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Spanish Pages 165 Year 2017
Malú Sierra Un pueblo sin Estado Mapuche Gente de la Tierra SIERRA, MALÚ Un pueblo sin Estado / Malú Sierra Santiago, Chile: Catalonia, 2010. ISBN: 978-956-324-051-1 ISBN Digital: 978-956-324-559-2 Periodismo de investigación 070.40.72 Diseño y diagramación: Sebastián Valdebenito M. Diseño de portada: Guarulo & Aloms Fotografía de tapa: archivo personal de la autora Edición de textos: Jorgelina Martín Dirección editorial: Arturo Infante Reñasco Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, en todo o en parte, ni registrada o transmitida por sistema alguno de recuperación de información, en ninguna forma o medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo, por escrito, de la editorial. Primera edición: enero, 2010 ISBN: 978-956-324-051-1 ISBN Digital: 978-956-324-559-2
Registro de Propiedad Intelectual Nº 187.925 © Malú Sierra © Catalonia Ltda., 2017 Santa Isabel 1235, Providencia Santiago de Chile www.catalonia.cl – @catalonialibros Índice de contenido Portada Créditos Índice PARTE I UN PUEBLO QUE SOBREVIVE Preludio Capítulo 1 El conflicto mapuche Capítulo 2 La gente de la tierra Capítulo 3 El Nguillatún de Maiquillahue: El privilegio de participar en el rito de reciprocidad con lo divino Capítulo 4 Se ha despertado el ave de mi corazón Capítulo 5 Lo que tenemos que rescatar es una filosofía Capítulo 6 Cosmovisión mapuche: una interpretación del universo PARTE II PEHUENCHE GENTE DEL BOSQUE Capítulo 7 ¡Que no sigan cortando la araucaria, que esa es la madre de nosotros! Capítulo 8 El clan de los Meliñir, guardianes de la montaña virgen Capítulo 9 ¡Ladrones de tierra nosotros, que salimos de aquí! Capítulo 10 La epopeya de Quinquén Capítulo 11 “El río me contó lo que los muertos dicen/ hablando desde las raíces...” Capítulo 12 Los montañeses de Trapa Trapa son los dueños del silencio Capítulo 13 La ancianidad respetada
PARTE III MARICHIWEU DIEZ VECES TRIUNFAREMOS Capítulo 14 Por la conocida y la desconocida historia del pueblo mapuche Capítulo 15 La Pacificación de la Araucanía: un capítulo negro de la historia nacional Capítulo 16 Del genocidio al otrocidio: la chilenización de los mapuches y la resistencia cultural Capítulo 17 Kai Kai, la serpiente de las aguas, agita el inconsciente indígena. Capítulo 18 La Guerra de Arauco no ha terminado Notas PARTE I UN PUEBLO QUE SOBREVIVE Preludio Testimonio de la tortura inflingida a Felipe Huenchullán por parte de la Policía de Investigaciones y las fuerzas especiales de Carabineros en 2009. Todo comenzó alrededor de las cinco de la tarde del día miércoles 14 de octubre del 2009, momento cuando nos encontrábamos en la avenida principal de la ciudad de Ercilla a un costado del furgón rojo que estaba estacionado en dicha avenida de propiedad de don José Millanao, listos para dirigirnos a la comunidad junto a los demás peñi, con quienes habíamos estado participando durante la mañana de una audiencia en el tribunal de la ciudad de Collipulli. Repentinamente, fuimos rodeados por un gigantesco grupo de policías civiles, PDI y del GOPE de Carabineros, quienes salieron de los negocios y casas del lugar, fuertemente armados, y de manera muy violenta nos obligaron a tirarnos al suelo. En todo momento nos apuntaban con sus armas, bajo amenaza de matarnos; fuimos subidos amarrados a los carros policiales y a la parte trasera de las camionetas. Todo este procedimiento lo realizaron enfrente de todas las personas que a esa hora pasaban por el lugar.
Posteriormente fuimos llevados, bajo fuertes medidas de seguridad, hasta la comisaría de la ciudad de Collipulli, donde nos interrogaron bajos golpes de patadas y puños por policías de civil. Después nos llevaron al hospital de la ciudad, supuestamente para la constatación de lesiones, pero en este lugar el médico solamente nos miró y le entregó un documento a uno de los civiles que nos custodiaba. Luego fui devuelto al calabozo de la comisaría. Mientras tanto seguían sacando a los demás peñi de a uno; los otros que iban quedando escuchaban cómo continuaban los golpes. A estas alturas los carabineros y los detectives estaban totalmente descontrolados, nos golpeaban sin justificación y se burlaban de nosotros, dentro de las amenazas que nos decían “ahora vamos a ir a sus casas y los vamos a cargar a todos y van a cagar, indio de mierda”. A eso de las ocho de la mañana del día siguiente fuimos sacados por otro grupo de civiles y fuerzas especiales de Carabineros de la comisaría de Collipulli, sin saber hacia dónde éramos llevados; luego de unos treinta minutos llegamos a otro lugar; a un policía se le escuchó decir que estábamos en Victoria. De la misma manera entre golpes y amenazas nos ingresaron amarrados a diferentes calabozos. Después de unas dos horas aproximadamente en el calabozo amarrado, fui llamado por el Fiscal Miguel Ángel Velásquez a una oficina donde se encontraba él y unos quince policías de civil, quienes me rodearon y comenzaron a grabarme. El Fiscal me obligó a declarar amenazándome que si no lo hacía la pasaría aún más mal; de la misma forma los policías me obligaban a declarar, apagaban la luz y alguno de ellos me golpeaba en la oscuridad, después se sentía que se cambiaban de lugar y prendían la luz nuevamente, así estuve unos quince minutos, luego me llevaron al calabozo, pasaron otros diez minutos, llegó otro grupo de policías, a dos de ellos los identifiqué porque en una oportunidad estuvieron en Ercilla entrevistando a unos peñi de la comunidad. Este grupo de policías, cuando me fue a buscar al calabozo, me dijo que era para que conversáramos un poco; me sacaron de la comisaría de Victoria, me subieron a una camioneta roja, me sentaron al medio de dos policías en los asientos traseros y aquí uno de ellos me dijo que agachara la cabeza y comenzara a decirle lo que yo había hecho el día sábado, dónde estuve y cómo había quemado el camión; se pusieron muy violentos, el policía de adelante sacó su arma y me pegó en la cabeza, me dejó un momento inconsciente, llegamos a un camino de ripio, me sacaron las zapatillas y me pusieron un cordel en el cuello y me hicieron correr descalzo por las piedras mientras me sacaban fotos y uno grababa con su cámara; los otros corrían apuntándome con sus armas al lado mío, así estuvimos unos veinte minutos. Luego me llevaron a otro lugar, que no pude identificar, un policía me agarró de la cabeza, me llevaba rápido y les decía: “háganle un cerebrito”, esto consistía en caminar rápido entre los brazos del policía cabeza abajo semi ahorcado y parar repentinamente, sentía que me arrancaban la cabeza y perdía de a poco la conciencia. Me decían que contara todo, “porque tú no la vai a sacar barata como tus cagás de hermanos”, (se referían a Jorge, Jaime y Rodrigo Huenchullán, quienes han sido absueltos en varias oportunidades), te vamos a matar, te tiraremos a un río donde nadie te encontrará, pero si tú reconoces, esto no pasara, pero si no, también podrás
pasar el resto de tu vida preso, indio de mierda, a tu cagá de familia la vamos a cagar a todos, y si alguien nos hace algo a nosotros, nosotros vamos y los hacemos polvo, porque somos muchos y ustedes un par de pelagatos, sólo esperamos matarlos a todos”. Uno de estos policía decía: “estamos a cargo de hacer una investigación por las amenazas que les hicieron a ustedes nuestros amigos de la “Hernán Trizanos”, ¹ pero esto no lo haremos porque lo único que queremos es que los maten a todos, indio flojo, cobarde y muerto de hambre, ustedes no deberían existir.” A estas alturas ya no podía sostenerme solo de pie por lo que dos policías me seguían interrogando y golpeando, me sentaban y aplastaban, hacían una y otra vez el cerebrito , hasta que uno de ellos recibió un llamado y ordenó que me devolvieran rápido al cuartel. En la camioneta de vuelta, uno me decía: “mira indio de mierda, mañana nosotros estaremos en la audiencia y si te atreves a denunciarlo, te volveremos a sacar y te torturaremos mucho más, estái en nuestras manos conchetumadre”. Capítulo 1 El conflicto mapuche Lo que está ocurriendo ahora no es nuevo, dice Leonel Lienlaf, protagonista de Mapuche Gente de la Tierra. Han pasado veinte años y el joven poeta que me guió por los senderos de la Araucanía hoy accede a iluminar la experiencia del pueblo mapuche frente al Estado de Chile. El llamado conflicto mapuche no es para él sino una guerra sucia, no de ahora sino de siempre. —Hay un proceso de aniquilación sistemática y policial del pueblo mapuche. Es una realidad. Esto que sucede ahora no es la primera vez, lo mismo pasó en los años treinta. Viene ya desde hace mucho rato. Cuando Manquilef empezó a plantear el tema del nacionalismo surge la necesidad de criminalizar, de transformar al pueblo mapuche en terroristas, delincuentes. El mismo tema de la Pacificación de la Araucanía: hay que exterminarlos. Es una guerra sucia casi racial del Estado chileno contra el mundo mapuche. Antes de que se cumplieran los quinientos años del arribo de Colón, voces indígenas se escucharon en toda América reivindicando su cultura, su territorio, su derecho a la autonomía. Un levantamiento, dijeron los Estados nacionales. Una reafirmación, dijeron ellos. En Bolivia condujeron a Evo Morales a la misma Presidencia de la República. En Chile, los mapuche aparecieron, como si hubieran estado ocultos en los pliegues de la tierra, de repente se hicieron visibles, se escucharon de nuevo los nombres de sus autoridades y el reclamo de sus tierras, lo que ha originado numerosos episodios de violencia. Las imágenes en la televisión chilena muestran a diario los enfrentamientos con la policía en que, sin duda, los mapuche son los malos. Mientras tanto los medios extranjeros acusan a la policía chilena de ser excesivamente brutal. Their response has rarely been proportionate to the violence of which de Mapuche are accused, escribe en inglés Kaitlin Porter y se publica urbi et orbi. En la Internet, desde luego. En castellano lo que dice es que la respuesta de la policía raramente ha sido proporcional a
la violencia de que se acusa a los mapuche. Y continúa: después de años de intervenciones no violentas, cuando nunca fueron escuchados y, en cambio, fueron reprimidos, no es sorprendente que la población local recurra a medidas violentas para hacerse oír. En este nuevo capítulo doy la voz una vez más a Leonel Lienlaf, ahora un hombre maduro, padre de tres niños hombres a los que educa a la vez amorosa y rudamente. Un mapuche capaz de contar con autoridad este proceso que él llama una Nueva Pacificación. —Hemos tenido asesinados siempre. Torturados. Y desaparecidos. Los chilenos reclaman porque tienen torturados y desaparecidos después del 73. Para nosotros eso siempre ha estado ocurriendo. En 2010 y en 1881. Y sin dar respiro continúa, —Chile empobreció al país mapuche. ¿Por qué nosotros tendríamos que aportarle al Estado de Chile? ¿Qué es ser chileno? Un pasaporte, tener un número. ¿Bailar cueca el dieciocho? Chile es una idea de pueblo que aún no cuaja. Se está hablando del bicentenario ¡doscientos años! ¡Qué son doscientos años! En un contexto incluso de pueblos mínimos, se requiere una formación de al menos mil años para que empiece a construir su propia lengua. Chile no existe, es una idea ficticia, existe como Estado, pero no como pueblo. Estado que se impone a través de un proceso de negación de lo otro. El Estado necesita negar lo preexistente para justificarse. —Un pueblo no intenta construir Estados porque es un pueblo en sí mismo. Lo que sí necesita es un territorio y ahí está la diferencia de lectura. Cuando se habla de autonomía mapuche, cuando se habla de un país mapuche o de la nación mapuche se está hablando en términos de pueblo. Por eso es tan importante la palabra pueblo porque el pueblo no obedece a la dinámica del Estado, sino a la tradición cultural. Ahora, lo que se entiende por tradición desde el punto de vista antropológico, arqueológico y político es algo que molesta al mundo mapuche. La idea teórica es que la tradición para los pueblos indígenas debería permanecer lo mismo de antes, o sea no se les permitiría evolucionar. El pueblo mapuche tiene una tradicionalidad y se manifiesta en ciertas relaciones culturales y en términos culturales, pero, obviamente, todo pueblo evoluciona incorporando otras cosas. No está en la negación de los pueblos el incorporar o no. Pero no por decreto sino por costumbre. Por vivir. Por formas de vivir. El pueblo mapuche ha estado en constante evolución, en contacto con otras culturas, incorporando y, además, entregando. Sobre todo en tecnologías que se adaptan a la forma de vivir mapuche. Eso también es tradición: cómo uno adapta los cambios a su forma de ser pueblo. Es una manera de relacionarse. Y está la relación con el territorio. El mundo de los Estados no habla de territorios sino más bien de terrenos medidos, se cuantifica en términos económicos, principalmente. En cambio, el territorio para el mapuche es una significación cultural. Una racionalidad distinta. Tiene que ver con un arraigo mucho más antiguo, una forma de vivir. De ser. A una pregunta responde rápido.
—¿Qué es lo que busca el pueblo mapuche? Primero sacar a esos señores con esmog mental sentados entre cuatro paredes que no sacan nada con tener Internet porque no están conectados con el mundo. Es una elite dominante seguida por todo un país que tiene poca conciencia de sí mismo. Eso demuestra que no es un pueblo todavía, es un Estado. Pero la historia es larga y hay que contarla una y otra vez. —El proceso de Pacificación o Eliminación empezó en 1860 y culminó en 1883. Trajeron colonos para que sirvieran al Estado chileno, cosa que el pueblo mapuche no hacía porque era un territorio independiente. Un pueblo que tenía sus propias leyes, sus propias reglas, el comercio. Y era muy rico. Las riquezas mapuche fueron confiscadas por el Estado chileno. Con eso se subsidia la Guerra del Pacífico y toda la colonización alemana. Nos robaron. Nos expropiaron, literalmente. Hasta ahora. Lo que está quedando de riqueza está en territorio mapuche, por eso viene este proceso de nueva pacificación, nueva aniquilación. La idea es destruir el movimiento mapuche, hostigarlo, tiranizarlo, hacer una campaña de desprestigio, porque eso es lo que hacen. Lo que está haciendo el Ministerio del Interior, lo que están haciendo los fiscales es guerra sucia contra el pueblo mapuche. El mismo calificativo de terrorista a la Coordinadora Arauco Malleco… La pregunta es la siguiente ¿ha matado a alguien la Coordinadora? Sin embargo, los mapuche tenemos tres muertos, gente asesinada por la espalda, torturada, allanamientos todos los días, niños maltratados. —La violencia viene del Estado. No hay una resolución judicial que diga que los mapuche que están encarcelados son culpables de quemar casas y camiones. La mayoría son montajes que nunca han llegado a nada. Todos los presos están acusados por asociación ilícita y por pertenecer a un movimiento mapuche. Por eso son presos políticos. Juicios con testigos falsos, pero no hay pruebas. Los jueces locales, que están un poco más insertos en la realidad, nunca han fallado en contra de los mapuche. Todo termina en la Corte Suprema, que al final se ha transformado en una corte política, entonces los mapuche han pasado diez, quince años encarcelados sin haber sido efectivamente condenados. —Cuando se habla de la Coordinadora y la violencia, judicialmente no se ha probado. Lo que sí se ha hecho es un juicio político. No hay pena de muerte, pero se aplica igual. El asesinato ha sido, en todos los casos, con alevosía. Después de muerto, a Mendoza Collío lo patearon y eso quedó demostrado en el Instituto Médico Legal. Los hematomas que presenta ocurrieron después de muerto. —La violencia está instalada en el Estado chileno. Y frente a este exterminio se trata de autodefensa absolutamente necesaria. Lo que pasó con la dictadura: la movilización social fue lo que llevó a la democracia, no los grandes señorones que hoy día se arrogan el triunfo; fue la movilización social de la cual después se olvidaron. Lagos levantó el dedo porque tenía toda la protección. La violencia ha sido tan extrema con el mundo mapuche que este se ha mostrado demasiado pacífico en relación a la que han ejercido sobre él. Y no estoy hablando de los últimos tiempos, estoy hablando desde 1900, de la finalización de la guerra. Igual en el lado chileno
que en el argentino. Hay una coordinación entre los Estados. La operación Cóndor durante la dictadura no es nada más que la réplica de lo que ya habían hecho con el pueblo mapuche y de lo que se sigue haciendo hoy día. Están deslegitimando los movimientos a través de sus ideólogos, a través de la prensa. Eso es un hecho concreto. —Pero la supervivencia del pueblo mapuche no depende del Estado chileno ni del argentino. Ni su aniquilamiento. Puede ser… pero le va a costar demasiado caro. Y ya le está costando. Porque el mundo mapuche también ha evolucionado y de eso no se han dado cuenta. Se dice que la gente que ha salido de las comunidades no es mapuche porque está en Santiago. Es como decirle a una jirafa que no es jirafa porque es de África y está en un zoológico. Ser mapuche no es cuestión de dónde se viva ni de apellidos sino de una concepción del mundo como un ser. En Santiago hay machis, se hace Nguillatún . —Pasó en 1930. Los mapuche siempre han usado el tema territorial, se jugaba palín en la Quinta Normal hasta los años cuarenta. Lo que ha hecho el Estado es ir arrinconándolos. Allí había una ruca y esa ruca la sacaron y está destruida en el museo de Historia Natural. Los mapuche siempre han ido construyendo territorio. Después de la persecución trataron de borrar todo vestigio de donde se hacían ritos, pero la gente mapuche urbana continuaba juntándose y los hacía igual. Muchas comunidades están subsidiadas por gente que trabaja afuera, por el mismo mundo mapuche que vive en las ciudades. En verano se produce el regreso masivo cuando la gente vuelve a su comunidad a reencontrarse con los suyos, participar en las ceremonias y colaborar en la cosecha. — ¿Y cuál podría ser la solución? —La solución pasa por un Parlamento. Un Parlamento significa reunir a todos los dirigentes de todos los lugares y no con el Gobierno sino con todos los poderes del Estado y conversar. Desde los generales a los jueces de la Corte Suprema, a todos los que se autodenominan el Estado. Y nosotros partir de los últimos tratados, que no se han respetado. Por ejemplo, en el ejército tendría que haber ahora por lo menos dos o tres generales mapuche. La gente mapuche que se rindió en ese Parlamento llegó a un acuerdo con el Estado, que les entregaba un rango dentro del ejército. —Un Parlamento es lo único que puede resolver el conflicto. Eso va a depender, en primer lugar, del Estado de Chile que tiene que ser un interlocutor válido que hoy día no lo es. Los chilenos no pueden seguir con una Constitución dictatorial. Por último vuelvan a la de 1925, que era mucho mejor. No estoy hablando para los mapuche, que nunca han contado, sino para los chilenos porque esa era una Constitución más democrática. Si los chilenos no son democráticos ¿qué nos vienen a pedir a nosotros? Por ejemplo, después del asesinato de Lemún, que fue el primero, el ministro de Interior debería haber renunciado, por mínima decencia. Ya suman tres con Matías Catrileo y Jaime Mendoza Collío. Por último, que renuncie el intendente como muestra de decencia política. ¿Con qué moral critican a Pinochet y a los otros asesinos? ¿Porque fueron tres mil?, solamente. Como dice la derecha, los nazis mataron a seis millones.
—Es hora de que el pueblo chileno empiece a tomar conciencia porque es importante a quién tenemos como interlocutor, que ya no es solamente el Estado. Restablecer lazos de civilidad entre ellos porque el que dialoga por ahora es el Estado, con un tipo de legislación y una Constitución que, según él mismo, es antidemocrática. Tiene que haber un consenso democrático, partiendo por generar una Constitución representativa como pueblo. —Los mapuche, es cierto, todos tenemos distintos puntos de vista, pero hay una capacidad de ponerse de acuerdo. Un pueblo no es una secta, por lo que están representados todas las ideas y todos los movimientos. Los objetivos son comunes: el establecimiento y la autonomía como pueblo, y territorialidad. —El autogobierno es poder decidir sobre sí mismo y sobre su territorio. No puede ser que lleguen tres tipos de afuera, se junten con un poder del Estado y sin pedir ni siquiera autorización entren a las comunidades. Hay un ejemplo reciente de lo que pasa con el doble discurso o el discurso vacío hacia el mundo mapuche. Del gobierno, particularmente. Un hecho bastante ridículo: mientras la Presidenta hablaba sobre el Convenio 169 y el respeto a los pueblos indígenas, paralelamente se hacía una licitación internacional, sin consultarle a las comunidades, en que el Estado estaba vendiendo el subsuelo o el territorio de todas las comunidades de la cordillera de Melipeuco, con una licitación que afecta a dieciséis comunidades y a una de Curarrehue. Si la gente no se hubiera dado cuenta nadie se habría enterado porque todo se hizo entre gallos y medianoche y el día de mañana veremos gente entrando a nuestros lugares, como ha pasado en Panguipulli donde llegan los de la empresa eléctrica en helicóptero hasta dentro de las comunidades. Eso es ultraviolento y da poca credibilidad a la real voluntad política. Lo otro es discurso bonito. Para la foto. El Convenio 169 no tiene validez con la Constitución de Pinochet. La palabra pueblo no existe en la Constitución. Ganó un juicio una machi porque los jueces le dieron la razón, pero no por pertenecer a un pueblo sino por lo cultural. Puede servir en otros casos, pero no se puede invocar la palabra pueblo. —En cuanto al territorio hay un espacio que tiene que ver con lo sagrado, y lo sagrado no entendido desde una visión teológica. Esa es otra confusión. Lo sagrado está visto desde una perspectiva de mirar el mundo, de relacionar al otro como ser viviente que también tiene su propia racionalidad. Un árbol tiene su propio espíritu, su forma de ser, es planta. Eso tiene que ver con los remedios. Cuando la machi dice que necesita sus remedios viene el ingeniero agrónomo y le propone que por qué no los planta en su huerta. Pero el poder de la planta no está en el cultivo del huerto sino dónde se ubica en un determinado lugar. El llantén no es el mismo llantén alrededor de una cascada con ciertos poderes que un llantén cultivado en el jardín. Pueden tener las mismas propiedades físicas o químicas, pero hay otros espacios que no están presentes. Y ahí entramos a otro punto: la necesidad de la propiedad colectiva, a lo mejor no de toda la tierra, pero de ciertos espacios, sobre todo de las montañas. O el agua. Es una aberración que en Chile haya gente que sea dueña de montañas. ¡Qué decir del agua! Las montañas deberían ser colectivas, salvo el espacio de tierra donde uno vive. El mundo mapuche tiene una relación colectiva que implica también cuidar esos lugares, lo que no ocurre en el mundo chileno,
eso se ve en los espacios públicos. Tienen que aprender a cuidar colectivamente. —¿Que estamos subdivididos? Ese es un asunto que habrá que resolver de alguna manera. La población aumenta. A lo mejor el proceso está en cómo hacer eficiente ese tipo de tierra. La pregunta es si la gente necesariamente tendrá que vivir de la tierra o vivir en la tierra en términos concretos. Cómo incorporamos nuevas tecnologías para hacer más eficiente el vivir en la tierra. Una porque estamos reducidos en el territorio, y cada vez está más reducido. De todos modos la población mapuche no ha crecido exponencialmente, lo que sí ha variado es la propiedad y la tenencia de la tierra aunque por lógica debería haber aumentado. Hoy día hay otras cosas con las cuales se puede vivir, y eso hay que incorporarlo. —Una y otra vez la prensa amarillista nos critica porque la tierra que entrega el Estado queda botada. Que no la trabajamos. Y ponen el ejemplo del fundo Alaska. El fundo Alaska tiene su historia. Fue destruido por Mininco. Eran grandes bosques, los cortaron, no los aprovecharon, los quemaron. Luego la forestal de los Matte plantó pinos con el 70 por ciento de subsidio del Estado, destruyó las tierras, las cabeceras de agua, los lugares sagrados y después se lo vendió a un precio carísimo al Estado, que se lo entregó a las comunidades pelado. Debieron haberle cobrado a la empresa —que son verdaderas mafias, carteles legales— para que recuperara las tierras. Se necesita mucha inversión y mucho tiempo. Cincuenta a cien años. ¡Todo el daño y el desastre y el empobrecimiento que dejaron! Eran bosques preciosos y los quemaron en la década de los setenta para aprovechar el DL 701. Originalmente pertenecía a las comunidades, pero por la ley 2568 de Pinochet no se respetaron los títulos de merced. Obligó a la división. Las plantaciones empobrecieron al pueblo mapuche. La octava y la novena región, que es donde más producen las forestales, son las más pobres. ¿Cuál es el real aporte que ha hecho la industria forestal? Le planteo el tema de los colonos, que viven allí hace cien años. ¿Qué culpa tienen ellos? La respuesta suena como un disparo. —Sobre los pobres colonos a quienes nosotros estamos expulsando de nuestro territorio, hay que decir que los Urban, los Luchsinger ² , los que han tenido problemas, no es que no tengan ninguna culpa. Son los que han generado conflictos, nunca han estado relacionados de buena forma con las comunidades, han tenido siempre una política agresiva como todo latifundista. No son blancas palomas ni pobres señores que han hecho una vida abnegada, ese es un cuento. La mayoría de los que llegaron al sur, a la frontera, actuaban acorde al tema de frontera, que siempre fue conflictivo. Todos los grandes señores que se enriquecieron eran unos tránsfugas, que hicieron su fortuna a base de especulación, explotación de su propia gente, corriendo cercos, robando —un tipo de cuatrerismo que se dio mucho— engañando, entonces no es tan simple. Son muy pocas, contadas, las familias que se enriquecieron en el sur que no tuvieron esa actitud de matonaje. Uno lo ve todavía en los colonos ultranacionalistas. Por otro lado, son los que destruyeron todo, cambiaron el bosque nativo por pino y eucalipto. Otra
gente que vino a colonizar, pero que no se hizo rica, que vive en el sur, ha tenido otra relación y ellos son los que cuentan cómo eran y cómo son, sobre todo en los pueblos donde todo se sabe. Los pequeños colonos también han tenido problemas con los grandes. —La lengua, última frontera… —La necesidad del mapudungun se va ir dando en la medida que cambie la situación. Hoy día hay que generar escritura y grafemas, mucho más acordes. La escritura mapuche sí ha existido, el problema occidental es que ha confundido la escritura con el alfabeto griego y latino, tal como confundió, concertadamente, la alfabetización con la castellanización. Algo que se sigue confundiendo en Latinoamérica. Que no es lo mismo. Con esos parámetros ni los chinos ni los japoneses tendrían escritura porque no son alfabetos. Además, que no usamos el alfabeto griego sino el abecedario del latín. Teníamos escritura. Está en los símbolos, en la platería, en los textiles, son historias que se tejen allí. El soporte es otra cosa. Como los que dicen que publicar en otro formato que no sea el libro no es una publicación. El soporte no tiene importancia. La manta de un lonko contaba su historia y dónde pertenecía y cualquier persona sabía quién era. Eso es escritura, porque todo lo que puede ser leído es escritura. Obviamente, hay algunas evoluciones que hay que hacer, cambios necesarios del tiempo. La discusión es que ahora se está usando el alfabeto latino y los mapuche, en general, hemos decidido por el alfabeto Ranguileo, aunque nunca va a representar el sonido. La conadi generó un conflicto cuando impuso una perversión lingüística, un invento que hicieron. Si queremos escribir hay que generar una escritura a partir de los símbolos que tenemos. Una comisión lingüística debería volver a trabajar el tema ideográfico. Debería evolucionar así la lengua, escribir y recordar de esa manera los sonidos. No tenemos por qué quedarnos pegados. —La complejidad del idioma, los conocimientos de la botánica, de la medicina, demuestran que han tenido que pasar miles de años para conocer al detalle y nombrar cada elemento. Cada alga está nombrada con su género y su subgénero. Tiempo invertido. Claro que ha ido sufriendo modificaciones. El poeta Lienlaf conoce bien la cultura occidental cristiana a la cual los chilenos adherimos. Desde sus instituciones hasta las personas. Las ha estudiado, ha leído enciclopedias, el castellano lo aprendió con diccionario por lo que habla mejor que muchos chilenos que nada saben de mapudungun. Una oportunidad que también tuvo Lautaro: aprender quiénes éramos del propio Pedro de Valdivia y otros, como Lienlaf, que continúan por el mismo camino. Capítulo 2 La gente de la tierra Te busqué, padre mío, joven guerrero de tiniebla y cobre.
PABLO NERUDA , Canto General En la ruka mapuche, la vivienda humana más orgánica que conozco, me sentí acogida. Una casa que emerge de la tierra como una callampa de cuento. Durante las noches largas junto al fogón, sorbiendo el mate que pasa de mano en mano, me di cuenta, por primera vez, de la afinidad natural con nuestra raza raíz. Algo muy familiar, como si la escena de la mujer inclinada sobre la marmita negra, el rostro transfigurado por el fuego, hubiera estado inscrita en mis células desde un lejano tiempo. Poco a poco, durante los cuatro años, cuando conviví con ellos en distintos períodos, los fui conociendo más. Hice amigos entrañables. Y tal vez algún enemigo... La ruka que es la cocina y la pieza donde se vive, está aparte de la otra, tan pequeña como aquella, que es dormitorio y bodega. En el valle es distinta que en la costa, y bastante diferente a la de la cordillera: el clima es el que decide los materiales a usar. Si barro y coligüe y paja, si tabla forrada en papel, o gruesos troncos laboreados allí donde el crudo invierno exige una fortaleza. Siempre pobres, más aún desde nuestra perspectiva del consumo y el confort. Lo justo e indispensable. Disimuladas en el paisaje, naturalmente camufladas, es difícil descubrir las rukas sin algún experto guía. La Providencia, esta vez, me puso uno especial, hecho de plata pulida , que eso significa en su lengua el apellido Lienlaf. Por el padre y por la madre Leonel es Lienaf: fulgores de estrella traían para este muchacho mapuche que a los veinte años apenas ya era todo un personaje. Ganador de un premio importante —en honores y en dinero— por su libro de poesía que describe desde el título cómo y cuándo Se ha despertado el ave de mi corazón. Nepey Ñi Güñún Piuke. Escrito en mapudungun y traducido al castellano junto al poeta chileno Raúl Zurita. Con Leonel vivencié la cosmovisión indígena, en que todo lo que existe forma parte de una trama. Donde todo tiene vida. Y que en nuestra corta existencia, lo importante es vivir. Mi corazón/ está despierto/ con la tierra , dice uno de sus poemas mínimos. El mío fue despertando con la Gente de la Tierra, que es lo que quiere decir, etimológicamente, la palabra Mapuche . Un mapuche digno de Castaneda, con una sabiduría que le aflora naturalmente. Sin edad, sin clase social, con una singular finura de alma. Un místico sin alarde que percibe lo sagrado que permea lo profano en la vida, día a día. Un mago, capaz de sacar de la nada algo que valga la pena. Siempre sereno y tranquilo, pero no por eso menos drástico en sus juicios y opiniones. En ocasiones, lapidario. Entre el humo, que no falta en toda auténtica ruka , doña Ermelinda Lienlaf me contó el relato mítico de Kai Kai y de Tren Tren . Lo hizo primero en mapudungun y después en castellano. Bilingües desde la cuna, los mapuche parecen tener una memoria enorme, que les ha permitido trasmitir su cultura sin pasar por la escritura.
En Alepúe el viento sur hace vibrar la ruka : siempre es así cuando se vive a la orilla del océano. Encaramada en los cerros de la cordillera de la costa, la morada de los Lienlaf es una frágil nave lista para zarpar. Doña Ermelinda comienza: “Mi abuela me contaba la historia de cuando el Tren Tren creció y el mar entró hasta adentro. Toda la gente tuvo que salir de sus casas; llevaron algo para comer y subieron al cerro. Al comienzo quedó todo destapado, las piedras del mar, y el que era inteligente se fue a buscar mariscos. Donde el mar se dio la vuelta... Subieron arriba y tomaron una guagua que encontraron escondida y la mataron. Y también a una oveja café amarillenta. Las mataron para hacer subir el cerro. Rogaron e hicieron sus oraciones y sonó el cerro: Tren Tren Tren, bramó. Fueron tres veces el sonido. `Hemos hecho bien, pues’, dijeron los que estaban sobre el cerro y empezó a crecer el cerro. Subieron todo tipo de animales a protegerse ahí: lagartijas, sapos, leones, zorros. Aquellas mujeres que amamantaban a sus hijos se les arrollaban las culebras alrededor de los pechos y los que decían güy , caían al agua. El mar dio la vuelta dos veces. Cuando iba a salir de nuevo se vio un caballo alazán, chico, con la tusa brillante, que parecía que el sol estaba sobre él. Era el que avisaba que venía el mar: Kai kai Filu , la serpiente de las aguas. Tanto creció el Tren Tren que tuvieron que ponerse los platos de greda en la cabeza para no quemarse con el sol, que lo tenían tan cerca. Volvió a sonar el cerro tres veces. La gente dice que todavía hay pedacería de greda arriba. Me contaba mi abuelita que su abuela le contó”. La mítica lucha entre el bien y el mal que relata doña Ermelinda reviste diversas formas en los distintos lugares: en la cordillera de los Andes fueron los ríos, los lagos, los manantiales, los que inundaron la tierra. Sólo un resto se salvó al elevarse con ellos el poderoso Tren Tren . No volví a escuchar, eso sí, lo del sacrificio humano. Menos aún entre los pehuenches, que son, según Leonel, los más cristianizados dentro del pueblo mapuche. El diluvio universal de la Biblia judeo-cristiana se mezcla con las leyendas trasmitidas por herencia. Pero siempre, en todas partes, la batalla se libró en el preciso escenario donde ahora están viviendo. Aquí fue en Alepúe, en la costa valdiviana de la región de los Ríos. Ellos han estado allí desde el principio del tiempo, son los descendientes directos de aquellos antepasados que subieron al Tren Tren . Don Toribio, el padre de Leonel, ha permanecido en silencio mirando desde un rincón con el único ojo que le dejó un accidente en la mar. Interviene hacia el final para poner las cosas en claro: nosotros somos los verdaderos chilenos, nacidos y criados en la tierra. Los españoles son de otra parte y vinieron a quitarnos estas tierras. Son agregados. No acepta que a ellos les digan indios. Indios no hay aquí en Chile. Nosotros somos netamente mapuche . Y a mí me gusta seguir así, tal como nos dejó Dios.
“¡Cuándo van a progresar!”, diría algún ciudadano de la civilización del progreso (ese que sin darse cuenta ha transformado la Tierra en un inmenso basural). La tensión entre la visión de mundo indígena y la civilización occidental se manifiesta con mucha fuerza entre esta gente porfiada, raíz de la raza chilena. Su historia lo explica bien: más de trescientos años lucharon, tres siglos en pie de guerra. Generación tras generación el mapuche nacía destinado a la pelea. Murieron cientos de miles por defender su territorio, su cultura, su idioma. Su manera de vivir. En el sur húmedo y verde, donde el continente termina, me empapé de su paisaje y de su gente. El bosque nativo, confieso, me enamoró para siempre: el coigüe, el roble, la lenga, la magnífica araucaria. Leonel Lienlaf se fue dibujando como un personaje inolvidable, infinito como sus versos: Vengo de las tierras de Alepúe, diré/ avanzo, avanzo/ quiero llegar muy lejos/ más allá del umbral de las estrellas . Un guía impredecible, no del todo confiable, cuando a ratos reaparece aquel su duende burlón. Las “travesuras” de Leo forman parte de este cuento. Pienso, como Zurita, que “sus poemas son esenciales porque son la muestra más palpable contra el olvido y contra la muerte” ³ . Él, por su parte, dice que no es poeta sino intérprete de las cosas que ha escuchado. “Sólo fui canalizando en palabras ese sentimiento que sigue circulando en nuestro pueblo”. No fue el único que me ayudó a recorrer los laberintos de una cultura oral que, además de ser distinta, es diametralmente opuesta a aquella en la que estamos insertos. Desde la llegada de los españoles —la Historia recién comienza cuando alguien puede escribirla— los cronistas intentaron mostrar a este pueblo originario. Alonso de Ercilla y Zúniga, el primero, cantó con admiración —no exenta de temor— sus hazañas guerreras: dispuestos a dar la vida por defender su libertad. La gente que produce es tan granada,/ tan soberbia, gallarda y belicosa,/ que no ha sido por rey jamás regida/ ni a extranjero dominio sometida , escribió inspirado. Pero, al mismo tiempo, reprochó a la Corona española no haber tenido la mano más firme con Arauco: Que la llaga que al principio no se cura/ requiere al fin más áspera la cura. Y, con la mentalidad del hombre civilizado, reprobó de plano su modo de ser, sus creencias, sus costumbres. Usan el falso oficio de hechiceros,/ ciencia a que naturalmente se inclinan,/ en señales mirando y en agüeros,/ por las cuales sus cosas determinan. Los historiadores chilenos, los misioneros católicos y, más tarde, los investigadores de diversas ciencias, pusieron todo su empeño en descifrar su pensamiento. Antropólogos, sociólogos, etnólogos y lingüistas me entregaron un mapa indispensable. Pero siempre los poetas fueron los más certeros. Neruda, una vez más, que me llevó de la mano a través de su Canto General . Y luego este joven poeta mapuche que me mostró en el terreno lo que las teorías no dicen. Leonel no dejó nunca pasar mis comparaciones. Durante los años que demoró mi trabajo sobre la cosmovisión indígena fui conociendo en forma paralela a aymara y mapuche, y alguna vez dije que a mí me parecía que la falta de grandiosos monumentos, como los que exhiben las culturas
altoandinas del norte, mostraba un grado de evolución inferior de la raza mapuche. Como gallo de pelea henchía el pecho y me rebatía: “Yo mido el grado de evolución por la cuestión intelectual. Todo lo que se dio en las culturas de la alta civilización en América tenía un defecto: habían logrado establecer un orden jerárquico similar al de Europa. Un defecto, desde mi punto de vista, porque esa fue una de las causas por la que se rindieron de inmediato. Cayeron debido a que había un poder político que, como tal, estaba expuesto a la corrupción”. Confirma mi teoría de que toda organización estructurada de esa manera —el modelo de los incas, de los mayas, los aztecas— no tiene conciencia de libertad. Es cierto que su capacidad creativa estaba más desarrollada, y con una espiritualidad más avanzada que la que existe ahora. Pero lo interesante es que estos pueblos del sur, que aparentemente no tenían una organización política, resistieron trescientos años, y más, porque había un concepto de libertad diferente. No eran esclavos unos de otros. La libertad no es un valor así no más. Los mayas, los aztecas, los incas, endiosaron a los españoles. Los recibieron como a dioses y por eso se debilitaron. En cambio, los pueblos primitivos e involucionados del sur, no lo hicieron. El mapuche fue capaz de contemplar los acontecimientos, de cuestionarlos inteligentemente, y de enfrentar a los intrusos, que eran mucho más fuertes, que traían armas de fuego, caballos y maquinarias. Mestizo cultural, profundo conocedor de la cultura occidental (a los quince años ya se había leído los veinte tomos de la Historia de Encina y devorado cuánto libro caía en sus manos, desde Mafalda a Zaratustra), Leonel critica con argumentos contundentes el sistema que impera. Lo más peligroso de la sociedad occidental no es tanto el consumismo sino que se fundamenta en una filosofía del futuro, estamos siempre viviendo para el mañana. En nuestras larguísimas charlas, en mi casa o en su casa, y a veces a medio camino, me dijo, más de una vez, cuál era su posición: “Yo no quiero convencer a nadie; no quiero salvar a nadie. Salvándome yo, perfecto. Que quede bien claro: para eso están las agencias de publicidad”. Su vena de antipoeta tiene cierto eco parriano. Fue un compañero ideal en muchas de mis aventuras en territorio mapuche. Más de una vez me sentí frente a un anciano oriental, un alma antigua en un cuerpo joven, con esas facciones mongoles de algún monje tibetano que me ha tocado conocer. Pero también era un niño al que le gustaba jugar. Nos reímos, nos peleamos, sufrimos por los caminos imposibles de los Andes o vadeando esos esteros del todo desconocidos. Imaginábamos que el charco era en verdad un abismo que nos podía tragar. Recorrí con él muchos miles de kilómetros, decidida a “involucionar” en busca de las raíces. Al final estuve tentada de no contárselo a nadie, como aquel personaje de Borges, “el etnógrafo”, que se fue a estudiar los aborígenes para optar a su título universitario y que cuando los hubo conocido, de verdad y con amor, decidió no escribir el informe académico y abandonó la profesión. Tal vez porque soy mujer, y sé lo que es dar a luz, no puedo sino entregar esta historia sin igual. En un principio mi intención era centrarme en los pehuenche, los hijos de la araucaria. Tengo predilección por la gente montañesa y una verdadera
pasión por la cordillera de Los Andes. Había conocido en el norte de Chile y en Bolivia, a los habitantes nativos de las altas mesetas andinas; quería conocer, en el sur, a sus hermanos australes. ¿Cómo sería la esencia espiritual de estos hombres y mujeres, capaces de soportar los rigores de la naturaleza en esas frías latitudes? En 1988, cuando encontré a Leonel (que es lafkenche, gente del mar), no sabía casi nada de los pehuenche, un minúsculo grupo desparramado en la cordillera, entre la octava y novena regiones del país. Unos frente a Los Ángeles y otros a espaldas de Temuco, la metrópoli mapuche. Invisibles, en verdad. Me costó conseguir algún material bibliográfico, uno que otro libro escrito desde la perspectiva del hombre de la ciudad. Llegué a temer que se hubieran extinguido, como los onas o los alacalufes de los canales fueguinos. Nadie sabía de ellos. Lo que sucedió fue notable. En el curso de los años que ha durado este trabajo, los pehuenche pasaron del total anonimato a la primera plana, instalados, sin quererlo, en el ojo del ciclón. Demoré catorce meses en ir a conocerlos a sus lejanos dominios y ocurrió en una circunstancia que facilitó el encuentro. No tuve que llegar donde ellos dando explicaciones, en Quinquén fui recibida como amiga, tal como otra gente no mapuche que había dado con ellos la lucha por la araucaria. Con el clan de los Meliñir fue amor a primera vista. Me tocó seguir de cerca, como testigo presencial, la epopeya de su lucha por la tierra. Esta gente de los bosques más hermosos del planeta son auténticos sobrevivientes. Los que viven en el Tren Tren . La montaña virgen es el último refugio del pino araucaria o pehuén , que les permite subsistir cuando ya no queda nada. Ni las catástrofes naturales ni los errores humanos que han arruinado el entorno parecen poder alcanzar a esta raza de hombres libres: el pan les llueve del cielo. El fruto del árbol-madre, el generoso piñón, es capaz de protegerlos contra cualquier adversidad. Pan postrero de la patria, lo llamó Neruda en su Oda a la Araucaria. Pan de valientes. Quinquén se transformó, a comienzos de los 90, en un símbolo de la cuestión mapuche. Kükañe es su nombre original y quiere decir refugio en mapudungun. En la lengua de la tierra los nombres responden a lo que en verdad significan: un auténtico rincón, un escondite en los Andes, de esos valles misteriosos que corren de norte a sur a más de mil metros de altura. La cordillera abre allí sus brazos de piedra para dar refugio en su seno a los seres humanos. A aquellos que se atrevan a compartir los inviernos con el león y con el cóndor y un metro y medio de nieve que los aísla por meses. Hubo que tomar partido. Lo había hecho —profética— Gabriela Mistral hace tiempo, cuando escribió: Se trata ahora de conservar la riqueza del sur, a la gente del sur, de resguardar la parcela para el indio y el mestizo, que la han heredado dos veces, por las dos sangres, y como si dijéramos, de mantener la voluntad de Dios, que es la de que aquel territorio inmenso de mesetas y llanos ejemplares, de botánica preciosa y de una minería magnífica, siga siendo el dominio de sus dueños naturales y la seguridad de la vida de sus hijos.
Gente brava, estos mapuche. Con propiedad, araukanos , si se acepta que esa denominación viene del término quechua auka , que significa salvaje, incivilizado. La conquista inca no logró penetrar el territorio mapuche, pero algunas voces y algunos mitos llegaron hasta nuestros días. Así, más de una vez, escuché, refiriéndose a las riquezas que esconden aquellas montañas, que el oro y la plata que antiguamente se encontraban a flor de tierra, se habían escondido en las profundidades a la muerte de Atahualpa. Para el mapuche su mapu es la tierra donde él habita: su tierra, la que ocupa su linaje y nada más. Así hay mapuche picunche si se ubican más al norte, y huilliche , los que viven más al sur. Puelche o pehuenche los que habitan al oriente y lafkenche al occidente. Incluso los mapuche del valle tienen su propio nombre: serán nagche o wenteche . Abajinos o arribanos. A los que no comparten ningún rasgo cultural con ellos se les denomina winka , quien es un no hombre y representa un peligro. Sinónimo de extranjero ladrón. Siempre ha venido a matar y a robar. La característica principal del winka es su palabra sin valor: la mentira. Se calcula que existen en Chile unos ochocientos mil mapuche, repartidos en dos mil doscientas reducciones, y también en las ciudades; sin duda, la minoría étnica más importante del país y una de las sociedades indígenas más grandes que todavía funcionan en América. Quinientos años después aún conservan la lengua, en la cual están inscritas las coordenadas lógicas de su pensamiento. El núcleo de su cultura es el Nguillatún , el rito comunitario que se celebra cada año, a campo abierto, para invocar a Ngenechén , que es el Señor de la gente. En esta gran ceremonia, que cautela, al mismo tiempo, la espiritualidad y la lengua, se atrincheró durante siglos la resistencia mapuche. La historia del pueblo mapuche la damos por conocida, pero lo que en verdad tenemos son ciertos estereotipos que nos fueron trasmitidos. De valientes guerreros a indios flojos y borrachos, pasando por la etapa de bandidos sangrientos, la percepción del chileno fue cambiando en el tiempo. Pero ellos, ¿quiénes son? ¿Cuál es su verdadera historia? Idólatras de su libertad. Preferirían mil veces la muerte al destierro, dice a mediados del siglo XIX una revista católica, cuando ya la Pacificación había iniciado su marcha. Con España a los mapuche les fue bastante mejor que con la república chilena. Mientras duró la Colonia siguieron siendo una Nación. Del Biobío al Toltén mantuvieron su territorio. Tratados van, tratados vienen, nunca lograron del todo una paz verdadera. Sin embargo, siempre alertas con sus lanzas, pudieron defender su tierra, su organización social, su particular visión del mundo. La independencia de Chile significó para el pueblo mapuche una segunda Conquista. La Patria Nueva enarboló sus banderas, usó los nombres de sus héroes y terminó arrinconándolos en las últimas ciénagas de América, como bien dice Neruda. Muy distinta ha sido la historia de los mapuche respecto de los demás pueblos originarios del continente, que sufrieron la derrota a manos de los españoles y no de los criollos. Fue el ejército el que por fin doblegó a estos altivos guerreros que resultaban incómodos para la sociedad chilena. La
guerra de la Pacificación, liderada por el general Cornelio Saavedra bajo distintos gobiernos, se cuenta de manera muy diferente según quien la cuente. La historia oficial de Chile prefiere apenas nombrarla, pensando que los mapuches tal vez la hayan olvidado. Pero ellos no la escriben en libros sino que la van archivando en la memoria genética. De generación en generación, hasta llegar al presente, se cuentan junto al fogón los horrores que sufrieron. En 1883 se libraron en Villarrica las últimas batallas entre un ejército profesional, victorioso en la Campaña del Pacífico, y un puñado de indígenas dispuestos a morir peleando. Fue la época expansionista de la república que, en 1879, emprendió la guerra del salitre contra Perú y Bolivia, anexando, con el triunfo, los amplios territorios de Arica y Antofagasta. (Así fue como llegaron los aymara a ser chilenos.) Por el sur había que abrir las ricas tierras ganaderas y trigueras para poder alimentar al capitalismo naciente. Estos mapuche primitivos, con otra cosmovisión, impedían el progreso. Se trajeron colonos europeos para habitar sus tierras y asegurar la productividad de una Nación que emergía. En el amanecer del tercer milenio el re-despertar mapuche se inscribe en el de muchos pueblos que reclaman su autonomía. A veces, en forma violenta. Florece el árbol humano con sus particularidades en la nueva aldea global. A medio camino de este viaje por los pliegues de la tierra me encontré frente a frente con el temible Kai Kai , la serpiente subterránea que viene anunciando el cambio. La que agita, en Alepúe, las aguas del mar Pacífico en un sueño del poeta. La misma que promueve, sibilina, un movimiento que, después de más de cien años de haber perdido la guerra, reclama autonomía. En Temuco, capital de la Araucanía, se levantó sorpresivamente un joven líder mapuche que anunció a los cuatro vientos que la Guerra de Arauco aún estaba vigente. Era la punta del iceberg de una conciencia mapuche que se ponía en marcha. Un líder personalista con un discurso brillante. Un volcán en erupción. Mensajero con plenos poderes del Consejo de Todas la Tierras, la renovada organización estructural de los lonkos y las machis. Sin duda, un agente de cambios este Aukán Wilkamán, vestido con negra manta y la frente surcada por un trarilonko . Muy pronto aparecieron otros. El movimiento indigenista ha ido fraguando lentamente en toda América, de Canadá a los últimos confines de Brasil, Guatemala o Bolivia. Periódicamente se llevan a cabo reuniones internacionales entre los representantes de los pueblos originarios y se ha ido dando forma a una Internacional Indígena. Hoy los indígenas tienen un presidente de la república, Evo Morales en Bolivia y voz en las Naciones Unidas. Un fenómeno subterráneo que emerge sorprendente y concita la solidaridad de gente que no es indígena, pero que entiende el valor de proteger a las minorías étnicas como tales. Desde el Papa católico al Dalai Lama, el líder espiritual budista y Premio Nobel de la Paz, todos abogan por ellos.
Son dos visiones de mundo las que por fin se encuentran. Una oportunidad y un peligro. Capítulo 3 El Nguillatún de Maiquillahue: El privilegio de participar en el rito de reciprocidad con lo divino Por fin, después de dos años de conocernos bien —ya habíamos ido juntos a Trapa Trapa, a convivir con los pehuenches del Alto Biobío— Leonel estimó que era digna de asistir al Nguillatún de su comunidad. Habíamos hablado poco sobre la ceremonia misma. “Es mejor que no sepa nada o va a llegar igual que los antropólogos con la idea hecha, a comprobar teorías. Si va con proyectos mentales no va a darse cuenta de lo que está ocurriendo en el momento mismo. Va con una cosa elaborada: ‘esto me cabe aquí, esto no me cabe’. Yo le voy a ir diciendo, en el momento oportuno, los nombres y las cosas que yo crea que sean necesarias”. El Nguillatún es la ceremonia en que la tribu paga a la divinidad. “Se le paga con el contacto con ella. Este contacto no sólo es bueno para ella sino para todos. Ese es el gran pago que podemos dar: en un momento determinado estar envueltos en toda esa energía natural de lo absoluto. Estar ahí”. — ¿Todos logran entrar en ese espíritu? —Todos. La cosa colectiva es fuerte. Allí se olvida absolutamente todo; incluso los rencores se borran por ese lapso. Después pueden continuar, pero ese momento es independiente de todo. Aunque yo no resista a determinada persona, en el Nguillatún todo pasa. Y no es cuestión de obligación: “Yo tengo que portarme bien”, sino una cuestión natural. — ¿Nadie puede prohibirle a otro que vaya al Nguillatún , por ejemplo por haber hecho algo muy malo? —No pues. Nadie es malo ahí. Ni nadie es bueno. A veces, el que dirige el Nguillatún puede ser terriblemente malo. — ¿No tiene que ser un hombre probo y perfecto? —No. Y generalmente nunca son los más perfectos. Puede ser malas mañas, puede estar peleado con todos. Pero se le elige por ciertas capacidades tanto mentales como de inteligencia. Aunque les caiga pésimo a todos. Pero hay una admiración detrás. — ¿Y él se siente un privilegiado?
— No. ¿Por qué? Es un problema terrible para él; tiene una responsabilidad con la comunidad. Goza de un respeto que él no ha buscado sino que se lo dieron. Se valora más. El cargo es vitalicio, haga lo que haga. Además, si hace algo malo en contra de la comunidad, ese mismo poder se va a volver contra él. Porque es un poder sobrenatural el que se le da. Se le entrega un poder sobrenatural, que es propio de la comunidad. Puede llegar hasta morir. Tan fundamental es el principio de reciprocidad que las grandes calamidades, las epidemias, las sequías, las inundaciones, se atribuyen al descuido de la comunidad en la adecuada realización de los ritos a los antepasados y a la divinidad. El ser humano, en la cosmovisión mapuche, tiene una responsabilidad cósmica: con el culto del Nguillatún la comunidad contribuye al mantenimiento del orden cósmico. El Nguillatún en la costa es entre primavera y verano. “Cuando es más maravillosa la actividad de la vida, de la pesca; es la época de la vitalidad de la tierra”, dice Leonel. La fecha la han decidido los lonkos del grupo de comunidades al cual pertenece Alepúe. Un cónclave de ancianos, cabezas de linaje, que organiza la ceremonia y decide lo que se va a pedir, según las necesidades de la comunidad. La luna llena es requisito indispensable. Küyen, la luna, está asociada a la fertilidad. Con un mes de anticipación se cursan las invitaciones a los principales de cada reducción y a los espectadores, a los cuales se les explica el objetivo exacto de la ceremonia así como la contribución que se espera de ciertas familias y la comida que se debe traer. Desde ese momento comienzan los preparativos en cada hogar: habrá que llevar, para tres días, gran cantidad de pan, carne y muday ⁴ . En esa oportunidad se aprovecha para comprar ropa, se saca brillo a las alhajas, se reparan las carretas y se aderezan los caballos. La familia de Leonel pidió autorización para invitarnos a participar y el Consejo de Lonkos dio su visto bueno. Habrán debido advertir que se trataba de visitas winkas. La noche anterior pernoctamos en casa de unos amigos, cerca de Villarrica, para salir al alba en dirección a Maiquillahue, en la costa valdiviana. El ambiente estaba cargado de tensiones. Villarrica fue el último bastión en la guerra de exterminio que se llamó la Pacificación. Leonel recuerda que de ahí era su abuela y cuenta antiguos relatos que algún día ella le contó. Era apenas una niña, pero alcanzó a ver los horrores del ejército chileno, como cuando de un sablazo cortaron la cabeza de un cacique y se la colgaron al cinto a modo de escarmiento. El presente, aquella noche, no era mucho mejor si de horrores se trataba. Una fecha especial. Como un gran espectáculo, dirigido por las computadoras y trasmitido por las cadenas de televisión transnacionales, había comenzado nuevamente la guerra. Los primeros pozos petroleros del Golfo Pérsico ya estaban empezando a arder cuando partimos de madrugada dejando atrás el incendio. Hasta el cielo lloró esa mañana, lloviendo esa primavera como si fuera invierno.
Ya en el campo la armonía acalló el mundanal ruido. Las verdes praderas del sur de Chile, cuando aún no comienzan los lomajes de la costa, son un bálsamo que de a poco va atenuando el dolor ajeno. Aquí vamos nosotros a una Rogativa. El Nguillatún había comenzado esa noche de la guerra y todo el tiempo velaron los mapuches en silencio, tal como lo hacen siempre en esta ocasión solemne. Sólo el kultrún y la trutruca resonaron todo el tiempo como un corazón que lamenta. Los pecados de los hombres se examinan en privado. El camino, aún en verano, presenta dificultades para una camioneta bien equipada. La cordillera de la costa tiene también sus peligros en esa zona lluviosa de la región de los Ríos; unas cuestas gredosas que se vuelven de jabón al más mínimo chubasco y de repente un aguacero que hace desaparecer la huella que atraviesa la montaña. Todavía queda algo del primitivo bosque nativo; renovales más bien dicho, alguna vez talados. El matorral se ha salvado por ser menos comercial y todavía se ven verdes los cerros de Maiquillahue. Vamos directamente al lugar del Nguillatún, sin pasar antes por la casa de Leonel. Él nos guía. El silencio de la tierra rodea el Nguillatún. Las rukas que cruzamos, como siempre, invisibles. Más ahora que sus dueños las cerraron y se fueron. El perro quedó cuidando la casa y los animales. Cuando ladra nos sorprende. Subimos y bajamos cerros que parecen estar jugando a ser una montaña rusa. Pronunciadas las laderas, como pirámides son. Hasta la última curva, allá abajo en la hondonada, no percibimos cuán cerca se celebraba el gran rito de las comunidades lafkenches. La pifülka nos advierte. La lluvia ha quedado atrás y aquí brilla un sol glorioso que ilumina un paisaje singular. Las carretas se han estacionado a mitad de la subida: la reunión es en el campo. El barro que traen pegado les da un aire de desuso. Arriba está la meseta, una planicie en la altura desde donde se presiente el mar. El altar del sacrificio estuvo elegido de siempre, es un sitio poderoso. Su cualidad más notoria es la visión de trescientos sesenta grados que se tiene desde el centro. Que la tierra es redonda es más que un lugar común. Cada familia tiene su ramada, cerca de las de su comunidad; de antemano un grupo de hombres ha arreglado con esmero el campo del Nguillatún. El altar de la ceremonia anterior estaba en mal estado, lo mismo que las casas hechas de ramas que son los albergues para las familias y sus visitas. Han puesto nuevos adornos vegetales en el rewe : laurel, canelo, maqui y unos manzanos silvestres. Son cuatro comunidades las que participan de este rito y cuatro lonkos los que ofician.
