Inteligencia y libertad en la accion moral

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Lecciones

Inteligencia y libertad en la acción moral

En 1971

Juan de Dios Vial Larraín

publica La Metafísica Cartesiana e inicia una serie de nueve libros acerca de la metafísica que culmina con Estructura Metafísica de la Filosofía en

1997.

Su orientación viene

principalmente del pensamiento de Aristóteles, Descartes y Heidegger. En los últimos años se ha ocupado de la ética acogiendo, además, los motivos de la ética cristiana y de la filosofía de Kant. En este campo ha publicado un Breve Tratado de Filosofía Moral Moral

(1998).

(1992) y Filosofía

antecedentes de la

presente obra que recoge un curso sobre filosofía moral dado en el año 2002 para el Magister en Bioética de la Facultad de Medicina de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Juan de Dios Vial Larraín ha sido profesor de filosofía y Decano de la Facultad en la UC y profesor de filosofía y Rector de la Universidad de Chile. Como también Presidente del Instituto de Chile, de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales y Director de la Federación Internacional de Sociedades de Filosofía. En

1997

obtuvo el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales.

Inteligencia y libertad en la acción moral

EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Casilla 114-D Santiago, Chile Fax (56-2)- 635 4789 Email: [email protected]

INTELIGENCIA

Y

LIBERTAD EN LA ACCIÓN MORAL

Juan de Dios Vial Larraín ©Inscripción Nº 130.169 Derechos reservados Mayo 2003 l.S.B.N. 956-14-0695-0 Primera edición 750 ejemplares Dirección de Diseño, Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión UC Impresor: Andros Impresores C.I.P. - Pontificia Universidad Católica de Cllile Vial Larraín, Juan de Dios Inteligencia y libertad en la acción moral / Juan de Dios Vial Larraín. 1. Etica Cristiana-Autores Católicos. 2. Libertad-Aspectos Morales y Eticos. 1.t. RCA2 dc.21 241 2002

JUAN DE DIOS VIAL LARRAÍN

Inteligencia y libertad en la acción moral

EDICIONES UNIVt:RSIDAD CATOLICA DECHIL[

101 s 86/1 Oeramen, la conscience est un arbre vetroresina, 1986 355 x 360 x 360 cm Matta .. etcetera ..et... G. Ferrari Skira editare, Milán. 1996

La conciencia es un árbol

Si se comenzara a dar un primer paso hacia aquello que crece en nosotros a través de la vida, a través del ser construido por la conciencia. Si aquello que nace en nosotros se tomara comparable a un árbol, se comprendería mejor que no se trata ya de una hoja de contabilidad donde entra y sale un saber que se consuma sin interrogarse. Este saber está ahí como un alimento para hacer que el yo crezca en nosotros antes de desaparecer sin haber tenido el tiempo de haber sido humano.

Roberto Matta

Índice

Prólogo

13

INT RODUCCIÓN

15

INTELIGENCIA Y LIBERTAD EN LA ÉTICA ARISWTÉLICA Las acciones humanas tienden al bien

23

Fin de la acción y fin final

25

El bien del h o mbre y la feli cidad

27

Perfección y aut arquía en el bien final

29

Racionali d a d e irracionalidad en el h o mbre

31

Las virtudes n o son pasiones ni facultades: son hábitos

32

Acción y p asión en la estructura moral del alma

35

Razón práctica y mes ura

38

Teoría y praxis

41

Virtud y placer

44

Acción voluntaria y elección

45

Deliberación y elección

48

No se elige el fin, se eligen los medios

49

Bien aparente y b ien verdadero

52

Esto es el h o mbre

55

Inteligencia y libertad en Ja acción moral

j

Juan de Dios Vial Larraín

Las virtudes intelectuales y la prudencia

56

La l i b ertad

60

C o ntemplación de lo divino

61

RAZÓN PRÁCTICA Y LIBERTAD EN LA ÉTICA KANTIANA El c arácter puro de la razó n en las dos Críticas

69

Los l ímites de la razó n teórica

70

¿Hay razón p ráctica?

72

La libertad, piedra angular

73

Postulad o s de la razón p u ra p ráctica

75

Lib ertad, t eoría y p ráctica

78

La razón p ráctica más a l lá del empiris mo y d el r a c i o nalismo

79

E l imperativo categórico

81

El h e c h o d e la razón pura p ráctica

83

N a t u raleza y libertad

84

M u n d o sensible, mundo inteligible: entendimiento y razó n

86

El imp erativo c ategórico entre dos mu n d o s

87

F e racio n a l

88

Un m u n d o d e personas

89

CUESTIONES FUNDAMENTAL.ES DE LA ÉTICA CRIST IANA Veritatis Splendor: u n a encíclica sobre cuestiones

10

fu nd amentales de moral

95

El Di os creador y el ser persona

96

La voz de la co nciencia

99

La libertad del hombre, creación de sí mismo

100

La l l amada d e Cristo

101

Verdades invertidas

102

Una o p ció n t rascendental

104

Ruptura d e la unidad del h o mbre

106

Ciencia y fe

107

CONSTANT ES DE LA ACCIÓN MORAL

115

Bibliografía

117

Prólogo

Las ideologías dominantes en el siglo XX pusieron a la ética bajo sospecha situándola en la superestructu­ ra de una sociedad opresiva (Marx) , en el espíritu de v e n g a n z a p r o p i o d e l re s e n t i m i e n t o n i h i l i s t a (Nietzsche) o e n l a fuerza represiva d e un super-yo (Freud) . Se llegó inclusive a considerar el inmoralismo una auténtica fuerza moral . En los últimos tiempos, no obstante, las cuestiones éticas rebrotan, con fuerza quizá inesperada, en to­ dos los campos de la vida humana. Las cuestiones éticas interpelan agresivamente en la bioética, en la política, en la gestión de la empresa, en los medios de comunicación masiva y aun en la investigación cien­ tífica. Las instituciones sociales superiores como la familia y el Estado, a su vez, enfrentan problemas éticos que las comprometen en su misma estructura. Seguramente en conexión con estos problemas de índole moral que asumen el hombre y la sociedad contemporáneos, se asiste a un verdadero revival de dos visiones clásicas de la filosofía moral , la de Aristóteles en la antigüedad clásica y la de Kant en el mundo moderno. Filósofos contemporáneos como G a d a m e r, R i t t e r, Are n d t , S t rau s s , S p a e m a n n , Anscombe, Mac-Intyre, retornan, y e n parte renue­ van, el pensamiento de Aristóteles y otros como Habermas, Rawls, Apel, Strawson, el de Kant. En los escritos de todos estos contemporáneos campea un 13

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tens o diálogo entre aquellos dos grandes maestros -Aristóteles y Kant- que llenan el horizonte del dis­ curs o moral en los veintitantos siglos de filosofía. En el núcleo de estas dos teorías filosóficas me pare­ ce divisar el esfuerzo por conjugar dos capacidades fundamentales del alma humana -la inteligencia y la libertad- en la estructura de la acción moral. Ambas teorías tienen mucho en común, por momentos corren paralelas y, sin embargo, son radicalmente opuestas. Esta sutil oposición en el núcleo mismo de las dos teo­ rías fundamentales acerca de la ética es, quizá, lo que más profundamente separa a los hombres en el común territorio de la moral. Y creo que esto ocurre las más de las veces ignorando esa raíz. Conviene tomar con­ ciencia de esto, justamente para que la acción moral tenga un fundamento sólido: no algo que meramente se quiere, ni tampoco algo que solamente se piensa, sino algo donde la inteligencia y la libertad juegan en íntima relación aunque de maneras muy diversas. Invitado por el programa de Magíster en Bioética de la Facultad de Medicina de la Pontificia Universi­ dad Católica de Chile a dar un curso de filosofía mo­ ral, creí conveniente volver a esas fuentes en las cua­ les me parece que están las claves más decisivas, y también más ocultas, de los problemas que la ética hoy plantea. Nos pareció oportuno concluir el curso refiriéndonos al texto de S.S. Juan Pablo II Veritatis Splendor, que aborda "cuestiones fundamentales de la ética cristiana" en relación con ideas de origen aristotélico o corrientes modernas de sentido kantiano. Estas páginas recogen el contenido de ese curso. 14

Introducción

INTRODUCCIÓN

A manera de introducción a estas páginas quisiéra­ mos proponer en sus líneas generales uno de los tex­ tos más hermosos de la historia de la filosofía, Fedón, el diálogo platónico, que contiene ya un destello de las ideas fundamentales de la ética. Fedón narra las circunstancias en las que ocurre la muerte de Sócrates y su testamento intelectual. Sócrates es un héroe de la ética. Cinco rasgos bien conocidos pueden caracterizar su figura. Sócrates re­ coge un tema propio de la religiosidad apolínea: "co­ nócete a ti mismo " : reflexiona, medita, mira a tu in­ terior. San Agustín lo hará suyo en otro contexto. Esta experiencia conduce a un saber que no se sabe. Este conocimiento, si bien es interior y reflexivo, se alcanza a través del encuentro personal con otros hombres s egún el modelo del encuentro consigo mis­ mo, del diálogo interior. Este diálogo tiene lugar, lo dice la palabra, en el lagos . El lagos del diálogo es una inteligencia común que en Sócrates toma forma de una voz divina, de un " demonio " , como él decía. El lagos, en fin, se aplica a la determinación de vir­ tudes, a formas de obrar bien, de hacer bien las co­ sas, mediante la precisión intelectual de virtudes como la j usticia, la valentía, la piedad, la templanza y todas las restantes. El diálogo platónico que comentamos versa sobre la vida y la muerte, sobre la concepción socrática del 15

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alma como principio de la vida misma -pero no de la muerte- y, en este contexto antropológico esencial, versará sobre la filosofía que el saber socrático abre y sobre la conducta humana que determina. "¿Cuándo, pregunta Sócrates a sus interlocutores, el alma aprehende la verdad? El cuerpo la engaña muy fácilmente. Lo que ve, lo que oye, el placer o el dolor que siente, la perturban". Sócrates entonces respon­ de: " Es al reflexionar (logizesthai), más que en nin­ gún otro momento, cuando se le hace evidente algo de lo real " (6Sb.) . Esto solo es posible cuando el alma "se encuentra al máximo en sí misma" (6Sc. ) , "sola en sí misma " (6Sd.) . Entonces, añade Sócrates, el alma, " tiende hacia lo existente" (García Gual) , "aspira a alcanzar la realidad " (Luis Gil) . Gracias a esa acción puede decir, en verdad, que hay algo que es en sí mism o . Que hay lo bello, o lo bueno, o lo justo, en sí. En síntesis, permite al alma afirmar "la realidad (ousia) de todas las cosas " (6Sd.) . El socrático conocimiento de sí toma de este modo, en el pensamiento de Platón, una nueva dimensión, la teoría de las Ideas. En virtud de la teoría platónica de las Ideas, la reflexión -la operación del lagos que vuel­ ve sobre sí- separa y purifica al alma, la recoge y con­ centra en sí misma (67c.) . El alma, entonces, se capa­ cita para llegar a saber lo que una cosa realmente es. Por consiguiente, es el alma en su intimidad más pro­ funda, en su misma esencia -tal cual ella misma es capaz de aprehenderla-, la que sabe de verdad, la que es capaz de alcanzar un verdadero conocimiento . La misión de la filosofía va por este camino. 16

Introducción

Esa tesis, que es a la vez antropológica y epistemo­ lógica, y que desenvuelve la posición original de Sócrates, lleva a una conclusión ética del más decisivo alcance para toda la ética a lo largo de su historia. Platón presentará la virtud, ejemplificada en dos de las que serán llamadas virtudes cardinales, la fortaleza y la tem­ planza, y las comprenderá a la luz de la tesis acerca de la reflexión del alma sobre sí misma, que la abre a la realidad. Y nombrará, entonces, a la filosofía, como una sabiduría a la que designa con la palabra phrones is . Desde el latín s e la traducirá "prudencia". La fortaleza o valentía es la virtud que permite en­ frentar los males mayores que sobrevienen al hombre y, por tanto, la muerte. La templanza, a su vez, es el dominio de sí ante el asedio de los deseos. Ambas parecen ser desde muy antiguo virtudes capitales que apuntan al goce del placer, como bueno, y a la huida del dolor, como malo. Pues bien, Sócrates dice que con mucha frecuencia los hombres son valientes por temor, y moderados por una cierta intemperancia que mueve a renunciar a unos placeres para no verse pri­ vados de otros. Estas no son verdaderas virtudes, dice Sócrates; son solamente trueque de placer por placer y de miedo por miedo . Para que exista verdadera virtud, explica, ha de in­ tervenir esa s abiduría que llama en este diálogo p hronesis. Platón explica (79d.) a qué llama p hronesis. " ¿No es esto, lo que decíamos hace un rato, que el alma cuando utiliza el cuerpo para observar algo, sea por medio de la vista o por medio del oído, o por 17

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medio de algún otro sentido, pues en eso consiste lo de por medio del cuerpo: en el obs ervar algo por medio de un s entido, es arrastrada por el cuerpo hacia las cosas que nunca se presentan idénticas, y ella se extravía, se perturba y se marea, como si sufriera vértigos, mientras se mantiene en contacto con esas cosas. En cambio, siempre que ella las ob­ serva por sí misma, entonces se orienta hacia lo puro , lo s iempre existente e inmortal, que s e man­ tiene i déntico, y, como si fuera de su misma espe­ cie, s e reúne con ello, en tanto que se halla consigo misma? ". A esta experiencia , concluye el texto, "es a lo que s e llama phronesis " (79d) . García Gual ha traducido : " meditación ", Luis Gil : "pensamiento ". Sócrates está hablando de la experiencia fundamen­ tal descrita en este diálogo : la experiencia que hace el alma de sí misma y, en ella, de la reali dad. Ella forj a la verdadera virtud . L a valentía, la templanza - y también l a justicia­ "en conjunto la verdadera virtud" , han de ir "en com­ pañía del saber", dice Platón, hablando de la phronesis. De lo contrario no habrá sino virtudes presuntas de "un juego de sombras", cosa que no tiene " nada de sano y verdadero ". El texto concluye: "Acaso lo verda­ dero , en realidad, sea una cierta purificación de todos esos sentimientos, y también la templanza y la justi­ cia y la valentía, y que la misma sabiduría sea un rito purificador" (69c.) . La tesis central de este texto de Platón -que quisié­ ramos poner como pórtico de las ideas acerca de la filosofía moral que aquí se estudian- afirma, pues, que 18

Introducción

el pensamiento, la inteligencia como actividad, no es sino lo más íntimo, la profundidad misma del alma. Ahí Sócrates enseña a recogerse, a concentrarse, a en­ contrarse consigo mismo en la realidad. Antes de ser una facultad, una función, una operación como otras, el pensamiento como phronesis -digamos, la inteligen­ cia- es la realidad esencial del alma. Es el alma que se reconoce a sí misma y que se constituye en ese acto de reconocimiento. Ahí está el núcleo de la acción moral, el hogar de las virtudes humanas.

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Las acciones humanas tienden al bien El primer capítulo de la Ética a Nicómaco afirma que el bien es aquello a lo que tienden las acciones humanas. ¿Qué significa esto? ¿Es la tendencia hu­ mana la que inviste del carácter de bien a aquello a lo que tiende? O, a la inversa, ¿es el bien mismo lo que desencadena y atrae la tendencia hacia s í? La primera es una tesis voluntarista, subj etivista, relativista al estilo de la que plantearon los sofistas o de la que resulta de la voluntad de poderío de Nietzsche. A ella corresponde, aunque con un fun­ damental matiz de diferencia de índole teológica, la tesis que planteó Guillermo de Occam en el siglo XIV: una cosa es buena porque Dios la quiere así (Quodlibeta III, c. 13). Wittgenstein volvió sobre el asunto en discusión con Schlick. Hay dos interpre­ taciones de la ética teológica; una, s ostuvo Schlick, más superficial, que dice, como Occam, lo bueno es lo que Dios quiere como tal ; y otra más profunda que afirma que Dios quiere lo bueno j ustamente porque es bueno . Wittgenstein afirmará lo contra­ rio : «considero que la primera concepción es la más 23

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profunda: lo bueno es lo que Dios manda» ( Con fe­ rencia sobre Ética) . A mi entender la cuestión es impertinente, distrae, oculta el asunto . La distinción, en definitiva, resulta puramente verbal . ¿Por qué introducir relaciones causales o de anterioridad y posterioridad al entrar a hablar del bien? ¿Tiene sentido hablar de una tenden­ cia buena hacia algo malo o de algo bueno como ob­ j eto de una tendencia mala? ¿Es buena la tendencia que origina algo malo o es bueno lo que atrae tenden­ cias malas? Creo que estamos ante una realidad única, la del bien. Una realidad que no existe si no hay tendencia en la acción humana y si la acción no es atraída por algo que no sea ella misma puesto que, en tal caso, no habría atracción. La tendencia y su ajuste con una realidad distinta es el bien. El complej o de una y otro. No está el bien en una y no en otro o a la inversa. No está el bien en una parte como causa del bien en la otra, ni como anterior en una a la otra. La realidad del bien surge como ajuste de una tendencia y aquello a lo que tiende; como correspondencia de una tenden­ cia a una realización suya en algo que no era ella misma. Si el bien lo pone una tendencia, sea como deci­ sión, mandato o producción suya, no se ve por qué haya de ser tendencia hacia algo que ya es o que ya tiene. Y si el bien está en algo distinto de la tendencia y aj eno a ella, no se ve por qué haya de atraerla. To­ das estas antinomias resultan de una relativización 24

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del bien a cualquiera de los extremos en los que se quiera dividirlo: hacia la tendencia de la acción o ha­ cia aquello a lo que la acción tiende. El bien está pre­ cisamente en la unidad de esos extremos. Puede decirse, entonces, el hombre, fundamental­ mente, es bueno y lo son por naturaleza sus acciones y lo que ellas persiguen.

