los españoles del éxodo y del viento... ¡ya no teníamos tierra! Vosotros os quedasteis con todo: con la tierra y la canción (Felipe 1959: 2).
Estas palabras, que se incluyeron también en el prólogo de la edición mexicana de Belleza cruel, significan hasta qué punto se otorgaba a la literatura del interior el reconocimiento de que la canción —la literatura nacional— no era exclusiva propiedad legítima del exilio, sino que podía manar nuevamente de la tierra de España, incluso aunque esta siguiera bajo la jurisdicción del tirano. Lo que quizá León Felipe no imaginaba cuando reconoció tan solemnemente esta prerrogativa es que algunos jóvenes de la España peninsular daban ese
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reconocimiento por sentado. Esto se percibe muy claramente en ese mismo número del Boletín unas páginas más adelante. En ellas, Juan Goytisolo ofrecía un recuento de “La nueva literatura española” que comenzaba con una radical apología de la generación a la que él mismo pertenecía: Muertos Lorca, Machado, Hernández, exilados los demás escritores importantes, se abría ante los jóvenes intelectuales un vacío difícil de colmar. Por otra parte, la guerra mundial, primero, el bloqueo internacional, después, aislándonos del resto del mundo, contribuían a crear una situación de anormalidad, cuyos efectos, todavía, padecemos. En estas condiciones nadie podía prever que una nueva generación, ajena, por razones de edad, al episodio de la lucha civil, iba a superar el corte provocado por ésta y afirmarse en cuanto tal, en todos los órdenes de la vida cultural del país, con un vivo afán de renovación y de crítica. Y, sin embargo, esto es lo que ha ocurrido. A una generación idealista, exaltadora de los valores espirituales y patrióticos, pero alejada más o menos de la realidad, ha sucedido otra violentamente inconformista, definida por su preocupación por lo real. La historia de los últimos veinte años podría resumirse en la descripción de un doble proceso: por un lado, el derrumbamiento progresivo de los ideales de la generación de la guerra; por otro, el lento despertar de una conciencia crítica entre los escritores de las promociones más jóvenes (Goytisolo 1959: 6).
Goytisolo remataba su artículo con estas palabras: Tal es, en líneas generales, el balance de nuestra situación actual. Dos generaciones de autores, con dos maneras diametralmente opuestas de concebir la vida, se disputan todavía la escena: una joven, cada vez más segura de sí misma; otra, desengañada y en franco retroceso. Y, aunque la evolución de una y otra no ha concluido aún, no resulta exagerado decir que nadie espera nada ya de ésta y que, quiéranlo o no nuestros mayores, se acerca ya —y se impone— la hora del relevo (Goytisolo 1959: 7).
En el panorama que ofrece Goytisolo, la dualidad entre idealismo esteticista estéril y útil realismo testimonial sirve para urdir la diatriba entre lo caduco y lo nuevo. Existe una clara continuidad entre la refutación de la literatura de la República que se difundió en la primera
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posguerra —esos “escritores de porcelana y aluminio”, “asexuados literarios” (“Frente a los escritores...” 1942: 7) denigrados por los falangistas— y la utilización que ahora se hace de aquella impugnación para reivindicar una literatura construida ex novo por esforzados jóvenes que se han hecho precozmente conscientes de su misión intelectual. En las palabras de Goytisolo ha calado el discurso que reducía toda la literatura de preguerra y guerra a una vanguardia deshumanizada, esteticista y despreocupada de los problemas nacionales. Víctima de una formación sesgada que había podado y mistificado la historia cultural reciente, Goytisolo, como toda su generación, ignoraba por entonces la existencia de una rica literatura realista y social española en los años treinta, muchos de cuyos cultivadores todavía vivían y escribían en el exilio y podían haber servido de inspiración para su propio proyecto estético. En su recuento sobre “La nueva literatura española”, desestima la inclusión de la literatura exiliada, incide en el afán de desasimiento respecto de la generación anterior —a la que pertenecían no solo los nombrados novelistas del interior, sino también la mayoría de exiliados—, se desentiende de lo que se dirimió en la guerra española —y de su subsiguiente situación política— y enfatiza el vigor, modernidad y relevancia de los escritores, como él mismo, nacidos a las letras en los cinco o diez años anteriores, como si en España se hubiera producido no solo un renacimiento de las letras tras la guerra y la posguerra, sino también, con él, una rectificación de la literatura de los treinta años anteriores. Resulta excesivamente evidente la intención de aclamar la relevancia histórica del grupo de escritores al que él mismo pertenece, apoyándose en la vieja estrategia metodológica de las generaciones. Para ello, aunque alude a la censura, no deja de obviar en la práctica los perjuicios que sobre su capacidad creativa haya podido causar la situación política de España. Idénticos fundamentos los volvemos a encontrar en su famoso artículo, un poco posterior, “Para una literatura nacional popular” (1959b). Allí, Goytisolo limita nuevamente el conjunto de la literatura de preguerra —que, implícitamente, debió de ser continuada en el exilio— a un anacrónico elitismo formalista de raigambre orteguiana. Asimismo, hace hincapié en la imprescindible vinculación entre una creación literaria fértil y el contacto directo con la realidad nacional y su público —algo impo-
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sible para los exiliados—, como si toda perspectiva retirada derivara en literatura vana, apátrida e inservible y como si no hubiera más materia narrativa que la del aquí y ahora vistos y representados desde muy cerca. En 1958, unos pocos meses antes de que Goytisolo diera a conocer su balance de “La nueva literatura española”, José María Castellet publicaba en sendas revistas francesas —en Lettres Nouvelles primero en francés y en Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura después en castellano— un artículo titulado “La novela española, quince años después”. La coincidencia entre su argumentario y el de Goytisolo en torno a la caracterización y valoración de la joven generación de escritores españoles es palmaria. Castellet concuerda en definirla por una “actitud de inconformismo dentro del país”, la cual, “sin embargo, no se traduce en una incondicional aceptación de la postura de algunos grupos intelectuales del exilio” (Castellet 1958: 51). De una manera generalizada, también sentenciaba la intrascendencia de la generación precedente, a la que pertenecían los autores más conocidos del exilio: “vencedores y vencidos habían quedado agotados en la lucha fratricida y ésta será una generación de escaso peso en la historia literaria española” (Castellet 1958: 49). Tal veredicto servía para ponderar, por contraste, el valor de los nuevos nombres, protagonistas de un renacer de las letras. Remigio Ortega, escritor exiliado en México, protagonista del mencionado cuento de Max Aub, leyó el artículo y observó atónito la omisión de toda la generación de la República que suponía aquella proclama: Puesto a sacar papeles, me enseñaba, amargo, el último número de Cuadernos, dedicado a la actual literatura española; hecho con cuidado y cariño. —Es lo peor. Fíjate: Cela, Delibes, los Goytisolo, la Matute, ese joven García Hortelano. ¿Referencias anteriores? Baroja y para de contar. Del 98 a ahora un salto, mortal para nosotros (Aub 1965: 23).
Las ideas de aquel artículo manaban directamente de las articuladas un año antes, en 1957, en su famoso ensayo La hora del lector, dedicado, no casualmente, “A los escritores españoles de mi generación”. Allí, Castellet, además de asumir implícitamente el papel redentor
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que el falangismo de posguerra había otorgado a la juventud, como tótem revolucionario del Nuevo Estado que debía borrar —también en literatura— los resquicios del viejo orden, otorgaba un papel esencial al escritor como testigo objetivo de su tiempo, papel que los exiliados no podían ejercer por su distanciamiento físico. Difícilmente podían los exiliados aproximarse a ese ideal plano de igualdad entre autor-lector que proclamaba como característica de la novela deseable de su tiempo, pues el reconocimiento mutuo estaba fatalmente vedado desde hacía años. Todo ello malograba las posibilidades de que los exiliados dijeran algo a los lectores dentro de los cánones marcados por este libro.
Segunda cala. La consolidación de una exclusión (1962-1963) Los años 1962 y 1963 son claves para la narrativa española no solo por la influencia que tuvieron varias novelas publicadas entonces —no parece necesario recordar la renovación que estimuló la publicación de Tiempo de silencio y La ciudad y los perros—, sino también por la sucesión de hitos de la historiografía narrativa, que evidencian la conciencia que existía entre historiadores y críticos de estar ante un final de ciclo. En aquellos dos años se publicaron, en efecto, algunos trabajos tan fundamentales para la comprensión de la narrativa española última como la versión ampliada del segundo volumen de La novela española contemporánea, de Eugenio G. de Nora (1962), que cubre los años 1939 a 1960 o la quinta edición revisada y definitiva de la Historia de la literatura española, de Ángel del Río (1963), fallecido en 1962. No hay tampoco que olvidar, aunque aquí no pueda pasar de una simple mención, que a finales de 1962 se produce un cambio profundo en las estructuras del gobierno, que ejemplificó, de manera paradigmática, la llegada de Manuel Fraga Iribarne al Ministerio de Información y Turismo con la misión de actualizar la imagen exterior del régimen e implementar estrategias que garantizaran su perdurabilidad en la última fase de la vida del dictador y consiguieran dejar atrás
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la retórica y la realidad de una larga posguerra. Bajo sus competencias quedaba todo el aparato cultural del régimen —espectáculos, ediciones…— en su doble función de propaganda y represión. Todo ello significa que estamos en unos años en los que coinciden, por una parte, un cambio en el paradigma dominante en la narrativa española; por otra, la necesidad sentida por historiadores de la literatura de revisar algunas interpretaciones acerca de la narrativa española desde el final de la guerra; y, en tercer lugar, una nueva política cultural que, después de años de aguda coerción, retomaba las bases de la política comprensiva que había dominado entre 1951 y 1956. En la práctica, estas dinámicas son divergentes. Mientras los novelistas comienzan poco a poco a buscar lenguajes renovadores que rompan con los paradigmas que habían prevalecido desde el final de la guerra —dado que sentían que habían angostado sus posibilidades estéticas y críticas en un realismo dogmático que no profundizaba en la crítica de la realidad nacional—, los historiadores y críticos todavía insisten en valorar la más reciente producción realizada bajo los criterios realistas y objetivitistas. Todo ello bajo la mirada atenta de los censores, una vez que han fijado los límites a las críticas del realismo social, cuya adscripción de culpabilidades por la injusticia en España había ido concretándose progresivamente en los últimos cuatro años (Larraz y Suárez 2017). En este contexto de crisis, ni críticos ni autores buscaron respuestas en la producción narrativa de los novelistas españoles de fuera de España, aunque en la práctica, los censores desterraron varias novelas a las mismas editoriales de Francia, México y Argentina en las que venían publicando los autores exiliados. Se dieron casos tan significativos como el de Estos son tus hermanos, novela de Daniel Sueiro prohibida en 1961 por la censura que, por tratar precisamente sobre el traumático retorno de un exiliado, hubo de publicarse en México en 1965, en la editorial ERA, fundada poco antes por varios hijos de la diáspora republicana. En enero y septiembre de 1963, Castellet publicó dos nuevos textos dedicados a divulgar el perfil de la última producción narrativa española. Hay que reseñar que el lugar de enunciación es relevante, puesto que aparecieron en Cuadernos Americanos, en México, y Sur, en Buenos Aires, revistas que, como antes los Cuadernos del Congreso
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por la Libertad de la Cultura de París, eran escritas y leídas, en gran proporción, por españoles exiliados. En el artículo publicado en Cuadernos Americanos, titulado “Veinte años de novela española”, Castellet se veía forzado a incluir una nota a pie en la que explicaba que “las presentes notas se refieren únicamente a las novelas publicadas en España durante los últimos veinte años. No hay que olvidar, sin embargo, que el exilio de los mejores escritores españoles, al término de la guerra civil, supuso pérdidas tan importantes como las de Sender, Barea o Max Aub, que publican sus obras fuera de su patria” (Castellet 1963: 290). Habría que preguntarse por qué consideró a aquellos autores como “pérdidas”. La elección de este sustantivo evidencia hasta qué punto la producción novelesca de los miembros del exilio, en la conciencia del crítico, había pasado a ser, con la expatriación, completamente ajena a la novela española, “rama apartada” y “sucursal efímera de la historia” nacional de las letras, como la había decretado Gonzalo Torrente Ballester (1956: 322) unos años antes. La coda ofrecida por Castellet no plantea siquiera la necesidad de afrontar la problemática historiográfica que supone el corpus del exilio. Ni siquiera justifica la anomalía de que las obras de “los mejores escritores españoles al término de la guerra civil” estén ausentes en una explicación sobre los últimos “Veinte años de novela española (1942-1962)”. Tal exclusión resulta muy chocante a la vista del índice del número de Cuadernos Americanos, en el que, junto con el de Castellet, están nombres de exiliados insignes como Pedro Bosch Gimpera, José Ignacio Mantecón, Juan Bautista Climent, María Zambrano, Manuel Tuñón de Lara, Francisco Giner de los Ríos y Max Aub. Y más aún al comprobar que, en ese mismo número, antecede al artículo de Castellet otro de Ignacio Soldevila Durante “Sobre el teatro español de los últimos veinticinco años” con el que contrasta radicalmente porque analiza tanto el teatro del interior como el de “fuera de España” en equidad de espacio y consideración (Soldevila Durante 1963: 283-287) e incluso alude a la obra narrativa de exiliados que no han sido incluidos por Castellet. La narrativa española última —a la que, como decimos, hay que añadir el matiz del interior— se singulariza según Castellet, por “una progresiva voluntad de realismo en los novelistas que se traduce en
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una tímida forma de realismo crítico, primero, para pasar después a un intento de realismo histórico, ya avanzada la década de los cincuenta” (Castellet 1963: 291). En consecuencia, estos autores se adhieren […] a una literatura testimonial, comprometida, realista. Es curioso observar, a este respecto, qué pocas obras evasivas, de imaginación pura, de preocupación esencialmente esteticista, encontraremos entre el medio centenar de libros que ya llevan publicados esos jóvenes novelistas. En su mayor parte tratan de la situación rural española, de los problemas del trabajo industrial, de las grandes aglomeraciones urbanas, de las migraciones interiores, de las tensiones generacionales y de clase, del inmovilismo de la vida provincial [sic], etc. (Castellet, 1963: 294).
Si se examina con atención la argumentación de este artículo, se descubre que, una vez más, no son pocas las adherencias de determinados elementos del discurso falangista que impregnaban las revistas universitarias de la primera mitad de la década anterior. Por ejemplo, la argumentación se basa en un perceptible idealismo historicista que describe esos veinte años como un paulatino y necesario desenvolvimiento a partir del punto cero que supone el fin de la guerra a través de la autoconciencia de la joven generación. La novela española es descrita como “una progresiva toma de conciencia histórica, por parte de sus autores” más jóvenes, a quienes el destino ha asignado una función redentora, la de volver a encarrilar a España en “la marcha de la historia” (1963: 291). Y son ellos y no sus colegas más veteranos en el cultivo de las letras a quienes, a través del arte literario, les cabe asumir semejante misión por estar libres del pecado original de la sociedad española, ya que, “demasiado jóvenes aún, vivieron los años de la guerra sin una consciente capacidad de discernimiento y […] aunque guarden vivos recuerdos de ella (hambre, miseria, bombardeos, etc.), fueron testigos mudos e impotentes de la contienda, sin participar en ella más que como víctimas” (1963: 291-292). Castellet no disimula la exaltación de esta joven generación, lo cual recuerda, nuevamente, a algunas consignas del SEU: la aclamación de la juventud, de lo nuevo, de lo vitalista, de lo inocente y no contaminado por lo viejo. Esta voluntad superadora, a decir de Castellet, se traduce en una “progresiva
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voluntad realista” (1963: 291) volcada en revelar e interpretar la sociedad contemporánea sin querer saber nada de posibles antecedentes y genealogías de ese afán. De manera análoga, en el artículo de Sur, Castellet intenta caracterizar a la joven generación de novelistas españoles surgidos en la posguerra por contraste con los más mayores. Este artículo, en general, no es sino una ligera variante casi imperceptible del anterior que descansa sobre los mismos axiomas: Casi obsesivamente, los jóvenes novelistas, entre el recuerdo de una guerra civil en la que no participaron y un incierto futuro político del país, intentan estudiar, analizar, describir y explicarse a ellos mismos la situación actual de su patria, su estructura social, las consecuencias de la guerra civil, etc. Es decir, se adhieren, consciente o inconscientemente, a una literatura testimonial, comprometida, realista (Castellet 1963b: 49).
