Todo precio es político: Por qué pagamos lo que pagamos 9877352419, 9789877352412

Vivimos acorralados por los precios y a veces no entendemos el porqué de los aumentos. Augusto Costa, exsecretario de Co

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Spanish; Castilian Pages 241 [222] Year 2019

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Todo precio es político: Por qué pagamos lo que pagamos
 9877352419, 9789877352412

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Augusto Costa

Todo precio es político Cómo entender lo que pagamos y consumimos todos los días

Aguilar



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@megustaleerarg

@megustaleerarg

A Lucía y Amanda; sin su luz, nada tiene sentido

Prólogo

Lo único que sabía de este libro antes de escribirlo era que iba a ser sobre “precios”. Era prácticamente la única certeza que tenía. En distintas etapas de mi vida había acumulado horas de estudio y diversas experiencias prácticas relacionadas con el tema. Y estaba seguro de que quería contar una historia que los tuviera como protagonistas centrales. Con esa intuición y no mucho más me senté a escribir estas páginas Pero ¿por dónde había que arrancar un libro sobre “precios” que pudiera ser leído por cualquier persona? Caí en el punto de partida obvio y natural para alguien con formación académica: una definición. Probé varias alternativas y me quedé con esta: “Un precio no es más que la cantidad de dinero que tenemos que entregar cuando queremos comprar alguna cosa. Y también es la cantidad de plata que recibimos cuando vendemos algo”. Así comenzaban los primeros borradores de este trabajo. Y en ese mismo lugar me trababa. Porque la definición de un precio es algo obvio y evidente, que no requiere mayores explicaciones. Todos sabemos lo que son los precios. Todos los días nos enfrentamos con ellos. Queramos o no queramos. Había que empezar por algo previo a una definición. Por la pregunta más simple que se pudiera hacer sobre esta cuestión. Y así fue como llegué al principio del libro: “¿Por qué las cosas tienen precio?”. Comenzando desde lo más básico y elemental, los capítulos fueron apareciendo y los relatos se fueron encadenando. A partir de anécdotas personales y de reflexiones como estudiante, como docente, como investigador, como economista, como funcionario público, como fanático de Vélez, como militante político, como padre y como

consumidor fueron surgiendo las discusiones teóricas, los desafíos prácticos de la política económica y las dificultades que tenemos que enfrentar todos los días en los mercados. Y en el medio siempre estaban los precios. Cada precio oculta un mundo misterioso. Detrás de los cartelitos que vemos en las góndolas existen conflictos de intereses y relaciones desiguales de poder que no se observan a simple vista, pero que determinan el comportamiento de la economía y la distribución del ingreso entre sus miembros. Descifrar el enigma de los precios es parte del camino que hay que recorrer para comprender el funcionamiento de la sociedad en la que vivimos. Por todo eso, este libro es, ante todo, un libro político. A lo largo de cada uno de sus ocho capítulos se proponen claves para pensar críticamente sobre los riesgos de adoptar como verdades incuestionables las premisas del pensamiento económico dominante; para comprender lo que se dice y lo que se omite en los discursos políticos, y para conocer qué es lo que se oculta detrás de los mensajes y eslóganes proselitistas que nos llegan a través de los medios de comunicación y de las redes sociales. El universo de los precios refleja nuestras contradicciones como sociedad. Si realmente pretendemos salir de la grieta en la cual está sumergido nuestro país desde hace mucho tiempo, no queda otra que reconocer cuáles son los factores de conflicto que nos atraviesan. Ahora que está escrito, estoy seguro de por qué quería escribir este libro.

PRIMERA PARTE

1. ¿Por qué las cosas tienen precio? ¿Qué querés que te regale para tu cumpleaños? ¿Qué te gustaría ser cuando seas grande? ¿Quiénes eran los integrantes de la Primera Junta? ¿Cuánto es la raíz cuadrada de 24? ¿Cómo funciona el motor de un auto? ¿Me conviene estudiar una carrera universitaria o me dedico a la música? ¿Ahorro para refaccionar el departamento o me voy de vacaciones? A medida que crecemos vamos respondiendo un montón de preguntas que nos hacen nuestros familiares, amigos, maestros, jefes o nosotros mismos. Algunas son más difíciles que otras, pero la mayoría de las veces tenemos algo para contestar. O no nos queda otra que hacerlo. Muchas nos exponen a nuestra ignorancia sobre cómo funciona el mundo. Otras nos conectan con nuestros gustos o deseos. Algunas se refieren a cuestiones que no nos interesan, pero que por algún motivo estamos obligados a responder. Sin embargo, la mayoría de los que vivimos en el mundo de hoy jamás en la vida nos preguntamos: “¿Por qué las cosas tienen precio?”. No se trata de una cuestión filosófica, sino de algo bien concreto. Todos los días compramos y vendemos cosas que tienen precio, sabemos más o menos cuánto salen los productos que consumimos habitualmente, entregamos y recibimos dinero en cada transacción. Y aunque a menudo nos podemos preguntar por qué las cosas valen lo que valen, nunca nos hacemos una pregunta mucho más básica: “¿De dónde salieron los precios?”. Los tomamos como un dato. Casi como el hecho de que si tiramos una moneda al aire va a terminar cayendo al piso. Nadie en su sano juicio cuestionaría que eso no vaya a ocurrir, del mismo modo que a nadie le llama la atención que un kilo de manzanas tenga un determinado precio en la verdulería. ¿Qué pasaría si hiciéramos esa misma pregunta en un congreso de economía, donde cientos de académicos se reúnen para presentar trabajos y ponencias sobre

aspectos específicos de la disciplina? Aunque parezca mentira, lo más probable es que se genere un gran desconcierto. Por un lado, porque no debe haber muchos economistas que puedan contestar de una forma llana y directa a esta pregunta, aunque la mayoría esté en condiciones de hacer largos desarrollos formales, abstracciones matemáticas muy sofisticadas y razonamientos complejísimos. Pero incluso si cada uno ensayara una respuesta, seguramente no se pondrían de acuerdo entre sí. Y no podría ser de otra manera. Si hay algo de lo que no puede escapar la economía, como cualquier otra ciencia social, es de que convivan en su interior posturas teóricas muy diversas y visiones encontradas entre quienes la practican. Por eso no hay que esperar una única explicación o definición de los hechos económicos. Es más, en muchos casos ni siquiera hay acuerdo respecto a qué tipo de cuestiones hay que estudiar. Afortunadamente, la mayoría de los economistas vamos a coincidir en que investigar el fenómeno de los precios es una tarea fundamental, independientemente de la ideología o del enfoque al que cada uno adhiera. Este libro gira justamente en torno a esta problemática, que no solo resulta relevante para quienes se dedican a la academia sino para todos los que vivimos en una economía de mercado moderna. Para intentar esquivar —mientras se pueda— la grieta que existe en la profesión, vamos a transitar los primeros pasos de nuestro recorrido con la ayuda de quien casi todas las escuelas teóricas consideran el padre de la economía: Adam Smith. Los méritos de este autor escocés son muchísimos. Y existe un amplio consenso en cuanto a que sus aportes más importantes a la ciencia económica se encuentran condensados en La riqueza de las naciones, su libro de 1776. Me la juego todavía más: así como estoy seguro de que en la discografía de los Beatles se puede encontrar el germen de (casi) todo lo que se hizo en el mundo de la música pop desde los años sesenta en adelante, en la obra de Adam Smith aparecen (casi) todos los conceptos fundamentales de la disciplina. El problema es que los estudiantes de cualquier carrera convencional de economía con suerte leen un par de capítulos de La riqueza de las naciones. Esto

ocurre tanto en las universidades públicas como privadas, en la Argentina y en el resto del mundo. Todo lo que sabe de Smith el economista promedio es lo que le contaron sus profesores, lo que leyó en los manuales básicos de la materia o lo que dice Wikipedia. Y habitualmente se trata de versiones distorsionadas o desvirtuadas del pensamiento de este autor. Esto es una verdadera lástima, no solo porque creo que todo economista debe enfrentarse a las obras originales de los exponentes más relevantes de la historia del pensamiento económico como parte necesaria de su formación, sino porque además recorrer el camino que traza Smith es una experiencia por demás enriquecedora. De hecho, La riqueza de las naciones es una de las obras de las que más aprendí durante mi etapa de estudiante en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Buenos Aires (UBA), aunque paradójicamente la haya leído por fuera del plan de estudios oficial y a partir de encuentros de debate y discusión con otros compañeros. Veamos qué tenía para decirnos Smith sobre los precios.

1.1 DE PERRITOS A COMERCIANTES Adam Smith nació en Escocia en la primera mitad del siglo XVIII, en un período de la historia muy particular: la etapa final de la transición del feudalismo al capitalismo. Era precisamente el momento en que se estaban terminando de consolidar los rasgos distintivos de la sociedad en la que vivimos. Más allá de estar presenciando en tiempo real un fenómeno novedoso y todavía no fácilmente perceptible para la mayoría de sus contemporáneos, Smith pudo identificar con mucha precisión qué era lo que había cambiado en el modo de funcionamiento de la economía y cómo se había transformado la forma de relacionarse de las personas. Y también fue el primero que de una manera rigurosa se preguntó (e intentó responder) qué función cumplen los precios en

una economía moderna. Desde el principio, Smith deja en claro que la diferencia entre nuestra sociedad y otro tipo de sociedades es su enorme capacidad de generar riqueza. Nunca antes se había visto que se pudiera producir una cantidad tan grande de cosas, superando largamente lo necesario para la subsistencia. Al indagar sobre los motivos que explicaban este fenomenal crecimiento de la riqueza, Smith señala como principal determinante al grado de avance de la división del trabajo. La noticia no era que los miembros de una economía se repartieran las tareas, porque desde la prehistoria los integrantes de cualquier sociedad se dividen en mayor o menor medida el trabajo. Lo que destaca Smith es que este proceso había alcanzado niveles inéditos, al punto de que cada individuo realizaba una parte cada vez menor del trabajo total de la comunidad. Pensemos qué sucede hoy en día. El zapatero se ocupa exclusivamente de producir calzados, el técnico informático solo de arreglar computadoras y el médico traumatólogo únicamente de atender pacientes con lesiones motrices. Lo mismo hacemos cada uno de nosotros: generalmente nos dedicamos a actividades bastante específicas, ya sea que trabajemos en una empresa o por nuestra cuenta. Esta división extrema del trabajo tan característica de nuestra sociedad se conoce como “especialización”. Para Smith, este fenómeno trae consigo el desarrollo de habilidades y una mayor eficiencia en la producción. Ya no hace falta nacer con un talento especial para realizar una tarea particular, porque mediante la especialización es posible mejorar nuestro desempeño en casi cualquier actividad y ser más productivos. Por ejemplo, es una realidad que, por más que entrene durante años, nunca voy a poder patear tiros libres como Messi. Pero Smith seguramente diría que si dedico la mayor parte de mi día a practicar remates al arco desde afuera del área, lo lógico va a ser que mejore notablemente mi capacidad de pegada y esté en condiciones de hacer más goles en los partidos (de fútbol amateur de veteranos, en mi caso). Si antes pateaba diez tiros libres y hacía en promedio un gol, después de especializarme en esta tarea y aprender a poner mejor el pie, a elegir

en qué lugar de la pelota conviene pegarle y a graduar la potencia, estaría en condiciones de hacer en promedio tres goles. Nunca llegaría a la efectividad de Messi, pero con los recursos con los que cuento (mi físico, mi habilidad innata, mi capacidad de concentración) puedo obtener mejores resultados. Llevado al plano de la sociedad, con los trabajadores, el capital y los recursos naturales con los que se cuente, mediante la especialización es posible aumentar la producción total del país, permitiendo que cada miembro de la economía potencialmente disponga de más cosas para satisfacer sus necesidades. ¿Pero cuál es el origen de esta división del trabajo que provoca tamaño desarrollo de capacidades? Smith nos responde esta pregunta haciendo una comparación muy original: “Nadie ha visto jamás a un perro realizar un intercambio honesto y deliberado de un hueso por otro con otro perro. Y nadie ha visto tampoco a un animal indicar a otro, mediante gestos o sonidos naturales, ‘esto es mío, aquello tuyo, y estoy dispuesto a cambiar esto por aquello’”1. Con esta parábola canina, lo que Smith quiere decirnos es que el comportamiento animal es en esencia distinto al de los seres humanos, donde la tendencia a intercambiar cosas parece ser algo con lo que venimos “de fábrica”. Y es precisamente esta supuesta “vocación natural a intercambiar” la que permitiría a las personas dividirnos el trabajo y, a partir de esto, generar el fenomenal incremento de la productividad y de la riqueza social. La imagen de los perritos que no saben comerciar siempre me pareció muy potente y me quedó grabada desde esa época. Muchos años más tarde, mientras mi hija Amanda estaba dando los primeros pasos de su proceso de socialización, me propuse comprobar con mis propios ojos qué tan cierto era el razonamiento de Smith respecto a nuestro presunto ADN mercantil. Recuerdo que cuando íbamos a la plaza o cuando nos juntábamos con amigos que tenían hijos de su misma edad (entre seis meses y un año y medio en aquel entonces), ella simplemente agarraba del piso los objetos que le llamaban la atención, sin registrar nada de lo que ocurría a su alrededor. Más o menos lo mismo hacían los otros niños y niñas. A lo sumo, si a dos nenes los cautivaba el

mismo juguete, se venían tironeos e indefectiblemente un llanto (o dos en simultáneo si la lucha estaba empatada). La cosa se fue complejizando cuando, en encuentros familiares, Amanda osaba manotearles algún autito a sus primos más grandes. Casi con seguridad que terminaba en el piso llorando por el empujón de alguno de mis sobrinos. Claramente ya no se trataba de una pelea entre pares por un objeto de deseo. Unos pocos meses después era ella la que reclamaba derechos de propiedad sobre sus cosas. Para defender sus pertenencias valía todo, desde morder, pegar y arañar hasta tirar del pelo. Por supuesto que no había forma de que entendiera que compartir los juguetes con otros nenes y nenas era algo bueno. Hasta acá lo único que veía de la interacción social de mi hija eran intercambios de cosas donde la indiferencia del prójimo o la fuerza determinaban quién se quedaba con cada objeto. Después de observar repetidas veces este comportamiento llegué a la conclusión de que —por lo menos en una etapa temprana de la vida— las personas se parecen bastante a los perritos, contrariamente a lo que planteaba Adam Smith. Lamento contradecir al padre de la economía, pero nadie nace sabiendo comerciar ni viene con el chip mercantil incrustado en el cerebro. O al menos eso no pasó en el caso de mi hija. Todo esto cambió el día en que Amanda se apareció con un osito de peluche que le había regalado la abuela y con su media lengua me dijo: “Tomá papá, son cinco plata”. Después intentó venderme cochecitos, pelotitas de tenis, monedas y cuanta cosa se le ocurría que me podía encajar. Y todo salía siempre “cinco plata”. De repente mi hija había descubierto los precios. Y no había sido yo el que se los había enseñado. ¿Cómo pasamos de ser perritos que desconocen las reglas elementales del intercambio mercantil a comerciantes que le ponen precio a los mismos objetos que no significan nada para el resto de los animales? Evidentemente vivimos en una sociedad donde los precios forman parte de nuestra vida cotidiana y tarde o temprano los incorporamos como un elemento más de nuestra existencia. Pero muy pocas veces —o probablemente nunca— nos preguntamos algo tan esencial

como “¿por qué las cosas tienen precio?”. Parecería ser algo obvio y natural, que no ameritara mayores reflexiones. Lo sorprendente es que durante miles y miles de años desde la época de las cavernas, a ningún niño o niña se le hubiese ocurrido decirle a su padre: “Tomá eto, son cinco plata”. Esto es algo muy reciente, que no tiene más de cuatro o cinco siglos. Un suspiro en la historia de la humanidad. Y solo en esta sociedad ocurre que la mayor parte de las cosas tienen precio. Y ni siquiera imaginamos que pueda ser de otra manera.

1.2 DEL CAMPAMENTO A LA SOCIEDAD DE MERCADO ¿Qué tiene de particular la sociedad en la que vivimos? Smith lo resumió brillantemente en un párrafo de La riqueza de las naciones. Su razonamiento es que, una vez establecida la división del trabajo en la sociedad, solo una parte muy pequeña de las necesidades de cada persona se satisfacen con el propio trabajo. Así, cada individuo es absolutamente dependiente del resto, porque la mayoría de las cosas que requiere para vivir provienen del trabajo de los demás. Pero para poder disponer de los frutos del trabajo ajeno tiene que entregar a cambio algo de lo que produce y le sobra. Y concluye: “Cada hombre vive así gracias al intercambio, o se transforma en alguna medida en un comerciante, y la sociedad misma llega a ser una verdadera sociedad mercantil”2. En otras palabras, en la sociedad moderna cada persona tiene que ser necesariamente un comerciante, y la sociedad entera se convierte en una sociedad de comerciantes (o sociedad mercantil). Esta definición puede sonar rara si consideramos que cuando llenamos un formulario para hacer cualquier trámite y nos preguntan nuestra profesión, solo algunos escriben “comerciante”. Pero detengámonos en esto por un segundo. Si cada uno de nosotros, desde que nos levantamos hasta que nos acostamos, producimos con nuestro propio esfuerzo muy pocas de las cosas que necesitamos

directamente para vivir, tenemos que conseguirlas de otros o no podremos subsistir. Por eso, todos los días estamos obligados a vender algo para poder comprar lo que nos falta y no producimos por nosotros mismos. Está claro que mi hija, como cualquier niña chiquita, depende de sus padres para poder vivir y no entrega nada a cambio por las cosas materiales que recibe. Pero visto en perspectiva, a la mayoría de los miembros de nuestra sociedad no nos queda otra opción más que ser comerciantes e intercambiar cosas todos los días si pretendemos sobrevivir. Y esos intercambios se realizan en los mercados, lo que hace que la sociedad misma funcione bajo la lógica de una economía de mercado. En la sociedad mercantil de la que hablamos, los intercambios no se producen en forma de trueque, como en los mercados de la Antigüedad, sino que casi siempre interviene el dinero. Más allá de la forma concreta que tenga (oro, plata, sal o un rectángulo de papel), el dinero es algo que todos nos ponemos de acuerdo en aceptar cuando vendemos algo, sabiendo que después lo podremos usar para adquirir otra cosa que necesitemos. Pero, ante todo, el dinero es lo que permite que productos muy distintos entre sí, que no tienen ninguna propiedad física en común, puedan intercambiarse en el mercado. Un kilo de tomates, una clase de tango y un viaje en tren salen cierta cantidad de dinero. Ese es el único rasgo en común que comparten las distintas cosas que se cambian en los mercados: tener un precio que se mide en dinero. El “cinco plata” de Amanda no es ni más ni menos que eso. No sé cómo pasó, pero mi hija comprendió que, en nuestra sociedad, todo lo que se puede vender tiene un precio (en este caso “cinco”) que se expresa en dinero (en este caso “plata”). Con todo esto, ¿lo que estamos diciendo es que en sociedades anteriores a la nuestra no se dependía del trabajo de los demás, no existían los intercambios, no había mercados y no se conocía el dinero? No, para nada. Lo que ocurría era que la organización económica de la sociedad seguía reglas completamente distintas a las actuales. Para ponerlo en términos muy simples, pensemos en cómo nos relacionamos

con nuestros amigos o familiares cuando planeamos ir de campamento. En general, lo primero que hacemos antes de salir es planificar las cuestiones más básicas, desde cómo vamos a llegar al lugar elegido para acampar, quiénes se encargan de conseguir las carpas, quiénes llevan la comida y las bebidas (o si es más conveniente comprar todo allá). Una vez en el camping, lo típico es dividirse las tareas de armado de carpas, preparación del almuerzo, búsqueda de leña para hacer el fuego, lavado de ollas y cacharros cuando terminamos de comer. En estas condiciones, cada miembro del grupo hace una parte del trabajo necesario para pasarla bien y subsistir en esa pequeña comunidad. La división del trabajo puede ser espontánea, puede basarse en las características y habilidades de cada uno, puede reproducir roles tradicionales, o puede ser definida por algún coordinador o líder que se encargue de tomar este tipo de decisiones. Pero más allá de la forma en que se asigne la parte del trabajo que cada uno realizará, y sin importar si uno está más o menos contento con las tareas adjudicadas para hacer, una vez establecido el plan, todos saben qué les toca y qué están haciendo los demás. Por eso si algo falla no es muy difícil entender qué fue lo que pasó. Por ejemplo, si no hay leña para hacer el fuego para cocinar el guiso, evidentemente quienes estaban a cargo de traer las maderitas no cumplieron con su parte. Los motivos del fracaso pueden ser diversos, pero el problema y los responsables están claramente identificados. ¿Qué podemos concluir respecto a cómo se relacionan las personas y cómo funciona económicamente esta microsociedad? Por un lado, los lazos entre los miembros de la comunidad son directos, ya sea de parentesco, de amistad o de simples compañeros de grupo. Estos vínculos pueden involucrar relaciones de subordinación (como la que ejerce un líder sobre el resto), fundadas en el respeto, la edad, la fuerza u otro motivo. Pero esas jerarquías están claras. Por otra parte, los integrantes del grupo siguen reglas basadas en la planificación de las actividades, lo que implica que cada individuo conoce en mayor o menor medida cómo funciona desde el punto de vista económico la microsociedad en la que vive.

En estas condiciones, cada persona sabe perfectamente que el producto de su trabajo sirve para satisfacer las necesidades colectivas. Y en la medida en que existe un plan explícito respecto a cómo el resultado de nuestro propio trabajo se relaciona con lo que la comunidad precisa, no hay mayores secretos sobre la naturaleza del producto de nuestro esfuerzo. Si me tocó hacer las carpas, el trabajo que yo hago está destinado a satisfacer directamente una necesidad social (que nadie duerma a la intemperie). No hay ningún misterio que desentrañar. Por eso nadie que vaya de campamento y se encargue de ir a buscar leña va a ver en las ramas secas tiradas en el suelo algo con propiedades sobrenaturales. Tampoco creerá que si junta más madera de la necesaria para hacer el fuego va a poder obtener algo más a cambio. Lo que le toca de la producción total de la sociedad ya está definido al momento de la planificación de la división de tareas. Es decir, si todo sale bien, cada persona que fue de campamento va a poder dormir en una carpa y alimentarse, independientemente de la tarea específica que haya realizado. Como vemos, en esta microsociedad existen intercambios de productos del trabajo, pero esas transacciones no tienen nada que ver con las que hacen los comerciantes en los mercados. La lógica no es que cada uno hace lo que le parece y en un momento del día se convoca a una reunión en el centro del campamento y todos empiezan a vociferar a garganta pelada “cambio dos papas por un lugar en una carpa para dormir”, “cambio leña por un lavado de ollas”. Esas no son las normas de funcionamiento de este tipo de sociedad. Aunque visto desde la actualidad pueda parecer absurdo, durante gran parte de la historia de la humanidad la producción y distribución de las cosas necesarias para la vida entre los miembros de la sociedad se realizó siguiendo reglas no demasiado distintas a las de un campamento. Un pequeño grupo de aborígenes del Amazonas, un conjunto de familias de pastores nómades de Asia Central o las antiguas civilizaciones de Egipto y Grecia, más allá de sus particularidades, estaban basadas fundamentalmente en relaciones personales directas y en la planificación consciente del trabajo social.

Si pensamos en una comunidad rural de la Europa feudal, no cambia mucho el esquema. Unas pocas familias podían, mediante una sencilla división del trabajo, resolver gran parte de las cuestiones económicas para asegurar su subsistencia. Algunos miembros de la sociedad realizaban el trabajo en el campo, otros se ocupaban de las tareas domésticas, otros de actividades de construcción y mantenimiento de las viviendas. Y probablemente una misma persona hacía diferentes tipos de trabajo. Por sobre esta organización familiar se encontraban relaciones de dominación explícitas, que les permitían al señor feudal (mediante el sistema de impuestos) y a la Iglesia (a través del diezmo) quedarse con una parte del excedente generado por los siervos. La violencia directa o la amenaza que ejercían los ejércitos feudales sobre los campesinos para garantizarse el cobro de los impuestos, junto con las instituciones religiosas que justificaban el pago del diezmo eclesiástico, eran mecanismos que intervenían en el reparto de la riqueza social. Pero ningún miembro de la sociedad desconocía cuáles eran las reglas de juego y cómo funcionaba la organización y la distribución de la producción. Es cierto que en este tipo de sociedades no sobraba mucho, porque —más allá de la época particular— se trataba de economías de subsistencia que se estructuraban en unidades productivas relativamente simples. Pero eso no quiere decir que no hubiera intercambio y que no existieran mercados o comerciantes. Cuando quedaba un remanente de productos (gracias a una buena cosecha o a alguna otra circunstancia excepcional), el intercambio en ferias o mercados era una de las formas a través de las cuales quienes habían producido por encima de sus necesidades podían obtener otros bienes a cambio de lo que definitivamente no les hacía falta. También fue cobrando relevancia a lo largo del tiempo la figura del comerciante, que llegaba a una comunidad con artículos provenientes de otras partes del mundo y los intercambiaba por productos locales o por diferentes mercancías que funcionaban como dinero. De hecho, hubo pueblos enteros que se dedicaron a las actividades mercantiles (como fue el caso de los fenicios). Pero para el grueso de la humanidad, las relaciones comerciales

representaban transacciones marginales y no constituían la base de los vínculos entre los miembros de la sociedad. Tampoco determinaban la lógica de funcionamiento de la economía. Si bien esto ocurrió durante la mayor parte de la historia de la humanidad, a través de un proceso que duró varios siglos, el mercado fue adquiriendo un protagonismo cada vez más relevante en la vida de la sociedad, hasta convertirse en el principal mecanismo de organización económica. Y ahí sí que empezó una historia completamente distinta.

1.3 DEL PLAN A LA ANARQUÍA ORGANIZADA Lo que estaba terminando de crujir en la época en la que escribe Adam Smith era la forma de articulación de la sociedad y cómo se relacionaban las personas en comunidad. Algo que en la economía del campamento es obvio y evidente (qué se hace, quién lo hace y cómo se distribuyen las cosas), en la sociedad actual nadie lo sabe. O al menos nadie es consciente de ello. Mucha gente se despierta a la mañana y sale de su casa, espera en la esquina a que pase un colectivo, levanta la mano, se sube cuando frena, apoya la tarjeta SUBE en el lector, se baja en la parada de la escuela, el trabajo o el club, compra una gaseosa en el kiosco, más tarde va a un bar a almorzar y le pide al mozo el menú del día, y al final de la jornada hace las compras en el supermercado antes de volver a casa. ¿Cómo sabe uno que va a pasar un colectivo? ¿Cómo se le ocurrió a alguien dedicarse a ser colectivero y no otra cosa? ¿En base a qué plan social existen la escuela, la fábrica o el club? ¿Cómo es que hay gente que trabaja en esos establecimientos? ¿Cómo se le ocurrió al kiosquero tener una gaseosa en la heladera por si a mí me daba sed? ¿Por qué una persona que no conozco me atiende en el bar y me trae el almuerzo? ¿Cómo llegaron a las góndolas de los comercios todos los productos que necesito comprar para subsistir día a día?

No debe haber muchas personas que puedan responder estas preguntas, pero de alguna forma el mundo gira. Solo que, a diferencia de las sociedades anteriores a la nuestra, no hay ningún manual del usuario que nos indique cómo funciona nuestra economía. Esto que a nosotros nos parece natural, es algo rarísimo en términos históricos. Y es precisamente lo que Smith estaba intentando comprender. Recién casi quinientas páginas después de sus primeras reflexiones, llega a la archiconocida metáfora de la mano invisible, prácticamente lo único que muchos economistas escucharon sobre el autor escocés. Y este descubrimiento que a Smith le llevó muchos años de su vida no es otra cosa que el reconocimiento de la forma extraña en la cual se articula nuestra sociedad, que oculta a nuestros ojos sus leyes de funcionamiento. Profundicemos en este punto: lo que a simple vista parece una situación de anarquía, donde no existe un plan maestro que indique qué producir, cómo producirlo, quién debe hacer cada parte del trabajo o cómo se distribuye lo que se produce, en realidad es una forma novedosa (y muy potente) de organización social. Pero ¿qué tiene de especial el modo de relacionarnos hoy en día con el resto de la gente que nos rodea? En principio, que en la mayoría de los casos nos vinculamos con perfectos desconocidos. No sabemos demasiado sobre la vida de gran parte de la gente con la que nos cruzamos diariamente y probablemente no volvamos a ver más que por azar. De hecho, si nos dirigimos la palabra con otras personas es pura y exclusivamente para intercambiar algo. Y todas las cosas que intercambiamos tienen un precio. El kiosquero me da una gaseosa y yo le entrego tres billetes de 20 pesos. El mozo del bar me trae una milanesa con papas fritas y le pago 250 pesos con mi tarjeta de débito. El farmacéutico me da un antibiótico que sale 180 pesos y yo lo abono con mi tarjeta de crédito3. Si lo pensamos bien, con la mayoría de los miembros de la sociedad nos relacionamos a través del intercambio de objetos y de dinero, donde los precios cumplen un papel fundamental. Esto es precisamente lo que Smith llamaba sociedad de comerciantes. La excepción serían nuestros familiares, amigos,

parejas y unas pocas personas más (entre ellas está Amanda, con quien por más que se esfuerce en venderme todo lo que se le cruce, nos une una relación personal directa basada en lazos de sangre). Ahora bien, ¿qué es lo que la mayoría de la gente puede intercambiar para poder adquirir todas las cosas que necesita para vivir? Algunas pocas personas heredan cuantiosas fortunas, propiedades o empresas y pueden despilfarrarlas, alquilarlas o venderlas para poder obtener lo que se les dé la gana. Otros pueden acumular un determinado capital y comprar tierras o hacer un emprendimiento. Pero estos casos son los menos. La gran mayoría de los miembros de la sociedad actual lo único que tenemos para vender es nuestro trabajo. Y eso es justamente lo que cada uno de nosotros intercambia para conseguir las cosas necesarias para vivir. Esta capacidad de trabajar se la podemos vender a los empresarios, que son quienes disponen de los medios para producir bienes y servicios que luego venden en el mercado con el objetivo de obtener una ganancia. Otra alternativa es contratarnos a nosotros mismos y convertimos en emprendedores o cuentapropistas, ofreciendo en el mercado los bienes o servicios que producimos. O, en su defecto, se la podemos vender al Estado y trabajar como empleados públicos. Lo paradójico de la sociedad mercantil es que, aunque la mayoría de nosotros no tenga otra opción más que vender su trabajo, nadie está obligado formalmente a dedicarse a alguna actividad en particular, ni a intercambiar una determinada cosa, ni a hacer algo específico con su vida si no quiere. En los hechos, nadie fuerza al colectivero que pasa a la mañana por la esquina de mi casa a que se levante de madrugada, vaya a la terminal, se suba al bondi y haga el recorrido establecido para esa línea. Si no le gusta lo que hace, en teoría, podría buscar otro trabajo, dedicarse a otra cosa o decidir no trabajar y bancarse las consecuencias. Así parecen ser las reglas de la sociedad en la que vivimos. O por lo menos es como muchas veces nos dicen que funciona una economía de mercado, donde cada uno de nosotros aparentemente tiene la libertad para

decidir lo que tiene ganas de hacer. Distinto era para el hijo de un esclavo en la antigua Grecia, que no podía elegir dejar de ser esclavo y dedicarse a la filosofía y al hedonismo. Lo mismo podemos decir del hijo del zapatero de una aldea medieval, que vivía en una economía organizada de tal manera que los hijos seguían la profesión de sus padres porque las propias instituciones sociales estaban concebidas para que hubiera un traspaso de saberes de generación en generación. A nadie (o a muy pocos) se les ocurría discontinuar la herencia familiar. Ni siquiera estaba dentro de las posibilidades que alguien se formulara la pregunta de si el oficio que le tocó en suerte le gustaba o lo realizaba como persona, o si en realidad tenía otra vocación y sería más feliz haciendo otra cosa. En la sociedad moderna, por el contrario, no hay ningún mecanismo institucional ni instancia superior que obligue a cada individuo a hacer una parte determinada del trabajo social. No lo puede hacer el Estado. No lo pueden hacer las familias. Por más ilusión que me dé que Amanda sea bajista de una banda de rock, si a ella no le gusta ese instrumento o se quiere dedicar a otra cosa, no hay demasiado que yo pueda hacer. A pesar de que esto sea formalmente así, desde ya que también existen mecanismos sociales que limitan los márgenes de elección de los individuos. Por ejemplo, unos padres muy rígidos —mediante distintas formas de extorsión económica, física o psíquica— pueden presionar a un hijo o a una hija a cursar una carrera universitaria, a desarrollar un oficio particular o a continuar con la empresa familiar. Pero si el hijo o la hija se niegan a aceptar los mandatos familiares, no pueden ser obligados a la fuerza. Por lo menos no dentro de las reglas de juego aceptadas en la sociedad. Lo mismo aplicaría al caso de una persona que está atravesando una situación de extrema necesidad y termina aceptando un salario muy bajo para realizar un determinado trabajo. Con las restricciones del caso (dónde nacimos, cómo es nuestro entorno social, con qué recursos económicos cuenta nuestra familia, qué tantas privaciones estemos pasando, etc.) y las alternativas que consideramos

disponibles, pareciera ser que son las decisiones individuales las que definen qué parte del trabajo social vamos a realizar. Mi pareja es actriz, dramaturga y profesora de teatro. Mi cuñada es profesora de francés y cantante. Su marido es editor de cine. Uno de mis hermanos es médico (al igual que su mujer), otro pequeño productor rural y el tercero técnico de un espacio cultural. Mis amigos son diseñadores gráficos, diseñadores industriales, economistas, biólogos, empleados administrativos, mecánicos, trabajadores de pequeñas empresas industriales, abogados, arquitectos, comerciantes de diferentes rubros, músicos. Otros trabajan en el mundo corporativo y en el sector financiero. También están los que se dedican a la investigación y a la academia. Otros son docentes. Algunos tienen estudios universitarios y otros no. Pero hasta donde sé, a ninguno de ellos lo forzaron (en un sentido literal) a seguir una determinada carrera o profesión ni a dedicarse a lo que hacen. Sin embargo, por algún motivo lo hacen. Independientemente de lo que hagan de su vida, ¿qué es lo que tienen todos en común? Básicamente, que todos están permanentemente mirando precios. Y el hecho de que todos los días cada individuo esté tomando decisiones en función de los precios que observa es lo que, en última instancia, termina ordenando lo que a simple vista parece una sociedad anárquica. Para decidir si va a un casting o no, mi pareja se fija lo que pagan en las publicidades, cuánto le sale el taxi o el colectivo para ir a grabar y qué puede comprar con lo que ganaría. Mientras tanto, ensaya su nueva obra de teatro por la que, a lo sumo, espera salir hecha (lo que también implica que está mirando precios). Mi cuñada da clases particulares y su expectativa es cobrar un precio por hora que le compense el esfuerzo que realiza y sirva para cubrir los gastos familiares que necesita afrontar. Su marido edita películas y documentales encerrado en su estudio y se queja por lo que le pagan, pero así y todo lo hace. Mi hermano decide si vender o no un ternero dependiendo de lo que le ofrecen y de lo que le sale mantenerlo. Todas estas decisiones individuales tienen a los precios como actores

protagónicos. Así es como la sociedad se organiza y se encarga de que sus miembros se ocupen de las diferentes tareas que es necesario hacer para que podamos subsistir. Y también a través de los precios es como se determina cuánto de la producción le toca a cada uno. Si la hora de edición y las clases particulares se pagan más caras, la familia de mi cuñada va a estar más feliz porque puede comprar más cosas para satisfacer sus necesidades. Si suben los alquileres, a los que tienen propiedades les toca una mayor proporción de la torta (y, lógicamente, a los inquilinos les toca menos). Si un empresario logra aumentar los precios de su producto por encima de lo que se incrementan sus costos, se queda con mayor rentabilidad y —por lo tanto— se apropia de una tajada más grande de la producción de la sociedad. Por eso cada vez que tomamos una decisión con respecto a qué hacer de nuestra vida se nos juega tanto. En esta sociedad de comerciantes, aparentemente todo depende de nosotros mismos. Y si nos equivocamos en la ocupación que elegimos (dentro de las restricciones que cada uno tiene), en cómo invertimos nuestros ahorros o no somos lo suficientemente buenos para hacer valer lo que tenemos, estamos condenados a pasarla mal. Si el precio de lo que tenemos para vender no es el que esperábamos, o lo que necesitamos comprar está cada vez más caro, seguramente se nos vuelva todo cuesta arriba. Dicho de otra forma, el movimiento de un precio puede cambiarnos la vida para bien o puede hundirnos. Todo depende de lo que tengamos para vender y lo que necesitemos comprar. Esa es la cuestión.

1.4 “SON CINCO PLATA”: LOS PRECIOS Y EL DINERO Nos queda claro hasta acá que cada uno de nosotros hace una parte muy chiquita del trabajo que la sociedad necesita para reproducirse. También que, para sobrevivir, no tenemos otra alternativa que intercambiar las cosas que poseemos y no necesitamos por otras que necesitamos pero producen los demás. Además,

que la mayoría de la gente lo único que tiene para vender es su capacidad de trabajar. Por último, que la sociedad nos empuja individualmente a decidir a qué nos vamos a dedicar, porque no hay ningún plan que nos indique qué debemos hacer con nuestro trabajo, con nuestro tiempo ni con lo que hayamos podido acumular. En definitiva, en la sociedad mercantil no hay ningún marco previsible para la vida humana. La única referencia que tenemos son un montón de precios que se van moviendo. En otras palabras, cuando los trabajos y la asignación de los recursos de una comunidad se realizan sin que haya un plan explícito, como es nuestro caso, y las decisiones individuales son las que —a priori— determinan qué se hace, cómo se hace, cuánto se hace y cómo se distribuye el producto generado, los precios terminan cumpliendo un papel central en la organización de la sociedad. Llegados a este punto podemos tener una idea de por qué vemos en el dinero y en las cosas materiales propiedades sobrenaturales. Si en la economía del campamento nos encontráramos un fajo de billetes con 10.000 dólares tirado en el bosque, a lo sumo nos pondríamos contentos porque con esos papeles podríamos prender el fuego más rápido. Si un cazador de la Edad de Piedra trajera a su pequeña comunidad un ciervo, no pensaría que le puede poner un precio a cada corte de carne en el que se puede dividir el animal, sino que se pondría feliz por lo bien que van a cenar ese día él y los miembros de su grupo. Si en la aldea feudal alguien se encontrara un iPhone tirado en la calle, no se le ocurriría venderlo y con esa plata comprarse un nuevo carruaje, sino que seguramente seguiría caminando por no encontrarle mayor utilidad. A nosotros, en cambio, se nos saldrían los ojos de las órbitas ante cualquiera de estas situaciones. Y tiene lógica que así sea. Esos objetos nos representan muchas más cualidades que las características físicas que poseen. Son nuestro pasaporte a conseguir una parte del trabajo social que no hacemos pero que necesitamos para subsistir o para vivir mejor. Eso es lo que tiene de particular la sociedad actual.

Los precios encierran, entonces, relaciones sociales que se establecen entre personas que viven en una sociedad que no se organiza a partir de un plan conocido y que se rige por las reglas del mercado. Por este motivo, la mayoría de las cosas tiene precio. En ningún otro momento de la historia los precios podrían haber ocupado un lugar tan preponderante en el funcionamiento de la economía. Este es el gran hallazgo de Adam Smith: reconocer el papel crucial del intercambio y, por lo tanto, de los precios en la sociedad moderna. Lógicamente, su siguiente paso fue preguntarse por qué las cosas salen lo que salen. Es decir, se propuso comprender de qué dependen los precios que se observan en el mercado y de dónde surgen las diferencias de precios entre los productos que se intercambian. Si bien su exposición es confusa y hasta contradictoria, sobre lo que nunca deja dudas es que todas las cosas que se intercambian en el mercado son productos del trabajo humano. Siendo así, la cantidad de trabajo que demanda hacer cada cosa necesariamente tiene que ser parte de la explicación del valor de las mercancías. Al plantear esta versión fundacional de una teoría del valor, sentó las bases para uno de los debates centrales de la ciencia económica. Todas las escuelas de pensamiento que se fueron desarrollando a partir de entonces retomaron de una u otra forma esta cuestión fundamental. De hecho, gran parte de las diferencias que existen entre los diversos enfoques tiene su origen en que cuentan con distintas teorías del valor. No nos vamos a meter en este debate, porque implicaría escribir un libro entero específicamente sobre estas controversias. Pero sí vamos a intentar entender cómo actualmente la ciencia económica resuelve esta discusión. Después de toda esta recorrida, el “tomá papá, son cinco plata” de Amanda cobra otro sentido. Ella no es consciente todavía, pero de algún modo entendió con sus poco más de dos años que, debido a cómo se organiza la sociedad en la que le tocó vivir, su supervivencia está atada al desarrollo de sus habilidades para cambiar lo que tiene y no necesita por eso que todos quieren: el dinero. Todavía tiene que entender que hay cosas que podría vender más caras que a

“cinco plata”, y que cuanto mayor sea el precio más le conviene. Pero eso es un detalle. Por lo pronto, a mí me tiene comprado, porque la mayor parte de las veces le alcanza con una sonrisa (por las buenas) o un berrinche (por las malas) para conseguir lo que busca. Seguramente, cuando le toque enfrentarse por sus propios medios a la selva del mercado, la historia va a ser otra. Suerte hija, la vas a necesitar.

1. Smith, Adam, La riqueza de las naciones, cap. II, pág. 45. 2. Ibidem, pág. 55. 3. Con los niveles de inflación actuales, seguramente estos precios van a resultar ridículos dentro de muy poco tiempo. Me imagino releyendo este capítulo dentro de unos meses, añorando cuando por 250 pesos se podía almorzar. Ya me está agarrando nostalgia anticipada. Pero no nos dispersemos y volvamos al texto.

2. La fábula del mercado Comencé la carrera de Economía en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA a mediados de 1995. Al igual que en el jardín, el primario y el secundario, una vez más volvía a caer en una institución pública. Fue apenas unos meses antes de que Carlos Menem lograra su reelección y —con esto— fuera ratificado en las urnas el programa de reformas promercado que venía llevando adelante desde 1990. Sin dudas se trataba del momento de mayor auge del neoliberalismo en el país. Las primeras semanas de cursada fueron intolerables, al punto que empecé a replantearme seriamente qué estaba haciendo de mi vida. No era para menos. Mis días transcurrían exclusivamente haciendo ejercicios de análisis matemático, álgebra y contabilidad, lo que se estaba convirtiendo en una verdadera tortura. No hallaba ni rastro de los temas y las discusiones económicas que había imaginado encontrar cuando decidí estudiar la carrera. Mientras atravesaba como podía mi conflicto vocacional, comencé a notar que algo extraño estaba pasando en el ambiente universitario. Cada vez con más frecuencia veía a grupos de estudiantes discutiendo en los pasillos y los patios de la Facultad. Eran los mismos que poco tiempo después comenzaron a entrar a las aulas a repartir volantes donde denunciaban que las autoridades querían cambiar los planes de estudios de las carreras. Al principio, como es lógico para un recién ingresado, no tenía idea de qué hablaban. Pero con el tiempo fui entendiendo lo que estaba ocurriendo a mi alrededor, mientras hacía derivadas e integrales, asientos contables y resolvía sistemas de ecuaciones. Con el argumento de que los programas estaban desactualizados, de que había demasiadas materias (particularmente del área de historia y ciencias sociales) y de que las carreras eran muy largas, se pretendía aggiornar la propuesta

académica de la Facultad a los tiempos que corrían. El objetivo que se decía perseguir era facilitar la “salida laboral” de los graduados. Es decir, la idea era reproducir en la universidad pública la lógica de lo que se estaba implementando a nivel nacional y darle al mercado lo que el mercado pedía. Esto incluía recortes de contenidos, eliminación de materias consideradas superfluas, menos horas de cursada y reducción al mínimo de enfoques teóricos alternativos por no creerlos relevantes para la formación del economista profesional. Si bien en general era una época de bastante apatía, muchos estudiantes, graduados y docentes se venían organizando para resistir al avance de un proyecto que degradaba los títulos y consagraba la superioridad de un solo enfoque, en una ciencia donde necesariamente tienen que convivir múltiples perspectivas. Sin terminar de tener en claro qué estaba en juego, pero consciente de que se trataba de algo lo suficientemente grave, me sumé a la Asamblea de Estudiantes de Economía que se había conformado para intentar frenar la reforma y comencé a participar de las actividades y las discusiones que, con gran dedicación y compromiso, estaban dando mis compañeros. En ese ambiente revolucionado fue donde conocí a muchos futuros economistas con los que seguí estudiando y trabajando desde entonces. Pese a la oposición de gran parte de la comunidad académica, a fines de 1996 se aprobó la reforma de los planes de estudio, que se mantienen vigentes hasta la actualidad. El neoliberalismo finalmente había logrado apropiarse de las carreras de ciencias económicas. Su marco conceptual, la denominada teoría ortodoxa, convencional o neoclásica, se había convertido definitivamente en el núcleo de la formación de los economistas. La presencia cada vez mayor de contenidos teóricos ortodoxos obligó a muchos estudiantes que buscaban otro tipo de formación a compensar por fuera de la cursada lo que se había perdido en los programas de estudio. Surgieron entonces talleres de lectura y “escuelitas” autogestionadas donde se discutían los autores y las perspectivas que para las autoridades de la Facultad no eran parte de lo que un economista debía conocer.

Así fue como cientos de alumnos, entre los que me encontraba, pudimos tener un acercamiento a Adam Smith, David Ricardo, Karl Marx, John M. Keynes, Michal Kalecki, Piero Sraffa, el pensamiento económico latinoamericano y las contribuciones de otros economistas argentinos que habían sido descartados por la reforma curricular recientemente introducida. Paralelamente, fui avanzando en la carrera formal, donde en las distintas materias nos repetían cuatrimestre tras cuatrimestre más o menos las mismas cosas, que siempre giraban en torno a las supuestas virtudes del libre mercado como mecanismo para organizar la economía de una sociedad. Esto tenía como contrapartida la necesidad de que el Estado se abstuviera de intervenir en el sistema económico, porque lo único que podía provocar cada vez que aparecía en escena eran descalabros para el normal funcionamiento del mercado. Con bastante esfuerzo, logré recibirme en diciembre del año 2000, en el contexto de la crisis del modelo de convertibilidad del que tantas maravillas me habían hablado durante gran parte de la carrera. Si todo lo que había aprendido era verdad, una vez graduado iba a ser casi un trámite insertarme en el mercado laboral y conseguir un trabajo acorde con mi formación. Desde ya que eso me parecía una utopía, porque hasta ese momento venía financiando mis gastos estudiantiles a través de changas no relacionadas con la economía, trabajos informales como periodista económico y, más tarde, como asistente en una pequeña consultora. Y los fines de semana despuntaba mi vicio con la música y me hacía unos pesitos como DJ de fiestas universitarias, casamientos y cumpleaños. Todavía no tenía una cuenta en un banco y mis empleadores no habían aportado un solo peso al sistema de seguridad social, con lo cual lo poco o mucho que había trabajado no iba a ser tenido en cuenta al momento de mi jubilación. Esto no era algo que me pasaba solo a mí, sino a la mayoría de la gente de mi edad que conocí en la Facultad. Mientras nos enseñaban que el mercado iba a resolver todos nuestros problemas y nos iba a permitir vender sin mayores inconvenientes lo único que teníamos disponible para poder sobrevivir (nuestra

capacidad de trabajar), muchos jóvenes de mi generación egresábamos pensando que jamás en la vida íbamos a tener un empleo en blanco o condiciones laborales dignas. Ya de por sí considerábamos un milagro poder conseguir un trabajo en algo más o menos relacionado con lo que habíamos estudiado, por más precario e inestable que fuera. Las cosas cambiaron bastante en nuestra economía y nuestra sociedad desde ese entonces, pero los planes de estudio de la Facultad de Ciencias Económicas más grande del país siguen siendo los mismos. Me consta porque ahora me toca estar del otro lado del aula, como docente de Finanzas Públicas, cargo al que accedí por un concurso donde lo único que se evaluaban eran contenidos ortodoxos. Las vueltas de la vida hicieron que ahora sea yo el que deba presentarles a los alumnos la visión dominante de la economía, aunque en mi caso tenga el consuelo de hacerlo de una manera crítica. Algunos amigos se preguntan qué extraño mecanismo psicológico me lleva a destinar horas de mi vida a enseñar una teoría que no comparto. Tengo una explicación: estoy convencido de que para cuestionar a la teoría convencional, primero hay que conocerla muy bien. No se puede ser crítico si no se entiende lo que se va a intentar rebatir. Por eso es fundamental comprender, aunque más no sea de una manera general, cómo funciona el mundo según la ciencia económica ortodoxa. Sobre ese relato trata este capítulo.

