The warrior's honor : ethnic war and the modern conscience 9780805055184, 0805055185, 9780805055191, 0805055193, 9788430602803, 8430602801

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The warrior's honor : ethnic war and the modern conscience
 9780805055184, 0805055185, 9780805055191, 0805055193, 9788430602803, 8430602801

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El honor del guerrero Guerra étnica y conciencia moderna Éfp

Michael Ignatieff

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Michael Ignatíeff

El honor del guerrero Guerra étnica y conciencia moderna

D

esde principios de ios años noventa, Michael Ignatíeff ha recorrido las principales zonas de guerra: Serbia, Croacia y Bosnia; Ruanda, Burundi y Angola; y Afganistán. El honor del guerrero es una reflexión sobre lo que ha visto en lugares

donde la guerra étnica se ha convertido en un modo de vida. En una serie de retratos impactantes, Ignatíeff describe el surgimiento de los nuevos intervencionistas morales — los cooperantes, repor­

teros, pacificadores, delegados de la Cruz Roja y diplomáticos— , quienes creen que la miseria de otras personas, por lejos que estén, nos concierne a todos. Nos enfrenta a los nuevos guerreros étnicos — los señores de la guerra, los guerrilleros y los paramilitares— , que han incrementado el carácter salvaje y violento de la guerra pos­ moderna de una forma sin precedentes. Ignatíeff extrae, del en­ cuentro de estos dos grupos, conclusiones sorprendentes y alar­ mantes acerca de la ambigua ética del compromiso, las limitaciones de la justicia moral en un mundo en guerra, y el inevitable enfren­ tamiento entre los que defienden las lealtades tribales y nacionales y los que hablan el lenguaje universal de los derechos humanos. Impactante y apasionante, El honor del guerrero es un lúcido examen del frágil lazo que une las zonas seguras y las zonas de riesgo que configuran al mundo moderno. «Ignatíeff escribe con una prosa directa, con un estilo ameno y accesible que convencerá a la gente de que las ideas que plantea son fundamentales, de lo im portante que es debatir sobre ellas y de que la pasión que despiertan es admirable, como lo son sus propias ideas.» SALMAN RUSHDIE

ISBN: 84-306-0280-1

M ichael I gnatieff

El honor del guerrero G u e r r a é t n ic a Y CONCIENCIA MODERNA Traducción de Pepa Linares

TAURUS PENSAMIENTO

Título original: The Warrior's Honmtr © 1998, Michael lgnatieff © De esta edición: Grupo Santillana de Ediciones, S. A., 1999 Torrelaguna, 60. 28043 Madrid Teléfono 91 744 90 60 Teleíax 91 744 92 24 • Aguilar, Altea. Tauros, Alfaguara, S. A. Bcazley, 3860. 1437 Buenos Aires • Aguilar, Altea, Tauros, Alfaguara, S. A. de C. V. Avda. Universidad, 767, Col. del Valle, México. D.F. C. P. 03100 • Distribuidora y Editora Aguilar, Altea, Tauros, Alfaguara. S. Calle 80. n.° 10-23 Teléfono: 635 12 00 Santafé de Bogotá, Colombia Diseño de cubierta: Pcp Carrió y Sonia Sánchez Escultura: Pep Carrió Fotografía: Carlos Arriaga ISBN: 84-3064)280-1 Dep. Legal: M-8.852-1999 Primeó ¡n Spain - Impreso en España

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquitnico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

I n d ic e

Intro ducción....................................................................

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¿No hay nada sagrado? La ética de la televisión...........

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El narcisismo de la diferencia m enor ..........................

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El atractivo de la repugnancia m o ra l............................

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El honor del g u e rre ro ..................................................... 107 Una pesadilla de la que intentamos despertar.............

157

Notas sobre las fu e n te s ................................................... 181 índice g e n e ra l.................................................................. 187

I n t r o d u c c ió n

E n t r e 1993 y 1997 recorrí los paisajes de la moderna guerra étnica: estuve en Serbia, Croacia y Bosnia; en Ruanda, Bu­ rundi, Angola; y en Afganistán. Vi las ruinas de Vukovar, Huambo y Kabul; los cadáveres en la iglesia en Nyarubuye; y a los huérfanos de Mazar al Sharif. En los controles me en­ contré con los nuevos guerreros: jóvenes descalzos con kalashnikovs, paramilitares con gafas de sol envolventes, fanáti­ cos con turbante del talibán que dejaban sus esterillas para la oración junto a sus fusiles. Se dio la circunstancia de que realicé estos viajesjusto des­ pués de que se hubiera desatado una nueva ola de interven­ cionismo internacional durante la guerra del Golfo y antes de que ésta apareciera en Bosnia. Quería descubrir qué mez­ cla de solidaridad moral y soberbia había alentado a las na­ ciones occidentales a embarcarse en esta breve aventura para poner orden en el mundo. ¿Qué nos había incitado a super­ visar elecciones en Camboya, a procurar la defensa de los kurdos frente a Sadam, a enviar tropas de las Naciones Uni­ das a Bosnia, a restaurar la democracia en Haití, a sentar a los guerrilleros angoleños en torno a la mesa de negociaciones? ¿Yqué es lo que todavía conecta, si es que existe algo, las zo­ nas seguras donde yo mismo y la mayoría de los lectores de este libro sin duda vivimos con las zonas de riesgo, donde la lucha étnica se ha convertido en un modo de vida? En un libro anterior, The NeedsofStrangers, me ocupaba de la obligación moral entre desconocidos en ámbitos naciona­ les, dentro de Estados-nación. Aquí me centro en la obliga-

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E l. HONOR DEI. GUERRERO

ción moral que va más allá de nuestra tribu, de nuestro país, de nuestra familia, de nuestro conjunto de relaciones ínti­ mas. El honor del guerrero versa sobre el impulso de “hacer algo” que todos experimentamos cuando vemos por televi­ sión algún informativo sobrecogedor sobre Bosnia, Ruanda o Afganistán. ¿Por qué motivo concreto algunos nos senti­ mos responsables de esos desconocidos? ¿Qué escenarios y qué pautas de compromiso nos mueven a implicarnos perso­ nalmente con unos pueblos que nos eran ajenos hasta que el encuentro fortuito con unas atroces imágenes televisadas nos empujó a la acción? En el siglo xix los intereses imperialistas vinculaban am­ bos mundos: el marfil, el oro y el cobre conducían a los agentes imperiales hasta el corazón de las tinieblas. Duran­ te los cincuenta años de Guerra Fría, la presencia en cual­ quier guerra étnica de agentes, espías o mercenarios de una de las superpotencias garantizaba la presencia de la otra a favor del bando contrario. Actualmente no hay rivalidad en­ tre imperios ni enfrentamiento ideológico que provoque que las zonas seguras consideren de su incumbencia a las zonas de riesgo. Lo que queda es un trasfondo de compa­ sión y este nexo —inconstante y ambiguo— constituye el tema del libro. No está claro por qué unos desconocidos en peligro en al­ gún rincón del mundo serían asunto nuestro. Para la práctica totalidad de la historia de la humanidad, las fronteras de nuestro universo moral eran las fronteras de la tribu, del idioma, de la religión o de la nación. La idea de que tendría­ mos obligaciones con los seres humanos más allá de nuestras fronteras, sencillamente porque pertenecemos a la misma especie, es un invento reciente, el resultado de nuestro des­ pertar a la vergüenza de haber hecho tan poco por millones de extranjeros que murieron en los experimentos de terror y exterminio de este siglo. Nada bueno nació de aquellos ac­ tos, salvo quizá la conciencia de que todos somos el “ser mis­ mo” de Shakespeare: el hombre puro, el pobre animal des­ nudo y erguido. Este “ser mismo” se ha convertido en el tema —y en el fundamento— de la cultura actual de los derechos humanos universales.

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Michael Icnatteff

Los ensayos subsiguientes investigan los vínculos morales cjue nos permite crear la nueva cultura. Algunos de ellos se refieren a los occidentales que convierten el desamparo de los desconocidos en un asunto propio: las atrocidades y los ideales que alientan su participación, las complejidades de orden moral que derivan del compromiso y el ciclo de desilu­ sión que suele acompañar a la fatiga y al abandono. Esta soli­ daridad es un nuevo rasgo esencial en la concepción moral actual. En el siglo xix estos individuos habrían sido diplomá­ ticos, misioneros yjefes de estaciones de montaña imperiales. Actualmente son personal de ayuda, reporteros, abogados en los tribunales donde se juzgan crímenes de guerra, obser­ vadores del cumplimiento de los derechos humanos, traba­ jando todos en nombre de un ideal moral intangible: el que los problemas de otras gentes, por muy lejos que estén, nos incumben a todos. No obstante, casi todos los que intentan ajustar su vida a semejante ideal tienen mala conciencia: na­ die sabe a ciencia cierta si el compromiso mejora o empeora las cosas; nadie sabe hasta dónde debería llegar su participa­ ción; nadie sabe hasta qué punto son en realidad profundos sus compromisos —están mediatizados, a fin de cuentas, por la televisión y nuestra solidaridad puede ser intensa, aunque superficial—. La fábula de Conrad sobre la repugnancia mo­ ral — El corazón de las tinieblas— continúa siendo perturbado­ ramente válida. El segundo tema en importancia que trato es: una vez in­ volucrados, ¿con qué nos enfrentamos? ¿Qué está pasando para que el mundo parezca tan peligroso y caótico? ¿Quiénes son los nuevos arquitectos de la guerra posmoderna, parami­ litares, guerrillas, milicias y señores de la guerra que están desgarrando los estados malogrados de la década de los no­ venta? 1.a guerra solían perpetrarla los soldados regulares; ahora la hacen soldados no regulares. Esta puede ser la ra­ zón de por qué resultan tan salvajes las contiendas posmo­ dernas, de por qué los crímenes de guerra y las atrocidades son actualmente intrínsecas al propio desarrollo bélico. Existe una desconexión moral entre los nuevos artífices de la guerra y los intervencionistas liberales que representan los nuevos valores morales. Nosotros los occidentales veni-

Kl HONOR lil i. III I'.KRFRO

mos de una ética de alcance universal fundamentada en los principios de los derechos humanos; ellos, en cambio, par­ ten de una ética de alcance particular que establece el límite de los legítimos intereses morales en la tribu, la nación o la pertenencia a una etnia. Lo que muchas organizaciones, en­ tre ellas la Cruz Roja, han descubierto es que los derechos humanos tienen poco o ningún valor para este mundo en conflicto. Es preferible dirigirse a estos combatientes como guerreros antes que como seres humanos, pues los guerreros respetan códigos de honor y los seres humanos —en su cali­ dad de tales— carecen de los mismos. Pese a todo, ¿qué repre­ senta el honor de un guerrero para un huérfano desarrapado armado con un kalashnikov o para un soldado indígena no regular cualquiera que sobrevive gracias al saqueo y la rapi­ ña? En la medida en que se desintegran las naciones, así lo hacen los ejércitos y las cadenas de mando y, al unísono, los códigos locales de guerra que a veces la salvan de la bestiali­ dad. Tal es el escenario desesperado donde los agentes de la ayuda internacional se esfuerzan por enseñar a los autócto­ nos un código moral, así como estrategias de apoyo que evi­ ten que la guerra étnica degenere en genocidio. Otro tema de este libro es el impacto de la guerra étnica en otros países sobre nuestro modo de enfocar la acogida de extranjeros en los nuestros. El salvajismo de sus contiendas nos lleva a dejarnos ganar por la misantropía. Es fácil consi­ derar la guerra étnica como un repunte atávico del tribalismo irremediable que nos acecha universalmente y como una prueba de que está descartada la convivencia entre razas y etnias diferentes. Desde la obra El corazón de las tinieblas, de Conrad, los viajeros que regresan de zonas de riesgo han uti­ lizado sus experiencias para fustigar las ilusiones liberales de quienes viven en las zonas seguras. Sin embargo, no hay nada en nuestra naturaleza que convierta en inevitable el conflicto étnico o racial. La tesis de que razas y etnias distintas pueden convivir en paz, incluso en armonía, no es un espejismo. Es más, los odios persisten­ tes, aparentem ente inamovibles, de las zonas donde hay guerras étnicas resultan ser, tras un análisis más detenido, ex­ presiones del terror generado por el colapso o la ausencia de

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M ic h a e l

íc n a t ie f f

instituciones que permiten a los individuos crearse unas identidades cívicas lo suficientemente firmes como para conU arrestar sus filiaciones étnicas. Cuando los individuos viven en estados consolidados —aunque sean pobres— no necesi­ tan acudir a la protección del grupo. La desintegración de los estados, y el miedo hobbesiano resultante, es lo que pro­ duce la fragmentación étnica y la guerra. El tema final que abordo es la memoria y la curación mo­ ral: ¿cómo pueden liberarse las sociedades de la guerra y del salvajismo? ¿Cómo pueden dejar atrás el pasado insosteni­ ble? Una vez más, los intervencionistas liberales se adentran en las zonas castigadas predicando las virtudes terapéuticas de la verdad y la necesidad moral de justicia, cuando frecuen­ temente lo que dichas sociedades necesitan es olvidar. Noso­ tros empezamos con las virtudes psicoanalíticas de la verdad; ellos han aprendido la necesidad de la represión. Cualquier verdad es buena, reza el proverbio africano, pero ¿es positiva la expresión de cualquier verdad? Este es el dilema que en­ frentan los tribunales para los crímenes de guerra y las comi­ siones para esclarecer la verdad. Los extranjeros pueden coar­ tar la reconciliación. La guerra étnica no deja de ser una lucha familiar, un duelo a muerte entre hermanos que sólo se resolverá en el seno de la familia y únicamente cuando ya no prevalezca el terror. No existen razones para desesperar. Frente a cualquier sociedad inmersa en un conflicto étnico, como Afganistán, hay una Suráfrica en el duro tránsito de regresar del abismo. Tan pronto como el mundo declara irrecuperable una re­ gión —Africa central, por ejemplo— surgen líderes aparente­ mente capacitados para crear los estados fuertes y legítimos que estas regiones necesitan si van a liberarse, con sus pro­ pios medios, de la calamidad bélica. Por cada intervención fallida, como en Somalia, hay una Angola donde subsisten esperanzas de que pueda establecerse una paz duradera. Jus­ to cuando el mundo parece estar dejando sin castigo a los criminales de guerra, algunos son conducidos ante los tribu­ nales y el ciclo de la impunidad se quiebra. El mundo no está volviéndose más caótico o más violento, aunque nuestra impotencia para comprender y actuar lo re-

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vista de tal apariencia. Tampoco se ha vuelto más cruel. Por débil que sea el trasfondo de compasión y de compromiso moral, es infinitamente más fuerte que hace sólo cincuenta años. No somos muy conscientes de hasta qué punto nues­ tros valores morales se han transformado desde 1945 con el desarrollo de un lenguaje y la práctica de un universalismo moral expresado, principalmente, en una cultura de dere­ chos humanos compartidos. A su vez la televisión consigue que nos resulte más difícil mantenernos indiferentes o igno­ rantes. Por último, el ejército de personal de ayuda y activis­ tas que median entre las zonas de nuestro planeta adquiere sin cesar más fuerza e influencia. Ellos constituyen nuestra coartada moral, pero también representan el puente gracias al cual en el futuro podrán establecerse compromisos más profundos y duraderos. Nada hay en el despertar de esta con­ ciencia global que justifique nuestra complacencia. Pero tam­ poco hay nada que justifique la desesperanza.

