Un cine contradictorio: ocho filmes españoles de la década de 1960 9783968691909

La década de 1960, que fue clave en el cine internacional, también supuso una época crucial de cambio en España. Un cine

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Spanish; Castilian Pages 280 [353] Year 2022

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Un cine contradictorio: ocho filmes españoles de la década de 1960
 9783968691909

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a década de 1960, clave en el cine internacional, también supuso una época crucial de cambios en España. Un cine contradictorio estudia en profundidad este periodo a través de ocho filmes que reflejan e interpretan tales transformaciones. La coexistencia de valores tradicionales y modernos, así como la tímida aceptación de limitados cambios por parte de la dictadura franquista son síntomas de una modernidad desigual que caracteriza estos años. La contradicción, efecto inevitable de dicha desigualdad, constituye el terreno conceptual desde el que se abordan las obras de estos ocho cineastas.

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El libro analiza el cine popular, los filmes de arte y ensayo del Nuevo Cine Español, y las películas “no vistas”, debido a la censura. Se exploran no solo las contradicciones en los temas, sino también en los contextos de producción, para propugnar una nueva lectura de la década. Se ponen de relieve los solapamientos entre cinematografías populares y de arte y ensayo, se revela que las películas del Nuevo Cine Español fueron ellas mismas los contradictorios productos de la protección que el Estado brindaba a cintas que se le oponían ideológicamente, y se cuestiona si las más significativas películas españolas de la década fueron las “no vistas” en España durante la misma. Sally Faulkner es catedrática en Estudios Hispánicos y Estudios de Cine en la University of Exeter. Es autora de Literary Adaptations in Spanish Cinema (2004), A History of Spanish Film: Cinema and Society 1910-2010 (2013) y Middlebrow Cinema (editora, 2016).

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UN CINE CONTRADICTORIO Ocho filmes españoles de la década de 1960 Sally Faulkner Traducción de Manuel Cuesta

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La Casa de la Riqueza Estudios de la Cultura de España 63

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l historiador y filósofo griego Posidonio (135-51 a.C.) bautizó la Península Ibérica como «La casa de los dioses de la riqueza», intentando expresar plásticamente la diversidad hispánica, su fecunda y matizada geografía, lo amplio de sus productos, las curiosidades de su historia, la variada conducta de sus sociedades, las peculiaridades de su constitución. Sólo desde esta atención al matiz y al rico catálogo de lo español puede, todavía hoy, entenderse una vida cuya creatividad y cuyas prácticas apenas puede abordar la tradicional clasificación de saberes y disciplinas. Si el postestructuralismo y la deconstrucción cuestionaron la parcialidad de sus enfoques, son los estudios culturales los que quisieron subsanarla, generando espacios de mediación y contribuyendo a consolidar un campo interdisciplinario dentro del cual superar las dicotomías clásicas, mientras se difunden discursos críticos con distintas y más oportunas oposiciones: hegemonía frente a subalternidad; lo global frente a lo local; lo autóctono frente a lo migrante. Desde esta perspectiva podrán someterse a mejor análisis los complejos procesos culturales que derivan de los desafíos impuestos por la globalización y los movimientos de migración que se han dado en todos los órdenes a finales del siglo xx y principios del xxi. La colección «La Casa de la Riqueza. Estudios de la Cultura de España» se inscribe en el debate actual en curso para contribuir a la apertura de nuevos espacios críticos en España a través de la publicación de trabajos que den cuenta de los diversos lugares teóricos y geopolíticos desde los cuales se piensa el pasado y el presente español.

Consejo editorial: Dieter Ingenschay (Humboldt Universität, Berlin) Jo Labanyi (New York University) Fernando Larraz (Universidad de Alcalá) José-Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Susan Martin-Márquez (Rutgers University, New Brunswick) José Manuel del Pino (Dartmouth College, Hanover) Joan Ramon Resina (Stanford University) Isabelle Touton (Université Bordeaux-Montaigne) Ulrich Winter (Philipps-Universität Marburg)

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47) Este libro es una traducción, aumentada y actualizada, de A Cinema of Contradiction: Spanish Film in the 1960s, Edinburgh: Edinburgh University Press, 2006. © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-230-8 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-189-3 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-190-9 (ebook) Depósito legal: M-7826-2022 Diseño de cubierta: Carlos Zamora Ilustración de la cubierta: Fotograma de El mundo sigue, Fernán Gómez (1963 / 1965 / 2015), cortesía de Juan Estelrich. Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

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Para Nicholas, Rowan y Cameron McDowell

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Contenido Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 11 Lista de ilustraciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 15 Nota preliminar . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17 Introducción. Contextos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 Parte I. El cine español popular 1. La gran familia de Franco: La gran familia (Palacios 1962) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 2. Civilizando la ciudad en La ciudad no es para mí (Lazaga 1965) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89 Parte II. El Nuevo Cine Español 3. Realidad y simulación en Los farsantes (Camus 1963) 121 4. Represión y exceso en La tía Tula (Picazo 1964) . . . . 159 5. Identidad y nacionalidad en Nueve cartas a Berta (Martín Patino 1965) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 193 6. Envejecimiento y proceso de maduración en La caza (Saura 1965) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 221

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Parte III. Películas «no vistas» 7. Cine postergado y discurso feminista en El mundo sigue (Fernán Gómez 1963 / 1965 / 2015) . . . . . . . . . . 265 8. Feminismo y franquismo: Margarita y el lobo (Bartolomé 1969) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285 Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311 Filmografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 321 Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 327 Índice analítico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 351

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Agradecimientos

Este libro no podría haberse escrito sin una serie de ayudas —de la British Academy y de la entonces School of Modern Languages de la University of Exeter— gracias a las cuales me fue posible investigar en España. Igualmente imprescindible para poder completar el proyecto me resultó un periodo sabático que cofinanciaron el Arts and Humanities Research Council y la University of Exeter. Gracias a una ayuda del Keith Whinnom Memorial Fund de la University of Exeter, tuve ocasión de asistir al cuadragésimo primer Festival Internacional de Cine de Gijón, en España. Buena parte del presente trabajo se presentó en los siguientes foros: en seminarios de investigación y congresos tanto de la School of Modern Languages como del Centre for Research in Film Studies de la University of Exeter, en los seminarios de investigación celebrados con motivo del quincuagésimo aniversario del Department of Hispanic, Portuguese and Latin American Studies de la University of Bristol, en el congreso anual de la Association of Hispanists of Great Britain and Ireland (University of Cambridge), en el congreso «Hispanic Cinemas. The Local and the Global» (University of London) y en el Hispanic Research Seminar de la University of Leeds; quisiera agradecer a los organizadores y a los asistentes sus puntos de vista. Versiones previas de los capítulos cuarto, quinto y sexto de este libro aparecieron en la Modern Language Review —«A Cinema of Contradiction: La tía

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Tula (Picazo 1964) and the Nuevo Cine Español», 99, 3 (2004)—, en el Bulletin of Spanish Studies —«Identity and Nationality in Basilio Martín Patino’s Nueve cartas a Berta (1965)», 83, 3 (2006)— y en Modern Language Notes, «Ageing and Coming of Age in Carlos Saura’s La caza (1965)», 120, 2 (2005). Este libro es, en parte, una crónica del diálogo y el debate que he mantenido con muchos colegas y amigos a lo largo de una serie de años. Peter Evans, Susan Hayward, Chris Perriam, Tim Rees, Alison Sinclair y Paul Julian Smith leyeron partes del manuscrito en distintas fases, y quisiera agradecerles sus comentarios. John Hopewell, Duncan Petrie, Núria Triana-Toribio, Kathleen Vernon y Gareth Walters también me brindaron su apoyo en diversos momentos conforme el proyecto avanzaba. Elizabeth Matthews y Andrew Ginger me asesoraron en asuntos de arte, igual que hicieron Anthony Faulkner en lo que a música respecta, Derek Gagen y Mike Thompson en materia de teatro, y Tom Caldin sobre traducciones. Helena López y Rob Stone tuvieron la gentileza de enviarme ejemplares de sus obras. Marga Lobo, Trinidad del Río (de Visionados), Javier Herrera (de la Biblioteca) y sus compañeros de la Filmoteca Española, en Madrid, siempre me han sido de gran ayuda y apoyo. También deseo expresar mi gratitud a Maruja Rincón Tapias por su generosidad y sus consejos. A los directores Mario Camus, Julio Diamante, Antxón Eceiza y Basilio Martín Patino y al poeta Guillermo Carnero les agradezco que hayan contestado a mis preguntas sobre su obra. Gracias, como siempre, a mis padres, Anthony y Helen Faulkner —ellos me llevaron a España en 1975—, y a mi madre en particular por animarme a aprender español y francés, y a leer a Christiane Rochefort. Gracias también a mi hermano, David Faulkner, con quien empecé a aprender español. La mayor deuda la tengo, sin lugar a dudas, con Nicholas McDowell. A él le dedico este libro. Pennsylvania, Exeter, Reino Unido, 2006. Para esta versión española —revisada y aumentada— del libro de 2006, quedo agradecida a los colegas, amigos y familiares que nom-

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Agradecimientos

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bré en los agradecimientos primeros. He tenido la suerte de que más colegas me proporcionasen una inspiración adicional al compartir conmigo un compromiso con la causa común de investigar y enseñar en el Reino Unido cine no anglófono. En Exeter, Nuria Capdevila-Argüelles, Guillem Colom —actualmente en la University of Glasgow—, Fiona Handyside, Helen Hanson, Will Higbee, Danielle Hipkins, Ting Guo, Eliana Maestri, Katharine Murphy y Linda Williams me han inspirado con sus respectivos trabajos sobre el género, el cine y el subtitulado. Doy las gracias también a los alumnos de grado, máster y doctorado a los que he ido enseñando a lo largo de los años, por nuestros vivos debates en las aulas de Exeter a propósito del cine español. Fuera de Exeter, quedo particularmente reconocida a Concepción Cascajosa, Elena Galán, Ralf Junkerjürgen, Alejandro Melero, Fernando Ramos Arenas, Alison Ribeiro de Menezes, Belén Vidal y Tom Whittaker por su disposición a discutir tanto su propio trabajo, como el mío. Un agradecimiento especial va para Núria Triana-Toribio —otra vez—, Hilary Owen y Jara Fernández Meneses por nuestra colaboración en nuestro proyecto —financiado por el Arts and Humanities Research Council del Reino Unido, 2021-2026— «Invisibles e insumisas / Invisíveis e insubmissas: Leading Women in Portuguese and Spanish Cinema and Television, 1970-1980», colaboración que concretamente me ayudó a dar forma al capítulo final del presente libro. Dos versiones previas del capítulo séptimo aparecieron, ambas en 2017, en Bulletin of Hispanic Studies, 94, 8 —«Delayed Cinema and Feminist Discourse in Fernando Fernán-Gómez’s El mundo sigue (1963 / 1965 / 2015)»—, y en el volumen colectivo «El mundo sigue», de Fernando Fernán-Gómez. Redescubrimiento de un clásico, editado por Ralf Junkerjürgen y Cristina Alonso-Villa en Frankfurt con Peter Lang («Delayed Cinema y discurso feminista en El mundo sigue [1963 / 1965 / 2015] de Fernando Fernán-Gómez», traducción de C. Alonso-Villa). Juan Estelrich hijo tuvo la amabilidad de permitirme usar la imagen de El mundo sigue reproducida en la cubierta del libro. También me gustaría dar las gracias a Rebecca Aschenberg, de Iberoamericana Vervuert, por su implicación en la presente versión española, así como a Manuel Cuesta por su esmero como traductor

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mío. Dedico el libro a Nicholas McDowell —otra vez— y a nuestros hijos, Rowan y Cameron, que aparecieron entre la primera versión y la segunda. St Leonard’s, Exeter, Reino Unido, 2021.

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Lista de ilustraciones 1.1 Fragmento adaptado de la partitura de la música de La gran familia. Productora de Pedro Masó . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 1.2 Fragmento del coro del «Aleluya» del Mesías, de Georg Friedrich Händel . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 1.3 Fragmento adaptado de la partitura de la música de La gran familia. Productora de Pedro Masó . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 1.4 Amparo Soler Leal y Alberto Closas en La gran familia. Fotografía cortesía de la productora de Pedro Masó . . . . . . . . 76 1.5 José Isbert y Amparo Soler Leal en La gran familia. Fotografía cortesía de la productora de Pedro Masó . . . . . . . . . . . . 81 2.1 Paco Martínez Soria y Gracita Morales en La ciudad no es para mí. Fotografía cortesía de Video Mercury Films . . . . . . . 99 2.2 Doris Coll, María Luisa Ponte, Paco Martínez Soria y Margot Cottens en La ciudad no es para mí. Fotografía cortesía de Video Mercury Films . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105 3.1 Margarita Lozano en Los farsantes. Fotografía cortesía de Video Mercury Films . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143 3.2 José Montez en Los farsantes. Fotografía cortesía de Video Mercury Films . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 153

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4.1 Aurora Bautista en La tía Tula. Fotografía cortesía de Video Mercury Films . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 177 4.2 Aurora Bautista y Carlos Estrada en La tía Tula. Fotografía cortesía de Video Mercury Films . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 5.1 Nueve cartas a Berta. Fotografía cortesía de la productora La Linterna Mágica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217 5.2 Nueve cartas a Berta. Fotografía cortesía de la productora La Linterna Mágica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217 6.1 La caza. Fotografía cortesía de la productora de Elías Querejeta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 237 6.2 Alfredo Mayo en La caza. Fotografía cortesía de la productora de Elías Querejeta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 239 7.1 El mundo sigue. Fotografía cortesía de Juan Estelrich hijo . 279 7.2 El mundo sigue. Fotografía cortesía de Juan Estelrich hijo . 281 8.1 Margarita y el lobo. Fotografía cortesía de Filmoteca Española. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 301 8.2 Margarita y el lobo. Fotografía cortesía de Filmoteca Española. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 307 Se han llevado a cabo todos los esfuerzos razonables para localizar a los titulares de los derechos de las imágenes reproducidas, y obtener los correspondientes permisos.

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Nota preliminar

Para las filmografías de directores, actores y equipos técnicos he consultado la Internet Movie Data Base (www.imdb.com). He usado dos abreviaturas a lo largo del libro: NCE (Nuevo Cine Español) y VCE (Viejo Cine Español).

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Introducción. Contextos

Este libro es una traducción, aumentada y actualizada, de A History of Contradiction: Spanish Film in the 1960s (Edinburgh: Edinburgh University Press, 2006). A las dos partes que conformaban la versión inglesa —«El cine español popular» y «El Nuevo Cine Español»—, se añade aquí una tercera, titulada «Películas “no vistas”». En ella se analiza un filme que fue duramente censurado por el Estado franquista, y otro que directamente fue prohibido. La década de 1960, que fue clave en el cine internacional, también supuso una época crucial de cambio en España. Este libro analiza ocho películas que reflejan e interpretan algunas de las transformaciones políticas, sociales, económicas y culturales de aquel periodo. La coexistencia de valores tradicionales y modernos que siguió a una rápida industrialización y urbanización, así como la tímida aceptación de un cambio limitado por parte de la dictadura franquista, constituyen síntomas de esa modernidad dispar que, según los estudiosos, es característica de la España moderna1. La contradicción —efecto inevitable de tal disparidad— es el terreno conceptual que exploran los ocho cineastas de los que aquí nos ocupamos, cineastas cuyas obras transitan por experiencias de roles familiares y de género, por la vida rural y urbana, por mentalidades provincianas y cosmopolitas, por las creencias y las ceremonias religiosas, y por la juventud y los procesos de maduración. La de 1960 es también una década importante en la historia del cine español porque representó, igual que en otras industrias cinematográficas occidentales, una época de transición. Si bien el auge

1 Por ejemplo, Sieburth (1994, 41-44 y 231-244); otros estudiosos hablan de «desarrollo desigual» (Graham y Sánchez 1995, 407).

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de la televisión mermó los públicos del cine a partir de finales de esta década, las películas nacionales comerciales pudieron seguir atrayendo a una cantidad tremenda de espectadores durante la misma, con públicos que llegaron a superar los cuatro millones de personas. Por su parte, los inversores y productores del cine de arte y ensayo apuntaban a una franja de población más selecta —concretamente al creciente número de estudiantes y licenciados universitarios—, anticipándose a la competencia inminente de la televisión2. En atención a este fenómeno de dos caras —por un lado una industria cinematográfica comercial todavía robusta y, por otro, un cine artístico alternativo en ciernes—, dedico la primera parte del presente estudio al Viejo Cine Español, un cine de carácter tradicional, comercial y popular, al que en adelante me referiré con la abreviatura de VCE, y que ha recibido esta denominación para subrayar sus diferencias con el Nuevo Cine Español, un cine de arte y ensayo —de autor o auteur—3, al que en adelante me referiré con la abreviatura de NCE, y al que dedico la segunda parte de este libro4. En la tercera parte me centro en filmes que

2 Entre los cursos de 1962-1963 y 1968-1969, en España, el número de estudiantes universitarios prácticamente se multiplicó por dos (de 69.377 a 134.945, respectivamente, véase Riambau y Torreiro 1999, 31). El hecho de que el NCE no consiguiera llegar a un público más amplio ha sido fuente de polémica: hay quien culpa al Gobierno por restringir la distribución y la exhibición, y hay quien responsabiliza a los directores por su esteticismo. Podemos salir del impasse en que la crítica se ve atrapada si se limita a hablar en términos de culpa, aceptando que este movimiento cinematográfico apelaba, como la novela social de la década de 1950 que le había precedido, a una franja selecta de la población. 3 La expresión española «cine de autor» está directamente determinada por la Nouvelle Vague francesa, concretamente por el influyente ensayo de François Truffaut «Une certaine tendance du cinéma français» (1954), donde el crítico y futuro cineasta acuñó la expresión «la politique des auteurs», que reivindica que al auteur de una obra fílmica se le atribuya la misma importancia que al de una obra literaria. 4 Suele considerarse que el nombre de este movimiento cinematográfico lo acuñó Joan Francesc de Lasa, quien así llamó a un festival de cine celebrado en Molins del Rei en 1963 y que él mismo dirigió, si bien en 1960 ya utilizaban esta expresión los editores de Film Ideal («Nuevo Cine Español» 1960). Otras etiquetas que se aplicaron al movimiento fueron «la nueva ola española», «el joven cine espa-

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escapaban a ambas etiquetas, en películas que sufrieron una censura tan rigurosa que, en su día, o bien apenas se vieron, o bien no se vieron fuera del ámbito educativo. De ahí el título «Películas “no vistas”». Los ejemplos del VCE que analizo en la primera parte del libro representan las dos tendencias clave de la industria comercial de la época. La ciudad no es para mí (1965), de Pedro Lazaga (capítulo segundo), fue un taquillazo: atrajo a casi 4.300.000 espectadores y, según una estimación reciente5, recaudó el equivalente de 440.348 euros, lo que la convirtió en una de las películas más vistas y con mayor éxito comercial de la década. Contrariamente, La gran familia (1962), de Fernando Palacios (primer capítulo), tuvo, con poco más de 20.000 espectadores, las cifras de taquilla más bajas de cuantas películas se estudian en este libro6. Así y todo, generó beneficios (25.000

ñol», «el cabo de Buena Esperanza» —esta última expresión se debe a José Luis Sáenz de Heredia; véase García de Dueñas 2003, 79— y, por parte de la prensa extranjera, «los Jóvenes Turcos de España» (Clouzot 1966). Con el término menos halagüeño de «cine mesetario», los directores de la Escuela de Barcelona condenaban la atención excesiva que el NCE prestaba a Castilla —cuya llanura central, tan evocada en la obra de la generación del 98, suele llamarse, como es sabido, «la meseta»—, mientras que los calificativos de «cine de funcionarios» (Llinàs y Marías 1969, 66) y de «los chicos de García Escudero» (Triana-Toribio 2003, 66) insistían en la dependencia de este movimiento fílmico para con el Gobierno. El crítico literario José María Castellet también usó el término «nueva ola» en 1963 con referencia a la novela española de los veinte años anteriores (Schwartz 1976, 7). En cuanto al término «viejo cine español», lo acuñaron en 1976 Marta Hernández y Manolo Revuelta; véase Triana-Toribio (2003, 75). 5 Estos y otros datos relativos a la asistencia de público y a la recaudación, son los publicados en la web oficial del Ministerio de Cultura de España (http://www. mcu.es/cine/index.jsp), en el enlace a «Bases de datos de películas» —consultado el 4 de septiembre de 2021—, y se refieren exclusivamente a España. Adviértase, con todo, que en España el control oficial de la taquilla no empezó hasta el 1 de enero de 1965. 6 Merezca crédito o no, en la entrevista incluida en la edición en DVD de esta película que el diario El País lanzó en abril de 2003 —en el contexto de la colección «Un País de Cine»—, Pedro Masó afirma que La gran familia llenaba las salas en las sesiones de media tarde, pero, como atraía menos público en los pases nocturnos, estuvo solamente dos semanas en un cine de primera, aguantando en cambio cuarenta y siete semanas en uno de segunda.

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euros). Esto no fue, sin embargo, necesariamente por la recaudación, sino por las subvenciones gubernamentales que la cinta recibió por ser declarada de «interés nacional». En la segunda parte del libro analizo cuatro ejemplos distintos del cine español de arte y ensayo de la época, es decir, del NCE. Los farsantes (1963), de Mario Camus (capítulo tercero), es una película representativa del conjunto de este movimiento del NCE en la medida en que no consiguió atraer al público —tuvo 62.000 espectadores y solo recaudó 5.000 euros—, si bien resulta interesante constatar que estamos hablando del triple de espectadores de los que tuvo La gran familia. La tía Tula (1964), de Miguel Picazo (capítulo cuarto), y Nueve cartas a Berta (1965), de Basilio Martín Patino (capítulo quinto), suponen casos excepcionales de éxito7: tuvieron 408.000 y 417.000 espectadores y recaudaron 67.000 y 60.000 euros, respectivamente, mientras que La caza (1965), de Carlos Saura (capítulo sexto), solo atrajo 341.000 espectadores y únicamente recaudó 56.000 euros. Así, mientras que ciertas películas del NCE ejercieron el amplio atractivo que algunos de los impulsores del movimiento preveían, quedó claro que su público natural era esa misma franja de población con estudios universitarios a la que los propios directores pertenecían8. No obstante los casos excepcionales de éxito, el NCE solo era viable económicamente gracias a las subvenciones gubernamentales. En 1964, la calificación propagandista de «interés nacional» —que se otorgaba a películas del VCE como La gran familia— fue sustituida por la de «interés especial». Esta distinción se concedía a cintas que se considerasen meritorias artísticamente, es decir, a películas del NCE. De manera que ya solo este breve análisis de los

7 Una tercera excepción fue Del rosa… al amarillo (Summers 1963). 8 Cine asesor, volumen que recoge información comercial y de prensa, señala, por ejemplo, a propósito de La caza, de Saura, que atrajo a un público selecto interesado por «el cine de los nuevos valores españoles». El panorama que Ángel Fernández Santos ofrece (1967) de los públicos del festival de cine celebrado en Molins del Rei en 1967, confirma este tirón que el NCE tenía entre una franja demográfica exigua, tirón que también confirma la decisión que ese mismo año tomó José María García Escudero de establecer salas específicas de cine de arte y ensayo para las películas extranjeras y del NCE.

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contextos de producción revela un solapamiento entre el cine popular subvencionado y el NCE, en la medida en que ambos dependían de la protección del Estado. Del Estado también dependían El mundo sigue (capítulo séptimo) y Margarita y el lobo (capítulo octavo). En estos casos, sin embargo, el Estado no fomentaba, sino que restringía: el filme de Fernando Fernán Gómez tuvo una distribución limitada, y solamente en provincias; el de Cecilia Bartolomé se censuró por completo y de inmediato, por lo que ni siquiera llegó a tener un estreno público. Pero las lecturas pormenorizadas de las ocho películas que aquí estudiamos sugieren más similitudes. En la primera parte del libro analizo, en efecto, las maneras en que La gran familia y La ciudad no es para mí construyen representaciones conservadoras que agradaban a los responsables de la concesión de subvenciones gubernamentales (primer capítulo) o al público más amplio (capítulo segundo); también apunto, sin embargo, a que estas películas son susceptibles de contralecturas debido a las contribuciones de ciertos miembros de sus equipos técnicos y sus repartos. Y es que los directores a los que se encargaba rodar las películas del cine popular, como solían trabajar a gran velocidad y sobre unos guiones y con un personal impuestos por el productor, ejercían un control creativo limitado. La naturaleza plural de la autoría del cine popular permitía, por tanto, que otros participantes señalaran reveladoras inconsistencias de los mensajes inicialmente conservadores de las películas. Frente a lo cual, los directores de arte y ensayo del NCE, así como los directores de las películas «no vistas», tenían voluntad de oposición política, y en los capítulos tercero, cuarto, quinto, sexto, séptimo y octavo acepto la premisa de que, en estos filmes, el control artístico emana del director. Propongo, sin embargo, revisar el enfoque basado en el autor de manera que dé cuenta de la importancia de la colaboración —y en ocasiones el conflicto— con otros miembros del equipo que también desempeñan labores creativas. Desde esta perspectiva, cada una de las películas que analizamos es muy distinta: van desde la experiencia de Camus con el equipo creativo y técnico preseleccionado de Los farsantes, hasta el trabajo de Saura en La caza con el personal afín de un productor de su misma cuerda. Este enfoque revisado nos libera tanto de una reverencia excesiva al autor, como de la expectativa de que una película pro-

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yecta directamente la visión de quien la dirige. Pero tampoco es que Un cine contradictorio subvierta todas las expectativas. Aunque los dos ejemplos analizados en la primera parte del libro revelan, en efecto, el potencial disidente del cine comercial, en las partes segunda y tercera no sugiero que las películas de arte y ensayo —y las películas «no vistas»— fuesen en realidad conservadoras a pesar de su pretendida oposición política. Lo que sí muestro es que, en el NCE, la expresión del disentimiento estaba lejos de ser sencilla, ya que aquellos directores, en colaboración con unos equipos creativos y técnicos más o menos afines, atacaban a un Gobierno del que paradójicamente dependía para que su trabajo existiera. Esta contradicción, que está en la esencia del «posibilismo»9, a menudo redundaba en que la labor de oposición política de dichos directores resultara tan astuta como incómoda. En cuanto al trabajo de Fernán Gómez y Bartolomé que aquí analizamos, aunque no sufría los problemas del «posibilismo», apenas se vio (El mundo sigue) o directamente no se vio (Margarita y el lobo). Negándose a aislar la forma cinematográfica popular de la de arte y ensayo, Un cine contradictorio persigue cuatro objetivos. En primer lugar, muestro, en la línea de una serie de historias revisionistas recientes del cine español, la complejidad y el posible valor contestatario del cine popular y comercial de la época franquista, cine que con frecuencia evidenciaba esas mismas contradicciones que sus películas trataban de ocultar. En segundo lugar, sugiero que los contextos de producción del cine español de arte y ensayo de la década de 1960 nos invitan a reevaluar las películas del NCE en cuanto productos de contextos contradictorios: en cuanto productos que no son menos ricos, sino que, de hecho, pueden serlo tanto más, en virtud de su comprome-

9 En 1960, los dramaturgos Antonio Buero Vallejo y Alfonso Sastre abrieron una polémica sobre el «posibilismo» y el «imposibilismo», polémica que definió las respuestas a la censura durante las décadas siguientes. Buero Vallejo planteaba, de lado «posibilista», que el artista no tenía más remedio que trabajar con censura si quería llegar al público, mientras que Sastre condenaba aquello en cuanto compromiso inaceptable, afirmando que el artista había de comportarse como si no hubiera ningún tipo de restricciones, por más que eso significara que su obra nunca llegase al público.

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tedora génesis. Este libro también demuestra que hubo una fertilización cruzada entre el VCE y el NCE en niveles financieros, técnicos y artísticos. Sostiene, en efecto, que conviene considerar ambos cines como ámbitos no tanto opuestos, sino más bien complementarios, de la actividad cinematográfica española10. Por último, propone que nos urge analizar también los filmes que, debido a la censura franquista, en su momento apenas fueron distribuidos y exhibidos… o simplemente no lo fueron.

La España de la «apertura» Las contradicciones inherentes a la tentativa de reconciliar tradición y modernidad, ya presentes en la década anterior, caracterizaron la España de la década de 1960. En la esfera política, el detonante de estas contradicciones fueron los esfuerzos del régimen franquista por armonizar los objetivos —que se socavaban mutuamente— de preservar la dictadura represora y, al mismo tiempo, abrir España a una liberalización gradual, proceso que se denominó precisamente «apertura». En lo que al ámbito social respecta, los españoles experimentaron el conflicto entre la ideología del tradicionalismo franquista —con su exaltación reaccionaria de valores católicos, patriarcales y nacionalistas— y el capitalismo global, con su culto a la obtención de riquezas, las posesiones materiales y la libre circulación de bienes más allá de las fronteras nacionales. En los primeros años de su dictadura, Franco logró aglutinar a los elementos dispares que sostenían su régimen en la Falange Española

10 En este último sentido me han guiado (i) la identificación de solapamientos existentes entre ambos ámbitos que Núria Triana-Toribio efectúa en su estudio sobre el cine nacional español (2003, 71), (ii) el cuestionamiento que Stephanie Sieburth realiza de las divisiones entre «alto» y «bajo» en su trabajo sobre la literatura española (2002, 14), y (iii) la historia revisionista de la Nouvelle Vague que escribe Colin Crisp (1993), quien revela las interconexiones de este movimiento fílmico francés con ese mismo cine francés clásico al cual supuestamente se oponía. Quisiera dar las gracias a Susan Hayward por insistirme en que leyera el trabajo de Crisp.

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Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS), alias Movimiento Nacional o simplemente «el Movimiento» (dicha Falange fue instituida en abril de 1937); esto le permitió gobernar un país escindido por la Guerra Civil. Para la década de 1960, sin embargo, las fisuras en el seno de su régimen volvían a ser patentes. Estas tensiones se debían tanto a la coexistencia de ideologías heteróclitas —por ejemplo el falangismo y el carlismo—, como a las diversas maneras de responder a los cambios socioeconómicos producidos por el abandono de la autarquía y por el proceso de industrialización formalizado e impulsado por el Plan de Estabilización de los tecnócratas del Opus Dei (1959)11. La época de la «apertura», que se extiende desde el nombramiento de Manuel Fraga Iribarne como ministro de Información y Turismo (1962) hasta su abandono del cargo de resultas de una reestructuración del Gobierno (1969), se puede considerar una tentativa de compensar ese «desfase» que Paul Preston ha identificado como un rasgo característico de la historia moderna de España. Esa «falta de sincronización […] entre la realidad social y la estructura de poder político que la gobierna» (Preston 1996, 10) bien podría describir, en efecto, la situación de la España de la década de 1960, una sociedad de consumo regida, sin embargo, por una dictadura anacrónica. De manera que aquella «apertura» fue un intento de realinear la «realidad social» y la «estructura de poder político», por repetir los términos de Preston. El resultado fue un contradictorio compromiso entre las tendencias tradicionalistas y liberales que coexistían en el seno del franquismo, un equívoco ejercicio de reforma social limitada llevado a cabo por un régimen autoritario, y que acabó en fracaso cuando, al final de la década, volvió a prevalecer la línea dura. Los apologetas de Franco insisten en que aquellas medidas aperturistas —por ejemplo, la creación del Tribunal de Orden Público (1963), que se tradujo en que la subversión política pasara a ser también competencia de tribunales civiles, y no solo militares, o bien

11 Introducidas para resolver una crisis cambiara que iba en aumento, estas políticas desreguladoras introducían medidas deflacionarias y abrían España a la inversión extranjera.

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la ley de prensa e imprenta de Fraga Iribarne (1966), que establecía una relativa libertad de prensa— fueron una respuesta liberal a los anhelos de cambio. Trazan, así, una línea ininterrumpida de progreso que parte del «milagro» económico y pasa por la «apertura» para llegar a la transición democrática de la década de 1970. «Con este truco de prestidigitación», sostiene Helen Graham (1995b, 244), «la democracia política y la pluralidad cultural de repente se convierten en el legado de un dictador benévolo». Lo cierto es, sin embargo, que el incesante ejercicio de la represión para acallar la disensión política —valgan de ejemplo las ejecuciones de Joaquín Delgado, Francisco Granados y Julián Grimau en 1963, a pesar de las protestas internacionales sobre la de este último, cuyo fusilamiento Fraga Iribarne defendió con énfasis (Gubern 1981, 224), o bien la abolición del Sindicato de Estudiantes Universitarios (SEU) en 1965, o la restitución de las competencias en materia de persecución política a los tribunales militares en 1968, o la suspensión de las libertades civiles durante el estado de excepción de 1969— evidencia un régimen dictatorial dispuesto a adoptar medidas ora liberales, ora represivas, con un único fin: el de su propia supervivencia. Si los cambios del ámbito político fueron en última instancia cosméticos, las consecuencias a largo plazo del boom económico y la transformación social de la España de ese entonces fueron, por el contrario, tremendas. No obstante lo desigual de su distribución, la industrialización provocó, en efecto, que la renta per cápita se disparara, según los cálculos de un historiador (Schubert 1990, 258), de 290 dólares en 1955 a 497 en 1965 y 2.486 en 1975. Pero aquel giro hacia una economía más abierta fue igual de rápido que desequilibrado, por lo que generó las contradicciones que caracterizan cualquier desarrollo desigual. No hay texto cultural que constituya una ilustración neutral de este contexto histórico, y las ocho películas que en el presente libro analizamos camuflan o magnifican, según el caso, las tensiones e inconsistencias de esta época contradictoria. Dichas tensiones se agrupan en torno a cuatro ámbitos de cambio: el salto de la vida rural a la urbana, el género, la religión y el conflicto generacional. Si la transformación política y social —incluyendo los derechos de género— es una consecuencia de la urbanización, la inmigración del

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campo a la ciudad es el cambio más fundamental de la España del siglo xx. No cabe duda de que Franco se daba cuenta de esto cuando intentaba detener la marcha del progreso exaltando la vida rural durante la década de 1940. Su política autárquica interrumpió, en efecto, los procesos de industrialización y urbanización que se habían iniciado en España en el siglo xix, pero el fracaso de dicha autarquía llevó a retomar el desarrollo urbano. Los conflictos entre la anterior glorificación de la vida rural y el fomento en curso de la migración a centros urbanos alcanzaron su máxima expresión en la década de 1960. Si en 1940 se dedicaba a la agricultura el 44,6% de la población española, en 1945, de resultas de la política autárquica franquista rerruralizadora, este porcentaje se había elevado hasta alcanzar el 50,3 (Grugel y Rees 1997, 125, nota 18). A partir de 1950, sin embargo, estas cifras fueron cayendo hasta llegar al 42% en 1960 y al 20 en 1976. (En el periodo comprendido entre 1955 y 1975, seis millones de españoles —una quinta parte de la población— se trasladó a otra provincia: dos millones emigraron a Madrid, 1.800.000 lo hicieron a Barcelona, un millón y medio se fue a trabajar al extranjero, y la mayor parte del resto se instaló en otras capitales de provincia [Riquer i Permanyer 1995, 262-263].) Pues bien: el cine español reflejó e interpretó estos trascendentales cambios. La vida de pueblo que se deja atrás constituye, en efecto, una fuente de nostalgia implícita y explícita en La gran familia y en La ciudad no es para mí, mientras que Los farsantes y La caza condenan la despoblación y la miseria de las zonas rurales. Por su parte, el embeleso por las relativas libertades de las ciudades españolas de la época se explora en Nueve cartas a Berta y está implícito en La tía Tula, en la medida en que dichas películas exponen y condenan la impostada modernidad de las provincianas Salamanca y Guadalajara. Las películas ambientadas en Madrid, sin embargo —El mundo sigue y el mediometraje Margarita y el lobo—, desmienten la existencia de tales libertades, sobre todo para la clase obrera urbana (véase El mundo sigue) y para las mujeres, tanto de clase obrera como de clase media (véanse ambos filmes). Los derechos laborales de las mujeres se reconocieron formalmente en la ley sobre derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer (1961), mientras que el Plan de Desarrollo de 1963 promovía

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activamente la inclusión de las mujeres en el mundo laboral, pero el catolicismo conservador seguía siendo el principal referente en lo que a la conducta personal respecta. Los roles de género, especialmente en la esfera doméstica, fueron, por tanto, un foco de interés y de atención tanto en el cine comercial como en el de arte y ensayo. La gran familia de Palacios, La tía Tula de Picazo, El mundo sigue de Fernán Gómez y Margarita y el lobo de Bartolomé, todas estas películas se enfrentan al choque de la tradición y la modernidad. La gran familia y La tía Tula presentan, en efecto, una serie de acontecimientos familiares: una primera comunión, unas vacaciones, la enfermedad de un niño. Pero, mientras que la película de Palacios busca naturalizar las políticas pronatalistas del régimen franquista en un contexto capitalista moderno, Picazo somete a escrutinio las consecuencias excesivas de una interpretación literal de la trasnochada ideología de género católica. Parte del impacto de El mundo sigue reside en dar forma a esta oposición en los personajes de las dos hermanas del filme, la tradicionalista Elo y la moderna Luisita. Margarita y el lobo, nuestra única película tanto de autoría directorial femenina, como encuadrable en los géneros de la comedia y el musical, revela lo absurdo y lo frustrante de tales contradicciones. El conflicto y el cambio también caracterizaron la vida religiosa de la España de la década de 1960. Si las divisiones en el seno de la Iglesia ya se hicieron patentes durante el periodo comprendido entre 1953 y 1962, se ahondaron aún más entre 1962 y 1971, y quedó claramente definida una frontera entre grupos extremadamente conservadores como el Opus Dei y quienes, en la línea de las reformas introducidas por el Concilio Vaticano II12, buscaban una ruptura con el régimen de Franco (Cooper 1976, 48). Pero la historia de la Iglesia de esta época no es una mera historia de cambio de lealtades: es la historia de

12 Al Vaticano II (1962-1965) se le atribuye la liberalización de la Iglesia católica en la era moderna. Entre sus reformas estaba la sustitución de la misa latina obligatoria por liturgias vernáculas, el aumento del poder de los seglares y la aprobación del ecumenismo. También conllevaba una condena de la dictadura, pero Franco negaba que aquello fuese una referencia a España (Preston 1993, 725).

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un abandono gradual. Stanley Payne refiere (1984, 199) que, tras el boom de la década de 1950, a mediados de la de 1960, se dispararon las secularizaciones de sacerdotes, mientras que las nuevas vocaciones para el ministerio decrecieron diez veces: «Aunque en aquel entonces muchos no supieron verlo, la sociedad urbana, industrial y orientada al consumo de la década de 1950 estaba inaugurando una nueva fase de secularización» (ibid., 187). Por una parte, el cine popular de la época refleja este proceso. La gran familia, por dar un caso, puede que empiece, en efecto, con una fotografía de primera comunión; pero la película presenta este acontecimiento como una ocasión para el alborozo consumista alegre —comprarles, por ejemplo, sus vestiditos a los nenes—, y no como una reflexión religiosa sobria. Del mismo modo, aunque al sacerdote rural de La ciudad no es para mí le tratan con cariño, constituye una figura algo ridícula, en modo alguno la fuente de una autoridad venerable. Si el VCE se toma a risa la presencia anacrónica de la religión en un contexto social moderno —cosa que, de hecho, también hace la comedia musical Margarita y el lobo—, el NCE aborda esta contradicción con seriedad. En su ataque anticlerical contra la hipocresía y la ceremonia inane, Los farsantes pinta una praxis religiosa española de la década de 1960 en la que el Concilio Vaticano II parece no haberse celebrado. La tía Tula ignora igualmente la modernización en curso de la Iglesia católica para indagar en el impacto de la doctrina conservadora en la conducta personal. El protagonista de Nueve cartas a Berta reflexiona, en cambio, sobre las reformas del papa Juan XXIII, si bien termina abrazando el conservadurismo que encarnan las posturas reaccionarias de los dos sacerdotes de su niñez. Fuera tanto del VCE como del NCE, pero influido por ambos, El mundo sigue condena la inutilidad del clero, al que en Margarita y el lobo se ridiculiza. También el conflicto generacional aparece en el cine español de la década de 1960 bajo las claves distintas de la comedia y el realismo. Dicho conflicto entre generaciones, viejo como la humanidad, recibió una atención especial con el psicoanálisis de comienzos del siglo xx, y el cine español de la década de 1960 examina el clásico argumento edípico de antagonismo entre padres de mediana edad e hijos adolescentes (valga de ejemplo Nueve cartas a Berta), pero también pasaron

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a constituir objeto de interés en esta época las experiencias de los parientes de más edad —como los abuelos— y las de los niños chicos. Como muestra Marsha Kinder (1993, 13), el planteamiento edípico permitió a los cineastas indagar en asuntos políticos mediante relatos de relaciones familiares, pero poner el foco en los más viejos y en los más jóvenes de la década de 1960 codificaba, por una parte, una nueva crítica de la longevidad del régimen franquista y, por otra, la incapacidad de los jóvenes de suceder a dicho régimen. En un clima de censura, se mostraban unas familias españolas marcadamente sobredeterminadas. Pues no era solo que los jóvenes representaran el futuro, sino que sus edades planteaban la pregunta específica de qué sería de España después de Franco, mientras que a los viejos se los alineaba cada vez más con el dictador, que por su parte estaba cada vez más frágil y cuya condición mortal se iba haciendo más patente conforme avanzaba la década13. En las películas que aquí estudiamos abundan, en efecto, los niños rebeldes y dóciles (La gran familia y La tía Tula), los adolescentes confusos (La ciudad no es para mí, Nueve cartas a Berta y La caza) y los viejos tanto cómicamente absurdos (La gran familia y La ciudad no es para mí) como peligrosamente obsesionados consigo mismos (La caza), y ello es reflejo de las contradicciones de una época preocupada por la juventud, pero todavía gobernada por un anciano intocable. En El mundo sigue, unas hermanas en guerra —véase la imagen de cubierta— contrastan con la generación mayor; en Margarita y el lobo tenemos el enfrentamiento entre nuera y suegra.

13 Citando a Payne (1987, 494), Paul Preston titula el capítulo de su biografía del dictador en el que cubre el periodo de 1960-1963 (1993, 685-713) «Indicios de mortalidad». En 1960, los rumores de que Franco había sufrido un ataque al corazón hubieron de ser desmentidos oficialmente (Preston ibid., 685); en 1961 le diagnosticaron la enfermedad de Parkinson (Payne 1987, 495), y en Navidad del mismo año fue motivo de especial preocupación un importante accidente de caza que dejó seriamente dañada la mano izquierda del Caudillo (Preston 1993, 697-678). Tatjana Pavlović, cuyo trabajo cubre un ámbito parecido al de mi discusión del capítulo sexto en torno al cuerpo que envejece, plantea (2003, 70) que «la lenta e interminable muerte y agonía de Franco […] marcó profundamente la década de 1960».

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El Viejo Cine Español Si los intelectuales españoles se muestran tradicionalmente desdeñosos para con el cine de su país, esto rige especialmente en el caso del cine popular. Más todavía en el caso del cine español comercial de época franquista, que, como toda la cultura popular de la época, se da por hecho que fue ideológicamente homogéneo y cómplice del régimen14. El veterano comentarista cultural Eduardo Haro Tecglen fue un caso típico a finales del siglo pasado y principios de este. «Niño republicano»15, era muy conocido en España como antiguo miembro de la élite intelectual antifranquista, y el hecho de que escribiera una columna diaria y reseñas para El País, el principal periódico de España, le confirió una autoridad continuada de custodio cultural. En una columna que tituló «Viejo cine español», rememoraba que, durante la dictadura de Franco, «los que mirábamos la cartelera para ir al cine decíamos: “No, a ésa no, que es española”, sin indagar más». Los objetivos de aquellas películas eran: Nada que preocupe, no plantear temas, que no cunda el pesimismo; retorcer la comicidad hasta deformar el físico del actor; cambiar la sonrisa por la carcajada de cuerpo, no de cabeza; gastar lo menos posible, que es una de las maneras más conocidas de destruir cualquier producto. (Que conste: hablo en todo caso de generalidad.) (Haro Tecglen 2004.)

A pesar de esta última cautela parentética, Haro Tecglen desdeña el cine popular por su optimismo empalagoso, por su humor facilón y por el nivel de andar por casa de las producciones. Su lamento porque dicho cine no fuese capaz de «preocupar», «plantear temas» o hacer que «cunda el pesimismo» —por retomar sus palabras— es un resumen bastante instructivo de la ortodoxia marxista de la crítica cinema-

14 Véase Labanyi (1999) sobre la recepción de la cultura popular española en el país. La autora señala (ibid., 100) la especial influencia que tuvo el desdén modernista de José Ortega y Gasset hacia la «baja» cultura. 15 Véase «Eduardo Haro Tecglen: el niño republicano», en: http://www.eduardoharotecglen.net/blog/, consultado el 31 de mayo de 2005.

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tográfica española, cuyo más célebre representante fue Juan Antonio Bardem, tío del famosísimo actor Javier. Miembro del Partido Comunista de España —que durante la dictadura franquista era ilegal—, en la década de 1950 Bardem fue autor y coautor de las primeras películas disidentes que tuvieron éxito: Esa pareja feliz (1951), Bienvenido, mister Marshall (1952) y Calle Mayor (1956). Dos afirmaciones de este director influirían, durante toda una generación, tanto en los cultores como en los defensores del cine español de arte y ensayo. En las llamadas Conversaciones de Salamanca, un congreso sobre cine que Martín Patino organizó en la ciudad castellanoleonesa en 1955, Bardem declaró —y sus declaraciones fueron citadas y reimpresas en incontables ocasiones— que el cine español popular era «(1) políticamente ineficaz, (2) socialmente falso, (3) intelectualmente ínfimo, (4) estéticamente nulo y (5) industrialmente raquítico» (Hopewell 1986, 57). Y en un trabajo que tuvo gran difusión —«¿Para qué sirve un film?», aparecido en Cinema Universitario en 1956—, afirmaba que lo que el cine español tenía que hacer era «mostrar en términos de luz, de imágenes y de sonidos la realidad de nuestro contorno, aquí y hoy. Ser testimonio del momento humano. Pues, a mi parecer, el cine será ante todo testimonio o no será nada» (Fontenla 1966a, 192). La obra de un reducido, pero conspicuo grupo de directores, así como el trabajo de la mayoría de los críticos e historiadores del cine español, han servido de caja de resonancia a las arengas de Bardem. Me refiero especialmente a los creadores y a los defensores del NCE, al que está dedicada la segunda parte de este libro. La víctima de la ortodoxia bardemiana fue, por tanto, el cine popular, un ámbito de la actividad cinematográfica que merece nuestra atención al menos en dos sentidos. Para empezar, millones de compatriotas de Haro Tecglen y sus amigos no compartían la decisión de estos de evitar las películas españolas. La de 1960 fue, en efecto, la última década en que el cine nacional pudo seguir atrayendo aún a un público masivo. (Aunque en tiempos más recientes España ha vuelto a conocer los taquillazos nacionales, véase al respecto Lázaro Reboll y Willis 2004a, 14-15.) Casimiro Torreiro refiere (2000, 156) que, para la década de 1960, el porcentaje de espectadores que iban a ver cine español en el mercado nacional parecía sacado de un cuento de hadas.

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Pues hablamos de un 22% en 1966, más del 27% un año después, y casi el 30% en 1968, mientras que a comienzos del siglo xxi se rondaba apenas el 10%. Y, sin embargo, a pesar de aducir estas cifras, el mencionado trabajo de Torreiro se centra en el NCE y en su sucesor catalán, la llamada Escuela de Barcelona. En otro capítulo que publicó en otra obra colectiva (1995b), este crítico sí que incluye una sección sobre el cine español comercial de esta época. Se trata, sin embargo, tan solo de un apartado del estudio, véanse las páginas 331-335. En 1984, Santiago Pozo Arenas sostenía (1984, 199-200) que, con una cuota de mercado del 30% en 1968, «el verdadero cine español, el que merece este nombre, el que consiguió mejorar su situación en el mercado, fue […] La ciudad no es para mí», y hay recopilaciones de artículos sobre películas concretas —pues en realidad no se trata de panoramas históricos— que han incluido trabajos sobre cine tanto de arte y ensayo como popular, como es el caso de El cine español en 119 películas, de Augusto Torres, y del volumen colectivo Antología crítica del cine español, editado por Julio Pérez Perucha (ambas obras aparecieron en 1997). Sin embargo, en los años en torno al último cambio de siglo, los críticos propugnaron un segundo motivo por el que prestar atención al cine popular. Estudiosos influidos por los estudios culturales —valgan de ejemplo Helen Graham y Jo Labanyi, concretamente el trabajo que ambos publicaron en 1995a— se posicionaron, en efecto, contra una visión de la cultura popular que, influida por la Escuela de Frankfurt, veía a dicha cultura como una herramienta diseñada para controlar a un público pasivo (véase la página 3 del mencionado trabajo). Ellos recurrían, antes bien, a aquel concepto acuñado por Antonio Gramsci de «tácticas culturales contrahegemónicas» (véase ibid., 4) para invitarnos a ajustar nuestro foco a la recepción de la cultura, así como a sacarlo de las intenciones del autor de la misma o de las del Gobierno que la financiaba. Este enfoque confiere a los públicos la condición de agentes, abre la puerta a lecturas de resistencia o, por repetir el término de Gramsci, «contrahegemónicas»; asimismo, proporciona a los investigadores un marco intelectual en el que poder tomar la cultura popular en serio. Así pues, sobre la base tanto de estos planteamientos como del trabajo de estudiosos de otras cinematografías europeas populares —por ejemplo Dyer y Vincendeau 1992—,

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apareció una monografía dedicada a criticar la tendencia que, en las definiciones de un cine «nacional» español, privilegia el cine de arte y ensayo o «de calidad» sobre los géneros populares —me refiero a Spanish National Cinema (2003), de Núria Triana-Toribio—, y luego, el volumen colectivo Spanish Popular Cinema (Lázaro Reboll y Willis 2004b), en el que se atendía exclusivamente a películas populares16. La primera parte de Un cine contradictorio busca insistir en esta línea de investigación postulando que, en las pulidas superficies del VCE de la década de 1960, de repente aparecen fallas. Y tales fallas —que tienen que ver con el papel de los actores y las actrices estrella, con el montaje y con la construcción del espacio y la puesta en escena— pueden llegar a socavar, con las lecturas de resistencia o contrahegemónicas que posibilitan, ese edificio de conservadurismo que de otra manera habrían erigido las películas en cuestión. Una consecuencia de esta corrección del enfoque del cine popular operada en publicaciones como las recién mencionadas es la tendencia a disociar dicho cine de las manifestaciones artísticas. Sin embargo, adoptando tanto en la parte primera como en la segunda el mismo enfoque —un análisis de los contextos productivos combinado con lecturas textuales pormenorizadas—, este libro también apunta a evidenciar solapamientos entre ambos tipos de producción cinematográfica. La propia Triana-Toribio ha sugerido, en efecto (2003, 92-95), que existen semejanzas entre Nueve cartas a Berta y la película del VCE Marisol rumbo a Río (Palacios 1963) desde el punto de vista de los tratamientos que estas películas hacen de la españolidad. Y, en su análisis de una serie de ámbitos conceptuales, Un cine contradictorio quiere hacerse cargo de la siguiente observación de esta autora: El análisis del cine español de la década de 1960 lleva demasiado tiempo prestando una atención indebida al Nuevo Cine Español en detrimento del Viejo Cine Español […] Resulta un ejercicio mucho más provechoso comparar y contrastar

16 Estos relatos revisionistas también se basaban en la obra de otros hispanistas como Paul Julian Smith (1994 y 1998), Chris Perriam (1999), Peter Evans (2000) y Steven Marsh (2002).

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Un cine contradictorio las diferentes versiones de la españolidad que estos dos cines concurrentes proyectaban. Y es que, si bien no hay duda de que existen marcadas diferencias, es asombroso constatar que muchas de las preocupaciones de ambos tipos de cine son en realidad las mismas (Triana-Toribio 2003, 92).

Además de los solapamientos en términos conceptuales —solapamientos derivados del hecho de que ambos cines respondían a las mismas contradicciones de la época—, Un cine contradictorio también muestra que había vínculos prácticos entre el VCE y el NCE, los cuales venían dados por la presencia y la participación de los mismos profesionales en ambas. Es evidente que, en una industria fílmica comparativamente pequeña como es la española, los directores de arte y ensayo se verían obligados a usar al menos en parte los mismos repartos, equipos técnicos, estudios, laboratorios e incluso productores que sus colegas de oficio orientados a lo comercial. El presente estudio es, sin embargo, el primero que somete a escrutinio el alcance y la significación de tales solapamientos. La mayor diferencia entre el VCE y el NCE tiene que ver con los directores. En la industria comercial era frecuente que estos no hubieran recibido formación cinematográfica reglada: habían aprendido la profesión trabajando de meritorios en los estudios. Fernando Palacios, por dar un ejemplo, trabajó como ayudante de dirección en diecinueve películas antes de debutar como director, y parecido fue el caso de Lazaga, quien fue adquiriendo experiencia tanto de ayudante de dirección, como de guionista. (Escribió, entre más cosas, el guion de la adaptación de la novela de Unamuno Abel Sánchez que Carlos Serrano de Osma rodó en 1946.) Por el contrario, los directores del NCE habían estudiado tanto teoría como práctica fílmica en la Escuela Oficial de Cine —inaugurada en 1947 y clausurada en 1976—, y era frecuente que la primera vez que participaban en un largometraje lo hicieran en calidad de directores17. (Parece que los productores so-

17 Hubo excepciones, como la experiencia de Antxón Eceiza en platós del VCE cuando lo contrataron para enseñar francés a Francisco Rabal (Angulo 2003a, 272-273).

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lían asignarles ayudantes de dirección de su confianza para que mitigasen cualesquiera problemas pudieran derivarse de su inexperiencia, véase Méndez-Leite 1969, 100.) De todos modos, aquellas clases las impartían personas que trabajaban en la industria cinematográfica, y este hecho de que los directores del NCE se formaran con profesionales del VCE es otro ámbito potencial de solapamiento entre ambos tipos de cine; de hecho, el responsable de la mencionada Escuela durante el periodo en que estudiaron en ella los directores del NCE era José Luis Sáenz de Heredia, director de las películas propagandistas Raza (1941) y Franco, ese hombre (1964). Los recuerdos de los directores sobre la eficacia de aquellas clases y sus niveles de asistencia a las mismas difieren considerablemente, pero todos los testimonios que he consultado mencionan que aquella institución constituía un foro en el que compartir ideas, pasarse libros prohibidos y ver películas de otra forma inaccesibles (Núñez 1964, 7; Monleón y Egea 1965, 10; Torres 1992, 25; García de Dueñas 2003, 82-84 y 98-100). El ambiente de club privilegiado que había en aquella Escuela, en la que predominaba el clandestino Partido Comunista (Torres 1992, 24; Alberich 2002, 27), tendía a autoperpetuarse, toda vez que serían los propios alumnos quienes más tarde accederían a los puestos docentes, como efectivamente hicieron cuantos directores y profesionales estudiamos en el presente libro, con la única excepción de Camus. A finales de la década de 1950 hubo un antiguo alumno particularmente influyente: Carlos Saura. Ligeramente mayor que otros directores del NCE, el autor de la admiradísima Los golfos (1959) se convirtió en el líder oficioso del «movimiento» del NCE (Oms 1981, 32), papel atestiguado en el cameo que Saura hace en Nueve cartas a Berta, donde en un bar lo saludan como «maestro»18.

18 Algunos críticos consideran Los golfos la primera película del NCE (Molina-Foix 1977, 19; Kinder 1993, 99), lo que puede estar justificado por las preocupaciones temáticas y las influencias estéticas de esta cinta; pero yo defino este movimiento cinematográfico como el de las películas financiadas por la legislación de García Escudero, ya que sin esta protección estatal no habrían existido. Véase Zunzunegui (2002b, 103-105) para una discusión más detallada sobre el problema de definir los límites del NCE.

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Sin embargo, podemos trazar un hilo de androcentrismo desde las Conversaciones de Salamanca —en las cuales no participó ninguna mujer—19 hasta la Escuela Oficial de Cine, en la cual, aunque a partir de 1952 sí que había alguna que otra alumna, las dos primeras mujeres que se graduaron en Dirección Cinematográfica lo hicieron solo en 1969. (Fueron Cecilia Bartolomé, cuya experiencia exploramos en el octavo capítulo, y Josefina Molina; véase García López 2021, 1.) De ahí que la crítica Núria Triana-Toribio subraye (2003, 66-69 y 70107) las cuestiones de género implícitas en esa etiqueta de «los chicos de García Escudero» que se usaba para referirse al NCE, más allá de la conexión que dicha etiqueta sugiere con José María García Escudero, el director general franquista que propulsó dicho NCE. Además, como también veremos en el octavo capítulo, aquella experiencia como de club privilegiado realmente se pone en entredicho cuando, en 1969, se empiezan a presentar las prácticas de los alumnos a la censura oficial, iniciativa, puntualiza Sonia García López (2021, 11), de Juan Julio Baena al tomar el relevo de la dirección de la Escuela, y que costó cara a la alumna Cecilia Bartolomé. Los directores que trabajaban por encargo no elegían qué género rodaban, y en la década de 1960 Pedro Masó, el productor de La gran familia, La ciudad no es para mí y muchas de las películas clave del VCE de esta década, invirtió su dinero en la comedia ligera. En cuanto a los directores de arte y ensayo de la Escuela Oficial de Cine, es posible que gozaran de más libertad en el sentido de que podían elegir cuál género rodar, pero eso no quita que también su trabajo llevase aparejada toda una serie de convenciones. Como planteo en el capítulo tercero, la vaca sagrada del NCE era una vaga —y en consecuencia debatidísima— noción de realismo20. Lo cual se debía a que aquel movimiento era fruto de tres fuentes principales que ejercieron 19 Le debo esta observación a Núria Triana-Toribio. 20 El realismo fue el tema favorito de Nuestro Cine a lo largo de la vida de la revista (1961-1971), así como el patrón conforme al que esta juzgaba tanto el VCE, como el NCE y las cinematografías extranjeras. Para más artículos dedicados a definir el término y su alcance, véanse García Hortelano (1961), Ezcurra et al. (1961), San Miguel (1962a y 1962b) y Gubern (1963).

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su influencia cultural en la intelectualidad española de la década de 1950. En primer lugar, el NCE se basaba (i) en un conocimiento parcial del marxismo (Torres 1992, 35), conocimiento que dependía de la llamada Operación Realismo que los delegados del clandestino Partido Comunista Ricardo Muñoz Suay y Jorge Semprún llevaron a cabo en las universidades españolas (Labanyi 1995a, 295), (ii) en el limitado corpus de textos prohibidos al que entonces era posible acceder, y (iii) en el esquemático bagaje teórico que proporcionaban revistas como Nuestro Cine (Monterde 2003, 109-110). En segundo lugar, el neorrealismo italiano, que había penetrado en España a través de las dos «semanas de cine italiano» celebradas en Madrid en 1951 y 1953, siguió proyectando sobre el cine español de la década de 1960 lo que Carlos Heredero llama (1993, 287) su «larga sombra», si bien los directores no tenían acceso sino a un número limitado de películas (Torreiro 2000, 157). En tercer lugar, el NCE repetía en el cine lo que la novela social española había explorado en la literatura durante la década de 1950: unas preocupaciones políticas notablemente marxistas, una temática de clase obrera y un estilo de realismo social. La película Llegar a más (1963), obra del autor de novela social Jesús Fernández Santos —quien, de hecho, estudió en la Escuela Oficial de Cine—, así como las adaptaciones cinematográficas de Camus sobre obras de otros dos escritores —Daniel Sueiro e Ignacio Aldecoa—, son ejemplos específicos del tráfico general de influencia habido entre la novela de la década de 1950 y el cine de la de 1960. Si el «movimiento» del NCE debía su existencia al hecho de que sus directores hubieran coincidido en aquella Escuela (Fontenla 1986, 181; Sánchez Noriega 2003, 257), su único común denominador era esta tendencia al realismo, a pesar de que, como los ejemplos del presente estudio atestiguan, dicha tendencia constituyó la lealtad más voluble imaginable. Mientras que Los farsantes de Camus emulaba, en efecto, las técnicas y los objetivos del neorrealismo italiano, otras películas del NCE combinaban el realismo con las más variadas influencias, que los directores recibían viendo películas tanto en salas del país, como en la Escuela Oficial de Cine y en festivales de cine extranjeros. En La tía Tula, Picazo recurría a lo melodramático y a lo gótico; Martín Patino, en Nueve cartas a Berta, a la experimentación formal de la Nouvelle

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Vague francesa; Saura, en La caza, al género cinematográfico bélico y al buddy film, así como al documental. Las películas que analizamos en la tercera parte, que ni son del todo del VCE ni del NCE, demuestran lo que se podía lograr más allá de estas influencias. Por más que hubiesen recibido una formación diferente, algunos directores del NCE trabajarían, así y todo, con los mismos productores y en unas condiciones de producción semejantes a las de los directores del VCE. Esto venía dado por la protección del Estado. Y es que los productores comerciales, del mismo modo que hacían películas con la intención de conseguir la subvención derivada de la calificación de «interés nacional» —como fue el caso de La gran familia—, también apostaban por los directores del NCE en la idea de obtener la subvención derivada de la calificación de «interés especial». A esto se debe, por ejemplo, que fuera el productor Ignacio Iquino, quintaesencia del VCE, quien estuviese detrás de los dos primeros largometrajes de Camus, Los farsantes y Young Sánchez. En el análisis de la primera de estas dos películas (capítulo tercero), evalúo la medida en que el control del director quedó mermado por este contexto de producción y planteo que Los farsantes también evidencia una fecunda colaboración entre Camus y los equipos creativos y técnicos de Iquino. Y eso que otros directores del NCE ofrecen ejemplos más extremos, por ejemplo, José Luis Borau en su ópera prima, un spaghetti western titulado Brandy, que dirigió por encargo en 1963. Pero incluso aquellos directores del NCE que colaboraban con productores más afines, como, por ejemplo, Elías Querejeta, seguían trabajando con actores y equipos técnicos del VCE. El trasiego de actores que se daba entre los cines popular y de arte y ensayo constituye, en efecto, una considerable fuente de solapamiento entre ambos. En su trabajo sobre la comedia cinematográfica, Steven Marsh sostiene (2002, 38) que la presencia de los mismos actores en géneros diversos del cine español deshace las fronteras que los críticos han construido entre tales géneros, y aduce el ejemplo del actor José Luis López Vázquez, quien interpretó al mismo personaje reprimido de mediana edad tanto en comedias como Plácido (1961), de Luis García Berlanga, como en obras realistas como Peppermint frappé (1967), de Saura. Por mi parte sugiero que este trasiego de actores no solamente cues-

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tiona las fronteras entre los géneros cinematográficos, sino que también socava esa sagrada dicotomía de un cine español popular y uno de arte y ensayo. Pues no es solo López Vázquez. José Isbert, por dar otro ejemplo, interpreta un papel igualmente perturbador en las obras disidentes de Berlanga Bienvenido, mister Marshall (1952) y El verdugo (1963), y en la comedia conservadora de Palacios La gran familia. Y los rimbombantes papeles de Aurora Bautista y Alfredo Mayo en el cine épico de la década de 1940 se evocan, con efecto crítico, en las películas del NCE La tía Tula y La caza. Este proceso de intercambio es bidireccional: el icono en que Emilio Gutiérrez Caba se había convertido en sus papeles de joven desorientado en Nueve cartas a Berta y La caza se reinterpreta, con efecto cómico, junto a Alfredo Landa en Los guardiamarinas (1967), de Lazaga. El mismo trasiego entre VCE y NCE encontramos, como adelantaba, entre los miembros de los equipos técnicos, lo que de nuevo difumina las fronteras entre ambos cines y es un agente fertilizador de ambos. Si nos centramos en los ámbitos clave del montaje y la dirección de fotografía, los ejemplos que en este libro analizamos apuntan a que el VCE y el NCE estaban entrelazados21. El montador Pedro del Rey, por ejemplo, trabajó tanto en La gran familia como en La tía Tula; Alfonso Santacana lo hizo tanto en La ciudad no es para mí como en El verdugo, y el director de fotografía Juan Julio Baena, que fue el responsable del aire gótico de La tía Tula —y sería nombrado director de la Escuela Oficial de Cine—, adquirió su experiencia tanto en el cine de arte y ensayo —especialmente en Los golfos— como en el cine popular. En una entrevista con Baena publicada en 1989, Francesc Llinàs constata con sorpresa (1989b, 218-219) que «eres el primer operador moderno, por decirlo de una forma, que se incorpora a un cierto cine industrial, al tiempo que eres casi el director de fotografía del NCE», a lo que Baena responde que «la experiencia con Lazaga fue magnífica». El hecho de que las fronteras se difuminen puede ser fastidioso para el

21 Otro ámbito de solapamiento es el doblaje: las películas estadounidenses, del VCE y del NCE de la época estaban, todas ellas, vinculadas acústicamente mediante las voces de los mismos actores de doblaje.

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crítico o la crítica, pero no debemos pasar por alto que, para un profesional, las experiencias diferentes resultan enriquecedoras. Una consecuencia crucial de este trasiego de equipos técnicos entre ambas cinematografías consiste en que el conocimiento de los adelantos tecnológicos era común a ambas. Baena señala, en efecto (citado de nuevo en Llinàs 1989b, 215), que las innovaciones del NCE fueron posibles gracias a avances como las cámaras ligeras, nuevas técnicas de iluminación o películas más sensibles. Ahora bien: si la experimentación formal con tales técnicas era más intensa en el NCE —valgan de ejemplo Nueve cartas a Berta o La caza—, lo cierto es que también la encontramos en el VCE. Como muestro en el capítulo segundo, para el prólogo de La ciudad no es para mí, de Lazaga, tanto el montador —Santacana— como el director de fotografía —Juan Mariné, quien, de hecho, nunca llegó a trabajar en el NCE— recurrieron a nuevas técnicas para ofrecer un retrato de Madrid que en absoluto chirriaría en una película del NCE, y que, en realidad, tampoco va a la zaga de las representaciones de ciudades como París o Londres que entonces daban las nuevas cinematografías europeas.

El Nuevo Cine Español A pesar de todos estos solapamientos, sí que hay una diferencia clarísima entre el VCE y el NCE. Me refiero a la cantidad de atención que a cada uno le ha prestado la crítica. Y es que, mientras que al VCE se lo venía ignorando, desdeñando o simplemente mencionando como premisa estadística hasta el cambio de enfoque que han supuesto una serie de relatos críticos relativamente recientes, al NCE, por el contrario, los estudiosos le venían dispensando toda su atención. Como veremos en la tercera parte, otros cambios, por ejemplo, el auge de estudios sobre género y feminismo en el nuevo milenio —tanto dentro como fuera de España—, dan lugar a otra reorientación. Las películas que califico de «no vistas» no terminan de encajar ni en el VCE, ni en el NCE. La historia del NCE es una historia de extremos. Dado que resulta indisociable tanto de la historia del franquismo como de la historia del

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cine español, de repente da lugar a ferocísimos ataques y a apologías estrambóticas. Por una parte, se lo ha identificado con la dictadura, asumiendo que denunciar al NCE equivale a denunciar al régimen que lo protegía y promocionaba. Por otra parte, al NCE también se lo ha asociado con la democracia, asumiendo que defenderlo equivale a secundar una tradición cinematográfica disidente surgida en España durante la dictadura, y a conectar dicha tradición con el cine que se propugnaría, tanto en España como en el extranjero, después de Franco. Devolviendo este movimiento cinematográfico a su contexto de la década de 1960, Un cine contradictorio pretende evitar tales extremos. Una de las contradicciones clave del NCE reside, en efecto, en estos dos puntos: que era un cine promocionado por el franquismo, pero que al mismo tiempo anhelaba el fin de dicho régimen. Desde el primer momento, el NCE dividió a los críticos en defensores y detractores. A comienzos de la década de 1960, en las revistas especializadas, los partidarios de este cine hacían apología tanto del mismo, como de las políticas estatales que lo protegían. La prensa franquista, por el contrario, se mostraba abiertamente hostil; de hecho, ya más avanzada la década, también las revistas especializadas pasaron a mostrarse críticas22. Y es que, a medida que los compromisos proteccionistas quedaban claros y los directores o bien no lograban hacer una segunda película, o bien en su segunda película no se mantenían en la línea de la primera —valgan los casos de Oscuros sueños de agosto (1967), de Picazo, o De amor y otras soledades (1969),

22 Para un apoyo temprano al movimiento, véanse el número 15 de Nuestro Cine y el número 61 de Film Ideal. En esta época también se encuentran defensas del NCE en libros escritos por periodistas de Nuestro Cine como Fontenla (1966a) y Gubern et al. (1965). El crítico republicano Manuel Villegas López también escribió sobre este movimiento fílmico (1967 y 1991), igual que hizo García Escudero, el director general responsable de la existencia del mismo (1967). (García Escudero siguió defendiendo su papel en el NCE y la Escuela de Barcelona en numerosas publicaciones posteriores: 1970, 1978 y 1995.) Para relatos hostiles al NCE, véanse Martínez Tomás (1967), Triana-Toribio (2003, 78) y Julián (2002, 83). Y, para un ejemplo de crítica del movimiento en una revista especializada, Redondo (1964).

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de Martín Patino, frente a las anteriores La tía Tula y Nueve cartas a Berta—, los partidarios del NCE pasaron a hacer frente común con sus detractores. Condenaban el movimiento las revistas especializadas, los propios directores, los alumnos de las promociones sucesivas de la Escuela Oficial de Cine —en el Festival de Sitges de 1967— y la Escuela de Barcelona23. La hostilidad hacia el NCE se mantuvo, en diversos relatos y por diversas razones, en las décadas siguientes. Los críticos cinematográficos que se foguearon en las revistas especializadas de la década de 1960 siguieron condenando las contradicciones del proteccionismo en monografías publicadas en décadas posteriores. Vicente Molina-Foix, por dar un caso, escribiendo —hay que aclararlo— antes de 1977 y por tanto antes de la abolición de la censura en España, deplora las políticas de José María García Escudero —que a su juicio concedían una «libertad ficticia»— y califica dicha legislación (1977, 17) de «irremisiblemente inadecuada». Del mismo modo, Román Gubern tacha a este movimiento (1981, 211) de equívoca «oposición controlada». En relatos publicados en 1973, Augusto Torres condenaría el NCE (1973, 20) en cuanto «caricatura» de los nuevos cines europeos contemporáneos, al tiempo que acusa a la protección estatal (ibid., 43) de tener en 1970 una deuda pendiente de doscientos treinta millones de pesetas con diversos productores. Por su parte, el director de la Escuela de Barcelona, Joaquín Jordá —quien en años anteriores había trabajado en colaboración con directores del NCE—, afirmaría (véase Torres 1973, 56) que «el cine español es nada». De forma parecida, en un volumen sobre el cine español de subtítulo inequívoco —Algunos materiales por derribo—, Carlos y David Pérez Merinero demolían las políticas proteccionistas: atacaban ferozmente (1973, 19, nota 15 bis) a quienes, como Querejeta, se habían beneficiado de ellas, acusándolos de ser meros instrumentos del régimen. Bardem era, para

23 Para críticas por parte de las revistas, véanse Molina-Foix (2003) y Llinàs y Marías (1969); para críticas por parte de los propios directores, Patino citado en Molina-Foix (1977, 19); para críticas por parte de las siguientes promociones de cineastas, Zunzunegui (2002b, 104-105).

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ellos (ibid., 21), «la institucionalización del cine “crítico”»; defendían (ibid.) a directores ignorados por dicho cine —Edgar Neville, Marco Ferreri y Fernando Fernán Gómez—, liquidando al movimiento (ibid., 25) como pura propaganda encaminada a escenificar de puertas para afuera la «apertura» del régimen. En la tercera parte veremos la contribución tanto de Fernán Gómez como de Cecilia Bartolomé. Una directora, esta última, que los Merinero no mencionan. De estos enfoques se hacen eco una serie de relatos escritos a partir de la década de 1980, pero la distancia que el tiempo proporciona atempera la virulencia de las críticas más tempranas. John Hopewell, por dar un caso, critica (1986, 65) las taras financieras de las medidas proteccionistas de García Escudero, así como el hecho (ibid., 71) de que aquellas películas no consiguieran atraer a los públicos de entonces; señala asimismo (ibid., 251, nota 39) que el trato preferente dado a los jóvenes licenciados de la Escuela Oficial de Cine asfixió corrientes creativas alternativas como puede ser la obra de Fernán Gómez. (Igual que los Merinero, Hopewell [ibid., 65-69] tampoco menciona a las directoras de la época.) Celebra, así y todo (ibid., 66-76), la calidad de algunos de aquellos filmes, concretamente la obra de Saura (ibid., 71-76). El capítulo de Casimiro Torreiro (1995b) en una monografía colectiva de referencia sobre el cine español en castellano24 mantiene igualmente un equilibrio entre, por una parte, la crítica del movimiento en cuanto estratagema propagandística encaminada a mejorar la imagen de España en los festivales de cine extranjeros (ibid., 306) —culpa asimismo al NCE de que se ignorase a directores disidentes previos (ibid., 326-331), así como de no haber sabido conectar con los públicos españoles (ibid., 335)—, y, por otra parte (ibid., 340), el reconocimiento de que las medidas proteccionistas de García Escudero hicieron posible la producción de películas de «calidad e interés» y supusieron una plataforma que permitió acceder a la industria cinematográfica a algunos de los mejores directores del país.

24 Torreiro también aporta el capítulo dedicado a este periodo en Monterde y Riambau (1995) y en Gubern (2000).

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En la década de 1980 surgió una corriente alternativa que celebraba aquellas películas como la obra disidente de un grupo de autores. En una época en la que el primer Gobierno socialista español que hubo tras la reinstauración de la democracia andaba introduciendo una serie de medidas proteccionistas que se asemejaban al modelo de la década de 1960 —los decretos de Miró del año 1983—25, los relatos críticos de la historia del cine español pasaron a conectar, en efecto, pasado y presente. Tras las primeras películas disidentes de Berlanga y Bardem en la década de 1950, y tras las reivindicaciones de este último en las Conversaciones de Salamanca de 1955, José María García Escudero, director general de Cinematografía y Teatro, había introducido diversas medidas proteccionistas que facilitaban la producción de más películas disidentes, y aquellas nuevas películas disidentes apuntaban, a su vez, al trabajo de cineastas que trabajaron ya en la democracia (Rodero 1981, Caparrós Lera 1983, García Fernández 1985). Este relato siguió convenciendo a los críticos (Higginbotham 1988, Schwartz 1986 y 1991, D’Lugo 1997, Kinder 1997b), algunos de los cuales lo llevaron en importantes nuevas direcciones incluyendo análisis de cinematografías nacionales (Kinder 1993, Stone 2002) así como lecturas pormenorizadas de películas tanto canónicas como menos conocidas (Heredero y Monterde 2003, 385-454)26. Como hemos visto, este relato privi-

25 Un tratamiento exhaustivo de los motivos de este paralelismo excede el objeto del presente estudio. José Enrique Monterde ha llamado al cine post-Franco de 1973-1992 «Un cine bajo la paradoja» (1993, 17) porque, justo cuando el país se liberaba de la protección franquista, el cine internacional —y especialmente el europeo— se hacía dependiente de una protección parecida, por lo que España tuvo que volver a estas políticas para poder competir. Sin embargo, el planteamiento de Monterde (ibid., 16-17) de que el cine español dependía del Estado mientras que el cine internacional era autónomo, no es el caso para la década de 1960, en la que las nuevas cinematografías de otros países estaban igual de sujetas que el NCE a las correspondientes subvenciones gubernamentales (Torreiro 1995a). 26 A esto se añadió en España, algo después, la tendencia a idolatrar el NCE. Por ejemplo, el documental hagiográfico De Salamanca a ninguna parte (Peña 2002) u obsequiosos volúmenes sobre directores como Picazo (Iznaola Gómez 2004b),

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legia el NCE en detrimento del cine popular y de las películas «no vistas». Pues bien: centrándose tanto en las conexiones del NCE con el VCE como en los contextos contradictorios de los que estas películas surgen, Un cine contradictorio aspira a mostrar que el NCE fue un fenómeno más complejo e interesante de lo que hasta la fecha se suponía. Como su contraparte comercial, respondía a las tensiones de la «apertura»… y él mismo era el contradictorio resultado de esta. En primer lugar, se trataba de un movimiento cinematográfico que estaba patrocinado por una dictadura a la que estos directores eran ideológicamente contrarios. En segundo lugar, dicho movimiento se beneficiaba —como a juicio de Teresa Vilarós (1998, 75) fue el caso del conjunto de la intelectualidad española de izquierdas de la década de 1960— de aquella liberalización política tentativa que fue un corolario de —o en cualquier caso un anexo a— el capitalismo económico, otro sistema contrario a la ideología de estos directores. Estas contradicciones eran características tanto de la legislación que permitía que aquellas películas se hiciesen, como de las propias películas. Fraga Iribarne nombró a García Escudero director general de Cinematografía y Teatro en 1962; el hombre siguió en el cargo hasta que este se suprimió en 1967. Licenciado en Ciencias Políticas y doctor en Derecho, este periodista, escritor —sus libros incluyen estudios sobre el periodismo, la política, el derecho, la religión y la cultura, así como sobre el cine— y ex oficial de las fuerzas aéreas de Franco (véase Riambau y Torreiro 1999, 49-50) era un falangista y católico devoto, pero, debido a sus anhelos reformistas, «en el contexto de la época, tanto [él como] Fraga […] pasaban por liberales» (Vernon 2002, 261). La trayectoria de García Escudero en lo que al cine respecta es reveladora de los nuevos derroteros que el régimen quería que el cine español tomase. Y es que ya había sido director general de Cinematografía y Teatro desde 1951, pero al año siguiente lo destituyeron por conceder la calificación de «interés nacional» a Surcos (1951), de José Antonio Nieves Condes, en lugar de al pompo-

y la tendencia nostálgica a ensalzar particularmente a figuras disidentes de la época franquista.

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so biopic de Cristóbal Colón Alba de América (mismo año), dirigido por Juan de Orduña y producido por Cifesa27. Surcos nos dice, en efecto, mucho del director general que quiso promoverla: si bien era un filme progresista en lo que atañe a su adopción de las técnicas y algunas de las preocupaciones del neorrealismo italiano —influencia que, sin embargo, el director de la película niega, véase Vernon 2002, 256—, reforzaba, así y todo, la moral franquista al vilipendiar la vida urbana, por lo que constituye un contradictorio híbrido que Kinder califica (1993, 40) de «neorrealismo falangista». De modo que Surcos proyectaba los límites de la posición del propio García Escudero, quien podríamos decir que llamaba a un cine progresista e intelectual, pero que cupiese en los confines de la dictadura. Esta fe aperturista en un progreso dentro de límites se confirma en las intervenciones de García Escudero en las Conversaciones de Salamanca de 1955, así como en el Cine español que el hombre publicó en 1962, un libro que Fraga Iribarne leyó antes de ofrecerle el cargo de director general de Cinematografía y Teatro (Hopewell 1986, 65). La teoría de un progreso dentro de límites que se expone en Cine español, García Escudero la puso en práctica con su legislación de la década de 1960. En la línea del principio postulado en dicho libro (García Escudero 1962, capítulo cuarto) de que el cine español mejoraría si sus cultores estuviesen mejor formados, la primera medida que el nuevo director general tomó (1962) consistió en reorganizar el Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas, que de hecho rebautizó como Escuela Oficial de Cine. Además, en respuesta a las reivindicaciones de las Conversaciones de Salamanca, en 1963 se publicaron los criterios por los que habrían de regirse los censores, criterios que hasta entonces no habían sido especificados. Por otra parte, en 1964, García Escudero sustituyó la calificación propagandística de «interés nacional» —que tan controvertida había resultado en el caso de Surcos—, por la de «interés especial», que apuntaba a

27 Inicialmente una distribuidora, Cifesa (Compañía Industrial del Film Español, S.A.) fue luego —durante la dictadura— una productora asociada a los valores franquistas.

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un cine «de calidad» o «artístico»28. Esto formaba parte de un cuarto cambio, a saber, el establecimiento de un nuevo sistema de subsidios gubernamentales con arreglo a la calificación de la película tras el análisis del guion por parte de los censores. (Todas las películas españolas recibían por defecto el 15% de la recaudación de la taquilla, pero una película que se considerara de «interés especial» podía verse recompensada con hasta el 50% de sus costes de producción previstos.)29 Por último, se instituyeron las llamadas salas de arte y ensayo, en las que se proyectaba cine extranjero en versión original subtitulada, y películas españolas calificadas de «interés especial», lo que valió a este director general de Cinematografía y Teatro el apodo de «director de cine-clubs» (García Escudero 1967, 111). Las estadísticas oficiales sugieren que aquellas medidas llevaron a la aparición de cuarenta y seis nuevos directores cuya obra sumó ochenta y seis películas (Rodero 1981, 68), si bien Torreiro calcula (2000, 157) que las películas del NCE fueron únicamente treinta. La principal contradicción de aquella legislación residía en que la oposición al Estado estaba promovida por el propio Estado. Así, mientras que en la anterior generación los cineastas disidentes eran, digamos, bestias negras del franquismo —piénsese en el escándalo que Viridiana, de Buñuel, armó en Cannes en 1961—, los directores del NCE estaban auspiciados por el régimen. (En la tercera parte veremos, sin embargo, que en realidad la tradición de las bestias negras continuó.) Berlanga pertenecía al primero de los grupos mencionados, pero el modo en que describe esta contradicción es tan crudo como lúcido:

28 Los enfoques de Pierre Bourdieu (1999) son adecuados para interpretar el intento de García Escudero de definir el cine «artístico», como ha señalado Triana-Toribio (2003, 65-69) en su lectura del mencionado libro de este estudioso. Según Hopewell (1986, 64), la calificación de «interés especial» data de 1963. 29 Todos los críticos dan esta cifra —excepto Kathleen Vernon (2002, 261), quien habla de hasta el 70%—, pero es de todos sabido que los costes de producción se inflaban de manera que la subvención del 50% cubriera, en realidad, el coste total de la película.