De nuevo se subraya el carácter genesiaco de esos jóvenes novelistas, consecuencia de “no haber participado como combatientes en la guerra civil, sino al contrario, el haberla sufrido como espectadores mudos, como víctimas inocentes” (Castellet 1963b: 49). En esta ocasión se exagera aún más la portentosa emergencia de esta generación de narradores: “casi por ensalmo, surgieron —a partir de 1956 y uniéndose a los ya existentes—, numerosos escritores con una unidad de intención y con una voluntad de renovación, tanto formal como de contenido, que es la que predomina hoy y la que centra la atención de los críticos y editores extranjeros” (Castellet 1963b: 49). De hecho, es la autonomía respecto de toda literatura inmediatamente anterior uno de los valores que más se subraya: los Sánchez Ferlosio, Goytisolo, Matute, Fernández Santos, Ferres, López Salinas… irrumpieron de forma espontánea y adánica, “sin una tradición inmediata demasiado brillante detrás” (Castellet 1963b: 54). La seña de identidad de esta generación de hijos de los vencedores y los vencidos consiste en mirar exclusivamente hacia el presente de la sociedad española con objeto de atisbar su horizonte y su misión, narrar un mundo “en función de la no aceptación, del rechazo absoluto de una realidad social determinada, por una parte, y de su esperanza de cambio, de transformación de esa realidad social,
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por otra” (Castellet 1963b: 51). Matiza que “no siempre el tratamiento de esos temas es directo, es decir, sociológico”, si bien “aun en aquellas obras en las que la ficción es aparentemente más novelesca, más un producto elaborado de la realidad a través de la imaginación creadora, su inspiración e intención es predominantemente social y política” (Castellet 1963b: 51). En su razonamiento entiende que la visión testimonial y crítica debe acompañarse de una forma desapasionada y máximamente objetiva, a tono con lo expresado años antes en La hora del lector: “casi siempre un tono objetivo ha presidido la forma de narrar de la última promoción de novelistas, en una voluntad deliberada y táctica de eliminación de la presencia del autor de las páginas de sus obras” (Castellet 1963b: 50). Como se ve en estos fragmentos, el tono del artículo mezcla el pretendido diagnóstico objetivo con la celebración del éxito de un grupo de autores del que Castellet se erige en prescriptor. Son viejas estrategias canonizadoras que refuerza recurriendo, sin reparar en sutilezas, al historicismo idealista en una reiterada confusión entre el ser y el deber ser: si por un lado critica las anómalas circunstancias en que esta generación ha gestado su obra, la conclusión es que, en la narrativa española de su tiempo, como en la historia hegeliana, lo que es racional es real, y lo que es real es racional. Hay que tener en cuenta que estos artículos de Castellet se publican al final de su propio periodo realista objetivista, a tenor de lo dicho por él mismo en sus memorias. En ellas recalca la fecha de octubre de 1963 (mismo mes, mismo año de la publicación de este artículo y también, no por casualidad, de La ciudad y los perros en Seix Barral, premiada varios meses antes) como el momento en el que comienza la crisis del papel hegemónico del realismo social —“defunció del realisme” (Castellet 1988: 247), lo llama—. Esa datación tan precisa de su vuelta de tuerca estética la brinda la celebración del “Seminario Internacional Realismo y Realidad en la Literatura Contemporánea” celebrado en Madrid a instancias de José Luis López Aranguren —otro hito fundamental en la historia literaria española ocurrido en este bienio— y su encuentro revelador con Mary McCarthy. Sin embargo, la publicación de esta rectificación tardaría todavía varios años en producirse y, de hecho, su artículo concluye con el
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pronóstico de que “la tendencia realista-histórica de la novela española prosigue y no hay indicios de que, por el momento, […] haya ninguna variación en las actitudes reseñadas” (Castellet 1963b: 54). Entre los dos artículos de Castellet reseñados en las páginas precedentes, en verano de 1963, se publicó en Cuadernos Americanos una encuesta a los novelistas españoles del interior. Participaron en ella muchos de los miembros de esa celebrada nueva novela española y también algunos autores un poco mayores, todos del interior. El conductor de la entrevista, Francisco Olmos García, asumía que “uno de los fenómenos literarios de este último periodo, a la escala de Europa al menos, es sin disputa el renacimiento de la novela española” (Olmos García 1963: 211) y vinculaba dicho renacer con una tendencia hacia el realismo y el compromiso con “nuestra sociedad” y con la necesidad de “ayudar a nuestro pueblo a liberarse de las servidumbres de orden material y moral inherentes a nuestras anacrónicas estructuras sociales” (Olmos García 1963: 211). Aunque algunos novelistas algo mayores como Miguel Delibes y Camilo José Cela matizaron sus posiciones respecto del compromiso, la mayoría de las respuestas estaban cortadas por un patrón similar. Por poner algunos ejemplos, para José Manuel Caballero Bonald, “toda obra de arte ha de cumplir con una específica función social. […] La realidad de España está al alcance de todos los que quieran mirarla y entenderla. Yo he reflejado con la mayor objetividad posible esa realidad” (Olmos García 1963: 214). Alfonso Grosso establecía que, con su literatura, “pretendo despertar —como todos los hombres honestos de mi generación— una inquietud política y cultural en mi país, como, asimismo, dar testimonio de los días de oscurantismo que a mi patria y a sus hombres les ha tocado vivir. Mi actitud es de denuncia, y, naturalmente, claramente comprometida” (217). La respuesta de Juan Marsé establecía que, “como hacen la mayoría de los escritores de mi generación, yo intento dejar bien clara una denuncia de la sociedad española actual, llamando la atención sobre las estructuras que hay que revisar o que hay que echar abajo por inservibles” (218). Antonio Ferres determinaba que “la realidad es la única fuente de donde se nutre la obra literaria. La realidad española es bien fácil de ver. De todo ello resulta que mi enfoque de la realidad pueda ser, algu-
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nas veces, denuncia de unas condiciones sociales y, quizá, llegue a ser, otras, compromiso frente a las fuerzas que quieren oscurecer esa realidad” (220). Compañero de militancia, Armando López Salinas decía “intentar revelar las relaciones sociales, mostrar el mundo tal como creo es. Proponerlo como una tarea, como un trabajo común. Este puede ser, así lo quisiera, el servicio que puedo prestar a los hombres de mi país” (222). Y Juan García Hortelano, en un tono imperativo, creía que “la obra de un novelista debe empecinarse en primer lugar por testimoniar la realidad en que vive. […] Este testimonio de las relaciones sociales implica una cálida toma de posición realista” (228). En estas respuestas se transparenta la militancia o cercanía de muchos de los escritores encuestados al Partido Comunista y a sus postulados estéticos, anejas a la doctrina estética del realismo social y al consecuente imperativo del escritor de comprometer su escritura con la causa de los desfavorecidos a través de la creación de una conciencia colectiva. Aquella concepción del realismo, diferente de la de los escritores del exilio, estaba muy apegada a la realidad circundante, con un explícito desinterés por indagar en las causas históricas y aclarar las causas de los problemas sociales que sus novelas describen. El proyecto literario que reflejan los fragmentos transcritos puede sintetizarse en la exhortación de Juan Goytisolo (1959b) a favor de una literatura nacional y popular, que, a modo de manifiesto, había calado en la conciencia de los escritores de su generación. Ambas categorías —lo nacional y lo popular— están presentes en sus respuestas e impregnan el rango de temas y lenguajes posibles en la coyuntura del escritor español de esos años. Los artículos de Castellet y la encuesta de Cuadernos Americanos son muestras, entre otras muchas, del unilateralismo realista al que me refiero en el título de este trabajo y que tanto perjudicó las posibilidades históricas de la narrativa del exilio. Como se ve, todavía en 1963 dicho unilateralismo no solo seguía estando vigente, sino que tenía fuerza de dogma estético, pese a que algunos novelistas recientes habían comenzado a cuestionarlo con sus obras. Ello explica que la publicación en 1962 y 1963 de dos textos clave para la recepción peninsular de la obra narrativa exiliada determinaran lecturas del corpus muy mediatizadas por ese credo realista que im-
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pedía calibrar cabalmente el valor histórico de la producción exílica. Me referiré, en primer lugar, al segundo volumen de Hora actual de la novela española (1962), de Juan Luis Alborg, que se presentaba como una continuación del que ya publicara en 1958, con la intención no de elaborar una explicación histórica de la literatura española, sino de describir sincrónicamente el momento actual de la novela nacional. Para ello recopiló un conjunto de estudios monográficos breves sobre una nómina de escritores españoles. La incorporación de tres exiliados (de una relación total de veintinueve novelistas entre los dos volúmenes), Ramón J. Sender, Max Aub y Arturo Barea, es lo más distintivo de este segundo tomo. En general, lo más característico de la praxis crítica de Alborg es su intención de ofrecer descripciones valorativas de carácter subjetivo sobre cada escritor sin pretender hacer una crítica sistemática ni establecer relaciones entre autores, poéticas y grupos. Siguiendo una pauta crítica explícita, en el caso del exilio, por encima de cualquier otro factor, se tasaba la capacidad de cada escritor en particular para abstraer de su escritura su situación política y biográfica, reiterando uno de los requisitos ya aludidos más arriba para su virtual incorporación a las letras españolas. Esto llevó a execrar las novelas de Aub y de Barea, consideradas poco objetivas, y preferir la prosa más limpia, menos connotada —según su cuestionable criterio— de Sender. Esa jerarquía evocaba las condiciones del puente propuestas diez años antes por Marías y López Aranguren: mientras “a Sender no le ha convertido en escritor político —comprometido— el exilio” (Alborg 1962: 28), le parecía lamentable que la narrativa de Aub estuviera lastrada por “una pasión partidista y unilateral que hasta cae frecuentemente en el sectarismo” (Alborg 1962: 81-82) y, peor aún, que Barea perteneciera a la “innumerable población de resentidos” (Alborg 1962: 227). Aunque la alabanza a Sender por no ser un autor “comprometido” pudiera parecer contradictoria con las bondades literarias del compromiso esgrimidas para la nueva generación por Castellet y Goytisolo, es, en la práctica, la constatación del doble rasero crítico para la narrativa del interior y del exilio: mientras a los primeros se les atribuye el compromiso con la realidad contemporánea examinada con objetividad como piedra de toque de su mérito, a los desterrados, en cambio, se les pide
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que se hayan liberado del compromiso con el pasado histórico del que fueron protagonistas —y no “víctimas inocentes”, como los más jóvenes escritores—, esto es, parafraseando el título del artículo de López Aranguren, que hayan “evolucionado espiritualmente”. A diferencia de los criterios empleados para representar la obra de los novelistas del interior, las explicaciones que Alborg ofrece de la novelística del exilio no estaban basadas en los textos mismos, sino en la visibilidad de las adscripciones políticas de sus creadores. Siguiendo una pauta crítica no escrita —pero con antecedentes que ya han sido mencionados—, en el caso del exilio, por encima de cualquier otro factor, se valoraba la capacidad de cada escritor para abstraer de su escritura su ideología y su circunstancia biográfica. Alborg expuso todo ello de forma explícita en la introducción de su volumen. Para él, el exilio entrañaba el riesgo fatal de necrosar las capacidades literarias por el hecho de “tener que dar la propia obra bajo el espejismo de la lejanía o de la presión de la nostalgia o el resentimiento” (Alborg 1962: 22). Según queda estipulado en Hora actual de la novela española, “el hombre en el exilio es por necesidad —y de forma más o menos accidental— un vencido, y es natural que su voz acuse en sus cuerdas el temblor y el dolor de la derrota; malos consejeros de la serenidad, tan quebradiza” (Alborg 1962: 22); “la posición de escritor en el destierro tiene forzosamente que condicionar la obra creada, constriñéndola y sacándola de su natural camino” (Alborg 1962: 22). La discriminación que lleva a cabo entre los tres especímenes del exilio seleccionados es, en realidad, la constatación de que para poder ser reintegrado en la literatura nacional —para poder transitar el puente tendido por la crítica que él representa— es necesario presentar credenciales textuales de haber conjurado tales riesgos. Dicho con otras palabras, de no parecer un escritor exiliado y, por lo tanto, de no ser un “resentido” como Barea o un “sectario” como Aub. Narrativa española fuera de España (1963), de José Ramón MarraLópez, fue la primera monografía —y casi la única hasta la fecha— que trata de dar cuenta exhaustiva y críticamente del corpus narrativo del exilio. El libro trata de llevar a cabo un ejercicio de crítica de un buen número de autores del exilio bajo categorías, presupuestos, criterios y baremos parecidos a los descritas en las páginas precedentes. Así,
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se reiteran algunos lugares comunes, como la visión extremadamente crítica y reduccionista de la narrativa española de los años veinte y treinta, en cuya tradición coloca a los escritores del exilio. En concreto, al igual que hemos visto que hacen Castellet y Goytisolo, tras leer las páginas introductorias, parece como si toda la novela de anteguerra fuera una aplicación exacta de las doctrinas orteguianas y los novelistas prescindieran de “la realidad social inmediata” (Marra-López 1963: 27). En contraposición a aquella generación deshumanizada, se encomia a la “Generación del 36”, entre la que no parece encontrarse ningún exiliado, como un grupo fuertemente comprometido con la historia y con la realidad circundante, diverso ideológicamente, pero unido por estar todos sus integrantes llenos “de entusiasmo político, de fe en el pueblo español y de esperanza en un futuro progresivamente ascendente” (Marra-López 1963: 46). A ello se une la reiteración de determinados tópicos a los que ya hemos hecho referencia. Efectivamente, la segunda parte de Narrativa española fuera de España es una definición apriorística de qué es “El intelectual en el destierro”, sintagma que, en el caso español, parece encerrar, según Marra-López, una suerte de paradoja, pues entiende que el español es un ser arraigado a su suelo con escasa vocación emigratoria. Algunas de las afirmaciones que derivan de este axioma son sorprendentes. Así, por ejemplo, la de que “toda expatriación supone, en principio, un aislamiento y fracaso total, desde el punto de vista de la intencionalidad intelectual” (1963: 55), ya que para un escritor español no es posible, según él, la creación estética fuera de un suelo propio y lejos de su público natural. Para Marra-López, el destierro malogra el desarrollo de una carrera literaria, ya que “el escritor emigrado permanece anclado en el tiempo en que abandonó su tierra” (Marra-López 1963: 56). De este modo, el estudio de Marra-López deviene en una interpretación de la narrativa española del exilio desde las categorías hegemónicas de la literatura del interior. Todo ello distorsiona gravemente la imagen de conjunto que se ofrece de la narrativa exiliada y contribuye a fijar, de un modo permanente, los tópicos que enmarañan la exégesis del corpus. En definitiva, se trata nuevamente de un puente defectuoso (Larraz 2011).