Nadie podría imaginar, desde la gran ciudad, que en algún lugar del mundo se viva en este momento un acto como aquel Nguillatún . Al aire libre, en la explanada, se realiza una ceremonia difícil de describir. La energía es algo que se siente (o no se siente). El campo del Nguillatún no tiene más árbol que el rewe; el resto son seres humanos plantados desde milenios por orden de Ngenechén . Con los pies tocan la tierra como si ese lugar fuera el tímpano de un kultrún inmenso. Retumba el santuario indígena, resuena en el mismo cielo. En una lengua antigua y sagrada el oficiante invoca a los espíritus: son sílabas que transforman al que sabe pronunciarlas. Un lenguaje que es canción, un código de poder. Magia pura. El sonido del timbal mapuche induce a la meditación: sin palabras, sin ideas, entregados al ahora, el hombre está disponible. El corazón se adecua y late más lentamente. La música es un llamado que se escucha en los cuatro cielos. La escuchan los antepasados, las machis antiguas, los halcones del sol y todas las manifestaciones del Espíritu que se veneran en el panteón. Baile y canto tienen por fin que los dioses acojan mejor lo que desde la Tierra piden. Dicen los antiguos textos de Oriente que la música tiene el poder de soltar la tensión del corazón sustrayendo al hombre del dominio de las emociones tenebrosas. “El Entusiasmo del corazón se expresa en el canto, la danza y en los movimiento rítmicos del cuerpo”, dice el I Ching o Libro de los Cambios. Y agrega: “Desde tiempos inmemoriales, se ha considerado el Entusiasmo que despierta el sonido invisible y que mueve y concilia los corazones, como un enigma”. Un templo sin murallas; un santuario natural, que tiene por cúpula el cielo y por lumbreras el sol, la luna y las estrellas. Día y noche los mapuche invocan a Ngenechén, el Señor de la gente, que es dual: hombre y mujer. Ya maí, ppuwe! Thrurr llithuiyiñ! Wüné kenuaiyín Ngenechén mu! Dice el cacique: listo, hermanos, empecemos todos juntos la oración. Primeramente dirijámonos a Dios! Luego viene la invocación: Chaú, kallffü wenú Ffüchá, kallffú wenú kushé, kallffü wenú wentru, kallffü wenú domo. Ffentechí ülmen Ffüchá Ffenthechí ülmen kusché. Chachai, naqkinthuniemuiyín; eimi thá choiyümuiyíñ
thá theffeí; Chau Ngenechén. La letanía continúa sin respiro por largos veinte minutos y lo que este hombre dice, investido por su comunidad como oficiante y mediador, es: Padre soberano del cielo celeste, Madre soberana del cielo celeste. Joven soberano del cielo celeste y Doncella soberana del cielo celeste, llenos de bondad y misericordia. Padre Soberano, Señor del Poder, vosotros que tenéis el sumo poder, contémplanos con vuestra poderosa mirada y ayúdanos como vuestros hijos que somos, Padre Eterno, Dios nuestro . A continuación se invoca al Poderoso Señor de los Frutos y a su poderosa mujer, como asimismo a la pareja de jóvenes. Los primeros representan la sabiduría, y los segundos la fuerza, y ambos son indispensables para pasar esta vida. ”Haced germinar las semillas del bien en nuestros corazones; haced que amanezcamos siempre bien, disfrutando de buena salud. Y haced que permanezcamos siempre tranquilos y gozosos, cumplamos tus mandatos, tus buenos consejos y tus palabras que nos habéis dado”. Cuando llega el momento de las ofrendas el cacique las presenta: “Señor, aquí está el néctar de tus frutos con que estamos rogándote; aquí está el jugo de tus semillas, con el que te suplicamos. Estos son tus frutos con que te honramos en este día. Estos son tus sabrosos frutos que nos habéis dado para glorificarte y bendecirte. Purísima Señora, Madre nuestra, Purísimo Joven y Purísima Doncella, como la blancura de la luna, nosotros somos tus hijos que esperamos obtener fuerzas y fortalezas tuyas. Queremos alcanzar tus ayudas y socorros que tanto necesitamos; amparos y protección en nuestras aflicciones, sufrimientos y necesidades, Señor y Dueño de la Fortaleza. OOOOOOOOOOOOOOH . Y la comunidad, con una sola voz, repite: OOOOOOOOOOOOOOOH Ni el corazón más cerrado deja de estremecerse. Es en el Nguillatún cuando se hace más evidente que este es un pueblo distinto; que tiene una identidad propia, étnica y cultural. Es en sus ritos donde realmente son ellos mismos. Su religión los vincula con el pasado y con sus valores ancestrales y si en algún momento se pudo confundir al campesino mapuche con el campesino chileno, aquí se establece que no hay tal y que el error, justamente, es no haberse dado cuenta. ¿Qué clase de
gente es esta, que abandona su casa masivamente y que durante tres días se dedica sólo a orar? Ya no es uno, es un pueblo que rescata en la religiosidad su cultura y su pasado. En los ratos libres del Nguillatún los jóvenes bailan el ñemitun , donde se imita a los pájaros. Leonel lo explica así: “es un baile en el que los pajaritos van recogiendo comida. Por eso se llama ñemitun, que quiere decir recoger. Se lleva un pie adelante y se hace el ademán de recoger, agachándose un poco e inclinando la cabeza. Es bien ceremonioso. Es una forma de contacto. Tiene que ver con recogerse, recoger. El mismo ritmo lo indica: medio pasito adelante, medio inclinado, como el pajarito que va comiendo. Es el baile del pájaro y simboliza que siempre estamos agradecidos y recibiendo de la Madre Tierra. Se pone en evidencia la entrega, la necesidad de algo. Un baile a la Madre Tierra, la diosa de la abundancia, cuyos atributos son la fertilidad y la fidelidad. El pan, el muday, las comidas, se traen ya cocinados. Aquí sólo se preparan las sopas y los asados. Es el tiempo de la abundancia, de darle gracias al cielo por todo lo recibido, así que no se puede escatimar, hasta los más pobres tienen algo para celebrar el Nguillatún. La familia de Leonel nos recibe en su transitorio hogar de ramas con lo mejor que tienen; como casi todos han sacrificado un cordero, que es su ahorro de meses. El quehacer en las ramadas se reduce a tomar mate, comer cuando se autoriza, y esperar la ceremonia. La adolescente Cristina, la menor de los Lienlaf, luce zapatos nuevos que en el momento del baile quedan bajo unos atados. Comparte fiesta y ramada Guillermo, el hijo mayor de doña Ermelinda, de sus tiempos de soltera. Desde que se casó con don Toribio, él se quedó con la abuela y allá formó su familia. Se aproxima el rito grande del mediodía, por segunda vez se repetirá la compleja coreografía que sigue un orden estricto. Los sargentos, premunidos de coligües, van arreando a los remisos fuera de las ramadas. Son los encargados del orden y cumplen su cometido sin sonrisas. Nosotros, si estamos allí, es porque vamos a rogar así es que obedecemos y salimos a la rueda ceremonial. Las ramadas dan forma a una herradura perfecta que se abre hacia el este, desde donde sale el sol. Al centro están los caciques, cuatro viejos imponentes: don Isidoro, don Isaías, don Ismael y don Elías. Nadie se les acerca, la autoridad que hoy emanan está sobre las cosas del mundo. Tan serenos y tan dignos; bien parados en la tierra. Frente al rewe ellos esperan que el círculo sea perfecto para dar comienzo al rito. Ha llegado, una vez más, el momento de restablecer el contacto íntimo con la divinidad presente. El área que rodea el altar es campo sagrado. Allí no se siembra ni se usa para pastar. Los animales propiciatorios están amarrados en su lugar; hay suficiente leña, las vasijas con el grano, las ofrendas libatorias, todo está preparado hasta el último detalle. Por fin la comunidad está formada y empieza la rogativa en que se hace mención, uno por uno, a los espíritus de los antepasados, a todos los que antes han vivido como ellos en esta tierra. Utilizan ese idioma arcaico, una oración heredada de abuelos y bisabuelos. Son cuatro cantos sagrados donde se nombra a todos los caciques antiguos y a todas las
familias que ahora celebran juntas. Termina el rezo con el tradicional OOOOOOOOOOOOOOOOOOH que recuerda el OOOOOOOOOOOOOOM de los cultos orientales. Es —me explica Leonel— la aproximación a lo Absoluto. Que todo se impregne con ese sonido sagrado. El grito es la señal para que comience el baile colectivo. Primero la caminata, de a cuatro, de a seis, como salga, en un silencio adornado por el son de las trompetas. Siempre en círculo, alrededor del rewe, para restablecer el orden, para unir lo desunido. Remendando el círculo sagrado. La mayoría se ha quitado los zapatos para que el contacto con la tierra sea lo más directo posible. Luego viene el yape püllín , que es una rogativa con danza para mover el espíritu. Que este venga hacia uno. Otro grito irrumpe el aire: ya ha ha ha, ya ha. Primero el canto, el tayül, y después la danza lenta. Mientras tanto los jinetes, los orgullosos konas o capitanes, comienzan a galopar en círculo, por detrás de las ramadas, cuatro veces por lo menos. Lo hacen en sentido contrario a los punteros del reloj. Su tarea es despejar el campo de las posibles fuerzas del mal y para ello se ayudan con gritos que son verdaderos aullidos, única manera de ahuyentar a los espíritus malévolos. En algunas oportunidades los guerreros llevan máscaras o se pintan la cara. La pifülka, con su única nota, señala el comienzo del purrún, el baile rápido de las parejas, que llevan en sus manos ramitas de canelo o maqui, trigo, cebada, maíz, las ofrendas que hay en el rewe. La trutruca y el kultrún marcan el ritmo vital. Durante casi media hora bailamos a grandes saltos alrededor del altar. Mi pareja en el baile ha venido de las minas de carbón a cumplir con su deber. Un obrero, como otros, así lo mirarán los demás, pero aquí es un mapuche que no deja su tradición. Le sorprende ver a winkas , pero por algo será. No hay tiempo para mucha conversa o el corazón empieza a reclamar. Hasta que los caciques no den una señal convenida hay que continuar bailando con el máximo entusiasmo. De a dos, como se estipula, siempre en pareja es la cosa. Puede ser un niño y su abuela, o un anciano y una joven; también una pareja-pareja suele formarse bailando. Los konas han dejado sus bestias y se integran al purrún de modo que no falta nadie y el baile se vuelve lento, muy pausado, hasta cesar. Terminado el purrún los hombres se alinean a la derecha del rewe y las mujeres a la izquierda formando dos largas hileras junto al altar ceremonial. El que encabeza esta parte del rito tiene a su cargo el sacrificio de una de las ovejas que han sido preparadas y que permanecen amarradas mansamente. Es un momento culminante; retenemos la respiración. La tradición indica que se degüelle el animal y el corazón sea ofrecido, cuando aún está latiendo, al cielo que está mirando. El cacique-sacerdote dedica el sacrificio a Ngenechén Padre y Madre y a los antepasados. La sangre que se vierte es colocada al lado derecho del rewe en un cántaro especial; con ella se rociará el resto de las ofrendas que luego se quemarán. Los oficiantes hacen asperges con la sangre a los cuatro puntos cardinales, hacia el Llangi —el fuego ritual— y derraman sangre en el suelo. Se ponen de rodillas y oran:
“Esta es la sangre de los animales; es la pura sangre tuya, es la sangre de la vida que nos disteis y disteis a los animales, para que todas tus criaturas tuvieran vida y pudieran moverse, Padre Dios. Por esto, Señor, con esta sangre estamos rogando que nos bendigáis, con esta sangre viva estamos pidiendo que nos perdonéis nuestras faltas y alcancemos misericordia y perdón”. A la cabeza del Nguillatún siempre hay un lonko , es decir, una cabeza masculina: el jefe de la Reducción anfitriona o algún anciano que conozca el ritual y pueda memorizar las rogativas tradicionales en el lenguaje arcaico. A veces, se hace ayudar por una machi para suplir la falta de conocimientos sobrenaturales. Cuando una machi toma el lugar principal la ceremonia se torna chamánica, más teatral. Por lo general, indican los antropólogos, esta es una anomalía e indica una cierta decadencia de la comunidad, que ya no cuenta con un Nguillatufe capaz. En Maiquillahue no hay tal problema: son cuatro los oficiantes. Como cuatro los puntos cardinales y cuatro los ritos diarios, siempre en dirección al este. De allí viene el buen tiempo, la suerte, las buenas cosechas. Es la morada de los dioses y su elemento es el fuego: los volcanes activos de la cordillera de los Andes, que es el polo sagrado de los indígenas andinos de Chile, en el norte y en el sur. El lugar por donde nace el sol y también la wüñelfe , la estrella de la mañana. Al este también se encuentra el fuego ritual o llangí , una fogata inmensa que permanece encendida día y noche por tres días. Consumado el sacrificio, los lonkos se dirigen allí a depositar las ofrendas: los primores de la tierra y la oveja recién muerta. El aroma de la ofrenda se elevará a las alturas como un mensaje cifrado del hombre a la eternidad. Lo mejor de la cosecha: papas, arvejas, maíz. Los mejores animales: ovejas y gallinas. Tal como en los tiempos antiguos. El sacrificio de sangre es una respuesta al misterio. Los estudioso señalan que la identidad de cada cultura particular depende en gran medida del modo como ella exprese (u oculte) el sacrificio, y de las instituciones que cree para administrarlo. El rito es lo que hace a los mapuche, quinientos años después, diferentes de los winkas . El Nguillatún lo dejó el propio Ngenechén en los días del diluvio, cuando la primera humanidad pereció entre las aguas agitadas por Kai Kai . Sólo un resto se salvó en la cima del Tren Tren y allí se realizó el sacrificio de una oveja o de un bebé, según los diferentes relatos. El sacrificio humano ante un cataclismo mayor habría sobrevivido hasta mediados del siglo XX en una localidad lafkenche de la novena región. Muchas veces escuché, como si fuera un secreto, que en 1960, después del gran terremoto que asoló el sur de Chile, una machi sacrificó a un niño en la desolada localidad de Puerto Saavedra. Entre los mapuche, observan los antropólogos, el cristianismo ha caído en terreno estéril, si bien a la hora del censo la mayoría responde que es católica. Bautizados y a menudo confirmados, se encariñan con la virgen María, pero en sus ritos son mapuche y nada más. Un estudio realizado hace unos años por el Instituto Indígena de Temuco señala que, generalmente, no
se tiene conocimiento de Jesucristo, aunque algunos saben que es un señor que fue muerto y se fue al cielo. Pero que cuando este conocimiento existe, sólo tiene una importancia histórica. Dos mil años no son nada para un pueblo como este. El sincretismo religioso, cuando existe, es producto de una evangelización que ha llegado más por el contacto con la piedad popular campesina que a través de la Iglesia Católica. Es común ver a los mapuches en las grandes peregrinaciones y fiestas religiosas como la de San Sebastián y la Candelaria. Y suelen encontrarse en las ceremonias del Nguillatún y del Machitún ciertos símbolos cristianos que ellos han reinterpretado desde su tradición. Para Leonel Lienlaf la visión mapuche y la cristiana son claramente contrapuestas. La religión mapuche, dice, es natural. No necesita templos. No personaliza a Dios. Está anclada en el inconsciente. Y en eso están de acuerdo los estudiosos del tema, que destacan la importancia del lenguaje de los sueños. La idea es que en las sociedades llamadas primitivas la puerta está siempre abierta entre las dos mitades de la vida del hombre, nocturna y diurna, y a través de los sueños la divinidad se comunica con el ser humano. El peuma es el medio a través del cual aflora el inconsciente, ese ámbito de las profundidades psíquicas donde se manifiesta lo sagrado. El machi o chamán mapuche, casi siempre una mujer, es llamado a su oficio en sueños, y en sueños es informado de la enfermedad y el remedio. Los muertos, por otra parte, siguen visitando a los vivos para recordarles, en sueños, sus obligaciones morales y rituales. El mapuche tiene conciencia de que la tierra no se basta a sí misma y que requiere de lo sagrado para que dé sus frutos. Olvidar el rito anual es causa de gran desgracia. Un proceso reciente es el del Pentecostalismo —especialmente entre los mapuche urbanos— que representa un refugio no mundano para su religiosidad natural. Al no ser este un culto agrícola deja el espacio abierto para la mantención de los ritos mágicos, también en la gran ciudad. Pero el Nguillatún sigue siendo la ceremonia a la que todos acuden porque allí está el secreto que recrea el antiguo orden: el de la reciprocidad entre Dios y los hombres. El Nguillatún es, sin duda, el pilar más importante en el que se apoya la identidad del mapuche como pueblo. La pifülka , la flauta de una sola nota, los convoca año a año. Este instrumento de madera tiene su propia leyenda que cuenta que un día Dios, compadecido de sus hijos, se las envió con un mensajero. Un antiguo relato del padre Félix de Augusta cuenta que un anciano se la entregó a un mapuche que había sido castigado por el patrón ( winka, ciertamente) por no querer cortar un árbol. “Con esta pifülka os buscareis, cuantos hayan quedado en cada tierra, para encontraros”, le dijo. Desde entonces se buscan y se dan recado de una tierra a otra. Capítulo 4 Se ha despertado el ave de mi corazón
—El libro lo escribí en Temuco, producto de la nostalgia. Cuando a los diez años llegué al Internado de los Capuchinos, a Padre Las Casas, sentí la necesidad de estar cerca de lo que era mío. Ahí empecé a escribir. Ahí despertó el ave de su corazón, que en esa lengua poética, el mapudungun, se refiere a un súbito chispazo, una iluminación que abre un ámbito nuevo a la conciencia. La historia de este joven mapuche se fue dibujando de a poco. Una personalidad que no deja a nadie indiferente. Ni siquiera cuando mira al vacío y apenas contesta, o simplemente se queda mudo. Hay conversaciones que no le interesan. Más de alguna vez le comenté la fama de flojo que tiene el mapuche. “¿La flojera? Yo no tengo esa categoría. ¿Quién hace más? ¿El que está todo el día haciendo plata destruyendo el bosque o el que está sentado sin hacer nada? ¿Quién lo determina? El mapuche es más contemplativo. Desde el punto de vista del sistema winka , por supuesto que es flojo, pero no dentro de la sociedad mapuche, que es un sistema donde yo actúo en función de la naturaleza. Tomo lo que necesito y tengo lo que necesito. No trabajo para un después. El mapuche vive. Eso es lo que hay que mirarle. Le preguntan que por qué no siembra más para poder vender y que al año siguiente no tenga problemas económicos. Lo más seguro es que conteste, si es que contesta, que si tiene para vivir este año, ¿para qué quiere más? Le basta con lo necesario y eso todavía está en el pueblo mapuche. Por eso es raro el mapuche que salga adelante económicamente, salvo alguno que se mete al sistema del dinero por ignorancia o porque quiere tener más plata. La mayoría se ha metido por ignorancia, pero hay otros que por arribismo”. La ignorancia —señala— es una pérdida de conciencia. La pobreza es otra cosa. “Hasta que el Estado chileno confiscó los bienes, el pueblo mapuche vivió el auge de la ganadería y la platería. A partir de la invasión, en la llamada guerra de la Pacificación, no ha podido levantarse. Muchos han tenido que dejar sus tierras, demasiado estrechas, para vivir en la ciudad como si estuvieran integrados. Pero es una integración a medias; fue en la ciudad donde nacieron las organizaciones mapuche, producto de una necesidad. Uno se siente como un exiliado. A mi no me gusta la ciudad, pero tampoco puedo quedarme ajeno a ella: es un presente que nos toca vivir y tenemos que vivirlo. Pero uno tiene la necesidad de pertenecer. Yo me doy cuenta que de allí no soy”. “Las circunstancias me han llevado a ser un intelectual, pero me gustaría no considerarme como tal. Siempre he cultivado la poesía de las cosas sencillas. La sencillez en el sentido del pensamiento. Porque la intelectualidad es complicarse la existencia.” Sin embargo, lo cierto es que se solaza usando la poderosa cabeza con que lo dotó la vida. La física moderna, por ejemplo, es un tema que le apasiona y siempre anda buscando literatura sobre los quantum y los ensayos en el acelerador de partículas. Rupert Shaldrake, un científico británico que postula una memoria universal de las especies, le parece bien encaminado. Su teoría sobre la existencia de universos paralelos e invertidos, una especie
de espejo mágico cuya sustancia sería la anti materia, afirma sus propias intuiciones. Si algo pudiera interesarle como estudio académico es justamente la física teórica. Lo vi actuar en múltiples situaciones. Desde luego durante todo el tiempo del Premio, que fue el hito que cambió su vida en un antes y un después. Estábamos comiendo cuando llamó por teléfono Amparo Mardones, la mujer de Zurita en ese tiempo, para darnos la noticia: Leonel había ganado el Premio Municipal de Literatura, junto con Armando Uribe, poeta también. Un jurado respetable había elegido entre las mejores obras publicadas ese año, 1990, y había optado por estos dos poetas tan distintos. Era la noche del 12 de julio y celebrábamos en familia el aniversario del nacimiento del poeta más amado: Pablo Neruda. El premio fue un regalo inesperado. Un galardón importante, el más codiciado después del Premio Nacional de Literatura, además, relativamente bien dotado económicamente. Más de un millón de pesos para cada uno (alrededor de tres mil dólares), que para Leonel era una suma jamás soñada. Le costó creerlo, pero cuando se convenció no estalló en muestras de júbilo, conservó la parsimonia y la tranquilidad interior. Su alegría era por dentro y estaba mezclada con una intuitiva desconfianza que después muchas veces confirmó: el premio, al darle estatura nacional y convertirlo en un personaje, le quitaba libertad. “Es una responsabilidad que me obliga a asumir un rol intelectual frente a mi propia poesía porque hay una cultura detrás mío. Todo lo que haga irá en perjuicio o beneficio de la cultura mapuche”, comentó en una entrevista radial. El dinero lo destinó a la construcción de una nueva casa para sus padres en su mítico Alepúe y rápidamente se quedó sin un peso; siguió, igual que siempre, viviendo de la Providencia. Algún trabajo de investigación para un museo, algún artículo en revistas especializadas, conferencias mal pagadas, la Casa de Arte Mapuche, donde desplegó su creatividad más en lo político que en lo artístico y, más adelante, en el Museo de Arte Precolombino, universidades extranjeras, centros de estudio. Famoso.
Lo acompañé a recibir el premio, junto con otra amiga suya y mía, al elegante Salón Consistorial de la Municipalidad de Santiago. Con la misma ropa de siempre, unos viejos pantalones de cotelé comprados en la ropa usada, un sweater de color indefinido y una bufanda larga, larga, tejida a palillo, amarillo ocre. Le daba varias vueltas por el cuello y aún así casi topaba el suelo. Los bototos merecieron, para esta ocasión, un lustrado especial, pero no por eso se transformaron en zapatos elegantes. Los dos premiados, a un metro de distancia, estaban en sendos sillones de colonial prosapia: el chileno afrancesado, hombre de comienzos del siglo XX, con un abrigo negro de cuello de terciopelo y zapatos en punta, y este muchacho mapuche de apariencia humilde. Sereno, imperturbable, con ese don de la ubicación que debe a una mente alerta. Nunca se siente incómodo. Mientras Armando Uribe sacaba su boquilla para fumar un cigarrillo largo, Leonel se entretenía dejando vagar la mirada por el pomposo salón municipal. Le encanta observar a la gente, imaginarles las vidas, saber si están sanos o enfermos. El olor es otro dato y de lejos lo diviso como husmeando. Algún funcionario encargado le conversa formalmente y él se hace el que no entiende. Sigue con la vista perdida. El alcalde y el ministro ya se acercan a las puertas y el público hace silencio. Se da comienzo a la ceremonia que, haciendo juego al lugar, tiene un aire de otro tiempo. Alguien lee los edictos y los discursos empiezan. Es un momento importante para la vida cultural del país porque, tras diecisiete años de gobierno militar y oscurantismo espiritual, asoman las primeras luces, dicen los oradores. Y el premio es para un libro escrito en mapudungun, que es la lengua de la tierra, que viene a hablarnos de un mundo que ha vivido en el destierro. Algo en verdad importante. Como lo destacó Raúl Zurita en el prólogo, el libro de Leonel trajo a la escena nacional a todo el pueblo mapuche. “Su destino está ligado al destino de esta nación y con ella a las denominaciones con que nombramos las cosas, con que percibimos un cambio atmosférico o los infinitos laberintos del agua de un río. Cada vez que no escuchamos el lenguaje de la tierra que nos cobija y que nos hace a todos por igual, hijos de ella, es algo de nosotros lo que violamos. El hombre de la tierra, el mapuche, es así parte nuestra que va más allá del proceso de mestizaje y de las hibridaciones históricas, porque su pertenencia toca la pertenencia de cualquier ser vivo bajo este cielo”. Y luego el poeta, Premio Nacional de Literatura, nos recuerda: “La diferencia que negamos, el idioma que no entendemos, el rito que transformamos en folclor o pintoresquismo, los rasgos que nos negamos a reconocer, son, no obstante, nuestros. Al perderlos nos perdemos”. Esa fría mañana de invierno, el chileno europeizado y el chileno mapuche compartieron el estrado, el premio y los aplausos, no quedándoles más camino que el del mutuo respeto. Ahí estaban, frente al ministro y al alcalde, y al país en general, como un símbolo vivo de la diversidad nacional. Un buen punto de partida para volver a preguntarnos sobre nuestra identidad: lo que somos, antes que saber lo que hacemos o lo mucho o poco que tenemos. Después del premio todos se sintieron obligados a decir algo. El crítico de El Mercurio , Ignacio Valente, lo detectó de los primeros y tuvo que hacer un
público mea culpa. “Una tradición cultural distinta, que yo en gran parte ignoro”, confesó. “La experiencia fundamental de esta poesía posee cierto carácter de alienación que se debe al propio despojo físico y moral que ha padecido de nuestras manos durante los ciento setenta años de república y de políticas de integración frustradas o mal encaminadas desde el principio”. Valente compara la poesía de Leonel con los haiku japoneses, tanto en el espíritu como en la letra. O “a esos poemas fulgurantes del chino Li Po, poemas orientales arcaicos que encantaron a Pound”, recuerda. “No estoy comparando a Lienlaf con los clásicos orientales; sólo quiero definir el tipo de su poesía: el mismo verso corto, la misma identidad del hombre con las fuerzas naturales, el mismo acierto de una sola imagen escueta y esencial... En contacto directo con esa poesía primera del mundo y del alma que nos sorprende por su frescura incontaminada”. Una vez más surge, espontáneamente, la comparación con la cultura oriental. El erudito le agradece a Zurita el buen ojo para descubrir este talento autóctono. “Para descubrir esa otra cara de nosotros mismos, la indígena, que rara vez queremos mirar de frente”. Leonel, por su parte, aprovechó en esos días de decir todo lo que se le vino a la mente, en las múltiples tribunas que se le abrieron. Las entrevistas periodísticas consignaron las respuestas, no sin un dejo de asombro. —¿Dónde se educó? —En Temuco, con los curas, lo que constituyó para mí el primer gran choque cultural. —¿Cómo fue esa experiencia? —Yo siempre tuve muy buena memoria y me dediqué a aprender todo lo que decían los libros, pero llegó un momento en que me di cuenta que no sabía nada, que no entendía absolutamente nada, cosa que le pasa a muchos coterráneos que abandonan prematuramente el colegio porque se dan cuenta del abismo entre lo que les enseñan y la vida que llevan con su pueblo. Es otra visión de mundo. Yo veo que la cultura mapuche va en dirección contraria a la cultura winka . No se le fueron los humos a la cabeza. Fuera de un sweater nuevo, el más sencillo de todos, siguió igual que antes por fuera y por dentro. Artistas e intelectuales se interesaron en conocerlo y lo vi departir con ellos de igual a igual, rebatiendo aspectos de la historia con un historiador, como Leopoldo Castedo, o entrando en cuestiones metafísicas con el escultor Hugo Marín.
Pero el premio en cierto modo se convirtió en un peso cuando la cosa política se fue poniendo dura y a él le habría gustado pasar más inadvertido. Como, por ejemplo, cuando en una concentración callejera convocada por su Casa de Arte lo subieron con otros a un furgón policial y sólo lo identificaron a él, con nombre, apellido y oficio. El poeta Leonel Lienlaf llevado del pelo, a la rastra, por las calles de Temuco. Nunca más pudo andar de incógnito; como si se les hubiera grabado en la retina con fuego, eran muchos los que lo identificaban. Una vez íbamos a Santiago en mi auto y paramos para llevar a un muchacho rubio, un gringo que hacía dedo. Hablaba bien castellano y para conversar de algo le presenté a Leonel como un auténtico mapuche, nativo de este país. “Yo lo conozco —nos dijo— lo he leído: ¿no eres Leonel Lienlaf?”. Más de alguna vez hablamos de la poesía. En mapudungun —me explicaba— la poesía romántica, del sentimiento, del canto, es el gl . Una poesía más de conciencia, de un compromiso individual con algo o alguien. Después viene el tayül , que es la poesía religiosa. Una poesía para el trance, que generalmente usan las machis, la que va acompañada de una muy hermosa melodía y de un ritmo especial del kultrún , en cuatro tiempos. La tercera forma es el canto del pentukún , que va desde el mari mari tun, que es saludar: desear diez veces lo absoluto. (La palabra mari quiere decir diez, que es el número de la totalidad). Finalmente están los cantos del Nguillatún , muy similares a la poesía religiosa. El mismo hecho de conversar es poesía. Una conjugación eterna de los tiempos pasado y futuro en el presente. El pasado es ahora como lo fue ayer. El pasado está presente porque en cada cosa que yo haga tengo una experiencia acumulada. Una experiencia viva, vital, de ahora. La de ayer no me sirve porque la vivencia ya fue; la vivencia es ahora porque pertenece al presente. Y eso mismo me hace visualizar —si eso fuera posible— la seguridad del futuro. Por eso es una conjugación eterna: el pasado es igual al futuro y entre los dos forman el presente. A veces, se ponía a cantar, en mapudungun, unos versos ingenuos que traducidos decían algo así: “Soy de Curiñam, nací en un copihual de roja flor/ mi corazón sabe reír, sabe cantar/ también a veces llorar/ cuando mira las estrellas./ Mapuche soy, de Curiñam/ mirando al sol y también lejos de él/ en la noche entre los copihues/ mapuche soy”. Y con una reverencia llena de risas explicaba: del cantor Nahuelpán. Se acompañaba tañendo dulcemente el kultrún , al que tenía por muy sagrado. Una vez me empezó a explicar la compleja simbología de sus dibujos. La cruz que lo divide en cuatro, me dijo, marca los cuatro elementos. “Los cuatro espacios de una existencia real. El kultrún nos conecta desde esta realidad concreta hacia ese círculo infinito de lo absoluto. Del Todo. El círculo es el diez: mari . Y el cuatro es meli : la realidad. El existir involucra tiempo y espacio. Y los cuatro elementos: tierra, agua, aire, fuego, nos muestran la realidad en que estamos. De esta realidad existencial el kultrún nos ayuda a pasarnos a ese círculo de lo absoluto”. En cuanto a los dibujos en cada uno de los espacios, unas espirales concéntricas que representan a Kai Kai y Tren Tren : el mal y el bien. Las
dos serpientes que simbolizan lo negativo y lo positivo. En algunos kultrunes, sin embargo, los símbolos son más transparentes: la luna, el sol, la estrella de la mañana. La finalidad última del timbal mapuche, que usa preferentemente la machi, es inducir el trance. “Se trata de lograr lo absoluto, y lo absoluto no tiene espacio. El éxtasis consiste en ponerse en contacto con lo absoluto y el kultrún con su sonido nos ayuda”. —¿Usan drogas? —No necesariamente, salvo para ciertos momentos especiales. Antes se usaba la trupa. —¿Alcohol? —No. El muday no es un alcohol. En mi tierra se hace de la cáscara nueva de la arveja hervida. Después se deja enfriar; queda dulcesita. ¡Riquísima! Con el calor se fermenta. La trupa, me explica, es una planta de cañas ahuecadas que solamente se encuentra en verano y que en invierno se seca. Vuelve a aparecer en primavera y se utiliza la flor. Para poder usarla se deja secar durante un año en un recipiente de greda. Luego se aspira o se fuma. Con Leonel fui aprendiendo a conocer a esta etnia olvidada: “Al mapuche no le interesa caer bien. Y cuando le interesa, lo hace mal. Si se enoja, se enoja. No traiciona su sentir y eso prueba la individualidad. Uno es libre; la comunidad no tiene poder para mandarlo. Por eso le cuesta mucho tener patrón. Incluso la autoridad del padre le cuesta al hijo. Y recurre a sus propios medios, que son válidos, y el padre recurre a los suyos, que también lo son. Generalmente ganan los padres porque a los hijos les falta experiencia. Siempre es lo mismo: se mantiene el orden natural de las cosas. Después le va a tocar a los hijos con sus hijos”. Otra características de los mapuche, según Leonel, es que se pueden pelear muy fuerte y al poco tiempo se olvidan. “Por ejemplo en mi familia, mi papá y su hermano que vive más abajo se pelearon casi a muerte. No se querían ver. Y un día llegué a mi casa y encontré a mi tío allí, como si nada hubiera pasado. No existe la recriminación: llega el día en que se dicen todas las cosas, como un ritual. La pelea es un ritual y familia que no pelea no es familia”. La relación de pareja es un asunto tan obvio que no le merece mayores comentarios, salvo para compararla con la que se estila en la cultura que vivimos. “Se dan muy pocos fracasos aunque ahora hay más porque todo es a locas no más. Los mapuche son muy severos consigo mismos. La elección es algo muy serio, que tiene que ver no solamente con un estudio de la personalidad sino con el entorno social. Del micro al macro universo. El hombre occidental busca que el otro me sirva a mí. Es una cuestión de ego. Entonces ya no es una unión sino una confrontación. No hay conciencia de individualidad como la hay en el pueblo mapuche. Generalmente se busca en el otro lo distinto. Hay una complementación real y no teórica. El mundo
está visto como una complementariedad, entonces no se aspira a la igualdad con el otro. Mientras más opuestos, mejor”. Pone el ejemplo de sus propios padres. “Mi mamá tiene un carácter tranquilo, pero también fuerte. La tranquilidad no implica sumisión. Y una vivencia espiritual profunda. Ella es más demostrativa, más abierta. Mi padre era todo lo contrario: rudo, de carácter fuerte, un típico hombre mapuche. A nosotros nunca nos pegó; no fue necesario hacerlo porque el carácter mismo se impone. Nunca experimenté miedo con él; siempre respeto. Era introvertido y con una claridad increíble en las cosas materiales. En temas tan concretos como las matemáticas, era un experto. Tenía una rapidez cerebral sorprendente: le ganaba a las calculadoras. Yo hice la prueba”. Según él siempre se entendieron bien. “Nunca tuvieron problemas para ponerse de acuerdo. Hubo pequeños desencuentros y eso es lo natural. Una cuestión necesaria también”. Unidad, aclara, no es uniformidad, y en el respeto de la diversidad se basa la estabilidad familiar. El tema de la violencia lo tocamos muchas veces. “No podemos hablar de paz si no hemos conocido la guerra. Ni siquiera vivir la paz, ni querer la paz, si no hemos conocido la violencia. No podemos condenar la guerra ni la violencia porque eso es hipocresía y es falso; además, no lo sentimos. Por eso me indigna cuando dicen: “yo condeno la violencia venga de donde venga”. “¡Si viene de uno mismo, en el fondo! De abajo, inchen , que significa dentro de mí. Se hacen los que no saben. Hacer conciencia de lo más profundo, de lo que está oculto, de eso se trata. No de lo de arriba porque allí está lo superficial y es obvio conocerlo. Se trata de bajar hacia el abismo de la sabiduría y el conocimiento, tanto de lo bueno como de lo malo. Porque sabiduría no significa ser bueno”. —Pero la violencia es un extremo. —Es la oposición. Una explosión de lo negativo. Pero no por eso hay que condenarla; hay que entenderla. Y hay que tratar de parar ese proceso; pero no sacamos nada con deplorarla. Además que la gente que habla contra la violencia generalmente no la ha vivido: no tiene problemas económicos, jamás le han allanado su casa, no tiene gente desaparecida ni torturada. Los que la han vivido, nunca dicen que condenan la violencia y no es porque a ellos les guste. Es una cuestión lógica: el hombre acostumbra a no valorar las cosas que tiene hasta cuando eso está en jaque.
La compasión cristiana le parece hipócrita. “Como una limosna que se da a un pobrecito. A lo mejor se puede comprender el sufrimiento de otro, pero es imposible sentir con el otro porque somos unos e individuales. No podemos ser iguales que otro, ni nadie puede ser igual a mí. Puedo estar con el otro, ayudarle en el buen sentido: mostrarle al menos lo que a mí me sirvió. Pero, en definitiva, cada uno decide su camino extremadamente solo. Terriblemente solo. Es una soledad absolutamente terrible y por eso no cabe la compasión. Más que ayudar es mostrar. Ser uno mismo el ejemplo. Suena pretencioso, pero eso es: mostrar una alternativa. Ayudar sí que es pretencioso. ¿Cómo yo voy arrogarme el ayudar? En cambio ser ejemplo implica ser. Como una luz, como una forma de la cual pueden tomarse ciertas cosas y otras no”. Tan individualistas son los mapuche que, si bien participan en el movimiento indigenista internacional, lo hacen desde una perspectiva muy especial. Según Leonel, existen dos corrientes: la de los pueblos originarios y la de los indianistas. “Hay los que dicen: como indios nos conquistaron y como indios nos vamos a liberar. Nosotros no tenemos nada de que liberarnos. Vamos a reafirmar nuestro ser. La reafirmación del ser mapuche —de ser pueblo y Nación— es lo que lleva a la liberación. El término indio es ambiguo, se debe a la imposición de un sistema y se refiere a alguien que carece de verdadera identidad”. La diversidad de grupos al interior de la sociedad mapuche es casi tan grande como el número de individuos que la componen. Lo que los aglutina es la lengua, más habitualmente la idomia . El idioma, que guarda en su seno la totalidad de la cultura. Por eso, si eso se pierde, es mucho lo que se pierde. Otras minorías culturales y étnicas, como los tibetanos, se empeñan también en trasmitir el conocimiento en su extrañísima lengua; para que no se pierda nunca, porque ahí se conserva la esencia espiritual. Los mapuches, con más razón, porque va quedando un puñado. No más de tres cuartos de millón que hable y entienda el mapudungun y viva su cosmovisión. Algunos, como Leonel, lo están resucitando. —La primera manifestación del proceso de creación y recreación está en el lenguaje. Esa es mi tesis. El mapuche re-crea el lenguaje porque el idioma es ideográfico (ese es un término que aprendí estudiando castellano; no es un término mapuche). Lo gráfico se expresa en ideas. Por eso el mapudungun nunca se ha escrito. Porque es un idioma de creación; una lengua poética. Se va creando en la medida que se habla, porque se entiende en término de ideas; no de palabras exactas. En los Nguillatunes, por ejemplo, las palabras en sí no tienen significado alguno. Lo tienen en término de idea, en un contexto. Porque se van juntando palabras, se van deshaciendo, se va creando un movimiento de lenguaje que no se puede poner en una regla. Si alguien empieza a traducir palabra por palabra no va a entender nada. El mapudungun es un proceso más de comunión espiritual que de cuestiones materiales. Es cierto que el lenguaje de la civilización cristiana occidental ha evolucionado más, pero lo ha hecho para un solo lado. Ha hecho todo lo material a la perfección, pero ha olvidado la otra parte. El hombre común no es capaz de expresar un sentimiento. Por eso que los poetas son mirados como grandes personas, porque han logrado
hacer del lenguaje lo que el común de los mortales no puede, cosa que no ocurre en el pueblo mapuche. Para el pueblo mapuche yo no soy ninguna maravilla, y ni siquiera un poeta. Porque el pueblo mapuche es poético; no tiene necesidad de poetas porque el lenguaje es poesía. Ahí está la diferencia. Atento a la contradicción de ser hoy poeta laureado, agrega sin que yo lo plantee: “Uno podría preguntarse qué gracia tiene que yo escriba poesía en mapuche. Tiene gracia porque marca un hito: escribir algo que es inescribible y, además, tratar de pasar ese lenguaje al castellano. Tratar de escribir eso mismo en castellano. Ahí estaría la gracia, porque de lo contrario no tendría ninguna: si se trata de poetas yo creo que mi abuelita es mucho mejor poeta que yo. Dentro de mi pueblo yo no puedo arrogarme la calidad de poeta porque sé mucho menos que los que han vivido su lengua. Yo ya estoy metido en otro rollo, aunque no lo quiera. Recién me estoy rescatando a mí mismo”. El tiempo mapuche también tiene que ver con la lengua, donde no hay un adelante y atrás sino un eterno devenir. En la conjugación verbal el pasado está adelante y el futuro está atrás de la palabra en presente. “La concepción occidental del tiempo es lineal, en tanto que la indígena es una concepción circular y al mismo tiempo evolutiva. El occidental trabaja para el mañana. Yo veo al hombre winka cómo se abalanza al futuro. Se inventa metas a cumplir porque si no tiene un mañana se angustia. En cambio, para el mapuche el tiempo es lento, tranquilo, porque no existe el futuro en términos de meta. El pasado está adelante, al frente, porque es lo que yo estoy viendo. En cambio, el futuro no lo veo porque lo tengo atrás. Tengo conocimiento de que me va a llegar, pero no me preocupa el futuro. El pasado tampoco, pero lo tengo, lo sé y lo repito porque lo estoy viendo. Y si lo estoy viendo puedo cantarlo. Por eso se canta el pasado”. El pasado que Leonel canta cuando lo hace al espíritu de Lautaro está referido al presente y también al futuro: El espíritu de Lautaro/ camina cerca de mi corazón/ mirando/ escuchando/ llamándome todas las mañanas/ Lautaro viene a buscarme, a buscar a su gente/ para luchar con el espíritu/ y el canto. Lentamente fui observando cambios en Leonel. De la cosmovisión a la acción no había sino un paso, y después de una de sus misteriosas ausencias apareció ahora con una Casa de Arte a cuestas. Esta Mapu Ñuke Kimce Wekiñ , que se traduce como Enseñanza que brota de la Tierra, fue un alero adecuado para enfrentar los Quinientos Años. Una de sus razones de ser era oponerse a la celebración del Quinto Centenario tal como lo planificaba España y también los chilenos. En Temuco Leonel realizaba talleres de Recuperación de la Identidad para niños y adultos; un esfuerzo por poner al mapuche de ciudad en contacto con la historia y tradiciones de su pueblo. Se trataba de hacer conciencia, junto a otras organizaciones, de que había que dar la lucha por la identidad y por la tierra. La primera vez que escuché la palabra autonomía no pude creer lo que oía. Como casi todos los chilenos había adherido al mito de la homogeneidad nacional. ¡De dónde salió esta gente!
Cuando el año 91 empezó a actuar el movimiento mapuche, Leonel fue de los primeros en recibir golpes y palos. El día 12 de octubre la Casa de Arte Mapuche convocó a un Nguillatún en la plaza de Temuco, justo en los momentos en que en la Catedral se realizaba el Te Deum oficial por el día de la Hispanidad y por los 499 años del “descubrimiento de América”. Adentro estaba la gente y los salvajes afuera. Con bombas lacrimógenas, chorros de agua y lluvia de palos consiguieron dispersar a unos cien mapuches vestidos con sus atuendos tradicionales y armados con palos de coligüe. Medio mundo reclamó, pero el perjuicio estaba hecho. “No corresponde a los tiempos”, dijo el partido de gobierno. La prensa advirtió del uso excesivo de la fuerza, que no respetó ni a mujeres ni a niños. El Mercurio consignó el hecho: “Seis dirigentes y estudiantes mapuches, entre ellos el escritor Leonel Lienlaf, fueron golpeados y detenidos cuando un fuerte contingente policial disolvió con gases lacrimógenos una marcha no autorizada que se dirigía a la plaza de Temuco para realizar una rogativa”. Capítulo 5 Lo que tenemos que rescatar es una filosofía La crítica de Leonel Lienlaf al sistema que rige en este momento casi en todo el mundo es lapidaria. Literalmente. La primera vez que vino a Santiago y lo vio desde los cerros de la precordillera, envuelto en la nube de gases venenosos que prácticamente lo hacen desaparecer, propuso su solución: el único remedio, según él, era poner sobre la ciudad una capa de cemento del mismo espesor que la que tiene debajo. Un inmenso sándwich de concreto armado, relleno de seres humanos. —¿No habrá una alternativa más humanitaria?, le pregunté, siguiendo la veta del humor negro. Y muy serio respondió: —No. Esa gente, donde quiera que vaya, va a contaminar. Está acostumbrada a un sistema como este; tratar de enseñarle es perder el tiempo. Tiempo después llegó con otra idea, resabios de las enseñanzas de caridad cristiana, dijo: dejar a los humanos con vida, pero poner sobre la capital una capa de plástico que impida que el humo negro se expanda. “Para que sean un signo de lo que no se debe hacer. Para que nos recuerden los peligros del progreso. Así es que no hay que dejar que mueran. Cuando se estén ahogando se les mete por un hoyo una dosis de oxígeno”. Y cuando vio el fenómeno que se produce en los días más fríos del invierno, cuando la capa de inversión térmica impide que los gases suban y se disipen, se contentó con que el “plástico” ya estuviera puesto. Un plástico negro que marcaba nítidamente el límite entre la vida y la muerte. Abajo una sopa espesa y pestilente y arriba un sol radiante y un cielo azul. El esmog sobre Santiago terminó de convencerlo de que el urbano contemporáneo se había vuelto loco. Llegar hasta el punto de quedarse hasta sin aire era la prueba más clara; en verdad, irrefutable.
Era enfático, sin embargo, para advertir que tampoco tenía un interés mesiánico en salvar la cultura mapuche. “Que me entiendan o no, me da lo mismo. Quiero descubrir algo que me sirva a mí. Rescatarme a mí mismo. Estoy en un proceso de rescate. Eso no significa preguntarme quién soy o a dónde voy sino encontrarme. Vivir. Vivirme yo. Porque en este momento soy dos. Soy alguien que sé lo que quiero, que sé lo que soy, pero una determinada sociedad me dice que tengo que definirme con respecto a ella. Entonces, estoy con un pie en una parte y el otro en otra. Yo dejo vivir las cosas; me estoy dejando vivir. No me opongo a lo que viene. Por ejemplo, si tengo que meterme a la ciudad no digo “no”. Lo dejo que corra porque creo que si me opongo va a ser una lucha inútil. Tengo que dejar correr las cosas con un pensamiento claro sobre lo que quiero, y no culpándome que por qué estoy ahí, cuando debería estar en otra parte. Eso es destruirse la psiquis. Se trata de vivir y tener esa conciencia de vivir”. —¿De qué te estás rescatando? —De toda la desvalorización de mí mismo. En cierta medida yo tengo algo de acomplejado. Todo el proceso de transculturación que he vivido me marcó. Lo tengo claro, sí, pero vivencialmente hay muchas cosas que todavía no ocurren. —¿Te estás volviendo más mapuche? —Sí. Ese es mi rescate. En el transcurso de los años su personalidad se fue afirmando y quedó claro que, junto con rescatarse él, la cultura también se rescataba. “Estamos en un proceso de afirmar nuestra identidad como pueblo. Lo que tenemos que rescatar es una filosofía; no un folclor. Una filosofía que sirva como base para proponer un nuevo tipo de sociedad. Se trata de redescubrir valores que se han perdido. Una sociedad más consciente, no tan competitiva, donde se pueda armonizar el desarrollo tecnológico con el desarrollo espiritual. Y eso implica eliminar dogmatismos. Esa es la utopía. A niveles más prácticos es necesario llevar a cabo la reivindicación de la tierra y el derecho a mantener una identidad propia, cosa que a los mapuche se les ha negado en los casi doscientos años de República.” “Nosotros somos el olvido. Por eso nos inclinamos hacia el lado negativo. Porque es necesario que algo muera para que comience un nuevo ciclo. Porque todo vuelve. Va llegar un momento en que todo va a explotar para volver, desde el centro, a expandirse de nuevo. Hay que dar paso a una evolución y necesariamente hay que pasar por la muerte.” Una vez comparó al pueblo mapuche con la flor del copihue cuando está a punto de lanzar su semilla. Muerte y renacimiento. El sistema, reflexiona, está en su clímax. “En el límite de la convulsión y de la expansión. El conocimiento material en su punto más alto. Toda la maquinaria humana trabajando al máximo. Se producen más cosas buenas y más cosas malas. Está todo acelerado; todo tenso. El caos está prefigurado y necesariamente el sistema tiene que derrumbarse. En un tiempo fueron las aguas, en otro tiempo el terremoto, o el fuego de los volcanes. El cataclismo
es un cambio de etapa. Un salto para subir un peldaño más. Un mecanismo natural. El reino humano de la razón, ese mundo paralelo que el mismo hombre se ha creado, va a tener que pasar, para poder construir un mundo nuevo. Esa es la evolución. Lo que hay que entender es que nuestro mundo es mortal, pero nosotros somos inmortales, porque pertenecemos también a un mundo inmortal. Evolutivo, pero inmortal, o sea, eterno. Lo absoluto. La perfección absoluta. Y que esto de existir es un juego necesario.” Lo vuelvo a ver frente a mí, en las noches del invierno, conversando en mi altillo mientras tomamos un mate. No cumplía aún los veinte años, pero parecía un hombre viejo. Mejor dicho un alma antigua. De repente, me recuerda una de esas estatuas de Buda, los ojos entrecerrados, la mente sin pensamientos. Un monje Zen meditando. O, también, ¡cómo no!, a don Juan, el chamán mejicano, que fue mostrando Castaneda a través de sus libros. “La perfección absoluta está desde siempre. Es eterna. Y de ese absoluto como que se desprenden moléculas. De repente existe algo, este mundo paralelo —uno de tantos mundos paralelos— y ese es el que creamos. Es el despertar. Pero siempre estamos tendiendo al otro mundo y vamos evolucionando hasta cumplir el ciclo y volver nuevamente al punto de partida: lo absoluto. Para llegar allí tenemos que cruzar por varios ciclos y cataclismos y etapas de evolución. De repente se perdió para tomar conciencia sólo de una parte, que es toda esta creación del Universo. Entonces el Universo empieza a evolucionar buscándose. Buscando su principio.” No le cabe duda de que existen muchos mundos paralelos. “La Inteligencia Absoluta contiene todas las formas de mundos posibles. Una infinidad, una eternidad de formas de mundo. Y no hablemos de otro planeta sino de otro universo paralelo”. El sistema, desde su perspectiva, se fue tragando a los seres humanos y se convirtió en un gran monstruo que lo domina todo. “El hombre ya no es más que una célula de ese monstruo, que se puso en contra de la naturaleza. Quién sabe cómo sería en esos tiempos, pero en la Biblia Dios le dijo al hombre que dominara la tierra y esa es la filosofía que se juega en este mundo. El Wüdan quiere decir el gran cambio. Esto trae consigo la readecuación de la naturaleza. Muere mucha gente y muchas cosas también. Es necesario. La Tierra es un ente vivo, un ser consciente, que se contrae a sí misma guardando todas las energías negativas en su interior. Muchas especies perecerán; quizás el hombre ya no sea el ser inteligente sino que sea otro: aquel que sobreviva al hombre.” Un día me contó lo que según él es el sueño que tuvo una machi sobre la creación de este mundo. Una revelación. Muchos investigadores han recogido también este antiguo relato. “Yo he traducido Llügun Mapu por el término Creación, pero que también es Nacimiento. Nacer. Recreación. Y Mapu es Tierra. Una de las escasísimas leyendas que se conocen dice que en un tiempo algo se desequilibró en Ngenechén, que lanzó hacia el vacío una parte de sí, la que fue a estrellarse; algo cayó. Entonces la parte femenina de Ngenechén , por una auto orden, fue a despertar al hijo que había nacido. La mujer empieza a despertar a
este ser, que es el Universo: las manos, los pies, cada parte del ser que despierta va formando todo lo que hoy día vemos. Todo lo palpable. Pero se le olvida despertar el corazón, y este tiene que despertarse solo. Dicen que de ahí nació el hombre. Por eso el hombre tiene que buscar, porque está más atrasado que las otras criaturas del Universo. Tiene una conciencia inferior, a pesar de que piensa más; que tiene más inteligencia. Y tiene más inteligencia por necesidad: ha tenido que despertarse solo. Por eso el ser humano comete tantos errores: porque se está despertando.” “El pueblo mapuche entiende la Creación como un continuo proceso evolutivo que debe llegar a su clímax, donde tiene que reestructurarse para continuar creciendo. La leyenda de Tren Tren y Kai Kai muestra el desequilibrio de las fuerzas y la lucha entre el bien y el mal. O entre lo positivo y lo negativo. Hay muchas versiones de estas leyendas. Para los lafquenches Kai Kai es la serpiente del mar, que hizo salir el mar. Y Tren Tren es el cerro. Lo que se cuenta en Alepúe es que antes no existían las quebradas que hay ahora sino solamente pampas. Después de eso se reestructuró la tierra y se formaron los cerros. En el valle hablan de un diluvio. Que Kai Kai hizo llover y Tren Tren hizo crecer el cerro hasta que se logró finalmente el equilibrio. Las leyendas dan para muchas páginas, pero siempre es lo mismo: la reestructuración. Y todas concuerdan que ahí se formaron los cerros y que la humanidad se reestructuró entonces; tuvo que adaptarse a las circunstancias y ver cuál era su misión y cuál tenía que ser su actitud. Hoy, nuevamente, estamos en el clímax”. “Otra leyenda ve a Ngenechén como una mujer que paría el universo, y por cada grito de la mujer cobraba vida otra parte del universo. El hombre fue fruto de un pensamiento fuerte.” Pero las leyendas, me advierte, sólo son interpretaciones posibles. “No se dice: es así. No hay verdades absolutas sino que el pueblo mapuche dice: nosotros lo interpretamos así”. A estas alturas, Leonel pasa más tiempo en Santiago que en Temuco, después de haber abandonado sus estudios de profesor bilingüe en la Universidad Católica de Villarrica. Tiene que venir a la capital para revisar los originales de su libro, que están en manos de la Editorial Universitaria. Nadie más que él puede corregir lo que está escrito en mapudungun. Y cuando está en el sur pasa más tiempo en Temuco que en el campo. Es un mapuche des-terrado, como tantos. “De todos modos —admite— estoy inserto en la ciudad. El mismo hecho de publicar un libro ya es meterse en un rollo que no debió haber sido. Pero que tiene que ser”. En verdad era notable cómo fluía su vida. Estaba a gusto y bien en las más diversas circunstancias. Siempre ubicado. Rápidamente se hizo de un círculo que lo apoyaba, gente que lo recibía en sus casas y esperaba con interés sus visitas. Aprendió con algunas amigas a descifrar el Tarot y en poco tiempo se transformó en el maestro, con una intuición que, unida a su aguda inteligencia, al don de la palabra, y también a su sentido del humor, lograba aciertos notables. Ahí estaba el pequeño mapuche a sus anchas en lo que algunos llaman esoteria. Igual que entre los aymara, en los mapuche descubrí que los indígenas suelen ser esotéricos. Tal vez por ser primitivos;
gente que no ha perdido la percepción de aquello que nuestra civilización materialista califica de sobrenatural. Las cartas de este antiguo oráculo de origen egipcio le hablaban con eficacia en el lenguaje de los símbolos. En mi casa Leonel estaba siempre donde tenía que estar. Con cada uno de mis hijos estableció una relación directa, transformándose para uno en confidente, para otro en contradictor y para todos en un apasionante compañero de juegos. Ganarle al ajedrez era el mejor de los regalos. Se impresionaban por su capacidad para resolver problemas matemáticos. Y se reían de su torpeza para las cosas más simples. Dejarlo a cargo de la cocina, por ejemplo, podía ser un peligro. Una cualidad del mapuche que pude observar bien de cerca, más allá de las teorías, es su vivir el presente. No siente la necesidad de asegurarse el futuro porque cree que el futuro está dado, en la medida que se vive el presente. Porque la esencia es vivir. “Hay muchas cosas que el mapuche nunca ha tratado de explicarse. Cuando yo me metí en la cultura occidental me empecé a llenar de porqués, pero me di cuenta de que no son necesarias las explicaciones. Yo ahora postulo que hay cosas que no hay para qué preguntarse. Es perder el tiempo. Lo que importa es cómo el hombre vive y cómo siente la vida. Porque me doy cuenta que preguntarse quiénes somos, de dónde venimos, hacia dónde vamos, es perder el tiempo inútilmente pues la respuesta sólo la podemos obtener viviendo. Las cosas van respondiéndose en la medida que evolucionamos, y si no estamos preparados todavía para comprender muchas cosas —en nuestro estado de evolución— preguntarnos eso es como apresurarnos mucho. Hay que vivir la vida. Sentirla. Primero saber lo que es la vida, no con un conocimiento intelectual sino haberla captado. La filosofía occidental postula que hay que responder esas preguntas básicas. El mapuche dice: No. Si no vivimos la vida, es saber cosas para nada. Si estamos acá es porque tenemos que hacer algo y si nos pasamos preguntando qué tenemos que hacer, se nos va a pasar la vida tratando de saber qué es ese algo que tenemos que hacer. Y no hacemos nada.” —¿Y qué hace el mapuche? —Vive. Y la vida no es rutina. No puede ser este momento lo mismo que ayer. Siempre hay una evolución. —Sería lindo preguntarse qué es la vida y tener la respuesta. —Claro, pero no estamos preparados, porque no hemos hecho lo principal: vivir. No hay que adelantarse sino esperar que las cosas sucedan. Porque todo tiene que suceder, pero a su tiempo. Lo mismo que andarse preguntando quien es Dios. De toda inutilidad discutir si existe Dios o no existe. La gente que va a investigar a las comunidades nunca se ha dado cuenta de que ellos son los que van formándose su propia idea porque le preguntan al mapuche: “¿ Ngenechén es Dios?” “Sí”, le contestan. “¿Esto otro significa tal cosa?”. “Sí”. Cuando se dan cuenta creen que les están tomando el pelo. “Si ellos creen que es así, será así”, piensa el mapuche. Porque todo es relativo. Hay algo seguro, pero no se sabe. Y no hay por qué saberlo, tampoco. No es una necesidad del momento. A todo lo que le
pregunten, el mapuche va a decir que sí. No se va a poner a explicar a Ngenechén ni a decir quién es porque nunca se lo ha explicado. Es el principio de la vida del hombre. De todo. Pero es el hombre el que le da esa explicación y por eso le llama Ngenechén —el dueño de los hombres— porque él le puso el nombre. Otro día, hablando del miedo, volvemos sobre el tema. Me dice que hay una palabra mapuche que lo define muy bien: llakan . “Miedo es la negación de la verdad. Miedo es el temor a la no existencia. Existencia para mí es todo lo que se limita con tiempo y espacio. Una existencia es aquello que ocupa un lugar, un tiempo y un espacio. Por eso si me preguntan si creo que Dios existe digo que no. No existe, es eterno, es absoluto. No puede existir porque si existiera ya lo estaríamos limitando y no sería Dios. Existe desde la creación hasta el fin del mundo, de ahí ya no existe Dios”. Puesto a filosofar no hay quien lo detenga. Me llamaba la atención verlo siempre relajado, como si no le costara la vida. Siempre disponible. Jamás lo noté preocupado por el dinero, muy escaso para él. Un día me hizo ver cuánto se afana el hombre. “Para terminar como un estúpido. Trabajando y trabajando sin saber para qué. El trabajo debe ser para crecer uno y poder sobrevivir. O vivir bien, pero en estos tiempos, sobrevivir. Entonces lo importante no es trabajar como loco; eso es estupidez. Estúpido es también aquel que piensa que todo tiene que ser bueno; eso es imposible. En primer lugar hay que sacarse los famosos prejuicios. Tratar de salvarse uno; de rescatarse uno. Un egoísmo necesario. Porque el hombre es egoísta, pero en el mal sentido de la palabra: para destruirse. Y en este caso se trata de una salvación que también puede servir, más adelante, a los demás. Es un egoísmo por un fin superior. Dejar los prejuicios, en el sentido de dejar de pensar que la vida es para acaparar cosas. De que el hombre es un eterno idiota. O pecador, como dicen los curas. De que la única salvación posible es tener televisores y todo lo mejor del progreso y de la ciencia”. —¿Qué es entonces lo que vale? —La vida. Saber que se vive. Y más que saberlo, aplicarlo. Está bien analizarse —en eso están los psicólogos— el Yo, el Inconsciente. Pero en la medida que no se viva, que no se capte lo esencial, no sirve. No se trata de intelectualizarlo sino de vivirlo. El mismo ambiente lo va llevando a vivir al mapuche. Por eso, me advertía, no se trata de andar de observador sino de observarse uno mismo. “Ahí se notan de inmediato las diferencias. El mejor trabajo que usted puede hacer —decía— es observarse a usted misma. Y no se preocupe de lo que va a escribir después”. Dando cátedra. ¡Y eso que aún no había ganado el Premio Municipal de Literatura y ni siquiera había publicado su libro! Yo lo escuchaba —y lo grababa— observándolo y observándome. Para él, el camino que uno ha elegido siempre está bien elegido. “Yo tengo que vivirlo. Soy responsable de mi camino. Si no lo vivo, es mi responsabilidad, independientemente de si es bueno o malo. Porque yo todavía no sé si es bueno o es malo, por lo tanto no puede ser ni bueno ni
malo. Esa es la lógica. Es mi camino, y llegado el momento yo voy a tener que juzgarlo. Pero en ese momento no voy a sentir que fue tiempo perdido porque fue una vivencia. Haya sido mala o buena, fue una vivencia. Me faltaría ahora tomar el otro camino, de la misma medida que este. Tomarlo donde había quedado antes. No significa devolverse, sino avanzar, porque ya tengo una experiencia. Me falta vivir la otra parte, la otra experiencia. Si siempre he vivido lo negativo, después voy a tener que vivir lo positivo. La vida es un constante desequilibrio; una tendencia hacia allá y una tendencia hacia acá. Una tendencia hacia lo bueno, lo positivo, y una tendencia hacia lo negativo. No hay vuelta atrás. ¿Volver atrás de qué? No hay bifurcación: el camino es uno solo, con distintas caras. Lo idea sería seguir el camino que fuera el correcto, del equilibrio perfecto entre lo bueno y lo malo. Pero si uno se va hacia un lado, la curva es eterna. A lo mejor uno puede andar por el lado bueno solamente y llegar hasta el finaaaal, y resulta que le falta recorrer todo este otro camino. Ha avanzado mucho menos que el que ha ido un poco por acá y otro poco por allá. Pero no es que lo bueno y lo malo sean dos caminos: es todo uno”. —De lo que se trata es de buscar el equilibrio. —Exacto. Pero es imposible. Al menos para mí. Uno no lo cumple. Yo en este momento voy por el camino del wekufe ; así de simple. Porque estoy en el proceso de todo el caos mío. Un proceso de rebelión contra mí mismo y contra un sistema. Estoy viviendo el cataclismo universal en mí. Todas mis células son un cataclismo. En mí está explotando la bomba atómica, está la tercera glaciación, está la salida del mar. Lo que quede, el Tren Tren , que sería mi pequeñísima toma de conciencia, es lo que va a salvar a mis hombres. Eso sería todo por hoy: buenas noches, me decía, y caía a su cama, muerto de sueño. Con el correr de los años Leonel se fue mostrando como alguien preocupado de templar cuerpo y espíritu. —¿Qué es una iniciación?, quise saber un día. —Se trata de lograr poderes espirituales a través de encontrarse a uno mismo. Pero en realidad es una traducción pobre porque es mucho más que eso. Encontrarse a sí mismo es el primer paso. —¿Y cuál es el segundo? — Ngünewen . Ese es el segundo paso. Ngüne es una negación y una afirmación a la vez. Diminutivo de ngünen , que significa mentira; algo que no es verdad. Wen es boca. Podría traducirse como administrarse en el silencio. Poder controlarse a través del silencio. Si no soy capaz de hacerlo, no puedo tener un contacto equilibrado con el medio. Cuando yo era niño mi mamá siempre nos decía —en mapuche— que todavía no podíamos controlarnos y que por eso teníamos que tener cuidado cuando salíamos. Solamente los iniciados se controlan.
