The End El Ultimo Suspiro Del Cine

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“Daba gusto ir al cine y eso ya no pasa. Las generaciones más jóvenes carecen de cultura cinematográfica y de una relación familiar con el gran cine. El cine que les gusta no me interesa”. (Woody Allen, cineasta)

"El acto social de ir al cine está muriendo." (Juan Bonifacio Lorenzo, director de la Filmoteca de Asturias.)

“Lo que está en crisis es la sociedad que no pierde el tiempo en ir al cine o al teatro. Si a la sociedad no le interesa el cine, evidentemente el cine se morirá.” (Chete Lera, actor.)

“No creía que el cine terminara, y estoy viendo que sí. Estamos en una crisis que comenzó en los setenta, y que ha incrementado el ordenador creando un espejismo de gran espectáculo, que no es tal. El cine que conocimos, la ilusión de ir al cine, ha muerto.” (Carlos Pumares, crítico.)

“Al principio la televisión no ofrecía ningún modo de parar o repetir el programa, pero después llegó la cinta de video. El cine fue una especial y efímera calle lateral, radiante y socialmente estimulante, pero no duradera. El cine puede haber empezado a morir hace algún tiempo.” (David Thomson, escritor.)

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Iván Reguera

EL NUEVO PURITANISMO CULTURAL

“Debes de estar loco. Te repito que la gente nunca aguantará sentada un rollo entero. ¡Ocho minutos para contar una sola historia! No funcionará.” (Thomas Edison a su empleado Edwin S. Porter.)

El cine nació como una atracción de magia, de feria, como una ilusión. Tras imitar al mago francés George Méliès con rodajes de prueba sin que su jefe se enterase de nada, Edwin S. Porter se dispuso a rodar un drama con bomberos que salvan a una mujer y a su hijo. Con este trabajo cimentó el lenguaje que sería la expresión artística más poderosa y masiva, el arte popular por excelencia en el siglo XX -el siglo del cine-. Antes de ser un magnate y fundar Paramount, Adolph Zukor era un vulgar feriante que poseía un salón recreativo cuya mejor atracción era un falso vagón de tren. Mientras el trasto se movía, con sus clientes dentro, Zukor proyectaba imágenes reales, films de viajes que reforzaban la sensación de movimiento. Pero un día se le ocurrió a Zukor que tras el final de la atracción, podría proyectar el film Asalto al tren expreso. Fue tal el éxito, que la gente perdió el interés por el bamboleo del tren y pagó la entrada sólo por ver películas. El vagón de mentira acabó en la chatarrería. Fue así como nació el cine de masas que nos ha fascinado durante décadas. Hasta hoy. Es curioso que el cine que empezó como truco y como atracción de sala recreativa esté muriendo por eso mismo: por convertirse en mero juego recreativo, truco barato, por regresar a sus orígenes con el infantil cine que se produce y se consume ahora con tanta voracidad como indiferencia. Con el nada riguroso público que lo sostiene. Industrialmente, ya no importa hacer, sencillamente, películas; ahora también tienen que dar fruto como franquicias explotables en otros mercados. Ya lo dijo hace

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años Michael Eisner (Disney): “No hacemos nada en una línea sin pensar en su posible rentabilidad en nuestras otras líneas”. Estimado lector: este libro nace de una necesidad. Me apetece escribir lo que muchos piensan, pero parece darles pudor manifestar. No se mojan. Les parece radical, exagerado, polémico, reaccionario, poco sensato. Ahí va: el cine, como lo conocimos, se muere. ¿Qué el cine seguirá, que siempre habrá cine? Por supuesto, nadie lo duda. Pero habrá cine (digital) sin la misma influencia cultural, sin el mismo poder de convocatoria, sin el mismo poder social. Durante todo el siglo XX el cine vivió crisis, pero la que ahora sufre es definitiva porque lo va a aniquilar en su esencia: de ser la expresión cultural de masas por excelencia en el siglo pasado se verá reducido, en los siglos que vienen, a uno más entre tantos juguetes audiovisuales. Hablo, y esto es primordial, como espectador, no como crítico, ni como miembro del oficio o de la industria. Y que conste también que, como todo familiar de moribundo, me aferré durante años a que el cine recuperase su color natural, reviviese, me agarré a la posibilidad de asistir al trabajo de una nueva generación de cineastas que tuviesen éxito popular y a la vez revolucionasen, como en los sesenta, el cine francés, checo, sueco, inglés, indio, español o, por supuesto, el norteamericano. No los he encontrado. Y escribo “por supuesto” porque mi cultura cinematográfica, como la de millones de seres de este planeta, se ha construido, preferentemente, con cine norteamericano. Decir lo contrario sería engañar al lector y a una generación, la mía, que ha crecido compaginando las pelís de Spielberg o Carpenter con los grandes clásicos, también norteamericanos casi todos, que uno iba descubriendo en La 2 de TVE o en las estanterías peor iluminadas del videoclub. Ya intuirán que nunca fui carne de filmoteca. Ya intuirán por donde transcurrirá este libro.

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“Los trece años transcurridos entre Bonnie & Clyde (1967) y La puerta del cielo (1980) marcaron el final de la época en que hacer cine en Hollywood fue realmente emocionante, la última vez que la gente pudo estar, y con razón, orgullosa de las películas que hacía, que una comunidad alentó el trabajo bien hecho, que hubo público capaz de sostenerlo.” (Peter Biskind.)

Después empezó el principio del fin en el que ahora estamos inmersos. Hoy, cuando el espectador medio del cine tiene de 12 a 15 años y el hombre se infantiliza peligrosamente junto a su cine, el libro que Biskind escribió (Moteros tranquilos, toros salvajes) es un pelotazo nostálgico para estos tiempos crepusculares. Su lectura arranca con esa apuesta arriesgada que fue rodar, dentro del sistema, la película sobre Bonnie Parker y Clyde Barrow, producida y protagonizada por Warren Beatty. El film, violento y sexual, presentó una nueva mirada que demostraba que existía un cine al margen del cine acartonado de los cincuenta, lejos de Doris Day y las de romanos. Beatty demostró, además, que ese nuevo cine que mamaba de la Nueva Ola francesa, era comercial y podía dar mucho dinero a la industria. “La ecuación perfecta”, como lo denominó el crítico David Thomson. En otro lugar de Hollywood y en esos mismos años, el productor Bert Schneider y el director Bob Rafelson montaron la BBS. “El problema de hacer cine” le dijo Bob a Bert, “no es que no contemos con gente de talento; lo que pasa es que no tenemos la gente con talento necesario para reconocer el talento”. Una descripción de lo que ha vuelto a ser hoy Hollywood. Bob y Bert, junto a Dennis Hopper y Peter Fonda, fueron los responsables de dejar Hollywood patas arriba. Easy Rider fue todo un emblema generacional. Los despachos de los estudios echaban chispas, no sabían qué hacer ante las recaudaciones millonarias de un film tan austero y en cuyas proyecciones se

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apiñaban los hippies, un nuevo público que daba la espalda al viejo Hollywood. Peter Bogdanovich, uno de los protagonistas del libro de Biskind, lo resumió mejor que nadie: “Fui a un preestreno de El hombre que mató a Liberty Valance, y supe que estaba viendo la última gran película de la Edad de Oro. Cuando el tren se aleja, es realmente eso, el final de Ford. Y el final de Ford no era otra cosa que el final de esa época.” Junto a Bogdanovich, desfilan por las páginas de este ensayo ángeles caídos que juguetearon con las drogas, el sexo o el cine libres y la megalomanía más absoluta. Me refiero a tipos de la talla de William Friedkin, Hal Ashby, Paul Schrader, Terrence Malick, Michael Cimino, Robert Altman, John Cassavetes, Roman Polanski, Martin Scorsese o Francis Coppola (estos dos, los mejor parados), que lo tuvieron todo y nada en cuestión de década y media. Otros, como George Lucas y Steven Spielberg, no sólo supieron medrar, sino que abandonaron astutamente el espíritu de hacer cine de las décadas prodigiosas en las que ellos, acomplejados en los orígenes, también se desarrollaron. Con Tiburón y La guerra de las galaxias mutó otra vez la industria. Las palabras del entonces presidente de Universal, Lew Wasserman, son perfectas para definir lo que se avecinaba: “En la Universal no hacemos películas artísticas, hacemos películas como Tiburón”. No sólo los grandes productores pioneros (Mayer, Cohn, Warner y compañía) fueron sustituidos en Hollywood; también sus posibles sucesores, los productores independientes con olfato de los que hablaban Bert y Bob, fueron sustituidos por agentes y abogados, y los estudios descubrieron el filón de lanzar un film en miles de salas a la vez y con publicidad masiva, dos factores que llevaron a gastar más en marketing y distribución que en mimar la calidad narrativa o la innovación, que en dejar libertad de decisión -y de equivocarse- a los productores ejecutivos de cada proyecto. Lo que dijese la crítica poco importaba, una película ya no se consolidaría poco a poco,

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no encontraría su público por ser sencillamente buena. Se empezaba a gestar la industria cinematográfica de hoy. En su versión documental, el libro de Peter Biskind cuenta con interesantísimos momentos como las grabaciones de fiestas playeras en las que no falta la cocaína y valiosos y sinceros testimonios como los de Dennis Hopper, Michael Phillips o Paul Schrader. Hollywood ha cambiado mucho desde entonces y su sistema empujó a cambiar al resto de las cinematografías occidentales y hasta orientales (ahí tenemos las insultantes horteradas de Bollywood, industria multimillonaria que ha acabado invirtiendo en el auténtico Hollywood). Algunos amantes del cine arriesgado se contentan hoy refugiándose en dogmas daneses, en el cine de ojos rasgados o en el iraní, el “de festivales”. Otros no ven en el horizonte un cambio generacional como el de aquellos maravillosos años que, efectivamente, fueron maravillosos. Y no sólo en los Estados Unidos. Mientras Coppola rodaba Apocalypse Now y le llovían las críticas, la visionaria y excelente crítica Pauline Kael hizo entonces un demoledor diagnóstico que todavía sigue vivo: “Los espectadores de hoy, los que discriminan, quieren placidez, un arte agradable, no agresivo, películas mansas que no los trastoquen. Estamos presenciando la llegada de un nuevo puritanismo cultural, la gente quiere cosas inofensivas, encantadoras o se conforma con la sobriedad impostada.” ¿Por qué una generación de cineastas con tanto talento perdió la irrepetible oportunidad de hacer del cine un arte libre y digno y a la vez algo popular y rentable, la llamada ecuación perfecta? El caso es que, como le dice Wyatt (Peter Fonda) a Billy (Dennis Hopper) en la fundadora Easy Rider, “la cagaron”. Yo mismo imaginé durante largo tiempo ese cine más audaz, pero imaginé mal. La razón es bien sencilla: hasta hace poco, el cine ha sido un instrumento de creación y

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comunicación social, la más completa expresión popular junto a la música. Nunca ha estado desligado de su sociedad. El problema radica en que la sociedad que hoy vivimos va directa a algo que, sin saber darle forma exacta, a muchos no nos gusta nada. Y el cine ya no influye, no cambia nada, no interesa tanto como un juego de ordenador o la última virguería en el móvil. El cine es el retrato de sus hacedores y de sus espectadores y la imagen que nos espera en ese retrato parece la de Dorian Gray, la del monstruo. Estamos ante el cine que se cree eternamente joven -como el infantil y juguetón espectador actual- pero que en verdad se cae poco a poco a pedazos, se descompone. Al cine como yo lo conocí, entendí y respeté le quedan los últimos coletazos de vida como relevante expresión popular del hombre. Le queda su último suspiro. Lo que hoy vemos en una sala o en casa generalmente aburre o indigna, muchos ya no nos sentimos reflejados en pantalla, no entendemos por qué nuestros coetáneos aceptan mansamente decenas, centenares de memeces comerciales o vacías pedanterías fílmicas, fotogramas totalmente reciclables, no nos adaptamos a las nuevas y frías tecnologías (móviles, infografía, fotografía digital, cine por la red…) y no nos interesa la pueril información cinematográfica. Para muchos “especialistas” la cosa cinematográfica da pena. Leemos blogs, a críticos, a otros articulistas especializados y nos decimos: ¿Realmente merece la pena gastar nuestras energías en el teclado hablando de films infectos, o de remakes, o de secuelas innecesarias? ¿Qué sentido tiene escribir sobre centenares de film que no lo merecen y mucho menos lo necesitan? Bien, el cine actual nos espanta. ¿Qué hacer? “No pasa nada, tenéis a los clásicos”, nos podrán decir lectores no exigentes, integrados frente a apocalípticos. Es verdad, muchos adoramos a los clásicos y los seguiremos recuperando, pero ver películas viejas en bucle no es algo muy alentador. Por eso este libro ambiciona algo

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que algunos lectores no aceptarán. Quizás muchos como yo estemos aburridos de que haya clásicos que revisitar pero nada que destacar en la cartelera semanal. Quizás nos resulte incómodo ver que ya sólo se recurre al pasado, a un inmenso cementerio digital de grandes nombres eternamente analizados y reeditados, un inmenso santuario visitado por los que ya no se sienten identificados con la producción cinematográfica moderna y puede que con la vida moderna, con el hombre-niño moderno. Quizás, como decía Carlos Pumares, el cine se nos muere, huele a cadáver y ya no soportamos el tufo. Leemos a señores que escriben siempre con la misma intensidad y tenacidad, como teniendo algo que decir siempre. O sea: sobre lo que toca. Y resulta ridículo. ¿Quién tiene la culpa? Todos. Los que escribimos, los que nos acogen en sus medios y los que nos leen. No vamos más allá del estreno, la critica obligada, los desfasados códigos y géneros periodísticos.

“En México fui invitado un día a visitar las instalaciones del Centro de Capacitación Cinematográfica. Me presentaron a cuatro o cinco profesores. Entre ellos, un joven correctamente vestido y que enrojeció de timidez. Le pregunté qué enseñaba. Me respondió: 'La semiología de la imagen clónica'. Lo hubiera asesinado."

Estas palabras son de Buñuel, el más grande cineasta que ha tenido España y, para muchos, el mundo. Mi último suspiro, trabajo a cuatro manos entre Jean-Claude Carrière y el director, es uno de los mejores libros de cine que jamás se hayan escrito. Estas certeras memorias de uno de los grandes fabuladores del siglo XX siguen siendo un referente filosófico para todo amante del cine o de la vida, para todo admirador de una figura cultural única, aunque si hoy, entre dry martini y dry martini, le dijese a don Luis que se ha convertido en una “figura cultural”, también a mí desearía asesinarme.

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Buñuel detestaba, como yo y muchos, "el pedantismo y la jerga. A veces, he llorado de risa al leer ciertos artículos de los Cahiers Du Cinéma”. Sólo con esta frase ya se hacen una idea de por dónde no irá el libro que están leyendo. Uno de los confesados sueños de Buñuel lo sigo compartiendo, porque participo en su diestra visión de los medios de comunicación que he conocido a mi manera: “Imagino que un golpe de Estado inesperado y providencial me ha convertido en dictador mundial. Dispongo de todos los poderes. Nada puede oponerse a mis deseos. Siempre que se presenta esta ensoñación, mis primeras decisiones se dirigen a combatir la proliferación de la información, fuente de toda zozobra.” Y así se despide Don Luis: “Las trompetas del Apocalipsis suenan a nuestras puertas. Este nuevo Apocalipsis, como el antiguo, corre al galope de cuatro jinetes: la superpoblación, la ciencia, la tecnología y la información, presentada de ordinario como una conquista, como un beneficio, a veces incluso como un derecho.” Decía Pumares en el libro que le dedicamos Juan José Aparicio y yo (Carlos Pumares. Un grito en la noche) que el cine como lo conocimos se nos muere. No le faltaba razón. Han cambiado muchas cosas, y los cambios han sido funestos. A diferencia de otras épocas en las que el cine era un negocio exclusivo de las gentes del cine, de un oficio, hoy forma parte de un gran pastel global, multinacional. El cine de hoy es, singularmente, una porción más de un gran conglomerado formado por otros negocios, otras formas de hacer caja. No se puede analizar el último suspiro del cine sin entender lo (poco) que significa hoy el cine, lo insignificante que es dentro del gigantesco entramado empresarial y financiero al que pertenece. Sin mostrar paranoia alguna, uno se da cuenta de que, desde su infancia (de los libros de texto al cine o la televisión), las motivaciones intelectuales externas están dirigidas, radiodirigidas, cinedirigidas y teledirigidas. El cortejo media-política ha sido

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una constante tanto en la vida nacional española como en la internacional y hoy es un irrefrenable y peligrosísimo hecho en progresión. Hasta el ex presidente del Gobierno Aznar fue nombrado miembro del consejo de administración de News Corporation, grupo de comunicación de Rupert Murdoch. El imperio de Ciudadano Murdoch empezó a principios de los 60 y en los 80 adquirió la nacionalidad estadounidense, pudiendo comprar el mítico estudio 20th Century Fox, dueño de éxitos mundiales como Titanic. Hoy su empresa llega a cuatro de los cinco continentes y gana decenas de billones de dólares al año con sus ramificaciones en televisión, cable, Internet, revistas, periódicos, editoriales y, cómo no, la industria de Hollywood. Como en el caso de otros magnates y conglomerados, sus productos llegan (e influyen en pensamiento y hábitos de consumo) a un tercio de la población mundial. Murdoch es odiado o envidiado y desconocido para muchos que no leen la revista económica Forbes aunque de él ya se hayan hecho parodias en Criaturas feroces (de Fred Schepisi y Robert Young) o en Los Simpson (que son de Fox y, por lo tanto, propiedad del magnate). Su último gran logro fue ayudar a que Bush volviese a comandar los EEUU gracias a sus medios y a la floja oposición demócrata. Robert Pike y Dwauyne Winseck, analistas sociopolíticos, definieron el matrimonio Bush/Murdoch de esta manera: "El poder corporativo, aliado con el Estado, ha convertido en una broma la perspectiva de un sistema mediático global democrático". Francis Ford Coppola, cineasta que intentó montar su propio estudio de Hollywood al margen del sistema, dijo que antes los imperios se creaban en los campos de batalla y hoy en los media. Recientemente, viendo uno de los canales de Murdoch, pensé en Bulworth, película dirigida por Warren Beatty, figura clave del antes citado cine de los sesenta. Beatty, activista del partido demócrata que tuvo intenciones de entrar en el circo de la

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política, acabó escaldado por la experiencia. De toda esa bilis acumulada nació Bulworth, como un escupitajo al verdadero poder, a los lobbys. Beatty logró con Bulworth un discurso alejado de lo progre, cercano y personal. Como un veterano de guerra, él lo vivió, estuvo allí, en el centro del gran poder. Y lo contó. Beatty, con unas agallas poco comunes para Hollywood, hace que su personaje, el senador Jay Bulworth, recite frases como estas en una cena con representantes de la industria cinematográfica: “Sus programas y películas son penosos. Hacen películas con violencia, sexo y para la familia, pero la mayoría no son buenas. Mucha gente lista trabaja en ellas, se gasta el dinero ganado y gana y gasta mucho más. ¿Por qué ocurre esto? Debe ser el dinero: lo convierte todo en basura. Pero ¿cuánto dinero necesitáis? Siempre incluyen a los judíos influyentes en mi campaña electoral. La mayoría sois judíos, ¿no?” ¿Por qué nos ocurre esto? ¿Es el dinero? En este libro van a leer ustedes los síntomas de la enfermedad mortal que afecta al cine. Pasen y lean.

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OBSCENIDADES

“Es el fin del cine de autor y el comienzo de la era del cine del consumidor” (Dan Glickman.)

Tranquilos los susceptibles, que en este primer capítulo no voy a hablarles de sexo, sino de dinero. Es algo habitual encontrarse con un conocido que te pregunta: “¿Y qué tal va tu libro?”. Por supuesto, ese conocido no ha leído tu libro ni lo leerá, pero con su “qué tal va” se refiere, obviamente, a las VENTAS, a los ejemplares vendidos y comprados, a la caja, al dinero. Este tipo de personaje, demasiado abundante hoy en día, es conocido por gente de otras profesiones o expresiones y las películas no se salvan del “qué tal va”.

"Piratas de Disney lidera la taquilla mundial con el mayor debut de todos los tiempos: un botín de 401 millones de dólares. La recaudación en todo el mundo asciende a 245 millones de dólares en 6 días. En España ha recaudado 9,9 millones de euros en 5 días.”

“¡400 millones de dólares!” Así, con números, exclamaciones, letra grande y negrita, tituló Disney un aberrante comunicado de prensa sobre la tercera parte de Piratas del Caribe, esa nadería atiborrada de tecnología digital y absolutamente carente de la épica de antaño. No critico, allá cada cual con sus usuras, que los de Disney se exciten con tantos dólares y euros, es hasta normal, nos hemos habituado. Lo que no me entra en la cabeza, desde hace muchos años, es que se “informe” sobre un film basándose casi exclusivamente en las calculadoras, en las cajas de los multicines.

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Siempre he dicho que si me venden un producto como “el film que ve todo el mundo”, “la novela que no se ha perdido nadie” o “el restaurante donde todos cenan” es la peor publicidad que se me puede hacer. Pero la estrategia sigue funcionando. Sigo con el demencial mail de prensa: “Piratas del Caribe 3 supera el récord anterior de 382 millones de dólares que estableció Spide-Man 3 en sus primeros seis días de estreno este mismo año. No hay duda de que Piratas sigue fascinando al público de todo el mundo como lo demuestran las cifras”. ¿Las cifras demuestran que alguien “sigue fascinado” o sólo que paga una entrada? Hay más: “Piratas, que se estrenó en más de 29.000 cines de todo el mundo, se exhibió en un número récord de pantallas digitales tanto en los Estados Unidos (1.064) como en el extranjero (414), con un total de 1.378. La película se ha convertido en el quinto estreno de los Estudios que se incorpora al club de los 100 millones de dólares a escala internacional”. ¿Se han fijado que esta “información” parece pertenecer a un mail masivo enviado a los empleados de Disney y no parece un trabajo para informar a los medios de comunicación o a la gente? Son números y cifras contables, empresariales, económicas. Es alucinante que la lógica financiera haya sustituido a la imaginación de ofrecer a los medios una información digna de ser lanzada a los potenciales espectadores de una supuesta película de aventuras. Ahora a los críos, en vez de decirles que vamos a ver una peli de piratas, vamos a tener que decirles que les llevamos a ver una peli del “club de los 100 millones de dólares”. Es repulsivo el lenguaje usado por los señores de Disney, la estrategia de comunicación y la zafiedad de su tono codicioso y triunfal. Algunos estamos cansados de que nos “informen” (Disney, sus competidores y los redactores copia-pega de la prensa) por los dólares y euros recaudados, por récords insustanciales siempre superables, por el número se salas, por los gastos de un film obscenamente costoso. En definitiva, se

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desloman en todo menos en lo más importante: en que la gente se informe dignamente y vea buenas historias. En fin, ya lo dijo el filósofo: “Quienes creen que el dinero lo hace todo, terminan haciendo todo por dinero”. Todos los medios se hicieron eco del obsceno sueldo (6.000 millones de pesetas) que iba a cobrar Tom Hanks por protagonizar Ángeles y demonios, adaptación del bodrio literario de Dan Brown, el de El código Da Vinci. Los medios siguieron excitados hablando de lo que antes sólo competía a las páginas salmón: de dinero, del sueldo más alto, del film más caro y taquillero, de esa palabra tan horrorosa: "blockbuster". Además de una cadena de videoclubs que, afortunadamente, tuvieron que largase de España por ineptos y ruinosos, los blockbuster son lo que se conoce como taquillazos en salas de cine. Y esos también están condenados a desaparecer. Las cifras de recaudación en los Estado Unidos, que es donde toda industria se mira, descienden año a año y sin remisión. La taquilla, el peculio o la ganancia es con lo que se lleva vendiendo el cine desde que en los setenta irrumpiera el top ten de los récords de recaudación. En aquellos años, los que hacían un cine valiente y que contaba con el boca-oreja de un público menos manso, se dieron cuenta de lo que estaba pasando. Un día salió una señorita en televisión diciendo: “Y pasemos ahora a ver las 10 películas que más dinero han hecho este fin de semana”. Y se dijeron: “Se terminó, estamos acabados”. La tremenda obscenidad, la histeria colectiva de contar con el dinero, con la recaudación como EL VALOR para presentar un film al gran público, hipotecó a las siguientes generaciones de espectadores. A la mía por ejemplo. Y pasó igual en otras disciplinas como la literatura o la música, que en vez de ofrecer sus trabajos con fundamento recurrieron a los millones de novelas o singles vendidos en una semana.