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A modo de cierre Los testimonios textuales recogidos aquí coinciden en demostrar que el realismo social y comprometido, que promulgaba una literatura objetiva, informativa, social, testimonial, justiciera, popular, arraigada, nacional…, que cedía el protagonismo al lector sobre el autor y que, en la práctica, perdió su vigencia hegemónica allá por 1963, supuso una losa para las posibilidades de que la narrativa exiliada llegara a inspirar los aires renovadores de la novela peninsular que comenzaban a soplar. Este modelo tan particular y unívoco de realismo había surgido, entre otros factores, como reacción de los narradores frente a un régimen censorio. Pero también evidenciaba las limitaciones que sufría la formación de sus cultivadores, la precocidad de su consagración, su consecuente petulancia y la escasez y parcialidad de sus lecturas de lo más avanzado y mejor de la narrativa mundial contemporánea a causa también de las barreras censoras. En consecuencia, la reticencia que mostraron ante los exiliados no se debió, principalmente, a incompatibilidades estéticas, sino, sobre todo, a que la defensa de aquella poética realista iba acompañada de una serie de esquemas preconcebidos que dificultaban el aprecio de la obra narrativa del exilio. Libres de estas rémoras —de estas necesidades y de estas limitaciones— los narradores exiliados construyeron durante la posguerra una narrativa muy distinta, rica, original y heterogénea, pero ajena al campo literario de la España peninsular, con el que estaba destinado a no entenderse por muy buenas intenciones que los interlocutores pusieran. Los ejemplos aportados permiten cuestionar la existencia de puentes efectivos, de diálogos claros entre la obra de narradores de dentro y de fuera. Cabe atribuir ese fracaso a las resistencias de los jóvenes novelistas peninsulares, nacidos a las letras en la década de 1950, a aceptar una tradición rica, de raigambre republicana como fuente inspiradora de su escritura crítica. Sin embargo, su responsabilidad se enerva si se examina a la luz de los efectos producidos por una educación dogmática, celebratoria y épica que produjo prescriptores con los mismos atributos. Así examinada, la incomunicación entre viejos intelectuales republicanos y jóvenes novelistas antifranquistas
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se revela como una suerte de fatalidad trágica que vino a perpetuar la estela de la victoria de un régimen político aun entre quienes no creían en él. De nuevo, es el novelista exiliado Remigio Ortega quien lo ha expresado de la forma más clarividente: “Franco […] no sólo ganó la guerra, sino que ha envenenado la Historia ganando a todos los paños” (Aub 1965: 25).
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Questo libro non é per te: la neovanguardia narrativa al filo de 1970 Domingo Ródenas de Moya Universitat Pompeu Fabra
Desde los albores de la década de 1960, el afán de renovar el utillaje técnico de la novela española se adueñó de algunos escritores jóvenes y no tan jóvenes. Alrededor de 1962 aquel brujuleo dio notables resultados, la mayoría inspirados por advocaciones diversas del panteón moderno: la de Joyce en Tiempo de silencio de Martín Santos, donde la crítica sociopolítica se mantenía activa bajo una elaboración estilística y estructural pautada por el Ulises; o la de Italo Svevo en Ritmo lento, donde Carmen Martín Gaite transpone la introspección y los roles actanciales de La conciencia de Zeno; o, en fin, la de Faulkner y Proust en Volverás a Región de Juan Benet, escrita entonces aunque publicada —enseguida me refiero a ello— en 1968. Junto al aldabonazo más ruidoso de Martín-Santos y la más discreta innovación de Martín Gaite, hubo otras incursiones en el campo de la experimentación narrativa que no permiten verlos como voces clamando en el desierto.
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Basta recordar que ya en 1961 Miguel Espinosa había terminado una primera versión de Escuela de mandarines, la extraordinaria novela que satirizaba la dictadura franquista y que solo en 1974 vería la luz. El libro, ambiciosísimo, no pudo vencer los escollos ni siquiera con la intervención de Enrique Tierno Galván, de Raúl Morodo, de Dionisio Ridruejo a petición de este, o del editor Fernando Baeza. En ese mismo tiempo de renovación el entonces periodista Gonzalo Suárez debutaba en la literatura con Cuerpo presente (1963), aunque la novedad metaficcional de su apuesta llegó un año después con El roedor de Fortimbrás (1964) y, en 1966, con Rocabruno bate a Ditirambo. Y los veteranos Delibes, Cela y Torrente Ballester también exploraban vías nuevas para la denuncia de la miseria en la España rural en Las ratas (1962), para extremar las posibilidades del esperpento, el protagonismo coral y las simetrías estructurales en Tobogán de hambrientos (1962) o para la revisitación simbólica de un mito a través del juego intelectual en Don Juan (1963). Desde 1964 los autores y títulos que podrían sumarse a esta apresurada lista se van acrecentando. Ello salta a la vista en el bienio 1966-1967, con el aumento de novelas que, manteniendo una voluntad de crítica sociopolítica, optaban por procedimientos narrativos menos convencionales —incluso dentro de una poética realista— y por un lenguaje más elaborado. En la medida en que sus autores eran nombres consagrados, las novedades formales fueron interpretadas como signos de renovación dentro de sus trayectorias consolidadas. Así ocurrió con Cinco horas con Mario, de Delibes; con Últimas tardes con Teresa, de Marsé; o con Señas de identidad, de Juan Goytisolo; las tres de 1966, si bien Goytisolo avanzaba resueltamente hacia la frontera entre la renovación y la experimentación, esto es, donde la continuidad cede ante la ruptura. Aquellos aires de cambio formal no fueron ajenos a la presión que ejerció en el mercado literario interior la invasión feliz de los escritores latinoamericanos, que penetraron como un huracán de imaginación estructural y repristinaron un idioma encallecido y mohoso. La historia es bien conocida. Aunque pertenecieran a generaciones anteriores a los nombres centrales del boom, Borges y Cortázar fueron leídos con voracidad y metabolizados rápidamente. También las audacias estructurales de Vargas Llosa y el libérrimo juego verbal de Cabrera Infante,
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unos magisterios que venían reforzados por la precedencia de Juan Rulfo y José Lezama Lima. Sin el Cortázar de Rayuela, José María Guelbenzu no habría escrito El mercurio, la novela que fue finalista en 1967 del Premio Biblioteca Breve, cuando lo ganó Carlos Fuentes con Cambio de piel. En El mercurio un muy joven Guelbenzu (tenía veinticuatro años) se afiliaba al pastiche joyceano abierto por Martín-Santos, pero dotándolo de un aire pop mediante el injerto de ingredientes adoptados de Rayuela (el humor culturalista, el existencialismo y el surrealismo residuales) para conjurar su hastío ante una novela española grisácea y monótona, amarrada al naturalismo y a la conciencia social, aunque para entonces eso no era demasiado verdad... Diez años después recordaría que El mercurio nació para descargar “el cabreo considerable que me producía un panorama desolador”, que era el de una novela “roma, chata, aburrida, sin ningún humor y sin imaginación” (Guelbenzu 1978). En el diagnóstico de banalidad y estancamiento coincidían todos los nuevos autores, aunque no en la vía de superación. Con ellos convenían los críticos de su quinta y los más atentos al devenir de la literatura internacional, a las incesantes novedades latinoamericanas y a los primeros rescates de los exiliados. Uno de estos, Rafael Conte, caracterizaba dos años después el conjunto de la literatura de posguerra mediante dos rasgos: el analfabetismo (esto es, la ignorancia de la cultura republicana, tanto de preguerra como del exilio, y de las letras extramuros) y la pereza (Conte 1970). Contra ambas lacras, la indocumentación y la abulia, reaccionaron los nuevos creadores en las postrimerías de los sesenta, aunque tomando impulsos (o estímulos) en modelos muy distintos, como venía sucediendo desde comienzos de la década. Señalo cinco de esos modelos a grandes rasgos: el legado del modernismo internacional con todo su bagaje técnico de submarinismo de la conciencia y alteración del tiempo y el espacio narrativos (Joyce, Proust, Woolf, Faulkner, Mann, Musil); la tradición del humorismo nihilista y la orfandad desesperanzada de Kafka y Beckett; el mestizaje de la alta literatura con los géneros populares y con la cultura pop y de masas (el pionero fue Gonzalo Suárez, seguido por Vázquez Montalbán y los novísimos); la crítica literaria de Roland Barthes
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y la lingüística textualista del grupo Tel Quel; y, en fin, la rebeldía antisistémica y lisérgica de la generación beat, con su vindicación de las drogas, el sexo desinhibido, la música rock y las filosofías orientales como formas de ampliación de la experiencia. Lo habitual fue que en la mayoría de escritores se superpusieran varios de estos influjos, si bien no es difícil discernirlos en sus primeras tentativas de ruptura. En medio de aquel hervidero de expectativas, la aparición fulgurante de Benet en 1968 fue un acontecimiento que galvanizó las energías renovadoras, con consecuencias también en la industria editorial. En 1965 había fracasado en el Premio Nadal, donde no llegó a estar ni siquiera entre los veinte finalistas. Siguió un vía crucis editorial de dos años hasta lograr al fin, gracias a Ridruejo, Martín-Gaite y Ferlosio, un contrato leonino con Josep Vergés en Destino y tener que encajar una purga de la censura que afectó a medio centenar de páginas de Volverás a Región. Con la novela en la calle, Benet añadía al repertorio de fórmulas renovadoras una opción fuerte: robustecer la imaginación mitopoética servida en un estilo de alto voltaje bajo el influjo combinado de la narrativa telúrica de Faulkner, de las sinuosidades sintácticas y psicológicas de Proust, de las ambigüedades morales de Conrad y no menos de la antropología mágica de James Frazer. La demora en la publicación de la novela hizo que los fundamentos teóricos de la misma, articulados en el ensayo La inspiración y el estilo, vieran la luz antes, en 1966. Ahí estaban ante litteram las razones estéticas de esa novela, que, para los jóvenes en busca de emociones experimentales, operaron como una lección magistral de conciencia teórica. Lo que propugnaba el ingeniero de escasísima obra todavía (Nunca llegarás a nada ni siquiera tuvo distribución) era un cambio de paradigma que derogara el inveterado costumbrismo de la narrativa española para elevar a propósito principal la construcción de un estilo. La exhortación de Benet desplazaba el eje de preocupaciones hacia el lenguaje y las estructuras de configuración del discurso. Y no solo eso, sino que separaba el quehacer estrictamente literario del compromiso cívico o político que pudiera tener —o no— el escritor, como dos campos de actuación no necesariamente —o no deseablemente— confluyentes. La cuestión del compromiso, a esas alturas, resultaba tan manida como renuente a desaparecer y, de hecho, seguía siendo
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un caballo de batalla que aún relinchaba. Vale la pena volver a la célebre polémica de 1970 entre Benet e Isaac Montero en Cuadernos para el Diálogo a raíz del coloquio sobre realismo. Aunque participaron otros escritores, como Guelbenzu, Caballero Bonald, Martín Gaite o Martínez Menchén, las dos posturas enfrentadas fueron las de ellos y allí delineó Benet con áspera claridad los postulados de su poética del estilo literario contra la poética del servicio social o político. Esa poética, que se adaptaría en los años noventa a la rebeldía posmoderna contra las jerarquías culturales, fue la misma que defendió impertérrito quince años después en otro coloquio no menos significativo y que recuerdo brevemente. Se trataba de una mesa redonda celebrada el miércoles 5 de junio de 1985 y enmarcada en los actos de la semana del libro alemán: estaban invitados autores españoles (Benet y Álvaro Pombo) y alemanes (Günter Grass, Peter Schneider y Hans Christoph Buch) a debatir sobre el tema “El escritor bajo la dictadura y la democracia”. No tardaron en definirse dos posiciones contrapuestas que correspondían a la viaja querella entre los defensores del engagement político del escritor (aquí los alemanes) y los impugnadores (los españoles) de ese vínculo entre arte e ideología. Tanto Benet como Pombo arrojaron gasolina al fuego de la discrepancia: Benet sostuvo que para él el concepto de “literatura comprometida”, además de surgir del túnel del tiempo, resultaba tan pintoresco como hablar —repetía unas palabras de Borges de 1970— de “equitación protestante” y recriminaba a Grass y sus colegas que “no hubieran aportado temas más modernos”. Antes de eso Pombo había caldeado el ambiente afirmando que los escritores “no podemos hacer política, solo la usamos como tema, y no hay más compromiso en Grass que en mí”. Su sarcasmo sobre la delegación alemana no ayudó a serenar los ánimos: “Nuestros colegas alemanes están de parte del bien, y lo que ellos dicen es bueno y verdadero, y lo que digo yo es, por lo menos, dudoso” (Comas 1985). El entendimiento no tuvo la menor oportunidad, pero Benet y su entonces discípulo Pombo pudieron revalidar su fe en la autonomía de la creación literaria. Pero regresemos a 1969, al momento en que esa fe pudo derivar —y lo hizo— en formas extremosas de ensimismamiento formal que atentaban contra otro vínculo, el de la obra con el lector.
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La obra de Benet había sido de gestación lenta, pero por eso el parto de Benet fue, en un par de años, múltiple y abrumador. Desde que había puesto el punto final a Volverás a Región en 1964, se había enfrascado en un proyecto de escritura radical, una suerte de monólogo ininterrumpido reflejado en un bloque de texto compacto, sin división alguna, donde era inútil buscar la figura de una trama o un elenco de personajes distinguibles. Para evitarse a sí mismo la tentación de rectificarse, Benet se había hecho construir un artefacto de madera compuesto por dos rodillos que, adosado a la máquina de escribir, le permitía cargar una bobina de papel que se iba enrollando a medida que él avanzaba en la escritura. Esa fue la misma bobina que, a comienzos de 1969, su amigo Juan García Hortelano llevó a Barcelona, junto al artilugio de lectura, para presentarla al premio Biblioteca Breve, saltándose la norma de entregar tres ejemplares. Una meditación —ese era el título— ganó el premio. La polvareda crítica que causó su publicación en 1970 no tuvo tiempo de asentarse porque en pocos meses Benet desalojó buena parte de los textos que había ido acumulando, los ensayos espléndidos de Puerta de tierra, el relato Una tumba (en Lumen, con fotos de Colita) y Un viaje de invierno (1972), con los que armó un corpus teórico y una praxis para sus seguidores y discípulos, que no eran ya pocos. Aquel 1969 en que Una meditación entró en Seix Barral, los escritores veteranos, no poco acuciados por la apresurada caducidad a la que las novedades condenaban su obra anterior, aceleraron un cierto rejuvenecimiento técnico, como ocurrió con Delibes y su Parábola del náufrago o con Cela y San Camilo 36. Como si la Fundación Nobel quisiera sintonizarse con el auge de la neovanguardia literaria, en octubre se otorgó el Premio Nobel a Samuel Beckett, el notario impertérrito de la menesterosidad y la incomunicación humana. Benet aplaudió el acierto en Revista de Occidente, por justo y oportuno: tras veinte años sin puntería, la Academia Sueca había reconocido a uno de los últimos “ejemplares de esa raza que se extingue”: el hombre de letras puro. Aprovechó, sin embargo, el epinicio para lanzar un pellizco a uno de sus fieles, Félix de Azúa, que acababa de traducir los Residua de Beckett: esperaba Benet que el joven catalán hubiera aprendido los errores de dejarse arrastrar por la “obediencia a la escue-
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la francesa”, con la que no asociaba a Beckett y con la que parecía aludir a las estribaciones del nouveau roman y, sobre todo, al textualismo autofágico que a él le disgustaba (Benet 1970: 230). El propio Azúa ha recordado que el telquelismo fue un ingrediente de sus primeras novelas, verbigracia Las lecciones de Jena (1972), que fueron “un híbrido de Benet, Ferlosio y Tel Quel”, en las que se entregó a la “hipotaxis, el párrafo rapsódico, la divagación, el simulacro de grand style, el disparate lingüístico, el propósito de que la escritura se buscara a sí misma, el desprecio absoluto por las coerciones de argumento, personaje, psicología o suspense, y en general el evidente menosprecio del lector” (Azúa 2013: 100). Sirva este recuerdo como impromptu caricaturesco del tipo de novela que entró en vigor en la narrativa joven de 1970. Por fin, en mayo de 1970, salió a la calle Una meditación, pero lo hizo cuatro meses después de que se publicara una novela que representaba un contramodelo desde las filas de la renovación: Conversación en La Catedral de Mario Vargas Llosa. El peruano, armando una arquitectura muy compleja, mantenía vivo el pacto comunicativo con su lector a la vez que realizaba un ejercicio severo de crítica política. En aquella novela se verificaba la compatibilidad de la ambición formal con la accesibilidad del discurso sin renunciar a la dimensión política del discurso. Aquellas dos novelas entrañaban sendas y opuestas poéticas de renovación: frente a la propuesta de Vargas Llosa, de armazón exigente pero solidaria con sus lectores, la de Benet se cerraba en una hosquedad solo negociable para una minoría exigua. Carlos Barral, que era el editor de las dos obras, no repartía, sin embargo, equitativamente sus preferencias y así lo hizo saber entonces. Alababa en la nueva narrativa latinoamericana (v. gr. en Vargas Llosa) que se alejaran de las anfractuosidades de “la novela de especulación formalista” (v. gr. en Benet), a la que concedía una eventual utilidad futura, pero que en ese momento “realmente, responde a un estado de crisis, a una falta de algo que decir”. Remachaba el clavo resaltando la ventaja de la novela del boom, que participa de la renovación de estrategias formales pero que “a la vez, está cargada de voluntad de expresión, de algo que decir con urgencia” (Barral 1970: 59). El crítico Rafael Conte dedicó a Una meditación una amplia y muy elogiosa reseña en Informaciones, donde concluía, quizá fluctuando entre esas dos poéticas que he apuntado,
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que Benet había recorrido el camino que iba de la construcción de un estilo hasta la destrucción y sentenciaba que “había dado un paso más en el camino del nihilismo. Tras la ruina [de Volverás a Región], la destrucción” (Conte 1970a: 3). Irónicamente, solo una semana antes, el 21 de mayo, el mismo crítico había dado noticia de la existencia de un manuscrito inédito de Martín-Santos titulado Tiempo de destrucción, cuyo prólogo acababa de publicarse en un discutible volumen de Apólogos y otras prosas inéditas, urdido por Salvador Clotas. La borrosa idea de la destrucción figuraba en la agenda de cierta neovanguardia de finales de los sesenta y, aunque fuera una cantinela recuperada del futurismo y el dadaísmo, sonaba entonces a música nueva. El día de Sant Jordi de 1970 el mismo Conte había dedicado un extenso artículo a disertar sobre el tránsito “De la vanguardia a la destrucción” a propósito de una colectánea, Literatura y sociedad, publicada por Martínez Roca. De los ensayos que glosa el crítico, el que mejor expone este caldo de cultivo pertenece a Edoardo Sanguinetti, uno de los teóricos (y oficiantes) de la neovanguardia del Gruppo 63. En él plantea el italiano el desafío de la vanguardia ante el poder corruptor —esto es asimilador— del mercado, representado por la relación entre la obra como mercancía y el lector como consumidor. El genuino artista de vanguardia, a su juicio, intenta zafarse de las leyes de la oferta y la demanda mediante el “virtuosismo cínico” de competir con el arte convencional sabiendo que no podrá vencer. Para evitar que la subversión sea fagocitada por el mercado, como sucedió con el futurismo o el surrealismo, Sanguinetti dobla la apuesta: el escritor no debe dejar en su obra ningún resquicio por el que el receptor penetre en ella; muy al contrario, debe “crear una distancia infranqueable entre la obra y el espectador. Esta distancia permitiría que la apertura fuera de carácter ideológico, la única capaz de traspasar los límites de la mera contemplación” (Conte 1970b: 3). Sanguinetti, pues, preconizaba una vanguardia de significantes herméticos legitimada por una significación que el lector debía inferir del conjunto y en relación con su contexto. Demasiado trabajo para casi cualquier lector. El problema es que algunos novelistas jóvenes se sintieron imantados por esa vía incomunicativa que empezó a recorrerse por esas mismas fechas aunque las primeras novelas resultantes tardaran algún tiempo en ver la luz.