El camino de la sabiduría, reflexiona, es absolutamente solitario. “La experimentación de la soledad no sólo en cuanto a espacio físico, sino porque el hecho de ir aprendiendo, produce miedo; a veces, es mejor quedarse ignorante. Al ver que uno —en realidad— puede hacer tantas cosas buenas como también que eso mismo se puede volver contra uno. Pero una vez que se emprende el camino no se puede volver atrás”. Y no decía más. “Hay ciertos secretos que hay que guardar.” Una vez, hablando de las machis y los kalkus , se refirió a gente que él conoce y que tiene ciertos poderes. El de caminar sobre el fuego y no quemarse, por ejemplo. “No pregunte quiénes son porque no los va a conocer. Hay una persona que tiene gran poder, y que quizás algún día usted la conozca, pero nunca va a saber quién es. No es algo que se haga notar. No se trata de exhibicionismo. Generalmente el que tiene más poder es el más sencillo, el más modesto. Y el más pacífico. Pero a la vez también es muy fuerte. Cuando es no, es no. Cuando es maldad, maldad ¿me entiende? Lo negro y lo blanco bien identificados; no con colores amarillos”. Según él, su iniciación fue brusca; producto del choque con la cultura occidental. “Tomé conciencia rápido. En ese momento tenía dos caminos: o comprenderme a mí mismo o ser un amargado dentro del sistema, toda la vida. La iniciación partió de la transculturación. Lo que les sucede a muchos mapuche hoy día, que tienen que vivir en la ciudad, es que son unos amargados. Yo estoy tratando de superar eso”. “En primer lugar, poner lo individual y lo comunitario en su justa medida. Tener conciencia de ser individual y colectivo. Hay que retomar los valores que marcaron al pueblo mapuche. Porque esta cosmovisión formó un pueblo con características propias. El hombre como integrante y dependiente de la naturaleza. La conciencia del ambiente natural, y vivir esa conciencia. Incluso en forma ritual. En el Nguillatún la relación con la tierra es explícita en su ritualidad: los primores son para la tierra. Hay conciencia de ser parte del Universo y de la necesaria conexión con todo. O sea, yo soy importante porque soy. No por ser hijo de Dios ni por nada, sino por ser. Y lo que somos, como ser, es una vibración. Estamos ahí. Nos manifestamos en algo. Donde esté, siempre voy a ser una vibración. Por eso, de lo que se trata, es de vivir al ritmo de la vida, que es un concierto.” Y luego marcaba las diferencias. “Voy a tratar de explicar por qué creo que el hombre occidental no vive. Si bien dice que entiende que es parte integrante de la naturaleza, no lo vive, pues lo que hace es tratar de dominarla. Hay una confrontación entre hombre y naturaleza y por lo tanto no se puede decir que el hombre del sistema esté consciente de estar inserto en la naturaleza. Tiene otra conciencia, que es sacar lo máximo de ella; no sólo lo que necesita. Hasta el punto de convertirse en su enemigo. La ley de la reciprocidad no opera: el hombre inventó el dinero porque no quiere pagarle a la naturaleza en trueque, o por el mismo valor de lo que esta le da al hombre. El trueque sería que si el hombre utiliza un árbol para madera, plantara otro árbol,
pero en vez de hacer eso corta el árbol y paga con dinero. Un simple papel que no sirve para nada.” —¿La engaña? ¿Rompió el pacto? —Y no es sólo el hombre occidental. Porque hablar de occidental es dejar de lado muchas culturas que también, a pesar de su cosmovisión, se han integrado al sistema, como ocurre con buena parte del pueblo mapuche. Se ha impuesto otro sistema; estamos viviendo, querámoslo o no, una cultura winka . Y la cultura winka es la cultura del robo. Es esa la ley principal: no robar. Si no dijeran no robar nadie lo haría. La propiedad privada conduce al robo. “Lo peor que ha hecho el hombre no es el dinero sino las leyes. Para el mapuche que se ha rescatado a sí mismo no hay más leyes que las naturales. El pecado es dictar leyes que atan y que destruyen. Algo o alguien que está encadenado, lentamente se va deteriorando y muriendo. El hombre tiene que vivir al ritmo natural que marca la vida y no a ese ritmo acelerado del que lo quiere todo. De lanzarse hacia el futuro sin vivir el presente. En el fondo el hombre del sistema vive de utopías, de teorías, y de ahí el descalabro que existe. En medio del descalabro no logra vivir el momento y se pone a pensar en el futuro porque ve amenazado su sistema.” Lentamente Leonel fue endureciendo sus juicios. “No puede haber una reconciliación, ni un consenso, porque son dos visiones de mundo que se contraponen totalmente. Veo una lucha frontal entre el winka y el mapuche despierto. No creo en la integración. Creo en el encuentro de los hombres, pero pienso que para que haya un encuentro tiene que haber un justo castigo —de acuerdo a la ley de la reciprocidad— para aquel que ha hecho lo que ha hecho. En este momento hay una guerra porque uno ha tomado la actitud del dominador y el otro la del dominado. Mientras existan estas diferencias no va haber verdadero encuentro. Por ahora el encuentro es paternalista, que es otra actitud del dominador. Muchos se han arrogado la misión de salvar al pueblo mapuche. No lo hacen con mala intención, pero también son dominadores intelectuales. Amañan las cosas. Inventan verdades absolutas. Cuando un mapuche da una opinión sobre la historia, siempre le dicen que no sabe nada, que está errado, que no entiende.” Y si hoy pueden darse diálogos como este que estamos teniendo, es porque —me lo recuerda— el sistema está en su clímax y tiene que caer. “El mismo ha provocado un caos y de ese caos van a poder salir seres humanos buenos: buena tierra. Un nuevo tipo de sociedad”. El tiempo de Wedawün mapu o, como dicen los aymara, Pachakuti : cuando se reestructure la tierra y lo que estaba abajo pase al lugar de arriba. Un cambio paradigmático. Capítulo 6 Cosmovisión mapuche: una interpretación del universo
La percepción metafísica de la Gente de la Tierra, esa que aún no termina de despertar, parte de la certeza de que gente y tierra son un todo inseparable. Y que todo lo que ocurra a la tierra ocurre también al ser humano. La visión cósmica de las culturas primitivas, que surge de la observación concreta del mundo que las rodea, coexiste hoy con el pensamiento moderno. Quinientos años después de la arrolladora invasión europea, los estudiosos constatan que los mapuche han conservado sus antiquísimas tradiciones, las prácticas, las actitudes y los valores: una cultura que se sustenta en una particular cosmovisión. La transmisión oral, la larga guerra con España, la derrota de la Pacificación, y la penetración cristiana, hacen difícil distinguir la esencia de esta tradición. Los antropólogos resaltan la vertiente telúrica, que habla a través de símbolos que revelan las claves de un lenguaje hermético. La cosmovisión se vive en cada acto de la vida, pero sobre todo en las ceremonias rituales y chamánicas. En el Nguillatún , que es el eje de la vida religiosa, y en las acciones de la machi, se sostiene hasta hoy día la herencia espiritual del pueblo mapuche. Entre las conclusiones a que han llegado los que se dedican a estudiar su cultura, es que lo sagrado y lo profano se yuxtaponen. La tierra es sagrada y el mapuche está destinado por Dios a vivir en un territorio determinado. De ahí la relación telúrica, por una parte, y la porfía por conservarla. La Carta del Jefe Seattle que circula por el mundo no podría definir mejor el sentimiento de la gente de la tierra. “Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el venado, el caballo, la gran águila, estos son nuestros hermanos. Las escarpadas peñas, los húmedos prados, el calor del cuerpo del caballo y el hombre, todos pertenecemos a la misma familia”. El piel roja interpreta al mapuche cuando acusa: “Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestro modo de vida. Él no sabe distinguir entre un pedazo de tierra y otro, ya que es un extraño que llega de noche y toma de la tierra lo que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga y una vez conquistada, él sigue su camino dejando atrás la tumba de sus padres (...) Su apetito devorará la tierra dejando atrás sólo un desierto.” En su rescate Lienlaf canta: He corrido a recoger en las llanuras/ en la playa/ en la montaña,/ la expresión perdida de mis abuelos./ He corrido a rescatar el silencio de mi pueblo... Un concepto central en la filosofía mapuche es la dualidad, que se remonta al mismo Dios. La divinidad es dual, Padre y Madre. Más aún, contiene en sí una segunda dualidad. “Un Señor y una Mamita no más tenemos. Por eso la suerte siempre tiene que ser par. ¿No ve que tenemos dos manos para trabajar, dos pies para caminar? Y cuatro es todo lo que se puede tocar”. Junto con el Padre, Fuchá , está la Madre cósmica, Kushé, nombres que en el idioma chino antiguo tienen la misma significación y la misma fonética. En sus comentarios al antiguo tratado de sabiduría, el Tao Te King, Gastón Soublette, profesor chileno de filosofía oriental, pone de relieve las coincidencias lingüísticas entre el nombre chino Ku Shen y el nombre que
los mapuches de Chile dan al aspecto materno de la divinidad. Y en cuanto a la denominación Fuchá , sugiere que podría descomponerse en los monosílabos Fu y Chao , que en chino corresponden a las palabras Padre y Creador. En mapudungun la palabra Chao quiere decir padre, y después de la evangelización se la usa asociada a la palabra castellana Dios, Chao Dios. Soublette, estudioso de ambas culturas, observa que los mapuche resuelven en un cuaternario divino las denominaciones referentes a la bisexualidad de Dios. Así, junto a la pareja formada por Fuchá y Kushé , considerados como el anciano Padre y la anciana Madre, surge una pareja de jóvenes cuyos nombres son Weche Wentru y Ulcha Domo , los cuales se traducen literalmente por hombre joven y joven doncella. En el Libro de las Mutaciones, conocido como I Ching, el cuaternario básico está formado por un Yin y un Yang ancianos y un Yin y un Yang jóvenes, a los que se llama renovadores, que es el mismo calificativo que emplean los mapuche en sus invocaciones a la joven pareja celestial. Otro concepto básico que se desprende del principio de la dualidad es que las dos fuerzas que operan en la Creación son opuestas y complementarias. En Ngenechén , que no es un Dios creador sino el que rige a los hombres, están fundidos el bien y el mal. Es la armonía perfecta. El mito de la Creación, que habla de un Ser que lanza lejos de sí algo de él que cae, al que luego el aspecto femenino comienza a despertar, simboliza la división entre los dos aspectos de Dios. En la cosmovisión mapuche la Creación emana de un principio o espíritu único, pero se manifiesta en dos fuerzas o energías polares, opuestas y al mismo tiempo complementarias. Estas dos energías están presentes en todo y —desde luego— en el ser humano. Un aspecto luminosos y uno oscuro. Un principio activo y otro pasivo. El Bien y el Mal como dos componentes inseparables que, en la búsqueda del equilibrio, generan esta existencia. No se trata de un ordenamiento ético sino energético; el hombre tiene una naturaleza doble y con ella tiene que vivir. Wekufe es, en mapudungun, el nombre genérico de la energía negativa del cosmos, que adquiere las más diversas formas: el espíritu de la destrucción y de la muerte. A diferencia de nuestro sistema ético civilizado, la cultura mapuche no persigue el triunfo de las fuerzas positivas sobre las negativas, sino, más bien, la absoluta compensación de ambas. La cosmovisión mapuche, según han visto los estudiosos, no supone la existencia del bien y del mal separadamente, sino el perpetuo enfrentamiento de dos fuerzas antagónicas, pero a la vez complementarias. La relatividad, por una parte, y el cambio, por otra, son la consecuencia natural de la interacción entre los dos principios. “Una visión de mundo capaz de integrar en un todo realidades heterogéneas y explicarnos situaciones paradójicas o contradictorias”, dice la antropóloga chilena María Ester Grebe. Todo puede ser falso y verdadero a la vez. Un asunto difícil de digerir para la gente formada en la lógica occidental de esto o aquello. Algunos intelectuales lo han tratado de entender mirando
hacia las antiguas culturas orientales y, también, como el filósofo suizo Carl Gustav Jung, a través del simbolismo de la alquimia, que le permitió establecer el nexo con la tradición espiritual de occidente. Tal como en el mito mapuche, Jung se refiere al Anthropos, un gigante primordial de cuyo cuerpo los dioses formaron el mundo. Un Adán gigantesco. El alma colectiva de la humanidad. Jung demostró empíricamente que existe esa alma, a la que llamó el Inconsciente Colectivo. A través de la interpretación psicológica de los mitos y de los sueños advirtió un efecto esclarecedor, explicativo y vivificante. Al igual que los sueños, la misión del mito parece consistir en recordarnos nuestra prehistoria espiritual hasta sus más primitivos fundamentos. La visión de mundo que se desprende de esta intuición, que es propia de las culturas originarias, tiene que ver con el rescate del lado negativo, que muestra gran relación con la Madre Naturaleza y con la imagen maternal de la materia. El principio femenino (el de abajo), no se halla lo suficientemente integrado en la visión religiosa occidental; el repudio de la madre interna y cósmica es también el repudio a la Madre Tierra. La Sabiduría, lo femenino de Dios, es lo que compensa el espíritu patriarcal. Para las antiguas tradiciones la Diosa madre —la Sabiduría— es la Madre Tierra. La Diosa, que actúa como mediadora, es la que conduce al hombre por el camino hacia Dios y le asegura la inmortalidad. A menudo la deidad de la Tierra es representada por el árbol. El Árbol de la Sabiduría. Una antena que conecta la tierra y el cielo. El punto donde se resuelve la tensión entre opuestos. El rewe mapuche, alrededor del cual se realizan los ritos y las ceremonias, es un árbol —la Araucaria araucana, en el caso de los pehuenche— o un tronco labrado con siete escalones, que se adorna con ramas de árbol, por lo general de canelo, que es el árbol de la machi; también con laurel y manzano silvestre. Todos los árboles son sagrados, pero estos, los que acompañan al altar, lo son en grado sumo. Este tronco ceremonial es un mapa vertical del universo mapuche: el Árbol de la Vida. La machi sube por él al más alto de los cielos, donde habita Chao Ngenechén , el Anciano de los Días. Las siete plataformas del rewe están divididas en tres zonas cósmicas: abajo, el Minche Mapu o mundo subterráneo. Arriba el Wenu Mapu , dividido en cuatro dominios celestiales que son el lugar de los dioses, los espíritus benéficos y los antepasados. En el Anka Wenu o cielo medio se encuentran los espíritus maléficos del wekufe . Estos opuestos en perpetuo conflicto se proyectan en el Mapu , el mundo natural que habitan los hombres, donde el dualismo esencial se sintetiza. En la tierra coexisten los dos principios: luz-oscuridad; materia y espíritu. Pero la polaridad tiende a la unión. La conjunción de dos fuerzas opuestas es la condición para el equilibrio. El mundo sobrenatural es tan real como el natural. El rewe es el eje en torno al cual giran las plataformas. Rewe se traduciría como lugar de pureza. Por este eje la machi eleva la voz del pueblo y por él baja el Fileu : el Espíritu de la Sabiduría.
Los investigadores han ordenado las divinidades o espíritus benéficos que habitan en los cuatro cielos: los cuatro dioses jefes sintetizados en Ngenechén ; los cuatro dioses de la Luna; el Lucero del Alba, que es la wuñelfe ; los cuatro dioses de las estrellas, los dioses guerreros y las cuatro familias de dioses de los puntos cardinales. En el primero de los cielos, representado por el cuarto escalón del rewe, la machi ya tiene protección. En este Cielo Celeste está entre los suyos. Sobre las nubes se une a los otros guerreros y su símbolo es el trueno — tralkán — la fuerza que rasga las tinieblas y anuncia el tiempo de la luz. El quinto escalón es gobernado por el Espíritu del Lucero, cuya energía guía a la machi cuando está en tierra. Espera su resplandor al amanecer o en el crepúsculo porque ese es el espíritu que protege el ascenso de los mortales. La delicada luz que ilumina el camino de los buscadores. Nos habla en sueños. Rehuye el sol y las multitudes. Y nos deja tras sí el rocío de la mañana. En el tercer cielo, que corresponde al sexto escalón — küla ñom — domina el espíritu de la luna, Küyen , el de la fertilidad y la fuerza femenina. A su paso germina la tierra y maduran las cosechas. Por ella dan a luz las mujeres. El machi o la machi nacen por la energía de la luna. “Hermoso es el tercer cielo, el mundo lunar, y su color es el violeta, color sagrado”. Finalmente, el cuarto lugar, que corresponde al séptimo escalón, es el meli ñom , el más alto de los cielos. Allí están el Anciano de los Días, la Anciana, el Joven y la Joven, que son Uno solo. El Viviente. El que no muere. El que es viejo y es joven, es masculino y femenino. Es Todo. En dos de los escalones inferiores del rewe figuran los lugares donde habitan los espíritus del mal, que no están jerarquizados y que suelen tomar las formas más diversas. El wekufe , manejado por el kalku , que es la personificación del mal en el mundo, suele aparecer en los caminos como un hombre de gran tamaño, completamente blanco, vestido con los aperos del huaso chileno. Un esqueleto montado llamado witranalwe . Cada vez que lo nombré, en alguna comunidad mapuche, alguien dijo haberlo visto o que su vecino había tenido un aterrador encuentro con él. Los witranalwe son espectros de difuntos adultos que, manejados por un brujo o bruja, sirven para proteger a los animales y hacer crecer el ganado. Otra aparición habitual es la del anchimallén , espectros de niños muertos, que aparecen como pequeños duendes vestidos de blanco y que, por lo general, son fosforescentes. Ambos actúan de noche. El anchimallén camina a lo largo de los senderos y puede distinguirse por el brillo incandescente que flota un poco más arriba del suelo. Algunos mapuche aseguran que al kalku o brujo le basta ocupar sólo el dedo meñique del espíritu del niño para crear un anchimallén , y que este dedito puede verse brillar como si fuera un cigarrillo encendido o una luciérnaga. Cuando pasa delante de una casa emite fuego por la boca, lo que hace que a veces lo confundan con un cherrufe , es decir un aerolito o un cometa; una bola de fuego que anuncia que va a correr sangre. Un mal agüero.
El encuentro con cualquiera de estas personificaciones del mal produce la enfermedad del susto. A menudo esta dolencia requiere de un machitún para expulsar a los demonios del cuerpo, recapturar el alma y devolverla a su dueño. Hay también remedios a base de hierbas que los estudiosos de la medicina mapuche han recopilado. Pero aún hay muchas más figuras sobrenaturales-naturales que actúan en el territorio mapuche: el ñerru filu y el chiñi filu , dos tipos de zorro-culebra o de culebra peluda que aparece en los mares, los lagos y los ríos. Y el chon chon o tué tué , pájaro con rostro humano que nunca se ve, pero cuyo canto se siente por las noches: la encarnación de un hechicero que así puede volar. Alguna vez escuché también hablar de la inai piwichén , la serpiente emplumada, un animal fabuloso que se le aparece a la machi en sus visiones o perimontún . Un personaje ambiguo de los relatos míticos mapuche es el Chumpall , una mujer sirena o un hombre joven particularmente bello, que habita las corrientes de agua atrayendo una pareja —hombre o mujer— a sus dominios. Hermoso y maligno al mismo tiempo. Leonel Lienlaf intentó dibujarme la personalidad de Chumpall , un espíritu del agua que se rebeló contra Ngenko , que es el dueño de las aguas. En mapudungun la palabra dueño, Ngen significa conocer lo que se tiene. Es, pues, el que conoce el secreto de las aguas, el que las hace correr; el que sabe lo que significa su canto. Chumpall viene de Chumpatun , que quiere decir andar tanteando en la oscuridad. El tanteador de la sombra. La leyenda o parábola dice que hay que acercarse con mucho cuidado a una piedra que esté cerca de una playa, o en un río, porque puede ser el Chumpall , el que a tientas toma a una persona para que sea su pareja. En su sentido más profundo, el que toma una conciencia. Es de sexo indefinido hasta el momento de enamorarse de una cualidad de una persona. Una tarde me dijo Leonel: “Le voy a contar un relato reciente: de este siglo. No es un tratar de explicarse las cosas, que es la manera como la cultura occidental toma las leyendas, sino una muestra de lo que ya se ha conocido; una nueva conciencia que se tiene sobre algo. Se cuenta que una niña ingenua que vivía cerca de la península y de ese río que baja corriendo, en Alepúe, se iba a bañar todos los días sobre una piedra que había justo en un recodo del río. Una piedra lisa como una mesa. Solía estar mucho tiempo, sobre todo en verano, peinándose y arreglándose. No le preocupaba mucho la tradición, no le rendía tributo a Ngenko , sino que le fue gustando la parte negativa, el Chumpall . Llegó un día en que este, que era la piedra, comenzó a correrse hasta ir adentrándose en el río y ella no se daba cuenta (según lo que contó mucho después, cuando ya era Chumpall ). Cuando le quedaba solamente la cabeza fuera del agua se dio cuenta de que se iba hundiendo, pero ya no había nada que hacer. En su casa nadie sabía de ella y en la tarde, cuando fueron al río al lugar donde se bañaba, encontraron sus ropas, pero ella había desaparecido. Había entrado debajo del agua. Esa es la clave para entender la historia”.
“La familia se levantó temprano para ir donde un machi, pero a mitad de camino pensaron que a lo mejor la niña había huido y se devolvieron. Devolverse es un error: nunca hay que devolverse en el camino. Cuando uno parte, no hay que volver.” “Pasaron varios meses y un día apareció la niña. Llegó a su casa, donde estaba su mamá sola. La mamá se alegró mucho y estuvieron conversando todo el día. Lo que le fue a decir era que al día siguiente pagarían por ella el mafün , que es la dote. Y le dijo a la mamá que fueran a la orilla del río donde los iban a mafkar y que tomaran todo lo que habría allí porque era para ellos. Contó cómo había llegado a ser esposa del Chumpall . Cuando llegó la tarde ya tenía que volver a su casa; eran vecinos, en realidad. La mamá no la dejaba partir, pero al final dicen que se transformó en mariposa y se fue.” “Antes les advirtió que debían consumir todos aquellos presentes ese mismo día, o bien que los cocieran, pero que no los dejaran para el otro día. Al otro día los padres se levantaron temprano, se fueron a la orilla del río y allí encontraron que había de todo: pescados, mariscos, todos los pescados posibles de imaginar. Ese era el mafün . Lo tomaron, y como no pudieron comerlo todo ese día se dijeron: lo vamos a guardar, pensando venderlo. No lo quisieron cocer sino que lo dejaron dentro de una batea. Al otro día, en la mañana, vieron que todos los peces se habían transformado en culebras, por no haberlos cocido antes. Entonces se fueron al río a tirar la batea con las culebras.” La explicación de esta leyenda va a depender de quién la lea y del grado de conciencia que tenga, me dice Leonel. “Algunos la encontrarán muy bonita, con mucha imaginación, con la ingenuidad de los pueblos primitivos que todavía creen que todo tiene vida, que todo es sobrenatural. Una demostración de primitivismo. Y el más intelectual dirá que hay en ella una profunda enseñanza y una profunda sabiduría y asegurará entenderla, pero no la va a entender.” Para él, Chumpall , hoy día, es el sistema. Y esta leyenda, una visión literal de la realidad. La parte negativa, aquella de las pasiones humanas, es el cerebro. “En este momento el sistema está casado con el Chumpall , y este le retribuye con especies. Chumpall es la cabeza. Todos se sentaron arriba de la piedra, piedra mineral, materia y pensamiento racionalista. Todo eso implica la piedra. Es lo concreto, la realidad, la materia absoluta. En cierta forma este sistema está sustentado más en los minerales que en la tierra. Le convienen más las rocas”. Se queda pensando y hace lo que parece una disquisición: “Tendríamos que analizar también el problema del uranio.” “El Chumpall da su mafün , su complacencia, que en este caso es el gran avance tecnológico, que es el mundo maravilloso que estamos viviendo; pero tenemos que cocinarlo todo altiro. Ocuparlo todo, todo; no dejar nada para mañana. Utilizarlo todo rápido porque si no puede intervenir lo otro: si lo dejamos, todos los peces se transforman en serpientes. La lentitud del proceso hace venir la sabiduría. Y las serpientes son muy aliadas de Kai Kai y de Ngenko , que produce ese caos y ese reventarse de las cosas.”
“Esta historia es tan real que la estamos viendo. Cosas que el hombre no aprovecha bien se le están transformando en serpientes. Y ellas solas se van a mover.” —¿Solas? —Solas se van a mover. Todo tiene su conciencia. Incluso el átomo tiene su conciencia. ¡Es tan inteligente el átomo! Mucho más inteligente que el hombre. Al punto que ha llegado a dominar al hombre a través de la propia inteligencia del hombre. Podría decirse que el Dios del sistema es el átomo, al que todos le temen. “El sistema es un monstruo que se alimenta de los hombres. Que estira sus garras, o su sombra, para atraerlos. El Chumpall es esa sombra. El hombre del sistema vive preocupado del mañana, y tiene razón, porque el Chumpall mandó a decir que tenía que hacerlo ahora. Que mañana ya no le va a servir. Este sistema tiene que morir. Los síntomas los estamos viendo; la agonía vendrá después.” —¿Cuáles son los síntomas? —Tanto smog , tanta aceleración, tanto desesperarse. Tanta contaminación: mental, espiritual, material. El cambio climático, el derrumbe de los mercados financieros. Las leyendas, insiste Leonel, no son explicaciones sino aplicaciones. En la cosmovisión indígena la serpiente telúrica es la que provoca un remezón: una toma de conciencia. Lo negativo, el wekufe , es necesario también. “Los winkas no entienden: identifican el wekufe como algo malo. Relacionan a la machi con el wekufe : bruja. Hace cosas malas que no se pueden hacer. El Nguillatún también se relacionó en un tiempo con el wekufe : el diablo. ¡El pobre wekufe salió perdiendo! Y no es así: es un equilibrador. We quiere decir nuevo. Es el nuevo equilibrador. Kufe es el que amasa. O küfün , que es echarse a perder. El que compone echando a perder”. De lo que se trata es de ir aumentando la conciencia. El hombre, no hay que olvidarlo, viene de lo Inconsciente: recién se está despertando. Y este proceso continúa más allá de la muerte, hasta donde se extiende el principio de la dualidad. En esta existencia, el hombre es kalül , el cuerpo, y Am, espíritu. Al morir este evoluciona al estado de alwe , un proceso de desdoblamiento en el cual el ser se está acostumbrando a pasar a otro estado para complementar lo negativo-positivo. Podría decirse que el alwe es un paso negativo para luego llegar al estado de pülli , que es el espíritu purificado. Ha pasado por el fuego, pillán , que purifica. Algo así como el purgatorio cristiano. O el bardo de los tibetanos. La personalidad humana queda allí consumada, como un recuerdo o como una sombra. Es como el traje que uno se saca y lo guarda, me dice Leonel.
Pillán , el espíritu que reside en los volcanes, ha sido considerado también como el dios de la guerra: un ídolo andrógino con dos cabezas. En su mano tiene el hacha de piedra que simboliza al toqui , que es el jefe guerrero. Equivale a Illapa , el dios del rayo de los andinos, un monstruo bicéfalo que tiene una honda con la que lanza piedras, rayos, aerolitos. Casi tan poderoso como el ser supremo. En la sociedad mapuche los muertos reciben un trato especial y sagrado. A ellos hay que aproximarse ritual e impecablemente para colaborar en esta transformación que harán de ellos verdaderos muertos: antepasados. Cuando una persona muere, el destino de su alma es incierto: puede ser capturado por los brujos y transformado en wekufe . El rito, llamado Awn , es fundamental para asegurar que la persona tenga un viaje sin dificultades en la tierra de arriba. Mientras el difunto permanece en la casa se aleja a los niños. La manipulación del cadáver se considera peligrosa; puede uno impregnarse de energías negativas. Antiguamente el rito podía durar hasta ocho días en los lugares más aislados, y en ese caso se ahumaba el cadáver a la espera de los parientes que venían de lejos. En la actualidad no dura más allá de tres a cuatro días y la costumbre es que, después de lavar y vestir al difunto, se lo coloque al centro de su ruka , dentro del ataúd que permanece abierto. Las mujeres lloran a coro, un llanto de velorio. Y todos elogian al muerto, recordando sus acciones al mismo tiempo que se come y bebe en abundancia. El velorio es la gran fiesta negra en una comunidad. Allí hay de todo, observa Leonel: chistes y lamentos. Se puede pelear y sacar toda la rabia o estar mudo. Todo está permitido. Y las alocuciones son fuertes. En el funeral de mi tío, que era kona , todo el mundo lloró. Yo también. Fue una de las mejores poesías que he escuchado. El Awn es la mayor demostración festiva de la obligación de los vivos con los muertos. De a pie, a caballo o en carreta de bueyes, llegan los familiares y amigos con sus mejores atuendos. Todo es ritual: los hombres son atendidos por los parientes hombres, y las mujeres por una mujer. Los jefes y ancianos de otras reducciones se congregan con la familia inmediata a la sombra de un árbol, o delante de la casa en una mesa de banquete, para recibir la comida y la bebida. Habitualmente se sirve carne de caballo, que la familia proporciona, y los primeros trozos son para los ancianos y los jefes, de acuerdo a una rígida etiqueta. El último día se dicen los discursos, a cargo de los weupifes , que son los oradores de la comunidad. Largos discursos en los que se reconstruye la genealogía hasta el último antepasado que se recuerda, pasando por los principales miembros varones de la estirpe. Los funerales de machis y caciques revisten más pompa, y los de los niños son más sencillos, se junta menos gente y duran menos tiempo. Terminados los discursos, en el cementerio, se coloca el féretro en la tumba que han arreglado los parientes más cercanos. Se incluyen en el entierro las pertenencias personales: anillos, sombrero, zapatos, y un paquetito con alimentos, el rokin o cocaví para el viaje al Más Allá; que se vaya bien abastecido para que no siga rondando. Las almas no abandonan
inmediatamente la tierra; se cree que vagan alrededor de la casa un cierto tiempo. Hasta un año. El funeral es un estado de transición y el manejarlo en forma adecuada es un paso hacia el descanso eterno. Los mapuche estiman que teniendo una relación perfecta con los espíritus de sus antepasados no habría nada que temer de las fuerzas del mal. Ellos son, por excelencia, los intercesores. Por eso el descuido u ofensa a los espíritus ancestrales es el mayor y hasta el único crimen. Cualquier persona es responsable de sus antepasados de linaje durante toda su vida. La continuidad entre la vida y la muerte está fuera de cuestión en la visión de mundo mapuche. “Es como pasar del invierno al verano: una pequeña pasada. Lo hemos complicado, pero la verdad es que morir no cuesta nada. Aunque, por cierto, es un remezón”, comenta Leonel. La creencia de que los antepasados son sagrados, a la vez que influyentes espíritus de cuya existencia depende la conducta de los humanos, está en el centro de la moralidad religiosa. Estos vuelven habitualmente en los sueños de los hombres a dar mensajes importantes. Su morada suelen ser las montañas más altas, —el Tren Tren donde se salvó un resto de la primera humanidad—, o las estrellas más distantes. Entre las muchas formas que toman los ancestros está la de las Águilas del Sol, Antüpaiñamko , espíritus benéficos que están presentes en los actos de la vida. Han traspasado todas las etapas y pasan a ser sagrados. Por eso la presencia de un águila, su vuelo a la diestra o la izquierda, son augurios que los mapuche saben interpretar hoy, tal como ayer. Los muertos pueden asumir una diversidad de formas para hacer saber su presencia a los vivos: un águila, una mariposa, la mosca azul, pájaros nobles, hermosos y llamativos, son portadores del bien. Al revés, el mal y el sufrimiento se asocian con la oscuridad y con esas figuras aterrorizantes del witranalwe o el anchimallén . La dualidad, pues, se expresa más allá del umbral de la existencia personal. En una realidad sin tiempo, que es el concepto de la eternidad, vivos y muertos están íntimamente relacionados y todos los acontecimientos de la vida humana se sincronizan en un ordenamiento que rige por sobre la propia e imperfecta percepción. PARTE II PEHUENCHE GENTE DEL BOSQUE Quien no conoce el bosque chileno no conoce este planeta. PABLO NERUDA Capítulo 7
¡Que no sigan cortando la araucaria, que esa es la madre de nosotros! El grito se escuchó en el mundo entero como un campanazo de advertencia. En Chile, algunos pusimos atención. El bosque de araucaria en la montaña virgen es un santuario natural. El ser humano se dimensiona a sí mismo al lado de estos gigantes vegetales, que viven en la tierra hace mucho más de mil años. Cada árbol es un templo, una pagoda, un altar. Una antena entre la tierra y el cielo, a través del aire y de los siglos. Su majestad el Pehuén , soberano del bosque nativo. ¡Y lo estaban talando para hacerlo astillas y convertirlo, finalmente, en papel moneda! Tal vez sólo cuando haya sido cortado el último árbol en la tierra; cuando el último río esté contaminado; cuando no quede un solo pez, sólo entonces nos daremos cuenta de que el dinero no se come. En la selva fría y sagrada de la región austral de Chile, sobre los novecientos metros de altura, el pehuén o araucaria es como un gran mástil; un eje al sur del continente. En las montañas rocosas de la cordillera de los Andes, en los volcanes, en las sierras nevadas de la cordillera de la costa, despliega su velamen contra la nieve y el viento. Ni la furia de los elementos ni el incesante paso del tiempo consiguen doblegar su temple. Pero el hombre en su inconsciencia puede más. Todo lo puede. Durante un tiempo fue considerada un Monumento del reino vegetal y se prohibió su corta, pero pronto los argumentos económicos pesaron más y las motosierras eléctricas derrumbaron milenios en los bosques plantados por el mismo Dios. Un día que andaba sola por el bosque, detrás de la capilla de Quinquén que nos sirvió de refugio, me vi frente a uno de esos extraños troncos ahuecados, una caverna que se mete entre las raíces y talla una puerta en la base de árbol que, a pesar de todo, conserva su vitalidad. No había nadie y entré, pidiendo permiso a quien fuera y me quedé en silencio escuchando el ruido del bosque. Pronto llegó otro sonido, como una gota de agua que cae acompasadamente, como un latido. Cada vez que volví a entrar e hice silencio, volví a sentir ese latido. Afuera no se escuchaba. El bosque tiene vida y la tiene en abundancia. Leonel Lienlaf, que ha llegado de noche al Nguillatún de los Quinientos Años, en los primeros días del primer mes de 1992, me cuenta que su abuela piñoneaba. “Fue guerrillera mi abuela, iba a Argentina. ¿Por qué cree que vivió tantos años?” La luna llena, en este bosque, proyecta un paisaje irreal. Las araucarias son como gigantescos pilares que sostienen el cielo. Leonel me advierte de los peligros; él mismo se perdió en un bosque de araucarias, conocedor como es de los secretos de la montaña. “Miraba hacia arriba ese cuadro bellísimo, y me quedé pegado en las alturas. Cuando me incorporé miré, y para todos lados era igual. No sabía hacia dónde partir.”
Quinquén es un pequeño valle escondido en el seno de la cordillera de los Andes, entre la Sierra Nevada y Lonquimay. Los volcanes lo flanquean: el Llaima, que está siempre respirando, y ese año el Lonquimay estrenó un cráter nuevo. Se puede ir por un túnel de cuatro kilómetros (el más largo de Sudamérica dicen las guías de turismo); entero de piedra y madera, tan natural que llueve dentro del túnel más de lo que llueve afuera. Del cerro escurre el agua a raudales. En la última avanzada policial piden explicaciones y documentos: es tierra de frontera. Los pehuenche son gente de frontera, montañeses de los Andes australes, que acostumbran ir y venir de Argentina a Chile por razones de comercio. Hasta hace poco costaba menos llegar a un pueblo en Argentina que bajar a las ciudades chilenas. Sobre todo en invierno. El invierno un infierno, dicen siempre los pehuenche. Un metro y medio de nieve los aísla, porque aunque ahora hay caminos no hay nadie que se atreva a transitarlos con un clima como ese. Ellos de a pie, con maúllo, emprenden viaje a Santiago aunque se demoren un mes. Para defender su tierra cualquier sacrificio es poco. El maúllo es una rama flexible, generalmente de coligüe, que se redondea y luego se atraviesa con cueros duros; unas raquetas enormes que se ponen en los pies para no hundirse en la nieve. Parten con su rokín , unas tortillas al rescoldo que prepararon sus viejas, piñones y queso, cuando hay. Los vi llegar a la capital cansados, con hambre, con muy poco dinero. Pobres. Tocaron todas las puertas para salvar la araucaria, pero en esos tiempos —en las postrimerías de la dictadura de Pinochet— ningún organismo oficial ni siquiera los miró. ¿Quiénes son los pehuenche? Gente casi inexistente. Algunas personas se acuerdan de haberlos visto vagar como sonámbulos por las calles de Los Ángeles o Concepción, en la Octava Región. Gente de Trata Trapa, en el Alto Biobío, que baja a vender ilusiones y suele cambiarlas por vino. Venden agua del agrio que extraen del volcán Copahue cuando se descuidan los gendarmes argentinos. Panacea que cura todos los males, desde la simple indigestión hasta el cáncer. La andan trayendo en llantas de goma tremendamente pesadas y siempre alguien las compra: un farmacéutico de barrio las envasa y gana más. Puro azufre. ¿Pero estos de Quinquén, de dónde aparecieron? Lo extraordinario fue que, del más total anonimato, los pehuenche de Quinquén saltaron al estrellato. En menos de tres años el clan de los Meliñir se convirtió en el símbolo de la cuestión mapuche en Chile. Fue a costa de mucho dolor. Los primeros que en Santiago les abrieron el corazón fue la gente de Codeff, el Comité pro Defensa de la Fauna y la Flora, creado hace muchos años por Godofredo Stutzin. Un grupo de hombres buenos, en el cual hay muchas mujeres, que escucharon lo que decían los pehuenche, cuando hablaban desesperados sobre el crimen que se estaba cometiendo en su tierra. La organización ecologista decidió poner toda su energía para evitar que continuara el ecocidio, y así partió la larga amistad entre winkas y mapuchepehuenche , cimentada en la defensa de una causa común.
Yo me volví militante, lo que nunca había hecho. Militante de los bosques, empezando por los de araucarias. Se recogieron firmas, se hicieron actos de protesta, se convocó a los notables y a la prensa. Fueron los forestales a constatar en terreno la magnitud del desastre y se denunció a los cuatro vientos. Hasta de Australia vinieron a ver con sus propios ojos la estupidez humana. Cuando a nadie le cabe duda de que hay que cuidar con esmero los pocos bosques que quedan, en un país del fin del mundo se exterminaba una especie. Hoy por hoy los científicos hablan de una sexta era de extinción de las especies. La última era, hace sesenta y cinco millones de años, se cumplió cuando probablemente un meteorito chocó con el planeta produciendo condiciones similares a la de un invierno nuclear. Entonces desaparecieron los dinosaurios. Pero cualquiera sea lo que haya sucedido antes, ahora hay consenso de que la causa del cataclismo somos nosotros y que la cura está sólo en nuestras manos. Si es que hay cura… No es sólo en Chile, ciertamente, donde la religión del materialismo arrasa con los bosques vírgenes. Sin duda un pingüe negocio este de cortar árboles que uno mismo no ha plantado. Pero aunque la codicia es una pasión difícil de refrenar, en todas partes hay gente que lucha por enverdecer la tierra y da la pelea por el árbol. Que sabe que el árbol es el mejor amigo del hombre. En verdad es nuestro socio principal: limpia el aire que respiramos. Cuando él inspira, nosotros expiramos, tan íntimamente ligados estamos el árbol y el hombre. Detrás de la araucaria, como los duendes del bosque, estaban los pehuenche, invisibles hasta entonces. Y una fauna nativa —peces, pájaros y hasta leones— en peligro de extinción. Dicen algunos expertos que en los años noventa se exterminaron alrededor de un millón de especies, la mayoría de ellas debido a la destrucción de bosques. Un cataclismo inmenso. La gente pehuenche y el pehuén , que es el nombre nativo de la Araucaria araucana, viven en total simbiosis. Allí donde no hay cultivos, donde hasta las bestias perecen, el generoso pehuén alimenta bien a sus hijos. Cada otoño cae el fruto, o lo van a sacar, cabezas de más de un kilo llenas de nutritivos piñones. Pan del cielo: como aquel maná que Jehová dio a los judíos en el desierto, cuando huyeron de Egipto guiados por Moisés. El piñón se come crudo, cocido, asado, hecho harina, fermentado, como guiso; las mujeres de Quinquén tienen cien recetas distintas y siempre lo encuentran rico. Mejor que el pan y que todo. En los comienzos del siglo XXI el materialismo puede aún cegar a muchos, pero cada día son más los que creen que la tierra merece salvarse. Lo que ocurrió con la araucaria marcó época en Chile. Salvo los interesados en lucrar con ella, nadie defendió esa causa. Y aunque muchos jamás habían oído hablar de este árbol prodigioso, su defensa cautivó a viejos y jóvenes, de derecha o de izquierda; a los ricos y a los pobres. La primera vez que fui a ver a los pehuenche a su tierra de Quinquén fue a su Nguillatún , a rogar por la araucaria. Sabía muy poco de ellos. El retrato
que hace la historia no les deja ver el alma. Salvajes, como los que más. Unos bandidos, así quedan dibujados en ciertas etapas del pasado. Unos indios olvidados. El historiador Sergio Villalobos ilustra la portada de su libro, Los pehuenches en la vida fronteriza , con un dibujo del pintor Rugendas. El lápiz de este extranjero muestra a unos hombres bien plantados, corriendo ladera abajo de a caballo, el cabello largo al viento, atrevidos y valientes. La imagen de la libertad. Dieron guerra todo el tiempo. Las crónicas más antiguas, de 1550, dicen que los pehuenche eran temidos por los demás indígenas. “Antes de que viniesen los españoles solían bajar ciento cincuenta de ellos y los robaban, y se volvían a sus tierras libres” contaba Jerónimo de Bibar. Y agregaba que “no sirven estos a los españoles por estar en tierra y parte tan agria, fría e inhabitable”. Los estudiosos coinciden en que la aspereza de su hábitat y la carencia de productos de interés para los españoles fue la causa de que no intentasen someterlos y de que, en cierto modo, permaneciesen al margen de los acontecimientos de este lado de los Andes. Además, por conocer y dominar los boquetes cordilleranos, tenían la huida asegurada hacia el este al menos antes de que los Estados de Chile y Argentina se connivieran contra ellos. Eran muy pocos. Unos diez mil en el momento de la Conquista, los que practicaban la trashumancia. Un informe de 1729 señala que en el invierno vivían junto a ríos y lagunas, por ser donde se acumula menos nieve; en la primavera y parte del verano en las vegas al pie de la montaña, y al concluir el estío, durante el otoño, en los pinares, en los altos de la cordillera. Otro cronista, el padre Diego de Rosales, hace notar que cada uno tiene su pedazo de cordillera señalado y heredado de sus antepasados, y tiene por suyos los pinos de aquel distrito para hacer sus cosechas de piñones para el sustento del año. Esta información es corroborada por el coronel Luis de la Cruz, que fue intendente de Concepción, cuando dice en sus informes que los padres instruían a sus hijos sobre las tierras que les correspondían y que habían sido de los antepasados, a fin de que no perdiesen los derechos. Un investigador alemán escribe en 1828 que, cuando se derrite la nieve los pehuenche suben a puntos cada vez más elevados de la montaña, pero sin salirse de un determinado distrito, que ha pertenecido desde tiempos inmemoriales a su tribu. Estas precisiones históricas son importantes para comprender la porfía de los pehuenche de Quinquén de defender al precio de su vida sus duras tierras. Están emparentados con los indígenas del otro lado, tehuelche e indios pampas. En 1563, cuando los españoles enviados por Francisco de Villagra se internaron en la cordillera, encontraron a unos indios de diferentes tallas y aspecto que los demás de Chile, porque todos, sin excepción, son delgados y sueltos; aunque no menos bien dispuestos y hermosos, por tener los ojos grandes y rasgados, y los cuerpos muy bien hechos y altos. El mantenimiento de esta gente casi de ordinario es piñones sacados de unas piñas de diferente hechura y calidad, así de ellas como sus árboles.
“Gente muy apartada de los demás del reino y viven en una sierras nevadas con gran sorpresa y sin traza de pueblos ni orden en su gobierno sino como cabras monteses, que donde les toma la noche allí se quedan.” Algunos sostienen que hablaban otra lengua, el tehuelche, y que poco a poco se fueron mapuchizando. Hoy día, en sus reducciones, hablan principalmente mapudungun y también castellano, cuando los hijos van a la escuela. Les cuesta hablarlo y si lo han aprendido es principalmente para poder defender la tierra, siempre en peligro ante el winka . Las descripciones que hacían de los pehuenche a mediados del siglo XVII van trazando un retrato. Nuñez de Pineda comenta que “nuestras armas pocas veces han entrado a sus habitaciones porque son los caminos trabajosos, de riscos y peñascos, y también porque la gente no es de cudicia, porque es floja, sucia y asquerosa, porque andan toda la vida embijados con untos de caballo y otros animales inmundos, de que se sustentan por la caza, y con los piñones que producen aquellas nevadas sierras; son corpulentos y enjutos, y se visten de pieles de animales que cazan con flechas, que son las armas que usan y manijan ; son tan diestros en ellas, que volando el más pequeño pájaro le derriban (...) Sus vestiduras son tan solamente un pellón grande de pieles de animales, que les cubre todo el cuerpo, sin calzones ni camiseta. Los más se pintan los rostros y los brazos, sajándose con pedernales y refregándose las sajaduras con tinta verde o azul, que quedan las señales para siempre. Traen el cabello largo y trenzado, y revuelto en la cabeza con madejas de hilo de lana de diferentes colores, con muchas flechas entreveradas en la rosca que hacen sobre la cabeza. No sueltan de la mano el arco y el carcaj (...) Es gente floja, tímida y para poco; mal inclinada y naturalmente ladrones que cuanto ven cudician , y si pueden usar de su oficio, hurtan cuanto topan. No siembran ni tienen casa ni asistencia conocida, porque hoy están en una parte, y mañana en otra. Usan algunos — o los más graves y de autoridad— unos toldillos de pieles de yeguas, blandos y sobados, que con dos horconcillos y cuatro estacas le arman donde quiera que van, y otros se guarnecen en cuevas o en cóncavos de las peñas, que hay muchos en aquellas serranías”. Hacia fines de ese siglo continúan cazando con flechas y boleadoras “con la que dan en los pies del más ligero ciervo o avestruz. Y beben la sangre caliente de estos animales”. Con esas mismas armas y con esa decisión, asolaban los poblados coloniales con sus malones o malocas. El padre Rosales relata uno de estos malones ocurrido en Chillán: “Hizo el enemigo otra cuadrilla que dio en los potreros de la ciudad y se llevó todos los caballos, con que ni los soldados ni los vecinos pudieron seguir al alcance del enemigo, que como astuto, el primer lance en que pone la mira es en cargar los caballos a los españoles para cortarles los pies y quitarles las fuerzas e imposibilitarlos a seguirles: con que se fue el enemigo muy contento y jactancioso a sus tierras, cargados de despojos y de cautivos”. Más adelante señala que cuando quisieron cerrarles el paso se vieron burlados por los naturales, que escogieron otro paso, “y se fueron riyendo de los españoles”. Nadie se atrevía a ir a buscarlos a sus guaridas, donde se defendían despeñando grandes rocas sobre hombres y caballos. La cordillera era la
muralla que tenían por defensa. En ocasiones hacían alianzas con los mapuche del valle, o con los huilliche de más al sur, según conviniera a sus intereses. Individualistas en grado sumo, sólo se aliaban para dar la guerra, tal como lo hacían todos. Aún a comienzos del siglo XX, cuando tanta conquista había pasado por el territorio de Chile, sus costumbres y su organización no habían cambiado. El coronel Luis de la Cruz, en un viaje que hizo a Buenos Aires, tuvo oportunidad de observar de cerca las costumbres de los pehuenche. Así escribe: “Esta nación que se contempla independiente de las demás, no tiene con ninguna alianza estrecha ni guarda subordinación a sus propios jefes, sino por un efecto de tolerancia que a cada rato atropellan. Los más antiguos ancianos, los más valerosos y los más ricos, son los que se titulan cacique o ülmen ( ...) Los caciques no tienen jurisdicción alguna para castigar ni premiar a nadie; cada uno es allí juez de su causa y por consiguiente a nadie tiene respeto”. Sin embargo, también dice que “estos indios se tratan entre sí con particular benevolencia y esta proviene de la misma insubordinación que tienen, porque como no dejan de conocer que unos con otros se necesitan, que por medio de sus amistades, de su caridad y de sus servicios adquieren partido, quieren tenerse seguros, unos con otros, además de los sentimientos de hermandad y humanidad que ellos conservan”. Hasta la época republicana mantuvieron sus costumbres. El cambio más importante había sido la introducción del caballo, del que se hicieron muy diestros. En los roqueríos cordilleranos se adaptó este animal europeo y se transformó en el bien más preciado de las tribus de los Andes. En la guerra y en la paz el caballo les servía como herramienta de combate y también como alimento. Su carne fue reemplazando la carne de guanaco, que era su caza mayor, y hasta hoy es la más apreciada en las ceremonias y en las fiestas. Hasta en la misma muerte el caballo acompañaba a su dueño según cuentan quienes vieron ciertos ritos funerarios. “Asistimos al entierro del hermano del cacique Huenchunamcu. El cortejo fúnebre era el siguiente: precedía un jinete que conducía con un lazo el caballo, sobre el cual yacía boca arriba el cadáver, vestido de poncho y con su trarilonko atado alrededor de la cabeza; sobre el vientre llevaba un gorro grande de cuero, adornado con cobre rojizo. Seguía otro jinete, con otro caballo enjaezado, que era el que montaba el difunto cuando estaba vivo. Cerraba el cortejo un tercer jinete que llevaba un cordero. La restante multitud de hombres y mujeres ya se había dirigido al lugar de la sepultura por otro camino más breve. Allí sacrificaron tanto el caballo como el cordero. Se distribuyeron la carne, el sebo y los intestinos entre los presentes, junto a una liberal cantidad de bebida. La piel del caballo, unida a su cabeza y patas, se puso de tal manera sobre armazones que mirado de lejos parecía aún estar vivo y parado en sus patas”. Junto con los conquistadores llegaron los misioneros que finalmente se internaron por estas tierras volcánicas para intentar cristianizarlos. Lograron más que los otros; al menos no los mataron. La virgen María fue,
como en otros lugares de América, la primera que penetró. Hasta hoy en la capilla de Quinquén hay una virgen en la araucaria más antigua. Siempre con velas y flores, los pehuenche la veneran como Nuestra Señora de Quinquén. El rostro materno de la iglesia católica pudo lo que la espada no logró. Apaciguados los mapuche de los valles gracias a diversos tratados con la Corona de España, las incursiones de los pehuenche se hicieron más esporádicas. Salvo algunos incidentes, en tiempos de Ambrosio O’Higgins, la paz se fue abriendo paso. El comercio floreció: trigo y vino a cambio de sal, mantas, mulas y caballos. También cuentas de colores por la piedra bezoar. Esta piedra animal, que se encuentra en el estómago del guanaco, era considerada como una medicina mágica, tal como entre los médicos kallawayas de Bolivia. La estabilidad se mantuvo en la Frontera hasta el período llamado la guerra a muerte, durante la lucha por la Independencia. Al desatarse la guerra entre hispanos y criollos se sueltan también las alianzas. Los mitos y las historias de los cuatro hermanos Pincheira, famosos bandidos chilenos que se escondían en la montaña, a menudo están mezclados con las hazañas pehuenche. Montoneros avezados en la guerra de guerrillas atacaban por ambos lados de la cordillera, de Chillán hasta Mendoza, logrando suculentos botines. Entre ambos asolaron nuevamente la región hasta que fueron vencidos por el vino más que por las armas, según afirman los vencedores, que son los que escribieron la historia. La Pacificación encontró a los pehuenche diezmados y en el curso de los años que siguieron, hasta ahora, estos antiguos guerreros se fueron diluyendo lentamente en el olvido. Por eso es que pocos sabían, cuando empezaron los problemas de las tierras de Quinquén, que los pehuenche existían. Uno que otro antropólogo, uno que otro historiador, se acordaba de vez en cuando de estos rudos montañeses, hijos de la cordillera. Quinquén viene de la voz Q’qañue , que quiere decir refugio en mapudungun. Un escondite seguro donde se guareció en los años bravos un puñado de hombre libres. Sus relatos y leyendas cuentan una historia distinta a la historia oficial. El Nguillatún del pehuén , su principal ceremonia, los muestra de otra manera, y así los conocí yo. Un ritual es algo que supera la comprensión intelectual. Su propósito es trascender el plano ordinario y establecer comunicación con lo divino. Se realiza siempre en la misma forma, siguiendo un rígido programa. Gran parte del éxito descansa en no olvidar ninguna invocación y en hacer todos los gestos tal como se los enseñó en sueños el mismo Ngenechén a los antepasados. Lo mejor es para Ngenechén . Y en Quinquén lo más sagrado es la sagrada araucaria. La savia del árbol madre equivale al sacrificio de sangre de los pueblos de pastores. Una araucaria es el rewe ; sus ramas —brazos en alto— son las escalas que van llevando al cielo los ruegos de los humanos. Ha sido traída de lo más hondo del bosque virgen. Otras crecerán, pronto y más rápido, si Ngenechén escucha los ruegos. El árbol es el que establece la comunicación.
Lo que presencié esa madrugada de enero de 1990 era de no creer. Mientras a ochocientos kilómetros, Santiago de Chile dormía o empezaba a levantarse —buses, ruido, smog , estrés— en Quinquén se revivía una escena ajena al tiempo. El oficinista de corbata, cuya vida transcurre entre bloques de cemento, es irreal cuando lo real es lo que está ocurriendo allí. A las cuatro de la mañana el tañedor del kultrún anuncia la partida de los hombres designados para ir a buscar las araucarias que ofrecerán este año. De a caballo se internan entre las lengas, los coigües y la quila, ese bambú que protege el bosque nativo del pehuén . Es noche todavía y la misión que llevan es delicada. El cacique joven de Quinquén es Ricardo Meliñir. El lonko según la lengua de la tierra: “los winkas dicen cacique”, explica con resignación. Es delicado y dulce este hombre, que por vocación y por herencia se convirtió en la cabeza del pequeño clan Meliñir. “Mi papá es el verdadero lonko, pero como ya no escucha me dio la facultad de ser cacique. La memoria también le falla y no es capaz de cumplir toda la regla. Aquí no hay documentos, todo es de memoria. Pero él me ayuda, me dice cómo tengo que hacerlo, cómo hablar. En primer lugar, darle agradecimiento a Nuestro Señor”. Pudo haber sido su hermano, o el que lo sigue, pero fue él, que es el menor, porque demostró interés y porque tiene las cualidades de personalidad que lo hacen idóneo. Lo eligió el padre y lo aprobó la comunidad. “Uno también tiene que saber si es o no es capaz. El cacique tiene que mirar a su gente toda igual y tener una paciencia enorme. Saber aplacar a las personas para que no haya problemas y no se rompa la unidad”. A los treinta y seis años cuenta que le puso memoria y aprendió. “De chico miraba, observaba, y uno como que le toma cariño. Es una cosa muy importante para la vida porque rogándole a Nuestro Señor y teniendo a la gente unida le da un ejemplo a los que vienen. Se trata de que haya paz.” Es sacrificado, reconoce. El Nguillatún dura dos días y dos noches y el lonko tiene que tener todo planeado de antemano. Claro que cuenta con asesores, los werkenes . Y con su mujer, la cacica, que se preocupa de las mujeres. Estos días los siete niños tienen que cuidarse solos y los grandes ayudar a atender a las visitas que llegan. Tiene un hijo de veinte años; lo tuvo siendo adolescente, con el amor de su vida, la poderosa Paulina Huaiquillán, de la comunidad de Pedregoso, que lo acompaña hasta ahora. “En otra señora tengo otros siete”, dice bromeando, pero no es cosa de otro mundo. El mayor de sus hermanos, don Reynaldo, tiene dos esposas y quince hijos y a las dos las provee de todo lo necesario. Por de pronto de esas rumas de leña que tiene que picar con hacha, para que los quince niños pasen el invierno tranquilos. ¡Hay que ser hombre muy fuerte! Es cierto que los hijos son también un capital. Desde niños piñonean y consiguen su sustento. Después cuidan animales: las cabras y las ovejas. La araucaria, explica Ricardo, es madre por muchos conceptos. Aquí no se puede sembrar: “la clima no lo admite”, dice cambiando el artículo, que en mapudungun no existe. Además, en los inviernos, es como un inmenso paraguas que defiende a las plantitas y a los animales que quedan en la montaña. Verdaderos galpones que no dejan entrar la nieve. Un árbol de
raíces muy largas, muy importante para los otros árboles. A medida que va creciendo, va tirando raíz. Llega a más de ciento cincuenta metros hacia lo hondo y lo ancho; trae agua de muy profundo y los otros aprovechan. Protege de las heladas y rehumedece la tierra con la nieve acumulada. Defiende tanto en invierno, como en el verano del sol”. Don Alfredo Meliñir nos ha dicho al llegar: “hay un águila que nos está mostrando el pecho blanco”. Misteriosas palabras que significan que pueden confiar en nosotros. “Ustedes son nuestros amigos”, nos reitera el más desconfiado. Aunque somos winkas , en este momento no hay diferencias. “Hay que abrirles las puertas porque todos somos hijos de Dios. Si alguno viene a reírse nosotros decimos: Dios sabe, no más. Tenemos cuñados winka que nos ayudan en todo. Lo importante es tener el corazón dirigido a Dios, nada más. Todo el tiempo hay que tener ese pensamiento. Todo el tiempo igual. A toda la gente le gusta el Nguillatún ; nadie se echa para atrás”, afirma Ricardo. La ceremonia comenzó el día anterior, cuando empezaron a instalarse en las ramadas, a saludarse entre ellos, a ponerse en actitud de oración. En la noche se entretienen con el toque del kultrún y la trutruca . Es para que la gente no se duerma, y también sirve de descanso. —Estamos acostumbrados a empezar a las cuatro de la mañana. Se nombra a dos personas de edad para que vayan a buscar una araucaria nueva, más o menos de unos cinco metros. Debe tener entre quince y dieciocho dieciocho años. Y dos más chiquitas, de entre un año y medio y seis. Es un dolor cortarlas. Los que encabezan el grupo se arrodillan y le piden permiso a Chao Ngenechén diciéndole que uno la va a cortar no porque quiere, sino para ir como rewe . Con bebida de muday van a rogar. Pero no son ellos los que cortan sino una cuadrilla de jóvenes solteros que, con mucho cuidado, con mucho amor, la voltean. No debe tocar el suelo. Luego la llevan a pulso, no con carro: es el sacrificio, cuenta el cacique. Antes yo la he elegido; voy con un joven y veo cuál está bien para el rewe . No de cualquier porte; de unos cinco metros. Y no muy gruesa, tampoco. Alrededor de la seis de la mañana vuelven los hombres del bosque con su carga de araucarias. Los bandereros ya están en sus puestos para encabezar el círculo de jinetes que comienzan a galopar alrededor del campo de Nguillatún . Las fogatas encendidas alumbran cuando la luna empieza a desaparecer; toda la noche ha velado junto a los Meliñir en Quinquén. El sol se demora en salir tras esas altas montañas, pero tiene poder para subir la helada. De la tierra se levanta una neblina lechosa que desdibuja los contornos de las cosas. Es más la escena de un sueño. Un caballo y su jinete, con una lanza en la mano, parecen provenir de otra realidad. Tal vez es el joven Lautaro. Tal vez el mítico Kalfukura, que bajó de la cordillera a luchar por su pueblo. El Nguillatún lleva en sí una ambientación guerrera.
Llega el momento de instalar el altar o rewe . Ricardo sigue contando: “El rewe más grande del año pasado, ese quedó. Las otras dos se sacaron y se fueron a dejar a una parte muy sagrada, donde no entran los animales, y se ponen en el agua para que esté fresco. Para que no mueran de un viaje sino de a poco, de a poco.” “Es un sacrificio muy grande. No es que lo hagamos nosotros, sino que viene de antes. Según cuentan los antiguos que los primeros vivientes mapuche supieron todo por revelación de sueños. Ahí les dijeron cómo tenían que dirigirse a Nuestro Señor. A quién tenían que rogarle y cómo tenían que rogar. Les enseñaron que existía Nuestro Señor en el cielo y quien daba el alimento. A él tenían que rogarle y pedirle cosecha. Vivían del puro piñón porque no sabían nada más. Que no fallara el piñón porque era el alimento de Nuestro Señor a sus criaturas.” “Antes era mucho más serio; ahora se habla en castellano. En el Nguillatún todos tienen que hablar en mapuche: chicos y grandes. Cuando va a empezar la ceremonia, que no estén chacoteando ni hablando unos de otros. Deben estar tranquilos, atendiendo a la ceremonia. Y todo es en la pura memoria: cómo empieza, a qué hora. La hora de los antepasados, cuando se esfuman las estrellas y sólo queda la Wuñelfe .” La revelación es antes y ahora, para cada generación y al lonko lo guía Dios a través de los sueños. “La gente de pueblo no cree; están perdidos. Piensan en la plata, no en la tierra. El mapuche piensa en morir, pero dejar algo. Piensa en la araucaria: nosotros vamos a morir, pero tenemos hijos también, nietos y bisnietos. No podemos cortarlas ni venderlas. Es la que tiene las raíces más profundas. Y existía hace diez mil años. Antes que los indígenas.” Proteger a la araucaria es protegerse ellos mismos. La lucha por conservar la tierra está recién comenzando: primero están los árboles porque el tema es urgente: “Que venga un ministro para que vea el devoro, la quemazón y el crimen que han hecho con la araucaria”. Hay lágrimas en la voz del cacique de Quinquén. Acto seguido cuenta que en Argentina han protegido la flora y la fauna y también a los nativos. “Hay que proteger al mapuche: nosotros somos las raíces.” Las mujeres cantan un melancólico tahil mientras los hombres terminan de instalar el rewe , con la bandera del Nguillatún : azul oscuro, con una estrella y la luna creciente. La tradición en Quinquén es que las mujeres no bailen; sólo los hombres lo hacen, entre una rogativa y otra, para entretener el día, para probar la resistencia, para continuar las costumbres. El baile del choike o choike purrún , imita los movimientos del avestruz o ñandú que habita en las pampas argentinas. Bailan los adultos, los jóvenes y los niños, con la cara pintada, el torso y los pies desnudos, plumas en la cabeza y una manta que sirve para simular alas y cola. Hasta el cuñado winka baila este lonkomeo , alborotando el aire alrededor del altar. De a cinco, de cuatro, como sea, salen al ruedo los que se atreven a bailar. Los brazos y la cabeza sueltas, las rodillas flectadas, los choikes agitan sus plumas de la mañana a la noche. Hay cinco bailes diferentes y cinco diferentes ritmos que las mujeres aprenden a tañer desde niñas para acompañar a los hombres.