2.1 LIBERTAD, IGUALDAD, FRATERNIDAD Si tuviera que resumir en un par de párrafos todo lo que me enseñaron en la facultad sobre la naturaleza de una economía de mercado, la manera más fácil y directa que se me ocurre es contarlo como si fuera una fábula infantil. Había una vez un mundo que se organizaba a través del mercado. Nadie se preguntaba cuál había sido su origen ni por qué todas las personas que vivían

en él aceptaban sus reglas. Era así y a nadie se le podía ocurrir que fuera diferente. En este mundo mágico, la gente iba al mercado a intercambiar cosas que no le servían por otras que necesitaba. Ahí había otras personas que también buscaban algo que no tenían y que precisaban. No importaba cuánto tenía cada uno ni por qué algunos tenían mucho y otros muy poco. Lo maravilloso era que cuando se encontraban unos y otros, solo debían ponerse de acuerdo en un precio, intercambiarse las mercancías y volver a casa mucho más contentos que al partir, porque gracias al mercado habían conseguido algo que los hacía más felices... ¡Qué fantástico es el mercado! La tierra de la libertad… donde nadie obliga a nadie a hacer lo que no quiere… El mundo de la igualdad… donde no existen diferencias entre las personas y cada uno puede ocupar el lugar que quiera… El reino de la fraternidad… donde cada vez que intercambiamos algo nos ayudamos a estar mejor los unos a los otros… FIN. La fábula del mercado consagra a la economía moderna como la forma más acabada y perfecta de organización social. Se trata de una sociedad de seres libres, donde las personas no tienen dueño y cada uno cuenta con libertad para tomar las decisiones que quiera, sin que nadie pueda forzar su voluntad. Un esclavo del antiguo Egipto no podía decidir libremente si quería participar de la construcción de las pirámides. No tenía opción. En cambio, en el mercado todos somos libres. Da lo mismo bajo qué régimen de Gobierno nos encontremos, si es una democracia o una dictadura. En el mercado somos libres de elegir todos los días lo que queremos comprar y vender. Y eso no nos lo quita nadie. También es una sociedad de seres iguales, donde no existen castas, estamentos definidos, clases sociales ni diferencias sustanciales entre las personas. Nada nos impide ser compradores un día y vendedores el otro. No importa quién compra y quién vende, ni qué se compra y qué se vende. Y por ser todos iguales, podemos elegir ser trabajadores en una etapa de nuestra vida y empresarios en otra. O ahorrar y comprar una propiedad para después alquilarla y vivir de rentas si

preferimos eso. Solo tenemos que esforzarnos y proponérnoslo. Si en la Europa feudal uno nacía siervo, moría siervo. En la sociedad de mercado todos nacemos libres e iguales, y como tales nos relacionamos. En el mercado somos seres indiferenciados, como alumnos de primaria con guardapolvo blanco. Lo único que hacemos es ocupar funciones distintas e intercambiables, nada más. Por último, en este relato no existen las relaciones conflictivas y contradictorias. Son todos vínculos fraternos. No importa si cualquiera que alguna vez compró o vendió algo sabe que sus intereses son opuestos a los de la persona que tiene adelante. O acaso, como si estuviéramos jugando una cinchada donde cada uno tira para su lado, ¿el que compra no quiere pagar lo menos posible y el que vende no pretende cobrar lo más caro que pueda? Aunque todos sabemos que esto es así, en la fábula del mercado no nos enfrentamos con rivales que tienen objetivos antagónicos a los nuestros, sino con hermanos con los que —al intercambiar cosas— nos ayudamos a estar cada uno mejor. “¡Libertad, Igualdad, Fraternidad!”, de eso se trata, son las promesas que nos trajo la economía de mercado. La misma bandera que, no casualmente, levantó la Revolución francesa apenas unos años después de que Adam Smith publicara La riqueza de las naciones. Ahora solo resta dejar que la mano invisible haga su trabajo.

2.2 LA MANO INVISIBLE: ¿QUIÉN ME TOCÓ? La fábula del mercado es el relato sobre el que se monta la teoría económica convencional para explicar el funcionamiento de la sociedad moderna. Se trata de una construcción muy bien articulada que viene a resolver lo que a simple vista parece imposible: que una sociedad que se organiza sin seguir ningún plan establecido ni conocido por sus miembros sea viable; que en un mundo conflictivo y contradictorio reine la armonía, y que —además— las acciones de individuos que persiguen su propio beneficio traigan como resultado el bienestar

general. ¿Pero cómo es esto factible? Lo mejor es volver a recurrir a las enseñanzas de Adam Smith, quien fue seguramente el primero que —de manera gráfica y contundente— encontró la fórmula para unir todas las piezas de este rompecabezas. Veamos cómo lo hizo. Desde el comienzo de La riqueza de las naciones, para Smith no quedan dudas de que lo que mueve a cada persona es su propio interés. Jamás intentó esconderlo ni transformarlo en algo romántico. Siempre asumió que si alguien entablaba una relación de mercado era porque buscaba un beneficio individual. Eso lo toma como un dato. Y como todos los participantes del mercado tienen un comportamiento similar, para obtener algún rédito de ese vínculo y convencer a la otra parte de realizar un intercambio no se puede apelar al altruismo o la generosidad del otro. […] dame esto que deseo y obtendrás esto otro que deseas tú; y de esta manera conseguimos mutuamente la mayor parte de los bienes que necesitamos. No es la benevolencia del carnicero, el cervecero o el panadero lo que nos procura nuestra cena, sino el cuidado que ponen ellos en su propio beneficio. No nos dirigimos a su humanidad sino a su propio interés, y jamás les hablamos de nuestras necesidades sino de sus ventajas4.

Luego de definir cuál creía que era la lógica de comportamiento más elemental de las personas, Smith hace su jugada magistral: propone una explicación de cómo las acciones de individuos egoístas que solo piensan en sí mismos terminan beneficiando a todos los miembros de la sociedad. Para hacerlo recurre a la metáfora que lo hizo famoso: la mano invisible. Con esa alegoría describe el orden espontáneo que regula a una sociedad que se estructura a través de relaciones de mercado. Un orden oculto a los ojos de las personas pero que, siguiendo su razonamiento, genera como resultado el mejor de los mundos posibles. Es verdad que por regla general él ni intenta promover el interés general ni sabe en qué medida lo está

promoviendo. […] él busca sólo su propio beneficio, pero en este caso como en otros una mano invisible lo conduce a promover un objetivo que no entraba en sus propósitos. El que sea así no es necesariamente malo para la sociedad. Al perseguir su propio interés frecuentemente fomentará el de la sociedad mucho más eficazmente que si de hecho intentase fomentarlo5.

La conclusión que saca Smith es poderosa: la falta de consideración por la suerte de los demás no solo no constituye un obstáculo para el desarrollo de una sociedad armoniosa, sino que es absolutamente compatible con el bienestar general de la población. ¿Pero cómo se compatibiliza este optimismo respecto a la sociedad de mercado con las situaciones de pobreza y desigualdad que ya eran evidentes en la época de Smith? La respuesta se conoce como teoría del derrame. Consiste en la idea de que el crecimiento aparentemente ilimitado de la capacidad de generación de riqueza de la sociedad moderna es el factor que permitiría, tarde o temprano, mejorar las condiciones de vida de la mayor parte de sus miembros, más allá de las disparidades e injusticias que actualmente puedan existir entre ellos. El mensaje es que, mientras la economía se expanda, los frutos del crecimiento terminarán derramándose a todos los sectores de la sociedad. De esta forma, las situaciones de pobreza que pudiera haber en un determinado momento deberían ir resolviéndose en la medida en que el proceso de crecimiento avance. Solo es cuestión de tiempo, de paciencia y de dejar actuar al mercado libremente. Para convencernos de las bondades de la mano invisible, la fábula del mercado nos cuenta una historia muy simple y fácilmente accesible al sentido común. Sería algo así: un empresario que busca obtener ganancias está permanentemente a la caza de oportunidades; su objetivo es vender productos que los miembros de la sociedad valoren y que, por lo tanto, estén dispuestos a pagar. Pero para poder ofrecer un bien o servicio en el mercado es necesario conseguir —como mínimo— el capital que cada inversión requiera, un lugar para realizar la producción y comercialización del bien, contratar a los

trabajadores que van a llevar adelante el proceso productivo y pagar los impuestos correspondientes. Y todo eso sale plata. Para que un determinado producto genere un beneficio, el precio al cual se venda debe ser lo suficientemente alto en relación con los costos y con los impuestos. Dicho de otro modo, la rentabilidad del empresario depende de que sus ingresos alcancen para cubrir todos sus costos, hacer frente a todas sus obligaciones tributarias y le dejen un margen de ganancia. Si esto ocurre, no van a faltar empresarios que se encarguen de satisfacer la demanda de los consumidores por ese bien o servicio. Si además se puede abastecer el mercado utilizando un método de producción más barato que el actualmente en uso, el empresario que lo implemente podrá obtener una rentabilidad mayor, porque la diferencia entre sus ingresos y sus costos será más grande. De esta forma, los (buenos) empresarios que persiguen su propio interés buscan métodos productivos más eficientes y nuevas alternativas de consumo que satisfagan mejor las demandas y necesidades de la población. Así, como por arte de magia, la búsqueda del interés personal se transforma en el mercado en un mecanismo que promueve el bienestar colectivo, porque con menos esfuerzo se produce más. Pero en toda narrativa tiene que haber un condimento dramático. Y la fábula del mercado no podía ser la excepción. A través de la competencia, el mercado se encarga de expulsar a aquellos (malos) empresarios que no invierten, operan con tecnologías obsoletas o tienen costos superiores a los del resto. El cierre de fábricas, la desesperación de los comerciantes que ven cómo se desploman sus ventas, la quiebra de empresas y los carteles de “Se Alquila” en los locales forman parte del guion. Que haya empresarios que caen en desgracia (y junto con ellos sus trabajadores) no es necesariamente una tragedia para la sociedad, sino que sería —paradójicamente— algo deseable. Mediante esta suerte de proceso de selección económico se evitaría despilfarrar recursos sociales produciendo caro

lo que se podría obtener más barato. Pensemos un caso donde podamos ver a la mano invisible haciendo su trabajo. Imaginemos que caminamos un día de verano a la tardecita por los barrios donde tradicionalmente se ubican los centros gastronómicos o de esparcimiento de cualquier ciudad de la Argentina. Usando nuestro poder de abstracción, hagamos de cuenta que no encontramos a nuestro paso ninguna cervecería artesanal. Solo hay cafés y restaurantes tradicionales. No hay ninguna choppera a la vista ni ninguna mesa alta con banquetas en la calle. De repente aparece un empresario que, con un gran talento y creatividad, pone unas bombitas en la puerta de su local, compra un barril de lager artesanal que produce un amigo en la terraza de su casa y se pone a vender cerveza tirada en vasos de medio litro (pintas). Por algún motivo, le empieza a ir bien y todas las noches, después del horario laboral, el local está cada vez más lleno de gente que se agolpa en el mostrador. Mientras la facturación de este empresario aumenta sin parar, los propietarios de bares de la zona empiezan a notar que podrían obtener importantes ganancias ofreciendo un producto que, dados los costos de producción, se podría vender a un precio relativamente alto. Como no se trata de un proceso productivo demasiado sofisticado, el hecho de que exista una oportunidad de negocio lleva a que otros empresarios abran —o reconviertan— sus propios locales (poniendo las bombitas, las chopperas y las incómodas mesas y sillas altas reglamentarias). ¿Cómo termina la historia? En cuestión de tiempo, las cervecerías artesanales coparon las principales ciudades del país y se multiplicaron por miles. ¿Cómo fue que pasó esto? ¿Un funcionario iluminado interpretó una demanda de la sociedad y les dio a miles de empresarios la orden de ofrecer cerveza artesanal en sus locales para cuando la gente salga de su trabajo o quiera ir a tomar algo a la noche? De ninguna manera. Sin que nadie lo planifique, el mercado generó los incentivos para que miles de empresarios (“como guiados por una mano invisible”) destinaran su capital a satisfacer la demanda de un bien que no estaba siendo abastecido según la valoración que tenían los miembros de

la sociedad. Evidentemente, en la Argentina había una gran sed insatisfecha de cerveza artesanal. El propio mercado, a través de la operatoria del sistema de precios, se encargó de apagarla al punto de casi ahogarnos (o como mínimo emborracharnos). Pero en todo caso eso es un efecto secundario de la mano invisible, que por lo pronto no nos preocupa demasiado.

2.3 LA COMPETENCIA PERFECTA Y LA FORMACIÓN DE PRECIOS Con la metáfora de la mano invisible, Smith encontró la forma de mostrarle al mundo el secreto mejor guardado de la economía moderna: cómo se asignan los recursos en una sociedad que no sigue ningún plan explícito ni conocido por sus miembros. Pero el planteo no termina solo con la descripción del mecanismo de funcionamiento oculto de la economía de mercado. Fundamentalmente pretende ser la demostración científica de que se trata de un modo de organización que promueve el bienestar general y que es mejor que cualquier alternativa conocida (y por conocerse). Sin embargo, todavía nos faltan definir las condiciones bajo las cuales termina de cerrar el relato: la competencia perfecta. La competencia perfecta no es más que una referencia ideal de cómo deberían funcionar los mercados. En realidad, se trata de un esquema teórico que no importa si en la práctica se verifica de manera estricta. Simplemente constituye un indicativo de cómo deberían comportarse los mercados para que la mano invisible pueda hacer su trabajo eficientemente. Para que exista competencia perfecta es necesario que se cumplan una serie de requisitos: i. Tiene que haber muchos oferentes y muchos demandantes. ii. Los productos que se intercambien en cada mercado deben ser relativamente similares, independientemente de quién los venda.

iii. Todos los que participan del mercado (empresarios y consumidores) deben contar con la información necesaria para tomar sus decisiones. iv. No tiene que haber restricciones u obstáculos para ingresar al mercado, ya sea en el papel de comprador o de vendedor. ¿Pero por qué es tan importante que se cumplan estas condiciones? Para responder a esta pregunta, volvamos al mercado de las cervecerías artesanales y pensemos si, a grandes rasgos, se observan tales pautas: i. En la mayoría de los barrios hay muchos locales de este estilo y hay muchos consumidores (condición cumplida). ii. Cada pinta de cerveza artesanal es más o menos parecida (siempre y cuando sea de la misma variedad), sin importar dónde la compremos (condición cumplida)6. iii. Todos cuentan con la información relevante para tomar sus decisiones: quienes habitualmente consumen este producto están al tanto de la calidad de la cerveza y el precio al que vende cada cervecería; y los dueños de los locales conocen cuál es el método más conveniente para producirla y comercializarla, los costos de los insumos y a cuánto venden la pinta sus competidores (condición cumplida). iv. No se presentan mayores obstáculos para ingresar al mercado: para poner una cervecería artesanal no se necesitan inversiones altísimas (en términos relativos) ni existen requisitos excepcionales para poder funcionar; y, salvo ser mayores de edad, los consumidores tampoco enfrentan ninguna restricción para comprar una cerveza (condición cumplida). Si nos ponemos de acuerdo en que el mercado de las cervecerías artesanales tiene más o menos estas características, entonces podemos hacer de cuenta que existe competencia perfecta para poder sacar algunas conclusiones sobre qué sucede cuando se dan estas circunstancias.

En principio, podemos estar seguros de que va a tender a haber un único precio para la cerveza artesanal, independientemente de dónde la compremos. Ningún local podría vender durante demasiado tiempo una pinta a un precio superior al que venden sus competidores, porque rápidamente perdería a todos sus clientes. Nadie estaría dispuesto a pagar una cerveza a 150 pesos, si sabe que a la vuelta puede comprar un producto relativamente similar a 100 pesos. Las diferencias de precios entre las distintas cervecerías solo pueden ser momentáneas. Una vez que los consumidores obtienen la información respecto a cuánto vende la pinta cada una, el precio debería ser más o menos el mismo en todos los locales. Pero, además, ese precio debería ser el más bajo posible en función de los costos para producir y comercializar la cerveza. Si algún empresario quisiera atraer clientes ofreciendo la pinta a 20 pesos, seguramente vendería una gran cantidad de cerveza, pero definitivamente no cubriría sus costos y se fundiría. Por eso el precio que debería regir en el mercado es el que garantice pagar todos los costos y les permita a los empresarios obtener una ganancia razonable o normal. Ganancia razonable o normal es un concepto económico que no se puede determinar concluyentemente. Se define como la rentabilidad que podría obtener un empresario invirtiendo su capital en una actividad de riesgo similar a la que estamos analizando. Por ejemplo, supongamos que abrir una pequeña cervecería artesanal requiere una inversión parecida a la que se necesita para poner un kiosco. Y asumamos también que tanto la cervecería como el kiosco son negocios que involucran más o menos el mismo riesgo (porque ambos mercados no ofrecen mayores complejidades). Siendo así, lo que el empresario esperaría ganar si invierte su capital en un local de cerveza es al menos lo mismo que podría obtener poniendo el kiosco. En caso de que el kiosco fuese más rentable, entonces el empresario va a optar por destinar su capital a esa actividad. En este ejemplo, la ganancia normal para el negocio de una cervecería artesanal sería equivalente a la que se obtiene si se

abre un kiosco. Esto no quiere decir que en un mercado de competencia perfecta no pueda haber empresarios que en un momento particular tengan rentabilidades superiores a otras actividades. Por ejemplo, el empresario que puso la primera cervecería artesanal probablemente al principio haya obtenido una cuantiosa ganancia, porque era el único que ofrecía un producto muy valorado por los consumidores (que, por lo tanto, estaban dispuestos a pagar un precio alto). Pero en la medida en que no existían demasiados obstáculos para ingresar al mercado, en cuanto otros competidores abrieron sus locales y pusieron precios más bajos, happy hours y promociones para posicionarse, quien ya estaba instalado no tuvo más opción que adecuarse a los precios de sus rivales y ver cómo sus jugosos beneficios iniciales comenzaban a evaporarse. También es factible que haya empresarios que ganen menos de lo que podrían obtener en otra actividad similar (o que directamente pierdan plata). Esto es típico en un mercado que se pone de moda y en el que se genera una sobreoferta de productos. En estas circunstancias, la propia competencia tira el precio para abajo y ya ni siquiera se pueden cubrir los costos. Esto fue lo que ocurrió en las últimas décadas con los videoclubes, los lavaderos automáticos, las canchas de paddle, los cibercafés o los parripollos. Y al parecer con las cervecerías artesanales está pasando algo similar. Si esto fuera así, algunos locales cerrarían, y los que permanezcan podrían subir nuevamente el precio hasta un nivel que les permita obtener otra vez una ganancia normal (siempre que haya gente que quiera seguir tomando cerveza). En síntesis, todo precio que observamos en el mercado lleva dentro los costos de producción y comercialización (incluyendo los salarios de los trabajadores), los impuestos que hay que pagar al Estado y la ganancia que obtiene el empresario. Si los mercados funcionan competitivamente, el precio de cada producto va a depender de cuánto sale fabricarlo y qué tanto valoren los consumidores ese bien o servicio. En este punto, cuando el precio tiende a ser único y se ubica en un nivel donde

solo se pueden obtener ganancias normales, decimos que el mercado está en equilibrio. Ahí es cuando los consumidores pagan lo que es razonable y los empresarios se llevan lo que corresponde. Y a ese lugar es precisamente donde nos debería llevar la mano invisible si todo funciona bien. Así es como explica la teoría convencional el proceso de formación de precios en el mercado y por qué las cosas valen lo que valen.

2.4 UNA TEORÍA DEL ESTADO MÍNIMO (O UNA MÍNIMA TEORÍA DEL ESTADO) La fábula del mercado y la metáfora de la mano invisible nos hablan de un mundo fascinante basado en la interacción de individuos que buscan su propio interés. Esta sociedad parecería funcionar exclusivamente a partir de decisiones independientes de un montón de personas que van actuando libremente según los incentivos que brinda el sistema de precios. No hay conflictos manifiestos. No hay situaciones que pongan en riesgo la armonía. Y el resultado es que todos estamos lo mejor posible, dadas las restricciones que tenemos. Pero si hilamos un poco más fino, hay cosas que el relato convencional no nos dice pero que son fundamentales para que cierre la historia. Pensemos en lo más básico: aunque la fábula del mercado no se preocupe por aclararlo explícitamente, resulta evidente que sin la institución de la propiedad privada no existiría el mercado, porque sería imposible relacionarnos de la forma en que lo hacemos. Si yo no puedo garantizar que se acepte que es mío lo que tengo y —simultáneamente— no asumiera que lo que tienen en su poder los demás les pertenece, no podría haber ningún intercambio en el mercado. El punto es que si repasamos la historia de la humanidad, las formas de propiedad difirieron notablemente según el momento y el lugar, y no siempre existió la propiedad privada tal como la conocemos hoy en día. Pero el relato de la economía ortodoxa funciona sobre la base de que nunca cuestionemos por qué

las cosas tienen dueño (ni cómo los dueños se hicieron propietarios de las cosas). Más aún, en este esquema, la mayoría de nosotros pensamos que ni siquiera tiene sentido preguntárselo. Tenemos que creer que siempre fue así y siempre será igual. Por otra parte, las reglas de juego del mercado establecen que nadie puede ser obligado por la fuerza o sin su consentimiento explícito a realizar ningún tipo de transacción. Cuando vamos al kiosco a comprar un alfajor, se entiende que es porque tenemos ganas de comer algo dulce y no porque alguien nos arrastra como a las vacas al feedlot para hacernos engordar. Tampoco podríamos agarrar un alfajor de la estantería y salir corriendo cuando el kiosquero esté distraído, porque nos estamos apropiando de una mercancía contra la voluntad de su propietario (a este tipo de situaciones las llamamos “hurtos”). Según esta lógica, toda relación de mercado presupone la existencia explícita o implícita de un contrato, donde se establecen derechos y obligaciones que ambas partes voluntariamente aceptan. Con el kiosquero es un contrato implícito, informal y efímero, donde acordamos que yo me puedo llevar un alfajor triple de chocolate a cambio del precio que tenga el producto. Cuando alquilamos un departamento, en cambio, interviene un contrato formal, donde nos comprometemos a cumplir los términos acordados con el propietario (valor del alquiler, duración del contrato, quién paga cada servicio, quién se hace cargo de los arreglos, en qué condiciones se tiene que devolver la propiedad, etc.). Con nuestro jefe también firmamos un contrato, donde se fija un determinado sueldo para trabajar durante cierta cantidad de horas en las actividades o tareas que nos indique. Según la fábula del mercado, si el precio del alfajor nos parece caro o barato, si el salario que nos pagan nos resulta alto o bajo, o si consideramos las condiciones de trabajo mejores o peores, se trata de otra discusión. Por acción u omisión aceptamos realizar estas transacciones en los términos pactados, sin que nadie nos fuerce a hacerlo. Si estamos disconformes, supuestamente podríamos comer otra golosina, ir a otro comercio más barato a comprar el alfajor o buscar

otro trabajo, y ni el kiosquero ni nuestro empleador podrían retenernos en esas relaciones a la fuerza. ¿Pero qué requisitos hacen falta para sostener esta ficción? Como mínimo, que se puedan ejercer los derechos de propiedad sobre las cosas que cada uno posee y que haya mecanismos para resolver cualquier tipo de conflicto. El problema es que en caso de que haya una diferencia en una relación de mercado, si las partes no se ponen de acuerdo es imposible que de ese vínculo surja la solución. Cuando la negociación no llega a buen puerto por la vía del diálogo, necesariamente no se va a cumplir la voluntad de una de las dos partes (seguramente la de la más débil). Tampoco puede darse el caso de que alguien cumpla el papel de juez y parte. Si creo que el alquiler de mi departamento es muy alto, le puedo decir al dueño que desde el mes que viene voy a pagar la mitad. Pero en caso de que el propietario no quiera cambiar el importe, no puedo ser yo el que determine la razonabilidad del nuevo valor. Justamente porque soy parte interesada. Y, por definición, mis intereses van a ser contrapuestos a los de la otra parte. Por estos motivos, en una economía de mercado donde los intercambios dependen de la voluntad, necesariamente debe existir alguien que se haga cargo de una función esencial que ninguna de las partes puede cumplir: hacer valer los derechos de propiedad y facilitar el cumplimiento de los contratos (obligando eventualmente a alguna de las partes —o a las dos— a hacer algo que no quieren en caso de algún conflicto). A ese alguien históricamente se lo llamó Estado. Es por este motivo que los economistas ortodoxos aceptan que el Estado es un “mal necesario” para que pueda desarrollarse una sociedad de mercado. Lo curioso es que raramente se preguntan “qué es el Estado” o “cómo surgió eso que llamamos Estado”, como sí lo hacen otras escuelas del pensamiento económico. Sin embargo, más allá de desconocer su naturaleza, la ciencia económica convencional tiene muy claro qué papel debe desempeñar el Estado: hacer cumplir las reglas de juego. Esto es el equivalente al papel de un árbitro en cualquier deporte. En el caso

del mercado, las reglas de juego establecen que las cosas tienen dueño, que nadie puede apropiarse de nada que sea propiedad de otra persona contra la voluntad de su poseedor, que al momento de los intercambios deben establecerse derechos y obligaciones entre las partes, y que una vez que existe un acuerdo voluntario respecto a los términos del intercambio, debe cumplirse tal cual fue pactado. El árbitro (Estado) solo tiene que asegurarse de que los jugadores del mercado sigan estas reglas, que son claras e iguales para todos, e intervenir cuando alguien hace trampa o comete una infracción. Al igual que en un deporte, el árbitro (Estado) no necesariamente tiene que estar permanentemente tocando el silbato. Su mera existencia y la posibilidad de que potencialmente sea invocado ante alguna situación puntual pueden ser suficientes para que la economía de mercado pueda funcionar. Es decir, si los jugadores se ajustan a lo que dice el reglamento, no hace falta que intervenga ninguna autoridad para que el juego pueda desarrollarse. Por ejemplo, el reglamento de básquet establece que se debe llevar la pelota con la mano. En un partido, no es común que a un jugador se le ocurra patear la pelota con el pie, porque si el árbitro lo ve sería sancionado inmediatamente. Entonces ni siquiera hace falta una acción directa para que se evite una infracción a la norma; la potencial intervención evita que este hecho contrario al espíritu del juego se produzca. Claramente, si no hubiera un árbitro se daría una mayor cantidad de situaciones donde los jugadores utilizarían el pie, en caso de que les sirviera para sacar alguna ventaja. Y si los rivales se quejaran, no habría otro mecanismo que la fuerza para resolver el problema. Como en cualquier partido, la economía ortodoxa entiende que el árbitro (Estado) tiene que influir lo mínimo posible en el juego (mercado). Se suele decir que el mejor árbitro es el que pasa desapercibido. Si el referí tiene ansias de protagonismo y está permanentemente realizando gestos, discutiendo con los jugadores o interfiriendo con las jugadas, se termina desvirtuando la competencia. Ahora bien, ¿qué debe hacer exactamente el Estado para cumplir con su papel

de árbitro en el juego del mercado? Basta con unas pocas actividades acotadas y específicas: establecimiento de las reglas de juego a través de leyes y normativas; definición y garantía del ejercicio de los derechos de propiedad; resolución de diferencias y conflictos entre privados; defensa de los miembros de la sociedad de amenazas de otras naciones, y provisión de infraestructura básica para el comercio. Un Estado relativamente pequeño que cuente con un ejército, un sistema judicial, un servicio de policía y realice determinadas obras que por sus características es difícil que pueda desarrollarlas el sector privado (caminos, puertos, etc.) debería ser suficiente para permitir el normal desempeño del mercado. Y si bien algunas vertientes más modernas del pensamiento económico convencional le agregan algunas funciones adicionales al Estado, su papel no varía demasiado. Llegados a este punto, puede haber gente a la que le parezca que el mercado es el mejor sistema posible para organizar la producción y distribución de los recursos de la sociedad, porque demostró ser un potente mecanismo de generación de riqueza. O podemos pensar que solo engendra pobreza y exclusión, y que es responsable de haber hecho crecer la desigualdad entre las personas a niveles intolerables. Pero hay una cuestión central que no podemos olvidar: la visión convencional respecto al papel del Estado en la economía se basa en el supuesto de que en la práctica es posible que la economía funcione, por regla general, en condiciones de competencia perfecta. Por eso se postula que el Estado solo debería ocuparse de sancionar a quienes, mediante trampas o infracciones, se alejen de los mandatos de la sana competencia. ¿Pero podemos asegurar que en una economía moderna la competencia es la regla y la falta de competencia la excepción? Sobre esta cuestión vamos a discutir bastante en el próximo capítulo.

4. Smith, Adam, ob. cit., cap. II, págs. 45-46. 5. Ibidem, libro 4, parte II, pág. 554. 6. Esto no quiere decir que todas las cervezas sean iguales, sino que —salvo excepciones— los consumidores van al local que les queda más cerca de la casa o del trabajo. No conozco a nadie que se cruce toda la ciudad para tomarse “la mejor pinta del condado”.

3. De la fantasía a la economía real Como todo fanático del fútbol, con lo único que soñaba de chiquito era con jugar en la primera del equipo del cual soy hincha desde la cuna. Con esa ilusión iba a entrenar al fútbol recreativo del Club Atlético Vélez Sarsfield desde los seis años. Reconozco que me costó varios meses entender que había que parar la pelota cuando un compañero te la pasaba, en vez de dejarla seguir de largo y correrla de atrás como un desquiciado. Pero a los ocho años ya era un correcto jugador que se las ingeniaba para aprovechar las oportunidades que tenía y hacer goles. Ahí fue cuando, invocando la célebre frase del Diego, “me cortaron las piernas”. Resulta que mi abuelo me llevaba a la escuelita de fútbol tres veces por semana, pero el entrenamiento terminaba tarde a la noche y yo volvía a mi casa todo mojado. Cuando me agarré la tercera gripe del año, mis viejos decidieron que ya era suficiente y no me dejaron seguir yendo. Así fue como el fútbol argentino se perdió un talento inigualable7. Pero se sabe que el deporte siempre da revancha (aunque en mi caso, no dentro de la cancha). Como mi abuelo era dirigente del club, todos los domingos iba a ver a Vélez y lo acompañaba a buscar las formaciones de los equipos a los vestuarios. Un día, cuando jugábamos con Talleres de Córdoba, estaba Santos Benigno Laciar, un boxeador cordobés que en ese entonces era campeón del mundo y evidentemente era hincha de ese club. Mi abuelo lo saludó y le pidió un autógrafo para mí. Laciar me miró, se puso a escribir una dedicatoria muy emotiva y, cuando me dio el papel firmado, me abrazó y me dijo: “Tomá, campeón”. Que un campeón del mundo me dijera “campeón” era como tocar el cielo con las manos. Debe haber sido una de las pocas satisfacciones que tuve durante los

80, porque en esa época Vélez era un permanente protagonista de los torneos, pero se quedaba siempre a mitad de camino y desde 1968 que no podía ganar un título. Por suerte, unos años más tarde la cosa cambió totalmente y pude acumular una infinidad de recuerdos futbolísticos imborrables. Como el del 16 de junio de 1996, que fue uno de los días más felices de mi vida. Esa noche Vélez recibía en el Amalfitani al Boca de Bilardo, que venía con Maradona, Caniggia, Verón, Navarro Montoya y compañía. Vélez era el último campeón y llegaba puntero del torneo. Si le ganaba a Boca, tenía la posibilidad de encaminarse hacia un nuevo título. Me acuerdo de que llegué con mi abuelo muy temprano al estadio y me resultaba imposible controlar la ansiedad. Más allá de lo que se jugaba Vélez, para mí también era muy emocionante volver a ver al Diego en una cancha. Como si faltaran condimentos, el árbitro era el polémico “sheriff” Javier Castrilli. El partido terminó 5 a 1 a favor de Vélez, con dos goles de Chilavert (uno de penal y el otro un golazo de tiro libre). A Maradona lo expulsaron antes de que terminara el primer tiempo por protestar. Cuando desencajado le fue a pedir explicaciones al referí que —imperturbable— lo miraba en silencio, se despachó con otra de sus frases épicas: “Maestro, ¿pero usted que está, muerto? ¡No está muerto! ¡Explíqueme! ¡Por favor, se lo pido!”. Durante el resto del torneo Vélez siguió con su paso arrollador y salió campeón del Clausura 1996. Al igual que un par de años antes, cuando Vélez había vencido al San Pablo en el Estadio Morumbí por la Copa Libertadores y al Milan de Italia por la Copa Intercontinental en Tokio, el club de barrio le ganaba a los poderosos y sumaba otro título más. Dejemos al hincha por un rato y paremos la pelota para reflexionar. Los logros deportivos no pueden esconder el fenómeno de fondo: las enormes desigualdades que hay en el fútbol profesional (así como en muchos otros deportes). Puede pasar (y de hecho pasa) que un club que no está entre los más fuertes en términos económicos salga campeón de un torneo. Puede darse que un

equipo humilde le gane a uno grande. Boca puede perder incluso teniendo a Maradona y a Caniggia en su plantel, así como uno de los mejores Milan de la historia fue derrotado por Vélez en Japón. Sin embargo, estos éxitos no pueden considerarse como la demostración de que con esfuerzo y haciendo las cosas bien se puede salir campeón del mundo o se le puede ganar a cualquiera. Desde ya que eso es condición necesaria, pero no altera para nada la situación de desigualdad estructural que existe. Los equipos que más veces ganan torneos y copas son siempre los de mayor trayectoria y los que cuentan con mayores recursos económicos. Que un club que no está entre los tradicionalmente considerados grandes salga campeón es una excepción. Esto ocurre por una sencilla razón: se compite en condiciones sumamente desiguales con las mismas reglas de juego. Y, por definición, esto solo favorece a los que se encuentran en una situación ventajosa en el momento inicial. Desde ya que existen casos de clubes grandes que desbarrancaron y terminaron descendiendo o rifando su prestigio por malas gestiones. Pero estos casos son los menos, así como son contados los clubes que, viniendo de atrás, pudieron consolidarse en la elite del fútbol profesional, tanto en la Argentina como en cualquier liga importante del mundo. Cuando se presentan diferencias significativas entre los competidores, si no se establecen reglas que reconozcan y compensen las desigualdades, lo único que se logra es reproducir las disparidades existentes. Por eso en el fútbol infantil y amateur se arman categorías en función de la edad de los jugadores. No tiene ningún sentido que un nene de seis años juegue competitivamente con uno de doce. No hay equivalencias. En cambio, si juegan entre sí chicos de más o menos la misma edad, el talento, el esfuerzo y el trabajo pueden ser determinantes para alcanzar un resultado. Es la misma lógica por la cual existen categorías en el boxeo. Si un peso mosca como Santos Laciar hubiese tenido que pelear contra un peso pesado como Mike Tyson, el argentino no solo jamás hubiera sido campeón mundial, sino que seguramente se hubiese tenido que retirar después de la primera

trompada. Esto que parece obvio para los deportes no entra ni de cerca en el análisis de la teoría económica convencional. Según el enfoque ortodoxo, si el Estado se encarga de garantizar que se cumplan las reglas de juego de manera pareja para todos, el resultado debería ser la mejor situación a la que la sociedad puede aspirar dados los recursos con los que cuenta. Pero esta visión jamás considera las terribles desigualdades que existen en la economía. En vez de reconocer que el sistema de mercado produjo una catástrofe en términos de la distribución de la riqueza y los ingresos de la sociedad a lo largo de su historia, la fábula del mercado invierte la prueba y asume que quienes hoy se encuentran en una situación desfavorable es porque no se esforzaron lo suficiente. Y así es como nos cuentan historias emocionantes de gente humilde que camina kilómetros por día para ir a su lugar de trabajo; de personas en situación de calle que así y todo concurren a la escuela y estudian; de cadetes que llegan a gerentes de empresas multinacionales; de emprendedores que no tenían nada y con talento y dedicación fundaron empresas que terminan cotizando en la bolsa. Estos ejemplos pretenden servir de prueba de que si uno se lo propone y se esfuerza es posible ser como Vélez ante el Milan. El problema es que Vélez hay muy pocos, y la mayor parte de los equipos jamás pueden llegar tan arriba. Pero la fantasía que alimenta el sistema de mercado es que eso es posible. Llegó la hora de romper el hechizo.

3.1 CON USTEDES, LOS FORMADORES DE PRECIOS Distintas escuelas del pensamiento económico han dedicado mucho esfuerzo a analizar cómo el mercado tiende a limitar la competencia (en vez de favorecerla) y a promover la concentración de la riqueza y los ingresos en pocas manos. Si partimos de lo que sucede todos los días en los mercados, en vez de partir de

construcciones teóricas que poco y nada tienen que ver con la realidad, nos vamos a encontrar con una historia completamente distinta al relato ortodoxo. Se trata más bien de un cuento de terror que transcurre en el sombrío mundo de los mercados concentrados. Los economistas decimos que existe una situación de concentración cuando algunos de los participantes del mercado se encuentran en una posición dominante respecto al resto, lo que significa que los compradores y los vendedores compiten en desigualdad de condiciones. El fenómeno de la concentración es algo propio del funcionamiento de una economía de mercado, y se produce como resultado de las reglas del sistema y del comportamiento de sus jugadores. Veamos por qué ocurre esto. En principio, lo que cualquier empresa busca es poder diferenciar sus productos de los de sus competidores y —a partir de esto— obtener una mayor rentabilidad. Hablamos de diferenciación de productos cuando las empresas diseñan estrategias para que los consumidores crean que lo que venden es distinto (y más conveniente) de lo que ofrecen sus rivales del mercado. Estas prácticas pueden involucrar desde el desarrollo de productos innovadores hasta mejoras en los procesos de producción que aseguren una mayor calidad. Pero también pueden estar basadas en la utilización del marketing y la publicidad para posicionar marcas y productos apelando a cuestiones no relacionadas estrictamente con las características del bien o servicio que ofrecen. Pese a que en cada mercado son pocas las empresas que efectivamente consiguen diferenciar sus productos, aquellas que lo consiguen se posicionan por encima del resto de sus competidores y obtienen grandes ventajas. Vayamos a un caso concreto. Para la mayoría de los consumidores de artículos electrónicos, los productos de Sony son diferentes (y superiores) a los de la marca de un supermercado, más allá de que en ambos casos se trate de televisores led del mismo tamaño y con los que se satisface la misma necesidad. Con esto no digo que necesariamente una marca sea mejor que la otra. Pero no hace falta hacer ningún relevamiento exhaustivo del mercado para llegar a la

conclusión de que, al mismo precio y a iguales características del producto (pulgadas y prestaciones básicas), los consumidores prefieren un Sony antes que la marca del supermercado. Seguramente Sony dedicó mucho esfuerzo y dinero durante décadas para convencernos de que sus productos son de una calidad superior al resto, al punto que hoy en día muy poca gente lo cuestionaría. Y probablemente sea cierto. El punto es que no es relevante a nuestros fines si lo que pensamos de una determinada marca o producto es real o no. Mientras lo creamos, es suficiente para que el fenómeno de diferenciación de productos exista en el mercado. Si estamos de acuerdo en esto, entonces también vamos a coincidir en que cuando pensamos en Sony y en la marca del supermercado no estamos hablando del mismo producto, por más que en ambos casos nos estemos refiriendo a un led de 42 pulgadas. Esto es ni más ni menos que lo que técnicamente los economistas llamamos diferenciación de productos en el mercado de televisores led. La diferenciación de productos es algo de lo más habitual en la economía moderna. Salvo en el caso de los denominados commodities —como se conoce a algunos bienes primarios de bajo valor agregado (como los cereales, la soja o la carne)—, en el resto de los mercados ocurre que los compradores preferimos algunas marcas a otras y no percibimos que todos los productos del mismo rubro sean iguales. La forma más extrema de este fenómeno es cuando un artículo se asocia directamente a una marca. En este caso, la ventaja que tiene la firma que lo produce es abrumadora respecto a cualquier competencia. Podemos mencionar a Paty (hamburguesas), Carilina (pañuelos de papel), Tupperware (envases plásticos), La gotita (pegamento) o Curitas (apósitos adhesivos) como ejemplos de productos que adoptan el nombre de una de las marcas que se comercializan en el mercado, lo que les da a estas empresas una posición absolutamente dominante y demuestra el éxito de las estrategias de diferenciación de producto implementadas. Esto no quiere decir que no haya otros productores de

hamburguesas, pañuelos de papel, contenedores plásticos, pegamentos o apósitos. Sino simplemente que hay empresas que por algún motivo lograron posicionarse en el mercado de una manera en la que no lo pudieron hacer sus competidores. Pensemos en otro caso paradigmático. Cuenta la leyenda que un día un empresario innovador inventó la fórmula de la Coca-Cola. Este producto, que no existía en el mercado, fue recibido con los brazos abiertos (o la boca abierta, en rigor) por los consumidores, que comenzaron a incorporarlo a su dieta diaria. Muy rápidamente, la empresa empezó a crecer de una manera extraordinaria. Mientras las ventas se expandían y los ingresos de la compañía se agigantaban, otras empresas intentaron ingresar al mercado sin éxito, porque Coca-Cola había instalado su marca de una manera tan potente, a través de campañas publicitarias millonarias, que los consumidores no estaban dispuestos a comprar ninguna alternativa que no fuera el producto estrella. Pepsi-Cola fue la única bebida que, con el tiempo, logró consolidarse en el mercado de gaseosas cola, a la sombra de Coca. Ambas compañías vienen desde hace décadas repartiéndose el mercado, sobre la base de gastos descomunales en desarrollo de productos, logística y mejoras productivas, pero también en estrategias de marketing para diferenciar su producto del resto. Con solo mirar las publicidades queda claro que la diferenciación apela fundamentalmente a las emociones (“Coca-Cola es sentir de verdad”) o a la identificación entre quienes consumen esta bebida (“Pepsi, el sabor de la nueva generación”), y no tanto a las características específicas de los productos. Por la manera en que está conformado el mercado de gaseosas en la actualidad, cualquiera que intente competirles a Coca-Cola y a Pepsi va a tener serias limitaciones para poder hacerlo. Incluso suponiendo que las empresas no hacen ninguna trampa ni tienen conductas que vayan en contra de las reglas del juego. La propia lógica del mercado lleva a que, una vez que algunas empresas lograron desarrollar alguna ventaja respecto a sus competidores, su distancia con el resto tienda a amplificarse.

Es como si en el mercado se levantara un muro que impide el ingreso de otros jugadores y limita la posibilidad de que haya competencia. Y se trata de un rubro en el que, a priori, no parece haber ningún argumento de peso para que no puedan existir muchas empresas compitiendo. ¿O acaso hay algún misterio detrás de la famosa fórmula de la Coca-Cola que no sea mezclar unas hierbas, soda y muuuuuucha azúcar? Además de la diferenciación de productos, estrategia que podemos incluir dentro de las aceptadas en el marco de las normas del mercado, existen prácticas que restringen la competencia y que se encuentran definitivamente reñidas con las reglas del juego. Por ejemplo, muchas empresas grandes buscan deliberadamente confundir a los consumidores brindando información poco clara o confusa en los envases, presentando los productos de manera engañosa en las góndolas, no precisando las características de los servicios que ofrecen, o realizando promociones poco transparentes. Estas maniobras tienen como único fin generar mayores ganancias para las empresas induciendo a los consumidores a tomar determinadas decisiones que, si contaran con la información adecuada, no tomarían. Con los mismos objetivos, históricamente las firmas más poderosas han recurrido a prácticas desleales para eliminar a sus potenciales competidores o impedirles que puedan disputar el mercado en igualdad de condiciones. Este sería el caso de una gran compañía multinacional de productos de limpieza que se pone de acuerdo con una cadena de supermercados para que los productos que fabrica la competencia no puedan acceder a las góndolas. Si es la única marca de renombre y no hay alternativas a la vista que le compitan, podrá cobrar más caros sus productos y obtener mayores ganancias (que generalmente son repartidas con el supermercado). Por su parte, la empresa más pequeña va a tener muchas dificultades para mantenerse en el mercado si tiene vedado el acceso a un punto de venta al que acude una proporción importante de los consumidores. Existen muchísimas conductas de este tipo. Son tantas que más adelante voy a destinar un capítulo entero a hablar de ellas.

A esta altura, lo que me interesa que haya quedado claro es que, tanto como consecuencia de acciones permitidas como por conductas anticompetitivas intencionales de las empresas con posición dominante, los mercados se caracterizan por la concentración y la presencia de unas pocas firmas que cuentan con un gran poder. Ese mundo donde todas las empresas y todos los consumidores son iguales, donde los bienes que se intercambian son más o menos similares y donde quienes compran disponen de toda la información relevante para la toma de decisiones, solo podría verse en una película de ciencia ficción (o en un manual de economía ortodoxo), no en la economía real. Ahora bien, ¿cuál es la consecuencia económica de que algunas empresas tengan más poder en el mercado? Básicamente, que pueden cobrar un precio superior al que cobrarían si hubiera mucha competencia, vendiendo menos de lo que podrían. Parece un sinsentido que una empresa no tenga como objetivo vender lo máximo posible, pero no lo es. Si la rentabilidad depende de qué tan alto sea el precio respecto a los costos de producir un determinado artículo, cuanto más caro cobre la empresa, mayor margen de ganancia va a tener por cada unidad que venda. Lógicamente, si hace esto todos sabemos que va a vender menos, porque cuanto más alto es el precio de un bien o servicio, menos se consume. Pero, así y todo, la empresa prefiere esta situación porque obtiene más beneficios. Sería equivalente al hipotético caso de que nos ofrecieran un empleo donde podemos decidir si trabajamos 8 horas a $100 cada una, o 5 a $200 por hora. Trabajando más a menor salario ganamos $800; trabajando menos a un mayor sueldo ganamos $1.000. En ambos casos ganamos plata. Pero la elección es clara. Lo mismo pasa con una empresa. Con ustedes, la magia de los mercados concentrados. Pero ¿quién pagaría un precio más alto por un producto para el que existen alternativas similares más baratas en el mercado? La respuesta es simple: aquellos consumidores que crean que lo ofrecido por la empresa que cobra más caro es mejor que lo que vende el resto. Esta posibilidad solo la tienen las

empresas que por alguna razón cuentan con poder de mercado. El resto de los competidores que no tienen esa ventaja van a verse obligados a vender sus productos a precios menores, obteniendo casi con seguridad menores ganancias. Cuando hay empresas que logran de manera sostenida despegar los precios de sus productos de los que cobra el resto de sus competidores, los economistas decimos que actúan como formadoras de precios. Volvamos al mercado de gaseosas cola. Si todos los consumidores estamos convencidos de que la Coca-Cola es mucho más rica que cualquier otra marca, vamos a estar dispuestos a pagar más por ese producto que por los que nos ofrece la competencia. Por eso nadie se sorprende si en la góndola de un supermercado el precio de la botella de Coca-Cola es superior a cualquier alternativa, justamente porque esa firma tiene una posición dominante en el mercado que le permite hacerlo (cosa que no podrían hacer otras empresas porque sus ventas se desplomarían). Sería irracional —y no deberíamos pretender— que Coca-Cola se autolimite y no cobre un precio más alto si de esta forma está teniendo mayores ganancias. ¿Qué pasa del otro lado del mostrador? Naturalmente, si el precio es mayor, los consumidores pueden comprar menos productos con la misma plata, e incluso hay sectores de la población imposibilitados de acceder a determinados bienes porque no cuentan con suficientes ingresos. Esto desde ya que no es un problema para la empresa, porque —por más que nos traten de convencer de que buscan la felicidad de la gente— su negocio es subir los precios (si pueden) y ganar lo máximo posible8. Así es como el puño visible de los mercados concentrados se nos aparece de repente y sin mediar palabra les pega una trompada a los actores más débiles de la economía. La sociedad de gente egoísta que buscando su propio beneficio trae como resultado el bienestar social se transforma en lo que realmente es: una sociedad donde los sectores concentrados se quedan con la mayor parte de la torta y los sectores más vulnerables sufren las consecuencias de un sistema económico que perpetúa y profundiza las desigualdades.