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Uno de aquellos escritores fue Juan Pedro Quiñonero, que en 1970 ya trabajaba en su primera novela, Ruinas (1973). Instalado en París, Quiñonero era puntual (y devoto) seguidor de las teorías del grupo de la revista Tel Quel. En 1967 había leído Problèmes du nouveau roman de Jean Ricardou, donde encontró acicates y herramientas para la escritura de Ruinas. Cuando en 1971 Ricardou publicó su segundo ensayo, Pour un théorie du nouveau roman, sobre las transgresiones de la nueva novela, Quiñonero no dudó en difundir la buena nueva para el público español de Revista de Occidente. Elogiaba a Ricardou por haberse despojado de dogmas morales e ideológicos y desdeñar los “escombros ajenos al objeto de arte” (Quiñonero 1972: 358), como la falacia idealista de creer en la equivalencia entre lenguaje y realidad, y en ese elogio el reseñista expresaba sus propias convicciones contra la función ilusionista y pedagógica de la literatura, al tiempo que declaraba su nueva fe en la “decisiva violencia contra cualquier sistema de signos en tanto que interpretación o lectura de la realidad” (358). Esa guerra contra la significación o contra los “discursos al servicio del más reconfortante de los sentidos” desactiva la noción misma de una literatura social o políticamente crítica por el procedimiento de transferir la rebeldía al orden interno de los artefactos literarios. Lo afirma con claridad: “Escribir, ahora, es instalar la contestación en la práctica misma de la escritura” (359). Y para explicar esta contestación, explica, siguiendo a Ricardou, que la crítica internalizada en la obra puede apuntar a objetivos muy distintos. A saber: a) una crítica de lo visible, consistente en rechazar la referencialidad ordinaria y manifestar en la escritura “su diferencia —sus desencuentros— con el mundo percibido y su estructura de relaciones”; b) una crítica de la imaginación, dirigida contra la ilusión realista y la “trampa mortal” que consuela con sus espejismos desventurados; c) una crítica de los lenguaje coercitivos, consistente en negar los “códigos de intercambio” —hay que entender comunicativos— en que se basa la “realidad enajenante”; d) una crítica de los lenguaje neutros, consistente en negar cualquier otra función a la literatura fuera de exceder el “mero intercambio verbal” y poner en cuestión “las reglas y las normas establecidas”; e) una crítica a la literatura desde el nuevo dogma de que “escribir será perturbar cualquier orden establecido con desórdenes que escapan a la razón,
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instituida como norma represiva y policiaca” (359). He ahí la antipoética de una narrativa de la imposibilidad, espigada por Quiñonero y compartida por otros jóvenes escritores. El arte —decía— tenía que dejar de ser expresivo para ser productor, debía abandonar el síntoma y el testimonio de lo real para participar “del rito trágico y de la máscara, de la política y de la lingüística, del abuso de la razón y la caída en el más feroz irracionalismo” (360). Desalojadas las ideas y la representación de la literatura, esta no tiene más futuro —lo afirma al socaire de George Bataille— que “llevar la transgresión más allá de los límites donde la razón misma se descompone”, un más allá donde pocos lectores pasarían sus vacaciones. Otros dos ensayos alrededor del año axial de 1970 ofrecen nuevos accesos a esa poética incomunicativa que estaba fraguándose en el ala más extrema de la nueva literatura. Uno es de noviembre de 1969 y el otro, de un año después; ambos aparecidos en Papeles de Son Armadans y firmados por Mariano Antolín Rato, uno de los nombres clave del más exacerbado experimentalismo desde su irrupción en 1973 con Cuando 900 mil mach aprox. Lejos aún de convertirse en uno de los referentes de la contracultura narrativa, en 1969 Antolín Rato acababa de volver de Italia, había recibido el encargo por parte de Seix Barral (y a través de Azúa) de traducir las dos mil páginas de Making of Americans de Gertrude Stein y, gracias a su amigo de infancia Fernando Corugedo, se le abrieron las páginas de la revista de Cela, de la que Corugedo era secretario. Su primera colaboración a finales de 1969 consistió en presentar la “literatura atonal y aleatoria” de William Burroughs dentro del contexto de la beat generation, que no dudó en enmarcar en la cultura underground norteamericana, en la que incluía a Bob Dylan, el Living Theater, Andy Warhol, LeRoi James, John Cage y las revistas neoyorquinas The Village Voice y, sobre todo, Evergreen. Antolín subrayaba que la liberación que perseguían Kerouac, Ginsberg, Corso o Burroughs no era únicamente la de las libertades políticas o intelectuales, sino la que proporciona el consumo de estupefacientes, en la medida en que la droga, como escribe Octavio Paz en Corriente alterna (1967), al que cita, “es nihilista: mina todos los valores y transforma radicalmente todas nuestras ideas acerca del bien y del mal, lo justo y lo injusto, lo permitido y lo prohibido…
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arranca de la realidad cotidiana, enmaraña la percepción, altera las sensaciones y pone en entredicho al universo”. Para Antolín, el estado alucinatorio del escritor —provocado o no por estupefacientes— posee la misma naturaleza que la poesía, es una experiencia poética en lugar de constituir un medio de exploración de la mente, como podía serlo para Henri Michaux. Reconoce que la adicción a los opiáceos o a la cocaína puede agotar la capacidad creadora y abocar al vacío, pero Burroughs ha logrado esquivar ese riesgo mediante la técnica del cutup (el ensamblaje o collage) en obras que, como Naked Lunch, encajan mal en el concepto tradicional de novela. Aunque eso mismo sucede —como él apunta— con Proust, Kafka, Joyce, Faulkner o Malcolm Lowry. Hasta aquí su exposición de esa “atonalidad” literaria es débil, pero enseguida aporta elementos más definitorios. El concepto atonalidad procedía de la idea de Adorno de que el arte solo sobrevive allí donde impugna su forma tradicional, lo que comporta, según Antolín, enfrentarse a la contingencia y poner en crisis el principio de causalidad, orden y sentido unitario, asumir la insuficiencia del lenguaje y el ilogicismo de la realidad. De acuerdo con eso, la obra de Burroughs —el modelo que Antolín propugna— abandona la crónica y la linealidad, no cuenta el mundo sino que lo refleja en su caos tumultuoso y en su abyección, no muestra la naturaleza “sino su destrucción, su negación”. Carece de cualquier tipo de héroe —ni siquiera de antihéroes problemáticos— y expulsa “cualquier interrogación psicológica, moral o metafísica” (Antolín Rato 1969: 145). El universo abisal que resulta de esta escritura está visto “con un humor desgarrado”, rebosante de angustia como en los diálogos de Beckett, pero ese humor no mitiga una aplastante desesperanza: “No queda ninguna vía abierta a un más allá, a un futuro esperanzador” (146). En cuanto a la confección técnica del discurso, Burroughs emplea técnicas copiadas de la pintura (el montaje, el collage), del happening teatral, de la música aleatoria de Cage, de la inconsecuencia del fragmentarismo dadaísta. Es evidente que Antolín Rato defiende esta fórmula disolvente para aquellos que, en España, “tratan de descubrir algo más allá de la pura anécdota”, a pesar de que, llevada a su límite, se trata de una fórmula de oclusión comunicativa que prescinde del lector, puesto
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que, como él mismo señala, implica la renuncia al principio de redundancia del mensaje, de suerte que el lenguaje “se hace problema en sí mismo”. Un año después, con el envite de Benet en el centro del debate sobre la metamorfosis de la novela, Antolín Rato abundó en el tipo de innovación necesaria en aquel momento de supuesto marasmo de la narrativa española. En esta ocasión optó por centrarse en los procedimientos combinatorios de la obra extravagante de Raymond Roussel, uno de los autores predilectos de la nueva crítica francesa (Foucault le había dedicado un estudio en 1963 y era referencia habitual en los trabajos de Ricardou). Pero su propósito era ilustrar cómo desde ámbitos culturales distintos, el anglosajón —que era el que más le interesaba— y el francés, la urgencia de romper con los paradigmas tradicionales se orientaba hacia direcciones convergentes. En este sentido, el final de su artículo es bien claro: después de vincular las técnicas de generación textual de Roussel con Antonin Artaud y Robbe-Grillet, sugiriendo así una tradición de la ruptura, señalaba que ese camino tenía su réplica en los escritores de lengua inglesa que jugaban con el lenguaje balbuciente y las aglutinaciones léxicas (como Joyce) o que disolvían el sentido del discurso por medio de la atomización y el injerto de fragmentos a modo de collage, como hacía Burroughs. De la lectura que Antolín hace de Roussel me interesa poner el acento en su valoración de la “gratuidad de todo lo relatado” y su convicción de que “la ausencia y la carencia son los elementos que permiten la existencia de lo literario” (1970: xx). ¿A qué ausencia y carencia se refiere? A la “ausencia de contenido”, de mensaje, y a la “carencia de formas esclerotizadas”. En el lugar del contenido (o del sentido) y de unas formas convencionales, Antolín propone una maniobra contrasemántica que consiste en el despliegue de palabras que “llevan un vacío, palabras que ya no sirven como significantes de unos significados tradicionales”, que abren un espacio escénico donde no se representa el significado. Así, el arbitrario fluido verbal constituye un “nuevo modo de escritura en el que el lenguaje ha perdido su capacidad de sugestión” (xxi). El escritor experimental de Antolín prescinde “del factor informativo”, de modo que “el lenguaje se hace cáscara de un vacío”. El mismo vacío por el que se despeñará sin remedio el lector en muy pocos años, en
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cuanto las novelas inspiradas en estos principios empiecen a asomarse a un mercado atónito y en expansión. Si Benet había añadido al repertorio de innovaciones una poética del máximo rigor estilístico que sugería un sentido brumoso pero descifrable, Antolín proponía una poética implacablemente destructiva: no solo recusaba la significación de la obra, sino que afirmaba, para escándalo de benetianos, que “un estilo carente de calidad literaria” constituía un valor debido a esa misma carencia. Esta proclama radical, que expulsaba al lector fuera de la atmósfera respirable, tuvo pocos adeptos, pero no cayó en saco roto. Fue amparada en buena medida por Fernando Corugedo —con la aquiescencia de Cela— en Papeles de Son Armadans y por su filial editorial, Azanca. La revista dio, en diciembre de 1972, un anticipo de Cuando 900 mil mach aprox., que se publicaría unos meses después en Azanca con una solapa pendenciera en la que se situaba “lejos del barroquismo sudamericano de unos, del experimentalismo afrancesado o germanizante de otros, novísimos, viejísimos, de la verborrea geológico-histórica de los ingenieros de caminos, canales y puertos, en las antípodas del realismo con o sin apellidos”. La siguiente novela, de título igual de imposible: De Vulgari Zyklon B Manifestante (1975), también sería anticipada en Papeles y publicada en Azanca, pero ya bajo el amparo de Júcar. Para la misma editorial, Antolín Rato, empeñado en difundir a Burroughs, tradujo en 1973 Nova Express bajo el seudónimo de Martín Lendínez, una muestra de la clase de ciencia ficción especulativa en la que situó su propia obra y cuya presentación realizó él mismo, ya en 1976, con el mote de “realismo psiquedélico” (1976: 89-107). El fruto de aquella doctrina alucinógeno-galáctica fue un “manual de operaciones psiquedélicodantescas” titulado Entre espacios intermedios: WHAAM! (1978), anticipado nuevamente en Papeles en enero de 1977 (Antolín Rato 1977: 93-103). La campaña de difusión de Burroughs y los beatniks inspiró un conato de movimiento literario de rabiosa heterodoxia en plena España transicional, desde 1976 a 1979, que, en honor a Burroughs llamaron Nova Expressión. Estuvo muy entreverado con la cultura underground del momento, como prueba que una “Breve historia del underground madrileño (circa 1967)”, redactada por Eduardo Haro Ibars, se publicara en Papeles
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de Son Armadans como editada y anotada por Martín Lendínez, esto es, el propio Antolín Rato (Lendínez 1974: 323-328). Víctor Fuentes ha recordado las fuentes devocionales del grupo, con el que se relacionó epistolarmente: a Burroughs, Ginsberg y Kerouac añadieron “la contracultura de los hippies, la droga, el rock, influencias orientales (escritura ideogramática), más el neobarroquismo de Lezama Lima y Sarduy, y los surrealistas franceses de los años 50, el Joyce de Finnegans Wake, y también la ciencia ficción, la cibernética y los cómics” (Fuentes 2008: 188). Sus componentes eran escasos: Antolín Rato y María Calonje, su pareja, Asís Calonje, Alfonso Español y algunos colaboradores de Papeles más inscritos en el experimentalismo jocundo que en la ciencia ficción lisérgica, como José María Álvarez Flórez o Juan Alcover. En enero de 1977 la revista de Cela publicaba un artículo de corte académico sobre aquella nueva escuela “noexpresionista” que tenía todo el aroma de un fake. Partía del reconocimiento de la prioridad en la renovación narrativa de Cela y Caballero Bonald, ambos responsables de Papeles, y también de Torrente Ballester y Juan Goytisolo, pero se centraba en descubrir (y aplaudir) lo que Rafael Conte (1975: 1) había llamado vanguardia informalista, en la que el crítico había alineado a Antolín Rato, Juan Cruz, Álvarez Suárez y Emilio Sánchez Ortiz, a quienes añadían a J. Leyva los enigmáticos autores del artículo, Juana Figueras y Argyslas Courage, del Swift College de Dublín, Georgia, en Estados Unidos. Del mismo modo que no hay rastro del Swift College en ese pequeño pueblo de Georgia, no parece haber detrás de los firmantes más que el propio Antolín Rato y acaso otros miembros del grupo como Haro Ibars. El artículo es una pieza apócrifa de autopropaganda (un manifiesto disfrazado de paper académico) con abundante información veraz sobre las influencias, propósitos y plataformas editoriales de este grupo experimental que durante mucho tiempo se tomó como una de las escasas aproximaciones críticas al experimentalismo narrativo (Barrero 1991: 226). Se examina la obra édita e inédita de Antolín Rato, Eduardo Haro Ibars, del que se anuncia El libro de las manipulaciones, José Manuel Álvarez Flórez, autor de Autoejecución y suelta de animales internos (1975), Juan Alcover, Asís Calonje y Alfonso Español, estos tres últimos de limitada ejecutoria que no pasa de algunos cuentos en Papeles.
