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Spanish Pages [356]
Slavoj Zizek
Porque no saben lo que hacen E l goce como un factor político
PAIDOS Buenos Aires
Barcelona - México
Título original: For they kmui not wbat tbey do Verso, Londres - Nueva York, 1996 © Slavoj Zizek 1991
Traducción de Jorge Piatigorsky
Cubierta de Gustavo Macri Motivo de tapa extraído de Giorgio De Chineo, Los gladiadores, 1928
la. edición, 1 9 9 8
Impreso en la Argentina. Printed in Argentina Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723
© Copyright de todas las ediciones en castellano Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires Ediciones Paidós Ibérica S.A. Mariano Cubí 92, Barcelona Editorial Paidós Mexicana S.A. Rubén Darío 11,8, México, Ü .F. Se terminó de imprimir en él mes de octubre de 1998 en Gráfica M.P.S. S.R.L., Sahtiágo del Estero 338 - Lanús, Biiérios Aires, República Argentina
A Kostja, mi hijo
y»
Indice
Introducción. El destino de un chiste...............................
11
Primera parte Epluribus unum
1. 2.
Sobre el U n o .................................................................... La caprichosa identidad.................................................
19 89
Segunda parte El malestar en la dialéctica
3. 4.
Lalengua hegeliana......................................................... Sobre el O tro....................................................................
137 189
Tercera parte Cimi grano praxis
5. 6.
¿Está bien todo lo que termina bien?........................ Mucho ruido por una C o sa..........................................
235 299
índice analítico........................................................................
361
Introducción El destino de un chiste
El telón de fondo de este libro queda ilustrado del mejor modo con el chiste soviético sobre Rabinovich, un judío que quería emigrar. El burócrata de la oficina de emigración le preguntó por qué, Rabinovich respondió: “Hay dos razones. La primera es que temo que los comunistas pierdan el poder en la Unión Soviética, y que las nuevas fuerzas políticas nos culpen a nosotros, los judíos, por los crímenes comunistas...”. “Pero -interrumpió el burócrata-, esto es absurdo, ¡el poder de los comunistas es eterno!” “¡Bien -respondió Rabinovich con calma-, ésta es mi segunda razón.” Én El sublime objeto de la ideología, publicado en 1989,1 este chiste era todavía eficaz, pues según los últimos datos, la prin cipal razón de los judíos para emigrar de la Unión Soviética era la primera alternativa de Rabinovich. Én efecto, temían qué, con la desintegración del comunismo y la emergencia de fuerzas nacionalistas abiertamente antisemitas, una vez más los judíos serían inculpados, sobre todo que hoy en día nos resulta fácil imaginar el chiste inverso. La respuesta de Rabinovich al burócrata sería: “Hay dos razones. L a primera es que sé que el comunismo en Rusia durará eternamente, que1 nada cambiará eñ realidad aquí, y esta perspectiva me resulta insoportable...”. “Pero -interrumpiría el burócrata- esto es absurdo. ¡El comunismo está desintegrándose en todas par tes! Y los responsables de los Crímenes comunistas serán seve
ramente castigados.” "¡Ésa es precisamente mi segunda ra zón !”,. respondería Rabinovich. Reteniendo de los viejos y buenos tiempos la idea de que el impulso del progreso en el socialismo es la autocrítica, este libro complementa los análisis de El sublime objeto de la ideolo gía, intentando articular el aparato teórico que nos permite captar el cambio histórico indicado por el extraño destino del chiste de Rabinovich: la irrupción del goce en la forma de la reemergencia del nacionalismo y el racismo agresivos que acompañan a la desintegración del “socialismo real” de la Eu ropa oriental. A esto se refiere el título del libro: el psicoaná lisis es mucho más severo que el cristianismo; la ignorancia no es una razón suficiente para perdonar, puesto que lleva consi go una dimensión oculta de goce. Donde uno no sabe (no quiere saber), en las lagunas, los blancos del propio universo simbólico, uno goza, y no hay ningún Padre que perdone, puesto que esas lagunas se sustraen a la autoridad del Nombre-del-Padre. Lo mismo que en El sublime objeto de la ideología, el espacio teórico de este libro está moldeado por tres centros de grave dad: la dialéctica hegeliana, la teoría psicoanalítica lacaniana, y la crítica contemporánea de la ideología. Estos tres círculos forman un nudo borromeo: cada uno de ellos vincula a los otros dos; el lugar que ellos rodean, el “síntoma” que está en el medio, es por supuesto el goce por parte del autor (y el au tor espera que sea también el del lector) de lo que despectiva^ mente suele llamarse “cultura popular”: las películas policia les y de horror, los melodramas de Hollywood... Estos tres círculos teóricos, sin embargo, no tienen el mismo peso: es el intermedio, la teoría de Jacques Lacan, el que (como diría Marx) constituye “la iluminación general que baña a todos los otros colores y los modifica en su particularidad”, “el éter particular que determina la gravedad específica de cada ser que se ha materializado en su seno”. En otras palabras, para expresarlo con el vocabulario de los desconstructivistas, el marco teórico de este libro está a su vez enmarcado por las partes lacanianas de su contenido. En contraste con el falso
“espíritu antidogmático” que mantiene una “distancia crítica” respecto de todo enunciado teórico para conservar la identidad constante y completa de su posición de enunciación, el autor está convencido de que sólo asumiendo sin reservas una posi ción teórica determinada uno se expone efectivamente a una crítica posible. Entonces, ¿en qué sentido preciso éste es un libro lacaniano? En su Pragmatismo, William James desarrolló la idea, re tomada por Freud, de que en la aceptación de una nueva teo ría hay tres etapas necesarias: primero es descartada como absurda; después hay quienes sostienen que la nueva teoría, aunque no carece de méritos, en última instancia se limita a presentar con nuevas palabras algo que ya saben todos; final mente se reconoce la novedad. A un lacaniano le resulta fácil discernir en esta sucesión los tres momentos del “tiempo lógico” articulados por L a can:2 el instante de la mirada (“advierto inmediatamente que esto no es nada”), el tiempo para comprender (“tratemos de en tender lo que el autor dice” lo cual significa “veamos de redu cirlo a lo ya conocido”) y el momento de concluir (tomar la de cisión con dudas y aceptar la nueva teoría en su novedad, por miedo a que llegue a ser demasiado tarde para sumarse a la nueva doxa). Desde luego, estos tres momentos también de terminan la recepción de la propia teoría lacaniana: 1) “Senci llamente, Lacan nos está engañando; su denominada teoría es un sofisma totalmente carente de valor”;3 2) “Lacan se limita a formular en una jerga oscura lo mismo que el propio Freud y otros ya dijeron mucho más claramente”; 3) “Afirmo que yo mismo soy un lacaniano, por miedo a que los otros me con venzan de que no soy un lacaniano”. Pero lo que este libro intenta es precisamente romper esta lógica del “reconocimiento”, reemplazarla por el proceso de la cognición, del trabajo teórico: lo que hacemos es poner ek funcionamiento el aparato teórico de Lacan. La obra elabora los perfiles de una teoría lacaniana de la ideología, avanzando paso a paso, a través de rodeos siempre nuevos, hacia su prin cipal objeto, el estatuto del goce en el discurso ideológico,
posponiendo este encuentro del mismo modo que en el amor cortés posponemos la reunión cumbre con la Dama. Lenta mente, el acento se desplaza de Hegel a los actuales atollade ros político-ideológicos, pasando por Lacan. Sin embargo, lo que le da a este libro su sabor específico no es tanto el contenido como su lugar de enunciación. Incluye los textos de conferencias pronunciadas en seis lunes consecu tivos en el semestre invernal de 1989-1990, en Liubliana, Yu goslavia. Estas conferencias eran un curso introductorio a La can organizado por la Sociedad Eslovena de Psicoanálisis Teórico, y apuntaban al público “benévolamente neutral” de intelectuales que constituían la fuerza impulsora de la demo cracia; en otras palabras, lejos de asumir la posición de xm Amo “supuesto saber”, el conferenciante actuó como un ana lizante que se dirigía al analista constituido por su público. Las conferencias fueron pronunciadas en la atmósfera singu lar de esos meses: un momento de intensa fermentación polí tica, con “elecciones libres” a una semana de distancia, cuan do aún parecían abiertas todas las opciones; el momento de un “cortocircuito” que combinaba el activismo político, !a teoría “superior" (Hegel, Lacan), y un goce irrestricto en la cultura popular “inferior”: un momento utópico singular que ahora, después de la victoria electoral de la coalición populista-nacionalista y ía llegada de un nuevo “tiempo de truhanes”, no sólo ha terminado, sino que es cada vez más invisible, bo rrado de la memoria como un “mediador en desaparición”. Cada conferencia está compuesta, d? dos partes, puesto que duraba tres horas, de las siete a las diez, con uná pausa in termedia, Para emplear una expresión cinematográfica, era un “programa doble” teórico. Aunque estas 'conferencias han si do ahora “ordenadas”, reescritas y editadas con las referencias convenientes, etcétera, subsisten en ellas más de'una huella de las circunstancias caóticas en que se originaron. Esas huellas han sido preservadas deliberadamente, como una especie de monumento al momento singular dfésu enunciación.