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Llevamos décadas viviendo tiempos obscenos y también surrealistas. El tema llegó a tales máximos que hasta un profesor de la Universidad de Oklahoma, Ramesh Sharda, diseñó un programa informático “para predecir si una película sería un éxito o un fracaso”. El tipo trabajó en este trasto durante siete años, se vio 800 películas y difundió su revelación al mundo empresarial diciéndole que siempre había que contar con siete criterios:

1. la clasificación de la censura (en USA), 2. la competencia con otros filmes en su estreno, 3. su reparto, 4. el género, 5. los efectos especiales, 6. el número de salas en las que se estrena, 7. si es una secuela.

¿Un buen guión? Eso no computaba, era intrascendente. Según informaba Elena Cabrera para ADN, “Dan Glickman, director ejecutivo, presentó a mediados de julio del 2007 My Movie Muse, un panel online para recabar los gustos de los espectadores y así saber qué películas tienen que hacer, o en qué películas no deben invertir". Nos hemos instalado en la locura. El sistema se tambalea, el cine de grandes presupuestos y campañas obscenas cada vez cuesta más, hay que invertir mucho más dinero para lograr éxitos sólo medianos, sólo para amortizar los escabrosos costes de las películas. Si el ex magnate de Disney Michael Eisner se pasó al negocio en red algo

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tiene que estar pasando. Llega otro modelo de negocio. Y otro cine con él. El fin del cine como lo conocimos. Dan igual las calidades de las películas, da igual que sirvan de algo a la gente además de embobarla con estupideces infantiles, da lo mismo cuidar la película durante tiempo, lo que importa es quemar, chamuscar el film, superar el último récord para pasarlo cada vez más pronto a los mercados que les esperan impacientes: los del DVD, la tele, los muñequitos y los parques temáticos. En la pura paradoja, Piratas del Caribe está basada en la atracción de un parque de atracciones de Disney, así que sus enormes réditos vuelven, en forma de más beneficios, a su origen inicial: el parque. David V. Picker, ejecutivo que trabajó en los setenta para United Artists, Paramount y Columbia, cuenta que hoy “la atención no se dirige ya al producto, sino a los resultados, al dinero que puede hacerse con ello, a los acuerdos que se requieren para conseguirlo y a cómo lograr el mejor trato posible. Eso no augura nada bueno para el contenido del material en la pantalla”. El buen cine se hace A PESAR del dinero. El cine necesita dinero para poder rodarse y estrenarse, pero demasiado dinero y la obsesión por el mismo, lleva a que veamos cada vez más películas amorfas, sin alma, sin estilo, sin vida, descaradamente diseñadas y fabricadas en cadena. Lleva a que hablemos sólo de dinero. Una vulgaridad.

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POLICÍAS CIBERNÉTICOS

“No se puede matar la cultura para salvar una determinada manera de entender la industria cultural.” (José Cervera, El Mundo.)

La palabra intelectual no casa mucho con la palabra propiedad, pero hay que reconocer que al hacedor de un guión, un film o una interpretación se le tiene que reconocer esa pertenencia, sólo suya, como aquel que tiene un televisor o un traje de sastre. El problema de la piratería ha hecho que los sectores de la industria y las sociedades de derechos de autor imploren a los gobiernos, del color que sean, del país que sea, para que actúe, y a la sociedad para que se conciencie del daño que hace el pirateo. El gobierno Zapatero, por ejemplo, reaccionó rápido con el Plan Integral en Defensa de la Propiedad Intelectual, con el que dijo iba a constituir un grupo policial específico sobre delitos relacionados con dicha propiedad. Dijo el gobierno que pretendía “concienciar sobre los efectos devastadores de la piratería desde el punto de vista cultural, económico y social”. Me parece de inocentes o de cínicos decir que la copia e intercambio privado de deuvedés daña a la sociedad y a su cultura cuando es todo lo contrario. El plan de Zapatero, que dijo implicar nada menos que a once de sus ministros, criminalizaba a todo el mundo y lo ponía a la altura de las mafias piratas. Y amenazaba, para colmo, con agilizar los juicios rápidos relacionados con estos supuestos delitos. Lauren Films, Manga Films, Twentieth Century Fox, Walt Disney, AGEDI, EGEDA, y SGAE denunciaron a la página Indicesharemula, que ofrecía información sobre la ubicación de los archivos que sus usuarios podían inmediatamente descargar de redes de intercambio de ficheros. Según la decisión judicial, bajar películas a través de

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las redes de intercambio de archivos no es delito, recordando a los denunciantes que si no existe lucro comercial, no puede apreciarse responsabilidad penal. Es muy grave que se demonice el intercambio de alta cultura o subcultura más rápido y democrático que se ha conocido en la historia de la humanidad, justo cuando la cultura está bajo mínimos. Paradojas. Internet se ha cargado a medios en papel y ha hecho mucho daño a distribuidoras o productoras, sí, pero como la imprenta liquidó a muchos amanuenses, el disco a algunos cantantes y a algunos locales, la tele a un buen grupo de dueños de salas de cine o la electricidad al gremio de fabricantes de velas. Como diría Carlos Pumares, no haberlo inventado. ¿Para qué se inventa el ADSL, la fotocopiadora, el casete, el video o la grabadora de deuvedés? No haberlo inventado. Entre las absurdas medidas preventivas del gobierno, el texto legal destacó que “se quiere conocer las razones que llevan a los ciudadanos a consentir el comercio y consumo de productos ilícitos, cuando no a consumirlos ellos mismos”. También quiso llamar la atención de la “connivencia existente entre las organizaciones que hay detrás de estas conductas con otra clase de delitos que sí generan un indudable rechazo social”. Todos conocemos las razones (comodidad y rechazo a los precios abusivos) y nadie piensa que el amigo con copiadora que te presta la copia pirata del bodrio que te negaste a ir a ver al cine o un clásico descatalogado es un peligroso aprendiz de Al Capone. Con polis y jueces sólo se pisa en falso. Un gobierno sensible y astuto debería buscar un nuevo modelo económico que en vez de poner cepos y multas a los nuevos inventos, los economizase y desarrollase mejor para que la cultura circulara todavía más y con beneficios alternativos. ¿Por qué no se hacen proyectos de ley para que las entradas de cine comunitario sean más baratas? ¿Por qué no para que los deuvedés piratas no

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puedan competir con unos legales más económicos y mejor editados? En España la SGAE ya impuso el vergonzoso canon sobre el CD aunque uno lo usase sólo para guardar sus archivos y pidió otro canon sobre el ADSL. ¿Quién es el ladrón, quién es el pirata? Entiendo que preocupe que el cheque de la Sociedad General de Autores haya adelgazado para muchos y que se despida a gente de productoras y discográficas, pero contra los cambios en los hábitos de consumo de la sociedad nada se puede hacer por la fuerza. Mientras la calidad de las películas baja imparablemente, también el mercado se tambalea, queda obsoleto, y el público sigue descargándose películas sin pasar por taquilla. Y lo ha tomado como una costumbre. Una costumbre cultural, pese a quien le pese. Se calculan en más de seis millones los españoles que descargan una media de 50 filmes al año cada uno, efecto que está arrasando con los beneficios de las salas, los productores, los distribuidores y los videoclubs. Es verdad que en España nos ponemos las botas, ya que somos el país de Europa que más películas se baja sin pasar por taquilla, pero lo que no es aceptable es que se diga que los que nos hacemos copias privadas somos piratas. Yo entiendo la piratería de otra manera. Si copio la obra de un señor y la vendo en mi calle, con evidente ánimo de lucro, soy un pirata, pero si me bajo una película que está en internet para verla solo no soy un pirata. Igual que cuando me grababa en cinta vinilos de los amigos para ahorrar (mucho) dinero que no tenía. ¿Afectó eso a la “cultura”? Todo lo contrario: a la mía y a la de millones la benefició y mucho, cosa que no hizo, no confundamos, con la industria discográfica del momento. Israel Nava, en su blog de cine, lo resumía muy bien: “Algunos productores prefieren defender su estatus en vez del estatus del espectador, que dicho sea de paso, somos

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todos. Y es que, en un mercado normal, el espectador decide el éxito de un producto. Por eso, a pesar de sentencias que dicen que si no hay lucro, no hay delito, ustedes (los productores) se empeñan en reescribir la ley y hacer que los espectadores que no consiguen convencer, los lleven a la cárcel“. ¿Y el siniestro canon? Como ya he adelantado, si en un CD guardo, por ejemplo, este libro, pago por canon ¡a otros autores! Si le demuestro a un juez que ese CD es mi libro, me tienen que devolver el canon. No se puede aplicar un impuesto “por si” copio a otro, “por si” soy un ladrón, “por si” soy un criminal. Es totalmente ridículo y aun peor: antidemocrático. El top manta es ilegal y sobre todo es de calidad ínfima. Dejen en paz el ámbito doméstico, el espacio privado, gobiernos e industrias. Mientras aplican ustedes cánones a diestro y siniestro, otros también se aplican: a más canon, más bajadas. En la rimbombante “Primera Mesa del Cine: Todos Contra la Piratería” llegaron a una rimbombante conclusión: las descargas son "el sida que corroe los cimientos de nuestra industria". En el mismo aquelarre, Pedro Pérez (FAPAE) sentenció: "los cimientos de la industria audiovisual autóctona están en riesgo. Sólo reaccionando desde dentro se pueden salvar y podremos seguir existiendo". Lo que no dijo el señor Pérez es que está en riesgo SU modelo de industria y que además está desfasado. Una de las progresistas soluciones de “Todos Contra la Piratería” fue, una vez más, la policial, la represiva, con más polis para perseguir al infractor. Hasta Carmen Calvo, ex ministra de Cultura, recalcó la importancia de las medidas policiales, con súper agentes expertos en piratería digital. Pero por muchas mesas y polis que vengan, el invento ya está hecho. Si a mí me cobran por el aparato, la transmisión y por los CDs, pago un peaje, y si no me aplico copiando y descargando sería tonto, que es lo que parece que nos llaman las altas instancias culturales europeas. Vamos, que además de ladrones, nos

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llaman idiotas. Yo copio, pero también compro, porque me gusta comprar con calidad y con precios asequibles a mi bolsillo, no abusivos. La solución no está en la represión, sino en los buenos catálogos, la buena distribución, los videoclubs con calidad y buen género o las salas de cine con precios más accesibles y más variedad en la programación. Y la solución, sobre todo, está en las BUENAS PELÍCULAS, que de eso nunca se habla, ni se hablará, porque casi no las hay. Los amigos de “Todos Contra la Piratería” saben que mucha gente se descarga películas por la red porque sospechan, con razón, que la película que se están bajando va a ser una bazofia por la que no quieren pagar, ni locos, 7 euros en una sala o 20 ó 25 en su versión en DVD. La gente le ha dicho a la industria cómo quiere escuchar, en qué orden, qué canciones, y le ha dicho que rechaza las sesiones y las colas en los cines. Los responsables de las empresas "culturales" deberían optar por hacer cosas sencillas, abaratadas, servir mejor a sus clientes y ofrecer calidad, no basura. Aprender o perecer. El viejo modelo de negocio está muerto. Y eso unos súper policías cibernéticos no lo van a arreglar. Se preguntaba el citado Carlos Pumares: “Si las películas las hacen en un ordenador, ¿por qué es delito verlas en un ordenador?”. Ángeles González-Sinde, Ministra de Cultura, llegó a declarar: “Debemos seguir peleando para que las descargas ilegales no nos hagan desaparecer, para que nuestros administradores comprendan que en el negocio de la red no pueden ganar sólo las operadoras de ADSL, mientras quienes proporcionamos los contenidos, perdemos”. Obviando que no imagino a decenas de miles de usuarios bajándose películas españolas, parece que algunos todavía no asimilan que en España, como en otras partes de Europa, no es ilegal intercambiar archivos si no es con ánimo de lucro. Se pretende criminalizar

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el mayor intercambio cultural de la historia y desde un ministerio de “cultura”. Qué cosas…

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CULTURA E INDIFERENCIA

“El visitante de un museo a menudo no está interesado en comprender un ideal de belleza. Simplemente acude al museo porque los medios de comunicación le han convencido. En nuestros días, para mucha gente, la tolerancia significa indiferencia.” (Umberto Eco.)

Los tiempos han cambiado desde que nuestros abuelos iban a ver esas películas “bonitas” diseñadas por los patrones de la Metro. Antes había una cultura de masas y lo intelectual pertenecía a sustratos sociales clasistas, minoritarios, elitistas. Hoy, en cambio, los “in”, los enterados, los eruditos pertenecen a un marco social muchísimo más amplio. Se cuenta que asistimos a la democratización de la “elite cultural”. Y es mentira. A la gente le dicen lo que es “cultura”, pero la realidad es que se ven películas sin ton ni son. Los que nos dicen en los reclamos comerciales qué se tiene que ver, se parecen cada día más a los que nos dicen qué es “lo cultural”. Hay un cine entendido como “comercial” o de mercado, con su top ten, pero también hay un top ten cultural, es decir: un ranking para enterados, el podium de los productos enrollados y de festivales, los de cierto cine iraní, indio, checo, coreano, nigeriano o francés. Hoy prima un falso respeto hacia eso que llaman “la cultura”, un respeto de pega, simulado. Este respeto es indiferente, como escribe Eco, porque nadie se juega, con un juicio valiente, el rechazo de los que diseñan la agenda de las compras o la del pensamiento cultural único. Si no tuviésemos a nuestro alrededor tantos manipuladores, más de uno podría diseñar su propia agenda cultural sin intromisiones externas. Por azar, como esos libros o vídeos inmortales que nos encontramos en una librería o un vídeo club por casualidad. Echémonos a temblar cuando un producto

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“cultural” o un productor “cultural” tienen un respaldo o un pesebre siempre seguro, porque el público en una democracia real, en un mercado real, nunca está asegurado. Es lícito ayudar a nuevos cineastas, como a nuevos filósofos, pintores, escultores, bailarines o violinistas. Es necesario, pero el veterano que ya ha sido respaldado, debe ganarse su estatus y a su público película a película. Sigue siendo una tragedia que no sólo la cultura esté teledirigida, sino que, además, haya sido secuestrada por unas gentes que se hacen llamar “sector de la cultura”. Se habla entre actores, directores y productores cinematográficos de “suicidio de la industria del cine”. Los europeos podíamos, se llegó a decir, hacer cine tan comercial como el de los americanos y competir con ellos. Ahora, en cambio, los productores y distribuidores “independientes” no dejan de llorar porque las salas las copan los productos norteamericanos y el cine europeo, la cultura europea, pierde una batalla tras otra. A mí no me gusta hablar de batallas ni contiendas culturales, prefiero hablar de luchas de mercado en igualdad de condiciones. Tampoco me agrada hablar de protecciones o de excepciones culturales. No acepto un gravamen gubernamental porque un cine se haga llamar “bien cultural”, que funcionarios me impongan lo que es “excepcionalmente cultural” o nos asignen el ideal de lo que es bello e instructivo. Hace años, los tres principales distribuidores españoles (los “independientes”) se juntaron en Madrid para quejarse ante los medios de comunicación. Las películas europeas, decían, perdían fuentes de inversión de manera preocupante. Si no se protegía el cine serio, ese “bien cultural de todos”, estaba abocado a su fin. La rentable Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) hizo público los resultados del estudio sociológico "Cinéfilos, videoadictos y telespectadores", en el que se reflejaban los hábitos de los aficionados al cine en función del sexo, situación laboral, estado civil o estudios. No decía nada nuevo: las mujeres se decantaban por películas

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“de amor” y los hombres por “las de acción”. También reflejaba que en cuanto a la clase social, los pobres prefieren el género dramático, mientras que los más ricos se decantan por las películas “de mensaje”. El estudio de la SGAE concluía con que casi el 50% de los españoles confesaba no acudir nunca al cine, y otro 25% admitía que lo hacía sólo de manera "esporádica". Y contra esto hay poco que discutir. Porque esta gente es la que manda y la que no va al cine pero tiene que pagar los films subvencionados que no verán en su vida. Y esa gente es también la que sostiene con sus sueldos a las deficitarias televisiones públicas y autonómicas (“Estamos con nuestro cine”, rezan sus campañas). La cultura no es política. No hay nada que proteger a no ser que, definitivamente, hablemos de INDUSTRIA y no de CULTURA cuando se trata de cine.

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EL JUEGO DE HOLLYWOOD

“Estamos ante un mercado que está cambiando. El nivel de dificultad para que una película adulta triunfe ha aumentado. La idea ahora es casar el talento con propiedades que puedan generar eventos mundiales y secuelas. Esta es nuestra prioridad”. (Marc Shmuger, director de Universal)

El cine, desde los tiempos del mudo, se ha tenido que reinventar una y otra vez. Muchos han anunciado su muerte, pero siempre ha estado ahí superando crisis graves. Ahora, en cambio, se enfrenta a un público joven (o rejuvenecido, o infantilizado) que lo abandona definitivamente por otras pantallas: la de los videojuegos, internet o el móvil. Y las que vendrán. A esto se le suma, además, una terrible crisis de talentos. Hay quien proclama que esta es otra gripe que pasará y que el cine se transformará como lo hizo con el sonoro o el color. Pero, ¿en qué se va a convertir ahora el cine? Cuando llegó la televisión, Hollywood la atacó con grandiosas superproducciones e inmensas pantallas que proyectaban en 70 milímetros y hasta con olores, pero hoy en día, y con la llegada de la tiranía de lo digital, saben que hasta la proyección en cine tal y como la conocemos (fotograma como soporte, cara distribución en salas y costosa gran sala) es algo que desaparecerá. Compañías norteamericanas ya han contratado a directores de prestigio para rodar films sólo para el mercado del DVD, fuera de las salas. Cambia el formato (del fotograma a lo digital), cambia la distribución y perecerá la exhibición que conocemos. Comentaba Álex Faúndez, en sus entretenidas crónicas en la revista Imágenes, que en Hollywood han saltado las alarmas: siguen bajando las recaudaciones y el mercado del DVD ya no es tan boyante como en otros tiempos. Para muchos, la razón

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principal por la que la gente vaya cada vez menos al cine no son los otros medios de la competencia, sino que la calidad de los films es cada vez más lamentable. Destaco aquí algunas de las acertadas reflexiones de Faúndez: “A finales de los 40, el 80% de los norteamericanos iba al cine al menos una vez a la semana. Tal cantidad se ha reducido a menos del 10%. En Hollywood llevan años dejando de lado al público más adulto, lo que ha causado una reacción en cadena en el momento en el que los más jóvenes han decidido no ir más al cine y, en su lugar, bajarse películas de Internet, verlas en sus consolas de videojuegos o, simplemente, distraerse con otras opciones. Hoy en día, una película llega al mercado del DVD menos de cuatro meses después de haberse estrenado en un cine. De este modo, mucha gente se pregunta cuál es la prisa en ver La guerra de los mundos en su primer fin de semana. ¿Razones de la crisis? El lanzamiento al mercado del DVD cada vez más pronto, estrenar películas al mismo tiempo que en Norteamérica, el buen tiempo, el terrorismo… y, por supuesto, LAS PELÍCULAS”. Muy parecido a lo que una ejecutiva de estudio de Hollywood, Amy Pascal, vicepresidente de Sony Pictures, expresó hace pocos años: “Es muy fácil para todos nosotros echarle la culpa al estado de las salas, al precio de la gasolina, a otros medios alternativos, cambios en la población y todo lo demás que me he oído decir a mí misma... Creo que tiene que ver con LAS PELÍCULAS propiamente dichas”. Según la firma Nielsen EDI, en las 10 primeras semanas de 2009, Hollywood aumentó su taquilla en un 8%. El aumento se cifró en número de espectadores y de dólares recaudados. Las estrellas de la cartelera fueron mediocridades como Lobezno, Noche en el museo 2, Terminator salvation, Superpoli de centro comercial, Venganza, Monstruos contra alienígenas y Fast & Furious. Con la llegada del verano tienes que elegir, para entretenerte, entre comedias españolas, comedias juveniles, comedias adolescentes o

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comedias infantiles. O entre pelis sobre robots que dominan la tierra, sobre coches que se transforman en robots o sobre coches robot que dominan la tierra. Un panorama ideal para leer más, recurrir a los clásicos o caer en alguna adicción que habías abandonado. Faundez, en Imágenes, retomaba el tema del incuestionable fin del cine adulto en Hollywood. Decía así: “Los ejecutivos de Hollywood llegaron a la conclusión de que si el público es tan idiota como para gastarse 323 millones de dólares en entradas para ver Fast & Furious, ¿por qué santa razón ellos deben invertir decenas de millones de dólares en guiones inteligentes, directores de renombre y actores con experiencia? El resultado, tal y como publicó ‘Variety’ en un artículo, serán más secuelas, más remakes, más adaptaciones de videojuegos… y al diablo con la calidad”. El actual cine comercial se mira en su espectador y lo mima, y su objetivo es no defraudar. La frase “Dar lo que pide el público” no ha tenido nunca tanto sentido. Como apuntaba Faundez, Universal ha llegado a acuerdos con dos empresas de juguetes rivales (sí, juguetes), Hastro y Mattel, para adaptar juegos y juguetes como el Monopoly (producida por Ridley Scott), Clue, Ouija, Hundir la flota y Majos Matt Mason (con Tom Hanks). ¿Qué nos daban pavor las adaptaciones de videojuegos? Pues toma dos tazas: llegan las adaptaciones de juegos de juegos ¡de mesa! Sigamos con Alex Faundez, porque cuando alguien está sembrado hay que aprovecharse de sus palabras: “Las encuestas previas al estreno de La sombra del poder demostraron que el público ya no tiene interés alguno en dramas adultos, algo obvio si se echa una mirada a la taquilla de este año, que muestra un asqueroso interés de las audiencias por comedias estúpidas y malas películas en general. Los ejecutivos de Universal Pictures, conscientes de que los más de 60 millones de dólares que han invertido en La sombra del poder serán muy difíciles de recuperar, indicaron a ‘Los Angeles Times’ que cada vez será más complicado para un director o productor

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convencer a un estudio para que financie cine inteligente y adulto. Y la culpa no es de Hollywood, sino de su público. Que quede bien claro”. Tiene razón este periodista, pero yo iría más allá: la culpa del fin del último gran Hollywood (años 70) fue de la industria, que quería más Tiburones y menos Toros salvajes, pero al menos Tiburón era magistral. Hoy la industria sólo existe para ese público nada exigente. Es su niñera. Nos quejamos de la falta de talentos y de la falta de talento de los que deben descubrir talentos, pero poco se habla del público. Poco se estudia la importancia que tiene para las decisiones empresariales esas legiones que abarrotan las salas para ver los blockbusters de turno, sus efectos digitales y esos personajes y tramas con la complejidad de un sacapuntas. Dicen los que saben de tendencias de mercado que hacia eso vamos: hacia un cine totalmente manso, infantil. Creativamente indigente. Pero dicen mal, porque eso ya no será cine. Eso será otra cosa. El ante citado Edward Jay Epstein confeccionó una aterradora fórmula en la que exponía las condiciones necesarias para que una película lograra producirse en la primera división del Hollywood actual. Si la repasan, casi todos los últimos grandes éxitos que conocen la siguen a rajatabla. Esta es la fórmula:

“1. Se basan en historias infantiles, tebeos, series, dibujos animados o, en el caso de Piratas del Caribe, una atracción de parque temático. 2. Presentan un protagonista infantil o adolescente. 3. Tienen un argumento parecido a un cuento de hadas en el cual un joven débil o incompetente se transforma en un héroe poderoso y decidido. 4. Contiene sólo relaciones castas, cuando no rigurosamente platónicas entre los sexos, sin desnudeces sugestivas, escenas sexuales, palabras provocativas, ni siquiera insinuaciones de pasión consumada.

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5. Presentan personajes secundarios estrafalarios o excéntricos que se prestan a la fabricación, mediante licencia, de juguetes y juegos. 6. Presentan los conflictos de maneras que sean suficientemente irreales e incruentas para recibir una clasificación no más restrictiva que la de PG-13. 7. Tienen un final feliz, con el héroe triunfando sobre los malos poderosos y las fuerzas sobrenaturales. 8. Utilizan animación convencional o digital para crear artificialmente secuencias de acción, fuerzas sobrenaturales y escenarios complicados. 9. Emplean a actores que no son grandes estrellas, al menos en el sentido de que no piden una participación en los ingresos brutos”.

