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Spanish Pages [495] Year 2022
Teoría de la Educación
Marta Ruiz-Corbella Miriam García-Blanco TEORÍA DE LA EDUCACIÓN Educar mirando al futuro NARCEA, S. A. DE EDICIONES MADRID
Índice PRESENTACIÓN Marta Ruiz-Corbella, Miriam García-Blanco
BLOQUE 0 LA TAREA EDUCATIVA DESDE LA PERSPECTIVA DE LA TEORÍA DE LA EDUCACIÓN Tema 1. La práctica educativa desde la Teoría de la Educación La Teoría de la Educación en el contexto de la pedagogía y la educación social
Niveles de conocimiento de la educación El saber en educación Acción humana - Acción educativa - Acción pedagógica
Niveles de la acción educativa La evolución del conocimiento sobre educación El educador ante su tarea profesional BLOQUE I QUÉ ES EDUCACIÓN
Tema 2. Educación, tarea humanizadora El ser humano
Vulnerabilidad, plasticidad de la humanidad El humano, ser inacabado: posibilidad y necesidad de la educación Rasgos que singularizan la especie humana Posibilidad vs. necesidad de la educación
Educabilidad vs. Educatividad La persona, sujeto de la educación
Educación diferenciadora vs. educación integral Tema 3. La educación, realidad en un mundo enredado El concepto «educación»
El término «educación» Estudio etimológico del vocablo «educación» Análisis de las definiciones sobre educación Red nomológica de «educación» Propuesta de una definición de «educación» Principios que fundamentan toda acción educativa
Tema 4. Tiempo y desarrollo de la persona
espacio,
condicionantes
en
el
La persona, ser temporal Influencia de tiempo y espacio en el proceso educativo
La diversidad de las vivencias de la temporalidad en el ser humano El eje espaciotemporal en el proceso educativo La educación, proceso y proyecto La educación a lo largo y ancho de la vida Tiempo y espacio en un mundo virtual BLOQUE II DÓNDE SUCEDE LA EDUCACIÓN Tema 5. Dónde aprendemos: escenarios de aprendizaje
la
multiplicidad
de
El acceso al conocimiento en los actuales escenarios de aprendizaje El proceso educativo desde la ecología del aprendizaje
Criterios para la sistematización Educación formal - no formal - informal - autoformación. Análisis del contenido de los escenarios educativos Escenarios formales
Escenarios no formales Escenarios informales Autoformación
La necesaria complementariedad entre los escenarios educativos Tema 6. La función social de la educación La dimensión social del ser humano
La necesaria socialización del ser humano El entorno como agente educador El cuidado de nuestro entorno: la responsabilidad del otro y de lo otro La interacción herencia-medio La sociedad educadora
El papel de las instituciones educativas Las funciones sociales de la educación
Medio de control social Agente de cambio Promotora de desarrollo Tema 7. La relación educativa
Comunicación, cauce del proceso relacional
La educación como proceso relacional La relación educativa. Características y límites
Relación educativa y alteridad La evolución de la comunicación en los escenarios emergentes Tema 8. El profesional de la educación El educador y el principio de educatividad
El principio de educatividad Los agentes de la educación
La delimitación del campo profesional de los educadores La profesionalización de los educadores Profesionales de la educación Los retos de los profesionales de la educación BLOQUE III EL SENTIDO DE LA EDUCACIÓN PARA UN MUNDO HUMANO Tema 9. El sentido de la educación y la propuesta de los fines El sentido de la educación y la propuesta de los fines
La necesaria propuesta del fin en la educación
Definición de «fin» Fundamentos de los fines en la educación Funciones de los fines en la educación
Fines y objetivos Aprendizajes no previstos, aprendizajes invisibles El fin de la educación ante un futuro incierto Los límites de la educación Tema 10. Educación y valores en el mundo actual Los valores en nuestra sociedad ¿Qué es el valor?
Clarificación de este concepto Cualidades que definen al valor Valores en contextos cambiantes Valores y educación
El aprendizaje de valores Educar en valores Técnicas y estrategias para el aprendizaje axiológico La evaluación de valores
Los códigos éticos de los profesionales de la educación Tema 11. Forjando el futuro de la educación La realidad del entorno VUCA Retos para los profesionales de la educación
Educar personas, formar para la sociedad que queremos Diseños educativos centrados en el aprendizaje de habilidades para el siglo XXI Educación para la ciudadanía Escenarios educativos equitativos e inclusivos Educar para la incertidumbre, para el cambio Instituciones educativas innovadoras La necesaria invisibilidad de la digitalización en la educación La Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Presentación * No resulta sencillo hablar sobre educación, aunque sea un tema recurrente en todo tipo de escenarios. Hablamos de ella en las instituciones universitarias, sin duda, pero también en las organizaciones profesionales, en los medios de comunicación, en las empresas, en los centros de intervención socioeducativa, en los centros educativos, en la red, en la calle, en los centros penitenciarios… Por ello, cuando nos referimos a cualquier acción educativa en este libro, no solo nos centramos en el ámbito escolar, sino en todos aquellos escenarios en los que intervienen los distintos profesionales de la educación. Parece que disponemos de los conocimientos necesarios para afrontar la intervención educativa, para orientar a otros en esta tarea de educar. Buscamos fórmulas, propuestas…, que les han funcionado a otros, obviando lo verdaderamente importante: la educación es un encuentro entre personas, de ahí su fragilidad, tal como lo expresa Biesta (2017), se trata de un proceso dialógico, lo que «…hace que la forma educativa sea la forma lenta, la forma difícil, la forma frustrante y, podríamos decir, la forma frágil, dado que el resultado de este proceso no puede ni garantizarse ni asegurarse» (p. 21). Fragilidad, dificultad o incertidumbre no indican que la educación sea algo incierto, sin una fundamentación clara, sin un corpus de conocimientos científicos elaborado a lo largo de la historia. Todo lo contrario. Educar exige un saber científico, teórico y práctico, que nos ayudará a comprender qué es educación, cómo llevarla a cabo, dónde, para qué y por qué es imprescindible. Por ello, hay que reflexionar y profundizar en la respuesta a cada interrogante enmarcado en la incertidumbre, al tratarse de acciones dirigidas al ser humano. O como lo recoge Touriñán (2013, p. 30):
Hablar de conocimiento de la educación es lo mismo que interrogarse acerca de la educación como objeto de conocimiento, lo que equivale a formularse una doble pregunta: Qué es lo que hay que conocer para entender y dominar el ámbito de la educación; o, lo que es lo mismo, cuáles son los componentes del fenómeno educativo que hay que dominar para entender dicho fenómeno. Cómo se conoce ese campo; o dicho de otro modo, qué garantías de credibilidad tiene el conocimiento que podamos obtener acerca del campo de la educación. Para ello, es necesario conocer las claves de toda acción educativa que configuran el saber educativo. Y en este proceso, la Teoría de la Educación, como conocimiento científico explica, describe, predice, sistematiza, aporta a la educación no solo los conocimientos necesarios para explicarla, sino también, e igual de relevante, aquellos conocimientos necesarios para mejorar la acción educativa y/o socioeducativa. Este es el objetivo de este libro, contribuir con la propuesta de temas esenciales para acercarse a estos, conocerlos, profundizar en ellos, debatirlos, provocar reflexión y crítica, etc., sabiendo que no son conocimientos estáticos, sino que continúan evolucionando gracias tanto a las contribuciones de otras ciencias, de experiencias innovadoras, de expertos en diferentes áreas, como al contexto siempre dinámico en el que vivimos. Ahora, este libro no puede ser valorado en su justa medida si no se conoce la trayectoria de las autoras y, en especial, de la asignatura que se imparte en la universidad en la que llevan a cabo su actividad docente, la UNED. Ambas forman parte del equipo docente de Teoría de la Educación, asignatura que lleva impartiéndose desde hace más de 20 años, primero en la licenciatura en Ciencias de la Educación, más tarde en Pedagogía, en
la diplomatura en Educación Social, permaneciendo después en los Grados en Pedagogía y en Educación Social. Esta asignatura favorece un saber integrador y totalizador del fenómeno educativo. Es decir, incorpora y transmite los conocimientos esenciales para comprender y actuar sabiendo el porqué y el para qué de esa actuación educativa. Se trata de aportar un conocer con sentido, de tal forma que, como profesionales, seamos capaces de continuar elaborando el conocimiento de todo proceso educativo, con el fin de dirigir cada intervención de forma motivada tanto teleológica, tecnológica como axiológicamente, y planificar todos los elementos que concurren en ella. En este proceso disciplinar se ha construido esta asignatura gracias al saber de los profesores que formaron parte de ella, como son los profesores Medina Rubio y García Aretio, a los que nos sumamos contribuyendo, también, a su desarrollo. Y, de forma especial, se apoya en el anterior libro editado también en esta editorial, Claves para la educación. Actores, agentes y escenarios en la sociedad actual, del que parte el texto que presentamos ahora y en el que nos hemos apoyado para elaborar esta nueva propuesta. Aunque la anterior es una obra que continúa estando vigente al aportar las claves para comprender el fenómeno educativo, el contexto ha cambiado radicalmente exigiendo nuevos enfoques, nuevos ámbitos de intervención, proponiendo nuevas preguntas y situaciones a las que los profesionales de la educación, sea cual sea su nivel de intervención y/o actuación profesional, deben ser capaces de responder. En estas últimas décadas estamos viviendo cambios hasta ahora inimaginables y que se desarrollan a gran velocidad, que están alterando los parámetros vitales hasta ahora vigentes. Estamos siendo actores y agentes de transformaciones, por lo que aún es más urgente comprender la tarea educativa que llevamos entre manos, y actuar de acuerdo con unos criterios apoyados en un saber científico.
Educar es una tarea entre personas, por lo que no debemos olvidar que siempre entraña un riesgo dada la imprevisibilidad del ser humano, que no es otra cuestión que su capacidad de elegir y decidir. Riesgo porque educar no es buscar resultados, lograr una interacción entre máquinas, sino generar ese encuentro entre dos seres humanos. Parafraseando a Biesta (2017), el riesgo existe porque no se puede ver al ser humano como un objeto, sino como un sujeto de acción, responsable de su vida y de los otros con los que interactúa y del escenario en el que vive. Y en esta tarea los profesionales de la educación tenemos mucho por hacer y decir si sabemos definir qué educación queremos y cómo lograrla, atendiendo a cada persona como ser singular, único, diverso. Recuperar el acto de educar, ya que es la vía indiscutible que nos hace más humanos, para que cada uno sea, en definitiva, actor de su vida que es interpelado por el otro y por el mundo en el que habita y hace suyo, lo que contribuye a la mejora de la sociedad en la que vive. Educar para lograr que cada uno alcance la madurez, su autonomía, que «… no está nunca separada de la constitutiva dependencia del ser humano: sin el mundo, sin los otros, como son, no como nos gustaría que fueran, no es posible llegar a ser la persona que somos y queremos ser ni llegar a vivir en el mundo en el que queremos vivir» (García Moriyón, 2017, s.p.). Aportar las claves para conocer, comprender, reflexionar y debatir sobre estos temas esenciales para todo profesional de la educación es, en definitiva, el objetivo de este libro. Formar para educar al otro para afrontar y llevar a cabo el futuro junto a los otros y lo otro. MARTA RUIZ-CORBELLA MIRIAM GARCÍA-BLANCO
* A lo largo del documento se utiliza el lenguaje inclusivo, si bien «en aplicación de la Ley 3/2007 de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, toda referencia a cargos personas o colectivos incluida en este
referencia a cargos, personas o colectivos incluida en este documento en masculino, se entenderá que incluye tanto a mujeres como a hombres».
BLOQUE 0 LA TAREA EDUCATIVA DESDE LA PERSPECTIVA DE LA TEORÍA DE LA EDUCACIÓN
Tema 1
La práctica educativa desde la perspectiva de la Teoría de la Educación Uno de los grandes problemas a la hora de educar, ya sea en la familia, en un centro de menores, en una formación en empresa, en un centro educativo, con tecnologías emergentes o en investigación educativa, es que no nos planteamos previamente qué entendemos por educación y qué tipo de persona es la que queremos formar. Sabemos de metodologías, de planificación, de identificación de necesidades, de técnicas, etc., pero no nos hemos interrogado ni llegamos a comprender qué es educación, para qué y el porqué de cada una de las acciones que tenemos que diseñar y llevamos a cabo. Responder a estos interrogantes es una tarea previa necesaria para diseñar o acometer cualquier intervención educativa. Entender y definir qué es educación, y qué no, cuáles son los fines de la educación que deben dirigir y atravesar todas nuestras actuaciones pedagógicas y/o socioeducativas, por qué es necesario educar, etc. Dar respuesta a estos interrogantes es lo que dará sentido a nuestras intervenciones, que, en definitiva, implica aprender a mirar desde la perspectiva pedagógica y/o socioeducativa. Y precisamente contribuir a formar esta mirada es el aporte y sentido de la Teoría de la Educación, ya que, Una mirada actual a lo educativo revela no sólo un panorama muy complejo, sino también, numerosas ambigüedades, solapamientos e imprecisiones conceptuales y metodológicas que parecen no acabar de resolverse. No es sólo que cualquier persona pueda, aparentemente con conocimiento de causa por el hecho de ser padre o madre, hablar de educación. A menudo ha sido la propia
profesión educativa y, también los medios de comunicación quienes, privilegiando la amplificación de determinados discursos, han contribuido en buena medida al confusionismo sobre el qué, el quién, el cómo y el dónde de la educación en nuestras sociedades actuales (Úcar, 2023, p. 3).
LA TEORÍA DE LA EDUCACIÓN EN EL CONTEXTO DE LA PEDAGOGÍA Y LA EDUCACIÓN SOCIAL Antes de explicar los objetivos y sentido de la Teoría de la Educación, es importante enmarcarla en el contexto científico y académico de la Pedagogía, como ciencia teórica y práctica, a la vez que en el de la Educación Social: Teórica, en cuanto que aporta un conocimiento especulativo de la educación que reflexiona sobre la naturaleza y problemas de la educación, tratando de describirla, explicarla, comprenderla. Práctica, en la medida que esas reflexiones y conocimientos refieren y dirigen la acción, aportan un modo de actuar, fundamenta y guía cada decisión e intervención educativa. Ciencia teórica al aportar el qué, porque describe y da razón de el porqué y el para qué de la actividad educativa; y Ciencia práctica al diseñar cómo debe llevarse a cabo. Una visión exclusivamente teórica de la Pedagogía, incapaz de fundamentar y avalar la actividad educativa es tan ciega e ineficaz como una perspectiva exclusivamente práctica que impidiese la reflexión teórica. Es indudable que el conocimiento se apoya tanto en la fundamentación teórica como en su aplicación práctica, por lo que no es posible interpretarlo al margen de ninguno de ambos (Touriñán, 2014). Teoría y práctica son dos vertientes que forman parte irrenunciable del conocimiento pedagógico. La teoría motiva y hace posible la práctica educativa. A su vez, la práctica educativa inspira,
perfecciona y da consistencia a la teoría educativa. El conocimiento teórico de la educación se va construyendo desde la actividad educadora y, a medida que esta se realiza, avanza y cristaliza en un conjunto de reflexiones prácticas. La reflexión teórica de la educación ha de ser una teoría de la práctica y para la práctica. Una teoría que tiende a fundamentarla, de la que surge y a la que sirve y orienta, por lo que, necesariamente, toda teoría educativa está dirigida al hacer, a la actuación, a cómo debe llevarse a cabo aportando, a la vez, el qué, el para qué y el porqué de esa actuación educativa.
La teoría aporta los conocimientos necesarios para fundamentar nuestras decisiones prácticas, justifica y da sentido a nuestras acciones como profesionales de la educación en cualquiera de sus sectores de actuación. La práctica dirige las acciones educativas y ofrece contenido a la teoría para avanzar y profundizar en el conocimiento educativo. En definitiva, realizar una práctica educativa exige un esquema teórico previo que es, al mismo tiempo, constitutivo de esta práctica y el medio para entender cualquier acción educadora. Reflexión teórica sobre la práctica que nos conduce a racionalizar nuestras acciones y a configurarnos como profesionales reflexivos (Schön, 1998; Cerecero Medina, 2018). Ambas se exigen y complementan para comprender la educación y aplicarla en cada situación, para cada persona y/o grupo.
Niveles de conocimiento de la educación Ahora, ¿cómo acceder a este conocimiento? Para abordar el conocimiento de la educación diferenciamos cuatro dimensiones o vías diferentes, cada una con entidad propia, para comprender qué es educación. Nos referimos al conocimiento especulativo, normativo, técnico y artístico (Figura 1.1).
FIGURA 1.1. Dimensiones del conocimiento del saber educativo.
Conocimiento especulativo Conocimiento especulativo o teórico de la educación, necesario para conocer qué es la educación, reflexionar sobre la naturaleza y problemas de esta, con el objetivo de describirla, explicarla y comprenderla. Trata el qué, el porqué y el para qué de la educación. Este saber teórico parte de la reflexión sistemática sobre el hecho educativo: su objetivo es conocer qué es educación, los diferentes
procesos y acciones implicados en el desarrollo perfectivo de cada persona, y el para qué. Estamos ante un saber que le interesa tanto una acción ya realizada como en proyecto. Es un conocimiento esencial, ya que la teoría aporta los elementos necesarios para conocer, comprender y aprender de un sujeto, una acción, una realidad, a partir de lo cual se propone una actuación, ya sea educativa o de intervención socioeducativa. Estamos ante un tipo de contenido que exige también los conocimientos que facilitan otras ramas del saber científico, que tienen por objeto al ser humano y a la sociedad, bien en su ser o en su obrar. Son saberes teóricos que sirven de guía para la tarea educativa al aportar elementos valiosos para explicar y comprender mejor cada acción, y que configuran lo que denominamos las «Ciencias de la Educación», ciencias auxiliares e instrumentales para su estudio: nos referimos a la Antropología de la Educación, la Sociología de la Educación, la Historia de la Educación, la Biología de la Educación, la Psicología Evolutiva, la Psicología de la Educación, etc. Todas ellas aportan conocimientos indispensables para interpretar a cada sujeto como ser educable, y a cada acción educativa y/o socioeducativa.
Conocimiento normativo Se centra en el carácter práctico del objeto —el ser humano y su capacidad de desarrollo— y el método para llevar a cabo las acciones educativas, por lo que su objeto de reflexión científica ofrece al quehacer educativo el cómo debe ser. Proponer qué tipo de conocimiento es el adecuado para dirigir la práctica educativa.
Conocimiento técnico de la educación Se asienta también en el carácter práctico a partir del cual dirige su saber a la determinación de los procedimientos necesarios para el logro de resultados. En concreto, se refiere a buscar el modo eficaz de alcanzar resultados educativos. Este conocimiento aporta,
además, los ejes de la acción educativa: eficacia y eficiencia. Parte de la idea de que toda educación muestra una innegable dimensión tecnológica, gracias a la cual es capaz de diseñar y planificar todo proceso educativo dirigido a unos objetivos previamente definidos. Pero no explica el porqué ni el para qué de la acción educativa, al centrarse exclusivamente en el cómo útil y eficaz. Su objetivo es la resolución de problemas, el logro de metas, a partir del control y la transformación de ese objeto. Lógicamente este saber técnico es imprescindible en la educación, ahora bien, la tecnología sin referencia a aquello para lo que se diseña o actúa, pierde todo su sentido al no poder aportar el qué, el porqué y el para qué de la acción educativa que diseña.
Conocimiento artístico Ya que el ser humano, como objeto de la educación, es un sujeto racional y libre que impide la reducción de la educación a una serie de reglas y normas fijas válidas para todos y en cualquier momento. Nunca se tratará de un quehacer mecánico, ya que la educación requiere también de una dimensión artística para saber aplicar todo aquello que sabemos que requiere la individualidad específica de cada educando, siempre nueva y distinta de todas las demás, a la vez que exige respeto a su libertad. También implica la capacidad creativa para saber ayudar a cada uno a alcanzar su madurez. Sin duda, resulta necesaria la planificación, el diseño y la evaluación del proceso educativo, pero, a la vez, se reclama la flexibilidad para saber adaptar o reconducir ese diseño en cada práctica educativa concreta dada la singularidad y riqueza de cada ser humano y de los contextos en los que vive. Estos cuatro niveles de conocimiento posibilitan y fundamentan a la acción educativa como saber teóricopráctico. Se trata de un conocimiento especializado al permitir al profesional explicar, interpretar y decidir la intervención pedagógica, apoyándose en cuatro formas diferentes de acceder a ese conocimiento: el especulativo que engloba las ciencias teóricas, mientras que el
normativo, el técnico y el artístico se integran en las ciencias prácticas. El conocimiento normativo presenta un papel fundamental en la tarea educativa, en cambio el conocimiento técnico y artístico poseen un papel instrumental y creativo de indudable valor. Ninguna de estos cuatro conocimientos explica por sí solo la educación, sino que se exige una continua interrelación de todos ellos (Figura 1.2).
FIGURA 1.2. Cuatro niveles de conocimiento pedagógico. Si limitáramos la educación únicamente a un saber teórico acabaría en acciones ciegas e ineficaces, de la misma forma que lo haría un conocimiento práctico ajeno a toda reflexión teóricoeducativa. Especulación y normatividad son dos vertientes necesarias del conocimiento pedagógico. La teoría motiva y hace posible una
práctica educativa y, a la vez, esta práctica educacional ilumina, perfecciona y da consistencia a la teoría educativa (Medina Rubio, 2001a). Práctica en la que están insertas tanto la dimensión normativa, la tecnológica como la artística. A la vez, también debemos ser conscientes de las limitaciones para acceder a este conocimiento pedagógico ya que, su contenido, como fenómeno humano y social, resulta difícil de acotar, incluso inalcanzable. No es posible conocer al ser humano en su totalidad, ni prever cómo va a suceder su desarrollo. A la vez, estamos ante un fenómeno social y humano que es estudiado no solo por diferentes disciplinas científicas, dentro y fuera de las Ciencias de la Educación, como es el caso de la Psicología, la Sociología, la Economía, el Derecho, etc., sino que también interesa, por diferentes motivos, a otras áreas, como son la política, los medios de comunicación o la informática, lo que evidencia la complejidad de la educación (Prats, 2010). Además, no podemos obviar que en la actualidad en que todo es más permeable, poroso entre los entornos físicos, digitales y socioculturales, a la vez que las agencias pedagógicas y socializadoras son cada vez más diversas, la diferenciación clara entre los distintos tipos de conocimiento y las diferentes ciencias tienden también a difuminarse (Úcar, 2023). Al trasladar estas afirmaciones a la Teoría de la Educación, y al comprobar que la tarea educativa es una actividad intencional realizada deliberadamente, esta será comprendida plenamente en función del marco teórico (ideas, conceptos, creencias, tradiciones, valores...) a partir del cual se educa. Por lo que es un error, recogiendo las ideas de Gil Cantero y Reyero (2015), pretender crear un cuerpo de teoría educativa separada de la práctica de la educación, ya que emprender una actividad teórica supone ya el compromiso con una tarea práctica, y viceversa. No hay ningún fin educativo desvinculado de los procesos para su logro. Partimos de la realidad que es, para intentar comprenderla y explicarla, pero con la intención de conducirla a lo que debe ser: toda reflexión teórica de la
educación ha de ser una teoría de la práctica y para la práctica, ha de fundamentarla ya que surge de ella, a la vez que la sirve y orienta.
El saber en educación Una vez que conocemos las diferentes dimensiones del conocimiento del saber educativo, es necesario acudir a las características que lo conforman para comprenderlo y llevarlo a la práctica con mayor posibilidad de éxito. Para ello revisaremos las seis características del saber educativo, origen y causa del conocimiento científico, que facilitan la clave que configura la ciencia teóricopráctica (Vázquez, 1984):
El fin como primer elemento esencial y condicionante de toda acción educativa, ya que no sabremos educar si no sabemos el fin que persigue tal actividad, y relacionado con este, los diferentes objetivos a lograr a lo largo de esa acción, en orden a la consecución de la meta propuesta. Ambos, objetivos y fin/fines, deben estar relacionados para no implementar acciones inconexas que, por muy buenas que estas sean, carecerían de sentido. El saber educativo se centra siempre en aquello que puede ser de otra forma, en lo contingente, y le interesa lo que es en la medida que ayuda a comprender mejor el propio proceso educativo. Así, por ejemplo, la cuestión no es reflexionar o definir exclusivamente qué es la madurez, sino también, e igual de relevante, proponer cómo lograrla en cada sujeto. Todo saber educativo se constituye en y desde la acción, esto es, un conocimiento apoyado en la experiencia, pero que se enriquece y amplía por medio de la «reflexión-sobre-la-acción», es decir, a partir de la reflexión crítica sobre el modo de actuar en cada situación particular.
El saber educativo nunca ofrecerá una verdad absoluta, ni puede ser analizada como una verdad polarizada entre verdadero y falso. Podemos hablar de certezas, ya que toda tarea educativa no está sujeta a un modo único de llevarla a cabo, sino que se dan diversas formas para desarrollarla, dependiendo, lógicamente, del contexto, de las circunstancias, del/os educador/es y del propio educando. Cada nueva situación exige que se configure un modo de hacer propio, a la medida de las necesidades reales del sujeto al y en el que se dirige esa acción y el contexto en el que desarrolla esta tarea. Se trata de juzgar las diferentes alternativas de acción, sus posibilidades y sus consecuencias, y elegir entre ellas no la alternativa correcta sino la mejor para cada caso. Ante esa ausencia de certezas absolutas, será el educador quien vaya decidiendo en cada situación lo que considere mejor y más valioso para cada individuo y/o grupo. De aquí la importancia del valor de la experiencia —y de la prudencia— en la configuración del saber educativo. Formar la mirada pedagógica que favorece el saber qué y cómo actuar en cada situación, para lograr el desarrollo perfectivo de cada persona y/o de cada grupo. En consecuencia, el saber educativo implica también un conocimiento técnico, un saber cómo llevar a cabo todo ese proceso, que dotará de eficacia a nuestra acción. Ese elenco de principios, modelos y modos específicamente humanos de operar que capacitan al hombre para manipular y modificar su ambiente en un sentido preestablecido, permeada a su vez por la capacidad creativa del educador que dota de singularidad a cada acción educadora. En definitiva, como profesionales de la educación —pedagogos. educadores sociales, psicopedagogos, maestros, profesorado, etc.— cada función pedagógica específica de nuestra profesión implica problemas teóricos, prácticos y tecnológicos que corresponden a cada experto conocer cuáles son para atenderlos y resolverlos desde las diferentes dimensiones del saber educativo (Touriñán y Sáez Alonso, 2012).
ACCIÓN HUMANA - ACCIÓN EDUCATIVA – ACCIÓN PEDAGÓGICA La persona se desarrolla únicamente en la acción: se realiza y resuelve, día a día, a lo largo y ancho de su vida. O como indican Siegel y Biesta (2022), reconocer el hecho de que educar es actuar. El ser humano actúa de forma permanente, de forma consciente en un proceso continuo de mejora. Nadie permanece inalterable. Es decir, cada persona se resuelve en la acción, ya que, de forma continua, elige, decide, actúa. Es un ser activo en el sentido de que para desarrollarse debe actuar. Y aunque decida no decidir, no elegir, no actuar, está actuando. Obra de acuerdo con lo que es, y como respuesta a deseos, motivaciones, creencias... o, sencillamente, a un dejarse llevar. De este modo, cada acción va revirtiendo en el propio individuo configurándolo, conformándolo, de tal forma que lleva a cabo acciones voluntarias —conscientes o no conscientes—, apoyadas en un proyecto decidido por cada actor. Para ello, parte de unas metas que se ha propuesto y para lograrlas pone en marcha determinados procesos. O lleva a cabo acciones no con una intencionalidad directa al ser otros los que deciden por él o, sencillamente, dejarse llevar por otros: amigos, un líder, un influencer, un famoso, una moda, unas ideas, etc. Es decir, cada individuo se ve suscitado constantemente por todo lo que le rodea —influencias tanto externas como internas— a la acción. Y a través de esta actividad cada persona va evolucionando, va modificando su modo de actuar, de ser, de ver la realidad, de comprender la vida, etc. En definitiva, desarrolla su propia biografía, situación que nos lleva a reconocer que toda acción humana:
Conduce al cambio, favorece una evolución o modificación, causa un efecto. Reconoce la existencia de agentes que influyen o inciden sobre ella. Se apoya comunicación.
siempre
en
la
relación
interpersonal,
exige
Está orientada al logro de unos objetivos, de unas metas (García López, 1986a). Se trata de presupuestos decisivos a la hora de abordar, comprender y aplicar la educación. De ahí que al estudiar la educación sea necesario conocer, en primer lugar, las acciones humanas, es decir, las acciones no por sí mismas, sino relacionadas con cada individuo concreto, que las decide y ejecuta. Nos interesa el individuo como ser humano partícipe de una naturaleza común, pero nos importa más como sujeto individual que actúa y que va conformándose como sujeto único e irrepetible que interactúa con otros en la construcción de su sociedad y, lógicamente, desarrolla sus propias posibilidades. Y es en este punto donde cobra sentido la educación como acción optimizadora de todo ser humano, y la Pedagogía y la Educación Social como reflexión de la práctica educativa. Precisamente es en este contexto donde el saber teórico, el saber práctico y el saber técnico se manifiestan de forma interrelacionada en el proceso educativo de cada persona (Figura 1.3) en el que debe ser capaz, desde su singularidad, de:
FIGURA 1.3. Dimensiones de la acción educativa dirigidas al desarrollo de cada persona. Estas tres dimensiones de la acción y del conocimiento humano nos presentan la capacidad que posee todo hombre de transformarse perfeccionándose, de lograr la madurez en cada etapa vital, de ser, de forma unitaria, agente, autor y actor de la vida, unidad que aporta vida a nuestro ser (Zubiri, 1986). Esto nos lleva, en primer lugar, a manifestar que la actividad educativa no puede ser exclusivamente especulación, ni nunca será
un conocimiento desinteresado. A la educación no le interesa el conocer por conocer, aunque pretende profundizar permanentemente en él con el fin de mejorar la intervención educativa. Y si ponemos el acento en el educando, a él tampoco le interesa el saber por saber, sino adquirir aquellos conocimientos, destrezas, competencias, valores... necesarios que le ayuden a alcanzar la madurez y a solucionar los problemas a los que irrenunciablemente debe enfrentarse en su vida cotidiana, a integrarse en la comunidad, en la sociedad en la que vive. Aprender a obrar, que no es otra cosa que un aprendizaje moral, porque al obrar nos vamos conformando como debemos ser, nos vamos perfeccionando. En suma, saber educativo que elaboramos y en el que el conocimiento teórico cumple un papel inicial regulador de la acción, a la vez que la promueve y dota de sentido. Por otro lado, no debemos obviar que una vida sin acción no puede considerarse vida humana, ya que cada persona se construye a lo largo de sus acciones, con cada acción expresa lo que es y pretende ser. En el logro de estas acciones, de forma sistematizada e intencional, las transformamos de acciones educativas a acciones pedagógicas en la medida en que estamos aportando las claves para justificar el qué, el porqué, el para qué y el cómo de toda acción educativa, lo que nos indica que estamos sistematizando y fundamentando nuestro quehacer educador. Esto justifica que toda acción humana sea objeto de la educación y que se entienda la tarea educativa como acción que exige la intervención consciente y planificada de uno o varios agentes. Acción que debe presentar una dimensión integradora e integral, pues debe involucrar todas las dimensiones de la persona. Ahora, esta actuación del educador no debe obviar que todo individuo, como promotor de sus acciones, debe ser capaz de autodeterminarse, autorrealizarse con un proyecto propio como alguien singular y único, a partir de procesos de hetero y autoeducación.
Heteroeducación, proceso en el que los cambios que se producen en la persona son resultado de las acciones que ese sujeto realiza sobre sí mismo guiado por una intervención externa. Es decir, el educando no es el único promotor de ese cambio, sino que se lleva a cabo con la guía e intervención de otro agente, usualmente un educador. Se trata, en este caso, de cambios generados a partir de las experiencias de otros, de una intervención planificada o no. Lo que nos lleva a advertir que, en toda intervención del educador, el educando siempre debe: Tener la oportunidad de querer o no querer ese cambio. Rehusar hacer el cambio. Facilitar el propio proceso de deliberación. Autoeducación, proceso en el que se es a la vez agente y actor del cambio y del modo para lograrlo. Nos formamos en esa continua interacción con lo que nos rodea y los que nos rodean, pero sin ese compromiso personal de querer ese cambio, de pretender esa implicación, no se podría hablar realmente de educación, sino, en última instancia, de autoeducación. De aquí se desprende la trascendencia de la intervención educadora como ayuda para alcanzar esa meta. El educando tiene que ser siempre agente de los cambios educativos que en él se producen, al ser la educación un proceso de acciones racionales y libres. Lo decisivo es el sujeto: es él quien se educa, quien se configura, en interdependencia con las intervenciones que recibe, no simplemente por ellas. En definitiva, la educación es acción de personas, entre personas y sobre personas, independientemente que se lleve a cabo de forma directa o indirecta. Y al tratarse de una relación entre personas, estas acciones nunca serán neutras, sino que están cargadas de valor, dirigiéndose a hacer/hacerse de una determinada manera y no de otra.
Lógicamente también podemos conocer la educación como acción realizada, como algo ya logrado. Nos interesa como conocimiento teórico para comprender y explicar mejor la naturaleza del ser humano, el desarrollo de la humanidad y de las diferentes culturas, a la vez que a un sujeto concreto para proponerle las acciones posteriores más adecuadas para él. Ahora bien, lo que realmente nos concierne como educadores es la acción realizable, la educación de cada uno de los individuos singulares dirigida y ordenada perfectivamente hacia la meta que queremos alcanzar. Sin olvidarnos que toda acción del educador exige respetar la condición de agente en el educando, que este sea capaz de elegir y decidir sobre su propio proceso formativo (Touriñán y Sáez Alonso, 2012). Tampoco debemos obviar que no toda acción humana es educativa. Para ser considerada como tal debe poseer unas características determinadas y ser realizada de un modo preciso que, básicamente, se refiere a que sea aceptada libremente, con intencionalidad educativa, y que desarrolle una o varias capacidades humanas. En definitiva, que contribuya al perfeccionamiento. Exige intencionalidad de quién decide y actúa —sea este consciente o no consciente— y un «efecto», que también deberá ser «educativo», es decir, el efecto producido debe coincidir con el previsto o, en su caso, aportar una mejora. Solo así habremos convertido una acción en educativa.
Niveles de la acción educativa De la misma forma que en otros ámbitos de actuación del ser humano, en educación también podemos analizar diferentes niveles de acción, ya que no toda conducta implica el mismo grado de deliberación, decisión y voluntariedad. Esto no elimina la dimensión voluntaria y reflexiva de cada uno de esos actos, pero sí una diferenciación entre ellos. Lógicamente, no consideramos aquellos que se llevan a cabo por coacción o manipulación, en cualquiera de sus fórmulas, ya que estos, aunque lograran un resultado eficaz, anulan la propia naturaleza de la acción educativa, al deber darse siempre en una situación querida o aceptada por el educando (Figura 1.4).
FIGURA 1.4. Niveles de acción educativa.
Acción espontánea Una de las formas más usuales de educación. Se refiere a aquella intervención que está guiada por el sentido común, los hábitos de los propios agentes y actores, la experiencia, la tradición, las creencias, las teorías implícitas, etc. Se trata de una actuación que no se fundamenta en una reflexión crítica consciente, ni en una fundamentación científica, sino únicamente en cómo actúa determinado grupo, cultura, modas, medios de comunicación, etc. En la acción espontánea la mayoría de modelos y pautas de conducta se transmiten de unos a otros sencillamente porque siempre se ha actuado de esa manera, es lo asumido por todos sin ser revisado previamente, ni buscar su sentido o pertinencia sobre la adecuación y eficacia de los mismos. No se organiza ninguna planificación intencional expresa, sino que, por medio de la observación y de la experiencia, se aprende. Un saber hacer que se sostiene por tradición, inculcación de hábitos, la observación, el ejemplo o la presión de personas, grupos o medios influyentes. Sin duda, gran parte de la educación ha estado sostenida por la acción espontánea y hoy en día sigue estando plenamente vigente en grandes sectores de la sociedad, ya que resuelve diferentes problemas, situaciones básicas o, sencillamente, permite integrarse en un grupo. En este nivel no resulta extraño encontrar incoherencias, contradicciones, errores… en las acciones que promueve.
Acción reflexiva Permite la reflexión sobre la propia práctica, sobre el bagaje teórico que nos aportan las diferentes ciencias. Trata de construir un cuerpo de procedimientos y conocimientos a partir de los casos particulares. Es decir, de modo inductivo se extraen regularidades para la tarea educativa.
Lo esencial en este caso es, por lo tanto, la dimensión reflexiva y crítica que se otorga a la práctica educativa, de tal modo que se potencia la indagación en sus fundamentos, se intentan proponer nuevos medios para lograr una mayor eficacia. Para comprender la educación debemos entenderla como algo dotado de sentido, significado y valor, que se emprende justificadamente y que persigue una meta.
Acción tecnológica Por su parte, está fundamentada en el conocimiento científico, que es el que dará valor a los objetivos propuestos para esa actuación y el que, además, fundamentará la construcción de las normas y pautas que se organicen para lograr ese objetivo específico. En esta línea, la educación se traduce en el diseño de un proceso formativo dirigido al logro de un objetivo.
Acción comunicativa Se justifica, en primer lugar, porque educar es comunicar, siendo posible únicamente en el campo de las relaciones humanas en el que se intercambia información e interactúa logrando el cambio o la meta deseada. En segundo lugar, ya que toda acción educativa deberá extenderse hacia el logro del entendimiento, del acuerdo, de coordinar consensuadamente los procesos educativos buscando el acuerdo de lo valioso, un saber compartido. En esta acción comunicativa estamos ante una acción orientada por el entendimiento reglado por normas establecidas consensualmente. Fracasa no porque la propuesta no sea verdadera, sino al no lograr ese diálogo, verdadera fuerza de la comunicación, renovando, gracias a ella, el saber cultural y creando fuertes redes de solidaridad, a la vez que se potencia la identidad de cada persona. En suma, estamos ante una acción moral ya que intervenimos sobre personas de acuerdo con unos fines que hemos considerado valiosos. Hemos elegido una secuencia de intervención que pretende un efecto acorde con la dignidad de cada sujeto. De este modo, la concreción de los diferentes elementos inter-vinientes y constituyentes de la acción educativa exige decisiones morales, en cuanto que procura aquello que le va a perfeccionar. Aquí radica la responsabilidad de esta tarea. Todos estos niveles de acción aportan una información muy valiosa para comprender al ser humano y su proceso configurador que es, en definitiva, la educación. Gracias a estos podemos profundizar un poco más en qué es educación, cómo podemos llevarla a cabo, junto con la propuesta de a dónde queremos ir, qué es lo que queremos lograr, cómo y dónde…, ya que parte de: La idea de cambio o producción de un efecto, que supone la existencia de un estado inicial, una función de transformación y un estado final. La existencia de agentes que influyen en el medio y en sus componentes. La relación y comunicación, como eje esencial para el desarrollo humano. La intencionalidad perfectiva de toda acción. Implica una propuesta intencional que se desarrolla en un tiempo y en un proceso orientado al futuro con una finalidad originada en la comunicación, a la vez que exige el logro de un efecto de acuerdo con un modelo previamente propuesto. Proceso educativo que se convierte en un claro ejemplo de acción humana capaz de integrar las intervenciones y acciones de todo tipo, a la vez que referente indiscutible en el complejo proceso de configuración del ser humano (Tabla 1.1). TABLA 1.1. Acciones educativas que se desprenden de cada nivel de acción educativa
ACCIÓN
EJEMPLO
Espontánea
Pautas de crianza que pasan de unas generaciones a otras. Conductas aprendidas (mod
Reflexiva
Enseñanza de contenidos, competencias… en una asignatura determinada. Inclusión de
Tecnológica
Diseño de un programa para la adquisición de unas destrezas.
Comunicativa
Diálogo, acciones participativas. El valor del ejemplo: la conducta como objeto de apren
Moral
La dimensión axiológica de todo aprendizaje, es decir, la perspectiva ética de toda acción
LA EVOLUCIÓN DEL CONOCIMIENTO SOBRE EDUCACIÓN Nadie discute que la educación ha sido, es y será una constante a lo largo de la historia de la humanidad en la que todo grupo humano ha llevado y lleva a cabo educación, sencillamente al transmitir a las generaciones jóvenes los elementos básicos de sobrevivencia y los patrones de conducta establecidos para integrarse en su grupo. En este sentido equiparamos al ser humano con otros seres vivos, en los que los adultos transmiten a las crías una serie de aprendizajes necesarios previamente determinados para su especie. En unos casos estos procesos de enseñanza están ligados estrechamente con la naturaleza propia de ese ser vivo, como es el entrenar a cazar o a buscar comida. En otros, como es el caso de los humanos, a través de pautas aprendidas. Consecuentemente, definimos educación como la acción intencional de un sujeto o grupo sobre otro con el fin de modificar y conformar comportamientos. Ahora, educación no es la Pedagogía, ni la Educación Social, ni la Ciencia de la Educación. Son cuestiones diferentes que debemos saber diferenciar, tal como venimos exponiendo. La educación es el objeto de la intervención educativa, es decir, puede y debe ser objeto de consideración científica para su mayor calidad y eficacia. La Educación es la acción, la Pedagogía y la Educación Social el conocimiento. En consecuencia, defendemos que el interés por reflexionar sobre la educación existió desde siempre al ver en esta una clara forma de influencia y conformación de unos individuos de acuerdo con un modelo. No hay duda de que pensar sobre cualquier hecho educativo es tan antiguo como la cultura humana. La reflexión sobre la educación ha ido consolidándose a lo largo de la historia, en primer
lugar, de forma indirecta, para llegar a considerarse como un ámbito de estudio necesariamente autónomo. Su evolución ha ido acorde con la historia de la cultura, aquí referida en sentido amplio, sencillamente porque la preocupación pedagógica y la ocupación pedagógica han existido siempre al lado de la educación (Touriñán y Sáez Alonso, 2012). Está claro que la Pedagogía y la Educación Social son necesarias, pero no suficientes para lograr la calidad de estas intervenciones y actuaciones. El elemento central es la actuación educativa. Esta es la que da sentido y es objeto de la investigación pedagógica para, como señalan estos autores, elaborar un cuerpo de conocimientos que aporte significación a esa intervención, a la vez que ayude a analizar la evolución del conocimiento de la educación y comprender la distinta consideración que este saber ha tenido. Al igual que el de otros saberes, el conocimiento de la educación ha ido adquiriendo, con el paso del tiempo, niveles cada vez más complejos. En las primeras culturas las reflexiones sobre la educación se fueron integrando de manera difusa en las tradiciones y en las formulaciones de carácter religioso, político, moral, filosófico, etc., que conforman el contexto donde se desarrolla, pero sin estructuración alguna. Son conocidas las referencias educativas en la Biblia, en el Talmud o en el Corán, por citar algunos ejemplos conocidos. En estas etapas históricas el saber sobre educación no es ni filosofía, ni ciencia, ni tecnología. Se educa por experiencia acumulada que se recoge, de una u otra forma, a lo largo del tiempo. Se trata de un saber que se concibe en la práctica y que se transmite de unas generaciones a otras, en el que el arte de educar tiene una importante posición. Ahora bien, la realidad es que este saber de carácter experiencial, artístico, basado en el hacer, es el que siempre han atesorado, han creído y conforme al que han actuado multitud de docentes a lo largo de la historia, y también en la actualidad. Estamos ante una etapa en la que la educación es una actividad que se resuelve mediante la práctica y la experiencia, por lo que no
resulta necesaria la reflexión sobre la misma, ni su sistematización. La educación es, en gran medida una cuestión de arte, por lo que basta tener experiencia, conocer, para saber enseñar. Por ello, encontraremos diferentes reflexiones sobre educación tanto en un libro religioso, en uno filosófico, en una obra de arte como en la transmisión de unas destrezas determinadas a partir de la práctica. Ejemplo de ello es el aprendizaje profesional entre maestros y aprendices. En una segunda etapa, en la que el conocimiento filosófico domina todo, la práctica educativa está ligada a una determinada concepción del hombre que actúa como modelo o patrón que debe ser alcanzado. Platón afirmaba que la filosofía poseía el derecho de asignar a la sociedad imperativos a los que debía subordinarse. Séneca, por su parte defendía que la filosofía es la ciencia del perfeccionamiento humano. Mucho después Kant apuntaba que no se debía educar a los niños de acuerdo con la situación actual de la especie humana, sino mirando hacia una situación mejor, alcanzable en el futuro. Herbart consideraba que la educación es una forma de hacer filosofía, aunque su obra «Pedagogía General derivada del fin de la educación» (1806), inició el estudio de la educación como ciencia. O la Pedagogía de Gentile (1946) que afirma que quien sabe de verdad, sabe enseñar; quien es hombre es también educador, oponiéndose a considerar aspectos técnico-científicos en la educación. En definitiva, el conocimiento de la educación se construía desde la filosofía. La educación no tenía identidad suficiente como para ser considerada ciencia al responder cualquier actuación educativa a un saber práctico y artístico. Sin embargo, a inicios del siglo XX, Durkheim y el positivismo sustituyen la Pedagogía por el estudio objetivo de lo que la sociedad espera de la escuela. Este autor defiende que se debería elaborar una ciencia de la educación, una teoría práctica, que coincidió con una sociología de la educación. Otros autores, sin embargo, pensaban
que debería centrarse desde la Psicología, negando, de esta forma, la categoría de ciencia que tiene por objeto la educación. La educación es ya, por lo tanto, una preocupación para muchos pensadores, ahora bien, requiere de conocimientos extraídos de otras ciencias. En este sentido, la educación como disciplina continúa dependiendo de otras ciencias y en función de cómo sean estas, así será su teoría educativa: psicológica, sociológica, biológica, filosófica... En definitiva, se la consideró como una disciplina subordinada necesariamente a otras. De forma paralela la Pedagogía va sistematizando principios, ideas y conceptos propios en torno a su objeto de estudio, la educación, eligiendo para cada caso la metodología de investigación más adecuada con la que saber resolver los problemas teóricos, prácticos y tecnológicos a los que se enfrenta. Es decir, los conceptos que interpretan y fundamentan el hecho educativo poseen significación propia, por lo que se reconoció una Ciencia de la Educación. A partir de este planteamiento la educación será ya objeto de conocimiento científico autónomo. Esto no elimina las importantes aportaciones de otras disciplinas, pero se reclamaba cada vez con mayor fuerza la formación de un cuerpo teórico específico dirigido a justificar y generar la práctica educativa. Ahora bien, a pesar de esta realidad, el estudio sobre la educación se ha ido parcelando, diversificando progresivamente debido al vasto campo de atención (teoría de la educación, didáctica, orientación, organización escolar, política, diseños socioeducativos, etc.), a la vez que se enriquece gracias a otras disciplinas ajenas, en principio, a la propia educación, pero precisas para abordar, comprender y actuar cualquier acción educadora, tales como la Psicología, Sociología, Biología, Economía, Historia, etc. Esto devino a que, poco a poco, fuera consolidándose la expresión en plural de «Ciencias de la Educación». Ahora bien, debemos tener claro que no consiste solamente en convertir el singular en plural, sino que esta terminología comporta una tendencia epistemológica pluridisciplinar y una polarización de las denominaciones en torno al objeto de estudio
científico. Sin embargo, la realidad es que hoy resulta insuficiente acercarse a la Pedagogía o a la Educación Social a través de un único enfoque, de una sola disciplina, para abordar íntegramente el fenómeno educativo. La proliferación de estos saberes, debido a la pluridimensionalidad de sus objetivos, contenidos, métodos y sistematización, exige un tratamiento diferenciado, autónomo, en un contexto en el que todo está interrelacionado y las fronteras entre unas ciencias y otras son sumamente porosas. A pesar de esta diversidad, el fenómeno que pretende analizarse a través de todas estas ciencias, necesarias sin duda, es único, la educación. La reflexión, comprensión, interpretación, explicación, descripción, predicción, descubrimiento, justificación y prescripción de los múltiples hechos, situaciones y acciones educativas que han ocurrido, ocurren o pueden producirse, garantizan una cierta unidad y coherencia al tratarse del estudio de una misma realidad: la educación de la persona desde ángulos conceptuales distintos, que puede verse reforzada por el carácter de interdisciplinariedad de estas ciencias, basado en la similitud de los objetivos que persiguen, en la necesidad de que unas materias hayan de recurrir a otras como instrumento para su estudio, en la metodología de análisis que utilizan, en su grado de identidad en cuanto a su estructura, etc. (Tabla 1.2). TABLA 1.2. Evolución del conocimiento sobre educación
Ahora independientemente de las clasificaciones que hagamos, la educación es una constante de la reflexión y de la acción humana. Ha sido, y es, objeto de conocimiento científico desde diferentes ámbitos del saber, a la vez que ha consolidado una ciencia propia que intenta estructurar, justificar y generar la actuación educativa. Como ciencia se constituye cuando posee contenidos propios que no pueden ser absorbidos por otras, cuando trabaja con metodologías y técnicas adecuadas a su objeto de estudio, además de ser reconocida por la comunidad científica (Medina Rubio, 2001a). En este sentido, la Pedagogía y la Educación Social cumplen con las propiedades específicas de todo saber científico en cuanto que presentan: Un objeto de estudio concreto y singular, diferenciado de otros objetos de estudio.
Una metodología de investigación lo bastante contrastada y adecuada al objeto de estudio, con un lenguaje compartido por la comunidad que estudia el mismo fenómeno. Una comunidad académica que valide y difunda las aportaciones y los avances por medio de encuentros científicos, revistas especializadas, divulgación en publicaciones y conferencias, etc. Una presencia singular en los planes de estudios de la formación universitaria o de nivel superior que garantiza la formación de profesionales e investigadores en ese sector (Prats, 2010) Criterios propios del conocimiento científico: objetividad, imparcialidad, precisión, verificabilidad, respeto a los hechos, sistema, metodología adecuada (Medina Rubio, 2001a). No sabemos cuál será el futuro, (…) Pero las tendencias actuales apuntan hacia escenarios cada vez más conectados y articulados en el conjunto del sector de la educación. La evolución parece apuntar hacia una galaxia educativa con dos grandes nebulosas absolutamente permeables e interrelacionadas: la de la formación, orientada al aprendizaje de contenidos y a la adquisición de competencias para la vida productiva, artística y profesional; y la de la vida relacional y la convivencia cívica, que apunta más al aprendizaje y experimentación de los valores, las emociones y la vida ciudadana y comunitaria. No sería descabellado pensar que el primero estará de manera mayoritaria mediado tecnológicamente mientras que el segundo se desarrollará, también mayoritaria, pero no únicamente, de manera presencial (Úcar, 2023, pp. 17-18).