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¿NO HAY NADA SAGRADO? La é t ic a de i a t e l e v isió n

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La enfermera británica se abría paso entre una muche­ dumbre de mujeres y niños apostados en medio de una polva­ reda a la entrada del hospital de campaña del campo de refu­ giados de Korem, en Etiopía. Seleccionaba los niños que aún podían recibir algún auxilio. Decidía quiénes vivirían y quié­ nes morirían. Abriéndose paso entre la multitud famélica, un equipo de televisión la seguía de cerca. Uno de los repor­ teros se acercó con el micro para preguntarle qué sentimien­ tos le producía aquella situación. Incapaz de responder, la enfermera dirigió a la cámara una mirada que venía de muy lejos. Con escenas y preguntas como éstas, la televisión enfrenta a la conciencia occidental con el sufrimiento en las zonas de hambruna y guerra étnica. Gracias a los informativos o a pro­ gramas como “Live Aid”, ia televisión se ha convertido en el intermediario privilegiado a través del cual se establecen re­ laciones morales entre desconocidos en el mundo moderno. A pesar de esto, apenas se analiza el efecto que tienen sobre esas relaciones morales las imágenes televisivas o las normas y convenciones por las que se rige la recopilación electróni­ ca de las noticias. A primera vista, las relaciones morales crea­ das por estas imágenes podrían interpretarse de dos formas radicalmente distintas: como ejemplo del voyeurismo promis­ cuo que la cultura visual hace posible o como un dato esperan-

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E l HONOR DEL CIT-RRERO

zador de la internacionalización de la conciencia. La dificul­ tad, claro está, reside en que dos interpretaciones tan opues­ tas pueden también ser ciertas. Convendrá analizarlas por se­ parado. En primer lugar, no cabe duda de que la cobertura televisi­ va de la hambruna y de la guerra ha tenido un impacto extra­ ordinario en la solidaridad occidental. Sólo en Gran Bretaña, los organismos que luchaban contra el hambre recibieron donativos valorados en más de sesenta millones de libras du­ rante el año posterior al primer reportaje sobre Etiopía, emi­ tido en octubre de 1984. Por primera vez. desde el caso de Biafra, los gobiernos europeos se enfrentaban a una presión social directam ente relacionada con el problema del de­ sarrollo. Numerosos hechos conocidos, pero relegados al ámbito de lo inevitable —las toneladas sobrantes de trigo producidos por la política agrícola de la Unión Europea—, adquirieron de repente, contemplados junto a las imágenes procedentes de Etiopía, la dimensión de un escándalo públi­ co. 1.a televisión logró que la presión social hiciera mella en la inercia burocrática y en las excusas ideológicas que habían permitido que una crisis alimentaria largamente anunciada se convirtiese en un auténtico desastre. Gracias a la televi­ sión, las relaciones directas entre los pueblos se impusieron a las mediaciones bilaterales entre gobiernos y, durante un breve intervalo, se creó un nuevo internacionalismo electró­ nico que unía la conciencia de los ricos a las necesidades de los pobres. La televisión redujo espectacularmente el desfase temporal entre presión y acción, necesidad y respuesta. De no haber sido por ella, habrían muerto muchos miles de etío­ pes más, sin que Occidente se enterara o tuviera ocasión de lamentarlo, como había ocurrido hasta entonces. Aunque la televisión haya permitido este tipo de situacio­ nes, no faltan aspectos conflictivos relacionados con su for­ ma de enfocar el desastre. Hay quienes acusan a los informa­ tivos de ignorar la escasez de alimentos hasta que adquiere cierto atractivo visual, y quienes sospechan que la historia des­ aparece de los boletines de mayor audiencia a medida que el horror se traslada a otro lugar del mundo. La mirada del medio es breve, intensa y promiscua; el tiempo de exhibición

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de sus causas morales resulta brutalmente corto. Otro de los aspectos más inquietantes de la mirada televisiva se hace pa­ tente en la pregunta del reportero a la enfermera: "¿Qué sien­ te usted?”. Es probable que el periodista deseara acortar la distancia que separaba a la enfermera de los televidentes sen­ tados en el salón de su casa, o que sintiera la necesidad de lle­ nar el silencio de los hambrientos que le rodeaban. En todo caso, la pregunta descubre un abismo que la empatia—el “su­ frir con”— no puede superar, y pone al descubierto las dis­ tancias morales siderales que una cultura de imágenes visua­ les logra eliminar con su cruel pantomima de lo inmediato. Por un lado, la televisión ha contribuido a derribar las barreras de la nacionalidad, la religión, la raza y la geografía que solían dividir nuestro espacio moral en personas por las cuales nos sentíamos responsables y otras por las que no. Por ou~a parle, nos convierte en voyeurs de un sufrimiento ajeno, en turistas de un paisaje de angustia, y nos enfrenta con sus destinos, al tiempo que esconde las distancias—sociales, mo­ rales y económicas— que nos separan. Es ese laberinto de efectos contradictorios, que se neutralizan mutuamente, lo que quisiera desentrañar.

II I as imágenes televisivas no pueden afirmar nada; se limi­ tan a ofrecer ejemplos. I^as imágenes del sufrimiento huma­ no no afirman su propio significado, sólo pueden servir de ejemplo a un reclamo moral si los telespectadores se sienten implicados con quienes están viendo. Tras el mecanismo de empatia, aparentemente natural, que existe en la respuesta de los telespectadores frente a esas imágenes se esconde una historia en la que sus conciencias fueron formadas para res­ ponder de esta forma, y que llevó a los europeos a creer en el mito de la universalidad humana: la simple ¡dea de que la raza, la religión, el sexo, la nacionalidad y la situación legal no justifican un tratamiento desigual, o, de un modo más po­ sitivo, que el dolor y las necesidades son los mismos en todos los seres humanos, que tenemos la obligación de ayudar a

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personas con las que nunca hemos compartido cuna, nacio­ nalidad, raza o proximidad geográfica. El primer impulso ético en enfrentarse a la división clásica de la humanidad en ciudadanos y esclavos procede del cristia­ nismo, de su promesa de salvación universal. Posteriormente, el derecho común medieval sentó como base de los sistemas jurídicos europeos esta idea de la identidad de todos los suje­ tos humanos. La llegada de la Reforma obligó a replantear, en un mundo ya dividido en confesiones rivales, la universali­ dad humana que había servido de premisa para la unidad de los cristianos. La jurisprudencia elaborada por los teóricos del primer derecho natural moderno proporcionó un dere­ cho natural universal a un mundo de leyes y concepciones éti­ cas dolorosamente enfrentadas. El derecho natural nació de la necesidad de definir los derechos de los extranjeros —pri­ sioneros de guerra, supervivientes de naufragios—, quienes, arrojados de una jurisdicción a otra, o a caballo entre las dos, se encontraban indefensos y forzados a depender de la cultura de obligación entre ellos y sus captores o rescatadores. Gran parte de aquella lucha por definir y defender los derechos de un sujeto universal se llevó a cabo a pesar del sombrío telón de fondo de las guerras de religión. La doctrina de la tolerancia moderna nació de las plumas de Montaigne, Bayle y Locke, entre otros muchos, y de la re­ pugnancia que les producía la utilización de las identidades humanas parciales—religión, nación y región— para justifi­ car el sacrificio de otros seres humanos. Su principio funda­ mental, como han puntualizadojudith ShkJar y otros, era ne­ gar que los pecados contra Dios —la blasfemia, la herejía y la desobediencia— fuesen una excusa para los pecados contra los hombres. Ninguna ley superior justificaba la destrucción de una vida humana fuera de un sistema jurídico. Los parti­ darios de la doctrina de la tolerancia sostenían también que, dada la ignorancia, común a todos los humanos, de los fundamentos metafisicos del mundo, todas las criaturas hu­ manas tenían idéntico derecho a construirlos según su leal saber y entender, con tal de que no atentaran contra la vida o la propiedad de otros. La base filosófica de la paz civil entre los estados y entre las comunidades confesionales dentro de

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aquéllos, aducían los filósofos del siglo xvii, era la aceptación compartida de la identidad y la igualdad natural de los seres humanos. Todo lo cual se aplicó exclusivamente, como cabía espe­ rar, a los hombres blancos de Europa. Esto resultó evidente en los pueblos de otro color que hallaron los europeos en América del Norte y del Sur para ciertas figuras del siglo xvi, como el ensayista Montaigne o el misionero español fray Bar­ tolomé de las Casas. Si bien es cierto que sus escritos no pu­ dieron impedir o retrasar la destrucción que causó el impe­ rialismo europeo, fomentaron un sentimiento de culpa que pertenece tanto como la propia conquista a la historia del imperialismo. El imperialismo europeo dividió el mundo en “nosotros” y “ellos”, blancos y negros, cristianos y paganos, civilizados y salvajes, pero la conciencia de Europa siempre tuvo presente un universalismo cristiano y jurídico que re­ chazaba esa definición particularista de las obligaciones hu­ manas, y aunque la historia de la conciencia que comenzó con los primeros descubrimientos europeos no ha termina­ do aún, no cabe duda de que uno de los triunfos irreversi­ bles sobre la definición particularista de la identidad huma­ na fue la victoriosa campaña contra el comercio de esclavos, y más tarde contra la propia esclavitud, que tuvo lugar de 1780 a 1850. No se puede afirmar que las intenciones de aquellas campañas fueran del todo altruistas: el coste de la esclavitud o la relativa ineficacia de los esclavos en comparación con los trabajadores libres también contaron a la hora de ajustar las cuentas con las conciencias. En efecto, esta historia no es la del desarrollo progresivo de una moral ilustrada, sino la de un esfuerzo por reconciliar los impulsos de la moral univer­ salista con sus propias consecuencias, que a veces resultaban incómodas. El hambre puso de relieve una parte de aquellas conse­ cuencias. Los primeros padres de la Iglesia ya plantearon como tema central del debate sobre la ética pública del cris­ tiano la cuestión del alivio de las necesidades de los pobres como obligación o acto voluntario. De ser una obligación, esto conferiría a los pobres ciertos derechos sobre las propie­ dades de los ricos. Algunos padres de la Iglesia, por ejemplo,

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El. HONOR

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santo Tomás de Aquino, sostuvieron que tales derechos in­ terferirían con el derecho de la propiedad, base del propio orden social. Por otro lado, si los pobres carecían de dere­ chos y dependían sólo de la caridad, quedaban, en su mayor parte, condenados al hambre en tiempos de penuria. La his­ toria de la ética cristiana gira alrededor de ese debate entre el derecho a la propiedad y las exigencias de los pobres en tiempos de hambruna. En la práctica, tanto en la doctrina cristiana como en el derecho natural europeo, las pretensio­ nes de una ética universalista quedaron bastante mermadas por el precepto de que un hombre rico tiene una obligación meramente caritativa y voluntaria hacia las necesidades de los que le son desconocidos. En términos generales, se creó un orden —descendente— de compromiso moral: en pri­ mer lugar, las necesidades de amigos y parientes, seguidos de los vecinos, correligionarios y compatriotas, y al final del todo, el desconocido indeterminado. Incluso hoy, la necesidad del desconocido —una víctima en la pantalla de televisión— es el planeta más apartado del sistema solar de nuestras obliga­ ciones morales. La idea de que debemos ayudar al que nos es más cercano siempre resultará convincente; ou'a cosa es que sea correcto dejarse convencer. Así pues, en el supuesto im­ pulso natural de empatia caritativa hacia un país de ultramar existe una gran confusión moral, que refleja un conflicto ya antiguo entre la conciencia de la ética universalista y las exi­ gencias del sistema de propiedad privada, y, a su vez, entre el sujeto conocido de necesidad y el extraño a la puerta. Frente a esta contradicción, la uadición marxista siempre ha considerado que el universalismo moral burgués era una fraudulenta tapadera ideológica. Los marxistas sostienen también que la doctrina de la inviolabilidad natural de los in­ dividuos, en tanto que criaturas portadoras de derechos, sólo podrá realizarse en las sociedades que hayan superado las re­ laciones sociales propias del capitalismo y del imperialismo. La historia del sarcasmo marxista frente al universalismo bur­ gués no puede escribirse sin una mención especial al Huma­ nismo y terror de Maurice Merleau-Ponty, escrita como réplica a las críticas socialistas y liberales de los procesos propagan­ distas de Stalin. La crítica humanista de la violencia política

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soviética, sostenía Merleau-Ponty, era un empeño hipócrita por negar la violencia inherente a la propia burguesía y desle­ gitimar los instrumentos que tenía la revolución para defen­ derse. La piedad del humanismo burgués, según MerleauPonty, no quiere aceptar que la violencia ha sido el motor del progreso desde la aparición de la burguesía hasta el triunfo de la revolución soviética. El ensayo de Roland Barthes sobre la exposición fotográ­ fica “1.a familia del hombre” —ejemplo de contraataque de los marxistas franceses al humanismo burgués durante la posguerra— amplía la línea argumental de Merleau-Ponty al campo estético. Esta exaltación de la identidad natural del hombre —su pertenencia a la “familia hum ana”—, decía Barthes, reduce a los hombres y mujeres históricos reales a una igualdad intrascendente: la de su identidad zoológica. Esas imágenes pretendían cubrir elementos esenciales de la experiencia humana —trabajo, juego, sufrimiento y dolor— con una capa de eterna inevitabilidad, separando así el sufri­ miento y la opresión del ámbito de la intervención humana. Si nos atuviéramos a esa crítica marxista de la hipocresía burguesa, la vergüenza que provocan las imágenes televisa­ das del horror no estaría tanto en lo que enseñan como en lo que ocultan. La cultura visual, diría un marxista, moraliza las relaciones del que sufre con el que mira como si se tratara de un momento de empatia eterno ajeno a la historia. La televi­ sión presenta como relaciones humanas lo que en realidad son relaciones políticas y económicas, y da a entender que el vínculo entre la conciencia occidental y las necesidades de los desconocidos del Tercer Mundo es inherente a la propia naturaleza humana, al margen de la historia de explotación que une a Occidente con sus antiguas colonias. Visto así, la ca­ ridad que nace de la empatia es una forma de olvido, una re­ producción de la amnesia que sufre Occidente cuando se trata de su responsabilidad en las causas del hambre y la guerra. Hay dos verdades incuestionables: que los mecanismos de la piedad constituyen una complicada mezcla de olvido y con­ descendencia, y que el amor propio exaltado es una parte fundamental del proceso que conduce a la empatia moral frente al sufrimiento ajeno. Sin embargo, el encuentro de la

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televisión —y el nuestro— con las imágenes es mucho más ambivalente de lo que sugiere ese análisis. Resulta fácil soste­ ner que una cultura de la imagen visual favorece los iconos del sufrimiento en detrimento de los estudios analíticos, pero no ha suprimido el análisis de sus causas. La televisión ha do­ cumentado todos y cada uno de los aspectos estructurales de la ham bruna en Etiopía: la carrera de armamento en el Cuerno de África, las injusticias del sistema internacional de precios de las materias primas, la insuficiente inversión en rescate de terrenos por los organismos occidentales para el desarrollo, las reformas agrarias y los proyectos de repo­ blación, o el hecho grotesco de que los dirigentes locales se dediquen a guerras internas en vez de atender a las necesida­ des de sus pueblos. Si los telespectadores dan por supuesto que la hambruna es, hasta cierto punto, asunto de su incum­ bencia es porque antes, durante más de una década, han vis­ to numerosos documentales sobre el desarrollo del Tercer Mundo, que si bien favorecían la ideología de Robert MacNamara en detrimento de Franz Fanón, mostraban a las claras ciertas estructuras económicas y políticas de la dependencia neocolonial. La televisión no ha creado esta nueva cultura de comprensión entre el Tercer Mundo y el Primero que permi­ te ese flujo de empatia entre el que sufre y el que mira, pero ha desempeñado un papel sincero e incluso honroso en la formación de un entendimiento rudimentario de los asun­ tos relacionados con el desarrollo en la opinión pública de Occidente. Si la televisión es ideología burguesa, tendremos que aceptar al menos que la ideología burguesa —en relación con el Tercer Mundo— manifiesta una mezcla muy compleja de amnesia consciente, sentimiento de culpa, autocontemplación moralizante y auténtica comprensión. La televisión no suprime esta ambivalencia, la reproduce fielmente con toda su carga de confusión. El mito de la identidad humana —el dolor y la necesidad unen al que los contempla con el que los padece— es real­ mente ambiguo. Los espectadores blancos que envían che­ ques a favor de las víctimas negras del otro lado del mundo pueden compaginar esta generosidad con una actitud muy distinta respecto a otros negros más cercanos. Uno de los pla-