El director Nacho Vigalondo incidía en la cobardía de los que deciden: “En Hollywood hay un exceso de cobardía. Cobardía, una palabra mucho más llana que ese concepto tan pomposo que es “crisis de ideas", pero mucho más ligada a la realidad”. Se siguen copiando millones de CDs y DVDs con obras sujetas a derechos de autor en el mundo. Los grandes estudios dejan de ganar billones de dólares anuales a nivel mundial. Aun así, la hegemonía de los grandes estudios cinematográficos en Estados Unidos (agrupados en la Motion Picture Association of America, MPAA), sigue siendo imbatible. Paramount Pictures (Viacom), Buena Vista (The Walt Disney Company), Sony Pictures (Sony), 20th Century Fox (News Corporation), Universal Studios (NBC Universal) y Warner Bros (Time Warner) siguen controlando el mercado mundial del cine y con éxito a pesar de la piratería. Y lo controlan con abusos, trampas y ejercicios de chantaje más o menos conocidos. El ya citado E. J. Epstein cuenta en su libro La gran ilusión: “Cuando la Warner estrenó Harry Potter y la piedra filosofal, que los cines creían que generaría públicos muy numerosos, exigió que los cines accedieran a

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exhibir tráileres de otras películas de la Warner. Y aunque los propietarios de los cines se quejan de la presión que se ejerce sobre ellos para que exhiban estos tráileres mucho antes de que se estrenen las películas, suelen doblegarse ante los grandes estudios”. Y esta es sólo una de las muchas “medidas de fuerza” (así las llaman los jefes de distribución) de los estudios. En verano de 2007 cuatro flojas e innecesarias películas superaron los 300 millones de dólares de recaudación: Spider-Man 3 (Sony Pictures, 336 mill $), Shrek Tercero (Dreamworks, 321 mill $), Piratas del Caribe: En el fin del mundo (Buena Vista, 307 mill $) y Transformers (Paramount, 302 mill $). La quinta entrega de Harry Potter (Warner Bros.) quedó atrás con 272 millones de dólares. Las cifras son millonarias, pero deben ser valoradas comparándolas con los obscenos costes de los propios films. Spider-Man 3, por ejemplo, tuvo un coste de producción de 260 millones de dólares (194 millones de euros) sin incluir su campaña publicitaria internacional, que asciende a otras decenas de millones de dólares. Ante semejantes despilfarros, es normal que se dude de la rentabilidad de la exhibición en salas y se estudie seriamente el “cambio a otras pantallas”. En pocos años viviremos la transición de la proyección tradicional a la proyección digital. Así lo explicaba el diario ADN: “El número de espectadores de una película de estreno depende, entre otros muchos motivos, del número de copias que se hagan para su exhibición, lo cual puede estar limitado por su alto coste. Pero con el cine digital el coste de la copia será 0. Las copias virtuales y la retransmisión vía satélite permitirán una mayor flexibilidad en la programación de los cines, cuyo reverso negativo consiste en que puede acortarse la vida de cada título y, con ello, las oportunidades de ver películas interesantes de menor demanda. El inconveniente reside en que para llegar a ese punto es necesario superar un primer problema de introducción de la infraestructura. En EE UU un proyector de cine de

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rollos de celuloide cuesta 30.000 dólares y tiene una vida de 30 años. En cambio el precio de uno digital está entre los 100.000 y los 500.000 dólares. Considerando lo rápido que evoluciona la tecnología, el tiempo de vida útil será mucho menor para estos aparatos. En ese país hay actualmente 3.000 pantallas digitales (de un total de 37.740) pero para llegar a las 40.000 que serían necesarias para hacer efectivo el salto tecnológico serían necesarios 10 años, según la Asociación Nacional de Propietarios de Salas”. En 2005 Steven Soderbergh estrenó Bubble simultáneamente en los cines y en el canal de cable HDNet (con la que se comprometió a coproducir seis films), y casi de inmediato lo comercializó en DVD. Lo que para un film de muy alto presupuesto -el llamado “film acontecimiento”- esto resultaría un suicidio comercial, para Soderbergh y otros colegas del llamado Indiwood era un nuevo concepto industrial que seguir. En declaraciones a Hollywood Reporter, Soderbergh, que ya trabajó con el cine digital en films industrialmente baratos como Full Frontal, declaró que “el modelo de los grandes estudios tiene que reestructurarse. Quiero que se vendan los DVDs de Bubble en la entrada de los cines”. En aquellas fechas, además de sus correligionarios, a Soderbergh se le unió el polémico Ken Russell, que declaró que la experiencia masiva de ir al cine “es como ir a la iglesia. Algunos necesitan la catedral llena de gente para orar, mientras que otros, como yo, vivimos en el medio del bosque. Yo sólo miro un árbol y, para mí, ésa es una experiencia religiosa”. Russell aseguró que pensaba distribuir él mismo sus films mediante su página web y el famoso sitio de compras online eBay. En el sector se hablaba ya de “producción vertical”: la producción y la distribución en manos del mismo agente. También se propaga la alarma basada en que el mercado debe renovarse. No es muy descabellada: el sector teme que su crisis acabe como la de la industria discográfica. De hecho, y esto a nadie le sorprende, una reciente

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encuesta demostró que la mayoría de los norteamericanos prefiere esperar a alquilar las películas que verlas en las carísimas salas (10 dólares la media por entrada). En España, EL PAÍS se hacía eco de esta “revolución” con el reportaje El cine se hace para el sofá. En él se resaltaba un dato llamativo: “Algunos analistas califican el estreno en salas como una fase más del lanzamiento publicitario de un film. Como un desfile. Muchos señalan que ya no se crean películas sino propiedades intelectuales explotables en varios formatos videográficos o merchandising entre ellos”. Es decir: la pantalla de cine es una pasarela donde la película desfila durante unos días (cada día menos) para posteriormente desarrollar todo un mercado basado en el auténtico negocio. De todas maneras, estos cambios que nos venden con exclusividad ahora, los están oliendo y estudiando concienzudamente los grandes ejecutivos desde hace años. El propio presidente de Disney, Bob Iger, auguró que se lanzarían DVDs al mismo tiempo que su estreno en el cine. ¿Y quién va a pagar por ir al cine para ver una película que esa misma semana saldrá en DVD y por televisión? En un futuro, algunos también verán el cine y la tele por medio de los móviles. Las ventajas para los mercaderes de la comunicación son muchas: su audiencia es totalmente fiable (se sabrá al segundo quién se baja los contendidos), todo el mundo tiene un móvil y la producción de dichos contenidos es mucho más barata y menos rigurosa al verse todo en una pantalla mínima. EL PAÍS se hizo eco de la primera serie para móviles producida por Amena y Globomedia. La descripción de Supervillanos fue la siguiente: “Hay tacos, abuelas ludópatas, padres calzonazos, madres que se colocan con limpia cristales, niños insufribles y chicas adictas al sexo”. Además, cada episodio sólo duraba tres minutos,

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es decir: pura sensación hecha por y para “divertirse” en el metro o en el bus, pura rapidez y futilidad. Sabemos también que con la cámara del móvil se pueden realizar películas. El director sudafricano Aryan Kaganof rodó y montó la película SMS Sugar Man, el primer largometraje rodado totalmente con móviles. El film fue grabado en 11 días con ocho cámaras de teléfonos móviles y con tres personajes. Escribió Atom Egoyan en 2006 que“mirar una película en la computadora no genera una experiencia comunitaria como el cine”. Los que pensábamos que el cine, a ser posible, había que verlo acompañado de gente y a oscuras en una gran sala, y no en un teléfono o en una fría pantalla de ordenador, estamos desfasados. Estamos acabados.

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LA LÁGRIMA

Si leen detenidamente estas frases que expongo a continuación, puede que les entren escalofríos: “¿Y si viviéramos un shock por culpa de un extraño aparato que permite manipular al antojo del espectador la propia escritura de la obra artística? ¿Y si la reconstrucción de la experiencia estética pasase por la construcción activa del propio arte? ¿Y si el analfabeto del futuro fuera el ignorante de los videojuegos?” (Luis Martínez, El Mundo.) Nadie puede imitar los rasgos de otra cara. Hasta un rostro sin movimiento, el de alguien dormido, es único e intransferible. Pero empecemos desde el principio. Si alguien ha leído un guión, si ha repasado sus frases antes de que pasen por la acentuación, respiración, voz, movimiento, tono, acento y expresiones de un actor, se dará cuenta de lo que es un mal intérprete o un animal de la pantalla y de lo injustamente transitorio de lo escrito. Aunque uno se crea Tennessee Williams, el diálogo siempre será un punto de partida. Igual ocurre en escena si leemos una obra de teatro. La diferencia entre uno y otro medio es que en el cine la interpretación está reforzada, y a veces mejorada, por la matemática del montador. Los actores, que dan voz, alma y vida a lo que está escrito en unos papeles, están hoy amenazados por los “vactors” o actores virtuales. Ya hay expertos informáticos que aseguran que los actores podrán ser sustituidos por actores virtuales en menos de una década. Una tal Aki, una falsa señora de escándalo, empezó todo “protagonizando” una de las grandes apuestas de la Columbia: Final Fantasy, una mediocridad que costó al estudio unos 27.000 millones de pesetas. Todo en ella, intérpretes incluidos, estaba generado por ordenador. Algunos actores, guionistas y directores empezaron entonces a preocuparse por esta amenaza informática. ¿Qué experiencia en emociones tiene un

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actor virtual? ¿De dónde puede sacar sus odios, frustraciones o risas? ¿De una base de datos? ¿De un programa de “sentimientos”? En el colmo del absurdo, la gran película Simone, de Andrew Nicol, protagonizó una polémica delirante. El film cuenta la historia de un productor de Hollywood llamado Victor (como Frankenstein) que se inventa a una estrella por ordenador, una mujer que no existe pero que es adorada por miles de personas. Pues bien, los responsables del film tuvieron que soportar una lluvia de quejas porque Simone… era una modelo de verdad llamada Rachel Roberts, una chica de carne y hueso. La gente se sentía defraudada porque querían a una Simone pixelada, no de verdad. Se prefería la réplica digital. La realidad molestaba a la ficción. Ya no se sabía diferenciar la una de la otra, como Simone. Estos son lo tiempos que estamos viviendo, tiempos de proyecciones donde uno no sabe si está viendo una película o está jugando con la consola. Y es tarde para el lamento. La industria cinematográfica en EEUU ya no depende del cine, sino de sus hermanos mayores. Del juego informático se pasa a la pantalla y de la pantalla al juego informático, y este tránsito se hace con una idea: lo que es rentable en la sala de juegos o en la Play es rentable en la sala de cine o en el vídeo club. Y al revés. Y sobre todo al revés. Cuando en los ochenta se abogaba por la democratización del cine gracias a la llegada de la informática, no se pensó que con el tiempo sería la informática la que cambiaría las estructuras de la industria y la haría más árida en ideas. Hoy los estudios de cine apenas son una tajada más del pastel de grandes conglomerados. Paramount puede ser propiedad de Gulf and Western y Fox parte del negocio de un magnate del petróleo llamado Marvin Davis. Los tiburones financieros de Wall Street se encargan de las fábricas de deseos (de comprar), no de sueños. El hecho de juntar las palabras sueño y fábrica sólo se les ocurre a los americanos. Hoy una película es la suma de sus formatos (cómics y juegos) y duplicaciones (remakes,

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secuelas y sagas). Me pregunto si los chavales que hoy tienen ocho años y juegan con las consolas aceptarán a los actores del píxel en vez de a los de carne y hueso. Ser o no ser, esa es la cuestión. No pretendo frivolizar: el tema aterra. Me dio un pasmo cuando vi la cara de Brando convertida en un muñequito en el juego de El padrino, desprecié a los creativos a los que se les ocurrió “resucitar” a Bogart o a McQueen para sus anuncios y me quedé de una pieza al enterarme de lo que hicieron con Jennifer Connelly en Diamante de sangre. Resulta que The Times descubrió lo lejos que están llegando estos “magos” de los ordenadores. En el montaje de Diamante de sangre su director, Edgard Zwick, pensó que una expresión de pena de la Connelly en el film era poco emotiva, que le faltaba algo tan sumamente vulgar como el lloro. Y sin que se le cayera la cara de vergüenza, Zwick llamó a Jeff Okun, creador de FX digitales, para que pusiese en la cara de la actriz ¡UNA LÁGRIMA FALSA! En declaraciones a The Times, un creador de efectos que podría perfectamente mostrarse sectario y gremial, dijo lo siguiente al enterarse de ese suceso: “Actuar tiene que ver con la honestidad del actor, y escenas como esa demuestran que no existe esa honestidad. Todo el mundo se siente sucio por actos como ese”. Yo entiendo que gracias a los efectos digitales un productor se ahorre un dineral en retocar una toma sin gastarse lo que cuesta repetirla, que se resucite a un actor muerto en pleno rodaje para no tener que arruinarse repitiendo todas sus escenas (como pasó en El cuervo con Brandon Lee o en Gladiador con Oliver Reed), pero poner una lágrima que no le ha salido a Jennifer Connelly no, eso no. Escribió Carlos Pumares en su blog: “Siento tristeza porque el cine se acaba. Yo puedo seguir disfrutando con Robin de los bosques y admirando a su intérprete ideal, Errol Flynn, o El prisionero de Zenda, con Stewart Granger. Desgraciadamente, hoy el éxito es 300, donde hasta a los

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actores les han manipulado su musculatura con un ordenador. En Los diez mandamientos de Cecil B. de Mille, miles de extras, caracterizados, niños, viejos, hombres, mujeres. Muchas cámaras. En 300 se dibujan en ordenador, y así mil ejemplos. No se ama la película, se ama al ordenador, la máquina que la ha hecho”. Nos anuncian con vanidad que con los ordenadores "ya se puede hacer de todo”, y ese es, precisamente, el peligro. Al poder plasmar todo lo que desees, el valor sugestivo de lo elíptico desaparece poco a poco. Si se olvida esto, uno de los puntales de la narración cinematográfica, el cine como muchos lo entendemos, se acabó.

“¿Es posible que un videojuego te haga llorar? Asociándonos con Spielberg vamos a estar mucho más cerca de la respuesta. Somos muy buenos diseñando videojuegos pero no contando historias. Pero no hay nadie que entienda tan bien como Spielberg cómo se hace. Ser capaces de utilizar su experiencia y combinarla con nuestra visión de la interactividad, dará una ficción más rica, personajes más profundos y un mayor sentido de la inmersión en el juego." (Declaraciones, en Los Ángeles Times, de Neil Young, responsable de la empresa de videojuegos Electronic Arts.)

El futuro del espectáculo cinematográfico está en la consola. Si los poderosos Steven Spielberg y Peter Jackson se apuntaron a la industria del videojuego, un negocio que ha superado en ganancias a los productos de Hollywood y a los de la industria musical juntos, es por algo. La industria del entretenimiento está pasando por una transformación que empezó a notarse en 2004. Ese año, y por primera vez, la venta de videojuegos alcanzó los 10.000 millones de dólares sólo en EE UU. Hollywood se quedó en 9.400 millones. El juego ganó al film. En 2006 las ventas de juegos sobrepasaron a la industria del cine en 3 billones de dólares en EE UU. Así, los

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cineastas ven cada vez más cerca el día en el que el cine capte más temas o estilos del videojuego y aun más: que el cine se fusione con el juego. El mercado es cada día más joven, el hombre de hoy está cada día más infantilizado. La industria global de la evasión quiere hacerle jugar en casa, en el trabajo, de vacaciones y en el cine. Jugar hasta desfallecer. Los viejos estados totalitarios, fascistas o comunistas, querían al hombre trabajando y odiando. Los “ismos” de hoy lo quieren trabajando y jugando. Las adaptaciones literarias, antaño base fundamental para el cine, convivirán en un futuro muy cercano con las adaptaciones de juegos y algún día llegarán a ser innecesarias, una rémora del pasado. Spielberg, gurú del negocio del audiovisual, anunció que dirigiría tres videojuegos para la empresa Electronic Arts sin cerrar la posibilidad de que los juegos se convirtiesen en películas. Peter Jackson, que supervisó personalmente el videojuego de la película King Kong, trabajó también en Universal, donde le convencieron para que produjese la adaptación del juego Halo, que trata sobre un soldado que tiene que luchar contra una invasión alienígena. Otros casos de colaboraciones entre el cine y el juego son los de The Matrix, donde los hermanos Wachowski colaboraron en el guión del videojuego, o George Lucas, que también mete mucha mano en los juegos relacionados con Star Wars. Lo cierto es que, desde aquel inocente film llamado Tron, de la Disney, los ejemplos de adaptaciones de videojuegos al cine han sido hasta la fecha realmente bochornosos. Para demostrarlo están la lamentable Resident evil o el bodrio Lara Croft: Tomb Raider, y su secuela. Electronic Arts, multinacional líder en el llamado “software de entretenimiento interactivo” también cometió (junto a sus cómplices en Paramount Pictures) el sacrilegio de comercializar un videojuego basado en la que quizá sea la obra maestra

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cinematográfica por excelencia: El Padrino. Esta “versión para el entretenimiento” en la que el pobre Marlon Brando hizo su última interpretación, contó con los mejores creadores, productores, directores de arte, diseñadores, arquitectos y directores audiovisuales del sector. El productor ejecutivo, D. DeMartini, declaró que “La franquicia El Padrino es una de las más queridas dentro del mundo del entretenimiento”. Dijo el comunicado de prensa de EA que gracias al juguete podrías “crear un personaje de la mafia y situarlo en medio de la acción mientras cumples nuevas misiones junto a los míticos personajes de la saga”. ¿Crear un personaje de la mafia?, ¿misiones?, ¿los Corleone tenían MISIONES? Transcribo literalmente: “Introdúcete en el mundo de la mafia y participa en golpes a grupos organizados, robos de bancos o misiones de extorsión”. Además, el guión del videojuego de El padrino es diez veces más extenso que en la versión cinematográfica. Mientras que el guión de Puzo y Coppola contenía 8.000 palabras, el videojuego contenía entre 80.000 y 90.000 palabras, ni más ni menos. El videojuego es de tal acabado que contó con más de 20 actores reales de la película. Junto a Marlon Brando están, por ejemplo, las voces y los gestos (“captura de movimientos” lo llaman los informáticos) de James Caan o Robert Duvall como el consigliere Tom Hagen, papel que el actor no quiso aceptar en la tercera parte fílmica pero que sí aceptó en su versión para la consola. “No es nada personal, es sólo negocio.” En el año fiscal 2005, la empresa que se encargó de este rentable sacrilegio registró ingresos de 3.100 millones de dólares gastados por el hombre-niño, el incansable jugador de nuestros tiempos. Si el inepto director Uwe Boll (Alone in the Dark, House of the Dead) insiste en seguir haciendo películas a partir de videojuegos, muy a nuestro pesar, no sé por qué no

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se iban a invertir las tornas. Eso mismo, ayudados por el relativo éxito de El Padrino: El videojuego, pensaron en Hollywood, y se destapó una especie de fiebre por reconvertir en juegos películas pseudoclásicas de éxito. Las puntas de lanza fueron Harry el sucio (de la mano de Interactive Entertainment y con las voces de Clint Eastwood, Laurence Fishburne y Gene Hackman) y Heat, hecho por Gearbox Software. Los juegos electrónicos representan la gran licencia para los estudios. La PlayStation 2 de Sony y la Xbox de Microsoft valen para jugar y para ver un DVD, así se fusionan el juego y la película basada en ese juego o la película y el juego basado en esa película. ¿Quién gana en ese paquete? Para el espectador mayoritario, el adolescente o joven, el juego. La razón es sencilla: los juegos duran mucho más que las películas y no piden demasiado al intelecto. En 2007, y sólo en España, los videojuegos facturaron 1.454 millones de euros. Las taquillas de cine, extranjero o nacional, 644. En mayo de 2008, un solo un videojuego, GTA4, había vendido 70 millones de unidades. En España, el consumo de juegos y consolas había crecido el 50%, de 967 a 1.454 millones de euros. Ante estas cifras, los consumidores y responsables del “arte” del videojuego se muestran arrogantes y retadores. En unas espeluznantes declaraciones a El Mundo, Gonzo Suárez, responsable del videojuego Commandos, decía entre risas: “El videojuego es un tsunami impío sin crueldad ni intención. No infecta ningún otro arte, porque se basta solo y obra con total impunidad. El jugador bulímico se relaciona con la máquina en soledad y, por tanto, impunidad. Puede matar y nadie le juzga. Además, los que juegan de verdad, y se gastan su tiempo y dinero, rondan los 35 años y los que opinan (los dueños de los museos) pasan de los 45”. ¿No le parece aterrador?

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SOFISTERÍA CONTEMPORÁNEA

“La estructura de la vida en nuestra época impide superlativamente que el hombre pueda vivir como persona.” (Ortega y Gasset.)

Vivimos bajo un nuevo control: el control moral y estético de los ofendidos, que han sustituido en el poder a los grupos religiosos. En España y en otros países, cada poco tiempo alguna asociación se queja ante la “ofensa” de un film generalmente porque contiene sexo o violencia. Ante estos ataques, ¿los cineastas se lo piensan cada vez más antes de arriesgarse a ofender a sexos, razas, religiones o ideologías? Por supuesto. Y esto afecta a las películas, cada vez más amables, dóciles y mansas. El cine ofende a ciertas mentes desde hace décadas. En los años setenta, Sam Peckinpah escandalizó con su film Perros de paja, en el que una mujer era violada por su ex novio sin que el espectador advirtiese la línea entre el maltrato y el goce sexual de la muchacha. En esas mismas fechas, Stanley Kubrick tuvo que retirar La naranja mecánica -que incluía un coro de Cristos bailarines con las manos sangrantes, y salvajes violaciones- porque se consideró un film ofensivo y una apología de la violencia. Kubrick tuvo el valor de defender (que no disculpar) a su desquiciado personaje frente a un sistema mucho más violento e inhumano. También en los 70, Marlon Brando lubricaba con mantequilla a Maria Schneider en El último tango en París. En los 80, la película Henry, retrato de un asesino fue tachada de violenta y pornográfica. Hasta Nanni Moretti la denunció en una de sus ficciones: Caro Diario. El escándalo también vino de la mano de Kids (adolescentes copulando sin condón y colocándose como ratas) y de la adaptación al cine de American Psycho, el polémico best seller de Bret Easton Ellis. Y estas son sólo algunas muestras de lo que ha

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dado el cine. El tema daría para un interesante libro con un capítulo entero dedicado, por ejemplo, a Luis Buñuel, auténtico azote cinematográfico del catolicismo y la burguesía. ¿Por qué perdemos el tiempo con la ficción cuando no tenemos ni idea de entender, respetar, afrontar o mejorar la realidad? Es penoso que seamos tan falsos con la violencia, tenga el carácter o el género que tenga, que la violencia íntima se vea como una epidemia que combatir, como un mal que debe fumigar un remedo de organismo perteneciente a algún ministerio, ONG o fundación. Sam Peckinpah, director conocido y criticado por el uso estético de la violencia en sus films, logró explicar que todos somos violentos según la circunstancia y que, en definitiva, no debemos aislar la violencia de forma pacata, como algo ajeno al hombre, ya que es algo completamente asociado a él, tanto como el amor. Su film más polémico fue el citado Perros de paja, basado en una novela de Robert Ardrey. El film llegó a ser tachado de “fascista” por algunos imbéciles. Curiosamente, Peckinpah aceptó rodar Perros de paja tras descartar Deliverance, otra película de los setenta de alto contenido violento y con un discurso narrativo parecido. Contó Peckinpah que aceptó hacer Perros de paja porque le interesó la idea de “mostrar a un supuesto pacifista que no tiene ni idea de los sentimientos y la capacidad para ser violento que hay dentro de él, que son precisamente los sentimientos que él desprecia de la sociedad. El mejor ejemplo de esa clase de persona es el tipo de izquierdas que dice que está en contra de la guerra y de la violencia y que luego va a ver combates de boxeo o los partidos de fútbol y grita como un poseso. No tiene ni idea de la contradicción que está viviendo”. Tras el estreno de Perros de paja, Peckinpah recibió una carta del novelista Robert Ardrey. Entusiasmado tras leerla, la enmarcó en

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su despacho. Decía así: “Hasta que tengamos el valor de apreciar la realidad humana en su totalidad, tenemos pocas posibilidades de mejorar la condición humana. Ésta ha sido la idea que ha servido como inspiración para la totalidad de mi obra. Una parte de esa realidad humana consiste en nuestra propensión a la violencia, algo que aparece en toda la historia de la humanidad, desde los muros de Jericó hace 9.000 años hasta el periódico de hoy. Confío en un futuro en el que el hombre acepte el conflicto que existe en cada corazón. No confío para nada en un futuro dominado por aquellos que son tan sentimentales o tan cobardes, tan lobotomizados o tan marcados por el dogma ideológico que no tienen otro recurso que el grito sin sentido de “fascistas” cuando se les mencionan verdades incómodas. Puede que Peckinpah exagere, pero también lo hacía Eugene O’Neill. También yo lo hago a veces cuando tengo que defender lo que me parece que es la verdad. Porque esa exageración sería un error si no nos enfrentásemos a la gruesa coraza de la sofistería contemporánea”. ¿La de Peckinpah y tantas otras películas son una ofensa? ¡Pues claro que lo son! La provocación ha sido un elemento artístico desde hace siglos. Y en el cine podemos remontarnos hasta los años treinta, cuando Buñuel lanzó a un obispo a través de una ventana en La edad de oro, o hasta los sesenta, cuando quemó una corona de espinas y convirtió una navaja en crucifijo en Viridiana. Decía Ortega: “Es pura inercia del 'progresismo' suponer que conforme avanza la historia crece la holgura que se concede al hombre para poder ser individuo personal”. Estamos en pleno retroceso. Actitudes represivas como las de los ofendidos y sus cómplices políticos son un indicativo de lo que ya está ocurriendo en otros órdenes, y lo que puede estar por venir.