Fin de la acción y fin final Aristóteles asigna a la acción humana, metafóricamen­ te, la forma de una flecha: la acción está orientada. Va teleológicamente dirigida . Esta no es una afirma­ ción trascendental, como pareciera; es una compro­ bación empírica. Todo lo que el hombre hace, en tan­ to ser humano , lleva un fin anticipado, previsto, per­ seguido . Si inclusive se quiere no hacer nada, esta tendencia resulta ser una dimensión muy profunda de la vida a la que están ligadas la mística, la poesía, las diversas modalidades de contemplación, el espíri­ tu teórico . Es también, pues, un alto fin de la acción. La acción de sentarme, de tomar el vaso , de beber agua, de abrir la Ética a Nicómaco en el primer capí­ tulo , de mirar a los alumnos, de emitir algunas pala­ bras : cada una de estas modestas acciones está atraí­ da por un fin muy preciso que yo quisiera realizar bien. No caerme de la silla, no dejar resbalar el vaso , n o derramar e l agua, n o equivocarme de página, no desviar la mirada, articular una frase con sentido. 25

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Quiero hacer bien todas estas cosas pero no sola­ mente por sí mismas, sino en función de algo mayor que p ersigo a través de ellas . Yo no he venido a to­ mar agua, sino que tomo agua para disponerme me­ j o r a la clase que debo hacer. La estructura de la más insignificante de las ac­ ciones es un modelo a escala de algo mayor. De la realidad total de la acción humana, de la vida hu­ mana a la que estamos volcados . Los fines s e inte­ gran en unidades mayores . Sentarme, abrir un li­ bro , decir unas palabras, beber agua, constituyen en realidad una clas e acerca de la filos o fía moral. La cual, a su vez, es parte de un curso sobre esta disciplina y éste de un programa de M agíster en Bioética. Si esta secuencia de fines llevara al i nfinito, es decir, si no hubiere un fin de ella misma, entonces, dice Aristóteles, su interior energía se desvirtúa y la acción se vacía. La acción humana deja de ser tal; se torna una vaciedad. Ha de haber, por consiguiente, un fin final, un bien de la totalidad de las acciones propias de la vida humana, que las sostenga en su curs o . En otras palabras : la vida misma tiene senti­ d o . Esta es la otra tesis fundacional de la ética aristotélica. Bien es el fin propio de una acción y los fines que las acciones persiguen forman un orden tal que unos s e subordinan a otros y así sucesivamente en la es­ tructura finita presidida arquitectónicamente por un fin final. 26

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El bien del hombre y la felicidad D os preguntas obvias se desprenden de ese plantea­ miento. ¿Cómo se estructura la acción humana con estos caracteres teleológicos? ¿Cuál es el fin último de las acciones humanas, el bien que les da su ar­ quitectura? Dos palabras claves de la ética respon­ den a esas cuestiones : la palabra "felicidad" y la palabra "virtud". Aristóteles se ocupará primero de la "felicidad". Fe­ licidad es, en rigor, una palabra aristotélica, un nom­ bre que da a lo que ha propuesto con la idea de un fin final de la vida humana. Su proceder va a ser empíri­ co y rigurosamente lógico. Aristóteles comprueba que efectivamente hay bie­ nes arquitectónicos generalmente reconocidos. Placer, poder, riqueza, honor son bienes que los humanos perseguimos y que, por lo mismo, hacemos bien en perseguir. Lo que no es bueno, en cambio, es conver­ tirlos en últimos fines, en bienes finales; cosa que de hecho también se hace con demasiada frecuencia. Gente que en todo lo que hace está buscando su bien­ estar, su placer o que fundamentalmente persigue aumentar su influencia, su poder, o enriquecerse, o ser famoso, tiene un norte definido, sabe, tácitamen­ te al menos, que las acciones humanas se ordenan en función de una arquitectura propia de la vida. Sin embargo , ninguno de esos bienes -por bue­ nos que sean, como efectivamente lo son- puede pre­ tender constituirse en el bien último y fundamental 27

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de l a vida humana. Todos son instrumentales, o de­ r i v a d o s , o c o m u n e s c o n ot r o s s e r e s y n o específicamente humanos. Aristóteles sigue enton­ ces el rumbo empírico de esa conducta humana bien conocida y en la búsqueda de un verdadero bien fi­ nal comenzará por algo muy sencill o : darle un nom­ bre. Dirá, entonces, " felicidad". Y la concebirá j usta­ mente como el bien de la vida, como la vida buena. Fue la tesis inicial: las acciones humanas tienden a un bien, a un bien final, a un bien total . Y lo buscan mediante obras buenas. Persiguen la felicidad me­ diante virtudes. ¿En qué consiste, entonces, la felicidad? Aristóteles sigue aquí un proceder usual suyo y que responde a su empirismo. Consulta primero las opiniones más comunes y autorizadas. En este caso Aristóteles dice que considerará las opiniones de lo que llama el "vul­ go " y las opiniones de quienes considera «sabios». Llama dialéctica al análisis crítico de las opiniones. El primer tipo de opiniones ha proclamado la su­ premacía del placer, del poder, del dinero o del ho­ nor. Aristóteles hace referencia aquí a algo que Pitágoras habría dicho . Que hay tres géneros de vida, los cuales pueden ejemplificars e en los asistentes al estadio. Algunos van al estadio a j ugar, lo hacen por placer (hoy parece que más bien por dinero y por fama) ; otros lo hacen por negocio (por ejemplo, los vendedores de bebidas) y otros para ver el partido, son los teóricos. Los dos primeros géneros de vida quedan descalificados como un bien final; el bien de los teóricos queda pendiente de análisis. 28

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El segundo tipo de opiniones que Aristóteles re­ gistra y que serían de los sabios, son de sus amigos los platónicos; Aristóteles lamenta el desacuerdo con ellos que debe asumir en nombre de la verdad . El bien final,. dice, no es una idea suprema, no es algo único y separado que existe por sí mismo, como habría pensado Platón. Al hilo de su gran tesis me­ t a fí s i c a - el ser se d i c e de di vers a s m a n e r a s ­ Aristóteles dirá que todo s e r es bueno e n sí mismo y dejará planteada, así, una nueva y fundamental visión de la ética.

Perfección y autarquía en el bien final El proceder de Aristóteles es empírico , piensa sobre la base de datos concretos, de opiniones autorizadas, de referencias claras . Y sigue una rigurosa lógica ana­ lítica que no siempre es fácil descubrir porque los tex­ tos aristotélicos de que disponemos son versiones de unas conversaciones o apuntes para unas lecciones antes que textos cuidadosamente escritos para hacer un libro y transmitir las ideas a distancia. Nótense los pasos que da Aristóteles en la determi­ nación de la idea de felicidad. Primero unas notas formales muy precisas . Frente a todos los otros bie­ nes en los que parece cifrarse la felicidad según opi­ nión del vulgo, un bien final ha de ser un bien perfec. to y un bien perfecto es aquel que se busca por sí mismo y que nunca se elige por otra cosa (1097 a.30) . La riqueza, el poder o el honor, por ej emplo, se los 29

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quiere para otra cosa, no son bienes perfectos. Esta idea de perfección la subraya con la noción de "autar­ quía". El bien final ha de ser suficiente por sí mismo . Uno pudiera sospechar que un bien perfecto, acaba­ do, al que nada falta, que lo contiene todo , fuera pro­ pio más bien de un ser divino, o por lo menos "lejano de las posibilidades propiamente humanas que noso­ tros tenemos . Pero Aristóteles advierte que esa autar­ quía y autonomía, en función de un bien perfecto, no es, como él dice, una "vida solitaria" (1097 b. 10) , sino una que dice relación con los padres y los hijos y con los antecesores y sucesores de unos y otros, y con los amigos, y con los conciudadanos. "El hombre es por su naturaleza una realidad social ", explica, y la felici­ dad tiene que ver con el hombre así comprendido. Las condiciones dichas parecieran dejar las cosas en estado de indeterminación: por una parte se habla de una cerrada perfección actual y por otra se abren pers­ pectivas hacia un presente vasto e incierto -y hacia el pasado y el futuro- difícilmente compatibles entre sí. Pero Aristóteles dice que la perfección autárquica es "lo que por sí solo hace deseable la vida". En la vida se desean cosas y se tiende hacia eJlas, pero se la desea a ella misma como un bien total. Son tesis básicas de la Ética. No se habla ahora de cosas que se desean, de este o de aquel bien que la acción humana persigue. Se habla de la vida misma como "deseable". En otras pa­ labras, de un bien acabado de to dos los bienes, de una vida que sea por sí misma deseable, de una vida bue­ na. En este sentido de una perfección final .

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Racionalidad e irracionalidad en el hombre Los caracteres propuestos dan un perfil casi abstracto de la felicidad, pero ¿cómo entenderla sustancialmente? Preguntémonos de qué manera se puede llegar a saber para qué es buena una cosa. Si me muestran unos arte­ factos y me preguntan si son buenos lo primero que necesito saber es qué clase de artefactos son, porque no es lo mismo el ser buena de una pantalla de televisión que el de una lavadora o una cocina. He de saber, por consiguiente, quién es el hombre para llegar a saber qué clase de bien es el suyo. Y podría decirse que la mitad de la respuesta ya está dada pues Aristóteles habla de una "vida" buena. Pero ¿qué es "vida" humana? Se ha dicho que Aristóteles como hombre de cien­ cia ha sido eminentemente un biólogo . Uno de los mayores elogios que se han hecho de él como bió­ logo vino de Darwin, pese a la radical oposición que hay entre las concepciones biológicas de uno y otro . La vida fue uno de sus principal es dominios de investigación y Aristóteles distinguió la vida de una planta, que se nutre, crece y se reproduce, de la vida de un animal cualquiera , que tiene sentidos y sensaciones y que puede llegar a as ociar y a guar­ dar los datos sensibles que recoge, de lo que es la vida propia del hombre o, como él dij o , del ergon humano . H ay algo que hace el flautista o el escul­ tor, el carpintero o el zapatero , la mano o el oj o . ¿Qué hace e l hombre como tal y esencialmente, al modo como lo que hace el oj o es ver? Por ende, ¿quién es el hombre? Y su respuesta bien conocida es que el hombre ejercita una capacidad propia suya 31

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que el griego llamó lagos. El hombre, entonces, es un animal con lagos -racional-, tal es la traducción que se escucha de estos textos. Pero, aclara Aristóteles, el hom­ bre es racional aunque no puramente racional y por eso el lagos puede ser ejercido en un puro discurso suyo, pero también puede ser obedecido por algo que hay tam­ bién en el hombre sin ser el lagos mismo. Esto llevará a Aristóteles a concluir el libro primero de la Ética a Nicómaco diciendo que la felicidad es actividad del alma. Que es el alma en acto, en la plenitud actual de su ser. Esta actualidad ha de ser conocida en su integridad, para saber acerca de su bien, al modo como el médico para curar los ojos debe conocer la integridad del cuerpo. El bien del hombre, su felicidad, ha de consistir en el buen ej ercicio de su actividad propia, de la activi­ dad del alma que es el lagos. Y al buen ejercicio de una capacidad es a lo que Aristóteles llama "virtud". Habrá, pues, virtudes que son propias de la inteligen­ cia -lagos- en su mismo ej ercicio y virtudes de la in­ teligencia en su operación reguladora de lo otro irra­ cional que hay en el hombre, virtudes intelectuales y virtudes morales, íntimamente ligadas en su común raíz en el lagos.

Las virtudes no son pasiones, ni facultades: son hábitos El libro primero de la Ética a Nicómaco concluye " la felicidad es una actividad del alma según la virtud perfecta" (1102 a. 5) Psyches energeia: el alma en acto, 32

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en su plena realidad, no en potencia. Se trata de un estado de perfección del alma, de un estar en forma, plenamente gobernada por sí misma, es decir, de una autarquía, de un acabado dominio de sí. La virtud da al alma esa perfección. Ella no la tiene de suyo ni le es dada por otro . Por consiguiente, la felicidad es la plenitud de la vida -la vida es lo propio del alma­ alcanzada por el ejercicio de la virtud en su más alta forma: «actividad del alma según la virtud perfecta» . La cuestión que entonces se plantea es la de la vir­ tud. ¿Qué es la virtud? El libro segundo la aborda: " después de esto tenemos que considerar qué es la virtud" (1105 b. 1 9) . Y comenzará a hacerlo propo­ niendo una distinción básica sobre la estructura del alma: "las cosas que pasan en el alma son de tres clases : pasiones, facultades y hábitos, la virtud tiene que pertenecer a una de ellas". En el alma hay pues cosas que vienen de fuera y otras que surgen de ella: acciones y pasiones. Veamos primero las pasiones. Aristóteles enume­ ra de inmediato algunos ej emplos : el miedo, la ira, la envidia, la alegría, el amor, el deseo, los celos. Las pasiones, dice, son "afectos acompañados de placer y dolor" ( 1105 b. 20) . Pasión, afecto, emoción, sentimiento son palabras afines que nombran una realidad bien conocida . Se trata del rico, variado y ambiguo mundo de los s entimientos, de la vida afectiva, de lo emocional. Aristóteles llama a estos fenómenos " pasiones " , es decir, cosas que el alma padece, que las sufre, que le ocurren y que " van acompañadas de placer o dolor". 33

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Se trata, pues, de un estado que sobreviene al alma, que el alma padece, o sufre. El ser propio del alma está definido por el lagos. Lo que llega a ese centro viene de fuera, viene del cuerpo del hombre -que en sí no es un lagos - y de todo el entorno físico que rodea al cuerpo y que bien puede considerarse el uni­ verso. Sentir hambre, sentir miedo, tener celos o com­ pasión, son estados en los que uno se halla situado de facto, muchas veces sin causa a la vista, sin que­ rerlo , inclusive no queriéndolo, y aun tratando de ale­ j arse de ellos, de zafarse. Y el carácter propio de estos estados es que son placenteros o dolorosos. Es obvio, entonces, que se procura cultivarlos, en el primer caso, o desterrarlos, en el segundo: buscamos el placer, huimos del dolor. La segunda cosa que le pasa al alma Aristóteles dice que son "facultades " suyas, es decir, capacida­ des que el alma naturalmente tiene de ser afectada por pasiones, de no ser insensible. El alma humana tiene la capacidad de ser afectada por el hambre, por

el miedo, por la alegría, que arraigan en ese ser suyo dotado de cuerpo en un mundo físico . Esta capacidad es distinta del hambre, el miedo o la alegría que sien­ ta. No es la pasión, sino la capa cidad de sufrirla. Un estado del cuerpo causa el deseo de comer; la amena­ za de ser arrastrado por una ola en el océano produce miedo; el cielo que se despej a e ilumina alegra el alma. Las facultades son las caras más puramente subjeti­ vas de las pasiones, son sus receptores. Y la tercera cosa que le pasa al alma son "hábitos " que contrae a lo largo de su vida por la práctica de sus 34

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acciones, por sus costumbres. Aristóteles dice que un hábito es "aquello en virtud de lo cual nos comporta­ mos bien o mal respecto de las pasiones " (1105 b. 25) . Las virtudes no pueden ser ni pasiones, ni faculta­ des. No son pasiones, son acciones de elegir, como se verá. Tampoco son facultades que el hombre tenga por su propia naturaleza, por el ser que es. Las virtu­ des, en consecuencia, son hábitos. Hábitos que -al igual que las pasiones- suponen facultades y el ejer­ cicio práctico de ellas. La cuestión queda entonces reducida a pasiones, y a virtudes; es decir, a las categorías básicas de acción y pasión. A lo que sobreviene al alma y a lo que ella desde sí misma emprende. En una y otra instancia de esta estructura del alma están en juego la naturaleza del hombre, el tiempo de la vida, su apertura al mun­ do, en fin, su biografía y la historia misma.

