Tomarse la libertad : la dialéctica en cuestión
 9786070024078, 6070024079

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TOMARSE LA LIBERTAD La dialéctica en cuestión

Armando Bartra

Armando Bartra Tomarse la libertad. La dialéctica en cuestión

Primera edición, 2010.

Editorial Itaca Piraña 16, Colonia del Mar C. P. 13270, México, D. F. Tel. 58 40 54 52 www.editorialitaca.com.mx [email protected] [email protected] Portada: Efraín Herrera Ilustración de la portada: descarrilamiento del 22 de octubre de 1895 en la estación de Montparnasse, en París.

© 2010 David Moreno Soto © 2010 Armando Bartra ISBN 978-607-00-2407-8

Impreso y hecho en México

ÍNDICE

rólogo, Julio Moguel P Introducción

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I. Los caminos de Jean-Paul Sartre 39 El fin de la esperanza 40 Naufragio del prometeísmo 49 Descrédito del fatalismo económico 50 Pudrición de la utopía realizada 51 Desgaste del sujeto 54 Descentramiento de lo laboral 56 Crisis del pensamiento crítico 59 II. De Prometeo a Fausto Johann Wolfgang Goethe Radovan Richta Jürgen Habermas Marshall Berman Walter Benjamin Edgar Morin

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del marxismo existencial 91 Sujeto 94 Rareza 96 Extrañamiento 101

III. Propuesta

IV. Respuesta V. Tercia

del

“marxismo perezoso”

el joven

Marx

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VI. Del optimismo “científico” al “pesimismo del intelecto” Los románticos Hawthorne, un utopista puritano Romanticismo proletario: William Morris Romanticismo campesino: los populistas rusos Romanticismo desencantado

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145 La utopía: ¿orden o praxis? 145 ¿Culminación o ruptura? 148 Inminencias 152 Una crítica al finalismo marxiano 155

VII. Contra

el providencialismo



VIII. El fantasma de Sartre en los debates actuales Ecologismo radical La política en cuestión Globalizando la esperanza

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Apéndice. Hablar de Sartre (Entrevista de David Moreno a Armando Bartra)

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Colofón

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Bibliografía 225

PRÓLOGO

¿Por qué Armando Bartra escribe ahora un texto filosófico sobre y desde Sartre? Recordemos, antes de entrar en materia —pues resultará sustantivo—, que el autor de este libro tiene la sana costumbre de enfocar sus análisis (filosóficos, antropológicos o de cualquier otro tipo) desde un “afuera” del ya tradicional rito académico de la “veneración” redundante o circular de héroes y “clásicos”. Y que en esta línea de aproximación se mueve sin rubor sobre dos específicos rieles: el de la máxima exigencia de comprobación documental y de uso de fuentes, y el de un cierto lirismo en el que se mezclan líneas o conceptos de demostración con elementos de una riquísima memoria (la historia, por ejemplo, como imagen y como revelación de signos). Muestra a veces así capacidad para “desmadurizarse” —ya lo pedía Bachelard como exigencia para captar o producir un cierto tipo de conocimiento— y también para desplegar, donde ello cabe, un cierto sentido del humor (de ese sentido del humor que es, en la idea de Sloterdijk, la versión democratizada de la locura divina). Tiene por ello capacidades de comunicación intelectual que lo desmarcan permanentemente del discurso engolado casi siempre dirigido a sí mismo. Y escribe en esa forma porque sabe que entre el ser y el decir se encuentra comprometido el lenguaje, arma de conexiones significantes que no revela fácilmente su querer ser y sus sentidos polimórficos. En la historia occidental de la cultura los lenguajes constituyen formas de “transmisión de ideas y de sentimientos” pero también instrumentos (sutiles, la mayor parte de las veces) de autorreferenciación que desvían el sentido del “mensaje” o del análisis hacia el cultivo o la expansión del yo. Ello no tendría la menor importancia si 9

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esta pequeña “desviación” no alterara en definitiva todo el sentido del discurso y del movimiento galáctico del ser (de ese ser que escribe, frente a ese ser que escucha o lee) y, en consecuencia, de la relación dialogal entre los interlocutores (reales o virtuales, para el caso de quienes leen). “Escribir bien”, en este caso, ya no puede considerarse entonces como una simple cuestión de técnica. Y hay otra manera de escribir que también distingue a Bartra: con mayores o menores éxitos en su alcance (cada lector juzgará por sí mismo), a lo largo de su larga producción teorética y “de análisis concreto de situaciones concretas” durante ya más de tres décadas siempre ha buscado crear una relación dialogal —con los sujetos sociales, con los amigos implicados, con la gente— “forjadora de compromisos”. Pero, insisto, ¿por qué Bartra escribe ahora un libro sobre y desde Sartre? Creo que nuestro autor parte del análisis de la obra de Sartre básicamente por tres conjuntos de razones. Primero, porque lo conoce con suficiencia, está de acuerdo con muchas de sus tesis y quiere desprender de sus escritos algunas enseñanzas útiles para las reflexiones del presente. Segundo, porque el punto-eje o “piso” del debate en el que Armando Bartra quiere intervenir —incidir, convencer, cuestionar, construir— implica no sólo al Jean-Paul Sartre de la letra sino también al de la acción o al de la vita activa (Arendt, 2005); a quien se vuelve un intransigente antifascista; al que escribe ese extraordinario prólogo a Los condenados de la tierra de Fanon; al que viaja a Cuba para dialogar con los rebeldes que se han hecho del poder contra Batista y quieren construir un mundo nuevo; al militante que reparte La Cause du peuple en el palpitante Barrio Latino de París; al escritor que rechaza el premio Nobel de Literatura y se evade con apropiada elegancia de todo convencionalismo; al joven-viejo que se expone

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en algún espacioso paraninfo de la Sorbona para discutir como cualquier hijo de vecino en la asamblea estudiantil en turno sobre la represión y las acciones organizativas y de movilización “para enfrentarla” o sobre cualquier otro tema relacionado con “las acciones del día”; al filósofo y al político que, en suma, en su “polifónico activismo”, no puede separar la vida de su forma de vida o que “en la forma de vivir se juega el vivir mismo” (Agamben, 2001: 14). Tercero, porque el autor de Crítica de la razón dialéctica entra en el debate de su tiempo en un punto más o menos parecido al que define al mismo Bartra en sus últimos escritos, a saber: el de replantear, desde una filosofía de la praxis, un cuestionamiento al marxismo desde el propio marxismo. Es a través de este prisma que, en mi opinión, se integra el sentido preciso de la elección que ha hecho el autor de El hombre de hierro para reflexionar con y desde Sartre en torno a una serie de temas candentes de nuestro tiempo. Si quisiéramos decirlo en otro tono o de otra forma tendríamos que hablar de la preeminencia que Sartre (y Bartra) le confieren a la acción o la vita activa o a la necesidad de tomar el riesgo de pensar la vida toda desde la perspectiva de “experimentar con uno mismo” (Sloterdijk, 2003). Se trataría, en el primer caso, de considerar “la acción (como) el momento en el que el hombre desarrolla la capacidad que le es propia: la capacidad de ser libre” (Cruz: 15). O, en el segundo caso, de estar dispuesto a pensar o a repensar la existencia “en medio de una explosión”, pues “no hay teoría contemplativa de las explosiones” (Sloterdijk: 15). En los términos de Sartre, se trata de pensar el pensar filosófico como algo que, cuando emerge con “plena virulencia, nunca se presenta como una cosa inerte, como la unidad pasiva y ya terminada del Saber”, sino como “una filosofía” que “ha nacido del movimiento social” y que es ella misma

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“movimiento” (Sartre: 16). Al punto en que, en definitiva, “lo que tiene que descubrir” la totalización es “la unidad pluridimensional del acto” siempre en la perspectiva de tejer racionalmente las palabras y los conceptos con y desde “la experiencia” (ibid.: 85, 86). Esta es una temática privilegiada para Bartra, quien la considera con vigencia “en una terca crisis civilizatoria que no cede por más que pasan las aguas”, y que se refiere a la “reivindicación del sujeto en situación como praxis, como proyecto, como libertad y como fundamento de toda dialéctica posible”. *** Quisiera recomendar que se acompañe la lectura de este libro con la de El hombre de hierro, también producto de la pluma de Armando Bartra (este último apareció en librerías hacia el mes de abril de 2008). Ambos textos son, diríamos, más que complementarios, pues integran los dos momentos de un esfuerzo de totalización de las realidades posmodernas: el que corresponde al nivel “multidisciplinario” de El hombre de hierro, y el que corresponde al nivel propiamente filosófico de Tomarse la libertad. Sobre este tipo de nexos entre el pensamiento antropológico (término que incluye, en Sartre, “la sociología”, “la economía” y en alguna medida “la política”) y el pensamiento propiamente ontológico, nos dice Jean-Paul Sartre lo siguiente: El existencialismo, al reservarse el estudio, en el sector ontológico, de este existente privilegiado (privilegiado para nosotros) que es el hombre, desde luego que plantea la cuestión de sus relaciones fundamentales con el conjunto de las disciplinas que se reúnen con el nombre de antropología. Y —aunque su campo de aplicación teóricamente sea más amplio— es la

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antropología misma en tanto que trata de darse un fundamento. Notemos, en efecto, que el problema es el mismo que Husserl definía a propósito de las ciencias en general: la mecánica clásica, por ejemplo, utiliza el espacio y el tiempo como medios homogéneos y continuos, pero no se interroga ni sobre el espacio, ni sobre el tiempo, ni sobre el movimiento. De la misma manera, las ciencias del hombre no se interrogan sobre el hombre (ibid.: 146).

Dicho de otra forma por el mismo filósofo: [Cuando la antropología] se da cuenta [...], en un momento determinado de su desarrollo, de que niega al hombre (por la negativa sistemática de su antromorfismo), o de que le presupone (como hace la etnología en cada instante), reclama implícitamente saber cuál es el ser de la realidad humana (idem).

Pongamos un único ejemplo: lo que en El hombre de ­hierro aparece como crítica al “imperativo tecnológico del desarrollo del capital”, en el texto sobre Sartre que estoy prolongando remite a “la crisis del prometeísmo”. Aquí, el desplazamiento del análisis de una específica particularidad histórica de la evolución del capital —jaloneado por el “desarrollo de las fuerzas productivas”— hacia la manera en que la crisis de dicha evolución se inscribe en la “naturaleza” del Ser y de su “estar-en-el-mundo” —y de su consecuente “visión” o expectativas de trascendencia— muestra hasta dónde la exigencia ontológica planteada por Sartre ilumina campos problemáticos que quedarían ocultos si no llegaran a abordarse en esa específica forma. *** No quiero adelantar más comentarios específicos a los contenidos de este libro, pues casi en cualquiera de los casos

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terminaría por pedir al lector que, “mejor”, se fuera directamente a las líneas redactadas por Armando Bartra. La razón es muy simple: en un texto de la complejidad y de la riqueza analítica de éste no cabe cortar camino ni irse por el fácil recurso de la simplificación “didáctica”. Lejos estamos ya, por fortuna, de los harneckerianos esfuerzos de compactación conceptual. Pero no quisiera dejar de mencionar un elemento que, en mi opinión, tiene una relevancia mayúscula entre las aportaciones de Bartra, y que deberá ser base de cualquier intento de refundación de la izquierda (refundación que el mundo posmoderno y “sus crisis” pone sin duda en el orden del día), a saber; la desmitificación de la heroicidad revolucionaria sustentada en el prometeísmo, fenómeno en crisis terminal que aún pretende mantener un hálito de vida con el argumento de que el “desarrollo de las fuerzas productivas” se mantiene del lado libertario y sigue, como el viejo topo, haciendo de las suyas como si estuviera en realidad “haciendo de las nuestras”… Esta desmistificación del prometeísmo posmoderno ofrece además, a mi parecer, una ganancia plena para el pensamiento filosófico de nuestros días —con todo y sus “métodos” y sus fetiches— al mandar al museo de la historia la razón de izquierda fincada en la trascendencia. Es mi opinión que con el esfuerzo filosófico de Bartra se (re)abren significativas posibilidades reflexivas y constructivas en la izquierda. Y en el tiempo de las mejores posibilidades de siembra y de cosecha, el que día a día, ahora, barbecha la crisis global del capital (no “terminal”, en definitiva, ¡por Dios! Pensemos desde ya lejos del finalismo). La lectura de este libro nos lleva de la mano a la pregunta: ¿habrá llegado nuevamente a nuestras tierras la hora martiiana de los hornos? La reflexión filosófica de Bartra no pretende en este punto ofrecer ninguna predicción. Pero esa se convierte en otra de las aportaciones de Armando

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en este escrito cuando concluye que es la propia “libertad” desplegada en el tiempo-espacio de la praxis la que define, en definitiva, “la posibilidad de ir más allá de la necesidad que nos ata a lo real como horizonte de lo posible”. Julio Moguel

Bibliografía Agamben, Giorgio (2001), Medios sin fin. Notas sobre la política, Pre-textos, Valencia. Arendt, Hannah (2005), La condición humana, Paidós, Barcelona. Bartra, Armando (2008), El hombre de hierro, Universidad Autónoma de la Ciudad de México-Itaca-Universidad Autónoma Metropolitana, México. Cruz, Manuel (2005), “Hannah Arendt, pensadora del siglo”, en Hannah Arendt, op. cit. Sartre, Jean-Paul (2004), Crítica de la razón dialéctica, t. i, Losada, Buenos Aires. Sloterdijk, Peter (2003), Experimentos con uno mismo. Una conversación con Carlos Oliveira, Pre-textos, Valencia.

INTRODUCCIÓN Fuego nuevo Marx dice que las revoluciones son la locomotora de la historia mundial. Pero tal vez se trata de algo por completo diferente. Tal vez las revoluciones son el manotazo hacia el freno de emergencia que da el género humano que viaja en ese tren. Walter Benjamin Y el futuro acecha como un tren expresso. Alan Moore

“Venid acá, oh naciones, y escuchad. Contaminada está la tierra por sus habitantes. Por eso la maldición devorará la tierra. Enteramente arruinada quedará y totalmente devastada.” “Los hielos menguarán y crecerán las aguas. Arderán los bosques y saldrán los ríos de sus cauces. Caerán lluvias torrenciales y soplarán vientos huracanados.” “Perecerán en sus guaridas el lobo gris, el águila real y la pantera nebulosa. Se extinguirán el rinoceronte blanco y el rinoceronte negro. Para siempre se irán el tigre y el camaleón y el chimpancé y la foca y la perdiz y el samarugo.” “Se agotarán los oscuros veneros del diablo que alimentaban vuestra prisa.” “Secos los ríos y manantiales, hombres y bestias abrevarán en aguas acedas, sulfurosas, amargas. Hambrientos, sedientos y escarnecidos desfallecerán los pueblos.” “Habrá plagas, pestes, mortandad, zozobra. Los hermanos se harán la guerra por un trozo de pan y un sorbo de agua. Crecerá el éxodo doliente de los que perdieron toda esperanza.”1 Las frases iniciales son del profeta Isaías. Lo siguiente son versiones de los pronósticos del Panel Internacional para el Cambio Climático, 1

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Escuchad la voz de los augures, oíd la palabra de los videntes. Pronosticó Wallerstein: habrá desorden, habrá decadencia, habrá dispersión de lo que estaba unido. Anunció Amin: no tránsito armonioso sino desintegración, es lo que nos depara el futuro. Predijeron Prigogine y Stengers: veremos caos, incertidumbre, fluctuación, desequilibrio; vienen tiempos turbios y entreverados. Hemos perdido la tierra, hermanos. Será nuestra herencia una red de agujeros. *** En tiempos borrascosos, los pueblos premodernos sabían leer las señales de que se avecinaba el recambio de un transcurrir humano que imaginaban recurrente, pero a nosotros la proverbial saeta de un tiempo presuntamente lineal y abierto nos dificulta admitir la evidencia de que los síntomas ominosos devinieron síndrome, de que en el horizonte se va perfilando una tormenta perfecta: una crisis civilizatoria inédita por sus múltiples dimensiones y su radical globalidad. Y es que las viejas culturas concebían a la historia como cambiante pero cíclica —para los campesinos es como la huella que dejan las ruedas de una carreta, ha dicho John Berger— mientras que para nosotros es una flecha volando hacia el futuro. El mito del progreso como ineluctable marcha hacia un orden de abundancia total y certeza plena en ancas del desarrollo científico-tecnológico, y su complemento: la negación del pasado y la fetichización del futuro, son axio-

la Organización para la Agricultura y la Alimentación, la Convención sobre Comercio Internacional de Fauna y Flora Silvestres en Peligro de Extinción, la Agencia Internacional de Energía, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.

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mas mayores impresos a fuego en el imaginario colectivo del capitalismo. Paradigmas que en el predicamento por el que atravesamos actúan como inercias intelectuales que oscurecen los punzantes signos de que esto se acabó, de que vivimos un fin de época. Tiempos fractales son los nuestros, y la cajonera de ideologías y disciplinas con que organizamos nuestros saberes y nuestros haceres durante los últimos doscientos cincuenta años comienza a resultar un estorbo. Urge liberar la historia del fatalismo y recuperarla para la libertad. Necesitamos un pensamiento transdisciplinario, holista, capaz de lidiar con el caos, la incertidumbre y los sistemas complejos de desarrollo no lineal. Y posiblemente también nos hace falta una remitologización de la política, un nuevo utopismo aurático que sepa provocar intuiciones totalizadoras como las del pensamiento salvaje de los premodernos.

Mercancías ficticias En menos que canta un lustro una serie de entuertos que tenían meses, años o décadas de silenciosa acumulación estallaron como estentóreos y simultáneos escándalos planetarios: calentamiento global, progresivo agotamiento del petróleo, encarecimiento de los alimentos, crecientes éxodos socioeconómicos y políticos abonados ahora por los efectos del cambio climático, debacle financiera internacional que arranca en el ámbito hipotecario estadounidense se extiende luego a la “economía real” y finalmente barre con el patrimonio y las esperanzas de las personas. Y no es por accidente que coinciden. No se trata de la simple concurrencia en el tiempo de cinco crisis diferentes. Ni siquiera de que al desarrollarse juntas incidan unas sobre otras y se retroalimenten. Nos encontramos ante

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una fractura mayor, un desorden generalizado del sistema mundo, un desajuste multidimensional en sus expresiones pero unitario en cuanto a su origen. Lo que está en cuestión son estructuras profundas, perdurables, que al agotarse cierran un ciclo de la cuenta larga. Enfrentamos un quiebre, quizá no terminal pero sí civilizatorio, pues lo que se juega es un orden histórico de vida prolongada y alcance planetario. Capaz y el capitalismo libra esta crisis, pero la enfermedad es incurable. Los cinco flagelos: desorden climático, escasez de petróleo, hambruna, éxodo y depresión económica, remiten a una tensión insoslayable del modo capitalista de producir. Fractura profunda, ontológica, que el antropólogo, historiador y economista Karl Polanyi señaló en La gran transformación. Libro iluminador quizá porque fue escrito en los años cuarenta del pasado siglo —tiempos de cuestionamiento e incertidumbre como los nuestros— cuando el mundo apenas se recuperaba de la “gran depresión”, cundía el revisionismo económico y los nuevos pactos sociales, pero avanzaba, ominosa, la segunda guerra mundial. La aguda crítica de Polanyi alude a las tensiones que se generan en el capitalismo cuando a tres componentes cruciales de la producción que no son mercancías se los trata como tales y con ello se los violenta y abusa. Estos factores son el hombre, la naturaleza y el dinero. Tercia de condiciones imprescindibles para el sistema y a las que el mercantilismo radical siempre puso precio pero que, a diferencia de otros bienes, no nacen de procesos capitalistas de producción. Se trata, entonces, de falsas mercancías, de “mercancías ficticias”. El embrollo está en que el capitalismo es un absolutismo librecambista, una economía cuya nuez es el mercado autorregulado y que no puede más que operar en términos mercantiles las esferas social, natural y financiera del sistema. Pero al lucrar con mercancías ficticias, el orden codi-

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cioso por antonomasia distorsiona sus propios mecanismos económicos internos —en el caso del dinero—, deteriora y desarticula los patrones de reproducción social —en el caso del hombre— y violenta el metabolismo medioambientesociedad —en el caso de la naturaleza. No hay que buscar mucho para descubrir que el desequilibrio ecológico generalizado y catastrófico resulta de la apropiación de los recursos naturales por una ciega ambición de lucro insensible a los requerimientos reproductivos de los ecosistemas. No hace falta ir demasiado lejos para concluir que la crisis energética se origina en el paulatino agotamiento de los combustibles fósiles, asociado a un consumismo de hidrocarburos doblemente irracional, pues además de que su empleo es muy contaminante su eficiencia energética es imposible de igualar por otros medios conocidos; con el agravante de que la sociedad industrial fue edificada sobre estos combustibles y a su imagen y semejanza. Es claro que la escasez y la carestía de los alimentos y las hambrunas que acarrean se originan en una serie de factores imbricados: pérdida de cosechas ocasionada por el cambio climático, agotamiento del modelo tecnológico de la “revolución verde” —que ya no incrementa los rendimientos y en cambio es incosteable por su insostenibilidad ambiental—, renuncia de muchos países pobres a la autosuficiencia alimentaria, creciente empleo forrajero y energético de alimentos de potencial consumo humano directo, especulación con granos y otros alimentos, etcétera. Y lo que está detrás de todos ellos es una agricultura industrial ecológicamente insostenible, un sistema social en el que cuentan más los combustibles que la comida y un mercado alimentario donde se lucra con el hambre. Es palpable que la globalización de a pie, los incontenibles y crecientes movimientos migratorios, no son un flujo económico más mediante el cual se autoajustan virtuosa-

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mente los mercados laborales sino un drama social actual y futuro de grandes proporciones, pues los países expulsores, que al consentir o propiciar el éxodo dilapidan su “bono demográfico” y desarticulan las estrategias sociales basadas en la solidaridad intergeneracional, avanzan hacia catastróficas crisis de reproducción social a medida que se va inviertiendo la pirámide demográfica. Basta rascar un poco para darse cuenta de que el desbarajuste económico general que nos amanece cada día más pobres no se agota en el problema de las hipotecas en el mercado inmobiliario estadounidense sino que remite a la monstruosa expansión y al gravoso predominio de la economía virtual sobre la economía material. Y es obvio también que la especulación, consustancial al capital financiero, agudiza extremadamente las crisis alimentaria y energética al manipular la escasez en su propio beneficio. Debacle ambiental, energética, alimentaria, migratoria y financiera. Quinteto de tsunamis que anuncian quizá no el fin del mundo pero sí el agotamiento de un modelo civilizatorio. Y los cinco meteoros se desataron a la par, de modo que la recesión global se enreda con la carestía de la comida, que a su vez se agrava debido al cambio climático, a la escasez de petróleo y a la especulación bursátil, al tiempo que desemboca en una mayor compulsión al éxodo. Los desastres planetarios que nos tienen con el alma en un hilo se originan en el pecado original del capitalismo consistente en tratar como mercancía a lo que en rigor no lo es, con lo que violenta la reproducción de la sociedad, de los ecosistemas y del propio mercado. James O’Connor, quien se ha ocupado específicamente del antagonismo del sistema con el hombre y la naturaleza, ha llamado “externa” a esta contradicción para distinguirla de las tensiones internas del sistema en las que se explayó el autor de El capital y sobre las que han abundado numerosos economistas.

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La idea fuerza del “marxismo ecológico” de O’Connor es que, además de sus tensiones inmanentes —tendencia decreciente de la tasa de ganancia y problemas para la realización de la plusvalía originados en el subconsumo—, al modo de producción capitalista le aqueja una contradicción de carácter externo que resulta de su destructiva confrontación con la naturaleza y con el hombre, dos esferas que, bien vistas, conforman un solo sistema natural-social que sustenta la regeneración de la humanidad, de los otros seres vivos y del mundo inorgánico. Y, como veremos, esta contradicción es insalvable.

Fetichización de la crisis económica A fines de 2008 y durante 2009, mientras la debacle financiera se trasminaba a la esfera productiva y la recesión se hacía global, el debate sobre el presunto agotamiento del orden capitalista devino marcadamente economicista. Al extremo de que desde entonces el término crisis ya no se aplica al cambio climático, la carestía alimentaria, la decreciente eficiencia energética de los hidrocarburos, la imparable migración o la combinación de todos estos desórdenes, sino sólo al progresivo estrangulamiento económico global. No es para menos. Un sistema que no sólo acaba con el patrimonio de la gente sino que autodestruye su propia capacidad productiva es ciertamente repudiable, y si lo hace recurrentemente de plano debiéramos sacarlo del taller y mandarlo al deshuesadero. El riesgo está en que la erosión que el capital ejerce sobre el propio capital oscurece la devastación que ejerce sobre la sociedad y sobre la naturaleza. El problema radica en que el debate sobre las contradicciones internas del mercantilismo absoluto relegue la discusión sobre sus contradicciones externas.

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La tendencia decreciente de la tasa de ganancia es un gran desafío sistémico, pues se origina en el hecho de que al incrementarse la plusvalía relativa mediante la renovación de la tecnología y la elevación de la composición orgánica del capital, decrece la tasa de ganancia. En términos de Marx: “La cuota general de plusvalía tiene necesariamente que traducirse en una cuota general de ganancia decreciente [pues] la masa de trabajo vivo empleada disminuye constantemente en proporción a la masa de trabajo materializado” (Marx, 1964: 215). Baran y Sweezy consideran que en la fase monopolista del capitalismo esta ley debe ser sustituida por la de la tendencia creciente de los excedentes y la consecuente dificultad para realizarlos (Baran y Sweezy: 62). No hay forma de evitar la conclusión de que el capitalismo monopolista es un sistema contradictorio en sí mismo —escriben—. Tiende a crear aún más excedentes y sin embargo es incapaz de proporcionar al consumo y a la inversión las salidas necesarias para la absorción de los crecientes excedentes y por tanto para el funcionamiento uniforme del sistema [...] Este estado de cosas es peculiar del capitalismo monopolista. La sola noción de producir “demasiado” habría sido increíble en cualquier forma de sociedad precapitalista (ibid.: 90).

Y este fenómeno que era inquietante a mediados del siglo xx y cuando la Gran Depresión aún estaba cerca lo sigue siendo en el arranque del tercer milenio, cuando, a causa de la nueva crisis, mediante oleadas de quiebras, cierres y reajustes, el mercado ordena desmantelar la capacidad “excesiva” de producir. También es sugerente la lectura que Rosa Luxemburgo hace de la expansión permanente del sistema sobre su periferia como una suerte de huida hacia delante para escapar de las crisis de subconsumo apelando a mercados

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externos de carácter precapitalista. El capital no puede desarrollarse sin emplear los medios de producción y las fuerzas de trabajo del planeta entero —escribe—. Para desplegar sin obstáculos el movimiento de acumulación, necesita los tesoros naturales y las fuerzas de trabajo de toda la tierra. Pero como éstas se encuentran, de hecho, en su gran mayoría, encadenadas a formas de producción precapitalistas [...] surge aquí el impulso irresistible del capital a apoderarse de aquellos territorios y sociedades (Luxemburgo: 280).

No menos importante es entender el carácter cíclico de la acumulación como origen de la condición recurrente de las crisis del capitalismo. Análisis que —por ejemplo— le permitió a Kondratiev predecir el descalabro de 1929. Pero salvo en el caso de Rosa Luxemburgo, para quien el mercado externo precapitalista y la acumulación originaria permanente son a la vez condiciones de la realización de la plusvalía y componentes de la expoliación colonialista e imperialista, el conjunto de los análisis aborda los problemas inmanentes que enfrenta la acumulación de capital y no la relación del capital con las premisas naturales y humanas de su reproducción. En estos abordajes el “trabajador” no es visto como sujeto sino como simple soporte de relaciones económicas. Los estudios sobre las crisis de subconsumo, por ejemplo, lo presentan como portador del salario, como consumidor final cuya demanda efectiva es insuficiente para la realización plena de la oferta. Incluso en las reflexiones sobre el papel permanente del entorno precapitalista en la acumulación, lo que en sentido estricto es reproducción social en los márgenes aparece reducido a una supuesta producción “mercantil simple” (Gandarilla: 41-44). De esta manera los mundos humanos subsumidos en el sistema mediante relaciones socioeconómicas de interioridad-exterioridad son

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conceptualizados mediante una articulación puramente económica y, por tanto, en última instancia interna (Bartra, 2008: 137-146). El error está en que los procesos de reproducción subordinados económicamente al capital, pero cuya racionalidad inmanente no ha dejado de ser social, y que abarcan a los artesanos, los prestadores de servicios independientes y las comunidades agrarias “precapitalistas”, además del trabajo doméstico y un sin fin de actividades practicadas en el “tiempo libre”, son remitidos a un presunto modelo económico de producción simplemente mercantil, paradigma que en Marx no es más que una primera aproximación conceptual —aún abstracta— al modo capitalista de producir y que por sí mismo no explica nada pues la razón de ser de la tríada dinero-mercancía-dinero incrementado (D-M-D’) es la ganancia, mientras que la tríada mercancía-dinero-mercancía (M-D-M) no tiene racionalidad económica alguna y sólo cobra sentido como una relación social cuya clave está en el valor de uso y no en el valor de cambio (véase Bartra, 2006: 231-239). Y éste es el quid del asunto. Las teorías usuales sobre las crisis del capitalismo pecan de la misma unilateralidad que el sistema mercantilista radical: son teorías centradas en los estrangulamientos que enfrenta la acumulación que sólo se ocupan del valor de uso en tanto que condición y soporte del valor de cambio. Pero la crisis de la sociedad industrial no es sólo la crisis de una forma económica de producir sino también, y ante todo, la crisis de una ruptura e inversión insostenibles que dieron lugar a que la esfera económica se autonomizara y se impusiera sobre la sociedad; es la crisis de la dictadura del valor de cambio sobre el valor de uso que hizo que hombre y naturaleza devinieran mercancías ficticias a las que la codicia del gran dinero explota sin medida ni clemencia; es la crisis del avasallamiento del hombre de carne y hueso por el hombre de hierro.

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Y una crisis así demanda esclarecer las contradicciones internas del sistema económico en que se gesta pero igualmente, y con más razón, sus contradicciones externas. En el caso que nos ocupa, se trata de diseccionar el atolladero en que está metido el valor que se valoriza, pero también dar cuenta de los problemas que aquejan al valor de uso, es decir, de la devastación capitalista del hombre y de la naturaleza.

Recambio civilizatorio En un breve lapso histórico de poco más de dos centurias, el capitalismo ha dado muestra de una extrema destructividad socio-ambiental. Y la condición palpablemente insostenible de un modo de producir que se funda en lucrar compulsivamente a costa del hombre y de la naturaleza no se remedia haciendo que los inversionistas reconozcan algunos de los costos que acarrea la afectación de los ecosistemas y los sociosistemas. Legislar sobre la duración e intensidad de la jornada laboral, el salario mínimo y el acceso de los trabajadores a los satisfactores básicos, así como regular el aprovechamiento de los recursos naturales con vistas a atenuar el impacto ambiental de las actividades económicas, son acciones pertinentes y loables que por un tiempo evitaron que el desgaste social y natural resultantes de la codicia sistémica llegara a extremos catastróficos. Pero este acotamiento va en sentido contrario a la naturaleza profunda del gran dinero y por ello debe ser impuesto reiteradamente mediante la presión social, además de que siempre resulta insuficiente. La causa de la insostenibilidad del mercantilismo radical no está en que los capitales individuales, constantemente cuchileados por la competencia, sean reacios a reconocer y compensar las “externalidades” socio-ambientales

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negativas, sobre todo las de efecto retardado y acumulativo, que en lo inmediato no tienen efectos significativos sobre la productividad. Esta insensibilidad podría ser suplida por leyes e instituciones públicas, pero lo que ninguna reglamentación puede modificar es la racionalidad productivista profunda de un absolutismo mercantil cuyo único motor es el lucro. Lógica predadora que está presente en la obsesión empresarial por la tasa de ganancia pero también, y sobre todo, en la perversa conformación material y espiritual del mundo del gran dinero, en su visión de la historia y en sus paradigmas científico-tecnológicos. Desde la primera revolución industrial, el capital ha prohijado una tecnología a su imagen y semejanza pergeñada por un establishment de investigación dependiente del financiamiento privado, que tiende a privilegiar los elementos simples sobre la complejidad sistémica, lo uniforme sobre lo heterogéneo, lo expansivo y escalable sobre lo autocontenido, la especialización sobre el holismo, la aceleración sobre el ritmo y la cadencia. Una producción de conocimientos “rentables” donde lo que importa es la velocidad, la rapidez de la reposición tecnológica, el acortamiento del tiempo de rotación del capital. La conversión productiva, la expansión de los mercados y, en otra esfera, la revolución francesa y sus secuelas catapultaron la idea de cambio social. Pero de tanto mirar al horizonte cosificamos el futuro haciendo de la historia una perpetua huida hacia delante en un tiempo lineal, homogéneo, vacío. Progreso, desarrollo y modernidad devinieron axiomas incuestionables, principios impresos en el disco duro de una humanidad siempre doliente pero siempre marchando en pos de un espejismo de abundancia y libertad. Así las cosas, la que inauguró el tercer milenio no es una crisis económica más sino un fin de fiesta, un cambio de época que se origina en estructuras profundas y de larga duración, una debacle sistémica de múltiples y convergentes

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dimensiones por la que entramos en un periodo de inestabilidad y turbulencia presumiblemente prolongado. Porque no sólo se desfondaron el entramado financiero, la producción y el mercado, también están exhaustos el modo de relacionarse con la naturaleza, los patrones de consumo y de urbanización, el modelo científico-tecnológico, el imaginario colectivo, la socialidad, la política, el Estado... Se esfuma igualmente el paradigma del progreso y con él la negación del pasado y la fetichización del porvenir que por un par de centurias nos tuvieron trabajando para la historia como quien trabaja en una fábrica. En un suspiro cósmico, se consumió hasta la raíz nuestro modo de ser-en-el-mundo.

Todas las crisis: la crisis La mercantilización contra natura de todo lo habido y por haber, y su saldo: la insalvable contradicción externa del sistema con el hombre y la naturaleza, son atalaya idónea para abarcar el conjunto de la poliédrica crisis que nos atosiga. Veamos. Padecemos un desgarriate ambiental que ha llegado al punto de ocasionar un cambio climático de repercusiones catastróficas. Y en la base de esta crisis se encuentra el irracional y contaminante consumo de combustibles fósiles. Pero enfrentamos, también, una debacle energética que tiene que ver con lo que llaman el “pico de Hubbert” (véase Santa Barbara), punto de inflexión pasado el cual se presenta una declinación general de la producción de petróleo en el planeta. Esto no quiere decir que ese combustible se acabará de un día para otro, sino que se está presentando una baja creciente de sus rendimientos energéticos, es decir que cada vez se requiere más energía para producir la misma cantidad de energía petrolera. Y así como la eficiencia del petróleo disminuye porque su cali-

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dad empeora y las condiciones de su extracción son más difíciles, su precio aumenta tendencialmente. La escasez relativa de los combustibles fósiles —irreversible pues los hidrocarburos son recursos limitados, pero que se agudiza o atenúa según sean las expectativas de crecimiento económico— es causa de una severa crisis porque vivimos envueltos en petróleo. Los egipcios lo empleaban para embalsamar a sus muertos, los babilonios en la construcción, los griegos para alumbrarse, los mesoamericanos para decorarse los dientes, pero en el último siglo los hidrocarburos devinieron el recurso natural más socorrido de la modernidad. Producimos gracias al petróleo, globalizamos el comercio con ingente gasto de petróleo, cosechamos y comemos gracias al petróleo, viajamos montados en petróleo, nos alumbramos con petróleo, lo empacamos todo en petróleo, nos vestimos con petróleo, bebemos agua envuelta en petróleo... Vivimos en una civilización petrolizada, y cuando el “oro negro” se agota sufrimos severas convulsiones, estertores que no sólo son energéticos sino también alimentarios pues la comida encarece porque las cosechas se emplean en parte para otros fines como producir agrocombustibles que sustituyan al petróleo pero igualmente debido al agotamiento del paradigma industrial aplicado a la agricultura: un modelo basado en el consumo excesivo de hidrocarburos (fertilizantes y otros agroquímicos; combustibles para bombas de riego, para máquinas agrícolas, para la agroindustria, para el transporte...) que se empieza a generalizar a partir de mediados del siglo xx con la Revolución Verde y que está llegando a sus límites absolutos por razones ambientales pero también económicas y sociales. Hay otros desastres que se originan no en el carácter ecocida del capital sino en su viciosa relación con la sociedad. Ahí está, por ejemplo, la estampida migratoria planetaria. Una crisis demográfica que no puede leerse como plausible autoajuste del mercado de trabajo pues se trata

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de un verdadero éxodo; una corrida poblacional que va del Sur al Norte, del Oriente al Occidente, del campo a la ciudad, de la periferia al centro. Y el vaciamiento de pueblos, regiones y países enteros se debe al desfondamiento de la esperanza, al déficit de futuro que padecen las sociedades orilleras. Pero aun en su dimensión estrictamente laboral la creciente trashumancia planetaria es una muestra de la perversidad del mercado de trabajo, un mercado que lejos de pagar precios iguales por bienes iguales criminaliza a los braceros peregrinos, lo que permite reducir sustancialmente el salario directo e indirecto de los migrantes indocumentados. Y cuando mercancías iguales no se venden a precios iguales, cuando el que tengas o no un papelito que comprueba que hiciste un cierto trámite migratorio tiene efectos diferenciales en la retribución de tu trabajo y en tus condiciones laborales, esto significa que el mercado de trabajo está intervenido y politizado en vez de ser un virtuoso, eficiente, imparcial y automático asignador de recursos. Finalmente, una irracionalidad no menor subyacente en la incontenible globalización de a pie son los desajustes que ésta ocasiona en la estructura de edades de las regiones de origen. Al dilapidar el “bono demográfico” que representa ser sociedades de jóvenes y erosionar las estrategias de supervivencia basadas en la solidaridad productiva transgeneracional que ancestralmente han practicado las comunidades rurales, sin sustituirla por sistemas de pensiones y de seguridad social financieramente sostenibles, en los países expulsores de jóvenes se está montando una bomba de tiempo que estallará irremisiblemente cuando su población envejezca, cuando devengan sociedades senectas sin haber tomado provisiones para ello. Y tenemos, por último, la crisis financiera, debacle cuya fuente radica en que el capitalismo no sólo trata como mercancías al hombre y a la naturaleza, que no lo son, sino que también trata como mercancía al dinero, que es un medio

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de cambio y no un producto entre otros. Pero lo cierto es que hay un mercado monetario, un perverso y sobredimensionado sistema financiero donde se compra y se vende dinero. Y en las orillas de este mercado de dinero se le vende dinero a gente que no tiene para pagarlo, lo cual resulta riesgoso aunque se lo den más caro, y sobre todo porque cuanto más caro se lo venden más riesgoso resulta. Pero como finalmente de lo que se trata es de vender dinero y no de cobrarlo, las propias obligaciones de pago se bursatilizan o se ofertan en el mercado de derivados y así se conforma una deuda impagable —una deuda chatarra— que provoca el derrumbe del sistema financiero. Lo cual es en principio un problema de los banqueros y especuladores pero pronto trasciende la economía virtual y se traslada a la economía real hasta cobrar la forma de una crisis de sobreproducción. Crisis gestada durante un largo periodo de “sobreconsumo” sostenido con créditos excesivos concedidos a insolventes, y que deriva en recesión, despidos, cierre de empresas, quiebras y, en general, destrucción del capital productivo “sobrante”. Y el círculo vicioso se cierra cuando la crisis originada en la economía virtual de los que trafican con dinero y trasladada a la economía real de los que trafican con productos se extiende a la vida de las personas, que de un día para otro pierden empleo, patrimonio y esperanzas.

Escasez y renta La tectónica de placas del capitalismo ocasiona fracturas y traslapes que acumulan energía y provocan sismos recurrentes, unos ambientales, otros económicos, otros más sociopolíticos. Es claro que detrás de las crisis está la Crisis, pero siendo inseparables cada fisura tiene una especificidad que amerita ser explorada por sí misma. Trataré aquí de mapear una de las fallas sistémicas que nos tie-

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nen en vilo. Fractura mayor y transversal al sistema es el carácter progresivamente rentista del capitalismo. Porque tras de las crisis ambiental, energética, demográfica, alimentaria y económica hay factores comunes, premisas compartidas que nos remiten a la cuestión del sobrelucro. Veamos en particular el caso del petróleo, sin duda una de las mercancías ficticias de tipo de las que habla Polanyi, un recurso natural al que el mercado pone precio pero que en rigor no puede ser manejado como si se tratara de un producto convencional en términos mercantiles. El petróleo esta ahí, en el subsuelo, de donde se extrae para transformarlo. Y estos procesos generan utilidades porque resultan de inversiones de capital. Pero también generan renta, un ingreso extraordinario que se origina en la valorización mercantil de un bien escaso y que remite a la relación del sistema con los factores naturales que intervienen en la producción. Renta es, entonces, la forma que adopta en el mercado el beneficio económico que genera, en el capitalismo, el empleo productivo de un bien natural escaso y diferenciado cualquiera que éste sea. Lo valorizado puede ser tierra, agua, aire, biodiversidad, recursos del subsuelo, franjas del espectro electromagnético o ubicaciones geográficas privilegiadas. La renta es, entonces, una relación a la vez interna y externa del capital. La presencia de la renta en el capitalismo fue estudiada por los economistas clásicos y por Marx, y aunque a veces se la veía como rezago del viejo orden feudal los analistas más penetrantes la caracterizaron como fenómeno específico del absolutismo mercantil (véase Bartra, op. cit.). Para mi gusto, la conceptualización más filosa es la de David Ricardo, quien desde las primeras páginas de sus Principios de economía política se percata de que las rentas meten ruido en la operación de las leyes que rigen el sistema que se ha propuesto dilucidar.

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En la sección 1 del capítulo i, dedicada al valor, Ricardo establece que la ley de los precios funciona para las mercancías “cuya cantidad puede ser aumentada por el esfuerzo de la industria humana y en cuya producción la competencia actúa sin restricciones” (Ricardo: 28), y más adelante insiste en que de esta ley hay que hacer “excepción de las [mercancías] que no pueden ser aumentadas por la industria humana” (ibid.: 29). Y en esta tesitura, en el capítulo ii, se ocupa de la renta del suelo y en el iii de la renta de las minas, es decir, de las actividades donde hay “restricciones” a la industria humana porque dependen de la naturaleza y su “potencia original” (ibid.: 63). Recursos no creados por el hombre que ocasionan “variación en el valor relativo de las cosas” (idem) por cuanto aparecen como escasos ante las necesidades de la producción social. La renta es un epifenómeno de la escasez cuando ésta se presenta en el contexto de la producción capitalista: “cuando la tierra es muy abundante, productiva y fértil no produce renta” (ibid.: 69), y “si hubiera abundancia de minas igualmente fértiles, de las que cualquiera pudiera apropiarse, no producirían renta” (ibid.: 79). Esta variación a la alza del “precio relativo” de ciertas mercancías, proveniente de que la “potencia original” de la naturaleza resulta diferenciada y escasa respecto de las necesidades de la producción social, es un flujo que se incrementa en proporción directa a la expansión de la actividad humana. La idea de que las potencias científico-tecnológicas de la industria suplirían progresivamente la “potencia original” resultó inconsistente, como resulta claro en tiempos de catastrófico cambio climático, desertificación, enrarecimiento y contaminación del agua dulce, pérdida de biodiversidad... Hoy son escasos recursos naturales que hace 200 años parecían inagotables. ¿No hace la Naturaleza nada por el hombre en la manufac-

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tura? —se pregunta Ricardo, reaccionando a una aseveración en ese sentido de Adam Smith en La riqueza de las naciones— ¿No son nada la potencia del viento y el agua, que mueve nuestra maquinaria y ayuda a la navegación? La presión de la atmósfera y la elasticidad del vapor, que nos permite mover las máquinas más estupendas ¿no son acaso dones de la naturaleza?, sin contar los efectos del calor para ablandar y derretir los metales, la descomposición de la atmósfera en los procesos del tinte y de la fermentación. No puede mencionarse una sola manufactura en la que la naturaleza no proporcione al hombre su ayuda generosa y gratuita (ibid.: 71).

Pero esta generosidad y gratuidad son limitadas. Y así Ricardo apunta las repercusiones de una escasez que le parece remota: Si el aire, el agua, la elasticidad del vapor y la presión de la atmósfera fueran de diferentes calidades, si pudiesen ser apropiados, y cada calidad existiese solamente en cantidad moderada, estos agentes, lo mismo que la tierra, producirían renta (ibid.: 70).