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CENSURA RELIGIOSA

“De lo que tengo miedo es de tu miedo”. (William Shakespeare)

El político alemán Edmund Stoiber, al ver el film, consideró indignado que era “una película racista e irresponsable, que no favorece la integración sino el odio”. Lo curioso es que no hablaba de una de Van Damme, Steven Seagal, Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger, sino de El valle de los lobos, brutal película que arranca con la irrupción de unos soldados de los USA en una boda que festejan pacíficamente turcos, kurdos y árabes. Los yanquis podan medio árbol genealógico y hasta el novio es asesinado de un disparo en la cabeza. Es entonces cuando hace su aparición el conocido como El Rambo Alemdar, vengador turco, castigador de los EEUU. El filme, que hace referencia a la prisión iraquí de Abu Ghraib y enseña cómo a un preso le extirpan órganos o un atentado suicida, arrasó entre los jóvenes germano-turcos, que fliparon en pantalla grande con su héroe, el agente Polat Alemdar, personaje llevado al cine tras el éxito de una serie de televisión sobre el mismo tiparraco. El valle de los lobos fue la producción más cara de la historia del cine turco hasta entonces, costó 8,4 millones de euros y resultó un éxito: logró sólo en Alemania casi 266.600 espectadores y se estrenó en Rusia, Estados Unidos, el Reino unido, Egipto y Siria. Mientras, los políticos se rasgaban las vestiduras y pedían la retirada del film, pedían censura. Políticos conservadores alemanes requirieron que se retirase el film por considerar que fomentaba los sentimientos de animadversión contra EEUU y Occidente, y la principal asociación de judíos de Alemania también pidió su retirada de las salas por su contenido antisemita. La comunidad germano-turca, en cambio, se pronunció contra la prohibición.

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Stoiber, el político antes citado, pidió una respuesta al gobierno turco: “Tras el positivo papel de Turquía en la polémica suscitada por las caricaturas de Mahoma, ahora sería necesaria una declaración de rechazo hacia esta película que fomenta el odio hacia Occidente”. Hemos estado décadas soportando las salvajadas racistas, sexistas y patrioteras de los Rambos norteamericanos de turno y ningún político occidental demócrata tuvo entonces los redaños de pedir al presidente norteamericano que cerrasen las salas de cine donde se proyectaba una de Chuck Norris. En noviembre de 2004 el cineasta holandés Theo Van Gogh, que estaba rodando, paradójicamente, un film sobre el asesinato del político holandés Pim Fortuyn, fue apuñalado y acribillado a balazos en Ámsterdam por un integrista. En 2002 Theo Van Gogh había realizado una película sobre el Corán y la sumisión de la mujer sobre un guión de una parlamentaria liberal de origen somalí llamada Ayaan Hirsi Ali. Tras su estreno, recibió amenazas de muerte y tuvo que recurrir a la protección policial. El primer ministro holandés, Jan Peter Balkenende, dijo tras su asesinato que Theo Van Gogh era "un campeón de la libertad de expresión" y que "sería inaceptable que la libertad de expresión fuese el origen de este brutal asesinato". El caso es que lo fue y todos deberíamos recordarlo. Duraron meses los coletazos de las polémicas caricaturas de Mahoma que causaron la quema de embajadas y hasta de la bandera española. En aquellos días, la respuesta del presidente Zapatero en el International Herald Tribune fue terrible. Zapatero habló de respeto y metió en el mismo saco a los asaltantes de edificios diplomáticos y a los “confundidos” caricaturistas. Indignante es poco para definir lo que este político y una parte de sus piropeadores mediáticos plantearon en un ambiente que pedía a gritos firmeza. Pero no tanto una firmeza política, policial o militar, sino

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artística y moral. Llevamos siglos riéndonos de reyes, dictadores, presidentes, condiciones sexuales o religiones y a veces a costa de la cabeza, el puesto de trabajo o un buen susto a quien hacía el chiste. Ahí está la revista satírica El Jueves para demostrarlo en pleno siglo XXI. En 2006 bastante teníamos con la censura empresarial de los grandes poderes financieros como para dar al rebobinado y volver a la Edad Media implantando la censura religiosa. Hay que ser firmes, deberíamos poder burlarnos prácticamente de lo que quisiéramos. Y es el gusto particular, o llegando a mayores un juez, quien dirime qué es ofensivo o no lo es, pero es muy peligroso que sea el miedo el que censure nuestras películas. Hay terror a la respuesta de los fanáticos. Y ese miedo está haciendo que pongamos al mismo nivel a los creadores (nobles u oportunistas, eso ya da igual en esta situación) y a los fanáticos. Estos ejemplos no son otra cosa que la consecuencia del preocupante debilitamiento moral que vivimos.

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CINE CLÍNICO, FICCIÓN SANA

“La posesión de la salud es como la de la hacienda, que se goza gastándola, y si no se gasta, no se goza.” (Quevedo.)

Han pasado muchos años desde que la MPAA (Motion Pictures Association of America) obligaba a los directores a rodar sus escenas de alcoba con camas separadas, pero no hemos evolucionado tanto como pensamos o nos venden. Otro signo de los tiempos que vive eso que llamábamos cine es su inmersión en la vida sanitaria, la obligada existencia saludable, la esterilizada sociedad del bienestar. Las pantallas se llenan de sosos mancebos y lolitas, de juveniles seres puros y sanos, ya no abundan los seres imperfectos, los actores mayores o sencillamente maduros, seres con defectos. En definitiva: al cine actual le falta gente gastada, gente real, gente de verdad. El cine comercial cada día se parece más a un correcto spot publicitario, a un videojuego o a un video clip. Imaginemos la situación. Un guionista que está adaptando a Chandler empieza así su relato: “Secuencia 13. Atardecer. Oficina. El seco atardecer entra por las sucias ventanas de la vieja oficina de Marlowe. Cansado de la rigurosa pero ineficaz vigilancia de esa tarde, se sienta en su sillón favorito y enciende un pitillo sin filtro”. Bueno, pues dentro de poco esto podría ser ciencia ficción. La brutal intolerancia contra los que fuman tabaco, la ridícula caza de brujas a la que se los somete, ha llegado a tal límite de idiotez que hasta la pantalla de cine es algo perverso para los furibundos antitabaco. Ciertas asociaciones, respaldadas por altas estancias políticas, siguen clamando por prohibir contenidos cinematográficos en los que aparezca alguien fumando.

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Es curioso que los que siempre ayudan en este tipo de majaderías opresivas sean siempre esos “rigurosos” estudios que claman por la salud de todos sin contar con los susodichos. Sin ir más lejos, la Universidad de California aseguró que hoy sale más gente fumando en la pantalla que en los años cincuenta. Los estudiosos en cuestión contabilizaron el número de ocasiones en las que aparecen pitillos, puros o porros. Decían los investigadores de la C.U.: “Mientras hace medio siglo había poco más de 10’5 planos relacionados con el tabaco cada 60 segundos, ahora se llega casi a los 11, uno cada 5 minutos aproximadamente”. Resaltó F. Viladevall para El Mundo que un tal A. Glantz dijo, sin inmutarse, que el 80% de las películas actuales son “apologías del tabaco”. Y el tipo daba hasta nombres como El aviador, ambientada en los años cuarenta, época en la que se fumaba, y mucho. A tal punto llegó la paranoia antitabaco, que a ciertas estrellas del cine les llegaron a diario miles de cartas pidiendo que dejasen de fumar en la pantalla y fuera de ella porque daban “mal ejemplo”, como si dar buen ejemplo fuese su trabajo. Y hay más: un grupo fundamentalista montó una web llamada www.scenesmoking.org en la que ofrecían un listado de películas con fumadores y escenas con tabaco ¡y pedían su eliminación! ¿Se imaginan una web con un listado de películas con armas de fuego y asesinatos para que sean eliminadas por considerarse apología de la violencia? Resulta paradójico que estas asociaciones denuncien la imagen contra la salud que da el cine y no lo hagan con la imagen que da el cine sobre los modelos de pareja, los modelos políticos y de poder, el mundo empresarial, el consumo, etc. Pongamos un ejemplo: En busca de la felicidad, con Will Smith. En esta historia, Smith es un comercial en apuros que camina por la calle y descubre a unos brokers saliendo de su trabajo con caras de extrema felicidad. La cámara lenta subraya

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el descubrimiento del pringado Smith cuando, obnubilado, observa caminar a los radiantes yupies. Así que Smith decide ser como ellos, porque ellos representan lo que él entiende por felicidad. Es decir: ganar mucho dinero. El resto del film, ambientado en la feroz era Reagan, es una odisea que mezcla penurias económicas y la eficacia de Smith a la hora de hacer la pelota a sus superiores. El mayor peligro de En busca de la felicidad es su discurso, esa simpleza que reza “Si quieres, puedes”. O en palabras de su guión: “Si tienes un sueño, ve a por él. La gente que no lo consiguió te dirá que no lo lograrás, pero si tienes un sueño, persíguelo, y punto”. En busca de la felicidad forma parte de dos tendencias ya viejas en el cine de Hollywood: relacionar felicidad con ganar dinero o una posición social y la obsesión por rematar historias oscuras de forma extremadamente positiva. Gobiernos y organismos de toda condición denuncian lo perjudicial que resulta el cine cuando muestra a gente follando sin condón, disparando, consumiendo cocaína, haciendo humor irreverente, fumando o bebiendo, pero nadie denuncia lo peligrosísimo de mensajes como el de esta y otras películas. Y mientras día, tarde y noche vivimos una avalancha publicitaria que nos dice dónde tenemos que ahorrar, sudar, comer, jugar o viajar, los vigilantes del gran gobierno europeo se dedican a vigilar si en las películas la gente fuma. Un organismo llamado Red Europea para la Prevención del Tabaco (la ENSP) emitió un comunicado de prensa en el que se hacía eco de varios estudios publicados recientemente en EEUU. Seguro que ya han adivinado de lo que hablaban los estudios: la exposición a imágenes de fumadores en pantalla ayuda a que los niños y adolescentes sean fumadores el día de mañana. Y seguro que también han adivinado lo que propuso la ENSP: medidas “disuasorias”, o sea: represión. Estas son las cinco medidas:

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1) Requerir a los productores que en películas en las que aparezca alguien fumando certifiquen que ni ellos, ni nadie del equipo de la película ha recibido algún tipo de compensación por parte de la industria tabacalera para que tal cosa ocurra. 2) Que se emita un spot anti-tabaco delante de cualquier película que muestre un fumador, sea cual sea el modo de exhibición (salas, TV, DVDs…). 3) Asegurarse de que ninguna marca de tabaco es visible en la película. 4) Que las “películas con fumador” sólo puedan ser vistas en los cines por menores de 18 años si van acompañados de un adulto. 5) Que se prohíba la aparición del tabaco en cualquier película financiada con fondos europeos. Y hoy sigue en marcha la maquinaria burocrática de la Unión Europea, avanza la cauterización del hombre en nombre de la sanidad, la ciencia a la que atacaba Buñuel y la llamada “sociedad del bienestar”.

¿Usted cree que debe glorificarse el alcohol? - No más que cualquier otra cosa. - ¿Beber no es una enfermedad? - Respirar es una enfermedad. - ¿No le parecen repugnantes los borrachos? - Sí, la mayoría lo son. Al igual que la mayoría de los abstemios. - Pero, ¿a quién le puede interesar la vida de un borracho? - A otro borracho. - ¿Considera que beber en exceso es aceptable socialmente? - En Beverly Hills, sí. En los barrios bajos, no.

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Han pasado ya años desde la breve entrevista que acaban de leer a Charles Bukowski en el estreno del El borracho, y se sigue abusando del alcohol en Beverly Hills. Mel Gibson, en libertad provisional por conducir contento, dijo a unos polis que “los judíos de mierda son responsables de todas las guerras del mundo", algo que debió de encantar a los amos de Hollywood y a sus rabinos. Uno de los últimos en caer fue el sanote y enrollado profe de El club de los poetas muertos, Robin Williams, que comenzó un tratamiento para dejar la botella. Decir, falsamente escandalizado, que muchas estrellas de Hollywood se emborrachan, es hipócrita. ¿O hay quien piensa que rezan sus oraciones en la caravana del estudio? Medio Hollywood se ha emborrachado de toda la vida. Algunos hasta hacían del alcohol un arte, como W. C. Fields o Dean Martin, que no era alcohólico, pero fingía sus borracheras en sus legendarias actuaciones en las que también fumaba como un carretero. Hoy Dean hubiese sido vetado y denunciado por hacer en sus actuaciones apología del alcohol y el tabaco. El alcohol y Hollywood han sido fieles aliados desde su fundación. Los escándalos de los años 20 y 30 eran mucho mayores que los de hoy, auténticas minas de oro para los cotillas oficiales, generalmente moralistas e hipócritas. La llegada del sonido fue la causante de miles de cirrosis. En los felices tiempos pioneros, el cómico Fatty Arbuckle fue falsamente acusado de haber introducido una botella en la vagina de una amiguita hasta matarla en una orgía. Conocida fue la afición al alcohol de Ford, Bogart, Chandler, Barrimore, Huston, Sinatra, Gardner, Monroe, Wood, Rooney, Taylor, Burton, Tracy, Gable, Garland, Clift, McQueen, Peckinpah, Hopper, Nicholson, Belushi... Todo este cuento con el alcohol en portadas o notas “de sociedad” revive la eterna y mojigata cuestión de creer que los de Hollywood son referentes morales o un

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ejemplo para los demás mortales. Allá usted si cree que Judy Garland, que hace de niña repipi en El mago de Oz, no tiene derecho a agarrase una toña al llegar a su mansión. ¿Quién es nadie para juzgarles fuera de lo que son, de lo que fingen ser, de lo que hacen para entretener a la gente y embolsarse unos millones por ello? ¿O son, en el fondo, los millones los que nos ponen a parir y en alerta? Aunque la censura en España quedó abolida en 1977, organismos oficiales, universidades y otros grupos “culturales” y “sociales” parecen hoy empeñados en meter la zarpa en la ficción en pos de la salud del ciudadano o la buena imagen de sus defendidos. Y eso hace daño al cine y genera autocensura. Se avecina una liga pro cine clínico o ficción sana. Al tiempo. Pedro Almodóvar, por ejemplo, vio cómo un estudio de la Universidad Ramón Llull publicaba una sorprendente revelación: el consumo de drogas ocupa el 14 por ciento de sus películas. Conclusión de estos estudiosos que no tenían nada más útil que hacer: Almodóvar incita a colocarse a sus espectadores. Respuesta del director: “Es como si nos acercáramos a la obra de Scorsese y contabilizáramos que más del 60 por ciento de sus personajes son gángsters o delincuentes, poseen armas y las utilizan con frecuencia. Por lo cual habría que denunciar al Sr. Scorsese como miembro del Crimen Organizado, ya que muestra a sus personajes como seres humanos y no como los monstruos que son”. Y aquí no acaba la cosa. Datos de la OMS dijeron en su día: “Un tercio de las películas dirigidas a adolescentes y una quinta parte de las destinadas a niños contienen escenas en las que aparece gente fumando. Esto ha sido detectado también desde 1988 a 1997, en el 85% de las 25 películas más taquilleras de Hollywood”. En el “Día mundial sin tabaco”, Ana Pastor, entonces Ministra de lo Saludable, advirtió del “límite entre la libertad de expresión de los cineastas y la posible publicidad encubierta del tabaco”. ¿Viviremos en el futuro un cine esterilizado, higiénico, libre al fin de

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mensajes que perjudiquen nuestra salud? Propongo un serio, documentado y generosamente subvencionado estudio sobre el tema.

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FREAKS

“La segunda peor cosa que pueden decirme de una película es que tiene un buen guión.” (Jordi Costa, crítico.)

Un evidente síntoma de la decadencia que vive el cine es el fenómeno Freak, término que hasta hace poco sólo relacionábamos con una gran película de terror en blanco y negro. Desde hace años se celebra en España una cosa llamada Día del Orgullo Friki, iniciativa que decidió que el 25 de mayo fuese el día en el que todos los frikis del mundo reivindiquen, orgullosos ellos, su condición. La fecha fue elegida por ser el día del estreno de La guerra de las galaxias en 1977. Hasta hoy, la cultura a secas y la “cultura basura” o freak habían estado muy separadas y diferenciadas. Incluso cuando la cultura a secas se nos antojaba pura basura. Pero hoy los dos mundos se están uniendo, o lo que es peor: uno puede estar tragándose al otro. Lo freak, lo basura, lo trash, está logrando categoría de arte o sustituyendo a lo que antes conocíamos como “mundo intelectual”. Los monstruos piden respeto, la basura exige comprensión. Mientras la genialidad aparece rara vez, las paradas de los monstruos se multiplican, se intelectualizan y crean su propia semiótica. La palabra freak lleva mentalmente a aquella gran película de 1932 dirigida por Tod Browning. Los freaks en esa película ambientada en un circo no eran los enanos o las mujeres barbudas, sino una bella acróbata y un fuerte domador, dos auténticos miserables. ¿Quiénes son ahora los freaks? ¿El cine freak… o su público? Vivimos una globalización freak, una campaña pro respeto de lo monstruoso. El producto basura tiene hoy categoría intelectual, orgullo y licencia pública. Y se ofende si le llamas basura.

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La mierda no es tan mierda porque nos hemos olvidado de la verdadera belleza y de alguna manera hay que justificar lo que vemos y leemos. ¿Qué se puede esperar de nuestros tiempos si al antaño serio y sensato festival de Venecia se le ocurrió la idea rendir homenaje al spaghetti western, generalmente infame subgénero de los sesenta con títulos como Oeste Nevada Joe o Las malditas pistolas de Dallas? Lo comentaba el crítico Carlos Boyero: “Es como si al festival de San Sebastián se le ocurriera rendir un tributo al cine de Mariano Ozores o al de Cine de barrio de TVE sólo porque fueron películas populares en su momento”. ¿Qué se puede esperar de nuestros tiempos si el mediocre director Jesús Franco recibe el Goya de honor en 2009? ¿Qué se puede esperar cuando somos testigos de un premio a Sylvester Stallone en la 66ª edición de la Mostra de Venecia, un galardón (el premio honorífico Jaeger-LeCoultre Glory to the Filmmaker) que lo consideró “un autor de un cine visiblemente muy original y lleno de ternura", un creador que “ha explorado las zonas más claras y las más oscuras del llamado sueño americano"? A esta confusión hemos llegado. La crítica puede ver algo subversivo y vanguardista en un mamarracho que se presenta a Eurovisión, en Mortadelo y Filemón o en Torrente. Uno de estos conocidos críticos, articulista en el gratuito ADN, Jordi Costa, fue nombrado hace unos años comisario de la exposición “Cultura basura”, nada más y nada menos que en el Centro de Arte Contemporáneo de Barcelona. En el “divertido viaje” que prometían estos modernos, nos encontrábamos las obras de Ed Wood, nombrado con cierta justicia “el peor director de la historia del cine”. Las pinacotecas de antaño no son ya nada cool. Tampoco las apolilladas filmotecas. Todos somos monstruos y cabemos en el museo. Pasen y vean. Por esas salas pulularon los sacerdotes de la modernidad que proclamaban que la “cultura basura” es tan válida

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como un Goya o un John Ford. Tipos inteligentísimos que se declaran fanáticos y expertos en el cine de Jess Franco o Paul Naschy. Su tesis es sencilla y eterna: ¿Qué es de buen o mal gusto? ¿Quién dice qué es arte? La respuesta puede ser más sencilla aún: tú mismo. Siempre que seas sincero y no utilices tus preferencias o tu estudiado personaje mediático como vil coartada intelectual. Ante el vacío de nuevas ideas, aburrido y hastiado, yo mismo leo y veo mucha basura, y a veces hasta mato el aburrimiento con ella. Pero no por eso me justifico con un discurso posmoderno cogido con pinzas. Nunca he coincidido con Jordi Costa, señor al que le gusta mucho el cine malo y casposo, ese cine Z que puede divertir, pero que siempre ha querido elevar a una categoría cultural que no merece por mucho que se empecine. Que a uno le guste la caspa y la basura o que ponga muchas estrellitas a bodrios inconmensurables me da lo mismo, allá cada uno con sus oscuras aficiones. Por lo que no paso, y esto fue el colmo, es por el borrico atentado a mi inteligencia que perpetró Costa en las páginas del diario ADN. Costa publicó en la contraportada un articulito poco trabajado titulado ‘Contra el guión’. En su habitual confusión mental, el crítico defendía que el trabajo del guionista está demasiado sobrevalorado, que no es para tanto la cosa de escribir películas, vamos. Decía que la definición de cine es “lo que no está en el guión”. “Vivimos en unos tiempos en que los profesionales del medio creen que es el guión lo que conseguirá detener la agonía de este arte que morirá joven y sin haber explotado todas sus posibilidades expresivas.” Podrás tener una gran apuesta visual y transgresora, y unos actores que ni Charles Laughton, pero sin historia no tendrás ABSOLUTAMENTE NADA. O basura, que es lo que le debe de gustar a Costa, autor de Mondo Bulldog. Un viaje al Universo basura.

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Atención al gran remate del artículo: “La deificación del guión tiene la culpa de que, por ejemplo, hoy los cinéfilos recuerden mejor al chocarrero (o sea: grosero, ordinario, bufón…) Billy Wilder que al refinado maestro Lubitsch” (que según el docto Costa, la cosa del guión no le interesaba demasiado). Para escribir esto hay que estar muy mal informado, hay que ser muy ayuno o hay que tener la cara más dura que el mármol.

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SUGERENCIAS

“Lo mismo que las especies animales, en el cine desaparecen los sentimientos y las ideas. Sencillamente, ya no pueden alimentarse con su medio ambiente. Creo que se trata de un problema de alimentación, de la alimentación de los sentimientos y de las ideas.” (Jean Renoir.)

En un mundo donde disminuyen los sentimientos y las ideas se hace un cine sin sentimientos y sin ideas. Por eso nos rodea la obviedad y la chabacanería, por eso el poder de la sugerencia es otra de las grandes y más peligrosas pérdidas del cine actual. Voy a empezar este capítulo valiéndome de la anécdota de otra persona, de la experiencia de un amigo. Resulta que un colega que comparte conmigo esto de la pasión por el cine alquiló en DVD una comedia romántica de relativo éxito. Encendió el aparato y se puso a ver con una amiga la película en el sofá de su casa. Los dos quedaron enseguida sorprendidos por lo que vieron: una historia llena de sutilidad, plagada de guiños inteligentes, descripciones visuales y elegantes de los personajes y una planificación y diálogos nada redundantes. Les estaba gustando muchísimo la película hasta que… FIN. Se acabó. Al minuto 50, la película terminó. ¿Un mediometraje comercial? No era posible. Se levantaron de su poltrona y ojearon la carátula. O lo que decía la caja estaba mal, o el DVD era defectuoso. Al volver a encender el electrodoméstico, se dieron cuenta de que se habían perdido, no sabían por qué, los primeros minutos del film. Arranque y planteamiento. Casi nada. Chafados, empezaron desde el principio. ¿Qué pasó entonces? Que la película les pareció una más, por no decir un aburrimiento. Con los 50 minutos era casi una obra maestra, con el resto del metraje se hacía larga y previsible. ¿Cómo era posible? Fácil: porque lo que en la

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primera proyección era todo sugerencia, en la segunda quedaba todo explicado y mascado. Es decir: el espectador no construía nada, no intuía, no imaginaba, se le daba todo hecho, explicado. Cito esta anécdota robada porque me parece que aclara muy bien por dónde va el cine de hoy. Actualmente no sólo prima la falta de ideas, de humanidad, de originalidad en los temas (léase la moda del remake, las secuelas y las sagas anuales), también hemos perdido en la forma de contar esos temas. Lo que se ha perdido son, fundamentalmente, dos miradas: la del director (que debería ser, para resultar original, limpia de referentes) y la del espectador (que debería construir parte de toda película). Grave diagnóstico. Por mucho que se empecinen en defender lo contrario críticos, directores de festivales, profesores, políticos o gente del oficio, el cine ha tocado fondo como medio de expresión y es algo que se palpa en cada nuevo visionado, en cada decepción. El siglo XX fue el siglo del cine. El XXI lo será de otras expresiones conocidas o desconocidas. Tres elementos tan importantes como el correcto uso de la elipsis, el orden innovador de las secuencias o la utilización de planos que duren más de cinco segundos casi se han perdido en el cine masivo. La avalancha de films saturados de planos cortos y de ritmo frenético (rasgos narrativos adoptados del cómic o del video musical) están moldeando los gustos de muchos espectadores, que empiezan a impacientarse con films de ritmo pausado, que necesitan de ese ritmo moroso. Lo mismo sucede con la citada sugerencia, la elipsis, que se resume en no dar toda la información al espectador. En este sentido, y aunque use, lo sé, un ejemplo archiconocido, sigue siendo memorable lo que hace John Ford en el arranque y en el desenlace de Centauros del desierto. Ford apunta, sugiere. No hay una voz en off que recalque las imágenes, prácticamente no hay ni explicaciones verbales. Sólo sospechas.

