Terapia Familiar Feminista

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Terapia familiar feminista Thelma Jean Goodrich Cheryl Rampage Barbara Ellman Kris Halstead

Terapia Familiar

PAIDOS

Terapia familiar feminista

Grupos e instituciones / Terapia familiar 1. A. Dellarossa - Grupos de reflexión 2. J. Chazaud - Introducción a la terapéutica institucional 3. M. Grotjhan - El arte y la técnica de la terapia grupal analítica 4. W.R. Bion - Experiencias en grupos 5. R. de Board - El psicoanálisis de las organizaciones 6. F. Moccio - El taller de terapias expresivas 7. D. Anzieu - El psicodrama analítico en el niño y en el adolescente 8 . 1.L. Luchina y col. - El grupo Balint. Hacia un modelo “clínico-situadonal” 9. S. Minuchin y H. Ch. Fishman - Técnicas de terapia fam iliar 10. M. Andolfi - Terapia familiar 11. B. Shert'er y otros - Manual para el asesoramiento psicológico 12. M. Andolfi e I. Zwerling - Dimensiones de la terapia familiar 13. S. Minuchin - Calidoscopio fam iliar 14. M. Selvini Palazzoli y otros - Al frente de la organización 15. A. Schlemenson - Análisis organizacional y empresa unipersonal 16. J.S. Bergman - Pescando barracudas. Pragmática de la terapia sistémica breve 17. B.P. Keeney - Estética del cambio 18. S. de Shazer - Pautas de terapia fam iliar breve. Un enfoque ecosistémico 1 9 .1. Butelman - Psicopedagogía institucional. Una formulación analítica 20. P. Papp - El proceso de cambio 21. M. Selvini Palazzoli y otros - Paradoja y contraparadoja. Un nuevo modelo en la terapia fam iliar con transacción esquizofrénica 22. B.P. Keeney y O. Silverstein - La voz terapéutica de Olga Silverstein 23. M. Andolfi y C. Angelo - Tiempo y mito en la psicoterapia familiar 24. J.L. Etkin y L. Schvarstein - Identidad de las organizaciones 25. W.H. O ’Hanlon - Raíces profundas. Principios básicos de la terapia y de la hipnosis de Milton Erickson 26. R. Kaes y otros: La institución y las instituciones. Estudios psicoanalíticos 27. H. Ch. Fishman: Tratamiento de adolescentes con problemas 28. M. Selvini Palazzoli y otros: Los juegos psicóticos en la familia 29. M. Goodrich y otros: Terapia fam iliar feminista

Thelma Jean Goodrich Cheryl Rampage . Barbara Ellman Kris Halstead

Terapia familiar feminista

PAIDOS Buenos Aires - Barcelona - México

Título original: Feminist Family Therapy. A casebook W. W. Norton & Co., New York, London © Copyright 1988 by Thelma Jean Goodrich, Cheryl Rampage, Barbara Ellman, and Kris Halstead ISBN 0-393-70050-X

Traducción de Beatriz López

Cubierta de Gustavo Macri

la . edición, 1989

Impreso en la Argentina — Printed in Argentina Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723

I^a reproducción total o parcial de este libro, en cualquier forma que sea, idéntica o modificada, escrita a máquina, por el sistema “multigraph”, mimeógrafo, impreso, por fotocopia, fotoduplicación, etc., no autorizada por los editores, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada.

© Copyright de todas las ediciones en castellano by Editorial Paidós SAICF Defensa 599, Buenos Aires Ediciones Paidós Ibérica S.A. Mariano Cubí 92, Barcelona Editorial Paidós Mexicana S.A. Guanajuato 202, México DF

ISB N 950 - 12 - 4629 - 9

Y a menudo me he preguntado Cómo los años y yo sobrevivimos Tuve una madre que me cantaba Una canción de cuna que no mentía Joan Baez, “Honest Lullaby"

Dedicamos este libro a nuestras madres, Thclma Quillian Goodrich Lois Mae Rampage

Francés Ellman Mary Grzymkowski,

cuyo amor nos dio el valor necesario para cuestionar lo establecido.

LAS AUTORAS

Las autoras son fundadoras y docentes del Instituto de las Mujeres para Estudios sobre la Vida de Houston, Texas. Chcryl Rampage y Barbara Ellman son autoras asociadas que com­ parten igual responsabilidad por este trabajo. Thelma Jean Goodrich, Doctora en Filosofía, es profesora auxiliar en el Departamento de Medicina Familiar del Baylor College of Medicine, de Houston. Cheryl Rampage, Doctora en Filosofía, es profesora asociada de Ciencias del Comportamiento en la Universidad de Houston-Clear Láke. Barbara Ellman, Licenciada en Estudios Sociales, es profesora adjun­ ta en el Departamento de Graduados de Estudios Sociales de la Univer­ sidad de Houston. Kris Halstead, Licenciada en Ciencias de la Educación, es supervisora asociada en el Centro de Prácticas de Terapia Familiar, de Washing­ ton, D. C.

INDICE

Prólogo, de Rachel T. Hare-Muslin............................................. 9 Prefacio.................................................................. .................... 13 Agradecimientos......................................................................... 15 1.

El feminismo y la familia..................................................... 19 Los estereotipos de los roles de los géneros y la familia ...23 La ideología de la familia “normal” .....................................26 El planteo feminista............................................................. 27

2.

Terapia familiar feminista: haciauna reforma....................... 31 La teoría..............................................................................34 La capacitación...................................................................48

3.

Trabajo feminista, proceso feminista.................................55

4.

El matrimonio empresarial................................................... 63 Linda y Ricardo................................................................... 65 La consulta.......................................................................... 68 El análisis...................................................... ;.................. 71 El tratamiento...................................................................... 76 Ricardo y Linda...................................................................78 Fernanda y Javier............. ...................................................79 Los riesgos.......................................................................... 84

5.

La familia de un solo progenitor...........................................87 Paulina y sus hijos............................................................... 89 La consulta......................................................................... 93 El análisis........................................................................... 96 El tratamiento....................................................................103 Paulina y sus hijos............................................................. 105 Los riesgos............................................................ ..........110

INDICE

La pareja corriente................................... Gabriel y Julia.......................................... La consulta............................................... El análisis................................................. El tratamiento........................................... Julia y Gabriel.......................................... Los riesgos...............................................

113 ,114 120 .122 129 .131 139

El acuerdo sobre la prestación de cuidados Esteban y Sandra...................................... La consulta............................................... La segunda consulta................................. El análisis................................................. El tratamiento.......................................... Sandra y Esteban...................................... Los riesgos...............................................

141 144 145 149 151 155 156 161

La pareja lesbiana..................................... Cora y Cata / Ruth y R ita......................... La consulta............................................... La segunda consulta................................. El análisis............ ............ ....................... El tratamiento.......................................... Cata, Cora, Rita, R uth.............................. Los riesgos............. ..................................

163 164 165 168 170 180 181 188

La relación abusiva.................................. Angélica................................................. . La consulta.............................................. La segunda consulta................................. El análisis................................................. El tratamiento.......................................... Angélica.................................................. Los riesgos ..............................................

191 193 195 197

200 204 206 209

Su participación en la reforma.................

211

Referencias bibliográficas........................

,217

Indice analítico

.223

PROLOGO

Terapia Familiar Feminista es un libro de historias de casos en el que se presenta una nueva manera de conceptualizar y practicar la terapia familiar. Constituye un paradigma en el que se reconoce el carácter de la familia basado en el género y la intersección de éste con los recursos materiales y psíquicos de la familia. Me ha causado honda impresión la manera en que las autoras, Thelma Jean Goodrich, Cheryl Rampage, Barbara Ellman y Kris Halstead, se han dedicado a desarrollar un método que prescinde de los modelos estáticos de la teoría de los roles sexuales, el funcionalismo y las etapas del desarrollo psicosexual. Al reconocer valientemente que la familia existe en el contexto de una sociedad patriarcal, van más allá de los gestos rituales que suelen hacerse en este campo ante la importancia del contexto social más amplio. ¿Por qué “valientemente”? Porque en una sociedad en la que tratamos de ocultar las desigualdades entre los hombres y las mujeres, nos resulta incómodo incluso el uso del término “patriarcado”. A veces nos olvidamos de que la terapia familiar nació en un movimiento revolucionario, el de la teoría de las comunicaciones y los planteos sistémicos frente a los modelos lineales. En lugar del método psicoanalítico centrado en el individuo, la terapia familiar ofrecía un punto de vista sistémico de las relaciones e interés por el contexto. Pero toda revolución con el tiempo está destinada a volverse conservadora a ser “algo más de lo mismo”. La genialidad que distinguía a los pioneros de este campo, como Gregory Bateson, Paul Watzlawick y Virginia Satir, se ha desvanecido y hoy es un método oficial en el que nos interesa perfeccionar y dar forma a su circularidad misma. Algunos consideran que en la actualidad la terapia familiar no hace más que dar vueltas y vueltas en un circuito recurrente. Además, nuestra muy admirada y alabada metaposición ha ignorado sistemáticamente el género, demostrándose una vez más qué difícil es

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PROLOGO

comprender un sistema del cual formamos parte. Como señaló Judy Libow, hemos tratado al género como un secreto de familia. En conse­ cuencia, la terapia familiar tradicional no ha podido hacer ver a las familias la conexión que tienen sus problemas con los estereotipos culturales relativos al género y con las relaciones de poder. Creo que la terapia familiar está dando un paso gigantesco al'comenzar a develar ese secreto, como lo ponen en evidencia el presente libro, el de Marianne Ault-Riche y otros que se publicarán. ¿Cómo se puede lograr un cambio paradigmático? Las terapeutas feministas presentan un desafío al campo de la terapia familiar, declaran­ do que la revolución no ha terminado. Pero, como sucede con todas las revoluciones, hay resistencias, opuestas incluso por los viejos revolucio­ narios. Algunos teóricos y profesionales no estarán dispuestos a aceptar estas nuevas maneras de pensar sobre las familias y de trabajar con ellas, y dirán que el motivo del cambio es político. Ahora bien, toda organiza­ ción social es política, lo mismo que todo significado es semántico; toda posición implica “adoptar un punto de vista”. No se trata de preguntar si el punto de vista es correcto o equivocado, pregunta imposible de contestar en una sociedad posmodemista, sino cuáles son las consecuen­ cias de un punto de vista determinado. La perspectiva de las terapeutas feministas se traduce en un modelo en el que las quejas de las mujeres no son consideradas insignificantes, no se culpa a las mujeres por los problemas de la familia y no se las alienta a soportar matrimonios malsanos y peligrosos. Como nos recuerdan las autoras, la terapia familiar es una empresa moral basada en una visión de la vida humana, y las cuestiones de índole moral no deben ser ocultadas. La terapia familiar persigue la transforma­ ción tanto como la adaptación a las normas sociales. Las autoras señalan cómo el problema de la subordinación de las mujeres en la sociedad ha sido marginado, malentendido e ignorado en la terapia familiar. Ponen a la vista la dicotomía masculino-femenino. Van de la evaluación y la crítica a la práctica. Admiro su buena voluntad para exponer sus propios objetivos y dudas en las historias de casos que presentan. Asimismo, tienen una exquisita sensibilidad ante sus propias actitudes, valores y respuestas frente a las normas y expectativas culturales. Al exponer con honestidad los riesgos y las ventajas de su método terapéutico, han fijado un nuevo patrón para evaluar la práctica de la terapia familiar que otros terapeutas bien podrían emular.

TERAPIA FAMILIAR FEMINISTA

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La metaposición adoptada en este libro es una posición que da cuenta de una diferencia. ¿Qué diferencia es más universal que la del género? Empero, diferencia no tiene porqué significar déficit, como en las teorías psicoanalíticas sobre la mujer, ni dominación, como en las teorías estructurales y estratégicas en las que los límites protegen las jerarquías. La terapia dcscripta en este libro se opone a otros enfoques y verdadera­ mente coloca ala familia y al individuo dentro del contexto social de una manera que rara vez han logrado los métodos anteriores. Las autoras han trabajado en equipo, formándose, apoyándose y criticándose mutuamente para lograr este nuevo método. Han basado su trabajo en las ideas y los artículos sobre terapia familiar feminista que comenzaron a aparecer en los últimos años de la década de 1970. Sus historias de casos ilustran cómo pueden rcencuadrarse los problemas para incorporar el género. En el caso de un matrimonio empresarial, las autoras demuestran cómo las estructuras de trabajo despersonalizadas afectan a la familia. En otro caso examinan los estereotipos relativos a las familias a cargo de un solo progenitor. El perimido lema de la comple­ mentariedad es analizado en otro ejemplo donde las autoras señalan que no es lo mismo adoptar una posición de inferioridad, que ser inferior. Otros casos tienen que ver con la familia de origen y las exigencias de atención y cuidado, con una pareja lesbiana y con una relación abusiva. A través de las historias clínicas las autoras revelan muy elocuentemente de qué manera los estereotipos de los roles de los géneros sofocan los deseos, la conducta y el desarrollo de todos los miembros de la familia. Toman términos agotados como fusión, límite y triángulo, que han sido vaciados de contenido, y les dan un nuevo significado. Asimismo, revalorizan la dependencia y la resistencia equiparándolas al heroísmo y el honor. Y al llamar la atención sobre la posición de las mujeres, nos recuerdan que nuestras teorías sistémicas no pueden explicar todos los fenómenos: “ya sea que el cuchillo caiga sobre el melón o el melón caiga sobre el cuchillo, es el melón el que se corta”. ¿Puede continuarla revolución en la terapia familiar? Sospecho que únicamente si asimila una concepción verdaderamente nueva, como la que brinda la terapia familiar feminista. Las autoras mencionan que son las primogénitas en sus familias de origen. ¿Quién no desearía que una hermana mayor así le señalara el camino? Este libro será de utilidad para muchos profesionales de la terapia familiar dispuestos a adoptar un

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PROLOGO

nuevo paradigma. Terapia familiar feminista nos ofrece una visión ampliada y transformada de la terapia familiar del futuro.

Rachel T. Hare-Mustin Noviembre de 1987

PREFACIO

Sólo mujeres que se escuchen mutua­ mente podrán crear un mundo que con­ trarreste el sentido predominante de la realidad. Maiy Daly, Beyond God the Father

Somos cuatro terapeutas de familias que hemos luchado, cada cual a su modo, para comprender nuestro trabajo y a nuestros pacientes, in­ sertas como estamos en esta sociedad patriarcal. Somos cuatro mujeres que hemos reconocido en nuestras propias vidas los efectos insidiosos del sexismo y la opresión originada por teorías que nos degradan. Nos identificamos como amigas y colegas porque nos hemos fijado el mismo objetivo: comprender qué hacemos y cómo sobrevivimos. Nos identifi­ camos a través de nuestra común adhesión al feminismo. Nos identifica­ mos al reconocer el fracaso de nuestros respectivos programas de formación en lo que se refiere a preparamos para responder a las complejidades de la familia norteamericana y de cada uno de sus miembros, en particular las mujeres. Con gran alivio nos unimos, compartiendo la oficina y las ideas, escribiendo monografías, haciendo presentaciones, analizando nuestro trabajo desde nuestro punto de vista feminista. Con el tiempo, llegamos a establecer un foro para que las mujeres investigaran los intereses y los lemas feministas que nos pertenecen a todas. Llamamos a este foro Instituto de las Mujeres para Estudios de la Vida. Mediante talleres, seminarios, retiros, grupos de consulta, tertulias y conmemoraciones, creamos un espacio para que las mujeres se hicieran conscientes, para elevar su nivel de conciencia. Sólo cuando aceptamos el desafío que nos planteó Susan Barrows, de W. W. Norton, comprendimos las ramificaciones de todo lo que confor­ ma el trabajo de las mujeres. Nuestra decisión de escribir un libro se pareció mucho a la decisión de tener un bebé entre todas. Este libro forma parte de todas nosotras y el hecho de haber pasado juntas por la experiencia de su alumbramiento estimuló nuestros instintos de prote­

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PREFACIO

ger, dar un nombre, alimentar, poseer, perfeccionar y crear a nuestra imagen y semejanza. Cuando decidimos escribir este libro juntas, nos comprometimos a desarrollar un proceso colegiado, respetuoso y consensúala No quisimos dividir el libro de modo que cada una escribiera una parte, sino más bien esforzamos en producir una teoría originada en nuestro análisis colecti­ vo. Nos reuníamos semanalmente para examinar nuestras opiniones sobre los pacientes con los que estábamos trabajando en ese momento. Nuestro objetivo era respetar el aporte y la manera de comprender los dilemas terapéuticos de cada una, sin abdicar, no obstante, del propio punto de vista: esto no siempre resultó fácil. Somos mujeres, madres, hermanas, hijas, amantes y educadoras. Procedemos de la costa atlántica, el centro y el sudoeste de los Estados Unidos y del catolicismo y el protestantismo. Todas nos hemos casado, algunas se han divorciado, algunas han vivido en comunidad. Todas tenemos hijas; dos de nosotras tienen hijos varones. Las cuatro somos las primogénitas en nuestra familia de origen. Las cuatro sentimos un gran amor y devoción por las mujeres. Todo esto afecta el trabajo que hemos realizado juntas. Ninguna de nosotras es una mujer de color y esto también afecta al trabajo que realizamos juntas. Ninguna de nosotras se llama a sí misma lesbiana, lo cual influye en nuestro trabajo en común. Mientras escribíamos este libro, una de nosotras perdió a su padre, otra a su madre, una tercera dio a luz un bebé, otra adoptó un bebé, y hubo otra que se alejó. Estos sucesos afectaron a nuestra tarea en común. El entrelazamiento de nuestras vidas profesionales y nuestras realidades personales —así como el conocimiento de este hecho y su utilización— hacen que este proyecto, nuestro libro, sea inherentemente feminista. Junto con otras mujeres de todo el país, estamos apenas comenzando a aprender lo que significa para las mujeres trabajar juntas, crear juntas, cooperar y competir, confrontar y nutrir. Durante demasiado tiempo todas nosotras hemos sido privadas de esa experiencia.

AGRADECIMIENTOS

Muchas personas han alentado y apoyado nuestros esfuerzos para escribir este libro. A todas ellas queremos expresarles nuestro reconoci­ miento. Los trabajos de Jean Baker Millcr, Dorothy Dinnerstein y Rachel Hare-Mustin estimularon nuestras primeras ideas sobre los puntos de contacto existentes entre el feminismo y la terapia familiar. Las integran­ tes del Proyecto de Terapia Familiar de las Mujeres —Betty Cárter, Peggy Papp, Olga Silverstein y Marianne Walters— fueron pioneras en lo que respecta a relacionar las cuestiones del género con la terapia familiar. Y han sido generosas en sus elogios a nuestro trabajo. Agradecemos asimismo a Susan Barrows, nuestra redactora en Nor­ ton. Su convicción de que estábamos preparadas para escribir este libro nos brindó la inspiración inicial, y su constante entusiasmo nos animaba cuando nuestra energía empezaba a flaquear. Nuestras colegas Lisa Balick y Linda Walsh demostraron tener una paciencia y un buen humor infinitos durante meses de distracción mientras trabajamos para terminar el proyecto. La reflexiva lectura que hicieron del manuscrito redundó en muchísimas sugerencias valiosas. Carol Snydcr leyó varios de los capítulos más dificultosos; su capa­ cidad para dominar la palabra escrita agregó claridad cuando el texto corría el riesgo de ser oscuro. Margaret Nobles, nuestra mecanógrafa, fue capaz de transformar pilas de páginas ajadas, garabateadas con cuatro tipos de letra diferentes e ilegibles, en páginas bien presentadas de prosa comprensible. Su buen ánimo y su sorprendente eficiencia fueron una inmensa bendición mientras nos esforzábamos por cumplir los plazos de entrega. Por último, queremos manifestar nuestro reconocimiento a los pa-

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AGRADECIMIENTOS

cientes, tanto a aquellos cuyas historias aparecen en este libro como a muchos otros que durante años nos han enfrentado al desafío de tener que reformar nuestras ideas sobre el proceso de la terapia. T. J. G., C. R., B. E., K. H. El reconocimiento de los demás ha constituido mi fortaleza y sostén: el de Marianne Walters, que ratificó mi trabajo en una de las primeras ' presentaciones y siguió alentándome en presentaciones posteriores con su manera tan especial y personal; el de Betty Cárter, que tanto en publicaciones como en foros públicos me hizo saber que estaba bien encaminada; el de Lisa Balick y Loyce Baker, quienes me aseguraban diariamente que había un punto final para todo mi sufrimiento, y el de mis hijos, mis maravillosos hijos —Dolly, Davey, Kelly y Mila— que de muy buena gana se hicieron a un lado mientras duró todo el trabajo extra de los dos últimos años. T. J. G. Agradezco a mi esposo, Larry LaBoda, por considerar desde el comienzo que este trabajo era importante. Su absoluta confianza en que saldría bien y su buena voluntad para aceptar el aflojamiento del ritmo hogareño me brindaron un enorme apoyo. Mis hijos, Scott y Elizabeth, fueron pacientes durante mi ausencia y comprensivos a mi regreso. La distracción que me causaron ocasionalmente es insignificante compara­ da con la alegría que siempre me han brindado. C. R. Quiero darle las gracias a mi esposo, Mitchcll Aboulafia, que me apoyó con sus planteos intelectuales, su amistad, su amor y la intensifi­ cación de sus obligaciones paternas mientras estuve casada con el libro. A Lauren, que de la noche a la mañana se convirtió en la más estupenda criatura de cinco años y fue mi maravilloso regalo cuando salí de la cueva. A Sara, que compitió con el libro en cuanto al embarazo y el parto pero tiene la diferencia bien nítida de haber emergido como la inmensa alegría que es. A mi hermana Susan y mi padre Abe, que no se cansaban nunca de preguntar por “el libro”. A mis amigos, especialmente Hilary

TERAPIA FAMILIAR FEMINISTA

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Karp y SusanThal, que supieron excusar las citas incumplidas, las fechas canceladas y las llamadas telefónicas sin respuesta. Y porúltimo, a mis vecinas, Nancy George y Sue Kellogg, que hicieron de familia ampliada ayudando a mi familia cuando yo no estaba. B.E. Dos personas aportaron sus ideas y su tiempo para criticar algunas partes del manuscrito. Caroline Whitbcck y Laurie Leitch contribuyeron de manera importante a mi comprensión de la integración de la teoría y la práctica feministas. Expreso mi gratitud a Lauro Halstead por haber compartido conmigo su sabiduría sobre el arte de vivir y de crear. K. H.