Si sustituimos los factores naturales que percibe Ricardo por los que dos siglos de expansión productiva han puesto en entredicho tendremos que reconocer que en nuestros días lo que para él es una situación hipotética se ha vuelto realidad. En el tránsito del siglo xviii al xix el problema eran las rentas territoriales, en el arranque del tercer milenio el problema es que cada vez más recursos naturales que aparecen como escasos son “apropiados” —ahora decimos “privatizados”— y producen rentas cuantiosas, pues, como sabía Ricardo, “el trabajo de la Naturaleza se paga, no porque rinde mucho sino porque rinde poco. En la medida en que se vuelve mezquina en sus dones, exige un precio mayor por su trabajo” (idem).

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Es decir, que las rentas son directamente proporcionales a la escasez. Y es precisamente la escasez relativa de recursos naturales lo que define la época de descalabros ecológicos que padecemos. El capitalismo de la crisis ambiental es un capitalismo cada vez más rentista, en el que la plusvalía generada por el trabajo que se desempeña en inversiones productivas se desvía cada vez más hacia funciones básicamente especulativas que valorizan la propiedad sobre la base de la rareza de ciertos recursos naturales. Flujo de valor perverso que se suma a la explosión de las ganancias generadas por la especulación financiera para configurar un capitalismo cada vez más distante del sistema netamente industrial en que pensaban Ricardo y Marx. La renta no es una perversión ocasional, un sobrelucro infrecuente y marginal. Estamos rodeados de rentas por todas partes. Después de cientos de años de absolutismo mercantil, un sistema que debía sustentarse estrictamente en la acumulación de plusvalía generada por la inversión productiva no sólo reproduce sino que amplía las fuentes de ingreso de raigambre precapitalista sustentadas, más que en la aplicación de capital, en la apropiación de recursos naturales escasos. Hoy podemos afirmar que el capitalismo realmente existente se reveló como un sistema rentista en el que la inversión productiva es un medio para realizar las rentas y sobre todo para incrementar las rentas diferenciales. *** Necesitamos paradigmas alternos, jubilar al capitalismo y despedir a sus acólitos, desguazar al “autómata animado” y fundir al “hombre de hierro”, necesitamos airear o de plano reinventar el Estado, zurcir el tejido social que traemos muy deshilachado. Y todo esto lo necesitamos no para ser libres, sabios, opulentos y felices sino simplemente para

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seguir vivos. Basta de prometer las perlas de la Virgen al triunfo de “la revolución”. Lo inmediato es parar el “molino satánico” desbocado. Después, ya veremos.

Encrucijada Todo indica que llegamos al final de un ciclo histórico. Concluyó entre zapatazos y abucheos una de las fases más desmecatadas del capitalismo, el mercantilismo absoluto está exhausto. Pero como que nos cuesta asimilar la enormidad del momento. Cada quien habla de la parte de la crisis que cree entender: la financiera, la ecológica, la social, la política… Pocos se atreven con la crisis de crisis. La gran pregunta es quién pagará los platos rotos. Quién recogerá el tiradero dejado por un orden torpe y atrabancado que en su corta vida hizo grandes estropicios sociales y ambientales. Si el malcriado la libra con un zape y sigue tal cual el costo correrá por nuestra cuenta y lo más probable es que el gran dinero vuelva a las andadas. Si en cambio se nos ocurre pronto un modo de producir que no esté movido por las ganancias empresariales y nos animamos a ensayarlo seguramente el precio será menor y el futuro más luminoso. Es hora de grandes decisiones. Pero cuando todo lo que parecía fijo se desvanece en el smog se impone sacudirle el polvo también a las ideas. Faena común en la que, sin embargo, caben vocaciones personales. Y como marxista que fui durante casi toda la segunda mitad del siglo xx, pienso que me toca reflexionar sobre la prolongada crisis de la izquierda que arranca con la segunda guerra mundial. En todo caso eso es lo que hago en el presente ensayo, donde la obra y circunstancia de Sartre son excusa para recorrer algunos grandes problemas que en aquel entonces apenas salían a la luz y hoy nos estallaron en la cara.

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La izquierda estuvo un rato en la banca por lesiones, pero en el segundo tiempo regresamos a la cancha. A ver si algo aprendimos.

I. LOS CAMINOS DE JEAN-PAUL SARTRE

¿Cómo —nos preguntamos ahora— llega el hombre a enajenar su trabajo, a desprenderse de él como algo extraño? ¿Cómo aparece fundada esta enajenación en la esencia del desarrollo humano? Carlos Marx, Manuscritos económico-filosóficos de 1844

El pensamiento de Sartre posterior a la segunda guerra mundial, tal como lo despliega en prólogos y en escritos de circunstancias publicados en Les Temps Modernes durante los años cincuenta y agrupados en los volúmenes de la revista Situations titulados Problemas del marxismo (de 1964 y 1965), y sobre todo en el discurso más ambicioso y sistemático que conforma la Crítica de la razón dialéctica (de 1960), es búsqueda intelectual ubicada en la debacle de paradigmas de mediados del siglo xx, es reflexión sobre dicho colapso y es, también, pensamiento inmerso en el íntimo desasosiego del filósofo que se afilia a un marxismo insoslayable pero en crisis, que según el autor de El ser y la nada (de 1943) pide ser teóricamente recimentado a partir del existencialismo que él profesa. Existencialismo nacido de la reacción de Kierkegaard frente al absolutismo hegeliano y que con Sartre pasa de indagar sobre un sujeto sin expreso anclaje social a interrogarse por el hombre histórico en situación. En la medida en que perdura el malestar intelectual de las izquierdas que marcó los últimos dos tercios del siglo pasado, el pensamiento de Sartre se mantiene vigente, y 39

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no tanto por lo incisivo de sus asertos (algunos lo son) como por la pertinencia de sus interrogantes. Y es que, como escribe él mismo, “las respuestas están en las preguntas” (Sartre, 1965: 193).

El fin de la esperanza La larga muerte de España bajo el franquismo —agonía presenciada por todos y consentida por demasiados, que se prolongó por más de cuarenta años— clama en las voces anónimas del libro El fin de la esperanza (Hermanos, 1956). Sobre ese texto, publicado en francés en 1950, escribe Sartre: Hemos entregado a nuestros hermanos. La voz [...] se convierte en la voz [...] de un hombre que hemos asesinado [...] Morir no es nada: ¿pero morir con vergüenza, con odio, con horror, lamentando haber nacido? Es el Mal radical y no hay que pensar que victoria alguna puede borrarlo [...] Aunque liberásemos a España. Es necesario que leáis para saber cómo se grita el fin de la esperanza, porque dentro de poco nos tocará el turno a nosotros. Luego no habrá ya nadie que grite. Ni nadie que se tape los oídos (ibid.: 53-54).

Y el filósofo, que durante la segunda guerra mundial había descubierto la fraternidad ante la muerte y escuchado el grito terrible de la desolación, asume con enjundia el compromiso de restaurar la utopía. O cuando menos la condición de posibilidad de la utopía, es decir, la esperanza utópica sustentada en el mundo de lo posible. Y lo hace tanto en la práctica militante como tratando de restablecer teóricamente la inteligibilidad de la historia a partir del hombre como libertad, como praxis, como proyecto.

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La inexcusable y vertiginosa necesidad de elegir ya había sido tema de un trabajo filosófico anterior, El ser y la nada, y también de las tres novelas agrupadas en Los caminos de la libertad. El estragado mendigo con quien tropieza Mateo en las páginas iniciales de La edad de la razón —primera de la trilogía— es lo que queda del enhiesto anarquista que a la postre no fue a Madrid para defender la República española: “Yo quería ir, se lo juro. Sólo que...” (Sartre, 1949: 8). Al final, el protagonista de la novela, ingresado en la desolada “edad de la razón”, rememora al clochard que había querido —y no— enrolarse en las milicias y, quizá, recuerda igualmente el trago que quiso tomarse con él y que no se tomó. “Tu vida está llena de ocasiones perdidas” (ibid.: 16), le dice Marcela a Mateo, quien monologa como si él también hubiese leído a Sartre: “Pero yo, todo lo que hago lo hago por nada; se diría que me roban las consecuencias de mis actos [...] No sé qué daría por realizar un acto irremediable (ibid.: 435).” El alzamiento de los militares contra la República española es más que anécdota literaria o asunto circunstancial; para Sartre y su generación (los que treinteaban cuando se alzaron los generales), el fusilamiento de la democracia y de la inteligencia al otro lado de los Pirineos es un llamado al enrolamiento social. Como lo fue la derrotada insurrección china de los años veinte para Andre Malraux, participante en el movimiento y autor de una de las primeras novelas que abordan la revolución libertaria como compromiso y desgarradura, La condición humana. El relato concluye alegóricamente con dos vidas que se bifurcan. La compañera de Kyo, revolucionario caído en el alzamiento de Shanghai, se dispone a continuar la lucha: “La Revolución acaba de pasar por una terrible enfermedad, pero no [ha] muerto [...] Kyo y los suyos, vivos o no, [son] quienes la [han] lanzado al mundo” (Malraux, 1970: 341). En cambio el padre de Kyo ha perdido asidero:

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Era Kyo quien me unía a los hombres; el marxismo ha dejado de vivir en mí. Ante los ojos de Kyo era una voluntad [...]; pero ante los míos es una fatalidad, y me ponía de acuerdo con él porque mi angustia de la muerte armonizaba con la fatalidad. Ya no hay más angustia en mí (ibid.: 343).

Ahí están los temas de El ser y la nada y de la Crítica..., disquisiciones filosóficas marcadas a fuego por las turbulencias políticas y éticas de su (nuestro) tiempo. La del “medio siglo” es una humanidad que no se halla, y los libros que documentan el malestar son best sellers antes del tiempo de los best sellers. La condición humana aparece en español a menos de tres años de su publicación en francés y sus reimpresiones se multiplican, mientras que La edad de la razón se conoce en México cuatro años después que en Francia, en una primera edición de 5 000 ejemplares, que eran muchos entonces, y lo siguen siendo. Y lo mismo puede decirse de la obra literaria y ensayística de otros compañeros de Sartre (marxistas o existencialistas, fraternos o bronqueados entre sí pero todos abismados y vehementes) como Simone de Beauvoir, que en novelas como Los mandarines (de 1954) despliega su vivencia de la época y en ensayos como Para una moral de la ambigüedad (de 1947) deja constancia de su relación de amor/ odio con el marxismo al que, como muchos, le reprocha que en su teoría de la historia las voluntades humanas “no aparecen como libres [pues] son reflejo de condiciones objetivas” (De Beauvoir, 1972: 21). Y el mismo ánimo perturbado lo comparten intelectuales franceses como la malograda Simone Weil, los surrealistas André Breton y Paul Eluard, además de Paul Nizan, Albert Camus, Maurice Merleau-Ponty y Edgar Morin, entre otros. Cierto, el existencialismo galo es igualmente una moda, pero sus emblemas no se agotan en el Café de Flore y las mallas negras de Juliet Greco.

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Por los años en que se publica la Crítica..., de Sartre, Edgar Morin reflexiona sobre los mismos temas y con motivos semejantes: “El increíble brote de barbarie en el corazón de la civilización occidental que han impuesto dos guerras, los fascismos y el estalinismo nos obliga a examinar la cabeza y el corazón del hombre” (Morin, 2007: 30). Partiendo de que Marx hizo a la política heredera y realizadora de la filosofía, pero también de que tanto la política clásica como la radical están en crisis, el sociólogo propone una “antropopolítica” que “plantee al modo político el hasta ahora filosófico problema del hombre” (ibid.: 17), una política que no abandone la idea marxiana de “revolución” pero que la radicalice y le añada complejidad. Así, en los años sesenta del siglo pasado Morin se incorpora a la corriente de pensadores críticos que se preocupan por dilucidar el sustento de una enajenación que ni el “desarrollo de las fuerzas productivas” ni la “abundancia” de que goza el occidente metropolitano hacen remitir, coincidiendo con Sartre en que la rareza y la reificación son consustanciales a un hombre angustiado y multidimensional que no debe reducirse al homo faber marxiano. Regresaremos a Morin cuando se aborden estas cuestiones y también las del ecologismo, al que se incorpora fervientemente desde fines de los años setenta. Igual talante encontramos en pensadores alemanes como el existencialista Karl Jaspers, quien enfrenta la crisis moral, política y social asociada al ascenso del nacionalsocialismo con una renovada búsqueda del fundamento. Destituido como profesor con el argumento de que su esposa es judía, Jaspers es víctima temprana del régimen hitleriano: “Yo sabía que en lo sucesivo no podría hablar públicamente” (Jaspers, 1958: 139), escribe en el epílogo de 1956 de la segunda edición de Filosofía de la existencia, tres lecciones dictadas en 1937. Esos textos fueron su “última publicación hasta [...] el aniquilamiento del nacional-

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socialismo” (ibid.: 139). En ellas, dice, “levanté una voz [...] casi desesperanzada” (ibid.: 146). Entonces llegué a ser algo de lo que todavía no había sido consciente: alemán no en el sentido nacional sino ético. Porfié en lo que creía, con peculiar germanidad, contra el mundo circundante, cada vez más terrible, más abandonado, más adverso al hombre (ibid.: 141).

Y concluye: “En aquella atmósfera de coacción total estas conferencias significaban un homenaje a la razón [...] el cerciorarse de lo esencial, el pensar en el fundamento de todo ser” (ibid.: 142). La primera conferencia es precisamente una exploración filosófica en torno al fundamento, búsqueda necesaria para sobrevivir a una realidad carente de sentido: El aspecto de la época [...] era [...] el de la nivelación, mecanización y medición de ese universal existir de la universal equivalencia de todo y de todos, donde ninguna cosa parecía “estar ahí” ya como individualidad, no obstante, el fondo que despertaba era éste: que los hombres podían ser ellos mismos; que se rebelaban en esa atmósfera despiadada que había negado la personalidad individual en cuanto personalidad. Querían tomarse en serio; buscaban la escondida realidad; querían saber lo que se puede saber; pensaban llegar, mediante la comprensión de sí mismos, a su propio fundamento (ibid.: 24-25).

En textos posteriores como ¿Es Alemania culpable? (de 1947), Jaspers sigue reflexionando sobre el tema, mientras en otros expone cuidadosamente a Marx, al tiempo que polemiza con él de manera semejante a como Kierkegaard se confrontaba con el absolutismo filosófico hegeliano, pues, según Jaspers, en el marxismo “la dialéctica se torna cau-

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salidad. Las leyes de la dialéctica se conciben como leyes causales, y esta dialéctica se convierte en la única causalidad de todo cuanto acontece” (Jaspers, 1953: 19-20). Hannah Arendt, discípula del filosofo y psicólogo alemán, dedica buena parte de su obra, desde Los orígenes del totalitarismo (de 1951) hasta Reporte sobre la banalidad del mal (de 1963), a diseccionar el envilecimiento humano que conmovió al siglo xx. Su desazón mayor nace de que, cuando menos por un tiempo, los regímenes totalitarios de la primera mitad del siglo xx, el de Hitler en Alemania y el de Stalin en la Unión Soviética, fueron respaldados significativamente por las elites y por los pueblos, perversión cuyas raíces encuentra en la soledad engendrada por la sociedad moderna. Una experiencia que pasó de liminal a cotidiana y generalizada, y que al adoptar la forma de movimiento “alberga un principio destructivo para toda la vida humana en común”. Su alternativa es un “nuevo comienzo”, sustentado en la libertad como raíz de la condición humana (Arendt, 1987: vol. 3: 706). Regresaré sobre la autora al abordar el totalitarismo. Miembros de la Escuela de Frankfurt como Max Horkheimer se erizan tempranamente contra el fascismo y contra el autoritarismo en la Unión Soviética al tiempo que se desmarcan de lo que consideran el fatalismo de Marx: “Su error metafísico, pensar que la historia obedece a una ley inmutable, es compensado por su error histórico: pensar que es en su época cuando esta ley se cumple y se agota” (Horkheimer: 56). En la conferencia de 1959 titulada “¿Qué significa hacer frente al pasado aclarándolo?”, otro miembro de esta escuela, Theodor W. Adorno, se ocupa del obsesionante trauma: “O secunda uno el reproche [...] o se hace frente al espanto, mediante el intento de entender lo que en rigor resulta incomprensible” (Habermas, 1998: 52). Poco antes de su trágica muerte, un militante más de esta corriente, Walter Benjamin, deja constancia de su

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ánimo fúnebre: “De los que vendrán no pretendan gratitud por nuestros triunfos, sino rememoración de nuestras derrotas. Esto es consuelo: el único consuelo que puede haber para quienes ya no tienen esperanza de consuelo” (Benjamin, 2008: 89), palabras escritas en 1940 y a las que añade un gesto elocuente al suicidarse en la frontera entre Francia y España cuando intentaba escapar del fascismo. Textos posteriores, como Más allá del Estado nacional, de Jürgen Habermas siguen girando, de una u otra forma, en tono a la misma cuestión. Pero cabe preguntarse si el mismo desasosiego que turba a los pensadores de izquierda aflige también a quienes en la coyuntura perdieron la brújula y simpatizaron con el nacionalsocialismo como, por ejemplo, Martin Heidegger. La propuesta sartreana de la existencia como praxis, como proyecto en el mundo, viene de los conceptos “ser-en-el-mundo” y “cura” formulados por Heidegger en Ser y tiempo (de 1927), libro con el que Sartre polemiza en El ser y la nada, pero que recupera tanto allí como, sobre todo, en la Crítica... No hay la misma empatía del francés con el último Heidegger, el de Introducción a la metafísica, por ejemplo, cuya pregunta por el ser es de tal orden que, según Sartre, provoca que el hombre y la historia se diluyan en “otra cosa”. Heidegger es, pues, referente fundamental del marxismo existencial sartreano y es pertinente explorar su relación con el malestar de época que motiva intelectual y políticamente a una parte de sus colegas franceses y alemanes. ¿Puede un apologista del Tercer Reich compartir la congoja que aqueja a los antifascistas? Pienso que sí pues el pertinaz desasosiego de esos años conforma un espíritu de época, un zeitgeist sintomático de la fractura civilizatoria que sacude por igual a todos los hombres sensibles por infame que sea su militancia circunstancial. Escrito en 1935, pero publicado hasta 1953, Introducción a la metafísica, contiene referencias críticas al pensa-

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miento y la cultura de su tiempo. “El espíritu [...] falsificado en inteligencia, se degrada hasta desempeñar el papel de instrumento”, reducción que en el caso de los marxistas se agota en “la regulación y el dominio de las relaciones materiales de producción” (Heidegger, 1969: 84-85). La “interpretación instrumentalista del espíritu” —concluye el alemán— ha conducido a un “oscurecimiento mundial”. Y la descripción heideggeriana del eclipse es un ceñido y visionario retrato de la por entonces aún remota globalización finisecular: un reino de la simultaneidad donde la prisa suplanta a la historia, un orden tecnológica y económicamente estragado donde no es lujo filosófico sino asunto de vida o muerte el interrogante del filósofo: “¿Qué pasa con nuestra existencia en la historia?” (ibid.: 237) Lo que Heidegger ve tras del “oscurecimiento mundial” es una “furia desesperada de la técnica desencadenada y de la organización abstracta del hombre”. Y continúa: Cuando el más apartado rincón del mundo haya sido técnicamente conquistado y económicamente explotado; cuando un suceso cualquiera sea rápidamente accesible en un lugar cualquiera y en un tiempo cualquiera [...]; cuando el tiempo sea sólo rapidez, instantaneidad y simultaneidad, mientras que lo temporal, entendido como acontecer histórico, haya desaparecido [...] entonces, justamente entonces, volverán a atravesar sobre todo este aquelarre, como fantasmas, las preguntas ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿después qué? (ibid.: 75).

Tristemente, Heidegger encuentra la salida a su zozobra metafísica en la tradición filosófica del idealismo alemán y, por extensión, en el proyecto suprematista germano: “Si la gran decisión de Europa no debe caer sobre el camino de la aniquilación, sólo podrá centrarse en el despliegue de nuevas fuerzas histórico-espirituales, nacidas

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en su centro” (ibid.: 76), y este “centro” es Alemania, un “pueblo metafísico”. Escuchar el grito desolado del sufriente y comprometerse con la rebeldía pese a la íntima desesperanza que nos angustia no es ánimo privativo de los franceses y alemanes o de la tradición cultural europea; es también talante de muchos intelectuales excéntricos. Los cuentos y novelas del chino Lu Sin (1881-1936) escritos entre la tercera y cuarta décadas del siglo pasado, en medio del torbellino revolucionario, son, como él mismo explica en un prólogo de 1922, “grandes gritos de llamada” para despertar a quienes duermen dentro de “una enorme casa de hierro sin ventanas y prácticamente indestructible”, con el propósito de que cuando menos sepan que van a morir asfixiados... Y también porque mientras haya hombres despiertos “no puedes asegurar que no existe la esperanza de destruir la casa de hierro” (Lu Sin: 6). La metáfora es socorrida —lo que resulta sintomático—, y ya Max Weber se había referido en 1904 a una “jaula de hierro” para dramatizar el “orden económico moderno”, y en un cuento de Charles Maurras, ultraderechista monárquico y consejero del Mariscal Petain durante la ocupación alemana de Francia, se usa la misma imagen pero para proclamar que todo estará mejor si no se despierta a los durmientes. En la antípoda, otra insurrección popular y otros escritores desgarrados como José Revueltas (1914-1976) documentan el naufragio material y espiritual de la revolución mexicana en el mar de los sargazos del sistema de partido único. Y aunque marxista militante, al novelista también le cala el vientecillo helado de la incertidumbre. Así en Los días terrenales (de 1949), Gregorio, encarcelado y torturado, reflexiona desde el pozo ciego de su celda: “El problema consiste en soportar, en resistir la verdad interna de uno mismo [...] porque la verdad es el sufrimiento de la verdad [...] Soportar la verdad —se le ocurrió de pronto—

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pero también la carencia de cualquier verdad” (Revueltas, 1991: 232). Y como Gregorio, Revueltas admite que nuestra verdad puede ser la ausencia de la verdad. Por lo que ciertos marxistas lo tacharon de individualista y pesimista, mismas acusaciones que por esos años le endilgaban al existencialista francés. Conforme se cerraba el ciclo de las revoluciones iniciado en 1789 e iba quedando atrás el no siempre optimista pero siempre expectante siglo xix, la humanidad pasaba del ánimo augural a un talante escéptico, luego lúgubre y a la postre desolado. Y aquí humanidad no alude al total de las personas (muchas enclaustradas en mundos estrictamente locales) sino a las élites —con el tiempo muchedumbres— que el acceso a los proliferantes medios cosmopolitas de comunicación volvía ciudadanas del mundo. Así un cierto aire de familia impregna —más allá de sus obvias diferencias— a casi todos los intelectuales progresistas de los tiempos de la segunda guerra mundial, sean éstos europeos o tercermundistas, existencialistas o marxistas. El malestar moral, intelectual y político de Sartre es síndrome compartido que se asocia con la esclerosis múltiple de ciertos paradigmas que no sobrevivieron a las zozobras de aquel infausto “medio siglo”.

Naufragio del prometeísmo Los pasmosos ingenios bélicos desarrollados después de la Gran Guerra, y su consecuencia: los casi 50 millones de muertos de la segunda guerra mundial, y en particular aquellos que perecen calcinados o envenenados por la radiación durante y después de su estremecedor final en Hiroshima y Nagasaki (un procaz puntapié al caído, propinado por el “bueno” de la película); su prolongación en la “guerra fría”, pautada por la suicida carrera armamentis-

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ta (bomba atómica, bomba de neutrones, bomba de hidrógeno...); el ominoso empleo pacífico del átomo en plantas termonucleares, y el catastrófico deterioro del medio ambiente, saldo de los productivistas e insostenibles patrones seguidos por la industria, la agricultura, el consumo y la urbanización, desfondan la confortante visión prometeica de la historia según la cual el imparable y progresivo desarrollo de la ciencia y la tecnología a la postre nos harían libres de la escasez y por tanto desalienados y felices. Prometeísmo consustancial al pensamiento de los apologistas del capital, dado que la acumulación a toda costa se justifica en tanto que motor de la intensificación tecnológica y la expansión económica que producen riquezas, pero compartido por el marxismo corriente en tanto que éste sugiere (enfáticamente en el Manifiesto comunista de Carlos Marx y Federico Engels) que es el imparable embarnecimiento de las virtuosas “fuerzas productivas” lo que, tarde o temprano, hará saltar las costuras de las viles “relaciones capitalistas de producción” (con una manita de sus amigos proletarios, claro está). Un ejemplo de fatalismo economicista es la pretendida sociología marxista de Bujarin, de la que muy pronto se distancia Lukács, quien en una reseña de 1925 polemiza contra la posición muy difundida, tanto en el materialismo vulgar de muchos comunistas como en el positivismo de muchos burgueses, de que haya de verse en la técnica el principio objetivamente motor y decisivo del desarrollo de las fuerzas productivas. Es evidente que con esta concepción se afirma un fatalismo histórico, una eliminación del hombre y de la práctica social, una acción de la técnica como “fuerza natural” de la sociedad, como “ley natural” social (Lukács, 1969: xxxv).

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Descrédito del fatalismo económico El ciclo de la descolonización y las revoluciones populares (muchas de “liberación nacional”) que marca gran parte del siglo xx despierta expectativas e ilusiones pero también arrumba creencias acendradas. Así la evidencia de que los países periféricos y presuntamente “demorados” que optaron por la economía de mercado no marchan por la proverbial autopista de los metropolitanos, sino por las procelosas brechas del “subdesarrollo”, sacude la visión unilineal de la historia como curso ineluctable hacia las mieles de la modernidad. En el mismo sentido pero en otro contexto doctrinario, los procesos emancipadores orilleros que optan por el socialismo le mueven el piso a la apuesta marxista por la revolución metropolitana, apuesta también prometeica por cuanto los “palacios de invierno” debían ser tomados precisamente donde las fuerzas productivas hubieran alcanzado su pleno desarrollo. El fetichismo del mercado autorregulado como motor de una “modernización” de curso ineluctable en todos los países y la hipótesis de la “revolución partera de la historia”, cuya premisa es la maduración nacional de sus condiciones “objetivas”, son determinismos económicos simétricos (uno y otro pretenden leer el futuro en las entrañas económicas del sistema) que el desconsiderado curso del siglo xx se encarga de vapulear.

Pudrición de la utopía realizada Salvo para los prescientes que de antemano sabían que iba a fracasar pues descreían en la viabilidad del anticapitalismo excéntrico por considerarlo prematuro (algo así como sietemesino), el derrumbe del “socialismo real” —orden presuntamente alternativo fraguado principal-

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mente en las orillas del sistema— pone en cuestión las convicciones más entrañables de la izquierda comunista, aquella que había visto en las revoluciones libertarias “el fin de la prehistoria y el inicio de la verdadera historia”, cuando la especie humana por fin se habría desembarazado de la alienación económica (al mercado) y política (al Estado). Pero a la postre el socialismo (el real de quienes se rompieron el alma edificando el esperpento, no el ideal de quienes siguen esperando sentados el tiempo y la oportunidad de hacerlo bien) resultó un orden productivista, autoritario y tan alienante como el capitalismo; un infierno social que, por contraste, hacía deseable el “mundo libre” (cuando menos el “mundo libre” que mostraban el cine, los magazines y la televisión “occidentales”). El colapso durante el siglo xx de la utopía realizada no significó necesariamente la pérdida del espíritu utópico. De hecho el utopismo tiene historia; no son iguales los ejercicios de imaginación política de Tomás Moro (Utopía, 1516) o de Francis Bacon (La nueva Atlántida, 1620), que constituían verdaderas utopías (no hay tal lugar) en el sentido de que las ubicaban en un espacio distinto del real, de construcciones intelectuales posteriores que, montándose en el sentido de la historia propio de la modernidad, eran en verdad ucronías, pues situaban sus mundos alternos en un tiempo diferente del presente y habitualmente en el futuro más o menos próximo. En esta última tesitura, las utopías de Robert Owen, Charles Fourier o Claude Henri Saint-Simon son respuestas ideológicas, pero también pragmáticas, a los desilusionantes saldos de las primeras revoluciones de la modernidad, planos de arquitectura social que sus seguidores buscan edificar en los márgenes del sistema a fuerza de voluntad y mecenas dispuestos a hacer donativos. El marxismo constituye una nueva vuelta de tuerca al utopismo, que con él deja de ser ejercicio de imaginación o

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modelo para armar para convertirse en destino manifiesto, en devenir ineluctable cuyo advenimiento está escrito en los engranes de la producción económica. En un librito de título afortunado, Del socialismo utópico al socialismo científico, Federico Engels, explica apretadamente esta conversión y, después de recorrer diversas ilusiones societarias del pasado, expone sintéticamente la aportación de Marx y de él mismo: Las nuevas fuerzas productivas desbordan ya la forma burguesa en que son explotadas, y este conflicto entre las fuerzas productivas y el modo de producción no es precisamente un conflicto planteado en las cabezas de los hombres [...] El socialismo moderno no es más que el reflejo [en la mente] de este conflicto material (Engels, s.f.: 63).

En el providencialismo científico, la utopía se convierte en aquello que no-es-aún pero está en-curso-de-ser; deviene cheque posdatado que el desesperanzador siglo xx se encargó de romper en pedazos con otras muchas deudas de la modernidad. Digámoslo en palabras de Alain Touraine: La afirmación de que el progreso es la marcha hacia la abundancia, la libertad y la felicidad y de que estos tres objetivos están fuertemente ligados entre sí no es más que una ideología constantemente desmentida por la historia (Touraine, 1994: 9-10).

Pero el descrédito de las utopías futurizadas propias de la modernidad que he llamado ucronías no parece haber cancelado la imaginación como acicate político. La utopía regresa hoy, pero en sus modalidades previas al “socialismo científico”: como “autonomías locales”, “economías solidarias” y “mercados justos” edificados en las grietas del sistema, o como experiencias efímeras pero trascendentes

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que actualizan el otromundismo en el aquí y ahora. Arcadias de la resistencia, en el espíritu de lo que ya en los años sesenta del siglo xx planteaba Herbert Marcuse en El fin de la utopía, y en el de la “utopía vertical” que hoy propone Javier Muguerza (Gómez: 59).

Desgaste del sujeto La visión de las clases como actores privilegiados de la historia, y en particular del proletariado como liberador de la humanidad, comenzó a pasar aceite cuando las revoluciones realmente existentes del siglo xx estallaron en países fuertemente rurales (México, Rusia, China, India, Argelia, Cuba, Vietnam, Nicaragua, Zimbabwe) protagonizadas sobre todo por campesinos (grupo social con dudosas credenciales clasistas) si no es que por marginales (el lumpen, dirían algunos). Al mismo tiempo perdía credibilidad el partido comunista, presunta vanguardia esclarecida y cabeza pensante de la clase obrera, en la medida en que el piramidal modelo leninista se desacreditaba como herramienta revolucionaria (sin que tampoco lo sustituyera el consejismo procurado por los espartaquistas); y siendo fuerte la crisis de la institucionalidad revolucionaria en la oposición más profunda era la de los partidos comunistas en el poder, que se balconeaban como burocracias corruptas y represivas. Por los mismos años, y aun antes, la resistencia a los filos más caladores del mercantilismo absoluto adoptaba progresivamente la forma de movimientos postclasistas o cuando menos transclasistas (nacionalismo, pacifismo, feminismo, igualdad racial, ecologismo, liberación sexual, protesta juvenil, movimiento gay, reivindicaciones identitarias de las etnias y de otros actores minoritarios). Todo esto ponía en jaque la añeja convicción de que la raíz de la condición libertaria del sujeto revolucionario está ex-

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clusivamente en su matriz económica, es decir en su pertenencia a una clase explotada, al tiempo que legitimaba otras pulsiones contestatarias, otros sujetos emancipadores, otros modos de congregarse para la acción colectiva, otras formas de sacudirse las pulgas. Déjenme decirlo con las palabras de György Márkus, para quien a mediados del siglo xx el pensamiento de Marx entró en un período de “búsqueda del sujeto”, el reemplazo tácito del proletariado como único vehículo del cambio revolucionario por la “humanidad” [...] [fue] realizado por representantes del marxismo occidental [como] el Lukács tardío, Benjamin, Adorno, Marcuse, [...] bajo el impacto directo de las experiencias históricas del fascismo y el estalinismo (Márkus: 194).

Y el húngaro aumenta la apuesta por la pluralidad: Si uno toma en serio la pretensión marxiana de que los esfuerzos por conseguir la pluridimensionalidad del individuo representan una necesidad radical [...] entonces la pluralidad de sujetos radicales tiene que presentarse para la crítica no sólo como una posibilidad [...] sino [...] como un postulado confirmado [...] Si la pluralidad de valores, imposibles de ordenar en una jerarquía fija, [...] se plantea como valiosa en sí misma, [...] la unidad del género humano ya no se puede pensar bajo la forma de un sujeto [y un] consenso alcanzado [sino] como el proceso continuo de diálogo ininterrumpido basado en la solidaridad práctica y la tolerancia creativa entre diferentes [...] La pluralidad de teorías radicales no es un lamentable hecho empírico que habría que superar sino una precondición de emancipación (ibid.: 197-198).

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Descentramiento de lo laboral Sin que la explotación asalariada pasara del todo a segundo plano, en el siglo xx diversas expresiones de la irracionalidad sistémica cobraron visibilidad, dramatismo y capacidad de convocatoria. En la periferia, la expoliación de los campesinos (con frecuencia indígenas, es decir, pertenecientes a etnias oprimidas como tales o colonizadas) y la multitudinaria exclusión económica y social hicieron de la condición del siempre minoritario proletariado industrial un estatus privilegiado, mientras que en las “sociedades opulentas” metropolitanas los engranes más mordientes del “hombre de hierro” (Marx, 2005: 57) (metáfora con que Marx denomina al autómata tecnológico capitalista) se ubicaron en los ámbitos del consumo y la reproducción, en modalidades interiorizadas y transclasistas de la cosificación, en la microfísica de la joda. Esto puso en entredicho las convicciones del marxismo que, ubicando acertadamente la clave de la alienación y de la explotación en el proceso productivo, en una impertinente extrapolación había visto en el conflicto laboral el escenario privilegiado de la lucha de clases, mientras que la esfera del consumo, la reproducción social y otros ámbitos públicos o privados de la vida cotidiana aparecían como derivados, si no es que “superestructurales”. El descrédito del clasismo economicista y de la postulación de lo laboral como matriz dominante de los conflictos sociales no supone necesariamente el abandono del sujeto colectivo como actor de la historia y científicos sociales de diferente formación intelectual como Alain Touraine en Francia, Alberto Melucci en Italia o James Scott en Estados Unidos, se ocupan de los reales protagonistas de la resistencia durante la segunda mitad del siglo xx tomando distancia del marxismo clásico, aunque también de la corriente sociológica estadounidense que trata de explicar la

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“acción colectiva” a partir de mecanismos de estímulo-respuesta y cálculos individuales de costo-beneficio. Pero el mayor referente de este pensamiento renovador es la tradición de análisis clasista, y de ella toman distancia. Touraine se desmarca del determinismo económico: La idea de una infraestructura material que supone superestructuras políticas e ideológicas ya no [se sostiene]. Es pues natural que las ciencias sociales hayan abandonado poco a poco su antiguo lenguaje determinista para hablar con mayor frecuencia de actores sociales. […] El actor no es aquél que obra con arreglo al lugar que ocupa en la organización social, sino aquel que modifica el ambiente social y material en el cual está colocado (Touraine: 208).

Lo mismo hace Scott: El análisis tradicional marxista le da prioridad a la apropiación de la plusvalía como espacio social de la explotación y la resistencia […] el nuestro le da prioridad a la experiencia social de los ultrajes, el control, la sumisión, el respeto forzado y el castigo (Scott: 140-141).

Y también Melucci: La acción de la clase obrera en la fase del capitalismo industrial sirvió como modelo […] para el estudio de los fenómenos colectivos […] Hoy nos encontramos al final de este ciclo […] son diferentes las formas de acción mediante las cuales se expresa la resistencia a los procesos de modernización y a su extensión mundial. La diferenciación de campos, actores y formas de acción no permite seguir con la imagen estereotipada de los actores colectivos moviéndose en el escenario histórico como los personajes de un drama épico (Melucci: 56).

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En todos los casos se enfatiza el carácter identitario y el contenido simbólico de la acción colectiva. “Un movimiento social es simultáneamente un proyecto cultural” (op. cit.: 243), escribe Touraine. La nueva forma organizacional de los movimientos contemporáneos no es exactamente “instrumental” hacia sus objetivos. Es un objeto en sí mismo. Como la acción está centralizada en los códigos culturales, la forma del movimiento es un mensaje, un desafío simbólico a los patrones dominantes (Melucci: 74).

Empleados para interpretar la acción colectiva en la segunda mitad del siglo xx, estos instrumentos conceptuales parecen diseñados en función de lo que Touraine y Melucci llaman “nuevos movimientos sociales”, sin embargo creo que el abandono del determinismo economicista y el enfoque pluridimensional como recursos para descifrar el conflicto social ya estaban presentes hace más de 35 años en el estudio clasista canónico La formación histórica de la clase obrera. Inglaterra: 1790-1832, de E.P. Thompson, quien sostiene que Todavía hoy opera la sempiterna tentación de suponer que una clase es una cosa […] Se supone que la clase trabajadora tiene una existencia real susceptible de ser definida casi matemáticamente cuando los hombres están en una determinada relación respecto de los medios de producción. [En realidad] la clase aparece cuando algunos hombres, como resultado de experiencias comunes [heredadas o compartidas], sienten y articulan la identidad de sus intereses […] No podemos entender [el fenómeno de las clases] si no lo vemos como una formación social y cultural, como algo que surge de unos procesos que sólo pueden ser estudiados en pleno funciona-

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miento y a lo largo de un dilatado período histórico” (Thompson, 1977: 7, 11).

En los diversos abordajes de la acción colectiva que indagan la formación de sujetos sociales encuentro un hilo conductor que va desde los estudios clasistas paradigmáticos como el de Thompson hasta los análisis de los heterodoxos movimientos de la segunda mitad del pasado siglo. Y es sintomático que respecto de estos temas Touraine reconozca su cercanía con los planteos de Sartre, quien, dice el sociólogo, en la Crítica de la razón dialéctica, le da [a clase] un sentido que se aproxima […] a las ideas defendidas aquí cuando dice [que] “la conciencia de clase no es la simple contradicción vivida que caracteriza objetivamente a la clase considerada: es esta contradicción ya superada por la praxis y por lo mismo conservada y negada al mismo tiempo (Sartre, 1963: t. i: 37, nota 1).

Crisis del pensamiento crítico Enfrentada al desplome de sus más caros paradigmas, en vez de quitarse las lagañas y desperezarse la corriente dominante de la izquierda socialista manotea el reloj despertador y se tapa la cabeza con la almohada. Cierto, hay excepciones iluminadoras, pero en otros casos el remedio “estructuralista” refrenda la enfermedad: extravío del sujeto sustituido por inercias y fetiches economicistas. El resultado es que la propia idea de cambio social premeditado queda en entredicho (tanto en su versión condensada: la revolución, como en su modalidad paulatina: el reformismo) y en vez de “hazaña de la libertad” la historia aparece como “fatalidad metafísica”. Y lo más grave es que si este

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pensamiento termina por volverse sentido común “luego ya no habrá nadie que grite” ni nadie que escuche, como alerta Sartre. *** En el tránsito de los milenios el malestar de las izquierdas —y de la humanidad toda— continúa. La desazón por el derrumbe del socialismo entre vítores, porras y aplausos de los sobrevivientes (pronto desilusionados pues las presuntas mieles —y hamburguesas— del capitalismo resultaron miseria sin atenuantes y desfachatada corrupción); ansiedad por las nuevas guerras coloniales, ahora tras el petróleo, en un marco de terrorismo —tanto imperial como insurgente— cuyas víctimas son principalmente civiles desmembrados igual por bombas “inteligentes” caídas del cielo que por bombas “humanas” que caminan junto a nosotros. Congoja por el anuncio cruel, implacable, puntilloso (con hartos numeritos y notas al pie) de que —ahora sí— el mundo se va a acabar por culpa nuestra a causa del calentamiento global, con lo que la humanidad pasa del miedo a la muerte súbita por conflagración nuclear (una especie de fulminante ataque al corazón), al horror por la muerte lenta y dolorosa resultante del cambio climático (una suerte de esclerosis múltiple). Alarma por la crisis energética resultante del progresivo agotamiento de los combustibles fósiles, que señala el fin de la cultura del petróleo, y poco después por la crisis alimentaria que testimonia el agotamiento de la llamada “revolución verde” y en un sentido más profundo la inviabilidad de la agricultura industrial. Pasmo por una crisis financiera que pronto deviene debacle económica global, inusitada depresión planetaria que erosiona al capital y al trabajo destruyendo en unos cuantos días el patrimonio y las esperanzas de cientos de millones de personas. Y en el ámbito de lo cotidiano, zozobra

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por la penalización de la libertad sexual por obra del sida y preocupación por el flagelo de las enfermedades crónicodegenerativas que asedian a una humanidad de pants y tenis pero cada vez más vieja y achacosa, cuyos integrantes (cuando menos los primermundistas y privilegiados) se empeñan no tanto en vivir mejor como en vivir para siempre. Nuestro mundo es un lugar peligroso donde todos tenemos miedo: miedo a que no llueva o a que llueva demasiado; miedo al desempleo, a la carestía y a la devaluación de la moneda; miedo al hambre, a la sed, a la enfermedad, al dolor, a la vejez, a la muerte; miedo a la guerra; miedo a la migra; miedo a la policía y miedo a los ladrones (a que te quiten los dvd’s piratas que vendes en el Metro o a que secuestren a tus hijos en el cajero automático); miedo al padre borracho o al marido golpeador; miedo a los virus informáticos; miedo al cáncer; miedo al sida; miedo al Alzheimer; miedo a uno mismo. Miedo a un miedo que se cuela por debajo de la puerta o por la pantalla de la tele; a un miedo que no nos deja comer, ni coger, ni dormir en paz; a un miedo que llevamos en la cartera junto con la foto de la familia y la tarjeta de crédito; a un miedo pegajoso que nos pisa los talones; a un miedo que nos separa, que nos aísla, que nos deja solos con nuestro miedo.

II. DE PROMETEO A FAUSTO

Creo provechoso observar con más detenimiento algunos de los descalabros arriba enumerados, en particular la crisis del prometeísmo, tema que además de iluminador es asunto viejo pero aún no del todo dilucidado. Hay muchas razones para cuestionar las concepciones teleológicas, pero ninguna más importante que la asociación entre el pensamiento social determinista y los movimientos y regímenes totalitarios europeos que van de la primera guerra mundial a la emblemática caída del Muro de Berlín. Persecuciones y represiones sociales, tiranías, dictaduras, gobiernos autoritarios siempre hubo en el llamado “mundo occidental”, pues, como la equidad económica, la libertad y la democracia, han sido más un ideal que realidades tangibles. Pero en el siglo pasado se implantan en Europa regímenes en los que la opresión política adopta formas cualitativamente distintas y en cierto modo superiores: ideologías, movimientos, partidos y gobiernos que pretenden legitimar discursivamente el terror, la limpieza étnica o social, la criminalización de la disidencia, los “campos de concentración”, la propaganda que apela al irracionalismo, las organizaciones y movimientos fanáticos y el expansionismo de vocación global. Y lo más alarmante es que durante un tiempo estas perversiones societarias tienen un considerable respaldo social. No me ocuparé aquí del origen histórico, sustento económico y modelo político de los totalitarismos, sino sólo de su relación con el finalismo histórico. El nazismo alemán se apoyó ideológicamente en las ideas del francés Joseph Arthur Gobineau formuladas 63

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en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853-55) (véase Gobineau, 2009) y prolongadas por Houston Steward Chamberlain y Alfred Rosenberg, para darle un presunto sustento científico a su racismo. Rosenberg afirmaba que “los valores serán creados y preservados solamente donde la ley de la sangre determine la Idea”, pues “la historia racial es [...] tanto historia natural como historia mística espiritual” (Rosenberg: 36), “Cuando el hombre trata de luchar contra la férrea lógica de la Naturaleza choca contra los principios básicos a los que debe exclusivamente su misma existencia como hombre”, escribió Adolph Hitler, y la propaganda de la ss reiteraba el concepto: “Las leyes de la Naturaleza están sujetas a una inalterable voluntad que no puede ser influida. Por eso es necesario reconocer esas leyes” (Arendt, 1987: 533). Así, el evolucionismo biológico, la teoría de la transformación de las especies formulada por Charles Darwin, deviene argumento político del suprematismo ario y del proyecto nacionalsocialista. El marxismo corriente, y en particular el estalinismo como política de Estado, se sustenta ideológicamente en el pensamiento de Carlos Marx, tomando de él, entre otras cosas, su planteamiento sobre la inevitabilidad del socialismo resultante de un curso histórico predeterminado por el desarrollo de las fuerzas productivas. En verdad los textos del autor de El capital admiten otras lecturas, pero ésta sirvió para revestir al movimiento socialista, proverbialmente al encabezado por el Partido Comunista de la Unión Soviética y por gobierno de la urss, de la fuerza de convicción que proporcionan los vaticinios infalibles. Predicciones inapelables pues se sustentan en las pretendidas leyes de la sociedad. Así, el materialismo histórico, la teoría de la evolución de las sociedades formulada por Carlos Marx, deviene argumento político del comunismo estaliniano como proyecto mundial.