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Un cine contradictorio Tuvimos la buena-mala suerte de que el Director General de Cine […] fuese un enamorado de todos nosotros […] Toda la legislación que hizo este hombre, que venía del franquismo, hizo que acabásemos desembarcando en un cine nacido del Ministerio, que es lo que ha jodido todo (citado en Angulo 2003b, 45).

La legislación de García Escudero era típicamente aperturista: las nuevas licencias se presentaban como medidas de liberalización, pero en realidad lo eran de control. Con ellas el Estado hacía suya esa máxima de tener cerca a los amigos y, a los enemigos, más cerca todavía. Se auspiciaban las nuevas películas de los licenciados de la Escuela Oficial de Cine… y al mismo tiempo se restringían. Se contribuía a la producción mediante la inversión en la Escuela y la concesión de generosas subvenciones, y se fomentaba la distribución internacional en la medida en que las películas del NCE se privilegiaban en las selecciones para festivales de cine extranjeros. Pero, a la vez, se imponía la censura, y el sistema de distribución nacional favorecía a las películas de Hollywood dobladas. El posicionamiento del NCE en los contextos nacional e internacional supuso, por tanto, una especial fuente de inquietud, como planteo en el capítulo quinto. La prensa franquista condenaba, en efecto, al NCE, que tachaba de «extranjerizante» y oponía a la «auténtica españolidad» de las comedias conservadoras del VCE (Triana-Toribio 2003, 78), pero lo cierto es que ninguna película es producto de un vacío nacional impermeable a las influencias transnacionales. Y si el NCE bebía de movimientos extranjeros de arte y ensayo como el neorrealismo italiano y la Nouvelle Vague francesa, el VCE recibía, por su parte, la influencia de la comedia estadounidense e italiana (Barbachano 1966; Palá 1966; Marsh 2002, 16; Marsh 2003, 134); el omnipresente cine de Hollywood ejerció su influjo, de hecho, en ambas cinematografías. Lo que diferenciaba al NCE del VCE en términos de nacionalidad, era que, mientras que el VCE era un cine concebido para el mercado doméstico, los patrocinadores estatales del NCE querían que aquellas películas entrasen «en los mercados nacionales y sobre todo los mercados internacionales» (Fraga Iribarne citado en Riambau y Torreiro 1999, 52). La recepción del NCE en los festivales de cine extranjeros muestra diversas respuestas a este movimiento por parte de los críticos de

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otros países. En el Reino Unido, Sight and Sound consagró un reportaje a «The Young Turks of Spain» [Los Jóvenes Turcos de España], dedicó especiales elogios al trabajo de Saura, Antxón Eceiza y Francisco Regueiro (Clouzot 1966, 69) y celebró Nueve cartas a Berta como precursora de «un renacer del cine en España» (Wilson 1966, 173). La revista cinematográfica estadounidense Variety también aclamó la «considerable maestría fílmica» evidenciada en La caza, si bien aquí el elogio de La tía Tula fue más tibio, y Nueve cartas a Berta fue tachada de naíf. En Francia, los Cahiers du cinéma ensalzaron La tía Tula como una de las mejores películas del NCE, criticaron La caza por excesivamente esquemática y calificaron Nueve cartas a Berta de «interesante»30. En España, sin embargo, los directores y críticos partidarios del NCE insistieron en las valoraciones negativas y dieron rienda suelta a la frustración que les causaba el que, a juicio suyo, no los supieran entender. Deploraban que, según ellos lo veían, los públicos extranjeros no fuesen capaces de hacerse cargo de lo complicado que resultaba hacer cine en España. (Piénsese, por ejemplo, en la recepción de Plácido en Cannes, véase Erice 1962, 23.) También se quejaban de que en el extranjero malinterpretaban películas como El verdugo —que fue tachada de fascista— o Los golfos (véase, respectivamente, Fontenla 1966b, 7, y Saura 2003, 457-458). Por no hablar de «la sobrevaloración paternalista adoptada ante cualquier creación de un país subdesarrollado» (Monleón 1966, 8). Conforme la década avanzaba, fue habiendo una toma de conciencia de que los públicos extranjeros calaban el NCE como escaparate propagandístico —véase, por ejemplo, Llinàs y Marías 1969, 66-67; Torres y Molina-Foix 2003, 16—, y los directores se desesperaban viendo que lo político se colocaba por encima de lo cinematográfico a la hora de considerar sus películas. Valga el caso de La caza, que, cuando ganó el Oso de Plata en Berlín, en 1966, se dijo que fue «por la valentía e indignación con que presenta una

30 Para las reseñas de Variety, véanse «Reseña de La Caza» 1983, «Reseña de La tía Tula» 1983, y «Reseña de Nueve cartas a Berta» 1983; para las de Cahiers du cinéma, «San Sebastián» 1964, y «Festival de San Sebastián» 1967.

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situación característica de su patria y de su tiempo», razones que Saura rechazó, toda vez que «se desvían de lo que es genuinamente cinematográfico, para chocar y caer en el partidismo político» (Gómez Mesa 1966, 395). Se trata, como vemos, de otra contradicción —bastante cruel— del NCE. (De ella me ocupo con detalle en el capítulo quinto.) Decididos a quedarse a trabajar en su país y no exiliarse (Clouzot 1966, 103), a los directores del NCE los criticaban en España por ser demasiado extranjeros y, en el extranjero, por ser demasiado españoles. El sesgo crítico correctivo que cuestiona la consideración extranjera del cine español como diferente —por parafrasear a Fraga— es comprensible. Y hay muchos puntos de comparación entre el NCE y las nuevas cinematografías de otros países en aquella época, especialmente en el ámbito de la producción. Si el Manifiesto de Oberhausen (1962) fue el punto de partida del Neuer Deutscher Film de la década de 1960, el NCE contaba con un manifiesto comparable en las conclusiones de aquellas Conversaciones de Salamanca de 1955 (Kinder 1997b, 597), conclusiones que igualmente recogían una noción romántica de la autoría individual e implicaban la necesidad de protección por parte del Estado (Kaes 1997, 614). Si los directores alemanes con frecuencia eran autodidactas (Kaes 1997, 616), España tenía —a semejanza de Francia, Italia y una serie de países de Europa del Este— una Escuela Oficial de Cine que se convirtió en un foro en el que establecer relaciones (Torreiro 2000, 158). En España también había revistas especializadas muy en la línea de la Escuela; en ellas, los alumnos abordaban mediante la palabra lo que posteriormente explorarían mediante la imagen. La revista de tendencia izquierdista Nuestro Cine, que sustituyó a Objetivo —clausurada en 1955 con motivo de la controversia de las Conversaciones de Salamanca— y a Cinema Universitario —que se publicó hasta marzo de 1963—, iba muy en la línea de Positif y Cinema Nuovo, mientras que Film Ideal podría compararse, aunque solamente en términos muy laxos, con Cahiers du cinéma por su admiración por el cine de género de Hollywood (Monterde 2003, 105). Tanto Nuestro Cine como Film Ideal daban muestras de su afinidad con sus contrapartes europeas incluyendo a menudo traducciones españolas de artículos

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de las mismas. La protección gubernamental mediante subsidios es otro rasgo clave que el NCE comparte con otras nuevas cinematografías de la misma época, cinematografías que también presentan un contexto de producción que Casimiro Torreiro resume como «El estado asistencial» (1995a)31. Los productores independientes avispados —como Querejeta en España, Anatole Dauman y Pierre Braunberger en Francia o Franco Cristaldi en Italia; véase NowellSmith 1997a, 570— supieron sacar provecho del sistema de subvenciones y apostaron por muchas de las películas clave de la época. Pero aceptar el dinero del Estado siempre tenía su contrapartida: exactamente igual que el NCE tenía que ofrecer en el extranjero una imagen liberal de la España aperturista, la Nouvelle Vague francesa, por dar un caso, tenía que exhibir al mundo una Francia enérgica y joven que se había recuperado de la Segunda Guerra Mundial (Benayoun 1968, 157). Por último, todas estas nuevas cinematografías nacionales dependían de las nuevas tecnologías para dar la vuelta a las convenciones representativas que caracterizaban el cine en sus respectivos países. (Este argumento edípico del conflicto entre generaciones es particularmente claro en el caso francés, donde los directores de la Nouvelle Vague desdeñaban el trabajo de sus predecesores como le cinéma de papa, «el cine de papá».32) Ante tales semejanzas, Heredero confuta la tesis de la excepcionalidad española y propugna (1993, 376) que el NCE no se considere «una flor de invernadero crecida en el aislamiento de la dictadura franquista, sino un reflejo nacional (todo lo encanijado que se quiera) de una efervescencia europea». Tantas décadas después, parece un poco zafio querer precaver a nadie frente al planteamiento de que el

31 La legislación española de la década de 1960 se basaba en el modelo proteccionista de avance sur recettes —y subvenciones especiales para películas a las que se otorgaba la calificación de «calidad especial»— que instituyó André Malraux en la Francia de De Gaulle (Torreiro 1995a, 51-55). 32 Otro ámbito de comparación puede establecerse entre la España de la década de 1960 y la Europa del Este del mismo periodo, donde los cineastas gozaban de nuevas libertades igualmente equívocas, y también desarrollaban un lenguaje cinematográfico metafórico con el que burlar a la censura.

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NCE era el equivalente de las nuevas cinematografías europeas aduciendo que repite la propaganda aperturista de que España era tan liberal como sus vecinos democráticos. Sin embargo, la tendencia a poner de relieve las semejanzas entre el NCE y las nuevas cinematografías europeas de la misma época lleva a un enfoque distorsionado de este movimiento en la medida en que pasa por alto sus contextos particulares, por ejemplo, sus conexiones con el cine español popular. Las comparaciones desempeñan un papel importante en la historia de las cinematografías nacionales, pero se deben basar siempre en una investigación concienzuda de cada caso específico. Planteando que el NCE es inseparable de —si bien no reducible a— sus contextos concretos, Un cine contradictorio aspira a ofrecer tal análisis para el caso del cine español.

Películas «no vistas»: los dientes sanos necesitan encías sanas En los años que han transcurrido desde la publicación de la primera versión, la inglesa, de este libro —A Cinema of Contradiction—, se ha ido haciendo cada vez más urgente ir más allá de la dicotomía NCE / VCE. Si las partes primera y segunda del presente volumen cuestionan semejante diferenciación al centrarse en múltiples solapamientos, la tercera busca prescindir por completo de ella. Como en la primera versión, Un cine contradictorio continúa la metodología central de realizar lecturas pormenorizadas de textos fílmicos dentro de sus contextos para explorar las contradicciones que en aquella época provocó una modernidad desigual. Sin embargo, mientras que la primera versión se centraba particularmente en los contradictorios contextos de producción del NCE, este nuevo volumen aborda ahora en especial los contextos de distribución y exhibición de unas películas, en su momento, prácticamente «no vistas»33. En la primera versión utilicé el criterio de la distribución a los públi-

33 Véase, en p. 274 infra, el «cosas no vistas» de Martin-Márquez (1999, 7).

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cos españoles de la época para seleccionar mi corpus, señalando, como hemos visto al comienzo de la presente «Introducción», las cifras de espectadores a fin de cuestionar la asunción de que el VCE necesariamente atraía a más público que el NCE. Cuando escribía aquella versión primera, consideraba que la producción —incluyendo en esta la negociación con la censura y la aseguración de apoyo financiero— era el desafío clave de la práctica cinematográfica de ese entonces. (Había algunas excepciones: Los farsantes, de Mario Camus —la película de que se ocupa el capítulo tercero—, sufrió problemas de distribución.) Los capítulos séptimo y octavo, sin embargo, colocan en primer término la distribución y la exhibición de la época. De hecho, si el lector me permite una analogía dental, del mismo modo que un diente sano no sirve de mucho sin una encía sana, el éxito en términos de producción podía dar lugar a un magnífico filme —un diente blanco y esmaltado—, pero eso entonces quedaba en nada sin una distribución y una exhibición eficaces, o sea, sin una encía sana. Como veremos, tanto Fernán Gómez —ajeno a la Escuela Oficial de Cine— como Bartolomé —formada en ella— lograron hacer películas que eran unos relucientes dientes blancos. Aquellos dientes eran, de hecho, tan agudos y cortantes en su crítica del franquismo, que fueron prohibidos en la práctica (El mundo sigue mediante una distribución limitada en provincias) y por completo (Margarita y el lobo). Ambos directores tenían la esperanza de recibir —y realmente contaban con ello— el apoyo que el Estado brindaba al VCE y al NCE, pero ninguno lo obtuvo. En el caso de El mundo sigue, Fernán Gómez esperaba conseguir la calificación de «interés especial», que comportaba una subvención para la producción, y posteriores beneficios de cara a la distribución y la exhibición. En el caso del mediometraje Margarita y el lobo, Bartolomé podría haber esperado, como alumna de la Escuela Oficial de Cine, incluso con más razón que le encargasen hacer un primer largometraje que se beneficiara de la protección y promoción que habían disfrutado, en términos de producción, distribución y exhibición, los alumnos que la habían precedido, a quienes aquí estudiamos desde el capítulo tercero al sexto. Ninguno de estos dos directores vio sus esperanzas satisfechas. Sus brillantes dientes, amargamente críticos, fueron dejados sin su encía sana… y los pú-

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blicos no pudieron verlos34. Cabe, así, que la tercera parte de Un cine contradictorio esté desvelando otra contradicción de esta época: que las mejores películas rodadas en España en la década de 1960, apenas se vieron en España durante la misma.

34 En otro lugar (Faulkner 2013) he analizado el caso de Viridiana, de Buñuel, otro diente que, de resultas del escándalo de Cannes en 1961, se quedó sin encía.

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Capítulo 1

La gran familia de Franco: La gran familia (Palacios 1962)

Dirigida por Fernando Palacios, la comedia conservadora La gran familia, una de las últimas películas premiadas con la calificación de «interés nacional» —pues, en 1964, José María García Escudero sustituiría dicha calificación por la de «interés especial»—, parecía contener cuanto los promotores del Nuevo Cine Español consideraban que fallaba en el Viejo Cine Español. Esta película supone, en efecto, un paradigma de aquella industria cinematográfica comercial española que la joven generación de directores de arte y ensayo y sus simpatizantes desdeñaban1. Fue un encargo de Pedro Masó, director ocasional y prolífico guionista —trabajó en sesenta y nueve guiones a lo largo de su carrera, entre ellos los de La gran familia y La ciudad no es para mí; véase el capítulo segundo— que se convirtió en uno de los productores con mayor éxito económico de las décadas de 1950, 1960 y 1970; trabajó tanto para Asturias Films, como con su propia productora. En cuanto a Palacios, el director de La gran familia, únicamente dirigió diez películas hasta su prematura muerte (1965); entre ellas se cuentan La familia y uno más (mismo año de 1965), que era una secuela de La gran familia —en 1979 Masó hizo la tercera parte de la trilogía, La familia bien, gracias—, y dos películas de Marisol. Había adquirido una sólida formación traba-

1 Por ejemplo, en Nuestro Cine, José Luis Egea (1963) condenaba esta película como «cine engañoso y cine mal hecho, cine-mentira. Cine-deshonestidad. Cine inmoral».

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jando para su tío, Florián Rey, y para Ladislao Vajda, director del taquillazo de 1954 Marcelino, pan y vino (Heredero 1993, 247). La gran familia fue una película popular en lo que a sus contextos de producción respecta, pero no en términos de público: según las cifras que comento en la «Introducción», atrajo a menos espectadores que cualquiera de las cintas supuestamente «minoritarias» de las que me ocupo en la segunda parte del libro. En esta película, Masó aspiraba a generar dinero con las subvenciones, no con la taquilla. Y en ese sentido La gran familia, que fue el primer filme que Masó sacó adelante con su propia productora (Hernández Ruiz 1997, 516), supuso un rotundo éxito. Su celebración de la ideología conservadora que apuntalaba el franquismo, atractivamente presentada bajo la forma de una comedia familiar ligera o «blanca»2 y sustentada en conocidas estrellas, pulsaba todos los botones adecuados del panel de la calificación de «interés nacional», lo que valió a la cinta la codiciada subvención. De hecho, aunque el nombre del dictador no se menciona en ningún momento en la película, la alineación aparentemente perfecta que esta hace de la política estatal con la vida doméstica daría lugar a rebautizarla La gran familia de Franco. El padre es, en efecto, el cabeza de familia; la madre, el ángel del hogar; el propósito del matrimonio, la procreación. De modo que ver La gran familia es como ver una versión de ciento cuatro minutos de Franco concediendo un premio a los padres de una familia numerosa, lo que efectivamente constituía uno de los temas predilectos del No-Do de la época. Los espectadores tendrían la impresión de que el arte se daba la mano con la vida, pues inmediatamente antes del filme veían —en el mencionado noticiario cinematográfico del Gobierno— al dictador otorgando uno de aquellos premios de natalidad3 para, tras

2 Álvaro del Amo opone (1975, 22) las «comedias blancas» conservadoras a las «comedias negras» disidentes; Núria Triana-Toribio sugiere (2003, 76-77) que, a mediados de la década de 1960, las comedias románticas fueron sustituidas por las comedias familiares. 3 Por ejemplo, en el noticiario n.º 1003-B, de 1962, que está incluido en el vídeo con muestras de noticiarios que acompaña NO-DO: el tiempo y la memoria, de Rafael Tranche y Vicente Sánchez Biosca (2002), y es perfectamente posible que

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ello, ser testigos, ya en la película, de un año de la vida de una familia que había recibido uno de tales premios4. Es decir, que, a semejanza del No-Do, La gran familia también puede considerarse una herramienta propagandística al servicio de las políticas gubernamentales. Si los actuales gobiernos de Occidente aceptan la inmigración —al menos en teoría— como forma de que siga habiendo mano de obra a pesar del descenso de los índices de natalidad, en la España de Franco se adoptó una política pronatalista para reabastecer a un país cuya población quedó mermada tras la Guerra Civil y cuyas tasas de natalidad se hallaban, en cualquier caso, a la baja (Grugel y Rees 1997, 135). Sin embargo, por más que la anticoncepción, la esterilización y el aborto estuvieran prohibidas desde 1941 (Brooksbank Jones 1997, 84), las políticas pronatalistas de Franco fracasaron. Anny Brooksbank Jones señala (1997, 94, nota 3) que, no obstante dicha prohibición la anticoncepción se practicó a lo largo de toda la dictadura franquista, como refleja la disminución del tamaño de las familias entre 1930 —cuando el treinta y ocho por ciento de las mujeres casadas tenían más de cuatro hijos— y 1970, cuando esta cifra de cuatro hijos había caído hasta el diecisiete por ciento de las mujeres casadas […] Para 1963 hay informes de que el ochenta y dos por ciento de los médicos creían que sus pacientes estaban usando algún tipo de método anticonceptivo, y solo en el treinta y cuatro por ciento de los casos suponían que se trataba del método de la marcha atrás.

La penuria económica explica por qué muchas parejas optaban por tener menos hijos en la posguerra. En los años del desarrollismo, la pobreza seguía siendo el motivo que llevaba a tener familias más pequeñas a quienes quedaban excluidos del boom. Además, a partir de

se proyectara antes de pases de esta película de Palacios, la cual se estrenó, en efecto, el 21 de diciembre de 1962. Aquellos noticiarios se estuvieron proyectando obligatoriamente, antes de las películas, desde 1943 hasta 1975. 4 Cuando un periodista visita la vivienda de la familia hacia el final de la película, él y los padres se reconocen por haberse visto ya cuando a estos les concedieron su premio de natalidad.

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la década de 1960, las parejas de clase media postergaban y reducían el número de hijos debido a la creciente incorporación a la formación universitaria y al mercado laboral por parte de la mujer. Así pues, las cuestiones relativas al género ponen de relieve las tensiones derivadas del cambio social. Como observa Brooksbank Jones (1997, 77), «a lo largo de la década de 1960, las mujeres siguieron siendo el epicentro de las tensiones entre las exigencias concurrentes de por una parte su papel doméstico oficial y, por otra, la creciente necesidad que el régimen tenía de más mano de obra». Esta incómoda alianza de tradición y modernidad queda evidenciada en las contradictorias medidas del Gobierno a comienzos de la década de 1960: mientras que, de un lado, el Ministerio de Trabajo reconocía ciertos derechos laborales de la mujer en la ley sobre derechos políticos, profesionales y de trabajo de esta (1961); de otro, el Ministerio de Información y Turismo concedía a la película pronatalista La gran familia la calificación de «interés nacional», que conllevaba la subvención máxima —del 50%— así como ventajas de cara a la promoción y a la distribución (Gubern 1981, 133). Leer La gran familia en términos de pura propaganda supone, así, pasar por alto una mayor complejidad que hay en su respuesta al contexto contradictorio del que surgió: la coexistencia de una fallida promoción de la política pronatalista del régimen, con un tímido fomento de la incorporación de la mujer al mundo laboral. La película, como se centra en una familia de clase media, no aborda el motivo económico subyacente al descenso de la tasa de natalidad —la pobreza continuada implicaba, en efecto, menos niños— ni presta atención a la necesidad económica de que las mujeres de familias de clase obrera trabajasen. Lo que hace es más bien responder condenatoriamente a la nueva situación que, en la década de 1960, llevaba a las parejas de clase media a postergar y limitar el tener hijos debido a los cambios en los roles de las mujeres. La gran familia celebra, por tanto, los cultos correlativos de la maternidad y la domesticidad que apuntalan la ideología de género decimonónica del «ángel del hogar». (El regreso por parte del franquismo a estos valores anacrónicos de tintes decimonónicos recibió expresión legal al anularse, en 1938, los avances de igualdad de género alcanzados durante la Segunda República:

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«Desde el punto de vista legal», escribe Graham [1995a, 184], «hubo un regreso al Código Civil de 1889, que establecía la inferioridad jurídica de la mujer y hacía de las mujeres casadas, legalmente, menores de edad».)5 A diferencia de los autores de las epopeyas históricas de las décadas de 1940 y 1950, Masó —productor y guionista de esta película—, Rafael Salvia y Antonio Vich —los otros guionistas— y Palacios —el director— no eligen el drama histórico de época para abogar por unos valores desfasados, sino que ambientan la cinta en el Madrid del momento (1962), reforzando incluso su carácter contemporáneo mediante referencias a sucesos de actualidad, por ejemplo, el matrimonio de quien más tarde sería rey de España —el entonces príncipe Juan Carlos— con la princesa Sofía, esponsales que se habían celebrado el 14 de mayo de aquel mismo año. De manera que, lejos de eludir la confrontación de tradición y modernidad mediante una ambientación de época, La gran familia busca, antes bien, ocultar la contradicción entre su ambientación contemporánea y unos valores anacrónicos naturalizando su reconciliación. Así pues, el presente capítulo analiza, en primer lugar, el modo en que la película oculta las contradicciones en la idea de construir una visión conservadora de la familia que resultara lo bastante convincente como para recibir la calificación de «interés nacional». El género cinematográfico, la trama, la banda sonora y el estilo interpretativo van encaminados a naturalizar, como digo, la gran familia de Franco de la década de 1960, así como a mostrar que el boom económico en curso coexistía felizmente con las estructuras familiares tradicionales. Encontramos, no obstante —como antes anunciábamos—, algunas fallas inquietantes que resquebrajan la superficie supuestamente pulida de la película y que, si bien no lo socavan por

5 Sieburth explica (1994, 180) que «a las mujeres se las devolvía deliberadamente al siglo xix mediante la derogación de la legislación republicana, que había empezado a mejorar su suerte». En consecuencia, las comparaciones entre la época de finales del siglo xix y la cultura franquista resultan reveladoras. Véase la que Stephanie Sieburth establece (1994) entre las novelas de las décadas de 18501870 y las de la década de 1960, así como mi trabajo sobre las adaptaciones de novelas de finales del siglo xix en la década de 1970 (2004, capítulo cuarto).

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completo, de algún modo debilitan el edificio conservador que esta erige. Llevando por supuesto cuidado de no incurrir en un enfoque del cine popular que distorsione la evidencia textual en su entusiasmo por ofrecer lecturas a contracorriente, en la segunda parte de este capítulo planteo que La gran familia da pie a una lectura que revela su crítica tentativa del franquismo de la década de 1960. Peter Evans ya ha puesto de relieve (2000, 85) un «perceptible esquema disidente» en un análisis de la trilogía de Masó sobre la familia el cual insiste en el cuestionamiento, por parte de dicha trilogía, de la masculinidad y las relaciones paterno-filiales. Centrándome en la primera de las tres películas, aquí desarrollo esos planteamientos prestando especial atención al papel desempeñado por el veterano actor cómico José Isbert y al discurso claustrofóbico que en el filme subrayan la dirección de fotografía y el montaje.

«¿Estás contento por algo?» «Yo siempre estoy contento por mucho», responde el padre de La gran familia —en una de las últimas escenas de la película— a la pregunta de la madre de si está contento por algo en particular. A pesar de que en ese momento sí que hay una razón específica —porque es el día del mes en que a este hombre le pagan, aparte de que le toca cobrar la subvención a la que tiene derecho por tener una familia de quince hijos—, el motivo general va resonando como un estribillo a lo largo de esta película de Palacios: «felicidad» es sinónimo de «familia» y, cuanto más grande sea la familia, mayor será la felicidad. Y es que, si leemos La gran familia como un ejercicio de persuasión, su propósito consiste, por encima de todo, en naturalizar está opinión confiriéndole el estatus de hecho objetivo. Si ser feliz pasa por tener una familia grande, ser desdichado consiste en no tener hijos. (En modo alguno en sufrir penuria económica o represión política.) En el seno de una familia grande, la infelicidad sencillamente no es algo «natural». La película despliega un arsenal de recursos fílmicos al servicio de ese objetivo de naturalizar dicho mensaje, y esto atañe en particular a las contribuciones de Masó, Salvia y Vich como guionistas, a la de Pa-

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lacios como director —el ayudante de dirección fue Salvia— y a la de Adolfo Waitzman como compositor de la música original de la cinta. Para empezar, La gran familia procede conforme a las convenciones de ambientación familiar y a los personajes típicos que caracterizan el género de la comedia sainetesca6. Pues los personajes no solamente son reconocibles, sino que en la secuencia de apertura aparecen más como tipos que como individuos. En los créditos, de hecho, no se dan nombres propios, sino que se presenta a los personajes adultos por sus roles familiares —el padre, la madre, el abuelo, el padrino— y, a los quince niños, por apodos que aluden a sus comportamientos —el petardista, la enamorada— o a sus rasgos físicos: la mellada, los gemelos. También la ambientación de la película va en esta línea: la mayoría de las secuencias transcurren en el piso de una familia de clase social media-baja —la vivienda está recreada en un estudio—, pero se insiste en que la acción tiene lugar en Madrid mediante referencias a sitios emblemáticos de la capital tanto en el guion como en las escenas rodadas en exteriores. Por dar un caso, cuando el padre explica su ensueño sobre el futuro, el hombre ve la Gran Vía repleta de carteles que anuncian a uno de sus hijos como arquitecto, y a él mismo como aparejador. O, cuando regaña a otro de los niños por jugar al fútbol dentro de la casa, le pregunta: «¿Tú te has creído que esto es el estadio Bernabéu?». Por lo demás, los exteriores que muestran lugares emblemáticos de la ciudad se asocian siempre a los adultos varones de la familia. En consonancia con su papel de ángel del hogar, los

6 El sainete es un subgénero de la comedia popular española que empezó en el teatro y, posteriormente, se adaptó con éxito al cine. Usa las técnicas del costumbrismo, es decir, la evocación pintoresca y detallada de la ambientación y los personajes típicos de un lugar. En sus versiones tanto teatrales como fílmicas, los personajes sainetescos incluyen vejetes, paletos, torpes monjas bienintencionadas y criadas lelas que poblaban un Madrid reconocible y a menudo de clase trabajadora. Las tramas típicas del género presentan el statu quo —o lo evocan en un pasado reciente—, desbaratan dicho statu quo… y lo restauran para dar lugar a un final reconfortante, sacrificando la verosimilitud narrativa con tal de atenerse a la fórmula. En semejantes películas, el humor se basa en las situaciones y los personajes.

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únicos espacios públicos en los que vemos a la madre son el mercado de abastos —donde la mujer va a comprar comida para la familia—, y unos grandes almacenes en los que la vemos eligiendo un vestido de primera comunión y uno de esos trajes de marinerito. Al padre, en cambio, se lo asocia con la España contemporánea —la que se moderniza— cuando se lo muestra visitando una obra en construcción en el paseo de la Castellana7, mientras que al abuelo se lo vincula —como los suegros de Margarita y el lobo— a la España tradicional cuando se lo presenta visitando el mercadillo navideño de la plaza Mayor, emblema arquitectónico del Madrid de los Austrias. En resumen: que la caracterización de los personajes conforme a sus respectivos roles familiares, así como la ambientación de la película en Madrid con arreglo a expectativas convencionales, apuntan a una naturalización del statu quo representado en el filme. Si los personajes y los escenarios son «normales», otro tanto rige para la vida feliz que se exhibe de una familia numerosa. El statu quo sale reforzado tras su puesta en riesgo y posterior restauración. El hecho de que Chencho —el hijo varón más pequeño— se pierda cuando acude con el abuelo y algunos de los hermanos al mencionado mercadillo navideño de la plaza Mayor, y el subsiguiente secuestro del niño por parte de una pareja sin progenie, presenta brevemente a la familia como una entidad vulnerable en el entorno urbano. (Como señala Evans [2000, 86], esta secuencia apunta asimismo a la desesperación criminal a la que su falta de descendencia empuja, en una sociedad en la que se asigna el máximo valor a tener prole, a un matrimonio por lo demás simpático.) Esta condición vulnerable galvaniza, sin embargo, a la familia: lleva a los miembros de esta a declarar su entusiasmo tanto por el tamaño como por la cohesión de la misma. Y, por supuesto, dicho entusiasmo queda más reforzado aún con el regreso de Chencho al hogar. Tras devolverlo, la pareja sin hijos hace una súplica desesperada al padre para que les deje quedarse con

7 Se menciona el «barrio de Corea», que era el nombre coloquial que se daba a la zona del norte de la Castellana. Quisiera dar las gracias a Maruja Rincón Tapias por facilitarme esta información.

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el niño, ya que en su familia tienen tantos… mientras ellos, ninguno. Pues bien: esta propuesta da lugar a que el padre desdeñe cualquier idea en el sentido de que pueda ser mejor, para un niño, vivir en una familia más pequeña. Ejerce, en efecto, de portavoz de la política pronatalista de Franco: Ya sé que son muchos hermanos, pero precisamente por eso han de estar juntos todos […] No se trata de que [Chencho] esté mejor o peor atendido, sino que esté donde debe estar: en su casa.

En esta secuencia, el espectador realmente cree que la alegría que la familia experimenta con el regreso del niño es tan grande, que sus miembros se olvidan de que los raptores de Chencho están allí junto a ellos, a la salida de los estudios de televisión. Uno esperaría, en efecto, que como mínimo les afearan su acto criminal. La pérdida y la recuperación de Chencho también permiten a la película mostrar, como de pasada, la eficacia de la burocracia estatal. Mediante cuatro transiciones entre planos conectados por sound bridges («puentes sonoros»), se nos van mostrando sucesivamente cuatro localizaciones distintas en las cuales vemos a sendos agentes del Estado coordinando sus esfuerzos: todo un loor a la eficiencia de la burocracia. La música extradiegética conecta, en efecto, el plano que da inicio a la secuencia —el de la llamada con la que se denuncia la desaparición del niño— con el del comisario de policía que recibe la denuncia, plano este que, a su vez, enlaza con otro en el que vemos a agentes de servicio patrullando en coches. De este plano tercero saltamos al cuarto y último de la secuencia: locutores de la radio pública comunicando en directo a la nación la desaparición de Chencho. Además —y esto es clave—, esa puesta en riesgo y posterior restauración del statu quo que representan la pérdida y la subsiguiente recuperación del crío permite a los guionistas y directores poner de relieve lo compatible de la vida familiar con las urbes modernas. Y es que Chencho se pierde, es verdad, debido a la amenaza que para la familia supone el anonimato de una moderna metrópolis. Al mismo tiempo, sin embargo, el niño reaparece gracias a la televisión, que no es sino una sinécdoque de esa misma modernidad. Pues la familia realiza un lla-

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mamiento televisado para que les devuelvan a Chencho y, cuando este reconoce a sus padres en la pantalla, a los secuestradores les remuerde la conciencia. Esta feliz coexistencia de la familia y la modernidad se confirma en la secuencia final de la película. Es Navidad y los quince hijos, que por fin se han vuelto a reunir, están congregados en torno al televisor (aparato que acaban de recibir como regalo de los raptores arrepentidos). La música que oímos es el «Aleluya» del Mesías de Händel, que aquí se devuelve a su sitio religioso «correcto» tras un tratamiento tan irreverente del mismo fragmento musical como el que Buñuel había hecho el año anterior al emplearlo para la secuencia de la orgía de los mendigos en Viridiana. Y en ese momento la madre anuncia la llegada inminente del hijo décimo sexto, al que darán por nombre Jesús. La banda sonora es entonces el júbilo del coro: «And he shall reign forever and ever, King of Kings and Lord of Lords, forever and ever, Hallelujah» [«Y ha de reinar por los siglos de los siglos, Rey de reyes y Señor de señores, por los siglos de los siglos, aleluya»]. Mediante la música que sale del televisor —cuya letra tal vez no fuera transparente para todos los espectadores, ya que estaba en inglés, pero sin duda lo sería para el compositor Waitzman—, la película establece una asociación que sugiere que esta madre española no solamente es ideal, sino que de hecho es nada menos que una María contemporánea la cual va a dar a luz a un Mesías. La gran familia de Franco se convierte, así, en la mismísima Sagrada Familia. Si el statu quo se presenta como «normal» mediante una caracterización y una ambientación predecibles y se refuerza mediante su puesta en peligro y su restauración, los guionistas y el director llevan un paso más allá la naturalización de esta gran familia de Franco al estructurar la trama de la película de manera que siga los ritmos de un año entero. Esto incluye tanto el ciclo físico de las estaciones —primavera, verano, otoño e invierno— como los ciclos culturales del calendario religioso —la primera comunión y la Navidad— y el año académico y laboral con las consabidas épocas de trabajo, exámenes escolares y vacaciones. Este paralelismo que se establece entre el ciclo anual físico y el cultural, hace que ambos resulten «naturales»; y, como la trama de la película está alineada con tales ciclos, «natural» resulta igualmente el mensaje de la película: lo deseable de que, más

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o menos cada año, la pareja casada tenga otro hijo. Este proceso culmina, en efecto, con el anuncio, por parte de la madre, de su décimo quinto embarazo (uno de tales embarazos fue de gemelos.) Y esta circunstancia, si bien es el resultado de la opción que la pareja ha tomado de no ejercer la abstinencia ni usar método anticonceptivo ninguno8, se presenta como algo natural. (Igual que la reacción del marido, que, por supuesto, está encantado.) La feminidad es, por tanto, el vehículo que reconcilia lo natural y lo cultural. El cuerpo fértil de la mujer, que funciona con arreglo a ciclos menstruales naturales, se utiliza para naturalizar la opción cultural de tener una familia grande. La del compositor Waitzman es otra aportación clave al constructo conservador de esta película. Con la excepción de la mencionada pieza de Händel que suena a modo de música intradiegética en la secuencia final, la banda sonora del filme consta siempre de composiciones originales de Waitzman (nacido en la Argentina). La primera función de esta banda sonora es complementar el relato; la segunda —como en el caso del «Aleluya» del Mesías de Händel—, reflejar y reforzar la apología de la familia que la película lleva a cabo. Con respecto a la primera función, el uso de la música extradiegética abarca desde la inclusión de emotivos aires para instrumentos de cuerda en momentos románticos —como cuando los padres se quedan a solas—, hasta toques de percusión para enfatizar situaciones cómicas —como cuando la turbamulta de niños visita la pastelería del padrino y, para consternación de este, lo dejan sin la mayor parte de la tanda de pasteles que acaba de hornear—, pasando por músicas que se añaden para poner de relieve el relato, como cuando un aire circense complementa la escena en que el abuelo y la caterva de criaturas juegan al circo. En lo que se refiere a la segunda función de la música en el filme —la función de reforzar la apología de la familia que este lleva a cabo—, encontramos un efi-

8 Resulta controvertido afirmar que no usar métodos anticonceptivos —que eran ilegales— constituía una opción cultural, pero tanto las estadísticas sobre la disminución del tamaño de las familias como los informes médicos revelan que el uso de dichos métodos estaba ampliamente extendido; véase la cita de Brooksbank Jones (1997, 94, nota 3) que reproducíamos hace un momento.

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ciente uso del leitmotiv para subrayar los vínculos filiales y fraternos. Esto es vital en una película que trata de convencer a su público, en un lapso de ciento cuatro minutos, de que los quince niños —que físicamente son muy diversos, ya que los interpretan actores que, con la excepción de los gemelos, no están emparentados entre sí— son todos ellos, efectivamente, hermanos9. La película se abre con una foto fija de la familia; está tomada en lo que después veremos que es una ceremonia de primera comunión. Sigue otra foto fija, esta vez del padre y la madre (plano medio). Estas imágenes van acompañadas del sonido de una orquesta al completo —y con coro— que interpreta la música de Waitzman (véase la ilustración 1.1), lo que apunta a la ejecución entera del «Aleluya» del Mesías de Händel en la escena final. «La gran familia», cantan las sopranos y altos; entonces repiten la misma expresión los barítonos y bajos, en alusión a los papeles complementarios que varones y féminas desempeñan en la construcción de una «gran familia» de estas características. La apertura de Waitzman y el cierre de Händel no solo son comparables por la munificencia del coro y la orquesta, sino que se asemejan también en sus perfiles melódicos de intervalos ascendentes y descendentes (especialmente de cuarta justa); al respecto compárense las ilustraciones 1.1 y 1.2. Tras esta música que nos presenta a esta gran familia en la línea de Händel, sigue una escala descendente de cuerdas con la que saltamos, desde la imagen de dicha familia en el ámbito público del templo, a la presentación de la misma en la esfera íntima del hogar. Un nuevo motivo musical —véase la ilustración 1.3— acompaña, tocado con

9 Aparte de los gemelos, los únicos actores que realmente eran familia son José Isbert y su hija María, quien interpreta a la segunda criada de la casa. Este papel menor hace posible una contralectura malvada de la película. Y es que el abuelo no se parece físicamente ni a Alberto Closas, el apuesto padre, ni a Amparo Soler Leal, la bella madre —no está claro de cuál de ambos se supone que es el padre biológico—, como tampoco se parece a ninguno de los nietos. Sin embargo, como Isbert y su hija sí que se parecen, el hecho de que ella salga en la película hace surgir en la cabeza del espectador la idea de que el único pariente de sangre de este señor mayor, bien podría ser una hija engendrada fuera del matrimonio.

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1.1 Fragmento adaptado de la partitura de la música de La gran familia. Productora de Pedro Masó.

1.2 Fragmento del coro del «Aleluya» del Mesías, de Georg Friedrich Händel.

1.3 Fragmento adaptado de la partitura de la música de La gran familia. Productora de Pedro Masó.

fagot, al plano medio del abuelo. Y esta frase será el leitmotiv de la familia Alonso a lo largo de la trilogía. Waitzman se ocupó, en efecto, de la música en las tres películas sobre esta gran familia10.

10 En la idea de reforzar la conexión entre las películas, el leitmotiv musical de la familia Alonso suena al comienzo de La familia y uno más, así como en momentos narrativos clave como cuando Antonio supera sus exámenes de arquitectura o cuando la familia sopla las velas de la tarta de cumpleaños sorpresa. En vez del uso diegético del coro del «Aleluya» de Händel, es este leitmotiv musical de la familia el que proporciona el sonido extradiegético para el final afirmativo de la segunda entrega de la trilogía. Carlos tiene en los brazos a su primer nieto y proclama, en efecto: «Ya hay uno más en la gran familia», mientras el mencionado leitmotiv confirma, en la banda sonora, la continuación de esta línea de sangre.

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Conforme van pasando los créditos de cabecera, vemos a cada miembro de la familia en plano medio mientras duerme. (Excepción hecha, naturalmente, del tálamo matrimonial, cuyos asuntos nocturnos se insinúan decorosamente mediante la imagen de las zapatillas de andar por casa de ambos cónyuges… y del hijo menor de estos —el bebé— en su cunita junto a la cama.) El leitmotiv se repite en la banda sonora con variaciones de altura y tempo —e interpretado por diferentes instrumentos— de manera que el público no pueda dejar de establecer la conexión entre esa frase musical y el vínculo de sangre que une a los miembros de esta familia. Esta representación musical del vínculo de sangre confirma y celebra asimismo el papel que desempeña el padre, toda vez que, al final de la primera secuencia, le oímos silbar el leitmotiv cuando sale de casa para ir al trabajo11. Su papel de progenitor queda, por tanto, anunciado y puesto de relieve por el hecho de que es el único personaje que conecta la música no-diegética (la de Waitzman) con el sonido diegético (su propio silbido). (Su paternidad queda igualmente confirmada mediante la música cuando empieza a cantar el villancico «La Marimorena» y todos sus hijos se le van uniendo [Hernández Ruiz 1997, 517].) Tras su fuerte presencia en la secuencia de apertura, este leitmotiv musical de la familia Alonso vuelve a aparecer, como adelantaba hace un instante, a lo largo de todo el relato para recordar al público los vínculos de sangre que unen a los personajes; digamos que sería algo así como una representación acústica de los genes de la familia. 11 En Trece por docena, de Walter Lang (1950), película que Evans muestra (2000, 80) que es la fuente de la trilogía de Masó, el silbido del padre también desempeña una función importante, ya que este lo usa para que todos los niños se congreguen. Ambas cintas promueven las familias grandes y los roles parentales tradicionales —resulta interesante que, al final de la película de Lang, la madre se haga cargo del papel empresarial del padre— y condenan prácticas modernas tales como el control de la natalidad. Ambos filmes comparten asimismo escenas como la enfermedad de los niños, la recreación de prácticas gubernamentales —tanto dictatoriales como democráticas— en reuniones familiares, el viaje a la costa y la atracción de una hija mayor por un guaperas durante las vacaciones, lo que se transmite en la actuación musical del guaperas sobre el decorado marítimo.

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Dicho de otro modo: la relación entre los miembros de esta no solo es el tema de esta película de felicidad familiar. La partitura de Waitzman sugiere, en efecto, que los vínculos de sangre son tan importantes, que su representación trasciende tanto el relato como la imagen de la película, llegando a la banda sonora de la misma. Pero lo persuasivo del mensaje conservador de La gran familia —que, a falta de repuntes en las menguantes tasas de natalidad, cabría medir por el hecho de que la película recibiera un premio del Estado— se debe en buena parte a su excelente reparto, aspecto este en el que insistieron las reseñas cuando la cinta se estrenó12. Si el director y el codirector saben sacar unas verosímiles interpretaciones de su elenco de actores infantiles13, el peso del filme reposa sobre los hombros de cotizadas estrellas: Alberto Closas y Amparo Soler Leal en los papeles del padre y de la madre, y José Isbert y José Luis López Vázquez en los del abuelo y el padrino, que serían, por así decir, los adjuntos cómicos de aquellos14. Closas tiene, en efecto, un papel clave en la película, del mismo modo que el padre ocupa un lugar central en la familia en el relato del filme, y que el pilar fundamental de la ideología franquista es el patriarca. Es importante el hecho de que se le vea tanto en casa como en el trabajo, ya que esto subraya el paralelismo entre sus roles doméstico y público: de igual forma que ha de ser el padre quien ejerza la autoridad en cuanto cabeza del hogar —así como quien traiga dinero a casa—, han de ser asimismo los varones quienes lleven las riendas y trabajen en aras del boom económico en curso. (Si estuviéramos en un filme de la década de 1940, en este

12 Véanse los extractos de El Alcázar y Marca en Cine asesor (1962). 13 En la entrevista que acompaña la edición en DVD de El País, Masó recuerda la habilidad del ayudante de dirección Salvia para trabajar con los niños más pequeños, lo que incluía trucos como mostrar al niño que interpretaba a Chencho una jeringa hipodérmica para hacer que llorase. También cuenta que la atmósfera del plató era, más que como la de un grupo de actores, era «como una cosa familiar». 14 Closas, uno de los actores mejor pagados del cine español de aquella época, recibió medio millón de pesetas del presupuesto de 6.250.000 pesetas, que también fue uno de los más altos del cine español de ese entonces (Hernández Ruiz 1997, 517).

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contexto se habría evocado el antiguo imperio español.) Hay, además, toda una serie de indicios de que ambos roles se fusionan y son, en realidad, indisociables. Vemos al padre, por ejemplo, trabajando en casa en los planos de un edificio… y, de repente, coge sin querer un chupete en vez de una goma de borrar. (A propósito de este sucedido, un compañero de trabajo le recuerda una vez que entregó unos planos envueltos en pañales.) También refuerza esta idea de lo inseparable de los roles doméstico y público del padre el hecho de que este trabaje en la construcción, ya que eso quiere decir que no solo se encarga de construir la nueva España, sino que, además, la puebla. Cuando el responsable de una de las obras a las que el padre va a entregar sus planos comenta en un tono desaprobatorio que el hombre tiene «demasiados trabajos, demasiados hijos», el diálogo entre otros dos constructores se hace eco, en cambio, del optimismo de la película. «Si a este hombre le dejan, hace él solo la Torre de Madrid»15, comenta uno. «¡Y además la llena de chicos!», bromea el otro. Lo convincente de esta naturalización del papel del varón como constructor y poblador de la España moderna viene dado por la creíble interpretación que Closas hace del eterno optimista. Representa jovialmente ambos roles, y en modo alguno le afectan una serie de reveses que la familia sufre, por ejemplo, la falta de dinero para pagar la primera comunión, los suspensos del hijo al que llaman «oveja negra» o la desaparición de Chencho. Sin embargo, aunque esta máscara de optimismo no se le cae jamás a Closas durante el filme —ni siquiera cuando debe pronunciar sus parlamentos más ñoños—, el personaje de este actor fuera de la pantalla socava, sin lugar a dudas, todo este discurso utópico. Evans señala, en efecto (2000, 84), que la conocida afición de Closas a las mujeres echa por tierra su rotunda interpretación del papel del padre: «[Closas] era un donjuán impeni-

15 Con 142 metros de altura y 34 plantas y ubicada en pleno centro de Madrid —en la plaza de España—, siguió siendo el edificio más alto de la capital hasta que, en 1989, se completó la Torre Picasso. Diseñado por los arquitectos Julián y Joaquín Otamendi y terminada en 1957, este rascacielos es un emblema de la modernidad española.

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tente: el equivalente, en el cine español de entonces, del típico actor de Hollywood que no para de divorciarse, casado siete veces. Se casó por primera vez a los veintiún años, en 1942; pero este matrimonio duró solamente tres meses. Del segundo nacieron cinco hijos». No obstante, como también comenta Evans (ibid., 85), es posible que la película aproveche para su promoción del conservadurismo precisamente esa imagen que esta estrella tenía fuera de la pantalla, ya que «la paternidad y la fidelidad conyugal resultan tanto más convincentes si las propugna un varón sexualmente apetecible y con experiencia sexual a sus espaldas». Del mismo modo que el papel del padre se complementa con el de la madre en el relato de la película, parte del éxito de Closas viene dado por su convincente interacción con la estrella femenina de la cinta, Soler Leal, quien, efectivamente, interpreta el papel de la madre y fue la única de los cuatro actores principales de La gran familia que recibió un premio por su actuación (véase la ilustración 1.4)16. Basándose en siglos de representaciones de un rol materno santo —especialmente en la iconografía mariana católica, en el «ángel del hogar» decimonónico y en los manuales franquistas de conducta femenina—, Soler encarna la perfecta esposa y madre candorosamente imaginada en tales textos. La película parte, en efecto, de la premisa inverosímil de la joven belleza de esta madre que, con solo veintinueve años, habría traído al mundo a quince niños. (La actriz que interpreta a la hija mayor, María José Alfonso, no tiene, de hecho, sino siete años menos que Soler Leal.) Durante buena parte de la película esta madre se muestra, en la línea de su marido, excesivamente optimista. «Ya me las arreglaré» es, por ejemplo, su confiada y fatalista respuesta cuando se ven incapaces de hacer frente a los gastos de la primera comunión, apuro del que, al cabo, en realidad, no es ella quien saca a la familia, sino la caridad del padrino.

16 Según Carlos Aguilar y Jaume Genover (1996, 615), quienes solo incluyen los premios más relevantes, esta mujer ganó el del Círculo de Escritores Cinematográficos en 1962, y el premio Placa San Juan en 1963.

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1.4 Amparo Soler Leal y Alberto Closas en La gran familia. Fotografía cortesía de la productora de Pedro Masó.

No obstante, su actuación se vuelve más matizada e interesante tras la desaparición de Chencho. Y es que, por una parte, la capacidad de la actriz para lidiar con lo trágico refuerza su interpretación de la madre que todo lo soporta, como cuando se abraza a su marido Carlos angustiada al enterarse de que el niño ha desaparecido, o cuando proporciona una conmovedora descripción de su hijo a las autoridades en un plano medio fijo que da realce y gloria a su maternal desesperación. (Hasta ese momento, lo cierto es que no la hemos visto reparar demasiado en Chencho; pero resulta que, de algún modo, la mujer está completamente familiarizada con las idiosincrasias del desarrollo lingüístico y motor de la criatura.) Sin embargo, la dramática situación también proporciona a la actriz una escena en la que puede dar rienda suelta al enfado, y Soler Leal parece efectivamente deleitarse, en su vehemente desahogo, bastante más de lo que convendría a un ángel doméstico. «Tú, que estás fuera de este mundo», le espeta al abuelo,

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que era quien había quedado a cargo de los niños cuando se perdió Chencho. «La culpa la tengo yo por dejarles ir solos contigo. Ellos no tienen conocimiento, y tú no sabes tenerlo». Pero esta secuencia de rebelión se ataja rápido: el padre la regaña, el carácter de la mujer vuelve a los cauces debidos… y en ellos sigue en lo que queda de película. Así y todo, resulta tentador leer en este conato insumiso una premonición de los papeles que más tarde encarnaría esta actriz, cuyas interpretaciones de mujeres terribles y agresivas en el cine disidente de la década de 1970 deconstruyen la maternidad angelical de esta cinta de Palacios. (Piénsese, por ejemplo, en Mi hija Hildegart [Fernán Gómez 1977] y en El crimen de Cuenca [Miró 1981].) Esta reorientación de la carrera de Soler Leal se ha atribuido a su matrimonio con el productor Alfredo Matas —responsable de Jet Films—, pero el rechazo de la mujer a repetir el papel de la madre en las otras dos entregas de la trilogía de Masó es indicativo de su propio deseo de cambiar de rumbo. La reputación de Closas fuera de la pantalla y el hecho de que este actor hubiese interpretado al héroe torturado de la obra maestra disidente de Bardem Muerte de un ciclista (1955), así como el posterior rechazo del papel de la beatífica madre por parte de Soler Leal —rechazo presagiado en el estallido de cólera que mencionábamos—, suponen fisuras en la máscara de felicidad materna y paterna que, por lo demás, la cinta exhibe. Ahora bien: si tales fisuras quedan en última instancia disimuladas por el proceso de naturalización del que venimos hablando —amén de por la estructura de la trama, por la banda sonora y por el estilo interpretativo—, otros aspectos chirriantes del filme resultan más difíciles de ocultar.

«Supermán no se rinde nunca»: José Isbert y Francisco Franco Si, en esta comedia familiar, Closas y Soler Leal se encargan de los elementos relativos a la familia, los elementos propios de la comedia quedan a cargo de Isbert y López Vázquez, dos de las mayores estrellas cómicas de España. López Vázquez recurre a su característica gesticulación exagerada y a su verborrea para encarnar al gruñón, pero

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adorable padrino y aportar a la película sus situaciones farsescas de manual, como cuando los niños arramblan con las existencias de su pastelería, cuando se pone a ligar con la maestra de la escuela en un francés lamentable, cuando sufre el ataque de un cangrejo en paracaídas disparado por el cañón de los niños, o cuando casi acaba en un belén viviente televisado en un momento en que lleva barba postiza, un cordero vivo al hombro y toda la parafernalia navideña. Si bien estos interludios fungen en la película de distensiones cómicas y ligeras, Evans sostiene, en su consideración de la trilogía de Masó sobre esta gran familia, que la caracterización de este padrino interpretado por López Vázquez cumple asimismo la función —más importante todavía— de dar realce a la institución familiar mediante la representación de una indeseable alternativa a la misma. En primer lugar, su masculinidad «benigna y ridícula» (Evans 2000, 83) pone de relieve la masculinidad ideal que encarna Closas; en segundo lugar, la elección por parte del padrino de un estilo de vida alternativo —casarse, pero no tener hijos— se presenta como una cosa risible y absurda, lo que fortalece todavía más la vida familiar que en la película se exalta, «inmunizándola» (ibid., 84) contra otras opciones que amenazan su existencia. En consonancia con el intento global de naturalización que La gran familia lleva a cabo, el no tener hijos no es solo que se presente como algo antinatural, sino que, en el caso de la pareja sin progenie que recurre al secuestro, pasa a constituir algo directamente criminal. En el caso del padrino, sin embargo, la ausencia de hijos es una situación sencillamente grotesca. En cuanto al abuelo que interpreta Isbert, aparentemente proporciona una distensión cómica semejante. Lo humorístico de este personaje se diría que deriva, en efecto, de la mera inversión cómica. Pues se trata del miembro de más edad de la familia, pero, mientras que la edad define a los padres y a los hijos mayores como adultos, la edad excesiva introduce un vuelco en la escala del desarrollo y convierte al abuelo en un niño más. (Como era el caso en el hilarante retrato de un niño grande travieso que Isbert hacía en El cochecito [1960], comedia negra escrita por Rafael Azcona y dirigida por Marco Ferreri.) La pensión que este abuelo de La gran familia cobra sugiere que, en algún momento, el hombre había pertenecido al mundo laboral adul-

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to; la cantidad que recibe es, sin embargo, insuficiente para contribuir a los gastos familiares «de mayores», y él dedica su dinero a entradas de cine, chucherías y tebeos, que son también los artículos de ocio preferidos por los hijos más jóvenes. Fuera de eso, la única compra que hace en la película es un pavo famélico para la cena de Navidad de la familia, cosa que le permite exaltar —y al mismo tiempo desacralizar— la estoica suportación que caracterizó los paupérrimos años de la posguerra española, posguerra que él habría vivido. Con gran pompa declara que el pavo es «flaco, pero honrado». A pesar de interacciones ocasionales con los personajes adultos de la película —a propósito del tema de la falta de dinero o de lo injusto de su jubilación, o cuando el hombre intenta gorronear tabaco—, el guion hace que la mayoría de las intervenciones verbales de Isbert resulten indistinguibles de las de los hijos de menos edad. Especialmente afines al lenguaje de los niños son los comentarios del abuelo durante los juegos de estos, por ejemplo, en batallas —en las que él hace el papel de Supermán—, en viajes espaciales, en lanzamientos de cohetes o en espectáculos circenses. Esto lo convierte, más que en un adulto que supervisa los juegos, en un niño más que participa con entusiasmo en los mismos. Sus hábitos alimenticios refuerzan esta caracterización de niño revoltoso: cuando la familia está viendo una película y la madre advierte que, si uno come demasiados dulces, le salen lombrices, la mujer en realidad no lo está diciendo por los niños, sino por el abuelo. De hecho, cuando los más pequeños se ponen malos por haber comido demasiados pasteles en la primera comunión, los adultos y el resto de hijos están bien, pero el abuelo también ha enfermado. «Eres más crío que los críos», le regaña la madre al volver a casa y encontrarse con que los niños y él han organizado una batalla especialmente estruendosa. Y la película no solo establece paralelismos entre el abuelo y sus nietos, sino más concretamente entre el abuelo y Chencho, el niño varón más pequeño, una criatura un poco tarda de entendederas y con la que el abuelo comparte dormitorio. Ambos comen galletas en el desayuno porque ambos carecen de dientes, y el lenguaje de los dos resulta igualmente complicado de descifrar. Al abuelo, gracias a ese famoso graznido ronco de Isbert, en ocasiones casi ni se le entiende lo que dice. (En aquel momento de su carrera,

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el actor tenía una laringitis incipiente; esta enfermedad le obligaría a abandonar la interpretación en 1964, dos años antes de su muerte, véase Aguilar y Genover 1996, 291.) A Chencho también cuesta entenderlo, ya que todavía no ha aprendido a hablar debidamente. Nada raro, toda vez que el encargado de enseñarle es precisamente el abuelo. «Ga-lle-ta», intenta este articular con una especie de resuello en una clase de dicción durante el desayuno… y el niño, como es lógico, es incapaz de repetirlo. «Ni tú me entiendes a mí, ni yo a ti», concluye el abuelo en otra escena en que de nuevo está sentado a la mesa junto al niño, con lo que se insiste en esta idea de lo incomprensible del lenguaje de ambos. Evans (2000, 83) subraya los aspectos tanto visuales como acústicos de la condición física de Isbert, y lee la interpretación de este como una crítica del régimen político vigente: Su estatura diminuta —como de gnomo— y su voz áspera [son] los signos de las formas de humanidad mutantes que el franquismo genera […] [Isbert] representa, igual que López Vázquez, una compleja forma alternativa de masculinidad, tolerada porque supone la inversión cómica de las formas hegemónicas, pero a la vez ligeramente turbadora en la medida en que su hiperbólica expresión desviada refleja las represiones y tensiones a las que habían sido sometidos todos los varones españoles.

Es posible, sin embargo, que la aportación de Isbert a la película sea más turbadora de lo que Evans plantea, ya que, a diferencia del personaje del padrino que encarna López Vázquez, el personaje de Isbert supone una «inversión cómica de las formas hegemónicas» imperfecta. Porque él se casó, igual que el padrino. Pero, además, eligió, obviamente, tener hijos. Y esto hace que represente, al mismo tiempo, tanto la quintaesencia del patriarca —pues él es el progenitor originario— como una inversión cómica del patriarca, habida cuenta de que, como decíamos, su actuación de repente resulta indistinguible de la de los niños más pequeños. Esta inquietante fusión da lugar a momentos de gran comicidad, como cuando el abuelo encomia al padre, que sería el heredero de su misión… y al mismo tiempo lo sabotea. Reprende a los niños, por ejemplo, cuando empiezan a comer antes de que el padre se haya sentado en la cabecera de la mesa, pero él

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1.5 José Isbert y Amparo Soler Leal en La gran familia. Fotografía cortesía de la productora de Pedro Masó.

mismo le da un mordisquito a su galleta —como un crío más que no puede contenerse— antes de que el padre haya tomado asiento. Pero el efecto de esta amalgama de aspectos normales y cómicos que ofrece el personaje de Isbert en La gran familia es más profundo. Y es que, al difuminar las fronteras, desbarata esa misma «normalidad». Si la desviación respecto de la norma resulta —por retomar la expresión de Evans— «ligeramente turbadora», una desviación imperfecta —aquella en la que los elementos desviados se combinan con los normativos— resulta más turbadora aún. Es una amenaza para la normalidad en la medida en que cuestiona ni más ni menos que su existencia. Pensemos, por ejemplo, en cuando el abuelo-Supermán y los niños están jugando a batallas. Isbert lleva el casco espacial de los niños y una pistola de juguete; es para troncharse. Resulta, sin embargo, que también cuelga de su cuello una condecoración militar (véase la ilustración 1.5). Pues bien: cabe asumir que dicha condecoración le sería

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concedida cuando luchara, durante la Guerra Civil española, en el bando nacional; porque en la película no se hace mención explícita al pasado militar del abuelo, pero es verosímil que un hombre de su edad hubiese combatido, de joven, en aquella contienda17. Esta escena, en la que Isbert hace de personaje de dibujos animados estadounidenses, recuerda a la celebrada secuencia del sueño de Bienvenido, mister Marshall (Berlanga 1952). En la película de Berlanga, Isbert interpreta, en efecto, a un alcalde de pueblo que sueña con ser un sheriff americano. En la representación de su sueño, vemos a Isbert en una parodia de película hollywoodiense del oeste vestido de vaquero, con sus pistolas y con una estrella de sheriff enorme de la que esta medalla que cuelga del cuello del actor en La gran familia es un recordatorio visual. En Bienvenido, mister Marshall, la autoridad del alcalde que Isbert encarna se ridiculiza mediante esta aparición cómica en la película estadounidense que se recrea en el sueño. En La gran familia, el marco de referencia del personaje de Isbert deriva igualmente de la cultura popular de los Estados Unidos; ahora los tebeos de Supermán y las películas de aventuras espaciales sustituyen al western. Pero, mientras que, en Bienvenido, mister Marshall, el papel de alcalde —papel del ámbito de la «vida real»— se critica mediante sueños privados de indios y vaqueros, en la secuencia del juego con los niños de La gran familia a esto se le da la vuelta. Porque aquí es el mundo de fantasía del juego bélico del abuelo lo que se sabotea mediante la referencia a su experiencia militar en la «vida real». Es decir, que la presencia de la medalla desmiente el pueril juego con la incongruente introducción del mundo adulto de la guerra, pero al mismo tiempo reduce esta —que fue lo que llevó al poder al régimen franquista— al nivel de un pueril juego. Conque Isbert constituye, más que una mera inversión cómica, una incongruente presencia adulta en el mundo de los niños, 17 Aparte de la cultura popular estadounidense, el otro marco de referencia del abuelo es la guerra. Por ejemplo: cuando ve que el petardista va vestido de marinero para la primera comunión, el hombre comenta que ya solo le falta un buque de la armada. Su participación en el lado nacional durante la Guerra Civil se indica asimismo mediante su comentario de que la botella de vodka que hay en la cesta de Navidad que la familia recibe por error ha debido de enviarla un «rougé».

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del mismo modo que en otros momentos de la película constituye una incongruente presencia pueril en el mundo de los adultos. El papel del abuelo que encarna Isbert evoca otra figura incongruente de la España de la época: Francisco Franco. Pues la medalla bien podía hacer que los espectadores pensaran en el Caudillo, quien solía mostrarse en público con toda la parafernalia militar; pero un paralelismo adicional entre ambos reside en el hecho de que Isbert interpretó al abuelo de La gran familia justo cuando Franco se deleitaba en el mismo papel de abuelo. Con los siete nietos que entre 1951 y 1964 le dio su hija Carmen, el dictador estaba encantado de presidir su propia gran familia18. Se consideraba, en efecto, que el de abuelo benévolo era un rol adecuado para presentarlo al país conforme iba envejeciendo19. En 1962, Franco tenía setenta años e Isbert, setenta y seis; los dos eran unos señores mayores pequeñitos y algo rechonchos. La gran familia de Palacios es, por tanto, la gran familia de Franco. Y es que, a través de su trasunto cinematográfico —Isbert—, el dictador está presente en la película como abuelo. Este paralelismo hace que la cinta sea rica en dobles sentidos. La desternillante declaración, por dar un caso, que el abuelo hace en medio del juego bélico de que «Supermán no se rinde nunca» se convierte en una mordaz sátira tanto del

18 Al primer varón lo llamaron Francisco Franco —al orden de los apellidos del niño se le dio la vuelta con un decreto ad hoc—, indicio de los sueños del dictador —al cabo incumplidos— de fundar una dinastía (Preston 1993, 596 y 636). 19 Véanse por ejemplo los noticiarios del No-Do 567-B (1953), 974-A (1961) y sobre todo 1 004-A (1963), todos los cuales se incluyen en el vídeo que acompaña al libro de Tranche y Sánchez Biosca (2002). El último noticiario mencionado empieza, en efecto, con la aparición pública del dictador leyendo su discurso de fin de año mientras la imagen va alternando entre él y multitudes de partidarios acérrimos suyos por todas partes de España. En el texto del discurso, escrito en buena parte por los «aperturistas» Manuel Fraga Iribarne y Laureano López Rodó (Preston 1993, 706), Franco se refiere a España como «nuestra familia». Entonces, el noticiario salta al retrato privado del dictador con su esposa y sus nietos, lo que complementa este énfasis en la familia feliz. El noticiario lleva fecha de 7 de enero de 1963, por lo que es sumamente probable que se proyectara en los cines antes de pases de la película de Palacios, que se proyectó durante la época navideña de 1962-1963.

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pomposo sentido de la masculinidad del dictador, como de su rechazo a abandonar el poder. En cuanto a la referencia que antes mencionábamos a la boda del príncipe Juan Carlos y la princesa Sofía, supone otra alusión a la creciente preocupación por el futuro de España tras Franco. Este fue, en efecto, uno de los principales asuntos políticos del país durante la década de 1960, hasta que, en 1969, el dictador terminó nombrando al príncipe Juan Carlos su sucesor. Así pues, más que una inversión cómica de la normalidad, el retrato que Isbert hace de un «tonto lelo» —así lo llama Chencho en una de las pocas frases coherentes que pronuncia en toda la película— constituye una turbadora deconstrucción de la normalidad misma, no en último lugar mediante la referencia a la figura de Franco, el modelo nacional de conducta. De hecho, a pesar de integrarse en este ejemplo arquetípico de cine conservador, el papel de Isbert en La gran familia se podría considerar un ensayo general de su celebrada interpretación de un verdugo jubilado en otra obra maestra disidente que Berlanga dirigiría un año después; me refiero a El verdugo (guion de Rafael Azcona). En su lectura de esta cinta, Steven Marsh comenta (2004, 127) que «Isbert interpreta a un español prototípico al que siempre se califica de “normal”; deshace la españolidad en su interpretación de la misma». De igual modo, lo que resulta disruptivo de la presencia de Isbert en La gran familia no es tanto su «desviación hiperbólica», como su problemática normalidad. Podríamos decir, parafraseando a Marsh, que, en La gran familia, Isbert deshace la familia normal interpretando al abuelo de la misma.

«Estamos a punto de llegar a Saturno»: viaje y encierro Si el papel de Isbert tiende un puente entre las cinematografías conservadora y disidente de la época, otro indicio de la fertilización que se producía entre ambas viene dado por el montador de La gran familia, Pedro del Rey. La lista de las películas que este hombre editó en la década de 1960 neutraliza cualquier intento de separar nítidamente VCE y NCE, ya que Del Rey había trabajado con los directores de cine de arte y ensayo más respetados de entonces, incluidos Buñuel

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(Viridiana), Ferreri (El cochecito) y Saura (Los golfos); asimismo, montaría dos de las películas del NCE que analizamos en profundidad en este libro: La tía Tula y Nueve cartas a Berta. Si bien sería naíf esperar de este montador automáticamente un sesgo crítico simplemente por el hecho de que hubiera trabajado en películas disidentes, lo cierto es que su tratamiento del espacio en esta cinta de Palacios genera una sensación de claustrofobia y encierro que, a semejanza de la interpretación de Isbert, socava el utopismo sin fisuras que de otro modo podría haber caracterizado el filme. Esta sensación de claustrofobia y reclusión que el montaje provoca, también da lugar a una lectura alternativa de diversos aspectos del guion, la trama y la puesta en escena que tienen que ver con el movimiento y el viaje. Con dieciocho moradores —quince niños, los padres y el abuelo—, el piso de la familia Alonso puede parecer abarrotado. Al comienzo de la película, sin embargo, la dirección de fotografía contrarresta la sensación de claustrofobia. Pues se nos presenta a la familia, como antes comentábamos, mientras duerme; y aunque de repente vemos a cuatro o cinco niños en una sola habitación, la cámara le asigna a cada uno su propio espacio al ir mostrándolos en sus correspondientes planos medios. (La única excepción son los gemelos, que comparten plano medio en la medida en que también comparten cama.) No obstante, tras esta secuencia inicial de los créditos, la vivienda familiar pasa a presentarse sobre todo con planos amplios y relativamente largos20. La cámara suele estar quieta: quienes generan el movimiento son los diversos miembros de la familia, que van entrando y saliendo del cuadro a toda prisa —o yendo y viniendo por la profundidad de campo— mientras juegan o atienden quehaceres domésticos. Por una parte, el movimiento de los actores en estas escenas permite al director de fotografía —Juan Mariné— retratar la jovial algarabía de la vida familiar; pero, por otro lado, la cámara fija produce una sensación de claustrofobia que queda acentuada por la duración

20 El juego sideral se muestra con un plano que dura treinta y cuatro segundos (a los catorce minutos de película), mientras que el plano del juego bélico dura cuarenta segundos (a la hora y trece minutos de película).

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que Del Rey da a los sucesivos planos. A las secuencias de esta película que presentan a numerosos miembros de la familia, Núria Triana-Toribio las llama «escenas corales»; dichas secuencias son, a juicio de esta estudiosa (2003, 79), fundamentales para la promoción que el filme hace tanto del desarrollismo como de las estrategias nacional-católicas: los propósitos de la película dependen de escenas corales con personajes de clase media en las cuales quede claro que la producción de (muchos) niños y el consumo de bienes de mercado son los objetivos de la familia católica española. Ahora bien: si la duración de los planos hace que estas secuencias corales resulten claustrofóbicas, de ello se sigue que el mensaje conservador de la película —en lo que a capitalismo y familia se refiere— queda debilitado. Si lo deseable de la gran familia de Franco queda puesto en entredicho en la medida en que la cercanía se convierte en claustrofobia, esto se complementa con la representación de la España franquista no en los términos de dinamismo y cambio con los que el desarrollismo se justificaba, sino en términos de estancamiento y encierro. Y es que, si bien la trama de la película incluye un viaje real a un lugar costero de Tarragona —en Cataluña—, también evoca una serie de viajes imaginarios mediante los juegos de los niños y el abuelo. Estimulados, en efecto, por las películas de aventuras espaciales que han visto en el cine, en una escena recrean —en el vestíbulo del piso de la familia— un viaje extraterrestre en una nave espacial. Pero, mientras que en las películas que han visto en el cine se descubren y exploran nuevos planetas, la nave espacial de ellos está anclada —simbólicamente— a su vivienda madrileña. «Estamos a punto de llegar a Saturno», informa el abuelo a la madre cuando esta interrumpe el juego. Estas palabras transmiten tanto la fascinación por el viaje, como la imposibilidad de realizarlo; condensan, por ende, el retrato que la película hace de una escapatoria frustrada. Y es que, del mismo modo que la madre interrumpe el viaje espacial de esta tropa cuando están a punto de llegar a Saturno, es otro miembro de la familia quien les frustra su tentativa de enviar a la Luna un cohete. (El cohete y el cangrejo que lo tripula aterrizan en el padrino mientras este trata de ligar con la maestra de la escuela.) Es, por tanto, siempre la familia lo que corta la escapatoria. De hecho, el único lugar fuera de España al que se llega en toda la

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película es el cielo, cuando el niño al que llaman «petardista» envía un cohete a Dios —en la última imagen— para agradecerle que haya vuelto al hogar Chencho. Con otras palabras: la película sugiere que, en la España de Franco, el único contacto necesario en el mundo exterior era el cielo, lo que supone un irónico contraste con los vínculos militares, mercantiles y políticos que en ese entonces el régimen buscaba con Occidente. En el contexto de este discurso de claustrofobia y encierro, cabría reexaminar el guion y la puesta en escena de La gran familia. Cuando, según antes decíamos, el padre regaña a los niños por jugar al fútbol en la casa y les pregunta si es que se han creído que están en el estadio Bernabéu, desde este prisma podríamos interpretar que se trata de un comentario irónico sobre lo exiguo de la vivienda. Del mismo modo, cuando el hombre se queja en el trabajo sobre el tráfico de la ciudad, sus comentarios encierran una condena del conjunto de esta, que se le antoja igualmente exigua. «¿Usted ha visto cómo está la circulación?», le dice el padre —en un tono por lo demás jovial— al encargado de la obra. «En Madrid ya no se cabe. Tendríamos que hacerlo de nuevo, pero mucho más ancho. Y además hay que extenderse. Ciudades satélite. Alcalá, Guadalajara, Arganda…». El siguiente intercambio entre la madre y el padre también se refiere al claustrofóbico piso y al deseo de mudarse al campo. Cuando la madre le dice al padre que el bebé no va a tardar en echar a andar, el padre contesta: «¿Hacia dónde?». Por más que Closas lo diga en tono de broma, la frase en sí no parece cuadrar con la visión que ambos suelen mostrar del gran futuro que supuestamente espera a todos sus hijos21. La idea de que caminar, moverse o viajar es absurdo en la España de Franco porque no hay adonde ir, queda reforzada por la contrarréplica de la madre: «De momento, como todos: pasillo arriba, pasillo abajo». Y aunque también Soler Leal pronuncia la

21 Los cargos públicos clave del Estado español —como político o diplomático— están reservados a los hijos varones. A las hijas de más edad se las caracteriza como futuros ángeles del hogar, pero por lo menos las más pequeñas puedan aspirar a oficios como traductora o soprano.

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frase con desenfado, la frase en sí de nuevo confirma la sensación de encierro. Aparte de que el «todos» se podría interpretar como «todos los niños»… o como «todos nosotros»; y en este último caso sugeriría que el conjunto de la gran familia de Franco está atrapado en el claustrofóbico pasillo de un piso y sin ningún lugar adonde ir. Los sitios prominentes que en la vivienda de esta familia ocupan los cuadros con imágenes de medios de transporte, también podrían releerse en este contexto. La imagen que hay en el salón de un barco que zarpa, así como la de una estación ferroviaria que hay en el comedor, sugieren un viaje y una escapada que ponen de relieve la claustrofobia del espacio en el que esta familia vive. Si el análisis textual muestra cómo en La gran familia la forma fílmica naturaliza la ideología franquista, al mismo tiempo revela unos solapamientos acaso inesperados entre las cinematografías conservadora y disidente de esta época. Exactamente igual que existen semejanzas entre las contribuciones de Isbert en La gran familia y El verdugo, las referencias a la claustrofobia y a los viajes frustrados que hay en esta película comercial apuntan, a su vez, al tratamiento del mismo tema por parte del cine español disidente. En El mundo sigue, Elo solo logra huir de la claustrofobia del piso de sus padres —y del encierro que es su vida— a través del suicidio, del mismo modo que, en La tía Tula, Tula es incapaz de escapar de la reclusión ideológica de su asfixiante vida. Al final de Nueve cartas a Berta, Lorenzo está simbólicamente atrapado en Salamanca, y, en La caza, Enrique se ve capturado tanto por el pasado dividido de España, como por el fotograma congelado que Saura coloca al final de la cinta. En cuanto a las niñas Ana e Isabel, de El espíritu de la colmena, de Víctor Erice (1973), es posible que no estén inverosímilmente encantadas de la vida a la manera de los niños de La gran familia, sino tocadas psicológicamente. Muestran, así y todo, la misma fascinación por los símbolos del transporte. Y por más que en la cinta de Palacios la intención sea cómica —por ejemplo con el casco de astronauta— y en la de Erice, lírica —por ejemplo con las vías de tren que se pierden en el horizonte—, tales símbolos apuntan, en ambos casos, a viajes que aquellos niños tal vez nunca realizaran.

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Capítulo 2

Civilizando la ciudad en La ciudad no es para mí (Lazaga 1965)

En La ciudad no es para mí, el objetivo de Masó dejó de ser la subvención del Estado —como lo había sido en La gran familia— y pasó a ser la recaudación en taquilla, donde este productor triunfó igualmente. La ciudad no es para mí se convirtió, en efecto, en la película más rentable de la década de 1960; todavía se sigue considerando un taquillazo. El éxito se debió, en parte, al director al que se encargó la película: Pedro Lazaga. Y es que Lazaga, uno de los directores más prolíficos —y menos estudiados— de la historia del cine español, con noventa y nueve largometrajes realizados a lo largo de su carrera (1948-1978), aportó a este encargo de Masó la considerable experiencia que había adquirido en la comedia comercial durante las décadas de 1950 y 1960 en películas como Los tramposos (1959). Pero el éxito arrollador de esta cinta ha de atribuirse principalmente a la participación del actor teatral adorado de aquella década, Paco Martínez Soria, que era el protagonista y director del montaje escénico en el que el filme se basaba. El Madrid moderno, que en La gran familia se evocaba en la idea de mostrar su compatibilidad con la familia tradicional, parece ocupar el centro de la escena en La ciudad no es para mí. La ciudad domina, en efecto, la secuencia de los créditos de apertura, determina la caracterización y da título a la película. A diferencia de en La gran familia, que sitúa el statu quo en la época contemporánea al filme, en La ciudad no es para mí el statu quo debe evocarse a través de parien-

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tes de más edad que encarnan el tirón nostálgico. Si en la película de Palacios hay un pasado rural implícito —por ejemplo en la referencia al conocimiento, por parte de la madre, de cómo crecen las verduras—1, dicho pasado parece ser el foco explícito en la cinta de Lazaga, que repite la consabida fórmula de la vida del pueblo frente a la vida urbana. La ciudad no es para mí responde al éxodo rural que caracterizó el tránsito desde los años de la autarquía de la posguerra hacia los años del desarrollismo de la década de 1960. En el primer periodo mencionado se instaba a los españoles a quedarse en el campo —o a regresar al mismo— y a trabajar para alimentar a una nación que aspiraba a la autosuficiencia económica. En 1947, Franco anunció que los españoles podían moverse libremente por todo el país (Richardson 2002, 11-12), y, si la migración a la ciudad entonces se fomentaba tácitamente en aras del boom industrial, la inmigración urbana pasó a constituir una política estatal explícita en el Plan de Desarrollo, 1964-1967 (Schubert 1990, 210). La inmigración urbana, que económicamente suponía un cambio drástico, ideológicamente era más compleja de justificar, dada la energía que la propaganda ruralista de posguerra había invertido en vilipendiar la ciudad y celebrar el campo. La película Surcos (1951), por dar un caso —del director falangista José Antonio Nieves Conde—, propugnaba precisamente tal regreso al campo tras un relato que cartografiaba la degeneración moral que una familia experimenta al trasladarse a Madrid2. El filme aperturista de Lazaga intenta reconciliar la contradicción entre la retórica ideológica de los valores rurales, y la necesidad económica de liberalización (con su urbanización concomitante). En la primera sección de este capítulo voy a analizar las maneras en que La ciudad no es para mí civiliza la ciudad a través de su llamamiento nostálgico al campo. Martínez Soria es la principal fuente de conservadurismo de esta película, y su misión de limpiar la vida

1 En la secuela La familia y uno más, la nostalgia rural se confirma con la revelación de que la madre siempre quiso que la familia se mudara a vivir al campo. 2 Sobre el ruralismo en el cine español, véanse Richardson (2002) y Faulkner (2006b).

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moral de la familia en la ciudad está respaldada por una trama que insiste en el lugar correcto o debido. Una angustia general reinante en esta época sobre el hecho de que la gente se encontrase en el lugar equivocado —en el campo y no en la ciudad—, se proyecta, así, en ejemplos concretos de personas y cosas que, en la película, no están en el lugar que les corresponde. Igual que en La gran familia, también aquí se ponen al servicio de esta empresa aspectos de la banda sonora —el sonido de las tradicionales castañuelas acompaña, por ejemplo, planos del retrato de Antonia—, pero voy a centrarme sobre todo en la forma en que se recurre a la puesta en escena —en concreto al uso de cuadros y del vestuario— para reforzar el objetivo suasorio del filme. A pesar de todo, la aportación de ciertos miembros del equipo técnico genera, como en La gran familia, una serie de arrugas en la suave superficie de conservadurismo. La dirección de fotografía, el montaje y la música de la secuencia de los créditos de cabecera, por dar un caso, aprovechan innovaciones cinematográficas de entonces para ofrecer una impresión inicial de una película que no condena, sino celebra, la vibrante y moderna urbe. Si esta breve presentación de un Madrid swinging de la década de 1960 no basta para sabotear el ruralismo que por lo demás el filme fomenta, su ubicación en la apertura de la película anuncia, con todo, una posible lectura alternativa desde el comienzo mismo. Aparte de que, en términos de trama, La ciudad no es para mí repite, como anunciábamos, una manida fórmula de la comedia, fórmula que el cine popular heredó del teatro popular: la de los avatares y tribulaciones de un simpático paleto en una metrópolis hostil. En la segunda mitad del capítulo propongo, en primer lugar, que la atención del público, a la que seguir esta trama predecible tampoco es que exija demasiado, se dirige aquí hacia la exageración cómica de la ejecución de la misma. En segundo lugar, planteo que ese objetivo ostensible de la película de civilizar la ciudad se proyecta en un intento de civilizar a las mujeres mediante la caracterización de la protagonista femenina. Reconsiderando todo bajo este prisma, el mensaje conservador del filme se antoja problemáticamente sobredeterminado y, el papel de Luchy, sorprendentemente disruptivo.