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ceres de la empatia es que nos permite olvidar nuestras in­ consistencias morales. Ahora bien, la idea de que la empatia moral a distancia no es más que un mito ilusorio se corres­ ponde implícitamente con otro mito, igualmente moral, se­ gún el cual el auténtico “sufrir con”, basado en la experien­ cia común, sólo es posible entre personas que comparten una identidad social, por ejemplo, la misma clase. Sin embar­ go, la ¡denudad de clase no es menos mídca, ni menos imagi­ nada, que la fraternidad universal y su ética correspondiente también divide el mundo en nosotros y ellos, en amigos y enemigos. El internacionalismo moral basado en la solidari­ dad de clase tuvo sus momentos de gloria —las Brigadas In­ ternacionales de España, por ejemplo— y sus momentos de ignominia. Ix>s soldados que entraron en Checoslovaquia y Hungría con los tanques soviéticos iban adoctrinados, cre­ yendo acudir en ayuda de sus camaradas contra el enemigo común de clase. “Eliminar al enemigo de clase” fue el mot d ’ordre de todas las atrocidades cometidas por los ejércitos sovié­ ticos y partisanos después de la II Guerra Mundial, por no mencionar las de los arrozales de Camboya. En la actualidad, la frágil internacionalización del mito de la fraternidad vuel­ ve pletórica de fuerzas porque las solidaridades parciales hu­ manas —la religión, la etnia o la clase — se han deshonrado a sí mismas con las matanzas cometidas en su nombre. Sin embargo, durante el siglo X X , la moral de este mito se lia visto mucho más empañada que en ciertas circunstancias del x j x , como los movimientos evangélicos contra el comer­ cio de esclavos o la campaña de Gladstone contra las atroci­ dades de Bulgaria. El “humanismo burgués” del siglo xix se inspiró en la economía política del libre comercio que pre­ gonaba un mundo de pueblos unidos por el mercado mun­ dial, y en una doctrina de progreso que entendía que la ex­ pansión del imperio británico formaba parte de la evolución del pensamiento humano, concibiendo la universalidad hu­ mana como la integración de las castas inferiores en las leyes de la civilización. En el siglo xx, la idea de la universalidad humana no se basa tanto en la esperanza como en el temor, no tanto en el optimismo que despierta la capacidad humana para el bien

El h o n o r

del guerrero

como en el pánico que produce su capacidad para el mal, no tanto en el hombre creador de su propia historia como en el enemigo que puede resultar para su propia especie. Los mo­ jones en el camino del nuevo internacionalismo han sido Ar­ menia, Verdún, el frente ruso, Auschwitz, Hiroshima, Vietnam, Camboya, Líbano, Ruanda y Bosnia. Un siglo de guerra total nos ha convertido a todos en víctimas, civiles y militares, hombres, mujeres y niños. Ya han pasado los tiempos en que la violencia —así como la piedad y la compasión— se distri­ buía a través de la tribu, la raza, la religión o la nación. Desde que la tecnología ha propiciado una nueva forma de hacer la guerra y de matar —el genocidio— asistimos también a la aparición de una nueva clase de víctimas. La guerra y el ge­ nocidio han derribado las fronteras morales de la nacionali­ dad, la raza y la clase, que solían fijar la responsabilidad del alivio de los heridos. Si ahora admitimos nuestra responsabi­ lidad hacia los desconocidos que sufren es porque, después de estos cien años de destrucción total, nos avergonzamos de aquel acantonamiento de las responsabilidades morales en el plano regional, nacional o religioso que hizo posible el abandono de los judíos. El universalismo moral moderno ha nacido de un nuevo delito: el crimen contra la humanidad. El hambre, como la guerra étnica, pulveriza grandes can­ tidades de individuos concretos en unidades exactamente iguales de humanidad pura. Hace cincuenta años, en los cam­ pos que se esparcían por el noroeste de Europa, campesinos polacos, banqueros de Hamburgo, gitanos de Rumania y tenderos de Riga —cada uno dotado de identidad social pro­ pia y relacionado de forma muy distinta con los opresores— eran aniquilados, convertidos en una masa indiferenciada, condenada al olvido. Lo mismo ocurrió en los campos etíopes donde el sufrimiento redujo a los cristianos de las montañas, los musulmanes del llano, los eriü eos, los tigrés, los afar y los somalíes a una misma condición, la de víctima. En ese proce­ so de sufrimiento, el individuo se ve privado de las relaciones sociales que, en tiempos normales, le habrían salvado la vida. En el campo etíope, cada individuo era un hijo o una hija, un padre o una madre, un miembro de una tribu, un ciudadano, un creyente, un vecino, pero ninguna de estas relaciones so-

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dales puede ayudarles en esos momentos. El hambre, como el genocidio, destruye el sistema capilar de las relaciones so­ ciales en el que se basa el sistema de derechos de cada indivi­ duo, y con ello crean un nuevo sujeto humano: la víctima en estado puro, despojada de su identidad social y del entorno moral específico que, en tiempos normales, habría atendido a sus quejas. La familia, la tribu, la fe religiosa, la nación ya no existen como audiencia moral para esta gente. Si quieren so­ brevivir no tienen más remedio que depositar su esperanza en la más terrible relación de dependencia: la caridad de personas desconocidas. En tales condiciones, la fraternidad puede entenderse como un sistema moral residual de obligaciones entre desco­ nocidos que entra enjuego cuando ya no quedan otras relacio­ nes sociales capaces de salvar a una persona. En ese sentido, es un mito actualizado por el horror del siglo xx: es un mito con una historia, una necesidad que sólo la historia puede crear. Es un axioma moral, puesto a prueba en el siglo xx a una es­ cala nunca imaginada, según el cual no existe el amor hacia la especie, sino hacia personas concretas, en un tiempo y un lugar. Si, como se ha dicho siempre, las obligaciones son socia­ les, contextúales, relaciónales e históricas, ¿qué se puede hacer por aquellos cuyas relaciones sociales e históricas han quedado literalmente pulverizadas? La experiencia humana se enfrenta ahora con un abanico de nuevas situaciones —hambrunas de dimensiones continentales, catástrofes ecológicas, genoci­ dios— que crean víctimas que carecen de relaciones sociales para defenderse y que hacen que una ética de obligación moral universal hacia los desconocidos sea necesaria para el porvenir del planeta. Sin duda, una ética semejante ocupará siempre un puesto secundario en nuestra voluntad moral, sub­ sidiaria de la atención que prestamos a un hermano o una her­ mana, un conciudadano, un correligionario o un compañero de trabajo, pero si, con toda su debilidad y su inconstancia, fal­ tase ese compromiso impersonal con los desconocidos, la vícti­ ma universal no hallaría nunca una mano amiga. La televisión se ha convertido en el medio moderno privilegiado de ese dé­ bil lenguaje moral y de este nuevo fenómeno —la víctima uni­ versal— a la que esta ética in ten ta dirigirse.

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III Pero la televisión es también el instrumento de una nueva política. Desde 1945, la opulencia y el idealismo han propi­ ciado el nacimiento de numerosos grupos de presión y soli­ daridad no gubernamental —Amnistía Internacional, Care, Save the Children, Solidaridad Cristiana Internacional, Ox­ ford Committee for Famine Relief (Oxfam) y Médicos sin Fronteras, por citar algunos— que utilizan la televisión como elemento fundamental de sus campañas para movilizar con­ ciencias y dinero en favor de pueblos y hábitats que se hallan en peligro por todo el mundo. Desde este punto de vista, el espacio político es el mundo, no la nación; y el objetivo será la especie humana, no la nacionalidad concreta o el grupo ra­ cial, religioso o étnico. Es una “política de la especie” que se esfuerza por salvar a la humanidad de sí misma, como Green­ peace o World Wildlife se esfuerzan por proteger la naturale­ za y las especies animales del depredador humano. Esas or­ ganizaciones pretenden esquivar las relaciones bilaterales entre gobiernos para crear contactos políticos directos, por ejemplo, entre los patrocinadores de Amnistía y presos indi­ viduales, o las familias norteamericanas y los niños latino­ americanos acogidos, o los cooperantes en el terreno y su clientela campesina. Su política consiste en crear en todo el mundo una opinión pública que vigile los derechos de los que carecen de medios para protegerse solos. A través de la televisión, muchas organizaciones internacionales han con­ seguido forzar a ciertos gobiernos a reparar en lo que les cues­ ta, en términos de imagen, la represión local. En la medida de lo posible, siempre intentan elevar el precio, convencien­ do a las naciones occidentales de que condicionen sus acuer­ dos sobre préstamos, armamento y paquetes de desarrollo a ciertas exigencias en materia de derechos humanos. Como resultado, lo que ocurre en las cárceles de Kigali, Kabul, Pe­ kín yjohannesburgo ha pasado a interesar al televidente de todo el mundo. Cuando la política de los Estados-nación, la ideología de partido y el activismo cívico manifiestan sínto-

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mas inequívocos de desgaste, desencanto y parálisis, esta nue­ va política ha demostrado una enorme eficacia para movili­ zar compromisos y dinero. Y es que su popularidad se debe en gran parte a un espíritu apolítico que rechaza todos los ar­ gumentos ideológicos que los políticos usan para justificar la agresión a otro ser humano, y se niega a establecer diferen­ cias entre las víctimas. Amnistía Internacional, por ejemplo, no distingue la derecha de la izquierda en materia de presos políticos, ni los torturados durante la revolución socialista de los torturados en nombre de la libertad a la americana. La televisión está especialmente dotada para ciertos as­ pectos de esa política por su capacidad para enfrentar las in­ tenciones políticas con sus resultados; basta con apretar el botón del mando para que la televisión muestre el abismo de abstracción que separa el discurso de un político en defensa de la libertad de los cuerpos acribillados en la selva. La mora­ lidad de la televisión es, en el mejor de los casos, la del corres­ ponsal de guerra, la del veterano harto de oír las reiterativas justificaciones de la crueldad humana de labios de la dere­ cha y de la izquierda y que, al final, aprende a escuchar sólo a las víctimas. Don McCullin, el fotógrafo de guerra inglés, lo expresa en el prólogo a una colección de algunas de sus foto­ grafías de Biafra, Bangladesh y Vietnam: ¿Cuál es mi actitud política? Sin duda, tomo partido por los que carecen de privilegios. No puedo declararme políticamen­ te neutral, pero tampoco sé decir si soy de derechas o de iz­ quierdas. Me parece que estoy atrapado por mi historia, mi in­ capacidad para recordar los hechos y mi absoluta perplejidad ante la teoría política; me he desilusionado de tal forma que ni siquiera voto. He tratado de ser un testigo, un espectador inde­ pendiente, y el resultado es que no puedo ir más allá de los he­ chos. He visto tanto sufrimiento que visceralmente he llegado a sentirme uno mismo con la víctima, y en esa posición he halla­ do una cierta integridad. La buena conciencia de la televisión podría describirse en términos muy parecidos: prestar atención a las víctimas, al margen de la retórica política; rechazar las distinciones entre

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muertos buenos y muertos malos (aunque no fue el caso en la cobertura estadounidense de la guerra de Vietnam); y ser un testigo, un portador de malas noticias a la conciencia vigi­ lante del mundo. En eso ha consistido el internacionalismo moral de los años ochenta y noventa y es un mundo cansado lejos del internacionalismo sesentayochista. Tanto la dere­ cha como la izquierda habrían descalificado a cualquiera que en 1967 se hubiera atrevido a no distinguir las violaciones de los derechos humanos estadounidenses de las norvietnamitas, pero después de que el victorioso Vietnam del Norte se haya visto implicado en varias guerras expansionistas, la pos­ tura moral partidaria de la ideología de sus víctimas se ha ga­ nado el derecho a hacerse oír. La moral, como el vestir, conoce modas. La televisión siguió las modas morales de la guerra de Vietnam, no las creó. Sólo los ejecutivos de la televisión creyeron que su medio había im­ pedido una victoria estadounidense. Aunque la ética domi­ nante de la televisión actual sostiene que no quedan causas buenas —sólo víctimas de causas malas—, nada garantiza que el medio no sucumba a la próxima moda moral. Existe incluso el riesgo de que el saludable cinismo con que la televisión trata las causas derive en una forma superficial de misantropía. La ética de la víctima sólo genera empatia con los inocentes, pero en las guerras civiles modernas —el Líbano de los ochenta, la Bosnia y la Ruanda de los noventa—, donde las distinciones entre civiles y combatientes se desvanecen con frecuencia y el vecino mata al vecino, es difícil separar al intícente del culpa­ ble. Los que empiezan como agresores —por ejemplo, los ser­ bios— acaban a menudo como víctimas, y los pueblos que han sido víctimas —croatas y musulmanes— se convierten en agre­ sores. La búsqueda de la víctima inocente es tarea infructuosa porque los cadáveres esparcidos entre los escombros hacen superfluo cualquier intento de comprensión, sólo vemos gente atrapada en una espiral que parece tener razones de peso para matarse, aunque todas las razones sean igualmente insensatas. El cupo de cadáveres de cada informativo nocturno nos quita las ganas de hacer esfuerzos por comprender. Cuando la empatia fracasa en el intento de hallar la víc­ tima inocente, la conciencia encuentra fácil consuelo en

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una misantropía superficial. La reacción —“¡Están todos lo­ cos!”— reproduce la reconfortante dicotomía imperialista entre el Occidente virtuoso, moderado y sensato y el Oriente fanático y excesivo. De este modo, la misantropía relega al olvido todas aquellas veces —Vietnam, las Malvinas, la inva­ sión de Granada, la guerra del Golfo— en que los mismos que critican el fanatismo oriental se han entregado a su pro­ pio entusiasmo bélico. Si lo que se pretende es comprender la guerra moderna no hay que entrar sólo en el mundo de las víctimas, sino tam­ bién en el de los pistoleros, los torturadores y los apologistas del terror, los que conciben únicamente a los suyos como cria­ turas sagradas con derechos humanos. En cuanto a sus enemi­ gos y a sus vícdmas, los verdugos siempre logran reunir razo­ nes convincentes para no considerarlos seres humanos. El horror del mundo no está únicamente en los cadáveres ni en las consecuencias, sino en las intenciones, en la mente de los asesinos. Cada vez que comprobamos el poder de convicción que tienen las ideologías de la muerte, la tentación de refu­ giarnos en la repugnancia moral es fuerte, pero el asco es un pobre sustituto del pensamiento. La televisión posee una des­ afortunada capacidad para suscitar la repugnancia moral, porque en su condición de mediador moral entre los violen­ tos y la audiencia, las imágenes televisivas son más eficaces pre­ sentando consecuencias que analizando intenciones, más adecuadas para señalar los cadáveres que para explicar por qué resulta tan provechosa la violencia en ciertos lugares. De ahí su responsabilidad en el aumento de la misantropía, en esa irritante resignación ante la locura criminal de los fanáti­ cos y los asesinos que legitima uno de los aspectos más peligro sos de la cultura actual: la sensación de que el mundo ha e n lo quecido de tal forma que ya no merece la pena reflexionar.