N otas 1. Slavoj Zizek, The Sublime Object ofldeology, Londres, Verso, 1989, págs. 7 5-6 [ed cast.: E l sublime objeto de la ideología, M éxico, Siglo X X I, 1992]. 2. Jacques Lacan, “Logícal T im e and the Asscrtion o f Anticipafed C ertainty”, Newsletter o f the Prendían Field, vol. 2, n° 2, Colum bia, University o f Missouri, 1988. 3. Para que no se piense que esa posibilidad es totalm ente fictipia, permítasenos citar una reciente entrevista a Noam Chom sky: ,nij opinión (ranea es que [Lacan] era un charlatán consciente, y se limitaba a jugar con la comunidad intelectual de París, para ver cuánto absurdo podía producir sin dejar de ser tomado en serio” (£íoam Chomsky, “An Interview”, en Radical Philosophy, 53, otoño de 1989, pág. 32).
PRIMERA PARTE
E pluribus unum
1. Sobre el Uno
I. E l n a c i m i e n t o d e u n s i g n i f i c a n t e am o
El esloveno no analizable Comencemos con nuestro lugar de enunciación: Esloveflia. ¿Qué significa, en términos psicoanalíticos, ser un eslo veno? En toda la obra de Freud solamente se menciona a un es loveno, en una carta al psicoanalista triestino Edoardo Weiss, del 28 de mayo de 1922; no obstante, esta única mención es más que suficiente, pues cohdensa toda Una serie de cuestio nes clave de la teoría y In práctica psicoanalíticas, desde la am bigüedad del superyó hasta el problema de la madre como portadora de la ley/prohibición en la tradición eslovena. B e modo que vale la pena considerarla con más atención. Weiss, que ejerció el psicoanálisis en la décáda de 1920 (y emigró a los Estadós Unidos eii la década de 1930, cuando las condiciones políticas hacían imposible esa práctica en Italia), mantenía una correspondencia regalar con Freud, sobre tódó acerca de pacientes: Weiss informaba a Freud sobre el curso de ciertos análisis y le pedía consejo. Requirió entonces su Opinión sobre dos casos de principios de la década de 1920 en los que Se presentaba el mismo síntoma: impotencia. Veamos la exposición del propio Weiss:
E n 1922 he estado tratando a dos pacientes que padecen im potencia. El primero es un hombre sum am ente culto, de unos 40 años, es decir, unos diez más que yo. Su esposa, a la que amaba mucho, había m uerto unos años antes. D urante ei tiempo del matrimonio él había estado en posesión de su pleno vigor sexual. L a mujer cayó en una depresión profunda, y los intentos de cu rarla que realizaron algunos analistas vieneses no produjeron ningún resultado. Se suicidó. M i paciente reaccionó a este suici dio con una pesada m elancolía... E l segundo paciente, un esloveno, era un hom bre joven. H a bía servido en el ejército en la Prim era G uerra Mundial, y poco antes [del tratam iento] había sido desmovilizado. E n el cam po sexual era com plem entam ente im potente. Algunas personas ha bían sido víctimas de sus engaños, y tenía un yo com pletam ente inm oral.1
Lo que impresiona en esta presentación es la simetría casi total de los dos casos. El primer paciente es diez años mayor que Weiss, y el segundo diez años menor; el primero es un hombre moral y muy culto, mientras que el segundo es extre madamente inmoral; en uno y otro se trata del mismo efecto, la impotencia. (Estrictamente hablando, la simetría no es completa. El italiano era capaz de contactos sexuales ocasio nales con prostitutas: desde luego, en un hombre con “cultu ra y costumbres altas” éstos no contaban como contactos se xuales reales, es decir, contactos con iguales. Por otro lado, el esloveno era completamente impotente,) La respuesta de Freud en la carta del 28 de mayo de 1922 recogió esta duali dad: a sú juicio, el italiano merecía un tratamiento, puesto que se trataba de un hombre de “cultura y costumbres altas”, que sencillamente experimentaba un remordimiento exagera do; la impotencia era consecuencia de uñ complejo de culpa patológico, y la solución para él -u n hombre dé sensibilidad refinada- consistía en aceptar el suicidio de la esposa. Sobre el esloveno, Freud observó: E l segundo caso, el esloveno, es obviamente un inútil que no m e rec e sus esfuerzos. N u estro arte analítico fracasa cuando en
frenta a estas personas; no basta nuestra perspicacia para atrave sar la relación dinámica que ios controla.2
No resulta difícil detectar un atolladero básico en la res puesta de Freud: se revela prímordialmente en su naturaleza contradictoria, en la oscilación entre dos posiciones. El eslo veno aparece primero como alguien que no merece atención psicoanalítica, con la idea implícita de que éste es un caso sim ple de maldad, inmoralidad directas, superficiales, sin “pro fundidad” propia de la dinámica psíquica inconsciente; en la oración siguiente, el caso es por el contrario definido como inanalizable. La barrera no era entonces “ética” (es indigno de análisis) sino epistemológica (es en sí mismo inanalizable, el intento de análisis fracasaría). Esta paradoja corresponde pre cisamente a la paradoja lógica de la prohibición del incesto: lo prohibido es algo ya en sí mismo imposible, y el carácter enigmático de la prohibición reside precisamente en la redun dancia. Si algo es en sí mismo imposible, ¿por qué resulta ne cesario además prohibirlo? ¿En qué consiste, entonces, la paradoja de la impotencia del esloveno? Nada es más fácil que explicar esta impotencia como resultado de una excesiva obediencia, de remordimien tos, de un sentimiento de culpa generado por la disciplina ex cesiva y una sensibilidad moral rígida, etcétera. Este es el concepto habitual, cotidiano del psicoanálisis: contra la disci plina excesiva del superyó, agente de la represión social inter nalizada, hay que reafirmar la capacidad del sujeto para el pla cer’distendido; el sujeto tiene que liberarse de la inhibición interna que bloquea su acceso al goce. El esloveno de Freud pone claramente de manifiesto la in suficiencia de esta lógica de “liberación del deseo respecto de la restricción de la represión interna”: Weiss explica que el paciente era “muy inmoral”, explotaba al prójimo y lo enga ñaba con una falta total de escrúpulos... pero estaba lejos de lograr el placer distendido en el sexo, sin ningún tipo de “obstrucción interna”; era “completamente impotente", el goce le estaba completamente prohibido. O, en las palabras
de Lacan contra Dostoievski, contra su famosa posición de que “si Dios no existe todo está permitido”: si no hay Dios (el Nombre-del-Padre como instancia de la ley/prohibición), to do está prohibido. Y, ¿es excesivo sostener que ésta es preci samente la lógica del discurso político totalitario? El impedi mento del sujeto, producido por este discurso, resulta de una ausencia o suspensión análoga de ía ley/prohibición. Sin em bargo, para volver a nuestro esloveno: puesto que fue Laean quien elaboró esta lógica paradójica del impedimento, de la prohibición unlversalizada generada por la ausencia misma de la ley/prohibición, podemos aventurar alguna especulación salvaje y decir que nosotros, los eslovenos (^inanalizables” se gún Freud) tuvimos que aguardar a Lacan para encontrarnos con el psicoanálisis; sólo con Lacan el psicoanálisis mismo al canzó un nivel de refinamiento que permite abordar aparicio nes tan indecentes como las de los eslovenos.3 ¿Cómo explicamos esta paradoja de que la ausencia de la ley unlversaliza la prohibición? Hay una sola explicación po sible: el goce en sí. que nosotros experimentamos como “transgre sión”, es en su estatuto más profundo algo impuesto, ordenado', cuando gozamos, nunca lo hacemos “espontáneamente”, siempre seguimos un cierto mandato, El nombre psicoanaíítico de este mandato obsceno, de este llamado obsceno, “¡Go za!”, es superyó. Esta paradoja del superyó aparece escenifica da en su forma pura en Monty Pytiiou’s Meaning of Life, en el episodio sobre 1a educación sexual: los escolares aburridos bostezan en la clase, aguardando la llegada del profesor. Cuando uno de ellos grita “¡Ahí viene!’’, todos empiezan a hacer ruido, gritar y arrojarse objetos: el espectáculo del tu multo salvaje tiene ía finalidad exíehisiva de impresionar la mi rada dej maestro, Después de calmarlos, él comienza a pre guntar sí saben ¡pómo se excita la vagina; atrapados en. su ignorancia, los avergonzados alumnos evitan su mirada y bal bucean respuestas, mientras el maestro los reprende severa-: mente porque no han practicado la materia .en el hogar. Con Ja ayuda de la esposa, a .continuación les demuestra la pene tración del pene en \%vagina: aburrido por el tema, uno de