C a p itu lo i

EL FEMINISMO Y LA FAMILIA

Esta revolución es la más universal y la más humana de todas las revolucio­ nes. Nadie puede oponerse a una revolu­ ción que pregunta: “¿Cómo vivimos con los demás? ¿Cómo educamos a nuestros niños? ¿Cómo se comparte la vida y el trabajo de la familia? ¿Cómo podemos ser humanos todos nosotros?” Jcssie Bemard, Women and the Public Interest

En su misión de transformar la índole del orden social, el feminismo empieza en el hogar. La familia ocupa un lugar central en el pensamiento feminista por varias razones. En primer lugar, es la fuente fundamental de la transmisión de las normas y valores de la cultura; una cultura cuestionada por las feministas en su base misma. En segundo lugar, la familia es considerada tradicionalmente como el dominio de las mujeres y, por consiguiente, merece ser analizada en detalle por parte de quienes se interesan por la condición de la mujer. Por último, es en la familia donde los individuos aprenden por primera vez lo que significa ser masculino o femenino, definiciones de sí mismo que para las feministas son muy problemáticas en nuestra sociedad. Cuando hablamos de feminismo nos referimos a la filosofía que reconoce que las mujeres y los hombres tienen diferentes experiencias de sí mismos, del otro, de la vida, y que la experiencia de los hombres ha sido ampliamente enunciada mientras que la de las mujeres ha sido omitida o mal explicada. Cuando hablamos de feminismo nos referimos a la filosofía que reconoce que esta sociedad no permite la igualdad a las mujeres; por el contrario, está estructurada de tal manera que oprime a las mujeres y glorifica a los hombres. Esta estructura se denomina patriarcado. Cuando hablamos de feminismo nos referimos a una filoso­ fía que reconoce que todos los aspectos de la vida pública y privada

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EL FEMINISMO Y LA FAMILIA

llevan la marca de la teoría y la práctica patriarcales y, por consiguiente, es necesario someterlos a una revisión. Los análisis feministas de la familia empiezan por situarla en el tiempo, porque las definiciones sobre la validez de los miembros de la familia y de su participación en ella han variado en las distintas épocas, de acuerdo con las necesidades políticas, económicas, sociales e indivi­ duales (Mintz y Kellogg, 1987; Morgan, 1966; Rabb y Rotberg, 1973). Esta perspectiva cuestiona la creencia corriente de que la familia existe fiiera de la historia, que trasciende la historia. Se supone erróneamente, por ejemplo, que la “infancia” como período de desarrollo socialmente reconocido ha existido siempre. En realidad, el origen del concepto de infancia tal como lo conocemos está relacionado con el desarrollo de la “familia moderna” durante la era de la Revolución Industrial y, por consiguiente, está ligado a los cambios producidos también en esa época en la estructura familiar, las clases sociales, la economía y la demografía (Artes, 1960/1962). Este hecho de que una condición, al parecer tan fundamental como la niñez, sea en realidad un concepto detenninado por el contexto y sujeto a cambios, no ha sido incoiporado en la conciencia del lego ni en la del profesional. El origen de otras características de la vida familiar es igualmente dejado de lado, haciendo así que parezcan características naturales y constantes. Examínese la clara división existente entre el hogar (dominio de las mujeres) y el lugar de trabajo (el mundo de los hombres). Fue la era industrial con su economía capitalista la que bifurcó a la sociedad occidental en dos esferas separadas y sustentadas por una ideología, haciendo que una de ellas fuese privada y correspondiese a las mujeres, y que la otra fuese pública y correspondiese a los hombres. En el período previo a la era industrial las mujeres y los hombres trabajaban juntos, aun cuando existía cierta división del trabajo. Durante la era industrial se le enseñó sistemáticamente a la mujer que debía llegar a ser una excelente ama de casa y madre antes que alcanzar cualquier otra identidad posible (por ejemplo, trabajadora, amante, amiga). La propaganda sobre la familia entraba en el hogar desde todos los sectores, porque se creó un cuadro de expertos para educar, aconsejar e inducir a las mujeres para que asumieran sus nuevos roles. Médicos, pastores y economistas domésticos, recién inventados, se encargaron de prescribir a las esposas modalidades adecuadas de comportamiento. Estos expertos autonombrados crearon un montón de manuales y otras

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series de instrucciones sobre el cuidado de los niños y del hogar, para consumo de las mujeres. El amor mismo se invocaba como una manera de galvanizar las actitudes y conductas de la mujer a favor de su rol exclusivo como ama de casa y madre. De hecho, el término “ama de casa” no fue creado hasta el periodo industrial. Del mismo modo, aunque las madres siempre han existido, la Maternidad como institución no se conocía anteriormente (Rich, 1976). Se les enseñaba a las mujeres, desde la página impresa y desde el pulpito, que harían un gran daño a sus maridos (que estaban en el mundo procurando el sustento) y a sus hijos (quienes, por primera vez en la historia, eran vistos como seres que necesitaban un cuidado especial) si no seguían los consejos y las advertencias de los expertos. A causa de la división de la vida en compartimientos que trajo consigo la industrialización, el rol de la mujer como guardiana del fuego del hogar empezó a ser considerado esencial para la cultura. Las esposas tenían que hacer tolerables los nuevos empleos industriales y burocráticos que desempeñaban los hombres creando y manteniendo un clima hogareño cálido y revitalizante. Se promocionaba a la familia como un “refugio” privado para compensar el clima “inhumano” de las fábricas. El hogar de un hombre tenía que parecer su castillo y él tenía que sentir su nuevo privilegio de jugar al rey para compensar la alienación que experimen­ taba ahora en su lugar de trabajo. ¿Qué sucedía con las mujeres? ¿La familia se había convertido para ellas en un refugio, en un lugar seguro y acogedor? Las feministas han escrito sobre la posición vulnerable e insatisfactoria del ama de casa ya a partir de la década de 1890, cuando Charlotte Perkins Gilman escribió The Yellow Wallpaper (1973 b). La historia de Gilman cuenta la declinación emocional de una esposa a medida que ve imágenes aluci­ nadas sobre el papel que cubre las paredes de la habitación en la que está confinada dentro de su protegida casa. Casa de muñecas de Ibscn es otro ejemplo de la infantilización impuesta a la esposa por su marido (1985). A estas dos mujeres sus maridos paternalistas les dicen que lo que les está sucediendo es “por su propio bien”, a pesar de que ellas se sienten mal. Y lo que resulta aun más significativo, les dicen que su bondad y su identidad de mujer se verán cuestionadas si no aceptan con buen ánimo y calladamente el lugar que se les ha asignado. Algunas feministas contemporáneas también han tratado de aclarar las extrañas sensaciones de descontento, aislamiento y degradación

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EL FEMINISMO Y LA FAMILIA

experimentadas por las amas de casa, siendo la primera Betty Friedan con The Feminine Mystique, publicado en 1963, donde expuso “el pro­ blema que no tiene nombre” para que todos lo vieran (Ehrenreich y English, 1978; Oakley, 1974; Swerdow, 1978). Sin embargo, todavía es una creencia comente que las amas de casa gozan de una buena situación, que son bien cuidadas y que no podrían tener quejas legítimas. Cuando en las películas y en las novelas aparece “la feliz ama de casa” agobiada por la depresión, el alcohol o las drogas, la situación se muestra como si fuese algo idiosincrásico y personal, nunca político. El hogar no ha sido enriquecedor para las mujeres, y lo que es peor, ni siquiera ha sido seguro para ellas, ni para sus hijos. Una de cada cuatro mujeres es golpeada por su marido, y se estima que hay 400.000 casos de incesto anuales, el 97 por ciento de los cuales son perpetrados por hombres (Kosof, 1985; Straus, Gelles y Steinmetz, 1980). Se considera que estas aterradoras cifras se encuentran bien por debajo de la incidencia real, y otros hechos de violencia en el hogar como, por ejemplo, la violación por parte del marido y el castigo físico de los hijos son igualmente difíciles de registrar. Lo que es declarado hace imposible sostener el pensamiento consolador de que los hombres violentos y abusivos son un elemento periférico. Nuestra cultura no sólo ha permi­ tido que los hombres creyesen que tienen poder sobre sus esposas e hijos; ha creado y reforzado intensamente la posición dominante del hombre. Las feministas han develado la relación entre la violencia —sexual, física y emocional— y la intimidad del hogar como ámbito propicio para el ejercicio de la prerrogativa masculina (Dobash y Dobash, 1979; Hermán, 1982; Russell, 1982; Schecter, 1982). Esta ideología de la intimidad sigue silenciando a miles de víctimas de la violencia domés­ tica. Los partidarios de esta ideología reclaman una política de prescindencia por parte del Estado y afirman que la intromisión del gobierno en la vida familiar se opone a la esencia de lo norteamericano. Las feminis­ tas señalan, sin embargo, que el gobierno norteamericano ha intervenido (y debe intervenir) en la vida familiar de muchas maneras: la educación obligatoria, la inmunización contra ciertas enfermedades, las reglamen­ taciones relativas a la vivienda, las normas sobré salud y seguridad, la fiscalización de la información sobre el control de la natalidad y el aborto y sobre el acceso a ambos, y las leyes sobre el trabajo de menores (Norgren, 1982). Más recientemente, la posición que considera a la familia como una isla ha sido socavada por leyes que requieren la

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intervención en familias en las que existen “motivos para creer” que se descuida a los niños o se abusa de ellos. Una disposición adicional aunque retrasada permite a una mujer defenderse de su marido. El supuesto de que lo que sucede “detrás de las puertas cerradas” no es asunto de la sociedad debe ser rechazado mediante el compromiso de hacer respetar más los derechos individuales o humanos fundamentales. Ningún marido tiene derecho a golpear a su mujer. Ningún progenitor tiene derecho a golpear a sus hijos. Preguntar cómo les va a las mujeres y a los niños en el hogar sólo es posible si se produce un cambio de perspectiva, pues por lo general se ha dado por supuesto que lo que es bueno para la familia (léase: el marido) es bueno para todos (léase: la esposa y los hijos). Véase el contraste que presenta de Beauvoir (1974): “Afirmamos que el único bien público es el que asegura el bien privado de los ciudadanos; juzgaremos a las instituciones de acuerdo con su eficacia para dar oportunidades concre­ tas a los individuos” (pág. xxxiii). Es esta posición la que adoptamos aquí al juzgar la institución llamada familia. Evaluamos todas las actividades, actitudes, políticas y conductas en cuanto afectan a los individuos en la familia, proceso que implica reconocer no sólo al marido-padre-hombre sino también a la esposa-madre-mujer y a cada hijo. Al verlos como individuos en lugar de verlos como una familia reificada, nos vemos forzadas a reconocer que los individuos de la familia no son iguales, no lo son en status, ni en recursos, ni en poder. El marido-padre-hombre es el que más tiene de todo. Mientras las mujeres y los niños ocupen una posición inferior en una cultura y una familia donde dominan los hombres, las mujeres y los niños estarán en peligro. Acudir a la sociedad para pedir la protección de sus miembros más débiles es pedirle al zorro que cuide a los pollos porque, a pesar de las últimas reformas, la sociedad fomenta la debilidad y el peligro. LOS ESTEREOTIPOS DE LOS ROLES DE LOS GENEROS Y LA FAMILIA

El sexo es una categoría biológica referida a lo masculino o lo femenino. El género es un concepto social y entraña la asignación de ciertas tareas sociales a uno de los sexos y de otras, al otro sexo. Estas asignaciones definen lo que se rotula como masculino o femenino y constituyen las creencias sociales sobre lo que significa servarón y mujer en una sociedad dada y en un período determinado. Los estereotipos de

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los géneros son el resultado de considerar que determinadas actitudes, conductas y sentimientos son apropiados sólo para uno de los sexos. Todos n®sotros actuamos como si estas diferencias fueran reales, es decir, naturales, y no establecidas por la sociedad; nos olvidamos de que el sexo se refiere sólo a una diferencia anatómica.1 Los roles de los géneros han sido otganizados de manera que se coloca a los hombres en una posición dominante y a las mujeres en una posición subordinada (Miller, 1976). Esta organización subraya todas las diferencias superficiales entre hombres y mujeres y da origen a la asignación de casi todas las tareas. Las tareas que los que dominan eligen para ellos son las que tienen más reconocimiento y más status; a las que les confieren a sus subordinadas se las considera de menor valor y menor status. Las subordinadas tradicionalmente no pueden elegir, a menos que los que dominan se lo permitan, lo cual no constituye una elección real. Esta organización excluye la posibilidad de igualdad y reciprocidad entre los sexos, reduce la gama de conductas posibles de los dos sexos y termina por producir rigidez y polarización. Y, lo que es más significa­ tivo, afirma y mantiene el poder de los hombres y la impotencia de las mujeres. La familia es una unidad social que expresa los valores de la sociedad, y sus expectativas, roles y estereotipos. Enseña los roles de los géneros aprobados por la cultura, tratando y respondiendo a las niñas y los varones de una manera diferente, manteniendo distintas expectativas para ellos y ejerciendo diferentes presiones sociales para unos y otras. Produciendo así al varón-hombre y a la niña-mujer, la familia realiza una función decisiva para la sociedad. Otra manera en que la familia funciona como el lugar de formación de los roles de los géneros es representando estos roles. El padre como “jefe” de la familia refuerza la noción de padre como “jefe” del país, conductor del pueblo, y autoridad reconocida en el mundo. La madre

1En su libro Feminism Unmodified, Catharine A. MacKinnon (1987) afirma que los hombres, el genero dominante, asumieron el poder para definir tanto la diferencia como la diferencia que determina el género. Como nuestros conocimientos de las diferencias sexuales son conceptos masculinos, aunque se presentan normalmente como teorías vy descubrimientos objetivos, esta autora llega a la conclusión de que lo biológico y lo social son inseparables en este ámbito. No obstante, para nuestros objetivos, seguiremos empleando el término sexo para referimos a la categoría biológica, y género para referimos a la categoría social.

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como “guardiana” de la familia refuerza el estereotipo de la mujer como educadora, armonizadora, guardiana de la paz del mundo. Los métodos de la cultura para formar a los niños en sus roles según el género nos enseñan desde una edad temprana a no ver el género como un concepto social sino, por el contrario, a verlo como profundamente arraigado en la naturaleza humana. “Los varones no juegan con muñe­ cas” tiene el objetivo de avergonzar a un niño haciéndole creer que no está comportándose correctamente como varón si exhibe una conducta supuestamente adecuada sólo para las niñas. En este mandato es evidente la idea de “ir contra la naturaleza” y queda oculto el hecho de que la cultura y no la naturaleza determina la conducta adecuada para cada sexo. Crecemos sin percibir el aprendizaje social y creemos que somos lo que debemos ser según lo predestinado por nuestra estructura anató­ mica. En el fundamento de las tarcas basadas en el género existen tres supuestos centrales sobre los roles masculinos y femeninos: 1) los hombres creen que deben tener siempre el privilegio y el derecho de controlarla vida de las mujeres; 2) las mujeres creen que son responsa­ bles de todo lo que va mal en una relación humana, y 3) las mujeres creen que los hombres son esenciales para su bienestar (en lugar de simplemen­ te deseables o gratificantes). Estos tres supuestos se combinan para crear casi todas las interacciones y también los problemas de los hombres con las mujeres. Los dos primeros son, evidentemente, manifestaciones del individuo (varón) poderoso sobre el individuo (mujer) impotente, y los dos individuos adquieren su status únicamente en virtud de su género. Percibirse como varón en esta sociedad es percibir el privilegio, mientras que percibirse como perteneciente al género femenino es sentir una responsabilidad personal por el funcionamiento de las relaciones. El tercer supuesto explica parcialmente por qué las mujeres se mantienen conectadas a los poderosos. Los subordinados tienen que gozar del favor de los que dominan para poder existir. Si bien es cierto que el amo necesita al esclavo para poder ser amo de la misma manera que el esclavo necesita al amo para ser esclavo, la existencia material real y la experien­ cia de cada uno dista mucho de ser idéntica. La perspectiva feminista pone en claro no sólo las diferencias entre los géneros sino también el poder que ejerce uno sobre el otro. Los estereotipos de los roles basados en los géneros son perjudiciales para las familia. Oprimen y limitan los deseos, las expectativas, la

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conducta y el desarrollo de los individuos de la familia. En las parejas casadas, los estereotipos de los roles basados en los géneros suelen traducirse en un resentimiento mutuo entre los cónyuges precisamente porque cumplen los roles basados en los géneros. Por ejemplo, la esposa se enoja porque su esposo no le cuenta sus problemas. Lo que visto a la distancia parecía ser el hombre fuerte y silencioso, en la interacción diaria se convierte en el marido aislado, reservadó. O bien, el marido se enoja porque su mujer está siempre criticándolo. Lo que a la distancia parecía ser la mujer que dispensa tenazmente sus cuidados, en primer plano se ve como la esposa obstinada y rezongona. LA IDEOLOGIA DE LA FAMILIA “NORMAL”

Los conceptos predominantes de la familia “normal” constituyen una ideología basada en los estereotipos de los roles de los géneros: el padre como sostén económico y jefe de la familia; la madre como ama de casa de dedicación exclusiva, buena compañera de su esposo, encargada del cuidado de todos. Al igual que puede decirse de todas las ideologías, ésta crea una concepción hacia la cual se orientan los esfuerzos, un programa sociopolítico de afirmaciones, teorías y objetivos. En ese sentido ejerce una enorme influencia en las expectativas y evaluaciones de los obser­ vadores de la familia, ya sean legos o profesionales. El hecho de que el número de las familias “normales” se haya reducido normalmente tiene poco efecto en el campo de la ideología, campo que las feministas consideran perjudicial en varios sentidos. En primer lugar, el rol estipulado para la mujer en la familia “normal” es opresivo. Sin duda, el rol establecido para el marido también le produce peijuicios, pero no son iguales. Si bien tanto el marido como la mujer se ven privados de experimentar aspectos de ellos mismos no permitidos por el sistema, la mujer tiene otras cargas. La división común del trabajo excluye a la mujer del acceso directo a recursos valiosos como, por ejemplo, tener un ingreso, ejercer autoridad y realizar tareas refrendadas por el status. Su trabajo no remunerado (el cuidado de la casa, la crianza de los hijos, el trabajo voluntario en la comunidad) no es valorado. Aun en los casos en que la mujer trabaja fuera del hogar, sigue soportando la carga de la inmensa mayoría de las responsabilidades de la casa y el cuidado de los niños, lo cual hace que su apego a la fuerza laboral sea leve y que tenga poca movilidad ascendente. En general, la

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mujer ha abandonado más cosas al casarse que el hombre (ocupación, amigos, lugar de residencia, familia, nombre). Tiene que adaptarse a la vida del marido. Los estudios realizados al respecto señalan que mientras que el matrimonio acrecienta el bienestar físico de los hombres, dismi­ nuye el de las mujeres. (Véanse los estudios presentados en Bemard, 1982.) En segundo lugar, la ideología de la familia “normal” es perniciosa en cuanto a los efectos que ejerce sobre otras formas familiares. Las parejas homosexuales, las familias de un solo progenitor, las parejas sin hijos, las organizaciones de vida comunal, todas estas formas son denominadas “alternativas”, aun cuando superan en número a las organizaciones “normales” (Masnick y Bañe, 1980). Estas “alternativas” conllevan implícitamente el rótulo de subcultura divergente. La pobreza y el aislamiento que suelen caracterizar a estas familias —falsamente atri­ buidos a una estructura deficiente— en realidad tienen su origen en el prejuicio creado por la estricta definición de lo “normal”, y aplicado en el lugar de trabajo tanto económica como socialmente. Las feministas, por consiguiente, están consagradas a contrarrestar la ideología de la familia “normal” debido a su inexacta representación de las familias reales, a la perniciosa limitación que impone a la mujer, a su estigmatización de otras organizaciones familiares, en síntesis, porque se basa en una sola idea de clase (media), raza (blanca), religión (protes­ tante), preferencia afectiva (heterosexual) y privilegio basado en el género (masculino). En su planteo y explicación, el análisis feminista de la familia nos enseña a ver a las familias tal como son y no como algo sacrosanto. El análisis feminista también nos enseña a examinar todas las organizaciones en cuanto se refiere a la competencia y el perjuicio, la grandeza y la perversidad. El objetivo de las feministas no es salvar ninguna forma determinada de familia sino asegurar que las necesidades de cada individuo estén bien satisfechas. EL PLANTEO FEMINISTA

Las feministas exigen la rcclaboración del lenguaje y la creación de modelos que puedan iluminar mejorías contradicciones y consecuencias del punto de interacción entre el género, el poder, la familia y la sociedad. El lenguaje y los modelos contemporáneos se basan en conceptos dualistas como, por ejemplo, instrumental/expresivo, racional/emotivo,