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Hacia esta misma línea de exacerbación de la aventura experimental, aunque desde otros influjos, se orientaron algunos escritores jóvenes que fueron publicados por el Taller de Ediciones Josefina Betancor, desde su creación en el verano de 1972. A los pocos meses, ya en 1973, la editorial lanzó tres títulos relevantes: Crónica de la nada hecha pedazos, con la que debutaba Juan Cruz Ruiz en una nebulosa clave autobiográfica, y dos huesos duros de roer para los lectores: Heautontimoroumenos, de J. Leyva, y P. DEM. A3S, de Emilio Sánchez Ortiz, título que abrevia Proyecto de monólogo a 3 soledades. Dos de ellos habían sido considerados por Conte como exponentes del informalismo narrativo (Cruz y Sánchez Ortiz), mientras que el tercero, Leyva, sería afiliado a ese frente por los apócrifos Fuentes/Courage. Tanto Juan Cruz como Sánchez Ortiz reincidirían en el experimentalismo desaforado dos años después y en el mismo Taller de Ediciones con Naranja y 0 [Cero] respectivamente. De los tres el único que se había adelantado como novelista experimental ma non troppo había sido José Leyva en 1972 con una novela de alegorismo kafkiano, Leitmotiv, datada en 1967 y que le publicó Seix Barral pese a sus más de seiscientas páginas, a la que siguió el monólogo caliginoso y abstracto de La circuncisión del señor solo, que aquel mismo 1972 obtuvo el Premio Biblioteca Breve. Leitmotiv conoció una notable acogida crítica y fue atendida incluso en medios políticamente marcados como la revista parisina Libre, donde la reseñó Ricardo Cano Gaviria. Pero para entonces era difícil soslayar la dificultad de acercarse a la síntesis de innovación formal y requisitoria contra la realidad social, cultural y política que había alcanzado Juan Goytisolo en 1970 con Reivindicación del conde don Julián, como recuerda el reseñista (Cano Gaviria 1972: 124) y como había afirmado en 1971 Salvador Clotas en detrimento de Benet, del que sospechaba que no creía “demasiado en la dimensión vanguardista de su obra” (Clotas 1971: 54). El propio Goytisolo lo había proclamado en su ensayo “La novela española contemporánea”: “el compromiso que buscaba en mis obras juveniles”, sin abandonarlo, “lo he trasladado a otro nivel” en Don Julián: el de la purga del lenguaje esclerótico y el del sacrilegio (Goytisolo 1971-1972: 39). Sobre el alcance revolucionario de la obra de Goytisolo posterior a Señas de identidad, Pere Gimferrer haría una magistral
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disección didáctica que ubicaba al escritor en una región estética e ideológica “en la que pocos de nuestros novelistas han llegado siquiera a adentrarse” (Gimferrer 1974: 38). En 1972 la experimentación se había convertido en la piedra angular del relevo literario y un editor como Carlos Barral no podía hacer caso omiso del fenómeno. Desde su nuevo sello, Barral Editores, en septiembre anunció la publicación de una serie de “obras novísimas”, utilizando el rótulo que había calado. Para entonces ya había cerrado un extraño acuerdo con la editorial Planeta para el lanzamiento conjunto de una decena de títulos representativos de las últimas tendencias. José Manuel Larra incluyó su lote en la Biblioteca Universal Planeta, en el que figuraban Vázquez Montalbán con Yo maté a Kennedy, José María Vaz de Soto con Diálogos del anochecer, Ramón Hernández con Invitado a morir, José Antonio Gabriel y Galán con Punto de referencia y el veterano olvidado Federico López Pereira con La última llave. Ninguna de esas novelas atentaba contra su posible vida comercial. Algo más de riesgo asumió Barral, que puso en la calle doce títulos en una nueva colección, “Nova Hispánica”, que salió con una faja que tenía algo de desafío en forma de pregunta retórica: “¿Existe o no una nueva novela española?”. La respuesta tácitamente afirmativa la daba Barral con la primera remesa de cinco libros, dos de ellos de sendos novísimos: Walter, ¿por qué te fuiste? de Ana M. Moix; Las lecciones de Jena, de Félix de Azúa; Alimento del salto, de Javier Fernández de Castro; El juego del lagarto, de Carlos Trías; y La espiral, de Javier del Amo. Los presentó Juan García Hortelano en la librería Rayuela de Madrid el 30 de octubre, solo cuatro días antes de hacer lo propio con su novela El gran momento de Mary Tribune, publicada en la misma serie. En conjunto, toda aquella narrativa mostraba una asimilación de nuevos procedimientos, pero evitaba en su mayor parte, con la salvedad quizá de Fernández de Castro, el hermetismo y la clausura del sentido, abriéndose a la innovación figurativa. En abril de 1973 la revista Camp de l’Arpa podía celebrar que García Hortelano y Torrente Ballester desmintieran con sus obras (Mary Tribune y La saga/fuga de JB) la especie de que la imaginación novelesca había agotado sus reservas y, en particular, que las probaturas formales y la amenidad fueran incompatibles (Vilumara 1973: 22). El
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curso de los años venideros vino a corroborar el desmentido: el lector no tenía por qué ser ya un crucigramista (la ocurrencia fue de Delibes) ni acatar el avasallamiento impuesto por el texto, que a menudo se antojaba una tomadura de pelo (así lo juzgó Ferrater Mora). El tedio del solipsismo experimentalista y el regreso de los derechos del lector quedaron reflejados en la portada del Almanacco Bompiani de 1972, titulado “Il retorno dell’intreccio”, pero también en la apuesta por la trama bien urdida y el pastiche —y elevación posmoderna— de géneros populares de un joven novísimo como Javier Marías, que acababa de debutar con Los dominios del lobo. No obstante, a pesar de que la renovación más valiosa demostró ser la que preservaba la intelección y el goce estético del lector, algunos escritores persistieron en sus afanes de laboratorio, como ocurrió con Aliocha Coll y su Vitam ventura saeculi, publicado en 1982 pero escrito en los primeros setenta. O con Julián Ríos y su faraónico proyecto Larva, cuyas raíces se hundían en aquel horizonte de heterodoxias de 1970. En 1966 Julián Ríos, a sus veinticinco años, había empezado a escribir cuentos con los que, en 1969, ganó el Premio Gabriel Miró (“La segunda persona”) y, en 1970, el Hucha de Plata (“El río sin orillas”). Aquellos relatos constituían vértebras de una novela articulada, un novelario, sobre un territorio mítico, Tamoga, ambientado en su Galicia natal (Ríos 2007: 7-11). Cuando Ríos obtuvo el Premio Hucha de Plata llevaba ya un año viviendo en Londres, donde se había instalado huyendo de los agobios de la España franquista. Allí volvió sobre la novela en marcha, titulada Cortejo de sombras, y atacó la reescritura de uno de sus capítulos-relatos, “Palonzo”, sobre un deficiente mental en el que se superponen tanto el Benjy de Faulkner como los universos grotescos de Valle-Inclán y Cela. Pero en la manipulación del lenguaje de “Palonzo” no pudo evitar el contagio de otro proyecto que estaba fraguando: una novela en cinco partes, de un ludismo verbal exacerbado, cuyo título ya estaba decidido: Larva. Era 1970 y, aunque en 1973 adelantó cinco páginas desarmantes en la revista Plural de México, no vería publicado el primer volumen hasta 1983. Pero esto ya es otra historia y otra España. O es la historia de la literatura, que, como dijo en una ocasión Carlos Barral (1973: 83), se hace con frecuencia de “literatura poco leída”.
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Domingo Ródenas de Moya
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Autores y obras llegadas desde el otro lado del Atlántico: la recepción de la literatura hispanoamericana en España durante el franquismo Cristina Suárez Toledano Universidad de Alcalá
El estallido de la Guerra Civil y la consiguiente victoria del bando sublevado provocaron, entre otras muchas cosas, una ruptura en la sociedad y en el desarrollo de la literatura española. Los movimientos de vanguardia que habían enlazado con la modernidad europea a un país acostumbrado a ir con retraso agonizaron y se produjo la marcha forzosa de muchos de sus representantes, junto con otros miles de personas más. El exilio intelectual republicano, masivo, se dirigió hacia los países de habla hispana —México, Argentina, Venezuela, Colombia, Chile…—, Francia, Reino Unido, la Unión Soviética, Estados Unidos…, que se convirtieron en los hogares de quienes emigraron en
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busca de la libertad. La industria editorial de América Latina vivió entonces una nueva etapa revitalizada gracias al esfuerzo de los españoles recién llegados en colaboración con las administraciones, los autores, los editores y los empresarios autóctonos de esos territorios. Como es sabido, escribir desde el exilio suponía la libertad de expresión en contraposición a la oportunidad de llegar al público español y escribir desde el interior obligaba a autores y obras a pasar por el filtro de la censura editorial franquista. En el plano político, a finales de los cincuenta se produjeron diversos cambios en el organigrama del Estado. Con el nombramiento de los ministros tecnócratas asociados al Opus Dei y la implantación del Plan de Estabilización de 1959, se pusieron en marcha medidas de carácter económico con las que mejoró la situación del país, poniendo fin de manera progresiva a la autarquía franquista1. La apertura a la afluencia masiva de turismo internacional y los nuevos procesos de industrialización nacional generaron buena parte de ese ansiado crecimiento económico, que repercutió positivamente en la economía del Estado pero también en la de las familias. A pesar de que la creación literaria estaría falta de libertad hasta el final de la dictadura, el nuevo horizonte político y económico facilitó el acceso a la producción cultural, lo que aumentó las cifras de ventas de libros y el número de lectores. Ese desarrollismo propició la popularización de una cultura cuya industria editorial había comenzado a crecer años atrás gracias a la fundación de nuevos sellos —Destino (1942), Planeta (1949), Taurus (1954)…— y a la voluntad de los agentes culturales de la época. En ese contexto, a principios de los sesenta irrumpió con fuerza en el país una oleada de títulos y nombres propios llegados desde el otro lado del Atlántico: la literatura hispanoamericana. Este capítulo aspira a presentar un panorama crítico sobre cómo se produjo la recepción de esa literatura transatlántica y de qué ma-
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En una fase previa, en 1953, España había recibido una sustancial inyección económica a propósito de los Pactos de Madrid, por los que, a cambio de ayuda militar y financiera, se establecieron en el país cuatro bases del ejército de Estados Unidos en Morón, Rota, Torrejón de Ardoz y Zaragoza.
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nera sirvió para airear la literatura en la España franquista. Se parte de la hipótesis principal de que el llamado boom hispanoamericano fue, desde sus inicios, una estrategia de carácter comercial más que un movimiento puramente literario. Se aportarán, además, argumentos para defender como segunda hipótesis que ese fenómeno no resultó beneficioso para todo el conjunto de los autores hispanoamericanos, sino que relegó a muchos en favor de unos pocos y estableció puntos en común en torno a sus trayectorias, no siempre muy claros. Para ello, se ofrecerá una aproximación sobre su origen y sus integrantes, cuáles fueron sus capitales literarias y qué tipo de opiniones generó esa literatura en los autores españoles. Por último, se propondrán algunas recapitulaciones finales.
El desembarco de la literatura americana en la España franquista Para establecer cuándo se produjo la llegada de la literatura hispanoamericana a España resulta necesario fijar un eje cronológico que responda a las diferentes fechas e hitos que fueron decisivos, aunque todavía hoy no parece haber un acuerdo entre la crítica con respecto a ese momento exacto. Escoger la publicación de una obra para considerarla el punto de inicio del fenómeno se configura como el criterio más extendido para abordar esta cronología. En este sentido, buena parte de los estudios sobre el tema coincide en destacar la publicación de La ciudad y los perros (1963), del peruano Mario Vargas Llosa, lo que fija la recepción de esta literatura a partir de 1962, cuando la obra recibió el Premio Biblioteca Breve otorgado por Seix Barral. También en 1962 se publicó otro texto significativo: El siglo de las luces, del cubano Alejo Carpentier, en el que los años de la Revolución francesa en un entorno caribeño sirven como marco para la historia. En esa misma fecha, el mexicano Carlos Fuentes presentó una exhaustiva radiografía novelada de su país, haciendo hincapié en su historia más reciente y revolucionaria, a través de La muerte de Artemio Cruz. En estas tres obras, sus autores recreaban con detalle las realidades
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socio-históricas y políticas por las que habían pasado sus países coincidiendo en evidentes situaciones de abusos de poder, que se entreveraban con determinados temas arraigados en las culturas populares. Se trata de procesos en los que la identidad nacional de cada uno de esos países se conforma a través de momentos históricos clave, lo que las convierte en obras nacionales con una clara conciencia de ser americanas, quedando representados los tres grandes espacios de la cultura latinoamericana: América del Norte y Central, Sudamérica y la región del Caribe. Vargas Llosa, Carpentier y Fuentes emplearon en ellas diferentes mecanismos retóricos con el objetivo de hacer llegar ese tipo de obras a determinadas capas lectoras y coincidieron en utilizar para ello el género narrativo alejado de convencionalismos realistas europeos. Desde el punto de vista literario, se habla de “nueva novela hispanoamericana”, o de “nueva narrativa hispanoamericana”, para hacer referencia a ese conjunto de obras publicadas a partir de los sesenta puesto que ese fue el género literario que cultivaron por excelencia los autores. En menor medida, exploraron las posibilidades que les ofrecía la narrativa breve y en algunos casos se aproximaron al ensayo para dar cuenta de las circunstancias que experimentaban sus países de origen, marcados por las dictaduras y las revoluciones2. Esto no quiere decir que los autores no tuvieran interés en la poesía o en el teatro o que no realizaran ninguna incursión en esos géneros, pero es cierto que la novela se convirtió en el mejor vehículo para comunicarse con los lectores. También en la literatura española, la novela contó con mayor acogida por parte del público, a pesar de que el ensayo comenzaba a despuntar y aun lo haría con más fuerza a finales de esa década y principios de la siguiente3. Esas novelas pueden analizarse desde criterios puramente literarios, pero en realidad estuvieron relacionadas desde sus inicios por una 2 3
El triunfo de la Revolución cubana, en 1959, se ha considerado uno de los motores que impulsó el fenómeno que experimentó literatura hispanoamericana en esas fechas. Esto se debió al impulso ofrecido por las nuevas editoriales que se fundaron, como Anagrama, Tusquets y La Gaya Ciencia, entre otras. Para más información, véase Rojas Claros (2013).