En palabras un poquito más técnicas, la competencia no funciona en la práctica como dicen los manuales de economía convencional, que asumen una sana y leal disputa entre las empresas por la captación de los consumidores a través de la mejora de los productos, la mayor eficiencia en la gestión, la baja de precios a partir de la reducción de los costos, la innovación tecnológica o el lanzamiento de nuevas alternativas. Por el contrario, la lógica empresaria involucra muchas veces prácticas que tienen como único fin restringir la competencia. Las grandes empresas no solo aprovechan su posicionamiento en el mercado para cobrar más caro por sus productos líderes y tener mayores márgenes de ganancia. También invaden otros segmentos de consumo con segundas y terceras marcas, que van desplazando a los potenciales competidores. Una o dos empresas, con distintas marcas destinadas a diferentes tipos de públicos, van quedándose con la mayor proporción de las góndolas. Y lo que terminan haciendo es vender los distintos productos a cada consumidor al precio máximo que puede o está dispuesto a pagar. Por ejemplo, una empresa de indumentaria deportiva puede comercializar en el mercado la remera oficial de un equipo de fútbol y al mismo tiempo vender la réplica de esa camiseta a un precio menor. Incluso en ambos casos puede ser la misma prenda, hecha en el mismo taller textil, pero con un escudo o una etiqueta diferentes, nada más. Así se apropian de mayores ingresos, incrementan su rentabilidad y limitan la competencia. Este es el fenómeno que ocurre a diario en el mercado. En resumen, lo que los economistas ortodoxos presentan como la regla (la libre competencia) es en el mejor de los casos una excepción. A pesar de ello, en los modelos básicos de los libros de texto la posibilidad de que exista una situación de concentración en los mercados se introduce recién una vez que se enseñaron las virtudes del libre mercado, como si los monopolios y los oligopolios fuesen una anomalía. Nada más alejado de la realidad. Solo por poner algunos ejemplos provenientes del sector de bienes de

consumo masivo en la Argentina, una sola empresa controla el 80% de la producción de panificados; dos empresas acaparan el 60% de las ventas de galletitas; cuatro empresas concentran el mercado azucarero; una empresa abastece más del 75% de la cerveza en el país; dos empresas se quedan con el 82% del mercado de gaseosas; cuatro empresas se reparten el 83% del mercado de productos de limpieza (jabón en polvo, lavandina, desodorante, etc.), y dos empresas dominan el 70% del mercado de champú. Podríamos seguir la enumeración, pero el punto queda claro: en los mercados que nos importan no rige bajo ningún punto de vista la competencia perfecta. La concentración no es un fenómeno exclusivo de la Argentina, sino que se reproduce, en mayor o menor medida, en todos los países del mundo. Con un solo dato se va a comprender totalmente el fenómeno: los ingresos declarados en 2019 por la mayor cadena norteamericana de supermercados fueron de 515.000 millones de dólares. Esto es similar al valor de toda la producción de un año de la Argentina, y es superior al producto bruto interno de 170 países. ¡Una sola empresa! Si a esto le sumamos que emplea a más de 2,2 millones de personas, queda claro de lo que estamos hablando. A lo largo de este capítulo fuimos descubriendo cómo la fábula del mercado esconde en realidad una historia bastante tenebrosa, donde unas pocas empresas monopolizan la capacidad de formar precios y pueden quedarse con una mayor parte de los ingresos y la riqueza de la economía. Al no cumplirse los supuestos de competencia perfecta, el relato ortodoxo automáticamente se cae como un castillo de naipes. Pero en vez de ponerse al nivel de los mortales e intentar explicar lo que ocurre en la vida real, la ciencia económica convencional nos mira desde las alturas y pretende que la realidad se ajuste a su teoría. Y cuando se hace evidente que eso no sucede y que no puede dar cuenta de las cuestiones más elementales de los fenómenos que vemos todos los días, la ortodoxia argumenta que lo que está mal es la realidad, no la teoría. Empecemos a decir las cosas como realmente son.

3.2 (SE ME SOLTÓ) LA CADENA DE VALOR: LA APROPIACIÓN DE LA RENTA EN UNA ECONOMÍA DE MERCADO CONCENTRADA

La concentración de mercado se observa a lo largo de las distintas cadenas de valor que forman parte de una economía moderna. Los economistas hablamos de cadenas de valor para referirnos a todas las etapas que componen un proceso productivo, desde que se obtiene la materia prima hasta que el producto terminado llega al consumidor. En este recorrido intervienen diferentes empresas, que van agregando valor y reciben ingresos por su participación en el diseño, la producción, la distribución o la comercialización de los bienes que se venden en el mercado. A título ilustrativo, analicemos el caso de la cadena láctea. Todo arranca en los tambos, donde la materia prima (leche cruda) se extrae de las vacas. Posteriormente se transporta a las fábricas, donde se procesa para obtener manteca, leche fluida, yogur o queso. Una vez envasados, los productos son distribuidos a los distintos puntos de venta final (almacenes, kioscos, supermercados, etc.), donde son comercializados y adquiridos por los consumidores. Así llega la leche (en todas sus variantes) desde el tambo a la heladera de nuestros hogares. En cada eslabón de la cadena de valor existen actores de diferente peso y se presentan desigualdades importantes en términos de estructura organizativa, capacidad financiera y tecnología. Por un lado, unos pocos tambos de gran tamaño compiten con una enorme cantidad de pequeños tamberos que operan en condiciones tecnológicas muy inferiores, lo que implica que existen rentabilidades muy diferentes según la productividad de cada uno. A su vez, unas pocas empresas lácteas compran la mayor parte de la materia prima de los tambos y procesan una vasta proporción de la leche en el país. Son grandes firmas que cuentan con una estructura logística propia (camiones, centros de

abastecimiento, etc.) y distribuyen sus productos a miles de puntos de venta. Finalmente, la mitad de los lácteos se comercializa en las grandes cadenas de supermercados y el resto se reparte en el canal minorista de menor tamaño. A lo largo de toda la cadena láctea vemos cómo un reducido grupo de jugadores de cada segmento se apropia de una porción significativa de la torta y cómo muchas empresas chicas se quedan con una parte menor. Este hecho alimenta la de por sí lógica tensión existente al momento de la distribución de los ingresos entre los integrantes de la cadena de valor. ¿Cuáles son los conflictos? Arranquemos por los que existen entre los tamberos y los industrializadores. No se trata de una cuestión personal entre gringos de campo y empresarios urbanos, sino de un inevitable choque de intereses basado en el hecho de que las empresas lácteas aspiran a pagar lo mínimo posible la materia prima, mientras que los productores primarios quieren cobrar lo más caro que esté a su alcance. En tanto, las empresas industriales tienen intereses opuestos a los comercializadores, que pretenden pagar barato los productos que les compran para después venderlos caros y tener un mayor margen de rentabilidad. Por último, los comercializadores se enfrentan con los consumidores, que quieren sacar la menor cantidad de plata posible del bolsillo por la leche, los quesos y yogures que necesitan comprar. Lo que se observa en la cadena láctea se reproduce en mayor o menor medida en cualquier cadena de valor. En última instancia, se trata de una disputa entre los distintos actores por quedarse con el dinero que dejan los consumidores en las cajas registradoras de los comercios. Algo en lo que sí están todos de acuerdo es que cuanto más pague el consumidor, más habrá para repartir. En igual sentido, cuanto más altos sean los impuestos que se aplican, menos queda para distribuirse. El Estado se transforma así en otro actor que aglutina intereses comunes a lo largo de la cadena de valor, más allá de las contradicciones irresolubles que existan entre sus integrantes. Pero los conflictos no se acaban acá. Cuando en cada etapa del proceso productivo hay empresas que cuentan con una posición dominante, aparecen

problemas entre los competidores de mayor tamaño y los más débiles de un mismo segmento. Y no se trata únicamente de la lucha desigual por el posicionamiento en el mercado; se le suma que habitualmente se establecen alianzas o sociedades entre empresas formadoras de precios de distintas etapas de la cadena de valor para perjudicar a los actores más pequeños. Por ejemplo, las cadenas de supermercados de mayor alcance y las grandes empresas proveedoras de bienes de consumo masivo suelen pactar condiciones comerciales, posiciones en góndola de los productos, plazos y formas de pago sustancialmente más ventajosas que las que los comercializadores les imponen a las empresas más chicas. Estos acuerdos permiten, por un lado, cobrarles precios superiores a los consumidores y, por el otro, ponen en una situación muy desfavorable a las pequeñas y medianas empresas que intentan competir en el mercado. Por regla general, los segmentos concentrados de la producción primaria, la industria y las grandes cadenas de comercialización son quienes tienen mayor capacidad de apropiarse de ingresos. En la mayoría de los casos, los principales perjudicados son los consumidores, que al ser millones de personas que carecen de organizaciones que representen orgánicamente sus demandas ven cómo se licua su poder adquisitivo. Los pequeños productores primarios también sufren de la desigualdad estructural que existe en las cadenas de valor, porque en la mayoría de los casos son miles de explotaciones que no cuentan con espalda financiera, con recursos tecnológicos suficientes ni con un gran poder de organización. Por debajo de estos conflictos se encuentran las contradicciones más básicas de la sociedad en la que vivimos: las que existen entre trabajadores, empresarios y rentistas. Con lo que obtienen de sus ventas, un productor tambero, un productor industrial o un supermercadista deben pagar los salarios de los trabajadores, el alquiler de sus plantas o locales, los costos financieros por los préstamos bancarios y los impuestos correspondientes. Cuanto más grande sea la parte de sus ingresos destinada a estos gastos, menos ganancias les quedan por

su negocio. Es por este elemental motivo que la clase empresarial en su conjunto tiene intereses opuestos a los de los trabajadores y los rentistas, y está en permanente tensión con el Estado respecto a sus obligaciones tributarias. Atravesando a toda la sociedad, existen otro tipo de relaciones de poder que son absolutamente relevantes para entender el funcionamiento de una economía moderna. Específicamente, las mujeres han sufrido históricamente de la inequitativa división de las tareas de cuidado en el hogar y se han hecho cargo mayoritariamente de los trabajos domésticos no remunerados, han estado expuestas a un mayor desempleo y subocupación, han desarrollado una mayor proporción de su vida laboral en la informalidad y han recibido menores remuneraciones para el mismo puesto que los varones. Esta situación asimétrica en el mercado de trabajo y en la distribución de tareas de cuidado determina una fuerte disparidad de ingresos y condiciones de vida según el género. De igual manera, se encuentran en una situación económica desfavorable determinados grupos o sectores sociales por motivos relacionados con sus características o capacidades físicas, religión, cuestiones étnicas, orientación sexual, identidad de género o nacionalidad. Cuando miramos sin anteojeras el funcionamiento de la economía real, no queda nada de esa sociedad armónica, sin conflictos estructurales y donde personas libres e iguales van tomando decisiones en función de sus intereses promoviendo simultáneamente el bienestar general. La sociedad de mercado no tiene nada que ver con la fábula que nos cuentan una y otra vez desde la ortodoxia. Por eso en este mundo el Estado no puede ser un mero árbitro imparcial. Al menos no puede serlo si se pretende mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los miembros de la sociedad. Esta es la verdadera discusión.

3.3 EL ÁRBITRO QUE ES JUEZ Y PARTE

Recapitulemos cómo llegamos hasta acá. Los enfoques ortodoxos parten de un modelo de funcionamiento de la economía donde la competencia es la norma y los mercados asignan eficientemente los recursos. Y si bien se admiten algunas excepciones a la regla, se sostiene que los desvíos en todo caso pueden corregirse con intervenciones puntuales (y limitadas) del Estado. Pero en el mundo real, donde la regla es la asimetría de poder, la concentración y la diferenciación de productos, nada de lo que predice la teoría convencional se cumple. En primer lugar, cada empresa cobra un valor distinto en función de su poder de mercado. No existe un único precio para cada tipo de producto como supone la visión ortodoxa. El mismo pantalón de jean, hecho con la misma materia prima en el mismo taller de confecciones, puede tener dos precios diferentes según la etiqueta que lleve puesta. Por otro lado, las firmas de mayor peso actúan como formadoras de precios, mientras que las pequeñas y medianas empresas se encuentran en una situación subordinada respecto a las líderes. Por último, lo que predomina son rentabilidades distintas y beneficios extraordinarios que se apropian quienes por algún motivo se encuentran en una posición dominante. En definitiva, los precios que rigen en un mercado concentrado bajo ningún punto de vista son los más bajos que podría pagar un consumidor. En estas circunstancias, los precios siguen conteniendo los costos de producción y comercialización, los impuestos que cobra el Estado y las ganancias de los empresarios. Lo que cambia respecto a lo que nos cuenta la fábula del mercado es que en la vida real los formadores de precios se apropian de ganancias extraordinarias. Esta es la diferencia entre un mercado competitivo y un mercado concentrado. Y, por definición, los mayores precios con los que obtienen las mayores ganancias las empresas concentradas se logran a expensas de los eslabones más débiles de las cadenas de valor. Las disputas al interior de los mercados, los conflictos de clase y las desigualdades manifiestas que cruzan toda la sociedad requieren replantear el

accionar del Estado que propone la teoría ortodoxa. La pregunta entonces sería: ¿qué debería hacer el Estado en una economía de mercado con estas características? Al igual que en un deporte, cuando existen diferencias significativas entre los competidores, al aplicarse reglas de juego iguales para todos los participantes lo único que se logra es validar y reproducir la desigualdad existente. Si una empresa tiene una posición dominante en el mercado, no es suficiente con que el Estado impida que haga trampa o tenga conductas anticompetitivas. La existencia de una desigualdad manifiesta entre esta firma y cualquier pequeña empresa, en un marco de reglas de juego parejas para todos, es suficiente para que las disparidades se mantengan e incluso se profundicen. Si el Estado no inclina la cancha en favor de los participantes más débiles del mercado, es imposible que la libre competencia traiga un resultado distinto a una mayor desigualdad. Pero la teoría económica convencional omite hablar de esto. Y no es casual. En realidad, el relato de la doctrina ortodoxa es utilizado por quienes se benefician con las reglas de juego del mercado, porque ya lograron estar en una situación de ventaja, para legitimar sus privilegios y perpetuar la desigualdad. Por este motivo, lo primero que tiene que decidir el Estado es quiénes van a ser los ganadores y quiénes serán los perdedores de sus políticas. De hecho, toda política implica una toma de posición al respecto. La fantasía de que es posible, en una sociedad plagada de contradicciones, que el Estado gobierne en beneficio de todos dejémosela a la teoría ortodoxa. Más allá de que hay esquemas de políticas que pueden, a grandes rasgos, mejorar las condiciones generales de vida de una sociedad, siempre que el Estado tome alguna medida va a haber sectores beneficiados y otros perjudicados, ya sea en términos absolutos o relativos. Por eso la decisión más elemental de cualquier gobierno es definir para quién va a gobernar. Y la respuesta no puede ser “para todos”. Si el Estado decide que los ganadores sean los que ya están en una posición privilegiada, entonces simplemente tendrá que dejar que el mercado funcione sin

mayores interferencias. Tener como objetivo que todos los participantes del mercado se dediquen a cumplir las reglas del juego, para que de esa forma la sociedad asigne y distribuya sus recursos, es lo mismo que decir que aspiramos a que el estado actual de las cosas se mantenga y se perpetúe. En ninguna economía concentrada, donde una minoría de sus miembros acumula gran parte de la riqueza y unas pocas empresas en cada mercado tienen capacidad de ejercer su poder sobre los actores más débiles, se puede esperar que el mercado resuelva todos los problemas. Jamás en la historia ocurrió algo así. Y nunca va a suceder. Si, en cambio, el Estado busca que los actuales perdedores sean los beneficiarios de sus políticas, no puede dejar esta tarea librada al mercado. Será necesario que intervenga con fuerza y consistencia en el juego, equiparando la situación de los diferentes jugadores, sin pretender que las reglas sean parejas para todos. Es la única forma de enfrentar de verdad las grandes disparidades que existen e intentar garantizar un mayor bienestar para la mayoría de los miembros de la sociedad, promoviendo que quienes se encuentran en una situación postergada puedan mejorar sistemáticamente sus condiciones de vida. Esto implica reconocer que la distribución actual de la riqueza y los ingresos en la sociedad es el resultado de cientos de años de un determinado esquema de funcionamiento del sistema de mercado, y no responsabilidad de cada individuo. Y aunque efectivamente haya miembros de la sociedad que hoy disfrutan de privilegios por el esfuerzo que realizaron a lo largo de su vida, de ninguna manera podemos aceptar el relato tradicional del pensamiento ortodoxo de que el mérito individual es la base del ascenso social y quienes no alcanzan un nivel de vida digno es porque no se esforzaron lo suficiente. Al analizar el origen de la desigualdad en la sociedad actual y el fenómeno que denomina “acumulación originaria”, Marx se refería sarcásticamente a esta inversión de la realidad. Esta acumulación originaria viene a desempeñar en la Economía política más o menos el mismo papel que desempeña en la teología el pecado original. Adán mordió la manzana y con ello el pecado se

extendió a toda la humanidad. Los orígenes de la primitiva acumulación pretenden explicarse relatándolos como una anécdota del pasado. En tiempos muy remotos —se nos dice— había, de una parte, una élite trabajadora, inteligente y sobre todo ahorrativa, y de la otra, un tropel de descamisados, haraganes, que derrochaban cuanto tenían y aún más. Es cierto que la leyenda del pecado original teológico nos dice cómo el hombre fue condenado a ganar el pan con el sudor de su rostro; pero la historia del pecado original económico nos revela por qué hay gente que no necesita sudar para comer. No importa. Así se explica que mientras los primeros acumulaban riqueza, los segundos acabaron por no tener ya nada que vender más que su pelleja. De este pecado original arranca la pobreza de la gran masa que todavía hoy, a pesar de lo mucho que trabaja, no tiene nada que vender más que a sí misma y la riqueza de los pocos, riqueza que no cesa de crecer, aunque ya haga muchísimo tiempo que sus propietarios han dejado de trabajar9.

Esto mismo que decía Marx hace más de 150 años aplica para la situación de desigualdad actual. Por eso, para determinar el papel del Estado en la economía no resulta prioritario saber por qué los ganadores son ganadores y los perdedores son perdedores. Hoy partimos de una situación de desigualdad extrema, fenómeno que se fue amplificando a lo largo de la historia de la economía de mercado. ¿Tiene sentido decirle a una persona que nace en una situación de absoluta pobreza y con prácticamente nulas posibilidades de tener una vida digna que todo lo que le pasa es por culpa de sus antepasados? ¿Puede conformarse alguien que no cubre sus necesidades básicas con una promesa de que si se deja actuar a la mano invisible sus nietos van a poder ir al colegio y sin tener que preocuparse por el desayuno? ¿Queremos legitimar procesos históricos de acumulación de riqueza que se valieron de la violencia o que estuvieron basados en infringir las mismas reglas del mercado que ahora se defienden a capa y espada? Por supuesto que no. Las recetas mágicas de la ciencia económica convencional, que dicen que implementando las mismas políticas de libre mercado en todo tiempo y lugar vamos a lograr que la sociedad despliegue todo su potencial, no tienen ningún fundamento teórico ni práctico. Por el contrario, solo favorecen la reproducción de las desigualdades existentes.

La experiencia demuestra que cada país debe encontrar la forma adecuada de intervención del Estado, según su historia, sus particularidades, su estructura productiva, su matriz socioeconómica, sus patrones culturales, su grado de concentración, sus fines sociales y distributivos. Nunca una fórmula genérica funciona para conseguir objetivos que por su propia naturaleza son muy complejos y de difícil abordaje. Desde esta perspectiva, otras corrientes del pensamiento económico, en sus diferentes variantes, entienden que el papel del Estado va mucho más allá de ser simplemente un árbitro que imparte justicia evitando que se violen las normas del mercado. O en realidad entienden que el concepto de justicia es otra cosa. En la medida en que el punto de partida es una economía concentrada y donde lo que reina es la desigualdad, el Estado debe intervenir activamente con todas las herramientas que tenga a su disposición para equilibrar una balanza que de por sí está descalibrada. Y, en cada momento y situación concreta, las políticas y los instrumentos deben ir variando, aunque los objetivos sigan siendo los mismos: promover un funcionamiento de la economía que permita la mejora generalizada de las condiciones de vida de la población y una reducción de la pobreza y la desigualdad. El Estado debe cumplir entonces una doble función. Tiene que hacer de árbitro que aplique las reglas de juego, pero a la vez ser una especie de entrenador que ayude a desarrollar las capacidades de los actores más débiles de la sociedad, de forma tal que la economía crezca mientras mejora la distribución de sus ingresos. La máxima de la teoría del derrame debe ponerse patas para arriba: no hay que crecer para después distribuir; debe distribuirse para poder crecer. El problema es que la lógica con la que históricamente funcionó el sistema de mercado le pone límites a la intervención del Estado y a la posibilidad de que pueda incidir en el grado de concentración. Los principios de libertad empresaria son invocados permanentemente por los sectores concentrados cada vez que el Estado busca restringir el accionar de los formadores de precios y proteger a los

participantes más vulnerables del mercado. Por eso la pulseada es permanente y, en cada momento, la correlación de fuerzas existente determina para qué lado se inclinan las políticas públicas. Indagar sobre los motivos por los que a veces el Estado parece seguir una lógica y a veces otra excede los alcances de este libro. Pero reconocer que de esto se trata la cuestión es central para entender cómo el Estado en los hechos reproduce o intenta revertir el statu quo. En los próximos capítulos nos esperan algunas situaciones donde estas tensiones quedan de manifiesto. Y, como en muchos ámbitos de la vida, adelanto que a veces se gana y a veces se pierde. Lo importante es ser coherente y nunca perder de vista para quién se está gobernando.

7. No digo que fuera mucho ni poco, solo distinto. 8. No conozco ninguna empresa con fines de lucro que se proponga como fin último que sus consumidores sean felices. Mientras gane plata, le da lo mismo si sus clientes creen que el precio que pagan es caro o barato, o si sufren o disfrutan de la vida. Igualmente, hay que reconocer que las campañas publicitarias que nos muestran escenas idílicas de grupos de jóvenes riendo bajo el sol suelen ser muy logradas y hacen bien al espíritu. 9. Marx, Carlos, El capital. Crítica de la economía política, libro I, cap. 24.

4. Los precios y la inflación El 15 de septiembre de 2008 estaba volando rumbo a Londres. El motivo del viaje era hacer una maestría en Desarrollo en la London School of Economics (LSE), gracias a una beca que me había otorgado el Gobierno británico. Además de continuar con mi formación de posgrado, mi idea era aprovechar esta experiencia para conocer de primera mano cómo se enseñaba desarrollo económico en una de las universidades más prestigiosas del Reino Unido, algo que siempre me había dado mucha curiosidad. En ese mismo momento, del otro lado del océano se estaba produciendo la quiebra de Lehman Brothers, el cuarto banco de inversión más grande de los Estados Unidos, que contaba con 25.000 empleados y deudas por casi 700.000 millones de dólares10. Fue la bancarrota más importante de la historia de la economía moderna y generó un terremoto en el sistema financiero internacional, dando inicio a la mayor crisis económica que se recuerde desde la Gran Depresión de 1930. Mientras el mundo explotaba en pedacitos, yo me sentía un espectador privilegiado de la novela del credit crunch, que es como se conoció al estallido de la burbuja financiera en los países desarrollados. Todos los días había un capítulo nuevo en los medios de comunicación, que dedicaban horas y horas a transmitir acalorados debates entre periodistas especializados, economistas, académicos y brókeres de la City londinense que, en medio del desconcierto generalizado, trataban de explicar qué estaba pasando. Ni bien quedó claro que la cosa venía para rato, la LSE empezó a organizar actividades específicas para analizar la coyuntura y el desenvolvimiento de la crisis. Así que durante varias semanas me dediqué a ir a charlas y conferencias que daban especialistas de la institución e invitados ocasionales, lo que me

permitió enterarme qué decían los expertos acerca de lo sucedido. Lo que más me llamaba la atención de esos encuentros era la defensa corporativa de mis colegas ante una situación que no habían visto venir ni podían explicar. Recuerdo que uno de los chistes de moda en esos eventos era que la culpa de la crisis era de la gente que puso su dinero en los bancos, por no haber depositado lo suficiente como para cubrir las pérdidas provocadas por la mala administración de los banqueros11. Lo bueno era que, pese a lo sombrío del panorama, todavía prevalecía el “humor inglés”. Pero por más que se trate de una “broma”, refleja a la perfección cómo el mundo académico nunca se hace cargo de nada y, además, jamás cree que los responsables de los problemas sean los más poderosos. La falta de anticipación de una de las crisis más importantes de la historia de la humanidad fue justamente de lo que se quejó la mismísima reina Elizabeth II, quien por esa época había venido a la LSE con motivo de la inauguración de un nuevo edificio. A propósito de su visita, las autoridades de la universidad habían organizado una presentación de varios docentes para analizar la crisis financiera. Todo venía más o menos según rezaba el protocolo, hasta que en un momento la Reina increpó sin demasiada diplomacia a uno de los que había hablado: “Si la situación era tan grave, ¿por qué ninguno de ustedes avisó antes?”. El reclamo en realidad tenía que ver con algo bien mundano: por efecto del desplome del sistema financiero, Elizabeth II había perdido 25 millones de libras de su fortuna personal. Obviamente se trataba de una pregunta interesada y que expresaba la furia que le generaba el daño patrimonial sufrido. Pero el cuestionamiento era ante todo una denuncia a la soberbia de la ciencia económica convencional, que pretendía explicar algo que todo el mundo ya estaba viendo con sus propios ojos, pero que había sido incapaz de prever (y mucho menos de prevenir). En este contexto tan particular, que se fue poniendo cada vez más interesante porque la situación económica empeoraba día a día, durante un año fui sumergiéndome en los principales debates de la teoría del desarrollo. Lo que más

me llamaba la atención era que en las distintas materias se presentaban perspectivas alternativas sobre las problemáticas del desarrollo de los países; pero, en lo relacionado estrictamente con las cuestiones económicas, era muy marcado el predominio de la teoría ortodoxa. Por regla general, después de algún que otro debate, lo que siempre se sacaba en limpio en muchas materias era que para reducir la pobreza lo más importante era garantizar las condiciones para el crecimiento (“teoría del derrame”) y que las economías donde el Estado tenía un papel demasiado presente fomentaban la ineficiencia y desincentivaban la inversión (“Estado mínimo”). Con mi inglés en proceso de construcción, de tanto en tanto intentaba discutirles a los profesores algunas de sus máximas, pero difícilmente se corrían del estrecho margen del pensamiento económico dominante. Y donde definitivamente había menos lugar para el debate era respecto a la inflación. Cada vez que se tocaba el tema se postulaba como un dogma que, en cualquier tiempo y lugar, si había inflación era porque el Estado tenía una conducta irresponsable, gastaba más de lo que recaudaba y abusaba de la maquinita de imprimir billetes. Por eso la única receta de la ortodoxia para combatir la inflación es que el Banco Central tenga una política monetaria “consistente” (eufemismo que se refiere a que deje de emitir dinero y suba la tasa de interés). Y, por supuesto, que el Estado ajuste el gasto público. Este es exactamente el mismo diagnóstico y las mismas políticas que permanentemente se proponen en la Argentina desde los sectores neoliberales para terminar con el “flagelo de la inflación”. No importa si cada vez que se implementa este tipo de planes el resultado es un desastre económico y social. La ciencia económica convencional no se caracteriza precisamente por la autocrítica. Por el contrario, siempre encuentra argumentos para justificar por qué no se cumplió lo que decía la teoría. Y nunca el motivo es que la teoría estaba mal, desde ya. A veces dan ganas de que venga una reina para poner orden y enfrentar al pensamiento ortodoxo con su propia soberbia y sus múltiples fracasos. Pero para

no reivindicar innecesariamente a ninguna monarquía, mejor intentemos descubrir por nuestros propios medios por dónde pasan los verdaderos problemas de la inflación.

4.1 SIN SEÑAL NI GPS: DISPERSIÓN DE PRECIOS Y PÉRDIDA DE REFERENCIAS Cuando los economistas hablamos de inflación nos referimos al aumento generalizado y sostenido de los precios. En otras palabras, para que haya inflación no alcanza con que unos pocos productos estén más caros debido a una situación puntual, sino que el fenómeno tiene que abarcar a una gran proporción de los bienes y servicios que se comercializan diariamente. El contexto inflacionario es especialmente desfavorable para los consumidores. Lo más evidente es que, en la medida en que nuestros ingresos no se incrementen lo suficiente, cuando los precios suben podemos comprar menos cosas con la misma plata. Pero además se nos dificulta la toma de decisiones de consumo cotidianas porque aparece el fenómeno de la dispersión de precios y se pierden las referencias. Se conoce como dispersión de precios a la existencia de diferencias significativas en el precio de un mismo producto. No nos referimos únicamente a dos artículos de la misma categoría que compiten en el mercado (como pueden ser Pampers y Huggies en el rubro pañales), sino fundamentalmente a lo que sucede cuando exactamente el mismo producto tiene precios completamente distintos dependiendo de dónde lo compremos. Esto no quiere decir que nunca existan razones para que la misma cosa tenga precios diferentes. Un caso sería cuando pagamos más caro una gaseosa en un bar que en un supermercado. En principio, tomarse la misma botella de gaseosa en un bar con amigos es un producto distinto a tomarla mirando la tele en el sillón del living de casa. El servicio de atención, la infraestructura del local y los costos asociados al mantenimiento del comercio forman parte de lo que estamos

pagando cuando nos sentamos en un bar, a diferencia de cuando compramos una gaseosa en un supermercado para disfrutar en la tranquilidad de nuestro hogar. También tiene sentido que la misma gaseosa salga más cara en un kiosco que en un supermercado, porque nos ahorramos el tener que ir hasta la góndola y hacer la cola en la caja. Además, si tenemos un antojo de gaseosa a las 3 de la mañana y vamos a un kiosco a esa hora, estamos pagando el servicio de un local abierto cuando el resto de los comercios está cerrado. Incluso hay fundamentos económicos para que la misma botella esté más cara en un kiosco que queda en un barrio comercial, donde los alquileres de los locales son más altos, que en una zona donde el valor de la tierra es mucho menor. Ninguna de estas circunstancias resulta infundada. En un caso es por el servicio que brinda el bar, en el otro por la facilidad de poder comprar más rápido y a cualquier hora, y en el otro por los mayores costos de alquileres, que hacen que el precio del producto incluya una parte de esa renta. Contrariamente a estas situaciones, hablamos de dispersión de precios cuando en dos comercios más o menos similares, situados a escasa distancia entre sí, existe una gran diferencia en el precio del mismo artículo. Esto no se justifica por ninguna cuestión económica de fondo. Pero ¿por qué un consumidor pagaría de más lo que a pocos metros puede comprar más barato? Esto que parece absurdo pasa habitualmente en un contexto de alta inflación, donde es posible encontrar la misma lata de puré de tomates a 60 pesos en el supermercado de una gran cadena, a 80 pesos en otro hipermercado a dos cuadras, a 55 en el súper chino de la vuelta, a 70 en el almacén de la esquina y a cualquier otro valor en el siguiente comercio al que vayamos. Al haber precios tan diferentes para un mismo producto, como consumidores quedamos desorientados, perdemos noción de cuánto deberían salir las cosas y no tenemos parámetros para evaluar si lo que vamos a pagar es razonable o, por el contrario, es excesivo. Tampoco es fácil acordarse de cuánto nos salió la última vez que compramos un producto ni a cuánto lo vimos en otro comercio. Y aunque lo recordemos, podemos fácilmente creer que simplemente aumentó —

como casi todo— sin necesariamente pensar que en otro lado se puede encontrar el mismo producto más barato. Cuando la inflación es elevada y la dispersión de precios es la norma, los consumidores no tenemos referencias de precios, todo nos parece posible y nada nos sorprende realmente. Los precios y sus variaciones se vuelven impredecibles. Compramos al valor indicado en los cartelitos de las góndolas, y cuando después de caminar unos pocos pasos vemos el mismo producto a un precio sustancialmente menor en otro comercio, nos agarramos la cabeza y nos sentimos estafados. En estas circunstancias, los propios consumidores —sin saberlo— terminamos validando precios que no guardan ninguna relación con los costos necesarios para producir los bienes y servicios que estamos adquiriendo. Lo que en realidad ocurre en un escenario de inflación elevada, donde lo que predomina es el descontrol de precios, es que todos tratan de aprovecharse de la situación lo máximo posible. Eso hizo uno de mis compañeros del secundario en 1989. Era justo el momento de mayor hiperinflación en el país, cuando los precios podían cambiar varias veces por día y era imposible saber cuánto salían las cosas. Quienes vivieron esa época recordarán que los repositores en los supermercados estaban permanentemente recorriendo las góndolas con una pistolita que servía para ponerle el precio a los productos. Y tranquilamente podía pasar que los precios fueran completamente distintos desde que uno entraba hasta que salía del local. En ese entonces, con mi amigo estábamos en plena etapa de fanatismo por el ping-pong. Todos los días después del colegio íbamos a su casa y pasábamos horas jugando sin parar en una mesa que tenía en el patio. Un día, antes de empezar el primer partido, me contó que se había comprado una nueva paleta. Cuando la sacó de la funda, no lo podía creer. Era un modelo que hacía rato tenía entre ceja y ceja, y que era de lo mejor que había en el mercado. Y carísima. Esperando que me dijera que se la habían regalado los padres, le pregunté cómo había hecho para conseguirla. Su respuesta me dejó helado.

Resulta que con unos pocos australes que tenía ahorrados (que minuto a minuto perdían valor), había ido al hipermercado que quedaba a cinco cuadras de su casa. Cuando llegó a la góndola de los artículos deportivos, vio que había varias marcas de paletas. Todas tenían muchos precios pegados uno arriba del otro, después de reiteradas pasadas de la pistolita remarcadora. Buscó la que le gustaba y la agarró, aunque —como era obvio— no le alcanzaba con lo que tenía para comprársela. De camino a la caja, se detuvo en la góndola de los lácteos y le arrancó el precio a un sachet de leche. Siguió caminando y sin que nadie lo viera, se lo pegó a la paleta de ping-pong. Cuando llegó la hora de pagar, la cajera del supermercado simplemente marcó en la registradora el precio que estaba arriba y le cobró ese importe. Evidentemente no hubo nada que le llamara la atención. Esta avivada (que en realidad es una “estafa”) solo se podía hacer cuando no existían los lectores de código de barras y todo era mucho más precario en el mundo del comercio. Pero el concepto se mantiene: si se perdieron las referencias de precios, ni una empleada de un supermercado que convive todos los días con los productos que se venden en el local tiene idea de cuánto pueden salir las cosas. Y aunque esta historia pueda considerarse una travesura adolescente en la que un pibe de 14 años se lleva una paleta de ping-pong al precio de una leche, no es difícil imaginarse cómo se aprovechan todos los días los formadores de precios de la confusión de los consumidores. ¿O acaso alguien tiene dudas de que aquellas empresas que logran sacar ventaja de la falta de referencia de precios no le están quitando más plata de la que corresponde a los consumidores? Dicho con el popular refrán, “a río revuelto, ganancia de pescadores”. Y ya sabemos quiénes son los que tienen la caña, el medio mundo y las redes, y quiénes nadan indefensos entre las góndolas. Afortunadamente, en las últimas décadas no volvimos a sufrir episodios hiperinflacionarios tan extremos. Pero nos acostumbramos a convivir con niveles de inflación altos y persistentes, que impiden organizar nuestras vidas como nos gustaría y que nos exponen a pérdidas de poder adquisitivo que impactan

directamente en nuestro bienestar. Pero ¿por qué aumentan los precios?

4.2 IMPULSOS INFLACIONARIOS Y SUS ANTÍDOTOS Desde hace mucho tiempo, los argentinos nos despertamos a la mañana, nos lavamos los dientes, ponemos la tele para ver el pronóstico del tiempo (o miramos en el celular la temperatura), y acto seguido nos fijamos a cuánto está el dólar. Lamentablemente, ir siguiendo la cotización de la principal divisa extranjera ya forma parte de nuestra rutina. Nos aliviamos cuando se mantiene relativamente estable. Nos alarmamos cuando pega un salto (que muchas veces no sabemos dónde va a terminar). Cuando el dólar se dispara, el dueño del garaje de la vuelta de mi casa, con el que suelo tener largas e interesantes charlas, siempre me dice que no le queda otra que subir la hora de estacionamiento y el abono mensual que cobra. A mí no me afecta en lo personal, porque mi auto vive acumulando mugre en la calle y ese precio no me significa nada. Pero no deja de llamarme la atención su razonamiento. Ni el alquiler que paga, ni los insumos que utiliza, ni la mano de obra que contrata dependen directamente de cuánto sale el dólar. Además, el dueño del garaje vive en el barrio y todos los días compra en los mismos comercios que cualquier vecino. No es que pide por Amazon la comida que consume semanalmente y como el dólar está más caro tiene que pagar más porque son productos importados. ¿Por qué cuando sube el dólar “no le queda otra” que cobrarles más a sus clientes? Por más que parezca que no hay relación entre un fenómeno y otro, la conducta del propietario del garaje es completamente lógica y racional: en una economía donde la inflación es parte de nuestra vida cotidiana, cualquier factor que empuje la suba de precios, más temprano que tarde va a terminar encareciendo todo, haciendo que con los mismos ingresos podamos comprar menos cosas. Y el que no toma la delantera en este proceso, pierde. Es como una

carrera donde nadie se quiere quedar atrás, y cualquier excusa genera una reacción defensiva de muchas personas que se resisten a ver cómo su poder adquisitivo (y con ello sus condiciones de vida) se desploman. Pero para entender por qué puede producirse un fenómeno inflacionario en una economía deberíamos arrancar por el factor que dio origen al movimiento de los precios. Los economistas hablamos de un impulso inflacionario para referirnos a la situación particular que genera la variación de uno o varios precios. Cuando algunos precios aumentan y otros no, lo que se produce es un cambio en los precios relativos. Esto significa que se modifica la relación que existía hasta entonces entre los precios que suben y todos los demás que no se modificaron. Por ejemplo, si aumenta el precio del cine y la entrada de teatro se mantiene en el mismo nivel, decimos que hubo un cambio de precios relativos porque el cine se encareció respecto al teatro. Los impulsos pueden obedecer a distintas causas, pero nos alcanza con analizar los casos más comunes, a los que les pondremos un nombre para poder identificarlos fácilmente. También vamos a mencionar algunas medidas que podrían servir para atenuar el impacto de cada uno de estos cambios en los precios. Hay que tener presente que los impulsos no suelen presentarse aislados en la práctica. Suelen coexistir varios al mismo tiempo, se mezclan, se solapan, aparecen de manera sucesiva. Los separamos únicamente a los fines de distinguirlos más claramente y entender cómo operan. Lo mismo ocurre con las políticas. Es raro que una única herramienta sea capaz de contrarrestar un impulso inflacionario. Por el contrario, generalmente se requiere de una batería de medidas consistentes entre sí.

Impulso cambiario Analicemos en primer lugar por qué se vería afectado el dueño del garaje con la

suba del dólar. En principio, el tipo de cambio es un precio clave de cualquier economía, porque es lo que traduce los precios internacionales en la moneda local. Por ejemplo, cuando el dólar está a 40 pesos, para saber cuál es el valor en pesos de cada dólar que cuesta un producto que se importa o se exporta, hay que multiplicarlo por 40. Cuanto más alto el tipo de cambio, más pesos se necesitan para comprar un dólar (y, lógicamente, más se encarecen en pesos los productos importados). Por este motivo, cuando se produce una devaluación de la moneda (suba del tipo de cambio), el precio de las cosas que se importan sube en el mercado local. Si un par de zapatos italianos sale 50 dólares cuando el tipo de cambio está a 40 pesos por dólar, el precio de ese producto en la Argentina debería ser de 2.000 pesos (50 × 40 = 2.000). Si se devalúa la moneda argentina y el dólar pasa de 40 a 50 pesos, los mismos zapatos italianos que se compraban a 2.000 pesos ahora deberían costar 2.500 pesos (50 × 50 = 2.500). Es decir, el salto del tipo de cambio se traslada a los precios internos. Lo mismo ocurre con los productos que se exportan. Pensemos en el caso de la carne. Después de una devaluación, los frigoríficos argentinos que exportan su producción reciben más pesos por cada kilo que venden afuera. Por más que el precio en dólares sea el mismo, como subió el tipo de cambio, cada dólar equivale a más pesos. Si cada kilo de carne exportado se paga 5 dólares, cuando el dólar estaba a 40 equivalía a 200 pesos; con el dólar a 50 son 250 pesos. Como a los empresarios les da lo mismo que la carne la compren los consumidores noruegos o los del Gran Buenos Aires, para seguir vendiendo en el mercado local esperan conseguir —al menos— los mismos ingresos que podrían obtener exportando. Por eso inmediatamente se produce un aumento del precio de la carne que consumen los habitantes de nuestro país para equipararse con el mayor precio que se paga afuera (en nuestro ejemplo, el kilo subiría de 200 a 250 pesos). Si el precio interno no aumentara, las empresas preferirían exportar toda su producción porque de esta forma lograrían mayor rentabilidad, sin importarles si dejan el mercado local completamente desabastecido12.

Así es como el movimiento del dólar termina afectando al dueño del estacionamiento. Si tenía que comprarse un calzado (o cualquier otro producto que tenga componentes importados), ahora va a necesitar más pesos que antes para poder adquirir este bien. Si quería hacer un asado, la carne ahora sale más cara. A este fenómeno lo llamamos impulso cambiario. Lógicamente, el antídoto para este tipo de impulso es evitar que el dólar tenga fluctuaciones muy pronunciadas. El Banco Central, organismo a cargo de la política monetaria y cambiaria, debería preocuparse por utilizar todas las herramientas que tenga a disposición para que los impulsos cambiarios no generen un descalabro en los precios internos. Si el peso se está devaluando quiere decir que hay más gente que demanda dólares que los que se están ofreciendo. Cuando esto ocurre, el Banco Central puede intervenir en el mercado cambiario vendiendo dólares de las reservas, para aliviar las presiones a la suba del tipo de cambio. O puede utilizar la tasa de interés como instrumento para desincentivar la compra de dólares y generar estímulos para que esa plata se coloque en plazos fijos, en bonos o en inversiones financieras en vez de usarse para comprar dólares como manera de ahorrar. ¿Cómo sería esto? Si la tasa de interés que pagan los bancos por los depósitos es alta, quien estaba pensando en comprar dólares puede decidir aprovechar el alto rendimiento en pesos y elegir un plazo fijo (siempre que se espere que el dólar suba menos que lo que se gana por colocar la plata en pesos). De esta manera se “descomprime” el mercado cambiario y se atenúa el incremento del dólar.

Impulso importado La observación de todos los precios en una economía muestra que una parte significativa de ellos se determina en los mercados internacionales. Se trata de los bienes o servicios transables, es decir, que se pueden comprar y vender tanto en el país como en el exterior, como el caso de los commodities (por ejemplo el

petróleo, la leche o la carne). Esto significa que el precio en dólares de cualesquiera de estos productos en cualquier mercado del mundo debería ser parecido, porque si algún productor pretende cobrarlo más caro, probablemente será desplazado por un empresario de otro país que produce bienes similares a un precio inferior. ¿Qué pasa si por algún motivo sube el precio internacional de un producto de estas características? Supongamos que se incrementa el precio del petróleo. Tanto los combustibles que se importan como los que se exportan (con la misma lógica que con la carne) van a subir de precio. Esto hace que llenar el tanque del auto sea más caro, pero también se encarecen los costos de todos los procesos productivos que utilizan petróleo y sus derivados (que son la mayoría). Desde la producción de plástico hasta la energía para poner en movimiento las fábricas, el transporte de los trabajadores a sus puestos de trabajo y la distribución de todos los bienes y servicios que se comercializan, requieren en mayor o menor medida de este insumo. Por eso, cuando se trata de un bien que se usa de manera transversal en la economía, la suba del precio internacional tiene un impacto que excede un solo mercado y se refleja en gran variedad de bienes y servicios. Cuando lo que genera el movimiento de los precios internos es la suba de un precio internacional, decimos que existe un impulso importado. Al igual que con un aumento del tipo de cambio, el dueño del garaje sufrirá las consecuencias del incremento de los precios internacionales porque aquellos productos afectados por este movimiento se van a encarecer en el mercado interno. Un antídoto para esta situación podría ser el incremento de las retenciones a las exportaciones. Veamos cómo funcionaría esta medida en el caso de una suba en el precio internacional del azúcar. Si el tipo de cambio está a 50 pesos por dólar y por cada kilo de azúcar que se vende en el mercado internacional la empresa exportadora recibe 2 dólares, le quedan 100 pesos por cada kilo. Para que coloque ese mismo kilo en el mercado interno, la empresa espera recibir al menos lo mismo que cuando exporta. Si por algún motivo sube el precio internacional del azúcar a 3 dólares por kilo, el precio interno debería aumentar a

150 pesos. Esto significa que por cuestiones que trascienden al funcionamiento de la economía argentina, el precio del azúcar subió en las góndolas un 50%. El Estado puede frenar este impulso inflacionario colocando, por ejemplo, una retención del 33% a las exportaciones de azúcar. Esto quiere decir que de cada dólar que le ingresaría a la empresa, ahora 33 centavos van a parar a las arcas del Estado y al exportador le van a quedar 67 centavos. Por lo tanto, en lugar de obtener 3 dólares por cada kilo que vende al exterior, ahora le van a ingresar 2 dólares (el 67% de los 3 dólares que ahora sale el azúcar). Naturalmente, el dólar restante lo va a recaudar el Estado. En definitiva, con la introducción de las retenciones la empresa estaría dispuesta a vender el azúcar en el mercado interno al mismo precio que antes de que subiera su precio internacional. En este punto es importante resaltar el efecto de las retenciones como mecanismo de regulación de los precios, que permite desacoplar la suba de los precios internacionales de los que rigen en el mercado interno. Es decir, más allá de generar recursos para financiar actividades que desarrolla el Estado, es fundamentalmente un instrumento muy potente de administración de precios internos.

Impulso tarifario La mayoría de los precios de los productos que se compran y se venden en una economía se determinan en los mercados. Esto significa que los empresarios son los que ponen los precios de sus productos. Pero hay una cierta cantidad de precios que se fijan a partir de decisiones del Gobierno. Generalmente representan una parte menor de los precios de la economía, pero suelen corresponder a bienes y servicios muy significativos para la población, como el caso de los denominados “servicios públicos” (agua, energía eléctrica, gas, transporte). En algunos casos, el Gobierno provee directamente estos productos a través de empresas públicas (o donde tiene mayoría accionaria), como Aerolíneas Argentinas o YPF, y en otros regula el precio al cual lo venden

empresas privadas (como Edenor/Edesur o Metrogas). Pero con seguridad en este tipo de precios tiene una injerencia directa, ya sea decidiendo cuánto cobran sus empresas o regulando a quien abastece al mercado. A estos precios la teoría económica ortodoxa los llama precios políticos. Cuando el Gobierno decide un aumento de las tarifas, automáticamente suben los precios que pagan los consumidores y las empresas por estos bienes y servicios. La política tarifaria del Gobierno, por lo tanto, determina variaciones en precios que son críticos para el consumo y la producción de una economía. A este impulso lo denominamos impulso tarifario. Como resulta obvio, un antídoto para este efecto sería que el Gobierno mantenga una política tarifaria razonable, sin provocar subas de tal magnitud que impliquen un fuerte incremento de los costos de los servicios públicos. O que, en todo caso, implemente mecanismos que compensen estos aumentos y amortigüen su impacto sobre la economía.

Impulso de costos Las tarifas de los servicios públicos son solo una parte de los costos que enfrentan las empresas y los comercios para poder funcionar. Para el resto de los insumos requeridos a lo largo de una cadena de valor, los precios se determinan generalmente según las condiciones del mercado y la relación de fuerza entre las empresas compradoras y las vendedoras. Si por algún motivo hay problemas en la oferta de un bien o servicio que se utiliza como insumo o materia prima para la fabricación de otros productos (como el aluminio, el acero, el cartón), en la medida en que no haya sustitutos que puedan reemplazarlo va a subir su precio. Pero al formar parte de otros bienes, se incrementan los costos de su producción y terminan trasladándose al precio de todos los artículos que utilizan los insumos que se encarecieron. En estas circunstancias, una dificultad puntual en la producción de un insumo difundido que hace subir su precio se extiende a través de las distintas cadenas

de valor, incrementando los precios de los productos que contienen o utilizan esta materia prima. Tal podría ser el caso de un problema en una planta productora de acero que reduce la capacidad productiva y genera un faltante de este insumo en el mercado. Cuando el origen de una suba de precios se debe a alguna circunstancia relacionada con la oferta de algún insumo difundido o simplemente a un aumento abusivo de precios de un bien o servicio que forma parte de otros procesos productivos, decimos que estamos en presencia de un impulso de costos. El antídoto para este tipo de impulso requiere de políticas específicas del Estado para mejorar la productividad en los sectores críticos y garantizar el normal abastecimiento del mercado. De igual modo, al tratarse típicamente de sectores donde hay una gran concentración, el Estado debería evitar que los formadores de precios hagan abuso de su posición dominante para obtener rentabilidades extraordinarias.