Antes de empezar la rogativa general el cacique explica a la gente cuál es el motivo del Nguillatún . “Llamamos a los jóvenes, a los niñitos y niñitas pequeños que ya tienen conocimiento, para que sepan, para que no se olviden, cuál es el significado que tiene el Nguillatún para los pehuenche. Cuál es el fin que tiene el pehuén que se planta en el rewe . De todo esto tiene que hablar bastante el hombre”. “A veces dura una hora la conversa y a veces dos horas: ahí frente al rewe . Cuando termina la rogativa lo hace igual. Reúne a la gente y despide a las visitas que vienen de otras comunidades. Se les agradece porque el Nguillatún no es solamente para nosotros sino para todo el pueblo indígena de la región. Porque nosotros rogamos directamente a Nuestro Señor, como siempre lo hemos hecho, no sólo para nosotros sino por el bienestar del país y de todos en general. Que se de bien la agricultura, el trigo; que el pan no falle. La ganadería, la carne. Y el piñón, que es el único sustento. Que Dios bendiga y de más; cada vez más.” Igual que un padre, el cacique examina la conciencia y dice que tal vez hemos cometido un error y que por eso este año hubo pocos piñones. Que tal vez somos culpables ante Dios y eso hay que reconocerlo. En un Nguillatún hay que estar muy atento. Antiguamente no se admitía gente blanca, dice. “Venían a reírse, a comer, gente ignorante que no sabe ni leer. Que no lo valoriza. Muchos gobiernos también no le tomaron valor a esto. No le hallaron ningún significado. Un año, no se en qué gobierno, prohibieron el Nguillatún . Parece que fue durante Alessandri. Pero no faltó quien habló por nosotros y ya nos dejaron en libertad. En el tiempo de Pinochet había que presentar una solicitud y sacar una orden”. A un costado del altar están los animales propiciatorios, pero esta vez no morirán. De las orejas se les saca algunas gotas de sangre para mezclar con el chavi , el muday de los pehuenche. En los cántaros ceremoniales que se ponen junto al rewe están los brebajes simbólicos con que se asperjará el pino sagrado y los animales. Uno por uno, primeros los hombres y después las mujeres, irán con sus cántaros y sus ramas a cumplir la ceremonia. El toro negro no se deja tocar y el potrillo que acompaña a la yegua alazana se excita ante tanta gente que levanta un tierral. Pero el cacique y sus ayudantes están preparados para la emergencia y consiguen dominar a las bestias. La ceremonia sigue su curso. Cuatro veces se elevan las oraciones al cielo desde los círculos abiertos hacia el este que rodean el rewe . Primero las mujeres adentro y los hombres más afuera. Luego se invierte el orden y ellos quedan adentro. En el momento culminante todos se arrodillan frente al altar. Hasta el kultrún ha callado; el silencio es total. Ricardo ora en voz alta en mapudungun y a una señal convenida la comunidad se incorpora. El rito de la mañana ha terminado bien. El cacique declara bien y Dios lo puede escuchar. El pehuén se tiene que salvar. Aunque a veces falle la fe, este rito se la afirma, reflexiona Alfredo Meliñir, presidente de la comunidad. “¿Acaso nos ha faltado lo esencial? Aquí nadie ha tenido que andar mendigando, robando, comiendo un animal a la mala.
Viviendo a la munda , como que uno está suelto, a todo trapo, y no sabe que lo están mirando. Uno tiene que poner cuidado de pisar tranquilo”. No como los judíos, como llama a los de la compañía maderera que cortan la araucaria y pretenden expulsarlos de sus tierras ancestrales: No tienen piuke . Y traduce: no tienen corazón. Mientras todos toman desayuno en las distintas ramadas un hombre lleva hasta el río a sus dos hijitas para lavarlas. El agua del río Quinquén es de hielo esa mañana. Ernesto Meliú, casado con una Meliñir, se detiene a conversar. De sus tierras, de los árboles, es el tema de Quinquén. “Nosotros somos de aquí. En el pueblo andaríamos mal porque estamos acostumbrados al campo. No compramos la leña, no compramos el agua; todo es libre. Somos libres nosotros: no tenemos ningún compromiso. Estamos solicitando la recuperación de la tierra de nuestros abuelos. Y que no sigan cortando la araucaria, que esa es la madre de nosotros.” Capítulo 8 El clan de los Meliñir, guardianes de la montaña virgen “Le estamos pidiendo a Dios, en esta tierra santa, que ojalá nos ayude en todo momento en este caso grave que estamos pasando. Le pedimos a Dios que ganemos la lucha, pero pacíficamente. Que él ponga su mano. Le estamos pidiendo derechamente a Dios.” Para probar que los milagros existen, la invocación del cacique de Quinquén, actuó como por ensalmo. Cuando se iba a iniciar el segundo rito del día, con el sol en el medio cielo, llegó un emisario del presidente electo, Patricio Aylwin Azócar. Su hijo mayor, el abogado José Aylwin Oyarzún, traía una carta dirigida a la Comunidad de Quinquén, en la que manifestaba su preocupación por el corte de araucarias que ellos habían denunciado, y por la amenaza de expulsión de sus tierras ancestrales que se cernía sobre los pehuenche. Se comprometía durante su gobierno, que pronto asumiría, a velar por la integridad de las comunidades indígenas tanto en lo que respecta a sus tierras como a la preservación de los bosques que en ellas se encuentran. Una esperanza cierta. Una respuesta concreta que convirtió el Nguillatún en una redoblada acción de gracias. No hubo euforia, gritos, abrazos, sino un contento sereno, y el rito continuó. Los jinetes, como nunca, avivaron sus caballos corriendo alrededor del campo ceremonial. Oooooooooooooooh, el grito retumbó en los cerros y quedó sonando en el bosque y en el altar del pehuén . El kultrún fue, al final, el último que calló. Después, en las casas de ramas, se celebró con mate y asado. El alcohol está prohibido. La yerba mate argentina, marca El Burrito, Taragüí o La Aguantadora, yerba con palos, entera, es la inseparable compañera del pehuenche en todo tiempo. Para el frío o el calor, solo o acompañado, el mate es todo un ritual. Pasa de mano en mano cuando se comparte en familia; tomar mate crea lazos difíciles de precisar. Se matea entre
hermanos, entre gente que se entiende. Es como la ceremonia de mascar hojas de coca entre quechuas y aymaras. Una complicidad sin palabras. En la fiesta de la abundancia durante todo el día se sacrifican cabritos y corderos para agasajar a las visitas. También se bebe muday , echando primero un sorbo a la tierra. “Es la costumbre que tenemos, la que recibimos en herencia de nuestros padres: nosotros botamos un poquito al suelo porque hay un espíritu que a uno lo anda siguiendo: el espíritu de la tierra. Dios hizo el muday , él plantó los árboles, todo es cosa de él. Se ríen los de afuera porque no saben la creencia que tiene el mapuche”. El Presidente de la República cumplió su palabra y uno de los primeros actos del gobierno democrático, en 1990, fue decretar la prohibición absoluta de talar la Araucaria araucana en todo el territorio nacional. La especie volvió a ser un Monumento Natural de acuerdo a la definición y espíritu de la Convención para la Protección de la Flora, Fauna y las Bellezas Escénicas Naturales de América, que Chile suscribió en 1967. El alivio no fue sólo para los pehuenche sino para todos los que, desde distintas instancias, habían sacado la voz para defender el árbol sagrado. El decreto fue una tregua para los Meliñir de Quinquén, pero la pelea de fondo, la pelea por la tierra, estaba recién iniciando su etapa definitiva. Al primero que conocí fue a don Mauricio Meliñir Antiñir. Mientras Ricardo ejercía su papel de cacique en el terreno ritual, este hombre era el que representaba la autoridad política, encargada de las relaciones con el resto de la sociedad. Un caballero pehuenche de noble aspecto. Su atributo es la sabiduría, que reconocen sus pares eligiéndolo para que los represente en las instancias más duras. Estas que se están viviendo. Mari mari lamngen , me saludó en su casa, la segunda vez que fui a Quinquén. Hermana, quiere decir. Su mujer, doña Corina Domihual, nativa de Icalma, sabe de remedios naturales y me ofreció un mate con yerbas para conjurar el cansancio. Entre ellos hablan mapudungun “para no perder la lengua”. Además que a ella, el castellano le cuesta. Nuestro idioma —dice él— es un regalo de Dios; no lo podemos dejar. Es cierto que se han olvidado algunos términos; ya no se habla como los antiguos. Antes los abuelos contaban historias a los niños y a los jóvenes para que se les grabaran. Después hacían repetir para ver si efectivamente se las habían aprendido. Ese empeño por conservar el mapudungun garantiza la supervivencia de los principios que estructuran su cultura. Especialmente importante es el lenguaje ritual, que con términos arcaicos rememora, siempre con las mismas palabras, la herencia que viene de atrás. El verbo es creador. Así, las cualidades más importantes del lonko , son la buena memoria y la capacidad oratoria. La casa de roble pellín laboreado a golpes de hacha está en medio de araucarias, frente a la laguna Galletué: un ojo de agua en los Andes, a 1.300 metros de altura, donde nace —nada menos— que el gran río Biobío. Por todos lados, cordillera; no lejos está el volcán Llaima. La última erupción
arrasó con estas tierras dejando un manto de lava que aún lo cubre todo. Sólo la araucaria resiste: treinta metros hacia el cielo, allí donde no crece nada. Bajo la arena volcánica la araucaria permanece; vuelve a brotar, cría hijos, se propaga. Es un fósil viviente. La bruma de la mañana se disipa poco a poco y va revelando un cuadro de extraordinaria belleza. Atrás quedó el bosque quemado: fue un incendio intencional, acusan los Meliñir. Por la noche, en el camino, los árboles, aún en pie, nos parecieron espectros, almas en pena del pehuén que no se resigna a morir. Los quemaron para aserrarlos y burlar así la ley. En la casa de don Mauricio prevalece la armonía. Nadie se atrevería allí a tocar a la madre de los pehuenche. La gallina de los huevos de oro no puede sacrificarse al lucro de último momento. De oro son las puntas del árbol macho, amarillas por el polen que irá a preñar a las hembras. Será buen año, lo anuncian las cabezas del piñón. La esencia de la gente arraigada es que cuida lo que tiene. Se siente una con la tierra que le dieron por morada y sabe que luego vendrán otros por los que también hay que velar. Alfredo es de los duros con un corazón de oro. Se enoja fácilmente, pero luego se le pasa. Siempre dispuesto a la muerte por defender su terruño. Cuando don Mauricio asumió tareas más importantes, a la cabeza de todas las comunidades pehuenche de Lonquimay, él fue elegido presidente de la Comunidad, un cargo que le quita tiempo y lo resta de las tareas del campo. Orfelina, su mujer, acepta la pobreza y lo apoya haciéndose cargo de los ocho hijos y de la casa. Viven en el bajo, cerca del río, en un terreno pobre y árido. Ni siquiera hay araucarias. Es el más imaginativo y el que tiene mejor registro de las historias y leyendas de los pehuenche. “Mi abuelita me contó de la diluvia . Dice que se salvaron muchos indígenas. Hay un cerro que se llama San Pedro y cuando el agua empezó a tapar la tierra, agitada por Kai Kai , el cerro se fue levantando. Cuentan que unas chiquillas y unos jóvenes, que eran de muy buena conciencia, que no se metían en cosas malas, flotaron en el agua y se subieron arriba del cerro cuando este empezó a crecer. Ahí se salvaron con animales y caballos. Era un cerro montuoso y así como subía el agua, el cerro iba subiendo. Así nos contaron nuestros abuelitos; cerca de Lonquimay está.” —¿Y si se salvaron los puros, por qué siguió existiendo el mal? —Bueno, también tendrá que haber escapado el demonio, que es inteligente y poderoso. Después de Dios, dice, está el demonio. Es el segundo Dios de la tierra. Por eso algunos cuando van a hacer algo difícil dicen: `En nombre de Dios y del diablo’. El cachudo, como lo llama, adquiere diversas formas. Por ejemplo, el ñerru filu , ese extraño animal que vive siempre en el agua. “No hace mucho mató
a un cristiano, con caballo y todo, en el lago. Le chupó la sangre”. Este vampiro acuático es bien conocido por los pehuenche, que saben que es peligroso cruzar un río caudaloso. “Nadie lo puede creer, pero sucede. Un culebrón que se le aparece a la gente que tiene poca fe en Dios o a los que les queda poca vida porque van a morir luego. Todos esos bichos los persiguen”. El cherrufe, esa bola de fuego que se hace presente al olor de la sangre, es otro espíritu impuro, manejado por un kalku o brujo, que suele hacerse presente. —¿Existen brujos en Quinquén? —Sí. Tiene que haber. Mi papá contaba que había muchos witranalwe , que los usaron mucho para la guerra y para ir a buscar animales en Argentina. Esos son invisibles: se ven un momento y al rato desaparecen. Se llevan los animales y el estanciero no los ve ni los siente. En caso de guerra, el guerrero no pierde andando con él. Todavía quedan, afirma. —Suelen aparecerse en los cruces de caminos a aquellos que no llevan la conciencia limpia. A un conocido mío le ocurrió. ¡Pobre hombre! Se le soltó todo el cuerpo. El Witranalwe , me explica, es el que cuida las riquezas, que no son del rico —como ellos creen— sino del demonio. Entonces este manda a sus sirvientes a cuidarlas. “Es él quien se preocupa del ganado y no deja que nadie se acerque. Por eso al rico nadie le roba. Siempre ha sido así. También ha habido mapuche ricos y el witranalwe trabaja para ellos”. No hay un juicio ético en sus palabras: el demonio puede ser un aliado. “Claro que nosotros no somos partidarios de eso”, aclara. Por otra parte, reflexiona, el mapuche no es ambicioso del billete. “El alemán, si puede trabajar día y noche, lo hace. El mapuche no: trabaja sólo para tener para el día y no más. Al alemán le gusta trabajar con maquinaria para aumentar la producción; el mapuche es lento. Es de otra manera, y yo me encuentro bien. Aún los mapuche que son ricos, los que tienen hartos animales, no son aficionados al dinero. Podrían comprarse un jeep, por ejemplo, para bajar al pueblo a hacer sus compras. Pero no: no quieren comodidad. Prefieren sufrir. Lo que le interesa al mapuche es tener harta comida y trabajar duro todos los días. Total, para arriba no se puede llevar nada. Allá descanso, piensa el mapuche. Aquí sufro, pero allá no. Lo importante es tener suficiente para pasar la vida y apoyar a otro pobre que necesite. Religioso por naturaleza, cada mañana temprano, lo primero que hace Alfredo es acordarse de Dios. Esta oración se llama pentubutún .
“Nosotros no le rogamos recién cuando estamos apurados; desde que amaneció, ya estamos (...) Cuando nos vamos a comer un pedazo de pan (...) en cualquier parte.” Mientras toma un mate dulce con cáscara de limón me cuenta que todos los días él hace sus oraciones y que sus hijos escuchan. “Le pido por el bienestar de todos; que haya un buen invierno. Todos los días estamos constantes. Pedimos por nuestra crianza, que Dios nos ilumine, y especialmente, que no nos falte el pan. Que Dios ponga su pan en cualquier hora, eso es lo que yo digo siempre cuando me levanto.” “Yo tengo ocho hijos, pero jamás en la vida —ahí está mi Dios que me está mirando— ande yo como ande, a mis hijos nunca les ha faltado el pan. Yo trabajo en distintas partes agarrando buena comida. Con el sudor de mi frente. Trabajo en pequeña crianza y también voy a changuear por temporadas con los agricultores de Nueva Imperial. Por un trato atiendo a los animales en la parición del vacuno. Es harto sacrificado porque en la noche no se duerme; hay que estar como guardia siempre listo para el parto. Pero trabajando en buena condición, con la fe en Dios, al pobre no le falla nunca. Así digo yo.” “Y cuando fuimos a ese enfrentamientos (con los carabineros, por la tierra), que íbamos a mano limpia, antes le pedimos a Dios: “Señor, defiéndenos en este acto. Intercede en este caso grave que tenemos, usted que sabe todo más que ninguna autoridad. Usted hizo la autoridad, hizo la justicia, los tribunales, dejó el gobierno; usted es el que tiene que ver esto. Lo mismo cuando salimos de viaje. La cordillera no acepta gente de pueblo. En caso de temporal puede matarlos luego. Pero rara vez ha matado a un pehuenche. Uno de raza blanca, que trate de pasar en tiempo de nieve, lo agarra un viento que no lo deja avanzar para ningún lado y lo mata luego no más. Es peligroso. Al pehuenche no, porque desde que empezó a entrar a la cordillera, pensando en Dios va. A las tres de la mañana yo salgo a tomar el bus aunque haya nieve, temporal grande; ir bien enmantado no más y llega uno a destino.” En la escuela conoció la Biblia y después participó en la construcción de la capilla. Pero su verdadera religión, admite, es la del Nguillatún . “La virgen María también, pero eso vino a ser a última hora. También nos ha ido bien con la virgen. Lo mismo con Jesucristo. Prácticamente el mapuche no está mal con él: hijo de Dios, siempre se ha dicho. Claro que a veces el mapuche escaso de conocimientos piensa que hay un Dios Nuestro Señor Jesucristo, pero son uno no más. Hay gente que dice que nosotros adoramos a otro Dios. ¡Cómo puede ser!, digo yo. A todos, al winka , al mapuche, al gringo, a todos los dejó él. Les dejó su lenguaje, sus creencias para rogar, cada raza con sus oraciones. Actualmente nosotros también sabemos las oraciones de los blancos, pero mi tío Armando y otro tío no saben el Padre Nuestro porque no saben castellano. En mapuche sí lo saben.” Cristo, dice, es algo nuevo.
“Uno piensa que esto de ser mapuche ¡cuántos años tiene! Nadie sabe. ¡Imagínese la araucaria! Dios la mandó porque había gente porque ¿para qué la iba a mandar si no hubiera gente que se alimentara con su fruto? Y la religión católica, que habla de Cristo, es de hace dos mil años nada más.” Su mujer estuvo enferma; le habían hecho un mal. “Esto siempre ha ocurrido entre los mapuche. Gente que tiene el espíritu malo. Dicen que reciben en herencia esa cuestión y uno no puede saber quién es porque por fuera es una persona común y corriente. Si yo tuviera kalku sabría, porque entre ellos conviven; pero uno que no tiene, no sabe con quién se junta. Igual en la ciudad, uno puede encontrarse con una persona mala y no lo sabe. Pero esto tiene que ser entre familiares, porque entre extraños no pueden hacerse daño.” “Era un dolor en el costado. Dicen que el mal se va a la hiel de la persona. Pero también hay machis que para sacar plata dicen que tiene un mal. La señora mía estuvo con una, para el lado de Temuco: le hicieron un machitún y mejoró un poco, pero después ya no. Según dicen que faltó plata porque el espíritu malo que se apodera de la gente le paga más a la machi. Es igual que un abogado: el que lleva más plata, ese gana. Una que otra es así, muy interesada en la plata. Y hay otras que trabajan con Dios directamente. Igual que un abogado: hay algunos que trabajan con plata y otros con la conciencia limpia, por defender una causa.” “Finalmente la sanó una médica yerbatera. En esas creo más; son más honestas y saben más que un doctor. Veteranas que ven el humor en la orina.” Religión y sanación van siempre muy de la mano. Por eso una razón importante para que cada día haya más mapuche que se adscriben a alguna iglesia pentecostal, habiendo sido bautizados como católicos, es que allí ocurren milagros. Una explicación que escuché es que mientras los evangélicos oran, los católicos sólo rezan. Se refieren a la oración en lenguas, considerada como un lenguaje personal del espíritu, el que es escuchado en el cielo. Cuando doña Ermelinda Lienlaf, la madre de Leonel, enfermó a causa de un mal que le hicieron, no había dinero para pagar machi ni pudo encontrar un médico capaz de lidiar con un enemigo invisible y poderoso. La comunidad católica de la Misión Alepúe tampoco logró resultados. Hasta que empezaron a ir a la Iglesia de Dios, un culto pentecostal que cada día gana adeptos. Allí le sacaron el mal y se mejoró. En pago a este favor decidieron hacerse miembros activos, ella, don Toribio y Cristina. Alfredo Meliñir me contó, en largas conversaciones, los tradicionales cuentos del león. Peñi lo llaman los pehuenche, que quiere decir hermano. Ta peñi : hermano mayor, lo escuché nombrar varias veces a los niños de Quinquén. “Sólo le falta hablar. Es un animal tan inteligente que se comunica con el hombre tal como lo hace con el árbol. No se puede hablar mal de él porque de inmediato lo sabe: los árboles del camino guardan las palabras y hasta los pensamientos.”
La relación con el león se remonta a la leyenda. “Un bisabuelo de nosotros, un guerrero muy fuerte que se llamaba Añihual Quiroga, perdió un ojo en una batalla y después de eso lo salvó el león. Venía de la Argentina y andaba perdido en la montaña cuando se durmió y soñó que Dios le enviaba un hermano, un compañero, pero no veía quién era. Cuando el sol se estaba entrando se le puso un león por delante y él se acordó del sueño. Entonces se arrodilló y le dijo: ‘No me mates hermano. Peñi , no me traiciones porque estoy sufriendo, ando perdido y no tengo qué comer’. Y el león empezó a llorar. Ahí supo el hombre que este era el hermano que le había enviado Dios. De ahí en adelante el león le indicó el camino, de noche para que el enemigo no encontrara al guerrillero. De repente, un búfalo lo olfateó y el hombre se subió arriba de un sauce llorón. Ese bicho no perdona a nadie; cargaba sobre el árbol así es que el hombre pensó: ‘hasta aquí llegó mi vida’. Y en eso sale el león, a plena luz de día, y empieza a bramar como un toro. Peñi , le decía el abuelo, defiéndeme por favor, y el león embistió al búfalo hasta que lo despanzó de un arañazo. Después, de abajo miraba al hombre como diciéndole que siguiera sus huellas. Más adelante el león cazó un guanaco: un riñón le comió el león y el otro lo dejó encima. Tres días caminó Añihual hasta que reconoció su tierra.” “Cuando yo viajo en la cordillera y veo el rastro siempre le pido: hermano sálvanos de este problema, que nos quieren despojar. A esa gente hágale cualquier cosa, pero a nosotros no. Y lo cierto es que aquí le ha hecho cualquier maldad al vecino (de la Sociedad Galletué, que es la que quiere expulsarlos de sus tierras). El león es un animal que protege al mapuche, por eso que la abuela nos huasqueaba si hablábamos mal de él.” Otro animal muy importante para los Meliñir de Quinquén es el ñanco , el águila de los Andes, que según Alfredo es una seña que les dejó Dios a los mapuche. Sobre todo cuando salen de viaje. Entonces ponen atención al mensaje que les llega a través del ave. Si ha mostrado el pecho blanco quiere decir que todo va a marchar bien. Si se pone de espalda, es mala seña, lo mismo que si dibuja círculos hacia el lado izquierdo. Ya en el terreno de las confidencias me cuenta que en la montaña tienen un Pino Santo, tiriento pehuén , lo llaman. “Es muy milagrosa la santa. Ella fue la que hizo detener la explotación. Subimos todos con muday y carne y de todo le convidamos. Le pedimos que ella, como santa que es, suspendiera la corta de la araucaria. Y ahora le estamos pidiendo por la tierra. Toda la gente que pasa le prende una vela o al menos le tira un fósforo; dicen que ahí murió mucha gente entumida, pero quién sabe hace qué cantidad de años. Y si alguno se ríe, no alcanza a andar cien metros sin que le pase cualquier cosa. Algún accidente grave”. Supersticiones diría el que no entiende como ellos, que todo está conectado y que un determinado árbol, o el rastro del león, o el vuelo del águila, tienen influencia directa en la vida del humano. Para el pehuenche esas presencias están ahí todo el tiempo. Leones hay en las montañas que rodean el valle de Quinquén; también águilas y araucarias. Y hasta duendes, ciertamente.
Cuelgan barbas de los árboles más viejos; son los abuelos, adornados con musgos y líquenes. Los troncos rugosos se parecen a la piel del elefante, gruesa e impenetrable; gris con el paso del tiempo. A medida que van creciendo, las ramas bajas se pierden dejando sólo los clavos: madera petrificada que los pehuenche aprecian en los helados inviernos. Dura horas sin quemarse esta leña hecha de siglos. La araucaria es a los pehuenche lo que a los aymara la llama: el recurso indispensable para quienes viven en un lugar tan hostil como la cordillera de los Andes. A cuatro mil metros de altura en el norte, o a mil trescientos en la montaña austral, hay que ser de allí mismo para poder sobrevivir. Tan de ahí mismo son, que los pehuenche parecen verse como si fueran hongos que salieron de entremedio de los bosques, tal como otras especies nacidas de esta tierra madre. Si uno pregunta por su origen, jamás dirán que sus antepasados vinieron de las estepas de Mongolia, por mucho que los estudiosos les expliquen sus teorías. Son de aquí, están seguros. Gente del bosque, que se funde con el entorno; invisible, muchas veces. No se sienten cuando llegan al lado donde está uno, como llegó Samuel esa mañana de enero. Los ojos negros bajo unas cejas espesas, el pelo lleno de polvo, negro, grueso, que le cae como un casco: un duende de carne y hueso. No escuché sus pisadas sobre el manto de espinas que es el suelo en estos bosques. Todo clava: el desecho de las piñas, las hojas que la araucaria va perdiendo, los arbustos y hasta una que otra maleza que entre las flores ortiga. Silba el pastorcillo para que lo atienda. Cumplió nueve años, dice, y es hijo de la segunda señora de don Reinaldo Meliñir. Tiene dos mamás: la propia, doña Corina Torres, que vive allá al frente —hay que atravesar el río— y doña Orfelia Cayuqueo, buena con él y por eso la quiere. “Igual que a mi mamá”, asegura. “Ellas son amigas; acá se juntan algunas veces y a veces va ella para allá”, explica, señalando la otra casa de don Reinaldo, a este lado del río. El padre lo prefirió así, la segunda casa lejos, para no tener problemas, y parece que resulta. Samuel no tiene conflictos. Va al colegio a Sierra Nevada y rara vez vuelve a su casa en invierno. Lo malo del internado es que pasa hambre, dice, especialmente los sábados y los domingos porque esos días no hay pan. Los demás niños salen a sus casas, en los alrededores, y sólo permanecen los de Quinquén, los fines de semana. Además, echa de menos a su mamá, sobre todo cuando se enferma. Ella sabe hacerle remedio, va a buscar un lawén que sale a la orilla del agua, lo hace hervir en una tetera, lo vacía en una botella y se lo va dando por tazas. No lo pasa mal en la escuela, admite, pero prefiere estar en Quinquén y hablar en mapudungun. Le gusta más que el castellano: es más fácil para él. Pero, de cualquier manera, es completamente bilingüe, lo que es una ventaja para el desarrollo del intelecto. Aquí tiene harto trabajo como pastor de las ovejas. Todos los días, de lunes a domingo, se despierta a las seis de la mañana, la mamá le prepara el desayuno, y parte con las ovejas atravesando el río. Antes pasa a visitar a la otra familia y a saludar a su padre si no ha dormido con él; come algo y
sigue camino buscando los mejores pastos. Andará por el bosque toda la mañana hasta la hora que le dé hambre de nuevo y vuelva a almorzar donde doña Orfelia. Ella le guarda comida. No es tímido ni audaz. Me mira con esos ojos rasgados: de oriental, dirían algunos. De pehuenche, sin embargo. Con las manos llenas de tierra acepta un puñado de pasas y se sienta a conversar. Me cuenta que nació en la casa y que no quiere que lo saquen de allí. Le gusta el Nguillatún , pero también la misa. “No son demasiado distintos porque en la misa también hacemos gallipún, que es una rogativa cortita”, explica. Cuando grande quiere ser paco, es decir, policía. Me sorprendo: ¿de dónde sacó esa idea? Es que una vez vio a los carabineros tocando música en Lonquimay. La banda dominical es una tradición en los pueblos y Lonquimay es lo más lejos que ha llegado este pastor. Es la música lo que le gusta. Los tábanos, tan odiosos —nunca nada es perfecto— lo obligan a moverse. Al vuelo agarra un pitronquiñ , como él los llama. De repente se acuerda que tiene a sus ovejas ramoneando por ahí cerca. —Me las llevo. Después vuelvo. Otro día lo encontré encaramado en un árbol. Desde niños son expertos en subirse a las araucarias para echar abajo las cabezas de piñón. “Me agarro de los ganchos y subo, claro que hay que saber porque con las manos tiene que agachar las espinas. Con pantalón grueso y calcetines no pasa nada”. No es el único duende. Dos niñitas que se ríen y no hablan, vergonzosas, van arriando los chivos, la otra parte del ganado de la familia de don Reinaldo. Tienen una cabrita regalona que se quedó sin mamá y le dicen la Pitufa, que es el nombre de unos gnomos que habitan bosques de historieta. Los cuentan en el corral en la mañana y en la tarde y durante el día los llevan al monte con la ayuda de los perros: Guardián, Pastor y Lassie, amamantados por chivas. Todos saben que el secreto de un buen perro pastor es que ame a las cabritas como si fueran sus madres. Nada mejor, entonces, que hacerlos mamar su leche. Después las siguen de atrás y las cuidan bravamente. ¿En qué piensan las niñitas, todo el día por los cerros? Se piensa en los animales, dicen las hermanas mayores. También María Elena y Nelly fueron niñas pastoras. En invierno la mayor sale a trabajar a Temuco y puede ayudar a la casa con un poco de dinero. La otra hace las compras, que en Quinquén son palabras mayores, sobre todo en el invierno. “Si falta algo obligada a ir al pueblo. Hay que ponerse maúllo encima de los zapatos para no hundirse en la nieve, y llegar hasta La Fusta a esperar locomoción. La vuelta es lo más pesado, cargando la mercadería. A veces, hasta veinte kilos de azúcar, la hierba, el arroz, el fideo, la grasa” comenta, poco expresiva. Para ella es lo habitual. Lo mismo que para Guillermina, casada con Juan Rosalino: ambos son Meliñir, pero no primos directos. Viven al fondo del valle, donde comienza la huella que lleva hasta Lonquimay por el cajón del Huelco. Una montaña inmensa que tienen que atravesar de memoria cuando nieva. Tienen tres niños pequeños y recién se están haciendo de algunos animales para poder
progresar. Se casaron en Santiago y allá nació el primer hijo, pero de común acuerdo regresaron a su tierra. La ciudad les hizo mal: mucho vino y poca plata. Además, el padre viudo, el cacique don Armando, necesitaba la atención que Guillermina le da: ir a lavarle la ropa, acompañarlo en las tardes, estar cerca de él. “A mí me gusta la vida dura porque la prepara a uno para sobrevivir en cualquier circunstancia. Porque si una señora se queda en la cama cuando se siente enferma, más se enferma”, observa ella, que pasa el día atareada y nunca puede enfermarse. Se da tiempo, sin embargo, para guiarme despacio hasta la puerta del bosque. La selva virgen existe; en Quinquén la conocí. Los Meliñir han preservado los bosques como nadie. El devoro, como dicen, es una cosa evidente camino de Lonquimay. Hay partes que son desierto y que antes fueron selva; suelos malos, erosionados, donde ya no crece nada. ¡Se aprieta el corazón! Pero en la montaña sagrada que cuidan los Meliñir todavía es posible conocer, tal como es, la tierra virgen de la América austral. La lenga es el adorno de los bosques de araucaria, como espuma, como encaje, toda esa suavidad entremedio de gigantes hechos de acero vegetal. De a caballo penetré el Cajón de la Tranca por el sendero que conduce a Pedregoso. Por donde mismo los hombres traen al anca a las novias que se roban en esa comunidad. (El rapto es una costumbre que aún se respeta en la zona). Sólo cuando un gran árbol cae obstruyendo el camino, los humanos intervienen. Son verdaderas murallas que atraviesan la ruta. Llegamos con Juan Francisco, el hijastro de Cresencio, hasta el Til Til; til-til-til suena el agua cuando cae por la quebrada de piedra. Un manantial bien a mano para el cansado viajero. Por todas partes brota agua en estos suelos, cuando nadie ha intentado torcer la naturaleza. Uno quisiera perderse en ese mágico bosque, pero este no permite que cualquiera se inmiscuya en sus secretos. Unos metros puede uno intentar penetrarlo dejando atrás el camino, pero el matorral lo defiende, espeso, impenetrable. Tierra de leones y de cóndores, no de humanos sin respeto. No es el caso de estos pehuenche. Don Mauricio me lo explica. “Uno tiene que llegar a un acuerdo con el bosque. Para el mapuche la montaña virgen tiene una gran importancia porque sabemos demasiado bien que la montaña es la que protege todo, tanto el aire como el agua. Y a todos los seres vivientes. Hace quinientos años, cuando llegaron los españoles, encontraron estas montañas tupidas y no podían entrar, pero como venían bien preparados se pusieron a explotarlas. El mapuche mantiene hasta hoy día la firme decisión de no explotarla, de no arrimarle fuego y quemar la montaña, y la conserva como es. Sobre todo la araucaria que desde hace miles de años es tan importante para los pehuenche, porque es la que les da la vida.” Otros mapuche, sin embargo, han sucumbido a los malos consejos y han preferido el dinero. Ahora no tienen nada. Los Meliñir son los únicos que han respondido al mandato que le dejaron los viejos. Por eso es que la cudicia , como dice don Mauricio, se ensañó con Quinquén.
Capítulo 9 ¡Ladrones de tierra nosotros, que salimos de aquí! Hablando en mapudungun José Meliñir traduce al viejo cacique, don Armando Meliñir, lo que queremos saber. Una lengua del todo ajena al oído occidental. Y es la lengua de esta tierra. Resulta difícil comprender lo que significa para un pueblo ser extranjero en su patria. Hablar su idioma en secreto, en las casas, entre ellos. Casi prohibido. Para compartir con nosotros tienen que hablar castellano. Al cacique le es difícil, pero somos sus visitas y se esfuerza. Nos sentamos en la ramada, afuera de la casa, frente al bosque de araucarias. Hay una puerta en sus dominios que conduce a la montaña virgen y este anciano de aspecto frágil es quien custodia la entrada. “Yo tengo 74 años así es que conozco varias cosas antiguas. Porque los padres de nosotros eran muy antiguos; el mío tenía más de cien años cuando falleció. Cuando uno pasa de cien años como que se achulleca de los pies y se pone como inocente, ya no sabe ninguna cosa, habla ignorancias. Así fue el padre de nosotros. Tenía más de cien años. Conoció de las peleas con los españoles, aquí en Chile. Y se acordaba que el piñón que había aquí mantenía a la gente cuando había guerra. Crudo o cocido, igual mantiene. Por eso acordaba mucho: ‘Nunca ustedes, mañana o pasado, vayan a explotar los pinos porque nuestro Dios nos dejó ese árbol para nosotros, aquí, en esta zona’. Así es que por eso yo me opuse a explotar ni un pino. En otras partes ya terminaron: aquí en Naranjo, en Pedregoso, en Icalma, ya no queda nada. Queda ralito, uno que otro.” Y el cacique comienza a contarme, a saltos, la historia que escucharé en cada casa durante ese período álgido de la lucha por la tierra. Él es lonko , explica, porque ha tenido sueños. Así lo ha instruido Dios para que él gobierne a su gente, que les enseñe a respetarse unos con otros, que no haya robos entre ellos. Y también le ha dicho como luchar con el winka . “En los años 30 llegó un argentino Mossó; ese fue el que vino a explotar pino primero. Traía el precio de esa madera, que valía mucho. Después vino otra firma: ¡seis años explotando! aquí en Pedregoso. Porque a la comunidad había llegado un hombre de afuera, un profesor, que aconsejó a las personas y dominó a los lonkos . Lo hicieron cacique y vendió todo la madera.” Y junto con la lucha por el árbol va la lucha por la propia raza, en peligro de extinción. Por eso, para el anciano, lo más importante —además de la tierra — es conservar la lengua, base de la cultura. “En la lengua de nosotros dejó dicho Dios cómo debemos rogar. Por eso yo he dicho a mi gente que no cambiemos religión; que sigamos esta no más porque nuestro Señor nos dejó esta lengua para decirle a Dios que estemos tranquilos, que no haya problemas, ni tormentas, ni terremotos, ni sequía. Todo eso rogamos y no cambiamos. Seguimos con esa lengua y esa rogativa. Dios nos hizo de esta tierra. Hizo el árbol, hizo la quila, todas las maderas y también a nosotros. Y hubo un rey, Atahualpa, que tenía todo el oro y la plata, pero eso se escondió. Nosotros no sabemos ahora. Dios hace todas las cosas. Uno rogando a Dios él lo favorece y lo ampara y ahora nos está
amparando. Cuando vino el coronel a avisarme que estuviera preparado, que iban a sacarnos, yo le dije: ‘Esta tierra es de nosotros. Los abuelos y bisabuelos vivieron aquí y nosotros no podemos salir’. Él me dijo que yo tenía razón, pero que a los otros los favorecía la política. Dos veces me libró el capitán de carabineros, la primera vez por el año 60, cuando Mossó nos quería quitar la tierra para explotar la Araucaria. Trajo como cuarenta carabineros de Angol, y venía un comandante que nos trató de ladrones de tierras.” Ríe el viejo recordando. Los ojos se le achican cuando advierte: “Ellos eran los ladrones de tierra. A nosotros aquí nos dejó Dios ¡cómo vamos a ser ladrones de tierra!” Se le confunden los tiempos. Pero, al final, antes y ahora, el problema es el mismo: alguien los acusa de ladrones de tierra para quedarse con el valle de Quinquén y con la montaña virgen. Después de Mossó fueron Lamoliatte y Lledó, venidos de la lejana Europa. Y antes, un ciudadano alemán: la colonización llegó tarde, pero llegó y, como en todas partes, fue otra cara de la Conquista. Es por la codicia, me lo había explicado don Mauricio Meliñir con sus palabras: “Es un valle tan hermoso y en muy pocas partes ya está quedando algo así. La gente de Santiago ya no puede vivir allá y en Quinquén encuentra la maravilla. Es muy hermoso. Nosotros estamos tan acostumbrados porque este valle vio nacer a nuestros antepasados. Esos son los árboles que cayeron, que están bajo tierra, pero ese árbol tiene raíces y tronco y nosotros somos las raíces y el tronco de ese árbol viejo. Gente que viene de afuera pretende ahora quedarse con este lugar; gente que tiene muchos bienes. Y por ahí viene la codicia. Como estos señores son inteligentes y tienen educación (...) mientras el mapuche no se educó, desde el principio. Dios lo dejó así: no le dio libros para estudiarlos. El indígena vivía en forma natural, nunca escribió un papel, nunca leyó un diario, pero vivía con su idioma, su cultura. Hay mucha historia, pero por escrito no. Se trasmitía todo en forma oral. Había un werkén al que le explicaban todo en mapudungun. La primera frase era: téngalo presente. Y luego todo lo que tenía que repetir. No podían leer, pero así se entendían: la memoria no más. Y hasta ahora es así: lo que me contaron mis abuelos quedó grabado y creo que no lo voy a olvidar hasta que muera.”
La incomunicación ha sido la tónica durante quinientos años y así lo expresa don Mauricio cuando dice que, a causa del idioma, el mapuche y el blanco no se comprenden. A pesar de que él habla castellano. “Ahora nosotros podemos tener las dos culturas, pero nunca vamos a dejar de ser mapuche, con nuestro idioma, nuestras costumbres, nuestras creencias. Aunque estudiemos y parezcamos como ellos. Dios nos hizo así, nos dejó en este mundo, en este país. Se lo dio al pueblo mapuche y una parte a los pehuenche. A cada uno lo dejó en su lugar, a cada uno en su valle. Desgraciadamente hemos perdido nuestras tierras y tenemos que luchar para rescatarlas nuevamente, porque estamos bajo una ley que nos imponen. Chile entero era nuestro: teníamos un país propio. Aquí en Quinquén ha vivido gente siempre; toda la vida. Hará sus cuatrocientos años le pusieron el nombre Kükañe Mapu : tierra de refugio. En el tiempo de los españoles los pehuenche se escondieron arriba.” El cacique don Armando vive solo, en un lugar excepcional. Tiene un parque de araucarias que ha cuidado desde niño; no hay quila ni otros árboles: sólo el pino sagrado en todas las etapas, desde el año hasta los mil. Hasta quinientos, no hay duda. Él calcula la edad por la suya propia. Un árbol de ochenta años es un ejemplar muy joven, que aún no adquiere los rasgos definitivos. Muy similar al rewe , el altar del Nguillatún . Hace cuatro años el anciano quedó viudo y aprendió a hacerse sus cosas. A veces la Guillermina viene a cocinar, pero casi siempre se cocina él mismo. El tema no lo complica ni mucho menos la hora. Los pehuenche almuerzan cuando les da hambre: no conocen los horarios. Lo encontré muchas veces de a caballo por el camino. Como si fuera un muchacho. Un día me contó, en su personal versión, el mito del Tren Tren . “ Tren, tren, tren , bramaba el cerro y el agua empezó a secarse. Ahora estamos tren-tren , que quiere decir que está seco. Y el agua decía apo, apo, apo. ¡Que suba el agua! Y se llenaba todo de agua. Eran como dos personas que estuvieran contrariadas.” “De ese tiempo vivían aquí los pehuenche. Al mapuche no le gusta cambiar, andar de acá para allá, quiere vivir donde está acostumbrado, en su tierra. Nuestros padres no cambiaron, aunque fueron a hacer malones a la Argentina y muchos allá murieron. Pero los otros volvieron. Estamos acostumbrados a este clima, nos hace mal el calor, el ruido, mucha gente.” Él no aprendió a leer porque recién el año 1940, cuando se abrió el túnel Las Raíces, llegaron los primeros profesores. También el Registro Civil, que los inscribió y los casó. Sólo entonces los pehuenche empezaron a existir para las leyes chilenas. Mucho después de Calfuküra, el gran cacique, y su hijo, Pichiküra, que quiere decir Piedra Chica. Afirman ellos que estos antepasados del otro lado de la cordillera eran dueños de grandes poderes a través de los cherrufes , y de la serpiente mítica. El mito y la realidad son siempre inseparables. José Meliñir, que traduce al cacique cuando se cansa de hablar en castellano, me explica que con la evangelización desaparecieron esos espíritus de la tierra. Los mapuche perdieron sus poderes por causa de la cruz, asunto que él no comparte. “Las escrituras decían otra cosa: hablaban
de practicar el amor. Y resulta que en lugar de eso practicaron el odio y usaron la espada. Fueron evangelizados por la fuerza y todos los ritos de los mapuche fueron considerados paganos: que eran cosas de la tierra y no venían del Altísimo. Hasta el día de hoy mucha parte de la Iglesia piensa que cuando hacemos el Nguillatún es una fiesta pagana. Nosotros invocamos al Ser Superior que gobierna toda la creación y también a todos los seres de la naturaleza. Aquí invocamos al anciano y a la anciana de Quinquén, que rigen esta tierra.” José es uno de los Meliñir con más preparación en la cultura winka . Sabe leer y escribir, le gusta la historia, y tiene tiempo para informarse porque es soltero y sin hijos. Pero, dice, la educación no debe ser motivo para olvidar las cosas fundamentales. Ha viajado al extranjero y hasta puede comparar. “En Estados Unidos no hay ni un lugar donde uno pueda estar tranquilo, como en este valle. Todos los cerros llenos de casas. Entonces como que uno se siente inquieto; yo no hallaba la hora de regresar a mi tierra. Los alimentos envasados me hicieron mal. Yo creo que esa es la causa de las enfermedades de la civilización: el sida, el cólera.” Es católico bautizado, como todos en Quinquén, aunque tiene algunas dudas. La historia de Jesús puede ser. ¿Por qué no? “Porque en todo el mundo existen personas que se manifiestan a través de un poder que les dan, para que trasmitan el mensaje. Al mapuche Dios lo ha guiado en sueños; pero no a cualquiera tampoco. A Jesús yo lo veo como un gran lonko . De todas maneras, lo que ocurrió hace dos mil años yo no puedo decir si fue así o no fue así, pero uno saca muchas lecciones de lo que dice la Biblia. Sobre todo del Antiguo Testamento. Uno aprende el comportamiento del pueblo judío, por qué fracasaba y por qué ganaba la lucha. Por algo está escrito eso: tiene que tener algo de cierto. Nosotros practicamos la religión católica porque nos puede servir para corregir ciertos errores. Vivir tranquilos y en armonía. Pero, que porque practiquemos nos vamos a ir derechito al cielo, eso no lo creo.” El cacique, aunque escucha poco, tercia en la conversación para insistir en la validez del Nguillatún : ahí sí que tienen que estar unidos como nunca. “Así les digo yo: que no anden regañando, que no anden disgustando, ni una cosa. Que no estemos discutiendo en las ramadas: bien callados. Pensando en Dios nada más. Cómo debemos rogarle. Cómo debemos hacerlo. En otras partes toman, se disgustan, pelean. Nosotros no. Tampoco pueden estar riendo. Bien calladitos no más.” El símbolo del sincretismo religioso es el gallipún , aquel rito en medio del rito al que se refirió Samuel, el pastor del bosque de araucarias. “Una rogativa cortita.” Y cantan los prados, cantan las flores/ con armoniosa voz/ y mientras que cantan/ prados y flores/ yo soy feliz pensando en Dios, entonan los Meliñir ese luminoso domingo de verano. La pequeña capilla de troncos, junto a la Araucaria madre que tiene veintiún hijos, nietos y bisnietos a su alrededor, y la imagen de la virgen María la madre de Jesús en un pequeño fanal es el centro de reunión.
José dirige en ese momento la celebración de la Palabra de Dios, porque el sacerdote va poco a tan remoto lugar. Lo hace en castellano y en mapudungun. En castellano rezan el Credo, a coro, y luego atienden interesados la lectura de corte apocalíptico sacada del Antiguo Testamento. El evangelio es saludado por el clásico “Alabaré, alabaré...” cantado en mapudungun. Y luego José lee el testimonio de Juan el Bautista durante el bautismo de Jesús: una paloma que baja del cielo y la voz del mismo Dios: pura magia. Por ti, mi Dios, cantando voy, la alegría de ser tu testigo Señor , entonan los pehuenche, hombres, mujeres y niños y José comienza a explicarles, a medias en mapudungun y a medias en castellano, lo que acaban de escuchar. Les dice que la Biblia está escrita para todos los pueblos. “Algunas veces pensamos que estas palabras no nos vienen a los mapuche. Dudamos. Pero la palabra de Dios está escrita para todos. Cuando Jesús vino al mundo, claro que lo recibió el pueblo judío, que tampoco eran personas perfectas. Entonces nos corrige a través de ellos. Nosotros creemos lo que dice la Escritura porque hemos sido bautizados.” Sin mediar aviso recuerda que este año se cumplen los quinientos años del encuentro con los españoles. “Domingo a domingo tenemos que meditar y estar atentos a los acontecimientos. Muchas veces hemos sido engañados, por eso ahora debemos meditar adónde vamos nosotros como pueblo mapuche. Cómo debemos orientar nuestra vida. La Biblia nos enseña cómo orientarla, porque en forma natural tenemos muchos defectos. Nos instruye para darle un sentido a nuestra existencia en esta tierra.” Terminada la prédica, como respondiendo a un conjuro, todos al mismo tiempo se ponen de pie y salen de la capilla. Allí al frente se arrodillan en la tierra y oran en mapudungun mirando en dirección al este, por donde sale el sol. Una oración a Ngenechén tal como él les enseñó. Tal como en el Nguillatún . Es la única vez durante todo el oficio en que todos oran en voz alta y lo hacen en su lengua. La imagen de la virgen, Madre y Reina de Quinquén, preside la ceremonia. Después todos vuelven a entrar y continúan cantando en castellano. Ha terminado el gallipún y sigue el rito católico. Al lado de la capilla hay una pérgola que en teoría sirve de lugar de reunión a los quinqueninos, pero que casi siempre vi invadida por los dos enormes bueyes de don Reynaldo. El río corría cerca formando playas posibles: allá íbamos a sacarnos el polvo de los caminos. Unos caminos preciosos, serpenteando entre araucarias, con gansos y con ovejas. Cada día, al caer el sol, iba a visitar a mis vecinos. A la derecha Cresencio y a la izquierda don Reinaldo con su primera mujer. Si la dirección indicara, como en los tiempos antiguos, las preferencias políticas, habría que invertir el sentido y colocar a Cresencio en el lado de la izquierda. Comunista nunca ha sido aunque a veces lo acusaron por defender sus derechos. Es de los más peleadores. “Si nos vienen a sacar de aquí algo tendremos que hacer. Armas no tenemos, pero no somos cobardes tampoco. Vivos no vamos a salir. Las mujeres nos apoyan. De primera tuvieron susto, pero cuando ya nosotros les dijimos que estábamos dispuestos, ellas dijeron que también: ‘No los vamos a dejar solos a ustedes:
si quieren entrar aquí, que nos maten a todos’. Que se terminen los pehuenche. Y ojalá que no quede ni uno vivo porque igual van a seguir pataleando. Nosotros no somos emigrantes, no somos gitanos.” Tiene todas las esperanzas puestas en la anunciada visita del ministro Secretario General de Gobierno al Nguillatún . “Será una cosa histórica porque durante todos los gobiernos pasados jamás ha ocurrido algo así. Ni siquiera un intendente ha venido nunca. Por eso hemos invitado a todos los lonkos con sus secretarios. Y va a hablar el cacique a nombre de todos. En las reuniones con las autoridades nunca ha hablado un paisano. Siempre el mapuche por allá, aplaudiendo no más, porque a él no le van a dar una audiencia.” Cresencio está casado en segundas nupcias con Orfelia Torres, nativa de Pedregoso, como se estila en Quinquén. Cuando fui a conocerla estaba tejiendo a telar la faja que le enviarían al Presidente de la República, y ya tenía lista otra más pequeña para el ministro Enrique Correa. Con sus iniciales bien claras. Orfelia no habla castellano y entonces él habla por ella. “Quería hacerla de colores, con toda la hermosura: amarillo que representa el sol; verde, el pasto y los árboles, y azul que refleja el cielo. Pero no encontré tintas y dijo mi señora que como teníamos compromiso la iba a hacer de todas maneras. Hiló, hiló bien finito, de lana natural, y la hizo en blanco y negro. Una flor, una niñita, un caballo, una araucaria. Y una leyenda que dice “Recuerdo de Quinquén E. P. E. A.”, que quiere decir para su Excelencia Patricio Eylwin Azócar. La señora mía no sabe leer y vino mi hija para hacerle las letras.” Ella continúa tejiendo porque se acerca la fecha y no hay tiempo que perder. Lo hace con un clavo de araucaria, que en mapudungun llaman chuchin . Duro y pesado como la madera de luma; madera fosilizada. Con eso aprieta el telar y va urdiendo las hebras para formar los dibujos. Lleva el pelo amarrado con un pañuelo para que no se ponga blanco muy luego. Por esa misma razón el hombre usa sombrero. Y por el sol, y por el frío, y por el viento, pero eso es obvio y no se dice. Él es viudo y tiene cuatro hijos grandes de su primer matrimonio. Los cuatro viven con el abuelo, el anciano inválido, don Mauricio Meliñir Ñanco, cuya tragedia forma parte de la historia de injusticias que se han vivido en Quinquén. Fue el año 1974, en los comienzos de la dictadura del general Pinochet. “Nos acusaron de comunistas para robarnos la tierra. Fue la firma maderera. Vinieron los carabineros y se llevaron presos a mi papá, a mi tío Armando, el cacique, y a dos más: amarrados, arrastrándolos. Los maltrataron mucho, los menearon como corderos y los patearon bien pateados. A mi tío, el finao Eliseo, se le reventó el pulmón y no aguantó: murió al poco tiempo. El cacique quedó sordo, porque le hundieron la cabeza en el río, y jodido de los riñones por el hielo y los culatazos. Mi padre ahora está paralítico, lisiado de las dos piernas, por la paliza que le dieron. Lo habían desahuciado, pero con un yerbatero algo alivió.” “La intención era venir a matarme a mí pero Dios no quiso; yo era presidente de la Comunidad en ese tiempo. Al poco rato los largaron porque no era una cosa legal: el campo correspondía a nosotros. La firma
(maderera) tenía una enfermedad pegativa con el gobierno militar y a nosotros nos cerraban todas las puertas.” Ni siquiera su amigo y compadre, un coronel de aviación, pudo entonces hacer nada. Movieron hasta a don Francisco, el poderoso animador de la televisión, y se trasladaron todas las veces que fue necesario a la capital del país. Recuerda con un estremecimiento lo que fue su primer viaje: “Nadie quería ir a Santiago porque es muy peligroso. Uno no conoce, anda perdido, no tiene dónde parar. Había vendido unas gallinas, pero la plata se hace poca.” Fui a ver a su casa al anciano inválido, don Mauricio. Todo el día en una cama porque, aunque le han prometido una silla de ruedas, todavía no llega. Con él está su bisnieto, un bebé de cinco meses, hijo de su nieta Juana, que es madre soltera. Ella lo atiende a él y él atiende al pequeño: la ley de la reciprocidad opera en cualquier asunto. —Sufriendo estoy porque los ricos hacen lo que quieren. Me apalearon tanto los carabineros hasta que quedé baldado —dice en buen castellano—. Mi papá trabajaba en mulares, más arriba de Lonquimay, y ahí aprendimos a hablar. Antes había que llevar lenguaraz, pero ahora estamos castellanizados. Mi padre lo quiso así, para que pudiéramos defender la tierra. Antes de morir me llamó, porque yo soy el mayor, para que me hiciera cargo de mis hermanos. “Sepúltenme bien y pórtense bien. No estén haciendo leseras. Trabajen, y cuiden este campo, porque la tierra no aumenta, pero la familia aumenta”, nos dijo. Y agregó: “Mauricio se va a quedar con los papeles porque este es serio y no mañoso”. Ahora estoy tullido, sufro tanto, y le pido a Dios que me dé descanso. ¡Llevamos tanto tiempo peleando por nuestra tierra! Estos campos son mapuche aunque ahora quieran robarlos por intermedio de los papeles. Aquí vivimos nosotros de tiempos inmemoriales. La odisea dura cien años y todos tienen su versión. Mi vecino de la izquierda es el más conservador. Don Reinaldo Meliñir se mete lo menos posible en los líos comunitarios: tiene demasiado que hacer atendiendo sus dos casas. Sólo con juntar la leña, tiene tarea de sobra. Son pirámides de troncos y hay que ir a buscarlos lejos, en carreta, y después picarlos en trozas. De joven se fue a Argentina y volvió a los veinticinco años. Allá hizo plata en la cosecha de la fruta y con eso se compró los primeros animales. La aventura es recurrente entre los indígenas de esta zona, que a pie se van a Lonquimay y atraviesan la cordillera por el paso de Pino Hachado. Por ahí llegan a Zapala y toman el ferrocarril que los lleva a Villa Regina, en la provincia de Horneros. Pampa y frutales. “De primera es bien triste, pero al segundo año uno se ambienta, se distrae, como que se olvida”, recuerda. Pero igual regresó a Quinquén. Ahora tiene quince hijos “todos vivos, gracias a Dios”. Con la primera señora tiene ocho hijas y con la segunda, cinco hijos y dos niñas. “Uno tiene que moverse harto; yo trabajo para los dos lados igual. Lo primero es juntar la leña porque tenemos que tener buen fuego, o si no nos entumimos. Y forraje
para el vacuno. En invierno es muy duro; hasta la cintura con nieve. Hay que hacer huella para los animales, con la pala o con maúllo. Pero lo principal es el piñón, que es la cosecha de nosotros. Cada familia recolecta en el otoño lo que alcance y de eso depende su alimento. Vienen comerciantes de afuera que traen mercadería. Cuando hay hartos piñones no vendemos animales y si además se gana plata nunca se pone en el banco sino que es para tener más animales. No puede faltar la carne: pollo, o chivo, oveja, pavo o ganso. El vacuno para las fiestas.” Nunca se ha sentido pobre. “En un apuro, se compra lo que se necesita. Estando bien alimentado uno trabaja tranquilo. La ropa aguanta y ahora que las hijas están saliendo a trabajar hay más ayuda. ¡Yo estoy contento! Nosotros nos conformamos con lo que tenemos. Si uno tiene para pasar la vida tranquilo, es suficiente. Va trabajando, pero va lento. Porque podría comprarse un vehículo, por ejemplo, y después no poder mantenerlo. Pierde la plata y no veo para qué. Claro que me gustaría tener un comercio. Me gustaría . Pero va a ser para el próximo año porque ahora tengo que cortar pasto y luego viene el piñoneo: mucho trabajo.” A sus hijos les inculca el orgullo de ser mapuche. “Está bien que hablen castella, pero que no olviden su lengua. Donde uno vaya es mapuche aunque diga que no. Nacidos y criados en la cordillera. Somos la gente del bosque”. Poco hablan las mujeres en Quinquén. Una de las más extrovertidas es la cacica, la esposa del cacique nuevo, Paulina Huaiquillán. Asume sin esfuerzo su papel de dueña de casa en los días del Nguillatún . También en su propia casa, cuando voy a visitarla. Queda lejos, vadeando el río, al lado de una pequeña cascada. “Como para llegar y enchufar un dinamo para la luz”, observa Ricardo Meliñir, con una sonrisa amplia. Pasará tiempo antes de que eso suceda. De la ramada donde nos instalamos a cebar un mate amargo se observa el cerro plano, que llaman Batea Mahuida. Como su nombre lo indica, una verdadera mesa para amasar pan. La mitad pertenece a Chile y la mitad a Argentina. Un perfecto altar desde donde se dominan todos los valles, incluido el de Quinquén. Mientras los niños más chicos dan vueltas entre las bancas, y las dos hijas mayores la ayudan a traer queso y pan, Paulina conversa, cariñosa y hospitalaria. Ella no cambia la dura vida en la cordillera por la vida más fácil, en el pueblo. ¡Qué haría sin esos cerros! Sin el río, las araucarias, sin ese paisaje imponente que conoce desde niña. Ni lo piensa. En cambio piensa en la escuela, que sería un gran alivio. “Lo principal son los niños; en lo demás nosotros nos arreglamos. Pero dejar la tierra, nunca. La clima es nuestra. Tanto nosotros como los animales somos de esta clima.” Este clima que en invierno impone sacrificios. Diez horas se demoraron para llegar a la Fusta cuando hubo votación, caminando con la nieve arriba de las rodillas. Y luego esperar el bus que viene desde Temuco y que pasa en la noche en dirección a Lonquimay. Cuando llegan al pueblo los parientes están durmiendo; nadie les abre la puerta. “Llegamos mojados, con hambre, y si algún conocido nos recibe, ellos le dicen a uno: ‘tómese un mate no más’, porque son gente pobre, la leña es escasa, así es que se levantan tarde y se acuestan temprano para economizar. Mojados tenemos que dormir.”