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objetivo/subjetivo, mente/cuerpo. Las feministas reconocen que estas interpretaciones son esencialmente evaluativas y que funcionan real­ mente como una jerarquía en la cual una parte es considerada superior a la otra. Los calificativos “masculino/femenino”, fijados como categorías opuestas y ligadas a las categorías biológicas macho/hembra, constitu­ yen un ejemplo más de la jerarquía dualista que impregna la vida, el pensamiento y el lenguaje cotidianos. En los capítulos 4, 6 y 7 se demuestra que la polarización, la ignorancia, el resentimiento, la deni­ gración y los desequilibrios de poder están directamente relacionados con esta dualidad del género. Las feministas señalan el prejuicio presente en la sociedad occidental que dicta qué serie de características es superior a la otra. Las categorías instrumental, racional, objetivo y mente se tienen en mayor estima que expresivo, emotivo, subjetivo y cuerpo. No es accidental que la serie superior se relacione con lo masculino y la inferior, con lo femenino. Esta valoración aparece con mayor claridad en el lenguaje burocrático de nuestra época, dominado como está por la tecnología. Es un lenguaje en el que se reflejan los valores masculinos; los partidarios del instrumentalismo resuelven el problema del dualismo eliminando la esfera expre­ siva por completo. A la vez abrupto y retorcido, vaciado de emoción, con pretensiones de objetividad, abrumadoramente mecánico y sin sujeto, este lenguaje se basa en una construcción impersonal y pasiva, creando el efecto de que no hay actores, que nadie está influyendo en nada ni en nadie, que las cosas suceden absolutamente al margen de la voluntad humana (French, 1985). La eliminación de lo personal tiene lugar, por ejemplo, en la siguiente expresión de la jerga hospitalaria: “accidente terapéutico con desenlace terminal”, en lugar de muerte provocada por negligencia de los médicos (Satchell, 1987). Las feministas cuestionan la afirmación de que este lenguaje es objetivo y avalorativo y, además, cuestionan la afirmación de que es deseable no tener valores, es decir, no tener una moralidad explícita. Se produce una confusión que nos lleva a violentar nuestro propio conoci­ miento para poder ser coherentes con lo que hemos llegado a creer que es un pensamiento “imparcial”. La batalla por la tenencia del Bebé M es un ejemplo de esto. A la madre genética, la que lo dio a luz, se la denominó “madre sustituta” porque se estimó que el proceso —alquiler mediante un contrato— era una realidad más esencial que la realidad biológica misma (Safire, 1987). La mistificadora objetividad del lengua­

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je oficial tiene por objeto ocultar las desigualdades, la violencia, las personas, las pasiones, el “Yo y Tú”, y ha llegado a invadir incluso los campos referidos alas relaciones humanas, los encuentros humanos y los sentimientos humanos. Por ejemplo, los terapeutas de la familia que emplean la expresión “abuso conyugal” participan en el ocultamiento de la realidad predominante: el marido violento es el ejecutor, la mujer es la víctima. Deseosos de mantenerse actualizados con el lenguaje de la tecnología, la ciencia y los negocios, muchos terapeutas de la familia han incluso dejado de emplear la palabra “familia” y utilizan “cibernética”, y han reemplazado a “individuos” por “consumidores”. (Véase Watzlawick, Weakland y Fisch, 1974.) En el feminismo existen varias ideas sobre la manera de resolver el dualismo y su representación en el lenguaje. Algunas feministas sugieren que se considere superior a la categoría opuesta, inviniendo así la jerarquía establecida por el modo de pensar dualista. Consideran que la expresividad es superior al instrumentalismo, y todo lo que está relacio­ nado con ser mujer, superior a lo que está relacionado con ser varón. En este plan, lo subjetivo es predominante y se subraya especialmente el imaginario femenino, las referencias corporales y los sentimientos. En la experimentación con la sintaxis, las palabras y la puntuación se ve este reordenamiento fundamental (por ejemplo, Mary Daly, 1978; Susan Griffin, 1978). Otras feministas desean revalorizar y alabarlas cualidades femeninas a través del lenguaje, pero sin afirmar que son superiores. Sostienen que beneficiaría a todos (a los hombres tanto como a las mujeres, a los niños, al planeta) si el término menos valorizado de la relación jerárquica fuese elevado a un nivel de estima equivalente al de su opuesto (Miller, 1976; Dinnerstein, 1977). La revalorización es nuestra finalidad en el capítulo 7 en el cual la dependencia, que ha sido considerada por la cultura como femenina y mala, es calificada como humana y buena, y en el capítulo 9, en el que la tolerancia es entendida como el equivalente femenino del heroísmo y el honor. De este modo, tomamos cualidades consideradas inferiores, que no por casualidad son relacionadas con lo femenino, y las hacemos ver como buenas. La revalorización de los rasgos típicamente femeninos nunca pasará de ser parcial mientras el potencial humano esté dividido en tarcas, unas para las mujeres, otras para los hombres. Con toda seguridad, evidente­ mente, será así si las mujeres siguen subordinadas a los hombres.

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Algunas feministas sugieren una solución diferente: el sintctismo, “una fusión dialéctica de la razón y la emoción” (Glennon, 1983, pág. 263). El pensamiento dualista nos enseña a elegir entre categorías opuestas, mientras que un enfoque dialéctico nos permite un camino de síntesis, de unión. En el capítulo 5 se ilustra el sintetismo, concentrándose en las madres solteras, en general, y la madre negra, en particular, como modelos de la conjunción expresivo/instrumental. Por último, las feministas reclaman la elaboración de nuevos signifi­ cados, con el fin de permitirle a cada persona ser más inteligible para sí misma (Elshtain, 1982). El capítulo 8 es nuestro intento al respecto. Fusión, límite, triángulo —términos que han ocupado el centro de la terapia familiar— son reclaborados por nuestro estrecho contacto con la experiencia subjetiva de nuestras pacientes. Comenzamos este capítulo observando que las feministas toman la familia como punto fundamental de análisis y cuestionamiento. En realidad, las acciones más provocadoras de las feministas han sido las que se relacionan con la vida familiar: trabajar para redistribuir las responsabilidades de la casa y la maternidad, legitimar sistemas de convivencia y relaciones sexuales no tradicionales, insistir en la impor­ tancia de terminar con la dependencia económica que tienen las mujeres con respecto a los hombres, luchar por los derechos de la reproducción, rechazar la autoridad y los privilegios de los hombres. El interés por el tema de la familia obliga a las feministas a enfrentarse estrecha y muy críticamente con otros proyectos organizados centrados en la familia, por ejemplo, con la terapia familiar. En el capítulo 2 abordamos este tema.

C a p itu lo 2

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...si no tenemos en cuenta la condición de la mujer, es probable que no valga la pena hacer nuestra terapia familiar. Y, sugiero, una terapia que no vale la pena hacer, tampoco vale la pena hacerla bien. Rachcl Harc-Mustin, Family Therapy of the Future: A Feminist Critique

La terapia familiar feminista es la aplicación de la leoría feminista y sus valores a la terapia familiar. Más concretamente, la terapia familiar feminista examina de qué manera los roles de los géneros y los estereo­ tipos afectan a: 1) cada miembro de la familia, 2) las relaciones entre los miembros de la familia, 3) las relaciones entre la familia y la sociedad, y 4) las relaciones entre la familia y el terapeuta. Hacer explícitos estos efectos permite a la familia considerar una gama más amplia de perspec­ tivas, conductas y soluciones, una gama menos limitada por definiciones rígidas de los roles y de la identidad, por modos rígidos de definir, poseer y ejercer el poder. La terapia familiar tradicional no ha hecho nada para instruir a las familias sobre la conexión existente entre sus propios problemas y los estereotipos culturales de los géneros y las relaciones de poder y, además, no tiene una teoría que vincule las interacciones de los miembros de la familia con el sistema social que la contiene. La teoría feminista presenta ese vínculo. El objetivo es el cambio, no la adaptación: cambio social, cambio familiar, cambio individual, con la intención de transformar las relacio­ nes sociales que definen la existencia de los hombres y las mujeres. Mientras tanto, es inevitable reformarla terapia familiar. Es preciso decir dos cosas sobre esto. Primero, que la reforma se caracteriza por el conflicto adentro y afuera, y también por la pasión, la esperanza y la devoción. Y segundo, que el resultado producido por la reforma de un

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corpus establecido de doctrina y práctica a menudo guarda menos parecido con el original de lo que se imaginaba en el comienzo. Así sea. Nuestra tesis es que la terapia familiar ha aceptado los roles de los géneros vigentes y un modelofamiliar tradicional, haciendo caso omiso de la opresión que impone a las mujeres. Esta falta de percepción se ha traducido en una teoría, una práctica y umformación que son opresivas paralas mujeres. En el resto de este capítulo y, en realidad, de este libro, se analizan los términos fundamentales de nuestra tesis.1 Los roles de los géneros. La terapia familiar ha trabajado con el supuesto de los roles de los géneros según han sido constituidos tradicionalmen­ te, sin cuestionar, sin criticar y sin evaluar su efecto. Esta desatención sistemática del contenido, proceso y resultados reales de los roles de los géneros proscriptos es curiosa en un campo que tiene por centro a la familia; curiosa además porque los roles de los géneros son determinan­ tes clave de la estructura y funcionamiento de la vida familiar, y curiosa también puesto que la familia es el lugar donde los roles de los géneros son enseñados y presentados compulsivamente. Además, los roles de los géneros dan forma a las relaciones de la familia, creando los dilemas que se encuentran en la base de la mayor parte de lo que se oye en la terapia. La relación padre-hija, madre-hijo, madre-hija, padre-hijo llega a ser el enredo que en realidad es, precisamente porque la madre y el padre están representando los roles tradicionales de los géneros y enseñándoles al hijo y a la hija a que hagan lo mismo. Estos roles de los géneros no han sido cuestionados por la terapia familiar. Resulta irónico que, en un campo en el que se preconiza el cambio de segundo orden, nunca se haya abordado este nivel de análisis. Aun con respecto a la familia clínica prototipo caracterizada por una madre excesivamente apegada, un padre periférico e hijos genéricos, en donde el mismo sexo sigue desempeñando la misma parte, familia tras familia, la terapia familiar no ha planteado preguntas fundamentales: 1 Parte de nuestro análisis concuerda con los análisis hechos por otras terapeutas feministas de la familia, los cuales a veces son coincidentes entre sí. Para no hacer citas reiterativas, enumeramos todas las referencias pertinentes más adelante en este mismo capítulo bajo la denominación de recursos para la capacitación.

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¿Qué significa que esta configuración sea tan omnipotente? ¿Qué supuestos incorporados siguen produciéndola? ¿Estos supuestos deben ser dejados en paz o no? La formulación de estas preguntas podría poner de manifiesto el prejuicio presente en la formulación “madre excesiva­ mente apegada/padre periférico”. Como señala Walters, la descripción es “implícitamente crítica con respecto a la madre y ventajosa para el padre” (Walters, 1984, pág. 25). Según las expectativas culturales, la madre será la principal dispensadora de los cuidados y el padre, el principal sostén económico; por consiguiente, será periférico en la vida familiar diaria, excepto cuando se trata de tomar decisiones o de ejercer el poder, que será central. La concreción sincera de estas expectativas suele desembocar en graves problemas. La respuesta de la terapia familiar ha sido culpar a los actores (casi siempre a la madre) y no al guión, sin abordar las prescripciones dictadas por los roles de los géneros que forman definiciones del sí-mismo que producen el problema. Las terapeutas feministas de la familia están acometiendo esta tarea. Modelofamiliar. La aceptación de los roles tradicionales de los géneros por parte de la terapia familiar va unida a la aceptación del modelo tradicional de la familia con su división del trabajo basada en los géneros. En la actualidad, menos del quince por ciento de las familias norteame­ ricanas están constituidas según la fórmula sostén económico del hogar/ ama de casa (Masnicky Bañe, 1980), pero esta versión de la familia y su distribución de los roles, derechos y responsabilidades sigue predomi­ nando ideológicamente. Aun cuando la madre trabaje fuera de la casa, en terapia familiar se considera que le corresponde la responsabilidad fundamental por los hijos, y su carrera y necesidades personales ocupan el segundo lugar en importancia con respecto a las de su marido. (Los estudios que fundamentan esta afirmación son citados en Avis, en prensa.) El escándalo que supone mantener esta versión de la familia trasciende su marginalidad estadística. El escándalo estriba en que la terapia familiar ha sostenido esta versión a pesar de lo injusta que resulta para la mujer y a pesar de las dos décadas, por lo menos, de estudios y teorías que explican en detalle los efectos destructivos y distorsionantes del sistema que describe. (Gran parte de estos estudios y teorías son examinados enThome, 1982.) Independientemente de que las esposas trabajen fuera de la casa o no, sigue siendo una realidad corriente que el marido funcione como jefe del

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hogar y tenga la parte del león en lo que se refiere al ejercicio del poder. La distribución del poder no es un suceso casual ni un asunto interper­ sonal. Es un asunto de clases y está predeterminado estructuralmente: la clase de los hombres domina a la clase subordinada de las mujeres. Los terapeutas de la familia generalmente han hecho caso omiso de este diferencial de poder, incluso algunos han recomendado trabajar dando por sentado que los hombres y las mujeres tienen igual poder hasta que se compruebe lo contrario (Pittman, 1985). Sin embargo, la prueba de que la distribución del poder es desigual no parece haber apuntado nunca a una modificación de la teoría. Cada incidente es tratado como un hecho único, o tal vez un hecho natural, que no acrecienta nunca la opresión de las mujeres. Piénsese en el poder económico, donde el diferencial entre las mujeres y los hombres es tan tremendo. La mayoría de los terapeutas de la familia no han incluido esta realidad en sus formulaciones, y han guardado silencio sobre los efectos que tiene en la interacción familiar. Como observa Goldner: “Las mujeres han estado siempre enterradas en la familia...” (1985a, pág. 45). Las mujeres también han estado enterradas en la terapia familiar. Los obstáculos psicológicos, legales y sociales que se han opuesto al logro de la igualdad de las mujeres —in­ cluso en la familia misma— han estado ausentes en la teoría, la práctica y la capacitación correspondientes a este campo. LA TEORÍA

Si no es intencional, resulta al menos conveniente que la terapia familiar haya adoptado la teoría de los sistemas como forma fundamental de ver y pensar, una teoría demasiado abstracta y demasiado concreta al mismo tiempo para generar algún tipo de cuestionamiento a la perspec­ tiva patriarcal. Cuando decimos “conveniente” nos referimos a que la teoría de los sistemas permite a los profesionales trabajar sin perturbar su aparente compromiso de no enterarse de la condición de la mujer en la familia o en el mundo. La teoría de los sistemas es tan abstracta que proporciona un informe aparentemente coherente mientras que, en realidad, omite variables decisivas. Las variables decisivas que tenemos en mente son el género y el poder. Puesto que la teoría de los sistemas se centra totalmente en los movimientos y no en los jugadores, nunca hace falta darse cuenta de quién tiene poder sobre quién. La teoría de los sistemas es también demasiado concreta porque

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mantiene un estrecho enfoque sobre cada familia en particular, conside­ rada individualmente. Por consiguiente, a las configuraciones que sur­ gen del examen general de las familias y en las que se refleja la opresión en gran escala que padecen las mujeres en la sociedad se les impide que ingresen en el campo de visión y en el discurso o que los perturben. Asimismo, se excluye el trabajo académico de otras disciplinas sobre la condición de la mujer y su conexión con el modelo convencional de la familia (por ejemplo, Bcmard, 1973; Rich, 1976; Thome, 1982; Tilly y Scott, 1978). Los teóricos y terapeutas de la familia que cierran los ojos ante estos datos tienen una perspectiva distorsionada y distorsionante. Al margen de las críticas a la teoría de los sistemas, la condición de la mujer en la familia —aun cuando se considere una familia por vez— debería haber sido evidente. La razón por la cual no lo fue —o si lo fue, no se lo mencionó— es objeto de mucha reflexión por parte de las feministas. Y debería ser objeto de un honesto examen de sus propias motivaciones por parte de los terapeutas de la familia, porque lo que estamos señalando aquí no es sólo un fracaso académico sino también un fracaso moral. Y lo es porque los teóricos y los profesionales han producido y siguen defendiendo una teoría y una práctica que permiten que la opresión esté borrada de la conciencia de todos: de los terapeutas, de los opresores y, lo que es más grave, de las víctimas. Las consecuencias son amplias. Como ha señalado Hare-Mustin: “Cuando alteramos el funcionamiento interno de las familias sin preocu­ pamos del contexto social, económico y político, somos cómplices de la sociedad en lo que se refiere a mantener a la familia en el mismo estado” (1987, pág. 20). Además, cuando nos interesamos por el funcionamien­ to interno de las familias sin modificar las diferencias de poder, somos cómplices de la sociedad para que las mujeres sigan siendo oprimidas. Examinemos algunos conceptos específicos que fundamentan esta in­ validación de la teoría de los sistemas. La complementariedad, un con­ cepto sistémico aplicado a una desigualdad observada entre las partes de una interacción, es el primer ejemplo. Cuando se aplica a la interacción conyugal, encubre con facilidad el hecho de que son las esposas las que por lo regular y en última instancia se encuentran en desventaja, al vivir en un sistema que ha sido estructurado por la ley, la costumbre social, y la doctrina religiosa para asegurar esa situación. Esta realidad no encuen­ tra ningún punto de entrada en el concepto de complementariedad. En este concepto se da por supuesto que una desigualdad observada

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en una interacción es sólo temporaria y representada. En un nivel más profundo de la realidad (así se dice), las partes son realmente iguales; comenzaron siendo iguales, volverán a ser iguales y, en realidad, probablemente cambiarán de lugar en el próximo intercambio desigual. Una situación constante de cualquiera de las partes, si es que se llega a notar, es descartada con el argumento de que no tiene consecuencias perjudiciales porque hay un poder encubierto en el desamparo y una fortaleza paradójica en la debilidad. Este es el tipo de reencuadre útil para hacer que la parte menos poderosa se sienta muy bien de serlo. Según la complementariedad, la realidad de la opresión estructurada queda ex­ cluida de la existencia.2 La circularidad es otro concepto sistémico que funciona en contra de la mujer. La idea de que la gente incurre en pautas de conducta re­ currentes, instigadas por reacciones y reforzadas mutuamente, termina por hacer que todos sean igualmente responsables de todo, o bien, que nadie sea responsable de nada. Este concepto discrimina a las mujeres porque una esposa no tiene el poder ni los recursos para ser igual a su marido en cuanto a la influencia que puede ejercer en lo que sucede en la vida familiar y, sin embargo, se la considera igualmente responsable o no hay ningún responsable. Con este razonamiento se culpa a la mujer falsamente y el hombre queda liberado del hogar. ¿Ella rezonga porque él bebe o él bebe porque ella rezonga? Esta pregunta familiar pasa por ser un profundo enigma filosófico, pero para que funcione cómo adivinanza requiere una enorme desconsideración por la situación difícil de la mujer. Una lectura trivializa su queja poniéndola en el mismo nivel de “recoge tus zoquetes”. La otra lectura sugiere que las consecuencias de las protestas son tán malas como las de la bebida. De cualquiera de las dos formas, ella no es más o menos partícipe, responsable u obstaculizada que él. Podríamos explicar las diferencias en la distribución desequilibrada de las opciones favorables de un esposo y una esposa en esa situación, pero se destacan más lo absurdo y perjudicial puestos de manifiesto en las explicaciones circu­ lares una vez examinados el género y el poder. 2 En otros capítulos de este libro se sigue analizando la complementariedad. En el capítulo 6 damos un ejemplo más del potencial de prejuicio contra las mujeres que se oculta en este concepto aparentemente neutral. En el capítulo 7 demostramos cómo el empleo de la complementariedad puede encubrir un problema complejo para los dos sexos, relacionado con el estereotipo de los roles de los géneros.

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“Esta mujer ha sido golpeada por su marido” es un buen comienzo para dar una explicación lineal (es decir, “equivocada”) de un caso de castigo corporal de la mujer, más conocido en este campo, lamentable­ mente, como abuso conyugal o violencia en la pareja. “¿Qué había hecho ella?” es la respuesta corriente. El ultraje del acto y la violencia del actor se pierden en discusiones teóricas que tratan de puntualizar una regresión infinita de hechos. Esta táctica también descarta el sufrimiento. Como enseña el viejo proverbio: ya sea que el cuchillo caiga sobre el melón o el melón sobre el cuchillo, es el melón el que se corta. De cualquier forma que se combinen las dos primeras cláusulas del proverbio y que se describa el hecho, el resultado sigue siendo la ingrata realidad. La neutralidad, o parcialidad multilateral, es una posición que los teóricos de los sistemas recomiendan que adopte el terapeuta para que cada miembro de la familia se sienta aliado con y ninguno se sienta aliado contra. Esta posición evidentemente concuerda con los otros conceptos sistémicos analizados aquí, que tienen por objeto sostener que todos o ninguno son responsables. Cada vez que los temas en la terapia son claramente sexistas, el terapeuta perpetúa la desigualdad con su impar­ cialidad. Por ejemplo, el terapeuta puede tratar de hacer que los cambios sugeridos resulten equitativos o que las consecuencias del cambio lo sean. Dos personas que se encuentran en una relación de poder desigual, cada una de las cuales cede de alguna manera el diez por ciento de su poder, siguen estando en la misma relación de poder que antes. Además, las consecuencias de los cambios necesarios para lograr la igualdad no son igualmente atractivas. Cuando el objetivo es la igualdad, el marido necesariamente dejará la terapia con la sensación de que es menos privilegiado que cuando la empezó, y la mujer se sentirá más privilegia­ da. En situaciones de castigo corporal de la esposa y otros abusos, el prejuicio contra las mujeres implícito en la actitud de permanecer neutral o ser imparcial ha sido explicado. Es importante observar que aun en situaciones menos terribles, el terapeuta que adopta una posición neutral suma peso al aspecto sexista. Incluso el silencio proveniente de una persona de autoridad, como es el caso del terapeuta, puede interpretarse fácilmente como un asentimiento ante la desigualdad presentada, admita o no la familia que se trata de una relación problemática. La inocencia implícita en los conceptos de complementariedad y