Impulso de demanda Finalmente, llegamos al caso específico que la teoría ortodoxa habitualmente señala como la única causa de la inflación. Se produce en una situación en la cual una economía se encuentra produciendo al límite de sus posibilidades (utilizando la totalidad de los recursos productivos con los que cuenta o acercándose al “pleno empleo”). En estas circunstancias, una expansión significativa de la demanda de bienes o servicios (ya sea para consumo, para inversión o para gastos del Estado), puede ser el detonante de un incremento de precios. Supongamos que todos los trabajadores de la construcción se encuentran empleados y las plantas productoras de cemento, acero y aluminio están al máximo de su capacidad. Si el Estado decide impulsar un plan ambicioso de viviendas o se comienza a desarrollar un gran emprendimiento inmobiliario

privado, es de esperar que estos proyectos compitan con los que están en curso por los trabajadores y los insumos necesarios para hacer casas y edificios. Esto implica que los salarios del sector van a tender a subir tendencialmente (porque los obreros realizan horas extras o porque los distintos emprendimientos se disputan entre sí a los trabajadores y les ofrecen mejores condiciones salariales), al tiempo que se van a encarecer los productos asociados al rubro de la construcción. El fenómeno de que la oferta no pueda satisfacer a una demanda elevada puede reproducirse en distintos mercados de la economía. En estas condiciones, naturalmente comenzarán a existir presiones para el aumento de los precios de muchos bienes y servicios. A este impulso lo llamamos impulso de demanda. Los economistas ortodoxos suelen asociar la ocurrencia de este tipo de casos a una política monetaria “inconsistente” del Banco Central, que permite que haya demasiados pesos en circulación en la economía. Este dinero se destina a demandar bienes y servicios en los mercados, sin que exista la capacidad de responder con el correspondiente aumento de la oferta. Y también se suele vincular con situaciones donde el Estado tiene déficit (gasta más de lo que recauda) y lo financia con emisión monetaria. El antídoto a este impulso tiene como principal responsable al Banco Central. Su objetivo debería ser reducir la cantidad de dinero para evitar que la economía se sobrecaliente. ¿Pero cómo se hace para sacar pesos de circulación? La respuesta no es que el Banco Central manda a toda su planta de empleados a recorrer casa por casa, empresa por empresa, comercio por comercio, pidiendo o exigiendo que le entreguen billetes. No solo porque es un trabajo inabordable, sino porque no tiene derecho a hacerlo y nadie se los entregaría. ¿Por qué? Porque en las economías de mercado, el dinero siempre se entrega a cambio de otra cosa. Para sacar pesos de circulación, el Banco Central tiene que salir a vender otros papelitos que representan títulos de deuda (como las famosas Lebac). No es ni más ni menos que un compromiso del Banco Central de devolverle a quien le

preste pesos esa misma plata, en un determinado plazo y con una cierta cantidad de intereses. Cuando vende esos papeles, como ocurre con cualquier otra venta en cualquier mercado, el Banco Central recibe en pago billetes, que son automáticamente retirados de circulación. Pero para poder sacar de circulación todos los billetes que pretende, los títulos deben ofrecer una tasa de interés suficientemente atractiva para quienes los compren. Por eso, cuanto más dinero quiere sacar el Banco Central de circulación, cuanto más seguido pretende hacerlo, o cuantas más dudas haya en el mercado sobre la capacidad de devolver el dinero al vencimiento y pagar los intereses prometidos, mayor tendrá que ser la tasa de interés que ofrezca por los títulos para tentar a los compradores y lograr su objetivo. El problema es que esa tasa de interés sirve de referencia para todo el resto de las operaciones bancarias y financieras que se realizan en la economía. Dicho de otra forma, cuando el Banco Central sube la tasa de interés, aumentan todas las demás: las de financiamiento de las tarjetas de crédito, las de los plazos fijos, las de los créditos hipotecarios, personales o prendarios, etcétera. Así, la consecuencia directa de enfriar la economía con tasas de interés altas es que se afecta la inversión productiva y se dificulta enormemente el financiamiento de la producción, porque pedir prestada plata para poner un comercio o una fábrica sale más caro si aumentan los intereses que hay que pagar. Lo mismo si una familia pretende sacar un crédito para consumo, o financiarse con la tarjeta de crédito. En definitiva, se trata de medidas recesivas que terminan impactando en el crecimiento y la actividad económica. Si estas políticas se aplican en un contexto de una economía efectivamente recalentada y que está funcionando por encima de su capacidad, el resultado puede ser el buscado: reducir el impulso de demanda y restablecer la estabilidad de precios. Pero si se implementan en circunstancias donde hay capacidad ociosa en las fábricas y desempleo, lo único que generan estas medidas es un freno innecesario al crecimiento. Por este motivo, cuando la inflación tiene un determinado origen y se aplican

recetas equivocadas, los resultados son negativos para la economía. Incluso más, los precios pueden seguir subiendo, pero ahora en un escenario recesivo, provocando una estanflación (estancamiento con inflación). Esta es una de las peores situaciones por las que puede atravesar una economía. Por eso es tan importante tener un diagnóstico acertado de qué es lo que está provocando el aumento generalizado de los precios. Sobre esto vamos a seguir pensando.

4.3 EL AUMENTO NUESTRO DE CADA DÍA El impulso dado por el movimiento de uno o varios precios no genera necesariamente inflación, sino que deben darse determinadas circunstancias para que esto ocurra. Pero sí podemos estar seguros de que cualquier suba de precios provoca un cambio en los precios relativos y en la distribución de los ingresos. En este sentido, la inflación es un mecanismo de carácter netamente redistributivo, quizás el más rápido y eficaz que puede existir en una economía. ¿Cómo es esto? Veámoslo con un caso concreto. Cuando sube el precio internacional de la carne, aumentan de manera directa los ingresos de los empresarios que se dedican a su producción. Al mismo tiempo, se reduce el poder adquisitivo de los consumidores de carne (que con la misma plata van a poder comprar menos kilos). Es decir, el movimiento de un precio relevante de la economía (el precio de la carne), al encarecer este producto, transfiere ingresos de manera inmediata desde los consumidores a los empresarios del sector. Esto ocurre sin que la mayor parte de la gente sea consciente de que, en el fondo, es como si a un trabajador del Gran Rosario le hubieran sacado plata de la billetera para dársela a un gran terrateniente de su misma provincia. Si se hiciera una consulta pública preguntándole a la sociedad si está de acuerdo en que el Estado les quite parte de sus ingresos a los sectores populares urbanos para dárselos a los sectores concentrados del campo, seguramente la respuesta sería

un rotundo no. Pero casi en un abrir y cerrar de ojos, este impulso importado hizo que los dueños de los frigoríficos y los terratenientes sean más ricos y los trabajadores que viven de sus salarios sean más pobres. Ambos efectos son automáticos. Este proceso podría detenerse ahí y simplemente que al subir determinados precios algunos miembros de la sociedad estén mejor y otros peor. El mecanismo inflacionario se desencadena cuando, ante un determinado impulso, se activan mecanismos de propagación, lo que termina alterando otros precios. Veamos en qué consiste este fenómeno. Cuando los consumidores se encuentran con que alguno, muchos o la mayoría de los productos que componen su canasta de consumo están más caros, sufren una pérdida del poder adquisitivo y son más pobres porque pueden comprar menos cosas. Como la mayoría obtiene sus ingresos del trabajo, ante el empeoramiento de las condiciones de vida, más temprano o más tarde —a través de las organizaciones que los representan—, van a reclamar un incremento del salario para recuperar el poder de compra perdido. Si los sindicatos logran esa recomposición, los salarios de todos los trabajadores se incrementan en mayor o menor medida (dependiendo de las condiciones existentes en cada rama de la actividad). Con el nuevo nivel de salarios aumenta el costo laboral de los empresarios, lo que reduce la rentabilidad de las empresas (calculada como la diferencia entre los ingresos y los costos). Pero los empresarios no suelen quedarse de brazos cruzados viendo cómo se achica su beneficio. Si es que no se anticiparon, para recuperar sus márgenes de ganancias intentarán trasladar a los precios de sus productos los aumentos de los salarios, lo que lleva a que los valores de muchos bienes y servicios se encarezcan. Por este motivo, una vez más el dueño del garaje de la vuelta de mi casa subiría el valor de la hora de estacionamiento y el abono mensual. Y así es como un impulso importado que se origina en el aumento del precio de un bien transable (la carne) se propaga hacia un servicio no transable como el

estacionamiento, que no se puede comprar en el exterior. Esto mismo ocurre con los cortes de pelo en la peluquería, la calesita de la plaza o el servicio que nos presta un gasista o un plomero por arreglar algún desperfecto en nuestro hogar. Al haber una suba generalizada de los precios (porque todos los empresarios trasladaron su mayor costo laboral al valor de sus productos), los trabajadores van a sufrir una nueva pérdida de poder adquisitivo, lo que lleva a que en cuestión de tiempo vuelvan a reclamar legítimamente una nueva actualización de sus ingresos. Esto retroalimenta el proceso de remarcación de precios, generando una renovada ronda inflacionaria. Este mecanismo donde diferentes sectores intentan mantener (o incrementar) sus ingresos, se denomina tradicionalmente puja distributiva, y constituye una forma habitual de propagación de los impulsos inflacionarios. Para que todo esto ocurra, el Banco Central tiene que ir satisfaciendo la mayor demanda de dinero de la economía emitiendo billetes y monedas. Es decir, si inicialmente había 10 billetes de 10 pesos que se usaban para comprar 10 remeras que salían 1 peso cada una, la cantidad total de dinero que hay en la economía son 100 pesos y se utilizan para la compraventa de 10 bienes (remeras). Si se duplica el precio de las remeras, para la misma cantidad de transacciones se va a necesitar el doble de billetes, y la cantidad total de dinero circulando va a subir a 200 pesos. En otras palabras, acompañando el proceso de puja distributiva suele darse una expansión de la cantidad de dinero que circula para que se puedan realizar transacciones a precios mayores. Una vez instalado el mecanismo inflacionario en la economía a partir de los mecanismos de impulso-propagación, todos intentan defenderse de la suba de precios. Este comportamiento lleva a que se reproduzca (e incluso amplifique) el problema. ¿De qué manera? Típicamente, en contextos inflacionarios suelen establecerse cláusulas indexatorias y/o acortarse los tiempos de negociación de los contratos (de alquiler, de condiciones salariales), lo cual retroalimenta el proceso e instaura una inercia inflacionaria que permanece en el tiempo. En este escenario también influyen factores subjetivos que le echan más nafta

al fuego. En particular, las expectativas de los empresarios respecto a la evolución de los precios contribuyen a la propagación de la inflación porque, típicamente, quienes tienen la posibilidad buscan anticiparse a los aumentos futuros por no saber a qué costo van a poder reponer lo que venden, o cuánto deberán pagar por los insumos que compren más adelante. En función de lo que crean va a ser la suba de precios, ajustan “por si acaso” los de los productos que venden. Esta reacción no siempre es defensiva, como el caso del dueño del garaje de la vuelta de mi casa, sino que también puede ser una estrategia deliberada para obtener mayores ganancias, adelantándose a los aumentos y ampliando los márgenes de rentabilidad. Lo pueden hacer fundamentalmente quienes son formadores de precios de la economía, no los pequeños y medianos empresarios. En definitiva, el mecanismo de propagación de la inflación puede tener la forma de un círculo vicioso donde intervienen elementos objetivos (impulsos y puja distributiva) y subjetivos (expectativas sobre precios futuros y niveles esperados de rentabilidad) que llevan a que el fenómeno persista y se convierta en un componente estructural del funcionamiento del sistema económico.

4.4 MISMO FENÓMENO, DISTINTOS RELATOS La principal dificultad para llegar a un consenso entre los economistas sobre la naturaleza del problema de la inflación tiene que ver con la imposibilidad de establecer cuál es la causa y cuál es la consecuencia de lo que se observa. Esto lleva habitualmente a discusiones del tipo “¿qué viene primero, el huevo o la gallina?”. Todo depende de qué marco teórico tengamos, qué metodología de análisis utilicemos, qué aspectos de lo que vemos nos resulten relevantes, qué punto de partida elijamos y quién esperamos que pague los costos. Supongamos que se produce una brusca devaluación del peso. Como ya vimos, el salto del dólar se traslada a los precios internos. Ante el

empobrecimiento de los trabajadores, las organizaciones gremiales comienzan a exigir mayores salarios y, en el marco de las negociaciones paritarias, logran una recomposición de su poder adquisitivo. Sin embargo, como se incrementó el costo laboral, los empresarios reaccionan subiendo los precios, generando una segunda ola de reclamos de los trabajadores. Ante la mayor demanda de billetes y monedas, el Banco Central responde emitiendo la cantidad de dinero necesaria para hacer frente a las transacciones que ahora se realizan a precios superiores. En este caso queda claro que la causa original de la inflación fue estrictamente un impulso cambiario (la suba del dólar). Ni la conducta de los trabajadores reclamando una recomposición salarial, ni la reacción de los empresarios remarcando los precios para mantener sus márgenes de rentabilidad, ni el comportamiento del Banco Central emitiendo dinero para cubrir la demanda tienen nada que ver con el motivo original que disparó el proceso. No obstante, los aumentos salariales, la remarcación de precios y la expansión de la cantidad de dinero son todos fenómenos que están a la vista y efectivamente ocurrieron, formando parte del mecanismo de propagación. Pero nosotros sabemos que bajo ningún punto de vista son la causa del problema. ¿Qué pasaría si describiéramos este mismo fenómeno de otra manera? Por ejemplo, partamos de las imágenes de un noticiero de televisión donde se ve una manifestación donde los trabajadores están exigiendo aumentos de sus salarios porque argumentan que los sueldos son bajos. Si consiguen incrementar sus ingresos, seguramente los empresarios en poco tiempo (si es que no lo hicieron previamente) van a remarcar los precios para sostener sus márgenes de ganancias. El Banco Central, en tanto, se verá forzado a ampliar la emisión de billetes y monedas para responder a la mayor demanda de dinero. El relato termina con el mismo noticiero yendo a un supermercado a mostrar cómo los precios de los distintos productos se fueron a las nubes. Si nos quedamos con esta descripción del mecanismo de propagación y no miramos el impulso que lo generó, fácilmente vamos a concluir que los responsables de la inflación son los trabajadores que pidieron “aumentos injustificados de sus salarios”.

Probemos por otro camino. En una radio se informa que, según fuentes confiables, los supermercados están remarcando un 20% los precios de la mayoría de los productos. Con los nuevos precios, el salario de los trabajadores ya no alcanza para comprar las mismas cosas que antes. Ante la pérdida de poder adquisitivo, los sindicatos van a reclamar mayores salarios y esto retroalimenta el fenómeno (incluyendo una nueva tanda de remarcaciones y la expansión de la cantidad de dinero de la economía, si es que el Gobierno responde satisfaciendo la demanda de billetes y monedas). Si nos creemos este cuentito, es sencillo identificar a los empresarios como los culpables de la escalada de precios, porque sin ninguna razón aparente (más que su codicia) se pusieron a remarcar y generaron un proceso inflacionario en la economía. Intentemos una última explicación para el mismo fenómeno. Un economista habitué de los programas de televisión del prime time repite a los gritos que el Gobierno está financiando su déficit con emisión monetaria, muestra números de cómo viene aumentando la cantidad de dinero de la economía y concluye que esto es lo que está generando la suba generalizada de los precios. Encima, argumenta, los sindicatos cortan las calles para pedir aumentos de sueldo y esto solo puede potenciar las presiones inflacionarias. Con este relato simple y efectivo, el dedo acusador apunta directamente al Estado. Al darle a la maquinita de imprimir billetes y monedas a lo loco, impulsó la demanda de bienes y servicios sin que la economía pudiera responder con una mayor oferta. Pero además, gracias a la irresponsabilidad de los gremios que reclaman aumentos de salarios y no tienen “moderación”, el problema se tornó aún peor. ¿Con qué versión nos quedamos? Seguramente cada uno verá con más cariño la explicación que más se acerque a su propia visión sobre cómo funciona la economía, la que más refleje su ideología y, desde ya, aquella que sea más funcional a sus intereses. Sería contradictorio que una organización de trabajadores sostenga que la culpa de la inflación la tienen los reclamos salariales. Así como una asociación de grandes empresarios difícilmente manifieste que los formadores de precios son la causa del problema. Un

funcionario público tampoco debería señalar a su propio Gobierno como el artífice de la inflación (no al menos si pretende permanecer en el cargo). Algo bastante parecido ocurre en el mundo académico. Cada escuela teórica tiene su propia explicación para el fenómeno inflacionario y tiende a interpretar los hechos de tal forma que se acomoden a su diagnóstico sobre el funcionamiento del sistema económico. Si yo estoy convencido de que la causa de la inflación es la emisión monetaria, porque mi teoría dice exactamente eso, jamás voy a ver en los datos de la realidad —que efectivamente pueden mostrar que la cantidad de dinero está subiendo— otra cosa que el motivo del problema. Y lo mismo pasa con el resto de los enfoques. Por esta razón muchas veces son tan descarnadas las discusiones sobre la inflación. Y lamentablemente no hay cómo salir de esta grieta. La imposibilidad de determinar de manera concluyente qué disparó la inflación y cuál es la secuencia del proceso es lo que está detrás de las peleas y los debates interminables entre los economistas, los panelistas de un programa de televisión y hasta los miembros de una familia. Y como los mismos acontecimientos pueden introducirse en cualquier relato para que terminen validando cualquier teoría de la inflación, nunca vamos a llegar a un acuerdo. El mayor problema es que cada diagnóstico viene asociado a un determinado esquema de políticas públicas y a una determinada receta de cómo se frena la inflación que siempre tiene ganadores y perdedores. Y no solo eso, la dinámica de precios que finalmente se instale en la economía dependerá precisamente de cuáles sean las respuestas de política por parte del Estado, pudiendo resolver, atenuar o potenciar el fenómeno inflacionario. Es decir, en función de cuáles sean los objetivos de política económica y cuál sea la explicación que se tenga sobre los aumentos de precios, los instrumentos que deberían utilizarse para hacer frente al problema son completamente distintos. Y acá empieza otro capítulo lleno de nuevas e insalvables controversias.

4.5 MUCHAS CAUSAS, MUCHAS MEDIDAS Con lo que vinimos discutiendo hasta ahora podemos sacar una conclusión fundamental: la inflación no responde a una única causa. Por eso debemos sacarnos de la cabeza todos los prejuicios o lo que nuestro sentido común nos diga respecto a este tema. No es un trabajo fácil. Cuando la inflación se instala en una economía, todos los días sufrimos sus consecuencias y necesitamos encontrar algún culpable. Esto es algo comprensible. Pero para poder reflexionar seriamente sobre un asunto tan crucial para nuestras vidas tenemos que abstraernos de lo que escuchamos diariamente en los medios de comunicación, de lo que nos llega en las redes sociales, de lo que nuestros amigos o familiares opinan cuando discutimos en un asado y de lo que nosotros mismos creemos saber sobre el tema. Me refiero a los planteos simplistas del estilo “los precios no paran de crecer porque el Gobierno tiene déficit fiscal” (aunque quien sostenga esta teoría no tenga la mínima idea de en qué consiste el déficit fiscal); “hay inflación porque el Banco Central no para de imprimir dinero” (aunque no se sepa cómo funciona el mecanismo de emisión monetaria); “¿cómo no querés que suban los precios si los sindicatos son irresponsables y reclaman salarios excesivos?” (aunque no se pueda definir qué es un salario razonable y qué es un salario excesivo), o “pagamos más caro todo porque los empresarios no paran de remarcar y se aprovechan de los consumidores” (aunque no se conozca cómo es el proceso de formación de precios en los mercados). Estas máximas, como muchas otras que podríamos seguir enumerando, en general se basan en teorías de la inflación que atribuyen —en cualquier tiempo y lugar— a un motivo único el fenómeno del incremento generalizado de los precios. La realidad es que uno, algunos o todos estos factores (sumados a otros) pueden intervenir en un proceso inflacionario. La cuestión es entender cómo juega cada uno y cómo se relacionan entre sí. Recién ahí debería empezar la discusión. El problema es que se tiende a buscar (y a encontrar) explicaciones

que apuntan a una variable en particular, simplificando una problemática que por definición es muy compleja. Esto no es casual, porque detrás de cada teoría existen tanto responsables de la inflación como políticas concretas para solucionar el problema. Y no hay que perder nunca de vista que la inflación es, ante todo, un fenómeno redistributivo. Siempre genera ganadores y perdedores. Por eso, detrás de cada teoría que elabora un diagnóstico sobre sus causas y sugiere políticas concretas para resolver el problema, están en juego grandes intereses. Y lo que se haga, siempre va a beneficiar a algunos y perjudicar a otros. Si tenemos en cuenta esto, la política antiinflacionaria no puede reducirse a un solo instrumento. Más bien, es necesario contar con un conjunto de políticas coordinadas y consistentes entre sí para evitar que se consolide un entorno inflacionario que afecte el funcionamiento del sistema económico. Para lograr este objetivo es condición necesaria contar en cada momento con un diagnóstico certero respecto a los impulsos y los mecanismos de propagación inflacionaria en curso. Es decir, si no se identifican las fuentes de la inflación (que pueden ser múltiples) ni la forma específica en la cual se extiende por la economía, es difícil aplicar los instrumentos adecuados. Pensemos nuevamente en una situación donde un impulso importado genera el cambio de precios relativos inicial (por ejemplo, la suba del precio internacional del trigo). Como vimos, el Estado podría atenuar este impulso inflacionario introduciendo (o aumentando) las retenciones a las exportaciones. Si se aplica correctamente este antídoto, podría controlarse el impulso para evitar que la propagación inflacionaria genere problemas en la economía argentina, precisamente en un contexto donde ningún factor interno provocó la suba de precios. Pero hay una cuestión crítica a considerar: esta política también genera un cambio en la distribución del ingreso respecto a la que se hubiese producido en ausencia de retenciones. Concretamente, los exportadores de trigo reciben menos ingresos de los que podrían obtener y los consumidores están mejor

relativamente. Esto es un hecho. Ahora bien, una alternativa a esa medida hubiese sido implementar un ajuste y contener los reclamos salariales, como tiende a promover la ortodoxia independientemente de cuál haya sido el impulso inflacionario. Probablemente, de este modo, tarde o temprano también se logren atenuar los mecanismos de propagación. El punto es que eso se conseguirá reduciendo el poder adquisitivo de los consumidores y legitimando al mismo tiempo una mayor rentabilidad en el sector beneficiado por el cambio en los precios relativos. En otras palabras, el impacto distributivo de las medidas que se toman no puede obviarse al momento de analizar los distintos instrumentos disponibles para enfrentar el problema de la inflación. Justamente, parte de la decisión consiste en encontrar el cóctel de antídotos que mejor se ajuste a los objetivos que se tengan, sabiendo que lo que está en juego son intereses contradictorios. Se trata en todo caso de una decisión política respecto a cómo administrar las consecuencias del impulso y la propagación de la inflación, que enriquece a ciertos sectores y perjudica a otros. Por último, no puede dejarse de lado un elemento muy relevante en cualquier discusión sobre este tema: que no haya inflación tampoco garantiza que todo marche correctamente. Basta recordar lo que ocurrió durante los años 90 en la Argentina, en plena vigencia de la Ley de Convertibilidad. En relativamente poco tiempo, la inflación había bajado abruptamente desde niveles altísimos hasta llegar prácticamente a cero. Incluso para fines de esa década había deflación, es decir, los precios bajaban en vez de subir. En la actualidad parece imposible que algo así suceda, pero pasó. Y no era nada bueno lo que provocaba ese comportamiento extraño de los precios. La recesión persistente y el dramático aumento del desempleo y la pobreza que trajo como resultado el plan de convertibilidad se manifestaban en los mercados de una manera contundente: el consumo estaba planchado y los empresarios se veían obligados a bajar continuamente los precios para intentar vender lo que producían. En muchos casos no alcanzaba con esto, y muchas

empresas y comercios terminaron cerrando, dejando a trabajadores en la calle y sin ingresos, retroalimentando este círculo vicioso. Al tratarse de una economía concentrada, se daba la paradoja de que, en una situación de deterioro económico generalizado, en los distintos mercados convivían grandes capitales que podían obtener ganancias extraordinarias con otras miles y miles de pequeñas empresas que no llegaban a cubrir sus costos. Es decir que el proceso de formación de precios en una economía concentrada sigue la misma lógica haya o no haya inflación, y no alcanza con resolver el problema de la suba de precios para garantizar un funcionamiento adecuado del sistema económico. Y mucho menos para asegurar que haya crecimiento. En este sentido, mantener la inflación controlada es una meta que cualquier Gobierno debería tener. Pero de ninguna manera puede ser un fin en sí mismo. Por el contrario, el combate de la inflación es solo uno de los aspectos a tener en cuenta, en el marco de múltiples objetivos a alcanzar. Apuntar todos los cañones contra la inflación creyendo que de esa manera se va a generar de manera inevitable el crecimiento económico, la reducción de la pobreza y la mejora en la distribución del ingreso es un pasaporte directo al fracaso en materia de política económica. De hecho, algunas teorías indican que es imposible que un proceso de crecimiento elevado y sostenido no venga asociado a presiones en los precios y a niveles más o menos altos de inflación. Descartada la pretensión de que la “lucha contra la inflación” sea la “madre de todas las batallas”, y desechadas las versiones simplistas que atribuyen el fenómeno exclusivamente a un único determinante, se caen automáticamente las recetas genéricas que pretenden resolver en todo tiempo y lugar este problema. Lamentablemente, aquellos que esperan explicaciones sencillas y soluciones simples para cualquier problema económico, no habrán encontrado en este capítulo nada de lo que buscaban. No hay un culpable, ni un malo, ni un responsable. No hay diagnósticos universales. No hay recetas mágicas. Pero nadie dijo que iba a ser fácil. O sí. Siempre está la posibilidad de quedarse con el discurso económico dominante, que reduce todo a uno o dos postulados

generales y a un par de medidas concretas, y a no hacerse ningún cuestionamiento. Pero no es la idea. Si lo que se pretende es ir más allá del sentido común, del debate superficial y de las chicanas televisivas, no queda otra que avanzar despacito y a paso firme en el conocimiento de fenómenos que son muy complejos y exigen paciencia y dedicación para poder entenderlos. En ese camino estamos.

10. Esto representaba prácticamente la suma de toda la producción de ese año de Portugal, Grecia y Nueva Zelanda. Para tener noción de lo que estamos hablando, con esa plata se podrían contratar 14.000 millones de abonos anuales de Netflix, lo que permitiría que en promedio cada argentino pueda ver películas y series por 325 años. Una locura lo que despilfarró Lehman Brothers. 11. ¡Cuack! 12. Las empresas no tendrían ningún reparo en hacer esto, porque no tienen ningún fin social que cumplir, sino que buscan fundamentalmente obtener la máxima rentabilidad posible. Y está bien que sea así porque es a lo que se dedican.

SEGUNDA PARTE

5. La cocina de una política pública: precios cuidados Aquel diciembre de 2013 será recordado no solo como uno de los más calurosos, sino como el más agobiante y sofocante de la historia reciente de la Argentina. En esas semanas se produjo la ola de calor más prolongada desde que en 1906 se iniciaron los registros meteorológicos en el país. De hecho, rigió una alerta roja por varios días consecutivos, tanto en la ciudad de Buenos Aires como en Rosario. El consumo de energía eléctrica alcanzó niveles de demanda récord, y con ellos llegaron los cortes de luz que dejaron sin servicio a miles de usuarios. La gente salió a la calle a protestar, sembrando la zona de Plaza de Mayo, sus alrededores y varios puntos de la ciudad con hogueras y cacerolazos. El microcentro porteño había adquirido un semblante apocalíptico, como si estuviéramos en un capítulo de The Walking Dead13. Como si todo esto fuera poco, también se produjo una invasión de palometas en el río Paraná que dejó un saldo de 60 mordidos, pero esto es solo un dato de calor color. Este clima asfixiante estaba en perfecta sintonía con el escenario político y económico que reinaba por aquellos días. La economía argentina venía creciendo durante la última década a una tasa altísima en términos históricos. Los salarios y las jubilaciones subían por encima de la inflación (lo que permitía un incremento sostenido del poder adquisitivo de la población). El desempleo y la pobreza habían caído drásticamente desde los picos alcanzados tras la crisis de 2001. Pero, así y todo, los principales medios de comunicación y los referentes de la oposición fogoneaban una sensación de caos. Lo que buscaban era alimentar la idea de que tarde o temprano se produciría una megadevaluación. En la Argentina esto suele ser sinónimo de incremento acelerado de la inflación y violenta transferencia de riqueza desde los

trabajadores y los jubilados hacia los sectores empresarios concentrados. Claramente, el objetivo era deslegitimar toda la política del Gobierno y tratar de obtener réditos políticos ante un eventual empeoramiento de la situación económica del país. En este contexto, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner acababa de tomar la decisión de renovar su gabinete, designando a Axel Kicillof como ministro de Economía y a mí al frente de la Secretaría de Comercio. Con Axel y buena parte del equipo económico que asumió en esa delicada coyuntura nos habíamos conocido en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA en los años 90, militando en la agrupación estudiantil independiente TNT. Desde hacía varios años veníamos trabajando juntos en el Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (Cenda), y ya teníamos cierta experiencia de gestión acumulada en el sector público. Pero en ese momento la cosa cobró otra dimensión. La Secretaría de Comercio no era un organismo público más. Era protagonista permanente de la agenda pública. La importancia que fue cobrando esta dependencia en los últimos años del Gobierno de Cristina Kirchner trascendía al funcionario que estuviera a cargo. Resultaba irrelevante si el secretario era más o menos polémico o si tenía mejores o peores modos. Si hacía su trabajo, necesariamente iba a estar en el centro de la escena. Por eso cuando entré por primera vez a la oficina, los reflectores de todos los medios de comunicación estaban permanentemente encendidos y apuntando al sillón de mi despacho del segundo piso del edificio de Diagonal Sur. Sabía que no iba a ser una tarea fácil. Como si el asunto no fuera lo suficientemente complejo, no olvidemos que afuera hacía casi 40 grados todos los días y que el país parecía estar a punto de estallar.

5.1 LA PREHISTORIA DE PRECIOS CUIDADOS

La expansión acelerada que venía experimentando el país desde 2003 y los efectos de la crisis financiera internacional habían generado tensiones evidentes en el modelo económico vigente. El crecimiento de la industria y de los ingresos de la población derivaba en un significativo aumento de las importaciones, tanto de insumos para la producción como de bienes de consumo. La desaceleración del comercio mundial no permitía incrementar en la misma proporción el ingreso de dólares por exportaciones. A su vez, los precios internos habían empezado a subir a un ritmo mayor que en los primeros años de los gobiernos kirchneristas, observándose una creciente dispersión de precios en los mercados. En esas circunstancias, los dólares habían comenzado a escasear y se había reavivado el fantasma de la inflación. A la Secretaría de Comercio le tocaba conducir dos resortes clave de la política económica. En primer lugar, tenía que administrar el comercio exterior y el faltante de dólares, priorizando las necesidades de la producción para evitar que se pusiera en jaque el proceso de recuperación industrial y de crecimiento de la economía. Por otro lado, debía implementar medidas para limitar la capacidad de los formadores de precios de aprovecharse de su posición dominante en los mercados a expensas del poder adquisitivo de los consumidores. Ese era el principal objetivo de lo que terminaría siendo Precios Cuidados. Y eso estaba claro desde el principio. Por eso nos pusimos a trabajar rápidamente en un esquema de administración de precios que fuera al fondo de la cuestión. Nuestro plan era desarrollar una política apropiada para devolver las referencias de precios a los consumidores, a fin de posiblitar la toma de decisiones de manera informada y dejar de convalidar —sin ser conscientes— precios abusivos. También pretendíamos contribuir al ordenamiento del mercado, apuntando a reducir la gran dispersión de precios existente en la mayoría de los rubros. Finalmente, aspirábamos a favorecer una mayor estabilidad y previsibilidad en la evolución de los precios. Durante los primeros días de gestión, el nuevo programa todavía no tenía nombre, pero ya estaba en boca de todos los medios de comunicación. Por lo que

se escuchaba, nadie confiaba en el éxito de la política14. Probablemente, parte de este escepticismo estaba fundado en el limitado impacto que habían tenido históricamente los acuerdos de precios, tanto los aplicados durante el kirchnerismo como en otros momentos del país. Pero nosotros teníamos plena conciencia de cuáles habían sido los principales problemas de las experiencias anteriores. En la mayoría de los casos, los acuerdos entre las empresas y los funcionarios se dieron de palabra (los famosos “pactos de caballeros”). Aunque en algunas ocasiones se firmaron papeles, estos contenían lineamientos generales y expresiones de voluntad. Pero no tenían ningún valor jurídico. Y sin un compromiso formal, no había posibilidad de imponer sanciones. Generalmente se trataba de congelamientos de precios en niveles alejados de los valores vigentes en el mercado, como si fueran ofertas o liquidaciones. Al no tener ningún tipo de atractivo en términos de rentabilidad para las empresas, no había mayores compromisos con la política en sí misma. Y como los costos de producción y comercialización seguían incrementándose al compás de la inflación, los artículos congelados se desfasaban cada vez más del resto de los productos que se vendían en el mercado, generándoles pérdidas a las empresas productoras. Cuando esto ocurría solo había dos resultados posibles: el desabastecimiento o el incumplimiento del compromiso de precios. Otra limitación era que los acuerdos típicamente se establecían entre un solo eslabón de la cadena de valor y el Estado. El segmento con el que se pactaba podía ser el de las empresas productoras o el de los comercios. Pero al estar uno adentro y otro afuera del compromiso, se facilitaban los incumplimientos. Por ejemplo, cuando se detectaba que algún precio no era el que correspondía, ante la pregunta de “¿quién no respetó el acuerdo?”, las empresas podían decir que habían sido los supermercados y los supermercados podían echarle la culpa a las empresas. Y no había forma de saber de quién era la responsabilidad. Como dos hermanos que jugando al fútbol en la vereda rompen el vidrio de la ventana de un vecino y dicen al unísono “fue él”, señalándose mutuamente.

Por último, los acuerdos solían incluir una canasta muy amplia de productos, que en muchos casos estaban disociados del consumo habitual o masivo. Estos listados eran imposibles de manejar para los consumidores y sumamente complejos de controlar para el Estado, lo que fomentaba aún más la tentación de las empresas de incumplir. Prácticamente no había costos por romper el compromiso asumido, porque igual pasaba casi desapercibido. Conociendo las dificultades que se habían presentado sistemáticamente en las experiencias previas, nos abocamos a la tarea de diseñar nuestra propia política. La ventaja que teníamos era que, antes de reunirnos por primera vez con los representantes del sector privado para definir los términos del acuerdo, ya sabíamos perfectamente lo que teníamos que lograr. Pero llegar a lo que terminó siendo Precios Cuidados fue casi tan difícil como armar esos muebles que vienen embalados por partes. Por más que traigan el manual de instrucciones y conozcamos de antemano el resultado, ir encastrando las piezas requiere de niveles de paciencia, esmero y tenacidad infinitos. Pero, de alguna manera u otra, lo logramos.

5.2 COCINANDO PRECIOS CUIDADOS Pensamos el diseño de Precios Cuidados casi como si fuera una receta de cocina. Si pretendíamos que hubiera una mínima chance de que la política fuera exitosa, no podía faltar ninguno de sus ingredientes fundamentales. Primer ingrediente. La base del acuerdo debía ser un listado de productos representativos del consumo cotidiano de los hogares. Si el programa estaba integrado por artículos que nadie compraba, no podía tener ningún tipo de impacto sobre las decisiones de los consumidores ni sobre los precios de los bienes de consumo masivo. Segundo ingrediente. Cualquier consumidor tenía que poder encontrar los productos del acuerdo en las góndolas de los comercios, perfectamente

señalizados y con su precio visible. Así, al momento de elegir qué productos poner en el changuito, tendría la posibilidad de comparar el precio del artículo acordado con los valores de todas las alternativas similares. Después, cada uno podía decidir a su antojo cuál llevarse: el que formaba parte del acuerdo u otro más caro o más barato. La clave era que la elección surgiera de una decisión consciente e informada, y no que fuera el resultado de la confusión o de la falta de noción de cuánto salen las cosas. Tercer ingrediente. Para que los productos del programa se encontraran abastecidos en las góndolas era fundamental que suscribieran el acuerdo tanto las empresas productoras de los bienes de consumo masivo como los supermercados. Cuarto ingrediente. El compromiso tenía que ser voluntario y quedar formalizado por escrito, con la firma de un convenio por parte de cada una de las empresas involucradas. Quinto ingrediente. El convenio debía establecer los mecanismos para anticiparse a situaciones que impidieran el normal abastecimiento de los bienes, así como las multas previstas ante el incumplimiento no justificado de lo acordado. Esta era la única forma de poder sancionar a quienes no respetaran el compromiso, algo imprescindible para reducir los incentivos a incumplir el acuerdo. Sexto ingrediente. Era imprescindible que los participantes del programa obtuvieran márgenes de ganancia razonables por cada unidad vendida. No podían perder plata con la producción y la comercialización de los productos. Solo de esa forma les resultaría conveniente abastecer regularmente los artículos incluidos en el convenio. Séptimo ingrediente. Los precios del listado debían revisarse periódicamente (cada tres meses) para incorporar eventuales incrementos de costos. De este modo se evitaría su rezago respecto al resto de los precios de la góndola. Explícitamente debía quedar claro que no se trataba de un congelamiento de precios. Estaba demostrado que ese tipo de políticas tenían patas cortas.

Si conseguíamos todos estos ingredientes en las proporciones correctas, podríamos aspirar a que gradualmente se fuera reduciendo la dispersión de precios en el mercado y a que los consumidores tuvieran herramientas para defenderse de los abusos. Ni más ni menos, en todo esto pensábamos al momento de negociar con las empresas.

5.3 NEGOCIANDO PRECIOS CUIDADOS Las semanas previas al lanzamiento oficial de Precios Cuidados fueron muy agitadas, contrariamente al clima de relativa calma que suele vivirse durante las fiestas navideñas en las oficinas públicas y privadas. Con la mayor rapidez posible, se necesitaba acordar con las empresas proveedoras y con las cadenas de supermercados cada uno de los productos y precios que conformarían el listado inicial. Con nuestros equipos técnicos identificamos alrededor de 65 empresas y seis cadenas de supermercados que tenían a su cargo una proporción muy relevante de la producción y la comercialización de los bienes de consumo masivo en el país (alimentos, bebidas, higiene personal y limpieza). También determinamos rubro por rubro cuáles eran los productos de mayor participación en el mercado y los referentes de cada categoría. Nuestros inspectores y analistas relevaron los precios a los que se vendía cada uno de estos artículos en diferentes comercios y zonas del país, lo cual permitió armar una base de datos con los valores vigentes en el mercado. Finalmente, a partir de modelos teóricos y de la información con la que contábamos, confeccionamos estructuras de costos para cada tipo de producto, para tener una estimación de los márgenes de rentabilidad de cada empresa. Con todo ese trabajo previo, empezamos a recibir a los representantes del sector privado. Los encuentros se hacían en la sala de reuniones pegada a mi despacho. Me acompañaban varios colaboradores, que tenían en sus manos toda

la información que habíamos podido recolectar sobre cada mercado y cada una de las empresas. Por el lado empresario, generalmente asistían el gerente comercial junto a uno o dos ejecutivos de otras áreas. Ya conocía a algunos por haber interactuado con ellos cuando estaba en la Subsecretaría de Competitividad. Pero con otros comenzamos a relacionarnos en el fragor de la negociación. Recuerdo que esas reuniones eran muy raras. Los empresarios venían con la actitud de un boxeador que es campeón del mundo y está tanteando a un retador desconocido: con ciertos aires de superación, pero también con desconfianza y algo de desconcierto por no saber a quién tiene enfrente. Como previamente les habíamos adelantado a las respectivas cámaras qué propuestas esperábamos que nos trajeran las empresas, la mayoría venía con la tarea hecha. Los empresarios nos mostraban listados de productos y los precios que pretendían cobrar por cada uno, intentando convencernos de su generosidad y compromiso con el programa. Nosotros los mirábamos serios y escuchábamos con atención. Cuando terminaban su exposición, les agradecíamos por el esfuerzo realizado y empezaba la negociación. Las reuniones duraban horas y pasaban por diferentes etapas. Había momentos de enojo, de tensar la cuerda, de sorpresa de los empresarios ante la cantidad de información que teníamos y los datos que manejábamos sobre precios, costos y niveles de consumo de sus propios productos, de amagues de patear el tablero, de concesiones, de hacer cuentas, de contraofertas. Y todo venía edulcorado con actuaciones dignas del Óscar por parte de los representantes del sector privado. Mientras tanto, nosotros seguíamos tranquilos y convencidos de lo que necesitábamos obtener de la negociación. Aquellos que entendían de qué se trataba la cosa, bajo ningún punto de vista querían incluir a sus productos más emblemáticos dentro del programa. Hacerlo era equivalente a atarse las manos y a tener que negociar con la Secretaría de Comercio los precios de venta de los artículos que les daban mayor rentabilidad o visibilidad en el mercado. Ningún empresario está dispuesto a entregar esa

capacidad de decisión. Pero para nosotros era fundamental que los productos de cada empresa fueran los de las marcas más representativas. Con mucho esfuerzo, de alguna u otra forma nos las ingeniamos para que en vez de la gaseosa sabor naranja en lata que proponía la empresa líder del mercado, se incluyera la gaseosa cola de litro y medio de etiqueta roja y letras blancas (la referencia de la categoría). O para que estuviera la leche en sachet entera y descremada de primera marca en vez de segundas marcas con baja inserción en el mercado. O para que se sumara la harina más conocida en lugar de una versión prémium. O para que las mermeladas fueran las tradicionales de durazno y ciruela en lugar de la de arándanos de bajas calorías. O para que se incorporara el puré de tomate estándar y no una alternativa que venía con condimentos, como ofrecían las empresas del sector. Entretanto, recibíamos ofertas insólitas de productos como cremas antiarrugas, papas fritas importadas, bebidas alcohólicas en lata o leberwurst feteado y cerrado al vacío15. En estas situaciones, con los mejores modales, rechazábamos las propuestas de las empresas y volvíamos a insistir con los productos que creíamos que tenían que estar sí o sí en el acuerdo. Después de días de prácticamente no salir de la Secretaría de Comercio, al punto de casi tener que brindar por el Año Nuevo en mi despacho negociando el precio de la yerba16, pudimos acordar un listado que dejaba relativamente conformes a todos. Aunque todavía faltaba terminar de definir cuestiones centrales del programa. El éxito de la política dependía de la efectiva identificación de los productos y sus precios en los comercios adheridos. También había que controlar diariamente el abastecimiento, la señalización y los precios de los productos del programa en los supermercados. Esto implicaba desarrollar un sistema de monitoreo, con analistas siguiendo día a día la evolución del acuerdo; conformar un cuerpo de inspectores que fiscalizara el cumplimiento en los comercios, y crear un centro de atención a los consumidores para recibir los reclamos si había faltantes o si no se respetaban los precios acordados.

Por eso, mientras negociábamos nos dedicamos también a diseñar e implementar los mecanismos de seguimiento y control. De nada hubiese servido llegar a la mejor canasta de productos si no era posible garantizar un cumplimiento razonable del acuerdo. Por otro lado, para que los consumidores estuvieran al tanto de lo que debían encontrar en los comercios, se necesitaba hacer una difusión masiva del programa. Para ello era fundamental construir una marca que fuera fácilmente reconocible, lo que requería de un nombre, un logo y una estrategia de comunicación. De esto se ocupó principalmente la Secretaría de Comunicación de la Presidencia, que trabajaba en estos aspectos a la par de los avances en la conceptualización y definición de la política. Uno de los primeros días de enero de 2014, bastante tarde a la noche, me llegó un mail con un boceto de nombre y logo. Nosotros habíamos barajado varias alternativas, desde Compromiso de Precios Argentinos (Comprar) hasta Precios para Todos. Esperando encontrarme con algo relacionado con estas propuestas, abrí el correo electrónico y lo único que encontré fue una imagen que decía “Precios Cuidados”, con una tipografía como de calculadora de los años 80 y tres flechas con colores que me daban una onda muy retro. Recuerdo que llamé inmediatamente al funcionario que me lo había enviado para decirle que me parecía espantoso (por supuesto que dicho de un modo más diplomático). Y que de ninguna manera el programa podía llamarse así, y mucho menos tener esa estética. Creo que la charla duró como 40 minutos, durante los cuales el funcionario intentaba convencerme de que ese era el concepto que necesitábamos. Pero para mí seguía siendo una porquería. Les pasé la propuesta a varios colaboradores, que —contrariamente a lo que suponía— me dijeron que les parecía una buena idea. Por este tipo de cosas nunca me dediqué al marketing. Con el correr de las horas empecé a encariñarme con el nombre, pero el logo seguía sin cerrarme. Hubo un ida y vuelta de algunas alternativas, pero con el reloj en cuenta regresiva llegó un momento donde me resigné y me dejé llevar por lo que la mayoría de la gente consultada me decía. Y

así fue como finalmente Precios Cuidados salió a la cancha. Pero la historia recién empezaba.