IV Hasta aquí han quedado expuestos los siguientes argu­ mentos: la empatia moral mediatizada por la televisión tiene una historia que comienza con la aparición del universalis-

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mo moral en la conciencia de Occidente; ese universalismo ha entrado siempre en conflicto con la tendencia a recono­ cer en nuestros amigos y parientes una prioridad moral so­ bre los desconocidos; la variante del universalismo moral propio del siglo xx ha adoptado la forma de una ética antipo­ lítica y antiideológica, que toma partido sólo por la víctima; el riesgo moral de esa ética es la misantropía, un riesgo y una tentación fomentada, a su vez, por la insistencia visual de la televisión, no tanto en las intenciones como en las conse­ cuencias. Ha llegado el momento de enfocar más de cerca los informadvos y el impacto de sus sistemas de selección y presenta­ ción de las relaciones morales que establecen los espectado­ res con los hechos que contemplan. Cuando decimos que ver la televisión es una experiencia pasiva estamos afirman­ do, entre otras cosas, que desconocemos la naturaleza de la autoridad visual a la que nos sometemos. Los informaüvos son un género muy reciente; esa media hora de noücias que nos parece un hecho normal no tiene más de treinta años, pero sus códigos tienden ya a registrarse subliminalmente, aunque cada vez se hacen más evidentes y comienzan a ser tema de discusión cultural. Las noücias son un género, como la literatura o el teatro, un régimen de autoridad visual, una ordenación coercitiva de imágenes sometídas a un cronógra­ fo. Gran parte de sus convenciones proceden de la radio o de la prensa escrita como, por ejemplo, el predominio de las no­ ticias nacionales sobre las internacionales, el hecho de que la noücia sea lo ocurrido en “nuestro país” y en el “m undo” du­ rante una jornada, que la noticia de ayer —la ham bruna de ayer— deje de ser noticia, que deba haber siempre alguna noticia buena, es decir, que los programas deben comunicar cierto ánimo a un mundo sin demasiadas alegrías. A estas convenciones previas, la televisión ha sumado dos propias: que las noticias sólo lo son cuando se pueden ver y que de­ ben adaptarse a formatos de quince, treinta o sesenta minu­ tos, con consecuencias tan evidentes como que el guión de la media hora de informativo nocturno de la CBS llenaría tres cuartas partes de la primera plana del New York Times. Aun­ que la promiscuidad de las noticias nocturnas —la mezcolan-

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/a de los tornados de Pensilvania con los pistoleros de Bos­ nia, los huelguistas de la enseñanza en Manchester con una excursión real a Suffolk o con la cirugía coronaria en el ala infantil de un hospital californiano— es una característica impuesta por el factor tiempo. Lo cierto es que ese conjunto de hechos se presenta ante el espectador como un ejemplo de la promiscuidad del mundo exterior. La incoherencia se agrava ahora por el papel que cumplen en todos los medios las historias de interés humano, cuya aparición pudo parecer alguna vez un contrapunto popular al predominio de la infor­ mación oficialista y gubernamental. Sin embargo, esa redefi­ nición populista del valor de las noticias con objeto de incluir lo curioso, lo extravagante y lo entretenido ha destruido la coherencia del propio género hasta el punto de que el espec­ tador podría preguntarse al menos una vez todas las noches: “¿Qué es lo que me están enseñando? ¿Por qué es noticia?”. Los informativos se basan en el mito de ofrecer un pano­ rama de lo ocurrido en la “nación” y el “m undo” durante un determinado periodo de tiempo, generalmente el transcurri­ do desde el último boletín. Millones de personas buscan en la pantalla signos de su identidad colectiva como sociedad nacional y como ciudadanos del mundo. Los medios de co­ municación desempeñan ahora un papel decisivo en la for­ mación de la “comunidad imaginada”, tanto en el plano na­ cional como en el mundial, un mito por el que millones de seres distintos encuentran su identidad común en un “noso­ tros”. La ficción consiste en creer que es a “nosotros” a quie­ nes nos han ocurrido todos esos acontecimientos. Los nuevos editores actúan en calidad de ventrílocuos de ese “nosotros” y nos sirven una dieta informativa que se legitima en “nues­ tra” necesidad de saber, aunque, de hecho, lo único que nos muestran es lo que cabe en los límites visuales y cronológicos del género. En ese círculo vicioso, los informativos se convali­ dan como un sistema de autoridad, una institución nacional ton el poder de proporcionar a la nación una identidad y de lomarle el pulso a diario. Pero los informativos no son sólo un sistema de autori­ dad, sino también el espacio de la competencia social entre individuos y grupos de interés que luchan por disponer de

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una representación ante los ojos del “nosotros” espectador. La lucha por la representación ha adquirido tanta importan­ cia como la lucha por el poder; es más, se ha convertido en el campo donde se enfrentan por el poder los disdntos intere­ ses. Lo que en el siglo xix se llamó la batalla por la opinión pública, desarrollada en el ámbito de una prensa relativa­ mente restringida a las clases medias y altas, es ahora la lucha por la “cobertura” del informativo nocturno ante una audien­ cia masiva y socialmente heterogénea. Desde que los son­ deos de opinión pública totalizan la reacción individual ante esa lucha y despiertan el interés de los que están en el poder, la cobertura favorable de los medios de comunicación se ha transformado en un elemento decisivo para las elecciones, las huelgas y las campañas de solidaridad. A lo largo del pro­ ceso, la lógica de las decisiones en materia de noticias ha quedado expuesta a un alto grado de análisis público. Desde todos los ámbitos de la política han surgido acusaciones de tendenciosidad contra los directivos de los informativos, y és­ tos han reaccionado ante la presión obligando a sus periodis­ tas a m antener una imparcialidad que a menudo es sólo su­ perficialidad y falta de compromiso. Pero si nos fijamos sólo en el sesgo político como fuente de la transformación que los medios de comunicación hacen del “nosotros”, dejaremos intacto el efecto distorsionador del propio informativo como género. Las noticias son una na­ rración mítica de la identidad social, form ada a partir de mercancías que se compran y se venden en el mercado inter­ nacional. El informativo nocturno puede considerarse un mercado en el que las imágenes terribles y alarmantes com­ pilen entre sí por un espacio de noventa segundos. Existe un mercado del horror, como hay uno del trigo y de las tripas de cerdo, y existen unos especialistas en producir estas imáge­ nes y en distribuirlas. La intuición moral nos dice que un mercado de las imágenes del sufrimiento es una inmoralidad, porque, incluso en una cultura capitalista, hay ciertas mercan­ cías —la justicia, la administración pública— que nunca de­ berían ser objeto de transacción mercantil y lo son. Son mu­ chas las sociedades que han intentado prohibir el tráfico de imágenes sexuales degradantes, pero pocas se lo han pro-

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puesto en el caso de las imágenes del sufrimiento humano. Al fin y al cabo, supondría no sólo excluir las secuencias per­ turbadoras y atroces, sino también algunas obras maestras del arte occidental como Los desastres de la guerra de Goya o el (¡uernica de Picasso. Mientras la cultura sea un proceso de in­ tercambio comercial entre productores y consumidores de imágenes, y mientras pensemos que nadie tiene derecho a dictar su contenido, tendremos que soportar la ambigüedad moral que surge de convertir en mercancía el dolor del próji­ mo. Parte de esa ambigüedad profunda que explica nuestro malestar al contemplar las horribles escenas televisivas se debe a que somos conscientes de consumir imágenes del do­ lor de oU'os y de que nuestras relaciones morales con ellos es­ tán mediatizadas como relaciones de consumo. Así pues, la vergüenza del voyeurismoante el sufrimiento contiene ciertos elementos inherentes al acto de consumir representaciones. Pero aún se pueden manipular otros muchos elementos de nuestra vergüenza. La atropellada competencia por relle­ nar los informativos nocturnos acaba en una maraña de crí­ menes y tragedias —en un momento es Afganistán; al otro, Bosnia; y al otro, Ruanda o un sangriento choque de trenes en Kansas—, cuyo efecto acumulativo crea una mercancía única y banalizada del horror. La disciplina que el tiempo impone al género choca con la posibilidad de un mínimo compromi­ so moral con el sufrimiento ajeno, porque nos niega el tiem­ po que requiere la absorción de un mundo moral disdnto al nuestro. La vida moral es una lucha por ver, una batalla con­ tra el deseo de negar el testimonio de nuestros propios ojos y nuestros propios oídos. La lucha por creer en nuestros sentidos es la clave del proceso que lleva del voyeurismo al compromiso. Los propios testigos de auténticas barbaridades han llegado a afirmar que, a pesar del testimonio de sus sentidos, se sorpren­ dieron a sí mismos fantaseando con la posibilidad de que lo que estaban viendo hiera una horrenda pesadilla de la que acaba­ rían por despertar. I j >s desastres de la guerra de Goya y el Guemica de Picasso nos enfrentan a este deseo de evadirnos del testimonio de nues­ tros propios ojos porque representan el horror con formas es­ téticas que obligan al espectador a contemplarlo como si fue3 3

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ra la primera vez. No hay razones para creer que los informa­ tivos carezcan de esa capacidad de representación que nos convence de la realidad de lo real y obliga a los ojos a ver y a la conciencia a reconocer lo que ha visto. Pero el ritmo de los informativos nocturnos dificulta esa forma de ver porque la agrupación de historias heterogéneas y el sometimiento al régimen temporal no nos deja atender a lo que estamos vien­ do, de modo que, al final, vemos sólo la noticia, sus persona­ jes, sus normas de selección y supresión, su voz autoritaria. En definitiva, el sujeto de la noticia es la noticia misma: lo que representa sólo es un modo de reproducir su propia auto­ ridad. En su adoración de sí mismos, de su rapidez, de sus in­ mensos recursos para recopilar noticias, de su capacidad para derrotar al reloj, los informativos convierten la realidad en un ejercicio de noventa segundos que dispone de su pro­ pio estilo de representación. La degradación llega cuando el flujo de noticias televisi­ vas reduce el horror del m undo a un conjunto de mercan­ cías idénticas. Una cultura dominada por el volumen de la representación promiscua debería conocer el modo de dar a la realidad —al instante en que un cuerpo real sufre la agre­ sión, el abuso o la violación— un espacio de atención, una demarcación que nos obligue a verla. Los antropólogos lo lla­ marían ritual. No es cierto lo que suele decirse sobre el em­ pobrecimiento de la cultura moderna en materia de rituales sagrados; en realidad, cuenta con sus propios fetiches —el dinero y el consumo— y, pese a la frivolidad que caracteriza las controversias morales, cree que el ser humano merece un respeto especial. La creencia en el carácter sagrado de la per­ sona, en cuanto respecta a sus propiedades, sus derechos y su vida, se encuentra muy extendida, si bien lo esté más en la teoría que en la práctica. Sin embargo, aunque por la propia naturaleza de las cosas no podamos saber si en el mundo han aumentado la violencia y el sufrimiento, lo que no pare­ ce tan discutible es que la cultura se muestra cada vez menos capaz de satisfacer las necesidades humanas considerando nuestra dignidad como criaturas, menos capaz de tratar la ex­ periencia humana de la violencia y el sufrimiento con el de­ bido respeto.

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Los escépticos se apresurarán a responder que si la audien­ cia televisiva desea densidad moral debería dirigirse a las iglesias, porque el negocio de la televisión son las noticias y la información, no la piedad o los sermones, y porque lo sagra­ do no es de su atribución. La respuesta resultaría adecuada si fuera cierta, si la televisión no adorara más dios que el de la búsqueda de información. En cuanto a la pretensión de que respete el sufrimiento, sería irrelevante si el medio no respe­ tara ninguna otra cosa, pero, aunque en materia de nodcias se sume al código de honor de los escépticos —no hay nada sagrado—, en la práctica adora el poder. La televisión es la iglesia de la autoridad moderna. Piénsese, si no, en las re­ transmisiones de la coronación británica de 1953, los en­ tierros de John F. Kennedy y Winston Churchill, la boda del príncipe Carlos de Inglaterra y Diana Spencer o la toma de posesión de los presidentes estadounidenses, todas ellas oca­ siones sagradas para la cultura secular m oderna a las que el medio ha prestado toda su capacidad retórica y ritual para convencer a los espectadores de la importancia sacrosanta del momento: las voces profundas de los comentaristas, la cuidadosa atención a los uniformes y ropajes del poder, y, por encima de todo, el convencimiento implícito de que se re­ presenta un rito de significación nacional. Así pues, si la televisión es capaz de tratar el poder como un fenómeno sagrado, podemos exigirle que demuestre el mismo respeto por el sufrimiento. Si puede cambiar su pro­ gramación y u ansformar su discurso por el éxito de una boda o de un entierro, podemos pedirle que haga lo mismo por el hambre o el genocidio. Y si sabe liberarse de la norm a de las noticias, podemos pedirle que reconsidere la adecuación de ese régimen en su totalidad. Es entonces ligeramente menos utópico plantear si la televisión debería dejar de dar noticias totalmente. A fin de cuentas, servir el mundo en rebanadas de noventa segundos es, como admiten los propios periodis­ tas del medio, un pobre sustituto del poder explicativo de un buen periódico. En los momentos de duda y de examen per­ sonal, los buenos periodistas televisivos admiten que si la po­ blación dependiera enteramente del boletín nocturno para comprender el mundo estaría pobremente informada. En-

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tonces, la lógica de esas dudas podría llegar más lejos. La te­ levisión hace extraordinariamente bien varias cosas; por ejemplo, los buenos documentales ofrecen a veces todos los requisitos de una visión moral desde el momento en que obli­ gan al espectador a ver, a desprenderse de la coraza del cliché y encontrarse con el misterio y la complejidad de otros mun­ dos. En cambio, el formato temporario de los boletines se lo impide casi siempre a lodos los periodistas, incluidos los me­ jores. Cuando las normas de un género entran en tan fla­ grante contradicción con las necesidades y las intenciones de los que pretenden hacer un buen uso de él, el propio género sale mal parado. Si se sustituyeran los noticiarios nocturnos por magacines informativos y documentales se darían las condiciones institucionales previas para un periodismo ca­ paz de respetarse y de respetar los terribles hechos que cubre, pero tendría que tomarse muy en serio la selección, que es la parte más dura del periodismo. Tendría también que descar­ tar un volumen de historias igual al que elige e incluso cam­ biar el concepto mismo de historia; tendría que revisar las definiciones al uso de lo que es noticiable para que pudiera intervenir antes de que la escasez se convierta en hambruna; la tortura, en genocidio; la persecución racista, en expulsión masiva; y el conflicto religioso, en guerra civil. En otras pala­ bras, llegar al escenario de los hechos antes que las ambulan­ cias. Ahora bien, ese periodismo debería estar igualmente dispuesto a enfrentarse a otros aspectos coercitivos de su p r o pió género; por ejemplo, esa norma de las redacciones que adjudica a un muerto británico, estadounidense o europeo —en términos de noticia— el valor de cien muertos asiáticos o africanos. A medida que se producen las respuestas solida­ rias a las imágenes del horror, el medio aumenta sus posibi­ lidades de generar una conciencia internacional que aguante cada vez menos las discriminaciones de este tipo. Utópico, sin duda, pero permítasenos aclarar al menos que las razones para pretender la realización de la utopía son de índole moral. Lo quiera o no, la televisión se ha converti­ do en el principal mediador entre el sufrimiento de los des­ conocidos y la conciencia de los habitantes de las escasas zo­ nas seguras del planeta. Aunque sus gestores afirmen con

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frecuencia que la función del medio es meramente informa­ tiva, no pueden evitar que las consecuencias de su poder sean morales, porque a través de la televisión no sólo vemos al prójimo, sino que cargamos con su destino. Si los regíme­ nes de representación que le sirven para mediar en esas rela­ ciones deshonran el sufrimiento que muestran, el coste no se calculará sólo en vergüenza, sino en vidas humanas.

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E l n a r c is is m o DE LA DIFERENCIA M ENOR

I Marzo de 1993, cuatro de la mañana en Mirkovci, un pue­ blo situado al este de Croacia, que la guerra mantuvo dividido en dos partes desde septiembre de 1991 hasta enero de 1992. El conflicto étnico a gran escala ya se ha desplazado al sur de Bosnia, pero aquí, noche tras noche, las milicias serbias y croatas, atrincheradas en los alrededores, aún intercambian disparos de armas cortas y, ocasionalmente, de bazucas. Me encuentro en el sótano de una granja abandonada que los serbios han habilitado para la comandancia de sus milicias. Los croatas están a más de doscientos metros, cubiertos por la oscuridad. Mirkovci es un pueblo en guerra. Los hombres que ocu­ pan las dos líneas del frente fueron antes vecinos. Todos los serbios que montan guardia —en su mayoría cansados reser­ vistas de mediana edad que estarían mejor en su cama— fre­ cuentaron el mismo colegio que los croatas, no menos cansa­ dos, ni quizá másjóvenes, que ocupan el búnker cercano. Antes de la guerra iban a las mismas escuelas, trabajaban en los mis­ mos garajes, salían con las mismas chicas. Según el último cen­ so nacional de Yugoslavia, realizado en 1990 en la ciudad de Vukovar —a unos treinta y cinco kilómetros de donde me en­ cuentro— y en los pueblos de su entorno, el porcentaje de matrimonios mixtos alcanzaba el treinta por ciento. Casi una cuarta parte de la población se declaraba de nacionalidad yu­ goslava, es decir, ni croata, ni serbia, ni musulmana.