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Y tanto en el nazismo como en el estalinismo la visión unilineal y fatalista de la historia apela a la ciencia. En el primero, es la comprensión científica de la Naturaleza la que sustenta el suprematismo ario hitleriano; en el segundo, es la comprensión científica de la Sociedad la que sustenta el proyecto político encabezado por la urss. Esta perspectiva analítica es la que desarrolla Hannah Arend en su crítica a los totalitarismos: El lenguaje del cientificismo profético correspondía a las necesidades de las masas que habían perdido su hogar en el mundo y estaban preparadas para reintegrarse a las fuerzas eternas y todopoderosas, que por sí mismas conducen al hombre, nadador en las olas de la adversidad, hasta las costas de la seguridad. “Nosotros moldeamos la vida de nuestro pueblo y nuestra legislación según el veredicto de la genética”, decían los nazis, de la misma manera que los bolcheviques aseguraban a sus seguidores que las fuerzas económicas tenían el poder de un veredicto de la historia (ibid.: 539-540).

A la autora del Reporte sobre la banalidad del mal no se le escapa la paternidad de Hegel en las ideologías totalitarias del siglo xx: “Es obvio que la dialéctica hegeliana proporciona un maravilloso instrumento para tener siempre razón” (ibid.: 537). El prometeísmo histórico y el darwinismo social no bastan para dar razón de los totalitarismos del siglo xx, pero no hay duda de que la ideología de la infalibilidad histórica sustentada en predicciones “científicas” jugó un importante papel tanto en la confección del discurso de las elites políticas fundamentalistas como en la conformación espiritual de los movimientos sociales fanatizados. Subyacente a la creencia de los nazis en las leyes sociales como expresión de la ley de la Naturaleza en el hombre —es-

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cribe la discípula de Karl Jaspers—, se halla la idea darwiniana del hombre como producto de una evolución natural [...] de la misma manera que la creencia de los bolcheviques en la lucha de clases como expresión de la ley de la Historia se basa en la noción marxista de la sociedad como producto de un gigantesco movimiento histórico que corre según su propia ley [...] hasta el fin de los tiempos históricos, cuando llegará a abolirse por sí misma (ibid.: 686).

Para quienes, como yo, venimos de la tradición marxista, la asimilación que hace Arendt entre nazismo y bolchevismo parece a veces excesiva. No porque encontremos diferencias de calidad entre el Gulag y el Holocausto, sino porque en nuestra lectura el “materialismo histórico” no es una profecía científica, como sí lo es el naturalismo racista de Rosenberg y Borman. Sin embargo, hay que reconocer que el severo juicio de la autora de Los orígenes del totalitarismo se ajusta ceñidamente a las fórmulas habituales en los manuales marxistas de los tiempos de Stalin. En la Historia del Partido Comunista de la Unión Soviética, preparada durante los años cincuenta del pasado siglo por un grupo de profesores de la Academia de Ciencias de la urss dirigido por B. Ponomariov y publicado por Ediciones en Lenguas Extranjeras de Moscú en todos los idiomas importantes, leemos: A mediados del siglo xix Marx y Engels realizaron una magna revolución en la ciencia. Los grandes maestros del proletariado convirtieron el socialismo de utopía en ciencia. Estudiaron el capitalismo, descubrieron las leyes del desarrollo de éste y demostraron científicamente que es un régimen transitorio [...] que él mismo va preparando las condiciones que lo llevan a la tumba [...] El capitalismo crea la condición material para la puesta en práctica del socialismo [...] Marx y Engels demostraron científicamente que el desarro­llo de la sociedad

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capitalista y la lucha de clases en ella dan lugar indefectiblemente al hundimiento del capitalismo y al triunfo del proletariado (Ponomariov: 21-22).

Redactado en plena “guerra fría” y antes del ciclo de la “coexistencia pacífica”, el manual, que busca ser instrumento de la revolución mundial, constituye un inmejorable ejemplo de ideología profética, con apelaciones a la ciencia muy semejantes a las de los anuncios para perder peso o ganar pelo. Practicado desde el poder o en la oposición, el fundamentalismo intolerante y persecutorio acostumbra ir acompañado de una profunda convicción milenarista y una imperturbable fe en que las leyes que rigen el devenir social trabajan a favor de los fiscales y los reeducadores. Y es que para satanizar y reprimir desviaciones, disidencias, revisionismos y demás heterodoxias sin mala conciencia y como si fueran sacrílegas herejías necesitas estar convencido de que por tu boca habla Dios, el Espíritu o por lo menos la Historia. *** Al hablar de la quiebra del pensamiento prometéico es necesario distinguirlo del espíritu fáustico. El prometeísmo es monolítico, inconmovible en su apuesta por la potencia libertaria de una ciencia y una tecnología sin adjetivos. En cambio el talante fáustico es incierto, un progresismo fracturado al que a la hora de la verdad, en la mera cúspide del dominio sobre el planeta, lo asalta la duda existencial. Y es que la “modernización del mundo material como logro espiritual” de la que habla Marshall Berman refiriéndose al “Fausto desarrollista” de la segunda parte de la obra de Goethe conlleva una cuota de destrucción que siembra la duda en el protagonista, en el autor y en nosotros, sus lectores, porque para consumar la magna hazaña civiliza-

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toria de la modernidad y enseñorearse en el mundo de los hombres y en la esfera de las cosas hay que eliminar muchos obstáculos —en la alegoría de Goethe, el bosquecillo de tilos y la pareja de viejos que lo cuida.

Johann Wolfgang Goethe En la primera parte del acto quinto de Fausto, el autor de Los sufrimientos del joven Werther elabora literariamente la angustia que conlleva la insaciable voluntad de dominio, una avidez autosustentada —como la del gran dinero— que al haberlo devorado todo se descubre sin propósito ni sentido; testimonia igualmente que la necesaria destrucción del mundo anterior conlleva cierta dosis de dolor pues algunas cosas buenas había en el orden opresivo y caduco que dejamos atrás. Hasta aquí comparto la lectura que hace Berman, quien sin embargo subestima el desasosiego proveniente no de la vacuidad última de sus motivos, de la pérdida de ciertos valores propios del viejo régimen, sino de la áspera relación que el fáustico modernizador tiene con la naturaleza. Apoyándonos en el hecho de que Goethe era entre otras cosas un perspicaz botánico, hoy podemos hacer legítimas lecturas protoambientalistas de lo que quizá era sólo sensibilidad romántica al encanto de una vida pastoril que se presume en armonía con el medio ambiente. Pero lo que no se puede hacer es dar el esquinazo a la desazón que provoca en los primeros y deslumbrados testigos del proceso modernizador capitalista la persistente y acelerada destrucción de la naturaleza, la ruptura de la armonía con el paisaje y la violencia sobre los parsimoniosos tiempos agrícolas simbolizados por la vida campesina. Esto, que en Marx y algunos científicos de su tiempo como Justus von Liebig, era la alarmante “ruptura del metabolismo natura-

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leza-sociedad” (Bartra, 2008: 96-98; Foster: 238), y que sin embargo en El capital se diluye ante una presuntamente insoslayable “agricultura industrial” que parece imponerse por la lógica intrínseca de las fuerzas productivas, en Goethe es duda existencial, incertidumbre metafísica, titubeo histórico. Si leemos con cuidado las palabras del protagonista en el acto quinto de Fausto, que empieza con la sección significativamente titulada “En el pequeño jardín”, veremos que el énfasis trágico no está en la muerte de la familia de viejos sino en la destrucción del bosque de tilos: Ante mis ojos, mi reino se extiende sin límites; detrás de mí, el enojo me exaspera. Este envidioso tañido me recuerda que no es cumplida mi alta posesión; el paraje donde se elevan los tilos, la choza de tinte oscuro, la ruinosa capilla no son míos [...] Es una espina para los ojos, una espina para los pies. Los viejos allí arriba debieran marcharse. Desearía para mi residencia el paraje donde hay los tilos. Aquellos pocos árboles que no son míos me desbaratan la posesión del mundo [...]; quisiera abrir a la mirada un vasto campo para ver cuanto hice, y abarcar con una sola ojeada la obra maestra del ingenio humano [...] Así es que del modo más cruel nos atormenta sentir, en el seno de la opulencia, la falta de una cosa. El sonido de la esquila, el perfume de los tilos, me envuelven como en la iglesia y en la tumba. El arbitrio del hombre todopoderoso se estrella aquí contra esa arena ¿Cómo alejar eso de mi pensamiento? (A Mefistófeles) Id pues y alejádmelos de mi lado (ibid.: 178-179).

A dos siglos de distancia, la descripción del drástico procedimiento seguido por Mefistófeles para eliminar a los viejos, y sobre todo a los árboles, sintoniza con la sensibilidad ambientalista de nuestros tiempos.

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(Habla Linceo, el vigía) Veo surgir centelleantes chispas a través de la doble noche de los tilos. Cada vez más violento se aviva un incendio atizado por la corriente de aire [...] las ramas secas que arden chisporroteando se abrasan presto y se vienen abajo [...], serpenteantes las voraces llamas prenden ya en la cima de los árboles y hasta su raíz arden los huecos troncos, convertidos en ascuas rojas como la púrpura. Lo que se recomendaba poco antes a la vista ha desaparecido con los siglos [...] Pero si desaparecieron los tilos sin quedar más que unos horribles troncos carbonizados, bien presto queda construida una atalaya para mirar en lo infinito (ibid.: 179-180).

Tras la quemazón de tilos necesaria para abrirle paso a la atalaya del progreso, Fausto se lamenta no del qué sino del cómo: “Yo quería una permuta, no una expoliación.” Pero junto con el “humo y vapor” del asesinato y el ecocidio llegan al protagonista “cuatro mujeres canosas”. Tomado literalmente a sangre y fuego el último reducto que le restaba por conquistar, el progresista constructor de un mundo de opulencia se enfrenta a sus propios fantasmas: necesidad, escasez, zozobra y culpa. Al respirar la polución atmosférica, el humo acre que se desprende de su triunfo final, a Fausto “le falta resolución” y “en medio del camino trillado vacila y anda a tientas” (ibid.: 182). Berman quiere ver en esta escena el inevitable costo que hay que pagar por acabar con el viejo orden, pero sin duda hay más, porque Goethe pone énfasis en la destrucción del bosque de tilos que representa a la naturaleza y no tanto en la muerte de los ancianos, que simbolizan a la vieja sociedad. Quizá porque ellos eran anacrónicos y su pérdida es dolorosa pero necesaria, mientras que la naturaleza de ningún modo es anacrónica y no representa al viejo régimen sino a nuestro lado natural, nuestro “cuerpo inorgánico” —como diría Marx—, y sacrificarla es lacerarnos a nosotros mismos. En la zozobra que provoca la que-

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ma de los tilos no hay nostalgia reaccionaria sino lo que hoy llamaríamos conciencia ambiental. Comúnmente agudo en sus análisis literarios, Georg Lukács se aproxima a esta interpretación sin profundizarla. En el cruento fin de Filemón, de Baucis y de los tilos que estorbaban la expansión del imperio fáustico, el filósofo húngaro ve un episodio de “acumulación originaria” (Lukács, 1970: 384), hecho doloroso pero progresivo que corre por cuenta de Mefistófeles, rostro cínico de Fausto y metáfora de la dimensión lacerante y virulenta del naciente capitalismo industrial. Destaca también Lukács que “la lucha por el dominio de la naturaleza tiene [...] gran importancia para Goethe”, quien al ocuparse de este combate con frecuencia alude a los conflictos trágicos que genera el “desencadenamiento de fuerzas que pueden irrumpir [de manera] destructora” (ibid.: 393). Sin embargo para el húngaro el cruel avasallamiento del hombre y la naturaleza que inquieta al polígrafo alemán no es más que el costo del progreso capitalista en sus primeras fases, pecado de juventud sin relación directa con las contradicciones que a la postre deberán dar al traste con el reinado del gran dinero. En cambio una lectura de Fausto contemporánea y por tanto más desencantada del “progreso” que la de Lukács sugiere que el filo de la intuición poética de Goethe superaba al de las apreciaciones intelectuales de muchos de sus contemporáneos, incluyendo al propio Goethe, quien en frío —por ejemplo en las conversaciones con Eckermann— tiende a ser más desenfadadamente entusiasta respecto del progreso y el triunfo del hombre sobre la naturaleza que en algunos de sus pasajes literarios. Al ambientalismo romántico de tono trágico que sugieren algunos de los últimos capítulos del Fausto se añade la ironía escéptica respecto de la ciencia —o cuando menos respecto de su engreimiento— que despliega el Homúnculo, un hombrecito de probeta creado por Wagner, personaje

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cómico que ironiza las pretensiones de reproducir artificialmente y en una redoma lo que en la naturaleza ocupa todo el universo (Goethe, op. cit.: 110). A la luz de esta lectura de Goethe, me parece claro que a lo largo del siglo xx y en el arranque el xxi la crisis del prometeísmo se asocia con un renacimiento del talante fáustico, una sensibilidad al desgarramiento sociedad-naturaleza que en muchos ambientalistas mantiene el tono romántico y frecuentemente animista que adoptó en los siglos xviii y xix y le añade datos precisos y análisis duros haciendo del faustismo ingenuo una suerte de faustismo científico. Lector del periódico saint-simoniano Globe y fan de los apenas proyectados canales de Suez y de Panamá, Goethe se desmarca, sin embargo, del prometeísmo ingenuo y lo mismo hace Marx después, aunque sólo en algunos de sus textos. Pero en años posteriores, a veces con enfoque productivista y otras con talante libertario, el protagonismo de la tecnología ha tenido innumerables apologistas. “El triunfante progreso de la ciencia hace que los cambios en la humanidad sean inevitables”, proclama en 1910 el Manifiesto de los pintores futuristas. Animado por los italianos Filippo Tommaso Marinetti y Humberto Boccioni, el futurismo influye a su vez en vanguardias periféricas como el estridentismo mexicano, que publicó la revista El irradiador y en su programa llamaba a “exaltar el furor agudo de las rotativas [y] libertar el aullido sentimental de las locomotoras” (Maples Arce: 37), y como el grupo de modernistas brasileños que publicó la revista Klaxon, proclamaba en boca del poeta Sergio Milliet: “Los trenes, los autos los vapores, las máquinas, son asuntos esencialmente poéticos” (ibid.: 37). El cine sedujo a futuristas, estridentistas y modernistas, pero sus posibilidades sociotecnológicas también fueron ponderadas por Walter Benjamin en textos que dan fe de su aprecio por los avances científicos

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como El autor como productor y La obra de arte en la época de reproductibilidad técnica. Años después, el canadiense Marshall McLuhan consideró plausiblemente superado por los medios electrónicos de comunicación masiva el ciclo libresco de Gutenberg (McLuhan, 1985), y algo más tarde sostuvo que “la computadora promete, mediante la tecnología, una condición pentecostal de unidad y comprensión universales” (McLuhan, 2006: 13).

Radovan Richta El socialismo real mantuvo casi siempre una acendrada fe prometeica. En Rusia la exaltación artístico-cultural de la técnica se remonta al futurismo prerrevolucionario, que después de 1917 se consolida como constructivismo soviético. Pero en el campo socialista la exaltación tecnológica sobrevive al optimismo ingenuo de las primeras décadas. El penetrante análisis emprendido a fines de los años sesenta del siglo pasado por el grupo encabezado por Radovan Richta, del Instituto de Filosofía de la Academia de Ciencias de Checoslovaquia, radicaliza las tareas libertarias del socialismo al postular la necesaria emancipación del trabajo, que debe transitar de ser un medio a ser un fin. Así concluye que “la sociedad socialista no podría acomodarse a los límites abstractos del trabajo heredados del desarrollo industrial”. Y cuando esperamos que se desmarquen de la “razón instrumental” sometiendo a crítica la perversa lógica por la que se concede la iniciativa de la historia al presuntamente autosustentado desarrollo científico, cuando anticipamos que van a recuperar al sujeto extraviado, los checos recaen en el añejo prometeísmo, o si se quiere, en un neoprometeísmo ilustrado tan fatalista como el anterior.

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Podemos esperar —escriben Richta et al.— que el proceso de la revolución científico-técnica hará, en primer lugar, desaparecer el trabajo de ejecución [hombre que sirve al mecanismo], para atacar inmediatamente después a la actividad de regulación y de control [...]; es decir, absorberá el trabajo industrial simple tradicional [...] que no constituye una necesidad para el hombre, sino que viene impuesto por una necesidad externa. Por otra parte, una vez que el hombre cesa de producir las cosas que las cosas mismas pueden producir en su lugar, se abre ante él la posibilidad de consagrarse a una actividad creadora que movilice todas sus fuerzas [...] que tienda a la investigación de vías nuevas, a la expansión de sus capacidades. La difusión general de este tipo de actividad humana marcará de hecho la superación del trabajo. En efecto [...] en ese momento la actividad humana se convierte en una necesidad del hombre, que existe para sí y le enriquece; entonces desaparece la contradicción entre el trabajo y el placer, entre el trabajo y el tiempo libre: la actividad humana se confunde con la vida. Sólo se operará el desplazamiento del trabajo humano hacia una actividad creadora [...] si se modifican las formas materiales de la actividad humana, si la manifestación activa de sí del hombre reviste un carácter científico y adquiere cualidades estéticas (Richta: 33-34).

Los checos admiten que el socialismo no ha emancipado al trabajo y por ello tampoco al hombre. Aunque el hombre socialista, en función de la modificación de las relaciones sociales, mantenga objetivamente una relación diferente con el trabajo [...] no por ello es menos cierto que reaparece en otro plano el desgarramiento interior [...] a consecuencia de los límites industriales del trabajo [...] el hombre no se realiza en él como un ser creador, en desarrollo; no lo siente como una necesidad directa; no encuentra en él un enriquecimiento; en él no vive (ibid.: 33).

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Pero esta persistente alienación no es responsabilidad del socialismo sino de la insuficiencia tecnológica del industrialismo que aquél heredó del capitalismo, y será superada de manera natural cuando, y sólo cuando, “la automatización compleja [haya] liberado al hombre de su participación directa en el proceso de producción”. En verdad esta postura está presente en todos los procesos de construcción del socialismo y durante la revolución rusa fue sostenida por Lenin, quien a su vez podía sustentarla en Marx. La falla del “economicismo” soviético, escribe Charles Bettelheim, radica en “definir el desarrollo de las fuerzas productivas como motor de la historia” (Bettelheim: 26), y a pesar de que Lenin combate esta tendencia su equivocación radica en “sugerir que una vez efectuada la “expropiación de los capitalistas” la “ruptura” con las antiguas relaciones económicas podría ser, en adelante, la consecuencia directa del desarrollo de las fuerzas productivas” (ibid.: 434). Concepción que, según Bettelheim, “no tiene nada de sorprendente [pues] algunos textos de Marx (principalmente su prefacio a la Contribución a la crítica de la economía política) no parecen excluirla enteramente” (idem). Resumiendo —y simplificando—, según Richta el trabajo será un placer, el tiempo laboral se identificará con el tiempo libre y los hombres nos podremos dedicar felizmente al arte y a la ciencia cuando la robótica y la informática por fin nos jubilen, ni un día antes. Entre tanto no queda sino aguantar el “desgarramiento interior”.

Jürgen Habermas Experto en la consistencia del mundo científico-técnico pues fue director del Instituto Max Planck, Jürgen Habermas es también destacado representante del pensamiento crítico. En el ensayo titulado “Consecuencias del

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progreso técnico-científico”, el alemán desarrolla una penetrante disección de las posturas tecnocráticas según las cuales el progreso técnico es automático y responde a leyes propias, de modo que las instituciones públicas no tienen más cometido que el de adecuar la sociedad a los requisitos de los avances tecnológicos. Esto lo lleva a criticar tanto al capitalismo como al socialismo pues ambos “confluyen en el terreno común de la ideología tecnocrática” (Habermas, 2002: 330). En tanto que aumentar continuamente la productividad es vital para el capitalismo y la mejor forma de legitimar la carrera por las ganancias es afirmar la racionalidad inmanente y virtuosa de la tecnología, es natural que el sistema del gran dinero desarrolle argumentos tecnocráticos. No lo es en cambio que el socialismo, un orden cuyo motor no es el lucro, pueda, sin embargo, compartir con el capitalismo dicho discurso. Pero Habermas no se hace esta pregunta, que presumiblemente lo habría conducido a extender el concepto de relaciones de producción —o institucionalidad social, como prefiere decir— para abarcar también la configuración material de la producción y el consumo, de modo que las fuerzas productivas y reproductivas se le mostrarían como una suerte de institucionalidad tecnológica. Si bien en algún momento afirma que en el mundo moderno “la técnica se convierte a su vez en una relación de producción” (ibid.: 324), y a veces parece coincidir con Herbert Marcuse para quien ni estatización ni socialización modifican por sí mismas la encarnación material de la racionalidad técnica, de modo que revolucionar la sociedad conlleva revolucionar la estructura tecnológico-científica, a la postre Habermas decide confrontarse con Marcuse y de paso con Benjamin, Horkheimer, Adorno y Bloch al afirmar que “la negación marcusiana de la técnica y la idea de una nueva ciencia siguen siendo abstractas” (ibid.: 326). Y posiblemente lo son. Pero aquí de lo que se trata no es

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de entrar en pormenores sino de radicalizar la crítica, y al desmarcarse de la Escuela de Frankfurt, Habermas termina por recaer en el viejo prometeísmo. Marcuse es uno de los más incisivos críticos del complejo científico tecnológico capitalista, mientras que Habermas es un solvente defensor contemporáneo de la neutralidad de las fuerzas productivas, de modo que los textos polémicos de éste contra aquél documentan de manera inmejorable los argumentos del debate. Permítaseme citar con cierta extensión el alegato de Habermas en “Ciencia y técnica como ideología”, artículo de 1968 dedicado a Marcuse en su 70 aniversario. Si en el a priori fundamental de la ciencia y de la técnica se encierra un proyecto de mundo determinado por intereses de clase y por la situación histórica […], como gusta decir Marcuse […], entonces no cabría pensar en una emancipación sin una revolución […] de la ciencia y de la técnica mismas […] Marcuse no resiste la tentación de enlazar esta idea de una nueva ciencia con la promesa […] de una resurrección de la naturaleza caída, promesa [que está presente] en la filosofía de Shelling, reaparece en los manuscritos de economía y filosofía de Marx, constituye […] la idea central de la filosofía de Bloch y […] alimenta las esperanzas de Benjamin, Horkheimer y Adorno. Y así también Marcuse: “Lo que quiero demostrar es que la ciencia, en virtud de su propio método y conceptos, ha proyectado y formado un universo en el que la dominación de la naturaleza queda vinculada con la dominación de los hombres” [Marcuse, 1968: 185ss]. A todo esto hay que replicar que la ciencia moderna sólo podría ser concebida como un proyecto históricamente restringido si por lo menos fuera pensable un proyecto alternativo [de ciencia y tecnología]. Pero basta esta simple consideración para desanimarnos ya que la técnica si en general pudiera ser reducida a un proyecto histórico, tendría evidentemente que tratarse de un

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“proyecto” de la especie humana en su conjunto y no de un proyecto históricamente superable […] Sea como fuere, las realizaciones de la técnica como tales son irrenunciables […] Pero si no es admisible la idea de una nueva técnica, tampoco puede pensarse consecuentemente la idea de una nueva ciencia […] [y] tampoco […] es posible encontrar un sustituto que fuera “más humano” […] La maquinaria del universo tecnológico es “como tal” indiferente a los fines políticos —puede servir de acelerador o de freno a una sociedad—. Una calculadora electrónica puede servir lo mismo a un régimen socialista que a un régimen capitalista; un ciclotrón puede ser un buen instrumento, lo mismo para una guerra que para un partido pacifista (Habermas, 1993: 59-65).

Una y otra vez Habermas postula, sin argumentar, la neutralidad de la ciencia y la técnica y así soslaya la condición alienante y destructiva de las fuerzas productivas especificamente capitalistas que ya durante el siglo xix habían señalado Marx y los demás críticos de la industrialización y la urbanización, y que para mediados del xx se ve notablemente acrecentado por los ingenios bélicos y las tecnologías hostiles al medio ambiente. Pero también olvida el fundamental señalamiento de Marx en el sentido de que en las mercancías capitalistas hay que distinguir siempre un doble valor de uso, es decir, su capacidad de satisfacer necesidades humanas y su capacidad de generar ganancias, de modo que los artilugios tecnológicos llevan en su configuración material la huella de las relaciones de producción en las que fueron gestados. Es claro que cuando menos desde fines del siglo xviii la investigación científica ha marchado a rastras del financiamiento privado y sus intereses, lo que resulta evidente en las prioridades que se ha fijado así como en algunos de sus principios y enfoques metodológicos (Bartra, 2008: 73-91; Herbert, 2003: 214). Habermas despacha el ambientalismo que se esboza en

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Marcuse y se desplegará fuertemente en la segunda mitad del siglo pasado con unas cuantas ironías: En lo que Marcuse está pensando es en una actitud alternativa frente a la naturaleza […] En lugar de tratar a la naturaleza como objeto […] se la podría considerar como interlocutor... En vez de la naturaleza explotada cabe buscar a la naturaleza fraternal […] Podemos suponer subjetividad a los animales, las plantas e incluso a las piedras, y comunicar con la naturaleza en lugar de limitarnos a trabajarla (Habermas, op. cit.: 62-63).

Sin duda hay animismo en la ancestral sacralización de la naturaleza, como lo hay en una parte del nuevo ambientalismo, pero lo que está en cuestión aquí no es la ingenua subjetivización de Madre Natura en cuanto tal sino el reconocimiento de que la relación del hombre con las cosas —piedras incluidas— implica una relación con otros hombres, es decir, una relación intersubjetiva. Y de esto Habermas ni en cuenta. Y cuando Habermas trata de salvarle la vida a Marcuse encontrando en sus textos una ortodoxia pueril, que en verdad está ausente, lo único que logra es ubicarse a sí mismo en uno de los clichés más vapuleados del marxismo de manual. En muchos parajes de El hombre unidimensional, la revolución sigue significando sólo un cambio institucional que no tocaría las fuerzas productivas […] Se mantendría pues la estructura del progreso científico-técnico [reconociendo] la inocencia política de las fuerzas productivas (ibid.: 64).

La misma posición mantiene Habermas en textos más propositivos y sólo marginalmente referidos a Marcuse y

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la Escuela de Frankfurt como el ya citado Teoría y praxis. Estudios de teoría social: La inocencia de la técnica, que hemos de defender contra sus prescientes detractores, reside sencillamente en que la reproducción de la especie humana se halla ligada a la condición de la acción instrumental, de la acción tecnológico-racional en general, y por ello lo que puede modificarse históricamente no es la estructura, sino sólo el alcance del poder de disposición técnico, mientras que dicha especie siga siendo orgánicamente lo que es (Habermas, 2002: 330).

Este sometimiento último de la razón dialéctica a la razón instrumental implícito en la postura de Habermas es, como hemos visto, uno de los perros negros de Sartre y un asunto aún no suficientemente dilucidado.

Marshall Berman Berman defiende expresamente el prometeísmo de Marx pero apoyándose en una peculiar lectura del Manifiesto comunista según la cual en éste, efectivamente, se sostiene que la sociedad burguesa lleva en su seno lo que habrá de negarla, pero en vez del acento en las fuerzas productivas —evidente en el texto— el autor de Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad encuentra un énfasis en la “personalidad” creada por el capitalismo, cuya fluidez, inquietud y permanente innovación van más allá del orden que la engendra. La palanca de la revolución, que a todas luces el Manifiesto comunista ubica en la base material, Berman la sitúa en el talante espiritual. Y ciertamente Marx sostiene que las fuerzas productivas creadas por el gran dinero son las enterradoras del capital, pero también dice que “el proletariado es la mayor fuerza

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productiva”. Lo que, a mi juicio, en vez de constituir una plausible vuelta de tuerca (la palanca está en el sujeto y no en el objeto) significa presentar al proletariado como producto de una determinada forma de cooperación en el trabajo. Lo que ciertamente también es, pero su condición de potencial sujeto histórico no proviene tanto de su manera material de producir —alienante como ninguna— sino del hecho de que al ser una clase absolutamente desposeída y absolutamente explotada no le queda más que la negación también absoluta del orden que la niega, lo que demanda un autoafirmativo acto de libertad. Y destacar que el proletariado no es una fuerza revolucionaria debido a que es una fuerza productiva resulta importante cuando se multiplican las evidencias históricas del potencial contestatario de sectores social y económicamente excluidos que se rebelan contra el orden establecido precisamente porque el sistema los desecha o cuando menos los desvaloriza como productores. A través de su generosa lectura del Manifiesto comunista en tanto que texto romántico, Berman nos estaría diciendo que lo que en verdad Marx recupera del capitalismo no son sus potencias productivas y su progresivo dominio sobre la naturaleza sino el espíritu revolucionario-innovador de un orden que perece si no cambia constantemente. Siguiendo a Marx, Berman ve en la sociedad burguesa “horizontes infinitos”, “audacia”, “energía revolucionaria”, “creatividad dinámica”, “aventurerismo” (Berman: 81-128). El problema está en que, en cuanto a su matriz económica, este cambio constante, esta inquietud perpetua no es historia abierta sino apenas velocidad, simple prisa. Por eso la burguesía puede ser, sin contradicción, promotora del cambio y del partido del orden, pues el crecimiento económico a toda cosa no es revolución permanente sino circular carrera de ratas codiciosas. En todo caso habría que admitir, con Berman, la existencia de una faceta plausible en el

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prometeísmo marxiano, pues la alegoría remite no sólo al fuego de los dioses sino también al espíritu desacralizador del héroe mitológico. El riesgo de contemporizar con el prometeísmo está en que lleva a subestimar la importancia de la ruptura de la relación metabólica naturaleza-sociedad que el propio Marx apunta en otros textos. Éste es el caso de Berman, quien identifica la búsqueda de una relación más armónica del hombre con su medio con una suerte de blandenguería pastoril: “Lo que la visión prometeico-marxista no alcanza a ver son las alegrías de la tranquilidad y la pasividad, la languidez sensual, el rapto místico, el estado de identidad con la naturaleza en vez del dominio de ésta” (ibid.: 126). Lo cual, por cierto, no sólo describe burlonamente el ánimo de una comuna jipi sino que es también vertiente destacada del espíritu romántico decimonónico que tanto le apasiona. Habiendo caricaturizado la preocupación porque el “dominio de la naturaleza” resultó destructivo, Berman puede despachar a los críticos de la tecnología realmente existente con un tono de perdonavidas y argumentos displicentes: Finalmente, es estimable que Marcuse proclame, como siempre lo ha hecho la Escuela de Frankfurt, el ideal de armonía entre el hombre y la naturaleza. Pero para nosotros es igualmente importante comprender que cualquiera que sea el contenido concreto de este equilibrio y armonía —cuestión de por sí bastante espinosa—, su creación requeriría una gran cantidad de actividad y lucha prometeica (ibid.: 127).

*** En este breve recorrido intelectual creo haber documentado que la fetichización de las fuerzas productivas es una de las propensiones más profundas y arraigadas del pensamiento moderno, incluyendo destacadamente al pensa-

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miento de izquierda. Es también una de las más peligrosas, y quizá por ello ha suscitado filosos cuestionamientos.

Walter Benjamin Y ajustar cuentas con el prometeísmo marxiano es precisamente una de las contadas tareas que Walter Benjamin incluye en una lista póstuma de pendientes intelectuales: Críticas [...] Crítica del progreso [...] Crítica de la teoría del progreso automático [...] Crítica de la teoría del progreso infinito [...] Crítica de la teoría del progreso en Marx. El progreso definido allí por el desenvolvimiento de las fuerzas productivas (Benjamin, 2008: 86-87).

Y de hecho en sus Tesis sobre la historia emprende el cuestionamiento planeado mediante escuetas y sustanciosas anotaciones. En una de ellas describe fantasiosamente la pintura de Paul Klee titulada Ángelus Novus: “Ojos desorbitados”… “boca abierta”... “alas tendidas”, es “el ángel de la historia”. Su rostro está vuelto hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que arroja a sus pies ruina sobre ruina [...] El ángel quiere detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo destruido. Pero un huracán [...] lo arrastra irresistiblemente hacía el futuro, al cual vuelve las espaldas [...] Este huracán es lo que nosotros llamamos progreso (Benjamin, 2008: 4445).

Y en otra anotación desarrolla el argumento:

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La idea de un progreso del género humano en la historia es inseparable de la representación de su movimiento como un avanzar por un tiempo homogéneo y vacío. La crítica de esta representación del tiempo histórico debe constituir el fundamento de la crítica de la idea de progreso en general (ibid.: 50-51).

Finalmente, hace referencia al nefasto efecto del fatalismo de base científico-tecnológica sobre el sujeto revolucionario por antonomasia: No hay nada que haya corrompido más a la clase trabajadora alemana que la idea de que ella nada con la corriente. El desarrollo técnico era para ella el declive de la corriente con la que creía estar nadando. De allí no había más que un paso a la ilusión de que el trabajo en las fábricas, que sería propio de la marcha del progreso técnico, constituye de por sí una acción política (ibid.: 46).

A la idea de un progreso fatalmente jalonado por el perpetuo desarrollo de las fuerzas productivas Benjamin opone su visión mesiánica de la historia como un curso doliente que sin embargo se le presenta también como oportunidad de saltos, de quiebres. Rupturas que no deben verse como progreso sino todo lo contrario: como puntos de apoyo para proyectarse fuera del tiempo uniforme y hueco del progreso: “La historia es [...] una construcción cuyo lugar no es homogéneo y vacío [...] La conciencia de hacer saltar el continuum de la historia es propia de las clases revolucionarias” (ibid.: 52). En la representación de la sociedad sin clases, Marx secularizó la representación del tiempo mesiánico. Y es bueno que haya sido así. La desgracia empieza cuando la socialdemocracia eleva esta representación a ideal. Una vez definida la

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sociedad sin clases como tarea infinita, el tiempo vacío y homogéneo se transformó [...] en [...] antesala en la que se podía esperar [...] el advenimiento de la situación revolucionaria. En realidad no hay instante que no traiga consigo su oportunidad revolucionaria [...] definida [...] como la oportunidad de una solución totalmente nueva ante una tarea completamente nueva [...] Al concepto de sociedad sin clases —concluye— le debe ser devuelto su rostro auténticamente mesiánico (ibid.: 69-71).

Y aquí Benjamin está entendiendo por mesianismo no espera pasiva del Salvador sino imprescriptible compromiso de autorredención, concepto que de algún modo procede de su herencia judaica: “El futuro no se convirtió para los judíos en un tiempo homogéneo y vacío —escribe—. Porque en él cada segundo era la pequeña puerta por la que podía pasar el Mesías” (ibid.: 59). Hombre del infausto medio siglo, judío, comunista revolucionario, practicante del más intransigente pensamiento crítico, “políticamente incorrecto” aun en su momento y entre sus pares, defraudado por la socialdemocracia y acosado hasta la muerte por el nacionalsocialismo, Walter Benjamin es el espejo trizado de una generación que pese a todo se resiste a tirar la toalla, se niega a perder la esperanza. Como Gramsci en la cárcel, el alemán exiliado y a salto de mata profesa un “optimismo de la voluntad” difícil de preservar cuando sabes que la “locomotora de la historia” no marcha a tu favor sino que trata de arrollarte. Esperanzado respecto de los posibles saldos libertarios de ciertos avances de la ciencia, pero descreído del presunto efecto progresista que por sí mismo tendría el desarrollo de las “fuerzas productivas”, Benjamin se desmarca radicalmente del prometeísmo al tiempo que mantiene inquebrantable su fe en la posibilidad de redención (véase Echeverría).

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Al providencialismo ateo del marxismo corriente según el cual la utopía ha sido previamente contratada y nos aguarda paciente al final del camino, Benjamin opone el redentorismo mesiánico de quien está dispuesto a romper la linealidad del tiempo, a saltar fuera del continuum hegemónico en arriesgados quiebres que son momentos auráticos (teológicos, metafísicos) por cuanto actualizan al género humano y dotan a la historia de sentido universal. Pero lo hacen sin mediaciones (de manera monádica, instantánea, irrepetible, mágica) y en el modo celebratorio de la fiesta. Mesianismo sui generis éste pues el reino de Dios —o la sociedad sin clases— no es culminación sino irrupción trascendente. Benjamin formula esta tesis a su modo, como una suerte de apotegma contrahegeliano: “El Mesías interrumpe la historia; el Mesías no aparece al final del desarrollo” (Benjamin, op. cit.: 97). Hay que decir, finalmente, que la interrupción mesiánica del acontecer puede ser epocal, pero el salto fuera del tiempo lineal vale también para momentos, obras, vidas y acciones igualmente trascendentes aunque de menor escala. Apoyándome en Horkheimer y Benjamin, pero también en Bachelard, he desarrollado esta sugerencia en otros textos (véase Bartra, 2008: 162-174).

Edgar Morin Como Sartre, y por los mismos años, Edgar Morin enfrenta la crisis de paradigmas de la posguerra tomando como punto de partida a Marx, no para negarlo sino para radicalizarlo. Porque el “hombre genérico” que reivindica el alemán, un Prometeo armado del fuego del herrero, que deberá superar su alienación “tomando posesión de la naturaleza” (Morin: 23), es ciertamente multidimensional pero con un fuerte acento en su condición de productor, én-

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fasis que deja fuera la “angustia”, el “éxtasis”, la “voluntad de poder”, la “locura”. Al subrayar la relación material con las cosas, Marx desatiende la “relación poética del hombre con el cosmos”, piensa el sociólogo. “El marxismo es una antropología restringida que es necesario generalizar” (ibid.: 25), y Morin busca en el hombre interior de Sigmund Freud las dimensiones faltantes en el hombre exterior del autor de El capital. Se trata, principalmente, de dar cuenta de la alienación, tema que Hegel puso sobre la mesa, que cautiva al joven Marx y que obsesiona al pensamiento crítico de la posguerra compelido a confrontarse intelectualmente con el holocausto y el Gulag, urgido de mirar el mal a los ojos sin ceder al espanto o al vértigo. “La alienación —escribe Morin— no tiene su raíz en

un determinado estadio de las fuerzas productivas, sino que nace potencial y perpetuamente” (ibid.: 33), pues se origina en estructuras profundas del ser que Hegel descifró en la sección A del capítulo iv de la Fenomenología del espíritu (Hegel, 1966: 113-121) y que Freud aborda en El malestar en la cultura. Marx falla al tratar de explicar la enajenación por la escasez, pues en todo caso habría “que preguntarse por qué [...] la escasez ha generado explotación y no solidaridad” (Morin, 2007: 27).

La recurrencia potencial de la alienación que —en Introducción a una política del hombre— Morin enuncia escuetamente es una propuesta teórica de enormes implicaciones si de radicalizar el marxismo se trata pues cancela nada menos que la promesa redentora que anuncia el fin del extrañamiento y el tránsito a un reino feliz donde las fuerzas productivas, liberadas de su prisión capitalista, habrán sustituido la escasez por la abundancia. El sociólogo asume las implicaciones de su aserto al afirmar que es necesario abandonar el “sueño de la abolición de la contradicción del ser”, pues no existe “una salvación, un remanso histórico en el que se encontrarían resueltos los conflictos esenciales. La limitación y la alienación son elementos

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constitutivos de la vida humana” (ibid.: 39). “La revolución marxista ha muerto” (ibid.: 38), proclama Morin, y le da la puntilla calificando de mito o “sueño mesiánico” la apuesta por un proletariado llamado a emancipar a la humanidad (y de paso salvar a la idea de desalienación, que sin un providencial y súper desalienante sujeto histórico simplemente no se sostiene). Si en los años sesenta del siglo pasado las guerras entonces recientes y la herida abierta de los totalitarismos ponían en crisis los dogmas de la izquierda referentes al sujeto, a la utopía y al fatalismo economicista que les daba sustento, los efectos perversos del desarrollo tecnológico “pacífico” que se van haciendo evidentes en las décadas subsiguientes hacen insostenible lo que quedaba del prometeísmo decimonónico. En Introducción a una política del hombre Morin aún apuesta fuerte por la ciencia y la tecnología, a las que sólo les pide que sean “críticas”. De ellas espera ya no que determinen nuestro “destino”, sino que se constituyan en el “ser mismo de la humanidad” mediante la transformación de la propia “naturaleza” del hombre, en una suerte de “reforma ontológica” que se logrará a través de la ingeniería genética. Y es que por esos años las ciencias duras se le presentan al sociólogo como “posibilidad infinita”, como fuente de “progreso ilimitado”, de “crecimiento”, de “desarrollo” (ibid.: 46-55). Expectativas que contrastan con la ausencia de valoraciones críticas de lo que representaba ya entonces el desarrollo tecnológico realmente existente más allá del pasmo superficial por los incipientes vuelos espaciales que a un Morin algo naive le parecen los primeros “destellos de conciencia colectiva” (ibid.: 19) de la humanidad, como si la segunda guerra mundial y las bombas atómicas no hubieran sido bastante más que un destello de la conciencia colectiva de que todos vamos en un mismo barco... que en cualquier momento puede hundirse.

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Años después, el sociólogo reconocerá que “políticamente la ecología era desconocida en 1965” (ibid.: 133), cuando aparece la primera edición del libro que he estado glosando. Así, de sostener que “el desarrollo técnico [...] impulsa hacia adelante toda la aventura humana” (ibid.: 82), Morin pasa a la crítica radical del pensamiento científico al uso y de sus derivados tecnológicos: Hay que abandonar el proyecto simultáneamente formulado por Descartes y Marx, dirigido a la conquista y la posesión de la naturaleza [...], que se ha vuelto delirante a partir del mismo instante en que nos hemos dado cuenta de que el devenir prometeico de la tecnología conduce a la ruina de la biosfera y por consecuencia al suicidio de la humanidad (ibid.: 146).

A estas alturas, el autor de Introducción al pensamiento complejo está convencido de que los “cataclismos históricos” del siglo xx “pusieron en cuestión la certidumbre del progreso” (ibid.: 148), de que “el porvenir no necesariamente implica desarrollo” (ibid.: 149) y de que padecemos una “crisis del Pasado y (una) crisis del Futuro” (ibid.: 150) que nos ponen en situación de “incertidumbre”. Quizá Morin no restablece convincentemente la esperanza pero en cambio hace una sustantiva aportación a la crítica de la ciencia Hamelin engendrada por el capitalismo, que con su música hipnótica nos conduce al despeñadero, un pensamiento que busca reducir lo complejo a lo simple y explicar el todo por las partes, que olvida al organismo por observar sus componentes elementales. Frente a esto el sociólogo demanda la recuperación de lo sistémico mediante abordajes holistas y propone “pensar la complejidad”. Planteo que supone un dramático vuelco civilizatorio pues incluye tanto a los científicos como a la gente del común al proponer la recuperación no sólo profesional sino también social de las capacidades totalizadoras e intuitivas de la

razón. Gran conversión que me remite inevitablemente al “pensamiento salvaje”, la estrategia intelectual que según Lévy-Straus es el complemento de las prácticas de bricolaje que desarrollan los pueblos primitivos, y que —pienso yo— aún emplean los campesinos, los artesanos o los artistas, y que de hecho empleamos todos en los ámbitos del tiempo libre y de la vida doméstica que en alguna medida escapan a la dictadura del “hombre de hierro”.