5.4 EL LANZAMIENTO DE PRECIOS CUIDADOS Era el día de Reyes de 2014. En muchos hogares argentinos, los niños y las niñas no habían encontrado en sus zapatitos los regalos que esperaban. La especulación de muchas empresas durante las semanas previas, en el contexto del cambio de gestión en la Secretaría de Comercio, había impactado de lleno en el poder adquisitivo de las familias. Ese día, apenas un mes después de haber asumido, se lanzó Precios Cuidados. El cierre del listado de los productos y los precios a los que se vendería cada artículo no había estado exento de dificultades. Cuarenta y ocho horas antes, todavía quedaban supermercados sin que hubieran terminado de validar los precios de la lista del programa. Como era de esperarse, los principales directivos estaban de vacaciones y sus empleados no querían que sus puestos de trabajo corrieran algún riesgo molestando a sus jefes mientras tomaban sol, esquiaban o lo que sea que estuvieran haciendo. Nosotros intentábamos explicarles que el tostado veraniego de un presidente de supermercado era menos importante que el programa a punto por lanzarse. Cuando ya casi nos resignábamos a presentarlo sin el consenso pleno de todos, el último empresario que faltaba llamó a la Secretaría de Comercio. Acordamos vernos al día siguiente bien temprano en mi oficina, y la cosa se ordenó. Así llegamos finalmente al momento de anunciar el nuevo esquema de administración de precios. La presentación en sociedad de Precios Cuidados fue en la Casa Rosada, en una conferencia de prensa que hicimos con Axel, el jefe de Gabinete y los empresarios que formaban parte del programa. Nuestro objetivo era comunicar de qué se trataba la política y cómo iba a ser su proceso de implementación. Habíamos llegado a un acuerdo de 194 productos

correspondientes a los rubros de alimentos, bebidas, higiene personal y limpieza, que representaban una proporción muy significativa de las compras diarias de los hogares argentinos. Este listado iba a estar disponible en unos pocos días. Primero comenzaría a regir en la Ciudad de Buenos Aires y Gran Buenos Aires y, en cuestión de semanas, en alrededor de 2.500 locales pertenecientes a las grandes cadenas de supermercados en todo el país. En esa conferencia de prensa nos obsesionamos por remarcar los objetivos del programa. Recuerdo haber dicho como un mantra que se buscaba devolverles las referencias de precios a los consumidores y garantizar la “previsibilidad”, “estabilidad” y “transparencia” en el proceso de formación de precios. Debo haber repetido estas tres palabras más de diez veces cada una. También nos preocupamos por dejar bien en claro cómo a partir de este listado de productos se pretendía influir en la dinámica general de los precios, alcanzando a muchísimos más artículos que estaban fuera del programa. El funcionamiento esperado de la política era el siguiente. Logramos acordar la incorporación a Precios Cuidados de una mermelada de ciruela y otra de durazno de marcas muy reconocidas en el mercado. Ambos productos eran fabricados por la misma empresa, pertenecían a un segmento similar y se encontraban en el mismo rango de precios. En el mercado había alternativas de los mismos sabores más caras y más baratas. También había versiones artesanales y de bajas calorías. Además, se podían encontrar mermeladas de frutillas, frambuesas o frutos del bosque (que suelen tener un precio mayor). Una vez lanzado Precios Cuidados, lo lógico era que no se pudieran sostener diferencias de precios muy grandes entre las distintas alternativas que se encontraran dentro de un segmento de consumo similar. Nadie iba a comprar un producto por fuera del programa si tenía a mano una rica mermelada de durazno o ciruela con un precio razonable. El valor de los productos prémium también tenía que tener una relación lógica con las mermeladas del acuerdo, porque si no los consumidores iban a dejar de comprarlos. Y las opciones más económicas no podían salir más de la cuenta, porque en ese caso los consumidores preferirían

las marcas de Precios Cuidados. Tarde o temprano, tenía que haber una relación coherente entre el precio de los productos de referencia (los de Precios Cuidados) y el resto de las alternativas, porque si los competidores fijaban precios muy altos sus ventas se iban a desplomar. Por eso era suficiente con haber acordado el precio de uno o dos de los productos representativos del rubro para que, además de ese artículo, la política llegara a muchos más precios. A esto nos referíamos cuando repetíamos que “los productos que se encuentran dentro del acuerdo terminan disciplinando al resto de los precios de su categoría, lo que contribuye a reducir la dispersión de precios en el mercado”. Los días posteriores al anuncio fueron iguales o más intensos que las semanas previas. Con el programa en la calle y la gran expectativa generada entre los consumidores, debíamos garantizar que los productos llegaran a las góndolas rápidamente. Mientras tanto, los medios de comunicación esperaban ansiosos a que abrieran los supermercados para entrar con sus cámaras a mostrar cómo el Gobierno fracasaba una vez más en su intento de traerle alivio al bolsillo de los consumidores. Los noticieros de la mañana se regodeaban de los faltantes de productos, mientras entrevistaban a compradores que se quejaban de que no conocían la canasta acordada o de la falta de señalización de los productos de Precios Cuidados. Sin embargo, a los pocos días los productos empezaron a aparecer. Las listas se podían encontrar a la entrada de los comercios. Y los artículos estaban en las góndolas con el logo del programa. Lograr esto no fue fácil. Al principio notábamos cierta desidia (o indiferencia) por parte de los supermercados. Si bien comenzaron a abastecer los productos y a identificarlos en las góndolas, el ritmo al que lo hacían no era el que pretendíamos. Pero no íbamos a darles ningún margen para que se desentendieran de sus obligaciones. Por eso, desde el primer día salimos con los inspectores a labrar actas en los supermercados por faltantes de productos o ausencia de señalización. Los teléfonos de la Secretaría de Comercio empezaron a arder con llamados de

empresarios que se quejaban de los controles permanentes que realizábamos. Nuestra respuesta era siempre la misma: “Solo estamos monitoreando que se cumpla lo que ustedes mismos se comprometieron a hacer. Y, si no lo hacen, no nos queda otra opción más que aplicar multas”. El crecimiento exponencial del tráfico en la página web reflejaba cómo los consumidores se iban informando del alcance del acuerdo. Las campañas publicitarias en medios y en la vía pública hacían cada vez más familiar a ese logo con las tres flechitas que cada vez me gustaba más. Gracias a la amplia difusión del programa, los consumidores estaban al tanto de lo que debían encontrar en las góndolas y empezaron a exigir que se cumplieran los compromisos del acuerdo, reclamando en los supermercados ante faltantes o en el caso de que los precios no fueran los que figuraban en el listado. Distintas asociaciones de consumidores y organizaciones sociales y políticas se ocuparon también de hacer relevamientos en los comercios, lo que definitivamente sirvió para meterles más presión a las empresas participantes de Precios Cuidados para cumplir con lo convenido. En muchos casos, se dieron situaciones bastante tensas entre los consumidores y los empleados de los supermercados, que no sabían cómo manejarse ante la queja de los clientes. La mayoría de las veces el resultado de los reclamos era que los productos aparecían y los consumidores podían hacer valer sus derechos. Al poco tiempo de la entrada en vigencia del acuerdo, los empresarios se dieron cuenta de que la cosa venía en serio. Y no solo se preocuparon por cumplir cada vez más con lo pactado, sino que también crearon áreas dentro de sus estructuras con empleados dedicados específicamente a Precios Cuidados. Esto permitió que el programa diera un salto cualitativo, porque nos facilitó la comunicación con las empresas y su seguimiento a través de un sistema de “alertas tempranas”. Mediante una plataforma online desarrollada a estos fines, las empresas proveedoras y los supermercados nos comunicaban anticipadamente cuando iban a tener algún inconveniente para abastecer alguno de los productos del acuerdo (con la debida documentación respaldatoria, por

supuesto). En esos casos, dependiendo de los motivos y del tiempo previsto del faltante en góndola, podíamos acordar temporalmente su reemplazo por otro similar (siempre que fuera razonable el cambio). Una vez que la “alerta temprana” era validada por la Secretaría de Comercio, los supermercados debían informar a los consumidores que el producto en cuestión estaría desabastecido durante el tiempo autorizado y cuál era el producto que lo sustituiría17. Con Precios Cuidados en marcha y ya instalado, la venta de productos del acuerdo se empezó a disparar. Además de los objetivos que nos habíamos trazado para el programa, se estaba logrando otro no previsto: la gente entraba a los supermercados y elegía directamente los artículos a precios cuidados —que encontraba muy fácilmente gracias al loguito retro— y en unos pocos minutos las compras ya estaban hechas. Los consumidores compraban tranquilos, sabiendo que los productos del acuerdo tenían precios razonables y eran de calidad. Con pocas semanas de vida, Precios Cuidados ya era una marca exitosa18. Como contracara del mismo fenómeno, las ventas de los productos del programa empezaron a significar una parte cada vez mayor de las ventas de las empresas y de los supermercados. Cuando la política ya estaba consolidada, en algunos locales los artículos del acuerdo llegaron a representar el 20% de la facturación. Las pequeñas y medianas empresas también tuvieron un peso cada vez mayor dentro del programa. La posibilidad de incorporarse a Precios Cuidados significaba una oportunidad para competir con las grandes marcas en condiciones de mayor igualdad, de dar a conocer sus productos y de mejorar su posicionamiento en el mercado. No obstante, hubo algunas circunstancias en las cuales las empresas no estuvieron en condiciones de responder al aumento de la demanda porque su capacidad productiva estaba a tope. El caso emblemático fue el de la yerba Amanda19. Era la única versión de yerba mate de un kilo que había

originalmente en el acuerdo, pero la producía una empresa con una parte menor del mercado. Ante el crecimiento desproporcionado de la demanda y la diferencia de precios existente al inicio con el resto de las marcas, el producto tendía a estar desabastecido en la mayoría de los supermercados. Esto generaba un gran malestar entre los consumidores. Los faltantes implicaban además la ausencia de referencia en la góndola, lo que incentivaba a las empresas a aumentar los precios del resto de las yerbas. Con toda razón, la gente exigía poder adquirir la yerba del acuerdo, que era claramente más conveniente que el resto. Con el tiempo, la empresa fue logrando incrementar su capacidad de oferta y las situaciones de desabastecimiento fueron cada vez menores. Pero, además, para descomprimir la demanda, en las siguientes revisiones del acuerdo fuimos incorporando otras versiones y marcas de medio y un kilo al mismo precio, que les permitieron a los consumidores disponer de mayores opciones y garantizar que el rubro yerba estuviera cubierto en las góndolas. La prueba de fuego de Precios Cuidados fue cuando, a poco menos de tres semanas de lanzarse, se produjo una devaluación del peso. Los medios de comunicación no se cansaban de repetir trascendidos sobre supuestas amenazas de las empresas proveedoras y supermercadistas de abandonar el acuerdo. Si uno se dejaba convencer por lo que veía o escuchaba, la política ya estaba condenada a naufragar, como la mayor parte de las experiencias anteriores. Lógicamente que el aumento del dólar implicaba un cambio significativo en el contexto económico. Pero de ninguna manera había argumentos para incumplir con lo que pocas semanas antes se había firmado. Ante esta situación, nos comunicamos con las cámaras empresarias y con cada uno de los participantes del programa, quienes nos ratificaron la voluntad de seguir. A cambio, nos comprometimos a considerar el impacto del salto del dólar en los costos de producción y comercialización en la siguiente revisión del acuerdo. Pero la revalidación del compromiso no implicaba que todo estuviera perfecto.

La estabilización del tipo de cambio luego de la devaluación trajo alivio y posibilitó que se pudiera planificar mejor. Sin embargo, el programaba aún no alcanzaba niveles de cumplimiento en línea con lo que aspirábamos. Teníamos claro que las empresas y los supermercados necesitaban un tiempo para adaptarse al esquema. Pero también recibíamos información sobre maniobras deliberadas para incumplir con los compromisos. La línea gratuita de atención telefónica fue clave para canalizar las quejas de los consumidores. Aunque hubo un momento en que estalló de reclamos y colapsó. Fue al día siguiente de que Cristina Kirchner, sin adelantarnos nada, decidiera arengar a los consumidores por cadena nacional para que llamaran a la Secretaría de Comercio y denunciaran a los supermercados que incumplían con Precios Cuidados. Recuerdo que ese día, muy temprano en la mañana, mi secretaria me dijo que estaba en línea la presidenta. Atendí sin saber cuál era el motivo del llamado. Jamás me imaginé que iba a venir por este lado. Resulta que luego de muchos intentos fallidos, acababa de comunicarse con el 0-800. Según me contó, la hicieron esperar un montón de tiempo y, cuando finalmente le respondieron, el operador no tenía idea de lo que “Cristina de Olivos” le estaba preguntando. No podía creer que la mismísima presidenta estuviera involucrada con la política a tal punto que quiso comprobar por sus propios medios cómo funcionaba el centro de atención de reclamos. Y estaba en lo cierto: si se incentivaba a los consumidores a que denunciaran los incumplimientos, pero no se les daba respuestas o no se podían comunicar, el programa iba a perder efectividad. Lo único que pude contestarle fue que se nos había desbordado la capacidad de atención, porque nadie imaginó que ella misma fuera a pedirle a la gente en el prime-time televisivo que hiciera reclamos telefónicos. Durante los días siguientes fuimos incorporando nuevos operadores, además de desarrollar otros canales de reclamos a través de aplicaciones para celulares y la página web. A esa altura, Precios Cuidados ya era una marca de la que todos los consumidores y las consumidoras se habían apropiado20.

5.5 LOS DIEZ “POR QUÉ” DE PRECIOS CUIDADOS (QUE NO SON DIEZ NI TODOS SON POR QUÉ)

Durante los meses siguientes a su lanzamiento, Precios Cuidados fue creciendo de una manera vertiginosa. Se fue transformando en parte de la geografía de las grandes cadenas de supermercados y los consumidores se acostumbraron a encontrar los artículos del acuerdo en las góndolas. Cinco años después de que fuera implementado, el programa (por lo menos en los papeles) sigue vigente. Sin embargo, me consta que al día de hoy todavía existen muchas dudas sobre algunos aspectos centrales de la política. No pretendo abarcar todas las cuestiones, pero sí por lo menos responder algunas de las preguntas más habituales que nos fue haciendo distinta gente desde que implementamos el programa en enero de 2014. ¿Por qué inicialmente solo se incluyó a las empresas concentradas y a las grandes cadenas de supermercados? Si bien Precios Cuidados se extendió muy rápidamente a mercados y almacenes de todo el país, así como a empresas de menor tamaño, inicialmente el acuerdo fue firmado con las seis cadenas de supermercados más grandes y con las principales 65 empresas proveedoras de bienes de consumo masivo del país. Según nuestro diagnóstico, se trataba de los principales formadores de precios de la economía argentina. El sentido de empezar por los actores concentrados era que cualquier acuerdo para regular la formación y dispersión de precios, si pretendía ser efectivo, necesariamente debía incluir a quienes tenían una posición dominante en los mercados. Era inútil intentar atacar las maniobras de formación de precios acordando con empresas o comercios que no tenían ningún tipo de incidencia en el mercado.

Pero también había una segunda razón bastante más pragmática. Debido al contexto donde nos tocó asumir, teníamos que lograr llegar cuanto antes a un acuerdo de precios, para dar señales rápidas sobre cuáles iban a ser los principales ejes de la gestión. En función de este objetivo, ampliar la base del acuerdo desde el minuto cero hubiese significado demorar los plazos de implementación de la política más de lo que las circunstancias aconsejaban. Por eso nuestra estrategia fue lanzar el programa lo antes posible, arrancando con aquellas empresas y comercios que tienen una función preponderante en la formación de precios de la economía. ¿Por qué no se incluyeron más supermercados chinos, pymes y almacenes de barrio? Una vez instalado el programa en las grandes cadenas, el objetivo era extenderlo sin mayores demoras al resto de los comercios más pequeños. De no haberlo hecho, se hubiera perjudicado a los actores más pequeños del segmento de comercialización, que en un comienzo quedaron afuera de la política. Desde ya que esto era exactamente lo contrario a lo que buscábamos. Pero incluirlos no fue una tarea fácil. El objetivo inicial era lograr el abastecimiento de los productos del programa en los supermercados y almacenes más chicos en las mismas condiciones que en las grandes cadenas. Esto que parece obvio, no lo es tanto. Por ley, las empresas proveedoras no pueden tener listas de precios diferentes según el cliente. No obstante, logran eludir la norma a través de “descuentos” o “promociones” especiales a sus compradores más importantes, con los que tienen acuerdos mutuamente beneficiosos. Por ejemplo, una empresa alimenticia suele vender el mismo paquete de fideos más caro (o con plazos de pago más cortos) a un supermercado pequeño que a un hipermercado. En muchos otros casos, las empresas concentradas de productos de consumo masivo ni siquiera les venden en forma directa a los pequeños comercios, obligándolos a comprar en los mayoristas.

Por esos motivos, antes de incorporar a los supermercados más chicos tuvimos que extender el programa a los mayoristas, a fin de que pudieran vender a precio cuidado a los comercios de proximidad. Una vez que garantizamos las condiciones de abastecimiento, la otra complicación fue poder llegar a un acuerdo con los miles de negocios pequeños y medianos que existen a lo largo y a lo ancho del país. Eso sí que fue complicado de verdad. En el caso de los supermercados comúnmente denominados “chinos”, nos contactamos con las tres cámaras más conocidas que los agrupaban y logramos firmar un acuerdo con ellos. Pero dependíamos de que cada supermercado se sumara de manera individual a Precios Cuidados, cosa que no en todos los casos fue posible. Sin embargo, gracias a este convenio conseguimos que varios comercios de este sector ingresaran al programa. Al principio desconfiaron mucho, pero luego hasta nos hicimos amigos y me invitaron a festejar con ellos su año nuevo en una fiesta inolvidable. Con los almacenes de barrio más chicos la cuestión era mucho más compleja todavía, porque no tenían ninguna cámara que los organizara. Para llegar a ellos desarrollamos un programa con mucha pasión militante que llamamos Red COM.PR.AR (Red Federal de Comercios de Proximidad). A través de esta política, en cada provincia o ciudad grande se hacían acuerdos particulares con pequeños productores, ferias francas, mercados concentradores y cooperativas regionales que abastecían a los almacenes a precios acordados. Así fuimos incorporando paulatinamente a canales de comercialización alternativos, equiparando el terreno de juego con las grandes cadenas, que ya contaban con Precios Cuidados desde un comienzo. ¿Por qué no se extendió Precios Cuidados a más rubros? ¿Y quién dijo que no se extendió? Mientras Precios Cuidados se consolidaba en los bienes de consumo masivo, ampliamos el programa a rubros muy significativos del consumo popular a los que no creí que íbamos a poder llegar tan rápidamente: materiales de la construcción y motocicletas. Algo más

adelante también logramos acordar un plan cuidado con las compañías de telefonía celular. Y en el marco del Plan PRO.CRE.AUTO, acordamos precios cuidados para una serie de modelos de automóviles nacionales que se podían adquirir con financiamiento conveniente. También logramos hacer un acuerdo específico con los productores de alimentos para celíacos. Y en los rubros de consumo masivo fuimos incorporando canastas de tipo estacional, como la de artículos escolares o productos navideños. Finalmente, conseguimos que los bares de los aeropuertos y terminales de ómnibus se incorporaran a Precios Cuidados y ofrecieran desayunos y meriendas en condiciones similares a cualquier bar de la ciudad. ¿Por qué no se hizo una góndola de Precios Cuidados en los supermercados? Ni bien anunciamos el programa, muchos consumidores, los medios de comunicación e incluso desde los propios supermercados y empresas proveedoras nos sugerían armar una góndola que contuviera todos los productos del programa juntos. Dediqué un montón de horas de mi vida a explicar que hacer esto implicaba desconocer el espíritu de la política. Pero definitivamente creo que no debe ser muy sencillo de comprender (o, más probablemente, lo expliqué sistemáticamente mal). Tal como decía el eslogan del programa, su objetivo principal era dar herramientas para “comparar y elegir”. Es decir, si lo que se quería era dar una referencia de precios al consumidor para que supiera cuánto era razonable pagar por un determinado producto, entonces lo más lógico era que los bienes que debían servir como referencia estuvieran justo al lado de los de su mismo tipo. Caso contrario, para poder comparar el puré de tomate de Precios Cuidados con el que estaba fuera del programa, el consumidor debía atravesar medio supermercado, cosa que muy pocos harían. ¿Por qué no se pusieron los precios de los productos de Precios Cuidados en los envases?

Otra de las sugerencias que habitualmente recibíamos era la de poner el logo de Precios Cuidados y el precio del producto en los envases. Debo reconocer que, en principio, parecía algo tentador. Luego de analizarlo en detalle, encontramos complicaciones de diversos tipos. El principal obstáculo era de índole económica. Como no estábamos frente a un congelamiento de precios, los valores de los productos se actualizaban cada tres meses. Siendo así, resultaba completamente antieconómico para las empresas renovar su packaging en un tiempo tan corto. Además, si cuando se modificaba la lista de precios había un remanente de productos con el precio anterior en el envase, hubiera generado mucha confusión en los consumidores y situaciones difíciles de manejar en los comercios. Lo mismo hubiese ocurrido en el caso de los comercios que no se encontraban adheridos al programa, pero vendían los mismos productos incluidos en Precios Cuidados a un precio diferente. ¿Por qué no se hizo una canasta de ofertas o de productos a precios populares dentro del programa Precios Cuidados? Cuando llegué a la Secretaría de Comercio, estaban en vigencia varios programas que distribuían mercaderías a precios más bajos que el promedio de mercado. Seguramente se acuerden de “Carne para todos”, “Pollo para todos”, “Pescado para todos” y sus variantes. Este tipo de planes cumplen una función muy importante para llevar a los sectores más vulnerables productos esenciales de la dieta familiar. De hecho, durante mi gestión desarrollamos políticas similares a través del reparto directo de productos con camiones del Programa COM.PR.AR. No obstante, estos planes necesariamente implican la comercialización de bienes en condiciones extraordinarias o por fuera de mercado. Esto podía realizarse mediante el subsidio del transporte, la eliminación de intermediarios (venta del productor al consumidor en puestos callejeros) o la comercialización directa en el Mercado Central, entre otras alternativas.

Pero la cantidad de productos que pueden distribuirse es reducida, más allá de que sirven (y mucho) para atender a grupos específicos de población. En otras palabras, estos planes cumplen un papel muy importante para mejorar las condiciones de vida de muchas personas de menores recursos, que pueden acceder a productos a un precio inferior. Pero bajo ningún punto de vista pueden establecer un precio de referencia en el mercado, tal como era el objetivo de Precios Cuidados. ¿Por qué no se logró el 100% de cumplimiento en el abastecimiento de los productos? La respuesta a esta pregunta es más simple de lo que parece: en ningún supermercado del mundo, independientemente del producto del que se trate, los artículos están disponibles todo el tiempo en las góndolas. Habitualmente ocurre que se acaba el stock, se retrasa una entrega, que se presenta algún problema en la producción o que se enferma el repositor y hay demoras para poner nuevamente el producto en góndola. En general, se estima que el abastecimiento promedio de cualquier producto está entre el 70% y el 80%. Uno no se percata de esta situación porque si vamos al supermercado y no tenemos pensado comprarnos un cepillo de dientes, no nos fijamos si la marca que nos gusta está disponible. Con Precios Cuidados, en cambio, todo el mundo estaba pendiente de si los productos estaban abastecidos o no, porque la mayoría de los consumidores los buscaban para comprarlos o los usaban para comparar y decidir cuál llevar. Si bien al principio los porcentajes de abastecimiento eran relativamente bajos, una vez que había madurado la política el promedio de cumplimiento a nivel nacional era cercano al 70%. Es decir, de cada diez veces que uno buscaba un producto de Precios Cuidados en la góndola, en siete oportunidades estaba. Este nivel está absolutamente en línea con lo que se podría esperar con cualquier producto que comercializa cualquier supermercado. Lograr estos niveles de abastecimiento fue posible gracias a una serie de

circunstancias. En primer lugar, porque a los supermercados les convenía abastecer esos productos. No solo porque tenían un margen de ganancia razonable, sino porque además era una forma de atraer clientes y mantenerlos conformes con su servicio. Para que se dieran cuenta de esto hubo que trabajar mucho y tuvieron que intervenir otros factores, como la actitud proactiva de los consumidores que se quejaban airadamente si no lograban encontrar los productos del programa. Pero también fueron muy importantes las inspecciones diarias que realizaban los aproximadamente 200 inspectores que tenía la Secretaría de Comercio en todo el país. El sistema que habíamos diseñado era muy efectivo. A primera hora de la mañana, los inspectores recibían el listado de sucursales de supermercados a las que debían asistir. Los destinos surgían tanto de un modelo estadístico especialmente desarrollado para hacer los relevamientos como también de los reclamos que íbamos recibiendo en el call center. A la tardecita llegaban de todos lados las planillas con los reportes sobre cumplimiento de precio, abastecimiento y señalización. Todo se procesaba a la velocidad de la luz y a la noche llegaba a mi oficina el reporte diario sobre el cumplimiento del programa. Con esa información, se iniciaban los expedientes para aplicar las multas correspondientes. Pero también, cuando observaba dificultades particulares, tomábamos medidas puntuales para mejorar el funcionamiento de la política. Una de ellas era las visitas sorpresa a los supermercados. Sin ningún preaviso, concurría personalmente con un par de colaboradores a la sucursal problemática de alguna de las cadenas que formaban parte del acuerdo. Desde ahí llamaba al gerente para que se acercara y me acompañara a hacer el control del cumplimiento del programa. Obviamente no le avisaba adónde iba a ir, porque en cuestión de minutos iban a poner todo en orden. Y esa no era la idea. Esta metodología consiguió un efecto realmente muy bueno. ¿Por qué se incluyeron productos que no necesariamente son saludables en los listados de Precios Cuidados?

Una de las críticas al programa que me parecían más sinceras y genuinas era la que señalaba que el listado incluía muchos productos no saludables (y pocos alimentos saludables). Mi respuesta a esto era que Precios Cuidados no pretendía cambiar los hábitos de consumo de nadie ni ser una política de salud. Por el contrario, los listados se basaban en los bienes que efectivamente consumía masivamente la población. Les doy un ejemplo clarito. La empresa que produce la gaseosa cola más conocida, en todas las revisiones, insistía en sacar de la lista la versión regular de litro y medio. A cambio ofrecía incluir la misma gaseosa, pero en su versión light o sin calorías. El argumento era que se trataba de un producto mucho más saludable para el consumidor. Por más que conceptualmente pudiera tener sentido (aunque no tengo del todo claro que lo tenga), nos negamos siempre. ¿Saben por qué? Porque en esa época casi el 70% de las ventas de esa empresa eran de la gaseosa en su formato regular. El consumo de las gaseosas sin calorías, en cambio, era casi marginal. ¿Cómo se puede influir en el precio de un rubro con un producto que representa una parte menor de las ventas? Es imposible. Pero esta crítica no solo alcanzaba a la inclusión de algunos productos específicos. En algunos casos abarcaba a la totalidad de una categoría. Por ejemplo, las galletitas dulces, el fernet o la cerveza. En este punto vuelvo a lo que sería bueno que ocurriera en términos de salud y lo que efectivamente sucede. Me encantaría que Amanda no comiera galletitas y me pidiera brócoli o manzana haciendo el mismo berrinche que cuando le digo que ya comió demasiadas obleas. Tal vez estaría genial que al encontrarme con mis amigos tomara un jugo de frutas y no una cerveza artesanal. No dudo de que sería deseable que se modificaran los patrones de consumo de la sociedad. Pero en su momento entendimos que lo único que íbamos a lograr no incluyendo algunos rubros era perjudicar el bolsillo de los consumidores. Igualmente, no desconocimos la crítica y en la medida de lo posible fuimos incorporando al listado productos habitualmente considerados como saludables,

como el caso de los lácteos descremados, postres sin azúcar, frutas y verduras o cereales, entre muchos otros. ¿Qué pasaba con el resto de los precios? Esta pregunta es clave para evaluar la efectividad de Precios Cuidados. Una de mis muchas obsesiones diarias era seguir la evolución de los precios de los distintos productos que se comercializaban en el mercado, más allá de aquellos que estuvieran dentro del programa. A tal fin, la Secretaría de Comercio hacía relevamientos periódicos en todo el país de un listado de artículos no incluidos en el acuerdo. El objetivo era estudiar comparativamente los precios. Nos interesaban particularmente tres cosas. Por un lado, conocer los precios de los mismos artículos de Precios Cuidados en comercios no adheridos. Por el otro, relevar los de aquellos productos que competían directamente con algún artículo del listado, pero no estaban en el programa. Y, finalmente, saber cuánto salían las primeras o segundas marcas no incluidas dentro de nuestra canasta. Obtener esta información requería un trabajo arduo, que había que realizar con mucho rigor estadístico. Pero sin duda era una tarea fundamental, tanto para facilitarnos las negociaciones de precios con las empresas como para tener indicadores de si algo andaba mal en la marcha del programa. Con los datos relevados, mis colaboradores preparaban un informe semanal de precios comparativos. Sin importar lo que pasara, me lo entregaban rigurosamente el viernes a la nochecita para que lo estudiara durante el fin de semana. Gracias a esta información, al lunes siguiente ya sabíamos con qué empresas y sobre qué precios y productos trabajar. Los resultados fueron variados y dependían mucho de cada uno de los rubros. Donde teníamos referencias de precios claras en las categorías, porque los productos que formaban parte del acuerdo eran representativos del consumo, generalmente la diferencia entre los artículos de Precios Cuidados y el resto fue achicándose. Lácteos, conservas, gaseosas, algunos productos de almacén y ciertas categorías de limpieza mostraban esta tendencia. Esto reflejaba el

impacto de la política y el cumplimiento de los objetivos que nos habíamos propuesto. En otros rubros el efecto no fue tan significativo como nos hubiese gustado. El problema aparecía cuando las categorías carecían de referencias claras, o cuando en Precios Cuidados no estaban los productos líderes. En higiene personal y algunas categorías de alimentos y bebidas nos encontramos con estas limitaciones. De todas formas, para fortalecer las referencias en las góndolas, durante los dos años que gestionamos el programa aumentamos sistemáticamente la cantidad y variedad de productos incluidos en el acuerdo (en particular en los rubros con productos más heterogéneos o con fidelidad de marcas como las galletitas, perfumería, etc.). Esto permitió reforzar el efecto disciplinador que ejercen los productos del programa sobre el resto de las alternativas similares en el mercado. ¿Cuál fue el verdadero impacto de Precios Cuidados? Para responder esta pregunta deberíamos primero recordar cuál era la finalidad del programa: brindar referencias de precios a los consumidores, darles herramientas para que puedan hacer valer sus derechos, reducir la dispersión de precios en las góndolas, limitar el poder de los formadores de precios y contribuir a una mayor estabilidad y previsibilidad en los mismos. Gran parte de estos objetivos, en mayor o menor medida, se fueron cumpliendo mientras la política se iba desarrollando. Precios Cuidados ayudó a contar con referencias de precios en muchos rubros y posibilitó que los consumidores pudieran dejar de validar precios abusivos. Además, permitió que se empoderaran y fueran conscientes de los derechos que tenían al hacer sus compras, lo cual sirvió para evitar situaciones en las que de otra manera se hubiesen visto perjudicados. En este sentido, siempre dijimos que Precios Cuidados era, ante todo, una política de defensa del consumidor. Las negociaciones trimestrales del acuerdo y el control permanente de las

empresas y los comercios definitivamente restringieron la capacidad de los formadores de precios de aprovecharse de su posición dominante en los mercados. A medida que avanzaba la política y contábamos con más información, los precios del programa se ajustaban cada vez más a los que deberían ser compatibles con ganancias razonables para las empresas y supermercados. De esta forma se fue reduciendo la capacidad de muchas empresas concentradas de apropiarse de más plata del bolsillo de los consumidores de la que correspondía. Por último, desde el pico de inflación del primer trimestre de 2014, los aumentos de precios fueron cada vez menores durante los casi dos años que nos tocó administrar el programa. Junto con el resto de las políticas implementadas para enfrentar este problema, Precios Cuidados contribuyó decididamente a la desaceleración de la inflación en el país, más allá de que al término de nuestra gestión todavía faltaba avanzar un largo camino en este proceso. ¿Qué pasó con las multas? Un elemento central para el funcionamiento efectivo de Precios Cuidados fue la rigurosa fiscalización del acuerdo a través de los inspectores y relevadores de la Secretaría de Comercio. Todos los días se realizaban inspecciones que buscaban verificar el correcto cumplimiento del abastecimiento y la señalización de los productos. También constatábamos que se acataran los precios acordados, pero en ese punto casi nunca tuvimos problemas. Cuando había alguna inobservancia, los inspectores labraban un acta de infracción basada en la Ley de Lealtad Comercial o de Defensa del Consumidor. Esto era un procedimiento habitual, que en un principio no preocupó demasiado a los supermercados. Pero la tranquilidad les duró poco. Fue exactamente hasta el día en que anuncié públicamente por primera vez las multas impuestas por incumplimiento del programa. Los gerentes de los supermercados vieron aparecer en la pantalla de sus televisores los rankings que habíamos elaborado, identificando los niveles de incumplimiento de cada una de las

cadenas. Como se imaginarán, no me trataron muy bien después de esto. Pero realmente creo que sirvió para dar una muestra de que estábamos dispuestos a hacer todo lo que correspondía para que se cumpliera con lo acordado. Después de ese primer anuncio, también aumentó la confianza de los consumidores en el programa, al ver cómo sus reclamos y quejas sobre el accionar de los supermercados y las empresas se veían reflejadas en una acción del Estado. A partir de ese momento, empezamos a recibir más llamadas con reclamos y los propios consumidores buscaban hacer valer sus derechos cuando no encontraban los productos en la góndola. Igual, claro está, hecha la ley, hecha la trampa. Esas multas siempre eran apeladas ante la Justicia y tardaban mucho en hacerse efectivas (en los casos en que se terminaban pagando). Pero mejor dejemos esta discusión para otro capítulo.

13. O en la película Mad Max, para los más ochentosos. 14. Es más, diría que nadie daba dos pesos por nuestra continuidad en el gabinete. De hecho, mucho tiempo después, varios empresarios nos confesaron que entre ellos habían armado una especie de Prode con el tiempo de vida que le auguraban a nuestra gestión. En promedio daba 45 días. Perdieron todos. 15. Muy rico, por cierto, y recomendable con pan negro y pickles, pero alejado de las preferencias promedio de los consumidores argentinos. 16. Ahora les queda claro por qué mi hija se llama “Amanda”, ¿no? 17. En un momento llegamos a creer que había un brote piromaníaco o una invasión de clavos miguelito en las rutas del país. La cantidad de depósitos incendiados y de camiones con ruedas pinchadas que nos informaban las empresas para justificar los faltantes era ilógica. Parecían esos alumnos de primaria que no hacen la tarea y acusan a su perro de que se comió el cuaderno. Afortunadamente, después de algunas semanas todo se normalizó. 18. A tal punto era una marca exitosa que el dueño de una de las principales cadenas de supermercados intentó registrar el nombre. Por suerte habíamos sido precavidos y el propietario de la marca era el Estado. Ni una dejan pasar algunos empresarios. 19. Por si seguía sin quedar claro por qué mi hija se llama así. 20. Algo mucho mejor a que se la apropiara un gran supermercadista.

6. Hecha la ley, hecha la trampa El domingo 12 de agosto de 2012 me desperté muy temprano. Tenía partido por el torneo de exalumnos del secundario y nos había tocado jugar a primera hora de la mañana. En ese entonces era subsecretario de Competitividad del Ministerio de Economía y venía con un ritmo de trabajo muy intenso. Pero no me perdía por nada del mundo el fútbol dominical. Antes de salir para el campo de deportes, me metí en los portales de los principales diarios para ver qué se comentaba. Después de repasar los titulares más destacados, escondido en una sección del sitio web de La Nación, me encontré con un artículo que me hizo abrir los ojos como si hubiese visto un ovni. El encabezado decía: “Augusto Costa, el hombre de Kicillof para reemplazar a Moreno”. Más allá de menciones esporádicas, era la primera vez que un medio importante me dedicaba una nota entera. Estaba realmente sorprendido. Y cuando empecé a leer el contenido del artículo se me empezó a transformar la cara. Se trataba de un perfil donde se recorría mi trayectoria profesional y militante, de una manera descontracturada y pretendidamente liviana. Había imprecisiones y conjeturas que no tenían nada que ver con la realidad, aunque nada demasiado relevante. Hasta que, en la mitad de la reseña, la periodista se despacha con lo siguiente: “Para los fines de semana, en cambio, Costa elige la ropa deportiva. Si bien hoy tiene menos tiempo para entrenar, cada vez que tiene un rato libre se calza los pantalones cortos y sale a lucirse en las canchas de polvo de ladrillo. Pero no es un jugador más. En 2010, cuando todavía era un funcionario de segunda línea, jugó en Roland Garros, Madrid, Roma, Doha y Chennai, circuitos por los que ya transitaba desde 2007”21.

Creo que no pude llegar al final del párrafo. Casi me desmayo de la risa. Sabía que la calidad periodística en muchos medios había caído a pique. Esto no era necesariamente por culpa de los profesionales que trabajan ahí, sino por las decisiones editoriales. Con tal de generar noticias que sirvieran para pegarle al Gobierno, cualquier cosa valía. Pero esto ya era el colmo. Basta conocer mínimamente el circuito de tenis para saber que los jugadores argentinos que llegan a participar de un Grand Slam o de un Master 1000 se cuentan con los dedos de las manos. Y para este diario, yo era uno de ellos. La verdadera historia era que efectivamente yo jugaba al tenis, pero de manera absolutamente amateur. De hecho, jamás tomé una sola clase en mi vida. Pero como siempre me divirtió la competencia, me anoté en un circuito que se jugaba en distintas canchas de la Ciudad de Buenos Aires (generalmente debajo de la autopista), donde participaban tenistas tan amateurs como yo. La particularidad era que los torneos se llamaban igual que los que cada semana organizaba la Asociación de Tenistas Profesionales (ATP), donde sí competían Federer, Nadal, Djokovic y demás. Evidentemente, habían googleado mi nombre y, como aparecía en la página de estos campeonatos, sin mayor chequeo me convirtieron en ese acto en un tenista de elite22. Ese fue mi debut con la prensa. Por más que la periodista estaba en todo su derecho de no tener idea de tenis, lo que no podía entender era cómo nadie en el diario había leído la nota para avisarle que lo que había escrito era una barbaridad. Esta anécdota, a los fines prácticos, no era más que un descuido insignificante, porque la peor parte del periodismo de guerra se la estaban llevando otros funcionarios del Gobierno que venían siendo víctimas de campañas despiadadas de acoso, deslegitimación y denuncias infundadas. A mí me tocó empezar a vivirlo en carne propia cuando más adelante asumí como secretario de Comercio. A partir de ese momento no me quedó más alternativa que desarrollar una gimnasia particular para enfrentar estas situaciones. Todos los días sabía que cuando llegara a la oficina y leyera los diarios me iba a encontrar con alguna noticia falsa, con alguna información

deliberadamente inexacta o engañosa, o con alguna provocación. Uno de los casos donde más claro se reflejó cómo se manejaban las corporaciones mediáticas, cuál era su lógica y a qué intereses representaban fue cuando el Poder Ejecutivo envió al Congreso Nacional un paquete de proyectos de ley que creaba nuevas herramientas y modificaba otras normas ya existentes para proteger a los consumidores. Junto a otros funcionarios fuimos a defender estas propuestas a la Cámara de Diputados y de Senadores. Expusimos la lógica de las reformas, respondimos a las preguntas y cuestionamientos de los legisladores sin movernos de nuestra silla durante horas, y explicamos con sumo detalle cuál era el sentido de cada uno de los artículos de las leyes que se estaban discutiendo. Esto ocurría con una gran cobertura mediática del tema, porque las organizaciones que representan a los grandes capitales concentrados habían puesto el grito en el cielo ante lo que consideraban un avance contra la libertad empresaria por parte del Gobierno. Lo que más escandalizaba a las corporaciones era específicamente la propuesta de reforma de la denominada “Ley de Abastecimiento”. Esta norma, que había estado vigente durante 40 años, facultaba al Estado a intervenir en el mercado con instrumentos que la mayor parte de la legislación no admitía. Por supuesto que era muy resistida porque ponía un límite muy claro a la capacidad de los formadores de precios de abusarse de los actores más débiles de las cadenas de valor. Los grandes medios de comunicación traducían lo que estaba ocurriendo en el Parlamento con un mensaje simple y contundente: “El Congreso debate la ley anti-empresa”. Con un título, y a fuerza de repetición y repetición, transformaban una discusión legislativa en un enfrentamiento entre el Gobierno y el sector empresario, como si se tratase de un intento de atropello sin ningún motivo. No importaba que la mayor parte de las organizaciones que representaban a las pequeñas y medianas empresas y a los consumidores estuvieran a favor de

los proyectos, porque entendían que servían para protegerlos de los formadores de precios. La única voz que existía para los medios concentrados era la de las grandes corporaciones. Así es como intentan instalar en el sentido común de la gente ideas y visiones que en realidad responden a intereses muy concretos y que, generalmente, no son los de la mayoría de la sociedad. En este capítulo vamos a conocer cuáles son las herramientas normativas que existen para que el Estado pueda intervenir en el mercado interno, tanto en el proceso de formación de precios como en las relaciones de poder dentro de las cadenas de valor. Y vamos a entender asimismo cuáles son sus límites y por qué algunos instrumentos molestan tanto a ciertos sectores empresarios y son tan criticados. Aunque suene a cosa de abogados o a discusiones jurídicas que nada tienen que ver con lo que veníamos hablando, acá se encuentra gran parte de la explicación de por qué muchas veces parece que el Estado “no hace nada”. Pero veremos también cómo el popular dicho “hecha la ley, hecha la trampa” aplica perfectamente en estos casos. La creatividad e inventiva de las grandes empresas es inagotable al momento de aprovecharse de las lagunas en la legislación, la falta de instrumentos o la ausencia de controles. El objetivo es siempre el mismo: obtener ventajas y engrosar sus ganancias a expensas de los bolsillos de los consumidores. Lógica empresaria básica.

6.1 UN DESTORNILLADOR Y UNA CUCHARA: LAS HERRAMIENTAS PARA DEFENDER AL CONSUMIDOR Y FAVORECER LA COMPETENCIA

Por la propia naturaleza de una economía moderna, si lo que nos cobran el café que tomamos en el bar de la esquina nos parece una estafa, no podemos exigirle al Estado que obligue al dueño del comercio a bajar los precios. Tampoco podemos esperar que haga eso si creemos que los alimentos que compramos en el supermercado del barrio están carísimos. El Estado simplemente no tiene facultades para hacerlo. Esta restricción, en general, está implícita o

explícitamente establecida en la legislación de cada país, desde la Constitución hasta las normativas específicas. En otras palabras, las reglas de juego de la mayor parte de las economías que se organizan a través del sistema de mercado garantizan la libertad de decidir a qué precio quiere comercializar sus productos cada empresa. Si los consumidores no están dispuestos a pagar esos valores, la única alternativa que tienen es no convalidar los precios que consideran abusivos y buscar otras opciones que les resulten más convenientes. Dentro de esta misma lógica, el Estado no podría, en principio, sancionar a las empresas si aumentan los precios. Lo lógico sería que el consumidor aplicara el castigo directamente, no comprando aquello que le resulta caro. No debería llamarnos la atención el espíritu ortodoxo del marco jurídico vigente. El avance de la economía de mercado a lo largo de los últimos siglos quedó plasmado en las leyes que nos gobiernan. La fábula del mercado, con su relato idílico del funcionamiento de la sociedad moderna, fue moldeando la letra de las normas y definiendo cuáles son los instrumentos admisibles para la intervención del Estado y cuáles no. Precisamente, el supuesto (o la fantasía) de que los mercados pueden funcionar con un razonable grado de competencia es lo que subyace a (casi) toda la legislación. Por eso el Estado históricamente dispuso de unas pocas herramientas puntuales y sumamente acotadas para resolver los problemas que todos los días se presentan en los mercados. Cuando llegué a la Secretaría de Comercio existían básicamente cuatro leyes que podíamos utilizar para para proteger a los consumidores y promover la competencia: la Ley de Defensa del Consumidor, la Ley de Lealtad Comercial, la Ley de Defensa de la Competencia y la Ley de Abastecimiento. La Ley de Defensa del Consumidor busca garantizar que los consumidores cuenten con todos los elementos necesarios para tomar sus decisiones de manera adecuada. Obliga a las empresas a suministrar de forma detallada toda la información relacionada con las características de los productos y las condiciones de su comercialización. También estipula que los bienes y los

servicios se tienen que prestar sin poner en riesgo la salud de los consumidores, así como prohíbe la fijación de cláusulas abusivas en los contratos. La Ley de Lealtad Comercial detalla con mucha precisión qué tipo de información debe figurar en los envases de los productos que se comercializan (nombre, origen, calidad, contenido neto) y cómo deben exhibirse los precios en los comercios para que los consumidores no tengan dudas de cuánto sale lo que compran. Por otro lado, prohíbe que las empresas, mediante inexactitudes u ocultamiento de información, induzcan al engaño o al error de los consumidores. Cuando una publicidad, de manera deliberada o no, puede generar confusión en el consumidor se la considera “engañosa” y —por lo tanto— violatoria de esta norma. La Ley de Defensa de la Competencia permite sancionar a las empresas formadoras de precios cuando llevan adelante acciones que solo buscan limitar la competencia en el mercado. También dispone la intervención del Estado cuando una empresa grande compra a otra (o las dos se fusionan). El objetivo es evitar que se llegue a niveles de concentración del mercado potencialmente riesgosos para la competencia. La aplicación de esta ley estaba a cargo de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (CNDC). Era un organismo técnico que funcionaba dentro del ámbito de la Secretaría de Comercio, pero que tenía un alto grado de independencia para desarrollar sus tareas y emitir sus dictámenes. Finalmente, la Ley de Abastecimiento sanciona los aumentos abusivos de precios, el acaparamiento de materias primas o la interrupción arbitraria de la producción con el fin de provocar un desabastecimiento. Es decir, establece pautas de acción para atacar sin vueltas situaciones donde la especulación o las prácticas anticompetitivas afectan el normal funcionamiento de la economía, perjudicando a los actores más vulnerables del mercado. A diferencia de la Ley de Defensa de la Competencia, esta norma permite establecer precios máximos o márgenes de utilidad en cualquier etapa del proceso productivo, disponer congelamientos de precios u obligar a las empresas a que continúen con la

prestación de servicios en los casos donde se interrumpiera el abastecimiento habitual del mercado. Tal como estaban en ese momento, estos instrumentos eran valiosos y sumamente útiles para llevar adelante nuestra tarea. Sin embargo, tenían un alcance relativamente limitado porque la mayoría partía de la base de que, con muy poco, el mercado podía funcionar correctamente. Desde ya que esta premisa es incompatible con el nivel de concentración que hay en la mayor parte de los mercados de nuestra economía. Pero salvo la Ley de Abastecimiento, ninguna de estas herramientas le permitía al Estado intervenir directamente en el proceso de formación de precios ni definir cuánto era razonable que costara cada producto que se vendía. Por este motivo, la Ley de Abastecimiento era una suerte de oveja negra dentro del marco jurídico vigente. Y por esto mismo se explica que la capacidad de utilizarla fuera en verdad muy limitada. El principal cuestionamiento era que le daba al Estado un margen de acción muy amplio. Y en opinión de los abogados que habitualmente defienden a las grandes empresas, solo se podía usar en situaciones muy particulares, lo que requería que el Congreso de la Nación declarara que el país se encontraba en un estado de emergencia de abastecimiento. En caso contrario, siempre estaba la amenaza de que, si se aplicaba esta ley, la medida podía ser considerada anticonstitucional. También nos encontramos con serias dificultades prácticas para aplicar el resto de las leyes como nos hubiese gustado, lo que hacía que su impacto en los hechos fuera todavía más acotado. Por un lado, los procedimientos al alcance en la Secretaría de Comercio para resolver conflictos de consumo dejaban mucho que desear: eran incómodos y largos. Sobre todo, les exigían a los consumidores demasiada dedicación para hacer valer sus derechos (reclamar a la empresa, tener todos los comprobantes y papeles para fundamentar las denuncias, presentarse en las oficinas de Defensa del Consumidor, asistir a audiencias, etcétera). Algo similar ocurría con la Ley de Defensa de la Competencia. La cantidad de

elementos probatorios que se necesitaban para demostrar las conductas anticompetitivas, los plazos ridículamente extensos para llegar a un dictamen y la variedad de recursos dilatorios que interponían las empresas para evitar que se hicieran efectivas las sanciones le quitaban efectividad a esta herramienta. Es decir, más allá de que potencialmente pudiera tener algún impacto en el largo plazo para resolver situaciones estructurales de restricciones a la competencia, en los hechos la capacidad de utilizar esta ley para resolver los problemas cotidianos de abuso de posición dominante en los mercados era prácticamente nula. Independientemente de las limitaciones puntuales de cada normativa, había un problema transversal a todas las leyes que existían: las sanciones y las multas prácticamente no tenían efecto disuasivo. En primer lugar, las multas eran relativamente bajas. Además, los abogados de las empresas eran expertos en presentar recursos que terminaban dilatando los tiempos de la resolución de los casos más allá de lo razonable. Cuando efectivamente se llegaba a aplicar alguna sanción monetaria, por el solo hecho de apelar a la Justicia se ponía en suspenso el pago de la multa y las empresas no desembolsaban ni un centavo hasta que hubiera un fallo. Y cuando los jueces se expedían, era común que revocaran las sanciones que imponía la Secretaría de Comercio porque las empresas utilizaban diversas (y muy creativas) estrategias jurídicas para impugnar todo lo que estaba en los expedientes. En estas circunstancias, los formadores de precios sabían que podían llevar adelante prácticas anticompetitivas o abusar de su poder dominante en los mercados porque las consecuencias de hacerlo eran ínfimas. Y si el resultado final era la obligación del pago de una multa, el solo paso del tiempo hacía que el castigo fuera insignificante. Más allá de las restricciones que teníamos, a lo largo de nuestra gestión aplicamos la legislación existente en diferentes situaciones. Algunas de nuestras intervenciones fueron realmente significativas y nos permitieron defender los bolsillos de los consumidores o proteger a los actores más débiles de las cadenas

de valor. Otras veces se trató simplemente de hacer cumplir la ley, por más intrascendente que fuera su impacto en la vida de la gente. Pero siempre se trató de luchar contra la creatividad e inventiva empresaria para esquivar la normativa. De eso no hay dudas.

6.2 LA IMAGINACIÓN AL PODER: LAS MANIOBRAS DE LAS EMPRESAS PARA BURLARSE DE LA LEY

Es común que los formadores de precios busquen eludir aspectos de la legislación que limitan su capacidad de aprovecharse del poder de mercado con el que cuentan. El fin último de estas maniobras es aumentar la rentabilidad de la empresa. Aunque a veces parece que incumplen las exigencias legales simplemente por deporte, porque las ventajas que pueden obtener son ínfimas. Pero como en muchos ámbitos de la vida, de eso se trata la cuestión: hecha la ley, hecha la trampa.

Una fiesta de disfraces en las góndolas La transformación de productos es una práctica muy popular entre los grandes fabricantes de alimentos, bebidas, artículos de limpieza y perfumería. Consiste básicamente en la duplicación (o multiplicación) de productos muy similares, con packagings prácticamente idénticos. Sacar al mercado muchos productos parecidos no tiene ninguna relación con las buenas prácticas comerciales. Más bien todo lo contrario. Mediante la clonación de productos levemente modificados, las marcas ofrecen variantes sutilmente distintas a los consumidores. El chiste (que no causa nada de gracia) es que los precios de los productos transformados suelen ser mucho más elevados. Esta jugarreta permite, por ejemplo, realizar aumentos encubiertos a espaldas de los consumidores que, naturalmente, somos incapaces

de distinguir a simple vista entre el producto original y el duplicado, a menos que realicemos un escrutinio minucioso del rótulo. Así, las empresas les sacan más plata del bolsillo a los consumidores recurriendo al engaño o a la confusión. En realidad, la estrategia completa es con el tiempo ir retirando del mercado el producto original, dejando únicamente la versión “mejorada” más cara. Negocio redondo. Durante nuestra gestión (especialmente a partir de la implementación del programa Precios Cuidados), fueron muchas las empresas que se valieron de este truco para confundir al comprador de a pie. Uno de los casos más obscenos que recuerdo tuvo como protagonista a una de las principales empresas lácteas del país. De la noche a la mañana aparecieron en el mercado cinco variantes de leche descremada en sachet y cuatro de la opción entera, todas prácticamente indistinguibles de la versión que se ofrecía dentro de la canasta de Precios Cuidados. La única diferencia era un ribete dorado o un botón en una esquina informando la presencia de vitamina B12 o algún otro nutriente. Lo que sí, entre la alternativa original (la de Precios Cuidados) y el resto podía haber hasta un 50% de diferencia en el precio. En las heladeras de los supermercados, las distintas leches solían aparecer mezcladas en grandes canastos. No solo era imposible reconocer cuál era cuál, sino que además los cartelitos con los precios no se correspondían con el producto que estaba en cada sector de la góndola. Con lo cual no había forma de saber cuánto salía cada sachet. Y tampoco era simple identificar cuál era la leche de Precios Cuidados. Lo único que le quedaba al consumidor era cotejar el código de barras de cada producto con los precios que estaban indicados en algún lugar de la góndola. Algo sumamente engorroso y que poca gente hacía. Gracias a la complicidad entre la empresa y el supermercado, en muchos casos el consumidor agarraba despreocupado uno o más sachets del canasto sin advertir las ínfimas diferencias que podía haber entre ellos, pagando las consecuencias de su “distracción” en la línea de cajas.