EL EDUCADOR ANTE SU TAREA PROFESIONAL Las acciones educativas y socioeducativas requieren de una clara profesionalización del educador, lo que influirá directamente en la calidad y en la equidad de las acciones que lleven a cabo y, por lo tanto, en el desarrollo de las personas sobre las que se interviene, redundando en la mejora de la sociedad. La profesionalización del educador es relevante y necesaria, siguiendo a Vera (2015, pp. 8485), atendiendo a las siguientes razones: La constatación de que la acción educativa y socioeducativa de los educadores siempre tiene consecuencias potenciadoras o inhibidoras de la capacidad de los educandos para seguir aprendiendo y construyéndose como personas. Por tanto, la búsqueda de una educación de calidad y en equidad es una de las razones por las que es necesario profesionalizarse. Ese objetivo de calidad y equidad es hoy posible y necesario. Es posible porque disponemos de teorías, técnicas e instrumentos para el diseño, desarrollo y evaluación de la acción educativa, allí donde tenga lugar. La calidad se hace necesaria desde el momento en el que la educación ha sido reconocida como un derecho universal a lo largo y ancho de la vida, siempre y en todo lugar. Hoy en día no educamos solo porque sea necesario y posible ayudar a otros en ese proceso; lo hacemos también porque existen sistemas democráticos sostenidos por la convicción de la igual dignidad de todas las personas; también porque cualquier política social que pretenda como objetivo la integración social sin exclusiones y la igualdad de
oportunidades es imposible sin una educación de todos y, a ser posible, entre todos. El sistema en el que aparecen los profesionales de la educación cuya actividad conjunta permite hablar de intervenciones en el sistema educativo, que no solo es escolar, sino también comunitario, ya que es en la comunidad y para la comunidad donde cobra sentido. La aceleración del cambio social hace que dentro del campo de la educación vayan surgiendo nuevas profesiones que requieren renovar las competencias y que pueden dar lugar a salidas profesionales diferentes o más depuradas. Además, las necesidades educativas de la población que atienden estos profesionales se acrecientan en amplitud y en tiempo. Un educador como profesional diseña e interviene en una acción pedagógica o socioeducativa para lograr el desarrollo madurativo, perfectivo de cada persona. Puede ser una faceta, una capacidad, una dimensión determinada, una acción preventiva, recuperadora, etc. Pero los contextos y escenarios en los que sucede o se reclama ese proceso educativo son múltiples, por lo que los profesionales de la educación cubren un espectro sumamente amplio en los que se especializan para desarrollar un proceso formativo determinado, desde la infancia hasta la tercera edad, en escenarios reglados y no reglados, en escenario presenciales y virtuales. En los procesos de integración social, en contextos de ocio, en propuestas centradas en la prevención, o en las intervenciones de reorientación o de recuperación. Podríamos continuar el listado de posibles ámbitos en los que se exige la intervención de un profesional de la educación. Ahora bien, lo que coincide en todos ellos son dos elementos clave que deben dominar:
Un contenido específico acorde al contexto en el que se desarrolla profesionalmente. Contenidos propios de la función que va a realizar. La competencia pedagógica que le capacita para ver y utilizar ese contenido como instrumento y meta de acción educativa en cada caso. Competencia que le aporta la capacidad de desarrollar en cada sujeto sobre el que interviene el carácter y sentido propios del significado de «educación» (Touriñán, 2022). A la vez que nuestro objeto de estudio y de intervención educativa permanece en continuo estudio, reflexión y debate, ya que debe afrontar La convicción de que todo es susceptible de cambio. Un enfoque sistémico, que obliga a adoptar una visión compleja e interdependiente de los fenómenos. Una visión ecoterritorial, próximo a los sujetos y al ambiente comunitario, destinatarios de la acción educativa. Una necesaria descentralización, con una toma de decisiones allegada al destinatario final. La complejidad y el dinamismo como características de la sociedad actual. La glocalidad, como tendencia de nuestra época y de consecuencias imprevisibles en el que actuamos siempre desde dos
perspectivas que se retroalimentan: la globalización y la actuación local (Prats, 2010). Lo que nos lleva a preguntarnos: Qué es lo que hay que conocer para entender y dominar el ámbito de la educación; o lo que es lo mismo, cuáles son los componentes del fenómeno educativo que hay que dominar para entender dicho fenómeno. Cómo se conoce ese campo; o, dicho de otro modo, qué garantías de credibilidad tiene el conocimiento que podamos obtener acerca del campo de la educación (Touriñán, 2022, p. 52). Y en este proceso de formación competencial de todo educador, ¿qué aporta la teoría de la educación? A lo que respondemos que esta disciplina aporta la fundamentación teórica para la mejora de la práctica educativa al contribuir con el conocimiento de la educación como objeto complejo de estudio, además de estar en permanente evolución y cambio, ya que debe saber responder en cada contexto y a cada ser humano. En definitiva, formar profesionales de la educación, en cualquiera de los contextos educativos en los que actúen, capaces de dominar
«Los conocimientos teóricos, tecnológicos y prácticos de la educación que le permiten explicar, interpretar y decidir la intervención pedagógica propia de la función para la que está habilitado» (Touriñán, 2022, p. 13). Y precisamente esto es lo que se ofrece en este libro.
BLOQUE I QUÉ ES EDUCACIÓN
Tema 2
Educación, tarea humanizadora Lo primero que debemos preguntarnos es a quién nos referimos cuando hablamos de educación. Si en el capítulo anterior mencionamos el problema del conocimiento pedagógico, en este planteamos qué aporta la educación al ser humano como sujeto de esta tarea. En los diferentes escritos y debates sobre este tema se habla de la educación como crecimiento, desarrollo, florecimiento, evolución, madurez, logro, refuerzo, perfeccionamiento, mejora, avance, etc. Todos ellos términos que evocan siempre acción, proceso, cambio en el sentido de progreso, paso a una situación diferente en la que se ha alcanzado un estado mejor. Lo que nos lleva a afirmar que «algo es educativo si favorece el crecimiento humano» (Higgins, 2022, 54). Ahora, la cuestión es, ¿todo ser humano es capaz de desarrollarse, de perfeccionar sus diferentes capacidades? ¿A qué se refieren cuando se pretende el desarrollo de capacidades, el crecimiento, el perfeccionamiento, etc.?
EL SER HUMANO
Vulnerabilidad, plasticidad de la humanidad Si queremos acercarnos a comprender qué es educación debemos partir del estudio y análisis del ser humano, ya que la educación siempre se centra y se dirige al sujeto humano, sencillamente porque es el único ser que debe desarrollar sus capacidades para resolver su vida, a la vez que no puede resolverla sin el concurso de los otros. Pasa por diferentes etapas vitales en las que se requiere la intervención y ayuda de otros, de acuerdo con las necesidades de cada momento y con la complejidad del entorno social en el que se desenvuelve. Y al acercarnos a ese sujeto irremediablemente debemos atender su naturaleza, de la que «todos los indicios apuntan a que en el origen predominó la precariedad, la vulnerabilidad y la dependencia necesitante de cooperación cuidado, a la que corresponden actitudes de disposición a la ayuda, soldadas por apego emocional con comunicación, pero sin lenguaje…» (García Carrasco y Donoso, 2021, p. 143). Ahora bien, explican estos autores, esta naturaleza no se identifica sencillamente con el resultado de una evolución de las capacidades cognitivas humanas ni del lenguaje, sino que estamos ante una especie —homo sapiens—, en lo que a actividad mental se refiere, reconocida como una novedad cualitativa sin precedentes a la vez que absolutamente vulnerable. En este sentido, resulta lógico admitir que reflexionar sobre educación sin referirnos al ser humano es algo imposible, ya que es algo exclusivo de su naturaleza. El hombre es, sin duda, un ser complejo, configurado por capacidades biopsicológicas que posibilitan la característica más peculiar de todos los seres vivos: nacer biológicamente indeterminado y con capacidad de aprender, lo que le lleva a que, a lo largo de su vida, deba crecer, desarrollarse y resolverse a sí mismo en un contexto determinado. Ser plástico a la
vez que vulnerable. Plasticidad en el sentido de que es capaz de desarrollarse, de cambiar, de adaptarse, lo que nos lleva a un crecimiento del que aún no sabemos su límite. Y vulnerabilidad en cuanto necesita de los otros para esta tarea al ser, precisamente, educable. Es decir, (...) es un ser corpóreo, pero es más que su cuerpo; se trata de un sujeto individual, pero necesita de la sociedad formada por sus semejantes; sus capacidades cognoscitivas se orientan no solo a la contemplación teórica sino también a la acción práctica y a la producción técnico-artística; y experimenta una serie de necesidades materiales, biológicas, cognitivas, afectivas, estéticas y trascendentes que tiene que satisfacer (García Amilburu, 2003, p. 210). Debe satisfacer, en primer lugar, unas necesidades primarias (comer, beber, dormir, resguardarse del frío y del calor…), que en las primeras etapas de la vida resulta crucial. Proceso de crianza que recoge la ayuda y el cuidado de la madre y de otros congéneres sin los cuáles la cría no sobreviviría (García Carrasco y Donoso, 2021). A la vez que, paulatinamente, es llamado a la resolución creativa de necesidades superiores específicas de su especie, que son adquiridas a partir de una imitación intencional apoyada en una exhibición intencionada para que el aprendiz copie la forma de actuar, de hacer… A la vez que este proceso de imitación se ve favorecido con ayuda del modelo, usualmente, tal como explican estos autores, de las mujeres del grupo que cuidaban a los niños, atendían el procesado de alimentos, la producción de artesanía y otras tareas esenciales en beneficio de todos. Imitación que requirió de inteligencia social, en la medida en que se fueron construyendo los modos de actuar, de elaborar, de construir, de interactuar…, las normas de interrelación que dieron fuerza y consistencia al grupo, a la vez que aportaba respuestas ya consolidadas para la resolución de problemas de decisión en la acción. Todo este proceso es lo que hoy entendemos por educación (García Carrasco y Donoso, 2021). En definitiva, no lo olvidemos, «(…) en la especie humana el proceso
con-formativo, intersubjetivo es, ante todo, vitalmente necesario; encarna una necesidad vital, lógicamente anterior a la necesidad social (…)» ( García Carrasco y Canal Bedía, 2018, p. 25). Estamos ante el único ser capaz de salir de sí mismo, de actuar en beneficio de otros o de su entorno. Ser hombre o mujer conlleva saber actuar sobre sí mismo, adecuar la vida, interviniendo en el proceso de la propia naturaleza al asumir la configuración de su propia biografía. Para ello necesita desarrollar todas y cada una de las capacidades propias del ser humano, conocer las posibilidades que se le presentan y convertirlas en situaciones reales para él y los suyos, reflexionar sobre sí mismo. Es decir, cada persona debe hacerse a sí misma para ser capaz de responder de su propia vida. Ahora bien, estas consideraciones únicamente se pueden plantear desde la perspectiva de que el ser humano sea un ser inacabado. Solo si consideramos al hombre desde esta aparente indigencia y vulnerabilidad (Sacristán, 1982), tiene sentido hablar de educación, clave radical que permite la necesidad y la posibilidad de toda acción educativa. Como resulta obvio, cada individuo no parte de cero, sino de información que otros han ido elaborando al resolver diferentes situaciones y problemas y al crear nuevas respuestas desarrollando así un bagaje cultural y social que nos ayuda a forjar nuestro propio modo de afrontar el mundo. Cada humano, cada grupo, aporta nuevas ideas que colaboran en el continuo avance de nuestra cultura y en el perfeccionamiento como especie: Educación, en lo más fundamental, no es sólo un proceso cultural dominado por la instrucción, sino un proceso vital necesario que caracteriza a la especie humana, configura y particulariza sus dominios vitales, queda evidente en su modo de vida, impregna las prácticas sociales, se fundamenta en la complejidad de la estructura y la organización de su cerebro (Garcia Carrasco y Canal Bedía, 2018, p. 35).
Afirmación que nos lleva a ratificar que educación es algo específico y exclusivo de la naturaleza humana absolutamente necesaria. Desde que el ser humano existe ha necesitado de ella. Su naturaleza exige este proceso de optimización, que, en definitiva, se trata de un proceso de humanización. Requiere la influencia de otro/s para pasar del estado natural de hominización en el que nace al de humanización, respondiendo, así, a su naturaleza inacabada. Se apoya en una naturaleza biológica definida, propia de los homínidos. Ahora, su comportamiento no se limita ni a una respuesta biológica predeterminada, ni a una relación de ajuste entre su organismo y su medio ambiente, sino que es capaz de adquirir aprendizaje generando nuevas conductas, desarrollando sus capacidades, memorizando la información que recoge, con la que es capaz de construir conocimiento. A partir de todo este proceso dispone ya de los elementos suficientes para responder y resolver su vida, lo que conlleva que sea un ser radicalmente abierto al mundo que le rodea, y que su conducta esté dirigida a configurarse como persona, lo que reclama necesariamente la intervención y permanencia de sus iguales. Parte de la cultura de su grupo a la vez que aporta también contenido que contribuye a su desarrollo en «(…) un proceso interactivo social dentro del cual se reproducen, se trasmiten comportamientos útiles (sociales o productivos)» (García Carrasco y Donoso, 2021, p. 140). En definitiva, la cultura les ayuda a adaptarse al medio. Por ello antes de pretender explicar y definir qué es educación, tenemos que intentar precisar y comprender al humano, actor y agente de la educación. De hecho, en todo diseño o acción educativa subyace un modelo antropológico, un modo de atender y entender al ser humano que condicionará, después, el sentido de la educación y de las propuestas de intervención que se desprendan de ella.
Nadie discute que el hombre es un ser sumamente complejo en el que todas sus dimensiones están perfectamente integradas e interrelacionadas. Es un ser que exige la relación con los demás para hacerse a sí mismo, en primer lugar, para desarrollarse biológicamente e incluso sobrevivir. En segundo lugar, al necesitar de la cultura para vivir, ya que al margen de esta no es posible la sobrevivencia (García Carrasco y Canal Bedía, 2018). Está capacitado para trascenderse, salir de sí mismo, abrirse al entorno en el que vive. Y al no disponer de condicionantes que determinen su modo de vivir, puede adaptarse a las más diversas situaciones y escenarios. Pero esta misma indeterminación, que no le encierra en ningún contexto predeterminado es la que reclama la necesidad de educación. Nace con escasas conductas determinadas por lo que requiere la atención y el cuidado de sus semejantes durante un periodo de tiempo mucho más largo que cualquier otro ser vivo. Es un ser vulnerable a la vez que posee la capacidad de aprender, de adquirir conductas que le van a permitir alcanzar los objetivos que se proponga él mismo o la comunidad en la que viva. A la vez que ser conscientes de que: «(…) educar no es solo elegir fines sino aceptar las limitaciones que inevitablemente se imponen desde el inicio a la condición humana» (García Gutiérrez, Gil Cantero y Reyero, 2017, p. 21).
El humano, ser inacabado: posibilidad y necesidad de la educación El ser humano es para muchos el resultado más logrado y complejo de la evolución, para otros, el más débil. Si analizamos esta realidad desde la contemplación de la naturaleza que nos rodea, podría parecer más práctico tener las conductas específicas del adulto de forma innata sin necesidad de pasar por un largo período de dependencia y de inmadurez, en el que somos seres absolutamente vulnerables y dependientes de los demás. Sin embargo, esta inespecificidad es la que nos garantiza el poder alcanzar el desarrollo propio y diferenciado al no estar encerrado en ningún hábitat determinado, ni estar condicionado por estructuras previamente establecidas. Posibilidad esta que dota de la opción de enfrentarse de maneras muy distintas a la realidad y de forjarse a sí mismo. Es más, precisamente por ser inacabado surge el anhelo «(...) de ser otro, de ser de otra forma, de negarse a confirmar la identidad heredada y de desear, siempre inacabadamente, configurar una nueva identidad» (Mèlich, 2005, p. 24). Esta posibilidad exige, especialmente en las primeras etapas vitales, que dependamos de los demás para facilitarnos las condiciones y oportunidades para aprender y poder optar al desarrollo óptimo de cada uno, lo que demuestra que estamos ante un ser humano plástico, indeterminado, «inespecializado» y abierto a cualquier escenario. Si repasamos diferentes seres vivos atendiendo a su dimensión corporal, comprobamos que desde que empiezan a vivir son ya todo lo que pueden llegar a ser, a pesar de una dependencia inicial en gran parte de estos. Sin embargo, el ser humano debe superar con su propia actividad la distancia que separa su situación inicial, precaria e imperfecta, de aquella plenitud propia de la especie y de cada individuo, de acuerdo con sus
condiciones e intereses (García Amilburu, 2003). Aprendizajes que se transmiten a otros individuos de su misma especie. Es decir, estamos ante un «ser-cultural» que transforma sus respuestas y su conducta en elementos válidos para la relación tanto con el medio, como con los otros y consigo mismo, ya que vive de los resultados de su actividad planeada y común. Es un ser que posee un mundo, que lo trasciende, a la vez que está abierto a él. Esto le va a permitir disponer de técnicas y medios para perfeccionar su existencia partiendo de las más variadas condiciones materiales. En definitiva, ser cultural en el que los límites de su desarrollo no están en la naturaleza, sino en sus intereses, motivaciones, a la vez que opciones y recursos que el propio entorno facilita. Por otro lado, tampoco debemos obviar, tal como ya hemos señalado, que no tenemos la opción de vivir en un mundo que no esté atravesado por la cultura, es decir, que no esté mediatizado por el ser humano. Por eso la cultura se convierte en la segunda naturaleza de todo individuo, y en la única en la que sabe vivir. El hombre transforma cada entorno para adaptarse a él y hacerlo posible según los cánones e intereses de cada momento. Ahora bien, a esta ‘segunda’ naturaleza humana solo se accede gracias a la intervención educadora que desarrollan unos individuos sobre otros (Gehlen, 1980; García Amilburu, 2003), por lo que afirmamos que toda cultura es el modo humano de resolver la vida, de dar respuesta al escenario en el que se vive. El paso del homínido al humano se ocasionó en el momento en que cambió la manera de resolver la vida (García Carrasco y Donoso, 2021), de cuidarse y de transmitir unos a otros el bagaje aprendido, situación que originó el inicio de la cultura. Por último, no podemos dejar de destacar que los animales forman una unidad, muy valiosa, con el entorno en el que viven, creando ecosistemas de una perfección asombrosa e irreemplazable. Ahora bien, no tienen capacidad para transformarlo, ni para aportar nuevas formas de resolver su proceso vital. Responden a una conducta ya esperada e intervienen en la naturaleza de un modo
previamente establecido, innato y propio de cada especie, manteniendo su actividad enmarcada en una equilibrada cosmovisión, siendo muchas las consecuencias negativas que se derivan cuando se rompe este equilibrio natural. No olvidemos, un animal nunca se cuestionará si quiere o no participar en su propio desarrollo y/o en el de los demás, ni se planteará otro modo de vida posible, ni, en el caso de que aprendiera nuevas conductas, no será capaz de transmitirlas a las nuevas generaciones. Es capaz de adaptarse a cambios del medio ambiente, ahora también de desaparecer ante nuevas o adversas circunstancias.
Rasgos que singularizan la especie humana Si estamos ante un ser inacabado, que presenta posibilidad y necesidad de desarrollar y perfeccionar sus capacidades como humano, debemos acercarnos a los rasgos que le definen para comprender y fundamentar la posibilidad y necesidad de la tarea educativa. ¿Cuáles son los rasgos específicos de todo ser humano? ¿Qué es lo que conlleva que la especie humana sea única? Para responder a estas cuestiones atendemos dos procesos diferenciados, a la vez que interrelacionados, con claras consecuencias para la educación. Nos referimos, en concreto, al proceso de hominización ligado con nuestras características biopsíquicas y al de humanización que explican la plasticidad del individuo humano. Qué define al humano a nivel biopsíquico:
Capacidad de estar de pie y caminar erguido (bipedalismo), lo que liberó las manos y, en especial, el pulgar, que facilita la manipulación y fabricación de herramientas: «El aumento de la destreza manual, resultado de una oposición eficiente del pulgar, fue una de las primeras características definitorias de nuestro linaje que proporcionó una formidable ventaja de adaptación a nuestros antepasados» (Rodríguez, 2021). Mano, miembro esencial de nuestro cuerpo para interactuar con el entorno, que nos permite actuaciones exclusivas de nuestra especie desde la manipulación hasta la comunicación (Lorenzo Merino, 2016).
Tamaño de la mandíbula, más pequeña y con menos dientes, lo que facilita un mayor tamaño del cráneo y, consecuentemente, un
mayor tamaño del cerebro, con todas las posibilidades que se desprenden de este órgano, así como la compleja red neuronal que facilita todas las posibilidades cognitivas. Visión estereoscópica, ya que percibimos en tres dimensiones y en color. Vulnerabilidad a nivel anatómico en los primeros años de vida, ya que nace con el sistema nervioso inmaduro, y en el que el cerebro requiere de estimulación externa para el desarrollo físico y de todas las capacidades humanas interrelacionadas con este. Lenguaje: la disposición de la laringe, equipada con cuerdas vocales, y el paladar elevado permiten la articulación nítida de sonidos. En definitiva, ser corporal al vivir en un cuerpo que determina, a la vez que posibilita, sus conductas y desarrollo. Se trata de un cuerpo pendiente de su biología, que condiciona su biografía. Desde su cuerpo vive su vida, capta y se relaciona con el mundo que le rodea y con los otros que viven con él. Cuerpo que se personaliza en un rostro, lo más específico e identificativo de cada persona, en unos rasgos que le identifican como sujeto, que es en un contexto determinado y en unas manos auténticas facilitadoras de oportunidades. En definitiva, soy porque tengo un cuerpo, clave para mi identidad personal, que me condiciona en la medida en que evoluciona al pasar por las diferentes etapas vitales, por los diferentes ritmos biológicos desde la concepción hasta la muerte. También por posibles deficiencias, ya sean congénitas o sobrevenidas, que determinan tanto su desarrollo como su modo de estar e interactuar en el mundo. Ahora, ¿qué singulariza a este homínido como ser humano? (Hamman, 1992, García Carrasco y Canal Bedía, 2018) (Figura 2.1):
Ser temporal, como ser vivo que es, que vive y se desenvuelve en y con el tiempo. Cada persona nace en un momento histórico determinado, que le dota de las coordenadas y pautas necesarias para comprender y comprenderse en el mundo, a la vez que vive durante un tiempo concreto, sujeto al paso temporal que condiciona de una forma u otra su propia biografía. De este modo, el ser humano es un ser histórico, que construye su biografía a lo largo de su proceso vital. Es decir, vivimos en y con el tiempo, estamos sometidos a las leyes temporales, a la vez que vamos construyendo nuestra identidad desarrollada en nuestra biografía. Realidad que conlleva nuestra capacidad de partir de la memoria del pasado para proyectar el futuro, decidiendo en cada momento quiénes somos y qué queremos llegar a ser. Por otro lado, no podemos olvidar que el hombre está en continua evolución en un proceso permanente de desarrollo a lo largo y ancho de la vida. Nadie podrá señalar que ha alcanzado definitivamente su meta, ni que haya alcanzado el nivel óptimo de desarrollo, por lo que el proceso de aprendizaje no termina nunca. Dotado de un yo, con una identidad específica, propia y diferente a la de los demás humanos que debe desplegar y consolidar. Esta identidad es consecuencia de su individualidad, que le reconoce como ser único en el que todo está perfectamente interrelacionado configurando así una unidad psicofísica. Unidad que da sentido a todas sus acciones, a la vez que explica el qué, el para qué y el porqué de estas. Gracias a esta característica cada uno afronta -o debe afrontar- su vida como su propia tarea dirigida al desarrollo de sus capacidades. Ser que necesariamente se hace en soledad, es decir, nadie puede hacerse por él, es él mismo el que debe decidir y actuar, contribuyendo, o no, a su continuo proceso de formación. Pero también se trata de una soledad solidaria, ya que nadie alcanza su pleno desarrollo sin la interacción con los otros y lo otro. Ser-con, al realizarse de forma plena únicamente a partir del descubrimiento del otro y en la interacción constante con nuestros iguales. Nos «humanizamos» en la medida que somos capaces de
descubrir en el otro, otro yo, lo que facilita una convivencia con los otros capaz de desarrollar todas y cada una de nuestras capacidades. Es decir, en la medida en que vamos descubriendo en el otro un igual vamos descubriéndonos a nosotros mismos, a la vez que contribuimos al desarrollo del otro. En suma, la dimensión social del hombre no es un añadido más, sino algo propio de nuestra naturaleza, implícito en ese proceso complejo de convertirse en persona.
Dotado de inteligencia, lo que posibilita no solo la recogida de información, sino saber utilizarla en su propio beneficio. Aporta el conocimiento causal (el saber por qué, para qué..., las nuevas relaciones que se pueden establecer, etc.) y la comunicación a partir de sistemas simbólicos complejos. Además de interactuar con la dimensión afectiva, el modo de sentirse en cada ámbito de interrelación que condicionan nuestras respuestas, nuestra motivación y nuestra forma de ser y actuar. Dotado de libertad, al no estar determinado por ninguna conducta preestablecida. Es capaz de elegir sus propias determinaciones por lo que se hace responsable de sus decisiones y del modo en cómo se relaciona con los demás, de lo que hace y deje de hacer. Ser que debe resolver su vida a partir de constantes decisiones y elecciones de las que asume su responsabilidad. Cada uno es responsable de lo que es y de alcanzar lo que debe llegar a ser. También de facilitar al otro los recursos necesarios para poder optar por sus propias decisiones: Al asumir que eres responsable o al menos corresponsable de tu diálogo interior que es el que importa, de tu diálogo interior entre lo mejor que puedes llegar a ser y lo que eres, alcanzamos otra dimensión, otra profundidad, en nuestra propia vida y en nuestro entorno (Luri, 2022, p. 186). Además, no podemos perder de vista la importancia de educar en una libertad solidaria, de tal modo que se una claramente el
desarrollo individual y social de cada persona.
Requiere un sentido, ya que cualquier acción del hombre surge a partir de un porqué y un para qué. Necesita entender y valorar las cosas para emprender cualquier actuación y dar significado a lo que le rodea. Todo individuo actúa conforme a un motivo, necesita dar valor a aquello por lo que vive y plantear una meta como objetivo de su conducta. Ser trascendente, al ser capaz de salir de sí mismo, preocuparse en vivir su vida dotándola de sentido, capaz de comprender al otro, de ponerse en su lugar, de descifrar la realidad fuera de sí mismo. En él siempre estará presente lo trascendental y lo contingente, lo universal y lo individual, y como tal obrará.
FIGURA 2.1. Elementos que caracterizan al ser humano.
POSIBILIDAD VS. NECESIDAD DE LA EDUCACIÓN El ser humano necesita la ayuda y el cuidado de otros para extraer todas sus posibilidades al no ser capaz de desarrollarlas por sí mismo, al ser, por un largo periodo, absolutamente vulnerable y dependiente de los demás. Tenemos que aprenderlo todo. Pero esta misma posibilidad es la que nos dota de la oportunidad de arriesgarnos a vivir, de enfrentarnos de maneras muy diferentes a la realidad, de forjarnos a nosotros mismos, de decidir quién queremos llegar a ser. De ahí que la educación sea una práctica orientada a facilitar la capacidad de lectura e interpretación de la realidad y, a la vez, de asumir responsabilidades frente a ella (Ortega y Mínguez, 2001). Requiere de esa ayuda inicial para aprender a satisfacer necesidades para interpretar el mundo que le rodea, para transmitir los elementos esenciales de la sociedad a la que pertenece, lo que le ayudará a responder e interpretar los escenarios en los que vive, desarrollando, así, su propio proceso de convertirse en persona. Todo ello conduce al reconocimiento del rasgo clave del ser humano, su inacabamiento, es decir, su plasticidad y su inmadurez biopsíquica. Esta disposición que para muchos significó, como hemos visto, la debilidad y vulnerabilidad de nuestra especie, es la que posibilita su grandeza: su capacidad de aprendizaje. Nacemos con disposiciones, con aptitudes, con posibilidades siempre abiertas al desarrollo. Sin duda, estas están, en un primer momento, en total dependencia de los adultos, iniciándose, poco a poco, sobre la base de la propia maduración biológica, nuestra disposición para aprender. El ser humano es el animal que más prolonga su infancia y, a mayor complejidad social, mayor prolongación de la dependencia de los adultos, ya que debemos aprender mayor número de conductas válidas para la integración en esa comunidad. En definitiva, conocer y manejar los elementos culturales de la sociedad en la que va a integrarse. A la vez, el adulto también requiere de acciones formativas permanentes a lo largo del tiempo ante la sociedad cada vez más compleja y cambiante. Esta es la clave que fundamenta radicalmente la necesidad y la posibilidad de la educación, es decir, la exigencia de toda acción educativa apoyada en nuestro inacabamiento y plasticidad (Tabla 2.1). Dicotomía que justifica y avala el derecho de toda persona a la educación. Le presta el mejor servicio: ayudarle a madurar, hacerse consciente de sí mismo y ser capaz de autodeterminar su propio proyecto vital en acciones libres y responsables insertándose positivamente en los diferentes escenarios en los que discurre su vida. TABLA 2.1. Posibilidad vs. necesidad de la educación
EDUCACIÓN POSIBILIDAD Ser inacabado Lento proceso de maduración Capacidad de aprender Capacidad de interacción con los otro
Precisamente, este inacabamiento hace al humano un ser totalmente vulnerable y dependiente de los demás. Son muchas las influencias, a menudo, contradictorias, a las que estará expuesto y entre todas ellas debe elegir y construir su propio futuro. No es lo mismo tener unas oportunidades u otras, vivir en un contexto u otro. Todo ello determina nuestras propias elecciones o, incluso, la posibilidad de optar a ellas. Sin duda, estamos ante una interacción muy compleja entre sus disposiciones iniciales y las influencias del ambiente que va a llevarle por un determinado camino. La intervención de los adultos, sobre todo de los que están más próximos, siempre será una influencia determinante en lo que cada uno quiera y pueda llegar a ser (Delval, 2012). Intervención que se dirige —debe hacerlo—al cuidado como: «actividad característica de la especie humana que incluye todo lo que hacemos para el mantenimiento de la vida y del mundo» (Pulido y da Silva Vieria, 2017, p. 17). Ahora, esta influencia y el contexto tampoco impide que cada uno llegue a ser lo que él quiera ser, se dirija por un ideal de conducta, por la idea que tenga de sí mismo y de lo que quiere ser. Cada uno es y debe ser capaz de responder de sí mismo, es responsable de su vida en la que radica toda la fuerza de la libertad. La consecuencia de esta afirmación es que la vida es una tarea, un proyecto que nadie puede eludir sin dañarse a sí mismo y en ella la educación es la que le va a ofrecer la posibilidad de convertirse en lo que quiere ser, es un acontecimiento personal de plenitud, resultado de la propia acción humana, en la que cada uno va haciéndose, va eligiéndose entre las múltiples posibilidades. Es decir, como persona inacabada: Tiene su vida por resolver. Depende de los demás para salir adelante y configurar su personalidad. Decide y actúa sabiendo que ninguna acción resulta indiferente, repercute tanto en sí mismo como en los demás al no existir acciones neutrales. Se desarrolla dependiendo de la idea que posea de sí mismo y del fin y objetivos que se proponga. No está determinado a nada ni por nada, aunque sí son relevantes y, en ocasiones, decisivos los condicionantes que le rodean. Dispone de la posibilidad de un aprendizaje a lo largo y ancho de la vida que no termina nunca. Lo que conlleva que pueda tomar en sus manos su propia biografía. Hacerse a sí mismo para ser capaz de responder de su vida. Lógicamente, se apoya en su naturaleza biológica, pero su comportamiento no se limita ni a una respuesta biológicamente predeterminada, ni a una relación de ajuste entre su organismo y el nicho ecológico en el que vive. Es un ser radicalmente abierto al mundo que le rodea, lo que le lleva a humanizar ese entorno de acuerdo con sus necesidades o sus intereses. Siempre transformará el entorno en el que vive estableciendo un nuevo modo de experimentar el mundo y relacionarse con él. De ahí la relevancia de rescatar y reconstruir el modo-de-ser-cuidado como antídoto «… contra el descuido de la otredad, la devastación del frágil equilibrio de la biosfera y de nuestro frágil equilibrio como humanos. Es el modo-de-ser-en-el-mundo que rescata nuestra humanidad más esencial. Gracias al cuidado dejamos de ver como objetos la naturaleza y todo lo que existe en ella» (Comins, 2017, p. 147).
Educabilidad vs. educatividad Todos estos rasgos que posibilitan y exigen educación se identifican en dos categorías específicas del ser humano: educabilidad y educatividad. Conceptos esenciales en y para toda acción educativa (Figura 2.2).
FIGURA 2.2. Educabilidad vs educatividad.
Educabilidad Capacidad de todo individuo para recibir influencias y reaccionar ante ellas, construyendo, a partir de estas, su identidad y su forma de actuar en su entorno. Posibilita la capacidad de aprender -y desaprender-, de desarrollar y recorrer con garantía de éxito su proceso formativo. Esta plasticidad para desarrollar todas sus capacidades, unido a las interrelaciones con los otros y con el entorno, es la que facilita cada proceso de aprendizaje. Ahora, cualquier disfunción o discapacidad, adquirida o sobrevenida, durante el desarrollo, condicionará, sin duda, esas posibilidades. Siguiendo a
García Amilburu (2022, p. 31), en Ruiz-Corbella (Coord.) la educabilidad es:
«La propiedad o atributo de la persona humana que le permite configurarse a sí misma a lo largo de un proceso que no termina nunca, en el que se integran el conjunto de las capacidades propias del individuo con los influjos que recibe y con su propio autogobierno». La intencionalidad que conlleva la educabilidad adquiere, según Jover (2015, p. 42), tres significados: a) Intencionalidad como propositividad, o capacidad de proponerse un cambio o logro; b) intencionalidad como posibilidad de aceptación o rechazo, que es la capacidad de aceptar o no aquello que otro nos propone hacer; y c) intencionalidad como autoconciencia, o capacidad de integrar en la propia estructura de la personalidad consciente un cambio que se ha operado en nosotros.
Educatividad Capacidad que posee todo individuo de influir en otro u otros. Cualquier animal es capaz de enseñar diferentes destrezas, habilidades... a otro de su misma especie con el fin de adiestrarle en la respuesta a las diferentes situaciones que afrontará. En el ser humano esta capacidad se hace aún más necesaria ante su inacabamiento, ya que sin esa ayuda y cuidado de otro u otros ningún ser, especialmente en la infancia, lograría sobrevivir y desarrollarse, a la vez que conformar su propia identidad. Por otro lado, esta capacidad muestra también la importancia de la transmisión del bagaje cultural, que hace que podamos comenzar nuestras acciones basándonos en las aportaciones de los otros que nos han antecedido o que por su experiencia y trayectoria saben más
que nosotros, consiguiendo así el acervo que garantiza el progreso de la humanidad. Si atendemos estos dos rasgos desde la perspectiva de los actores que intervienen en la acción educativa, identificamos la educabilidad como la característica del educando al ser el actor de esa acción educativa. Mientras que la educatividad define la figura del educador, agente de esa acción, entendiendo que esta categoría puede estar representada en un individuo, una institución, un espacio, un recurso, etc., que ejerce una influencia educadora sobre otros, independientemente de la intencionalidad explícita o implícita que manifieste o de la que surja.
LA PERSONA, SUJETO DE LA EDUCACIÓN El actor de la educación no es el ser humano abstracto, universal, que vive en un nicho sociocultural indeterminado, sino cada persona concreta con unos rasgos e identidad específicos, con unas opciones concretas conferidas por el contexto social y cultural en el que vive. La persona, cada persona, destinataria del proceso orientado a su transformación es el sujeto de educación (Medina Rubio, 2001b). En este sentido, continúa este autor, cada individuo humano es objeto y sujeto de educación. Es actor de su propio proceso formativo y recibe influencias de otros que pueden redundar, o no, en su desarrollo perfectivo. Posee unas características específicas que le permiten la apertura a los demás y obrar libremente realizándose como persona a través de sus actos. De ahí que los rasgos (Figura 2.3) que le reconocen como persona sean
FIGURA 2.3. Rasgos que reconocen la educabilidad de la persona. Singularidad, como persona única, irrepetible, irremplazable que es, con rasgos propios que la diferencian de los demás. Cada uno tiene su propia realidad, de ahí la necesaria atención diferenciadora en el proceso educativo, a la vez que reclama una atención individual que conlleve el desarrollo de todas y cada una de sus capacidades de acuerdo con su proyecto vital. Aquí radica también el sentido de la educación a lo largo y ancho de la vida, en cuanto ser inacabado que debe proyectarse a un futuro abierto e imprevisible.
Autonomía, capacidad de la persona de dirigirse a sí misma, de ser creadora de sí misma, de tener la posibilidad de ser protagonista, de asumir su propio proyecto personal de vida. Gracias a esta, cada individuo puede proponer y diseñar sus propios objetivos, proponer su modo de intervenir en cada situación, proyectando así su forma de entender la vida. Puede decidir, en definitiva, quién quiere ser y cómo quiere actuar en el contexto en el que vive. No actuar de este modo, quedando a merced de condicionamientos y decisiones externas, impediría el protagonismo de su vida.
Apertura a los demás y al entorno en el que vive, al tener capacidad de transcender su propio ser. Configura su identidad en la medida en que se relaciona con los otros, descubre al otro como otro yo, está abierto a lo que le rodea. Lo natural, lo propio de todo ser humano es su sociabilidad, su capacidad para relacionarse con los otros y con lo otro, punto de referencia para desarrollar sus capacidades y para aprender. Unidad, a la vez que realidad compleja y multidimensional. Unidad integradora, dinámica, en la que cada una de sus dimensiones únicamente pueden analizarse teniendo en cuanta esa unidad que les dota de sentido y plena significación. En esta misma línea se entiende que la educación alcanza su objetivo en la medida en que es capaz de integrar de forma armónica, en una unidad integrada, el desarrollo pleno de todas y cada una de estas capacidades. Teniendo en cuenta que la persona como totalidad es capaz de integrar todas las capacidades que intervienen en su desarrollo, cada uno de esos principios no puede ser extensivo y explicado de modo unilateral, prescindiendo de los demás, sino que todos han de concurrir en la formación del ser humano en su totalidad (Medina Rubio, 2001b). En suma, se refieren a aquellos rasgos que posibilitan que la persona sea capaz de generar
Autoconciencia, es decir, ser con capacidad de afirmarse a sí mismo; Autocontrol, ser dueño de sí mismo; Decisión, ser que actúa desde y por sí mismo; Autorrealización, llegar a ser el que quiere ser.
Educación diferenciadora vs. educación integral Conviene distinguir entre la educación que se dirige a cada una de las facultades del ser humano y la educación que integra y armoniza todos esos procesos particulares en una formación integral o integradora. Es decir, una acción educativa que pretende el desarrollo de cada una de las capacidades específicas que tendrán sentido en la medida en que se integren y colaboren en el desarrollo integral de ese sujeto. De aquí arrancan dos principios básicos de toda tarea educativa: integralidad y diversidad.
La educación debe estar dirigida a la formación integral de la persona, a la vez que debe atender de forma diferencial cada una de sus capacidades, incidiendo en lo específico de cada uno que le diferencia de los demás. Cada acción educativa está diseñada de forma expresa para generar aprendizajes en una o varias dimensiones de la persona (cognitiva, social, afectiva, creativa, etc.). Ahora, el desarrollo de estas dimensiones únicamente cobrará sentido en la medida en que se interrelacionen unas con otras en beneficio de su desarrollo integral. Por ello, la formación de cada una de estas dimensiones repercute en la consolidación de las demás y, por ende, en la formación de la persona como sujeto único que es. Sin perder de vista esta idea de unidad y de integralidad, para la mejor comprensión de las necesidades del ser humano, así como para dirigir de forma más efectiva y adecuada las diferentes acciones formativas, es preciso atender y profundizar de forma independiente en cada una de estas dimensiones. Es necesario conocer a cada
sujeto, por lo que nos interesarán todos los ámbitos que proporcionan información sobre sus capacidades, sobre su evolución, sus intereses, sus experiencias, etc. De ahí que en la formación del educador se traten de forma independiente las distintas dimensiones humanas: física, psicológica, cognitiva, social, afectiva, moral, estética, religiosa, etc., sin perder de vista la interrelación de cada una de estas con la realidad y el entorno en el que se desenvuelve. Desarrollo integral en cuanto totalidad que da unidad a las diversas partes o manifestaciones que la integran. La persona no es una suma de partes, sino la relación de estas en la unicidad de su ser y todas y cada una de estas se entienden en la medida en que interaccionan con las otras. Solo desde la unidad del ser humano y de su acción tiene sentido el enfoque de la educación integral superadora de la suma de distintos aspectos parciales del ser humano. Así, la educación alcanza su significación plena no en los procesos aislados que hacen referencia a distintos tipos de educación, sino en la comprensión de esos procesos desde la raíz misma de la unidad de la persona. Es desde la ordenada integración de esos procesos en un todo como cada uno de ellos refuerza la acción de los demás contribuyendo a la vez al desarrollo personal (Medina Rubio, 2001b). En consecuencia, debemos atender una educación diferenciadora, ya que todo educando es diferente en capacidades, motivaciones, intereses y experiencias. La diversidad es un hecho inherente al ser humano. Es algo obvio que cada uno parte con posibilidades y situaciones diferentes, a la vez que plantea sus propios objetivos de logro, independientemente de sus capacidades y oportunidades. Cada uno es radicalmente diferente dependiendo de las aptitudes con las que nace, de las experiencias vividas y de las oportunidades brindadas, pero las claves (Figura 2.4) que nos unen para desarrollarnos como personas en acciones con sentido, es decir, con un porqué y un para qué, son las que aparecen en la figura.
FIGURA 2.4. Claves de la educabilidad de la persona. Lógicamente, este desarrollo reclama la educación que exige la ayuda de otros y la autoimplicación (Ruiz-Corbella, 2003 y GarcíaAretio, Ruiz-Corbella y García-Blanco, 2009) para aprender, que requiere: Conocimientos, información, formas de razonar y pensar que ayuden a dar sentido al mundo y actuar de forma inteligente en él, a transformar esa información en conocimiento, en saber. Esto conlleva el que cada uno vaya construyendo su propia forma de entender el mundo y de proyectarlo, de aportar su propia visión y
contrastándola con la realidad. De esta manera, cada persona puede desarrollar su propio pensamiento crítico. Buscar información, datos necesarios, capacidad de apertura hacia nuevas ideas, de análisis de la realidad, de veracidad para comprobar la fiabilidad de esa información, etc., y saber transformarla en conocimiento. Imaginar nuevas resoluciones a los problemas, buscar alternativas, soluciones creativas, para reinterpretar la realidad. Saber investigar, reflexionar, transmitir a otros, dialogar y, de forma especial, la capacidad de pensar de forma autónoma y crítica. Saber actuar de forma responsable y saber relacionarse con los otros y lo otro. Reconocer a nuestros iguales como personas, como seres con la misma dignidad y los mismos derechos y deberes que uno mismo. Ser capaz de participar en el desarrollo de la sociedad, no vivir de espaldas o ajeno a la realidad, indiferente a los graves problemas que nos afectan a todos, saber actuar en la realidad cotidiana configurando, así, una auténtica ciudadanía global. Somos responsables de la sociedad en la que vivimos, del contexto en el que estamos, por lo que debemos participar en la construcción de nuestro entorno social. Ser capaz de vivir de acuerdo con un proyecto personal. Con capacidad de pensar, de hacer, de sentir, de poseer su propio proyecto personal. Ser capaz de desarrollar una responsable de lo que cada uno hace.
dimensión
moral,
siendo
Ahora bien, si la calidad de la vida personal de los seres humanos depende de las relaciones interpersonales, de las instituciones que le
sirven de apoyo, de las redes sociales, se desprende la necesidad absoluta de la educación para saber y poder afrontar la vida. Es decir, necesitamos de la educación para aprender a vivir. Solo en este sentido se entiende la educación como liberación. No se puede educar sin liberar, pues solo educa el que perfecciona, y la perfección entraña siempre la eliminación de trabas para alcanzar realidades más plenas. Así, la auténtica educación es aquella que conduce al hombre a su madurez, es decir, en la medida en que aprende a pensar, a decidir, a actuar y a querer por sí mismo.
Tema 3
La educación, realidad en un mundo enredado «Educación» es una realidad de la que todos tenemos experiencia. Todos hemos sido educados, seamos o no conscientes de ello, por lo que hemos vivido experiencias de formación, unas positivas y otras no tanto, a lo largo de nuestra existencia. Además, todos opinamos sobre cómo se debe educar, qué es una buena o mala educación, quién es una persona educada y quien carece de ella. Pero también sucede que muchas veces no nos ponemos de acuerdo. En ocasiones porque estamos refiriéndonos a cuestiones diferentes, al tener cada uno sus propias experiencias educativas y partir de parámetros distintos. Decimos saber de educación por haberla experimentado repitiendo, en la mayoría de las ocasiones, las mismas pautas de enseñanza recibida en otros contextos, o que hemos leído o escuchado a determinados autores de “moda”. Por otro lado, no podemos obviar que los Estados ven la educación como motor de desarrollo y de construcción de la identidad ciudadana, por lo que dedican cada vez más esfuerzos a planificar un sistema educativo de calidad y a “obligar” a los ciudadanos a pasar por este sistema. Realidad que, a lo largo de las leyes que organizan los sistemas educativos de las naciones democráticas, incide en la relevancia de la educación al afirmar que: Las sociedades actuales conceden gran importancia a la educación que reciben sus jóvenes, en la convicción de que de ella dependen tanto el bienestar individual como el colectivo. Mientras que para cualquier persona la educación es el medio más adecuado para desarrollar al máximo sus capacidades, construir su personalidad, conformar su propia identidad y configurar su comprensión de la realidad, integrando la dimensión cognoscitiva, la afectiva y la axiológica, para la sociedad es el medio más idóneo
para transmitir y, al mismo tiempo, renovar la cultura y el acervo de conocimientos y valores que la sustentan, extraer las máximas posibilidades de sus fuentes de riqueza, fomentar la convivencia democrática y el respeto a las diferencias individuales, promover la solidaridad y evitar la discriminación, con el objetivo fundamental de lograr la necesaria cohesión social. Esa convicción de que una buena educación es la mayor riqueza y el principal recurso de un país y de sus ciudadanos y ciudadanas ha ido generalizándose en las sociedades contemporáneas, que se han dotado de sistemas educativos nacionales cada vez más desarrollados para hacer realidad sus propósitos en ese ámbito. Visto el proceso con perspectiva histórica, puede decirse que todos los países han prestado considerable atención a sus sistemas de educación y formación, buscando además cómo adecuarlos del mejor modo posible a las circunstancias cambiantes y a las expectativas que en ellos se depositaban en cada momento histórico. En consecuencia, los sistemas educativos han experimentado una gran evolución, hasta llegar a presentar en la actualidad unas características claramente diferentes de las que tenían en el momento de su creación. Y de ahí deriva tanto su carácter dinámico como la necesidad de continuar actualizándolos de manera permanente (LOMLOE, 2020, Preámbulo). Postura que también se convierte en caballo de batalla entre diferentes posiciones y concepciones que identifican o enfrentan a los individuos, por lo que estamos ante un tema que no deja a nadie indiferente. De ahí que resulte difícil clarificar qué es educación habida cuenta de la multiplicidad de conceptos y términos a los que hacemos mención al referirnos a diferentes comportamientos y acciones que denominamos educativas. Ante este hecho puede entenderse la dificultad de pretender un significado unívoco de esta
palabra, además de ser conscientes de la estrecha relación que muestra este concepto con el ideal de persona que se tenga. Pero esto no debe impedir el esfuerzo que todo profesional de la educación debe llevar a cabo para lograr una clarificación de conceptos que, sin duda, redundará en beneficio de la mejora de su tarea profesional, independientemente del contexto en la que la ejecute. Con el objeto de aportar ideas clave que ayuden a clarificar este concepto este capítulo pretende reflexionar sobre qué es educación. Todos llegamos con una noción preconcebida tanto debido a nuestra propia experiencia como a las influencias de nuestro entorno. Pero estas ideas previas no deben condicionar nuestro trabajo como futuros profesionales relacionados con el ámbito educativo; se hace imprescindible saber reflexionar y profundizar sobre qué es educación y los diferentes conceptos que la fundamentan.
EL CONCEPTO «EDUCACIÓN»
El término «educación» Si a cualquiera de nosotros nos preguntaran qué es educación seguro que responderíamos que es saber actuar y comunicarse de acuerdo con unos patrones culturales establecidos. Es un fenómeno familiar en nuestra existencia por cuanto la educación está presente, de una u otra forma, en el desarrollo individual y social desde la primera infancia. Es un claro dinamizador de la construcción de la conducta y personalidad humana que conlleva que cada uno sea, en definitiva, resultado de su proceso de formación. El uso coloquial identifica educación con el resultado que se manifiesta en conductas externas fácilmente identificables. También se asimila con las enseñanzas recibidas en las diferentes etapas vitales. Y para muchos una persona educada es aquella que ha tenido la posibilidad de «pasar» por una institución educativa. Aunque también somos conscientes de que educación no se ciñe únicamente a estas conductas externas. Es algo más complejo que exige profundizar en él para poder definirlo y diferenciarlo de términos afines. En esta tarea de clarificación de esta palabra recurrimos a dos modos de proceder para definir con mayor objetividad qué es educación. Nos referimos, en concreto, al estudio de La etimología de este vocablo. Las diferentes definiciones que se han dado sobre educación. No hay duda de que cada palabra es fruto del uso que se ha dado de ella a lo largo de la historia, de las connotaciones que conlleva, de las experiencias que ha ocasionado, etc. No existe
ninguna palabra que haya permanecido intacta desde su origen, sino que cada una es fruto de su pasado y de la evolución de la cultura en la que se utiliza. El lenguaje es algo vivo y las palabras no son ajenas a la evolución de la propia sociedad. Ahora bien, de estos conceptos vividos debemos ir precisando lo propio y específico de cada término. Lo que significa realmente para ganar, así, en calidad comunicativa. Partimos de la idea de que la raíz del lenguaje es el propio proceso vital de la humanidad, pero también debemos ir ganando en cientificidad con el fin de consolidar la terminología propia de cada ciencia, en este caso, de la Pedagogía y de la Educación Social. Con esta intención, recurrimos a estas dos vías clásicas para analizar y sistematizar este concepto, lo que redundará en saber identificar qué es y qué no es educación.
Estudio etimológico del vocablo «educación» Al iniciar una investigación el primer requisito necesario se centra en la clarificación de los conceptos sobre los que se va a profundizar, para lo que se acude a la raíz etimológica de las palabras como primer paso para su clarificación. Una primera aproximación revela que el término «educación» proviene de dos palabras latinas que parten de una misma raíz: «educo» (Figura 3.1).
FIGURA 3.1. Contenido significado «Educare» - «Educere». Cada una de estas acepciones aporta una dimensión diferente de la actuación educativa. Si nos fijamos en el significado de «educare» se expone una actuación externa al sujeto que se educa al proporcionarle lo necesario (cuidar, nutrir...) para salir adelante en su proceso de constituirse como persona. En este sentido, educación se centra en la transmisión de la información y apoyo necesario para desarrollarse e integrarse en un contexto concreto. Es el educador el
que aporta los elementos necesarios para aprender, mientras el educando presenta una postura pasiva. En cambio «educere», aunque el educador también está presente en este proceso, lo primordial es la implicación y actividad de cada sujeto. Desde esta perspectiva la educación es un proceso de desarrollo de las capacidades de cada individuo a partir de su participación activa. Estamos ante una acción más compleja que exige planificación, ya que requiere conocer contenidos, metodologías, técnicas, saber cómo aplicarlas correctamente secuenciadas para suscitar en el educando su propio proceso de aprendizaje. Proceso en el que la figura del educador resulta clave como guía. Ahora bien, aunque ambas acepciones puedan parecer a primera vista contrapuestas no lo son, sino que se presentan como acciones complementarias en toda acción educativa al exigirse mutuamente con diferente peso en cada momento vital. La educación implica tanto el cuidado y la conducción externa, que estaría ligado al desarrollo biológico de todo individuo, como la necesaria actividad y participación del educando. Exige una influencia, que siempre proviene del exterior, como un proceso de maduración que solo puede llevar a cabo el propio sujeto que se educa. Es decir, educare y educere, ambas convergen en guiar a cada individuo en su proceso de convertirse en persona. A lo largo de la historia se ha ido reemplazando una interpretación u otra, lo que se ha traducido en corrientes pedagógicas que han dado más importancia al rol del educador o del educando. Usualmente la educación tradicional se equipara con el vocablo de educare, en la que el educador es un elemento clave de todo el proceso educativo. En cambio, educere se identifica con el modo actual de comprender educación, en el que la acción del propio
sujeto es el eje del proceso educativo. Ahora bien, se tenga o no en cuenta estas posturas, no cabe duda de que todo proceso educativo se logra únicamente con la acción coordinada de ambas.
Análisis de las definiciones sobre educación Otro modo para aclarar qué es «educación» parte del análisis de diferentes definiciones que se han dado y se dan sobre este concepto. Defendemos que la educación ha sido, es y será una realidad constante para el ser humano, que les ha preocupado y ocupado desde que se ha interesado y reflexionado sobre sí mismo. Interés que se comprueba en la diversidad de definiciones que descubrimos a lo largo de la historia. No hace falta más que repasarla para encontrar ejemplos muy conocidos sobre qué es «educación» y cómo debe ser el ser humano. Platón, Aristóteles, Séneca, Tomás de Aquino, Comenius, Kant, Rousseau, Herbart, Montessori, Dewey, García Morente, Ortega y Gasset, Giner de los Ríos, Freire y un largo etcétera, por citar algunos de los referentes más conocidos, han tratado el tema educativo y, de un modo u otro, cada uno de ellos aporta qué entiende por este concepto. Al realizar una síntesis de todas estas aportaciones, se identifican las notas que aparecen de forma sistemática en estas definiciones, rasgos que definen la acción educativa que, de un modo u otro, siempre deben estar presentes si estamos hablando de «educación» (Figura 3.2). La idea esencial que predomina en el concepto clave de educación es perfeccionamiento, lo que implica que la educación está dirigida al logro de una modificación optimizadora, un enriquecimiento, el paso de un estado a otro mejor, más completo o con mayor madurez. Si no se pretendiese esa mejora no podría hablarse con propiedad de educación. Es decir, siempre se ha insistido en la necesidad de una intervención a partir de la cual todo individuo perfecciona sus capacidades. Las divergencias aparecen a la hora de identificar cuáles son esas capacidades que el hombre debe desarrollar, cuáles prevalecen, cuáles son más importantes y cuáles menos, cuáles han
sido olvidadas, cuáles surgen en determinados momentos y/o contextos, etc.