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neutralidad, que ocultan un prejuicio contra las mujeres cuando se aplica a la violencia física contra la esposa, sucumbe por completo cuando la Madre puede ser objeto de crítica. El ejemplo más ultrajante es culparla por el abuso sexual cometido por su marido en perjuicio de sus hijos. El incesto es un testimonio patente del viejo adagio según el cual el poder corrompe. Concentrándose en la conducta de la Madre —por no satisfa­ cer a su marido, por no desempeñar un rol ejecutivo adecuado, por no estar en guardia, por no saber— un terapeuta oculta el reproche verda­ dero de que el dominio del Padre puede terminar por causar el abuso. El poder absoluto del Padre como jefe de familia puede corromper total­ mente. No sólo el incesto, sino muchas y variadas enfermedades de la vida familiar y de la conducta individual son cargadas a la responsabilidad de la Madre. Se trata de un resultado predecible cuando la teoría psicológica sitúa la formación del carácter en la niñez y la terapia familiar sostiene la opinión de que la niñez es una etapa que corresponde a la madre. Las encuestas de las revistas especializadas en terapia familiar muestran que nuestro campo está invadido por culpas atribuidas a la madres (Caplan y Hall-McCorquodale, 1985). Al buscar la culpa en la Madre se ignora al Padre, el principio del poder y la moralidad del poder. (Véase un análisis más extenso en el capítulo 6.) Además de la teoría de los sistemas, existe también un problema en la terapia familiar con respecto a las descripciones y prescripciones de lo que constituye la adultez y las relaciones maduras. Nos referimos a los conceptos de fusión, apego excesivo, individuación, diferenciación y límites, todos los cuales subrayan cuán importante es para el individuo mantener una saludable distancia de las demás personas y de los aspectos emocionales propios. Estas formulaciones están impregnadas de valores masculinos y describen un ethos independiente que sostiene que la autonomía es el bien supremo, que la emoción y la intimidad la ponen en peligro y que el poder sobre los demás es una señal inequívoca de haberla logrado. Esta perspectiva masculina toma forma en el proceso que desarrolla el hombre hacia el logro de su identidad (Chodorow, 1978; Dinnerstein, 1976). El hombre sólo llega a ser él mismo y toma conciencia de su identidad como ser masculino al separarse de su madre. Aprende a conocerse a sí mismo a través de la renunciación: “Soy la suma de las características de lo no-femenino”. La importancia que cobra entonces

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la autonomía no sólo es aceptada sin críticas por la terapia familiar como unideal para los hombres, sino que también se preconiza para las mujeres y, por consiguiente, se presenta como el ideal de todos los seres humanos. Puesto que el proceso que siguen las mujeres hacia el logro de su identidad es tan diferente del de los hombres, si se usan los valores y el desarrollo de éstos como paradigmas las mujeres parecen fracasadas. A las mujeres también las edúcala Madre; empero, crecen junto a alguien que se parece a ellas, alguien cuyas cualidades son alentadas a imitar e incorporar. En consecuencia, las mujeres experimentan la relación como dadora de vida. Una mujer se conoce a sí misma a través de un otro con quien está relacionada a través de una sensibilidad recíproca. La autono­ mía y la diferenciación se incluyen como aspectos de la conexión, no como fuer/as opuestas. Ella llega a conocerse a sí misma mediante un estrecho compromiso (Chodorow, 1978; Dinncrstcin, 1976). Las mujeres tienen razón en este aspecto. No existe un sí-mismo sin un otro, y el desafío es integrar la autonomía y la conexión. Uno de los motivos por los cuales un hombre puede parecer tan envidiablemente fuerte e independiente es que las mujeres están desempeñando la otra parte por él. La madre, la hermana, la hija, la esposa, la secretaria y la amante están absorbidas en su realidad, haciendo el trabajo de apoyar, sostener y conectar mientras él se mete valientemente en el mundo, aparentemente solo. Las mujeres serán capaces de presentarse como personas fuertes e independientes como los hombres, tan sólo si son apoyadas como ellos. Ahora bien, las mujeres hemos de proporcionamos ese sostén mutuamente o tendremos que esperar hasta que los hombres sean educados de otra manera para que sepan cómo brindamos esc apoyo a nosotras, y quieran hacerlo. Gran parte de lo escrito sobre terapia familiar se refiere a lograr la independencia y mantenerla, y muy poco a lograr la conexión y mante­ nerla. Esta insistencia en la primera sugiere que la gente, habiendo aprendido cómo separarse, puede realizar la tarea relativamente más simple de conectarse, habilidad menos valorizada y, evidentemente, relacionada con las mujeres. La terapia familiar no ha cuestionado la dicotomía de las categorías (autonomía frente a conexión), no ha cues­ tionado la jerarquía (autonomía por encima de la conexión) y no ha cuestionado el resultado: el hombre aparentemente independiente con­ siderado superior a la mujer a quien puede confiársele la conexión. Dado el notable potencial de perjuicio que hemos esbozado, es una

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tarea urgente la que han emprendido las terapeutas feministas de la familia de analizar, reformar y reescribir la teoría. Hasta la fecha, la crítica feminista de la terapia familiar ha sido elaborada más plenamente que la propuesta feminista, pero el trabajo ya ha comenzado. Nosotras hacemos nuestro aporte con los capítulos de este libro. Tratamos de evitar el error de no mencionar lo importante. Por lo tanto, decimos con claridad en cada caso clínico cuáles son los valores en los que se fundamenta el análisis teórico que orienta nuestra terapia. Decimos que: — Tanto los hombres como las mujeres son responsables de la calidad de la vida conyugal y familiar. —r Las buenas relaciones no se caracterizan por una definición rígida de los roles y por la diferencia sino por la mutualidad, la reciprocidad y la interdependencia. — Las pacientes que son informadas sobre el origen y la significación de sus creencias adquieren claves para su liberación. — Todas las personas responsables de fomentar el crecimiento de nuestros hijos están encargadas tanto de educarlos como de ayudarlos a ser competentes en el mundo que se extiende fuera del hogar. — La estructura familiar no tiene por qué ser jerárquica para llevar a cabo las funciones familiares; en cambio ha de ser democrática, sensible, consensual. — El respeto, el amor y la seguridad necesarios para el óptimo desarrollo y goce humanos son igualmente posibles en diferentes cons­ telaciones: relaciones lesbianas, familias de un solo progenitor, parejas de profesionales y otras. — Tienen que buscarse por igual la conexión y la autonomía, cada una de ellas es una condición necesaria para la otra. — El poder, como el hasta ahora ejercido por los hombres, padres y maridos, ya no va a ser igualmente compartido sino prohibido por completo y reemplazado por otra actitud: la de brindar la capacidad e influencia propias para lograr el bienestar de los demás, del mismo modo que se hace para lograr el bienestar propio.

LA PRÁCTICA

Un concepto equivocado que sigue encontrándose con frecuencia

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sobre la terapia familiar feminista da por supuesto que se trata de un conjunto de técnicas usadas para rescatar a las mujeres “buenas” que son víctimas de los hombres “malos”. Este supuesto contiene dos errores esenciales. En primer lugar, la terapia familiar feminista no es un conjunto de técnicas, sino un punto de vista político y filosófico que produce una metodología terapéutica al inspirar las preguntas que formula el terapeuta y el conocimiento que éste desarrolla. En segundo lugar, este enfoque no tiene nada que ver con culpas y rescates, pues estas técnicas son simplemente indicativas de malas terapias, y no pueden ser nunca justificadas sobre la base de su supuesta corrección política. La práctica de la terapia familiar feminista comienza a desarrollarse cuando los terapeutas toman conciencia de sus propios valores con respecto al género y examinan en qué grado sus ideas sobre las diferen­ cias entre elhombre y lamujerestán basadas en estereotipos sexistas. Así pueden evaluarse nuevamente las ideas sobre la familia y sobre otras maneras de relacionarse. Este proceso termina por hacer que los terapeu­ tas reformen tanto sus teorías como su práctica de la terapia, rechazando algunos conceptos directamente, modificando otros y creando conceptos nuevos. Es responsabilidad del terapeuta abordar las cuestiones relativas al género y hacérselas explícitas a la familia precisamente porque ésta no puede ver que sus problemas están relacionados con el género. Hemos sido formados para no ver el género como algo fabricado y, por lo tanto, hemos internalizado estereotipos en un grado tal que parecen verdades. Además, en el sistema dominante/subordinado en el que interactúan los hombres y las mujeres, no se espera que ninguna de las dos partes opine sobre la organización familiar. En consecuencia, los miembros de la familia creen que sus problemas son idiosincrásicos y que su organiza­ ción de los géneros no tiene nada de notable. Porque confunden el sexo biológico con los roles de los géneros establecidos socialmente, suponen que la conducta relacionada con los géneros es natural, inevitable e inmutable. Este supuesto excluye una enorme gama de conductas humanas como objeto de análisis y cambio. Por ejemplo, el dicho corriente “el hombre es hombre” hace que se entienda una conducta como algo dado, no sujeta a ninguna discusión y mucho menos a ninguna modificación. El terapeuta feminista de la familia, al convertir el género en un tema, amplía y transforma el contexto de los problemas presentados por la familia. El terapeuta formula preguntas que hacen explícitas cuestiones,

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decisiones y conductas que demuestran en qué grado existen la igualdad y la reciprocidad en la familia. Por ejemplo, discutir con una pareja las razones por las cuales el marido está cómodo con sus manifestaciones de enojo directas y volubles y la manifestación indirecta de la misma emoción por parte de su mujer, puede plantear muchísimas cuestiones sobre el resto de su relación basada en el género. Puesto que el terapeuta también tiene género y éste nunca es neutral, la conducta del terapeuta siempre reforzará o cuestionará los supuestos que tiene la familia sobre esta cuestión. Es característico que la familia comience interactuando con el terapeuta sobre la base de los estereotipos tradicionales, por lo cual los terapeutas se encontrarán con problemas diferentes de los que se les presentarán a las terapeutas. Por ejemplo, una terapeuta mujer puede encontrarse con que la familia recurre a ella para que la rescate y, debido a su formación con respecto a los roles de los géneros, es posible que se sienta impulsada a responder. A un terapeuta del sexo masculino se le puede presentar la situación de que el marido se haga compinche con él y la mujer le pida consejo. Debido a su formación con respecto a los roles de los géneros, tal vez se sienta impulsado a cooperar. Para los terapeutas negar el efecto del género en sus relaciones con las familias significa perder no sólo una dinámica poderosa, sino también la oportunidad de usar los roles de los géneros de una manera terapéutica. El terapeuta feminista de la familia trabaja conscientemente con la idea de que el uso de su sí-mismo en la terapia significa el empleo de un sí-mismo que tiene un género. Un objetivo fundamental es incorporar alternativas a la limitada definición de mujer y hombre que probable­ mente han llevado los pacientes a la terapia. En teoría, la familia verá en el terapeuta feminista una mujer o un hombre en quien se combinan aptitudes que por lo general se consideran mutuamente excluyentes y pertenecientes sólo a uno de los sexos. Es decir, la familia tendrá un terapeuta que ejerce la autoridad, manifiesta competencia y fija límites y que, a la vez, demuestra empatia, sensibilidad, respeto, protección y escucha con mucha atención. Esta combinación de aptitudes resulta inusual c inesperada y, por consiguiente, contrastará en la mente de los pacientes con su experiencia habitual de la conducta humana que está definida por los estereotipos. El tipo de relación que el terapeuta feminista de la familia desea crear con los pacientes es una relación en la que éstos lo perciban como una persona honesta, expresiva, cuestionadora, segura, amable, digna de

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confianza, benevolente, serena, colaboradora, imperturbable y sin pre­ juicios. Además, los pacientes perciben al terapeuta como alguien dedi­ cado a cada uno de los integrantes de la familia, aunque no necesariamen­ te de acuerdo con cada uno de ellos. Este tipo de relación es una condición necesaria, pero no suficiente, para producir los cambios que busca el paciente. Es el medio y el contexto de la terapia. Esta relación terapéutica se pone de manifiesto en la terapia a medida que los pacientes exponen lo que piensan sobre sí mismos en el mundo, y el terapeuta cuestiona ese pensamiento sobre la base de su exactitud, integridad o utilidad. Sin la experiencia de una relación confiable y respetuosa! los pacientes no tolerarían estos cuestionamientos por más amablemente que fuesen presentados. Sin esa relación, el terapeuta no contaría con la credibilidad de los pacientes para ofrecerles alternativas, terminar con pautas familiares y sugerir soluciones novedosas. En el nivel del análisis de los problemas, el feminismo inspirará las respuestas que el terapeuta considera respecto de la familia. Las pregun­ tas no son necesariamente formuladas a la familia sino que orientan las observaciones del terapeuta: 1) ¿Cómo afectan los estereotipos de los géneros la distribución del trabajo, el poder y las recompensas en esta familia? 2) ¿Cómo interactúan los estereotipos y la consiguiente distribución del trabajo, el poder y las recompensas con el problema que se presenta? 3) ¿Qué piensan los miembros de la familia sobre el trabajo del hombre y de la mujer que hace que el trabajo esté distribuido de determinada manera e impida que se distribuya de cualquier otra forma? (Esta pregunta se refiere a las funciones parentales y de educación, así como también a los quehaceres domésticos, el control de las finanzas y el sostén económico.) 4) ¿Qué piensan los miembros de la familia sobre el poder propio del hombre y de la mujer que hace que el poder esté distribuido de de­ terminada manera e impida que se distribuya de cualquier otra forma? 5) ¿Qué piensan los miembros de la familia sobre los deseos, méritos, valores y derechos propios del hombre y de la mujer que hace que las recompensas estén distribuidas de determinada manera e impida que se distribuyan de cualquier otra forma?

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6) ¿Qué soluciones han estado vedadas a la familia debido a su aceptación acrítica de los valores sexistas? 7) Dadas las respuestas a las seis primeras preguntas, ¿qué esperará probablemente de mí la familia, dado mi género? ¿En qué punto preveo que habrá problemas entre nosotros? ¿En qué punto puedo mellar con más facilidad sus expectativas habituales? ¿En qué me sentiré más vulnerable a sus expectativas? 8) ¿Qué otras presiones, deseos y relaciones tienen que ver con la conformación de su problema y sus intentos de solución, además de los estereotipos de los roles basados en los géneros (entendien­ do que todos estos otros factores estarán mediatizados por sus estereotipos de los roles de los géneros)? A partir de las respuestas a estas preguntas, el terapeuta analiza el significado que tiene el género para sus pacientes. El terapeuta usa este análisis para guiar las interacciones con los miembros de la familia en una forma que cuestione sus limitadas definiciones de lo masculino y lo femenino y los libere de ellas, al poner en tela de juicio los supuestos de la familia sobre quién es el responsable del cuidado de los niños, la adopción de las decisiones, los quehaceres domésticos, la frecuencia de las relaciones sexuales, el sostén económico y el control de la natalidad. Al interactuar con los pacientes brindándoles capacidad para actuar, legitimidad y desmistificación, el terapeuta los ayuda a generar conduc­ tas, valores y sentimientos alternativos. Estos cambios a veces pueden producirse en gran escala —una pareja decide que la mujer saldrá a trabajar y el marido se quedará en casa con los niños— pero es más común que el cambio comprenda una serie de pequeñas modificaciones: ella trata de expresar directamente su enojo, él practica para poder reconocer sus propios sentimientos y ponerles nombre. Estas modifica­ ciones se producen no sólo a causa de lo que los pacientes observan sobre el terapeuta, sino también debido a la manera en que se perciben a sí mismos cuando sus típicas actitudes y conductas prescriptas por los roles son bloqueadas, reintegradas, reinterpretadas, directamente cuestiona­ das o reorientadas por el terapeuta. Por ejemplo, cuando un terapeuta instruye a un padre emocionalmen­ te retraído para que exprese sin palabras lo que siente por su hijo, el padre se ve obligado a ampliar su capacidad de demostrar afecto o a enfrentar lo que sea que le impide hacerlo. Esos pasos requieren que los miembros

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de la familia revaloricen las actitudes y las conductas rutinarias, que inventen intencionalmente nuevas conductas o descubran que de pronto y espontáneamente emitieron una conducta desacostumbrada. Por con­ siguiente, el cambio no se produce simplemente porque el terapeuta lo ordene, sino por la interacción con el terapeuta que hace que los pacientes se perciban a sí mismos de una manera diferente. Primero se dan cuenta de que hay una incoherencia entre la expectativa habitual y lo que ahora experimentan, luego el terapeuta los ayuda a integrar esas conductas. El terapeuta feminista de la familia utiliza una diversidad de técnicas tomadas de distintas escuelas de terapia familiar, pero tendrá la sensibi­ lidad necesaria para no aprender ninguna que sea sexista u opresiva. Por ejemplo, el reencuentro es una técnica terapéutica poderosa que sería usada con la misma probabilidad por el terapeuta feminista de la familia como por el no feminista. Empero, un terapeuta feminista nunca usará el recncuadrc de la manera demostrada por Bergman (1987), para sugerir que el problema real de un paciente del sexo masculino que abusa del alcohol y las drogas es la presencia de demasiadas mujeres en su familia. Aun cuando ese reencuadre pudiese modificar el sistema, un terapeuta feminista criticará su empleo ya que reivindica al abusivo y deja a las mujeres con la sensación de ser responsables y culpadas. El hecho de que esas intervenciones hayan sido empleadas señala que los terapeutas se relacionan con las mujeres con la misma ambivalencia que el resto de la sociedad, viéndolas como las guardianas y educadoras de la familia y guardándoles rencor por ese poder. La sensibilidad del terapeuta ante el género afectará la forma, la graduación temporal y otras características de las intervenciones. Por ejemplo, tanto el terapeuta feminista como el tradicional pueden consi­ derar deseable, en una situación dada, ayudar a la esposa a elaborar su ambivalencia con respecto ala idea de tener un trabajo remunerado fuera de la casa. Es probable que los terapeutas estimen correctamente la dificultad que este cambio representará para el marido. Ahora bien, es más probable que el terapeuta feminista y no el terapeuta tradicional estime correctamente la dificultad que este cambio representará para la esposa: su temor de violar el contrato conyugal, su arrepentimiento por la deslealtad unido al temor de una represalia por amenazar lo que ha sido la prerrogativa de su esposo y, tal vez, el temor de perder su derecho incuestionable a ser una mujer femenina. Al tener en cuenta las preocu­ paciones de la mujer, el terapeuta feminista de la familia adoptará

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medidas que tienen un marco y un respaldo diferentes de los que aplica el terapeuta tradicional de la familia. Por ejemplo, el terapeuta feminista hará explícito el análisis expuesto a la pareja, examinando con ellos el riesgo que el cambio de la mujer puede representar para el marido, las represalias de que ella puede ser objeto y la culpa que puede llegar a sentir. El análisis compartido le da validez a la experiencia de la mujer, la desmistifica sobre su renuencia al cambio y la autoriza a tomar una decisión con conocimiento para sí misma al ayudarla a obtener la información y los recursos. En el caso del marido, las predicciones del terapeuta de que puede llegar a sentirse amenazado tal vez le permitan, paradójicamente, estar más dispuesto y accesible a este cambio. Cuando una familia llega a la terapia es por lo general a instancias de la madre o la esposa, porque en la familia todo el mundo considera que el mantenimiento del buen funcionamiento familiar es tarea de ella. La mujer ingresa en la terapia con la sensación de que lo que ha salido mal, sea lo que fuere, es excesivamente culpa suya. En la terapia tradicional se encuentra con un terapeuta que se pasa gran parte de la sesión hablándole a ella y no a los otros miembros de la familia. Este enfoque no obedece necesariamente a que el terapeuta comparte el punto de vista de que la madre es la responsable del bienestar de la familia (si bien puede hacerlo), sino porque al terapeuta le resulta mucho más fácil hablar con la mujer, quien está formada en el lenguaje de los sentimientos y es la que percibe los matices sutiles de la conducta. Estas aptitudes y su sentido de la responsabilidad hacen que la madre esté muy motivada, y el terapeuta usa su motivación como palanca para el cambio. El m árido o padre puede estar implícitamente dispensado de una participación significativa en la terapia. Su sola presencia es aceptada como suficiente. Esta actitud del terapeuta, diferente ante cada uno, refuerza los estereotipos de los roles de los géneros que tienen los pacientes, el terapeuta y la cultura en general. En cambio, el terapeuta feminista no aceptará la ineptitud como excusa para no participar en la terapia y, en consecuencia, seguirá haciendo preguntas y encomendando tareas a los dos cónyuges, lo cual indica que la responsabilidad de la vida familiar debe ser compartida equitativamente. Otra de las maneras en que los terapeutas tradicionales de la familia pueden explotar a las mujeres es aprovechando el hecho de que ellas son normalmente más adaptadas al cambio que los hombres. Los terapeutas

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suelen prestar una atención desproporcionada a cualquier esfuerzo que haga un hombre para cambiar, mientras que dejan que la mujer se arregle sola. Así, el esfuerzo del hombre para ser más expresivo es visto por el terapeuta como el equivalente psicológico de trepar el Everest, mientras que el esfuerzo de la mujer para entrar en el mercado laboral después de haber sido ama de casa durante veinte años es considerado un privilegio. En el mejor de los casos, el terapeuta tradicional puede considerar que estos ejemplos constituyen un esfuerzo equivalente, como si aprender a llorar y aprender a ser económicamente independiente fuesen tareas comparables en una sociedad cuyo valor máximo es el dinero, por encima de todo lo demás. En cambio, el terapeuta feminista de la familia legitima la dificultad del marido, señalando que él no está preparado para demostrar la expresividad emocional que su familia quiere y que además irá en contra del ethos de su lugar de trabajo al desarrollar esa expresividad. A la vez, el terapeuta le sugiere al marido las recompensas potenciales que podrían redundar en su beneficio al realizar semejante esfuerzo en su familia. La mujeres legitimada con respecto al temor de perder su rol bien definido de ama de casa junto con el limitado poder que éste conlleva, por la magra posibilidad de desarrollar una identidad positiva como trabajadora en una sociedad donde las mujeres todavía son confinadas a los empleos del sector de servicios con un bajo nivel de status y una remuneración que apenas sobrepasa la mitad de la que perciben los hombres: El terapeuta presta una atención fundamental al tratamiento de los cambios de relación personales y logísticos producidos por la nueva posición de la mujer. Una peculiaridad irónica de la falta de participación del marido o padre en la vida cotidiana de la familia es que, precisamente porque rio ha intervenido en ella, el terapeuta tradicional a menudo lo ve como la persona que ahora puede salvar la situación. El hecho de alentar al padre para que se haga cargo de un conflicto perturbador de la familia, como si fuese un ejecutivo que arreglará el lío que armó su mujer, señala un punto de vista funcional y simplista de los roles de la familia. En cambio, un terapeuta feminista interpretará que una intervención de ese tipo transmitirá a la familia lo siguiente: a) que la madre no ha sabido desempeñar su rol, b) que el padre lo puede hacer mejor de todos modos y c) que hace falta un experto para convencer al padre de que haga lo que corresponde para remediar la situación. En consecuencia, el terapeuta

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feminista preferirá concebir una intervención que subraye la importancia del trabajo de los dos progenitores para resolver el conflicto familiar. Esta intervención respetará el puesto de la madre como la experta de la familia en cuanto se refiere a la educación de los niños. Asimismo, se referirá a los beneficios que recibirá el padre al incrementar su participa­ ción en la vida familiar, a la vez que se observará que probablemente este cambio no será recompensado o ni siquiera visto con buenos ojos por el mundo exterior (por ejemplo, en el lugar de trabajo). Si hay un compro­ miso de parte de los dos progenitores —la madre, estando dispuesta a compartir su responsabilidad y a disponer de otros medios para manifes­ tar su idoneidad, y el padre, mostrándose dispuesto a pagar el precio en su lugar de trabajo por participar más en su familia— la intervención tendrá por objeto hacer que la crianza de los hijos sea una responsabilidad compartida. Un modelo de este tipo da mayores garantías de que los hijos estén bien educados que el que hace a la madre totalmente responsable de su crianza. En síntesis, la metodología de la práctica de la terapia familiar feminista comprende: 1) usar el sí-mismo en la terapia como modelo de conducta humana no tan limitado por los estereotipos de los géneros; 2) crear un proceso por el cual el empleo de técnicas como, por ejemplo, la legitimación, la autorización y la desmistificación acreciente en los miembros de la familia la sensación de que tienen opciones y desarrollen una mayor reciprocidad entre ellos; 3) realizar un análisis de los roles de los géneros en la familia; 4) utilizar este análisis para orientar las interacciones con la familia de una manera que cuestione las pautas de conducta restringidas y estereotipadas y a la vez, los libere de ellas, y 5) diseñar técnicas a partir de una serie de métodos de terapia familiar existentes con plena conciencia de las consecuencias que estas técnicas tienen con respecto a los géneros. LA CAPACITACIÓN

Si la terapia ha de ser feminista, la capacitación profesional también debe serlo. En la actualidad no lo es. Desde luégo, un cambio así no puede producirse si se considera el feminismo como una asignatura optativa que se pincha con alfileres a lo que ya existe. Por el contrario, deben hacerse modificaciones en el contexto, el contenido y el proceso de nuestros programas de capacitación.