III. PROPUESTA DEL MARXISMO EXISTENCIAL

Aunque no le caen encima, Sartre presencia de cerca el desplome generalizado de los ídolos de la izquierda marxista, acabose al que aporta su propio distanciamiento de un existencialismo en el que se siente mal pues frente a los desafíos de la historia dramatizados por el fascismo y la guerra le resulta etéreo, individualista, desafanado. Y su respuesta es radical en dos vertientes: una es la crítica práctica y militante de lo real irracional, la otra su crítica teórica, incluyendo destacadamente el incisivo cuestionamiento del marxismo corriente. Esto último incluye la disección tanto de los usos teóricos y prácticos del comunismo en la oposición como de los modos del comunismo gobernante. Pero si bien el filósofo critica los pogromos del estalinismo (entonces en su apogeo) sus juicios parecen hoy condescendientes. Más que Sartre, es su compañero Maurice MerleauPonty quien en una serie de artículos publicados en Les Temps Modernes a mediados de los años cuarenta, y luego agrupados bajo el título de Humanismo y terror, se aproxima desde el existencialismo al urticante tema de la Unión Soviética. Y lo hace tomando como referencia El cero y el infinito y El yoghi y el comisario del comunista decepcionado Arthur Koestler. Archipiélago Gulag, texto imprescindible que apareció en 1973 y para el cual Alexander Soljenitsin apenas comenzaba a tomar notas desde su exilio en Kazajstán cuando Merleau-Ponty escribía en París sobre el mismo tema, es una puntillosa y abrumadora descripción del genocidio estalinista al que busca exorcizar, en cambio el reflexivo y distanciado texto del filósofo francés se ocu91

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pa menos de lo que sucedía en el país del socialismo que de entender por qué tal cosa podía suceder y desentrañar la dialéctica perversa por la que una ideología generosa y una revolución justiciera conducen al terror. Nos encontramos pues en una situación inextricable —escribe Merleau-Ponty—. La crítica marxista al capitalismo sigue siendo válida y es evidente que el antisovietismo [...] ha encontrado su expresión en el fascismo. Por otro lado, la revolución se ha inmovilizado sobre una posición de repliegue: mantiene y acrecienta el aparato dictatorial al mismo tiempo que renuncia a la libertad [...] y a la apropiación humana del Estado. No se puede ser anticomunista, no se puede ser comunista (Merleau-Ponty: 16).

En el ensayo del francés se abordan asuntos torales como las implicaciones y consecuencias de que la revolución haya triunfado “en un país donde el proletariado no disponía de un aparato económico e industrial moderno” (ibid.: 167), la legitimidad de la violencia liberadora y el riesgo de que se petrifique como Estado policía, el papel histórico del proletariado y su posible usurpación por el Partido Comunista, el difícil equilibrio entre disciplina y libertad... “Nuestros críticos —señala— no quieren saber nada de estos desgarramientos ni de estas dudas” (ibid.: 30). Refiriéndose tanto a los que nunca fueron comunistas como a los que dejaron de serlo, señala que “los excomunistas son a menudo menos equitativos hacia el marxismo que quienes nunca hicieron profesión de él, porque para ellos pertenece a un pasado que han rechazado con indudable esfuerzo” (ibid.: 196). Y es quizá porque Merleau-Ponty y Sartre nunca fueron “de la familia” que su enjuiciamiento del marxismo teórico-práctico no los conduce a lo que el segundo llama “anticomunismo de izquierda”, antesala de tantos arrepentimientos y conversiones. Cuando otros

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se alejan, parte del existencialismo francés se aproxima no tanto al marxismo como a las grandes encrucijadas de nuestro tiempo con la convicción de que fue Carlos Marx quien agarró al toro por los cuernos. En estas condiciones, piensa Sartre, “una pretendida ‘superación’ del marxismo no pasará de ser en el peor de los casos una vuelta al premarxismo” (Sartre, 1963: t. i, libro i: 18). Saldo de tal confluencia de desafíos intelectuales y retos políticos es, de una parte, un compromiso social que lo lleva a enrolarse en la resistencia antifascista y en las luchas de liberación nacional en China, Palestina, Vietnam, Argelia y Cuba, además de combatir contra el macarthismo y la segregación racial estadounidenses, sumarse en 1968 a la rebelión juvenil del Barrio Latino y más tarde al neonarodnikismo maoísta de los años setenta, y, de otra parte, un arriesgado intento de renovación filosófica del fundamento mismo del hombre y de la historia, aporte teórico plasmado en la Crítica de la razón dialéctica. Tres son los grandes temas del pensamiento de Sartre que, a mi ver, mantienen su vigencia en la terca crisis civilizatoria que nos atosiga: su reivindicación del sujeto en situación como praxis, como proyecto, como libertad y como fundamento de toda dialéctica posible; su recuperación de la escasez o rareza como clave de la relación de los hombres entre sí y con la naturaleza, y sus aportes al esclarecimiento de la alienación manifiesta en lo práctico inerte, en la serialización de los colectivos y en la contrafinalidad de la que resulta una historia como totalidad destotalizada. La radicalización sartreana de los conceptos de sujeto, escasez y alienación-desalienación se desarrolla en un recorrido fenomenológico unitario y no en tres abordajes separados como, por razones de economía y claridad, yo la expongo aquí. Pero si en tanto que conceptos teóricos están indisolublemente entreverados, como propuestas intelectuales en situación las nociones de sujeto, rareza y extra-

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ñamiento remiten a tres grandes vertientes, también articuladas, de la traumática experiencia social del siglo xx. En primer lugar, hacen referencia al colapso del determinismo económico unilineal y a las crecientes evidencias de que los presuntos sujetos o agentes históricos (el proletariado, los partidos comunistas, las burocracias socialistas gobernantes...) se habían fetichizado y devenido inercias perversas, si no es que “monstruos fríos” —según la terminología nietzscheana. En segundo lugar, aluden a las evidencias de que la escasez no cede con el desarrollo tecnológico sino al contrario, pues en la segunda mitad del siglo la tercera revolución industrial aceleró el deterioro de la inarmónica relación hombre-naturaleza. Una desavenencia, ésta, quizá de larga duración pero que el compulsivo productivismo del gran dinero tornó exponencial y catastrófica. En tercer lugar, remiten a la urticante historia de los magnos procesos presuntamente redentores que tuvieron lugar en el siglo xx, y que tanto en su modalidad capitalista de posguerra (como “sociedades opulentas”) como en su versión anticapitalista constructiva (como “socialismos reales”) se empantanaron, unos en la alienación consumista y otros en la dictadura burocrática. La rebelión del sesenta y ocho que se escenifica en los países del “mundo libre” pero también en algunas “democracias populares” documenta el fin de la “gran ilusión” en sus diferentes dramaturgias.

Sujeto En lo filosófico, Sartre se desmarca del idealismo del sujeto pero también de su imagen en el espejo: el idealismo del objeto. A contrapelo de las supuestas dialécticas del espíritu o de la materia, encuentra la clave de la negatividad

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en el hombre situado (siempre en relación con los otros y siempre inmerso en las cosas). La negatividad es, pues, libertad en contexto, es praxis que trasciende al objeto a partir de un proyecto entre proyectos, es negación de la negación que sin embargo no cancela ni a los otros ni a las cosas sino que instaura la dialéctica abierta, es decir, la historia como totalización en curso (pero también —cuando menos hasta ahora— como totalidad destotalizada). Cuando prevalece un “marxismo perezoso” (ibid.: 55) la tarea es “reconquistar al hombre en el interior del marxismo” (ibid.: 78), escribe Sartre, y es que, para él, el sustento de la dialéctica no se encuentra en la materia física en cuanto tal, ni tampoco en la materia social por sí misma (la reciprocidad exteriorizada y reificada manifiesta en estructuras económicas de operación presuntamente automática) sino en la existencia del sujeto entendido como el hombre histórico, esto es, en relación siempre específica con los hombres a través de las cosas y con las cosas a través de los hombres. Se propone, entonces, emplear el equipaje metodológico proveniente del existencialismo en la tarea de rescatar y problematizar la subjetividad contra un pensamiento dizque materialista que, atrapado en la presunta y fetichizada dialéctica de los objetos (naturales o sociales), deriva hacia un determinismo metafísico del todo semejante a los idealismos de corte hegeliano. Estamos irremediablemente inmersos en una alteridad que nos exterioriza y cosifica, piensa Sartre, pero nuestra humanidad es imprescriptible e irrenunciable: La alienación puede modificar los resultados de la acción, pero no su realidad profunda. Nos negamos a confundir al hombre alienado con una cosa, y a la alienación con las leyes físicas que rigen los condicionamientos de exterioridad. Afirmamos la especificidad del acto humano [...] que transforma al mundo sobre la base de condiciones dadas (ibid.: 85-86).

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Y si el sujeto es negatividad encarnada y la praxis negación de aquello que la niega (las cosas devenidas escasez por obra de los otros y como resultado de la contraposición de intencionalidades), la negación de la negación es positividad, es proyecto, es sueño diurno, es utopía. “El proyecto es al mismo tiempo fuga y salto adelante, negación y realización [...] Ahora bien, esta superación no es concebible sino como una relación de la existencia con sus posibles” (ibid.: 87).

Rareza Pero el hombre son siempre los hombres (yo y los otros) y la desconcertada muchedumbre de proyectos se expresa en escasez como negación del hombre por el hombre a través de la materia trabajada. Esta relación fundante es, a la vez, “principio de inteligibilidad dialéctica”(ibid.: 311) porque la rareza es condición de posibilidad del conflicto social pero también de la solidaridad, de la rebatiña y de la generosidad, de la inercia y de la libertad, sustento de la piedra y de la llama. El tema de la libertad como nihilización y como vértigo existencial ya había sido abordado por Sartre en El ser y la nada: La angustia [...] es el reconocimiento de [...] mi posibilidad, es decir, que se constituye cuando la conciencia se ve escindida de su esencia por la nada o separada del futuro por su libertad misma [...] La angustia es el temor de no encontrarme en esa cita, de ni siquiera querer acudir a ella (Sartre, 1972: 79).

Porque libertad es negación (nihilización); entre el serpara-sí y su proyecto se interpone la nada. Pero se cruza igualmente la angustia por la incertidumbre, por la siem-

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pre presente posibilidad de que dejemos plantados a nuestros posibles esperando en el café. Consustancial amenaza de desafane que proviene de las propias inercias de un sujeto dado a la “mala fe”, que acostumbra mentirse a sí mismo, pero que se origina también en que somos con los demás: Vivir en un mundo infestado por mi prójimo no es solamente poder encontrarme con el otro a cada vuelta del camino sino también hallarme comprometido en un mundo cuyos complejos utensilios pueden tener una significación que no les ha sido primeramente conferida por mi libre proyecto (ibid.: 625).

Y es que habitamos un universo poblado de proyectos ajenos, unos en acción y otros cristalizados en artilugios que han sido significados y manufacturados por los otros, por extraños hostiles que además de imprimirlas en el cuerpo de las cosas han fijado culturalmente sus reglas de uso: suba, baje, espere el cambio de luz, corte por la línea de puntos, lea cuidadosamente las instrucciones..., pero también: compre; venda; gane; deposite aquí su dinero; llene la solicitud con letra de molde; no insista, no hay vacantes...; y con demasiada frecuencia: calla, afloja, baja la cabeza, ¡suelta la sopa, cabrón!... Un extrañamiento ominoso que el absolutismo mercantil lleva al extremo porque en él las reglas de uso las imponen ciertamente los otros (una clase, un poder, un jefe, un policía, un cura, un maestro, un médico, un esposo, un padre...) pero en nombre de un proyecto sin sujeto, de una libertad sin libertad (la “libertad de mercado”). Entonces la falencia de los proyectos personales y colectivos avasallados por las ideologías fetichizadas, por los sistemas, por las instituciones, por los aparatos... deviene angustia, desesperanza de todos y de cada uno, omnipresente malestar de la cultura. (En un mundo casino diseñado y regenteado por el capital, donde

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nuestra libertad juega con dados cargados por el crupier, la casa siempre gana y no hay estrategias individuales para hacer saltar la banca ni siquiera haciendo trampa. La única salida —si se me permite agotar la metáfora— es una conspiración de los apostadores para, juntos, romper las reglas del juego.) Los revires y descontones que nos propina la materia humanizada (entendiendo aquí por humanización de la materia la pluralidad destotalizada de los proyectos que la trabajan) se multiplican en la historia bajo la forma de contrafinalidad: saldos indeseables y no calculados resultantes de la acumulación desconcertada de acciones que perseguían otro fin. La multisecular desertificación de China, producto de incontables y bien intencionados desmontes campesinos, con su secuela de destructivas inundaciones, es el ejemplo de Sartre (ibid.: 316). Pero hay otros muchos: en la España del siglo xvii la terrífica erosión resultante del desmedido pastoreo de cabras y borregos, y en la segunda mitad del siglo xx el catastrófico cambio climático por el cual a la humanidad se le redujo el tiempo (de hecho nos quedan sólo el corto y el mediano plazos y —si por fin nos cae el veinte— habremos de emprender una inédita revolución global de proporciones titánicas tan sólo para volver a tener algún futuro). La gran crisis ecológica —añosa y acumulativa pero que sólo se evidenció en el tránsito de los milenios— es saldo de un modelo civilizatorio insostenible por cuanto se sustenta en una productivista carrera de ratas por más utilidades que, paradójicamente, reduce la tasa de ganancia; en un compulsivo afán de riqueza cuyo saldo es la pobreza extrema; en un sueño de abundancia absoluta del que despertamos en la inopia, en la más total y planetaria escasez. En el tercer (¿y último?) milenio padecemos como nunca antes las “acciones maléficas de la materia trabajada”, lo que hace muy pertinente el énfasis sartreano en una escasez que por lo visto no remite ni en el capitalismo ni en el

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socialismo (el real, ¿cuál otro?). Quizá porque la contrafinalidad rarificante no proviene sólo de las relaciones de producción (en sentido estrecho) sino que está igualmente en los paradigmas científicos y tecnológicos manifiestos en la condición uniforme y predadora de las fuerzas productivas y de los patrones de consumo, sean éstos capitalistas y competitivos o socialistas y planificados. Quizá porque hemos identificado a la historia con el “progreso” y a éste con el “crecimiento económico” entendido, a su vez, como expansión a toda costa, lo que lleva a violentar los ecosistemas pero también el espacio y el tiempo, disputados o mal compartidos ámbitos de la intersubjetividad. Quizá porque, como sugiere Sartre, la rareza no sólo es originaria sino también ontológica y fundante de toda dialéctica posible. Lo que no significa que debamos conformarnos con la escasez derivada de un mercantilismo absoluto que sustituye la pluralidad potencialmente alienante de proyectos humanos por la multiplicidad forzosamente alienante de inversiones de capital, las que a su vez son retotalizadas no por un proyecto de proyectos que le diera sentido subjetivo a la historia sino por la codicia y el mercado, motores automáticos de una saga sin protagonista. Frente a un orden que nos niega radicalmente al radicalizar la escasez y con ella la violencia (ya hay guerras por el territorio, por el petróleo, por el agua…), se impone sin duda la rebeldía. Pero la negación de la negación que trascienda nuestra específica escasez y nuestra particular alienación puede ser significativamente liberadora sin que esto suponga ingresar de una vez y para siempre al mundo de la abundancia y de las relaciones en interioridad. Cambiar el orden de la codicia por el de la generosidad y sustituir la reciprocidad negativa (opresión, despojo, explotación, competencia…) por la socialidad solidaria es po-

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sible aun si admitiéramos que lo práctico inerte acecha y acechará siempre en las sombras, dispuesto —en cuanto bajemos la guardia— a tornar contrafinalidad la pluralidad de proyectos y la multiplicidad de libertades. Sospecho que el riesgo de alienación es consustancial a la historia, cuando menos a la historia que podemos imaginar, porque nuestros valores positivos lo son siempre por oposición: la generosidad sólo es concebible en el contexto de la escasez y la solidaridad existe únicamente como antídoto al extrañamiento. Y es que puedo tratar de romper las cadenas que me anclan al pasado, pugnar por un mundo nuevo que rebase el horizonte de mi imaginario, pero en verdad sólo soy capaz de vislumbrar negaciones emancipadoras que contienen lo negado. En cambio la reconciliación final y definitiva bajo la forma de la utopía realizada (una suerte de inicio de la “verdadera historia” que es, a la vez, fin de la historia como nosotros —hechos a la mala vida— la entendemos) es un escenario que va más allá de mi capacidad prospectiva, de la misma manera en que se me escapa el “espíritu” hegeliano no en su despliegue fenomenológico (que en el fondo es la historia en su verdad, esto es, regresivamente totalizada), sino en el presunto momento de su consumación definitiva como “saber absoluto”. El marxismo —escribe Pietro Chiodi— tiene en común con el hegelianismo la posibilidad de eliminar la alienación de una vez para siempre, pero tiene en común con el existencialismo la conservación de la relación a lo infinito, [sólo que] para el marxismo la alienación no es un carácter ontológico de la existencia, sino solamente un momento de su historia (Chiodi: 202-203).

Pero sea o no la alienación latente condición de posibilidad de toda posible dialéctica, estoy cierto de que se puede

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compartir aquí y ahora el proyecto libertario sin ponernos necesariamente de acuerdo sobre el estatuto de la escasezextrañamiento, pues en todo caso para nuestra historicidad, esto es, para el presente, tiene razón Sartre: la rareza “es principio de inteligibilidad dialéctica”. Y, hoy por hoy, la escasez planetaria es el mayor reto que enfrenta la humanidad. En el futuro —si lo hay—, ya veremos.

Extrañamiento “Producto de su producto, hecho con su trabajo y por las condiciones sociales de producción —escribe Sartre—, el hombre existe al mismo tiempo en medio de sus productos y provee la sustancia de los ‘colectivos’ que le corroen (Sartre, 1963, t. i, libro i: 75).” Y es que la escasez, como síntesis negativa de la pluralidad de proyectos, si bien viene de que las cosas agarran vuelo (“Para que exista contrafinalidad, es necesario que la pre-esboce una especie de disposición de la materia”) (ibid.: 327), se impone a través del otro como negación del hombre por el hombre. La reciprocidad positiva, ocasionalmente presente en los conglomerados sociales (“conjuntos prácticos”), puede verse como la interiorización y la superación de la alteridad que dan lugar al garbanzo de a libra que el filósofo llama “grupo en fusión”, pero está siempre amenazada por la serialidad y por la inercia: La experiencia del nosotros sujeto [...] depende de las diversas formas del para-otro. A esto [...] ha de atribuirse la extrema inestabilidad de tal experiencia, [...] que aparece como una tregua provisional en el seno del conflicto mismo, no como una solución definitiva al conflicto. En vano se deseará un nosotros humano en el cual la totalidad intersubjetiva tome conciencia de sí misma como subjetividad unificada. Semejante

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ideal no podría ser más que un sueño producido por un paso al límite y al absoluto a partir de experiencias fragmentarias [...] Este mismo ideal, por otra parte, implica el reconocimiento del conflicto como estado original del ser-para-otro (Sartre, 1972: 529).

Formulado en El ser y la nada, este enfático descreimiento en el proyecto de proyectos no sólo está lejos del utopismo marxista que vislumbra el definitivo “nosotros humano” en el comunismo, también es pesimista en comparación con las posiciones desarrolladas 17 años después en la Crítica..., texto de madurez donde la posibilidad del “grupo en caliente” ciertamente no supone la superación definitiva del extrañamiento pero es bastante más que un “sueño” sostenido en “experiencias fragmentarias”. El grupo en fusión es rebeldía compartida y es negación solidaria de cuanto nos niega. El grupo en fusión surge de la imposibilidad de soportar la imposibilidad de vivir, representa el triunfo (efímero) del hacer sobre el ser y, a mi ver, constituye una experiencia utópica. Pero el hombre reducido a cosa no quiere ser Dios, quiere ser hombre sin dejar el cuerpo en el intento, y en su combate al extrañamiento convoca a la negatividad inasible de la llama sin renunciar a la contundencia afirmativa de la piedra. Lo que significa disponerse a cohabitar con la inercia, porque si libertad no mata necesidad la alienación nos espera con el picahielo a la vuelta de la esquina, como una ominosa posibilidad siempre latente. “Si la historia se me escapa, la razón no es que yo no la haga; la razón es que la hace el otro también” (Sartre, 1963: t. i, libro i: 83), y en este trance el conflicto no es sólo entre los rebeldes y quienes niegan su humanidad (hoy, los servidores públicos y privados del absolutismo mercantil) sino también entre ellos y la “materia trabajada” que lleva la impronta del mal (la tecnología intensiva y su entorno

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consumista, acuñados por el gran dinero). Y en la magna batalla se actualizan tanto la generosidad como el egoísmo, tanto la solidaridad como la alienación, tanto el grupo en fusión como los colectivos serializados y las prácticas inertes. Pienso en pueblos enteros que se liberan de una opresión para caer en otra; en movimientos sociales que ascienden, brillan y se disgregan; en combativas organizaciones gremiales que se corrompen; en partidos visionarios que se achatan y burocratizan. Pero también en cooperativas, grupos de rock y parejas que terminan en pleitos ratoneros porque la rutina acecha, porque lo práctico inerte terquea, porque el amor no es eterno y tenemos que acicatearlo todos los días (como a su modo sabían Sartre y “El Castor”). El libro i de la Crítica… no pretende “restituir la historia real en su desarrollo” sino descubrir el fundamento de su dialéctica, pero en el segundo volumen de la obra encontramos numerosas referencias por las que realidad social y hasta coyuntura se cuelan vicariamente en la filosofía. La organización [...], en caso de aceleración del proceso histórico, vive su inercia como perpetua separación que hay que compensar perpetuamente [...] —escribe Sartre—. Pero aun cuando se modificase cada día, la función [...] se mantiene como estructura de inercia [...] susceptible de ser estudiada como sistema mecánico (ibid.: t. i, libro ii: 171).

Quien no haya vivido en carne propia la corrosión y desfondamiento de colectivos progresivamente esclerosados y rutinarios que tire la primera piedra. Cuando lo que parecía libertad amaneció yugo, cuando Estados e instituciones de toda laya están en la picota, cuando abominamos de los aparatos y apostamos por los eventos, los procesos y las redes la exploración sartreana de lo práctico inerte como recurrente exteriorización

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resulta cuando menos provocativa. Sin embargo, aquí se trata de desentrañar el por qué del extravío de las grandes obras públicas que debieron ser libertarias y devinieron inertes, y de sus magnos protagonistas: actores históricos algún día en fusión pero luego rutinarios y serializados. La “construcción del socialismo”, por ejemplo, es una vertiente del cambio histórico donde las cadenas causales no pueden violentarse sin pagar el costo y donde no habrá de lograrse más que aquello cuyas condiciones de posibilidad materiales y espirituales ya existan en la sociedad en entredicho. La ingeniería social, revolucionaria o reformista, puede llevar a la restauración del viejo orden con otra máscara o puede “saltar fuera del progreso”, avanzando por rutas originales como pretendía Horkheimer; en cualquier caso se mueve en el terreno fangoso de la necesidad y la escasez, siempre acosada por la inercia de los aparatos. Pero en tan prosaica revolución ¿dónde quedó la poesía; dónde está la inspiración utópica entendida como vivencia liberadora y no como los presuntos planos constructivos de la nueva sociedad? La modernidad, piensa Heidegger, refuerza la dicotomía sujeto-objeto por la que las cosas devienen simple materia prima por organizar. Pero el sujeto rodeado de objetos viles se siente tentado de degradar también a los otros sujetos, a sus semejantes. De ahí que “la ciencia moderna y el Estado totalitario sean, al mismo tiempo que consecuencias, secuencias de la esencia de la técnica” (Heidegger, 1972: 23). La utopía demanda, entonces, que los hombres dejen de ser tratados como cosas, lo que supone que también dejemos de tratar a las cosas como cosas para abordarlas como objetivación (pretérita, actual y potencial) del hombre. Sin embargo, respetar a los otros como a mí mismo (si es que en verdad me respeto y no soy mi propio mediatizador) y respetar a las cosas como al hombre no significa postular la existencia metafísica de un alma reverenciable tanto en

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los hombres (espiritualismo) como en las cosas (animismo). Supone, en cambio, reconocer al hombre como libertad y por tanto a la historia y a la naturaleza como totalidades; totalidades destotalizadas, sí, pero en permanente aunque siempre provisional retotalización; supone, pues, asumir la universalidad de la especie como nuestra “humanidad” y la universalidad del mundo físico como nuestra “naturaleza inorgánica” (herencia trabajada y por tanto significada —para bien o para mal— que cada generación hereda de las anteriores). Afirmar que los hombres y las cosas tienen “alma” para indicar que merecen respeto no es, sin embargo, torpeza intelectual o simple ingenuidad sino atajo (intelectual y moral) encaminado a “espiritualizar” al mundo, a dotarlo de una suerte de “aura” (Benjamin) reverenciable sin tener que recorrer previamente las arduas transiciones necesarias para su efectiva retotalización teórico-práctica. Atajo no sólo legítimo sino indispensable cuando la realidad es hostil en extremo y grande por ello la tentación de apelar a estrategias de supervivencia deshumanizadas (tratar a lo otro —hombres y cosas— como medio y no como fin). En circunstancias como éstas la totalización exprés, la interiorización inmediata en forma de “pensamiento salvaje” (Lévi-Strauss) o de “pensamiento mágico” (Sartre) resulta imperativa para dotar de sentido, así sea virtual, a un mundo cuya inhumanidad se ha vuelto insoportable. Tal experiencia de la totalidad, tal vivencia totalizadora de carácter extático o esotérico (de la misma clase que el carnaval, los trances iniciáticos, el aquelarre, las buenas tocadas, el rave, algunos performances de Tunick...) se actualiza también en la futurización del presente propia de ciertos movimientos reivindicativos de talante utópico. En cuanto a este último ámbito, el inmediatamente político, pienso que de no estar insuflado de un utopismo

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que se vive como epifanía, como experiencia trascendente, como totalización exaltante pero fugaz, como evanescente interiorización virtual o desalienación fast-track, el activismo político-social de aliento revolucionario quedaría sin alma (literalmente desanimado) y reducido a la más chata realpolitik, constreñido al inmediatismo de las demandas básicas. Urgencias mínimas a las que, en ocasiones, se añade (en exterioridad) un esbozo del mundo-otro posible, revestido siempre de finalismo, sea porque se presenta como inevitable (leyendo su fatalidad en las entrañas técnicoeconómicas del sistema: potencias productivas, progreso científico...), sea porque se lo postula no como forzoso sino sólo como deseable (pero aun así también teleológicamente prefigurado por cuanto no nos es dado imaginar en su positividad el futuro soñado sino en tanto que presente negado: sin hambre, sin explotación, sin clases, sin alienación..., y por tanto prisionero del pasado). En cambio la experiencia utópica como metafísico sacudimiento colectivo que trasciende los reclamos inmediatos y conecta directamente con las “necesidades radicales” del hombre es, literalmente, un “vistazo al futuro” en tanto que por él la experiencia social se anticipa al ser social. Porque entre nosotros y nuestro proyecto no sólo se atraviesa el vértigo de la nada, también se cuelan la magia y la emoción. Los movimientos sociales, por ejemplo, son propicios a las vivencias colectivas que trascienden y retotalizan simbólicamente el mundo en cuestión. Me refiero a lo que —en términos de Edgar Morin— podemos llamar los “éxtasis de la política, esos grandes momentos que se denominan liberación o revolución, momentos que vale la pena vivir por lo que son, con independencia de los fracasos y las amarguras que acarrean sus consecuencias” (Morin: 100). Pero la experiencia utópica esotérica forma parte de un orden de eventos más amplio que incluye, entre otros, el carnaval medieval y renacentista estudiado por Mijail

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Bajtin y el aquelarre del que se ocupó Carlo Guinzburg. La utopía a la que aludo —escribí en otro sitio— no es tanto Arcadia posdatada como epifanía, experiencia colectiva que salta fuera del torrente causal y por un rato se apropia simbólicamente del cosmos, resignificación efímera de una realidad de suyo hostil y sin sentido, experiencia extática que prefigura el mundo otro posible no como escenografía sino como vivencia compartida. Porque todo lleva a pensar que el mundo no es habitable sin alguna clase de experiencia trascendente que restaure simbólicamente el sentido de las cosas [...] experiencias utópicas que restituyan fugaz y virtualmente los valores ausentes. Y también en el marco de las luchas libertarias es necesario el éxtasis utópico colectivo como prefiguración pasajera pero caladora de un mundo otro. Si no fueran tocados de vez en cuando por la magia de la utopía viviente los movimientos sociales no serían más que las aburridas convergencias circunstanciales de individuos movidos por el cálculo de costos y beneficios como quisiera cierta sociología anglosajona de la acción colectiva. Son éstas acciones desplegadas en el marco de lo que llamaré imaginación política —por analogía con la “imaginación poética” que analiza Gaston Bachelard—. A diferencia de la prosaica política pragmática, siempre con un dejo de “realpolitik”, la imaginación política “nos desprende a la vez del pasado y de la realidad. Se abre en el porvenir”. Como las imágenes que resultan de la acción poética, las acciones utópicas gestadas por la imaginación política “no tienen pasado”, o teniéndolo no le rinden tributo ni son su obsecuente prolongación, y “no pasan por los circuitos del saber”, o cuando menos no de los saberes inmediatos y eficientes sino de otros más profundos. La imaginación política utópica —que es también una política de la imaginación— “escapa a la causalidad” no por

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incondicionada sino por radicalmente original, por creadora de ser. Las experiencias utópicas son discontinuidades en el campo de un orden causal que encadena el futuro al pasado. Más que expresiones de libertad, son actos de liberación por cuanto dramatizan simbólicamente la posibilidad de ir más allá de la necesidad que nos ata a lo real como horizonte de lo posible. El trance utópico colectivo no es “la revolución” en lo que ésta tiene de ardua subversión material, pero sin experiencias extáticas las grandes obras públicas de la ingeniería social revolucionaria no podrían “romper con el movimiento automático” como demanda Horkheimer (Bartra, op. cit.).

Redacté los párrafos anteriores hace algún tiempo y sin tener presente a Sartre, pero al releer ahora sus textos me encontré con que en Bosquejo de una teoría de las emociones, de 1939, el filósofo vislumbra algo muy parecido: El mundo puede aparecérsele [a la conciencia] como un complejo organizado de utensilios tales que [...] cada utensilio remite a otros utensilios y a la totalidad de ellos; no hay acción absoluta ni cambio radical susceptible de ser introducido inmediatamente en este mundo. Es preciso modificar un utensilio en particular y ello por medio de otro utensilio que, a su vez, remite a otros utensilios y así [...] hasta el infinito (Sartre, 1971: 123).

Estos cambios —no radicales e inmediatos sino lentos y mediatizados— son, entre otros, a los que aludo al referirme la dimensión constructiva del reformismo social que he llamado grandes obras públicas que son impulsadas mediante ingeniería societaria. Pero según Sartre hay otras aproximaciones posibles pues el mundo también puede ser aprehendido como totalidad no utensilio, o sea, modificable sin intermediario y en grandes

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masas. En este caso las cosas del mundo actuarán inmediatamente sobre la conciencia; se presentarán sin distancia [...] Y recíprocamente, la conciencia tiende a [...] modificar estos objetos sin distancia y sin utensilios [...] Este aspecto del mundo es totalmente coherente; es el mundo mágico. Denominaremos emoción a una brusca caída de la conciencia en lo mágico (ibid.: 124).

Y en otro lugar relaciona dicho abordaje con el desafío que significan las magnas y perentorias tareas que en apariencia nos rebasan: Una emoción [...] es una transformación del mundo. Cuando los caminos trazados se hacen demasiado difíciles o cuando no vislumbramos caminos, ya no podemos permanecer en un mundo tan urgente y difícil. Todas las vías están cortadas y sin embargo hay que actuar. Tratamos entonces de cambiar el mundo, o sea, de vivirlo como si la relación entre las cosas y sus potencialidades no estuvieran regidas por unos procesos determinados sino mágicamente. No se trata de un juego [...]; nos vemos obligados a ello y nos lanzamos hacia esa nueva actitud con toda la fuerza [...] Este intento [...] es ante todo aprehensión de relaciones y exigencias nuevas. Pero al ser imposible la aprehensión de un objeto o generar una tensión insoportable, la conciencia lo aprehende o trata de aprehenderlo de otro modo (ibid.: 85-86).

Ciertamente no se trata de un juego, más aún, pienso que se trata de un recurso indispensable no sólo de la conciencia individual sino de la conciencia colectiva de todos los grupos humanos que emprenden grandes tareas. Proyectos visionarios que no pueden apelar únicamente al pensamiento racionalista y requieren totalizaciones intuitivas y experiencias extáticas que mantengan encendida la flama de la utopía. Algo parecido al “pensamiento salvaje”,

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en cierto modo contestatario y liberador, que Lévi-Strauss encuentra entre los pueblos primitivos (y no nada más en ellos): Pensamiento mítico [que] no es solamente prisionero de acontecimientos y de experiencias que dispone y redispone incansablemente para descubrirles sentido; es también liberador, por la protesta que eleva contra el no-sentido, con el cual la ciencia se había resignado, al principio, a transigir (LéviStrauss, 1972: 43).

IV. RESPUESTA DEL “MARXISMO PEREZOSO”

La reacción de los pensadores estructuralistas y marxistas ante la Crítica de la razón dialéctica fue por lo general de rechazo, si no es que de franco abucheo, en medio de acusaciones de idealismo y de pesimismo. En El pensamiento salvaje (355-390), Lévi-Strauss reivindica como momento de la razón dialéctica a la razón analítica (cuestionada por Sartre) y le echa en cara al filósofo su presunta incomprensión de las sociedades primitivas a las que, según esto, coloca “muy cerca de la biología”. Sin embargo lo que en verdad defiende el etnólogo es el “esfuerzo propiamente científico” de las disciplinas humanas (como la que él practica de modo brillante) respecto de las cuales la fenomenología de Sartre sería apenas “punto de partida” y no “punto de llegada”. Otros estructuralistas como Louis Althusser polemizan con el texto sartreano y Nicos Poulantzas escribe al respecto La critique de la raison dialectique et le droit (Poulantzas, 1965, t. x). Henri Lefebvre, cuyo artículo “Perspectivas de la sociología rural” (Lefebvre: 61-76) había sido mencionado por Sartre como ejemplo del pertinente “método progresivo regresivo” (Sartre, 1963, t. i, libro i: 53-54), se desmarca tajantemente: “No veo en ello ninguna prueba, ningún signo de una identidad o siquiera de una analogía” (Lefebvre: 16), y en otros textos califica a su colega de idealista. Finalmente, marxistas indolentes o a la defensiva reviran con previsibles clichés a cuestiones centrales que se plantean en la Crítica de la razón dialéctica. Así Roger Garaudy se deshace de la preocupación sartreana por la “rareté” como quien tira un kleenex usado, reduciéndola a la desigualdad en el acceso a los bienes: 111

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“La rareza no es [...] sino un fenómeno histórico que se manifiesta bajo formas diferentes con la explotación de clase, y para una clase solamente, y que desaparece con el antagonismo de clases y la construcción del socialismo” (Garaudy: 88). Hay aproximaciones más generosas como la de Marco Maccio, quien escribe una síntesis apretada pero útil (Gorz y Maccio: 43-82), y la de Pietro Chiodi, quien publica un resumen crítico mucho más amplio donde señala que Sartre “continúa moviéndose dentro de los esquemas categoriales del idealismo” y le objeta que “la alienación [...] y la desalienación [...] se disponen histórica y cronológicamente según el sentido de una alternancia y no de una alternativa” (Chiodi: 18-19), lo que, en efecto, se desprende de una de las posibles lecturas de los escritos del último Sartre y que justificaría calificarlo de pesimista por cuanto parece atribuirles a la escasez y al extrañamiento un estatuto no sólo histórico sino ontológico. Sin embargo, muchas de estas reacciones —olvidando las enseñanzas de Heidegger (“Lo verdaderamente propuesto es aquello que no sabemos y que, en cuanto lo sabemos auténticamente —es decir como propuesto—, siempre lo sabemos preguntando”) (Heidegger, 1972: 240)— se van sobre las reales o presuntas inconsistencias del texto (o de plano lo confrontan con las fórmulas marxistas más rutinarias) pero no hacen una lectura en situación de la Crítica...; se confrontan en mayor o menor medida con las respuestas de Sartre pero no les inquieta la pertinencia de sus preguntas, por lo que se les escapa el efecto subversivo que sobre el proverbial “marxismo perezoso” podría haber tenido la reflexión de origen existencialista. Los acercamientos más sugerentes son precisamente aquellos que tras de la búsqueda sartreana del fundamento de la dialéctica para darle un chance a la utopía ven una efectiva crisis del pensamiento de izquierda y —como

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lo hiciera años antes Antonio Gramsci en su polémica con Benedetto Croce— saben distinguir el idealismo del que discrepan del énfasis, que a veces lo acompaña, en el sujeto y en la libertad (asuntos teórico-prácticos que ya desde los años treinta del siglo pasado eran materia pendiente en el marxismo anémico). Lévi-Strauss escribe al respecto: El hombre de izquierda se aferra todavía a un período de la historia contemporánea que le dispensa el privilegio de una congruencia entre los imperativos prácticos y los esquemas de interpretación. Quizá esta edad de oro de la conciencia histórica ha terminado ya (Lévi-Strauss: 368-369).

Y por eso mismo discrepa de Sartre aunque sin descalificarlo. Pero, a mi ver, la aproximación más penetrante es la de André Gorz, quien parte del malestar intelectual que ya en su tiempo aquejaba a los marxistas no apoltronados. Para Marx —escribe— [...] el comunismo se distingue por el fin de la escasez [...], que permitirá la indefinida rotación de las tareas entre los individuos, y por la abolición del trabajo como una “obligación impuesta por la pobreza y por los objetivos exteriores”. Todavía nos resulta difícil imaginar el cumplimiento de estas tres condiciones; más difícil tal vez que hace cien años (Gorz y Maccio: 40).

Como vemos, mientras que Garaudy sostiene que la rareza “desaparece [...] con la construcción del socialismo” sin tener de ello mayores evidencias y nomás porque lo dijo Marx, Gorz reconoce con desasosiego que la pretensión de Sartre es legítima porque a mediados del siglo xx es más difícil que a mediados del siglo xix imaginar el fin de la base material de la alienación.

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Los marxistas —continúa Gorz— no deben sorprenderse, por lo tanto, de que la Crítica... sugiera que, en un mundo de escasez y de lucha de clases, todo grupo que se levanta contra la alienación y lo práctico-inerte termina por recaer en ellos [...] Por su puesto el movimiento marxista revolucionario puede y hasta debe limitar los estragos causados por la tendencia objetiva hacia la petrificación y la serialización de la sociedad y los partidos, hacia la centralización y la esclerosis de todos los aparatos. Pero este trabajo correctivo es necesario precisamente porque esta tendencia objetiva es una “ley formal de la dialéctica” y sólo es posible si se comienza por reconocer la existencia de esa tendencia y la imposibilidad de suprimirla de una vez por todas en las actuales circunstancias [...] Se acusa a Sartre de no haber demostrado que es posible abolir la alienación, la escasez, la violencia, la burocracia, el Estado. Bajo el rótulo de “ciencia” marxista, estos críticos abandonan la ciencia y sobre todo el esfuerzo por comprender la historia. La empresa de Sartre, por el contrario, consiste en proporcionarse (y proporcionarnos) los instrumentos de la comprensión dialéctica y, con ello, los medios de plantear la cuestión de la posibilidad de suprimir lo inhumano en la historia humana, y de las condiciones eventuales de su supresibilidad (ibid.: 40-41).

V. TERCIA EL JOVEN MARX

Si bien la búsqueda de Sartre encontró caras largas en la mayoría de los marxistas de su tiempo (estragados en mayor o menor medida por la rutina o por el estructuralismo), sus propuestas dialogan fluidamente con las exploraciones teóricas y políticas del Marx veinteañero tal como las plasma en sus manuscritos de 1844 sobre economía y filosofía. Un Marx que a partir de sus inquietantes lecturas de Feuerbach, de los socialistas políticos y de los economistas ingleses considera “absolutamente necesario [estudiar] la dialéctica hegeliana” y emprender “el análisis crítico de la dialéctica filosófica” (Marx, 1966: 20, 27) para responder a dos preguntas cruciales: “¿cómo llega el hombre a enajenar su trabajo?” y “¿cómo aparece fundada esta enajenación en la esencia del desarrollo humano?” (ibid.: 71), cuestionamientos —diríamos hoy— sartreanos por antonomasia. Para empezar, el aún imberbe filósofo reconoce los insoslayables aportes de Hegel: Lo más importante de la Fenomenología [...] y de su resultado final —la dialéctica de la negatividad, como el principio motor y engendrador— es el que Hegel conciba la autogeneración del hombre como un proceso, la objetivación [...] como enajenación y como superación de esta enajenación [...] El comportamiento real, activo, del hombre ante sí como ser genérico [...] sólo es posible porque crea y exterioriza realmente sus fuerzas genéricas [...] y se comporta ante ellas como ante objetos, lo que a su vez hace posible [...] la forma de la enajenación (ibid.: 113-114).

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Sin embargo, de inmediato se desmarca: “La apropiación de la esencia objetiva enajenada [...] tiene para Hegel [...] la significación de superar la objetividad, pues [para él] lo repelente en la enajenación no es el carácter determinado del objeto, sino su carácter objetivo” (ibid.: 118). Y pasa a ofrecer su propia alternativa filosófica y política: Pero el ateísmo y el comunismo no son ninguna [...] abstracción, ninguna pérdida del mundo objetivo fundado por el hombre [...] Son por el contrario, por vez primera, el devenir real, la realización realmente devenida para el hombre de su esencia, y de su esencia en cuanto real (ibid.: 121).

Previamente Marx ha desentrañado en la economía el “carácter determinado” e histórico de la enajenación capitalista que nos aqueja: Hemos considerado el acto de la enajenación de la actividad práctica humana [...] en dos aspectos: 1) La relación entre el obrero y el producto del trabajo, como objeto ajeno dotado de poder sobre él. Esta relación lo coloca ante [...] la naturaleza como un mundo extraño y hostil, 2) La relación entre el trabajo y el acto de producir [...] Esta relación es la que media entre el obrero y su propia actividad como una actividad ajena y que no le pertenece, la actividad como pasividad, la fuerza como impotencia [...] La autoenajenación, como más arriba la enajenación de la cosa (ibid.: 66).

Es esta enajenación específica (y no la objetividad en cuanto tal, como pensaba Hegel) lo que nos desafía. Y habremos de superarla mediante una negación de la negación que nos conducirá al “comunismo” (y no al “saber absoluto” hegeliano, momento supremo de la totalidad reconciliada consigo misma donde de plano ya no hay objeto), estadio histórico donde la relación sujeto-objeto ya no será alienada.

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“Comunismo” y “saber absoluto” son conceptos distintos, sin duda, pero comparten su condición de momentos culminantes por cuanto con ellos queda atrás el extrañamiento, se cancela por fin la alienación, se suprime de una vez por todas la relación en exterioridad. La idea de que el “comunismo” representa el fin de la prehistoria y el inicio de la verdadera historia (un poco como si hasta ahora hubiésemos vivido en el infierno —o cuando menos en el purgatorio— y estuviéramos por ingresar al paraíso) se trasluce en el contenido y hasta en el tono exaltado de las descripciones marxianas: El comunismo, como superación positiva de la propiedad privada como autoenajenación humana, y por tanto como real apropiación de la esencia humana por y para el hombre; por tanto como el retorno total, consciente y logrado dentro de toda la riqueza del desarrollo anterior, del hombre para sí como ser social, es decir humano. Este comunismo es la verdadera solución del conflicto entre el hombre y la naturaleza y del hombre contra el hombre, la verdadera solución de la pugna entre la existencia y la esencia, entre la objetivación y la afirmación de sí mismo, entre la libertad y la necesidad, entre el individuo y la especie. Es el secreto revelado de la historia y tiene conciencia de ser esta solución (ibid.: 82-83).

Detrás de estas palabras se encuentra la idea (compartida con Hegel) de que la historia humana (o el devenir del espíritu) ha llegado a una suerte de cúspide que nos coloca en la inminencia del tránsito definitivo a una etapa radicalmente nueva y feliz. El magno recorrido que Hegel narra en la Fenomenología del espíritu (un curso progresivo y necesario que va de la certeza sensible al saber absoluto, pasando por la conciencia, la autoconciencia, la razón, el espíritu y la religión) es puesto sobre sus pies por el joven Marx, quien, adoptando un naturalismo que es a la vez

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humanismo, ve en el desarrollo de la vida material el hilo conductor de una saga quizá más prosaica, pero tan progresiva y aceradamente necesaria como la hegeliana: La industria es la relación histórica real entre la naturaleza y [...] el hombre [...] La naturaleza tal como se forma en la historia humana [...] es la naturaleza real del hombre; por donde la naturaleza, al ser transformada por la industria, aunque sea de manera enajenada, es la verdadera naturaleza antropológica (ibid.: 88).