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«La ciudad pa’ quien le guste, que como el pueblo, ni hablar» El papel de Martínez Soria como fuente de conservadurismo en La ciudad no es para mí confiere al personaje cómico una función narrativa paradójicamente seria que estaba completamente ausente en la aportación que Isbert hizo a La gran familia. Mientras que en la película de Palacios el abuelo ocupa un espacio liminar —rico en comicidad, pero ideológicamente inquietante— entre la normalidad masculina y la absurdez pueril, el personaje de Martínez Soria encarna la quintaesencia del patriarca y está en el centro del mensaje conservador de esta cinta de Lazaga. El tío Agustín, como lo llaman cariñosamente en su pueblo de Calacierva, es el eje en torno al cual versa el filme. Él es el agente narrativo que evoca y restaura el statu quo, del que La ciudad no es para mí nos induce a pensar, al hacernos adoptar el punto de vista de este personaje, que ha sido desbaratado por la vida urbana. Los recuerdos que el tío Agustín tiene de su esposa, su hijo y su nuera en el pueblo reviven una imagen de la vida familiar tradicional en un entorno rural. El hombre hace por fortalecer aquel statu quo reforzando a la familia, aunque la película no llega al punto de abogar por que esta regrese al pueblo. El relato empieza, sea como sea, cuando el tío Agustín hace la maleta, se coloca bajo un brazo un retrato pintado a mano de su difunta esposa Antonia, se cuelga del otro una cesta de pollos vivos y va a Madrid a visitar a su hijo y a su familia. Allí descubre con horror que estos han caído víctimas de los males de la existencia urbana. Su hijo —Gusti— es un adicto al trabajo, mientras que a su nuera —Luchy— no le falta mucho para caer en el adulterio. (Las normas de la censura de 1963 prohibían la presentación explícita del mismo en pantalla; en el capítulo octavo veremos que Cecilia Bartolomé hizo caso omiso de esta circunstancia.) La historia se resuelve por las intervenciones del tío Agustín, con las que este restaura un statu quo que en realidad nunca ha existido. Gusti vuelve a ser atento y cariñoso con su esposa, que por su parte se ve obligada a convertirse en ángel del hogar, y la película acaba con el regreso triunfal del tío Agustín a Calacierva, donde descubren una placa que da su nombre a una calle y los habitantes —que parecen vivir todos de la caridad de

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él— estallan en júbilo al saber que el hombre no tiene intención de volver a la ciudad. Entonces, este personaje pronuncia por primera vez el título de la película; lo hace al explicar su decisión de no volver a Madrid con su familia: «La ciudad no es pa’ mí». Tras ello sigue un segundo epílogo que no existía en la obra de teatro original, resulta superfluo en términos de narrativa y está ejecutado de manera extremadamente tosca; se trata de una segunda celebración en la que los habitantes del pueblo cantan y bailan, en homenaje a su benévolo patrón, una copla cuya letra intenta disipar cualquier conflicto: «Bien has hecho en regresar, baturrico; la ciudad pa’ quien le guste, que como el pueblo, ni hablar». Este retrato de «un pedazo de pan, un patriarca» —como lo llama la voz en off del prólogo de la película—, depende de un guion fuerte y de la actuación de Martínez Soria. Del primero fueron responsables Vicente Coello y el productor Masó, quienes adaptaron el exitosísimo sainete de Fernando Ángel Lozano, seudónimo del conocido hispanista Fernando Lázaro Carreter3. Es un guion en general fiel al modelo, si bien añade secuencias que aprovechan recursos fílmicos como el de la puesta en escena. Se añade, así, el prólogo madrileño para reforzar la significación de que sea en Madrid donde transcurre la pieza; también la subtrama del retrato de Antonia y toda la secuencia del hotel Richmond, que insiste en la caracterización y en la trama a través de los cuadros. El diálogo conserva, sin embargo, el sabor del original, y en buena parte se traslada literalmente de la obra teatral al guion. De modo que, tanto en la pieza de teatro como en la película, el gárrulo tío Agustín pronuncia sus veloces parlamentos con un fuerte acento maño. Están plagados de tics verbales como el constante uso del diminutivo en -ico y solecismos varios. Respecto a la confusión del hombre cuando oye hablar de «ponerse verde» y no entiende que la expresión se emplea con referencia a los semáforos, sino que cree que lo dicen

3 Estrenado en Palencia el 13 de junio de 1962 —tras lo que se llevó a Barcelona el 8 de agosto del mismo año, y a Madrid el 6 de febrero de 1963, véase Lozano (1965, 6)—, este sainete se representó miles de veces por toda España (Cine asesor 1966). Para una definición de «sainete», véase el primer capítulo, nota 6.

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por él, véase la obra de teatro original (Lozano 1965, 25). Del mismo modo, cuando la criada le pide que vaya al supermercado a comprar navajas —que es como se llama a un tipo de molusco—, el tío Agustín le dice que por qué no van mejor a Albacete, ciudad famosa por sus cuchillos. (Esto en la pieza teatral no sale.) Además, el lenguaje del tío Agustín está repleto de expresiones religiosas y rústicas. «¡Qué peregrinación!», murmura, por ejemplo, para dar a entender que el viaje ha sido muy largo. O, de repente, interpreta que su nieta va a ir con su amiga en un vehículo de tracción animal porque no entiende que, cuando dicen «carro», los jóvenes quieren decir «automóvil». O dice «Ha volado» para indicar a Luchy que Ricardo se ha ido. (Lo del «carro» está en la obra de teatro, véase Lozano 1965, 41.) El habla del tío Agustín también es un repositorio de vocabulario básico, como cuando dice «moquero» para «pañuelo», o «corona» para «cofia». (Este último ejemplo también está en la pieza teatral, véase ibid., 24.) Aunque leídas estas idiosincrasias lingüísticas resultan muy forzadas, en la pantalla Martínez Soria las hace casi plausibles por su retrato —que hizo época— de un paleto zafio, pero bienintencionado. La ciudad no es para mí valió a Martínez Soria el premio Placa San Juan Bosco en 1966 (Aguilar y Genover 1996, 375) e inauguró en la cinematografía española lo que Nathan Richardson llama el subgénero del cine de paleto, subgénero que incluiría películas como El turismo es un gran invento o El abuelo tiene un plan —ambas de Lazaga, 1967 y 1973 respectivamente— y que se mantuvo hasta mediados de la década de 1970 (Richardson 2000, 61). La parlanchina y gesticulante interpretación de Martínez Soria fue llevada a la perfección en la encarnación del mismo personaje que el actor hizo en la versión teatral originaria, versión que, como Lozano afirma en el prólogo de la publicación de la misma (1965, 5), fue concebida únicamente como vehículo para esta estrella, quien, como antes comentábamos, de hecho, se encargó de dirigir el montaje escénico. Su personaje del tío Agustín hace que un comportamiento grosero, falto de tacto y entrometido pase por benévola preocupación paterna, si bien un público actual encontraría su recomendación implícita de la violencia doméstica ofensiva e inaceptable. (El hombre hace un gesto como de estrangular a Luchy y levanta la mano como para pegar a la criada.)

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Si enfocamos La ciudad no es para mí como propaganda aperturista, su objetivo consiste en reconciliar la contradicción clave de la España la década de 1960: la de la tradición (aquí representada por el campo) frente a la modernidad (aquí representada por la vida urbana). Esta película no puede permitirse propugnar —como hizo Surcos— una inversión del éxodo rural, toda vez que en la década de 1960 semejante medida reaccionaria habría puesto en peligro el boom económico franquista. Y así, a pesar de una presentación aparentemente implacable de la vida urbana como inferior a la rural, en la cinta nunca llega a sugerirse la que sería la lógica conclusión de este estado de cosas, a saber, el regreso de la familia del tío Agustín a Calacierva. Aunque el narrador moralizante del prólogo de la película queda relegado al silencio cuando la historia empieza, su condena inicial de Madrid mediante una serie de impersonales datos estadísticos y su glorificación de Calacierva mediante entrañables observaciones sobre sus habitantes resuenan en nuestros oídos a lo largo de la película. Y hay subtramas y detalles aparentemente insignificantes por cuya virtud se establecen oposiciones encaminadas a seguir convenciéndonos de lo deseable de la vida rural. Por ejemplo: cuando el tío Agustín llega a la capital, un timador trata de venderle un sobre lleno de papeles que, según le dice, son billetes de mil pesetas. El tío Agustín se niega, por supuesto, y recomienda al hombre que entregue el dinero en un banco4. La primera escena que transcurre en la ciudad presenta a esta, por tanto, como un lugar de crimen en oposición al pueblo, que, a semejanza de su representante —el tío Agustín—, es un dechado de integridad. (El que el tío Agustín haga trampas en el pueblo jugando a las cartas para desplumar al recaudador de impuestos es otra cosa, naturalmente, ya que lo hace en nombre de los habitantes del lugar; hasta el cura hace la vista gorda.) El episodio del timador también consigue que el carácter fraudulento de la ciudad contraste con el carácter genuino del pueblo, ya que, mientras que el delincuente que intenta

4 Esta escena espantosa repite el truco interpretado por Tony Leblanc, el llamado «timo de la estampita», en Los tramposos (1959), película también dirigida por Lazaga y en la que la crédula víctima sucumbía al engaño.

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estafar al tío Agustín finge ser un retardado tullido, el personaje de Belén, de Calacierva, es una persona verdaderamente discapacitada. Para compensar la imposibilidad de que la familia regrese al campo —su lugar debido—, la película desarrolla una serie de subtramas que devuelven a personas y cosas a sus sitios correctos. De esta manera queda implícito que, si todo lo demás está donde le corresponde, entonces, la vida en la ciudad —el lugar equivocado— resulta tolerable. La ciudad no es para mí plantea que Gusti, el hijo del tío Agustín, está en el sitio equivocado en la medida en que pasa su tiempo, en vez de en su casa, en su trabajo de cirujano (en un hospital). La cinta también sugiere que el dinero de Gusti no está donde debe porque se queda simbólicamente en la cartera de él en vez de que el tío Agustín lo use para obras caritativas en el pueblo. Pues bien: la excesiva ausencia del hogar por parte de Gusti es remediada por un discurso que su padre le da sobre las responsabilidades familiares, de resultas de lo cual Gusti se toma una tarde libre hacia el final de la película para llevar a su mujer al cine. (El hecho de que eso implique cancelar operaciones quirúrgicas pendientes, en la película no se contempla.) Del mismo modo, Gusti accede a las peticiones de su padre de que done dinero; abre finalmente su cartera y permite al tío Agustín coger miles de pesetas para gastarlas en regalos para los habitantes de Calacierva. Más peligroso para el honor de la familia resulta el hecho de que la madre esté en el lugar indebido en la medida en que sale de casa. Por la criada nos enteramos, en efecto, de que la mujer anda siempre por ahí: jugando a las cartas, viendo a amigos —se menciona a un tal Roberto— o haciendo obras caritativas. En la película la vemos salir de casa dos veces: una para ir al hospital en el que trabaja su marido —adonde acude para hacerse la encontradiza con Ricardo—, y otra para reunirse con este candidato a amante en el bar de un hotel. Estas salidas colocan a Luchy, por tanto, a las puertas del adulterio; poco le falta a esta mujer para encontrarse en la cama equivocada. Pero de nuevo es la intervención del tío Agustín lo que evita el desastre: manda a Ricardo —el candidato a amante— a freír espárragos y le dice a su díscola nuera un par de verdades sobre la vida del hogar que no le dejan más remedio que convertirse en un ángel de este.

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Hacia el final de la película, Luchy parece que reconoce que fue salir de casa lo que la llevó a todo aquel lío. De hecho, hasta se muestra reticente a dejar el piso para ir al cine con su esposo. «¿Por qué no nos quedamos en casa?», le dice. Por último, dos subtramas cómicas refuerzan esta tesis del lugar correcto. En la primera, nos enteramos de que la criada ha estado en el sitio equivocado —o en la cama equivocada— en la medida en que ha quedado embarazada antes de casarse. El tío Agustín la coloca en el lugar correcto insistiendo a su novio en que se case con ella. (Lo amenaza con quince años en Ocaña, la famosa cárcel de Madrid.) La otra subtrama sobre este tema del lugar correcto recorre toda la película; aquí la cuestión es qué pintura deba colgar en el salón de la vivienda madrileña, si un Picasso original que representa la opulencia y la modernidad de la familia, o el anticuado retrato de la esposa del tío Agustín (Antonia, la matriarca difunta).

Emperifollarse y ser castigada La atención prestada a la puesta en escena en La ciudad no es para mí queda de relieve por el hecho de que, en el equipo técnico, el director artístico, Antonio Simont, contase con tres adjuntos: Luciano Arroyo, Tomás Fernández y Jesús Mateos. El lugar que ocupa el retrato de Antonia refleja el desarrollo de la trama de la película, que queda reforzado por el uso narrativo de otros retratos y cuadros como el Picasso original que la familia posee y tiene colgado en el salón —se trata del Bodegón con guitarra, de 1922—, el retrato fotográfico de Luchy que vemos igualmente en el cuarto de estar, y el cuadro de un señor mayor con dos prostitutas y el retrato de una maja que están colgados en el bar del hotel5.

5 Las majas eran madrileñas de clase trabajadora que a menudo también se prostituían. Goya pintó una serie de retratos de estas mujeres en el siglo xviii, y las majas siguieron siendo un tema pictórico popular durante el siglo xix. En la

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El retrato de Antonia —véase la ilustración 2.1— rivaliza con el Bodegón con guitarra de Picasso por el lugar central de la pared del piso madrileño, y esta confrontación subraya la lucha entre tradición y modernidad que la película presenta. La oposición entre ambas pinturas es tremenda, tanto en términos simbólicos como pictóricos; es imposible que el público la pase por alto, sobre todo teniendo en cuenta que en el guion se le presta atención explícita. El retrato de la matriarca evoca, en efecto, la esencia de los valores tradicionales: está ejecutado conforme a una convención realista y presenta a una hermosa y rolliza Antonia que, decorosamente vestida con una blusa holgada de cuello alto —el pelo negro y largo lo lleva recogido en un tradicional moño—, sonríe desde el interior de un rústico marco de madera. El tío Agustín tiene la exclusiva de la interpretación de este cuadro. Cuando lo vemos por primera vez, nos informa de que Antonia «era una santa». De hecho el hombre interactúa con el retrato como si de su mujer viva se tratara: «Es mi mujer», explica a otro pasajero que le ayuda a bajarlo —¿a bajarla?— del tren. (Cabe preguntarse, en efecto, si habría habido alguna diferencia esencial entre el vínculo que el tío Agustín mantiene con ese chisme de papel, madera y cristal, y el que mantuviera con su esposa en vida de esta.) El tío Agustín es incluso el médium que nos permite oír la voz de Antonia desde el más allá cuando el hombre rememora la marcha de Gusti a Madrid e imita a la inquietud de la madre por lo que el muchacho fuese a comer allí. La presencia controladora del retrato de la matriarca difunta repite el papel que un retrato similar desempeñaba en Balarrasa (1950), de Nieves Conde. La ciudad no es para mí toma de esta película el uso de la colocación del retrato dentro del plano fílmico en la idea de subrayar la significación de aquel. Si en Balarrasa el retrato de la madre domina el segundo término en momentos narrativos cruciales como el regreso de Javier al hogar familiar tras su decisión de ordenarse sacerdote (Gómez 2002, 581), en La ciudad no es para mí la imagen de Antonia proyecta su silenciosa aprobación sobre escenas como el reencuentro

película, tanto el cuadro de la maja como el del señor mayor constituyen pobres imitaciones del tratamiento que Goya hace de estos temas populares.

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2.1 Paco Martínez Soria y Gracita Morales en La ciudad no es para mí. Fotografía cortesía de Video Mercury Films.

del padre y el hijo: ambos se abrazan en primer término mientras la esposa y madre sonríe desde el fondo hacia ellos. La pintura de Picasso representa, por el contrario, la modernidad que la España aperturista ansiaba en la década de 1960. Usando un bodegón —con otras palabras: un cuadro cuya temática no pudiera plantear controversias—, la película pasa por alto los hechos problemáticos de que Picasso fuera un artista español que vivía exiliado en Francia —donde residía de forma permanente desde 1901—, y de que su obra condenara el fascismo español. La admiración internacional que este cofundador del cubismo suscitaba era el tipo de éxito que los aperturistas anhelaban para el NCE, pero en este filme de Lazaga, que no iba dirigido a públicos extranjeros, este ejemplo de alta cultura se convierte en un mero sparring al que noquear. Simboliza, en primer lugar, la fútil adquisición de riquezas sin un fin superior; en segundo lugar, la distorsión de los valores familiares. La conversación que Gusti y el tío

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Agustín mantienen sobre el cuadro y el retrato resume esta dicotomía. El tío Agustín dice, en efecto, que el cuadro de Picasso era «uno muy raro que no se sabía lo que era». Gusti, en lugar de defender los méritos artísticos del cubismo, replica simplemente: «Pero, padre, que vale un millón». Esto permite al tío Agustín contraatacar con un planteamiento que celebra la moral y la antepone al dinero: «Y esto, ¿no vale más para ti? Es tu madre». Del desdén que el tío Agustín muestra para con el mérito artístico de Picasso se hace eco el segundo vocero de los valores rústicos tradicionales que hay en la película; hablamos de la criada Filo, que no quiere que pongan el cuadro en su habitación porque «me da mareos». En cuanto a Luchy, si bien nunca se la alinea con este Picasso mediante su yuxtaposición en el mismo encuadre, así y todo, es la abogada defensora de esta pintura en el filme, porque ella es quien insiste en que sea la naturaleza muerta, y no el retrato de su suegra, lo que cuelgue en el salón. El deseo de esta ama de casa de decidir sobre la decoración de su hogar parece algo, de entrada, bastante razonable; cobra, sin embargo, una dimensión simbólica debido al casi-adulterio de Luchy. Cuando esta habla por teléfono con Ricardo durante un té que da en su casa, al fondo del plano se ve el bodegón de Picasso; y es con un plano medio de este cuadro como empieza la secuencia de la cita adúltera que la mujer concierta con ese señor. Así pues, la distorsión que Luchy lleva a cabo de los valores familiares al plantearse cometer adulterio queda representada pictóricamente mediante la asociación de su personaje con la «distorsión» de las formas del bodegón que lleva a cabo la obra maestra cubista6. La condena de la puesta en cuestión del patriarcado también se representa pictóricamente en la escena del encuentro en el bar del hotel. Ricardo ha citado a Luchy en el hotel Richmond con la idea de empezar allí su relación adúltera, y la puesta en escena subraya la distorsión moral que semejante plan implica, ya que a la candidata a amante se la yuxtapone, en el bar, con la pintura de un señor mayor

6 En Muerte de un ciclista, de Juan Antonio Bardem (1955), el adulterio también se asocia al arte moderno mediante la secuencia del chantaje entre Rafa y María José en la galería de arte.

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con dos prostitutas. En la película se nos induce a asumir que, si el cuadro presenta la relación sexual perversa entre un viejo decrépito con muletas y una joven prostituta pechugona y ligerísima de ropa — Goya explora un contraste parecido en La boda (1791-1792), si bien aquí el tratamiento de las figuras recuerda más a Aún aprendo (18241828) y a Los caprichos (1799)—, la unión adúltera de Ricardo y Luchy sería igualmente perversa. Además, cuando Luchy llega al bar, su posición ante el cuadro de la maja condena sus planes adúlteros por constituir una forma tanto de imitación artificial, como de prostitución. Mediante la alineación pictórica, tanto a Luchy como a la maja se las condena, en efecto, por impostoras, lo que se hace eco de esa idea del carácter fraudulento de la ciudad a la que en otros momentos de la película se alude. En el siglo xviii, la moda de que las mujeres madrileñas de clase alta vistieran ropa propia de majas de clase social inferior buscando un efecto erótico lúdico quedó inmortalizada en los retratos de Goya La duquesa de Alba (1797), La reina María Luisa con mantilla (1799) y La marquesa de Santa Cruz (1797-1799), cuadros que el que vemos en la película de Lazaga imita claramente. De hecho, más que un miembro de la clase alta queriendo adoptar la moda de la clase baja, Luchy es un nuevo miembro de la clase media. Hija de una familia rural pobre de Calacierva y antigua costurera del pueblo, está ansiosa por consolidar su estatus recién adquirido haciendo alarde del tipo de «distinción» cultural que analizó el sociólogo francés Pierre Bourdieu7. En un contexto cultural español, a esta mujer se la calificaría de «cursi»8. Ávida de imitar cualquier cosa extranjera para

7 El análisis que Bourdieu lleva a cabo de la clase y el gusto se basa en un sondeo de las costumbres sociales francesas efectuado en la misma época en la cual se hizo esta película, es decir, en 1963. Véase Bourdieu 1999, 503. 8 En su monografía dedicada a la cursilería, las observaciones que Noël Valis hace sobre la traducción al inglés de esta palabra (2002, 3) vienen al caso para definir el significado de la misma en castellano: «Esta palabra es difícil de definir, ya que todos los sinónimos ingleses a los que los diccionarios recurren para explicarla —“de mal gusto, vulgar”, “ostentoso, chillón” o “pseudorrefinado, afectado”— únicamente indican sus síntomas, no su condición subyacente, su causa o su contexto». Los cuales, esta estudiosa plantea que son la modernidad desigual de

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compensar la rapidez de su ascenso social, ha cambiado su castizo nombre de Luciana por la forma extranjerizante —que querría sonar como italiana— de Luchy, bebe té y licores en lugar de café y vino9, y prefiere un Picasso a un retrato familiar tradicional. En la escena del té que da en su casa, una de las marquesas invitadas —personaje que, como miembro de la aristocracia, funge de custodio del gusto «genuino»— cala de inmediato las pretensiones de la carta de amor de Ricardo, que Luchy se toma en serio. La señora desdeña el saludo que abre la misiva —«Adorada Luchy»— con «¡Qué cursilada!». El vínculo entre la Luchy cursi de clase media y la maja representada en el cuadro consiste, por tanto, en que ambas son imitadoras fraudulentas. El cuadro tiene, sin embargo, el propósito adicional de condenar la tentativa adúltera de Luchy. La maja en él representada es una versión subida de tono de las representaciones de Goya —más sutiles— de los encantos eróticos femeninos. El pintor exagera, en efecto, el busto y el trasero y coloca a la mujer en un balcón (la quintaesencia del exhibicionismo). La modelo levanta coqueta su falda para dejar ver una bien torneada pantorrilla y un delicado pie aprisionado en un zapato puntiagudo. Yuxtaponiendo a Luchy con este cuadro, se da a entender que va engalanada como una versión de la década de 1960 del provocativo look de la maja. Su reluciente vestido ajustado de cóctel y su abrigo de piel10 sustituyen las enaguas de encaje y la mantilla de esta, mientras que su sombrero reemplaza el elaborado lazo de su predecesora dieciochesca y, en lugar de un abanico, ella ha optado por un bolso de noche. Este paralelismo entre el atractivo y la pose de Luchy y los

España, en la que lo viejo y lo nuevo coexisten en una incómoda vecindad. Aunque Valis no menciona la España de la década de 1960, las rápidas transformaciones en ella habidas son típicas de dicha modernidad desigual. 9 En Peppermint frappé, de Saura (1967), el director asocia a la burguesía española con el consumo del sofisticado mejunje del que la película toma su nombre, brebaje que combina la impostura visual de su inverosímil color verde —aquella era la segunda cinta en color de Saura— con la impostura lingüística de combinar el sustantivo inglés peppermint con el adjetivo francés frappé. 10 Cuando la Cabiria de Las noches de Cabiria, de Fellini (1957), cambia la prostitución por la respetabilidad, abandona su estola de piel.

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de la maja queda puesto de relieve mediante la colocación de la actriz ante el cuadro durante nada menos que ocho de los diecisiete segundos que dura el plano de la llegada de Luchy al bar del hotel. Además, del mismo modo que la mirada de la maja se dirige a un admirador masculino implícito que quedaría a la derecha del marco del cuadro, Luchy mira igualmente en busca de Ricardo hacia la derecha del encuadre cinematográfico. En ambos casos, el excesivo y artificial alarde erótico se condena como forma de prostitución, toda vez que ambas mujeres miran más allá del cuadro en busca de amantes o clientes. El trabajo de los responsables de vestuario —Humberto Cornejo, Matías Montero y Nanette— y maquillaje —Paloma Fernández y María Elena García— en la secuencia del bar del hotel Richmond es típico del conjunto de la película, que insiste en la caracterización de Luchy como candidata a adúltera mediante su ropa y su uso de los cosméticos. Lo que Luchy lleva puesto es tan interesante como lo que dice y cómo lo dice, porque, si bien Doris Coll amanera de forma graciosa su interpretación dando a sus cigarrillos unas caladas como de mujer fatal de libro, el guion de Coello y Masó limita su actuación a unos términos que son poco más que banales clichés11. La primera vez que la vemos está en el balcón de la vivienda (un sutil toque que apunta al balcón en que después se exhibirá la maja del cuadro); va vestida en plan moderno, con mallas, camiseta y cinta para el sudor de la frente; está haciendo su sesión de gimnasia. Luego la vemos con un elegante vestido blanco y pendientes a juego —completamente maquillada con una gruesa línea de ojos y pestañas postizas— recibiendo a sus amigas marquesas para el té de la tarde (véase la ilustración 2.2). Durante esta secuencia, su suegro revela los orígenes humildes de la

11 Esto es debido a que, en la obra teatral de la que el guion está sacado, a Luchy se la trata como un objeto de burla. Las acotaciones especifican que viste con elegancia… pero también que tiene cuarenta y dos años y lleva gafas (Lozano 1965, 22). A través del tío Agustín, la pieza de teatro desdeña misóginamente el casi adulterio de Luchy como un embarazoso intento de recobrar su juventud por parte de una mujer mayor (Lozano 1965, 69). Repetir en la película este ataque al envejecimiento femenino parece bastante absurdo, toda vez que Coll es relativamente joven y atractiva.

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mujer —su anterior condición de costurera de un pueblo—, lo que nos indica que Luchy ha de ser especialmente sensible al hecho de que lo que lleva puesto refleja su estatus social recién adquirido. El modelito que se pone para su cita adúltera con Ricardo en el bar del hotel resume su elegancia, opulencia y confianza en su propia sexualidad; pero, como hemos visto, en la película este alarde se parodia en la medida en que se yuxtapone con el cuadro de la maja. Naturalmente, el tío Agustín rescata a su nuera del inminente peligro de adulterio e insiste en que se convierta en una esposa angelical y en una madre patriarcalista. Y, como es lógico, la aceptación por parte de Luchy de tales directrices tiene, en la película, su reflejo en el vestuario. La acción regresa, del bar del hotel, al domicilio, donde vemos al tío Agustín sentado satisfecho y con las piernas abiertísimas en el sofá del salón. Luchy ha cambiado de look, pero a nivel simbólico: el tío Agustín la ha castigado arrancándole su abrigo de piel, su sofisticado sombrero y su provocativo vestido de cóctel, y la ha vuelto a vestir con un soso cárdigan tejido a mano y cuyo escote en pico queda totalmente neutralizado por un feo pañuelo y un broche de lo más casposo. En La ciudad no es para mí, las prendas de punto codifican el pueblo en virtud de la edulcorada caracterización de la chica discapacitada Belén, quien siempre aparece con una bufanda de punto y entrega al tío Agustín un cárdigan también de punto que este, de hecho, lleva puesto en la última escena de la película. El nuevo look, que el tío Agustín obliga a llevar a Luchy —en sentido literal y figurado—, hace que esta mujer de repente parezca más vieja y más tosca, despojándola del atractivo sexual que en el resto de la película desprende. Con otras palabras: la manifestación visual de su transformación en el ángel del hogar ha convertido a Luchy en una versión de Antonia. De manera que la película condena la ropa de lujo como lujuria sexual, jugando con la raíz común que ambas palabras tienen en español. No es casualidad que el tío Agustín diga «¡Qué lujo!» la primera vez que ve el piso de su hijo en Madrid, en un momento en que Luchy va elegantemente vestida para recibir a las marquesas. En la última escena del domicilio madrileño, este viejo metomentodo ha salvado a la familia de los peligros del lujo y la lujuria reataviando a Luchy con ropa fea, asexual y pueblerina.

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2.2 Doris Coll, María Luisa Ponte, Paco Martínez Soria y Margot Cottens en La ciudad no es para mí. Fotografía cortesía de Video Mercury Films.

Este cambio queda más puesto de relieve aún mediante el retrato fotográfico de Luchy, que se convierte en la imagen especular del retrato pintado de Antonia, frente al cual de hecho se sitúa en la sala de estar de la vivienda. En un punto anterior de la película veíamos a Ricardo acariciar la fotografía enmarcada —el hombre se relamía imaginando su futura seducción de Luchy—, pero en la penúltima secuencia de la cinta, en la que Gusti vuelve a casa del trabajo antes y Luchy lo recibe con el anodino cárdigan, este retrato recobra su papel tradicional. Cuando Gusti abre la puerta del piso, el plano está dispuesto de manera que lo veamos a él entrando al fondo, mientras el retrato fotográfico de Luchy domina el primer término. Luchy ha sido restituida al sitio que le corresponde en el hogar y, a semejanza de Antonia, ahora la contiene y controla un retrato; queda asimismo simbólicamente atada a su marido mediante la conexión del primer y el segundo término del plano cinematográfico.

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El Madrid swinging de la década de 1960 De igual modo que la contralectura de La gran familia que proponíamos en el capítulo anterior venía dada por las contribuciones concurrentes de miembros del equipo técnico como eran el compositor de la música y el montador, también propongo realizar una lectura alternativa de La ciudad no es para mí mediante el examen de las intervenciones de diversos miembros del equipo técnico. Porque el guion, la interpretación de Martínez Soria y la puesta en escena insisten tanto en la condena que en la película se hace del adulterio —el cual se asocia a la vida urbana— como en la apología que en la cinta se hace de la familia, institución que el filme asocia, en cambio, a la vida rural. El prólogo, sin embargo —que, como es lógico, en la obra teatral de Lozano no estaba—, plantea una visión alternativa: la de una ciudad dinámica y llena de posibilidades en oposición a un pueblo estático e inmune al cambio. Esto se debe a las aportaciones de Juan Mariné —el director de fotografía— y Alfonso Santacana —el montador—, así como a la inclusión, en esta secuencia inicial de la película, de una pieza instrumental de Los Shakers. La ciudad no es para mí se abre, en efecto, con un largo plano general de la reconocible silueta de Madrid, que se muestra entera en una lenta toma panorámica desde la gran zona verde de la Casa de Campo (en el extremo oeste de la ciudad). Mientras al fondo vamos viendo el skyline de la metrópolis, en primer término se ofrecen los árboles y la vegetación del mencionado parque. Es decir, que, mediante la posición de la cámara en el parque, este largo plano general y su lenta toma panorámica se asocian con el espacio rural. El título de la película —que aparece a modo de intertítulo— es una declaración de antipatía a la vida urbana, pero esto contrasta con el interesante collage arquitectónico de monumentos y edificios madrileños que se atisban en la toma panorámica. Y es que, como anunciábamos, la música rock que acompaña la secuencia propicia esta visión de una dinámica ciudad moderna. Pues Los Shakers eran el último grito: una banda uruguaya formada en 1963, y que cantaba en inglés y estaba especializada en música que imitaba a Los Beatles. Su tempo rápido,

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marcado por la guitarra eléctrica y la batería, contrasta con la lentitud de la toma panorámica de izquierda a derecha, que dura nada menos que treinta y seis segundos. Asociamos, así, la animada música rock con el paisaje urbano que vemos al fondo y, la lenta toma panorámica de la cámara, con el parque rural que hay en primer término. Esta primera secuencia parece responder a la atracción del paisaje urbano, pues termina con un zoom a la ciudad que se lleva consigo nuestra atención y nuestro interés. Sigue un corte, tras lo cual el zoom vuelve a abrirse desde una farola para mostrarnos la plaza de España. O sea, que semejante inicio despierta nuestro interés por la ciudad, interés que, de hecho, satisface al desplazarse desde el entorno rural al urbano mediante los mencionados zooms. Como la música de Los Shakers, también el zoom representaba entonces algo totalmente moderno; era uno de los principales adelantos técnicos que se habían introducido en la cinematografía española a finales de la década de 1950 (Sánchez Biosca 1989, 89). Pero el zoom no es la única innovación técnica que Mariné, el director de fotografía, utiliza en el vertiginoso recorrido fílmico que sigue por la capital, recorrido en el que vemos tanto los monumentos y edificios más emblemáticos de Madrid —por ejemplo, la plaza de Cibeles y el edificio Metrópolis—, como las actividades de sus habitantes. Aparecen, en efecto, peatones cruzando las bulliciosas calles, pasajeros subiéndose a autobuses o coches y espectadores entrando en salas de cine. La música rock de la banda sonora y lo trepidante del montaje resultan asimismo cruciales de cara a esta presentación de Madrid como una ciudad palpitante, pues Santacana no deja que los planos se detengan en monumentos o edificios sino el tiempo estrictamente necesario para que el espectador los pueda identificar. El marcado ritmo del tema musical de Los Shakers lo anima todo y hace que Madrid se antoje una versión española del swinging London de la época. Cuando se hace de noche, la forma de este retrato de la urbe se hace más experimental. Desde el minuto 1:55, la música se acelera y Santacana hace lo propio en su edición de los planos. Así pues, en su aprovechamiento de las posibilidades creativas que las recientes innovaciones técnicas ofrecían —aprovechamiento que, para esta época, los críticos únicamente han indagado con relación

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a las películas de arte y ensayo del NCE—, La ciudad no es para mí constituye un ejemplo del impacto que dichas innovaciones también tuvieron en el cine comercial. La introducción, por ejemplo, de material de rodaje ligero como pueda ser la famosa cámara alemana Arriflex (Llinàs 1989, 214-215) permite a Mariné rodar desde lugares interesantes como, por ejemplo, el asiento delantero de un automóvil, lo que permite al espectador ir abriéndose paso a toda velocidad, desde esa perspectiva, tanto sobre como bajo el nivel del suelo. Además, la nueva película extrasensible reducía la necesidad de iluminación artificial y aumentaba, por tanto, las posibilidades de rodar de noche tanto aquí como en películas formalmente más experimentales, como es el caso de Nueve cartas a Berta (Torán 1989, 103-104). Por último, en esta secuencia madrileña nocturna se acelera el avance de la imagen, recurso que en realidad mueve, más que a la desorientación, a la risa, toda vez que el objeto que se muestra es el mismo y lo único que hacemos es revisitar, a cámara rápida, lugares por los que ya habíamos pasado a la velocidad normal. Tomada en conjunto, esta presentación de la ciudad exhala la juventud y la energía del ambiente discotequero de ese entonces, sensación que, de hecho, se confirma cuando, más adelante en la película, Sara visita con unos amigos —y con el tío Agustín— un local nocturno en el que vemos a Los Shakers tocar en directo la música que habíamos oído en el prólogo. En el minuto 2:18, la trepidación y la velocidad de esta urbe de la década de 1960 son aplastadas por la voz en off que antes mencionábamos. Esta incorpórea voz de varón trata de alinear retrospectivamente la experimentación formal con una condena de la metrópolis. Lee, como antes anunciábamos, una serie de estadísticas negativas sobre Madrid —en lo que hay un eco de los cambios de perspectiva ofrecidos por el montaje— y condena los ritmos veloces de la capital, en lo que resuenan la rápida sucesión de las imágenes y la música rock. Esta voz en off pomposamente autoritativa es una versión de la del comentario narrativo que acompañaba los noticiarios del No-Do, y cabe que esta obvia asociación con el altavoz del Estado llevase a ciertos espectadores a tomar las palabras de dicha voz con escepticismo. Aparte de que los públicos españoles estaban acostumbrados a oír voces en off leyendo advertencias que, añadidas por los censores al comienzo

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de determinadas películas, informaban, por ejemplo, de que lo que a continuación se iba a proyectar constituía una pura ficción y no era, en modo alguno, representativo de España —tal fue el caso con Calle Mayor (Bardem 1956)—, o bien quitaban importancia a cualquier posible contenido subversivo de la película que se iba a exhibir, como ocurrió con No desearás al vecino del quinto (Fernández 1970). Además, Núria Triana-Toribio especula (2003, 101) con el hecho de que «estos prólogos», aunque es posible que «solo estén ahí porque están de moda o porque resultan familiares a los espectadores», con todo «también puedan leerse como un reconocimiento implícito de la presencia de la censura». Es evidente, por tanto, que las respuestas de los públicos a estas voces en off preliminares no serían ingenuas, y esto plantea la posibilidad de que hubiera quien, según adelantábamos, se mostrara escéptico frente a ellas, así como que otros sencillamente las ignoraran o incluso que adoptasen, automática y acérrimamente — por el simple gusto de llevar la contraria—, la visión opuesta a la que les querían prescribir. De manera que una lectura disidente de la intervención de la voz en off en La ciudad no es para mí resulta plausible. Su insistencia en que la ciudad es «antinaturalmente» grande es fácil de deconstruir en la medida en que se basa en una técnica de mera enumeración encaminada a crear la impresión de unas dimensiones tremendas. La voz espeta, en efecto, una sucesión de estadísticas sobre los habitantes, las bodas, los nacimientos, las defunciones y el crimen, y no para de repetir fórmulas indicadoras de exceso: «montañas de…», «toneladas de…», «kilómetros de…». Oímos, de hecho, el suspiro de alivio del narrador cuando, en el minuto 4:36, nos trasladamos al pueblo, momento en que la voz en off dice: «Ay, menos mal que todavía existen sitios más tranquilos». Y, como para recompensar a este narrador obsesionado con el campo, dos planos generales muestran una pintoresca recreación de estereotipadas imágenes bucólicas. Primero la cámara abre el zoom desde la imagen de dos burros atados a un poste frente a muro encalado; luego lo cierra hacia un carro de caballos abandonado que está apoyado contra otra pared blanca. En paralelo, el narrador va ofreciendo una descripción nauseabundamente paternalista y forzada del pueblo y sus habitantes, la cual reproduce, en clave conservadora

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y autoritativa, el famoso prólogo con voz en off de Bienvenido, mister Marshall (Berlanga 1952), prólogo que en aquella cinta leía Fernando Rey y que habían escrito Bardem y Berlanga. Sin embargo, en su avidez por presentar el pueblo ideal, La ciudad no es para mí se contradice. Y es que, mientras la pintoresca puesta en escena y el narrador idealizan la tranquilidad, vemos también a un grupo de niños pequeños que dan voces y alborotan por la calle, y luego hay más algarabía cuando se anuncia que ha nacido un niño. La idea acaso fuera mostrar que el pueblo tiene la virtud de reconciliar los opuestos y ser tanto repositorio de tradiciones atemporales, como motor de vida nueva. No obstante, aquí la dirección de fotografía y el montaje se abstienen de recurrir a las innovaciones técnicas que usaban en la parte urbana del prólogo y evocan, antes bien, la lenta toma panorámica que ofrece un plano general de la Casa de Campo con el que se abría la película. De este modo, a pesar de la celebración que el narrador hace de la vida rural, el despacioso ritmo del movimiento de la cámara y el montaje operado dan lugar a una contralectura de este panegírico del campo, ámbito que efectivamente cabe percibir como estático y entontecedor en oposición al dinamismo del entorno urbano que se ha visto inmediatamente antes.

La comedia conservadora contra sí misma Leyendo el prólogo a contrapelo —como una celebración de la ciudad—, la historia subsiguiente se ve desde una perspectiva distinta. En su socarrón análisis de lo predecible de la comedia cinematográfica española, Álvaro del Amo señala (1975, 18) que la trama de la comedia de paleto, trama que el cine toma de las tradiciones teatrales del sainete y la zarzuela —anteriores a la Guerra Civil—, versa sobre «las desventuras de pueblerinos (que recibirán la denominación de “paletos”) en su contacto azaroso con la ciudad»; añade que al paleto en cuestión lo encontraremos invariablemente caracterizado por «la boina, la maleta de madera y una caja atada con un cordel en donde se guardan sólidas, contundentes muestras de la bollería local y jugosos embutidos». Basada como está en un sainete, La ciudad no es para

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mí sigue al dedillo esta trama y esta caracterización12, propiciando que el público simpatice con el tío Agustín cuando el hombre se las ve y se las desea para lidiar con manifestaciones de la modernidad urbana como pueden ser los semáforos, los teléfonos o los supermercados. El tío Agustín, por su parte, no deja de remarcar la oposición campo-ciudad a través de la comida y la bebida. Mientras que la familia madrileña consume comida enlatada y cenas frías —según cuenta la criada—, toma té y sofisticados pasteles —como vemos en el té que Luchy da para las marquesas— y se sirve copas de licores que guarda en elegantes decantadores de cristal, este señor de pueblo lleva consigo tanto pollos vivos con los que hacer un buen caldo, como el imprescindible cargamento de chorizo, queso y pan. Bebe vino y lo hace del porrón, instrumento que maneja con la soltura incomparable de Martínez Soria. Si lo convencional de la ambientación y los personajes de La gran familia servían para naturalizar el mensaje conservador de la cinta, lo predecible de la trama y la caracterización de La ciudad no es para mí apunta a la autoparodia. Al fin y al cabo, entre lo convencional y lo predecible hay una diferencia; y esta película de Lazaga lleva lo predecible hasta un extremo tal, que su mensaje conservador colapsa bajo el peso de la exageración. Por dar un ejemplo, el personaje de Martínez Soria intenta —y no consigue— reconciliar dos opuestos. Y es que, en La ciudad no es para mí, este actor encarna al mismo tiempo el papel serio del síndico de lo adecuado y el papel cómico del paleto. Diego Galán sugiere (1983) que, igual que la locuacidad y la gesticulación exageradas que caracterizan a los personajes de los sainetes, el estilo interpretativo de Martínez Soria también bebe del mundo de los

12 Utilizo el término «sainete» en el sentido de desplegar una serie de características del correspondiente género teatral. En su estudio del sainete en el cine español, Juan Antonio Río Carratalá usa el término (1997, 148-149) en un sentido más estricto, lo que quiere decir que, para él, a pesar de que las películas en las que actúa Paco Martínez Soria pueden contener aspectos propios del sainete, no constituyen sainetes cinematográficos en la medida en que la «omnipresencia» de este actor oblitera el tratamiento pintoresco de la ambientación y las costumbres, así como un el tono coral.

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payasos del circo. La idea es que el lado humorístico de su personaje confiera un rostro amable a su conservadurismo reaccionario, pero el efecto es más bien que al espectador le cuesta tomar en serio tal conservadurismo. El tío Agustín termina, pues, engrosando las filas de otros símbolos de la autoridad parodiados en la película, por ejemplo, el alcalde, el guardia de tráfico, el recaudador de impuestos o el mismísimo dictador, toda vez que Richardson señala (2000, 68) que el portero del edificio en el que vive la familia constituye un trasunto de Franco cuyas pretensiones son objeto de pitorreo. Pensemos, por dar un caso, en la desternillante secuencia de la visita de las marquesas para tomar el té. Aquí el tío Agustín hace de defensor del honor de la familia: el hombre se ha dado cuenta de la situación de Luchy porque la ha escuchado a hurtadillas leer la carta de Ricardo y ha espiado su conversación telefónica. Esta función seria queda socavada, sin embargo, por el exceso cómico de la participación del paleto en el té de su nuera y las aristócratas. Empieza pegando un pisotón fortísimo para anunciar su presencia; tras ello se sienta en mitad del sofá —entre las marquesas— y empieza a babear sobre estas del modo más rijoso concebible, con una cachondez avorazada que da vergüenza ajena y caracterizaría, en el cine español de la década de 1970, las comedias eróticas del llamado «destape» (véase la ilustración 2.2). La secuencia termina con una situación astracanesca de libro en la que el tío Agustín echa una cucharada de azúcar en el escote a una de las marquesas, derrama el resto del contenido del azucarero sobre sí mismo y se sienta encima de la otra señora. (La escena está sacada tal cual de la obra de teatro, véase Lozano 1965, 33-34.) Este conflicto entre, por una parte, la función narrativa seria del personaje —salvar a Luchy de la aventura adúltera a la que la animan sus amigas las marquesas— y, por otra, el modo cómico en que dicha función se ejecuta cuando el tío Agustín irrumpe en el té, resulta exacerbada por la excesiva teatralidad de la actuación de Martínez Soria. El cual era, en efecto, ante todo un actor de teatro (Aguilar y Genover 1996, 375; Gracia Pascual 2002, 44), circunstancia a la que el guion de La ciudad no es para mí alude cuando una de las marquesas califica al tío Agustín de «tipo de sainete». La discordancia entre los estilos interpretativos teatral y fílmico tiene interesantes efectos en otras películas españolas.

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La experiencia escénica de Aurora Bautista dio lugar, por dar un caso, a que en las interpretaciones de esta actriz en epopeyas históricas de Cifesa hubiera un exceso melodramático por cuya virtud las correspondientes heroínas hacían gala de un vigor que saboteaba el contenido por lo demás patriarcal de aquellas cintas. De forma análoga, la teatralidad cómica de Martínez Soria en La ciudad no es para mí se traduce, en la pantalla, en un exceso hiperbólico. El personaje deja en evidencia esas mismas tradiciones que se supone encarna, provocando una implosión de la comedia conservadora. También podemos fijarnos en el papel que desempeña la boina del tío Agustín. Porque resulta que ambos, la supuestamente frívola nuera y el aparentemente íntegro tío Agustín, cuidan por igual su tocado. Por una parte, la boina declara la procedencia rural del tío Agustín, como cuando un guardia de tráfico lo mira de arriba abajo y comenta «Estos turistas de pollos…», o cuando el gañán llega a la casa de su hijo y la criada da por hecho que se trata de un campesino que vende los productos de su granja. Por otra parte, sin embargo, este elemento del vestuario está sobredeterminado en cuanto símbolo del honor patriarcal, ya sea a modo de trapo que limpia el honor de la familia, o de arma que repele a los posibles atacantes de esta. Y es que, en las secuencias que transcurren en el pueblo, el tío Agustín no toca su boina; esta transmite la seguridad de la que en ese ámbito gozan sus valores. En cambio, cuando llega a la puerta de la casa de su hijo en Madrid, se quita la boina y la usa para sacar brillo a la placa de latón que lleva el nombre de su vástago. (Esta acción apunta al posterior descubrimiento, en Calacierva, de la placa que da nombre a una calle en honor del tío Agustín; al mismo tiempo presenta claramente el rol de este como limpiador del honor de la familia.) Cuando, más tarde, el hombre se encuentra el retrato de su difunta mujer Antonia en un armario de trastos —véase la ilustración 2.1—, vuelve a quitarse la boina y a usarla para limpiar el cristal de modo que la madre y esposa perfecta pueda ser vista más nítidamente y proyecte mejor los valores patriarcales que encarna. Luego, como un guerrero de otra época que reenfundase su fiable arma tras haber dado muerte a un enemigo, el tío Agustín se quita la boina y se da unos golpecitos con ella en la mano una vez que ha logrado librarse de las marquesas —que estaban

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animando a Luchy a tener una aventura— o despachar en el bar del hotel a Ricardo, el candidato a adúltero. Este uso repetido y exagerado de la boina transforma a esta en un atributo patriarcal cómico, lo que en última instancia redunda en el debilitamiento de las tradiciones que supuestamente debían fomentarse. Si la caracterización cómica del tío Agustín socava el conservadurismo en cuyo nombre el personaje actúa, esas acciones mismas que el hombre emprende también parecen hacer más daño que otra cosa. Se entromete, por ejemplo, en el matrimonio de su hijo en nombre del honor patriarcal, pero haciéndolo está cuestionando la autoridad del marido, ya que Gusti sigue en todo momento felizmente ignorante de su casi cornudez y queda, en consecuencia, infantilizado. (Nada menos que el mismo día de la cita adúltera de su mujer, el hombre silba una melodía —el Para Elisa de Beethoven— que evoca esa felicidad romántica que el espectador sabe que se encuentra amenazada.)13 En una subtrama a la que antes me refería, el tío Agustín impone que la criada se case con el donjuán vendedor de huevos que la ha seducido, pero el nuevo marido es un gandul celoso y está dominado por una madre tiránica, por lo que resulta que una acción tomada en nombre de la institución del matrimonio cuestiona tímidamente dicha institución. De repente parece que el único éxito del tío Agustín ha sido el de rescatar a Luchy del adulterio, y esto nos invita a reconsiderar de qué trata en realidad esta película. La oposición del campo y la ciudad es espuria, supone una cortina de humo que oculta la verdadera oposición en torno a la cual versa La ciudad no es para mí, a saber, la oposición entre la esposa fiel y la adúltera. No nos hallamos, en efecto, ante una película sobre civilizar la ciudad, sino ante una película sobre civilizar a las mujeres. Si se mira con detalle, el campo y la ciudad, que la voz en off intenta oponer con tanto empeño en el prólogo, después de todo no son tan distintos. Por ejemplo: antes de centrarse en un largo plano general

13 Este debilitamiento del patriarca es original de la película, ya que, en la obra teatral de Lozano (1965, 72-73), es el propio Gusti quien escribe las cartas de amor a Luchy con el objetivo de poner a prueba su fidelidad.

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de establecimiento que nos muestra Calacierva —este plano sería el equivalente de la toma panorámica del skyline de Madrid con el que empieza la película—, Mariné detiene la cámara en el tendido eléctrico que conecta al pueblo con el mundo exterior. (En este pormenor también repara Richardson 2000, 60.) El hecho de que el pueblo no es inmune al avance tecnológico moderno se muestra también con la llegada de la máquina de coser de Belén. Además, el prólogo de la película, que se supone que ha de oponer el campo y la ciudad, revela que el pluriempleo es un fenómeno presente en ambos ámbitos. Y es que, si en la ciudad el narrador interactúa con un personaje que afirma tener cinco trabajos, en el campo resulta que Venancio tiene por lo menos cuatro —campanero, sacristán, pregonero y encargado en general de todo tipo de chapuzas—, lo que implica que ni siquiera tenga tiempo para ir a ver a su hijo recién nacido, pues primero tiene que tocar las campanas de la iglesia y, tras ello, leer el bando que anuncia la llegada del recaudador de impuestos. Aparte de que el campo no tiene la exclusiva de los valores comunitarios y familiares, pues el tío Agustín viene a la ciudad para «salvar» a la familia, pero antes de su llegada asistimos a agradables intercambios entre Sara y sus progenitores: uno en el piso con la madre, y otro por teléfono con el padre. Y aunque es verdad que el timador trata de aprovecharse del tío Agustín cuando este sale de la estación ferroviaria, el hombre por lo demás se encuentra con desconocidos que son buena gente: un amable señor que lo ayuda a bajar su equipaje del tren, un guardia de tráfico de lo más atento que le ayuda a cruzar la calle y le indica por dónde ha de ir, y un agente de viajes responsable que enmienda su error de meterlo en el autobús equivocado encargándose de llevarlo hasta la casa de su hijo en coche. La película también señala el hecho de que Madrid es una ciudad de inmigrantes rurales. Porque puede que Gusti y Luchy quieran ignorar su pasado debido al ascenso económico y social que han experimentado en Madrid, pero la criada Filo, a quien no se le ha dado tan bien, está encantada de evocar su pueblo. Por último, incluso la encarnación del tipo del paleto por parte del tío Agustín resulta incoherente. El hombre se queda perplejo con los semáforos cuando llega a Madrid, pero luego resulta que es de lo más diestro con la tecnología moderna, como cuando manipula habilísimamente la

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centralita telefónica para descubrir los tejemanejes de Luchy y Ricardo de cara a su cita adúltera. En su presentación de La ciudad no es para mí como un ejemplo de cine de paleto, Richardson también rechaza el planteamiento de campo frente a ciudad. «El triunfo del tío Agustín», plantea este estudioso (2000, 64), «bien mirado no es el triunfo del paleto premoderno, sino más bien la victoria del moderno capitalismo». Richardson cuestiona, en efecto, que La ciudad no es para mí perpetuase la propaganda ruralista del régimen de Franco y sostiene, en cambio, que donde el conservadurismo de la cinta reside es en el fomento implícito que esta hace de los valores consumistas. La escena en la que el tío Agustín — que es el cacique de Calacierva— consigue el dinero urbano de Gusti para hacer obras de caridad en el pueblo resulta, en efecto, crucial, toda vez que diluye la diferencia entre el campo y la ciudad al mostrar que ambas se integran con entusiasmo en la cultura del consumo que la España de la década de 1960 abrazó. Como señala Richardson (ibid., 69), «mientras que los campesinos declaran un amor desinteresado por su antiguo vecino, lo acribillan a exigencias y se sienten traicionados cuando los bienes que desean no aparecen». Richardson también sostiene que el propio pueblo se convierte en un objeto de consumo hacia el final de la película, y esto ofrece una interpretación coherente de por qué Coello y Masó añadieron, para la versión cinematográfica del sainete originario, un segundo epílogo por lo demás superfluo. Semejante cierre cosifica el campo —a juicio de Richardson— a modo de producto de consumo tanto para turistas rurales — tal sería el caso de la familia de la película, que hace al lugar una visita de un día para ver la ceremonia en que se da a una calle el nombre del tío Agustín—, como para los entusiastas del cine de paleto, que pagan su entrada para disfrutar de la estereotipada representación del campo que ven en la pantalla. Por mi parte añadiría, aun compartiendo el enfoque revisionista de Richardson, que la interpretación del personaje del tío Agustín como un pionero del consumismo —como un héroe de la «apertura»— pierde fuelle si consideramos lo exagerado del modo de actuar de Martínez Soria. Aparte de que la sugerencia de Richardson de que la película «interpelaba a los ciudadanos españoles como a consumidores

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amigos de la modernización los cuales apreciarían el valor de mercado de lo rural» deja poco margen para el tipo de lectura disidente de la cultura popular que aquí se propugna. Por último, Richardson no toma en cuenta el lugar central que en esta cinta ocupan las representaciones de la condición femenina, por ejemplo, el retrato de Antonia o la caracterización de Luchy. La centralidad de tales representaciones en la película me lleva, de hecho, a la conclusión de que La ciudad no es para mí tiene que ver, por encima de todo, con el control de la sexualidad femenina. Esta película naturalmente repite, como comedia conservadora formular que es, la manida oposición de la mujer como ángel del hogar (Antonia) frente a la mujer como adúltera (la Luchy anterior a la llegada del tío Agustín); trata asimismo de reconciliar a estas dos representantes respectivamente de la tradición y la modernidad fusionándolas (en la Luchy posterior a la llegada del tío Agustín). Si esta lectura confiere menos importancia al carácter potencialmente subversivo de una celebración de la ciudad y una condena del campo por parte de Mariné y Santacana al comienzo del filme, también hace que el final de la película se preste más a una reinterpretación disidente. Y es que, en el epílogo, cuando el tío Agustín vuelve a Calacierva acompañado por su joven familia, la fiesta de bienvenida que los habitantes del lugar le dispensan transcurre sin exageraciones absurdas. Tras descubrirse la placa de la calle Agustín Valverde, el hijo pródigo retornado pronuncia un meloso discurso ante la entregada multitud, que lo interrumpe al grito de «¡Viva el tío Agustín!». (Acaso Lazaga quisiera temperar este entusiasmo excesivo: la celebración de repente ha de cortarse porque oportunamente se pone a llover.) El aspecto de esta secuencia realmente interesante reside, sin embargo —dada la atención que a lo largo de la película se ha prestado al vestuario—, en cómo aparece vestida Luchy. Aunque el guion le asignaba el papel de ángel doméstico y la hacía rogar al tío Agustín que se quedara a vivir con ellos en Madrid, vemos que el soso cárdigan que simbolizaba su domesticidad y castigo en la anterior secuencia, ahora lo ha vuelto a cambiar por un abrigo a cuadros con sombrero a juego, accesorios de perlas, zapatos de tacón alto con el talón descubierto, y una buena dosis de maquillaje y peluquería, todo lo cual simbolizaba anteriormente

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su adulterio. Así pues, por más que la película termine con planos medios y primeros planos del patriarca y «pedazo de pan» llorando de emoción por el buen fin de su empresa de restauración moral, la reaparición de una Luchy finamente ataviada añade una nota sorprendentemente disruptiva. A pesar de que la moda y el vestido se puedan considerar desde un punto de vista convencional cosas frívolas —o incluso símbolos de la colaboración de las mujeres con sus propios opresores—, en La ciudad no es para mí también cabe una contralectura del vestuario en cuanto celebración de ese rol activo de la mujer que el resto de la película intenta limitar. El hecho de que La ciudad no es para mí se base en un sainete popular explica tanto su éxito como su fracaso. Adaptar una obra teatral que ya es rentable es una opción obvia para un productor que quiere hacer dinero; hacer que protagonice la versión cinematográfica el mismo actor de la pieza de teatro, garantiza el éxito. Ahora bien: aunque los guionistas persigan la máxima fidelidad, el acto de trasladar una trama de la escena a la pantalla implica necesariamente cambios. Y en el caso de La ciudad no es para mí se añadió, como antes vimos, un prólogo que situaba la película en Madrid. Esto permitió, sin embargo, que el director de fotografía y el montador evocaran una ciudad estimulante y dinámica, a lo que se sumaba la música de un conjunto rock de jóvenes; todo lo cual ponía en cuestión el ruralismo conservador de la trama. Además, la atención que se prestó al vestuario en la película supuso que la candidata a adúltera, que es simbólicamente devuelta al redil y castigada en la penúltima escena del filme, de repente reapareciera en el epílogo exhalando aplomo sexual en virtud de su ropa y maquillaje. Por último, el hecho de que interpretara el papel protagonista el mismo actor de la pieza teatral originaria se volvió contra el conservadurismo que Martínez Soria encarnaba en dicha obra de teatro, ya que, en la pantalla, su modo de actuar resulta tan exagerado que se antoja una parodia de esas mismas tradiciones de vida rural y patriarcado que su personaje se supone que ha de promover.

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Capítulo 3

Realidad y simulación en Los farsantes (Camus 1963)

¿Director o productor? Modelos de autoría en el Viejo Cine Español y el Nuevo Cine Español En los dos primeros capítulos de este libro he ofrecido lecturas pormenorizadas de películas representativas del VCE —prestando atención a los contextos tanto de producción como socio-históricos— y he planteado que el cine comercial español de esta época no debería tacharse de uniformemente conservador. Pues bien: en las partes segunda y tercera del libro adopto la misma metodología, necesariamente modificada en la segunda parte para dar cuenta de la comparativa abundancia de material crítico dedicado al NCE. Si las películas que examinaba en la primera parte revelan que el VCE incluía elementos disidentes que anteriormente habían sido pasados por alto, el ejemplo de Los farsantes muestra que el NCE se situaba más cerca de la industria comercial de lo que hasta ahora se ha dado a entender. En este apartado inicial voy a hacer una crónica de la confrontación de dos modelos distintos de autoría fílmica: el modelo del cine comercial —en el que marca la pauta el productor— y el modelo del cine de arte y ensayo, en el que marca la pauta el director. Este modelo está en la génesis de Los farsantes. En consonancia con el modelo de autoría fílmica en el que es el director quien marca la pauta, el NCE se puede considerar un cine que explora la contradicción en la medida en que, en sus películas, los directores criticaban las tensiones habidas en el seno de la España de la «apertura». Conforme a ese modelo, sostengo que esta tentativa

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de Mario Camus de definir y condenar la realidad y la simulación en Los farsantes expone dichas contradicciones. La película sigue a un grupo de cómicos de la legua y establece una oposición entre, por una parte, la esfera aparentemente artificial del espectáculo popular —que se identifica con las representaciones teatrales y la ceremonia religiosa—, y, por otra, la lucha real por la supervivencia en que están inmersos tanto los mencionados cómicos de la legua como sus públicos de provincias, para los que la década de 1960 parece indistinguible de los «años del hambre» de la posguerra. De manera que esta cinta de Camus vuelve los ojos a los reveladores contrastes —evidenciados por Berlanga y Bardem en la década de 1950— entre los mundos supuestamente glamurosos del cine, el teatro y la publicidad, y las desalentadoras realidades de la clase trabajadora urbana y la vida rural; me refiero a Esa pareja feliz (1951) y Bienvenido, mister Marshall (1952)1. Guiándonos de nuevo por el modelo de autoría fílmica en el que lleva la batuta el director, esta película temprana del NCE también parece ejemplificar, tanto por su tema como por su forma, el fomento que dicho movimiento cinematográfico hacía del realismo. Y es que, si bien los cuatro ejemplos que en la segunda parte de este libro analizamos ponen de manifiesto una considerable diversidad dentro del NCE en lo que a la forma respecta, los críticos han considerado que la premisa estética de esta nueva cinematografía consistía en adaptar el neorrealismo italiano al contexto español (véase al respecto la «Introducción»). A comienzos de la década de 1960 no estaba claro que Camus fuera a convertirse en el primer alumno de la Escuela Oficial de Cine en dirigir una película pionera de las características formales del movimiento. Saura, por no ir más lejos, declaró que él estaba convencido de que Camus iba a ser escritor (Sánchez Noriega 1998, 29), y el propio director reconoció en varias ocasiones que su idea inicial era ser guionista (Cobos y Sebastián de Erice 1963, 252). No obstan-

1 El retrato que Bardem hace del mundo del teatro en Cómicos (1954) es un estudio psicológico que, no obstante su tema, está más cerca del Young Sánchez de Camus (1963) que de Los farsantes.

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te, su colaboración a finales de la década de 1950 y comienzos de la de 1960 con una serie de alumnos de la Escuela que después serían las figuras clave del NCE explica por qué su primera película indicaba un camino al resto del movimiento. Camus coescribió, en efecto, los guiones de los dos primeros largometrajes de Saura —en 1959 la esencial Los golfos, cuyos otros dos guionistas fueron el propio Saura y Daniel Sueiro, y en 1963 Llanto por un bandido, cuyo otro guionista fue de nuevo Saura—, así como los guiones de tres filmes que nunca se realizarían: La boda —basado en el Abel Sánchez de Unamuno y coescrito una vez más con Saura—, El regreso —coescrito con Saura y Sueiro— y Jimena, coescrito con Joaquín Jordá, Francisco Regueiro y Miguel Picazo. Participó asimismo en la producción de dos cortometrajes de Basilio Martín Patino: El noveno (1959) y Torerillos, 61 (1961) (Sánchez Noriega 1998, 32). Especialmente digna de señalar resulta aquí la colaboración con escritores de la época como Sueiro, autor del relato original en el que se basa Los farsantes y coguionista, como hemos visto, de dicha película. Y es que, según señala Kathleen Vernon (2002, 262), Camus fue el puente entre desarrollos en la novela de la década de 1950 y desarrollos en el cine de la de 1960: «Basándose en sus colaboraciones iniciales con Ignacio Aldecoa y Daniel Sueiro, codificó una veta del realismo crítico español que todavía hoy persiste». Así pues, una lectura de Los farsantes como «cine de autor» —sobre esta expresión véase la nota 3 de la «Introducción»— revela la influencia que el neorrealismo italiano y la literatura española ejercieron en el NCE. Sin embargo, esta película debe su existencia práctica al VCE, representado en la improbable figura de Ignacio Iquino. Director de ochenta y siete películas populares a lo largo de medio siglo en el oficio (1934-1984) y llegando a realizar hasta seis cintas en un único año (1943), por no hablar de las treinta y seis películas que produjo desde 1949, año en que estableció su productora IFI2,

2 Según Carlos Heredero (1993, 86), Iquino creó su anterior productora —Emisora Films— en 1934, pero, tras pleitear con su cuñado, fundó IFI. La filmografía de Iquino deja claro que sus objetivos eran totalmente comerciales: abarca desde

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Iquino apostó por el cine de arte y ensayo de un joven licenciado de la Escuela Oficial de Cine en vista de la intervención del Estado en la producción de películas durante la década de 1960. El sistema de subvenciones implicaba, en efecto, que el propio Estado hiciera las veces de productora, circunstancia que, como ha señalado Casimiro Torreiro (2000, 155), dio lugar, en el ámbito de la producción, a dos fenómenos opuestos. En primer lugar, gracias a la disminución de los riesgos financieros, entraron en el negocio nuevos productores, y algunos de ellos compartían el compromiso intelectual de los directores del NCE con la crítica a la España franquista3. En segundo lugar, los productores asentados del cine popular respaldaron el trabajo de los jóvenes directores del NCE por la ventaja financiera que hacerlo les suponía. Así, por más que las películas resultantes en uno y otro caso sean tan distintas, Iquino apostó por Los farsantes por la misma razón por la que Masó apostó por La gran familia: unas subvenciones de preproducción que cubrirían los costes del filme en cuestión. (Masó consiguió la calificación de «interés nacional» para la cinta de Palacios; Iquino solo logró la calificación 2-A para la de Camus.) Eduardo Rodríguez Merchán describe esta confrontación entre directores del NCE y productores del VCE (2003, 399, está citando a Miguel Picazo) como una paradoja que «se repetirá en diversas ocasiones: son los productores veteranos, los artífices del “cine de muñequitas pintadas”, tan denostado por los nuevos autores, los que permitirán a estos desarrollar sus ideas y fabricar un cine que hable de la realidad cotidiana desde una veta profundamente realista». Camus experimentó esta paradoja con Iquino, un productor cuyo comportamiento en el negocio Óscar de Julián califica (2002, 57) de «buscavidas y avispado». Al enterarse de que el Gobierno ofrecía sub-

la devota El Judas (1952), que le aseguró la calificación de «interés nacional» por su servicio al catolicismo, hasta ¿Podrías con cinco chicas a la vez? (1979), que sacó tajada de la demanda de pornografía que había durante el «destape». 3 Al atractivo de este ámbito del cine para los jóvenes emprendedores se alude en la conversación que el grupo de amigos mantiene en la playa en Los felices sesenta, de Jaime Camino (1962). Para detalles sobre productoras que apostaban por películas del NCE, véase Torreiro (2000, 155-156).

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venciones especiales para películas realizadas por antiguos alumnos de la Escuela Oficial de Cine, Iquino telefoneó, en efecto, a los licenciados de 1962 y les ofreció producir un filme a su elección (Monleón y Egea 1965, 10). (En una entrevista anterior, el director recordaba que, a lo primero, Iquino solo les pedía guiones, véase Cobos y Sebastián de Erice 1963, 745.) De modo que Camus aceptó la propuesta de dirigir una película, probablemente animado por la libertad que se le había concedido a la hora de elegir un guion, guion que Iquino le había dicho que no necesitaba sino ligeras modificaciones (Monleón y Egea 1965, 10) así como localizaciones (Cobos y Sebastián de Erice 1963, 746). Camus había elegido una adaptación de un relato de Sueiro —él mismo coescribió el guion junto a este autor— y rodó la película en Castilla, donde él mismo había participado, con Patino y Luis Ciges —quien en la película interpretaría a Justo—, en un grupo de teatro universitario itinerante durante la Semana Santa de 19574. No obstante esta libertad, la experiencia de Camus con Iquino, quien produjo sus dos primeras películas, iba a ser una empinada curva de aprendizaje para el recién licenciado y escenifica el choque entre los mencionados modelos de autoría fílmica: el modelo de autor —en el que manda el director—, y el modelo en el que quien manda es el productor. Aunque, en su carrera posterior, Camus dirigiría por encargo películas comerciales —como las que hizo con las estrellas Raphael y Sara Montiel a finales de esta misma década de 1960—, la experiencia que tuvo como director cuando se hallaba al final de la veintena fue la que le proporcionó la Escuela Oficial de Cine. Como en la «Introducción» comentaba, aquella Escuela formaba a los directores en la idea de que fuesen autores. Sus alumnos se consideraban a sí mismos intelectuales, valoraban su independencia y su aprendizaje y desdeñaban la cinematografía popular de su país. (No es el caso de 4 Tanto el guion como las localizaciones se basan, por tanto, en la experiencia personal de Camus (Sánchez Noriega 1998, 61). Aquel grupo de teatro universitario representó el Auto de Pasión de Lucas Fernández en una serie de pueblos cercanos a Segovia; Sánchez Noriega (1998, 22-23) menciona Sepúlveda, Turégano y Pedraza. Camus ambienta partes de Los farsantes en esos mismos pueblos, y también incluye la representación de un auto sacramental.

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los directores de los filmes analizados en la tercera parte del presente libro.) Pues bien: Iquino modificó el guion de Camus y Sueiro, e impuso la duración del rodaje —aproximadamente dos meses— así como la totalidad del reparto y el equipo técnico, ofreciendo además a Camus básicamente el mismo personal que recién había trabajado en José María el Tempranillo (Forn 1963), película hoy olvidada. Dicho equipo técnico incluía al director de fotografía Salvador Torres Garriga —quien solamente trabajó para Iquino en estas dos películas—, al montador Ramón Quadreny —quien trabajó en diez de las películas de este productor desde 1950, pero después de Los farsantes pasó a colaborar con la Escuela de Barcelona—, al compositor Enrique Escobar —quien trabajó en cada película de Iquino desde 1961— y al director de arte Andrés Vallvé, quien trabajó en once entre 1955 y 1971. En el reparto destacan el ya mencionado Luis Ciges —quien se había formado en la Escuela Oficial de Cine y posteriormente se convertiría en un importante actor de la Escuela de Barcelona— y la excelente Margarita Lozano, quien había interpretado el papel de Ramona a las órdenes de Buñuel en Viridiana (1961). Es posible, por tanto, que, aunque estas personas trabajaran en lo que José Luis Sánchez Noriega llama (1998, 58) la «factoría Iquino», Camus encontrara entre ellas a colaboradores de su misma cuerda, sobre todo si tenemos en cuenta los trabajos anteriores y posteriores de dichas personas. Emmanuel Larraz también ha señalado (2003, 5) que las técnicas de bajo presupuesto del neorrealismo casaban a la perfección con la famosa tacañería de Iquino, que siempre hacía lo imposible por reducir los costes de producción al mínimo. En global tenemos relatos contradictorios de la experiencia de Camus en esta cinta, si bien es cierto que los entrevistadores han tendido a preguntarle por su colaboración con Iquino, y no con miembros concretos del equipo técnico. En 1965 el director declara, un poco a la defensiva (citado en Monleón y Egea 1965, 14), que hizo tanto Los farsantes como Young Sánchez «con una libertad absoluta […] Iquino estaba realmente de acuerdo conmigo y, además, conmigo se portó muy bien». En entrevistas más recientes, sin embargo, ha comparado su propia experiencia con la de sus compañeros de la Escuela Oficial de Cine que trabajaron con productores progresistas en un tono más bien autoconmiserativo:

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«Yo siempre pensé que cualquiera de los otros trabajaban con amigos» (Sánchez Noriega 2003, 253). El director recuerda, por ejemplo, que, antes de empezar el rodaje de Young Sánchez, Iquino le advirtió de que, si usaba más de ocho mil quinientos metros de película, tendría que pagar la diferencia de su bolsillo (Julián 2002, 57). De manera que hay que tomar con escepticismo las afirmaciones de Camus. En un momento dice, por ejemplo, que el reparto le vino impuesto (ibid., misma página), pero en otro momento afirma que fue él mismo quien escogió a Lozano, la protagonista femenina (Sánchez Noriega 2003, 252). Además, mientras que él dice que Iquino le dio libertad total después de visionar el bruto que habían rodado (Frugone 1984, 5354; Sánchez Noriega 2003, 254), Sánchez Noriega refiere (1998, 61) que el productor luego obligó a Camus a incluir una secuencia de flamenco para sacar partido del actor José Montez —quien interpreta el personaje de Currito— e insistió en cortar cuarenta minutos del material final. Lo que está claro es que el contexto de producción de Los farsantes estaba marcado por la paradoja: era el primer largometraje que el Estado promovía de un aspirante a director de arte y ensayo, y fue ejecutado por los equipos creativos y técnicos de un productor que era conocido por sacar como churros películas de calidad cuestionable. («El estajanovista del cine», llama a Iquino el estudioso Sánchez Noriega 2003, 253.) Una vez que Los farsantes estuvo lista, cayó víctima de las contradicciones de la política cinematográfica gubernamental de la época. Según el director, los censores eliminaron casi quince minutos (Monleón y Egea 1965, 14), suprimiendo tanto las escenas que tenían que ver con la homosexualidad, como el sonido de tambores de procesión de Semana Santa que había en la parte final de la película. Pero es que además el productor, como ya había cubierto los gastos con la subvención del Estado, no se ocupó con la debida diligencia de la distribución del filme (véase ibid., misma página) y el resultado fue que Los farsantes se exhibió en muy pocas salas5. De hecho, ni siquiera

5 Camus sostiene que el coste de la película declarado ascendía a cuatro millones y medio de pesetas —él cobró ciento veinte mil—, y que la cinta recibió una

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se llegó a proyectar en Madrid, programándose solo en salas de reestreno de otras ciudades a pesar de que, según parece, en el extranjero la película sí que tuvo éxito (Sánchez Noriega 1998, 68). En resumen: que tenemos pocos datos sobre la recepción de esta cinta, que ni tan solo los críticos cinematográficos lograban ver6. La trama de Los farsantes sigue al grupo de nueve cómicos de la legua Don Pancho, compañía que a la que vemos representar dos obras de teatro y un espectáculo de variedades mientras va pasando por diversos pueblos de Castilla durante las semanas anteriores a la Semana Santa; termina con los actores medio muertos de hambre en los días previos al Domingo de Resurrección, que ellos pasan discretamente en un piso de Valladolid por el motivo de que, en tal época del año, el teatro está prohibido7. En la secuencia final de la película, las campanas de la ciudad anuncian la Resurrección y los actores prosiguen su camino. La idea básica, que bebe de la película de Alberto Lattuada y Federico Fellini Luces de variedades (1950) (Torreiro 1995b, 313; Sánchez Noriega 2003, 252), consiste en oponer la naturaleza de la existencia humana que se exhibe en las tablas, con la naturaleza de

subvención de dos millones de pesetas de resultas de su calificación 2-A (Sánchez Noriega 2003, 253-254). Dado que era una práctica extendida exagerar los costes de producción, cabe asumir que la subvención probablemente cubriera los costes reales del filme. En una entrevista posterior (Castro 1974, 111-112), Camus comentaba: «A veces parece que el exhibidor no tiene interés ninguno en que la película vaya bien […] Aunque parezca aberración, resulta que hay películas españolas que dan dinero aun sin estrenarse». Esto mismo plantearía más tarde Peter Besas, quien señala (1997, 243 y 255) que la «industria» cinematográfica española —«industria» porque, en opinión de este estudioso, tal vez fuera más realista hablar de «artesanado»— sigue produciendo películas cuya «ganancia económica a menudo no viene de la taquilla sino de la fase de financiación». 6 Juan Cobos y González Sebastián de Erice contaron, por ejemplo (1963, 745), que Iquino no quiso dejarles ver la versión original porque los censores habían dicho que había que hacerle cambios, pero, como la versión cortada todavía no estaba lista, al final se quedaron sin ver ninguna de las dos. 7 Camus agradece a los alcaldes de Sepúlveda y Pedraza en los créditos. Juan Carlos Frugone afirma (1984, 151) que la película se rodó del 19 de mayo al 20 de julio de 1963; en una entrevista de ese entonces (Cobos y Sebastián de Erice 1963, 745), Camus decía que empezaron a rodar el 15 de mayo.

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la vida que los actores experimentan fuera de la escena8. Desde esta oposición de realidad y simulación, se desarrolla un estudio de los peligros de la distracción. Vemos, en efecto, a espectadores que sucumben a las emociones —supuestamente fáciles— que suscitan el teatro sentimental y el espectáculo religioso popular, pero se nos anima a condenar el hecho de que la atención de dicho público se desvíe de asuntos más acuciantes como son su propia pobreza y falta de libertad. De forma análoga, los actores caen presa de unas envidias y unos engaños mezquinos que les impiden darse cuenta de lo que se nos invita a identificar como las necesidades —sin duda más importantes— de mejorar su propia situación precaria y poner fin a su dependencia de Pancho. En el núcleo de Los farsantes encontramos, así, una condena alegórica de la continuada dependencia, por parte de España, de una dictadura que, en 1963, entraba en su vigésimo cuarto año. La película sugiere que, a semejanza de sus personajes, los españoles de la España franquista también son distraídos por sus preocupaciones cotidianas, entretenidos por la cultura popular y consolados por la ceremonia religiosa folclórica, debido a lo cual no consiguen enfrentarse a la realidad de su represión y su dependencia. Si, teniendo en cuenta que fue Camus quien eligió el guion y las localizaciones, consideramos que se trata de una cinta donde quien marca la pauta es el director, en tal caso, Los farsantes es un intento de quitar el velo que cubre los ojos de sus espectadores, a cuyo efecto la cinta adopta tanto los objetivos como los métodos del neorrealismo italiano. Su contradictorio contexto de producción revela, sin embargo, que, en la práctica, el NCE de arte y ensayo dependía del VCE popular al que condenaba intelectualmente, circunstancia que a menudo se oculta en los relatos que se hacen de este movimiento. Los farsantes resulta, de hecho, especialmente interesante en ese sentido porque aborda este contexto de producción en la propia historia que

8 Otra influencia pudo haber sido la parte de El mayor espectáculo del mundo (De Mille 1952) que está hecha en estilo documental, ya que se centra en el trabajo que hay detrás de la instalación de la carpa circense, trabajo ignorado por los públicos, embelesados por las maravillas que en dicha carpa se escenifican.

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la película cuenta. De repente podríamos interpretar, en efecto, que este vínculo entre el contexto de producción y la expresión creativa supone un intento, por parte de Camus, de morder la mano que le da de comer, toda vez que Los farsantes aspira a condenar los efectos de distorsión y distracción que el teatro y el espectáculo populares conllevan, lo que codifica una crítica de ese mismo cine popular por el que Iquino era bien conocido. Para subrayar el apuro de los personajes, sin embargo, la propia película se sirve —y hasta es posible que a pesar de las intenciones de Camus— precisamente del objeto que pretende criticar, o sea, del llamamiento que la cultura popular hace a la identificación emocional. Y es que, su ataque a la España de Franco, el filme en parte lo lleva a cabo mediante una denuncia neorrealista de la realidad, y en parte mediante la identificación emocional del público con Tina. Esto se debe a la fuerza de la interpretación de Lozano, la estrella femenina que fue impuesta a Camus por Iquino de un modo típico de ese cine en el cual es el productor quien manda. Así pues, resulta que este ejemplo temprano del NCE se beneficia —y puede que a pesar suyo— del respaldo que el VCE le brindó tanto en términos artísticos como prácticos.

La condena del espectáculo popular El consenso crítico de que las preocupaciones estéticas y políticas del NCE vienen dadas en buena parte por el neorrealismo italiano ha llevado a trabajar sobre la naturaleza y el alcance de la influencia de este movimiento en películas concretas (véase, por ejemplo, Arocena 2003), así como sobre el modo en que el mismo interactúa con otras corrientes del cine internacional de la década de 1960. Este último aspecto lleva a Carlos Heredero (2003) a considerar el NCE en el contexto europeo y a concluir que aquel se sitúa «en la estela de la modernidad: entre el neorrealismo y la Nouvelle Vague». Santos Zunzunegui defiende un enfoque alternativo; este estudioso sitúa al NCE (2002a y 2002b) en el contexto de las tendencias culturales españolas. Sostiene, en efecto, que, a pesar de excepciones como pueda ser Los que no fuimos a la guerra (1961), película que su director —Julio Dia-

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mante— hubo de rebautizar como Cuando estalló la paz al no aceptar su primer título los censores, el NCE en general privilegiaba el neorrealismo a expensas de las tradiciones cómicas españolas, concretamente a expensas de la tradición cómica del esperpento. Zunzunegui muestra que, no obstante el tremendo éxito satírico de esta modalidad de comedia grotesca y negra en películas escritas por Rafael Azcona como El pisito (Ferreri 1958), El cochecito (mismo director 1960) o Plácido (Berlanga 1961), el NCE rechazó esta fecunda veta creativa en aras de una concepción marxista y más estrecha de la función del arte. Pues el movimiento adoptó aquel «“realismo” […] en su formulación de corte lukácsiano»9 (Zunzunegui 2002a, 482) que propugnaba Juan Antonio Bardem —cuya presencia Zunzunegui califica, jugando con el título de una película de Antxón Eceiza (ibid., 477, nota 18), de «cadáver cinematográfico […] “de cuerpo presente”»—, y eso tuvo por efecto la exclusión de tendencias disidentes alternativas. Para los críticos de la revista Nuestro Cine, el problema del esperpento consistía en que se consideraba «de “fácil digestión” para una burguesía que no se daba, decían, por aludida ante “lo insólito del monstruo o del esperpento”» (Zunzunegui 2002b, 106, citando a José Luis Egea). «De esta manera», concluye Zunzunegui, se decretaba desde los púlpitos de la denominada crítica progresista [Nuestro Cine] la marginación de una serie de raíces culturales que van desde el Arcipreste de Hita hasta Valle-Inclán pasando por la picaresca o Goya, bajo el argumento de su difusa mordiente política (ibid., misma página).

Los farsantes, película que Zunzunegui no menciona, parece típica de la adhesión al realismo por parte del NCE. Eduardo Rodríguez Merchán confirma, en efecto, que Camus había decidido decantarse por un postneorrealismo moral que se desmarcaba de la tradición deformante y paródica, cuyo paradigma se situaba en las recientes obras

9 El crítico literario comunista Gyorgy Lukács sostenía que la novela tenía que ser una ilustración realista de la lucha de clases, en lo que Balzac le parecía un ejemplo.