Lo que la empresa láctea estaba haciendo no era ilegal, pero claramente tenía como objetivo incumplir con el acuerdo de Precios Cuidados y engañar a los consumidores (con la complicidad del supermercado que sí violaba la ley al no señalizar correctamente los productos). Por eso desde la Secretaría de Comercio enviamos a analizar muestras de todas las variantes de leche para conocer su composición química y determinar, en primer lugar, si los productos eran realmente diferentes. Efectivamente, cada versión contenía el mínimo indispensable del ingrediente extra publicitado en el rótulo como para ser considerado un producto distinto. Pero de ninguna manera ese agregado podía justificar las diferencias en los precios entre un sachet de leche y otro. El problema era que, desde el punto de vista legal, no se podía hacer demasiado. En ese momento no nos quedó más alternativa que reforzar la campaña de comunicación de Precios Cuidados, sugiriéndoles a los consumidores que corroboraran que los productos que estaban comprando eran los que querían. Más adelante sí implementamos una nueva normativa que nos iba a dar mejores herramientas para actuar con efectividad en estos casos. Les adelanto el final: no llegamos a aplicarla porque se terminó nuestra gestión. No se puede todo en la vida.

El viejo truco de los productos que no pesan lo que dicen que pesan La Ley de Lealtad Comercial establece que los productos fraccionados por los supermercados tienen que especificar de manera correcta en su etiqueta el peso neto del contenido, su precio total y su precio por unidad (gramo, litro, kilo, etc.). Es decir, si un consumidor va a una góndola de un comercio y se lleva una bandeja de carne picada que dice que tiene 200 gramos, debería pesar exactamente eso si se pone el producto en una balanza que funcione correctamente. Los inspectores de la Secretaría de Comercio verificaban que esto fuera así.

En caso de que hubiera alguna diferencia entre el peso que debería tener el producto y el que efectivamente tenía, el inspector debía retirar el lote completo y proceder a levantar el acta de infracción correspondiente. Durante nuestra gestión aplicamos multas millonarias por incumplimientos a esta normativa. Hubo casos de diferencias de hasta el 15% entre lo que debía contener el envase según la etiqueta y lo que en los hechos tenía. Esto era muy común en las carnes, los pollos, los pescados, los embutidos y los quesos. Y no era ni más ni menos que una forma directa y automática de subir el precio de los productos sin que el consumidor se diera cuenta. El problema era que se trataba lisa y llanamente de una estafa. Por eso había que estar realizando inspecciones permanentemente para evitar estos abusos. Existen formas más sofisticadas de burlar la normativa y aprovecharse de los consumidores. En muchos supermercados, cuando los inspectores cotejaban el peso efectivo de las bandejas con lo que decía la etiqueta, no había mayores diferencias. Pero en realidad, una parte no menor del contenido era hielo, que cuando se derretía permitía ver el engaño en todo su esplendor: la cantidad de carne o pescado que había era mucho menor a lo que el consumidor estaba pagando. Pero hay más. La estrategia de meter una bolsa con menudencias dentro de las bandejas en las que se vende el pollo entero también tiene como objetivo incrementar la rentabilidad del producto. Aunque coincida lo indicado en la etiqueta con lo que se ve en la balanza, el precio que paga el consumidor por cada gramo de pollo es superior a lo que debería pagar gracias al rejunte de vísceras de escaso valor que lo acompaña. Cosas que pasan en el maravilloso mundo del comercio.

¿Qué cazzo es un alimento líquido? Según me contaron, la gente suele coronar sus perfiles personales en las redes sociales de citas con imágenes que, también me contaron, muchas veces no

suelen ser del todo representativas de la realidad. A su manera, las empresas hacen más o menos lo mismo. Esto no me lo contaron. Durante nuestra gestión lo veíamos todos los días en las publicidades, publicaciones o en el rótulo de los productos. Claro que, a diferencia de un encuentro donde se atrajo a la otra persona con una foto en la que uno salió particularmente favorecido (algo que entiendo no está prohibido), si el rotulado induce a engaño es simplemente ilegal. Uno de los casos que más recuerdo es el de una bebida muy tradicional a base de soja. Era un producto que me encantaba y consumía un montón cuando era chico. Nunca tuve dudas de que se trataba de un jugo. Para mayor información, en los supermercados suele encontrarse en la heladera donde están los jugos. Incluso más, cuando llegué a la Secretaría de Comercio, la empresa que lo fabricaba lo promocionaba como un jugo en su página web. Con estos datos, ¿qué creería cualquier consumidor que es este producto? Adivinaron: un jugo. Pero si miramos lo que dice la normativa nos vamos a llevar una sorpresa. Según la Anmat, que es el organismo que regula estas cuestiones, para que algo sea considerado un jugo debe tener como mínimo un 50% de jugo natural. Solo si cumple con este requisito pueden utilizarse imágenes de frutas en los rótulos y en los envoltorios. Misteriosamente, al producto en cuestión le faltaba un cero para cumplir con esta exigencia: solo tenía un 5% de jugo natural entre sus ingredientes. Un detalle. El problema es que, siendo así, no podía ser considerado jugo ni mucho menos contener fotos o ilustraciones de ninguna fruta en su envase. De tanto verlo en las góndolas de los comercios, todos sabemos que si hay algo en lo que no escatima el rótulo de este producto es en imágenes de jugosas naranjas, riquísimas manzanas y tentadores duraznos. Los ingeniosos abogados y gerentes de marketing de la empresa habían encontrado la forma de esquivar la implacable normativa indicando que se trataba en realidad de un “alimento líquido” con un 5% de jugo natural en su receta. Con esto pretendían que no se le aplicara la regulación que corresponde a

los jugos. Y al no ser un jugo, no habría ninguna restricción para usar imágenes de frutas en el packaging, siempre y cuando hubiera algo de fruta en el contenido. Gambeta digna de crack. Sin embargo, la Secretaría de Comercio evaluó que era una maniobra engañosa e intervino toda la línea de productos de la empresa hasta la resolución del conflicto. En el expediente se incorporaron distintas imágenes donde se veía claramente que en la página oficial de la marca se promocionaba a esta bebida como “jugo”. Además, la medida de retirar el producto del mercado hasta que su rótulo no se ajustara a la normativa se fundamentó rigurosamente y no dejamos demasiado margen para las interpretaciones. Lógicamente, si los envases ya no venían con las imágenes frutales, uno de los principales ganchos del producto dejaba de funcionar para atraer a los consumidores. No era una discusión metafísica. Era algo que hacía a la esencia de la comunicación de las bondades de ese “jugo” y que resultaba central para el negocio de la empresa. Al recorrer las góndolas en la actualidad podemos verificar que la marca sigue incluyendo fotos e ilustraciones de frutas en sus rótulos, muy a pesar de las pruebas abrumadoras de que incumple con la normativa. No es difícil adivinar a favor de quién fallaron las nuevas autoridades que asumieron en diciembre de 2015.

Megaarchiultra confuso: el rollo mental con el papel higiénico Las empresas típicamente utilizan en sus rótulos expresiones ambiguas, desconocidas o con una pluralidad de significados que pueden llevar a que el consumidor interprete el mensaje en un sentido que no se corresponde con la realidad. Esto es muy común en el caso del papel higiénico. En las góndolas existen diversas variantes de este producto que vienen con las leyendas “Mega”, “Plus”, “Plus Mega”, “Gold” o “RindeMax”. Ninguna de estas palabras guarda relación directa con alguna de las características del papel higiénico. Desde el

punto de vista de la normativa de Lealtad Comercial, usar estas categorías puede considerarse como publicidad engañosa tendiente a generar confusión en los consumidores. Pero esta es solo una de las estrategias que utilizan las empresas que fabrican papel higiénico para intentar obtener mayores ganancias. Hasta no hace tanto tiempo, no había demasiadas presentaciones posibles para este producto. En general se comercializaba en rollos de 74 metros. Esa era la medida estándar (vaya uno a saber por qué). Los consumidores podíamos comprar paquetes de 1, 4, 6 u 8 rollos, pero todos venían con una longitud de 74 metros. En la actualidad, en cambio, el papel higiénico se comercializa en múltiples presentaciones que incluyen rollos de 30, 50 u 80 metros, entre otras. Lo que en principio parece no tener consecuencias, no es tan así. Pensemos cómo podríamos determinar qué variante es la que nos conviene comprar. Si estamos hablando de productos de calidades iguales o similares, la mejor forma parecería ser mirar el precio por unidad. Ahora bien, ¿cómo se define el precio unitario en el caso del papel higiénico? ¿Se mide por rollo, por metro o por paquete? Por suerte la ley es clara y no deja dudas: la unidad de medida correcta para los rollos de papel higiénico es el metro cuadrado. Es razonable que así sea, porque si solo se considerase la longitud en metros, rollos de distinto ancho serían incomparables. ¿Qué pasaba en la práctica durante mi gestión? Los inspectores de la Dirección de Lealtad Comercial verificaron que en todas y cada una de las cadenas de supermercados los precios se exhibían de manera errónea, presentándose indistintamente por unidad, por rollo, por metro lineal o por metro cuadrado. La regla era la falta de homogeneidad en la exhibición de los precios unitarios, lo que impedía al consumidor tomar decisiones de manera adecuada. Era posible encontrar en una góndola un paquete de 6 rollos de 30 metros de una marca, con su valor unitario expresado por rollo; al lado otro paquete de 12 rollos de 50 metros de otra marca con el precio unitario por metro, y junto a ellos una tercera alternativa de 4 rollos de 80 metros con el precio unitario medido por

metro cuadrado. Imposible saber cuál conviene llevarse. Nos cansamos de labrar actas de infracción y de aplicar multas por incorrecta exhibición de precios en este rubro. Pero si vamos al supermercado hoy, se ve que no aprendieron demasiado la lección (o que las actuales autoridades son bastante más laxas en la aplicación de la normativa). De todas formas, les dejo un consejo: siempre, siempre, pero siempre, comparen el precio por unidad y fíjense con mucha atención que los precios exhibidos se correspondan con los productos que están en la góndola. La ley exige que los supermercados les pongan el precio y la unidad de medida correcta a todos los productos. Después no me digan que no se los advertí.

Patologías psicológicas extrañas en el mundo de las góndolas: la bebida que se creía coctel Es muy común que las empresas se olviden de incluir en los envases de sus productos parte de la información obligatoria exigida por la ley. No lo hacen de distraídas, claro. Se trata una decisión meditada y consciente, destinada a comunicar determinados aspectos del producto en cuestión con más impacto. En otras ocasiones, la omisión de datos fundamentales está destinada a influir en la decisión del consumidor desinformándolo. Un caso paradigmático de este recurso, resuelto durante mi gestión, fue el de una bebida bastante extraña que salió al mercado en 2014. El rótulo original del envase tenía forma de coctelera. El objetivo de la empresa era transmitir la idea de que, al abrirlo y servirlo, el consumidor estaría bebiendo un cóctel, específicamente un mojito. La clásica bebida cubana combina ron, hojas de hierbabuena (o menta), lima o limón y hielo, y se completa con un poco de agua con gas o gaseosa de lima-limón. En el caso de este producto, no solo no poseía ninguno de los ingredientes mencionados, sino que se trataba de una bebida fermentada con el agregado de una esencia o saborizante artificial que le daba, supuestamente, el sabor del

mojito. A pesar de ello, el rótulo del producto, que para ese entonces ya se comercializaba en todo el país, decía simplemente “Mojito”. Para colmo de males, además en la etiqueta faltaba consignar el contenido neto, el origen del producto y la frase “bebida con alcohol”. En pocas palabras, no solo era vilmente tramposo, sino que tampoco el rótulo cumplía con las exigencias mínimas de la Ley de Lealtad Comercial. Por supuesto que no íbamos a permitir que este engaño se sostuviera. Al tomar conocimiento de la situación, dispusimos el inmediato retiro del mercado de este producto hasta que no se cumpliera con lo que establecía la legislación. Cuando varios meses más tarde regresó a las góndolas, lo hizo en una versión corregida que ahora decía “sabor mojito” debajo de la marca. Pero también tenía una peculiar aclaración en la parte trasera: “esta bebida no es un cóctel”. Brindemos por el cumplimiento de la ley. Cierro el caso con un dato de color. Uno de los argumentos esgrimidos por los representantes de la empresa para evitar el retiro del mercado de los productos ya distribuidos era que les parecía injusto hacer algo así con un producto desarrollado totalmente en nuestro país, con mano de obra local y con proyección internacional. Nuestra respuesta fue que nos resultaba llamativo que, siendo así, hubieran decidido encargar el diseño gráfico de la marca y sus etiquetas a un estudio radicado en Inglaterra. Tal vez eso explicaba los horrores errores en el rotulado del producto.

Io non parlo italiano La Ley de Lealtad Comercial es más que clara cuando se refiere a que toda la información incluida en los productos comercializados en el país debe estar en idioma español. Pero muchos gerentes de marketing están convencidos (y deberán tener sus razones) de que los consumidores creen que todo lo que venga de afuera es mejor. Por eso algunas empresas camuflan el origen real de sus productos utilizando

vocablos en idiomas foráneos, con el objeto de dotarlos de una “clase” o “nivel” que algunos suponen que solo las cosas que no son “Made in Argentina” tienen. De paso, si los consumidores caen en el engaño, cobran más caros los productos. En otras palabras, al incluir información en idioma extranjero de forma destacada se genera confusión sobre el origen del producto y se transmite una señal engañosa a los consumidores. Esto es bastante habitual en el caso de algunas bebidas alcohólicas, como el caso del popular fernet o el más exclusivo martini: a pesar de que ambos aperitivos se producían en el país, sus etiquetas estaban prácticamente en su totalidad escritas en idioma italiano. Ma perché?

El ofertódromo y las referencias invisibles El festival de ofertas que desde hace muchos años se observa en los supermercados es directamente desquiciante: 20% de descuento en productos seleccionados; 70% de descuento en la segunda unidad; 2×1, 3×2, 4×3, 6×5; descuentos sobre el total de la compra según medio de pago; ofertas de productos específicos; beneficios exclusivos para la comunidad o el club de amigos del supermercado. Nada de esto está prohibido, aunque claramente necesita de regulaciones mucho más estrictas que las existentes actualmente. Pero no solo los comercios hacen ofertas. En su afán por convencer al consumidor de la conveniencia de comprar determinados productos o presentaciones, las propias empresas también suelen incluir en sus rótulos frases y promesas de dudoso cumplimiento. No es inusual encontrarse con bebidas o jabones para la ropa que incluyan en su envase frases del tipo “20% GRATIS”, por ejemplo. ¿Cuál es la trampa con este tipo de promociones? Lo más obvio es que la empresa no puede garantizar que el supermercado o el almacén vendan su producto promocionado en las condiciones en las que lo establece el envase. Pero, además, la manera lógica de constatar que un determinado contenido extra

es “gratis” sería comparándolo con el mismo producto en un formato que no contenga ese adicional sin cargo. No caben dudas de que si existe en la góndola un producto con un 20% extra que sale lo mismo que el que viene con menos contenido, el consumidor elegirá indefectiblemente el primero. Pero siendo así, carece de sentido la existencia del producto original, tanto para quien lo compra como para quien lo vende (que estaría ofreciendo un producto que nadie demandaría). El problema es que sin este producto o sin una referencia explícita y comprobable, sobre todo comprobable, del precio “original”, no se puede corroborar la veracidad de lo ofrecido en el rótulo. En otras palabras, al no poder asegurarse la existencia de un producto de referencia que permita verificar la realización de la “oferta”, la oferta presente en el rótulo es, directamente, engañosa.

El régimen se acabó En algunas ocasiones, las empresas alimenticias proveen información nutricional poco clara sobre sus productos. Esto puede inducir a confusión respecto a las propiedades y características de los alimentos y las bebidas que consumimos. A mediados de 2015, una de las principales empresas del mercado de aderezos comercializaba una versión light de su principal marca de mayonesa. En su rótulo simplemente decía que poseía “60% menos calorías”. ¿Menos calorías que qué?, se preguntarán ustedes. Nosotros nos hicimos la misma pregunta. Por eso fuimos a ver directamente qué decía la normativa. Según el Código Alimentario Argentino, la comparación debía hacerse con la receta de la mayonesa tradicional. ¿Qué es la mayonesa tradicional?, se preguntarán ustedes. Lo mismo nos preguntamos nosotros. Así que averiguamos y ahí nos enteramos de que tenía que tener en su receta “no menos de 5,0% de huevo entero o líquido” o “no menos de 2,5% de yema de huevo fresca o líquida”, entre otras cosas. Hablando mal y pronto, es la receta de la abuela, con

huevo y limón posta. Pero para poder usar a la mayonesa tradicional como parámetro de comparación para la light, debía haber —al menos— tres versiones de ese producto a la venta en el mercado. En aquel entonces, solo había una mayonesa a la cual podíamos atribuirle esas características que, además, no era de la marca que comercializaba la versión light. Conclusión: si no existían en las góndolas al menos tres mayonesas tradicionales, era lisa y llanamente ilegal decir que una mayonesa light tiene 60% menos calorías que una que no se comercializaba. Sin embargo, la marca en cuestión sí vendía una mayonesa denominada “clásica”. Lo que dispusimos fue que cambiaran el rótulo poniendo como parámetro de contenido calórico a la mayonesa que sí tenía representación en el mercado, tal como lo exigía la normativa. Después de mucho patalear, la empresa tuvo que retirar del mercado el producto con rótulo engañoso reemplazándolo por el que venía con la leyenda correcta: “38% menos calorías”. Ese envase traía un asterisco bien pequeño sobre la base de la etiqueta que agregaba “que la mayonesa clásica”. No quedan dudas de que engorda lo mismo que antes. Pero por lo menos ahora sabemos por qué nunca pudimos usar un agujerito menos al abrocharnos el cinturón.

Remedio amargo A las dos semanas de haber asumido como secretario de Comercio, detectamos una suba injustificada de precios en la mayoría de los productos farmacéuticos del país. Es sabido que el mercado de medicamentos tiene un alto grado de concentración, tanto a nivel local como internacional. Por eso mi intención era evaluar en cada caso qué estaba ocurriendo, a fin de tomar las medidas necesarias para defender los bolsillos de los consumidores. Lograr ordenar este mercado era urgente, porque queda claro que nadie quiere comprar remedios. Si lo hacemos, es porque no nos queda otra opción.

Cuando nos juntamos con los representantes del sector, su principal argumento fue que los valores de los medicamentos se habían atrasado respecto al incremento de sus costos y que por eso “no les había quedado otra” que actualizar los precios. Pero lo que no se explicaba era el movimiento de precios coordinado entre todos los laboratorios. O sí se entendía: es una de las consecuencias de estar ante un mercado concentrado donde no rige bajo ningún punto de vista la competencia. La falta de herramientas normativas para intervenir en el mercado nos dejaba en una situación de mucha debilidad. Cuánto salía cada uno de los productos lo determinaban los laboratorios. Pero los empresarios se negaban a llegar a un acuerdo de precios. Así comenzó la relación con este sector. Y la tensión siguió escalando, porque luego de la devaluación de fines de enero de 2014, los laboratorios aplicaron nuevas rondas de aumentos. Después de mucho tire y afloje, a fines de febrero logramos acordar que los precios se retrotrajeran a los niveles que tenían al 31 de diciembre del año previo, estableciendo una pauta razonable para su actualización en los meses siguientes. Pero en cuestión de semanas detectamos que muchos laboratorios habían subido nuevamente los precios por fuera de lo acordado, en el mismo porcentaje y de manera prácticamente sincronizada. En ese momento decidimos aplicar la Ley de Abastecimiento. En la resolución que firmé se establecía el congelamiento de los precios por 60 días y la obligación de continuar con el normal abastecimiento de los productos. También se le requería a cada laboratorio que presentara un informe detallado con los precios y la estructura de costos de cada uno de los medicamentos que comercializaba. La medida cayó por sorpresa en el sector. Y contra todos los pronósticos, en vez de incumplirla o recurrir a la Justicia, la acataron. Evidentemente evaluaron que había fundamentos sólidos para la decisión que habíamos tomado, y no querían tirar más de la cuerda. Fue el único caso de aplicación de la Ley de Abastecimiento bajo mi gestión. A partir de ese momento, si bien la relación con los laboratorios mantuvo cierta

tirantez, pudimos acordar un esquema de trabajo que permitió que cumpliéramos con los objetivos que nos habíamos planteado. Evidentemente se trataba de un instrumento potente.

La lavandina que ensucia Desde bastante tiempo antes de asumir en la Secretaría de Comercio, la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia venía investigando una maniobra de una importante compañía multinacional de productos de limpieza. La conducta de la empresa consistía en presionar a las cadenas de supermercados para que la diferencia de precios con las segundas marcas que le competían fuera como máximo del 30%. Bajo la amenaza de suspender las bonificaciones y descuentos a los supermercados (y en última instancia cesar el abastecimiento de sus distintas líneas), esta empresa multinacional obligaba a que, una vez fijado el precio de su producto líder, los precios de sus competidores no se alejaran demasiado. ¿Cuál era el sentido de esta estrategia? Es evidente que si los consumidores llegan a una góndola y se encuentran con la lavandina que conocen de toda su vida a un precio no tan alejado de las otras alternativas, la decisión de muchos va a ser pagar más por lo “bueno conocido”. Pero si la diferencia de precios es muy amplia, muchos consumidores seguramente decidan probar otra opción, lo que más temprano que tarde va a forzar a la primera marca a bajar su precio para no perder mercado. Por este motivo, aun cuando las segundas marcas (la mayoría de productores nacionales) podían ofrecer al consumidor precios más bajos, la brecha máxima impuesta hacía que los productos de limpieza de primera necesidad tuvieran precios superiores a los que hubiesen tenido en condiciones de competencia. La empresa investigada estaba incluida dentro del programa de Precios Cuidados. Recuerdo que al momento de suscribir los convenios había puesto reparos en diversas cláusulas porque su casa matriz no veía con buenos ojos un

acuerdo de precios con el Gobierno y sus competidores, por ser contrario a su política global de competir en condiciones de mercado en cada país. Hipocresía pura, desde ya, porque su presunta política de respeto a la competencia no fue un obstáculo para realizar una maniobra anticompetitiva que perjudicó durante años a los consumidores más vulnerables. La Comisión de Defensa de la Competencia acreditó la existencia de estas prácticas ilegales sobre la base de testimonios de los distintos actores involucrados y del análisis de la evolución de los precios y la brecha que imponía la empresa investigada. Al recibir el dictamen, unos pocos meses antes de concluir mi gestión, confirmé la sanción a la empresa multinacional y se aplicó una multa millonaria fundamentada en la Ley de Defensa de la Competencia. Este caso me permitió sacar conclusiones muy relevantes sobre el mercado de bienes de consumo masivo. En primer lugar, es falso lo que muchas veces se dice respecto a que las multinacionales compiten en el segmento más elevado y no tienen mayor interés por las segundas marcas. Las empresas con posición dominante siempre están actuando para evitar el crecimiento de la competencia en todos los segmentos del mercado. Por otra parte, también es un hecho que cuando una empresa multinacional cuenta en apariencia con planes y protocolos de buenas conductas competitivas, en la medida en que detecte la debilidad de las normas o la falta de convicción del Gobierno para aplicarlas, va a intentar maximizar sus beneficios recurriendo a este tipo de prácticas. El único freno a los abusos de las grandes empresas se da cuando el Estado interviene firmemente con herramientas eficaces para defender los intereses económicos de los consumidores. ¿Cómo terminó la historia? De la peor manera. La empresa se presentó ante la Justicia pidiendo la nulidad de la sanción. Y, como era de esperarse, pocos meses después de que dejé el cargo, un fallo revocó la multa y la empresa nunca pagó un peso por el daño que le hizo a los consumidores y a las pequeñas empresas nacionales que no podían competir en condiciones razonables. Este chiste no

tiene remate.

6.3 HECHA LA TRAMPA, HECHA LA LEY Que alguien sugiera que el Estado tiene muy poco margen de acción para intervenir en el mercado puede resultar inconcebible para muchos. Más aún cuando desde algunos sectores permanentemente se cuestiona al Gobierno por entrometerse demasiado en los negocios y en la vida de la gente. Pero justamente esta limitación fue la que nos obligó a recurrir a una política de las características de Precios Cuidados cuando nos tocó asumir en la Secretaría de Comercio. Solo con un acuerdo de precios voluntario, donde las empresas se comprometieran a cumplir con determinadas pautas de precios y abastecimiento, iba a ser posible contar con algún poder disciplinador en el mercado. El resto de las leyes vigentes (a excepción de la cuestionada Ley de Abastecimiento) no nos brindaba ninguna herramienta efectiva para actuar en el corto y en el mediano plazo. De todas formas, no nos quedamos con los brazos cruzados. Desde un primer momento nos preocupamos por ir perfeccionando los instrumentos con los que contábamos, introduciendo nuevas normativas y mejorando las existentes. En gran parte, este trabajo se vio reflejado en el paquete de leyes que sancionó el Congreso en septiembre de 2014. Las propuestas de reforma de las de Defensa del Consumidor, Lealtad Comercial, Defensa de la Competencia y Abastecimiento partían del diagnóstico que teníamos respecto de los problemas del marco jurídico vigente. Concretamente, para reforzar estos instrumentos entendíamos que era necesario elevar los montos de las multas, ampliar los tipos de sanciones a las empresas (clausura, pérdida de concesiones y privilegios y suspensión en el registro de proveedores del Estado) y, fundamentalmente, invertir el procedimiento del pago

de multas. Antes de los cambios legislativos, cuando se aplicaba una sanción a una empresa, se podía apelar ante la Justicia y, hasta que no hubiera un fallo al respecto, no pagarla. Con las modificaciones a las leyes se estableció que las empresas primero debían pagar las multas impuestas por la Secretaría de Comercio y luego, si querían, ir a la Justicia. Al fin y al cabo, esto es lo que tenemos que hacer los consumidores frente a las empresas: primero pagamos el bien o servicio y después reclamamos por cualquier problema que podamos llegar a tener, ¿o no? Con estas modificaciones apuntábamos a generar incentivos para que las empresas brindaran mejores servicios a los consumidores y lo pensaran dos veces antes de violar la normativa. Si la multa era mayor y había que pagarla antes de reclamar en la Justicia, las consecuencias de cualquier incumplimiento empezaban a ser más concretas, tangibles y dolorosas. Una de las innovaciones normativas más importantes que aprobó el Congreso en ese momento fue la creación del Sistema de Resolución de Conflictos en las Relaciones de Consumo, que estableció un nuevo procedimiento para atender los conflictos entre los consumidores y las empresas. El Servicio de Conciliación Previa en las Relaciones de Consumo (Coprec), al que denominamos “Consumo Protegido”, se delineó como un mecanismo ágil y efectivo para efectuar los reclamos de los consumidores cuando las empresas no ofrecían una solución inmediata a cualquier problema en la compra de un producto o en la contratación de un servicio. Desde entonces, los pasos son muy simples: a través de una página web el consumidor afectado ingresa su reclamo y solicita un turno para una audiencia, en la que participa la empresa y un conciliador especializado en temas de consumo. El conciliador es un abogado mediador capacitado, cuya función es orientar al consumidor para que intente llegar a un acuerdo conveniente con la empresa. Una de las grandes virtudes del nuevo sistema es que el proceso no puede durar más de 30 días desde ingresado el reclamo.

Por otra parte, se reformó la Ley de Abastecimiento. Lo primero que hicimos fue cambiarle de nombre para minimizar los cuestionamientos. Pasó a llamarse Nueva Regulación de las Relaciones de Producción y Consumo. Las modificaciones se proponían definir más claramente la aplicación de las disposiciones de la ley, que en algún sentido eran demasiado amplias. Y fundamentalmente eliminar sus aspectos más polémicos (como la pena de arresto o prisión por violaciones graves a la norma)23. De esta forma iba a ser más factible poder contar con este instrumento sin la permanente amenaza de que se declare su inconstitucionalidad. La última novedad legislativa fue la creación del Observatorio de Precios y Disponibilidad de Bienes y Servicios. Se trata de un organismo técnico compuesto por funcionarios de distintos ministerios y representantes de asociaciones de consumidores, encargado de generar toda la información sobre las cadenas de valor que requiere la aplicación de las distintas leyes. La mayor parte de estas nuevas herramientas se comenzó a utilizar durante nuestra gestión, con muy buenos resultados. En particular, Consumo Protegido brindó a los consumidores un mecanismo mucho más rápido para hacer valer sus derechos. En menos de un año de funcionamiento del sistema se realizaron casi 50.000 reclamos (cuando hasta ese momento no superaban los 2.500), y se realizaron cerca de 10.000 audiencias de conciliación entre empresas y consumidores. Y en la mayoría de los casos se llegó a un acuerdo. Más allá de la legislación general, también se introdujeron instrumentos específicos para facilitar nuestra gestión y poder cumplir con los objetivos que nos proponíamos. Uno fue el Sistema de Monitoreo de Abastecimiento y Distribución de Bienes (Simona). Después de varias operaciones mediáticas que informaban sobre el supuesto desabastecimiento de productos esenciales en el mercado, creamos un sistema de alertas que debían usar las empresas para prevenir estas situaciones. Los consumidores (incluyendo los periodistas de las grandes corporaciones mediáticas) también podían utilizar este mecanismo cuando notaban que había escasez generalizada de productos.

La forma de hacerlo era simple: a través de un sitio web, se podía notificar a la Secretaría de Comercio sobre bienes que no estaban disponibles en el mercado. La idea era que a partir de estas denuncias se pudieran investigar los motivos de los faltantes y trabajar para restablecer el abastecimiento con rapidez. ¿Qué se imaginan que pasó? Desde el lanzamiento del sistema, solo unos pocos casos fueron reportados formalmente. Por supuesto que, como en todas partes del mundo, había problemas puntuales de faltantes de algunos productos. Pero ninguno de los reclamos involucraba a bienes esenciales y no estaban relacionados con impedimentos o dificultades para importar. Con esta medida logramos dejar sin argumentos a quienes hablaban de situaciones generalizadas de desabastecimiento. Y cuando algún periodista se hacía eco de una denuncia infundada, simplemente le pedíamos que cargara el reclamo en el Simona, y así se procedería a resolverlo. Jamás lo hicieron. Otra medida que facilitó nuestro trabajo fue la creación del Régimen Informativo de Precios24. Este sistema establecía que las grandes empresas debían informar mensualmente sus listas de precios y las discontinuidades o lanzamientos de productos. La obligación aplicaba a todas las etapas del proceso productivo. Gracias a esta información contábamos con mayores elementos para analizar la evolución de los precios a lo largo de toda la cadena de valor. Permitía, además, tener un mayor conocimiento del proceso de formación de precios en el mercado y de la conducta de las grandes empresas. También era una de las fuentes de información que utilizábamos al momento de las renegociaciones de Precios Cuidados. Servía para analizar cuál había sido la variación de los principales costos de los productos y, con esos datos, definir porcentajes razonables de actualización de los precios. Desde ya, también brindaba herramientas para poner un freno a las transformaciones de productos, porque las empresas tenían que notificarnos cada vez que salía un producto “nuevo” al mercado. Para favorecer este último objetivo implementamos más adelante el Sistema de Fiscalización de Rótulos (FDR). Esta resolución exigía que los envases de

aquellos productos con diferentes variantes o presentaciones (como el caso de las leches con múltiples nutrientes) pudieran distinguirse sin mayores dificultades. Y, puntualmente, establecía que las propiedades que diferenciaban al producto transformado del original se especificaran claramente en la cara principal de la etiqueta (ocupando una superficie mínima del 20% del rótulo). ¿Cómo funcionaba este sistema? Vayamos a un caso concreto. Hacia el final de nuestra gestión nos enteramos de que una empresa que fabrica unas galletitas redondas de chocolate con una crema en el medio había decidido modificar el diámetro del producto, reduciéndolo un 15%. El propósito de esta transformación era evidente: seguir cobrando el mismo precio, pero bajando el contenido. Suba encubierta de precios de manual. Según el FDR, la nueva versión debía decir claramente en su rótulo la leyenda “ahora un 15% más pequeñas” (o “más chicas”, o “más diminutas”, o la palabra que el departamento de marketing de la empresa considerara mejor para comunicar la nueva variedad). Con esta información, un consumidor más o menos despierto no iba a tardar demasiado tiempo en darse cuenta de que le estaban metiendo la mano en el bolsillo. Para garantizar el cumplimiento de estas disposiciones, la Resolución establecía que antes de poder comercializar un nuevo producto en el mercado, la empresa debía presentar el rótulo en la Secretaría de Comercio para recibir la validación correspondiente. Se imaginarán que de lo mínimo que nos tildaron fue de “soviéticos”, “chavistas”, “estatistas” y “burócratas”. Para nosotros esos adjetivos eran eufemismos de “se acabó la joda”. Lamentablemente, la Resolución que creaba el sistema FDR fue firmada en octubre de 2015 y debía entrar en vigencia 60 días más tarde, en un contexto completamente distinto. No solo la marca de galletitas logró, tristemente, reducir el diámetro de su producto sin necesidad alguna de aclararlo en la etiqueta (ni en ningún otro lado, a decir verdad), sino que además en su “nueva” receta redujo a casi la mitad su contenido de cacao. Pero esto es lo de menos. Cosas muchísimo peores pasaron desde diciembre de 2015 en adelante. De eso se trata lo que

sigue. ¿Será verdad que ni lo bueno ni lo malo dura para siempre?

21. Para los que se quedaron con ganas de leer más sobre mi supuesta vida, les dejo el link del artículo: https://www.lanacion.com.ar/opinion/augusto-costa-el-hombre-de-kicillof-para-reemplazar-a-morenonid1498185. 22. Tengo que reconocer que el circuito, por más que era amateur, era muy competitivo. Y aunque nunca tuve demasiada continuidad, guardo orgullosamente los trofeos del US Open, el Abierto de París y tres torneos más que gané con mi juego insoportablemente aburrido y conservador pero —al fin de cuentas— efectivo. 23. El secretario de Comercio era el único funcionario del área económica con facultades para disponer el arresto de aquellos empresarios que cometieran abusos graves en los mercados. Mejor dejémoslo acá. 24. Como se habrán dado cuenta, la sigla de este sistema es RIP. Obviamente nunca la usamos. No queríamos insinuar que con toda la información que íbamos a tener le estábamos dictando la sentencia de muerte a las avivadas de las empresas. Era un poco mucho.

7. Los empresarios Un domingo de enero de 2019, bien tempranito a la mañana, fuimos con Lucía y nuestra hija Amanda al hipermercado que queda a dos cuadras de nuestra casa. Siempre me pareció un programa inmejorable para hacer en familia los días de calor agobiante, porque si hay algo en lo que no suelen ahorrar los supermercadistas es en el aire acondicionado25. Antes de entrar, agarramos la revistita con las promociones de la semana del dispenser al lado de la puerta. Mientras Amanda señalaba las fotos de cada uno de los productos en oferta preguntando una y otra vez “¿y eto qué e?”, volví a tomar noción de algo que como funcionario me obsesionaba: la infinidad de combinaciones de precios posibles que existen para cada consumidor. Se trata de un fenómeno que desde hace mucho tiempo se observa en los supermercados. El precio de cada uno de los artículos necesariamente varía según cuándo y dónde se compre, qué medio de pago se utilice o qué combinación de productos se lleve. Esto se debe a la gran cantidad de descuentos y beneficios disponibles al momento de hacer las compras, que además se van excluyendo y anulando unos con otros. Así, el sueño de la teoría económica convencional de que haya un precio único en el mercado para cada bien queda definitivamente sepultado por el festival de ofertas. Según los cálculos mentales que fui haciendo mientras miraba los precios y las promociones, aquel domingo llegué a la conclusión de que del monto total del ticket nos iban a descontar aproximadamente un 12%. Hagamos cuentas. No éramos parte de la “comunidad” así que no nos correspondía el 20% de descuento sobre el total de la compra. Pero teníamos una tarjeta de crédito de un banco que calificaba para el 15% de descuento sobre el monto de la factura. Pero este descuento no se aplicaba sobre los productos que estuvieran incluidos en los

trece tipos de ofertas específicas (2×1, 3×2, 4×3, 6×5, 70% de descuento en la segunda unidad, productos de bazar, etc.). Como nuestra compra incluía algunos de esos artículos, más alguno que otro de Precios Cuidados que todavía quedara en pie, suponíamos que íbamos a perder como mínimo un 3% del descuento total. Eso nos daba el 12% que esperábamos pagar de “menos” en nuestra visita familiar al supermercado. Con esa ilusión atravesamos la puerta. Casi dos horas después, luego de corroborar la impunidad cada vez mayor con la que los supermercados incumplen con las normativas que a mí me tocaba controlar cuando era funcionario, nos pusimos en la cola para pagar una compra relativamente voluminosa. Recién habíamos empezado a sacar los productos del changuito cuando la niña empezó a pedirle insistentemente a su madre que la llevara a la “maquinita” con los peluches que estaba justo pasando la línea de cajas. Para evitar que la cosa escale, quedamos en que ellas iban a ver los ositos y yo terminaba de pagar. Mientras miraba a Lucía y a Amanda a lo lejos, no dejaba de asombrarme la capacidad de los supermercadistas de seguir facturando incluso cuando uno ya compró lo que fue a buscar. No solo hay que resistir las tentaciones propias y de nuestros hijos de gastar plata en cosas que claramente uno no necesita, sino que además aparece un nuevo anzuelo a la salida. Esto implica otro conflicto con nuestros pequeños consumidores o —como casi siempre ocurre— volver a sacar dinero del bolsillo. De esto hablamos cuando decimos que los empresarios tienen todo perfectamente estudiado para maximizar su rentabilidad. Cuando por fin me reencontré con mi familia, sin tener del todo claro cuánto descuento nos habían hecho (aunque seguramente mucho menos del esperado), Lucía me señaló un cartel que colgaba en la pared. Estaba al lado de la máquina de los peluches, enmarcado como si fuera un cuadro. Arriba tenía una foto en blanco y negro de un señor con galera; debajo, un texto escrito en itálica: Muchas personas miran al empresario como al lobo que hay que abatir, otros

muchos lo miran como a una vaca que hay que exprimir, y muy pocos lo miran como al caballo que tira del carro. (Winston Churchill) No podía creer lo que estaba leyendo. La miré a Lucía y estaba tan desconcertada como yo. En el camino a casa no podíamos parar de recitar la poesía del supermercado, que nos habíamos aprendido de memoria en tiempo real. Incluso Amanda empezó a repetir algunas palabras. Cuando se agotó el chiste, me puse a pensar seriamente en esa frase. Lo que no terminaba de entender era por qué Churchill utilizaba metáforas de animales para referirse a los empresarios (si es que esa cita efectivamente le pertenecía). Pero no nos vamos a meter con eso, sino con las cuestiones relevantes. ¿A quién estaba dirigido ese cartel? ¿A los consumidores? ¿A los empleados? ¿A los inspectores del Gobierno que tienen que controlar el cumplimiento de las normativas? ¿Al propio dueño del supermercado para que se sienta realizado cada vez que va de visita a la sucursal? ¿Cómo había que interpretar ese mensaje? Más importante aún, ¿las vacas se exprimen como si fuesen naranjas? ¿O en realidad se ordeñan? ¿Y qué pasa con los caballos de carrera, que no tiran de ningún carro? ¿Por qué Churchill no pensaba en ellos? Lo más probable es que jamás encontremos respuestas a estas preguntas. Pero lo que sí me parece interesante es reflexionar sobre el papel que cumplen los empresarios en el sistema económico donde vivimos y cuál es su lógica de comportamiento. Algo de eso vamos a intentar hacer en este capítulo. Pero antes de seguir, se me ocurre reformular la supuesta frase de Churchill cambiando solamente un par de palabritas, a ver qué pasa: Algunos empresarios miran al trabajador como al lobo que hay que abatir, otros lo miran como a una vaca que hay que exprimir, y muy pocos lo miran como al caballo que tira del carro. (Augusto Costa)

7.1 NI BUENOS, NI MALOS: EMPRESARIOS Después de tantos años de grietas en el país, queda claro cuáles son los grandes conflictos de la sociedad argentina26. Pero hay una división que me parece tramposa y sobre la que tenemos que pensar seriamente. Me refiero a la que existe entre quienes creen que los empresarios son por naturaleza malos y quienes creen que no. Creo que esta dicotomía está mal planteada desde el vamos, porque muchas veces se mezclan dos cuestiones: el empresario como persona y el empresario en tanto empresario. A diferencia de otros dilemas de la humanidad, por suerte esta discusión se resuelve de una manera muy sencilla: el empresario, en tanto empresario, no es ni bueno ni malo, es empresario. Esto no quiere decir que, como individuos, los empresarios no puedan tener virtudes o defectos morales (o de otra naturaleza), como cualquier ser humano. Y puestos a elegir, siempre va a ser preferible que el dueño de la empresa diga “buen día” cuando llega a la oficina o a la fábrica, que no maltrate a sus empleados, que tenga buenos modales, o que no transforme en un suplicio la jornada laboral. Pero a nuestros fines, cómo se comporta en su vida privada el empresario, cómo trata al prójimo o qué tan inmaculado sea su espíritu es irrelevante. En todo caso, lo que sí podemos preguntarnos es si es un buen o mal empresario. Esa es la cuestión. Y sobre este punto no tengo ninguna duda: un buen empresario es el que busca maximizar las ganancias de su empresa. Todo lo demás es cuento. Puede confundir que cualquier empresario que cumpla correctamente con su papel, necesariamente va a ser “malo” y va a tener conflictos de intereses con sus trabajadores, con sus clientes, con sus proveedores, con el Gobierno que lo controla y con sus competidores. Por eso es difícil encontrar empresarios “buenos” (en un sentido moral) que no ganen todo lo que podrían y autolimiten su afán de lucro para no perjudicar a sus empleados o para que sus clientes no paguen de más.

Para el empresario promedio, no hay un salario “justo” que merezcan cobrar sus trabajadores ni un precio “razonable” que corresponda que paguen quienes compran sus productos. Siempre el objetivo es pagarles lo menos posible a los empleados y cobrarles lo más caro que se pueda a los consumidores. El empresario “bueno” (en el sentido moral) que paga salarios altos o vende sus productos baratos a expensas de su rentabilidad es digno de una ficción literaria. Y si existe en la vida real, seguramente tenga muchas dificultades para sobrevivir en la selva del mercado. Con esto no quiero decir que no pueda existir algún empresario con esas características, pero definitivamente sería la excepción y no la regla. Pensemos en el caso de un futbolista que, en nombre del fair play, patea a propósito un penal afuera porque cree que no hubo falta y que, por lo tanto, no se debería haber sancionado la infracción. Puede haber uno o dos de esos casos entre los miles y miles de partidos que se juegan todos los días en el mundo. Pero no es lo que ocurre normalmente. Y bajo ningún punto de vista quiero a esos jugadores en mi equipo, porque el objetivo de la competencia es ganar. Y parte de la esencia del fútbol (o de cualquier otro deporte) es aprovechar las circunstancias que pueden favorecer las chances de triunfo, sean legítimas o no, y no que nos premien por el “juego limpio”27. Ya que estamos en el ámbito del fútbol, quien expuso de una forma bestial la lógica más básica del empresariado es Willie McKay. Se trata del intermediario que participó de la negociación por la cual Emiliano Sala, el futbolista argentino que falleció trágicamente en un accidente aéreo en el Canal de la Mancha a principios de 2019, iba a pasar del Nantes francés al Cardiff de Gales. Según se pudo conocer a través de correos electrónicos que se filtraron a la prensa, el representante se presentó ante el jugador en los siguientes términos: “Emiliano, mi nombre es Willie McKay. No estamos interesados en tus pertenencias personales, tus finanzas, tus vacaciones o tus niñeras. Eso no es nuestro problema. […] Nos acercamos a Nantes, como lo hacemos con muchos jugadores en otros clubes, solo para obtener el mandato de tu venta”.

Más adelante, McKay siguió [con la misma honestidad brutal] reconociéndole a Sala cuál era su motivación [como la de cualquier empresario]: “Al final [a los empresarios] solo les interesa el dinero. Lo que, por supuesto, todos queremos. […] No hay sentimiento, solo estamos haciendo negocios”. Y, como broche final, le confesó al jugador una táctica empresarial definitivamente reñida con la ética, pero muy habitual en el mercado del fútbol: generar rumores de que un club está interesado en un futbolista para “subirle el precio”: “[…] Filtramos en los medios que otros clubes como West Ham y Everton te quieren, solo para estimular el interés en ti. Así es cómo trabajamos y eso puede ser malinterpretado por el jugador. Pero sin ese ‘zumbido’ nadie te conocería. Porque, honestamente, nadie sigue la competición francesa”28. Imposible expresarlo mejor que McKay. Palabras más, palabras menos, esto es lo que entiendo que es un empresario en el mundo donde nos toca vivir. Por más cruel o polémico que suene. Pero, antes de seguir, mejor hagamos algunas aclaraciones. ¿No hay pequeñas empresas donde el dueño (empresario) y sus empleados desarrollan relaciones personales durante décadas y son como una “familia”? Sin duda que las hay. ¿Existen emprendimientos comerciales donde el propietario gana menos que sus empleados? Seguramente sea mucho más habitual de lo que se cree. ¿Es posible pensar en formas alternativas de organización de la producción, como el caso de las cooperativas? Sí, existen un montón. ¿No hay iniciativas productivas que se rijan bajo la lógica de la “economía social”? Por supuesto. Ahora bien, estoy seguro de que ninguno de esos casos explica el funcionamiento de la sociedad actual. Dicho de otra forma, el sistema de mercado —tal como lo conocemos— no funciona en base a empresarios que se comportan como buenos samaritanos. Más bien es al revés. Un banquero que tiene como principio moral no ser usurero y se resiste a cobrar la tasa de interés más alta que puede por sus préstamos y a pagar la tasa más baja por los depósitos de los ahorristas no es un “buen” banquero. Es un

pésimo banquero y no está haciendo bien su trabajo. No podemos pedirle al empresario que actúe con conciencia social, siga normas éticas o piense en las consecuencias de sus decisiones y de sus actos sobre otras personas. Para eso debería estar el Estado. Incluso deberíamos desconfiar cuando los empresarios se ponen por sus propios medios en ese lugar. Más allá de los objetivos explícitos que dicen tener, los programas de “Responsabilidad Social Empresaria” que muchas corporaciones desarrollan forman parte de la misma estrategia de maximización de las ganancias. Por más que efectivamente puedan incluir acciones que beneficien a miembros de la sociedad, a priori uno puede pensar que no es más que una maniobra de marketing para mejorar su reputación en el mercado. Y en muchos casos debe involucrar —como toda decisión empresaria— un análisis costo-beneficio del siguiente tipo: “¿si mejoramos nuestro vínculo con la comunidad, aumentan nuestros ingresos o no?”. En última instancia, ¿de dónde salen los recursos con los que las empresas financian estos proyectos? Adivinaron. Lo mismo puede decirse de algunas acciones que en principio parecen generosas, pero —mirando la cosa en detalle— cuanto menos deberían hacernos sospechar sobre cuáles son sus verdaderas intenciones. Un caso típico son las campañas de donaciones que llevan adelante los supermercados, que les preguntan a los clientes al momento de pagar si están dispuestos a donar el vuelto para un fin noble. A mí esto siempre me provoca mucha incomodidad, porque me da vergüenza decir que no. Pero tampoco desconozco que detrás de este aparente acto de altruismo puede esconderse en realidad un mezquino recurso contable mediante el cual la empresa obtiene beneficios millonarios. Es cierto que el dinero recaudado llega finalmente a la entidad elegida como beneficiaria de la donación. Pero durante el tiempo transcurrido entre que comienza la recolección del dinero y la transferencia a la institución, la empresa utiliza estos fondos para realizar operaciones financieras que le generan una ganancia extra. Y no termina acá la

cosa. Puede deducir un porcentaje de este tipo de donaciones de sus impuestos a las ganancias, con lo cual, con el dinero de sus clientes, obtiene cuantiosos alivios impositivos. Otro negocio redondo. Nuevamente: estas reflexiones no implican que no puedan encontrarse empresarios que conduzcan sus empresas con otros valores. Conozco muchísimos dueños de empresas y ejecutivos con una conducta ética intachable, que invierten, que apuestan a la investigación y el desarrollo, que se preocupan por garantizar un clima laboral agradable para sus empleados, que respetan el medio ambiente. Pero muchos otros claramente no lo hacen. De todas formas, la cuestión no pasa por ahí, sino por algo mucho más básico: el afán de lucro que necesariamente debe tener todo empresario. Pero decir que lo que busca un empresario es maximizar su ganancia no equivale a ser antiempresario. En lo más mínimo. No hay odio, enemistad ni ninguna cuestión personal con los hombres de negocios29. Solo plena conciencia de qué buscan y qué intereses defienden. Y, sobre todo, la certeza de que para lograr sus objetivos muchas veces pareciera que vale todo. Si estamos de acuerdo en esto, es un sinsentido pretender que los empresarios no recurran a estrategias incompatibles con el espíritu de la legislación o con las reglas de funcionamiento del mercado. Si mediante estas maniobras pueden obtener más beneficios, sería incomprensible que no lo hicieran. Así como resulta absurdo apelar a sus emociones o a su “patriotismo” para que modifiquen lo que constituye la base de la conducta empresarial. Esto me recuerda a un famoso episodio protagonizado por el ministro de Economía de Alfonsín, Juan Carlos Pugliese, en el año 1989. En medio de la hiperinflación más grande de la historia argentina, se quejó por cadena nacional de que había hablado a los empresarios con el corazón y estos le habían respondido con el bolsillo. No se podía esperar otra cosa. Más acá en el tiempo, el presidente Mauricio Macri declaró públicamente que lo enojaba mucho que hubiera empresarios “vivos” que sacaban ventaja en medio de un escenario inflacionario. En otras palabras, al presidente le molestaba que los empresarios

fueran empresarios. Raro viniendo de un empresario30. Este tipo de enojos, súplicas y pedidos de colaboración no sólo son inútiles, sino que implican negar o desconocer cuáles son los móviles de conducta del empresariado. Por más que sea posible, deseable y, muchas veces, hasta indispensable apelar a la cooperación del sector privado para alcanzar los objetivos de la política pública, jamás debería perderse de vista cuáles son sus intereses más elementales. Por eso es que el Estado no puede desentenderse de sus responsabilidades. Si esperamos algo que nunca va a suceder (o que no tiene por qué ocurrir), el problema no es la desilusión que pueda sentir el funcionario, que en todo caso se frustrará y continuará con su vida. El verdadero drama es que muchas de las acciones de las grandes empresas con poder de mercado impactan de lleno en el bienestar de los consumidores y en su poder adquisitivo. Y perjudican con mucha más fuerza a los sectores más vulnerables de la sociedad. Eso es lo que no se puede permitir. Y eso fue lo que intentamos evitar durante nuestra gestión al frente de la Secretaría de Comercio.