Jos muchachos echa una mirada furtiva a través de la ventana, y el maestro le pregunta sarcásticamente: “¿Tendría usted la amabilidad de decirnos qué hay tan atractivo allí afuera, en el patio?” Las cosas han sido llevadas a su extremo: la razón de que esta presentación invertida de la relación “normal”, coti diana, entre la ley (la autoridad) y el placer produzca un efec to tan extraño consiste, por supuesto, en que saca a la luz del día la verdad habitualmente oculta del estado de cosas “nor mal” cuando el goce es sostenido por un severo imperativo superyoico. El punto teórico crucial que no hay que pasar por alto es que esta inversión especular no puede reducirse al ámbito de lo Imaginario. Es decir que, cuando abordamos la oposición entre lo Imaginario (la captación por la imagen del espejo, el reconocimiento en una criatura semejante) y lo Simbólico (el orden puramente formal de rasgos diferenciales), por lo gene ral no se advierte que la dimensión específica de lo Simbólico emerge del mismo reflejo imaginario, es decir, de su dtiplkatián, por medio de la cual -según dice Lacan sucintamente- la imagen real es reemplazada por una imagen virtual, Por lo tanto, lo Imaginario y Jo Simbólico no están simplemente opuestos como dos entidades o niveles externos: dentro de lo Imaginario en sí hay siempre un punto de doble reflejo en el cual lo Imaginario, por así decirlo, está enganchado en lo Simbólico. Hegel demostró el mecanismo de este pasaje con la dialéc tica del “mundo cabeza abajo” (die verkehrte Welt) que cierra la1sección sobre la conciencia en su Fenomenología del espíritu. Después de exponer la idea cristiana del Más Allá como la in versión de la vida terrestre (aquí reinan la injusticia y la vio lencia, mientras que Allá será recompensada la bondad, etcé tera), señala que la inversión es siempre doble: una mirada más atenta descubre que el “primer” mundo cuya imagen in vertida es él mundo cabeza abajo, ya estaba invertido en sí mismo. En esto consiste la lógica de la caricatura. Recorde mos el procedimiento de Swift en Los viajes de GulHver, el lec tor enfrenta una serie de inversiones burlonas de nuestro uni
verso humano “normal” (la isla poblada por enanos de dos pulgadas de alto; un país en el que estaban invertidas las rela ciones “normales” entre los seres humanos y los caballos, los seres humanos vivían en establos y servían a los caballos...). Por supuesto, Swift apunta a nuestras propias debilidades y estupideces: por medio de un mundo fantástico que presenta su imagen invertida, intenta poner en ridículo las locuras (la inversión) de nuestro mundo supuestamente “normal”. La imagen de seres humanos que sirven a caballos debe despertar en nosotros la idea de la vanidad de la especie humanaren comparación con la sencilla dignidad de esos animales; las disputas fútiles de los liliputienses tienen la finalidad de re cordarnos la presunción de las costumbres humanas, y así su cesivamente.4 Esto nos permite diferenciar claramente la función del ideal del yo (es decjr, de la identificación simbólica) respecto de su contracara imaginaria: la identificación simbólica es una identificación con el punto ideal (“virtual”) desde el cual el su jeto se mira a sí mismo cuando su propia vida real le parece un espectáculo vano y repulsivo. Swift, lo mismo que Monty Pythou, pertenece al linaje “misántropo” del humor inglés, basado en la aversión a la vida como la sustancia del goce, y el ideal del yo es precisamente el punto de vista adoptado por el sujeto cuando percibe su vida cotidiana “normal” como algo invertido. Este punto es virtual, puesto que no figura en nin gún lado en la realidad: difiere de la vida "real” así como de su caricatura invertida, es decir, no puede ser ubicado en la relación especular entre la realidad y su imagen invertida y, por lo tanto es de naturaleza estrictamente simbólica.
¡Que el Emperador conserve su ropa! Se puede llegar al mismo pünto a través del gesto dé afir mar que el Emperador no tiene ropa. El ñiño del cuento de Andersen que con una inocencia fascinante dice lo obvio es por lo general considerado un ejemplo de la palabra que.,nos
libera de la hipocresía asfixiante y nos obliga a enfrentar el es tado real de las cosas. Lo que se prefiere pasar en silencio son las consecuencias catastróficas de ese gesto liberador para el entorno, para la red subjetiva en la que se produce. Al afirmar abiertamente que el Emperador no tiene ropa nuestra inten ción es sólo desembarazarnos de la hipocresía y el fingimiento innecesarios, pero después de la hazaña, cuando ya es demasia do tarde, advertimos de pronto que hemos ido demasiado le jos, que se ha desintegrado la comunidad de la que éramos miembros Quizá por ello ha llegado el momento de abando nar el elogio habitual del gesto del niño, y considerarlo más bien el prototipo del parlanchín inocente que, sin saberlo ni quererlo, pone en marcha la catástrofe, al cometer el desatino de sacar a la luz lo que debe permanecer tácito para que con serve su consistencia la red Íntersubjetiva existente. La pequeña obra maestra de Ring Lardner titulada “W ho dealt?”5 narra la historia de un parlanchín de ese tipo. La tra ma como tal no tiene nada en especial: dos parejas amigas (la narradora y su esposo Tom; Helen y Arthur) pasan una noche juntos jugando al bridge. La narradora, que se ha casado po co antes con Tom , no conoce nada del pasado tormentoso de este último: años atrás, él y Helen vivieron un amor apasiona do y se separaron debido a una pequeña desinteligencia; des truida y desamparada, Hellen se casó con su confiable amigo Arthur, mientras T om luchaba por salir de la desesperación y se daba fuerzas escribiendo poemas que, de un modo semioculto, hablaban de su amor perdido. La narradora ha descu bierto los intentos literarios de T om entre los papeles del hombre; sin tener conciencia del efecto, los recita durante el juego para distraer al grupo. El relato termina en el preciso momento en que sale a la luz la catástrofe, cuando la narrado ra toma conciencia de que está haciendo algo terriblemente erróneo..,6 Hasta entonces, nada especial. El efecto de la historia gira exclusivamente en torno a su perspectiva narrativa: está escrita enteramente como monólogo de la narradora, como su parlo teo confuso que acompaña al juego; estamos estrictamente li
mitados a su perspectiva, a lo que ella dice y ve. Sería fácil imaginar la misma historia relatada desde otra perspectiva: por ejemplo la de su esposo Tom, que se estremece de angus tia a medida que su esposa habladora se acerca al terreno pe ligroso. Sabiamente, Lardner prefirió el punto de vista de la persona que sin saberlo actuaba como causa de la catástrofe: en lugar de presentar esta catástrofe inmediatamente, la evoca “fuera del campo” (para usar esta expresión de la teoría cinematógráflca), es decir, tal como se refleja en el rostro de su causa. Éft esto consiste su maestría narrativa: aunque estrictamente limitados al punto de vista de la parlanchína inocente, noso tros, los lectores, ocupamos al mismo tiempo la posición del “Hombre que sabía demasiado” de Hitohcock, de personas que saben que las palabras de la parlanchína se inscriben en un marco en el que significan la catástrofe. Nuestro horror es estrictamente codependiente de la limitación radical de nues tra perspectiva a la de la parlanchína ignorante que, hasta el final mismo, no tiene ningún presentimiento del efecto de sus palabras. Esto es lo que Lacan quiere decir cuando sostiene que el Sujeto del significante está constitutivamente olivado, escindido: el sujeto hablante está clivado entre la ignorancia de su expe riencia imaginaria (la narradora imagina que está continuan do con una eóhversación trivial) y el peso que adquieren sus palabras en el campo del gran Otro, el modo en que ellas afectan la red intersubjoüva: la “verdad” de la parlanchína Inocente puíxle muy bien ser utia catástrofe intersubjetiva. Lacan dice sencillamente que estos dos niveles nunca se ligan totalmente; la brecha que los separa es constitutiva; el sujeto, por definición, no es amo de los efectos de su palabra, puesto que quien está al mando es el gran Otro. Esta limitación al pimtó de vista de la nairadora como causa dé la catástrofe implica üna vez más la estructura del re flejó especular doble: no sólo vemos el modo en que sus pala bras se reflejan en los ojos de los afectados por ellas, sino, in cluso más radicalmente, la manera en que el efecto de sus palabras sobre el ambiente (el reflejo de sus palabras en el