FIGURA 3.2. Rasgos característicos extraídos de definiciones de «educación». Por otro lado, resulta obvio que el hombre no se desarrolla en soledad, ni sobrevive de forma aislada. El ser humano necesita del otro en este proceso de humanización, de ahí que otro de los rasgos sea el de socialización, aunque con una diferencia significativa con el primer rasgo mencionado. Este rasgo de socialización se entiende bien como proceso de adaptación, bien de integración de cada individuo en su grupo o sociedad. Para ello, se dispone del desarrollo de una serie de capacidades, de la adquisición concreta de destrezas, conocimientos..., que pretende esa adaptación o integración social. Sin duda, toda educación no se dirige de forma exclusiva al desarrollo optimizador de una persona, sino que esta cobrará sentido en la medida en que este sujeto esté integrado en su propio grupo y escenario.
Otros dos criterios significativos se refieren a influencia y autorrealización (desarrollo integral). La educación es un proceso de formación. Ahora bien, este no se lleva a cabo sin la influencia del/os otro/s y del entorno en el que se vive. La educación debe promoverse desde fuera para lograr ese desarrollo perfectivo. Sin esos estímulos adecuados, difícilmente lograríamos el desarrollo pleno de todas y cada una de las facultades humanas. Por otro lado, esta influencia resulta inevitable, ya que la neutralidad en educación resulta imposible, pues, queramos o no, todo lo que rodea a cada individuo le influye de una u otra forma y con una intencionalidad explícita o implícita. En cuanto a la autorrealización, cada ser humano está llamado al logro de las metas que se ha propuesto y a la adecuada integración en el entorno en el que vive, al desarrollo de sus capacidades, de acuerdo con un fin propuesto y a un estilo de vida libremente escogido. Se trata de alcanzar la madurez, ser capaz de autodeterminar su propia vida de forma responsable hacia el logro de su desarrollo integral. El siguiente rasgo menciona la intencionalidad del proceso, pues sin ella, ya sea de forma explícita o implícita, no se lograría educar. El logro del perfeccionamiento no se alcanza por azar, sino gracias al concurso de toda una serie de acciones y actividades dirigidas hacia esa meta. Este concepto está muy unido al siguiente, en el sentido de que toda intencionalidad está marcada por un sentido, por una finalidad. Así resulta esencial que en toda definición de educación deba estar presente el tema del fin: para qué educamos, a dónde nos dirigimos. Sin precisar el fin no sería posible hablar de educación, ya que no sabríamos a dónde dirigirnos, qué recursos necesitamos, qué planificación se exige, etc. En todo caso, no podemos obviar que la educación, en cuanto perfeccionamiento intencional, es único y privativo de la persona. Solo en ella se da el perfeccionamiento cargado de intencionalidad. Aunque con otros seres se pueda hablar de una intervención
intencional, en estos casos ese proceso instructivo se limita a un adiestramiento, al pretender la adquisición de determinadas habilidades o destrezas de acuerdo con una instrucción de estímulorespuesta. Acciones que llevamos a cabo con animales, en los que las habilidades aprendidas nunca les otorgarán una mejora perfectiva en cuanto a su ser animal ni es capaz de transmitir a la siguiente generación esa destreza aprendida. También resulta obvio que algunos autores destaquen que la educación está dirigida al desarrollo de las facultades humanas. En este punto no podemos perder de vista que el ser humano es una unidad y que todo él debe desarrollarse de forma armónica y plena. En definitiva, un desarrollo integral, ya que unas capacidades están supeditadas a las otras, dirigidas por lo más específico del ser humano, su inteligencia y voluntad, lo que nos permitirá Realizar funciones vitales. Conocer sensible e intelectualmente. Experimentar emociones. Autodeterminar nuestro actuar. Dar un sentido a nuestra vida (García Amilburu, Bernal Martínez de Soria y González Martín, 2018). Por último, aparece el rasgo de la comunicación, concepto que en los últimos años está cobrando cada vez mayor fuerza. Todo proceso educativo exige comunicación al ser una relación entre personas. Es un despertar en el otro no solo por lo que uno dice, sino también, y tal vez de modo más categórico, por lo que uno hace y es. Tres formas diferentes de comunicarse con el otro. Su propia idea de ser hombre y de vivir y relacionarse en el mundo se va construyendo y
consolidando en la medida que descubre al otro en esa rica relación educativa. Si nos centramos en definiciones que se aportan en el momento actual, la educación continua entendiéndose como desarrollo perfectivo, el ideal del logro de un estado pleno para cada individuo. Perfeccionamiento que se comprende como desarrollo individual junto con la integración en un ámbito cultural propio. Ambas tareas requieren un proceso de aprendizaje a lo largo de la vida y en diferentes escenarios —lo ancho de la vida—, en la que para los actores se fundamenta en la acción —y decisiones— de uno sobre sí mismo y para los agentes en la actividad en cuanto intervención planificada y sistematizada. En definitiva:
«Educar consiste en descubrir con mirada delicada todas las aptitudes y capacidades del educando y hacerlas efectivas. Llevarlo al pleno desenvolvimiento del propio ser, hacer que sea con plenitud aquello que es» (Escámez, 2005, p. 79). Y si volvemos la vista al pasado siglo XX comprobamos dos conceptos clave que innovaron la actividad educativa. Nos referimos a: Intervención, con todo lo que esto conlleva consigo de medios, recursos, programas... Acción, que implica ya una actividad dinámica y constante por parte del propio educando para lograr el desarrollo pleno de sus capacidades. La educación vuelve a conjugar la tarea externa e interna dirigida planificadamente al logro de un objetivo marcado por un proceso permanente de desarrollo. Cada etapa vital tendrá sus propias metas,
sus propios recursos, dinámicas, etc., en un proceso a lo largo y ancho de la vida que condiciona todas las propuestas actuales de educación. Finalmente, de lo que no hay duda es que todo este quehacer entiende que, en realidad, educar es educarse, y sin esta acción no podríamos hablar realmente de educación. Toda la acción exterior únicamente cobra su sentido si se logra esa autoeducación (Gadamer, 2000).
Red nomológica de «educación» Al analizar el concepto de educación contrastándolo con otros términos sinónimos y afines nos encontramos que, en muchas ocasiones, estos se utilizan indistintamente sin discriminar lo que significan cada una de estas palabras, lo que ha generado confusión y continúa haciéndolo. Sin duda, al hablar de educación tratamos de enseñanza, formación o aprendizaje, entre otros conceptos, por lo que es importante conocer el significado específico de cada una de estas palabras para saber utilizarlos de forma pertinente en cada situación. A la vez, gracias a ello, aprendemos realmente a definir qué es educación, su significado real y el de cada uno de los otros términos que configuran el entramado de la acción educativa, sabiéndolos relacionar y elaborar la red nomológica de este concepto (Esteve, 1983).
Una red nomológica es un conjunto de palabras de un mismo campo semántico relacionadas de acuerdo con unos criterios identificados. Esta red, atendiendo a unos criterios establecidos, nos ayuda a localizar lo que une y diferencia a esta red de palabras, distinguiéndolas entre sí. A modo de ejemplo, la red nomológica de educación la podemos construir atendiendo a los criterios de actividad, intencionalidad y perfeccionamiento de la persona. Una palabra responderá mejor al concepto educación si atiende a estos tres criterios, y se alejará si no los reconoce o en un nivel bajo de logro. En esta red la palabra «enseñanza» muestra un nivel de similitud más alto con «educación» que «adiestramiento», ya que la primera cumple con el criterio de actividad e intencionalidad al exigir la acción
intencional de los actores que intervienen. En cambio, el criterio de perfeccionamiento puede darse o no, en cuanto que no todo lo que forma parte de una enseñanza perfecciona como persona al sujeto al que se dirige. En esta misma línea, el concepto «adiestramiento» es más alejado ya que, aunque deba darse el criterio de actividad, el de perfeccionamiento de la persona no se da, al centrarse esta acción en el desarrollo de determinadas destrezas. En el caso de que estas no estén integradas en un proyecto de desarrollo integral de la persona, esta acción queda muy lejana de ser reconocida como educativa. Atendiendo a esta propuesta la red de palabras que se relacionan con «educación» son:
enseñanza • formación • cortesía • entrenamiento • adiestramiento Y los sinónimos de cada una de las palabras que componen esta red (Figura 3.1) nos ayudan a perfilar y comprender mejor el significado de cada una de ellas y a saber interpretarlas en cada contexto. Estos cinco términos, salvo adoctrinamiento, intervienen en el proceso educativo y forman parte de la actuación educadora. Un primer acercamiento para distinguirlos parte de la diferenciación entre las palabras que reflejan la actividad del educador y las específicas del educando. Aquellas que exigen una actividad desde el exterior a partir de un proceso de intervención y las que implican ya un cambio interno en el sujeto. En esta línea afirmamos que no toda intervención de un educador provocará una modificación, es decir, suscitará educación. Esta es necesaria, pero para que se genere ese aprendizaje deseado se exige la acción directa, de forma explícita o implícita, del educando. Es decir, que este realmente quiera, pueda y sepa educarse, generando, de este modo, un aprendizaje.
FIGURA 3.3. Red nomológica a partir de las palabras sinónimas de educación y los sinónimos que se desprenden de cada una de estas. En los casos educación y formación ambos son objetivo de la acción del educador y del educando, mientras que instrucción y enseñanza se constituyen en los medios para el logro de esa finalidad y son específicos de la figura del educador. De la misma forma, los términos relacionados con entrenamiento implican también un tipo de actividad externa, en este caso se dirigen al desarrollo de destrezas, habilidades por medio de la repetición de esquemas, conductas, etc. En cambio, formación y educación recogen el desarrollo perfectivo, optimizante de cada sujeto gracias al aprendizaje, a la acción precisa del sujeto que aprende. Es, en definitiva, la finalidad de la tarea educativa. Ahora bien, formación presenta mayor fuerza de logro, ya que consiste en un salto cualitativo en el que el conocimiento se organiza permitiendo entendernos a nosotros mismos y al mundo que nos rodea. El sujeto no solo conoce más, sino que ha aprendido una forma de conocer la realidad, valorar críticamente lo aprendido, de
aplicarla en diferentes situaciones y de disfrutar con ello. Educación, por su parte, engloba todo el proceso a la vez que es resultado. En algunos escenarios se identifica educación con cortesía, con un dominio de modales establecidos, de comportamientos cívicos reconocidos en determinados grupos y/o sociedades. Se trata de comportamientos ligados al proceso de socialización que aporta las formas establecidas para relacionarse con los otros humanos en cualquier escenario, tanto físico como digital. Sin duda, necesarios para la convivencia y el respeto al otro. Ahora, la cortesía no debe identificarse con una buena educación. Adoctrinamiento, sin embargo, contiene en la actualidad una connotación negativa al ser considerado como una influencia y/o enseñanza que se impone, impidiendo la reflexión del individuo lo que anula, en definitiva, su libertad. Pero si recurrimos al origen de esta palabra comprobamos que no presenta una implicación peyorativa al referirse simplemente a la instrucción en una determinada doctrina, connotación que continúa utilizándose en algunos contextos. De ahí que siga apareciendo este término como próximo a educación. Aprendizaje, término central que otorga sentido a todos los demás, es decir, es el que justifica las acciones y actuaciones educativas. Sin aprendizaje no es posible la educación. Todo proceso educativo está dirigido a generar aprendizaje, en un nivel de logro determinado. Otra cuestión es que podemos encontrarnos ante procesos de enseñanza perfectamente planificados, que no generan los aprendizajes previstos. En este caso habría que analizar los diferentes elementos que intervienen en este diseño, tanto del contexto como del propio estudiante y/o destinatario de la intervención para volver a adecuar ese proceso conforme al objetivo establecido y al sujeto al que se dirige para lograr el aprendizaje previsto.
Propuesta de una definición de «educación» Tras el análisis sobre el concepto de educación que acabamos de realizar, presentamos ya nuestra definición con el objeto de justificar y clarificar las aportaciones posteriores que realizamos a lo largo de este libro. Definición que atiende a las siguientes notas básicas:
Toda educación siempre se refiere a la persona, por lo que es un proceso exclusivamente humano y que cada uno lleva a cabo. Encierra necesariamente la consecución de un fin, sin el cual no se comprende. Implica siempre una mejora, un perfeccionamiento. Depende del sentido y valor que se dé al ser humano, de su contexto, de la sociedad, etc. Respeta las exigencias que se desprenden de la dignidad de cada ser humano al que se dirige. Entiende la persona como un todo, una unidad psicofísica indivisible, por lo que toda acción educativa influye, de una forma u otra, en todas sus capacidades y ámbitos. Toda educación es, en definitiva, autoeducación, por lo que debe suscitar, de un modo u otro, la acción del propio sujeto, respetando siempre su libertad.
En definitiva, educación es el proceso de convertirse en persona. Es decir, aquella acción gradual, permanente y sostenible en el tiempo dirigida al logro de la plena humanización, entendiéndose esta tanto en una dimensión individual como social propia de todo ser humano. Utilizamos el concepto de persona porque este conlleva los significados de singularidad, unicidad y excelencia. Es decir, una persona no es un individuo más de una especie, sino alguien con unas características comunes a su especie a la vez que es insustituible, único. Engloba todas las capacidades específicas del ser humano que cada uno las actualiza de forma personal y singular. De ahí el valor innegable de cada persona y la trascendencia de la educación para ayudarla a desarrollar todas sus posibilidades de modo diferenciador. En esta línea, entendemos educación como todo proceso permanente dirigido a la optimización de la persona en el ser, el conocer, el hacer y el convivir. Esto es: Proceso, al tratarse tanto de una operación en el tiempo, como una propuesta y desarrollo de una secuencia de acciones. Acción que implica a la propia persona, ya que la educación es el proceso y el resultado del obrar de cada uno consigo mismo y con el otro. Y, a la vez, exige también la acción externa, la actividad de otros agentes dirigida a la consecución del desarrollo pleno. Al ser acción se requiere que esta se lleve a cabo de modo permanente en un continuum. Permanente, ya que la educación como algo específico del ser humano deberá llevarse a cabo a lo largo y ancho de la vida de cada uno. Proceso que no termina nunca y que permite ordenar las distintas etapas vitales, preparar las transiciones, diversificar y valorizar las trayectorias vitales de cada uno atendiendo todos los escenarios en los que interacciona.
Optimización, ya que todo humano está llamado a desarrollar plenamente sus capacidades, a lograr la madurez en cada una de sus etapas vitales. Esta mejora, lógicamente, exige la intencionalidad de esa acción, que nunca debe dejarse al azar, sino que se dirige por una intencionalidad, ya sea esta implícita o explícita. Aunque siempre hablamos del desarrollo de todas y cada una de las capacidades humanas este proceso debe dirigirse, de forma integradora, a la optimización en el ser, hacer, conocer y convivir (Delors, 1996). De tal manera que se forme en aprender a:
Ser que contribuye, en definitiva, al desarrollo integral de cada persona, al fomento de su responsabilidad, a formar un pensamiento crítico y autónomo..., de tal forma que sea capaz de afrontar su propio proyecto vital. Hacer, que conlleva el aprendizaje de competencias específicas para atender el trabajo, la capacidad de iniciativa, la participación, la ayuda a los demás, el cuidado del entorno... Conocer, que debe lograr la capacidad de aprender a aprender, lo que nos ayudará a interpretar, comprender y utilizar la realidad que nos rodea, teniendo en cuenta los rápidos cambios derivados de los avances de la ciencia y las nuevas formas de la actividad económica y social. Convivir, a vivir juntos conociendo mejor a los demás, sabiendo trabajar en equipo, impulsando la realización de proyectos comunes o la solución inteligente de cualquier conflicto. En suma, la educación es una tarea a lo largo y ancho de la vida —nunca ha sido tan patente que todo lo que nos rodea sea fuente de aprendizaje—, acción humana necesaria y permanente sobre sí mismo, generada e impulsada gracias a la actuación de otros agentes que interactúan con él. Con mayor fuerza en nuestras sociedades complejas,
(…) en las que las instituciones son cada vez más permeables al entorno físico, digital y sociocultural, y en las que las agencias pedagógicas y socializadoras son diversas, difusas y no siempre completamente transparentes, las escisiones y diferenciaciones tienden también a difuminarse (Úcar, 2023, p. 14). En consecuencia, se entiende fácilmente que la educación sea una auténtica fuente de riqueza tanto para cada individuo como para la sociedad. De ahí que afirmemos, sin ninguna duda, que la educación es, en definitiva, una tarea humanizadora.
PRINCIPIOS QUE FUNDAMENTAN TODA ACCIÓN EDUCATIVA Partimos, como es lógico, del sujeto de la educación para plantear todas las preguntas claves del proceso educativo: qué, cómo, cuándo, dónde, quién... que dan sentido a esta actividad. En esta línea, el desarrollo de las propias capacidades, el encontrar y desempeñar su puesto en el mundo, las distintas modalidades de actividad... son quehaceres que cada ser humano ha de llevar a cabo si ha de vivir como persona, es decir, si es consciente de que puede y tiene derecho a dirigir su vida y a desarrollar de forma plena su propia personalidad. Esto solo se logra si reconocemos en todo ser humano el rasgo de: Singularidad, que le hace ser él mismo, diferente a los demás. Apertura, capaz de interaccionar con todo lo que le rodea, el otro y lo otro. Autonomía, para elegir, decidir por sí mismo su propio proyecto de vida, para actuar con intencionalidad. Unidad, capaz de integrar todas las acciones, de desarrollar sus capacidades integrándolas en el ser único que es. Rasgos (Figura 3.4) que hacen a los seres humanos diferentes de otros seres, en cuanto que son capaces de proyectar y responsabilizarse de su propia vida. En cuanto que pueden elegir sus propias metas, a la vez que saben interactuar con el otro o los otros para cooperar también en el desarrollo de los demás, y, por ende, del grupo en el que viven. Cada rasgo que caracteriza al ser humano
reclama una actuación educativa dirigida a consolidarlo en cada individuo. El necesario equilibrio entre estos es importante, ya que el dar más importancia a uno sobre otros conlleva una formación del ser humano en una sola dimensión, con la problemática que se desprende de este tipo de opción. El ser humano es uno y reclama, por ello, el desarrollo armónico y equilibrado de todas sus capacidades, siendo estos rasgos las coordenadas básicas que justifican toda la tarea educativa. Principios educativos que dirigen, regulan, dan sentido, respuesta y coherencia a dicha acción.
FIGURA 3.4. Rasgos de la persona y principios educativos que se derivan. ¿Por qué estos principios y no otros? Si analizamos la definición de educación propuesta resalta de forma clara que individualización y socialización son dos principios clave que justifican la acción educativa al dirigirse de forma conjunta y coordinada al desarrollo de cada individuo: se integra activamente en su grupo siendo él mismo. El perfeccionamiento equilibrado de ambas dimensiones es el que hace posible la autonomía de toda persona, ser capaz de dirigir su propia conducta y responder de sus decisiones, de sus actuaciones, sabiendo, a la vez, interactuar de forma responsable en la comunidad en la que vive. Si no se lograra esta madurez en cada persona, en buena manera no tendría sentido toda la actividad educadora desarrollada. Ahora bien, esta autonomía será posible únicamente si basamos la acción educadora en los principios educativos de actividad, creatividad y participación que cobran sentido en la medida en que cada uno está engarzado con los demás. Un principio reclama
necesariamente al otro. Cada uno muestra las posibilidades y los límites de toda acción educativa, presenta los objetivos de cada propuesta, a la vez que las tareas y las condiciones necesarias para su logro (Figura 3.5).
FIGURA 3.5. Principios educativos.
Individualización La constitución biológica de los individuos, su estructura psicológica, el ambiente, los estímulos, la experiencia, etc., son únicos en cada caso y, por tanto, diferentes a los de los demás. No existen dos personas iguales, aunque todos poseemos los mismos rasgos como miembros de la especie humana. Nuestra estructura biológica es idéntica, tenemos los mismos órganos y funciones, nos reconocemos como semejantes a los otros con los que podemos comunicarnos y compartir vivencias. Somos humanos como eran los hombres de la antigüedad y lo serán los que nos sucedan. Pero esta misma condición humana no evita las profundas diferencias
individuales a las que estamos sujetos. La estatura, complexión, rostro, capacidades, destrezas, etc., nos dan un carácter particular y diferenciado de los demás. Además, los ritmos, estilos, formas y capacidad de aprendizaje también nos diferencian. Cada uno interactúa con el medio del que recibe influencias determinadas que, a partir de las condiciones heredadas que posee, elaborará una conducta u otra. Estas diferencias han de ser consideradas desde cualquier óptica educativa dado que el sujeto de la educación y protagonista del proceso no es la colectividad, sino cada ser humano único e irrepetible. Son esas características individuales (aptitudes, actitudes, necesidades, intereses, limitaciones, etc.) las que difieren entre unos y otros y a las que debe adecuarse cada una de las variables curriculares del proceso de enseñanza-aprendizaje. Este principio educativo rechaza, por tanto, la concepción ya superada de enseñar lo mismo a todos, de la misma manera y en el mismo espacio y tiempo. Y exige la necesaria atención a la diversidad, que trata de proporcionar a cada uno, en función de sus capacidades, intereses, motivaciones y experiencias, la respuesta que necesita en cada momento para desarrollar de forma óptima todas y cada una de sus aptitudes.
Socialización El ser humano vive en comunidad, necesita de los otros tanto para su supervivencia como la de su grupo, para integrarse en este y disponer de las opciones para desarrollar sus capacidades. El «yo» se constituye como tal al descubrir y abrirse a un «tú». «Yo» y «tú» conviven, se desarrollan como entidades singulares que, a la vez, son capaces de conformar el «nosotros» y de reconocer a los «otros». En la medida en que un individuo no sabe abrirse al otro, de descubrir a ese tú diferente a mí, dificultará su propio proceso formativo. De ahí que la singularidad del hombre no sea nunca sinónimo de aislamiento, sino de apertura. Reclama necesariamente al otro para poder desarrollar plenamente su individualidad, ya que vivir es
convivir, no en existencias solitarias, sino necesariamente solidarias. De esta forma, «(...) la evolución verdaderamente humana significa desarrollo conjunto de la autonomía individual, de la participación comunitaria y del sentido de pertenencia a la especie humana» (Morin, 2001, pp. 66-67). Los conocimientos, costumbres, hábitos, valores, creencias, patrones de conducta, etc., son transmitidos necesariamente de unas generaciones a otras, necesitamos al otro para atender todo lo necesario para integrarnos en el grupo, en la comunidad en la que vivimos, que nos facilita lo necesario para descubrir y desarrollar lo que nos caracteriza como humanos. Es la sociedad, el contexto en el que cada uno crece, el que dirige y propone el contenido del desarrollo de las diferentes capacidades humanas, a la vez que destinatario de los beneficios del desarrollo individual. El hecho es que el hombre vive en un mundo interpretado, por lo que no puede desarrollar su existencia en un vacío social. No es posible comprender adecuadamente la naturaleza humana hasta que no se ha comprendido, de alguna manera, el significado de las tradiciones culturales en las que vive y de las que forma parte. Consecuentemente, la existencia humana se halla siempre involucrada en la perspectiva cultural, convirtiéndose, lógicamente, en un factor decisivo para llevar a cabo toda tarea educativa, ya que no olvidemos que «el hombre solo se realiza como ser plenamente humano por y en la cultura» (Morin, 2001, p. 63). En este sentido, la sociedad actual, cada vez más compleja, exige nuevas competencias en los individuos que les capaciten para atender las crecientes demandas sociales. Las comunidades modernas nos convierten en seres cada vez más dependientes unos de otros, lo que conlleva necesariamente a que la educación sea el principal vector de identificación, pertenencia y promoción social. No atender estos conocimientos y destrezas conlleva un mayor riesgo de vulnerabilidad.
Autonomía
La capacidad de gobierno de sí mismo y de determinación de las propias acciones es la máxima expresión del principio de autonomía, al que la educación no puede renunciar. Todo hombre debe ser dueño de sí mismo, por lo que enseñar a pensar de forma crítica, a elegir, a decidir o a tener iniciativa, son fines clave de la educación. Es el medio para que cada sujeto vaya alcanzando la autonomía gracias a actuaciones generadas a partir de sus propias decisiones. Este obrar libre es la más pura expresión de la autonomía, que se traduce en poder enfrentarse de forma personal a cualquier obstáculo que impida su propia acción y en tener capacidad para elegir entre varias opciones, o simplemente no elegir ninguna. En suma, se trata de un proceso no solo biológico, sino también afectivo, volitivo, intelectual y ético que propone a cada ser humano como meta. En consecuencia, resulta lógico que uno de los principios fundamentales de la educación sea precisamente el logro de la autonomía en cualquier escenario. La consecución de autonomía será el punto central de atención de todo educador, que se convertirá en el verdadero motor de conducta en el que la madurez será el logro de un largo proceso del humano consigo mismo y con la sociedad que le acoge. Por ello, la historia de la liberación y, por consiguiente, la crónica de la humanidad será también la gesta del logro de la emancipación primero de la naturaleza, después de sus debilidades, intentando establecer una relación de libertad. Pero esta independencia no se realiza en y a través de la sociedad, sino exclusivamente en la existencia personal de cada uno en cuanto que es un ser moral responsable de sí mismo y capaz de conquistar su libertad (Ruiz Corbella, 1995). Por consiguiente, el que cada sujeto sea capaz de autodeterminar su propia conducta de forma responsable se convierte en uno de los ideales máximos a alcanzar por la persona y, por tanto, en un principio esencial de la educación. Preferimos hablar de madurez, más que de autonomía, al poseer un significado dinámico, proceso en el que los factores educativos,
psicológicos, biológicos... están estrechamente unidos. Este proceso se presenta como una tarea que nunca tendrá fin, en la que cada individuo tendrá que velar constantemente por saber vivir de forma autónoma en su actuar y en su ser en las distintas etapas vitales. Saber responder ante otros y ante sí mismo de sus decisiones, de sus acciones, de su conducta, sabiendo justificar el porqué y el para qué de cada una de ellas. En definitiva, ser él mismo. Por esto resulta esencial que toda educación esté orientada a suscitar y desarrollar esta autonomía en cada persona a lo largo y ancho de la vida.
Actividad Todo proceso educativo exige la actividad de cada uno de sus actores. En primer lugar del que aprende, es decir, actividad no centrada en el educador, como era habitual en la enseñanza tradicional en la que se daba más importancia a la instrucción que al aprendizaje, sino en la propia acción del educando. Sin su concurso no es posible formarse, es decir, el ser humano está en constante actividad, de una forma u otra, ya sea psíquica o física. Sin embargo, lo que interesa como principio educativo no es que cada educando haga sencillamente cosas, se mueva, esté en activo sin más, sino que esa actividad sea formativa, tenga un sentido y esté planificada hacia el logro de un objetivo que le dirige a obtener, a mejorar... una competencia, una habilidad, un valor o un conocimiento concreto. Este es el fundamento de aprender haciendo. Ahora bien, como es lógico, no podemos olvidar que ninguna actividad resultará comprensible sin un punto de partida basado en la experiencia, en los conocimientos previos, en las destrezas... que ya poseemos. Además, debemos saber que estamos proponiendo una actividad libre, intencionada explícita o implícitamente, que coopera al desarrollo de cada persona en una o más capacidades, que compromete al que la lleva a cabo. En definitiva, dirigida a convertir todos los actos del hombre en verdaderos actos humanos, en el sentido que se lleva a cabo con conocimiento y elección personal.
Como se puede deducir, el principio de actividad rechaza la educación que fomenta sujetos pasivos y meramente receptivos. Exige la reflexión e implicación por parte de cada sujeto. Es decir, la actividad que nos interesa es fundamentalmente la que implica las funciones cognitivas superiores y se realiza de modo voluntario, exenta de coacción y tendente a la optimización de la persona. En consecuencia, cada sujeto, al ser protagonista de su propio aprendizaje porque observa, busca, descubre, experimenta, analiza, relaciona, comprende, ordena, concluye, razona, etc., está llevando a cabo una actividad que logrará aprendizajes duraderos, que sabe transferirlos a otras situaciones y/o contextos. Por otro lado, no olvidemos que la actividad debe considerarse desde dos perspectivas:
De fuera a dentro, el educando recibe algo y es capaz de incorporarlo, de aprenderlo hasta que, gradualmente, lo asume y lleva a cabo por sí mismo. Esta actividad es propia del educador, que enseña, instruye a otros. De dentro a fuera, en la que cada uno actúa sobre lo aprendido aportando su propio estilo personal. Actividad específica del educando al exigirle el esfuerzo por aprender, reconstruyendo los conocimientos que tiene a partir del nuevo contenido adquirido. Creatividad Un mundo en constante evolución genera situaciones emergentes que demandan nuevas soluciones. Los avances de la ciencia, de la tecnología, de las acciones en todos los ámbitos humanos exigen respuesta a las necesidades a las que cada persona se enfrenta. Situación que nos invita a reimaginar el futuro, a trabajar juntos para crear futuros que sean compartidos e interdependientes (UNESCO, 2021).
Creatividad se refiere al proceso de realizar algo de forma distinta, En consecuencia, un aprendizaje innovador y anticipatorio se hace cada vez más necesario porque los problemas aparecen sin previo aviso o, aun previéndolos, sin las soluciones adecuadas para cada momento concreto. Por tanto, será un objetivo clave de la educación el capacitar a los individuos para afrontar los pequeños problemas que a nivel individual les puedan surgir, o las grandes dificultades que en el orden social puedan afectar a la subsistencia, a la convivencia o al progreso en general. Igualmente será objetivo formativo potenciar el desarrollo de mentes creativas que con sus creaciones, descubrimientos, inventos e innovaciones hagan aportaciones al campo artístico, científico, tecnológico, económico, político, etc., gracias a las cuales se puedan facilitar soluciones a nuevos y viejos problemas, o sencillamente se haga más placentera la vida en cualquier ámbito natural, social o cultural (Maldonado, 2021, s.p.) No debe reducirse la creatividad aplicándola únicamente a grandes creaciones o descubrimientos, sino que incluye realizaciones originales, novedosas y valiosas al menos para el propio sujeto. Nuevo en la medida que presenta algo novedoso para aquel que lo descubre, y valioso al tratarse de algo enriquecedor, positivo tanto para sí mismo como para los demás. Ahora bien, lo esencial de este principio estriba en la capacidad de transformar de forma personal la realidad que nos rodea gracias a los elementos y a los conocimientos que cada uno posee. Se inicia con el modo de percibir el medio y se lleva a cabo a través de su transformación a pequeña o gran escala (Marín Ibáñez y Torre, 1991), lo que exige conocimientos previos y una disposición abierta por parte del sujeto. Aporta, en suma, la gran diferencia entre conocer y saber, ya que facilita que las capacidades y competencias permitan percibir el cambio como una oportunidad, mantenerse abiertos a nuevas ideas que promuevan la innovación y la participación. La diferencia entre una persona creativa y otra que no lo es, estriba en saber cómo materializar sus ideas, cómo hacer operativos
sus proyectos. Capaz de abrir las puertas a nuevos aprendizajes, a proponer respuestas diferentes ante situaciones similares, a saber cambiar, evolucionar en nuestra propia forma de contemplar la realidad que nos rodea. Ahora bien, esto únicamente se logra si se implica al educando en su propio proceso educativo. En el aprendizaje de las distintas competencias cada uno irá adquiriendo los medios y recursos necesarios para afrontar de forma creativa su conducta. En este sentido, uno de los objetivos de la educación estriba claramente en ayudar a satisfacer la necesidad de autorrealización por medio de la creatividad, ayudando a que cada uno apueste por respuestas flexibles, innovadoras ante las más diversas circunstancias. Esto únicamente será posible si consolidamos la formación en competencias básicas, a la vez que el desarrollo de la propia personalidad. Si somos capaces de transferir lo que aprendemos a los diferentes contextos en los que interactuamos.
Participación La participación es uno de los principios con mayor auge en las últimas décadas al ser reclamada especialmente en entornos democráticos. Contribuye a la capacidad de diálogo, de trabajo en equipo, de colaboración. De ahí que se reconozca como un elemento esencial para el desarrollo tanto individual como social de toda persona para aprender a convivir, a insertarse en la sociedad, colaborando en la construcción y consolidación de los grupos en los que vivimos. Participar es tomar parte en algo, colaborar, cooperar con otros para hacer algo en común, o lograr unas determinadas metas. Es decir, unirse, colaborar entre todos para alcanzar unos objetivos que beneficiarán al grupo y, por ende, a nuestro entorno. Implica trabajar juntos, responsabilizándose cada uno de algo concreto para el logro del bien común. Conocer nuestros deberes a la vez que nuestros derechos. La participación demanda cooperar, aportar, desarrollar un
conjunto de actividades voluntarias a través de las cuales los miembros de esa comunidad intervienen en la elaboración y decisiones de la construcción y mantenimiento de ese grupo. Conlleva la necesaria puesta en común de intereses, de objetivos que son los que van a consolidar precisamente esa comunidad. En este sentido, la participación no es meramente una cuestión técnica, de organización o planificación, sino que es, a la vez, un principio clave de la educación que determina no solo un modo de actuar, sino también una forma de entender al ser humano y los fines de la educación que deben plantearse. Gracias a este principio se propone la formación de personas abiertas, autónomas, que interactúan con otras construyendo, entre todos, la comunidad en la que conviven. A la vez, al fomentar la participación reconocemos el valor de lo que puede aportar cada individuo. Ahora, no debe ser vista exclusivamente como un derecho, sino especialmente como un deber tanto consigo mismo como con la sociedad. Para poder participar se exigen previamente espacios que garanticen la libertad, la posibilidad de conductas autónomas por parte de cada individuo, que debe ser reclamada con la misma fuerza la necesaria igualdad de todos y todas. Sin libertad cualquier tipo de participación no sería real. Y sin la igualdad estamos cerrando el paso a la dinámica participativa. Libertad e igualdad son los presupuestos que garantizan la dinámica de toda participación. Ahora bien, esto no quiere decir que se deba participar del mismo modo y con la misma responsabilidad en toda circunstancia. Se dan necesariamente diversos niveles de participación, dependiendo de lo que cada uno conozca, quiera y pueda aportar. Por ello, es necesario que en cada ocasión sepamos facilitar los canales apropiados para la participación, los medios que la posibiliten, los niveles adecuados para cada uno y la formación necesaria para llevarla a cabo.
Tema 4
Tiempo y espacio, condicionantes en el desarrollo de la persona En todo lo relacionado con el ser humano nunca se puede obviar la perspectiva de tiempo y espacio. Ambos son condicionantes de todos los seres en cuanto que se originan y desarrollan en un contexto físico y temporal determinado. Si contemplamos el mundo que nos rodea resulta obvio identificar cómo en él se producen incesantes cambios. Nada permanece inalterable, todo está sujeto a un antes y un después, todo está inmerso en el transcurso del tiempo y condicionado por el espacio en el que vive. Sin duda, estamos ante un permanente paso entre lo que somos, lo que hemos sido, y lo que debemos y/o queremos llegar a ser. Si comprendemos la educación como desarrollo la entendemos como actividad, cambio, movimiento, en contraposición a lo que permanece, estático, inamovible, que no cambia. Si partimos de la definición de educación que proponemos en el capítulo anterior, resulta lógico que toda propuesta educativa sea algo que se va logrando en un transcurso temporal a lo largo de diferentes fases vitales y en cualquier espacio. Ambos son los referentes a partir de los cuales todo queda ordenado (Llorca y Cano, 2015). Así, la educación nunca se logra a partir de un acto, ni siquiera de varios actos consecutivos, sino que requiere una serie de actos y acciones coordinados unos con otros que se realizan a lo largo y ancho de la vida de cada persona. Es decir, las intervenciones puntuales remiten a otras complementarias con las que es necesario enlazarlas dentro de un proceso educativo, que se desarrolla necesariamente a lo largo de la vida y en cualquier escenario (Rodríguez Neira, 2001). Lo que conlleva que este proceso se una al concepto de tiempo medido como unidad objetiva, que es y ha sido siempre el mismo,
en cuanto a periodicidad, ritmo, regularidad: los años, los meses, los días, las estaciones, las fases lunares, etc., son medidas determinadas que organizan nuestro modo de vivir el tiempo y que cada cultura establece y organiza. A la vez que debe ser valorado como unidad subjetiva, es decir, en cuanto a la vivencia, sentido y valor que le otorga por cada sujeto. A lo que se le une el tiempo social que en cada sociedad, en cada cultura dota de un modo de entender, valorar y vivir el tiempo. Como unidad objetiva ha sido y es siempre el mismo, medido de diferentes formas, más o menos ligadas a la naturaleza, pero marcados por la regularidad y la linealidad. Sin embargo, su vivencia, el sentido y valor que se le otorga cambia de un momento histórico a otro, de unas culturas a otras, de unas personas a otras. Es el modo en cómo vivimos ese tiempo y espacio en el que actuamos. Ambos condicionantes independientes uno del otro determinan nuestra forma de estar y vivir. En definitiva, de ser. Ahora, tiempo y espacio está sufriendo en la actualidad una disrupción sin precedentes. Al observarlos en el mundo virtual, en el contexto mediado por las tecnologías pasamos ya a una nueva realidad en la que ambos quedan eliminados por vez primera en nuestra historia, diluidos en una realidad en la que ambos ya no son necesarios. Es la aportación del siglo XXI, generar la «simultaneidad desespacializada» (Vásquez, 2002), comunicarnos, relacionarnos… al instante, de forma síncrona o asíncrona, sin importarnos dónde estén ubicados el/os otro/s. Tiempo y espacio como condicionantes físicos quedan diluidos lo que nos lleva a una situación social marcada por la incertidumbre ante la radical transformación de nuestros modelos sociales. De aquí emana un nuevo tipo de tiempo, el digital, caracterizado por la instantaneidad, la individualidad, la desaparición de público y privado.
LA PERSONA, SER TEMPORAL Si centramos nuestra mirada en el ser humano, lo que hace que pueda hablarse de la educación como fenómeno vital y sea considerada como un proceso que se da a lo largo y ancho de la vida, es precisamente su específico modo de vivir el tiempo en cada una de sus fases vitales desde el nacimiento hasta la vejez. A lo largo del pasado siglo XX, se ha insistido con fuerza en esta dimensión de la educación que no termina nunca y que se adquiere en todos los escenarios en los que interactuamos, en el aprendizaje a lo largo y ancho de la vida (Figura 4.1). A la vez que es algo obvio, ya que nunca podremos afirmar que hemos alcanzado el máximo desarrollo en todas y cada una de nuestras capacidades.
FIGURA 4.1. Interrelación de tiempo y espacio en el desarrollo vital.
A partir de esta idea la educación se entiende como proceso permanente en el desarrollo de todo individuo, es proyecto, tarea que debe estar presente a lo largo y ancho de la vida, que permite ordenar las distintas etapas, preparar las transiciones, diversificar y valorizar las trayectorias y contextos vitales de cada sujeto logrando que llegue a ser una persona única, capaz de afrontar su vida de modo autónomo en cada uno de los estadios vitales y de cada escenario en el que está. A la hora de analizar esta idea debemos abordarla tanto desde los efectos logrados como desde el propio proceso educativo. Si consideramos los efectos, estos se nos muestran separados de los actores y de los agentes educativos, al ser ya resultados que han logrado objetivarse en una capacidad determinada del sujeto que se educa. Por ello, en todo proceso educativo no solo es imprescindible atender a los agentes y a los actores de dicha acción, sino que también es necesario destacar sus mutuas interacciones y el carácter recíproco de las mismas dirigidas al logro de esos resultados. Por otro lado, al tratar la educación como proceso comprobamos que este requiere una serie de acciones sistemática y progresivamente organizadas. Es decir, se dirige no a simples acciones singulares, de corta duración y aisladas, sino, más bien, a un proyecto planificado, a una serie secuencial de acciones trabadas entre sí en orden a la consecución de unos objetivos determinados, en los que el factor tiempo y espacio resultan determinantes. Consiste en una larga serie de actividades en un extenso entramado de acciones que nunca puede darse por finalizada, y reconocidas como educativas no solo por cada una de las unidades mínimas de tal sistema, sino, especialmente, por todo él en su conjunto.
Proceso que también se entiende en cuanto que se desarrolla a lo largo de un tiempo continuo que implica un principio, donde se explicitan los objetivos y metas a lograr y un final en el que se evalúa el logro, o no, de dichos objetivos. En el planteamiento de este
proceso (Figura 4.2) no podemos perder de vista cuatro elementos fundamentales: El fin del proceso educativo, las metas a lograr, los conocimientos y competencias a adquirir, el tipo de persona que se desea formar, etc. Se refiere tanto al ser humano en su totalidad como a la capacidad específica que se pretende desarrollar. El contenido, lo que se debe aprender: conceptos, destrezas, competencias, valores, actitudes, hábitos, etc. La intervención educativa que estimula, orienta, posibilita o facilita ese aprendizaje. Necesitamos una acción inicial que lo promueva, tarea asumida por el educador. Sin ella no seríamos capaces de iniciar ese aprendizaje. Además, resultará esencial que esta intervención esté bien diseñada y planificada y nos dirija a unos objetivos claramente delimitados. El aprendizaje, ya que todo proceso educativo persigue la generación de aprendizajes, acción que lleva a cabo de forma exclusiva cada educando, por lo que toda la actividad del educador se dirige y se planifica a que el educando pueda, quiera y sepa aprender.
FIGURA 4.2. Elementos que configuran el proceso educativo. Además, destacamos este carácter procesual de la educación sustentado por las siguientes tres cuestiones. En primer lugar, todo ser humano, como sujeto de la educación, está sometido biológica y psicológicamente a una progresiva evolución de maduración. No solo
el organismo humano crece, madura, envejece, sino que sus facultades y capacidades evolucionan no solo biológicamente, de forma natural, sino también gracias al aprendizaje, a la experiencia generada en muchas ocasiones a partir de una intervención externa. Se da en las diferentes etapas vitales, las mismas para todos, en tiempos más o menos homogéneos, pero que cada uno vive de forma subjetiva, personal, conjugándolo con el tiempo social. Gracias a esta dimensión temporal del ser humano, la educación se percibe como acción permanente, inacabada, nunca concluida. Un proceso siempre en curso que integra a lo largo de su desarrollo todas las acciones educativas dirigidas al logro del fin establecido. Al experimentarse como tiempo, la educación es un proyecto permanente dirigido a resaltar la participación esforzada, exigente y continua del sujeto en su propia formación apoyada en la idea de que: Educarse consiste en empeñarse en cambiar para mejorar, esto es, educar es ayudar a querer y realizar cambios personales y sociales deseables; segundo, que solamente a través de un ejercicio esforzado por cambiar a mejor se pueden descubrir los límites que cada uno de nosotros tenemos, esto es, educar es ayudar también a asumir y aceptar las propias limitaciones; y, por último, que menospreciar ese empeño esforzado por cambiar a mejor puede impedir, a su vez, descubrir nuestras posibilidades y límites (…) en definitiva, nuestra singularidad personal (Gil Cantero, 2022, p. 13). De ahí la relevancia de la educación en el desarrollo humano y que sea contemplada como un derecho básico de la persona en el que cada uno debe involucrarse al depender de ella su propio proyecto de vida. En segundo lugar, en el reconocimiento de todo individuo como ser activo, dotado de iniciativa, reflexión, capacidad de reacción… Sometido a influencias internas y externas, no como un ser pasivo, sino dinámico, operativo capaz de asimilarlas, modificarlas o
rechazarlas. Capaz de anticiparse, de planificar, de aprender de los errores. En definitiva, desarrollar su identidad. Somos, sobre todo, lo que vamos haciendo, poco a poco, con nuestros éxitos y fracasos, por conseguir, por nosotros mismos y con ayuda de los demás, mejorar. Y esto es lo verdaderamente grandioso de la educación: su poder autoestructurante no solo como fin perfectivo al que llegamos sino como medio de nuestro propio desarrollo humano. (Gil Cantero, 2022, p. 23). En tercer lugar, las distintas manifestaciones de la vida humana son aquellas que han de conjugarse de modo que no rompan la unidad singular y personal del individuo. Cada humano es un ser unitario en el que se integran dimensiones biológicas, afectivas, psicológicas, sociales, etc., confiriéndole carácter de sujeto. Lo que nos lleva a afirmar que educar debe ser, por ello mismo, integrador, cuyo efecto implica a toda la persona como ser unitario. Es decir, «educar es un quehacer, una tarea, una acción esencialmente inmanente, que nos transforma por dentro, que nos hace mejores o peores, mientras sucede, mientras actuamos» (Gil Cantero, 2022, p. 28).
INFLUENCIA DE TIEMPO Y ESPACIO EN EL PROCESO EDUCATIVO
La diversidad de la vivencia de la temporalidad en el ser humano Mencionamos que el tiempo es una constante de la humanidad a la que estamos sujetos. Todo ser vivo es un ser temporal que vive en un escenario determinado; sin embargo, el ser humano es el único que es consciente de esta realidad. Vive su presente, expresión de su pasado, a la vez que se proyecta al futuro, propone planes, proyectos... nuevas posibilidades que dan sentido a su realidad actual. Vive inserto en unas coordenadas espaciotemporales, que, sin duda, afectan a su modo de ser y estar en el mundo. Es capaz de vivir en escenarios físicos muy diversos que transforma haciéndolos suyos. Por otro lado, resulta obvio que todo humano camina y cambia al compás de los tiempos. Está sujeto a su tiempo biológico, a la vez que al tiempo histórico y al contexto físico en el que vive, ya que vivir es incorporarse a lo que está pasando, señala Innerarity (2001), a unas historias ya iniciadas por otros. Vivir está marcado en todo momento por el tiempo, a la vez que también es capaz de influir en él. Es decir, cada ser humano va formando poco a poco su biografía en una constante dinámica de vivir el presente entre la tensión de su pasado y de un futuro que está por venir. Pero la vivencia del tiempo no es simplemente cronológica, que lo es, sino imprescindiblemente vital, biográfica: cada uno vive su tiempo y es fruto de él. Cada sociedad elabora su propio imaginario de tiempo a partir del cual vive e interpreta su relación con el mundo que le rodea apoyado en la experiencia y en la memoria (Vásquez, 2002). Afirmamos que el ser humano es un ser histórico y su proceso vital siempre se desarrolla sobre esa estructura biográfica. Ahora bien, esta misma estructura es la que le permite situarse por encima del tiempo. Es decir, a nivel físico no puede eludir las leyes
temporales, está sujeto a ellas. Pero, a la vez, cada uno está involucrado en el paso de su propia temporalidad, incide y se interrelaciona con ella y con la de otros individuos que conviven y coexisten con él desarrollando así su propia biografía y la historia de cada comunidad. Es capaz de enlazar el pasado para afrontar el futuro de acuerdo con su proyecto vital. En la sociedad occidental, como en cualquiera de las otras sociedades, el concepto de tiempo ha determinado su organización, su desarrollo y el modo de enfrentarse a la vida de cada individuo y de cada grupo. Se le considera un bien de gran valor que hay que saber rentabilizar, llegando a exigirse el aprovechamiento máximo del mismo a través de la planificación de todas nuestras actividades. Modo de vivir que, poco a poco, instala la velocidad como modo de vida, generando la permanente sensación de prisa, de tener que alcanzar los objetivos en los plazos previstos, de atender situaciones sin perder de vista los siguientes pasos, etc. En este imaginario el futuro se identifica con progreso, con un estado mejor que deriva en no saber disfrutar del presente, ni de los logros alcanzados, la sensación de no responder a los ritmos sociales impuestos o la cultura de la inmediatez, que conducen a los estados patológicos propios de la cultura occidental actual: el estrés, la depresión o la ansiedad. Sin duda, grandes males de nuestra cultura son no saber esperar, no dar a cada quién y a cada cosa su tiempo, no valorar la paciencia, la lentitud, los «tiempos muertos» como factores temporales que favorecen la educación y el aprendizaje.
El eje espaciotemporal en el proceso educativo Desde esta perspectiva educativa debemos valorar la incidencia del tiempo en la formación de cada persona. Se distinguen distintos tipos de tiempo: Tiempo objetivo, o el modo de medir la temporalidad vital, en concreto la edad cronológica, con las consiguientes fases vitales que orientan la actividad educativa. Es medible, objetivable y lineal en el que se recoge una sucesión clara y previsible, como es la edad cronológica o las estaciones del año. Además, la temporalidad se integra en este punto como elemento esencial para la organización y la planificación de todo proceso educativo. Ejemplos de este tipo de tiempo es el sistema educativo, a partir de la edad cronológica, o los horarios establecidos para cada acción formativa: el horario de clase, la organización temporal de una actividad, etc. Tiempo subjetivo, en cambio, es el antropológico, el cultural, a partir del cual cada uno elabora su propio modo de ser de acuerdo con su propio ritmo madurativo. Es el modo en como cada uno lo vive, tiene experiencia de él. Es decir, se ajusta a la vivencia de la temporalidad y a los ritmos de aprendizaje de cada persona. Tiempo social, modo en el que cada sociedad organiza la temporalidad favoreciendo unos ritmos temporales u otros. Se apoya en una concreción determinada del tiempo objetivo para organizarlo mediante reglas y acorde a una estructura social establecida. Poco a poco, la sociedad ha convertido el tiempo en un recurso de indudable valor. A partir de la implantación generalizada de la organización en horarios de trabajo, comercio, descanso, ocio, etc., este tipo temporal ha determinado en gran manera la forma de vivir.
Tiempo digital, en el que, poco a poco, nos vamos sumergiendo. Es un tiempo generado por las tecnologías, que modifica nuestra forma de organizar e interpretar el tiempo. Este deja ya la linealidad propia del uso horario para pasar a una narrativa apoyada en los hipervínculos en el que todo se engarza en un continuum sin fin. Lo que vale es el instante, la visibilidad o el impacto (Alonso Enguita, 2019) lo que conduce a acciones y situaciones efímeras. Es un tiempo, síncrono y asíncrono, en el que cada persona debe ir construyendo la interrelación con sus iguales y con lo externo favoreciendo, de esta forma, su propio proceso de desarrollo. De ahí que una de las competencias más relevantes de todo educador sea, precisamente, conocer bien los diferentes tipos de tiempo para poder organizar y planificar la acción educadora teniendo en cuenta los ritmos de aprendizaje de sus educandos (tiempo subjetivo). A la vez que poseer y saber aplicar las virtudes del tiempo: la constancia, la paciencia y, sobre todo, el saber dar a cada uno su tiempo para madurar, para lograr los objetivos propuestos. Esto unido al espacio, objetivo en cuanto está organizado y planificado para desarrollar determinadas tareas, ya que todo entorno se dispone para un objetivo concreto: la casa, la escuela, la oficina, la fábrica, la tienda, la ciudad…, presenta una distribución del espacio concreta. Y subjetivo, en cuanto que lo organizo de acuerdo con mis intereses, mi cultura, mis ideas… Es mi espacio en el que me siento seguro y que refuerza mi identidad. Es el espacio preparado para responder a los objetivos que quiero lograr. Sin obviar la influencia del tiempo social y del tiempo digital, presente cada vez con mayor fuerza, que están determinando la forma de estar y vivir y, por ende, de aprender. En suma, tiempo y espacio se han considerado durante siglos los ejes con los que actuamos, nos desarrollamos, interaccionamos.