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El oscuro personaje de Wayne entra sin avisar y se va igual. El espectador dibuja por su propia cuenta al personaje. Entra en el film, participa en él, se solicita su participación. Muchos de ellos hasta se identifican con él con dos o tres pinceladas fordianas. Por eso es una obra de arte imperecedera. Carlos Losilla lo explica muy bien en su libro 'La invención de Hollywood': “Ford solicita la colaboración del espectador. Y lo hace interpelándolo directamente, llamándolo para que intervenga en la ficción, como sucede en los dos famosos planos que inauguran y clausuran la película. El primero para un protagonista que llega no sabemos muy bien de dónde, el segundo una puerta que se cierra sobre un protagonista que se va no sabemos muy bien adónde. Ambos son invitaciones dirigidas a la audiencia”. La imagen cinematográfica ha perdido su fuerza por culpa de lo mascado de un discurso hablado, excesivamente explicado, lineal y saturado de efectos digitales o de planos innecesarios, sólo estéticos. Por culpa de la saturación de la imagen vacía. El mal de la llegada del sonoro fue la muerte, demasiado temprana, del cine mudo, que aportó toneladas de ideas a un arte total en pañales. Hoy asistimos otra vez a la pérdida de la sugerencia. En estos tiempos de empacho informativo y tecnológico, donde, con un ordenador todo es posible, merece la pena intentar que un espectador menos informado y sofisticado descubra las flaquezas y las luces de los personajes y su tiempo él solito y algo a ciegas. Si no es así, acabaremos todos, y lo que vaticino no tiene nada de descabellado, jugando a los videojuegos. “Todo es posible”, nos dicen como si eso fuese sólo positivo. Habría que recordar las palabras de Orson Welles hace décadas: “El enemigo del arte es la ausencia de limitaciones”.

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CINEMA PARADISO

“Ahora, después de que en medio de la plaza se infiltrara una tienda de Disney, Times Square se diferencia muy poco de un parque de atracciones. (…) El nuevo Time Warner Centre de Nueva York es un ejemplo horrendo de esta tendencia, de esta transformación de las ciudades en centros comerciales de las afueras. (…) Si uno tiene mentalidad de centro comercial, entonces uno favorece lo idéntico en detrimento de lo diferente. Allá donde uno vaya, los centros comerciales son básicamente iguales. Esté uno en la religión que esté, las comunidades valladas son básicamente las mismas. Ese pasaje urbano en particular se pierde a favor de una tienda Disney generalizada. Ese bosque concreto, ese ecosistema único, deja de existir para esos proyectos comunitarios que se desarrollan por todo el país. En ambos ejemplos, se pierde la experiencia inmediata de lo que está más vivo en este mundo, la exquisita mismidad. En nombre del confort y de la previsibilidad, en nombre de la felicidad americana, uno llega a apreciar ideas espectrales y nociones raras, guaridas moribundas y cuadrículas vaporosas.” (Eric C. Wilson. Contra la felicidad. En defensa de la melancolía. )

La enfermedad mortal del cine como lo conocíamos tiene un síntoma incuestionable: la muerte física del cine, la desaparición del fotograma y de las grandes salas de toda la vida. La desaparición del cine como un acto colectivo. Así lo explica David Thomson en su libro La verdadera historia de Hollywood: antes en las salas de cine estábamos “obligados a tener una experiencia compartida. Esto es absolutamente fundamental para la belleza y el arte de lo que llamamos cine”. Paco Umbral escribió algo precioso sobre el pasado: “El tiempo se transmuta en geografía, y lo que perdemos en tiempo lo ganamos en espacio”. Yo cuanto más viejo

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me hago no soy más zorro, sino más llorón, más empalagoso. Por eso mitifico lugares que gasté y agoté en mis años mozos y ahora recuerdo. Años que, sin sonrojo alguno, declaro trascendentes y riquísimos, aunque por aquel entonces no percibiera de verdad su importancia. Por eso me gusta hablar de CINES con mayúscula, de esos templos que poseían una condición herética (por competir estética y litúrgicamente con los lugares religiosos) y que hoy no son más que extremidades de un monstruoso centro comercial. Woody Allen, otro llorica de toda la vida, resumió esto de la liturgia del cine en otra de sus grandes frases: “Cuando entré por primera vez en el Radio City Music Hall creí entrar en el cielo.” (Días de radio.) Antaño había grandes salas que tenían un film en exclusividad y toda la ciudad acudía a ese cine a ver esa película, el gran acontecimiento del año. Los grandes éxitos podía estar dos años en cartel y la gente seguía acudiendo a verlos, compartiendo la experiencia con otros. Ahora se nos vende “comodidad” en los centros comerciales, pero lo que tenemos a cambio es soledad y alienación. Las salas, con programaciones idénticas, son poco más que atracciones de feria al final de un camino cuyo follaje puede ser la sección de moda joven o lencería fina. Los cines-teatro de mi ciudad, de mi barrio, de mi infancia, esos que han acabado demolidos por la especulación y la era de las multisalas o los llamados Megaplex, eran verdaderas moles afectadas por lo colosal y lo rococó. Entre sus grandes columnas dóricas, jónicas, corintias o todo a la vez, entre las butacas que crujían, olía a cine y a gente. Hoy todos los cines huelen igual, todos tienen las mismas luces, el mismo hilo musical y las mismas películas.

“Las pantallas cinematográficas están proliferando en España como las setas, la proporción por habitante más alta de toda Europa. Muchas de esas pantallas se han

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ubicado en centros comerciales, con frecuencia no suficientemente distantes los unos de los otros, y ofreciendo todos a la vez la misma programación. Te hartas de anuncios, de palomitas ruidosas, de olor a ozopino, de la frecuente desidia a la hora de respetar los formatos y de las interrupciones en películas que son más largas de lo habitual.” (Diego Galán.)

Ayer el cine estaba en la ciudad, en el centro, cerca de una cafetería o de la tienda de discos de vinilo. Ahora la mayoría tiene que ir en coche o autobús a los deprimentes arrabales para ver la película de la temporada. Aparcar, subir escaleras metálicas, ver abalorios, bragas, muñequitos y el último best seller es algo obligado antes de entrar en cualquier sala. Si alguien nos hubiese dicho hace años que en el futuro los cines iban a estar metidos en El Corte Inglés, creería que me estaban vacilando, pero así ha sucedido. Los cines son hoy hijos de su tiempo. Ya no se va al cine, se va de compras, y una de las compras es la película de moda, de la que, en otra sección, nos esperan sus muñequitos, videojuegos, camisetas y tazas de café. En la actualidad pocos de los cines de entonces se renuevan si no es con políticas de supermercado, con el dos o tres por uno. Los demás se demuelen, como el de Cinema Paradiso. A falta de tiempo, nos deberían quedar esos espacios de los que habla Umbral, pero ya ni eso, porque donde estaban los viejos cines ahora hay farmacias o un todo a un euro. Es una pena que, como dicen los viejos, ya no se hagan películas como las de antes… y tampoco cines como los de antes. ¿A alguien se le ocurriría incluir entre los puestos de un mercado de frutas, pescados y carnes una representación del Tenorio o una exposición de Juan Gris? ¿A qué lumbrera se le pasaría por la cabeza montar una ópera wagneriana en un hipermercado? Todo esto

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nos parecería un despropósito, pero no existe una reacción pareja cuando en un Corte Inglés tienes que pasar por la sección de videojuegos para ver la última de Woody Allen. Para mí eso no es democratizar el cine, sino vulgarizarlo, no respetarlo. Antes el cine, como espacio, era para las parejitas el rincón del pecado y para otros, los cinéfilos, su segundo hogar. Hoy ir a la mayoría de las salas de cine es una pesadilla para una parte del espectador medio. Para empezar, los cines ya no proyectan una única película. Antes se iba a ver “la última de” al mismo cine, pero hoy las macro salas son fríos aeropuertos en los que cada uno elige su película esperando que no haya mucho overbooking. Los antiguos cines, construidos en la época de las películas de gran formato (tipo Ben-Hur o 2001) empezaron, en los años ochenta, a ser demolidos o convertidos en multisalas de pantalla pequeña y mal sonido. El resto de multicines se fueron expandiendo por el quinto pino. Adiós al cine del barrio y del pueblo. Imitando a los americanos, hoy todos los cines tienen, además, una facturación extra por la venta de palomitas, refrescos y chucherías. Para muchos es la facturación fundamental, la que los hace sobrevivir.

“El beneficio principal de los cines no se deriva de la venta de entradas o publicidad en la pantalla, sino de vender refrescos. Las palomitas, debido al volumen que se logra con un puñado relativamente pequeño de maíz -la proporción llega a ser 60 a 1-, dan más de 90 centavos de beneficio por cada dólar que se vende. También dan sed a los clientes y les empujan a comprar refrescos, otro producto con un elevado margen de beneficios, especialmente si llevan mucha sal. Como señaló un ejecutivo de sala de cine, añadir sal extra es el secreto del éxito de una cadena de multisalas.” (E. J. Epstein.)

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Otro peliagudo asunto es el precio de la entrada. Los empresarios que tan dolidos se sintieron en España con la nueva ley de cine, sangran a sus clientes (recordemos el redondeo que hicieron en el precio de la entrada cuando llegó el euro) y cuentan aun con miles de obedientes y cómodos parroquianos que quieren disfrutar de nuevos centros comerciales, de nuevas atracciones, de recreaciones y juegos, no de una cartelera verdaderamente rica.

"La gente no ha dejado de ver cine, ha dejado de ir al cine. Y tenemos que adaptarnos a lo que está ocurriendo." (Mariano Barroso.)

Pero como la burbuja inmobiliaria, también explotó la burbuja de la exhibición. En menos de diez años, España duplicó el número de pantallas desde las 2.627 de 1997, a las 4.401 de 2005. En 2005, tras ser comprada por Mercapital, el Grupo Ábaco compró las 294 salas propiedad de Cinebox por 60 millones de euros. Este grupo, uno de los líderes de la exhibición en Europa, acabó presentando suspensión de pagos. Contaba con 42 complejos multisala distribuidos por toda España, 450 pantallas, y más de 1.200 trabajadores. Y sólo es un ejemplo. ¿Razones de ruinas como la de Ábaco? El modelo de negocio está acabado. La gente prefiere el cine en casa cómodamente, sin malas proyecciones, ruidos molestos, horarios tradicionales o carteleras idénticas. Otros factores son dignos de estudio: las pantallas de cine decrecen en tamaño y los televisores crecen, los contratos de los estudios de Hollywood son leoninos, hay una obligación legal de poner (en un negocio privado) cine español, el pirateo es cada año más salvaje… Ah, y lo más importante: lo mediocres que son las películas.

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SITUACIÓN CRÍTICA

"Lo mejor del festival de Venecia, mi acompañante, aunque por desgracia esté enamorada de otro. Soy consciente que a la hora de emisión de mi programa solo puede ser visto por un puñado de politoxicómanos insomnes." (Antonio Gasset en el programa de TVE Días de cine.)

Carlos Boyero, amigo de Gasset y crítico de El País, escribió lo siguiente a propósito del festival de cine de Venecia y su oficio de comentar películas actuales: “El cine hablado en inglés puede ser peor o mejor, pero siempre justifica que puedas enrollarte con algo o con alguien de lo que merece la pena hablar (…) para a continuación retomar lo que verdaderamente les gusta a los festivales. O sea: los inestrenables coñazos asiáticos o el cine vanguardista y europeo de autor. Súmenle el añadido de algún pijo hollywoodiense, cuyas gracias sólo son entendidas y compartidas por los comentaristas sofisticadamente idiotas de toda la vida, esos fulanos que se supone diseccionan con sentido estético y ético el cine que merece la pena, pero con los que serías incapaz de compartir un café o un suspiro ni bajo amenaza de tortura, gente cultivada, inevitablemente fea y convenientemente progresista cuyos discursos me resultan tan grimosos como los estereotipos de las cosas que más me repelen en este mundo. ¿Le interesa a algún lector que no sea un cinéfilo tarado lo que ocurrió ayer en la Mostra? Como me pagan por ello, se lo cuento”. Después, Boyero, primera espada de El País, despotricó contra una película china. Tras describirla desapasionadamente, escribió: “No me pregunten el título”. Líneas más abajo, el crítico se despachaba con “una cosa infame y social de un francés magrebí” y acababa dando la puntilla al director norteamericano Wes Anderson, al que llamó “prestigioso imbécil”. Al final de

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su crónica, en un ataque de honrada y peligrosa desesperación, Boyero se preguntó: “¿Cuántos días faltan para volver a casa? ¿De verdad estoy tan acabado como para tener que ganarme el sustento haciendo fatuos comentarios sobre la nada? La farsa que representan los festivales, ese simulacro tan publicitario que sigue llenando páginas absurdas en periódicos, en radios y televisiones. Pero luego me dan escalofríos, no quiero imaginarme poniendo ladrillos”. ¿Qué les pasa, qué les asusta, qué futuro les espera a los críticos, antes tan respetados o temidos?

La crítica, desconcertada por no saber dónde buscar algo nuevo y diferente, se aferra a viejas certidumbres y trata de fabricar otras. Los ‘Cahiers du cinéma’, por ejemplo, repiten gestos ancestrales de la casa en la búsqueda de autores y consagran a M. Night Shyamalan como el gran cineasta contemporáneo. La Fipresci, por su parte, entidad que agrupa a críticos de los cinco continentes, invita a sus miembros a elegir entre las últimas películas de Pedro Almodóvar, George Clooney, Terrence Malick y Ang Lee como la mejor del año, un cuarteto demoledoramente conservador. La repetición inalterable de las mismas frases manidas contribuye a la ilusión de que el sistema es robusto. Pero, en perspectiva, importa muy poco que las películas hagan veinte mil espectadores más o que ganen otro premio en festivales. Su poder de entusiasmar es cada vez más bajo y no alcanza con que los críticos asuman el entusiasmo que ha abandonado a los espectadores. La crisis de la crítica es la crisis del cine.” (Quintín, Clarín)

Sigamos con más recortes de prensa. Absoluto desconcierto me causó un artículo en la revista ‘Cahiers Du Cinéma España’ del ya citado Diego Galán. Su título: “¿Dónde están los críticos?”. Expresando de antemano que Diego Galán me parece un

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buen escritor de libros de cine, un interesante articulista y un tipo que tuvo el talento de resucitar y darle empaque al Festival de San Sebastián, cito: “La reputación de la crítica cinematográfica está en horas bajas. Apenas se leen las que se publican en periódicos o revistas, y las de la radio o la tele se oyen de forma esporádica, casi siempre por casualidad. Pasaron aquellos tiempos en que los bares de los cines se abastecían de patatas fritas o caramelos según hubiera sido favorable o no la crítica de los periódicos. Era entonces frecuente que una buena crítica pudiese aupar una película y que una mala fuera capaz de hundirla. Ahora los montajes publicitarios ahogan cualquier opinión independiente, y la voz del crítico es imperceptible”. Que “el crítico de cine de” (pongan ustedes el diario) está completamente obsoleto y que la crítica de papel no afecta en absoluto a la decisión de un espectador o a la vida de un film en cartelera no lo duda ya ni la más rancia rata de filmoteca. Pero Galán, y puede que esto sea una carencia generacional, se equivocaba olvidándose del imparable fenómeno de la red. Continúa Galán preguntándose: “¿Dónde están ahora la confrontación de opiniones, la información solvente, el análisis fílmico?”. Pues en Internet, señor Galán, en algunos lugares de Internet. Y en la calle, donde siempre ha estado. Obviando que Galán pueda llegar a sugerir que los autores de la red o los cinéfilos de barra de bar no sean solventes, no entiendo cómo toda una generación de críticos lloren hoy patéticamente porque no haya gente de la talla y la influencia de tipos como José Luis Guarner y porque el espectador no les haga ni caso. La vieja guardia no ha sabido hacerse a la nueva tecnología. Entre los blogs de cine más visitados no aparecen firmas viejas y los críticos primitivos que tienen un espacio en red no lo cuidan nada. ¿Quizá porque los blogs se hacen por pura vocación? Así como las ventanas del propio cine están mutando, pasando de las salas al ordenador o hasta al móvil, las ventanas de la opinión cinematográfica son otras. Hemos

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pasado del papel a la red, multiplicándose la opinión, la defensa o desprecio de los films que se estrenan. Lo cierto es, eso sí, que la mayoría de esta opinión e información es morralla y que, como dice Galán, falta “buena información, comentarios sensatos, compromisos, propuestas, filosofía sobre el cine y sus avatares”, pero eso ya es una quimera imposible en el siglo de la saturación informativa, del vacío tecnológico y de la decadencia mortal del cine. Y no olvidemos la pedantería. Uno de los factores que hacen enfrentarse a la crítica con el espectador es la petulancia crítica, el mal uso del lenguaje. Cuando lo primero que lee uno en una crítica de cine es “La semiótica del neo-western emerge desde las propias cenizas del western clásico, desde sus contraluces y desde la proyección de su personalidad subterránea”, puede empezar a temblar. No invento nada. Así arrancaba Roberto Piorno (‘La guía del ocio’) su análisis sobre uno de los mayores pestiños que yo he sufrido en una sala: El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. El texto de Piorno era un compendio de la abismal distancia que hay entre el espectador medio y el crítico supuestamente cerebrado. Tiene mérito escribir sobre una aburrida peli de vaqueros con Brad Pitt y que no se entienda casi nada con frases como estas: “Los códigos morales que circulan en la representación de la simbología común no son sino pretextos estéticos para demoler el mito e invocar espectros. El asesinato de Jesse James... incide en esa exploración del reverso tenebroso del género que fluye desde la desarticulación del arquetipo, la inversión estética de la poética paisajista, la reestructuración del tempo narrativo en pos de una distancia contemplativa donde la metamorfosis del contexto, como contrapunto ético y estético a la mitomanía tradicional del western, encuentra eco en la desbordante lírica de las texturas y en la proliferación de sombras y sobrecogedores augurios de extinción”.

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¿Han llegado hasta aquí sin abandonar el párrafo? Felicidades. ¿Cómo es posible que La guía del ocio, donde publica Piorno, no tenga un editor que le pregunte qué demonios quiere decir con todo este parlamento de ateneo de provincias? ¿Cómo es posible que no le diga nadie que la gente no va al cine para ver un “cajón de sastre de paradigmas de la antiépica fronteriza” sino una peli sobre traiciones en el lejano Oeste? Si escribe en ‘La guía del ocio’, lo de Piorno no tiene nada que ver ni con el ocio, ni con una guía.

(Exhibir). 1. Manifestar, mostrar en público. 2. Presentar escrituras, documentos, pruebas, etc., ante quien corresponda.

Desde hace años soy asiduo lector de un buen blog llamado Pianista en un burdel, que se resume en “tribulaciones de un guionista español”, como su autor se define. En uno de sus textos, Pianista (llamémosle así porque el bloguero apostó siempre por el anonimato) arremetía contra la crítica con una serie de argumentos que fueron causa de debate en su blog y luego en el mío, al responderle. No seré yo el que salga a defender con uñas y dientes la figura del crítico porque nunca me consideré crítico. Sí un tipo que veía películas y las comentaba en su rincón de la red. Mi intención entonces fue discrepar sobre algunas afirmaciones de Pianista. Decía el bloguero y guionista que “podría pensarse que los críticos son artistas. (…) Pero tampoco es así, porque los críticos no crean nada independiente. Sus palabras siempre están supeditadas a la obra de otro, sin la cual ni siquiera existirían. Su obra sólo es un reflejo, más o menos distorsionado, de otra obra”. El buen crítico, como el buen bloguero, debería ser un “artistador” del artista. Hay muchos autores que reconocen no haber visto, hasta la llegada del “artistador”, algo

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(brillante o pobre) que estaba en su obra y que ellos, en la vorágine creativa, no habían racionalizado, analizado, estudiado. Y es que no hay tópico más trillado que el de “para hacer cine hay que salir a rodar” porque también se hace cine tras una proyección, tomando unos vinos, escribiendo un artículo, un libro, un poema o un dibujo. El cine debería vivir fuera de una lata de película o de un DVD. El cine, tras el estreno, ya no es una posesión del autor del film, sino de todo el mundo. Se hace cine para compartirlo con los demás y si a los demás no les gusta lo que has hecho, te lo comes. Tras rodar y montar, aceptas la exhibición, y exhibirse es aceptar que te pueda caer de todo. Creo que Pianista le daba demasiada importancia a la crítica cuando realmente no la tiene. Y más cuando la imparable democratización de la opinión por culpa de la red hace anacrónico el trabajo del crítico oficial, algo pequeño, olvidable, intranscendente. Decía Pianista que “una buena crítica apenas tiene traducción en taquilla”. Depende de qué taquilla. A Transformers no le hace falta la crítica para nada. A Kiarostami sí le viene bien. Decía Pianista que la crítica es “un organismo que vive a costa de otro, al que no produce ningún beneficio”. Una vez pensé, como Pianista, que la crítica es un parásito, pero creo que la oficial, la que vive de esto, en realidad forma parte del show, como George Sanders en Eva al desnudo. Es parte del sistema, que usa a los críticos y ellos usan al sistema. ¿Por qué algunos cineastas se ofenden al recibir una crítica dura pero hacen publicidad cuando su film ha sido un “gran éxito DE CRÍTICA y público”? Se preguntaba Pianista: “¿Qué sería de los críticos sin el cine? Estarían en el paro. Y por otro lado, ¿qué necesidad tiene el cine de los críticos? Yo creo que ninguna”. Creo que la palabra “necesidad” no es la adecuada en estos debates. La gente no opina por cumplir una necesidad o “producir un beneficio” al cineasta, sino por ejercer su libertad.

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Otra cosa es que digan memeces sin criterio, sin base y sin juicio, pero A ESO SE EXPONE el que exhibe algo en público. Lo peligroso no es arremeter contra la crítica, sino contra la libertad que tiene cualquiera para opinar sobre una obra pública. Y que se preparen los peliculeros que temen las opiniones “gratuitas”, porque internet va a borrar el poder de los críticos de antes. Y ojo: los nuevos, los anónimos, serán mucho menos piadosos o interesados, más brutales, menos sensibles. Aun así, ¡qué mundillo el de la crítica de cine! Dijo el famoso comunicólogo que el medio es el mensaje. En la crítica el mensaje es el mediador. No hay crítico, columnista, enterado o “experto” que no se construya un personaje. Por necesidad comercial o por trastorno psicopatológico. Hoy los cineastas, los que deberían tener algo que decir, lo hacen de manera más auténtica en la red. En los medios tradicionales ya no son los creadores la noticia, sino sus juzgadores. Vamos a llamarlos sus decodificadores. El mensaje del analizado se nos muestra confuso hasta que nos abonamos a los predicadores en prensa, radio o televisión. En el caso de la tele, sólo si eres capaz de jugar a ser tan superficial o estúpido como tu ingenioso entrevistador, puedes sacar tajada mediática. Y luego tenemos a los “expertos”, que juzgan las películas que ven en los pases de prensa o los festivales de cine. Algunos son tan bien tratados en ellos como los cineastas que van a trabajar de verdad. A sudarse sus películas y su futuro. Carreras y carteras. La crítica en un festival se puede liquidar cuatro películas al día, que es como comer cuatro veces de gourmet o de menú de bar de carretera, agarrar un empacho bestial y hacer después una insuficiente reseña de cada uno de los menús. Comer películas y cobrar por opinar sin trabajarse esa opinión debería ser un delito.

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¡VÁMONOS DE AQUÍ!

“Hay personas que son verdaderos críticos y que saben escribir sobre cine, bien trabajando en pequeños periódicos o en el seno de una universidad. Pero los críticos cinematográficos son vedettes, no profesionales del cine. Gozan de un determinado estatus, de privilegios y del respeto de la gente exactamente igual que las estrellas de la televisión. No les interesan las películas en absoluto. Y no entienden prácticamente nada.” (Francis Ford Coppola.)