am b ie n te ) se refleja a su vez en ella mistna. Una vez más, este reflejo doble produce un punto simbólico cuya naturaleza es puramente virtual: ni lo que yo veo inmediatamente (la “rea lidad” en sí) ni el modo en que los otros me ven (la imagen ^real” invertida de la realidad), sino el modo en que veo que los otros me ven. Si no agregamos este tercer punto de vista, pura mente virtual, del ideal del yo, sigue siendo totalmente in comprensible el modo en que la representación invertida de nuestro mundo “normal” puede actuar como una repulsa pa radójica del carácter invertido propio de nuestro mundo ‘‘normal” en sí: es decir, no comprendemos el modo en que la descripción de un mundo extraño opuesto al nuestro, puede dar origen al extrañamiento radical respecto de nuestro mun do. La clave de la eficacia del relato de Lardner consiste en que, por medio de ese doble reflejo especular, nosotros, sus lec tores, somos emplazados en la posición del ideal del yo de la natradora: podemos ubicar el parloteo complacido en su contexto intersubjetivo y de tal modo advertir sus efectos catastróficos. Para decirlo en “hegelés”, nosotros, los lectores, somos su “en-sí” o “para-nosotros”. Éste es también el punto en el que llegan a un atolladero todos, los intentos de definir el “carácter invertido” del mun do moderno: la inversión doble cuestiona la norma misma de la “normalidad” empleada para medir la inversión; pensamos en las formulaciones basadas en la lógica del “en lugar de”, como las que abundan en las obras del joven Marx (“en lugar de reconocer en el producto de mi trabajo la actualización de mis fuerzas esenciales, este producto se me aparece como un poder independiente que me oprim e...”). Permítasenos recordar la célebre investigación sobre la, personalidad autoritaria en la que a fines de la década de 1940 Adorno y sus colaboradores, intentaron definir el, “síndrome autoritario”, es decir, el tipo ideal weberiano de la disposición psíquica autoritaria. ¿Cómo construyeron su hipótesis inicial, la serie coherente de rasgos que constituyen ei “tipo autorita rio”? Martin Jay, en su Dialéctica! Imagimtion,7 realiza una observación sarcástica sobre el modo en que llegaron al sín
drome autoritario mediante el procedimiento simple de in vertir los rasgos que definen la imagen (ideológica) del indivi duo burgués liberal. La ambigüedad reside en el estatuto no explicado de esta contracara “positiva” de la “personalidad autoritaria”: en efecto, ¿es una contracara positiva por cuya realización debemos luchar, o acaso la “personalidad autorita ria” es el reverso de la “personalidad liberal”, su cara oscura intrínseca? En el primer caso, la “personalidad liberal” es concebida como una especie de “posibilidad esencial”, cuya realización desemboca en su opuesto debido a la “regresión” fascista; la relación entre ellas es, por lo tanto, la del paradigma ideal (la “personalidad liberal”) y su realización pervertida (la “perso nalidad autoritaria”). Como tal, resulta fácil describirla con la retórica del joven Marx: “En lugar de tolerar la diferencia y aceptar el diálogo no violento como la única manera de llegar a una decisión común, el sujeto aboga por la intolerancia vio lenta y desconfía del diálogo libre”; “en lugar de examinar críticamente a toda autoridad, el sujeto obedece de modo acrítico a quienes ejercen el poder”, etcétera). En el segundo caso, la “personalidad autoritaria” tiene un valor estrictamen te sintomático: en ella emerge la verdad reprimida de la per sonalidad liberal “manifiesta”; es decir que la personalidad li beral es confrontada con su fundamento totalitario.8 La misma ambigüedad caracteriza la formulación marxista del “mundo cabeza abajo” del fetichismo de la mercancía como la inversión de las relaciones “normales” transparentes entre los individuos (por ejemplo, cuando Marx compara lá inversión propia del fetichismo de la mercancía con la inversión idealis ta de la relación entre lo universal y lo particular): Si yo digo que la ley rom ana y la ley- germana son por igual leyes, esto es algo evidente de por sí. P ero , por el con trarío, si digo L A L ey, está cosa abstracta se realiza en la ley rom ana y en la ley germana, es decirs en estas leyes concretas, y la intercone xión se vuelve mística,9
¿Cómo se relacionan el nominalismo del sentido común (la ley romana y la ley germana como dos leyes) con el idea lismo especulativo (LA Ley se realiza en la ley romana y en la ley germana)? ¿Es este último una simple inversión del pri mero y, como tal, expresión teórica del carácter invertido (“alienado”) de la vida social real en sí, o bien el “mundo ca beza abajo” de la especulación dialéctica es “la verdad” oculta de nuestro muy “normal” universo cotidiano del sentido co larán? Lo que está en juego en este caso es la noción misma de “alienación” en Marx: en el momento en que la inversión se redobla (el momento en que la inversión atestigua el carác ter invertido del estado “normal” en sí) queda cuestionada la norma misma por medio de la cual medimos la alienación. Podríamos además postular con Lacan que el estatuto del sujeto en sí (el sujeto del significante) es precisamente el de una “imagen virtual” de ese tipo: sólo existe como un punto virtual en el autorrelacionamiento de las diadas del significan te; como algo que “habrá sido”, que no está nunca presente en la realidad o en su imagen "real” (actual). Es siempre ya “pasado”, aunque nunca apareció “en el pasado mismo”; se constituye por medio un doble reflejo, como resultado del modo en que el reflejo del pasado en el futuro es a su vez re flejado en el presente. Todos recordamos de nuestra juventud las sublimes fórmulas materialistas dialécticas del “reflejo es pecular subjetivo de la realidad objetiva”; para llegar a la idea lacaniana del sujeto basta con que redupliquemos este reflejo: el sujeto designa ese punto virtual en el cual el reflejo en sí es a su vez reflejado en la “realidad”, en el cual, por ejemplo (mi per cepción de) el posible desenlace futuro de mis actos presentes determina lo que haré ahora. L o que llamamos “subjetividad” es en su forma más elemental este “cortocircuito” autorreferencial que en última instancia invalida todo pronóstico en las relaciones^ intersubjetivas: el pronóstico mismo, en cuanto es formulado, gravita sobre el desenlace predicho y nunca puede tomar en cuenta este efecto del acto de su propia enuncia ción. Lo mismo sucede con el reflejo hegeliano. Lejos de ser reducible a la relación especular imaginaria entre el sujeto y
su otro, siempre es reduplicado del modo que acabamos de describir; implica un punto “virtual” no-imaginario.10 La lección básica de) doble reflejo es, por lo tanto, que la verdad simbólica surge a través de la “imitación de la imita ción”: esto es lo que Platón encontraba insoportable en la ilu sión de la pintura, y por esto quería expulsar a los pintores de su Estado ideal: “La pintura no compite con la apariencia, compite con lo que Platón designa para nosotros, más allá de la apariencia, como siendo la Idea”.11 Basta con que recorde mos el recurso del “teatro dentro del teatro” para escenificar una verdad oculta (por ejemplo, así se desenmascara al rey asesino en Hamlet) o el de la “pintura dentro de la pintura” para indicar la dimensión excluida del cuadro. Y la lección de Hitchcock en Vértigo ¿no es precisamente la misma? A Scottie, el héroe de la película, le llega la hora de la verdad cuan do descubre que la copia que estaba tratando de recrear (es decir Judy, a quien intentaba remodelar como una copia per fecta de Madeleine, su gran amor perdido) es realmente la muchacha a quien él había conocido como “Madeleine”, y que, por lo tanto, estaba atareado realizando la copia de una co pia. Gavin Elster, el espíritu maligno de la película, ya había usado á Judy como sustituto de su esposa, la había remodela do como la “verdadera Madeleine”. En otras palabras, la furia de Scottie al final es una furia auténticamente platónica-, lo en coleriza descubrir que está imitando lá imitación.
El “punto de almohadillado ” En el nivel del proceso semiótico, el ideal del yo que sur ge del doble reflejo equivale a lo que Lácan llamó le point de capitón (el punto de almohadillado).12 Lacan introdujo este concepto en el capítulo XXI de su sem in ario Las psicosis,13 en relación cóñ el primer acto de la tragedia Atalía, de Jeán Racine: ante las larnentacíoftes de Abner por el triste destino que aguarda a los partidarios de Dios bajo el reino de Atalía, Joad replica con los célebres Versos:
E l que pone un freno al furor de las otas Sabe también detener los complots de los malvados. Sometido con respeto a su santa voluntad, T e m o a Dios, querido Abner, y no tengo ningún otro miedo.