Acción y pasión en la estructura moral del alma Aristóteles distinguió virtudes de la inteligencia y vir­ tudes morales, éticas o dianoéticas. Las virtudes mo­ rales no se producen por naturaleza, sino como hábi­ tos que son, por costumbre. La palabra "costumbre" viene de la traducción al latín que Cicerón hizo del griego ethos, de donde "ética", traducida por mas, de donde "moral ". Son palabras sinónimas mientras no se quiera darles un sentido diverso. 35

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Aunque se lance diez mil veces una piedra hacia arriba, no se acostumbrará a subir. En cambio la rei­ teración de una acción, hasta constituir un hábito, modificará la índole de un hombre, haciéndole vir­ tuos o o vicioso. Aquí no opera una ley de la naturale­ za como la de la gravitación, que rige a las piedras, aunque tampoco algo que sea contra la naturaleza . Opera una aptitud, una facultad .. que l a virtud -como costumbre- perfecciona hasta constituir algo que Aristóteles llamó una "segunda naturaleza "; la virtud como un hábito . "Toda virtud perfecciona la condición de aquello de lo cual es virtud y hace que ejecute bien su opera­ ción " ( 1106 a. 1 5) . Menciona al ojo y al caballo, como ej emplos : ver bien o ser muy veloz, son virtudes de ellos . "La virtud del hombre será también el hábito por el cual el hombre se hace bueno y por el cual ejecuta bien su función propia" (1106a. 20) . El hábito virtuoso enfrenta las pasiones pero no para ahogarlas, sino para darles forma. Es «acción» del hombre. La pasión, como algo que el hombre pa­ dece, en definitiva le viene desde fuera de sí mismo, por más que el hombre tiene una facultad de recibir­ la. Esta exterioridad, este provenir de fuera, hace que la pasión desborde al hombre, que pueda superarlo, avasallarlo, que no se dé a su medida. Que no se pro­ duzca por decisión suya sino que deba soportarla. Que pueda acometerlo y luego abandonarlo. Que opere al margen de su propia voluntad, al margen de sí mismo y que, en fin, pueda ser creadora o destructiva. Una pasión se torna rasgo genial de un hombre o fuerza 36

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poderosamente destructiva de su personalidad . Hay verdaderos héroes de las pasiones : don Juan de la lujuria, Otelo de los celos, pasiones que les llevan a la destrucción . Pero San Francisco es un héroe del amor, que es la más alta forma de construir. El exceso como el defecto pueden hacer a las pa­ siones destructivas para el hombre. Tanto el miedo como la o sadía; el desenfreno como la ins ensibili­ dad; el derroche como la avaricia; la timidez como la desvergüenza, son estados viciosos, s ea por de­ fecto o por exceso, a los que las pasiones arrastran. Estos excesos conspiran contra la naturaleza pro­ pia del hombre, no la respetan, la arrastran fuera de sí. Pues bien, la virtud operará como medida de la pasión : n o tolerará ni el exceso, ni el defecto, sino lo apropiado a cada cual . Las virtudes procurarán encuadrar las pasiones humanas dentro de la natu­ ra l e z a de c a d a h o mb re y de su p r o p i o b i e n . Aristóteles compara l a acción virtuosa d e l a con­ ducta moral con la acción creadora de la obra de arte. A una obra de arte, dice, " no se le puede qui­ tar ni añadir". La perfección moral es algo análogo . Entre ambas, sin embargo, hay una diferencia fun­ damental. La obra de arte, dice Aristóteles, "tiene en sí misma su bien". En ella vale lo que en ella misma está dado, y nada más. En cambio, en la acción moral pesan las condiciones de quien las hace en el acto de hacerlas .

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Razón práctica y mesura A partir de esas ideas Aristóteles llamará a la virtud un término medio entre los extremos viciosos a los que la pasión puede de suyo arrastrar: Mesotés, es la palabra de Aristóteles ; podría decirs e : " mesura " , " moderación '' , "equilibri o " , pero e n u n s entido d e perfección. E n definitiva, Aristóteles habla d e una " forma", como la de la obra de arte: la forma propia del hombre que el arte moral ha de procurar. La vir­ tud, en tanto hábito que hace bueno al hombre me­ diante la buena ej ecución de su función propia . No toda pasión o acción, sin embargo , admite me­ sura virtuosa, porque algunas a las que Aristóteles llama "malas en sí mismas" (110 7 a. 10) : la envidia entre las pasiones, el adulterio o el homicidio entre las acciones, no admiten equilibrio , mesura, forma virtuosa, son decididamente ma]as en sí mismas. El libro s egundo de la Ética va a culminar con una definición de la virtud. La virtud, dice, es el «háb ito selectivo que consiste e n un término medio relativo a nos otros determinado por la razón y por aquella por la cual decidiría un hombre prudente» ( 1107 a . ) Analicemos los elementos de e sta defini­ ción. Que sea " relativo a nosotros " dice que ha de ser apropiado a cada cual, es decir, que la virtud no es una acción genérica idéntica para todos, sino ajustada a las condiciones y circunstancia s de cada hombre. La virtud es una medida, es u n término medio . El medio así definido no es un punto abso­ luto , como puede ser el medio aritmético . Es un 38

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medio relativo al agente y en los diversos agentes estará más acá o más allá. Es preciso alcanzar ese equilibrio, ese toque certero que hace a la acción bien hecha. Ese término medio que se mueve entre los extremos de las pasiones y los ajusta. Dar en el medio justo del curso fluctuante de las pasiones que constituyen el estrato básico de la vida humana, es dar en el centro, en el blanco, es determinar algo de suyo indeterminado que fluctúa entre extremos. Será, en definitiva, la forma per­ fecta que la naturaleza de cada hombre adquiera. La virtud, dice enseguida la definición, es un há­ bito de elegir (hexis proairetiké), hábito "selecti­ vo ", traducen M arías y Arauj o . Esta capacidad de elegir - "elegancia" la llamó Ortega- no es sino la libertad . La libertad, entonces, es fruto de la virtud. Se es libre por virtud, no por naturaleza. En tanto la de Aristóteles es una ética de la virtud, será, por consiguiente, a mi entender, una ética de la libertad. En tercer lugar, la definición dice que la virtud está determinada por la razón. Pero no por cualquier ra­ zón, sino por la razón propia de la virtud intelectual de la prudencia. Estamos en presencia de una razón práctica, de una inteligencia de la praxis, que no es la misma que la inteligencia teórica de las cosas. Esta inteligencia ha de elegir y está apremiada para hacer­ lo porque el orden práctico no tolera dilación y es irreversible. Hay que actuar aquí y ahora, no actuar es otra forma de hacerlo, pero por omisión. No hay virtud, por lo tanto, no hay acción buena, ni felicidad posible, sin razón, sin intervención del 39

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lagos, sin que la naturaleza misma del hombre como ser dotado de lagos comparezca. Pero este no es el lagos, la inteligencia, la razón, pura y simplemente, sino la razón del hombre prudente, es decir, dotado de una de las virtudes de la inteligencia, distinta, no obstante, de la ciencia, de la sabiduría, de las restan­ tes virtudes intelectuales que estudia el libro sexto de la Ética.

Este planteo nos devuelve a la distinción entre un lagos en sí mismo y a sus virtudes propias y un lagos en diálogo con aquella parte irracional del h o mbre -sus pasiones- dóciles, no obs tante, al lagos. En una palabra, que llegará hasta Kant, este planteamiento está hablando de una razón "prácti­ ca" y de una específica virtud de la inteligencia con s entido práctico : la prudencia (phronesis). Aristóteles puso de relieve este carácter práctico de l a ética cuando dij o que uno se hace j usto prac­ ticando la justicia a diferencia de lo que o curre con los movimientos de la naturaleza que no aprenden sino conservan su índole, en el s entido de que la piedra tiende a caer y el fuego a subir por más que s e los co ntradiga lanzando piedras hacia arriba o encerrando el fuego b aj o la olla . El carácter prácti­ co proviene de que en la acción moral importa quién la realiza y el acto mismo de realizarla. Importan las condiciones del agente y de su acto. Y estas con­ diciones son tres : el conocimiento con que la ac­ ción s e realiza, la elección que se hace de ella y el ánimo firme e inconmovible con que ha sido reali­ zada ( 1105 a. 2 5) . 40

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No hay, pues, acción moral impersonal, no ej erci­ da por el hombre desde sí mismo, desde su identidad y su intimidad .

Teoría y praxis La definición de la virtud y su sentido práctico plan­ tea un interesante problema: ¿cómo puede definirse la virtud empleando, ya en la misma definición, una virtud, es decir cayendo en el vicio lógico de definir con lo mismo que se define; como si se dijera que un triángulo es un conjunto de líneas triangulares? En este caso lo que se define es la virtud, pero se lo hace por medio de una virtud, la virtud de la prudencia. ¿Cómo puede decirse que nos hacemos justos practi­ cando la justicia y fuertes practicando la fortaleza? ¿No es, acaso, decir que para ser virtuoso haya que serlo uno ya, lo que pareciera vicio lógico? Pero no lo es. Aristóteles está hablando del orden práctico. Y el orden práctico está constituido por ac­ ciones singulares que se realizan, no que meramente se piensan o se definen. Las virtudes se ponen en práctica sencillamente ej ercitándolas y no necesaria­ mente estudiando la Ética Nicomaquea, para después obrar bien. Pero ¿cómo se entra a ejercitarlas sin reco­ nocerlas ni distinguirlas, sin tener un conocimiento de ellas? Efectivamente, se las ejercita de hecho, sin saber bien lo que son. Hay un saber implícito en el ejercicio 41

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práctico de la virtud . Es el que proporciona la educa­ ción en el hogar y la escuela, es la función de la vida en comunidad, de las leyes en la polis, de la tradición y de la cultura en las que cada cual está integrado. Son las costumbres, el orden moral efectivo . El hom­ bre aprende a ser bueno (o malo) , en esos lugares. El hombre es animal de costumbres y las aprende de hecho sencillamente para existir. La pregunta es, entonces, ¿tiene la filosofía moral una función práctica del mismo estilo que las costum­ bres y sin caer por ello en petición de principio o vicio lógico al definir la virtud? Estudiar qué es la virtud en la Ética Nicomaquea ¿tiene una significación moral? ¿No será esta, más bien, una pura actividad teórica que, por cierto, no debe incurrir en fallas lógicas? Yo re s p o n d ería q u e el e s t u d i o de l a É t ica Nicomaquea arranca de la práctica y que vuelve a ella después de pasar por la teoría que es su contenido. Arranca de la práctica real de las virtudes, que el hom­ bre pone en práctica de hecho a través de sus costum­ bres. Un hombre puede llegar a ser perfectamente bueno y santo en su vida corriente, con arreglo a vir­ tudes prácticas adquiridas en su educación en el ej er­ cicio espontáneo de su salud moral . Es lo que con mayor frecuencia ocurre. Eso no excluye que se desarrolle una actividad teó­ rica acerca de esa praxis y que esta actividad teórica se ponga en un libro como la Ética a Nicómaco, y no excluye tampoco que esa actividad teórica que versa s obre la praxis adquiera ella misma una significación 42

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práctica. Dicho en términos sencillos, un hombre moldeado en la práctica de las virtudes -y de los vi­ cios- puede sentir la necesidad teórica de explicarse lo que hace. Esta explicación filosófica no solo está llamada a resolver una inquietud teórica, sino que tiene, a su vez, sentido práctico . Ese hombre podrá no solamente definir la virtud, sino ser más virtuoso, precisamente gracias a su saber. Su saber, teórico en primera aproximación, tiene pleno sentido práctico . Su virtud estará animada de hecho por la prudencia. Esta realidad práctica le permitirá saber qué es la pru­ dencia. Pero a esta teoría no la hace práctica la mera consideración de una práctica, sino que ella misma se torna realmente práctica a partir de esa reflexión. En otras palabras, un hombre puede obrar con jus­ ticia en virtud de una práctica que ha aprendido a cultivar y que probablemente está en su propia ín­ dole de hombre naturalmente bueno y justo . Puede practicar de hecho todas las virtudes adquiridas en su educación y su cultura hasta llegar a ser santo . Pero también puede que, en su condición de hombre inteligente, tenga la necesidad de entender el signifi­ cado de las virtudes y de las buenas acciones, de reflexionar sobre la vida en su dimensión práctica. Esto le mueve a estudiar filosofía moral. Pero el lo­ gro más propio y final de este estudio resulta tam­ bién práctico: le hace mej or, contribuye a fortalecer sus virtudes, a darle una visión más clara de la vida buena y a darle ánimo de vivirla. La filosofía moral , entonces, es teórica por su obj eto de reflexión, pero práctica por la acción que procura. Creo que esto mismo puede decirse de cualquier arte. 43

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Pero, ¡cuidado! Aristóteles dice que realizando ac­ ciones justas se hace uno justo y que sin hacerlas no hay la menor probabilidad de ser bueno, pero que muchas veces los hombres no practican estas cosas y, en cambio, " se refugian en la teoría y creen filosofar" (1105 b. lo) . Pues bien, estos hombres, dice, son como esos enfermos que escuchan a los médicos pero no hacen nada de lo que les prescriben . Estos no sanan del cuerpo , dice Aristóteles, como aquellos tampoco sanan del alma con tal filosofía.

Virtud y placer La virtud, en fin, es una actividad del alma humana, por lo tanto del lagos, de la razón, pero de una razón práctica que preside la virtud intelectual de la pru­ dencia y que da forma al mundo fluctuante de las pasiones. La forma, el carácter propio de cada hom­ bre, se adquiere por el ejercicio de virtudes que eligen esa forma a través de las acciones humanas. De ma­ nera que la virtud arraiga en lo más personal de cada hombre y contribuye a configurar esa personalidad, ese carácter. Pero hay algo más que la virtud verdadera ha de llevar consigo . Aristóteles dice que las acciones vir­ tuosas han de ser placenteras. No pueden hacerse a disgusto y como contrariándo se. ¿Por qué? Por­ que el placer no es sino el signo de la acción bien hecha . El placer no es, en rigor, un fin por sí. Perse­ guirlo por sí mismo es condenarse a no alcanzarl o . 44

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El placer acompaña y expresa el buen cumplimien­ to, la buena ej ecución sustantiva de un act o . U n a b uena educación moral y u n a buena moral han de mo strar la virtud como una forma de placer. Enseñar a vivirla en ese estilo . La severidad penosa con que s e imponen o s e realizan ciertas conductas que presumen de morales pueden no ser más que formas de legalismo, de conductas jurídicas presi­ didas por la idea de obligación y sanción; por la idea de castigo que acarrea su violación. Estas son, más bien, formas de a-moralismo . Ya lo decía Platón, a quien Aristóteles cita , la buena educación ha de ens eñar a complacerse como es debido. Por todo esto , concluye Aristóteles en el libro se­ gundo de la Ética, "es cosa trabaj osa ser bueno " (1109 a. 20) . Es trabaj oso hallar el medio. Como lo es hallar el centro del círculo, que no está al alcance de cual­ quiera, sino del que sabe. Así, por ej emplo, es cosa fácil dar el dinero y gastarlo, "pero darlo a quien debe darse, y en la cuantía y en el momento oportunos y por la razón y de la manera debidas, ya no está al alcance de todos ni es cosa fácil; por eso el bien es raro, laudable y hermoso" (1109 a. 25) .

Acción voluntaria y elección " La virtud tiene por obj eto pasiones y acciones", co­ mienza diciendo el libro tercero de la Ética a Nicómaco. Así recupera el hilo del libro segundo que conduj o a 45

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una definición de la virtud en términos de acción y pasión. La virtud proviene de acciones reiteradas que s e estabilizan como hábitos:. es decir, como ca­ pacidades con las cuales el hombre hace frente a lo que l e ocurre, vale decir, a las pasiones que le so­ brevienen en el curs o de su vida, j ustamente para darle a su vida una figura propia . Para alcanzar esa plena realización de s í que Aristóteles h a llamado " felicidad". La virtud , en su ej ercicio, es la acción que gesta una "elección" (proairesis). Hábito de elegir, ha di­ cho Aristóteles al definir la virtud . La elecci ón, como momento de la acción humana conducida por la virtud y término de un proceso interior, es ahora el tema. El paso de la virtud a la elecció n, el modo como este proceso se cumple. Pa r a p er fi l a r el s ig n i fi c a d o de la e l e c c i ó n , Aristóteles comienza desde e l principio. Comienza con la facultad activa que hay en el alma : la volun­ tad . Y recorrerá el camino de la acción humana en tanto acto de la voluntad, es decir, como ej ercicio de una de las dos potencias básicas que hay en el alma, hasta esa especificidad y afinamiento que la virtud produce en ella y que consiste justamente en llevar­ la a elegir un bien. En llevar la acción voluntaria a la libertad. Aristóteles inicia la Ética hablando de "ac­ ción y elección ", coordenadas de la acción moral. Antes de " qué debo hacer" está " qué elij o ". Voluntario tiene un significado más amplio que elecció n . De lo voluntario participan los niños, por 46

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ej emplo, ¡ y vaya que son voluntariosos ¡ , pero no de la elección . En ese recorrido de la acción voluntaria a la elección Aristóteles procederá, entonces, por vía de eliminación, es decir, irá apartando de la acción voluntaria, tal como se da en bruto, todo lo que la desvía de su camino a la elección, o lleva a confun­ dirla con cosas que parecen similares. Acción voluntaria es aquella cuyo principio "está en el mismo que las ej ecuta" ( 1110 a. 1 5) . No lo es, por consiguiente, la que se ej ecuta baj o el imperio de la fuerza o la ignorancia, principios que están fuera de la voluntad del suj eto. Puede h aber acciones en las que se mezclen ig­ norancia y violencia -las cuales mueven a una ac­ ción involuntaria-, pero que, no obstante, el suj eto realiza, en última instancia, por decisión propi a . Es el caso del capitán de la nave que bota la carga en la tempestad, gesto voluntario , pero que está movi­ do por la fuerza de la tempestad que amenaza con hacerle naufragar, o del que da a otro un remedio para s alvarlo, pero que lo mata por ignorancia de un efecto indirecto que el remedio producía en el caso concreto . Hay en estos casos acciones volun­ tariamente realizadas porque hallan su principio en el mismo sujeto que las ej ecuta, pero por motivos que son de fuerza o de ignorancia que le quitan voluntariedad . La elección tampoco es un apetito puesto que el ape­ tito es común con seres irracionales, no así la elección. El asno de Buridan murió porque no supo elegir. Ni lo es 47

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aquello que se hace solo impulsivamente. Tampoco el mero deseo: se pueden desear cosas imposibles de rea­ lizar por la elección de uno, por ejemplo, ser inmortal o que gane el favorito. Ni es la elección, por último, una opinión, la cual pertenece más bien al orden del conoci­ miento. La opinión es verdadera o falsa, antes que bue­ na o mala. Muchos opinan bien pero eligen mal.