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Hay aproximadamente «na docena de soldados en la granja. De vez en cuando, uno de ellos se cuelga el fusil en bandolera y pasea arriba y abajo por la estrecha zanja practi­ cada entre jardines y tendederos. Los otros, sentados sobre cau es del ejército, charlan, fuman, dormitan o simplemente limpian las armas. La mayoría son reservistas, pero hay entre ellos un paramilitar llamado Chobi que lleva en la cabeza una especie de toca negra adornada con la leyenda serbia: li­ bertad o muerte . Llama a un andguo amigo por la radiofo­ nía: “Ustacha”, grita, “¿todavía sales con aquella chica?”. “¿Y a ti qué te importa?”, contesta el croata, “psicópata chetnik". Las bromas continúan un rato, hasta que se cansan y cortan la comunicación. Parece ser que estas charlas nocturnas se repiten a menudo. Yo había permanecido toda la noche a su lado, mientras ellos dormitaban, jugaban a las cartas o limpiaban el arma­ mento, porque quería saber qué es lo que pasa en esas oca­ siones para que los vecinos se conviertan en enemigos, cómo es posible que la gente que ha compartido tantas cosas acabe por no tener en común más que la guerra. Presenciar el pro­ ceso —Afganistán, Ruanda, Irlanda del Norte— me ha deja­ do siempre estupefacto. Nunca he aceptado que la guerra nacionalista se explique por un repentino estallido de odios tribales y antiguas enemistades. Ix>s teóricos como Samuel Huntington me llevarían a pensar que en el jardín trasero de Mirkovci había un foso: a un lado, se encontraban los croatas representando en su búnker la civilización del Occidente ca­ tólico romano; al otro, muy cerca, los serbios, en representa­ ción del Oriente bizantino, ortodoxo y cirílico. No cabe duda de que las ideologías artificialmente infladas de los dos bandos veían así el conflicto, pero yo no apreciaba que se hubieran abierto en Mirkovci barreras de civilización o geológicas. Tales metáforas dan por sabidas cosas que necesitan explicación: ¿qué tiene que ocurrir para que unos vecinos ignorantes por completo de pertenecer a civilizaciones opuestas comiencen a pensar —y a odiar— en esos términos? ¿Cómo llegan a detes­ tar y demonizar a los que una vez llamaron amigos? ¿Cómo, en definitiva, se siembra, un grano tras otro, la semilla de la para­ noia mutua en el terreno de una vida común?

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En la litera contigua, apoyado contra la pared y en unifor­ me de combate, hay un hombre macizo, de buena presencia y mediana edad, ojos de un brillo salvaje y un bigote espeso, con estilo. Con una ingenuidad algo falsa, me atrevo a confe­ sarle que no veo en qué se distinguen los serbios de los croa­ tas. “¿Por qué se creen ustedes tan distintos?”. Me mira con desdén mientras se saca una cajetilla de la chaqueta caqui. “¿Lo ve?, son cigarrillos serbios. Allí”, dice señalando la ventana, “fuman cigarrillos croatas”. ‘Ya, pero no dejan de ser cigarrillos”. “Los extranjeros no entienden nada”. Se encoge de hom­ bros y continúa limpiando su subfusil, un Zastovo. Pero la pregunta le ha preocupado, porque a los dos mi­ nutos deja el arma en la litera que nos separa y dice: “Mire, esto es así. Los croatas se creen más que nosotros. Les encanta pensar que son unos europeos muy finos, pero, ¿sabe lo que le digo?, que todos somos mierda de los Balcanes”. Al principio decía que los serbios y los croatas no tenían nada en común; que todo, hasta los cigarrillos, era distinto. Un minuto después el problema era que los croatas “se creen mejores”, pero al final, por lo visto, “todos somos lo mismo”. Es cierto que sus palabras reflejan un antagonismo cultu­ ral, pero esas cosas forman parte de un antiguo diálogo en­ tre el mito y la experiencia, la fantasía y la realidad. Es como si el mito nacionalista —los serbios y los croatas son pueblos radicalmente distintos, que no tienen nada en común— se estrellara contra la experiencia de aquel hombre que, en el fondo, no se veía muy distinto a sus vecinos croatas. Los dos planos de la conciencia —el político y el personal— coexis­ ten en él sin contrastarse. Guarda en su interior una sombra de duda que podría convertirse en una forma de cuestionamiento e incluso de rechazo, pero no hay periódicos, emi­ soras de radio o lenguajes alternativos que le permitan for­ mular sus vacilaciones y descubrir que también otros las tienen. Las contradicciones se mantienen, por decirlo así, en suspenso dentro de su mente. Durante las guardias nocturnas espera, tenso y desasosegado, los próximos ataques de mor­ teros. De vez en cuando, una ronda de fuego siempre rebaja la tensión. “A la mierda”, dirá, “no me pagan por pensar”, y

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no querrá complicarse la vida. Es lo bueno de la violencia; lo simplifica todo. En la identidad nacional de este hombre no hay nada atemporal, ninguna esencia primordial elaborada por la his­ toria y la tradición, que esté siempre ahí, a la espera del mo­ mento de empujarlo a la guerra. Para él, la identidad es ante todo un término relacional. ¿Qué es un serbio?, el que no es croata. ¿Qué es un croata?, el que no es serbio. Pero la dife­ rencia, cuando es relacional, se convierte en una tautología sin contenido. No somos lo que no somos. Es tan sencillo como que mi lustroso soldado serbio no sabe decirme por qué lucha, como no sea por su supervivencia; pero no basta para explicar por qué está aquí, sabiendo como sabe que has­ ta hace unos años su supervivencia no corría ningún peligro. Cómo empezó todo, por qué vive ahora en una comunidad unida por el temor y el odio hacia otra comunidad no menos asustada resulta, en úldma instancia, un hecho tan misterio­ so para él como para mí. La ideología nacionalista pretende llenar el vacío que este hombre lleva dentro, proporcionar una razón para luchar y morir al soldado de infantería, pero todo lo que este serbio haya escuchado en su radio o leído en su periódico local no destruye por completo su experiencia personal. El acopla­ miento entre identidad nacional e identidad personal es im­ perfecto. Puede que los paramilitares étnicos de las tocas ne­ gras sean auténticos convencidos, pero la gente común —los soldados de infantería como éste— perciben, débilmente y a veces con mucha angustia, el abismo que separa lo que ven sus ojos de lo que se les dice que deben creer. El nacionalismo no “expresa” una identidad previa, la “crea”. Es falso que los antagonismos étnicos estuvieran aga­ zapados en esta zona del mundo esperando su hora, como el magma espera dentro del volcán a que se mueva una placa geológica o se abra una fisura. En realidad, calificar de grupo étnico a serbios y croatas constituye un auténtico abuso de la terminología antropológica, porque no sólo hablan más o menos la misma lengua, sino que proceden del mismo gru­ po racial de los eslavos del sur de los Balcanes. Existen, sí, al­ gunas diferencias, especialmente en los apellidos, pero el ex-

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tranjero apenas las percibe, hasta el punto de que si no entra en detalles no los distingue. Pero, aun admitiendo el califica­ tivo de grupo étnico, el serbio que creía ser este soldado an­ tes de que estallara el conflicto nada tiene que ver con el que ha llegado a ser ahora. Antes de la guerra, más que serbio se sentía yugoslavo, dueño de un café o marido de su mujer. Ahora, mientras permanece sentado en el búnker de la gran­ ja, unos hombres situados a doscientos cincuenta metros quieren matarlo, porque, para ellos, ha dejado de ser vecino o amigo, yugoslavo o antiguo compañero de su club de fút­ bol, y ya es sólo un serbio, y si para sus enemigos es sólo un serbio, también lo es para sí mismo. Puesto que el nacionalismo es mera ficción conviene con­ trastarlo siempre con una cierta dosis de escepticismo. Creer en las ficciones nacionalistas supone olvidar ciertas realida­ des; para mi soldado serbio es olvidar que una vez fue vecino, hermano o amigo de alguien que ahora está en la trinchera de enfrente. Pero, ¿cómo se “constituye”/c re a la identidad nacionalista? ¿Cómo ha reelaborado, por ejemplo, la identi­ dad de este hombre? Habrá que encontrar una historia que nos explique cómo las comunidades de interés se convierten en comunidades del temor; una historia que conectará la des­ aparición del poder estatal con el auge de la paranoia nacio­ nalista entre los ciudadanos de pueblos como Mirkovci.

II De 1945 a 1991 estos vecinos vivieron juntos en un estado llamado Yugoslavia. No faltaban diferencias entre serbios y croatas—ortodoxos los unos, católicos los otros— ni tampoco una memoria ensangrentada, como la persecución de la mi­ noría érnica serbia por los ustachas croatas durante la II Guerra Mundial, pero existía un estado, presidido por Tito, que con­ servaba el poder combinando la intimidación con las llama­ das a la “unidad y la fraternidad” entre los grupos étnicos. La historia de la guerra entre las distintas comunidades étnicas, que tuvo lugar de 1941 a 1945, fue sistemáticamente silenciatía, y Tito dedicó todos sus esfuerzos a impedir que las institu-

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ciones del Estado federal quedaran en manos de cualquiera de los dos grupos, aunque, al final, los serbios copaban prácti­ camente los puestos de mando del ejército nacional yugosla­ vo. Aquella estrategia de “divide y vencerás”, unida a las lla­ madas a la “unidad y la fraternidad”, encontró una cierta legitimación entre el pueblo. En los años sesenta y setenta, la mayor parte de los yugoslavos creía de buena fe que sus odios étnicos habían pasado a la historia. Toda exaltación de las di­ ferencias raciales —a cargo del nacionalismo croata, por ejemplo— quedó suprimida. En 1990, la generación trauma­ tizada por la II Guerra Mundial comenzaba a morir y los ve­ nenos del pasado desaparecían poco a poco. En la práctica de un pueblecito como Mirkovci, “unidad y fraternidad” sig­ nificaron un elevado porcentaje de matrimonios mixtos y la presencia en las instituciones locales de los serbios y los croa­ tas, que, sin embargo, frecuentaban iglesias distintas. De esas instituciones ninguna más importante que la comisaría de policía. Ante cualquier problema, como el robo de la radio de tu coche, la policía no empezaba por pedirte tu nacionali­ dad. Quizá no fuesen muy eficaces, pero al menos no te so­ metían a la justicia étnica. Los estados que basan su legitimidad en el carisma perso­ nal de un individuo están destinados a desaparecer con él, y Tito murió en mayo de 1980. Fue el último Habsburgo, el úl­ timo gobernante del sur de los Balcanes con legitimidad y as­ tucia suficientes para aplicar la estrategia del “divide y vence­ rás”. A su muerte, el poder centralizado pasó a los dirigentes comunistas de las repúblicas, cuya legalidad comenzaba a es­ tar en enu edicho. Sin Tito, eran poco menos que un conjun­ to de redes corruptas de patronazgo étnico. A partir de 1989, la caída del comunismo aumentó angustiosamente su nece­ sidad de legitimación, y los partidos comunistas del este de Europa intentaron convertirse en máquinas electorales socialdemócratas. Una pantomima, sin duda; pero su falta de sinceridad no les impidió cumplir el deseo de sus sociedades: la creación de un sistema político “normal” (es decir, plura­ lista) . Así lo hicieron los antiguos partidos comunistas de Ale­ mania del Este, Hungría, Ucrania y Polonia; aceptaron la jer­ ga democrática y se dirigieron a la ciudadanía como a un

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grupo de votantes individuales. Si nos preguntáramos por qué no ocurrió esto en Yugoslavia, donde, sin embargo, era perfectamente posible ese planteamiento cívico de carácter liberal, por qué sus élites no supieron fingir siquiera la panto­ mima democrática, deberíamos respondernos que la atrac­ ción del modelo político liberal no tuvo la fuerza suficiente. Los yugoslavos no desconocían por completo el mundo de­ mocrático, porque Tito les permitía viajar; en efecto, el país disfrutaba de una de las sociedades civiles más libres de la Europa oriental, donde no faltaban periódicos de oposición, tertulias de discusión filosófica como el Círculo de Belgrado, una animada vida de cafés, teatros, arte y cine. Visto retros­ pectivamente, parece claro que el origen de la debilidad de aquella sociedad civil estuvo en la relativa libertad que disfru­ taba. La oposición existía sólo de un modo muy superficial, porque en el fondo de su corazón sabía que no era más que una de las muchas concesiones del taimado Tito. Más que po­ lítica era una oposición cultural, que jamás se opuso al régi­ men desde una concepción explícitamente democrática. La ilusión de que, con Tito, las cosas marchaban mejor en Yugos­ lavia que en cualquier otro país del este de Europa suponía para la oposición un freno que le impedía movilizar al pueblo. Muy cerca, en Checoslovaquia, la dureza de la represión poli­ cial había enseñado a la oposición dos cosas: que no debía es­ perar nada del régimen y que libertades culturales como las que disfrutaba Yugoslavia sirven de poco si no van acompaña­ das del poder político. La oposición yugoslava nunca supo lo que Timothy Garton Ash ha llamado “las ventajas de la adver­ sidad”. La relativa indulgencia de Tito castró a la oposición, que no supo encontrar un discurso interétnico atractivo y ve­ rosímil capaz de sustituir al de la “unidad y la fraternidad”. En 1990, más de una cuarta parte de la población se consideraba yugoslava; era el electorado que la oposición habría debido movilizar en todas las repúblicas para defender una política multiétnica. Pero, en ese preciso instante, la política del siste­ ma comunista se hallaba balcanizada hasta el extremo de que sus distintos grupos de oposición civil fueron incapaces de unirse para organizar una defensa común de los valores contra el nacionalismo étnico que comenzaba a rom per el

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país. Para entonces ya se estaba desplomando el comunismo y subían a los altares sus antiguos perseguidos, que en el caso yugoslavo eran los nacionalistas como el croata Tudjman. A mediados de los ochenta, la élite comunista que sucedió a Tito había comprendido que, una vez desaparecido el dic­ tador y desintegrado el comunismo, precisaba un nuevo lengu£qe para atraer a la población, porque incluso un estado unipartidista necesitaría movilizar al pueblo. El hecho de que los serbios quedaran paulatinamente reducidos a la condi­ ción de minoría étnica en el suroeste, en la montañosa región de Kosovo, proporcionó a su dirigente Milosevic la excusa para una llamada a la unidad. Los albaneses, que constituían más del noventa por ciento de la población, querían la inde­ pendencia o la anexión a la vecina Albania. En cuanto a los serbios, podrían haber aceptado el estatus de minoría si Ko­ sovo no hubiera encerrado para ellos cierto significado sim­ bólico de gran importancia: allí estaban sus iglesias medieva­ les de mayor belleza y antigüedad, y en sus campos se había librado la fatal batalla que inauguró, en 1389, los cinco siglos de ocupación del imperio turco. Hasta los años ochenta, la mayoría de los serbios ignoraban la situación de sus herma­ nos en la atrasada Kosovo, pero el quinientos aniversario de la derrota de la ciudad proporcionó a Milosevic la oportuni­ dad de declararla núcleo de la vida nacional serbia, a pesar de que apenas quedaran serbios en su territorio. Es dudoso que Milosevic adoptara de corazón la causa de Kosovo; en realidad, siempre utilizó la demagogia nacionalista como un mero artificio lingüístico o estrategia retórica para sobrevivir electoralmente en el mundo inseguro de la lucha por la sucesión a Tito. Parece ser que él mismo se sorprendió de haber encontrado casualmente una fórmula de éxito. Fue durante un discurso a los serbios de Kosovo, que protestaban por la petición albanesa de independencia o autonomía, cuando Milosevic afirmó, improvisando según se dice: “Nun­ ca volverán a derrotaros”. Lo curioso es que los afectados en ese momento por la política de Milosevic eran los albaneses, pero aquella inversión de la realidad caló hondo en el victimismo serbio: una nación sufrida, que había combatido por la libertad contra turcos y austríacos, perseguida por los usta-