Éste “J e crains Dieu, cher Abner, et n ’aipoint d’autre crainte” provoca la instantánea conversión de Abner: era un celóte im paciente, fervoroso -y precisamente por ello inconfiable-, y ésas palabras crean un hombre departido firme, fiel, seguro de SÍ jitísmo y del poder divino. ¿De qué modo esta evocación del “té'inor de Dios” ha logrado realizar la conversión mila grosa? Antes, Abner sólo veía en el mundo terrenal una mul titud de peligros que lo llenaban de miedo y esperaba que el pólo opuesto, el de Dios y Sus representantes, le brindara ayuda y le perintiera vencer las múltiples dificultades de este mundo. Sin embargo, frente a esta oposición entre el reino tcrrenál de peligros, incertidumbre, miedos, etcétera, y por otro lado el reino divino de paz, amor y seguridad, Joad no tratá simplemente de convencer a Abner de que, a pesar de todo, las fuerzas divinas son lo bastante poderosas como para imponerse al desorden terrenal; él apacigua los miedos de Abner de una manera totalmente distinta: presentando lo Opuesto -D io s- como algo más aterrador que todos los mie dos terrenales. Y -éste es el “milagro” del punto de almohadiíladó-, éste miedo complementario, el temor de Dios, modi fica retroact¡vamente el carácter de todos los otros miedos, (...) lleva á cabo el pase dé prest ¡digitación dé transformar, de un minuto a otro, todos los tem ores en un perfecto coraje. T od o s los tem ores -no tengo otro tef/ior- son intercam biados por lo que sé llama él tem or de -Dios.14
Lá fórínula común inarxista del consuelo religioso como compensación (o, más precisamente, corno “suplemento ima ginario”) por la desdicha terrenal se basa en una relación dual imaginaria entré él kbajó terrenal y él Más Allá celestial: se gún esta concepción, la operación religiosa consiste en com
pensarnos por Jos horrores e incertidumbres terrenales con la promesa de la beatitud que nos aguarda en el otro mundo (basta con recordar todas las célebres fórmulas de Ludwig Feuerbach sobre el Más Allá divino como imagen especular invertida de la miseria terrenal). Pero, para que esta opera ción funcione, debe intervenir un tercer momento, obvia mente simbólico, que de algún modo “media” entre los dos po los opuestos de la diada imaginaria (el abajo terrenal temible versus el Más Allá divino beatífico): el temor de Dios, es decir, el reverso terrorífico del Más Allá celestial en sí mismo. El único modo de cancelar efectivamente la desdicha terrenal es saber que detrás de la multitud de los horrores terrenales de be transparentarse el horror infinitamente más aterrador de la ira de Dios, de modo que los horrores terrenales sufren una especie de “transustanciación” y se convierten en otras tantas manifestaciones de la cólera divina. Esta es una de las mane ras de trazar la línea que divide lo Imaginario de lo Simbóli co: en el nivel imaginario, reaccionamos a los miedos terrena les con un “ten paciencia, la dicha eterna te aguarda en el Más A llá...”, mientras que, en el nivel simbólico, lo que nos libera de los miedos terrenales es la seguridad de que sólo de bemos temer al propio Dios -un miedo adicional que cancela retroactivamente todos los otros. Se puede discernir la misma operación en el antisemitismo fascista: ¿qué hizo Hitler en Mein Kampf para explicar a los alemanes las desdichas de la época, la crisis económica, la de sintegración social, la “decadencia” moral, etcétera? Constru yó un nuevo sujeto aterrador, una única causa del Mal que “tira de los hilos" detrás del escenario y precipita toda la serie de males: el judío. La simple evocación del “complot judío” lo explica todo: de pronto “las cosas se aclaran”, la perplejidad es reemplazada por una firme sensación dé -orientación, la diver sidad de las miserias terrenales es concebida qómo manifesta ción del “complot judío”. En otras palabras, el judío es el punto de almohadillado x
Para e! sentido común, estas fórmulas, si se las vincula en pares diagonales, son equivalentes: “todas las x están sometidas ¿ la función í>”, ¿no es estrictamente equivalente a “no hay ninguna x que pueda ser exceptuada de la función ”? Y, por otro lado, “no todas las x están sometidas a la función 3>”, ¿no gs estrictamente equivalente a “hay (por lo menos) una x que está exceptuada de la función ”? Pero, como acabamos de ver, para Lacan la equivalencia es vertical. Nos acercamos a la solución si no leemos el cuantificador universal del par inferior (Je las fórmulas en el nivel del juicio reflexivo, sino en el nivel del juicio de necesidad: no “todas las x están sometidas a la fun ción ”, sino que “la x como tal está sometida a Ja función ”. La de Lacan, por supuesto, significa la función de cas tración (simbólica): “el hombre está sometido a la castración”, implica la excepción de “por lo menos uno”: el padre primor dial del mito freudiano de Tótem y tabú, un ser mítico que te ñid a todas las mujeres y que podía alcanzar la satisfacción completa, Pero es preferible que sigamos con nuestro ejem plo de la mortalidad: por cierto, “ningún hombre es inmor tal^ equivale a “todos los hombres son mortales”, pero no (¡jomo acabamos de ver) a “el hombre es mortal”: en el priiner caso hablamos del conjunto empírico de los hombres, en el cual los tomamos “uno por uno” y de tal modo establece mos que no hay ninguno inmortal, mientras que en el segungQ-caso nos referimos al concepto mismo de hombre. Y la píemisa básica de Lacan es que el salto desde el conjunto ge7i$ral de todos los hombres al “hombre” universal es sólo posible Wtfávés de una excepción: lo universal (en su diferencia con Ja generalidad empírica) se constituye a través de la excepción; OP pasamos del conjunto general a la universalidad del con cepto de lo Uno añadiendo algo al conjunto sino, por el conHÜHo, sustrayéndole algo, a saber: el “rasgo unario” (trait itnaiü)‘íque totaliza el conjunto general y lo convierte en una Universalidad.
Abundan los ejemplos para el lado “masculino” de la “to talización a través de la excepción”, así como para el lado “fe» menino” de la colección no-toda sin excepción. ¿No ha sido Marx quien, en el capítulo primero de El capital, en la dialéc tica de la forma mercancía (en la articulación de las tres for mas por medio de las cuales una mercancía expresa su valor con alguna otra mercancía que sirve como su equivalente), fue el primero en desarrollar la lógica de la totalización a tra vés de la excepción? La forma “ampliada” pasa a la forma “general” cuando alguna mercancía es excluida, exceptuada del conjunto de mercancías, y aparecen entonces como equi valente general de todas ellas, como la encarnación inmediata de la Mercancía como tal, como si, junto a todos los animales reales, “existiera el Animal, la encarnación individual de todo el reino animal.”21 Sólo por medio de esta totalización a través de la excep ción llegamos a la universalidad de la mercancía, encarnada en las mercancías individuales, partiendo del conjunto empí rico de “todas las mercancías”. En otro nivel, Hegel repite la misma operación a propósito del monarca: el conjunto de los hombres se convierte en una totalidad racional (el Estado) só lo cuando su unidad como tal es encarnada en algún indivi duo definido de modo no racional, “biológico”: el monarca. Lo que para nosotros tiene un especial interés en este caso es el modo en que Hegei determina el carácter excepcional del monarca: todos los otros hombres no son lo que son por na turaleza, sino que deben ser “hechos”, educados, formados, mientras que el monarca es único, al ser por su naturaleza lo que es su mandato simbólico. Tenemos aquí en forma clara ia ejemplificación del “lado masculino” dé la fórmula de sexuación de Lacan: todos los hombres están sometidos a la fun ción de la “castración” (ellos no son de modó directo lo que es su mandato simbólico, llegan a su rol social positivo por medio del trabajo duro de la “negatividad”, a través de la in? hibición, el entrenamiento...) con la condición de que haya el Uno exento de ella, que sea lo que es por naturaleza (el rey), v Esta paradoja nos ayuda al mismo tiempo a comprenderla
lógica hegeliana de la “autorrelación negativa del concepto”: yji concepto universal llega a su ser-para-sí, es puesto como concepto, sólo cuando, en el dominio mismo de la particula ridad» se refleja en la forma de su opuesto (en algún elemento que niega el rasgo fundamental de su universalidad concep tual). El concepto de hombre (corno un ser activo, un ser que no es por naturaleza lo que es, sino lo que debe crearse, “de finirse” por medio del trabajo empeñoso) llega a su ser-para$í reflejándose en una excepción, en un individuo que aparece como la encarnación del hombre en general, como tal, preci samente en cuanto él ya es lo que es por naturaleza (el mo narca). El valor de cambio, en su contraste con el valor de uso (es decir, ei valor como expresión de una relación social) es puesto como tal cuando lo encarna alguna mercancía particu lar, cuando aparece como una propiedad casi “natural” de al guna mercancía particular (el dinero; el oro). En cuanto al otro lado, el lado "femenino” de las fórmulas déla sexuación, basta recordar cómo opera el concepto de lu cha de clases en el materialismo histórico. El buen lema de la antigua izquierda (hoy en día, en el mundo supuestamente f'postideológico”, más válido que nunca) según el cual “no hay nada que no sea político”, no debe leeerse como el juicio üníversal “todas las cosas (la sociedad como un todo) son po líticas”, sino en el nivel de la lógica “femenina” del conjunto ¡ÍQ-tódo: “no hay nada que sea no político” significa precisafü'ertte que el campo social está irreductiblemente marcado por una división política, que no hay ningún “punto cero” fíeutró a partir del cual la sociedad podría concebirse como lin todo. En otras palabras, “no hay nada que no sea político” ygñlfica que en política “ 110 hay ningún metalenguaje”: cualJifier: tipo de descripción o intento de concebir la sociedad liftplica por definición una posición de enunciación parcial; sm-áígún sentido radical, ella es ya “política”, siempre-ya he(KQIS'i-*tomado partido”. Y la lucha de clases no es más que el KOííibre de este límite, esta división insondable, que no pueÍJMser objetivizada, ubicada dentro de la actividad social, puesto que es en sí ese límite lo que impide que concibamos
la sociedad en general como una totalidad. De modo que es precisamente el hecho de que “no hay nada que no sea políti co” lo que impide concebir la sociedad como un todo, aun que determinemos este todo con el predicado “político” y di gamos “todo es político”.22 Pero, esta lógica del no-todo, ¿es compatible con la dia léctica hegeliana? ¿No se basa en uno de los temas clave de la crítica tradicional a Hegel, el de la brecha irreductible que se para la universalidad y la realidad de la existencia particular? ¿No es la ilusión hegeliana que lo particular puede deducirse del automovimiento del concepto universal, y ser absorbido sin ningún resto? Y ¿no se opone esto a la lección del cuadra do lógico de Aristóteles, en cuanto a que hay una brecha irre ductible entre lo universal y la existencia, y la existencia no puede deducirse de lo universal? En realidad, Lacan logró de mostrar a partir de esta brecha la angustia que el “panlogicismo” de Hegel suscitó en Schelling y Kierkegaard: angustia ante Ja idea de que nuestra existencia esté subsumida en el au tomovimiento del concepto y pierda su singularidad, su para doja de libertad sin fondo. Como dijo Freud, la angustia es el único afecto que no engaña; por medio de él encontramos lo real: lo real de un objeto perdido que no puede ser absorbido en un movimiento circular de simbolización. No obstante, si admitimos la paradoja de la totalidad ra cional hegeliana que puede discernirse, por ejemplo, a propó sito del rey como condición del Estado quatotalidad racional, cambia toda la perspectiva. En cuanto la angustia muestra la proxi?nidad, y no la pérdida del objeto qua real (según Lacan invierte a Freud), debemos preguntar a qué objeto nos hemos acercado demasiado al establecer una totalidad racional. Des de luego, este objeto es precisamente ése objeto absolutamen te contingente, el “trocito de lo real” que emerge como en-' carnación de la totalidad racional en sí (a través del cual 1a totalidad racional llega a su ser-para-sí, se actualiza): en el ca so del Estado, el rey como individuo biológico, contingente. Este es el objeto cuya existencia está implicada en la universa-? lidad en sí, puesto que sólo a través de él lo universal “se d o
ne”, llega a su ser-para-sí. Por lo tanto, Hegel está lejos de trascender la brecha entre lo universal y la existencia particu lar “deduciendo lo particular del automovimiento del concep to universal”; él expone la particularidad contingente a la cual está vinculado lo universal en sí como con un cordón umbili c a l (en el lenguaje de las fórmulas de la sexuación, expone la excepción particular que debe existir para que la función uni versal siga vigente).