Esta lectura del pensamiento de Marx que lo muestra como teleológico es la que tiene, por ejemplo, MerleauPonty: El marxismo es, en lo esencial, la idea de que la historia tiene un sentido [...] que va hacia el poder del proletariado, el cual es capaz [...] de superar las contradicciones del capitalismo y de organizar la conquista humana de la naturaleza, y como “clase universal”, de superar los antagonismos sociales y nacionales y los conflictos del hombre con el hombre [...] Para hablar un lenguaje moderno, es pensar que la historia es una Gestalt [...], un proceso total en movimiento hacia un estado de equilibrio, la sociedad sin clases (Merleau-Ponty: 166).

Y el colega y amigo de Sartre no se ocupa tanto en la consistencia interna de tal propuesta como en las interrogantes que nos plantea la historia transcurrida desde aquella formulación: “Cien años después del Manifiesto comunista y treinta después de la primera revolución proletaria, ¿cuál es la situación al respecto?” (ibid.: 167) Cuando escribo esto han pasado sesenta años más, ¿cuál es la situación al respecto?

VI. DEL OPTIMISMO “CIENTÍFICO” AL “PESIMISMO DEL INTELECTO”

El problema con una parte de la izquierda contemporánea, la de origen marxista pero también aquella que abreva en el anarquismo y en otros utopismos decimonónicos, es que muchas de las críticas al capitalismo que esgrimimos y muchas de las ideas sobre cambio social, revolución y utopía que barajamos nos vienen del siglo xix. Deuda intelectual inevitable porque cuando el mercantilismo absoluto mostraba por vez primera todas sus potencialidades y todas sus inconsistencias, cuando las promesas incumplidas y las restauraciones que siguieron a la revolución francesa animaban inéditos proyectos revolucionarios, cuando más cercano e inminente parecía el mundo nuevo se forjaron herramientas fundamentales del pensamiento contestatario. La dificultad está en que esos eran “tiempos de revolución”, o cuando menos se vivían como tales, mientras que los nuestros desde hace rato dejaron de serlo, o cuando menos ya no se viven así. Entonces, para seguir leyendo con provecho a Marx y sus contemporáneos hay que saber reconocer el espíritu de época que los inspira. Y ese Zeitgeist es el ánimo romántico.

Los románticos Producto del siglo xvii y presente ya en una parte de la Ilustración y en la Revolución francesa, el romanticismo impregna toda la centuria siguiente de un inédito sentimiento de inminencia, de estar al borde, al filo del agua, en el ya merito. El siglo xix no transcurre en la claridad, 119

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definición y estabilidad que da el sol del medio día sino en la fluidez brumosa e incierta del crepúsculo o del amanecer. En el Emilio, o sobre la educación, publicado en 1762, Rousseau habla del “torbellino social”, y en el paradigmático Manifiesto comunista de 1848, Marx y Engels se refieren reiteradamente a la fluidez de los tiempos como “una inquietud y un movimiento constantes”, “una incesante conmoción”, “una revolución continua”, además de la multicitada fórmula: “Todo lo que parecía sólido se desvanece en el aire”. El antepasado es, pues, el siglo de la Revolución no sólo por la profusión de insurgencias sociales que cobija sino también como aire de época, como estado de ánimo; porque si el rechazo al presente puede ser fuga al pasado, también puede ser fuga al futuro, salto a la utopía (Hauser, t. ii: 896-959). O puede ser las dos cosas a la vez, que es lo más frecuente. En tiempos prosaicos el romanticismo es poético. En pleno triunfo del capitalismo fabril y del adocenado régimen burgués, el romanticismo representa la apasionada —y a veces enfermiza— negación de un orden racional y materialista que subsume al espíritu y a la naturaleza en las heladas aguas de la lógica mercantil. Y este rechazo tiene dos vertientes a menudo entreveradas: la reivindicación aristocratizante del viejo régimen y de una Edad Media redescubierta y mitificada, y la reivindicación del pueblo llano y del colectivismo ingenuo, sobre todo en sus versiones campesinas y artesanales. Paradigma del romanticismo son aristócratas populistas del tipo de Lord Byron, Percy Bysshe Shelley o Alexandr Pushkin. Byron, por ejemplo, es elitista y egocéntrico hasta el suicidio, pero también apasionado defensor de los rompemáquinas ingleses seguidores del General Ludd, su amigo Shelley escribe poemas proletarios y el joven Pushkin milita contra el zar.

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Nathaniel Hawthorne, un utopista puritano Los vientos de revolución no soplan sólo en Europa, de hecho poderosas rachas de subversión política llegaron al viejo continente provenientes de las luchas libertarias secesionistas en América del Norte encarnadas en el pensamiento de Jefferson y en la Declaración de Independencia de Estados Unidos a fines del siglo xviii, y algo más tarde originadas en los combates por la emancipación de las colonias españolas en el centro y el sur del continente americano. A mediados del siglo xix el espíritu revolucionario se ha globalizado y en 1852 Nathaniel Hawthorne, un “puritano” enclaustrado en el enrarecido ambiente de Salem, pudo escribir palabras muy parecidas a las que seis años antes Marx y Engels plasmaron en el Manifiesto comunista. Si los alemanes hablaban de “inquietud”, “movimiento”, “incesante conmoción”, de que “todo lo que parecía sólido se desvanece en el aire”, el estadounidense habla de fluidez y de que el suelo se fractura: Era imposible desechar la idea de que todo en la existencia natural y humana era fluido [...]; que la corteza terrestre se había resquebrajado en muchos sitios [...]; que era un día de crisis y que nosotros nos hallábamos en el mismo vértice (Hawthorne: 157).

Y si el panfleto de la Liga de los Comunistas considera llegada la hora de la revolución, el novelista de Oregon llama a construir la utopía: Si alguna vez los hombres soñaron [...] despiertos y dieron expresión a sus visiones más extravagantes sin temor a motivar la risa o la burla [...], y hablaron de la felicidad [...] para ellos y el resto de la humanidad, como si fuera un objetivo al que

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hubieran de dirigirse llenos de esperanza y que probablemente alcanzarían, nosotros [...] éramos esos hombres [...] Nuestro propósito era [...] desechar todo cuanto hasta entonces habíamos logrado, para mostrar a la humanidad el ejemplo de una vida gobernada por otros que no fueran los principios falsos y crueles sobre los que, desde hace mucho tiempo, se halla basada la sociedad (ibid.: 29-31).

Los textos provienen de La granja de Blithedale, versión novelada de la experiencia vivida en los años treinta del siglo xix por los animadores de la Brook Farm Community, una suerte de falansterio establecido en West Roxbury, Massachussets, en el que participó Hawthorne. Y como sucede con muchos de los revolucionarios románticos, la inspiración del escritor es a la vez nostálgica y utópica pues combina su apego a la esperanza visionaria de los puritanos de origen calvinista que migraron a Nueva Inglaterra huyendo de la persecución —tema sobre el que ya había escrito— y la búsqueda de una vida nueva producto de su propio distanciamiento del hipócrita y rigorista ambiente de Salem en el siglo xix, un puerto que, según Jorge Luis Borges, poseía “dos rasgos anómalos en América; era una ciudad, aunque pobre, muy vieja, era una ciudad en decadencia” (ibid.: 7), y era el lugar donde los ancestros de Hawthorne habían martirizado a las presuntas “brujas”, acto por el que el novelista “suplica misericordia”. El autor de La letra escarlata se desmarca del opresivo ambiente que lo rodea adhiriéndose al trascendentalismo de Emerson y Thoreau, un “romanticismo en suelo puritano” que entrevera el idealismo alemán y el utopismo francés, e inspirado en las ideas de Charles Fourier en la versión de Albert Brisbane, Hawthorne emprende a mano la construcción de una nueva vida. A diferencia de Saint-Simon, que es una suerte de tecnócrata visionario, Fourier profesa un utopismo liberta-

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rio, descentralizado y granjero, de modo que Hawthorne reivindica el regreso a la naturaleza, “cuyas leyes”, dice, “había yo roto en varias formas artificiales” (ibid.: 75), lo que no le impide ser francamente escéptico respecto de los efectos redentores del trabajo agrícola. Y a su modo, el novelista es también fáustico, pues a través del profesor Westervelt, un nigromante de feria al que presenta como “espíritu del mal”, se define contra el “materialismo frío y muerto” (ibid.: 217) y contra las pretensiones redentoras de una ciencia que permite esclavizar al hombre como lo hace Westervelt mediante vínculos mesméricos. Hawthorne también da testimonio de que el espíritu utópico que lleva a construir los que llama “castillos en el aire” no siempre va acompañado de ideas claras sobre el mundo por edificar: Nuestro voto —escribe— era negativo, en vez de afirmativo [...] y estábamos acordes en no seguir dando tumbos con aquel viejo régimen. En cuanto a lo que había de sustituirlo existía mucha menos unanimidad [...] Mi esperanza era que, entre la práctica y la teoría, pudiera surgir una verdadera y adecuada forma de vida (ibid.: 76-77).

El desafecto de Hawthorne por la sociedad de su tiempo alentó juveniles incursiones utópicas, y más tarde una literatura austera de sereno pesimismo que le dio reconocimiento social y estabilidad económica. Muy distinto fue el caso de Herman Melville, su amigo, confidente y vecino cuando ambos vivieron en Lenox. Acosado por las deudas y la enfermedad, el autor de Moby Dick era un hombre abismado cuya desesperanza se alimentaba de una vida errática y tortuosa durante la cual su trabajo literario tuvo poca difusión y menos reconocimiento. Descuidadas imperfectas y resplandecientes, sus obras mayores documentan la búsqueda de sentido en un mundo gris, hostil y desal-

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mado; así el capitán Ahab persigue una metafísica ballena blanca en tanto que el empleadillo Bartleby elige el distanciamiento, la desobediencia, la afasia. Recordemos que en su juventud Melville fue marino de la Armada y ballenero, mientras que en su madurez trabajó veinte años como inspector de aduanas, chata y rutinaria labor que lo hundió en la misantropía que está detrás de Bartleby, el escribiente, relato desolador que habiendo sido escrito en 1853 anticipa a los descreimientos que proliferaron durante el pasado siglo. Así lo retrata Raymond Weaver en su “Introducción” al célebre relato: Quizá un poco más pálido y un poco más triste —lo recuerda Hawthorne en su última entrevista—, me comunicó que “se había decidido en definitiva a ser aniquilado” […] Creo que jamás estará en paz, hasta que llegue a alguna fe definitiva […] Pero no puede creer, ni tampoco sentirse a gusto en su falta de fe (Melville: 42).

Permítaseme citar un breve fragmento de Bartleby, el escribiente, testimonio de la estrategia de resistencia radical contra el sin sentido de la sociedad capitalista que practica el subversivo personaje de Melville: Me parece que fue el tercer día de estar conmigo […] cuando lo llamé, explicándole brevemente lo que quería que hiciese, esto es, cotejar aquel pequeño documento. Imagínense mi sorpresa, no, mi consternación, cuando, sin moverse de su rincón, me contestó con voz singularmente grave, a la vez que firme: —Preferiría no hacerlo. Durante un rato me quedé en el más absoluto silencio, tratando de poner en orden mis desorientadas facultades. Inmediatamente se me ocurrió que mis oídos me habían engañado, o bien que Bartleby no había entendido nada de lo que le dije.

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Repetí la orden con el tono más claro que me fue posible; pero, con la misma claridad, llegó hasta mí idéntica respuesta. —Preferiría no hacerlo. […] De vez en cuando, en la prisa por despachar asuntos urgentes, inadvertidamente ordenaba a Bartleby que, digamos, pusiera el dedo en el nudo de listón rojo con que iba a atar algunos documentos. Naturalmente, del biombo me llegaba la respuesta acostumbrada: —Preferiría no hacerlo. Y entonces, ¿cómo podría refrenarse un hombre […] de estallar en indignación acerca de su perversidad? (ibid.: 171, 179)

Romanticismo proletario: William Morris Cierto, los románticos huían al pasado, a la naturaleza, al exotismo, a la niñez, al vino, al opio, al sueño, a la locura, a la morbidez. El romanticismo puede verse como una enfermedad, como decía Goethe —él mismo harto romántico—, pero su desasosiego, su nerviosismo, su indefinición también lo conducen a la militancia social, a la revolución, al otromundismo. Porque el enfermo romántico es bipolar y fluctúa entre el pesimismo más negro y el más apasionado optimismo. Existe una alternativa a la ambigüedad, a la indefinición de un romanticismo plebeyo o aristócrata pero inevitablemente evasivo en la medida en que el presente sólo le ofrece fealdad, chatura y frustración; es la opción de quienes compartiendo el desapego, el espíritu augural y la fogosidad revolucionaria de los románticos desmelenados encuentran la esperanza redentora no en los abismos del yo, el pasado idealizado, la naturaleza o el exotismo sino en el centro mismo del mundo que rechazan. Románticos

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realistas —si se me permite el oxímoron— que descubren en el presente burgués las fuerzas que habrán de negarlo. Y los más radicales y visionarios encuentran en el proletariado a la clase elegida, al hombre del futuro. No es el bucólico campesino ni el virtuoso artesano sino el proverbial hijo desheredado del capitalismo, el engendro del maquinismo, el frankenstein de la industrialización el que a la postre se revela ante sus ojos como portador de la utopía, como providencial héroe romántico colectivo; adalid de clase llamado a romper sus cadenas, ensartar con su lanza a los dragones del industrialismo y liberar a la compungida doncella que en este caso es la humanidad toda. Heredero de fortuna, poeta, novelista, traductor, pintor prerrafaelista, arquitecto, artesano, decorador, editor, fundador de colectivos de artes y oficios, militante socialista, editor de un semanario obrero y vehemente agitador, en William Morris culmina la radicalización social y política del romanticismo inglés tardío. Mientras que en los años treinta del siglo xix el ambiente revolucionario galo propiciaba el enrolamiento social de personalidades del mainstream más o menos romántico de ese país como Víctor Hugo, Alfonso de Lamartine, Eugenio Sue, George Sand, Alejandro Dumas, Próspero Merimée, Honorato de Balzac... en la encorsetada y conservadora Inglaterra victoriana es más lento y tortuoso el tránsito de buscar la liberación por el arte a la conclusión de que no habrá gran arte sin sociedad libre. En el país de la revolución industrial, el racionalismo y el positivismo burgueses dominan ampliamente, y la rebelión ilustrada contra su mezquindad y grisura deviene nostalgia reaccionaria añorante de la cultura aristocrática medieval. Aun así, la secuela intelectual formada por Thomas Carlyle, John Ruskin y William Morris documenta bien la radicalización política del romanticismo crepuscular de la isla.

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La crítica cultural de un industrialismo sin espiritualidad, que en Carlyle deriva en misticismo y apología del superhombre, es transformada por Ruskin en una propuesta estética y social que inspira al prerrafaelismo, movimiento plástico antiacadémico pero preciosista y decorativo que, sin embargo, al asumir que “el gran arte es la expresión de una sociedad moralmente sana” (Hauser: t. iii: 1115), avanza hacia el compromiso político. La crítica del espíritu mercantilista de la época contenida en libros de Ruskin como La economía política del arte atrapa, a su vez, al joven Morris, quien después de cursar arquitectura en Oxford estudia pintura, y junto con el prerrafaelista Edward Bune-Jones y otros funda un colectivo de artes y oficios llamado La Firma, para hacer de la llamada Casa Roja, un Palacio del Arte sobre la tierra. En diferentes momentos de su vida Morris vende muebles artísticos, impulsa una nueva concepción de la decoración de interiores, revoluciona la tipografía, escribe novelas utópicas como Noticias de ninguna parte, traduce en verso La odisea, La eneida y textos de mitología islandesa, establece una imprenta y editorial —Kelmscott Press— en la que publica libros ilustrados con grabados de madera, y a través de grupos de trabajo produce muebles, vitrales, tapices, alfombras, telas, papeles pintados. Multiactividad que al reivindicar el arte útil y socialmente comprometido, así como el valor del esfuerzo artesanal y de la cooperación creativa, se anticipa a la renovación del quehacer artístico que en el arranque del siglo xx desarrollarán Die Brücke y la Bauhaus, en Alemania, así como otros colectivos de diferentes países como el mexicano Taller de la Gráfica Popular, que conocieron el trabajo de Morris a través de la revista The Studio (Read: 21-22). La batalla de Morris contra la decadencia y aburguesamiento del arte victoriano es una rebeldía romántica pero también eminentemente práctica, y cuando le resulta claro

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que en vez de coadyuvar a la redención de los trabajadores los talleres de artes decorativas son recuperados por la propia burguesía, que es la que puede comprar sus servicios, el artista y promotor cultural se transforma en activista político y promotor de la educación y la organización societaria. Miembro de la Federación Social-Demócrata hasta 1867, año en que ésta se fractura, Morris es uno de los principales animadores de una nueva organización, la Liga Socialista, inicialmente auspiciada por Federico Engels y de la que también forman parte Edward Aveling, su esposa Eleonor Marx y anarquistas como Frank Kitz y Arthur Tochatti; es además editor del semanario obrero Commonweal. La Liga Socialista recoge ideas marxistas y en ocasiones ácratas, desconfía de los partidos políticos centralizados y prefiere la acción extraparlamentaria a la parlamentaria, pero en la última década del xix, cuando las tácticas reformistas se imponen en el movimiento social, Morris decide acompañar en su lucha a las organizaciones obreras sin renunciar por ello a sus ideas: “¿Hasta dónde puede llegar la mejora de los obreros y, con todo, al fin pararse en seco sin haber hecho ningún progreso en la vía directa hacia el comunismo?” (Morris, 2000: 121) Para un historiador del arte solvente y marxista como Arnold Hauser, la crítica cultural teórico-práctica que Morris emprende contra el industrialismo, la fábrica y la máquina, por cuanto alienan al hombre al romper el nexo entre el trabajador y su obra, es bienintencionada pero fútil: “entusiasmo romántico por algo irrecuperable, la artesanía, la industria doméstica, el gremio, en resumen las formas medievales de producción” (Hauser: 119). Y es que, piensa Hauser, “era completamente pueril intentar detener el progreso en la técnica y en la economía” (idem). En cambio el historiador E.P. Thompson, que en 1955 escribe un largo ensayo sobre Morris, subraya la “rebeldía moral” con la que el fundador de La Firma y de la Liga Socialista

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oponía la ética solidarista y comunitaria al individualismo monetarizado de la sociedad burguesa. ¿Radicaba su debilidad en este moralismo reminiscencia de un romanticismo trasnochado? Thompson piensa lo contrario: en el capitalismo la “ética de la codicia” es una fuerza tan poderosa como las relaciones de explotación, de modo que la intransigente crítica moral del sistema emprendida por Morris tiene la misma jerarquía que la crítica material emprendida por Marx en la crítica de la economía política: Las relaciones económicas son, a la vez, relaciones morales; las relaciones de producción son al mismo tiempo relaciones de opresión o de cooperación entre personas; y existe una lógica moral, al igual que una lógica económica, que se deriva de estas relaciones. La historia de la lucha de clases es al mismo tiempo la historia de la moralidad humana (Thompson, 2000: 123).

El socialismo romántico de William Morris, recuperado a su vez por Thompson, preserva y desarrolla dos vertientes de la crítica al mercantilismo absoluto que el marxismo como corriente anticapitalista hegemónica minimizó, es decir, por un lado, el cuestionamiento del orden fabril y su tecnología como intrínsecamente cosificantes, y, por otro, el cuestionamiento de la moral y la cultura burguesas como esferas de la socialidad tan relevantes y originarias como la económica. Y en los dos abordajes contestatarios el concepto central es el de alienación (omnipresente en Morris aunque no emplee la palabra), una vertiente que Marx desarrolló en sus aproximaciones críticas de juventud y abandonó casi por completo después al sumergirse en la disección de las relaciones económicas. Tecnología y moral: dos dimensiones fundamentales de la resistencia plebeya al régimen fabril desarrollada durante las últimas décadas del siglo xviii y principios del

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que reaparecen durante ese siglo entre los rebeldes románticos y cobran fuerza de nuevo a mediados de la pasada centuria, cuando la segunda guerra mundial y sus secuelas van poniendo en primer plano modalidades de la enajenación al “aparato” que habían permanecido en las orillas del mainstream anticapitalista. “La herida que el proceso capitalista nos inflige [...] es también la de definirnos [...] como criaturas completamente económicas” (ibid.: 189), escribe Thompson. Herida que el marxismo corriente mantuvo abierta y que en cambio los revolucionarios románticos trataron de cauterizar con su énfasis en la espiritualidad. En cierto sentido Marx, Proudhon, Kropotkin... son lo contrario del romanticismo iluso y escapista, pero vistos en otra perspectiva conforman una vertiente específica del romanticismo y comparten el sentido de inminencia con sus colegas indecisos, abismados y soñadores. Y a fin de cuentas las diversas corrientes se reencuentran, pues el nacionalismo presuntamente reaccionario e idealista de los que reivindicaban el “espíritu” de cada pueblo deviene legítima insurrección europea en defensa de la identidad y la cultura nacionales contra la cruzada imperial-revolucionaria de Napoleón; mientras que el ruralismo y el comunitarismo supuestamente nostálgicos de un pasado idealizado dan razón de las rebeldías realmente existentes en países periféricos y mayormente agrarios. Así el orillero y campesinista populismo ruso, de estirpe innegablemente romántica, encuentra un interlocutor privilegiado en un pensador tan racionalista, científico, centrista y proletarista como Carlos Marx. Sorpresas nos da la vida. Pero el clima cultural se alimenta de realidades y, científicos o desvariantes, los románticos del siglo xix no tenían demasiado tiempo para aburrirse. Al imperialismo revolucionario de un Napoleón empeñado en exportar el nuevo orden sigue el conservadurismo del Congreso de Viena, xix

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pero también las “revoluciones desde abajo” de las que hablaba Marx. París se llena de barricadas en 1830, 1848, 1871... y lo mismo pasa reiteradamente en Lyon, en Viena, en Berlín. Los estallidos de los nacionalismos irlandés, húngaro, polaco, español o italiano transcurren paralelos a las guerras de independencia en América Latina, y en los años cincuenta decimonónicos se desatan las multitudinarias insurrecciones en China y en la India contra el imperio británico. Sin olvidar la lucha de clases propiamente dicha, es decir, el movimiento sindical y las primeras muestras de internacionalismo proletario. Sin duda el mundo cambió a lo largo del agitado siglo xix, pero algunos acontecimientos estelares de esa centuria lo son mucho más por su impronta espiritual que por sus modestos o nulos efectos prácticos inmediatos. Intentos fracasados como la Conspiración de los Iguales (a la que le faltaron 4 años para ser decimonónica) o la Comuna de París de 1870, más que por sus magros resultados, trascienden debido a lo que sugieren, importan por lo que presuntamente anuncian: la inminencia de la gran revolución proletaria. En el manifiesto de Graco Babeuf, como en la bandera roja que ondea sobre el Hotel de Ville, se lee el porvenir, en ellos se renueva la esperanza y se confirma el sentido de inminencia; son clarines precursores, señales en el cielo que anticipan la Gran Revolución que se avecina. Inspirador de una insurrección en la que estaban comprometidos apenas un puñado de conspiradores y que finalmente fue descubierta y no estalló, el Manifiesto de los Iguales escrito por Babeuf en 1796 es, en un sentido profundo, la proclama revolucionaria y la plataforma programática de todo el siglo xix y buena parte del xx: “Los hombres son iguales”, se nos dice, y desde tiempo inmemorial la más monstruosa desigualdad pesa sobre el género

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humano [...]. Nuestras desgracias han llegado a su límite; ya no pueden ir peor. Sólo se pueden remediar por un trastorno total [...]. Los productos de la industria y la invención deben [...] ser propiedad de todos, patrimonio de la sociedad entera [...]. Igualdad o muerte [...]. La revolución francesa no es más que anticipo de otra que vendrá, más grande, más solemne, la lucha final.

Romanticismo campesino: el populismo ruso Si al radicalizarse hacia la izquierda el romanticismo inglés entronca con el socialismo obrero, la politización del romanticismo ruso conduce a éste al populismo campesino, pensamiento y activismo críticos que en un mundo marcadamente rural no ceden fácilmente al anticapitalismo hegemónico encarnado en un marxismo que apuesta por la modernidad y el proletariado. Como los utopistas y los anarquistas, el populismo romántico ruso preserva y desarrolla preocupaciones intelectuales, morales y políticas que el economicismo providencialista de los exégetas de El capital dejaba de lado y que hoy son aún más relevantes en la medida en que la poliédrica debacle sistémica del arranque del tercer milenio pone en crisis a los prometeísmos de diverso signo que acotaron a la moderna civilización occidental. Integrado por varias generaciones de brillantes polígrafos que por lo general combinaban literatura, reflexión social, periodismo, escritos panfletarios y activismo político, el amplio y variopinto populismo ruso es emblema de un anticapitalismo romántico que como Jano mira hacia atrás y hacia delante, hacia el alba pero también hacia el ocaso; un pensamiento y una práctica anticapitalistas y a la vez conservadores cuyo beligerante descreimiento del progreso es un dolor de cabeza para el anticapitalismo marxista en tanto que variante crítica de la modernidad.

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Alejandro Pushkin es punto de partida y emblema del enrolamiento político literario de la intelectualidad rusa del siglo xix. Aristócrata y miembro de la juventud dorada, que sin embargo escribiría apologéticamente sobre la sublevaciones cosacas de fines del xviii (La hija del capitán e Historia de la conspiración de Pugachev), desde sus años de estudiante militaba en sociedades secretas y hacía circular en copias manuscritas versos satíricos que ridiculizaban al zarismo y proclamaban la libertad. Osadía que pagó con cuatro años de exilio que quizá lo salvaron de morir con otros “decembristas” durante el alzamiento del 14 de diciembre de 1825 en San Petersburgo (Slonim: 32-43). Hijo de un propietario rústico, Nikolai Gógol tiene que exilarse a Europa a raíz de la escenificación en San Petersburgo de la encarnizada sátira del sistema zarista que es El inspector (ibid.: 54-65). Teórico social, periodista, activista político y también novelista, Alexander Herzen, editor, desde su exilio londinense, de The Bell, periodico político que circulaba clandestinamente en Rusia, destaca, más que por su literatura, por su aportación a la doctrina política del populismo, lo que él llamaba un “socialismo instintivo” —para oponerlo al científico o racional de origen europeo— que llegaría más fácilmente a Rusia porque ahí se preservaba el comunitarismo campesino que en los países más industrializados se había perdido (ibid.: 66-77). Hijo de un noble empobrecido, miembro de un grupo clandestino desmembrado en 1849, sentenciado a muerte y llevado frente al pelotón de fusilamiento para que en el último momento su condena fuera conmutada por cuatro años de trabajos forzados en Siberia, Fedor Dostoyevski sufre ahí una conversión política y religiosa que lo torna sumiso a la autoridad, pero su literatura documenta como ninguna los desgarres internos y externos del hombre, en un romanticismo abismado e intimista que contrasta con el talante costumbrista, épico o satírico de muchos de sus coterráneos (ibid.: 119-131). Las reformas

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agrarias de 1861 y el progresivo aburguesamiento de la sociedad rusa da lugar a los rasnochinstsi, que a diferencia de los aristócratas de la generación anterior son intelectuales sin fortuna que en el arte adoptan el naturalismo y en la política el radicalismo, primero nihilista y luego revolucionario. Su mascarón de proa es Nicolai Chernishevski, economista, crítico literario y autor de la exitosa novela ¿Qué hacer?, protagonizada por un paradigmático héroe romántico a la rusa: Rajmetov, aristócrata que renuncia a su clase para servir a la causa revolucionaria (ibid.: 95-105). Chernishevski pagó su atrevimiento contestatario con 21 años de exilio en Siberia. Los bocetos rústicos de Gleb Uspenski son quizá las piezas literario-políticas más exitosas de su tiempo porque en vez de embellecer el mundo rural presentan crudos y filosos retratos sociales. Escribe Rosa Luxemburgo para ubicar a Uspenski: En lugar de los refinados y bien situados nobles que habían creado en Rusia, por los años cuarenta, una literatura esplendente [...] en los años sesenta [...] surge una capa de intelectuales “desclasados”, pobres las más de las veces [...] La forma literaria de que se servían preferentemente no concordaba con las tradicionales exigencias de los lineamientos de la literatura erudita [...] En lugar de las tibias villas feudales sombreadas por tilos y los amenos salones en que se movía la literatura de los años cuarenta, en los años sesenta somos trasladados repentinamente a las calles del mercado [...] a barracas semidestruidas de las afueras de la ciudad [...] a las embarcaciones del Volga [y, ante todo, somos llevados a la presencia del] verdadero campesino ruso (Luxemburgo, 1981: 18-19).

Aunque la marxista polaca admira a Uspenski y sobre todo a Tolstoi, les reprocha que no tengan ojos más que

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para el mundo campesino cuando en Rusia, a resultas del desarrollo capitalista, “en lugar del campesinado pasaba a primer plano de interés de todos los afanes socialistas, el obrero industrial” (ibid.: 22). Regresaré a Luxemburgo más adelante. Nacido en 1828 y muerto en 1910, el conde León Tolstoi es testigo privilegiado del gran engaño que resulta para el campesinado tradicional ruso la promesa emancipatoria de la modernidad capitalista encarnada en el decreto de abolición de la servidumbre emitido en 1861 por el zar Alejandro II, una reforma presuntamente “progresiva” que en verdad abre paso al saqueo combinado del fisco, los terratenientes y el capital y ocasiona hambrunas, éxodos, alzamientos y sangrientos pogromos. Moría el pueblo y de aquella lenta agonía se había formado ya como una costumbre —escribe Tolstoi en la novela­ ­Resurrección—. Morían los niños, las mujeres estaban rendidas por un trabajo superior a sus fuerzas, y a todos, especialmente a los viejos, les faltaban alimentos. Y como el pueblo había llegado a tan triste situación de un modo lento e insensible [...] los ricos creían que aquélla era una situación natural, y que así debía ser y no de otra manera. [Nejliudov] veía con toda claridad que la causa principal de la miseria del pueblo, causa que éste comprendía y siempre exponía, era que los terratenientes habían expropiado la tierra, que era para ellos el único medio de vida [...] Está fuera de dudas que la miseria del pueblo, o al menos su causa principal, reside en que la tierra que le sustenta no está en sus manos, sino en manos de personas que [...] viven del trabajo del pueblo [...] La tierra no puede ser objeto de propiedad privada, no puede venderse o comprarse, como no se puede vender ni se puede comprar el agua, el aire, los rayos del sol. Todos tienen derecho a disponer de la tierra y de los bienes que ella produce (Tolstoi: 245).

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Tolstoi termina por asumir posturas místicas contrarias no sólo a la violencia sino al activismo social y emprende un apostolado que no mucho después influirá en el pacifismo de Mahatma Gandhi, Así, en el panfletario final de Resurrección, Nejliodov, el aristócrata justiciero y campesinista, encuentra su verdadero camino: “Buscad el reino de Dios y lo demás lo obtendréis sin esfuerzo.” En vez de buscar el reino de Dios buscamos “lo demás” y nos extrañamos de no hallarlo. “Sí, tal vez ha sido mi vida. ¡Pero ahora comienza una nueva!” (ibid.: 517). Mientras las insurrecciones agrarias incendiaban Rusia, el misticismo tolstoiano era acremente criticado por revolucionarios como Karl Kautski y Rosa Luxemburgo Gueorgui Plejanov y Vladimir I. Lenin. Pero, bien visto, lo que les incomodaba a los marxistas no era tanto la peculiar alternativa política del autor de La guerra y la paz, como su radical campesinismo. En verdad lo extraño hubiera sido que el portavoz de la Rusia profunda no se hubiera identificado con el extenso e intenso mundo rural de su patria. Pese a la industrialización que vivió durante al siglo xix y que se concentró en unas cuantas regiones y ciudades como Moscú, San Petersburgo y Bakú, hasta la revolución de 1917 Rusia era un país agrario. Desde el siglo xvi la servidumbre fue resistida por cosacos y campesinos que protagonizaron numerosas rebeliones. Y de algún modo tuvieron éxito pues el zar Alejandro II decretó en 1861 la emancipación de los afeudalados porque “es mejor liberar a los siervos desde arriba” que esperar a que conquisten su libertad con levantamientos “desde abajo” (Wolf: 84). Pero la reforma defraudó las expectativas generadas pues los campesinos, que recibieron muy poca tierra en las zonas fértiles y algo más en las de suelos malos, tenían que pagar por su liberación, de modo que medio siglo después seguían tributando en dinero o trabajo a los terratenientes, ahora ya no como anacrónica servidumbre feudal sino

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como “moderno” servicio de la deuda, mientras que en otros casos le abonaban al gobierno, que les había prestado hasta 80% del costo de su emancipación. Endeudados y con tierras insuficientes —un promedio de menos de 3 hectáreas por familia en las zonas más o menos fértiles—, durante la segunda mitad del siglo xix y en el arranque del xx los campesinos siguieron pugnando por una verdadera reforma agraria que les reintegrara las tierras que sus antepasados habían poseído (ibid.: 79-89). Pero si la reforma de 1861 no liberó económicamente al mujik sí creó un inédito espacio autonómico: el mir o comunidad agraria rusa, que a través de un consejo de jefes de familia asignaba la tierra —que no se podía vender, hipotecar ni heredar—, planeaba los cultivos y organizaba el pago de tributos. Todo esto mediante consensos de asamblea y en ocasiones auxiliándose de los zemstvos, organismos autónomos para la gestión del desarrollo local que en algunas regiones eran controlados por los campesinos y que ocasionalmente contaron con la colaboración de profesionistas urbanos que daban asesoría agronómica, ayudaban a formar cooperativas e impulsaban servicios de salud y educación. “Islas de autogobierno en un océano de autocracia”(ibid.: 109), que en sus mejores momentos demandaban participación en los gobiernos distritales, los zemstvos fueron también espacios de debate político entre los campesinos y la intelectualidad urbana narodniki, portadora de una ideología a veces reformista y otras revolucionaria pero siempre populista. Al final, este trabajo de formación y organización fue capitalizado por el Partido Socialista Revolucionario, pues los marxistas revolucionarios de la corriente bolchevique calificaban este activismo de mera ilusión pequeño burguesa. El igualitarismo del mir era relativo, y con el tiempo surgió una cierta diferenciación económico-social —en la que algunos quisieron ver la canónica formación de bur-

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guesía y proletariado—, pero en lo fundamental la comunidad agraria operó como inmejorable ámbito de afirmación identitaria y de cohesión política. El mir fue la base de los alzamientos generalizados de 1902 y 1905, y fue el mir lo que las reformas privatizantes de Pëtr Stolipin trataron de destruir al impulsar la enajenación y concentración de las tierras. Y ciertamente a raíz de las políticas anticolectivistas muchos vendieron sus parcelas y migraron a las ciudades, pero paradójicamente se fortaleció la cohesión comunitaria sostenida por una capa mayoritaria de campesinos medios que le siguieron apostando a la agricultura. Sin subestimar las poderosas huelgas obreras y la decisiva insubordinación del ejército, el hecho es que las incontrolables y generalizadas insurrecciones campesinas dejaron al zarismo sin sustento. Fue así como el mujik hizo en 1917 la primera revolución proletaria de la historia. Y la hizo desde el entrañable mir y con un sentimiento milenariasta que lo impulsaba a recuperar la tierra que fuera de sus ancestros. En 1917 los campesinos ocuparon los latifundios y establecieron comunas igualitarias. En diciembre del mismo año los bolcheviques volvieron decreto esta reforma como vía para ganarse a los campesinos y así pasar de controlar el gobierno a tener el poder. Mas tarde el gobierno soviético trataría de estatizar cultivos agroindustriales como el de la remolacha azucarera, así como el ganado y equipamiento expropiado a los terratenientes, bienes que los campesinos querían manejar en colectivo. Y la expropiación de sus medios de vida y trabajo, ahora por los comunistas en el poder, está detrás del alzamiento campesino encabezado por el anarquista Néstor Majno, que se mantuvo en armas entre 1917 y 1921 y en su momento de mayor fuerza llegó a contar con cerca de 50 mil efectivos. La sociedad rusa y su sinuoso curso modernizador

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no eran perversión más o menos exótica sino emblema del capitalismo periférico realmente existente, Un orden abigarrado, renco y disforme donde las reformas progresistas, lejos de romper las cadenas del viejo régimen, añadían expoliación capitalista a la expoliación feudal y amenazaban con destruir las bases mismas de la reproducción campesina sin aportar otras de recambio. En un país así —en un mundo así— el romanticismo revolucionario es por fuerza un campesinismo porque, para quienes no comulgan con el fatalismo económico que los condena al purgatorio del progreso capitalista en espera de que maduren las condiciones de la “verdadera” revolución, la única reserva posible de utopía se encuentra en la comunidad agraria. Con todo y sus inconsistencias teóricas y sus asegunes políticos, el anchuroso mainstream del populismo ruso trae la neta. El campesinismo utópico que hunde sus raíces en Pushkin y Gogol, que se hace doctrinario con Herzen, Uspenski y Chernishevski, y que con Tolstoi adquiere insuperable maestría literaria y deviene apostolado, es inmejorable espejo de su tiempo. Los que tienen problemas son otros: aquellos que profesan un anticapitalismo progresista y a los que tanto mirar al futuro les impide ver el pasado y el presente. Rosa Luxemburgo amaba a Tolstoi. La seducía su realismo armonioso, racional y clasicista, su épico optimismo, su claridad... Pero tenía un problema con el conde: El moderno proletariado ruso, con su vida y aspiraciones intelectuales, no existía para Tolstoi; [...] para él, el pueblo estaba representado en forma absoluta por el campesino, y ciertamente el antiguo campesino ruso, de profundas creencias religiosas, pasivo ante el sufrimiento, conocedor de un solo anhelo: poseer más tierra (Luxemburgo, op. cit.: 40).

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Y la marxista polaca trata de explicarse esa limitación: El punto débil de Tolstoi es evidente: concibe toda la sociedad clasista como una aberración y no como una necesidad histórica, punto de unión de los dos puntos terminales de una perspectiva: el comunismo primitivo y el futuro socialista (ibid.: 45).

Y en la debilidad que la autora de La acumulación de capital le atribuye al autor de La guerra y la paz se revela su propia debilidad: la de concebir la historia como un curso preestablecido y fatal que culmina en el socialismo, al que no se llegará sin antes cursar todas etapas previas, aun las más dolorosas, porque, según parece, para merecer hay que sufrir. El pleito de Luxemburgo es, entonces, con el populismo como corriente de pensamiento, y así lo explica al criticar el respaldo doctrinario de Gleb Uspenski otro escritor ruso al que admira: La solución que aquella generación dio a los nuevos problemas sociales y políticos de Rusia fue la teoría de los narodniki, el populismo. Sus rasgos fundamentales son conocidos. Apoyándose en la concepción histórica idealista que sustenta la creencia de que se podía orientar el desarrollo de un país en una dirección arbitraria, como la “mejor” de que se tenía noticia, esta teoría consideraba el capitalismo de Europa occidental como el pecado original de la sociedad, y esperaba poder dar el salto al socialismo sin pasar por el estadio de la transición capitalista, tomando como base la forma “más elevada” de la antigua comunidad campesina (obshina), que se había conservado en Rusia (ibid.: 20).

Esto fue escrito a principios de 1902, y en ese mismo año se desataron numerosas movimientos campesinos rusos que se repitieron en 1905. En la patria de Tolstoi y

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Uspenski el “hacha del mujik” hacía avanzar la revolución, pero la polaca seguía viendo a un campesino “pasivo ante el sufrimiento”. No así Lenin, quien a pesar de que en El desarrollo del capitalismo en Rusia, de 1902, había diagnosticado la disolución del mir y la polarización definitiva del campesinado, después de las insurrecciones agrarias de 1902 y 1905 matiza sus puntos de vista. Lo que no sólo le permite ser un poco más generoso con el mujik sino también con Tolstoi, a quien en un artículo de 1908 considera el “espejo de la revolución rusa” no a pesar de su entrega al mundo campesino sino precisamente por esa entrega. Las contradicciones en las ideas y las teorías de Tolstoi no son una casualidad sino la expresión de las contradictorias condiciones en que se desenvolvió la vida de Rusia en el último tercio del siglo xix. El patriarcal campo, recién liberado del régimen de servidumbre, fue, literalmente, entregado a saco al capital y al fisco. Los viejos puntales de la hacienda y de la vida campesina, que se habían mantenido en pie durante siglos, fueron destrozados con una rapidez extraordinaria. Y las contradicciones en las ideas de Tolstoi [...] hay que considerarlas [...] desde el punto de vista de la protesta que debía engendrar el patriarcal campo ruso contra el capitalismo que avanzaba, contra la ruina y la pérdida de sus tierras por las masas [...] Tolstoi es grande como portavoz de las ideas y el estado de ánimo de millones de campesinos rusos en vísperas de la revolución burguesa en Rusia. Tolstoi es original, porque todas sus ideas, tomadas en su conjunto, expresan precisamente las particularidades de nuestra revolución como revolución burguesa campesina (Lenin: 195).

Nueve años después, la revolución rusa de 1917 sería burguesa y anticapitalista, democrática y socialista, campesina y proletaria..., una contradicción propia de los tiempos que Tolstoi y los populistas de raigambre romántica

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reflejaron muy bien en su dimensión rural, mientras que los marxistas ortodoxos la digerían con dificultad. Así, en 1917 Rosa Luxemburgo se indigna cuando los bolcheviques en el poder reconocen en un decreto la recuperación de tierras que los mujiks en armas estaban realizando de hecho. Y es que según la marxista polaca la propiedad campesina crea “obstáculos insalvables a la transformación socialista de las relaciones agrarias” (Wolf: 134). En el fondo, el problema del marxismo está en que devino una versión alterna del progreso que, como su versión liberal, exorciza el pasado y fetichiza al futuro. En cambio los revolucionarios románticos, naturalmente campesinistas, cuando no idealizan en exceso los tiempos idos, acceden a una visión más profunda de la vertiente conservadora que encontramos en todas las revoluciones del siglo xx. Y es que el pasado siempre tiene dos caras, y así como en el estudio del viejo régimen un historiador como E.P. Thompson distingue entre la “economía moral” plebeya que se manifiesta como multitud airada cuando el precio del trigo provoca hambrunas, y la “economía moral” aristocrática que se expresa en la defensa del tributo y otros privilegios, en la nostalgia romántica se debe diferenciar el apego al ethos campesino amenazado por la inclemente modernidad respecto de la añoranza por los valores de la nobleza igualmente desplazados por el pragmatismo burgués. En esto parece estar pensado Edgar Morin cuando en un texto de 1988 habla de repensar y añadir complejidad a la idea de revolución [...] vincular esa nueva idea [...] a la idea de conservación [...] Debemos conservar la naturaleza, conservar las culturas que quieren vivir [...] Conservar el patrimonio humano del pasado porque contiene los gérmenes del futuro [...] Hemos de conservar la idea de revolución revolucionando la idea de conservación (Morin: 182).

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Y para ello resulta muy pertinente asomarse al pensamiento romántico.

Romanticismo desencantado Al asimilar el romanticismo presente en Rousseau, Goethe, Hegel, Marx, Nietzsche y otros al concepto más amplio de modernidad que arrancaría desde el siglo xviii y se prolongaría cuando menos hasta el fin del milenio, Marshall Berman aporta una convincente y documentada argumentación sobre el espíritu fluido y dinámico que Marx comparte con los hombres de su tiempo más allá de sus particulares sistemas de ideas. Berman es un franco apologista del que llama “segundo periodo de la modernidad” y que se despliega en el siglo xix, al que caracteriza por su sentido de totalidad y su optimismo. Pero si el siglo antepasado le parece progresivo y revolucionario, el “tercer periodo del modernismo”, que abarca el siglo xx, le resulta desesperanzado, nihilista, conservador. Aunque esta apreciación que puede ser descriptivamente certera, es sin embargo cuestionable que, frente a la futilidad de la pasada centuria, Berman llame a recuperar el talante decimonónico, y que, “en este contexto tan desolado, quisiera resucitar el modernismo dinámico y dialéctico del siglo xix” (ibid.: 26). La misma desesperanza percibe Perry Anderson en el “marxismo occidental” de mediados del siglo pasado, el cual, dice, comparte un rasgo fundamental: un común y latente pesimismo. Todas las variantes o desarrollos sustanciales de esta tradición se distinguen de la herencia clásica del materialismo histórico por lo sombrío de sus implicaciones o conclusiones. A ese respecto, entre 1920 y 1960 el marxismo cambió lentamente de colorido en Occidente. La confianza y el optimismo de los fundadores del materialismo histórico y de sus sucesores des-

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aparecieron progresivamente. Casi todos los nuevos temas importantes de la producción intelectual de esta época revelan la misma disminución de la esperanza y la misma pérdida de la certeza (Anderson: 110).