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maestras del dúo Azcona-Berlanga, para sumergirse en un criticismo más realista, más objetivo o —si se prefiere— más «verdadero» (Rodríguez Merchán 2003, 398, citando a Santiago San Miguel; énfasis del original).

El objetivo de Camus en Los farsantes, inicialmente parece claro: acatar la línea de partido de la revista Nuestro Cine presentando la «realidad» española —entendida esta en el sentido marxista de un retrato de la lucha de clases—, y al mismo tiempo condenar las versiones distorsionadas de la «realidad» ofrecidas por el espectáculo popular. Resulta significativo, sin embargo, el hecho de que Camus elija centrarse en un grupo cuya pobreza evoca la miseria de los años de la posguerra. En una entrevista publicada en la revista Film Ideal tras el estreno de esta película, el director comenta que, durante la década de 1960, en España los cómicos de la legua se habían convertido en un fenómeno cada vez más raro, y que ya solo quedaban compañías itinerantes de este tipo en ciertas partes de Castilla y Extremadura (Cobos y Sebastián de Erice 1963, 746). La elección de este colectivo, por una parte, permite a Camus mostrar el contraste entre la pobreza de estos actores y la relativa opulencia de la burguesía y condenar, así, la modernización desigual de la España de la década de 1960. Pero, por otra parte, plantea la pregunta de hasta qué punto los cultores de aquel oficio en extinción podían considerarse representativos de la «realidad» de la época. Y es que la compañía itinerante de don Pancho no podía encontrarse más alejada de la revitalización de la escena española que entonces andaba produciéndose (Zatlin 2002, 229). Más adelante en la entrevista, Camus reconoce esta falta de realismo: Los farsantes quizá no sea muy realista, el término «realista» está muy fastidiado ya […] La historia es una historia de ficción mía […] No tiene ningún fundamento realista en el sentido que tú lo dices […] Tiene un realismo en otro sentido. Es un realismo mío personal (Cobos y Sebastián Erice 1963, 746).

Lamentablemente, la entrevista no está muy bien editada y la pregunta del entrevistador que va implícita en el «en el sentido que tú lo dices» no figura en la publicación. Sea como sea, cabría conjeturar que se estaba preguntando al director por su nivel de compromiso con la definición marxista de «realismo» de la revista Nuestro Cine.

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Por último, sin embargo, en una entrevista citada por Juan Carlos Frugone en 1984 —que, por desgracia, no está fechada—, Camus declara que el neorrealismo italiano lo influyó en sus dos primeras películas. Menciona en concreto a Cesare Zavattini, que era el guionista de obras clave como Ladrón de bicicletas, visitaba mucho España y, desde la década de 1950, supuso una importante fuente de influencia para los escritores y directores españoles (Heredero 1993, 289-290): Yo pertenezco a una generación que creía en una revolución. Sigo creyendo en eso. Zavattini decía: «Lo que uno intenta es conmover al hombre con todo lo que sucede a su alrededor en el mundo. Y en particular lo que sucede hoy o en un inmediato ayer». Esto dio resultado en Los farsantes y en Young Sánchez (Frugone 1984, 53).

Igual es más sensato dejar al margen las entrevistas —que siempre tienen sus agendas ocultas o sus historias de lealtades políticas— y comparar Los farsantes con sus dos fuentes inmediatas de inspiración. En primer lugar, a diferencia de Lattuada y Fellini en Luces de variedades, en su primera película, Camus evita deleitarse en el glamur del mundo del espectáculo, con lo que insiste en que su público se centre en el mensaje político de la cinta y condene el espectáculo teatral en cuanto medio de distracción. En segundo lugar, los cambios que Camus opera en la perspectiva narrativa del relato original de Sueiro parecen igualmente indicativos del deseo, por parte del director, de realizar una película que anime a distanciarse con una actitud intelectual, y no a implicarse con una actitud emotiva. En el filme no hay rastro, en efecto, de la perspectiva del narrador en primera persona de Sueiro; parece que Camus quiere ofrecer una película coral en la que el conjunto de los cómicos forme un protagonista colectivo y no haya ningún personaje concreto con el que tendamos a identificarnos. Este intento de tener cuidado con posibles identificaciones por parte del público es congruente con la estética brechtiana en la medida en que apunta a canalizar nuestra atención, desde las preocupaciones individuales, hacia un mensaje de cariz político. La opción de Camus de centrarse en un grupo social escasamente representado en la España de la década de 1960 revela que su objetivo no era ofrecer el realismo de corte lukácsiano que exigía la revista Nuestro Cine. Al centrarse en

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el mundo de los cómicos de la legua, lo que el director pretendía era, antes bien, oponer la realidad y la simulación. El blanco de la invectiva de Camus en Los farsantes son los perniciosos efectos de distracción y distorsión de la «farsa», que desvía nuestra atención de la «realidad». O sea, que, aunque es posible que la denuncia sea menos ambiciosa que esa apropiación creativa de las tradiciones farsescas españolas que Zunzunegui admira en directores como Berlanga, en rigor tampoco cabe decir que Camus esté ignorando tales tradiciones. Aparte de que la «farsa» a la que, con su título, Camus alude, no se refiere en sentido estricto a una farsa consistente en frívolas bufonerías carnavalescas. (Tales bufonerías, la cinta únicamente las toca en la secuencia del espectáculo de estriptis.) Él juega con la polisemia que el término tiene en español, pudiendo significar no ya un tipo de teatro ligero, sino una mentira, un engaño, una simulación. De hecho, este juego con la ambivalencia que la palabra «farsa» tiene en castellano se encuentra ya en el relato de Sueiro que la película adapta —véase, por ejemplo, la referencia de este (1988, 79) a que «la farsa se detiene»—, si bien es cierto que Camus coloca dicho juego semántico en primer término en la medida en que sustituye por Los farsantes tanto el título original de Sueiro («La carpa») como el título de la primera versión del guion (Fin de fiesta)10. De manera que Los farsantes condena los efectos de distorsión y distracción que la simulación implica para optar, en cambio, por el anhelo de una auténtica representación de la realidad, lo que constituía el pilar del neorrealismo italiano. La película opone, en consecuencia, por un lado los espectáculos populares y, por otro, un retrato de la realidad elaborado con técnicas neorrealistas como el rodaje en localizaciones —si bien hay algunas escenas rodadas en estudios—, las

10 «La carpa» se publicó por primera vez, en una recopilación de relatos homónima, en 1958 (Schwartz 1976, 132). El título del guion que ganó el tercer premio en el certamen del Sindicato del Espectáculo de 1957 era, como digo, Fin de fiesta (Sánchez Noriega 1998, 23). (El primer premio lo ganó Amanecida, de Patino.) El guion que se depositó en la Biblioteca Nacional en 1963 se titula Los farsantes.

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secuencias documentales —las imágenes y los sonidos de las procesiones de Semana Santa se rodaron y grabaron en Valladolid a modo de documental previo al resto de la película—11 y el énfasis en la puesta en escena. Respecto a esto último, Camus afirmó que su obra temprana se caracterizaba, en efecto, por una preocupación por la puesta en escena. (Se refería a sus dos cortos, El borracho y La suerte, y a los largometrajes Los farsantes y Young Sánchez; véase Monleón y Egea 1965, 10-11.) En Los farsantes, los planos generales panorámicos del adusto paisaje castellano constituyen un estribillo visual. Estos planos de exteriores contrastan con los mundos artificiales evocados en las representaciones de la compañía teatral y explican la pobreza de los actores y de los campesinos que pueblan tales tierras. El uso de estas técnicas, que Florencio Martínez Aguinagalde califica (1989, 148) de «estética de la derrota», permite a Camus denunciar una realidad que los personajes y los públicos ignoran porque los distrae la simulación. La secuencia anticlerical que abre Los farsantes establece esta tesis de la oposición de simulación y realidad. Se nos presenta a cada actor en plano medio mientras la compañía espera, en un teatro, la llegada del cura del pueblo, quien ha de oficiar las ceremonias fúnebres debidas a Manolo, el cómico que acaba de fallecer. La precariedad del teatro del pueblo contrasta con los elaborados trajes y decorados que los actores han dejado en el escenario. (En tal contraste ya se insiste en el guion, donde se dice [Camus y Sueiro 1963, 3-4] que el teatro rural tiene una «pared descarnada, con el cemento caído y los ladrillos al aire», pero «aún está armado en la tarima un decorado que representa la fachada de un lujoso palacio y los árboles de un jardín».) Una vez que hemos asimilado este contraste, vemos a Pancho regañar al grupo de actores por su indiferencia hacia la muerte de su compañero. Les dice que tienen que simular luto por el fallecimiento de Manolo de cara

11 La intención era insertar estas secuencias directamente en la narrativa, aunque la diferencia de tono y grano es patente. En su momento, Camus dijo haber rodado él mismo aquellos materiales (Monleón y Egea 1965, 746), pero más tarde afirmó que se trata del trabajo de Miguel Chan, un compañero de la Escuela de Cine (Sánchez Noriega 2003, 254).

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a los habitantes del pueblo: «Demostrad que lo sentís». O sea, que, exactamente igual que la parafernalia teatral del escenario, también el duelo de los actores por la muerte de su compañero es artificial. Así pues, cuando el sacerdote y los monaguillos llegan para celebrar las ceremonias fúnebres debidas, los actores se congregan respetuosamente en torno al cuerpo e inclinan las cabezas. Camus, sin embargo, hace entonces —en plan más bien travieso— que Justo aparte a un lado uno de los trajes escénicos para ocupar su sitio entre los dolientes. Es decir: que cambia un tipo de fingimiento por otro. Resulta asimismo reveladora la dirección de fotografía puesta en práctica para el rodaje de estas ceremonias fúnebres. Se trata de un plano general desde la perspectiva de una cámara situada en el escenario, lo que sugiere una equivalencia entre actuación teatral y actuación religiosa, y pone de relieve la simulación que hay implícita en ambas. Las secuencias que siguen dejan esto claro. En el guion, Camus y Sueiro especifican (1963, 14) que, durante el sepelio, Pancho, «con un ademán digno de un gran actor, tira un puñado de tierra contra la caja». Luego este mismo cómico ruega al alcalde que se haga cargo del duelo de la compañía por su difunto compañero… y que condone las deudas que los actores habían contraído. Pero, de nuevo en el teatro, constatamos que las verdaderas preocupaciones de los actores no van más allá de encontrar qué comer y dónde cobijarse. Es importante subrayar, en cualquier caso, que esta introducción a la película no constituye una condena del modo insensible en el que los actores piensan en su propio interés. Camus presta atención, en efecto, a los detalles de sus míseras existencias, dando realce, mediante la puesta en escena, a lo desastrado de su ropa y a lo destartalado del entorno en el que viven, así como a su abatimiento anímico mediante el estilo interpretativo. En resumen: que, con todo esto, el director ofrece una buena explicación de la actitud de los cómicos. Lo que Los farsantes censura es, más bien, la inutilidad de la observancia religiosa en una situación en la que los dolientes tienen unas preocupaciones materiales más acuciantes. La realidad y la simulación se oponen igualmente en el tratamiento que Camus hace de las dos obras teatrales que vemos representar a la compañía. En primer lugar se representa, en dos pueblos dis-

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tintos, una versión de Genoveva de Brabante12. En el primer pueblo vemos a Tina y a Rogelio interpretar el compromiso de Genoveva y Segisfredo, mientras que, en el segundo, les vemos escenificar el reencuentro de la pareja después de que hayan engañado a Segisfredo sobre el deshonor y la muerte de su esposa. Aunque es posible que partes de estas secuencias fuesen eliminadas del montaje por indicación de Iquino, lo que queda del tratamiento de esta obra teatral, así como la yuxtaposición de la misma con acontecimientos de fuera de la escena, revela que, aparentemente, el propósito de Camus consistía en hacer una sátira de la artificiosidad del teatro histórico melodramático, cuyo equivalente fílmico sería el grandilocuente cine histórico de productoras como IFI España o Cifesa. Si bien las propias representaciones teatrales de Los farsantes exhiben, también ellas, suntuosos trajes de época y una retórica emperejilada, tales ilusiones de grandeza revientan cual pompa en virtud del montaje que luego se hace de ambas secuencias. La primera sigue a la escena en que la compañía itinerante abandona el primer pueblo: vemos a los actores sentados en la parte trasera de la camioneta, al aire libre, y se produce la primera de numerosas discusiones entre Rogelio y Avilés a propósito de Tina. El salto a la secuencia de la representación teatral por medio de un fundido subraya el contraste tremendo entre por una parte la secuencia que antecede —caracterizada por la rudeza física y los celos mezquinos de fuera de las tablas— y por otra parte los galanos trajes y el áulico lenguaje de Tina y Rogelio, ya sobre estas, cuando Segisfredo se dirige a su prometida recurriendo al imaginario bucólico estereotipado de la poesía de amor:

12 Genoveva de Brabante, leyenda que ilustra las recompensas de la virtud, ha dado lugar a numerosas novelas, piezas teatrales y películas europeas. En la España de la década de 1940 abundaban las versiones de este cuento ejemplar sobre el comportamiento femenino (Vázquez Montalbán 2003, 37), y hubo una serie de montajes teatrales en la escena de posguerra. Ni el propio Camus sabe decir cuáles versiones de Genoveva de Brabante y Vanidad y miseria utilizó en Los farsantes, pero el director me ha dicho por correspondencia que el texto de Genoveva de Brabante se lo prestó un grupo de cómicos de la legua que seguían activos en 1962.

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Un cine contradictorio Mi Genoveva querida, jardín de olorosas flores, ídolo de mis amores, vida de mi propia vida. Y a la hora apetecida, llego a hacerte dichosa; desde hoy serás mi esposa.

El espectador atento tal vez advirtiera, sin embargo, que las dudas de Genoveva sobre su matrimonio en escena reflejan las dificultades de Tina en el triángulo amoroso de fuera de las tablas: Desterrar no puedo de dentro del alma mía extraña melancolía y presentimientos tales cual si nuestros esponsales nuncios fueran de agonía.

La secuencia termina con un fundido a un primer plano de las manos de Pancho y Pura contando pesetas, tras el cual la cámara abre el zoom para mostrar a la compañía al completo congregada en torno a la recaudación. Semejante yuxtaposición vuelve a poner de relieve el abismo existente entre, por una parte, los nobles sentimientos expresados en escena y, por otra, la insignificancia de tales sentimientos en un contexto de pobreza desesperada. Es decir, que, en lo que acaso fuera una fructífera colaboración con el montador Ramón Quadreny, aquí Camus contrapone a la presentación neorrealista de la miseria el impostado retrato humanístico que la obra exhibe; y ello redunda en la tesis de Los farsantes, a saber, que el espectáculo es una fuente de falsificación y distracción, y que tanto los personajes como los públicos tendrían que centrarse en las penurias de la vida cotidiana que en la película se muestran. En la secuencia de la representación de una parte distinta de la misma obra de teatro en otro pueblo, Camus se refiere explícitamente a la recepción del espectáculo por parte del público. Igual que ocurría con la primera representación, también aquí el montaje de Quadreny

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resalta el contraste entre dos situaciones. Cuando Segisfredo vuelve a ver a su esposa, de la que ha estado separado tanto tiempo, el reencuentro de la pareja se anuncia con las palabras que siguen: Te creo, Genoveva desdichada. Ven a mis brazos y deja que ellos sean un trono para tu honor.

Estas palabras evocan las lacrimosas respuestas de dos miembros femeninos del público, respuestas que se muestran mediante la técnica del montaje en paralelo. Técnica que resulta bastante obvia, aparte de que la interpretación de las señoras del público es mediocre. Conviene destacar, en cualquier caso, el carácter autorreferencial de la secuencia. Pues esta parece que nos instruye sobre cómo debemos reaccionar a la película que estamos viendo. Parece sugerir, en efecto, que una respuesta emocional resulta indeseable y —en la medida en que se muestra a dos mujeres— «afeminada». Da la impresión de que se fomenta, por el contrario, el distanciamiento: de que a la denuncia que Camus lleva a cabo de la miseria y de la hipocresía, tendríamos que responder de una manera no emocional, o sea, de manera intelectual o «viril». En la segunda obra de teatro que la compañía representa en la película —el título de la obra, Vanidad y miseria, se nos ofrece en los carteles publicitarios de la compañía y en el lateral de la camioneta—, Camus vuelve a oponer los mundos de dentro y fuera de la escena. En lo que va de película, el director ha dejado claro que, a esta compañía itinerante de cómicos, la observancia religiosa le da igual. Pancho insiste en que mantengan las apariencias, como cuando les hace llorar de puertas para afuera la muerte de Manolo u ocultar las relaciones extramaritales de Tina y Rogelio y de Milagritos y Lucio —en la versión original de la película, también estaba la relación homosexual de Currito y Vicente—, pero esto no hace sino poner de relieve la insignificancia que para los miembros de la compañía tiene el que su conducta goce o no del beneplácito eclesiástico. De hecho, la primera vez que vemos a Pancho reprender a la pareja de más edad por su falta de discreción en lo que a su relación sexual respecta, Camus coloca una

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imagen de la Virgen detrás de este hombre en lo que constituye el primero de una serie de contrastes irónicos de la película. Ante semejante contexto de ateísmo patente, la representación que estos cómicos hacen de una obra sobre la pasión de Cristo —en la que Camus asigna el papel del Mesías al libidinoso Lucio— supone una obvia crítica de la simulación. El tratamiento de esta obra de teatro es también un ejemplo de la crítica en clave que, en Los farsantes, el director lleva a cabo del cine español popular: aquí Camus le está dando la vuelta astutamente a la premisa de El Judas, una película pro-Franco que había hecho en 1952 el propio Iquino, y en la que el actor que interpreta el papel de Jesús en la obra de teatro de Semana Santa experimenta una mejora moral debido al personaje que encarna. El cura del pueblo es otro blanco de este ataque anticlerical. Para empezar, Camus modifica el relato original de Sueiro de modo que, en la película, sea el sacerdote quien insista en supervisar la obra antes de que se represente. (En el relato original lo hacía un maestro; véase Sánchez Noriega 1998, 67.) Pero, en la película, el sacerdote no solo representa a la censura. Cuando los cómicos están vistiéndose en la sacristía, el hombre ordena al sacristán —de forma poco caritativa— que guarde los objetos de plata para que no se los roben. Sigue una secuencia que de nuevo da muestras del talento de Camus para establecer contrastes irónicos, esta vez entre el sonido y la imagen. Y es que, mientras los actores están ensayando y declaman los devotos sentimientos que el texto de la obra expresa, el sacristán guarda efectivamente bajo llave los objetos valiosos, para gran chasco de Rogelio. Tras la secuencia de la sacristía, es complicado interpretar la representación de la obra en el atrio de la iglesia más que como teatralidad vacía. La puesta en escena también apunta, al mostrar la fachada del templo —donde ocupa un lugar prominente el símbolo falangista—, al anacronismo de los sentimientos expresados en la representación, toda vez que, en una secuencia previa, el sacerdote ha reconocido que el edificio necesita reparaciones, exactamente igual que no deja de menguar su feligresía. La condena que Camus lleva a cabo del efecto de distracción inherente al teatro popular y a la ceremonia religiosa se hace extensible a la retórica oficial de la España de la «apertura», a la que en la película

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se alude mediante una emisión de Radio Nacional de España sobre las relaciones entre los Estados Unidos de América y Europa. Tras la representación de Vanidad y miseria, Tina y Rogelio aceptan —o mejor dicho fuerzan, dado el hambre que tienen— que los invite a comer a su casa, con su familia, un antiguo camarada de armas de Rogelio. (Entre tanto, el resto de cómicos se quedan jugando a las cartas y bebiendo en el bar del lugar.) Frugone (1984, 55) ha interpretado el comportamiento de la pareja en el hogar burgués como una prueba más de lo fraudulento de estos cómicos, ya que, en cuanto se quedan en la casa a solas, imitan a sus anfitriones burgueses practicando sexo como marido y mujer en el lecho conyugal. El fotograma de Los farsantes que reproducimos en la ilustración 3.1 muestra cómo la puesta en escena se ha construido de manera que transmita las semejanzas y diferencias entre los actores y sus anfitriones burgueses. (En la versión de la película que está actualmente disponible en el archivo de la Filmoteca Española, esta imagen ha sido cortada, probablemente por el motivo de que precede a la escena de sexo.) A Tina se la yuxtapone con una imagen de la Virgen a la izquierda de la pantalla, mientras que, del lado derecho, la imagen de Rogelio —enmarcada en el espejo— se corresponde con la fotografía enmarcada de Antonio vestido con uniforme militar. Y esto no solo revela que estos paupérrimos actores están encantados de interpretar los papeles de unos burgueses, sino que también sugiere —de forma más incisiva— que tales papeles burgueses —religiosos y militares— no son sino eso, roles ficticios, toda vez que otras personas pueden encarnarlos sin mayor problema. En esta secuencia, sin embargo, el verdadero blanco de la crítica no es el comprensible deseo que Tina y Rogelio experimentan de disfrutar de las comodidades de la casa de unos amigos con mejor fortuna que ellos, sino el contraste que Camus subraya entre lo que hacen los actores y la emisión radiofónica que oímos a modo de sonido diegético. La secuencia se inicia en el bar, donde los actores están jugando a las cartas y metiéndose con Avilés porque está celoso de Rogelio; ahí empieza el noticiario de la radio. Sigue un puente sonoro que nos lleva a Tina y Rogelio jugueteando por la casa de Antonio mientras prosigue la noticia sobre Europa y la reciente alianza entre Alemania y los Estados Unidos. De modo que se establece un contraste irónico

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entre la cosmopolita descripción que oímos de las relaciones internacionales, y el cuento picaresco de los celos de Avilés, la atracción de Tina y Rogelio y la violencia subsiguiente, pues la secuencia termina con una trifulca de borrachos entre los dos rivales. Los farsantes muestra que la preocupación del Gobierno español aperturista por el papel de España en la arena internacional está mal planteada. Y es que la España franquista de la década de 1960 intentaba actuar en la escena mundial como una potencia europea moderna —a comienzos de la década el país se quiso unir a la Comunidad Económica Europea, cosa que no consiguió hasta 1986—, pero la revelación que Camus hace de la sórdida realidad de la vida española deja claro que todo eso es pura palabrería encaminada a distraer la atención de la pobreza y la dependencia que los ciudadanos sufren. Esta condena de la simulación culmina con el tratamiento que Camus realiza del espectáculo de variedades que los cómicos ofrecen al grupo de turistas de la alta burguesía que vemos llegar al pueblo durante la representación de la obra teatral religiosa. Estos personajes burgueses no figuran en el relato original de Sueiro, por lo que debemos entender que esta secuencia añadida interesaría particularmente a Camus. Incluirla permite al director, en efecto, criticar a los dos grupos sociales clave que apoyaban a Franco. Y es que algunos de los integrantes de este grupo de excursionistas pertenecen a la aristocracia terrateniente del país —poseen una mansión en el campo—, mientras que otros pertenecen a la nueva clase burguesa empresarial que se beneficiaba de la liberalización económica de España. (Estos últimos conducen automóviles de lujo que sugieren que vienen de la ciudad.) La inclusión de estos burgueses ociosos también permite a Camus evidenciar las enormes desigualdades económicas a las que dio lugar la dispar modernización de la España de la década de 1960. Esta película de Camus deja claro que, a comienzos de dicha década, la polarización económica de las clases sociales merecía tanta crítica como la dictadura misma. Los tres largos planos generales que muestran la llegada de los burgueses al pueblo ofrecen una impactante imagen de tales desigualdades económicas, a saber, la de estos pudientes amigos —dueños de automóviles— sentándose junto a las devotas señoras mayores vestidas de negro para ver la misma función de Semana San-

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3.1 Margarita Lozano en Los farsantes. Fotografía cortesía de Video Mercury Films.

ta. Los paupérrimos actores de Pancho también parecen fuera de lugar en el lujoso entorno de la casa burguesa campestre, adonde llegan para representar por cuenta de estas personas acaudaladas el mencionado espectáculo de variedades. Es posible que, en el exagerado retrato del vergonzante esnobismo de los personajes burgueses, trasluzca la inexperiencia de Camus, pero lo cierto es que esta secuencia recuerda a invectivas parecidas que encontramos en la novela española de la época13. «Yo no me explico cómo puede vivir esa gente», suelta uno cuando llegan los actores. «Para mí son como marcianos», conviene otro. «Auténtica gente de otro planeta», remata un tercero. 13 Valgan de ejemplos el ataque de Juan Goytisolo a la burguesía catalana en La resaca (1959), y la crítica de los estudiantes pertenecientes a la misma clase social que encontramos en Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé (1966).

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El tratamiento de la actuación durante el espectáculo de variedades está, sin embargo, más conseguido, pues Camus vuelve a la tesis de la realidad y la simulación que venía desarrollando a lo largo de la cinta. De los varios números que los cómicos realizan —entre los cuales está el recitado de un fragmento de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, por parte de Pancho—, a los burgueses únicamente les interesa el estriptis. El flamante tocadiscos —que está nuevecito— reproduce música jazz estadounidense, y la letra que la vocalista canta evoca —especialmente al repetir la palabra «Manhattan»— un mundo moderno, occidental y urbano como al que la España franquista de la «apertura» aspiraba. Solo que el tratamiento que Camus hace del estriptis deja en evidencia lo artificial de las ínfulas de modernidad y sofisticación de estos representantes de la burguesía. La secuencia es realmente difícil de ver: un espectáculo erótico reflejado en el espejo cóncavo valle-inclanesco de Luces de bohemia (1920)14. La versión que Tina interpreta del erotismo sofisticado constituye, en efecto, una deformación grotesca, cosa que se debe al brillante trabajo de Lozano en el papel de la depauperada, ya no tan joven y exhausta actriz. La pobre mujer no es capaz de seguir el ritmo de la música estadounidense —lo que apunta a las incómodas alianzas trasatlánticas de España— y se va despojando de su ropa con poquísima picardía. Cuando, llegado un punto, alguien hace que el disco suene a más velocidad, ella llega a dar saltitos a la pata coja y a tropezar mientras intenta salir de la falda; termina medio cayéndose, medio dejándose caer, en una esquina (medio desnuda y bastante estresada). Como el teatro dentro del teatro del Hamlet de Shakespeare, esta actuación revela una verdad más amplia: la falsa artificialidad de la interpretación marionetesca de Tina deja al descubierto la verdadera artificialidad de los personajes burgueses15. De modo que Los farsantes evidencia que las modernas ambiciones de la España de la «apertura» son, bien mirado, una farsa.

14 Camus fue el guionista de la adaptación cinematográfica que, en 1985, Miguel Ángel Díez hizo de esta obra de teatro. 15 Gracias a Nicholas McDowell por señalarme esta referencia.

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La comparación del tratamiento esperpéntico de la actuación de Tina con el uso de este mismo estilo deformante por parte de otros directores resulta reveladora del enfoque que Camus adopta en Los farsantes. En las comedias negras de Berlanga o Ferreri, la exageración grotesca produce risa, no vergüenza. Pensemos, por ejemplo, en los efectos cómicos de Nino Manfredi en el papel de verdugo reticente en El verdugo (1963). La lamentable actuación de Tina, por el contrario, no nos incita a reírnos, sino a compadecerla, extremo que queda subrayado por la interrupción de Avilés al final de la secuencia, cuando este personaje denuncia el voyerismo del público gritando: «¡Fuera! ¡Si quieren ver a una mujer desnuda, echan mano a una de estas!». (Diciendo lo último, Avilés señala a las señoras burguesas.) El efecto que semejante estallido tiene en la película es redundar en la condena de la burguesía. A través de Avilés, sin embargo, Camus también nos está desafiando a nosotros, toda vez que, llegados a este punto, también nosotros somos unos mirones: durante el estriptis hemos compartido el punto de vista de los personajes burgueses. Así pues, la denuncia de Avilés también nos invita a empatizar con Tina como el sujeto sufriente que es, en lugar de reírnos de ella como de un objeto erótico patético16. Esta secuencia muestra que los modos de mirar del esperpento no se ignoraban ni siquiera en el contexto del neorrealismo; únicamente se invertían, como afirma Zunzunegui. Si, «en su intención declarada de mostrar la comedia que había en situaciones trágicas, el esperpento requería la eliminación de la empatía y la identificación» —como John Lyon observaba (1983, 105) en su trabajo sobre Valle-Inclán—, en Los farsantes Camus muestra, en cambio, la tragedia que hay en situaciones cómicas, cosa que requiere insistir en la empatía y en la identificación.

16 Triana-Toribio ha demostrado (2003, 130) que, en Los santos inocentes, de Camus (1984), el personaje de Régula hace que tanto Quirce como el público se dejen de reír de la figura patética del retardado Azarías. Este atajamiento de lo cómico se parece a la situación que aquí se produce entre el triángulo de Avilés, el público burgués y Tina.

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Identificación y crítica Este es un punto de inflexión fundamental de Los farsantes, pues, a partir de aquí, Tina deja de ser uno más dentro de un grupo de personajes y se perfila como un individuo trágico con el cual se nos anima a identificarnos. Desde la secuencia del estriptis en adelante, la película empieza a adoptar la perspectiva de ella tanto en términos narrativos como fílmicos. Conforme la trama se va desarrollando, se va haciendo más énfasis en los sentimientos de Tina, desde su agobio durante el espectáculo de estriptis, hasta su abatimiento de resultas de la traición de Rogelio, a quien hemos visto robar el dinero que ella tanto ha de afanarse para reunir. Durante la parte final de la película —la de la Semana Santa—, es Tina quien inicia un encuentro sexual con Avilés17; de hecho, esta mujer se yergue como el único personaje que está dispuesto a rebelarse contra la dependencia que sufren los actores. Esta perspectiva narrativa compartida queda reforzada mediante una dirección de fotografía subjetiva como la que en el cine narrativo comercial se suele utilizar para buscar la identificación del público. Por ejemplo: en la mañana del día posterior al estriptis, después de que una toma panorámica de ciento ochenta grados nos muestre que los actores han pasado la noche durmiendo al raso, la cámara enmarca a Tina en plano medio. La toma dura un minuto: vemos a Tina desesperada e incapaz de articular palabra mientras, fuera del cuadro, los demás miembros de la compañía hablan de la traición de Rogelio. Del mismo modo, experimentamos el impacto que el regreso de Rogelio ejerce en Tina mediante un plano subjetivo desde la perspectiva de esta cuando lo ve en la esquina del bar en Valladolid. Cabría plantear que esta atención que se presta a las angustias personales de Tina nos distrae de la denuncia que la película busca hacer de la experiencia colectiva de la pobreza. En la parte precedente de la cinta, sin embargo, Camus se había esmerado tanto en presentarnos en un contexto más amplio las razones del comportamiento de los actores, que ahora Los

17 Esta sustitución de Rogelio por Avilés en los afectos de Tina se prefigura irónicamente por el hecho de que Pancho haga a Avilés «aprender los papeles de Rogelio».

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farsantes condena una situación general a través de la desesperación particular de Tina. Así pues, la importancia que en la película cobra el que el público se identifique con Tina podría considerarse que contradice esa condena del compromiso emocional, la cual Camus parecía llevar a cabo en su tratamiento de las espectadoras llorosas de Genoveva de Brabante. Esta discrepancia podría deberse a la presión del productor, ya que Camus se vio obligado a expandir el personaje de Tina para aprovechar que contaba con Lozano, quien era el miembro más famoso del reparto —como confirma el hecho de que su nombre aparezca el primero en los créditos—, si bien sería una exageración decir que se trataba de una estrella que aseguraba una producción18. Lo cierto es, sin embargo, que no tenemos constancia de que Camus estuviera a disgusto con el reparto. En una entrevista de aquella época, el director declaró, antes bien, que, si hubiera un remake de la película, usaría a los mismos actores (Cobos y Sebastián de Erice 1963, 746), y antes vimos que hasta llegó a decir que fue él mismo quien escogió a Lozano. Tanto el desarrollo que Camus hizo del personaje de esta como los recursos que empleó para que los públicos se identificaran con dicho personaje, parece razonable pensar que fueron deliberados. El que el énfasis pasara de una película con protagonista colectivo a una película con caracterización individualizada se corresponde con lo que el propio Camus dice de su trabajo con aquellos actores: «A medida que ellos iban interpretando, yo iba creando los papeles como les iban mucho más a ellos. Así, el papel iba de acuerdo con las posibilidades de cada uno» (Cobos y Sebastián de Erice ibid., misma página). De esta manera, Camus reajustó la película alrededor de las capacidades de Lozano y, por consiguiente, expandió el papel de esta actriz. La siguiente película de Camus confirma este salto de un protagonista colectivo a uno individual. Exactamente igual que Tina se convierte en el centro de la denuncia que Los farsantes hace de la pobreza continuada que en España se sufría a pesar de la liberalización económica,

18 Antes de en Los farsantes, había aparecido en diecisiete películas desde 1953, aunque principalmente interpretaba papeles secundarios.

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en Young Sánchez la censura que Camus realiza de la falta de perspectivas de los jóvenes de clase obrera urbana pasa, en efecto, por que el espectador se identifique con el protagonista, Julián Mateos, un ambicioso joven boxeador. Así pues, la caracterización de Tina en Los farsantes revela que este director del NCE estaba dispuesto —posiblemente a pesar suyo— a adoptar algunas de las estrategias de esa misma cultura popular a la que al mismo tiempo parecía estar condenando. Por tanto, si bien da la impresión de que Camus critica a las espectadoras llorosas de Genoveva de Brabante por su indulgencia emocional, son esos mismos sentimientos de conmiseración y empatía a los que el director apela en su propio público con su tratamiento de Tina. La diferencia —podría replicar Camus— reside en que, en el primer caso, la respuesta emocional es suscitada por la distracción fútil de un melodrama sentimentaloide, mientras que, en el segundo, lo que provoca la emoción es la apremiante denuncia de la lucha de clases. No obstante, tomada en conjunto, Los farsantes demuestra los posibles efectos contestatarios tanto de la cultura popular (en su llamamiento a la implicación emocional) como del cine de arte y ensayo (con su invitación a abordar intelectualmente las situaciones presentadas). Y esto no solo confirma que la cultura popular que surgió bajo el régimen Franco —cultura tan a menudo desdeñada y puesta en ridículo— podía cumplir una función potencialmente subversiva, sino que también muestra que los directores de películas de arte y ensayo, que supuestamente despreciaban la cultura popular española, en la práctica, de repente, adoptaban las estrategias identificatorias de la misma. Tenemos, por tanto, que Los farsantes exhibe, más que aquella versión marxista descafeinada del neorrealismo italiano propugnada en la revista Nuestro Cine, la contradicción que —como han señalado los estudiosos— se encontraba en el corazón del movimiento. Ladrón de bicicletas, por no ir más lejos (De Sica 1948), que era una de las pocas cintas que había en la Escuela Oficial de Cine y fue vista por Camus infinidad de veces —el hombre aseguraba que se la sabía de memoria, véase Sánchez Noriega 1998, 2—, por una parte, censura los efectos distractores del melodrama hollywoodiense —a Antonio le roban la bicicleta mientras admira un cartel de Rita Hayworth—,

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pero, por otra parte, la propia película explora el tema de las relaciones familiares y se sirve de técnicas de identificación que resultaban clave en el mencionado género americano. Arroz amargo (Giuseppe de Santis 1948) también hace por oponer, a las distracciones del cine de Hollywood, las realidades de las mujeres que trabajaban en los arrozales, pero resulta que al director lo traiciona —exactamente igual que a su protagonista Silvana— su fascinación por la cultura popular estadounidense, cosa que socava su planteamiento político. Del mismo modo, Los farsantes censura el espectáculo popular, pero, a través de Tina, Camus aprovecha, para sus propios fines críticos, el llamamiento que dicho espectáculo hace a la implicación emocional. El tratamiento del público femenino de Genoveva de Brabante es, en consecuencia, ambiguo: puede que las emociones que el teatro popular suscita nos distraigan, pero también es posible canalizarlas para denunciar la injusticia.

Ceremonia y sufrimiento La ceremonia religiosa popular también se presenta en Los farsantes como fuente de distracción, pero su tratamiento es menos equívoco que la respuesta de Camus al teatro popular. Dos de sus personajes declaran su entusiasmo por la Iglesia y sus ceremonias, lo que apunta al papel de esta como fuente de consuelo en tiempos duros. Sin embargo, el guion de Camus y Sueiro se encarga de que ambos planteamientos queden socavados y no puedan tomarse en serio. Currito, que es el único creyente de la compañía de actores, reprende a Rogelio por su comportamiento retador para con el receloso sacristán en la secuencia que antes comentábamos de la sacristía. Pero, cuando Currito dice «Tengo devoción y respeto», no podemos tomar en serio sus palabras. Y es que, al pronunciarlas después del trato poco caritativo que el cura ha dispensado a los cómicos, resultan, más que pías, ridículas. Del mismo modo, cuando llegan al piso de Valladolid, la criada describe a los actores, entusiasmada, las celebraciones de Semana Santa de la ciudad. Una vez más, no podemos tomarla en serio cuando afirma que «dicen que la Semana Santa de Sevilla es muy buena, pero, como esta,

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ni hablar», pues la mujer deja al descubierto que su orgullo se basa en lo que ha oído decir, no en lo que conoce. Así pues, la crítica que Camus hace de la Iglesia católica —la institución que confería legitimidad moral al régimen franquista— es un hilo anticlerical que se entreteje por todo el filme. Los farsantes empieza subrayando, en efecto, la simulación de los comediantes en el funeral de Manolo, continúa satirizando el mensaje de la obra de la pasión de Cristo y termina con un osado tratamiento de la Semana Santa, la festividad más importante de todo el calendario cristiano. Camus muestra que, a semejanza de los actores —quienes tan absorbidos se encuentran por sus preocupaciones cotidianas, que no están en condiciones de afrontar la realidad de su propia situación—, también los feligreses están tan distraídos por la ceremonia pública, que no son capaces de afrontar un sufrimiento real que tienen muy cerca19. Esto queda condensado en la primera secuencia tras la llegada de la compañía a Valladolid. Durante una comida que los actores hacen en una pensión, el dueño, que no se fía de ellos, le dice a Pancho que se tienen que marchar. Cosa que, dada la obvia indigencia de estos cómicos, parece razonable. Camus, sin embargo, transmite este mensaje astutamente mediante la presencia en la pared —detrás del dueño— de un cartel publicitario que lleva el título de «Semana Santa, Abril 1963» y en el cual se ve claramente a Jesús crucificado junto a los dos ladrones. En un punto anterior de la película —cuando la compañía llega al pueblo en el que hace la segunda representación de Genoveva de Brabante—, Camus prefigura esta asociación entre, de un lado, los actores y, del otro, Cristo y los ladrones, mediante un plano general donde la camioneta pasa por detrás de tres cruces que evocan la crucifixión y, como digo, han de inducir al público a asociar a estos comediantes tanto con los transgresores, como con el propio Mesías sufriente. El cartel de la pensión de Valladolid nos recuerda, de hecho, que al propio Cristo lo consideraron un transgresor —«Y con los inicuos fue contado»; véase Marcos, 15, 28— en la medida

19 Un precedente literario de esto puede encontrarse en el capítulo octavo de Fiestas, de Goytisolo (1957). Gracias a Caragh Wells por señalarme este solapamiento.

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en que lo crucificaron junto a dos ladrones. Se trata, en consecuencia, de un comentario irónico sobre la negativa, por parte del dueño de la pensión, a la petición de caridad que le hace Pancho. La dueña del establecimiento, por su parte, aunque es verdad que no cobra la comida a los actores, no accede, sin embargo, a hospedarlos, lo que significa que solo cumple parcialmente el célebre precepto bíblico del trato debido a los extraños (véase Mateo, 25, 34-46). El tratamiento crítico que Camus lleva a cabo de las procesiones de Semana Santa de Valladolid es una expansión de esta idea del contraste irónico. En lo esencial, esa conmiseración y esa piedad de las que en las procesiones de Semana Santa se hace alarde público se yuxtaponen al sufrimiento real e intenso de la compañía de actores, cuyos miembros están escondidos, en vista de la festividad en curso, en dos habitaciones de un piso particular20. El contraste que se establece entre, por una parte, la representación del sufrimiento efectuada en las procesiones y, por otra, el sufrimiento real de los actores, estaba ya contenido en el relato original de Sueiro. «Estos días dramáticos, nebulosos, agónicos», escribe su narrador con referencia a la Semana Santa (véase Sueiro 1988, 80), «para nadie lo son tanto como para nosotros, los de la carpa». Se invita, por consiguiente, tanto al lector del relato como al espectador de la película a considerar los contrastes entre la historia evangélica y la trama de Los farsantes. Por ejemplo: el ayuno al que los feligreses se someten en conmemoración del que Cristo realizara en el desierto, se muestra en paralelo al hambre real que están pasando los comediantes. Del mismo modo, el dolor que los feligreses experimentan conmemorando la Pasión de Cristo en la cruz mediante el toque de los tambores en las procesiones —cosa que Sueiro ibid., 117, también menciona— se corresponde con el dolor real que les produce a los cómicos la falta de comida. Nuestra identificación con los actores en su sufrimiento real refuerza el contraste que

20 El piso resulta que pertenece a un hombre rico cuyo nombre no se dice, y el cual allí mantiene a la exactriz como su amante. Frugone sugiere (1984, 56) que se trata de un burdel —«gran ironía del film: pasar la Semana Santa en una especie de prostíbulo»—, pero no hay indicios suficientes que corroboren esta lectura.

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la película establece entre dicho sufrimiento genuino y la simulación del sufrimiento que es llevada a cabo por los feligreses. Este contraste se desarrolla mediante el montaje, la dirección de fotografía y la banda sonora. La parte de Los farsantes relativa a la Semana Santa es particularmente interesante en términos de forma fílmica en la medida en que, a semejanza de la secuencia de la siesta de La caza —secuencia que analizo en el capítulo sexto—, no está totalmente motivada por el argumento. Y es que, si bien el sufrimiento de los actores es parte de la historia, la progresión lineal de la trama no constituye la preocupación principal de Camus. Pues partes de esta secuencia de veintidós minutos —la película tiene ochenta y dos minutos en total— trascienden la narrativa para representar el hambre, la locura y el lento paso del tiempo mientras los cómicos esperan hasta que se levante la prohibición del teatro y puedan volver a trabajar y a comer. Y, dado que el padecimiento de estos actores es físico, resulta lógico que Camus se centrara en sus cuerpos. Una importante asociación se establece, al principio de la secuencia, entre, por una parte, las imágenes —en planos medios y generales— del cuerpo sufriente de Cristo que exhiben las carrozas de las procesiones y, por otra, la respuesta de Currito —en plano medio— mientras observa. Como Currito es creyente, de entrada cabría asumir que este montaje en paralelo está mostrando la devoción del personaje. Habida cuenta, sin embargo, de que Currito es también el cómico que peor va a sobrellevar esta falta de comida, su asociación con Cristo que el mencionado montaje en paralelo establece no apunta a la fe religiosa, sino al padecimiento compartido de los cuerpos. Sufrimiento común que la secuencia de flamenco enfatiza (véase la ilustración 3.2), por más que se incluyese en la película a pesar de Camus. En una escena que nada tiene que ver con el folclore andaluz cascabelero de las «españoladas», los primeros planos del cuerpo en tensión y la cara angustiada del bailaor Currito ejerciendo su arte en el interior del piso recuerdan la agonía del cuerpo y el rostro de las imágenes de Cristo que acabamos de ver en los pasos de las procesiones de Semana Santa. El Domingo de Resurrección, cuando por fin repican las campanas, Vicente y Lucio transportan el cuerpo exánime de Currito desde el piso a la camioneta, lo que de nuevo evoca el

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3.2 José Montez en Los farsantes. Fotografía cortesía de Video Mercury Films.

descendimiento del cuerpo de Cristo desde la cruz. Camus recurre igualmente a los primeros planos para representar el sufrimiento de otros personajes, como en el caso del travelling en primer plano extremo con el que va siguiendo los cuerpos de Justo y Avilés, prestando especial atención a las manos y a los pies de estos hombres, que son las dos partes del cuerpo por las que fue clavado en la cruz Cristo. Esta representación del hambre mediante una atención detallada a la experiencia del cuerpo se ha calificado de retrato camusiano de «la fisicidad cinematográfica de los sentidos» (Rodríguez Merchán 2003, 400) y se consigue a través de la extensión del neorrealismo a un nivel de detalle físico que se acerca al cinéma vérité, técnica llevada hasta consecuencias más extremas por Saura en La caza. Lo que aquí resulta impresionante es que Camus consiguiera sacar esto adelante con los equipos técnicos de la máquina de producción de Iquino. Al fin y al cabo, Saura trabajaba con el que bien cabría considerar uno de los

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mejores directores españoles de fotografía de cine de arte y ensayo de todos los tiempos, Luis Cuadrado. Puede que la intención original de Camus en Los farsantes consistiera en representar el paso del tiempo haciendo un énfasis parecido en el detalle físico. El sonido de los tambores de las procesiones en el mundo exterior de la calle habría magnificado, en efecto, el lento transcurrir de los minutos y los segundos para los actores atrapados en el interior del piso21. Sin embargo, los censores captaron la asociación que se establecía, mediante el puente sonoro, entre los tambores y el hambre de los cómicos y el descenso a la locura; de modo que obligaron a Camus a cambiar el sonido de las dos últimas bobinas del filme. En la versión de Los farsantes que hoy tenemos, el importante sonido diegético de los tambores de Semana Santa ha sido sustituido por una insulsa melodía de fondo que se oye durante los créditos y se emplea para conectar secuencias. Para deducir cómo quizás hubiera sonado esta secuencia última conforme al plan original contamos, por lo menos, con una versión en el relato de Sueiro, que revela el papel de los tambores de cara a subrayar el creciente hambre de los cómicos —«Los tambores habían retumbado en los cristales de las tres ventanas, con los mismos sonidos lentos, estremecidos, siniestros que deben acompañar a los condenados que van a morir en la horca»— así como de cara a enfatizar el paso del tiempo mientras los actores esperan: Aquel tiempo sin horas y sin fechas, sin días ni noches, sin nada que hacer ni que pensar, nos tenía como idos de este mundo. El miércoles por la noche nos metimos en la pensión de la calle Teresa Gil y ya no volvimos a salir. Desde nuestra habitación oíamos continuamente, durante todo el día y buena parte de la noche, el paso lento, arrastrado, obsesionante de las procesiones, siempre acompañadas por el retumbar de los tambores y, de vez en cuando, la estridencia de las cornetas (Sueiro 1988, 109-110).

21 Buñuel usa los tambores de Semana Santa de Calanda para expresar el desengaño de su protagonista en Nazarín (1958); de forma parecida, en Peppermint frappé, de Saura (1967), los tambores transmiten la inestabilidad psíquica de Julián.

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De manera que, en la última parte de la película —la de la Semana Santa—, Camus presta especial atención a la dolorosa experiencia del cuerpo que pasa hambre —así como al lento transcurrir del tiempo— en la idea de establecer un paralelismo provocadoramente anticlerical entre, por una parte, la representación del sufrimiento de Cristo en el relato del Evangelio y, por otra, el sufrimiento real de un grupo de cómicos depauperados de la España de provincias. Los farsantes condena, así, la ceremonia religiosa en cuanto distracción: los feligreses vallisoletanos hacen un acto público de contrición en las procesiones, pero ignoran el sufrimiento de unos cómicos que tienen muy cerca.

Alegorías de la dependencia La denuncia que Camus hace en Los farsantes de los efectos distorsionantes y distractores de la simulación —a través de diversas formas de esta como puedan ser el teatro popular, el ceremonial católico, la retórica oficial y el espectáculo erótico— también puede extenderse a una lectura alegórica del conjunto de la película. Los farsantes llama a los públicos, en efecto, a enfrentarse a lo que el director considera que merece realmente atención —vale decir: la versión que él da de la realidad española— y a no dejarse distraer por la simulación. En este contexto, este filme podría leerse en clave autobiográfica, toda vez que la relación entre los actores y Pancho es una alegoría de la dependencia de Camus respecto de Iquino. Sin embargo, la elección del nombre Pancho para el director de la compañía de teatro no es casualidad, ya que es uno de los posibles diminutivos de Francisco, o sea, del nombre de pila del dictador Franco22. La relación de Pancho con los cómicos de su compañía representa, así, mucho más que la queja cifrada que un director de cine de arte y ensayo hace sobre su productor de sesgo comercial. Se refiere nada menos que a la relación de Franco con España.

22 En el relato original de Sueiro (1988, 87), la asociación es más clara al incluirse el detalle de que Pancho es, igual que Franco, gallego.

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No puede decirse que se trate de una crítica sutil: Pancho dirige una compañía de cómicos de la legua desesperados y abatidos cuya pobreza y cuyo hambre les han quitado cualquier ambición23. La sumisión que muestran hacia ese hombre los infantiliza y los despoja de toda dignidad. Aceptan, en efecto, que él regule sus vidas privadas con el pretexto de que hay que guardar las apariencias y se resignan, sin quejarse, a las míseras condiciones de vida que su jefe les brinda. Conviene reparar en el hecho de que Camus no está haciendo una simple condena de los cómicos de Pancho —o de los súbditos del dictador de España—, sino que más bien está explicando los motivos de semejante dependencia, cosa que hace mostrando de qué modo la atención de los comediantes se distrae. Pues a estos actores los absorben sus preocupaciones cotidianas, como queda patente, por ejemplo, en la secuencia en la que no se enteran de que Rogelio les está robando porque están embobados con el estriptis de Tina. En el conjunto de la película vemos cómo los celos, la rivalidad y la traición entre los actores distraen a estos de su desesperada situación, que Camus quiere hacer evidente para el público con su insistencia en la pobreza de los miembros de la compañía. Es únicamente durante los largos días de hambre de la Semana Santa cuando presenciamos algún conato disidente entre los cómicos. Su conversación en el piso, en la que describen sin tapujos su propia situación, podría trasladarse fácilmente al país en su totalidad. «¿Qué podemos hacer?», pregunta un desalentado Currito tras replicar vacuamente Vicente «¿Qué vamos a hacer?». El «Hay que resignarse» de Lucio caracteriza la actitud derrotista del grupo, y solo Tina se revela como un personaje que intenta tomar las riendas de su propio destino. En un momento en que está tendida sobre la cama, la cámara la en-

23 Larraz lee esta película como un «homenaje» a la «dignidad» de los actores. Este estudioso interpreta, en efecto (2003, 8 y 13), la inclusión de las representaciones teatrales como una celebración de la «magia» del teatro, enfoque que le lleva a una lectura positiva del final del filme, en el que, según él (ibid., 14), el grupo prosigue en la esperanza de inspirar a los públicos con su arte. Esta interpretación pasa por alto, sin embargo, tanto el ambiguo tratamiento del espectáculo popular, como el personaje de Pancho.

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cuadra en un primer plano extremo mientras dice, reflexionando, que «nadie dirá nada, aunque el hambre les vuelva locos. Esperarán tumbados, nadie será capaz de dar un solo paso ni por comer. Y cuando [Pancho] llame, todos tan contentos. El único que se libró de esta vida fue Lorenzo, y por eso tuvo que morirse». Al día siguiente dice «Vosotros aguantáis esto» —lo que podría referirse tanto al apuro en que la compañía de cómicos se encuentra, como a la situación política más amplia—, y el desafiante «Yo, desde luego, no» que añade anuncia su intención de ganarse el pan prostituyéndose. Cuando sale del piso para el bar en busca de un cliente, vamos tras ella; somos cómplices de su rebelión. El chasco de Tina es, por consiguiente, también el nuestro cuando su apuesta por la autonomía se ve frustrada por la reaparición de Rogelio, y ella ha de volver al piso para soportar que Avilés la pegue por su supuesta infidelidad. De haber prosperado la rebelión de Tina, Los farsantes podría haber sido una película distinta: una que terminase con una optimista alegoría de la rebelión contra la dictadura, y no con un pesimista retrato de la continuidad de esta. Pero resulta que la secuencia final de esta película es una de las más desesperanzadoras de todo el cine español realizado bajo el régimen de Franco. Porque Pancho regresa… y los famélicos actores lo siguen —dando tumbos y parpadeando porque la luz los ciega— hasta la soleada calle del Domingo de Resurrección cuando repican las campanas. Tina, la rebelde potencial, ni siquiera tiene ya energías para protestar cuando ve que Rogelio ha vuelto a unirse al grupo. Entonces Justo pronuncia la intervención más pesimista de todo el guion. Pues a lo largo de la película hemos visto cómo este personaje iba entendiendo poco a poco que Pancho es un fraude, pero Justo, en lugar de emprender alguna acción con base en lo que ha comprendido, se limita a aceptar lo que hay. «Mentira», dice en respuesta a las extravagantes promesas del director de la compañía. Y, mientras sube a la parte trasera de la camioneta de Pancho, murmura para sus adentros: «Por lo menos no vamos a engañarnos». De manera que las campanas del Domingo de Resurrección que repican en esta secuencia se pueden entender como un ejemplo más que esta cinta ofrece de contraste irónico. Significan, más que un renacer, la muerte simbólica de los

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actores, sepultados por su estado de dependencia24. Así pues, el final del filme cierra el círculo. Porque, si Los farsantes empezaba con el sonido de unas campanas que marcaban la muerte real de uno de los cómicos, termina con el sonido de otras campanas que marcan la muerte simbólica del resto. Empecé este capítulo considerando Los farsantes como un punto de confrontación entre los diferentes modelos de autoría del VCE y el NCE. Un análisis pormenorizado de los contextos de producción revela que, mientras que el NCE dependía económicamente de subvenciones del Estado, muchas de sus películas también eran dependientes, en la práctica, del VCE en la medida en que tenían detrás a productores de cine popular. Los farsantes muestra, en efecto, que la relación entre el NCE y el VCE era tanto de tipo artístico como práctico. Por una parte, Camus, que se había formado en la Escuela Oficial de Cine y aspiraba a convertirse en un director de arte y ensayo, responde creativamente a esta dependencia al encriptar en la película, mediante el tratamiento del teatro popular que esta lleva a cabo, una crítica del cine popular. Por otra, este autor colabora fructíferamente con el equipo y el reparto de Iquino. Habiendo a lo primero condenado la artificialidad distractora del espectáculo teatral, Los farsantes aprovecha luego el rango del estilo interpretativo de Lozano para su propia crítica política. Del mismo modo, el equipo técnico, que está sacado del VCE, produce para Camus una película que ejemplifica las técnicas neorrealistas que propugnaba el NCE.

24 Sánchez Noriega sugiere (1998, 63) que las campanas representan tristeza y contrariedad tanto al principio como al final de la película; personalmente sugiero una asociación más extrema con la muerte.

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Capítulo 4

Represión y exceso en La tía Tula (Picazo 1964)

La tía Tula, de Miguel Picazo, es un ejemplo de esas películas del NCE de las que Mario Camus decía que estaban hechas «con amigos» (Sánchez Noriega 2003, 253). Fue una coproducción de Surco Films, productora fundada ad hoc para esta película por el novelista Nino Quevedo (Iznaola Gómez 2004a, 32), y Eco Films, regentada por José López Moreno, Juan Miguel Lamet y Ramiro Bermúdez de Castro, quienes ya habían apostado por Del rosa… al amarillo y La niña del luto, ambas de Manuel Summers (1963 y 1964). El equipo técnico de Picazo incluía al director de fotografía y al montador más asociados el movimiento del NCE —Juan Julio Baena y Pedro del Rey, respectivamente—, y el director pudo contar con la estrella que quería para esta película, Aurora Bautista. El material crítico sobre la cinta aporta más datos que confirman el estatus de la misma como producción de arte y ensayo. El éxito que La tía Tula tuvo en el Festival de San Sebastián —donde obtuvo los premios a la mejor película en lengua española y al mejor director—1, su notable recaudación en la taquilla —a este respecto véase la «Introducción»— y su coincidencia con la celebración del centenario del nacimiento del autor de la novela original —Miguel de Unamuno— garantizaron a este prometedor director una amplia cobertura cuando se estrenó el filme. Numerosas entrevistas ofrecieron a Picazo, en efecto, una plataforma desde la que insistir

1 Fuera de España ganó el premio a la mejor película extranjera en Prades (1964) y el premio de la crítica en Nueva York (1965) (Gubern 1997, 563).

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en su condición de director de cine de arte y ensayo («Miguel Picazo…» 1964; Martialay y Buceta, 1964; Núñez, 1964; Castro 1974). Las expectativas, que su posterior carrera dejó insatisfechas, también han supuesto que entrevistas más recientes se sigan centrando en La tía Tula, su primera película y la más lograda (Gavilán Sánchez y Lamarca Rosales 2002; Hernández 2003; Iznaola Gómez 2004a)2. Dado el volumen de material que nos ofrecen las entrevistas al director, y dada en cualquier caso la atención que los estudiosos del cine español prestan sobre todo a las películas de arte y ensayo, los críticos han enfocado La tía Tula como una cinta de esta clase. Ello ha llevado al problema de cómo considerar las quejas de Picazo sobre la censura de su filme. Y es que Picazo, por más que supiera —por su experiencia previa con guiones— que la obra de los directores del NCE no era inmune a la censura, se quejó amargamente del tratamiento de La tía Tula por parte del régimen. Su ataque a la censura en la prensa le hizo perder el favor de este (Hernández 2003, 328), y en cada entrevista aprovechaba para condenar los cortes que su película había sufrido3. Ahora bien: si, conforme al enfoque del cine de arte y ensayo, el director es la fuente de la intención creativa de la película, ¿cómo responde el crítico a este lamento de que la censura supuso que se perdiera entre el cuarenta y el cincuenta por ciento del impacto de La tía Tula («Miguel Picazo…» 1964)? En semejantes circunstancias, las lecturas de la película corren el riesgo de convertirse en elegías por las partes que los censores cortaron. La interpretación de esta película que hace 2 En el nostálgico y hagiográfico volumen publicado por la Diputación Provincial de Jaén —donde nació Picazo— con motivo del cuarenta aniversario del lanzamiento de La tía Tula (Iznaola Gómez 2004b), Diego Galán lamenta (2004, 113) que Picazo sea un «autor desperdiciado», mientras que Fernando Lara se pregunta (ibid., 173) por qué este director hizo tan poca cosa de valía después de aquella película. 3 En 1998 declaró que los censores habían suprimido cuatro minutos y cuarenta y siete segundos, y describió con gran aflicción estas secuencias censuradas (Castillejo 1998, 138-140); Román Gubern (1981, 212) confirma estos datos. En 2004, sin embargo, el director afirmó que fueron seis los minutos de película cortados, minutos que se habrían perdido para siempre por haberse destruido los negativos (Iznaola Gómez 2004a, 34-35).

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John Hopewell, por dar un caso, consiste en un pesaroso análisis de las pérdidas sufridas por una cinta (1986, 66) «de tan serena sutileza, que en ella cada escena contaba», mientras que Jorge Castillejo ha usado (1998, 138) el emocional término de «mutilación» para calificar la mencionada acción de los censores. El presente capítulo evita tal crítica del lamento adoptando un enfoque revisado del cine de arte y ensayo: un enfoque sensible a los contextos de producción. Para empezar, por mucho que Picazo se presente como autor de cine artístico, también él era un producto, como todos los directores del NCE, de la intervención del Gobierno en el cine durante la década de 1960. Se formó, en efecto, en la Escuela de Cine, y no fue sino el nombramiento de García Escudero como director general de Cinematografía y Teatro —en 1962— lo que permitió a Picazo realizar su primera película, deuda que, por lo demás, el director reconoció en su momento (Núñez 1964). Y es que La tía Tula contó con subvenciones del Estado al recibir la calificación 1-A. De hecho, tales subvenciones ascendieron hasta llegar al 50% cuando la mencionada calificación se revisó, sustituyéndose por la de «interés especial» en vista del éxito de la película en el Festival de San Sebastián. Este irónico contexto de producción de un aspirante a autor fílmico independiente financiado por el Estado franquista sugiere un nuevo modo de enfocar el tratamiento que la película hace de la contradicción, toda vez que la exploración de la rebelión y el sometimiento que hay en la narrativa de La tía Tula se corresponden con la experiencia análoga del director durante la creación de la película. Este capítulo también ofrece un enfoque revisado del cine de arte y ensayo en la medida en que presta atención al aporte de miembros del equipo técnico y del reparto. Una vez más, las declaraciones de Picazo no deben hacernos perder de vista el hecho de que, incluso en este ejemplo prototípico de NCE de arte y ensayo, el cine sigue siendo un arte colaborativo. De hecho, ni siquiera la circunstancia de que respaldaran la película dos productoras del NCE garantizaba que el director gozara de una libertad total, pues a los productores de Eco no les gustó el filme —querían modificar el montaje final—, y fue solo gracias a la intervención de Quevedo por lo que Picazo pudo mantener el control (Castro 1974, 332; Gubern 1997, 562; Gavilán

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Sánchez y Lamarca Rosales 2002, 98). La dirección de fotografía y el montaje, que resultaron cruciales de cara a la impresión de claustrofobia que la película crea, son obra, como adelantábamos, de Baena, el «pionero de una fotografía moderna» en España (Sánchez Biosca 1989, 91), y del experimentado montador del NCE Del Rey. Ambos eran veteranos del cine español disidente del lustro anterior, ya que habían tomado parte en cintas como Los golfos, de Saura (1959), y El cochecito, de Ferreri (1960); pero también contaban los dos con experiencia en el cine español popular, como en el primer capítulo pudimos constatar a propósito de Del Rey. El hecho de que Picazo quisiera en el reparto a Aurora Bautista, la heroína de Cifesa, ha llevado a los críticos a concluir que, en La tía Tula, el director-autor quería oponerse al VCE. Aquí planteo, sin embargo, que la relación que en la película se establece entre el NCE y el VCE, bien podría ser más fructífera que eso si la reconsideramos en términos de solapamiento. Aunque la exploración de la dicotomía virgen/madre se la debemos atribuir a Unamuno —el autor de la novela en que la película se basa—, la actualización que Picazo lleva a cabo supone que su adaptación cinematográfica de La tía Tula responda al modo en que el régimen franquista —especialmente en su fase neocatólica— consagraba el divorcio entre la maternidad y la sexualidad o santificaba la maternidad mediante la figura de la Virgen María. Es importante, sin embargo, señalar las maneras en que la ideología del régimen en materia de género evolucionó. Si Helen Graham ha observado (1995a, 184) que, durante la década de 1940, las «numerosas encarnaciones de la Virgen proporcionaban el modelo de conducta perfecto para la mujer», el desarrollo económico habido a finales de la década de 1950 y a lo largo de la de 1960 presenció la incorporación de las mujeres de clase media al mercado laboral —muchas mujeres de clase obrera siempre habían estado en el mismo—, y eso llevó aparejada una revisión de la legislación del régimen en asuntos de género: me refiero a la reforma del Código Civil efectuada en 1958; a la ley sobre derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer (1961); y a la inclusión del trabajo femenino en el Plan de Desarrollo de 1963 (Amorós 1986, 42). Rosario Coca Hernando ha hecho una crónica del impacto de esta transformación de la década de 1960 en su trabajo sobre Teresa,

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la revista de la Sección Femenina de Falange Española y de las JONS; se trataba del altavoz de los discursos oficiales sobre la mujer. Esta estudiosa demuestra (1998, 5) que, en paralelo a las reformas legales tentativas en favor de los derechos femeninos, surgió «la imagen de la mujer “moderna” o “nueva”». Esta figura constituía —situación típica de la España de la «apertura»— otra reconciliación contradictoria de valores viejos y nuevos: una mujer que era, en palabras de la Sección Femenina (véase Coca Hernando ibid., 7), «antigua y siempre nueva» o, como Coca Hernando resume (ibid., 13), representativa de «una feminidad ambivalente que combinaba lo tradicional con lo moderno». Dado este contexto de cambio tentativo en las funciones de la mujer, Picazo denuncia, mediante la caracterización de Tula, tanto la contradicción del culto de la maternidad santificada, como el anacronismo de una continuada adhesión a aquellas desfasadas normas de género por parte de la España de provincias de la década de 1960. La condición de tía de Tula, o su intento de ser una Virgen María o una madre sin sexo, es una reductio ad absurdum de la exigencia de que las mujeres sean «puras» y, no obstante, madres4. Picazo muestra que el comportamiento de Tula redunda tanto en represión (por su negación del cuerpo), como en exceso (porque a Ramiro, en cambio, su propio cuerpo lo tiene esclavizado, situación que le lleva a protagonizar dos crímenes: tanto un intento de violación, como una violación consumada). Décadas después, Saura (2004, 205) resumiría esta primera película de su ex alumno —y compañero del NCE— con una concisión que tal vez le viniera dada por el tiempo… y con una imagen masculina del coito —al hablar de «explosión»— que delata la perspectiva androcéntrica que volveremos a ver en La caza (sexto capítulo): «Hay sobre todo la explosión del sexo y de la pasión amorosa que surge de la represión». La tía Tula es una tesis sobre la interdependencia de la represión y la rebelión; esto describe tanto el tema de la película, como la experiencia del propio Picazo realizándola. El filme indaga, en efecto, en

4 En la adhesión ciega de Tula a la ideología, hay margen para una lectura althusseriana de este personaje como un individuo «interpelado». Sobre la aplicación de esta teoría al cine español disidente, véase Kinder (1993, 19-20).

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las contradicciones de la ideología franquista en lo que a género y sexualidad respecta, y examina recursivamente su propia génesis contradictoria como parte de un movimiento promovido por el Gobierno. (Especialmente la equívoca experiencia que Picazo tuvo de la libertad artística y, al mismo tiempo, de la represión ideológica.) De manera que en este capítulo combino la atención a estos equívocos contextos históricos e industriales con lecturas pormenorizadas de la forma fílmica. La represión y el exceso se exploran en particular a través del uso de la ambientación, del espacio que no sale en la pantalla, y de la negociación del cuerpo. Tras considerar la puesta en escena del piso de Tula como una casa encantada, examinaré tres ámbitos de contradicción fundamentales de la película: el retrato de la feminidad, el de la masculinidad y el de la niñez. Daré cuenta, asimismo, de la impresionante movilización de recursos cinematográficos por doquier, centrándome en el guion (la trama y la caracterización), en el reparto (la caracterización), en la puesta en escena (especialmente las ambientaciones claustrofóbicas), en el montaje (concretamente en el uso del plano secuencia, en la medida en que uno de los rasgos notables de esta cinta consiste en una inusual duración media de los planos de dos minutos) y, por último, en el sonido (principalmente la importancia de la conexión entre fuentes sonoras diegéticas y no-diegéticas). La frustración que Picazo vierte en La tía Tula —frustración palpable en cada imagen—, en parte se explica por la experiencia vital de este hombre hasta 1964. La década empezó bien. Su corto de licenciatura, Habitación de alquiler (1960), le aseguró en primer lugar un puesto docente en la Escuela Oficial de Cine —que se inauguró ese mismo año—5, y en segundo, una oferta de Ferreri para producir su primera película (Hernández 2003, 323). Jimena, con guion del propio Picazo, Camus, Joaquín Jordá y Francisco Regueiro, había de corregir la versión de la leyenda del Cid, cuestionando la película so-

5 Véase Gavilán Sánchez y Lamarca Rosales (2002, 94). Picazo se convirtió en profesor titular en 1964, dimitiendo luego, junto con Berlanga, en señal de protesta contra las medidas que el nuevo ministro de Información y Turismo Alfredo Sánchez Bella tomó en 1969 (Hernández 2003, 320).

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bre este personaje que produjo Samuel Bronston y dirigió Anthony Mann. Pero los censores enviaron el guion a la Real Academia de la Historia, y esta institución lo rechazó, aplaudiendo en cambio la versión estadounidense. (Picazo ha señalado con amargura que aquello fue debido a que el hijo del reverenciado Ramón Menéndez Pidal había sido el asesor histórico —magníficamente retribuido— del filme de Mann [Castro 1974, 331; Hernández 2003, 324; Iznaola Gómez 2004a, 31].) Es decir, que, tras la espléndida racha que abrió para él la década, este aspirante a cineasta vivió tres años de contrariedad en los que estalló el escándalo de Viridiana, cerró Uninci —que iba a ser una de las productoras de Jimena— y a Ferreri le denegaron la solicitud de renovación de su permiso de residencia, por lo que el mentor de Picazo tuvo que volver a Italia. Antes de irse, sin embargo, Ferreri había sugerido a Picazo que leyera la novela de Unamuno y la adaptara al cine; pero fue la legislación de García Escudero lo que acabó llevando el proyecto a la producción. Una comparación con el original de Unamuno revela la naturaleza personal del tratamiento de Picazo. Junto a los coguionistas Luis Sánchez Enciso, José Miguel Hernán y Manuel López Yubero, el director podó la trama: eliminó el primer matrimonio de Ramiro con Rosa6, así como el segundo con Juanita, y eso le permitió centrarse en la relación de Tula con su cuñado (Ramiro) y con su sobrina y su sobrino (Tulita y Ramirín) y focalizar los asuntos de la represión y el exceso. El modo en que Tula concibe su condición de tía se traduce en que, si bien abraza con entusiasmo el papel de madre de cara a los niños, rechaza cualquier clase de contacto físico con Ramiro. Resulta igualmente significativo el hecho de que los guionistas empoderen a Tula al hacer que Ramiro y los niños se muden a la casa de la mujer. (En la novela es Tula la que se muda a la casa de ellos, véase Unamuno 1996, 111.) Una vez que Tula rechaza la proposición de matrimonio de Ramiro, este se va sintiendo cada vez más frustrado e intenta violarla —cosa que en la novela no ocurre—, pero Tula consigue zafarse

6 Una versión temprana de la novela de Unamuno también empezaba con el enviudamiento de Ramiro (Longhurst 1996, 15).

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de él. En otra ocasión, excitado por las obvias insinuaciones de Tula, el hombre viola —esta vez lo consigue— a Juanita, prima de esta. La chica queda embarazada, Ramiro se casa con ella y se lleva consigo a los niños, dejando a Tula sola. Picazo y los otros guionistas hicieron concreta la ambientación temporal y geográfica abstracta del original. (En numerosas entrevistas que concedió al estrenarse el filme —e incluso después—, el director declaró que Tula le recordaba a dos mujeres reales que conocía; véase «Miguel Picazo…» 1964, 44; Núñez 1964; Castro 1974, 332; Iznaola 2002, 32.)7 De manera que la película es el cuento de una mujer en la España de provincias; está rodada entre Guadalajara y Brihuega, y ambientada en la misma época en que se produjo. Picazo aclara sus intenciones en la entrevista de Ínsula recién mencionada (Núñez 1964): Unamuno crea un ser de excepción, desorbitado. En la película se ha intentado lo contrario; es decir, acercar al personaje al público actual, para que lo reconozca y se sienta próximo a él, tome conciencia del problema en su dimensión real y, al mismo tiempo, le haga pensar en las consecuencias que se derivan del comportamiento de Tula y de Ramiro.

El estudio abstracto original de Unamuno se convierte, así, en una película de denuncia específica —«El problema en su dimensión real».

7 Unamuno también declaró que sabía de un caso real (Longhurst 1996, 13), y en una versión temprana de la novela —versión analizada en Alex Longhurst (1996, 13-18) con base en el trabajo de Geoffrey Ribbans— el autor también ponía de relieve factores del entorno para explicar las actitudes de Tula. Sin embargo, Unamuno se había propuesto romper con el realismo decimonónico —en el cual el tiempo y la acción son concretos— en favor de ambientaciones abstractas y de un énfasis en las cuestiones filosóficas (Longhurst 1996, 52-58), acuñando, de hecho, el neologismo «nivola» con referencia a su enfoque idiosincrático. De modo que, en la versión final del texto, Unamuno elimina el entorno en la idea de evidenciar la circunstancia de que «la actitud anti-masculina de Gertrudis [Tula] le salga de lo hondo del ser y no de ciertos factores condicionantes históricos o ambientales» (Longhurst 1996, 16). La película de Picazo constituye, por tanto, en cierto sentido una adaptación de la versión inicial de Unamuno.

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Nuestra reacción ante Tula es compleja, pues, por un lado, se nos anima a identificarnos con ella —«reconocer» al personaje y «sentirse próximo a él»—, pero, al mismo tiempo, se condenan las consecuencias de su comportamiento. Y es que, si bien es una víctima de su entorno, ella crea, a su vez, sus propias víctimas. Aunque en la entrevista Picazo no se atreve a llamar por su nombre a ese entorno al cual denuncia, es evidente que se refiere a la ideología de género de la España de Franco. El comentario del entrevistador sobre el final del filme es revelador de la eficacia de la crítica que este hace de la sociedad de su época, y el uso de la palabra «algo» indica que el blanco de dicha crítica no puede nombrarse: «Dan ganas de arremeter contra algo, para que tales cosas no ocurran» (Núñez 1964; el énfasis es mío). Al tratarse de una adaptación, La tía Tula trae al primer plano su lugar en la historia de la literatura española, pero también se encuadra en la historia del cine español. Pues bien: mucho se ha escrito sobre la relación del NCE con movimientos cinematográficos extranjeros —especialmente el neorrealismo italiano y la Nouvelle Vague francesa—, y, en una entrevista muy posterior al lanzamiento de la película (Hernández 2003, 326), Picazo menciona —de manera más bien mecánica— la influencia del neorrealismo. En otra entrevista, sin embargo (Núñez 1964), el director insiste en la importancia que tuvieron en su formación los profesores de la Escuela de Cine, llegando a afirmar que, «en el aspecto cinematográfico, la Escuela lo ha sido todo para mí. Yo no puedo hablar más que bien. Todo lo que sé de cine, lo aprendí en la Escuela». Entre sus profesores estaban los cineastas Berlanga, José Gutiérrez Maesso, Carlos Serrano de Osma y Saura; y, en una entrevista con Javier Hernández (2003, 320), Picazo menciona en particular las clases de historia del arte que allí impartía Camón Aznar, así como las de diseño de decorados que daba Enrique Alarcón, quien fue el responsable de los interiores de Calle Mayor. En otra entrevista (Gavilán Sánchez y Lamarca Rosales 2002, 94-95), el director remarca la influencia que en su trabajo tuvo Serrano de Osma, quien había realizado seis largometrajes entre 1946 y 1951 —más uno en 1960—, y cuya filmografía incluye la adaptación de Unamuno Abel Sánchez (1946). Sería, por supuesto, bastante naíf plantear que el marco de referencia fílmica de Picazo en La tía Tula es, en consecuencia, «espa-

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ñol», ya que cualquier noción de una cinematografía nacional pura es una falacia que pasa por alto la hibridez transnacional del cine. El hecho es, en cualquier caso, que a Picazo le preocupa menos que a otros directores del NCE cuál sea su lugar entre las nuevas cinematografías europeas. (Nunca habla de viajes a festivales de cine extranjeros, por ejemplo.) La tía Tula está claramente en deuda con el cine español disidente de la década de 1950 y comienzos de la de 1960 —cuando, en 1964, preguntaron a Picazo por las tres películas españolas que más lo habían influido, él mencionó Bienvenido, mister Marshall (Berlanga 1952), Calle Mayor (Bardem 1956) y Viridiana (1961); véase «Miguel Picazo…» 1964, 48—, aunque estas películas, naturalmente, a su vez reciben toda una serie de influencias internacionales. El drama doméstico de Picazo lleva, en efecto, la huella del cine negro al que Serrano de Osma recurre en su adaptación de Unamuno (Labanyi 1995b), así como la del melodrama hollywoodiense del que Bardem se sirve en Calle Mayor, por no hablar del vestigio del género gótico del que Buñuel echa mano en Viridiana. Igual de evidente resulta el influjo del neorrealismo italiano, visible en el objetivo de denunciar a la clase social a la que Tula pertenece —aquella alta burguesía terrateniente de la España de provincias que apoyaba a Franco— o en técnicas como el uso de sonido directo8. A pesar del rechazo que tan a menudo expresó hacia él, el NCE no operó aislado del VCE. Picazo dice, por ejemplo, que, si quiso contar con Aurora Bautista, no fue por el trabajo anterior de esta actriz en el cine, sino porque la había visto en una obra de teatro (Hernández 2003, 325). Y, dadas las opiniones negativas que, como digo, los representantes del NCE a menudo exhibían hacia el VCE, que Picazo desdeñe los anteriores papeles de Bautista es de esperar. Es imposible, sin embargo, que el director no conociera bien tales papeles. Las cintas de Bautista con la productora Cifesa en las décadas de 1940 y 1950 —como Locura de amor y Agustina de Aragón, dirigidas por Juan de

8 Picazo afirma que el sonido directo se usó siempre, con las excepciones de la secuencia del río y de la escena final en la estación (Julián 2002, 63); según Baena, solo se usó en las secuencias interiores (Llinàs 1989b, 222).

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Orduña en 1948 y 1950, respectivamente— fueron en su momento auténticos taquillazos. Jo Labanyi señaló (2000, 176) que la famosa imagen de Bautista disparando un cañón en la película de 1950 recién mencionada «pasó al imaginario popular al reproducirse en los libros de texto de los niños y en sellos, calendarios y logotipos comerciales». Además, otro alumno de la Escuela de Cine ha revelado que allí las películas de Orduña se estudiaban. Antonio Drove recuerda, en efecto, que Berlanga, quien, según arriba señalé, también fue profesor de Picazo, les ponía en clase una y otra vez Locura de amor, el superéxito de Bautista, y les decía: «Este Orduña, hay que ver, se lo cree tanto que te contagia su emoción» (Alberich 2002, 26). En resumidas cuentas: que la inclusión de Bautista en el reparto es una conexión ostensible de esta película con el VCE. Pero, como en seguida veremos, La tía Tula presenta, a través de aportes menos palmarios de su equipo técnico, una serie de solapamientos adicionales.

La casa encantada de Tula Dado que La tía Tula atribuye el comportamiento de Tula al asfixiante tradicionalismo de la España de provincias, en el retrato que Picazo ofrece de la Guadalajara de la década de 1960 resulta especialmente significativa la construcción de la ambientación y la puesta en escena. El director se había mudado a esta ciudad castellana de niño —en 1940—, y la asocia con las penurias de los años de posguerra: «Era el ejemplo más claro de una sociedad triste y reprimida y que me supuso un nuevo planteamiento vital» (Castro 1974, 328). Puede que La tía Tula muestre que el hambre de aquellos años ya había pasado, pero la mentalidad tradicionalista de la época, especialmente en lo que a asuntos de género respecta, permanece. Los planos de la ciudad no muestran lugares reconocibles, por lo que el retrato que se hace de la España de provincias es de carácter genérico. (A diferencia de en Calle Mayor, donde Bardem situaba la acción explícitamente en Cuenca mediante planos de establecimiento.) Los planos de exteriores evocan un tedio plomizo —el rodaje tuvo lugar en Guadalajara durante un gris otoño, entre el 16 de septiembre y el 3 de noviembre de

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1963; véase Hernández 2003, 325—, y en ocasiones jalonan el tedio el repicar de campanas o el zumbido de una motocicleta. Mediante la iluminación, Baena se preocupó de mantener un continuum entre estos exteriores y los planos interiores —rodados en un estudio— del piso de Tula (Torán 1989, 113). El espacio doméstico magnifica esa atmósfera opresiva que Picazo asocia a la España de provincias. Aquí no hay motocicletas que den un toquecito de modernidad, y se antoja improbable que ese televisor que, en una secuencia del comienzo de la película, Tula habla de comprar tras cobrar sus rentas, realmente vaya a acabar encontrando su lugar algún día en semejante vivienda. (En la película, lo cierto es que no vemos televisor alguno en ningún momento.) El piso de Tula es, en efecto, una especie de cápsula del tiempo: fragante de tradición y muerte. Los muebles eran de su difunto tío Primitivo —quien, como el guion explica (Hernán et al. 1964, 33), era sacerdote—, y hay dos significativos retratos que funcionan como proyecciones del sistema de valores de esta mujer. El primero es del papa conservador Pío XII, quien ya había muerto cuando la película se rodó, siendo sustituido en el cargo —en 1958— por Juan XXIII, pontífice más conciliador y que puso en marcha el Concilio Vaticano II, que recomendaba una serie de reformas que conmocionaron al establishment franquista9. El segundo retrato es de una prima difunta de Tula llamada Gabrielita, la cual, según el guion (Hernán et al. 1964, 43), murió de tisis a los diecisiete años. Este último retrato es objeto de especial admiración por parte de Tulita, la niña, quien cuenta a la familia la historia de Gabrielita de manera que también nosotros podamos enterarnos —«Le avisó el Niño Jesús a la prima Gabrielita cuando se iba a morir»—, y luego usa la fotografía como modelo cuando se pone a jugar con vestidos. Luis Argüello, el diseñador de los decorados —en 1970 también trabajó para Buñuel en Tristana—, trasciende el énfasis que

9 O sea, que, al usar este retrato, Picazo mostraba cuidado de no dirigir su ataque contra el catolicismo del momento. Uno de los guionistas —Hernán— recuerda que otro colaborador —López Yubero— era muy devoto y no quería que atacaran a la Iglesia directamente (Castillejo 1998, 131).