De qué modo la necesidad surge de la contingencia Volvamos al juicio de necesidad. Como hemos visto, en él el predicado es puesto como una especificación intrínseca, necesaria, como una autodeterminación del sujeto. Así llega mos a la primera forma del juicio de necesidad, el juicio cate górico, mediante el cual la relación “categórica” (conceptual mente necesaria) entre sujeto y predicado es puesta como la relación entre una especie y su género: por ejemplo, “una ro sa es una planta”, “la mujer es un ser humano”. No obstante, esfe juicio es inadecuado, en cuanto deja a un lado el hecho ¡Jé que el contenido del género no es sólo esa especie, sino qiie articula en su seno una serie de especies. La otra forma jléíjuicio de necesidad, el juicio hipotético, postula entonces UiVcontenido particular (la especie) del género en su relación necesaria con otra especie: digamos, en nuestro caso, “donde Jay¡mujeres, hay también hombres”, o más bien, “el ser de la mujer no es sólo el suyo propio sino también el ser de otro, del Hombre”. En la tercera forma, el juicio disyuntivo, el con tenido particular del juicio es explícitamente postulado como una autoarticulación, autoespecificación del concepto univerjáli: “un ser humano es hombre o mujer”. En este preciso punto encontramos la mayor sorpresa de lá feoría hegeliana del juicio. Desde la idea estereotipada que SS tiene de Hegel, ¿no cabría esperar que hubiéramos llegado Si Sitial? La tríada de los juicios (de existencia, de reflexión, Éílífecesidad), ¿no encapsula la tríada de ser, esencia y con
cepto? ¿No está el juicio de existencia condenado a disolver se en una tautología vacía, precisamente en cuanto permane ce en el nivel del ser y, como tal, no puede traducir la rela ción reflexiva entre el sujeto y el predicado? ¿No es el juicio de reflexión, como lo sugiere su mismo nombre, un juicio que articula la relación de alguna entidad fenoménica contin gente con su determinación esencial, una relación en la cual esta determinación esencial se refleja en la pluralidad de enti dades contingentes? Y, finalmente, el juicio de necesidad, ¿no nos libera de la externalidad contingente? Todo el contenido que incluye, ¿no es explícitamente puesto como resultado del automovimíento del concepto universal, es decir, como su autoespecificación inmanente? ¿Qué es lo que puede seguir? La respuesta de Hegel es: la contingencia. El juicio de necesidad es seguido por una cuarta forma, el juicio de concepto. Sólo entonces el juicio se convierte real mente en lo que la palabra sugiere, la apreciación de algo. Los predicados que contiene este juicio no están en el mismo nivel que los predicados de las formas anteriores. El juicio conceptual es literalmente un juicio sobre el concepto; el contenido deí predicado es la relación del sujeto con su concepto (es decir, con lo que era el predicado en las formas anteriores de juicio): es un predicado del tipo “bueno, malo, hermoso, justo, verdadero”. Según Hegel, la verdad no es simplemente la adecuación o correspondencia de una proposición con el objeto o el estado de cosas que describe, sino la adecuación del objeto a su propio concepto: en este sentido, podríamos decir de un objeto “real” (por ejemplo, una mesa) que es “ver dadero” en cuanto se adecúa al concepto de mesa, a la fun ción de que le corresponde como mesa.: El juicio conceptual tiene que ubicarse en este nivel: con él evaluamos la medida en que algo es “verdadero”, en que corresponde a su concepto. La primera e inmediata forma de juicio conceptual, el juicio asertórico, comprende por lo tan to las proposiciones del tipo “esta casa es buena”. Desde lue go, el problema que surge inmediatamente es que no toda ca sa es buena; algunas casas lo son y otras no; ello depende de
Laletigiw begelimia
lina serie de circunstancias contingentes: la casa debe estar construida de un modo predeterminado, etcétera. La segunda forma de juicio conceptual, el juicio problemático, problematiza precisamente esas condiciones de la “verdad” del objeto (él sujeto del juicio): que una casa sea buena o no, depende de las circunstancias, del tipo de casa que es... La tercera forma, ¿1 juicio apodíctico, despliega en forma positiva las condicio nes de la “verdad” del sujeto del juicio: ciertas construcciones de tina casa son buenas, ciertos actos son legítimos, etcétera. No es difícil elaborar el pasaje desde el juicio al silogis mo, puesto que ya encontramos en nosotros mismos el silo gismo en cuanto los elementos contenidos en el juicio con ceptual son puestos como tales; “Una cierta construcción de la casa es buena; esta casa está construida de ese modo; esta pasa es buena”. No cuesta trabajo conjeturar que la cuarta forma de juicio afirma el momento de la contingencia: las circunstancias de las que depende que la casa sea o no buena (que sea realmente una casa, que corresponda a su concepto) son irreductiblemente contingentes, o más bien son puestas como tales por la forma misma del juicio de concepto. En es to consiste el pasaje crucial desde la segunda a la tercera for ma del juicio de concepto, del juicio problemático al juicio apodíctico: el juicio problemático opone de modo extrínseco ol concepto intrínseco, necesario, del objeto (lo que una casa débe ser para ser realmente una casa) y las condiciones con tingentes externas de las que depende que una casa empírica sea realmente una casa; el juicio apodíctico supera esta rela ción extrínseca entre contingencia y necesidad, entre las con diciones contingentes y el interior del concepto... ¿Cómo? Desde luego, la respuesta tradicional ha sido que lo hace concibiendo el concepto como una necesidad teleológica que prevalece a través de la lógica intrínseca y regula el aparente CÓnjunto externo de circunstancias, en concordancia con la idea usual de que en “la dialéctica” la necesidad se realiza a tfílVés de un conjunto de contingencias. De inmediato pensa dlos en los ejemplos de grandes personalidades históricas coCésar y Napoleón: en la Revolución Francesa, la propia
lógica inmanente generó la necesidad de pasar desde la forma republicana a una dictadura personal, es decir, la necesidad de una persona co?no Napoleón; el hecho de que esta necesidad se realizara precisamente en la persona de Napoleón se debió sin embargo a una serie de contingencias... Así se concibe ha bitualmente la teoría hegeliana de la contingencia: la contin gencia no se opone abstractamente a la necesidad, sino que es su forma de aparición: la necesidad es la unidad abarcativa de ella misma y su opuesto. Pero la teoría de Hegel según la cual un fenómeno establece su necesidad poniendo él mismo sus presupuestos contingentes abre la posibilidad de una lectura distinta: L o posible que se vuelve actual no es contingente sino nece sario, puesto que pone él mismo sus propias con dicion es... La necesidad pone sus condiciones, pero las pone com o contingen tes.- 5
En otras palabras, cuando, a partir de las condiciones ex trínsecas contingentes, toma forma su resultado, esas condi ciones, desde el punto de vista del resultado final en sí, son retroactivamente percibidas como sus condiciones necesarias. La dialéctica es en última instancia la enseñanza de que ¡a ne cesidad surge de la contingencia: enseña que un bricolage con tingente produce un resultado que “transcodifica” sus condi ciones iniciales como momentos internos necesarios de su autorreproducción. Por lo tanto, es la necesidad la que de pende de la contingencia: el gesto mismo que convierte la contingencia en necesidad es radicalmente contingente. Para aclarar este punto, recordemos ahora que, en algún punto de inflexión de la historia del sujeto (o de la historia colectiva), un acto de interpretación en sí mismo completa mente contingente (no deducible de la serie precedente) hace legible de modo nuevo el caos anterior, al introducir en él or den y significado, es decir, necesidad. Una novela injustamen te menospreciada de John Irving, A prayerfor Owen Meany, es una especie de “román a tb'ese” lacaniana, un texto sobre este tema de que la necesidad surge de una contingencia traumáti