7.2 #MESAZA CON LOS EMPRESARIOS Como secretario de Comercio me tocó interactuar cotidianamente con muchos empresarios. Algunos eran representantes de corporaciones, otros dueños de grandes empresas, otros propietarios de pymes y otros emprendedores muy chicos. Dentro de nuestras posibilidades, y en la medida en que sirviera a los fines de las políticas que estábamos implementando, tratábamos de atenderlos a todos sin hacer diferencias. Por eso todos los días desfilaban por nuestras oficinas numerosos y diversos exponentes del mundo de los negocios. Las reuniones podían ser relajadas, amenas, intensas, apasionadas o aburridas. Y quienes nos visitaban podían caernos mejor o peor. Pero en todos los casos teníamos claro que quienes se sentaban en la mesa eran empresarios. Y que, por

sobre todas las cosas, nosotros éramos funcionarios públicos. Por lo tanto, en esos encuentros había evidentes conflictos de intereses, porque nuestros interlocutores tenían como prioridad defender la rentabilidad de sus empresas (o de su sector) y a nosotros nos tocaba proteger el “interés general”. Y no siempre las dos cosas van de la mano. La principal dificultad del vínculo con los empresarios es que, por definición, ellos tienen más información sobre el funcionamiento de sus empresas y de los mercados en los que operan que los funcionarios. Y su estrategia en las negociaciones suele ser esconder todo lo posible cualquier dato que pueda jugar en contra de sus intereses, omitir cuestiones relevantes e incluso presentar números que no son ciertos. En toda mi trayectoria en la función pública, nunca vino un empresario a decirme con una sonrisa de oreja a oreja que a su empresa le estaba yendo bárbaro, que las ventas estaban volando, que tenía una ganancia altísima. Por más que así fuera (y me constara), por regla general su relato contenía un lamento digno de telenovela sobre lo mal que estaba la situación de su sector, las perspectivas sombrías de la economía o cómo venía cayendo la rentabilidad de su empresa. Acto seguido, indefectiblemente aparecía el listadito de reclamos: que el Estado no los regule y reduzca los costos de la burocracia; que se les bajen los impuestos; que se les otorguen subsidios; que se flexibilicen las normativas laborales; que el Estado invierta en obras que los benefician directamente. De eso se trataba todo. Por supuesto que también traían algunos pedidos que eran razonables y formaban parte de nuestra agenda de políticas. Pero en el fondo el objetivo era ver cómo sacarle al Estado medidas que mejoraran inmediatamente su rentabilidad, sin importar los costos que pudieran tener o el impacto sobre otros sectores. Y estaba perfecto que así fuera, porque los empresarios tienen que defender sus intereses, y para evaluar las otras cuestiones está el Estado. En las miles de reuniones que tuve durante la gestión tampoco recuerdo que

un empresario haya venido a plantearme algo así: “Señor secretario, soy un formador de precios. Por favor áteme las manos para evitar que abuse de mi posición dominante en el mercado y perjudique a los consumidores”. La mayor parte de los empresarios, sin importar el sector o la empresa, se consideraban víctimas de los abusos de otros, juraban que no tenían margen para influir en los precios ni en la dinámica del mercado y, por supuesto, nunca habían tenido prácticas anticompetitivas ni conductas reprochables. Lo interesante era que, “en confianza”, muchos dejaban entrever cómo sus competidores o sus proveedores se burlaban de las normativas. Y muchas veces nos revelaban cómo los demás se las ingeniaban para evitar cumplir con lo que se habían comprometido con la Secretaría de Comercio. Pero, obvio, el que escrachaba al resto siempre estaba completamente al margen de estas maniobras. Por lo menos hasta que el siguiente empresario lo mandara al frente. En estas circunstancias, debíamos hacer grandes esfuerzos para obtener la información necesaria para tomar las decisiones correctas. A través de Precios Cuidados y las otras medidas que fuimos implementando, las empresas tuvieron que comenzar a presentarnos regularmente determinados datos y documentación. Así, con el tiempo logramos conocer con sumo detalle el funcionamiento de los mercados y las cadenas de valor más relevantes. Y llegamos a contar con información muy precisa sobre los principales formadores de precios de la economía argentina. Eso nos dio una gran capacidad de negociación y nos permitió poner en evidencia a muchas empresas que pretendían sacar ventajas mintiendo sobre su situación o basando sus argumentos en información falsa o incorrecta. Mientras estuve al frente de la Secretaría de Comercio, en innumerables situaciones quedó expuesta la lógica con la cual muchas veces se manejan los empresarios para intentar obtener alguna ventaja. No hay juicio de valor en lo que sigue. Solo el relato de momentos que me quedaron grabados en la memoria.

El desafío kétchup Una de las principales empresas del mercado de aderezos comercializaba una versión clásica del popular condimento kétchup. En un momento, decidió sacar a la venta un producto sospechosamente parecido. No había diferencias significativas en la composición nutricional de ambas salsas y mucho menos en el sabor (al menos para el paladar promedio del ser humano). Y para colmo, los dos envases y sus rótulos eran prácticamente idénticos, a excepción de un pequeño círculo en una esquina del producto nuevo donde decía “con más tomates frescos”. Era lo que técnicamente podríamos denominar una transformación de productos de manual. En las góndolas convivía un kétchup al lado del otro. A primera vista, era muy difícil reconocer cuál era cuál. Lo que sí pasaba era que el precio del producto con “más tomates” era un 30% superior a la versión clásica. Pero si el consumidor no se daba cuenta y no tenía preferencia por la versión “mejorada” del kétchup, tranquilamente podía equivocarse y terminar pagando de más. Cuando descubrimos esto, rápidamente nos comunicamos con la empresa para que modificara el rótulo de sus productos. Si querían sacar una nueva variedad para ofrecerles mayores alternativas a los consumidores estaban en todo su derecho. Pero si el único objetivo era confundirlos estábamos hablando de otra cosa. Por eso simplemente le pedíamos que cambiara el packaging del nuevo artículo y lo hiciera visiblemente distinto a la versión clásica. La empresa recurrió a evasivas y mostró una absoluta falta de voluntad para regularizar la situación. Mientras tanto, muchos consumidores, sin saberlo, estaban pagando más caro lo que debían poder comprar con menos dinero. Para resolver directamente el tema, convoqué a los máximos directivos de la empresa a una reunión en la Secretaría de Comercio. El encuentro arrancó muy tenso. Sin mayores preámbulos, saqué de un cajón los dos envases en cuestión. Cuando los vieron se mostraron visiblemente incómodos. Mi mensaje fue directo: “para mí son prácticamente iguales y pocos

consumidores pueden percibir las diferencias”. La respuesta de los ejecutivos fue que la política global de la empresa les impedía cambiar el rotulado porque seguía una estética definida, vaya uno a saber en dónde y por quién. No le di demasiada entidad a la explicación y pasé a la siguiente cuestión. Les pregunté si había muchas diferencias en el contenido. Específicamente, si el que tenía “más tomates” era más rico, porque lo único que yo sabía era que era 30% más caro. Me contestaron que de eso no había dudas, porque se trataba de un producto superior. Es más, argumentaron que habían hecho pruebas con consumidores que validaban lo que me estaban diciendo. Ahí fue cuando sacamos nuestro as de la manga. Pedí a uno de mis colaboradores que me trajera dos recipientes. En uno coloqué una muestra de la versión clásica, y en el otro puse la versión “mejorada”. Debajo de cada pote, oculto a la vista, escribí a qué variedad correspondía cada uno y los guardé en un cajón. Al rato, otro de mis colaboradores entró a la sala de reuniones con un platito con salchichas de copetín. Ante la cara de desconfianza de los empresarios, saqué los dos recipientes con kétchup del cajón y los puse sobre la mesa sin que pudieran saber cuál era cuál. Acto seguido, les pedí que probaran cada uno y me dijeran cuál era el que tenía más tomates. Los ejecutivos dijeron sentirse muy ofendidos y se negaron a aceptar el desafío. Insistimos un rato, pero sabiendo que no íbamos a lograr que demostraran que lo que decían era cierto, me encargué yo mismo de probar los productos. Mi veredicto fue inapelable: “Me parecen iguales”. Casi tan irrefutable como la respuesta de uno de los empresarios: “¿Y qué querés? ¡Si es kétchup!”. “¡Exacto!”, le contesté sobreactuando el entusiasmo. “Los dos son kétchup. Y son exactamente iguales. Lo que no se explica entonces es por qué uno sale 30% más”, rematé. El caso estaba cerrado. Esto fue el preludio de la resolución que creó el Sistema de Fiscalización de Rótulos (FDR).

La corrida contra el tampón

En el verano de 2015 se produjo un fenómeno muy extraño de escasez de tampones. El caso se transformó casi en una cuestión de Estado. El faltante existía porque las empresas que importaban estos productos no estaban abasteciendo al mercado interno en las condiciones adecuadas. Reconozco que recién en ese momento me enteré de que este artículo tan demandado por las mujeres argentinas no se producía en el país. Cuando nos alertaron sobre la situación, inmediatamente convocamos a una reunión a las tres principales empresas proveedoras de este producto. Sospechosamente, los representantes de las compañías dijeron (casi al unísono) que estaban experimentando problemas de logística que les impedían dar abasto para satisfacer la demanda de las consumidoras. Rara coincidencia. Lo que en realidad pasaba era que, simultáneamente, nos encontrábamos trabajando en la renovación trimestral de Precios Cuidados, donde algunas de estas empresas tenían otros productos dentro del programa. No se lograba llegar a un acuerdo respecto al porcentaje de actualización de los precios, lo que había generado cierta tensión. Casualmente en estas circunstancias se produjo el problema en el mercado de higiene femenina. Nunca quise pensar que era una forma de extorsión. Y tampoco se me ocurriría insinuar algo así jamás. Con el único objetivo de ponernos a la gente en contra, los grandes medios de comunicación salieron masivamente a darle visibilidad a las dificultades que había en el abastecimiento de tampones. Ante el silencio de las empresas, las corporaciones mediáticas le echaban la culpa a la política de control de importaciones del Gobierno por la situación. Lo hacían de una manera bastante banal y burda, por cierto. Pero —al mismo tiempo— se generaba mucho malestar. Nuestra salida fue redoblar la apuesta. En una entrevista radial, ante la consulta obligada sobre la escasez de tampones, lo primero que hice fue transmitir mi preocupación, comentar qué era lo que estaba pasando y qué nos decían las empresas. También conté de qué manera se trabajaba para resolver la cuestión.

En un momento deslicé que la situación de desabastecimiento de los productos higiénicos femeninos se estaba agravando por la incesante (y malintencionada) difusión mediática. Y comparé lo que ocurría con una corrida bancaria. Mi argumento era que, si se empezaba a rumorear que un banco no tenía la suficiente plata para devolver todos los depósitos, los ahorristas iban a ir corriendo a buscar su dinero y efectivamente el banco iba a quebrar y se iba a quedar sin plata. Del mismo modo, si los canales de televisión, las radios y los diarios repetían una y otra vez que no había tampones en el mercado, la respuesta esperable de las mujeres sería comprar cantidades superiores a las necesarias, solo para tener reservas por si después no podían conseguirlos. Pero al reaccionar así, producto de la psicosis colectiva, se desabastecía aún más el mercado. Y cerré la explicación diciendo que se trataba de una especie de “corrida contra el tampón”. Sabía perfectamente la reacción que iba a generar esta analogía. Y así fue: en tiempo real empezaron a aparecer informes en programas de televisión riéndose de la “ocurrencia” del secretario, infinitos “memes” en las redes, foristas burlándose en los sitios webs de los diarios donde se levantaba la noticia. Pero justamente esa era la idea: poner de manifiesto lo absurdo del tratamiento mediático del tema y en ese marco dar las explicaciones correspondientes. Y funcionó. Al poco tiempo se dejó de hablar de los tampones, porque las empresas regularizaron el suministro del producto y el capítulo se dio por cerrado. Pero el aprendizaje que queda es cómo la especulación empresaria y la conducta irresponsable de los medios de comunicación logran infligir molestas innecesarias (en este caso a las consumidoras). Y esto no es nada al lado del daño y la angustia que pueden generar cuando se trata de productos realmente sensibles para la sociedad31. Nada que no supiéramos. Pero gracias a este caso nació el Sistema de Monitoreo de Abastecimiento (Simona).

Un café con empresarios En 2015 decidimos extender el programa Precios Cuidados a los bares de las terminales aeroportuarias. Nuestra premisa era que en el Aeroparque Jorge Newbery de la Ciudad de Buenos Aires y en el aeropuerto Ministro Pistarini de Ezeiza fuera posible tomar un café con leche con dos medialunas al mismo precio que en cualquier bar de la ciudad. Es sabido cómo los locales de comida se aprovechan de que los pasajeros generalmente tienen que hacer tiempo hasta embarcar y no tienen otro lugar adónde ir. Lo mismo pasa con quienes van a recoger a las personas que llegan de viaje. Durante la primera reunión que mantuvimos, los empresarios que tenían las concesiones gastronómicas de los aeropuertos se habían manifestado totalmente de acuerdo con el espíritu de nuestra propuesta. Pero lo llamativo era lo que pretendían cobrar. Recuerdo que la oferta inicial que me hicieron fue que podían vender el combo de café con leche con medialunas a 60 pesos (cuando en ese momento en los aeropuertos salía 73 pesos). Me quedé helado, pero no por el gesto de generosidad de bajar 13 pesos por cada desayuno porteño. Hasta donde sabía, en ese entonces no había ningún café de la ciudad en el que saliera más de 40 pesos. Lo que me descolocó fue que lo dijeron con tanta seguridad que no sabía si había perdido completamente las referencias de precios, o si estaban convencidos de que jamás me tomaba un café en la calle y querían sacar provecho de eso. En lugar de mostrar mi desconcierto, tuve una reacción que los dejó a ellos doblemente helados. Me paré y dije: “Señores (eran todos hombres), si no hay problema en cobrar lo mismo que en cualquier bar, en este instante bajemos a tomar un café con leche con medialunas al primero que se nos aparezca y ese será el precio que va a regir en Aeroparque y en Ezeiza”. Jugada magistral. No podían echarse atrás. Así fue como salimos de la oficina con alrededor de quince personas en fila india a desayunar al bar que quedaba a la vuelta de la Secretaría de Comercio. La

verdad es que pasamos un rato muy lindo con los empresarios. Charlamos de la vida, de qué desayunaba cada uno en su casa, del boom del turismo y de cómo se beneficiaban del aumento del consumo. También hablamos de la situación económica del país y hasta de las perspectivas políticas para las elecciones de 2015. No les pregunté específicamente a quién iban a votar, pero apuesto que eligieron cualquier alternativa que no fuera oficialista. Eso sí, desde el día siguiente el café con leche con medialunas empezó a salir $35 en los aeropuertos. Por supuesto que el café que tomamos en el microcentro lo pagué de mi bolsillo. Faltaba más.

Un careo con los consumidores En las primeras semanas de vigencia de Precios Cuidados recibíamos todo tipo de quejas de los consumidores. Desde faltantes de productos, ausencia de señalización de los artículos del programa en las góndolas, inexistencia de revistas con el listado de productos y sus precios, hasta situaciones de maltrato en los supermercados. Todo lo relacionado con los compromisos asumidos por los participantes del acuerdo (abastecimiento, precio y señalización) lo verificábamos con nuestros analistas e inspectores y, de comprobarse, se labraban las actas de infracción correspondientes. Pero las denuncias de abuso por parte del personal de los supermercados contra los consumidores ameritaban otro tratamiento. Los hechos que nos relataban los afectados en el 0-800 de la Secretaría de Comercio eran de naturaleza diversa. Un caso típico era que ante el reclamo a algún repositor o empleado el faltante de algún producto, la respuesta era la indiferencia. Pero también contestaban con frases del estilo “a mí me dijeron que no ponga el producto” o “la empresa que tenía que abastecerlo no lo hizo”. Esto provocaba una gran frustración en los consumidores, que generalmente continuaban protestando hasta conseguir el producto que habían ido a comprar (que muchas veces terminaba apareciendo).

Sin embargo, se presentaron circunstancias graves donde los consumidores que se quejaban eran amenazados por el personal de seguridad u obligados a retirarse si insistían con su postura de hacer valer sus derechos. Cuando tuvimos noticias de varios de estos incidentes, nos pusimos en contacto con estas personas para darles apoyo en caso de que quisieran hacer denuncias ante la policía por las agresiones. A raíz de la repetición de este tipo de hechos, decidimos convocar de un día para el otro a los gerentes de los supermercados a una reunión en mi oficina. Ante nuestra pregunta sobre qué estaba ocurriendo en sus locales, el planteo que hizo la mayoría fue que muchos consumidores enardecidos le faltaban el respeto a los empleados. Y que en parte eso tenía que ver con la política del Gobierno de alentarlos para que escrachen a los supermercados y generen situaciones de tensión en los comercios. Y que, si bien podía darse alguna reacción vehemente por parte de algún empleado, ellos juraban que el personal de seguridad no tenía instrucciones de actuar de esta manera. Y negaban que se hubiera presentado algún caso grave. Los dejamos hablar un rato para darles la posibilidad de reconocer los hechos que se habían denunciado. No solo no lo hicieron, sino que le echaron la culpa al Gobierno (insólito argumento) o a los propios consumidores que eran víctimas de situaciones que nadie que vaya a hacer las compras tiene ganas de vivir. En lugar de contradecirlos o exigirles más explicaciones, les pedimos que nos acompañaran al Salón Federal de la Secretaría de Comercio. Sin duda, no se esperaban que ahí estuvieran varios de los consumidores maltratados en las sucursales de sus cadenas. Recuerdo que entre ellos había personas con alguna discapacidad física, lo que hacía todavía más intolerable el hecho de violencia o persecución sufrido. No se imaginan las caras de los gerentes al ver a los consumidores. Lo que siguió fue una presentación muy respetuosa y detallada de cada una de las situaciones que se habían dado en los supermercados, ante la mirada incómoda de sus máximas autoridades. Cuando el último de los consumidores terminó su

exposición, les dejamos la palabra a los empresarios. Lo único que pudieron hacer fue comprometerse a investigar cada uno de estos casos, y compensar a quienes no habían podido adquirir los productos que necesitaban o habían sido agredidos. A partir de ese momento no volvimos a tener reclamos referidos a este tipo de situaciones. Evidentemente, el cara a cara rindió sus frutos.

La reunión que duró 45 segundos A diferencia de la mayor parte de los productos que se encuentran en los mercados, es muy fácil hacer un seguimiento de los precios de los medicamentos. En principio, tienen el mismo precio en todas las farmacias del país. Pero además existe un sistema informático con el listado de todos los remedios que se venden en el mercado y sus respectivos precios. No hay margen de error. Al poco tiempo de asumir en la Secretaría de Comercio, hicimos un análisis de cómo venían moviéndose los precios. Lo que descubrimos fue realmente preocupante: los valores de la mayoría de los medicamentos se habían disparado durante las dos primeras semanas de mi gestión. Inmediatamente convoqué a las tres principales cámaras de laboratorios del país. Cada entidad representaba a distintos tipos de empresas. Una estaba formada mayoritariamente por multinacionales; otra por laboratorios nacionales medianos y grandes, y la tercera por pequeñas y medianas empresas del sector. Mi idea era juntarme por separado con cada una para analizar los precios de los medicamentos que vendían sus asociados. Primero atendí a los representantes de los laboratorios multinacionales. De entrada, reconocieron que habían tomado la decisión de aumentar sus precios argumentando que los márgenes de rentabilidad les habían caído mucho por la inflación. Discutimos un rato largo sobre el tema. No hicieron ninguna propuesta concreta. Y de manera sutil (o no tanto) nos hicieron saber que eran uno de los sectores más poderosos de la

economía. Pero quedamos en trabajar en un ordenamiento de los precios del mercado. Hasta tanto termináramos esa tarea, se comprometieron a no volver a aumentar. Con las empresas nacionales más grandes la tensión subió un escalón. No mostraron la más mínima voluntad de revisar los aumentos que habían aplicado sus laboratorios. Pretendían conformarnos con un acuerdo de precios para una canasta acotada de productos. Cuando analizamos en detalle la propuesta parecía una cargada: una parte importante de los productos que proponían prácticamente no tenían demanda en el mercado. Y los remedios más consumidos se ofrecían en presentaciones que muy poca gente utilizaba. Como la cosa no iba para ningún lado, quedamos en seguir analizando alternativas. Mientras tanto, se comprometieron a no volver a subir los precios. Lo que jamás me imaginé que podía pasar fue lo que sucedió en mi encuentro con los pequeños laboratorios. De antemano, era con quienes más me importaba juntarme. El grado de concentración en el mercado farmacéutico es tan grande que es imposible que las empresas más chicas puedan operar en condiciones razonables sin un apoyo específico por parte del Estado. Por eso tenía especial interés en conocer su situación, para poder llevar adelante todas las medidas necesarias para contribuir con su desarrollo y consolidación. Entré a la sala de reuniones con la mejor de las predisposiciones. Me estaban esperando seis representantes de la Cámara. Saludé a uno por uno y me senté. Para no hacerles perder el tiempo, les pedí que me explicaran por qué habían subido los precios de una manera tan exorbitante desde que yo había asumido. La respuesta del director ejecutivo de la Cámara me desconcertó por completo: “Nuestros laboratorios no subieron los precios”. Acto seguido, me levanté, me fui y no volví. El encuentro había durado 45 segundos. No podía creer tamaño acto de irracionalidad. Contrariamente a la mayoría de los sectores, justo en el caso de los medicamentos es imposible esconder las subas de precios. ¿Cómo se les había ocurrido elegir una estrategia tan ridícula para presentarse ante un funcionario con el que necesariamente tienen que

interactuar y acordar? Unos minutos después de mi salida, uno de mis colaboradores les informó que la reunión no iba a continuar. Pero que si estaban interesados podían volver en dos días con un informe detallado, producto por producto, de los motivos del aumento de los precios. Así fue. Y cuando finalmente volvimos a juntarnos, lo primero que hicieron fue pedir perdón por su torpeza. Queda claro que durante nuestra gestión en la Secretaría de Comercio la relación con los laboratorios fue muy complicada desde el inicio. Al punto que fue el único sector donde no quedó otra alternativa que aplicar la Ley de Abastecimiento. Afortunadamente, a partir de ese momento pudimos establecer una agenda de trabajo mucho más fructífera. Pero la tensión era una constante en las reuniones. Lo que me tranquilizaba era saber que, si me subía la presión, al menos me iban a decir qué remedio podía tomar. O al menos eso creía.

El extraño caso de los empresarios altruistas Un día me visitó en mi oficina el dueño de un conglomerado de empresas nacionales con quien manteníamos reuniones periódicas. Charlamos sobre la situación de la economía, la marcha de sus negocios y algunos temas específicos de los sectores donde operaban sus empresas. En un momento, hablando de bueyes perdidos, me llegó a decir que él estaba salvado por tres generaciones y que no le importaba ganar más plata. Pero lo que sí le interesaba realmente era poder ayudar al país y darle trabajo a la gente. Y que para hacer eso necesitaba que el Gobierno le bajara los impuestos, le diera subsidios y todo lo que ya sabíamos que venía a buscar. Mi respuesta fue que no se preocupara por los trabajadores y por la suerte de sus compatriotas, que para eso estábamos nosotros. Pero que si quería ayudar podía obsesionarse por cumplir con las normativas, reinvertir sus ganancias y evitar fugar la plata del país. Que, por lo pronto, con eso íbamos a estar más que bien.

Esta anécdota es tan solo una muestra de lo que me tocó escuchar infinidad de veces durante mi gestión. Era un clásico que algunos empresarios creyeran que se podían ganar nuestra simpatía con este tipo de acercamientos. Conociendo nuestra visión política y los objetivos en términos de inclusión y desarrollo productivo que teníamos, muchos creían que presentándose como paladines de los desprotegidos y defensores de los trabajadores podían obtener alguna ventaja. Pero para nosotros, hasta que se demostrara lo contrario, lo que en verdad pretendían los empresarios era ganar la mayor cantidad de plata posible. Su supervivencia en el mercado está generalmente atada a que hagan esto. En todo caso, si alguien a quien le fue muy bien con su empresa decide retirarse del mundo de los negocios, vender todo y dedicarse a la filantropía, sería algo más que válido y eventualmente loable. Pero en ese acto estaría dejando de ser empresario. Y de ser así, ya no habría motivos para juntarse con el secretario de Comercio. De hecho, si los recibíamos era únicamente porque se trataba de empresarios con los que necesitábamos relacionarnos para poder llevar adelante nuestras políticas. Nuestras responsabilidades no incluían interactuar con entidades de caridad o con benefactores. Por eso los discursos edulcorados y altruistas nunca funcionaron con nosotros mientras fuimos funcionarios públicos. Con el tiempo, la mayoría se fue dando cuenta.

7.3 LA CEOCRACIA: EMPRESARIOS JUGANDO A SER FUNCIONARIOS Durante todo este capítulo me quedé pensando en la frase de Churchill. Finalmente llegué a una conclusión: es irrelevante si los empresarios son lobos, vacas o caballos. Tampoco interesa si son buena o mala gente. Lo único que importa es que son empresarios. Y la verdadera cuestión de fondo es bajo qué marco institucional se desenvuelven y con qué herramientas cuenta el Estado

para administrar las reglas del juego. Si todo está hecho para que los mercados sean tierra de nadie y rija la ley de la selva o el vale todo, necesariamente los sectores más poderosos de la economía van a aprovecharse de su poder para obtener beneficios a expensas de los actores más débiles de las cadenas de valor. Por eso es tan importante que el Estado cuente con instrumentos normativos y capacidades efectivas de incidir en el proceso de formación de precios y en la distribución de los ingresos a lo largo de las distintas etapas de los procesos productivos. No lo digo yo. Lo decía Scalabrini Ortiz: “No olvidemos que aquello que no se legisla explícita y taxativamente a favor del débil, queda legislado implícitamente a favor del poderoso. No es el poderoso quien necesita amparo legal. Él tiene su ley en su propia fuerza”32. La amenaza a la verdadera iniciativa privada y al desarrollo genuino del mercado no tiene su origen en una legislación que defiende a los actores más débiles ni en el hecho de que haya un Estado presente. Lo que realmente obstruye el desarrollo es la concentración, la competencia desigual, la especulación y el abuso de posición dominante. Para que haya más mercado necesariamente tiene que haber más Estado. El problema es que, en una economía concentrada como la argentina, las grandes corporaciones empresarias cuentan con una gran capacidad de lobby. Por eso muchas veces terminan imponiendo sus intereses particulares en la legislación y en la dinámica de funcionamiento de la sociedad. Esto es una realidad en la mayor parte de los países de la Tierra, donde la desigualdad en la distribución de la riqueza se fue profundizando a medida que los mercados se concentraban. Y, generalmente, los Estados no tienen instrumentos para hacer frente al poder de las corporaciones (sobre todo en los países subdesarrollados). Esta situación es la que nos toca enfrentar en la Argentina. Peor aún. En los últimos años, en muchos casos ya ni siquiera hace falta que sean los funcionarios públicos los que actúen en favor de los grandes capitales. Los mismos dueños y ejecutivos de las grandes empresas comenzaron a ocupar cargos directamente en

el Estado. Este fenómeno, que va en contra de la esencia de la función pública, se intentó presentar como algo virtuoso. El razonamiento que fue instalándose en el sentido común de mucha gente era simple pero efectivo: si habían sido exitosos en sus empresas, ¿cómo no iban a poder gestionar eficientemente el sector público? Además, si conocían cómo se manejaba el sector privado, necesariamente iban a saber qué medidas implementar para que la economía funcionara mejor y pudiéramos crecer de manera sostenida33. Nada más falaz que estos argumentos. Desde ya que es importante que un funcionario público conozca cómo funcionan los sectores donde tiene que intervenir o a los que se debe regular. En eso no hay margen para la improvisación. Pero esto no implica que aquellos que provienen del sector privado pueden reproducir en el Estado las supuestas experiencias exitosas que tuvieron en sus empresas. De hecho, suele ser al revés. La razón es simple. El Estado no es una empresa. Y un funcionario público no puede tener nunca una mentalidad empresaria. Por definición. Obviamente que mejorar la eficiencia en la gestión, entendida en un sentido de utilización de recursos y procesos administrativos, es importante. Pero eso resulta algo marginal al lado de la verdadera responsabilidad de un funcionario: encontrar equilibrios entre intereses que son en esencia antagónicos. Y siempre inclinar la balanza en beneficio de los sectores más desfavorecidos. Para esto no solo hace falta vocación de servicio y compromiso social, que no tienen por qué tener los empresarios. Si se busca mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los miembros de la sociedad, esto va a implicar irremediablemente un choque con los sectores históricamente privilegiados. Por eso no podemos esperar que un empresario o representante de esos sectores necesariamente vaya a tomar las medidas necesarias. Pero, además, para ser funcionario público hay que dejar de lado las miradas exclusivamente sectoriales. Entre los lugares que me tocó ocupar, fui representante del Estado en el directorio de una empresa productora de insumos de uso difundido. Más allá de las posiciones que tuviera en cada caso, sabía que

las decisiones de la empresa influían en distintas variables importantes de la política económica. Si los precios de sus productos eran elevados, causaba problemas de costos en las compañías constructoras, de alimentos y de electrodomésticos que utilizaban estos materiales. Además, provocaba presiones inflacionarias. A la vez, si los precios eran bajos no iba a tener suficientes ingresos para poder reinvertir, expandirse y generar más empleo. Pero si tenía utilidades, al Gobierno le convenía que las distribuyera porque era accionista de la compañía. ¿Qué era lo mejor a los fines de la política? ¿Precios altos o precios bajos? ¿Reinversión de utilidades o distribución de dividendos? La función pública conlleva esta permanente toma de decisiones. Y nunca hay una respuesta correcta ni una única alternativa. Constantemente se intenta encontrar un equilibrio entre objetivos contradictorios. Algo que de por sí es muy difícil de hacer. La decisión del Gobierno de Mauricio Macri de entregarles la definición de las políticas públicas sobre diversos sectores a representantes directos de quienes debían ser regulados, muestra el profundo desprecio por el sentido de la función pública. Lo que termina ocurriendo es que las medidas que se implementan reflejan estrictamente los intereses de los actores más concentrados de cada sector. Esto no significa que si los funcionarios no provinieran del sector privado la cosa sería necesariamente distinta. Pero es indudable que si quien tiene que regular es el mismo regulado, no puede ser de otra manera. Una vez recibí a varios representantes de la cadena de valor de la carne. Decían estar muy preocupados por la situación del sector. Y por la excesiva intervención del Estado en el mercado. Escuché atentamente a cada uno de ellos durante un rato largo. En todos los casos me trataban de explicar qué tenía que hacer el Gobierno para mejorar la actividad. El planteo general era que el Estado no debía interferir en el sector, que era importante eliminar los cupos de exportación, que había que devaluar y eliminar las retenciones. De esa forma, iba a crecer la oferta de carne y los precios iban a terminar bajando. Porque, según ellos, el problema de fondo era que la producción había caído por las

políticas del Gobierno que desincentivaba a los productores. Ninguno habló de la concentración en el mercado o de los alquileres exorbitantes que estaban obligados a pagar por los campos. El enemigo del sector era el Estado. Si no nos ponemos a reflexionar críticamente, el razonamiento puede incluso sonar bastante lógico. En ese momento, yo simplemente les pregunté lo siguiente: “Supongamos que hacemos lo que piden. Mientras todo lo que dicen que va a pasar efectivamente ocurre, ¿qué hacemos con la disparada del precio del kilo de carne en los supermercados y en las carnicerías de todo el país? ¿Qué les decimos a los trabajadores y a los jubilados que a duras penas llegan a fin de mes? ¿Que coman polenta o arroz y que se queden tranquilos, que algún día van a poder volver a comer un asado? ¿Cómo contenemos el impacto inflacionario de estas medidas?”. La respuesta de los empresarios fue la que esperaba: “Ah, no, ese no es nuestro problema. Eso lo tiene que resolver el Estado”. Lo que pedían los representantes del sector fue exactamente lo que hizo el Gobierno de Cambiemos. Medidas igualmente funcionales a los intereses corporativos se tomaron en cada uno de los sectores tradicionalmente más poderosos de la economía. Esto incluye a las distintas actividades agropecuarias, al sector financiero, al sector minero, al sector energético y al sector petrolero, entre otros. Y quienes tomaron las decisiones fueron los mismos CEO que hasta unos meses antes estaban del otro lado del mostrador. Mientras jugaban a ser funcionarios públicos, lo único que estaban haciendo era favorecer a los sectores concentrados de la economía de los cuales provenían, mientras la mayor parte de los argentinos viene pagando las consecuencias. Ni más ni menos, lo que viene pasando durante estos últimos años.

25. Sepámoslo: el aire acondicionado lo pagamos los consumidores con los precios inflados de los

productos que compramos. Pero eso es otra discusión. Lo único que importa es que en el supermercado hace frío. Y eso siempre se agradece. 26. No me obliguen a que los enumere porque estamos en tiempos de la posgrieta y mejor no agitar las aguas. Cada uno sabe a lo que me refiero, ¿o no? 27. Después de leer lo que acabo de escribir, mi honestidad intelectual me exige aclarar que no estoy de acuerdo con ese pensamiento. Pero necesito decirlo en esos términos para sostener el argumento. Ningún bielsista convencido como yo puede coincidir con la postura de arriba. Hecha esta aclaración, volvamos al texto. 28. El correo electrónico completo es realmente espeluznante: “‘No hay sentimientos, son solo negocios’: el mail que habría recibido Emiliano Sala de parte del intermediario en el pase al Cardiff City”, Infobae, 31 de enero de 2019, https://www.infobae.com/america/deportes/2019/01/31/no-hay-sentimientos-son-solonegocios-el-mail-que-habria-recibido-emiliano-sala-de-parte-del-intermediario-en-el-pase-al-cardiff-city/. 29. Nunca mejor utilizado el masculino genérico para hablar de un conjunto de personas. Me atrevo a decir que, en toda mi experiencia de gestión, más del 95% de los empresarios y altos ejecutivos con los que interactué eran hombres. Y después muchos se sorprenden (y hasta lo niegan) cuando se habla de que existe un “techo de cristal” para las mujeres en el mundo laboral. 30. Si quieren interiorizarse sobre la evolución de los sentimientos del presidente Macri respecto a los empresarios, vayan a: Ledesma, Javier, “Del ‘romperse el traste’ a los ‘empresarios vivos’: los 7 reclamos de Macri al empresariado”, Apertura, 10 de julio de 2018, https://www.apertura.com/economia/Delromperse-el-traste-a-los-empresarios-vivos-los-7-reclamos-de-Macri-al-empresariado-20180710-0002.html. 31. Uno de los casos más desagradables que recuerdo fue la acusación hecha a la Secretaría de Comercio acerca de que por las supuestas trabas a la importación había un faltante de vacunas contra la hepatitis. Pero la realidad era bien distinta. No existía ningún impedimento para la compra de medicamentos al exterior. Sí pasaba que el laboratorio que fabricaba las vacunas en Bélgica estaba teniendo problemas de producción y no alcanzaba a abastecer la demanda normal de este producto, no solo en la Argentina sino en varios países del mundo. Pero la prensa local le atribuía al Gobierno la responsabilidad por algo que era culpa de la empresa y que ocurría en otro país, a miles de kilómetros de distancia. 32.Scalabrini Ortiz, Raúl, El capital, el hombre y la propiedad en la vieja y en la nueva Constitución. 33. Ni hablar de la máxima de que, porque ya tenían plata, no iban a robar. Dejémoslo ahí.

8. ¿Y ahora qué pasa, eh? A fines del año 2001 se estaba cerrando una de las etapas más oscuras de la historia argentina. Para ese entonces ya me había recibido, pero aún continuaba yendo a la Facultad casi todos los días. Era ayudante ad honórem de tres materias, coordinaba un taller de lectura de Keynes en la “escuelita de economía” y estaba terminando mi mandato como representante de la agrupación TNT en el Consejo Directivo, el órgano de gobierno de la Facultad. Nuestra agrupación venía participando de ese ámbito desde hacía varios años, pero siempre nos había tocado estar en absoluta minoría. El problema era que, pese a sacar cada vez más votos en las elecciones estudiantiles, no alcanzábamos el porcentaje suficiente para tener más de un consejero directivo. Ese año me tocaba a mí sentarme en la mesa ovalada gigante de la sala de reuniones, donde convivía con otros quince representantes de los profesores, los graduados y los alumnos, además del decano. La mayoría de ellos provenía del radicalismo o de sus aliados, que bajo el nombre de la Alianza gobernaban el país. Las reuniones eran realmente muy tediosas y burocráticas. Supuestamente todas las decisiones relevantes de la vida de la Facultad debían tomarse ahí. Pero la mayoría de las veces venía todo cocinado y las votaciones eran protocolares. Así que no era para nada estimulante participar de esa suerte de pantomima de gestión. Igual, nosotros íbamos religiosamente a todas las sesiones y planteábamos todas las cuestiones que nos parecían importantes como estudiantes. Durante todo ese año habíamos presentado una gran cantidad de proyectos. Lo que pretendíamos era que la Facultad de Ciencias Económicas más grande del país se pronunciara sobre las consecuencias de una política económica que había sumergido a la Argentina en la pobreza y la miseria. Y también propusimos en

reiteradas ocasiones que la UBA cumpliera su función social y desarrollara programas de asesoramiento y asistencia para las pequeñas y medianas empresas que estaban en una situación cada vez más crítica (las que habían tenido suerte y todavía se mantenían en pie). Sin embargo, las autoridades respondían a sus intereses partidarios y rechazaban sistemáticamente cualquiera de nuestras iniciativas. Por eso cada vez que presentábamos una moción en el Consejo Directivo, indefectiblemente perdíamos las votaciones por 15 a 1, sin importar de qué se tratara34. A principios de diciembre, el país estaba en llamas. Con nuestros compañeros y compañeras de TNT militábamos todos los días en las aulas y en las calles contra un ajuste que parecía no tener fin. En ese contexto participé de mi última sesión como consejero directivo. Coincidió con el reciente fallecimiento del ex Beatle George Harrison, que era uno de mis máximos ídolos. Sensibilizado por todo lo que estaba pasando, a modo de despedida presenté una propuesta para que se le pusiera “George Harrison” a un aula de la Facultad. El homenaje también incluía la colocación de una plaqueta conmemorativa en la puerta del aula con una frase del tema “Taxman”: “Hay 1 para vos y 19 para mí. Porque yo soy el recaudador de impuestos”. El mensaje político era claro: si aprobaban la moción, quedaba en evidencia qué tipo de iniciativas les interesaban a las autoridades y cuáles no. Si la rechazaban, demostraban un absoluto desprecio por la cultura, una profunda insensibilidad artística y una gran indiferencia por uno de los músicos más geniales de la historia. Para lograr el clima emotivo que el hecho ameritaba, le pedí a un amigo que trajera su guitarra y tocara canciones de Harrison mientras yo leía los fundamentos del proyecto. La escena fue realmente potente y desconcertó al decano y al resto de los consejeros. No entendían qué estábamos haciendo. Para nosotros era la forma de descargar nuestra impotencia ante la pasividad de la Facultad en el contexto de la crisis más dramática de la historia del país. Por algún motivo, la música en vivo hizo que prestaran algo de atención mientras exponía, cosa que nunca ocurría

cuando me tocaba hablar en cualquier sesión normal. Terminé de leer los artículos del proyecto justo cuando arrancaban los acordes de “My Sweet Lord”. Levanté la vista, tomé un vaso de agua y me quedé callado, conteniendo la emoción. Jamás me hubiese imaginado lo que iba a suceder después. Inexplicablemente, se armó un debate como no se había dado con otros temas realmente relevantes. El momento más álgido de la discusión fue coronado con la intervención de uno de los consejeros del claustro de profesores. Sin demasiadas vueltas, dijo que iba a votar en contra porque si después venían unas “alumnas” a pedir que le pusiéramos “Rodrigo” a un aula (en homenaje al popular cuartetero que también había muerto hacía poco), lo íbamos a tener que hacer. Insólito argumento. Todavía al día de hoy sigo sin entender cuál era el problema. Finalmente llegó el momento de la votación. El decano pidió que los que estuvieran a favor de la propuesta de TNT levantaran la mano. Cuando ya tenía mi brazo en alto y estaba resignado a encontrarme una vez más en soledad, veo que uno de los consejeros estudiantiles oficialistas empieza a alzar tímidamente la mano. No lo podía creer. Contra todos los pronósticos, estaba apoyando nuestro proyecto. De fondo sonaba “Here Comes the Sun”. Después de esa señal me ilusioné con ver un aluvión de manos arriba. Pero no. Los otros catorce miembros del Consejo se pronunciaron obedientes en contra del homenaje al ex Beatle. Una verdadera pena. Cuando se acabó la votación, me paré y fui al lugar donde estaban los compañeros y compañeras que me habían acompañado. Sin decir nada más, nos retiramos de la sala cantando “Give Peace a Chance”. Esa fue la última vez que estuve en el salón de reuniones del Consejo Directivo de la Facultad35. Después de haber sufrido no hace tanto tiempo las devastadoras consecuencias económicas y sociales del neoliberalismo, parecía imposible que fuéramos a tener un Gobierno que insistiera con políticas que fracasaron una y otra vez. Pero pasó. Por eso, otro diciembre, esta vez de 2015, estábamos nuevamente en la calle con muchos de los compañeros con los que veníamos militando juntos

desde hacía 20 años. En esta oportunidad, acompañando a Axel Kicillof al Parque Centenario. La idea era charlar con los vecinos que se acercaran sobre las perspectivas económicas del Gobierno de Mauricio Macri, que acababa de asumir hacía diez días. La convocatoria al evento se hizo sin demasiada anticipación y fundamentalmente por redes sociales. Pero sabíamos que mucha gente estaba interesada en escuchar lo que tenía para decir el último ministro de Economía de Cristina Kirchner. Por eso imaginábamos que podía llegar a haber alrededor de quinientas o mil personas. Cuando a Axel le tocó subir al modesto escenario que se había montado, la realidad era completamente distinta. Más de 10.000 personas, esperando bajo un sol furioso y un calor agobiante, se pararon y comenzaron a cantar y a gritar. Evidentemente, era enorme la necesidad de juntarse y de entender qué nos podía deparar el destino con el nuevo Gobierno. Lamentablemente, todo lo que en ese momento Axel predijo que iba a ocurrir se cumplió. Peor aún, se quedó corto. En este capítulo vamos a repasar cuál fue el derrotero de la mayoría de las políticas que presentamos y discutimos a lo largo de este libro, desde 2015 hasta ahora. Antes de meternos de lleno en esa tarea, quiero recordar otra de las frases memorables que Adam Smith escribió en La riqueza de las naciones: “Ninguna sociedad puede ser floreciente y feliz si la mayor parte de sus miembros es pobre y miserable”36. Difícil estar en desacuerdo con esto. ¿O no? Quizás habría que preguntarles a los funcionarios del Gobierno de Cambiemos si piensan lo mismo.

8.1 FIN DE FIESTA Mauricio Macri llegó al poder con un programa económico muy claro. El mismo plan inspirado en la visión más rancia de la teoría económica ortodoxa, implementada en repetidas ocasiones en el país, tanto bajo gobiernos militares

como democráticos. Un modelo económico que cada vez que se aplicó trajo como resultado crisis y pobreza. Claro que, para poder ganar las elecciones, Macri tuvo que esconder sus verdaderas intenciones. Aseguró a los votantes que no perderían ninguno de los derechos adquiridos durante la década previa. Y prometió que el Estado no se iba a desentender de sus responsabilidades. Pero además les juró que se podía “vivir mejor”. Ese fue uno de sus principales lemas de campaña. Una vez consumada la estafa electoral, Macri y sus funcionarios dejaron de ocultar cuál era su verdadera visión sobre el papel del Estado en la economía. Coincidía totalmente con el relato de la fábula del mercado. Según su diagnóstico, el Estado se había entrometido demasiado en el funcionamiento del sistema económico. Los mercados estaban plagados de obstáculos y trabas que impedían que la iniciativa privada se pudiera desenvolver libremente. El llamado “cepo cambiario”, las “trabas a las importaciones” y la “emisión descontrolada y sin respaldo” eran parte del dispositivo que era imperioso desarmar. Para los funcionarios del nuevo Gobierno, el principal objetivo de la política económica era generar un shock de confianza en los mercados y mejorar rápidamente la rentabilidad de los sectores exportadores y de los grandes grupos empresarios. Hacer esto era fundamental para mejorar el clima de negocios, atraer inversiones y promover las exportaciones. El discurso oficial concluía que, corriendo al Estado del medio y dejando todo librado a la mano invisible, el único resultado posible era el crecimiento y, en línea con la teoría del derrame, la reducción de la pobreza37. Con mayor o menor fluidez, todos los referentes del Gobierno repetían este postulado cada vez que tenían un micrófono adelante. El propio presidente comenzó a ser cada vez más explícito al respecto. En una de sus primeras participaciones en el Foro de Davos, evento que reúne anualmente a los representantes de las corporaciones más poderosas de la Tierra, recurrió a una de sus habituales (y polémicas) parábolas futbolísticas para transmitir a los hombres

de negocios lo que esperaba de ellos. Les dijo, sin rodeos: “Nosotros vamos a cortar el pasto, ustedes hagan los goles”38. “Cortar el pasto” es una metáfora muy gráfica de lo que venía haciendo desde que asumió: eliminar todo tipo de trabas, regulaciones y políticas que limitaran de algún modo u otro la rentabilidad de las grandes corporaciones y de los sectores concentrados. El puntapié inicial fue la fuerte devaluación de la moneda a los pocos días de llegar al poder. Y siguió con la reducción de las retenciones a las exportaciones, la eliminación de las regulaciones al comercio de productos agropecuarios y de la minería, la apertura de las importaciones, la desarticulación de los controles a la compra de dólares, la desregulación de la entrada y salida de capitales, el aumento de las tarifas de los servicios públicos y los despidos en el Estado. El broche de oro de estas medidas fue el comienzo de uno de los ciclos de endeudamiento externo más fenomenales de la historia argentina, que terminó con el país nuevamente dentro de un programa de financiamiento con condicionalidades del Fondo Monetario Internacional. De esta forma, el campo de juego estaba cada vez más despejado para que los grandes capitales pudieran lucirse y hacer gambetas, rabonas, caños y tirar sombreritos. Y fue exactamente lo que empezaron a hacer desde que asumió Macri. El problema es que se divertían ellos solos y a costa de todos los argentinos. La realidad demostró que usar la misma y vetusta máquina de cortar pasto del neoliberalismo no podía generar consecuencias demasiado distintas a las que produjo cada vez que se la desempolvó y se la puso en funcionamiento en nuestro país. La cancha siempre queda inclinada para el lado de los sectores más poderosos de la economía, mientras la mayoría de la población sufre las consecuencias de la pérdida del poder adquisitivo, la recesión, la desocupación y la pobreza. A esto se refería precisamente Axel en el Parque Centenario cuando dedicó un largo rato de su exposición a anticipar lo que se venía. El abrupto salto del tipo de cambio, la baja de las retenciones, los tarifazos y

la desarticulación de la mayoría de los controles del Estado provocaron un formidable impulso inflacionario. Detrás de la suba persistente de los precios se escondía el fenómeno redistributivo buscado: una gigantesca transferencia de ingresos desde los trabajadores y los jubilados hacia los agroexportadores, el sector financiero y las grandes corporaciones empresarias. Que quede claro: la mejora de la rentabilidad de estos sectores se logró empobreciendo a la mayor parte de los argentinos. Y fue una decisión política del Gobierno. Es mentira que la ortodoxia económica quiere al Estado lejos de la economía. Lo que en realidad quiere es que el Estado sea un instrumento para favorecer el abuso del poder de mercado de los grupos económicos más concentrados. Con el correr del tiempo la situación solo se agravó. Los precios siguieron aumentando, la actividad económica se desplomó sin tregua y las condiciones de vida de gran parte de la población empeoraron día a día. El deterioro del escenario económico y social se explica, entre otros motivos, porque desde el vamos el diagnóstico del Gobierno de Macri sobre las causas de los aumentos de precios era el mismo de los manuales de economía convencional. Según ellos, el origen de la inflación provenía del exceso de demanda en los mercados. Por eso fue que, para intentar detener la espiral inflacionaria, se recurrió tercamente a un único instrumento: aumentar indiscriminadamente la tasa de interés. La falta de efectividad de las medidas aplicadas para frenar la inflación salta a la vista: desde la hiperinflación de fines de los años 80 y principios de los 90 no se registraban tasas de inflación tan elevadas como las que hubo durante el Gobierno de Cambiemos. Lo que como candidato Macri aseguraba que iba a ser “lo más fácil de resolver” en su gestión, terminó siendo un drama sin solución. No se podía esperar otra cosa. Su Gobierno no solo insistió una y otra vez con políticas que se demostraron inútiles para frenar la inflación. Simultáneamente desbarató los distintos programas con los que contaba la Secretaría de Comercio para limitar los abusos de las empresas con posición dominante en los mercados. Y, fiel a su ideología, jamás tuvo voluntad de aplicar las leyes que regulaban el

proceso de formación de precios para poner un freno al descontrol en los mercados. Neoliberalismo recargado.