Hay dos grandes retos en aquel que se dedica a escribir sobre cine:

1. Tener que dar, producir una opinión siempre, por contrato, por sueldo, por el hambre de los medios, por la agenda cultural. Y dar esa opinión con criterio, veracidad, honestidad, tiempo y estudio.

2. Distanciarse de los autores de las películas para que su juicio no se vea afectado por una relación personal con el que estrena película.

Conozco a muy poca gente que prevalezca ante estos dos grandes retos. Personalmente, si una película me superaba (por lo diferente y excepcional), no escribía sobre ella porque seguramente sólo escribiría majaderías al respecto. El pobre plumilla obligado a correr a la sala de prensa de un festival para dar una opinión torpe, está siempre en desventaja ante algo que no ha entendido. Dice Harold Bloom: “La ambición última del gran poeta es la de desaparecer en su escritura, fundirse con eso que lo abarca y lo supera. La ambición de la crítica es antitética: quiere poseer a su objeto, dar cuenta de

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él, abarcarlo en las redes de su lenguaje. Toda crítica tiende así al reduccionismo, y cuando advierte que su objeto la excede, la reacción puede ser de frustración, y la frustración, repetida, puede llevar al resentimiento”. Y si hay una profesión de resentidos, esa es la de los críticos. El segundo reto, distanciarse de los autores de las películas, diferencia a los opinadores libres de los amiguetes, del círculo cerrado, del cotarro. La crítica Nuria Vidal publicó un discretito libro (La vuelta al mundo en 20 festivales) en el que revelaba cómo se llevan los críticos entre ellos y cómo se llevan los críticos con los cineastas. Carlos Boyero, que aparece en algunas páginas como un auténtico impresentable, es una de sus dianas: “Escribir para El Mundo implicaba hablar con Carlos Boyero para ver de qué iba a tratar y procurar no repetir cosas. Algo tan sencillo como eso resultó del todo imposible. Boyero decidió que cuando estábamos juntos en un grupo, me ignoraba de una forma ostentosa. (…) Esta situación estúpida afectaba a mis relaciones con la redacción de Madrid”. Páginas más adelante, Vidal habla de una cena con el productor, distribuidor y exhibidor Enrique González Macho en la que estaba invitada “su corte particular”, profesionales de la crítica para los que ella “no existía” en la cena. Aparte del bajo concepto que uno saca del compadreo entre la prensa y los peliculeros, Vidal se delata y muestra en gran parte del libro la mezcla, la simbiosis entre el opinador y el cineasta. Dice así de Paco Rabal en Venecia: “Me encontré de nuevo con Paco Rabal y su generosidad desbordada. Ese año se presentaba El hermano bastardo de Dios, de Benito Rabal, protagonizada por su padre, Paco, y su hijo Liberto. (…) Paco invitaba a todo el mundo que quería a beber bellinis sin límite. Debió dejarse en aquel bar una auténtica fortuna. (…) Éramos muchos los que acabábamos todas las noches bebiendo con ellos en la terraza”.

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¿Se imaginan a los de los bellinis atacando el film de Rabal a la mañana siguiente con un Gelocatil y un café bien cargado? Pues eso, que como le pasa a Jedediah Leland de Ciudadano Kane, esto de mezclar amistad y un digno trabajo de opinión, periodismo de verdad, es todo un reto. El reto. Nuria Vidal demuestra en su libro lo que sospechábamos o hemos visto en persona: la descarada cohabitación entre la crítica y los criticados. La conclusión personal que yo saco va más allá: la crítica de cine que se funde con los cineastas debe desaparecer, es una rémora, algo anticuado y desfasado. Amigos críticos: si quieren mantener algo de dignidad y respeto, no se relacionen ustedes con la gente de la que hablan en sus columnas o programas. No deben hacerlo. Y si lo hacen, pásense al otro lado como jefes de prensa, relaciones públicas, directores de festival o lo que les dé la gana, pero no sigan ejerciendo de críticos. Respeten ese oficio. Aquí se plantea el gran y eterno dilema que ha separado a tantos: la acción contra la opinión, el que habla o escribe de cine contra el que HACE cine, como si no pudieran convivir. Es curioso que aunque de vez en cuando la historia dé interesantes ejemplos de críticos convertidos en directores, nunca se han reconciliado del todo los que opinan y los que estrenan. Unos se pelean con los otros y los dos se llevan mal o no entienden del todo al público, que no se entera de nada y es el que hace existir a los dos. Muchos críticos son directores frustrados, aunque hay algunos que han seguido practicando la crítica a la vez que se forjaban una más que interesante carrera cinematográfica. Y en todo este lío, en esta eterna contienda, siempre nos olvidamos de los analistas (tan CINEASTAS como los directores o los guionistas) más importantes y más minoritarios, los cinéfilos escritores que crean a partir de lo creado en la pantalla. Más aun: los que defienden que el director, guionista, fotógrafo o actor hace cine, pero el analista y estudioso cinematográfico debe hacerlo también.

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Casi la totalidad de los así llamados críticos o comentaristas no deja de ser una masa amorfa de enteradillos, rumorólogos, ignorantes, incultos, mentirosos, dogmáticos, aburridos e inútiles plumillas o alcahuetas que nada aportan al análisis serio (que no por ello debe ser aburrido). Algunos saben que lo que hacen es mierda, que se venden pero tragan y siguen levantando la palma para cobrar como las vedettes de las que hablaba Coppola. Lo que les piden sus jefes (y los jefes de los jefes, que son los más peligrosos y los que tienen negocios en las películas que se critican) es el chascarrillo, la coletilla, las estrellitas, las notas, la anécdota estúpida y hasta el piropo descaradamente comprado. Si un crítico o periodista depende de la publicidad que le inserta una distribuidora en sus páginas, nunca será lo libre que tiene que ser para hablar de cine. Tan sencillo como morder la mano del que te da de comer. Roman Polanski no es precisamente un ancianito inofensivo y tranquilo. Sigue manteniendo un fuerte carácter, una personalidad de las que no abundan en su gremio. Polanski, uno de los cerebros cinematográficos más imaginativos y perversos que el cine ha dado, la montó parda en Cannes, en la rueda de prensa del film colectivo A cada cual su cine, producido y estrenado como homenaje a los sesenta años del festival. Algunos de los realizadores de este film son Michael Cimino, los hermanos Coen, David Cronenberg, Ken Loach o Wim Wenders y las preguntas de los periodistas presentes ante los realizadores del film fueron las siguientes:

¿Cuáles son sus primeros recuerdos cinematográficos? ¿Qué opinan de la irrupción del cine en internet? ¿Cuál será el futuro del cine? ¿Por qué no hay ningún filme árabe en competición? ¿Cuánto tiempo se tarda en hacer un corto?

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¿Qué piensa de la situación de los armenios en Francia? (A Atom Egoyan).

El viejo Polanski, sin permiso del moderador y de muy mal humor, sisó el micrófono y reprochó las lamentables preguntas de los periodistas y críticos diciendo que le parecían "una vergüenza". Estas fueron sus maravillosas palabras: “Yo propongo abreviar esta conferencia. (...) Creo que esta es una ocasión única, verdaderamente rara, de tener semejante reunión de directores importantes, sentados frente a un público de críticos… ¡Y se hacen unas preguntas así de pobres! (...) Creo ciertamente que es el ordenador quien os ha bajado a este nivel, que ya no os interesa lo que pasa en el cine, que vosotros no mecanografiáis ya porque no tenéis ni necesidad de un teclado: transferís una información que obtenéis con vuestro ratón, sobre el papel que vais a dar a la redacción y es por eso por lo que vosotros sabéis tan poco de todos nosotros. Entonces francamente ¡Vámonos de aquí!”. Y se fue. El maestro, cuyo cortometraje para el film colectivo fue de los más aplaudidos, no quiso seguir la habitual bufonada, el vacío absoluto que suelen suponer las ruedas de prensa. Es un signo de los tiempos. Tiempos de catetos periodistas, iletrados, de corresponsales absolutamente ignorantes, supuestos profesionales sin vida, sin olfato, visión, honradez, calidad, cultura y mucho menos pasión. Y esto pasa en muchas otras disciplinas, porque, como diría Gasset (el filósofo, no el presentador de Días de cine), se ha perdido la excelencia y el “copia-pega” y las malas redacciones de agencia han sustituido a la astucia y el talento de la buena entrevista, al sueldo decente, al cuidado reportaje o la constante y bien financiada investigación. El anteriormente citado bloguero (Pianista), habló también en su página sobre el “imparable declive cultural que afecta a todos los profesionales de Humanidades, y (…) en especial al periodismo. ¿Para qué esforzarse? Contratemos a becarios, y

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produzcamos toneladas de material basura. Estúpido pero ligero. Banal pero, precisamente por eso, fácil de digerir. Noticias como “una niña china discute con sus padres y recorre 180 kilómetros en bicicleta”, o las consabidas chorradas sobre la insólita longevidad de un ciudadano, son el ejemplo extremo de esta imbecilidad contagiosa”. Hagámonos una última pregunta: ¿Tiene algún sentido esforzarse por escribir la crítica de la mayoría de las películas que pueblan hoy nuestras carteleras? ¿Sirve de algo analizar películas cuya poca calidad o trivialidad es evidente, casi ofensiva? Me gustaría acabar este capítulo con las palabras del crítico y analista norteamericano David Thomson: “Yo no tengo nada que decir de La guerra de las galaxias. Yo escribo sobre cine porque algunas películas presentan suficientes dosis de arte (o de intento de arte) para justificar el esfuerzo, la emoción que he sentido en la oscuridad. Sobre La guerra de las galaxias no hay nada que decir, porque no tiene arte bastante: la respuesta más elocuente es un ¡guau!, o pulsar la tecla de repetición. La guerra de las galaxias es, para bien o para mal, una película sensacional. Y a mí me gustan las sensaciones, como el agua caliente sobre mi espalda o la sal en mi lengua. Pero en los últimos tiempos están apareciendo demasiadas películas que no merecen el espacio del papel que consumiría escribir sobre ellas, y no digamos el esfuerzo. Que desafían cualquier respuesta crítica o indagación verbal. Que están más allá del análisis. (…) Entiendo la actitud de los críticos que son requeridos para elegir las diez mejores películas de cualquier año determinado, esos que dicen ‘¿Diez?, ¡Eso es mucho!’, o a esos espíritus más generosos, cuyos pulgares han crecido tanto como la nariz de Pinocho de tanto sobrevalorar películas. (…) Nuestros periódicos publican cifras de taquilla como si pretendieran que nos las creyéramos, o que pensáramos que el cine está mejor que nunca. Algunos periódicos, claro, pertenecen a la corporación que controla la

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industria, y la mayoría no podrían salir adelante sin publicidad cinematográfica. Ha llegado el momento de que la comunidad repare en el compromiso que supone el hecho de que todos los años un periódico como Times gane más de 85 millones en ingresos de publicidad cinematográfica. Porque esta publicidad es la auténtica noticia, más importante que las propias críticas, porque los anuncios dan la medida del impacto de una película. Y eso es a lo único a lo que aspiran muchas de ellas”.

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AUTOR, AUTOR

“Cuando la generación pionera de los magnates cinematográficos inició su lenta retirada a mediados de los cuarenta, nosotros empezamos a acariciar la nebulosa idea de que, en un medio menos jerárquico y mecanizado como el que vaticinábamos, los escritores tendrían más posibilidades de escoger sus proyectos y de hallar colaboradores o financiación. Nadie podía sospechar entonces que el futuro nos depararía una mengua, no un aumento, en el estatus de los guionistas.” (Ring Lardner Jr.)

Un viejo rumor convertido hoy en certeza es que al cine actual le sobran efectos y le faltan personajes, madurez, historias y narradores. Guiones. El oficio del guionista sufrió un descrédito imperdonable primero a mediados de los cuarenta, como recuerda Lardner, y más tarde en los sesenta, al llegar la Nueva Ola francesa, el Nuevo Hollywood y los mediáticos “directores autores”. Dijo el maestro Sidney Lumet sobre los guionistas: “Hace unos años me invitaron a una retrospectiva de mis películas a la Cinématèque de París. Muchos directores franceses se quejaban de la falta de escritores. Señalé del modo más amable que puede que quizá la culpa fuera de ellos. Por culpa de la estupidez del ‘auteur’, que convierte al director en todopoderoso, la mayoría de los escritores que practican el autorrespeto evitan involucrarse en una película”. El guionista no volvió a recuperar su relevancia desde entonces. John Huston, dijo, en sus memorias, estar aterrado por el peligro de "canibalismo" de nuevos directores que hacen películas sobre otras películas o sobre personajes en vez de sobre personas de carne y hueso. En los grandes años, los de los grandes estudios, el guión era

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sagrado, como bien recordó Huston -un director muy independiente y rebelde, nada sospechoso de ser servil- en aquellas páginas: “Primero se elegía el argumento y luego se escribía el guión, y este guión era más o menos EL EVANGELIO. Con el sistema de hoy día, muchas películas llegan la fase de producción con los guiones a medio cocer. (…) Esto rara vez sucedía en los viejos tiempos. Si había que hacer algunos cambios durante el rodaje, las páginas modificadas tenían que ser mostradas al productor y algunas veces incluso al jefe del estudio. Esto parecía que daba al realizador menos autoridad de la que él habría deseado, pero, por lo menos en mi caso, nunca sucedió de esta forma”. En 2007, Guillermo Arriaga, guionista que acabó a tortas con el director divo Alejandro González Iñárritu, planteó lograr que la Sociedad General de Escritores de México (Sogem) eliminase la palabra guionista, para pasar a denominar a todos los que escriben historias para el cine o la televisión como “escritores de cine y/o televisión”, transformando a su vez la carrera de guión cinematográfico por la de “escritura de cine”. Arriaga lo defendió así: “La palabra guionista deprecia el trabajo de un escritor, nos convierte en un hacedor de guías. Mucha gente dice que la película se escribe tres veces, cuando se escribe, cuando se filma y cuando se edita, y no. La película se escribe una vez, se interpreta otra y se reedita otra. Escribir no es sólo contar una historia, sino un mundo personal, personajes, organizar diálogos, presentar un mundo. Decir que se escribe tres veces es agresivo y humillante para el trabajo de los escritores”. Aunque este tema sea de lo más resbaladizo y con él he buceado en acaloradas discusiones, Arriaga se mosqueó con razón. Cada vez que leo en el periódico “Una película de”, no tengo más remedio que desayunarme ese odioso latiguillo publicitario o periodístico, dos gremios cada vez más hermanados, cómplices en su ignorante simpleza. El prestigioso Ernest Lehman, colaborador de Hitchcock, dijo: “Recuerdo

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una crítica de Newsweek que decía: ‘El director Robert Wise desplaza su historia a la sala de juntas para la secuencia final’. Y yo me decía a mí mismo: No, el director no desplaza la historia a la sala de juntas; el guionista (o el novelista) la desplaza porque es donde él cree que debe estar”. Arriaga, aunque en un claro ataque de ego, exigió RESPETO ante un trabajo medular en el cine, algo que en Europa entienden pocos productores y muchos menos directores nombrados autores, artistas o creadores que no harán despertar al cine de su coma, de su letargo políticamente asistido. Decir obviedades fastidia, pero muchas veces son absolutamente necesarias. Hoy más que nunca. Los medios y la crítica necesitan estampas para acompañar las fotos que manda la distribuidora. ¿Por qué en teatro el autor (escritor) es sagrado y en cine el guionista no lo es? El guión es una herramienta de trabajo cardinal, pero no algo acabado y listo para encuadernar, vender en librerías y pasar a la historia, igual que el director es alguien que dirige a un grupo de talentos y no un tipo que únicamente hace cine “de autor”, uno de los términos más infaustos y dañinos que ha dado la crítica y la publicidad del cine en su corta historia. Vuelvo a Lehman: “Los críticos necesitan canalizar las fuerzas creativas en una PERSONA. Para ellos supone demasiado trabajo escribir enterándose de quién ha hecho qué. Hacen la crítica fácil a sí mismos cayendo en la teoría del autor. Y ésta la perpetúa y la convierte en una de las falsedades de la vida”. Aunque se trata de viejas entrevistas editadas en 1981, la edición de Gedisa de El oficio del guionista es uno de los libros sobre el guión más interesantes que se hayan publicado en España, un volumen de referencia para todo aquel que le interese tanto el mundo del guionista como desenmascarar la sobrevalorada figura del director, algo de

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lo que la teoría del autor francesa tiene mucha culpa y que los medios, habitualmente desinformados, siguen explotando machaconamente. El oficio del guionista es una de esas discretas joyas que llenan un vacío: el de los libros sobre guionistas. Lo que reflejó Hollis Alpert hace décadas en el Saturday Review todavía sigue más o menos vigente: a diferencia de las centenas de libros sobre estrellas o directores, casi no se conoce “ningún estudio biográfico cabal sobre ningún guionista. La relación entre el guionista y la película y entre el director y el guionista, nunca ha sido estudiada en profundidad”. En El oficio del guionista, John Brady entrevista a cuatro primeras espadas del oficio del guión en los Estados Unidos: Paddy Chayefsky (Network), Ernest Lehman (Con la muerte en los talones), William Goldman (Dos hombres y un destino) y Neil Simon (La extraña pareja). Para empezar, y me parece justo y necesario, en el libro los guionistas reclaman su importancia y su parte esencial en la autoría frente a los directores endiosados. Así dispara Chayefsky: “Lo del auteur es un embuste, un auténtico engaño, basura. Es un chiste. Por supuesto, ocasionalmente hay directores que son cineastas excepcionales y que conciben sus propias películas. Orson Welles fue uno. Bob Fosse, Stanley Kubrick, Bob Altman y, en Europa, Bergman es el mejor. Todo eso del auteur es una típica patraña francesa que cruzó el océano. Los franceses se toman muy en serio sus patrañas. La patraña es parte del carácter nacional”. William Goldam enriquece a Chayefsky y apunta a los medios como culpables: “Los medios de comunicación siguen necesitando héroes. En los 30 los héroes eran los jefes de estudio. Y cuando nos hartamos de esas necedades, leímos acerca de cuán maravillosas eran las estrellas. Ahora estamos en la época del director”. La puntilla la da Ernest Lehman: “Vi una vez una revista de cine francesa llena de diagramas que representaban los movimientos de los personajes de Con la muerte en

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los talones. Hitchcock y yo solíamos reírnos leyendo cosas sobre el simbolismo de sus películas, especialmente en La trama. Por error un carpintero se dejó dos palos de madera puestos de forma que recordaban vagamente a una cruz. Así que un informado crítico de Nueva York comentó: ‘Es el anticatolicismo típico de Hitchcock manifestándose de nuevo’”. El demoledor Chayefsky también arremete contra el concepto del artista intocable, infalible: “Puedes confiar en un escritor que no habla más que de dinero. Yo tendría mucho cuidado con un escritor que empieza a hablarte de su arte. Una vez conocí a una mujer que se quejaba amargamente. Acababa de conocer a Picasso y de lo único que hablaba el pintor era de cuánto cobraba por cada centímetro cuadrado de lienzo. Yo le dije: ¿De qué esperaba que hablara, de su arte? Si eres un artista, cualquier cosa que hagas será una obra de arte. Pero si no eres un artista, por lo menos tendrás un buen día de trabajo”. En todo este interesante y ameno ensayo, uno saca varias conclusiones sobre el oficio y una de las más destacadas es que si te llama el arte libre, la creación sin barreras, la experimentación formal o la alta literatura… NO TE DEDIQUES AL CINE, sino a la novela. Así lo comenta Lehman: “Ahora tengo una idea que sé que podría hacerse en el cine, pero prefiero escribir la novela si puedo. Hacerlo para el cine me parece restrictivo; sólo puedo venderlo en un mercado, y eso es todo”. Víctor García León, joven director español, dijo en una entrevista de Francisco Arroyo en La revista Registradores: “Antes los avances técnicos en el cine los hacían los artesanos del cine. Una moviola la mejoraba un montador, una cámara la mejoraba el operador de cámara, que se inventaba un objetivo. De un tiempo a esta parte, las mejoras técnicas las hacen los ingenieros de unos países extraños que no tienen nada que ver con la gente que hace el cine. Son mejoras que no transmiten nada. Es verdad

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que la técnica es muy fría. Yo soy un paranoico, creo que hay una mano oscura. El cine de Hollywood se ha ido al garete cuando alguien decidió prescindir de los escritores, de los guionistas. En lugar de contratar al mejor autor que hay en Broadway contratan a un chico que es muy majo que hace videoclips. Además de majo suele ser muy joven, sin ideología y bien dispuesto para estar al servicio de los jefes. A la larga, este fenómeno, que ha perjudicado mucho al cine, ha beneficiado a la televisión, que es donde han recalado todos los escritores buenos. A la pregunta “¿Va el cine entonces por el camino del espectáculo de feria?”, García León respondió: “El cine siempre ha tenido esa parte, siempre ha sido un poco circo. Pero ese camino tiene su propia trampa. La batalla la están perdiendo ahora frente a los videojuegos. Los grandes estudios tienen su propia limitación en ellos mismos. Le están ofreciendo al espectador ser él el protagonista de una superproducción. Para ver Spiderman, prefiero ser el protagonista de Spiderman. Es mucho más divertido y tiene aproximadamente la misma calidad. Si tienes la realidad de la ficción en tu mano ¿por qué vas a aceptar un punto de vista?, ¿por qué vas a aceptar a alguien que te dirija el relato?”

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DOCTORES Y PUTAS

"No se puede hacer NUNCA una buena película de un guión malo." (Syd Field.)

Esta frase, que debería estar enmarcada en cualquier productora de cine que así quiera llamarse, es de un conocido profesor de guión en universidades como Harvard, Stanford o Berkley y autor de Cómo mejorar un guión, El libro del guión, El manual del guionista o Práctica con cuatro guiones. Field ha trabajado como asesor de guión en la 20th Century Fox, Disney, Universal o Tristar Pictures, y es conocido por haber convencido a los conservadores y escépticos estudios para que levantasen proyectos tan arriesgados como Taxi Driver. Aunque en los últimos años se ha especializado más en su faceta como profesor de guión y se ha forrado dando conferencias, sus últimos trabajos como consejero o doctor de guión han sido en Y tu mamá también, de Alfonso Cuarón o Mejor imposible, de James L. Brooks, entre otras. Y aquí es donde algunos se preguntarán alarmados: ¿Consejero? ¿Doctor de guión? Los mismos que se hacen la estúpida pregunta ¿Cómo puede juzgar un guión si no es guionista?, también suelen hacer la de ¿Cómo te atreves a juzgar mi película, si no has tenido los redaños de ser director? Quizás merezca la pena detenerse más en necesarios personajes como Field. Para empezar: ¿Necesarios personajes PARA QUIÉN? Para la industria, no para los grandes e insobornables “artistas” y “creadores” que nos rodean. Un estudio de Hollywood, pongamos la Warner, recibe en sus oficinas más de 400 guiones al mes y no hay que olvidar que esos estudios tienen en fase de proyecto al menos 40 guiones de producción propia, o sea, de profesionales afines a la línea de producción de la casa.

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Estos guiones tienen que pasar unos cuantos filtros, y uno de ellos es el departamento de analistas, unos quince profesionales que trabajan en el estudio (se les paga por horas) o desde su casa (se les paga 50 dólares por guión). Estos analistas, además de escribir una sinopsis y comentarios sobre la calidad literaria y cinematográfica del guión analizado, también deberán responder a preguntas “industriales” como ¿Es comercial?, ¿Quién es el público?, ¿Será muy caro?, ¿Ves estrellas conocidas en él?... Una vez pasado este filtro, llegamos al guión con un OK para el ejecutivo encargado de desarrollarlo, que no significa tener LUZ VERDE, que es como en Hollywood se denomina una película que, definitivamente, se pone en marcha. Si el ejecutivo no ve viable el proyecto, lo desechará y se pasará a otro guión. Sí, efectivamente, pensar en la cantidad de grandes obras que se han quedado en la cuneta por el sistema de los grandes estudios es terrible, pero también debemos pensar en los ejecutivos con ojo que han enterrado guiones infumables o han rescatado joyas olvidadas. En cualquier caso, siempre será un sistema mucho más justo, serio y democrático que el tinglado subvencionado. Sigamos: con el OK del ejecutivo es cuando entran en escena los llamados “finalizadores” o también médicos o doctores de guión. No son acreditados en los títulos, no hay gloria para ellos, pero les importa poco porque se les pagan miles de dólares por su trabajo. Uno de los más famosos doctores de guión es, por ejemplo, Robert Towne, que escribió la famosa escena de “gobernador Corleone, senador Corleone” de El padrino. Nadie lo vio en los créditos, pero Coppola se acordó de él al recibir su Oscar por el film. Así que ojo con estos profesionales, un poquito de respeto y menos suficiencia con ellos. Romy Kaufman (TriStar Pictures) lo ha explicado así: “Permítanme desmentir una leyenda urbana: que los lectores de guiones son amargados aspirantes a escritores

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que obtienen un malvado placer escribiendo hirientes y desdeñosas coberturas y rechazando un proyecto siempre que tienen la oportunidad. Nada podría estar más lejos de la realidad. Los analistas de guiones están entre las gentes más brillantes que trabajan en la industria del cine y son esenciales en el proceso de desarrollo. Cultos e instruidos en el mundo del cine, están ansiosos por leer un guión que enganche, entretenga y ofrezca una idea original”. Syd Field, que afirmó que el mal de los guionistas es que "a menudo describen historias además de mostrarlas, como debe hacerse en el cine" y que las segundas partes o reposiciones de viejos clásicos "están haciendo mucho daño al mundo del guión", es uno de estos contados señores brillantes en tiempos mediocres.