Si atendemos el ámbito educativo tanto el tiempo como el espacio han sido y son un referente decisivo. En primer lugar, como principio organizador de toda la tarea educativa al considerarse un elemento objetivo a partir del cual se planifica la instrucción. Sin duda, el tiempo objetivo sigue siendo un criterio esencial en la organización de cualquier interacción educativa. Pero, a la vez, también debe tenerse en cuenta el tiempo subjetivo, es decir, el tiempo antropológico, psicológico, cultural, social, etc., a partir del cual cada uno elabora su propio modo de ser al ritmo de su crecimiento, de sus intereses, de sus motivaciones. Incorporándose ahora un nuevo modo de vivir el tiempo, el digital. En este sentido, se entiende la educación como tarea de futuro, ya que lo que pretende es guiar para alcanzar sus propias metas, sus ideales. Facilitar las coordenadas necesarias para afrontar el futuro con la mejor garantía de éxito de acuerdo con cada ritmo de aprendizaje. Por lo que se entiende y se exige que la educación sea una tarea permanente, que debe acompañar a cada persona a lo largo y ancho de su vida dirigida al logro de la madurez conjugando el tiempo biológico, el biográfico y el social. Este aprendizaje de la temporalidad es esencial, lo que va a exigir no solo reconocer los propios ritmos de aprendizaje, sino también aprender a incorporar los tiempos vitales que le ayudarán a desarrollar su biografía (Romero, 2000). Identificar su ritmo temporal sabiéndolo conjugar con el tiempo social específico del grupo en el que vive. En cuanto al tiempo digital, aún estamos en una fase emergente en la que no disponemos de la suficiente perspectiva para valorar las consecuencias de esta experiencia temporal en la educación. Ahora bien, sí se están adelantando ya maneras de actuar en las formas de aprender de los educandos. Ejemplo de estas son el requerimiento de actividad en la que la respuesta instantánea es esencial, la
lectura a partir de hipervínculos y predominantemente gráfica, la necesidad de conectividad permanente, etc. Este imaginario del tiempo educativo ha condicionado también los espacios de aprendizaje, limitándolos a espacios determinados, organizados y planificados para el logro de este objetivo. Instituciones educativas eficientes centradas en el aprendizaje de los conocimientos reconocidos como válidos en cada sociedad, negando fuera de sus muros otros espacios educativos. Debemos esperar a finales del pasado siglo XX a que se identifiquen otros escenarios como lugares de aprendizaje: la casa, las ciudades, la calle, la naturaleza, los medios de comunicación, las redes sociales, internet... A lo largo de todo este proceso la memoria juega un papel esencial, ya que es la que va a proporcionar secuencialidad entre el pasado y el presente, unidad a la capacidad de conocer. Gracias a ella es posible narrar la historia, la biografía de cada uno, aportando el porqué y el para qué de cada acción. A las preguntas usuales de quién eres, qué ocurrió... la memoria aporta los elementos necesarios para construir la identidad. Bárcena y Mèlich (2000) explican cómo la memoria no es una caótica yuxtaposición de fragmentos, sino que gracias a ella encontramos sentido a los hechos pasados al ser iluminados por ella, aunque siempre se corra el riesgo de interpretarlos de distinta forma. Resulta obvio que los recuerdos dependen siempre de cómo hemos vivido los acontecimientos, nunca serán réplicas exactas de los mismos: Pensar el tiempo es recordarlo, es prestar atención, es esperar. La pregunta entonces es: ¿en qué consiste la experiencia humana de un aprender como experiencia instalada en la temporalidad? Será un aprender la experiencia vivida como aprendizaje de la memoria: un aprender la experiencia, un aprendizaje de la relevancia y un aprender la experiencia posible como un aprendizaje del porvenir (Bárcena y Mèlich, 2000, p. 154).
La memoria se convierte así en la conservadora de valoraciones y acciones propias, clave para configurar y consolidar nuestra identidad. Esta cobra toda su fuerza y sentido en la medida en que cada uno, partiendo de lo que la memoria proporciona, es capaz de proyectarse al futuro en un continuo desarrollo perfectivo. Es necesaria para desarrollar identidades personales y colectivas congruentes, comprender la temporalidad, valorar el tesoro de sabiduría acumulado por la humanidad a lo largo de los siglos, clave de su progreso (García Amilburu, 2021). A la vez que cada uno convertimos cada espacio en los que interaccionamos en lugares habitados, lugares propios; no son simples espacios, sino un lugar, ya que «los espacios se recorren, los lugares se habitan, se aprende a habitarlos» (Bárcena, 2022, p. 153), los hacemos nuestros, parte de nosotros mismos. También, debemos ser conscientes de que, aunque dependemos de nuestro pasado, no estamos determinados por él, ya que tenemos capacidad para innovar, para crear, para cambiar, aportando nuevos elementos que no se contemplaron antes. El hombre es capaz de superarse a sí mismo, de reconocer su pasado y proponer nuevas alternativas ante un futuro siempre abierto ante sí planteando nuevas metas. Este sentido de futuro es el que ofrece la posibilidad de educación. Temporalidad del ser humano que facilita poder hablar de proyectos y que la educación como fenómeno vital sea considerada como un proceso que se da a lo largo y ancho de la vida, nunca como algo cerrado ni definitivo. En consecuencia, la educación es proyecto, es una tarea que debe estar presente siempre y en todo escenario, es un proceso que no termina nunca y que permite ordenar y valorizar toda la trayectoria vital de cada sujeto. Estamos ante, Una visión holística de la educación y del sector educativo; no lo limita al sistema educativo, ya que incorpora aprendizajes en entornos no-formales e informales (de la vida cotidiana); abarca a todas las personas y a todas las edades como sujetos de educación
y aprendizaje; pone el foco en el aprendizaje sobre la enseñanza; y reconoce que el aprendizaje es un continuo que tiene lugar no solo a lo largo de la vida, sino también a lo «ancho de la vida», es decir en diversas instituciones y espacios sociales: la familia, la comunidad, el sistema educativo, el trabajo, el juego, el deporte, el esparcimiento, la lectura, la participación social y política, el contacto con la naturaleza, entre otros posibles» (Programa Iberoamericano de Cooperación, 2021). Tarea que exige necesariamente una planificación común para todos, a la vez que atender el ritmo madurativo de cada uno, la diversidad que reclama guiar a cada educando a integrarse en la sociedad en la que vive. Aportarle los elementos necesarios para ser, conocer, hacer y convivir en contextos cada vez más cambiantes y dinámicos.
La educación, proceso y proyecto Ya se ha hecho referencia a que la educación como proceso requiere una serie de acciones sistemática y progresivamente organizadas y que un proceso educativo no está constituido por una serie de acciones aisladas entre sí, sino por una secuencia de acciones interaccionadas en orden a la consecución de unos objetivos determinados, apoyadas en aprendizajes y experiencias previas. Este carácter procesual de la educación se apoya en cuatro presupuestos:
El ser humano como sujeto de la educación está sometido biológica y psicológicamente a un progresivo cambio de maduración y desarrollo biológico. No solo el organismo humano madura, sino que todas y cada una de sus capacidades evolucionan con el tiempo y con la experiencia. La educación, por tanto, va acomodándose continuamente y de forma ordenada a los ritmos específicos de cada individuo. El ser humano es un ser activo dotado de capacidad de iniciativa y de respuesta ante cada situación. Está sometido a influencias internas y externas, no como ser pasivo sino dinámico en el sentido de que es capaz de asumirlas, rechazarlas, transformarlas, etc. De esta forma, el proceso educativo le acompaña, sea consciente de ello o no, a lo largo y ancho de su vida, de tal modo que puede llegar a ser capaz de conocer, de elegir y de actuar de forma correcta en cada situación, además de aprender de los errores, de los problemas, los contratiempos, etc. para integrarlos y, en la medida de lo posible, modificarlos en propio beneficio.
Las distintas manifestaciones de la vida humana son acciones específicas de un individuo. Cada ser humano es un ser unitario en el que se integran diversas dimensiones que le confieren el carácter de persona con una identidad propia. Pero esta identidad no se configura por parte de un sujeto solitario e independiente de los otros, sino en un proceso de socialización en el que cada humano cobra sentido y se configura como persona en la relación con el otro (Innerarity, 2001; Moreno Aponte y Vila Merino, 2022). Las diferentes manifestaciones que indican que un sujeto está alcanzando las metas educativas establecidas, como es el caso del aprendizaje de competencias, implican siempre un proceso continuo y eficaz a lo largo del tiempo en el que el sujeto es capaz de transferir esos aprendizajes a todo tipo de situaciones (Rodríguez Neira, 2001). A su vez, este proceso educativo se apoya en dos notas esenciales: intencionalidad y sistematización: Intencionalidad, categoría que rige todo proceso educativo, es decir, en cuanto realización de acciones que, de forma deliberada, conducen al logro de una meta. Puede darse de forma explícita o implícita e, incluso, el propio sujeto puede llegar a negar o rehusar un aprendizaje. Este rasgo de la conducta diferencia al ser humano del resto de los seres vivos, ya que ningún otro ser es capaz de actuar fuera de lo previsto en su propio ecosistema. De esta forma cada acción educativa se centra en el logro de un objetivo previamente decidido y, de acuerdo con este, se articulan los medios, los agentes, los recursos necesarios para alcanzarlo. Intencionalidad que se presenta tanto de forma directa, expresa, visible, como indirecta, no consciente. Es decir, situaciones en las que se aprende sin ser consciente realmente de ese aprendizaje, pero que la persona se muestra abierta a aprender. Por ejemplo, a través de la lectura de un libro, una película, una conversación, un
juego o un videojuego se aprenden contenidos significativos, aunque no sea consciente de forma explícita de ello. Esto no quiere decir que sea un aprendizaje al azar o un aprendizaje inconsciente o no querido. A la vez, esta categoría diferencia los aprendizajes adquiridos de los que se deben al desarrollo biológico del ser humano (p.e. caminar). En definitiva, hablar de educación es tratar de una planificación deliberada que guía a cada persona en su proceso madurativo, proceso que no se lograría únicamente con la evolución biológica del ser humano. Sistematización, planificación en la que la secuenciación e interdependencia, tanto de los elementos como de las acciones, resulta clave. Rasgo que se deriva de la intencionalidad, ya que sería imposible el logro de un fin sin que se apoye en una planificación para su logro. Únicamente se consigue una meta mediante la aplicación sistemática de un proceso y mediante la organización de los factores que intervienen. Sin una adecuada estructuración cualquier resultado que se pretenda obtener quedaría en manos del azar o de una subjetividad caprichosa e indeterminada, mermando, así, las posibilidades de desarrollo del individuo. Los niveles de sistematización pueden ser diversos, ahora bien, siempre estarán presentes de una u otra forma (Rodríguez Neira, 2001). A la vez, cuando abordamos la dimensión temporal de la educación resalta también el que siempre se dirige al futuro. Educar mira al futuro al preparar a las personas para atender las más diversas situaciones, acceder al conocimiento, resolver problemas en cualquier escenario conocido o posible. Esta es la función de la educación, más necesaria que nunca en la sociedad actual: preparar para un futuro realmente incierto. Si este siempre ha sido impreciso, tal vez ahora lo sea más, en la medida en que los cambios son cada vez más rápidos, interdependientes a escala global, y complejos. Realidad que reclama, cada vez con mayor fuerza, la educación a nivel individual y social, vía que posibilita la propuesta por parte de cada sujeto, y de cada grupo, de su proyecto de vida. Promover su existencia de acuerdo con la meta que se propone, lo que va a
facilitar que sus acciones y actuaciones sean coherentes con ella, responsables y participen en el desarrollo de la realidad social emergente. En consecuencia, se entiende fácilmente que la educación sea una auténtica fuente de riqueza para cada ciudadano y para la sociedad. Gracias a la educación logramos el desarrollo pleno de las capacidades de la persona, que de otra forma no sería fácil alcanzar, a la vez que se pretende la integración de cada individuo en la sociedad en la que vive, como miembro activo y responsable que debe ser, no educando para un momento determinado, ni para afrontar una situación concreta, sino que se educa para la vida y durante toda la vida (Colom y Núñez Cubero, 2001). Sin duda, la educación presta el mejor servicio a la persona: ayudarle a madurar, hacerle consciente de sí mismo y ser capaz de autodeterminar su propio proyecto vital. Lo que nos lleva a evidenciar, de nuevo, la educación como derecho. Negarlo es restar a cada uno sus posibilidades de futuro. A la vez que un deber, una responsabilidad de cada uno consigo mismo.
La educación a lo largo y ancho de la vida Si reconocemos que la educación aporta a cada ser humano las condiciones y competencias necesarias para alcanzar el desarrollo de sus capacidades de acuerdo con sus propias metas, entonces defenderemos que la educación es necesariamente una realidad a lo largo y ancho de la vida. Es decir, estamos ante un proceso educativo que ni puede ser limitado a una acción aislada ni a un espacio de tiempo o a una etapa vital determinada, ni a un único escenario, sino que impregna toda propuesta educativa en cualquier momento y contexto de la biografía de cada persona. La idea que subyace en la educación a lo largo y ancho de la vida es, en primer lugar, la capacidad permanente de aprendizaje del ser humano, para pasar, en segundo lugar, a la identificación de todo escenario como lugar de aprendizaje, por lo que será necesario organizarlos y conexionarlos para el logro de los mejores resultados formativos. En este sentido comprendemos que la educación sea necesariamente: Actividad intencional. Realidad sistémica, estructurada, institucional, en la que deben estar involucradas en su diseño y desarrollo, de una forma u otra, las políticas educativas, sociales, económicas, culturales, etc. tanto a nivel nacional como internacional. Acción dirigida a todos los seres humanos en cada una de las etapas vitales, respondiendo a las necesidades e intereses en cada una de estas.
De todo esto se desprende que la educación a lo largo y ancho de la vida se caracterice por ser: Abierta y multidimensional. Presente en cada etapa vital y en todo escenario donde participe el ser humano. Participativa. Capaz de responder a las demandas, necesidades e intereses individuales y sociales. Integral, ya que abarca todos los ámbitos de formación. Esta idea sobre la educación ha ido cobrando fuerza a lo largo del pasado siglo XX, convirtiéndose finalmente en el eje que explica y da sentido a toda propuesta educativa. Idea en la que, de forma especial, han intervenido en su difusión los organismos supranacionales, especialmente la UNESCO a través de tres informes clave (Figura 4.3). El Informe Faure, Aprender a ser (1972), fue uno de los primeros documentos clave para este cambio al indicar la necesidad de flexibilizar la organización del sistema educativo, la ampliación del acceso a los estudios superiores, el reconocimiento de la educación informal y no formal y la necesidad de introducir en el currículo escolar los nuevos contenidos ligados a las necesidades sociales emergentes.
FIGURA 4.3. Informes clave de la UNESCO centrados en la educación. Sin embargo, debemos esperar dos décadas para la publicación del Informe Delors, La educación encierra un tesoro (1996), para abordar, precisamente, esas necesidades emergentes. Texto que se centra en el valor de la educación como instrumento para la paz, la libertad y la justicia social, asentado en cuatro pilares: aprender a conocer, a hacer, a vivir juntos y a ser. Y veinticinco años más tarde se presenta un nuevo Informe Reimaginar juntos nuestros futuros: un nuevo contrato social para la educación (2021), que avala el modelo de educación por competencias y que no solo continúa profundizando en qué y cómo aprendemos, sino que añade una nueva pregunta: por qué
aprendemos. Además de que promueve el objetivo de que desde la educación se dé forma al mundo que queremos como sociedad, en el que debe estar presentes dos elementos fundamentales del mundo actual: el impacto del cambio climático y las tecnologías. Poco a poco se asienta este nuevo paradigma, avalado no solo por UNESCO, sino también por el Banco Mundial, la OCDE, la Unión Europea, entre otros, que reconocen el cambio que estamos viviendo en nuestras sociedades y los retos a los que debemos responder, entre los que destacamos: El rol que debe desempeñar la escuela en la sociedad del conocimiento. El acceso de toda la población a la educación, garantizando el principio de equidad e igualdad de oportunidades. La ruptura de barreras entre los diferentes escenarios de aprendizaje. Los nuevos conocimiento.
estilos
de
aprendizaje
en
la
sociedad
del
La incorporación de las tecnologías de la información y del conocimiento a la educación. Destacamos el papel de estas organizaciones supranacionales en la difusión y consolidación de este nuevo paradigma, dada su capacidad de influencia en la política educativa de cada país, su capacidad de reunir a diferentes profesionales para dialogar y proponer nuevas formas de comprender y facilitar educación. A la vez, no podemos obviar que en la base de esta evolución de la idea de educación resaltan dos elementos que son, en definitiva, los que están promoviendo esta transformación. Nos referimos a la
celeridad en los que estamos sumidos todos y que nos exige constantes reajustes a todos los niveles (personales, sociales, profesionales, etc.), que exige la capacidad de aprendizaje permanente para afrontarla en cada etapa vital y en cada nuevo escenario y situación. Y, por otro lado, el reconocimiento del conocimiento como fuente de desarrollo personal y social. La clave de nuestro progreso está en el saber y la posición de cada uno en el espacio del saber será decisivo para su futuro. Así, ya no es una cuestión de elección acceder al mundo del conocimiento, sino necesidad de todo ser humano. En consecuencia, se identifica que la única vía de que disponemos para acceder a esta sociedad del conocimiento es nuestra capacidad de aprender a aprender, ya que: «(…) pertenecemos a la primera generación que sabe a ciencia cierta que no sabe cómo va a ser el futuro» (Longworth, 2005, p. 18). Lo que exige una educación a lo largo y ancho de la vida al depender de nuestro saber conocer, hacer, vivir juntos y ser. De todo ello se desprende la necesidad de: Garantizar el acceso a la educación a todos y todas en los diferentes escenarios y en cada etapa vital sabiendo hacer visible las diferentes ofertas y posibilidades formativas, a la vez que garantizar la flexibilidad para acceder a todas ellas. Reconocer los diferentes aprendizajes independientemente del escenario donde se hayan adquirido. Formar en competencias, de tal forma que todo individuo posea las capacidades, conocimientos, actitudes y habilidades necesarias para resolver de forma eficaz cualquier situación y/o problema al que se enfrente. Favorecer el papel activo y central del educando en el logro de los objetivos educativos, sin mermar el rol del educador como guía, tutor y apoyo en este proceso de aprendizaje permanente.
En suma, consolidar una de las propuestas más innovadoras de la educación: la cultura del aprendizaje, que permitirá a la ciudadanía combinar y estructurar los aprendizajes obtenidos en la escuela, en la universidad, en el trabajo, en el tiempo libre, etc., en cualquier escenario con el fin de que sean identificados, evaluados y reconocidos. Experiencia no es simplemente la vida sino la vida vivida y no es tampoco lo que pasa sino lo que nos pasa, y pasándonos nos forma y nos transforma. De ahí que la experiencia esté más ligada a nuestra formación (...) es el ámbito, muchas veces invisible, informal y silencioso que interviene en nuestra trans-formación continua; es la presencia original y activa de los sujetos en su propia formación (Sanz Fernández, 2006, p. 406). Enfoque que justifica, en definitiva, el reconocimiento de diferentes escenarios para el aprendizaje. No podemos seguir manteniendo que las instituciones educativas son las únicas vías y espacios de formación, sino que se exige el reconocimiento de los aprendizajes generados en otros espacios y tiempos, ya que en la actualidad importa más lo que se aprende que las circunstancias de cómo, dónde, cuándo y con quién se aprende (Sanz Fernández, 2006; García-Blanco, Bautista-Cerro y Ruiz-Corbella, 2016).
TIEMPO Y ESPACIO EN UN MUNDO CONECTADO Si hace unas escasas décadas el mundo virtual era una propuesta de la narrativa de ciencia-ficción, en nuestros días lo contemplamos ya como algo real, con muchas desigualdades entre unos grupos y otros y que está modificando nuestro modo de interactuar y comprender nuestro entorno y las relaciones con nuestros pares. Estamos inmersos en una de las mayores transformaciones de la sociedad, similar a la que generó la Revolución Industrial del siglo XVIII, pero esta vez con dos rasgos clave que la impulsan: la celeridad de la generación de las innovaciones tecnológicas que la hacen posible y la globalidad de su presencia e impacto. Su expansión en todas las regiones del planeta gracias a la conectividad de esta tecnología en todos los órdenes de interacción humana y los profundos cambios que genera, a la vez que la celeridad en que estas innovaciones son sustituidas por otras de mayor alcance, son elementos definitorios de esta nueva sociedad. Pero debemos analizar cómo se contemplan y se evidencian en este mundo emergente las coordenadas espacio-temporales propias del ser humano y de sus sociedades, ya que por primera vez: «… nuestra relación con el mundo y en el mundo está completamente mediatizada por la tecnología» (Llorca y Cano, 2015, p. 223). Ahora, el problema que se deriva, siguiendo a estos mismos autores, es que «vivir en lo virtual significa, en cierto modo, vivir en lo irreal» (p. 225), con todo lo que entraña actuar en un contexto digital. La idea de espacio es uno de los referentes clásicos de la humanidad que se rompe radicalmente en esta ‘sociedad red’. Pasamos de espacios físicos, delimitados, organizados con elementos materiales que los identifican bien sobre su uso, bien sobre el sujeto
que lo posee y/o habita, y que ayudan a reconocerlos, a unos espacios «virtuales», que existen aparentemente, simulados y que no poseen ninguna de las cualidades físicas mencionadas: lugar definido, delimitado… Son espacios-nodos no asentados en ningún lugar (Gros, 2015), lo que genera la posibilidad de aprender en diferentes contextos y/o escenarios de la red favoreciendo el aprendizaje a lo ancho de la vida. Utilizamos la información que necesitamos accediendo a diferentes espacios virtuales independientemente de dónde y cuándo nos encontremos físicamente. Las instituciones educativas dejan de ser los lugares exclusivos de conocimiento y de saber, al poder acceder al mismo cualquier individuo desde cualquier lugar y tiempo. La conectividad y las tecnologías móviles nos están permitiendo alcanzar el conocimiento que se requiere en cada momento, esto conlleva: «el hecho de que el conocimiento pueda ser un nodo de una red y que cualquier red pueda proporcionar conocimiento significa que todo y todos podemos ser recursos para el aprendizaje» (Gros, 2015, p. 61). En definitiva, pasamos a un aprendizaje ubicuo que muestra la flexibilidad y adaptación a contextos diversos y en constante movimiento, a pesar de que accedamos a ellos desde la silla del dormitorio o en un parque. Es decir, desaparece la noción de espacio físico delimitado al romperse la relación entre el cuerpo y el espacio exterior. Ruptura que también afecta a la interrelación entre las personas que pasan a denominarse usuarios, followers… En cuanto a la idea de tiempo, esta también sufre una radical transformación al dejar de percibir la linealidad temporal de la vida al actuar en un permanente aquí y ahora, desligado del pasado y del futuro. Es la instantaneidad lo que prima: busco lo que necesito, recupero lo que quiero visionar, compro lo que quiero…, y en este mismo instante. Lo que acaba convirtiendo una relación, una comunicación en una tiranía: estar permanentemente conectada en la que se exige la respuesta instantánea, a la vez que se otorga más valor a la interacción mediada por la tecnología, que cara a cara. Lo
que nos lleva a no saber dedicar tiempo a otras actividades fuera de la pantalla, a disponer de tiempos muertos, a la soledad o a dar nuestro tiempo ayudando a otros. En definitiva, llegamos a ser intolerantes a la espera (Llorca y Cano, 2015). Sin duda, este mundo virtual nos proporciona instrumentos, medios, opciones de gran valor, pero ahora debemos ser conscientes de los problemas que presentan en la configuración de cada persona y de las sociedades. Debemos «… entender su valía como herramienta al servicio de la sociedad y evitar que se convierta en agente director del proceso de toma de decisiones» (Vilaplana y Stein, 2020, p. 114), lo que conlleva, continúan estos autores, el riesgo de perder aquello que hace al ser humano único: su capacidad de pensar con responsabilidad, ser consciente de las consecuencias de sus acciones. Nos referimos a:
La brecha digital que existe entre unos individuos y otros sencillamente por no poder conectarse a la red. La conectividad es una de las condiciones para poder participar en esta sociedad red. A la vez, la accesibilidad a los dispositivos y artefactos a través de los cuáles conectarse. Accesibilidad económica a estas herramientas y aplicaciones, y accesibilidad para poder manejarlos. Y en esta brecha digital no debemos olvidar la alfabetización digital que enseñe a utilizar, buscar, recuperar, reutilizar, etc., este nuevo lenguaje. La dependencia tecnológica, ya que una vez sumidos en ella somos incapaces de desligarnos. Dependemos de ella para todo, es nuestra memoria, el espacio de información, de aprendizaje, de interacción…, llegando a confiar todo a la red. La celeridad, la velocidad en la que se dan las innovaciones tecnológicas junto con la velocidad en la que se facilita la comunicación, origina la instantaneidad como uno de los rasgos clave de esta sociedad. Desaparece la capacidad de espera, de reflexión, de atención…, ya que disponemos de todo al momento.
El conocimiento está dominado por la narración emocional al querer centrar esa atención fragmentada entre muchas informaciones posibles. Buscamos impactar, no razonar ni reflexionar. La comunicación se simplifica, se ahorra en palabras, vale más una imagen, gif, emoticón…, palabras sin conectores, que una narración estructurada. Sin duda, estamos ante una situación que favorece la vulnerabilidad del ser humano, ya que: La consecuencia de la caída de los muros del conocimiento tiene implicaciones importantes para los profesionales de la educación. Las personas precisan una formación que les ayude a vivir en esta sociedad sin muros evitando la fragmentación, dispersión y un exceso de carga emocional y cognitiva. Para ello, es muy importante dotar a la persona de capacidades para la autorregulación del aprendizaje (Gros, 2015, p. 67). En consecuencia, debemos, sin duda, diseñar acciones formativas apoyadas en estas tecnologías —sin dejar de lado experiencias formativas en contextos presenciales—. Diseños formativos que deben apoyarse en los rasgos de: Permanencia: aprender a conservar la información, el conocimiento logrado y el trabajo realizado entre los diferentes escenarios, programas, dispositivos, etc. Accesibilidad: aprender a acceder a cualquier recurso formativo desde cualquier lugar y en el momento idóneo facilitando el autoaprendizaje.
Agilidad: poder obtener la información necesaria en el momento en que la requiera. Interactividad: poder y saber interactuar con los otros, tanto de forma síncrona como asíncrona. Diseños en los que el peso del aprendizaje reside en uno mismo, pero en los que la tarea de los profesionales de la educación resulta imprescindible como guía de este proceso, como tutores capaces de generar la reflexión, la búsqueda estructurada de la información, el discurso razonado, la capacidad de espera, etc. Los profesionales de la educación tienen que ser guías en este proceso no solo de acceso a la información, sino, y sobre todo, a la selección, elaboración e interrelación de la misma, de acuerdo con los objetivos de aprendizaje que conlleva, sean estos explícitos o implícitos. El tiempo, el espacio y el proceso son claves en el desarrollo integral de la persona.
BLOQUE II DÓNDE SUCEDE LA EDUCACIÓN
Tema 5
Dónde aprendemos: la multiplicidad de escenarios de aprendizaje¹
EL ACCESO AL CONOCIMIENTO EN LOS ACTUALES ESCENARIOS DE APRENDIZAJE Exponer que en la familia y en las instituciones educativas es donde se aprende es, sin duda, una afirmación correcta. Sin embargo, es evidente que excluye otros escenarios tan relevantes y presentes en nuestra vida cotidiana que también originan gran parte de nuestros aprendizajes, aunque no seamos conscientes de ello. Como educadores sabemos que no somos los únicos que disponemos de las claves para educar, para transmitir conocimiento, además de que educar no se limita a un único escenario. Lo que nos lleva a preguntarnos, ¿cuáles son los escenarios de formación? ¿Dónde aprendemos? ¿Cualquier contexto educa? Para responder a estas cuestiones, lo primero que debemos reconocer es la complejidad de la propia educación. Estamos ante una acción dispersa, permanente, personal, versátil, capaz de facilitarnos conocimientos y habilidades para responder, en cada momento y contexto, a lo que se nos demanda. Formación que, durante siglos, ha sido inamovible y fácilmente identificable. Estaban claramente detallados los contenidos básicos que se impartían en los centros educativos y la formación que debían recibir cada una de las profesiones, ya sea en las aulas universitarias o en los centros de trabajo. Todo este proceso educativo estaba estructurado y sistematizado, o sencillamente reconocido, a la vez que centrado en determinadas etapas vitales. Y si revisamos los sistemas educativos actuales comprobamos que responden plenamente a esta planificación, contenido, resultados y certificación. Ahora bien, la radical transformación que la educación está viviendo en los últimos cincuenta años responde, lógicamente, a la rápida evolución que estamos viviendo que exige, por un lado, una
formación permanente a lo largo y ancho de la vida y, por otro, el reconocimiento de todos los escenarios en los que interactuamos como fuentes de aprendizaje. Además, debemos ser conscientes de que hoy en día las situaciones que afrontamos exigen una formación acorde a conocimientos en continua expansión, fácilmente accesibles, a la vez que determinados por su rápida obsolescencia. Esto nos lleva a identificar cuatro características presentes en los conocimientos adquiridos en cualquier escenario del siglo XXI: volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad. Lo que ha generado la denominación de entorno VUCA (por sus siglas en inglés), que recoge los términos Volatility, Uncertatinty, Complexity y Ambiguity como rasgos que identifican la sociedad actual. Acrónimo utilizado a partir de la década de los 90 del pasado siglo, principalmente en el ámbito empresarial, para diseñar estrategias para afrontar el futuro y que responde también al contexto y a los conocimientos que debemos enseñar. El entorno VUCA comprende la:
Volatilidad (Volatility), ya que los conocimientos que hemos adquirido sufrirán continuamente cambios, se transformarán o deberán ser sustituidos por otros. Nada permanece estable, ya que los avances del conocimiento se están sucediendo a un ritmo hasta ahora inimaginable, junto con el acceso a una cantidad incalculable de información en el momento y lugar que uno quiera. Esto conlleva una formación en competencias: saber, de forma rápida, eficaz y eficiente, buscar, seleccionar, discernir, elaborar y crear contenidos en el momento en que se requieran. Incertidumbre (Uncertatinty), ya que no sabemos en qué momento podré utilizar un conocimiento aprendido o deberé reelaborarlo para dar respuesta y/o adaptarlo a una nueva situación. Estamos en un proceso de continuo cambio, siempre ha sido así, pero en la actualidad este cambio se produce a gran celeridad. La flexibilidad, la resiliencia, la paciencia o la agilidad son capacidades
que deben ser adquiridas para saber afrontar y manejar las diferentes situaciones de nuestra vida, así como la dificultad que conlleva la gestión de la incertidumbre. También se exige la localización y tratamiento de la información necesaria en cualquier lenguaje como competencia ineludible. Complejidad (Complexity), ya que cada situación, cada problema, cada acción se caracteriza por la multiplicidad de factores que intervienen e interactúan entre sí al influir todo en todo. Es necesaria la capacidad de análisis interdisciplinar, de trabajo y aprendizaje en equipo, de pensamiento crítico, a la vez que de creatividad. Ambigüedad (Ambiguity), al no existir patrones o modelos de conductas, soluciones aceptadas de forma unánime, ni precedentes que faciliten la toma de decisiones ni la comprensión de una realidad tan cambiante, global e interactiva: «Una misma evidencia científica puede ser interpretada de diversas maneras, a veces contradictorias. Incluso entre expertos» (Antó, 2020, s.p.). Este cambio de perspectiva lleva a una situación que nos desafía a repensar la educación (Rivas, 2017), a reconocer que no existe un único escenario ni un único agente para la generación de conocimiento. Aprendemos en múltiples entornos, todos ellos relevantes en el proceso de aprendizaje. Además, al desconocer el futuro, ni poder predecirlo, debemos formar desde la perspectiva VUCA de los conocimientos mencionados, lo que nos lleva a enfocar y comprender este proceso desde una «ecología del aprendizaje». No hay duda de que este nuevo enfoque ha estado muy condicionado por la irrupción de las tecnologías de la información y la comunicación, pero no debemos reducirlo a estas. Se trata del reconocer una idea mucho más amplia del aprendizaje, de no limitarla a determinadas instituciones, sino de visibilizar los conocimientos aprendidos a partir de las interacciones, directas e indirectas, que se llevan a cabo en cualquier momento y lugar en cada uno de los escenarios en los que actuamos. Elementos
dinámicos e interdependientes que moldean el proceso de aprendizaje de cada persona. Es decir, descubrir y explorar «el conjunto de contextos hallados en espacios físicos o virtuales que proporcionan oportunidades de aprendizaje. Cada contexto comprende una configuración única de actividades, recursos materiales, relaciones personales y las interacciones que surgen de ellos» (Barron, 2004, p. 6).
EL PROCESO EDUCATIVO DESDE LA ECOLOGÍA DEL APRENDIZAJE Resulta obvio que la educación sea reconocida como un fenómeno absolutamente necesario para el desarrollo de todo ser humano, que se ha ido llevando a cabo de diferentes modos y entornos educativos a lo largo de la historia. De una manera u otra la educación siempre ha sido, es y será una constante de cada persona en su trayectoria vital. Cada civilización, cada pueblo ha transmitido, de una forma más o menos sistematizada, jerarquizada, organizada y visible los elementos fundamentales de su cultura, de su modo de realizar y afrontar las diferentes tareas necesarias para la sobrevivencia de sí mismo y de la comunidad en la que vive. De esta forma, se asegura la mejor adaptación e incorporación de cada uno de sus miembros al grupo, con lo que se asegura su perpetuación a lo largo del tiempo. En este sentido, afirmamos que la educación ha estado siempre presente, y se seguirá dando, en la medida en que se pretenda transmitir a otros cualquier elemento que conlleve un aprendizaje valioso de conocimientos, normas, destrezas, valores... De ahí que,
La educación no sea una realidad presente únicamente en las civilizaciones desarrolladas, sino una acción consustancial a toda persona y grupo humano. Estamos ante un fenómeno que difícilmente podemos encerrar en una clasificación o en una definición más o menos compleja. Es mucho más amplia y rica que cualquier sistematización y explicación que podamos formular, ya que responde a las necesidades constantes y en continua evolución de todo ser humano. Estamos ante una realidad vital, que está reclamando a la Pedagogía la permanente reflexión y explicación de los diferentes escenarios que generan la diversidad de formas educativas que contemplamos. Comprender esta realidad nos ayudará a saber intervenir cada vez mejor en los diferentes ámbitos de influencia educadora que se están dando en nuestra sociedad. Por otro lado, no hay duda de que la evolución de la educación en unas culturas y otras ha sido radicalmente diferente. Las demandas, las necesidades, las posibilidades... han planteado formas dispares entre unas y otras, respondiendo así con modelos educativos totalmente diferenciados. Si nos centramos en los llamados países desarrollados, la educación ha ido alcanzando cada vez cotas más altas de sistematización, lo que conlleva, a su vez, mayor complejidad en su propia organización y desarrollo, junto con una mayor rigidez. Sistema en el que prevalece la uniformidad frente a la diversidad, que deriva en la exclusión de muchos que no pueden, saben o quieren incorporarse a este modelo único. En los dos últimos siglos las instituciones educativas han sido los únicos protagonistas facilitadores de aprendizaje, ignorando otros posibles espacios de formación y dejando atrás al alumnado que no se amoldaba a lo establecido. Problemas de exclusión, de fracaso escolar, de vulnerabilidad se derivan, en gran parte, de esta única mirada. Sin embargo, la actualidad caracterizada por los conocimientos VUCA, junto con la necesidad del aprendizaje a lo largo y ancho de la vida, impone uno de los cambios más significativos para la educación, reconocer que las instituciones educativas no son las protagonistas absolutas de la formación. Existen otros escenarios igual de relevantes y necesarios que forman. Ante esta situación emerge la propuesta de las ecologías del aprendizaje, que se define como: «(…) el entramado de contextos y elementos, de diversa naturaleza que las personas utilizan y gestionan para formarse y aprender» (Souto-Seijo, Esteve y Sandez, 2021, p. 64). Es decir, y de acuerdo con lo que indican estas autoras, cada persona es considerada como creadora y protagonista de sus experiencias de aprendizaje, lo que conlleva que se considere su trayectoria vital, en los diferentes contextos en los que actúa y se desarrolla, como los núcleos clave de su aprendizaje en un juego
constante de experiencias de educación formal, no formal, de aprendizaje informal y de autoformación, entendiéndolas en un contraste permanente de enseñanza estructurada/sin estructurar y aprendizaje planificado/sin planificar (Figura 5.1), aunque esta denominación que utilizamos sea para algunos autores algo obsoleto o poco operativo (Úcar, 2023).
FIGURA 5.1. Escenarios educativos. No se trata de confrontar una modalidad educativa frente a otra, ni destacar una de estas como la más idónea, sino de reconocer el valor de cada una de ellas como espacios de formación y de aprendizaje, independientemente de las denominaciones y sistematizaciones que utilicemos. También identificar los contenidos que se adquieren en ellas, ya que a partir de estos escenarios se favorecen nuevos aprendizajes, se promueve el desarrollo de determinadas capacidades, se facilitan nuevos intereses y ámbitos de aprendizaje, con el fin de dar respuesta a todas las personas, sean cuales sean sus situaciones, condiciones, etc. Trabajar como profesionales de la educación interactuando con los otros agentes educativos presentes en cada uno de los escenarios en los que se desenvuelve cada individuo. Lógicamente, nuestros diseños pedagógicos y/o socioeducativos deben estar planificados, estructurados, pero sabiendo integrar los aprendizajes adquiridos en otros entornos, incorporando a otros agentes, de tal forma que cada acción formativa alcance plenamente su objetivo, sabiendo incorporar aquellos aprendizajes adquiridos fuera de nuestros diseños formativos. A partir del reconocimiento de la fuerza educativa de todo entorno vital comprendemos las diferencias entre los dos modos de entender la educación: la existente a lo largo de los dos últimos siglos, especialmente ligada a la implantación y desarrollo de las instituciones educativas, frente a la que se deriva de la propuesta de las ecologías del aprendizaje, que recogemos de forma sintética en la Tabla 5.1. TABLA 5.1. Diferentes modos de entender la educación
ENSEÑANZA-APRENDIZAJE SIGLOS XIX Y XX Dónde y con quién
Instituciones educativas Profesionales de la educación
Cuándo
En determinadas etapas vitales.
Qué
Saberes culturales estables valorados socialmente.
Para qué
Preparación para desarrollar el proyecto vital personal y profesional.
Cómo
Acciones educativas intencionales, sistemáticas y planificadas Alfabetización lectoes
Fuente: adap. Coll, 2013. Se trata, por tanto, de recuperar la idea de educación, que entraña un concepto amplio del aprendizaje apoyado en el establecimiento de relaciones bidireccionales entre los diferentes agentes, gracias a las cuales se logran las trayectorias de aprendizaje. Con esta propuesta no se elimina ni se disminuye la relevancia de la formación adquirida en las instituciones educativas, pero, sí exige su resignificación al ser considerada un entorno más, importante sin duda, en la red educativa que se teje gracias a la interacción de todos los contextos. Red que se dirige a facilitar las competencias necesarias para ser capaces de buscar la información, los datos, el contenido que requerimos en cada momento, y seleccionarla, de tal forma que sepamos utilizarla de forma eficaz en cada situación. Lo que nos lleva a reconocer dos características clave de este proceso educativo: la ubicuidad del aprendizaje y la porosidad de los contextos (Figura 5.2), que nos conduce hacia un modelo de educación distribuido e interconectado, así como multiforme e híbrido de realidad y virtualidad (Marina, 2015).
FIGURA 5.2. Características clave del modelo educativo distribuido e interconectado. En definitiva, reconocer los diferentes nichos de aprendizaje para configurar una red sólida y visible con la que podamos trabajar de forma corresponsable. En este sentido, tan relevante es el papel educativo de la familia, como nicho de aprendizaje, como el de las instituciones educativas, los amigos, la calle, el centro de trabajo, internet o la ciudad, lo que conduce a la necesaria corresponsabilidad de trabajar en proyectos compartidos. La hibridación, la interrelación, la articulación, la intermediación, la intercomunicación y la permeabilización han sido cada vez más, el camino seguido para facilitar aquel ajuste y posibilitar, al mismo tiempo, la compresión de una complejidad social y educativa que iba siendo gradualmente visibilizada (Úcar, 2023, p. 16), En este contexto es tal la multitud de procesos, sucesos, fenómenos, agentes o instituciones que se consideran educativos en los diferentes escenarios que, para reconocer la dimensión educadora de estos, se reclama la necesidad de definirlos y sistematizarlos con la única intención de ordenar las diferentes acciones educativas que se llevan a cabo dotando a cada una de ellas de su pleno sentido y función. Se trata de relacionar unas acciones con otras, de tal forma, que dote a cada individuo, de modo eficaz, de estrategias para el aprendizaje permanente necesario para responder a las exigencias de cada momento. No es casual que esta problemática surja al final de los años 60 del pasado siglo, al hilo de la denominada crisis de la educación. Fue en ese momento cuando tuvo una gran resonancia el informe «La crisis mundial de la educación» (Coombs, 1971), en el que se denunció la incapacidad de los
sistemas educativos vigentes para atender y responder a las necesidades, cada vez más cambiantes, de la nueva era que entonces se vislumbraba, junto con movimientos muy conocidos que promovían la desescolarización de la sociedad. Sin embargo, la solución no dependía ni del cierre de las instituciones educativas, ni de que abarcaran más espacio del que ya atendían, ya que las instituciones educativas vigentes por sí solas no podían atender todas las posibilidades educadoras que cada individuo necesitaba, sencillamente porque se trata de una red de aprendizaje mucho más amplia. Los centros educativos debían comenzar a reconocer y trabajar con los otros nichos de aprendizaje. El tema es, sin duda, complejo, ya que si bien la educación ha colaborado de manera indiscutible en la ruptura con el pasado —al contribuir de forma decisiva a las grandes transformaciones sociales, al desarrollo económico, al progreso científico y económico—, nunca ha cortado de forma drástica con él. Lo que ha supuesto que las instituciones educativas sigan viviendo en el pasado, sigan ancladas en unos procesos de aprendizaje que ya no responden a las formas de aprender de la sociedad actual, vivan una continua disociación entre lo que se pide dentro de sus paredes y fuera de ellas, lo que sucede dentro de ellas y fuera. Se hace necesario apuntar hacia un cambio que las permita caminar y construir junto a la comunidad en la que se encuentran. Sin duda, la sociedad del aprendizaje, tal como ahora la denominamos, exige un cambio radical en el planteamiento, reconocimiento, sistematización y organización de la educación. Las instituciones educativas, que han dado resultados satisfactorios durante décadas, deben transformarse, reformularse, para atender estas nuevas exigencias emergentes al hilo de las nuevas situaciones sociales que nos están condicionando. Nos referimos, en concreto, a: La consolidación del derecho a la educación. El reconocimiento de la educación a lo largo y ancho de la vida. Los cambios en la estructura demográfica de la población. El avance de las tecnologías de la información y la comunicación. Los grandes cambios políticos y económicos. La consecuente reorganización social y cultural. Ninguno de estos factores explica por sí mismo las grandes transformaciones que está viviendo la sociedad occidental. Ahora bien, la interrelación de todos ellos conlleva cambios sin precedentes, especialmente debido a la celeridad con que se generan y desaparecen. En este sentido, los expertos coinciden en afirmar que no sabemos para qué futuro debemos educar, por lo que:
Se debe consolidar una formación de lo esencial, fundamentalmente apoyada en la multiplicidad de alfabetizaciones y la formación en competencias y valores. Esto, a la vez, nos ha conducido a un replanteamiento del concepto de educación, pues estamos convencidos de que mejorar estas instituciones es necesario, pero no suficiente, ya que a ello deben sumarse las actuaciones educativas corresponsables, el reconocimiento de los diferentes modos que configuran la red de aprendizaje de cada sujeto. Educar es algo más que instruir, que enseñar, es un proceso permanente de aprendizaje que se resolverá de manera diferente en cada una de las etapas vitales y de forma diversa por cada uno de nosotros. Esta diversidad deviene de las diferentes
necesidades, exigencias, posibilidades..., de cada ser humano, que debe saber responder a la generación de aprendizajes centrados en el desarrollo como persona en su dimensión individual y social. Por otro lado, la educación no es algo reservado a unos pocos, sino un derecho a la vez que un deber de todo ser humano dirigido a desplegar todas y cada una de sus capacidades. Se ve en ella la clave para desarrollar y consolidar su sentido de identidad y pertenencia a un grupo, a una comunidad, que facilita la promoción social de todo individuo. La sociedad nos lleva continuamente a ir procesando una serie de cambios que nos hacen acelerar ese proceso de aprendizaje y de desarrollo a lo largo y ancho de toda la vida, ya que la alternativa de no adaptación a dichos cambios «es quedarse marginado» (Marina, 2015). De ahí que la Unión Europea, como referente en nuestro contexto, incida, en una de sus últimas resoluciones relacionadas con la educación, en la relevancia de atender la enseñanza y el aprendizaje en todos los contextos, incluidos los escenarios digitales, y niveles, tanto formales, no formales como informales, desde la primera infancia hasta la educación de adultos, incluidas la formación profesional y la educación superior (Council of the European Union, 2021). En suma, educar atendiendo a la singularidad de cada persona, ayudar a incorporarse de forma activa en el contexto —en su más amplio sentido— en el que vive. Punto en el que recuperamos dos de los principales principios educativos: individualización y socialización.
Criterios para la sistematización Si los principios para identificar y sistematizar estos escenarios se centran en su estructura y en la planificación de los aprendizajes, debemos determinar los criterios que determinan la asignación de estos aprendizajes a cada uno de estos escenarios y/o experiencias de formación. Estamos ante una cuestión delicada y difícil, que ya ha sido tratada por numerosos autores (Pastor, 2001, Trilla, 2003, Touriñán y Sáez, 2012), con un debate que continúa abierto. A partir de estas posturas, destacamos dos criterios básicos presentes, de una u otra forma, en toda propuesta educativa, que facilitan esta sistematización de los aprendizajes adquiridos en los diferentes escenarios: a) la intencionalidad del agente y del actor, ya sea esta personal o grupal; y b) los efectos educativos logrados.
Intencionalidad del agente, tema complejo, ya que para identificar una acción como educativa siempre debe darse, ya sea explícita o implícitamente tanto en los agentes como en los actores (Figura 5.3).
FIGURA 5.3. Roles del educador y del educando en el proceso de enseñanza-aprendizaje. En este proceso, como resulta obvio, el desarrollo evolutivo resultante de la evolución biológica del ser humano no puede ser considerada como educación. Para determinar una acción como educativa debemos atender a la intencionalidad de agentes y actores en el logro perfectivo de determinadas capacidades, actitudes... En este sentido se entiende la idea de intencionalidad, aunque en ocasiones no se pueda concretar de forma clara y explícita la intención de influir por parte del educador, o de aprender por parte del educando. Veamos unos ejemplos (Tabla 5.2): TABLA 5.2. Intencionalidad del agente educador
IMPLÍCITA
EXPLÍCITA
Familia: compartir juegos de mesa con los hijos
Familia: enseñar habilidades
Instituciones educativas: corregir comportamientos disruptivos en el aula
Instituciones educativas: rea
Ciudad: facilitar espacios deportivos, de ocio abiertos a todos
Ciudad: organizar un plan de
Redes Sociales: ofrecer información de determinados contenidos
Redes Sociales: difundir un p
Pero, este criterio debe analizarse relacionándolo con el efecto educativo que se ha logrado en el educando. Es decir, acabamos de afirmar que no todo cambio o evolución de una persona puede considerarse educativo. Únicamente será tal en la medida en que desarrolle y optimice alguna capacidad humana en cualquiera de sus dimensiones. En este punto debemos diferenciar entre lo perfectivo desde un punto de vista cultural —y por tanto cambiante—, que es identificado como tal por cada sociedad y/o grupo, y lo perfectivo como ser humano que es, caso en el que esa acción contribuye a desplegar y/o consolidar, aunque sea mínimamente, una capacidad. A partir de esta idea cobra sentido y riqueza reconocer y atender la diversidad del ser humano y la necesaria atención diferenciada que este requiere. No podemos perder de vista que la formalidad o informalidad de un hecho educativo muestra una graduación de mínimos y máximos en función del factor «intencionalidad educativa» (Figura 5.4). Es decir, si educador y educando son conscientes de la acción educativa, la informalidad es mínima. En cambio, si ninguno de los dos, educador y educando, tienen intencionalidad expresa de llevar a cabo una acción educativa, la dimensión informal de esa acción será entonces máxima.
FIGURA 5.4. Mínimo y máximo intencional mostrado en la acción educativa. Con estos referentes sistematizamos los diferentes escenarios en los que sucede educación, de modo que cada individuo pueda trazarse su propio itinerario educativo de acuerdo con su situación, necesidades e intereses. Lógicamente, para lograr este objetivo todo contexto de interacción humana ha de ser abierto, flexible, evolutivo, rico en cantidad y diversidad de ofertas y medios educativos (Trilla, 2003).
Educación formal - no formal - informal - autoformación. Análisis del contenido de los escenarios educativos ¿Qué se entiende por educación formal, no formal, informal y autoformación? Aunque posteriormente analizaremos detenidamente cada uno de estos escenarios, es conveniente realizar una primera aproximación a partir de las definiciones de estos cuatro conceptos (Coombs, 1991; Coll, 2013; Souto-Seijo et al., 2021) con todas las limitaciones que conlleva querer delimitar unos escenarios que, en muchas ocasiones, no muestran límites claros, de ahí su porosidad y la dificultad de asignar cada aprendizaje a determinado contexto. TABLA 5.3. Escenarios educativos
ESCENARIO
DEFINICIÓN
Formal
Sistema educativo altamente institucionalizado, cronológicamente graduado y jerárquic
No Formal
Actividad organizada, sistemática y planificada, realizada fuera del marco del sistema e
Informal
Proceso permanente en el que todo individuo adquiere y acumula conocimientos, habil
Autoformación
Aprendizaje que se da en cualquier momento y lugar, que responde a una planificación
Fuente: adap. de Coombs, 1991; Coll, 2013; Souto-Seijo et al., 2021. Cuatro escenarios interrelacionados a la vez que presentan campos de actuación delimitados, aunque dada su complejidad resulta, en ocasiones, difícil diferenciarlos. Por ello, para identificar el contenido específico que aborda cada uno de ellos es necesario acudir a los criterios de duración, universalidad, institución y estructuración presentes, de una u otra forma, en todo contexto de actuación educativa (Pastor, 2001, Touriñán, 2014): Duración: deriva de la idea de que la educación es algo propio de la naturaleza humana y está presente necesariamente a lo largo y ancho de la vida. Desde este presupuesto se entiende que reconozcamos una formación permanente que se da en todo escenario de interacción humana, por lo que estamos ante un criterio presente, de una u otra forma, en todo entorno educativo. En este sentido, la educación informal forma parte de la vida de cada individuo, ya que siempre aprendemos en nuestra interacción con los otros y lo otro, y en cada etapa vital. Por otro lado, también se dan actuaciones educativas limitadas en el tiempo, presentes en la medida que estén diseñadas para satisfacer alguna necesidad o interés de un individuo o grupo. Este es el caso de la educación formal que atiende de forma sistematizada el desarrollo de los primeros estadios vitales (infancia-adolescenciajuventud), y la educación no formal que, de forma puntual y limitada en el tiempo, responde a necesidades específicas de cada individuo en determinadas situaciones. Muy ligada a esta última opción aparece la autoformación, propuestas formativas que un individuo es capaz de generar para sí mismo en cualquier situación y contexto. Universalidad: como ya hemos apuntado, la educación es un derecho de todo ser humano. Todos somos sujetos de educación, a la vez, que es nuestro deber lograr que la educación llegue de forma real a todas las personas y en cualquier etapa vital. En este sentido, comprobamos que la educación informal incluye a todos los individuos y en todo espacio de convivencia, pues, de una forma u otra, aprendemos en todos ellos. La educación formal también es universal, en el sentido que es un derecho y deber de todos, por lo que debemos garantizar que toda persona pueda acceder a ella sin limitaciones de sexo, edad, raza, clase social, economía, etc. La autoformación parte de los intereses de cada uno por aprender, es universal en la medida que todos nos proponemos metas educativas y vías para lograrlas. Por último, la educación no formal no se dirige de forma universal a todos los individuos, sino que da respuesta de forma especializada a necesidades concretas, a determinadas personas y/o colectivos y en tiempos específicos, con el fin de facilitar el logro de objetivos formativos concretos que se requieren en el ámbito profesional, académico, lúdico, etc. Institución: es otro de los rasgos que identifican y diferencian estos cuatro ámbitos. La educación formal es la más institucionalizada de estas, ya que se da en centros especialmente creados y diseñados para ello, ya sea de forma presencial o mediada por la tecnología, en la que se enseña con un alto grado de planificación. Por su parte, la educación no formal presenta también un alto grado de institucionalización, tanto en centros diseñados para ello, como fuera de estos, al no estar sujeta necesariamente a una institución especializada. La educación informal en cuanto que está presente en todos los ámbitos de actuación e interacción humana, sin estar sujeto a ninguno de ellos de forma especial, y la autoformación en cuanto se trata de una propuesta personal apoyada en recursos elegidos por el propio individuo, no presentan ninguna relación exigida con una entidad concreta. Estructuración: Tanto la educación formal como no formal están fuertemente estructuradas y planificadas para el logro de sus objetivos. En la primera, incluso, añadiríamos el criterio de jerarquización para definir con mayor sentido el grado de sistematización de este campo. En cambio, en la educación informal esta pauta no se da al no pretenderse una acción educativa de forma expresa y directa. Y en la autoformación se da una planificación diseñada por el propio actor para alcanzar su objetivo, pero se pone en duda que pueda considerarse incluida en este criterio.