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el melodrama suele hacer en la puesta en escena y crea una casa encantada por los fantasmas del pasado: un papa muerto, un tío sacerdote muerto y una prima fallecida prematuramente. Luis Enrique Torán señala sobre el trabajo de Baena en la película (1989, 113) que «los negros, fundamentales en esta obra, lucen en toda su profundidad», y que la «acusada profundidad de campo se adecúa perfectamente al juego escénico y a la inteligente planificación de Picazo». Es importante observar que los contrastes que se generan mediante la iluminación y la profundidad de campo —técnica a la que igualmente recurrió Buñuel en su recreación de la casa gótica de Jaime en Viridiana—, no constituían innovaciones técnicas recientes. Se trata, en efecto, de expedientes típicos del cine negro español de la década de 1940, cine del que sería ejemplo la obra de Serrano de Osma —profesor, como antes vimos, de Picazo—, obra rodada conforme a los cánones de la Escuela de Guerner10. Y es que, a pesar de contar con un director de fotografía adscrito al NCE, La tía Tula está en deuda, más que con los desarrollos técnicos entonces en boga en las nuevas cinematografías europeas, con el trabajo de directores de fotografía del cine español previo. Los efectos de los contrastes creados por la iluminación y la profundidad de campo también dependen de los planos secuencia, un estilo de montaje que redunda en este encuadramiento del filme en las tradiciones fílmicas nacionales. Pedro del Rey ya había usado esta técnica, y con efecto subversivo, tanto en el cine disidente —los planos secuencia de Viridiana insisten, por dar un caso, en la casa gótica de Jaime— como en el cine popular. (En el primer capítulo del presente libro analizo, en efecto, el aporte de repente disruptivo que Del Rey hace a La gran familia, donde se sirve de planos secuencia para transmitir una sensación de claustrofobia.) En una entrevista de 1964, Picazo deja clara la doble función de esta casa encantada de Tula. En términos de la narrativa del filme,

10 Enrique Guerner, nacido Heinrich Gärtner, llevó el expresionismo alemán al cine español y formó a la generación de directores de fotografía que precedió a la que estudió en la Escuela de Cine del Estado, Baena incluido.

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semejante vivienda explica el trato que Tula le da a Ramiro, mientras que, en términos del contexto histórico, condena la situación general de España: La casa de Tula es una casa-trampa, es una casa horrorosa, es una casa monstruo, es una casa atroz, y […] esta mujer le hostiga [a Ramiro] y le trata como un enemigo […] No es una cosa de ciencia-ficción, es una cosa que se está dando en las relaciones humanas dentro de España (Martialay y Buceta 1964, 486).

Al asociar el comportamiento de Tula a la casa y mencionar las películas de ciencia-ficción, estos comentarios de Picazo evocan la imagen de esta mujer como una araña que teje una tela mortífera para atrapar a sus víctimas. La casa de Tula es, en efecto, un entramado de casposas tradiciones narcotizantes. Únicamente en las sombras ocultas cabe hallar vida, como descubren los niños cuando se ponen a revolver por el arcón de la habitación trasera11 y encuentran ropa femenina provocativa y las cartas de amor de Ramiro a Rosa. Entre las víctimas de Tula se contarán Tulita —que, estando bajo el cuidado de su tía, cae enferma— y Ramiro, que se ve arrastrado, además de a la enfermedad, al crimen. La primera víctima de Tula es, sin embargo, ella misma.

Feminidad En La tía Tula, Picazo indica la represión y el exceso mediante el tratamiento del cuerpo, oscilando entre los extremos de Tula —que niega su cuerpo— y Ramiro, a quien su cuerpo lo gobierna. La secuencia de los créditos, que sigue el velatorio de Rosa, pone en primer término la trascendencia de su propio cuerpo por parte de Tula. La mujer está sentada sola en una habitación, y podemos ver la actividad que tiene lugar en segundo término a través de una rendija de la puerta. El

11 La novela que Carmen Martín Gaite publicó en 1978 sobre la infancia durante el régimen de Franco, también presenta la habitación trasera como un espacio de libertad del que, de hecho, el libro toma su nombre: El cuarto de atrás.

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espectador se da cuenta de que no se trata de un fotograma fijo, y de que Tula permanece inmóvil durante más de dos minutos ejerciendo, como digo, una increíble represión sobre su propio cuerpo. (Picazo luego reveló que este efecto lo logró ensamblando en bucle [suture] la misma serie de cinco fotogramas, véase Castillejo 1998, 136.) Así pues, las ideas de la contención y la represión se asocian tanto al tratamiento del cuerpo como al montaje, ya que da la impresión de que se trata de un plano secuencia sin cortes. También el sonido es crucial en esta secuencia, ya que expresa ese sentimiento de dolor por la pérdida de una hermana, el cual no puede encontrarse ni en el rostro impasible ni en el cuerpo inmóvil de Bautista12. Es importante asimismo el hecho de que se trate de un sonido no-diegético, cosa que apunta a un tema central de la película: que la emoción y el deseo se sitúan fuera de la pantalla, ya sea un espacio que queda fuera de esta —como el arcón de la habitación trasera del piso de Tula—, o una fuente de música externa a la pantalla. En esta secuencia de los créditos, Tula trasciende su cuerpo en el sentido de que no expresa emociones; al mismo tiempo, sin embargo, queda atrapada en su cuerpo en virtud de la cámara estática y del falso plano secuencia, dos técnicas cinematográficas que se asocian al encierro a lo largo de toda la película. El tratamiento del cuerpo de Tula con primeros planos en secuencias posteriores es parecido. La mujer está, en efecto, definida o atrapada por su cuerpo en el nuevo papel doméstico que adopta tras acoger en su casa a Ramiro y a los niños. Para indicar esto, las tres primeras secuencias del piso de Tula empiezan con primeros planos de las manos de esta ocupadas en labores del hogar: primero vemos sus manos recogiendo la mesa tras la cena, luego planchando y, por último, cosiendo. El modo en que tales primeros planos sustituyen a los típicos planos de establecimiento contribuye igualmente a la sensación de claustrofobia de estas escenas.

12 Asunción Gómez (2002, 588) señala que la banda sonora de Calle Mayor expresa las emociones de Isabel. Semejante desplazamiento de las emociones femeninas desde la voz diegética a la banda sonora no-diegética es típica del melodrama hollywoodiense.

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A Tula también se la muestra trascendiendo su cuerpo en sentido sexual. Cuando Ramiro le besa las manos, por ejemplo, vemos que ella luego se las lava con asco. Hay un eco visual entre los primeros planos de sus manos desempeñando quehaceres del hogar —planos que atan su cuerpo a la domesticidad—, y esta negación de su cuerpo en un sentido físico. Como Picazo supo ver —si bien no quiso terminar de explicarlo—, Bautista era la actriz perfecta para este papel. Su imagen de estrella era una imagen de puro exceso histriónico, y la represión de su estilo interpretativo en La tía Tula enriquece su retrato de esta tía reprimida de manera particularmente eficaz. Es como si aquellas lozanas heroínas que Bautista encarnara en Locura de amor y Agustina de Aragón gritaran desde la cárcel de Tula en cada palabra y gesto de esta, fungiendo constantemente de recordatorio de que el exceso es la otra cara de la represión. No estoy queriendo decir con esto que la interpretación de Bautista en La tía Tula no resulte convincente, sino más bien que la elección de esta actriz es un caso afortunadísimo de selección a contrapelo. La relación entre el VCE y el NCE que en La tía Tula se evidencia con la participación de Bautista no es, por tanto, una relación de oposición, como plantean Gubern —según el cual (1997, 562) el papel de esta actriz en la cinta que nos ocupa sería una «contrafigura reprimida e histérica» de su trabajo previo— o Castillejo —para quien dicho papel sería (1998, 7) «totalmente opuesto» al trabajo previo de Bautista—, sino que se trata de un caso de reapropiación creativa. Hay, además, un detalle biográfico de Bautista que, aunque no fuese buscado, añade más aún a su interpretación de esta contradictoria tía. Y es que, en otoño de 1963, la propia actriz volvió a casarse. Lo hizo en México el día 3 de septiembre (Castillejo ibid., 131), y la mujer declaró que «este personaje es el mejor que he hecho en mi vida, aunque lo hice con tensión bastante fuerte, porque tenía que interpretar a una solterona cuando en realidad estaba en luna de miel» (citada ibid., 46; el énfasis es mío). La actuación de Bautista como tía reprimida exhala el exceso que la actriz refrena. No es sino ya al final de la película, al anunciar Ramiro sus futuros esponsales con Juanita —precisamente cuando Tula por fin se ha resuelto a aceptarlo como marido—, cuando la solterona

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da rienda suelta a su enojo y, la intérprete, a su vena dramática. Del mismo modo, esta tensa narrativa viene en ocasiones jalonada por momentos de liberación que confirman la tesis de lo inseparable de la represión y el exceso, tesis implícita en más aspectos de la película. Hay, por ejemplo, dos secuencias de histeria femenina —histeria en un caso angustiada y, en el otro, alegre— que contrastan con la autonegación de Tula. Primero, cuando Ramiro y Ramirín visitan la tumba de Rosa, vemos a una señora que está hecha unos zorros correr hacia el camposanto, y la oímos gritar histérica y enigmáticamente «¿Por qué lo ha hecho?» antes de que unas personas que pasaban por allí se hagan cargo de la situación y se la lleven. Luego Tula asiste a una fiesta para damas con sus amigas de Acción Católica13, y las señoras se terminan embriagando con el ponche y se ponen a soltar risitas nerviosas y a bailar como colegialas. (Picazo cuenta que se esmeró especialmente en escoger a las actrices debidas para esta secuencia, así como que les hizo que bebieran alcohol y emborracharse de verdad, rodando la escena —sin enmiendas ni repeticiones— con planos secuencia y sonido directo; véase Martialay y Buceta 1964, 487.) La embriaguez de las señoras no solo es un momento de liberación que subraya la represión del resto de la película, sino que Picazo también la utiliza para condenar el déficit formativo que aqueja a estas mujeres, déficit que las condena a ser como colegialas bobaliconas cuya falta de conocimiento del sexo queda puesto de relieve mediante sus canciones y chistes sobre la noche de bodas. El director dijo, de hecho: «Creo que lo más corrosivo de esa escena pudiesen ser esas mujeres, esas vírgenes de veintisiete y treinta años, hablando del amor como si fueran niñas de once o de doce, portándose frente al amor de una manera totalmente infantil, sin ser adultas» (citado en Martialay y Buceta ibid., misma página). 13 Organización católica seglar «dedicada a influir en la sociedad con arreglo a las enseñanzas de la Iglesia» (Grugel y Rees 1997, 130), Acción Católica se mostró activa sobre todo durante la década de 1960, pero entró en una época de crisis de resultas del Vaticano II (Bellosillo 1986, 11). La película muestra una serie de las reuniones de esta organización, pero la única actividad social de la misma que se menciona es —sorprendentemente— la censura cinematográfica.

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Si estos dos momentos de liberación —uno negativo y uno positivo— dejan en evidencia la represión por lo demás vigente en La tía Tula, en otros momentos la liberación se sitúa fuera de la pantalla. Y, con esto en mente, podemos abordar una de las secuencias cortadas por los censores. En ella aparece Tula, en lencería negra, ajustándose la liga de la pierna derecha, que mantiene provocativamente arqueada (véase la ilustración 4.1)14. Pues bien: el espectador de la película que finalmente se estrenó, aunque en ningún momento llega a ver semejante imagen de Tula recreándose voluptuosamente con su cuerpo, así y todo, se la puede figurar, sobre todo en la medida en que el estilo de la lencería se corresponde con el de la ropa que Tula oculta en el arcón de la habitación trasera. Y el hecho de que censuraran esta imagen — aunque esa no era, obviamente, la intención de Picazo— refuerza la idea de un espacio que no se encuentra a la vista —que queda fuera de la pantalla— y que, a semejanza del arcón de la habitación trasera, arde de deseo reprimido. Semejante lectura acaso atribuya a los públicos una imaginación sobreexcitada, como de adolescente rijoso; pero tal sobredeterminación fue producto de la censura. Por ejemplo: entre los públicos españoles de la época, estaba muy extendida la creencia de que la secuencia del baile de Rita Hayworth en Gilda (Vidor 1964), donde esta actriz se quita los guantes, era un estriptis completo que los censores habían cortado (Vázquez Montalbán 2003, 100). Una espectadora recuerda, en efecto, que, «como la censura era tan terrible, […] la imaginación iba más allá de la realidad […] ¿Te acuerdas de cuando Gilda se quita el guante? Todo el mundo daba por hecho que los censores habían cortado la escena porque la mujer se seguía desnudando» (Gómez-Sierra 2004, 94). Dicho de otro modo: la represión que se ejercía a través de la censura llevó a un exceso de imaginación. Una secuencia que transcurre hacia el final de la película —cuando la familia está de vacaciones en un pueblo que se llama Brihuega— es

14 Puede que esta imagen ya no se encuentre en la película, pero ha pasado a formar parte de la iconografía de La tía Tula, toda vez que se reproduce en la cubierta de Heredero y Monterde (2003) y en Castillejo (1998, 48).

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4.1 Aurora Bautista en La tía Tula. Fotografía cortesía de Video Mercury Films.

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otra prueba en favor de esta tesis de que hay un espacio que no se ve —que queda fuera de la pantalla— y que es la sede y la fuente del deseo sexual. Este episodio de las vacaciones retoma las mismas tensiones del resto de la película, pero indica que dichas tensiones pueden resolverse. La familia se ha ido de esa casa encantada de Tula que se diría una tela de araña, y las diferencias formales del retrato del pueblo en comparación con la ciudad nos invitan a esperar una disolución de las mencionadas tensiones. A diferencia, por ejemplo, de la cámara estática de la secuencia de los créditos de cabecera, esta secuencia de las vacaciones empieza con una dinámica rotación de la cámara de casi trescientos sesenta grados que nos muestra la plaza del pueblo y, tras ello, la llegada de la familia desde Guadalajara en autocar. Además, cuando se instalan en la casa campestre, vemos a Tula y a Ramiro compartir comida por primera vez en la película. Resulta, de hecho, que la comida en cuestión es fruta, lo cual evoca a Eva y la manzana de la tentación. En la secuencia nocturna de la casa campestre, vemos a Tula despierta observando su propia imagen en el espejo de la alcoba. Entonces va a la cocina a beber un vaso de agua y se encuentra con Ramiro. Pues bien: esta secuencia evoca —y contrasta con— el retrato que el filme hace de la relación entre ambos en la casa de la ciudad. Los planos secuencia son parecidos, sugiriendo siempre encierro y claustrofobia; también lo es el uso del espejo, que, a estas alturas de la cinta, ya identificamos como un símbolo de la reclusión dentro del marco. En cuanto a la música, que a lo primero damos por hecho que es no-diegética, apunta al deseo y a la emoción, como viene haciendo a lo largo de la película. La diferencia reside, sin embargo, en que, en esta secuencia, de repente descubrimos que sí que se trata de música diegética: Tula le dice a Ramiro que la música la ha despertado. Y así es: despertada por la música en sentido literal y metafórico, Tula busca al objeto de su deseo, es decir, a Ramiro. Y, del mismo modo que la música salta de una fuente no-diegética a una fuente diegética, también Ramiro aparece, desde fuera de la pantalla, en la pantalla, entrando en el cuadro cuando Tula está de espaldas en la cocina. En esta secuencia, la tensión sexual es más palpable que en ninguna otra de la película. Tula se está bebiendo un vaso de agua y, si en momentos anteriores su relación maternal con Ramiro se arti-

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culaba a través del hecho de que ella le sirviese comida y agua, aquí el hecho de beber y comer pasan a asociarse al deseo sexual, como Picazo daba a entender cuando hacía que ambos personajes compartieran una fruta al empezar la secuencia. Si bien estos saltos desde el espacio de fuera de la pantalla al espacio de dentro de la pantalla en el ámbito de la imagen —y desde la música extradiegética a la música diegética en el ámbito del sonido— apuntan a la resolución del deseo sexual reprimido, la película termina con represión. En la secuencia final, Ramiro se marcha en un tren, desapareciendo para Tula en el espacio de fuera de la pantalla mientras ella se queda en la estación —atrapada en el cuadro— junto con el vagón abandonado que vemos en segundo término, vagón que, en opinión de Juan Miguel Company (2003, 410), simboliza el destino de esta mujer. Este final difiere del guion, final que también se rodó y era una secuencia adicional en el cementerio. Picazo cambió de opinión («Miguel Picazo…» 1964) y prefirió poner fin a la película en la estación, haciéndose con ello eco del final de Calle Mayor —donde Isabel también se quedaba en una estación de provincias, optando por no subirse al tren y dejar atrás su vida de frustración—15 y anticipando el final de La caza, cuyo protagonista queda igualmente atrapado — en sentido metafórico— mediante un fotograma congelado.

Masculinidad El tratamiento de la masculinidad en La tía Tula permite a Picazo explorar otro bloque de contradicciones relacionadas con el género. Los estudios sobre la masculinidad en Europa occidental y los Estados Unidos de América se refieren, en efecto, a la época posterior a la Segunda Guerra Mundial como a un tiempo de «crisis» en lo que a

15 Ambas películas empiezan y terminan, en efecto, con funerales. Ambas incluyen un ataúd real en la secuencia de apertura —el de Rosa en La tía Tula y el de broma en Calle Mayor—, y un entierro figurado de la correspondiente protagonista femenina en la secuencia de cierre.

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los roles masculinos se refiere, ya que entonces hubo que reconciliar con la nueva situación de la paz una definición militar de la masculinidad. Se consideraba, además, que las mujeres habían «ocupado» los trabajos de los hombres. Labanyi señaló (1995b, 21, notas 11 y 12) que, aunque en la España de Franco «el regreso forzoso de las mujeres al hogar tras la guerra hizo innecesarias tales angustias», así y todo, hubo de llevarse a cabo una «desmilitarización» de los papeles masculinos. Esta estudiosa planteó asimismo que dicha transición de roles se representó en las películas de finales de la década de 1940 —concretamente entre 1945 y 1951—, puesto que aquellas películas a menudo ofrecían el contraste entre heroínas fuertes y héroes débiles, tendencia ejemplificada en Agustina de Aragón, donde la estrella era, como hemos visto, Bautista. Labanyi también sostiene (2000, 164165) que, debido a la agitación política y a la proyección de películas neorrealistas en Madrid durante la primera «Semana de cine italiano» (1951), este año recién mencionado «marcó el final de aquella atención a la familia y a lo femenino, toda vez que el desarrollo de un cine de oposición llevó a un nuevo énfasis en lo político, dando lugar a tramas que se centraban, por consiguiente, en el varón». Pues bien: en el NCE de la década de 1960, las tramas seguían tendiendo a centrarse en el personaje masculino —valgan de ejemplo Nueve cartas a Berta o La caza—, aunque merece la pena señalar que la idea ahora era evidenciar y explorar la falta de aplomo, el desasosiego de los varones16. La tía Tula tiende, así, un puente entre, por una parte, el cine popular de la década de 1940 —que se centraba en las mujeres— y, por otra, el cine de arte y ensayo de las décadas siguientes —que se centraba en los varones—, revelando las conexiones entre ambas tendencias. Porque esta cinta establece un contraste —como las películas que Labanyi analizaba— entre una mujer fuerte y un protagonista masculino carente de aplomo, además de lo cual presenta —como los filmes del

16 Una corriente de películas de comienzos de la década de 1970 volvió a la oposición de «heroínas sin héroes», como planteo (Faulkner 2004, cuarto capítulo) en mi lectura de los papeles de Emma Penella en Fortunata y Jacinta (Fons 1970) y La Regenta (Gonzalo Suárez 1974).

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NCE de su misma época— una crisis de la masculinidad. Ahora bien: si el modo en que La tía Tula muestra que estas son las dos caras de una misma moneda resulta obvio, las conexiones que esto revela entre el cine popular de la década de 1940 y el cine de arte y ensayo de la década de 1960 no lo son. En La tía Tula, Ramiro aparece como un contrapunto de la protagonista. La autoridad de ella en el ámbito doméstico contrasta, en efecto, con la debilidad de él. Esta oposición se hace patente mediante la caracterización y la trama, que se deben a Unamuno; en la película queda puesta de relieve, sin embargo, con recursos cinematográficos tales como el reparto y el retrato del cuerpo. Y es que, si a Tula la interpreta Bautista —una de las estrellas más famosas del país—, a Ramiro lo interpreta el actor argentino —comparativamente poco conocido— Carlos Estrada. (Gracias al uso del sonido directo, la voz de Estrada no se dobló posteriormente y su condición «distinta» queda señalada, por tanto, con la huella de su acento argentino.) Ambos actores representan igualmente estilos interpretativos opuestos —si el de Bautista busca el énfasis, el de Estrada persigue la sutileza—, y en el filme tales estilos se contraponen para dar relieve a la debilidad del personaje masculino. El desempoderamiento del varón queda asimismo patente por la negociación que en la película se lleva a cabo del cuerpo del hombre, negociación que simbólicamente infantiliza al personaje de Ramiro. Al principio de la película parece haber una equivalencia entre Ramiro y Tula: ambos están metafóricamente atrapados en el fotograma, y el deseo se halla para ambos relegado a un espacio que queda fuera de la pantalla. Por ejemplo: una secuencia diurna y otra nocturna nos permiten apreciar la sensación de encierro de Ramiro en el piso de Tula al situar la fuente del sonido en un espacio que no sale en el cuadro. En la escena diurna oímos a unos niños que están jugando y cantando afuera, en la calle; de hecho, llegamos a compartir el punto de vista de Ramiro —en un plano subjetivo— cuando el hombre mira con envidia la alegría infantil de los niños. En el guion se especifica la letra de la canción que estos cantan y, si bien en la versión final de la película se trata de otra pieza, vale la pena reproducir la inicialmente elegida, ya que habla del encierro de unas religiosas en un convento

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y proyecta la experiencia de Ramiro en la casa de soltería de Tula: «Ha dado la una. / Cierran los conventos. / Y las pobres monjas / se quedan adentro» (Hernán et al. 1964, 33). Del mismo modo, en la secuencia nocturna compartimos la perspectiva de Ramiro cuando oye a unos juerguistas borrachos que vuelven a casa, sonido que también procede de un espacio que cae fuera del encuadre. Y volvemos a apreciar el anhelo de Ramiro por unirse a ellos… En otros momentos de la película, la experiencia de encierro que Tula y Ramiro comparten se indica mediante la disposición de los elementos incluidos en el fotograma. En una serie de secuencias interiores, Picazo hace contrastar dos puntos de foco dentro del cuadro en un plano secuencia. En una ocasión, por ejemplo, Tula le sirve la comida a Ramiro, pero, en lugar de comer con él, se sienta detrás de él y sigue cosiendo (véase la ilustración 4.2); Ramiro constituye un punto de foco del fotograma —en primer término a la derecha—, y Tula otro en segundo término a la izquierda. Esta bipolaridad del encuadre se advierte también en la secuencia del dormitorio, cuando Ramiro está enfermo: la presencia de este en primer término vuelve a contrastar con la de Tula, que se afana en segundo término cambiando las sábanas. Una tercera secuencia interior, cuando la familia llega a la casa campestre de las vacaciones, está compuesta de modo que Tula, sentada en primer término, contraste con Ramiro, que está en segundo término a cierta distancia de ella mientras la familia come fruta. Gubern señala (1997, 563) que esta disposición bipolar se utiliza también en la secuencia de la confesión de Tula. Hay asimismo un eco visual de la disposición del marido y la mujer dentro del cuadro ofrecida en una secuencia doméstica de La gran familia, película que, como antes dijimos, contó con el mismo montador que La tía Tula (Del Rey). Mientras que, en la primera cinta, semejante disposición transmitía concordia, aquí representa conflicto (compárense las ilustraciones 1.4 y 4.2). El conflicto entre Tula y Ramiro también se indica mediante el distinto tratamiento de los cuerpos femenino y masculino. Antes dije que, desde el principio de la película, Ramiro es infantilizado por Tula: vemos cómo este varón adulto, atrapado en la tela de araña de ella, desciende en la escala del desarrollo hasta la niñez; pues Tula se

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4.2 Aurora Bautista y Carlos Estrada en La tía Tula. Fotografía cortesía de Video Mercury Films.

ocupa del cuerpo de él como una madre se ocuparía de un bebé. Alimenta, por ejemplo, el cuerpo de Ramiro, y una de las primeras cosas que vemos hacer a este en la película es, en efecto, eructar como un bebé tras acabarse la comida. (El eructo tenía su significación, toda vez que el guion ya lo especificaba, véase Hernán et al. 1964, 33.) Tula también viste el cuerpo de Ramiro y, en una secuencia cuidadosamente preparada, comprueba qué lleva puesto Ramirín antes de que el niño salga de la casa… y luego hace otro tanto con Ramiro. Picazo aquí se asegura de que ambos, el niño y el hombre, estén colocados exactamente en el mismo sitio y exactamente de la misma forma, de manera que no podamos dejar de advertir el paralelismo. Por último, Tula cuida el cuerpo de Ramiro cuando el hombre está enfermo con amigdalitis. Este proceso de infantilización queda reforzado, además, por el lenguaje, como cuando Tula se dirige a Ramiro como si de un niño se tratara, usando apelativos tipo «rey» o bondadosas reprimen-

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das tipo «¿Qué Ramiro es ese?». La secuencia de la comida —véase de nuevo la ilustración 4.2— resulta reveladora en este sentido. Después de servirle la comida, Tula insiste en que Ramiro se prenda del cuello una servilleta ridículamente grande y que recuerda a un babero. No obstante su atuendo infantilizante, en esta secuencia Ramiro muestra su cara más resuelta, preguntando a Tula por qué evita casarse con Emilio. La discusión que sigue entre los dos termina —y esto es significativo— en un desafío a la hombría de Ramiro. «Pero soy un hombre», alega él. Y añade un revelador «¿O qué, si no?». Los intentos de Tula por desexualizar el cuerpo de Ramiro infantilizándolo están condenados al fracaso. La ilustración más tremenda que Picazo ofrece de la tesis de que el exceso es la otra cara de la represión, es el retrato que hace de la transformación del dócil Ramiro en una potente fuerza sexual que trata de violar a Tula y que, de hecho, consuma la violación de Juanita. Pero incluso el Ramiro violador sigue infantilizado, toda vez que sigue estando definido en términos de su cuerpo. La necesidad que un niño tiene de que lo alimenten, lo vistan y lo cuiden parece trasladarse —muy problemáticamente— a la sugerencia de una necesidad que un hombre tiene de sexo. Es significativo el hecho de que el cuerpo de Ramiro se exhiba en dos ocasiones en La tía Tula; se trata de indicios adicionales de que este personaje está definido por su cuerpo. En una secuencia del principio, el hombre va por el pasillo del piso en camiseta y Tula llama nuestra atención sobre el cuerpo de él al pedirle que se cubra. En una secuencia posterior —cuando la familia está en el campo—, Ramiro está nadando con los niños y lo vemos en bañador. Esto contrasta con Tula, que está completamente vestida de negro y mira desde la orilla del río. (Incluso sus ojos están cubiertos con gafas de sol.) En cuanto personaje masculino que está definido por su cuerpo, este Ramiro de Estrada asume el papel que, según los críticos cinematográficos feministas, es típico que se atribuya en la pantalla a las mujeres. Es decir, que en La tía Tula tenemos una protagonista femenina dominante y un personaje masculino secundario cuyo papel se resume en la famosa fórmula que Laura Mulvey acuñó (1999, 837) con referencia a la función de las mujeres en el cine narrativo comercial: «connotan una ser-mirada-idad (to-be-looked-at-ness)».

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El aspecto más inquietante de La tía Tula desde el punto de vista de un público actual reside en que no condena la violación como un crimen. En las críticas del filme aparecidas tras el estreno de este encontramos, en efecto, un muy turbador silencio sobre este asunto. Hay críticos que hasta rehúsan llamar a la violación por su nombre, optando en cambio por eufemismos como «vampirismo» (Gortari 1964, 692) o «seducir y hacerla suya» (Cine Asesor 1964). La tía Tula explica que los actos de Ramiro vienen motivados por cómo lo trata Tula, pero no condena dichos actos y aun parece sugerir que tienen justificación17. Si, en el caso del intento de violación de Tula, por lo menos somos conscientes del trasfondo de frustración que mueve a Ramiro, el trato que este dispensa a Juanita no hay por dónde cogerlo. Y es que a Juanita —que prácticamente es una niña aún— la viola y la embaraza el marido de su difunta prima, tras lo que se ve obligada a casarse con él; pero su angustia se ignora por completo. Antonio Núñez objeta al comportamiento de Ramiro en una entrevista publicada en Ínsula (1964), pero su observación es terriblemente reveladora de las perspectivas de género imperantes en la España de la década de 1960. ¿Por qué insiste Ramiro en andar detrás de Tula —pregunta Núñez a Picazo en la mencionada entrevista— pudiendo recurrir simplemente a prostitutas como «válvula de escape»? Este comentario evidencia que, en opinión de este crítico de una prestigiosa revista española de la época, los burdeles hacían falta. (En España fueron legales hasta 1956, pero su prohibición nunca se hizo cumplir; véase Hooper 1995, 166.) Nos hallamos ante la misma doble moral de los censores de la película, quienes cortaron las imágenes de Tula en lencería, pero dejaron las de las prostitutas a las que Ramiro echa el ojo a las afueras de la ciudad18. Aunque más turbador todavía resulta el hecho de que Núñez no condene la violación… 17 Susan Martin-Márquez señala (1999, 150) que la película de otro director del NCE, Adiós, cigüeña, adiós, de Summers (1971), también presenta la violación —muy problemáticamente— como si de «intimidad» se tratara. 18 Esto recuerda a la decisión de dejar las imágenes de las coristas americanas ligeras de ropa en el sueño del alcalde de Bienvenido, mister Marshall, de Berlanga, pero cortar el sueño erótico de la maestra. Según parece, la sexualidad femenina era

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Niñez Si el hecho de que Tula se haga cargo de Ramiro como una madre infantiliza a este personaje y termina convirtiéndolo en un criminal, ¿qué efecto tiene esto en los verdaderos niños? Mientras que La tía Tula sugiere que los adultos pueden comportarse como niños, los personajes infantiles de Picazo se ven privados de su inocencia antes de tiempo y han de cargar sobre sus hombros el peso de un mundo adulto contradictorio. Esto queda de relieve en la secuencia previa a los créditos de cabecera, en la que las campanas de la iglesia tocan a duelo por Rosa, y Picazo filma en un plano secuencia a un niño que se acerca a la casa de Ramiro, que es donde está celebrándose el velorio. El niño lleva una enorme corona fúnebre que le agobia y que oculta su rostro y la mayor parte de su cuerpo a ojos del espectador. Del mismo modo, los niños que forman parte del relato de La tía Tula se ven agobiados por el mundo de los adultos, que menoscaba su individualidad. Pensemos, por no ir más lejos, en Juanita, la prima apenas pubescente de Tula. Ella es, en efecto, el blanco del exceso al que da lugar la represión de Tula. Es a ella, y no a su tía, a quien viola Ramiro. De resultas de este episodio de abuso, Juanita deja de ser un individuo: queda atrapada en una maternidad y un matrimonio forzosos. En la escena final de la película, sin embargo, es la angustia de Tula la que compartimos cuando esta presencia la marcha de la nueva familia desde la estación de Guadalajara, ya que la cámara se queda con ella en el andén. La esposa, madrastra y futura madre que es Juanita nos queda oculta, en cambio, en el interior del vagón: ensombrecen su rostro unos cristales oscuros, y su cuerpo un voluminoso vestido de embarazada. En las familias españolas es común que se repita el mismo nombre de pila, pero, en el contexto de La tía Tula, los diminutivos Ramirín y Tulita apuntan a un futuro borrado de la individualidad de los niños en la medida en que están destinados a convertirse en las correspondientes versiones de su padre y de su tía. La tía Tula muestra,

aceptable en el caso de las prostitutas y de las mujeres extranjeras, pero no era algo respetable en una mujer española.

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en efecto, que los cuidados maternales de Tula resultan asfixiantes: bajo ellos, tanto Ramiro como Tulita caen enfermos. (Ramirín no, pero resulta que hace todo lo que puede por ignorar a su tía.) Con otras palabras: Tula fomenta, más que el crecimiento, la enfermedad; sus cuidados representan un ahogamiento simbólico19. Pues bien: este retrato de la crianza constituye una alegoría de la experiencia creativa del propio Picazo20. El mismo Estado que, por una parte, promovía mediante subvenciones el crecimiento artístico cual solícita madre, por otra parte, sofocaba ese mismo crecimiento a través de la censura. En este sentido, cabe considerar a los niños el trasunto de Picazo en la pantalla. Sus experiencias resultan, así, doblemente representativas: tanto de la infancia bajo el régimen franquista, como de la creatividad frustrada del director. A Picazo, Ramirín le interesa menos que Tulita. Las fotos picantes de mujeres en lencería que Tula encuentra en los libros de texto del niño, así como las cartas de amor de su padre a su madre que aquel descubre el arcón de la habitación trasera, son ejemplos de la curiosidad propia de un crío que va creciendo. Lo interesante es que la reacción exagerada de Tula magnifica la significación de tales anécdotas. Porque, aunque no la vemos decir nada directamente a Ramirín sobre las fotos, a partir de ese momento ella deja de mostrar cariño hacia él, prodigando sus asfixiantes cuidados ya solamente sobre Tulita. Del mismo modo, Tula le arranca a Ramirín las cartas de amor de las manos en lugar de explicarle con serenidad que se trata de comunicaciones privadas. (Al espectador no se le escapa, por supuesto, que en la siguiente secuencia se la ve a ella leyendo las cartas con avidez.) En la película no hay indicios de que la conducta represora de Tula dé lugar a ningún comportamiento excesivo por parte de Ramirín, y

19 Este es el trasfondo tanto de las venganzas simbólicas contra figuras maternales que encontramos en películas españolas de la década de 1970 tipo Pascual Duarte (Ricardo Franco 1975) y Furtivos (Borau 1975), como de los niños tarados que pueblan otras películas de la misma época como El espíritu de la colmena (Erice 1973) y Cría cuervos (Saura 1975). 20 Véase la exploración de las «alegorías de la autoría» que Marvin D’Lugo lleva a cabo (1991, 9) en su monografía sobre Saura.

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es indudable que su frecuente ausencia de la casa encantada de su tía para ir a jugar con sus amigos del colegio contribuye a inmunizarlo frente a esta. Así y todo, el material sexual que el niño lleva a la casa y desentierra de la habitación trasera hace que Tula redoble su empeño por reprimir. El desdichado Ramiro elige proponerle matrimonio a Tula el mismo día en que esta encuentra las fotos de Ramirín y las cartas amorosas. El horror con que la mujer rechaza la proposición matrimonial es el mismo con el que se enfrenta a las fotos eróticas y a las misivas. De hecho, las fotos se encuentran sobre la mesa ante ellos cuando Ramiro le plantea el asunto. Si Ramirín es una mera pantalla en la que Tula proyecta el miedo que siente hacia el padre del niño, el tratamiento de Tulita sí que presenta un interés intrínseco. La turbadora secuencia del mutismo que la niña se autoimpone, ilustra lo asfixiante de los cuidados —por así decir— maternales de Tula. Por Ramirín nos enteramos, en efecto, de que su hermana ha prometido guardar silencio dos horas cada día durante un mes. Aparentemente como castigo por haber roto el cristal del retrato de Gabrielita, pero también como adiestramiento, sin duda, para su futuro papel de mujer silenciosa ideal. En la secuencia en que las dos horas de silencio diarias llegan a su fin, difícilmente podamos entender la exclamación de Tulita —«¡Ya puedo hablar!»— sino en términos de ironía. Como Luis Sánchez Enciso —uno de los guionistas— explicaba en una entrevista, «a Tula se le debería prohibir que educara a la niña» (Núñez 1964). Resulta obvia la lectura de esta escena como alegoría de la posición de Picazo en cuanto director de NCE. Si la censura franquista amordazaba a los artistas de España, la promoción que en la década de 1960 el régimen hizo del cine de arte y ensayo mediante la legislación de García Escudero no dio a los directores sino una libertad de palabra ilusoria. El juego de los niños con vestidos ilustra la interiorización que estos hacen de las represiones del mundo adulto. Al comienzo de la secuencia, Tulita, que ese día no ha ido al colegio por encontrarse mal, está en casa jugando con vestidos ella sola. Se ha puesto a revolver por el arcón olvidado de la habitación trasera y ha encontrado una selección de ropa femenina adulta que acaso perteneciera a su difunta madre… o quién sabe si a su tía antes de que decidiera vestir de negro

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en señal de luto por su hermana. Engalanada, sea como sea, con unos símbolos de la feminidad exagerados —sombrero, chal, plumas de avestruz y tacones altos—, Tulita le está cantando una canción religiosa —practicando para su primera comunión— al retrato de su difunta prima Gabrielita, retrato que la niña ha descolgado de la pared y sostiene ante sí21. Entonces llega a casa Ramirín y deja sus libros de texto en la mesa de la cocina. (Es entre las páginas de estos libros donde Tula descubre, como adelantábamos, las fotos picaronas de señoras en ropa interior que el niño ha conseguido.) Dos colchoneros se afanan, mientras tanto, en la terraza de la vivienda: están vareando el colchón de Ramiro. En resumen, que Ramirín termina uniéndose al juego de vestidos de su hermana; encuentra en el arcón el tocado sacerdotal de su difunto tío Primitivo —así como las cartas de amor que su padre escribiera a su madre—, y se pone a leer las cartas. Esta secuencia, que al describirla se antoja enrevesada, también en la pantalla resulta poliédrica y densa, toda vez que incluye un montaje en paralelo entre tres espacios distintos: la habitación trasera, la cocina y la terraza. Se trata de una secuencia sobre la formación identitaria de los niños en una sociedad represiva. La imagen de Ramirín leyendo cartas de amor con tocado sacerdotal es una obvia referencia a la reconciliación de sexo y religión a la que el niño se habrá de enfrentar conforme vaya creciendo. En cuanto a Tulita, sus ropas femeninas adultas apuntan — en conjunción con las fotos de lencería y las cartas de amor que aporta Ramirín— a su futuro rol social de esposa y madre; significan, concretamente, que la primera comunión de la niña prefigura su matrimonio no con Cristo, sino con un varón. Resulta particularmente importante el hecho de que todas estas referencias a la feminidad exageren la sexualidad femenina. Si Tulita se viste como una buscona —evocando las imágenes censuradas de Tula ataviada con lencería picante—, las fotos de Ramirín también aluden a la prostitución, mientras que las cartas amorosas de Ramiro hablan de los placeres de la carne. Todo

21 Como en La ciudad no es para mí y en Balarrasa —véase el capítulo segundo—, el retrato de un pariente fallecido persigue a generaciones sucesivas fungiendo de autoridad moral incuestionable.

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lo cual indica que un contexto represivo como la España de Franco genera una versión distorsionada de la feminidad y de la diferencia de género y lleva al turbador hecho de no condenar la violación22. Esta secuencia de Picazo también supone un comentario irónico a la trama de La tía Tula. Tulita canta, en efecto, sobre la Virgen y la Inmaculada Concepción mientras los hombres varean el colchón en la terraza; pero esto no solo supone una descoyuntura entre lo mundano y lo trascendental. Por una secuencia anterior, sabemos que Ramiro no logra conciliar el sueño en ese colchón debido a su frustración sexual… y que Tula —que se niega a reconocer esta causa— decide que la solución es varear el colchón para que vuelva a estar mullido. Pero este detalle de los hombres vareando el colchón, tal vez sea algo más que un mero comentario a la trama. Dado que obviamente hace pensar en un lecho, podría resultar instructivo considerar la secuencia un argumento onírico, por más que en términos del relato no se señale como tal. Desde este punto de vista —entendiendo que se trata de la representación de un sueño—, cabe leer la escena como una proyección pesadillesca de los miedos de Tula. Y es que Tulita encarna una serie de contradicciones irreconciliables que gobiernan al personaje de aquella. Pues la niña es el fruto de la unión carnal de Ramiro y Rosa, pero canta sobre la Inmaculada Concepción y proyecta, con ello, la incapacidad de Tula de reconciliar sexualidad y maternidad. En cuanto a los hombres que varean el colchón, reforzarían esta negación de la carne en la medida en que evocan la práctica de la autoflagelación. Conforme a esta interpretación de la escena, la ropa, el retrato y la canción religiosa podrían constituir sendos símbolos de las expectativas sociales que también rigen la vida de Tula. La secuencia presenta, en efecto, el modo en el que el individuo ha de ir siguiendo el camino pautado, proceso que queda estrepitosamente

22 Esta secuencia influye en el tratamiento que Saura hace del mismo objeto en Cría cuervos (1975), donde las tres hermanas también se visten y actúan imitando esquemas adultos, e Irene recorta fotos de estrellas y modelos femeninas pop —lo que recuerda a las fotos de Ramirín de mujeres en lencería— para después pegarlas en un álbum.

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interrumpido por el hecho de que Tulita tropiece. Esta secuencia de una niña que, ridículamente vestida con ropas adultas que la hacen trastabillar, sostiene un retrato de una parienta difunta —retrato que le impide ver bien y que también contribuye a su caída— y canta una canción religiosa que absorbe su concentración e igualmente propicia que se caiga, es una de las representaciones más evocadoras que el cine español ha dado de la coerción del individuo en una sociedad represora. Es posible interpretarla, en consecuencia, como una alegoría del artista comprometido que trabaja, como Picazo, bajo ideologías controladoras. La tía Tula es una película contradictoria. A su director lo financió el Estado mediante un sistema de subvenciones, pero ese mismo Estado lo frustró a través de la censura, posición creativa contradictoria que en el filme es objeto de alegoría. En cuanto la protagonista de la cinta, representa la contradicción viviente de la ideología de género del franquismo, según la cual la condición de tía —vale decir: una equívoca combinación de maternidad y virginidad— es una interpretación absolutamente lógica de las expectativas de la sociedad. Tula no se rebela, sin embargo, contra las expectativas sociales, como cabría esperar en el cine disidente. (El ejemplo más famoso sería el final de Viridiana, de Buñuel [1961].) Encarnada por una actriz que mantiene constantemente a raya su propio estilo interpretativo exuberante, la Tula de Bautista es, en efecto, la quintaesencia de la represión sin desagüe. Pero en esta película sobre la represión, el exceso late tras cada fotograma: fuera de la vivienda jalonan la monótona vida provinciana los estallidos de mujeres histéricas y borrachas, y dentro de este terrorífico hogar familiar —que es un microcosmos de aquella sociedad— la represión que ejerce Tula da lugar al exceso. Pues el inocuo Ramiro se termina transformando en un violador, y la inocente Tulita se convierte en una futura Tula, ofreciendo un precedente de los niños perturbados que pueblan el cine español de arte y ensayo de la década de 1970.

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Capítulo 5

Identidad y nacionalidad en Nueve cartas a Berta (Martín Patino 1965)

Nueve cartas a Berta, de Basilio Martín Patino (1965), suele considerarse una de las obras clave del NCE. Si Los farsantes de Camus contó con un productor y un equipo técnico del VCE, y La tía Tula de Picazo era relativamente inmune a la experimentación formal de las nuevas cinematografías de la época, Nueve cartas a Berta supuso, en palabras de Casimiro Torreiro (1995b, 318), «la película más emblemática del NCE, [una] suerte de manifiesto-compendio de las virtudes y las debilidades del movimiento». Estas «virtudes» se consideraba que consistían, en primer lugar, en el hecho de que la película abordase un ámbito de la vida española que estaba muy presente en la experiencia de ciertos críticos y públicos; en segundo lugar, en el despliegue que la cinta hacía de la modernidad cinematográfica a través de la experimentación formal. El resultado fueron el éxito en la taquilla nacional —al respecto véase la «Introducción»—, una serie de premios obtenidos en España —como la Concha de Plata del Festival de San Sebastián de 1966— y el galardón de representar al país en festivales internacionales de cine a lo largo de 1967 y 19681. Las revistas progresistas y de tendencia izquierdista —como Nuestro Cine o Cuadernos para el Diálogo— inicialmente encomiaron Nueve cartas a Berta, igual que hi-

1 Para detalles de premios y festivales en los que Nueve cartas a Berta representó a España, véase Bellido López et al. (1996, 228).

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cieron con el conjunto del movimiento del NCE hasta que, al final de la década, quedó patente su fracaso. Miguel Bilbatúa, por ejemplo, dijo que este filme de Patino era un testimonio «válido» y «necesario» de su época, si bien señaló que la película tan solo afectaba a cierta parte de la sociedad española, concretamente a la población universitaria; este crítico también consideraba que se trataba de una cinta importante en términos de forma (Bilbatúa y Rodríguez Sanz 1966, 10). Carlos Rodríguez Sanz se contuvo menos: «Nueve cartas a Berta, independientemente de su valor intrínseco, es, por su repercusión popular y su profundo valor testimonial, por la actitud responsable ante la sociedad española que de ella se deduce, la película clave de los últimos años» (citado en Martín Patino 1968, véase la solapa del libro). En cuanto a las «debilidades» de las que Torreiro habla, serían objeto de condena en Nuestro Cine hacia el final de la década (véase, por ejemplo, Llinàs y Marías 1969)2; pero, incluso ya al estrenarse la película, criticaron sus puntos flacos tanto Film Ideal —revista tradicionalmente hostil al NCE—, como la prensa franquista conservadora. Dichos puntos flacos se veían en el «caos total» (Martínez León 1966) o hasta en la «ampulosidad» («Reseña de Nueve cartas a Berta» 1967) de una forma cinematográfica que parecía deliberadamente encaminada a echar para atrás a los públicos (Martínez León 1966, 343); también se valoraban negativamente el final derrotista (Martialay y Marinero 1966, 377) y la sobreilustración de ciertas tesis. (En una maliciosa alusión al hecho de que en 1955 Patino organizara el congreso sobre cine de las llamadas Conversaciones de Salamanca, José María Palá y Marcelino Villegas compararon al director [1967, 69] con «un conferenciante expresándose por medio de dibujos o proyecciones».) Si Nueve cartas a Berta contó en su día tanto con partidarios como con detractores, las críticas posteriores también hicieron que esta cinta se convirtiera en una víctima de sus partidarios. Los historiadores del cine han subrayado, en efecto, la ingenuidad de quienes fiaban en las políticas de García Escudero, así como el elitismo de quienes

2 Véase el panorama que José Enrique Monterde (2003) ofrece del ascenso y la caída del NCE en Nuestro Cine a lo largo de la década de 1960.

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propugnaban aquel cine de arte y ensayo. Los propios directores experimentaban la exasperación de ver que su obra, que en el extranjero recibía premios y se promocionaba, en España sufría, en cambio, la obstrucción de la censura, la distribución y la exhibición; y los historiadores coinciden en su condena del cinismo de las políticas de la España de la «apertura» en materia de cine. Las películas servían, en palabras de Kathleen Vernon (2002, 260), como un «arma de política exterior» del Gobierno: iban dirigidas a públicos extranjeros de festivales de cine internacionales, y la idea era que transmitieran la impresión —de puertas para afuera— de que España estaba liberalizándose. (Véase también Molina-Foix 1977, 18; Kinder 1993, 93; Triana-Toribio 2003, 83.) Los directores estaban turbiamente implicados en este juego de «operación propagandística y de escaparate exterior» (Torreiro 1995b, 306) porque, con la experimentación estética de sus películas, diríase que apelaban a los públicos extranjeros e ignoraban a los nacionales. (El relativo éxito comercial que tuvieron en España tanto Nueve cartas a Berta como La tía Tula, son las excepciones que se aducen para confirmar esta regla; véase Caparrós Lera 1983, 48; Triana-Toribio 2003, 82.) En este libro, aunque lógicamente doy cuenta de las contradicciones de la política franquista en materia de cine —fomentar y al mismo tiempo poner trabas al NCE—, también sostengo que las películas no solo son documentos que ilustran contextos, sino respuestas artísticas a tales contextos. Nueve cartas a Berta, filme del que Patino declaró —muchos años después— que estaba plagado de «limitaciones» y «cicatrices» (Torreiro 2003, 312), explora las contradicciones del NCE a través de la cuestión de la nacionalidad. Patino se plantea el desarrollo de la identidad de un joven protagonista masculino —premisa típica de las nuevas cinematografías de la época— y se sirve de esta premisa como de un medio para indagar en la españolidad. Hay una astuta correspondencia entre, por una parte, el conflicto que el protagonista experimenta en la trama sobre el tema de la nacionalidad y, por otra, el problemático alineamiento que en la película se hace de una ambientación provinciana en la España tradicional y una forma fílmica afín a la estética europea contemporánea. Estas tensiones encriptan, además, la angustia a propósito de «lo nacional» que los directores del NCE

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experimentaban tanto dentro como fuera de España. Si bien la idea subyacente al fomento del NCE era nacionalista —pues la España de Franco financiaba un cine de arte y ensayo que rivalizara con los de sus vecinos democráticos—, el Estado franquista jamás pretendió que el NCE fuese un cine nacional en el sentido de un cine comercialmente rentable y dirigido al mercado del país. Tuviesen o no éxito sus películas en el mercado nacional, los directores españoles como Patino experimentaron la contradicción de que un Gobierno español los financiara para hacer películas que, sin embargo, no estaban pensadas para los públicos españoles, sino para los públicos extranjeros de los festivales internacionales de cine. Igual que Picazo, Patino se licenció de la Escuela de Cine en 1960 y ocupó los años que luego transcurrieron hasta que pudo hacer su primera película escribiendo guiones por encargo y realizando documentales y publicidad. En las entrevistas que siguieron a la proyección en el Festival de San Sebastián de su corto de licenciatura, Tarde de domingo (1960), el director remarca dos cosas que nos ayudan a entender la perspectiva que adoptaría en Nueve cartas a Berta. Insiste, en primer lugar, en su negativa a aceptar ninguno de los numerosos encargos que en aquellos años le proponían los productores del VCE —en 1966 afirma haber recibido seis ofertas—3, declarando con obstinación en 1969: «Haré cine en la medida exacta en que me encuentre a gusto con ello o me sea indispensable para vivir» (Maqua y Villegas 1969, 334). La segunda circunstancia que Patino pone de relieve —circunstancia que explica por qué no tuvo que aceptar dichos encargos para poder ganarse la vida— es su experiencia en el mundo de la publicidad, donde trabajó sobre todo para la agencia Valeriano Pérez (Pérez Millán 2002, 36), y donde afirma haber adquirido la experiencia práctica que le hacía falta una vez terminada la Escuela; también dice que aquel ámbito publicitario le permitió llevar a cabo un trabajo más inusual que el que le ofrecían los encargos que rechazó (Martialay y Marinero 1966,

3 Véanse «Entrevista a Patino» (1961, 14); Martialay y Marinero (1966, 376); Bilbatúa y Rodríguez Sanz (1966, 9); Maqua y Villegas (1969, 334).

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375)4. El director declara, en efecto, que el hecho de realizar anuncios alimentó el interés especial que ya tenía por el montaje (Martialay y Marinero ibid., misma página; Bilbatúa y Rodríguez Sanz 1966, 9)5. De manera que fue con esta sensación tanto de independencia como de experiencia práctica acumulada como Patino abordó Nueve cartas a Berta. Durante el rodaje, este director debutante tuvo en seguida que hacer frente al desconcierto —cuando no a la oposición abierta— de parte de su equipo técnico y del reparto. Le dijeron, por ejemplo, que había que descartar el plano que se convertiría en el famoso travelling del casino, donde los actores miran directamente a la cámara (Bilbatúa y Rodríguez Sanz ibid., 18; Julián 2002, 65). Uno de los ayudantes de dirección —José Luis García Sánchez— miraba a Patino con buenos ojos, pero el otro —Ricardo Muñoz Suay— amenazó con abandonar el proyecto (Julián ibid., 66). Ciertos relatos del proceso de producción muestran a un director empeñado en llevar la contraria: «Siempre que oía a alguien del laboratorio decir “¡Qué parte más mona!”, veía una necesidad de hacer algo que no fuese “mono”. Al músico le obligué a poner unas músicas sincopadas con tamborilazos que están martilleando al espectador» (Martialay y Marinero 1966, 381). Muchos años después, Patino recordaba que, debido a su relación con su equipo técnico, aquella película se hizo «en un ambiente […] de cierta incomprensión» (Julián 2002, 65), ambiente que alimenta el retrato de la incomprensión del protagonista en la propia película. En críticas posteriores, tales conflictos entre un director y su equipo tienden a presentarse como la insignia de honor del estridente autor de arte y ensayo; de ahí, posiblemente, que el relato que dichas críticas ofrecen se antoje algo exagerado. Aparte de Muñoz Suay —de quien Patino afirma que pertenecía al mundo del viejo cine, véase Julián ibid., 66—, el joven director contó con la colaboración de Luis 4 Aquella experiencia puede que también le diera la oportunidad de familiarizarse con nuevos materiales de rodaje como la óptica Macro-Kilar, que entró en España de la mano de los realizadores de anuncios (Bilbatúa et al. 1966, 9). 5 Un extracto del examen de habilitación de Patino para enseñar en la Escuela de Cine —titulado «Hacia un nuevo concepto de montaje»— fue publicado en Film Ideal (Martín Patino 1964).

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Enrique Torán, uno de los más destacados directores de fotografía del NCE —también formado en la Escuela de Cine—, y de Pedro del Rey, el editor responsable del concienzudo montaje de las películas que analizábamos en los capítulos primero y cuarto de este libro. Puede que Patino hubiese adquirido un infrecuente nivel de destreza en los aspectos prácticos de la cinematografía por su trabajo en el ámbito de la publicidad, pero debemos evitar la trampa del enfoque de arte y ensayo («cine de autor» o «auteur» véase la nota 3 de la «Introducción») al abordar su obra. Nueve cartas a Berta también evidencia, en efecto, una clara deuda para con la pericia profesional que aportaron otros miembros del equipo; pienso concretamente en Torán y en Del Rey, en el conocimiento que ambos tenían de las innovaciones técnicas que estaban en la base de la experimentación formal de las nuevas cinematografías de la época. (Eran innovaciones relativas a los tipos de películas y de cámaras.) La siguiente descripción de Nueve cartas a Berta debería tomarse, por tanto, como un gesto de la autopresentación de Patino como autor de arte y ensayo: Son intuiciones mías en torno a un trozo de vida, a un muchacho, a unos problemas, a una serie de contradicciones. Es un mundo en el que yo me he metido a indagar, en el que me he metido a ver qué había detrás de eso, a comprender una realidad que para mí era difícil (Martialay y Marinero 1966, 377).

Desde la perspectiva de arte y ensayo («cine de autor») revisada que aquí propugno, Patino sigue siendo la principal fuente de significado de la película —en consonancia con el enfático uso de la primera persona de la cita que antecede—, pero también vamos a tomar en cuenta la contribución de otros miembros del equipo. Asimismo, voy a plantear —como en capítulos previos— que los constreñimientos a los que el contradictorio contexto de producción del NCE somete al autor enriquecen el carácter contradictorio de la propia película. Y es que, hacia el final de la década, su director mostraría un amargo desdén hacia el NCE, al que calificó nada menos que de «jueguecitos de burguesitos que tienen mala leche» (véase Maqua y Villegas 1969, 348); pero Patino no dejaba de ser consciente de que él mismo había participado en aquel juego cuando hizo Nueve cartas a Berta: «Lo

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mejor para nosotros de esta situación es que se ha constitucionalizado un poco la posibilidad de excepción, de las llamadas “rarezas”, siempre que se den ciertas condiciones, que se entre un poco en el juego» (Bilbatúa y Rodríguez Sanz 1966, 9). La legislación de García Escudero significó que Patino pudiera elegir el guion de su película —él mismo había escrito Nueve cartas a Berta en el contexto de un encargo que finalmente no salió adelante, (véase Bilbatúa y Rodríguez Sanz ibid., misma página)—, y el hombre contaba que incluso estuvo en condiciones de escoger a sus propios productores (ibid., 10), puesto que las películas que, como esta, se calificaban de «interés especial», garantizaban la recuperación de la inversión económica por la subvención que recibían. Dicha legislación también supuso, sin embargo, que la película se sometiera a la consideración de los censores tanto en la fase del guion, como en la de la postproducción6, y que el Gobierno retuviera el filme durante un año y medio antes de dar el visto bueno de cara a su distribución («¿Crisis en el cine español?» 1967, 14). Resulta evidente que, aun durante la época de la «apertura», en la España de Franco no se podían «institucionalizar» películas que fuesen «anómalas» o «raras». Intentarlo constituye un cine contradictorio.

«Problematizar lo español»: del diálogo al monólogo La contradicción que Nueve cartas a Berta aborda de manera explícita tiene que ver con el problema de la españolidad. Si atendemos al

6 Se eliminaron del guion tres intertítulos —«La guerra», «La posguerra» y «Los aires de la paz»—, se cortaron ciertas escenas y expresiones del montaje final, y los censores insistieron en que se añadieran intertítulos al comienzo de la película para explicar que Berta no era la novia española de Lorenzo. La ceremonia conmemorativa de la hermandad de alféreces provisionales era una secuencia especialmente controvertida, y solo se aprobó cuando Patino mostró una carta de apoyo de un representante de la mencionada hermandad (Monterde 1997, 613). (Los alféreces provisionales eran excombatientes que habían luchado en el bando de Franco, y que fueron oficiales de su ejército. La mayoría se reintegró a la vida civil tras la contienda, y la hermandad se formó en 1958.)

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contexto histórico de la película, «lo nacional» se presenta como una preocupación acuciante. En la década de 1940, la ideología del Movimiento Nacional de Franco se predicaba sobre una maniquea oposición España/anti-España en virtud de la cual esta última constituía un cajón de sastre para cualquier tipo de disensión política o religiosa. Los intelectuales y artistas como Patino estaban hondamente preocupados por semejante secuestro de «lo nacional» por parte del franquismo. Es importante señalar, sin embargo, que en la década de 1960 ya no se daba el caso relativamente obvio del artista disidente que se opone a un régimen represivo. Pues, en la época de la autarquía, el nacionalismo había sido un pilar fundamental de la ideología franquista, que entonces bebía de discursos nacionalistas decimonónicos y de una versión distorsionada de la generación del 98 (Labanyi 1989, 35-36 y 55-56); pero, en la medida en que el régimen se fue distanciando del fascismo y de las manifestaciones nacionalistas abiertas, para mediados de la década de 1960, el estatus de «lo nacional» ya no estaba tan claro. (Un ejemplo de que dicho concepto se sacó del discurso oficial fue la sustitución de la calificación cinematográfica de «interés nacional» por la de «interés especial» en 1964.) Así y todo, «lo nacional» no desapareció por completo del discurso público. Nueve cartas a Berta muestra, de hecho, que las contradicciones de la «apertura» se concentran en este asunto. Aquellos eran, en efecto, los años del (tristemente célebre) eslogan turístico de Fraga según el cual «España es diferente»; pero España, al mismo tiempo, pretendía, mediante la adopción de prácticas económicas propias del libre mercado, colocarse a igual nivel que las democracias occidentales. Esta tensión entre, por una parte, la fijación con la «diferencia» española y, por otra, la asunción de prácticas occidentales quedó puesta de relieve para muchos españoles por las experiencias del turismo extranjero en España, por las experiencias de trabajadores que emigraban y por las de jóvenes estudiantes e intelectuales que tenían la oportunidad de viajar al extranjero7.

7 Barry Jordan señala (1995, 248) que Joaquín Ruiz Giménez, ministro de Educación entre 1951 y 1957, aumentó el número de becas de viaje para estudiantes universitarios. Los directores del NCE tuvieron la experiencia tanto de trabajar

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Nueve cartas a Berta explora esta última experiencia a través de su protagonista, Lorenzo Carvajal. Aquí la trama está completamente subordinada a la caracterización: «la capacidad de problematizar lo español» —por citar a José Enrique Monterde 1997, 612— a través de los conflictos relativos a la identidad que ocupan la cabeza de este personaje adolescente interpretado por Emilio Gutiérrez Caba, actor asociado al típico papel del NCE de joven atormentado. (Gutiérrez Caba actúa, por ejemplo, en La caza; véase el capítulo sexto.)8 De entrada podríamos considerar Nueve cartas a Berta un Bildungsroman fílmico; uno, eso sí, en el que el joven héroe masculino no salta del conformismo a la rebeldía, sino al revés. El foco de la película está en la burguesía, de manera que la experiencia del mundo exterior, experiencia que pone en cuestión el sentido de la nacionalidad de Lorenzo, aquí no se adquiere trabajando en el sector turístico ni emigrando para buscarse la vida, sino a través de un viaje de estudios al extranjero. Lorenzo va, en efecto, a Inglaterra y se aloja en casa del estudioso republicano exiliado José Carballeira9, con cuya hija Berta entabla una relación romántica. La película empieza con el regreso de Lorenzo a Salamanca, donde el muchacho vive con su familia y estudia Derecho en la universidad. A Berta se la opone sobre todo a la novia española de este joven, a la que nunca se da un nombre; se la llama siempre simplemente «la novia». (Resulta irónico que, en esta película sobre el tema de la nacionalidad, el papel de la novia española prototípica lo interpretara una actriz cubana debutante, Elsa Baeza.) Nueve cartas a Berta también podría considerarse una novela epistolar cinematográfica, ya que está organizada —como el título

como de viajar fuera de España. Antes de empezar en la Escuela de Cine, Patino había viajado a Inglaterra e Italia (Julián 2002, 16), y Julio Diamante pasaba los veranos trabajando de albañil en París para ir a ver películas a la Cinémathèque française (Colorado 2003, 264). Tras ingresar en la Escuela de Cine, los directores viajaban juntos a festivales de cine europeos. Véase el relato de aquellos viajes en Julián (2002, 50) y en Bellido López et al. (1996, 28). 8 Aunque Gutiérrez Caba rodó Nueve cartas a Berta antes que La caza, la película de Patino se estrenó después de la de Saura. 9 Sobre el asunto del exilio en la película, véase López (2005, 86-88 y 91-92).

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sugiere— en torno a nueve cartas dirigidas a la chica que le da nombre; cada carta la introduce un intertítulo. Berta se convierte en una palabra en clave para el mundo exterior a España y, por tanto, para la disconformidad. Jalonan la película otros recordatorios de esta: la visita a Salamanca que realiza un profesor que vive y trabaja exiliado en Harvard, la visita que Lorenzo hace a su amigo francés Jacques en Madrid, y el descubrimiento por parte de Lorenzo de que el antiguo piso de Carballeira en la capital ahora alberga la oficina de una empresa mercantil anglófona. El desarrollo de la trama transcurre en paralelo al modo en que las cartas van cambiando; ambas evoluciones cartografían el arco que el personaje de Lorenzo traza desde una tentativa disensión hasta la conformidad. A lo primero las cartas son una crónica del conflicto interior de Lorenzo entre España e Inglaterra, así como del rechazo que el joven siente hacia su patria. «Es como si todo esto de aquí no tuviera ya sentido», escribe el muchacho a Berta en la primera de las nueve cartas que le oímos leer en off. Y en la tercera, pregunta: ¿Qué sentido tiene el acostumbrarse a vivir así, rutinariamente, sin alicientes, como en el rincón de un planeta parado, conforme a unas normas tan ajenas y viejas que no nos ayudan a vivir mejor, manteniendo y respetando unos intereses en los que no participo, ni me atañen absolutamente?

Estas críticas apenas veladas de la vida en la España de Franco continúan a lo largo de las dos primeras cartas. En la tercera, sin embargo, el foco cambia y Lorenzo trata de reconciliar en su mente España e Inglaterra. En esta tercera carta, el muchacho se plantea la posibilidad de que Berta visite Salamanca, mientras que en la quinta fantasea con una vida en común de los dos en España. A partir de esta quinta carta, Lorenzo empieza a reencontrarse en su vida salmantina; entonces las cartas van haciéndose más cortas, o bien la voz en off solo comparte con nosotros unas pocas líneas. Este proceso culmina con el fin de las cartas en el desenlace de la película, en el que se sugiere que Lorenzo se casa con su novia española y se conforma con la vida en España. La naturaleza de la comunicación que hay en las cartas va cambiando, igual que lo hace el contenido. Al principio hay algún tipo de

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diálogo entre la pareja. Las cartas de Berta no se nos leen en ningún momento —ni las lee Berta, ni lo hace Lorenzo—, pero Lorenzo alude a ellas en las suyas. En la primera, por ejemplo, nos permite conjeturar el contenido de la carta de Berta a la que está respondiendo. Dice a la chica, por ejemplo, que «también yo estoy deseando volver a abrazarte» y le pregunta: «¿Es cierto eso tan bonito que dices de que me echas de menos?». Además, en la primera parte de la película —que abarca aproximadamente de la carta primera a la quinta— la forma gramatical más usada es la segunda persona. Luego las cartas se convierten en monólogos introspectivos. Las preguntas que antes se hacían a la segunda persona gramatical específica de Berta pasan ahora a constituir preguntas retóricas, y predominan las reflexiones formuladas en primera persona. Las palabras de Berta han dejado de llegarnos a través de Lorenzo, y cada vez encontramos menos alusiones a la chica. Que las cartas terminen, señala que Lorenzo acaba por resignarse y aceptar su vida en Salamanca. Si consideramos conjuntamente estos desarrollos paralelos del contenido y la forma de las cartas, se hace evidente una tesis existencial: Patino plantea que aceptar la vida en España implica renunciar al yo. En Nueve cartas a Berta se advierte, en efecto, la influencia de Jean-Paul Sartre, un filósofo cuya obra supuso una fuente de inspiración clave para la intelectualidad española disidente desde la década de 1950 a pesar de estar incluida —o, de hecho, debido a estar incluida— en el índice de libros prohibidos de 1948, circunstancia que no impidió que los textos de Sartre circularan por el país clandestinamente10. En la primera parte de la película, el sentido que Lorenzo tiene de su yo se establece mediante el diálogo de las cartas; en esta disposición a cuestionar su entorno y su propio papel en el mismo, hay ecos del «ser para sí» de Sartre. El proceso de renuncia al yo empieza con la introspección de Lorenzo, lo que se expresa por la transformación de las cartas desde el diálogo al monólogo. A medida que las cartas se

10 Al respecto, véase Jordan (1990), concretamente el subapartado «Sartre and Engagement» (ibid., 85-101), que ofrece un panorama del impacto de la obra de Sartre tras la traducción al español, en 1950, de Qu’est-ce que la littérature? (1948).

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van haciendo más introspectivas, Lorenzo se va retirando de cualquier compromiso activo con su entorno y va cediendo a la aceptación pasiva. El hecho de que sucumba a la seducción de la «mala fe» se ejemplifica en la inane pregunta retórica que formula en la novena carta mientras mira lánguidamente a los beatíficos feligreses de la iglesia de su tío: «Y ¿por qué tengo yo que arreglar el mundo?». El proceso de renuncia culmina con el silenciamiento de las cartas, que indica al espectador que ya no hay pensamiento o comunicación ningunos por parte de Lorenzo. Cabría interpretar esto como una aniquilación del yo en términos existenciales: Lorenzo cae víctima del anhelo de la estabilidad consoladora —pero también del estancamiento ontológico— del «ser en sí»11. Al final de la película, el Lorenzo de Gutiérrez Caba puede que siga presente en términos visuales. En términos de aura, sin embargo, ha sido erradicado por el silenciamiento de su voz que leía en off las cartas que dan título al filme. Tanto los críticos de la época como los posteriores han señalado que Nueve cartas a Berta está menos en deuda con la novela social de la década de 1950 que con Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos (1961), texto que rompía con las convenciones de dicha novela social. El poeta disidente y editor Carlos Barral —en cuya Biblioteca Formentor había aparecido la primera edición de Tiempo de silencio—, en una nota que escribió a Patino, afirmaba, en efecto, que la película de este era «la mejor cinta española que he visto nunca. El Tiempo de silencio de este cine» (citado en Bellido López et al. 1996, 115; Pérez Millán 2002, 92, nota 4). Si bien la trama es distinta, el salto que en Nueve cartas a Berta Patino lleva a cabo desde el neorrealismo hacia una mayor experimentación formal y una exploración del existencialismo en el contexto español pisa el mismo terreno que la novela de Martín-Santos. De hecho, esta deuda se reconoce en el octavo intertítulo de la película, que reza precisamente «Tiempo de silencio» (Monterde 1997, 612). La elección del nombre del protagonista de Patino también puede que se inspire en la referencia que Martín-Santos hace

11 Para el «ser para sí» y el «ser en sí», véase Sartre (1981). Para la «mala fe», véase concretamente, en la primera parte, el capítulo segundo.

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al mártir san Lorenzo en las últimas líneas de su novela (Martín-Santos 1995, 287). Y al final tanto de la novela como de la película, los protagonistas han de sufrir en silencio la renuncia a la ambición y a la individualidad o, por usar otra de las imágenes de Martín-Santos (ibid., 283), una castración metafórica. El Pedro de la novela se descubre a sí mismo pasmado e incapaz de quejarse cuando ha de viajar a provincias para asumir un humilde puesto de médico (Martín-Santos ibid., misma página), y en la película la voz en off de Lorenzo queda igualmente silenciada y el muchacho se resigna a su novia española y a la vida conformista que tal novia representa. Sin embargo, a pesar de estas conexiones con tan ilustre obra de las letras españolas disidentes, la trama y la estructura de Nueve cartas a Berta también se nos podrían antojar, conforme hasta ahora las hemos esbozado, un predecible retrato de esas preocupaciones existenciales de la juventud típicas de las nuevas cinematografías de la época. Y parece raro que precisamente Patino, cuyo trabajo Torreiro resume (2003) con la fórmula «Contra los tópicos», optase por semejante tema. Quien lo eligió fue, en efecto, José Gutiérrez Maesso; él había encargado en su momento el guion a Patino. El tratamiento que este hace del protagonista se diría que se limita a satisfacer en lo estrictamente necesario las expectativas de quienes financiaban las películas del NCE pensando en el circuito de los festivales de cine extranjeros. Además, la interpretación de Gutiérrez Caba delata una apatía que va más allá del retrato convincente de un joven introvertido. Décadas después, Gutiérrez Caba recordaba lo desalentador que le resultó trabajar con Patino —contaba que, cada vez que los actores le preguntaban qué tal había quedado una secuencia, él siempre contestaba «mal», véase Julián 2002, 65—, y, ya en entrevistas de ese entonces, el propio director decía que, a él, en Nueve cartas a Berta el papel del protagonista no le interesaba en absoluto: que Lorenzo era un mero pretexto para indagar en su entorno (Bilbatúa y Rodríguez Sanz 1966, 10; Martialay y Marinero 1966, 378). Así pues, no obstante la excesiva presencia de Lorenzo tanto en el sonido como en la imagen de la película, el personaje en realidad constituye una extraña ausencia en el centro de la misma. Patino utiliza un tema entonces en boga como simple vehículo con el que

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explorar el entorno contemporáneo, concretamente las contradicciones relativas a «lo nacional». Incluso parece que el guion nos da una pista maliciosa sobre lo predecible de la caracterización cuando la madre de Lorenzo le dice a este que ya está «haciéndose el existencialista». Los sentimientos encontrados de Lorenzo hacia España —atracción y aversión—, así como su inicial fascinación y posterior rechazo de sus experiencias fuera del país, no se limitan a representar las vicisitudes emocionales estándar del típico angry young man, sino que recogen los conflictos inherentes a aquella «apertura» tentativa, línea política que contradecía la anterior retórica aislacionista del régimen de Franco. De hecho, la equívoca experiencia que Lorenzo tiene de la nacionalidad encripta la experiencia de este director del NCE. Y es que, por una parte, Nueve cartas a Berta en España se tachó de demasiado «extranjera». Valga el caso de una crítica de la película que, aparecida en la prensa conservadora —«Reseña de Nueve cartas a Berta» 1967—, considera que el filme apela a «propagandas venidas de allende las fronteras». Por otra parte, sin embargo, los públicos extranjeros de los festivales de cine criticaban la cinta por ser demasiado «española». «Lo que está bien para España», se quejaba una crítica de la película aparecida en Variety —«Reseña de Nueve cartas a Berta» 1983—, «no necesariamente cuadra al público extranjero. Este ha de ser el producto menos universal de eso que se anda llamando el “Nuevo Cine Español”. [La película] exige un conocimiento de los asuntos españoles mucho mayor del que cabe esperar que tengan los públicos extranjeros». Es decir, que, en torno al tema de «lo nacional», Patino se hallaba enredado, a semejanza de su protagonista, en una frustrante paradoja.

Disrupción formal. Conflicto y resolución Los conflictos relativos a «lo nacional» también informan las opciones de Patino en lo que a la forma fílmica respecta. Y es que el análisis literario del desarrollo de las cartas que acabo de ofrecer no hace justicia a Nueve cartas a Berta desde el punto de vista cinematográfico. Pues ese salto del diálogo al monólogo que se produce en las cartas

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y que anuncia la renuncia y la conformidad de Lorenzo, también se transmite mediante la relación entre el sonido y la imagen, relación a través de la cual Patino construye su siniestro retrato de la Salamanca de la época. La banda sonora es Lorenzo leyendo en off sus cartas a Berta y acompañado de la música de Carmelo Bernaola; la imagen coloca en primer término Salamanca, la vida doméstica de Lorenzo y la relación de este con su novia española. En Nueve cartas a Berta, Patino se sirve del sonido para subrayar el conflicto que Lorenzo experimenta al volver de Inglaterra a España; haciendo lo cual, construye una crítica general del entorno español. El director usa una música extradiegética premeditadamente invasiva: Bernaola advirtió a Patino de que la combinación de la espineta y la percusión chirriaba, pero Patino dijo que lo que él perseguía era precisamente un efecto cacofónico (Martialay y Marinero 1966, 381). También el doblaje de la película disuena. Su pobre calidad fue señalada por los críticos (Martínez León 1966, 343), pero hay un problema específico con la voz de Lorenzo. Mientras que Patino usó la voz de Gutiérrez Caba para leer en off las cartas, no hizo otro tanto para los diálogos de Lorenzo en la narrativa del filme12, decisión que, décadas después, el actor recordaría con cierto resentimiento, porque un intérprete que no se doblaba siempre a sí mismo no podía optar a premios. («Basilio consideró que mi voz no correspondía a mi imagen y me dobló de una manera terrible, gratuita», véase Julián 2002, 81.) O sea, que la voz en off no solamente resulta invasiva en sí misma, sino que además crea un conflicto en la medida en que es distinta de la usada para doblar a Lorenzo. Conflicto crea, a su vez, la oposición entre esta banda sonora y la imagen de la película. Un ejemplo de esta oposición lo tenemos, en un momento inicial del filme, cuando Lorenzo y su novia salen a dar una vuelta a mediodía por el casco histórico de Salamanca. El hecho de que veamos a Lorenzo acompañado de su novia contrasta con la carta a Berta que le oímos leer en off. Tras describir entusiasmado los

12 Quiero dar las gracias a José Luis Ortiz, quien me señaló que los diálogos de Lorenzo los había doblado Simón Ramírez.

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emblemas de la ciudad que le vemos visitar junto a su novia, el chico se queja, diciendo: «Pero no me sirve de nada venir a verlo yo solo, tan completamente solo, Berta, mi Berta, estando tú tan lejos». Juan Antonio Pérez Millán considera (2002, 84) que el uso de la voz en off como contrapunto de la imagen resulta a veces excesivo, pero el grado de exceso cuadra siempre al grado de rebelión de Lorenzo. Y así, en otra secuencia del principio de la cinta, la notable descoyuntura entre lo que vemos y lo que oímos transmite la medida del descontento del protagonista. Mientras vemos a Lorenzo abrazar a su novia española, el joven le dice a Berta con la voz en off: «Es […] como si solo existieras tú». De hecho, la insatisfacción de Lorenzo con la vida española, así como su reticente participación en la misma, en esta secuencia se transmiten por partida doble: en primer lugar, mediante este choque entre la imagen y el sonido; en segundo, mediante el uso de fotogramas congelados y con un montaje de los planos disruptivo. En una entrevista, Patino declaró que la intención subyacente a esta experimentación formal era distanciar al espectador de la historia de Lorenzo, quebrando la continuidad de la narrativa convencional. Así, al público «le duele más, le escuece más»; véase Martialay y Marinero 1966, 381. Esto cabe interpretarlo como una actitud deliberadamente perversa —de esa opinión era Martínez León 1966, 343—, pero, en el contexto de la película, se trata de un elemento congruente con la estrategia de Patino, consistente tanto en retratar la problemática reintegración de Lorenzo en la vida española, como de cuestionar, con ello, el entorno español en general. En la secuencia de Lorenzo y su novia española del comienzo de la película, a Patino se le nota, cuando yuxtapone cinco planos de la pareja rodados desde perspectivas y distancias diferentes, la influencia tanto del montaje soviético —que antes que a él ya había inspirado por ejemplo a Margarita Ochoa, montadora que trabajaba con Bardem (Martin-Márquez 2013)—13, como de esos saltos juguetones que

13 Sin embargo, la película también encripta una crítica del cine soviético mediante la parodia de Jacques, a quien se asocia con la película más comprometida de

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hay en la edición de los planos de Al final de la escapada (Jean-Luc Godard 1959) y Los cuatrocientos golpes (François Truffaut, mismo año). Lejos de ese supuesto caos formal que se reprochó al director, esta secuencia está engranada con una precisión absoluta. Hay, en efecto, una correspondencia exacta entre, por una parte, la ruptura de la continuidad de espacio (mediante el montaje del abrazo de Lorenzo y su novia) y, por otra, la ruptura de la continuidad de tiempo (mediante la voz en off que evoca la relación de Lorenzo con Berta). Ambos ejemplos de disrupción formal trasladan concisamente la falta de armonía entre Lorenzo y su novia española. Las disrupciones formales de Patino persiguen transmitir un profundo malestar de la España de la época, y no solo los afectos vacilantes de un estudiante de Derecho hacia su enamorada. Numerosas secuencias que no guardan relación directa con los asuntos de Lorenzo cuestionan este entorno más amplio. La mirada directa de los actores a la cámara en el largo travelling del casino —mirada que tanto revuelo parece que causó en el equipo técnico de Patino— quebranta el naturalismo fílmico convencional para volver extraño un espacio comunitario acostumbrado: las miradas impasibles de los actores hacen que estos parezcan cadáveres. Del mismo modo, la famosa toma panorámica de trescientos sesenta grados de la ceremonia conmemorativa de los alféreces provisionales —filmada de tapadillo en el centro de la plaza Mayor de Salamanca— se opone frontalmente a la cobertura que el No-Do hacía de tales eventos con planos generales estáticos14. Y es que la lenta toma panorámica de

Buñuel, Tierra sin pan (1932), al yuxtaponerlo con un cartel de la misma. Jacques bromea con que su novia rusa parece un personaje campesino de una película del realismo social. 14 Gracias a la ligereza y al tamaño reducido de las nuevas cámaras Arriflex, el operador de Patino —el director no se acuerda de si fue Torán o Fernando Arribas— pudo rodar esta secuencia sin que la gente se diera cuenta. Según parece, Patino y otros miembros del equipo llevaron a cabo maniobras de distracción para que el público no se fijara en la cámara mientras esta filmaba (Pérez Millán 2002, 89-90). Román Gubern retrotrae esta toma a la escena del gentío en los Campos Elíseos de Al final de la escapada (1986, 161).

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Patino capta las expresiones de desilusión de los rostros de aquellos hombres, expresiones que en el noticiario oficial no se apreciaban. Luego, en dos ocasiones a lo largo de la película, el director interpola collages fotográficos de anuncios publicitarios para poner de relieve la presentación de los antiguos monumentos de Salamanca, y transmitir la problemática coexistencia de la tradición con la adopción del capitalismo de consumo que en la década de 1960 se andaba adoptando en España. Puede que el conocimiento previo de las cinematografías contemporáneas no-españolas revele las influencias que informaban estos mensajes15, pero dicho conocimiento no es necesario para apreciar la disrupción que estas secuencias suponen. El objetivo de Patino no es exhibir su soltura en el manejo de las técnicas de las cinematografías extranjeras de la época, sino encontrar un modo de volver extraño el entorno familiar de Salamanca. En La tía Tula, Picazo consigue esto retratando la vida de provincias a través de una casa encantada. En Nueve cartas a Berta, Patino toma una de las ciudades españolas de provincias más famosas, pero problematiza el reconocimiento de sus famosas calles, de su río y de sus monumentos por parte del espectador a través de una disrupción formal que lleva a cabo en todos los niveles. En lo que al sonido se refiere, lo logra mediante una música invasiva y enervante, y mediante el conflicto entre la voz doblada de Lorenzo en los diálogos y la voz en off que lee las cartas; en lo que a la imagen respecta, mediante fotogramas congelados, la cámara lenta y un montaje trepidante, así como con los ejemplos de planos secuencia y de tomas panorámicas de trescientos sesenta grados que hemos analizado. En su ensayo que prologa la publicación del guion de Nueve cartas a Berta, Álvaro del Amo señalaba (1968, 26) que la película «cinematográficamente niega la sólida coherencia de la vida provinciana, privándola de sen-

15 Los críticos han señalado más influencias; por ejemplo, Pier Paolo Pasolini, Bernardo Bertolucci, Marco Bellocchio (Monterde 1997, 612), Theo Angelópoulos (Castro de Paz 2003, 422) y Michelangelo Antonioni (Torreiro 2003, 316), todos varones.