“Las películas costaban una gran cantidad de dinero porque la mayor parte del tiempo nadie hacía nada más que esperar y esperar y esperar. Y hasta que esto no estuviese listo y aquello no estuviese listo y la peluquera acabase de mear y el consejero técnico hubiese dado su consejo no pasaba nada. Todo era una paja deliberada, un sueldo para esto y un sueldo para aquello, y había sólo un hombre que estaba autorizado a poner un enchufe en la pared, y el técnico de sonido estaba cabreado con el ayudante de dirección, y luego los actores no se sentían bien porque así es como se supone que deben sentirse los actores, y así sucesivamente. Era todo malgastar, malgastar, malgastar. (…) Me daban ganas de gritarles: YA ESTÁ BIEN, ¡ACABAD CON TODA ESTA MIERDA! ¡AQUÍ NO HAY NADA QUE NO SE PUEDA HACER EN DIEZ MINUTOS Y VOSOTROS HABÉIS ESTADO HORAS HACIENDO EL TONTO!”

Hollywood es una famosa novela de Charles Bukowski, un autor que se lee mejor a los treinta y tantos que a los diez y muchos o veinte y pocos. En el fondo,

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Bukowski no es el perro rabioso que se busca de muy joven, sino un tipo simplemente harto de muchas cosas, alguien que ha escrito como pocos sobre el trabajo (el que sea) y que supo tumbar literariamente (Buñuel lo hizo también) esa estupidez judeocristiana que asegura que “dignifica”. Bukowski logró en Hollywood un muy personal acercamiento a la decadencia de la industria cinematográfica. Hollywood es una novela autobiográfica que cuenta cómo Bukowski se “adaptó” a una película de Hollywood. En la novela no se dan nombres reales, pero muchos de ellos los intuimos por la descripción que se hace de los personajes o por el parecido de sus nombres a otros muy famosos. Ejemplo: Los directores Frances Ford Loppalla o JonLuc Modard o el actor Tom Pell, casado con la cantante Ramona. De hecho, Sean Penn, casado por entonces con Madonna, acabó siendo uno de los mejores amigos de Bukowski y a él está dedicada The Crossing Guard, dirigida por el actor y estrenada un año después de la muerte del escritor. Los verdaderos protagonistas de Hollywood son los que formaron parte del equipo del desigual film El borracho, dirigido por Barbet Schroeder y protagonizado por Mickey Rourke (como el alter ego de Bukowski, Henry Chinaski) y Faye Dunaway. El actor aparece en el libro como un caprichoso insufrible aunque de buen corazón y la actriz como una diva perfeccionista y necesitada de un golpe de suerte tras ser una de las últimas grades de Hollywood. El director Schroeder -en la novela un tío muy sincero, resolutivo, peleón y creativo- sale muy bien parado, cosa que no pasa con el mundillo que pulula alrededor de su rodaje. Capítulos más adelante, Bukowski escribe sobre la endogamia del oficio del cine: “Dinero, política, familia. Los que están en la industria meten a sus familiares y amigos. La capacidad y el talento son secundarios. Ya sé que parece un discurso panfletario, pero es así”.

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A la hora de escribir sobre el desagradecido oficio de escribir para el cine, está también cargado de razón. En realidad, su experiencia se redujo a El borracho y a Ordinaria locura, un film fallido de Marco Ferreri, pero lo más llamativo es comprobar la cantidad de cortometrajes que se han realizado desde 1981 basados en sus relatos cortos. Dice Bukowski sobre el oficio del guionista: “¿Qué podía esperarse cuando el actor ganaba 750 veces más que el guionista? El público nunca recordaba quién había escrito el guión, sino sólo a aquellos que lo habían jodido o lo habían hecho funcionar (…). Sólo éramos habitantes de los tugurios”. Y de postre, nuestros amigos los críticos, a los que Bukowski da un justo repaso. Leyéndolo, intuye uno que les tenía ganas: “¿Cuál era la diferencia entre un crítico de cine y un vulgar cinéfilo? Respuesta: que el crítico no paga. Si el mundo dura hasta el próximo siglo ahí estaré yo todavía, pero los viejos críticos estarán muertos y olvidados y sólo habrán servido para ser reemplazados por nuevos críticos, nuevos gilipollas”. Bukowski, además, se despachó a gusto -en el libro de relatos Hijo de Satanásescribiendo sobre su otra aventura cinematográfica: Ordinaria locura. Recordando aquella mala experiencia, dice: "¿Qué es un escritor? Un escritor es como una puta. Utilizas a una puta y luego has terminado con ella”.

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EL INVENTO INDIWOOD

“La convergencia entre películas de estudio y filme independiente dio lugar a una crisis de identidad entre los indies. Claro, se habían vuelto más viables, pero ¿seguían siendo independientes? Se acuñó el término “Indiewood” para describir esta nueva realidad.” (Peter Biskind.)

Sayles, Lee, Lynch, Demme, Van Sant, Wang, Waters, los Coen, Hartley, Linklater, Haynes, Araki, LaBute, O. Russell, Rodriguez, DiCillo, Anderson, Aronofsky, Jordan, Boyle y Tarantino. De todos estos apellidos, a la mayoría de los mortales solo le suena uno, el último. Algo que me recuerda a unas palabras de Billy Wilder: “Ya no se conoce a ningún director, o a muy pocos. El cine ya no es el terreno en el que se expresa el director. Bastan dos o tres dedos para contar a los directores famosos”. Todos los directores antes citados forman parte del libro que dedicó Peter Biskind, citado en el inicio de este ensayo, al llamado cine independiente: Sexo, mentiras y Hollywood. Tras la derrota del Nuevo Hollywood de los sesenta y setenta, una nueva generación de sediciosos cineastas empezó a ser tomada en serio en el mercado gracias al éxito de Sexo, mentiras y cintas de vídeo en Cannes, a la importancia de un festival de cine como Sundance y a una temida y envidiada compañía de distribución y producción llamada Miramax. Sundance enseñaba a ser cineasta, pero luego Miramax metía a ese cineasta en vereda, en el duro mercado. Los hermanitos Wenstein, “esos ordinarios bárbaros de Buffalo”, no tienen desperdicio, representan lo mejor y lo peor del cine norteamericano: son capaces de acogotar y engañar al cineasta con el que trabajan y a la vez montar y exportar admirablemente magníficos films como Pulp Fiction o Chicago.

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En el fondo, Harvey y Bob Wenstein no se diferencian tanto de otros míticos y también despiadados productores con tremenda personalidad como David O. Selznick, Harry Cohn o Jack Warner. Eran una pesadilla, pero también eran los más valientes y necesarios. Como dijo Dennis Rice (jefe de marketing), “la gente detesta trabajar allí, pero ama lo que Miramax representa, aman la magia que los Weinstein han creado en el mundo del cine independiente”. El gran enemigo del cineasta en Miramax no era la citada LUZ VERDE, sino la sala de montaje. Así de bien lo explica Biskind: “En los estudios, la fase de desarrollo es el Triángulo de las Bermudas donde los guiones pueden desaparecer para siempre, la tierra de nadie conocida como el Infierno del Desarrollo. Un estudio le habría quitado la vida antes de empezar a rodar. En Miramax dejan que los directores hagan la película, y después le quitan toda la garra. Era el Infierno de la Postproducción. Las películas languidecían allí meses enteros, años a veces. Harvey invertía tanto dinero en la postproducción que, cuando una película se terminaba, era demasiado cara para recuperar la inversión; antes de gastar dinero en copias y publicidad, después de malgastar dinero en postproducción, las estrenaba simbólicamente o las guardaba en el estante para después arrojarlas al infierno de los mercados secundarios, como el vídeo o el cable”. En 1991, Miramax, una empresa independiente que nada tenía que ver con los grandes estudios, estrenó la modesta producción en blanco y negro En la cama con Madonna recaudando 15 millones de dólares. En total, ese año la empresa estrenó 40 películas, el doble que un gran estudio. No es de extrañar, claro, que el gigante Disney atacase con toda su artillería para comprar Miramax. Y llamaron a los Weinstein: “Nos interesa, hacednos una propuesta”. La idea era ayudar a Miramax a hacerse con el movimiento independiente y aniquilar a todos los demás. La estrategia de Disney fue

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muy inteligente: en vez de crecer verticalmente (cine, discos, cable…), preferían comprar contenidos para que los demás competidores (Murdoch, Malone, Viacom y Time Warner) tuvieran que tratar con ellos para llenar de contenidos todas sus costosas ventanas. La jugada les salió redonda tanto a los Weinstein (Miramax) como a Michael Eisner (Disney) y dejó noqueados a los competidores “independientes”: Sony Classics, October, Fine Line y Goldwyn. Y entrecomillo lo de independientes porque en realidad a estas se les unieron Gramercy, Fox Searchlight o Paramount Classics, todas dependientes (descaradas tapaderas) de los grandes estudios. La astuta estrategia, aun vigente, fue la siguiente: hago productos de estudio, pero me creo paralelamente una empresa satélite para producir cine de “arte y ensayo”, “de premios” o “de festival” y así domino todo el mercado. Los productores gordos, los amos, podían competir en premios independientes y en los Oscar. 1997 fue el año en el que los Weinstein asaltaron el Palacio de Invierno. Billy Bob Thorton obtuvo dos nominaciones al Oscar por El otro lado de la vida y El paciente inglés doce incluido el de mejor película. En total, Miramax logró 21 nominaciones de una Academia que ya permitía la entrada en la carrera a films valientes y talentosos como Trainspotting o Rompiendo las olas. Parecía que por fin algo estaba cambiando, que llegaba una nueva generación de guionistas, directores y productores que trastocarían las cosas. Pero si bien el Nuevo Hollywood del que hablaba al comienzo de este ensayo cayó por la megalomanía de sus productores y realizadores, el primer y más valeroso Indiewood pereció por algo más mundano: un cambio de régimen. Al talentoso y valiente ejecutivo Hill Mechanic (El club de la lucha y Bulworth), por ejemplo, lo barrió Rupert Murdoch y Lorenzo di Bonaventura (Tres reyes) fue fulminado por alguien de Warner “por hacer películas demasiado oscuras, como Trainspotting”.

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Y aparte de estrategias empresariales, lo cierto es que la dimensión, el alcance de los directores emergentes no es la de antes. Los directores actuales se patean festivales y reciben premios, pero agonizan pronto, caducan, no dejan huella. Así lo comentaba el escritor Hilario J. Rodríguez en el diario ABC: “Cada año surge una nueva esperanza blanca, alguien capaz de sacar el séptimo arte de su estado comatoso e impulsarlo hacia el futuro. Hace apenas tres años se reivindicaba a Apitchatpong Weerasethakul, y el público español sigue sin saber quién es. ¿Y Takeshi Miike, Béla Tarr, Gaspar Noé, Thomas Vinterberg o Christopher Nolan? ¿Son sólo nombres o directores de carne y hueso, en los que hemos de confiar como antes se confiaba en John Ford, Roberto Rossellini o Yasujiro Ozu? Desde hace un par de décadas, la historia del cine arranca en La guerra de las galaxias y vive una continua celebración de cada instante como si no hubiese pasado o futuro”.

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ARANOA DE ARMANI

“Mientras que el mundo que habitamos es falsificación, nada hay de falso en el mismo Truman. Nada de guiones, de cartas ocultas… Es vida.” (El show de Truman.)

Podría haberme limitado en este libro a escribir sobre películas. A secas. Podría ir al cine y ver el último taquillazo de acción, algo de cine coreano o la enésima película española con ínfulas. Podría pagar por ver películas mediocres, verlas, volver al teclado y hacer, en un futuro, una recopilación de críticas. Pero soy incapaz. Les juro que en mi etapa de comentarista de películas puse intención, que me repasaba la cartelera del periódico y que hasta llegué a acercarme a algún cine para ver qué echaban (el verbo que mejor define la oleada de estrenos), pero nada, no hubo manera. No me interesó ser un servidor de la agenda “cultural”, no tragué, no creía que sirviese para nada. Así que al final lo dejé y me acordé de las palabras de Arthur Miller. Escribió el dramaturgo, novelista y ex de la Monroe sobre la caducidad de los mensajes de todas las obras actuales, ya sean musicales, literarias o cinematográficas. Miller ponía el ejemplo de Las uvas de la ira de John Ford, que en 1940 provocó un debate nacional y obligó al congreso norteamericano a proteger a los campesinos reflejados en el magistral clásico. El cine, como el emergente realismo social literario o teatral, afectaba a las conciencias de los lectores o espectadores. En Italia emergería poco más tarde el Neorrealismo. En Gran Bretaña el Free Cinema. Hoy escribir las palabras “mensaje” o “conciencia” resulta pedante, reaccionario y, sobre todo, ridículo. Y no digamos ya escribir o hablar de algo como “pretensión”. En 2002 se estrenó la dura película de denuncia social Los lunes al sol, un cuento triste sobre el paro y el falso estado de bienestar. La película se mantuvo muy dignamente en

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cartel ante los grandes estrenos norteamericanos. ¿Cuál fue entonces la respuesta intelectual general a su estreno y éxito de público? Pues, aunque parezca una broma macabra, el único debate entonces se centró en si la película tenía posibilidades en los Oscar (por tener a Javier Bardem), en si había sido comprada a no sé cuantos países, o en si, por fin, el desarrapado director Fernando León de Aranoa iba a tener que calzarse el sobrio traje de etiqueta para asistir como nominado. Esto, literalmente, se lo preguntó la patética prensa española al realizador nada más conocerse su posible nominación a los Oscar. Y no estoy hablando de medios carroñeros, sino de revistas del prestigio y diarios de gran tirada. ¿De qué sirve, pues, hacer “cine social” si no hay una respuesta social? ¿Para qué si no hay un respaldo moral de la cada vez menos influyente clase intelectual? ¿Para qué hablar del paro, la miseria, la zozobra política o la pérdida de valores si todo se va a resumir en si León de Aranoa viste o no un traje de Armani? Bardem se enfrenta en Los lunes al sol a eso del “valor trabajo”. También, como antes he comentado, lo hizo Luis Buñuel. No sólo en su época surrealista, sino muchos años después. Buñuel también se adelantó a teóricos modernos y preconizó la llamada “civilización para el ocio”, que ahora domina no sólo el mercado, sino la forma de vida de millones de personas en todo el planeta. Todo lo que se hace pasa por el embudo del ocio, el juego, la diversión, la evasión o la “información”. Hasta la obra más supuestamente transgresora entra en la agenda cultural entre los Gran Hermano, los OT, la absurda colección del quiosco, la última película de Hollywood o Indiewood, el último videojuego o el nuevo y carísimo videoclip del cantante de moda. El cine ya no es un instrumento para cambiar la realidad o para motivar al hombre para que la cambie, el cine es hoy otro instrumento, uno más, uno del montón, para perpetuar la indiferencia general de toda expresión humana. El cine ha perdido su

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poder de influencia y es sólo un juguete para niños decrépitos. El cine, como sus espectadores, está acabado. Hace unos años me presentaron a un miembro de la familia Luca de Tena, los fundadores del ABC. Me encontré a un interlocutor preclaro, serio y muy despierto que me dijo que en este país ya DA IGUAL lo que se escriba, porque no tiene ninguna fuerza o verdadera resonancia. Y lo mismo le pasa al cine, tenía toda la razón del mundo. Como la tuvo también Breton en los años 50, que al encontrarse con Buñuel en París, le dijo con rostro de auténtica pena: “Es triste reconocerlo, mi querido Luis, pero el escándalo ya no existe”. Ya DA IGUAL. En una entrevista a Peter Bogdanovich en El País, Juan Cruz destacaba en ella que el director visita asiduamente Mallorca desde que proyectó ir en busca del escritor Robert Graves, autor de Yo, Claudio, al que llegó a conocer bien y con cuya familia ha entablado una gran amistad. Sobre su amigo y sobre la industria de Hollywood, contó Bogdanovich: “Graves decía que antes de escribir un poema había que preguntarse: ¿es este poema realmente necesario? Se trata de una pregunta muy interesante viniendo de un poeta. Las películas deberían incorporar también esta pregunta antes de ponerse a andar: ¿es necesario hacer esta película? Hay tantas que son innecesarias, que no añaden nada, que no dicen nada… No me encuentro cómodo en la industria. Y no creo que nadie se sienta cómodo. Ni siquiera la industria se siente cómoda consigo misma. Me parece interesante que hayan bajado las cifras de taquilla. La gente no va al cine como antes. Quizá sea por defecto del tipo de cine que se ve ahora”. Muy mal tiene que estar el público del cine actual cuando una peliculita de acción se volvió ensayo filosófico para miles de espectadores que dijeron ver en el mundo Matrix una parábola de la represiva y alienante sociedad de hoy, un aviso contra la ignorancia social y el declive del libre albedrío. A esos freaks matrixianos habría que

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decirles que es precisamente uno de esos que te aliena el que creó y proyectó en miles de salas ese producto “filosófico” o “serio” y a la vez de acción de cuero, kárate, látex y efectos por ordenador (2.500 en lo que dura una película). Que se la colaron tan bien, que la segunda parte de The Matrix dijo beber de las leyendas del Medievo y se alimentaba de la filosofía de Schopenhauer (literal). Time Warner, y su aparato publicitario como cónsul en centenares de culturas, volvió a hurgar en los bolsillos de todos y a multiplicarse, reinventarse, perpetuarse. La propia película forma parte de lo que denuncia. El colmo del cinismo, perfecta vuelta de tuerca. Igual que llamar a un programa Gran Hermano. Puro Orwell.

“El sistema de producción capitalista, de ser tan sólo un sistema se ha convertido en una civilización. Y de presentarse como un modelo de organización ha logrado la categoría de un ambiente.” (Vicente Verdú.)

A Don Quijote le regañaba Sancho por mezclar realidad y ficción, igual que a los niños sus maestros o parientes, pero eso es faltar a la verdad. Aprendemos todo lo contrario cuando nos enfrentamos a la realidad más cotidiana. La ficción cada vez está más en la calle y menos en las salas de cine, donde se extingue, no es eficaz, aburre y no evoluciona. Sin ir más lejos, la Fundación Casa del Actor organizó hace años cursos para venderse mejor con tácticas de interpretación. Se llaman “Drama for Bussines”. Joaquín Royo, uno de los ideólogos, dijo al respecto: “Con estos cursos ponemos a disposición de los empresarios unas armas que quien las posee saben lo eficaces que pueden llegar a ser”. Hemos pasado de Keynes o Adam Smith al Método Stanislavsky. Para vender nos construimos personajes, pero ahora para vivir también. Y no lo digo gratuitamente. Para demostrarlo está el ensayo de Vicente Verdú El estilo del mundo.

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En su documentado estudio, Verdú argumentó que hemos pasado de un capitalismo de producción (hasta la Segunda Guerra Mundial), cuyo producto eran las mercancías, a uno de consumo (hasta la caída del Muro), donde reinaba la publicidad, para acabar en el capitalismo de ficción, que produce “una realidad de ficción con la apariencia de una auténtica naturaleza mejorada, purificada”. El escritor expuso lo que yo sospechaba: la ficción ha pasado de las salas a las juntas de accionistas, al parlamento, a las cocinas, a las guarderías. Ya lo avisó Michael Moore cuando recogió su Oscar por Bowling for Columbine: “Vivimos en un tiempo de resultados electorales ficticios que deciden un presidente ficticio que nos manda a la guerra por razones ficticias”. Los malos guiones han pasado de la pantalla a los despachos de los responsables de Recursos Humanos y a los medios de comunicación controlados. Casualmente, cuando se habla de la muerte de la novela o de la imparable crisis creativa del cine, la ficción funciona más que nunca entre nosotros, desvirtuada, convertida en estilo de vida, en estilo del mundo, en estado de bienestar. No nos sorprende nada nuevo o neo y todo es post o posmoderno. Vivimos, como escribió Verdú, la “posciencia” o la “posfilosofía”. ¿Por qué no el “poscine”? Nada amenaza al sistema-ficción. ¿Por qué se consume vorazmente la tele-realidad? La gente pide realidad y se aburre con lo ficticio porque hoy casi todo parece ficción.

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EL FUTURO YA ESTÁ AQUÍ

“Hace tiempo que no nos sorprenden en la gran pantalla. Esta sensación se acrecienta, tal vez, porque la ficción en televisión vive una época fértil en ideas y esplendorosa en lo industrial.” (Enric Pardo.)

Curioso fenómeno el que vivimos. Mientras buena parte de la joven generación de cineastas de moda actuales viene del video clip o del spot publicitario, dos formatos cortos para servir a la voracidad de la tele, los talentos verdaderos no tienen hueco en el cine y trabajan para la televisión, algo visto con desdén hasta hace poco. Zack Snyder, joven director de caras naderías como 300 y Amanecer de los muertos, es el ejemplo de realizador que tiene a los estudios de Hollywood comiendo de su mano. Venido, como otros de su generación, del videoclip, Snyder muestra en su pixelado cine una forma de entender la narración cinematográfica, de contar y de “emocionar”. Yo mismo soy hijo de la generación del videoclip, pero conozco perfectamente el daño que ha hecho la estética videoclipera al cine, forma de expresión que para algunos se renueva y para otros agoniza. Como ya han comprobado al seguir leyendo este libro, estoy con los segundos. El virus videoclipero se extendió a mediados de los ochenta, una vez implantada la maquinaria MTV en millones de hogares. La fiebre MTV se podría resumir en la omnipresencia de hits musicales en la banda de sonido, en una cámara sufriendo el baile de San Vito y en realizadores que necesitan 35 planos en vez de 5 para contar cosas generalmente triviales. ¿Podríamos hablar de una escuela del videoclip en los 90 como se habló de la talentosa escuela de la televisión en los 50 y 60? ¿Ha hecho daño la escuela del videoclip al cine

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o lo ha enriquecido formalmente? Si comparamos los frutos de aquella gran escuela de la televisión (Martin Ritt, Sydney Pollack, Altman, Lumet, Peckinpah…) y la de la MTV (Fincher, Jonce, Gondry…), la conclusión es evidente. A finales de los cincuenta y en los sesenta los grandes talentos de la televisión (Frankenheimer y compañía) emigraron al cine. Hoy pasa todo lo contrario, son los talentos cinematográficos los que se pasan de la gran pantalla a la pequeña y sin complejos. Un nuevo ejemplo es el de la impresionante plantilla de la que pueden presumir cadenas como HBO o FOX, factorías de buenas series. La empresa televisiva norteamericana ha encontrado, asegurado y cuidado el talento que no vemos en el cine norteamericano por una sencilla razón: en las grandes series de esa televisión manda el guionista, que suele ser muchas veces creador y productor ejecutivo. El cine, en cambio, se ha entregado a los contables, ejecutivos y tiburones financieros que piensan más en secuelas, series y royalties que en ideas, historias y personajes. La televisión vive una nueva edad de oro, pero el cine se hunde en un periodo de decrepitud y mediocridad que en su corta historia nunca había vivido. De la lista de las mejores películas que publicó en 2008 la revista Empire, sólo había una del siglo XXI: El caballero oscuro, secuela de la nueva revisión de Batman. Sin comentarios. HBO, FOX y otras empresas televisivas son el ejemplo de la distancia que nos llevan los norteamericanos a los europeos también en la ficción televisiva. Nos siguen dando clases con brillantes, exitosas, bien interpretadas y mejor escritas ficciones como Sexo en Nueva York, El ala este de la casa blanca, House, Los Soprano o Big Love. Para David Thomson HBO es “un estudio o canal por cable ideal, de tamaño modesto, pero audaz, trabajando según los ajustados calendarios e implacables presupuestos de un sistema de fábrica, que es responsable de Los Soprano, Oz, A dos metros bajo tierra, Curb Your Enthusiasm, Sexo en Nueva York, Wit y Ángeles en América”.