Y cuando va a dar a luz a sus hijos tiene que partir quince días antes. Por suerte en el hospital la tratan bien, comenta: “yo me arrodillaba para que me atendieran; algunas matronas retan”. Su viejo, como le dice a Ricardo, va a verla y le lleva rokín . Suelen tener sus peleas, cuando él se va al pueblo a tomar, pero son inseparables. Se casaron siendo niños y ninguno de los dos ha conocido otro amor. Él la fue a raptar a Pedregoso, por el camino verde de la montaña virgen, cuando tenía apenas quince años. Su padre, que era el cacique, no la hubiera dejado partir, pero ella se embarcó en la aventura de su vida y aún no se arrepiente: “él me buscó y yo lo acepté. Mi papi lloraba, me cuenta mi mami. De un lado para otro me andaba buscando. Pero avisaron al tiro, eso sí”. Un día, sin previo aviso, Paulina llegó a verme a la casa que yo ocupaba en Quinquén con un regalo secreto. Sólo entonces se me reveló la curandera mapuche que vive dentro de ella. Su madre, cacica de Pedregoso, le enseñó cuando era niña a sanar dolores ajenos. Con un poco de jabón de lavar masajea la parte dolorida y santo remedio. También sabe arreglar huesos rotos, aliviar machacaduras y ayudar en un parto. Poco a poco ha ido aprendiendo las propiedades de las plantas y si hubiera una machi antigua que le quisiera enseñar ella sería machi. Lonkos y machis son las autoridades tradicionales del pueblo mapuche. Los que conservan las costumbres y mantienen la cultura. Según Leonel Lienlaf el lonko es el jefe guerrero y la machi lo asesora al tomar las decisiones. Ambos son, antes que nada, guerreros espirituales. Esta pareja tan joven tiene aún mucho que hacer en la comunidad de Quinquén. Se vienen días difíciles porque la cuestión de la tierra amenaza con dividirlos. Tienen que estar muy alertas. Detrás de su aspecto suave Paulina es una mujer fuerte. No aceptaría, por ejemplo, que su esposo tuviera una segunda mujer. Y dentro de la comunidad ella se hace respetar. Mientras preparamos el almuerzo aprovechamos de conversar. Me cuenta que quiere ponerse una placa de dientes porque los partos tan seguidos la dejaron sin dentadura. Apenas los dos colmillos le quedan en la mandíbula de arriba. “Con una frazada voy a hacerle empeño. Pero duele la cintura para tejer al telar”, me explica en su difícil castellano. Ni pensar que haya dinero de otro lado, que es tan escaso en el campo. Siempre hay algo más necesario. Su esperanza es el tejido. Le digo que tengo un dolor y no alcanzo a terminar cuando se pone en acción. Me indica que el dolor de huesos es por un solazo: mucho sol, mucho calor. Nada raro. Y que en un punto preciso, que me molesta hace días, está la sangre machucada y no hay circulación. Sus manos son sanadoras: es el amor el que sana. “Me da pena que te duela”. Con paciencia masajea sin cansarse, hasta que llega el alivio y cuando termina musita bajito: Machitún . Antes de ensillar el caballo, que ha quedado por ahí cerca amarrado a un árbol grande, me mira muy seriamente y me dice, para que no me olvide: “La cultura mapuche está volviendo. No se ha perdido, como algunos creen. Nosotros luchamos por nuestra tierra porque aquí están nuestras raíces. Y estamos dispuestos a morir por ella”.
Capítulo 10 La epopeya de Quinquén Fui testigo, paso a paso, de la historia de Quinquén. Un capítulo atrasado de la historia del pueblo mapuche. Demasiado aislados, perdidos en la cordillera, los pehuenche se libraron de la ocupación definitiva de sus territorios por el ejército chileno, a fines del siglo XIX. La colonización, en principio, tampoco se interesó por sus tierras, heladas y de difícil acceso. Sólo los evangelizadores lograron dejar su huella en esta última reserva de la gente originaria. Los problemas comenzaron a principio de este siglo, pero sólo se hicieron álgidos cuando el desarrollo de la tecnología abrió nuevas perspectivas a los afanes de lucro. Al acercarse el 2000 se desató la codicia por estas tierras de nadie, y se usaron todas las artimañas posibles para expulsar de sus dominios a los dueños y guardianes de los bosques más secretos. Las armas que ahora se emplearon fueron las mismas de siempre: la mentira y el engaño. Mil veces me relataron la odisea desde el comienzo, cuando un ciudadano alemán llegó al valle de Lonquimay comprando primero una hijuela, después otra, hasta que un día decidió que también los cerros fueran suyos porque no tenían dueños. Incalculables hectáreas en la cordillera de los Andes. Se hizo hacer unos documentos que legitimaron sus derechos según la legalidad vigente. Comenzaba la epopeya. En Quinquén José Meliñir trata de desenredar la madeja y se remonta a la época anterior a la fundación de Lonquimay, cuando los pehuenche eran los dueños de todo. Sin documentos, por cierto. El primer usurpador, contaron sus antepasados, fue el general Badilla. “Con engaño sacó a la gente de Galletué, y los llevó a otra comunidad. Se hizo dueño de esa tierra donde ahora está nuestro adversario, la familia Lamoliatt. Cuando quisieron volver él ya había recurrido a la autoridad y esta lo favoreció. La comunidad de Wenucalivante tenía documentos y no se los respetaron.” “En esa mismo época apareció Guillermo Schweitzer, que conversó con Lamoliatt. Tenía un fundo en Lolén, en el alto Biobío, cerca de Lonquimay. Nuestro abuelo, Manuel Meliñir Inaiñir, trabajaba con él en invierno y en el verano volvía a Quinquén. En ese tiempo cargaba mucho la nieve así es que en invierno las familias iban a invernar a la comunidad Paulino Huaiquillán a cambio de talaje durante la veranada y derecho a piñonear. Mi abuelo no tenía documentos porque la autoridad nunca vino hasta aquí: no había camino. Por eso no lo reconocieron como dueño. Él era analfabeto. Apenas hablaba castellano.” “Un día el alemán le pidió que le arrrendara talaje para sus animales y le firmó un papel. Esto fue en 1911. Mi abuelo pensó que allí decía —ya que se lo estaba arrendando— que él era el legítimo dueño. Pero, sería por engaño, en el papel Schweitzer sólo lo reconocía como su capataz. Los antiguos eran ignorantes de las cosas del sistema por eso que estos ricos muy fácilmente dominaban a los mapuche. Los engañaban. Los viejitos nos contaban. Dicen que cuando nuestro abuelo estaba trabajando con Schweitzer, entre ellos
conversaban. Y que él le confesó que tenía un problema: había pedido un crédito en la Caja Agraria por doscientos mil pesos y no lo podía pagar. Con esa plata viajó a Europa. Le habían dado un plazo para que pagara el préstamo, pero con todos sus animales no alcanzaba a completar. Resulta que como hipoteca él inscribió dos fundos: “El Porvenir” de Lolén, y el fundo “Quinquén”. Como se trataba de una autoridad en la zona le aceptaron su palabra como garantía. Mi abuelo nada sabía; no era un hombre de letras y no se preocupaba de esas cosas. Schweitzer no pudo pagar y la Caja Agraria embargó los dos fundos que de esta manera pasaron a manos del Fisco. El Fisco después lo puso a remate y lo compró Lamoliatt. Nunca se supo cuánto pagó y en Temuco los documentos están tan escondidos que no se han podido descubrir. La abogada que llevó el caso empezó a buscar en Valdivia y dice que aquí en Quinquén sólo se habían vendido 350 hectáreas, y no las siete mil que ahora están en juicio. Ya antes Lamoliatt había comprado a Badilla en Wenucalivante. La comunidad de Wenucalivante, explica José, siempre ha estado relacionada con Quinquén. Son hijos de un mismo tronco, aunque hoy día es difícil establecer la descendencia de acuerdo a papeles legales. “Los mapuche no usaban apellidos; sólo el nombre. Mi tío Armando no era Armando: se llamaba Colimil, y los hijos entonces serían Colimil. Mi tío Mauricio se llamaba Huaiquil. Alfredo era Leorio. Darío en mapuche se llamó Panitrú. Y mi papá, conocido por Manuel, se llamaba Cumiyán. Nombres que pueden significar un árbol, un animal o un ave. Los padres observaban al niño y le ponían un nombre que pensaban le venía bien. Sería entonces su animal protector. Las mujeres también tenían otro nombre, y así mi tía Isabel se llamaba Paillaray.” La costumbre se mantiene; todos tienen un apodo. Un nombre en mapudungun que para el que no lo entiende es una palabra no más. Pasaron muchos años antes de que la propiedad de la tierra se volviera un problema grave. Recién cuando los Meliñir tuvieron una generación letrada pudieron empezar a pelear los documentos y eso fue después de 1960. La comunidad Paulino Huaiquillán, conocida como Pedregoso, se hizo estrecha para todos, y el clan de los Meliñir se instaló en forma definitiva en sus tierras de Quinquén. A pesar de los inviernos. “El director de Asuntos Indígenas de ese tiempo reconoció que era una Reserva Indígena. Y de ahí comenzaron los trámites con el Ministerio de Tierras, en tiempo de Alessandri. Cartas y documentos y siempre la promesa de que se iba a dar una pronta solución. En el tiempo de Frei la gente se puso más activa. Todos los veranos venía don Salvador Lledó: era un caballero tratable. El viejo no era tan duro. Y él en esa época les dijo a nuestros padres que no le interesaba el campo sino sólo la madera. Y dijo que donde ellos vivían nadie era dueño. Que no había documentos. Durante la Unidad Popular se quiso expropiar estos fundos, pero no se pudo porque había gente indígena. Pero en el tiempo de Pinochet, en 1982, hubo una primera demanda por cerramiento. Lamoliatt, ya asociado con Lledó en la Sociedad Galletué, sacó una orden para cerrar una parte y tuvimos que ir a comparendo con el patrocinio de la Dirección de Asuntos Indígenas. Alegó
por nosotros el abogado Juan Neculmán. No dieron el permiso a Lledó y Lamoliatt.” “En 1985 vino la segunda. El lonko de la Sociedad Galletué, Gonzalo Lledó, presentó la demanda por Comodato Precario. Un receptor judicial vino a entregarnos, uno por uno, la notificación. Nos dieron plazo de cinco días para ir al comparendo.” Fue la declaración formal de guerra. Como se sabe, alrededor de Quinquén está todo explotado. Sólo los Meliñir han luchado fieramente por defender la araucaria. Y por sus tierras no han dejado que trafiquen los madereros; antes de que con los papeles se enfrentaran en el terreno con Lamoliatt y Lledó, y también con la firma Mossó, aquella que evocaba el cacique viejo. José acude a los recuerdos: “Estaban todos aliados. Esta firma quería hacerse dueña de una parte y trajo a los carabineros que se llevaron presos a nuestros padres y tíos porque empezaron a reclamar. Amarrados los llevaron a Pedregoso. Harto sufrieron. Pero se recurrió a la autoridad que estableció que Quinquén, Galletué y el Valle de los Truenos eran considerados Reserva Indígena y que estas tierras pertenecían a los mapuche. Mossó había hecho un camino para sacar la madera, robándola, porque si la sacaba por acá nosotros lo atajábamos.” Fueron veinticinco años de finteos, de tiras y aflojas, de bravuconadas. Siempre con el enemigo cerca. Hasta que en 1985 el asunto adquirió características urgentes. El representante legal de la Sociedad Galletué se refirió al Comodato Precario, estaba diciendo que los Meliñir eran ocupantes ilegales de sus tierras: el paso previo a la expulsión definitiva. El abogado Neculman probó que los Meliñir eran indígenas, porque aunque no tenían título de Merced habían habitado siempre en comunidades indígenas, repartidos entre Pedregoso y Naranjo. De acuerdo a la ley indígena de la época, no los podían expulsar. En 1986 se falló en primera instancia, en Curacautín, a favor de los Meliñir, justamente por ser indígenas. Ellos se quedaron tranquilos, no así la Sociedad Galletué que recurrió a la Corte de Apelaciones de Temuco alegando otra vez Comodato Precario contra los usurpadores de tierras. Envueltos en conceptos legales los pehuenche se confundieron, hubo cambio de abogado, los trajeron y llevaron: es difícil para ellos controlar esas variables. El juicio se eternizó — los papeles no estaban muy claros— y recién se falló el caso en 1989: en contra de los pehuenche.
Sin que nadie se enterara hasta el último momento, la Corte Suprema de Chile hizo caer la espada de la legalidad vigente. Nunca llegó a Quinquén la última notificación, que fue la definitiva. “Nosotros supimos un mes después, porque fue en julio, en invierno. Salimos entre la nieve a Temuco: ni la abogada sabía porque no le avisaron. Habíamos gastado bastante dinero, vendiendo nuestros animales, y habíamos perdido. Ya no nos quedaba otro camino que la vía administrativa. El Codeff retomó el caso a pesar de que el problema de la tierra a ellos no les correspondía; fue un asunto personal, porque ya nos conocían. La orden de desalojo estaba dada; el peligro era total”, recuerda José Meliñir. Por esa época empezó la danza de los millones. En el pedir no hay engaño y la Sociedad que ostentaba los títulos legales pedía lo que se le antojaba. Veinticinco millones de dólares por tierras que no les habían costado casi nada: un negocio excepcional. Además de la indemnización, anteriormente cobrada porque otra ley especial les había dado derecho: dos mil millones de pesos por no explotar la Araucaria, de vuelta a su rango de Monumento Natural. ¿Quien les paga a los pehuenche que han cuidado la Araucaria durante quinientos años? El país observaba atentamente este caso. El apoyo fue creciendo y aún antes del histórico Nguillatún de 1992 mucha gente había tomado públicamente partido. Los políticos, por supuesto. Circulaban profusamente las opiniones más diversas, las que ponían de relieve lo poco y nada que sabemos del pueblo raíz de Chile. Ignorancia y desconcierto fueron las dos reacciones recurrentes. Presionado por muchos lados el Gobierno hizo algunos gestos, como declarar Reserva Forestal la zona del lago Galletué y enviar al Congreso un Proyecto de Ley de Expropiabilidad, que nació muerto: la propiedad privada es más fuerte. Mientras tanto, la orden de desalojo pendía sobre los pehuenche. En entrevistas de prensa el representante de la Sociedad Galletué, a esa fecha alcalde designado por el gobierno de Pinochet en la localidad de Melipeuco, jugaba sus propias cartas. Según él la orden de desalojo había sido activada por el permanente hostigamiento de los pehuenche, que a cada momento corren los cercos, y a la tramitación excesiva de parte del Gobierno. El único que se salvaba de sus críticas era el intendente Chuecas —ese era su nombre— de la Novena Región, con quien se felicitaba de tener excelentes relaciones. Cuando nadie imaginaba la posibilidad de volver a explotar la araucaria, Lledó insistía en el tema. “Decir que porque se explota la araucaria se van a acabar los piñones es una ignorancia; y una ignorancia que se ha dicho y repetido y se ha hecho creer a la población en beneficio de causas conservacionistas y de los pehuenche.” Proclamando su respeto por la democracia y por las leyes proponía su solución: “Basta con que el gobierno derogue el decreto que impide la explotación de la Araucaria y el campo saldría gratis...” El asunto adquirió ribetes de escándalo.
Habían pasado dos años desde aquel otro Nguillatún , cuando como por arte de magia llegó a Quinquén el enviado con la promesa presidencial. Dos años de tramitaciones que tenían a la gente inquieta y decepcionada; las mujeres, sobre todo. Siempre con la espada de la expulsión encima. Amenazados día y noche con tener que abandonar sus tierras e ir a sobrevivir en los pueblos, como los más pobres. No es broma cuando un mapuche decide aceptar la muerte: trescientos años de guerra son tiempo para saberlo. Una decisión que implica entregar hasta los hijos. Por fin, después de muchas antesalas y muchas promesas vanas, un ministro de Estado, el Secretario General de Gobierno, había aceptado concurrir al Nguillatún . Corría el año 92 y se conmemoraban los quinientos años del “Encuentro entre dos mundos”, como rezaba la propaganda; parecía lo más lógico que el Gobierno diera un paso. Quinquén había hecho mucho ruido por el asunto de la araucaria y se había transformado en un símbolo: ¡qué mejor que terminar con un problema como este, cuanto antes! Ya estaba en el horizonte el Consejo de todas las Tierras que ofrecía dar la guerra. La recuperación del territorio, por cualquier medio que fuera, era una espina visible para la dirigencia política. Días antes comenzaron a circular en Quinquén los rumores: el ministro no vendría. No tenía nada que decir, y mucho menos que ofrecer. La sociedad Galletué, dueña de los títulos legales según la Corte Suprema, estaba presionando al Gobierno; que si el ministro asistía se acababan las negociaciones y echaban a los pehuenche. Asistí a los preparativos unos cuantos días antes de la fecha establecida. Vi cómo crecía la luna entre el bosque de araucarias, noche a noche, preparándose también a asistir al Nguillatún . Frente a mi casa pehuenche pasaban las carretas tapadas de quila y ñirre , ese arbusto duro y grácil que crece donde hay agua. Iban al Nguillatúe , el campo del Nguillatún , para renovar las ramadas ya secas del otro año. Bien tupidas, por si llueve, porque no habrá otro lugar donde poder guarecerse. Cada uno hace su casa para esos días sagrados y entre todos confeccionan la ramada oficial. Una más grande y más cómoda para el ministro y su corte. Allí lo van a recibir los lonkos pehuenche, de autoridad a autoridad, con el respeto que se merecen. La comunidad ha comprado un caballo y un novillo para agasajar al conspicuo visitante que ha confirmado su venida días antes, en Santiago. Es un esfuerzo económico. Un viaje especial hicieron los ancianos más ilustres de Quinquén a la capital para recibir la respuesta del ministro del Gobierno. El vocero del Presidente de la República. Ricardo, el joven cacique, había hecho oídos sordos a los rumores crecientes; hasta el final quiso confiar en que el ministro vendría. ¡Por fin llegaba el alivio a tantas incertidumbres! Durante todo el último año los intentos de expulsarlos se habían vuelto rutina: que viene la fuerza pública por orden de la justicia. Que no viene, porque no puede pasar con tanta nieve que hay. Que un recurso de última hora había detenido la orden, pero que en cualquier momento esta se haría efectiva. Una guerra soterrada que les destrozaba los nervios. La solución estaba clara y había sido conversada en muy distintas instancias: el
Gobierno compraría los terrenos en litigio para entregarlo a sus dueños ancestrales. Un gesto de reparación, quinientos años después. De todas las comunidades pehuenche de Lonquimay, y de más lejos, fueron llegando los lonkos para realzar el acto. Unos viejos imponentes que vinieron a caballo por los cerros. O en carreta, con familia. La hermana de don Mauricio, el anciano inválido, se vino de Pedregoso con inmenso sacrificio para ver con sus propios ojos por una vez un ministro. También él se trasladó, con su lecho y con el nieto, a vivir a la ramada. En una esquina acomodaron las almohadas y las mantas y ahí se puso a esperar. Pero el ministro no llegó. “Estamos muy amargados. Estábamos tan contentos, con una esperanza tan grande. Por fin se iba a cumplir el sueño por todo lo que habíamos sufrido. Y hoy nos dejan mirando. Encima, con toda esta gente, con todos estos testigos. ¿Qué vamos a hacer con la faja? Porque él nos engañó ¿y encima le vamos a hacer regalos? Cresencio, cuya esposa había tejido la faja y el trariwe para las autoridades, saca la voz mientras los lonkos del pueblo pehuenche se reúnen a discutir el asunto. Junto al rewe están los hombres, los rostros pálidos y serios, hablando en mapudungun. En ese preciso momento sentí el dolor de ser mapuche. También justo al mediodía, como en aquel otro Nguillatún , llegaron los emisarios. Con ellos venía otra vez el hijo del Presidente. Pero esta vez fue distinto: un bofetón en la cara, un balde de agua helada, un agravio gratuito que había que analizar. En un momento se pensó interrumpir la rogativa, pero la idea no cundió: Dios es más que un ministro; más aún que un Presidente. La celebración debe continuar con mayor razón que nunca decretaron las cabezas. Se impuso, una vez más, la infinita paciencia. Ricardo Meliñir me había advertido que la cualidad número uno del lonko es la paciencia. “Recibir mucha palabra mala y aguantar. El que no tiene paciencia tiene que reventar”. En esta oportunidad la puso a prueba y salió airoso. “Yo no me decaí. Otros sí. No sentí rabia. Pensé: estamos en una rogativa. Así es que no me decaí. Claro que me doy cuenta de que a la Sociedad Galletué lo que dice le hacen caso. Primero le doblaron la mano al intendente, después al ministro de Agricultura y ahora a este ministro.” Durante toda mi estada en Quinquén no había escuchado pronunciar la palabra winka en la forma despectiva en que suele hacerse. Los chilenos no mapuche (y también los extranjeros) que habíamos sido invitados al Nguillatún de los Quinientos Años éramos considerados sus amigos, sus hermanos. Después de aquel incidente supe lo que quiere decir winka. Presentes en el Nguillatún estaban los dirigentes mapuche del movimiento autonomista que habían venido a observar lo que allí acontecía. No estaban, sin embargo, los representantes del Consejo de todas la Tierras, la organización más radical en ese tiempo. Tal vez un asunto estratégico.
Los Meliñir de Quinquén tenían que llegar hasta el final en la lucha que estaban dando. Todavía confiando en el winka . Intentando por las leyes obtener lo que deseaban. Experimentando en carne propia lo que el mapuche del valle hace tiempo que sabía. Tratándose de un caso álgido, es claro que llegado el momento el pueblo mapuche entero estaría junto con ellos. Lo habían dicho hasta el cansancio. Si alguna vez llegara la orden de desalojo, ellos la resistirían. Y justo cuando terminó el Nguillatún , al que el ministro no fue, la Sociedad Galletué pidió el cumplimiento de la orden judicial, con apoyo de la fuerza pública. Don Mauricio, el más sereno y ponderado, presidente de las organizaciones pehuenche de su región, me había expresado claramente su postura en más de una oportunidad. “Nosotros no nos vamos a mover. No vamos a salir. Ahí nos vamos a empacar. Voluntariamente no vamos a salir. Se lo hemos dicho a la autoridad y hace mucho tiempo se lo estamos diciendo”. Con lo que haya a mano: palos, piedras, hachas, corroboró Alfredo Meliñir, más apasionado: “El mapuche es muy nervioso. Cuando se le pone una cosa no lo saca nadie más.” El pehuenche, según él, nunca ha sido violentista. “Y no pensamos ser violentos, pero el día que digan que vamos a ser desalojados —aquí está la orden judicial— nosotros no vamos a aceptar. Amarrados nos sacarán, quien sabe de qué forma lo harán, pero la tierra no se la vamos a entregar. La justicia nos va a enseñar a ser violentos. Nosotros sabemos que estamos en nuestro derecho, que estamos en Chile, que somos los verdaderos dueños, somos los verdaderos chilenos. Mapuche. Entonces ¿por qué con un papel nos van a venir a engañar y decir: ‘ustedes se van a ir para afuera?’ ¿Y quiénes son esos señores que vienen...? ¿De dónde vienen? ¿Adónde queda la justicia? Por eso nosotros pedimos que nuestro problema se solucione, con ley, con compra, como sea, para evitar la violencia. Nosotros ni soñamos hacer violencia, pero en este caso nos vamos a ver obligados. Y vamos a ser violentos porque hay un derecho. Miedo no tenemos. Preferible morir que ir a sufrir allá. ¿Qué vamos a ir a hacer a ese pueblo donde nos van a trasladar? ¿Sin la araucaria, sin la leña? Nosotros no tenemos educación. Prácticamente van a sepultar nuestra raza. A nuestro pueblo, en la práctica, le van a cortar la cabeza, y antes de eso mejor que nos dejen ahí mismo. Todos sepultados. Se lo dijimos a los señores diputados. A Dios nosotros le decimos, desde que amanece: ‘Señor, vamos a usar la violencia, pero sólo cuando la justicia sea violenta con nosotros, Señor. No seremos nosotros los que levantemos la mano primero; que la levanten ellos. Y entonces protégenos Señor en ese peligro. Tenemos que ser violentos porque ellos van a ser violentos y nosotros tenemos que serlo, porque es un derecho’. Así le hemos pedido a Nuestro Señor. Nosotros no buscamos la violencia; somos muy respetuosos y es por eso que nos han pasado a llevar. Si hubiéramos sido más violentos nos habrían respetado más. Ahora estamos decididos a hacernos respetar.” La acusación de ser comunista ya no pesa como antes. Alfredo lo puntualiza: “Nosotros no hemos tenido contacto con ningún partido. El partido político
de nosotros es defender la tierra. La habladura. Que es política también. Defender nuestros derechos, pero no andar en reuniones, en la noche por ahí. Sabemos que los mapuche nos apoyarían y otra gente también, pero ojalá no lleguemos a eso”. Era muy sorprendente ver a los Meliñir moverse en las altas esferas de los centros de poder exponiendo su caso uno por uno. No quedó casi nadie en Chile sin enterarse, a lo menos, de que había un grave problema, un singular litigio por tierras, con gente del pueblo mapuche. Un aire de levantamiento, quinientos años después. Se trataba de una guerra que se libraba en varios frentes. En un mismo día los representantes de la comunidad iban a La Moneda, al Ministerio de Agricultura, y en la tarde a Valparaíso, al Congreso Nacional, para coronar la jornada con una mesa redonda en la Universidad de Chile, en Santiago nuevamente. Días agotadores: guerra fría, pero guerra. Siempre dignos y serenos. Bien parados, en cualquier parte que estuvieran. Ni el dinero ni el poder los conmovía mayormente. De a poco fueron tejiendo una consistente red de apoyo con gente de los más diversos sectores. Alfredo exponía, como el mejor orador: “Por tener riqueza la gente se empeña a sí misma. Eso es lo que hacen los ricos. Porque si esos señores (de la sociedad Galletué) pensaran en Dios, no harían esto con nosotros que somos humanos, igual que ellos. ¿De qué le valen las riquezas cuando al final mueren y no se llevan un peso? El mapuche en eso piensa: en ser así nada más. El rico no se conforma nunca”. Y advertía: “Por eso nosotros decimos que si siguen con esa injusticia, con el tiempo nuevamente puede que el mapuche —salga lo que salga— tenga que ir a la guerra. Esa es la pena grande”. “Hemos llorado ante la autoridad. Con el ministro de Agricultura de primera fuimos muy suaves. Pero él empezó a salirnos al cruce: no nos dejó hablar. A última hora le dijimos: ‘el mapuche está desprotegido. Pediremos la emigración, entonces. ¿A dónde nos van a echar? No aceptamos ni cambios ni traslados’. Y él insistiendo en que seríamos trasladados. Terminantemente le dijimos no”. En Quinquén se produjeron —después del Nguillatún de 1992— las primeras escaramuzas entre las cuadrillas de trabajadores de la sociedad Galletué, que ponían los cercos, y los Meliñir que los sacaban. La fuerza pública, mientras tanto, observaba. Por televisión el país fue testigo de los aprontes de una tragedia. Los rostros de Ricardo Meliñir, de Alfredo, de José y también los de la cacica, de todas las Corinas y las Orfelias que viven en Quinquén, y hasta de los niños, como Samuel el pastor, se volvieron familiares en el curso de ese verano. Muy especialmente grabado fue quedando el noble rostro de don Mauricio Meliñir, que a pesar del agravio recibido en el Nguillatún , a pesar de los tropiezos y las cosas poco claras — a pesar de la falta de cohesión en el gobierno que denunciaban las organizaciones mapuche— seguía apostando a la promesa del Presidente de la República.
De acuerdo al libre mercado se llegó por fin a un acuerdo: seis millones y medio de dólares para la Sociedad Galletué por los fundos “Quinquén” y “Galletué”. Con un mapa en una mesa los representantes legales de la parte vendedora marcaron una reserva que quedaría en sus manos. Esto significó dejar sin sus tierras a cuatro de los más antiguos habitantes de Quinquén. A don Mauricio sin más. La laguna Galletué, la joya de los pehuenche, ya no sería de ellos como había sido siempre. El presidente de las comunidades hizo un último gesto de grandeza y aceptó ser trasladado dentro del mismo Quinquén al otro lado del río, donde hay puros arenales. Debajo de los fantasmas del bosque quemado. Los otros tres se opusieron y el resultado fue que la comunidad Meliñir terminó por dividirse. “A mí no me gustó la negociación, pero, por todo el peligro, había que aceptar” explica José Meliñir resumiendo la posición de la mayoría que terminó agrupándose en un Comité de Desarrollo. Por otra parte hacía tanta falta una escuela, una posta, una central de compras, que había que aceptar la ayuda que el Gobierno ofrecía. Aceptar esta nueva reducción de la comunidad y sobre todo aceptar que si aún continúan allí no es porque se hayan respetado sus derechos históricos sino por mera benevolencia del Gobierno del momento. Como si se tratara de una novela por entregas, después de los Meliñir vinieron las Quintremán. De otro lado del gran río Biobío, una central hidroeléctrica amenazó por años la existencia de dos pequeñas comunidades pehuenche que sucumbirán bajo las aguas de la gran inundación: no hubo un Tren Tren para Nicolasa y Berta Quintremán ni para sus seguidores. Pero ellas advertían: “sólo muertas nos sacarán de la tierra de nuestros antepasados”. La historia se siguió escribiendo. Capítulo 11 “El río me contó lo que los muertos dicen/ hablando desde las raíces...” Antes de que se extinguieran quise conocer de cerca a los últimos pehuenche del más alto Biobío, los más aislados de todos. Vigías de la Frontera. Y me fui con Leonel Lienlaf por el valle del río Queuco, tierra indígena que hasta entonces estaba fuera de discusión. Trapa Trapa , en mapudungun, quiere decir algo así como un par de palmaditas para poner atención. Por naturaleza o por elección, gente austera, silenciosa y solitaria. Enfilamos decididos hacia la exacta geometría de las alturas del sur.
“Porque todos los círculos, los triángulos, todas las formas son perfectas. Allá se observa un semicírculo; una parábola hacia abajo, como una copa conteniendo cielo. Pareciera que más allá no hay nada”, va diciendo Leonel, que se deleita también con la ancha gama de verdes. “Hasta aquí menos mal que no ha llegado el alambre de púa”, comenta, y es efectivo. Estamos en tierra libre. Atrás quedaron las máquinas que construían carreteras y destruían paisajes; hacia arriba es, apenas, un poco más que una huella. Camino internacional cerrado desde hace años por causa de la fiebre aftosa. Argentina está a un paso, pero no se puede pasar. No hay un alma en kilómetros para averiguar si vamos por buena senda. Si ya hemos arribado a territorio pehuenche. Un poco más adelante descubrimos, en la cuesta, un recodo donde detenernos al lado de una cascada. “Este esterito merece un poema”, dice Leonel. “¡Cómo no va a ser una maravilla como cae, no de golpe sino como respirando. Como si se replegara. ¡Y todo el ruido! Es lindísimo”. Ahí estábamos los dos, descansando y contemplando, cuando del camino mismo, emergiendo por el cerro, apareció un hombre joven con sombrero y con sandalias. Él estaba tan perplejo como nosotros; no andan muchos chilenos por aquí, nos explicó. Se presentó como un paisano. Un viviente de estas tierras, mapuche-pehuenche, aclaró. Estábamos en Pitril, la primera comunidad indígena por el cajón del Queuco, y en la puerta este guardián de singular dulzura. ¿Cómo podía llamarse? Luis Ángel Beroíza, era su nombre humano. Un ángel con ojotas, “sin afeitar, arrugado, con una pistola y un lazo”, como el ángel de Neruda. Pistola yo no le vi. Todo se hizo más fácil desde allí en adelante. Luis Ángel nos endilgó hacia las Hermanas del Niño Jesús, más arriba, en Cauñicú, y obedientes allá fuimos. Unas monjas con alma de aventureras que descubrieron en las Misiones un cauce para sus vidas. Una aventura impecable. La hermana Marta Robles nos cuenta que han hecho ciertos adelantos, como una pequeña central eléctrica en el estero cercano. “Quisimos compartir la luz con los vecinos, pero le tienen miedo a la corriente; no quieren luz. Se alumbran con velas, con chonchón a parafina, con el mismo fogón. Así es que la luz se ocupa en la escuela y el día de la ronda médica”. Conocen a todo el mundo y nos ayudan a orientarnos. Allí escucho hablar por primera vez de Butalelbum, la última comunidad, a menos de doce kilómetros del límite con Argentina. Los últimos, por fin. Otro dato fundamental es que allí hay otra escuela, un internado fronterizo, también de la Iglesia Católica, al que podíamos acudir. Quitando una por una las piedras del camino llegamos por fin a destino. Empezaba a oscurecer y las fogatas encendidas frente a las rukas pehuenche reflejaban en los cerros las estrellas en el cielo: una aquí, otra más allá, en la quebrada otra más. Habíamos dejado atrás Malla Malla y Trapa Trapa, donde pasamos el último control de la policía aduanera; estábamos en Butalelbum, que significa Pampa Grande. Al frente el Malal Alto : un cerco, un murallón, eso quiere decir en mapuche. Detrás el Lonko Ngüru o Cabeza de Zorro. Alguien, alguna vez, se sentó a mirar las formas y fue poniendo los nombres. Al fondo el Ligmahuida, que en esta región es el Tren Tren . Los ancianos del lugar me contaron muchas veces la leyenda del
diluvio. En la cumbre, me dijeron, aún hay ollas de greda que acreditan que en un tiempo hubo gente que vivió ahí. Las han visto con sus ojos. El aire es transparente y frío a 1.400 metros de altura. La luminosa Vía Láctea es el Gran Río del Cielo. Wenumapuleufu , se dice en mapudungun. La historia de por qué los muertos habitan en las estrellas se la contó una vez Leonel al poeta Raúl Zurita, que así la cuenta en su Canto a los Ríos que se Aman . Se la escuché recitar. “A Basilio Lienlaf lo tomaron y delante de él le sacaron el pellejo vivo a su hijo Lienlaf y lo usaron de bandera. Por muchas, muchas semanas, le amarraron la cabeza cortada del hijo a la cintura y él le iba conversando mientras la cabeza se podría. Y la cabeza le contaba del río y de los antepasados. Así le contaba la historia de los ríos: Calfuküra, fue así, cantaba la cabeza cortada. Calfuküra quería sentirse agua y correr por el cauce del río. Cuando se lanzó al río se transformó en el torrente que cruza, y se sentía tan bien que bajaba cantando sin parar y desde entonces todas las aguas cantan, y más fuerte cuando viene la noche. Mucha felicidad traían las aguas, que habían aprendido a cantar del hombre.” “Este mismo hombre quiso transformarse en piedra del río y de la piedra creció una flor, entre las aguas del río. Llegó la primavera y la flor del hombre soltó el polen, que fue subiendo, subiendo por el cielo, y de los granos de polen se formaron las estrellas de la noche, o Vía Láctea, que es el mismo hombre que está durmiendo, recostado sobre el río del cielo. Eso le contó la cabeza cortada a Lienlaf, mientras él lo cargaba a la cintura.” En cada escenario los mitos adquieren características diversas. Aquí el río es el imponente Biobío —que viaja de la cordillera al mar y se pierde en el océano— el que sube hasta el cielo y vuelve a renacer en la tierra como una cascada de estrellas. Se cumple el ciclo completo. Los espíritus de los muertos siguen el mismo curso, en dirección hacia el mar, y de allí se van al cielo. Sintiéndonos observados desde arriba por los antepasados pehuenche — unas estrellas enormes al alcance de la mano— nos introdujimos cautelosos en el territorio de los Manquepi, de los Vita y de los Paine, la reducción más desconocida de todas. Las fogatas en las rukas eran como ojos de cíclopes mirándonos sin ser vistos. La escuela fue nuestro refugio y estamos agradecidos. La cordillera no es apta para dormir a campo abierto ni siquiera en el verano. Los niños están en clases porque acá todo es distinto; las vacaciones son en invierno. Los profesores trabajan desde septiembre hasta mayo, como en el hemisferio norte. Tampoco la ronda médica se aventura en los meses duros, donde hasta el camino se borra. Compartimos con los niños esos días de internado.
Son ochenta pequeños pehuenche, de los cuales cincuenta están internos. Niños que cada tarde olvidan lo que aprendieron, y que al cabo de los años a veces lo olvidan todo. Eso lo saben los maestros. Entre ellos hablan y piensan en mapuche y la escuela significa hablar y pensar de una manera diametralmente distinta. El programa educacional chileno aún no contemplaba a las minorías étnicas y en Santiago como en Butalelbum se enseñaban los mismos contenidos. Son dos culturas opuestas y así lo va entendiendo la pareja de maestros venidos de la ciudad. Luis Cisternas y Mariana Venegas, más la pequeña Elisa, han tenido que adaptarse a costumbres muy diversas. Hacen lo más que pueden. Junto a don Armando Solar y a Sonia Vita, inspectores e intérpretes porque ambos son pehuenche, consiguen a duras penas dominar la situación. Los asaltos amorosos entre los adolescentes ya no los sorprenden tanto. El amor es otra cosa aquí, en el fin del mundo. Los baños nunca muy limpios porque no hay agua corriente: con baldes hay que acarrearla, desde afuera, aunque llueva. Y la disciplina no puede ser muy rígida con ellos, que necesitan espacio. Que suelen jugar muy rudo. Al pequeño Carlos Modesto, viene a acusar su padre, lo lacearon por el cuello y le dejaron una marca: casi casi lo ahorcaron, reclama Horacio Manquepi. Y cambiando de tema cuenta, “yo he ido a la ciudad y se lo que es andar como ciego en tierra extraña. Hace falta encontrarse con alguien que lo guíe, que le explique y lo proteja”. El suele ir a Los Ángeles a vender Agua del Agrio que saca del volcán Copahue. Ese brebaje sulfuroso que según estos pehuenche mejora todos los males. Lo lleva en las cámaras de neumáticos, trescientos litros al hombro, y lo vende a buen precio. Una parte la invierte en vino para alegrarse la vida. Gracias a él accedí, hacia el final de mi estada, hasta el altar más venerado: el bosque virgen de araucarias en lo alto de la montaña. Fue una mágica jornada donde comí piñones crudos al pie del árbol sagrado —leche al pie de la vaca— y escuché la extraordinaria historia de su sobrino Raúl. Atrás dejamos el valle y el río de chocolate. El Queuco con el deshielo es correntoso y oscuro. A caballo comenzamos a subir por las escarpadas laderas: cuatro patas son más seguras, y la bestia conoce el terreno. Escalinatas de piedra cinceladas por el viento o verdaderos resbalines de polvo y de hojas secas que desafían a cualquiera. El bosque nativo de lenga es un engaste precioso, un anillo verde claro que rodea la alta meseta donde está la pinalería, que es la joya de estas tierras. Vamos con Leonel, Horacio Manquepi y su hijo Carlos Modesto, de siete años. El mismo al que casi ahorcaron. Va gritando el pehuenchito y de lejos le contestan. Es la manera que tienen de comunicarse en el cerro. —¿No andará por ahí una chiquilla?, se pregunta don Horacio, porque cuando andan pololeando, los enamorados que se han dado cita, se gritan para encontrarse. En el bosque de araucarias resuenan las voces humanas compitiendo con los pájaros. El chucao, desde luego. Con los choroyes compiten para obtener los piñones: quién llega primero a ellos. En esta oportunidad nuestro guía ha decidido acometer la empresa de subirse a una araucaria y echar abajo unas cabezas. ¡Hay que ser pehuenche
para intentar esa hazaña! Monkey puzzle tree llaman en inglés a este árbol: rompecabezas para monos. Un tronco liso que no ofrece más agarradero que unas púas fieras, y arriba unas ramas como espinas. Clavan fuerte, pero el hombre se saca sus sandalias de cuero y con una vara amarrada a la cintura se va trepando hacia el cielo protegido sólo por los calcetines de lana que le teje su mujer. Treinta metros para arriba. Con la vara suelta el fruto que cae con gran estruendo, desgranando los piñones. Una bomba de racimo no de muerte y destrucción sino de sabroso alimento. Nos hartamos de comer la semilla del gigante: todo un bosque dentro de uno. De repente, entre los árboles, aparecen dos muchachos. El mayor renguea un poco. Se llama Raúl Manquepi y anda campeando con Juanito, que es de la edad de Modesto. Tiene todo el tiempo del mundo para sentarse a charlar junto a una vertiente que mana entre dos troncos caídos. A los dieciséis años Raúl ya conoce el mundo y sabe que es mejor ser indígena. Ha vivido una odisea que está en los anales de la historia oral de la región de Trapa Trapa. “Cuando era chico salí de mi casa: a los dos años. Tenía un problema en la cadera. Me llevaron a Reyenco y ahí estuve dos años; después me pasaron a Los Ángeles y después a Concepción. Me crié en los hospitales. También estuve en Santiago. Ahí me hicieron un trasplante de hueso artificial. Mis papás me habían perdido. Fueron al juzgado y les dijeron: su hijo se extravió en Santiago, así es que mi papá perdió la esperanza de encontrarme. En Concepción vivía en un Hogar en la Ciudad del Niño, y un día fuimos a un paseo a Polcura, cerca de la Central Abanico, y justo entonces mi papá había ido a trabajar a Abanico y se puso a conversar con el cura. Me halló cara de paisano porque, claro, este niñito nunca se iba a parecer a un cabrito winka , que tiene la cara más frágil. Lo mismo que el pelo; el de nosotros es mucho más grueso y liso. Y me descubrió ahí mi papá. Fue una coincidencia. El cura le empezó a contar que este niño no tenía papá, que había tenido una enfermedad a la cadera, y ahí me conoció mi padre.” Describe aquel primer encuentro. “Yo me lo imaginaba así. Era el hombre que yo me imaginaba; también en sueños veía a ese mismo hombre. Y soñaba que tenía un solo hermano; con mi mamá nunca soñé. A mí me decían que no tenía papá, pero yo sabía que tenía. Y ahí nos abrazamos con mi papi, la primera vez. Sentí una cosa adentro. Porque yo era chico y no tenía a nadie que me respondiera en todo momento. No tenía un papá que me anduviera a la siga, junto conmigo; andaba con puros doctores no más”. “Los doctores llegaban, pasaban. Yo les decía tío. Me trataron bien: me invitaban a sus casas. Era como un regalón, ¡porque es raro ver un paisano en una parte así! Yo era el único niñito que vivía así y nunca a un niñito lo van a tratar mal. Era chiquitito cuando estuve en Santiago, ni me acuerdo, pero supe que vi cualquier cantidad de autos. Cuando crecí y ya estaba desarrollado, cuando pasaron mis años juveniles, ahí me leyeron toda la historia. Ahí supe dónde había andado”. Todavía pasó un tiempo hasta que pudiera volver a su casa, un día tres de enero, recuerda muy bien la fecha. A su mamá la conoció un poco antes en Concepción. “Andaban vendiendo Agua del Agrio y ahí me pilló mi mamá, cuando me sacaron a pasear una vez. Fuimos a Talcahuano. Mi mamá no
cortaba las lágrimas. Yo también lloraba. Todavía, cuando estamos conversando con mi mami me dan ganas de llorar, pero ahora que estamos juntos ¿para qué vamos a llorar? Ahora estar felices es mejor”. Resultó que tenía ocho hermanos, siete de ellos mayores. Al principio andaba en las nubes, cuenta. Se le olvidaba lo que estaba haciendo. “Llegué llorando acá. ¡Quién no iba a llorar con eso! De primera no me fijé en el campo, si era bonito o feo. Me importaba mi puro papá y mi mamá, y mis hermanos también. Tenía que volver a estudiar, pero no quise, y mi papá me pasó a borrar en el Hogar”. “Cuando mi papá se acuerda del tiempo que anduve perdido, todavía llora. Yo le digo: ‘No se acuerde, papi, esas son cosas pasadas. Ahora estamos juntos’. Eso es lo único que le digo. Pero siempre llora, aún estando sano y bueno. Estando curado es peor. Pero así es la vida: nunca van a pasar puras cosas buenas. Pasan días contentos, días tristes. Lo mismo que hay días de fiesta y días de velorio. Dios nos dejó así a nosotros.” Tuvo que aprender a hablar mapudungun. “Le puse harto empeño, pero todavía me molestan. Me dicen winka , pero yo voy a ser siempre paisano. Yo estoy feliz de vivir aquí, de haber nacido aquí. Porque si Dios me hubiera dejado otro pensamiento, pensaría más en el pueblo”. No quiso quedarse en Concepción. “Es muy aburrido estar en un pueblo de ruido. No se vive bien. Uno no puede hacer las cosas que quiere hacer, no puede andar a caballo, pasear en el campo, criar animales. Parecería que es rico vivir en la ciudad, tener tantas cosas, pero uno no se acostumbraría nunca. Además, cualquier día le podría pasar algo malo, en cambio aquí no. En el pueblo uno no puede tenderse debajo de un árbol a dormir una siesta porque despierta y se encuentra sin ropa. Es peligroso. Aquí puedo estar durmiendo una tarde entera y no me pasa nada. ¡En el pueblo yo he visto atropellar a un niñito!” Y agrega, con conciencia del racismo que ha experimentado en carne propia: “Además, uno nunca les va a entrar en el corazón a la gente de ciudad. Nunca van a querer a un paisano, aunque ande bien limpio. Andan limpios por fuera, pero por dentro son malos, dirán. Y otra cosa es que la gente en el pueblo es enferma; tiene mala salud. Mala raza. En cambio aquí podemos estar en medio de la lluvia y los truenos, podemos estar resfriados un día y después ya no. No me quise juntar con raza blanca. La gente me decía que me quedara, que mi tierra no valía nada, que los paisanos no valían nada, pero aunque hasta se me había olvidado hablar paisano, yo sabía que tenía que volver. Que los indios son borrachos, me decían, pero es que la gente no se fija: un paisano puede tomar un día, pero al otro día no. Tiene buena salud. En cambio el que vive en el pueblo, todos los días con su caña de vino. Puede ser hasta alcohólico. A ningún paisano he visto tan enfermo. Esta era zona seca y aunque ahora no lo es, de todos modos está lejos y no llega trago. En el pueblo la gente lo anima a uno. Eso me da rabia. Hasta a mi papá, cuando va al pueblo, lo animan y toma. Yo siempre le digo que no; hay veces que no me hace caso porque se le calienta el güergüero y sigue tomando hasta que se le acaba toda la plata. ¡Porque tiene calientito el güergüero! Es como un vicio: como el vicio de fumar. Cuando pilla vino,
toma. Cuando tiene cigarrillos, fuma. Uno no anda buscando. Antes comprábamos tabaco en un pueblo argentino que está a dos horas y media, pero ahora no se puede.” Bueno para contar cuentos Raúl cuenta, picaresco, de la famosa yumbina, unas pastillas que se usan para el celo de las yeguas. También la usan los hombres, asegura. “El que tiene suerte, tiene niñas, en cambio el que no tiene suerte, pura yumbina”. Don Horacio, más experto, dice que las mismas propiedades la tiene la yerba del clavo y el ñancolawén y explica con detalle sobre sus propiedades: “Por ejemplo, cuando tu marido no da mucho, cuando ya se está poniendo rosillo (canoso) y duerme no más; que en veces no despierta en la noche, ahí, antes de acostarse, dale un jarro lleno de yerba del clavo. A lo que llegue a la cama: ‘Venga mi vieja’, le va a decir. Ríe de buena gana. En la ciudad — continúa— también es necesario ese remedio. A mí siempre me preguntan, cuando voy a buscar faltas, si llevo yerba del clavo. En las farmacias la compran por sacos”. Otra yerba muy preciada es la doradilla, para engendrar hijos cuando la mujer ya tiene edad. “Mi mamá —cuenta Raúl— me tuvo a mí el último de los ocho y después, a los cuántos años, sacó otro niño. Estuvo embarazada. Mi papá le dio doradilla con paramela y a los cincuenta y cuatro años sacó un hijo”. Tiene desplante el chiquillo. Según él es porque aquí no hay vergüenza. “Somos todos sin-vergüenzas”, dice, encantado con su chiste. Está tan contento de haber vuelto a su tierra que es capaz de exteriorizarlo mucho más que aquellos que nunca han salido. “Esto es como un paraíso para mí. El trabajo, la Pinalería. Es tranquilo y es bonito también. Donde uno vaya es bonito. Puede andar lejos, puede dormir, puede divertirse, encuentra amigos, los hijos de mis tíos, los sobrinos.” Juanito es su sobrino y lo trata con una ternura enorme. El primer pedazo de pan, los piñones, el primer sorbo de agua, todo es para Juanito. Los niños son para cuidarlos, ¡no para atropellarlos! La única preocupación de Raúl —la de todos los pehuenche— es que un día winkas con plata los obliguen a abandonar su lugar. Aunque ha vivido poco tiempo aquí, tiene las cosas muy claras: “A nosotros no nos gusta que entre gente de pueblo, y ni siquiera gente de nosotros al campo de nosotros. Aquí no está parcelado, pero esto nos pertenece, así es que tenemos que echarlos. A nosotros nos echaron para arriba y aquí estamos”. —Eso fue hace quinientos años. —Quinientos años es poco para nosotros. Es poco porque son siglos no más y la gente antigua —que sabe— viene de antes. Ellos están informados de todo. Ha muerto gente, pero lo han ido contando a los cabritos y a ellos nunca se les va a borrar de la cabeza. Si cuando grandes le tratan de quitar la tierra, ellos la van a reclamar. O no seríamos paisanos. Igual que estos niñitos (Juanito y Modesto), que parece que no ponen atención, pero algo se han informado. Nunca van a quedar voladitos, que no entienden nada.
Ha oído hablar de la Central Hidroeléctrica en el Alto Biobío y le preocupa lo que pueda suceder más adelante con todas esas carreteras pasando por tierra indígena y esa enorme represa que inundará tierras pehuenche. “A lo mejor hasta los marcianos puedan andar aquí. Nadie sabe. Dicen que la gente va a ir a pasear a la Luna, a Marte. En cambio nosotros ahora vivimos tranquilos. Va a ser todo metálico: árboles metálicos. Todo eso pienso. En los libros también sale. Y siempre pienso que si Dios quiere que pase eso, ojalá entonces ya no existiera yo. Porque sé que nunca me van a gustar esas cosas. No le hallo gracia”. Fue el majestuoso Biobío el que le contó a Neruda el amanecer de la tierra. Así como para los aymaras el Lago Titicaca es la fuente primordial de la cual se generó la vida, para el pueblo pehuenche el río Biobío es la matriz que los nutre y los protege. Fue también el mismo río el que a los españoles dijo: “Basta. Detente”. Durante siglos la gran serpiente que baja desde la cordillera austral de Chile hasta el océano demarcó la Frontera, amparando con sus aguas madres a los naturales de estas tierras. Replegados en la cordillera de los Andes los pehuenche habitaron en simbiosis con el río por toda la inmensa cuenca del Alto Biobío. Frente a la casa de don Mauricio Meliñir, ese mágico lugar que le fuera arrebatado en aquella negociación en la que no participó, justo en ese lugar, nace el río Biobío. Las lagunas de Galletué e Icalma son el surtidor primero. Serpenteando, caprichoso, el río empieza su curso recogiendo en su caudal muchos otros afluentes. Se va haciendo poderoso, buscando camino con fuerza, agigantando su cuenca. Todo lo va enverdeciendo. En sus riberas florecen cien especies vegetales: el coigüe, el raulí, la araucaria, el avellano. La flora del Biobío es única en el planeta. La fauna vino después. Centenares de especies nativas habitan a sus expensas. Finalmente, los pehuenche, humanos que son capaces de convivir en armonía con las aguas y los bosques. Naturales del lugar. Borrarlos del mapa o borrarles el alma, como dice Eduardo Galeano. Aniquilarlos o asimilarlos: el genocidio o el otrocidio. Al llegar el siglo XXI los pehuenche están en la cruz. El río va murmurando una historia color de sangre escribió el poeta hace tiempo. ¿Qué habría dicho Neruda si todavía viviera? Cuando el mundo viene de vuelta y los países desarrollados ya no siguen destruyendo sus recursos naturales, Chile continúa yendo por la senda sin retorno de la depredación y el exterminio. Y si Quinquén fue, en verdad, un triunfo de la poesía, en el caso del Biobío la economía es más fuerte. No son unas cuantas hectáreas dotadas con araucarias que el libre mercado y sus leyes aún puedan comprar y vender. Son cientos de millones de dólares, que es el modo como se mide el progreso en la sociedad industrial. Energía barata y limpia —insistieron los devotos del cemento— para las ciudades anémicas, sin oxígeno siquiera, que llegaban al fin del siglo agonizando. Como dice Leonel, cuando la realidad se mide en dinero todo puede suceder. Hasta ir vendiendo, de a poco, el organismo por partes.
Un puñado de pehuenche levantó la voz para denunciar este crimen contra la naturaleza, pero sólo encontraron eco en unos pocos visionarios. Movieron montañas, Bancos Mundiales, políticos, ecologistas y ciudadanos comunes, para exigir, por lo menos, transparencia en el asunto y participación democrática. Que los chilenos supieran lo que se estaba fraguando, y también los extranjeros: el Biobío es un río que es patrimonio de todos; le pertenece al planeta. Es una de sus arterias. José Antolín Curriao, cacique de Ralco Lepoy, llegó hasta Brasil para hablar en la Cumbre alternativa. No es sólo el anegamiento de sus tierras lo que le preocupa sino la posibilidad cierta de desaparecer como pueblo. No lo convence la propaganda que ha desplegado la empresa. “La plata será para ellos. Yo se lo he dicho a la Endesa: ellos vienen a llenarse los bolsillos y nosotros quedaremos peor”. Sólo algunos claudicaron a los cantos de sirena. ¿Qué les importa a ellos la energía barata y limpia (que después resulta cara) para las grandes ciudades? Es la miseria material, que a veces contamina todo, la que los hace aceptar las dádivas que les ofrecen a cambio de su silencio. Trabajo en las construcciones como obreros a jornal, gente sin preparación, los más mal pagados de todos. Como último recurso están los volcanes. Los pehuenche, no hay que olvidarlo, creen en poderes sutiles. La serpiente subterránea que remece las entrañas y eructa por los volcanes, puede ser una enemiga que no se ha tomado en cuenta. La historia geológica de la zona revela que cuando hay erupciones el lahar va a dar al río: una mezcla de nieve derretida, barro y ceniza que se precipita en su cauce y baja en avalancha arrastrando consigo árboles, casas y, cualquier día, centrales hidroeléctricas. Advierten los vulcanólogos que la ubicación del país en el llamado “cinturón de fuego del Pacífico” lo convierte en una de las regiones de mayor actividad sísmica y volcánica del globo terráqueo. Y que la actividad de los volcanes chilenos va en aumento. Desde 1800 se ha registrado un promedio de una erupción cada 1.16 años, pero en la década del 90 este promedio ha subido a una erupción cada siete meses, con las ocurridas en los volcanes Lonquimay, Peteroa, Hudson, Láscar, Copahue y Chaitén, sin contar con el Llaima que está siempre amenazando. Que la zona del Biobío es de alto riesgo no cabe ninguna duda. A menos de cinco kilómetros de la primera represa está el volcán Callaqui, aún dormido. El Lonquimay está más lejos, pero nunca demasiado. Y atrás, el más grande de todos, y el más activo también: el imponente Llaima, hermoso como ninguno. Junto con el Villarrica están a la cabeza de los más peligrosos de América del Sur.
El Copahue de los pehuenche, ese de donde van a sacar Agua del Agrio, había estado tranquilo. No lo tenía considerado en sus libros la Oficina Nacional de Emergencia, como a los dos anteriores, para los que hay diseñados sendos planes de emergencia. Hasta que el 31 de julio de 1992 hizo la primera advertencia. Y ha continuado haciéndolas. Una erupción mayor podría derivar en el derretimiento de los glaciares de su cumbre, provocando aluviones que podrían afectar el curso de las aguas de los ríos Queuco y Lomín, tributarios del Biobío, arrastrando todo lo que encuentre a su paso, incluso poblaciones indígenas. Se salvaría un resto, como al principio del tiempo. En la lucha con Kai Kai siempre gana el Tren Tren , si de mapuche se trata. Lluvia de ceniza, muerte de animales, ríos que se acidifican. Por un tiempo. Pero también represas que se destruyen; el equilibrio es la meta. El Kai Kai es un aliado en tiempos de wedawün mapu , como llama Leonel al tiempo de los grandes cambios. Capítulo 12 Los montañeses de Trapa Trapa son los dueños del silencio El último reducto de Trapa Trapa es tan silencioso y tan lento que se diría que nadie ha alterado, hasta ahora, las cosas tal como son. Sólo el humo que se levanta del interior de las rukas recuerda que aquí hay humanos. Ni la rueda ha penetrado el valle de Butalelbun: se ara la tierra a caballo y se cosecha a mano, como al comienzo del tiempo. El atributo de la montaña es el silencio. Mientras en los valles los seres humanos se aglomeran y bulle la actividad, en la cordillera de los Andes vive muy poca gente. Se necesitan hectáreas de pastos magros para alimentar un solo animal; grandes extensiones para un puñado de gente. Hasta las aves son más escasas y suele pasar un buen rato sin que ni el canto de un pájaro rompa el compacto silencio. Las casas están distantes unas de otras; lo suficiente para aislar cualquier ruido. La vida de cada familia transcurre puertas adentro y nadie sabe muy bien los secretos del vecino. Dicen que hay una bruja... En una quebrada, dicen, vive un poderoso kalku . A ambos lados del río escuché estos decires, que ponen de manifiesto la otra cosmovisión. El bien y el mal andan juntos; no es ninguna novedad. El poder de las tinieblas está al alcance de todos, hasta de los más impecables. Sobre todo de los más impecables, podría decirse más bien. Penetrar desde afuera una comunidad pequeña es siempre lo más difícil. ¡Qué decir si son indígenas! El que llega es sospechoso por principio, aunque los buenos modales lo disimulen un poco. Más duro que para mí debió ser para Leonel, que es mapuche y no winka . Pero sospechoso igual: gente que ha abandonado su propia comunidad para ir por ahí a intrusear en la vida de otra gente. Conscientes de que las buenas intenciones son siempre muy relativas, en Trapa Trapa anduvimos con pies de plomo.
Cumpliendo al pie de la letra todas las reglas no escritas. La primera, ya sabemos, es pedir permiso al cacique para habitar por un tiempo en sus hermosos dominios y conversar con la gente. A una hora de camino de la escuela —nuestro hogar— vive don Atilio Pereira, el lonko de Butalelbun. Hay que atravesar el río por unos troncos superpuestos, pero son los puentes que hay, y no hay más. Como siempre, no se ve un alma. La presencia del tierral, ese viento tibio de cordillera que lo envuelve todo en polvo, hace de esta visita una virtual travesía. Puelche también le llaman y es un enemigo insufrible. Los pehuenche lo respetan y se quedan en sus casas hasta que decida volver al lugar de origen. Sin embargo, anda gente. De la nada aparece entre los matorrales ribereños Pedro Vita, el personaje más controvertido, el más misterioso de todos: el poder detrás del trono. Va donde su compadre Atilio a tratar unos asuntos. Había visto nuestras huellas sobre el lecho del río, nos dijo, como si no supiera de antes, por su hija Sonia que trabaja en la escuela, que habían llegado forasteros a su escondido valle andino. Gente a la que nadie conoce y que anda preguntando cosas. De las doscientas sesenta familias que conforman la comunidad de Trapa Trapa-Butalelbun, Pedro Vita es el único que tiene una casa hecha de piedra y uno de los pocos que mantiene la costumbre mapuche de la poligamia. Su hija me ha contado, con toda naturalidad, que su papá está casado con dos hermanas que comparten, hermanablemente, la vivienda y el esposo: “A las dos les decimos mamá”. Con cada mujer tiene cinco hijos, casi todos de la misma edad. Sonia y Audilia, las dos mayores, se llevan por cinco meses y son tan inseparables que estarían dispuestas a tener un marido a medias con tal de permanecer juntas. Don Pedro es un ülmen , hombre rico y respetado, dueño de hacienda y mujeres, como en los antiguos tiempos. En un recodo del río, a los pies del Lonko Ngüru, hay un oasis con árboles frondosos. Ahí está el molino y la casa de don Salvador Vita, que es nativo de Pitril; hace años se vino a Trapa Trapa siguiendo a su mujer, que no pudo acostumbrarse a los valles de más abajo. El suegro le pasó unas tierras y allí instaló su molino, que es el único que existe en todo Butalelbun. Pasamos a ver al viejo, que está sordo y poco escucha, y con el que no es posible mantener una conversación en castellano. Su hijo Pedro nos ofrece agua con harina tostada y aprovecha ese momento para hacer él las preguntas. Si venimos por encargo, si pertenecemos a alguna institución, partido político o credo religioso. Qué es lo que pretendemos. Su autoridad es innegable. No hay agua fresca en la casa: hay que ir a la vertiente porque la que viene en el río está sucia y no es buena. Parte el hermano menor, que tiene un atraso mental, y nosotros nos quedamos sentados en la ramada observando y observándonos. Un chanchito travieso que participa en la reunión se divierte a costa nuestra. Del barro a nuestra mochila y de allí al gorro de Leonel, que ha quedado sobre un banco. Por fin pudimos alejarlo y se fue a jugar con el perro hasta que lo dejó llorando. Nos alivió la tensión.