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chas, a la que Tito —un croata— había impedido dominar la Federación Yugoslava y que ahora sufría, en el corazón mis­ mo de su patria, el dominio de la mayoría musulmana. El én­ fasis de Milosevic y el consiguiente proyecto de anular la au­ tonomía de Kosovo y absorberla dentro de una república serbia prendieron la mecha de aquella explosiva mezcla de agravios reales y victimismo paranoico. Pero eso no fue todo. A mediados de los años ochenta, el victimismo serbio y los sueños frustrados de grandeza histórica coincidieron con una profunda crisis económica. El sueño nacionalista de la unidad de todos los serbios dentro de un estado proporcio­ nó dos factores a la élite comunista: un lenguaje electoralista y una forma de desviar los problemas. Con aquella fantasía política, la población podía olvidarse de otros conflictos tan reales como la profunda depresión económica de Serbia y el contumaz atraso del sur de los Balcanes. El proyecto de la Gran Serbia no fue menos fantástico, pero sí más trascenden­ te, porque, dada la dispersión de los serbios en las repúblicas contiguas, la reunificación (la suya o la de cualquier otro gru­ po que hubiera tenido la misma finalidad) implicaba trasla­ dos de población y limpieza étnica. Puesto que los posibles resultados de la grandeza serbia no pasaron desapercibidos para los dirigentes de las repúbli­ cas vecinas, todas se apresuraron a exigir un estado propio, pero entonces las minorías comenzaron a preguntarse quién las protegería a ellas. Lo mismo que se preguntaba ahora mi soldado serbio, que había visto cómo el nuevo gobierno croa­ ta despedía a los serbios de la comisaría de policía cuando, en 1990, Croacia daba los pasos hacia la independencia total. Surgió entonces la idea de la justicia étnica, y aunque muchos nacionalistas croatas lo negaran, su intención era degradar a los serbios de la condición de minoría fundadora de una re­ pública federal a minoría étnica sometida a la voluntad de la mayoría. ¿Es que la nueva Croacia no se llamó en su Constitu­ ción el Estado del pueblo croata? ¿Dónde dejaba a los que sin ser croatas habitaban aquella tierra? Aquel acto inaugural constituye el punto de inflexión de la historia. La adaptación interétnica depende siempre de un equilibrio de fuerzas; en efecto, una minoría étnica puede

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convivir en paz con la mayoría en la medida en que esta últi­ ma no se valga de su superioridad para convertir las institu­ ciones del Estado en un instrumento de favoritismo o justi­ cia étnica. En el caso yugoslavo, la alternativa liberal —en la que ningún grupo étnico tiene, como tal, poder o privilegios colectivos, y todos los individuos disfrutan de los mismos de­ rechos— resultaba imposible. Lo que para los croatas era in­ dependencia nacional significaba subordinación para la mi­ noría serbia de su territorio; sólo el miedo de esta última a la dominación explica el proceso paranoico de su pensamiento. Estoy seguro de que mi soldado habría leído en los periódicos serbios el relato de las barbaridades cometidas por los croatas durante la II Guerra Mundial a sólo setenta kilómetros, en un campo de concentración llamado Jasenovac. No sería la pri­ mera vez que lo oyera, pero ahora seguro que prestaba aten­ ción. Ahora, aquella atrocidad generaba un mito colectivo de victimismo, que, poco a poco, se iba filtrando en la idea que mi soldado tenía de su propia identidad. Por primera vez, mi pulcro reservista serbio comenzó a pensar que no podía fiarse de sus vecinos y que siempre habían sido distintos. Aunque probablemente no asistía a una ceremonia ortodoxa desde su bautizo, recordó que los “suyos” eran ortodoxos y los “otros”, católicos. Cuando oyó en la radio de Belgrado y las televisio­ nes de Milosevic que los serbios sólo estarían seguros en una nación propia comenzó a creérselo. A finales de 1990, el Esta­ do de Tito se desmoronaba a su alrededor físicamente, y en la comisaría local no quedaba un solo serbio. Los grupos de croa­ tas leales al partido de Franjo Tudjman mandaban ahora en los ayuntamientos de la región, y entre los serbios de la Krajina, como se llamaba ahora a la minoría serbia de Croacia, corrían rumores de que los croatas reunían armas y se prepa­ raban en secreto por las noches, a la espera del día en que se declarasen independientes y Belgrado respondiera con los tanques. Ya entonces habían aparecido los señores de la guerra serbios —antiguos policías y militares, en su mayor parte— con su mensaje: “Tito ha muerto, los croatas toman el poder, tú no eres nadie sin nuesü'a protección”. Yaquí estaba mi sol­ dado, a su servicio, pasando las noches en una granja abando­ nada e intercambiando tiros con hombres que una vez llamó

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amigos. En tres años había retrocedido los cuatrocientos que separan el final del feudalismo de la aparición de los Estadosnación europeos. En tres años había retrocedido desde la civi­ lización —la tolerancia y la convivencia de las etnias— al mundo hobbesiano de la guerra interétnica. Nótese el orden causal: primero cae el Estado, que está por encima de las partes; luego aparece el miedo hobbesia­ no; en un segundo momento la paranoia nacionalista y, ense­ guida, la guerra. La desintegración del Estado es lo primero; la paranoia nacionalista viene después. El nacionalismo de la gente común es una consecuencia secundaria de la desinte­ gración política, una respuesta a la destrucción del orden y de la convivencia de las etnias que aquél hizo posible. El na­ cionalismo crea comunidades del miedo, grupos convenci­ dos de que sólo están seguros si se mantienen juntos, porque los seres humanos se hacen “nacionalistas” cuando temen algo, cuando a la pregunta: “¿Yquién me protege ahora?” sólo saben responder: “Los míos”. Hasta aquí he intentado conectar, en una narración co­ mún, la cúpula con la base —la élite con el pueblo— , pero quedan aún muchos cabos sueltos. Si el miedo hobbesiano ex­ plica que los vecinos se conviertan en enemigos, ¿cómo se produce el cambio previo que aísla y separa unas identidades que antes fueron permeables? ¿Cómo comienza a pensar la gente que es serbia o croata excluyendo todo lo demás? Du­ rante casi cincuenta años, antes que croata o serbio se era yu­ goslavo, e incluso trabajador o madre o cualquiera de las posi­ bles identidades que forman el abanico de nuestros afectos. El nacionalismo niega esa pluralidad y coloca el vínculo nacional por encima de cualquier otra alianza. ¿Cómo lo hace? No nos quedará más remedio que adentrarnos en la teoría para anali­ zar con detenimiento a qué se debe el repentino cambio de una diferencia que es siempre relaciona! y comparativa.

III La transformación de los hermanos en enemigos ha con­ mocionado a los seres humanos desde el Génesis, donde la

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historia de la humanidad no comienza precisamente con el asesinato de un desconocido, sino del herm ano del asesino. Lo que aumenta el misterio de las causas del crimen es la exi­ gua diferencia que los separa. Uno de los hermanos guarda el ganado; el otro labra la tierra. Los dos ofrecen sacrificios a Dios, pero uno le agrada y el otro no. Nadie nos ha explicado nunca por qué distribuía Dios sus bendiciones con tan poca ecuanimidad, pero el caso es que se limitó a comunicar al her­ mano frustrado que debía contentarse con su suerte y abste­ nerse de poner en tela de juicio la inescrutable parcialidad de la Providencia. Por razones no menos desconocidas, el herm ano mayor no quiere someterse a la voluntad divina; así pues, consumi­ do por la ira que le produce tamaña injusticia y envidioso de la inmensa fortuna de su hermano menor, le atrae hasta un campo y allí, con sus propias manos o con un arma que des­ conocemos, le quita la vida. Inútil decir que Dios contempla la escena. Cuando se siente increpado, Caín niega el crimen y niega también su parentesco humano: “¿Soy acaso yo el guardián de mi hermano?”. Resulta significativo que, en vez de fulminarlo por su cri­ men, Dios castigue a Caín convirtiéndolo en un proscrito y expulsándolo al este del Edén. Allí se convertirá en fundador de naciones, pero como su autoridad dimana de un crimen, éste se repetirá una y otra vez, en la horrenda espiral carac­ terística de la lógica revanchista. “Si Caín será vengado siete veces, Lamec lo será setenta veces siete”. Esta lógica disgusta tanto a Dios que decide inundar el mundo y salvar única­ mente a Noé y su arca. Regina Schwartz, una analista de la Biblia, destaca en un penetrante estudio que lo más misterioso de la historia es la escasa clemencia de Dios. ¿Qué le impedía bendecir por igual a los dos hermanos? ¿Por qué había de elegir a uno y excluir al otro? ¿Por qué, si los dos eran iguales, redujo a uno de ellos a la condición de paria? Se trata, según ella, de la ló­ gica del sistema monoteísta. “La escasez”, escribe, “aparece en la Biblia codificada como un principio de Unidad [una tierra, un pueblo, una nación] y un pensamiento monoteísta [una deidad], impone una alianza exclusiva excluyeme y no

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(luda en amenazar con la violencia del rechazo y la expul­ sión”. Una nación sometida a la voluntad de Dios; ¿procede la tendencia nacionalista a la exclusión —aunque ignoremos exactamente cómo— de la idea de que sólo se puede elegir un pueblo o favorecer a un hermano, mientras los demás languidecen bajo la marca cainita? Pero elección y violencia van de la mano, ya que sobre el orgullo de ser elegido se cier­ ne para siempre la sombra de un terror, el de saber que, con la misma facilidad, nos habrían podido marcar con el sello de Caín. Así pues, si hay que elegir, mejor la marca sobre la frente ajena que sobre la nuestra. Pero la historia de Caín y Abel no trata sólo de la descon­ certante mezquindad de Dios en el reparto de sus bendicio­ nes y de la espantosa evidencia de que la piedad que se otor­ ga misteriosamente se puede negar de la misma forma. Trata también, en un plano más elemental, de los hermanos, de la paradoja de un odio mucho más apasionado que el que sur­ ge entre desconocidos, de la violencia que nace de lo cerca­ no, muy superior a la que generan las diferencias auténticas y radicales. En unos breves versos del Génesis, dos personas de la misma sangre acaban por negar su origen común. La his­ toria de Caín demuestra, como poco, que no hay guerra más salvaje que la civil, ni crimen más violento que el fratricidio, ni odio más implacable que el de los parientes cercanos.

IV A punto de acabar la I Guerra Mundial, en un estado de melancólica misantropía, Sigmund Freud se interesó por el fenómeno de la agresión grupal, especialmente por una contradicción que había observado durante su experiencia clínica. En 1917 escribió un ensayo titulado The TabooofVirginity (El tabú de la virginidad), donde observaba: “Nada fo­ menta tanto los sentimientos de extrañeza y hostilidad entre las personas como las diferencias menores”, y continuaba: “Me denta abundar en esta idea, pues quizá de ese ‘narcisis­ mo de las diferencias menores’ podría proceder la hostilidad que, en todas las relaciones humanas, lucha contra los senti-

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mientos fraternales y acaba por imponerse al mandamiento de amarnos los unos a los otros”. Los elementos comunes parecen a los seres humanos me­ nos esenciales para su identidad que aquellos marginales y “menores” que los dividen. Lo que Marx denominó “el ser de la especie” —nuestra identidad como miembros de la raza humana— cuenta relativamente poco. Por ejemplo, los hombres comparten una misma herencia genética con las mujeres, pero siempre han destacado la diferencia, una cues­ tión de uno o dos cromosomas, y a partir de ella, no de los innegables aspectos comunes —la capacidad mental, por ejemplo—, han creado, contra toda evidencia, una situación de desigualdad. A Freud le intrigaba la enorme dosis de an­ siedad que acompaña a ese proceso de diferenciación. ¿Por qué depende la identidad masculina de convertir a la mujer en objeto, no estrictamente de su deseo, sino de su miedo? “Puede que el terror proceda de que la mujer es diferente al hom bre”, escribía Freud, “siempre incomprensible y miste­ riosa, extraña y, por tanto, aparentemente hostil. El hombre teme que la mujer le debilite, le infecte de su feminidad y le convierta en un incapaz”. ¿Por qué ha de ser extraña y por tanto hostil esa diferencia menor? Cuando, cinco años después, Freud retomó el “narcisis­ mo de las diferencias menores” en Group Psychology and the Analysis of the Ego (La psicología del grupo y el análisis del Yo) ha­ bía pasado de la diferencia sexual a la de carácter grupal. In­ cluso en los grupos íntimos, escribía, “amistad, matrimonio, relaciones de los padres con los hijos”, la desconfianza y los sentimientos hostiles compiten con los afectos. Tampoco aquí se imponen por completo a la hostilidad ni la “identi­ dad de la especie” ni los lazos afectivos más duraderos. El mismo fenómeno podía observarse en las sociedades y las na­ ciones; cuanto más intensa era la relación entre los grupos humanos, mayor resultaba la hostilidad entre ellos: Los pueblos cercanos son los rivales que más se envidian, no existe un pequeño cantón que no mire a su vecino con descon­ fianza. Si las razas más relacionadas se mantienen siempre en guardia y los alemanes del sur no soportan a los del norte, los

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ingleses achacan todos los defectos a los escoceses, y los españo­ les desprecian a los portugueses, no deberá sorprendemos que las diferencias mayores, las de los galos respecto a los germanos, los arios frente a los semitas o los blancos respecto a las razas de color produzcan una repugnancia casi insuperable. Cuando amplía el análisis a las diferencias raciales y na­ cionales, Freud enturbia la disdnción entre las diferencias mayores y menores. No parece acertado suponer que ciertas diferencias humanas, como la raza o el género, sean más im­ portantes en sí mismas que otras, como la clase o la identi­ dad nacional. El género y la raza son ciertamente diferencias menores comparadas con la unidad genética entre los hom­ bres y las mujeres o entre las personas de distintas razas; sin embargo, crecen en importancia cuando se convierten en marcas de poder y estatus social. Ninguna diferencia impor­ ta demasiado hasta que se convierte en un privilegio, en el fundamento que justifica la opresión. El poder es el vector que agranda lo pequeño. Más aún, la diferencia que, desde fuera, parece pequeña puede resultar grande vista desde dentro. La distinción de Freud, aunque poco precisa, sirve para com prender que el grado de hostilidad e intolerancia entre los grupos no guar­ da relación con el tamaño de sus diferencias culturales, histó­ ricas o físicas cuando lo mide un observador ajeno y desapa­ sionado. En efecto, cuanto menores parecen las diferencias al observador externo, mayor puede resultar su importancia para la definición de los que están dentro. Para Freud, esa definición personal de carácter antagóni­ co estaba vinculada al “narcisismo”: En la aversión, en la franca antipatía que siente la gente ha­ cia los desconocidos cuando úene que relacionarse con ellos, reconocemos la expresión del amor a uno mismo, del senti­ miento narcisista. Ese amor, cuya misión es preservar al indivi­ duo, reacciona como si toda divergencia de sus propias líneas de desarrollo implicara una alta dosis de crítica hacia ellas y el de­ seo de alterarlas.