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tido». Yo sugeriría que la crítica que el filme hace trasciende la vida de provincias y afecta a la vida de todo el país, ya que el hecho de que Lorenzo no logre reintegrarse en España tras su viaje revela una equívoca experiencia de la nacionalidad. Es, por tanto, coherente en términos de forma que Patino presente la resignación y el conformismo últimos de Lorenzo mediante la alineación que lleva a cabo, en las secuencias finales, de la imagen y el sonido. Lo cual empieza con la armonización de los sonidos diegético y no-diegético. La progresiva aceptación de la autoridad paterna por parte de Lorenzo queda reflejada en una de las últimas secuencias, cuando el muchacho vuelve a Salamanca y lo vemos caminando hacia su casa junto a su padre. Las palabras con que este le aconseja —que constituyen sonido diegético— se repiten, con apenas modificaciones, en la voz en off no-diegética de Lorenzo leyendo una carta a Berta: Padre: Tú dedícate bien a tu carrera, que es lo práctico; lo que tiene que hacer cada uno es trabajar honradamente. Lorenzo: Mi padre me ha venido aconsejando que me dedique bien a mi carrera, que es lo práctico; que lo que tiene que hacer cada quisqui es trabajar honradamente.

Este alineamiento del sonido diegético con el no-diegético se repite cuando Lorenzo se hace eco, en una carta, del comentario de su madre sobre el televisor que la familia acaba de adquirir: «¡Fíjate qué lujo para nosotros!», exclama la mujer; y Lorenzo escribe: «No sabes el acontecimiento y el lujo que esto representa para ellos». El alineamiento entre el sonido diegético y el no-diegético también apunta a la síntesis de imagen y sonido, síntesis que comunica la aceptación de la vida en España por parte de Lorenzo16. En la secuencia final de la película, la voz en off queda silenciada y la conformidad de Lorenzo

16 Helena López observa (2005, 87) que el hecho de que Lorenzo se resigne coincide con «la aclimatación del régimen a la economía internacional». Esta coincidencia de conformismo y consumismo queda reforzada cuando Lorenzo llega a casa para descubrir que su familia se ha comprado un televisor.

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se transmite mediante la ocupación absoluta, por parte de este, del espacio diegético, esto es, mediante su ocupación del espacio diegético en términos tanto de imagen como de sonido.

Metáforas perversas Patino también explora contradicciones enriqueciendo el lado visual de Nueve cartas a Berta a través de metáforas que con frecuencia vuelven del revés asociaciones convencionales. La película supone, en efecto, un retrato de Salamanca, ciudad que, en el contexto de las décadas de 1950 y 1960 —cuando el propio Patino conoció la ciudad siendo un joven estudiante—, representaba una metáfora nacional de dos caras o, con otras palabras, contradictoria. En este sentido resultan reveladoras las siguientes palabras del propio director evocando los sentimientos que, durante el rodaje, la ciudad le provocaba: «Poco a poco nos fuimos convenciendo de que había otras perspectivas, otras visiones […]. Era una ciudad terrible, pero al mismo tiempo con un gran encanto» (Julián 2002, 17 y 64). Por una parte, esta antigua ciudad simboliza, con sus monumentos y su arquitectura, el venerable pasado de España; se asocia, por tanto, al conservadurismo y a la expresión política que en ese entonces el conservadurismo tenía, es decir, al franquismo. Por otra parte, sin embargo, Salamanca en el filme cifra la disensión tentativa. Y es que, a comienzos de la década de 1950, la universidad salmantina era un foro para la expresión del descontento político (Grugel y Rees 1997, 144), aparte de que allí se celebraron en 1955 las famosas Conversaciones de Salamanca, que el propio Patino organizó como director que era del cineclub universitario. La caracterización que en Nueve cartas a Berta se hace de dos profesores universitarios encripta estas actitudes diferentes. Si el catedrático de más edad, que es el responsable de la conferencia que ha de impartir el profesor visitante, parece que está cerrado en banda a ideas nuevas —no muestra el menor interés por el nuevo libro de Carballeira sobre La Celestina que su colega le recomienda—, al profesor más joven sí que se le ve más en sintonía con los alumnos: él ayuda a Lorenzo cuando de repente se pone malo en la universidad.

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En Nueve cartas a Berta, Patino no reivindica Salamanca como espacio de disidencia; él se limita a hacerse eco de estas contradicciones. La puesta en escena de la película presenta el «gran encanto» de la arquitectura de la ciudad cuando Lorenzo pasea por las calles contemplando sus monumentos, testigos de los grandes acontecimientos del Siglo de Oro español, y cuenta a Berta que las grandes figuras literarias de aquel periodo paseaban por esos mismos lugares: «Por aquí andarían la Celestina y Cervantes…». Al mismo tiempo, sin embargo, la ciudad se antoja «terrible» cuando la potente luz del sol que los monumentos reflejan ciega al espectador. (Este efecto blanqueante viene dado por el uso de película ultrasensible por parte de Torán, técnica que también usaría Luis Cuadrado en La caza.) Los dibujos de estilo medieval que hacen de fondo de los sucesivos intertítulos —en realidad se trata de ilustraciones contemporáneas de Alfredo Alcaín; véase Pérez Millán 2002, 83— tienen un efecto igualmente equívoco, fungiendo de invasivo recordatorio, a lo largo de la cinta, de la presencia del venerable, pero anticuado pasado de la ciudad. Al final de la película, Lorenzo y su novia se abrazan en la ribera del Tormes y la cámara hace una toma panorámica por el paisaje urbano de Salamanca. Aunque la pareja se encuentra en un locus amoenus que queda fuera de la ciudad, la toma panorámica que desde allí se realiza de esta indica que, con su decisión de conformarse, Lorenzo en adelante vivirá atrapado en esa urbe17. Tras la toma panorámica de la ciudad, sigue un fundido a un plano medio de una estatua de piedra de un ángel; sobre este plano van pasando los créditos del final. Pues bien: aquí tenemos como mínimo dos intertextos. Para empezar, del mismo modo que en El Jarama, novela de Rafael Sánchez Ferlosio publicada en 1956 (aquí, véase Sánchez Ferlosio 1967, 7 y 364-365), el río al final sigue fluyendo como al principio hacía —independientemente de los acontecimientos entre medias relatados—, igualmente la conformidad de Lorenzo en Nueve cartas a Berta se expresa metafóri-

17 En El buen amor (1963), Francisco Regueiro encarcela a su joven pareja de forma parecida en la venerable arquitectura de otra antigua ciudad castellana, en este caso Toledo (Galán 2003, 385).

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camente como que el muchacho se deja ir con las aguas del río y acepta la vida en la ciudad castellana. Pero esta muerte en vida también se indica mediante la metáfora de la petrificación, habida cuenta de la estatua de piedra sobre la que acabamos de decir que van pasando los créditos de cierre18. Y así, el destino de Lorenzo vuelve a evocar al del Pedro de Martín-Santos en Tiempo de silencio, personaje cuyo nombre se relaciona etimológicamente con la piedra. «Piedra» significa, en efecto, la palabra griega de la que este nombre de Pedro procede (Labanyi 1989, 54). He planteado que Nueve cartas a Berta es una composición formalmente coherente, ya que la relación entre la imagen y el sonido va cambiando en consonancia con la evolución del personaje de Lorenzo. Aunque la ciudad de Salamanca es una metáfora equívoca, yo sostengo que el río y la estatua del final del filme se pueden leer como símbolos de la conformidad y la petrificación; lo cual apunta, retroactivamente, a una transparencia de la película en lo que a las metáforas respecta. Un examen más pormenorizado del símbolo en Nueve cartas a Berta revela, sin embargo, que el uso que en la película se hace de otros tropos clave resulta a menudo perverso, si bien siempre va en la línea del arco que el personaje de Lorenzo describe desde la rebelión al conformismo. En lo que se refiere al tratamiento del movimiento y de la luz —dos categorías abstractas de obvia relevancia en una disciplina visual y cinética como es el séptimo arte—, Patino da la vuelta a las convenciones. Las asociaciones estándar son palmarias, en efecto, en el tratamiento de otros personajes. El fotograma congelado o la falta de movimiento, por dar un caso, son señal de estatismo y estancamiento cuando retratan a la madre, al padre o a la abuela de Lorenzo (Pérez Millán 2002, 88). Cuando estas técnicas se aplican, sin embargo, al protagonista, sugieren la energía y el dinamismo de los pensamientos del muchacho, como en las secuencias en las que este piensa en Berta

18 En Tarde de domingo, el encierro de la protagonista femenina se indica, de manera similar, mediante su yuxtaposición con una muñeca sin vida. Bartolomé, en cambio, en Margarita y el lobo, veremos que yuxtapone con una muñeca sin vida a su vivaz protagonista.

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y se resiste al encierro que le suponen Salamanca y su novia española. El uso de una cámara móvil —aparentemente liberadora— para rodar el regreso de Lorenzo a casa por las calles de Salamanca acompañado de su padre hacia el final de la película es, por consiguiente, perverso19. Y es que aquí una dirección de fotografía dinámica está expresando, en realidad, el encierro, el estatismo y el estancamiento de este joven. Nos hallamos, así, ante una inversión contradictoria de la que sería la connotación estándar —la de movimiento—, pero se trata de una inversión completamente lógica teniendo en cuenta el uso de la metáfora del movimiento que en la caracterización de Lorenzo se ha venido haciendo a lo largo de la película, donde una cámara estática indicaba una mente dinámica y, una cámara dinámica, una mente estática. Del mismo modo, en Nueve cartas a Berta la luz —especialmente la solar— no constituye una fuente de iluminación o de esclarecimiento, sino de ofuscación20. Para indagar en esto, podemos comparar los tres recorridos por los monumentos de Salamanca que la película incluye, de los cuales dos se realizan de día, y uno de noche. En el primero de los dos recorridos diurnos, Lorenzo deambula solo por la ciudad, mientras que en el segundo ha salido a dar un paseo con su novia (véase la ilustración 5.1). En ambos casos, la sobreexposición a la que Torán somete el celuloide hace que la clara luz solar resulte cegadora, sugiriendo la apatía y la frustración de los personajes. En el tercer recorrido, sin embargo —el nocturno—, Lorenzo visita los monumentos en compañía de sus compañeros de universidad y del profesor de Harvard, y se trata de una experiencia instructiva. (Lo-

19 Véase Francia (2002, 116) para un relato de las dificultades que planteó esta toma, lo que revela la insistencia de Patino en la importancia de la misma. La secuencia se rodó desde el maletero de un coche, una fotografía de lo cual se muestra en la cubierta de Bellido López et al. (1996). 20 En La caza, de Saura, la luz del sol también se presenta como una fuente de opresión, en lo que redunda el hecho de que usaran celuloide de alto contraste (Stone 2002, 65). En el fotograma congelado que cierra esta película de Saura, sin embargo —dicho fotograma captura a Enrique cuando está huyendo del escenario de la violencia—, el estatismo sí que parece implicar encierro.

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renzo se entera, por ejemplo, de más cosas sobre Carballeira.) Para esta secuencia, Patino había convencido a las autoridades municipales salmantinas (Julián 2003, 67) de que iluminasen monumentos emblemáticos como la Universidad, la Catedral Vieja, la Casa de las Conchas o la plaza Mayor —véase la ilustración 5.2—, de manera que la película ultrasensible de Torán pudo capturar el detalle arquitectónico que los edificios a pesar de la oscuridad (Torán 1989, 114). Si los monumentos hubieran formado un sombrío telón de fondo tras los personajes, el impacto de la secuencia se habría visto mermado. La luz intelectual que proyecta el profesor de Harvard, y el hecho de que la película capture los detalles iluminados de los monumentos, resultan cruciales de cara a aquello que el director está queriendo decir: que, mientras que la luz solar ciega la vista y embota los sentidos, la oscuridad implica esclarecimiento. En este contexto conviene tener presente el himno fascista español, el «Cara al Sol», que Patino más tarde usaría para abrir sus Canciones para después de una guerra21. El tratamiento que el director hace de la luz en Nueve cartas a Berta se basa, en efecto, en la asociación del sol con el fascismo, como deja claro el título del mencionado himno, título que es el arranque del primer verso de la letra. Cuando Lorenzo le dice a Berta dos veces en su primera carta que «valoré demasiado ese sol», podemos inferir que se trata de un significativo cuestionamiento de la dictadura, y no de un simple comentario de pasada sobre el tiempo que hace. Por otra parte, en el contexto de una ideología fascista que idealizaba el cuerpo viril sano, tal vez sea de esperar que Patino también le dé la vuelta a las connotaciones estándar de la salud y la enfermedad. Y efectivamente sucede que, en Nueve cartas a Berta, el estado convaleciente de Lorenzo se asocia a su rebelión, mientras que su mejoría y su curación al final de la película se vinculan a su resignación y a su conformidad. Merece la pena destacar que uno de los (exasperantemente reaccionarios) tíos de Lorenzo es farmacéutico, pero en la farmacia de este hombre no hay cura para la afección del

21 Realizada en 1971, esta película no se estrenó hasta 1976 debido a problemas con la censura. Las citas del himno están sacadas de la banda sonora de este filme.

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muchacho, como tampoco para los nervios de la madre de este. De hecho, Lorenzo solamente se «cura» tras pasar unos días en el campo, durante la Semana Santa, junto a otro tío suyo, un cura rural ultraconservador e inmune a los cambios introducidos en la Iglesia católica por el Concilio Vaticano II. Por último, en Nueve cartas a Berta Patino subvierte asimismo el tropo de las estaciones del año. La conversación entre Lorenzo y su novia española en la secuencia final nos pone, en efecto, la primavera ante los ojos. «Ya oscurece más tarde», comenta la chica; a lo que el joven responde: «Es que está llegando la primavera».22 Pues bien: aquí, más que las típicas connotaciones de nueva vida y esperanzas renovadas, la estación florida sugiere declive e inercia. Conque esta secuencia de cierre también vuelve del revés otra línea del himno fascista español: «Volverá a reír la primavera»23. En Nueve cartas a Berta, Patino adopta uno de los temas estándar de las nuevas cinematografías europeas del momento —el tema de la juventud descontenta enfocada desde una perspectiva únicamente masculina— y se sirve de él como vehículo con el que indagar en conflictos específicos de España sobre «lo nacional». La crisis existencial de Lorenzo, durante la cual el joven valora y cuestiona su país, permite a Patino explorar la cuestión más amplia de los contradictorios intentos de España por liberalizar sus relaciones con el mundo exterior durante la época de la «apertura». La película aprovecha la forma cinematográfica para representar este errático arco que el personaje de Lorenzo describe. La relación entre la imagen y el sonido, el retrato de la ciudad y el tratamiento de la metáfora evolucionan, así, en consonancia con el estado psicológico del protagonista. Mediante la colaboración y el conflicto del director con los miembros de su equipo 22 La película se rodó cuando avanzaba la primavera, del 12 de abril al 22 de mayo de 1965 (Francia 2002, 118). 23 No haber sabido leer estas metáforas «perversamente», acaso explique por qué hubo críticos progresistas de la época que condenaron el final de la película por considerar que celebraba la resignación y el fracaso (Pérez Millán 2002, 90) o que era demasiado ambiguo y no tomaba partido (Patino citado en Julián 2002, 77).

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técnico, Nueve cartas a Berta exhibe el notable dominio que Patino tiene de la forma fílmica, dominio que aquí se despliega para crear un mundo fílmico particularmente denso y en ocasiones irritante —pero siempre coherente— y en el cual se desarrolla la experiencia de Lorenzo con la rebelión y la conformidad, experiencia que es un símbolo de la cuestión nacional.

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Capítulo 6

Envejecimiento y proceso de maduración en La caza (Saura 1965)

Tal ha sido el aplauso que la crítica viene dispensando a La caza desde su estreno, que en ocasiones se pierden de vista sus orígenes en el NCE. Se trata, en efecto, de una película tanto típica como atípica de este movimiento cinematográfico. Carlos Saura era ligeramente mayor que el resto de directores del mismo, a muchos de los cuales él había enseñado, de hecho, en la Escuela de Cine, donde fue profesor entre 1957 y 1964. Además, cuando las nuevas políticas proteccionistas de García Escudero le permitieron rodar La caza, él ya había realizado tres cortometrajes, así como el mediometraje documental Cuenca (1958) y dos películas largas. Mientras que la segunda, Llanto por un bandido (1963), resultó un fiasco, la primera, Los golfos (1959), que representó a España en el Festival de Cannes de 1960, lo había consolidado como el principal director español de arte y ensayo en la estela de Bardem y Berlanga (San Miguel 1962a, 7). Esta experiencia previa, combinada con la asociación de Saura a un productor de la tenacidad de Elías Querejeta, con su futura colaboración con su pareja Geraldine Chaplin, supusieron que, a diferencia de sus colegas de movimiento, él lograra salir indemne del derrumbe del NCE y pudiera continuar haciendo cine de arte y ensayo más allá de la década de 1960, tanto en la transición democrática como en la democracia. En términos de producción, distribución y exhibición, La caza fue un filme típico del NCE. Fue simultáneamente apoyado mediante la subvención derivada de la calificación de «interés especial», y reprimi-

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do mediante la censura. (Aunque hay que decir que, en este caso, los cambios operados por los censores constituyen uno de esos ejemplos míticos de cómo de repente su intervención volvía más abierto, en lugar de más cerrado, el significado de una película.)1 La recepción por parte de las revistas especializadas de la época fue mixta: como era de esperar, Nuestro Cine puso el filme por las nubes —le dedicó en dos ocasiones la portada, véase Monterde 2003, 113, nota 28—, pero Film Ideal lo cuestionó (Sánchez Vidal 1988, 44)2. Por lo demás, del impacto relativamente exiguo que la película tuvo en los públicos españoles en el momento de su estreno se echó la culpa a lo limitado de la distribución y la exhibición de que fue objeto dentro del país (Monleón 1967, 61). (En la tercera parte veremos, sin embargo, que estas limitaciones se antojan una broma comparadas con las que sufrieron los directores de las películas de esta década «no vistas».) La caza provocó, por el contrario, un auténtico revuelo en los festivales de cine internacionales, por ejemplo, en Berlín —donde ganó el Oso de Plata—, en Nueva York, en Londres y en Acapulco, si bien fue rechazada en Cannes (Gómez 2003, 364; Sánchez Vidal 1988, 44). Los estudios de la obra de Saura que adoptan un enfoque de arte y ensayo («cine de autor» o «auteur»; véase la nota 3 de la «Introducción»), se centran en el desarrollo de la visión creativa del director. El presente capítulo plantea, sin embargo, que podemos ganar mucho si volvemos a situar La caza en el contexto de la España de la década de 1960. Pues, como el resto de las películas del NCE que en este libro examinamos, esta cinta de Saura pone en evidencia y condena las contradicciones de dicha década. Concretamente, aquí llevaré a cabo una lectura de La caza sobre el fondo de las dos cuestiones relacionadas que formulo en el título de la presente sección. Me refiero, por una

1 Se abrevió, en efecto, el título original de La caza de conejos —que tenía unas connotaciones sexuales bastante ofensivas—, y las palabras «guerra civil» se sustituyeron por la palabra «guerra», cambios que, como digo, afortunadamente hicieron el significado de la película más abierto… y menos sexista. 2 La reseña de M. Marinero en Film Ideal (1967) es, sin embargo, totalmente elogiosa; habla (ibid., 145) de la «madurez» del director y de la naturaleza «excepcional» de la película.

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parte, al hecho de que, para 1965 —año siguiente a las celebraciones de los «veinticinco años de paz»—, ya se estuvieran haciendo viejos tanto el dictador como la dictadura. Por otra parte, al hecho de que al mismo tiempo estuviera madurando una nueva generación de españoles que había nacido después de la Guerra Civil de la que dicha dictadura resultó. La película de Saura denuncia la contradicción que suponía un Gobierno que, dirigido por un Franco de salud cada vez más delicada, contaba con el respaldo de una generación ya bien al término de la mediana edad y dependía, para su persistencia, de una juventud mal informada e inmadura. De manera que La caza revisita, desde lo trágico, el mismo tema del envejecimiento que en La gran familia se exploraba desde lo cómico (véase el primer capítulo). Y no es solo que ambas películas —representativas del NCE y del VCE, respectivamente— aborden el mismo asunto, sino que las dos lo hacen con las interpretaciones de populares estrellas del cine: José Isbert en el primer caso, y Alfredo Mayo, Ismael Merlo y José María Prada en el segundo. El contexto de producción de la anterior película de Saura —Llanto por un bandido— es típico de esas contradicciones entre aspiraciones creativas y realidad práctica que caracterizan al resto de películas del NCE que en este libro se estudian. Espoleado, así, por la experiencia y el resultado desastrosos de realizar una epopeya de bajo presupuesto, es decir, con «una Arriflex portátil y cinco metros de vías» (citado en Hopewell 1986, 711), Saura abordó La caza con una determinación absoluta. Fue el «producto de un momento de violencia, de rabia personal», declararía el hombre décadas después en una entrevista (Gómez 2003, 362), y este comentario revela su enfado tanto por la experiencia específica de realizar Llanto por un bandido, como por la experiencia general de vivir bajo el régimen de Franco. Las intenciones de Saura serán, en consecuencia, centrales en la interpretación de La caza que aquí se ofrece. Pero incluso en la obra de este autor de cine de arte y ensayo, un autor colocado ferozmente a la defensiva, también habrá que considerar las contribuciones de los actores y de los miembros del equipo técnico. Por ejemplo: aunque puede que La caza sea el resultado de la determinación de Saura y de las astutas maniobras de Querejeta con las autoridades franquistas, la película tiene una deuda notable con Luis

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Cuadrado, uno de los directores de fotografía español de arte y ensayo más grandes que ha habido. Y es que Cuadrado era igual de tenaz que Saura: habiendo concluido sus estudios en la Escuela de Cine en tres años, allí siguió, sin embargo, durante siete, según parece, para asegurarse de que dominaba todos los aspectos de su arte (Torán 1989, 115). Y su colaboración con este director, con quien igualmente trabajaría en Stress es tres, tres (1968), fue sin lugar a dudas cooperativa. Fue el propio Saura, por dar un caso —que era a su vez un experto en fotografía—, quien sugirió a Cuadrado que usaran aquella óptica Macro-Kilar que hizo posibles los primeros planos extremos de la película (Bilbatúa et al. 1966, 9), y ambos hombres cerraron filas para ganar lo que Cuadrado llamaba «la guerra con el laboratorio» (citado en ibid., 10). Porque, igual que había ocurrido con Los golfos, cuyo director de fotografía fue Juan Julio Baena (Llinàs 1989b, 216-217), también con La caza los técnicos del laboratorio se mostraron, al principio, reticentes a trabajar con los contrastes extremos de luz y oscuridad del celuloide que les entregaban, si bien finalmente accedieron. (En Los golfos no lo hicieron sin antes sugerir que despidiesen a Baena, véase Llinàs ibid., 216.) La visión personal de Saura en La caza ha quedado inmortalizada en un comentario muy citado que hizo el también director de arte y ensayo español Manuel Gutiérrez Aragón, quien declaró que aquel filme «dio la vuelta al cine que se hacía en España. En cuanto a tener un lenguaje aseado, para mí hay un cine español de antes de La caza y otro después» (Torres 1992, 28). Pues bien: dicho «lenguaje aseado» fue el fruto de la colaboración de Saura con Cuadrado. Si Gutiérrez Aragón consideraba el tercer largometraje de Saura una divisoria en la historia del cine español, el mérito de esta cinta no siempre fue tan evidente. Mayo, quien encarnó a uno de los protagonistas, reconoció, en una muestra temprana de su contribución a La caza, el potencial de esta película ya antes del rodaje3, pero unos cuantos productores rechazaron el proyecto hasta que lo asumió

3 En entrevistas ya muy posteriores, Saura ha querido insistir todavía en la aportación de Mayo a las fases iniciales del proyecto, aportación que no era posible reconocer en los créditos de la película (Julián 2002, 68; Gómez 2003, 363).

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Querejeta, aquel productor vasco que explotó con éxito el sistema de subsidios estatales, y con el cual Saura formaría tándem creativo en otros doce filmes a lo largo de los dieciséis años posteriores4. La caza ha sido objeto de un aplauso más unánime después, y ha recibido elogios tanto de profesionales del cine español como de estudiosos del mismo, especialmente de aquellos dedicados a las tradiciones de arte y ensayo de dicho cine. A lo largo de las décadas, el modo en que los estudiosos han entendido la importancia de La caza —así como la naturaleza de su «lenguaje aseado»— ha ido evolucionando. Las diversas respuestas críticas son, en efecto, parábolas de sus respectivas épocas: van desplazando el foco, desde el énfasis en el calado político del filme que hacen los textos críticos escritos durante la dictadura e inmediatamente después, hacia preocupaciones más amplias que se advierten en críticas más recientes. Así, por ejemplo, Manuel Villegas López —quien en 1967 publicó el primer libro español sobre el NCE—, puso de relieve la crítica política indirecta que esta cinta encriptaba… escribiendo sobre ella de una forma a su vez indirecta y críptica. (Producto, obviamente, del momento en que compuso el libro.) Este crítico califica La caza (1967, 83) de «máscara. Todo está detrás», de «fórmula [que] es preciso desarrollar para llegar a su verdadero y concreto significado»; dice que se trata (ibid., 85) de un «jeroglífico. Cada uno de [sus elementos] significa una cosa y todos juntos, otra»; añade (ibid., 86) que «lo que se verá, si se puede, está más allá de lo que se ve: es el secreto del 4 En la entrevista incluida en la edición en DVD de esta película que el diario El País lanzó en marzo de 2003 —en el contexto de la colección «Un País de Cine»—, Saura menciona que diez u once productores la rechazaron. Querejeta usó el sistema de doble guion: el guion que se presentaba a los censores, y el guion original que se rodaba dijeran lo que dijeran estos. Se salió con la suya, habida cuenta del prestigio que las películas que hizo con Saura gozaron en el extranjero: «En cuanto surgía algún problema serio, movilizábamos a nuestros contactos en Francia y Alemania para que protestasen […] Eso solía ayudar a liberar una película bloqueada por un censor. Nada asustaba más al régimen franquista que lo que dijeran de él fuera de España» (Saura citado en Hopewell 1986, 134-135 y 256-257, nota 5). Véase también el libro monográfico de Tom Whittaker (2011) sobre este productor.

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film». Este énfasis en la crítica «secreta» que había en la película siguió ocupando un lugar central en los análisis de esta hasta bien entrada la década de 1980. Y es que, aunque la dictadura entonces había terminado y el dictador ya estaba muerto, la lucha contra el franquismo en el frente ideológico siguió librándose en la crítica cinematográfica; aquellas lecturas de La caza tendían a insistir en cómo el filme había conseguido burlar la censura. Concretamente, la caza de conejos se entendía como una metáfora de la Guerra Civil española. De resultas de lo cual, esa autodestrucción de los cazadores de conejos/vencedores de la guerra que se produce al final de la película prefiguraba el colapso inevitable de la dictadura que aquel conflicto había instituido (Hopewell 1986, 71-76; Higginbotham 1988, 79; Kinder 1993, 160; Torreiro 1995b, 320; Monegal 1998, 203-208). A finales de la década de 1980, Agustín Sánchez Vidal sugería (1988, 48) que las lecturas políticas de La caza dependían del momento en que el filme se recibía: «Si en su día la construcción arquetípica de los personajes y el sentido parabólico de la película imponían por encima de cualquier otra consideración una lectura política, la perspectiva actual libera a La caza de esas servidumbres coyunturales». Otras líneas de investigación han incluido la indagación que la cinta lleva a cabo de la propiedad privada (Pérez Rubio 1997, 609), los antecedentes pictóricos de la imaginería cinegética de Saura (Wood 1999), el análisis que la película hace de la enfermedad (Wood 2000) y el uso de la forma fílmica (Heredero 2003; Zunzunegui, mismo año). El presente capítulo también es producto de su propio tiempo, toda vez que depende de los estudiosos previos, reacciona a un énfasis reciente en asuntos de género y masculinidad que se observa en los críticos del cine español, y aplica nuevos enfoques teóricos como los conceptos de Gilles Deleuze de la «imagen-movimiento» (1984) y la «imagen-tiempo» (1987) en el cine —los correspondientes libros aparecieron originariamente en 1983 y 1985—, o como la obra de Judith Butler (1993) sobre la materialidad del cuerpo5. De manera

5 Gracias a Chris Perriam por sugerirme que me fijara en Deleuze y en Peter Weir, y a Julián Gutiérrez-Albilla por señalarme la relevancia del estudio de Butler de

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que en primer lugar planteo que las dos secuencias de caza de conejos constituyen, más que metáforas conspicuas, una fuerza de interrupción violenta del relato la cual evita una implicación simplona del espectador en una trama chocante pero clara, y en una caracterización crítica pero predecible. Porque es en este relato principal, y no en las secuencias de caza, donde está encriptada la crítica. El análisis de dicho relato evidenciará, de hecho, la naturaleza más amplia de la sátira que Saura hace de la España de la década de 1960. Donde esto alcanza una mayor profundidad es en el tratamiento del proceso de envejecer, asunto que, hasta ahora, no ha recibido sino una atención colateral (D’Lugo 1997, 44)6. Por último, este capítulo ofrece una nueva lectura de la forma fílmica de La caza, la cual se basa, como anunciaba hace un momento, en planteos de Deleuze y Butler. Dicha lectura hace especial hincapié en la significación de los planos del paisaje y los cuerpos que se incluyen en la secuencia de la siesta, hacia la mitad de la película.

Interrupciones violentas: la caza de conejos Inicialmente asumimos que tres viejos amigos se reencuentran para compartir un día de caza e introducir a un joven pariente en los supuestos placeres del arte cinegético. Este relato ficticio es interrumpido por dos secuencias que son propiamente de caza y que, dada la precisión del detalle y lo objetivo de la narración, pertenecen al género documental7. La primera de ambas secuencias de caza tiene lugar por la mañana; la protagonizan los cuatro hombres armados, que usan un perro para rastrear. La segunda es ya por la tarde; ahora

cara a mi trabajo. Sobre el género y la masculinidad en el cine español, véase, por ejemplo, Perriam (2003). 6 Hay otros estudios sobre el tema del envejecimiento en el NCE, como el documental de Manuel Summers sobre héroes periclitados Juguetes rotos (1966). 7 Guy Wood señala (1999, 371, nota 10), con referencia a El libro de caza menor, de Miguel Delibes, que, en La caza, el nivel de detalle de las secuencias de caza propiamente dicha revela el conocimiento de esta actividad por parte de Saura.

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recurren a hurones que introducen en las madrigueras para hacer salir de estas a los animales. La primera vez que se ve La caza, estas imágenes de caza de conejos causan un impacto emocional terrible. Aunque solo suponen seis de los ochenta y tres minutos del filme, la profunda impresión que producen en el espectador explica, sin lugar a dudas, que hayan ocupado un lugar tan central en la interpretación de aquel. No obstante la turbadora crudeza de las imágenes de esta matanza de conejos —crudeza a veces rayana en lo insoportable—, hay críticas de la película que, con todo, adscriben las mencionadas secuencias de caza al registro poético de la «alusión» (Monegal 1998, 203), interpretándolas como una metáfora de la violencia y la masacre de la Guerra Civil de España. Antonio Monegal (ibid., 204) considera, en esta línea, que nos hallamos ante un ejemplo de… …esos dispositivos retóricos que, sin perjuicio de que se incorporen en el relato y participen en el desarrollo de este, generan, así y todo, un discurso en el cual no rige la economía narrativa […] Cabe identificar tales dispositivos como operaciones figurativas que, equivalentes a la metáfora y a la metonimia, conforman, al combinarse, la textura alegórica de la película.

A mí también me parece que las secuencias de caza propiamente dicha operan fuera de la «economía narrativa», pero aquí cuestiono en qué medida constituyan secuencias de carácter «figurativo» o «alegórico». Rob Stone planteó, en efecto, que las imágenes de crueldad hacia los animales que hay en películas como La caza, Furtivos (Borau 1975) o Pascual Duarte (Ricardo Franco 1975) nos interpelan en un nivel tan visceral, que tendríamos que sentirnos impresionados por la realidad de la matanza, y no diluir esta respuesta mediante su consideración intelectual. Este estudioso sostiene (2004, 76 y 80) que debemos observar la indiscutible realidad de estos sucesos, no el simbolismo que la masacre pueda tener respecto de la narrativa […] Los públicos no deberían desdeñar, en consecuencia, la matanza que ven en la pantalla por considerarla un mecanismo o una idea artística, pues lo que tienen delante de los ojos es un dolor y una muerte violenta reales.

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Es decir, que las secuencias de La caza en las que matan conejos son tan directas, que han de verse como lo que son, y no como metáforas indirectas. Tendríamos que reconocer, por consiguiente, que su papel consiste en «pegarnos un tortazo» (ibid., 81): interrumpen violentamente la narrativa y nos expulsan del plácido rol de espectador. Las declaraciones del propio Saura sobre sus intenciones al hacer esta película también arrojan dudas sobre la conveniencia de una interpretación metafórica de las secuencias de caza. En una entrevista de 1969, el director dijo que, en un primer momento, la idea subyacente a La caza había sido, efectivamente, hacer una película sobre la Guerra Civil española. La acción transcurriría en un coto de caza y antiguo campo de batalla de aquella contienda que él había descubierto durante el rodaje de Llanto por un bandido (1963), y la partida de cazadores estaría dividida en dos bandos, con dos hombres en uno y tres en el otro, lo que claramente evocaría las dos facciones que en aquel conflicto se enfrentaron (Torres y Molina-Foix 2003, 8). Pues bien: al cabo Saura mantuvo el lugar de la acción, pero descartó la idea de dividir a la partida de cazadores en dos bandos. Eliminamos las alusiones a la Guerra Civil española […] La idea básica había evolucionado bastante. Claro que había una Guerra Civil española, pero buscábamos un significado más amplio […] Quitamos las alusiones a propósito, porque nos parecía que era algo demasiado fácil (ibid., 10).

O sea: que la metáfora caza/guerra es «demasiado fácil». Lo que hacen las secuencias de caza es interrumpir. Su función consiste en sacarnos, propinándonos un fuerte envión, de nuestra implicación en la narrativa. Nos obligan a mantener una distancia crítica respecto al filme: un proceso brechtiano que es común a buena parte del NCE (véanse los capítulos tercero y quinto). Y es que, sin estas interrupciones —y sin otros momentos clave de extrañamiento y desnaturalización de los cuales me ocupo en la última sección de este capítulo—, La caza quedaría en un relato convencional, con una caracterización coherente y una trama lineal que avanza hacia su trágico desenlace de manera cada vez más ineludible.

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«Veinticinco años de paz»: veinticinco años más viejos Ese «significado más amplio» que Saura buscaba no emerge, pues, de las secuencias de caza, sino de la narrativa de la película. La caza es un estudio crítico del tema del envejecimiento. El desarrollo de este tema codifica la crítica de Saura a la España de Franco, toda vez que indaga en las tensiones entonces vivas en torno tanto a la edad del dictador —y de la primera generación de leales al mismo—, como al fracaso del régimen a la hora de ganarse el apoyo de la juventud de clase media, juventud de la que su supervivencia dependía. La celebración oficial de la longevidad de la dictadura —de los «veinticinco años de paz»— fue un intento colosal de negar tanto el declive de quienes se estaban haciendo viejos, como el descontento de quienes estaban madurando. Ambas preocupaciones pueden verse bajo la superficie de una película que el régimen encargó para aquellos fastos conmemorativos: Franco, ese hombre (José Luis Sáenz de Heredia 1964). En la última sección del presente capítulo, analizaré la forma cinematográfica de La caza en la idea de explorar el contexto más amplio de la representación del cuerpo. Teniendo en cuenta que, a Saura, la idea de La caza le vino durante el rodaje de Llanto por un bandido —es decir, en 1963—, y que el proyecto se realizó en 1965, cabe inferir que todo anduvo preparándose a lo largo de 1964. Esto equivale a decir que el año en el cual «la idea básica evolucionó» fue el año en que se celebraban los «veinticinco años de paz». Y, si bien La caza no es ninguna representación mecánica de acontecimientos de ese entonces, las causas de angustia entonces vivas informaron las preocupaciones críticas de la película. «Veinticinco años de paz» era, en efecto, un eslogan propagandístico que había acuñado Fraga Iribarne, recién nombrado ministro de Información y Turismo. (Este mismo señor fue el responsable, como antes dije, de aquel [tristemente célebre] reclamo turístico de que «España es diferente».) En resumen, que Fraga Iribarne fue el artífice de aquellos fastos conmemorativos que se celebraron por todo el país: exposiciones, premios, reportajes de prensa y, por supuesto, el mencionado biopic de Sáenz de Heredia sobre el caudillo (Preston 1993, 714-715). «Aquellos festejos», dice Paul Preston en su biografía de Francisco Franco (1993,

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714), «confirmaban la creencia del dictador de que gozaba de una inmensa popularidad». Aunque también cabe verlos como un intento de disfrazar el desasosiego de los círculos oficiales sobre la viabilidad de la continuidad de un líder que se había hecho con el poder en una era muy distinta, y que quedaba ya muy lejos8. Puede que los cambios económicos y sociales de la «apertura» se presentaran retóricamente como parte de un desarrollo planificado del franquismo (ibid., 706), pero la manifestación material del anacronismo de este régimen era la presencia física del dictador. El envejecimiento de Franco resultaba imposible de ocultar: en 1962, el hombre cumplió setenta años; su palmario declive, acelerado por la aparición de la enfermedad de Parkinson —afección que nunca se reconoció oficialmente, véase ibid., 729—, fue haciéndose más obvio cada vez. El segundo objeto de preocupación —la otra cara de la moneda del envejecimiento— era la juventud o el proceso de maduración. Porque el régimen fue siempre consciente de que su supervivencia dependía de que supiera atraerse la lealtad de las nuevas generaciones, como dejó claro el establecimiento de las organizaciones juveniles falangistas en la década de 1940. Y, si bien era de esperar y, por consiguiente, comparativamente tolerable que el franquismo no lograra ganarse el beneplácito de la juventud de clase obrera, representada en los personajes de Los golfos, de Saura (1959), o de Llegar a más, de Jesús Fernández Santos (1963), la oposición de los hijos de clase media de los vencedores de la Guerra Civil ya no lo era. Pues aquellos jóvenes conformaban la población estudiantil, y los disturbios y las manifestaciones que venían produciéndose en las universidades españolas desde la década de 1950 representaban una china harto molesta en el zapato del régimen9. El cine disidente reflejaba aquel descontento. Valgan los casos de Muerte de un ciclista, de Bardem (1955), que incluía una bre-

8 En sus memorias, Fraga Iribarne escribe sobre el evidente envejecimiento de Franco cuando lo vio pronunciar el discurso de clausura de las celebraciones por los «veinticinco años de paz» (Preston 1993, 715). 9 La caza se hizo el mismo año en que se suprimió el Sindicato de Estudiantes Universitarios (SEU) (Grugel y Rees 1997, 92-93).

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ve, pero importante secuencia que mostraba desórdenes estudiantiles —dicha secuencia fue censurada en su práctica totalidad—; Nueve cartas a Berta, de Patino (1965), película que, como veíamos en el capítulo quinto, ofrecía un retrato detallado de un estudiante inquieto; o también Margarita y el lobo, mediometraje en el que de repente encontramos a la protagonista en el tumulto de unas manifestaciones estudiantiles, y que, como veremos en el octavo capítulo, fue censurado por completo. El contexto de los «veinticinco años de paz» también explica el papel de la Guerra Civil en La caza. A lo largo de la dictadura, dicha contienda jamás dejó de estar presente en la esfera pública, ya que los medios de comunicación cubrían siempre actos conmemorativos como los desfiles militares anuales del 18 de julio y el primero de abril, por no hablar de la inauguración del Valle de los Caídos en 195910. Para la década de 1960 se advirtió cierto alejamiento del lenguaje triunfalista habitual, al implicarse en la escritura de los discursos de Franco ministros más jóvenes11; pero aquel giro no fue sino retórico. Las constantes afirmaciones de la «paz» en aquellos fastos conmemorativos de Fraga Iribarne suponían, naturalmente, un recordatorio constante de la guerra. Y en la década de 1960, la obsesión con la guerra de 1936-1939 también subrayaba las diferencias entre jóvenes y viejos. Aquel era, en efecto, un caso de libro de conflicto generacional exacerbado por la guerra y sus secuelas: el choque entre jóvenes y viejos se intensificaba en la medida en que los segundos habían luchado en una guerra y los primeros no.

10 Este grotesco mausoleo fascista, construido por prisioneros de guerra republicanos y lugar de sepultura de José Antonio Primo de Rivera —fundador del partido fascista Falange Española— y del propio Franco hasta que, en 2019, el Gobierno de España decidió sacar de allí los restos del dictador, se yergue sobre la ciudad de Madrid desde las montañas del noroeste. El futuro de este monumento sigue siendo objeto de controversia en España. 11 Véase el ejemplo que Preston aduce (1993, 706) de las intervenciones de Fraga Iribarne y Laureano López Rodó en el discurso que Franco pronunció por televisión, con motivo del fin de año, el 30 de diciembre de 1962.

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El envejecimiento y el proceso de maduración, fuentes clave de ansiedad para el franquismo, se indagan en La caza mediante una crítica de la masculinidad. En esta película, Saura vuelve del revés la homosociabilidad descrita y prescrita por el cine franquista ortodoxo de la década de 1940. Se ha señalado, en efecto, que el hecho de incluir en el reparto a Mayo constituye una evocación intertextual de los papeles de galán franquista que este actor interpretara en películas como Raza (Sáenz de Heredia 1941), ¡Harka! (Arévalo 1941) y ¡A mí la legión! (Orduña 1942), véase D’Lugo 1991, 57, y Sánchez Vidal 1988, 48, nota 24. Por su parte, Santos Zunzunegui ha llamado la atención (2003, 417) sobre la función parecida que cumplen Ismael Merlo —quien encarna a José— y José María Prada, que asume el papel de Luis, el tercer amigo. Solo que aquí no es cuestión de repetir la obviedad de que, mientras que la caracterización masculina del cine franquista ortodoxo heroifica12, la del cine disidente desheroifica, sino más bien de insistir en que la inclusión de estos actores concretos en el reparto de La caza sitúa en primer término la edad y el envejecimiento de los mismos. Marvin D’Lugo sostiene (1991, 57) que la elección de Mayo, quien interpreta a Paco, supone «una devastadora afirmación del paso del tiempo y de la transformación de un héroe mítico periclitado en un viejo venal y narcisista». (Otro tanto rige para Merlo y Prada.) En 1965, año en que Franco tenía setenta y tres, esto actores en realidad no tenían sino cincuenta y cuatro, cuarenta y siete y cuarenta, respectivamente. Del mismo modo, sin embargo, que la fotografía en blanco y negro de Cuadrado evitaba los grises y privilegiaba los contrastes extremos de luz y oscuridad (Sánchez Vidal 1988, 48), también la narrativa del filme evita los términos medios: a estos tres hombres de mediana edad se los presenta como viejos. Además, aunque Emilio Gutiérrez Caba —el actor que interpreta a Enrique, el cuñado de

12 Téngase en cuenta, de hecho, que hay una serie de lecturas de estas películas donde se ve que las dinámicas de género de las mismas resultan más complejas de lo que de entrada cabría suponer. Para Raza, véanse Triana-Toribio (2000) y Martin-Márquez (1999, 89-96); para ¡Harka!, Evans (1995, 218-219).

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Paco— en 1965 tenía veintitrés años, en la película aparece infantilizado, en un gesto análogo tendente a exagerar los contrastes. La narrativa y la dirección de fotografía fueron, pues, cruciales de cara a insistir en la edad; pero también lo fue el estilo interpretativo. Si estamos dispuestos a aceptar que, en el VCE, los actores podían socavar subversivamente el conservadurismo que de otro modo una película habría ofrecido —véase, por ejemplo, la lectura que en el primer capítulo de este libro hago del papel de José Isbert en La gran familia—, tendremos que aceptar asimismo la posibilidad de que los actores contribuyan de forma parecida en el NCE. A Aurora Bautista —véase el capítulo cuarto— o a Mayo, quienes habían sido estrellas del cine español popular de la década de 1940, no podemos desdeñarlos como participantes pasivos de películas de arte y ensayo cuyas presencias los directores manipulan para evocar sus anteriores filmes. Porque de repente también podría ocurrir que la interpretación de un actor o una actriz introdujera un elemento de conservadurismo en una cinta de otro modo subversiva, pero resulta que tanto Bautista en La tía Tula, como los mencionados actores en La caza, comparten la visión disidente del director. El hecho, por ejemplo, de que Mayo se implicara ya en las fases iniciales del proyecto es indicio de su implicación en el desarrollo creativo de la obra, o por lo menos de que estaba al tanto del mismo. Ha de atribuirse a Saura una inteligente elección de los actores en La caza —como ya César Santos Fontanela (1966c, 17) señaló en Nuestro Cine—, pero conviene ser justos a la hora de repartir la responsabilidad creativa de las interpretaciones. En una entrevista posterior (Castro 1974, 395), Saura decía sobre la dirección de actores que «durante las primeras semanas estudio a los actores, qué es lo que me pueden aportar, etc., y les dejo una cierta libertad para ver hacia dónde derivan». Pero en otra entrevista a su vez posterior —esta tuvo lugar en 1988—, el orgulloso director de arte y ensayo quitaba hierro a la contribución de los actores: «Los actores […] solo hacen lo que el director permite. El director debe responder públicamente de las ideas de los actores; ellos no» (Zeul 2003, 113). La visión global de la crítica del envejecimiento en la película es cosa de Saura, y es indudable que este dio instrucciones a los actores para que no hicieran de hombres de su edad, sino más viejos. Así y todo, el

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arrogante pavoneo del Paco de Mayo, la amargura alicaída del José de Merlo y el carácter agriado del Luis de Prada —añádase la conciencia que estos tres actores tenían de sus anteriores personajes—, todo esto también desempeña un papel importante en la narrativa del envejecimiento de La caza. El envejecimiento, la angustia por envejecer y la resistencia a hacerse mayor de que estos tres amigos hacen gala, resultan evidentes a lo largo del relato. En la secuencia de apertura, a Saura se le ve un punto ansioso por establecer los personajes y el contexto. (Esto se debe, sin lugar a dudas, al rodaje secuencial.) De manera que la relación entre estos hombres se explica sin más tardanza: son antiguos compañeros de armas que se han vuelto a juntar para compartir un día de caza. «Después de tanto tiempo», comenta Luis colocando su brazo sobre los hombros de Paco en un gesto repetido de forzada camaradería, «otra vez juntos». Entonces se acuerda de un cuarto viejo amigo que —averiguamos más tarde— se ha suicidado: «Si llega a venir Arturo, los cuatro de siempre. Pobre Arturo». La idea subyacente a este intercambio es evocar, desde el principio, las versiones juveniles y sinceras de estos mismos hombres de modo que contrasten con su situación presente. Y es que en seguida nos damos cuenta de que ahora su amistad es una farsa: de que los tres están allí por el interés. Porque José ha organizado la excursión como pretexto para pedirle a Paco que le preste dinero, mientras que Luis ha acudido para no quedar mal con su actual jefe —al que está deseando poder cambiar por otro—, y Paco simplemente quiere hacer un poco de ejercicio. Tampoco son desinteresados los vínculos familiares: Paco ha invitado a la cacería a su cuñado Enrique porque así ha podido llevar el todoterreno de su suegro. Saura coloca el tema del envejecimiento en primer término a través de Paco y José, los dos personajes de más edad, interpretados asimismo por los dos actores con más años. Inicialmente representan dos enfoques distintos del envejecimiento, pero luego resulta que son sendas imágenes especulares. José es obsesivo: asegura estar enfermo, se queja de que le duele el estómago y anda tomando pastillas siempre. La naturaleza de su afección no se especifica, pero la caracterización de José como un veterano del ejército que se hace viejo

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queda puesta de relieve cuando le confiesa a Paco: «Tengo dolores desde que me dieron el tiro». Durante una pausa que hacen para comer, Enrique saca una fotografía a José mientras este está encorvado sobre un remanso del riachuelo, lavándose. José rasga la fotografía y mira con envidia el físico —comparativamente escultural— de Paco, reprochándose a sí mismo estar viejo y haberse descuidado. «Parecí [en la foto] a un viejo de estos que toman el sol en una esquina», se reprocha en voz en off. «Tengo que llevar cuidado. Es natural. Después de tanto tiempo sin hacer ejercicio… En cambio, él sigue igual. No le importa nada.» Paco es el narcisista. Se siente orgulloso de su cuerpo bien conservado, y su personaje anticipa, con su interés en el ejercicio y la cosmética, el del Julián de la siguiente película de Saura, Peppermint frappé (1967). (Si Enrique se echa crema en los labios, Paco es el único personaje que se aplica protector solar.) En voz en off nos revela su intolerancia fascista para con las imperfecciones físicas de débiles y tullidos. Sin embargo, igual que su seguridad en el manejo del todoterreno al comienzo de la película queda socavada por la revelación de José de que el hombre anteriormente había sido camionero —posición humilde—, del mismo modo, hacia el final de la película, queda al descubierto la angustia que el envejecimiento le produce. En la secuencia inmediatamente anterior a que José lo asesine, vemos a Paco examinar sus arrugas en el espejo de la nevera de las bebidas, tras lo que se empuja las sienes hacia atrás para estirar las patas de gallo. Es decir, que este hombre también rechaza —como José— la realidad de su propio envejecimiento y, tratando de alterar su apariencia ante el espejo, lleva a cabo un acto equivalente al de rasgar la fotografía poco favorecedora. En La caza, la forma fílmica se usa de manera que el conjunto de la película suponga, de algún modo, precisamente una foto poco favorecedora de unos hombres que se están haciendo viejos. Los críticos han llamado la atención sobre cómo el manejo de la cámara, la iluminación y la sobreexposición del celuloide reflejan el entorno opresivo de los antiguos campos de batalla de la Guerra Civil —véase la ilustración 6.1—, pero esos recursos cinematográficos se aprovechan asimismo para dejar cruelmente en evidencia el envejecimiento y el sufrimiento corporales. Pues Cuadrado aplica su cámara a esos

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6.1 La caza. Fotografía cortesía de la productora de Elías Querejeta.

cuerpos en planos medios fuertemente iluminados, en planos generales deshumanizadores y en primeros planos crudamente detallados y que destacan cicatrices y arrugas. Aunque este director de fotografía no solía usar el sol como fuente de iluminación cuando rodaba en exteriores, aquí toda la luz es natural, debido al papel clave que el sol tiene en la trama (Llinàs 1989, 245). (El sol también era crucial en el retrato de las duras faenas agrícolas que Saura había compuesto en Cuenca [1958], uno de sus trabajos previos a La caza que antes mencionábamos; aquí los responsables de la fotografía fueron Baena y Antonio Álvarez.) En La caza, los cuerpos de estos hombres que en-

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vejecen sudan y arden bajo el implacable sol estivo de Castilla —véase la ilustración 6.2—, y Saura nos recuerda en una entrevista que no era necesario echar mano de recurso artificial ninguno para evocar tal calor: que el sudor y el resuello eran auténticos, y que todo el equipo los sufrió durante aquellas cuatro arduas semanas de rodaje en agosto13. Como en Nueve cartas a Berta —véase el capítulo quinto—, representar al sol español como un enemigo era también un ataque indirecto al fascismo español, toda vez que los públicos habían de asociar aquello al título —y al arranque del verso inicial— del mencionado himno «Cara al Sol» (Oms 1981, 30). La equivalencia entre José y Paco se expresa retratando a ambos con idénticos recursos cinematográficos. Saura explota asimismo el potencial que los encuadres y los espejos ofrecían para reforzar esta similitud. La inclusión de ambos personajes en un único encuadre se convierte en un leitmotiv visual de La caza, leitmotiv que a su vez se hace eco de la secuencia de los créditos de cabecera, en la que el zoom se va cerrando lentamente hacia dos hurones enjaulados. Valga de ejemplo la secuencia del bar al comienzo del filme: los cuatro hombres están sentados juntos en la barra, pero la cámara pasa de lado a lado en plano medio de manera que solo aparezcan en el cuadro a la vez dos personajes. Algo parecido ocurre cuando Paco conduce el todoterreno desde el bar hasta el coto de caza: él y José, que ocupa el asiento del copiloto, quedan vinculados en virtud de la puesta en escena. En un plano secuencia, vemos a estos dos hombres a través del parabrisas del coche mientras este se acerca, y la partición del parabrisas los separa y al mismo tiempo los une. Están atrapados por el marco del parabrisas dentro del encuadre de la pantalla cinematográfica en un recordatorio visual de los dos hurones de la secuencia de los créditos del principio, donde la jaula en la que vemos a los animales está igualmente dotada de una partición. Sigue un intercambio entre José y la madre de Juan que refuerza el paralelismo entre los cazadores y los hurones, introduce la tensión que gobierna la película y apunta al final

13 Entrevista que acompaña la edición en DVD de La caza de la colección «Un País de Cine».

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6.2 Alfredo Mayo en La caza. Fotografía cortesía de la productora de Elías Querejeta.

violento de la misma: «[Los hurones] se pasan el día gruñendo y removiéndose sin parar […] Están como locos, y alguno se va a escapar»14.

14 En la fase del guion, la imagen de los hurones enjaulados iba a ser la secuencia final de la película (Saura y Fons 1965, 152).

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Los hurones son «unas criaturas marcadamente agresivas y feroces», señala Gwynne Edwards (1995, 73), «y los dos que hay en la jaula están separados para evitar que se destrocen entre sí». Pero esta lectura solo establece un paralelismo entre estos pugnaces animales y los dos bandos de la Guerra Civil española. La dirección de fotografía, el montaje y la puesta en escena dan lugar, sin embargo, a que la imagen de los dos hurones resuene a lo largo del retrato que en la película se hace de Paco y José, transmitiendo las semejanzas y rivalidades existentes entre estos dos personajes masculinos que envejecen. Como adelantaba, en La caza también se usan espejos para establecer una asociación entre ambos personajes. Por ejemplo: mientras el grupo se prepara para la caza, vemos a José, en el lado izquierdo del encuadre, abrir la nevera de las bebidas para comprobar su contenido. Pues bien: Paco está colocado en el lado derecho del cuadro, y entre los dos hombres se encuentra el amplio espejo de la tapa de la nevera. La imagen de José en el espejo se corresponde con la de Paco tras el mismo y da a entender que ambos personajes son reflejos especulares el uno del otro. Esta idea de la imagen especular vuelve a usarse para indicar equivalencia cuando José y Paco discuten tras negarse este a prestar a aquel el dinero que le pide. Los dos rompen la cuarta pared, miran directamente a la cámara en primer plano, como si la propia cámara fuese un espejo; y las imágenes de los rostros de ambos se muestran diez veces en montaje en paralelo. Diegéticamente entendemos que se están mirando, por lo que la secuencia sugiere que no están contemplando su propia imagen en el espejo, sino la cara del otro. Más que imágenes especulares, los otros dos personajes masculinos mayores de la película —Luis, miembro del cuarteto militar originario, y Juan, el explotado y empobrecido guardés que, interpretado por Fernando Sánchez Polack, está a cargo de la hacienda de José— son proyecciones de los miedos a envejecer de José y Paco. La debilidad y la desmaña de Luis son producto de su alcoholismo, pero, cuando se cae de un burro al comienzo de la película, José no se mete con él por su falta de hombría —como cabría esperar en un contexto en el que la destreza en el dominio de animales se consideraría un rasgo de

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masculinidad—15, sino que le reprocha su envejecimiento: «Eres más joven que yo y estás completamente acabado». Juan funge igualmente de manifestación de este miedo al envejecimiento. El guion especifica, en efecto, que «tendrá cincuenta años, pero parece más viejo. Los rasgos de su cara son secos y recios. Tiene la piel surcada de arrugas, reticulada y renegrida del sol y de la intemperie» (Saura y Fons 1965, 36), descripción que cuadra con el físico de Sánchez Polack. El personaje de Juan también proyecta el miedo de Paco a la incapacidad física: «No soporto a los tullidos», se queja. «Me dan escalofríos. Prefiero morirme antes de quedarme cojo o manco. Además, dan mala suerte.» Por último, la ausencia de Arturo tiende una sombra sobre las vidas de Paco y José, en la medida en que su suicidio apunta al miedo a la muerte de ellos. Mediante esta indagación del envejecimiento y de la angustia por envejecer, Saura deja en evidencia lo que el discurso oficial trataba de disfrazar en aquellos fastos conmemorativos de los «veinticinco años de paz»: el declive de un dictador y una dictadura que habían sobrevivido a su tiempo. Franco, ese hombre puede considerarse un intento de camuflar este anacronismo. El título promete un acercamiento a la vida del Franco «hombre», pero el determinante demostrativo «ese» indica la distancia reverencial de la película: el caudillo es ese, no este hombre. Únicamente el comienzo y el final de la cinta muestran, en efecto, al Franco de 1964; la biografía consiste básicamente en un predecible y triunfalista paseo por la historia española del siglo xx. Resulta revelador el énfasis que se hace en la juventud del dictador; el narrador en off pone de relieve los precoces ascensos de este en el ejército con recordatorios del tipo: «Una vez más se repite la constante de ser el más joven en este empleo». Es un intento de asociar a Franco con los lozanos soldados del desfile militar del comienzo del filme, a los que se describe como «hombres jóvenes: los hijos y nietos de los que, bajo el mando de este mismo caudillo, conquistaron el porvenir

15 En Los golfos, Saura dramatizaba esto. Como señala María Delgado (1999, 43), «el dominio del toro [por parte de Juan] ofrece una expresión de masculinidad disciplinada».

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de España». La película termina con una entrevista a la reverenciada figura en cuestión, cuyo monólogo pre-preparado incluye las consabidas referencias a la Guerra Civil española como una «cruzada» —y a la alta misión de España en cuanto «reserva espiritual de Europa»—, tras lo que vuelve a dirigirse a la juventud para llamarla a reconocer que «el progreso de la patria se alcanza con las aportaciones de las sucesivas generaciones». Da igual cuán deferente se muestre el entrevistador, o cuán favorecedores sean tanto la iluminación, como el ángulo y la distancia de la cámara: al dictador ahora se le ve como un viejo intocable. La película de Saura incluye una fascinante referencia a un intento parecido de disfrazar la vejez manipulando la representación. La instantánea que Enrique saca de la partida de cazadores con las presas de la caza de conejos matutina se ha vuelto representativa del conjunto de la película: se reproduce como ilustración en críticas publicadas de esta (D’Lugo 1991, 62; Sánchez Vidal 1988, 40) y es una de las tres imágenes escogidas para la web oficial de Saura, sobre la que cabe suponer que el director tuviera control16. Esta fotografía es una referencia a la caza masculinista y a la iconografía militar. Evoca, en efecto, retratos del propio Franco, y cabe que aluda directamente a imágenes del dictador posando con peces y animales cobrados en el ejercicio de sus actividades de ocio preferidas en los créditos y en el minuto noventa de Franco, ese hombre. El propósito general de esta fotografía es, como ha señalado Guy Wood (1999, 363-364), caricaturizar el tipo de imágenes cinegéticas entonces tan frecuentes: Este fotograma […] es una genial parodia de las «proezas» constatadas por la iconografía cinegética «oficial» y encierra un fin propicatorio [sic] mucho más sutil. Tenía que haber calado muy hondo en la psique de los espectadores a mediados de los sesenta, público que habría visto y estaría harto de ver poses casi idénticas e igualmente vanas del Jefe del Estado y sus sicofantes después de sus cacerias [sic] en los NO-DO o en la prensa, imágenes con que la maquinaria propagandística franquista intentaba la captura ideológica masiva del pueblo.

16 Véase http://www.clubcultura.com/clubcine/clubcineastas/saura/peli-caza.htm, consultado el 24 de marzo de 2004; ya no disponible.

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En La caza, la parodia se lleva a cabo evidenciando lo artificioso de la fotografía: los cuatro hombres adoptan unas poses rimbombantes. (Sobre todo Paco, que saca pecho y estira la espalda para hacerse un poco más alto.)17 El agotamiento y el calor, evidentes por el sudor que salpica sus cejas y empapa sus camisas, desmienten, sin embargo, esta retórica visual para sugerir que semejante instantánea no es sino una cortina de humo para la crisis subyacente de la masculinidad y la vejez. La caza exagera la edad en la idea de criticar el envejecimiento. Por una parte, los actores de mediana edad interpretan a viejos; por otra parte, el Enrique de Gutiérrez Caba —quien ya dije que entonces tenía veintitrés años— actúa como un niño. La mediana edad, la vejez y el miedo a esta marcan un nuevo comienzo para Saura en su tercer largometraje, pero son preocupaciones a las que el director volverá, por ejemplo, con las angustias de Antonio a propósito de la edad en Carmen (1983), o con la experiencia de la vejez en Goya en Burdeos (1999). La adolescencia, o el proceso de maduración, fue objeto del interés de Saura en su primera película, Los golfos (1959), si bien dicha película indaga en este tema de una manera más acorde con el tema de los angry young men de las nuevas cinematografías de la época (Delgado 1999, 41-42). La infantilización que Saura hace de Enrique en La caza, en realidad apunta a la exploración que en su obra posterior hace de los adultos que se comportan como niños. En Stress es tres, tres (1968), por dar un caso, indaga, según él mismo dice, en el mundo de «tres adultos que se portan como adolescentes» (citado en Sánchez Vidal 1988, 60); La madriguera (1969) también investiga las consecuencias de juegos de niños a los que se juega en un contexto adulto, y tanto Stress es tres, tres como Peppermint frappé tratan «el problema […] del sexo inmaduro en el mundo de la pretendida adultez profesional» (ibid., misma página). Enrique trabaja con Paco y su padre, y está caracterizado como un hijo de los vencedores. A lo largo de la película nos enteramos de que el padre del muchacho posee tierras, una fábrica y un todoterreno,

17 El guion especifica (Saura y Fons 1965, 2) que Paco tenía que caminar con la espalda derecha «para disimular el vientre».

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así como de que Enrique ha tomado prestada el arma alemana de su padre, lo que implica que este ha participado, junto a Luis, en la División Azul. El modo en que en La caza se presentan las relaciones de Enrique con el grupo de hombres mayores es típico del conflicto generacional: estos habían luchado en la guerra, y Enrique no. Pero no se trata simplemente de un caso de lo que, en el título de una de las canciones pop que suenan en la flamante radio nueva que han traído a la cacería, se evoca —de manera más bien cariñosa— como «loca juventud»18: este conflicto se lleva al extremo enfatizando la vejez de los hombres de mediana edad e infantilizando a Enrique, el joven. Al principio de la película, Enrique no despierta el menor interés: en términos cinematográficos, nunca ocupa el encuadre él solo; no atrae primeros planos o planos subjetivos y, de hecho, su rostro se nos oculta, la primera vez que lo vemos, por la visera de su gorra. A lo primero trata a los hombres mayores respetuosamente de usted, y a lo largo de la película Luis lo llama «muchacho» y Paco se dirige a él con el diminutivo «Quique». (Hay un paralelismo visual y acústico entre las palmaditas que Paco le da en la espalda a Enrique —más el hecho de que le aplique el mencionado diminutivo—, y las palmadas que José le da a su perro, a quien llama «Cuca».) D’Lugo ha insistido (1991, 60-66) en la importancia creciente que, conforme va avanzando la película, el personaje de Enrique va adquiriendo como objeto de la identificación del espectador o como «observador en la pantalla». El primer plano subjetivo del filme es de Paco y, el segundo, de José, quien mira a una pareja que llega al bar; después casi todos son, en efecto, de Enrique. Pero los planos subjetivos de este personaje expresan la curiosidad de un niño, y no tanto una mirada dueña de sí. Por ejemplo: cuando Enrique coge el arma por primera vez y compartimos su punto de vista mientras recorre el paisaje con el ojo en la mira, le oímos hacer el sonido «¡Pium, pium!», como si estuviese en un juego infantil. El guion de Saura y Angelino Fons especifica (1965, 4) que este personaje tiene un «rostro […] algo aniñado», especificando

18 La letra de dicha canción es de Tomás de la Huerta y la música, de José Luis Navarro.

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también (ibid., misma página) su ropa: ha de llevar una chaqueta que le quede pequeña, como un niño que ha crecido y al que ya no le cabe la ropa. En la película que finalmente se rodó, la chaqueta pequeña se reemplazó con un par de pantalones extracortos que obran un efecto infantilizante parecido. Saura insiste en este detalle cuando la cámara se inclina, tras la escena de la panadería del pueblo, para captar a dos niños pequeños que llevan pantalones cortos idénticos. Conque aquí vemos a un hombre vestido como un niño, exactamente igual que tenemos —en términos de caracterización— a un niño en un cuerpo de adulto. Saura se equivoca —o se olvida— cuando en una entrevista de 1996 afirma, con relación a La prima Angélica (1973), que «es la primera vez en el cine que un adulto adopta, digamos, la forma de un niño y actúa como un niño» (Castro 2003, 129). Este Enrique adulto vestido como un niño en La caza es un ejemplo de lo que podríamos llamar travestismo generacional, fenómeno del que tenemos más ejemplos en el NCE. Por dar un caso, en La tía Tula, de Picazo (1964), antes comentábamos —véase el capítulo cuarto— que Ramiro de repente lleva puesto un babero con el que se expresa, de forma parecida, su emasculación e infantilización. Mediante su foco en los extremos de la edad, La caza gira en torno a un vacío que se convierte en una ausencia que está siempre presente: la flor de la hombría. Resulta significativo el hecho de que precisamente en tal época vital se encontrara entonces Saura. Rodó esta cinta, en efecto, en 1965, cuando tenía treinta y tres años. Se trata de un estado por el que los hombres mayores sienten nostalgia, y al que el hombre joven no ha llegado aún. Esta ausencia señala al vacío presente en el corazón del patriarcado de Franco. Si el envejecimiento y el miedo a envejecer de los tres camaradas de armas señala la decrepitud de un régimen que ya tenía veintiséis años —y de un dictador que ya tenía setenta y tres—, el tratamiento infantilizante de la juventud masculina indica una nueva generación mal equipada para provocar el cambio y asumir la responsabilidad adulta. Aquí a Saura, tal como a Patino (capítulo quinto), solamente le interesa, en efecto, la mitad de la población. Esa nueva generación de jóvenes que tanto le preocupa, es la generación de los varones jóvenes. El personaje de Carmen, la hija de Juan, lo deja sin desarrollar.

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«Tiempos muertos»: tiempo, espacio, cuerpo La caza es, en consecuencia, cine metafórico en la medida en que critica el régimen franquista de forma indirecta a través de su narrativa. Un análisis de esta, sin embargo, por sí solo únicamente lleva —igual que ocurre con la atención excesiva a las secuencias de caza de conejos— a una interpretación parcial de la película. La lectura de La caza que hasta ahora hemos realizado ha mostrado, en efecto, que Saura utiliza una narrativa cinematográfica convencional —de caracterización coherente y trama lineal— para exponer y criticar las angustias sobre el envejecimiento que caracterizaban la España de la década de 1960, lo cual queda violentamente interrumpido por las secuencias de caza propiamente dicha, secuencias que establecen una importante distancia crítica entre el espectador y la narrativa. Pero resulta que el avance de la trama se ve asimismo interrumpido por «tiempos muertos», que es la expresión que Deleuze emplea para referirse a pausas de una película que no se justifican en términos narrativos19. Dichos tiempos muertos también interrumpen, como las secuencias de caza de conejos, el relato ficticio; a diferencia, no obstante, de tales secuencias —que afectan al espectador en un nivel visceral al asaltar sus emociones—, los tiempos muertos afectan al espectador en un nivel mental, dado que cuestionan nuestro conocimiento del tiempo, del espacio y del cuerpo. En La caza hay una serie de momentos desnaturalizadores que fungen de interrupciones menores en la narrativa convencional: los dos casos de personajes que hablan directamente a la cámara, la secuencia en que los cazadores cargan las armas —secuencia montada de manera que veamos a los hombres apuntando sus escopetas unos

19 A propósito de una pausa de este tipo en Ladrón de bicicletas, de Vittorio De Sica (1948), Deleuze señala (1984, 295) que «ya no hay vector o línea de universo que prolongue y empalme los acontecimientos; […] la lluvia siempre puede interrumpir o desviar la búsqueda al azar […] La lluvia italiana pasa a ser signo del tiempo muerto y de la interrupción posible». En La caza, el sol español del mediodía desempeña una función similar a la de la lluvia italiana. Utilizo esta traducción: http://www.medicinayarte.com/audio/biblioteca_virtual_deleuze_la_imagen_movimiento_estudios_sobre_cine.pdf ).

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contra otros—, la foto que los cuatro se sacan a mediodía con sus trofeos, y el fotograma congelado de Enrique al final de la película. Aquí voy a centrarme en la desconcertante pausa que se produce hacia la mitad de la cinta (concretamente, en el minuto cincuenta y cuatro de los ochenta y tres que esta dura): la secuencia de la siesta. Esta secuencia, de entrada, puede parecer justificada diegéticamente. En cualquier caso, lo está desde el punto de vista cultural: los dos hombres de más edad echan una cabezadita después de comer en un día de calor. También cabría considerar que guarda relación con la caracterización de la película: la siesta de Paco y José es, en efecto, un indicador de clase y edad. (El pobre y pisoteado Juan tiene que trabajar, suponemos; él no puede permitirse dormir. Y Enrique y Luis, hombres más jóvenes, no necesitan cerrar los ojos un rato.) Es un buen detalle de contexto el de que, a comienzos de la década de 1960, el propio Franco empezase a depender de su siesta diaria (Preston 1993, 700). De manera que la secuencia de la siesta de La caza desmiente, de forma sucinta y efectiva, esa retórica de la masculinidad viril que llega a su clímax en la presentación que Saura hace de la instantánea de los cazadores/guerreros con sus presas. En un contexto cultural occidental en el que, como Elisabeth Bronfen ha demostrado en Over her Dead Body (1993), la figura humana reclinada, dormida o muerta se representa de forma abrumadoramente mayoritaria como femenina, el foco en estos hombres mayores adormilados —una especie de «bellezas durmientes» grotescas— resulta especialmente pasmoso. Saura dirige nuestra atención a tradiciones previas de la dimensión de género de la figura humana pasiva mediante el salto que hace, tras una lenta toma panorámica —de izquierda a derecha— de los cuerpos de ambos hombres durmientes, a un plano subjetivo de la mirada fetichista de Enrique recorriendo —de derecha a izquierda— el cuerpo igualmente reclinado de una modelo rubia que aparece en una de sus revistas eróticas. Es decir: que Saura no solo parodia a sus cazadores/ veteranos del ejército presentándolos en un rato de inactividad —cosa notable ya de suyo en una película sobre veteranos que van a cazar conejos—, sino también retratándolos con las convenciones fetichistas de la pornografía. Los cuerpos pasivos y durmientes de Paco y José revelan la debilidad y el envejecimiento de estos hombres, mientras

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que la inmovilidad de sus formas apunta a la inercia que al final de la película los va a caracterizar: cuando estén muertos. Durante esta secuencia de la siesta, se nos da acceso a los sueños de Paco y José mediante la voz en off, y esto también confirma la caracterización de ambos hombres construida hasta el momento en el filme. La ensoñación de Paco incluye un sueño dentro de un sueño. Su hijo cuenta una pesadilla que ha tenido de que lo mataban unos perros20, a lo que el padre responde con un lamento condescendiente sobre las jóvenes generaciones, así como con una comparación de la crianza de su hijo con la suya propia: «Les enseñan cuatro cosas. No hacen nada en todo el día y sueñan con perros. Si se hubiera criado como yo…». Entre tanto, el sueño de José revela la angustia de este por su deterioro tanto emocional como físico. Una discusión con su mujer evoca el hecho de que se ha separado de ella, cuyo reproche alude al declive corporal de él: «Te has envenenado. Tienes la piel vieja y seca». Sin embargo, esta secuencia de la siesta resulta desconcertante de manera que trasciende su función narrativa. La representación cinematográfica experimental que lleva a cabo la arranca, en efecto, tanto del registro de lo cotidiano (una siesta después de comer para ayudar a hacer la digestión y evitar el sol) como de su lugar en la historia (el necesario rato de descanso en un día de caza en el campo). Aquí no hay efectos especiales o cambio de localización ninguno (el presupuesto de dos millones de pesetas del filme21, tampoco lo habría permitido): usando exactamente los mismos actores y la misma localización, la experimentación se efectúa dando la vuelta a las relaciones entre el desarrollo de la trama y su retrato fílmico. Con otras palabras: si, en las partes narrativas, la forma cinematográfica hace avanzar la trama y refuerza la caracterización, en la secuencia de la siesta, en cambio, la

20 Igual que el sueño de Rita en Viridiana (Buñuel 1961) con un gran toro negro que entra en su alcoba —en representación de la casi violación de la religiosa por parte de Jaime—, el sueño de un niño en La caza también codifica acciones adultas, ya que a Paco lo van a matar, si bien no han de ser unos perros quienes lo hagan, sino José. 21 Entrevista que acompaña la edición en DVD de La caza de la colección «Un País de Cine».

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narrativa queda en suspenso y la forma lo es todo. Este es uno de los varios momentos formalmente disruptivos que Carlos Heredero destaca (2003, 152) en su estudio de la estética del NCE, «cuya inclusión se desentiende de los nexos espaciales y causales hasta escapar de toda referencialidad o vinculación representacional, hasta convertirse en meros iconos de cerrada función expresiva»22. La secuencia de la siesta no se realiza, por tanto, con una forma experimental únicamente en la idea de crear una atmósfera onírica, como sugiere Sánchez Vidal (1988, 48), ya que los sueños sí que tienen que ver con la narrativa y la caracterización, aparte de que caen en el segundo plano secuencia de la escena. La representación formal de este «rato ocioso» va encaminada, antes bien, a trascender la narrativa y cuestionar la percepción del tiempo, el espacio y el cuerpo por parte del espectador. Manuel Villegas López planteaba (1967, 66) que, en secuencias como esta «el tiempo es una imagen y la imagen no tiene tiempo. Se ha pasado del propósito de narrar al propósito de expresar, y es la expresión y no la narración lo que da su profunda y definitiva unidad al film». Esta observación anticipa, como ha señalado Heredero (2003, 141), el trabajo de Deleuze sobre la «imagen-tiempo». Y la propuesta de Deleuze de un salto de la «imagen-movimiento» a la «imagen-tiempo» ofrece, en efecto, un modo de inquirir las implicaciones del cambio que se da entre las partes narrativas de La caza y sus partes experimentales. La observación de Sánchez Vidal (1988, 46) de que esta película es «un relato lineal y de corte realista, “a la americana”» —observación que se hace eco de la de M. Marinero (1967, 145) de que aquí Saura estaría bebiendo del thriller estadounidense—, puede llevarse más allá si consideramos las partes narrativas de La caza como cine de «imagen-movimiento», lo que se corresponde, en la obra de Deleuze, con el cine «clásico», vale decir, con el cine

22 Heredero (2003, 152) también interpreta el despellejamiento del conejo y el incendio del maniquí como elementos disruptivos, pero la brevedad comparativa de dichos episodios y su clara función en la narrativa —Juan y Carmen están preparando la paella, y Luis y Enrique están encendiendo un fuego— los hacen menos significativos que la secuencia de la siesta.

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estadounidense previo a la Segunda Guerra Mundial, concretamente con el cine hollywoodiense de género. Pues, en las partes de este filme que son de «imagen-movimiento», el tiempo y el espacio se subordinan, efectivamente, a la acción: la trama se va desarrollando de modo secuencial —lineal— y en tiempo presente, y el espacio se convierte en ese lugar específico del coto de caza y antiguo campo de batalla de la Guerra Civil del que es propietario José. O sea, que los personajes están sujetos por la acción de la trama, y es mediante esta como advertimos su envejecimiento, por más que el mismo se exagere y enfatice a través de su presentación fílmica. Pero Deleuze plantea (1984, 361) que en el cine posterior a la Segunda Guerra Mundial se produjo una crisis en la «imagen-movimiento», ya que la naturaleza de la experiencia de la época cambió de forma tan radical, que para representarla hacía falta un modo de expresión cinematográfica completamente nuevo. Y dicho modo sería la «imagen-tiempo», con la que Deleuze se refiere al cine de posguerra «moderno», por ejemplo, el neorrealismo italiano y la Nouvelle vague francesa, donde el tiempo y el espacio ya no están subordinados a la acción. (Al cine español, este estudioso no alude.) De manera que, en tal tipo de cine, el tiempo puede trascender la tiranía del presente, mientras que el espacio se puede volver indeterminado y extraño. En cuanto a los personajes, ya no están sujetos a la acción, por lo que, en la secuencia de la siesta de La caza, el envejecimiento se expresa únicamente mediante la forma fílmica. Dicha secuencia puede considerarse, así, una «imagen-tiempo», aunque es importante insistir en que se nos presenta formando parte de una película de «imágenes-movimiento». Conque esta cinta de Saura muestra que tanto el cine clásico y narrativo de «imagen-movimiento», como el cine moderno y experimental de «imagen-tiempo», son susceptibles de representar y criticar un mundo moderno23.

23 Podría parecer, en efecto, que la aplicación de los conceptos de «imagen-movimiento» e «imagen-tiempo» a esta película deja en evidencia la naturaleza rudimentaria de la dicotomía de Deleuze. Como señala Donato Totaro (1999, 7), la «polaridad imagen-acción/Estados Unidos vs. imagen-tiempo/Europa no es así

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Si examinamos las secuencias del principio y el final de la película —secuencias que tienen que ver con la relación entre los personajes y el espacio—, resulta evidente la diferencia entre la «imagen-movimiento» y la «imagen-tiempo», así como el uso de ambas por parte del director. En la primera de dichas secuencias, vemos a Paco conduciendo el todoterreno por una carretera de la llanura castellana. La narrativa empieza con Paco conduciendo hacia el primer término del plano cinematográfico, es decir, que este todoterreno específico se nos señala como el objeto de la película frente al resto de vehículos anónimos que pasan por la misma carretera. El todoterreno continúa acercándose; entonces hay un corte oculto y vemos a Paco, en plano medio, aparcando y saliendo del vehículo. Sigue a este personaje un plano secuencia —siempre a media distancia— cuando se aleja del coche para mirar el paisaje mientras limpia los cristales de sus gafas de sol. Entonces se nos presenta el primer plano subjetivo de la película, que es Paco mirando el horizonte. Vemos, en efecto, el movimiento de sus ojos de izquierda a derecha en plano medio y, tras ello, Saura salta al correspondiente plano subjetivo, que recorre el panorama en la misma dirección24. Se trata de un buen ejemplo de cómo, en la «imade nítida»: hay directores como Max Ophüls u Orson Welles que, perteneciendo a la época de la «imagen-movimiento», son celebrados como grandes cineastas de la «imagen-tiempo». Además, en realidad en ambos ámbitos se discuten nociones clave como pueden ser la oposición del espacio indefinido y el lugar específico, o los «tiempos muertos». Los indeterminados «espacios cualesquiera», por dar un caso, se incluyen como una dimensión de la «imagen-movimiento» (Deleuze 1984, capítulo séptimo), igual que los «tiempos muertos». Los cineastas de la «imagen-movimiento», señala Deleuze (ibid., 286), «se destacaron por episodios ajenos a la acción, o por tiempos muertos entre acciones». 24 Este plano subjetivo, a lo primero nos anima a identificarnos con Paco: él es el agente activo de la narrativa porque es quien conduce el todoterreno, así como quien controla activamente —mediante la dirección de fotografía subjetiva— la mirada; además, su asociación con esta queda reforzada por el detalle de que limpia los cristales de sus gafas de sol. Sin embargo, la película relata la mengua del papel activo de este personaje es en la narrativa, así como la disminución de su control de la mirada. Al principio de Carmen (1983), se nos anima a identificarnos con Antonio exactamente de la misma forma, mediante un plano subjetivo a la altura de sus ojos mientras el hombre supervisa a los bailaores en la secuencia

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gen-movimiento», el espacio se transforma en un lugar específico que guarda relación con la trama: mediante el plano subjetivo, un espacio indeterminado por el que pasa una carretera indefinida se convierte en el lugar concreto en el que va a tener lugar la cacería. Además, el hecho de que Paco se haga dueño visualmente de este sitio mediante la cinematografía subjetiva introduce ese conflicto suyo con José que hará avanzar la trama, ya que José es el dueño legal de ese mismo sitio. La secuencia que cierra la película se centra en el mismo paisaje: Enrique ha salido corriendo ladera arriba, huyendo del escenario de la violencia. Aquí no se ofrece, sin embargo, ningún plano subjetivo controlador, sino que el personaje está atrapado en el cuadro, rodeado del paisaje, y oímos su resuello durante unos interminables diez segundos. (Igual que el final de Los cuatrocientos golpes, de François Truffaut [1959], de la Nouvelle Vague francesa.)25 Los críticos han venido interpretando esta imagen alegóricamente: o bien en un sentido negativo según el cual Enrique representa a la generación joven, atrapada en el odio y la violencia de la generación vieja (Kinder 1993, 165; Wood 1999, 369), o bien en un sentido positivo según el cual el muchacho representa a una generación que ha conseguido sustraerse a tales rivalidades asesinas de la anterior (Millar 1975, 136)26. Pero, si lo consideramos en términos de «imagen-tiempo», este plano cobra un significado más profundo. Se trata de un hombre atrapado por el tiempo: tanto por el correr vertiginoso desde el pasado hacia el futuro

previa a los créditos. Antonio, como Paco, va perdiendo su papel activo en la narrativa y su control de la mirada conforme su envejecimiento va poniéndose igualmente en evidencia. 25 Gracias a Santos Zunzunegui por señalarme esta influencia. 26 «Únicamente el joven escapa al lastre del pasado», escribe Peter Besas (1985, 120), planteamiento que D’Lugo rechaza cuando sostiene (1991, 66) que, en el último plano de esta película, Enrique ha perdido su «inocencia» y tiene que reconocer «la historia que anteriormente se había negado a identificar como la suya propia». En el guion, Enrique acaba simbólicamente atrapado —pues, mientras huye a la carrera, mete el pie en una de las trampas para animales— y herido, ya que, cuando por fin consigue sacar el pie de la trampa, su pie izquierdo cojea, lo que señala que, a semejanza de Juan —que está tullido—, también él será explotado (Saura y Fons 1965, 149).