ca. Su héroe, Owen Meany, accidentalmente golpea con un bate de béisbol y mata a la madre de su mejor amigo; para to lerar este trauma, para integrarlo en su universo simbólico, se concibe a sí mismo como un instrumento de Dios, cuyas ac ciones han sido preordenadas y pueden considerarse inter venciones de Dios en el mundo. Incluso su muerte es una perfecta inversión obsesiva del proceso acostumbrado de tra tar de evadir una profecía ominosa (y con ello precipitar su realización): cuando Owen toma un hecho accidental como la profecía de que morirá en Vietnam, hace todo lo posible para que esa profecía se cumpla; lo aterroriza la perspectiva de per der su muerte, puesto que en tal caso se perdería todo sentido y él mismo sería culpable de haber matado a la madre del amigo... Aunque esta necesidad retroactiva parece estar limitada a los procesos simbólicos, tiene sumo interés para el psicoanáli sis el hecho de que la misma lógica pueda discernirse en la biología contemporánea: por ejemplo, en la obra de Stepehn Jay Gould, que liberó al darwinismo de la teleología evolucio nista y sacó a luz la contingencia radical de la formación de las nuevas especies naturales. La capa geológica del esquisto burgués, que él analiza en Wonderful Life,2í) es única porque los fósiles preservados en ella pertenecen al momento en que la evolución podría haber tomado un curso totalmente distin to: apresa la naturaleza, por así decirlo, en el punto de su in~ decibilidad, en el punto de coexistencia de un conjunto de po sibilidades que hoy en día, retrospectivamente, desde una línea evolutiva ya establecida, parecen absurdas, impensables; en ese punto tenemos ante nosotros una riqueza excesiva de formas (hoy en día) impensables, de organismos complejos, pitamente desarrollados, construidos según planes diferentes 'de los actuales, que se extinguieron no por un menor valor Intrínseco o por su inadaptabilidad, sino sobre todo por su ¡discordancia contingente respecto de un ambiente particular. Podríamos incluso aventurarnos a decir que el esquisto bur gués es un “síntoma de la naturaleza”: un monumento que no ■puede ubicarse en la línea de la evolución, tal como ésta se
desarrolló posteriormente, puesto que representa el perfil de una alternativa histórica posible, un monumento que nos per mite ver lo que fue sacrificado, consumido, lo que se perdió para que pudiera producirse la evolución que conocemos en el presente. Es esencial comprender que este tipo de relación entre la contingencia y la necesidad, en la que la necesidad deriva del efecto retroactivo de la contingencia (es siempre una “necesi dad dirigida hacia atrás”, y por ello el búho de Minerva sólo levanta vuelo en el crepúsculo) no es más que otra variación sobre el tema de la sustancia como sujeto. Es decir que, en cuanto la contingencia es reducida a la forma de aparición de una necesidad subyacente, a una apariencia a través de la cual se realiza una necesidad más profunda, aún nos encontramos en el nivel de la sustancia: prevalece la necesidad sustancial. La “sustancia concebida como sujeto”, por el contrario, es el momento en que esta necesidad sustancial se revela como el efecto retroactivo de un proceso contingente. De tal modo hemos también respondido el interrogante de por qué hay cuatro y no tres tipos de juicio: si el desarrollo de los juicios se hubiera resuelto con el juicio de necesidad, habría permaneci do en el nivel de las sustancias, en el nivel de la necesidad sus tancial del concepto que, por medio de su partición, despliega su particular contenido desde dentro de sí mismo. Esta ima gen del “automovimiento del concepto” que pone su propio contenido particular puede parecer muy “hegeliana”; corres ponde a la idea convencional sobre el “trabajo del concepto” en Hegel, pero en realidad no es posible estar más lejos del sujeto hegeliano que pone retroactivamente sus propios pre supuestos. Sólo con el cuarto tipo de juicio se afirma plena mente el hecho de que “la verdad de la sustancia es el sujeto”; sólo entonces el sujeto pone su propio presupuesto sustancial (retroactivamente postula las condiciones contingentes de su necesidad conceptual). El núcleo del “poner el presupuesto” hegeliano consiste precisamente en esta conversión retroacti va de la contingencia en necesidad, en esta atribución de una forma de necesidad a las circunstancias contingentes.
Pero para discernir el hecho de que con el cuarto tipo de juicio llegamos a nivel del sujeto no es necesario un aparato conceptual refinado: basta con que recordemos que este tipo contiene lo que llamamos inadecuadamente evaluación, un juicio evaluativo que (de acuerdo con el sentido común filosó fico) concierne al sujeto (“evaluación subjetiva”). En este punto 110 es suficiente llamar la atención sobre el hecho ele mental de que, en Hegel, el juicio no es “subjetivo” en el sen tido habitual del término, sino una cuestión de relación entre el objeto y su propio concepto. La conclusión radical es que . no hay ningún stijeto sin una brecha que separe al objeto de su concepto, que esta brecha entre el objeto y su concepto es la con dición ontológica de la emergencia del sujeto. El sujeto no es más que la brecha en la sustancia, la inadecuación de la sus tancia respecto de sí misma: lo que llamamos “sujeto” es la ilusión de perspectiva en virtud de la cual la sustancia se per cibe en una forma distorsionada (“subjetiva”). Más importan te aun es que por lo general se pasa por alto el hecho de que este tipo de juicio sobre la correspondencia de un objeto con su propio concepto implica una especie de redoblamiento re flexivo de la voluntad y el deseo del sujeto. . En este preciso sentido hay que concebir la dialéctica del deseo en Lacan, cuya tesis básica es que el deseo es siempre deseo de un deseo: el deseo nunca apunta directamente a algún objeto, sino que es siempre deseo “ajustado”; el sujeto en cuentra en sí una multitud de deseos heterogéneos, incluso mutuamente excluyentes, y la cuestión que enfrenta es qué deseo debe escoger, qué deseo debe desear. Esta reflexividad constitutiva del deseo se revela en la experiencia paradójica de ■sentirse colérico o avergonzado cuando uno desea algo que Considera indigno del propio deseo, un atolladero que podría describirse precisamente con las palabras Yo no deseo (no quie bro, desear) mi deseo. Lo que llamamos “evaluación” se basa en tpdos los casos en esta reflexividad del deseo, que por supues to sólo es posible dentro del orden simbólico: el hecho de que el deseo sea siempre-ya “simbólicamente mediado” significa que es siempre el deseo de un deseo. Esta reflexividad del de
seo descubre la dimensión del engaño simbólico: si el sujeto quiere X, de ello no se sigue que también quiera su deseo o, más bien, es posible que finja su deseo de X , precisamente pa ra ocultar el hecho de que no quiere X. Tampoco es difícil de comprender el modo en que esta reflexividad está conectada con el motivo de la contingencia, Tomemos, por ejemplo, el tema filosófico de los “valores”: es erróneo afirmar que, en las sociedades llamadas “tradiciona les” (basadas en la aceptación no reflexiva de un sistema de valores), las personas “tienen” valores; lo que desde nuestra perspectiva externa llamamos “sus valores” son algo que las personas mismas aceptan como un marco no cuestionado del que no tienen conciencia; les falta por completo la actitud re flexiva implícita en la noción de “valor”. En cuanto comenza mos a hablar de “valores”, tenemos valores postulados a priori como algo relativo, contingente, cuyo ámbito no es incuestio nable, como algo que es necesario discutir, es decir, precisa mente, valorar: no podemos eludir la cuestión de si estos va lores son “verdaderos valores”, de si “corresponden a su concepto”. En “hegelés”, en cuanto el concepto de valor es “puesto”, explicado, en cuanto este concepto llega a su serpara-sí, el valor es experimentado como algo contingente, li gado al “problema del valor”. ¿Hemos elegido los valores co rrectos? ¿Cómo los evaluamos? Etcétera. Lo mismo puede decirse sobre el concepto de “profesión”: respecto de la sociedad precapitalista, en la cual la posición de un individuo quedaba decidida primordialmente por un con junto de vínculos orgánicos tradicionales, es anacrónico ha blar de una “profesión” (incluso en un nivel inmediato pode mos sentir cuán adecuado resulta decir que en la Edad Media alguien tenía la “profesión” de siervo). El concepto de “profe sión” presupone a un individuo indiferente, abstracto, libera do de las determinaciones de los vínculos sustanciales-orgánicos, que puede decidir “libremente” su profesión, escogerla. En un tercer nivel, lo mismo ocurre con el concepto de estilo artístico: resulta anacrónico hablar de estilos medievales o in cluso clásicos; sólo podemos referirnos a ellos cuapdo se pone
como tal la posibilidad de elegir entre diferentes estilos, cuando, por lo tanto, el estilo es percibido como algo básica mente arbitrario.