Deliberación y elección Lo que marca el s ello de la «elección» es el lagos que h ay en la virtud . Pero el lagos del hombre pru­ dente, ha dicho Aristóteles, el lagos práctico que mira a las pasiones del alma . La reflexión de este lagos articula el proceso previo a la elección mis­ ma, que Aristóteles llama "deliberación ". Sin per­ j uicio de que "el obj eto de la deliberación y el de la elección -dice Aristóteles- son el mismo " ( ll l 3 a. 2) . La diferencia está en que, e n la el ección, ese obj eto común queda determinado . Pues bien, la acción voluntaria gobernada por el lagos, la acción deliberada, no es todavía una "elec­ ción". Puede ella no ser posible por falta de objet.c r2al. Así, por ejemplo, no se delibera sobre verdades ma1e­ máticas, como la inconmensurabilidad de la diagonal y el lado, o sobre verdades astronómicas relativas a los movimientos de los astros, porque esas cosas ocurren siempre de la misma manera o necesariamente y no es cosa de que uno elija cómo hayan de comportarse. Tam­ poco se delibera sobre cosas meramente azarosas, como 48

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el hallazgo de un tesoro, o sobre cosas que suceden a veces de una manera y otras veces de otra, sin orden ni concierto . En definitiva, el hombre delibera, dirá Aristóteles, so­ bre cosas que puede hacer; sobre sus propias acciones, en la medida en que en ellas pueda haber coherencia, porque suceden generalmente de cierta manera, aun­ que sus resultados no sean claros y haya en ellos cierta indeterminación. Se delibera para determinar un curso de acción en la expectativa de que las cosas ocurran como de ordinario lo hacen a consecuencia de la acción, aunque expuestos a cierto riesgo de que no suceda así, de que sus resultados no sean tan claros y determinados como se espera. La deliberación opera en medio de la contingencia de las cosas humanas. Así, lo que Aristóteles ha hecho es una fenomenología de la acción humana que se desarrolla a lo largo del proceso de deliberación y culmina en la elección .

No s e elige el fin, se eligen los medios Así como el libro segundo parece dirigirse derecha­ mente a la definición de "virtud " , el libro tercero se dirigirá a una tesis muy de fondo de la Ética ya insi­ nuada en las primeras líneas de la obra en términos del que en primera aproximación podían resultar des­ concertantes y que ahora pueden aclararse. Esta te­ sis dice: " no deliberamos sobre los fines, sino sobre los medios que conducen a los fines " (111 2 b. 10) . 49

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¿Qué significa esto? ¿Acaso no elegimos los fines que perseguimos? ¿No elegimos estudiar medicina en vez de ingeniería? ¿No elegimos por esposa a ella y no a otra? ¿No elegimos a la Iglesia católica y no al Islam? ¿No son todos estos fines que el hombre eli­ ge? Pero Aristóteles dirá que elegimos los medios que nos conducen a ellos, pero no los fines mismos. ¿ E s t á Ar i s t ó t e l e s p o s t u l a n d o , así, un c i e r t o determinismo o u n destino que nos impone nues­ tros fines, a la manera como las leyes de la naturale­ za rigen sus fenómenos, o bien estamos baj o la deci­ sión de una autoridad superior, como pudieran ser Alá o Jehová, que nos señala los fines que debemos perseguir? Para entrar a pensar este problema recordaría ex­ periencias que cualquiera conoce. No entro a estu­ diar ingeniería, dice alguien, ni pretendería ser inge­ niero porque carezco totalmente de habilidad mate­ mática. O bien, deseo ser pianista porque sentí que mi mundo es el de la música, que en ese instrumento

se me reveló ya en mi infancia oyendo tocar a mi madre. O qué absurdo sería que un hombre nacido ciego dijera que quiere llegar a ser pintor o que un voluminoso luchador j aponés pretendiera b atir el ré­ cord mundial de velocidad en los cien metros. ¿De qué estamos hablando en todos estos casos? De aptitudes, de condiciones naturales, de inclina­ ciones, de vocaciones que cada persona tiene. En una palabra, de lo que Aristóteles está hablando es de la naturaleza de cada cual . Estamos hablando de hombres, no de gorilas o de ángeles : hablamos de la so

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naturaleza humana. En la naturaleza humana, ge­ néricamente hablando, hay capacidades como pen­ sar matemáticamente, hacer música, correr a cierta velocidad, no mayor que la de la luz, pero superior a la de la tortuga, que algunos tienen y otros no. Y resulta que en la naturaleza individual de Pascal, por ej emplo, hubo una notable habilidad matemática que le llevó siendo muy niño a inventar por su cuenta los primeros teoremas de Euclides y llegar a ser más tarde un genial matemático. Que en el niño Arrau estaba dada una vocación por la música que le per­ mitió cultivarla genialmente. En cambio , que en el volumen del luchador j aponés está la imposibilidad de batir un récord de velocidad . En cada hombre hay, pues, una cierta realidad, una naturaleza pro­ pia, que le diferencia del ángel y del gorila, y le asig­ na unos fines posibles. Los fines reales están en buena medida prefigura­ dos, potencialmente constituidos ya en esa índole in­ dividual, propia de cada hombre, pero no dados, ni definidos. Hay que conquistarlos, hay que elegirlos . Y, entonces, no hay que equivocarse, no hay que errar la vocación, no hay que pretender ser lo que uno no es. Hay que llegar a ser quien eres, como dij o el poeta griego. Y en esto el único camino son los medios. Ellos están al alcance de la acción humana. Ellos son los que conducen al fin alcanzable por el hombre y querido por él desde su propia naturaleza. Es en ellos donde los fines laten realmente. En los medios que el hombre elige, los fines es­ tán anticipados, están ya presentes. Por eso los 51

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medios deben s er ejercidos o vividos como los fi­ n e s m i s m o s q u e c o mpare c e n en el l o s . C o m o prefiguració n del fin que se persigue y que, gracias a ellos, resulta alcanzable y puede ser ganado . El fin de la vida misma ha de estar presente en sus actos, ha de atraerlos y presidirlos. Los medios jus­ tifican el fin en la medida que el fin los justifica a ell o s . El " medio " del que habló Aristóteles al defi­ nir la virtud , es medio entre las pasiones extremas, pero es también medio hacia el fin . Se ubica en el punto preciso en tanto mira al fin . El medio juega, pues, en la horizontal y en la vertical de la existen­ cia humana.

Bien aparente y bien verdadero Creo que esta explicación se ve confirmada y, a la vez, aclara el muy breve capítulo cuarto del libro ter­ cero , que me parece de un significado profundo . Las explicaciones que conozco me parece que explican poco acerca de lo que el texto dice, ni cuán decisiva­ mente ilumina el contexto de la ética aristotélica. En este capítulo Aristóteles distingue lo que llama "bien aparente" de lo que llama bien que " de un modo absoluto y en verdad es objeto de la volun­ tad " ( 1 51 3 a. 1 5) . Si el bien aparente fuera el obj eto de la voluntad, entonces, dice, el bien s ería "para cada uno lo que así le parece: una cosa a unos y otra a otro s " y de ello Aristóteles desprende la siguiente conclusión: entonces "no hay nada des eable por 52

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naturaleza ". Claramente estamos aquí en presencia de la tesis central de los sofistas, del relativismo y escepticismo , que hoy vemos dominar entre noso­ tros, como Sócrates, Platón y Aristóteles lo vieron dominar en Atenas . En efecto, si el bien fuera el mero objeto de la vo­ luntad, no habría necesidad de elegir: bastaría con ej ercer la acción voluntaria y el bien quedaría a nues­ tra disposición. El bien resultaría ser nada más que lo querido por la voluntad. La voluntad de poder estaría autojustificada. La elección carecería de sentido . La alternativa lógica que de aquí puede plantearse es la siguiente: si decimos que es la elección la que elige el bien, el bien ya no sería el obj eto de la mera volun­ tad. Y si lo es, entonces, no hay elección. La razón de lo que Aristóteles está afirmando que­ da expresada en la frase que citáramos : " nada desea­ ble por naturaleza ". ¿Qué significa esta fórmula? Si todo lo decide la voluntad, ocurre eso : no hay nada que pueda ser considerado deseable por naturaleza . Pero si de hecho hay que deliberar y hay que elegir y no quedarse en la mera acción voluntaria, por el títu­ lo de tener su principio en el agente, entonces quiere decir que la deliberación y la elección deben ajustar­ se con arreglo a algo que no es meramente el punto de partida del cual arrancan. Pero hay más todavía. Ese punto de partida tampoco es mera voluntad: es la voluntad de alguien, como ya se dijera, que tiene de­ terminadas características impresas en la misma vo­ luntad. Y a esto, desde luego, es a lo que Aristóteles ha llamado "naturaleza " (11 1 3 a. 20) . La naturaleza 53

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humana concreta del agente moral determina algo que es deseable para ella y que ella elegirá por obra de una deliberación. Esa naturaleza humana concreta que regula el fin que el hombre persigue puede estar sana o enferma, como de igual manera ocurre con el cuerpo. Una naturaleza sana, ajustada a los rasgos que son propios del hombre, será un hombre bueno, un hombre bueno por naturale­ za, que no es, sin embargo, bueno en el sentido moral. El hombre es de naturaleza buena, pero puede caer. Y en este espacio libre es donde se juega la acción propia­ mente moral. El hombre es bueno por su propia naturaleza. Lo que ella tiene de bueno, que no es otra cosa que su propio ser. Y lo que haya de malo será deficiencia, privación de bienes, incapacidad matemática, musi­ cal, motora . Este hombre bueno que cada uno es ha de cons tituirse, como el "canon y medida " , dice Aristóteles, de la acción moral . De las cosas buenas que cada cual es capaz de realizar por obra de virtu­ des que guían el proceso deliberativo y conducen a elegir los medios apropiados al :fin. Ese hombre bue­ no -que todo hombre, en el fondo, lo es- s erá, enton­ ces, capaz de juzgar bien las cosas. En ellas, la ver­ dad se le mostrará en la medida que ej ercita bien el hábito deliberativo de que está dotado por su natura­ leza y que no será otra que el deseo correcto de su naturaleza . Desde e l estrato básico d e la realidad d e cada hom­ bre, que es su naturaleza, se encuentran, entonces, 54

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lo que la naturaleza misma es y que desde ella pue­ de originarse con lo que a ella le sobreviene y pa­ dece: encuentro de acción y pasión. La acción vir­ tuosa configurará esa realidad a la luz de unos fi­ nes cotidianos y de un fin final que le da su sentido pleno a la vida misma. La vida moral será un j uego entre la libertad que procuran las virtudes y el bien que le da a la vida humana plenitud de sentido. En definitiva, lo que la ética hará será rescatar al hom­ bre bueno que por naturaleza somos para hacerlo realmente bueno , para darle al alma la actualidad que la haga feliz .

Esto es el hombre La gran tesis sobre la acción moral que Aristóteles h a propuesto en el libro tercero de l a É tica a Nicómaco reaparece en el libro sexto, que trata de las virtu des intelectuales, y desde luego de la pru­ dencia . El principio de la acción moral está en las facultades fundamentales de la naturaleza del hom­ bre que Aristóteles nombra aquí entendimiento y deseo -nous o dianoia y orexis- ( 1 1 3 9 a. 20) . Y Aristóteles reiterará «la virtud moral es una dispo­ sición relativa a la elección y la elección es un de­ seo deliberado». Ahora bien, para que la elección sea buena ambos factores han de operar bien: el discurso de la razón, el pensamiento, dianoia, tiene que ser verdadero, es de­ cir, adecuado a su objeto, que en este caso es el deseo . 55

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Y el deseo que brota de la naturaleza, orexis, ha de ser, a su vez, recto, es decir, conforme a la naturaleza del hombre en concreto . Pero lo que ahora importa es un acto concreto suyo, la "elección''. A este acto han de concurrir conjunta y simultáneamente esas potencias en una acción unificada, de tal manera que la elección ha de ser "inteligencia deseosa o deseo inteligente" (11 3 9 b. 5) . La reflexión, la pura operación intelectual no pone nada en movimiento sino en tanto se orienta a un fin y esta orientación la trae el deseo que brota de la naturaleza del hombre al igual que la inteligencia. El objeto del deseo es el fin que se alcanza por hacer bien las cosas, es decir, por elegir los medios conducentes mediante la reflexión intelectual que entra a operar en el deseo y se constituye como verdad práctica, operativa de la acción. Culmina el argumento de Aristóteles cuando dice: "esta clase de principio es el hombre ". Pudiera afir­ marse, en conclusión: la ética de Aristóteles es la perfección de su antropología.

Las virtudes intelectuales y la prudencia El libro s exto de la Ética a Nicómaco, uno de los más célebres textos de Aristóteles, de mucha in­ fluencia en el aristotelismo contemporáneo -se dice que era el libro que H eidegger i ntens amente leía en los años de Ser y Tiempo- , trata de lo que Aristóteles h a llamado " virtudes intelectuales " , virtudes de la inteligencia, dianoéticas . Sorprenderá, quizá, oír 56

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hablar de virtudes respecto de la inteligencia y ver que acerca de ella trata una ética . Hoy se espera, más bien, que de la inteligencia y su acción traten una lógica , una epistemología, una semántica o una teoría del conocimiento . Aristóteles también lo hace así en el Organon o en el tratado de A nima. Que acerca de la inteligencia se hable de virtudes y se trate en una ética, es algo muy original y significa­ tivo y lo que expresa es la unidad profunda en el lagos humano del orden teórico y el orden práctic o . L a inteligencia -lagos, nous, dianoia, s o n palabras que hablan de ella- es, desde luego, la noción clave de la teoría moral que se desarrolla en los tres prime­ ros libros de la Ética a Nicómaco de Aristóteles. De acuerdo con el primero de estos libros el lagos deter­ mina el ergon humano, es decir, la naturaleza del hom­ bre y el bien que la perfecciona. Esa capacidad de perfeccionar, que es la virtud, se define en el libro segundo por el lagos práctico que la forja. En fin, la "elección '' , que es obra de la virtud -la acción virtuo­ sa elige bien-, es la medida que pone el lagos en la acción propiamente humana convirtiendo, en el pro­ ceso deliberativo, el deseo natural del hombre en algo que es deseo inteligente, orektikos nous y, a la vez, inteligencia deseosa, orexis dianoetike; esto se lee en los libros tercero y sexto . El lagos práctico guía todos los pasos de la ética aristotélica. Aristóteles enfrenta así la tesis socrático platónica q u e h a c e de la a c c i ó n b u e n a u n a opera c i ó n cognoscitiva de l a inteligencia, y d e l a mala una for­ ma de ignorancia. La verdad de la inteligencia moral, 57

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en el pensamiento de Aristóteles, es de una índole especial : es verdad práctica, propia de una inteligen­ cia práctica, personalizada en el hombre prudente, phronimos, y ejercida por la virtud de éste, la virtud intelectual de la prudencia, phronesis. La verdad práctica es distinta de la verdad teórica, aunque no menos verdad y no menos obra del lagos. Obra de la inteligencia que hay en la misma esencia del hombre, y que tiene estas dos fundamentales ver­ tientes. Una que contempla las cosas como ellas son, y tal que no pueden ser de otra manera, según princi­ pios que dan lugar a razones científicas de índole ne­ cesaria. Y otra que delibera acerca de cosas que pue­ den tomar cursos diferentes y frente a las cuales cabe al hombre elegir. Ya sabemos que lo que en definitiva elige es su propia vida, su figura personal . Las virtudes intelectuales apuntan en esa doble di­ rección. Tres virtudes son de pura índole teórica . La ciencia, episteme, permite conocer mediante un dis­ curso racional demostrativo . Este discurso arranca de unos principios cuyo conocimiento es objeto de otra virtud a la que Aristóteles llama nous traducida sim­ plemente como "inteligencia". Corona finalmente el saber teórico una virtud intelectual propia de un co­ nocimiento que es científico y que está en posesión de sus propios principios. Es lo que Aristóteles llama "sabiduría", sophia, y de la que dice, con una buena metáfora, que es como un cuerpo con cabeza . Otras dos virtudes de la inte1igencia ya no pura­ mente teórica viven en el diálogo con una realidad 58

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distinta . A una de ellas Aristóteles llamó techne, tra­ ducida como "arte", responde a lo que llama poiesis, acción productiva, de manera que pudiera llamársela también poética. Aquí el diálogo lo sostiene la inteli­ gencia con una realidad material que puede ser la de la piedra, la madera, el metal, el mármol , la tierra, el cuero, la tela, o bien la realidad del color, del rasgo gráfico, del sonido, de la palabra, de los gestos corpo­ rales, materias con las cuales se hacen templos, esta­ tuas, mesas, espadas, zapatos, automóviles, cuadros, sinfonías, poemas, dramas, es decir, se crean o pro­ ducen obras que pueden llamarse de arte y también técnicas. La otra virtud, que es la que en este curso interesa, es propia de la inteligencia práctica, gobierna la praxis, y entra a forjar las virtudes morales. Estas están llama­ das a diseñar la figura personal de un hombre. No la figura de un hombre en un trozo de mármol, sino la figura de un hombre en el curso de su vida. A dar a la vida el carácter de una vida "buena", el sello de una personalidad . La prudencia, phronesis, será el quicio de esta actividad moral. Con ella el hombre no discu­ rre, en rigor, con lo que parcialmente pueda convenirle en las situaciones particulares que ha de vivir. Más bien discurre, dice Aristóteles, "para vivir bien en ge­ neral" (11 40 a. 25) . La prudencia, pues, apunta a la vida buena como una totalidad con sentido. A las ac­ ciones particulares de la práctica cotidiana a través de las virtudes morales, pero en el contexto total de la propia vida. La prudencia mira hacia el fin al cual el hombre naturalmente se inclina en la arquitectura de su obra más personal. Esta obra es la que realiza en 59

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cada una de las acciones humanas regidas por virtu­ des específicas que eligen los medios, y dentro de la visión global y concreta de la prudencia.