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El análisis de Freud centra nuestra atención en la relación paradójica que existe entre agresión y narcisismo. La expre­ sión de las diferencias se hace agresiva precisamente para di­ simular que son menores. Cuanto menos esenciales resultan las diferencias entre dos grupos, más se empeñan ambos en presentarlas como un hecho absoluto. Pero no basta, porque la agresión que mantiene la unidad del grupo no se dirige únicamente hacia afuera, sino también hacia dentro con ob­ jeto de eliminar todo aquello que separe del grupo al indivi­ duo. Según Freud, los individuos pagan un precio psíquico por pertenecer al grupo, que consiste en transformar sus instintos agresivos, contra su propia individualidad, al objeto de adecuarse. Para disolver su propia identidad en Serbia, por ejemplo, mi soldado de infantería tiene que reprimir su indi­ vidualidad y los recuerdos de las cosas que le unieron en otro tiempo a sus amigos croatas, es decir, para encajarse la más­ cara del odio ha de ejercer sobre sí mismo algún tipo de vio­ lencia. Extrapolando las palabras de Freud, podríamos conside­ rar el nacionalismo una manifestación narcisista. El naciona­ lista toma los hechos neutrales de un pueblo —lengua, terri­ torio, cultura, tradición e historia— y los convierte en una narración, con el propósito de crear una conciencia dentro del grupo que le conduzca a imaginar una identidad nacio­ nal con pretensiones de autodeterminación. En otras pala­ bras, el nacionalista toma las “diferencias menores” —en sí mismas irrelevantes— y las transforma en grandes distincio­ nes. Con ese objetivo, se inventan tradiciones, se embellecen y repulen para el consumo público los pasados gloriosos, y pueblos que nunca habían pensado en sí mismos como tales comienzan de repente a imaginarse naciones. El plantea­ miento del nacionalismo como manifestación narcisista nos ayuda a distinguir con mayor claridad la dimensión proyectiva y ególatra de su discurso. El nacionalismo es el espejo cón­ cavo donde los creyentes ven sus características étnicas, reli­ giosas y territoriales transformadas en gloriosos atributos. Aunque Freud no explica con exacütud cómo se produce, la sobrevaluación sistemática de lo propio supone implícitamen­ te una devaluación sistemática de lo ajeno. Así pues, la rnira-

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da narcisista depende de la intolerancia y al mismo tiempo la exacerba. Una vez más, las diferencias, por sí solas, son neutrales, porque ningún antagonismo, ya sea étnico, racial o de géne­ ro, está genéticamente codificado. Las diferencias lingüísti­ cas, históricas y tradicionales pueden carecer de importancia cuando existe alguna forma de acuerdo político entre los di­ ferentes grupos étnicos, por ejemplo, un estado, por encima de las partes que les garantice la posibilidad de defender sus intereses sin riesgos para su integridad. En una situación de paz, las fronteras étnicas se desdibujan de un modo conside­ rable, porque la gente basa su identidad en el aspecto indivi­ dual. Antes que miembros de un grupo son maridos, muje­ res, amigos o amantes. Pero hemos dicho que la identidad es un hecho relacional; por tanto, la activación del orgullo en uno de los grupos se reproduce en el otro. La competición narcisista entre ellos puede adoptar al principio, y mientras exista un estado que garantice la seguridad, formas bastante inocentes, pero los desfiles, las marchas, los discursos, que en sí mismos no inten­ tan tanto provocar cuanto estimular el orgullo de un grupo determinado, suelen tener consecuencias imprevistas, por ejemplo, que el contrario comience a comportarse del mismo modo, y una vez que tales manifestaciones incluyen reivindi­ caciones territoriales, revisiones de antiguos agravios y exi­ gencias de autodeterminación se dispara el ciclo narcisista y se pasa a un antagonismo declarado y abierto. La característica más acusada de la mirada narcisista es que sólo contempla al Otro para confirmar su diferencia. Luego, baja la vista y la vuelve hacia sí. En realidad, nunca se implica en lo ajeno. La ansiedad narcisista se expresa sobre todo en una actitud ensimismada. El narcisista no tiene inte­ rés por los demás, salvo en aquellos aspectos que le reflejan, y rechaza lo que es distinto, lo que no le confirma en la opi­ nión que tiene de sí mismo. En el mito griego original, Narciso, que pasa el tiempo ol­ vidado del mundo, contemplando su reflejo en el agua, re­ presenta el arquetipo del ensimismamiento. Freud no expli­ ca por qué esa figura absorta se despierta de repente de su

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ensueño amoroso y se revuelve contra todo aquello que lo amenaza, pero al vincular el ensimismamiento con ciertas tendencias agresivas nos proporciona el nexo entre narcisis­ mo e intolerancia nacionalista. Los intolerantes se niegan por principio a conocer lo que desprecian. Freud nos ayuda a comprender la cerrazón como una defensa narcisista, y la intolerancia como un sistema de autor referencia dentro del cual el narcisista se sirve del mundo exterior sólo para confir­ mar su pensamiento. Ese aspecto narcisista del intolerante explica su falta de respuesta a los argumentos racionales. En aquel búnker serbio oí decir a los reservistas que les desagra­ daba respirar el mismo aire que los croatas y que no soporta­ ban compartir un mismo espacio, es decir, encontraban en ellos alguna impureza amenazadora, y eso en hombres que dos años antes jamás se habrían planteado a quién pertene­ cía el aire que respiraban. V Pero nos estamos adelantando, porque ese grado de in­ sensibilidad narcisista sólo se presenta al final del proceso que conduce a la enemistad entre dos grupos. En los prime­ ros momentos predomina la ambivalencia, el conflicto con la identidad propia, la lucha entre la sensación de ser distinto y la aceptación del otro, es decir, la situación de mi soldado ser­ bio cuando me confesaba que, en realidad, los serbios y los croatas eran iguales. No es la sensación de una diferencia ra­ dical lo que hace estallar el conflicto con el otro, sino la nega­ ción a reconocerle un solo instante. La violencia, antes que sobre los demás, hay que ejercerla sobre uno mismo, hay que cauterizar todos los tejidos de conexión y reconocimiento antes de reconvertir al vecino en enemigo. No obstante, la violencia que se ejerce sobre uno mismo no existe como hecho para los que creen que las identidades nacionales son entes arcaicos e instintivos que se revitalizan con una simple inyección de miedo. En El choque de civilizacio­ nes, Samuel Huntington no se sorprende de la violencia que asolaba Yugoslavia. Según él, sólo la “miopía laica”, típica del

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pensamiento liberal, puede creer que las diferencias étnicas son cuestiones menores. La etnicidad se forma a partir de las diferencias religiosas o confesionales, en este caso, católicos conü'a ortodoxos. “Miles de años de historia demuestran que la religión nunca ha supuesto ‘una diferencia menor’”, afir­ ma, “sino probablemente la mayor que pueda darse entre los seres humanos. La creencia en distintos dioses aumenta la fre­ cuencia, la intensidad y el salvajismo de las guerras cismáticas”. Pero no nos parece “miopía laica” afirmar que en los Bal­ canes, después de cincuenta años de laicismo oficial impues­ to por el régimen comunista, y de la secularización, mucho más eficaz, que produce la modernización económica, la re­ ligión organizada estaba bastante erosionada. Es cierto que en el momento del rebrote nacionalista, serbios y croatas vol­ vieron a sacar los curas y las reliquias, pero llama la atención la rapidez con que recuperaron los antiguos cascos de sus va­ sos votivos, y aunque algunos paramilitares étnicos lucían cruces ortodoxas o católicas entre sus joyas personales, y to­ dos los pistoleros ponían mucho interés en disparar contra iglesias, minaretes, mezquitas y entierros del bando contrario, se percibía la falta de autenticidad y el carácter superficial y fraudulento de sus convicciones religiosas. Según sus propias palabras, los milicianos estaban defendiendo a sus familias, pero nunca me hablaron de defender ninguna creencia. Para Huntington, la violencia de los Balcanes prueba la im­ portancia primordial de las diferencias religiosas, pero la ar­ gumentación puede invertirse: la exagerada defensa de las diferencias religiosas se explica precisamente porque se esta­ ban borrando. La violencia narcisista no estalló entonces porque la religión despertara sentimientos profundamente arraigados, sino porque ya eran poco auténticos. Esta paradoja aumenta los aspectos sorprendentes de la tragedia, incluso para los que la viven. Casi todos —a excep­ ción de una minoría de auténticos creyentes nacionalistas— expresan su sorpresa por la rápida destrucción, quizá irrever­ sible, de una convivencia étnica de cincuenta años. Grupos de supervivientes recorren ahora las ruinas de lo que una vez fue una vida en común y se preguntan qué han hecho para derribar el edificio sobre sus propias cabezas. En un primer

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momento, la sorpresa es metafísica: “¿Por qué nos hacemos esto, si todos somos personas?”. Como es lógico, no hay que tomar su sorpresa en sentido literal. Delante de los extranjeros hablan sólo de un cierto compromiso con la familia humana, que no excluye en todos los casos un comportamiento vulgarmente bestial con la fa­ milia del vecino. G. K. Chesterton rememoraba en un breve poema ... “aquellos pueblos y capillas donde/aprendí con poco esfuerzo/a amar al prójimo/y odiar al vecino de en­ frente”. El humanismo abstracto puede coexisdr tranquila­ mente con el aborrecimiento por los seres humanos concre­ tos. Para pensar bien de uno mismo, al menos en este siglo, es imprescindible aceptar ciertos principios morales de ca­ rácter universal, pero, cuando hay que protegerse, puede ser necesario odiar y legitimar el odio con formas muy intensas de la moral particularista. El conflicto entre las distintas mo­ rales suele resolverse con el siguiente razonamiento: todos los seres humanos merecen el mismo respeto, pero es que los vecinos, en realidad, no son seres humanos. Mucho antes de que se oyeran los primeros tiros en Yugoslavia, los medios croatas y serbios enseñaban a sus respectivas poblaciones a pensar en sus vecinos como gusanos, insectos, perros y de­ más animales repulsivos, porque la deshumanización, una vez más, se alimenta de ficciones narcisistas. Si los croatas y los serbios se sostienen sobre dos piernas, presentan un evi­ dente parecido y comparten atributos humanos innegables, ¿cómo se superpone esa fantasía de deshumanización a la evi­ dente comunidad de lo humano? Una vez comenzada la ma­ tanza, la deshumanización se produce con facilidad porque cuando “ellos” matan a “los nuestros” se descalifican como se­ res humanos y nos permiten actuar en consecuencia, pero, ¿qué ocurre antes de los disparos? Es el miedo lo que agranda la diferencia menor étnica hasta una distinción entre dos es­ pecies, una que es humana y otra que no lo es; y no sólo el miedo, sino también la culpa, porque cuando se ha compar­ tido la vida con gente que, de pronto, comienza a tener po­ der sobre nosotros y a darnos miedo, el peso de los recuerdos felices es tan insoportable que proyectamos sobre ellos la cul­ pa de la desü ucción de una vida en común. 5 8

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Puesto que el narcisismo de la diferencia menor no es una teoría explicativa nada dice de por qué estalla el odio entre las comunidades que previamente ha creado el miedo. En rea­ lidad, se trata sólo de una frase, con una cierta utilidad heu­ rística, que tiene la virtud de no ver un hecho natural en el antagonismo étnico, y de no aceptar el choque sangriento en­ tre los diferentes orígenes o procesos históricos como un destino inevitable. Por el contrario, nos pone en guardia so­ bre la naturaleza proyectiva y fantástica de la identidad étni­ ca, es decir, sobre su falsedad, y plantea que quizá sea esto úl­ timo lo que dispara unas reacciones defensivas de tan fero/ violencia. Por otra parte, ayuda a percibir su naturaleza diná­ mica, porque la etnia, que suele considerarse una especie de piel o desuno fatal, se caracteriza sobre todo por su plastici­ dad, y más que una piel es una máscara que cambia continua­ mente de maquillaje. El elemento más fructífero de la idea freudiana es su com­ prensión de que cuanto menos se perciben las diferencias externas entre los grupos más se resaltan las simbólicas. Caían­ lo menos nos distinguimos de los demás, más importante nos parece llevar una máscara diferenciadora. Los serbios v los croatas conducían los mismos coches, trabajaban como ¡rnstarbeilers * en las mismas fábrícas alemanas, suspiraban por construirse los mismos chalecitos típicamente suizos en las afueras y plantaban en sus jardines traseros las mismas verduras. La modernización —por emplear una palabra tan grandilocuente como antipática— había unificado su estilo de vida, y sin duda compartían muchas más cosas que sus abuelos campesinos, especialmente porque aquéllos habían sido creyentes, porque los nietos llevaban muchos años sin pi­ sar una iglesia. Pero la modernidad —su vida cotidiana apro­ ximadamente desde 1960—, que había neutralizado casi todo lo que los separaba, no pudo impedir que el nacionalis­ mo abriera de nuevo un abismo imaginario imposible de col­ mar como no fuera por el fuego de las armas. Los jóvenes de las dos barricadas luchaban por perpetuar las diferencias ét­ nicas vestidos con un uniforme internacional: traje de faena ’ "t rabajadores extranjeros" en alemán. (N. de la T.)

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ceñido, pintura de guerra y cinta en la cabeza, a la manera del Rambo popularizado por Sylvester Stallone. Si eso es así, habrá que descartar que la elevación real de la renta, los procesos de modernización, homogeneización y secularización o la paulatina nivelación de las regiones atra­ sadas reduzcan la intolerancia y los conflictos étnicos. Puede incluso que la modernización, aunque sea como fenómeno transitorio, dificulte en un primer momento las relaciones entre los grupos étnicos y aumente la intolerancia, y, cuando implica un aumento de la carga impositiva que no se traduce en la disminución de las desigualdades económicas entre los grupos, puede conducirlos al enfrentamiento. Y puede inclu­ so que, aunque todos se beneficiaran de la modernización, acabaran por correr a refugiarse en los guetos de la identidad fantástica. La disminución de las diferencias “objetivas” entre grupos rivales no produce necesariamente una reducción de la desconfianza “subjetiva”; al contrario, cuanto más conver­ gen “objetivamente” más crece la intolerancia mutua. Sólo así se explica que los rebrotes del nacionalismo no se limiten a los estados pobres o periféricos o que la prosperidad nunca sea capaz de saciar el descontento nacionalista. Cuando la globalización barre las distinciones más eviden­ tes, defendemos con ahínco aquellas diferencias intrínsecas —lengua, mentalidad, mitos y fantasías— que se libran con mayor facilidad de la escoba, porque aljuntarnos, al convertir­ nos en vecinos, perdemos las antiguas fronteras con que los estilos nacionales o regionales delimitaban nuestra identidad, por eso exageramos los márgenes de distinción que aún que­ dan. Yugoslavia habló durante cincuenta años una lengua común, el serbo-croata, con una ortografía cirílica y latina y ciertas variaciones regionales de tipo dialectal y de pronuncia­ ción. En la antesala de la guerra se fragmentó la herencia lingúística común. Los lingüistas de Zagreb y Belgrado repetían que se trataba de dos lenguas distintas, que además había que limpiar de las impurezas que se contagiaban mutuamente. Ahora, en sus raros encuentros, muchos intelectuales de Za­ greb y Belgrado prefieren entenderse en inglés. Visto así, el nacionalismo se parece poco a ese estallido de antiguas rivalidades y antagonismos históricos que pretende

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hacernos creer Huntington, y mucho más a un lenguaje mo­ derno, inventado como reacción a lo que Ernest Gellner lla­ mó una vez los desarraigos de la modernidad, que pretende defender su antigua identidad transformándola en narcisis­ mo. Es entonces cuando la retórica se encarga de resaltar los aspectos diferentes y de convertirlos en una narración justifi­ cativa de la autodeterminación política. Durante el proceso de legitimación de ese proyecto político —la obtención de un estado—, la retórica glorifica la identidad, convierte a los vecinos en desconocidos y los límites permeables de la iden­ tidad en fronteras imposibles de franquear. No quiero decir con esto que el nacionalismo sea siempre y en todo lugar una fantasía política. Aunque las identidades que defiende constituyen, por lo general, una discutible mez­ cla de tradiciones inventadas y paranoias recientes, la amena­ za que se cierne sobre ellas puede ser real. El nacionalismo aborda el auténtico problema de las relaciones interétnicas —las desigualdades de poder— e insiste en que los seres hu­ manos sólo poseen una hogar cuando han alcanzado la auto­ determinación. El lenguaje nacionalista dice que los pueblos quieren hablar por sí mismos y no que hablen por ellos. Allí donde las minorías étnicas se hallan sometidas a una auténti­ ca tiranía, donde el lenguaje y la cultura han quedado cierta­ mente suprimidos, las reivindicaciones nacionales, e incluso los levantamientos nacionalistas, son tan lógicos como inevi­ tables. Porque lo malo del nacionalismo no es el deseo de autode­ terminación en sí, sino esa ilusión epistemológica de que na­ die puede encontrarse en su casa ni sentirse comprendido si no es entre sus iguales absolutos. El error nacionalista no está en el deseo de mandar en su casa, sino en creer que allí sólo merece vivir su propia gente. Ese impulso ha producido una fragmentación étnica ob­ servable incluso en los Estados-nación más seguros. Los gru­ pos étnicos que antes se adaptaban de buen grado a las nor­ mas de la mayoría cultural quieren tener una voz propia. Nadie desea ya que hablen por él ni quiere que sus preferen­ cias se sumen a las de otros. Los negros se niegan a que los blancos hablen por ellos; las mujeres reivindican su propia