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El contexto El sistema dentro del cual se imparte la capacitación debe estar organizado de una manera que no reproduzca el mismo modelo opresivo y sexista que la terapia familiar feminista trata de corregir. Para empezar, el programa debe contar con igual número de mujeres que de hombres en los puestos de autoridad y en los cargos docentes. Debe brindar los beneficios buscados en el mundo de los negocios: un horario flexible, licencia por maternidad y por paternidad, ayudas especiales para los progenitores únicos y para las mujeres que ingresan en el mercado de trabajo a una edad mayor. Tiene que tener como primer lenguaje, y no como segundo, el análisis feminista. Su característica ha de ser la existencia de una interacción respetuosa y esclarecedora. . Para poder comprender la importancia de lo que decimos, pasemos del nivel del contexto al nivel de la conducta personal. En su artículo sobre la capacitación profesional, Caust, Libow y Raskin se refieren a las “tendencias de las mujeres, en general, y de las estudiantes de los cursos de terapia feminista, en particular, a evitarla confrontación, minimizar su autoridad y relacionarse con los supervisores de un modo estereotipa­ do y sumiso, así como también a emplear estrategias de poder encubier­ tas...” (1981, pág. 441). Si bien coincidimos con esa observación, queremos hacer ver un aspecto diferente del que señalan estos autores. Las conductas que ellos describen son estrategias de supervivencia de los subordinados. Se trata de tendencias de las mujeres en general porque ellas son subordinadas. Cuando no lo son (por ejemplo, con sus propios niños o cuando desempeñan el rol de maestras) abandonan esas conduc­ tas y adoptan exactamente las opuestas. En otras palabras, la capacidad de ser exigentes y cuestionadoras depende de las necesidades propias del ambiente. A diferencia de lo que ocurre con las mujeres, prácticamente todos los ambientes se caracterizan por la expectativa de que los hombres actúen mandando y confrontando. Si esas conductas son deseables para las mujeres que son terapeutas, lo que debe programarse de otra manera es el medio donde se desarrolla la capacitación y no las mujeres. La expectativa que tiene una mujer de sí misma es parte del cambio que debe producirse, pero no es el punto por donde debe empezarse. Primero el contexto debe hacerse seguro para que las mujeres manifiesten una gama más amplia de conductas y sólo entonces éstas emergerán. Existen varios factores que complican el intento de modificar el con-

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texto de los cursos de capacitación. Los docentes actuales deben recibir una formación especial antes de poder dar una formación diferente. Hace falta mucho más que buenas intenciones para alcanzar el cambio radical en la conciencia y en el método que se necesita. . Otra de las complicaciones es que, tal como están las cosas en la actualidad, la mayor jerarquía del hombre con respecto a la mujer pre­ valece por encima de cualquier jerarquía dada, de modo tal que si a una mujer determinada se le asigna más autoridad que a un hombre determi­ nado o bien, igual autoridad que a él, por lo común se la considera subordinada. Las supervisoras, por ejemplo, suelen ser consideradas inferiores a sus alumnos varones, y las mujeres que integran una junta, como inferiores a los miembros masculinos de esa misma junta. Se trata de una jerarquía cultural tan predominante que no desaparecerá de nuestros programas académicos por decreto, y tampoco en el caso de que se pongan en práctica los otros cambios que hemos mencionado. Empe­ ro, no puede hacerse caso omiso de esta situación. La jerarquía en el programa de capacitación y en la institución donde se desarrolla el programa, tiene que ser tomada como un tema constante y formal de estudio y discusión para especificar el efecto que ejerce en las relaciones, la terapia y la formación que tienen lugar bajo su dominio. El contenido En el programa debe figurar la enseñanza de la teoría feminista. Se debe informar a los alumnos sobre el sistema patriarcal bajo el cual todos nosotros crecimos y en el cual están insertas todas las familias de manera explícita y formal; no basta con esperar que cada uno lo capte como una iluminación súbita. El programa de capacitación tiene que dar a los discípulos los conceptos necesarios para realizar el análisis de los roles basados en géneros que hemos explicado en el apartado anterior. Los estudios feministas brindan una gran riqueza de recursos (de Beauvoir, 1964; Chesler, 1972; Chodorow, 1978; Dinnerstein, 1976; Ehrenreich y English, 1978; French, 1985; Gilligan, 1982; Lemer, 1986; Miller, 1976; Oakley, 1974; Rich, 1976; Thome, 1982); como también lo hacen muchas obras literarias escritas por mujeres (Atwood, 1986; Bemikow, 1980; Brownmiller, 1984; Gilman, 1973 b; Gould, 1976; Griffin, 1978; Griffith, 1984; Morgan, 1968; Pogrebin, 1983; Rich, 1986; Walker, 1982; Woolf, 1929). Además, deben producirse otros cambios en el contenido. Los docen­

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tes deben comprometerse con los estudiantes en un esfuerzo intenso y conjunto para poner de manifiesto el aspecto sexista de diversas teorías de la terapia familiar. Muchas cintas, artículos y libros usados durante mucho tiempo como material didáctico y que parecían contener una verdad inamovible ahora deben utilizarse en forma selectiva; junto con lo bueno que quede, tenemos que demostrar con estos materiales én qué medida las modalidades del pensamiento sexista han sido penetrantes, arraigadas y aceptadas sin cucstionamientos. Aunque esta crítica todavía no está completa, se encuentra un excelente material en Avis, en prensa; Avis, 1985; Bograd, 1984; Cárter, 1986; Goldner, 1985 a y b; James y Mclntyre, 1983; Taggart, 1985. Sobre reformas y creaciones nuevas que desarrollan la aplicación del pensamiento y la acción feminista a la teoría de la terapia familiar, su práctica y su capacitación pueden verse en Cárter, Papp, Silverstein y Walters, 1984 a y b; Hare-Mustin, 1978; Libow, Raskin y Caust, 1982; Margolin, Fernández, Talovic y Onorato, 1983; Simón, 1985; Whecler, Avis, Miller y Chaney, 1985. Asimismo, proponemos ampliar el contenido de la capacitación que tiene lugar durante la supervisión de la terapia, es decir, aumentar lo que es presentado para su observación y atención. Algunas de nuestras sugerencias coinciden con las dadas por Wheeler y sus colegas (1985). Los componentes que consideramos más importantes son: 1) examinar la relacióri entre la familia y el terapeuta para ver cómo es constituida por las expectativas relativas a los roles de los géneros que tienen tanto la familia como el terapeuta; 2) analizar la división del trabajo, el poder y las recomendaciones en la familia en cuanto es afectada por los prejuicios y estereotipos relativos a los géneros; 3) prestar una atención específica a la elaboración, tanto para los hombres como para las mujeres, de aptitudes tradicionalmente femeninas (como, por ejemplo, la empatia, la capacidad de escuchar, el apoyo) y de aptitudes tradicionalmente masculinas (como, por ejemplo, la capacidad de dar directivas claras, de tomar actitudes de mando, de manifestar idoneidad), y 4) enseñar a los alumnos a usar sus sentimientos instrumentalmente, es decir, como indicadores del tipo de intervención necesaria o como diagnóstico de elementos clave del proceso de interacción dentro de la familia o entre la familia y el terapeuta. Por último, el contenido del trabajo personal es diferente cuando se

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trata de formar terapeutas feministas de la familia. Los alumnos deben examinar la conducta estereotipada en ellos mismos y las consecuencias consiguientes para sí mismos y para sus pacientes. Este análisis se realiza mejor haciendo que los alumnos descubran y formulen con claridad estas lecciones como fueron aprendidas en sus familias de origen. Ahora bien, es de fundamental importancia ayudarlos a sostener la perspectiva de que sus familias forman parte de un sistema social más amplio, a fin de bloquear cualquier tendencia a pensar que los estereotipos han sido inventados por sus madres y padres y, por lo tanto, son idiosincrásicos de sus propias familias. El proceso El respeto es el rasgo definitorio básico del proceso entre docentes y alumnos que exigimos para los programas de capacitación en terapia familiar feminista. Puesto que esta palabra tiene un significado general, la especificaremos con respecto a determinadas aplicaciones: — Es respetuoso enseñar la teoría y el método con claridad, en lugar de hacerlos confusos e inaccesibles como indicadores jerárquicos. — Es respetuoso determinar las competencias, afirmar las mejoras, apoyar la individualidad y prestar colaboración. — No es respetuoso emplear un estilo de interacción que resulte autoritario, seductor, paternalista, astuto, hostil o mistificador. — No es respetuoso realizar análisis entrelazados con bromas sexis­ tas, supuestos sexistas sobre el problema de la familia y lenguaje sexista. — No es irrespetuoso en sí que los alumnos exhiban su trabajo y los supervisores no lo hagan. No es irrespetuoso en sí considerar que los supervisores saben más que los alumnos. La falta de respeto se produce cuando los supervisores se toman la libertad, como suele suceder, de regañar, molestar ^sultar o confundir a los alumnos con respecto a su apariencia, su estile singular, su desacuerdo o su objeción a causa de que se encuentran en una posición más alta o tienen más conocimiento, en especial cuando a esa situación se agrega el hecho de que el supervisor es homUe, y la alumna, mujer. — No es irrespetuoso en sí que sea necesaria la aprobación del supervisor para progresar. Lo que puede ser irrespetuoso es lo que se necesite para conseguir esa aprobación. ¿El temario real es la devoción del esclavo, la copia o la obediencia ciega? ¿Se recompensarán los aportes originales y el pensamiento crítico? ¿Cómo verán los superviso­

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res el caso de una joven creativa, que hace aportes y también cuestiona? ¿Es una buena idea que las mujeres superen lo que Caust, Libow y Raskin (1981) explican como su motivación “especialmente fuerte” para obte­ ner aprobación, antes de que conozcan la respuesta de la pregunta anterior? — No es irrespetuoso en sí utilizar el teléfono para hacer llegar un mensaje a la sala de terapia o interrumpir una sesión para guiar a un alumno. Algunas maneras respetuosas que puede adoptar el supervisor son las siguientes: abstenerse de intervenir durante el tiempo necesario para permitir que la familia y el terapeuta establezcan una relación; pedir permiso antes de entrar en la habitación donde se desarrolla la terapia; ya sea en su momento o después, fundamentar la elección de la sugerencia ofrecida y del momento para ofrecerla; demostrar que está dispuesto a oír algo diferente y a experimeniar con alternativas. Dado que los significados y aplicaciones del respeto son complicados, difíciles de predecir y peligrosos de abordar explícitamente desde una posición inferior, recomendamos que cada equipo de supervisor y supervisado tenga asesores de su proceso para examinar la política sexual de la diada. Los asesores pueden ser un equipo de trabajo, otro par de supervisor y supervisado o un grupo completo de capacitación. Asimismo recomendamos que los supervisados puedan trabajar con un hombre y con una mujer en el rol de supervisor en algún momento del curso. A continuación deseamos hacer algunas advertencias directamente a las mujeres que en la actualidad están siguiendo un curso de capacitación o que podrían llegar a hacerlo: Cuidado con el simbolismo. No a todas las mujeres que ocupan una alta posición en los programas de capacitación se les dará la autoridad y aceptación necesarias para llevar a cabo lo que parece ser responsabili­ dad suya. En la medida en que falten esa autoridad y esa aceptación, los esfuerzos que haga usted para alinearse junto a ella o para verla como un modelo le producirán confusión. Una confusión semejante puede creár­ sele si no se da cuenta de que no toda docente o autora es feminista. Cuidado con la capacitación para la autoafirmación. Los esfuerzos para enseñarle a cambiar la manera que tiene usted de comunicarse con la mirada, contenerse, demostrar enojo o manifestar poder pueden basarse

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en un modelo que tiene que ver con el modo en que los hombres lo hacen. Averigüe exactamente qué es lo objetable en su manera de poner en práctica esas cosas. Lea lo que escribe Jean Baker Miller (1976) sobre el poder y el enojo para recordarse a usted misma que ni los hombres ni las mujeres se caracterizan por manifestar el poder y el enojo de maneras eficaces y seguras para la humanidad. Cuidado con el pensamiento excluyeme. Las mujeres no necesitan dejar de ser sociables para poder ser instrumentales o dejar de brindar cuidados para poder dar ói;denes. La oportunidad que da la capacitación consiste en agregar aptitudes, no en abandonar las que se poseen. Desafíe a todos a pensar en modos de ser que permitan mostrarse acogedora y a la vez imponer autoridad. La terapia familiar es, entre otras cosas, una realización moral. Es decir, la terapia familiar está basada en una visión de la vida humana y del ambiente más adecuada para producir y nutrir la vida humana. Las mujeres han tenido una parte muy pequeña en la creación de esa visión y escasas oportunidades para desarrollar una que pudiesen reconocer como propia. Las feministas trabajan para conseguir esa oportunidad y para dar el paso siguiente: lograr que esa visión se haga realidad.

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Esta maestra nos dice... que no podemos confiar en una fórmula. Ha hecho una vasija tras otra durante muchos años y dice que ella todavía incursiona en lo desconocido. Debemos dejarnos guiar por nuestras manos.,, ceder al conocimiento de la arcilla. Dice que todas las reglas que hemos memorizado, el desbaste y la humectación de los bordes, por ejem p lo .. todas las leyes deben ceder ante la experiencia. Dice que debemos aprender de cada acto, y ningún acto es siempre el mismo. Susan Griffin, Wornan and Nature

Este es un libro de historias clínicas; los capítulos siguientes contie­ nen descripciones del trabajo que hemos realizado en terapia con familias escogidas. Desde luego, abrigamos la esperanza de que lo sucedido entre nosotras y esas familias resulte instructivo para otros terapeutas cuando trabajen con familias similares. ¿Cómo podemos suponer la existencia de alguna similitud? La impresionante singulari­ dad de cada persona y cada familia es la primera lección digna de aprender. Las teorías que ocultan esta diferencia detrás de un lenguaje técnico y abstracto constituyen un objetivo básico de la reforma. Empe­ ro, es igualmente importante examinar el hecho fundamental del orden social y su imposición en los aspectos más personales de los individuos y las fámilias: sus finanzas, su conciencia de sí, sus manifestaciones de la sexualidad, su manera de ejercer la paternidad o la maternidad, etcétera. Este orden social, este patriarcado, no sólo se mete en todas partes sino que además disemina sus desventajas de manera desigual, siendo una carga más pesada para el débil y el impotente, que para el que ocupa una alta posición y está bien protegido. Escribimos sobre la

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similitud resultante del patriarcado y nos esforzamos por mantener incluso en la escritura nuestro sentido de la singularidad de cada una de las vidas que llegamos a conocer en la terapia. Los casos que hemos elegido para incluir en este libro no representan la gama de casos con que los terapeutas de la familia trabajan en su práctica profesional. Están tomados de nuestra propia gama, la cual resulta más limitada en el aspecto económico, social y racial debido a la región del país que abarcamos, la ubicación en la ciudad, la organización de nuestra práctica profesional y diversas características nuestras y de nuestra formación. De esta gama, hemos seleccionado familias en las cuales la mujer tiene una posición estereotipada. Normalmente los terapeutas ignoran la posición de la mujer por ser tan corriente (de ahí el estereotipo) y, en cambio, están intrigados por la complejidad del problema que se les presenta. Nosotras consideramos que la posición de la mujer tiene mucho que ver con el problema y fijamos la atención allí. La mayoría de los casos corresponden a parejas y no a familias con hijos. Esta selección también es intencional. La presencia de los hijos en la terapia inevitablemente concentra la atención en las cuestiones gene­ racionales y no en las relativas a los géneros. Puesto que el objetivo de este libro es destacar estas últimas en la terapia, hemos elegido casos que se prestan con mayor claridad a ese tipo de análisis. Estos casos tienen por finalidad ser instructivos con respecto a las posiciones estereotipadas de las mujeres, en particular, y a las cuestiones del género, en general. No los presentamos como si fuesen representa­ tivos de todas las parejas lesbianas, todas la familias de un solo progeni­ tor, todos los matrimonios empresariales, etcétera. Constituyen com­ puestos de las familias con las que hemos trabajado, y en ese sentido hablan en nombre de otras. Todo informe que quiera hacerse sobre un caso trabajado en terapia requiere que el autor seleccione qué hechos, pensamientos e ideas va a incluir. Nuestro criterio de inclusión en la presentación introductoria de cada caso fue el grado de dificultad que habíamos tenido en la terapia. Tratamos de compartir lo que como terapeutas teníamos en mente mientras trabajábamos con nuestros pacientes, así como también lo que ocurría en las sesiones. Nuestro propósito es mostrar la línea de razona­ miento que nos llevaba hasta un punto muerto y luego cómo planteába­ mos nuestro problema al grupo de consulta. En los casos incluidos en este libro, trabajamos juntas de acuerdo con

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nuestra rutina habitual. En cada caso, una —o dos de nosotras— trabaja como terapeuta principal, mientras que el resto integra el equipo de consulta. Nos reunimos una vez por semana para consultamos. En una sola reunión podíamos servir de terapeutas en un caso y consultoras en otros dos. Por lo general adoptamos el estilo de un coloquio de casos en el cual el terapeuta presenta el material clínico y su dilema, y el grupo hace preguntas, sugiere orientaciones y dialoga con la terapeuta acerca de cómo podría proceder. A veces utilizamos videos o una de nosotras se une a la terapeuta para realizar una consulta en vivo. La necesidad de hacer una consulta se manifiesta sola de diversos modos: como un vacío total sobre cómo proceder, irritación con el paciente o los pacientes por su ritmo o el deseo de que cancelen la entrevista siguiente. A veces nos encontramos estancadas con respecto a un tema específico: ¿Le interesa a este paciente el trabajo con la familia de origen y está preparado para hacerlo? ¿He establecido una alianza de trabajo con cada uno de los cónyuges? ¿Por qué nunca completan ninguna de las tareas que aceptan en la sesión? El proceso de consulta coincide con el proceso de la terapia. Si la consulta supone una jerarquía rígida entre el consultor y el terapeuta, está estrictamente orientada hacia lo técnico y desconectada de otros contex­ tos de la vida del terapeuta, cabe esperar que la terapia también será jerárquica, orientada hacia lo técnico y ciega al contexto. Como feminis­ tas, aspiramos a un proceso diferente para nuestra consulta. En primer lugar, tratamos de colaborar. Cuando actuamos como, consultoras, no asumimos poderes extraordinarios ni un status especial. Nuestra finali­ dad no es que la terapeuta trabaje de acuerdo con nuestra propia imagen, sino facilitarle el desarrollo de su mejor estilo propio de trabajo. En segundo lugar, nuestras consultas son sumamente personales. Tratamos de crear un ambiente en el cual la terapeuta pueda descubrir y examinar sus propios puntos oscuros y prejuicios. En consecuencia, las preguntas sobre su conexión con las cuestiones que le presentan sus pacientes constituyen una característica fundamental de nuestras consultas. Las respuestas son personales, pero señalan dilemas comunes para el tera­ peuta feminista de la familia y, por lo tanto, los riesgos son dcscriptos al final de cada capítulo. Por último, las preguntas que hacemos como consultoras, en realidad nuestra visión completa del caso, están claramente formuladas por nuestro compromiso de hacer del feminismo una parte explícita del