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razón de naturaleza comercial, empleándose de forma común para referirse a ellas el término boom. El boom de la literatura hispanoamericana fue un fenómeno de carácter comercial que se desarrolló a mediados del siglo pasado, por el que muchas de las novelas de autores hispanoamericanos que se publicaron principalmente en Barcelona, México y Buenos Aires se difundieron con éxito desde allí al resto del mundo. El modo en el que se han agrupado atiende entonces a un factor extraliterario y desde la perspectiva estrictamente literaria carece de suficiente valor. De hecho, el término no tuvo su origen en la crítica académica o especializada, ni en los propios escritores, sino que nació del entorno periodístico y no surgió ni de forma inmediata ni en España, que fue uno de los países en los que alcanzó mayor repercusión. El periodista Xavier Ayén explica en Aquellos años del boom (2014) que el término fue acuñado por el también periodista, crítico y escritor chileno Luis Harss en 1966 en la revista argentina Primera Plana. Harss publicó ese mismo año una de las primeras aproximaciones al tema, Los nuestros (1966), en la que ofrecía los resultados de sus entrevistas mantenidas con los principales integrantes del grupo y lo definía de la siguiente manera, a colación de su exposición sobre García Márquez: Es miembro fundador de ese grupo, o circuito, algo heterogéneo de jóvenes internacionales, todos —Fuentes, Vargas Llosa— rondando la treintena, cuya obra está modificando radicalmente el carácter de nuestra literatura. Son una especie de diáspora que se reúne raras veces, y no siempre se conoce personalmente, pero se mantiene en comunicación perpetua a través de las fronteras nacionales, solidaria en sus sentimientos de vanguardia. […] Todos están abriendo brechas y acogen al que se les una en la empresa. El talento puede manifestarse en cualquier parte hoy en Latinoamérica, y por donde aparezca corre rápidamente la voz (Harss 1966: 383).
De esta definición no se deducen razonamientos literarios más allá del “talento” que comparten los autores, sino que se arguyen motivos como la internacionalidad o la relación establecida entre sus miembros. El boom acuñado por Harss ha servido desde entonces para de-
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signar al auge comercial que favoreció las ventas de un determinado tipo de libros, los de aquellos novelistas que alcanzaron el éxito y el reconocimiento internacional, para lo que la intervención del sector editorial fue decisiva. Continuando con las tres novelas mencionadas más arriba, no es casualidad que estas compartan una misma circunstancia editorial: mientras que las de Carpentier y Fuentes se publicaron por primera vez en México, la de Vargas Llosa lo hizo en Barcelona, pero en los tres casos se trató de editores españoles. La ciudad y los perros salió al mercado bajo el sello de la barcelonesa Seix Barral, cuya vertiente literaria tuvo sus inicios en 1955 gracias a Carlos Barral. El siglo de las luces fue publicada por la Compañía General de Ediciones, S. A., que había sido fundada en 1949 en México por el exiliado malagueño Rafael Giménez Siles, promotor principal de Edición y Distribución Iberoamericana de Publicaciones (EDIAPSA), sociedad bajo la que se agruparon muchas editoriales. Por último, La muerte de Artemio Cruz se publicó en el Fondo de Cultura Económica (FCE), sello fundado en 1934 por el mexicano Daniel Cossío Villegas y en el que colaboró buena parte del exilio intelectual republicano, entre quienes se encontraban figuras destacadas como las de los madrileños Francisco Giner de los Ríos y Joaquín Díez-Canedo, impulsores de colecciones y títulos como este. En el debate sobre qué novela se considera precursora del fenómeno hispanoamericano enseguida aparecen otros dos títulos asociados con los que se habían publicado antes: Rayuela (1963), del argentino Julio Cortázar, y Cien años de soledad (1967), del colombiano Gabriel García Márquez. Ambas fueron publicadas con amplias tiradas en Argentina por la Editorial Sudamericana4, en la que también trabajaban dos españoles: el gallego Francisco Porrúa, como director editorial, y
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Es conocida la anécdota según la cual García Márquez mandó el manuscrito de Cien años de soledad a Seix Barral antes que a Sudamericana y que fue rechazado, perdiendo una oportunidad comercial más que rentable. Desde la editorial barcelonesa siempre lo han negado, alegando que la cantidad ingente de originales que recibían propició que la obra pasase inadvertida a su equipo.
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el barcelonés Antonio López Llausás, como gerente ejecutivo. Desde su publicación, ambas alcanzaron un enorme éxito comercial a nivel internacional y, desde el punto de vista literario, se configuraron como renovadoras por el uso que hicieron del lenguaje, la ruptura de la linealidad y la integración de elementos mágicos. Otras obras también podrían considerarse iniciadoras de este fenómeno. Hijo de hombre (1960), de Augusto Roa Bastos, coincide con las anteriores en cuestiones editoriales en tanto que fue un editor español, Gonzalo Losada Benítez, quien la publicó en su empresa, Losada, fundada en Argentina en 1938. Lo mismo sucede con Los recuerdos del porvenir (1963), de Elena Garro, y El lugar sin límites (1966), de José Donoso, publicadas por Joaquín Mortiz, fundada en 1962 en México por el exiliado Joaquín Díez-Canedo. Sobre héroes y tumbas (1961), de Ernesto Sabato, y Paradiso (1966), de José Lezama Lima, fueron publicadas por la Compañía General Fabril Editora (Argentina) y por la Unión de Escritores y Artista de Cuba, respectivamente, y también se han considerado iniciadoras del boom. Cerrar la nómina de todos los textos cuya publicación pudo suponer el inicio del fenómeno no es una tarea sencilla. No obstante, los títulos mencionados son los más destacados y comparten una característica común: su fecha de publicación, entre principios y mediados de los años sesenta. Esta franja temporal determina el momento en el que se produjo la eclosión de esa literatura no solo en España, sino también en el resto del mundo. La llegada de todas esas obras a España no solo coincidió con los procesos de crecimiento económico iniciados en los cincuenta y que facilitaron a buena parte de la sociedad el acceso a la cultura, sino que lo hizo también, como señala Matías Barchino, “con el programa propagandístico del régimen franquista en torno a los XXV años de Paz, que se conmemoraron en 1964” (Barchino 2017: 413). De cara al resto del mundo, España estaba poniendo su empeño en dejar atrás las viejas imágenes de la guerra y el inicio de la dictadura y buscaba alcanzar una aparente modernidad que pudiera equipararla en algunos aspectos a sus vecinos europeos, los cuales gozaban de un mejor reconocimiento a nivel internacional. Para el franquismo, el desembarco de la literatura hispanoamericana fue una de las oportunidades que le sirvió para ofrecer una faceta renovada del Estado en lo que a cultura
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se refería, afianzando a su vez su autoridad y estableciendo lazos con otros países.
Los autores pertenecientes al nuevo fenómeno hispanoamericano Tres obras publicadas con anterioridad a los sesenta han sido señaladas por la crítica como rivales para ocupar el puesto de iniciadoras del fenómeno hispanoamericano: El señor presidente (1946), del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, que alcanzó la fama tras la edición de la editorial Losada, si bien había una edición anterior realizada por otro exiliado español, Bartomeu Costa-Amic; El túnel (1948), del argentino Sabato, de la Editorial Sur —fundada en 1933 por la porteña Victoria Ocampo—; y Pedro Páramo (1955), del mexicano Juan Rulfo, publicada por el Fondo de Cultura Económica. ¿Qué las excluye entonces de formar parte del grupo mencionado en el epígrafe anterior? ¿Quiénes se integran en la nómina de autores y quiénes, y por qué, quedaron fuera? Guillermo Cabrera Infante, Julio Cortázar, José Donoso, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa son reconocidos por la mayoría como los protagonistas del fenómeno. Coinciden en haber iniciado sus trayectorias literarias entre los cincuenta y los sesenta, y además forjaron lazos de amistad de los que ofrecieron muestras públicas en esa época. Miguel Ángel Asturias, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Ernesto Sabato y Arturo Uslar Pietri son otros autores que pertenecen a una generación anterior. Comenzaron a publicar sus obras en las décadas anteriores y, además, no guardaban entre sí esa estrecha relación de amistad que parecía manifestar el primer grupo. Todos esos nombres, sin embargo, forman parte en el imaginario colectivo de ese mismo auge comercial que fue el boom de la literatura hispanoamericana. Mientras que las novelas de los primeros fueron editadas a partir de los sesenta, las de los segundos habían alcanzado reconocimiento internacional anteriormente e incluso muchas habían llegado
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a España. El estallido del boom fue una ocasión que promocionó a nivel mundial a los primeros y sirvió para reafirmar el espacio en las librerías de los segundos, cuyos nuevos textos se mezclaron con las óperas primas de sus compañeros. Dunia Gras mencionaba en su tesis doctoral (1998) la “considerable metralla” que el boom había lanzado, utilizando ese concepto tan visual para referirse a los autores hispanoamericanos cuyas obras no recibieron una acogida muy favorable por parte de lectores y editoriales internacionales. Sus novelas no entraron en el circuito comercial que se fraguó en España y en otros puntos de América Latina, sino que se distribuyeron de forma casi exclusiva en sus países y no llegaron a alcanzar exitosas cifras de ventas. Pueden incluirse aquí José María Arguedas, Alfredo Bryce Echenique, Manuel Puig, Néstor Sánchez, Severo Sarduy, Manuel Scorza, Agustín Yáñez... y la lista continúa, pero pensar solo en esos nombres sigue resultando insuficiente: las mujeres tampoco formaron parte del fenómeno. La chilena María Luisa Bombal y las mexicanas Rosario Castellanos y Elena Garro son solo tres ejemplos de autoras de las que los lectores españoles no tuvieron mucha noticia. Sus obras apenas tuvieron trascendencia fuera de sus países de origen, en editoriales como Joaquín Mortiz, que publicó Oficio de tinieblas (1962) y Los recuerdos del porvenir (1963). Estas dos novelas presentan una temática muy similar a la de sus compañeros, puesto que reconstruyen la historia nacional mexicana desde diferentes perspectivas y momentos históricos, lo que, sumado a que vieran la luz de forma exclusiva en prensas extranjeras, pudo contribuir a que no captasen el interés de los lectores españoles. Esa estrategia comercial que se puso en marcha para las nuevas novelas hispanoamericanas excluyó de forma consciente a creadores con menor proyección internacional, entre ellos a las autoras y a muchos de los autores que permanecieron en los países de América Latina en vez de trasladarse a ciudades europeas como Barcelona, París o Londres, símbolos de la modernidad y el urbanismo. La falta de presencia pública en estas capitales europeas y el hecho de que sus novelas fueron publicadas en editoriales afincadas en sus lugares de origen provocaron que no recibieran suficiente atención por parte de
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la crítica del resto de países de habla hispana. Su calidad no determinó su inclusión, o no, en el grupo, sino que se adujeron motivos ajenos a la literatura para tomar ese tipo de decisiones editoriales. En este sentido, la literatura hispanoamericana participó de un movimiento de carácter comercial, por lo que no a todos los sellos interesó publicar novelas situadas al margen de las exigencias del mercado. Muchos textos de la época se limitaron a una difusión interior en sus países de origen frente a la globalización que experimentaron las afortunadas. El boom fue, entonces, un corpus incompleto y selectivo que dejó a un lado a muchos autores, quedando sus obras al margen de las campañas publicitarias que llevaban a cabo librerías y editoriales españolas para darlas a conocer a los lectores, independientemente de que algunas de estas pudieran superar en calidad literaria a las de sus coetáneos. Un último aspecto a tener en cuenta es que no todas esas novelas que formaron parte del nuevo canon de la literatura hispanoamericana llegaron a la España del tardofranquismo con rapidez. Muchas de las que se publicaron en editoriales mexicanas, argentinas o chilenas en los sesenta no llegaron a manos del público español en ese momento. El proceso de recepción no fue tan rápido como podría pensarse desde el siglo xxi, sino que en muchos casos su puesta a la venta en librerías y la consiguiente compra por parte de los lectores se demoró por motivos de diversa naturaleza: problemas con los derechos de publicación internacional o con las distribuidoras, restricciones impuestas por la censura franquista, escaso interés y publicidad por parte de la crítica, rivalidades con los autores españoles... Esta perspectiva contribuye a desmitificar un fenómeno cuya explosión no se produjo sin dificultades ni de forma inmediata. El poeta y crítico Joaquín Marco consideró como hito clave de la recepción de esta literatura en España el lanzamiento de una colección popular de libros impulsada por RTVE y Salvat en 1970 en la que se publicaron numerosos volúmenes de autores españoles y también de hispanoamericanos (2004: 25-28). Según esa visión, sería entonces a partir de los setenta, y no desde su inicio una década atrás, cuando se masificó el acceso a estas obras por parte de los lectores gracias a ediciones más baratas y popularizadas.
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Capitales literarias de la literatura hispanoamericana en los años sesenta La publicación de las novelas pertenecientes a este fenómeno se dio principalmente desde tres espacios muy diferenciados: España, México y Argentina. En España, la capital literaria fue Barcelona. Su industria editorial había experimentado un notable crecimiento desde los años cuarenta, recuperando progresivamente la posición que había perdido con la Guerra Civil, cuando algunas de las casas editoriales españolas y sus integrantes se trasladaron a países latinoamericanos en los que el sector quedó reforzado. Joaquín Marco y Jordi Gracia, editores de un amplio y valioso volumen colectivo titulado La llegada de los bárbaros. La recepción de la literatura hispanoamericana en España, 1960-1981 (2004), se refieren así a la capitalidad literaria de Barcelona en la España del tardofranquismo: Los costes de residencia de la vida eran también más baratos que en París o Londres y los editores barceloneses constituían un factor decisivo a tener en cuenta, así como una cultura que se pretendía moderna en aspectos no solo referentes a la literatura, como la arquitectura, la pintura, el diseño, el amor al cine (que había que ver pasada la frontera francesa, en Perpiñán), la música del Palau, el teatro del Liceo y el atractivo de la Costa Brava, donde la burguesía progre se había instalado, especialmente Cadaqués, y una cierta forma de vida lúdica, de costumbres abiertas (Marco y Gracia 2004: 33). […] La capitalidad literaria de Barcelona nunca fue tan ostensiblemente moderna como en los años sesenta, porque incluso cobró energía para expresar su papel de vanguardia literaria en el contexto español y contra España, como si el nombre resumiese un legado y una tradición aborrecida, antigua o reciente (Marco y Gracia 2004: 69-70).
Desde Barcelona se promovió la difusión del fenómeno en España, lo que se debió al trabajo de los agentes culturales que supieron valorar la oportunidad comercial que ofrecía la nueva narrativa hispanoamericana. La ciudad y los perros se considera un punto de partida para
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el boom. Fue la primera novela escrita por Vargas Llosa, un peruano afincado en París, y fue publicada por Seix Barral, que había resurgido en 1955 gracias a la política editorial renovadora de Carlos Barral y su equipo de colaboradores —Joan Petit, José María Castellet, Jaime Salinas, los hermanos Ferrater...—. Muy bien posicionado en el campo editorial español del momento, el sello, a diferencia de otros más conservadores, apostó por introducir en su catálogo la obra de autores hispanoamericanos. Barral fue el primer editor en España que arriesgó por nombres hasta entonces desconocidos con el fin, según reconocía él mismo, “de hacer lo posible para que los lectores dejaran de preocuparse de si una novela estaba escrita en España, Perú, Colombia o Venezuela, ya que se trata de una misma literatura hispánica” (Barral 2000: 76). En sus empresas se llevó a cabo la primera edición de títulos como La casa verde (1966), Tres tristes tigres (1967), Ceremonias (1968), Conversación en La Catedral (1969) y La increíble y triste historia de la cándida Erendira y de su abuela desalmada: siete cuentos (1972). También editó novelas que ya habían sido publicadas en América Latina, como El siglo de las luces, El reino de este mundo y Guerra del tiempo, de Carpentier, de la mexicana Compañía General de Ediciones; o Coronación, de Donoso, de la chilena Editorial Nascimiento, fundada en 1917 y casa de autores tan reconocidos como Pablo Neruda. Barral no pudo editar todas las novelas del boom que pretendió y algunas hubieron de publicarse en firmas hispanoamericanas tras ser denegadas por la censura franquista5. Al respecto de la importancia que tuvo España en la conformación de este fenómeno, Barral consideraba que …en realidad, editorialmente hablando, de algún modo España ha recuperado una cierta capitalidad, o una cierta posición central, en la difusión
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Un conocido ejemplo es Cambio de piel, de Fuentes, cuya edición fue denegada por la administración censora y se publicó por primera vez en Joaquín Mortiz, de la que Barral y Víctor Seix eran accionistas. Otro caso problemático fue Tres tristes tigres, de Cabrera Infante, que prácticamente tuvo que ser reescrita para poder publicarse en Seix Barral, ante el elevado número de tachaduras impuesto por la censura.