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(el resuello que oímos) como por el terrible estatismo del presente (el fotograma congelado). La escena de la siesta dura dos minutos y consta de dos planos secuencia bien largos: uno de cuarenta y cuatro segundos, y otro de setenta y tres. En el primero, la cámara de Cuadrado hace una lenta toma panorámica de izquierda a derecha y va bajando, en un plano general extremo, por el árido paisaje del valle castellano desde un punto alto de la ladera del mismo. (Este espacio no se asocia a la narrativa —como sí era el caso en la «imagen-movimiento»—, porque no expresa, como plantea D’Lugo [1991, 65], el punto de vista de ninguno de los personajes.) Entonces hay un salto a un primer plano extremo de la radio, y este es el punto de partida de otro plano secuencia, plano que ahora recorre —otra vez de izquierda a derecha— las formas durmientes de Paco y José en un primer plano extremo continuado27. Hay un contraste tremendo entre estos dos planos en términos de proximidad al objeto —saltamos, de un plano general extremo, a un primer plano cercanísimo—, pero también está la semejanza en términos de movimiento de la cámara y duración de la toma. Al final de la toma panorámica por los cuerpos de los dos hombres, la cámara se detiene en el ojo derecho de José, que corta la pantalla verticalmente al estar José tumbado y la cámara derecha. Entonces el ojo se abre y, con un plano subjetivo, compartimos su visión de Enrique en la distancia, a lo que sigue ese plano subjetivo de este al que antes me refería, en el que el chico recorre la doble página de la modelo en la revista erótica. Estos dos planos subjetivos marcan el final de la secuencia de la siesta y el regreso a la narrativa. En lo que al sonido se refiere, durante el primero de los planos descritos, el difuso sonido de la música que estos hombres tenían puesta en la radio va quedando paulatinamente ahogado por el monótono canto de las cigarras. Canto que funge de puente sonoro al plano que sigue, ya que

27 Estos extremos de distancia y cercanía fueron posibles gracias al uso de una óptica Macro-Kilar, que en ese entonces se usaba sobre todo para rodar anuncios y que, en palabras de Cuadrado, «permitía enfocar desde diez centímetros hasta infinito, pasando por todas las distancias intermedias» (Bilbatúa et al. 1966, 9).

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las cigarras continúan sonando de fondo mientras oímos las voces de Paco y su hijo en el primer sueño, voces que vuelven a fundirse con el canto de las cigarras… hasta que finalmente oímos las voces de José y su ex esposa en el sueño segundo. A diferencia de en el cine de «imagen-movimiento» que Deleuze postula, aquí no hay acción motivada por la narrativa, como tampoco hay movimiento en términos de trama. Y es que, si bien la cámara se mueve físicamente, no se trata de un movimiento narrativamente motivado. En la «imagen-movimiento» el movimiento suele producirse, en cualquier caso, mediante el montaje (Deleuze 1984, tercer capítulo). La «imagen-tiempo» abre el tiempo, en cambio, mediante travellings y profundidad de campo —Deleuze aduce ejemplos (1987, 60-61,) de Alain Resnais y Luchino Visconti para lo primero y de Orson Welles para lo último—, y para estos dos planos de La caza que nos ocupan es necesario, en efecto, el plano secuencia28. Deleuze, cuyos textos sobre el cine pueden ser al mismo tiempo evasivos y cautivadores —frustrantes y fascinantes—, se muestra característicamente vago a la hora de especificar la naturaleza exacta del tratamiento del tiempo en la «imagen-tiempo». Sea como sea, la fragmentación y estratificación del mismo resulta calve. El uso que este estudioso hace del término «imagen-cristal» es más útil, en la medida en que indica esta cualidad temporal texturada: «Lo que el cristal revela o exhibe es el fundamento oculto del tiempo, es decir, su diferenciación en dos chorros, el de los presentes que pasan y el de los pasados que se conservan» (Deleuze 1987, 135). Jacques Aumont, quien cita este pasaje, resume esto (1997, 183) como «collage temporal». Los conceptos de «imagen-cristal» —conforme a la terminología de Deleuze— y «collage temporal» —conforme a la de Aumont— arrojan luz sobre el tratamiento que Saura hace del tiempo en los dos

28 Totaro señala (1999, 8) que la «imagen-tiempo no es necesariamente un cine dominado por las tomas largas —aunque también puede serlo—, sino una separación más amplia —filosófica— respecto de la imagen-movimiento. Sea como sea, mucho de lo que Deleuze dice sobre la profundidad de campo […] guarda una relación explícita con la toma larga o plano secuencia».

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planos secuencia de la escena de la siesta. Ya no estamos, en efecto, en el tiempo presente de las partes narrativas de la película: estos planos secuencia tan largos enfatizan el paso del tiempo, haciendo tanto que este se expanda en simultáneos «presentes que pasan», como que se contraiga en diacrónicos «pasados que se conservan». En el primero de ambos planos, la lentitud del movimiento de la imagen y el monótono ritmo del sonido de las cigarras expanden el tiempo hasta el punto de que este se detiene. De las tomas largas o planos secuencia, del calor intenso y del ruido de los insectos, se sirve de una forma parecida Peter Weir en Picnic at Hanging Rock (1975), película que Deleuze no menciona. Pues bien: tanto en la cinta de Saura como en la de Weir, el paisaje asume un carácter hipnótico y estático que apunta a la intemporalidad del entorno físico, cuya monumentalidad se antoja apabullante si se compara con lo efímero de la condición del hombre. Por otra parte, ese mismo plano contrae, como decimos, el tiempo, con lo que el paisaje se convierte, en palabras de Santos Zunzunegui (2003, 416), en un «lugar de sedimentación del pasado». Con la sensibilidad acrecentada de la imagen que el plano secuencia conlleva, este plano pasa a constituir un «collage temporal». Pues no solo vemos el tiempo humano del siglo xx —durante el cual el valle fue testigo de la Guerra Civil española, suceso que, como Zunzunegui señala (ibid., misma página) dejó su huella en forma de búnkeres—, sino que también vemos el tiempo geológico, en el cual la roca fue evolucionando hasta adquirir su actual disposición, y un río que ya no es sino un exiguo regato excavó el propio valle. El segundo plano secuencia de la escena de la siesta, plano que, como antes dije, se parece al primero —por el movimiento de la cámara, por la duración y por el sonido de las cigarras— y al mismo tiempo se diferencia de él —por la distancia entre el espectador y el objeto que se muestra—, también lleva a cabo una contracción del tiempo. Y es que, si en la «imagen-movimiento» al cuerpo suele representársele en acción —y su movimiento lleva aparejada la sucesión de planos del montaje—, aquí a esto se le da la vuelta: el cuerpo está estático y la cámara va moviéndose despacio en un plano secuencia. Igual que en el primer plano secuencia de la escena el paisaje revelaba los estratos temporales, del mismo modo el cuerpo funge, en el

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segundo, de indicador del tiempo. Aunque se refiere al cine de Antonioni, el siguiente pasaje de La imagen-tiempo de Deleuze (1994, XI, del prólogo, solo disponible en la traducción inglesa) evoca con precisión esta secuencia de La caza: «Ya no es el cuerpo exactamente lo que se mueve. Sujeto del movimiento o instrumento de la acción [en la “imagen-movimiento”], ahora pasa a ser más bien el revelador [énfasis mío] del tiempo: muestra el tiempo a través de su cansancio y su espera». Los dos cuerpos que Saura nos presenta en el segundo plano secuencia «revelan», así, el tiempo a través de su envejecimiento: cada arruga codifica el paso del tiempo humano, de la misma manera que cada pliegue del paisaje indica el tiempo geológico. La cicatriz en el brazo izquierdo de Mayo es un recordatorio de los búnkeres que vemos en la falda de la colina. Suponemos, en efecto, que se trata de una herida de guerra, como esa otra de la que se queja José. Y así la cicatriz constituye, como los búnkeres, la huella que deja en el espacio un acontecimiento humano que tiene lugar en el tiempo. En este segundo plano secuencia es, entonces, el cuerpo humano quien llena el encuadre mediante un primer plano extremo, del mismo modo que el primer plano secuencia de la escena lo llenaba, mediante un plano general tomado a gran distancia, el paisaje. Y el lento movimiento de la toma panorámica de ambos planos secuencia es idéntico. Aquí el director está experimentando con la función igualadora de la pantalla en cuanto marco. Deleuze observa, a propósito de la «imagen-movimiento» (1984, 31), que «la pantalla, como cuadro de cuadros, da una medida común a lo que no la tiene, plano largo de un paisaje y primer plano de un rostro, sistema astronómico y gota de agua, partes que no poseen el mismo denominador de distancia, de relieve, de luz». Pero estos efectos de «gulliverización» y «liliputización», por citar a Philippe Dubois (Aumont 1997, 103), son algo más que una mera curiosidad del medio cinematográfico. Y es que, si se enfatizan, pueden tener en el espectador un impacto profundamente desconcertante. Saura exagera la escala en los planos de la secuencia de la siesta y muestra que, en palabras de Deleuze (1984, 88), «por más que el cine nos acerque o nos aleje de las cosas, y nos haga girar alrededor de ellas, él suprime el anclaje del sujeto tanto como el horizonte del mundo».

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Podemos concluir, siguiendo a Deleuze, que la secuencia de la siesta de La caza resulta desconcertante porque trastoca el espacio y el tiempo y cuestiona, con ello, el conocimiento extracinematográfico del espectador, así como las expectativas que este se ha creado sobre ambos en su percepción del «horizonte del mundo». Porque el tiempo ha dejado de transcurrir de manera lineal y en presente: se ha fracturado y evoca, a la vez, el presente y el pasado. El espacio, por su parte, ya no es un sitio específico explicado por la trama, como tampoco no viene dada ya por los planos subjetivos de un protagonista nuestra relación con él. Por último, nuestra ubicación en el espacio queda asimismo alterada por los saltos radicales desde una lejanía extrema hasta una cercanía máxima. Y todos estos elementos «suprimen» —en palabras nuevamente de Deleuze— «el anclaje» del sujeto espectador. El hecho de que Saura opte por presentar el cuerpo humano en primer plano extremo resulta, por supuesto, especialmente significativo. La enorme proximidad de este plano vuelve al cuerpo inquietante: familiar, pero al mismo tiempo extraño en el sentido freudiano de lo unheimlich. Este plano niega, en efecto, el apremio humanista —satisfecho por el cine narrativo— de asociar la forma humana de la pantalla a un personaje y convertirla en el vehículo de una narrativa. En la secuencia de la siesta, la circunstancia de que a Paco y a José los encarnen Mayo y Merlo es anecdótica, pues ya no importan actores ni personajes: cuenta únicamente la materialidad de los cuerpos, despojados de su individualidad mediante una cercanía extrema. Aquí resultan instructivos, por consiguiente, como antes anunciaba, los enfoques de Butler sobre la materialidad del cuerpo en Bodies that Matter (1993), si bien en este caso a nosotros nos ocupa, más que el sexo, la edad. Butler para empezar establece (ibid., XI) una distinción entre por una parte esos «hechos» materiales sobre un cuerpo los cuales son «primarios e irrefutables» —pues «los cuerpos viven y mueren, comen y duermen, sienten dolor y gusto, soportan enfermedad y violencia»—, y por otra parte la afirmación de tales «hechos» dentro del discurso. («La irrefutabilidad de los mismos, en modo alguno implica qué pueda significar afirmarlos, ni mediante cuáles medios discursivos.») Tras ello, esta estudiosa procede a mostrar que «la diferencia sexual [se materializa] al servicio del imperativo heterosexual». Con

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otras palabras: se hace que el cuerpo sexuado «importe» —o que resulte «inteligible»— colocándolo en el discurso hegemónico de la heterosexualidad. El discurso tiene, por tanto, «el poder de hacer efectivo aquello que nombra» (ibid., 187). Pues bien, si consideramos La caza desde este marco conceptual de Butler, el cuerpo en cuestión no es tanto un cuerpo que significa diferencia sexual, como uno que significa envejecimiento. El entramado ideológico que dota de significado a estos cuerpos —o que hace que «importen»— es el franquismo, cuyos discursos triunfalistas y patriarcales son cruciales de cara a la caracterización en las partes narrativas de la película. Las creencias de Paco, por ejemplo, llevan a su sentimiento de autoestima, y dichas creencias dependen de una exaltación fascista del cuerpo masculino sano. Sin embargo, a pesar de que, como arriba comentaba, la propia narrativa ofrezca una crítica de estos discursos —especialmente mediante los paralelismos que se revelan entre Paco y José—, la secuencia de la siesta lleva la crítica más lejos, ya que arranca esos cuerpos de los constructos narrativos que los dotan de sentido: de los constructos que los significan y, al mismo tiempo, les confieren significado. Por ejemplo: mientras que, dentro de la narrativa, las heridas de guerra son un indicador de heroísmo viril y gloria militar, en las nuevas «condiciones» que la «imagen-tiempo» establece pasan a ser meras cicatrices. En la secuencia (no-narrativa) de la siesta, estos cuerpos yacen, por así decir, desnudos ante nosotros: con cicatrices, débiles, sufrientes y sujetos al envejecimiento. La equivalencia radical entre cuerpo y paisaje que ambos planos secuencia implican merece igualmente su comentario29. En 1958, Saura ya describió su intención de crear semejante paralelismo. El siguiente pasaje revela, en efecto, la consistencia existente entre la visión previa de Saura y la realización de la misma siete años después:

29 Zunzunegui (2003, 417) pone de relieve tanto la diferencia entre estos planos en términos de distancia —de hecho, su estudio se titula «Mirada distante, mirada lejana»—, como la semejanza entre los mismos en términos de movimiento. También implican un paralelismo la duración de ambas tomas y el puente sonoro. Este autor no indaga, sin embargo, en los efectos de tales similitudes.

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Intentaría un cine brutal, primitivo en sus personajes, un cine para rodar en la serranía de Cuenca, en Castilla, en los Monegros, en los pueblos de Guadalajara, Teruel, […] allí donde el hombre y la tierra se identifican formando un todo. Seguramente sería un cine no conformista —aquí estaría lo aragonés—, directo, sencillo de forma y muy real. Real en la valoración de las pequeñas superficies: la piel, el tejido, la tierra, las gotas de sudor (Sánchez Vidal 1988, 24).

La lista con que la cita acaba nos recuerda el efecto nivelador que la yuxtaposición de ambos planos secuencia de la escena de la siesta logra. En términos formales —y, como he explicado, en la secuencia de la siesta la forma lo es todo—, el cuerpo y la tierra son equivalentes. Este efecto nivelador tiene unas implicaciones bastante contraintuitivas: el paisaje se personifica y el cuerpo humano queda, a su vez, cosificado. Mientras que lo primero puede resultarnos un gesto antropomórfico más familiar por la poesía30, lo segundo causa una impresión reificadora terrible. La forma humana se convierte en una mera materia inerte y, a través del cuerpo vivo que tenemos ante nuestros ojos, se hacen efectivas las palabras de Job (34, 15): «Toda carne perecería juntamente, y el hombre se tornaría en la tierra»31.

30 Pensemos, por ejemplo, en la equivalencia implícita entre el cuerpo femenino y el paisaje en la poesía erótica androcéntrica, como en los versos amorosos de Pablo Neruda —véase, por dar un caso, la primera pieza de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1996, 9)—, o bien en la experiencia del paisaje a través del cuerpo del poeta en poesías de Campos de Castilla —de Antonio Machado— como «A orillas de Duero», concretamente los versos 2-11 (1999, 151). 31 Esta equivalencia entre paisaje y cuerpo, acaso contribuyese a inspirar «Castilla», poema de Guillermo Carnero (1979, 80-81) publicado en 1967, es decir, al año siguiente de estrenarse La caza, si bien el poeta me ha dicho por correspondencia que no cree que hubiese influencia ninguna. Los versos primero y sexto —«No sé hasta dónde se extiende mi cuerpo […] Tampoco sé hasta dónde se extiende la tierra»— evocan, sea como sea, la experimentación con la escala y la duración de estos dos planos en la secuencia de la siesta, que también hace interminables tanto al paisaje como al cuerpo. El salto que en la segunda parte del poema se hace desde la vastedad hasta el encierro entre muros, también trae a la cabeza el fotograma congelado del final de La caza. Del mismo modo que el poeta rememora el pasado militar de Castilla (21-26), Enrique, apabullado por un conflicto más reciente, sale corriendo ladera arriba para quedar atrapado en las cuatro paredes

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Este capítulo se divide en tres secciones que se corresponden con tres elementos distintos de La caza. La idea de esta división es poner de relieve las importantes diferencias y cambios que la película presenta entre sus partes narrativas y no-narrativas, pero también puede sugerir que La caza es una obra fragmentaria. Por una parte, cabe cuestionar la estructura tripartita del presente capítulo aduciendo que el filme mantiene la coherencia mediante la sólida línea narrativa (cuando vemos las secuencias de caza, sabemos que los hombres han salido al campo a cazar conejos) y mediante la continuidad de espacio y actores (sabemos que Paco y José se echan una siesta después de la comida en el campamento). Por otra parte, sin embargo, cabe defender esta estructuración tripartita planteando que la clave está, precisamente, en la naturaleza descoyuntada de la película. Pues las violentas interrupciones de la narrativa que las secuencias de caza de conejos suponen, refuerzan la distancia del espectador respecto del relato y lo animan a indagar en la crítica que el mismo hace de la España de la década de 1960. A través de ese relato, La caza lanza, en efecto, un ataque contra un franquismo en decadencia en la medida en que sondea los asuntos del envejecimiento y el proceso de maduración —si bien únicamente desde una perspectiva masculina—, e ignorar este contexto es traicionar la época en que la película se hizo. No obstante, este largometraje de Saura también va más allá de lo político y cuestiona al espectador —así como la experiencia que este tiene de sí mismo y del mundo— de un modo especialmente profundo. En la secuencia de la siesta, el «desanclaje» —por usar el término de Deleuze— del sujeto espectador mediante la experimentación con el tiempo, con el espacio y con la representación del cuerpo conlleva una interrupción de la narrativa cuya violencia es comparable a la de las secuencias de caza propiamente dicha, si bien de tipo muy distinto. Y es que aquí la violencia no se experimenta en un nivel emocional —mientras que, cuando oímos chillar a los conejos y los vemos morir en el montaje

del encuadre. Para Carnero, este encierro indica futuras pesadillas mediante el verso repetido «Me han despertado» (21 y 24), o bien muerte en vida mediante la descripción de «estos muros lisos como una tumba» (31).

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documental de una cacería verdadera, nos estremecemos físicamente—, sino que se experimenta en el nivel de la percepción: la lejanía y la proximidad excesivas del paisaje y del cuerpo en la secuencia de la siesta, así como el turbador paralelismo implícito entre ambos, desbaratan nuestro conocimiento del tiempo y el espacio. De manera que la película escudriña en nuestra experiencia emocional de la violencia, en nuestra experiencia conceptual del envejecimiento, y en nuestra experiencia perceptiva de nuestro entorno a través del cuerpo y de las coordenadas temporales y espaciales. Especialmente la última de dichas experiencias depende, en La caza, del uso que Saura y Cuadrado aquí hicieron de la forma fílmica, la importancia del cual va implícita en la referencia de Gutiérrez Aragón al «lenguaje aseado» de esta cinta.

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Capítulo 7

Cine postergado y discurso feminista en El mundo sigue (Fernán Gómez 1963 / 1965 / 2015)

Como hemos visto en los capítulos tercero, cuarto y quinto, en ocasiones resulta demasiado tentador caer en posiciones críticas de lamento al abordar los contextos de producción y las culturas fílmicas en que ciertos directores y equipos creativos trabajaban en la España de Franco. La historia de la producción, la distribución y la exhibición de El mundo sigue, de Fernando Fernán Gómez, también ha sido susceptible de este enfoque. En entrevistas publicadas en obras tempranas, y por tanto influyentes, sobre la historia del cine español como El cine español en el banquillo —véase Castro 1974, 153154—, así como en revistas clave como Contracampo —véase Llinás, Téllez y Vidal Estévez, 1984, 70—, Fernán Gómez condenaba, en efecto, el trato que recibió su película, y los críticos han tendido a utilizar aquellas entrevistas para lamentar las frustraciones —y la casi futilidad— de la cinematografía disidente bajo el régimen franquista. Entre los detalles de tales frustraciones tenemos el desacertado optimismo del director a propósito del renombramiento de José María García Escudero como director general de Cinematografía y Teatro en 1962 (véase la «Introducción»). Contando equivocadamente con que conseguiría apoyo del Estado para su película, en 1963 Fernán Gómez presentó a la censura su adaptación —autofinanciada y anteriormente prohibida— de la novela de 1960 del falangista desencantado Juan

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Antonio de Zunzunegui, novela igualmente titulada El mundo sigue1. Aunque inicialmente los censores le otorgaron la calificación 2-A, tras la incorporación de una serie de revisiones que incluían la supresión de escenas de intimidad conyugal, desnudos parciales y citas de textos religiosos, la cinta finalmente recibió —en diciembre de 1964— la calificación 1-B. Esto seguía siendo, sin embargo, tan poco favorable que únicamente un distribuidor compró el filme, cuyo estreno se limitó al cine Buenos Aires de Bilbao en julio de 19652. Sobre la falta de distribución y exhibición nacional, Fernán Gómez lamenta, acaso sarcásticamente, que «las razones por las que no se estrenó, […] no las entendí nunca» (en Castro 1974, 153). Como hemos visto en los capítulos tercero al sexto, dichas razones eran que la legislación de García Escudero se centraba en apoyar a directores que estudiaban en la Escuela Oficial de Cine. (Lo que, con todo, no iba a servir de nada a la alumna de la misma Cecilia Bartolomé, como en el capítulo octavo veremos.) A diferencia de los casos más sonados de películas prohibidas rotundamente por el régimen —pensemos en Viridiana, de Luis Buñuel (1961), o en Canciones para después de una guerra, de Basilio Martín Patino (1971), que fueron ambas estrenadas tras la muerte del dic-

1 A pesar de sus contactos en la industria, producto de una carrera de más de veinticinco años como actor, fue incapaz de conseguir financiación a través de una productora; pero sí que logró sacar la mayoría del reparto de su propia compañía teatral. Según José Luis Castro de Paz, el apretado presupuesto le impidió rodar en color, así como contratar a la actriz que inicialmente había elegido para el personaje de Elo, Aurora Bautista. (Se hizo cargo del papel Lina Canalejas.) Su primera opción para Faustino, Francisco Rabal, tampoco aceptó el papel porque ya tenía un compromiso —véase Castro de Paz 2010, 182, n. 35, y 182-183—, conque Fernán Gómez asumió el riesgo de interpretar el papel él mismo a pesar de que, en principio, no daba el perfil. 2 La película recibió primero la calificación 2-A, el 10 de diciembre de 1963; tras los cortes, el 17 de diciembre de 1964 obtuvo la calificación 1-B (Tranche 1997, 532; Castro de Paz 2010, 218). Si la distribuidora vasca Nueva Films compró El mundo sigue, lo hizo únicamente para conseguir a cambio licencias para la distribución de películas extranjeras (una película española por tres películas extranjeras).

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tador en el contexto de la abolición de la censura, en 1977 y 1976, respectivamente—, el filme de Fernán Gómez, cuyo estreno de 1965 fue, más que vedado, restringido, no fue objeto de reestreno hasta el quincuagésimo aniversario de aquella proyección de Bilbao, esto es, hasta el 10 de julio de 20153. En su época fue, en consecuencia, apenas visto. Supuso, por citar la afortunada fórmula de Antonio Muñoz Molina (2008), la «película fantasma» del régimen de Franco. El presente capítulo evita la postura crítica de lamento para desplegar, en positivo, el concepto de Laura Mulvey de «cine postergado» (delayed cinema), por cuya virtud el retraso temporal entre la producción de la película y su estreno permite poner de relieve elementos previamente pasados por alto, o bien «algún detalle que dormía latente» (Mulvey 2006, 8). Yo sugiero, en efecto, que el auge del feminismo a lo largo del «retraso» de cincuenta y dos años (1963-2015) arroja una luz nueva sobre el original tratamiento del género que aquí realiza Fernán Gómez. Este capítulo plantea que, mediante la feminización —y por tanto revitalización— de la familiarísima metáfora de la Guerra Civil como conflicto entre hermanos, así como mediante la exploración de la España del desarrollismo a través de la prostitución femenina y mediante la condena, en última instancia, del régimen franquista a través de la figura del feto malogrado, Fernán Gómez coloca en primer término la experiencia femenina para narrar el país y participa en las preocupaciones del feminismo de la época4, preocupa-

3 Aunque Ada Films no financió la película, ejerció de productora. Fue el hijo del Juan Estelrich, de Ada Films —sobre el cual véase Castro de Paz, Estelrich y Junkerjürgen 2021—, igualmente llamado Juan, quien, medio siglo después del estreno original, restauró la película y se encargó de que se reestrenase con la productora y distribuidora A Contracorriente Films. Se proyectó en quince ciudades españolas y se lanzó al mismo tiempo en DVD con subtítulos en español y en francés. Véase http://www.acontracorrientefilms.com/noticia/218/el-mundo-sigue-se-podra-ver-en-15-ciudades-anadiendose-palma-de-mallorca-valencia-y-sevilla/, consultado el 10 de febrero de 2016 y ya no disponible. Para una versión para streaming con subtítulos en inglés, véase mi proyecto Subtitling World Cinema (https://subtitlingworldcinema.com/ consultado el 9 de noviembre de 2021). 4 Tras publicar La secreta guerra de los sexos (1948), en 1960, María Lafitte, condesa de Campo Alange, fundó el Seminario de Estudios Sociológicos de la Mujer

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ciones que anticipan la importancia de las cuestiones de género —por controvertidas que estas sigan siendo— en la España democrática del reestreno de la cinta.

1963 / 1965 / 2015: cine postergado En el estudio de 2006 de Laura Mulvey sobre el impacto de las nuevas tecnologías en la visualización de películas, esta autora escribe de manera convincente sobre dos tipos de «demora» o «retraso». Si la experiencia originaria de visualizar películas implicaba una proyección única e ininterrumpida a veinticuatro fotogramas por segundo en una sala de cine oscura durante el tiempo que el filme en cuestión aguantaba en cartel, el DVD y las tecnologías de internet —que aceleraron los cambios ya introducidos por el VHS desde finales de la década de 1970— han inaugurado el «cine postergado». Esta experiencia más reciente de visualización de películas, escribe Mulvey (2006, 8), «opera en dos niveles»: «En primer lugar se refiere al acto mismo de demorar el flujo del cine. En segundo lugar, al retraso temporal durante el cual algún detalle dormía latente, como esperando a que se reparase en él». Ambos aspectos de este «cine postergado» son susceptibles de adaptarse para reflejar la extraordinaria historia de la exhibición de El mundo sigue. Propongo, así, en lugar de intentar recapturar la experiencia de visualización que Fernán Gómez quisiera provocar en 1963 —lo que constituiría un ejercicio de imaginación creativa, toda vez que dicha experiencia apenas si se produjo—, probar una jugada crítica alternativa. Dejo claro, en efecto, desde el primer momento, que escribo desde la perspectiva de una España que ha saltado, desde la dictadura autoritaria y el patriarcado de 1963, a la España actual de una democracia y unos derechos humanos —donde se incluye el feminismo— ya asentados, si bien sometidos a gran tensión. Y, en lugar de lamentar

(SEMS). Agradezco a Nuria Capdevila-Argüelles que me indicase que El mundo sigue se hizo durante un periodo de auge del debate feminista en la España de Franco.

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el trato que un Estado autoritario dio a esta cinta en el momento de su creación —o bien el hecho de que ninguna productora encontrase fondos para digitalizarla y relanzarla hasta hoy—, prefiero reconocer el salto temporal y poner de relieve que el nuevo contexto contemporáneo ha condicionado, sin lugar a dudas, tanto mi propia visualización de la película, como mi propia selección de esos detalles especialmente potentes que, durante aproximadamente cincuenta y dos años, «dormían latentes», esto es, ocultos para todos, salvo para quienes tuvieran acceso a los archivos cinematográficos, o de repente encendiesen el televisor durante alguna de las ocasiones en que la película fue emitida. «En la medida en que el proceso de postergación altera el flujo del cine», escribe Mulvey (ibid., 26), «la condición de espectador se ve afectada, reconfigurada y transformada, de manera que es posible ver películas antiguas con ojos nuevos y la tecnología digital, en lugar de matar al cine, le procura nueva vida y nuevas dimensiones». En mi lectura de este filme de Fernán Gómez, adapto la «postergación» de la que Mulvey habla a propósito de los desarrollos digitales, a la historia «postergada» de la producción de dicho filme. Planteo que vemos esta «película antigua» con «ojos nuevos», que esta nueva visión saca a la luz una «nueva vida y nuevas dimensiones» de El mundo sigue, y que estas versan sobre la experiencia femenina.

El mundo sigue, el Nuevo Cine Español y el Viejo Cine Español Los anteriores críticos de esta cinta han tendido a lamentar lo injusto del rechazo del que fue objeto, contraponiéndolo a la recepción de que gozó el NCE con el que aquella coexistía. Las palabras finales del estudio monográfico de José Luis Castro de Paz (2010) sobre este cineasta son típicas. Primero celebran, en efecto, una filmografía que desarrolló el esperpento en un proceso de herencia cultural que puede remontarse a la obra de Edgar Neville durante la Segunda República y en la década de 1940 —y que pasa por las películas de Fernán Gómez de la década de 1960—, pero luego lamentan (ibid., 336) que El mundo sigue y El extraño viaje (1964), filmes que para este estudioso

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constituyen la culminación de la carrera de este director, fuesen «enseguida esquinados por la (impuesta) “modernidad” del llamado “nuevo cine español”»5. El NCE se convierte, así, en el chivo expiatorio de la crítica de Fernán Gómez, resultando sospechoso en primer lugar porque sus películas recibían del Estado franquista, mediante el sistema de calificaciones, unas subvenciones a las que El mundo sigue no pudo acceder con su pobre calificación 1-B, y en segundo lugar por sus influencias europeas, en concreto por la estética modernista de las nuevas cinematografías de las décadas de 1950 y 1960. Sin embargo, como hemos visto, el NCE no era tan monolítico. Si bien el bloque de los capítulos 3-6 no pretende ofrecer un panorama general, el examen detallado que en él se ofrece de cuatro ejemplos muy distintos demuestra la naturaleza variada de este movimiento cinematográfico. Tanto en la producción como en la distribución y la exhibición, el éxito al trabajar con productores para conseguir subvenciones era diverso, con toda la gama que va desde las desavenencias de Mario Camus con Ignacio Iquino, hasta la entente fraternal de Carlos Saura con Elías Querejeta. Las influencias culturales eran igualmente heteróclitas: si entre los críticos e historiadores lo más habitual ha sido vincular este movimiento con el neorrealismo italiano y las nuevas cinematografías de la época, las propias películas bebían asimismo de múltiples fuentes como el cine hollywoodiense popular —valga el caso de La tía Tula respecto al melodrama, o el de La caza respecto al género bélico y al buddy film— y tradiciones culturales españolas como el mencionado esperpento; pensemos, por ejemplo, en Los farsantes. Yo sugiero, de hecho, que, como veremos en el capítulo octavo, es tan solo en el ámbito de las conexiones intermediales (conexiones

5 Castro de Paz utiliza el verbo «esquinar» para aludir a la tendencia de Fernán Gómez a arrinconar a los personajes en la puesta en escena de las películas que dirigía. El sujeto de «esquinar» en la frase de Castro de Paz es deliberadamente ambiguo, probablemente en la idea de incluir tanto a los ministros del Gobierno franquista que financiaban y favorecían el NCE, como a los públicos y críticos que ignoraban las películas de Fernán Gómez y admiraban el NCE, aunque, como hemos visto, la historia de la exhibición de esta película tampoco les dejaba mucha opción.

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entre los medios de comunicación) del NCE con la literatura donde cabe identificar una tendencia homogénea. La adaptación que Cecilia Bartolomé realiza de una novelista francesa contemporánea pone del revés, en efecto, el anterior marco literario de referencia del NCE, esto es, el de una prosa peninsular escrita por varones. Como a lo largo de este libro hemos visto, estas conexiones intermediales incluían la adaptación directa (de Daniel Sueiro en Los farsantes, y de Miguel de Unamuno en La tía Tula), referencias explícitas (al Siglo de Oro en Nueve cartas a Berta) y evocaciones implícitas (a retratos poéticos de Castilla en La caza). En El mundo sigue también podemos encontrar, igual que en estas cuatro muestras del NCE, ejemplos de influencias cinematográficas transnacionales (el director británico Alfred Hitchcock, establecido en Hollywood), de tradiciones teatrales populares españolas (el esperpento) y de intertextos literarios españoles (la adaptación directa de Zunzunegui y las referencias explícitas al teólogo del Siglo de Oro fray Luis de León). La oposición construida por los críticos entre un Fernán Gómez inconformista y un NCE monolítico resulta, por tanto, falsa. El mundo sigue también ofrece un ejemplo de ese entrecruzamiento de las cinematografías españolas popular (VCE) y de arte y ensayo (NCE) que en el conjunto del presente volumen hemos venido tratando de evidenciar. El intento de preservar dicotomías como «cine de autor» versus «cine popular» se revela, en efecto, igualmente fútil en el caso de Fernán Gómez, puesto que su filmografía priva de sentido a semejante distinción. Cabría sostener, por ejemplo, que, si en Sólo para hombres —una adaptación de Miguel Mihura que realizó en 1960— este director feminiza al país en vena cómica con un melodrama de ambientación decimonónica, en El mundo sigue hace lo propio en vena trágica y con un melodrama de ambientación contemporánea. La propia Sólo para hombres dialoga, de hecho, con un cine español popular que se centraba en personajes femeninos ricamente perfilados y que sustentaban las tramas, ya se tratara de personajes protagonistas o secundarios. Si, como protagonistas, estos personajes femeninos interactuaban con modelos masculinos —normalmente en plan romántico—, es, sin embargo, en los personajes secundarios donde encontramos muchas de esas hermanas y amigas del cine espa-

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ñol frecuentemente pasadas por alto6, papeles en los que efectivamente Fernán Gómez se inspira. De hecho, es en el ámbito del género donde podemos establecer una distinción entre El mundo sigue y el NCE. La provocadora interpretación que Geneviève Sellier ofrece (2008) de la Nouvelle Vague francesa en cuanto movimiento escrito con la gramática del «masculino singular», también puede aplicarse, en efecto, al movimiento fílmico español equivalente, es decir, al NCE. Aunque cabe que existan excepciones como La tía Tula, de Miguel Picazo —véase el capítulo cuarto—, es justo afirmar que, en sus rasgos generales, el NCE era androcéntrico. Recordemos el caso de Nueve cartas a Berta, de Basilio Martín Patino —véase el capítulo quinto—, película que cartografía la crisis existencial de Lorenzo, su joven protagonista (masculino). Tal es el énfasis en el héroe, que, a la novia española de este, interpretada por la actriz cubana Elsa Baeza… ni siquiera se le asigna un nombre. O pensemos en La caza, de Carlos Saura (véase el capítulo sexto). Este retrato de la masculinidad que envejece, y de las rivalidades intestinas, únicamente hace referencia a personajes femeninos como a emblemas estáticos de ansiedades masculinas: las responsabilidades filiales de Juan (la madre de este), la sexualidad floreciente de Enrique (Carmen, la sobrina de Juan), el denuedo sexual menguante de Paco y José (la joven amante de este). Como hemos visto, el título original —que finalmente se abrevió— era La caza de conejos, y en España «conejo» puede ser, además del mamífero lagomorfo, un modo chocarrero de llamar a la vulva. Es indudable, por lo demás, lo significativo de que Luis escoja, para sus prácticas de tiro, un maniquí con forma femenina y sin cabeza. Y yo sugiero que, si colocamos todas estas referencias en primer término, podemos sostener que La caza lleva a cabo una

6 Pensemos por ejemplo en Así es Madrid (Marquina 1953), cinta que, como El mundo sigue, presenta el contraste entre una hermana decente y otra indecente; o bien en la oposición de la tía soltera y la madre frente al grupo de tres amigas prostitutas jóvenes en Maribel y la extraña familia (Forqué 1960). Doy las gracias a Asier Gil Vázquez, cuya tesis doctoral (2020) se centra en los personajes secundarios femeninos del cine español de la década de 1950, por discutir conmigo esta tendencia y estos precedentes.

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potente acometida adicional contra el franquismo, acometida esta vez consistente en mostrar que, tras la violencia de la Guerra Civil, la sociedad franquista de posguerra se construye sobre la violencia contra las mujeres. Como hemos visto, la perspectiva que esta película de Saura adopta respecto a esta violencia misógina no se desarrolla desde el punto de vista de personajes femeninos. Sigue centrada en los varones y retrata, ciertamente, la autodestrucción a la que semejante situación conduce a los personajes masculinos, pero no los efectos de la misma sobre cualesquiera personajes femeninos. El presente capítulo sitúa, así, la diferencia existente entre la obra de Fernán Gómez y el NCE en el interés del primero por la subjetividad femenina, así como en una voz feminista que este director compartía con escritores y artistas de la época que asistían al Seminario de Estudios Sociológicos de la Mujer. Estas influencias son difíciles de detectar en la obra de directores como Patino y Saura, quienes escribían —al menos en aquel punto de sus carreras— con esa gramática del «masculino singular» que Sellier advierte en la Nouvelle Vague francesa. Mi objetivo aquí no consiste en propugnar un Fernán Gómez feminista al que se ha pasado por alto, sino más bien en plantear que uno de los aspectos del cine español de la década de 1960 que «dormían latentes», tal vez sea el énfasis de este director en lo femenino. Haciendo lo cual, reinterpreto El mundo sigue como una película sobre las contradicciones de la experiencia femenina de la época, centrándome especialmente en tres temas. Además de ese uso tan comentado que la película hace de la prostitución para condenar una España que está en la cúspide del desarrollismo, también exploro la metáfora cinematográfica —pendiente de examinar— del conflicto entre hermanas como un símbolo de la Guerra Civil tras casi veinticinco años desde que esta se produjera7. Enfoco, por último, el feto malogrado como un símbolo de la vida bajo el régimen de Franco. De manera que no solo recurro al término «discurso

7 En 2006, Inmaculada de la Fuente explora la Guerra Civil a través de la vida de unas hermanas enfrentadas en La roja y la falangista: dos hermanas en la España del 36, libro basado en la vida de Constancia de la Mora. Agradezco a Capdevila-Argüelles esta referencia.

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feminista» para indicar, en la línea de Susan Martin-Márquez (1999, 7), «una defensa de los intereses distintos que tienen las mujeres —defensa que se realiza evidenciando la opresión patriarcal»—, sino también para llevar a cabo una relectura de la historia del cine a fin de identificar en qué modos la experiencia femenina —aquí la condición de hermana y la maternidad— puede ofrecer un relato del país. Como plantea Martin-Márquez (1999, 7) con relación a su relectura feminista de textos de Juan Antonio Bardem y Víctor Erice —respectivamente, Nunca pasa nada (1963) [ibid., 190-202] y El espíritu de la colmena (1973) [ibid., 220-231]—, incluso películas consagradas y canónicas pueden «seguir constituyendo, en esencia, películas no vistas (a sight unseen), toda vez que su perspectiva feminista ha sido pasada por alto o —quizá más convenientemente— reprimida en lecturas críticas habidas en el momento de su estreno y después».

Feminizando la metáfora: Guerra Civil, desarrollismo, franquismo Como a menudo se ha señalado, los escritos de Freud nos enseñan, sin duda, que la familia es la metáfora predilecta con la que aprehender la experiencia humana, pero también que el niño varón ha tendido a ser el sujeto predilecto de tal experiencia. Pues bien: estas tendencias del psicoanálisis se pueden observar igualmente en relatos de la Guerra Civil española que van desde La familia de Pascual Duarte (1942), de Camilo José Cela —donde el frustrado personaje masculino Pascual asesina, entre otras, a la figura paterna del lugar en su rabia edípica—, hasta La caza, de Carlos Saura, donde, como hemos visto, tres veteranos del bando nacional de dicha Guerra Civil se vuelven a juntar en el presente… para ver cómo estallan por fin unas rivalidades que se han ido enconando durante los «veinticinco años de paz». En un coto de caza que había sido un campo de batalla en aquella contienda, los tres antiguos camaradas de armas de Saura se vuelven, en efecto, unos contra otros en un rebrote postergado del conflicto y son abandonados muertos. La acción de El mundo sigue, por el contrario, no transcurre en la aldea empobrecida de posguerra de Cela, ni en el antiguo campo de

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batalla de Saura, sino en la España contemporánea y urbana. Pues Fernán Gómez sitúa la historia en el trabajador barrio madrileño de Maravillas —hoy Malasaña y Chueca—, pero desde este espacio hace excursiones a las tiendas de lujo, los restaurantes, las piscinas, los bares y, por último, los más modernos bloques de pisos de la periferia de la ciudad, elementos que hablan del desigual reparto de los beneficios del desarrollo económico, tanto el de la década de 1950 de la novela original de Zunzunegui, como el boom de comienzos de la década de 1960 (de resultas del primer Plan de Desarrollo, de 1959). Conque en este contexto sitúa Fernán Gómez a su familia española, que vive en un ático que domina el barrio de Maravillas8 y está integrada por el padre (Francisco Pierrá), un funcionario que vive en Babia y oscila entre ignorar a su familia y ocuparse de sus macetas, y pegar a miembros de aquella en nombre del honor; la madre, Eloísa (Milagros Leal), exhausta por la vida e incapaz de poner paz entre sus litigiosas hijas; el hijo, Rodolfo (José Morales), un oficinista santurrón cuyo recitado de textos religiosos para resolver disputas —eco del epígrafe tanto de la novela como de la película, sacado de la Guía de pecadores (1556) de fray Luis de Granada— resulta claramente ineficaz, y por último, las hijas: Elo (Lisa Canalejas), antigua reina de la belleza del barrio que se niega a prostituirse para mantener a los hijos que tiene con su marido Faustino (Fernán Gómez), un camarero borracho, adúltero, jugador y finalmente convicto, y Luisa (Gemma Cuervo), dependienta que sí que se prostituye y con ello alcanza la movilidad social ascendente que anhela. Como antes comentábamos, en 1965 La caza pone en escena el sangriento fratricidio entre hermanos simbólicos, y la historia del cine español con frecuencia ha celebrado esta cinta como la primera en condenar la Guerra Civil. Yo plantearía, sin embargo, que El mun-

8 No se trata en absoluto de un ático de lujo (penthouse); Julio Pérez Perucha señala (1987, 37) que «en los edificios tradicionales de la época, sótano y ático eran las viviendas situadas en el último extremo de la escala social y habitacional; cobijo de la portera o de otras capas urbanas marginales y económicamente depreciables».

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do sigue, de Fernán Gómez, en realidad precede a —y anticipa— la exploración que Saura lleva a cabo de estas cuestiones. A través de las hermanas mal avenidas, Elo y Luisa, este filme retoma el mito de «las dos Españas» para mostrar que veinticinco años después, y no obstante todo el desarrollismo, España sigue siendo un campo de batalla para el conflicto fraterno. Hay, así, una correspondencia entre el «retraso» de veinticinco años tras el que Fernán Gómez vuelve —vía Zunzunegui— a la Guerra Civil, y el «retraso» de cincuenta y dos años de la historia de la distribución de la película, esto es, el lapso transcurrido entre los dos estrenos de El mundo sigue, durante el cual, como señala Laura Mulvey, cabe que resulten más netamente perceptibles aspectos nuevos de un texto originario. El mundo sigue nos invita, en consecuencia, a reconsiderar la metáfora familiar de la Guerra Civil como conflicto entre hermanos y la replantea como conflicto entre hermanas. Y esta metáfora nueva, feminizada, mira tanto hacia atrás —a la Guerra Civil en cuanto feroz contienda familiar—, como hacia delante, es decir, a un presente consumista y modernizador en el que estas dos hermanas representan enfoques opuestos, el de los principios (Elo) y el del pragmatismo (Luisa). El hecho de que estos aspectos hayan sido pasados por alto hasta ahora por los críticos, en parte es achacable a lo complicado que hasta ahora resultaba acceder a la película; en parte, sin embargo, también lo es a una tendencia de los autores a insistir en el compromiso de la película con las tradiciones culturales autóctonas de España —véase, por ejemplo, Zunzunegui 2005— en lugar de explorar otros extremos. Además, diferenciándose del androcentrismo de Freud, Cela o Saura, Fernán Gómez pone en escena la Guerra Civil, de manera innovadora, como un conflicto entre hermanas. Si, como hemos visto, La caza presenta la España desarrollista como una sociedad en la que solo es posible medrar gracias al privilegio heredado —la condición de terrateniente de José— o al nepotismo —Paco asciende de camionero a empresario gracias a su cuñado—, el retrato de la movilidad que hace Fernán Gómez, centrado en las mujeres, es todavía más oscuro: no cabe progresar sino prostituyéndose. Aunque en la trama hay desvíos que exploran los empeños de Faustino en el juego y sus aventuras

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delictivas, el punto fuerte reside en el contraste entre el ascenso social de Luisa como prostituta de alto standing, y el declive de Elo al negarse a venderse. Mientras que Luisa termina, en efecto, casada y viviendo en uno de los modernos pisos de la capital —vistiendo ropa elegante y con un deslumbrante coche nuevo a juego—, la caída social de Elo recibe una representación espectacular en su salto suicida del final de la película, desde la azotea del ático de la familia y estampándose en el techo del coche nuevo de su hermana. Un relato en el que las aspiraciones sociales fomentadas por el desarrollismo de Franco solo son accesibles a las mujeres de clase trabajadora mediante la prostitución —y a los hombres de la misma clase mediante el juego—, es muy posible que fuera lo que atrajo a Fernán Gómez a la novela original de Zunzunegui. El guionista y director ensombrece, en efecto, todavía más esta condena en su adaptación cinematográfica insistiendo en las descripciones que la novela hace del conflicto entre las hermanas e introduciendo la figura original de un feto malogrado. El mundo sigue incluye una escena de violencia doméstica cuando las hermanas Elo y Luisa llegan literalmente a las manos en el domicilio familiar, y otras dos cuando los miembros de la familia las separan (véase la ilustración 7.1). Además de la rivalidad entre las hermanas como hilo conductor de la trama de la película, estas extraordinarias escenas de «batalla» —que al cabo llevan a la muerte de Elo— construyen una metáfora de la Guerra Civil. Igual que en la exhibición de la caza del conejo que hace La caza, el propósito de esta metáfora es condenar tanto la violencia —que en ambas películas lleva a la muerte—, como el modo en que la sociedad en su conjunto está envenenada por el conflicto fraterno. El que estas secuencias de conflicto entre hermanas sean lo bastante potentes como para sugerir esta interpretación se debe, en parte, a la manera en la que están rodadas. John Hopewell identificó, en efecto (1986, 62-63), las siguientes características estéticas del estilo cinematográfico de Fernán Gómez: «Un lenguaje formal y una serie de recursos que derivan de la circunstancia de la ficción y constantemente delimitan la libertad de sus personajes: fotografía con gran profundidad de campo pero interiores escorzados, […] contrastes primer / segundo término, […] plano secuencia, […] achicamiento o negación

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del espacio externo a la pantalla» (énfasis original). En las escenas de pelea entre Elo y Luisa, se despliegan tres de estos recursos formales para «delimitar» y atrapar a los personajes. Estos están arrinconados, en efecto, en el apretado espacio de la vivienda familiar; parecen aprisionados en una serie de planos secuencia y se les niega cualquier escape al espacio externo a la pantalla9. Se ha señalado a menudo que este enfoque formal trata a los personajes como animales atrapados —véase, por ejemplo, Pérez Perucha 1987, 33-34—, figura que Saura retomaría dos años después al comparar con conejos sin salida a los combatientes de la Guerra Civil. José Luis Castro de Paz ha llevado más allá el análisis de este lenguaje formal planteando la cuestión del montaje, aunque se podría hacer más investigación sobre si esta aportación creativa se ha de atribuir únicamente a Fernán Gómez, o bien es resultado de su colaboración con Rosa Salgado, que fue quien montó todas sus películas de entre 1953 y 1970 con la única excepción de La vida alrededor (1959)10. Comentando en concreto estas escenas de lucha, Castro de Paz muestra (2010, 197-198) que, aunque esto casi no se advierte en una primera visualización de la película, los planos secuencia en realidad están interrumpidos por una serie de cortes entre encuadres prácticamente idénticos. (Yo denominaría estos cortes como jump cuts, «cortes con salto», para resaltar la asociación de esta expresión con la Nouvelle Vague francesa.) Este montaje, que no se justifica por la trama, revela —véase Castro de Paz 2010, 198— la «extrema modernidad y la singular escritura de un cineasta en el que la rabia toma forma» (énfasis original). De manera que el espectador tampoco puede escapar de la violencia que se despliega en la panta-

9 Hopewell identifica «contrastes primer / segundo término» en otros momentos del filme, como cuando en primer término hay objetos que se ciernen, condicionándolos, sobre los personajes que se hallan en segundo término, por ejemplo cuando se yuxtapone a Luisa con artículos de lujo en los grandes almacenes, o cuando esta misma Luisa se gana el cariño de su madre, Eloísa, regalándole unas joyas caras. 10 Para una brillante lectura del fracaso de la historiografía del cine español a la hora de tener en cuenta a otros miembros del equipo creativo de una película —a menudo mujeres— más allá del director, sobre todo en lo que al montaje respecta, véase «Editing in the Woman Auteur» (Martin-Márquez 2013).

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7.1 El mundo sigue. Fotografía cortesía de Juan Estelrich hijo.

lla: se ve envuelto en tal violencia por los desafíos que se le plantean mediante el lenguaje cinematográfico. Esto es crucial de cara a mi interpretación del conflicto entre hermanas en El mundo sigue como metáfora de la Guerra Civil. La ambientación salta, desde los campos de batalla de la década de 1930, a los sórdidos interiores de posguerra del Madrid de la década de 1960, interiores pendientes todavía de que el desarrollismo los toque; los combatientes saltan, desde los soldados que se enfrentan, a las hermanas mal avenidas (véase la imagen de cubierta). El resultado, sin embargo, es el mismo al final de la guerra y al final de la película: muerte y derrota. Al espectador, que no es ningún inocente que pasaba por ahí, se le niega el confort de la distancia, toda vez que, ya en la propia textura del filme, «la rabia toma forma». Por último sugiero que, si Fernán Gómez explora las contradicciones de la experiencia de la clase trabajadora con el desarrollismo temprano a través de la experiencia de la prostitución —experiencia que él encuadra desde la perspectiva de sus personajes femeninos— y feminiza la metáfora de la Guerra Civil como conflicto fraterno, es posible que este director aborde la experiencia femenina de la maternidad para establecer su comparación más devastadora, a saber, equiparar el franquismo con un feto malogrado. Su retrato del edificio del barrio de Maravillas en el que la familia vive ha recibido, en efecto, mucha atención por parte de los críticos, sobre todo en lo relativo a la

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representación del espacio interior oculto de las escaleras como (otro) espacio de aprisionamiento. Este edificio también está claramente asociado a la madre, Eloísa, gracias concretamente a la celebrada secuencia inicial, en la que dicho inmueble se presenta como símbolo del envejecimiento de aquella: a Eloísa se le concede un plano subjetivo en el que mira, agotada, la altura del edificio hasta cuyo ático ha de subir, y hay un corte a un tilt up de la fachada. (O sea, que la cámara, fija en el trípode, recorre esta de abajo arriba.) Sigue, ya dentro, el arduo ascenso de la mujer por las escaleras, durante el cual comenta que los «muchos escalones» representan sus «muchos años». Se ha señalado —véase Castro de Paz 2010, 193— una correspondencia entre esta subida inicial de la madre y el suicidio final de la hija Elo tirándose desde la azotea. Lo que ha recibido menos atención es el énfasis de Fernán Gómez en la reacción de Eloísa a la muerte de su hija: se asoma gritando, agarrándose a la barandilla y balanceándose adelante y atrás como si estuviera dando a luz (véase la ilustración 7.2). Dada la correspondencia recién mencionada entre el ascenso del comienzo de la película y el descenso del cierre, cabe leer la subida de Eloísa no solamente como un «vía crucis» masculino y cristiano —véase Castro de Paz 2010, misma página—, sino también como un proceso de parto femenino y biológico: es lento y doloroso, pero lo alivian las pausas entre pisos / entre contracciones. De donde se sigue que el resultado de tal proceso es el nacimiento de la hija Elo, cuyo sufrimiento en la vida y cuyo sangriento suicidio la convierten en el equivalente de un feto malogrado.

Una «nueva memoria» Naturalmente la censura echó por tierra la ambición de Fernán Gómez de confrontar a los públicos de entonces con esta crítica devastadora de la Guerra Civil, el desarrollismo y los «veinticinco años de paz» de la España de Franco (más o menos la edad del feto malogrado que es Elo). En vez de lamentar, sin embargo, el hecho de que los espectadores de la década de 1960 no tuviera acceso a la película, este capítulo enfoca El mundo sigue como ejemplo de «cine postergado» en

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7.2 El mundo sigue. Fotografía cortesía de Juan Estelrich hijo.

la idea de propugnar una interpretación que responda al contexto de su reestreno ya en la democracia, en la España —al menos en teoría— de la igualdad y los derechos humanos, esto es, en la España del feminismo, un feminismo, no obstante, que coexiste con el antifeminismo. Y, si bien el género no es el principal objeto de atención del trabajo de Mulvey sobre el «cine postergado», parece apropiado que las reflexiones de esta estudiosa sobre la tecnología fílmica y la postergación puedan conducir a un enfoque que lleve más allá la consideración del feminismo y el cine, el ámbito en que Mulvey fue pionera con su trabajo de 1975 (véase Mulvey 1999). La distribución y la exhibición postergadas de esta película también suscitan inevitablemente la cuestión de la memoria. Excepción hecha de unas pocas personas del equipo creativo de la película y de los amigos del director, el reestreno de 2015 no pudo dar lugar a una evocación personal del estreno de 1965, por no hablar de que el propio Fernán Gómez, que falleció en 2007, no pudo tomar parte en esta experiencia. Interiorizar recuerdos de hechos que los individuos no han vivido en primera persona es un proceso que la experta en

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Memory Studies —«estudios sobre la memoria»— Alison Landsberg (2004) denominó «memoria protésica». Pues bien: una experiencia parecida se produce en el cine postergado. Al ver una película antigua por primera vez gracias a las nuevas tecnologías, la experiencia puede suscitar una memoria protésica por cuya virtud el espectador recrea, de manera imaginativa, la proyección original y su contexto. Esto sucede, naturalmente, con cualquier película que un espectador vea en cualquier momento posterior al estreno original de la misma. Sin embargo, el ejemplo concreto de El mundo sigue plantea cuestiones que conectan la proyección de esta cinta con debates que actualmente se producen en España sobre la memoria. El título elegido para la importante monografía colectiva sobre la historia del cine español que se publicó en 2005 fue La nueva memoria: historia(s) del cine español, y la elección de tal título perseguía, según explican los editores del volumen, «llevar a cabo una historia del cine español que active una nueva memoria en relación con el mismo» (Castro de Paz, Pérez Perucha y Zunzunegui 2005a; énfasis original)11. Aquí los editores están escribiendo contra la tendencia, aún en boga en España, de desdeñar el propio cine nacional. Como en estas páginas examinábamos a través de la figura de Eduardo Haro Tecglen —véase, en la «Introducción», el apartado «El Viejo Cine Español»—, a la experiencia de la propaganda totalitaria le siguió, en la influyente izquierda española, una desconfianza —influida por la Escuela de Frankfurt— respecto a cualquier cultura popular. El título La nueva memoria sugiere, en primer lugar, que semejante memoria negativa del propio cine nacional puede ser modificada; pero también, a juicio mío, que es posible crear nuevas memorias protésicas. El reestreno de películas como El mundo sigue también contribuye, en efecto, al proceso de creación de una nueva memoria de aquella época. Si sustituir una «memoria negativa» con una «nueva memoria» suena demasiado directo, haríamos bien en advertir que la propia

11 Emilio García Fernández ya había editado (1998) los volúmenes titulados Memoria viva del cine español. Se afirmaba que el propósito consistía en recuperar la memoria, pero también se creaba memoria para muchos de los lectores.

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Cine postergado y discurso feminista en El mundo sigue

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película nos pone en guardia frente al proceso de formación de la memoria mediante sus flashbacks. Además de las «cosas no vistas» del discurso feminista de El mundo sigue —discutidas en el cuerpo principal del presente capítulo—, las reflexiones que esta cinta hace sobre la memoria pueden ser otro de los «detalles que dormían latentes» durante el dilatado lapso transcurrido entre el estreno y el reestreno. Si para Freud los sueños son la vía regia que lleva al subconsciente, aquí los flashbacks constituyen la vía regia que lleva a la memoria. El mundo sigue contiene tres. En el primero, Elo se entrega al recuerdo de su triunfo como miss Maravillas —la reina de la belleza de su barrio—, pero en esta secuencia, que dura un minuto, Fernán Gómez tapa las brillantes luces y sonrisas que la imagen muestra en primer plano, con una banda sonora en la que oímos las quejas de Elo en off sobre el comportamiento de su marido en el presente. El descoyuntamiento entre imagen y sonido sugiere que la nostalgia es fútil y que los problemas del presente han de manchar forzosamente el pasado. Lo cual queda reforzado, como señala Castro de Paz, mediante la dirección de fotografía. Mientras que la introducción del flashback se realiza mediante un primer plano que se corresponde con el primer plano de una sonriente Elo dentro del flashback, el regreso al presente se produce mediante un plano medio picado de Elo y su marido Faustino en la cama. Este es precisamente el encuadre que Fernán Gómez había usado en la escena anterior para presentar la amenaza de violencia doméstica, violencia que entre este matrimonio estallará más adelante en la película. («Atravesando el tiempo», escribe Castro de Paz [2010, 202], «el dolor se impone sobre el recuerdo».) El segundo flashback, que consiste en los recuerdos de infancia de la hija Luisa y/o la madre Eloísa, consiste en un extraordinario montaje de veintisiete planos en un minuto, lo que delata la influencia de Hitchcock (ibid., 208.) Para Santos Zunzunegui, este montaje de imágenes de aparente felicidad queda socavado por el uso del zoom, que a lo largo de la película sugiere aprisionamiento (citado en ibid., misma página). Por añadidura, la referencia intertextual a Hitchcock sirve para conectar la presentación formal de los recuerdos aparentemente felices con la violencia, ya que el mencionado director británico se hizo famoso por asociar el salto de plano cinematográfico con

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las cuchilladas asesinas de la celebrada escena de la ducha de Psicosis (1960; estrenada en España en 1961). Es decir, que, exactamente igual que Luisa lleva a su hermana a su muerte violenta en la trama de El mundo sigue, Fernán Gómez sabotea los aparentemente inocentes recuerdos de infancia con una estética cinematográfica de violencia. El tercer flashback, que dura cuarenta segundos, es de un encuentro entre Elo y Andrés en las escaleras del edificio, y traslada la frustrada atracción romántica de este personaje, que es escritor, por ella, si bien no estamos seguros de cuál es la perspectiva que se adopta, la de ella o la de él. Este flashback de las escaleras vuelve a usarse para mostrar que las tribulaciones presentes bloquean cualquier acceso nostálgico a un pasado más feliz. Porque si Andrés coge, con la suya esperanzada, la mano de Elo, en un graphic match (una composición del encuadre casi idéntica) al presente, Elo retira su mano de la de él con disgusto. Así que toda memoria, nos enseñanan los tres flashbacks de El mundo sigue, está condicionada por las motivaciones del presente (el triunfo de Elo en el concurso de belleza es enturbiado por las desavenencias conyugales presentes, el recuerdo romántico de Andrés es oscurecido por el presente rechazo) y por la forma en que el pasado se presenta (los cortes y zooms que codifican asesinato y aprisionamiento comprometen los recuerdos de Eloísa y Luisa de una niñez en apariencia inocente). Este capítulo ha planteado que la demora en el reestreno de El mundo sigue confirió, en efecto, unos contornos más nítidos al discurso feminista de esta película, y ha concluido que dicho reestreno ofreció asimismo a los públicos actuales la posibilidad de crear una «nueva memoria» del cine español de aquella época, proceso al que el conjunto del presente volumen contribuye. Si los flashbacks de este filme cuestionan la posibilidad de acceder al pasado, cabe tomarlo como una valiosa advertencia en cualquier intento de crear «nueva memoria».

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Capítulo 8

Feminismo y franquismo: Margarita y el lobo (Bartolomé 1969)

En una entrevista de 2004, Cecilia Bartolomé reveló que la filial de la Paramount dedicada a la distribución en Europa le ofreció proyectar el mediometraje Margarita y el lobo —su práctica de fin de curso de 1969 en Escuela Oficial de Cine— en París junto con el corto de Agnès Varda Réponse de femmes (1975). Una tentación para la historia del cine feminista español… sin esperanza. Ella no quiso y el resto, como suele decirse, es historia. A diferencia de otros directores formados en la Escuela Oficial de Cine, a los cuales era habitual que, tras ver las prácticas que habían realizado en la Escuela, les encargaran su primer largometraje productores deseosos de recibir subvenciones gubernamentales —véase la «Introducción»—, Bartolomé describe como sigue lo que ocurrió con Margarita y el lobo. Cito sus palabras textuales para poner de relieve la resignación —«pues, claro»—, el pragmatismo —«afortunadamente»— y el estoicismo —«me costó»—, cualidades que tal vez le llegaran con el tiempo, pero contrastan vivamente con las quejas sobre la intervención del Estado que hemos visto en capítulos previos del presente libro: Cuando el director de la escuela, José Julio Baena [sic, en realidad Juan Julio Baena], la presentó a la censura oficial pues, claro, la prohibieron y eso significaba quemar los negativos; afortunadamente la salvamos, pero me costó no poder hacer cine hasta muchos años después, hasta que murió Franco (Yoldi, 2004).

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Debemos decir, a modo de introducción a la última película de este libro, lo que en estas líneas no se dice: ¿cuán distinta podría haber sido la carrera de Bartolomé si hubiese dicho sí al programa doble con Varda, la aclamada cineasta feminista francesa que, cuando murió —en 2019—, había firmado sesenta obras a lo largo de siete décadas? ¿Cuán distinta podría ser la historia del cine feminista —dentro y fuera de España— de haber podido construir Bartolomé un corpus similar? Conforme las cosas sucedieron, la prohibición absoluta de Margarita y el lobo en 1969 por parte de los voraces censores de un régimen moribundo, la consecuente falta de distribución y exhibición y la resultante imposibilidad de que Bartolomé convirtiese este mediometraje en un largo —como era su intención— han supuesto que, a día de hoy, esta directora solo tenga en su haber once títulos. La mitad de los cuales son piezas que realizó en la Escuela Oficial de Cine en la década de 1960: los cortometrajes La siesta (1962), La noche del doctor Valdés (1964), Carmen de Carabanchel (1965), La brujita (1966) y Plan Jack cero tres (1967), además de Margarita y el lobo. El encargo de una primera película llegó, por fin, cuando Franco ya estaba en su tumba. Bartolomé rodó entonces ¡Vámonos, Bárbara! (1978), obra que fue celebrada como el primer filme feminista español1. Siguió un impresionante díptico documental —Después de… Primera parte: No se os puede dejar solos y Después de… Segunda parte: Atado y bien atado (1983), ambas partes codirigidas con su hermano José Juan—, si bien la distribución se retrasó tres años a pesar de que la producción tuvo lugar ya en democracia2. Luego vino Lejos de África (1995), una insó-

1 Katy Vernon señala (2011, 146) que tal crítica la publicó «nada menos que Arriba, el periódico oficial del régimen». 2 La experiencia de Bartolomé con la censura en democracia es, por tanto, tristemente parecida a la de Pilar Miró con motivo de El crimen de Cuenca (1981). La experiencia de Miró tal vez sea más conocida por el pasmoso hecho de que la directora fue obligada a comparecer ante un tribunal militar. El motivo de la intervención del Estado en las tres cintas fue, en efecto, la crítica que estas realizaban del Ejército, evidenciando el poder que dicha institución seguía teniendo a comienzos de la década de 1980, y cuya manifestación más espectacular fue el golpe de Tejero de 1981. No es exagerado decir que los documentales de Barto-

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lita reflexión sobre el legado postcolonial de España, y por último el episodio «Especial Carrero Blanco: el comienzo del fin» para la galardonada serie de TVE Cuéntame cómo pasó (2005). Bartolomé, que se ganaba la vida fuera del cine —ella en una entrevista ha hablado (Galán 2016) de «publicidad y documentales industriales»—, tendría que esperar hasta el nuevo milenio para ser objeto de reconocimiento público. En 2004 se proyectó, en efecto, Margarita y el lobo en la sección Incorrect@s del Festival de San Sebastián, donde la directora concedió la entrevista a la que arriba me refería. Lo cierto es que aquella proyección llegaba treinta y cinco años tarde (véase Yoldi 2004.) Más tarde, en el Festival Internacional de Cine de Gijón de 2012, ganó el premio Mujer de Cine. Luego, en la Mostra Viva del Mediterrani de 2017, recibió un premio honorífico, y en 2019 le organizaron un homenaje en CIMA, la Asociación de Mujeres Cineastas y de Medios Audiovisuales, fundada en 2006 y de la que Bartolomé es miembro honorario. Más recientemente, en 2020 su obra fue incluida en la serie del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía «Fuera del Canon. Las artistas pop en la Colección»3. Dado el retraso de este acceso del público a Margarita y el lobo, la cinta también podría considerarse un ejemplo de lo que Laura Mulvey (2006) denomina «cine postergado» (delayed cinema). Cabría, por tanto, explorarla en conexión con El mundo sigue, de Fernando Fernán Gómez, película de la que se ocupaba el anterior capítulo del presente volumen. Sin embargo, aunque las historias de la distribución y la exhibición del filme de Bartolomé son igualmente accidentadas, hay una

lomé predicen este golpe de Estado, aunque naturalmente el público no pudo verlos hasta años después. Según Diego Galán (2016), fue la propia Miró quien neutralizó las objeciones legales montadas por el Ejército y consiguió que el díptico Después de… se pudiera distribuir y exhibir. 3 Cabe añadir las siguientes entrevistas, que tuvieron bastante difusión: la que le hizo en su columna de El País el difunto decano del periodismo de la democracia sobre el cine español (Diego Galán 2016), la publicada en El Mundo con motivo del Día Internacional de la Mujer (Martínez 2020) y, por último, la que colgó en YouTube el antiguo líder de Podemos —Pablo Iglesias— el 27 de septiembre de 2020.

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diferencia entre no tener distribución en absoluto y tener una distribución limitada. Porque El mundo sigue se exhibió, como antes vimos, en Bilbao en 1965, pero Margarita y el lobo lo único que tuvo fueron algunas proyecciones públicas informales4. Tampoco ha conocido toda una serie de actos de reestreno como sí fue el caso, en 2015, con la mencionada película de Fernán Gómez. Además, eso que planteo de que El mundo sigue es un ejemplo temprano —y que se ha pasado por alto— de discurso feminista en el cine español, difícilmente pueda aplicarse a Margarita y el lobo, cuyo feminismo es, en efecto, abierto, franco y central. En modo alguno se trata de un «detalle que dormía latente» (Mulvey 2006, 8), por más que la propia cinta sí que haya tenido que «dormir latente» debido a su acceso limitado. De modo que el presente capítulo analiza la película en conexión con los conceptos contradictorios —de hecho, opuestos— de feminismo y franquismo, conceptos que, en el título que he escogido para esta sección, se asocian a propósito con los nombres «Margarita» y «el lobo» del título del filme. Tras explorar el contexto de producción de este, así como sus revaluaciones críticas, mi análisis versará sobre el transnacionalismo y la intermedialidad. Propugnaré la tesis de que Margarita y el lobo es una adaptación innovadora y multimedia que mira hacia atrás —hacia la década de 1960— mediante su compromiso transfronterizo con la novela original de la escritora francesa Christiane Rochefort Les stances à Sophie —aparecida en 1963—5, y hacia

4 La web personal de la directora afirma que la película se proyectó en «diversas muestras y jornadas sobre la mujer». Véase http://www.ceciliabartolome.com/ (consultado el 17 de septiembre de 2021). Margarita y el lobo puede verse gratuitamente en Vimeo, https://vimeo.com/134701020 (consultado el 26 de agosto de 2021). 5 La traducción española de este texto —de Josefina Martínez Alinari— apareció en Losada en 1967. El título francés original de Rochefort es una provocadora alusión a una tonadilla juvenil francesa sexista sobre las prostitutas. Esta provocación se pierde en el título español descriptivo de Céline y el matrimonio. En una entrevista con Isabel Tejada (2020) para el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofia —en el contexto de «Fuera del Canon. Las artistas pop en la Colección»—, Bartolomé explica que su marido —Paquito— le dio el libro en francés, y ella lo leyó también en la traducción española, de donde es lógico que sacara las partes del texto que aparecen en la película.

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delante en la medida en que apunta a los desarrollos transculturales del feminismo internacional de la década de 1970, por ejemplo, al compromiso de la escritora británica Angela Carter con el cuento de hadas en la colección de relatos The Bloody Chamber and Other Stories, aparecida en 1979.

Escuela Oficial de Cine: «Va a haber muchos, muchos líos… Es una locura» Bartolomé es indulgente —o generosa— cuando, en la entrevista que antes mencionaba (Yoldi 2004), recuerda que, «en plena dictadura, […] la escuela era un pequeño reducto de rojerío donde se intentaba romper con lo que se hacía entonces». De hecho, y dejando aparte tanto la posterior censura gubernamental, como la falta de distribución y exhibición, la documentación conservada en la Filmoteca Española revela que los profesores de la propia Escuela Oficial de Cine pusieron importantes obstáculos en el camino de la aspirante a directora. Lo cual parece extraordinario teniendo en cuenta que dichos profesores eran, ellos mismos, directores o profesionales del cine, empezando por el mencionado director de la institución, Juan Julio Baena, a quien ya nos hemos encontrado a lo largo de este libro como prestigioso director de fotografía. Exploro, pues, en detalle esta documentación conservada en la Filmoteca Española —documentación en parte firmada, y en parte anónima— en lugar de las reseñas de la prensa de la época de las que me servía para estudiar la recepción del resto de las películas analizadas en el presente volumen. Hará falta una comparación exhaustiva con la documentación relativa a las prácticas de fin de curso de otros alumnos de la Escuela para confirmar tanto lo que en el caso de Bartolomé parece un trato especialmente poco favorable, como las razones de dicho trato, si bien es difícil no sospechar que el género de la directora tenga algo que ver en todo esto. En otoño de 1968, cuando el proyecto estaba en fase de preparación, a Bartolomé, que entonces cursaba su último año en la Escuela, le hicieron sobre su guion los comentarios contradictorios de que, por un lado, había de reducirse en una cuarta parte, pero al mismo tiem-

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po, por otro, tenía demasiado poco diálogo (Proharam 1968). Si para Julio Diamante (1968) aquel guion era «malito», para José Luis García Sánchez era «muy adecuado», si bien este último encontraba (siempre 1968) la labor prevista para la cámara «totalmente inadecuada». En una premonición de la futura prohibición absoluta, otro documento —lamentablemente sin fecha y anónimo, pero con el membrete «Ministerio de Información y Turismo. Escuela Oficial de Cinematografía. Profesores»— afirma que la película no habría de autorizarse conforme estaba, aduciendo la escena de los disturbios de alumnos universitarios como ejemplo especialmente problemático «por los peligros que encierra», y de nuevo la naturaleza inacabada del guion (anónimo 1968a). En una nota manuscrita (anónimo 1968b), la situación se resume en el siguiente comentario coloquial dirigido a «Julio» (cabe suponer que Diamante): «Va a haber muchos, muchos líos… Es una locura». De las respuestas de la alumna Bartolomé, que en ese entonces tenía veinticinco años, no conservamos registro, pero el 7 de diciembre el proyecto había sido aceptado por Baena —el director de la Escuela— con la condición de que, como ya adelantábamos, el guion se redujese en una cuarta parte y los diálogos se detallaran, así como que Bartolomé se reuniese con unos profesores a los que se llama «Ramos» —entendemos que José María—, «Borau» —José Luis— y «Diamante» —Julio—, «que le harán algunas indicaciones» (Baena 1968a). El día 13 del mismo mes, sin embargo, Baena vuelve a escribir a la alumna (1968b) para reconvenirla por no hacerlo. La documentación conservada confirma (anónimo 1968c) que el día 20 finalmente se produjo la reunión y se confirmó el proyecto, si bien Baena vuelve a escribir a Bartolomé después del día de Navidad (1968c) para advertirle que el rodaje exige demasiadas localizaciones. (La duración estándar de tales rodajes era de diez días.) Entre los obstáculos adicionales que encontramos durante los dos meses subsiguientes, tenemos una reprimenda a Bartolomé por llegar tarde a una reunión (anónimo 1969a), una recomendación de que se suspenda el rodaje porque amenazaba con superar el presupuesto estándar de setenta mil pesetas (Jacoste y Cunillés 1969), «reservas» adicionales —cuyo contenido no se especifica— expresadas a finales de enero (anónimo 1969b), y el intento del jefe de producción —Alberto Ochoa— de abandonar el proyecto

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(Ochoa 1969). No es de extrañar, así, que, una vez llevado a término el trabajo, la propia Bartolomé escriba a Baena en dos ocasiones. En la primera carta (1969a), como es comprensible, no puede resistirse a señalar que «los malos augurios» no tenían fundamento y que la película —«que según expertos de producción era irrealizable»— ya estaba hecha. La segunda carta contiene (1969b, 2) una queja formal de que no le habían dado un guion para el doblaje, haciendo constar asimismo «la negligencia de un alumno» y —¿quién podría reprocharle que señale también esto?— «la incapacidad de esta escuela de someter [a dicho alumno], como me sometió a mí, a una disciplina académica». Al alumno no se lo menciona, pero adviértase que en los créditos de la película no figura ningún montador. Después de todo esto llegó la censura gubernamental, y es posible que aquí Bartolomé fuese una víctima de la coyuntura. Sonia García López señala, en efecto (2021, 11), que la iniciativa de presentar a la censura las prácticas de la Escuela Oficial de Cine la tomó Baena al asumir la dirección del centro en 1969. (De la documentación se desprende, sin embargo, que este hombre ya ostentaba tal cargo en 1968.) Las anteriores promociones habían disfrutado, así, de la posibilidad de enviar sus trabajos a festivales —si bien no era lo habitual— y mostrárselos a productores en la idea de que les hiciesen encargos (véase ibid., 14). En las páginas del presente volumen hemos visto el ejemplo de Basilio Martín Patino, quien vio proyectada su práctica Tarde de domingo (1960) en el Festival de San Sebastián y pudo permitirse ser tan selectivo respecto al productor de su primera película, que aseguraba haber rechazado nada menos que seis ofertas (véase Martialay y Marinero 1966) antes de terminar haciendo Nueve cartas a Berta con Eco Films y Transcontinental Films Española. La documentación de la Filmoteca Española incluye la afirmación de la propia Bartolomé (1968) de que su práctica del último curso se pospuso un año debido a retrasos ocasionados por el traslado de la Escuela, circunstancia que explica la inclusión de tres fechas —1967, 1968 y 1969— en los créditos de apertura de Margarita y el lobo. De no haberse producido estos retrasos, y de haber completado su trabajo Bartolomé un año antes —como estaba previsto—, podría haber disfrutado de las oportunidades de desarrollar su carrera que habían

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tenido otros, en lugar de deber sufrir la prohibición de los censores. Una vez más, esta historia constituye una tentación para la historia del cine feminista español… sin esperanza.

Recuperación crítica Hoy cabe compensar la suspicacia y la hostilidad que Bartolomé encontró en esta experiencia de producción, así como el silencio que siguió a la prohibición de 1969, con cierta recuperación crítica de esta cineasta. Dicha recuperación complementa, hasta cierto punto, el interés público que arriba examinábamos, pero, si Marta García Sahagún afirma con optimismo (2016, 75) que el mediometraje de Bartolomé que nos ocupa «es ya hoy considerado como un epítome de feminismo y modernidad dentro del cine español», Silvia Guillamón Carrasco hace gala de una circunspección más realista. Esta autora celebra, en efecto, Margarita y el lobo como la primera película feminista española, pero no deja de señalar (2015, 289) que la obra de Bartolomé sigue omitiéndose en la «historia oficial» del cine español conforme esta se construye en las antologías y diccionarios clave, circunstancia sobre la que, señala Guillamón Carrasco, Eva Parrondo Coppel ya llamó la atención en 2001, y de la cual la versión inglesa original de la presente obra, A Cinema of Contradiction: Spanish Film in the 1960s (2006), es culpable, toda vez que allí solo me centré en películas que habían tenido distribución y exhibición. Resulta revelador, de hecho, que Cecilia Bartolomé. El encanto de la lógica, excelente monografía colectiva de 2001 editada por Josexto Cerdán y Marina Díaz —y en la cual escribe la recién mencionada Parrondo Coppel—, no solo sea la primera, sino por el momento siga siendo la única obra de referencia sobre esta directora. Desde entonces ha habido breves referencias a Bartolomé en libros recopilatorios que se centran en su condición de outsider (Torres 2004, 56-58), así como en monografías colectivas y libros sobre feminismo y cine español publicados a mediados de la década de 2010 (por ejemplo, Barbara Zecchi 2013, 2014a y 2014b, y Francisco Zurián 2015 y 2017). También han habido trabajos sueltos sobre sus largometrajes —como los

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de Sánchez González 2013 y Faulkner 2020—, mientras que García López (2021) sitúa a la directora entre otras mujeres que estudiaron en la Escuela Oficial de Cine durante la misma época. Por su parte, Guillamón Carrasco se ha centrado en el antirrealismo y feminismo de Margarita y el lobo (véanse sus trabajos de 2009 —con Belmonte Arocha— y 2015). García Sahagún (2016) ofrece, por último, el análisis hasta la fecha más sostenido del feminismo y la estética del mediometraje, con un énfasis en la música. Vuelvo, pues, al capítulo introductorio de Cerdán y Díaz (2001), toda vez que sigue siendo la definición más clara de la aportación de esta cineasta al cine de su país. Estas son las innovaciones de Bartolomé en términos de estética cinematográfica y de representación narrativa del género: La transmigración de géneros que evidencia [su] cine habla a las claras de la suave ruptura que pretende no solo con los arquetipos narrativos que usa el cine, sino con los estereotipos conceptuales que usa la cultura española […] Las mujeres del cine de Cecilia Bartolomé [reinterpretan] la estructura sobre la que se va haciendo y escribiendo la Historia […] Se consigue que, sin trastornos narrativos, en los films se procure una mirada que perpetre nuevas identidades en los sujetos de la Historia y de la historia (Cerdán y Díaz 2001, 15).

Como antes vimos, en 1985 el también cineasta Manuel Gutiérrez Aragón usaba la fórmula «dar la vuelta» para describir las innovaciones formales de Carlos Saura en La caza cuatro años antes (véase el capítulo sexto). Pues bien: aunque académicos como Cerdán y Díaz prefiriesen un más comedido «suave ruptura» y «sin trastornos narrativos» para resumir la obra de Bartolomé, tal vez «dar la vuelta» resulte más apropiado. García Sahagún ya apuntaba, en esta línea (2016, 77 y 78), que la planificación de Margarita y el lobo constituye «una revolución estética en el cine español», que su rechazo del realismo que supuestamente caracteriza el NCE supone «una mirada completamente nueva» y que se trata de un trabajo «profundamente novedoso». Cerdán y Díaz hacen gala de una circunspección más juiciosa. En el conjunto, en Un cine contradictorio he buscado, en efecto, matizar y criticar las interpretaciones fáciles del NCE como fenómeno excesivamente apegado a una definición estrecha y marxista del realismo, así como demostrar que dicho movimiento andaba

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más cerca del VCE de lo que hasta la fecha se viene reconociendo. Matizar nuestra visión del NCE no va en detrimento de los méritos de Bartolomé, sino que implica que no podemos oponerla tan fácilmente a un NCE supuestamente homogéneo. De hecho, una comparación entre Margarita y el lobo y La caza resulta útil en la medida en que muestra que ambas cintas consiguen, de maneras diferentes, «dar la vuelta». Desde el punto de vista de la forma, Saura recurre a la interrupción. Las secuencias experimentales de la caza y la siesta interrumpen, como en el capítulo sexto tuvimos ocasión de ver, una narrativa realista, fenómeno que aquí interpretábamos con ayuda de la dicotomía de Gilles Deleuze «imagen-movimiento» versus «imagen-tiempo». En lo que al tema se refiere, Saura lleva a cabo un innovador tratamiento de la juventud frente al envejecimiento (siempre en el ámbito viril). Margarita y el lobo, por su parte, no es que interrumpa el realismo, sino que desde el primer momento ofrece un híbrido —en lo que a género cinematográfico respecta— de comedia y musical con asomos de documental, montaje con materiales de archivo (compilation film) y cine de realidad (cinéma vérité). La película se desarrolla acronológicamente, empezando con la separación de la pareja y avanzando, mediante flashbacks, por el noviazgo, el matrimonio y su fracaso. La oposición temática que, como hemos visto, Saura efectuaba entre el envejecimiento y el proceso de maduración constituía una acerba crítica del franquismo, si bien dicha crítica quedaba limitada a sus masculinidades. No resulta exagerado, en consecuencia, afirmar que la representación feminista que Bartolomé lleva a cabo de unos personajes femeninos no se limita a criticar, sino que consigue reinterpretar, con lo que ofrece identidades nuevas a través de «historias» particulares en el seno de una «Historia» más amplia.