En la educación formal la disposición de sus diversos niveles, grados e instituciones diseña una trayectoria claramente secuenciada con una estructura ligada por relaciones explícitas y bien establecidas. Un educador actúa, de forma explícita e intencionada, interviniendo en el proceso de aprendizaje del educando, apoyándose en estímulos educativos concretos para lograr el objetivo inicialmente marcado. En la educación no formal, de manera similar a la educación formal, el educador o cualquier agente educativo actúan de forma intencional aportando un diseño educativo dirigido al logro del objetivo establecido. En cambio, la educación informal responde a los aprendizajes adquiridos, tanto previstos como no, en todos los escenarios en los que interactúa la persona. En este escenario no se da una intencionalidad explícita, sino que aprende a partir de las experiencias vividas, de sus intereses, de la actividad desarrollada. Por último, la autoformación ofrece una red de aprendizajes explícitos, pero sin un orden y estructura clara. Depende de los intereses, motivaciones y necesidades de cada persona, por lo que pueden estar ligados a los contenidos formales o alejarse totalmente de ellos. El sujeto propone sus propios objetivos, desarrolla sus propios estímulos para lograr la formación que desea. Un ejemplo de esta opción son los tutoriales que visionamos en youtube. En suma, los criterios señalados se encuentran en las distintas modalidades educativas como queda reflejado, a continuación, en la tabla 5.4. TABLA 5.4. Criterios presentes en toda actuación educativa
Si analizamos ahora la ordenación jerárquica entre estos ámbitos educativos comprobamos que ninguno de ellos predomina sobre los otros, los cuatro son necesarios y están interactuando constantemente en una dinámica dirigida al logro de un proceso permanente de aprendizaje. Configuran, de forma entrelazada, y en muchas ocasiones superpuesta, los escenarios donde «sucede» la educación, en los que dependerá del grado de implicación e intencionalidad de actores y agentes la consolidación de cada aprendizaje. Escenarios a los que, desde finales del siglo pasado, se les está prestando especial atención dada la fuerza educativa que presentan todos ellos, junto con el carácter innegable de complemento a la educación formal y su valor para muchos ciudadanos, ya que en ellos se están adquiriendo gran parte de las competencias y cualificaciones necesarias para la vida. Esta es, precisamente, una de las motivaciones para impulsar el reconocimiento de las competencias adquiridas en la trayectoria vital de cada persona.
Escenariosformales
Los escenarios formales recogen todos aquellos aprendizajes que se derivan de un proceso planificado, sistematizado y jerarquizado, dirigido a la consolidación de contenidos, habilidades y competencias que se imparten en centros organizados específicamente para ello y limitado temporalmente a determinadas etapas vitales. De una u otra forma, este tipo de educación ha estado institucionalizada a lo largo de los siglos y, aunque muchos afirman que estamos ante una institución histórica que bien pudiera llegar a desaparecer, no podemos obviar que se trata de un modelo de intervención claramente humanizador. Ahora bien, es una realidad que la organización de las instituciones educativas, en todos sus niveles, ha quedado obsoleta. No hay duda de que se requiere un cambio de cultura en y de las instituciones educativas, una refundación, tal como reclaman muchos autores, de tal forma que sean más eficaces respondiendo realmente a las necesidades de cada contexto, de cada grupo y, en definitiva, de cada persona. No pueden desaparecer, ahora bien, deben evolucionar para saber atender y formar en las demandas y necesidades de la sociedad actual, que exige una «(…) visión holística de la educación, centrada explícitamente en la equidad, la inclusión, la calidad y los resultados del aprendizaje [que] requiere un enfoque que abarque todo el sistema» (UNESCO, 2021, p. 7). No obstante, el gran problema de la educación formal es su lentitud a la hora de responder a los requerimientos y necesidades de cada entorno. Sus funciones esenciales siguen siendo las mismas: enseñar las competencias básicas para el aprendizaje (lectura,
escritura, expresión oral, cálculo, solución de problemas), unidas a otras alfabetizaciones tan necesarias como las indicadas. Nos referimos a la alfabetización digital, informacional, transmedia, icónica… (Figura 5.5).
FIGURA 5.5. Competencias clave. De esta manera, la educación formal atiende, de forma directa, la enseñanza de las competencias clave mencionadas, junto con la instrucción, la transmisión del bagaje cultural específico de cada sociedad, y la formación en aquellas que conllevan el desarrollo
pleno del individuo tanto a nivel personal como social. Nos referimos en concreto a acometer la tarea de instrucción, de formación, de preparación para la vida, de integración en su grupo y en su comunidad (socialización) y, de forma especial, de desarrollo personal, elementos clave para la plena realización personal, la ciudadanía activa, la cohesión social y la empleabilidad en la sociedad del conocimiento en la que vivimos. Por otro lado, no podemos perder de vista que lo que define a los centros educativos como instituciones formales no es tanto los objetivos que persiguen, sino el modo específico que tienen para lograrlo. Y en este punto debemos atender a los contextos en los que se producen estos aprendizajes. Esos entornos en los que intervienen múltiples variables que interactúan entre sí, y cuya coherencia debemos procurar para facilitar ese aprendizaje planificado. Es necesario tener en cuenta que un centro educativo basado únicamente en la transmisión de la información ha perdido su razón de ser.
Estamos en la sociedad del conocimiento, en la sociedad del aprendizaje, por lo que las instituciones educativas deben abordar una reforma de su forma de enseñar, de organizar y planificar los aprendizajes, y la selección de contenidos que quiere transmitir.
Escenarios no formales A lo largo del siglo XX, poco a poco, fue afianzándose un nuevo escenario educativo al mostrar que la institución educativa, durante tantos siglos punto de referencia único para la transmisión de la cultura, estaba inmersa en una profunda crisis. La necesidad de una educación a lo largo y ancho de la vida, junto con las nuevas exigencias de formación, incitó a buscar nuevas vías para satisfacer las demandas educativas de diversos sectores de la población. Ante estos requerimientos surgieron, de forma indiscriminada, numerosas ofertas sin respaldo normativo ni pedagógico en muchos casos. Desde su inicio abarcó todos aquellos aprendizajes que se acometen en momentos puntuales, con el fin de acceder, de forma efectiva y rápida, a conocimientos y/o destrezas de cualquier ámbito profesional y personal. Gracias a ello cualquier individuo accedía de forma resuelta a nuevas responsabilidades de la vida activa. Ahora bien, poco a poco, y ante la consolidación de este ámbito con un claro contenido de formación, fue irrumpiendo la necesidad de abordar y sistematizar estas intervenciones educativas con el fin de que realmente cumplieran su objetivo formativo y eliminar así el intrusismo que se generó en estos contextos. Es en ese momento cuando se aborda con interés este campo de actuación bajo la amplia denominación de «educación no formal», en la que se reúne una enorme variedad de acciones educativas con cuatro características básicas en común: Planificación intencional al servicio de grupos y/o individuos con necesidades y/o intereses concretos.
Actuación fuera de la estructura de la educación formal, liberándose, así, de sus limitaciones espacio-temporales y de sus estrictas regulaciones normativas. Respuesta a necesidades e intereses formativos puntuales adaptados, de forma flexible, a cualquier situación y edad, por lo que atienden con agilidad y seguridad las demandas de formación de cualquier sector de la población. Adecuación, de forma inmediata y directa, a las características del grupo o individuo al que se dirige. En suma, este escenario no formal se entiende como:
Aquel en el que se diseñan acciones formativas planificadas dirigidas al logro de objetivos educativos reclamados por determinados colectivos o individuos. Muy pronto este escenario cobró gran fuerza por dos motivos. Por un lado, al no responder la educación formal, tal como ya hemos visto, a las necesidades formativas reclamadas por diferentes colectivos o individuos. Y, por otro, ante la rapidez de los cambios sociales, la evolución de las tecnologías, la proliferación de nuevos conocimientos, la emergencia de nuevos campos profesionales, la necesidad de la formación a lo largo y ancho de la vida, etc. Todo esto generó una ‘escuela paralela’ o ‘escuela en la sombra’ que de inmediato se convirtió en una auténtica industria creciente y decisiva al responder con eficacia tanto a necesidades como a intereses de toda persona, y adaptada a los cambios constantes que se producen en torno a ella. A lo largo de estas últimas décadas la irrupción de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) no ha hecho
más que potenciar este escenario facilitando la oferta y el acceso a la misma desde cualquier lugar. Un ejemplo claro es la difusión de los MOOC (Massive Open Online Course) y de los OCW (Open Course Ware), que facilitan la oportunidad de formarse a través de la red, gracias a la oferta de multitud de diseños instructivos con contenidos adaptados a diferentes procesos de aprendizaje. En suma, comprobamos que estamos ante un escenario que parte de una demanda social ante la que es capaz de responder con agilidad. Ahora, de la misma forma que surge, se reconvierte fácilmente, a la vez que desaparece. Como diseño que requiere planificación exige instrumentos, recursos, etc., específicos y, en ocasiones, instalaciones, pero siempre fuera del sistema educativo oficial. Es capaz de asumir fácilmente las innovaciones metodológicas, gracias a lo cual estamos ante propuestas formativas dinámicas, activas y atractivas. En consecuencia, se entiende fácilmente que la educación no formal se haya consolidado como un importante campo de obtención de beneficios económicos, germen innegable de nuevas profesiones y empresas educativas y que, poco a poco, se haya convertido también en un complemento insustituible de la educación formal ante la creciente incertidumbre del futuro que debemos acometer. Escenario, no debemos olvidarlo, que también presenta una clara intencionalidad educativa, a la vez que busca, sin duda, lograr un efecto formativo. Por ello, debemos diferenciarla de la educación formal, con todas las limitaciones que surgen a la hora de marcar una clara línea divisoria, atendiendo al criterio metodológico y estructural (Figura 5.6):
FIGURA 5.6. Criterios diferenciadores entre la educación no formal y la formal. Por ello, y como se puede deducir de lo expuesto hasta este punto, las acciones que abarca la educación no formal van desde numerosos contenidos que reclama la educación a lo largo y ancho de la vida relacionados con la educación de adultos, los programas de expansión cultural, la formación continua, etc., a acciones que complementan el currículo de la escuela, como es el aprendizaje de idiomas, o la pedagogía del ocio, la formación cívica, ambiental, etc. Es decir, toda aquella actividad que responde a una necesidad o interés educativo, por lo que su campo de actuación es tremendamente amplio, heterogéneo y continuamente cambiante. Otro elemento importante que está presente en la educación no formal es su clara e insustituible función compensatoria, extraescolar, recuperadora, orientadora, difusora, asistencial, dinamizadora e inclusiva que hace que su actividad sea necesaria dentro de la actual concepción de la educación a lo largo y ancho de la vida, ya que:
En cualquier caso, no importa cuán adecuada y duradera sea la educación que puedan haber recibido los graduados; estos tendrán que seguir estudiando una sucesión de nuevas destrezas, tecnologías y conocimientos asociados, relacionados con su ocupación en particular, que las escuelas no les pueden proporcionar por adelantado. En este aspecto es en donde la educación no formal tiene que jugar un papel relevante (Coombs, 1971, p. 17).
Escenariosinformales
Entorno en el que se generan aprendizajes a partir de las experiencias cotidianas y de la interacción que establecemos tanto con los que nos rodean como a través de los diversos recursos digitales. Se trata de un aprendizaje no organizado, no estructurado ni sistematizado y sin una intencionalidad expresa. Es el ámbito natural y cotidiano en el que todos participamos y en el que todos aprendemos, por lo que dependerá directamente de la riqueza de los estímulos que recibamos, de los intereses y motivaciones personales y del entorno en el que nos movamos, ya que cada escenario facilita constantemente estímulos que pueden, o no, generarlos. Los rasgos que la caracterizan son la ausencia de intencionalidad expresa y de sistematización, aunque resulta evidente el logro de efectos educativos. Valga como ejemplo la fuerza educadora que presentan la convivencia familiar, la interacción con nuestros pares, los medios de comunicación o las redes sociales, sin que se hayan planteado, en la mayoría de los casos, un objetivo educativo expreso. En esta línea, la educación informal está íntimamente conectada con los procesos de socialización y de enculturación. Todo lo que nos rodea nos influye en la medida en que transmite estilos de vida, conocimientos específicos, creencias, destrezas, actitudes, etc. En suma, estamos ante una educación espontánea, invisible, permanente y asistemática, en la que ni los agentes ni los actores presentan una intencionalidad educativa expresa y en el que el aprendizaje se produce a partir de la interrelación con los otros y con lo otro, ya sea el medio ambiente, objetos, pares, etc.
Sería positivo intentar sistematizar y optimizar las numerosas influencias que constantemente estamos recibiendo, y convertir en formales y no formales los procesos informales, una vez identificados y analizados, dotándoles, así, de un mayor carácter pedagógico (Trilla, 2003). Ahora bien, tampoco debemos perder de vista que apostar por una sistematización pedagógica de todos estos influjos es algo utópico que no aportaría una mejora decisiva en el desarrollo de la persona. Sin duda, estamos ante un tema difícil y complejo al intentar sistematizar todas estas influencias, a la vez que cuestionable, dado que significaría querer intervenir en todos los escenarios de la vida humana, controlar todos sus aprendizajes, restando, de esta forma, libertad al ser humano.
Autoformación Por último, el escenario de autoformación es aquel en el que una persona planifica y se involucra personalmente en la adquisición de determinados contenidos, competencias y/o conocimientos. Cada individuo, de acuerdo con sus intereses o necesidades planifica su propio diseño de aprendizaje apoyándose en recursos y medios que selecciona. Pretende el logro de unas metas, por lo que busca un efecto educativo apoyado en su motivación por aprender sin estar sujeto a ninguna estructura, norma, espacio o tiempo. Estamos ante un aprendizaje que deriva de la formación en la que los sujetos participan de forma independiente que se ajusta a la capacidad de afrontar los continuos retos que plantea el entorno VUCA en el que estamos sumidos (Souto-Seijo et al., 2021). Valgan como ejemplos, en nuestro entorno más cercano, los aprendizajes que se generan a partir de tutoriales en la red, la elección de cursos MOOC disponibles de forma gratuita en diferentes plataformas o, sencillamente, a través de la lectura, participación en conferencias, etc.
La necesaria educativos
complementariedad
entre
los
escenarios
Tras el análisis de estos cuatro escenarios educativos resulta lógico mostrar que no destacamos ninguno de ellos como el más valioso o importante. Cada uno presenta su función y contenido imprescindible en la formación de cada persona. A la vez, ninguno es capaz por sí solo de satisfacer las necesidades y demandas de aprendizaje que envuelven la vida del individuo en la sociedad actual en cada una de sus etapas vitales. Todos ellos son necesarios, de forma complementaria, al servicio de la educación de cada hombre y de cada mujer en cada contexto y en cada momento, en cuanto que aportan (Figura 5.7).
FIGURA 5.7. Complementariedad de los escenarios educativos.
No hace falta insistir en que no estamos ante actuaciones aisladas e independientes, sino que todas ellas forman parte de una unidad que configuran el entramado del proceso educativo. De esta forma, reconocemos que cada sujeto debe diseñar y desarrollar su propia trayectoria formativa de acuerdo con su situación, necesidades e intereses, lo que exige una propuesta de educación abierta, flexible, permanente, con diversidad de ofertas y recursos educativos. Estamos ante la necesidad de distinguir y sistematizar los diferentes ámbitos de interacción de todo ser humano en los que convive con su entorno y con sus semejantes, y en los que desarrolla todas sus capacidades. Lo característico de estos espacios es que unos estarán fuertemente sistematizados, otros presentarán unos objetivos educativos implícitos, otros aportarán una formación espontánea, pero todos ellos están contribuyendo, en suma, al desarrollo de todas y cada una de nuestras capacidades como personas. No se trata de dirigir e intervenir en todos ellos, pero sí de conocer su existencia, analizar la influencia educativa que presentan, la conveniencia o no de sistematizar las intervenciones que se llevan a cabo, etc., además de valorar nuevas vías de intervención educativa en las que el educador debe, sin duda, actuar.
¹ Este capítulo está publicado en Ruiz Corbella, M. (Coord). (2022). Escuela y Primera Infancia. Aportaciones desde la Teoría de la Educación. Narcea. Contiene modificaciones con el objeto de adecuarlo al objetivo de este libro.
Tema 6 La función social de la Educación Nadie cuestiona que el ser humano requiere para desarrollarse de la interrelación con el entorno, con los otros y con lo otro, en una constante dinámica individuo-medio. Este hecho confirma que todo ser se ve influido por el contexto en el que interactúa. A la vez que este es capaz de influir en él aportando y facilitando opciones de desarrollo al grupo con el que vive. Tal como indicamos en el capítulo anterior, los diferentes escenarios educan, de forma intencional o no, y es precisamente en estos donde sucede y se da educación. Por un lado, este hecho deriva de la tendencia de la sociedad a preservar su cultura, a transmitir sus ideas, tradiciones, valores, actitudes, en definitiva, su modo de entender la vida. Es el proceso de socialización o enculturación de sus miembros. Los individuos, mediante la educación, se adaptan a los comportamientos y exigencias de su grupo social, a la vez que se estimula el deseo de participar, cambiar y mejorar esa realidad social. La educación prepara para la integración en ese ambiente, promoviendo así tanto el progreso individual, como el de la sociedad. Cada comunidad necesita de la educación de sus miembros para un mayor avance y desarrollo, para la elevación del nivel cultural y de la capacidad para generar bienestar y riqueza. Pero esas mismas estructuras y componentes del grupo son los que, a su vez, van a condicionar la educación en su diseño, extensión, intensidad y calidad. Son estos elementos los que configuran a la educación como fenómeno social tanto por su origen como por sus funciones, dado que se educa en la sociedad por exigencia de la misma, con las limitaciones que ella impone y para su mejora y el progreso de los miembros que la conforman.
LA DIMENSIÓN SOCIAL DEL SER HUMANO Todo ser humano vive en permanente interacción con otros, los necesita tanto para satisfacer sus propias necesidades como para aprender cómo resolverlas, afrontar situaciones nuevas, etc. A la vez, es el resultado de una simbiosis de naturaleza y cultura. Naturaleza con la que “irremediablemente” debemos contar, ya que es la que posibilita a la vez que limita todas nuestras conductas. Pero esta misma naturaleza caracterizada por la indeterminación, la plasticidad, la razón, etc., es la que ha posibilitado la generación de la cultura. La biología por sí sola no explica al ser humano, ya que: «(…) nuestra singularidad obedece a nuestra capacidad para imitar comportamientos con gran precisión. Ello habría iniciado un proceso de coevolución genético-cultural inexistente en otros animales» (Laland, 2018, en García Carrasco y Donoso, 2021, p. 135). Es decir, el ser humano no puede existir sin cultura ya que requiere de esta para sobrevivir biológicamente y mucho más para desarrollar una existencia acorde a su propia naturaleza racional. Gehlen (1980) definió cultura como la esencia de la naturaleza transformada por el ser humano en algo útil para la vida, por lo que el mundo cultural es el mundo humano. Siempre transformará el ecosistema en el que vive de acuerdo con sus necesidades, intereses y creaciones. No es posible una existencia en un escenario sin transformarlo, lo que lleva a afirmar que la cultura es la “segunda naturaleza”: la elaborada por él mismo, y la única en la que puede vivir. En consecuencia, cada grupo, cada comunidad dispone de su propia cultura que le hace ser distinto de otros de acuerdo con el conocimiento que va acumulando, las tradiciones, las creencias, los códigos de conducta establecidos, los valores que conforman su modo de vida y su propia identidad. En suma, «en la especie humana, las acciones y procesos de crianza, educacionales, los
mecanismos o las funciones mentales que se activan en la transmisión de cultura componen una parte principal de la vida cotidiana» (García Carrasco y Donoso, 2021, p. 137), que forman parte del contenido de la educación. Cada ser humano siempre transformará el entorno en el que vive, humanizará el medio que habita. Por ello, la cultura es necesaria al humano y este “hace” cultura, es decir, es el modo de contestar a la vida, a la vez que ayuda a entender y poder resolver su vida. Por lo que, consecuentemente, resulta muy difícil distinguir en toda manifestación humana aquello que es estrictamente natural de aquello que es cultural (Mosterin, 2009). Cultura que representa el aspecto dinámico de la estructura social, se acepta, se comparte, se defiende y se transmite de unas generaciones a otras. Transmisión que supone aprendizaje dado que no se hereda en el sentido biológico del término. Este aprendizaje trasciende al realizado en cualquier institución educativa, a pesar de que cada vez extiende más su campo de actuación, tanto verticalmente (ampliación de los años de enseñanza obligatoria, acceso mayoritario a los niveles de enseñanza secundaria y superior...), como horizontalmente (acceso a la educación de toda la población). Lo que nos lleva a afirmar, junto con García Carrasco y Donoso (2021, p. 135) que: Si la cultura es clave en nuestra forma de vida, lo que mejor especifica la evolución de la humanidad, la emergencia más original del proceso no está en la creación y el manejo de artefactos e instrumentos, sino en los mecanismos de la transmisión cultural; estos mecanismos forman parte primordial de la relevancia del término “educación”. A pesar de la importancia que se otorga en las sociedades actuales al sistema educativo, ha de reconocerse que su campo de acción no logra cubrir la enorme panorámica de la realidad cultural del grupo. Por ello, es preciso que toda la sociedad se comprometa
en esta misión de educar y culturizar a sus miembros, lograr la socialización plena —adaptación e integración— de todos ellos. En este proceso de socialización cada grupo presenta sus propios procedimientos y normas que enseña en los diferentes escenarios en los que interactuamos. Es decir, la educación se mueve en un determinado y determinante marco sociocultural ejerciendo unas funciones sociales señaladas por esa sociedad en la que se enmarca y atiende.
La necesaria socialización del ser humano Ahora bien, en el proceso de madurez que lleva a cabo cada persona consideramos el proceso de socialización como el eje esencial del desarrollo humano. Socialización necesaria dirigida a facilitarle conocimientos, actitudes, hábitos, ideas, conductas... requeridos para su adecuada integración y adaptación en la comunidad y sociedad a la que pertenece. En definitiva, adquisición de los rasgos sociales básicos para desempeñar las diferentes funciones y roles sociales, para generar una interacción satisfactoria con los demás de la que depende su pleno desarrollo. Pero no es solo una ayuda para la adaptación al grupo, sino que implica una transmisión de la memoria de una sociedad, de una comunidad que es la que va a ayudar a cada uno a conocer y comprender el entorno, próximo y lejano, en el que vive, su cultura y, a partir de ello, poder actuar y participar desarrollando, así, su propio puesto en el mundo, especialmente a través de la realización de acciones que resultarían inabordables para un solo individuo. Sin duda, una educación sin memoria es una educación inhumana (Bárcena y Mèlich, 2000). Además de que esta se proyecta necesariamente hacia el futuro, es decir, formamos a cada persona para que alcance el pleno desarrollo de sus capacidades integrado de forma activa en el grupo en el que vive. Nadie se desarrolla en soledad sino en interacción con sus iguales. Necesita de los otros para aprender, para madurar, para extraer lo mejor de sí mismo, a la vez que requiere también de los demás para aportar y dar lo mejor de sí al otro, colaborando en la evolución continua de la cultura y de la sociedad. Esta disposición natural del individuo a vivir con otros debe lograr el desarrollo efectivo y práctico de saber convivir en sociedad. No se trata solo de poseer esa capacidad, sino de saber aplicarla en situaciones concretas. Y en este punto destaca
especialmente el papel de la educación como transmisora de cultura al entender y atender que: «… la condición humana requiere del andamiaje que proporciona la zona social de acogida incondicional, donde el ser humano recibe cuidado y ayuda, cultivo y orientación» (García Carrasco, 2020, p. 300). Acción exclusiva de la especie humana que ha posibilitado su evolución, apoyado en un bagaje cultural extraordinario. Además, la socialización se justifica también en la medida en que logra la perpetuación de la propia sociedad y de su cultura. En definitiva, es parte fundamental de todo proceso educativo en el que despliega un papel esencial a la vez que contradictorio. Es decir, la sociedad existe propiamente solo si los individuos son conscientes de ello y colaboran en su perpetuación originando un contexto social de cooperación (García Carrasco, 2020) que, a su vez, determina la forma de ser y actuar de la ciudadanía. De este modo, se desarrolla, como producto social, el conocimiento, el bagaje cultural de un grupo en el que el acceso a él será un factor clave para el cambio social. Por otro lado, la socialización es aprendizaje gracias al cual la persona aprende a vivir en una sociedad, a integrarse en sus diferentes grupos de acuerdo con los diferentes roles que desempeña, a seguir unas normas, etc. Ahora bien, no hay que perder de vista que el sujeto no «sufre» pasivamente la influencia de la sociedad, sino que debe participar, de un modo más o menos activo, en su propia socialización desde sus disposiciones y aptitudes personales (personalidad, intereses...), a la vez que desde su experiencia y acciones va transformando la sociedad en la que vive.
El entorno como agente educador Los seres humanos vivimos en un medio y en un ambiente específico: natural, urbano, telemático…. Se trata de un ambiente físicamente identificable —salvo el telemático—, que se caracteriza por determinados elementos físicos, biológicos y socioculturales que componen el escenario propio de cada grupo humano y que condicionan los estímulos que cada individuo recibe a lo largo y ancho de su vida. En los entornos natural y urbano la comunicación e interrelación entre iguales siempre será presencial, apoyada en la vecindad o proximidad entre los interlocutores requiriendo la coincidencia espacial y temporal de quienes inter-vienen en ellas (Echeverría, 2000; 2020a). Esta exigencia de la presencialidad comienza a romperse con el surgimiento de los medios de comunicación (telefonía, radio, televisión…) hasta llegar a la irrupción del entorno telemático en el que desaparece la condición de localización física, de esa necesaria presencialidad, transformándose en una interacción representacional. Es decir, ya: (…) No es proximal, sino distal, no es sincrónico, sino multicrónico, y no se basa en recintos espaciales con interior, frontera y exterior, sino que depende de redes electrónicas cuyos nodos de interacción pueden estar diseminados por diversos países. De estas y otras propiedades se derivan cambios importantes para las interrelaciones entre los seres humanos, y en particular para los procesos educativos (Echeverría, 2000, s.p). Este medio natural o telemático incide siempre en el individuo «coaccionándolo» para que este se adapte al mismo. Sin embargo, en este contexto la educación pretende algo más que una simple acomodación para sobrevivir, busca una adaptación dinámica del individuo que provea a cada uno de los necesarios mecanismos para transformar ese medio, adaptándolo y mejorándolo de acuerdo con sus necesidades e intereses. No podemos perder de vista que el ser humano es un ser carencial desde el punto de vista orgánico y abierto al mundo, por lo que siempre transformará el escenario en el que actúa. Pero, tampoco podemos obviar que no es indiferente estar en uno u otro entorno (Figura 6.1), ya que estos entornos condicionan el comportamiento del ser humano, así como las opciones de desarrollo a las que puede acceder.
ENTORNOS NATURAL Y URBANO Proximales Recintuales (interior-frontera-exterior) Físico-biológicos (materiales) Presenciales Pentasensor
FIGURA 6.1. Elementos caracterizadores de los tres entornos.
Fuente: adap. Echeverría, 2020. La sociedad, por otra parte, constituye el medio social, escenario en el que se desenvuelve la vida. El protagonismo de este ambiente social sobre la educación de los individuos es muy superior al de la estricta influencia del medio. Estamos ante una influencia que permanentemente va configurando la personalidad e incidiendo de forma, más o menos positiva, en su formación. Esta acción del medio social es la más sutil pero de indudables resultados. A la vez, la sociedad ejerce una intervención sistemática e intencional sobre sus miembros con el fin de preservar su cultura y facilitar su evolución en la que los agentes sociales ponen todas las esperanzas para educar a las nuevas generaciones en la forma que sus usos, costumbres, sentimientos, expectativas e ideales les dictan.
En definitiva, en el medio se lleva a cabo la educación: del medio se toman argumentos educativos, el medio facilita los contenidos, y del medio social surgen los grandes fines, los objetivos y las formas de educar que diferencian claramente la educación de cada comunidad y de cada entorno. En cuanto a los grupos sociales que conforman cada sociedad y en los que realmente se desenvuelve la vida, comprobamos que son ellos los que influyen directamente en sus miembros. Los grupos sociales actúan como delegados de la sociedad en esa misión de socializar y educar a los sujetos. De la sociedad toman sus argumentos e ideales que, posteriormente, transmiten a sus componentes. Así actúan, en primer lugar, los grandes grupos sociales: familia, escuela, centro social, centro deportivo, parroquia, asociación, partido político, medios de comunicación, redes sociales... Estas grandes estructuras, escaparates de la sociedad y primeros receptores de la cultura social, son las encargadas de transmitir a los grupos primarios (familia, amigos, vecinos...) los distintos elementos culturales que, a su vez, estos se encargan de filtrar y transferir a sus miembros.
El cuidado de nuestro entorno: la responsabilidad del otro y de lo otro Ya hemos justificado cómo la simple maduración biológica no basta para que se desarrolle plenamente el ser humano. Resulta absolutamente necesaria la ayuda de los otros para dirigir y extraer todas las posibilidades de cada uno, ya sea de forma directa o indirecta y, sencillamente, para sobrevivir. «… Las personas no somos individuos aislados, sino en vínculo con otras, en una relación básica de reconocimiento recíproco, de intersubjetividad e interdependencia» (Cortina, 2021, s.p.). A través de lo que vemos en la calle, en la convivencia familiar, con los amigos, en el trabajo, de lo que vemos y oímos en la red, de lo que leemos, etc., estamos recibiendo constantemente influencias que están configurando todos nuestros aprendizajes a todos los niveles. De aquí se desprende la total dependencia de unas generaciones de otras, además que es indudable que a mayor complejidad social mayor prolongación de esta dependencia para integrarnos en ella. Ahora bien, también debemos ser conscientes de que esto hace a la persona totalmente vulnerable y dependiente de los demás, por lo que se reclama de forma ineludible la formación para la autonomía y la madurez, por una parte, y, por otra, la ética del cuidado. En el momento en que un individuo carece de esta convivencia con otros iguales, con otros grupos o instituciones sociales, cuando se mantiene aislado y privado de otras presencias humanas, le falta el elemento esencial para poder disponer de las opciones básicas para desarrollarse como humano y en igualdad de condiciones. Es la educación que se produce en esos pequeños grupos, en instituciones, donde la propia sociedad potencia o genera, la que prepara a los individuos para comportarse como personas y desempeñar su papel en el entramado social. En este entramado
relacional no podemos obviar una característica específica del ser humano que comparte con otros seres vivos y que condiciona tanto su relación con el entorno como su propio desarrollo. Nos referimos a su vulnerabilidad, concepto complejo dada su muldimensionalidad, que recoge como elemento común su fragilidad y debilidad. Ahora, estas dos características no deben verse como algo negativo sino como una realidad que nos abre al otro, que nos permite valorar y cuidar al otro y lo otro. Sin duda, debemos educar para la autonomía sin perder de vista nuestra fragilidad, que no es algo que nos hace inferiores, sino humanos, lo que exige la protección y el cuidado del otro (Feito, 2007). Estamos ante una ayuda que no se limita a unos periodos vitales, como la infancia o la senectud, en los que dependemos de los otros para satisfacer necesidades básicas, sino que abarca cualquier etapa en la que irrumpen situaciones en las que, por diversos motivos (físicos, emocionales, económicos, sociales, educativos, etc.), buscamos apoyo, ayuda, protección, compañía y consuelo con los semejantes (García Amilburu, 2021). No se trata de una situación de desventaja o de inferioridad en la que uno aporta ayuda al otro, sino de un reconocimiento mutuo que genera un tipo de vínculo que rompe la invisibilidad, el menosprecio o la indiferencia. Es decir, «el reconocimiento de la dignidad en cada ser humano nos motiva a buscar alianzas para sostener la vida y afrontar juntas la vulnerabilidad que compartimos» (VázquezVerdera y Escámez, 2022, p. 147). El cuidado del otro y de lo otro que exige la atención solícita, la escucha, la responsabilidad de cuidar y la urgencia de la respuesta. Siguiendo a estos autores:
El cuidado implica a cada persona el respeto por el otro vulnerable, ya sea otro humano o nuestro mundo frágil. El reconocimiento que aporta visibilidad, primer paso para poder ayudar, cuidar al vulnerable —ya sea un individuo o un ser vivo o elemento de nuestro entorno—. Reconocer su dignidad, lo que nos exige actuar para comprenderle y ayudarle a salir, solucionar o
entender la situación en la que se encuentra. Reclama respeto al otro no solo apoyado por la razón, sino también por el corazón lo que aporta un reconocimiento compasivo que, de acuerdo con lo que expone Cortina (2021), nos lleva a preocuparnos por la justicia, junto con la solidaridad, para ser capaces de compadecer la alegría y el sufrimiento de los que se reconocen seres autónomos a la vez que vulnerables. Dimensión que exige «… formar en la compasión, en la capacidad de ser con otros y de comprometerse con ellos…» (Vázquez-Verdera y Escámez, 2022, p. 154). El cuidado demanda capacidad de escucha, un saber escuchar de manera activa, receptiva, única vía para que el otro se sienta respetado y reconocido, lo que le permitirá a expresar sus pensamientos, sus sentimientos, sus deseos… Una auténtica escucha del otro nos ayudará a enlazar a las personas configurando, así, una comunidad (Vázquez-Verdera y Escámez, 2022). Escuchar no se refiere únicamente a la palabra expresada sino también a saber leer lo que expresa y lo que escribe, lo que hace, cómo actúa, los silencios, las respuestas, el modo de vestir, los diferentes signos de nuestro alrededor, los que envían las personas con las que interactuamos y los de la naturaleza. El cuidado plantea la responsabilidad que todos tenemos —y debemos descubrir— de satisfacer las necesidades de quien necesita cuidados. La capacidad de hacerse cargo de los otros y lo otro que facilita la capacidad de responder a las necesidades de los demás que nos interpelan desde su fragilidad. Problemas reales de personas, de espacios, de seres concretos. No se trata de una responsabilidad ante lo humano, sino de las personas y el entorno próximo, aunque físicamente se encuentren lejanas. En suma, el principio del cuidado se basa en la premisa de la dependencia y vulnerabilidad, supone el trato a cada persona conforme a sus necesidades en cada momento concreto de su vida (VázquezVerdera y Escámez, 2022), necesidades que van mucho más allá de las físicas.
La interacción herencia-medio Un tema de interés que también es necesario atender es la dualidad herenciacultura que impregna, de una forma u otra, la propuesta educativa. Resulta obvio que en todo ser humano está presente, como base de su personalidad, una constitución biológica, expresión de su carga genética que se verá mediatizada en su posterior desarrollo por las influencias que recibe del ambiente en el que vive. Esta dualidad herencia-medio ha originado un debate recurrente al querer identificar cuál de los dos es el ámbito más relevante en el desarrollo del individuo. La herencia se presenta, obviamente, como el primer elemento configurador de la individualidad que supone recibir de los progenitores una serie de rasgos que, a su vez, son susceptibles de ser transmitidos a los descendientes. Es lo innato, lo específico de cada individuo que condicionará las posibilidades de desarrollo posterior. Nos estamos refiriendo a los factores genéticos como son el color de los ojos, los rasgos faciales, la estructura corporal, las capacidades intelectuales, sensoriales... A la vez que también forman parte de esta transmisión de padres a hijos algunas enfermedades y anomalías congénitas. Ahora, es evidente que la persona bajo la influencia de un determinado ambiente conforma su personalidad de manera diferente a la de otra persona criada en un medio distinto, sea este social (diferente familia, escuela, grupo...) o cultural (distinta lengua, costumbres, cultura...). La herencia condiciona nuestras posibilidades, pero el medio es el que dará las oportunidades, o no, para su desarrollo. Tanto en un medio como en otro estaremos expuestos a todo tipo de influencias, muchas veces contradictorias entre sí, en las que la intervención de los adultos, especialmente los
más próximos, serán los que ejerzan una influencia determinante en la persona en proceso de formación (Delval, 2002). Aunque hoy en día continúa dándose este debate entre herenciamedio la tendencia más aceptada en la actualidad es la de considerar un equilibrio entre ambas. Los rasgos heredados pueden ser potenciados, alterados, disminuidos, anulados, etc. por la influencia del medio. La herencia puede marcar determinadas posibilidades y limitaciones, pero será el entorno —físico, social, cultural, educativo— el que hará realidad, o no, la expresión de esas capacidades iniciales. De modo que herencia y medio han de considerarse en interacción constante complementándose lo innato con lo adquirido a lo largo de la existencia humana. Algunos aspectos de la conducta están muy determinados genéticamente, como el desarrollo de las capacidades motoras, mientras que otros se deben primordialmente a factores ambientales, a influencias externas, pero probablemente cualquier conducta es producto de ambas cosas, sin que pueda hablarse de un solo factor. La interacción entre factores externos e internos es tan estrecha que resulta de todo punto inútil, al menos en el estado actual de nuestros conocimientos, tratar de separar los dos tipos de influencias que producen el desarrollo (Delval, 2002, pp. 21-22). Ahora bien, a pesar de la relevancia de la herencia, el ambiente resulta esencial en el desarrollo intelectual, físico, sensorial, cultural, afectivo, etc., del individuo. La influencia de la familia, los amigos, las instituciones educativas, la calle, el grupo de trabajo, las asociaciones, etc., son elementos básicos en la configuración de cada persona y contextos en los que podemos intervenir como educadores. Lo que nos lleva a reconocer la trascendencia de la intervención educativa en cualquiera de sus formas.
LA SOCIEDAD EDUCADORA Toda sociedad está compuesta por un conjunto de hombres y mujeres, ancianos, adultos, jóvenes, niños y niñas que habitan una determinada zona geográfica, elaboran y comparten conocimientos, normas, hábitos, costumbres, creencias, tradiciones, metas y valores. Esta urdimbre que constituye la cultura de esa sociedad es la que sirve de lazo de unión entre sus miembros, la que da cohesión y consistencia a ese grupo humano. A su vez, deben preservarla transmitiendo a las nuevas generaciones esa forma de vida y ayudándoles a integrarse en el grupo. Gracias a este proceso socializador la sociedad se cohesiona a la vez que garantiza su continuidad. Integrar a los miembros en la sociedad supone un mecanismo de continuidad, defensa y reproducción que garantiza su estabilidad y permanencia en el tiempo. Proceso que lleva a cabo apoyándose en la comunicación y la transmisión cultural a través de la educación. Este es el sentido de que se atribuya carácter educativo al hecho mismo de la convivencia al identificar vida social con comunicación y entender que toda comunicación —la vida social auténtica— es educativa, ya que en esta todos participan e interaccionan en una experiencia común. Por ello, toda organización social, vitalmente compartida, es necesariamente educadora para quienes participan en ella. La sociedad se convierte así en agente educador al perseguir de forma especial su autoconservación, por lo que dicta el contenido de lo que se debe transmitir, planificando y organizando toda intervención educativa. Hablamos de sociedad educadora, aunque deberíamos tratar de todos y cada uno de los miembros de cada grupo como educadores. La sociedad es algo abstracto que
representa la idea de la organización colaborativa y cooperativa de cada comunidad humana y de la suma de estas. De ahí que hablemos de la relevancia de la sociedad educadora. Ahora bien, el proceso educativo se lleva a cabo entre dos o más sujetos, es una interacción entre personas concretas, cuestión que no debemos perder de vista. Además de que «la transformación social ocurre cuando se transforman las personas. Cada mejora personal, suma. Y cada vez que alguien cambia, todo cambia» (Quintana, 2021, p. 63). Cada individuo es consciente de cómo la sociedad transfiere a sus miembros los patrones propios de conducta y su forma de comprender y actuar en el mundo, por lo que cada comunidad tiene su peculiar forma de educar y no otra. Esta es la razón de que persistan culturas tan distintas en el mundo e, incluso, entre comunidades que forman parte del mismo país, de la misma localidad o a nivel transnacional. Cada comunidad se preocupa de que a través de la educación su identidad cultural perviva, se consolide y se extienda a todos sus miembros, apoyándose en la necesidad que tiene toda persona de pertenecer a un grupo, de apoyarse y participar en él. Conviene destacar que, en efecto, cada persona se configura en interacción con la influencia de los modos de vida compartidos por la sociedad. Pero en este proceso de socialización inciden factores intencionales y no intencionales, formales e informales. La sociedad trata de organizar, según sus intereses, unos (los formales) y controlar los otros (los informales), aunque no siempre esto sea posible. En estos casos pueden producirse tensiones y conflictos de carácter sociocultural, cuya virulencia dependerá del grado en que unos y otros factores estén consolidados y asumidos por el grupo. Precisamente en el arraigo de esos fundamentos, que no supongan solo apropiación de contenidos sino asimilación de vivencias y actitudes, está el interés prioritario de la misión educadora de la sociedad. Es así como esta marca las pautas de acción a la educación que dirigen la formación de hombres y mujeres con unas características determinadas, que se integren en esa sociedad que
les acoge, les educa y les brinda las posibilidades de realización personal, social y profesional. Por último, en la actualidad el concepto de sociedad está ampliándose al incluir un nuevo entorno, el digital o telemático, que responde a las mismas funciones socializadoras de otros grupos humanos. Lo que le diferencia es su mediatización por las tecnologías de la información y la comunicación apoyadas en la red. Han roto las coordenadas espaciotemporales específicas de las sociedades que reconocemos como tales, lo que conlleva un alto poder de interacción con cualquier individuo, independientemente de dónde se ubique, su capacidad de conectividad y la celeridad de los cambios, por lo que la cultura digital que facilita se caracteriza por su volatilidad e instantaneidad. El auge y expansión de este entorno digital es indudable, escenario que: «… no solo implica cambios sociales profundos, sino que nuestra progresiva hibridación con las tecnologías está modificando radicalmente nuestra manera de trabajar, ser y pensar» (Quintana, 2021, p. 61). Su penetración en el ámbito educativo es indiscutible, aportando diversos modelos de formación y entornos virtuales de aprendizaje caracterizados por la colaboración y la construcción de conocimiento. Sin duda, es un escenario más de la sociedad actual que está influyendo de forma significativa en todos los órdenes cotidianos.
El papel de las instituciones educativas No podemos obviar el papel clave que cumplen las diferentes instituciones, más o menos formales, con objetivos más o menos explícitos, que marcan el funcionamiento y comportamiento de cada sociedad. Y entre estas, las educativas, que facilitan las coordenadas del modo de ser y estar en el mundo. Organizaciones que no pueden permanecer ajenas a las transformaciones que estamos viviendo ni a las exigencias que la sociedad requiere. En el mundo occidental actual las organizaciones educativas, desde la escuela pasando por las instituciones de educación superior hasta el amplio abanico de organismos que ofertan formación, se han convertido en referentes indiscutibles para el aprendizaje a lo largo y ancho de la vida. Junto con el relevante carácter educativo de todas las comunidades, organizaciones y grupos que configuran cada comunidad, ya que cada vez somos más conscientes de la interdependencia a todos los niveles de personas y, por ende, de instituciones y organizaciones. Y de las consecuencias de las decisiones y acciones de cada uno de nosotros, como individuo, grupo u organización tanto en el entorno cercano como lejano. Ante esta realidad, debemos ser conscientes de las claras repercusiones en la sociedad y en la vida y desarrollo de cada persona de nuestras acciones o dejaciones en cualquier entorno, a nivel individual o grupal. Hecho que exige la capacidad de saber responder de ellas comenzando por la acogida del otro, sentirse parte de una sociedad, de una comunidad en la que somos conscientes de nuestra interdependencia. Punto en el que descubrimos que educar es un acto de responsabilidad con uno mismo y para con el otro (Mínguez, 2012).
En esta línea, poco a poco cobra relevancia la idea de la responsabilidad social de toda institución, entendida como «(…) la capacidad de valorar las consecuencias que tienen en la sociedad las acciones y decisiones que toman las diferentes personas y organizaciones como parte del logro de sus propios objetivos y metas (…)» (García, 2014, s.p.). Resulta evidente afirmar que cada institución, las acciones y actuaciones que desarrolla, contribuye al desarrollo social, económico y ambiental al: Facilitar productos y/o servicios que atiendan las necesidades reales de sus usuarios. Ofrecer productos y/o servicios que contribuyan al desarrollo y bienestar de sus usuarios. Promover un comportamiento que no se limite al mínimo cumplimiento de la normativa exigida. Impulsar una cultura ética en la cultura de la institución incardinada en cada uno de sus profesionales y en todos sus ámbitos de actuación: con los profesionales, con los usuarios, el medioambiente, la comunidad, etc.. Integrarse en la comunidad en la que está inserta, buscando el equilibrio entre sus intereses y los de la comunidad y respondiendo a necesidades específicas de ese entorno (Remache-Rubio; VillacisTorres y Guayta-Tapanta, 2018). Este planteamiento ha supuesto un verdadero revulsivo en las instituciones de toda índole, grandes y pequeñas, independientemente del objetivo que persigan, al promover una conciencia ética en cada una de las acciones que desarrolla como organización. Se trata de recuperar, por un lado, la confianza social, a la vez que favorecer el desarrollo social.
Como institución social necesita estar legitimada socialmente para seguir manteniendo su papel en la sociedad y, por tanto, para perdurar en el tiempo. Esta legitimidad la alcanza cada institución dando respuesta a lo que la sociedad espera de ella y asumiendo los valores y pautas de comportamiento que la propia sociedad le marca. De esta forma, la empresa genera confianza, valor clave para que esta sea un proyecto a largo plazo (Fundación ETNOR, 2004, en Naval y Ruiz-Corbella, 2012, p. 105). Esta responsabilidad social es imprescindible en toda institución educativa que debe asumir e incorporar en su proyecto educativo. Si esta dimensión ética es exigible a toda empresa aún más debe ser requerida a las organizaciones que centran su objetivo en la formación. La institución educativa no debe ser reconocida únicamente como instrumento para la educación de sus estudiantes, objetivo relevante sin duda, sino la formación como persona y la capacidad para participar activamente en la sociedad. En este sentido, tal como indica Martínez Domínguez (2014, p. 174), estamos ante la responsabilidad social que toda institución educativa debe atender con el objeto de colaborar: (…) al crecimiento humano de las personas que están en relación con la institución, con el compromiso de mejorar la calidad de vida de todos. Esta ayuda puede concretarse en acciones intencionalmente educativas tanto internas para los trabajadores de la organización como externas para beneficiarios y el entorno, o bien, puede ser consecuencia colateral de las relaciones dentro de la organización o fruto de la relación de la organización con el entorno, vecinos, autoridades, clientes, proveedores o también, efecto del uso y disfrute de los productos. Objetivo que logrará a partir de las diferentes actuaciones y acciones explícitas, implícitas u ocultas, en el sentido de no programadas. Y con las que, además, genera un impacto formativo
no solo en los educandos a los que se dirige, sino también en sus educadores, entorno familiar, profesional o social, personal de servicio, agentes de las comunidades y organizaciones en torno a esa institución (Martínez Domínguez, 2014). En una institución educativa educa todo, por lo que todo debe ser atendido de tal forma que realmente se desarrolle de forma coherente con el proyecto educativo de esa institución u organización. A la vez que todo genera un impacto, interno y externo, a la institución educativa, por lo que debe ser consciente de su responsabilidad ante los procesos —educativos, formativos, relacionales, comunicacionales, profesionales, etc.— que se originan en ese centro.
LAS FUNCIONES SOCIALES DE LA EDUCACIÓN Una de las funciones básicas de la educación es, sin duda, la de preservar la cultura, los modos de vida asumidos por la colectividad, introducir a las nuevas generaciones a los usos y costumbres establecidos. Esta sería la función conserva-dora o de continuidad de la educación. Sin embargo, resulta evidente que las sociedades son dinámicas y su cultura evoluciona tanto a consecuencia de los cambios que se producen en el entorno como por la intervención activa de sus miembros. Se hace preciso preparar individuos innovadores, críticos, con capacidad para promover las transformaciones e innovaciones que aportan mejoras a esa sociedad. Esta sería la función innovadora o creadora de la educación. A partir de ambas funciones se entiende que el objetivo de la propuesta educativa sea
Adquirir cultura, en el que la persona la asimila e integra en su propio conocimiento. Transmitir cultura, centrada en los procesos de asimilación e integración de esos conocimientos entre todos los miembros de esa sociedad. Crear cultura, ya que debe fomentarse una adquisición critica de esos conocimientos capaz de recrear e innovar a partir de aquello que se recibe para entregarlo después renovado. Con la función conservadora la educación trata de socializar al individuo mediante el aprendizaje de las múltiples exigencias que comporta vivir con otros de acuerdo con las pautas de conducta ya establecidas. Esta función garantiza la continuidad y cohesión social
que permite a la sociedad perdurar más allá de la vida de cada uno de los miembros que la integran. Si no se transmite esa cultura, difícilmente perdurará la sociedad. Pero continuidad y evolución son elementos inseparables en todo organismo vivo, sea este individual o colectivo. Por ello, formar personas críticas y creativas es también meta de la educación. Así, a través de ella, la sociedad transmite su cultura de unas generaciones a otras integrando en la misma a cada individuo que nace o se incorpora a esta —ya sea a partir de las migraciones o de la movilidad profesional, académica, etc.— en los grupos humanos que la conforman que, a su vez, y gracias a la educación, se capacitan para transformarla y enriquecerla a partir de: «…acciones (y maneras de hacer) nuevas que generan transformaciones valiosas a escala macro, micro o meso» (Echeverría, 2020b, p. 83). La sociedad se mantiene y se mejora por acción de la educación que recoge, conserva, refina y transmite el acervo cultural de una generación a otra. Estas funciones sociales de la educación, la conservadora y la promotora de cambios, aparentemente contrapuestas, son necesarias y compatibles. Formar individuos adaptados a la cultura y normas sociales del grupo, a la vez que autónomos e innovadores, son finalidades específicas de todo proceso educativo. Garantizar que los cambios necesarios se realicen con la mínima fricción posible, ya que, al no estar aún arraigados, cualquier cambio excesivamente rápido o brusco puede llegar a desestabilizarla. Y en este proceso la educación se comprometerá con el cambio social solo cuando sea la propia sociedad la que esté interesada en promoverlo. Ahora bien, la educación, por el conocimiento que proporciona del entorno en el que actúa, puede ayudar a la sociedad a tomar conciencia de sus propios problemas y contribuir, en gran manera, a la transformación de las sociedades. En este marco social de la educación debemos considerar también otras finalidades netamente sociales incluidos entre los objetivos de las políticas educativas, tales como la empleabilidad, la capacitación profesional, cívica y política de sus miembros, el control
social que los dirigentes pueden ejercer sobre las ideas, valores y actitudes que se desean transmitir, la democratización de la enseñanza como desarrollo del principio de igualdad de oportunidades, la perspectiva de género atendiendo la diversidad del ser humano, el desarrollo sostenible, etc. En este proceso la educación es una de las claves que permitirá abordarlos e integrarlos, o rechazarlos, en la dinámica cotidiana de todos sus miembros. De ahí que convenga reflexionar sobre las funciones sociales de la educación, atendiendo a su poder de control social, de agente de cambio y promotora de desarrollo (Figura 6.2.).
FIGURA 6.2. Funciones sociales de la educación.
Medio de control social Ya sea la educación causa o efecto de los cambios sociales esta es un instrumento de estabilidad y de control social. Esto es, la sociedad se preocupa de que sus miembros piensen y actúen de la forma aceptada por la colectividad, se pretende que lleguen a ser como la sociedad quiere que sean, a hacer lo que socialmente se considera que deben hacer. En definitiva, formarles de acuerdo con las pautas de vida socialmente asumidas. La educación se presenta como medio de control social en consonancia con los intereses de la sociedad existente, siendo la educación el elemento más valorado para ejercer de manera operativa ese control y, en consecuencia, garantizar la estabilidad de esa comunidad y su permanencia. Desde esta perspectiva, la sociedad ejerce un poderoso influjo sobre la educación, mientras que esta influye débilmente sobre la sociedad, dado que su influencia tiende más bien a secundar los propósitos de quienes manejan la sociedad establecida.