“En el padre más que el padre ?nismo ” La división que introduce el juicio de concepto, a pesar de una primera impresión engañosa, no es por lo tanto una divi sión simple entre el concepto y su actualización empírica (por ejemplo, entre el concepto de lina mesa y las mesas empíricas, que, por cierto, según sean las circunstancias, se correspon den más o menos con su concepto); si fuera sencillamente eso, se trataría de una simple tensión entre el ideal, el concep to ideal, y su realización siempre-ya incompleta. En última instancia, nos encontraríamos de nuevo en el nivel del juicio reflexivo, puesto que la relación ideal/real es una relación tí pica de la reflexión. El movimiento que en este momento nos interesa en el juicio de concepto es más sutil: la división está dentro del concepto mismo. La reflexividad de la que acabamos de hablar queda indi cada por la pregunta de si el concepto es algo “adecuado a sí mismo”. Por cierto, Hegel habla de las circunstancias de las que depende que la casa sea buena (digamos, “realmente una casa”); sin embargo, aquí no se trata de que ninguna casa em pírica pueda corresponder completamente a su concepto, sino de que en las que aparecen como “circunstancias externas” que ac tualizan el concepto de una casa, ya opera otro concepto, qtie no es el de una casa, aunque corresponda a la Casa más que la casa misma-. nos referimos a la dialéctica desplegada en la conocida para doja de decir sobre alguna n o-X que es “más X que la misma X ” (por ejemplo, sobre un cicatero, que “es más escocés que lós propios escoceses”, o sobre una madre sustituta que es ‘‘más maternal que la propia madre”, o sobre un jenízaro fanático que es “más turco que los propios turcos”). La falta de identidad que impulsa el movimiento del juicio de concepto no es entonces la falta de identidad entre el con
cepto y su realización, sino que se extiende al hecho de que el concepto nunca puede corresponderse a sí mismo, ser adecua do a sí mismo, porque en cuanto se realiza plenamente pasa a ser otro concepto: una X plenamente realizada como X es “más X que la X misma”, de modo que no es ya X. En la falta de identidad entre el concepto y su actualización, el exceden te está por lo tanto del lado de la actualización, y no del lado del concepto: la actualización de un concepto produce un ex ceso conceptual sobre el concepto mismo. Esta clase de división opera en las pinturas del “realista” norteamericano Edward Hopper. En algunas de sus conocidas declaraciones, Hopper ha sostenido que no le gustan las personas, que las personas carecen de interés, que le resultan extrañas. Y en sus cuadros se puede sentir realmente que la figura humana aparece neu tra, carente de interés, mientras que se pone de manifieso un sentimiento mucho más intenso en relación con tipos particu lares de objetos, sobre todo sus célebres ventanas vacías ilumi nadas por el sol. En un sentido muy preciso podría decirse que en esos objetos, aunque, o precisamente porque el hombre está ausente, la dimensión humana es intensamente llamativa; si podemos aventurar una fórmula heideggeriana, esta dimen sión es presentada por medio de la ausencia misma del hom bre: un hombre que está más presente en esas huellas que en su presencia física directa. Sólo a través de esas huellas (una cortina medio abierta en la ventana, etcétera) se vierte efecti vamente la dimensión “humana” auténtica, como en la cono cida experiencia de que, después de la muerte de alguien, to mamos conciencia de quién era realmente esa persona al pasar revista a los objetos personales cotidianos que ha dejado (su escritorio, las pequeñas cosas de su dormitorio), es decir, en "hegelés”, que tomamos conciencia de su concepto. De modo que los cuadros de Hopper describep una no-X (objetos inanimados, “muertos”, calles vacías, fragmentos de edificios de departamentos) que es “más X que lapropia X ”; las dimensiones humanas se revelan más que en el hombre mismo. Y, como ya hemos visto, el caso supremo, el caso pa radigmático de esta inversión paradójica, es el significante en
sí: en cuanto entramos en el orden simbólico, ia cosa está más presente en la palabra que la designa que en su presencia in mediata: el peso de un elefante es más notorio cuando pro nunciamos la palabra “elefante” que cuando un elefante real entra en la habitación. En esto consiste el enigma del estatuto del padre en ía teoría psicoanalítica: la no-coincidencia de lo simbólico y el padre real significa precisamente que algún “no-padre” (un tío materno, el supuesto antepasado común, el tótem, el espí ritu, en última instancia, el significante “padre” en sí) es “más padre” que el padre (real). Por esta razón Lacan llama metáfo ra paterna al Nombre-del-Padre, esa agencia ideal que regula el intercambio legal, simbólico: el padre simbólico es una me táfora, un sustituto metafórico, una superación (Aufbebung) del padre real, en cuyo Nombre es “más padre que el padre mismo”, mientras que la parte “no superada” del padre apare ce como la agencia obscena, cruel y absurdamente impotente del supeiyó. En cierto sentido, Freud ya lo había advertido cuando, en Tótem y tabú, escribió que, a continuación del pa rricidio primordial, el padre muerto “retorna más fuerte que cuando estaba vivo”: la palabra crucial, “retorna”, indica có mo debemos pensar otra proposición lacaniana de aspecto misterioso: la de que el padre es un síntoma. El padre sínto ma es un síntoma en la medida en que es “el retorno del re primido” padre primordial, el obsceno y traumático padre' goce que aterrorizaba a su horda.25 Pero lo que debemos tener en mente acerca del padre-go ce primordial es una vez más la lógica de la “acción diferida”, el hecho de que el padre no-simbolizado se convierte en el espectro terrorífico del padre-goce sólo más adelante, al mi rar hacia atrás, retroactivamente, después de que ya esté allí la red simbólica: el padre-goce, en última instancia, solamente llena una insuficiencia estructural de la función simbólica del Nombre-del-Padre; su estatuto original es el de un resto pro ducido por el fracaso de la operación de superación (Aufheibujig) que establece la regla del Nombre-del-Padre; su estatu to supuestamente “original” (“padre primordial”) resulta de
una ilusión de perspectiva en virtud de la cual percibimos ei resto como punto de origen.26 En otro enfoque, Lacan determina el Nombre-del-Padre como sustituto metafórico del deseo de la madre, es decir: Nombre-del-Padre deseo de la madre Para comprender esto, basta recordar la película In triga de Hitchcock [en España fue ticulada como Con la m u erte en h s talones}. Hay un momento en el que Roger O. Thornhill es “erróneamente identificado” como el misterioso “George Kaplan”, y de tal modo enganchado en su Nombredel-Padre, su significante amo: en ese mismo momento le vanta la mano para realizar el deseo de la madre, hablándole por teléfono. Lo que obtiene en retorno del Otro (es decir, lo que logra en lu g a r del deseo de la madre que quiere cumplir) es “Kaplan”, su metáfora paterna. De este modo la película presenta un caso de sustitución “exitosa” de la metáfora pa terna por el deseo de la madre. Nos tienta incluso a arriegar la hipótesis de que in trig a internacional presenta una suerte de análisis espectral de la figura del padre, separándola en tres componentes: primero, el padre imaginario, el funcionario de las Naciones Unidas cuyo apuñalamiento (parricidio) en el corredor de la Asamblea General se atribuye a Thornhill; se gundo, el padre simbólico, el “Profesor”, el funcionario de la CIA que fraguó al inexistente “George Kaplan”, y tercero, el padre real, la figura trágica, obscena e impotente de Van Damm, el principal advesario de Thornhill. Por el contrario, una película como L a som bra de u n a duda despliega las espantosas consecuencias del fracaso de esta sus titución metafórica. El análisis de esta obra se centra por lo general en la relación dual de los dos Charlie (la joven sobri na y su tío asesino); lo que este modo deja de considerarse es la presencia del crucial tercer elemento que los une, a saber: el deseo de la m a d re . El tío Charlie visita a la familia en resinternacional
Lalengita begeliam puesta al deseo de la madre de la sobrina (hermana de él). En otras palabras, la lección de la película es que la relación dual termina en un atolladero asesino cuando el tercer elemento que media entre los polos sigue siendo el deseo de la madre no “superado” en la metáfora paterna. La prueba fundamental de que la articulación hegeliana de las cuatro especies de juicio tiene una lógica intrínseca está en el hecho de que su consistencia es la del “cuadrado semiótico” greimasiano de necesidad/posibilidad/imposibilidad/contin gencia: Necesario -