De Christiane Rochefort a Angela Carter El presente capítulo adopta los marcos conceptuales de la intermedialidad y la transnacionalidad —con un énfasis particular en la literatura— para propugnar un Margarita y el lobo multimedial que trasciende el ámbito de los debates nacionales sobre el realis-

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mo cinematográfico y llega al de los desarrollos internacionales del feminismo de la época. Procederemos, en efecto, analizando la película en cuanto adaptación literaria —hasta donde yo alcanzo, por el momento ningún crítico ni ninguna crítica ha explorado ningún aspecto de la novela original de Christiane Rochefort— para defender que nos encontramos ante una directora feminista adelantada a su tiempo. Concluiré planteando que el tratamiento que Bartolomé lleva a cabo de la subjetividad femenina en Margarita y el lobo, así como su compromiso con la comedia y su improvisación sobre el tema del cuento de hadas, acaso estén anticipando los famosos enfoques de estas cuestiones que en la década de 1970 desarrollará la teoría feminista. Pensemos en la investigación que en 1975 publicó la estudiosa británica del cine Laura Mulvey —«Visual Pleasure and Narrative Cinema», texto recogido en Mulvey 1999—, en el manifiesto —también de 1975— de la escritora francesa Hélène Cixous para una écriture féminine —«Le rire de la Méduse»—6, y en los planteamientos de la autora británica Angela Carter en sus relatos de 1979 (véase Carter 1996). A Bartolomé, la mera elección de su texto fuente la distingue de algunas de las cintas de la década de 1960 que hemos examinado en este libro. Las comedias del VCE de la década de 1960 se basaban con frecuencia en el teatro popular de la época, como vimos por ejemplo en La ciudad no es para mí —véase el capítulo segundo—, película que adapta la obra de teatro homónima de Fernando Ángel Lozano (seudónimo, como antes dijimos, de Fernando Lázaro Carreter). Las películas de la misma década ya más críticas —tanto dentro como fuera de la Escuela Oficial de Cine— y por tanto el NCE, a menudo se centraban en prosistas españoles, desde el modernista Miguel de Unamuno en La tía Tula (véase el capítulo cuarto) hasta el realis-

6 Sobre el desarrollo de la comedia en el cine feminista español, véase el útil estudio de Barbara Zecchi (2013), «La comedia como estrategia feminista: la recuperación de la risa», que cubre producciones de las décadas de 1990 y 2000 y, en consecuencia, lamentablemente no considera las incursiones pioneras de Bartolomé en el feminismo y el humor con Margarita y el lobo y ¡Vámonos, Bárbara!

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ta social Juan Antonio de Zunzunegui en El mundo sigue (capítulo séptimo) y Daniel Sueiro en Los farsantes (capítulo tercero). Más allá de estas páginas, el lector también puede considerar la influencia de El Jarama, de Rafael Sánchez Ferlosio (1956), en Los golfos, la ópera prima de Saura (1959), o bien la adaptación que, en 1966, Angelino Fons realizó de La busca, de Pío Baroja (1904). Hemos de procurar, sin embargo, matizar los resúmenes homogéneos del NCE como fenómeno dependiente de una corriente literaria nacional, lo que tan solo es el caso en el dieciséis por ciento de las películas realizadas7. Sea como sea, el hecho de que Bartolomé escoja un texto contemporáneo, feminista y francés que busca el lenguaje coloquial y el humor para transmitir su crítica del patriarcado, distancia a esta directora de aquellas adaptaciones literarias que suponían «una vista atrás hacia obras neorrealistas de los 50 y hacia consagradas figuras de la “Generación del 98”» (Bravo 2000, 145). Eludiendo, así, una tradición literaria nacional con la que por lo demás acaso se sintiera poco conectada por haber vivido anteriormente fuera de España —en África—8, para esta directora era sin duda lógico mirar más allá de las fronteras nacionales. La novela de Rochefort Les stances à Sophie proporcionaba a Bartolomé tanto una inspiración feminista creativa, como el estimulante desafío estético de la adaptación cinematográfica. Escribiendo con la ventaja que supone conocer retrospectivamente las posteriores opciones de esta directora —que evidencian su compromiso con las formas de la cultura popular—, podemos afirmar que la atracción de Les stances à Sophie reside, en parte, en lo accesible de su lectura —que viene dado por el lenguaje coloquial y por el realismo literario— y por tanto en su

7 De ochenta y seis películas —véase Rodero 1981, 68—, Laura Bravo considera (2000, 145) que catorce eran adaptaciones de literatura española contemporánea o del siglo xx. 8 Nacida en Alicante en 1943, a los ocho años Bartolomé se trasladó a la antigua colonia española de Fernando Poo —actualmente Bioko, Guinea Ecuatorial—, donde su padre era delegado de Educación y, su madre, profesora. Regresó a la España peninsular con dieciocho años para estudiar Derecho e ingresar en la Escuela Oficial de Cine.

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popularidad entre los lectores9. Si a esto le sumamos el compromiso ético de Rochefort con el feminismo y con el humor satírico, no es difícil entender el atractivo que este texto debió de tener para la joven Bartolomé. Margarita y el lobo, así como el conjunto de la filmografía de la directora, también fusionan accesibilidad, compromiso y humor10. Saltando, sin embargo, desde la Francia de la década de 1960 a la España de la misma época, es importante señalar que, si la crítica literaria Diana Holmes considera el «enojo» (1996, 248) un elemento clave para comprender a Rochefort —el enojo frente al patriarcado, el enojo frente a la burguesía—, a tales enojos debemos añadir, en el caso de Bartolomé, el enojo frente a la Iglesia católica y el enojo frente al régimen de Franco. Teniendo en mente esta significativa diferencia de contexto, podemos examinar algunas de las soluciones cinematográficas que Bartolomé encuentra para la adaptación, soluciones que, a juicio mío, siembran su propia creatividad en Margarita y el lobo. Básica entre tales soluciones es el modo en que la realizadora traslada lo que la crítica literaria Margaret-Anne Hutton llamó (1998, 61) la «doble voz» de Rochefort, esto es, el relato en primera persona de la Céline protagonista ingenua y contemporánea, relato que contrasta con el de la Céline narradora avezada y retrospectiva. (Los múltiples saltos entre ambas en el texto no están nunca marcados ni con descripción, ni con puntuación.) Tomemos, por ejemplo, las páginas iniciales de la novela, que debieron de ser lo que enganchase a Bartolomé, para quien encontrar «la cosa ya totalmente constituida» (le machin déjà tout constitué) debió de ser especialmente relevante de cara a su propia

9 Sobre el realismo, Diana Holmes aclara (1996, 246) que, «a pesar de la tendencia a identificar el feminismo francés únicamente con la écriture féminine, […] muchas escritoras francesas han seguido recurriendo al realismo narrativo para criticar y desafiar la cultura patriarcal». Sobre la popularidad véase Holmes (ibid., 297, nota 1) y Margaret-Anne Hutton, quien afirma (1998, 60) que se vendieron seiscientos mil ejemplares de esta obra, aunque ella se refiere solamente a Francia. 10 Cerdán y Díaz hablan, en unos términos ligeramente distintos (2001, 16-17), de «vocación pedagógica, […] rigor [o] compromiso ético y complejidad». Yo prefiero hablar, como digo, de accesibilidad, compromiso y humor.

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experiencia de regresar, con dieciocho años, a la España franquista de la década de 1960. «Lo que ocurre con nosotras, las pobres chicas», empieza Rochefort, es que no estamos instruidas. Llegamos ahí de repente sin verdadera información. Nos encontramos la cosa ya totalmente constituida, aparentemente sólida como una roca, parece que siempre ha sido así, que va a seguir hasta el fin del tiempo y no hay razón para que cambie (1963, 7; la cursiva es mía).

Pero este tono sabedor, interpretativo, se abandona en la siguiente escena, que empieza con las quejas del futuro marido Philippe sobre el aspecto de Céline, sus preparativos para dormir y sus lecturas. Rochefort intercala estas quejas (ibid., 8) con la descripción que Céline hace de los atractivos físicos de Philippe: «Metro ochenta y dos, rubio, ojos azul claro, nariz adorable, boca resuelta, frente amplia e inteligente, etc.». (Acaso la inserción de ese «etc.» prefigure la exasperación que la irritante cháchara de este hombre le provocará después.) Las estrategias cinematográficas de Bartolomé para trasladar esta doble voz mediante su pareja, a la que da los nombres de Margarita —Julia Peña— y Lorenzo —Juan Antonio Amor—, son diversas. En primer lugar, el entrelazamiento de presente y pasado de la estructura de flashbacks de la película sugiere duplicidad. La cinta empieza, en efecto, con la separación del matrimonio —pues el divorcio sería ilegal en España hasta 1981—, y luego salta a los hechos que llevaron a dicha separación. De este modo, el espectador no puede leer el encuentro, el noviazgo, la boda y la vida conyugal de Margarita y Lorenzo como una narrativa única y directa, sino que ha de interpretar cada cosa, como mínimo, de manera doble en la medida en que, por sobre todo ello, planea la futura separación. Yo interpreto, además, el significativo y absolutamente original añadido de nueve números musicales a la película por parte de Bartolomé —tantos, que cabría inscribir el filme en el género musical— como una segunda estrategia para trasladar la mencionada duplicidad de la novela de Rochefort. A menudo encontramos, en efecto, chirriantes y divertidas discordancias entre la imagen y el sonido. En tercer lugar, Bartolomé entrega al espectador una invitación para presenciar críticamente los acontecimientos de la vida

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de la pareja —y comparar pasado y presente— insertando al comienzo de las cinco partes de la película sendas secciones introductorias en las que la protagonista rompe la cuarta pared y lee versiones abreviadas de la novela de Rochefort directamente a la cámara. Mediante el encuadre en plano medio y la presencia del texto escrito, a Margarita se la asocia tanto con la autoridad religiosa del sacerdote que aparece en tal pose en la secuencia de los créditos, como con la autoridad laica de un presentador de telediario. En estas interpolaciones, la combinación de esta autoridad religiosa y laica implícita con el contenido del texto leído en alto suele tener un efecto la mar de gracioso. En el prólogo a la cuarta parte, a la actriz Julia Peña casi se le escapa una risilla cuando proclama solemnemente que la amistad entre esposas burguesas que se aburren «es el mejor camino para el lesbianismo» (Rochefort 1963, 138). Adviértase lo problemático —por no decir más— que hoy nos resulta el que tanto Rochefort como Bartolomé se tomen, a lo que parece, esta homosexualidad a guasa. En las secuencias de apertura de Margarita y el lobo podemos ver en funcionamiento estas tres estrategias duplicatorias. En la línea de los saltos de las escenas iniciales de Les stances à Sophie que arriba examinábamos, Bartolomé utiliza el flashback para moverse desde el presente desencanto de Margarita con el mundo —«Mi vida… es cosa mía»— a la risueña inocencia de cuando conoce a Lorenzo al colarse en su coche durante los disturbios estudiantiles. (Sobre esta escena recordemos que los profesores de la Escuela Oficial de Cine ya hicieron advertencias, siendo luego prohibida por los censores.) Pero resulta que Bartolomé añade, desde el primer momento, más estratos a la duplicidad de Rochefort, cosa que logra sumando, a los blancos que visa la escritora francesa, tanto el de la Iglesia católica española como el de la dictadura franquista. Así, la altiva posición del sacerdote —y símbolos de autoridad como el crucifijo y la Biblia— contrastan visualmente con la minifalda que Margarita viste conforme a la moda de la década de 1960 —véase la ilustración 8.1—. Lingüísticamente Bartolomé deshace, maliciosa, la pomposidad de la réplica del sacerdote al «Mi vida… es cosa mía» de Margarita —el hombre en efecto responde «Cosa suya y de Dios»—. Además, le hace interrumpirse acto seguido para ponerse a pasar páginas porque ha olvidado cuál era

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el número del «canon sagrado» al que debe remitir en el documento de separación que, tras su mencionada réplica pomposa, ha empezado a dictar solemnísimo. Del mismo modo, se nos invita a advertir la identificación de Margarita con la lucha por la democracia cuando Bartolomé decide saltar, desde la descripción de aquella que Lorenzo les hace a sus padres, a los gritos de «¡Libertad!» de los estudiantes y a las pancartas en las que se lee precisamente «Democracia». La música extradiegética que acompaña estas escenas refuerza el carácter dúplice de la novela de Rochefort de una manera absolutamente original. En la secuencia de los créditos de apertura oímos, en efecto, el famoso tema de Lalo Schifrin para la serie Misión imposible, emitida en los Estados Unidos entre 1966 y 1973, y ofrecida en versión doblada en la televisión española mientras Bartolomé concebía Margarita y el lobo. (Es una música de lo más reconocible debido a las posteriores películas de Tom Cruise, desde la primera —de 1996— hasta la séptima, que se ha anunciado para 2022.) En una entrevista de 2016, Bartolomé se refería a la inclusión de aquel tema como un chiste sobre la separación conyugal, «para asemejar […] la imposibilidad de la mujer para hacer este tipo de cosas» (en García Sahagún 2016, 80, n. 21). El chiste sigue funcionando. Al comienzo de la película, la «imposibilidad» es una referencia intradiegética a la separación conyugal; cuando Bartolomé repite el tema al final de la cinta, esa misma «imposibilidad» pasa a ser una referencia extradiegética a la viabilidad de la propia Margarita y el lobo. Luego viene, tras el título, la segunda referencia a un cuento: en la banda sonora, la directora incluye una canción popular, la versión de «¿Quién teme al lobo feroz?» que Frank Churchill compuso para los dibujos animados Three Little Pigs (Gillett 1933) (véase García Sahagún 2016, 80). La alegría pueril de la música que oímos es socavada por la imagen que vemos de una desconsolada Margarita. La jovial melodía de la canción también contradice la representación que el cuento hace de la sexualidad y la violencia masculinas a través de la figura del «lobo feroz». Después de que la pareja se conoce en los disturbios estudiantiles, los vemos abrazarse en una habitación, pero Bartolomé sigue insistiendo en que el público adopte una perspectiva crítica. No va a dejar, en efecto, que nos pongamos demasiado cómodos, ya que acom-

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8.1 Margarita y el lobo. Fotografía cortesía de Filmoteca Española.

paña esta escena con una trepidante percusión extradiegética. (Otros abrazos que muestra la película sacan a la pareja en ropa interior; hoy semejantes imágenes podrían parecernos recatadas, pero en la España franquista de 1969 resultaban, por supuesto, escandalosas.) Tras ello, Bartolomé salta a la primera interpolación —el prólogo a la primera parte—, donde Margarita lee una versión abreviada de esa apertura de la novela que arriba reproducíamos: «Lo que pasa con nosotras es que no estamos instruidas…», palabras con un eco especial en el contexto español de entonces, pues la educación femenina era objeto de particular interés entre las feministas españolas. La cuadruplicación de la educación superior que las estadísticas revelan entre 1960 y 1980, que benefició especialmente a las mujeres —véase al respecto Longhurst 1999, 114—, claramente aún no estaba dando frutos en el 1969 de Bartolomé. La segunda interpolación —el prólogo a la segunda parte— vuelve a este tema de la educación femenina, y Bartolomé la usa tanto para trasladar a la película la «doble voz» de Rochefort, como para

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explorar esas contradicciones de la época que el conjunto de este volumen ya ha analizado. Tras la pregunta planteada en la interpolación —«No sé qué hacer conmigo»—, Bartolomé salta a Lorenzo, quien, por supuesto, tiene todas las respuestas. El manejo de la forma fílmica por parte de la directora es aquí particularmente hábil: asesta unos golpes críticos al patriarcado y resulta, al mismo tiempo, fresca y chistosa. En esta secuencia es Lorenzo quien adopta la pose de autoridad, solo que en un entorno doméstico. Le vemos en plano medio-largo —en mitad del encuadre, con las manos en los bolsillos— explicándole paternalistamente a Margarita que «te lo digo por tu bien». La taimada Bartolomé, incluso coloca detrás de él un póster de la Mona Lisa, de Leonardo da Vinci (1503), el artista masculino por excelencia al que se celebra —después de Pigmalión— por identificar y definir la misteriosa condición femenina. Bartolomé repite el plano de Lorenzo avanzando hacia la recostada Margarita siete veces, acaso por siete pecados capitales. Las palabras de consejo que dirige a la mujer cambian con cada repetición, si bien el plano es siempre el mismo. (Dichas palabras se añadieron luego, en la fase de doblaje.) Bartolomé puede incluir así siete quejas de Lorenzo, como que Margarita lleve «carreras en las medias», no sepa coser una cremallera y suela «perder el tiempo llenándote la cabeza de libros de los que no retienes ni una palabra». (Todo lo cual está sacado de Rochefort 1963, 8.) Margarita aparece en sendos contraplanos picados mirando hacia arriba, hacia Lorenzo. Bartolomé la va encuadrando cada vez un poco más cerca y termina con un golpe de zoom hasta la cara de la protagonista mientras esta pregunta: «Pero […] ¿qué es una vida normal?» (véase Rochefort 1963, 10). En esta ocasión la directora responde saltando a un montaje con materiales de archivo del No-Do de mujeres de clase trabajadora que están demasiado ocupadas con labores agrícolas, administrativas o de enfermería como para permitirse semejantes divagaciones filosóficas, crítica política de izquierdas que funge de grato paréntesis en el énfasis más bien claustrofóbico que la novela original de Rochefort hace en la burguesía acaudalada y el tedio de las amas de casa. La película procede conforme a esta innovadora manera multimedia, por cuya virtud Bartolomé la lectora extrae momentos clave del

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texto de Rochefort, Bartolomé la innovadora adaptadora cinematográfica los recrea en el medio fílmico, y Bartolomé la ciudadana de una dictadura todavía represora y patriarcal añade ulteriores niveles de crítica. La metáfora, por ejemplo, de la experiencia de una esposa en el matrimonio como tener la boca sellada es de Rochefort (1963, 16): «Lo que hace falta cuando se está enamorado, no son tapones en los oídos solamente, sino esparadrapo en la boca». Esto, sin embargo, en manos de Bartolomé se convierte en la letra de una adaptación musical de otro cuento sobre los peligros de la sexualidad adulta masculina para las niñas: «Caperucita, si te enamoras, no cierres solo los oídos, ¡también la boca, con esparadrapo!». Otro ejemplo de la irreverente y original estrategia adaptadora de Bartolomé tiene que ver con la construcción de la familia burguesa y con el rol de la suegra. En Rochefort el retrato se centra (1963, 55-59) en el consumismo, con un tratamiento hilarante de la búsqueda que se espera que Céline haga de determinado tipo de cortinas. En Bartolomé, la caracterización de la suegra es una oportunidad para establecer un contraste con la modernidad de Margarita, un contraste concretamente entre el compromiso de esta con el feminismo y la democracia, y la España tradicional y católica del desfasado régimen franquista. Tal contraste está presente desde el primer momento, cuando, tras la separación, la suegra califica a Margarita, con su rictus desdeñoso, de «vulgar, como siempre», tras lo que sigue la risa desinhibida de la ex nuera. Guillamón Carrasco ofrece una excelente lectura del flashback relativo a la primera fase del matrimonio de Margarita y Lorenzo, cuando se contrasta a los recién casados con los padres de Lorenzo. El flashback en cuestión es un número musical de «Amarraditos» que mezcla una referencia a los vínculos conyugales tradicionales con un guiño contemporáneo al público, conocedor de que la cantante María Dolores Pradera se había separado de su pareja Fernando Fernán Gómez en 1957 (véase García Sahagún 2016, 81). Nada raro, así, que, como veíamos en el capítulo séptimo, el propio Fernán Gómez satirizara en su cine los matrimonios desdichados. La cuestión es que, en el número musical que nos ocupa, ambas parejas cantan la mencionada canción —de manera incongruente y, por tanto, divertida— mientras caminan y bailan por el Madrid de los Austrias, con referencias a la

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tradición que vienen dadas por la mantilla de la suegra, la arquitectura de la época de los Austrias y saltos a materiales de archivo del NoDo sobre la Semana Santa. «Así», explica Guillamón Carrasco (2015, 291), «la noción burguesa tradicional de la pareja aparece cuestionada en todas sus formas y expresiones, abogando por una emancipación (más que esperada) y exponiendo una apuesta por la autonomía de las mujeres en todos los aspectos de su vida». Otro flashback —que está sacado de la novela original, pero se desarrolla de un modo formalmente sofisticado y conceptualmente enriquecedor— es la también desternillante parte tercera, dedicada al adulterio. En la novela, Rochefort recurre al trilladísimo argumento de la aventura de la burguesa Céline con el italiano Fabrizio durante unas vacaciones. (Como sostiene Holmes [1996, 257], no termina de conseguir parodiar los clichés del mencionado argumento mediante la yuxtaposición —véase Rochefort 1963, 179-183— de lenguaje romántico estereotipado y lenguaje coloquial.) Lógicamente, a Bartolomé, como alumna de la Escuela Oficial de Cine, el presupuesto no le alcanzaba para viajes internacionales, pero la decisión de sustituir a Fabrizio por el alumno universitario Andrés funciona en varios niveles. La puesta en escena de la habitación de estudiante de Andrés permite a la directora, en efecto, la artera inclusión de un póster de Nueve cartas a Berta, con lo que establece un contraste entre la emancipación feminista de Margarita y el aprisionamiento de los personajes de la película de Basilio Martín Patino —véase el capítulo quinto—, especialmente el de la novia española innominada. El número musical de esta sección —«Credo…»—, cantado por la pareja, es todo un golpe de efecto que yuxtapone muchas de las contradicciones de la época que se exploran en este libro. A continuación, reproduzco la transcripción que ofrece García Sahagún (2016, 82): Credo, credo en la bondad humana, en el amor y en los comentarios de televisión, en la libertad de expresión y en el nuevo cine español. Credo, credo en la democracia orgánica y en la reforma agraria, en la vida eterna y en las revistas de izquierda. Credo, credo en la paz y en la ONU, en la igualdad de oportunidad, en el mundo libre occidental y en la santísima trinidad. Credo, credo en el Plan de Desarrollo y en la purísima virginidad.

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Merecen resaltarse por una parte el «Credo en la libertad de expresión… y en el nuevo cine español», frase que resume clarísimamente todas las quejas sobre la censura que hemos visto a lo largo de estas páginas —aunque lamentablemente también anticipa la futura prohibición ni más ni menos que de la película que estamos viendo—, y por otra parte las múltiples referencias a la Iglesia católica, que, no obstante toda la supuesta modernización del Concilio Vaticano II, sigue contrastando ridículamente con la modernidad. Otros sucesos narrativos de la película relativos a la descomposición del matrimonio van siguiendo la novela bastante de cerca: la secuencia de Lorenzo comiendo asquerosamente ostras —véase Rochefort 1963, 19—, el menosprecio de este hombre por la afición de Margarita a pintar cuando invita a un crítico de arte para que juzgue sus cuadros —adviértase el detalle de que el «Estaba ardiendo de vergüenza» (J’étais brûlante de honte) de Rochefort (ibid., 158), en la película se convierte en un fuego de verdad en el que Margarita quema su obra—, y el disgusto de la protagonista ante la arrogancia masculina cuando Alejandro, un amigo de la pareja, mata a su propia mujer, Natalia —la mejor amiga y posible amante de Margarita—, por conducir a todo trapo (véase ibid., 149). El final de la película resulta, una vez más, de una inventiva brillante. En la novela, Rochefort nos ofrece (ibid., 210-211) la carta que Céline escribe a Philippe anunciándole que lo va a dejar. En la película esto se convierte en un número musical, en esta ocasión un tango que, lejos de celebrar el amor romántico —como cabría esperar de tal género—, es antes bien un himno a la libertad. «Al fin sola» (Enfin seule) son las famosas últimas palabras de la novela —ibid., 214—, palabras que en la cinta de Bartolomé se dicen dos veces: primero como parte de la canción —y seguidas de un fresco e informal «¡Yupi!»—, y luego repetidas sin música. Ese «¡Yupi!» marca el final de la ficción, toda vez que, con el segundo «Al fin sola», advertimos la presencia de miembros del equipo de producción. Entonces la cámara retrocede y podemos ver ya enteros a estos, oyendo a Bartolomé decir «Corten» antes de que la cámara vuelva a retroceder. Así, del mismo modo que Rochefort experimenta de manera autorreferencial con el lenguaje en su creación literaria, por ejemplo, cuando concibe (1963, 184) un «diccionario

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célino-philippesco» (dictionnaire Célino-Philippien), Bartolomé también insiste en que sus espectadores estén activamente implicados recordándoles de manera autorreferencial que están viendo una obra de ficción. Cosa que queda especialmente de relieve en este cierre de la película recién descrito, en el cual la cámara, como decimos, va retrocediendo y mostrando cada vez a más miembros del equipo de producción, así como la embocadura del proscenio indicada por dos cortinas que enmarcan el plató —véase la ilustración 8.2—, aunque hay un eco visual de cuando el equipo de producción aparece en el montaje de fotos fijas con el que la película arranca. Margarita y el lobo es, por tanto, un acerbo retrato del tardofranquismo y un texto clave en el desarrollo del feminismo español. El tratamiento que Bartolomé hace de la interdisciplinariedad artística, moviéndose de la novela de Rochefort al cine y pasando por referencias culturales españolas y por múltiples fuentes musicales internacionales, también merece reconocimiento en cuanto aportación sumamente original a la adaptación cinematográfica española de obras literarias. Tanto la película como el presente capítulo están recorridos, en efecto, por la mirada transnacional de Bartolomé, que abarca desde la ficción feminista francesa contemporánea, hasta series televisivas y dibujos animados hollywoodienses; desde una autorreferencialidad que cabría asociar a las nuevas cinematografías que en las décadas de 1950 y 1960 van desarrollándose por todo el mundo —véase la «Introducción»—, hasta la banda británica pop de la década de 1960 The Beatles («All You Need is Love», 1967); desde el compositor romántico alemán Felix Mendelssohn —«Marcha nupcial», 1842—, hasta el tango argentino. A tan variados intertextos quisiera añadir, para terminar, otro que tiene carácter anticipatorio. Sin que nada apunte —hasta donde yo alcanzo— a que haya habido influencia entre ambas, no deja de ser intrigante, en efecto, el que tanto la novelista británica Angela Carter —nacida en Londres en 1940— como la cineasta española Cecilia Bartolomé —nacida en Alicante en 1940— hayan recurrido al cuento de hadas en la idea de reelaborarlo en vena feminista desde sus respectivas disciplinas artísticas. En 1969 Bartolomé saca a escena al lobo —se centra concretamente en la apari-

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ción de este en los cuentos de Charles Perrault (1697) y los hermanos Grimm (1812)—11 con dos objetivos clave. En primer lugar, como he indicado con el título que he puesto al presente capítulo, la aterradora violencia viril que el animal representa en los cuentos de los hermanos Grimm es una metáfora perfecta del franquismo, un régimen que, a pesar de toda su «apertura», se forjó con la violencia de Estado de la Guerra Civil, e ideológicamente se basaba en el patriarcado. Tan perfecta es, de hecho, la metáfora, que Carlos Saura la reutiliza, cuatro años después, en Ana y los lobos, si bien el androcentrismo que vemos en La caza está también presente aquí, toda vez que los lobos llevan el énfasis narrativo al representar la Familia, la Iglesia y el Ejército. Ana termina violada, destrozada y masacrada y así, sin perjuicio de que lo interprete una actriz estadounidense —Geraldine Chaplin—, su per-

11 También es importante el séptimo cuento de la novena jornada del Decamerón de Boccaccio (1351-1353), cuento que trata del lobo y de una mujer que se llama Margarita.

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sonaje representa a una España estuprada por el régimen. (El hecho de que esta película pasara la censura, ha de explicarse con la influencia del productor Elías Querejeta, lo que hace especialmente frustrante que, en esos mismos años, ningún productor quisiera trabajar con Bartolomé y convertir Margarita y el lobo en un largometraje.) El famoso cuento de Perrault sería escogido, ya en la transición democrática, por los directores Luis Revenga y Aitor Goiricelaya, quienes de nuevo lo usarían para insistir en una visión política de izquierda, como indica el inteligente título que eligieron de Caperucita y roja (1977). Aunque el dictador ya estaba muerto, así y todo, la película fue retrasada por la censura. El segundo objetivo de Bartolomé al echar mano de los personajes del cuento de Caperucita y el lobo —y es en esto en lo que nuestra directora prefigura a Carter— consiste en enriquecer su retrato de la emancipación de Margarita. A mí me parece que este enriquecimiento se explica en parte por las estrategias de Bartolomé —en cuanto adaptadora de Rochefort— para trasladar la doble voz de la novela de esta. Ya que la Margarita de la escena de la separación —más mayor y más sabia— la interpreta exactamente la misma actriz —sin ningún tipo de diferencia física respecto de la Margarita ingenua y más joven—, asociar la segunda Margarita tan claramente a Caperucita es un modo inteligente de transmitir esa inocencia e insistir, por tanto, en la doble identidad del personaje. La documentación de la Escuela Oficial de Cine revela que el título inicial de Bartolomé era Ana y el lobo feroz —véase Proharam 1968—, y de hecho ese fue el nombre que le gustó a Saura. Pero yo creo que la directora lo cambió por la asociación acústica «-rita»/«-cita». Además de en el título de la película, la referencia a cuentos populares también se introduce, como antes vimos, en la secuencia de la separación mediante el tema de Churchill. De manera que desde el primer momento están presentes en la película tres fuentes literarias: la primera es la Biblia, que está en el centro del plano en la primera imagen en movimiento, con los dedos del sacerdote toqueteando el texto como si estuvieran tecleando; la segunda es la novela de Rochefort, que se explicita en un intertítulo; y la tercera, el cuento popular al que alude la música. Margarita y el lobo se mueve hábilmente, desde las prohibiciones relativas al comportamiento femenino que el régimen franquista sacaba del texto bíblico —y pasando por la

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denuncia feminista que Rochefort hace del matrimonio burgués—, hasta las seculares y multiseculares amenazas para la inocencia contenidas en los cuentos de Perrault y los hermanos Grimm. Como señala Guillamón Carrasco (2015, 290), si bien hay un aparente enfrentamiento entre Caperucita y Margarita, lo cierto es que la protagonista es «una mujer que es a la vez una y otra, que está, al mismo tiempo, dentro y fuera de la ideología», a lo que yo añadiría que la secuencia que cronológicamente viene después de la separación, pone de relieve de una forma brillante que aquí nos hallamos ante un proceso, toda vez que Margarita y la banda musical de alumnos no interpretan una versión terminada de Caperucita, sino que improvisan y experimentan en su construcción. Ser mujer es, por tanto, un estar en proceso. Carter, influenciada por el psicoanálisis y por su experiencia de traducir los cuentos de Perrault desde el francés, llevaría esto en una nueva dirección para centrarse en la sexualidad femenina. En «The Company of Wolves», por ejemplo, esta escritora revierte la fusión que en un cuento admonitorio Perrault hace del peligro que los lobos representan para los viajeros, de la debilidad femenina y del castigo de ser devorado, presentando a una chica que es activa, tiene deseos y sabe. En el famoso momento del cuento en el que el lobo dice «¡¡¡Para comerte mejor!!!», las palabras de Carter (1996, 219) podrían haber sido —por su afirmación feminista, su recurso al humor y su destroce de la tradición patriarcal— las de Bartolomé diez años antes: «La chica rompió a reír. Sabía que ella no era la carne de nadie».

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Un cine contradictorio pretende interpretar —no ofrecer un panorama de— el cine español de la década de 1960. Así, mientras que los dos ejemplos seleccionados en la primera parte muestran que el cine popular de esta época puede dar lugar a lecturas contestatarias, debemos estar igual de atentos a la construcción de discursos conservadores que hay en tales películas. Del mismo modo, los ejemplos del NCE que analizo en la segunda parte no pueden ofrecer una crónica de la evolución de este movimiento cinematográfico en su conjunto, si bien la selección que he operado de cuatro películas está hecha con la idea de mostrar tanto la diversidad de dicho movimiento, como las respuestas comunes del mismo a la contradicción. La tercera parte, que estudia películas de esta época «no vistas», ofrece una exploración especialmente necesaria del terreno de la contradicción. Las dos cintas que en dicha parte tercera analizamos condenan, en efecto, la misma situación contradictoria de «desarrollo desigual» (Graham y Sánchez 1995, 407) de la España de entonces que vemos en los filmes tratados en las partes primera y segunda. Su condena fue, sin embargo, tan aguda, que les valió una censura casi total. Urge, por tanto, que, en el complicadísimo contexto de hacer cine en España en la década de 1960, el crítico o la crítica esté atento o atenta a contradicciones tanto intratextuales (por ejemplo los temas de las películas), como extratextuales (por ejemplo las cuestiones de acceso a la industria, y la negociación entre bastidores y sus trámites).

Solapamientos entre el VCE y el NCE La diferencia clave entre el VCE y el NCE que este libro pone de relieve es la de la autoría individual frente a la autoría plural. Pues, en el

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cine popular, las voces de productores, directores, actores, guionistas, directores de fotografía, montadores, compositores y diseñadores de vestuario pueden colisionar dando lugar a una cacofonía creativa, y tales colisiones resultan a veces propicias de cara a la exposición de esas mismas contradicciones ideológicas que el contenido conservador de las películas en cuestión pretende ocultar. Sucede, así, que, en La gran familia, mientras que el productor, el director y el ayudante de dirección se centran en los joviales padres y en los simpáticos niños con el objetivo de celebrar las familias numerosas, José Isbert, de repente, parece que sigue las mismas pautas actorales que los niños, con lo que se convierte en un cómico pero turbador hombre-niño que cuestiona el mismo orden patriarcal que supuestamente representa. De igual forma, el montaje y la dirección de fotografía del prólogo urbano de La ciudad no es para mí proyectan dudas sobre lo que por lo demás es el ruralismo reaccionario de la película, y la aparición de Luchy en el epílogo de esta contradice asimismo la condena de la sexualidad femenina que el resto del filme propugna. Pero también en el NCE se encuentran resultados tanto buscados como no buscados. Por una parte, estas películas de autor individual definido consiguen condenar las contradicciones de la España de la «apertura», tal y como es de esperar en el cine de arte y ensayo. En mis ejemplos, los directores se centran concretamente en desigualdades de riqueza (Los farsantes), en un comportamiento sexual excesivo, y criminal, que es producto de la represión (La tía Tula), en la atracción y el rechazo que ejerce la identidad nacional (Nueve cartas a Berta) y en la ineficacia tanto de los viejos como de los jóvenes (La caza). Por otra parte, sin embargo, el propio NCE se desarrollaba, a su vez, bajo el signo de contradicciones, y las películas que en él se encuadran fueron rodadas con las tensiones de aquella situación irónica. Pues bien: considerar contradictorias tales películas en términos tanto de sus temas como de sus contextos de producción, lleva a una nueva lectura del NCE en cuanto cine de crítica que opera en una serie de niveles diversos. Los farsantes parece condenar, en efecto, el entretenimiento popular —del cual la película paradójicamente dependía al ser su productor Ignacio Iquino, quintaesencia del VCE—, pero este filme también recurre, para efectuar su crítica política, al llamamiento

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que precisamente el entretenimiento popular hace a la identificación emocional del público. Algo parecido sucede con La tía Tula, película que acaso codifique la libertad creativa limitada de que Picazo se quejaba amargamente, pero cuya atmósfera también transmite con eficacia el estancamiento de la vida española de provincias de la década de 1960. Y otro tanto es el caso en Nueve cartas a Berta: las complicadas relaciones de Patino con su reparto y su equipo técnico enriquecen la presentación que esta cinta hace de la incomprensión que Lorenzo experimenta en la Salamanca de la época. En cuanto a La caza, de Saura, ha adquirido un estatus a tal punto mítico de obra contestataria, que resulta difícil apartar los estratos de adoración superpuestos y volver a ponerse ante los ojos el contexto originario en que el filme surgió. En dicho contexto, también esta película sufrió la censura, pero el apoyo del intrépido productor Querejeta hizo que, tras La caza, el director pudiera seguir haciendo cine de arte y ensayo. Si la conclusión de que el NCE maduró con La caza se anticipa con la atención admirativa ya dispensada a Saura en cuanto autor de arte y ensayo, tal no es el caso de las relaciones entre el VCE y el NCE que en este libro se revelan. El examen de los contextos de producción muestra, en efecto, que películas del NCE como Los farsantes no podrían haberse hecho sin el apoyo práctico del VCE. Además, la yuxtaposición de las partes primera y segunda del presente trabajo evidencia otros solapamientos entre ambas cinematografías. Por ejemplo: la originalidad de la película de Saura ha atraído, con razón, la atención de los críticos; pero La caza no podría existir sin el VCE. Pues la exploración que este filme lleva a cabo de los vínculos afectivos masculinos habidos en un contexto militar adquiere su significado mediante un diálogo con el cine popular. Y no solo porque vuelva a servirse de los actores de dicho cine, sino también porque retoma sus tramas. En una fascinante entrevista que hizo a Saura en 1988, Mechthild Zeul sugiere al director que La caza guardaba semejanzas con la película del VCE sobre camaradería militar masculina Botón de ancla (Torrado 1948), película que igualmente presenta a un trío de conmilitones y que, en 1961, tuvo un remake dirigido por Miguel Lluch. Saura rechaza de plano esta observación: la transcripción de la entrevista recoge su carcajada al respecto (Zeul 2003, 108), y el director asegura

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que la comparación con «ese tipo de cosas me da una angustia terrible» (ibid., 109). Cuando Zeul insiste, el modo en que Saura niega la influencia del cine popular raya en lo excesivo: «No tuvimos en cuenta esas películas [de Sáenz de Heredia o Rafael Gil, etc.] en absoluto» (ibid., 111 y 113; el énfasis es mío). Yo sugiero que la carcajada y las negativas del director intentan encubrir la interdependencia entre el NCE y el VCE que Zeul pone en evidencia. La migración de actores entre el VCE y el NCE pone rostro a tal interdependencia. Pues el hecho de que el NCE reutilizase actores del VCE podría calificarse de mero asunto comercial —pensando en la taquilla— o coyuntural —igual no había mucho más donde elegir—, y a menudo los críticos han planteado que los directores del NCE recurrían a actores como Bautista o Mayo —en películas como La tía Tula o La caza— en la idea de que interpretaran papeles que se oponían a los que previamente habían interpretado en el cine popular. Pero los estudios sobre el estrellato nos han enseñado que no basta con considerar a todos los actores objetos pasivos manipulados por un autor de arte y ensayo, y que los hay que pueden ser agentes creativos por derecho propio. En La tía Tula y en La caza, la evocación y represión simultáneas que los mencionados actores hacen de sus papeles previos resultan, en efecto, especialmente eficaces. Y esto no lo digo para quitar mérito a la selección y dirección que Picazo y Saura llevaron a cabo de su reparto, sino para sugerir una visión más equilibrada de este fenómeno de la reutilización de actores del VCE en el NCE, como ejemplo que supone de la fructífera fertilización recíproca habida, en aquella época, entre el cine popular y el cine de arte y ensayo. Las partes primera y segunda de este estudio también revelan el terreno conceptual compartido del NCE y el VCE. A Saura le parecería ridículo verse mencionado en la misma frase que Fernando Palacios, pero eso no quita que la yuxtaposición de La gran familia y La caza que este libro hace deje en evidencia la crítica —común a ambas cintas— de un dictador que se estaba haciendo viejo, crítica efectuada mediante la inclusión, en el reparto de ambos filmes, de sendas estrellas masculinas populares de una edad parecida. Del mismo modo, tanto La ciudad no es para mí como Nueve cartas a Berta se hacen eco de la fascinación que la capital española ejercía, por más que esto vaya

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contra la crítica de Madrid que la primera película hace, y forme parte de una condena de la vida provinciana en la segunda. Por su parte, el modo en que presentan la familia tanto La gran familia como La tía Tula aprovecha los planos secuencia y la cámara estática para indicar lo asfixiante de la vida doméstica. El ejemplo del montaje y la dirección de fotografía apunta a un último ámbito de solapamiento: los equipos técnicos. El caso concreto de que Pedro del Rey fuese el montador tanto de La gran familia como de La tía Tula es indicio de una industria cinematográfica nacional en la que los equipos técnicos y los repartos eran compartidos por las películas populares y las alternativas de arte y ensayo. De hecho, podemos afirmar que las divisiones entre cine popular y cine de arte y ensayo las han establecido críticos, políticos y directores como Saura; la realidad, para muchos profesionales creativos, simplemente no las respetaba.

Epílogo Al concluir esta nueva versión —aumentada y actualizada— de Un cine contradictorio, cabe notar que, desde 2006, han seguido publicándose trabajos sobre el tema de los solapamientos y sobre la figura del autor. En el actual contexto de acceso a contenidos mediante plataformas de streaming e internet —donde espectadores, financiación y personal entrecruzan múltiples escenarios—, el concepto de fronteras entre el VCE y el NCE, y el afán de moverse entre ellas, pueden antojarse de algún modo obsoletos. Sin embargo, dicho concepto y dicho afán, que el presente volumen ha mostrado que eran clave en la década de 1960, resultan fundamentales para entender actitudes hacia las culturas de arte y ensayo, popular y middlebrow que se dan en la España actual, siendo admirada la primera y objeto, las dos últimas, de cierto recelo (véase Faulkner 2013 y 2016b.) A medida que, hacia finales de la década, la televisión fue superando al cine en número de espectadores, la jerarquía instituida por los comentaristas del cine español fue cambiando. Lo que en la década de 1960 era, en efecto, una diferenciación entre el NCE y el VCE, pasó a serlo, desde finales de aquella, entre el cine y la televisión. Pero, si

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esto supone un salto desde una interpretación de dos tendencias cinematográficas a una interpretación de dos medios de comunicación distintos, la división jerárquica instituida es notablemente similar. Exactamente igual que entre los directores del NCE hemos observado un rechazo a considerar los solapamientos de este con el VCE, encontramos una reticencia semejante a propósito de la televisión. De los directores estudiados en este volumen, únicamente Basilio Martín Patino reconoce la influencia que su trabajo en el ámbito de la publicidad tuvo en su trabajo en el ámbito del cine. Sabemos, sin embargo, que la televisión era vital en diversos sentidos. Además de ser un medio en el cual los directores podían adquirir experiencia —y una industria en la que muchos podían ganarse la vida mientras esperaban proyectos cinematográficos—, la televisión era también una influencia estética1. Cecilia Bartolomé, quien igualmente menciona su trabajo alimenticio en el ámbito de la publicidad, es la directora de la única película de la década de 1960 examinada en este libro que establece un intercambio estético con este nuevo medio de comunicación. En algunos otros ejemplos que hemos visto, dicho nuevo medio televisivo se menciona solamente en el contexto de adquirir un televisor como símbolo de movilidad social. En Margarita y el lobo, en cambio, hay un intercambio estético, por dar un caso, con la serie televisiva estadounidense Misión imposible (1966-1973), al utilizarse en la película de una manera creativa —y bastante picarona— el famoso tema musical de Lalo Schifrin. Insistir en una diferencia entre ambos medios iba a hacerse más complicado todavía. El historiador de la televisión Manuel Palacio ha señalado (2001, 87, n. 14, y 87) que, si a comienzos y mediados de la década de 1960, eran trece los directores de cine que trabajaban para la televisión como realizadores, desde finales de dicha década hasta mediados de la de 1970 había ya treinta y dos más, entre ellos Mario Camus (por ejemplo con La justicia del buen alcalde García, de 1972), Fernando Fernán Gómez (por ejemplo con Juan Soldado, 1973) y Miguel Picazo (por ejemplo con cinco episodios de Crónicas de un

1 Véase https://elpais.com/diario/1985/02/24/cultura/478047607_850215.html.

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pueblo, 1971). Como veíamos en el capítulo octavo, hacia el final de la década de 1960 dirigir películas, incluso con una libertad limitada, en España resultaba cada vez más difícil. José María García Escudero, el artífice de la legislación que promovía el cine de arte y ensayo, fue destituido como director general de Cinematografía y Teatro en 1967, cuando tal cargo dejó de existir. Dos años después, el ministro aperturista de Información y Turismo Manuel Fraga Iribarne fue sustituido por Alfredo Sánchez Bella, de línea dura. Hemos visto igualmente que la decisión del nuevo director de la Escuela Oficial de Cine, Juan Julio Baena, de presentar las prácticas de los alumnos a la censura —también en 1969— supuso que películas como Margarita y el lobo fuesen no solo obstaculizadas mediante una distribución limitada, sino prohibidas en su totalidad. (Es verdad que Saura siguió haciendo películas críticas durante toda esta época, pero ha de quedar claro que el suyo fue un caso excepcional debido a la protección que le brindaba el productor Elías Querejeta.) De modo que, en la España de finales de la década de 1960, era la televisión la que, además de permitir a los directores adquirir experiencia y ganarse un sueldo, les ofrecía un ámbito de relativa libertad artística en el medio audiovisual. El primer canal de Televisión Española ya había empezado a emitir en 1956, pero la segunda cadena, que se creó en 1966, era de carácter más minoritario y se convirtió en un espacio para el trabajo audiovisual experimental. (Véase, por ejemplo, Palacio 2001, 131-133, quien califica los espacios dramáticos que se emitían en dicha segunda cadena de Televisión Española durante las décadas de 1960 y 1970 de «verdaderos laboratorios de innovación» [131]; o bien, sobre la llamada Escuela de Argüelles, Zahedi 2021.)2 Así, si aspiramos a panoramas completos de

2 Doy las gracias a Núria Triana-Toribio por señalarme este trabajo de Zahedi. Fuera ya del ámbito del presente libro, queda por contar una historia crítica —y de género— sobre este medio televisivo más reciente, pues hay un importante vector feminista que rechaza considerar el cine aisladamente. Como han mostrado Concepción Cascajosa Virino y Natalia Martínez Pérez (2015, 11), la televisión ofrecía más oportunidades a las mujeres. Y en el capítulo octavo veíamos, en efecto, que, en la industria del cine de finales de la década de 1960 y comienzos y mediados de la de 1970, las intervenciones de un Estado repre-

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las carreras de los profesionales creativos de esta época, no podemos centrarnos tan solo en el NCE dejando al margen el VCE, como tampoco únicamente en el cine dejando al margen la televisión. Si en los últimos años han aparecido más trabajos sobre los profesionales creativos más allá del director —como la primera versión del presente volumen propugnaba—3, la figura del director-autor sigue constituyendo, en el caso del cine español y en el de otras cinematografías nacionales, un foco de atención para los estudiosos. En trabajos que se ocupan de la disidencia política en cinematografías nacionales controladas por gobiernos autoritarios, sigue predominando el modelo de autoría fílmica del cine de arte y ensayo, que se centra en el director. Establecido en el contexto de la Nouvelle Vague francesa en la década de 1950, el modelo romántico de la voz artística individual frente a la adversidad sigue teniendo, todavía hoy, una fuerza considerable. También ocurre que se centren en el director-autor críticos que analizan formas de disensión habidas durante la dictadura que iban más allá de lo político, por ejemplo, la homosexualidad y el cine queer en los estudios de Santiago Lomas Martínez (2018) y de Andrés Lema-Hincapié y Conxita Domènech (2020). Del mismo modo, en estudios sobre el cine español posterior a la dictadura, el director-autor sigue ocupando un lugar clave. En el cine español, la disidencia apenas terminó una vez que el dictador se hubo muerto, por lo que el modelo de autoría fílmica centrado en la figura del director disidente no deja de cautivar, como podemos comprobar en trabajos sobre el más reciente cine español independiente, «otro», que responde a contextos de crisis y opresión de la época posterior a Franco (véase, por ejemplo, Diestro-Dópido 2014 y, para un resumen crítico de esta tendencia, la introducción de Marsh 2020). sor podían estancar la futura carrera de una directora como Cecilia Bartolomé durante una década, pero las carreras de directoras como Pilar Miró y Josefina Molina pudieron desarrollarse en la televisión. 3 Se centra en profesionales creativos más allá del director, por dar un caso, la serie de entrevistas llevada a cabo por el grupo de investigación de la Universidad Carlos III de Madrid «Tecmerin».

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De manera que, en el contexto de este énfasis continuado en el director-autor, la tercera parte del presente libro aspira en particular a insistir en la importancia de la directora en el feminismo cinematográfico español. En 2014, Barbara Zecchi proclamó (2014b, 74) que, en su representación de los personajes femeninos, el NCE «no se propone denunciar la condición de la mujer, sino más bien utilizar figuras femeninas como instrumentos de denuncia del anquilosamiento y represión de la sociedad franquista que ellas mismas representan». Un cine contradictorio ha explorado esta «utilización», poniendo de relieve corrientes y rupturas. Hemos visto, en efecto —empezando antes del NCE—, que, en la interpretación que Amparo Soler Leal hace del personaje de la madre en La gran familia, una película que es la quintaesencia de la propaganda pronatalista del régimen de Franco —véase el capítulo primero—, a esta actriz la máscara de la conformidad se le escurre, aunque solo sea momentáneamente, en un estallido de cólera que apunta su futuro papel como madre independiente en ¡Vámonos, Bárbara! (1978), de Cecilia Bartolomé, el primer largometraje feminista español. O bien pensemos en los momentos de exceso que resquebrajan la interpretación que Aurora Bautista hace, en La tía Tula, de la tía solterona que reprime su propio cuerpo. En esta cinta, también son disruptivos los gritos de la mujer histérica del cementerio, o las risitas descontroladas de las vírgenes achispadas de mediana edad en la fiesta para damas de Acción Católica. Con El mundo sigue —capítulo séptimo—, he sugerido que el retrato que Fernando Fernán Gómez nos ofrece de unas hermanas de clase trabajadora ambiciosas y mal avenidas, es de tal naturaleza que cabe usar el término «discurso feminista» para describir cómo esta película ya no «utiliza figuras femeninas como instrumentos de denuncia», sino que «se propone denunciar la condición de la mujer». Sin embargo, con el mediometraje Margarita y el lobo —capítulo octavo—, el cine español presenta una denuncia tan tremenda de las contradicciones, que esta cinta fue objeto tanto de una prohibición total por parte de la censura de su época, como de cierto reconocimiento posterior como primera película feminista española. (Acabamos de recordar que el país debió esperar hasta 1978 para el primer largometraje feminista, ¡Vámonos, Barbara!) De modo que al concluir

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la década de 1960 con este ejemplo clave de autoría femenina en el cine, parece que se abren muchas nuevas oportunidades. Pues la frescura de esta práctica que en 1969 realizó, a sus veintiocho años, la alumna de la Escuela Oficial de Cine Bartolomé, no solamente reside en su denuncia feminista de la condición de la mujer. Cabe encontrar también dicha frescura en la fusión del feminismo con la propia forma fílmica, lo que anticipaba algunos de los hitos de la práctica y la teoría feministas que habían de publicarse fuera de España en la década siguiente. Margarita y el lobo adopta, en efecto, una mirada femenina que perfora la autoridad de la mirada masculina, que Laura Mulvey exploraría, como es sabido, en 1975. Con su despliegue del humor como estrategia detonante, este mediometraje apunta asimismo a teorías sobre el feminismo y el humor que Hélène Cixous desarrollaría en su obra del mismo año. Y, con su traviesa reelaboración de milenios de cultura patriarcal mediante el cuento de hadas, se adelanta a la estrategia de una literatura feminista como la de los relatos que Angela Carter publicaría en 1979. Que las nuevas oportunidades que en la década de 1960 parecían estar abriéndose en el cine español, durante la década de 1970 solo pudieran hacerlo parcialmente, es, sin embargo, otra historia.

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Filmografía

La gran familia (1962) Director: Fernando Palacios Productor: Pedro Masó Productora: Compañía productora de Pedro Masó Distribuidora: CB Films Guionistas: Pedro Masó, Rafael J. Salvia y Antonio Vich Director de fotografía: Juan Mariné Música: Adolfo Waitzman Dirección de arte: Antonio Simont Montaje: Pedro del Rey Actores principales: María José Alfonso (la enamorada), Alberto Closas (Carlos, el padre), José Isbert (el abuelo), José Luis López Vázquez (Juan, el padrino), Pedro Mari Sánchez (el petardista) y Amparo Soler Leal (Mercedes, la madre) Metraje: 104 minutos Fecha de lanzamiento: 21 de diciembre de 1962 (Madrid)

Los farsantes (1963) Director: Mario Camus Productor: Ignacio F. Iquino

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Productora: IFI España, S.A. Distribuidora: Ignacio Ferrés Iquino (IFISA) Guionistas: Mario Camus y Daniel Sueiro Director de fotografía: Salvador Torres Garriga Música: Enrique Escobar Dirección de arte: Andrés Vallvé Montaje: Ramón Quadreny Actores principales: Luis Ciges (Justo), Amapola García (Milagros), Fernando León (Rogelio), Ángel Lombarte (Avilés), Margarita Lozano (Tina), José Montez (Currito), Consuelo de Nieva (Pura), José María Oviés (Pancho), Luis Torner (Vicente) y Víctor Valverde (Lucio) Metraje: 82 minutos Fecha de lanzamiento: Otoño de 1963 (Barcelona)

El mundo sigue (1963) Director: Fernando Fernán Gómez Productor: Juan Estelrich Productora: Ada Films Distribuidora: Nueva Films Guionista: Fernando Fernán Gómez Director de fotografía: Emilio Foriscot Música: Daniel J. White Dirección de arte: Francisco Canet Montaje: Rosa Salgado Actores principales: Gemma Cuervo (Luisita), Lina Canalejas (Elo), Fernando Fernán Gómez (Faustino), Milagros Leal (madre), Francisco Pierrà (padre), José Morales (Rodolfo) Metraje: 121 minutos Fecha de lanzamiento: 10 de julio de 1965 (Bilbao)

La tía Tula (1964) Director: Miguel Picazo Productores: Ramiro Bermúdez de Castro, Juan Miguel Lamet, José López Moreno y Nino Quevedo

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Productoras: Eco Films y Surco Films Distribuidora: CB Films Guionistas: José Miguel Hernán, Manuel López Yubero, Miguel Picazo y Luis Sánchez Enciso Director de fotografía: Juan Julio Baena Música: Antonio Pérez Olea Dirección de arte: Luis Argüello Montaje: Pedro del Rey Actores principales: Aurora Bautista (Tula), Mari Loli Cobo (Tulita), Carlos Estrada (Ramiro) y Carlos Sánchez Jiménez (Ramirín) Metraje: 109 minutos Fecha de lanzamiento: 2 de septiembre de 1964 (Madrid)

La ciudad no es para mí (1965) Director: Pedro Lazaga Productor: Pedro Masó Productora: Compañía productora de Pedro Masó Distribuidora: Filmayer Guionistas: Vicente Coello y Pedro Masó Director de fotografía: Juan Mariné Música: Antón García Abril y Los Shakers (las canciones) Dirección de arte: Antonio Simont Montaje: Alfonso Santacana Actores principales: Doris Coll (Luchy / Luciana), Eduardo Fajardo (Agustín «Gusti»), Alfredo Landa (Jerónimo), Paco Martínez Soria (el tío Agustín) y Gracita Morales (Filomena) Metraje: 96 minutos Fecha de lanzamiento: 14 marzo de 1966 (Madrid)

Nueve cartas a Berta (1965) Director: Basilio Martín Patino Productor: Ramiro Bermúdez de Castro Productoras: Eco Films y Transcontinental Films Española Distribuidora: Hispano Foxfilms

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Guionista: Basilio Martín Patino Director de fotografía: Luis Enrique Torán Música: Carmelo A. Bernaola Dirección de arte: Pablo Gago Montaje: Pedro del Rey Actores principales: Elsa Baeza (la novia), Emilio Gutiérrez Caba (Lorenzo), Mari Carrillo (la madre), Antonio Casas (el padre), Yelena Samarina (Trini) e Iván Tubau (Jacques) Metraje: 95 minutos Fechas de lanzamiento: 27 de febrero de 1967 (Madrid) y 21 de abril de 1967 (Barcelona)

La caza (1965) Director: Carlos Saura Productor: Elías Querejeta Productora: Compañía productora de Elías Querejeta Distribuidoras: Bocaccio y Trans Lux (EE UU) Guionistas: Angelino Fons y Carlos Saura Director de fotografía: Luis Cuadrado Música: Luis de Pablo Dirección de arte: Carlos Ochoa Montaje: Pablo del Amo Actores principales: Emilio Gutiérrez Caba (Enrique), Alfredo Mayo (Paco), Ismael Merlo (José), José María Prada (Luis) y Fernando Sánchez Polack (Juan) Metraje: 83 minutos Fecha de lanzamiento: 28 de noviembre de 1966 (Madrid)

Margarita y el lobo (1969) Director: Cecilia Bartolomé Productor: Alberto Ochoa Productora: – Distribuidora: – Guionistas: Cecilia Bartolomé

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Director de fotografía: Ricardo Duque Música: Carlos Villa Dirección de arte: Javier Sulleiro y José Luis Mercado Montaje: – Actores principales: Margarita (Julia Peña), Lorenzo (Juan Antonio Amor), suegra (Lola Lemos) Metraje: 45 minutos Fecha de lanzamiento: –

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Índice analítico

¡A mí la legión!  233 Abel Sánchez  36, 123, 167 abuelo tiene un plan, El  94 Acción Católica  175, 319 Agustina de Aragón  168, 174, 180 Al final de la escapada  209 Alarcón, Enrique  167 Alba de América  48 Alcaín, Alfredo  213 Aldecoa, Ignacio  39, 123 «Aleluya», coro del  68-71 Alonso, María José Álvarez, Antonio  237 Amo, Álvaro del  60, 110, 210 anticoncepción 61 Antonioni, Michelangelo  210, 256 «apertura» 25-27 Argüello, Luis  170 Arriflex (cámara)  108, 209, 223 Arroyo, Luciano  97 Arroz amargo  149 arte y ensayo, cine de; cine de autor o auteur (véase también Nuevo Cine Español)  20, 22, 35, 84, 121, 123124, 148, 155, 160-161, 180-181,

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188, 195-196, 198, 221-223, 271, 312-315, 317-318 arte y ensayo, salas de  49 Aumont, Jacques  254, 256 Azcona, Rafael  78, 84, 131-132 Aznar, Camón  167 Baena, Juan Julio  38, 41-42, 159, 162, 168, 170-171, 224, 237, 285, 289291, 317 Baeza, Elsa  201, 272 Balarrasa  98, 189 Barcelona, Escuela de  21, 34, 43, 44, 126 Bardem, Juan Antonio  33, 44, 46, 77, 100, 109-110, 122, 131, 168-169, 208, 221, 231, 274 Baroja, Pío  296 Barral, Carlos  204 Bartolomé, Cecilia  23-24, 29, 38, 45, 55, 92, 214, 266, 271, 285-306, 308-309, 316, 318-319 Bautista, Aurora  41, 113, 159, 162, 168-169, 173-174, 177, 180-181, 183, 191, 234, 266, 314, 319

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Beethoven, Ludwig van  114 Berlanga, Luis García  40-41, 46, 49, 82, 84, 110, 122, 131-132, 134, 145, 164, 167-169, 185, 221 Berlín, Festival de  222 Bermúdez de Castro, Ramiro  159 Bernaola, Carmelo  207 Bienvenido, mister Marshall  33, 41, 82, 110, 122, 168, 185 Bilbatúa, Miguel  194 Bloody Chamber and Other Stories, The  289 boda, La  123 Bodegón con guitarra  97-98 Borau, José Luis  40 borracho, El  135 Botón de ancla 313 Bourdieu, Pierre  101 Brandy  40 brujita, La  286 Brecht, Bertolt  133, 229 Bronfen, Elisabeth  247 Bronston, Samuel  165 Brooksbank Jones, Anny  61 burguesía: véase clase media Buñuel, Luis  49, 68, 84, 126, 170171, 191 Butler, Judith  226, 257-258 Cahiers du cinéma  51-52 Calle Mayor  33, 109, 167-169, 173, 179 Canciones para después de una guerra  216, 266 Camus, Mario  22, 37, 39-40, 55, 121156, 158-159, 164, 193, 270, 316 Cannes, Festival de  49, 51, 221-222 Caperucita y roja  308 «Cara al Sol» 216, 238 Carmen  243, 251 Carmen de Carabanchel 286 Castilla  21, 125, 128, 132, 238, 259, 271

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Castillejo, Jorge  161, 174 Castro de Paz, José Luis  266, 269-270, 278, 280, 283 Carter, Angela  289, 295, 306, 308309, 320 catolicismo / Iglesia católica  25, 2930, 86, 124, 150, 162, 170, 175, 218, 297, 299, 305, 319 caza, La  22-23, 28, 31, 40-42, 51, 88, 153, 163, 179-180, 201, 213, 215, 221-250, 254, 256, 258-261, 271272, 274-277, 293, 312-314 censura  21, 24-25, 31, 38, 44, 50, 53, 55, 92, 109, 136, 140, 148-149, 160, 175-176, 187-189, 191, 195, 216, 222, 226, 232, 265, 267, 280, 285-286, 289, 291, 305, 308, 313, 317, 319 Cela, Camilo José  274, 276 Cerdán, Josetxo  292-293, 297 Chaplin, Geraldine  221, 307 Cifesa (Compañía Industrial del Film Español, S. A.)  48, 113, 137, 162, 168 Ciges, Luis  125-126 «cine postergado» (delayed cinema) 267268, 280-282, 287 Cinema Nuovo  52 Cinema Universitario  33, 52 cinéma-vérité  153, 294 ciudad no es para mí, La  21, 23, 28, 30-31, 34, 38, 41, 89-118, 312, 314 clase media / burguesía  28, 62, 86, 101-102, 131-132, 142-145, 162, 168, 201, 230-231, 297, 302 Closas, Alberto  70, 73-78, 87 Coca Hernando, Rosario  162-163 cochecito, El  78, 131, 162 Coello, Vicente  93, 103, 116 Coll, Doris  103, 105 comedia: véase sainete y esperpento Company, Juan Miguel  179 Cixous, Hélène  295, 320

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Índice analítico conflicto generacional  27, 30, 232, 244 Conversaciones de Salamanca  33, 38, 46, 48, 52, 194, 212 Cornejo, Humberto  103 Cottens, Margot  105 crimen de Cuenca, El  77, 286 Cuadernos para el Diálogo  193 Cuadrado, Luis  154, 213, 224, 233, 236, 253, 201 cuatrocientos golpes, Los  209, 252 Cuenca  237 cuentos de hadas  33, 289, 295, 306, 320 Cuéntame cómo pasó  287 cursi / cursilería  101-102 De amor y otras soledades  43 de Orduña, Juan: véase Orduña, Juan de del Rey, Pedro: véase Rey, Pedro del Del rosa… al amarillo  22, 159 Deleuze, Gilles  226-227, 246, 249251, 254-256 desarrollismo  61, 86, 90, 267, 273274, 276-277, 279-280 Después de… Primera parte: No se os puede dejar solos 286-287 Después de… Segunda parte: Atado y bien atado  286-287 «destape» (comedias eróticas)  112, 124 Diamante, Julio  201, 290 divorcio 298 Díaz, Marina  292 D’Lugo, Marvin  187, 233, 244, 252253 Drove, Antonio  169 doblaje  41, 207, 291, 302 Dubois, Philippe  256 Eceiza, Antxón  36, 51 Eco Films  159, 291 Edwards, Gwynne  240 Erice, Víctor  88 Esa pareja feliz  33, 122

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Escobar, Enrique  126 Escuela de Cine (1947-1962, Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas; 1962-1976, Escuela Oficial de Cine)  36, 38-39, 41, 44-45, 48, 50, 52, 55, 122, 124126, 135, 148, 158, 161, 164, 167, 169, 171, 196-198, 201, 221, 224, 266, 285-286, 289-291, 293, 295296, 299, 304, 308, 317, 320 Escuela Oficial de Cine: véase Escuela de Cine esperpento  131, 145, 269-271 espíritu de la colmena, El  88, 187, 274 Estrada, Carlos  181, 183 Evans, Peter  64, 66, 72, 74, 75, 78, 80-81 existencialismo 204 extraño viaje, El  269 familia bien, gracias, La  59 familia de Pascual Duarte, La  274 familia y uno más, La  59, 71, 90 farsantes, Los  22, 28, 30, 39-40, 55, 121-158, 270-271, 296, 312-313 Fellini, Federico  102, 128 feminismo; discurso feminista  184, 265-309, 317, 319-320 Fernán Gómez, Fernando  23-24, 29, 45, 55, 265-284, 288, 303, 316, 319 Fernández, Paloma  103 Fernández, Tomás  97 Fernández Santos, Jesús  22, 39, 231 Ferreri, Marco  45, 78, 85, 145, 164165 Film Ideal  20, 52, 132, 194, 197, 222 Fons, Angelino  296 Fontenla, César Santos  43 Fraga Iribarne, Manuel  26-27, 47-48, 52, 83, 200, 230-232, 317 francesa, Nouvelle Vague: véase Nouvelle Vague

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Franco, Carmen  83 Franco, ese hombre  37, 230, 241-242 Franco, Francisco  25-26, 28-29, 3132, 60-61, 63, 67, 83, 84, 90, 112, 142, 155, 168, 230, 232-233, 241242, 245, 247, 286 Freud, Sigmund  274, 276, 283 Frugone, Juan Carlos  128, 133, 141, 151 Furtivos  187, 228

Guerner, Escuela de  171 Guerra Civil  26, 61, 82, 110, 222223, 226, 228-229, 231-232, 236, 240, 242, 250, 255, 267, 273, 274280, 307 Guía de pecadores  275 Gutiérrez Aragón, Manuel  224, 261 Gutiérrez Caba, Emilio  41, 201, 204205, 207, 233, 243 Gutiérrez Maesso, José  167, 205

Galán, Diego  111, 160, 287 García, María Elena  103 García Berlanga, Luis: véase Berlanga, Luis García García Escudero, José María  21-22, 37-38, 43-50, 59, 161, 165, 188, 194, 199, 221, 266, 317 García López, Sonia  38, 291, 293 García Sánchez, José Luis  197, 290 García Sahagún, Silvia  292-293, 304 generación del  98, 21, 200, 296 género, roles de  29 Genoveva de Brabante  137, 147-150 Gil, Rafael  314 Gilda  176 Godard, Jean-Luc  209 golfos, Los  37, 41, 51, 123, 162, 221, 224, 231, 241, 243, 296 Goya, Francisco de  97-98, 101-102, 131 Goya en Burdeos  243 Graham, Helen  27, 34, 162 Gramsci, Antonio  34 Granada, fray Luis de  275 gran familia, La  21-23, 28-31, 38, 4041, 59-88, 89, 92, 312, 314-315, 319 Grimm, hermanos  307-307 Guadalajara  28, 87, 166, 169, 178, 186, 259 guardiamarinas, Los  41 Gubern, Román  44, 160, 174, 182, 209

Habitación de alquiler  164 Händel, Friedrich  68-71 ¡Harka!  233 Haro Tecglen, Eduardo  32-33 Heredero, Carlos  39, 53, 123, 130, 176, 249 Hernán, José Miguel  165 Hernández, Javier  167 Hitchcock, Alfred  271 Holmes, Diane  297, 304 Hopewell, John  45, 49, 161, 277-278 Hutton, Margaret  297

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IFI España, S. A. 137 «imagen-movimiento» 226, 249-256 «imagen-tiempo» 226, 249-254, 256, 258 inmigración  27-28, 61, 90 Instituto de Investigaciones y Experiencias Cinematográficas: véase Escuela de Cine Ínsula  166, 185 «interés especial» 22-23, 40, 46, 48-50, 53, 55, 59-60, 124, 158, 161, 187, 191, 199-200, 221, 270, 285 «interés nacional» 22-23, 40, 46-48, 50, 53, 55, 59-60, 124, 158, 161, 187, 191, 199-200, 221, 270, 285 Iquino, Ignacio  40, 123-128, 130, 137, 140, 153, 155, 158, 270, 312 Isbert, José  41, 64, 70, 73, 77-85, 88, 92, 223, 234, 312

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Índice analítico Jarama, El  213 Jimena  123, 164-165 Jordá, Joaquín  44, 123, 164 José María el Tempranillo  126 Judas, El  124, 140 Julián, Óscar de  124 Kinder, Marsha  31, 48 Labanyi, Jo  32, 34, 169, 180 Ladrón de bicicletas  133, 148, 246 Lamet, Juan Miguel  159 Landa, Alfredo  41 Landsberg, Alison  281-282 Larraz, Emmanuel  126, 156 Lattuada, Alberto  128, 133 Lazaga, Pedro  21, 36, 41-42, 89-118 Lejos de África  286-287 Llanto por un bandido  123, 221, 223, 229-230 Llegar a más  39, 231 Llinàs, Francesc  41 Locura de amor  168-169, 174 López Moreno, José  159 López Vázquez, José Luis  40, 73, 7778, 80 López Yubero, Manuel  165, 170 Los que no fuimos a la guerra  130-131 Lozano, Fernando Ángel  93-94, 106, 114, 295 Lozano, Margarita 126-127, 130, 143-144, 147, 158 Luces de Bohemia  144 Lucia, Luis Lukács, Gyorgy  131, 133 Lyon, John  145 Macro-Kilar (óptica)  197, 224, 253 Madrid  28, 39, 42, 63, 65-66, 74, 87, 89-93, 95, 97-98, 104, 106-110, 113, 115, 117-118, 128, 180, 202, 232, 272, 279, 303, 314 madriguera, La  243

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majas  97, 101 Manfredi, Nino  145 Mann, Anthony  165 Marcelino, pan y vino  60 Margarita y el lobo  23-24, 28-31, 55, 66, 214, 232, 285-309, 316-317, 319-320 Mariné, Juan  42, 85, 106-108, 115, 117 Marinero, M. 222, 249 Marisol 59 Marisol rumbo a Río  35 Marsh, Steven  40, 84 Martin-Márquez, Susan  185, 274 Martín Patino, Basilio: véase Patino, Basilio Martín Martín-Santos, Luis  204-205, 214 Martínez Aguinagalde, Florencio  135 Martínez Soria, Paco  89-90, 92-94, 99, 105-106, 111-113, 116, 118 marxismo  32-33, 39, 131-132, 148, 293 Masó, Pedro  21, 38, 59-60, 63-64, 7173, 76-78, 81, 89, 93, 103, 116, 124 Matas, Alfredo  77 Mateos, Jesús  97 Mateos, Julián  148 Mayo, Alfredo  41, 223-224, 233-235, 239, 256-257, 314 memoria 281-284 Merlo, Ismael  223, 233, 235, 257 Mi hija Hildegart  77 Miró, Pilar  46, 286-287, 318 Misión imposible  300, 316 Molina-Foix, Vicente  44 Molina, Josefina  38, 318 Monegal, Antonio  228 Monterde, José Enrique  46, 176, 194, 201 Montero, Matías  103 Montez, José  127, 153 Morales, Gracita  99 Movimiento Nacional  26, 200

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Muerte de un ciclista  77, 100, 231-232 mundo sigue, El  23-24, 28-31, 55, 88, 265-284, 288, 296, 319 Mulvey, Laura  184, 267-269, 276, 281, 287, 295, 320 Muñoz Molina, Antonio  267 Muñoz Suay, Ricardo  39, 197 musical  29-30, 294, 298 Nanette 103 NCE: véase Nuevo Cine Español neorrealismo italiano (véase también realismo)  39, 48, 50, 122-123, 126, 129-131, 133-134, 145, 148, 153, 167-168, 204, 250, 270 Neville, Edgar  45, 269 Nieves Conde, José Antonio  47, 90, 98 niña del luto, La  159 No desearás al vecino del quinto  109 noche del doctor Valdés, La  286 No-Do (Noticiarios y Documentales Cinematográficos)  60-61, 83, 108, 209, 242, 302, 304 Nouvelle Vague  20, 25, 50, 53, 130, 167, 250, 252, 272-273, 278, 318 noveno, El  123 Nuestro Cine  38-39, 43, 52, 59, 131133, 148, 193-194, 222, 234 Nueve cartas a Berta  22, 28, 30-31, 35, 37, 39, 41-42, 44, 51, 85, 88, 108, 180, 193-219, 232, 238, 271-272, 291, 304, 312-314 Nuevo Cine Español (véase también arte y ensayo, cine de; cine de autor o auteur)  20-25, 30, 33-55, 59, 84-85, 99, 108, 121-261, 269-273, 293296, 311-316, 318-319 Núñez, Antonio  185 Objetivo  52 Orduña, Juan de  48, 168-169 Oscuros sueños de agosto  43

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Palá, José María  194 Palacios, Fernando  21, 29, 36, 41, 5988, 90, 92, 124, 314 Parrondo Coppel, Eva  292 Partido Comunista  33, 37, 39 Pascual Duarte  187, 228 Patino, Basilio Martín  22, 33, 39, 44, 123, 125, 134, 193-219, 232, 245, 266, 272-273, 291, 304, 313, 316 Payne, Stanley  30 Peppermint frappé  40, 102, 154, 236, 243 Peña, Julia  298-299 Pérez Merinero, Carlos y David  44 Pérez Millán, Juan Antonio  208 Pérez Perucha, Julio  34, 275, 278 Perrault, Charles  306, 308-309 Picasso, Pablo  97-100, 102 Picazo, Miguel  22, 29, 39, 43, 123124, 159-191, 193, 196, 210, 245, 272, 313-314, 316 Picnic at Hanging Rock  255 pisito, El  131 Plácido  40, 51, 131 Plan Jack cero tres  286 Ponte, María Luisa  105 popular, cine (Viejo Cine Español; véase también popular, cultura)  20-25, 30, 32-42, 47, 50, 54-55, 59, 64, 84, 91, 121, 123-124, 129-130, 158, 162, 168-169, 171, 174, 180181, 193, 196, 223, 234, 269, 271, 282, 294, 311, 313-316, 318 popular, cultura  32, 34, 82, 117, 129130, 148-149, 282, 296 popular, teatro  91, 140, 149, 155, 158, 295 religiosa, ceremonia 122, 129, 140, 149, 155 variedades, espectáculo de  128, 142-144 véase también popular, cine Positif  52 «posibilismo» 24

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Índice analítico Pozo Arenas, Santiago  34 Prada, José María  223, 233 Preston, Paul  26, 31, 230, 232 prima Angélica, La  245 pronatalismo  29, 61-62, 67, 319 Quadreny, Ramón  126, 138 Querejeta, Elías  40, 44, 53, 221, 223225, 237, 239, 270, 308, 313, 317 Quevedo, Nino  159, 161 Raza  37, 233 realismo  30, 38-39, 122-123, 131133, 166, 209, 293-294, 296-297 Operación Realismo  39 véase también neorrealismo italiano y marxismo regreso, El  123 Réponse de femmes  285 Regueiro, Francisco  51, 123, 164, 213 Rey, Fernando  110 Rey, Florián  60 Rey, Pedro del  41, 84, 86, 159, 162, 171, 182, 198, 315 Richardson, Nathan  94, 112, 116-117 Rochefort, Christiane  288, 294-306, 308-309 Rodríguez Merchán, Eduardo 124, 131 Rodríguez Sanz, Carlos  194 Saénz de Heredia, José Luis  21, 37, 230, 314 sainete / comedia sainetesca  65, 93, 110-112, 116, 118 Salamanca  28, 33, 38, 46, 48, 52, 88, 194, 201-203, 207, 209-215, 313 Salgado, Rosa  278 Salvia, Rafael  63-64, 73 San Sebastián, Festival de  159, 161, 193, 196, 287, 291 Sánchez Enciso, Luis  165, 188 Sánchez Ferlosio, Rafael  213, 296

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Sánchez Noriega, José Luis  125-127, 158 Sánchez Polack, Fernando  240-241 Sánchez Vidal, Agustín  226, 249 Santacana, Alfonso  41-42, 106-107, 117 Santis, Giuseppe de  149 Sartre, Jean-Paul  203-204 Saura, Carlos  22-23, 37, 40, 45, 5152, 85, 88, 102, 122-123, 153-154, 162-163, 167, 187, 190, 201, 215, 221-261, 270, 272-276, 278, 293294, 296, 307-308, 313-315, 317 Sección Femenina  163 Sellier, Geneviève  272-273 Semana Santa (véase también popular, cultura y Vaticano II)  125, 127128, 135, 140, 146, 149-152, 154156, 218, 304 Seminario de Estudios Sociológicos de la Mujer 267-268 Semprún, Jorge  39 Serrano de Osma, Carlos  36, 167-168, 171 Shakers, Los  106-108 Sight and Sound  51 Simont, Antonio  97 Sitges, Festival de  44 social, novella  20, 39, 204 Soler Leal, Amparo  70, 73, 75-77, 81, 87, 319 Sólo para hombres  271 Stone, Rob  228 Stances à Sophie, Les  288, 296, 299 Stress es tres, tres  224, 243 subvenciones: véase «interés especial» e «interés nacional» Sueiro, Daniel  39, 123, 125-126, 133, 134, 136, 140, 142, 149, 151, 154155, 296 suerte, La  135 Summers, Manuel  159, 185, 227 Surco Films  159 Surcos  47-48, 90, 95

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taquilla, datos de  21, 49, 60, 89, 159, 193, 314 Tarde de domingo  196, 214, 291 Teresa  162-163 tía Tula, La  22, 28-31, 39, 41, 44, 51, 88, 159-191, 193, 195, 210, 234, 245, 270-272, 295, 313-315, 319 Tiempo de silencio  204, 214 Torán, Luis Enrique  171, 197-198, 213, 215-216 Torerillos, 61 123 Torreiro, Casimiro  33-34, 45, 49, 53, 124, 193-194, 205 Torres, Augusto  34, 44 Torres Garriga, Salvador  126 tramposos, Los  89, 95 Triana-Toribio, Núria  25, 35, 38, 49, 60, 86, 109, 145, 317 Tristana  170 Truffaut, François  20, 209, 252 turismo es un gran invento, El  94 Unamuno, Miguel de  36, 123, 159, 162, 165-168, 181, 271, 295 Uninci (Unión Industrial Cinematográfica) 165 Vajda, Ladislao  60 Valladolid  128, 135, 146, 149-151 Valle-Inclán, Ramón María del  131, 144-145 Vallvé, Andrés  126 ¡Vámonos, Bárbara!  286, 295, 319

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Vanidad y miseria  137, 139, 141 Varda, Agnès  285-286 Variety  51, 206 Vaticano II (véase también catolicismo)  29-30, 170, 175, 218, 305 VCE: véase popular, cine «Veinticinco años de paz» 223, 230-245, 274, 280 verdugo, El  41, 51, 84, 88, 145 Vernon, Kathleen  49, 123, 195, 286 Vich, Antonio  63-64 Viejo Cine Español: véase popular, cine Vilarós, Teresa  47 Villegas, Marcelino  194 Villegas López, Manuel  43, 225, 249 violencia doméstica  94, 277, 283 Viridiana  49, 56, 68, 84-85, 126, 165, 168, 171, 191, 248, 266 Waitzman, Adolfo  65, 68-73 Weir, Peter  226, 255 Wood, Guy  227 Young Sánchez  40, 122, 126-127, 133, 135, 148 zarzuela 110 Zavattini, Cesare  133 Zeul, Mechthild  313-314 Zunzunegui, Juan Antonio de  265266, 271, 275, 277, 296 Zunzunegui, Santos  130-131, 134, 145, 233, 255, 258, 283

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a década de 1960, clave en el cine internacional, también supuso una época crucial de cambios en España. Un cine contradictorio estudia en profundidad este periodo a través de ocho filmes que reflejan e interpretan tales transformaciones. La coexistencia de valores tradicionales y modernos, así como la tímida aceptación de limitados cambios por parte de la dictadura franquista son síntomas de una modernidad desigual que caracteriza estos años. La contradicción, efecto inevitable de dicha desigualdad, constituye el terreno conceptual desde el que se abordan las obras de estos ocho cineastas.

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El libro analiza el cine popular, los filmes de arte y ensayo del Nuevo Cine Español, y las películas “no vistas”, debido a la censura. Se exploran no solo las contradicciones en los temas, sino también en los contextos de producción, para propugnar una nueva lectura de la década. Se ponen de relieve los solapamientos entre cinematografías populares y de arte y ensayo, se revela que las películas del Nuevo Cine Español fueron ellas mismas los contradictorios productos de la protección que el Estado brindaba a cintas que se le oponían ideológicamente, y se cuestiona si las más significativas películas españolas de la década fueron las “no vistas” en España durante la misma. Sally Faulkner es catedrática en Estudios Hispánicos y Estudios de Cine en la University of Exeter. Es autora de Literary Adaptations in Spanish Cinema (2004), A History of Spanish Film: Cinema and Society 1910-2010 (2013) y Middlebrow Cinema (editora, 2016).

Un cine contradictorio

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Un cine contradictorio Ocho filmes españoles de la década de 1960

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