Agente de cambio Acabamos de admitir la influencia recíproca entre educación y sociedad destacando el papel determinante de esta en la modulación de los fines educativos que fijan en función de determinados intereses. De todas formas, gracias a la educación, las personas evolucionan y esos cambios han de generar, a su vez, transformaciones en la sociedad. Se trata de transmitir, conservar, mantener y consolidar los patrones de conducta, las ideas y los valores socialmente aceptados. Esta es la función reproductora, repetitiva del saber que cada generación posee de sus antepasados y transfiere a sus descendientes, de manera que se hereden las estructuras existentes. Esta función conservadora de la sociedad, además de posibilitar la plena integración de sus miembros en las estructuras sociales, sirve de amortiguador de los continuos cambios que sufre el sistema social en nuestros días. Por ello, es necesario que existan instituciones educativas que eviten que se pierdan conocimientos, valores, etc., que dan cohesión a la comunidad y estabilidad a la vida social. Pero también somos conscientes de que la educación cambia la conducta de las personas procurando desarrollar sus máximas potencialidades. Una sociedad que persiga la modernización de sus estructuras, de sus procesos de producción, en definitiva, que persiga un mayor desarrollo debe potenciar una educación que prime la formación de personas creativas, innovadoras, autónomas, atendiendo a todos los sectores sociales. Esta actitud de una sociedad hacia la educación propicia que se la reconozca como agente de cambio, impulsora de una renovación de conocimientos, de patrones de comportamiento…, así como innovadora de las estructuras sociales. Lo que se reconoce como la función dinamizadora y promotora de cambios. Ya hemos considerado que
los cambios sociales no los origina la educación, pero sí es ella la que dota a la sociedad de esos ciudadanos a los que se les capacita para que promuevan el progreso y la innovación.
Para ello hay que formar individuos críticos, con conciencia de los problemas que afectan a la sociedad y a sus miembros, con información plena sobre cómo los afrontaron otras sociedades, con entrenamiento en competencias. Capaces, en definitiva, de criticar los propios modelos sociales para crear nuevas estructuras, capaces de responder a las demandas y necesidades emergentes. Ahora bien, no todas las sociedades están interesadas en promover personas autónomas y creativas, lo que nos lleva a identificar sociedades que únicamente desempeñan la función conservadora de la educación, mientras que otras entienden la educación como agente de cambio.
Promotora de desarrollo No cabe duda de que el desarrollo económico es uno de los factores que condicionan la expansión de los sistemas educativos. Los países desarrollados económicamente suelen ser también países social y culturalmente avanzados, por lo que son más conscientes de la importancia de la educación para el desarrollo económico de ese país. En nuestros días se acepta que la educación sea tanto un bien de consumo como una inversión. Todo ciudadano consume educación por el hecho de saber más, por satisfacción personal, en algunos casos por prestigio, al margen de que ello pueda suponer beneficios de carácter económico. Se invierte en educación porque se espera obtener rentabilidad de ese gasto, tanto a nivel personal como social, es decir, se la contempla como inversión económica y de futuro. Un individuo puede estudiar porque busca una cualificación oficial que le permita obtener una cualificación profesional reconocida. A la vez que toda sociedad invierte parte de su presupuesto en educación porque espera obtener mayores beneficios, ya sean sociales o económicos. Son beneficios en capital humano al invertir en las personas con el fin de que sean productivas y generen más beneficios que los gastos en ellas invertidos. Por tanto, se trata de un recorrido circular. El desarrollo de los pueblos propicia cotas más elevadas de educación y altas inversiones en potenciar un buen sistema educativo, convirtiéndose así en factor determinante de prosperidad socioeconómica a la vez que facilita a cada persona la posibilidad de desarrollo personal, de optar al futuro que él mismo elige. En este sentido, se entiende que todos los organismos internacionales se preocupen y se ocupen de forma insistente de la educación, que vean en ella la vía más
importante para la cohesión social, para el desarrollo de la ciudadanía a la vez que el económico que redundará en beneficio de todos. Que apuesten por la educación como la clave para una cultura de paz. En suma, las tres funciones sociales de la educación resultan esenciales para la sociedad y para cada una de las personas que pertenecen a ella. Tan relevante es la función de control social en cuanto aporta continuidad, estabilidad, permanencia de cada grupo, como el de agente de cambio y promotora de desarrollo que impulsa a no quedarse anclado, a evolucionar, a innovar sabiendo responder y atender los problemas cotidianos de forma diversa, a afrontar los problemas y las situaciones emergentes gracias a nuestros conocimientos. Es decir, (…) El aprendizaje tiene una importancia vital también con miras al empoderamiento y al desarrollo de capacidades para llevar a cabo una transformación social. De hecho, la educación puede hacer su aportación a la dificilísima tarea de cambiar nuestra mentalidad y nuestra cosmovisión. La educación es clave para desarrollar las capacidades que se necesitan para ampliar las oportunidades que la población precisa para poder vivir una vida con sentido y con igual dignidad (UNESCO, 2015, p. 33).
Tema 7 La relación educativa
COMUNICACIÓN, CAUCE DEL PROCESO RELACIONAL Todo ser vivo necesita comunicarse con sus iguales, ya sea a partir del contacto físico; por sonidos emitidos más o menos elaborados, señales sensoriales, gestos, etc., contactamos con los pares o con otros seres expresando necesidades vitales, advertencias, emociones básicas, etc. El ser humano no es diferente en este punto y requiere también de la comunicación para contactar con sus iguales, para satisfacer las necesidades básicas, intercambiar información, emociones, ideas, compartir vivencias, etc. No se entiende la interacción del ser humano con los otros y lo otro sin comunicación. Cuando el ser humano contempla el mundo que le envuelve establece comunicación con él. Cuando lo transforma de acuerdo con sus necesidades, intereses, está estableciendo también un proceso de comunicación. Resulta evidente que es imposible no comunicarnos, de un modo u otro, con los otros y con el entorno en el que vivimos. Es decir, todo hombre o mujer en su interacción constante con el medio y sus iguales con los que convive está expresando su modo de entender la vida, de interpretar el mundo en el que vive y de transformarlo, de acuerdo con una idea o un objetivo o de preguntar o reclamar cuidado. Está manifestando cómo es él mismo, qué es lo que siente, lo que pretende, etc. Está estableciendo un contacto con el otro gracias al cual le hace partícipe de sí mismo, a la vez que recibe del otro la información necesaria para interpretarle y comprenderle a él en el contexto en el que interactúan. La comunicación es un elemento clave para el proceso formativo de todo individuo y de los otros. De ahí que el ser humano aislado no pueda desarrollar todas sus capacidades: necesita al otro para aprender a mirar, a escuchar, a pensar, a sentir, a creer, a elegir, a desear... Solo en el aislamiento,
o a causa de alguna patología, el individuo se cierra en sí mismo impidiendo cualquier canal de comunicación que acaba generando una biografía estancada, un ser que no permite su propio desarrollo. De ahí que el análisis de la comunicación humana sea uno de los temas más significativos para profundizar en él y clave esencial para posibilitar la educación. En capítulos anteriores se ha expuesto la dimensión social del ser humano, es decir, la necesidad de interrelacionar con otros. Ser caracterizado por la apertura, rasgo específico de la persona que la hace capaz de salir de sí misma, de preocuparse en realizar su existencia junto con la de sus pares y buscar el sentido de esta en una constante interacción con sus iguales. Gracias a ella es capaz de comprender al otro, de ponerse en el lugar del otro, de descifrar la realidad fuera de sí mismo y de intervenir en ella. Este carácter relacional, dialógico se desprende de la capacidad de interaccionar de todo ser humano. En definitiva, reconocer este carácter dialógico, en toda persona no es otra cosa que afirmar su radical apertura a la realidad y su dotación natural de las capacidades que le permiten transmitir sus pensamientos, ideas, sentimientos... (Sacristán, 1989) no solo a través del lenguaje hablado y escrito sino también a través de sus gestos, de sus actos, de sus silencios, de los artefactos que elabora, de sus grafías, etc. Esta relación se identifica como educativa cuando se inicia a partir de la irrupción del educador —que en un primer momento será la madre, el padre, familia, amistades… — en el escenario donde se encuentra el educando. Gracias a esta presencia se generarán las diferentes interacciones entre estos tanto a nivel verbal, paraverbal como no verbal, en el que la palabra, los gestos, los silencios, las acciones, el estilo, los recursos utilizados, el contexto, etc., son los elementos que la conforman. Poner algo en común o hacer partícipe de algo a otro no solo supone poner nuestro ser frente a otro, sino también exige reciprocidad en esta acción. Sin ella no habría comunicación, las personas estarían condenadas a permanecer, de modo constante,
extrañas la una para con la otra. De esta forma, la comunicación se lleva a cabo cuando cada subjetividad se comunica a otra, pues solo el otro en cuanto persona puede corresponder y permitir que exista algo en común, algo en la que ambos participan. Este encuentro de dos subjetividades es lo que podemos denominar con propiedad como comunicación y que lo diferencia de cualquier tipo de interacción. En estos casos, en la interacción entre dos elementos siempre uno de ellos pierde mientras otro gana o acaba desapareciendo absorbido por el otro. Sin embargo, «ninguna de estas situaciones ocurre específicamente en la comunicación humana. Comunicar es un enriquecimiento mutuo y una mutua progresión» (Rodríguez Neira, 2001, p. 51). En una auténtica comunicación ninguno de los individuos que intervienen debe ser anulado por el otro, sino que se establece un «proceso que posibilita el intercambio de significados entre los sujetos por una serie de convenciones sistematizadas en unos códigos y aplicadas sobre un concreto tipo de medio semiótico: signos verbales, escritos y gestuales» (Pérez Pérez, 1999, p. 291). Ahora bien, ¿cuáles son los elementos que conforman una acción comunicativa? (Figura 7.1).
FIGURA 7.1. Elementos que conforman una acción comunicativa. Describimos a continuación estos elementos: Unidad, ya que es necesaria una aproximación entre los participantes en un proceso comunicativo con el fin de que no sean seres ajenos uno/s de otro/s. La comunicación será más eficaz cuanto mayor sea esta unidad. Permanencia, al no tratarse de algo accidental sino específico y permanente en el desarrollo del ser humano. Se trata de una función
continua, necesaria y esencial. Diversidad, en la que cada individuo mantiene su propia identidad con todo lo que esto conlleva. Apertura, como la capacidad de trascenderse, salir de sí mismo, de participar, de construir algo en común con otros. Objeto, contenido que abarca desde un conocimiento, una información, un valor, una vivencia, una creencia..., y la misma persona. Efecto, toda comunicación pretende aportar al interlocutor elementos para su optimización, para lograr el encuentro o, al contrario, generar el rechazo, obstaculizar cualquier posible acción (Redondo, 1999). Veracidad, ya que: «hablar es ponerse en una relación personal que antecede a toda promesa haciéndola posible. Quien habla suscribe un contrato de decir la verdad, sin el cual la misma atención de los demás no tendría el menor sentido» (Innerarity, 2000, p. 52). A la vez, toda comunicación puede llevarse a cabo de forma diferente en la medida en cómo el emisor entienda al otro. Es decir, puede utilizarle como objeto generándose entonces una relación objetiva, o como persona en la que posibilita ya una relación intersubjetiva. En la primera la comunicación aparece como una relación en la que se cosifica al otro. Este es utilizado como algo útil, rentable... para los intereses del interlocutor, mientras que en la segunda se respeta al otro como a un igual. La comunicación objetiva es sencillamente informativa y parcial. Mientras que la intersubjetiva es vital, experiencial y plena (Rodríguez Neira, 2001). La comunicación objetiva tiene un carácter universal, abstracto, mientras que la comunicación intersubjetiva es más bien una relación singular y concreta.
La primera sigue la vía del conocimiento (...); la segunda se desliza preferentemente por el cauce de lo vital y afectivo (Redondo, 1999, p. 207). Ambas entran en contradicción a la vez que se reclaman necesariamente. La comunicación intersubjetiva implica la comunicación objetiva que, de alguna manera, la precede siempre. Por otro lado, la comunicación objetiva se desvirtúa si no busca su fundamentación en la relación vital, afectiva, que le ofrece la comunicación intersubjetiva, que le aporta abrirse no solo al conocimiento sino a la afectividad y a la comprensión. De esta forma, cuando la comunicación no reconoce y asume la dimensión personal del otro, suprime la posibilidad de conformar una auténtica comunidad de personas, limitando y disminuyendo esencialmente la capacidad de autorrealización de cada uno de los que participan en ella. En suma, deja abierto el camino de la alienación, de la utilización del otro. La angustia, la soledad, la depresión, etc., son claros ejemplos de la incapacidad de comunicarse con los otros. En suma, educar exige necesariamente comunicación al reconocerse como un requisito esencial del proceso educativo, expresión de la relación personal y de humanización. Las funciones y reglas que presiden esa interacción comunicativa serán las que nos permiten verificar y comprobar la validez de la educación. Es decir, si colaboran en el desarrollo positivo de cada una de las capacidades, si facilitamos la apertura a un mundo de posibilidades. La educación es también transmisión del necesario bagaje cultural de unas generaciones a otras en la que se entiende la cultura como elemento socializador e integrador. Este es el sentido de que la educación se entienda como proceso de comunicación. Por otro lado, también debemos destacar el contenido de la comunicación educativa. Si nos detenemos en este punto comprobamos que en todo escenario educativo siempre se dan de
forma simultánea dos tipos de contenidos en este proceso comunicativo: el didáctico y el orientador:
Contenido didáctico, o cognitivo, que estimula la adquisición de conocimientos y destrezas. Parte de un contenido objetivo y es propio de la enseñanza. Su fin es el aprendizaje sistemático de conocimientos, competencias, destrezas, etc. Se trata de una comunicación estructurada y preestablecida. Contenido orientador, o afectivo, que promueve el desarrollo personal y la capacidad de autonomía, partiendo de un contenido personal y es propio de la enseñanza. Su fin es el desarrollo de las capacidades personales, la adquisición de valores, la formación integral de cada educando. Se trata de una comunicación espontánea, experiencial y vital. Ambas se asientan en una comunicación verbal, paraverbal y no verbal, interrelacionándose constantemente la palabra oral y escrita, la imagen, el espacio, los silencios, los gestos... Además, toda comunicación se lleva a cabo en un escenario determinado, por lo que cualquier contexto está interfiriendo y condicionando esa comunicación. Organización y distribución del espacio, decoración, distancia entre los actores, etc., de un espacio determinado delimitan inicialmente un modo de relación entre agentes y actores de esa relación educativa. No es indiferente ninguna de estas variables que nos ayudan a interpretar ese proceso comunicativo y relacional. También podemos identificar las condiciones necesarias para poder considerar educativo un determinado proceso relacional. Como resulta obvio este proceso estará condicionado por las exigencias del objeto e intencionalidad inicial de esa comunicación, así como por las características propias del sujeto receptor (edad, experiencias previas, estilo de aprendizaje, etc.). Teniendo en cuenta ambos factores y para que se logre una comunicación educativa,
esta deberá cumplir las siguientes condiciones (Castillejo et al., 1988) (Figura 7.2.): Motivadora, al favorecer la disponibilidad para aprender del educando. Persuasiva, al dirigirse al logro de la incorporación de ese nuevo contenido, ya sean conceptos, procedimientos, valores... Sistematizada, al presentar un nuevo conocimiento de forma organizada, estructurada e interrelacionada con los conocimientos previos del receptor. Transferible, ya que debe saber aplicarse en diferentes contextos y situaciones. Optimizadora, al mejorar las posibilidades de comprender el entorno en el que vive y las respuestas que es capaz de aportar para el desarrollo de sí mismo y de su contexto. Adecuada, al tener que ajustarse la información que se transmite al nivel y etapa evolutiva del receptor, además de saber utilizar correcta y pertinentemente los diferentes canales de comunicación.
FIGURA 7.2. Condiciones de una comunicación educativa. En definitiva, si comprendemos al ser humano como un ser necesariamente relacional entenderemos la educación como un proceso relacional dirigido al desarrollo de la persona sencillamente, «… porque somos en sociedad, somos seres culturales que nos hacemos en las relaciones y la convivencia es uno de los grandes retos que se asoman en el horizonte» (Vila Merino, 2019, p. 179). Es su condición de posibilidad, la que la genera, ya que sin comunicación no es factible la realización de cualquier acción educativa y la posibilidad de interactuar. Se requiere de una mediación comunicacional entre dos sujetos para poder hablar de educación: la de enseñar algo uno a otro con el objetivo de influir en
su modo de actuar, de resolver una situación, de comprender el mundo que le rodea. Educación, en lo más fundamental, no es sólo un proceso cultural dominado por la instrucción, sino un proceso vital necesario que caracteriza a la especie humana, configura y particulariza sus dominios vitales, queda evidente en su modo de vida, impregna las prácticas sociales, se fundamenta en la complejidad de la estructura y la organización de su cerebro (García Carrasco y Canal Bedía, 2018, p. 35)
La educación como proceso relacional Hablar de educación inevitablemente es hablar del ser humano, ya que este no puede interpretarse únicamente por su naturaleza biológica, sino que requiere un desarrollo perfectivo como persona singular al dirigir todos sus esfuerzos al logro del individuo que debe llegar a ser. Presenta características físicas, cognitivas, psicológicas, etc. que le proporcionan unas cualidades específicas, que le diferencian de los otros y apoyadas en estas resuelve su vida. Tiene opción para desarrollar las diferentes capacidades de todo ser humano de acuerdo con sus intereses, sus motivaciones, etc., aprendiendo, así, a integrarse en el entorno en el que vive y optar por un tipo de acciones u otras. Aprende las pautas de comportamiento adecuadas para resolver los diferentes problemas a los que se enfrentará a lo largo y ancho de la vida, a la vez que decide y actúa. Pero todo ello únicamente lo logra gracias a la comunicación que puede y sabe mantener con los otros y con su entorno. La existencia va desvelándose gracias a ella, a esa interacción constante con lo y los que le rodean: Propiamente hablando, la educación es una iniciación en la habilidad y la participación en esta conversación en la que aprendemos a reconocer las voces, a distinguir las ocasiones apropiadas para la expresión, y donde adquirimos los hábitos intelectuales y morales apropiados para la conversación (Oakeshott, 2000, p. 499). En este sentido la educación únicamente se hace posible al generar la comunicación que se establece en un proceso relacional específico entre un actor y un agente, es decir, entre educando y educador. Es la revelación que se produce en una mediación comunicacional que logra una acción educativa intencional.
Esta iniciación es un proceso de civilización y humanización. De civilización, porque lo entregado tiende a cristalizarse en formas de conocimiento que actúan como lentes de sentido para interpretar la realidad. En este sentido, la educación no es otra cosa que un proceso de acceso a la realidad, una introducción en la interpretación múltiple de la realidad (Bárcena, 2005, p. 100). Partimos de la idea de que todo ser humano es necesariamente dialógico en el sentido de que reclama al otro para su plena realización. Es decir, gracias a la relación con los demás va desarrollando su propio modo de ser y va descubriendo cómo interpretar y afrontar la realidad que le rodea. Estamos ante un proceso de interacción en el que cada ser humano es reclamado por los demás, a la vez que él mismo los necesita. Esto conlleva necesariamente un reconocimiento del otro como un igual y la decisión clara de establecer algo en común. No sólo es incumbencia mía mi propia promoción y plenitud, sino también la de los demás. La responsabilidad para conmigo mismo no puede separarse de la responsabilidad para con el resto de los hombres. Ello es posible y necesario porque el hombre está constitutivamente abierto a lo otro y a los otros (Jover, 1991, p. 133). Nos vamos formando, continúa este autor, en la trama de interacciones que constantemente, y a lo largo y ancho de nuestra vida, vamos teniendo con los otros seres humanos ya sea a través de lo que estos producen o crean o de la interacción directa con ellos.
Este carácter dialógico está fundamentado en la sociabilidad de todo individuo: no hay ser humano sin los otros. Y aprendemos a ser nosotros en la medida en que vamos descubriéndonos en el otro.
Así, la riqueza de todo lo que nos rodea únicamente se nos desvela gracias a la comunicación que nos une a nuestros iguales, lo que la convierte en la condición de posibilidad de la educación misma. Esta se refiere más a una relación entre personas que a una relación técnica, como puede ser la enseñanza o cualquier otra intervención pedagógica o socioeducativa, al mostrar que esta acción exige contacto, relación, revelación entre dos sujetos iguales. Si no se logra ese encuentro, esa revelación, entre dos individuos no podríamos hablar de educación.
Toda intervención pedagógica será educativa en la medida en que sea capaz de promover la acción formativa, en cuanto ha suscitado un encuentro entre dos subjetividades, en la medida en que es capaz de revelar al otro un modo de ser valioso para su desarrollo. Así cada persona va resolviéndose en la acción, ya que debe elegir, decidir, hacer y actuar como algo propio. Actúa de acuerdo con lo que es y con lo que quiere ser, dirigido por un motivo, una necesidad, un interés, etc. De este modo, cada acción va revirtiendo en el propio individuo configurándolo y conformándolo de tal forma que lleva a cabo acciones voluntarias, basadas en un proyecto decidido por él mismo, que repercute en los otros y en lo otro. Ninguna acción es indiferente al consolidarse y desarrollarse cada escenario: de sus presencias, de sus interacciones, de sus silencios y de sus ausencias. Por ello, al estudiar la educación es necesario conocer, en primer lugar, las acciones humanas. Es decir, las acciones no por sí mismas sino en relación con cada individuo específico que las ha decidido y ejecutado, ya que cada persona se construye a lo largo de sus acciones y cada acción expresa lo que es esa persona. Cada
comunidad se construye a partir de las acciones de todos y cada uno de sus individuos. Nos interesa la persona como ser humano partícipe de una naturaleza común, pero aún más ese individuo como persona individual que actúa y que va conformándose como sujeto único e irrepetible que interactúa con otros en la construcción de su sociedad, a la vez que desarrolla sus propias posibilidades. Establecer, en definitiva, una relación educativa que atiende a cada individuo potenciándolo desde su singularidad sin olvidar la perspectiva de lo colectivo y contextual (Vila Merino, 2019). A partir de esta idea debemos recordar que una acción educativa está compuesta por procesos racionales y libres que generan cambios producidos a partir de la intervención intencional de un agente (Touriñán, 2014), lo que implica: La persecución de un cambio. La relación, la comunicación entre un actor y un agente. El condicionamiento de un escenario determinado. Partir de una realidad presente proyectándose al futuro. Una intencionalidad clara dirigida a alcanzar un objetivo. Lo que explica que,
Una acción educativa implique necesariamente una propuesta intencional que se desarrolla en un tiempo, se despliega necesariamente en la comunicación, a la vez que exige y pretende el logro de un efecto de acuerdo con un modelo propuesto previamente.
Lógicamente, las acciones humanas pueden ser de muchos tipos, pero lo que las caracteriza es que están realizadas por parte de sujetos racionales y libres, que han decidido la ejecución de ese proceso que siempre se desarrolla en coordinación e interacción con lo otro y con los otros. Por eso mismo resulta lógico que toda acción humana sea objeto de la educación y que esta sea, esencialmente, tarea relacional, ya que al relacionarse dos o más personas están transmitiendo información entre sí, interactúan influyendo unos en otros cambios de comportamiento de ver y entender el entorno, etc. Y es en estos espacios de interacción donde se activan los mecanismos que intervienen en la educación. En suma, se evidencia que educación es una acción de personas, entre personas y sobre personas, por lo que únicamente se generará a partir de una auténtica relación personal. La simple información o instrucción no conlleva educación. Para que esta se dé es necesaria la comunicación, fundamento de toda relación educativa, ya que el contacto con el otro trasciende el dominio de la simple información. De aquí arranca la necesaria relación e interacción educativa, que se define como esa comunicación dinámica que se produce dentro del proceso educativo entre un educador y un/os educando/s, y la acción directa que desarrollan entre sí. Es un auténtico proyecto en común que agente/s y actor/es llevan a cabo orientado al logro de unos fines formativos. De ahí que la educación se pervierta si se transforma exclusivamente en un proceso instructivo o de enseñanza-aprendizaje. Es decir: (…) Lo específico de la relación educativa no es en sí el tener un objetivo, sino qué clase de objetivo, porque en ella la intencionalidad posee un carácter educativo que pretende que el educando se desarrolle leyendo el mundo, haciendo suyo lo que le rodea desde su identidad y reconstruyéndola también desde ese proceso de lectura (Vila Merino, 2019, p. 185).
En consecuencia, resulta innegable que la educación se base y tome su fuerza en la relación educativa, como relación personal que no puede reducirse a problemas técnicos o a diseños formativos más o menos eficaces. Es una interacción constante entre personas con una intencionalidad y unos contenidos definidos. Pero, ¿qué es lo que fundamenta esta relación educativa? Por supuesto no es la transmisión de conocimientos, sino todos aquellos elementos que convierten una actuación en educativa, que buscan, implícita o explícitamente, esa finalidad. Así se comprende que todo educador eduque por lo que es, más que por lo que dice. En consecuencia, la relación educativa se manifiesta a través de esa compleja interrelación entre la capacidad técnica de transmisión de unos contenidos con ese modo particular de ver y comprender la vida, con la implicación personal, la intencionalidad de formar, etc. Es decir, con la comunicación que se establece entre todos los agentes que intervienen en los diferentes escenarios en los que habitamos. De este modo, educar, como proceso humano que es, se genera en los procesos formales y sistemáticos dirigidos al logro de objetivos concretos, pero también en todos esos procesos informales e indirectos que subyacen en toda acción formativa que ningún agente debe obviar ni minusvalorar (Bárcena, 2005). En definitiva, (…) considerar los procesos como algo fundamental en educación, otorgarle el lugar que se merece a la presencia del otro-a en la acción educativa, entender el aprendizaje como algo no sólo vinculado con el «hacer» y «pensar», sino también con el sentir, el convivir y el cuidar (Vila Merino, 2019, p. 182).
LA RELACIÓN EDUCATIVA: CARACTERÍSTICAS Y LÍMITES Entendemos por relación educativa la interacción que se establece entre un educador y un educando a partir de determinadas relaciones instructivas y formativas. Ya hemos mencionado que el ser humano es necesariamente un ser relacional, es un ser indigente que necesita de las cosas, del mundo y de los otros para existir y ser y, en especial, para llegar a ser el que quiere ser. Vivir es vivir con las cosas, con los demás y con nosotros mismos en cuanto seres vivos. Este «con» no es una simple yuxtaposición de la persona y de la vida, sino uno de los caracteres existenciales de la persona en cuanto tal (Rodríguez Neira, 2001). Estamos ante una interacción humana con una clara intencionalidad de cooperación en la formación y desarrollo del otro, enraizada en una relación de autoridad a la vez que de diálogo (Delors, 1996). Ahora bien, esta relación no tiene sentido si no logra suscitar un aprendizaje. Sin duda, es el educando el que ha de hacer el esfuerzo de aprender, ha de poner en activo el proceso de ese aprendizaje en el que es indudable el papel de mediador, de guía del educador en este proceso. Ahora, sin el encuentro entre ambos el esfuerzo común para alcanzar el objetivo propuesto no podríamos hablar de educación. En este sentido, la relación educativa se da siempre que exista una intención formativa, una intención del logro de una mayor plenitud en el receptor, incluso cuando este fin no se logre. Por ello, la educación es algo que sucede entre dos: uno que la provoca, la guía, la facilita y otro que accede a ello, de modo expreso o no. Es una relación en el que se da un intercambio gracias al cual el educando aprende, en él sucede la educación. Pero que sin
la ayuda o la intervención del educador resultaría muy difícil o mucho más costoso que se llevara a cabo. Rol en el que lo importante no es lo que se lleva a cabo con los educandos, sino qué tipo de relaciones construimos con ellos y entre ellos (Vila Merino, 2019). Ahora, tal como destaca Esteve (2009): «… se trata de una relación que tiene en sí una finalidad que de alguna manera tiene como objeto al educando; pero que tiene que contar a cada paso con la condición de sujeto que le corresponde como persona» (en Vila Merino, 2019, p. 180). Es decir, una relación educativa que debe estar sustentada en el respeto al otro, el educando, como persona que es. Además de que se ubica en una situación de dependencia y vulnerabilidad ante el educador, lo que exige aún más el respeto al mismo y la responsabilidad del educador de formarle como persona autónoma a la que debe llegar a ser. Una de las peores patologías de la relación educativa consiste en querer prolongar la situación de dependencia. Educamos para la autonomía (…) Reconocer su autonomía y aceptar que tomen sus propias decisiones es la prueba definitiva de que hemos tenido éxito en la relación educativa (Esteve, 2010 en Vila Merino, 2019, p. 181). En este proceso de interacción para generar esa relación educativa deben cumplirse una serie de características que la definan como tal. Analizar cada una de ellas nos llevará a comprender mejor la naturaleza de esta acción educadora y el papel que tanto el educador como el educando desempeñan en ella. Nos referimos a los rasgos: Social, al darse esta relación siempre entre personas y, en la mayoría de las ocasiones, individuos, cada uno de estos con sus necesidades, intereses, perspectivas..., que se encuentran dentro de un grupo. Afectivo, que caracteriza el clima de la interacción que la consolida u obstaculiza.
Comunicativo, que denota la claridad y calidad de la interacción, recoge la comunicación verbal, no verbal y paraverbal presentes en toda comunicación, ya sea presencial o virtual. Instructivo, clave en todo proceso educativo que recoge la función del educador que transmite y revela el sentido de la cultura, de las tradiciones, de la ciencia, etc. Rasgos que concluyen que la relación educativa: Es intencional y orientada hacia el desarrollo personal. Posee características cognitivas y afectivas identificables. Se considera una relación de ayuda, lo que implica asimetría en esta relación (Vila Merino, 2019). Es Intencional al pretender el logro de metas y objetivos específicos. No hay educación sin la propuesta de un fin. Además, la actividad educativa se explica menos por un porqué, que por un para qué, ya que, (...) No basta con que una acción sea voluntaria para que sea educativa. El carácter educativo de una acción no viene dado por ser una acción. Debe conectarse, además, con lo que es valioso para el hombre. Sólo serán acciones educativas aquellas que supongan una mejora -una mayor perfección u optimización- para quienes las lleven a cabo (Jover, 1991, p. 138). El límite de estos objetivos no es otro que la libertad del educando y el respeto que debemos a toda persona comprendiendo que «respetar al educando no es solo acogerlo tal como es, sino también, y sobre todo, ayudarle a superarse esforzándose a ser el
que puede ser» (Jover, 1991, p. 158). Olvidarlo desvirtuaría, sin duda, cualquier propuesta educativa. A la vez, toda relación educativa es asimétrica, es decir, «la relación educativa es una relación de ayuda. Pero las relaciones de ayuda son relaciones asimétricas o de dependencia. Buscamos ayuda cuando encontramos en nosotros una limitación para realizar algo o hacerlo de forma más eficiente» (Jover, 1991, p. 146). Entendiéndolo de esta forma, ambos, agentes y actores, se sitúan en planos distintos, pues siempre será el educador el que ayude y dirija al educando, roles en los que a cada uno le competen unas funciones claramente diferenciadas. Ambos están llevando a cabo una actividad diferente, con finalidades distintas: uno educarse, el otro ayudarle al logro del objetivo propuesto de la forma más eficiente posible. Aunque no olvidemos que esta dependencia inicial puede conllevar también relaciones no exentas de peligros como es el autoritarismo, la manipulación o la dependencia. Estamos en una relación de ayuda que está llamada a disminuir progresivamente llegando a desaparecer en la medida en que coopera al desarrollo madurativo de un educando. Esta relación educativa que se establece desaparecerá en el momento en que ese sujeto sea capaz de autodeterminarse por sí mismo, de dirigir su propia vida. Por ello, estamos ante la única relación humana que está llamada a deshacer sus vínculos, y el querer mantenerlos solo es signo del propio fracaso de su finalidad educadora. Esto nos lleva a confirmar que toda relación educativa se fundamenta necesariamente en el respeto y la confianza. Respeto, ya que estamos hablando de una relación entre personas y confianza como actitud vital positiva sin la cual no se puede educar. Confiar en las posibilidades del otro es lo más valioso de esta tarea. Por otro lado, tampoco debemos olvidar que las posiciones entre agentes y actores de la educación son complementarias. No existen educadores sin educandos, ni educandos sin educadores. De esta complementariedad surgen actitudes ante la relación interpersonal
que la convierten, a veces, en un entramado de tensiones y esfuerzos. La confianza y la desconfianza, la obediencia y la rebeldía, la oposición, el rechazo, la aceptación, la actividad en común o la rivalidad, el acuerdo o el disentimiento son formas positivas y negativas que se generan a raíz de esta interdependencia (Rodríguez Neira, 2001). Es una relación educativa obligatoria al estar cada persona, especialmente en sus primeras etapas vitales, «obligada» tanto por el necesario proceso de enculturación y aculturación como por el sistema cada vez más complejo de nuestra sociedad que exige una larga escolarización en la que se verá sumergido en este tipo de relación lo quiera o no. La relación educativa es compleja ya que inciden en ella todos los elementos que rodean a cada uno de los agentes. Así las variables del entorno, el medio psicosocial, la cultura, etc., son elementos esenciales a tener en cuenta para diagnosticar, comprender, sistematizar y optimizar las intervenciones que se van a llevar a cabo, con el fin de lograr y potenciar, de ese modo, una auténtica interacción y, a partir de esta, llegar a la relación personal, a una verdadera relación educativa. La relación educativa es temporal, se limita a un tiempo concreto. El educador debe ir guiando, orientando, motivando al educando hacia ese perfeccionamiento gradual de manera que vaya pasando de esta fase de dependencia necesaria a la independencia en todos los campos, desapareciendo esta relación educativa una vez se haya logrado la madurez del educando. A la vez esta misma temporalidad se debe también a que se establece en un espacio temporal determinado y en escenarios educativos identificados, que finaliza una vez logrado el objetivo educativo planteado. Características que identifican la relación educativa y que nos llevan a confirmar que:
No existen estrategias únicas para desarrollar una relación educativa. Esta siempre será singular y cambiante al estar referida a determinado actor y agente o agentes, si bien sí existen principios que dirigen el trazado de esta interrelación. Exige saber escuchar y responder sin prejuicios, siendo capaz de oír incluso lo no dicho por el educando por falta de posibilidad, capacidad o deseo. Al ser una relación asimétrica debe apoyarse en el diálogo, en la confianza y el reconocimiento del otro. Como en toda interacción humana estas fluyen o se interrumpen, se modifican o se enquistan según el modo de emisión y de recepción de los comportamientos, acciones, etc., lo que exige estar permanentemente en alerta observando y valorando el contexto en el que se lleva a cabo, los otros pares que participan en este escenario, los ruidos y las interferencias que puedan darse, etc. Características que nos llevan a reconocer la necesidad del «tacto pedagógico», saber qué hacer y cómo hacer en cada acción educativa atendiendo la individualidad de cada persona con la que interactúa el educador. Destaca la relevancia de la capacidad de adaptarse a los contextos, a la historia de vida de cada educando, a las motivaciones, a las necesidades de aprendizaje, a la manera de ver el mundo, etc. (Vila Merino, 2019). Avala la acogida del otro para guiarle en su proceso de aprendizaje como ser único que es y autónomo que debe llegar a ser. En definitiva, considerar la educación como un proceso de construcción de relaciones educativas supone: «… otorgar el lugar que se merece a la presencia del otro-a en la acción educativa, entender el aprendizaje como algo no solo vinculado con el «hacer» y «pensar», sino también con el sentir, el convivir y el cuidar» (Vila Merino, 2019, p. 182).
Relación educativa y alteridad A lo largo de este capítulo y del libro estamos incidiendo en que la educación solo cobra sentido y ser en la relación con el otro, en acogerle, hacernos cargo de él, acompañarle, guiarle… (Vila Merino, 2019). Esta forma de comprender la educación abre la perspectiva de desarrollar y atender la relación educativa como una pedagogía de la alteridad, fundamentada en el pensamiento de Lévinas, donde esta se entiende como el reconocimiento del otro, diferente de mí, ser único del que soy responsable, sin esperar una reciprocidad en su respuesta: El reconocimiento mutuo parte del don que no espera nada, pasa por el otro que recibe la donación que, a su vez, sabe que no se espera algo en retorno, ya es una relación con sentido en sí misma (Moreno Aponte y Vila Merino, 2022, p. 133). Este modo de comprender la relación educativa abre la perspectiva a desarrollar la acción educativa desde la acogida y la hospitalidad, desde el reconocimiento del otro como otro yo que debo guiarle para alcanzar su autonomía. En sociedades multiculturales como la nuestra se hace aún más relevante trabajar esa pedagogía de la alteridad, definida por Faundez y Fraure (citado en Aguilar, 2003), como la capacidad de considerar al otro, poniéndonos en su lugar para poder comprender su visión y modo de actuar, desde la perspectiva de lo diferente, para poder ir descubriendo al otro poco a poco, permitirle ser diferente. Esta capacidad se desarrolla a través de la «descentración (…) de salir de uno mismo (…) que requiere un aprendizaje sistemático y objetivo» (Abdallah-Pretceille, 2011, p. 77). Desarrollar esta capacidad nos va a permitir ser capaces de conseguir el diálogo
intercultural (necesario en todo proceso relacional, no solo educativo), aprendiendo a plantear y manejar las distintas situaciones (educativas, culturales, familiares, profesionales…) «desde lo que nos diferencia, y no solo desde lo que nos une» (García-Blanco, 2011, p. 306). Vila Merino (2019) aporta las palabras clave para este encuentro: diferencia, comprensión, reconocimiento y equidad, en suma, hacer visible, acoger, reconocer y valorar al otro que siempre es alguien específico con su historia, sus experiencias vitales, sus metas, sus intereses, que vive en un espacio y tiempo determinado. Y que, al reconocer su presencia, me responsabilizo de él, de formarlo escuchándole, puesto que: «la pedagogía del silencio, la de escuchar, más que la de hablar, debería ser la primera lección práctica que todo profesor tendría que aprender» (Martínez, Esteban, Jover y Payá, 2016, p. 45). Apostar por saber escuchar al otro, dotarle de voz y reconocerle como persona con valor en sí misma. Favorecer una comunicación permanente con ese otro en el que se van desenredando las disyuntivas que emergen en toda relación educativa: Influencia - Autonomía. Responsabilidad - Libertad. Autoridad - Disciplina. «Al fin y al cabo, y parafraseando a Van Manen (1998), no podemos olvidar que la educación no es otra cosa que la fascinación por el crecimiento del otro» (Vila Merino, 2019, p. 193).
LA EVOLUCIÓN DE LA COMUNICACIÓN EN LOS ESCENARIOS EMERGENTES Al atender la relación educativa como una de las claves de todo proceso educativo no debemos dejar de lado la influencia relevante que ejercen los diferentes canales por donde circula la comunicación. Máxime en estos momentos en el que estamos viviendo una auténtica explosión de canales y recursos que suplen, acrecientan y universalizan las funciones comunicativas de los sujetos. Sin duda, uno de los factores que ha influido significativamente en los cambios experimentados en la sociedad actual ha sido el desarrollo de los distintos canales de comunicación. Si la imprenta, en su momento, significó un giro radical en el acceso al mundo del saber, desde finales del siglo XIX se han producido también una serie de hitos que suponen un nuevo punto de inflexión en el acceso de la humanidad a la interacción con sus iguales. Así, la radio, el teléfono, la televisión, el cine y, a partir de la segunda mitad del siglo XX, las tecnologías de la información y comunicación (TIC) revolucionaron y enriquecieron las posibilidades de comunicación: el teléfono acercando a las personas independientemente del lugar de residencia, la radio aproximando y desvelando el poder de la voz, la televisión y el cine con el poder de la imagen y el sonido, las TIC pulverizando las coordenadas espacio-temporales y los límites de acceso a datos y personas. Estos medios, entre otros, emplean, de una u otra forma, todos los lenguajes de comunicación disponibles: oral, escrito, icónico, musical, numérico, gráfico… Ahora bien, el problema surge cuando tenemos que interpretar los mensajes, cuando debemos leer la información que nos brindan estos medios, ya que conocemos nuestro mundo en la medida en que somos capaces de contarlo, de
narrarlo, de leerlo o de escucharlo, independientemente del soporte en que se apoye. En este escenario de comunicación la competencia lectora se convierte así en: La pieza fundamental y la base sobre la que se apoyan y se construyen todos los demás saberes y conocimientos, es la llave que nos abre la puerta al mundo de la información, del conocimiento y de la fantasía, nos sumerge en lugares ficticios o reales, nos presenta otras formas de ser, de vivir, de pensar, y desarrolla nuestra capacidad creativa, imaginativa y emocional (Rodríguez Rodríguez, 2005, p. 282). Pero, lógicamente, la lectura está condicionada por los soportes tecnológicos en los que se codifica el mensaje. Prueba de ello es que, a lo largo de estos últimos años, desde las más diversas instancias, se están dedicando ingentes esfuerzos, personales y económicos, a potenciar la lectura y favorecer la alfabetización que no puede limitarse a la alfabética. Es necesario enseñar a leer en todos los soportes propios de la comunicación, a interpretar y a escribir y/o expresarnos en todas las formas comunicativas, desde el texto escrito tradicional hasta el lenguaje más avanzado que nos ofrecen las tecnologías. En consecuencia, todos «vemos» y «leemos» muchas cosas, pero no estamos en condiciones de «comprenderlas» y menos aún, de «interpretarlas críticamente». Disponemos de mucha información que no sabemos cómo asimilarla, utilizarla ni interiorizarla. Por eso, en nuestros días, la alfabetización no se debería entender solo como capacidad de leer el lenguaje escrito, sino como multialfabetización: se hace necesario aprender a leer los medios audiovisuales, tecnológicos y mediáticos, y a expresarnos y comunicarnos a través de ellos desempeñando un papel decisivo en la configuración del imaginario de nuestro tiempo capaces de acercar culturas. Poder expresarse y leer es comprender el mensaje,
captar el significado de forma personal para poder transferirlo a otros contextos, a otras situaciones. En esa medida la expresión comunicativa y lectora adquiere la capacidad de comunicación. Enseñar a leer y a expresarse en soportes múltiples, resulta clave para aprender a vivir de forma autónoma y responsable en un mundo donde las relaciones simbólicas son las que configuran la realidad (Marqués, 2012), donde estas relaciones son producidas a través de diferentes canales en un espacio y tiempo determinados construyendo, así, la realidad que se transmite a otros. Capacitar a cada persona para que en cualquier soporte y canal de comunicación pueda: Reconocer el mensaje, identificando y describiendo sus partes. Comprenderlo, integrando y relacionando los distintos elementos entre sí. Interpretarlo, captando el sentido global de lo que se expresa. Evaluarlo, sopesando su significado informativo, estético, ético, etc. (Etcheberry et al., 2001). De ahí la necesidad de acometer un proceso de alfabetización en todos estos lenguajes en los que se aprenda la gramática, que permitirá adentrarse en el significado de los distintos niveles de su expresión y de su lectura: informativo, estético, emocional, ético, etc. Hablamos de aprender a expresarnos, a leer e interpretar, a adquirir la necesaria competencia comunicativa. Competencia, en cualquiera de los soportes en los que se facilita la comunicación, como medio fundamental para el desarrollo personal, el acceso al conocimiento y la interacción con los otros y lo otro. Ahora bien, también se constata con preocupación que el creciente «analfabetismo de los alfabetizados» (Colom y Touriñán,
2007), realidad a la que aún no se ha sabido, no se ha querido o no se ha podido, atender desde los diferentes escenarios educativos. Situación que está dando la espalda al contexto vigente en el que narración y lectura convergen en diferentes soportes que reclaman necesariamente expresiones y lecturas abiertas y plurales que aportan una gran riqueza informativa y formativa solo si se sabe interpretarla (Colom y Touriñán, 2007). Tarea esencial en la formación de cada persona apoyada en la relación educativa que seamos capaces de generar.
Tema 8
El profesional de la educación Nadie cuestiona la relevancia de la figura del educador. Estamos ante una práctica reconocida a lo largo de la historia a pesar de que su profesionalización y reconocimiento hayan sido muy tardíos. De la misma manera, la atención y observación a las diferentes profesiones que se derivan de la actividad del educador ha sido un hecho reciente, en las que cada una de estas ha vivido su propia trayectoria. Desarrollo profesional que no implica la afirmación de que el educador sea el centro de la tarea educativa, ahora bien, sin él difícilmente se lograría la generación de cualquier tipo de aprendizaje y el desarrollo de la persona en cualquiera de sus dimensiones. Es el educador el que guía, orienta o facilita la oportunidad de aprendizaje, sin olvidar que el protagonista y el que da sentido a toda esta tarea es el educando. Cada persona es la que aprende, la que esté abierta, de forma explícita o no, a adquirir nuevos conocimientos y/o destrezas, a desarrollar una capacidad, la que va desarrollándose a lo largo de toda esta acción educadora. Pero sin el concurso del educador, sin su ayuda y guía difícilmente se alcanzarán los logros educativos, se conseguiría posiblemente alguna meta, pero cada vez se destaca de forma más clara la necesidad de la intervención de un agente educador, de forma explícita o implícita, para que el educando aprenda. Cuando tratamos la profesionalización del educador la práctica profesional que aparece es la del docente que desempeña su actividad en uno de los niveles educativos formales. Una figura que a nivel social se la relaciona de inmediato con la tarea del profesor, de maestro. Efectivamente, este es uno de los ámbitos de actuación del educador, el más conocido especialmente a partir de la
institucionalización de los sistemas educativos, pero no el único. Debemos reconocer que estamos ante una tarea que abarca múltiples áreas, ámbitos, escenarios y situaciones, por lo que exigirá actuaciones profesionales diversificadas, diferenciando las funciones que desempeñan cada una. Y en este análisis también debemos recordar que un educador puede ser tanto una persona, como un objeto o un entorno. Nos influye, y nos enseña, un libro, una madre, una película, un hermano, un espacio natural, internet, un aula, un amigo, un grupo musical, un profesor, el diseño de una ciudad, un deportista, una exposición, etc. Ahora bien, estamos hablando de enseñar sin valorar si la influencia de cada uno de estos educadores resulta positiva o negativa, explícita o implícita; y si aquello es realmente educación o no. En este sentido, debemos analizar y reflexionar sobre la figura del educador, los diferentes agentes que llevan a cabo esta función en escenarios diversos y su necesaria profesionalización, clave de toda tarea educativa.
EL EDUCADOR Y EL PRINCIPIO DE EDUCATIVIDAD
El principio de educatividad La presencia e importancia de todo educador radica en su capacidad para transmitir a otros, de forma explícita o implícita, conocimientos, destrezas, habilidades, actitudes, etc., necesarios para el mejor desarrollo e integración en el contexto en el que vive. Es decir, de influir en el proceso del desarrollo madurativo de otros. Como ya vimos en el segundo capítulo, todo educador tiene sentido en la medida en que es capaz de transmitir conocimiento, competencias, valores…, de ayudar, guiar, dirigir... a otro u otros en el logro de su autonomía, capaz de generar los procesos de aprendizajes necesarios para alcanzar las metas educativas propuestas. Su papel estriba en provocar y dirigir la actividad del educando, teniendo en cuenta el proceso de maduración (biológica, psicológica, afectivo, social...) de cada uno de los sujetos con los que interacciona. Lógicamente actúa desde fuera, ya que es cada educando el que aprende. Es decir, el educador recurre a diferentes estrategias (cognitivas, motivacionales, afectivas...) para posibilitar este aprendizaje, pero, sin duda, el que tiene que querer y esforzarse por aprender es el educando. Aunque no por ello deja de ser relevante y esencial la figura del educador al ser su función la de promover el proceso educativo, adecuar los diversos elementos que contribuyen al aprendizaje, a la satisfacción de necesidades y al logro de las capacidades provistas, a la vez que detectar las dificultades que puedan impedir este desarrollo. En este proceso no debemos olvidar que debe limitarse a esa actuación, ya que su función es la de ayudar, guiar al educando a alcanzar la meta educativa por sí mismo (Jover, 1991), no a suplantarle. Sin la influencia y ayuda de un educador, el proceso
educativo quedaría seriamente mermado, lo que exige que su actividad deba: Mover a la acción, de tal modo que genere aprendizaje. Ayudar a cada educando a desarrollar todas y cada una de sus capacidades. Potenciar el desarrollo de la personalidad de cada individuo fomentando la adquisición de conocimientos, destrezas, hábitos y actitudes acordes con la meta que se haya propuesto. Procurar una mejor adecuación y adaptación del sujeto al entorno en el que se inserta. Provocar el proceso educativo. Dirigir y regular la actividad del educando. La función del educador se sustenta en el principio de educatividad, esa capacidad que posee todo individuo para influir en otro, para transmitir conocimientos, destrezas, actitudes..., de modo intencionado o no. A partir de esta definición es fácil comprender que, en sentido amplio, todo individuo, grupo, entorno o recurso posee esta cualidad, ya que todos estos elementos están influyendo, explícita o implícitamente, de una forma u otra en otro. Es decir, esta capacidad de influir en otro lo posee toda persona por el mismo hecho de ser humano ya sea a partir de lo que dice, de sus acciones o de objetos que elabore, a partir de los cuales podemos enseñar, influir y «provocar» un proceso de aprendizaje. Es decir, la capacidad de aprender, o educabilidad, de plasticidad del ser humano, conlleva la capacidad de recibir esas influencias necesarias por lo que debe existir algo o alguien que transmita algo, que aporta información, conocimiento, ya sea para sobrevivir o para desarrollar alguna de nuestras capacidades.
En este sentido, tanto a nivel individual como grupal, influimos en los que nos rodean a partir de nuestra acción directa y a través de nuestras actividades. Una institución, una ciudad, una obra literaria, una película, un grupo religioso, deportivo o político..., todos ellos están ejerciendo una influencia sobre cada individuo, están transmitiendo conocimientos en el amplio sentido del término, por lo que, como resulta lógico, todos ellos son educadores. En la actualidad se está dando cada vez más importancia a la influencia decisiva que ejercen y a saber conjugar e interrelacionar la acción de cada uno de estos. Ahora bien, no podemos perder de vista que esta dimensión educadora de todos estos agentes con los que interactuamos día a día, a los que observamos de forma cotidiana, no radica en ellos mismos, sino en el uso, sentido y significado que los educandos les atribuyan (Gil Cantero, 1997). Depende de la situación, formación y circunstancias de cada uno el que se otorgue una mayor o menor fuerza educativa a unos agentes o a otros. Las circunstancias personales, contextuales, temporales, etc., de cada educando son las que condicionan la incidencia educativa de cada agente, de sus acciones y de los objetos que elabora. Valgan como ejemplos:
Una o un influencer influye en determinado sector de la población en el modo de vestir, de actuar, de valorar determinadas formas de vivir a través de sus stories en Instagram, TikTok... Un escritor o escritora infl uye a través de sus libros, de los relatos que escribe y de los mensajes que transmite. Una o un periodista influyen a través de sus crónicas, la información que presentan, los datos que aportan, etc.
Una o un docente influyen a través de su conducta, cómo se relacionan con sus estudiantes, cómo preparan sus clases, cómo reaccionan ante la diversidad, los problemas del aula, etc. Un pedagogo o una pedagoga de empresa influye a partir de su relación con los profesionales de la empresa, su trato con ellos, su capacidad de atender la diversidad de situaciones laborales que encuentra, etc. Un educador social o una educadora social en un centro de menores influye a través de la intervención socioeducativa que lleva a cabo con los menores, en cuanto les ayudar a desarrollar capacidades relacionadas con su autonomía. En suma, todo sujeto, grupo, entorno o recurso que rodea a cada persona están influyendo en su desarrollo, están transmitiendo conocimientos, información, actitudes... y, gracias a ello, logramos satisfacer las distintas necesidades que se nos plantean. Están transmitiendo actitudes, valores... y, a partir de ellos, configuramos nuestro modo de entender y responder al mundo. Necesitamos que otros nos enseñen cuáles son los modelos de nuestra cultura, los rasgos y pautas a partir de los cuales sabremos interactuar. Que nos enseñen a conocer e interpretar el mundo que nos rodea, a saber conducirnos en él. Sin esa ayuda para aprender a interaccionar con el otro y con nuestro entorno no podríamos hablar de progreso, ni tampoco de verdadera humanización. Educatividad que se asienta en la posibilidad de apertura, de comunicación, de interrelación que posee todo ser humano, capaz de generar el encuentro entre dos seres, por lo que sin ella sería imposible hablar de educación. No hay duda de que: «…una relación educativa positiva crea las condiciones de partida para iniciar y mantener el proceso de enseñanza y aprendizaje en condiciones óptimas» ( Romero, Bernal y Jiménez Vicioso, 2009, p. 1). O, como destaca Jover (1991), la educación es un encuentro entre dos esfuerzos dirigidos hacia el logro de una
meta común. Estamos ante un proceso dinámico en el que no solo se exige una comunicación objetiva, una transmisión de contenidos (conceptuales, procedimentales o axiológicos), sino también, y de modo especial, una comunicación subjetiva, en la que se transmite una forma de ser, de vivir. La primera es enseñanza, la segunda educación. La tarea de un buen educador, por tanto, está circunscrita a lo que realmente es la condición humana. No podrá educar bien quien parte de hipótesis inadecuadas o planteamientos meramente empíricos sobre la persona y su finalidad. Por eso, para tener un acercamiento a cada persona en concreto, hay que redescubrir el concepto de naturaleza y aplicarlo al concepto de ser humano (López de Llergo, 2018, p. 112).