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Autores y obras llegadas desde el otro lado del Atlántico 309 de esa literatura. Yo creo que si Cortázar hubiese publicado exclusivamente en la Argentina, Vargas Llosa en el Perú, y García Márquez en una editorial colombiana, esa especie de repercusión mundial hubiera sido más lenta. Es decir, que España sirvió de lanzamiento no solo al público español sino también al público de otros países latinoamericanos: le ha sido más fácil a Vargas Llosa llegar a la Argentina a través de España, que directamente desde Lima (Barral 2000: 58).
Por su labor como primer editor de estas novelas en España durante el franquismo y por sus vínculos con editores internacionales de relevancia, Barral puede considerarse uno de los promotores del boom junto con la agente literaria Carmen Balcells, quien, convencida de las posibilidades comerciales que los nuevos textos ofrecían, eliminó los contratos leoninos y vitalicios —tónica habitual de la época— y limitó los derechos literarios por cierto tiempo, lo que disgustó a editores y benefició a creadores. Además, Balcells animó a los autores hispanoamericanos de su agencia a que se afincaran en Barcelona y los puso en contacto con su gauche divine. Conjugados todos estos elementos, en España se formó un caldo de cultivo muy propicio para el fenómeno que llegaba desde el otro lado del Atlántico y, a su vez, se veía beneficiada por él puesto que contribuía a formar una nueva imagen de modernidad y progreso frente al atraso que simbolizaba el régimen a nivel internacional. En Editores y editoriales del exilio republicano de 1939 (2018), Fernando Larraz expone cuáles fueron los sellos que fueron fundados por o contaron con la estrecha colaboración de intelectuales españoles exiliados y presenta las características y particularidades de cada uno de ellos. México se considera un enclave decisivo para la propagación del boom. Las principales editoriales que se sumaron a la causa desde el país norteamericano fueron el Fondo de Cultura Económica y Joaquín Mortiz, aunque no se deben olvidar otras como la Compañía General de Ediciones, dependiente de la sociedad EDIAPSA de Giménez Siles, que “estaba dedicada sobre todo a publicar la obra de autores mexicanos, algunos de cierto renombre” (Larraz 2018: 250); ERA, fundada en 1960 por los exiliados españoles Jordi, Francisco y Neus Espresate Xirau, José Hernández Azorín y Vicente Rojo; o Siglo
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XXI, impulsada por Arnaldo Orfila Reynal en 1965, tras su salida forzosa del Fondo. Este se benefició de la colaboración de muchos intelectuales españoles, como Francisco Giner de los Ríos y Joaquín Díez-Canedo. En su catálogo, apostó en los sesenta por la literatura mexicana de la época “que consagró el moderno canon de la literatura nacional, con Octavio Paz, Juan Rulfo y Carlos Fuentes a la cabeza” (Sorá 2016). En el caso de Joaquín Mortiz, fue fundada por el ya mencionado Díez-Canedo en 1962, tras abandonar el Fondo de Cultura Económica, y contó desde sus inicios con el apoyo económico y profesional de Carlos Barral y Víctor Seix, que se convirtieron en unos de sus accionistas. La editorial mantuvo con los editores españoles una estrecha colaboración bidireccional y no solo publicó novelas de autores mexicanos, sino que “rescató” las que la censura franquista impidió editar a Seix Barral. Por último, en Argentina se publicaron también novelas muy significativas para la literatura hispanoamericana de la época. Radicadas en Buenos Aires, hubo dos editoriales, ya mencionadas, que destacaron por encima de las demás y en las que la colaboración de aliados españoles fue decisiva: Losada y Sudamericana. Losada, “siempre asociada a unos principios políticos que pueden denominarse liberales de izquierdas” (Larraz 2018: 25), representó la vanguardia literaria desde los cuarenta y publicó títulos fundamentales, como El Aleph (1949). En los inicios del boom, se encontraba en crisis tras la marcha de Guillermo de Torre de su dirección editorial y viró hacia posturas menos arriesgadas, centrándose en añadir a su catálogo aquellas obras que seguían los modelos de ventas, evitando con ello posibles pérdidas (Larraz 2018: 69). Con respecto a Sudamericana, fue fundada en 1938 por un heterogéneo grupo de intelectuales que pronto contó con los españoles Francisco Porrúa y Antonio López Llausás para que se hicieran cargo de las decisiones literarias y editoriales. Juntos sacaron adelante un vasto catálogo que respondía ampliamente a los gustos de los lectores y que albergó las novelas más comerciales del momento. Losada y Sudamericana fueron muy prolíficas y ocuparon un papel de relevancia para el movimiento hispanoamericano, pero también otros sellos contribuyeron a su desarrollo: Emecé Editores, fundada en 1939 y en la que trabajaron los españoles Arturo Cuadra-
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do y Luis Seoane (Larraz 2018: 103-134); EDHASA, impulsada en 1946 por López Llausás; la Editorial Sur, de Ocampo; la Compañía General Fabril Editora… Desde sus respectivas editoriales, estas tres capitales literarias supieron aprovechar la oportunidad que el mundo hispanoamericano les brindaba y atendieron con solicitud a las exigencias del mercado del libro, teniendo en cuenta las particularidades de cada uno de los territorios y publicando aquellos títulos que contaron con mayor acogida por parte de los lectores. A principios de los sesenta, la industria cultural de Barcelona puso en marcha nuevas técnicas editoriales con las que adelantó a los otros dos territorios, los cuales habían vivido un mayor esplendor las décadas previas, pero se estaban quedado atrasados, aunque su labor fuese igualmente clave para el desarrollo de esta literatura. Entre los editores españoles, mexicanos y argentinos se forjaron nuevas alianzas profesionales que alimentaron respectivamente sus catálogos, aumentaron sus ganancias y se sumaron a las que habían establecido décadas atrás a propósito de la publicación de las obras de los integrantes del exilio intelectual republicano. A pesar de la capitalidad literaria de esos tres espacios, otras empresas hispanoamericanas desempeñaron un papel destacado en la conformación del boom, siendo un claro ejemplo la chilena Editorial Nascimiento. En definitiva, se trató de una relación internacional muy fructífera que no solo benefició a editores y sellos, sino que repercutió directamente en el público, que vio crecer con rapidez el horizonte literario que se ofrecía hasta entonces en las librerías.
Los escritores españoles y los recién llegados: convivencia y competencia Como ya se sabe, desde mediados de los cincuenta y hasta la mitad de los sesenta, la narrativa española estuvo dominada por el realismo social, un movimiento literario caracterizado por el objetivismo y la denuncia de las duras condiciones de trabajo del campesinado y del proletariado obrero, así como de la inactividad y la falta de com-
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promiso por parte de la juventud urbana burguesa. Narradores como Ignacio Aldecoa, Jesús Fernández Santos, Carmen Martín Gaite y Rafael Sánchez Ferlosio iniciaron esa corriente que radicalizaron más tarde autores más jóvenes como Antonio Ferres, Jesús López Pacheco, Armando López Salinas o Luis Goytisolo. Esa nueva fórmula literaria, a través del lenguaje realista, criticaba a la oligarquía burguesa en la que, en buena medida, se sustentaba el franquismo y reivindicaba los derechos que merecían las clases más desfavorecidas. En ese contexto, la narrativa española tuvo que compartir espacio en el campo editorial con las nuevas novelas hispanoamericanas. Si los textos traducidos del inglés, del francés o del italiano no suponían un estorbo para los novelistas del interior, la producción hispanoamericana los dividió entre quienes la apoyaron y quienes recelaron de ella al ver, además, que los premios que hasta entonces ganaban ellos iban a parar a manos de los recién llegados6. El uso del castellano funcionaba como nexo entre las literaturas de estos espacios geográficos haciendo que formasen parte de un mismo todo y esa unidad lingüística beneficiaba a los lectores, los cuales empezaban a acceder a otras tradiciones culturales7. Sin embargo, algunos autores españoles rechazaban sentirse miembros de esa hermandad literaria que se expandía con éxito. En otras palabras, se trató de una disputa por hacerse con el reconocimiento de los lectores: Se trata del paso de un campo literario dominado por la consideración de una literatura nacional, la española, a la aceptación de una literatura transnacional, o literatura de literaturas, que será la constituida por las obras de los narradores latinoamericanos de distinta procedencia.
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Sirvan de ejemplo el Premio Biblioteca Breve que recibieron las obras de Vargas Llosa en 1962, Vicente Leñero en 1963, Cabrera Infante en 1964, Fuentes en 1967 y Adriano González León en 1968, así como el Prix International des Éditeurs de 1961, que fue otorgado simultáneamente a Jorge Luis Borges y al irlandés Samuel Beckett. La producción novelística procedente de Brasil, al no coincidir en la cuestión lingüística, quedó excluida del nuevo fenómeno y no logró alcanzar las mismas cuotas del mercado del libro internacional. Se dejó al margen a autores fundamentales como Jorge Amado, João Guimarães Rosa, Clarice Lispector o Nélida Piñón, cuyas obras no llegarían a España hasta años más tarde.
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Autores y obras llegadas desde el otro lado del Atlántico 313 El conflicto que se producirá […] en las polémicas de la época no es más que un conjunto de luchas por el espacio territorial, por el dominio hegemónico, por mantener la exclusividad del campo literario, con la que contaban los escritores españoles hasta ese momento (Gras y Sánchez López 2004: 121)
La crítica literaria española también experimentó el mismo proceso y se dividió entre quienes apoyaban con elogiosas reseñas en periódicos, revistas y suplementos culturales las nuevas obras8 y quienes, por el contrario, ponían en tela de juicio su valor. La censura, que suponía un conflicto para el desarrollo de la industria editorial española en su conjunto y para la conformación de los catálogos de los editores, también afectó a la literatura hispanoamericana. No obstante, la publicación de La ciudad y los perros inició las quejas de escritores que consideraron que se había autorizado por ser de un autor extranjero y alegaban que los hechos que describía no hubieran sido permitidos si en vez de en Lima, se hubieran ubicado en España. Aunque acusaron a la administración franquista de ser más permisiva con sus colegas, lo cierto es que esos juicios de valor no se sustentan sobre ninguna base, ya que aquellas novelas también sufrieron duramente las restricciones de la censura9. Si las temáticas y las técnicas narrativas diferían entre literatura española e hispanoamericana, la lengua común y su obligado paso por las manos de los censores las hacían próximas entre sí e, independientemente de opiniones personales, las convirtieron en compañeras en un mismo sector cultural y periodo temporal. El fenómeno de la literatura hispanoamericana se acercó a su final10 a principios de los setenta, momento en el que el franquismo
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Como ejemplo ilustrativo de ese posicionamiento favorable por parte de la crítica, véase Barchino (2017). 9 Acerca de esta cuestión, véase Prats Fons (2004). 10 Se conoce como “postboom” al conjunto de autores y obras que empezaron a publicar a partir de 1970, cuando la novedad hispanoamericana ya no lo era tanto y los lectores estaban ya acostumbrados a las nuevas corrientes y técnicas narrativas. Ejemplifican esta etapa títulos como El obsceno pájaro de la noche (1970), de Donoso, y Un mundo para Julius (1970), de Alfredo Bryce Echenique.
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también se aproximaba a su fin y la novelística española ponía en marcha nuevas propuestas estéticas, lo que captó el interés de los lectores de nuevo hacia la producción nacional y los inminentes cambios políticos, sociales y culturales del propio país. No es que las novelas de los autores de América Latina que habían triunfado perdiesen todo su peso en las cifras de ventas de las librerías, sino que ya no resultaban una novedad que pudiera explotarse con las mismas estrategias comerciales. Además, la globalizada literatura hispanoamericana sufría en su seno interno un acusado distanciamiento entre sus miembros más destacados, que hasta entonces habían vendido una imagen de unidad muy positiva desde el punto de vista de la promoción publicitaria11. Sus diferentes posiciones políticas acerca de cuestiones de primer orden mundial aceleraron el declive del grupo12 y dejó de significar una novedad para el sector editorial, que hubo de orientarse hacia otros fenómenos y corrientes.
Algunas recapitulaciones finales La literatura hispanoamericana de los años sesenta encontró en la España franquista una importante vía de difusión para obras y autores que no partió ni se quedó de forma exclusiva allí, sino que se extendió con rapidez por otros países. La venta de los nuevos libros favoreció la renovación de los modelos literarios dominantes en España hasta ese momento. El boom le permitió formar parte de un fenómeno muy dilatado en la geografía y gracias a él pudo mostrarse como un país más progresista, tomando distancia de la imagen internacional que se
11 El fin de la amistad entre García Márquez y Vargas Llosa se produjo en 1976, cuando el segundo le asestó un puñetazo al primero acusándolo de haberse entrometido en sus asuntos conyugales. 12 Especialmente relevante fue el “caso Padilla”, en 1971: el poeta cubano Herberto Padilla fue encarcelado acusado de “actividades subversivas” contra el gobierno por el contenido de sus poemarios y por haber participado en un recital que tuvo lugar en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Recibió el apoyo de algunos de los integrantes del boom, que abandonaron su posición con respecto al régimen castrista.
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había forjado en las décadas anteriores. Novelas como La ciudad y los perros, Rayuela y Cien años de soledad entraron sin retorno al mercado del libro internacional. Los lectores españoles habían aumentado su nivel adquisitivo en los sesenta, lo que propició la popularización de la cultura en todas las capas sociales, y habían descubierto esa nueva literatura que fue muy reforzada por parte del sector editorial. Los autores españoles se dividieron entre quienes se mostraban reacios a los nuevos libros que despuntaban y quienes alababan su llegada. Y en medio de ese debate, todas las obras, independientemente de la nacionalidad de su autor y de dónde se hubieran impreso, tenían que pasar por la censura. Las literaturas mexicana, peruana, argentina, colombiana, chilena… se combinaron bajo una misma denominación, la de la literatura hispanoamericana, en definitiva, una literatura de literaturas que se expandió por Europa y por América Latina, y se convirtió en el primer fenómeno que mezclaba de una manera tan clara lo comercial con lo literario. El éxito de acogida que tuvieron esos nuevos libros fue posible gracias al apoyo de editoriales como Seix Barral, en el caso de España, Fondo de Cultura Económica, EDIAPSA, o Joaquín Mortiz, en México, y Losada, o Sudamericana, en Argentina. Durante el tardofranquismo, muchas novelas hispanoamericanas se vendieron con facilidad en las librerías españolas, que disfrutaron de una nueva situación cultural, pero otras muchas no tuvieron cabida en ese mercado editorial y quedaron al margen de las ventas y de la posterior historia editorial. En resumen, la literatura hispanoamericana de los años sesenta fue una estrategia comercial que se extendió por muchos territorios, duró algo más de una década y supuso un cambio en el campo editorial a nivel internacional, interesado en publicar a determinados autores, dejando a un lado a muchos otros por razones de carácter extraliterario, lo que terminó excluyéndolos del canon.
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Sorá, Gustavo (2016): “Semblanza de Fondo de Cultura Económica (1934-)”, en Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Portal Editores y Editoriales Iberoamericanos (siglos xix-xxi)-EDI-RED. Suárez Toledano, Cristina (2020): “Seix Barral y Joaquín Mortiz: historia de una relación editorial contra la censura franquista”, en Letras Hispanas, 16, pp. 195-206. Tola de Habich, Fernando y Patricia Grieve (1971): Los españoles y el boom: cómo ven y qué piensan de los novelistas latinoamericanos. Caracas: Tiempo Nuevo. VV. AA. (2019): “La cláusula Balcells”, en Imprescindibles, TVE, 26-03-2019.