Sin embargo, el pesimismo del siglo xx no es una elección incondicional y malhadada, se sustenta en las lacerantes experiencias vividas durante la centuria, y sin asumirlas radicalmente es imposible “resucitar” el optimismo juvenil de otros tiempos. Apoyándose en la metáfora sobre la “jaula de hierro” que nos aprisiona formulada por Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo (de 1904), Berman argumenta que si nos engolosinamos en la descripción de los barrotes —como piensa que lo hicieron Marcuse, Foucault y otros— no habrá más alternativas que volverse guardianes de la jaula o “relajarnos” ante la “inutilidad de todo”. Pienso, por el contrario, que se puede mirar a los ojos los horrores del pasado siglo —y también los del presente— sin caer en la “futilidad y la desesperación” (ibid.: 17). Si ha de sobrevivir, el optimismo revolucionario debe interiorizar la desazón, la incertidumbre, la angustia; la nuestra sólo puede ser una esperanza desesperanzada. No en cualquier sitio, sino precisamente tras las rejas de un calabozo, lo formuló Antonio Gramsci al definir su ánimo como “pesimismo del intelecto, optimismo de la voluntad”. Con la misma metáfora weberiana, Lu Sin da constancia de su indeclinable testarudez libertaria al describir su obra como el grito que busca despertar a los hombres dormidos dentro de una jaula de hierro, quizá para que se liberen, o en todo caso para que mueran sabiendo que estaban vivos. Y éste es también el ánimo que hace vigente al marxismo existencial de Jean-Paul Sartre.

VII. CONTRA EL PROVIDENCIALISMO

Porque hoy somos más escépticos (y algunos también más viejos) que el joven Marx y, como a Merleau-Ponty, nos resulta “más difícil que hace cien años” imaginar el cumplimiento de las premisas del comunismo. Pero el problema que encuentro en el filósofo y revolucionario alemán no es tanto el talante augural, la sensación de inminencia propia del decimonónico pathos romántico, como la concepción misma de lo que nos depara el próximo (o lejano) futuro. Tengo la impresión de que Marx estaba pensando en el comunismo como un orden social, un “modo de producción”, un inédito sistema donde la supresión de la propiedad privada y del trabajo abstracto como causales de la alienación ha exorcizado para siempre el extrañamiento abriendo paso a la realización de la verdadera humanidad. Porque al hablar del “comunismo” no se refiere tanto a la negatividad necesaria para abolir la propiedad privada como a su “superación positiva”. Y ahí está la dificultad pues, a mi modo de ver, la secuencia objetivación-enajenación-superación del extrañamiento es ante todo un proceso soportado por la negatividad del sujeto, no un estado de cosas sostenido en su positividad.

La utopía: ¿orden o praxis? De plano me repele la idea de que así como el modo de producción capitalista produce enajenación un orden sin 145

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propiedad privada ni clases sociales produciría libertad. La libertad no mana de un orden social (cualquier orden social). La libertad se conquista todos los días y cada minuto al clamar en las calles por la caída del mal gobierno o, en el presente texto, al sustituir por otra una metáfora muy sobada. Como momento negativo, la libertad está en el hacer, no en el ser. En cambio los sistemas sociales encarnan en fuerzas productivas, formas de cooperación, relaciones laborales, instituciones políticas, sistemas de ideas, maneras de ordenar el espacio y el tiempo, y éstos —por amigables que sean— traen vuelo, tienen momentum, están preñados de inercia; son susceptibles de una contrafinalidad que no sólo resulta de la multiplicidad destotalizada de proyectos sino también de la inercia de las cosas, pues aun si el hombre ya no fuera el “lobo del hombre” y todos nos pusiéramos de acuerdo con todos como buenos hermanitos, el hecho de actuar dentro de un sistema complejo de desarrollo no lineal hace humanamente imposible prever por completo los resultados de nuestras múltiples acciones (a menos que además de estar infinitamente bien avenidos tuviéramos un conocimiento total de la totalidad... Pero esto es el “saber absoluto” hegeliano; ¿qué, no?). Creo, con Aristóteles, que más allá de la ciencia que ayudaron a fundar Maquiavelo y Hobbes, la política es ante todo praxis (no un saber sino un hacer) por cuanto “la felicidad es una actividad”, no un estado, no un orden (actual o futuro) sino un modo de ser, un ánimo, una disposición (Aristóteles: 36). Con esto no quiero decir que así estamos bien, que todos los sistemas sociales son lo mismo y que en todos habrá forma de buscarse un huequito caliente para ser felices. Para nada. Sigo siendo utópico y, si me apuran, “comunista”. Porque el sistema del gran dinero que nos atosiga desde hace demasiados años lleva hasta sus últimas consecuencias la alienación y absolutiza la contrafinalidad, porque nunca como ahora la producción

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de riqueza creó tanta pobreza (humana y natural) y hoy como nunca el lacerado e insumiso mundo de las cosas nos amenaza. Y esto es así porque con el mercantilismo radical los proyectos (todos los proyectos, aun aquellos que chocan entre sí o los que el fuerte impone al débil) dejan paso al absolutismo del mercado: una totalización destotalizada si las hay (pues se impone de manera automática); un pseudoproyecto ciego, sordo y desalmado; una necesidad sin libertad. Un sistema que por su propia naturaleza es antigenérico pero que se vende alegando que el que cada uno vea para sí es lo mejor para todos y por tanto para cada uno. Un orden perverso que no sólo tiene inercia —como todos los sistemas— sino que su inercia fetichizada se presenta como el verdadero proyecto. Un plan espectral que sin embargo difunde valores (progreso, crecimiento, velocidad, eficiencia, competitividad, acumulación, uniformidad...) al tiempo que ceba guardianes y sacerdotes movidos por la codicia, servidores rapaces que se creen dueños de la riqueza dineraria cuando en verdad ésta no tiene dueño porque es abstracta, inasible, puro valor que se valoriza. En el fondo la utopía no es un orden, es hacer que no descansa, es negatividad insomne, es grupo en fusión que día y noche alimenta su fuego porque al camarón que se duerme se lo lleva la corriente y al hombre libre que se descuida se lo traga la rutina. Sin embargo la negación radical de lo que nos niega radicalmente también tiene un lado positivo, también es un orden (y ahí está el peligro, pues junto con el orden viene la serialidad y tras de ella acecha la inercia). Aterrizar el “comunismo” (darle materialidad a la utopía) no es construir castillos en el aire sino emprender obras públicas de gran calado a fuerza de multitudinaria ingeniería social; un trabajo prosaico donde la inercia de estructuras, aparatos, normas e instituciones más que amenaza es recurso constructivo y riesgo calculado. La edificación del comunismo es como era el arte antes de ser “conceptual”: 10

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por ciento de inspiración y 90 por ciento de transpiración. Porque, además, la utopía positiva no viene con instrucciones que puedan leerse cuidadosamente antes de enchufar el aparato. Y no hay recetas, entre otras cosas, porque no hay Utopía (con mayúscula) sino utopías diferentes según el tiempo y el lugar. Para los bolivianos, por ejemplo, la utopía del tercer milenio es controlar el petróleo, el gas, el agua potable, los servicios básicos, el territorio...; es profundizar la reforma agraria; es darse una nueva Constitución descolonizadora y lograr el pleno reconocimiento de los derechos étnicos de quechuas y aimaras sin fundamentalismos excluyentes; es recuperar la soberanía como nación y la dignidad como pueblo... Lo que no es poca cosa y, bien visto, resultaría bastante anticapitalista.

¿Culminación o ruptura? Ahora bien, las mudanzas históricas que realmente cuentan no satisfacen deseos viejos y postergados sino que crean nuevos deseos. La equidad, por ejemplo, es premisa de la utopía pero no es la utopía misma, pues el que todos puedan satisfacer por igual necesidades preexistentes no es irrelevante, pero lo que hace utópico a lo utópico es que introduce necesidades debutantes, requerimientos que antes no existían. Se trata, entonces, de que todos los hombres sean iguales de modo que puedan también ser distintos, y no sólo distintos unos de otros sino distintos los de hoy a los de ayer y los de mañana a los de hoy. La peor alienación es la que nos arrebata la capacidad de cambiar, de ser otros, la posibilidad de anticiparnos al futuro con la imaginación práctica (no la puramente combinatoria de los sueños sino la ontocreativa o poiética propia de los proyectos en curso). Porque el hombre es un animal prospectivo que constantemente se está rebasando a sí mismo por la izquierda, que se adelanta a su pro-

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pio ser; el hombre es, en rigor, un animal imaginario. Creo que a esto se refería Horkheimer hace setenta años cuando hablaba de la revolución como “salto que se sale del progreso”, como “tránsito a la libertad”, cuyo contenido no es, por tanto, “predecible”. Y sin duda a esto se refiere el lacaniano Slavoj Zizek cuando en una entrevista afirma que “no debiéramos legitimar un cambio diciendo que brindará más felicidad. El verdadero cambio político consiste siempre en cambiar los parámetros mismos de lo que se entiende por felicidad”. Admitiendo que a la utopía no se llega de sopetón y que la transformación radical que necesitamos será ardua, paulatina y prolongada, también hay que cuidarse de los placebos que, teniendo efectos benignos, nos dejan con la enfermedad a cuestas. Así, por ejemplo, reducir la desigualdad mediante políticas públicas redistributivas, siendo loable, no se traduce en “desarrollo humano” (Banco Mundial) o “florecimiento humano” —con la connotación más generosa que le da al término Julio Boltvinik (13-52)— pues la auténtica emancipación supone no sólo retocar sino subvertir un orden, el capitalista, donde la inequidad no es relativa sino absoluta. En el mundo de las mercancías no hay estancos de valor y en alguna medida todos participamos de la riqueza creada por todos, de modo que el conjunto de todos los privilegios conecta con el conjunto de todas las carencias y toda inequidad tiene su fuente en la explotación. En un sistema conformado por ilimitados flujos de valor que se originan en el trabajo alienado no hay riqueza inocente ni pobreza culpable. En un orden así, el real “florecimiento humano” es ilusorio pues se mira en el espejo del general marchitamiento humano. Entonces, la realización del hombre será utópica o no será. Sin duda el curso libertario supondrá magnas obras de ingeniería social redistributiva, pero para que tenga sentido deberá generar también espacios

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sociales solidarios que propicien la multiplicación de los actos generosos (actualización del género), experiencias conespecíficas y totalizadoras que, aun siendo efímeras, constituyen indispensables anticipaciones (probaditas) de una utopía que de otra manera no pasaría de espejismo que se aleja con el horizonte. Pero el “hombre de hierro” (la conformación material y espiritual de la producción y el consumo propia del capitalismo) es un orden global cuya inercia es directamente proporcional a su escala, complejidad, extrañamiento y fetichización. Y desguazarlo (como un todo y por muchos sitios a la vez) está resultando una tarea titánica en la que ya llevamos dos siglos…, y nada. (Lo de “nada” es un decir, claro, pues de no haber resistido denodadamente al sistema del gran dinero durante todos estos años el estúpido absolutismo mercantil ya hubiera acabado con nosotros, con la naturaleza y consigo mismo. Cumplida o no su utopía positiva, el hecho es que la resistencia es, ha sido y será consustancial al capitalismo: el veneno produce su propio antídoto). Una de las razones de que hoy la liberación no se vea más cerca sino más lejos que hace cien o ciento cincuenta años es que las fuerzas productivas (ciencia y tecnología, formas de cooperación en el trabajo, cultura...) no resultaron aliados sino enemigos: en vez de que las potencias tecnológicas reventaran las relaciones de producción capitalistas colocándonos en la inminencia de un mundo sin escasez y por tanto sin extrañamiento, se revelaron como el engrane más peligroso del hombre de hierro, no sólo porque nos lleva al despeñadero de la crisis ambiental, sino porque así como la mayor astucia del demonio es convencernos de que no existe la mayor astucia del sistema científico-tecnológico es convencernos de que está de nuestra parte o cuando menos de que es neutral. Entonces, la construcción de la utopía pasa por revolucionar las relaciones capitalistas de producción pero también sus fuerzas pro-

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ductivas, lo que significa desmontar y rehacer tanto nuestro modo material de producir y consumir como el sistema científico-tecnológico que lo alimenta y el imaginario colectivo que lo amaciza. El mal está en los otros y en la inercia de las cosas trabajadas. Y es claro que al hablar de la inercia de las cosas me refiero tanto a las toscas como a las sutiles, pues todas por igual tienen momentum. Este teléfono celular, un guijarro pepenado y la represa colosal son sin duda cosas, pero también lo es un poema, porque a los dichos corrientes se los lleva el viento mientras que a las palabras coaguladas en un verso (o cuento, canción, frase publicitaria, jingle, sentencia especiosa, argumento sesudo, consigna memorable...) tienen la materialidad de los cerros, la contundencia del canto rodado, el filo de la faca. Y como los otros objetos, los prosaicos, el poema existe por su cuenta y riesgo y dice lo que dice con independencia de lo que haya querido decir su autor. En La vida está en otra parte, Milan Kundera describe la escritura del primer poema de Jaromil como el parto de una cosa. En vez de subrayar la levedad metafísica, la etérea espiritualidad, la irreductible subjetividad de la obra de arte, el novelista señala su objetividad, su corporeidad, su contundencia física. “De ser una simple combinación de palabras se había transformado en una cosa —escribe—, algo totalmente independiente, autónomo e incomprensible como la propia realidad” (Kundera: 69). El “poder real, físico” (ibid.: 72) que ejercen los versos y otros artificios “espirituales” resulta a veces libertario, pero también puede ser tan reificante como el taylorismo fabril, el caos urbano o el consumismo, porque el hombre de hierro que nos acogota está hecho de hierro, pero también de signos, conceptos, imágenes, metáforas... El “autómata animado” que nos sojuzga es jerarquía material y a la vez orden simbólico, sistema de ideas y valores, laberinto semántico, subtrama emocional, poética literaria, preceptiva musical, ars pictó-

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rica, discurso filosófico, imaginario colectivo... El grado de dificultad de la negación de cuanto nos niega —sea denso o sutil— depende también de cómo transcurra el proceso emancipador. Y es que puede cobrar la forma de una gran transformación de alcance global, una nueva totalización ya no (tan) externa y destotalizada como las anteriores, o puede presentarse como desarticulación (paulatina o abrupta) de un orden voraz pero cuyas exterioridades se multiplican día tras día, una suerte de hundimiento del Titanic al que sobreviven lanchones dispersos. Y el debate sobre las vías tiene sustancia dado que hay quienes, como Samir Amin e Immanuel Wallerstein, concluyen de las lecciones de la historia que la conversión integral de un sistema clasista... conduce a otro sistema clasista, mientras que la “decadencia o desintegración” son más deseables que “una transformación controlada” (Wallerstein: 27), y es que sobre la base de la crisis, el caos y la disgregación se puede construir un sistema realmente nuevo. En fin…, en todo caso el “comunismo” deberá ser un orden más justo, libre, plural, sostenible, diverso, solidario… (espolvorear a discreción adjetivos entrañables o “políticamente correctos”) pero sobre todo abierto, fluido, transitorio, provisional, incierto, jazzeado, aleatorio, fractal…, un orden que —sin dejar de serlo— no blinde sus inercias y no se amache en sus rutinas, porque las buenas utopías son cauces, no diques.

Inminencias Lo cierto es que Marx la veía más fácil. Y es que de algún modo el joven filósofo había comprado la propuesta hegeliana de que se vivía en el “ya merito”, al filo del agua, en la inminencia. Vivimos en tiempos de transición hacia una nueva época [...]

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—escribe Hegel en las primeras páginas de la Fenomenología del espíritu—. Así como en el niño [...] el primer aliento rompe bruscamente la gradualidad del proceso puramente acumulativo en un salto cualitativo y el niño nace, así también el espíritu que se forma va madurando lenta y silenciosamente hacia la nueva figura [...] la aurora que de pronto ilumina [...] la imagen del mundo nuevo [...] El comienzo del nuevo espíritu es el producto de una larga transición de múltiples y variadas formas de cultura, la recompensa de un camino muy sinuoso y de esfuerzos y desvelos [...] Es el todo que retorna a sí mismo saliendo de la sucesión y de su extensión, convertido en concepto simple de ese todo (Hegel, 1966: 12-13).

Y en las últimas páginas del mismo libro redondea: Así, pues, en el saber el espíritu ha cerrado el movimiento de configuración [...], los momentos de su movimiento no se presentan ya como determinadas figuras de la conciencia [...] sino como conceptos terminados y como el movimiento orgánico, fundado en sí mismo, de dichos conceptos (ibid.: 471).

En la Filosofía del derecho, esta culminación se presenta encarnada históricamente en el “mundo germánico”: De esta rutina de sí y de su mundo y del infinito dolor [...] el Espíritu [...] comprende lo positivo infinito de su interioridad [...], el principio de la unidad de la naturaleza divina y humana [...]; reconciliación cuyo cumplimiento es asignado al principio nórdico de los pueblos germánicos (Hegel, 1968: 286).

Y más específicamente se presenta así en el Estado, el Estado prusiano: La antítesis en sí desaparece [...] la actualidad ha deshojado

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su barbarie y su arbitrariedad injusta y la verdad, su más allá y poder accidental. De suerte que ha sucedido objetivamente la verdadera conciliación que despliega el Estado a la representación y la realidad de la razón (ibid.: 287).

Es claro que Marx no encuentra ninguna reconciliación sujeto-objeto en el Estado prusiano y que para él la “nueva época” no es un cierre ni supone salir de la “sucesión” y de la “extensión” (el tiempo y el espacio), pues “el comunismo”, escribe, “no es ninguna pérdida del mundo objetivo fundado por el hombre”. Pero sin duda el “comunismo” (como el “saber absoluto”) es la cereza del pastel, la culminación de un largo recorrido no del “espíritu” sino del hacer humano, de su “industria”. Con esto Marx está poniendo al idealismo hegeliano sobre sus pies materialistas pero conservando una suerte de visión teleológica del proceso. Determinismo difícil de sostener sin colocarse en la posición del “saber absoluto”, sin admitir, con Hegel, que “el espíritu ha cerrado el movimiento de configuración”. Marx avanza hacia una dialéctica abierta (y no circular como la hegeliana), pero la historia se le presenta aún como trabajando silenciosamente para su momento estelar: el “comunismo” visto “como el retorno total, consciente y logrado dentro de toda la riqueza del desarrollo anterior, del hombre para sí como ser social, es decir humano”. Y este “desarrollo anterior” cuya riqueza se conservará en el “comunismo” (al igual que en el “saber absoluto” se conservan las configuraciones anteriores como “conceptos terminados”), no son momentos eslabonados del espíritu sino de la “industria”, cuyo despliegue (“aunque sea de manera enajenada”) conforma la historia y la naturaleza reales del hombre. Debo confesar que encuentro aquí un tufo a providencialismo, el germen de un prometeísmo teleológico que lee la historia como curso que va de la escasez a la abundancia a lomos de las potencias productivas, saga que está a pun-

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to de culminar felizmente porque el contenido progresivo (unas “fuerzas productivas” cuyo desarrollo el capitalismo aceleró como nunca) comienza a romper la forma alienada. Entonces la eclosión de la “nueva época” se presenta como nacimiento de un orden inédito que ha madurado lentamente en el interior del viejo. La “revolución partera de la historia” es herencia hegeliana hasta en la metáfora.

Una crítica al finalismo marxiano Y no soy el único en verlo así. György Márkus, húngaro discípulo de Lukács, piensa que la dicotomía [fuerzas productivas/relaciones de producción] cumple [en Marx] un doble papel [...] distinguir [...] los ejes de continuidad y discontinuidad y [...] trazar la frontera entre las condiciones básicas [...] del cambio histórico y el terreno en el cual pueden ocurrir estas transformaciones [...] Mediante estas categorías, la historia es entendida como un progreso antinómico [...], como la acumulación y la universalización, bajo una forma objetivada y alienada, de necesidades y capacidades sociales [...] Las categorías de fuerzas productivas/ relaciones de producción caracterizan [la] continuidad histórica como proceso dialéctico y contradictorio de progreso [...] Las fuerzas productivas forman el esqueleto de la evolución histórica, en el sentido de que sólo respecto a ellas es que el progreso adquiere la forma de acumulación [...] Un nivel dado de desarrollo de las fuerzas productivas “heredado” por cada generación en una forma objetivada circunscribe un campo específico de posibilidades [...] los medios de producción son [...] la vara de medición del desarrollo que puede ser definido con el rigor de una ciencia natural (Márkus: 181. Las cursivas son del original). [Sin embargo,] esta construcción es altamente problemá-

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tica [porque] lo que es objetivamente una “mejora”, un “progreso” de las fuerzas productivas bajo un conjunto dado de relaciones de producción puede aparecer como una “regresión” desde el punto de vista de otra sociedad [...] Diferentes sistemas de producción implican diferentes relaciones activas del hombre con la naturaleza (ibid.: 183. Las cursivas son del original).

Y es que “cada objeto humano [...] es simultáneamente una objetivación de relaciones [...] del hombre con la naturaleza [...] y una materialización, un portador de formas sociales definidas” (ibid.: 199). [Entonces,] la vinculación empírica directa entre [continuidad y progreso] que Marx realiza mediante el concepto de desarrollo de las fuerzas productivas es insostenible [...] La versión marxiana de continuidad se mantiene profundamente anclada en la tradición hegeliana [...] Postula la historia humana como un proceso material de una incesante transmisión de la tradición en el sentido pleno: la continuidad es un rasgo inmanente de la historia (ibid.: 185). [Dicha teoría está] comprometida incondicionalmente con la concepción de un agente revolucionario singular y unitario, predestinado por su situación objetiva a ser el vehículo del cambio radical [...] Es precisamente la interpretación estrictamente determinista del “presente” la que invoca la interpretación finalista del futuro de la historia (ibid.: 191).

He aquí, dicho de otra manera, lo expuesto más arriba como crisis del prometeísmo y crisis del sujeto. El determinismo teleológico marxista sustentado en el paradigma de la producción se explica, en parte, por el hecho de que ciertamente en el capitalismo la producción económica se independiza como sujeto automático. Y lo que Marx busca desarrollar no es tanto una filoso-

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fía de la historia como una crítica práctico-revolucionaria del orden que en el siglo xix parecía en camino a su plena mundialización (la real subsunción de todo en el capital). En la perspectiva del socialismo como proyecto proletariohumano, el capitalismo aparece como premisa y por tanto como forma superior a toda otra formación histórica, como atalaya que da la clave para comprender a las sociedades anteriores no tanto en sí mismas sino en tanto que momentos de un recorrido que conduce al mercantilismo absoluto. Así, Marx hace una lectura de las sociedades humanas como “modos de producción” que tiene la carga economicista propia del orden al que condujeron. Y en nombre de la revolución libertaria que quiere y piensa inminente se le cuela un determinismo teleológico que tiende a ignorar las discontinuidades históricas radicales, los múltiples cursos civilizatorios paralelos o entreverados y la propia contrahechura de un sistema mundo, el capitalista, que siglo y medio después no es aún lo que debía ser para constituir la antesala del socialismo planetario. Deshacerse del sesgo fatalista presente en el pensamiento de Marx, y sobre todo en el de algunos de sus seguidores, es necesario no sólo para construir una más comprensiva filosofía de la historia que dé razón de movimientos civilizatorios donde el lugar del modo de producción material es otro, sino también para enfrentar los reales retos libertarios de nuestro tiempo sin tener que alegar la inmadurez de las “condiciones objetivas” para posponer el trajín emancipador o para justificar su fracaso. Según Márkus, la posibilidad de radicalizar el marxismo sacándolo del determinismo teleológico y la fetichización del sujeto pasa por reconocer la existencia de necesidades humanas radicales hoy negadas por cuanto el uso de los objetos históricamente construidos está determinado por relaciones sociales objetivantes y expoliadoras, pero tiene su premisa en el hecho de que en esta materialidad here-

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dada (fuerzas productivas) existe la posibilidad de otros usos (ibid.: 192, 195). Admitido: la ciencia y la técnica realmente existentes pueden emplearse de otra manera. Pero habrá que admitir también que para superar la dicotomía fuerzas productivas (contenido material)/relaciones de producción (forma social) es necesario asumir que las posibilidades contenidas en las cosas trabajadas no podrán desplegarse y ponerse al servicio de necesidades humanas radicales sin que este mundo material y su representación científica sufran mudanzas tan profundas como las que demandan las relaciones e instituciones sociales. Transformaciones ciertamente no arbitrarias sino acotadas por sus posibilidades inmanentes, pero imprescindibles y urgentes. Y es que no basta emplear de otro modo las fuerzas productivas realmente existentes (no se trata sólo de volver a escribir el folletito con las instrucciones de uso), es necesario rediseñarlas, subvertirlas, revolucionarlas. Porque, como señala también Márkus, siguiendo a Marcuse, las fuerzas productivas son al mismo tiempo relaciones de producción. Así las cosas, regresar con Sartre sobre los temas de la alienación y la escasez es asunto de primera necesidad. Y en esto Marx aún tiene mucho que decir pues sus notas de 1844 son eso, notas, y hay ahí observaciones que contravienen la lectura crítica de ellas que acabo de hacer. Sobre la construcción del comunismo no como parto o eclosión sino como carrera de gran fondo, escribe: “Pero para superar la propiedad privada real hace falta la acción real del comunismo. La historia se encargará de llevarla a cabo, y este movimiento [...] tendrá que recorrer en la realidad un proceso muy duro y muy largo” (Marx, 1966: 96). En cuanto al carácter abierto de la dialéctica historica, Marx sostiene que “el comunismo es la posición de la negación de la negación y, por tanto, el momento necesario de la emancipación y la recuperación humana. El comunismo es la

forma necesaria y el principio energético del inmediato futuro, pero el comunismo no es, en cuanto tal, la meta del desarrollo humano, la forma de la sociedad humana” (ibid.: 91).

VIII. EL FANTASMA DE SARTRE EN LOS DEBATES ACTUALES

El ambientalismo rojo, el cuestionamiento radical de la política y sus actores, el altermundismo del tercer milenio como nuevo compromiso global son hoy materia de reflexiones y polémicas en las que la crítica sartreana de la razón dialéctica —poco recordada y menos releída— algo tendría sin embargo qué aportar.

Ecologismo radical En la segunda mitad del siglo xx, conforme se hacía patente el deterioro generalizado de los recursos naturales, las cuestiones de la llamada “sustentabilidad” se colocaban en el centro de los debates. El tema tiene historia y, entre otros pensadores, lo planteaba Marx a mediados del siglo xix al analizar los impactos que la revolución industrial y sus expresiones agrícolas estaban teniendo sobre la relación hombre-naturaleza. Pero no es sino hasta mediados del siglo xx que la crisis ecológica se agrega al generalizado desfondamiento-refundación de paradigmas a través de inéditos movimientos sociales y búsquedas intelectuales ambientalistas. Sartre había incursionado desde temprano en este nuevo (o renovado) territorio teórico-político a partir de los conceptos de rareza y contrafinalidad; no obstante, sus aportaciones pasan desapercibidas en una discusión que aunque inaugura un promisorio diálogo entre las 159

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“ciencias blandas” y las “ciencias duras” en general le saca la vuelta a la filosofía. Y sin embargo me parece que es el autor de la Crítica de la razón dialéctica quien más cala en el trasfondo ontológico de la debacle medioambiental. Hace siglo y medio Marx había hecho en El capital un excepcional planteamiento protoecologista: Todo progreso realizado en la agricultura capitalista no es solamente un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino también en el arte de esquilmar a la tierra, y cada paso que se da en la intensificación de su fertilidad dentro de un periodo de tiempo determinado es a la vez un paso dado en el agotamiento de las fuentes perennes que alimentan su fertilidad [...] la producción capitalista sólo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originarias de toda riqueza: la tierra y el hombre (Marx, 1964, tomo iii: 423-424).

Sin embargo tuvieron que transcurrir cien años para que, siguiendo a Marx, a mediados del siglo pasado el húngaro-estadounidense Karl Polanyi desarrollara la contradicción arriba enunciada: Una economía de mercado debe comprender todos los elementos de la industria, incluidos la mano de obra [y] la tierra [...] Pero la mano de obra y la tierra no son otra cosa que los seres humanos mismos, de los que se compone toda sociedad, y el ambiente natural en que existe tal sociedad. Cuando se incluyen tales elementos en el mecanismo del mercado, se subordina la sustancia de la sociedad misma a las leyes del mercado [...] Pero es obvio que la mano de obra [y] la tierra no son mercancías [...] El trabajo es sólo otro nombre para una actividad humana que va unida a la vida misma, la que [...] no se produce para la venta [...] La tierra es otro nombre de la naturaleza que no ha sido producida por el hombre [...] Ahora bien

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[...], si se permitiese que el mercado fuese el único director del destino de los seres humanos y de su entorno natural [...] se demolería la sociedad [...], la naturaleza quedaría reducida a sus elementos [...], los paisajes se ensuciarían, los ríos se contaminarían [...], se destruiría el poder de producción de alimentos y materias primas (Polanyi: 122-124).

La catástrofe prevista por el antropólogo y economista no es circunstancial, está implícita en un modo de producir que necesita tratar como mercancía a lo que no lo es. Y si no ha llegado hasta sus últimas consecuencias es debido a “las reacciones de la clase trabajadora y el campesinado ante la economía de mercado” (ibid.: 251). Porque la saga del capitalismo es la saga del mercantilismo y de la resistencia al mercantilismo. El veneno, lo dije más arriba, produce su antídoto. Si por su índole económica el capitalismo genera contradicciones internas que remiten a las dificultades para realizar la plusvalía y a la tasa decreciente de ganancia, su naturaleza tecnológica es fuente de contradicciones externas que remiten a la dificultad de controlar el núcleo duro de la restauración de las condiciones naturales y sociales de la producción. En una de sus filosas intuiciones Walter Benjamin reconoce el problema y como alternativa a la relación hostil entre hombre y naturaleza toma partido —inesperada pero no injustificadamente— por los fantaseos de Fourier: El trabajo [...] se resuelve en la explotación de la naturaleza, explotación a la que se contrapone con ingenua satisfacción la explotación del proletariado. Comparados con esta concepción positivista, los fantaseos [de] Fourier revelan un sentido sorprendentemente sano. [Fourier] habla de un trabajo que, lejos de explotar a la naturaleza, es capaz de ayudarle a parir las creaciones que dormitaban como posibles en su seno (Ben-

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jamin, 2008: 47-48).

Años después, desde el marxismo ecológico, James O’Connor profundiza en la cuestión: Necesitamos un abordaje teórico más refinado al problema que Polanyi llamó “tierra y trabajo”. De manera inadvertida, Marx proporcionó un punto de partida para un abordaje así mediante su concepto de “condiciones de producción” [las cuales] no son producidas como mercancías de acuerdo con las leyes del mercado (ley del valor), pero son tratadas como si fueran mercancías. En otras palabras, se trata de ”bienes ficticios” con ”precios ficticios”. La regulación del mercado sobre el acceso del capital a estas condiciones [...] es selectiva, parcial y a menudo deficiente (O’Connor: 287).

Al respecto, en El hombre de hierro escribí lo siguiente: Aunque lo justifica por la polémica que el alemán sostenía con Smith y Malthus, O’Connor reprocha a Marx que sean pocas sus referencias a lo que representa para el capitalismo la rareza relativa de los recursos naturales, y llama a “introducir la ‘escasez’ en la teoría de la crisis económica de manera marxiana, no maltusiana” (ibid.: 203). Pero la escasez no es únicamente un fenómeno puntual que el expansionismo capitalista hace notorio y que coyunturalmente puede ocasionar crisis económicas; la rareza no es sólo relativa, es absoluta y resume la condición misma del hombre en su relación con la naturaleza (Bartra, 2008: 135).

Como hemos visto, también Sartre entiende que Marx creó su sistema conceptual a partir de los teóricos de la escasez y en su contra pero, como O’Connor, resiente la ausencia del concepto. “Marx habla muy poco de la rareza” (Sartre, 1963: 309), escribe en la Crítica… Sólo que el filósofo no

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se conforma con introducir el concepto en la teoría de las crisis capitalistas; para él la rareza es lo que da inteligibilidad a la historia. Así, el curso de las sociedades se le presenta como una lucha permanente contra la escasez, pero en tanto que el combate está mediado por la multiplicidad desbalagada de los proyectos y por la opacidad intrínseca de la materia, con frecuencia el denodado esfuerzo deviene contrafinalidad y en vez de crear riqueza se ocasiona pobreza, tanto humana como ambiental. Empleando como ejemplo los vertiginosos desmontes practicados por los campesinos chinos, Sartre escribe: “El sistema positivo de cultivos se ha transformado en máquina infernal” (ibid.: 327). “El trabajador se vuelve su propia fatalidad material; produce las inundaciones que lo arruinan” (ibid.: 328). Y concluye planteando la cuestión con todas sus implicaciones: Aunque la explotación [...] se inscriba con sus propias particularidades en la materialidad y se mezcle indisolublemente, por recurrencia, con la alienación, ésta no es reductible a aquélla; la primera define la relación de las formas de producción con las fuerzas productoras en una sociedad histórica concreta; la segunda, aunque sólo aparezca en un determinado nivel técnico con el aspecto considerado, es un tipo permanente de separación contra el cual se unen los hombres y que les corroe hasta en su unión (ibid.: 328-329).

Para Sartre la historia de la relación de los hombres entre sí por mediación de la naturaleza y de los hombres con la naturaleza por mediación de las relaciones sociales es la historia positiva del trabajo, pero también el curso del recurrente extrañamiento respecto del otro y de las cosas. Alienación que deriva en escasez y se expresa como contrafinalidad: lo que debió hacernos libres nos esclaviza, lo que iba a enriquecernos nos empobrece.

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Propuesta aguda y vigente por cuanto pone en entredicho la idea de una presunta armonía originaria naturaleza-sociedad que habría sido rota por el capitalismo y el industrialismo occidentales. Y es que para Sartre la escasez, y con ella la contrafinalidad y la inercia, no son circunstanciales sino condición de posibilidad de la práctica humana. Creo, como Sartre —escribí en El hombre de hierro—, que no hay una Edad de Oro ni en el pasado ni en el futuro. El capitalismo no es un mal sueño sino una modalidad histórica de la reificación de la que debemos librarnos cuanto antes si queremos sobrevivir como especie. Pero no hay libertad sin necesidad ni abundancia sin escasez, ni saber sin ignorancia, de modo que cualquiera que sea nuestra utopía la inercia y el extrañamiento estarán presentes: como recaída posible y como amenaza latente, pero también como desafío y condimento. Si no qué chiste (ibid.: 135-136).

La idea de que la escasez es consustancial a la naturaleza humana y de que pueden pergeñarse utopías positivas sin presuponer abundancia no es sostenida sólo por filósofos sofisticados y transgresores, es también convicción acendrada de mucha gente del común y componente sustantivo de la cosmovisión de un actor social que siendo nuestro riguroso contemporáneo no comparte el paradigma de progreso ni en su versión capitalista ni en su versión socialista. Me refiero al campesinado, cuando menos en la experiencia que yo tengo de él, en la imagen que nos comunican ciertos sociólogos y antropólogos más o menos campesinistas y sobre todo en la vivencia entrañable que nos transmite John Berger, crítico literario, icononauta, ensayista político y novelista que hacia 1960 decidió compartir la vida de los granjeros y pastores de una pequeña comunidad de la Alta

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Saboya y dar cuenta de ese mundo remontado, en la trilogía titulada De sus fatigas. Regresaré a Berger más adelante. El que haya nichos socioculturales donde no se comulga con el progreso y la opulencia como emblemas de modernidad que dan sentido a la historia remite a otra cuestión: las modalidades que adopta el dominio de los sistemas civilizatorios y la combinación de interioridad y exterioridad con que esta preeminencia es vivida por ciertos actores sociales. Es común que el pensamiento crítico subraye la omnipresencia del hombre de hierro que impregna de inercias perversas hasta el último rincón de la producción y del consumo, de la vida pública y la vida privada, del mundo exterior y del mundo interior, de la vigilia y del sueño. Pero una cosa es reconocer su omnipresencia y otra postular su omnipotencia. El “autómata animado” nos acosa por todos lados, cierto, pero el “hombre de carne y hueso” es imbatible, la humanidad profunda resiste y persiste. Y si es un error táctico subestimar la alienación, absolutizarla es un error estratégico. Bajo las sucesivas capas de modernidad depositadas durante más de dos siglos por la incontenible economización del mundo comúnmente llamada “progreso” subyace una humanidad profunda que no sólo preserva sus maneras solidarias de compartir, sus modos creativos de hacer y sus formas holistas de pensar sino que las actualiza y las acrecienta. Más extendida de lo que se piensa y con una historia bastante mayor que la del capitalismo, la humanidad profunda es una inmensa ballena atrapada en la somera red del gran dinero, un coloso fraterno maniatado por frágiles cordeles mercantiles. Porque el capitalismo es ante todo un pasmoso engaño; la obra de un prodigioso embucador, de un lenguaraz vendedor de ilusiones (personales: de ascenso social, y colectivas: de progreso y abundancia), promesas nunca verifica-

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bles y siempre pospuestas cuya falta de sustancia parece no preocupar a los deslumbrados seguidores del Hamelin librecambista. Ingente armazón con pies de barro y prodigio de hegemonía con escaso soporte material, el sistema del gran dinero es en verdad un tigre de papel. En cambio la humanidad profunda somos todos, en los espacios y tiempos situados en los márgenes, en las zonas francas o cuando menos en los nudos flojos de las ataduras con que nos aprisiona el mercantilismo absoluto; ámbitos donde la universal inmersión en el capital es oblicua y ocurre en las aguas someras, en las orillas fangosas del gran dinero, lo que quizá la hace más insidiosa y turbia pero en cierto modo más manejable. La humanidad profunda está aquí, dentro y alrededor de cada uno de nosotros. Aunque con frecuencia los fulgores y el estruendo del sistema no nos permitan verla ni escucharla. Entonces, para reconocerla sin lugar a dudas, la tendremos que ir a buscar a las rendijas, a los rincones, a los territorios apartados del bramido urbano-fabril, del barullo librecambista. Y uno de estos reductos de humanidad profunda aún discernible a simple vista es la porción campesina —a veces indígena— del mundo rural. Ni dulce, ni apacible, ni tersa, ni perfumada, la comunidad agraria está lejos de ser un edén. Es en cambio una utopía en sentido estricto, un no-lugar, un punto ciego del sistema, un sitio donde no imperan del todo los principios de la economía codiciosa, únicos que desde la óptica del gran dinero hacen la realidad inteligible y por tanto plenamente real. Para nosotros, en cambio, el ethos campesinoindígena es la oportunidad de experimentar de bulto un mundo otro, no necesariamente mejor que el reino del costo-beneficio, pero sin duda plausiblemente distinto y por ello provocativo, sugerente, inspirador. Hay que cuidarse de idealizar la socialidad campesina (al modo de Rousseau, que veía en los “salvajes” a la “ju-

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ventud del mundo” de la que no debimos salir) sólo porque en ella están ausentes ciertos rasgos particularmente odiosos de la nuestra. Otredad subversiva que puede ser empleada válidamente para fines contestatarios pero que no debe ocultarnos las insuficiencias y desgarramientos de un ethos que, además, nunca ha sido un sistema-mundo pues por milenios estuvo subsumido en órdenes mayores. Utopizar a la comunidad agraria soslayando sus íntimos demonios es, en el fondo, una modalidad del etnocentrismo. No estoy, pues, proponiendo campesinizarnos sino mirarnos en el espejo de estos otros entrañables que aún traen su condición humana a flor de piel; discernir en ellos las señas de identidad de la humanidad profunda que nos permitan reconocerla en los muchos otros ámbitos donde, aunque más entreverado con la lógica del capital, el “hombre de carne hueso” también existe y resiste: el mundo doméstico, el vecindario, la comunidad, la solidaridad en los desastres, los colectivos de trabajo, los movimientos sociales, ciertas organizaciones civiles y societarias, la polémica civilizada, la creación y el disfrute del arte, el tianguis, la fiesta, el deporte llanero, la amistad, el amor... Ámbitos, todos, donde de manera fugaz o perdurable el sujeto recobra su preeminencia sobre el objeto, donde la libertad puede más que la inercia, donde el hacer se impone sobre el ser y sobre el tener, donde la calidad triunfa sobre la cantidad y el uso sobre el código de barras. El extrañamiento sigue ahí, ciertamente, pero como amenaza, como riesgo por controlar, no como omnipotente hombre de hierro sino como inercia interiorizada, propensión a la rutina, ganas de joder al prójimo, tendencia a reificar. Nada que no pueda ser resistido, exorcizado, controlado. Y al percatarnos de que las utopías hechas a mano existen aquí y ahora, de que la humanidad profunda somos nosotros, resultará más fácil identificar y hostigar al enemigo, ubicar, constreñir y a la postre desguazar por com-

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pleto al hombre de hierro que nos atosiga desde hace ya demasiado tiempo. El mundo campesino no es una isla. El multiforme esfuerzo de las familias rurales genera excedentes que a través de una serie de disparejos intercambios van a dar a las cuentas bancarias de los capitalistas, los bienes resultantes de la diversificada actividad de los pequeños y medianos productores del agro se subordinan a los requerimientos del agronegocio y, lo que es peor, muchos campesinos seducidos por los cantos de sirena de la llamada “revolución verde” incorporaron un “paquete tecnológico” emponzoñado que carcome desde dentro su tradicional racionalidad productiva, sus saberes ancestrales, su fraternal dominio sobre los medios de trabajo y su proverbialmente armoniosa relación con la naturaleza. Los campesinos están sumidos en el régimen del mercantilismo absoluto como lo estuvieron en el orden feudal y en los diferentes sistemas tributarios. Pero raídos, desollados y machucados, los agrestes preservan en su centro la nuez que es también la semilla; a pesar de los pesares los campesinos siguen siendo campesinos. Sin espacio para desarrollar una fenomenología y sin ganas de pergeñar una encorsetada definición, intentaré una suerte de iluminaciones que lampareen algunos rasgos para mí memorables del sujeto rural. Cuando digo campesino no pienso en un individuo ni en una familia sino en un colectivo, un tipo de socialidad. El campesino no es el pequeño agricultor cuya racionalidad socioeconómica hemos pretendido desentrañar quienes en algún momento nos ocupamos de la unidad de producción doméstica (Bartra, 2006: 177-382). Sin duda el labriego es campesino, pero también lo son el jornalero, el artesano, el tendero, la fondera, el de las talachas, el maestro, el cura, la que atiende el café internet, el migrante que regresa periódicamente pues nunca se fue del todo, y más reciente-

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mente el obrero de las pequeñas agroindustrias, el chofer, el técnico, el contador, el ingeniero y todos aquellos que participan en las empresas asociativas rurales. El campesino tiene muchas caras, que además son cambiantes pues la estabilidad socioeconómica de los trabajadores rurales es siempre precaria y con frecuencia deben mudar de estrategia. Como todos en este mundo, las comunidades agrarias y sus integrantes trajinan en el mercado y con frecuencia sopesan los costos y beneficios monetarios de sus proyectos. Pero aunque algunos tengan un cierto capital su punto de partida no es este valor económico acumulado sino sus capacidades como patrimonio y su trabajo como fuente de vida. Además, casi todos laboramos y todos consumimos, pero en el caso del campesino sigue habiendo una relación directa esfuerzo-satisfacción y por tanto un equilibrio subjetivamente establecido entre ambos. Finalmente, para los agrestes la naturaleza viviente —doméstica o desmelenada— es una experiencia cotidiana; la simbiosis, el metabolismo naturaleza-sociedad que muchos perdimos de vista y sólo recordamos cuando las catástrofes nos informan de que lo echamos a perder son cosa de todos los días en las comunidades rurales. Estos últimos tres rasgos: capacidades como patrimonio, relación directa esfuerzo-consumo y vínculo inmediato con la naturaleza, se expresan en el hecho trascendente de que el mundo campesino aún come lo que produce. No satanizo los intercambios remotos ni se me oculta el peso creciente que en términos monetarios tienen los bienes de fábrica en el mundo rural, pero aunque muchos rústicos no siembren ni cosechen todo hombre de campo ha pasado junto a la milpa donde se cultivan el maíz de las tortillas, el frijol de la olla, el picante para la salsa, la calabaza para el dulce; conoce a la gallina que puso el huevo que almorzó; recuerda los chillidos premonitorios del puerco cuyo chicharrón

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en salsa verde saborea; sabe que ya salió el pan del horno porque lo huele en el aire, y aunque no viva de la agricultura sino del comercio o de otros servicios hace previsiones sobre el clima del año con las cabañuelas y se preocupa por los veranitos prolongados o las lluvias torrenciales que anuncian tiempos malos para todos, labradores o no. Los campesinos practican una intensa y extensa vida social porque habitan pueblos que, pequeños o grandes, siguen siendo colectividades y no las anónimas máquinas de vivir que son para algunos las ciudades. Esto significa que, en su caso, las relaciones personales no son lujo sino parte esencial de las estrategias de supervivencia que sustentan la vida cotidiana y que en momentos de emergencia familiar o colectiva operan como redes de protección. Más o menos de este modo veo el orden campesino en su conformación como mundo exterior; en cuanto a su mundo interno dejaré hablar a John Berger, que los conoce mejor: El campesino ve la vida como un interludio debido al movimiento dual, opuesto en el tiempo, de sus ideas y sus sentimientos, movimiento que a su vez deriva de la naturaleza dual de su economía [(tributar al sistema y producir subsistencia)]. Sueña con volver a una vida sin [cargas impuestas]. Está decidido a transmitir a sus hijos los medios para sobrevivir [...]. Sus ideales se sitúan en el pasado; sus obligaciones son para un futuro que él mismo no vivirá para ver. Tras su muerte, no será transportado al futuro: su noción de inmortalidad es diferente: volverá al pasado. Estos dos movimientos, hacia el pasado y hacia el futuro, no son tan opuestos como pudiera parecer a primera vista, porque básicamente el campesino tiene una visión cíclica del tiempo. Quienes tienen una visión del tiempo unidireccional no admiten la idea del tiempo cíclico: les da vértigo moral [...]. Quienes tienen una visión cíclica del tiempo no tienen gran inconveniente en aceptar la convención del tiempo histórico, que no es sino la

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huella de la rueda que gira (Berger: 240).