LOS AGENTES DE LA EDUCACIÓN Acabamos de afirmar que el principio de educatividad reside en toda persona, entorno, objeto y recurso, por lo que estos se convertirán en agentes educadores a partir de la relación que mantengamos con cada uno de ellos. De ahí la relevancia de incidir en la dimensión educadora de todos ellos, de la que se desprende también su responsabilidad. Consideramos educador o educadora a todas aquellas personas que siempre han sido reconocidas como tales, que están presentes en la formación de la persona y que, a pesar de todos los cambios sociales e históricos que la sociedad ha experimentado, siguen ejerciendo un papel indiscutible en la formación y consolidación de la personalidad de cada ser humano. Nos referimos, principalmente, a la madre, al padre, abuelos, hermanos…, al docente, al tutor, orientador…, como agentes educadores esenciales. Gracias a esa interacción cercana y constante han transmitido, de forma explícita o implícita, los conocimientos básicos, los hábitos, las costumbres, las tradiciones o las habilidades necesarias para que cada uno sea capaz de afrontar su vida. Cualquier fracaso en este desempeño origina trastornos individuales y/o sociales de gran repercusión personal y social. A la vez, destacamos otro grupo formado por los que denominamos «nuevos educadores», no porque muchos de estos no existieran anteriormente, sino porque, poco a poco, se ha ido reconociendo el papel educativo que desempeñan y su creciente influencia en el desarrollo de las personas. Tomamos conciencia de la dimensión educadora tanto de los diferentes grupos y/o personas que nos rodean como de la aceptación de la fuerza educativa de los
diferentes entornos en los que vivimos y de los medios que utilizamos. Nos referimos a educadores que: Profesionalizan su actuación educativa, como es el caso de los educadores sociales, educadores infantiles, educadores de calle, gestores de tiempo libre, etc. Aparecen especialmente a partir de movimientos sociales, culturales, políticos, etc.; como es el caso de cantantes, deportistas, actores, escritores, influencers, políticos … Interaccionan por la fuerza del grupo: asociaciones, colectivos, entorno… Surgen en la actualidad en el entorno digital: medios de comunicación (telefonía, radio, televisión, cine…) e internet (Facebook, Twitter, Instagram, TikTok…). Cualquier ámbito en el que vivimos o cualquier recurso que utilizamos condiciona nuestra forma de ser y estar en nuestro entorno. De ahí la importancia, en primer lugar, de identificarlos y reconocerlos para pasar, en segundo lugar, a coordinar la fuerza educadora de todos y cada uno de estos agentes en una sociedad caracterizada por el cambio y la globalización. A la vez comprobamos que el papel que hasta ahora hemos otorgado de forma exclusiva a los agentes educadores clásicos, especialmente familia y escuela, debe renovarse en muchos aspectos. Debemos preguntarnos quién educa para poder planificar la intervención educativa de forma coherente entre todos los agentes, grupos y escenarios, de tal forma que se favorezca una plena educación en cada persona. Reconocer que la fuerza educadora de una sociedad estriba en la influencia sistémica de todos y cada uno de sus integrantes en una constante interacción entre todos sus miembros. Es decir, si aprender es una de las
necesidades permanentes y necesarias de todo ser humano en la sociedad actual, resulta innegable la educación que recibirá, de una forma u otra, de todas las personas, grupos e instituciones con los que va a tener contacto a lo largo y ancho de su vida. De aquí la necesidad de reflexionar y analizar el papel de todos y cada uno de los educadores sin que se reste importancia al rol fundamental que deben seguir desempeñando la familia, o el sistema educativo, como agentes de la educación. Si realmente pretendemos ayudar a que cada persona desarrolle todas sus posibilidades y se integre positivamente en el entorno en el que vive, no puede dejarse esta influencia y esta ayuda simplemente al azar o en manos del sentido común. Debe llevarse a cabo de forma intencional, planificada y sistemática que exige, en la medida de lo posible, una preparación necesaria para lograr acciones formativas. Todo educador, para ejercer adecuadamente su papel, deberá conocer cuáles son sus funciones, sus responsabilidades, cuál es el mejor modo para llevarlas a cabo, qué límites presenta su actuación..., y cómo debe interaccionar con los otros educadores y los otros profesionales que pueden converger también en la prestación que se esté dando a un sujeto concreto, con el objeto de alcanzar plenamente la meta que cada educando se haya propuesto. Tarea que únicamente se logrará a través de la profesionalización de la actividad educadora. Profesionalización que está favoreciendo el surgimiento de un abanico de profesionales de la educación que responden a la intervención en contextos y situaciones concretas, a necesidades específicas de formación y de desarrollo.
La delimitación del campo profesional de los educadores Al referirnos a la educación resulta un tema complejo delimitar los roles y tareas de los agentes que intervienen en ella, ya que estamos ante una función compleja en la que intervienen necesariamente diferentes agentes educadores. Ahora bien, no todos poseen cualificación profesional, ni debe exigirse, ni a todos los profesionales se les debe solicitar el mismo grado de cualificación profesional. Por otro lado, los diferentes problemas educativos no se resuelven exclusivamente con una serie de conocimientos y habilidades técnicas, sino que al estar formando personas autónomas supone la adopción de decisiones morales de gran trascendencia para ese educando que no son objeto de aprendizajes técnicos. Si perdemos de vista al sujeto (incluida su corporalidad) y aquello que constituye su dignidad y plenitud, perderemos también la posibilidad misma de su formación, quedando así la educación desdibujada en un sinfín de actividades y procesos tecnológicos desprovistos de cualquier tipo de intencionalidad moral (GarcíaGutiérrez, Gil Cantero y Reyero, 2017, p. 21). Ahora bien, cada educador debe saber aplicarlos a cada situación concreta atendiendo las necesidades e intereses de cada educando, respetando su libertad. De aquí la complejidad de esta acción y el que, poco a poco, surjan nuevos campos profesionales específicos en el área de la intervención educativa. Con el objetivo de clarificar estos campos de actuación de los profesionales de la educación, resulta de gran ayuda diferenciar tres ámbitos básicos en los que un agente educativo puede estar involucrado. Ámbito en el que varía la responsabilidad de actuación y, por supuesto, de los que se derivan
las necesarias actuaciones profesionales. Nos referimos en concreto (Sarramona, 2000) al ámbito: Preferente, en el que el educador es el que sabe qué es lo que debe llevarse a cabo, por qué, para qué, cómo... Sabe justificar cada una de sus decisiones y es el único responsable del éxito o fracaso de esta acción. Hace referencia a «preferente» y no «exclusiva» porque también requiere la colaboración activa de la familia y del entorno. Un ejemplo clásico de este profesional es el docente de cualquier proceso de enseñanza-aprendizaje en un nivel y escenario determinado, el orientador, el técnico de recursos humanos, el evaluador, etc. Compartido, atendiendo a la dimensión o capacidad de la persona que estamos educando será necesaria la intervención de un educador u otro. En esta ocasión, no hay un único agente responsable de esa tarea, sino que se exige la intervención y responsabilidad coordinada de estos. Ejemplo de este ámbito es la necesaria colaboración para la formación cívica de familia-escuelacomunidad-medios de comunicación, etc., que comparten el espacio cívico en diferentes escenarios y en el que todos deben contribuir en la educación cívica de cada ciudadano y ciudadana. Complementario, al encontrarnos espacios personales en los que un educador puede orientar, guiar o ayudar, pero no tomar decisiones, ya que estas forman parte de la libertad de cada persona. Las creencias religiosas, políticas o la elección profesional, así como la elección de amistades son claros ejemplos de este ámbito. Sin duda, resulta esencial la participación profesional de un educador, pero este también debe saber que es cada educando el que ha de tomar las decisiones necesarias que marcarán su futuro personal. Suplantar a una persona en estas decisiones y/o acciones conlleva graves consecuencias para la autonomía y madurez de esa persona.
Por otro lado, tratamos de profesionales de la educación con toda intencionalidad porque a esta tarea no se puede dedicar cualquiera y, menos aún, con la complejidad social actual y la celeridad de cambios que estamos viviendo. Se exige, cada vez de forma más clara, una profesionalización que se apoya en una vocación: poseer unas aptitudes y actitudes específicas a desarrollar, y no simplemente unos conocimientos a trasmitir. La educación no es el ámbito de trabajo donde cualquiera puede ejercer sin mayor cualificación, afirmación que entenderíamos bien si pensáramos realmente en lo que significa educar y la trascendencia que tiene esta acción en la sociedad actual. Por ello, resulta lógico que se exija una preparación inicial y permanente específica para todo profesional de la educación. Es enseñar a saber y a saber hacer, y hacerlo bien, lo que desprende necesariamente un saber éticoprofesional, ya que, aparte de la dificultad de atender personas y situaciones muy diferenciadas, estamos ayudándoles a madurar en las diferentes etapas de la vida en la que toda influencia será determinante para su futuro. De ahí que afirmemos que la tarea educadora es, en definitiva, una tarea ética en cuanto que su propósito es ayudar a que cada uno logre ser persona, en el más amplio sentido (Figura 8.1).
FIGURA 8.1. Profesionalización del educador.
Los profesionales de la educación están viviendo una evolución decisiva a pesar de la indefinición de esta figura, la falta de reconocimiento social, de equilibrio entre todos los factores que deben estar presentes en esta tarea y que se han ido alternando a lo largo de los años. Sin duda, una profesión no puede basarse únicamente en unas cualidades humanas, por muy positivas que estas sean. Se reclama una profesionalización, una clarificación de sus funciones, de sus competencias y conocimientos específicos, que redunde en la mejora de la práctica educadora propia de esa tarea. Se debe distinguir cuál ha de ser su cualificación profesional, las competencias y saberes que deben alcanzar y que les identifican como educadores, lo que conlleva, a su vez, una identidad profesional especifica, una formación y un escenario propio en el que actúan. Esdecir, un educador no es alguien que lleva a cabo una tarea de acuerdo con unos cánones establecidos y sin mayor responsabilidad personal, sino que desempeña una tarea que responde (Sarramona, 2000) a determinadas características profesionales:
Delimitación de un ámbito propio de actuación, ya que toda profesión tiene marcada de forma clara cuál es su espacio específico de actuación. Cuáles son sus funciones y tareas y dónde comienza el intrusismo profesional. De qué se es responsable, por lo que debe saber responder ante la persona sobre la que actúa y la sociedad de lo que hace, cómo y por qué, a la vez que establecer dónde limita su ámbito profesional. Debe saber resolver los distintos problemas que se le plantean, explicar el porqué y el para qué de cada una de sus actuaciones sobre las que muestra autoridad profesional. Cuando en una profesión se rompe este principio de autoridad esta actividad pierde su validez y credibilidad; como consecuencia, el reconocimiento social se destruye con todo lo que esto conlleva de promoción social, retributiva, etc. Por otro lado, disponer de este ámbito propio de actividad supone también capacidad de decisión profesional, de juicio. Biesta (2017) lo expone señalando que no se
trata del conocimiento, ni destrezas que se exigen a un educador, sino de saber aplicarlas en cada situación, llegando a afirmar que un educador puede dominar todas las competencias de su especialidad, pero si no es capaz de saber qué debe desplegar en cada caso, cuándo, cómo y por qué estamos ante un educador inútil. Preparación específica, si defendemos la necesidad de un espacio específico y propio de esta profesión, esto exige una formación inicial y permanente definida para ser capaz de desarrollar esta tarea profesional. Es decir, cualquiera no la puede llevar a cabo solo por sentido común, intuición o experiencia, sino que es necesaria —y cada vez se evidencia más esta exigencia para acometerla con éxito — la formación inicial y permanente: Este conocimiento requiere un proceso de formación que permite obtener las bases iniciales para emitir juicios profesionales en cada situación (...). Es un conocimiento que radica en la capacidad para evaluar las situaciones educativas, analizar críticamente los factores de distinto tipo que las condicionan, elaborar estrategias de intervención, llevarlas a cabo y verificar los efectos producidos, sean deseables o no (Sarramona, 2000, pp. 87-88).
Compromiso de actualización, ya que ninguna profesión puede satisfacer las demandas sociales y personales con la formación recibida en una preparación inicial. Los avances sociales, tecnológicos, científicos, etc., condicionan a toda profesión, lo que reclama la constante puesta al día. Este será, sin duda, uno de los rasgos distintivos de la calidad y autoridad de una profesión: el saber responder, e incluso estar por delante, a las necesidades que la sociedad está planteando, resolver los distintos problemas que surgen ayudando a cada persona a integrarse en la sociedad que emerge. Saber anticiparse, generar nuevos conocimientos, profundizar en los procesos, etc., son elementos claves de la formación permanente.
Corpus propio de conocimiento, que cada profesión ha construido y aporta las claves para saber el qué, cómo, por qué y para qué de las diferentes funciones y competencias propias de esa actividad. Generan el conocimiento necesario que requiere todo aquel que trabaje en ese sector, a la vez que es capaz de producir nuevo conocimiento, de innovar, lo que enriquecerá el corpus específico de la profesión y de difundir los avances y elementos clave de ese trabajo en la sociedad, adecuando el lenguaje a los diferentes sectores poblacionales. Desarrollo de una identidad profesional propia, lo que implica la construcción de sí mismo como profesional de la educación que evoluciona a partir de su práctica y experiencias condicionado por el contexto profesional y social en el que trabaja. En esta configuración de la identidad profesional coinciden los elementos comunes a los educadores del sector profesional en el que desarrolla su tarea junto con los específicos de cada uno. Estamos ante un desarrollo complejo, dinámico y permanente de cada profesional fruto de su experiencia y de la interacción con otros colegas y actores sociales (Robinson, 2019). Derechos sociales, toda profesión tiene derechos sociales reconocidos por su actividad y relacionados con la imagen social que proyecta. A mayor imagen social se reconocen más derechos. En el ámbito educativo este sigue siendo un tema sumamente controvertido dado tanto el origen histórico de esta profesión y su evolución, como la necesidad de intervención de múltiples agentes educadores, algunos de ellos sin necesidad de cualificación profesional específica, como es el caso de la familia. Ahora bien, a pesar de la complejidad de esta tarea la profesionalidad depende de la acción y preparación de los agentes educadores. Autonomía en la acción, que implica la capacidad para establecer su actividad según los propios criterios. El saber, querer y poder decidir sobre la organización y ejecución de cada una de las fases del proceso educativo que reclama, en primer lugar, la formación en
este ámbito. No se pueden exigir acciones autónomas si no se saben justificar cada una de las decisiones que se toman y las acciones que se ejecutan. Si no se sabe explicar el qué, el cómo y el porqué de todo ese proceso. En segundo lugar, es necesario que el educador sea responsable de sus decisiones y actuaciones, además de ser capaz de asumir este riesgo. En tercer lugar, no hay duda de que debe disponer de espacios específicos en los que tomar estas decisiones. Si a un educador se le coarta esta capacidad y/o se le interfiere en esta, acabamos anulando su dimensión profesional convirtiéndole en un técnico al que no le podremos exigir tampoco responsabilidades. Sin embargo, esta autonomía no quiere decir que pueda actuar como quiera, sino respetando al educando, junto con sus derechos y el de los otros individuos que comparten ese escenario y el marco legal establecido. El límite de la tarea de todo educador está en: «... la propia deontología profesional y el estado del desarrollo científico y técnico de la profesión, además de la experiencia y reflexión personales» (Sarramona, 2000, p. 91). Compromiso deontológico, al ser una actividad dirigida a la formación de personas, lo cual entraña siempre implicaciones morales que comprenden «desde la determinación de las metas a lograr hasta las estrategias empleadas para conseguirlas (Sarramona, 2000, p. 93). Su tarea estriba en la atención y el desarrollo de cada una de las dimensiones que configuran al individuo, perfiladas siempre por los intereses, problemas y necesidades específicas de cada uno, teniendo presente ante todo que al hablar de educación debemos respetar su libertad, en tanto que debe ser actor de su propio proceso educativo y no un simple paciente de una actuación profesional. Por ello, podemos asegurar que la ética profesional es la mejor garantía de nuestro trabajo. No podemos educar a cualquier precio ni permitirnos hablar de profesionalidad sin un compromiso deontológico en nuestro trabajo. Además, cuanto más directa sea la repercusión de una tarea sobre los individuos, y la sociedad como consecuencia, más necesaria será la regulación ética de esa conducta profesional (Cordero, 1986).
Todas estas características nos llevan a abordar la legitimidad de la actuación de los educadores, que será una tarea legítima en la medida que se sustente en una auténtica profesionalización. Sin duda, estamos ante una actividad que es reclamada por todo individuo al exigirse siempre la intervención educativa de un agente educador que la promueva y guíe. Ahora esta será legítima en la medida en que: Guíe al educando al desarrollo de sus propias capacidades atendiendo, a la vez, a sus necesidades, intereses y dificultades. Sepa justificar y explicar cada una de sus decisiones y la planificación de su intervención. Convierta en realidad el derecho de todo individuo al desarrollo pleno e integral como persona que vive en una sociedad y su plena integración en ella. Respete de forma exquisita la libertad de cada educando no suplantándole, manipularle o anularle en ningún momento en el proceso de convertirse en persona.
La profesionalización de los educadores Tratar el tema de las profesiones es hablar sobre el trabajo como actividad capaz de participar y transformar la realidad del entorno no desde una perspectiva salarial, sino, de una forma especial, centrada en la capacidad de respuesta a situaciones y problemas individuales y/o sociales. No es sencillo delimitar de forma clara las actuaciones profesionales que muchas veces se entretejen entre unas profesiones y otras, a la vez que están sujetas al devenir histórico y social. Nos encontramos con profesiones que surgen y desaparecen, otras que llevan desempeñándose tiempo hasta que llegan a ser reconocidas como tales, otras que surgen como respuesta a los avances sociales, tecnológicos, culturales, etc. Actualmente, y teniendo en cuenta las condiciones que establece el mercado de trabajo, estamos ante un proceso de profesionalización en el que se están transformando muchas ocupaciones en profesiones tanto por la demanda de este tipo de actuaciones como por la formación que exigen y el reconocimiento con las que se ven respaldadas. Poco a poco la organización económica, social, cultural o política de cada comunidad va tomando cuerpo con el consiguiente surgimiento y arraigo de las diferentes profesiones, que son reconocidas en la medida en que el trabajo que desempeñan es demandado por la sociedad, convirtiéndose así en una ocupación plena para el individuo que lo lleva a cabo y, por tanto, reconocida y gratificada como tal. Para su desempeño se exige, tal como acabamos de ver, la delimitación clara del ámbito propio de actuación que requiere, a su vez, una formación específica impartida en entornos formales, respaldada por asociaciones y/o colegios profesionales que las definen, defienden del intrusismo y reglamentan su conducta profesional y ética. Gracias a ello se asegura su práctica profesional que se verá reconocida y aceptada
por la comunidad. Esto aporta también el garante de autonomía de sus actuaciones profesionales, la creación de su identidad profesional, lo que conduce al logro de la propia identidad como profesión, punto esencial para su configuración y reconocimiento de ella misma y de sus profesionales. Ahora bien, como toda actividad humana las profesiones están íntimamente ligadas a la evolución de toda sociedad. Nada en nuestro entorno permanece inalterable y el mundo del trabajo no iba a ser una excepción a esta regla. Así, todos conocemos cómo durante décadas las profesiones han estado claramente delimitadas, cada sector profesional se ha encargado de especificar sus supuestos, siempre reconocidos por la sociedad, lo que conlleva el reconocimiento de su status. Sin embargo, en la actualidad, a partir de los fenómenos de la globalización, de la irrupción de las tecnologías de la información y la comunicación, entre otros factores, el mundo del trabajo también ha sufrido cambios importantes. Transformaciones que en este momento se destacan no por la lógica de sus propuestas, sino por la celeridad en la que se vive, que genera que algunos hablen de crisis en el mundo del trabajo, caracterizada por: La desaparición de unas profesiones, la redefinición de otras y el surgimiento de nuevas ocupaciones. La alta especialización dentro de cada profesión, acorde con los diferentes contextos en los que se trabaja. La ruptura de las fronteras entre unas y otras, siendo difícil delimitar en ocasiones las funciones específicas de cada una. La exigencia del trabajo en equipo e interdisciplinar.
La revisión constante de la formación inicial, en la que se introduce la experiencia y la práctica profesional como factor esencial de aprendizaje, junto con la imprescindible formación a lo largo de la vida (Vélaz de Medrano, 2008). Esto origina, como venimos señalando, que la sociedad y la propia economía sean las claves para el surgimiento y consolidación de los diferentes sectores profesionales, junto con el diseño de la capacitación profesional en un plan de formación a lo largo y ancho de la vida. Es el propio contexto profesional el que está condicionado por los contextos sociales que se muestran en constante evolución al ser las nuevas realidades y exigencias sociales las que reclaman nuevos roles y funciones, de forma explícita e implícita, a los diferentes profesionales. Es el puesto de trabajo el que está marcando las tareas que debe desempeñar y las competencias necesarias para su ejecución lo que origina, en muchas ocasiones, el choque entre profesiones y la evidencia de la delgada línea divisoria entre algunos sectores profesionales.
Profesionales de la educación La educación está llamada a desarrollar en cada sujeto lo específico de sí mismo, ayudar a descubrir el sentido de la vida, ser coherente y fiel a sí mismo, ser capaz de integrarse activamente en la sociedad en la que vive, participar en su progreso... Por lo que la tarea del profesional de la educación debe facilitar ese encuentro entre dos seres situados en planos diferentes: uno que ayuda a otro a madurar; el otro que quiere alcanzar esa madurez. Este es el sustrato que une todas las ocupaciones educativas. Ahora, al hablar del sector profesional de la educación debemos clarificar lo que se espera de él, cuál es su origen y los roles profesionales que se están desarrollando en la actualidad en nuestro contexto. Nadie cuestiona que la educación como tarea ha sido una constante a lo largo de toda la humanidad. Siempre ha habido individuos que han enseñado a otros los conocimientos necesarios para afrontar la existencia en unas coordenadas espacio temporales determinadas, ya sea como desarrollo personal o como formación profesional, siendo, usualmente, las generaciones adultas las que transmitían a las jóvenes el bagaje cultural propio de su grupo. Es algo que ha sucedido en todas las épocas históricas y en todo grupo humano al ser la única forma de transmitir el bagaje de conocimientos que se poseen, la cultura que les define. La profesionalización de estos educadores, encargados de transmitir los conocimientos establecidos y reconocidos por la sociedad, se ha caracterizado por un reconocimiento tímido y paulatino. Se debe esperar a la segunda mitad del siglo XX a que este sector profesional vaya, poco a poco, cobrando fuerza y autonomía. Por un lado, arraiga la necesidad de afianzar su formación inicial clarificándose los conocimientos básicos que todo educador debe poseer de acuerdo con el contexto en el que interacciona, junto con la formación permanente que debe estar presente. Gracias a ello se reconocen a los educadores como profesionales, que reclaman un espacio profesional específico con roles, derechos y deberes que deben defenderse ante la sociedad. A la vez que se asientan ámbitos profesionales de actuación diferenciados de los estrictamente docentes: pedagogos, pedagogos terapéuticos, pedagogos sociales, educadores sociales, mediadores socioeducativos, orientadores, animadores socioculturales, educadores de adultos, educadores de personas mayores, educadores infantiles, peritos pedagógicos, educadores de calle, tutores, mediadores, educadores de prisiones, educadores en centros de menores…, y un largo etcétera dan respuesta a necesidades sociales determinadas, todas ellas englobadas en la tarea de guiar al otro, ayudarle a desarrollar todas sus potencialidades y la integración —o reinserción— más adecuada en su comunidad. A partir de este momento la educación no se centra ya en lo estrictamente docente, sino que se abre a otras realidades también acordes con la función individualizadora y socializadora que conlleva toda tarea educadora. En suma, el sector profesional de la educación se dirige a diseñar, planificar, intervenir y evaluar acciones formativas, a impulsar programas y proyectos socioeducativos en las comunidades en diferentes contextos y escenarios, a guiar, a acompañar, a mediar... Detectar necesidades y posibilidades que irán resolviéndose gracias a la intervención de diferentes perfiles profesionales de acuerdo con las funciones que desarrolla y las personas y contextos a los que se dirige. De ahí que se entienda que el propio dinamismo de la sociedad, dada su complejidad y su acelerado proceso de cambio en el que está inserto, vaya generando diferentes profesionales de la educación. El perfil profesional que define cada una de estas actuaciones profesionales determina y explica las tareas específicas y las funciones principales que dicha profesión cumple. Esa relación de funciones, tareas y competencias son las que ayudarán a identificar la formación que necesita cada futuro titulado para desempeñar de forma adecuada su profesión, independientemente del contexto en el que se
desenvuelve o de los retos futuros a los que debe enfrentarse en un ámbito de intervención complejo diversificado enormemente en los últimos años. Centrándonos ya en las profesiones vigentes en la actualidad, de acuerdo con la formación inicial que se imparte en las instituciones universitarias, encontramos las titulaciones de maestro, educador social, pedagogo, profesor de educación secundaria o psicopedagogo. Sin duda, de una forma u otra, estas titulaciones engloban los diferentes perfiles profesionales que hoy en día reclama la sociedad (Tabla 8.1), aunque no debemos cerrarnos a otras propuestas ya que, como cualquier sector profesional, debemos estar abiertos y preparados para determinar nuevas tareas y funciones que como profesionales de la educación debemos acometer respondiendo a los contextos, colectivos, situaciones y personas que las están demandando. En relación a estos profesionales de la educación, en primer lugar, deberíamos reconocer y clarificar las tareas y las funciones que les unen, las que les identifican como profesionales de un mismo campo. Y son precisamente estas las que no podemos perder de vista y las que llenan de sentido el continuar trabajando en la consolidación y el reconocimiento de este sector. Maestro, docente, educador social, pedagogo, orientador o psicopedagogo, cada uno de ellos exige una formación que les capacita para dar respuesta a los roles específicos que deben desempeñar, por lo que cada uno de estos debe concretar las competencias en las que formarse. Competencias genéricas y específicas en las que en algunos casos coincidirán y en otros deberán diferenciarse marcando así de forma clara la identidad propia de cada uno de estos roles profesionales. TABLA 8.1. Salidas profesionales de los educadores
TITULACIONES
SALIDAS PROFESIONALES
Pedagogía
Formador y asesor pedagógico Asesor en gabinetes especializados Coordin
Educación Social
Educador Social en centros educativos Educador Social de personas adultas
Psicopedagogía
Orientador de alumnos con dificultades del aprendizaje Asesor en gabinete
Orientación
Orientador escolar Orientador familiar Orientador personal Tutor Mediador
Magisterio
Educador Infantil Maestro de Primaria Maestro de Lengua Extranjera Maest
Formación del Profesorado
Profesorado de Secundaria Profesorado de Formación Profesional Profesora
Como profesionales, también debemos ser conscientes de la innegable influencia que continuamente están ejerciendo los que catalogamos bajo el amplio paraguas de «educadores informales». Nos referimos, en concreto, a los medios de comunicación mediatizados por las imparables tecnologías de la información y la comunicación en los más diversos soportes: música, cine, publicidad, televisión, radio, telefonía móvil, Youtube, TikTok, Twitter, Instagram, WhatsApp…, y un largo etcétera. A los que se añaden los educadores informales «clásicos» presentes a lo largo de nuestra vida: la familia, los amigos, la calle, la ciudad, etc. Cuando hablamos de los agentes de la educación estos no deben obviarse dada su fuerza educadora como transmisores de la cultura de cada comunidad, su capacidad de expandir nuevas formas de entender y afrontar la vida cotidiana desempeñando un papel decisivo en la configuración del imaginario de nuestro tiempo. Además, en la actualidad estos medios están acercando culturas, conductas y formas de vida que rompen cualquier barrera facilitando aprendizajes hipermediales, cercanos y significativos. Realidad que los profesionales de la educación debemos conocer y comprender, y para la que debemos formar con el objetivo de que cada persona sea capaz de ver, escuchar, leer, interpretar, etc., de forma crítica los mensajes que le llegan; aprender a hablar con voz propia; saber leer y expresarse en cualquier soporte; saber desarrollar su propia identidad en un entorno en el que las barreras espacio-temporales desaparecen y la celeridad de los cambios es cada vez más notoria. en definitiva, formar actores críticos que valoren los discursos de los medios en todas sus dimensiones, interrogándolos y situándolos en sus contextos. Esto exige capacitar a cada persona para que pueda: Reconocer el mensaje, identificando y describiendo sus partes. Comprenderlo, integrando y relacionando los distintos elementos entre sí. Interpretarlo, captando el sentido global de lo que se expresa. Evaluarlo, sopesando su significado estético, ético, etc.. Ser capaz de expresarse a través de ellos (Aparici, Campuzano, Ferrés y García Matilla, 2010). Interiorizarlo, en su proyecto vital, de acuerdo con su identidad. Por último, este análisis no estaría completo si no se atiende también al ciudadano que es. En muchas propuestas se relega esta dimensión implícita en todo profesional generando actuaciones carentes de sentido sin una responsabilidad personal y social que las respalde.
En definitiva, se trata de atender las dos caras de la misma moneda: el desarrollo como profesionales que construyen de una forma autónoma y estratégica su conocimiento, y como ciudadanos que actúan de forma responsable, libre y comprometida en el desarrollo social (Martínez; Buxarrais y Esteban, 2002).
LOS RETOS DE LOS PROFESIONALES DE LA EDUCACIÓN La evolución de la sociedad está continuamente marcando unas transformaciones en la práctica educativa que, poco a poco, están incidiendo en la evolución de esta tarea profesional que marcan los retos que deben afrontar los profesionales de este sector. En concreto, nos referimos a:
El reconocimiento de los profesionales de la educación, a los que se les exige un mayor rigor en los saberes conceptuales, técnicos y comportamentales. Se les demanda conocimientos, no solo referidos al área en el que actúan, sino también a otras ciencias que facilitan una mejor comprensión y actuación en la práctica profesional, como es el caso de la psicología, la sociología, la tecnología, etc., junto con una mayor eficacia en el trabajo multidisciplinar. La elevación del nivel del saber de estos profesionales. La complejidad de la educación exige mayores conocimientos que no pueden conformarse con una formación inicial. Urge la revisión de la formación inicial a la vez que la permanente en todos los niveles y ámbitos desde una clara perspectiva interdisciplinar, prestando especial atención a las necesidades e innovaciones emergentes. La preparación para una sociedad de la que no sabemos con precisión lo que nos va a demandar en el futuro ante los cambios cada vez más rápidos. Por ello, la competencia «aprender a aprender» es una de las cuestiones básicas de la educación del futuro. Por otro lado, las instituciones educativas de cualquier nivel ya no son el único foco de información. Las fuentes informativas se han multiplicado, por lo que debemos saber acceder a ellas, así
como analizar, utilizar y gestionar los conocimientos que nos proporcionan. Los cambios sociales marcados por la pluralidad, la globalización, la estrecha interdependencia entre todos los grupos. Los cambios que se están originando en los grupos primarios, la multiculturalidad como un elemento cotidiano más, el pluralismo como denominador de todas nuestras relaciones, etc., serán los puntos de referencia en los que todo educador deberá profundizar para ayudar a otros en su desarrollo personal dentro de estos contextos cada vez más complejos. Todo ello nos lleva a la resolución de conflictos como una de las tareas constantes de este trabajo. El dominio de la cultura tecnológica y digital al estar inmersa la sociedad actual en esta nueva forma de interrelacionarnos tanto entre las personas como con el entorno en el que vivimos. La tecnología condiciona esta nueva realidad y la educación no puede permanecer ajena a ello, por lo que los educadores deben saber formarse y formar dentro de esta nueva cultura, preparar a los educandos a las nuevas exigencias y demandas que le va a exigir la sociedad. La cultura de la organización y la evaluación basada en el conocimiento, la experiencia y la interacción entre los diferentes profesionales. La necesidad de garantizar la calidad a través de la obligación mutua, la responsabilidad, las relaciones de confianza, el trabajo participativo y colegiado, etc. en el que la evaluación de la tarea será un elemento esencial para garantizar la calidad de las acciones desempeñadas. Todo educador debe enfrentarse a estas transformaciones para dar respuesta a los retos que el futuro nos está deparando. Pero tampoco debemos olvidar que el futuro se construye entre todos, de modo que su concreción dependerá del nivel educativo de cada sociedad en la que educadores e instituciones sociales y educativas siguen teniendo mucho qué decir y hacer (Sarramona, 2000).
BLOQUE III EL SENTIDO DE LA EDUCACIÓN PARA UN MUNDO HUMANO
Tema 9
El sentido de la educación y la propuesta de los fines La intervención educativa ha sido una constante a lo largo de la historia que, de forma explícita o implícita, siempre ha estado presente en todo grupo humano. Por un lado, el interés de cada cultura por transmitir creencias, formas de hacer, modos de organizarse, información, tradiciones, etc., para preservar el acervo cultural de una comunidad determinada, ya sea de forma oral, gráfica, escrita o a través de determinados productos. Por otro, para facilitar los conocimientos y destrezas necesarios para que los integrantes de una comunidad se desarrollen y favorezcan el florecimiento de esa sociedad. Inicialmente, esta práctica educativa estaba limitada a las jóvenes generaciones tanto gracias al contacto con los adultos como en propuestas más o menos sistematizadas. Durante siglos se ha entendido la educación como un proceso enfocado a las primeras etapas vitales, hasta que cada individuo se incorporaba a la sociedad como miembro activo y productivo. De esta forma, los adultos han señalado siempre cuáles eran las enseñanzas idóneas que había que transmitir, los conocimientos que configuraban el dominio cultural necesario para entender y participar en ese entorno y la formación que se requería, en casos concretos, para integrarse en determinados roles y profesiones. En este transcurso histórico surgen, poco a poco, las diferentes instituciones educativas que se justifican al querer satisfacer del mejor modo posible esta necesidad vital, aunque, sin duda, entremezclada en numerosas ocasiones con motivos políticos e ideológicos. Desde los pueblos primitivos pasando por las grandes civilizaciones, hasta nuestros días, la educación es una de las grandes preocupaciones y ocupaciones de la humanidad.
Cada humano que nace lo hace en un contexto definido — espacio, tiempo, cultura— y es desde esta instancia desde la que se le educa. Así de una comunidad a otra, lo que varía es el «contenido» de la educación (lo que se enseña y tiene que aprender) según los valores, objetivos y aspiraciones de cada sociedad, pero el proceso básico es el mismo (Castillejo et al., 1994, p. 16). Esta atención por parte de todas las culturas y grupos humanos a la necesidad de educar no quiere decir que toda práctica educativa sea correcta. Dependerá de las circunstancias, finalidades y métodos propuestos. Qué es lo que se persigue y cómo se pretende lograrlo. Entre los diversos elementos que configuran esta práctica sobresale uno al que debemos prestar especial atención: la idea que se tiene del ser humano, su puesto y rol en ese contexto y el fin y objetivos a lograr. Ahora bien, en este proceso de convertirse en persona, un elemento clave para llevar a cabo esta tarea es la acción externa, el estímulo que desde el exterior genera e inicia este proceso. Ya hemos visto como el ser humano por sí mismo no logra el grado de desarrollo al que está llamado, por lo que la educación no se puede limitar a una paciente espera a que cada individuo «vaya cayendo en la cuenta» de qué, cómo, dónde, etc., tiene que conseguir cada aprendizaje. Sino que es necesaria esa intervención que le indique qué es lo que debe aprender, por qué, para qué y cómo, gracias a lo cual la educación resultará realmente previsora y provisora del pleno desarrollo de cada uno y de su integración en su grupo. Educación que no puede quedar limitada a determinadas etapas vitales, por mucho que se amplíen, sino que debe estar presente a lo largo y ancho de la vida de cada persona, ya que en cada etapa va a requerir de nuevos aprendizajes de acuerdo con los diferentes roles que desempeñará, a la vez que estará presente en todos los escenarios en los que interactúa cada individuo. «Aprendemos a lo largo y también a lo ancho de la vida, en los diversos espacios y prácticas en los que convivimos cotidianamente: familia, comunidad,
lugar de trabajo, medios de comunicación, juego, lectura, deporte, arte y cultura, contacto con la naturaleza, etc.» (UNESCO, 2020, p. 14). Tratar el porqué y el para qué de toda acción formativa es hablar de los fines de la educación. Determinar «qué conocimiento se adquiere y por qué, dónde, cuándo y cómo se utiliza constituyen preguntas esenciales tanto para el desarrollo de los individuos como de las sociedades» (UNESCO, 2015, p. 18). Sin duda, toda persona, grupo o sociedad se ha planteado, de una forma u otra, qué quiere ser y a dónde quiere llegar. Ha reflexionado sobre cómo lograrlo y cómo transmitir a los demás este bagaje cultural que consideramos necesario para enseñarles a integrarse y desarrollarse como miembro de ese grupo. A la vez que, de una forma u otra, todo ser humano se dirige a unas metas que son las que van a dar sentido a todas sus decisiones y sus actuaciones, ya que: «la acción de educar se justifica por la pretensión de ayudar a una persona a que se acerque a la plenitud de su ser-persona» (Barrio, 2009, p. 244).
EL SENTIDO DE LA EDUCACIÓN Y LA PROPUESTA DE LOS FINES
La necesaria propuesta del fin en la educación Como acabamos de afirmar, la primera pregunta de toda persona y de todo grupo humano se centra en saber responder quién es y qué quiere llegar a ser. Esta cuestión es, sin duda, el verdadero motor y sentido de la educación y en ella se enraízan la concreción del fin de la educación. El desarrollo que se pretende alcanzar en todo ser humano difiere del perfeccionamiento natural, por cuanto implica la existencia de un fin preconcebido que orienta todo el proceso educativo en una determinada dirección (Medina Rubio, 2001b). Resulta evidente que la educación concreta objetivos que orientan su tarea. La actuación pedagógica siempre se ha preocupado por el tipo de persona que se quería lograr al no prescindirse nunca de la meta que se quiere alcanzar, del ser humano que quiere ser. Cuestiones ineludibles, pues sin ellas la educación no tiene sentido. Este es el sentido de que toda propuesta educativa implique siempre la defensa de un fin y de unos objetivos determinados que, de una u otra forma, estarán implícitos en su definición y en la toma de decisiones que facilitan y despliegan esa práctica. Esta es la razón de atender, reflexionar y discutir sobre el fin de la educación y lo que se pretende conseguir con ella. Sin embargo, esas cuestiones de fondo generalmente se suelen eludir y se tratan los problemas educativos como si fueran puramente técnicos, cuando la clave está en qué tipo de persona queremos alcanzar y qué sociedad queremos construir.
El fin es, pues, el problema primario de todo planteamiento educativo, puesto que es aquello que la educación persigue y aquello por lo que se realiza, es decir, el principio y el término del proceso educativo y al ser conocido y precisado nos permite organizar y planificar la acción educativa a partir de objetivos para alcanzarla. De este modo, estamos ante una actividad válida en cuanto que se convierte en un proceso que encamina al individuo hacia el logro de la meta propuesta. Por ello, la cuestión del fin educativo es, sin duda, uno de los problemas fundamentales de la educación y, con frecuencia, la raíz de las disensiones entre las diversas corrientes. Situaciones que han originado que diferentes respuestas sobre los fines que orientan la acción educativa «(...) dando lugar a un verdadero rompecabezas en el que puede apreciarse la existencia de distintas tendencias históricas y de diversas concepciones» (Puelles Benitez, 2006, p. 27), ligadas a intereses de diferentes grupos políticos y sociales, a los valores que esos grupos representan y a las teorías que los respaldan, por lo que no existe ninguna propuesta educativa neutra ni única para todos (Puelles Benitez, 2006). Al plantear el fin en un diseño educativo este aporta la orientación necesaria para definir los objetivos que permiten alcanzar ese fin, para justificar esa misma acción en cuanto al para qué, por qué, cómo, dónde… De este modo, a la hora de plantear cualquier acción educativa se debe atender explícitamente, en primer lugar, por qué se educa, quién se educa, para qué ... De ahí que toda actividad educadora parta necesariamente de examinar e interpretar la sociedad a la que se dirige, las características que la definen, lo identificativo de su cultura, etc., para poder plantear qué es lo que quiere lograr. Se basará también en las características específicas de cada persona en particular, su madurez biológica, sus experiencias, sus
intereses, sus necesidades, sus aspiraciones, ya que este debe plantearse siempre a partir de y para la persona, de sus posibilidades de desarrollo y de sus intereses, enmarcada en una sociedad y cultura específicas. Pero no podemos olvidar que esta acción educativa no debe enfocarse únicamente hacia cómo es esa sociedad sino, aún más relevante, hacia cómo debería ser, con toda la trascendencia de influencia y cambio que debe poseer toda propuesta educativa. No olvidemos que el hecho educativo se justifica porque hay verdades y bienes que objetivamente enriquecen a quienes los conocen y reconocen, gracias a los cuales lograrán una vida más plena (Barrio, 2009). Todo ello implica, además de conocer las características de la sociedad en la que estamos y de las personas a las que nos dirigimos, saber también cuál es la manera más eficaz de poner en marcha y de aprovechar los procesos de aprendizaje para que cada uno alcance el fin previsto.
Definición de «fin» ¿Qué es un fin? La definición clásica indica que es aquello que mueve a obrar, lo primero en la intención y lo último en la consecución.
En el ámbito educativo el fin responde a la intención de formar de una determinada manera a cada individuo de acuerdo con las características e intereses propios de su grupo o sociedad. Por ello, a la hora de concretar unos fines en cualquier acción educativa estos están condicionados por premisas: Ideológicas, al depender de la concepción que se tenga de la vida, cómo entendamos la función y sentido del ser humano en el mundo y de cada persona. Individuales, a partir de cómo se entienda a cada individuo como parte de un grupo, lo que se espera de él y su puesto en el orden social. Sociales, que dependen de las estructuras sociales establecidas.
Culturales e históricas, pues el ser humano vive siempre enclavado en una cultura, en un tiempo, en un espacio determinado que le lleva a depender, en cierta manera, de una historia, de los conocimientos y experiencias de esa comunidad o de sus creencias que no podrá ignorar.
Ahora bien, es importante clarificar que la educación es una actividad intencional; siempre encierra un propósito, aunque no seamos conscientes de ello, que pretende ejercer una influencia educativa, por lo que: (…) requiere elaborar un plan de acción, requiere estar orientada al futuro —sentido fenomenológico del término—, elección y decisión, por parte del agente, de los medios; conciencia de fines y medios y, desde luego, responsabilidad, así como la necesidad de coincidencia entre el resultado de la evaluación del estado final y el resultado previsto. Es decir, responde a un proceso planificado desde el inicio, sistemático, en el que se da una relación de influencia optimizante entre los agentes y los sujetos de la educación produciendo un efecto valioso (García López, 1986b, p. 144). No debemos perder de vista que todo educador pretende influir en otro, sin embargo, no todas sus propuestas y acciones pueden ser consideradas como educativas al poder encontrarnos con acciones que pretenden la manipulación, el condicionamiento o el adoctrinamiento que también buscan influir en otros con una clara intencionalidad. Ante este problema resulta fundamental analizar cuándo podemos afirmar que una intencionalidad es educativa, lo que exige evaluar tanto el proceso como el efecto logrado y valorar la relevancia de este tema que no puede limitarse a su análisis en la educación formal, sino que abarca todas las etapas, ámbitos y escenarios en los que sucede educación.
Fundamentos de los fines en la educación Ante la diversidad del ser humano y la multiplicidad de caminos a la hora de alcanzar cualquier fin propuesto debemos plantearnos, en primer lugar, (...) ¿qué tipo de sociedad queremos? ¿qué tipo de hombre deseamos? Estas son las preguntas fundamentales. (...) Una reflexión sobre los fines de la educación es una reflexión sobre el destino del hombre, sobre el puesto que ocupa en la naturaleza, sobre las relaciones entre los seres humanos (Delval, 1990, p. 88). En este sentido toda propuesta de fin educativo deberá estar apoyada en cinco características (Figura 9.1.) que describimos a continuación.
FIGURA 9.1. Características del fin educativo. Condicionalidad, es decir, la relativización de los fines educativos se debe a su estrecha conexión con la idea de persona que tenga esa comunidad o su entorno. Por ejemplo, en la actualidad, la celeridad de cambios que estamos viviendo: culturales, técnicos, sociales, etc. Es utópico definir un fin educativo único y válido para todos, y en cualquier espacio y tiempo, pues las condiciones sociales, políticas, económicas, etc., van modificándose continuamente, por lo que no es posible pretender una imagen estática del ser humano, ni una propuesta de fin única válida para todos y en todos los tiempos, a pesar de que todos estamos
persiguiendo el mismo fin: la felicidad. Actualmente esta relativización de los fines es más fuerte que nunca, ya que estamos condicionados por unas características sociales hasta ahora no vividas, como es la globalización, la multiculturalidad en un mismo escenario, la evolución permanente de las tecnologías de la información y la comunicación, la celeridad de las innovaciones, etc. Antropología, al estar determinado todo fin educativo por la idea que se tenga del ser humano que condiciona la orientación de su propuesta educativa. En este sentido, si en un caso el fin educativo es lograr personas que dominen la naturaleza, educará científicos y técnicos; si pretende un humano virtuoso, educará moralmente; si apuesta por un ser social, su fin principal será educar ciudadanos. Axiología, al estar fijados los fines educativos de acuerdo con la escala de valores aceptada, referente indudable de estos. Un fin se convierte en un ideal, en una meta atractiva al estar avalada por un valor o valores. Por otro lado, no podemos olvidar que todo fin de la educación obtiene consistencia gracias a esta fundamentación axiológica que lo sustenta, ya que cuando se pretende guiar, influir... se ha de hacer en un sentido concreto que lleve a la perfección querida. Ello presupone unos patrones, es decir, un cuadro de valores que se sustentan en la idea que se tenga del ser humano, del mundo y de la vida. Sociedad, que se refiere a que todo grupo condiciona, de una u otra forma, la meta educativa que se propone. Cada grupo marca los fines que quiere lograr: un tipo de ciudadano que encaje con sus coordenadas sociales, culturales, históricas, etc. Cada sociedad organiza la educación de acuerdo con lo que pretende e incorpora a todos sus miembros en ella gracias a estas pautas educadoras que preparan para participar activamente en la vida productiva, social, política… En consecuencia, resulta evidente que la educación ha servido siempre a la sociedad para consolidarla por un lado y, por otro, para desarrollar todas sus posibilidades.
Multidimensionalidad, al no actuar nunca en una única dimensión o ámbito sino que afecta, de una u otra forma, a diferentes dimensiones a la vez. Es decir, un aprendizaje no se refleja únicamente en una dimensión, por ejemplo, la adquisición de unas determinadas destrezas, sino que, a la vez, repercute en otras como puede ser la dimensión social, emocional, cognitiva, axiológica, etc., al incorporar ese aprendizaje otros contenidos a partir del tipo de actividades propuestas. Esta multidimensionalidad es explicada por Biesta (2017) desde tres áreas diferentes interconectadas entre sí, referidas a la cualificación, la socialización y la subjetivación: Cualificación, en cuanto la educación capacita a hacer, a producir al proporcionarle los conocimientos, destrezas y disposición necesarias para ello. Socialización, en cuanto facilita a las nuevas generaciones y a aquellos personas y grupos que, por diferentes motivos, se trasladan a un nuevo entorno social, cultural, político..., la orientación necesaria para integrarse en sus conocimientos, prácticas y tradiciones sociales, culturales, etc. Se trata de adaptar e integrar a los recién llegados, tal como los define este autor, a un nuevo orden y cultura. Subjetivación, relacionada con la manera en la que la educación afecta a cada persona. Toda acción educativa afecta de forma diferente a cada uno aunque recibamos los mismos conocimientos, destrezas, valores y con la misma forma de enseñar. «La socialización tiene que ver con cómo llegamos a formar parte del orden establecido, cómo nos identificamos con dicho orden y obtenemos así una identidad, la subjetivación, en cambio, siempre tiene que ver con cómo podemos existir “fuera” de dicho orden…» (Biesta, 2017, p. 151). A lo que añadiríamos cómo podemos ser nosotros mismos, diferentes de otros, y acorde a nuestras capacidades, experiencias, decisiones.
Estas tres dimensiones no son excluyentes unas de otras, sino que cualquier acción educativa que se lleve a cabo afecta, de una u otra forma, a las tres, por lo que es importante a la hora de plantear una propuesta educativa, pensar y concretar qué queremos y cómo va a afectar, presumiblemente, a cada una de ellas. Este solapamiento entre las tres áreas favorece la sinergia entre estas, aunque tampoco esté exenta de conflictos. En consecuencia, y ante esta multidimensionalidad, los educadores deben constantemente emitir juicios acerca de cómo equilibrar las distintas dimensiones en cada una de las acciones y situaciones educativas en las que estén implicados, necesitan establecer prioridades y ser capaces de manejar las tensiones y los conflictos, además de ver y aprovechar las posibilidades de sinergia. Y sin perder de vista que una ganancia en una dimensión puede ser pérdida en otra (Biesta, 2017).
Funciones de los fines en la educación Para comprender la complejidad de este tema no debemos olvidar las funciones que todo fin de la educación debe satisfacer. Es decir, para qué sirve la explicitación de unos fines en cualquier propuesta educativa. Así, todo fin de la educación debe satisfacer la función: Referencial, puesto que la eficacia del proceso educativo depende de estos fines. Van a servir a la educación como punto de referencia concreto en torno al cual se planificará toda la acción educativa. Son las metas a las que tenemos que dirigirnos, las referencias claras para saber a dónde vamos y saber también, gracias a la evaluación, si vamos lográndolas. Organizadora, dado que en torno a esos fines se gradúan y planifican todas las acciones educativas que se llevarán a cabo. Integradora, al erigirse los fines en ejes aglutinadores de todo el proceso educativo. Pretenden la coherencia y eficacia de toda la tarea educativa al dirigir la acción, con cada una de sus fases y pasos, hacia el logro de unos objetivos concretos. Prospectiva, ya que todo fin anticipa el resultado pretendido gracias a lo cual se determinan reglas y acciones que dirigen la planificación y las acciones concretas dirigidas a la consecución de ese fin previsto.
Fines y objetivos Por razón de eficacia y eficiencia el fin se concreta en objetivos. Los fines son las grandes líneas de actuación que van a iluminar constantemente todas nuestras acciones, son los que van a marcar las metas hacia las que nos dirigimos. En cambio, los objetivos se entienden como los eslabones que nos conducen de forma clara y coherente a la consecución de ese fin y que se traducen en acciones educativas específicas. De aquí la importancia de aportar objetivos educativos claramente definidos, coherentes, concretos y secuenciados. Esta correcta definición aporta la clave del diseño del proceso de enseñanzaaprendizaje eficaz al: Explicitar y facilitar la decisión de qué enseñar, qué intervención llevar a cabo y a qué nivel. Facilitar al educador la tarea de traducir tanto los objetivos, como las competencias que se plantean a una acción formativa determinada. Ayudar a escoger la metodología, recursos y técnicas más adecuadas con la intención de reconducirla o potenciarla durante el proceso, si fuera necesario. Proporcionar la evaluación y la objetividad en esta tarea en cada acción, tanto durante el proceso como del logro obtenido. Ser fácilmente comprensibles por los receptores, orientando y motivando el aprendizaje autónomo de los participantes (García Aretio; Ruiz Corbella y Domínguez Figaredo, 2007).
Sin duda, cuando no se facilitan unos objetivos claramente definidos falta una base segura para la elección del material adecuado, los contenidos o los métodos más idóneos. Por lo que todo profesional debe: (...) Saber con claridad qué es lo que tiene que intentar conseguir a través de las actividades que realiza. Tiene que tener como referente algo que pretende alcanzar. Los objetivos deben además ir acompañados por explicaciones sobre cuál es su sentido, por qué están ahí y por qué se formulan de esa manera (Delval, 1990, p. 98). Esto es, en definitiva, lo que va a dar sentido y eficacia a toda la tarea educativa de todos y cada uno de los profesionales de la educación.