La libertad La felicidad del hombre es una vida buena. Es la p erfección posible de una vida que alcanza esa ple­ nitud porque obra bien, es decir, con arreglo a unas capacidades adquiridas e incorporadas a la propia naturaleza, que son las virtudes. Estas son virtudes de la acción moral que permiten elegir lo mej or entre las posibilidades que la vida ofrece a cada cual . La elección virtuosa, el ejercicio de la libertad, no es meramente una selección de alternativas con miem­ bros equivalentes, que en principio pudieran tomarse indistintamente con igual derecho. Eso no es elegir. Sólo es ej ercer un acto voluntario, vale decir, una ac­ ción que tiene su origen en el sujeto agente y le hace respo nsable. Pero la elección, propiamente, es la de­ terminación e inclinación al bien que la inteligencia discierne y articula en el deseo, en la tendencia vo­ luntaria que brota de la realidad individual del hom­ bre, de su naturaleza. Esta, la elección, es la obra de la virtud, no de la pura voluntad. Es la obra humana, no meramente del hombre, una distinción capital que hacía santo Tomás de Aquino . No cualquiera de los miembros de una alternativa es equivalente a los otros. Hay uno que es bueno. 60

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Pero no está marcado de partida, de manera que bas­ te hallarse informado, tener un conocimiento teórico, para discernirlo. Hay que elegirlo . Por eso la virtud tiene que ser certera, dar en el blanco para elegir el medio apropiado, porque ese bien es uno solo . En cambio son muchos -infinitos ha dicho Aristóteles­ los tiros que yerran, que no hacen fama, que eligen mal. Uno solo es aquel que me conviene y que debo cuidadosamente elegir. En la sociedad política ese bien será aquel que permita a los hombres, justamente, elegir. No sólo porque periódicamente sufraguen, sino porque gobiernan sus propias vidas con arreglo a es­ tos principios. En este sentido Aristóteles habló de prudencia política. La ética, en algún sentido , podría terminar aquí. El argumento de Aristóteles desarrollado hasta este punto es ya una coherente teoría acerca de la acción moral capaz de aclarar el panorama de la realidad práctica en la que el hombre esta implantado, y de hacerlo con los recursos concretos de su existencia real y fini­ ta, de lo que ha sido llamada la condición humana . El resorte propio de la acción virtuosa es la inteligencia como razón práctica que discierne en la misma natu­ raleza del hombre una vida dotada de sentido capaz de alcanzar su propia perfección.

Contemplación de lo divino Pero , ¿es necesario o conveniente clausurar la con­ d i c i ó n h u m a n a e n e l e s p a c i o p r á c t i c o d e la 61

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phronesis? Aristóteles no lo pensó así. En ese espa­ cio p areciera transcurrir la vida real, la existencia cotidiana. Y lo que en ese ámbito Aristóteles pri­ meramente h a hecho h a sido reconocer sus princi­ pales momentos y diseñar un esquema de conduc­ ta que encara las situaciones c oncretas con figuras morales, que son las virtudes, animadas por el re­ sorte de la razón práctica y dentro de un plan teóri­ co p e r f e c t a m e n t e d e fi n i d o d e s d e s u s r a í c e s antropológicas hasta s u figura metafísica.

Pero la ética de Aristóteles tiene otra dimensión no menos real. Aristóteles abrió un horizonte muy vasto a la acción humana, no confinándola al aquí y ahora de su finitud gobernada sólo por virtudes prácticas presididas por la phronesis. El horizonte de una vida no reducida a sus acciones particulares cuyo bien haya de consistir, finalmente, en una suma, o alguna mo­ dalidad de cálculo . Desde el comienzo de su Ética Aristóteles apuntó a una visión de totalidad. Y com­ prendió a la prudencia precisamente en este contex­ to. Pero, ¿ha de ser la prudencia virtud suprema de la vida moral? ¿Está el orden práctico cerrado en sí mis­ mo y gobernado caso a caso sólo por virtudes mora­ les y tal que sea sólo la prudencia la que presida? Entramos, así, en el terreno de una larga disputa que la ética aristotélica ha generado y que incide muy directamente en los últim os capítulos del libro décimo de la Ética Nicomaquea, textos en los que Aristóteles habla de la contemplación . La contem­ plación, en su forma más alta, es una teoría que tiene que ver con Dio s . Y aquí está, seguramente, 62

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la clave del confli cto . ¿Se salta , Aristótel e s , del ámbito humano y real a un plano distinto y aj eno al proponer la contemplación como su bien más alto? ¿ O es esta tesis nada más que un vestigio del platonismo en el que se educó? Me parece que una lectura atenta y desprejuiciada de estos textos per­ mite comprenderlos en estricta concordancia con toda la teoría moral de la Ética a Nicómaco expues­ ta hasta aquí. Más que eso, permite dar a estos tex­ tos plenitud de sentido . No meramente a la luz del p ensamiento de Plató n, sino de la acabada visión metafísica de Aristóteles que lo liga tanto a Platón como al p ensamiento cristiano y a lo mej or del p en­ samiento moderno . Es muy clara la crítica a Platón desarrollada tan explícitamente en el libro primero que Aristóteles tie­ ne que excusarse ante sus amigos de hacerla . Pero una crítica limpia, legítima es también respetuosa y, más que eso, puede con mucha fidelidad rescatar lo valioso que haya en el pensamiento criticado . Y Aristóteles, en efecto, con Platón está contra Platón. Y lo que recupera es, precisamente, el sentido de la contemplación en un contexto que no es el de Platón porque ya no es la contemplación una pura dialéctica intelectual que emprenda el vuelo a las altas esferas dando la espalda al mundo real . Aristóteles habla reiteradamente de una forma de vida excelente para el hombre ligada a su condi­ ción intelectual, y esto es, en esencia, platónico , pero está presentado desde la perspectiva del ani­ mal inteligente, que es el hombre para Aristóteles . 63

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Esta forma de vida ha de estar presidida, entonces, por una virtud que corresponda a lo esencial y mej or que h ay en el hombre : una int eligencia que posea " intelección de las cosas bellas y divinas ", que sea, -dice Aristóteles- " lo más divino que hay en noso­ tro s " ( 1 1 7 7 a . 10) . ¿Será esto posible? se pregunta el propio Aristóteles . Tal vez no, responde él mismo . No, aclara, "en cuan­ to hombre ", pero sí en cuanto hay en el hombre "algo divino". El hombre no es meramente hombre, en un sentido restrictivo , como el que las acciones huma­ nas en su singularidad más directamente parecieran mostrar. Hay algo que es superior al "compuesto humano ". Esto más alto que el hombre; y que el hombre, no obstante, puede reconocer en sí mismo, es de índole divina. Tal es la significación y el valor del nous, de la inteligencia. El tema de Dios pertenece propiamente a la Metafísica y en el libro lambda de esta obra ha sido tratado en términos que se ajustan a lo que dice en la Ética. No porque seamos humanos y mortales estamos necesariamente confinados a una vida puramente humana y mortal, afirma Aristóteles : "si la mente es divina respecto del hombre también la vida según ella es divina respecto de la vida humana" (11 77 b . 30) . Y entonces, añade, "debemos hacer todo lo posible por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotro s ". Y, como consecuencia, "en la medida de lo posible inmortalizarnos " (11 77 b . 34) . 64

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La razón básica de esta afirmación quizá sea la que Aristóteles expresa cuando dice: " Sería absurdo no elegir la vida de uno mismo sino la de otro ". Esta breve frase contiene en cierto sentido lo esencial de la ética aristotélica. La ética no es otra cosa que la disciplina que permite a cada hombre llegar a ser quien es, llegar a ser sí mismo, literalmente : a ser auténtico, a perfeccionar su propia naturaleza den­ tro de las posibilidades que su misma naturaleza ofre­ ce a cada cual y que, desde luego , son humanas y demasiado humanas. Pero , ¿por qué negar una forma posible de exce­ lencia que hay en ella y que la misma inteligencia nos permite reconocer? Aristóteles está hablando un lenguaj e de clara proyección religiosa, está hablan­ do explícitamente de Dios y de una posibilidad de acceso a él que la inteligencia tiene. De una posibili­ dad de acceso a una realidad de índole divina que el hombre divisa en sí mismo, como lo divino que hay en él . Pero ¿está Aristóteles, de ese modo , predicando o exhortando en un plano puramente religioso, propio de un saber que no es el que ha venido desarrollan­ do en la Ética? Diría que no necesariamente, aunque sus palabras tengan, en efecto, una vigorosa entona­ ción religiosa. Lo que Aristóteles hace en estos textos no es sino un discurso racional que sigue rigurosamente el hilo del argumento fundamental de su ética y de acuerdo con el cual el lagos es el resorte íntimo de la acción 65

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moral ins erta de suyo en una tot alidad de s entido de la vida humana. La virtud del lagos que apunta a la acción moral así concebida es práctica, aunque de índole i nte­ lectual, es la phronesis . Ella es una virtud intelec­ tual omnipresente en todas las virtudes morales, capaz de insertar la vida humana en un todo, j usta­ mente por su presencia totalizadora en cada una d e las virtudes particulares . Ahora b i e n , esta razón práctica y s u virtud emi­ nente en definitiva no es otra cosa que el lagos mis­ mo en un aspecto parcial de su realidad que mira a la acción humana . Está, pues, íntima y esencial­ mente ligada esta razón práctica al lagos en su acti­ vidad pura, en su misma esenci a . Y esta actividad p ura de la inteligencia es teoría y vida teorética capaz de elevar al hombre a la contemplación de algo divino y de alcanzar, por ese camino, no sólo atisbos de una vida excelente por sí misma, sino la plenitud de sentido que la propia praxis demanda. N o veo ninguna razón por l a cual haya d e sepa­ rars e necesariamente la instanci a de la contempla­ ción teórica de la filosofía moral de Aristóteles . La teoría pertenece a la índole de la inteligencia hu­ mana y así como brilla en la ciencia s ostiene últi­ mamente la acción moral tal como puede ser com­ prendida por la propia inteligencia.

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El carácter puro de la razón en las dos Críticas Kant escribió tres Críticas de la Razón: Crítica de la Razón Pura, Crítica de la Razón Práctica y Crítica del Juicio. La idea de "crítica" tiene el sentido de un análisis de la estructura y del modo de operar de la razón como facultad del alma humana. Kant lleva a cabo el análisis crítico de la razón en tres planos distintos que corresponden a la teoría , a la práctica y al juicio estético acerca del arte. Pudieran divisar­ se en esta tripartición los tres tipos de ciencia que Aristóteles distinguió y a las que corresponden las nociones teoría, praxis y poiesis. No significa que Kant esté motivado por el mismo Aristóteles, sino a lo sumo que en su pensamiento subyace una heren­ cia de siglos del pensamiento aristotélico. En otro lenguaj e, puede decirse que la Crítica de la Razón Pura contiene una teoría acerca de la cien­ cia, la Crítica de la Razón Práctica, una teoría acerca de la moral y la Crítica del Juicio, una teoría acerca del arte. No cabe pensar, sin embargo, que Kant haya organizado su investigación filosófica a partir de una 69

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clasificación preliminar más o menos dogmática de ese estilo, sino lo contrario: que su investigación acerca de la razón le disparó por esos tres derroteros de tal manera que esta misma tripartici ón constituye el pro­ blema que la obra de Kant asume en su investigación sobre la razón. La clara conciencia que Kant tuvo de esta cuestión puede advertirse en el Prólogo de la Crítica de la Ra­ zón Práctica (Kritik der Praktischen Vemunft, volu­ men V, página 4 de los escritos de Kant publicados por la Academia Prusiana de Ciencias, Berlin 1 9001 942 . Los números que en lo sucesivo se citan entre paréntesis corresponden a páginas de esta edición) que comienza planteando algo que pudiera conside­ rarse de poca importancia pues se trata de una com­ paración del título de esta obra con respecto al título de la anterior. ¿Por qué en la primera se habla de "ra­ zón pura " y en la segunda se om ite la palabra "pura" y el título de ella se limita a decir "razón práctica" y no " razón pura práctica"? En la presencia o ausencia de esta palabra -"pura"-, sin embargo, hay una cues� tión muy de fondo que delata las diferencias del plan­ teamiento kantiano en uno y otro caso .

Los límites d e l a razón teórica La Crítica de la Razón Pura surge como una reflexión metafísica acerca de la ciencia moderna en la forma como quedó diseñada por sus fundadores, Galileo, Kepler, Descartes, Newton. ¿Cómo explicar lo que es 70

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la ciencia moderna, esta nueva y formidable visión que se apodera de las mentes y avanza a pasos segu­ ros en la explicación del universo? Kant ve que en el discurso de la ciencia hay dos principios emblemáticos bien destacados por aquellos fundadores: el dato en­ tregado a la observación empírica, el saber de la ex­ periencia y el lenguaj e matemático en el que decía Galileo que estaba escrito el universo . La Crítica de la Razón Pura enlaza esos extremos mediante lo que Kant llama una " deducción trascendental " que es el nú­ cleo de esa obra. Este planteamiento dej a al descubierto, a juicio de Kant, una falla que afectaría al pensamiento metafísico clásico, el cual desatendería el dato empírico que la realidad sensible proporciona, y en el que está el ori­ gen ineludible del saber de una ciencia, para atender a entidades de las que no hay experiencia sensible, como serían Dios y el alma . Estas grandes ideas, ciertamente muy importantes para el hombre, no serían, sin em­ bargo, obj eto de un conocimiento teórico, en las con­ diciones exigidas por la ciencia, y la pretensión de co­ nocerlas teóricamente, que habría alentado la metafí­ sica, sólo generaría ilusiones que Kant pone de relieve mediante una dialéctica que muestra cómo acerca de esas ideas pueden ofrecerse versiones antinómicas, sig­ no de que no se la" conoce. Kant busca, entones, recuperar una razón libre de esas pretensiones, que la arrastran a una ilusoria rea­ lidad suprasensible. Busca a la razón teórica en su pureza, es decir, dentro de sus límites propios que son, en d efinitiva, los de la ciencia. La ciencia se 71

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o cupa sólo de fenómenos, de realidades s ensibles a las que el hombre tiene acceso a través de sus senti­ dos. La presunta existencia de cosas que sean en sí mismas, de "noúmenos" dirá Kant, no de fenómenos, es incognoscible e ilusoria.

¿Hay razón práctica? Pero esta solución presenta a Kant una dificultad. Debe adoptarla a expensas, precisamente, de lo que él re­ conoce como aquello que para el hombre es lo más significativo e importante. En efecto, para dar cuenta de la razón teórica tuvo que sacrificar el saber que la metafísica ofrece acerca de la libertad, ligado a la idea del alma y a la idea de Dios. ¿Son estas ideas simples productos de la inteligencia, en las que ella misma se apoya para dar curso a sus aspira ciones? ¿O son, efec­ tivamente, las más altas realidades, tal como la meta­ física clásica ha pretendido? Kant toma en el Prólogo de la Crítica de la Razón Práctica el caso de la libertad . Si se afirma la liber­ tad como algo real, forzos amente hay que recono­ cer l a ruptura de un orden cau sal riguros o , que es la clave misma del saber de la ciencia . Y, en cam­ bio, si s e admite el orden que la ciencia establece, entonces la libertad desaparece como algo real y queda sólo como ilusión. Esto, observa Kant, ame­ naza con precipitar a la razón "en lo profundo d el escepticismo" que, añade, ataca a la razón "en su p ropia esencia ". 72

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La antinomia lleva entonces a Kant a proponerse la cuestió n de si la razón tiene otro sentido . Em­ prende, por tanto, lo que él llama una crítica " de toda su facultad práctica". Si esta crítica le lleva a descubrir " que hay razón pura práctica ", entonces la razón práctica, por ese hecho , "demuestra su pro­ pia realidad ". Acredita fácticamente su existencia y en ella afirma la existencia de la libertad, aunque ya no en la s ignificación que la razón especulativa le había atribuido de un modo puramente problemáti­ co; es decir, de un modo que hacía de la libertad algo no imposible de pensar, pero que no le asegura­ ba ninguna realidad obj etiva. En otras palabras, el problema de la razón práctica, para Kant, es descubrirla. Su descubrimiento la funda. La deja establecida en su inmediata condición de pura razón. Aquí no hay necesidad, entonces, de purificar a la razón de excesos que haya cometido, como ocurre con la razón teórica, sino sólo de descubrir una reali­ dad que precisamente constituya a la razón como pu­ ramente práctica. El problema de Kant, por consiguien­ te, es, por una parte, retrotraer a la razón teórica hacia su condición pura, que había sido excedida y, por otra, descubrir la realidad de una razón de carácter práctico en su condición natural como pura razón.