Esta visión circular del tiempo (propia, dicen, de sociedades, “arcaicas”, “primitivas”, “tradicionales”) coloca a los campesinos del lado de los “pueblos sin historia”. Y por si fuera poco, los rústicos son irremisiblemente conservadores: Los campesinos conviven cada hora, cada día, cada año, con el cambio, de generación en generación —escribe Berger—. En sus vidas apenas hay otra constante que la constante necesidad de trabajo. Crean sus propios rituales, rutinas y hábitos en torno al trabajo a fin de arrebatar cierto significado y continuidad al ciclo implacable del cambio [...] La inmensa variedad de las rutinas y de los rituales vinculados al trabajo y a las diferentes fases de la vida (nacimiento, matrimonio y muerte) constituye la protección del campesino frente a un estado de fluir incesante [...] La repetición, sin embargo, es sólo y esencialmente formal [...] El campesino está continuamente improvisando [...] Cuando un campesino se resiste a la introducción de nuevas técnicas o métodos de trabajo, no lo hace porque no vea sus posibles ventajas [...], sino por que cree que estas ventajas, dada la naturaleza de las cosas, no pueden estar garantizadas y si fallaran, él se vería solo, aislado, desgajado de la rutina de la supervivencia [...] El conservadurismo campesino [...] no tiene nada que ver con el conservadurismo de la clase dirigente privilegiada [...] No es un conservadurismo del poder, sino del significado. Representa un almacén (un granero) de significado preservado de la amenaza que supone para las vidas y generaciones el cambio continuo e inexorable (ibid.: 248-249).

Cabe preguntarse quién inventó esta historia y este progresismo frente a los cuales los campesinos aparecen como conservadores irredentos y como arcaicos cultores

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del mito del eterno retorno. Según Mircea Eliade, en las sociedades tradicionales que necesitan protegerse de lo que el devenir tiene de inesperado y por tanto de amenazante el acontecer actual se hace manejable y cobra sentido trascendente por cuanto se cree que repite un pasado mitificado. Así las cosas, pareciera que donde impera el tiempo circular los pueblos no tienen historia. Pero lo cierto es que la proverbial inventora de la Historia con mayúscula, la civilización del progreso como ascenso perpetuo, no sólo se desembaraza del pasado al que considera un lastre, también hace del futuro mitificado un fetiche legitimador de los sufrimientos presentes padecidos en su nombre. Entonces, donde impera el tiempo lineal los pueblos están condenados a trabajar para la Historia. Y en el tercer milenio las cosas continúan igual. En las metrópolis opulentas algunos podrán pensar que al haberse cumplido en ellos las promesas de la modernidad por fin concluyó la historia. Pero para las mayorías harapientas el mundo del progreso sigue siendo un “valle de lágrimas”, un páramo al que venimos a sufrir las penurias necesarias para que, algún día y si hemos sido buenos y obedientes de las instrucciones del fmi, podamos acceder a la tierra prometida, al orden de la libertad y de la abundancia, a la sociedad opulenta global. Es verdad que el socialismo cuestionó agudamente el paradigma capitalista de modernidad, pero no se desmarcó del ideal de modernización y se mantuvo dentro de la visión lineal y fatalista del devenir propia de la civilización del progreso. Y así durante el siglo xx los pueblos siguieron trabajando para la Historia, tanto en las democracias y dictaduras occidentales como en el socialismo real. El muy enérgico y plausible impulso justiciero de los ofendidos y explotados derrocó dictaduras, abolió privilegios, incautó propiedades, pero seguimos atrapados en una visión providencialista del porvenir; creyendo que hacíamos historia

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seguimos trabajando para la Historia. Si los relatos de un avecindado en la Alta Saboya dan cuenta de la campesineidad, es de justicia que tomemos de las novelas del casi neoyorkino Paul Auster una buena metáfora del progreso: Babel iba a ser un ejemplo que simbolizase la universalidad [del] poder. Esta era la visión prometeica de la historia [...] La construcción de la torre se convirtió en la obsesiva y arrolladora pasión de la humanidad, más importante finalmente que la vida misma. Los ladrillos se volvieron más valiosos que las personas [...] Había tres grupos diferentes ocupados en la construcción: los que deseaban morar en el cielo, los que deseaban hacerle la guerra a Dios y los que deseaban adorar a los ídolos [los tres] estaban unidos en sus esfuerzos (Auster: 52).

Explicable en un grupo social que por milenios ha vivido en las entrañas de diversos monstruos resistiendo amenazas y exacciones de toda índole, entendible como una cultura de sobrevivientes, la cosmovisión campesina, la apuesta por un pasado mítico que dota de sentido a los siempre precarios presentes no es el nuevo paradigma que hay que adoptar ni el “pensamiento correcto” del día. Es, sí, un eficaz revulsivo intelectual y moral, un poderoso antídoto contra el discurso y las promesas del progreso sustentados en el triunfo definitivo de la ciencia sobre la ignorancia y de la abundancia sobre la escasez. Regresemos a Berger: Todas las revueltas campesinas espontáneas han tenido como objetivo la restauración de una sociedad campesina justa e igualitaria. Este sueño no es la visión usual del sueño del paraíso. El paraíso tal como hoy lo entendemos fue seguramente la invención de una clase relativamente desocupada.

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En el sueño campesino, el trabajo no deja de ser necesario. El trabajo es la condición de la igualdad. Los ideales de igualdad marxista y burgués presuponen un mundo de abundancia; exigen la igualdad de derechos para todos delante de una cornucopia; la cornucopia que construirán la ciencia y el desarrollo del conocimiento. Lo que cada uno de ellos entiende por igualdad de derechos es, por su puesto, muy diferente. El ideal campesino de igualdad reconoce un mundo de escasez, y su promesa es la de una ayuda mutua fraternal en la lucha contra ésta y un reparto justo del producto del trabajo. Estrechamente relacionado con su aceptación de la escasez (en tanto que superviviente), se encuentra su reconocimiento de la relativa ignorancia del hombre, puede admirar el saber y los frutos de éste, pero nunca supone que el avance del conocimiento reduzca en modo alguno la extensión de lo desconocido. Esta relación no antagonista entre lo desconocido y el saber explica por qué parte de su conocimiento se acomoda a lo que, desde fuera, se define como superstición o magia. No hay nada en su experiencia que lo lleve a creer en las causas finales precisamente porque su experiencia es tan amplia. Lo desconocido sólo se puede eliminar dentro de los límites de un experimento de laboratorio. Unos límites que a él le parecen ingenuos (Berger: 241-242).

No postulo al campesinado como la nueva “clase dirigente” en sustitución del muy disminuido proletariado, ni veo un porvenir campesino para todos, que tampoco ellos, los campesinos, imaginan así las cosas. Pero ciertamente no quisiera un mundo sin campesinos, un mundo sin memoria, un mundo sin raíces. Creo que la historia debe ser construida, no exorcizada ni tampoco fetichizada. Pero, hoy por hoy, el verdadero peligro no está en la nueva capacidad seductora del tiempo circular campesino-indígena sino en que el orden del gran dinero nos está dejando sin futuro y sin pasado.

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La función histórica del [...] capitalismo, que ni Adam Smith ni Marx previeron —escribe Berger—, es destruir la historia, cortar todo vínculo con el pasado y orientar todos los esfuerzos y toda la imaginación hacia lo que está a punto de ocurrir [...] La destrucción de los campesinos del mundo podría constituir un acto final de eliminación histórica (ibid.: 254).

La vitalidad del paradigma campesino nos obliga a cuestionar la fetichización del futuro implícita en los mitos del progreso y la abundancia. De la misma manera, la capacidad de algunos agricultores pequeños de preservar una relación orgánica con la naturaleza nos lleva a repensar la historia —la pretérita y la futura— dándole mayor peso a los aspectos “naturales”, sin temer que por ello la presunta “dialéctica de la naturaleza” sustituya a la única dialéctica posible, la dialéctica fundada en la negatividad humana. Tiene razón Martínez Alier: “lejos de ‘naturalizar’ la historia, la introducción de la ecología en la explicación de la historia humana ‘historiza’ la ecología” (174). Pero no sólo porque Madre Natura es lo que hemos hecho de ella a lo largo del tiempo, también porque los llamados factores naturales no se constatan, son construcciones de la razón teórico-práctica y el modo en que pensamos la naturaleza es por fuerza antropocéntrico. Esto resulta patente en el proceso intelectual de Charles Darwin, el naturalista cuyos aportes más han influido en la presunta “naturalización” de la historiografía. Ciertamente el inglés coleccionaba insectos desde niño y para integrar su propuesta partió de una minuciosa observación (el largo viaje en el Beagle), pero se apoyó también y sobre todo en conceptos extraídos de la historia humana y en particular del proceso de domesticación de animales, ideas que toma de su experiencia personal y de los escritos del doctor W.C. Wells, miembro de la Royal Society (“Lo que hace el arte de domesticar parece hacerlo

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con igual eficacia, aunque más lentamente, la naturaleza”) (Wells: xvii) y del botánico Naudin, entre otros. Al respecto escribe Darwin: “Advertí pronto que la selección es la clave del éxito que ha obtenido el hombre al crear razas útiles de animales y plantas. ¿Pero cómo podía ser aplicada la selección a organismos que viven en estado natural?” (Darwin: xii). Es decir que, como concepto, la “selección” se construye primero a partir del análisis de una experiencia social y luego se aplica a un proceso natural, y tan es así que el capítulo primero de El origen de las especies se ocupa de “La variación en la domesticidad” y sólo en los subsiguientes se pasa a la variación natural. Pero además el naturalista no desprende inicialmente su idea clave de “lucha por la existencia” del estudio de las poblaciones animales o vegetales, sino de las poblaciones humanas tal como se las representa un economista: “Se me ocurrió leer [...] el libro de Malthus sobre la población [y encontré que yo] estaba bien preparado, gracias a una observación prolongada y continua de los hábitos de animales y plantas, para apreciar la lucha por la existencia” (idem). Ciertamente este fructífero entrevero disciplinario de saberes —biológicos unos y otros sociales— no significa que la historia humana prefigure la historia natural, ni se agotan sus implicaciones con decir que el devenir de la naturaleza es previo y originario pero no fundacional, pues sólo resulta aprehensible a partir de la acción transformadora del hombre. Lo segundo ciertamente es verdad, pero lo destacable aquí, en abono de la conveniencia de destacar la dimensión natural, es que tal acción humanizante no es incondicional. Y no lo es no sólo porque las cosas oponen resistencia, de modo que no todo proyecto concebible es realizable tal cual, sino también porque el hombre mismo es naturaleza, y si bien es naturaleza nihilizada por el proyecto lleva la marca indeleble de su “envoltura” material. Sartre sostiene que la huella y la malignidad que el hom-

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bre imprime en las cosas sería imposible si no estuvieran ya de algún modo en ellas. Y Darwin afirma algo muy parecido: Es un error imaginarse al hombre tratando de influir en la naturaleza para provocar la variabilidad. Si los seres organizados no llevaran en sí una tendencia inherente a variar, el hombre jamás hubiera podido hacer nada. Cuando expone, incluso sin intención, sus animales y sus plantas a diversas condiciones de vida, surgen variaciones que no puede impedir ni contener” (ibid.: xiii).

Es decir que la inercia y la opacidad que las cosas llevan en sí mismas es lo que hace posible la contrafinalidad. Pero es claro, también, que estos resultados obtenidos a veces “sin intención” sólo pueden ser calificados de contrafinalidad porque hay intención, es decir, porque hay finalidad. Contraponer historicismo a naturalismo resulta, entonces, intelectualmente improductivo: la dialéctica histórica es en rigor sobrenatural porque trasciende y conserva la lógica de la naturaleza, pero es igualmente verdad que hay en ésta una “tendencia inherente”, que en sí misma no remite a una voluntad o a una dialéctica intrínsecas pero condiciona irremisiblemente al sujeto (es decir a la voluntad y a la dialéctica) en tanto que siendo su “cuerpo inorgánico” se le exterioriza, se le opone, se le hace otro. Otredad que está en las cosas, pero sólo en tanto que cosas para nosotros.

La política en cuestión Tema fuerte en el tránsito de los milenios es el del estatuto de la política y por tanto del Estado y los partidos. Algunas aproximaciones a la cuestión son históricas y socioeconómicas, otras se ubican en la filosofía política y en ocasiones

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se aventuran en el intento de repensar la historia a partir del hacer. Tal es el caso del libro Cambiar el mundo sin tomar el poder. El significado de la revolución hoy, de John Holloway. Obra en la que encuentro un fuerte parentesco intelectual con la Crítica de la razón dialéctica que me llevó a utilizar citas de Sartre como epígrafes de cada uno de los apartados de mi glosa al trabajo de Holloway (Bartra, 2005). Aire de familia que, más que a una convivencia intelectual directa (Holloway no pela a Sartre), remite a un sustrato epocal común, una crisis persistente que entonces como ahora nos empuja a cavar en busca de los cimientos de la esperanza para que “el grito” —el de Sartre y el de Holloway— encuentre oídos receptivos. Así nuestra tarea de ninguna manera puede consistir en restituir a la Historia real en su desarrollo [...] —escribe Sartre—. Nuestro problema es crítico. Y sin duda que este problema está provocado él mismo por la Historia. Pero se trata precisamente de sentir, de criticar y de fundar, en la Historia [...], los instrumentos de pensamiento según los cuales la Historia se piensa, siempre y cuando sean también los instrumentos prácticos por los cuales se hace (Sartre, 1963: t. i, vol. i: 188189).

Estas palabras del animador de Les Temps Modernes y de La Cause du Peuple podrían ser epígrafe del libro escrito cuarenta años después por John Holloway quien, en tesitura semejante a la de su colega francés, con su argumento se propone “fortalecer la negatividad”. Comenzamos por el sujeto —anuncia— o, al menos, por una subjetividad indefinida, a sabiendas de todos los problemas que esto implica [...] El desafío consiste en desarrollar una manera de pensar que construya críticamente desde el punto de vista inicial negativo una manera de comprender que nie-

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gue la no-verdad del mundo [...] Este libro, por tanto, no es marxista en el sentido de que toma al marxismo como marco definitorio [...] Su propósito es [...] dar consistencia al pensamiento negativo y [...] hacer más aguda la crítica marxista al capitalismo (Holloway: 24).

Esta declaración de principios que seguramente la hubiera endosado Sartre. Más aún, lo que André Gorz dijo de la Crítica de la razón dialéctica en los años sesenta del siglo pasado pudo haberlo escrito medio siglo más tarde respecto de Cambiar el mundo sin tomar el poder: “El objetivo [...] consiste en establecer la inteligibilidad dialéctica de los procesos históricos (lo que no es igual al estudio de los procesos mismos)” (Gorz, en Brewster et al.: 83). Por mi parte, yo le objeto a Holloway esta ausencia de la historia como tal en mi ensayo “La llama y la piedra...” no cuando se interroga filosamente por “el significado de la revolución” —como lo hace Sartre— sino cuando saca conclusiones políticas directas sin tener como mediación el “estudio de los procesos mismos” —cosa que no hace Sartre. En el arranque del tercer milenio el sujeto, la alienación-desalienación, la escasez y otros temas sartreanos están en la agenda política de las izquierdas, pero en el debate se encuentra ausente el pensamiento del filósofo militante que hace más de medio siglo sintió la mordedura de la libertad y trató de restablecer la esperanza refundando la dialéctica. Lástima.

Globalizando la esperanza El ecumenismo como universalismo práctico tiene larga historia, pero hoy como nunca la ecumene en el sentido griego de “totalidad del mundo habitado” y en el cristiano

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de conjunto de las diversas confesiones es experiencia cotidiana de una humanidad inéditamente globalizada. Nuestra condición universal y genérica reconocida de antiguo por las grandes culturas de vocación imperial y civilizatoria fue deviniendo realidad tangible con la mundialización comercial y luego financiera que hizo del planeta un mercado único y cada vez más estrechamente interconectado. Al calor de las rebatiñas por el nuevo reparto del orbe que conmovieron al siglo xx la internacionalización cobró fuerza en forma de guerras mundiales, organismos mundiales de las naciones, acuerdos monetarios mundiales, bancos mundiales, depresiones económicas mundiales, corporaciones mundiales..., pero también de una revolución de los medios de comunicación masivos que transformó a la población desperdigada e inconexa del planeta en lo que Marshall McLuhan llamó “aldea global”. La globalización que operan sobre todos nosotros los aparatos económicos, políticos y mediáticos es mundialidad impuesta, universalidad inerte, condición genérica fetichizada por el discurso globalizador hegemónico. Pero ni en el ámbito económico, ni en el político, ni en el mediático la nueva y esférica humanidad se quedó cruzada de brazos, y al tiempo que el sistema fortalecía su condición global también se globalizaba la resistencia al sistema. El internacionalismo de la clase obrera es mucho más que el buen deseo con que los marxistas rubricaban sus escritos (“¡Proletarios de todos los países, uníos!”), es la primera oposición planetaria organizada a un orden también planetario. Independientemente de sus cursos tortuosos, la Asociación Internacional de los Trabajadores (1864) inspirada por Marx, la II Internacional (1889), donde por un tiempo convivieron revolucionarios y reformistas; la Internacional Comunista (1919) surgida al calor del triunfo bolchevique, y hasta la IV Internacional (1938) impulsada por Trotski, son muestras entre centralizadoras y federativas del ecu-

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menismo contestatario emergente que exige y posibilita la nueva mundialidad del gran dinero. Y son, también, ejemplos de cómo cien o ciento cincuenta años antes del Foro Social Mundial ya se globalizaba la esperanza. Durante el siglo xx la globalización plebeya, la rebelde mundialización civil a contrapelo, adopta la forma de movimientos planetarios descentralizados o policéntricos como el feminismo, el pacifismo, el ambientalismo, las luchas de liberación nacional, la oposición a la guerra de Vietnam, la rebelión juvenil de 1968, el altermundismo. La extensión de la violencia antes periférica al corazón de las metrópolis dramatizada por el atentado de 2001 en Nueva York y Washington y las nuevas y contundentes evidencias de la magnitud de la crisis ambiental documentadas por el panel de expertos de la onu están fortaleciendo la conciencia de que —ahora sí— todos vamos en el mismo airbus, de que si no la libras tú no la libro yo, de que de ésta nos salvamos todos o no se salva ni Dios. Y es a la luz de la nueva globalidad que cobra todo su significado el concepto sartreano de compromiso entendido no sólo en el sentido estrecho y bien pensante de apoyar de vez en cuando “causas justas” sino de modo radical, como insoslayable incumbencia de cada hombre con la totalidad del mundo humano por más ajeno e inhóspito que éste nos resulte. En El ser y la nada, redactado durante la segunda conflagración mundial, escribe Sartre: Las más atroces situaciones de guerra [...] no crean un estado de cosas inhumano: no hay situación inhumana [...] No me queda, pues, sino reivindicar esta guerra como mía. Pero además es mía por el sólo echo de surgir de una situación que yo hago ser y de no poder descubrirla sino comprometiéndome en pro o en contra de ella [...] Vivir esta guerra es escogerme por ella [...], desde el instante de mi surgimiento al ser, llevo exclusivamente sobre mí el peso del mundo, sin que nada ni

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nadie pueda aligerármelo (Sartre, 1972: 677).

El mismo sentido de cargar “el peso del mundo” tiene, en el cuento “La piedra que crece”, que por esos años escribió su colega Albert Camus, la alegoría de la losa que d’Arrast tiene que acarrear para ser admitido como par en la rústica comunidad brasileña de Iguarape. Y es que a mediados del siglo xx las responsabilidades derivadas de pertenecer al género humano dejaron de ser retóricas para volverse perentorias. Y los mejores asumieron el compromiso. A raíz del alzamiento de los generales convergen en España, entre otros, personalidades tan diversas como George Orwell (que después escribió el desencantado Homenaje a Cataluña), Ernest Hemingway (que elaboró sus vivencias en Por quién doblan las campanas), André Malraux (que más tarde escribió La esperanza), David Alfaro Siqueiros (quien en 1939 pintó el alusivo mural Retrato de la burguesía en colaboración con el exdirector de Bellas Artes de la República, Joseph Renau, para entonces exiliado en México) El segundo Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrado en diversas ciudades españolas en los primeros días de julio de 1937 es una reunión de intelectuales comprometidos con la defensa de la democracia entre los que están, con muchos más, los españoles Antonio Machado, José Bergamín, Rafael Alberti, Manuel Altolaguirre y Enrique Diez Canedo, pero también los ya mencionados Hemingway y Malraux, además de los rusos Ilia Ehrenburg y Alexis Tolstoy, el francés Tristán Tzara, la alemana Anna Seghers, el checoeslovaco Egon Erwin Kisch, los ingleses Stepen Spender y Malcolm Cowley, y entre los latinoamericanos, los cubanos Alejo Carpentier, Juan Marinello y Nicolás Guillén, los chilenos Pablo Neruda y Vicente Huidobro, el peruano César Vallejo y el mexicano Octavio Paz. Como parte de las activida-

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des del Congreso se representa la obra Mariana Pineda, de Federico García Lorca, asesinado por los alzados y cuya sangre aún no se secaba, y Pau Casals toca el chelo. Por su carácter internacional, plural y libertario, el Congreso fue una suerte de Foro Social Mundial anticipado, una fiesta de la inteligencia rebelde congregada en torno a causas en las que se juega el destino de la humanidad (los solidarios fueron a Madrid y a Barcelona como ahora se va a Seattle, Porto Alegre o Chiapas). Concurren a la cita quienes no se tapan los oídos ante el grito de la desesperanza del que habla Sartre, quienes decidieron (porque no hay de otra) cargar “el peso del mundo”. Uno de los animadores del Congreso, el poeta peruano César Vallejo, murió diez meses después “en París y con aguacero”. Sus últimas palabras fueron “voy a España, quiero ir a España”.

HABLAR DE SARTRE

(Entrevista de David Moreno a Armando Bartra) Tú leíste la Crítica de la razón dialéctica poco después de que se publicara en México y lo haces con la perspectiva de darle salida a la crisis de la izquierda. ¿Cuándo es que la lees? ¿Qué buscas en ella? La publicación en español aparece en 1963, fecha bastante cercana a la primera edición francesa (1960). Yo debo haberla leído a mediados de los sesenta. En todo caso antes del 68 y antes de que Sartre se acercara al maoísmo. Por esos años quienes pensábamos desde la izquierda tratábamos de encontrar propuestas que reanimaran al marxismo, que nos parecía esclerosado. Pero en los aportes teóricos del momento, dominados por la escuela estructuralista francesa, yo veía empobrecimiento, recaída en las inercias del determinismo economicista, reincidencia en la dilución del sujeto; un extravío en el que ya había incurrido antes el marxismo institucional (el que contaba con el imprimatur de la Academia de Ciencias de la urss). Sartre, en cambio, traía un rollo radicalmente antiestructuralista con el que yo simpatizaba. Con esto no quiero decir que todas las respuestas de Sartre me parecieran satisfactorias sino que sus preguntas eran las mías. En escritos tempranos tuyos está presente la polémica con el estructuralismo; sin embargo, no es explícita ni evidente tu lectura de la Crítica... ¿Cómo es que optas por Sartre? No es que yo elija a Sartre. En cierto modo mi acercamiento a él —sobre todo a la Crítica...— es una reacción contra otros discursos que me repelen, sobre todo las propuestas 185

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estructuralistas que van en el sentido de ratificar la fetichizada visión de la historia como inercia de estructuras económicas que conducen a un destino preestablecido. Este fatalismo empezaba a ser muy incómodo para aquellos a quienes la saga de las luchas sociales del siglo xx nos movía el piso, pues su curso se apartaba de las más caras previsiones economicistas para las que la revolución sería resultado automático de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción, y el socialismo suponía el fin de las clases, del Estado y de la escasez y, con todo ello, el término de la alienación. El enfoque estructuralista profundizaba el finalismo metafísico al ver en la historia una articulación en el tiempo de sucesivos modos de producción, del mismo modo que veía en la diversidad de las formaciones sociales el resultado de combinatorias de modos de producción articulados en el espacio. En esa interpretación, en nombre del materialismo (las estructuras como “base material”) se diluían otras dimensiones más sutiles y se perdían el sujeto y la libertad. En cambio Sartre me resultaba atractivo porque subrayaba la negatividad y el proyecto. Esta recuperación del sujeto y de la praxis, que contra los diversos reduccionismos demanda revalorar el momento de la política (de la voluntad) y la esfera de la cultura (de la hegemonía, del consenso), la encontramos también —y antes— en Antonio Gramsci, cuyas principales obras habían sido publicadas en español casi al mismo tiempo que las de Sartre y que influyeron en mi apropiación del marxismo tanto o más que las de éste. De hecho, a principios de los sesenta yo era más gramsciano que sartreano. Y, si me apuras, mariateguiano, pues igualmente leía con atención el marxismo latinoamericanizado e indianista del peruano en los libritos recién publicados por Amauta. En cuanto a las influencias nacionales, la mayor, sin duda, fue la de Adolfo Sánchez Vázquez, quien con su in-

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sistencia en el Marx de juventud y con su Filosofía de la praxis nos dio argumentos para desmarcarnos del estructuralismo. Pero también Pepe Revueltas, un espartaquista de por acá con quien yo tuve una relación más política que académica, un hombre visionario y abismado que, como Sartre, combinaba la creación literaria, el ensayo y la militancia política, y que por esos años había publicado un análisis tan discutible como brillante sobre los retos políticos de la izquierda mexicana, El ensayo sobre un proletariado sin cabeza, y una novela que podríamos llamar existencial, Los errores. Sin olvidar mi extensa búsqueda y lectura de Ricardo Flores Magón (pesquisas de las que a principios de los años setenta resultó una compilación mía de sus de artículos periodísticos), un anarco peculiar que al tocarle hacer la revolución en un país periférico donde el capitalismo se presentaba, entre otras cosas, como un sistema de fincas vertiginosas alimentadas con trabajo semiesclavo descubrió por su cuenta, y antes que los revolucionarios de otras latitudes, que en una nación demorada un programa que considerara salario mínimo, jornada laboral de 8 horas y recuperación de la tierra por las comunidades podía resultar bastante subversivo, antiautoritario y anticapitalista, sobre todo si se impulsaba y realizaba desde abajo. Entonces, durante los sesenta quienes, como yo, andábamos en busca de un pensamiento crítico y una política utópica abrevábamos en los clásicos (harto Marx, harto Lenin), pero también en las más variopintas heterodoxias. Una segunda cuestión importante en Sartre es su polifónico activismo. Una militancia en la teoría, en la creación literaria y en la práctica social que en cierto modo es tradicional en Francia (la encontramos ya en los filósofos de la Ilustración) y se radicaliza durante el siglo xx con la generación de intelectuales comprometidos de la que forma parte Sartre y que incluye a Malraux, Aragon, Nizan, De Beauvoir, Camus... El compromiso es un concepto sar-

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treano fundamental. No se refiere simplemente a proclamar la adhesión a alguna causa, es activismo político. Una militancia que, en su caso, empieza con el antifascismo, pasa por su inédito rechazo al premio Nobel y concluye con la publicación de un periódico político de izquierda que él mismo distribuía —cuando menos de vez en cuando para la foto— que se llamaba La causa del pueblo. Por otro lado está la crítica teórica al “marxismo perezoso”, cuestionamiento que en Sartre es reconducido a su raíz, a su sustento filosófico. La suya no es una disquisición sobre la política de circunstancias sino que cuestiona lo que para él es el fundamento: la razón dialéctica. Sartre hace suyas las tesis de Marx sobre Feuerbach en el sentido de que no se trata sólo de interpretar sino también de transformar y asume la praxis en sus dos vertientes, es decir, como transformación del mundo y del propio sujeto transformador. No quiero decir con esto que lo mejor de Sartre es su maoísmo crepuscular, igual podría haber sido trotskista o cualquier otra cosa. Lo más valioso de Sartre es que su compromiso es a la vez una reflexión filosófica sobre ese compromiso como condición de posibilidad de cualquier reflexión y de cualquier praxis posible. Podríamos decir que tu recuperación de la crítica sartreana se manifiesta en dos aspectos: uno sería la preocupación por la política y otro la construcción de una propuesta metodológica para investigar los movimientos sociales, propuesta que, por cierto, está en explícita contraposición con los planteos estructuralistas. Pero más allá de estos síntomas hay una conexión profunda, una alianza fundamental en torno a una problemática de fondo. ¿Cómo la resumirías? La revisión crítica de la dialéctica no es una pretensión exclusiva de Sartre. Además, creo que él no buscaba que nadie se volviera sartreano. Lo que hacía a fines de los

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cincuenta y principios de los sesenta era exponer las razones por las que alguien como él, proveniente del existencialismo, adoptaba críticamente un pensamiento como el de Marx, en el que encontraba respuestas penetrantes a las grandes preguntas de la historia contemporánea. Pero el marxismo del medio siglo agonizaba intelectualmente pues había incurrido en una fetichización del objeto que postulaba una presunta dialéctica —tanto de la naturaleza como de las fuerzas productivas— que en verdad era un determinismo. Y es que, por sí mismas, ni las cosas ni las relaciones económicas son dialécticas, lo único dialéctico es la acción transformadora, la negación ejercida por el sujeto. La dialéctica es el hombre, podría haber dicho Sartre. Y esa idea es la que yo le compro. Pero a mediados del siglo pasado también están en crisis el sujeto y su concepto. Aunque Sartre adopta de manera bastante ortodoxa las ideas del marxismo sobre las clases sociales, sin embargo reconoce que el proletariado —la proverbial clase revolucionaria— difícilmente se erige en sujeto, esto es, en entidad autoconsciente capaz de darle sentido unitario a una historia hasta ahora desconcertada o cuyo curso nos ha sido impuesto por minorías privilegiadas. Al contrario, la clase obrera y otros actores sociales en potencial rebeldía se serializan y exteriorizan perpetuamente, de modo que no son el sujeto automático tan fetichizado por el discurso marxista “oficial”. Y tampoco el partido del proletariado, la vanguardia por excelencia, resulta ser un grupo perpetuamente en fusión, siempre capaz de asumir las tareas de la historia, sino que recae una y otra vez en lo práctico-inerte, deviene un colectivo movido por los proyectos sectarios y contrapuestos de algunos de sus miembros. Hay, pues, un elemento de alienación que se reproduce en el interior de los pretendidos sujetos colectivos. Porque, según Sartre, el sujeto no es el proletariado, no son las

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clases; de hecho no hay una originaria pertenencia de clase que te defina como sujeto sino una condición existencial del hombre en el mundo, en relación con los otros hombres y en relación con las cosas, que nos constituye como sujetos. Las clases son una modalidad de esta relación, pero no la única ni la originaria. El que nuestra relación con los otros sea a través de las cosas y nuestra relación con las cosas sea a través de los otros supone la confrontación de proyectos y el principio del extrañamiento. Y es en la confrontación de proyectos que las cosas devienen el reino de la escasez. En sí mismas las cosas no son escasas ni dejan de serlo, sólo pueden ser escasas en relación con nosotros. De ahí el riesgo siempre presente de alienación del hombre frente al hombre y frente a las cosas, por cuanto somos proyecto (un no ser que se actualiza como angustia, diría Sartre). Es decir, que lo que hace posible la generosidad y la solidaridad es también lo que hace posible la reciprocidad hostil, el conflicto, el sometimiento, la explotación. Y de la misma manera, en la cooperación —donde se sustenta la posibilidad de satisfacer una creciente riqueza de necesidades— está también la posibilidad de la escasez: tanto la rareza relativa, que se expresa en el acceso desigual a los satisfactores, como la absoluta, que directa o indirectamente nos afecta a todos, nos toca como especie. Y en esta última, en la escasez absoluta, está la condición de posibilidad de una crisis civilizatoria del tamaño del cambio climático que estamos viviendo en el arranque del tercer milenio. Y ésta es otra problemática sartreana que me parece fundamental: el desarrollo del concepto de rareza no como escasez relativa y específica sino como fundamento de toda dialéctica. Tesis que sin duda se aparta de la ortodoxia, pues Marx sostiene que la revolución comunista abre curso a la cancelación de la escasez y de la enajenación, mientras que Sartre sugiere que la posibilidad enajenarse es consus-

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tancial a la libertad. Y es que —pienso yo— no hay libertad sin necesidad, ni abundancia sin escasez; de la misma manera que no se puede concebir la generosidad sin su contraparte, el egoísmo, ni la solidaridad sin la competencia. De hecho el reino de la abundancia es inimaginable por cuanto las necesidades humanas no son dadas sino creadas y, por tanto, en permanente desarrollo, de modo que si por un momento lo tuviéramos todo de inmediato nos sacaríamos de la manga una necesidad inédita (más sutil, más alambicada) y con ella una nueva carencia y un nuevo proyecto que una vez más nos nihilizará, nos angustiará... Así somos, qué se le va a hacer, tal es nuestra insoslayable condición. Entonces, la negatividad y el proyecto devienen peligro constante, perpetua recaída en la alienación... Más allá de su consistencia argumental, lo cierto es que la propuesta sartreana embona muy bien con las experiencias vividas por la izquierda durante la pasada centuria. Si los padres fundadores del marxismo y todos tus referentes ideológicos te machacan que el siglo xx va a ser el de la liberación de los pueblos, el de la revolución socialista por la que saldremos de la prehistoria para inaugurar la verdadera historia de la humanidad, el paso de la escasez a la abundancia, de la alienación a la apropiación de la naturaleza, de la explotación y la opresión a la más fraterna reciprocidad, es inevitable que conforme transcurre la centuria te vayas sintiendo defraudado y comiences a sospechar que la alienación es un hueso mucho más duro de pelar de lo que habías pensado. Y a lo mejor descubres que, sin darte cuenta, tú mismo te alienaste a la promesa de la desalienación transformando en fetiche a la revolución que debía abolir los fetiches. En fin… Ahora bien, no hace falta fetichizar la revolución para ser revolucionario y se puede admitir la condición ontológica del extrañamiento sin caer en el conformismo. El argumento de que si el paraíso prometido no es en verdad

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el paraíso entonces estamos bien en el infierno no se sostiene. Nuestra rebeldía no es contra el extrañamiento en general sino contra la joda específica. Porque, aquí y ahora, la alienación concreta es insoportable y si no luchamos contra ella nos deshumanizamos. Necesitamos resistir las modalidades específicas de la alienación para seguir siendo seres humanos, y en la circunstancia presente necesitamos rebelarnos simplemente para seguir estando vivos, pues hoy batallamos por muchas causas particulares pero también por la sobrevivencia de la especie. Quienes siguen profesando la lectura milenarista del marxismo no se arredran ante la experiencia el siglo pasado pues sostienen que “esas” revoluciones no fueron “la” revolución y que cuando ésta llegue empezará por fin la historia. Yo no lo veo así. Y no por conformista sino, al revés, porque creo que la lucha es permanente, continua, interminable, de modo que —con sus claroscuros— la verdadera historia no está por venir sino que ya empezó y lleva rato. En esta lectura, Sartre estaría mostrando un camino hacia la restauración de la utopía. No de las utopías que se derrumbaron sino de una utopía más profunda y apartada del milenarismo, del providencialismo y, en general, de los optimismos fáciles. Una totalización abierta y en curso donde la reciprocidad positiva no sea la excepción sino la regla y donde la felicidad sea menos fugaz y esté mejor repartida. Pero lo novedoso es el reconocimiento de que en esta Barataria no puedes bajar la guardia, pues si te descuidas y les quitas la vista de encima, las cosas se vuelven contra tí y tú te vuelves contra el otro. Exteriorizadas y fetichizadas, las potencias científico-tecnológicas devienen un “hombre de hierro” que nos devora, y las instituciones públicas se tornan aparatos del poder, autócratas que nos envilecen. Y así en todo, porque el amor no es eterno y relación que se estanca cría sapos.

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Marx y Sartre son los dos grandes referentes teóricos en tu polémica con John Holloway, en la que afirmas que él desconoce la diferencia entre razón histórica y razón estructural y sugieres que en Sartre no hay esa confusión. También dices que esa distinción está presente en el modo en que Marx construye su crítica de la economía política y en sus escritos políticos así como en los que reconstruye procesos históricos. Estos referentes apuntan a un problema de fondo que subyace al de la política y lo engloba. ¿Cómo formularías este problema? No quiero llevar demasiado lejos el cotejo entre Sartre y Holloway. En realidad en el ensayo “La llama y la piedra” yo sólo estaba utilizando un pensamiento como el del existencialista francés —que cincuenta años antes ya abordaba temas muy semejantes a los de John— para mostrar la persistencia de ciertas fracturas, de ciertas crisis, de ciertas preguntas... Personalmente me gusta más la apuesta sartreana por una negatividad que ni en la utopía se desmarca del extrañamiento que la apuesta de Holloway por una desalienación del hacer presuntamente definitiva, y es por eso que yo hablo siempre de un par: necesidad y libertad, inercia y negatividad, piedra y llama. Pero lo que quisiera resaltar es lo que compartimos, es decir, el llamado a radicalizar la praxis como negatividad, a jugársela por el hacer más que por el ser... Otro subtema fundamental del diferendo es mi reclamo por la historia, por la necesidad de hacerla presente en la reflexión no tanto como concepto sino como curso efectivamente recorrido, como experiencia. Sartre nos la quedó a deber porque la Crítica... se agotó en el primer volumen y no llegó a la reconstitución de la historia en su verdad, algo así como la Fenomenología de Hegel pero sin saber absoluto... Y en el caso de Holloway el problema con la falta de consideraciones históricas es que sus conclusiones

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políticas pierden pie, pues hay en su discurso frecuentes saltos mortales por los que transita directamente de los fundamentos filosóficos a las definiciones coyunturales. Así, según él, la violencia para derrocar gobiernos despóticos y “tomar el poder” conduce a un nuevo autoritarismo, luego, las multitudinarias revoluciones populares del siglo xx no fueron libertarias... Pienso que por esta vía el “hacer” se absolutiza y se fetichiza (como antes se fetichizó la Revolución) y que una radicalidad sin mediaciones sirve, quizá, para sacudir convicciones esclerosadas pero puede resultar políticamente paralizante. Sin embargo mi mayor reclamo por la historia no es a Sartre o a Holloway, que después de todo están a la búsqueda de su fundamento, de su inteligibilidad, sino a los estructuralistas, los que a mediados del siglo pasado asumieron esta denominación y los que, antes o después, razonan de modo semejante. Y es que este pensamiento soslaya la especificidad de la historia como “hazaña de la libertad” reduciéndola a una metafísica estructural, a la reproducción de las estructuras en el tiempo. Un proceso que puede ser explicado por el pensamiento analítico y del cual está ausente la dialéctica entendida desde el sujeto y como negatividad. Pero las estructuras económicas realmente autonomizadas por el mercado autorregulado, o conceptualmente absolutizadas por el pensamiento estructural, son lo práctico-inerte, es decir, el infierno de las cosas que se vuelven contra el hombre, por una parte, como relaciones sociales cosificadas y antagónicas, y, por otra, como la reificada y fetichizada configuración material y espiritual del mundo, desde la producción hasta el consumo, desde lo público hasta lo privado. Toda sociedad tiene una economía en el sentido de que podemos abstraer ciertos aspectos de su reproducción a los que designamos de esta manera. Pero no en todas las sociedades la economía deviene esfera separada, cosificada

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y dominante; esto es propio del capitalismo, y en este contexto economía designa los automatismos de la producción y la distribución exteriorizadas y reificadas. Entonces no hay economías malas y economías buenas en el sentido de que unas nos hacen esclavos y otras nos harán libres. Como esferas autonomizadas, todas las economías son iguales: la economía capitalista, que es una economía de mercado presuntamente autorregulada, es un autómata que nos esclaviza; la economía socialista, que no es una economía de mercado sino una economía centralmente planificada, resultó un autócrata que nos esclaviza. La economía nos esclaviza sí, y sólo sí, permitimos que se vaya sola, que se autonomice, que se vuelva un monstruo frío que piensa y decide por nosotros. No importa si es un burócrata que toma decisiones o un capital que se guía sólo por las “señales del mercado”: la economía desdoblada del resto de la vida y exteriorizada nos esclaviza porque es lo práctico inerte. Ciertamente no podemos vivir sin actividades como las que hoy llamamos económicas, pero esto no significa aceptar el extrañamiento o la fetichización de la economía. Necesitamos recuperar al sujeto. Y para esto habrá que impulsar la que provisionalmente podemos llamar “economía moral”, designación que es un oxímoron pues apunta a la necesidad de someter la lógica económica petrificada a una racionalidad propiamente humana. Pero como quiera que opere, la económica es una esfera potencialmente peligrosa pues en las relaciones que la definen es donde se gesta más fácilmente la inercia, es ahí donde libramos en el mayor combate contra la escasez y donde chocan o se articulan perversamente los proyectos divergentes: de distintos individuos, de grupos diversos, de diferentes comunidades, gremios, clases, países... En la economía como la conocemos se construyen entramados materiales basados en fuerzas productivas, en formas de cooperación, en relaciones de producción, de distribución, de consumo...