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voz; en Australia y Canadá los grupos aborígenes demandan el derecho a hablar por sí mismos. Estos casos también pro­ ducen alarma y análisis llenos de angustia sobre la fragmen­ tación de las sociedades multiétnicas, especialmente entre las antiguas élites acostumbradas a que no se discuta su derecho a hablar y actuar en nombre de las minorías. En tales casos, sin embargo, sería más acertado hablar de proceso democrático que de fragmentación, ya que se trata de la lógica implacable y positiva del aumento de poder de un determinado grupo. El problema es quién se beneficia, ¿los individuos del grupo o simplemente sus portavoces y dirigentes? Porque una cosa es el aumento de poder que se indimdualiza, es decir, que permite a los miembros del grupo minoritario articular sus experiencias y ganarse el respeto de la mayoría, y otra muy distinta es el poder que sitúa al grupo por encima de los indi­ viduos y los convierte en la víctima indiferenciada. La enfermedad típica de la actitud nacionalista de cara al exterior y de las políücas defensoras de la identidad dentro del propio país es el autismo, por emplear el expresivo térmi­ no de Hans Magnus Enzensberger; es decir, la patología de los grupos tan recluidos en su círculo de victimismo ególatra, o tan limitados a sus mitos o rituales de violencia, que escu­ chan sólo su voz y se muestran incapaces de aprender nada que venga de fuera. Lo que tiene en común la conciencia na­ cionalista de cara al exterior con ciertas formas de concien­ cia étnica nacional es la convicción de que escuchar a extra­ ños no sirve para nada, porque “ellos no nos comprenden”. Se niega así toda posibilidad de empatia, la cualidad humana que nos permite comprender otras identidades. 1.a supervi­ vencia de una política demócrata liberal depende de un acto de fe epistemológico, que podríamos enunciar del siguiente modo: el entendimiento político disminuye siempre las dife­ rencias y aumenta la comprensión. Cuando se pierde esta idea —la fe más elemental en las posibilidades de comunica­ ción humana—, la política es poco más que un ejercicio de corretaje étnico, en el que se compra el voto del descontento a cambio del patronazgo y de otras muchas y variadas formas de discriminación positiva, y cuando la vida política se divide en clanes étnicos que se comunican entre sí con el lenguaje

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grupal de la amenaza y el ultimátum, estamos en vísperas de la guerra civil. Sin embargo, para prevenir la división no basta con la confianza, es imprescindible un tipo de individualismo que sobrevive únicamente en el ambiente que aquélla genera, porque entonces los individuos se sienten razonablemente li­ bres de temores y no creen necesitar la protección de su gru­ po étnico, religioso o tribal para defender sus intereses más elementales.

VI El propio Freud observaba en El malestar en la cultura, su ensayo de 1929 sobre los vínculos entre nacionalismo, narci­ sismo e intolerancia: “Siempre que se disponga de un grupo aparte contra el que se pueda manifestar la agresividad será I>osible m antener unido por el amor a un número considera­ ble de personas”. Freud no deja de apuntar con ironía que, a liu de cuentas, su propio pueblo, los judíos, “han prestado un gran servicio a la civilización de los países que los acogie­ ron” proporcionándoles una víctima propiciatoria en la que desahogar la hostilidad reprimida. Freud escribía sobre el narcisismo y la intolerancia poco antes de que Hitler tomara el poder; en la siguiente década, él mismo salía hacia el exilio i naran a suficiencia, ni es mi intención afirmar que las per-

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sonas como yo seamos inmunes a las ficciones homicidas. De hecho, cuando lo pienso ahora, nada me resultó más difícil la noche de la granja que defender delante de aquellos hom­ bres las ficciones no sangrientas que avalan mis propias ideas políticas, porque las ideas liberales no son menos ficdcias que las nacionalistas. En efecto, detrás de las “evidentes” ver­ dades liberales —igualdad de todos los seres humanos, invio­ labilidad de las personas, disfrute de derechos por nuestra condición de seres humanos— hay una ficción que los hom­ bres de la granja habrían tomado por una solemne idiotez: que las diferencias entre seres humanos son siempre meno­ res y que en el corazón todos somos hermanos. Y es ficción desde el momento en que la conciencia, ate­ niéndose a una convención moral, ha de pasar por alto cier­ tos datos empíricos. Para vivir en una sociedad liberal, el pensamiento debe hacer un continuo esfuerzo por superar algunas tendencias intuitivas. Pensemos, por ejemplo, en un juicio; cuando aparecen los acusados en la sala se supone que el juez y el jurado deben pasar por alto la identidad que manifiesta su apariencia —hombres, mujeres, blancos, ne­ gros, ricos, pobres— e interpretarlos como si fueran meras unidades idénticas de una humanidad indivisible. La super­ vivencia del conjunto de las instituciones liberales depende de ese pensamiento tan complejo como históricamente no­ vedoso; complejo por abstracto, pues nos obliga a negar he­ chos patentes, a ver, por encima de ellos, una esencia básica y supuestamente común a todos; e históricamente novedoso porque las sociedades humanas —nosotros mismos hemos comenzado en este siglo— nunca, para favorecer lo común, han ignorado con tanta asiduidad lo diferente. Ese proceso de abstracción, tan raro en la historia, plan­ tea la siguiente premisa mayor respecto a la identidad: somos, primero y ante todo, sujetos jurídicos; prim ero y ante todo, ciudadanos con los mismos derechos y obligaciones, las dife­ rencias son siempre de grado menor, y cuando suponen ven­ tajas deben ser radicalmente corregidas. Inútil decir que nuestras diferencias “menores” continúan produciendo ven­ tajas y desvéntelas, y que la igualdad jurídica y social queda aún muy lejos, pero formalmente nos comprometemos —y 6 6

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de la legitimidad de ese compromiso dependen nuestras ins­ tituciones sociales— con el principio de que lo importante no está en las diferencias. Sin ese proceso de abstracción que convalida las instituciones, viviríamos en una sociedad tribal. Para valorar lo singular de nuestra forma de vida conven­ drá recordar cómo hemos elaborado esa ficción. Los prime­ ros pasos en la ideación de los derechos abstractos de los se­ res humanos se dieron en el siglo xvi, durante las guerras de religión. El problema era sencilla y radicalmente nuevo: si la unidad del cristianismo acababa de romperse y los seres hu­ manos ya no compartían un doctrina religiosa, ¿qué hacer en adelante para mantener la confianza mutua y vivir en paz? ¿Cómo convencerlos de que dejaran de perseguirse en nom­ bre de la verdad absoluta? Gracias al cisma cristiano Occiden­ te aumentó su comprensión de los fundamentos de la unidad social. Si una de las diferencias —la religiosa en este caso— había agrietado la unidad política, ¿qué hacer para continuar juntos? La respuesta se elaboró poco a poco, como una suma de interés económico y compromiso de todos y cada uno con ciertas normas razonables e imprescindibles para la seguri­ dad común. La teoría de la sociedad como ordenamiento de individuos libres y unidos para garantizar la seguridad, la li­ bertad y la prosperidad comenzó a tomar cuerpo a partir de I lobbes y se desarrolló con Locke y Adam Smith. El punto fundamental de la historia —que a veces pasamos por alto— es que los teóricos liberales simplificaron de un modo radical las premisas de partida, dando por descontado que los llama­ dos individuos libres eran hombres, blancos, cristianos y ri­ cos. En ese senudo, la teoría era una ficción que se había in­ ventado una comunidad sin referencia a la población real de su tiempo —que también incluía mujeres, niños, razas de co­ lor y no cristianos—, mediante un proceso de exclusión im­ plícita. En principio, la única distinción que aceptaba la teo­ ría liberal era de tipo confesional, lo que representaba aún muy poco. A Locke, por ejemplo, le parecía inconcebible or­ ganizar políticamente una sociedad que contara entre sus ciu­ dadanos con ateos o musulmanes, y se preguntaba cómo con­ liar en hombres que no juraban sobre la Biblia. De modo que aunque la doctrina de la tolerancia data de la década de 1690

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se aplicó sólo a los creyentes, a los que compartían la premisa de la revelación cristiana, independientemente de su grado de aceptación de esa doctrina. Los Padres Fundadores de la república americana se senta­ ron a crear un nuevo estado partiendo de esas diferencias. Restringieron su comunidad a los hombres blancos, cristianos y propietarios, en una sociedad esclavista. Una ceguera que se les ha criticado con frecuencia, a ellos y, muy especialmente, a un liberal dueño de esclavos como Thomas Jefferson. Y, en efecto, fue ceguera, pero quizá necesaria, porque de haber te­ nido que incluir a todos, mujeres, negros, pobres, adolescen­ tes y no cristianos, la ficción liberal no se habría consolidado jamás; se habría abandonado el experimento como una ilu­ sión ridicula e incluso peligrosa y la comunidad política ha­ bría asumido todas las diferencias humanas observables de fi­ nales del siglo xvni. Si los teóricos liberales no hubieran comprendido el poder estabilizador que tenía la comunidad de los orígenes étnicos, religiosos y sexuales para su política nunca la habrían creído capaz de formar un sistema de intere­ ses y derechos individuales. El tejido social que buscaban sólo era concebible en el contexto de esos valores compartidos. Los habitantes de finales del siglo xx somos herederos de un lenguaje universal —la igualdad de derechos— que nun­ ca tuvo la menor intención de incluir a todos los seres huma­ nos; sin embargo, no se puede afirmar que el liberalismo sea una forma de hipocresía organizada si se conserva un míni­ mo de perspectiva. Sin aquella hipocresía, nunca se habría llegado a imaginar una sociedad de individuos iguales. Aque­ llos hombres pasaron por alto la potencial capacidad diviso­ ria de los derechos individuales porque asumieron que el in­ dividuo estaba tan completamente integrado en los grupos de identidad de clase, raza o género que ninguna amenaza podría surgir de la potencia individualizadora intrínseca al lenguaje de los derechos. Pero, una vez afianzado el experimento liberal, todos los grupos excluidos se apoderaron de su lenguaje. De nuevo, sería más adecuado resaltar el impacto dinámico de la hipo­ cresía sobre el liberalismo que descartar el sistema por una supuesta hipocresía intrínseca, porque cuando sus premisas

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«•nlran en el lenguaje moral suelen surtir efectos muy críticos sbre el propio sistema liberal. Una vez que el lenguaje de los derechos pasó a formar parte de la Constitución de Estados Unidos o de la Declaración francesa de los Derechos del I lombre y el Ciudadano se abrieron unas posibilidades que habrían pasmado a sus redactores. No mucho después, Mary Wollstonecraft declaraba algo tan evidente como que la pala­ bra hombrealudía sólo a la mitad de la especie y que era imposi­ ble negar legítimamente un puesto en la comunidad política a personas cuyas diferencias en cuanto a razón, sentimientos e intuición moral eran tan evidentemente insignificantes. Durante todo el siglo xix se discutió la inclusión de las muje­ res en el sistema político liberal hasta la decisión definitiva a su favor después de la I Guerra Mundial. Primero, las mujeres; luego, los pobres. La inclusión pau­ latina de la clase trabajadora en el censo electoral y la aboli­ ción de los requisitos económicos para participar en las elec­ ciones ocuparon una gran parte de la historia política del siglo xix. También aquí, como en el caso de las mujeres, el ar­ gumento en contra era que la comunidad política no podría sobrevivir si la clase trabajadora se integraba y ejercía el dere­ cho al voto, porque la estabilidad y la coherencia dependían de ciertas diferencias que prevenían la desestabilización. Pero una vez más, como en el caso de las mujeres, se conclu­ yó que la comunidad política sólo sobreviviría incorporando a los diferentes y concediéndoles el derecho al voto. La integración surte el efecto de separar al individuo del grupo y dotarle de una conciencia de sí mismo en tanto que criatura portadora de derechos, con capacidad para plantear reivindicaciones al Estado y, llegada la ocasión, a los mismos grupos y colectivos —como los sindicatos— que lucharon por su incorporación. Cuando los individuos obtienen derechos políticos disminuye la importancia de la identidad colectiva de clase o de género; desde esa perspectiva, su incorporación al Estado liberal vino a disminuir el poder de esas otras dife­ rencias para definir la identidad y dividir el tejido social. La siguiente batalla, que no se ganó hasta 1945, fue la in­ tegración y la conquista del voto por las razas discriminadas. 1a retórica de los derechos civiles nacionales y la lucha por la

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autodeterminación en las colonias revelaron la contradic­ ción que supone excluir a cualquier grupo racial del lengua­ je de los derechos humanos. De Mahatma Gandhi, educado en la tradición inglesa de la ley común, a Martin Luther King, formado en el lenguaje radical del igualitarismo cristiano, los dirigentes educados en la sociedad liberal, aunque exclui­ dos de ella, han pedido algo imposible de negar desde la ló­ gica más elemental: que se les aplicaran también a ellos los mismos términos morales. Aunque el ideal liberal cuenta quizá con cuatrocientos años sólo se ha practicado en firme durante los últimos cua­ renta, con la emancipación civil de los pueblos de color y la práctica de una política basada en la plena incorporación de todas las diferencias humanas. No quiere esto decir que an­ tes no existieran las sociedades muldétnicas y multicultura­ les, pero no eran democracias basadas en la igualdad de de­ rechos, ni se sostenían en la premisa de un modelo cívico de inclusión, en la idea de que lo que mantiene unida a una so­ ciedad no es la religión común, la raza, la elnia, la lengua o la cultura, sino un acuerdo normativo respecto al imperio del derecho y la creencia de que somos individuos iguales y por­ tadores de los mismos derechos. La escalada de la guerra étnica de los años noventa ha de­ mostrado a las sociedades liberales la magnitud de la meta que se habían propuesto y les ha impuesto su realización por primera vez en cuatrocientos años, porque, de ahora en ade­ lante, o viven con arreglo a las premisas de partida o pueden caer en la guerra civil. Allí donde el orden civil se ha basado tradicionalmente en un amplio abanico de exclusiones se in­ cluye ahora a todo el mundo y surge de nuevo la discusión sobre las posibilidades de prosperar que tendría un orden auténticamente “cívico”, formado por individuos que no de­ pendieran de una dominación superior como la cultura, la lengua, la religión o la moral. Desaparecido el enemigo exter­ no que, de 1945 a 1989, proporcionó una fuerte cohesión so­ cial a las sociedades liberales, quedan tan sólo las palabras que nos dejaron Locke y Jefferson. Hasta ahora no hemos vivido conforme a lo que decimos creer. La religión primero; la clase y la propiedad después; el

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género, la raza, y ahora la edad han dejado de ser desventajas para pertenecer a la sociedad liberal. En realidad, se [jodiía decir que acabamos de llegar y que la entrada en la era de la sociedad multicultural y multiétnica nos obliga a replantear­ nos continuamente la ficción liberal. ¿Estamos tratando a X como a un igual, portador de derechos, o como al miembro de un grupo? Sabemos lo que hay que hacer, y nuestro len­ guaje moral ya no nos permite más excusas. No nos engañamos, nadie vive plenamente conforme al ideal, pero sin esa ficción —el papel primordial de la seme­ janza humana y el carácter secundario de las diferencias— estamos perdidos, no podemos esperar ninguna forma de orden, ninguna justicia, ningún juego limpio. Ignorar las di­ ferencias con el propósito político y moral de establecer una ley superior no es mentir; se nos pide sólo que miremos más allá de la piel y practiquemos el ejercicio coddiano de imagi­ nación —centrarnos en la identidad, no en la diferencia— que sostiene las instituciones liberales. Esa ficción dispone de una epistemología que está en la raíz misma de la tolerancia como actitud y práctica social. Tiene sentido enseñar la “tolerancia” porque cuando apren­ demos a ver un individuo en nosotros y también en los de­ más dificultamos esa fusión irracional con el grupo que ali­ menta la intolerancia nacionalista mediante un proceso de abstracción para despersonalizar a los individuos concretos, arrebatarles su especificidad y convertirlos en portadores de