Seguimos con Pedro Vita hacia nuestro primer objetivo y cuando llegamos donde don Atilio fue él quien nos presentó, en mapudungun, por cierto. Sólo Leonel entendió. Me imaginé cómo eran los antiguos pentucúnes , pero el encuentro con el cacique no fue tan protocolar. Nos recibió en el walpón , el galpón que era bodega y que ahora sirve de casa mientras construye una nueva. Ahí está su mujer, doña Carmen María Caniú Pereira, preparando la comida. Bromista, me la presenta: “Es mi hermana ... pero dormimos juntos”. Ella es ancha y acogedora y nos invita a sentarnos y tomar un refresco de harina tostada. Peina dos largas trenzas amarradas al final, blusa blanca, delantal floreado y el característico pañuelo de la mujer mapuche, pero no lleva adornos: la pobreza es evidente. Hay más gente en esa ruka : la hija con los dos niños, que vive al otro lado del río y ha venido a pasar el día. Viene siempre que tiene tiempo, dice. Y el yerno y el hijo mayor y un sobrino que está ayudando en la construcción de la obra. A Leonel lo reciben con el mari mari peñi , el saludo tradicional mapuche; lo reconocen como a uno de su sangre. Es nuestro primo, me explican, porque a mí no me saludan igual. Me investigan. Lo increíble, pero cierto, fue que allí, en el último rincón de Chile, uno de los muchachos Pereira ya sabía de Leonel. Por la prensa. En un pedazo de diario en el que venían envueltas unas herraduras leyó sobre el poeta mapuche y su Premio Municipal: un orgullo para su pueblo. Ninguno conoce Santiago; a lo más van a Los Ángeles. Teresa, ahora casada, cuenta cuando se fue a trabajar como empleada doméstica: “Yo no salía nunca; lo único que hacía era ver televisión. Cuando llegaba a salir con mis patrones me mareaba, no podía caminar; con miedo anda uno y a veces hasta se pierde. Echaba de menos a mi familia y también el agua: no podía tomar agua, siempre pasada a cloro”. No se aburre en Trapa Trapa, aunque no hay luz ni televisión y es más sacrificado. El agua hay que ir a buscarla lejos, de a caballo a una quebrada. Se está bien en el ruco de madera de dos aguas, con las tablas separadas que ni protegen del viento. Junto al fuego hecho en el suelo transcurre el día y la vida. Mientras todos conversamos las mujeres de la casa siguen pelando papas, picando unas verduritas, para preparar el caldo aliñado con harta grasa. Son las cuatro de la tarde, pero nadie está apurado. “En la mañana ya comimos. Aquí comemos a cualquier hora; cuando nos da hambre. Había arroz con papas. Y al mediodía tomamos murki (harina tostada y azúcar), el mate, las sopaipillas. Aquí comemos bastante”, nos explica doña Carmen en un castellano difícil. La dieta, en todo caso, no es de lo más variada: papas, habas, fideos, mote y arroz. Y carne, que es lo más preciado. Ellos crían sus animales: “Hay que tener suerte; es muy aventurero. Si viene un invierno malo, todo muere”. En esos inviernos que son infiernos, como dicen siempre que pueden, se entretiene tejiendo gruesas calcetas para la familia entera. Nunca alcanza el tiempo para tejer y vender. Un niño canturrea sentado al lado del fuego y el más pequeño llora hasta que lo vence el sueño. Don Atilio aprovecha para desempeñar su rol de lonko y me cuenta los problemas que tiene la comunidad. El primero, como siempre, la propiedad de la tierra. Hay Títulos de Merced, pero nadie sabe
dónde, y lo que está ocurriendo en Quinquén les provoca sobresaltos. “A nosotros, muchas veces, nos han querido dividir. Nos tienen arrinconados; no tenemos invernada, por causa de los colonos. Ellos tienen más compadres y nos miran en menos. Los mismos carabineros: a nosotros nos tienen prohibido pasar a Argentina por causa de la fiebre aftosa y en cambio ellos pasan y se alojan allá, con sus caballos”. La tortilla hecha al rescoldo ya está liviana, señal que quedó bien cocida. Especial para tomar un mate y continuar conversando. Faltó azúcar y no hay más; habrá que esperar quién sabe hasta cuándo, y por mientras, mate amargo. Tampoco hay pilas para la radio así es que hace tiempo no saben lo que está pasando en el mundo. Mucha falta no les hace: las noticias los estremecen. “Todos los días hay muerte, accidentes, tantos crímenes. Nosotros vivimos tranquilos; no sabemos de esas cosas”, afirma don Pedro Vita. Pero luego él mismo cuenta lo que le ocurrió a su sobrino, que fue asesinado por el sobrino del cacique que había antes. A este, el propio Vita, se encargó de desbancarlo y en su lugar colocó a don Atilio, que es su compadre y amigo. “A este niño le avisaron. Yo no creo en cuentos ni en brujería, y si me dicen que me están esperando para matarme yo no tendría miedo. Él no creyó, ni tampoco me lo dijo a mí. Varias personas le avisaron que esa tarde lo iban a matar. Habíamos estado tomando y la Victorina, mi mujer, la que siempre anda conmigo, me contó lo que pasaba y yo me volví a buscarlo. Entonces vi a un grupo de hombres al frente: son primos míos por parte de mamá. Vi en qué caballos andaban y en eso llegó otro sobrino y me ofreció un pisco; ahí quedamos. Yo no me di cuenta. Andaba con mi compadre Atilio y me vinieron a avisar que a Mariano le habían pegado. Era una noche oscura. Serían como las siete de la tarde, pero en ese tiempo oscurece muy temprano. Lo habían visto cuando lo apalearon y que después que cayó, lo pisotearon de a caballo. Fuimos con él a Los Ángeles, pero murió en el camino. En el Juzgado, después, dijeron que había muerto de frío, pero yo no aguanté. Yo también tengo amigos así es que tomamos abogado y algo pudimos hacer: todavía ellos están pagando para no caer presos. Estuvieron incomunicados, los pasaron para adentro, presentamos testigos ciertos, y ellos negando y negando. Echándole la culpa a otros. El cacique Paine era amigo del alcalde, que lo había designado sin preguntarle a nadie. Así es que decidimos sacarlo: llamé a una reunión, en la escuela, y todos me dieron las firmas. Junté como doscientas e hicimos la presentación al gobernador. Ahí pedimos elegir nosotros mismos al cacique y el otro tuvo que entregar el puesto. Pusimos al compadre Atilio, que es derecho para sus cosas.” El sobrino, en cuestión, era conocido como mujeriego y por eso lo mataron. “Picaba aquí, picaba allá y con ninguna se quedaba. Pololeaba con las chiquillas y las dejaba; otros se casaban con ellas, pero él era el que pasaba primero. Sin embargo, era un buen muchacho, trabajador y amistoso; le gustaba la guitarra”. Las dos familias se odian y se acusan hasta hoy. La palabra brujería resuena frecuentemente.
Con la venia de Pedro Vita, y por consiguiente del cacique, Butalelbúm comenzó a abrirse. Ese encuentro fue una suerte. La amistosa Carmen María fue también una aliada. Nos despedimos amigas y quedamos comprometidas para un trueque conveniente: azúcar por Agua del Agrio. La reciprocidad es la base de cualquier relación sana. El intercambio de regalos es una manera apropiada de establecer relaciones con gente esencial como esta. Sonia Vita hizo los arreglos para que fuéramos un día a visitar a su padre. Compartíamos el internado, ella a cargo de las niñas, de la mañana a la noche. Inspectora de la Escuela Particular Trapa Trapa-Butalelbun, perteneciente al obispado de Los Ángeles y subvencionada por el Estado: un estatus especial entre la gente pehuenche. Es que ella se educó en la ciudad, lo mismo que sus hermanas. Las cuatro hijas mayores de Pedro Vita se fueron a Los Ángeles con unas monjitas del Buen Pastor que reciben niñas huérfanas. Su papá era amigo de ellas y le hicieron el favor. Terminó la enseñanza media como auxiliar parvularia y se vino a trabajar a su tierra. Le gusta la vida en el campo, aunque a veces también se aburre; quiere seguir estudiando. Echa de menos a su abuela, que murió a los 110 años. “Con carnet”, dice orgullosa. “Hasta el final cocinaba, barría, lavaba. Nosotras le íbamos a ayudar y era bien mañosa. Nos exigía harto. En la casa no estamos acostumbrada a hacer las cosas porque como tenemos dos mamás... La abuela nos hacia pelar mote, amasar pan, lavar la ropa, y tenía que alcanzarnos el tiempo para todo”. La longevidad entre los indígenas, igual que entre los orientales, es un blasón. El sólo cumplir muchos años pareciera asegurar la mayor sabiduría y es frecuente que los viejos se aumenten la edad. A más años, más respeto. A Sonia Vita no le gustaría casarse con un pehuenche. “Los hombres aquí son machistas. Ellos son los que mandan y la mujer es mandada. Claro que no como antes”. Y me cuenta una leyenda que ilustra como eran antes. “La gente de este lugar iba a Argentina, donde también hay pueblo mapuche: llevaban a una mujer y la vendían por caballos, quisiera ella o no. Y sucedió que iban dos hermanas, que se pusieron de acuerdo de dejar señas en el camino para encontrarlo de vuelta. A la hermana que vendieron le pelaron la planta de los pies para que no pudiera caminar. El comprador vivía con una prima, que tenía un niñito al que amamantaba. Los hombres se vestían con pieles de animales y se dejaban la cola. Querían ser como animales. Un día fueron a trabajar y dejaron a la prima cuidando a la niña. Ella comenzó a hacer mote y salió a buscar leña; encontró un hueco en un árbol y se le ocurrió arrancarse y esconderse ahí. Salió pisando en las piedras para que no descubrieran las huellas y se escondió. Cuando despertó la cuñada gritó y partieron de a caballo los hombres a buscarla. En la noche ella dejó el tronco y siguió caminando: unas ramas quebradas le indicaban por donde ir, si por arriba o por más abajo. Demoró una semana, caminando por la noche y en el día se escondía por los cerros. Anduvo por ríos y montañas hasta alcanzar donde estaba su familia. Mientras tanto el marido todo el día por los caminos, la cola para un lado y otro de la montura,
hasta que sintió el olor a humo. Llegó el marido y el papá la escondió: “A lo mejor mataste a mi hija”, lo acusó. Y mataron los caballos que habían recibido, para no devolverla. Pichimai era el nombre de la niña. Volvió para acá y se casó con un hombre que le gustaba y murió viejita. Tenía harto animal ella; se preocupó tanto”. Sonia es una joven de dos mundos. Educada en la religión católica —una de sus hermanas quiere ser monja— la situación de sus padres podría resultarle chocante. Pero es mapuche también y le parece correcto. “Aquí la gente todavía se roba y mi papá se robó a una primero y a la otra después. Las dos son hermanas, por eso se llevan bien. Cuando él va a la ciudad lleva a una y cuando vuelve está con la otra. Fue el ejemplo desde chica; no me llama la atención.” Horacio Manquepi, cuñado de Pedro Vita, bromeaba en la Pinalería: Se las arregla lo más bien: a ninguna la deja sin parte. Y ellas también lo pasan bien porque si a una señora le compra cinco kilos de azúcar, a la otra le compra otros cinco. Tienen sus cosas aparte: un día le toca cocinar a una, al otro día a la otra. O una en la mañana, otra a las doce, la otra en la tarde. Más fácil para ellas. Y nunca hay enredo porque se ponen de acuerdo: una hace el pan, la otra la comida”. La historia del robo de las hermanas la conoce mejor que nadie. “Primero fue a la menor, la Victorina, pero después ella se apartó porque estaba muy curado. Y el cuñado se enojó y se fue a robar a la otra. Se la robó con el niño, porque ya tenía un hijo con la María Ester. Se casó por la ley con ella y parece que se casó curado porque cuando se puso bien no se acordaba. Después de un tiempo volvió a buscar a la Victorina, con la que también tenía una hija”. “Mi mamá quería quitarle a una, pero la Victorina no quería. Se arregló con su hermana para vivir bien y juntos. Lo conversaron entre los tres; hicieron una reunión. Y solucionaron su problema. Después que vivieron bien ya le dieron terreno; el finado de mi padre le dio todos esos rastrojos que tiene ahora, porque antes no tenía. Su papá era de otra reducción y Pedro llegó a Trapa como de dieciséis años.” Afuerino, de algún modo. Le ha ido bien en la vida: su ganado se acrecienta tan rápido como su prole. Un hombre fuerte, voluntarioso, que se impone por presencia. Un brujo, dice la envidia, esa pasión tan humana que en Butalelbún o en París es siempre la misma envidia. El kalku , dice Leonel, es del todo comprensible en el esquema dualista del pensamiento mapuche. “Juegan el papel de malos, pero es un papel necesario. Alguien tiene que canalizar la energía negativa. El kalku sabe que va a sufrir después. Tiene que estar consciente de que todo se devuelve. Su tarea es vencer la compasión”.
Los kalkus , según él, son los que mantienen el conocimiento porque no se pierden velorio, casamiento, mingaco o Nguillatún . Son ellos los que guardan los secretos más ocultos. La hija de Pedro Vita dice que ella no cree en brujos... pero que le dan miedo. Hubiera, yo los vería. Pero aquí creen en los brujos. Una luciérnaga o una linterna, eso es brujo para muchos. En las cordilleras siempre hay historias: la gente ve hombres de a caballo que llevan una luz en la frente. Cuando chicas nos decían que la señora del alto era una bruja y cuando la veíamos pasar nos subíamos a los árboles. Al que yo he oído es al tué tué , que sale a gritar en la noche: “pase a tomar mate”, hay que decirle y así se ahuyenta. Es un pájaro mandado por el brujo. Don Pedro y sus dos mujeres viven en la falda del cerro Cabeza de Zorro que domina Butalelbun. De una pequeña cascada — llégünko se dice en mapuche— sacan agua para la casa. Es un lugar muy hermoso. María Ester, la esposa mayor, tiene un aire a Violeta Parra. Está enferma, me explica, porque le hicieron un mal. “Puede ser”, comenta él. “Una machi le dijo así; que sabía quién le había hecho el mal. Tiene que ser gente de aquí no más porque nosotros no salimos a ninguna parte”. Victorina, la menor, no se mueve del lado de su marido, y mientras la hermana asume las tareas de dueña de casa ella atiende a su hombre como una geisha oriental: que no le falte el mate, el queso, un pedazo de tortilla. Él se encarga del licor que sirve en una sola copa que va pasando de mano. El primer chorro a la tierra, como obliga la tradición. Como en toda casa mapuche, hay una ruka para la cocina y otra para el dormitorio, sólo que en este caso el dormitorio es de piedra y está separado en dos. Don Pedro cuenta su historia: “Tuve que hacer un esfuerzo para crear la familia”. Según él son los hijos los que traen el amor y como él tuvo hijos con ambas no pudo vivir apartado, con el corazón en una parte y en otra. “Mi suegra no quería darme a las dos, pero yo no le aflojé y demostré que era capaz de mantenerlas. Siempre anduvimos bien y ahora estamos mejor porque antes éramos más despiertos. Más inquietos”. Con paciencia me explica lo del robo de mujeres. —Aquí no hay nadie todavía que venga a pedirle la hija a otro. Eso no se conoce aquí. Se ponen primero de acuerdo, qué noche la va a ir a buscar. La mujer prepara su ropa, todo a escondidas, completamente en secreto. Ni él ni ella avisan a los padres. A veces se lo comunican a una hermana con que tengan confianza; alguien con que tienen costumbre de hablar de pololeo. Algunas veces a la niña la dejan escondida en el monte por uno o dos días y de ahí la van a buscar. Después el papá del novio tiene que ir a avisar al padre de la novia, que pone sus condiciones: que a su hija no le estén pegando, que no vaya a pasar hambre. Al comienzo sólo conviven y ya cuando tienen hijos se casan por el civil. Pasado el tiempo se hace efectiva la dote. Cuando la familia comienza a formarse la ayudan con un caballo y algunos animalitos. Eso después del año, y depende del comportamiento. Si no se llevan bien, la niña se devuelve a su casa. La mayoría de las veces ambos se casan de nuevo, pero a veces se quedan solteros.
En las Memorias de un cacique mapuche de Pascual Coña, un libro clásico, se detalla esta costumbre tal como era en los tiempos antiguos. Traducido del mapudungun por el capuchino Ernesto Wilhelm de Moesbach el relato se refiere al casamiento a viva fuerza. “Un hombre que anda con la intención de casarse reúne a sus vecinos para pedirles ayuda. Les dice: deseo a una mujer, acompáñenme a robarla. Ellos se juntan al otro día y hacia la tarde se ponen en camino, de a pie si la casa de la niña se encuentra cerca, de a caballo si está lejos. Cuando entran a la casa, donde todos están en profundo sueño, algunos llevan carne para acallar a los perros, y los dos hombres más fuertes se colocan cerca de la cama de los padres para sujetarlos si es preciso. Los otros sacan a la niña. Los dos viejos se ponen rabiosos, la madre insulta todo lo posible, le enrostra al que la sujeta: maldad me hacen, un perro malvado me roba a mi hija, ¿Qué clase de necio animal mujeriego me saltea y me arrebata mi niña? ¿No podía venir y pedirla a la buena? Los mocetones no contestan nada y cuando suponen que la raptada ya está lejos, sueltan a los cónyuges y salen corriendo. A la joven la tiran consigo, asida de las manos; si no quiere andar, la arrastran a la fuerza, pero no suelen pegarle.” Después de casados sí que les pegaban y hoy las cosas no parecen haber cambiado tanto. En el bosque de Araucarias el joven Raúl Manquepi reflexiona: “Es el trago el que hace mal. Mi papi se pone a odiar a mi mami. Yo le digo a ella: mami, salga mejor o si no va a tener mala, y ella se esconde. Se va donde la cuñada. Y cuando mi papi está sano y bueno, ahí vuelve. ¡Qué le va a decir él, si sabe que le pasó el sentido!” Horacio Manquepi, su tío que lo está escuchando, asegura que él no le pega a su señora. “Ella tiene buena portación. Cuando llega una visita yo no tengo que decirle nada y ella atiende. Si quiere acostarse, se acuesta, y nosotros quedamos tomando. Si me pasa el sentido me acarrea y me lleva a la cama, pero no hay ningún problema.” Claro que, dice Raúl, a veces a las mujeres les pegan con toda razón. “Son ellas las que tienen la culpa. Algunas salen celosas y el hombre no sabe cómo apartarlas; la mujer lo anda siguiendo como un perro. Eso es lo que pasa aquí, entonces ¿qué remedio hay para que la mujer no lo siga más a uno? Aquí no se casan por la Iglesia ni por nada; se juntan nomás y entonces, si la mujer se porta mal en la casa, si reta a su propia suegra, a sus cuñados, el hombre, que es el dueño y esposo ¿qué tiene que hacer? Esa es la forma de vivir aquí.” Según este muchacho, que repite lo que ha oído, el hombre puede tener otras mujeres y la esposa no tiene por qué estar celosa. “Porque nunca van a estar las dos juntas con el hombre. Ellos pueden tener las mujeres que quieran, pero nunca van a juntarlas. Si uno está con una mujer significa que va a estarlo para toda la vida, pero la mujer lo reta y a uno le llega al colmo.” Ellas, en cambio, no pueden tener otro hombre y la explicación de Raúl es que son las mujeres las que buscan al hombre, y no el hombre a la mujer, y que la que está casada no lo puede hacer. Si le llegara a gustar otro hombre tendría que apartarse; así es el procedimiento.
Las esposas de una misma casa —según cuenta Pascual Coña— tenían aparte sus hogares (el fogón) para la preparación de las comidas. Y el hombre de dos o cuatro mujeres sembraba para ellas separadamente las diversas clases de granos; cada una tenía su chacra propia. Llegada la cosecha, cada una guardaba en un sitio distinto los productos de su campo. Pero siempre se ayudaban mutuamente en las faenas de la cosecha. En cualquier trabajo se acompañaban las mujeres de un hombre polígamo y vivían en paz unas con otras; si una daba a luz, las otras la asistían. Pero en lo íntimo de sus corazones —suponía este varón— guardaban celos y sufrimientos. Aunque se siente mal, María Ester continúa atendiéndonos, ahora con un caldito para el frío de la tarde. Pedro Vita es un sultán en su feudo montañés, rodeado de sus mujeres: las esposas y las hijas. Las primeras casi no hablan. En cambio las muchachas hacen bromas a su padre: los pehuenche —reafirma Audilia— son machistas y también él es machista. “Lavan una cuchara y dejan de ser hombres”. El responde, mansamente: “Como estas niñas crecieron después de mí, no saben que yo antes trabajaba campo afuera para ganar plata: hacíamos la comida, hacíamos el pan, hacíamos el caldito donde nos tocara. Cuando había que hacerlo, lo hacíamos. En la casa no porque hay quien lo haga”. Aceptada mi presencia y los fines bien expuestos, Pedro Vita abre sus arcas y va contando su historia. Tiene la tez más clara que otros paisanos mapuche; podría pasar por winka . Además, habla con soltura el castellano, sabe expresarse y lo hace con agrado. Es un charlador con escuela, pero maneja el silencio. Habla sólo lo que quiere. “Los abuelos de nosotros eran más disparateros; ahora estamos calmados. Una abuela mía anduvo cautiva en tiempos coloniales. Ella vivía en Lonquimay, en Pehuenco, cuando era niña. Dicen que sufrió mucho, lo mismo que mi abuelo por parte de mi mamá. Estaban lo más tranquilos cuando llegaron los colonos y los tomaron por sorpresa: se llevaron a cientos de pehuenche, a pie hasta Victoria. A ella la querían dominar, hacerla trabajar como esclava. Ahí estuvieron como tres años hasta que se pusieron en contacto unos con otros y se avisaron: ‘tal día nos vamos a ir de aquí’. Ya los dejaban más libres, y entonces huyeron todos. Se juntaron en una meseta en la altura, que se llama Cohuinco. Ahí a mi abuela le regalaron el nombre. La mamá de mi abuela era una joven que no tenía marido: buchen . Un grano que nace sin ser fecundado. Había sido un soldado que se llamaba Becerra, que la obligaba a acostarse con él; de ahí se llevó el nombre Becerra mi abuela. Yo la conocí: tenía los ojos verdes. Era mestiza.” “En el lugar donde se juntó el grupo, del lado de Argentina, cantaron, bailaron, rogaron. Hasta allí no los podían seguir. Ese invierno estuvieron refugiados en el lado argentino, que es más fácil porque hay más bichos para comer: guanacos, ñandú, liebres. Mi abuelo —el marido de mi abuela— andaba por ahí: se llamaba Aukanau: ese era el nombre que tenía. Allá se juntaron con mi abuela y se vinieron a este valle.” Pero antes, mucho antes, aquí vivía Queupil, el primer habitante del valle de Butalelbún. Un personaje mítico que no muere, o que reencarna. El que
brotó de la tierra como el árbol en la montaña y fue creciendo de a poco. “Él no salió nunca de aquí. Cuando estaba mala la cosa iba a invernar más arriba, en la frontera, en una parte que se llama Pichicollao. Ahí se junta mucha nieve, pero él criaba chanchitos y se llevaba la carne. Este hombre tenía poderes: escuchando la tierra sabía donde estaban los de su sangre. Él fue el que empezó este pueblo.” Pueblo que no es tal pueblo, al menos como se entiende: casas agrupadas en un mismo lugar, con calles, plaza e iglesia. Nada de eso hay aquí; ni siquiera un pequeño negocio para las últimas faltas. Si falta lo indispensable hay que emprender viaje a Santa Bárbara o vivir de lo de ahí. Seis días se demoraban hasta hace algunos años en llegar a Los Ángeles. Y otros seis en volver, agotados los caballos. Con camino es diferente, aunque siempre es bien difícil. Don Pedro sigue su historia. “Hace muchos años, cuando ya había varias familias en este lugar, vinieron los milicos argentinos e hicieron una matanza desde aquí hasta Queuco. Se llevaron incluso a los niños prisioneros y en Guayalí los mataron a todos. Ahí quedaron los que estaban quedando; sólo se salvó Queupil y empezó a trasmitir por medio de la tierra. Mi abuelo, que estaba lejos, recibió estas señales cuando estaba trabajando en una hacienda, recibiendo malos tratos, y se vino para acá.” Por eso él es de sangre real. “Real porque somos nativos y no hemos andado en el extranjero ni en ninguna parte. Nativos de esta tierra. Yo me siento real.” Los pehuenche, reconoce, eran temibles guerreros. “Eran muy traicioneros. Así me contaba mi mamá. Cuando estaban en lo mejor se iban a los pueblos a pelear, a robar, a incendiar. Preparaban los caballos, adiestrados para la guerra, y partían montaña abajo; caían sobre un pueblo mientras algunos se quedaban arriba, aguaitando. Dicen que una vez, en Argentina, murieron todos menos el que había quedado vigilando. Mucho después todavía se le veía en un caballo blanco, cuando entraba el sol.” El jinete del crepúsculo no era otro que Queupil. El arma invencible de los pehuenche de antes era el witrirahue , una piedra ahuecada en la que introducían pasto seco que encendían y lanzaban sobre los hombres blancos. “Hasta ahora sigue el odio con los colonos de más abajo, que no nos dejan progresar. De aquí no nos van a sacar a nosotros. Antes las casas de invierno estuvieron más abajo, pero nos arrinconaron. Aquí hay planos y eso es lo que echa a perder todo porque en el plano no está Trapa Trapa entero. Nosotros reclamamos que Trapa es uno solo; ahora hay mucha gente y va quedando chico el campo. Por eso estamos peleando.” Pero él tiene amigos blancos, y la mejor de las pruebas es que sale a tomar con ellos. El vino es su gran aliado: hasta lo mejoró en su juventud de una grave enfermedad, afirma convencido. Fue el vino, está bien seguro. Estaba trabajando en Neuquén, en el lado argentino, cuando le vino una crisis intestinal y tuvieron que operarlo. Cuenta que se hizo amigo de un
enfermero con el que salía a beber todas las noches durante la larga convalecencia: se escapaba de la cama y se iban a un bar. Él andaba con dinero porque volvía de vender animales. Cuando por fin le sacaron la sonda se volvió a su casa y siguió tomando. Todo el camino se vino tomando. Y ahora, cuando va al pueblo, se dedica a tomar. “Llevo a la Victorina para que me cuide. Pero no pierdo el sentido; soy duro. Ella me espera; nunca me ha dejado solo. Por eso he vivido tanto porque a veces, cuando me curo, salgo a correr de a caballo por ahí. Por eso la llevo a ella, que es más joven. La otra es más viejita, más casera, poco diestra para el caballo.” Al caer la tarde nos ofrece una sopa con ají picante. Los niños comen primero y los adultos después. Con vino, habiendo vino, también los niños primero. Es costumbre, dicen ellos. Podríamos continuar horas; tema no nos va a faltar. Pero oscurece y tenemos que bajar hasta la escuela y atravesar el río por aquellos puentes de troncos. Antes de irnos yo quiero saber ¿qué opina don Pedro de los brujos, si los hay? “No los he visto todavía: tengo que verlos para creer. La gente dice, por ahí... Antes hubo una familia. Puede ser como no ser.” Más no dice Pedro Vita: su herramienta es el silencio. Capítulo 13 La ancianidad respetada Más que un valle, Trapa Trapa es un cajón. El Malal cayendo a pique por uno de sus costados es el patio trasero de la casa de don Pascual Paine. El anciano está sentado en la puerta, mirando pasar la vida, y tiene todo el tiempo del mundo para contar sus historias. Desde allí, cada mañana, espera la salida del sol, y ahora que son las cinco se prepara a despedirlo. No sabe cuántos años tiene ni cuántos más vivirá, pero quisiera que fueran muchos. “¡No hay como estar vivo! Porque ¡goza uno! Goza en comer y en todo. Cuando uno muere está podrido debajo de la tierra”, comenta riendo, sin un solo diente. Centenario se le ve. “No sé cuántos años tendré que durar. El año que me alcance, no más será. Querría durar más vida. Quiero vivir más vida, si me deja mi taitita Dios. Si no, no.” —¿Y después de muerto, qué? “Del espíritu no sabemos dónde nos puede llevar Cha Chao . Para el cielo será; pero uno no sabe nada. Adónde nos lleve, tendremos que ir no más. Él sabrá qué partido nos va a dar después de muertos.” Cha Chao le dicen a Dios en Butalelbun: Padre Dios o Taitita, como lo llama don Pascual. El Dios de la vida diaria. Alguien le contó lo del río, que lo van a embalsamar, dice refiriéndose al embalse para la futura central hidroeléctrica. Pero no le preocupa mucho. No lo cree, en verdad. ¿Cómo va a poder el hombre alterar la obra de Dios?
La gente de Trapa Trapa fue para mí una referencia de un ser humano antiguo en la tierra. Y un ejemplo bien concreto de lo que puede ser la vejez cuando todo es como es. Es mejor llegar a viejo siendo indígena arraigado que urbano civilizado. Leonel Lienlaf me lo aclara: “La vejez tiene autoridad. Por ejemplo, mi abuela, que tiene más de cien años, grita y reta a mi papá, que no es hijo de ella sino yerno, y él no le dice nada. Y reta a su hija de setenta años. Lo que dice ella, se hace; una autoridad que pesa. No es que la respeten por compasión, porque está vieja, sino que es un respeto por temor. Un respeto verdadero”. “Los viejos en la ciudad mueren antes de morir. Yo me he dado cuenta de que los viejos necesitan espacio. Mi abuela sale a caminar; le duelen las piernas, pero sale por las quebradas, un kilómetro para allá, y nadie le dice nada porque lo reta; es mejor quedarse callado.” Los mapuche, en general, son buenos para caminar, asegura Leonel. En los campos cualquier reunión se hace lejos sólo por caminar. Esa es la gracia. Siempre se juntan justo en el lugar donde a todos les queda lejos. También por la cosa higiénica: mucha gente, mucho ruido, hay que irse lejos, donde la naturaleza sea capaz de soportar la aglomeración. Porque, en realidad, en la naturaleza se nota de inmediato cuando uno anda en grupos y cuando anda solo. Como dice Facundo Cabral: un lobo es una maravilla, pero muchos es una jauría. La austeridad es un dato que conocen los pehuenche. Lo poquísimo que tiene le parece suficiente a don Pascual Paine. Del Estado chileno recibe una pensión de vejez equivalente a 25 dólares al mes, y otro tanto le llega a su mujer. “Con eso estamos bien. Pero yo siempre le hago al trabajo. De ocioso no me hallo, tengo que trabajar un poco para no quedarme con sueño; me pone trastornado, ando tonto cuando no trabajo. Ahora mismo estaba maestreando unos yugos que me mandaron a hacer. Yugos para unos bueyes que me encargaron en Copahue.” El anciano dueño de casa tiene la piel curtida por el sol y la sequedad del clima de cordillera. La ropa ha ido adquiriendo los colores del paisaje, usada hasta que muera. Él está viejo para ir al pueblo a vender Agua del Agrio, y con eso comprarse una tenida de recambio. La última, tal vez sería. Nos recibe encantado; un auditorio cautivo. El tema reiterativo: la propiedad de la tierra. Y para ello se remonta a la genealogía. “Nacido y criado el finado mi padre aquí. Aquí vivía Antonio Canéu, el principal antiguo, que tenía lo menos cien años, o más. Como no sabían hacer ruka tenían su casa chinke ; como una cueva. Ahí se ampararon todos los antiguos. Ahí vivía Illapán, el padre de Antonio Canéu. Murió Antonio Canéu y quedó el finado mi padre y ese habló por la tierra fiscal, aquí. Que Cha Chao nos ha dejado esta tierra fiscal por ignorantes. Porque no sabemos hacer nada. Así que mi padre defendió la tierra y le entregaron sus títulos de Merced para que los respeten los interesados. Hasta la hora han respetado. Estamos pidiendo la escritura legal a los señores del gobierno y nos dicen que tenemos que esperar. Estamos esperando todavía.” “Los antiguos venían en verano y se iban después a invernar porque eran crianceros. No sabían arar, no sabían sembrar, no sabían preparar bueyes.
Sabían cuidar animales y por eso les gustaba vivir en Neuquén. ¡Eran ricos! Finado mi padre dice que tenían enterrados sacos de plata en Wentrupehuen. En verano venían acá a recoger piñones, hasta que los corrieron los argentinos y quisieron acabar con los indios a bala. Se vino el finado mi padre con mi abuelo: en una mano la lanza y el chiquillo al hombro. Ahí quedamos pobrísimos, decía el finado mi padre. La guerra alcanzó hasta Cauñicú. Hasta ahí alcanzaron los españoles a meterle guerra a los mapuche. De ahí se convencieron. Hablaron con el gobierno para que no acabara a los indígenas, porque si los acaban quién sabe qué ruina puede venir. Ahí nos dejaron, pero ni diez quedaban ya aquí arriba. Algunos desnudos, sin caballos, sin nada. Con el piñón se mantuvieron y no murieron de hambre. Con yuyos, también, algunas veces. Les quitaron todos los animales en Neuquén.” Como siempre que llegamos a una ruka pehuenche, es la hora del almuerzo. ¡Cómo vamos a tener una hora fija!, exclama sorprendida la dueña de casa, doña Carolina Pereira. Y prepara un plato de mote fresco para ellos y nosotros; una montaña de mote. El trigo en todas sus formas es el alimento principal y este mote trabajoso, que hay que pelar con ceniza, es siempre muy apreciado. Sin azúcar y sin sal, totalmente desabrido, se come con una pasta de ají con la que lo aliñan todo. Frente a las bancas humea una bosta de vaca para espantar los mosquitos; pero molestan igual. Don Pascual sigue contando de esta, su tierra fiscal, que para él es sinónimo de tierra pehuenche, con ese tono cantado que se escucha en la región. “Es lindo en verano, pero en el invierno la nieve llega hasta el hocico. Se mueren los animales de flacos. Del hambre muriendo. ¡Tapaditos de nieve!” A la distancia se observa el Ligmahuida, que fue el cerro Tren Tren , el que creció en los tiempos del diluvio. “Allá fueron a escapar los paisanos antiguos y cuando se secó la laguna, ahí bajaron. Casas no tenían; toíto se acabó en la laguna. De un repente se llenó de agua. Yo creo que fue un castigo mapuche: decía finado mi padre que no hacían Novena porque eran muy pocos y no animaban. Ya cuando se secó esta tierra supieron los antiguos que tenían que saludar a mi taitita Dios y hacer el rezo antiguo aunque no fueran más que diez indios. Igual bailaban, igual atendieron su antiguo, con la bandera y el chaví de trigo. Ese es el Nguillatún : que nos dé vida, que nos dé suerte, que nos dé mantención, animalitos, todo eso hay que pedirle. Y parece que nos escuchan; por eso que estamos bien hasta ahora. Actualmente hay un buen piño de mapuche. ¡Y de a caballo toítos! ¿De dónde saldría tanto mapuche? decíamos nosotros después. Y todos jóvenes. Hay hartos: lo menos sus doscientos indios mal contados, aquí. ¡Se tapa de caballos esa ramada!”, señala mostrando hacia el campo del Nguillatún . El nieto, un joven de veintitrés años criado por los abuelos interviene por única vez. Es un mocetón bien plantado, de aspecto muy similar al de cualquier chileno. Habla perfecto el castellano porque ha vivido en el pueblo. Según él, lo que hace distinto al mapuche del hombre blanco es la religión. “Antes de sembrar, antes de emprender cualquier trabajo, uno le pide a Cha Chao que le vaya bien. En silencio no más, de pie, un rato, en la conciencia de uno. Nosotros celebramos el Nguillatún; en cambio, en el pueblo celebran la Misa. Salimos al campo y creemos que Dios está ahí;
presente con nosotros ahí. En todas partes nosotros sabemos que andamos con él, aunque hagamos cosas malas; Él, al lado de nosotros. Le bailamos durante tres días con las plumas del choike que se traen de las pampas argentinas, lo mismo que los cascabeles. Claro que yo sé que hay un solo Dios, pero a cada pueblo le dejó sus costumbres y tenemos que conservarlas.” Cualquier día se va a casar. “Aquí hay que tener un buen caballo no más para ir a robarse a la chiquilla”, dice con picardía. El episodio del robo de la novia es la aventura más grande que se vive en estas tierras y siempre sale al tapete. La mayoría se casa dentro de la misma reducción. No se animan a salir a otras partes porque es muy lejos, comenta. El mate circula, inagotable. Una nieta con su guagua se preocupa de atizar el fuego para que nunca falte el agua. Ella misma se encarga de pasarlo a cada uno, limpiando la bombilla con un paño de cocina albo. ¡En esos tierrales de miedo! Ha escuchado las historias del abuelo muchas veces; las repetirá a sus nietos. “ Cha Chao habló en sueños a los mapuche, a los machis, y mandó hacer Novena. Rogativa que tenían que hacer todos los años: rogativa chica y rogativa grande para Dios, mi papito.” La virgen María es para estos católicos bautizados la figura más próxima del panteón cristiano. Aquella tarde en la pinalería Raúl Manquepi me contó la leyenda de La flor del cobre, que no era otra que la madre de Jesús. Una niña misteriosa que le entregó a una pareja de viejitos unas semillas mágicas con las que pudieron alimentarse y sanar de todos sus males. Dicen que era María, esa niña, comenta el muchacho, sin ponerlo en duda. El sincretismo religioso es curioso en Trapa Trapa. Como si se hubieran asimilado ciertos elementos y otros no. Y desde luego, no la doctrina. La poligamia, por ejemplo, no está en entredicho. Ni menos la brujería. Las encarnaciones del mal tienen total vigencia. El anchimallén , el witranalwe , las andanzas de los kalkus , son cosas de todos los días, aunque la religión católica afirme que esos seres no existen. Que es pura imaginación. Del diablo se habla con respeto. En cuanto a los milagros, no les llaman la atención. Es algo natural que ocurre: la concreta reciprocidad. Dios es uno solo y con esa verdad se quedan. Me lo explicó don Horacio Manquepi, de una manera tan clara, cuando estábamos arriba, en la montaña. “El Dios mapuche y el Dios cristiano es lo mismo. Nosotros rezamos en mapuche y le pedimos a Dios que estemos bien. Le rogamos a Dios. Jesús es para nosotros un hermano. Peñi Jesús le dicen por aquí, pero nombran más a Dios. Hermano, porque el papá de Jesús es Cha Chao . Nosotros nos acordamos del Jesús: ¡igual es poderoso! Aunque nosotros no sepamos leer —como yo que no sé leer— pero todo lo tenemos en la cabeza. No se me olvida en mi memoria. Que haya buena cosecha, que haya hartos piñones. Que no nieve mucho en el invierno porque nosotros estamos criando animalitos y esa es la mantención que tenemos.” Para su sobrino Raúl, Dios es “un ser que no podemos ver, pero entremedio de nuestro corazón, y donde estemos, lo podemos ver en cualquier parte.
Nosotros no lo veremos, pero Él nos verá, y en todo momento estamos con Él. Nos está ayudando; a veces no altiro, pero de repente nos ayuda. ¿A los malos, digo yo, los ayudará? No sé. Pero gente buena siempre anda con suerte buena y gente mala anda con mala suerte. En cualquier momento cae en la trampa”. Según este muchacho, educado en la ciudad, pero con alma mapuche, Ngenechén es “la gente que está en el cielo junto con Dios”. “ Cha Chao es Dios. Porque Ngenechén es igual como un particular. Nosotros somos mapuche : gente de la tierra. Ngenechén no es Cha Chao : es la gente del cielo. Porque la gente se vuelve tierra, pero el espíritu nunca muere: se va al cielo. En el cielo y en la tierra está uno. Ahora estamos en la tierra, vivos, pero cuando muere se va para los dos lados.” En el Internado fronterizo de Butalelbum trabaja don Armando Solar. De lunes a viernes está a cargo de los niños hombres y el fin de semana se va a su casa a pie, a unos treinta kilómetros de distancia. Llueva o haga sol. Nacido y criado en Malla Malla, cincuentón y soltero, este maestro de corazón ha visto frustrada su vocación, aunque ahora, de inspector, igual educa y enseña. Quiso estudiar y no pudo, pero con su sexto año básico enseñó a leer y escribir a generaciones de niños de su comunidad, porque no había profesor. Le pagaba la Parroquia con un quintal de harina mensual y después le pagó el Fisco por el salario mínimo, algo así como veinte dólares. Con eso se sentía feliz. No quería que los niños de Malla quedaran analfabetos. Pero en 1985 llegaron profesores del Ministerio y él, por no tener título, no pudo seguir enseñando. Es el sostén de su hogar, formado por su mamá y un hermano que la cuida, para que no esté sola. Con la familia del hermano enteran siete personas. Siembran algo de papa, poroto, trigo; de todo poco porque no hay bueyes para trabajar. En verano hacen la huerta con acelgas y unas matas de zapallo. La plata no se ve nunca en la agricultura de subsistencia, así es que los setenta dólares (en moneda chilena) que gana don Armando tienen que alcanzar para las faltas: grasa, azúcar, yerba, harina cruda. Y también para ahorrar: sueña aún el inspector con continuar estudiando. “Pero la plata falta.” Su tarea en la escuela es cuidar que los niños estén limpios, que no peleen, mantener los dormitorios y los baños. Que no quiebren vidrios ni ampolletas. “Andar con buena voluntad, con buena cara. Y a la hora del estudio los ayudo con las tareas.” Como a todos en Trapa Trapa, le gusta hablar del misterio. “En todas partes está Dios. Estoy seguro de que aquí, mientras conversamos, el Dios está mirando y sabe lo que estamos pensando dentro del corazón. Yo no le tengo miedo porque es Dios; es el padre que tenemos. Por causa de Dios crecimos, por causa de Dios estamos vivos en este mundo. También castiga al que debe. Porque uno a veces es bueno y a veces malo. Entreverado. Si hace algo malo Dios lo castiga: puede enfermarse, puede perder alguna cosa.” “Y otra obra dejó el Dios en el mundo: el que se rebeló contra el Dios. El demonio, al que Dios lo castigó en el infierno. Hay demonios buenos: ángeles de Dios, que están al lado de él, y hay ángeles malos. Aquí es conocido el
anchimallén , que son unos niñitos chiquititos que existen por ahí. Espíritus malos que se ven por la noche.” “Una vez yo vi uno, en la misma casa. La luna daba sombras en el árbol, la gente andaba en la Argentina, en Copahue, cuando sentí caballos en la falda del cerro. Venían bajando en tropel. ¿Quién podía ser? Me escondí y vi al chiquitito que se asomó y desapareció en el roble nuevo. Cuando sienten que hay personas se pierden. Y al otro día amaneció muerto un niño al otro lado. A todos los dejó Dios, no sé para qué. Para molestar a la gente, tomarle envidia, hacerle mal.” “El witranalwe es peligroso. Un hombre grande que sale en la noche a caballo a remoler y va donde hay enfermos y traiciona. Nadie lo ve. El witranalwe tiene cuerpo de persona hasta que alguien lo ve. Es el demonio. A mí me da miedo porque es muy peligroso. Hay que saber oraciones para defenderse. Lo primero, el nombre de Jesús. Con ese nombre se trastornan y se retiran los wekufe .” Cuenta don Armando que lo atormentan en sueños. “La otra noche no más me persiguió una persona. Parece que la estoy viendo: caminó, entró al baño, fue a orinar, abrió la puerta de mi pieza y sopló un viento fuerte en el sueño. Entonces llegó un niño como de catorce años, desnudito, y se vino a sentar encima mío. Me apuró harto y no pude acordarme hasta que al final acordé, gritando en la noche movía el cuerpo, pero no me movía en el sueño. Ahí lo reté al demonio bien retado, como correteándolo. Lo traté mal y después hice oraciones. El Padre Nuestro, Ave María y otras oraciones que me dejó una señora espiritual, para defenderse”. Una señora espiritual que saca el mal con un imán y que sabe suertear, como los gitanos, me explica el inspector. Que los brujos existen no le cabe la menor duda a don Armando Solar. A él lo perseguía un Chon Chon que casi acabó con su vida. “Yo trabajaba afuera, en la remolacha, y me hicieron un mal. Dos años estuve enfermo hasta que al final entré con las gitanas y me sacaron el mal. Todas las noches llegaba gritando el Chon Chon , la lechuza, el chucho. A veces, le tiraba piedras; durante el día las juntaba. Este pájaro es muy conocido, aunque nadie lo ve. Tiene horario: las diez de la noche”. Tampoco le cabe duda a Leonel Lienlaf sobre el wekufe , que adopta diversas formas en el campo o la ciudad. “¿Y esos que roban bancos? ¿Y esos que matan gente? Andan por todas partes”, dice medio burlón. Para luego agregar serio: “El llamado pensamiento mágico o primitivo ve una dimensión que nosotros, los racionales de este tiempo (se incluye), hemos perdido. Aún los objetos que aparentemente están muertos tienen en verdad una agitada vida”. Para conjurar estos encuentros maléficos se conocen entre los mapuche numerosas contras. Las investigadoras chilenas Sonia Montecinos y Ana Conejeros traducen el término trafyekenun como susto, que es la enfermedad que produce haber visto al espíritu del mal personificado. Detallan algunos de los remedios más usados. Para que el anchimallén no se acerque a los niños hay que refregarles todo el cuerpo con hojas calientes
de huevil mezcladas con orina fuerte. Se conoce cuando uno de estos diablitos se ha hecho presente porque los niños se asustan en la noche, gritan, lloran, vomitan. Otra contra se prepara con raspadura de tallo de malva de monte y orina de niño chico que no es fuerte, como el de los grandes. Esta pócima se da a tomar al enfermo en un vaso de vino, dos veces al día, una en ayunas y otra en la noche, hasta que se sienta bien. Don Armando Solar es católico, pero cuenta que, cada vez más, en Malla Malla, penetra la religión evangélica. Un fenómeno reciente. Los antropólogos observan que la proclividad de los mapuche hacia los cultos pentecostales tiene mucho que ver con la dramatización del bien y el mal que se lleva a cabo en sus rituales. De un catolicismo formal muchos pasan a engrosar las filas de las iglesias que han proliferado en el valle y en la costa. A Butalelbún aún no habían llegado. Vicente Huenupe, hijo del lonko de Cauñicú, muestra el rostro del pehuenche que accedió a la educación y que ahora intenta traspasar sus conocimientos a la gente de su raza. Transculturizado, la vida se le hace dura por no ser, al final, ni de aquí ni de allá. Comenzó su camino educativo con aquellas misioneras del Niño Jesús: dos años en la escuela rural y de ahí a Santa Bárbara. “Era capaz; fui inteligente de un principio”, comenta con sencillez. Al liceo accedió gracias a la beca Presidente de la República, que se otorga a los alumnos sobresalientes, y a una beca indígena. Hasta pudo ahorrar y terminó sus estudios en la escuela agrícola Princesa Paola de Lieja: la cooperación internacional llegó hasta este joven pehuenche. Como técnico agrícola y veterinario trabaja para el Instituto de Educación Rural en un proyecto de capacitación para familias de extrema pobreza. Uno por uno visita a los comuneros ofreciéndoles asesoría técnica en cultivos, sanidad animal, forraje y forestación. Pero los resultados son magros. “No se puede cambiar la mentalidad del mapuche. Muy difícil que deje su cultura, aunque lleguen todos los avances. Nosotros llevamos cinco años tratando de cambiar los cultivos; que no siembren trigo sobre trigo. Y no hay caso. Lo mismo que con la trilla: les ofrecemos la máquina, pero prefieren trillar con yegua, de acuerdo a la tradición. Uno les saca las cuentas: si sembraron ochenta kilos le van a salir ocho sacos: son ochocientos kilos. Si lo venden a cuatro mil el saco son treinta y dos mil pesos. Y resulta que con yegua tienen que gastar como cincuenta mil en el vino, la cocinera, el chivo. Al final venden un animal y se quedan con el trigo: salen para atrás.” Critica la falta de higiene: los niños con sarna; epidemia de pediculosis. Se bañan poco porque no hay agua y la del río es negra de barro. En invierno, dice, toman nieve. Siendo mapuche, suele sentir vergüenza ajena.
Pero no puede dejar de reconocer los valores positivos. El primero: la solidaridad. Por ejemplo, el mingaco. “Cuando comienza la cosecha todos van a un trigal y cortan con la hechona; veinte personas trabajando un trigo. Hay unión entre la gente.” Y cuando le pregunto que quién cree él que es más feliz, responde sin dudar que ellos. “No tienen preocupaciones; viven al día. No están pensando en el futuro porque sólo les importa vivir el presente. También les interesa mucho el pasado. Por una parte es un valor no andar preocupado por el futuro, pero por otra denota falta de educación. Viven como pájaros.” Siente que ha perdido el cariño de la gente, que lo ven como alguien distinto. “Por no actuar como mapuche, siendo mapuche. Tengo perdida mi cultura y mis tradiciones. Asisto a las ceremonias, pero no con ese ahínco: no me nace”. Es que se casó con chilena. “Me entiendo mejor con ese tipo de sangre. La mujer mapuche no expresa el cariño, es muy pasiva. Se deja. No me gusta la vida matrimonial del mapuche, son machistas, el hombre curado le pega a la mujer y esta cobra venganza con los niños. Falta comunicación.” Difícil que un mapuche progrese, explica, porque es feliz con lo que tiene. “Cuero o cama, no importa, teniendo harta comida. Mientras mejor come, más feliz. Parece pobre, pero no es pobre: tiene recursos, pero no le interesa tener cosas. A mí me gusta que mi señora esté contenta, que tenga sus tacitas finas, lindas cosas, buenos platos. El mapuche, ni platos. A lo mejor se conforma con lo que tiene porque más no va a conseguir. Lo que quieren tener son buenos caballos, buenos aperos, buena montura, aunque en su casa tomen agua en un tarro. Les basta con que las cosas sirvan.” En la casa paterna Vicente Huenupe creció en la ruka , aunque también tenían casa con forro y piso. “Pero para el invierno no sirve; no se puede hacer fogata y habría que gastar en gas. La dejamos para las visitas”. Su hermana fue robada en su presencia. “Estábamos tomando once y mi hermana no puso un plato. Dijo: “Yo tomo más rato”. Desocupamos los platos y la cocinera no llegaba; empezamos a buscarla. Mi mamá dijo: “se casó”. Estaba oscureciendo y nadie se dio cuenta. “¿Dónde estará mi hija?”, decía mi mamá.” “¿Quién se la habrá llevado?”. Mi papá no estaba en la casa. Como al mes vino a buscar sus cosas. Dicen que cuando la gente se va a casar la luna se junta con una estrella. Mi mamá había mirado y por eso supo que su hija se había casado. Pero no sé si esto rige solamente para los mapuche...” De los pocos que en Trapa todavía se animan a romancear, don Carlos Crespo comenta que se están medio acabando las costumbres anteriores. “Estamos nosotros, los más ancianos, pero los más nuevos ya no saben cantar. Cuando toman, a veces sí. Cuando andan medio calientes, ahí cantan. Yo, como casi no tomo, también romanceo poco, pero algo.” Tuvo una niñez muy dura. “Me crié de ignorante. No tuve padres, no me pusieron a la escuela. Me crié apatronado y el viejo tenía tantos animales que cuidar —como quinientos entre vacas, bueyes, caballos, manadas de yeguas para trillar— que no descansaba nunca. Yo me aparté de él y después me casé. ¡Era malo el viejo para la gente! Muy mandón ¡Ave María! Yo fui
muy padecido. En el invierno, a las doce de la noche, todavía tenía que salir a ver los animales, sumido hasta aquí con nieve. Las manos se me escarchaban.” Ha tenido dos señoras y le quedan niños chicos aunque es casi septuagenario. “Algunos están en la escuela. Pero a una niñita que ya está en los años, y al niño más grande, los saqué para que me ayudaran. Hay mucho trabajo en la casa. Tenemos que trabajar para tener qué comer, ahora que está cara la vida. Para comprar la mantención se gasta mucha plata. Conforme van creciendo hay que hacer trabajar a los niños y entonces el viejo dispone no más. Hasta aquí estamos bien, tenemos alimento, comemos carne y compramos las faltas. Vendo chivo, vendo cordero o algún animalito. No falta, con el favor de Dios.” Don Carlos habla de la idomia , ese conjunto de cosas que no se pueden perder. La lengua, en primer lugar, porque se las dejó Chao Dios. Por eso a sus hijos les habla sólo en mapudungun; la escuela se encarga del resto. “No se puede perder lo antiguo, la idea, el modo de ser. Nosotros somos gente silvestre”, dice el anciano, certero. En la escuela los maestros enseñan aplicadamente el catecismo. En castellano. La situación le parece a Leonel un ejemplo muy concreto de lo que ha ocurrido siempre. “Es la imposición de un sistema educativo que se supone civilizador, en el cual el que lo está imponiendo —el profesor como canal del sistema— tampoco está muy convencido de lo que está enseñando. En este caso, una ideología marcadamente católica.” Según él, que lo sabe por experiencia, se trata de un proceso de amaestramiento. “De adaptar a los niños al sistema social imperante. A los espacios reducidos. A la rígida disciplina. ¿Se imagina lo terrible que es para estos niños, acostumbrados a los más amplios espacios, tener que reducirse a la sala de clases? Un niño de ciudad ya está acostumbrado.” “Y el mensaje civilizador es muy hipócrita: impugna la poligamia y resulta que las grandes estrellas de la civilización occidental es lo que más hacen. Critican las luchas tribales, pero nosotros peleamos a mano y ellos asesinan masivamente. Y nos llaman idólatras, porque veneramos a los espíritus y ellos están llenos de ídolos. El dinero, en primer lugar.” Amuleayn lamngen/ dunguy pifillka/dunguy trutruca/ dungulley may , el poeta les enseña a cantar y los niños, vergonzosos, tímidos, burlones, terminan por seguirlo. Vamos andando hermanos/ habló la pifilca/ habló la trutruca/ hablaron pues , señala la letra de la canción popular. Los profesores dicen que los niños viven quejándose. Por cualquier cosa les duele el piuke , que traducen por corazón, pero Leonel explica que significa algo más que su traducción literal, porque el piuke tiene que ver con el sentimiento. La conclusión que saca el poeta mapuche de lo que vimos y escuchamos en Trapa Trapa-Butalelbum es que lo mejor del pueblo mapuche desapareció. “Prefirió morir a rendirse. En 1883 fue la última batalla, en Villarrica. Allí le cortaron la cabeza.”
Pero, agrega misterioso: “el bastón de plata está enterrado”. ¿Quién lo va a desenterrar? PARTE III MARICHIWEU DIEZ VECES TRIUNFAREMOS Arauco fue la ola de la guerra Arauco los incendios de la noche. PABLO NERUDA. Canto General Capítulo 14 Por la conocida y la desconocida historia del pueblo mapuche ¿Quiénes son los mapuche? ¿De dónde vinieron? ¿O eran de aquí siempre, como creen los pehuenche? ¿Cómo vivían? ¿Cómo estaban organizados, antes de que a este Continente llegara la Historia? ¿Qué es lo que fue quedando en la memoria de los siglos? Se sabe muy poco, a ciencia cierta, de los orígenes primeros, si bien es posible pensar que pertenecen al gran tronco étnico mongol de la humanidad, que en otros lugares del mundo dio origen a razas como la china. Se cree que en una época muy remota —una decena de miles de años atrás— han debido pasar a América por el istmo de Behring, procedentes de alguna parte del extremo oriente de Asia. Los estudios lingüísticos de Gastón Soublette, en Chile, descubren sorprendentes coincidencias en las denominaciones de la divinidad de los mapuche y de los chinos de la antigüedad. Monosílabos pertenecientes a una lengua asiática prehistórica, que emparentaría las actuales lenguas china y tibetana. Y la mapuche, también. Cambian los idiomas, pero se mantienen las invocaciones rituales en el trato con lo sagrado, y así llegan hasta nuestros días. Otro dato interesante es la similitud con la que tanto chinos como mapuche dividen el territorio, en nueve partes, y la denominación del jefe local como “cabeza”. Soublette explica que de haber alguna relación entre estos elementos de la cultura mapuche y otros semejantes de la cultura china, ello se remontaría a una época antiquísima, en la que los chinos como tales no existían, pero sí los representantes prehistóricos de la familia racial a la que los chinos y mapuche pertenecen.