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contexto de la terapia. Independientemente de los detalles propios del caso, hay ciertas preguntas que consideramos decisivas en una consulta feminista y siempre las tenemos presentes: ¿Cómo comprenden el género nuestros pacientes y de qué modo su comprensión del género limita su capacidad para resolver su problema? ¿Cómo estamos nosotras entendiendo el género y cómo esa noción está afectando a nuestra concepción de los problemas de los pacientes? ¿Qué prejuicio sobre el género contiene la teoría que estamos aplicando y como está obstaculi­ zando el proceso terapéutico? Para facilitar la presentación, nos referimos a la consulta en uno o dos apartados de cada capítulo. En realidad, en algunos de estos casos hemos realizado más de una decena de consultas. Asimismo, reunimos en el apartado correspondiente al análisis de cada capítulo un detalle de los diversos puntos que surgieron en el proceso de las consultas, entre ellos nuestra crítica de la terapia familiar. El análisis de cada caso presentado se desarrolla a partir de los detalles del caso, pero rápidamente se hace general en el sentido de que exami­ namos pautas sociales pertinentes, la opinión popular y las teorías profesionales. Empero, el análisis sigue siendo personal porque las pautas sociales, la opinión popular y las teorías profesionales modelan la manera de vivir de la gente y de interpretar su vida, y también se reflejan en ella. Esas cuestiones personales de la vida y la significación constitu­ yen nuestro permanente interés. Existen diversos lugares donde poder situarse cuando se analizan los acontecimientos humanos: el laboratorio del biólogo, el pulpito del fundamentalista, la plataforma del demócrata, los libros del economista, detrás del diván del psicoanalista, con el equipo del terapeuta de la familia, etcétera. La elección del lugar es fundamental porque determina los conceptos y valores que se aplicarán en el análisis. El lugar en el que estuvimos mucho tiempo fue el de la terapia familiar, pero el suelo no dejaba de ceder debajo de nuestros pies. Todas estas posiciones se sustentan en una base que es feminista o sexista (y puede ser también racista, clasista, etcétera). Hemos elegido situamos en el feminismo y lo que hemos visto desde esa perspectiva nos ha demostrado que todo lo que habíamos tomado como verdadero — tanto de lá terapia familiar como de otras disciplinas— tiene que ser reexaminado, repensado y reinventado. Por consiguiente, nuestros aná­ lisis son largos, y están reunidos básicamente en un apartado de cada

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capítulo, pero aparecen en todas partes porque el análisis es algo continuo. El feminismo debe ser completo precisamente porque todo lo que no es examinado sigue siendo sexista. Después de nuestros análisis presentamos los objetivos que guiaron nuestro trabajo en cada caso y una breve descripción de las maneras de alcanzar cada objetivo. A veces el plan que hemos redactado contiene métodos que finalmente no usamos. Los incluimos porque deseamos subrayar que hay muchas maneras de llegar desde aquí hasta allí; si se trabaja como si existiera un solo camino correcto el terapeuta se alejaría del contacto intenso con los pacientes. Los objetivos, desde luego, surgieron a partir de nuestras compren­ sión de un problema dado y de nuestros valores acerca de qué cosas contribuyen al logro de la mejor calidad de vida posible. Nuestra comprensión del problema y nuestros valores son explicados en los apartados sobre la consulta y el análisis; los objetivos son rcafirmaciones breves. Evidentemente, eran nuestros objetivos para la familia que estábamos tratando. Empero, estamos comprometidas con un proceso de colaboración y presentamos los objetivos a nuestros pacientes a través de debates, lecturas recomendadas, razonamientos para elaborar en casa, metáforas, etcétera. En la medida en que nuestros objetivos para la familia coincidían suficientemente con los suyos o brindaban una alternativa atractiva, nuestro trabajo podía proseguir. A veces nuestros pacientes no aceptaban nuestros objetivos porque nos habíamos alejado demasiado de su experiencia y nuestros deseos resultaban utópicos. Nosotras exigimos un cambio general y fundamen­ tal. Sin duda que frente a objetivos como “menos discusiones por semana”, los nuestros son utópicos. Lo que nosotras rescatamos es no disminuir el esfuerzo sino preparamos para nuevas decepciones que se producirán si reducimos el alcance de nuestra visión. La reducción del alcance sería eminentemente sensato tan sólo si la visión no fuera tan importante y los sistemas no fuesen tan perniciosos. A continuación describimos la terapia. Esta descripción es, en el mejor de los casos, una aproximación, algo muy parecido a escribir una historia de cualquier experiencia personal, de modo que leerla como un informe literal produce el efecto contrario al buscado. Tenemos que admitir que la terapia suele ser misteriosa. Se trata de un encuentro donde suceden más cosas de las que podemos saber o contar, y más aun de lo que puede conservar fielmente una cinta grabada porque no podemos

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saber nunca exactamente qué estábamos pensando y con toda seguridad, no sabemos qué estaban pensando nuestros pacientes. Todo lo que podemos contar es lo que pensamos que ocurrió. La conversación se desarrolla sobre muchos supuestos acerca del significado entre los participantes, muchos de los cuales no se hacen explícitos ni se verifican. Nuestro informe significó hacer elecciones y elegir los temas que creimos importantes. Nuestra finalidad es destacar las cuestiones relati­ vas a los géneros: ¿Cómo puede la terapeuta ayudar a los miembros de esta familia a verse a sí mismos y a ver a cada uno de los demás sin que su visión esté limitada por el género? ¿Cómo puede interactuar con ellos a fin de capacitarlos para manifestar una conducta que no sea estereoti­ pada? Los temas que no son nítidamente feministas —por ejemplo, el manejo de la tensión, el compromiso de la familia, las ausencias "de los pacientes— no son abordados. Creemos saber qué cosas ayudaron y sobre esto hablamos. Creemos saber qué cosas no ayudaron y sobre esto también hablamos. No transmitimos aquí lo que trajo lágrimas a nuestros ojos o lo que nos hizo estallar en carcajadas. Hemos dicho en alguna otra parte de este libro que el encuentro mismo —la relación entre la terapeuta y la familia, la teraperuta y el paciente— es difícil, y nuestro trabajo escrito no ha captado este aspecto. Para hacerlo, tendríamos que cantar una canción, escribir un poema o pintar un cuadro. Concluimos cada informe clínico mencionando los riesgos que aguardan a un terapeuta feminista de la familia al aproximarse a los temas planteados en cada caso. Estos riesgos fueron detectados en el curso de las consultas realizadas entre nosotras. Algunos los hemos descubierto una vez producidos; otros pudimos preverlos antes. En general, los riesgos son de dos clases. Una clase se refiere a los estilos probables que el sexismo puede introducir en nuestra interpreta­ ción o intervención. Existe un remanente sin reelaborar en todos nosotros con respuestas reflejas que demuestran que hemos nacido y crecido bajo el patriarcado. Estas respuestas impiden que nuestros pacientes avancen hacia la liberación. Por muy profundo que sea nuestro compromiso con el feminismo y por muy grandes que sean nuestros esfuerzos para limpiamos de sexismo, algunos efectos del condicionamiento social persistirán. Nos necesitamos unas a las otras como consultoras a fin de mantenemos alertas para detectar esta influencia. La otra clase de riesgos se refiere a la probabilidad de ser superadas

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por un fervor misionero. Algunas cuestiones o interacciones de la terapia golpean tan directamente en el centro del daño y la desigualdad perpe­ trados por el patriarcado que encienden nuestras pasiones y nuestra justa indignación. La rabia, los sermones, los debates, las conferencias, los salvatajes son todas respuestas que tienen un lugar, pero no es el de la terapia. También en esto nos necesitamos mutuamente como consulto­ ras para permanecer alertas. Usamos diferentes voces narrativas para los cuatro apartados de los capítulos clínicos. La terapeuta relata las sesiones de terapia empleando el “yo” o el “nosotras” en las pocas ocasiones en que éramos dos. En los apartados sobre las consultas, el equipo usa “nosotras” para relatar las reuniones con la terapeuta. Como quedó dicho, la persona que actúa como terapeuta en un capítulo es parte del equipo de consulta en el siguiente. En el apartado relativo al análisis, hacemos una presentación más formal como autoras y no empleamos un referente personal a pesar de nuestra participación y compromiso personal.

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En Estados Unidos los hombres no tienen mucho tiempo para el amor. Una rígida división del trabajo mantiene separados a los sexos, y las normas que rigen en el mundo de los negocios desa­ lientan la intimidad. Alexis de Tocquevillc, Democracy in America

Un matrimonio empresarial es un acuerdo socioeconómico en el cual el marido goza de un status elevado en el mundo empresario y es el único que aporta ingresos a la familia, mientras que la mujer se ocupa de la casa, los hijos y de sí misma, de una manera que le facilita al marido el logro de su éxito y lo hace de acuerdo a la moda predominante. En esos matrimonios, la cultura de la empresa ejerce una influencia tan enorme que les da una constitución característica. Incluimos uno de estos casos en el presente libro porque pensamos que el contexto empresarial impone limitaciones al matrimonio que tienen mucho que ver con el género y que la incidencia de estos matrimonios tiene la frecuencia suficiente para justificar que los terapeutas de la familia les presten una atención especial. Los maridos son ejecutivos brillantes y triunfadores que están muy identificados con la ética del trabajo. Las mujeres son amas de casa brillantes y educadas, por lo general sin una experiencia laboral signifi­ cativa, muy identificadas con sus roles de esposa y madre. Las normas de actuación que usan como guía les son prescriptas por el círculo empresarial (Kanter, 1977). Tanto el marido como la mujer son consu­ midores típicos (por ejemplo, poseen los mejores automóviles, son miembros del country adecuado y viven en una casa que constituye una vitrina de todos los adelantos de la tecnología) (Clark, Nye y Gecas, 1978). En el caso de los que acuden a la terapia, su relación conyugal (con

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frecuencia han estado casados durante veinte años o más) carece de vitalidad (Skolnick, 1983). Es como si toda la vida existente dentro de estos individuos y entre ellos hubiera sido agotada, y sólo quedasen los esqueletos de sus roles y sus funciones. Predomina una diferenciación de roles extrema, no sólo con respecto a la división sostén económico del hogar/ama de casa, sino también en los rasgos que supuestamente la acompañan. Ella tiene que ser acogedora, dependiente y pasiva; él tiene que ser fuerte, independiente y racional. Esta diferenciación es muy valorada por la pareja y contiene un juicio moral: ella no debe seguir una carrera; él no debe ser molestado con problemas domésticos. En estos matrimonios, la distribución del poder se inclina notable­ mente a favor del marido y es característico que las mujeres cuestionen esta estructura de dominante-subordinada. Los dominantes no permiten que se planteen cucstionamientos sobre sus derechos y acciones; las subordinadas no se atreven a plantearlos. Por ende, los conflictos rara vez se hacen explícitos. La descripción adecuada de un matrimonio empresarial requiere detener la atención en otro socio importante. Puesto que la empresa misma requiere y recibe una cantidad tan enorme de devoción, lealtad, tiempo y energía conviene considerarla como el principio organizador del matrimonio. En muchos aspectos, la empresa determina la vida de la pareja y refuerza la estructura dominante-subordinada de marido y mujer. Sueños y promesas. El matrimonio empresarial ofrece la promesa de una vida elegante, al estilo de la revista House Beautiful. Entre los beneficios deseados y esperados figuran la seguridad económica, la posición social, una casa hermosa, los viajes y la felicidad. Se supone que todos ganan. La empresa tiene un empleado trabajador dispuesto a cumplir sus órdenes y libre para hacerlo porque tiene una mujer bien recompensada. Ella tiene que sentirse realizada siendo una buena esposa, madre y ama de casa; él, teniendo éxito en el trabajo y satisfaciendo las necesidades de su familia. Este sueño es más atractivo porque lleva el sello de la aprobación social general. Es inevitable que este sueño no cumpla todo lo que promete. El marido, bien socializado para esperar su realización por ser el sostén económico de la familia, trabaja mucho y duramente pero espera en vano la significación que sólo puede provenir del amor y el compartir. La

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mujer, bien socializada para esperar su realización por posibilitar la acción de los demás, trabaja mucho y duramente pero espera en vano la significación que sólo puede proceder del reconocimiento público y la retribución por el propio trabajo. Ni el marido ni la mujer comprenden las consecuencias del acuerdo que tienen entre sí y con la empresa: renunciar a la autonomía y autodirección como pareja, y permitir que la vida elegante reemplace la vida íntima como recompensa fundamental del matrimonio. Acuden a la terapia. Los diversos síntomas de presentación que traen a otros tipos de familias a la terapia, también traen a las familias empre­ sariales (por ejemplo, la depresión de la mujer o el alcoholismo del marido, o viceversa). A veces, un adolescente es el elemento catalizador para recurrir a la terapia. En este caso, vemos un sistema de conducta que se opone exactamente a los temas principales del progenitor del mismo sexo. Por ejemplo, la hija puede adoptar una postura de independencia exagerada, lo cual queda manifestado de manera más patente con una temprana actividad sexual. El hijo puede adoptar una postura de irresponsablilidad exagerada, aferrándose al límite entre el éxito y el fracaso al cumplir las exigencias de la escuela, la casa y la ley. Ya sea que el marido y la mujer vengan juntos para hacer tratar al paciente identificado o venga sólo uno de los cónyuges para hacer terapia individual, la pareja no percibe que el problema reside en el sistema del matrimonio empresarial y, por consiguiente, no lo presentan así. Los sueños y promesas originales no son puestos en tela de juicio, el contrato original no es acusado y la definición original de los roles no se cuestiona. En cambio, la insatisfacción, que existe normalmente sin un conflicto manifiesto, se centra en la circunstancia de que uno o los dos cónyuges no están cumpliendo su parte del contrato. LINDA Y RICARDO

Linda y Ricardo, una atractiva parej a de alrededor de cuarenta y cinco años, llevaban veinte años de casados cuando acudieron a la terapia. En la presentación inicial, Ricardo se veía molesto y tímido mientras que Linda parecía confiada y actuaba casi con demasiada familiaridad conmigo. La terapia fue iniciada por Ricardo, a quien le preocupaba el hecho de no saber qué sentía Linda por él. Se quejaba de que ya no podía

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ver en su conducta alguna señal de que él le importaba a su mujer. Linda se sorprendió de que él no se diera cuenta de su cariño pero sostuvo que estaría muy contenta de darle las señales que su marido necesitaba si él simplemente las enumeraba. El fastidio de Ricardo por tener que decirle a Linda lo que ya debería saber comenzó a surgir aquí como el primero de varios ejemplos de la paradoja “ser espontáneos” que presentaba la pareja. La primera sesión fue un retrato vivo del matrimonio empresarial. Ricardo, un veterano de quince años en una empresa multinacional, en los tres últimos años había estado realizando actividades fuera de la sede aproximadamente dos semanas por mes. El se sentía bien con su empleo y estaba agradecido de tenerlo. Linda, una ama de casa con dos hijos, uno en la escuela secundaria y otro en la universidad, estaba contenta con su bonita casa, sus hijos y sus amigos. Contó con orgullo que estaba bien adaptada al plan de trabajo de Ricardo, así como se había adaptado a exigencias anteriores del empleo de su marido, entre ellas varias mudan­ zas intercontinentales: “Es lo que uno tiene que hacer. Pregúnteme cualquier cosa sobre cómo mudar toda una casa en menos de dos semanas”. Parecía evidente que la manera de adaptarse de Linda era exactamen­ te lo que Ricardo interpretaba ahora como falta de cariño. En las mudanzas, Linda se mantenía ocupada armando una nueva casa para su familia y buscando actividades para ella en pasatiempos y trabajos voluntarios. Cuando les pregunté a Ricardo y Linda cómo trataban de volverse a conectar entre sí después de cada mudanza, ninguno de los dos pudo recordar qué habían tratado de hacer, si es que habían tratado. En las sesiones siguientes, Linda parecía ser una buena paciente, pero no se veía realmente interesada en la terapia. Daba la impresión de estar allí fundamentalmente para demostrar buena fe y probar que era una esposa leal. Como Ricardo decía poco más que en la sesión inicial, intervine por primera vez ayudándolo con las palabras que le faltaban para expresar sus sentimientos a Linda. En sus interacciones anteriores, el empleo que hacía Linda de la jerga psicológica había intimidado a Ricardo, dejándolo casi mudo. Mi primera intervención con Linda fue para ayudarla a reencontrarse con sus propios sentimientos: “Algunas mujeres en su situación podrían haberse sentido enojadas, tristes o desesperadas”. Admitir estos sentimientos era algo especialmente difícil para Linda porque la presentación que hacía de sí misma estaba muy unida a su capacidad de adaptación.

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Le di una connotación positiva a las conductas de Ricardo y Linda en el sentido de que indicaban un real interés por el otro durante los años de su matrimonio, pero demostrado desde una distancia demasiado grande. Ricardo y Linda estuvieron de acuerdo con mi interpretación y parecie­ ron receptivos al objetivo de elevar su nivel de intimidad y la efectividad de su comunicación. Sin embargo, ninguno de los dos hizo nada importante para lograr este objetivo. Las intervenciones en la sesión y las tareas asignadas para el hogar terminaban prácticamente antes de empe­ zar, por lo general debido a la falta de ganas de seguir por parte de Ricardo. La renuencia confusa de Ricardo parecía timidez, la participa­ ción superficial de Linda, distanciamiento. Me sentía excluida por los dos. A continuación construí un nuevo encuadre, tratando de convencer­ los de que la compañía era la culpable y su enemigo común, por decirlo así, y de que, en realidad, sus vidas habían sido di rígidas por los caprichos de la empresa. Esta postura, empero, no dejaba espacio para la lealtad y gratitud.de Ricardo (para no mencionar su identificación con la com­ pañía) y por consiguiente no le resultaba empática. Linda no estaba dis­ puesta a dejar la culpa en la puerta de la multinacional. En la sesión siguiente se produjo un cambio interesante cuando pregunté a la pareja cómo les había ido con la tarea que les había asignado. Ricardo comenzó a afirmar (con calma pero con fimieza) que él se gustaba tal cual era y que era evidente que a Linda le faltaba confianza en sí misma y que era infeliz. Por su parte, todo lo que Linda pudo decir fue que dudaba de su inteligencia y su capacidad para administrar los pequeños negocios que había intentado, pero que no era infeliz. Traté de evitar una situación en la que Linda apareciese como la paciente y Ricardo como el hombre que la ha traído, de modo que en las siguientes sesiones seguí tratando de encontrar intereses para que ambos continuaran siendo el “paciente” y participasen. A pesar de estos inten­ tos, Ricardo inició la terminación de la terapia, diciendo que no tenía interés en cambiar su conducta y que lo quedaba por hacer era que Linda cobrara confianza en sí misma para que él no tuviera que hacer de padre. Ricardo dijo que esperaba que Linda lo elaborara en una terapia propia. Desde mi perspectiva, Ricardo no estaba dispuesto a hacer más que iniciar la terapia y armar el escenario. Apenas luchó con su propia conducta. Supuse que no pediría una cita para él y que Linda iniciaría una terapia individual únicamente para que le ayudase a manejar la falta de

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respuesta de Ricardo en el matrimonio. Además de admitir que este caso no estaba terminado, también estaba consciente de mi dilema. Conside­ rar este problema estrictamente como una manifestación de las idiosin­ crasias dentro de la relación conyugal habría sido ignorar el control y la intromisión de la multinacional. No obstante, cualquier intento mío por ampliar el contexto del problema e incluir a la empresa era rechazado por la pareja. LA CONSULTA

La terapeuta realizó una consulta para analizar el caso y desarrollar un plan para el trabajo futuro, si alguno de los miembros de la pareja volvía a la terapia. Nosotras (como consultoras) abordamos primero la ubicación del problema dentro del sistema. Si bien el contenido de la terapia conyugal se había centrado en la interacción de Ricardo y Linda, la terapeuta siguió considerando a la multinacional como un tercer elemento perturbador. El inconveniente de esta definición del problema es que no ofrecía ninguna ventaja terapéutica, por mucho sentido que tuviera. La multinacional no había venido a la terapia. Si bien reconoci­ mos que la cultura empresarial era una parte esencial del contexto en el cual el matrimonio había funcionado mal, coincidimos con la terapeuta en que la definición del problema dentro del sistema conyugal ofrecería una mayor ventaja terapéutica. La terapeuta todavía necesitaba resolver las diferencias existentes entre las definiciones que cada parte daba al problema. Ella se había opuesto correctamente a la interpretación de Ricardo, según la cual Linda era “el problema”. Toda la cultura sostiene la idea de que el matrimonio es responsabilidad de las mujeres. Si la terapeuta hubiera aceptado esta idea, se habría encontrado en la situación de tener que respaldar un mito cultural opresivo. Esta conceptualización habría limitado sus opciones tan gravemente como la aceptación de la multina­ cional como problema. Evidentemente, Ricardo también había partici­ pado en la pérdida de vitalidad del matrimonio. Otro obstáculo para definir un problema solucionable para esta pareja fue que la terapeuta tenía supuestos sobre el contrato matrimonial que diferían de los de sus pacientes. La terapeuta creía que la relación conyugal debe construirse sobre una base de solicitud y amor, y que su objetivo debe ser mantener la intimidad. Ricardo y Linda parecían

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aprobar este valor abiertamente; sin embargo se comportaban como si la intimidad pudiera establecerse y mantenerse simplemente por el acuerdo de que ella brindaría un hogar, hijos y un servicio sexual y que él aportaría dinero. La terapeuta estaba persiguiendo un objetivo para sus pacientes que ellos no podían adoptar por sí mismos. Este enfoque explicaba la falta de éxito de los ejercicios propuestos a la pareja para mejorar la comunicación y la intimidad. La terapeuta los impulsaba a encontrar el fondo de la cuestión mientras que ellos se aferraban desesperadamente a la forma. La forma del matrimonio surgía del acuerdo económico original. Ricardo creía que Linda le debía amor porque él le daba seguridad eco­ nómica. Su tarea, como él la veía, era hacerlo sentir a él deseable y querible. En cuanto a Linda, era fundamental que ella creyera que amaba a Ricardo, a fin de evitar la sensación de que estaba vendiendo su afecto. En consecuencia, era muy difícil para ella reconocer cualquier falta de sentimientos hacia su marido, ya fiiese ante sí misma o ante la terapeuta. La satisfacción de sus necesidades dependía de que ella satisficiera las necesidades de su marido. En realidad, en la consulta especulamos sobre la posibilidad de que no conocer sus propias necesidades (de intimidad, reconocimiento, competencia) era necesario para que el acuerdo se mantuviera. La terapeuta sospechaba que Linda había aprendido pronto a no expresar sus necesidades o decepciones ante Ricardo y así se convenció de que no tenía ninguna, colaborando de este modo con su esposo en su propia mistificación. Los dos veían las dudas y temores de Linda como evidencia de la inseguridad de ella, nunca de la insuficiencia de él o de los defectos inherentes al acuerdo. La terapia con Linda y Ricardo puso de manifiesto varias cuestiones interpersonales que surgen corrientemente en el tratamiento de un matrimonio empresarial. La relación entre Linda y la terapeuta estaba marcada con un alto grado de ambivalencia por parte de Linda. Para ella, una esposa empresarial, la terapeuta representaba a la vez un modelo de la mujer independiente que deseaba ser y una acusación implícita del desperdicio y la insignificancia de la vida que había elegido. La estrate­ gia que Linda usó para controlar su ansiedad con respecto a la terapeuta coincidía con un aspecto de su relación con Ricardo. En lugar de adoptar una confrontación directa, Linda trataba sutilmente de demostrar su superioridad a la terapeuta, haciéndole comentarios sobre su apariencia