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que por fuerza tienen momentum, y cuando el entramado agarra vuelo y se va solo inevitablemente se vuelve contra nosotros. Y esto es así porque no somos uno sino muchos, muchos que queremos —y no— hacernos uno... sin dejar de ser muchos, lo que hace posible que nuestros proyectos se contrapongan. Entonces la alienación siempre está a la vuelta de la esquina y se expresa destacadamente en el ámbito de lo económico. Esto es particularmente cierto en la fase de la historia en la que vivimos, cuando el mercado se ha transformado no en el medio que fue antes sino en un fin en sí mismo, un mercado absoluto, un mercado autorregulador o autorregulado. En este orden la economía es más que nunca fuente de alienación, residencia del mal. Ciertamente no podemos vivir sin economía pues somos poiéticos (creadores de objetos nuevos) pero también gestores de inéditas necesidades, lo que nos condena al mundo del proyecto y de la escasez. Pero además somos muchos, de modo que nuestras variopintas intenciones se contraponen a través de las cosas y necesitamos ponernos de acuerdo: aquí está el agua dulce, vamos a usarla para beber y para sembrar, aunque también para jugar waterpolo y alimentar fuentecitas, pero vamos a hacerlo de común acuerdo y de modo razonable. Lo que no podemos seguir haciendo es ver el agua como una mercancía y el acceso a ella como cuestión de compraventa. Porque si en lo efímero y frágil del nosotros está siempre el riesgo de la reciprocidad hostil, en el falso nosotros regulado por el mercado automático está el extrañamiento más radical, una alienación que no sólo se expresa en abundancia insultante de los pocos y escasez ofensiva de los muchos, sino en un enrarecimiento general tan absoluto como sorpresivo e inesperado que nos amenaza a todos, que nos agravia como especie... Pero la alienación no se queda en la economía. Sartre nos diría que hay extrañamiento en el ámbito de las re-

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laciones laborales pero también en el del consumo, alienación de la inteligencia y de los sentimientos, alienación que impregna la vida toda. Las cosas que nos hostigan no son únicamente el objeto de trabajo, el medio del trabajo o el producto del trabajo; cosificada es también nuestra relación con los objetos que tenemos en el escritorio, con la ventana por la que miramos a la calle, con la corbata que elegimos... (que son ejemplos de Sartre, porque ahora las ventanas ya no acostumbran dar a la calle y pocos usan corbata). Cuando yo digo que hay dos enfoques para acercarse conceptualmente a los problemas sociales, uno que es el lógico-estructural y el otro que es el histórico, polemizo con quienes dan respuestas históricas a problemas lógico-estructurales o, al revés, aquéllos que se plantean un problema histórico y tratan de resolverlo apelando sólo a la lógica de las estructuras. Pero, lo admito, rechazar por razones metodológicas a quienes buscan respuestas lógico-estructurales a problemas históricos y viceversa no dilucida la cuestión de las relaciones entre lo lógico y lo histórico. Y es que el asunto no es metodológico, ni siquiera epistemológico: es ontológico. Para mí, en la historia no sólo está la clave de la inteligibilidad sino también nuestro fundamento: el hombre no es en primer lugar un animal racional o político, sino un animal histórico; en el principio no era el verbo, en el comienzo era la historia, que es nuestro modo de ser en el tiempo. Creo, con Sartre, que la dialéctica es histórica o no es. En el fondo siempre estamos hablando de historia. Y sólo podemos hablar de historia porque somos historia. El hombre es historia, no es otra cosa; no es historia y estructura sino historia. El hombre se hace a sí mismo haciendo la historia. Lo hace complicando al mundo, tejiendo nuevas relaciones. Relaciones que tienen un sustento material que a su vez tiene una inercia. Y estos automa-

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tismos, estas inercias son objetos adecuados para el pensamiento analítico, son susceptibles de ser aprehendidos mediante el análisis lógico-estructural. Y cuando hablo aquí de inercia no me refiero únicamente a lo práctico-inerte en el sentido sartreano, es decir, a que tu finalidad se vuelve contra ti mismo. La inercia es la contundencia, la densidad, la consistencia física de las cosas, y es también lo que hace más o menos previsible el curso de los procesos. Es decir, tú te impones sobre ciertas cosas, dominas ciertas fuerzas naturales a través de un sistema de aparatos, pero también de relaciones sociales, formas de cooperación, saberes formales e informales, sistemas normativos y de valores... que duran, que se mantienen, que se reproducen a sí mismos, que tienen momentum. Y esto que es inercia es también condición de posibilidad de todo proyecto, porque sin prospección no hay construcción, y aunque las cosas tengan que estarse rehaciendo, aplacando, domesticando todos los días, cierta previsibilidad es indispensable. Pero siendo inprescindible, este vuelo que agarran las cosas es terriblemente peligroso porque los aparatos son frankensteins que se vuelven contra sus creadores. La esfera de lo que llamamos lo lógico-estructural tiene su propio estatuto y es epistemológicamente legítima. Pero es el hábitat de lo práctico inerte y hay que verla como tal. Y si bien puede ser aprehendida por el pensamiento analítico, la inteligibilidad del hombre no está ahí sino en la historia y no es una inteligibilidad analítica sino dialéctica. Entonces, la crítica de la economía política es la crítica de la construcción de la alienación como tecnología y como relación económico-social, pero en esta deconstrucción y en los modelos que —por oposición— nos pueden parecer virtuosos no está la alternativa. Porque la salida no es otro sistema sino recuperar la historicidad. Esta es mi polémica con el estructuralismo y con el marxismo prometeico y determinista: no se trata de sustituir un sistema

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económico por otro; se trata de construir otra relación de los hombres entre sí y con las cosas. Es cierto que esto se va a expresar en aparatos, en tecnologías, en relaciones de producción y de intercambio...; sin duda así será, pero no se trata de sustituir un sistema injusto por un sistema justo, un sistema alienado por un sistema desalienado, un sistema desigual por un sistema equitativo, un sistema con explotación por un sistema sin explotación. No es ése el problema, y creo que en esto coincido con Holloway (que quiere liberar el hacer y no sólo el trabajo), y creo que también Sartre estaría de acuerdo. Si queremos rescatar el hacer tenemos que recuperar la historia. No comparto la idea de Marx de que hemos vivido en la prehistoria de la humanidad y ahora vamos a empezar la verdadera historia. Creo que no, creo que hemos vivido la historia y que seguiremos viviendo la historia. Pero sobre todo espero que aún tengamos historia, pues en el tercer milenio nuestro reto principal es restaurar el largo plazo que se nos jodió con el calentamiento global que tan empeñosamente ayudamos a provocar. Porque el cambio climático es la metáfora de la acumulación de irracionalidades de un sistema económico y un modelo civilizatorio no sólo injustos sino insostenibles. Un orden que desde hace rato devino irracional pero por mucho tiempo ni siquiera los críticos más filosos se dieron cuenta de hasta qué punto lo era. Y para restablecer ese largo plazo vamos a tener que hacer una revolución, una colosal revolución, una revolución con alcances que nunca antes se había planteado la humanidad quizá porque ahora somos realmente globales e igualmente global es la irracionalidad. Si la libramos, si logramos que el aumento de la temperatura se quede en 2 o 3 grados, entonces las hambrunas, las migraciones, las epidemias, las guerras por el agua... van a ser desastrosas pero no terminales y el mundo no se va a acabar. Entonces quizá no pasaremos de la prehistoria

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a la verdadera historia, pero seguiremos teniendo historia, lo que no es poco. Visión, la mía, en el fondo optimista, que, sin embargo, se aparta del milenarismo prometeico del siglo xix y parte del xx. Porque el siglo pasado nos dejó una cruda que no debería inmovilizarnos, que no debería amodorrar al pensamiento crítico. Y es que quizá nunca haya una revolución que nos haga felices de una vez y para siempre, pero aun así hay que luchar cotidianamente por las grandes y por las pequeñas causas, porque la libertad se ejerce movilizándose contra la guerra imperialista o eligiendo una corbata, como diría Sartre. Entonces hay que insubordinarse, hay que inconformarse todos los malditos días sólo para seguir siendo libres, simplemente para seguir siendo humanos. Y el día en que no elijas la corbata y la corbata te elija a ti, ese día te jodiste. Pero la cosa no empieza ni termina con las corbatas. Porque el día en que admitas que las burocracias del sistema decidan por ti te jodiste. El día en que te despreocupes de lo que hace en tu nombre el candidato al que elegiste porque para eso es tu representante, te jodiste. El día en pienses que esa institución es la neta de las netas porque ayudaste a crearla, te jodiste. El día en que creas que este matrimonio es para siempre porque el amor es eterno, te jodiste. Esto es lo que está diciendo Sartre y eso es lo que nos está diciendo la historia del siglo xx. Y puedes verla de dos modos: o lo que pasa es que cometimos muchos errores o lo que pasa es que así es la pinche historia, de modo que hay que ver los aciertos en el espejo de los fracasos y viceversa. O sea que los pueblos del siglo xx hicieron revoluciones extraordinarias, salieron de la ignominia en la que se encontraban, derrumbaron imperios que parecían eternos, y sin embargo la alienación reaparece porque es un hueso muy duro de roer. Y muy probablemente vamos a roerlo para siempre porque, además, el día en que se acabara el jodido hueso nos íbamos a aburrir muchísimo.

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Este mensaje lo veo más claro en Sartre que en Marx. En otras cosas Marx le da tres y las malas a Sartre, pero no en esta suerte de esperanza desesperanzada, de optimismo sin garantías, de utopismo sin milenio. Pero también es cierto que Marx estaba escribiendo no mucho después de la Gran Revolución en Francia y en plena efervescencia decimonónica, mientras que Sartre lo hacía a mediados del siglo xx, cuando ya había pasado mucha agua bajo el puente. Otro problema en esta conexión entre Marx y el Sartre de la Crítica... es el de las fuerzas productivas. En El hombre de hierro. Los límites naturales y sociales del capital, reflexionas sobre lo que ocurrió con las fuerzas productivas en el siglo xx. Este parece ser un salto en tu trabajo, un tema nuevo en el tono al cual, sin embargo, vas atando cabos sueltos de tu propia experiencia y tu evolución intelectual. Pareciera que finalmente descubriste algo así como un horizonte que te permitió hacer esa síntesis. Ahora bien, en el centro de este horizonte está el debate en torno a las fuerzas productivas y su papel en la historia, de este problema depende el sentido que pueda tener la proposición de que con el fin del capitalismo acaba la prehistoria y comienza la verdadera historia de la humanidad. Tú intentas criticar estas formulaciones desde una interpretación del concepto sartreano de escasez como fundada en la pura socialidad, pues la materialidad de la que hablas es sólo la constituida por las relaciones sociales. Sin embargo, es evidente que la comprensión de la fórmula marxiana requiere tematizar el concepto de fuerzas productivas. Y parece que tú estás comenzando a hacerlo, que tu nuevo foco de atención apunta a llenar este hueco en el argumento de Sartre. En esto trato de seguirle la pista a ciertos planteamientos del primer Marx que, en mi opinión, luego se diluyen, se

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quedan en los márgenes de su discurso. Para decirlo de manera contundente: las fuerzas productivas son relaciones de producción. No hay relaciones de producción por un lado y fuerzas productivas por otro; las fuerzas productivas son en sí mismas relaciones de producción. Es imposible separar la energía creativa y el meollo racional de las fuerzas productivas de las relaciones sociales en que se gestan. El valor de uso de las fuerzas productivas —la finalidad inmanente impresa en su propia configuración material— está diseñado a imagen y semejanza de las relaciones de producción a las que responde. Las cosas a través de las cuales se relacionan los hombres (entendiendo por cosas no sólo las máquinas de producir y consumir donde trabajamos y habitamos, sino también las formas de cooperación, la disciplina laboral, los hábitos físicos y mentales de la vida cotidiana) son coagulaciones de sus proyectos y de la manera, a veces antagónica, en que se confrontan. Si mi proyecto se enfrenta al tuyo y el mío resulta dominante, seguramente transformaré tu hacer en un trabajo sometido a mis propios fines. Y quizá lo haré no mediante una sumisión cuerpo a cuerpo —que también es posible, por ejemplo, en la sexualidad alienada— sino unciéndote a un determinado recurso tecnológico cuya configuración material es portadora de mi intencionalidad y del orden que te estoy imponiendo. Entonces tu trabajo deviene trabajo alienado en dos sentidos: enajenado a otro hombre, pues ya no te pertenece a ti sino a mí, y enajenado a las cosas, pues la tecnología a la que estás sometido, sus disciplinas y sus productos, también te son extraños. Y el extrañamiento más perverso es el segundo, pues aun cuando te libraras de mí en tanto que persona seguirías sometido a mi fantasma impreso en cosas que de suyo te envilecen, una configuración material que te degrada aun si creyeras habértela apropiado.

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Me decía Pepe Revueltas en los años sesenta que la humanidad estaba alienada a La Bomba, que las armas termonucleares eran el enemigo, que las cosas se volvían contra los hombres como especie. Y yo, tan joven y seguro de mis verdades, le respondía que no, que detrás de la bomba estaba la burguesía en su expresión imperialista, que detrás de las fuerzas productivas —o destructivas como en este caso— están las clases. Nuestro verdadero enemigo es el otro hombre, le insistía yo, y plantear que estamos luchando contra el mal y por la sobrevivencia de la humanidad es una mistificación que lleva al pacifismo de derecha. Y al historiador inglés E. P. Thompson, que por esos años compartía las preocupaciones de Revueltas, le pasaba lo mismo que al mexicano: sus compañeros socialistas lo acusaban de sustituir la lucha de clases por una pretendida defensa de la especie. Ahora (cuando tengo su edad de entonces, y hasta unos años más) creo que Thompson y Revueltas tenían razón. Ciertamente está el belicismo del imperio y los intereses de clase que representa, pero el problema no es tanto el origen de clase y la adscripción política del individuo que va a apretar el botón como el hecho de que exista un artilugio exterminador, una cosa fabricada por el hombre que puede destruir a la humanidad, más aun, que fue construida para eso. Este es el verdadero problema: cómo es posible que hayamos creado una bomba que pueda acabar con todos nosotros. Esta preocupación por la naturaleza del mal, que de algún modo fue desatada por la segunda guerra mundial, por el Holocausto y por Hiroshima y Nagasaki, un desasosiego que se expresa después en la lucha contra La Bomba y se prolonga en diversos movimientos conespecíficos o cuando menos transclasistas como el feminismo y el ambientalismo, remite a nuestro modelo civilizatorio, que además de injusto es hostil a la vida humana y ambientalmente insostenible. Porque el capitalismo no sólo expolia al hombre,

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también expolia a la naturaleza y lo hace tanto por sus formas de propiedad y relaciones de producción como por la índole perversa de sus potencias tecnológicas. Fuerzas productivo-destructivas que son complemento de las relaciones de producción en sentido estrecho, pero cuya materialidad las dota de inercia, de vida propia, de modo que su condición viciosa se mantiene aun cuando, en apariencia, desaparezcan las clases y las relaciones que las han engendrado. Quienes aún ven en las fuerzas productivas algo parecido al “espíritu” hegeliano, cuyo despliegue constituye la historia, no se distinguen mucho de quienes piensan que esta labor la desempeña el mercado —y que hoy son legión. Y es que el fetichismo está en atenerse a la “sabiduría” del mercado, pero también en apostar al “progreso” intrínseco de la ciencia; el problema radica en sustituir nuestro proyecto y nuestra libertad por algún metafísico sujeto automático. Yo de plano no creo en el benefactor progreso de la ciencia, ni en el mercado sabio, ni en el espíritu absoluto. Porque veo que las cosas se vuelven contra nosotros por obra del mercado pero también de los patrones científicotecnológicos con él asociados. Porque además de una relativa autonomía respecto de las relaciones en que fueron gestadas, la ciencia y la tecnología tienen un momentum fuerte en tanto que encarnan en cosas (sistemas de aparatos, pero también de ideas), cosas complejas, densas, pesadas que incorporan una enorme cantidad de trabajo humano físico e intelectual. Cosas que, por lo mismo, tienen inercia y que silenciosa y subrepticiamente tratan de llevarte por el rumbo que les enseñaron sus creadores, por el camino que traen impreso en el hardware. Entonces, no creo que el desarrollo de las fuerzas productivas nos conduzca a la revolución. Nos está conduciendo al despeñadero, no a la revolución. O a la mejor nos conduce a la revolución el día en que veamos el barranco a nuestros pies y tengamos que cambiar de civilización.

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Hay que insistir en que las fuerzas productivas son en sí mismas relaciones de producción porque han sido confeccionadas en el contexto de ciertas relaciones de producción y en función de ellas. Las fuerzas productivas no son el bueno de la película y las relaciones capitalistas el malo. Los revolucionarios marxistas del siglo xx se compraron la idea de que emanciparse era combinar socialismo con electrificación y en cuanto pudieron emprendieron una competencia tecnológica con “Occidente” por la que el contenido material de la economía planificada pronto se identificó con el de la mercantil. Y resulta que la industria socialista contaminaba igual que la del “mundo libre” y que las nucleoeléctricas de la Unión Soviética estallaban tanto o más que las de Estados Unidos. Porque el problema no es quién maneja mejor la energía nuclear sino que las fuerzas productivas subsumidas en relaciones sociales pretendidamente distintas acaban por subsumir esas relaciones sociales. En términos de Holloway: no puedes transformar el trabajo capitalista en el trabajo comunista, tienes que superar el trabajo por el hacer, por la praxis. Y esto pasa por las relaciones de producción y distribución, pero igualmente por la íntegra conformación material del orden que habitamos, lo que incluye no sólo las máquinas sino también la división del trabajo, las formas de cooperación, los modelos de poblamiento, los patrones de consumo, la institucionalidad social, los paradigmas científico-tecnológicos, la cultura y sus aparatos, el imaginario colectivo... El problema con las fuerzas productivas es propio del capitalismo pero va más allá. La naturaleza se autocontrola, se autolimita (entendiendo el “auto” metafóricamente pues de otro modo sugeriría una subjetivización y un animismo que no comparto) porque las especies compiten entre sí. La población de una cierta clase de bichos no crece demasiado porque hay otros bichos que se los comen, y si fallan los predadores simplemente se les acaba la comida y dejan de

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multiplicarse. En la naturaleza hay, pues, mecanismos de contención. Pero el hombre es un bicho con proyecto, que siempre ve para adelante (lo que culturalmente se llama “adelante”), un bicho condenado a la libertad. Y al hombre, por lo visto, le resulta cuesta arriba autocontenerse. Ciertamente no escapa al metabolismo natural y, como otros bichos, padece epidemias y hambrunas, además de que es su propio predador. Pero el hombre en tanto que hombre, en tanto que libertad y proyecto, por ahora no ha sido capaz de autolimitarse. Entre otras cosas, porque a diferencia de la contención natural, la autocontención histórica es un acto de libertad que supone un sujeto, un nosotros. Y hasta nuestros días la historia ha sido una totalidad destotalizada que hacemos en bola pero desbalagados, si no es que unos contra otros. El saldo son situaciones no premeditadas de contención catastrófica, correctivos de carácter malthusiano, que dramatizan el fracaso de nuestra libertad y nos dejan en calidad de bicharracos fumigados. Pero si la incapacidad cultural de refrenarnos nos está llevando a una crisis ecológica que puede ser terminal es porque el capitalismo es un orden conducido por un autómata que sólo sabe apretar el acelerador, un orden que lleva la perversión hasta sus últimas consecuencias pues hace de ella su mayor virtud. Si para algo sirve el mercado movido por la lógica del lucro y de la acumulación es para procurar crecimiento económico sostenido en la expansión de las fuerzas productivas, en una atrabancada carrera eficientista que al tener por único motor la competencia es ciega a todo lo que no se exprese en saldos contables y es, por ello, incapaz de automoderarse, de rectificar el rumbo. En este sentido el capitalismo es la cereza del pastel: un orden que hace de la incontinencia virtud y donde el fracaso de la libertad pasa de ser relativo a ser absoluto. Los pueblos originarios erosionaban los suelos, y quizá fue una crisis ecológica la que dio al traste con el esplendor

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maya. No estamos inventando el agua tibia en el capitalismo, lo que pasa es que la estamos calentando a una velocidad espeluznante. La aceleración de los aspectos irracionales del desarrollo de las fuerzas productivo-destructivas nos está llevando a la crisis. Por eso es grave que una parte de la izquierda haya fetichizado a las fuerzas productivas. Pero desde hace más de medio siglo esto no se sostiene, desde hace rato vivimos la crisis del prometeísmo. Prometeo intenta liberar a la humanidad entregándole el fuego de los dioses. Pero hoy esta alegoría no funciona porque el fuego libertario es también destructor. Aunque más que el de Prometeo, el síndrome que tenemos que superar es el de Vulcano, un ambicioso, astuto y contrahecho habitante del Olimpo que también jugaba con fuego, pero con implicaciones ambiguas, sino es que francamente negativas. El problema con el prometeísmo, o con el vulcanismo, es que caló muy hondo. Cuando menos desde el siglo xix se instaló en casi todos una relación ambivalente con el desarrollo de la ciencia. Algunos se percataban de la peligrosa ruptura del metabolismo natural-social que se venía dando y si los románticos preconizaban el regreso a la naturaleza los racionalistas señalaban la inconveniencia de violentarla. El propio Marx cuestionaba la índole tecnológica del capitalismo apoyándose en estudios que ya desde entonces demostraban la insostenibilidad de las ciudades industriales y de la agricultura especializada e intensiva. Es decir que había conciencia del problema. Pero también había una suerte de espejismo de las fuerzas productivas sostenido en el hecho, indiscutible, de que para ser valores de uso del capital y susceptibles de ser empleados para los fines de la acumulación, las fuerzas productivas y sus productos deben ser valores de uso en general, esto es: capaces de satisfacer necesidades reales de los hombres. Porque el proceso de valorización es al mismo tiempo un proceso de trabajo y las máquinas que derrengan al obrero y engordan al patrón también ge-

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neran bienes; igual como los fertilizantes químicos agotan los suelos pero hacen crecer las plantas, los automóviles te transportan, los alimentos chatarra espantan el hambre y la coca cola estimula. Entonces, la tecnología siempre tiene dos caras y hay razones para que nuestra relación con ella sea ambivalente. Y ahí está el fondo de un amor-odio del que yo mismo participo cuando, caminando por Reforma, me deslumbra el edificio alto e “inteligente” que está junto al Bosque de Chapultepec, de la misma manera que me asombra la inaudita capacidad de la minúscula grabadora digital que registra la presente entrevista. Aunque no tengas en la sala pieles de oso ni colmillos de elefante, es difícil escapar a la seducción que ejerce sobre casi todos el llamado “dominio del hombre sobre la naturaleza”. Y ahí, en esta ambivalencia, está el peligro. Sin embargo, cuando Marx habla del tránsito de la prehistoria a la historia verdaderamente humana se refiere a un cambio cualitativo, a un tipo de fuerzas productivas diferente. Y esta diferencia es lo que le permite concebir un modo de dominio sobre la naturaleza que no es autoritario, opresivo, explotador, sino una reconciliación con la naturaleza basada en una socialidad no antagónica. En cuanto a la relación con la naturaleza, Marx comparte la percepción de otros pensadores de su tiempo, ubicados en diferentes disciplinas, de que la desarticulación entre ciudad y campo y la especialización agrícola, así como el modo fabril de producir y la urbanización que genera, no sólo son económicamente expoliadores sino que también atentan contra la salud de las familias de los trabajadores y agreden al medio ambiente; rompen el “metabolismo naturaleza-sociedad”, dice él, adoptando un término que comenzaba a generalizarse en la biología. Y es que ya en su tiempo, y aun antes, eran evidentes las enfermedades la-

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borales, la contaminación del medio urbano, el raquitismo de los niños, la pérdida de fertilidad natural de los suelos debido a reiterados cultivos cerealeros que ya no se combinaban con leguminosas forrajeras porque la ganadería se había separado y especializado. Marx ve con claridad esta “contradicción hostil” entre el trabajador y las fuerzas productivas no sólo en la fábrica sino también fuera de ella. Pero a la hora de interrogarse sobre las premisas materiales de la liberación, me parece que Marx baja la guardia frente a este segundo y perverso valor de uso de las fuerzas productivas (resultado de su conformación material como medios de valorización del capital que hace de ellas fuerzas productivas y a la vez destructivas). En lugar de asumir este hecho con radicalidad, el fundador del socialismo científico insiste en señalar a la escasez como limitante de la emancipación, de modo que el potencial productivo de la tecnología y de las formas de cooperación desarrolladas por el mercantilismo absoluto se le presentaba como la premisa necesaria para transitar al reino de la abundancia con sólo desembarazarse de las relaciones de propiedad y producción que lo aprisionan. Pongámoslo como sociodrama: —¿Dónde va a ser la revolución, papá? —Ahí donde digan las fuerzas productivas. —¿Y dónde dicen las fuerzas productivas? —Donde la productividad esté más desarrollada. —¿Y por qué ahí? —Porque ahí el proletariado es más fuerte y porque cuanto mayor sea el desarrollo tecnológico más fácil será después instaurar el reino de la abundancia. —¿O sea que si nosotros sembramos al piquete y para asuntos mayores hacemos tequio con los vecinos no nos podemos liberar del todo aunque estemos hasta la madre de que nos chupen la sangre coyotes y trasnacionales? —Así es.

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—¿Y por qué no? ¿Qué no somos sujetos de la historia? ¿Qué no somos libertad y negatividad y proyecto, así estemos pinche alienados? —Pues somos. Pero en cuanto a fuerzas productivas lo que tenemos es una mugre coa y con la coa no te liberas. Lo que potencialmente te emancipa —revolución de por medio— son las fuerzas fabriles y la división del trabajo... Y no andes leyendo a los populistas rusos y a Sartre, que estás muy chamaco. Claro, es una caricatura. Pero creo que se parece mucho a la lectura caricaturesca que hizo de Marx una parte del movimiento socialista. Esta es la visión de que las fuerzas productivas marcan fatalmente los tiempos de la historia como un proceso continuo y lineal de acumulación que puede leerse como “progreso”, sin duda alienado pero progreso al fin, un curso inevitable que por su propia necesidad interna (impresa en la “industria”, que no en el “espíritu”) conducirá fatalmente no al saber absoluto hegeliano sino a la reconciliación de la humanidad consigo misma. Perspectiva según la cual la inminencia o dilación de la revolución emancipadora va a estar definida por la maduración de la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción. En el fondo esto explica por qué a Marx le caía mal Simón Bolívar. Es cierto, podía tener información insuficiente o equivocada, y también es verdad que cualquiera comete una pendejada, hasta Marx. Pero ésta no es casual; el autor de El capital tenía sus razones para pensar que en los escenarios de provincia el drama humano no hacía otra cosa más que ir creando paulatinamente las condiciones para la auténtica liberación, condiciones que en cambio ya estaban dadas en los países desarrollados. Así las cosas, la verdadera dramaturgia histórica era la que se estaba representando en Europa y no la escenificada en los modestos tablados provincianos. También por eso decía

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Engels que sería mejor para la historia de la humanidad si los gringos —que ya desde entonces eran emprendedores y modernos— le rompían la madre a los caciques que gobernaban México y nos civilizaban de una vez por todas. Cierto, Engels está hablando de un adalid de la mexicandad tan impresentable como Santa Anna, pero en el fondo de su idea hay un egocentrismo europeo justificado por una visión unilineal y progresiva de la historia pautada por el proverbial desarrollo de las fuerzas productivas. Es cierto que en estos temas los padres fundadores fueron modificando sus apreciaciones en función de las preguntas y retos que les planteaba la realidad; sin embargo, aquí lo que me interesa es el núcleo duro del problema, no los matices. Esta lectura teleológica de Marx, que sin duda sugieren varios de sus textos, ha sido criticada por muchos, entre otros por el discípulo de Lukács György Márcus. Pero como estamos hablando de Sartre yo quisiera cuestionarla desde la perspectiva de la rareza. En el razonamiento anterior parece identificarse escasez con alienación y abundancia con liberación. Sin embargo, es perfectamente posible concebir un mundo de escasez generosa, como es posible imaginar un mundo de abundancia egoísta (de hecho buena parte de las antiutopías parten de esta hipótesis). Tengo la impresión de que después de sus respectivas revoluciones, y por un tiempo (los años sesenta del siglo pasado, por ejemplo), las comunidades rurales chinas o los cubanos del común fueron bastante más felices que los alienados y “unidimensionales” habitantes de las metrópolis primermundistas, aunque los primeros no comieran muy seguido o muy variado ni vieran televisión mientras que los segundos chorreaban consumo. No quiero decir que chinos y cubanos sigan siendo felices, o que la actualización revolucionaria del “principio de esperanza” haya sido duradera. Quiero decir, sí, que desde la periferia, desde

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la marginalidad, puedes liberarte (o cuando menos intentarlo) mientras que en el centro puedes estar pasmado y alienado. La clave del impulso libertario no está, entonces, en el desarrollo de las fuerzas productivas, ni la felicidad depende de la cantidad de satisfactores que éstas puedan generar. La revolución, dice Sartre, tiene que ver con la “imposibilidad de aceptar la imposibilidad de vivir”, lo que a su vez tiene que ver, entre otras cosas, con el carácter contradictorio de dos dimensiones entreveradas que convencionalmente separamos y definimos como fuerzas productivas y relaciones de producción. Pero el curso de esta contradicción y de su superación no puede verse como fatal y unilineal. Y la cuestionable unilinealidad tiene a su vez dos expresiones: como curso histórico que todas y cada una de las formaciones sociales deben forzosamente recorrer y como desarrollo de las fuerzas productivas por el que todas ellas deberán pasar. Ahora bien, esta última unilinealidad es más difícil de cuestionar porque el segundo y perverso valor de uso de las fuerzas productivas gusta de ocultarse, de modo que la ciencia y la tecnología se presentan como benignas (o cuando menos neutrales), progresivas y acumulativas, por lo que resulta difícil sostener que hay tecnologías esencialmente malignas, como es cuesta arriba proponer que las soluciones tecnológicas uniformes son nefastas y que debe haber modos de hacer diferentes para cada región, cada localidad, cada actividad, para cada estado de ánimo. Y sin embargo lo que hace falta es precisamente eso. El hecho de que yo haya reflexionado un poco sobre la agricultura me facilita las cosas. En ese ámbito creo que cualquiera con la mínima sensibilidad ambiental concluye que la forma de manejarse con la naturaleza es adecuándote a sus modos, sus tiempos, sus condiciones; que no puedes hacerle manita de puerco ni obligarla a que se mueva a un ritmo que no es el suyo. Esto no quiere decir

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que no puedas bailar un vals con ella, sino que para hacerlo hay que encontrarle el modo, pues con Madre Natura no puedes andar a los pisotones. Si esto es así, las llamadas fuerzas productivas, las cosas trabajadas, el modo de interactuar con la naturaleza van a resultar de una combinación: por un lado tu proyecto y por otro lado tu circunstancia (o tu “naturaleza inorgánica”, que diría Marx). Y esta última es la condición misma de las cosas en cuanto tales. Cosas que no son sujeto, ni en sí mismas portadoras de una dialéctica (en el sentido fuerte del término), pero que sin duda tienen un talante que aparece ante el sujeto como racionalidad. Y cuando interactúas con las cosas sin violentarlas (pues hacerlo así es un modo de violentarte a ti mismo) sin duda podrás bailar con ellas un vals (este sí dialéctico, por cierto) pero será un vals aquí, un rap allá, un danzón acullá. Porque a las cosas, como a los hombres, les place la diversidad. Entonces el paradigma del gran dinero, la uniformidad, apunta hacia una senda intransitable. No puedes imponer impunemente la homogeneización porque el objeto es múltiple, diverso, como por demás lo es el sujeto. Pero pareciera que el hombre es más emparejable y se acomoda al empuje de la oferta tecnológica, del consumismo, de los medios masivos de comunicación. Habiendo televisión como que la gente se uniforma. Pero las malditas cosas naturales, que no ven tele, no se allanan, no se emparejan por más que quieras. Y cuando crees que las domaste y serializaste te saltan al cuello. Esta evidencia nos está obligando a buscar un modelo de desarrollo de las fuerzas productivas adecuado a la diversidad: la diversidad de sujetos y la diversidad de circunstancias. El hombre se relaciona con la naturaleza a partir de su diversidad. Eso, repito, es más claro en la agricultura. No puedes manejar igual una milpa en una zona de pendiente en donde tienes que sembrar con coa que en un lugar plano

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donde puedes meter arado. La naturaleza es diversa y la agricultura, por ende, sigue siendo diversa a pesar de que llevamos diez mil años de forzar el monocultivo, siglos de mercantilismo rural y más de dos centurias de capitalismo galopante, un sistema que metió el acelerador llevando más lejos el emparejamiento ecocida que todos los milenios anteriores juntos. Si la diversidad tecnológica y societaria es consustancial a un capitalismo contrahecho y renco, que quiso y no pudo emparejarlo todo, también los utópicos debemos dejar de apostar a la imposible homogeneización libertaria. Abandonemos la idea de que hay sociedades en las que es inminente que las fuerzas productivas revienten las relaciones de producción y sociedades todavía inmaduras. Dejemos atrás también la idea de que la nueva sociedad será la misma en todas partes. Ciertamente hay condiciones que facilitan o dificultan el avance emancipador, pero son sólo de carácter “estructural”. En el siglo pasado las revoluciones más o menos anticapitalistas fueron donde fueron por una convergencia de factores, entre otros porque la gente no aguantaba más, veía un chance y estaba dispuesta a jugársela. Y entonces se hicieron las revoluciones. ¿Y adónde condujeron estas revoluciones? No al socialismo soñado, sin duda, y mucho menos a un socialismo estándar. Porque la revolución es la revolución y su circunstancia. Por ejemplo, en un país como Cuba, que casi desde la Conquista había sido sometido al yugo del monocultivo cañero azucarero, y en un contexto de bloqueo y aislamiento, era esperable (no fatal) que después de la liberación se mantuviera el monocultivo, aunque ahora el destinatario del azúcar fueran los países del llamado “campo socialista”. Y con esto la isla pasó de orbitar en torno a Estados Unidos a orbitar en torno a la urss. Ahora Fidel sostiene que la gran maldición de Cuba es el azúcar. Tiene razón, y en cierto sentido podría decirse que la

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verdadera revolución cubana comenzó en años recientes cuando, de grado o por fuerza, la isla dejó de girar en torno a una metrópoli y empezó a abandonar el monocultivo. Lo que quiero decir con esto es que para Cuba el yugo y la maldición eran, en última instancia, los vertiginosos cañaverales, una apropiación de la naturaleza, un añoso modo de producir que derrengaba tanto a los hombres como al medio. Tumbar a Batista fue fácil (es un decir); resistir al imperio que acecha a tiro de piedra, también, modificar la distorsionante inserción de Cuba en la globalidad modificando la división nacional e internacional del trabajo que ésta implica y subvertir radicalmente los viejos patrones de apropiación de la naturaleza, es decir cambiar el ancestral modelo productivo, económico, social y cultural de la isla, que responde a estructuras de larga duración creadas en el arranque del prolongado periodo colonial durante el que los cubanos fueron satelizados sucesivamente por España, por Estados Unidos y por la Unión Soviética, eso sí es cuesta arriba. Y ciertamente no podrá lograse del todo si al tiempo que cambia la isla caimán no cambia también el resto del mundo. Y en el fondo de todo esto está la necesaria revisión del prometeísmo, con su fe en la unilinealidad acumulativa del desarrollo de las fuerzas productivas. Porque lo cierto es que unos decidieron que iban a utilizar la rueda para hacer juguetitos y otros decidieron que iban a emplearla para hacer carros y carretas y luego ferrocarriles y luego coches. Así es este asunto: las fuerzas productivas no son Las Fuerzas Productivas sino que sus cursos son muchos, diversos y a veces divergentes. Y esto es más evidente en el ámbito de la agricultura porque ahí el condicionamiento natural es más fuerte y hasta que llegó el capitalismo y mandó emparejar, cada pueblo había encontrado soluciones distintas y adecuadas al problema de alimentarse, vestirse y abrigarse.

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Lo que sí constituye una verdad general es que las fuerzas productivas se vuelven contra sus creadores. Del síndrome del doctor Frankenstein nadie escapa. Y las cosas trabajadas se vuelven contra los hombres porque la complejidad y opacidad de la materia hace que con frecuencia nos salga el tiro por la culata y que persiguiendo algo consigamos lo contrario. Pero también se vuelven contra ti si las desatiendes, si las pierdes de vista, si olvidas el compromiso que significa haberles impreso tu huella. Porque la diferencia entre la historia natural y la historia social está en la libertad que hace de la segunda un proceso dialéctico en que nuestra historia puede ser destotalizada, contradictoria, lacerante y presa de inercias, pero nos guste o no responde a proyectos y es responsabilidad del sujeto, de todos y de cada uno. La historia es nuestro boleto. Y las cosas trabajadas, que son la naturaleza humanizada y el hombre objetivado, son nuestro orgullo y también nuestra máxima responsabilidad. Responsabilidad mayor porque el hombre son los hombres y la relación con las cosas es siempre la relación con el otro, con el que estuvo antes que tú, con el que tienes al lado, con el que vendrá después. Y a este respecto hay que tener en cuenta que lo que tenemos hoy es un enorme reto civilizatorio. Desde hace muchas centurias nos dejamos llevar por un sistema capitalista cuyo dogma mayor son las presuntas virtudes de dejar que las cosas marchen solas, que las fuerzas productivas se expandan sin medida ni clemencia, que el mercado asigne los recursos, que oferta y demanda indiquen qué necesidades deben ser satisfechas y cuáles no, que la economía diseñe e imponga las relaciones sociales necesarias para el buen desempeño de la gran máquina de producir... El absolutismo mercantil nos arrastró en un proceso de erosión natural y cultural que pone en cuestión el futuro mismo de la humanidad. No sé si en algún otro momento la “revolución mundial” fue inminente; hoy lo es, no me

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cabe duda. Pero puede no haberla y entonces nos llevó la chingada. Necesitamos cambiar el curso de la historia. Es decir que no haces la revolución cuando están maduras las precondiciones de la libertad sino cuando no hay de otra. Cuando, como dice Sartre, “es imposible aceptar la imposibilidad de vivir”. La vida no va a continuar si no cambiamos. Y si pensamos que no podemos cambiar en serio porque lo van a impedir el sistema y sus cancerberos, los grandes poderes económicos, los intereses mezquinos de los muchos, el valemadrismo, si fuera cierto que no vamos a enmendar el rumbo porque la gente no va a renunciar a su coche y su agua embotellada, entonces se va a acabar la vida tal como la conocemos. Es verdad: la necesidad del cambio proviene de las fuerzas productivas, pero no de la necesidad de liberarlas de sus ataduras para vivir en la abundancia sino de la urgencia de controlarlas y dominarlas simplemente para seguir viviendo. Y las fuerzas sociales que —espero— harán posible este cambio se vienen acumulando cuando menos desde la segunda mitad del siglo pasado en forma de diferentes movimientos, más que postclasistas, multiclasistas o transclasistas, inspirados por grandes causas conespecíficas como la paz; los derechos humanos; la igualdad racial; las reivindicaciones de género; la equidad entre clases, oficios, géneros, edades, razas, países; el respeto a las identidades y el ambientalismo... Hasta aquí tenemos tu propuesta de mirada comprensiva sobre los problemas actuales desde una perspectiva sartreana. Pero habría otros temas de Sartre que pueden relacionarse con las cuestiones del presente, quizá alguno que valga la pena rescatar del tintero… Un abrasivo tema de Sartre es la cuestión de los colecti-

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vos. La socialidad es originaria. Los hombres no contratan unos con otros para asociarse sino que son de suyo sociales. Sin embargo esta socialidad adopta modalidades distintas y éstas son modos de relación con las cosas a través de los otros y con los otros a través de las cosas. Por lo tanto siempre están ahí como posibles la generosidad y la solidaridad, la fusión con los otros en un proyecto que permita trascender a la otredad como negación del que tenemos enfrente para construir junto con él algo que nos trasciende a ambos. Esta es la parte chingona de no estar solos, de que haya una bola de cabrones con quienes jugar futbol, organizar una fiesta, irte de excursión, formar un partido o lo que sea. Pero es también esto lo que nos lleva al pleito entre pumas y americanistas o entre girondinos y jacobinos, a la escisión, al conflicto, al divorcio. Ahora bien, en la negación de lo que nos niega está la posibilidad del grupo en caliente. Por ejemplo, si somos varios y ya nos anda de hambre, pues vamos poniéndonos de acuerdo para cazar al mamut. Porque si no vamos juntos nos puede ganar el bicho y ya estuvo que no comimos. Esto es el grupo en fusión. Cuando estás ahí y quieres cazar al mamut no te estás preocupando por que el animalote lo mate a él y no te mate a ti, porque si empiezas con esto ya la jodiste. Si vamos juntos a cazar al mamut tenemos que ser solidarios porque integramos un grupo en fusión y de que éste se mantenga depende nuestro proyecto, que es llenar la barriga. Ahora que si ya que matamos al mamut empiezas a darle de codazos al de al lado porque se lleva el hígado, que es la parte que a ti te gusta, pues esto ya es la serialización del colectivo, la otredad como alienación. También Sartre, como yo, trivializa el asunto porque su formación existencialista lo lleva a considerar fenomenológicamente situaciones de la vida cotidiana que no necesariamente son los grandes problemas trascendentes de la humanidad. Pero en el fondo la suya y la mía son

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reflexiones sobre las inercias de los aparatos, de las instituciones, de las burocracias. Serialidad que no se agota en la producción pero tiene su matriz en el trabajo. Porque en el momento en que entras a la fábrica, a la plantación o a la oficina eres parte de una serie, no hay grupo en fusión; ahí son las cosas las que mandan, las que totalizan, tú no totalizas, eres totalizado por la máquina, por el surco, por la disciplina, por la balanza y el reloj y, en el mejor de los casos, por el capataz, si es que todavía hay capataz. Reflexionar sobre la alienación de los colectivos permite enfrentar problemas que de otro modo resolvemos de manera maniquea. Como ahora, que está de moda decir: nada de organización, puro movimiento; porque según esto la organización oprime y el movimiento libera. Pero sabemos que el movimiento deriva en organización y la organización cría burocracia y la burocracia se resiste al movimiento y aparece un nuevo movimiento que derroca a la burocracia y que crea una nueva organización, que a su vez se burocratiza... Si desciframos esa dialéctica, como trata de hacerlo Sartre, podremos quizá librarnos de la serialización como fatalidad. Sin embargo ésta seguirá presente como riesgo. Amenaza de alienación que no vale como coartada pues es estúpido decir “para qué me enamoro otra vez si el amor se acaba y finalmente la voy a odiar (o lo voy a odiar)”. ¿Cómo que para qué? Esa es una pregunta tonta, el amor no tiene que ser eterno y la felicidad no tiene que ser ininterrumpida para aspirar a ellos. Podemos aprender a lidiar con el hecho de que la inercia esté contenida dentro de la negatividad, de que la vileza, la sumisión, el extrañamiento existen en potencia dentro de la libertad porque, finalmente, no hay libertad si no hay riesgo.

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El autor ha muerto A veces, si estoy muy abrumado, me refugio en los libros de Borges. No los que escribió sino los que forman mi magullada colección de El séptimo círculo, serie que en los años cincuenta del siglo pasado dirigieron él y Bioy Casares. Porque las novelas policíacas apaciguan el espíritu. No importa lo intrincada y azarosa que sea la trama, al leerlas estamos seguros de que en las últimas páginas brillará la verdad, se hará justicia y todos los misterios serán develados. Sabemos que las claves anticipatorias del final están en el texto y basta con hallarlas para que lo que parecía arbitrario cobre sentido. Tenemos la convicción de que la novela la escribió alguien, un autor que pone trampas, confunde y a veces espanta pero a la postre nos lleva de la mano al término preestablecido. La incertidumbre, el vértigo existencial, la angustia ante la nada que padecemos quienes por naturaleza estamos uncidos a la libertad como a una yunta faltan por completo en la novela de intrigas a la inglesa, que no es, como otras, abierta y polisémica sino teleológica y determinista. Por eso me tranquiliza releer los estragados volúmenes de El séptimo círculo. Hasta que un mal día me topo con El misterio de Edwin Drood, la novela policíaca que Charles Dickens estaba escribiendo cuando murió, en 1870. Incisivo y brillante como todos los suyos, el relato se quedó sin final. El autor de Oliver Twist soltó la pluma cuando Drood parecía haber sido asesinado. Pero no sólo ignoramos quien lo mató, tampoco sabemos con certeza si está muerto. 221

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“Luego se sienta a la mesa, con mucho apetito...”. Así, con el enigmático Dratchery dispuesto a zamparse el desayuno, termina el texto. Llegado a este punto, me asomo al vacío de la página en blanco. Y en el borde de un camino cortado a pico por la muerte me va calando una angustia metafísica. “Nadie nos dirá jamás cuál fue el misterio de Edwin Drood [...] excepto quizá el mismo Dickens en el cielo, y es posible que entonces lo haya olvidado”, escribió su colega K.G. Chesterton. Otros, en cambio, se resistieron a apechugar con la incertidumbre ontológica. Se integraron, entonces, dos corrientes críticas que se decían capaces de leer el desenlace en la parte disponible de la historia trunca. La derecha, impulsada por Proctor, a quien apoyan Laing y Archer, sostiene que el muerto no ha muerto y que Dradchery es Drood con peluca; en cambio la izquierda, representada por Cumming Walters, afirma que Dradchery no es Drood, quien efectivamente está muerto, sino la impetuosa Helena Landless, que así disfrazada pretende defender a su hermano Neville injustamente acusado del crimen... Más profundo e ingenioso, Chesterton considera que las disquisiciones de los Proctor y los Walters son frívolas. No hay escape —nos dice—, es necesario admitir el hecho de que el resto de la historia no está escrito y asumir la carga de duda existencial que conlleva esta aceptación. Pero, cristiano al fin, el creador del padre Brown encuentra consuelo al término de los tiempos, cuando Dickens regresará con el resto de los justos para revelarnos el enigma de la vida y la muerte. Yo creo que no, que el autor ha muerto y la historia con desenlace preestablecido y final feliz en que alguna vez creímos terminó en puntos suspensivos. Atrás quedaron los providencialismos de izquierda y de derecha empeñados en descifrar el desenlace en las entrañas del texto o en las tripas del mundo.

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Al morir en el trance, Dickens creó un nuevo tipo de novela policíaca: una trama inconclusa y abierta donde indagar la clave del enigma, si es que la tiene, es responsabilidad de los lectores, donde nos toca a nosotros seguir escribiendo la historia.

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