La libertad, piedra angular El tercer párrafo del Prólogo de la Crítica de la Razón Práctica es de enorme significación, a mi entender, y 73

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por eso lo voy a citar in extenso. "El concepto de la libertad, en cuanto su realidad, queda demostrada por medio de una ley apodíctica de la razón práctica, cons­ tituye la piedra angular de todo el edificio de un siste­ ma de la razón pura, incluso la especulativa, y todos los demás conceptos (los de Dios y la inmortalidad) que, como meras ideas, permanecen sin apoyo en la razón especulativa, se enlazan con él y adquieren con él y por él consistencia y realidad objetiva, es decir, que su posibilidad queda demostrada por el hecho de que la libertad es real; pues esta idea se manifiesta por medio de la ley moral" (4) . Repaso las ideas que contiene este texto . Afirma­ ción básica: la realidad de la libertad queda demos­ trada por una ley de la razón práctica. La pura posibi­ lidad de un concepto se hace real por esta vía. Una ley de la razón práctica que impera de una manera necesaria, apodícticamente, demuestra el hecho real de la libertad. No es que la razón pase a conocer un h echo dife­ rente de ella entregado a su capacidad de conoci­ miento . No se está en el terreno de la razó n especu­ lativa, que opera de ese modo, sino en el d e la razón práctica . El hecho de la libertad no es otro , diverso de la razón que lo da a conocer prácticamente. De aquí la necesidad que obra en su demostración . De este modo la libertad y la ley se enlazan íntimamen­ te, una da a conocer a la otra y demuestra su necesi­ dad. La ley demuestra la existencia real d e la liber­ tad. Pero la libertad es la esencia misma de la ley que la da a conocer. 74

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Kant empleará una fórmula en palabras latinas : la ley es la ratio cognoscendi de la libertad. En efecto, la conciencia que tengo de estar obligado, de que hay algo que yo debo hacer -la ley, por consiguiente, como un deber ser que impera en mi conciencia más allá de cualquiera determinación concreta- la ley, me hace saber que si yo, desde lo profundo de mí mismo, es­ toy obligado y hay algo que "debo " hacer, es porque soy libre. Pero, añadirá Kant, la libertad que así he descu­ bierto en mi propia conciencia del deber es la ratio essendi de esa razón práctica. La ley a la que me sien­ to obligado me ha dado a conocer la libertad y en ella he descubierto la esencia misma de la propia ley. Una ratio cognoscendi que se identifica como ratio essendi. El hecho real de la libertad, manifiesto por la ley moral -añade el texto-, arma el edificio de la razón. La razón está entendida, pues, como un edificio, como un sistema. La libertad es la piedra angular de todo el edificio de la razón. Una parte del edificio es la razón especulativa. Ella tiene ideas, pero carentes de apoyo : así la idea de Dios y la idea de un alma inmortal. Pero estas ideas enlazan con la libertad y adquieren, en­ tonces, "consistencia y realidad obj etiva ".

Postulados de la razón pura práctica ¿De qué manera la existencia de Dios y la existencia de un alma inmortal se enlazan con la libertad? Kant dice 75

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que la razón práctica postula la idea d e Dios y la idea de alma porque ellas condicionan el obj eto de la libertad . Para aclarar esta tesis hay que precisar primero qué es un postulado en el sentido que Kant aquí le da. U n postulado no es un axioma, no es una hipóte­ sis. No es una proposición dotada de inmediata evi­ dencia, como el axioma, ni un principio heurístico , como la hipótesis. Es una proposición que no resul­ ta evidente, ni se demuestra, pero que hace posible la demostración de otra. El célebre quinto postulado de Euclides -puesto en cuestión por las geometrías no euclidianas-, según el cual por un punto fuera de una recta sólo puede trazarse una paralela , se admi­ te porque hace posible la demos tración de los teore­ mas de la geometría euclidiana. Los postulados de la existencia de Dios y del alma inmortal posibilitan el obj eto de la libertad, aunque no la libertad misma, dice Kant. ¿Tiene, acaso, la libertad, algún objeto? Ella misma ha de ser un bien y la felicidad ha de estar en ella. Pero esto supone un par de cosas : una perfecta adecuación del ánimo moral y la ley, que la razón pura no asegura . Y una concordancia o conexión necesaria entre el orden mo­ ral y el orden real en donde la felicidad se realiza, cosa que tampoco la pura razón garantiza. El bien y la felicidad pueden, entonces, quedar en el aire, incumplidos, si esas condiciones n o s e cum­ plen. Y esto es efectivamente lo que sucede si la ra­ zón se allana a las condiciones de la finitud de un 76

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orden sensible propias del ser humano. La libertad podría quedar carente de su propio objeto y de p osi­ bilidades de alcanzarlo, constreñida a un ámbito que no es el suyo, que no es el de una razón pura. De ahí la necesidad de postular la existencia no de una mera libertad como pura razón pero sensiblemente constreñida, sino como una personalidad duradera con posibilidades de progreso al infinito, es decir, postu­ lar la existencia de un alma inmortal. Y la necesidad, enseguida, de postular una causa de la naturaleza, distinta de la naturaleza misma y, por lo tanto, capaz de fundamentar la concordancia entre el puro orden moral y el orden natural donde el obj eto de la libertad se realice. La necesidad, pues, de postular la existen­ cia de Dios. El agente racional en el mundo no es causa del mun­ do y de la naturaleza. En consecuencia, aceptar algo que en la naturaleza haya de ocurrir -la felicidad, el bien- supone postular la existencia del alma y de Dios. Estos dos postulados, Dios e inmortalidad del alma, no son condiciones de la ley moral; son condiciones del obj eto de la ley moral, del obj eto de la libertad . La existencia de Dios y del alma no es necesaria para fundamentar la ley, pues su fundamento descansa sobre la autonomía de la razón práctica. La razón, la ley, y la libertad se hermanan y llegan a identificarse y a fundarse en sí mismas. En cambio, la existencia, no de la libertad, sino de su obj eto, sólo puede ser postulada por la razón 77

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práctica. Este es el fundamento de un asentimiento que, en el plano teórico, es meramente subj etivo, p ero que es obj etivamente valedero para la razón práctica, la cual concede de este modo " realidad obj etiva y legitimidad" (5) a las ideas de Dios e in­ mortalidad del alma.

Libertad, teoría y práctica El planteo de Kant tiene fuertes proyeccio nes en el campo de la antropología y de la metafísica. Él mis­ mo ha hablado de una "extraña e indiscutible afir­ mación" (6) que la propia Crítica de la Razón Pura hace, es decir, a la que la teoría debe llegar. Esta afirmación dice: "el suj eto pensante" -se refiere s en­ cillamente al hombre- , es "para sí mismo , en la in­ tuición interna, sólo fenómeno ". ¿Qué significa esto? Significa que en rigor no hay un suj eto real, un ente concreto en aquello que la intuición de uno mismo permite reconocer. Que hay sólo " fenómeno s " , da­ tos que aquí y ahora la intuición interna capta y que no tienen otra unidad o realidad que la que esa mis­ ma intuición pueda brindar y a los que la razón teó­ rica articula. La visión teórica de la metafísica, en cambio , s e ha empeñado e n descubrir e n e l fundamento de l o s fenó menos "cosas e n s í " , e n e l caso de q u e habla­ mos, un hombre real, un suj eto humano . Kant dirá que sólo la razón práctica puede confirmar la exis­ tencia de alguien que responda a un concepto de esa 78

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índole. No es que haya algún concierto de la razón práctica con la razón especulativa para alcanzar esta conclusión, como si aquélla hubiera de venir en ayu­ da de ésta para confirmar lo que ella misma no lo­ gró . No se trata de consideraciones para llenar un vacío del sistema crítico de la razón teórica. Kant dice que este sistema está completo. No se trata, pues, de apuntalarlo . Se trata de reunir los miembros dis­ tintos del sistema de la razón. La razón práctica, con entera originalidad, proporcio­ na realidad a un objeto suprasensible que se propone dentro de la categoría de la causalidad pero como con­ cepto práctico y sólo de uso práctico. Este objeto real es la libertad, y en ella radica la realidad moral del hombre.

La razón práctica más allá del empirismo y del racionalismo La libertad será el escollo de los empiristas, concreta­ mente de Hume ( 1 3 ) . Hume rechazó el concepto de causa como un engaño del pensamiento . En ella no habría ninguna significación objetiva, sino una mera­ mente subj etiva. La causa no sería otra cosa que una cierta costumbre de la mente que enlaza experiencias sin que entre ellas haya ningún vínculo real . Esta cos­ tumbre proporciona al juicio causal nada más que una necesidad subjetiva. Kant no se encontraba a gusto en ese empirismo, sin perj uicio de reconocer que Hume le despertó de 79

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su sueño dogmático. Era el sueño de una capacidad de conocer entes suprasensibles que en la Crítica de la Razón Pura desechó . Pero en la Crítica de la Razón Práctica Kant afirma un orden causal de las acciones humanas a partir de la libertad que, dice, " necesaria­ mente han de proceder de un modo racional ". Como hay una razón anterior a la experiencia, a priori, que la explica, hay una razón anterior a la praxis que la go­ bierna. No hay ningún riesgo de que alguien preten­ diera que no hay conocimiento a priori . Equivaldría a querer demostrar por la razón que no hay razón. Kant se ve entre dos tradiciones filosóficas, ningu­ na de las cuales le acomoda. Una es la del empirismo, de la que aprende y se aparta. Otra es la tradición del racionalismo, profesado por discípulos de Leibniz que son los maestros de Kant. Esta tradición constituye una moderna escolástica que deforma el verdadero racionalismo de los grandes filós ofos del siglo XVII, Descartes, Spinoza y Leibniz. Estas dos tradiciones dejan a Kant sin salida en el terreno moral. El racionalismo atribuirá fuerza norma­ tiva a la pura razón teórica. El conocimiento hace obrar bien. Fue ya la posición de Sócrates, que Aristóteles criticó y que está en la mira de la Crítica de la Razón Pura. El empirismo de Hume dirá a la inversa que la razón es esclava de las pasiones en el orden moral . Así una por exceso , otra por defecto, en ambas tradiciones la libertad de la razón práctica desaparece. La libertad de la voluntad es de índole causal . Produce obj etos; o, por lo meno s, se determina a la 80

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realización de ellos. Dichos objetos corresponden a representacio nes de la razón. Y el problema que Kant plantea es si la razón práctica por sí misma puede d eterminar a la voluntad para obrar libre­ mente o si necesita de un condicionamiento empí­ rico . L a libertad e s u n concepto proveniente de la ca­ tegoría de la causalidad, pero carente de base em­ pírica. ¿Puede, en tanto concepto puro de la razón, ser determinante de la acción volitiva? Pareciera, más bien, que sólo las representaciones de la razón que tienen un origen empírico, es decir, conceptos que la razón forma a partir de datos de la sensibili­ dad, fueran los únicos capaces de determinar a la volunta d . Un u s o de la razón empíricamente condicio nado opera desde fuera de la razón misma, Kant dice "es trascendente". En cambio , un concepto que opere desde el uso puro de la razón tendrá un carácter inmanente a la razón misma. Esto es lo que Kant busca: una pura razón práctica como fundamento d e la acción moral. Dicho brevemente : una razón " práctica ".

El imperativo categórico La libertad queda demostrada, ha dicho Kant, por una ley de la razón práctica que es la piedra angular de todo el sistema de la razón pura. ¿De qué ley se trata? 81

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Kant va a llamar "ley" a un principio de determina­ ción universal de la voluntad que se diferencia de las máximas o consej os de validez puramente subjetiva, es decir, válidas sólo para la voluntad de un sujeto que las establece para su propio uso . Las leyes, en cambio, han de ser obj etivas, válidas para la volun­ tad de todo ser racional . Si hay una razón pura prác­ tica capaz de determinar universalmente a la vo­ luntad , h ay leyes prácticas. La ley práctica es imperativa, contiene lo que Kant llama un " deber ser" (Sallen) dotado de cierta fuerza o compulsión (Notigung) que impulsa a cumplirla. Pero esta determinación de la voluntad puede hacer­ se con vistas a un efecto que se siga de la acción volitiva y que es lo que el sujeto realmente persigue. Entonces obra a partir de una hipótesis, y por eso Kant habla en este caso de un imperativo hipotético . En cambio, el imperativo de la razón que solamen­ te tiene en vista la determinación de la voluntad des­ de sí misma y en sí misma, en donde -podría decir­ se- la razón asume a la voluntad para · determinarla, su imperativo será categórico, no suj eto a ninguna condición, efecto o motivación que no sea la razón práctica en sí misma. La motivación puramente hipotética del imperati­ vo moral responde principalmente al deseo y al obje­ to deseado, que es en definitiva el placer. La concien­ cia que un ser racional tiene del agrado de la vida y de un agrado que, sin interrupción, acompañe su exis­ tencia, es lo que Kant llama felicidad. Y el principio 82

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que la inspira no es otro que el amor a sí mismo . Este deseo de placer y felicidad, este hedonismo, es el prin­ cipio de una ética material en el sentido de que persi­ gue bienes concretos. El placer depende de un obj eto que el suj eto recibe de fuera; pertenece, pues, al sentimiento, no a la ra­ zón. La razón, en cambio , determina a la voluntad de un modo inmediato; es ella misma la que actúa, es pura razón práctica, es la forma de la voluntad mis­ ma. En la libertad la razón pura legisla en el orden moral . Una es la ley de la naturaleza que proviene del entendimiento teórico . Otra es la ley moral que radica en la razón práctica .

El hecho de la razón pura práctica Si no hay ningún fenómeno, ninguna realidad acce­ sible a los sentidos y a la experiencia, suj eta a la causalidad que rige en la Naturaleza, que llegue a determinar a la voluntad como su propia ley, quiere decir que esta voluntad está fuera del orden de la Naturaleza. Kant afirma que esta es la libertad . La antinomia planteada en la Crítica de la Razón Pura queda, entonces, resuelta . Ni un férreo orden causal que rige en la Naturaleza pero niega la libertad, ni una abrupta interrupción, una espontaneidad, que destruya ese orden. La libertad establece su propio régimen. Una razón práctica pura, incondicionada, legisla universalmente. La razón es ley y la esencia de este complej o moral es la libertad. 83

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Kant enuncia, entonces, la ley fundamental d e la razó n pura práctica que opera como libertad y la propone en los términos de un imperativo categóri­ co: " Ob ra d e tal modo, que la m áxima de tu volun­ tad pueda valer siempre, al mismo tiempo , como principio de una legislación universal " (31 ) . L a fórmula cumple las condiciones establecidas : la ley es incondicionada, la voluntad queda deter­ minada, como una pura razón práctica dada a priori, que l egisla desde sí misma, desde su propia forma . Es una ley que cada cual asume desde lo íntimo d e su libertad pero no c o m o u n a máxima s ubj etiva, sino simultáneamente como una realidad obj etiva, principio de una legislación con validez universal . Kant dice que este es " un hecho de la razó n ". No es una visión (Aussicht) ; es un hecho que, no obs­ tante, ni los datos del mundo sensible, ni el uso teórico de la razón pueden explicar. Es un hecho que anuncia un mundo puro del entendimiento, una naturaleza suprasensible, que muestra a la razó n pura c o m o razón práctica, capaz de d a r al h ombre una l ey moral universal y autónoma a p artir de la libertad .

Naturaleza y libertad Pocos después de haber escrito su obra de mayor en­ vergadura, la Crítica de la Razón Pura, pero antes de la Crítica de la Razón Práctica, Kant ensaya lo que él 84

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mismo llama una formulación "popular" , es decir, en el estilo ensayístico de los filósofos ingleses, de su filosofía moral . Las ideas capitales de lo que será la Crítica de la Razón Práctica aparecen ya en esta obra anterior, la Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, sin la pretensión técnica de aquella, en un estilo sencillo , bien hilado y bastante reiterativo . Los últimos capítulos de este escrito contienen una rica exposición de la antropología que sustenta las Críticas. La voluntad es la causalidad propia de los seres vi­ vos. En la medida en que ella opere con independencia de factores extraños que la determinen, se constituirá como libertad. La libertad será, entonces, autónoma; no estará ligada, ni dependerá del orden de las cosas naturales. Será ley para sí misma. En paralelo con las leyes de la Naturaleza que rigen los fenómenos con arreglo a una necesidad causal, la libertad regirá sus propias acciones. Y la fuerza que la constriñe y que la impulsa causalmente es el " deber" detrás del cual está la ley moral cuya esencia es la libertad. El argumento kantiano pareciera moverse en cír­ culo vicioso. Si el hombre es libre en el orden de las causas eficientes que rigen en la Naturaleza, lo será, en el fondo, para caer baj o el sometimiento a otra ley: la ley moral . Kant despej a esta aparente difi cul­ tad con las distinciones fundamentales de su obra principal, la Crítica de la Razón Pura, entre mundo sensible y mundo inteligible, entre fenómeno y cosa en sí, entre razón y entendimiento . Estas distincio­ nes conducen a distinguir al hombre en el d oble 85

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mundo que habita: el hombre como suj eto del mun­ do natural y como persona.