En lo personal, muchas veces percibí el parecido físico entre mapuche y orientales. No había ninguna diferencia entre Leonel Lienlaf y esos lamas tibetanos que suelen llegar al país. Los mismos ojos rasgados, la misma nariz ancha, el pelo grueso, la tez cobriza; pero, sobre todo, la misma expresión de la mirada, como quien mira desde otro tiempo. Gente antigua, no importa la edad que tenga. Enigmática, para el ojo occidental. Ritual en los actos cotidianos. También la lengua, en mapuche o tibetano, suena a veces parecida, con esas difíciles combinaciones de consonantes, como el Ng de Ngenechén o de Ngenko . Además, en ambas tradiciones, el conocimiento se trasmite de maestro a discípulo en forma oral, y es secreto. Sólo algunos lo poseen. Entre los mapuche, el lonko , la machi, su traductor, que es el dungumachife , y el weupife, que es el orador sagrado. En distintos niveles de iniciación, también el guerrero o aukafe y el werkén o mensajero. El pueblo mapuche tiene bastante más que cinco siglos de historia, contada por ellos mismos y también por los poetas, los más fieles a la esencia. Neruda se hizo mapuche en su Canto General . Leonel fue interpretando ciertos signos olvidados. Y los historiadores chilenos han hecho grandes esfuerzos por intentar comprender un pasado muy difuso. La leyenda de Tren Tren y Kai Kai , marca el comienzo. Científicamente se sabe que mucho antes de esta era cristiana, los mapuche ya vivían en el territorio que hoy es Chile y en las pampas transandinas. Algunos investigadores han postulado la tesis del ancestro tupi-guaraní de los mapuche, que habrían emigrado desde el Chaco y la selva amazónica por las pampas de la actual Argentina hasta llegar a Chile, hacia el año 600 antes de Cristo. Una sociedad armónica, la visualiza el autor de la Historia del Pueblo Mapuche , José Bengoa. A la llegada de los españoles se calcula que eran un millón. Cazadores, recolectores y horticultores incipientes. Eran muchos, en un territorio relativamente pequeño. Había abundancia de recursos, lo que se reflejaba en gente de buena raza, bien comida, sana, robusta y fuerte. No era la sociedad de la escasez y de la guerra que llegó a ser después. La organización estaba centrada en la familia, única institución social permanente. Una familia amplia, extensa, compleja. Patrilocal, dice Bengoa. Y agrega: no había diferencias sociales, donde un grupo dominara al otro, sino que se trataba de señoríos independientes. Los jefes de cada grupo o tribu, llamados lonkos , es decir, cabezas, se reunían para regular los conflictos o realizar alianzas en caso de guerra. “El grado de complejidad a que había llegado la sociedad mapuche, los abundantes recursos que tenía a su disposición, la relación que establecía con la naturaleza, el ordenamiento natural y biológico que se daba al interior de la gran familia, no requería de la existencia de gobernantes, de principados y reinados.” Coinciden los estudiosos en que en ningún tiempo tuvieron los mapuche una estructura política formal. Cuando se enfrentaban a una guerra de grandes proporciones, elegían altos jefes y oficiales militares en asambleas públicas de hombres. Las órdenes de estos jefes tenían que ser obedecidas por toda
la tribu. Tal organización se consideraba como una medida de emergencia; con el restablecimiento de la paz el control administrativo volvía a los jefes de pequeños grupos locales. Las leyes que existían eran más bien costumbres tradicionales y no leyes precisamente formuladas. El Admapu , que podría traducirse como las costumbres del país, es un conjunto de proverbios legales heredados de los antepasados. Lo que importa saber, quinientos años después, es que el pueblo que habitaba desde el río Maule hasta Chiloé era una nación indígena autónoma de todos los otros poderes que existían en ese entonces en América, como los aztecas en el norte y los incas en el sur. Estos últimos habían intentado, sin éxito, la conquista del territorio mapuche, aproximadamente un siglo antes del arribo de los europeos. Al llegar estos, la frontera estaba bien delimitada. A pesar de no haber tenido un ejército regular, el pueblo mapuche resistió a las huestes del emperador andino, que se limitó a ocupar con mitimaes del Collasuyo —la tierra de los aymara— lo que actualmente es el centro de Chile. Con los mapuche del sur hubo de llegar a acuerdos. Leonel Lienlaf, estudioso de la historia de su pueblo, afirma que los mapuche constituían una Nación porque tenían unidad lingüística, religiosa, territorial y también política. La mejor prueba es que al llegar los españoles las comunidades independientes formaron un gran ejército de resistencia. Si nunca hubo un poder central fue debido al sentido de libertad, dice. Libertad en todo aspecto; la necesidad de los espacios amplios, por ejemplo. El español traía el concepto de la ciudad como hábitat y trató de imponerlo como fuera; la peor agresión para un pueblo silvestre —como se definen hasta hoy sus descendientes—que vivía de lo que le daba la naturaleza. Como sucede hasta ahora, la oportunidad para reunirse, en épocas de paz, era la celebración del rito comunitario del Nguillatún , que ya se menciona en la mitología: como se recordará, en el mito del diluvio se cuenta que arriba del Tren Tren se hizo una rogativa para dar gracias y pedir protección a las fuerzas benéficas del cosmos. Machis y lonkos , por su parte, mantenían reuniones periódicas con sus pares; matriarcas y patriarcas por separado, tenían por misión reforzar la unidad entre los distintos grupos. De esa época prehistórica llegan hasta hoy los werkenes , eficaz servicio de correos que Leonel, nómade de alma, visualiza como un oficio ideal. “Cada comunidad tenía su mensajero, que recorría las comunidades contando historias y recibiendo historias. Donde llegaba lo atendían, comía bien, vivía moviéndose.” ¿Sería tan pacífica la vida antes de la Conquista? A menudo ese tiempo sin historia se confunde con el mito paradisíaco: un mundo perfecto. Leonel se apresura a desvirtuarlo. “La vida nunca ha sido pacífica en ninguna parte. Había rivalidades entre los grupos y siempre hubo entrenamiento guerrero. Los mapuche fueron expertos en la guerra de guerrillas, que actúa en células, sin estructura jerárquica. Hubo incluso mujeres guerreras. Guacolda, a la que se nombra en la historia de Chile, no era solamente la pareja de Lautaro sino la
encargada del enlace entre Lautaro y las comunidades, y llegó a formar su propio ejército. No es que lucharan junto a los hombres, como se ha consignado, sino que ellas tenían sus propios cuerpos de combate.” Una lanza y una soga eran armas suficientes. No es la pintada pluma emperadora, no es el trono de plantas olorosas, no es el resplandeciente collar del sacerdote, no es el guante ni el príncipe dorado: es un rostro en el bosque..., dice Neruda en su Canto General de Chile . Y agrega: Detrás del rostro forestal del Toqui,/ Arauco amontonaba su defensa: eran ojos y lanzas, multitudes/ espesas de silencio y amenaza/ cinturas imborrables, altaneras, manos oscuras, puños congregados. Los jóvenes mapuche eran adiestrados en las artes de cazar y de guerrear en combate cuerpo a cuerpo, para defender en todo tiempo su territorio y su autonomía. Diego de Almagro fue el primer español que pisó Chile, en 1535, pero no se encontró con los mapuche. La naturaleza lo venció primero. Fue Pedro de Valdivia, en 1541, el enemigo señalado por la historia. A fuego y muerte fue el ataque . Así empezó la sangre de tres siglos va contando el poeta con voz grave. Exterminó el amanecer pastoril, mandó martirio al reino del bosque, incendió la casa del dueño del bosque, cortó las manos del cacique, devolvió a los prisioneros con narices y orejas cortadas, empaló al Toqui, asesinó a la muchacha guerrillera, y con su guante ensangrentado marcó las piedras de la patria, dejándola llena de muertos, y soledad y cicatrices. El primer enfrentamiento armado ocurrió en febrero de 1546, y en 1550 Valdivia atravesó el Biobío y se internó en territorio mapuche fundando los Fuertes de Tucapel, Purén, Angol, Imperial, Villarrica, Valdivia y Osorno. Lautaro apareció en el firmamento, como el lucero de la machi, a guiar a su pueblo en las batallas. La historia lo define como un héroe militar que, prisionero de Valdivia, aprende los secretos estratégicos del enemigo para luego usarlos en su contra. La leyenda lo envuelve desde un comienzo. Se hizo amenaza como un dios sombrío. Comió en cada cocina de su pueblo. Aprendió el alfabeto del relámpago. Olfateó las cenizas esparcidas. Envolvió el corazón con pieles negras, lo dibujó Neruda en sus poemas. Según Lienlaf, primero vino la unificación del pueblo mapuche y luego fueron los lonkos los que eligieron a Lautaro, probablemente, porque era joven y tenía inteligencia para elaborar la estrategia. Y porque era paje de Pedro de Valdivia. Lautaro huye una noche y vuelve al sur a reorganizar el ejército mapuche con los nuevos conocimientos adquiridos. Años más tarde es él quien lleva a la muerte al primer conquistador, marcando para siempre el estilo de la relación. Neruda, que asume la voz indígena, inmortalizó el rito de la muerte de Valdivia a manos de los guerrilleros mapuches. El primer día de enero de 1554 el Capitán General es hecho prisionero y condenado a muerte. Qué hermosa fue la sangre del verdugo/ que repartimos como una granada/ mientras ardía viva todavía./ Luego, en el pecho entramos una lanza,/ y el
corazón alado como un ave/ entregamos al árbol araucano. Subió un rumor de sangre hasta su copa. Y agrega los detalles: Entonces repartimos el corazón sangrante./Yo hundí los dientes en aquella corola/ cumpliendo el rito de la tierra. Leonel Lienlaf duda de que haya ocurrido así; tal vez, piensa, le hayan sacado el corazón para quemarlo, como se estila en el ritual mapuche con el corazón de los animales del sacrificio. El fuego trasmuta las energías. Otra versión anotada por la historia cuenta que Valdivia fue sometido a un suplicio singular: oro fundido le habrían echado por la boca, para que muriera en su elemento: el oro que guiaba la Conquista. El cacique Aremcheu se lo cuenta de esta manera a Pineda y Bascuñán: “En las faldas de Tucapel cae Pedro de Valdivia ya muy maltratado y cubierto de heridas peligrosas y penetrantes. Y aunque hubo opiniones varias, unos de que lo acabasen de matar, otros de que le otorgasen la vida, prevaleció el voto y parecer de Lautaro, su criado, porque se hallaba agraviado de él y maltratado. La mayor parte del ejército lo seguía, deseosa de beber chicha en su cabeza y hacer flautas de sus piernas, que dicen que era bien dispuesto. Y así determinaron de matarlo luego, con un género de tormento penosísimo que le dieron, llenándole la boca de oro molido...y le iban diciendo que pues era tan amigo del oro, que se hartase y llenase el vientre de lo que tanto apetecía. En lugar de oro que presumen algunos, no fue sino tierra que cogían del suelo para hacer la ceremonia de quitarle la vida por lo que tanto la venturaba. Ese fue el desastroso fin del primer gobernador, que nos puso el pesado yugo en las cervices con tributos y cargas tan extrañas, que pudieran desesperar los ánimos de los más humildes y cobardes naturales”. Venganza sobre venganza durante trescientos años. Tres siglos estuvo luchando/la raza guerrera del roble , dice la gesta. Tres siglos de sufrimiento. Lautaro fue traicionado por indígenas que se habían aliado al conquistador. Desde el comienzo fue así: la unidad es la excepción. Pero lo siguieron otros bravos: Galvarino, Caupolicán, el temible Pelantaro o Pelentraru, como lo llama Leonel, y como lo nombra Wilkamán cuando quiere refrescar temores. La historia va relatando las hazañas de unos y otros, de crueldad en crueldad. Arauco fue un útero frío, hecho de heridas, machacado , dice Neruda. Y revela los acontecimientos. Caupolicán llegó al tormento./ Ensartado en la lanza del suplicio,/ entró en la muerte lenta de los árboles...Más hondo caía esta sangre./ Hacia las raíces caía./ Hacia los muertos caía./ Hacia los que iban a nacer. Una historia de sangre y guerra permanente. En 1598 Pelentraru, erigido Toqui en ese momento, destruyó todas las ciudades al sur del Biobío. Valdivia fue incendiada. Villarrica, destruida y olvidada por doscientos ochenta y tres años; tragada por la selva virgen. Los enfrentamientos continúan de generación en generación y la Corona española se ve obligada a mantener un ejército profesional. La Colonia se empobrece, falta gente para trabajar; Chile gasta como país en guerra.
Lientur logra una sonada victoria en Las Cangrejeras. En esa batalla, el año 1624, es tomado prisionero Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán que luego escribe El Cautiverio Feliz : una apología del pueblo mapuche. Después de Valdivia vino García Hurtado de Mendoza, famoso por su crueldad: fue él quien ordenó que a Galvarino le cortaran ambas manos. Las incursiones españolas buscaban sobre todo conseguir cautivos: se necesitaban esclavos para las minas de oro de Marga Marga y obreros agrícolas para las encomiendas de Chile central. Mano de obra barata para el capitalismo incipiente. Pero el pueblo mapuche no pudo ser esclavo y prefirió declararse enemigo. Se lo explica claramente al Feliz Cautivo el cacique Maulicán: “Si a los principios robaban lo que podían, después con atrevido descoco quitaban por fuerza lo que poseíamos, y si alguno de nosotros se quejaba, no nos oían ni escuchaban, cuando de palabra o de obra no nos maltrataban. Los capitanes y tenientes que nos asistían, habiendo de defendernos y ayudarnos, eran los primeros que nos vendían y maltrataban. Esta fue la causa, capitán y amigo, de mi transformación y mudanza, de amigo vuestro, a enemigo declarado”. El 6 de enero de 1641 se produjo el primer encuentro o Parlamento entre españoles y mapuche, organizado por los jesuitas Alonso de Ovalle y Luis de Rosales, y se firmaron las históricas Paces de Quillén, en las cercanías de lo que hoy es Chol Chol. Allí se reconoció la frontera en el río Biobío y la independencia del territorio mapuche. Sólo quedó un fuerte, en Arauco, tras el reconocimiento formal de España de esta nación independiente. Entre los acuerdos que se establecieron estuvo, por parte de los mapuche, devolver a los prisioneros de guerra y permitir la prédica de los misioneros. Por ambas partes, respetarse las fronteras. Entre el Biobío y el Toltén se estableció la Araucanía. Por un tiempo descansaron las lanzas y las espadas, y llegó el mercader con su bolsita. Muchos otros Parlamentos siguieron al de Quillén: paces, regalos, fiestas, para restañar las heridas de las escaramuzas continuas. Detrás de las buenas maneras la intención era la misma: reducir a los mapuche a pueblos, correr la línea de la Frontera, quedarse con sus ganados y sus tierras. La penetración, finalmente, acusan hoy los descendientes, corrió por cuenta de la Iglesia Católica, otra cara de la Conquista. “Llegaron los curitas a cristianizar a los indios pensando que así podrían dominarlos más fácilmente. A algunos de ellos los mataron. No les fue fácil por estos lados la evangelización”, hace notar Lienlaf. Y así ocurrió efectivamente: el mapuche, mientras fue libre, continuó siendo un pagano. Recién el siglo XIX pudieron instalarse las Misiones en los territorios de la Araucanía. “Hay que entender que el cristianismo es parte del enemigo. No llega como un mensaje de liberación sino de dominación. De negación del otro y homogenización. Niega lo que aquí existe, nuestra historia y nuestras creencias”, insiste el poeta. Los siglos no pasan en vano y la sociedad mapuche se va transformando lentamente. La introducción del caballo para los fines de la guerra, y luego del ganado vacuno y bovino, convirtieron a estos cazadores en eficientes
ganaderos. El comercio, por su parte, fuente de no pocos conflictos, fue creando lazos fuertes. La paz —siempre relativa— trajo prosperidad. Trigo, plata, chucherías, y también vino y aguardiente, a cambio de wacas , ovichias , cawallos , los animales europeos adaptados a estas tierras. El siglo XIX fue el de la platería. Los pesos fuertes de plata salían de circulación para transformarse en joyas y aperos: topus, trapelacuchas, trarilonkos . Pero siempre en pie de guerra. Hacia fines de la Colonia se estrechan las alianzas entre mapuche y pehuenche, que se van mapuchizando. Estos son los dueños de los pasos fronterizos, encargados de guiarlos hacia la pampa argentina. El comercio con los puelche del otro lado de los Andes, llamados también indios pampas, era para obtener la sal, precioso elemento, y los caballos salvajes, famosos en toda América. A cambio llevaban principalmente trigo; la introducción de este cereal fue otro de los elementos importantes de transformación. Atrás quedó la agricultura primaria de claro de bosque. En la harina tostada el mapuche descubre un alimento bueno y fácil: el pan llega mucho más tarde. Junto con los cambios económicos se producen cambios sociales. La dilatada guerra hace que los toquis , elegidos para la contingencia, se vuelvan autoridades permanentes. Se organizan los ayllarewe , grupos de nueve rewes , con sus respectivos caciques. El rewe , como se ha dicho, es el altar o tótem mapuche, alrededor del cual se realiza la ceremonia comunitaria del Nguillatún . Este poste o árbol cósmico, que marca el centro del mundo, reúne a su alrededor a la familia extendida o grupo de comunidades emparentadas. Se establecen los Butalmapu, por cada uno de los puntos cardinales, cada uno con un ñidol lonko o cabeza principal. Indefectiblemente la sociedad mapuche se fue jerarquizando para responder a las estructuras españolas, que exigían siempre un representante. Lo que más llamaba la atención de los misioneros jesuitas era justamente la dispersión del poder, pero con el correr del tiempo este se fue estratificando. En la cúpula había unos pocos caciques poderosos y ricos — ülmen — según el territorio controlado y el número de animales y de mujeres que cada uno poseía. Aparecen las castas de poder y en el siglo XIX el cacicazgo se vuelve hereditario. Los hijos de los grandes lonkos se educan en forma especial. Se les enseña a ser guerreros, a ser buenos oradores, a conocer las familias aliadas y la parentela. La educación del werkén era —dice Bengoa— la forma de transmisión de la alta cultura mapuche. El entrenamiento de un señor. En el siglo XIX muchos hijos de cacique fueron enviados a estudiar con los misioneros franciscanos, y fue principalmente a través de ellos que el paradigma señorial de la mentalidad europea se fue trasvasijando hasta este último rincón de América. Pero ¿cuál fue el paradigma que guió la Conquista europea? ¿Cuál es la filosofía que hay detrás de toda esta historia? José Bengoa señala, en su documentado estudio, que la historia del pueblo mapuche es una historia acerca de la intolerancia. Acerca de una sociedad que no soporta la existencia de gente diferente.
No podía ser de otra manera. Conquistadores se les llama a los que llegaron de España, y el nombre les está bien puesto; señores, formados en los valores de la cultura occidental cristiana. De Aristóteles a Santo Tomás la mentalidad señorial no varía: en esta tierra unos hombres han sido creados para mandar y otros para obedecer. Señores por voluntad divina. El sabio Alejandro Lipschutz se remonta al mito babilónico de creación, en el que los dioses crearon al hombre para que trabajara la tierra y los sirviesen. El hombre ha sido creado para liberar a los dioses de la fatiga, trabajándoles su hacienda. La estratificación social deriva de la condición humana. La servidumbre es natural. En Grecia la tesis del destino de señores o esclavos se hizo carne. Todos los no griegos eran considerados bárbaros y, por ende, esclavos en potencia. Los conquistadores, herederos de esta tradición, justificaban la guerra, el exterminio y la esclavización de los salvajes de este nuevo continente, que estaban esperándolos a ellos para salvarse. Uno de los ideólogos de la Conquista, Juan Ginés de Sepúlveda, escribió en 1574 un Tratado sobre las justas causas de la guerra contra los indios . Allí señala que con perfecto derecho los españoles ejercen su dominio sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, y todo género de virtudes y humanos sentimientos, son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos; las mujeres a los varones; como gentes crueles e inhumanas a muy mansos; exageradamente intemperantes a continentes y moderados. Finalmente, estoy por decir, cuanto los monos a los hombres... Como los puercos, siempre tienen su vista dirigida a la tierra, como si nunca hubiesen mirado al cielo... ¿No es todo eso prueba de que ellos son siervos por naturaleza, barbarie e innata servidumbre? Bárbaros, violadores de la naturaleza, blasfemos e idólatras, los llama. Y agrega: “Así pues, ¿cómo hemos de dudar que estas gentes tan incultas, contaminadas con tan nefandos sacrificios e impías religiones, han sido conquistadas con el mejor derecho y mayor beneficio para los propios bárbaros, por Rey tan excelente, piadoso y justísimo como lo fue Fernando el Católico y lo es ahora el César Carlos, y por una nación piadosa e humanísima y excelente en todo género de virtudes? ¿Qué mayor beneficio y ventaja saludable pudo acaecer a estos bárbaros que el quedar sometidos al imperio de quienes con su prudencia, virtud y religión, los han de convertir de bárbaros y apenas hombres, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo; de viciosos en honrados y probos; de impíos y siervos de los demonios, en cristianos y adoradores del verdadero Dios de la verdadera religión?” Y para que no quedaran dudas: “Están obligados estos bárbaros a recibir el imperio de los españoles conforme a la ley de la naturaleza... Y si rehúsan nuestro imperio, podrán ser compelidos por las armas a aceptarle...siendo además tan grande la ventaja que, en ingenio, prudencia, humanidad, fortaleza de alma y de cuerpo y toda virtud hacen los españoles a estos hombrecillos, como la que hacían a las demás naciones los antiguos romanos.”
Detrás de este afán estaba el loable empeño de predicarles el Evangelio de Cristo, aunque fuera a la fuerza. “¿Y cómo han de predicar a estos bárbaros si previamente no se les ha sojuzgado?”, se pregunta este cronista y capellán del emperador español. “La guerra que los nuestros hacen a esos bárbaros no es contraria a la ley divina y está de acuerdo con el Derecho de Gentes, que por su parte, está de acuerdo con el derecho natural y ha autorizado la servidumbre y la ocupación de los bienes de los enemigos.” Muy pocos ponían en duda, en esos tiempos, que la verdad era una sola y que ellos la tenían. Un fray Bartolomé de las Casas, al que Neruda le canta, es una excepción que se destaca. Otros, más adelante, pidieron misericordia cristiana. Pero lo que se discutía eran los métodos, no la idea que los guiaba. La Conquista, mirada desde América, fue en realidad un cataclismo. Un choque cultural tremendo, no un encuentro entre dos mundos que tenían paradigmas contrapuestos. No estaba el tiempo para aceptar al otro y dejarle un espacio en el planeta. La idea de la comunidad global todavía estaba lejos. Lo que aquí encontraron los descubridores los llenó de asombro. El mismo 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón escribe en su diario sus primeras impresiones del indio del mundo nuevo: “Muy bien hechos, de muy hermosos cuerpos y muy buenas caras...Nos dejaron ir por la isla y nos daban lo que les pedía...todo lo que hubiera...y se holgaban mucho de nos hacer placer”. “Son la mejor gente del mundo y más mansa” afirma el almirante genovés. “Y no se diga que porque lo que daban valía poco, por eso lo daban liberalmente; porque lo mismo hacían los que daban pedazos de oro, como los que daban la calabaza del agua. Y fácil cosa es conocer cuando se da una cosa con muy deseoso corazón de dar”. “Son gente de amor y sin codicia... Certifico a vuestras Altezas —le escribe al rey de España— que en el mundo creo que no hay mejor gente ni mejor tierra; ellos aman a sus prójimos como a si mismos... son fieles y sin codicia de lo ajeno”. Pero aunque Colón apreció las cualidades de los indios, no por eso dejó de ser el conquistador que busca oro y esclavos. Lipchutz encuentra en el Diario del Primer Viaje la palabra oro repetida ochenta y tres veces: “Mucho oro, pedazos mayores que habas, muy mayor cantidad de oro, grandes plastas de oro, un tonel de oro”. Y el ofrecimiento de pagar con esclavos los envíos de Castilla en ganado y otros mantenimientos y cosas para poblar el campo y aprovechar la tierra. Tras el descubridor vino gente sin nobleza, la mayoría de ellos, crueles y codiciosos, según lo relatan sus propios cronistas. El último conquistador que muere en tierra americana, Sierra de Leguizamo, expresa en su testamento, en descargo de su conciencia: “Entre los indios no había un ladrón ni hombre vicioso, ni hombre holgazán, ni una mujer adúltera ni mala; ni se permitía entre ellos gente de mal vivir en lo moral... Habemos destruido con nuestro mal ejemplo gente de tanto gobierno como eran estos naturales, y tan quitados de cometer delitos y excesos, así hombres como mujeres...”,
“Y así cuando vieron que había entre nosotros ladrones, y hombres que incitaban a pecado a sus mujeres e hijas, nos tuvieron en poco, y han venido a tal rotura en ofensa de Dios estos naturales, por el mal ejemplo que les hemos dado en todo, que hoy casi no hacen cosas buenas, a lo que hay que ponerle remedio.” En casi toda América la Conquista se consolida rápidamente. Caen los grandes imperios y el indio vencido sufre en silencio la opresión del invasor. Se hunde en la tierra. Se defiende con una Máscara de Piedra. “Estos indios son también borrachos, mentirosos, traidores, enemigos de toda virtud y bondad, y nunca se les ha podido hacer dejen estas maldades, si no es primero castigándolos por armas y por guerra”, acusa fray Vicente, de la Orden de los Predicadores. Pero en su relación con los opresores no puede ser sino como es, reflexiona un historiador contemporáneo. “Su única defensa consiste en no decirle la verdad al blanco, ni trabajar para él, ni respetar su propiedad en cuanto pueda no hacerlo. De esta manera se venga, se desquita de todo el daño que sufre”. Las grandes culturas sucumben las primeras. Los regímenes señoriales americanos habían estructurado una sociedad de tipo feudal basada en los privilegios de unos sobre otros, tal como ocurría en Europa. En Méjico y en Perú existían castas de señores principales y de señores inferiores y eran frecuentes las divisiones y las guerras entre ellos. Así Pizarro se encuentra en el Cusco con un imperio dividido entre Huáscar y Atahualpa y, traición mediante, le resulta fácil aniquilar cualquier defensa por el descabezamiento del Inca. El régimen señorial azteca y el del Tawantinsuyo son propicios al rápido derrumbe; resulta relativamente fácil dominar a su gente. El sacerdote Joseph de Acosta hacía notar, en 1590, que “fue también no pequeña ayuda para recibir los indios bien la Ley de Cristo, la gran sujeción que tuvieron a sus reyes señores... Ninguna gente de Indias es más apta para el Evangelio que los que han estado más sujetos a sus señores y mayor carga han llevado, así de tributos y servicios como de ritos y usos mortíferos”. No ocurre lo mismo con los mapuche, que a esa fecha no habían estructurado un régimen de tipo señorial sino, como se ha visto, nunca llegaron a constituir un estado centralizado. Lo repitió muchas veces Alonso de Ercilla en su gran poema épico: Gente que a ningún rey obedecen... Que no ha sido por rey jamás regida/ ni a extranjero dominio sometida... No ha habido rey jamás que sujetase/ esta soberbia gente libertada. Había muchos jefes, caciques o lonkos , pero no un solo rey y señor. El régimen tribal facilita la resistencia dilatada. En una sociedad sin estratificación de clases, el campesino libre resiste para defender, concretamente, su tierra, sus costumbres, su lengua y sus dioses. No es el pueblo el que en Méjico o Perú responde al conquistador, sino los señores empeñados en sus cuotas de poder, que a menudo pactaron con él esperando conservar sus privilegios.
El mapuche es él mismo quien responde. La fama de pueblo guerrero se la ganó desde un comienzo. Pineda y Bascuñán, que los conoció de cerca, pronosticó “una guerra perpetua e inacabable”. Algunos han hablado de una raza militar. En pleno siglo XX un generalescritor postulaba que “no fue sólo por su imponderable valor, sino, muy especialmente, por las admirables aptitudes militares de sus hombres, que pudieron resistir durante siglos a los españoles... Este pueblo, como consecuencia de la práctica incesante del arte de la guerra, llegó a desarrollar en tal forma sus facultades militares, que pasó a constituir una raza netamente militar” ⁵ . Todo esto respaldado por condiciones físicas especiales. Son de gestos robustos/ bien formados los cuerpos y crecidos/ espaldas grandes, pechos levantados , dice Ercilla. Llegan a ser una raza militar cuando luchan por su terruño, sin que un Señor haga, por ellos, alianzas con advenedizos. Se perfeccionan en el curso de los siglos. Defienden su libertad y —sobre todo— defienden su tierra. “No hay nación en el mundo que tanto estime y ame el suelo como esta, de Chile”, escribió en el siglo XVII Francisco de Pineda y Bascuñán. Y eso lo explica todo. Capítulo 15 La Pacificación de la Araucanía: un capítulo negro de la historia nacional Frente al rewe de la machi los guerreros mapuche —los orgullosos kona — se preparaban antes de la batalla. El sentido del guerrero tiene también, y sobre todo, una dimensión espiritual. La guerra es una situación límite que requiere máxima alerta; cuando se juega la vida, hay que entrenarse en el acecho de sí mismo y de la circunstancia entera. Un estado que sólo algunos consiguen en el curso de la existencia: son los héroes inmortales que renacen, cuando los tiempos lo ameritan, para conducir nuevamente al pueblo en su victoria. Lautaro, Caupolicán, Pelentraru, Calfükura y Quilapán, se transformaron en mitos. Si bien el largo asedio español obligó al pueblo mapuche a mantenerse sobre las armas, y la relación con el conquistador no dejó nunca de ser violenta, al menos fue una lucha honesta. Así lo establecen hoy los intelectuales mapuche que analizan la historia desde una perspectiva distinta a la de los textos oficiales. La Independencia de Chile vino a cambiar el paisaje.
Una parte del pueblo mapuche se alió con los realistas porque estimó que los chilenos eran más peligrosos aún. Otra parte apoyó al ejército patriota. Se sabe que sirvieron a la Inteligencia de las fuerzas chilenas. Manuel Rodríguez, los hermanos Carrera, tuvieron contacto con ellos. Sobre todo con las tribus más próximas a la frontera, situada hasta ese momento en el río Biobío. El resto de la población indígena se mantuvo bastante al margen. Era una guerra ajena. Aunque los patriotas retomaron las banderas de Lautaro y Caupolicán, los mapuche, en gran medida, siguieron mirando a los chilenos como enemigos. En 1813 España reafirmó los antiguos Parlamentos realizados con los mapuche, en los que reconocía la independencia de la Araucanía. Este hecho, y la amistad de algunos lonkos con los misioneros católicos que educaban a sus hijos, hizo que la balanza se cargara hacia el lado español. En la llamada Guerra a Muerte los caciques Mariluán y Mangín, arribanos o wenteche , se pusieron directamente a las órdenes del rey de España. Hubo, sin embargo, algunos famosos caciques, como Coñuepán, del valle de más abajo, que desde un comienzo se transformó en fiel aliado de los chilenos. Con el pasar de los años sus descendientes, abajinos o nagches , estiman que fueron traicionados por la República de Chile y que hubiera sido mejor pelear junto a los españoles. Triunfadores los patriotas, lo primero que establecen es que los mapuche son ciudadanos chilenos: parte integrante de la Nación. Un edicto de O’Higgins, imbuido de los principios de la Revolución Francesa —la igualdad, en primer lugar— establece la igualdad ante la ley y poco tiempo después, en el Parlamento de Tapihue, se reconoce formalmente a los mapuche los mismos derechos que a los demás chilenos. El Bando Supremo del 4 de marzo de 1819 declaraba: “... Los indios que vivían sin participar de los beneficios de la sociedad y morían cubiertos de oprobio y miseria, para lo sucesivo deberán ser llamados ciudadanos chilenos y libres como los demás habitantes del Estado, con quienes tendrán igual voz y representación, concurriendo por sí mismos a celebrar toda clase de contratos, a la defensa de sus causas, a contraer matrimonio, a comerciar, a elegir las artes que tengan inclinación, y a ejercer la carrera de las letras y de las armas, para obtener los empleos políticos y militares correspondientes a su aptitud”. En la práctica fue otra cosa. “Significó perder nuestra independencia”, dice Juan Antonio Painecura, conocido como el Indio, que escribe para la posteridad una Historia Mapuche. “Nosotros no estábamos sujetos a España. A partir de 1818 comienza la penetración ideológica, política, religiosa y económica, lo que culmina con la invasión militar en 1881. Hasta ese momento el territorio independiente mapuche seguía teniendo cinco millones y medio de hectáreas”.
No pudo Bernardo O’Higgins desarrollar su gobierno como él hubiera querido. Los ricos mercaderes de la alta burguesía reemplazaron a los cortesanos de España, exiliaron al patriota y condujeron las cosas por sus propios caminos. Al principio no se notó el cambio. El ejército chileno recién se estaba formando y, además, tenía bastante con terminar con los españoles, que en Chiloé continuaban manteniendo sus refuerzos. Se pensó que podía haber un entendimiento y que las relaciones entre mapuche y chilenos podrían ser pacíficas. Aumentó el intercambio comercial porque los chilenos necesitaban los productos de la ganadería y la agricultura mapuche, a esa fecha floreciente. Se multiplicaron los orfebres. Aunque incipiente, la economía mapuche era suficientemente desarrollada como para estimular el apetito expansionista de los particulares y del Estado chileno. Era claro que tenían excedentes. La colonización, con diferentes ropajes, fue la herramienta privilegiada, hasta que estallaron las primeras escaramuzas, a mediados del siglo XIX. Colonos chilenos, entre los que se contaban criminales y bandidos que buscaban refugio en la Frontera, son los primeros en apropiarse de tierras mapuche a través de cesiones que hacían los caciques, o compras casi sin valor. Por otra parte, en el marco de la convivencia, los mapuche cedieron territorios para la construcción de pueblos y fortines. Pero aún se mantenía el antiguo orden. De esa época son los primeros caminantes, por lo general europeos, que penetraron el territorio con la anuencia de los caciques. Uno de ellos, Paul Treutler, pasó por Mehuín cuando este todavía era independiente. Así, uno de los lonkos le manda saludos al presidente Montt, al que conocía por haber realizado con él un Parlamento donde se comprometía a respetar el Fuerte de Valdivia. De igual a igual. La relativa luna de miel termina bruscamente en 1859, cuando se produce el alzamiento armado de los mapuche contra los colonos por los continuos hostigamientos. La Guardia Nacional cautelaba los intereses de los colonos a sangre y fuego. A partir de ese momento se concibe el Plan de Ocupación de la Araucanía y se encomienda al coronel Cornelio Saavedra que lo lleve adelante. La idea moderna de la colonización estatal responde al auge del capitalismo europeo, que requiere que América lo alimente. Se precisan más y mejores tierras agrícolas para entregarlas a colonos que traigan consigo el progreso. Los mapuche no son, a partir de ese momento, los valientes guerreros, herederos de Lautaro y otros grandes, sino unos bandidos sangrientos. Aquellos que Alonso de Ercilla exaltó como esa soberbia gente libertada...de leyes libres y de cerviz erguida , se transformaron en hordas que ejecutaban actos de vandalismo, robo y pillaje en la región de la Frontera. Una raza degenerada de la antes heroica y patriótica Araucanía. Como se les consideraba asimilados a Chile, sus actos de liberación fueron considerados como bandidaje y a ellos como criminales. En verdad, los mapuche hacían lo mismo que antes; lo que cambió fue la evaluación chilena de estos actos.
La ocupación tenía muchos defensores. El Mercurio de Valparaíso editorializaba, en 1859: “En efecto, siempre hemos mirado la conquista de Arauco como la solución del gran problema de la colonización y del progreso de Chile, y recordamos haber dicho con tal motivo que ni brazos ni población es lo que el país necesita para su engrandecimiento industrial y político, sino territorio... Pretender obtener por la persuasión y la propaganda la dulcificación de las costumbres bárbaras del araucano, es pretender una quimera; es pretender la realización de un bello sueño de trescientos años. Pensar en domesticar al indio poniéndole en contacto pacífico con el hombre civilizado, es otro bello ideal que sólo puede tolerarse a las dilataciones generosas del sentimentalismo y la poesía”. Tres días después el influyente periódico hacía una advertencia que fue tomada muy en cuenta. “Emprender la conquista de Arauco, o lo que es lo mismo, expedicionar sobre las tribus bárbaras que hoy lo ocupan, sin ponerse de acuerdo con los gobiernos vecinos, o con los gabinetes del Paraná y Buenos Aires, sería trabajar inútilmente y hasta rendir el más flaco servicio a esos pueblos amigos y vecinos; por cuanto las tribus arrojadas de nuestro suelo emigrarían fácilmente hacia el otro lado, yendo a engrosar las expediciones vandálicas que hace tiempo asolan esas ricas campiñas”. Y es que en esa época habían aparecido en el horizonte andino los últimos guerreros míticos: Calfükura, rey de las pampas argentinas, que allende los Andes ponía en jaque al ejército republicano, y su aliado Quilapán, el gran lonko de los arribanos o wenteches , que aquí le daba guerra al ejército chileno. Se había producido un proceso de expansión mapuche hacia Buenos Aires, que significó ganancia de territorios: la araucanización de las pampas, como se le ha llamado en la historia. De uno y otro lado de los Andes había y hay gente mapuche. Leyenda y realidad se entrelazan en la figura de Calfükura. Se cree que nació en la vertiente chilena de los Andes, en las tierras del Llaima, o tal vez más al sur, cerca de Valdivia. Lo cierto es que fue de Boroa de donde partió, ungido por una machi blanca y de ojos claros. Hacia el año 1840 se había convertido en el gran cacique de las pampas, con asiento en Salinas Grandes. El control sobre la sal le daba el poder económico, pero su poder político tenía una vertiente mágica. Se cuenta que poseía una piedra — kura — que le otorgaba poderes extraordinarios. La Piedra Azul. Algo así como un meteorito. Con ella controlaba las tempestades y los elementos naturales; azotaba la piedra y empezaba a tronar, llover y relampaguear justo sobre el campo enemigo. Un cherrufe a su servicio, que le contaba la verdad. Calfükura, el personaje histórico, es considerado como el último gran iluminado mapuche, el gran filósofo. Su dicho era: Pon tu pie en el estribo y deja cantar tu corazón hacia las alturas. Llevaba el nombre de aquel del mito de la Piedra Azul —que eso quiere decir Calfükura— el que se lanzó a las aguas del río y empezó a cantar con el río, inaugurando ese canto en el mundo. Cada canto de Calfükura hacía nacer una estrella. Por el cielo volvió Calfükura a la tierra en esa coyuntura histórica. Tenía hijos en Argentina y en Chile: una sola gran familia. Doce mujeres tenía. Hasta hoy muchas familias tienen parientes en Argentina, en territorio
mapuche, sobre todo los pehuenche. La abuela de Leonel, que era de Villarrica, contó de esas cordilleras donde ella iba a piñonear hacia el lado de Argentina. El talento militar de Calfükura consistió en unificar al ejército mapuche. El mismo que tuvo Lautaro. Ahora, en las dos vertientes de los Andes. Muchos problemas dio al ejército argentino, al que empujó hasta las mismas puertas de Buenos Aires. Traicionado murió el guerrero, en 1873, según cuenta la trágica historia. Como Lautaro, también. El viaje a las pampas era un verdadero ritual de iniciación de los jóvenes guerreros, que se hacían hombres lejos de la protección familiar. Cerca de Küramalal, que es un paso fronterizo, existe una cueva que —se sabía— estaba bajo la protección de seres sobrenaturales. Los que hasta ese lugar llegaban se volvían invulnerables: iniciarse es enfrentarse con el misterio del ser. Ser valiente, desde entonces, era algo asegurado. En una sociedad militar esto formaba parte de la educación guerrera: el héroe, en todas las culturas, en todos los mitos antiguos, debe pasar por un proceso iniciático. Desde Chile partió el joven Mangin, a los 20 años, a Argentina y volvió a sus tierras arribanas veinte años después, poderoso y rico. Su cacicazgo abarcaba desde Malleco al río Cautín por la zona cordillerana y el llano alto. Instalado en Adencul comenzó a establecer alianzas matrimoniales con la mayor parte de los jefes arribanos, que lo eligieron Ñidol Lonko de los territorios del este. Pero su aliado principal no era otro que el cacique de las pampas, el famoso Calfükura. Cuenta José Bengoa, en su Historia , que Quilapán, hijo de Mangin, fue enviado por su padre a vivir en el toldo de Calfükura en Salinas Grandes, para que aprendiera de él su sabiduría y valor. También era una prenda y muestra de confianza, una manera de sellar un pacto: se entregaba un hijo como garantía de que el pacto se cumpliría. Mangin tenía fama de mago, lo mismo que Calfükura, sólo que en lugar de una piedra tenía un caballo sagrado, completamente blanco, que le decía el porvenir. Un caballo bajado de la luna. El historiador chileno Benjamín Vicuña Mackenna, expresando la opinión de los soldados que pelearon en las guerras con los mapuche, dice: “Era Mañil Bueno ( Mangin Weno ) una especie de rey-sacerdote que hacía adorar a un caballo blanco que guardaba escondido en su malal . Desde este sitio misterioso, el avieso indio, austero, desinteresado, valiente, especie de brujo y de adivino, se hacía respetar como un semidiós no sólo por las reducciones de la montaña, de las que era señor natural, sino en todas las comarcas desde el Cautín al Calle-Calle.”.
Desconfió siempre de los chilenos. Según Bengoa este Mangin fue el más preclaro de todos los lonkos del siglo XIX. Vio el cerco que le tendía la sociedad chilena a los mapuche y el carácter inevitable de la ocupación militar de la Araucanía. Murió hacia 1860, muy anciano, convencido de que muy pronto entrarían los chilenos, acabando con la sociedad mapuche. Había fracasado en la búsqueda de alianzas y en su empeño por unir a todos los mapuche. Junto a su lecho de muerte su hijo Quilapán juró no entregar jamás la lanza frente al enemigo e impedir a toda costa que los chilenos invadieran el territorio. Un relato de un mapuche mestizo que sirvió de lenguaraz o traductor a Quilapán cuenta que el entierro de Mangin se efectuó ocultamente. Nadie supo dónde quedó. Quilapán huyó de la región pues el ejército chileno lo perseguía sin descanso y se refugió en Loncoche. Hasta allí llevó la canoa que contenía los restos de su padre, porque todos pensaban que si los soldados tomaban las cosas y los restos de Mangin se parecerían a él y entonces los vencerían. Al hacerse cargo del cacicazgo Quilapán convocó a una gran junta en los llanos de Perquenco, en casa del cacique Montri, que era su pariente y que luego fue uno de sus principales lugartenientes en las luchas de defensa de la tierra contra el ejército de Cornelio Saavedra. Cuentan los antiguos que Quilapán habló un día entero, de la mañana a la noche; que cantó y lloró al estilo de la antigua oratoria mapuche. Recuerdan que decía: “Mientras haya coligües para construir nuestras lanzas no dejaremos entrar a los winkas en nuestras tierras”. Al término de su discurso Quilapán fue reconocido como cacique principal de los arribanos y todos los otros caciques seguían sus orientaciones y consejos. Las hazañas de Quilapán se recuerdan hasta hoy como la historia reciente: la que ayuda a reconstituir el mito y la identidad de este pueblo. Malocas o malones llamaban entonces a las incursiones indígenas en los poblados chilenos, las que eran respondidas de la misma manera mientras la guerra no fue un asunto de Estado. Escaramuzas de diferente importancia donde, en uno y otro lado de la cordillera, Calfükura y Quilapán eran las figuras cumbres. El decidido avance de la colonización estatal empujaba la línea de la Frontera hasta el río Malleco. En ese entonces el coronel Saavedra se felicitaba de sus éxitos. Conocedor de las rivalidades entre los mapuche, sus métodos eran más políticos y diplomáticos que simplemente militares. “La Pacificación de la Araucanía, señor Presidente, nos ha costado mucho mosto, mucha música y poca pólvora”, escribe en una de sus cartas al primer mandatario. No tan poca, según se vio de ahí en adelante, cuando en 1869 se inició la Guerra de Exterminio. Presidente de la República era don Aníbal Pinto. El problema mapuche exigía una solución drástica y definitiva. Muy pocas voces se alzaron, al interior del país en defensa de los mapuche. Los más progresistas, como Ángel Custodio Gallo, que años más tarde fundaría el Partido Radical, defendían a los indios y exigían tratar los asuntos indígenas “como se tratan los negocios de los dementes y de los menores de edad y de
aquellos que no tienen la inteligencia necesaria para administrar sus intereses”. Algunos misioneros franciscanos abogaron a favor de los mapuche y se manifestaron en contra de la invasión de un territorio “que jamás hemos poseído, que tiene legítimos dueños, que han estado siempre en posesión de su independencia y libertad, sin sujeción a nuestras leyes; por más que la Constitución política de la República lo cuente como parte de esta”. Pero el país, en su inmensa mayoría, estaba de acuerdo en incorporar a estos bárbaros del sur a la nacionalidad y dar más rendimiento a sus tierras trayendo colonos de Europa. La tenaza formada por los ejércitos chileno y argentino comenzó a cerrarse sobre los mapuche por ambos lados de la cordillera hasta conseguir, finalmente, su objetivo. Un paréntesis lo constituye la singular historia de Orllie Antoine, para unos un aventurero francés enamorado del pueblo mapuche, que quiso convertirse en su rey, para otros una suerte de pirata sostenido por el gobierno de Francia, interesado en tener dominio territorial en sectores de este nuevo continente. Tal como los piratas holandeses, explica Juan Antonio Painecura, cuyas incursiones en la región de Valdivia no eran un acto de rapiña y bandidaje sino un acto político para tomar ese territorio bajo la Corona de Holanda. Orllie Antoine se establece primero en la región de la Patagonia argentina y luego, hostigado por el ejército de ese país, atraviesa hacia Chile donde hace alianzas con los arribanos del cacique Quilapán. A esas alturas del siglo XIX, asediados por los chilenos, los mapuche se convencen de la necesidad de un poder centralizado, al menos para el manejo de las relaciones externas. El francés les entrega elementos de organización para la defensa de su territorio como Nación y les ofrece lo que les hace más falta: armas para su causa. Pero en 1862 el Rey de la Patagonia y la Araucanía es tomado prisionero por Cornelio Saavedra, que lo envió de regreso a su patria. El francés no cejó en su empeño e hizo lo imposible por volver con las manos llenas. Las armas no llegaron nunca: el barco en que venían fue detenido en Argentina, según algunas versiones, aunque el mito y la leyenda aseguran que llegó hasta la bahía de Chan Chan, en la costa valdiviana, justo debajo de la casa de la familia Lienlaf. Leonel casi lo ha visto: el barco de la esperanza. “Dos semanas estuvo el barco anclado frente a mi casa, pero las armas no se desembarcaron porque Orllie Antoine llegó tarde y los franceses no quisieron entregárselas a los mapuche”, afirma con seguridad. En todo caso una historia fantástica que ha seducido la imaginación de escritores y artistas. Como la del argentino Tomás Eloy Martínez que describe al singular personaje. “El primer rey de la Patagonia, Orllie Antoine I, señor de Tounens, era hijo de un molinero que a su vez descendía de un campesino expósito, presunto hijo bastardo de Luis XV. Si el rey Orllie no figuraba en la historia no era porque la historia lo ignorase, sino porque él, voluntariamente, se había situado en los márgenes de la realidad. Y allí estaba el principio. A fines de agosto de 1858, un oscuro procurador de Périgueux -ciudad del sudoeste de Francia, no lejos de Burdeos- había
llegado Chile con la intención manifiesta de fundar una monarquía constitucional. Era, claro está, el señor de Tounens. Tenía treinta y tres años. Vestía una levita ceñida a la usanza francesa, un poncho cruzado en forma de bandolera y una vincha de paño blanco. Cuando una tropa de guerreros mapuche le salió al encuentro, enarboló la bandera verde, azul y blanca que llevaba preparada y desenrolló los pergaminos de la Constitución que instauraba el naciente reino. No lo desamparó la suerte. Seducidos por el espectáculo de un mariscal inerme, que afrontaba las lanzas con una jerga incomprensible , los guerreros lo llevaron ante el cacique Quilapán, quien lo tomó bajo su protección. Dos años más tarde, la noche de Navidad de 1861, Orllie Antoine fue coronado en las tolderías del cacique Levin. Casi tres mil indígenas llegaron para aclamarlo. El rey pronunció una arenga elocuente, que los tropiezos de los lenguaraces echaron a perder. Luego, adelantándose, entregó la bandera del reino a los caciques y les hizo prometer que con ella debían morir y no retroceder. Esa misma noche anunció la guerra. Pidió doce mil indios armados para sitiar la ciudad de Santiago de Chile. Suponía que el presidente Manuel Montt, en su afán por comprar trenes, se había quedado sin armas para enfrentarlo. De ese error de cálculo iba a nacer su ruina. El 5 de enero de 1862 lo despertó una patrulla del ejército chileno. Dos meses después, en la cárcel del pueblo de Los Ángeles, Orélie referiría en una carta la inesperada captura: Sólo un momento había pasado desde que me confié al sueño cuando un brazo hercúleo impidió que me levantara. Alguien me tomó de las axilas, otro a quien no vi se apoderó de mis reales posesiones, otro más me amenazó con un arma. Como estos hombres nada decían, los confundí con ladrones y les pregunté con calma si trataban de asesinarme. No -me contestó el que mandaba-. No se mueva y ningún mal le haremos . Casi un año permaneció el ex procurador de Périgueux confinado en una celda de salitre, donde lo aquejaron fiebres reumáticas. A fines de marzo de 1863 lo sometieron a juicio y lo encerraron en la Casa de Locos de Santiago. Había empezado a delirar con visiones de la Santísima Trinidad cuando el cónsul francés en Valparaíso acudió a rescatarlo. En octubre de 1863, el rey caído pudo al fin embarcarse en un navío de guerra con destino al puerto de Brest. En París, creó la Orden Real de la Estrella del Sur y mandó acuñar monedas de un peso y de dos centavos, que revendía a los coleccionistas. Contra todas sus esperanzas, murió en la cama, de gripe, el 19 de septiembre de 1879.” Después de la insurrección general, en 1867, cuando se unieron por única vez los antiguos enemigos arribanos y abajinos, se desata abiertamente la guerra de Arauco que involucraba, ahora, no sólo a los guerreros y al ejército mapuche sino a la población civil. “Se incendiaban las rukas , se mataba y capturaba mujeres y niños, se arreaba con los animales y se
quemaban las sementeras”, cuenta en su historia José Bengoa. Y agrega, con conocimiento de causa: “Estamos ante una de las páginas más negras de la historia de Chile”. Se empleó la táctica de tierra arrasada, lo que obligó a las familias mapuche del valle a huir hacia los contrafuertes cordilleranos de la zona de Lonquimay. Operaron entonces las alianzas entre los arribanos de Quilapán y los pehuenche. Los mismos pacificadores dejaron por escrito algunos de los horrores. El Mercurio de Valparaíso consigna los informes llegados del frente de batalla: “Se han incendiado quinientas casas y una gran cantidad de sementeras de trigo y chácaras pertenecientes a las tribus enemigas. Este escarmiento parece que ha producido un buen efecto entre los indios que no han tomado parte en la guerra; y por eso se han presentado sumisos y obedientes. En cuanto a los moluche (arribanos), que son los únicos sublevados, es de esperar o que se sometan a las autoridades de la república o que emigren de las tierras que ocupan entre el Cautín y el Malleco, las cuales han sido casi del todo asoladas por las diferentes divisiones que han salido de nuestra línea fronteriza”. Guerra, decididamente. Con mucha pólvora, poco mosto y nada de música, salvo el kul-kul de los mapuche: el cuerno llamando a los konas antes de cada batalla. El recuerdo de la Pacificación está vivo en la sociedad mapuche de hoy día y no es difícil recoger relatos como los de Leonel Lienlaf, que los escuchó de su abuela, Marcelina Pichún, su mamayeja . Por eso dice, muy serio: “Las violaciones a los derechos humanos fueron mucho más graves que en el período colonial. El pueblo mapuche conoció entonces la tortura. Al cacique con el que peleaba mi abuelo, que se llamaba Basilio, le sacaron la piel estando vivo y la hicieron bandera para asustar a la gente. Después le cortaron la cabeza y se la amarraron a la cintura a su propio padre, para que escarmentara”. La misma historia que Zurita recreó en sus poemas. El acoso fue permanente. El hambre diezmaba a los mapuche casi tanto como la guerra. En 1871 Quilapán accede a firmar las paces pero nunca llega a hacerlo porque muere antes, de tabardillo de aguardiente según expresa Juana Malén, una de sus mujeres, en un relato que ha quedado escrito para la historia. El alcohol fue, sin duda, un enemigo solapado que contribuyó eficazmente al aniquilamiento mapuche. El remedio que entregó el winka para ahogar la derrota, la impotencia, la desesperanza, comentan hoy los descendientes. La colonización siguió su curso aceleradamente. Ya en 1866 se había establecido por ley que todas las tierras sobre las que no se pudiera comprobar ocupación indígena efectiva y continuada por el período de un año se declararían terrenos baldíos y por lo tanto de propiedad del Estado. El artículo tres de la ley dictada el día 4 de diciembre señalaba que “...los terrenos que el Estado posea actualmente y los que en adelante adquiera, se
venderán en subasta pública en lotes que no excedan de quinientas hectáreas, pagándose el precio en cincuenta anualidades iguales, sin intereses”. A costa de las tierras mapuche. A cambio se les entregaron los Títulos de Merced considerados por ellos los títulos del oprobio. Ingenieros chilenos fueron a medir las tierras indígenas para delimitar la Reducción. El nombre estuvo bien puesto. Es por eso que un winka , premunido de una huincha de medir, es el personaje más sospechoso, hasta el día de hoy, en cualquier Reducción mapuche. La modernidad avanzó hacia la región austral montada en el ferrocarril y trasmitida por el telégrafo. Las lejanas selvas del sur quedaron a una jornada de las tropas de la capital y la guerra pudo ser dirigida desde La Moneda. Se fueron fundando pueblos y se construyeron nuevos fuertes en el borde del río Traiguén, instalando numerosas cuñas en el territorio mapuche. Pero fue sobre todo el desarrollo de la industria armamentista el que decidió la suerte de la Pacificación. Tal como en Norteamérica, el rifle de repetición fue el argumento final. Hacia fines de la década del setenta, en el siglo XIX, las condiciones estaban dadas para la última ofensiva en contra de los mapuche. Los dos jefes militares, que en Argentina y en Chile habían conducido la guerra, se transformaron en ambas naciones en los ministros de Guerra. Julio Argentino Roca y Cornelio Saavedra se apoyaron mutuamente, como consta por escrito. “...Siempre he pensado que Chile y la República Argentina en vez de ser enemigos o malos vecinos, recelosos uno del otro, debían estrechar sus vínculos y relaciones no sólo para combatir juntos y bajo un mismo plan las tribus salvajes, sino para influir decisivamente y juntos los grandes fines de progreso en la América del Sud”, escribía el general Roca al coronel Oloscoaga, enlace con el ejército chileno. El plan de la ocupación de la Araucanía se diseñó a ambos lados de la cordillera. Las antiguas rivalidades quedaron en suspenso para poder realizar esta operación de tenazas que se completó primero por el costado argentino. La Guerra del Desierto, como se bautizó la conquista definitiva de la Patagonia, se decidió en 1878, si bien sólo en 1883 se consideró completa la victoria. Roca, a la sazón Presidente de la República, escribe en una nota del 28 de abril de ese año al general Conrado Villegas: “...La ola de bárbaros que ha inundado por espacio de siglos las dilatadas y fértiles llanuras de las pampas, y que nos tenía como oprimidos en estrechos límites, imponiéndonos vergonzosos y humillantes tributos, ha sido por fin destruida o replegada a sus primitivos lugares, allende las montañas”. La Guerra del Pacífico dilató en Chile la cuestión de la Araucanía. En 1879 el general Daza, Presidente de Bolivia, declara la guerra y el ejército chileno se dirige al norte para consolidar la expansión hacia la región del salitre; no se detuvo hasta entrar en la capital de Perú. La victoria, que trajo consigo la anexión de un amplio territorio infló el ego militar del país. Un ejército profesional en armas se encontraba disponible en 1881. Por otra parte, el triunfo argentino sobre los herederos de Calfükura y sus indios pampas hacía necesario actuar. El gobierno de Buenos Aires demarcaba fronteras,
ocupaba territorios mapuche, avanzaba a la Patagonia, y era preciso ocupar los propios o se corría el riesgo de que Argentina llegara hasta el Pacífico. Los escarmientos de la época reciente tenían a los mapuche bastante apagados. Aún lo más levantiscos parecían estar tranquilos. El gobierno les pagaba a los principales caciques para conservar su amistad. Pero la presión por las tierras mapuche aumentaba y así también aumentaban los abusos y los atropellos, hasta que se produjo un levantamiento parcial a causa del asesinato del cacique Domingo Melín. Testimonios recogidos por los historiadores dan cuenta de cómo ocurrieron las cosas. Horacio Lara, que dedica su obra a Cornelio Saavedra, a quien admira, denuncia algunas de las atrocidades de los soldados de la Guardia Nacional, como cuando se dejaron caer sobre la casa de un cacique donde violaron a las mujeres y después las mataron. “Las asesinaron con todo salvajismo junto a sus hijos. Pero no satisfechos con tanta impunidad, dejaron ensartados en estacas los cadáveres de las mujeres introduciéndoles un madero por la parte posterior. Pues bien —agrega Lara— el cacique que pudo escapar a tanta infamia fue el primero en sublevarse en venganza de este crimen en la gran rebelión del ochenta y el ochenta y uno en que se arrasaron los campos del interior de la frontera y se puso en peligro de perecer a casi todas las nuevas poblaciones de aquellas bellas comarcas”. El cacique Melín y su hijo Alejo fueron asesinados a la manera de entonces, en un encaminamiento. Así lo relata Lara: “Algunos jefes, por el más leve motivo, ordenaban encaminar a cualquier indio, ya fuese cacique o no, sin oírle siquiera una declaración. En un sitio al lado del camino que conduce de Angol a Traiguén, que llaman el lugar de Las Piedras, se ostentan dos grandes piedras, porque allí se realizaban estos cruentos crímenes”. “Cierto día salía de Angol un piquete de soldados custodiando a dos indios: el uno llevaba una pala y el otro un azadón. Quienes los vieran habrían creído que se les conducía a ejecutar algún trabajo público... Llegado(a Las Piedras) el piquete de soldados les ordenó que cavaran al pie de las piedras su propia sepultura. Cuando estuvo preparado se ordenó a uno de ellos se pusiera al borde de uno de los extremos de la fosa y una descarga cerrada lo arrojó al mismo hoyo que había abierto por sus propias manos. Y así hicieron con el otro”. A los mapuche se les consideraba derrotados y se abusaba de ellos hasta que las provocaciones determinaron el reinicio de las hostilidades. El ejército chileno se encontraba ocupado en la guerra que se desarrollaba en el norte; quedaba en La Frontera la Guardia Nacional, aborrecida por los mapuche. El primer acto de guerra fue el ataque al Fuerte y poblado de Traiguén, en septiembre de 1880, cuando unos quinientos mapuche rodearon el lugar y luego huyeron con un rico botín. El orgullo nacional se sintió herido. El país estaba en guerra con Perú y Bolivia; los mapuche fueron acusados de antipatriotas y el discurso del aniquilamiento ya no tuvo opositores. El Mercurio de Valparaíso propone “arrancar del mapa de Chile ese feo parche que desde la organización de la república ha venido afeándolo con mengua, no sólo de intereses materiales
de gran valía, más también con detrimento del prestigio moral de la soberanía del Estado y de la fuerza que le acompaña”. No se podía seguir permitiendo que una tribu de salvajes sin Dios ni ley poseyera los más feraces campos del país, advertía. La insurrección mapuche decidió al gobierno chileno, triunfante en Chorrillos y Miraflores, a destinar al propio ministro del Interior, Manuel Recabarren, para que condujera la campaña del sur. Este recurrió a todo el apoyo logístico que requería una guerra moderna y diseñó un plan estratégico para penetrar por todo el territorio que baña el río Cautín. Esta vez, para quedarse. Como lo define Bengoa, el ejército que comandaba el ministro era un cuerpo de ocupación. Tenía por objeto ocupar suelo, medirlo, repartirlo, colonizar la Araucanía con extranjeros, ampliar el territorio nacional y unir la zona central con Valdivia y el sur. Un entusiasmo expansionista dominaba al gobierno central de Santiago, expresándose en el avance de su expedición hacia el Cautín. Fundando Fuertes, avanzando y avanzando, el ministro atravesó el Cautín y llegó a Temuco, donde tuvo un encuentro con un grupo de caciques y sus konas , unos quinientos o seiscientos mocetones a caballo dice el informe oficial, que le pidieron al representante del gobierno que no pasara más adelante. Pero la decisión estaba tomada. La fundación de Temuco, a orillas del río Cautín, firmó la sentencia de muerte del pueblo mapuche. La cruzada contra los salvajes, rémora del progreso y la civilización, como editorializaban los diarios de la época, fue apoyada desde todos los frentes. Se trataba de llevar la luz al caos que se llamaba Araucanía. Las tropas que venían del Perú pasaban directamente hacia el sur, casi sin entrar a Santiago. Pero la ocupación y Pacificación tenía todavía un capítulo sangriento por vivir, en lo que se ha llamado el alzamiento general del año 1881. Un gesto desesperado, sabiendo el pueblo mapuche que no podía ganar. Dispuestos a morir peleando. Según Bengoa, que conoce bien la historia, fue el último acto cultural, dramático, sin duda, que cerró una etapa heroica de su historia y abrió una nueva, en que la lucha por la tierra y la defensa de su identidad estará marcada por el hecho de haber perdido la libertad con las lanzas de coligües en las manos. Algo muy importante para gente tan libre, como los describe uno de los cronistas de los primeros tiempos, Alonso González de Nájera: “Acostumbran los indígenas a decir, hablando con sus lanzas: este es mi amo; este no me manda que le saque oro, ni que le traiga yerba ni leña, ni que le guarde el ganado, ni que le siembre ni siegue. Y si pues este amo me sustenta en libertad, con él me quiero andar”. Después de Temuco vinieron Carahue, Cañete, y el último bastión, la inmortal Villarrica, fundada por Pedro de Valdivia y destruida por Pelentraru hacía más de doscientos años; nada quedaba ya de ella. La selva había vuelto a esconderla. Los preparativos para el malón general se realizaron durante aquel invierno. De comunidad en comunidad, los werkenes con sus cuerdas rojas anudadas
a la muñeca recorrían el territorio para ponerse de acuerdo en el día convenido. Tanto en Argentina como en Chile según el detallado informe de Pascual Coña, un cacique mapuche que relató los acontecimientos en un libro extraordinario. A causa de esta gran aversión hacia los winkas se complotaron en todas partes los indígenas para levantarse contra ellos. El primer impulso lo dieron los caciques pehuenche en un mensaje al cacique Neculmán, de Boroa, con el contenido de que prepararan la guerra en Chile, así como ellos, los caciques pehuenche, se alistaban en la Argentina. Además, enviaron un cordón con nudos, pron-füu , que indicaba cuándo estallaría el malón general”. Y más adelante explica: “Esta es nuestra señal. Contiene los días contados, hay que deshacer un nudo cada día; el día que queda el último nudo, habrá concentración en todas partes”. El 5 de noviembre de 1881 se realizó la última ofensiva de la guerra de Arauco. El rito final, se le ha llamado con razón. La guerra es para los mapuche un gran acto ritual. El instante en que se expresan los grandes valores humanos y los grandes recuerdos que lo identifican como nación y cultura. Los winkas , como advertía el anciano Mangin, se habían entrado y ya solamente les quedaba a los mapuche el poder de morir luchando. Se unieron los grupos diversos y en Lumaco corrieron ríos de sangre cuando empezó el levantamiento. Lo mismo en Toltén y en la costa valdiviana. Los telegramas intercambiados entre las autoridades y sus fuerzas armadas dan cuenta de lo que fue ocurriendo. La indiada se puso fiera. Morían por cientos y seguían saliendo indios por todas partes. Hubo matanzas históricas, como la del fuerte Ñielol. Y hubo también históricas deserciones, como aquella del cacique Venancio Coñuepán que hasta el final se mantuvo como aliado de los chilenos, siguiendo la tradición de los nagches o abajinos. El griterío característico que acompaña el avance de las huestes indígenas despertó la madrugada del 10 de noviembre a los habitantes de la villa de Temuco. La última batalla de esta guerra desigual terminó con cuatrocientas bajas entre los mapuche. La derrota consumió al resto. Por miles fueron muriendo, perseguidos, desbandados, empobrecidos. Se quedaron sin sus tierras y sin autonomía. Así fue cometido este tormento , dice Neruda. ...Hasta que fue agobiado nuestro padre,/ hasta que le enseñaron a fantasma/ y entró a la única puerta que le abrieron,/ la puerta de otros pobres, la de todos/ los azotados pobres de la tierra. Pero nunca dejaron de ser pueblo. Capítulo 16 Del genocidio al otrocidio: la chilenización de los mapuches y la resistencia cultural Pacificada la Araucanía, sin que mediara un auténtico encuentro, ni Paces, ni Parlamentos, se dio por terminada la guerra y se actuó con los vencidos según el paradigma vigente. Al indio, dice el poeta, lo royeron poco a poco,/
magistrados, rateros, hacendados,/ todos tomaron su imperial dulzura/ todos se le enredaron en la manta/ hasta que lo tiraron desangrándose,/ a las últimas ciénagas de América. El despojo de sus tierras —que era el objetivo claro— se consumó en un par de años. Refundada Villarrica, el último bastión mapuche, la región se llenó de colonos llegados de otro continente: gente considerada civilizada, capaz de impulsar el progreso. El ferrocarril siguió penetrando, ahora hasta Valdivia, y a ellos los arrinconaron en sus pobres Reducciones. El sistema consistió en radicar a los principales lonkos , con su familia extendida, entregándole en comunidad un pedazo de tierra. Aproximadamente, un diez por ciento de lo que tenían antes, repartido en unas tres mil comunidades. De las cinco millones quinientas mil hectáreas que los mapuche reivindican, sólo quinientas mil les fueron devueltas. Apenas unas pocas líneas dedica la Historia de Chile a esta historia de la Pacificación. Mucho más sabemos los chilenos sobre los heroicos gestos de la Guerra del Pacífico, que ocurría más o menos al mismo tiempo. La mala conciencia con los mapuche, no asumida, por supuesto, hizo crecer el olvido sobre el despojo del padre. Viejo y pobre lo dejamos. Nuestra civilización tenía y tiene reglas muy claras. Hay que recordar al cronista, Ginés de Sepúlveda, ilustre consejero del rey, cuando habla de las justas guerras: “Perdida la libertad, ¿cómo han de retenerse los bienes?” Herederos del positivismo filosófico, los chilenos estaban seguros de tener la razón. El siglo XIX, sostiene el profesor Lipschutz, tuvo una recaída aristotélica. La razón de que en este mundo haya unos pueblos nacidos para mandar y otros para ser esclavos se confirma con explicaciones científicas. Malthus, por una parte, y Charles Darwin, después, que hace suyo el concepto de la lucha por la supervivencia entre las especies, justifican la idea de razas superiores e inferiores. Los mapuche, antes valientes guerreros y luego temibles bandidos, se transformaron con la Pacificación en indios flojos y borrachos, arquetipo constelado desde el paradigma dominante, que a la sazón mide al hombre por su rendimiento económico y por sus logros sociales. Ciudadanos chilenos, según la letra de la ley, debían competir con los chilenos, sin considerarse la baja tecnología de su producción agrícola, el concepto básico de economía de subsistencia que caracteriza a la sociedad mapuche y el mínimo contacto con el mercado. Este nuevo estereotipo, señala el investigador Milan Stuchlik, tenía sus ventajas: al calificar a los mapuche de flojos podía adscribirse su pobreza a ellos mismos; además, se podía justificar la limitación de terrenos y los robos de tierras, las famosas corridas de cerco. Aunque las Reducciones eran teóricamente intocables, el descrédito de los mapuche como trabajadores hacía más fácil las manipulaciones semilegales e ilegales. El hecho de que fueran borrachos agravaba más las cosas. Aunque las informaciones sobre la exagerada ingestión de alcohol entre los mapuche aparecen ya en los primeros tiempos de la Conquista, es después de la Pacificación cuando este rasgo se vuelve decidor. Resulta una explicación simple y fácil a su situación desmedrada. La culpa no es de la sociedad
chilena, ni del régimen económico, ni de la discriminación racial, sino de los mapuche mismos: gente que no quiere progresar. En cierta manera — sostiene Stuchlik— fue una justificación de la Pacificación de la Araucanía. Impregnado por el pensamiento occidental, a través de la educación recibida, el mestizo o criollo no tuvo otro norte que tratar de blanquearse. El más modesto empleado público sacó a relucir blasones que probaran que en su sangre no había mezcla de razas. La mutación étnica era el paso previo para subir en la escala social. Ciudadanos de segundo orden, atrasados, ignorantes y malos trabajadores, lo que correspondía frente a los mapuches era chilenizarlos. La negación del otro ha estado en nuestra cultura inscrita en lo más profundo. Que el otro sea como yo, es lo óptimo esperable. En un comienzo se pensó que el sistema de las Reducciones no duraría mucho tiempo y que pronto se dividirían produciéndose automáticamente la asimilación del indígena. El interés por hacer desaparecer la propiedad comunitaria estuvo desde el principio en la base de la legislación indígena chilena. El concepto mismo de la tenencia comunitaria o colectiva es ajeno a la legislación general y, por lo tanto, la mantención de las Reducciones se identifica con la mantención de la idiosincracia mapuche. Y así es, en efecto. La resistencia cultural se atrincheró en las comunidades. El mapuche se aferró a ellas, tal como ocurrió en otras partes de América, sabiendo que esta era la única forma de proteger sus tierras siempre amenazadas, y de sobrevivir como minoría étnica. La sociedad mapuche se cerró sobre sí misma. Más que antes, la cultura se volvió conservadora: la preservación de sus costumbres, tradiciones, cultos y lengua fueron los grandes pilares. La machi-sacerdotisa fue la encargada de recordarles a los hombres la exigencia de respetar fielmente las enseñanzas de antes. Marcados por la derrota, perseguidos, discriminados, cultivan el odio al winka . En Temuco, el año 1900, operaban veintisiete bufetes de abogados dedicados a la lucrativa actividad de litigar tierras, deslindes de propiedades y realizar legalmente todo tipo de usurpaciones; reclaman los frailes capuchinos en ese tiempo contra los chupasangre. El Diario Austral de Temuco, el 19 de abril de 1927, editorializaba: “Diariamente llegan hasta nuestra oficina grupos de indígenas indefensos a quejarse de atropellos, que no creemos sean inventados, y esos hijos de Arauco nos cuentan sus trajines a través de oficinas, sin lograr siquiera que se les oiga”. Según José Bengoa, se calcula que en los primeros cincuenta años de este siglo casi un tercio de las tierras concedidas originalmente en Merced fueron usurpadas por particulares. En 1929, de 2.173 comunidades de Cautín, había en la Corte de Temuco 1.709 juicios con particulares chilenos y también entre indígenas. Litigios sobre la tierra los mapuche tendrán siempre.