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personal (“Lindo color, pero realmente no debe usar las faldas tan largas, la hacen parecer más baja”); sobre su vida personal (“¿Va a ir a París en julio? Pero, ¡va a estar atestado de gente!”), e incluso insinuaciones de que la terapeuta no estaba muy al corriente con sus lecturas (“¿Todavía no ha leído este libro? ¡Oh, pero tiene que leerlo!”). Linda también trató de comprometer a la terapeuta en una coalición contra Ricardo, aludiendo con frecuencia a que ellas pertenecían al mismo género o compartían el interés por la psicología. Guiñadas de ojo, sonrisas conocedoras de un lenguaje técnico eran usadas para subrayar estas similitudes y la consiguiente distancia de Ricardo. Cualquier plan para un tratamiento futuro tendría que incluir formas de evitar estas maniobras. Desde la perspectiva de la terapeuta, Linda era la esposa empresarial por antonomasia. Cuando era joven, fue cortejada con la promesa de éxito que creía que podía obtener Ricardo y que sabía que no podría asegurarse sola. Ella hizo su parte para administrar la casa mientras él mataba dragones empresariales. A medida que pasaban los años y los hijos se hacían demasiado grandes e independientes para seguir propor­ cionándoles un terreno común a ellos dos, Linda tuvo cada vez menos cosas en común con Ricardo. En un principio ella estuvo de acuerdo en separar sus ámbitos a fin de crear una familia segura y lograda desde el punto de vista económico; ahora se encontraba con la realidad de que ella y su marido eran dos galaxias muy distantes entre sí. Ricardo coincidía con el estereotipo del hombre empresarial que tenía la terapeuta; él aceptaba los valores de la empresa acríticamente, creía que su mujer le debía devoción porque él la mantenía, y no demostraba interés alguno en compartir su vida emocionalmente, ni tenía mucha capacidad para hacerlo. Esta situación planteaba un desafío a la terapeuta y aunque sabíamos que sería difícil, subrayamos la necesidad de que ella se conectara con Ricardo encontrando algún aspecto positivo, no este­ reotipado, en su vida. Además sugerimos que la terapeuta evitase tratar con Ricardo de la manera en que lo hacía Linda. La terapeuta, como Linda, había intentado ayudar a Ricardo a superar su incapacidad para expresar sus puntos de vista. Y, al igual que Linda, llegó a frustrarse en ese intento. Durante la sesión de consulta, se pasó bastante tiempo discutiendo si la terapeuta podía y debía aceptarlas condiciones del contrato conyugal de sus pacientes. Ricardo y Linda seguían juntos básicamente para

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mantener su estilo de vida. La solicitud, el afecto y el respeto eran cosas secundarias. Como este contrato representaba la antítesis del concepto que tenía la terapeuta del matrimonio, tuvo que buscar algún aspecto del matrimonio que ella pudiera sostener, a fin de respetarla elección de sus pacientes de seguir juntos. Sugerimos que las sesiones individuales con Ricardo y Linda podían ser útiles para ayudar a la terapeuta a comprender su contrato conyugal y empatizar con él. Si la terapeuta podía conseguir una aceptación mayor de los aspectos positivos que Ricardo y Linda veían en su acuerdo, sería más capaz de ayudar a la pareja a disminuir la culpa que se atribuían uno al otro y a sentirse más responsables y poderosos. EL ANÁLISIS

Dos fuertes variables interactuantes crean el matrimonio empresarial: la empresa misma y la rígida división del trabajo, las expectativas y los valores que comprenden los roles masculinos y femeninos basados en los géneros. La ideología de la empresa y de los roles basados en los géneros tiene un profundo efecto en el matrimonio. Identificación con la empresa. La mayoría de los hombres en esta sociedad obtienen su sentido de identidad básicamente a través de su trabajo. Lo que es propio del hombre empresarial es que se identifica con una institución que es una encamación del poder. En consecuencia, él también se siente poderoso y todas las gratificaciones que le brinda la empresa sirven para reforzar esa idea. En retribución, se espera que él dé deferencia, lealtad y conformidad al ethos de la empresa. De lo expuesto surgen dos consecuencias fundamentales. Primero, estos hombres pasan casi todas sus horas de vigilia representando el estilo empresarial: negando los sentimientos, manteniendo el control y siguiendo esquemas en su conducta. Cuando llegan a su casa, no pueden convertirse de pronto en las personas expresivas, vulnerables y confiadas que exigen las relaciones íntimas. En segundo lugar, los hombres empresariales, en nombre de su trabajo y de acuerdo con el sentido que tienen de su importancia, asumen la mayor parte del poder de decisión conyugal. Cuanto más se elevan su prestigio y sus ingresos, tanto mayor es su poder en el matrimonio (Conklin, 1981). Como ha señalado Jessie Bemard (1972), hay dos matrimonios en

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una pareja empresarial: el de él y el de ella, separados pero no iguales. El de él es una historia más simple, aunque de ningún modo carece de víctimas y pérdidas. El de ella es mucho más complejo, tal vez porque ella tiene recorrido un camino mucho más largo en estos temas. “El matrimonio”, observaba Charlotte Perkins Gilman al final del siglo pasado, “es la única manera de hacer fortuna que tienen las mujeres” (1973 a, pág. 582). El matrimonio puede ser muchas cosas para los hombres, pero sin duda no es la única forma de hacer fortuna. Si bien es anticuada, la observación de Gilman todavía contiene una importante cuota de verdad: en general son los hombres los que hacen fortunas, no las mujeres, y si una mujer tiene interés en conseguir fortuna, por lo general necesitará casarse con un hombre “de éxito”. Mientras Ricardo, cuando era joven, planeaba qué llevaría a cabo y qué lograría, Linda, cuando era joven, imaginaba a quién podría llegar a conseguir. El matrimonio de él. En la familia empresarial, el marido es el provee­ dor cuyo ingreso y status establecen un nivel y un estilo de vida para las personas que dependen de él. Tal vez ayude con los niños o dé una mano en la cocina, pero es clarísimo que está haciendo un “trabajo extra”, más de lo que le corresponde. Dadas las exigencias de la compañía multina­ cional en cuanto a largas jomadas de labor, viajes fuera de la ciudad y transferencias, se puede caracterizar al marido con mayor propiedad diciendo que está casado con la empresa y no con su mujer. No obstante, muchos estudios han demostrado que el matrimonio es bueno para los hombres. Comparados con los hombres solteros, los casados gozan de una salud mucho mejor, presentan menos síntomas graves de agotamien­ to psicológico, viven más, son más felices, y pueden suponer, con confianza estadística, que su matrimonio será un activo tanto para su carrera como para su capacidad de ganancia. El matrimonio de ella. Son más las mujeres que cuentan frustraciones y problemas conyugales que los maridos, y son más las mujeres que inician las consultas con un consejero por y el divorcio. Comparadas con los hombres casados y las mujeres solteras, las mujeres casadas presen­ tan muchas más evidencias de tener una salud emocional (por ejemplo, reacciones fóbicas, depresión, pasividad y ansiedad). Jessie Bemard ha sugerido que el matrimonio introduce discontinuidades tan absolutas en las vidas de las mujeres “que llega a representar auténticos riesgos para su salud emocional” (1972, pág. 37).

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La metamorfosis de una mujer en una esposa implica la redefinición de su identidad y una intensa reconstitución de su personalidad para conformarse a los deseos, necesidades y exigencias de su marido. Ella no tiene un poder real, hace más concesiones y adaptaciones que su marido y suele sentirse resignada pero no feliz. Si se encuentra a sí misma quejándose, tiene a toda su formación y a toda la sociedad actual (amigos, familia, revistas) recordándole que su vida es buena: algo debe andar mal con ella si se siente tan infeliz. Llega a estar tan confundida y desesperada que termina por no saber lo que quiere. Y no saber lo que quiere es algo que se percibe como una nueva prueba de que es ella la que falla. No hay nada en el sistema conyugal o legal que respete el trabajo de la esposa en el hogar como si fuese un empleo. Como observó Gilman, “El trabajo que realiza la esposa en el hogar es considerado como parte de su obligación funcional, no como un empleo” (1973 a, pág. 573). La esposa no tiene ningún derecho legal a participar en los activos de la familia que ella ha ayudado indirectamente a ganar. Puesto que se le niega la posibilidad de iniciar una acción legal directa contra su marido a menos que inicie los trámites de divorcio, el “derecho al sostén económico” que generalmente se le atribuye es una frase vacía de contenido (Krauskopf, 1977). Muchas mujeres soportan los matrimonios empresariales no satisfac­ torios por los mismos motivos que las mujeres soportan otros tipos de matrimonio. Comprenden que sus opciones son limitadas. Creen que deben apreciar lo que reciben (que suele ser bastante generoso en términos económicos). Han aprendido a aceptar las necesidades y las exigencias del matrimonio y a adaptarse a ellas. Por último, ellas también han sido transformadas por la empresa y todo lo que ésta brinda: status, prestigio y comodidades físicas. Los costos del marido. Los hombres pagan un precio elevado por el poder, el status y el dinero que obtienen de su puesto en la estructura em­ presarial. Hay luchas, incertidumbres, decepciones y competitividad a diario que no sólo resultan difíciles de enfrentar sino que también son precursoras o incluso productoras de diversas “enfermedades de ejecu­ tivos”, sobre todo dolencias cardiovasculares (Friedman y Roscnman, 1981). Otros riesgos para la salud relacionados con los altos puestos directivos son la adicción al tabaco y al alcohol, y un índice más elevado de suicidios con respecto al de las mujeres de la misma edad.

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La ausencia del hogar, la poca participación en la vida de los miembros de la familia y el desarrollo de intereses muy diferentes de los de su esposa, son circunstancias corrientes de los hombres empresariales que, por lo general, trastornan el matrimonio y la vida familiar (Seidenberg, 1973). Lo que es más importante, el rol del ejecutivo fomenta el desarrollo de rasgos de personalidad que son incompatibles con una vida familiar feliz. Para armonizar con el equipo empresarial, el ejecutivo aprende a reducir su sensibilidad y a suprimir la espontaneidad personal y la creatividad (Bartolomé, 1972; Maccoby, 1976). Esta atrofia emocio­ nal vuelve prácticamente imposible el mantenimiento de una relación conyugal íntima. Los costos de la mujer. Si bien los costos del hombre son pesados, la mujer por lo general paga todavía más. “Las empresas no han sido amables con las mujeres. Su crueldad ha provenido tanto del machismo como de la malicia” (Seidenberg, 1973, pág. vii). Las esposas son tratadas como si fuesen juguetes y sirvientas tanto por la compañía como por el hombre que trabaja en ella. En un estudio en el que se ofreció a los ejecutivos la oportunidad de describir el rol de la esposa empresarial, los investigadores descubrieron que los términos usados eran los que ordi­ nariamente se emplean al referirse a las recepcionistas u otras empleadas subordinadas. Ninguno de los ejecutivos participantes mencionó rasgos como, por ejemplo, la inteligencia, la independencia o la riqueza de recursos. En realidad, todos coincidieron en que la esposa empresarial ideal específicamente no debería tener nada que ver con ningún aspecto del mundo empresarial que requiriese el empleo de su mente (presentado en Seidenberg, 1973, págs. 72-74). Como el marido está ausente gran parte del tiempo, la esposa em­ presarial tiene la responsabilidad prácticamente exclusiva del cuidado de los hijos. El aislamiento que puede resultar de esta situación se ve disminuido a menudo por su participación en actividades comunitarias; empero, las frecuentes mudanzas requeridas por la empresa se traducen en la pérdida de credenciales, contactos y status, es decir, los beneficios precisamente ganados en las actividades comunitarias y que constituyen su recompensa. Muchas esposas empresariales se refugian en el trabajo de la casa para llenar el vacío que les produce su aislamiento de los recursos de la cultura, la comunidad y la oportunidad de crecimiento. Puesto que el trabajo de la casa no puede cumplir esa función, las esposas

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empresariales conocen como características básicas de su vida la sole­ dad, la identidad prestada y el logro indirecto. Gran parte del costo de las esposas deriva de la desigualdad propia de la organización del matrimonio. Es imposible tener una relación iguali­ taria en la casa cuando los dos cónyuges son tan desiguales en el mundo externo. Ninguno de los dos olvida los valores que rigen en el ámbito público cuando se relacionan entre sí en el ámbito personal. Los costos de la sociedad. Si bien son muchos los costos que debe pagar la sociedad, nos limitaremos a mencionar sólo dos. El primero se refiere a la cultura empresarial. La definición empresarial del éxito: trepar alto en la escala jerárquica, hacer muchísimo dinero, ejercer poder económico y poder de decisión sobre los demás, y gozar de una vida de despilfarro consumista. Mientras esta definición tenga vigencia y las empresas que la encaiíian sigan ejerciendo la misma influencia actual, seguiremos viviendo en un medio caracterizado por la manipulación política en lugar de la colaboración consensual, por la insistencia en la instrumentalidad no corregida por los valores expresivos y espirituales, y por la asociación del éxito con el dinero. El segundo costo relacionado con el primero se refiere a la rígida diferenciación de roles que está expresada, demostrada y bendecida tan claramente en el matrimonio empresarial. Este rasgo contribuye al hecho de que ni los hombres ni sus mujeres desarrollan una personalidad rica y floreciente. Para subrayar este punto, citamos a Margarct Mead: A través de la historia, las actividades más complejas han sido definidas y redefinidas, ya como masculinas, ya como femeninas, ya como ni lo uno ni lo otro, a veces tomando equitativamente dones de los dos sexos, a veces tomán­ dolos desigualmente de los sexos. Cuando una actividad a la cual podrían haber contribuido ambos —y probablemente todas las actividades complejas pertene­ cen a esta clase— se limita a uno solo de los sexos, la actividad misma pierde una rica y diferenciada cualidad... Una vez que se define una actividad compleja como perteneciente a un solo sexo, la entrada del otro en ella se vuelve difícil y riesgosa (1949, pág. 372). El costo de la sociedad, por ende, no se calcula solamente sumando las vidas individuales de los maridos y las esposas empresariales, sino también imaginando los aportes que no se hacen en el hogar, la oficina o la comunidad porque son desaprobados.

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EL MATRIMONIO EMPRESARIAL EL TRATAMIENTO

Los objetivos En el momento de nuestra reunión, la terapeuta no espera volver a ver a Ricardo y Linda en la terapia. No obstante, elaboramos objetivos para el tratamiento y un plan para lograrlos en el caso de que Ricardo y Linda regresaran, y una guía para nuestro trabajo futuro con parejas empresa­ riales. Nuestros objetivos básicos eran los siguientes: 1) hacer explícita la fuerza modeladora de la cultura empresarial sobre Ricardo, sobre Linda y sobre su matrimonio; 2) facilitar la búsqueda de ópciones para ellos como pareja y para Ricardo y Linda como individuos; 3) examinar las consecuencias de cada opción; 4) asegurar que tanto Ricardo como Linda se sintieran con el poder de decidir cuál era la mejor, y 5) fomentar la mutualidad. El plan El contexto. En la bibliografía relativa a la terapia familiar se ha ignorado en gran medida el efecto que ejerce el contexto empresarial en la vida familiar de los ejecutivos. Hay tan sólo un artículo en el que se abordan directamente las circunstancias especiales de la familia empre­ sarial (Gulotta, 1981). A diferencia del enfoque que recomendamos aquí, Gulotta desalienta específicamente en los terapeutas de la familia la discusión de las limitaciones que la empresa impone a la vida de la familia y también advierte a los terapeutas que no traten de modificar el nivel de participación del marido en la familia. En cambio, la responsa­ bilidad del cambio recae en la mujer, que ni siquiera tiene el privilegio de comprender las limitaciones de su poder. Desde una perspectiva feminista, esta postura es inevitablemente mistificadora e injustamente pesada para las esposas de estas familias. Al planear cómo ayudar a Ricardo y Linda a comprender el contexto de su matrimonio, sabíamos que teníamos que evitar que la empresa apareciera como culpable, con lo cual se impulsaría una defensa de la empresa. Para seguir un camino diferente, la terapeuta podría persona­ lizar el análisis enseñando y conectando de a poco, a medida que los distintos puntos resultasen personalmente importantes para Ricardo y

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Linda. Por ejemplo, la terapeuta podría preguntarse si las quejas indivi­ duales y conjuntas no serían consecuencia de las exigencias de la em­ presa o el precio pagado por los beneficios obtenidos. Las opciones. Las expectativas sobre la vida propia están basadas en los estereotipos de los géneros a los que los roles dan mayor especifici­ dad. Por consiguiente, las opciones que Ricardo podría llegar a enumerar para sí mismo están limitadas por lo que cree que debe hacer un hombre, así como también por lo que un ejecutivo empresarial puede hacer. Linda está limitada de manera semejante en su visión y además tiene incorpo­ rada la lección enseñada a muchas mujeres, es decir, que prestar atención a lo que ella desea, mucho menos decirlo en voz alta, no es una tarea legítima de las mujeres. Para ayudar a Ricardo y a Linda a considerar más opciones en su búsqueda de soluciones, la terapeuta tiene que cuestionar el modo de pensar acostumbrado de los miembros de la pareja sobre sí mismos. Aquí podrían ser útiles los métodos de la terapia estratégica, en especial técnicas de exageración y de contención. Las consecuencias. Las consecuencias de cada opción son muy diferentes para el marido y la mujer empresariales. El divorcio, por ejemplo, elevaría el nivel del estilo de vida económico de Ricardo y no alteraría su status social de manera significativa. En cambio, el estilo de vida de Linda se deterioraría y desaparecería su status social. Las consecuencias de seguir casados también son diferentes. La terapeuta tiene que ayudar a Ricardo y a Linda a evaluar las consecuencias separadamente, pero en presencia del otro. La capacidad para actuar. Linda, como muchas mujeres, está acos­ tumbrada a dejar que el destino lo decida su marido en lugar de decidir sola. Ricardo, como muchos hombres, está acostumbrado a verse como una persona responsable y se tiene confianza en ese rol. Empero, su modelo para la adopción de decisiones se limita a la competitividad y la ausencia de negociación. Tanto para Ricardo como para Linda, un método básico de asistencia sería la conducta de la terapeuta, quien puede brindarles empatia, escucharlos respetuosamente, legitimar sus preocupaciones y explorar nuevos caminos abiertos con paciencia y preguntas. El otro método básico sería un compromiso con la mutuali­ dad.