M u n d o s e n s i b le , m u n d o i n t e l i gib l e : e n t e n d i m i e n t o y razón Lo que de verdad conocemos no son sino fenómenos de la experiencia que el entendimiento ordena de acuer­ do con categorías y principios que, en definitiva, pro­ vienen del entendimiento. Son las leyes de la naturale­ za. Así se constituye un mundo sensible: el de la Natu­ raleza. Un mundo siempre diverso, cambiante. Suponer que tras los fenómenos de la naturaleza haya otras cosas que ya no son fenómenos, sino cosas en sí, es la ordinaria ilusión del entendimiento, que debe con­ formarse con no conocer nunca cosas que sean en sí mismas. El hombre que pretende conocerse a sí mismo por la vía de la experiencia en el mundo sensible, cae en aquella ilusión: imagina ser una entidad real, pero no es sino un atado de impresiones. Sólo conoce lo que empíricamente recibe, es decir, sabe cómo su concien­ cia se ve afectada . Pero tiende a admitir que, sobre la constitución de ese sujeto que no es sino un conjunto de meros fenómenos, hay algo en sí, un sujeto real, que s ería el hombre. Parece natural al entendimiento común creer que detrás de los obj etos de los sentidos "hay algo invisible y por sí mismo activo ". El entendi­ miento, dice Kant, estropea ese pensamiento porque 86

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"sensibiliza ese algo invisible", es decir, quiere hacer­ l o obj e t o de u n a i n t u i c i ó n (Grundlegung z u r Metaphysic der Sitten, volumen I V d e l a edición de la Academia de Prusia, página 452 . Los números entre paréntesis citados más adelante corresponden a pági­ nas de esta edición) .

El imperativo categórico entre dos mundos El hombre posee una facultad que es más alta que el entendimiento : es la razón. Entendimiento y ra­ zón son facultades activas de cono cimi ento . Sin embargo , el conocer del entendimiento no saca otros conceptos sino aquellos " que le sirven para reducir a reglas las representaciones sensibles y reunirlas e n u n a c o n c i e n c i a ". En c a m b i o l a o p er a c i ó n cognoscitiva d e la razón muestra "baj o e l nombre de las ideas una espontaneidad tan pura, que por ello excede la razón con mucho todo lo que la sen­ sibilidad pueda darle y muestra su principal asunto en la tarea de distinguir el mundo sensible y el mundo inteligible, señalando así sus límites al en­ tendimiento mismo " (452) . Este mundo inteligible que depende de la razón es uno, solo e idéntico. El hombre pertenece, entonces, a dos mundos: a un mundo sensible, sujeto a leyes naturales prove­ nientes de la razón pura teórica, y a un mundo inteli­ gible, independiente de la naturaleza, cuya legisla­ ción se funda solamente en la razón práctica. Como ser racional perteneciente al mundo inteligible, el 87

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hombre no puede pensar la causalidad de su volun­ tad sino como libertad. La idea de libertad es autóno­ ma: contiene su propia ley, que es "el principio uni­ versal de la moralidad" La idea de la libertad hace del hombre miembro de un mundo inteligible. Pero si sólo perteneciera a él, todas sus acciones se conformarían a la autonomía de la voluntad. No obstante, el hombre es también miembro del mundo sensible, y en él está suj eto a sus apetitos e inclinaciones. Por consiguiente, no a la au­ tonomía de la voluntad, sino a la heteronomía de la naturaleza. El imperativo categórico forja. la síntesis de esos dos mundos . Por sobre la voluntad afectada por ape­ titos sensibles sobreviene una voluntad que perte­ nece al mundo inteligible, una voluntad pura, y a la vez práctica, que contiene la condición suprema de la voluntad sensible. Esta relación fundamental en­ tre dos mundos que hay en la realidad humana que­ da definida por el imperativo categórico.

Fe racional La libertad es, así, una idea de la razón, cuya realidad obj etiva, en sí misma, es dudosa. Naturaleza , en cam­ bio, es un concepto del entendimiento, llamado a ope­ rar en el ámbito de la experiencia. Entre ambos no hay contradicción: "no cabe suprimir -dice Kant- ni el concepto de naturaleza, ni el concepto de libertad " 88

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(457) . No hay contradicción en que una cosa, como fenómeno , esté sujeta a leyes naturales y que esa mis­ ma cosa, en tanto ser en sí mismo, sea independiente de tales leyes. De ahí que el hombre pueda pensar como posibles y, aún, como necesarias, acciones que sólo pueden suceder " despreciando todos los apetitos y excitaciones sensibles ".

Al proceder así la razón práctica no traspasa sus límites por pensarse en un mundo inteligible. En cambio los traspasaría si quisiera intuirs e o sentir­ s e en ese mundo . El concepto de un mundo inteli­ gible -dice Kant- es " sólo un punto de vista que la razón se ve obligada a tomar fuera de los fenóme­ nos para pensarse a sí misma como práctica" (459) . Esa idea de un mundo inteligible puro , al cual " no­ sotros mismos pertenecemos como seres raciona­ les " , explica Kant, "es una idea utilizable y permiti­ da para el fin de una fe racional ".

Un mundo de personas La filosofía, ha dicho Kant, "debe ser firme sin que, sin embargo , se apoye en nada ni penda de nada en el cielo ni sobre la tierra ". Y el "deber" moral, enton­ ces, sólo puede tener significación en la medida en que se exprese en la forma de un imperativo categó­ rico, no hipotético . "A nadie se le ocurra -afirma Kant- derivar la realidad de ese principio de las pro­ piedades particulares de la naturaleza humana " (42 5) . 89

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Se trata de una tesis central del pensamiento kantiano . Nada que exista en la tierra o en el cielo, es decir, ninguna cosa con realidad propia, en sí, puede ser conocida por el entendimiento. Sería el caso de una naturaleza humana individual que pretendiera tener una realidad más allá de los fenómenos que la conciencia capta en el mundo sensible del espacio y el tiempo. E n el plano moral, entonces, cabe diferenciar netamente las "cosas ", cuya existencia descansa en la naturaleza, y las "personas " que no están instala­ das en la naturaleza y sujetas a sus leyes, sino que son seres racionales, autónomos , que tienen en sí su propio fin. Pero unas son "cosas " que descansan en la natura­ leza y pueden ser conocidas dentro de ese contexto, y otras son "personas ", que tienen un mundo propio en el cual existen. La persona nunca puede ser susti­ tuida, nunca puede ser puesta en su lugar otra cosa a la cual haya de servir como medio. No puede ser usa­ da como medio. La persona tiene un valor absoluto . Kant formulará entonces el imperativo práctico, en este texto, de una manera no aj ena pero diferente a la que expresará en la Crítica: "Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin al mis­ mo tiempo y nunca solamente como un medio" (429) . La distinción entre cosas y personas establece una distinta forma de relación est imativa. Las cosas 90

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responden a necesidades, inclinaciones o gustos del hombre, y, en cuanto tales, tienen su precio, su va­ lor relativo. En cambio aquello que posee la condi­ ción de ser fin en sí misma, la persona, no tiene un valor relativo, no tiene precio . Tiene un valor inter­ no que Kant llama " dignidad " (43 5) . La dignidad de la persona, cifrada en su autonomía; en ser fin en sí misma y ley de sí misma. Así se constituye la liber­ tad de la voluntad . El mundo inteligible es un mundo de personas . De seres racionales que tienen su fin en sí mismo, de seres que son, en sí mismos, un fin. Lo que la ética de Kant persigue es la constitución de un mundo de per­ sonas que la libertad establece autónomamente, in­ dependiente y diferente del reino de la naturaleza.

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Veritatis splendor: una encíclica s obre cuestiones fundamentales de moral

La Encíclica de Su Santidad Juan Pablo II no es un texto de filosofía, sino un documento de la Iglesia Católica dirigido por el Papa a quienes la gobiernan como sucesores de los apóstoles de Cristo . No obs­ tante, su contenido es principalmente de filosofía moral en íntima conexión con la teología de la Iglesia . Des­ de los grandes principios de la teología católica la Encíclica habla de filosofía moral en el discurso racio­ nal propio de la filosofía . Cabe recordar que Karol Woj tila, Su Santidad Juan Pablo II, es un filósofo de sólida formación no sólo dentro de las tradiciones intelectuales de la Iglesia Católica, buen conocedor, pues, de figuras como San­ to Tomás de Aquino y San Juan de la Cruz, pero que además fue, como filósofo , participante activo del movimiento filosófico tal vez el más importante del siglo XX, como ha sido la Fenomenología . Maestro universitario y autor de un sólido libro de filosofía, Persona y Acción, aparte de varios ensayo s filosófi­ cos, el Papa habla de un tema cuya envergadura in95

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telectual domina. Es cierto también que en una Encí­ clica seguramente intervienen varias manos y se aú­ nan criterios diversos y que, por su naturaleza, la Encí­ clica tiene una misión propia que no es en rigor la de un texto puramente filosófico. Si s e recorren las páginas de Veritatis Splendor en l a p e rs p e c t i v a de l a fi l o s o fía m o r a l p o d r á a dvertirse q u e en e l l a resuenan constantemente cuatro grandes ideas de una filosofía moral . Tales ideas apuntan al ser "persona", a la " conciencia mo­ ral " , a la " liberta d " y a la " ley ". Se advertirá tam­ bién, y esto p ertenece a la índole de una Encíclica, que en ella hay un debate y un discernimiento frente a opiniones que ej ercen influencia al interior de la Iglesia sostenidas por teólogos y filósofo s reconoci­ dos en el medio académico de la misma Iglesia. Más que un texto abierto a la pura creación i ntelectual una Encíclica de este carácter busca más bien for­ mar conciencias y esclarecer cuestiones.

El Dios creador y el ser persona El trasfondo de la Encíclica , por supuesto, es teoló­ gic o : s e habla en ella de Dios desde la fe cristiana. Dios es visto desde la gran visión que el Génesis ya ofrece. El Dios creador, y específicamente creador del hombre. Se habla de Dios, además, c o n l a gran metáfora que el cristianismo ha hecho suya, la me­ táfora de la luz, que se lee en grandes tradiciones r e l i g i o s a s , que p u e d e n ir d e l b u d i s m o a l a s 96

Cuestiones fundamentales de la ética cristiana

mitologías indoeuropeas y a la religión de los incas . Y que fundamentalmente se lee en el pensami ento filosófico de Platón, donde la Idea suprema del Bien está representada por el sol y más tarde en el ilumi­ nismo agustiniano. Dios es luz, ha dicho San Juan ( 1 ,9) - " Luz verdadera que ilumina a todo hombre ". Su esplendor es Veritatis Splendor, tal es el título de la Encíclica sobre la moral. La luz creadora de Dios es lo que constituye su s abiduría y su ley. Esta luz de Dios ha sido transmi­ tida a su creación eminente -al hombre- iluminan­ do la inteligencia y modelando la libertad del hom­ bre, dice la Encíclica en sus primeras líneas . El hom­ bre ha sido creado "a imagen y semej anza de Dios " (Génesis 1 ,26) . La acción creadora es entrega, don de sí, que el crea­ dor hace. Es como el gesto de la madre para su hijo o del artista respecto de su obra. San Juan dará el senti­ do profundo -esencial- de la acción creadora de Dios cuando dice: Dios es amor. Dios se da a sí mismo en un acto de amor que crea al hombre. Y, al hacerlo, le comunica su sabiduría y su ley, que pasan a ser la luz de su naturaleza, la luz natural del espíritu, en la me­ dida finita del ser humano. En la Biblia esa ley y sabi­ duría de Dios dadas al hombre constituye lo que llama la Biblia -y después Pascal- el "corazón" del hombre, el centro mismo de su ser persona. La figura de Dios grabada en su corazón hace al hombre "persona". La famosa definición de Boecio que siempre se menciona como la fuente de la idea de " persona " 97

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se propone en un escrito teológico -Boecio era más bien un lógico- que busca ofrecer una explicación de la doble naturaleza de Cristo: Dios, p ero tam­ bién hombre verdadero . Cristo es Dios, es el Verbo de Dios . No ha sido creado por Dios, como lo han sido el hombre y el universo, sino que É l mismo es Dios. Pero ha naci­ do como un hombre, hij o de María y plenamente hombre que, como tal, también muere. ¿Cómo con­ ciliar esta doble naturaleza que el misterio cristia­ no nítidamente presenta en sus fuentes? La expli­ cación de Boecio, y su exégesis por Santo Tomás de Aquin o , va a situar la explicación en el plano de la individualidad. Si bien hay en Cristo un hombre con toda la naturaleza de tal, ella no está cerrada en sí, sino abierta a una individualización en el ni­ vel de su otra naturaleza, que es la de Dios. San Pablo ha dicho de Jesucristo que es "imagen del Dios invisible " (1 Col. 1 5) . El carácter personal del hombre, cifrado en su "corazón " -es decir, su ser "persona"-, es participación en el mismo ser de Dios, cuyo espíritu le ha sido transmitido, ya, en el acto creador que ha hecho de él imagen y semejanza suya. Pero, además, participa de ese espíritu en la constan­ te asistencia de Dios, que recibe ahora del Espíritu Santo . El Concilio Vaticano II dijo que la dignidad de la persona humana radica en ser la "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma". El don de Dios, según San Juan, es que " Él nos amó prime­ ro " ( 1 J n , 4) . El amor de Dios -Dios es amor­ individualiza a la persona humana en su ser ella misma. 98

Cuestiones fundamentales de la ética cristiana

La voz de la conciencia La sabiduría de Dios que hay en el "corazón " del hom­ bre -sede de la persona, no meramente de sentimien­ tos- es lo que permite al hombre discernir el bien. La ley eterna de Dios es ley natural en el corazón del hombre. El Papa León XIII lo dij o : " La ley natural es la misma ley eterna ínsita en los seres dotados de ra­ zón " (Veritatis Splendor, pará grafo 38) . Su voz es la conciencia personal , donde tiene lugar ese discerni­ miento . Aquí está la raíz del acto moral . El hombre, en este sentido, es bueno . Bueno por naturaleza, en tanto ha sido creado por Dios en un acto de amor que responde a la naturaleza propia de Dios. Y que ha sido redimido -recreado como un nue­ vo hombre ya libre del pecado y de la muerte- por el amor de Dios, una vez más . La conciencia es, pues, el lugar donde el hombre entabla el diálogo con Dios, o mejor, como ha dicho Juan Pablo 11, " donde Dios ha­ bla al hombre" (Veritatis Splendor, parágrafo 58) . Pero este diálo g o del hombre con Dios, en el fondo, es el diálogo que el hombre sostiene consigo mismo : es la voz de la conciencia. " En lo profundo de la conciencia, dij o el Concilio Vaticano 11, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón llamándolo a amar y a hacer el bien ". En la conciencia, y en el juicio práctico que ella formula, es donde " s e manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad " (Veritatis Splendor, pará grafo 61 ) . 99

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La libertad del hombre, creación de sí mismo Desde el planteamiento teológico fundamental que hay en la Encíclica, la libertad del hombre no es sino el sello, la huella, del amor ej ercido como acción crea­ dora en el mismo origen del hombre. Por esto la liber­ tad ha podido ser definida por el Concilio Vaticano II como " signo eminente de la imagen divina" (Veritatis Splendor, parágrafo 3 8) . Dios ha dej ado al hombre en manos de su albedrío . Su dinámica no puede ser otra que la del amor creador. Ahora bien, ¿cuál es el s entido de la acción crea­ dora de la libertad humana? La respuesta más elo­ cuente a este respecto puede encontrarse, quizá, en el texto de Gregario Niseno al cual la Encíclica acude (Veritatis Splendor, parágrafo 71 ) . " Todos los seres suj etos al devenir no permanecen idénticos a sí mismos, sino que pasan continuamente de un estado a otro mediante un cambio que s e traduce siempre en bien o en mal. . . Así, pues, ser suj eto sometido a cambio es nacer continuamente . . . pero aquí el nacimiento no se produce por una interven­ ción aj ena, como es el caso de los seres corpóreos . . . sino que e s el resultado d e una decisión libre, y así nosotros somos en cierto modo nuestros mismos progenitores, creándonos como queremos, y con nuestra elección dándonos la forma que queremos ". H a c e a l re d e d o r d e q u i n c e s i gl o s , a n t e s d e idealistas o existencialistas, este gran p adre d e la Iglesia ya lo decía: el hombre se crea a s í mismo libremente y da forma a s u propia vida en ej ercicio, 1 00

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precisamente, de la imagen del Dios creador que lleva en su corazón como su propio sello y figura .