Muchos fueron a parar a la cárcel. Otros fueron marcados, como se marca a las bestias. Juntaron odio de a poco. En la sociedad chilena la idea de la integración buscó distintas maneras: la evangelización, la educación y el Servicio Militar Obligatorio fueron los tres instrumentos predilectos. Se hicieron leyes especiales para proteger al indígena, siempre con el trasfondo de la asimilación y la transculturación. A comienzo del siglo XX se formaron en las ciudades las primeras organizaciones mapuche. Treinta años después de la derrota comienza a reconstituirse una fuerza mapuche. La participación política revistió diversas formas. Un nuevo discurso aparece. La primera actuación pública la protagonizó un grupo que se organizó en Nueva Imperial, en 1913, para defender legalmente a un mapuche, Juan Manuel Painemal, quien había sido marcado a fuego por unos terratenientes. Un par de años antes se había formado la Sociedad Caupolicán Defensora de la Araucanía, de la que salieron posteriormente algunos parlamentarios que llevaron la voz mapuche hasta el Congreso Nacional. Esta agrupación estaba formada mayoritariamente por profesores primarios que habían accedido a la educación y veían en esta la herramienta necesaria para integrar a los mapuches a la sociedad chilena. Manteniendo la defensa de su raza y de su pueblo, adscribieron al indigenismo asimilacionista de los partidos políticos nacionales. Pero querían mejor trato. En la Cámara de Diputados el primer representante mapuche, Francisco Melivilu, denunciaba en 1924 el crimen horroroso contra dos indígenas honrados. “Estando detenidos en Nueva Imperial fueron asesinados por los carabineros. Estos dispararon a uno de los indígenas un balazo en la sien. Al otro le dieron con carabina un balazo en el corazón. Luego abrieron con cuchillo el vientre de los cadáveres, les sacaron los intestinos y pusieron en su lugar piedras. Y todavía, como si tuvieran el temor de que resucitaran para delatarlos, los degollaron y así, con el vientre lleno de piedras, los arrojaron al fondo del río Cautín.” Las denuncias no eran sólo referidas a hechos puntuales. En 1925 el diputado Manuel Manguilef acusaba: “El Gobierno de Chile violó tratados, promesas. Hizo pedazos la Constitución declarando la guerra a Arauco en la forma más insidiosa y ruin que jamás una nación lo hiciera. Le permitió hasta matar en parte sus energías, y hoy eleva estatuas a esos conquistadores que, a fuerza de propagar vicios, le permitió quitar tierras, animales y lo que es más, la vida de una Nación”. “Todos los engaños y las decepciones sufridas por nosotros, hacen que ya no creamos a aquellos civilizados que se acercan a los indios. No olvidamos que nuestros antepasados tuvieron grandes extensiones de tierras y que en la actualidad están reducidos a ínfimas pertenencias, mientras quienes se decían nuestros amigos y nuestros protectores, que procuraban nuestro bienestar y nuestro progreso, son hoy día dueños de los que fueron nuestros bienes”, reclamaba en fecha más reciente el diputado mapuche Esteban Romero, en un discurso pronunciado en la Cámara de Diputados.
El primero que retomó la idea autonomista de los antepasados heroicos fue Manuel Aburto Panguilef, campesino de Loncoche, quien en 1914 fundó la Sociedad Mapuche de Protección Mutua, la que luego se transformó en la belicosa Federación Araucana. Lo que planteó, en primer término, fue la reunificación política del pueblo mapuche. En 1916 reúne en Pitrufquén un gran Parlamento Indígena que exige la devolución de los terrenos usurpados y la suspensión de los remates. Se articula un discurso indigenista radical, centrado en el tema de la tierra. Públicamente se llama a los chilenos ladrones de tierra y asesinos. En su discurso Panguilef expresa la continuidad histórica del pueblo, representada por la sociedad de los caciques. No acepta las estructuras impuestas ni aspira a volverse chileno sino que lucha por mantener los antiguos valores y costumbres. Entre otras cosas, rechaza el bautismo y el matrimonio, fomenta la poligamia y afirma el respeto por los lonkos y las machis, las autoridades tradicionales de las comunidades. Cada uno de los Parlamentos a los que convocaba se iniciaba con un Nguillatún . Panguilef, un líder místico, decía que Dios lo guiaba en sueños y en las reuniones solían interpretarse los sueños de los presentes, como aún lo recuerdan algunos. Don Eusebio Painemal, de Chol Chol, lo cuenta: “Empezaba Panguilef en un estilo antiguo, primero pedía revelación de sueño a los asistentes, a los viejos que venían de distintas partes, que dijeran lo que habían soñado antes de venir al acto. Lo iban anotando como acta. Algunos soñaban que el acto iba a resultar bien, que los reclamos de los mapuche iban a ser oídos por el gobierno, que su organización de la Federación iba a marchar bien. Todo eso contaban los mapuche antiguos”. Una iniciativa importante —tratándose de una cultura oral— fue la creación de un grupo de teatro cultural y político que se llamó La Compañía Araucana. Esta actuaba en los pueblos recreando las antiguas hazañas y dándole forma a los mitos, para terminar con un encendido discurso que proclamaba la meta de una República Indígena. Poco a poco se fue construyendo un rito sobre la base de la cultura ancestral. Panguilef ocupaba los antiguos lugares sagrados, donde se realizaban los famosos Kawines o Juntas antes de la guerra. Los Congresos duraban días de días y los discursos eran en mapudungun. La defensa de la lengua era el elemento central para preservar la identidad como pueblo. A diferencia de las sociedades mapuche nacidas en la ciudad, que propiciaban la integración, esta se oponía a la chilenización en todas sus formas. Como muchos líderes que se levantan tras una gran derrota, Panguilef acudió a recursos mágico-religiosos para afirmar sus principios. Pero también se dio cuenta de la necesidad de contar con el apoyo de las clases populares chilenas y se acercó a la Federación Obrera de Chile y a los partidos Demócrata y Comunista, los que serían el puente entre el indigenismo y la cuestión social chilena, que en ese período emergía con fuerza. Como todo dirigente mapuche que se respete, Manuel Aburto Panguilef estuvo preso, y luego relegado por el Gobierno militar de Carlos Ibáñez del Campo. La prensa de la época denunciaba sus actuaciones y lo acusaba de
anarquista. “En un Congreso reciente pretendió llevar a acuerdos proyectos descabellados, como el mantenimiento de la poligamia, del Nguillatún , Machitún y otros que no serían sino una barrera a las buenas costumbres y a los principios de la religión y la sociedad” decía el Diario Austral , en enero de 1926. El obispo de la Araucanía lo llamó públicamente un espíritu malo, un seductor para su pueblo. En una Carta Pastoral del año 1927 condenaba con energía su postura de volver a las prácticas antiguas supersticiosas y paganas; que predique el odio a nuestros misioneros, que no manden a sus hijos a nuestras escuelas, que les predique con frases sugestivas el odio a la raza blanca. Y acto seguido lo acusaba de comunista. Atacado por todos los flancos Panguilef va subiendo el tono mesiánico de su discurso y termina medio loco, sin apoyo, pero la esencia de su mensaje permanece hasta hoy en las invocaciones de los lonkos y las machis. Un movimiento de tipo integrista. Para Leonel Lienlaf, Panguilef representa la conciencia mapuche subyacente. Por eso tuvo muchos seguidores, dice, y marcó el rumbo de la orgánica mapuche posterior. No directamente, pero sí en el pensamiento. A partir de la década del treinta los mapuche se incorporan cada vez más a los partidos políticos, lo que hace imposible la unidad buscada por Panguilef. El auge de la izquierda chilena y latinoamericano tiene gran arraigo en los sectores campesinos indígenas porque hay una cierta similitud en el pensamiento: el sentido del comunitarismo hace que el comunismo se asuma con facilidad. Y la condición de clase oprimida los hermana con los proletarios del mundo. Pero no sólo en la izquierda se matriculan los políticos mapuche, sino en todo el espectro, y desde su ideologizada tienda siguen luchando lo mejor que pueden por el bienestar de su pueblo. Aparentemente integrados. El triunfo de la Unidad Popular en 1970 es apoyado con entusiasmo por las comunidades mapuche más apartadas como Neltume, que posteriormente se hizo famoso como escondite de guerrilleros. O el propio Alepúe, en el último rincón del mundo. En ese período se pretendió una revisión de la política del Estado chileno hacia el pueblo mapuche. Aunque la ley que se propone en esos años no deja de ser paternalista, por primera vez se toma en cuenta el planteamiento de las comunidades. La orgánica mapuche, a pesar de las tiendas políticas, tiene directa participación en la elaboración de la ley. A través de los partidos, es cierto, pero al menos la tiene, lo que no ocurrió nunca antes, afirma Leonel Lienlaf. El golpe de Estado de 1973 termina con la apertura. Las tomas de fundos, que habían sido bien toleradas por el régimen anterior, merecieron ahora todo el peso de la represión. Una investigación realizada para la Comisión de Derechos Humanos consigna numerosos casos de mapuche desaparecidos y asesinados. La dictadura, con su doctrina de la Seguridad Nacional, más que ningún otro régimen, sostiene la idea de un Estado monolítico. Estas comunidades mapuche representan un problema que los
estrategas del gobierno buscan cómo neutralizar. El Decreto 2568, en 1978, divide las tierras mapuche y establece que dejarán de llamarse indígenas quienes habitan en ellas. Se privatiza el territorio mapuche. Se cuenta que al firmar el decreto el general Pinochet habría dicho: con esto me evito la guerra de Arauco. La estructura mapuche tradicional, lo que Leonel llama la orgánica, permanece sumergida; se diría que dormida. La Reducción ha cambiado la organización social. La autoridad del cacique se vuelve consultiva más que resolutiva y sobre todo está referida a situaciones rituales. Pero también sobre él recae, como poseedor del Título de Merced, la defensa permanente de la tierra. En la práctica una Reducción suele tener partes individuales y terrenos de uso común, como sucede hasta ahora en las comunidades pehuenche del Alto Biobío. El cacique, de acuerdo con los principales de la comunidad, decide sobre estos últimos. Nunca deja de ser un personaje influyente. La resistencia cultural ocurre naturalmente. No es sistemática. Pero el hecho concreto es que, a pesar de los cambios exteriores, los mapuche muestran una increíble perseverancia. Como observan los investigadores, ellos tienen sus propios conocimientos e informaciones, que funcionan. No viven en un vacío que haya que llenar con los conceptos y la cultura de la sociedad chilena. Tienen sus propias ideas y si el cambio no significa un mejoramiento, no ven razón para cambiar. El sistema socio cultural mapuche es su manera concreta de vida. Por otra parte, ser chileno no es tan fácil en la práctica. Se le acepta sólo en las capas más bajas, lo que no es ninguna garantía. Pero, sobre todo, la resistencia se basa en la sospecha y la desconfianza hacia el winka . Aún aquellos que buscan la integración no pueden sustraerse a la conciencia general que ve en los chilenos a los ladrones de suelo. Desde la Frontera al sur —marcada por el Biobío—todo lo que no está en manos mapuche es el resultado de un robo, según les contaron los abuelos. El estereotipo del chileno lo muestra como arrogante, egoísta, sospechoso, rico, y no digno de confianza. Otra característica del chileno es que pertenece a la ciudad. La fuerza del conflicto se centra en el antagonismo campo-ciudad, o pobres-ricos, pero se expresa en mapuche versus chilenos. A los campesinos que suelen vivir cerca de las Reducciones se les considera como casi mapuche, para distinguirlos del hombre del pueblo. Hay que recordar que la instalación de poblados, desde el principio de la Conquista, fue lo que más resistieron. Testigo del siglo XX es don Eusebio Painemal, de la comunidad de Coihue, entre Rapahue y Chol Chol; un patriarca mapuche, militante comunista, que ha vivido en carne propia todas las discriminaciones. Él me ayudó a entender lo que estaba por venir. La maravillosa seguridad que tiene la gente arraigada es que siempre está ahí. No me imagino ese lugar sin don Eusebio y su familia. Llegaré y ahí estarán. A la orilla del camino su ruka es como un aviso: Existimos. No hemos muerto. Con su vieja chaqueta, comprada de segunda mano, los
pantalones de indefinible color, botas de goma y una gorra tipo militar camuflado, me recibió hospitalario. Su mujer se llama Chiñurra Morales, lo que de alguna manera habla de mestizaje. Chiñurra es el nombre despectivo con que el mapuche se refiere a la mujer del winka : la señora devino chiñurra en la mutación lingüística. Ella ha criado ocho hijos hombre y dos hijas y ahora que tiene más tiempo se dedica a organizar a las mujeres de su comunidad. Es alegre y animosa y está acostumbrada a atender visitas. Mate y sopaipillas siempre habrá en un hogar campesino. El día se pasa lento en la ruka , esa arca de Noé hecha de tierra y de paja. Al centro el fuego encendido; algunos están junto a la mesa, otros más alejados tienen su propia conversa; por último, hay uno durmiendo. ¡Pasan tantas cosas al mismo tiempo en una casa mapuche! La pelea, como siempre, es con los perros y los pollos, que insisten en formar parte. La tertulia es animada. Al lado de la ruka tradicional está la casa donde se duerme, de ladrillo con madera, como la de cualquier chileno. Los adornos corresponden a las aficiones personales: un afiche de Neruda aquí no podía faltar. Y otro con una huella dactilar de Neruda sobre la que se ha colocado un pequeño mapa de América del Sur. También hay afiches de Salvador Allende, del Che Guevara y de los Traperos de Emaús, cuya leyenda señala: Por los pueblos pobres y los pobres de todos los pueblos. Por último, una frase de Eduardo Galeano, el escritor uruguayo, que pregunta: ¿Seremos dignos de tanta espera y de tanto dolor? ¿Merecedores de tanta alegría anunciadora del tiempo nuevo en el Nuevo Mundo? Parado frente a la puerta don Eusebio ve como pasan, todos los días, uno tras otro, los camiones cargados con madera del bosque nativo. La fatídica metro-ruma que en ese tiempo terminó prácticamente con las últimas reservas. “Si el mundo va a seguir. ¿Para qué arrasar con todos los árboles? Eso es lo malo. ¡Esos sí que son criminales! Yo estoy plantando nativo: roble, coigüe, palo santo”. Y me muestra unos palitos que cuida con gran esmero. Dice que tiene unos ochenta años. Así lo calcula él: recién cuando murió su madre, en el año 1921, lo inscribieron en el civil. Pero él se acuerda muy bien de todo lo que entonces ocurrió. Debió tener unos diez años. Disfruta de su vejez; otros trabajan por él. Tiene tiempo, por ejemplo, para sentarse a conversar. Hombre culto don Eusebio; de joven fue profesor. Educado por los anglicanos de la Misión Araucana guarda buenos recuerdos de los gringos. Muy altruista mister Wilson; murió como buena persona. Pero hasta el día de hoy tiene tema para reírse. Como cuando tuvo que aprender de memoria un discurso ¡en inglés! para recibir al obispo. Welcome mister Bishop . ¡Indio patipelao hablando inglés! estalla en carcajadas. O cuando la miss Ahumada lo castigó para siempre con un uno en inglés. Recién se había construido el liceo en calle Balmaceda; todo eso era campo. Y los cabros que vivíamos en la pensión éramos harto malulos: Guillermo Mariqueo, Alberto Mariqueo y otros más. Un día descubrimos que la vieja cogote de yegua andaba con el señor Monsalve, profesor de Trabajos Manuales y nos escondimos a gritarle: Chicherón, Chicherón, que así le
decíamos a él. Justo que me ve a mí. Trató que yo le dijera quienes más habían gritado, pero yo me quedé con el No. ¡Me habrían sacado la mugre después! En resumen, sólo pudo subir la nota mínima cuando la vieja se fue y llegó otro profesor, que era ni más ni menos que el conocido actor de teatro Roberto Parada. Comunista militante. Para ese entonces el joven Painemal ya pertenecía a las Juventudes Comunistas. Ni la religión cristiana ni la participación política lo alejó de sus raíces. Él lo explica claramente: “Ningún problema para mí. Al culto de los evangélicos yo voy perfectamente bien, y a las misas de los católicos voy igual. ¡Qué me importa a mí! ¡Si yo soy aparte, pues mamita! Cómo se le ocurre que yo voy a estar captando lo que no es mío. Lo mío es mi religión. Así es que eso tiene valor. Eso de católico, para mí, un bledo. ¡Qué problema iba a tener! Yo tengo claro que mi religión es mi religión”. Según él, la religión cristiana no es más que otra cara de la dominación. A él le tocaron los gringos, siempre los más abiertos, estudiosos de las costumbres. Pero todos esos cultos —ahora los B’ahai— dice, son cosas que llegan por la ignorancia de la gente, que está ignorante y que quiere salvarse de algo. Porque muchas veces el hombre comete errores y no sabe cómo salvarse. Quiere agarrarse de algo y salvarse. Nosotros los mapuche tenemos una cierta convicción y eso no se olvida. No necesitamos intermediarios para salvarnos. ¿De qué se va a salvar uno? Si ha cometido un error, cometido está. ¿Y qué más? Lo único es componer su vida, ya no ser como antes, tratar de mejorar su vida. Jesucristo, piensa, es un hombre como todos. Hijo de Dios como todos. Y si ahora viviera estaría con los pobres, que son ellos, desde luego. Si viniera de nuevo, él sería el primero en ir a saludarlo. Todos somos cristianos dice, casi enojado, entendiendo por cristiano simplemente el ser humano. —¿Cómo es su religión? —Creer en Dios, nada más. Creer en Dios como el mapuche lo hace. Tener su costumbre. En la mañana, por ejemplo, lo primero, antes de lavarse, uno piensa. Aunque sean pensamientos, sin hablar siquiera, ya uno dice: He despertado, estoy bien, y gracias a mi Ngenechén . Es la fe en su creador, y nada más. Pero que me hayan venido a enseñar los evangélicos, o los católicos, no. A mí me enseñaron mis abuelos, mi gente donde yo nací y me crié. Aquí cuidé ovejas, cuidé chanchos. Eso fue lo que quedó marcado en mí: la vida misma. “Hay un solo Dios no más. Yo me imagino como que fuera una laguna, aquí, y nosotros somos campesinos. De muchas partes viene el agua a la laguna y todos vamos a beber el agua en ella. Todos vamos a Dios, sea por el camino que sea. Fácil o escabroso, al final se llega al agua. Cada uno se hace su propia religión en su mente. Si usted cree en Dios, cree en Dios. El cerebro es el que ve. Imagina. El sueño, la sugestión. Si el hombre tiene fe, hace cosas. Cuando morimos, muere el cerebro.”
“Am , decimos nosotros. Y pülli. Eso no lo enseñó el cristiano que vino de Inglaterra ni el católico que viene de Roma. Ninguno de esos. Entre nosotros, cuando se enferma un hombre, se cree que se enferma porque el espíritu salió del cuerpo, entonces la sacerdotisa, la machi, se sube al rewe a llamar al espíritu de esa persona que está enferma; porque el espíritu está afuera. Grita en mapudungun. Llama al enfermo a gritos, y con fe el hombre alivia. Porque esta es una cuestión de sugestión y autosugestión que muchos la han estudiado. Viene de muchos años, de la historia griega y romana antigua, cinco mil años antes de Jesucristo.” Se remonta en la historia del hombre al tiempo de las cavernas. El fuego fue Dios para ellos: el trueno, el rayo. Ese es el Dios más antiguo. Recuerda el mito de Ícaro, desterrado en una isla, que se fabricó unas alas de plumas y se las pegó al cuerpo con cera. El viejo le dijo al hijo: No te entusiasmes. No quieras volar demasiado alto o el sol te quemará las alas. De entonces que estaban soñando con la cuestión del avión. Y después el avión se conoció. Es el poder de la mente. Yo me acuerdo cuando vi el primer avión; era como un milagro para la gente del campo. Yo ya conocía las máquinas. Político por vocación, este profesor primario se interesó por saber cómo era la clase obrera y salió a recorrer mundo. “En el Partido hablaban todo el tiempo de la clase obrera, pero yo soy campesino, nunca había estado de obrero, así es que me fui a Santiago y me puse a trabajar en la Imprenta Marinetti, en Pío Nono, para ver cómo era. Empecé cortando resmas de papel: semanalmente me pagaban setenta pesos; treinta pagaba por la pensión y con lo que me quedaba me movía. No me gustó Santiago. Un pueblo. ¡La pobreza grande! Vi muchas cosas malas. Veía en el Mapocho alojar a los niños, ¡durmiendo con papeles, los cabros! Y por otro lado veía a una pituca, de esas burguesas, paseando a un perro en un coche de guagua. Esa mujer tiene como hijo un perro y los niños allá durmiendo en las piedras, pensaba yo. Vi las clases como eran. ¡Ay ay ay, qué tremendo! ¡Las diferencias! Aquí en el campo no vemos eso; somos pobres y como pobres vivimos. Esa cuestión me dolió en Santiago. Vi muchas cosas, no quiero ni hablar. Las mujeres les hablan a los hombres. Hay cafiches. Malo, malo. Y es fea la ciudad.” Además, según comprueba cada vez que va a Santiago, la cosa está de mal en peor. Para el mapuche, tiene claro don Eusebio, ningún gobierno ha sido bueno. Jamás se preocupó de los mapuche porque éramos enemigos. Todavía estamos peleando. La ley nunca ha sido buena para el pobre y menos para el mapuche, acusa. “Desde O’Higgins empezó. El Estado no ha sido como un buen padre. Ver que a sus hijos les falta. A estos mapuche, que eran naturales de aquí, casi los ha exterminado. Dos veces estuvo preso durante la dictadura militar. Me levantaron calumnia: que tenía dinamita. ¡Ni la conozco yo! Yo tenía un bosquecito y ahí llegaron los pacos y volvieron con un cajón. Ni siquiera vi lo que era. Me llevaron directamente de Chol Chol a Temuco. Allá pasé a la Fiscalía y ahí yo dije que no, pues. Y conversamos bastante de cómo nos trataban a nosotros,
los mapuche. El mismo Fiscal me incitaba para que siguiera hablando. Era joven; alemán. Y hay que saber a cuántos mataron en el sur estos alemanes. Los alacalufes terminaron por causa de ellos. Les pagaban a los bandidos cinco pesos por oreja y la cabeza valía más. Todas esas cosas están establecidas en la historia y nosotros las sabemos porque alguien ha ido contando. Estuve incomunicado y después me soltaron no más. ¡Si no tenía ninguna cosa!” Los sufrimientos de esa época están todavía muy frescos. En Boroa había una pasarela para peatones sobre el Cautín. Un puente colgante. Cuando llegó el golpe ahí dejaron en fila a los mapuche; a los que eran dirigentes de comités campesinos. Porque íbamos a hablar con la Gobernación, teníamos cooperativas de mapuche, como pequeños agricultores. A todos los que eran dirigentes los tenían anotados; los tomaron presos y los pusieron en ese puente. Después vino la balacera. ¿Y a dónde fueron a parar los cadáveres? El río Cautín se los llevó y allá por Imperial, por allá, en las rinconadas, por ahí aparecían muertos. Con corbata algunos. Con reloj algunos. Y si uno iba a Imperial a dar cuenta lo tomaban preso. Por boquiabierto. El régimen de Pinochet marcó el punto más bajo en la conciencia del pueblo mapuche. En muchas comunidades, también en la de don Eusebio, se dividieron las tierras. Él se quedó con veinte hectáreas, que se le hacen estrechas para los diez hijos que tiene. Entiende que el mundo cambia y ha sido majadero respecto a la educación de sus hijos. Uno de ellas, una mujer, fue a la universidad en Moscú. Otros son profesores. Pero nunca, asegura, perderán la identidad. —Si aquí hicieran fábricas habría trabajo aquí mismo. ¿Por qué todo va a estar en Santiago? ¿Por qué no instalan aquí un gran molino y aquí se hacen los fideos? Y todas esas vegas que tenemos: aquí no falta el riego en verano. Tenemos el Ropocura y el Malalche, que son ríos que no se secan. El canal podría llegar hasta Carahue y aquí se plantarían arrozales. Pero como los que gobiernan no vienen, entonces no ven las cosas. Piensa que hay mucho que hacer. Que la recuperación de tierras es tarea primordial. Hay que ver el cómo y cuándo. Pero de ahí a borrar Temuco, como proponen algunos, son sueños ridículos, dice. Tener su propia justicia, un grado de autonomía, recuperar territorio, eso le parece bien. Pero que todos los winkas sean enemigos, no es verdad. Hay mucha sangre mezclada y también hay winkas amigos. Usted es mi amiga, me dijo. Fue un bálsamo anticipado porque, al cumplirse los quinientos años el encuentro con los políticos mapuche no resultó nada fácil. Temuco es el centro neurálgico. Temuco- waría , la llama Leonel en un poema triste. Suena igual que guarida y quiere decir ciudad. Tierra de ellos desde siempre. Alrededor de la ciudad —sucia y contaminada— hay hasta ahora decenas de comunidades mapuche que interactúan a diario con el habitante urbano. Las mujeres con chamales y pañuelos anudados ponen en
las calles una nota colorida que es mucho más que folclor. En la feria, en la mañana, despierta la urbe indígena. Se habla mapudungun, se tratan entre sí de hermanos. Peñi cuando un hombre se dirige a otro hombre. Hermana se dice lamgen . Pero si ella se dirige al hombre no puede decirle peñi sino lamgen . Un complejo protocolo que es preciso conocer para no pisar en falso. Antes de iniciar los contactos políticos visité junto a Leonel un campo de Nguillatún , donde gente de madera, dos gigantescos chemamüll , acogen al visitante que consigue descubrirlos. En esa fría mañana la bruma lo cubría todo. No era posible distinguir un árbol a menos de cinco metros. De una pequeña laguna se elevaba una niebla espesa que acentuaba los contornos de un paisaje fantasmagórico. De repente, casi encima, como saliendo de un sueño, emergieron las figuras plantadas en la colina. Dos postes de aspecto humano, hechos de roble-pellín, en la mitad de la nada. Me acerqué con gran respeto: eran, después de todo, los dueños de aquel lugar. Los rostros tallados, muy serios, miraban desde su altura los afanes de este mundo. Una vista circular que pareciera abarcar al menos la tierra entera. Ramas de árboles recién puestas adornaban los dos tótem, como brazos vegetales que se elevan hacia el cielo. Seña que no hace mucho tiempo se realizó allí un rito. Fue el rito del wetripantu , el Año Nuevo mapuche, que se celebra la noche del 23 de junio para recibir el solsticio de invierno. Hay comida todavía: mote, muday , vegetales. Las costumbres se reavivan. Capítulo 17 Kai Kai , la serpiente de las aguas, agita el inconsciente indígena. La conmemoración de los quinientos años afirmó en los sobrevivientes indígenas de América la idea de recobrar la autonomía. Un fugaz movimiento, una estela, como la que dibuja la serpiente al abandonar su cubil. La serpiente de las profundidades despierta en el continente para remecer los cimientos de la sociedad humana y acelerar el cambio. Entre los aymara de las altas mesetas andinas es Katari, de quien rescatan el nombre sus héroes revolucionarios. Entre los mapuche es Kai Kai , símbolo del lado oscuro de la creación. Lo negativo. Las fuerzas del inconsciente. Aparecen nuevos líderes. La manta de cacique negra con blanco, y en la frente el trarilonko , son el sello distintivo. En encendidos discursos hablan de autonomía y de Nación mapuche y advierten: Mientras hayan kultrunes, pifülkas, trutrukas , habrá machis. Y mientras haya machis habrá mapuche. “Somos una raza inmortal”. Tradicionalmente en el pueblo mapuche ha habido dos sectores bien delineados. Cien años después de la derrota de la Pacificación la situación no había cambiado. Las organizaciones que suscribieron el Pacto de Nueva Imperial con el primer Gobierno democrático después de la dictadura son herederas de la antigua Sociedad Caupolicán Defensora de la Araucanía. Los que se han ido integrando a la sociedad chilena a través de la educación y de los partidos políticos, y que luchan por reivindicaciones para su pueblo en las instancias que pueden: reconocimiento constitucional y una Ley Indígena que los favorezca. Allí está todo el espectro, desde Ad Mapu, bajo
el alero del Partido Comunista, hasta Nehuen Mapu, con militantes democratacristianos. Doce organizaciones formadas mayoritariamente en la ciudad; algunas, de carácter cultural, funcionan como organismos no gubernamentales. En el otro lado se encuentran los herederos de la Federación Araucana de Panguilef, que mantienen el pensamiento autonomista. Como las raíces del pasto fue creciendo un movimiento por debajo de la tierra. Decenas de grupos pequeños —cada mapuche un grupo propio—; los más militantes, en el Consejo de Todas las Tierras y, al finalizar el siglo, en la Coordinadora Arauco-Malleco. Aukán Wilkamán, lidera el Consejo, y obtiene amplia colaboración internacional: desde las Naciones Unidas hasta grupos autonomistas europeos apoyan sus planteamientos. La cuestión indígena cobra fuerza en los más diversos sectores y el werkén lleva fuera de Chile la noticia de un renacimiento mapuche. También, tal como en el pasado, se formó al alero del grupo político un grupo de teatro, al estilo de aquella Compañía Araucana que iba de pueblo en pueblo recreando antiguos mitos. Domingo Colicoi dirige el elenco de Tacum, que ha desarrollado el arte de los antiguos kollones , las máscaras talladas en madera de los ritos funerarios. Es también un werken de la comunidad de Madihue, con vocación de actor, pero sobre todo uno de los cerebros del Consejo de Todas las Tierras. Ambos, el filósofo y el guerrero, han sido los rostros públicos en los Kawines que fueron preparando el terreno. Entre los dos sectores mapuche hay diferencias importantes, sobre todo en lo que se refiere a los procedimientos, pero en lo que todos concuerdan es en que hay que recuperar tierras. Por la razón o la fuerza. La cuestión mapuche se ha vuelto uno de los temas más delicados de la agenda política nacional. Wilkamán dejó de ser el único actor cuando otros líderes se levantaron del seno de las comunidades, como Victor Ancalaf, de la Coordinadora Arauco Malleco, quien, como muchos otros, también ha estado preso. O los hermanos Galvarino y Alfonso Reiman, que le dieron guerra a las empresas forestales en el sector de Lumaco. Adolfo Millabur, alcalde de Tirúa; Pascual Pichún, lonko de Temulemu; José Naín, Lautaro Loncón, Marcial Colín, Aliwén Antileo. Y las míticas hermanas Quintremán, pehuenche del Alto Biobío, repitiendo en Chile y en el extranjero: “nosotras somos de aquí; de esta tierra que nos dejó nuestro papito. Aquí están enterrados nuestros abuelos: no nos moveremos; muertas tendrán que sacarnos”. Durante ocho años consiguieron demorar la construcción de le central hidroeléctrica Ralco, de Endesa. No hubo puerta que no tocaran y — entre tanto— concitaron la solidaridad de todo el pueblo mapuche, además de la atención internacional, frente a la cual el caso Ralco ha sido calificado como un genocidio. El exterminio de una etnia, una vez más en aras del progreso, por cierto con buenas maneras: promesas de relocalización en mejores tierras, ayuda económica, centros de investigación: lo que sea, con tal de que se fueran y pudiera la empresa inundar sus tierras. Nicolasa y Berta Quintremán se transformaron en un símbolo y hasta el Presidente de la República del año 2000, Ricardo Lagos, fue a verlas a su
casa, en Ralco Lepoy, durante los primeros meses de su mandato, para devolverles —dijo— la visita que ellas le habían hecho a La Moneda. También la, en ese momento, esposa del Presidente de Estados Unidos, Hillary Clinton, en una breve gira por Chile, decidió, por sobre cualquier otro compromiso, viajar a Temuco a conocer a los dirigentes mapuche. Se equivocó el general Pinochet si pensó que la ley que permitió dividir las comunidades evitaría futuros problemas. La amenaza concreta de desaparecer como pueblo fue, al contrario, un detonante. A fines de la década del 70 empezó a operar el Ad Mapu, que desde el propio nombre reivindica el orden mapuche. Ad Mapu quiere decir la Ley de la Tierra. Las leyes naturales; un conjunto de reglas no escritas que dan cimiento a la cultura. Pretendió ser un grupo apolítico, integrado por gente venida de todas las tiendas políticas, pero pronto las luchas por cuotas de poder consiguieron dividirlos. Pretendió el werkén Wilkamán aglutinar al movimiento autonomista tras las banderas del Consejo, sin contar con el individualismo de los mapuche. Me lo explicó Leonel: —El desacuerdo está en que hay unos que quieren liderar la cosa unitaria y otros que quieren una lucha simultánea y paralela en todos los frentes. Pero a pesar de la aparente desunión hay una unidad que está dada. Hay una base unitaria aunque no sea palpable. Es el proyecto ideológico autonomista. Algo que se va clarificando de a poco; que tiene que ir madurando. Hay mucha discusión interna. Las divisiones son personales. Se puede no estar de acuerdo con tal o cual persona, pero se sigue trabajando para una idea. Esa es la ventaja que tiene el movimiento autonomista: como no es una organización, no hay peligro en formar otra organización, porque se sigue dentro del mismo proyecto político sin tener que recibir órdenes de esa persona. Se es militante de una causa y no de una organización. Se está en contra de la represión, contra el encarcelamiento. La recuperación de tierras es un derecho histórico de todo el pueblo y no de un grupo. El grito de libertad plasmó en una bandera que dio la vuelta al mundo. Wenu Foye la nombró el lonko José Luis Wilkamán: Canelo del Cielo. El poder de los símbolos lo conocen muy bien los modernos publicistas, científicos de la comunicación. Los mapuche, herederos de una tradición milenaria, lo que hicieron fue actualizar el símbolo inscrito en el kultrún de la machi. Al colocarlo en la bandera del Consejo de Todas las Tierras esta fue rápidamente identificada, a través de los medios de comunicación, como el emblema mapuche. La bandera expresa la identidad de un pueblo que se niega a desaparecer y es también un llamado a la sociedad chilena a establecer un nuevo trato. Un trabajo a largo plazo que involucra también a gente mestiza. Desde el comienzo los grupos que llevan adelante la idea autonomista han buscado el apoyo de los universitarios, de los intelectuales y de sectores chilenos populares. Así, en las poblaciones periféricas de
Temuco y de Santiago, y también en algunas murallas de otras ciudades, hay rayados que dicen Fuerza Mapuche. Que perdieron la guerra, es cierto. “Somos un pueblo oprimido, pero seguimos siendo un pueblo. Y hasta el Papa lo dice: todo pueblo oprimido tiene derecho a la rebelión”, afirma Leonel. Todo este tiempo ha tenido que tardar la reorganización de las ideas del pueblo mapuche. El intento de homogenización tan fuerte, durante la dictadura militar, fue el que aceleró el proceso. En la historia de un pueblo deben pasar muchos años para que se reunifiquen las ideas. Si se sobrevive más de cien años, aunque dominados y aplastados, se es capaz entonces de elaborar las primeras propuestas políticas. Y eso es lo que está sucediendo: se ha tardado algo más de cien años en replantearse una cosa coherente con la historia. La reconstitución de la propia historia. Porque esta es la primera vez que se articulan organizaciones ajenas a partidos políticos o credos religiosos. La autonomía es ya, en gran parte, una realidad, desde el momento que no responde a las estructuras políticas chilenas. El movimiento que plantea la autonomía ya es autónomo en sí mismo. No está lloriqueando lastimero: “Si no me reconocen, no existo”. Pueden demorarse otros cien años. Lo que importa es que están andando. El primer gobierno democrático después de diecisiete años de dictadura declaró: “Tenemos la voluntad de superar las discriminaciones que existen dentro de los distintos grupos humanos que vivimos en esta misma Nación. La idea de la Patria buena y justa para todos es también para los pueblos indígenas, y eso pasa por la solución de sus problemas. Y uno de los problemas fundamentales es, justamente, el de la tierra”. Se confeccionó una nueva Ley Indígena que no cambió mucho las cosas. Mientras tanto distintas organizaciones mapuche daban comienzo a las recuperaciones de tierras. La oposición parlamentaria tuvo entonces argumentos suficientes. “Se pretende crear una minoría étnica separada del pueblo chileno, que no va a tener ningún destino porque no va a poder incorporarse al desarrollo de Chile, al tener su propia visión del futuro”, dijeron los honorables, y calificaron como inadecuado poner a los indígenas como un sector distinto al chileno “pues sería lo mismo que mañana se hicieran leyes distintas para los descendientes de alemanes o de árabes en el país. Eso es exagerar las cosas y desintegrar las naciones”. Un diputado alertó: “Existe el peligro de crear un Estado dentro de otro Estado”.
Los ministros designados por distintos gobiernos para parlamentar afirman que las cosas han cambiado. Que si antes era un valor tratar de asimilar a los pueblos originarios hoy se establece la diversidad de culturas existentes y se fomenta su desarrollo según sus propios criterios culturales y costumbres. Surge no sólo en Chile sino en toda América Latina y en otras partes del mundo una fuerte reivindicación étnica. “Se acabó el sueño de la integración que iba a conducir a que todos fuéramos iguales, que se iba a homogeneizar a las sociedades. En este contexto las culturas locales tienen más espacio, en la medida que logren articularse al mundo contemporáneo. Las nuevas tendencias conducen al respeto de lo propio, de lo específico, de la necesaria autonomía que tienen estos pueblos en la toma de sus decisiones”. Para el pueblo mapuche, sólo lindas palabras. Cuando se discutió el proyecto de Reforma Constitucional en el Congreso, el ministro Secretario General de Gobierno informó que se había sustituido el proyecto primitivo por un artículo único que dice: “El Estado reconoce y ampara a los indígenas que integran la Nación Chilena y velará por su desarrollo y su adecuada protección jurídica”. Se eliminó la palabra pueblo por lo que los dirigentes mapuche estimaron que se había distorsionado el real sentir de las minorías étnicas del país, que perseguían ser reconocidos no como indígenas a secas sino como pueblo indígena. Leonel Lienlaf comenta irónico que hoy día en el Congreso se discute si son pueblo o no lo son mientras que hace cuatrocientos años la discusión era si tenían alma o no la tenían. Aukán Wilkamán fue a parar a la cárcel. Decididamente no cree en las buenas intenciones de los winkas . Dieciocho tomas de fundos fueron el punto de partida de la movilización mapuche. La presión internacional de grupos ligados al despertar indigenista colocó al gobierno en incómoda situación. Decenas de telegramas pidiendo su libertad llegaron a las oficinas del intendente de la Novena Región que, en su enojo, trató al joven werkén de pirrulonko , encargándose él mismo de hacer la traducción: cabeza agusanada, o cabeza de gusano. La autoridad le enrostraba sus viajes y él respondía violento: “Se quedó corto el ministro al decir que he viajado afuera diez veces. ¡Si sólo a Ginebra he ido cinco veces! Además, he estado en Perú, Ecuador, Panamá, Costa Rica. En Alemania conozco Stuttgart, Frankfurt, Dusseldorf. Me invitan con pasajes y alimentación pagados. Lo que pasa es que en Europa hay movimientos que apoyan al Tercer Mundo. Así como hay gobiernos que apoyan a Chile. ¿O no? ¿Qué salen a hacer los Presidentes y los ministros si no es a pedir plata para Chile? Yo salgo a dar a conocer la injusticia. La situación en que se encuentra el pueblo mapuche”. No es un joven impulsivo, como lo llamó el Presidente de la República, interpelado en el extranjero por el encarcelamiento de Wilkamán. A lo mejor al principio esa fue su personalidad, pero hoy tiene un rol muy claro que interpretar. Cada una de sus actitudes ha sido bien meditada: un político fogueado.
Capítulo 18 La Guerra de Arauco no ha terminado ¡Marichiweu! El kultrún toca a rebato. El lamento de las trutrukas trae un mensaje cifrado. Dos sones, arriba y abajo, repite la pifülka mágica. El griterío es ensordecedor. Lonkos y machis de un puñado de comunidades mapuche de la Novena y Décima regiones le entregan la palabra a un joven werkén , hijo del lonko de Collimque, de la comuna de Malleco. Aukán Wilkamán viene envuelto en la leyenda. “El grito dice: Diez veces triunfaremos. Y lo que quiere decir es que diez veces multiplicaremos las fuerzas; que diez veces seguiremos vivos, diez veces lucharemos. Por diez que caen, diez se levantan”, traduce con rabia. —No hemos sido vencidos. No hemos firmado la derrota. ¿Quién firmó ese tratado que se llamó de Pacificación? Llevaron a unos prisioneros mapuche al cerro Ñielol. Y el resto siguió peleando. Sólo en Temuco murieron cuatro mil mapuche. Cada vez que hacen aquí nuevas poblaciones desentierran cadáveres de mapuche. Así es que mientras no firmemos la derrota, seguimos. Quiero decir que aquí no hay nada zanjado. Y que la guerra de Arauco no ha terminado. La historia suele contarse de maneras distintas. Cuando Pinochet firmó la Ley Indígena que permitió la división de las comunidades, el alcalde de Villarrica, designado por él, en su discurso de bienvenida, recordó —según consigna la prensa— el acuerdo de paz que se firmó el 1º de enero de 1883 entre el coronel Gregorio Urrutia y el anciano cacique Leandro Penchulef, dueño de la región de Putúe, quien se acompañó por el indómito Epulef, cacique de Villarrica, y por Luis Aburto Aquiñanco, cacique de Ñiquén. “Se presentaron ante el enviado del gobierno de la época más o menos trescientos araucanos de a caballo, llevando enarboladas tres banderas chilenas, y divididos en filas traían también trutrucas y cornetas para dar sus órdenes. Sus caballos estaban lujosamente enjaezados. La plata lucía en las cabezas, riendas y también en las espuelas de los jinetes, las que armonizaban perfectamente con el atavío de los guapos caballeros. Lautaro les está señalando el camino. Como él se preparan en las artes de la sociedad chilena. Hasta la universidad llegó Wilkamán para estudiar Derecho y conocer bien las leyes que actualmente imperan. Participó en la política, viajó a recorrer el mundo, buscó aliados en América y en las tierras de ultramar. Aukán viene de aukafe , que quiere decir guerrero. Así le puso su padre, don José Luis Wilkamán. Dicen también que cuando le dio el nombre, en un bautismo ritual, le rompió una vena en la nuca y le puso sangre de puma. Lo educó para werkén . El werkén , explica el historiador Tomás Guevara, es un mensajero, generalmente hijo de un cacique, entrenado por este para memorizar y repetir un mensaje sin olvidar el tono de voz, movimiento y otros matices;
luego es trasmitido al interesado sin perder palabra alguna. Necesitan ser buenos oradores, conocer la gente y saber el secreto de las alianzas. En una cultura oral la memoria es primordial. El culto por los detalles, la precisión para describir diversas situaciones eran parte de la educación de quienes eran preparados como jefes de paz, como hombres sabios que deben saber razonar, dar buen consejo, hacer justicia, conservar y defender la cultura de los antiguos. Se les preparaba también como weupifes , oradores inspirados que van contando a su pueblo la tradición y la historia. Pero sobre todo se les formaba como guerreros. El hijo de cacique recibía una educación muy especial. Se le enseñaba a cabalgar desde muy niño y debía realizar todo tipo de proezas con el animal. Sabía ocupar la lanza y se lo encomendaba a un kona para que lo entrenara permanentemente. Cuando apenas era adolescente se comenzaba a enviarlo como werkén a misiones de diverso grado de dificultad. Debían recorrer a galope largas distancias, sin comer, apenas beber, con su pañuelo de colores en la cabeza y su cuerda de nudos amarrada a la muñeca. La muestra de su muñeca anudada le abría todas las puertas. Así se iba dando a conocer de las familias, parientes y aliadas, e iba adquiriendo prestigio como hombre valiente, juicioso y guerrero. Hay que recordar que Magin envió a su hijo Quilapán como werkén o mensajero a las pampas argentinas para que aprendiera el arte de la guerra al lado de Calfukura. Los nuevos dirigentes se dieron como tarea recuperar tradiciones recogiendo testimonios de los más ancianos para rescatar de la tierra las semillas de su pueblo. De comunidad en comunidad, de Collimque hasta Chol Chol, de Madihue hasta Pitrén, fueron repitiendo el mensaje: unos adhirieron; otros no. Hasta que hubo un número suficiente como para reconstituir la estructura tradicional. Un organismo representativo de los cuatro puntos cardinales del país de los mapuche. En todo Chile se volvieron a escuchar nombres hace tiempo olvidados: lonko , machi, weupife, picunche, huilliche, pehuenche . El primer Meli Witran Mapu, la reunión de los Cuatro Puntos de la Tierra, se realizó en Valdivia con ocasión de la visita de los reyes de España, don Juan Carlos de Borbón y su esposa, doña Sofía. Lo que allí aconteció fue en verdad extraordinario. La ciudad de Valdivia, así llamada en memoria del conquistador español, había sido elegida por el protocolo chileno para recibir oficialmente al rey y su comitiva. Todo estaba dispuesto y también el pueblo mapuche que se hizo presente en buen número con el fin de manifestar la vigencia de su cultura y su rechazo a la visita real. Rechazaban también, públicamente, la posición del gobierno chileno “que se ha sumado a las celebraciones triunfalistas del Quinto Centenario, manifestando prácticas y actitudes neocolonialistas, desmereciendo la presencia y vigencia de nuestras naciones originarias”. Pidieron una entrevista con el rey, a solas, sin el gobierno chileno actuando como mediador. Tampoco con las organizaciones mapuche vinculadas al gobierno. Después de muchas reuniones y conversaciones, en las que participó también la Iglesia Católica, partieron los lonkos a entregarle una carta al rey de España en la que le enrostraban su responsabilidad histórica.
“La llegada de los españoles a nuestro territorio significó cortar el desarrollo histórico de la Nación Mapuche; el tiempo que dedicábamos a la ciencia y a la filosofía fue ocupado para defender nuestra integridad física y territorial”. Y recuerdan el Parlamento o Tratado de Quillén, del 6 de enero de 1641, “acontecimiento del cual se desprenden acuerdos fundamentales para la soberanía de nuestra Nación, como es el reconocimiento de nuestro territorio mapuche, libre desde el río Biobío al sur, con plena independencia política”. Por ser el rey Juan Carlos el primer soberano español que pisaba territorio mapuche, expresaba la carta, le correspondía la responsabilidad de asumir los acontecimientos del pasado. Y como Orgnización Estructural Histórica le hacen una propuesta: “—Reconocer de manera pública el daño causado durante la Conquista a nuestro pueblo, del cual se deriva nuestra condición actual de pueblo oprimido, marginado, negado, tanto jurídica como constitucionalmente. —Ratificar los Tratados o Parlamentos que convinieron nuestro Pueblo Mapuche con la Corona Española, en donde se establezca y manifieste el reconocimiento de nuestro territorio desde el Biobío al sur, sugerencia que debe hacer llegar al gobierno para producir una discusión sobre los elementos históricos del territorio que nos pertenece. —Reparar el daño causado durante la llamada Conquista, en un Proyecto Integral Mapuche de Reconstrucción de Nuestra Personalidad e Identidad Mapuche”. Firmaban esta declaración Juan Hueque, Lonko Williche ; Juana Santander, Machi Nagche y Aucán Huilcamán,(escrito según la fonética castellana). En la puerta del hotel Pedro de Valdivia esperaban a los lonkos autoridades de gobierno y el obispo de la región. La reunión con el rey sería en conjunto con los dirigentes mapuche de la organización indígena gubernamental, les dijeron. El Consejo de todas las Tierras se negó a participar. “Los lonkos no aceptaron la insolencia. No se arrodillaron”. Se dieron media vuelta y dejaron al rey esperando. “No queremos saludar sino conversar y que el rey tome conocimiento y asuma la responsabilidad histórica que tiene con nuestro pueblo mapuche”, declaró luego Wilkamán en su discurso en la Plaza de Armas, donde varios cientos de mapuches lo aclamaban con el grito de guerra de todos los tiempos: ¡ Maricheweu ! En los noventa comenzaron las Recuperaciones de Tierras, con bombos y platillos, al elegir como primer blanco el fundo de un conocido dirigente nacional de los agricultores. Una advertencia, dijeron. Desde entonces otros dirigentes, especialmente aquellos de la Coordinadora Arauco Malleco, se adjudicaron decenas de atentados incendiarios. Los titulares de los periódicos denunciaban “Alarma en el sector forestal por atentados indígenas”. El blanco del movimiento mapuche fueron las plantaciones monoespecíficas de especies foráneas: pino y eucalipto. La Corporación de la Madera, que agrupa a los empresarios, denunció un verdadero estado de guerra declarado por grupos indígenas. El Mercurio
informaba, “La autoridad y los empresarios forestales coinciden en que hay presunciones fundadas de la participación de mapuche de las comunidades Pichi Loncoyán y Pilín Mapu, los que iniciaron una serie de acciones de hostigamiento por la explotación de un predio de 6.640 hectáreas sobre el cual afirman tener derechos ancestrales. En el camino que une los poblados de Lumaco y Purén —provincia de Malleco— a tres kilómetros del fundo Pidenco, los conductores de cuatro camiones que transportaban madera de la Forestal Arauco, fueron interceptados por cuatro personas que se tendieron en la ruta para detener la marcha de las máquinas. Luego, sorpresivamente, los asaltó un grupo de indígenas, algunos de ellos encapuchados, quienes con palos y piedras atacaron a los camiones. Sólo uno de los choferes alcanzó a escapar del lugar, mientras que los restantes fueron conminados a bajar de las cabinas, apuntados con armas de fuego y obligados a huir a pie. Simultáneamente, otros quince mapuche rociaron con combustible las carrocerías y les prendieron fuego”. Guerra abierta. Los asaltos se multiplicaron y se sucedieron las tomas de fundos en el proceso de recuperación de tierras. Entre los hechos más graves estuvieron los atentados incendiarios a casas y galpones y los enfrentamientos entre guardias de las empresas forestales y comuneros indígenas, más graves aún con la intervención de fuerzas especiales de carabineros. Los periódicos no vacilaron en bautizarla como la Guerra de Arauco señalando con infografías la destrucción de puentes, los cortes de carreteras, las emboscadas y los enfrentamientos. También tuvieron que informar sobre el escándalo que vinculó a guardias de una empresa de seguridad, contratada por las forestales, con autoatentados, como el ocurrido en 1998 en el fundo Los Álamos, donde dos guardias confesaron haber disparado a la caseta de brigadistas del fundo, culpando de lo sucedido a las comunidades mapuche de la zona. La causa directa del conflicto con los forestales fue la pérdida de tierras y, además, del agua, debido a las plantaciones. Por eso la propuesta del entonces presidente de los empresarios chilenos, de transformar a los mapuche en microempresarios forestales ofreciéndoles plantas de pino de regalo, los indignó al extremo. Aída Reiman, hermana de los lonkos de Lumaco, señalaba: “¿Acaso no se dan cuenta esos señores que los pinos y los eucaliptos le han chupado toda el agua a nuestros suelos, han matado nuestros cultivos y oscurecido nuestra tierra? ¿Que debajo de su bosque de pinos podemos arreglarnos para jugar al palín , pero que el palo de la chueca no sirve si no es de canelo o de otra madera nativa? ¿Por qué mejor no bonifican la siembra de especies autóctonas”. Tanta ha sido la falta de agua que a numerosas comunidades como Temulemu, Purén, Los Sauces, la municipalidad de Traiguén ha debido enviar camiones aljibes donde antes hubo esteros que nunca se secaban: el efecto de las plantaciones sobre el medio ambiente lo tienen claro los mapuche. En este tercer milenio paulatinamente los dirigentes políticos chilenos han ido tomando mayor conciencia de la cuestión indígena y se habla de “una
deuda histórica” con los pueblos originarios, deuda que hay que saldar. Junto con la compra de tierras, el Estado ha tomado medidas como reforzar la educación bilingüe, entregar fondos para capacitación y para financiar diversas iniciativas culturales, educativas y productivas. También los empresarios de las regiones comprometidas han ideado un programa para colaborar en la lucha con la pobreza. Mientras tanto, la Corte Interamericana de Derechos Humanos con sede en Washington acogió a tramitación la denuncia contra el Estado chileno, que en 1992 condenó a ciento cuarenta y cuatro mapuche por usurpación de tierras y asociación ilícita. Con esta determinación sin precedentes el organismo internacional reconoció la existencia de irregularidades en el proceso seguido contra los mapuche, que habría significado la violación abierta de garantías constitucionales y de sus derechos humanos. El nepen de la conciencia mapuche —en mapudungun, volver a ver después del sueño— sobre la base de líderes radicales, le parece lo más coherente a estudiosos que conocen a este pueblo, como Gastón Soublette, filósofo y músico, que dice: “Mirándolo desde el punto de vista puramente político, tenía que ocurrir así con un pueblo al que se ha oprimido y trampeado. La república de Chile ha actuado dolosamente con el pueblo mapuche, disponiendo de sus tierras arbitrariamente para instalar allí colonos alemanes o de otras partes. Lo único que el mapuche puede recordar de sus relaciones con la república son humillaciones y malos tratos. No podía esperarse que el resurgir mapuche fuera idílico sino que —necesariamente— tenía que ser reivindicador”. Estaríamos, dice, ante un fenómeno de regresión mítica, lo que ya no es un problema mapuche sino que atañe a toda la Nación chilena. Este fenómeno —explica— ocurre en una sociedad cuando la cultura vigente se debilita. Porque la cultura cristiana de hecho no está vigente; lo está sólo como etiqueta. Nadie se comporta cristianamente. Los negocios turbios, el materialismo, la violencia, la falta de respeto por la vida, el intelecto utilitario que lo maneja todo, hacen imposible la vigencia de la cultura cristiana. El sistema se ha desestructurado. Y según Jung, cuando eso sucede, emergen desde el Inconsciente Colectivo de un pueblo los viejos arquetipos de la prehistoria de ese pueblo. Desgraciadamente, no hay una base moral en la sociedad actual para llevar eso a feliz término. Todas las regresiones míticas suelen terminar en enormes conflictos, advierte. A Leonel Lienlaf no le cabe ninguna duda de que la lucha del pueblo mapuche tiene que ser reivindicativa y de que se da de esta manera porque se han vivido procesos reales y concretos. Pero, según él, no tiene mucha importancia si los objetivos perseguidos se van a lograr o no. “Lo que importa en este momento es lo que cada uno pueda hacer. La autonomía, más allá de lo político, es una autonomía del pensamiento. Filosófica y espiritual.” En cuanto al aporte de los pueblos indígenas a esta nueva era mundial el poeta mapuche advierte contra el endiosamiento del indígena, pero rescata el concepto de paz como equilibrio, por un lado, ecológico en lo que dice
relación con la naturaleza y, por otro, comunitario. La reciprocidad en acción. La comprensión de que todo lo que uno haga va a decidir, en definitiva, la propia vida. La depredación, la sobre explotación de los recursos naturales, que han sido visto como cosas, debe dar paso a la conciencia de que todo está integrado a un sistema general de vida, en que el hombre no es más que una parte. Leonel Lienlaf, Plata Pulida , que llegó a la tierra el mismo año que el hombre llegó a la luna, el primer día del año en el calendario mapuche, es un poeta de la tierra. Los poetas son también los profetas de su tiempo. Los sueños son como anuncios. Un día me contó un sueño. “Estaba en la cama, tapado entero. Apenas respiraba. Me estaba quedando dormido y sentí que yo era un árbol. Me desesperaba porque no podía moverme. Sentía el peso de mi cuerpo. Iba de mi cuerpo al árbol y del árbol a mi cuerpo. Seguí soñando y soñé que llegaba a Alepúe y sabía que algo grande iba a suceder. Estaba mi mamá y mucha gente antigua. Yo era el traductor. En un momento todos se ponen a hablar y yo siento que no soy necesario. Me voy a mirar el mar. Mi mamá me grita que no vaya. Veo lobos negros en las olas y empieza el mar a crecer. Mi abuelita dice entonces: ‘Esto tiene que pasar; los cambios son necesarios’. Yo corría y el mar estaba cada vez más cerca. Asustado desperté y volví a quedarme dormido. El sueño continuó y estaba de nuevo en la casa, encerrado, y yo sentía al fuego hablar. Era como un canto, una melodía limpia. Afuera soplaba el viento. Tuve que ir a buscar agua a la última vertiente que quedaba. Había sol. Cuando volví a la casa trataba de limpiarme los pies, llenos de barro, pero no podía. El barro no quería salir. Por fin pude entrar. Estábamos en la pampa del Tren Tren y yo los veía a todos en un especie de éxtasis, contemplando el mar.” Lobos negros en las olas vio el poeta en su sueño. Esto tiene que pasar, los cambios son necesarios. La voz de la Mamayeja quedó vibrando en los cerros. Notas ¹ Organización ultranacionalista de agricultores del sur. ² Conocidos agricultores afectados por la reivindicación mapuche de las tierras. ³ Raúl Zurita. Prólogo al libro Se ha despertado el ave de mi corazón. ⁴ Chicha de trigo sin fermentar. Entre los pehuenches se usa preferentemente el piñón y el nombre del licor es chavi. ⁵ I. Tellez. Una Raza Militar. Santiago, 1944.