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¿Estamos ante la irremediable decadencia del séptimo arte y ante la serena y comprensible irrupción del octavo? Toni García escribió lo siguiente en el ABC: “El siglo XXI ha puesto al séptimo arte bajo mínimos y al octavo en órbita: series millonarias, nombres de cinco estrellas y la sensación de que los que se exprimen ahora el cerebro están detrás del tubo catódico y que ya no piensan en milímetros, sino en pulgadas. (…) La televisión ya no es la prima tonta del cine, sino más bien su hermana pequeña, la que se permite darle collejas al primogénito de cuando en cuando, el que le dice a mamá cuándo se come en casa. (…) El corolario es que resulta mucho más útil cuando la gente del cine empieza a hacer televisión (y viceversa) que cuando los estudios deciden recurrir a los productos que han triunfado en un medio con la esperanza de repetir su éxito en otro. Incluso cuando se consiguen buenos resultados económicos, la calidad es casi siempre discutible. Paul Haggis, David Mamet, Walter Hill y Aaron Sorkin han demostrado, siguiendo la estela que dejó Sidney Lumet en los años setenta, que el talento se impone allá donde va, mientras que la falta de ideas suele fracasar allá donde se manifiesta. (…) Ya lo dijo el gran Stanley Tucci (Murder One) hace unos años en Venecia: ‘Apunta esto: la televisión es el futuro”. Y el futuro ya está aquí’”. ¿El futuro está en la televisión, ese aparato que los estudios miraban por encima del hombro en sus inicios? Hollywood ha visto que el futuro de las salas es incierto, o directamente negro, y han pasado a la acción creando sus propias cadenas de televisión. Tres estudios de cine (Paramount/Viacom Inc, Lionsgate y la Metro-Goldwing-Mayer) unieron sus fuerzas para lanzar, en 2009, un canal televisivo de pago donde exhibir sus estrenos, su archivo y hasta sus series de producción propia. La decisión fue tomada porque los estudios consideraban abusivos los acuerdos que tenían firmados con algunas cadenas, una de las fuentes o ventanas fundamentales para

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rentabilizar sus costosísimos films. Los estudios han visto que el nuevo paso es saltarse las cadenas tradicionales y las grandes salas e ir directamente a los hogares de todo el mundo. Es decir: adiós a la exhibición o a la distribución como la conocíamos. Y he escrito “algunas cadenas” porque, en realidad, las grandes corporaciones son dueñas de las cadenas, como de tantas otras cosas. La Disney es dueña de ABC, Time Warner creó la suya y posee Turner, Viacom tiene UPN y CBS y decir Universal es lo mismo que decir NBC. Todo se centra en el derecho residual, en los catálogos, en el hambre insaciable de miles de canales necesitados de contenidos. Cuando más maneras tenemos de ver cine (en la red, en DVD, el los miles de canales televisivos, en el móvil), peor cine se hace. Peor que nunca. Es paradójico. Y hay algo peor: el gran cine de antaño, la gran riqueza que nos legaron los clásicos, se ha vendido barato, tirado. Así lo recordó Steven Bach, directivo en los setenta del que se hace eco David Thomson en el libro La verdadera historia de Hollywood: “Nadie se percató del valor de los derechos residuales hasta mediados de los años 70. Recuerdo que hace diez años estaba en un despacho de la Paramount y vi un talón de 10 millones de dólares fotocopiado y enmarcado. Impresionaba. Era el talón de la venta de todo el catálogo de la Paramount anterior a 1948 a la Universal-MCA. Pero, ¿quién hizo el mejor negocio en realidad? Diez millones de dólares ya no son diez millones de dólares, pero el valor de los catálogos de películas se ha disparado. ¿A quién acuden las cadenas de televisión y la gente del cable y del videodisco para hacerse con los mejores catálogos? A las majors”.

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BILLY WILDER, DE OBSERVADOR

“¿Quieres saber en lo que creo? Creo en Dios. Son las palabras que aparecen en todos los billetes americanos.” (Steve McQueen en La huida.)

Budd Schulberg recuerda en sus fabulosas memorias (De cine. Memorias de un príncipe en Hollywood) que los padres de los magnates del viejo Hollywood, todos judíos ortodoxos que no paraban de rezar a su exigente dios, no entendían “cómo de sus entrañas habían podido nacer hijos tan extraños como el escandaloso, bromista e informal Jack Warner; o un dictador blasfemo, irreverente y matón como Harry Cohn (Columbia) o un tipo influyente, astuto y ambicioso como L.B.Mayer (Metro)”. Aquellos productores fueron fenómenos de la naturaleza, auténticos industriales, gente de una personalidad arrolladora, para lo bueno y lo malo. Y fueron dueños de sus películas. Artesanos si los comparamos con los magnates de las telecomunicaciones del globalizado mundo actual. Pocos hubiesen apostado un dólar por el imperio Fox cuando su fundador, William Fox, se arruinó y fue condenado a prisión por tratar de sobornar a un juez del tribunal de cuentas de los Estados Unidos. Desde aquellos tiempos de los pioneros del cine, mucho ha cambiado el show business, que ha dejado a los viejos estudios de cine en un segundo lugar para dar paso a gigantescos conglomerados mediáticos que ven el cine sólo como una parte de la tajada global. La predicción de David Selznick ante el guionista Ben Hecht se ha cumplido: “Hollywood es como Egipto, lleno de pirámides desmoronadas. Nunca volverá. Seguirá desmoronándose hasta que finalmente el viento arrastre el último decorado por la arena. Habría habido buenas películas si no hubiese existido la industria cinematográfica, Hollywood podría haberse convertido en el

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centro de una nueva expresión humana si no hubiese sido agarrado por un pequeño grupo de contables y convertido en una industria basura”. El fin del sistema de estudios comenzó con la Ley Antitrust de Sherman, con la que el gobierno obligó a las majors a deshacerse de sus compañías de distribución, sus salas de cine y la contratación por bloques de sus películas. Mucho ha pasado en Hollywood desde entonces. Aquellos estudios se convirtieron en grandes corporaciones. Columbia fue adquirida por la japonesa Sony, dueña de TriStar, CBS y el estudio de MGM en Culver City, fabricante de ordenadores y la PlayStation, dueña de compañía de música, televisión y hasta seguros. Warner se convirtió en Time Warner, dueño de HBO, Turner Entertainment, New Line, Warner Music… Universal fue adquirido por General Electric, asociada a Vivendi, conglomerado francés y dueña de NBC, USA, USA Films y los parques de atracciones de Universal. Paramount y RKO fueron adquiridos por Viacom, dueña de CBS, UPN, MTV, Nickelodeon, los videoclubs Blockbuster y de cadenas de radio. Seis son las grandes corporaciones mundiales que monopolizan el entretenimiento mundial: Time Warner, Viacom, Fox, Sony, NBC Universal y Disney. Los tentáculos de estos grandes estudios actuales se expanden por todo Estados Unidos, pero centran su negocio principalmente en otros países, cada uno con su abusiva distribuidora mundial. Estos países son ocho: Japón, Alemania, Reino Unido, España, Francia, Australia, Italia y México. Entre todos los grandes conglomerados actuales destaca News Corporation, propietaria de Fox y creada por el citado magnate de los medios Rupert Murdoch, temido empresario que controla, con su hijo James, grupos editoriales, una cadena de televisión en EEUU, cadenas de cable y televisión vía satélite en Europa, Norteamérica, Sudamérica y Asia.

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Murdoch fue, como William Fox, un visionario de la época en la que le tocó comerciar. En 1993 compró Sky Televisión, compañía que tenía acceso al futuro, o lo que es lo mismo: a un satélite en el espacio, más concretamente en la zona conocida como Anillo de Clarke. Desde ese momento, Murdoch se empeñó en lograr lo impensable hasta entonces: que la gente pagara por ver la televisión. Y enseguida supo cuál sería el gancho perfecto: las películas. Así, su siguiente paso fue hacerse con el control de la Twentieth Century-Fox, mítico estudio inmerso en serios problemas económicos. En su astuta ingeniería financiera, llegó a una conclusión: el cine sólo sería un eslabón en una gran cadena global de contenidos. Él no sería un magnate como los de antes, no haría y vendería películas, sino contenidos, marcas registradas, royalties, franquicias. Ya lo dijo el empresario Steve Ross: “No estamos sólo en el negocio del cine, estamos en el negocio de la propiedad intelectual”. Así, los costosísimos films de Hollywood no se amortizarían en las salas de cine, sino en sus ventas a televisión (de los propios conglomerados), juguetes, juegos de ordenador o parques temáticos. En definitiva, las películas sólo serían la semilla fundamental para crear una marca digna de ser explotada hasta la extenuación durante años en decenas de ventanas y formas de entretenimiento y consumo. Y no es que esta fuese una idea moderna, digna de los nuevos amos del entretenimiento. Hace décadas, a un tal Walt Disney le tomaron por loco por montar un parque temático llamado Disneyland. Y hasta hoy. Una realidad que se escapa a muchos analistas es que las películas ya no dan dinero, pero el cine sí. Cada vez va menos gente al cine, pero los emporios cinematográficos siguen en pie y contando sus enormes dividendos. Cada día se hacen peores películas y se cuidan menos, pero son más rentables que nunca en sus múltiples canales de

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explotación. Las películas son sólo una excusa para llegar a convertirse en un juego de ordenador o en una atracción de parque temático.

“Los guionistas de Hollywood hicieron huelga, pero son muchos los que se preguntan: ¿Y? ¿Importa algo cuando lo único que funciona, en estos últimos años, son las secuelas de grandes éxitos cinematográficos? ¿Significa eso que la creatividad de Hollywood está en crisis? Pues probablemente.” (R. Vidiella)

No se piensa en buenas películas, por muy comerciales que sean. Se piensa en marcas explotables hasta la extenuación. Hay más ejemplos: El Señor de los anillos, El retorno del Rey, Matrix Reloaded y Matrix Revolutions, X-Men 2, Terminator 3, Shrek 2, Spider Man 2, Harry Potter y el prisionero de Azkaban, Harry Potter y el cáliz de fuego, La venganza de los Sith, Las crónicas de Narnia, Superman Returns, Rocky Balboa, Indiana Jones IV… No hubo en 2008 ceremonia de los Globos de Oro, prevista para el día 13 de enero. El festejo fue cancelado por la presión del Sindicato de guionistas de cine y televisión, en huelga desde el 5 de noviembre de 2007. Los guionistas lograron algo importante con la cancelación de este circo que da inmensos dividendos publicitarios a las cadenas que los retransmiten y ganaron en su lucha. La contienda, entre guionistas y productores, fue lógica. Los guionistas expusieron a los productores -y con sus piquetes a la opinión pública y a los verdaderos dueños de los estudios- una injusticia flagrante: los ingresos que los escritores reciben por la venta de las series de televisión en DVD y por las emisiones por Internet, pericia comercial que genera ingresos multimillonarios para los estudios.

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Los guionistas de hoy forman parte de una generación de trabajadores instalada en un sistema que nada tiene que ver con los viejos estudios, cuya rentabilidad se centraba en la taquilla que hacía un film. La diferencia entre ese Hollywood de los grandes magnates y el actual (el de los grandes emporios mediáticos como Time Warner, Fox o Sony) es que a los estudios no les interesa tanto la taquilla en cines como el resto del pastel global. Y, claro, de estas bastardas estrategias nacen los abortos cinematográficos sin alma que padecemos. Pocos analistas y expertos pasan por alto que se deben contabilizar las ganancias que generan las ventas de las películas en formato DVD, films que generalmente se mueren de pena en las salas y acaban siendo carne de los videoclubs y las tiendas.

“Así es como Hollywood recupera en el siglo XXI sus inversiones, ya que las taquillas hace tiempo que dejaron de ser un baremo para medir la rentabilidad de un filme. Y si no, que se lo pregunten a los guionistas de Hollywood, que se pusieron en huelga entre otras cosas para conseguir que la proporción de beneficios que cobran por los DVD aumente. ¿Recaudación en salas? Ni la mencionan en sus reivindicaciones. La revista económica Forbes no se para a cuestionarse por qué Hollywood está dispuesto a gastarse 140 millones de euros en un filme como La brújula dorada o por qué los estudios no dudan en pagar lo que las estrellas de primera fila han pedido en los últimos años. Y es que, ¿a quién si no a los grandes estudios hay que culpabilizar por sueldos como el de Russell Crowe, quien ha llegado a ganar una media de 13,92 millones de euros por película pese a que sólo genera cinco dólares por cada dólar que se invierte en él? Además, tampoco es justo acusarles de no ser rentables cuando se les ofrecen guiones lamentables que los estudios deciden llevar al cine pensando que con poner en ellos una estrella ya basta.” (Bárbara Celis.)

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El coste de las películas se ha disparado hasta límites delirantes. En 1947, por ejemplo, el coste de producción en una película media era de 732.000 dólares. En 2003 era de 63,8 millones de dólares. El coste medio de un film de Hollywood ha aumentado más de 16 veces desde que el sistema de estudios desapareciese. Recordemos unas frases del gran Preston Sturges: “Me escandalizo al ver los lentos, desmoralizadores, absurdamente costosos métodos de producción que están experimentándose como un cáncer por el corazón de esta industria, haciendo ruidosamente peligrosas todas las formas de experimentación interesante y eliminando todas las probabilidades en un negocio que siempre ha sido y siempre será una apuesta”. Otro de los grandes, Billy Wilder, jubilado forzosamente por una industria cada vez más pueril, explicó en sus conversaciones con el director Cameron Crowe (Conversaciones con Billy Wilder) por qué se fue todo al garete, o como los estudios “la cagaron”, como dijo Peter Fonda en Easy Rider. La razón es sencilla: no había buenas historias. Dice así: “En los años ochenta me dieron un puesto en United Artists. Jerry Weintraub me contrató para que opinara sobre una serie de historias cuyos derechos poseían. Pero no me di cuenta en absoluto de una cosa: ¿qué ocurría si tenía un cargamento de historias y todas eran malas? Ya había invertido dinero en ellas, un cuarto de millón, medio millón. ¿Qué iba a hacer yo, salvo decir: ? Si hubiera acudido antes a mí, antes de comprar aquel material, le habría dicho: . Puedo equivocarme, pero en general, acierto. Puedo decir, sin ninguna duda: . Pero era demasiado tarde. No encontré una sola cosa de las que había comprado que me hiciera decir: . Era espantoso. Un día, el consejero delegado Kirk Kerkorian cogió el ascensor conmigo

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para bajar, y me dijo: . Yo le respondí: . Yo estaba de observador, para mostrarme entusiasmado con un proyecto o decir: . Pero él lo compraba. Lo compraba todo”.

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“Entre lo masivo con sabor totalitario y el proyecto personal con porvenir de museo, ¿qué queda en el medio? (…) En otro lugar aparecen las películas que compitieron en el último festival de Cannes. Por un lado, maestros de segundo rango, de medio pelo por así decirlo: Ken Loach, Pedro Almodóvar, Nanni Moretti… Falta que mueran un par de veteranos más para que el ‘gran autor de cine’ sea declarada una categoría desierta.” (Quintín, Clarín.)

Cuando un artista es reconocido como tal, suele ser admirado por dos cosas: por su obra y por su carisma personal. La palabra carisma es el "don gratuito que concede Dios con abundancia a una persona". Los hombres carismáticos son elegidos por él y se presentan como semidioses entre los mediocres. No especifica mi diccionario cuál es el don concedido por el Todopoderoso a sus embajadores. En el terreno cinematográfico la palabra carisma siempre ha sido utilizada para hablar de los directores y para alabar a ciertas estrellas de la pantalla. La Garbo o la Dietrich tenían carisma, como lo tenía Gary Cooper o lo tiene Dustin Hoffman. Con los directores sucede lo mismo. El gran cine no está hecho para la gente sin personalidad. Fíjense, si no, en los directores de antes y en los de ahora. O en los actores de antes y en los de ahora. Hoy los realizadores son o muy jóvenes, o muy correctos, o muy invisibles, o muy grises. Y no digo con esto que un tipo anodino y con cara de vendedor de tarjetas de crédito no pueda dirigir una magnífica película. Lo que quiero decir es que antes reconocías a un director, en pleno rodaje o en fotos, a la legua. Como ese Griffith, con sus botas de montar, su gorra y su kilométrico megáfono. También DeMille era de esa escuela de directores que parecían comandantes en jefe de vastos ejércitos, esos de

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los que Kubrick, Lean, Coppola o Spielberg fueron los mejores herederos. Los directores de antes imponían mucho, como Ford, Walsh, Fuller o Lang y sus respectivos parches. Fernando Méndez Leite me contó en una ocasión cómo conoció a Fritz Lang en el Festival de San Sebastián. Lang, que además de parche usaba monóculo, se sentó a su lado en una proyección y Leite vio cómo el director de Metrópolis se cambiaba el parche del ojo izquierdo al derecho continuamente. Ford, Walsh y Fuller también llevaban el parche por carisma, como marca de la casa. No eran piratas ni tuertos y excusaban su extravagancia con una explicación: se aprecia mejor el plano con uno de los ojos siempre tapado. Hay más ejemplos parecidos. No se puede negar el brillo y la personalidad que tenían, por ejemplo, Welles y Huston. Los dos eran auténticos amantes de la vida y sus placeres. Desde las corridas de toros o la caza del zorro pasando por los habanos, gracias a los cuales gozaban de esa envidiable fotogenia que compartían con Hitchcock, quizá el director más carismático y mejor publicista de toda la historia. "Hitch" supo, elegantemente, crearse y ser un personaje único que firmaba sus películas con su presencia. En la decadencia del cine de los estudios también surgieron directores con un halo especial, como Peckinpah "el indio" y sus míticas cogorzas o el pequeño Polanski y las perversiones que le costaron el exilio. Woody Allen es otro de los directores de inimitable personalidad que surgió en esta época. Puede que Tarantino, a leguas de estos grandes genios, sea el último eslabón, el último alumno de esta escuela carismática. En España, poco más que Buñuel, Berlanga y Almodóvar (y los fetiches de cada uno) pueden salirse del club de los directores insípidos que pueblan el país. Antes los directores no sólo eran fotogénicos, sino que sus vidas y rodajes eran dignos de ser estudiados y editados para el deleite (morbo incluido) del lector cinéfilo. Hoy,

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desgraciadamente, botas, megáfonos, puros y parches no forman parte de la vida del cine. Los tiempos han cambiado, pero siempre nos quedará la foto que se hicieron con Luis Buñuel algunos "amigos" que le esperaban en su vuelta a los EEUU. Entre ellos, George Cukor, Alfred Hitchcock, William Wyler, Billy Wilder, George Stevens, Rouben Mamoulian, Robert Wise, Robert Mulligan y un tal John Ford, fuera de cuadro en la foto. Algo así como la última cena de los apóstoles de una vieja religión desaparecida. En uno de mis bolos como profesor de cine, impartí un seminario en un centro de imagen en Madrid para futuros cineastas. Mi asignatura era historia del cine y tuve a mi cargo a chavales ávidos de conocimiento y cultura cinematográfica. Cada uno, como se suele decir, era hijo de su padre y de su madre. O sea, que uno era hijo de John Carpenter y el otro de John Woo. Siempre me entró un ataque de responsabilidad a la hora de enfrentarme a ese trabajo, en ese caso de tres largas horas y poniendo trozos de películas para ser comentadas en una clase que, como el monólogo de un cómico o el discurso de un político, tiene su ritmo, su tempo, sus pausas, sus giros inesperados, sus chistes y sus frases inspiradas o no. Tú mismo, si dabas clases en más de un lugar o a más de un grupo, te ibas dando cuenta (también año tras año) de lo que funcionaba y lo que no. Ibas descubriendo qué motivaba al alumno, qué lo aburría, qué momentos de tu exposición parecían brillantes o farragosos. En mi caso, también vi en los rostros del alumnado qué imágenes del cinematógrafo siguen teniendo poder de seducción y cuáles pasan irremediablemente a formar parte del almacén, del cada vez más atestado museo de la cultura indiferente. Empecé mis clases con el cine mudo y las epopeyas históricas de papá Griffith. Luego seguimos con Un perro andaluz (que sigue provocando a pesar de sus años), el surrealismo, Man Ray y la vanguardia soviética. Y así, saltando de un periodo a otro,

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THE END. El último suspiro del cine

Iván Reguera

nos fuimos acercando a directores de todos los tiempos. Y llegó el día, después de Wilder y Hitchcock, de hablar de John Ford. Preparé mi clase buscando los títulos geniales que tienen un lugar preferente en mi videoteca: Las uvas de la ira, Qué verde era mi valle, Centauros del desierto, El hombre que mató a Liberty Valance… Les dije que Ford era el genio de la sobriedad, que en él no iban a ver grandes planos secuencia, extraños contrapicados, tomas desde helicópteros o encadenados con colorines, sino grandes actores y diálogos, preciosos planos generales, una música lírica muy bien introducida y, sobre todo, un tono poético y épico que habla de grandes temas como el honor, el valor, la amistad, la familia o el amor. Les dije que Fellini había dicho de él que era “un creador en bruto inmunizado contra las tentaciones del intelectualismo”. La respuesta de mis alumnos fue prácticamente unánime, se notaba en sus caras: indiferencia. No estaban viendo cine, sino piezas de mueso. La revista Cahiers Du Cinéma dedicó cuarenta páginas a un fenómeno que tiene que ver con esto: el espacio cada vez mayor que los museos concedían al cine en todo el mundo. El cine menos comercial encuentra cada vez más refugio en el museo. Ciertos autores son seguidos en los museos porque, sencillamente, causan desinterés, indiferencia. Por eso su cine acaba como una pieza de museo. Con la desagradable impresión de contar batallitas desfasadas, me fui a tomar unos vinos con los chavales al acabar la clase. Hablamos del cine actual, de la calidad, de la taquilla y de si el lenguaje del cine iba a fundirse algún día con el de los juegos de ordenador y otros aparatos infernales. De si el cine acabaría como empezó: en una barraca de feria. Yo dije que ni muerto, que a mí eso no me pillaba como espectador, que me quitaba del cine como el periodista Juan Cueto, que escribió que tu CINEFILIA puede hoy convertirse en CINEFOBIA, y es exactamente lo que me ha sucedido en estos tiempos descorazonadores.

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Da miedo reconocerlo, pero es una gran verdad. Yo, tristemente, también lo dejo, me quito del cine actual y del que amenaza por venir. No me huele bien un mundo que se aburre con John Ford y que acepta mansamente el efectista, vacío, impersonal y generalmente pueril cine que veo y viene. Sin pretenderlo, resignados, toda una generación de cinéfilos nos hemos convertido en arqueólogos. Nos hemos conformado con buscar, rastrear, redescubrir grandes clásicos en DVD o disfrutar, por primera vez, de films que no habíamos visto aun de los grandes. El resto nos parece pequeño, mediocre, pedante, visto, aburrido, insignificante, insultante, ya no acudimos a las salas que antes regentábamos asiduamente. Dice Harold Bloom que cuando uno tiene cierta edad “le apetece tan poco leer mal como vivir mal, porque el tiempo transcurre implacable… Nada ni nadie, cualquiera que sea la colectividad que pretende representar o a la que intente promocionar, puede exigir de nosotros la mediocridad”. Yo ya no aguanto ni consiento esta general exigencia de mediocridad y para mí también ver mal cine es vivir mal. Por eso me quito. Un lector de mi blog (www.ivanreguera.blogspot.com), Manuel Gómez de Barreda, expresó, con gran claridad de ideas, lo que sentí entonces con aquellos alumnos y más tarde con otros alumnos e infinidad de jóvenes espectadores: “Hay una nueva generación que no ha leído probablemente un sólo libro o argumento medianamente complejo en su vida. Y esa generación tiene ya una imaginación que está basada simplemente en la ocurrencia visual. No necesitan el más mínimo argumento complejo, trágico, problemático, simplemente se puede llamar "literario", para flipar con lo que ve. Es decir: la juventud dejó de tener una mente más literaria, interna, para tener una mente más anecdótica, y externa, con una gran simplificación de las situaciones que comprenden y disfrutan”.

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Tras aquella reveladora clase antes citada, al volver a casa, con el vapor de los vinos, saqué Centauros del desierto de mi gastada maleta de maestro y la metí en el vídeo. Aún usaba vídeo. El film estaba por el final, porque había estado hablando de esa secuencia en mi última clase. John Wayne se para en el umbral de una puerta. No entra. Se da la vuelta y camina solo hacia no se sabe dónde. La puerta se cierra. Todo queda en negro. The End.

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Iván Reguera

AGRADECIMIENTOS A Bárbara Mingo, primera lectora, primera correctora, buena consejera. A Bosco Palacios, por su atenta lectura, sus nuevas ideas y sus correcciones. A Juan José Aparicio, por su aportación y por todo lo que le he plagiado de nuestras conversaciones. A José Carmona, cómplice en el pesimismo y creador del título de este libro. A los autores consultados, por sus libros, sus películas, sus artículos y sus ideas.

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