8.2 MODELO PARA DESARMAR Según el discurso oficial, el paquete de medidas aplicadas por Macri desde que asumió tenía como objetivo “sincerar” los precios de la economía. Porque desde su perspectiva, las decisiones políticas del Estado durante la década previa habían distorsionado los precios en la mayor parte de los mercados. Con el nuevo Gobierno había llegado la hora de que las cosas volvieran a “salir lo que cuestan”. En criollo, los precios se tenían que determinar en el mercado y el Estado no tenía que intervenir en su proceso de formación. Lo que este mensaje encierra es la señal de que la “fiesta” se había acabado. Los mismos funcionarios del Gobierno llamaban “fiesta” a la posibilidad que tuvieron amplios sectores de la sociedad durante los años previos de acceder a una mayor cantidad y variedad de bienes y servicios, lo que se tradujo en un mejoramiento generalizado de las condiciones de vida de la mayoría de la población39. Utilizar la imagen de la fiesta era algo absolutamente estudiado y formaba parte del aparato de comunicación del Gobierno. El objetivo era convencer a la sociedad de que lo sucedido durante la etapa previa era una situación artificial y —sobre todo— insostenible, como todo aquello que va en contra de las leyes del mercado. El sinceramiento propuesto implicó, por un lado, eliminar todos los subsidios y los programas que estimulaban el consumo y el crédito. Pero también supuso quitarles a las distintas dependencias del sector público las herramientas que venían utilizando para incidir en el funcionamiento de los mercados. Era la última tarea que le quedaba a la cortadora de pasto. Una vez concluida esta labor, el terreno iba a quedar tal como pedían los mercados. Y ahí sí, solo había que sentarse a esperar a que la mano invisible hiciera su trabajo.

Si hubo un organismo donde tuvieron que pasar obsesivamente la máquina, la bordeadora y terminar de sacar los cardos a mano fue la Secretaría de Comercio. Pero no solo se “cortó el pasto”. Cuatro años después de empezar el delicado trabajo de jardinería lo único que quedó fue tierra arrasada. Esta es la historia de cómo en muy poco tiempo se pueden destruir capacidades estatales que llevó mucho esfuerzo construir. El neoliberalismo lo hizo de nuevo.

De Precios Cuidados a Precios Claros Como candidato a presidente, Mauricio Macri había sido categórico: no iba a hacer falta continuar con Precios Cuidados. Según decía, además de ser una herramienta que no servía para nada, bastarían unas pocas medidas generales para poner a la inflación en caja. Resuelto este problema, concluía, era inútil tener una política como Precios Cuidados40. Sorpresivamente, una vez en el Gobierno, el presidente electo cambió de parecer. No solo mantuvo el programa, sino que es una de las pocas políticas heredadas que sobrevivieron durante su gestión. Salvo que pase algo muy extraño, Macri va a terminar su mandato con Precios Cuidados todavía vigente (al menos en los papeles). La realidad es que, más allá del nombre, queda muy poco de la política original41. El desguace del programa comenzó ni bien asumieron. Como primera medida, las nuevas autoridades echaron a todos los analistas, a los empleados del call center y a la mayoría de los inspectores que hacían el seguimiento diario de Precios Cuidados. Con lo cual, desde un principio decidieron prescindir completamente de la estructura que se había creado para que el plan funcionara correctamente. Evidentemente, la ideología (o los compromisos) de los nuevos funcionarios les impedían llevar adelante la desagradable tarea de tener que controlar a (otros) empresarios para que cumplieran con sus obligaciones en el marco del programa. De hecho, a contramano de toda buena práctica de gestión, desde la Secretaría

de Comercio se les pidió a las empresas y a los supermercados que se encargaran de autocontrolarse. Obviamente, esto era equivalente a darles vía libre para que dejaran de abastecer, de señalizar los productos en las góndolas y de respetar los precios acordados. Si a esto le sumamos que de un día para el otro se dejó de hacer difusión pública del programa, en cuestión de semanas ya quedaba poco y nada de los Precios Cuidados que habíamos lanzado en enero de 2014. En paralelo, se fue reduciendo la representatividad del programa hasta transformarlo en una canasta de oferta de artículos de primera necesidad, mayoritariamente de segundas y terceras marcas. En esto mucho tuvo que ver la interpretación de los propios funcionarios sobre cuál era el objetivo de la política. La mayoría creía que los productos de Precios Cuidados tenían que ser más baratos que los que se podían encontrar en el mercado. El problema es que con esto eliminaban de raíz la posibilidad de que los productos del acuerdo funcionaran como referencias de precios en las góndolas. Pero quizás lo que simplemente ocurrió fue que las autoridades de la Secretaría de Comercio se sometieron a la presión de las empresas, que pretendían sacar del acuerdo algunas de sus marcas y productos más representativos. De hecho, cada vez que durante nuestra gestión nos tocó sentarnos a negociar las renovaciones trimestrales, las empresas más grandes nos pedían insistentemente que los sacáramos. Naturalmente nunca accedimos, porque aceptar esa exigencia era sinónimo de quitarle toda efectividad a la política de administración de precios. El Gobierno de Macri ni siquiera amagó con negociar. Cedió en todos y cada uno de los pedidos de las empresas. Esto explica por qué muchas primeras marcas y productos líderes que formaban parte del acuerdo desde el inicio fueron reemplazados por artículos de menor calidad o con una baja participación en el mercado. Incluso en algunos casos, los productos fueron directamente eliminados de los listados y desaparecieron por completo categorías muy relevantes para el consumo cotidiano de los argentinos (como frutas, verduras, carnes, pollo, huevos y aceites)42.

Lo mismo pasó con la actualización de los precios. Las subas acordadas en muchos casos son inexplicables desde el punto de vista de la evolución de los costos. Más bien reflejan las pretensiones de rentabilidad de las empresas. Pero no solo los productos dejaron de tener precios razonables. Tampoco se respetó estrictamente el período de actualización trimestral. Si bien formalmente se mantuvo ese mecanismo, en los hechos los precios de los productos varían en cualquier momento. Desde que esto se hizo habitual, los consumidores ya no tienen forma de conocer cuánto es razonable pagar por cada producto. En definitiva, Precios Cuidados se convirtió en una canasta de ofertas de productos de primera necesidad con baja inserción en el mercado y poca representatividad en el consumo habitual de las familias. Al haberse desarticulado los mecanismos de control, las sanciones y la difusión del programa, se hizo cada vez más habitual el desabastecimiento, la falta de señalización en las góndolas y el incumplimiento de los precios acordados. En estas circunstancias, los consumidores dejaron de usar el programa para tomar sus decisiones de consumo diarias porque ya no cumple ningún papel como referencia de precios en las góndolas. Como era de esperarse, el Gobierno también discontinuó la política de administración de precios en los supermercados regionales, en los comercios de origen chino y en los almacenes de barrio. Igual suerte corrieron los acuerdos que abarcaban otros rubros, como construcción, motocicletas, telefonía móvil o productos para celíacos. La cortadora de pasto hizo su trabajo a fondo. Mientras se iba desarmando Precios Cuidados, la inflación se aceleraba y la dispersión de precios era cada vez mayor. La pasividad de los funcionarios ante el deterioro del poder adquisitivo de las familias era exasperante. Hasta que un día finalmente el Gobierno mostró su carta y dejó en claro cuál era su verdadera estrategia de intervención en el proceso de formación de precios. A mediados de 2016, se anunció con bombos y platillos el Sistema Electrónico de Publicidad de Precios Argentinos (Precios Claros). Básicamente consiste en una página web (www.preciosclaros.gob.ar) que

cuenta con información de los precios de una gran cantidad de productos de consumo masivo que se comercializan en las cadenas de supermercados. El objetivo que dice tener el programa es que los consumidores puedan conocer los precios en una determinada zona, comparar y elegir dónde comprar. Con este nuevo sistema probablemente pretendían reemplazar los Precios Cuidados. Obviamente fue un fracaso absoluto. De hecho, debe haber muy poca gente que se enteró de su existencia. Y todavía debe haber menos consumidores que lo hayan usado para algo. Lo más triste de todo es que todavía sigue vigente. Nadie puede discutir que contar con información sobre los precios en los distintos comercios nos sirve para tomar decisiones de consumo. Pero que sea útil no quiere decir que por sí solo alcance para proteger a los consumidores. Sin otras políticas que regulen las ganancias extraordinarias de los actores más poderosos de las cadenas de valor, lo único que puede hacer Precios Claros es legitimar los precios abusivos vigentes. Pero, además, esta política le tira al consumidor toda la responsabilidad de resolver los descalabros en los precios. La fantasía de los funcionarios era que los consumidores antes de salir a hacer las compras se iban a meter con sus smartphones en el sitio web de Precios Claros. Acto seguido, iban a dedicar una enorme cantidad de tiempo a hacer su listita de supermercado en una plataforma que —además— es muy poco amigable. Y, finalmente, iban a ir a comprar cada producto al local que les asegurara los precios más bajos. Pongamos por caso un consumidor que quiere hacer una chocotorta. La información brindada por Precios Claros puede implicar que le conviene comprar el queso crema en una sucursal de una cadena que está tres cuadras hacia el sur de su domicilio, el dulce de leche en una que queda cuatro cuadras al norte y las galletitas de chocolate en un tercer comercio que queda cinco cuadras al oeste. Un sinsentido, desde ya. Además, en el improbable caso de que el consumidor se preste a semejante paseo, va a tener que enfrentarse al festival de ofertas y promociones que caracteriza a las grandes cadenas de supermercados. Porque convengamos que

los precios de cada artículo individual nos dicen poco y nada sobre dónde y cuándo nos conviene comprar. Queda claro que esta política desde el propio diseño es un desquicio. No había forma de que funcionara. La ceguera ideológica de los funcionarios los llevó a convencerse de que Precios Claros iba a ser un instrumento revolucionario y que iba a traer orden y transparencia a los mercados. Y también creían que iba a ser la demostración de que el Estado puede proteger a los consumidores sin interferir en el proceso de formación de precios. Parece un chiste, pero no lo es. Porque al desentenderse de su obligación de evitar los abusos de los formadores de precios, les trasladaron esa responsabilidad a los consumidores. Como en los años 90, cuando una señora llamada Lita de Lazzari aseguraba en su programa de televisión que “si usted compra caro es porque no caminó suficiente”. Los avances tecnológicos transformaron al acto de caminar en la navegación por un sitio de internet. Más allá de que el sedentarismo es más insalubre, el mensaje sigue siendo el mismo. Nos quisieron hacer creer que con una página web se arreglaban todos nuestros problemas como consumidores. Y que, si no hacíamos el esfuerzo de informarnos, era culpa nuestra pagar de más. La intrascendencia del nuevo programa seguramente contribuyó a los objetivos que en el fondo se buscaban: recomponer las ganancias de los grupos económicos concentrados. Mientras tanto, el poder adquisitivo de los consumidores siguió cayendo en picada. En este aspecto fueron infalibles.

De cuotas sin interés a Precios Transparentes En sus primeros meses de gestión, los funcionarios del Gobierno de Cambiemos decretaron que, en un contexto de alta inflación, era absurdo que un producto se financiara en condiciones ventajosas para los consumidores. Por este motivo decidieron eliminar la posibilidad de que los comercios vendieran en cuotas sin interés. Era otra de las medidas que se proponía contribuir al sinceramiento de los precios, esa suerte de cruzada en la que se embarcó la administración Macri.

De hecho, la llamaron Precios Transparentes. El argumento utilizado para justificar esta decisión bastante impopular era que los precios en efectivo estaban inflados, porque incluían el costo financiero de las cuotas sin interés. Según los funcionarios, quien pagaba al contado estaba subsidiando a los que tenían la posibilidad de utilizar una tarjeta de crédito. Incluso se planteaba el dilema ético de que era sumamente injusto que los consumidores no bancarizados, típicamente los de menores ingresos, terminaran pagando más que aquellos que tenían mayores recursos y podían pagar en cuotas. La medida extrema que tomó el Gobierno de Cambiemos fue prohibir que los comercios promocionaran la venta en cuotas sin interés. A partir de ese momento, los obligaba a informar los precios de venta al contado, por un lado, y el costo financiero del financiamiento en cuotas (que no podía ser cero, lógicamente), por el otro. Los funcionarios inocentemente suponían que con esta disposición iban a lograr que los precios al contado bajaran hasta un 20%. Y que se iban a mantener los mismos precios para las 6, 12 o 18 cuotas (pero ahora sí, transparentando cuál era el costo financiero). En los hechos, esta medida significaba firmar el acta de defunción del programa Ahora 12, heredado de nuestra gestión. En sus orígenes, Ahora 12 era un plan que, a través de un acuerdo entre el Gobierno, las tarjetas de crédito, los bancos y los comercios, permitía financiar la compra de bienes y servicios de producción nacional realizadas de jueves a domingo en doce cuotas sin interés. Su objetivo era reactivar la demanda en ciertos sectores productivos que, por lo que cuestan los productos de estos rubros, suelen requerir financiamiento en condiciones accesibles: motocicletas, muebles, línea blanca, materiales para la construcción o indumentaria. Cuando se anunció Precios Transparentes, lo primero que pensé fue que se trataba de otra gran torpeza del Gobierno. Bastaba conocer mínimamente cómo funcionaba en la práctica el mercado para tener plena certeza de que nada de lo que los funcionarios decían que iba a pasar tenía la más mínima chance de

ocurrir. El único resultado esperable era el que efectivamente se dio: los precios al contado no bajaron ni un centavo y se encareció prohibitivamente el financiamiento en cuotas. En un contexto cada vez más complicado de la economía, los rubros que gracias a este programa habían podido mantenerse en pie empezaron a sufrir un desplome en sus ventas, profundizándose la crisis en muchos sectores. Pero esta nueva muestra de desorientación del Gobierno no fue lo que más me sorprendió. Cuando escuchaba los fundamentos de la política y sus principales disposiciones, inmediatamente recordé que ese mismo proyecto me lo había alcanzado en varias ocasiones el dueño de una de las principales cadenas de venta de electrodomésticos del país. El texto era casi calcado. Por supuesto que nosotros habíamos rechazado implementar una medida tan contraproducente, más allá de que el empresario nos juraba que iba a servir para transparentar los precios y aumentar las ventas. Más tarde entendí cuál era el sentido de prohibir las cuotas sin interés. Ahora 12 abarcaba a las tarjetas de crédito y a los bancos. Pero las cadenas de ventas de electrodomésticos tienen sus propios esquemas de financiamiento en cuotas (que no estaban incluidos en el programa). Con lo cual, los comercios se quedaban afuera del negocio financiero porque no podían competir con el programa oficial. Este es el oscuro motivo detrás de los Precios Transparentes. ¿Cómo terminó la historia? Como siempre con el Gobierno de Cambiemos, de la peor manera. Al poco tiempo los funcionarios reconocieron que se habían equivocado y permitieron la vuelta de las cuotas sin interés en los comercios. Pero no restablecieron el esquema de Ahora 12 tal como había sido concebido. Insólitamente, el programa oficial seguía existiendo, pero con un costo financiero altísimo (solo unos pocos puntos por debajo de la tasa de interés de “mercado”). Lógicamente, Ahora 12 dejó de servir como herramienta de impulso al consumo en sectores que necesariamente dependen del financiamiento a tasas razonables. Ganó el sector financiero y las grandes cadenas comerciales.

Perdieron los productores pequeños, los comercios más chicos y los consumidores. Un clásico de los últimos cuatro años. Pero no se acaba todo acá. Pocos meses antes de las elecciones de 2019, el Gobierno anunció que el costo financiero de Ahora 12 se iba a reducir a más de la mitad (bajando del 50% al 20%, aproximadamente). Y si los comercios aportaban su parte, podían volver las cuotas sin interés dentro del programa. No solo estamos en presencia de otra jugada electoral que supone un nuevo volantazo heroico del Gobierno con relación a las políticas públicas heredadas, sino que los fundamentos de por qué se restableció el financiamiento a tasa subsidiada son para hacerse un festín: “[Ahora 12] se ha mostrado eficaz para fortalecer el mercado interno, ampliar el acceso a bienes e incrementar y sostener los niveles de demanda, estimular las inversiones y la producción local, y consolidar la creación de más y mejor empleo”. Esto dice textualmente la Resolución 254/201943 que reinstauró el programa. Lo que no menciona en ningún lado es por qué, siendo así, lo habían desvirtuado. Otro misterio inexplicable del neoliberalismo.

Haciendo “Control+Z” Las medidas que fuimos tomando durante nuestra gestión en la Secretaría de Comercio buscaban dotar al Estado de mecanismos más efectivos para transparentar el proceso de formación de precios y defender a los consumidores. Las nuevas autoridades dieron un giro de 180 grados y se propusieron explícitamente desandar este camino. Prácticamente ninguna de las iniciativas lanzadas durante el Gobierno anterior se mantuvo en pie. La primera baja fue el Régimen Informativo de Precios44. Dejar sin efecto este sistema que obligaba a las grandes empresas productoras y comercializadoras a informar mensualmente los precios de sus productos era un reclamo permanente de los formadores de precios. Como argumento primordial aducían que les generaba una carga burocrática muy grande proveer esa información. Pero lo que

en realidad les molestaba era que el Estado contara con datos críticos para poder llevar adelante sus políticas y evitar los abusos de los actores concentrados a lo largo de las cadenas de valor. Por eso no me sorprende que el régimen no haya sobrevivido ni una semana al cambio de Gobierno. Es evidente que, mientras se acomodaban en el sillón, los flamantes funcionarios ya habían recibido instrucciones sobre lo que tenían que hacer. De hecho, como buenos alumnos, la derogación de este sistema fue la tercera resolución que tomaron45. Unas pocas semanas después cayó la siguiente víctima: el Sistema de Fiscalización de Rótulos (FDR). Sin haber entrado prácticamente en vigencia, los funcionarios de Macri eliminaron una normativa nacida como respuesta a las maniobras de las empresas que, mediante la falta de claridad en los rótulos, generaban confusión en los consumidores respecto a las propiedades de los productos. El lobby empresario nuevamente resultó muy efectivo. Incluso la resolución que derogó el FDR parece haber sido escrita por un representante de las empresas presuntamente afectadas por la medida. Una vez más, los argumentos para justificar la baja del sistema apuntaban a la desproporcionada carga burocrática que supone controlar que los rótulos y los envases no induzcan al engaño de los consumidores. En nombre de la agilidad y la desburocratización, se les dio vía libre a las grandes empresas para que apelen a todos los trucos habidos y por haber para obtener más ganancias a expensas de los consumidores. A esto se suma la decisión deliberada de relajar los mecanismos de control de la Secretaría de Comercio. La consecuencia inmediata fue la proliferación inédita de estrategias de comercialización engañosa. Como nunca antes en la historia reciente de la Argentina, hoy es virtualmente imposible calcular antes de salir de casa cuánto vamos a gastar al realizar nuestras compras habituales. No hay manera de hacer la cuenta, no hay pronóstico que acierte y no hay plata que alcance. Los efectos de la falta de control estatal llegaron a instancias ridículas. Como

la campaña que lanzó una de las cadenas de supermercados multinacionales más importantes del país. El compromiso público que asumía era, textualmente, el siguiente: “Porque sabemos que alguna vez puede pasar que llegás a la caja con un producto y el precio es mayor al que viste en la góndola, nos comprometemos a esforzarnos al máximo para que esto no pase. Y si pasa, te devolvemos el doble de la diferencia”. Una cosa de locos. Por si no queda claro. Un supermercado de primera línea admite públicamente que no siempre “logra” cobrar en la caja los precios que se exhiben en las góndolas y se compromete a “esforzarse al máximo” para que no pase. ¿Acaso no es justamente el trabajo de los supermercados vender productos a un determinado precio —que, desde ya, ellos mismos establecen— y cobrar esos mismos precios en la línea de cajas? ¿Qué significa que van a “esforzarse” por hacer lo mínimo que uno espera de cualquier comerciante, que sepa marcar y cobrar los productos que vende? Y, por otro lado, ¿cuán impune hay que sentirse para además reconocer públicamente el incumplimiento flagrante y sistemático de la Ley de Lealtad Comercial, que establece justamente que todos los productos a la venta deben estar exhibidos con su precio correspondiente y que este precio debe además coincidir con el que se cobre en la caja? Hoy en día la defensa al consumidor ya no es una cuestión de Estado. Y el consumidor promedio termina pagando de su bolsillo las consecuencias de la ausencia del Estado en una virtual zona liberada para los formadores de precios.

Las reformas de las reformas Ante el costo político de derogar algunas de las leyes en las que la Secretaría de Comercio es autoridad de aplicación, las nuevas autoridades optaron sencillamente por no utilizar estas normativas. Tal el caso de la Nueva Ley de Regulación de las Relaciones de Producción y Consumo (ex Ley de Abastecimiento), que jamás se puso en funcionamiento. Pero también el del Observatorio de Precios, que nunca volvió a reunirse. Con la disolución en la

práctica de este organismo se perdió el trabajo realizado para tener un mejor conocimiento del funcionamiento de las distintas cadenas de valor y proponer medidas para mejorar la distribución de los ingresos entre sus diferentes eslabones. Los mecanismos de defensa del consumidor que habían sido creados también se vieron seriamente perjudicados. Si bien se mantuvo el sistema de resolución de conflictos que estaba dando excelentes resultados (Consumo Protegido), la falta de promoción de la herramienta y la reducción del personal a cargo de la gestión del programa le quitaron efectividad como instrumento de defensa de los derechos de los consumidores. Donde sí hubo novedades fue en el ámbito de la Ley de Defensa de la Competencia. Para el Gobierno de Cambiemos se trata de la única herramienta razonable para intervenir en el mercado. Por eso la transformaron en su ley fetiche. Para adecuarla a lo que esperaban de este instrumento, en el año 2018 presentaron al Congreso una propuesta de reforma, que finalmente se aprobó. El propósito manifiesto del proyecto era “despolitizar” la defensa de la competencia en el país. Para lograrlo se creaba un nuevo organismo “técnico” encargado de aplicar las disposiciones de la ley (la Autoridad Nacional de la Competencia), quitándole a la Secretaría de Comercio cualquier participación en este ámbito. Una de las innovaciones normativas más importantes fue la creación de un “programa de clemencia”. Es un sistema similar al régimen del “arrepentido”, del que tanto uso y abuso viene haciendo la Justicia Federal en investigaciones ante presuntos casos de corrupción. En el terreno de la defensa de la competencia, implica que quien haya sido parte de alguna conducta anticompetitiva pueda solicitar “clemencia”, aportar elementos de prueba para la investigación y beneficiarse con la exención o reducción de multas, así como con la inmunidad en caso de que correspondan sanciones penales. Es difícil creer que este esquema pueda tener algún tipo de efecto práctico. Hasta el día de hoy, no hay registro de que gracias a la información brindada por un arrepentido se haya podido intervenir en alguno de los muchísimos casos de prácticas

anticompetitivas que ocurren diariamente en los mercados. Pero quizás uno de los pasos hacia atrás más evidentes que involucra esta reforma tiene que ver con la eliminación del principio que se había introducido en 2014 respecto al pago de multas. La nueva ley suprime la disposición de que antes de apelar a la Justicia la empresa tenga que pagar la multa correspondiente. Desde el año pasado, nuevamente las sanciones económicas solo deberán pagarse una vez que la Justicia emitió un fallo. Es decir, las multan vuelven a perder sentido como instrumento para desincentivar las conductas anticompetitivas. Por último, la Ley de Lealtad Comercial también sufrió modificaciones recientes. Lo curioso es que se hicieron por un decreto de necesidad y urgencia a principios de 2019 (DNU 274/2019). Parece ser que, en su último año de gestión, el presidente Macri entendió que resultaba imperioso introducir cambios sustanciales a una normativa que por decisión de sus funcionarios se estaba aplicando de manera extremadamente laxa. Los cambios complejizaron de manera innecesaria la norma y generaron una evidente superposición con otras leyes (como la Ley de Defensa de la Competencia y del Consumidor). Estas desprolijidades no son casuales. El DNU fue firmado en un contexto de aceleración de la inflación a niveles inéditos en las últimas décadas. Y el Gobierno se vio forzado a realizar anuncios que mostraran que estaba tomando cartas en el asunto. Por eso este proyecto fue presentado junto con otras medidas que pretendían dar una señal a los consumidores de que el Gobierno se estaba ocupando de protegerlos. Entre ellas se encontraban el relanzamiento de Precios Cuidados y su versión reducida de Precios Esenciales (que congelaba por seis meses los precios de alrededor de sesenta productos de la canasta básica). Sin embargo, a esta altura ya quedaba claro que se trataba de otra estrategia de marketing de un Gobierno que había decidido quitarle al Estado cualquier herramienta efectiva de intervención en los mercados. Y que había dejado a los consumidores expuestos a los abusos de los formadores de precios. No fueron errores. No fueron fallas en la implementación de las medidas. Fueron intereses

económicos concretos. Y fue ideología pura.

8.3 ¿Y AHORA, QUÉ? El Gobierno de Mauricio Macri supuestamente venía a traer orden y normalidad a una economía plagada de distorsiones e ineficiencias. Lamentablemente para la mayoría de los argentinos, pasaron cosas. No solo no se superó ninguna de las dificultades que podía llegar a estar atravesando el país en 2015, sino que en muy poco tiempo se desordenó por completo la vida de la gente y la incertidumbre se apoderó de los hogares. Ya no es posible saber con certeza si se va a poder llegar a fin de mes, si se va a conservar el empleo, si los derechos económicos y sociales conseguidos con tanto esfuerzo se van a mantener. Esta sensación de indefensión y vulnerabilidad atraviesa a todos los sectores de la sociedad. Y no es otra cosa que el resultado inevitable del programa económico que implementó el Gobierno de Cambiemos. Las políticas aplicadas durante los últimos cuatro años tienen como sustento conceptual a la teoría económica ortodoxa. Este enfoque sostiene que para que el sistema económico funcione correctamente debe permitirse que la mano invisible actúe con absoluta libertad. Esto es lo mismo que decir que el Estado no tiene que interferir en el proceso de formación de precios. ¿Por qué le molesta tanto a la economía convencional que el Gobierno intervenga en los mercados? Los economistas ortodoxos entienden que, cuando eso ocurre, las decisiones de los individuos se ven influidas por factores que son de naturaleza no económica. Según esta visión, cuando se mete la política las elecciones de los consumidores y de las empresas terminan basándose en información que no refleja la verdadera situación de la economía. Y esto es considerado casi un pecado. El extremo de la interferencia del Estado se produce cuando su participación directamente determina los precios. El caso típico son las regulaciones de las

tarifas de los servicios públicos, que establecen cuánto pueden cobrar las empresas por los servicios que proveen. Lo mismo ocurre cuando el Gobierno otorga subsidios al consumo o a la producción. O cuando, a través de una empresa pública, comercializa en el mercado sus propios bienes o servicios. Cuando la injerencia del Estado en los precios que tienen que pagar los consumidores es explícita, la teoría económica convencional suele decir que se trata de precios políticos, porque los decidió fundamentalmente el Gobierno. El hecho de que sean precios políticos genera que los niveles de producción y de consumo sean diferentes a los que hubiese determinado el mercado. Por ejemplo, si el Gobierno decide fijar valores relativamente bajos para la tarifa de energía eléctrica o de transporte (abaratando el precio que pagan los consumidores), para la teoría ortodoxa se producirá un aumento artificial del consumo de luz y de los viajes en colectivo. Si se subsidia la compra de automóviles, naturalmente más familias van a poder acceder a un auto; pero esto implicaría un incremento artificial de la producción o la importación de vehículos. Y si se financia en condiciones ventajosas la compra de indumentaria, el resultado va a ser un consumo artificialmente excesivo de ropa. El neoliberalismo permanentemente intenta instalar en el sentido común de la gente una connotación negativa de los precios políticos. En lugar de ser precios que se determinan en el mercado siguiendo las leyes naturales de la economía, se trata de precios en mayor medida ficticios, porque son producto de decisiones políticas del Gobierno. No se basan en cuestiones objetivas. No tienen en cuenta la necesidad de que los recursos de la sociedad se asignen eficientemente. Al revés, como no surgen de consideraciones económicas sino de la conveniencia política, suelen fomentar el despilfarro. Estos son precisamente los precios que predominan cuando un Gobierno populista nos invita a una fiesta sin decirnos que después va a haber que pagar los platos rotos. Lo opuesto es lo que sucede con los precios de mercado. Para la teoría económica ortodoxa, es incuestionable que los precios que se determinan a partir de las decisiones de los individuos en los mercados “son los que tienen que ser”.

A este tipo de precios se refiere Macri al decir que las cosas tienen que salir “lo que cuestan”. Y la única forma de lograr que esto sea así es que la política no se meta en el medio. En definitiva, el neoliberalismo nos repite una y otra vez que cuando el Estado interfiere abaratando los precios solo puede generar ineficiencias y obstáculos para el desarrollo de la iniciativa privada. Los controles, las trabas burocráticas o los precios máximos son medidas que terminan afectando el funcionamiento del sistema de mercado, lo que resultaría en menores tasas de crecimiento y la imposibilidad de que la economía desarrolle todo su potencial. Y lo hace apelando a una fundamentación supuestamente científica: la teoría económica ortodoxa. Pero en realidad, esta visión está cargada de ideología. Y no puede ser otra cosa más que ideología, por más que se disfrace de ciencia. La razón es simple: asume que el mercado es la forma natural y obvia en la cual la sociedad se tiene que organizar. Y también supone que los mercados se comportan de manera competitiva, como dicen los manuales convencionales, que nos pintan ese mundo donde todos los agentes pueden interactuar en igualdad de condiciones y cada individuo es libre de tomar las decisiones que más le convenga en cada momento. Pero ya sabemos que ninguna de estas condiciones se cumple en nuestra sociedad. Esta fábula no tiene nada que ver con lo que nos toca enfrentar todos los días. Por el contrario, lo que ocurre en cualquier economía moderna es que los mercados están concentrados. La competencia, en el mejor de los casos, es una excepción a la regla. Y una excepción muy marginal. Siendo así, los precios que se forman en el mercado sin la aparente intervención del Estado son en realidad tanto o más políticos que aquellos donde explícitamente el Gobierno tiene una participación. Pero son producto de una elección política de otra naturaleza. Surgen de la decisión de permitir que los mercados operen en condiciones de concentración. Son el resultado de un Estado que decidió no confrontar con el poder de los formadores de precios. Son la

consecuencia de un Gobierno que garantizó la apropiación de ganancias extraordinarias por parte de los actores concentrados. Y suponen la legitimación de la distribución desigual de los ingresos a lo largo de las cadenas de valor. ¿Qué es haber aceptado estas reglas de juego sino una decisión política? Por eso es indudable que los precios que se determinan a través del “libre juego de la oferta y la demanda” en una economía concentrada son producto de una decisión política. Y como tales, son igual de artificiales que cuando el Estado decide intervenir decididamente en el proceso de formación de precios en los mercados. Pero no solo esto. Como toda decisión política, en el fondo consiste en una elección de ganadores y perdedores. El programa que implementó el Gobierno de Cambiemos es exactamente eso: una definición política e ideológica respecto a quiénes van a ser los beneficiarios de un modelo económico que se propone deliberadamente correr al Estado de cualquier tipo de injerencia en el proceso de formación de precios y en la distribución de los ingresos en las cadenas de valor. La normalidad de la que habla Macri pareciera ser el anhelo de que las grandes corporaciones y los actores tradicionalmente poderosos manejen la economía argentina a su antojo. A esos sectores les habla cada vez que hace algún anuncio. A nadie más. En este tipo de esquema de política económica, ser secretario de Comercio es uno de los mejores trabajos del mundo. Básicamente, no hay que hacer nada. Uno podría dedicarse a alimentar a las palomas de la Plaza de Mayo y llegar a la oficina al mediodía, después de desayunar tranquilo leyendo los diarios en el bar de la vuelta. Y el premio por ser un buen funcionario es pasear por el mundo para participar en foros internacionales, mostrando presentaciones de PowerPoint que cuentan lo bien que se está haciendo la tarea. Pero definitivamente no es lo que necesita el país. ¿Y ahora, qué? El desafío en estos momentos es devolverle al Estado la capacidad de defender efectivamente a los consumidores y promover realmente la competencia, en el marco de un modelo de política económica que priorice el crecimiento con inclusión social. Para alcanzar este objetivo, debe partirse de lo

que ocurre todos los días en los mercados y no de la abstracción teórica de los libros de texto convencionales. Por eso es imprescindible adaptar las políticas a la realidad para lograr modificarla. No crear un mundo ficticio para justificar políticas que perpetúan la desigualdad y las situaciones de abuso de posición dominante en los mercados. Nadie dice que el Estado sea infalible. Los gobiernos suelen aplicar medidas equivocadas y su intervención en el sistema económico algunas veces genera problemas mayores que si no se metiera. Las políticas pueden fallar por la ineptitud de los funcionarios, por las dificultades propias de su diseño o implementación, por errores de diagnóstico, por las limitaciones de la legislación, por las dificultades de control y monitoreo, por la falta de información para tomar decisiones. Pero muchas veces también fracasan por el formidable lobby empresario, que solo responde a sus intereses particulares e influye en la definición de las políticas. Sin embargo, que las cosas salgan mal cuando el Gobierno asume sus responsabilidades es en todo caso una posibilidad. Y, en última instancia, es parte del debate sobre la forma concreta que tienen que tener las políticas públicas. En cambio, cuando el Estado se desentiende tenemos la certeza de que los poderosos van a imponer su fuerza. Si en nombre de la ciencia y de las leyes del mercado se corre a la política del medio, el Estado necesariamente termina siendo funcional a los intereses de los sectores concentrados. Y que haga esto no es otra cosa que ideología pura. Los precios de mercado indefectiblemente llevan a la política adentro. Por definición, son portadores de la desigualdad que reina en la sociedad. Si el Estado no interviene en el proceso de formación de precios, podemos estar seguros de que los precios de mercado no se van a determinar en función de los intereses de la mayoría de la sociedad. Y eso en sí mismo es una decisión política. Porque al final de cuentas, todo precio es político.

34. Queda claro que el que votaba a favor de nuestras propuestas era yo, ¿verdad? Confieso que alguna vez pensé en votar en contra de algún proyecto que presentara nuestra agrupación, solo para sentir que podía ganar algo en ese ámbito. Pero finalmente nunca me animé a hacerlo. Me arrepiento. 35. De este experimento me surgen dos reflexiones. Por un lado, obtuvimos el doble de votos de los que esperábamos, algo que considero un logro político enorme. Por el otro, confirmé que estábamos ante gente irremediablemente insensible. Tan insensible como los funcionarios que vienen gobernando el país desde 2015. 36. Smith, Adam, ob. cit., cap. 8, pág. 126. 37. En ese momento, los funcionarios del Gobierno todavía repetían que su objetivo era alcanzar la “pobreza cero”. Con el tiempo le bajaron la expectativa a la meta y empezaron a decir que en todo caso ese era un “norte” hacia el cual dirigirse. Cuando quedó claro que el único “norte” del que hablaban eran Estados Unidos y el Fondo Monetario Internacional, ya dejaron de hacer cualquier mención al tema de la pobreza. Mejor así. Las cosas claras. 38. Les recomiendo que lean la nota completa. Además hay una foto muy linda de Macri en Davos: “Mauricio Macri, a los empresarios: ‘Nosotros vamos a cortar el pasto, ustedes hagan los goles’”, Clarín, 24 de enero de 2018, https://www.clarin.com/politica/mauricio-macri-empresarios-vamos-cortar-pastoustedes-hagan-goles_0_BkoupMUSf.html. 39. Quien seguramente superó a todos por su insensibilidad fue el presidente del Banco Nación, Javier González Fraga: “Venimos de 12 años en donde las cosas se hicieron mal. Se alentó el sobreconsumo, se atrasaron las tarifas y el tipo de cambio [...]. Donde le hiciste creer a un empleado medio que su sueldo medio servía para comprar celulares, plasmas, autos, motos e irse al exterior”. Pueden verlo en “González Fraga: ‘Le hicieron creer a un empleado medio que podía comprarse celulares e irse al exterior’”, Infobae, 27 de mayo de 2016, https://www.infobae.com/2016/05/27/1814472-gonzalez-fraga-le-hicieron-creer-unempleado-medio-que-podia-comprarse-celulares-e-irse-al-exterior/. Me surgen dos cosas de esta declaración: i. González Fraga claramente no se considera un empleado medio; ii. me atrevo a decir que, para ese entonces, ya hacía varios años que la tecnología led había reemplazado a los plasmas. Pero no nos pongamos tan exigentes tampoco. 40. Las principales figuras de Cambiemos tuvieron una línea muy coherente en este sentido. María Eugenia Vidal decía públicamente que “todo eso de los Precios Cuidados no son lo nuestro, no creemos en esa política”. https://www.iprofesional.com/politica/269480-macri-cristina-kirchner-cta-Video-el-dia-queMacri-dijo-que-Precios-Cuidados-no-iba-a-hacer-falta En tanto, el inefable Javier González Fraga también había dejado una frase memorable ni bien se había lanzado el programa: “Lo de los precios cuidados es para la gilada, eso obviamente no funciona”. Hasta donde sé, todavía no se pronunció respecto a la efectividad de ninguna de las medidas que implementó su Gobierno. Conociendo su rigurosidad en materia de comunicación, debe estar buscando las palabras justas. “González Fraga: ‘Los precios cuidados son para la gilada’”, El Cronista, 6 de mayo de 2014, https://www.cronista.com/economiapolitica/Gonzalez-Fraga-Los-precios-cuidados-son-para-la-gilada20140506-0075.html. 41. Hasta el logo cambiaron. En este punto, habría que darle la derecha a la derecha, que modernizó la tipografía y lo hizo más “canchero”.

42. Con muchos de estos productos empezaron a darse situaciones muy extrañas. Por imposición de los supermercados, los productos frescos fueron eliminados del listado en la primera renegociación del acuerdo que hizo el Gobierno de Macri. Pero en posteriores actualizaciones, fueron reincorporados con subas de precios fenomenales. Lo llamativo era que se promocionaban como productos “nuevos”. Con esto se pretendía ocultar que habían tenido incrementos de precios exorbitantes. Magia pura. 43. Para quienes nunca leyeron el Boletín Oficial, les dejo el link para que vivan una experiencia nueva: https://www.boletinoficial.gob.ar/detalleAviso/primera/208681/20190603. 44. Ahora sí podemos decirle RIP al RIP. 45. Me da mucha intriga saber cuáles fueron las dos primeras resoluciones. Pero decidí no perder un segundo de mi vida buscando esa información. Moriré con la duda.

Agradecimientos

Este libro está basado en diversas experiencias académicas, políticas y de gestión que se desarrollaron en distintas etapas de mi vida. Soy consciente de que estas páginas no existirían sin la participación de cada una de las personas que me acompañaron, enseñaron y soportaron a lo largo de este camino. Sabiendo que no voy a poder mencionar a todos los que merecen un reconocimiento, quiero dedicar unas líneas de agradecimiento a quienes son parte fundamental de Todo precio es político. A Axel Kicillof, el contenido de este libro y lo que soy como economista, como militante y como persona es en buena medida el resultado de haber compartido miles de horas discutiendo, trabajando, militando y aprendiendo a su lado. A Laura Goldberg, sin su empuje y entusiasmo no podría ni siquiera haber arrancado con este proyecto. Y sin su revisión obsesiva de los borradores de este trabajo se me hubiesen pasado por alto muchas más cosas de las que seguramente se me pasaron. A Sebastián Rubín, por haber leído y comentado cada uno de los capítulos de este libro y por los talentosos aportes realizados. A Guillermo Rabinovich, Mariela Bembi, Agustín Simone, Pablo “Chango” Mobili, Matías Grauer, Santiago Falasca, Joaquín Soriani y Camila Ajler, por el apoyo imprescindible que me dieron para que este proyecto fuera posible. A todas y todos los que leyeron y comentaron partes de este libro: Cecilia Nahón, Carlos Bianco, Cristian Girard, Jésica Rey, Juan Cuattromo, Pablo

López, Andrés Uslenghi, Nicolás Cevela, Ximena Mazorra, Silvia Penchansky, Paula de Palma, Sebastián Robles, Guillermo Rabinovich, Andrés Biscione, Ana Acosta, Francisca Ure, Soledad Maciel y Alejandro Penovi Carrillo. A Genaro Press, por haberme propuesto la idea de hacer un “libro sobre precios” y orientarme en el proceso de escritura. A todo el equipo que me acompañó en la Secretaría de Comercio, por el compromiso, la responsabilidad y la pasión que pusieron todos los días de nuestra gestión. A mis compañeros y compañeras del Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (Cenda), por nunca bajar los brazos en la búsqueda de un país más justo. A mis compañeros y compañeras de la Comisión Directiva del Club Atlético Vélez Sarsfield y a todos los miembros de la agrupación Cruzada Renovadora. A Anita Acosta, Andrés Biscione (sí, les tengo que agradecer dos veces), Carla Danio, Andrés Fischman, Andrea Kluger, Sebastián “Tato” Manusovich y a todo el dream team del Centro Cultural Morán. A Sole y Peni, por el aguante de cada día. A Juan, Fer, Koko y Caro, por estar siempre. A Manu, Juli, Vi, Mila y Laia, por regalarme su alegría infinita. A Rosario Pereira y Nora Engo, por el apoyo y el amor de todos los días con Amanda. A mi mamá y a mi papá, por todo lo demás.

Bibliografía

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Buenos Aires, Siglo Veintiuno Editores, 2019. MARX, Carlos, El capital. Crítica de la economía política, México, Fondo de Cultura Económica, 2014. MOCHÓN MORCILLO, Francisco y Víctor BEKER, Economía. Principios y aplicaciones, México, McGraw-Hill Interamericana, 2008. RUBIN, Isaac Ilych, A history of economic thought, Londres, Ink Links Ltd., 1979. SCALABRINI ORTIZ, Raúl, El capital, el hombre y la propiedad en la vieja y en la nueva Constitución, Buenos Aires, Editorial Reconquista, 1948. SMITH, Adam, La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza Editorial, 1997.



Vivimos rodeados de precios. Vemos cómo todo aumenta y muchas veces no entendemos los motivos. Augusto Costa, exsecretario de Comercio de la nación, explica de manera clara y sencilla por qué las cosas valen lo que valen, cómo influyen los formadores de precio y cuáles son las herramientas que puede utilizar el Estado para corregir las desigualdades que genera el mercado y controlar “la mano invisible”. Además, revela cómo se implementó el programa Precios Cuidados, cómo funcionan las engañosas ofertas de los supermercados y de qué modo algunas empresas de alimentos hacen trampa en los rótulos de sus productos para que parezcan diferentes cuando son iguales o no tienen lo que dicen tener. La idea es “pensar críticamente sobre los riesgos de adoptar como verdades incuestionables las premisas del pensamiento económico dominante; para comprender lo que se dice y lo que se omite en los discursos políticos, y para conocer qué es lo que se oculta detrás de los mensajes y eslóganes proselitistas que nos llegan a través de los medios de comunicación y de las redes sociales”.

AUGUSTO COSTA (Buenos Aires, 1974) es economista (UBA) especializado en desarrollo económico, finanzas públicas y economía internacional. Realizó estudios de posgrado en la Universidad Nacional de San Martín (Maestría en Ciencia Política) y en la London School of Economics and Political Science del Reino Unido (MSc Development Studies). Tiene experiencia en investigación y docencia y una amplia trayectoria en la gestión pública. Se desempeñó como secretario de Comercio (Ministerio de Economía), secretario de Relaciones Económicas Internacionales (Cancillería Argentina) y subsecretario de Coordinación Económica y Mejora de la Competitividad (Ministerio de Economía), entre otros cargos. Actualmente es gerente de Control de Gestión del Sector Público No Financiero en la Auditoría General de la Nación (AGN), profesor adjunto regular de Finanzas Públicas (UBA) y de Principios de Economía (UNPAZ), integra el Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (CENDA) y es vicepresidente segundo del Club Atlético Vélez Sarsfield.

Foto: © Ana Acosta

Costa, Augusto Todo precio es político / Augusto Costa. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Aguilar, 2019. (Aguilar) Libro digital, EPUB Archivo Digital: descarga y online ISBN 978-987-735-241-2 1. Ensayo Económico. I. Título. CDD 330

Diseño de cubierta: Pablo Cambariere Edición en formato digital: octubre de 2019 © 2019, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. Humberto I 555, Buenos Aires www.megustaleer.com.ar Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright. El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva. Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir, escanear ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. ISBN 978-987-735-241-2 Conversión a formato digital: Libresque

Índice

Todo precio es político Dedicatoria Prólogo Primera parte 1. ¿Por qué las cosas tienen precio? 1.1 De perritos a comerciantes 1.2 Del campamento a la sociedad de mercado 1.3 Del plan a la anarquía organizada 1.4 “Son cinco plata”: los precios y el dinero 2. La fábula del mercado 2.1 Libertad, igualdad, fraternidad 2.2 La mano invisible: ¿quién me tocó? 2.3 La competencia perfecta y la formación de precios 2.4 Una teoría del Estado mínimo (o una mínima teoría del Estado) 3. De la fantasía a la economía real 3.1 Con ustedes, los formadores de precios 3.2 (Se me soltó) la cadena de valor: la apropiación de la renta en una economía de mercado concentrada 3.3 El árbitro que es juez y parte

4. Los precios y la inflación 4.1 Sin señal ni gps: dispersión de precios y pérdida de referencias 4.2 Impulsos inflacionarios y sus antídotos 4.3 El aumento nuestro de cada día 4.4 Mismo fenómeno, distintos relatos 4.5 Muchas causas, muchas medidas Segunda parte 5. La cocina de una política pública: precios cuidados 5.1 La prehistoria de Precios Cuidados 5.2 Cocinando Precios Cuidados 5.3. Negociando Precios Cuidados 5.4 El lanzamiento de Precios Cuidados 5.5 Los diez “por qué” de Precios Cuidados (que no son diez ni todos son por qué) 6. Hecha la ley, hecha la trampa 6.1 Un destornillador y una cuchara: las herramientas para defender al consumidor y favorecer la competencia 6.2 La imaginación al poder: las maniobras de las empresas para burlarse de la ley 6.3 Hecha la trampa, hecha la ley 7. Los empresarios 7.1 Ni buenos, ni malos: empresarios 7.2 #Mesaza con los empresarios 7.3 La ceocracia: empresarios jugando a ser funcionarios 8. ¿Y ahora qué pasa, eh? 8.1 Fin de fiesta 8.2 Modelo para desarmar 8.3 ¿Y ahora, qué? Agradecimientos Bibliografía

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