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Sobre los autores
Geneviève Champeau fue catedrática de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Bordeaux Montaigne (Francia) hasta 2011 y emérita hasta 2019. Sus publicaciones versan sobre novela contemporánea y relatos de viaje. Es autora de Les enjeux du réalisme dans le roman sous le franquisme (1995) y editora científica de Référence et autoréférence dans le roman espagnol contemporain (1994), Relatos de viajes contemporáneos por España y Portugal (2004), Relaciones transestéticas en la España contemporánea (2011) y del monográfico “Viajar para contarlo”, número 246-247 de la revista Quimera (2004). Es coeditora de Le phénomène anthologique dans le monde ibérique contemporain (2000) y Nuevos derroteros de la narrativa española contemporánea (2011). Valeria De Marco es catedrática de Literatura Española de la Faculdade de Filosofia Letras e Ciências Humanas da Universidade de São Paulo. Doctora en Teoría Literaria y Literatura Comparada e investigadora del CNPq (Conselho Nacional de Desenvolvimento Cientifico e Tecnológico) y miembro del Consejo Deliberativo del Instituto de Estudios Avançados (IEA/USP) y de la editorial de esa universidad (Edusp), coordina el grupo de investigadores brasileños que colaboran en el proyecto Editores y Editoriales Iberoamericanos (siglos xixxxi) EDI-RED. Es docente en los cursos de grado, ámbito, en el cual
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desarrolla en los últimos años una asignatura dedicada a Prácticas de Lectura y Escrita Académicas, y en el programa de posgrado dirige disertaciones de maestría y tesis doctorales. Entre sus publicaciones, cabe mencionar dos libros en el área de la literatura brasileña y literatura comparada (O império da cortesã. Lucíola um perfil de Alencar, 1986; A perda das ilusões: o romance histórico de José de Alencar, 1993) y, en el área de literatura española, publicó ensayos sobre la literatura de posguerra y del exilio republicano en diferentes periódicos o libros colectivos y preparó la edición, el estudio introductorio y notas de Campo francés, de Max Aub, para la colección Clásicos Castalia. Max Hidalgo Nácher es profesor de la sección de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universitat de Barcelona e investigador del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) de la Universitat Autònoma de Barcelona. Su tesis doctoral, dirigida por Nora Catelli en la UB, estudiaba El problema de la escritura en el campo intelectual francés (1945-1975) (2013). Ha realizado estancias de investigación en la Universidad Nacional de Rosario, Universidade de São Paulo, Centro de Referência Haroldo de Campos (São Paulo) y Harvard University, y ha codirigido la revista Puentes de Crítica Literaria y Cultural con Fernando Larraz y Paula Simón. Sus principales campos de investigación giran en torno a las poéticas de la modernidad, la circulación de la teoría literaria y sus usos desde la segunda mitad del siglo xx y las escrituras del exilio republicano de la Guerra Civil española de 1939. Ha publicado artículos sobre Max Aub, José Bergamín, María Zambrano, Roland Barthes, Jorge Luis Borges, Oscar Masotta, Leyla Perrone y Nicolás Rosa, entre otros, y actualmente lleva a cabo un estudio sobre la biblioteca de Haroldo de Campos, sus redes intelectuales y la construcción de una teoría de la escritura ligada a la traducción. Publicará en 2021 el ensayo Teoría en tránsito. Arqueología de la crítica y de la teoría literaria españolas de 1966 a la posdictadura, primer tomo de una investigación sobre Los estudios literarios en Argentina y en España: institucionalización e internacionalización coordinada con Analía Gerbaudo, en la que se despliegan algunas de las problemáticas contenidas en el artículo incluido en este libro.
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Sobre los autores
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Juan José Lanz es profesor de Literatura Española en la Universidad del País Vasco, especialista en Literatura Contemporánea. Ha publicado los siguientes libros: Temas principales en “Los heraldos negros”, de César Vallejo (1990), La poesía de Luis Alberto de Cuenca (1991), La luz inextinguible (Ensayos sobre Literatura Vasca Actual) (1993), La llama en el laberinto (Poesía y poética en la generación del 68) (1994), Marejada: Historia de una revista y de un grupo literario gaditano (1996, en colaboración con Juan José Téllez Rubio), Antología de la poesía española (1960-1975) (1997), Introducción al estudio de la generación poética española de 1968 (2000), Unamuno, Otero, Aresti (2003, en colaboración con Jon Kortazar), La revista “Claraboya” (1963-1968). Un episodio fundamental en la renovación poética de los años sesenta (2005), Fablas. Revista de poesía y crítica (2007), La poesía española durante la Transición y la generación de la democracia (2007), Páginas del 68. Revistas poéticas juveniles, 1962-1977 (2007), Alas de cadenas. Estudios sobre Blas de Otero (2008), Las palabras gastadas. Poesía y poetas del medio siglo (2009), Conocimiento y comunicación. Textos para una polémica poética en el medio siglo (1950-1963) (2009), Nuevos y novísimos poetas. En la estela del 68 (2011), Antorcha de Paja. Revista de Poesía (1973-1983) (2012), La Musa Metafísica. Estudios sobre la poesía de Guillermo Carnero (2016), Gerardo Diego y Blas de Otero, entre Santander y Bilbao (2016), Juan Ramón Jiménez y el legado de la Modernidad (2017) y Poesía, ideología e historia. (Siglos xx y xxi) (2019). Ha preparado la edición de obras de Juan Ramón Jiménez, Miguel Mihura, Rafael Ballesteros, Félix Grande, Diego Jesús Jiménez, Agustín Delgado y Luis Alberto de Cuenca. Fernando Larraz es profesor de Literatura Española en la Universidad de Alcalá. Licenciado en Filosofía y Filología por la Universidad de Salamanca y doctor en Literatura por la Universidad Autónoma de Madrid. Ha trabajado como profesor e investigador en las universidades de Tubinga, Birmingham y Autónoma de Barcelona, y ha sido profesor visitante en otras universidades europeas y latinoamericanas. Su investigación se centra en la historia cultural del exilio republicano de 1939, la narrativa española contemporánea y la historia de la edición y la censura editorial. Es autor de El monopolio de la palabra.
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El exilio intelectual en la España franquista (2009), Una historia transatlántica del libro. Relaciones editoriales entre España y América Latina (1936-1950) (2010), Max Aub y la historia literaria (2014), Letricidio español. Novela y censura durante el franquismo (2014) y Editores y editoriales del exilio republicano de 1939 (2018). Ha coeditado la antología Los restos del naufragio. Relatos del exilio español (2016), junto con Javier Sánchez Zapatero, y la novela Cacereño (2019), de Raúl Guerra Garrido, junto con Cristina Suárez y María Álvarez Villalobos. Es miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL), de la Universidad Autónoma de Barcelona, y del Grupo de Investigación en Literatura Contemporánea (GILCO), de la Universidad de Alcalá. Entre 2020 y 2022 disfruta de una beca de la Fundación Humboldt para desarrollar el proyecto “Spanish Expatriated and the Intellectual Field in the City of Buenos Aires (1937-1942). Networks, Conflicts, Discourses”. Fue codirector, junto con Max Hidalgo Nácher y Paula Simón, de la revista Puentes de Crítica Literaria y Cultural, director de la revista Contrapunto y codirige la revista Represura, sobre censura y represión cultural. Berta Muñoz Cáliz es doctora en Filología Hispánica (Teoría, Historia y Práctica del Teatro) por la Universidad de Alcalá. Desde 1999 trabaja en el Centro de Documentación Teatral (actualmente CDAEM) del INAEM (Ministerio de Cultura y Deporte), donde ha publicado dos volúmenes de la serie “Fuentes para el estudio del teatro español”: Mapa de la documentación Teatral en España (2011) y Guía de obras de referencia y consulta (2012). Su tesis doctoral trató sobre la censura teatral franquista, tema sobre el cual ha publicado los libros: Teatro crítico y censura (2005), Expedientes de la censura teatral franquista (2006) y Censura y teatro del exilio (2010). Otra de sus áreas de investigación es el teatro para niños: ha publicado Guía de teatro infantil y juvenil (2002) y Panorama de los libros teatrales para niños y jóvenes (2006), obra por la que obtuvo el Premio Juan Cervera de Investigación. En el ámbito de la práctica escénica, participó en varios montajes de Jesús Campos como ayudante de dirección (1997-2000). Ha sido profesora de Literatura Infantil y de Didáctica de la Literatura Española en la Universidad Autónoma de Madrid (2014-2016) y ha
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Sobre los autores
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publicado numerosos artículos sobre teatro español contemporáneo en revistas especializadas como Primer Acto, Las Puertas del Drama, ADE Teatro, Teatro (Revista de Estudios Teatrales), ALEC, Revista de Literatura, Signa, Artez, etc. María Teresa Navarrete Navarrete, licenciada en Filología Hispánica (Universidad de Cádiz), máster en Estudios Hispánicos (Universidad de Cádiz) y máster “El Veintisiete desde hoy en la Literatura Española e Hispanoamericana” (Universidad de Granada). Se doctoró con una tesis titulada La obra literaria de Julia Uceda (1959-2015) (Universidad de Cádiz). Ha trabajado como profesora ayudante en la Universidad de Gante. Actualmente es investigadora postdoctoral en la Universidad de Gante y Amberes donde desarrolla el proyecto “Networks of Resistance: the Ágora Literary Circle in Post-War Spain” financiado por Fonds Wetenschappelijk Onderzoek-Vlaanderen (FWO). Sus temas de investigación se centran principalmente en la poesía española contemporánea, la literatura bajo el franquismo, la literatura escrita por mujeres, las redes literarias y los estudios sobre el trauma. Sus trabajos han sido publicados en editoriales como Iberoamericana, De Gruyter, Castalia o Visor y en revistas como Signa o Anales de Literatura Española Contemporánea, entre otras. Ha desarrollado estancias de investigación en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en la Università degli Studi di Bergamo y en la Universiteit van Amsterdam. Rocío Ortuño Casanova es profesora e investigadora del Departamento de Literatura de la Universidad de Amberes (Bélgica), donde está afiliada al grupo de investigación Antwerp Center for Digital Humanities and Literary Criticism (ACDC). A su vez, forma también parte del grupo ALTER (Crisis, Otherness and Representation) de la Universitat Oberta de Catalunya. Se doctoró en 2010 en Estudios Hispánicos en la Universidad de Mánchester con una tesis sobre poesía de la Generación del 27, sobre la que ha publicado un libro, Mitos cristianos en la poesía del 27 (MHRA). En Inglaterra trabajó en las universidades de Mánchester, Aston y Salford. En 2012 pasa a interesarse por la literatura filipina en español, dirige el portal de Literatura
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filipina de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y comienza a trabajar durante tres años en la Universidad de Filipinas en Diliman. Actualmente su investigación se centra en dos ejes: por un lado, las relaciones literarias y culturales entre Filipinas y el mundo hispanohablante entre finales del siglo xix y la II Guerra Mundial, tema sobre el que ha promovido varios proyectos digitales y de digitalización como la base de datos Filiteratura y el repositorio de prensa histórica filipina Philperiodicals. Por otro lado, en la poesía en español y su relación con la música, interés que desarrolla en el proyecto PoeMAS de la UNED. Sobre ambos temas ha publicado numerosos artículos e impartido presentaciones invitada por universidades como las de Ámsterdam, Utrecht, Costa Rica, Wesleyan College, Ateneo de Manila o Complutense de Madrid. Domingo Ródenas de Moya es catedrático de Literatura Española en la Facultad de Humanidades de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Autor de los ensayos Los espejos del novelista (1998), Travesías vanguardistas (2009), Vueltas sin regreso. Max Aub y Dionisio Ridruejo (2018) y de las antologías de prosa vanguardista Proceder a sabiendas (1997), Prosa del 27 (2000) y Poéticas de las vanguardias históricas (2007). Ha dirigido la obra 100 escritores del siglo xx. Ámbito Hispánico y Ámbito Internacional (2008) y es coautor de El ensayo español del siglo xx (2009), Historia de la literatura española. 7. Derrota y restitución de la modernidad, 1939-2010 (2011) y Pensar por ensayos (2015). Entre sus estudios y ediciones figuran obras del grupo mexicano Contemporáneos (Prosa), de Miguel de Unamuno (Abel Sánchez; San Manuel Bueno, mártir; Cómo se hace una novela y otras prosas), Azorín (Superrealismo y Félix Vargas), Gómez de la Serna (El Novelista y Greguerías, relatos, ensayos y otros textos), Benjamín Jarnés (Obra crítica, El profesor inútil, Elogio de la impureza entre otros títulos), Antonio Marichalar (Ensayos críticos y Entre tiempos y espacios. Crónicas literarias), Guillermo de Torre (De la aventura al orden) Miguel Delibes (Los santos inocentes), Carmen Laforet (Nada), Antonio Buero Vallejo y Vicente Soto (Cartas boca arriba) y Javier Cercas (Soldados de Salamina). Su más reciente trabajo es la edición de Hélices, de Guillermo de Torre (2020).
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Sobre los autores
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Diego Santos Sánchez es profesor en el Departamento de Literaturas Hispánicas y Bibliografía de la Universidad Complutense de Madrid. Ha trabajado como profesor e investigador en las universidades de Alcalá, Harvard, Durham, Autónoma de Barcelona y Humboldt zu Berlin y ha sido investigador y docente visitante en diversas universidades de Europa y América Latina. Su trabajo se centra en el impacto ejercido por la dictadura de Franco sobre el teatro español, prestando especial atención a fenómenos como la censura, el teatro universitario y el exilio teatral. En los últimos años le ha prestado también atención a las relaciones entre teatro y dictadura en un ámbito transnacional, como muestra el volumen editado Theatre and Dictatorship in the Luso-Hispanic World (2018). Es, además, autor de las monografías El teatro pánico de Fernando Arrabal (2014) y Teatro y enseñanza de lenguas (2010). Es miembro del Grupo de Estudios del Exilio Literario (GEXEL) de la Universidad Autónoma de Barcelona y del Instituto del Teatro de Madrid (ITEM) de la Universidad Complutense de Madrid, del que ejerce como secretario académico. Fue fundador y primer presidente de BETA, Asociación de Jóvenes Doctores en Hispanismo y miembro del comité editorial de 452ºF. Revista de Teoria de la literatura i literatura comparada. Actualmente es secretario de Talía. Revista de Estudios Teatrales. Cristina Suárez Toledano es graduada en Estudios Hispánicos por la Universidad de Alcalá. En la actualidad, es investigadora contratada predoctoral de la misma universidad, donde realiza su tesis sobre las estrategias editoriales de Carlos Barral en relación con la censura. Ha publicado diferentes trabajos sobre censura y campo editorial, y sobre la literatura española del siglo xx. Es secretaria de redacción de la revista Represura, forma parte del comité de redacción de la revista Contrapunto y es miembro del Grupo de Investigación en Literatura Contemporánea (GILCO), de la Universidad de Alcalá. Bénédicte Vauthier es catedrática de Literatura Española en la Universidad de Berna y directora del Instituto de Lengua y Literaturas Hispánicas. Su investigación se centra en la literatura española contemporánea, en la teoría de la literatura y en el estudio y la edición
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de manuscritos y textos de literatura española contemporánea. Ha publicado un centenar de artículos y una quincena de monografías y ediciones sobre autores de los siglos xix-xx: Menéndez Pelayo, Unamuno, Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Juan Goytisolo. En colaboración con Margarita Santos Zas, publicó un estudio y edición de Ramón del Valle-Inclán en tres volúmenes: I. Estudio y dossier genético y editorial. II. Un día de guerra. (Visión estelar) y III. La Media Noche. Visión estelar de un momento de guerra (2017). En la actualidad, dirige el proyecto de investigación “Literatura problemática. Problemática sociodiscursiva de textos en prosa de la Modernidad española” apoyado por el Fonds National Suisse de la Recherche Scientifique (SNF 100012_188957). Entre sus últimas publicaciones, destaca la coordinación y dirección del volumen colectivo Teoría(s) de la novela moderna en España. Revisión historiográfica (2019) y la reedición de Castelar, hombre del Sinaí de Benjamín Jarnés (en prensa).
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