La llamada de Cristo La cuestión moral se plantea en términos muy con­ cretos : ¿qué debo hacer, aquí y ahora? La Encíclica, inicialmente, plantea el tema en tales términos re­ cordando la escena que narra San Mateo ( 1 9) en la que un j oven rico s e acerca a Jesús y le pregunta : " ¿Qué he de hacer de bueno ? ". La respuesta de Je­ sús se da en tres instancias sucesivas. En la prime­ ra Jesús responde: " ¿Por qué me preguntas acerca de lo bueno? Uno solo es el Bueno ". La respuesta es de gran significado : el Bien es una realidad singular, es una persona "uno solo ". Es Dios mismo . La segunda respuesta de Jesús dice: " Guarda los mandamientos ". Es la ley de quien es bueno por sí mismo, por su propia naturalez a : los mandamientos de la ley de Dios. El j oven le dice que los ha cumplido . Entonces Jesús le propone la cuestión d ecisiva : " Si quieres ser perfecto, sígue­ me " , le dice, " dej a todo otro bien, dalo a los pobres y ganarás un tesoro ". La perfección moral , para el cristiano , está en el s eguimiento de Jesús, Sequela Christi, en la adhesión personal a la persona de Cristo . No es el cumplimiento de una ley, sino otra cosa que, desde luego , supone ese cumplimiento . Es el encuentro personal con Cristo, gratuito, sin condiciones, sin palabras, como lo ilustra el Evan101

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gelio cuando describe el espontáneo, s encillo y si­ lencioso s eguimiento de los primeros di s cípulos . Es la respuesta del mismo amor originario de Dios, su pleno cumplimiento en la realidad del hombre. En ella op era una llamada , una gracia: es la fe, ligada a la caridad y también a la esperanza, virtudes to­ das teológicas, dones de Dios a los que el espíritu del hombre ha de estar abierto.

Verdades invertidas Una Encíclica no es naturalmente un texto con pre­ tensiones de des cubrir nuevas verdades, de ser ori­ ginal en ese s entido . La Iglesia guarda la Revela­ ción como depósito de su fe y guarda las tradicio­ nes i ntelectuales que cuidan de ese depósito, de su autenticidad, de su integridad . El Papa está llama­ do a velar por él y a preocuparse por aquello que lo contradiga o lo deforme. Primero al interior de la misma Iglesia depositaria de la verdad que le ha sido confiada. Veritatis Splendor cumple esta misión. Uno puede reconocer en sus pasajes polémicos a filósofos impor­ tantes como Kant, Nietzsche, también Sartre. La Encí­ clica no los menciona y hasta es probable que sus in­ terpretaciones no sean demasiado fieles. No es tanto a ellos, sino a seguidores suyos que pertenecen a la Igle­ sia, y que en ella enseñan e influyen, a quienes hay que encarar de modo inmediato en un documento que no pretende ser pura filosofía, sino magisterio de la 1 02

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Iglesia. Ellos son quienes, más directa e inmediata­ mente, amenazan la unidad e integridad de la ver­ dad cristiana al nivel del cristiano común. La Igle­ sia debe encarar estas desviaciones simplemente por la obligación de cuidar su patrimonio doctrinal, las formas que la fe viva ha edificado . Pues bien, quizá uno de l o s aspectos más lúci­ dos y certeros de la Encíclica sea su capacidad de detectar y perfilar aquello que se opone a la ense­ ñanza moral de la Iglesia . En una primera lectura de ella se recibe la impresión de que hay muchos interlocutores tácitos cuyas posiciones se critican; que son muchas y diversas las tesis a las que hace frente. Pero si uno relee y busca ordenar los pasaj es crí­ ticos de la Encíclica ll ega a la conclusión de que en realidad no hay una especie de miscelánea de opi­ niones, sino que en ellas se repite la misma escena narrada por el Génesis que co nduj o a la ruptura del hombre con Dios a partir de un conocimiento del bien y del mal aj eno a la ley de Dios y, por ende, a Dios mismo, movido por la tentación demoníaca: " seréis como Dios ". Pienso que las doctrinas que la Encíclica impug­ na son todas piezas de una sola figura . En definiti­ va quizá no sean sino la verdad cristiana invertida . La tentativa humana de obrar como Dios, de susti­ tuirlo, de ser É l mismo . Esta es la suprema i dola­ tría . La Encíclica acuña una fórmula abstracta , pre­ cisa, de riguroso estilo filosófico para denominar 1 03

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este conflicto en el estricto nivel antropológico. La in­ tención dominante, dice, es "erradicar la libertad de su relación esencial y constitutiva con la verdad". Roto ese nexo, la verdad se vacía y pierde todo sentido. La libertad, a su vez, se dispara sin destino. Escepticismo y nihilismo vienen de la mano. La libertad humana, en íntima conexión con la sabiduría y la ley de Dios en el seno perso nal de la conciencia, aparta la mirada del esplendor de la ver­ dad y, como dij o San Pablo , la dirige a los ídolos ( 1 Tes . 1 ,9) . Y e l ídolo mayor quizá sea, hoy, uno mis­ mo; la propia subj etividad vaciada de esos conteni­ dos con los cuales la conciencia forj a el j uicio y gesta la acción moral.

Una opción trascendental Roto el vínculo con Dios, la libertad se torna un absoluto que por sí mismo crea la verdad y pasa a ser, ella misma y en virtud de su fuerza, de su po­ der, la última fuente de los valores morales . El hom­ bre se da la ley a sí mismo y la conciencia s e con­ vierte en el ámbito privado de esa libertad creadora de la verdad y del bien, en instancia suprema del j uicio mora l . En l a s corrientes de pensamiento criticadas por la Encíclica la absolutizaci ón de la libertad aparece netamente en lo que s e ha llamado " opción funda­ mental ". Esta es la opción que el hombre hace de 1 04

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su propia vida como la dimensión concreta, histó­ ri ca, personal en la que está inserta . Ella da la cla­ ve de su ser moral . Esta " opción " sitúa al hombre en un nivel "trascendental " , pero no trascendente. Es la decisión global del hombre acerca de sí mis­ mo, muchas veces tácita, inconsciente, oculta para uno mismo, fruto no se sabe bien de qué . En ella s e h a c e consistir, fundamentalmente, l a libertad . Uno pudiera creer que en ese análisis escucha lo que ya dij era Gregario Nisen o : somos nuestros pro­ genitores creándonos como queremos . Pero esta ver­ dad está ahora despojada de su contenido como diá­ logo del hombre con Dios y parti cipación suya en la acción creadora del amor. Para situarse, en cam­ bio, en ese lugar ninguno, puramente trascenden­ tal, que no viene sino a cons agrar la lib ertad c omo forma absoluta de una conciencia autónoma. Porque esa libertad es abs oluta y creadora a la manera d e Dios puede, incluso , desligar al hombre d e s u s p ropios actos remiti é n d o l o s a un nivel categorial que no es ya el de una persona y de una responsabilidad perso nal . El carácter trascendental de la libertad del ho mbre le eximirá de toda res­ ponsabilidad que no sea la creación absoluta de sí mismo como suj eto moral autónomo , creado r él mismo de sus valores y responsable solo ante sí, o abs olutamente irresponsable en la forma nihilista d e estas corrient es de pensamiento .

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Ruptura de la unidad del hombre La libertad como opción trascendental y atemática involucrará no sólo una ruptura del hombre con Dios. Ella llega a ser quiebre de la unidad del ser del hom­ bre como persona. Esta ruptura le aísla de sus pro­ pios actos y de su propio cuerpo, o de la relación que el c u er p o d i c e al a l m a . Va cía de c o n t e n i d o s vinculantes, l a libertad como opción fundamental se j ustifica a sí misma como buena al margen de sus actos, al margen del cuerpo, desligada del comporta­ miento concreto del suj eto en una especie de enaj e­ nación o exilio de la propia vida destituida de sentido por sí misma y justificada sólo por una libertad tras­ cendental. Los actos pierden su carácter personal . Pasan a ser, más bien, acciones de índole física, pre­ morales. No comprometen la personalidad moral, si­ tuada en un alto e imperturbable nivel trascendental que no es otra cosa que el ídolo de sí mismo. Esta escisión del comportamiento humano estable­ ce, entonces, dos niveles de moralidad: un orden del bien que depende sólo de la libertad que el hombre tiene por sí mismo y unos comportamientos prácticos concretos situados en un nivel categorial y a los que cabe entregar más bien a un cálculo técnico, con los métodos de las ciencias humanas, principalmente de índole estadística, ajenos a la persona en su indivi­ dualidad. El cálculo buscará maximizar lo que se con­ sidera bueno y minimizar lo que se considera malo. Esta libertad con pretensión de abs oluta tratará al cuerpo como ser en bruto, desprovisto de signifi1 06

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cado moral, "extrínseco a la persona, al suj eto y al acto humano " (Veritatis Splendor, parágrafo 4 8) .

Ciencia y fe El obrar humano no puede ser valorado como moral­ mente bueno porque sea funcional a un fin cualquie­ ra, o porque la intención del suj eto sea buena, o por­ que sus consecuencias sean las mej ores en un cálculo utilitario. El acto humano es bueno cuando testimo­ nia el ordenamiento de la persona a su propio fin, a la imagen con arreglo a la cual fue creada. Es bueno el acto que se inserta en el orden del amor; el ardo amoris del que hablaba San Agustín, que da cuenta cabal del hombre en su mundo y en su origen y destino . "En este sentido la vida moral posee un carácter teleológico ", dice la Encíclica (Veritatis Splendor, pa­ rágrafo 73) , es decir, un ordenamiento no meramente subj etivo , de los actos humanos. Ni la intención, ni las c o n s e cuencias, ni su teleología subj etiva y autónomamente diseñada, regulan la moralidad de un acto . La regula su obj etividad, el obj eto del acto en tanto ordenado al bien de una conciencia personal que opera racional y libremente. La moralidad será, en definitiva, este orden . Un ordenamiento racional del acto humano a su bien. La filosofía moral en el pensamiento cristiano está concebida desde una dimensión teológica específi­ ca, que le es propia por definición. Y, entonces , surge 1 07

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la pregunta, ¿puede servir este orden moral que arrai­ ga en la fe a un hombre que carece, j ustamente, de ese principio que lo inspira, de la fe cristiana? ¿No le está más bien vedado? Un orden conducido por el amor como la misma sustancia de Dios, ¿puede insta­ larse en una conciencia para la que Dios no existe o que no sabe si existe? Obsérvese bien: aquí no se trata de una deducción desde la fe, es decir, de un discurso racional a partir de un dato rebelde, precisamente, a ese discurso. Tam­ poco de un imperativo que la fe imponga a manera de norma. Esta no es una estructura deductiva, ni un orden j urídico . La fe pertenece a otro orden de reali­ dad . Lo que la fe hace es abrir un vasto horizonte en el cual actos que pesan de suyo ante una conciencia racional encuentran un sentido más profundo , una explicación más alta, una nueva razón de ser que no es ni el discurso racional, ni el imperativo de una ley, aunque tampoco venga a negarlos. Recuérdense los grandes temas de una moral que pudiera llamarse natural , en el sentido de ser com­ partida universalmente, sin mayor fundamentación a la vista . La dignidad de la persona, por ej emplo, como entidad investida de muy alto valor, ante cual­ quier juici o . La respetuosa consideración y cuidado del prójimo, del otro ser humano, que hay en el De­ cálogo en mandamientos que ordenan, por ej emplo, honrar a los padres, no matar o dañar a otro hom­ bre, ni a sí mismo , no difamarlo o robar su propie­ dad, ni cometer adulterio, que son también valores humanos comunes. Téngase en cuenta el vasto con1 08

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j unto de virtudes humanas diseñadas por la pura ra­ cionalidad del pensamiento de Aristóteles o Platón, de estoicos o epicúreos y que el pensamiento cristia­ no pudo recoger sin vacilación. O la función ética de las facultades fundamentales del alma humana, la inteligencia y la voluntad, reconocidas en cualquie­ ra antropología moral y que la verdad cristiana ha hecho suya. Todos éstos, ¿no son, acaso, testimo­ nios claros de una compatibilidad y una afinidad de la moral cristiana con una ética en el sentido más común y corriente de cualquiera cultura , tal que pue­ den conciliarse sin dificultad? ¿Cómo surge, entonces, el problema? ¿Cómo puede producirse una crisis entre una ética común y una visión cristiana? La crisis pareciera surgir cuando se pregunta por una fundamentación radical del orden moral y cuando el pensamiento cristiano lo remite a la acción creadora de Dios y a un ardo amoris. Una salida liviana de la crisis puede consistir en limitar la fundamentación del orden moral precisa­ mente a ese consenso en torno a costumbres y pre­ ceptos de universal reconocimiento y no levantar pre­ guntas que parecen incontestables, o por lo menos controvertibles. ¿Por qué no confiar simple y sencilla­ mente en esa brúj ula naturalmente instalada en la conciencia, como un sentimiento natural que no re­ clama otra j ustificación? ¿No es, acaso, algo que pue­ de leerse inclusive en el pensamiento filosófico de tan decisivos moralistas contemporáneos como Scheler o Moore, por ej emplo, o de otros más actuales como Rawls o Habermas? 1 09

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Pero ocurre que el hombre busca dar razón de todo lo que es y de todo lo que hace. Y este no es un obse­ sivo afán o un innecesario refinamiento . De hecho , lo que sucede es que esas costumbres y consensos de los que la humanidad cree gozar casi gratuitamente en su cultura moral, hasta el punto de no querer pre­ guntarse por ellos, son frutos, tal vez marchitos -si no po dridos-, de una fundamentación que fue ardua­ mente buscada y encontrada en otros tiempos y lu ga­ res y cuya voz resuena, a veces como pasos perdidos, en la conciencia que creemos más contemporánea y actual. No nos libramos tan livianamente de estas pro­ fundidades de la conciencia y mucho menos entonan­ do cancioncillas nihilistas. En la práctica es posible abstenerse de buscar una fundamentación del orden moral viviendo tácitamen­ te de alguna . Esta sería una respuesta, bien endeble por su ses g o contradictorio . Y se puede, también, le­ gitimar la acción moral en la autonomía subj etiva, a la que resulta fácil apelar, o en una vivencia última, como hacía Moore; o en una fenomenoló gica estima­ tiva de valores , a la manera de Scheler. Queda en pie, sin embargo, lo que está en la base: la cuestión del hombre y la acción humana en todo su despliegue, en la totalidad de su mundo . La cuestión antropológica y metafísica que no se elude metiendo la cabeza debaj o de la arena de las varias maneras posibles. Una respuesta intelectual responsable para sortear el mero escepticismo puede acudir a la ciencia, la gran fuente del saber moderno . Y la ciencia puede dar una explicación acerca del origen del hombre y 110

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del universo y también de su destino . Llámesela, por ej emplo, big-bang o evolución de las especies . Estas s o n notables hipótesis que han posibilitado el desarrollo de impresionantes discursos científi­ cos. Pero la ciencia sabe también que una hipótesis es, de suyo , falsable o confirmable. Y que, si se con­ firma, también esta confi rmación es falsable. ¿Qué s e ha hecho , entonces, al acudir a la ciencia para que explique el origen fu ndamental del hacer del hombre? La ciencia se constituye como j ustificación de sí misma, como la gran hipótesis, la única a la que podemos atenernos conscientes de los límites del saber humano. Sin embargo, todo lo que ella dice es falsable. Y ella también . Entonces ¿por qué una hipótesis y no una fe? La fe no es falsable, no está hecha para ser consumida por su propia llama . Exactamente al revés . La hipó­ tesis sostiene a la investigación científica y j ustifi­ ca el hacer de la ciencia precisamente por la posibi­ lidad de negarla . ¿Qué dej a , entonces, abierto ? : ¿nada? Por cierto que n o . Dej a abierta la posibili­ dad de comprender mej or aquello que todavía ig­ nora . Pues bien, la fe sostiene al hombre en la tota­ lidad de su ser, responde a su inquietud más pro­ funda: j ustifica su humanidad en lo que ella puede tener de infinitamente duradero .

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Constantes de la acción moral

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La filosofía moral en momentos capitales de su historia representados por Aristóteles , Kant , y el pensamiento cristiano , se ordena y diversifica en torno a tres constantes : la inteligencia, la liber­ tad y Dios, cuya conj ugación determina quién es el hombre y el sentido de su acción .

2 En el pensamiento cristiano el origen del hom­ bre es creación eminente de Dios cuya imagen, grabada en el corazón del hombre, le constituye como p ersona i nteligente y libre. 3 Aristóteles ve al hombre como un ser viviente cuya inteligencia corona el mundo de la vida y determina su libertad para el bien, que en defi­ nitiva es divin o . 4 Kant, comprende a l hombre como un s e r que forj a su propia reali dad desde la auto nomía ab­ s oluta de una razón libre que toma forma de ley universal y necesaria . 5 En el pensamiento cristian o , Dios es el amor, re­ velado en la persona de Cristo Jesús y que está en el origen de cada hombre dándole vida para s iempre. 6 En el pensamiento de Ari stóteles, Dios es la ac­ tualidad plena de la Naturaleza como inteligen­ cia que sabe de sí.

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71 En la crítica kantiana, Dios es un postulado nece­ sario para la felicidad del hombre.

8 En fin, el fundamento de la acción moral no está en el lenguaje que habla de ella, ni en los senti­ mientos que la acompañan, ni en las costumbres que ejercita, ni en los valores que profesa, ni en la economía de sus efectos. Está en la trascendente configuración de la inteligencia y la libertad del hombre en la acción misma .

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Bi b l i o g r a fí a b á s i c a

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El libro fue compuesto en el programa Adobe Page Maker 6 . S , se aplicó la familia tipográfica S limbach y las imágenes s e trabajaron e n Adobe PhotoShop S . S . Las páginas interiores se imprimieron en papel bond 7S gramos; la tapa, en couché 270 gramos con termolaminaclo mate. La encuadernación se h izo con costura al hilo. La edición se terminó de imprimir en Santiago de Chile, el día 29 de mayo de 2003 , festividad d e la Ascención del Señor.

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