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La mutualidad. Si Ricardo y Linda deciden seguirjuntos, nos gustaría verlos comprometidos con la mutualidad. Los dos deben escucharse respetuosamente y estar atentos a las deslealtades. Los dos deben emplear técnicas para negociar las diferencias y sentir que su relación es suficientemente fuerte para soportar el conflicto necesario para crecer y lograr una situación conyugal mejor. Los dos deben cuestionarla idea de que la persona que hace más dinero en el mundo empresarial merece tener la voz más potente en el mundo personal de las decisiones conyugales. Dadas las características del matrimonio empresarial, es posible que este ideal no sea adoptado por Ricardo y Linda y, menos aun, logrado. Ahora bien, pensamos que sería un perjuicio para ellos si no se lo presentamos. RICARDO Y LINDA

Algunos meses después de finalizada la terapia conyugal, Linda pidió una entrevista para seguir el tratamiento diciendo que estaba triste, desesperada y aletargada. Ricardo siguió oponiéndose a todo nuevo tratamiento para él. Después de un período de varios meses, alenté a Linda para que considerara sus opciones y ella vaciló entre soluciones extremas (convertirse en la “mujer total” o pedirle a Ricardo que se fuera). Le sugerí que se tomara su tiempo y pensara en soluciones más moderadas como, por ejemplo, que evaluase si Ricardo podía o quería satisfacer sus expectativas y que buscase otras vías para satisfacer sus necesidades emocionales de apoyo e intimidad. A medida que su rela­ ción conmigo fue desarrollándose más, empezó a verse como alguien que tenía derecho a algo más que una existencia resignada. Admitió que lo que deseaba de Ricardo era tener intimidad y comunicación, y decidió arriesgarse a ser la iniciadora. Yo le advertí que una vez que le pidiera a Ricardo lo que deseaba podría ser que él, de hecho, se fuera. Linda decidió intentarlo de todos modos. Con algunas instrucciones mías, Linda le hizo la siguiente pregunta a Ricardo: ¿Hay algo que pueda hacer yo para que te muestres más solícito conmigo? Para su sorpresa, le contestó que no. Cuando ella le preguntó por qué podía seguir casado con ella, él no tuvo respuesta. Después de varias semanas más, Linda le informó que ella no veía razón alguna para seguir viviendo con alguien que no le demostraba estima alguna. Ricardo se llevó sus pertenencias ese mismo día. Algunos meses

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más tarde, Linda supo que él había tenido una relación con su secretaria durante algún tiempo y, probablemente, había estado saliendo con ella, mientras se desarrollaba la terapia conyugal. Al año siguiente trabajé con Linda mientras daba los primeros pasos tentativos para crearse un futuro. En la actualidad está divorciada, trabaja para un grupo de diseñadores de interiores y se ha unido a un grupo de apoyo para personas separadas y divorciadas que funciona en su iglesia. Su definición de sí misma se ha extendido mucho más allá de lo que ella sabía como esposa empresarial y cuenta que le gusta mucho cómo es ahora. Ricardo se ha casado con su secretaria, con quien había estado sa­ liendo mientras estaba casado con Linda. En el mundo empresarial, donde los hombres pasan más tiempo con sus secretarias que con sus esposas, donde los viajes requeridos por la empresa brindan un ambiente propicio, donde a menudo se utilizan “animadoras femeninas” para ayudar a conquistar clientes y recompensar los esfuerzos extra, y donde la empresa piensa muy poco en las esposas, salvo cuando se trata de promover las carreras de sus maridos, no debe sorprendemos que Ricar­ do fuese infiel. Es así pero no debe ser. Si bien la solución de Ricardo y Linda fue poner término a su relación, otras parejas podrían optar por preservarla atenuando el malestar. Esta opción está ejemplificada por otra parej a empresarial, Javier y Fernanda. FERNANDA Y JAVIER

Al igual que Ricardo y Linda, Javier y Fernanda llevaban casi dos décadas de matrimonio cuando acudieron a la terapia por primera vez. Javier era un ingeniero que tenía un puesto gerencial en una importante compañía petroquímica. Fernanda era ama de casa y una activa volunta­ ria en la comunidad. La pareja vino a la terapia trayendo a su hijo de dieciséis años que estaba rindiendo poco en la escuela y había sido suspendido por tenencia de drogas. La conducta del hijo mejoró rápida­ mente cuando sus padres empezaron a analizar los muchos pequeños conflictos irresueltos de su relación. Al finalizar la sexta sesión, el hijo anunció que no necesitaba seguir viniendo a las sesiones y sus padres y yo estuvimos de acuerdo. La terapia conyugal se centró en los temas básicos del matrimonio: su

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frialdad, la falta de vitalidad y la incapacidad para satisfacer las necesi­ dades de la pareja. Cada uno de los cónyuges tenía un punto de vista claramente diferente del problema. Javier pensaba que él estaba tan comprometido como siempre en su matrimonio y que las quejas de Fernanda habían comenzado recién cuando el hijo menor había empeza­ do la escuela secundaria. La solución que él proponía era que Fernanda participara en más actividades fuera del hogar como, por ejemplo, su trabajo de voluntaria. Además sugirió que su casa necesitaba una importante remodelación y que era un proyecto en el que Fernanda se luciría. Fernanda admitió que parte de su problema era el aburrimiento, pero afirmó que siempre había sido uno de los sueños de ellos desacelerar el ritmo de sus vidas una vez que los niños hubieran crecido. Javier no estaba cumpliendo con este acuerdo y, en realidad, había emprendido nuevos desafíos y mayores responsabilidades en su trabajo en los dos últimos años. Empero, los dos eran claros con respecto al grado de compromiso que tenían con su matrimonio. Cada uno de ellos reconocía un convencimiento muy profundo de que todo estaría bien en el matri­ monio si tan sólo el otro cambiase. Basándome en las recomendaciones de mis consultoras, quise colo­ car al matrimonio en su contexto empresarial. Para destacar la empatia entre los esposos, traté de subrayar las diferencias de sus situaciones: la diferencia entre trabajar en una empresa importante y estar casada con alguien que trabaja allí, la diferencia entre tener una “mujer mantenida” y ser una mujer mantenida. De un modo general, hice que la pareja se pusiera a discutir sobre cómo el matrimonio de ella era diferente del de él, y qué fácil había sido ver estas diferencias como señales de fracaso, rechazo y acusación. Su reacción inicial ante este análisis fue una mezcla del alivio que les producía sentirse comprendidos y la sospecha de que el conocimiento de estas diferencias de algún modo iba a crear una mayor separación y animosidad entre ellos. Sin embargo, como yo seguí legitimizando las posiciones de ambos, empezaron a tratarse de una manera menos acusadora y menos patológica. Cada uno fue capaz de escuchar la aflicción del otro sin sentirse en falta. Este cambio fue probablemente mas difícil para Javier, quien se sintió terriblemente desleal al reconocer que su compañía había contribuido de alguna manera negativa a la calidad de su vida. Al analizar este tema con él, tuve cuidado de subrayar mi posición de que mientras que la empresa no era un chivo expiatorio útil en este matrimonio, era y seguiría siendo

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un factor limitante en las soluciones que Javier y Fernanda podrían aplicar a sus problemas conyugales. Para que esta terapia tuviera éxito, me di cuenta de que tendría que encontrar la manera de respetar el sistema de valores de la pareja, aun cuando fuera muy diferente del mío. Necesitaba ir más allá de las imágenes públicas perfectas que Fernanda y Javier presentaban ante el mundo, para desarrollar un sentido de sus identidades diferente de sus roles familiares. Para lograr estos dos objetivos fijé para cada cónyuge varias sesiones individuales cuyo contenido iba desde las historias de familia de cada uno hasta la vida cotidiana corriente. Establecer una relación con cada cónyuge como individuo resultó ser invalorable para dar consistencia real a los siguientes objetivos terapéuticos. Una vez que la terapia hubo neutralizado las diferencias que Javier y Fernanda veían en el otro, me concentré en ayudar a la pareja a evaluar los costos y beneficios que implicaban las opciones de mantener el matrimonio o disolverlo. Después de veinte años de casada la identidad de Fernanda estaba tan incorporada a sus roles de esposa y madre que le resultaba difícil imaginar una vida satisfactoria fuera del matrimonio. Fernanda, que había visto a amigas suyas pasar por el trance del divorcio, tenía pleno conocimiento de la importante pérdida de seguridad econó­ mica y status social que significaría un divorcio, y reaccionó ante esta idea con una ansiedad paralizante. Por su parte, Javier podía imaginar una vida tolerable consagrado a su carrera empresarial, pero no podía imaginarse una vida personal separado de Fernanda. Pensaba que nunca volvería a invertir el mismo tipo de energía emocional en una relación, como la que él sentía que había invertido en su matrimonio. La inercia, según sus palabras, estaba trabajando en su contra. Con el paso de los años de matrimonio, cada cónyuge se había tomado invisible para el otro, y ya no era considerado único, interesante o atractivo. Apliqué la técnica de hablarle a un cónyuge de las cualidades positivas del otro con el fin de sacudir estas ideas fijadas, permanentes. Por ejemplo, le pregunté como por casualidad a Javier qué se sentía al tener una esposa tan atractiva y encantadora, y le comenté a Fernanda que su marido se vestía muy bien y que se lo veía muy bien físicamente. Además se instruyó a los dos para que preguntaran a los amigos y a los miembros de la familia cómo veían al otro cónyuge y que imaginaran cosas para hacer o decir al otro cónyuge que resultaran sorprendentes o inusitadas. El efecto acumulativo de esas intervenciones fue hacer que

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Fernanda y Javier estuvieran un poco menos seguros de que el otro era un “libro abierto”. Una vez que Fernanda y Javier tomaron la decisión de seguir juntos y tratar de hacer que el matrimonio funcionase, les presenté las opciones que tenían: 1) dejar todo exactamente como estaba; 2) hacer un cambio radical como, por ejemplo, dejar la empresa, vender la casa y mudarse a una ciudad más pequeña, con un ritmo más tranquilo donde Javier podría obtener un empleo menos exigente, aunque no tan bien remunerado, o 3) tratar de negociar un cambio del diez por ciento. Yo desarrollé esta estrategia de acuerdo a mi grupo de consulta. El equipo predijo que Javier y Fernanda primero rechazarían las tres opciones y eligirían una solución utópica para su problema, y que tan sólo después de explorar las posibilidades de esa solución admitirían su incapacidad para llevarla a cabo. Fiel a la predicción del equipo, la primera reacción de Fernanda y Javier fue que sólo un cambio rtalmcnlefundamental en la relación sería satisfactorio, pero este cambio fundamental no tendría que significar una amenaza para la carrera de Javier, el status social de ellos o su estilo de vida. Después de dos sesiones tratando de imaginar cambios fundamen­ tales de acuerdo con sus directrices, los frustrados Javier y Fernanda se vieron forzados a admitir que se habían impuesto una tarea imposible. Con el tiempo aceptaron que el cambio del diez por ciento parecía lo más viable, aunque no les resultaba bastante. Pasaron muchas sesiones para definir cuál sería el cambio del diez por ciento en diversos aspectos específicos del matrimonio. Cada uno de los cónyuges quería sugerir lo que el otro debía hacer. Hice entonces que el objetivo y la teoría fuesen mutuos, señalando cómo, por ejemplo, la eficiencia de Fernanda para hacer planes sociales para la pareja contri­ buía a que Javier siguiera siendo incompetente en ese rol. Se asignaba entonces a cada cónyuge una tarea que significara hacer algo diferente con respecto al tema en el que estaban trabajando. Con frecuencia, después de aceptar hacer algo distinto, Javier y Fernanda informaban que habían fracasado. Estos “experimentos fracasados” constituyeron el capital de muchas sesiones de terapia, pues los dos aprendieron a enfrentarse con el hecho de que ellos mismos participaban en mantener el sistema como estaba. El efecto final de esas conversaciones fue reducir la animosidad y la atribución de culpas en la relación de la pareja. El tema con mayor potencial para producir un vendaval era la

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distribución del poder en el matrimonio, pero puesto que el clima emocional entre ellos había mejorado, decidí que el momento era bueno. Sugerí que la falta de vitalidad de la relación que ellos habían mencio­ nado al principio de la terapia en parte había sido causada por el papel de espectadora que le había tocado a Fernanda en todas las decisiones de capital importancia. Aunque yo estaba presentando un tema que ellos no habían planteado, supe que estaba en el camino correcto cuando Fernan­ da comenzó a actuar más animadamente y a hablar con más expresión. Javier palideció. Cuando Javier y Fernanda hicieron el recuento de su manera habitual de pensar sobre la adopción de decisiones, les di mi impresión de que su versión era igual a la de un accionista: al que tiene la mayor cantidad de acciones le corresponde el mayor número de votos, y el número de votos en este caso (como en casi todos) se estaba midiendo por el salario. Tanto Javier como Fernanda habían estado pensando de esta manera. Los desafié a presentar un argumento convincente de que Javier tenía más acciones en el matrimonio que Fernanda; es decir, más recompensa, y más bienestar a causa de su éxito. Ellos se alegraron de no poder decir que uno tenía más recompensa que el otro y comenzó a tener sentido para ellos que la recompensa equitativa debía significar que la adopción de decisiones fuese por mutuo acuerdo. No obstante, estaban confundidos con respecto a qué podía significar ese modelo para ellos. Coincidí con ellos sobre la dificultad que se les planteaba y no les ofrecí esperanza alguna de encontrar una solución fácil. En cambio, sugerí que este dilema les podría servir como barómetro: cuanto más en primer plano estuviera este dilema, tanto más podrían saber que su compromiso para mejorar la relación estaba siendo cumplido por los dos. Después de varios meses más, Javier y Fernanda terminaron la terapia. Pasaron las últimas sesiones resumiendo lo que había sucedido en mi consultorio. No se había producido ningún cambio radical en sus vidas, pero los dos coincidían en que sentían mucho más respeto por su propia contribución y la contribución del otro al matrimonio. Tenían menos necesidad de culpar al otro por haber “causado” la infelicidad y la insatisfacción experimentadas en la vida matrimonial. Liberados de la carga de esa culpa, el matrimonio había llegado a ser un acuerdo más tolerable y cómodo para Fernanda y Javier.

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EL MATRIMONIO EMPRESARIAL LOS RIESGOS

El trabajo con parejas que tienen un matrimonio empresarial entraña varios riesgos determinados para la terapeuta feminista de la familia. Estos riesgos se explican brevemente a continuación. 1) Zarandear la pandereta. Si la terapeuta manifiesta demasiado fervor y enojo ante las desigualdades del orden social, puede adueñarse de las propias expresiones del paciente con respecto a ese sentimiento, o impulsarlos a culparse a sí mismos por haber sido tan tontos de aceptar el orden de la vida empresarial todos esos años. La elección del momento oportuno, la orientación, la capacidad de modular la intensidad y la buena voluntad para fomentar la nueva manera de ver las cosas que va apareciendo en los pacientes, constituyen aptitudes fundamentales que la terapeu­ ta tiene que emplear para controlar su fervor. 2) Pensar que el cuento de la Cenicienta es sólo para otra gente. La condición de profesional de la terapeuta puede no protegerla com­ pletamente de los mitos culturales. Una terapeuta incauta puede verse inducida a cometer un error por la envidia inesperada de la situación económica de su paciente mujer. Esta envidia puede hacer que la terapeuta rechace los problemas de la mujer o sobrevalore las ventajas de su situación.

3) Buscar el villano de la película. Si la terapeuta elige a la empresa como villano de la película, ¿qué puede hacer para modificarlo? Si elige a la sociedad, ¿cómo puede motivar a sus pacientes para que hagan algo por ellos mismos? Si elige al marido, ¿cómo hará para que no abandone la terapia? Si elige a la esposa, llega demasiado tarde. La mujer ya lo hizo. 4) Suponer que somos todos amigos. Las mujeres mantenidas no acostumbradas a expresar la hostilidad directamente o a admitir su presencia, pueden manifestársela a la terapeuta de una manera encubierta como, por ejemplo, comprometiéndose sólo superfi­ cialmente en la terapia o disfrazando la crítica de la terapeuta bajo

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la apariencia de un consejo amistoso o comentarios inocentes. El origen de esta hostilidad es que la terapeuta representa una amenaza para la paciente, un camino que ella no tomó, la prueba de que había una elección para hacer sobre cómo vivir su propia vida. La terapeuta puede no prever esta hostilidad porque está acostumbrada a ser aceptada con gratitud por mujeres comprensi­ vas, que dan validez a su trabajo. Si la toma de sorpresa, la terapeuta puede interpretar la hostilidad de la paciente literalmen­ te en lugar de verla como una proyección, o bien puede ignorarla por completo, con lo cual permite que continúe.

C apitulo 5

LA FAMILIA DE UN SOLO PROGENITOR

En el principio fue la Madre; la Palabra apareció en una era posterior, a la que denominamos patriarcado... El único principio universal que compren­ de... a todos los mamíferos y a mucha otra vida animal también, es que el núcleo de la sociedad, el centro de cual­ quier tipo de grupo social existente, son la madre y el niño. Marilyn French, Beyond Power

Paulina me detuvo un día en el vestíbulo y me preguntó si podíamos hablar un momento. Esta mujer es una programadora de computadoras de la universidad, pero como su departamento se encuentra a varios pisos del mío, no la veo a menudo. La expresión de su cara me dio la pauta de que no estaba pensando en hacerme una visita social, así que la invité a bajar a mi oficina. Paulina me contó que tenía problemas con su hijo de trece años, Beto, quien estaba cursando el quinto grado por tercera vez. María, de diez años, repetía cuarto grado, pero sus notas eran buenas. Tomás, de ocho años, y Susana, de seis, estaban rindiendo bastante bien en la escuela. Paulina me dijo que Beto era mejor alumno que María, y que era un niño generoso y solícito. “Dependo de Beto para que me ayude con los otros tres y también para que me haga compañía”, me dijo. Aunque en los tests de inteligencia Beto había obtenido un resultado superior al promedio, estaba en camino de volver a fracasar. “Esta vez tiene un maestro maravilloso, un hombre negro que cree que hay que brindar más apoyo a los niños de color, pero igual Beto no va a pasar de grado. Tal vez se deba a que su padre ha interrumpido todo contacto con él, pero ya hace dos años de eso”. No pude obtener ningún indicio de Paulina para saber por qué la perturbaba tanto el desempeño escolar de Beto en este momento si se trataba, evidentemente, de un problema crónico, o por qué no la preocupaba también María. Lo que se veía con

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mucha claridad era que Paulina estaba muy ansiosa por hablar con alguien. Dijo que pensaba que era el momento de recurrir a la ayuda de un profesional. La descripción que Paulina me había hecho del maestro de Beto me hizo pensar que para ella la raza era un aspecto importante cuando se trataba de establecer una relación que brindara ayuda. En consecuencia, le dije que conocía una terapeuta negra que tenía bastante experiencia con adolescentes y sus familias, y me ofrecí para recomendarla. Sin vacilar no aceptó, diciendo que prefería trabajar conmigo y que Beto aceptaría esa decisión. Concertamos una cita para un día de esa semana y la invité a traer a toda la familia. Tenemos aquí el típico hogar quebrado: madre asediada, niños sin control y ningún hombre para mantener las cosas en orden. No, tenemos aquí la típica familia matriarcal negra: madre que ejerce un control excesivo, niños sometidos a una gran tensión y ningún hombre capaz de ser tan bueno como es ella. No, tenemos aquí a la típica mujer moderna: Supermamá, niños de quienes se espera que demuestren la excelencia de mamá y no hace falta ningún hombre, gracias. Estos estereotipos negativos están presentes en el terapeuta y en la familia e influyen en las impresiones que tienen de sí mismos y de los demás. Peggy Papp ha descripto el “ciclo generador de problemas” contenido potencialmente en ese tipo de interacciones (1984, pág. xvi). Las madres solas, convencidas por la opinión general de que son inadecuadas, empiezan a ver en sus niños casos problemáticos y buscan expertos para que las ayuden. Los terapeutas aceptan a esas familias como pacientes acríticamente, confirmando así los temores originales de las madres. Nosotras pensamos que las opiniones y los supuestos negativos sobre la familia de un solo progenitor, en realidad se aplican a la familia a cargo de la madre. Más del noventa por ciento de los hijos de familias de un solo progenitor viven con su madre (Masnick y Bañe, 1980). Los que viven con el padre se encuentran en una situación muy diferente. En primer lugar, está el tema del dinero: es casi seguro que el padre tiene más. En segundo lugar está la cuestión de la opinión social: su hogar no parece tan carente para el espectador externo y él puede contratar a alguien para que realice las tareas que se consideran propias de la madre, o su propia madre o hermana pueden intervenir. Es improbable que la madre sola obtenga

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de la misma manera un padre sustituto. La opinión social elabora su argumento negativo sobre esta carencia. Por último, el padre que está a cargo de sus hijos es considerado un héroe, una figura simpática que es admirada y felicitada por su buena voluntad y su capacidad para hacerlo todo. La madre sola es considerada una fracasada, una figura sospechosa que a veces inspira compasión pero que con mayor frecuencia es critica­ da por haberse metido en esa situación. Los estereotipos y las imágenes negativas, que el terapeuta y la familia deben abordar juntos, se relacionan con las mujeres. La familia con madre sola es el tema central de este capítulo. PAULINA Y SUS HUOS

Pasé una buena parte de la primera sesión tratando de conocer a cada uno de los niños. Eran muy corteses y razonablemente atentos pero, como era de prever, no sabían por qué habían sido traídos a la terapia. Tuve la sensación de que era una familia unida, y noté que Paulina y sus hijos se dirigían unos a los otros con respeto y con evidente afecto. Hice algunas preguntas sobre la vida familiar cotidiana, pero en cada oportu­ nidad Paulina volvía a centrar la conversación en Beto. Pasamos el resto del tiempo de la primera sesión hablando específi­ camente sobre el problema escolar de Beto. La preocupación de Paulina era que pudiera quedar otra vez retenido en quinto grado. Lo peor de todo, dijo, consistía en que Beto era un niño brillante y sin duda podía hacer su trabajo si se concentrara en él. Ella no podía entender por qué no trataba de hacerlo. Beto tampoco tenía una explicación. A veces él simplemente “se olvidaba” la tarca, o no “terminaba” los ejercicios en clase. Como yo deseaba mostrarme receptiva ante el síntoma que ellos manifestaban, me ofrecí para llamar a la escuela y hablar con el maestro de Beto. Paulina se mostró evidentemente encantada con esta sugeren­ cia. Le pedí su opinión a Beto, quien dijo: “Está bien; mi maestro no mentirá”. El maestro de Beto dijo que él estaba tan confundido con lo que le pasaba a Beto como todos los demás. “Es un chico brillante”, dijo el maestro, “pienso que tiene cierta capacidad de liderazgo. El trabajo no es muy difícil para él. No tiene problemas sociales. No tengo idea, realmente”. El maestro contó que Beto dio todas las respuestas correctas a los consejeros, el director y el psicólogo de la escuela cuando le

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preguntaron qué es necesario para tener éxito. Pero, en realidad, hacía exactamente lo opuesto. El maestro había realizado un esfuerzo conside­ rablemente mayor con Beto, consultando con Paulina sobre la tarea que le asignaba para el hogar y ofreciéndose a llamarla cada vez que Beto no entregaba sus deberes. Como resultado de esto, la tarea para el hogar ya no era un problema tan grave como antes (aunque ocasionalmente Beto no entregara un ejercicio que su madre había visto que lo había hecho), pero Beto con frecuencia entregaba las hojas en blanco cuando se trataba de una tarea realizáda en clase. Cuando pregunté cuándo había comenzado el problema, Paulina habló sobre el padre de Beto. Francisco fue la primera relación adulta de Paulina. Tuvieron una relación muy íntima durante un par de años pero nunca se casaron. Francisco nunca mantuvo económicamente a Beto, aunque a veces le enviaba regalos. En el verano de 1984 Beto fue a visitar a su padre durante una semana y llegó justo en medio de una pelea entre Francisco y su esposa. La mujer abandonó la ciudad hecha una furia y Francisco la siguió después de dejar a Beto con su abuela, diciéndole al niño que estaría de regreso en uno o dos días. Una semana después Paulina fue a buscar a Beto; Francisco nunca llegó. Más adelante supieron que Francisco se había mudado y que tenía un número de teléfono no registrado en guía. Beto no había tenido noticias de su padre desdé entonces. Según Paulina, fue más o menos en esa época cuando comenzaron los problemas escolares del niño. En ese mismo verano Paulina dejó a su marido Héctor, padre de los tres niños menores. Paulina se había casado con él en 1975. Su relación había sido muy turbulenta, interrumpida por un par de largas separacio­ nes. Tres meses después de su última reconciliación, Paulina descubrió que Héctor había tenido un niño con una mujer, con la que se había estado viendo durante varios años. Esto, sumado al hecho de que no ofrecía a la familia un sostén económico y que “bebía un montón” impulsó a Paulina a abandonarlo. Los tres niños menores estaban tristes por la separación, pero Paulina contó que a Beto nunca le había gustado Héctor y se sentía aliviado de que su madre lo hubiera dejado. Sin embargo, Paulina no había presentado la demanda de divorcio. “Mi madre, mi iglesia y yo misma estamos en contra del divorcio”, dijo.