APRENDIZAJES NO PREVISTOS, APRENDIZAJES INVISIBLES El fin de la educación contribuye a estructurar la experiencia y la identidad de cada individuo y su integración en la comunidad en la que vive desglosándolo en objetivos, procesos de aprendizaje, actividades, etc., para llegar al fin propuesto. Ahora bien, no siempre alcanzamos el objetivo previsto e, incluso, identificamos aprendizajes contrarios a la meta indicada, adquisición de contenidos transmitidos de forma no deliberada en la sociedad, en los grupos de referencia, en la calle, los medios de comunicación, la red, etc., como consecuencia de la interacción con los otros y con lo que nos rodea. Aprendizajes no previstos que recogen aquellos conocimientos — contenidos, destrezas o actitudes— que, de ordinario, pasan inadvertidos y que pueden llegar a sesgar —o apoyar— los objetivos propuestos. Se utilizó este término para referirse a aquellos mensajes y contenidos que no están contemplados en el diseño formativo por lo que no son atendidos, observados ni evaluados por parte de los educadores. Este tipo de aprendizaje también se denomina invisible al producirse de forma no intencional en los diferentes escenarios en los que interactúa cada persona. Gran parte de nuestros conocimientos derivan de lo que vemos, escuchamos, leemos —en cualquier soporte y lenguaje—, hacemos, observamos, interactuamos, nos interesa … ya que «… gran parte de lo que aprendemos en la vida no es deliberado ni intencionado» (UNESCO, 2015, p. 17). Aprendizaje informal inherente a toda experiencia de interacción con los otros y con lo otro, lo que conlleva la necesidad de: Prestar especial atención a aquellas experiencias prácticas de aplicación de conocimientos y habilidades que ocurren en distintos microentornos de aprendizaje, y que también resultan fértiles para la
adquisición, combinación y transferencia de conocimientos (de tácitos a explícitos, por ejemplo) a través de hábitos de interacción cotidiana como la observación, el boca a boca, el ensayo y error, el aprendizaje entre pares, etc. (Cobo y Moravec, 2011, p. 36). Su especial fuerza educativa se desprende de que estos aprendizajes están fuertemente enlazados con la dimensión emocional de cada uno, presentando contenidos cercanos y significativos para el sujeto o que provienen de agentes relevantes para el educando. Situación que nos lleva a reconocer la relevancia en la adquisición de conocimientos que requiere plantear la observación, seguimiento y evaluación tanto de los resultados previstos como los no previstos o invisibles analizando, a su vez, si estos son deseables o no. Deseables en cuanto refuerzan los aprendizajes propuestos y colaboran en la mejora de los resultados de este diseño y de las propuestas futuras. Negativos en cuanto impiden o reducen el logro de las metas propuestas, por lo que deberemos analizarlos para valorar si es posible diseñar acciones que puedan erradicar esa situación o mensaje o, al menos, reducir su carga no deseable. En suma, recordar que: (…) La vida diaria se convierte en espacio para nuevas pedagogías y nuevas prácticas de aprendizaje, ya se produzcan en el cara a cara, las que se afrontan de forma colaborativa o construyendo comunidades, hasta las centradas en la resolución de problemas o la creación/acceso al conocimiento. Todas estas propuestas de educación expandida, aprendizaje incidental, aprendizaje ubicuo, a lo largo de la vida, etc., nos permiten conformar experiencias de aprendizaje que trascienden la educación formal, convirtiendo todo espacio o entorno en un terreno potencial para el aprendizaje. Es por ello que autores como Colardyn y Bjornavold (2004) apuestan por la necesidad de legitimar todos estos procesos si realmente queremos desarrollar políticas de aprendizaje permanente que no conviertan en invisibles y superfluos esos aprendizajes, habilidades y competencias que se adquieren fuera de la educación formal, si no queremos que la brecha entre lo
que se aprende dentro y fuera de la escuela, entre lo que es atractivo y significativo para el alumnado y lo que no lo es, aumente irremediablemente (Fernández Rodríguez y Anguita Martínez, 2015, p. 8). Estamos ante unos aprendizajes que se caracterizan por su: Imprecisión, al no estar delimitados ni contemplados en el diseño educativo propuesto. Interdisciplinariedad, al recoger contenidos de cualquier ámbito de interés del individuo.
Relación de oposición o de complementariedad, respecto a los objetivos previstos y los contenidos que ofrecen. Mayor carga afectiva, al residir su fuerza en el aprendizaje de aquello que interesa, o procede de alguien o algo que está positivamente relacionado con ese educando. Se acepta en la medida en que responde a una relación positiva o negativa con los otros. No intencionalidad expresa, al no estar incluido en el diseño educativo o llevarse a cabo en situaciones de la vida cotidiana. Mayor cercanía con la realidad de la persona, al ser contenidos que proceden del ámbito cotidiano y de sus intereses. Mayor capacidad de aceptación por parte del individuo, lo que conlleva una más fácil y rápida asimilación. Estamos ante aprendizajes significativos para cada sujeto. Contenidos compuestos por conocimientos, valores, actitudes, destrezas, ideas, normas, comportamientos, etc., cotidianos, que
forman parte de la interrelación habitual con los otros y lo otro (Vázquez, 1985). ¿Dónde se presentan estos conocimientos no previstos? Lógicamente en los escenarios cotidianos de la persona. Aprende de lo que vive, ve, oye, en la familia, en la escuela, en los medios de comunicación, en la calle, con sus amigos, en el trabajo, en la red, etc. A mayor proximidad afectiva positiva con el educando mayor influencia de aprendizaje, por lo que también entendemos que aprendemos antes lo que procede de una persona o ámbito al que le une un lazo afectivo significativo, que de contextos y personas alejados de nuestros intereses y realidades. Una vez identificados esos aprendizajes no previstos debemos analizar si son deseables o no con el fin de potenciarlos e incluirlos en la práctica educativa en el caso de ser positivos, y neutralizarlos o rechazarlos si se comprueba su componente negativo. En suma, incorporarlos en la planificación de la acción educadora o simplemente ser conscientes de estos y poder evaluar su nivel de logro: (…) Convertir el espacio de formación en un eje integrador también de todos esos aprendizajes invisibles, ubicuos e informales que se dan en la práctica y que sirven sin duda para desenvolverse de manera efectiva en el trabajo o en la vida diaria (RodríguezFernández y Diez-Gutiérrez, 2022, p. 122). Su relevancia estriba en que, como profesionales de la educación, debemos ser conscientes de que no podemos dejar al azar la educación, ni a la ausencia de control, ni a la no intencionalidad, promocionando y fomentando una auténtica actitud crítica y una cultura de la evaluación. En la medida en que se efectúe una actividad intencionada se generará un mayor nivel de madurez, pues sabremos a dónde queremos llegar y actuaremos de forma coherente para su logro.
Además, de ser conscientes de que los aprendizajes suceden en cualquier momento y en cualquier lugar, lo que plantea transformaciones radicales en el modo que comprendemos y desarrollamos la educación. Nos referimos a: «(…) la disolución de fronteras institucionales y disciplinares; el acceso compartido a la información y a los recursos culturales y la organización del trabajo colectivo en red» (Rodríguez-Fernández y Diez-Gutiérrez, 2022, p. 188). Formación expandida, formación abierta, horizontal y colaborativa, que requiere la recuperación de la idea de reciprocidad y avanzar en formas de distribución y producción del conocimiento, compartidas y colaborativas.
EL FIN DE LA EDUCACIÓN ANTE UN FUTURO INCIERTO Resulta lógico que cada época de la historia, cada nación, cada comunidad proponga y desarrolle su propia idea de educación de acuerdo con los fines que se haya propuesto. Ahora, en todos ellos sí podemos rastrear una idea común centrada en el logro del desarrollo y bienestar de la persona y del grupo al que pertenece priorizando, en cada caso, un factor u otro. Fin presente en el pasado siglo XX en el que se comprendía la educación a partir del acceso de todos y todas a la escolarización, la adquisición de los conocimientos y competencias básicas y la incorporación de la educación permanente de adultos y mayores. Contexto en el que el Estado ha mantenido un papel activo como garante de este derecho a través, fundamentalmente, de la escolarización obligatoria y el diseño de los sistemas educativos, la intervención social, etc. Sin embargo, este modo de abordar la educación, de dar respuesta a las necesidades individuales y sociales ya no es válida en pleno siglo XXI, al estar en una nueva era de la historia en la que la propuesta de los fines de la educación del pasado milenio no responde ya a lo que requiere la sociedad. No obstante, no es sencillo modificar la propuesta del fin de la educación, ni el modo de comprenderla, por lo que es importante avanzar en su debate, conocer los diferentes rasgos que determinan la construcción de la nueva sociedad en la que estamos inmersos para comprenderlos, a la vez que interactuar con estos, de tal manera que podamos fortalecer las oportunidades que ofrece y controlar y evitar, en la medida de lo posible, sus riesgos. Para abordar este tema acudimos al Informe de la UNESCO Replantear la educación (2015), el tercero de una serie de documentos que proponen reflexionar sobre el indiscutible papel de la educación en la
construcción de un mundo más humano, interrelacionado y sostenible. Sin duda, esta etapa se caracteriza por multitud de cambios en los que estamos inmersos. Transformaciones que se diferencian de épocas anteriores por su celeridad, su incidencia en todos los ámbitos de interacción humana y su impacto global, a la vez que con una clara repercusión en la naturaleza. Situación que presenta (UNESCO, 2015):
Un mundo conectado a partir de la aparición y expansión de la cibernética, el aumento espectacular de la conectividad por internet y la generalización de los dispositivos móviles. Tecnología que ha transformado el modo en que accedemos a la información y el conocimiento, de interactuar en cualquier ámbito humano. Conectividad que está aportando indudables beneficios, pero también nuevos problemas y riesgos como son los relativos a la intimidad, la privacidad y la seguridad. Que amplía las posibilidades de movilización social, cívica y política a la vez que transforma el concepto de «lo social», lo que conlleva también retos y problemas ante un mal uso, excesivo o impropio. Este horizonte digital presenta unas claras líneas de actuación que Ramírez Montoya, McGreal y Obiageli Agbu (2022) concretan en a) reconstruir los espacios formativos de las personas; b) la educación como parte de un nuevo ecosistema inclusivo de formación; c) la tecnología digital abierta como vehículo de nuevas ideas y vínculos; y d) el co-construir nuevos procesos formativos. Los avances de la neurociencia sobre cómo se desarrolla y funciona el cerebro en las distintas fases de la vida enriquecen nuestro entendimiento sobre la forma y los tiempos para aprender, lo que evidencia nuestra capacidad para aprender como respuesta a las demandas del entorno en cualquier circunstancia. Esto consolida el objetivo innegable de la educación a lo largo y ancho de la vida
que facilita aprendizajes que dan respuesta a las necesidades y exigencias de cada entorno. A la vez que se desprende la necesidad de: (…) Un planteamiento holístico de la educación y del aprendizaje que supere las dicotomías tradicionales entre los aspectos cognitivos, emocionales y éticos. Aumenta el reconocimiento de que superar la dicotomía entre las formas cognoscitivas y otras formas de aprendizaje es esencial para la educación … (UNESCO, 2015, p. 39). A la vez que reconocer los aprendizajes derivados de las competencias y conocimientos adquiridos a través de la experiencia en diferentes escenarios: profesionales, deportivos, sociales… Un problema que alerta ante la relevancia y centralidad que se está otorgando al aprendizaje es el auge de la atención al desarrollo individual de la persona, la construcción de entornos personales de aprendizaje en detrimento del desarrollo social, dejando en un segundo plano la educación socializadora en la que se favorezca la interrelación con los otros y con lo otro.
El medio en el que vivimos, nuestro entorno natural, también debe ser objeto de atención ya que es el medio en el que vivimos y en el que debemos aprender a adaptarnos a él, transformarlo sin dañarlo. Al reconsiderar la finalidad de la educación, predomina en nuestra consideración una preocupación esencial en relación con un desarrollo humano y social sostenible. Se entiende por sostenibilidad la acción responsable de los individuos y las sociedades con miras a un futuro mejor para todos, a nivel local y mundial, un futuro en el que el desarrollo socioeconómico responda a los imperativos de la justicia social y la gestión ambiental (UNESCO, 2015, p. 20).
Esto conlleva el dominio de conocimientos y habilidades y la sensibilización ante problemas acuciantes como es el cambio climático, que deriven en comportamientos capaces de adaptar la vida a la realidad ecológica de un medio cambiante.
La diversidad cultural debe llevarnos a valorar las distintas maneras de enfocar el progreso y el bienestar de la humanidad. Todas las sociedades pueden aprender mucho unas de otras que debe llevarnos al descubrimiento y al entendimiento de otras cosmovisiones. «El futuro de la educación y el desarrollo en el mundo de hoy necesita que prospere el diálogo entre cosmovisiones distintas con el objetivo de integrar sistemas de conocimiento originados en realidades diferentes y crear nuestro patrimonio común» (UNESCO, 2015, p. 31). En suma: La educación es clave para desarrollar las capacidades que se necesitan para ampliar las oportunidades que la población precisa para poder vivir una vida con sentido y con igual dignidad. Una visión renovada de la educación debe abarcar la formación de un pensamiento crítico y un juicio independiente, así como la capacidad de debatir (UNESCO, 2015, p. 33). Todos estos rasgos apuntan a que los fines de la educación deben dirigirse a favorecer procesos educativos que sean inclusivos, en el sentido de que todos y todas deben poder acceder a la educación en cualquier etapa vital y espacio. Un proceso que garantice la equidad, a la vez que potencie la responsabilidad de estos aprendizajes con uno mismo y con los demás. En esta tarea continuará siendo esencial el papel de los educadores facilitando el acceso a la información, a los diferentes contenidos fomentando el pensamiento crítico y las formas en que se crea, adquiere, valida, utiliza e interioriza el conocimiento. Papel que se desarrollará en diferentes escenarios, ya que la escuela, las instituciones educativas ya no son los únicos espacios que faciliten las competencias necesarias para acceder al saber.
El objetivo no es derribar los muros de las instituciones educativas, que siguen siendo necesarias en los procesos alfabetizadores iniciales, sino de entrelazar todos los escenarios en los que interaccionamos al suceder educación en todos ellos. Corresponde a la educación un cometido primordial del fomento del conocimiento que hemos de adquirir: en primer lugar, un sentido de destino común con el entorno social, cultural y político, local y nacional, así como con la humanidad en su conjunto; en segundo lugar, conciencia de las dificultades que tiene planteadas el desarrollo de las comunidades gracias al entendimiento de la interdependencia de los modelos que rigen el cambio social, económico y ambiental en el plano local y en el mundial; y, en tercer lugar, el compromiso de participar en la acción cívica y social en base al sentido de responsabilidad individual en relación con la comunidad, a nivel local, nacional y mundial (UNESCO, 2015, p. 71). En este contexto también debemos atender la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, aprobada por la comunidad internacional en 2015, desglosada en 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) que marcan la hoja de ruta para erradicar la pobreza, proteger el planeta y mejorar las vidas y las perspectivas de las personas en todo el mundo de aquí a 2030 (UNESCO, 2017). En este plan de acción tiene una presencia clave la educación, especialmente a través del ODS4, proponiendo como objetivos para esta próxima década: Garantizar la educación a todos y todas desde el aprendizaje en la primera infancia hasta la educación y la formación de jóvenes y adultos. Primar la adquisición de competencias para el trabajo.
Subrayar la importancia de la educación para la ciudadanía mundial. Promover la inclusión, la equidad y la igualdad de género. Garantizar resultados de calidad en el aprendizaje para todos a lo largo y ancho de la vida. Objetivos que marcarán, de una forma u otra, todas las acciones que los diferentes profesionales de la educación llevarán a cabo en las próximas décadas.
LOS LÍMITES DE LA EDUCACIÓN Al plantear el fin de la educación, las metas y objetivos que se derivan de este, es importante preguntarse si existe alguna limitación a nuestra propuesta, si encontramos límites a nuestros diseños pedagógicos y socioeducativos. Hemos expuesto que la educación persigue fines diferentes de acuerdo con el contexto en el que se desenvuelve, sencillamente porque persigue un tipo de humano y de sociedad determinado. Ahora bien, existen unos criterios comunes en todas estas propuestas que las identifica como una meta educativa valiosa: el desarrollo de cada persona en cuanto sujeto autónomo, singular y único y, por ende, el desarrollo social. Pero tan erróneo sería dirigir la educación al desarrollo exclusivo de cada individuo pretendiendo formar sus capacidades sin tener en cuenta la activa interacción que debe establecer con los otros, como centrar la educación únicamente en la construcción de la sociedad, en la que esta marcará el valor y la actividad de su ciudadanía. De igual manera no sería educativa si la educación pretendiera el adoctrinamiento o se apoyara en la manipulación para alcanzar, tal vez con mayor eficacia, las metas propuestas. Si entendemos educación, tal como la hemos definido, como una acción gradual y permanente y sostenible en el tiempo, dirigida al logro de la plena humanización, entendiéndose esta tanto en una dimensión individual, como social propia de todo ser humano, comprenderemos que para lograrla debemos establecer unos límites. Situación que explica que: (…) Las posibilidades futuras de un sujeto en su forma de estar y vivir el mundo se expanden, acrecientan y surgen si durante su crecimiento familiar, escolar y social ha vivido en un espacio acotado de límites y normas que le permiten sentirse lo suficientemente
seguro para iniciar un proceso de asimilación crítica de la herencia recibida (Reyero y Gil Cantero, 2019, p. 225). Los límites liberan, ensanchan nuestras opciones en el sentido de que ayudan a proyectar el desarrollo vital no por los deseos inmediatos, sino por objetivos y metas valiosas que se diseñan a medio y largo plazo. Favorecen la capacidad de autonomía de cada sujeto y la participación activa en el desarrollo y bienestar de la comunidad en la que vive. Límites que no pueden ser confundidos con querer impedir intereses o la formación de determinadas capacidades, ni con frenar o reprimir determinadas metas o acciones, sino de ser él mismo, de reconocer nuestros límites y, a partir de esa aceptación, ser de manera más auténtica (Reyero y Gil Cantero, 2019), a la vez que ser capaz de abrirse al otro y lo otro para escucharlo y cuidarlo: ¿Cuál es el alcance pedagógico de estas consideraciones? Poder establecer como norma educativa que el que los sujetos aprendan a atenerse a un orden de acciones con sentido, a una reglamentación o límites, que no han puesto ellos ni tampoco pueden inicialmente modificar a su antojo, establece mejor unas condiciones educativas de formación futura que un planteamiento que busque suprimir o minusvalorar o aun ridiculizar cualquier tipo de límites o reglas (p. 221). Cuestión que nos lleva a la imprevisibilidad de la educación, al riesgo que corremos en todo proceso educativo, ya que puede alcanzarse, o no, la meta propuesta. Pueden surgir nuevas situaciones e interferencias, o problemas sobrevenidos que deben marcar un nuevo rumbo a las acciones diseñadas o a la finalidad propuesta. Y únicamente en ese riesgo es en el que reconocemos al otro como ser libre y único al que debemos respetar y guiar para el logro de su meta (Biesta, 2017).
Tema 10
Educación y valores en el mundo actual¹
LOS VALORES EN NUESTRA SOCIEDAD Reflexionar sobre las grandes cuestiones que subyacen en la tarea educativa exige volver la mirada al ser humano y profundizar sobre su sentido, y sobre el papel que desempeña. Un ser inacabado que debe afrontar su vida como proyecto y como tarea, configurando su modo de ser y actuar en los diferentes escenarios en los que interactúa a lo largo y ancho de la vida. Estamos ante un proceso que pretende siempre la optimización de las cualidades que se poseen, la apropiación de un bien que le ayudará a ser mejor en el sentido más amplio del término, a abrir nuevas posibilidades. Alcanzar, en definitiva, la plenitud como persona, el desarrollo de todas y cada una de sus capacidades, sin perder de vista la interrelación que siempre muestran entre sí todas ellas, (…) para hacer aquello que vale la pena, porque el sujeto dispone tanto del potencial interior, como de las oportunidades externas para llevarlo a cabo. En este sentido, las capacidades representan los logros humanos promovidos por un aprendizaje deliberado que permiten realizar elecciones y juicios ponderados, y actuar de la manera que se considera correcta y deseable, especialmente en situaciones desconocidas o de mayor exigencia (García Amilburu, Ruiz-Corbella y García-Gutiérrez, 2017, p. 180). Al tratar el pleno desarrollo de las capacidades humanas no se trata de un proceso que se da de forma rutinaria o al hilo de la evolución física propia del humano, tal como sucede en otros seres vivos. Este debe ajustarse a las capacidades específicas de cada sujeto que explican su singularidad y diferencia frente a los demás, a la vez que al contexto físico y social en el que vive, o quiere vivir, y a las decisiones que toda persona debe abordar si quiere ser actor de su vida: cómo quiere —y debe— llegar a ser y cómo quiere —y debe
— vivir. La vida como tarea de cada uno consigo mismo, con un proyecto definido, es una acción que nadie puede eludir. Y el no asumirla acaba dañando a uno mismo. Desarrollo pleno que exige también la capacidad moral, dimensión que proporciona las claves que definen quién quiere ser, cómo quiere vivir en el contexto y comunidad en el que interacciona atendiendo los diferentes roles que desempeña; lo que se concreta en un quehacer de valores, ya que es la educación la que los desarrolla e inculca, sencillamente porque toda perfección conlleva un bien, y los valores son bienes. Es decir, «(…) formar (ciudadano, estudiante, hijo, hermano, amiga, etc.) a hacer lo correcto, del modo correcto y por razones correctas» ( Esteban, 2017, p. 210), en cada situación. Analizar, informarse, preguntar, reflexionar, proponer, decidir, compartir, etc., son tareas que deben ser aprendidas como actores de la propia vida. Aprender a vivir bien en sentido práctico y ético. Además, la educación aporta los ideales, la metas... con las que cada uno va a guiar su vida y en las que apoyar su proyecto de vida, que fundamenta y da coherencia y sentido a su conducta. En este sentido, el descubrimiento de los valores es el punto de referencia esencial de su futuro. No solo se guía en el proceso de búsqueda, conocimiento y aceptación de valores, sino también en la orientación para establecer la propia jerarquía, pues la disposición jerárquica de estos es lo importante. Jerarquía que orienta la conducta hacia aquello que se valora.
Educar es enseñar a vivir por lo que necesariamente va a exigir transmitir aquello que es valioso para cada educando, ayudarle a pasar del ser al deber ser, de la hominización a la humanización.
Valores presentes en todo proceso educativo, en todos los elementos que lo conforman dando respuesta al quién, qué, cómo y para qué de la educación: Quién, cada persona es sujeto de su proceso perfectivo y en este proceso integra determinados valores que configuran su modo de ser, hacer y de proyectar su vida. Qué, ya que todo contenido transmite valores. Cómo, en cuanto qué contenidos, metodología, recursos, etc., determinan los valores que se fomentan en cada proceso.
Para qué, ya que toda propuesta de fin de la educación conlleva, lógicamente, un proyecto de valores, ya sea de forma explícita o implícita. En este proceso de aprendizaje de valores es importante destacar que estos no se imponen, se muestran, se transmiten en un clima de libertad, pues estamos ante decisiones que cada uno debe realizar por sí mismo. El entorno, el educador condiciona a la hora de establecer la jerarquía de valores; y cada cultura, cada comunidad posee, acepta y transmite también, como es lógico, determinados valores. Sin embargo, es tarea de cada individuo el asumirlos o rechazarlos, a la vez que dotarlos de su acento personal. Por último, debemos clarificar la relación entre educación moral y valores. Educación moral engloba a los valores en cuanto que la moral se entiende como el conjunto de normas, principios y valores con los que se regula el comportamiento del ser humano, tanto a nivel individual como social con el horizonte de aprender a vivir lo mejor posible (Cortina y Conill, 2020). Comprende la conducta, el carácter, el conocimiento de valores, el juicio crítico y las emociones. Comportamiento que debe ser aprendido, interiorizado, hasta formar
parte de la personalidad de cada individuo configurando así su carácter. En este proceso los valores, el juicio crítico y las emociones son elementos clave que aportan el contenido necesario para afrontar su proyecto vital (Escámez, 2003). Tarea difícil que requiere atender lo que nos pasa, observar y analizar el contexto en el que vivimos y reflexionar para saber a qué atenerse en cada circunstancia y actuar de acuerdo con ello (Cortina y Conill, 2020).
¿QUÉ ES EL VALOR?
Clarificación de este concepto No es sencillo definir qué es un valor al ser un concepto multidimensional en el que precisamente la riqueza que lo compone es la que dificulta su clarificación. A pesar de esta dificultad inicial precisamos que el valor es algo natural, propio de todo ser y específico de cada persona: cada ser posee valores y en cada instante estamos valorando, preferimos una cosa, una conducta, un resultado... sobre otro. Valor es aquello que nos perfecciona, lo que dota de valía a otros seres y sus acciones y a las cosas que nos rodean. En suma, valor es quello que: No nos deja indiferentes. Responde a nuestras necesidades. Destaca por su perfección o dignidad. Rompe nuestra indiferencia y nos mueve a obrar. En consecuencia, es:
él.
Un proyecto en cuanto que es apreciado, deseado y tendemos a Una opción que buscamos y elegimos.
Algo que se integra en la estructura del conocimiento dándole sentido, forma parte de las creencias que va adquiriendo la persona. Un patrón de la acción humana al guiar la conducta, las decisiones, orientan la vida y configuran la personalidad. Motor e impulso permanente que dinamiza y orienta los comportamientos y la conducta, configurándose en auténtica fuente de orientación y motivación. Los valores están en la base de las necesidades de todo hombre, de ahí que estén presentes de forma implícita en toda acción humana. En definitiva,
«... perfección real o ideal, existente o posible, que rompe nuestra indiferencia y provoca nuestra estimación al responder a nuestras tendencias y necesidades» (Marín Ibáñez, 1989, p. 172). Los valores son reales, nos atraen y su existencia es, precisamente, un componente esencial de la realidad. Al estudiar el valor este, en sí mismo, es objetivo, necesario, intemporal, pero se concreta en manifestaciones temporales determinadas, por lo que nunca llegamos a agotar el contenido y posibilidades de ese valor. Esta idea nos lleva a uno de los grandes temas de la axiología al no encontrar un modo unánime de interpretarlos ni de definirlos de una única manera. El problema que se plantea es dónde y cómo podemos identificar el surgimiento de un valor: bien si las cosas, las conductas tienen valor porque las deseamos, bien las deseamos porque tienen valor. Pero, en lo que sí se coincide es en que los valores surgen de la relación dinámica del sujeto y del objeto, o de la interacción entre personas, del ser y del deber ser, de las preferencias y de la dignidad de los valores que nos atraen y que responden a nuestras necesidades. Germinan en la relación entre las necesidades del sujeto, individual o colectivo, y los bienes que pueden satisfacerlas, en una interacción dinámica y múltiple. Lógicamente, es necesario que cada uno estime, aprecie y reconozca
cada valor otorgándole ese carácter subjetivo, a la vez que reclama un contenido objetivo que dé consistencia y contenido al mismo (Figura 10.1.)
FIGURA 10.1. Objetividad y subjetividad. La objetividad justifica nuestras decisiones, dota de contenido a cada elección, a la vez que aporta los elementos precisos que ayudan a comprenderlos como objetos ideales con múltiples matices. La subjetividad aporta la estima personal a cada valor que dirige nuestra conducta de acuerdo con estas preferencias, ideales...
Muestra nuestra capacidad de valorar y estimar un valor, al plasmarse como rasgo personal de las actuaciones de cada sujeto. Esta antinomia entre objetividad y subjetividad conlleva que los valores pueden ser válidos para una persona en un contexto determinado y no en otro escenario o para otra persona. Válidos para una cultura y no para otra, lo que indica que se han ido configurando y enriqueciendo con distintos contenidos: Esta historicidad del contenido de los valores ha despertado la sospecha de que su valía es relativa a las distintas épocas y culturas y, por tanto, parece que debiera concluirse que nada puede afirmarse universalmente, sino que es preciso atenerse a cada época para ver qué es lo que realmente vale en ellas. Sin embargo, esto no es verdadero; indudablemente hay una evolución en el contenido de los valores morales, pero una evolución que implica un progreso en el modo de percibirlos. Las sociedades no sólo aprenden técnicamente sino, además, moralmente … (Díaz Torres y Rodríguez Gómez, 2008, p. 161). En definitiva, vivimos con y en ellos. concretas y se expresan a través de fundamental enseñar a descubrir los operativas y claves en la vida de todo ser
Se encarnan en realidades ellas por lo que resulta valores como realidades humano:
Por ello y porque educar en valores es educar para tener criterio propio y saber decidir, cada vez es necesaria mayor información y formación. La sociedad de la información es potencialmente la más democrática, pero solo lo será realmente si la educación se orienta al desarrollo humano y, de acuerdo con Marta Nussbaum (2011), fomenta una democracia humana sensible con las personas dedicada a promover oportunidades de vida, libertad y felicidad para cada persona (Martínez, 2011, p. 17).
Cualidades que definen al valor Al analizar el concepto de valor debemos detenernos en las cualidades que lo definen, lo que nos ayudará a comprender su dimensión y las implicaciones educativas que se derivan de él. De entre estas cualidades destacamos las tres más significativas: polaridad, infinitud y jerarquía. Polaridad, ya que todo valor muestra su antivalor. Cobra su mayor sentido y fuerza en la medida en que existe su contrario. Se elige al identificar en él elementos valiosos, se es consciente de su carencia al no poseerlo. Ejemplos, salud frente a enfermedad, verdad frente error o mentira, respeto frente a desprecio, rechazo, etc. Gracias a esta característica identificamos la perfección que facilita cada valor al ser humano, su humanización y qué es lo que le destruye. A la vez, debemos ser conscientes de que no todos los valores valen lo mismo, ya que responden a necesidades y motivaciones diferentes desde las más básicas —las vitales— a las más relevantes como personas. Infinitud, al no agotarse ningún valor en una única característica o dimensión, en una acción, en una obra o en una única forma de expresarlo. Contenido siempre abierto de infinita riqueza y dinamismo que hace que todo valor pueda ser interpretado, pueda ser concretado desde múltiples facetas que lo enriquecen. Conlleva, lógicamente, rasgos que lo identifican en todo contexto y circunstancia como tal valor, pero en cada acción, en cada ser se concreta con perfiles diferentes que aportan una enorme riqueza de contenido. Es respuesta a la creatividad humana como parte del dinamismo de la realidad al extraer, descubrir nuevos valores o nuevas formas de percibirlos (Cortina. 2009). Multidimensionalidad
que hace que ningún valor se agote en una única realidad, al ser inabarcables. Esta multiplicidad de concreciones de un valor a lo largo de la historia es justamente lo que aporta su mayor riqueza y facilita que analicemos cada situación, cada ser, cada persona..., para evaluar si están asumiendo el valor elegido. La característica poliédrica del valor aporta a cada generación, a cada cultura, a cada grupo y/o persona el que sea capaz de dar un nuevo enfoque, una nueva vertiente a la interpretación y modo de concreción de este, de tal manera que lo enriquece y amplía su contenido. Riqueza y multiplicidad que no se plantea desde la exclusión unos de otros, sino desde la elección que cada persona lleva a cabo. En consecuencia, resulta lógico que educar sea ampliar la capacidad de valorar y de acoger e interpretar los valores, hacer que el mundo y la propia vida sean progresivamente más valiosos en un impulso constante para trascender lo vigente. Jerarquía, en cuanto que los valores siempre se disponen de forma jerarquizada, ya que exige preferir unos sobre otros. La actitud valorativa es una constante humana y al analizar aquellos que preferimos, o los que han sido elegidos o rechazados por otros, determinamos cuáles han sido sus ideales, si hay coherencia entre ellos y en su comportamiento. Pero también somos conscientes de que no todas las culturas, ni todos los proyectos de vida, valen lo mismo. Por otro lado, somos conscientes de que intentar concretar todos los valores que existen, que encontramos a lo largo de nuestra vida, así como las diferentes interpretaciones y jerarquizaciones realizadas a lo largo de la historia, o de las posibilidades futuras, es una tarea imposible. Ahora bien, sí es una tarea imprescindible que cada uno debe llevar a cabo para conocerlos, comprenderlos y decidir la propia jerarquía de valores: materiales, vitales, sociales, éticos, intelectuales, estéticos, trascendentes..., que dan sentido a cada proyecto vital y a cada una de sus acciones y decisiones. Lógicamente no todos los valores son compatibles, ni tienen el mismo grado de «valor». Serán más valiosos en la medida en que
perfeccionen en mayor grado al ser humano, precisamente en lo más específico de su ser. Lo usual es la aceptación de la jerarquía de valores establecida por cada grupo o por cada sociedad, de tal manera que estamos ante un factor fundamental para la socialización, sin olvidar que también esta es relativa, ya que los mismos conciudadanos no comparten los valores comunes con la misma intensidad. Y en este escenario cada uno debe conocer, atender, analizar críticamente esa propuesta de valores para elaborar la suya propia. De ahí que no exista, lógicamente, una escala única válida para todos y todas en todos los tiempos y en todos los escenarios. Cada cultura, cada pueblo, cada persona elabora la suya y a partir de ella comprendemos el sentido que da a su existencia: a qué da más importancia, qué necesidades está cubriendo y cuáles deja en un segundo plano o, incluso, ignora. Aporta, en definitiva, elementos relevantes para analizar su mayor o menor grado de madurez. En todo caso, en cualquier propuesta de valores lo realmente importante es que cada uno sea capaz por sí mismo de establecer su propia escala. Pero insistimos en que no existen valores diferentes sino distintas formas de valorar y jerarquías diferenciadas. Además, no experimentamos nunca un valor solo, aislado, sino integrado en una pluralidad de valores en los que las interacciones son constantes y dinámicas. Unos se engarzan en otros en una relación dinámica que aporta riqueza y multiplicidad a esa propuesta axiológica.
Valores en contextos cambiantes El principal problema con el que nos encontramos en la actualidad es la disparidad tan enorme de jerarquías axiológicas existentes en los diferentes escenarios en los que actuamos (familia, instituciones educativas, medios de comunicación, calle, internet...); además de la confusa, y en ocasiones contradictoria, interpretación que hoy en día existe en torno a cada valor, lo que dificulta la elaboración de jerarquías coherentes y sólidas. Es en este escenario en el cada persona interactúa en su vida cotidiana, viéndose impelida a decidir, a actuar, para incorporarse de la mejor manera posible al contexto en el que vive. Mejores y peores, buenas y malas, beneficiosas y perniciosas, ninguna actuación resulta indiferente. Todas ellas tienen un impacto en cada sujeto. Todo ello nos lleva a plantearnos cómo enseñar valores y, en especial, como aprender a valorar qué, en definitiva, implica aprender a incorporar en nuestra conducta comportamientos éticos en una sociedad multicultural que actúa en escenarios con connotaciones diferentes. Realidad que define nuestro tiempo al coexistir el contexto físico y el digital con fronteras cada vez más porosas, en los que ni el espacio ni el tiempo son ya barreras para la interacción con nuestros pares, por lo que los escenarios de interacción con los otros y lo otro se multiplican, diversifican y conviven. No solo la tecnología está acercando a las personas independientemente de su localización geográfica, sino que otros fenómenos están trasformando a nivel mundial el modo de abordar, interpretar y actuar. Ejemplo de esta situación son las cada vez más acusadas migraciones de poblaciones derivadas de conflictos políticos, ambientales o económicos. O las posibilidades que facilita
la tecnología, que modifican nuestras sociedades poniendo de manifiesto que el crisol de culturas es una realidad que afecta a nuestra forma de afrontar la realidad y de aportar soluciones. Realidad que se caracteriza por la pluralidad, por la diversidad cultural, moral, emocional, religiosa, etc., y que conlleva diferentes planteamientos vitales que diversifican enormemente nuestra sociedad. Ya no es posible determinar valores reconocidos por todos que marquen un modo de ser y actuar único y válido para todos. La ingente movilidad de la población ha generado sociedades multi e interculturales cada vez más permeables a las influencias de otros grupos sociales, de intereses económicos, etc., que puede conllevar la pérdida de identidad, con los graves problemas que derivan de ello. Situación que exige que cada uno, respetando los derechos de los otros, de lo otro y de la sociedad entendida como comunidad, deba asumir su propio patrón de comportamiento y actuación de forma coherente con él, de tal manera que sepa llegar a ser responsable de sí mismo y de los demás, sin olvidarnos de que vivimos en una sociedad más plástica que nunca, más permeable que nunca, en la que prima la incertidumbre, y en la que el continuo crecimiento innovador de la tecnología está marcando de forma decisiva nuestro modo de hacer y afrontar las diferentes situaciones que cada día debemos acometer. Contexto en el que el papel de la educación se reconoce más necesario que nunca.
VALORES Y EDUCACIÓN
El aprendizaje de valores La educación siempre transmite valores ya que cada diseño educativo potencia y despliega una determinada perspectiva axiológica para llegar así al ideal de persona que se quiere formar. A la vez, cada valor ayuda a cada persona a descubrir qué ideales prefiere, qué metas va a guiar su proyecto vital; proceso esencial para su futuro. Pero no solo se le guía por el descubrimiento de valores, sino también por cómo establecer la necesaria jerarquización, ya que lo realmente importante no es poseer tal o cual valor, sino la disposición jerárquica de estos. La educación es la que potencia a cada individuo en esa búsqueda, le ayuda a encontrar el esquema u orden de actuación en que ha de basarse, perfeccionarse y mejorarse a sí mismo, relacionándose positivamente con el mundo que le rodea en un clima de libertad, pues, en definitiva, estamos ante una tarea que cada uno debe realizar por sí mismo. A la vez que ser conscientes del entorno y el ambiente que condicionan nuestras elecciones, lo que no impide que cada uno deba realizar el esfuerzo de aceptarlos y desarrollarlos desde una perspectiva innovadora, o rechazarlos. ¿Dónde y cómo conocemos los valores? A través de nuestras experiencias y vivencias, de lo que observamos, de la información que recibimos en cualquier escenario de convivencia, a través de las pantallas. Experiencia, vivencia y observación son factores esenciales de aprendizaje. La información resulta relevante para conocer su contenido, comprenderlas y, en su caso, asimilarlas con un sentido. Las vivencias se refieren a las experiencias que uno tiene a lo largo de la vida, resaltando tanto el contenido de estas como el clima afectivo en el que se llevan a cabo. La información pretende aportar los conocimientos necesarios para dar contenido a aquello que vivimos, saber explicar el porqué y el para qué de cada valor,
otorgándoles un significado y sentido propio. Juego en el que se conjugan constantemente la dimensión afectiva y cognoscitiva de cada uno:
Afectiva en la medida en que sabe apreciar, valorar, inclinarse, sentirse atraído por ese valor. O, por el contrario, rechazarlo. Cognoscitiva, en cuanto sabe fundamentar su contenido, comprender y explicar su sentido e importancia para él mismo y en las relaciones que mantiene con su entorno. Los valores se aprenden, y en cada uno de nosotros permanecerán arraigados aquellos que identificamos como valiosos por lo que resulta clave: Ofrecer la información necesaria y suficiente de cada uno de ellos. Suscitar el reconocimiento, estimación y significatividad de esos valores a través de la reflexión, la observación y la vivencia. Fomentar la actividad, aplicación y expresión de cada valor. Favorecer la creación y acento personal y original de cada uno con respecto a la asimilación y puesta en práctica de cada valor. En suma, el aprendizaje de valores se inicia con la observación gracias a la cual se aprecian, se reconocen como algo bueno, positivo para uno mismo y para los demás. A partir de esta aceptación positiva del valor se facilitan experiencias que incorpora a su conducta, favoreciendo el conocimiento del contenido y significado del valor elegido, adecuándolo de forma personal a su modo de ser y de actuar. Conducta que exige un «aprender haciendo», ya que «de lo que se trata es de que el educando
«descubra» en sí mismo esa experiencia, la «experiencia moral», y que a partir de ella pueda ir analizando sus diferentes elementos y cobrando conciencia del modo como los seres humanos realizamos juicios morales y tomamos decisiones» (Gracia, 2016, p. 5). En consecuencia, estamos ante un aprendizaje que requiere: Conocer.
Intervenir de forma activa en la realidad que le rodea y en la que se desarrolla, discutir casos, realizar proyectos, resolver problemas, crear textos, materiales…. Revisar los procesos seguidos, evaluar los pasos dados y los resultados obtenidos. Aprender al hacer explícito lo que comprende, saber interrogar e interrogarse. Aplicar lo aprendido a situaciones transferencia a otras situaciones.
concretas,
valorar
la
El problema al que nos enfrentamos es que esta formación no está incluida de forma explícita a lo largo de la formación de la persona en cada uno de los roles que desempeña, ni se adapta a cada situación y a los problemas y necesidades de cada etapa vital y de las circunstancias sociales, económicas, políticas, etc., por las que necesariamente atraviesa. Además de que, en la actualidad, esto se agudiza por la incertidumbre que caracteriza a nuestra sociedad al no poder precisar los contenidos, destrezas o competencias que serán necesarios en un futuro. Situación que requiere enseñar a aprender de otra forma, de promover un aprendizaje experiencial, conectado y flexible en el que se potencie la colaboración y la participación en los diferentes escenarios.
Educar en valores Antes de abordar las técnicas y estrategias más relevantes para el aprendizaje de valores es necesario destacar el papel del contexto en esta formación. Identificarlo y valorarlo en cada escenario: un centro educativo, una institución que imparte formación para determinado colectivo, un grupo específico que plantea una intervención socioeducativa, un centro de mayores, etc. En este proceso el contexto y clima en el que se actúa debe facilitar el mismo mensaje formativo que la propuesta de intervención que se lleve a cabo. En caso de que esto no sea posible esta situación contradictoria debe ser abordada explícitamente para que todos sean conscientes de ella. No podemos obviar que recibimos influencias educativas en todos los escenarios en los que interactuamos por lo que todos los elementos que confluyen en ese proceso deben favorecer el aprendizaje de contenidos y destrezas que se consideran valiosos. Para ello: El escenario debe organizarse como espacio democrático, en el que cualquier persona interviene en igualdad de condiciones y oportunidades, donde el respeto y el diálogo sean la base de este aprendizaje de valores. Las actividades deben diseñarse atendiendo también a la formación de valores, teniendo en cuenta la transversalidad de esta formación. El aprendizaje experiencial y situado favorece la posibilidad de que cada persona identifique, busque, implemente, reflexione,
evalúe…, situaciones reales en las se valoren estas acciones morales. De esta manera, se logra promover la toma de decisiones, la responsabilidad… Estrategias que deben implicar a todos los actores que intervienen en la institución, organización o grupo responsable de estas propuestas educativas y socioeducativas. En definitiva, diseñar estrategias que favorezcan el pensamiento crítico, técnicas de aprendizaje cooperativas y colaborativas, resolución de problemas, etc.; estrategias que comprometan activamente a los educandos en su aprendizaje (Print, 2003). En este proceso no debemos perder de vista el aprendizaje a partir del ejemplo, primer paso en todo proceso formativo con especial énfasis en los aprendizajes relacionados con las competencias sociales, afectivas y morales. Modelo en el que prima lo experiencial, lo afectivo, lo participativo, lo informal, y que deriva en la imitación: se aprende aquello que se ve en las figuras con las que se mantienen lazos afectivos (padres, hermanos, amigos, maestros…) o presentan una connotación social relevante (p.e., los grupos sociales, los influencers, los ídolos de moda, cantantes, etc.). Se imita aquello que las personas observan y valoran como positivo para ellas o que permite integrarse en un grupo y/o la aceptación de los otros. En esta línea es relevante destacar que el gran cambio que se ha generado en este tipo de aprendizajes es su multicanalidad, al generarse tanto off como online al continuar aprendiendo en cualquier canal ya sea físico como digital. Aprendizajes aún más relevantes, si cabe, en el entorno digital en el que estamos sumidos, que representan de forma ya inexcusable el escenario en el que vivimos y para el que debemos formarnos, de tal modo que todo individuo pueda actuar e interaccionar en él como contexto de oportunidad. En definitiva, un aprendizaje experiencial en el que la actividad y participación de cada estudiante es la clave de ese aprender haciendo a través del:
Hacer: diseño y desarrollo de proyectos, problemas, creación de materiales, recursos, etc.
resolución
de
Revisar: el propio proceso que se ha seguido, los resultados obtenidos, el logro de los objetivos propuestos, los medios y recursos en los que se ha apoyado, etc. Reflexionar: evidenciando de forma explícita lo que han aprendido, preguntándose sobre el contenido de sus decisiones y acciones, discutir casos, realidades, etc. Aplicar: lo aprendido a nuevas situaciones, transferirlas a otros contextos y condiciones diferentes. La educación en valores, siguiendo a Buxarrais (2015), tiene como objetivo final la autonomía moral del individuo que le permita regular su propia conducta, le guíe en la toma de decisiones más apropiadas a lo largo y ancho de su vida, y dote de sentido a esta.
Técnicas y estrategias para el aprendizaje axiológico Estamos ante un proceso de aprendizaje que se desarrolla a través de procedimientos flexibles, planificados y guiados, para alcanzar un objetivo previamente establecido que faciliten las diferentes acciones propuestas. Estas estrategias se desarrollan a partir de actividades específicas dirigidas a la adquisición de una competencia, un conocimiento, una destreza o un valor atendiendo una serie de condiciones: Apoyarse en metodologías que facilitan situaciones en las que cada educando experimente esos valores. Crear un clima abierto, dialogante, que favorezca experiencias y la reflexión sobre las mismas. Tener en cuenta que la enseñanza de cualquier valor depende estrechamente del estilo y forma de ser de cada educador. Cada uno tiene su propia forma de entenderlo, de forma explícita o no, y su manera de llevarlo a la práctica. Además, resulta esencial que el educador los incorpore de forma explícita siendo consciente en qué valores forma y por qué. Favorecer la participación de los actores con el fin de promover la toma de decisiones, la reflexión, el juicio crítico, la responsabilidad, etc. En nuestro caso, la elección de una estrategia u otra dependerá del valor a transmitir, las capacidades, contenidos y/o competencias que se quieran desarrollar de acuerdo con el grupo y escenario al que se dirija. Se centra en una capacidad específica de la persona (autoconocimiento, comprensión conceptual, comprensión social y empatía, diálogo, juicio moral, etc.) que es en la que se apoya para iniciar el aprendizaje del valor seleccionado (Tabla 10.1). Estrategias que no deben centrarse únicamente en enseñar contenidos, resolver problemas, sino también en saber interrogar e interrogarse, buscar nuevas soluciones y/o perspectivas a las diferentes formas de ser, hacer y estar que conocemos, gestionar la incertidumbre, etc. (Pozo y Pérez Echeverría, 2009). Responder, en definitiva, qué entendemos por buena vida como humanos, cuestión presente a largo de la historia y a la que cada generación da respuesta: Necesitamos un nuevo humanismo que reconozca los horizontes de lo que significa ser humano, y que por tanto asegure que el cambio tecnológico apoya, en vez de minorar, la dignidad humana. Nuestro diálogo está demasiado centrado en lo que podemos hacer, no en lo que deberíamos hacer y por qué deberíamos hacerlo (Breyfogle, 2017, p. 62). TABLA 10.1. Estrategias de aprendizaje de valores
CAPACIDADES
ESTRATEGIAS DE APRENDIZAJE
Autoconocimiento
Clarificación de valores, de emociones Actividades de expresión Narració
Comprensión conceptual
Análisis de documentos Conceptos Debates Aprendizaje-Servicio Investi
Comprensión social y empatía
Estudios de caso Juego de roles Simulaciones Investigación de campo H
Diálogo
Debates Exposición Análisis de valores Narrativas literarias y audiovisua
Juicio moral
Discusión de dilemas morales Incidentes críticos Análisis de alternativas
Fuente: adap. Ruiz-Corbella, 2003. En este proceso de aprendizaje de valores el educador no debe dar por válido únicamente lo propio o lo establecido socialmente ni optar por una actitud neutral. Queramos o no estamos continuamente transmitiendo valores al estar, de una forma u otra, mostrando nuestra propia forma de ser y actuar. Si no somos conscientes de ello dejamos la formación en valores en el ámbito del aprendizaje invisible, con el riesgo que esto conlleva.
La evaluación de valores No es habitual encontrarse en un diseño educativo una propuesta de evaluación de los valores elegidos. Esta ausencia conlleva que, en muchas circunstancias, a este aprendizaje no se le dé la relevancia que tiene, se difumine y acabe situándose entre los aprendizajes invisibles o no previstos. También debemos ser conscientes de que resulta compleja esta evaluación, ya que no se reduce al dominio, más o menos logrado, de unos conocimientos examinados en un tiempo determinado, sino a su incorporación en nuestro modo de ser y actuar. Aprendizajes que requieren la actividad coordinada desde diferentes escenarios y agentes de forma continuada, además de que su resultado, en la mayoría de los casos, no se comprobará a corto plazo. Esto no impide que sea esencial reflexionar sobre ello y especificar el seguimiento de este aprendizaje. Esta evaluación debe servir de instrumento para orientar el modo más adecuado para aprender valores, proporcionar información sobre cómo se están aprendiendo con el fin de reforzar los aspectos que se han de tener en cuenta, o detectar aquellos elementos negativos o insuficientes que se desprenden del proceso educativo. Para ello, debemos saber cuál es el contenido, el tipo de aprendizaje y los criterios de evaluación de los valores. ¿Cómo llevar a cabo este tipo de evaluación? Fundamentalmente a través de la observación (pautas de observación, escalas...), de la interacción con los educandos (cuestionarios, entrevistas, análisis de trabajos escritos, creativos...). A la vez que, dado el carácter esencialmente subjetivo de este tipo de contenidos, es fundamental llevar a cabo esta evaluación contrastando los datos obtenidos con otros educadores, de modo que pueda analizarse el comportamiento
en diferentes espacios. Tampoco podemos perder de vista que los valores poseen un ritmo de aprendizaje muy diferente al referido a los contenidos cognoscitivos o de destrezas por lo que su evaluación nunca debe limitarse a un hecho puntual.
LOS CÓDIGOS ÉTICOS DE LOS PROFESIONALES DE LA EDUCACIÓN La dimensión axiológica del ser humano y de sus comportamientos éticos, también se expresan y vivencian en toda actuación laboral y/o profesional, por lo que condicionan la conducta profesional de sus actores a nivel laboral, personal y social. De ahí que sea necesario exigir un buen ser y hacer profesional, solicitando en cada momento su mejora y actualización en las competencias que debe desempeñar. Y entre estas se encuentra la competencia ética, que compromete a cada profesional con valores y modos de hacer, como son la autonomía individual o el uso de la inteligencia social para la resolución de los problemas que son los que condicionan los modos de vida buena (Mougan Rivero, 2018). Esta interiorización de valores que requiere toda práctica profesional «… permea, necesariamente, toda la vida de las personas. Las profesiones contienen un ideal que no son solo mínimos que aseguran la convivencia, sino que contienen una propuesta moral que encuentra su inspiración en el servicio a una sociedad democrática» (Mougan Rivero, 2018, p. 151). Sin embargo, a pesar de que la competencia ética resulte clave en toda profesión, no se le da la relevancia que le corresponde en la consolidación y reputación de estas organizaciones. La norma ética es la que garantiza el logro de los objetivos en cualquier actuación al marcar el contenido de estos y el modo de lograrlo, respetando siempre a la persona que la lleva a cabo y a quien la recibe. O como indica García-Marzá (2017), atendiendo a la veracidad del que actúa, referida a la intención y al contenido de cada actuación, la justicia, que atiende el reconocimiento del otro y la verdad que acoge la realidad en la que se actúa. Al revisar las diferentes profesiones se constata en estas últimas décadas una proliferación de códigos éticos y de prácticas autorregulatorias ante el alarmante aumento de desconfianza de las instituciones, los cada vez más notorios casos de corrupción y fraude a todos los niveles, y el eclipse del reconocimiento de autoridad en gran parte de las profesiones (Mougan Rivero, 2018). Si la conducta ética es imprescindible en toda actuación, lo es más si cabe en la educativa, en la que instituciones y comunidad educativa se centran en la formación de personas. Si en otros países, como por ejemplo Estados Unidos (1917 y 1987) cuentan desde hace décadas con códigos éticos relacionados con la tarea docente, en España esta inquietud no aparece hasta finales del pasado siglo. Con mayor o menor acierto diferentes colectivos de profesionales de la educación iniciaron también la elaboración de sus propios códigos, junto con la adhesión a propuestas aprobadas por organismos y/o asociaciones internacionales. Entre estas iniciativas destacan las que figuran en la Tabla 10.2. Todos estos documentos se centran en revalorizar la profesionalidad de los educadores desde la perspectiva de que exige un saber, un saber hacer y un saber ético que avalen su actuación ante la sociedad. Se dirigen a facilitar la reflexión sobre la dimensión ética de la actuación profesional, a la vez que aportan las coordenadas de esa acción tanto para los propios profesionales como para los receptores de esa actividad y la sociedad en general. De esta forma, todos saben qué se debe esperar de cada profesión en cuanto a contenido y formas de actuación, y qué se debe reclamar o denunciar. Los códigos deontológicos que encontramos en nuestro país se dirigen, de forma prioritaria, a los docentes de todos los niveles educativos y en cualquier entorno y, en menor medida, códigos centrados en la actuación de los educadores sociales, de pedagogos, orientadores… Lo deseable sería que cada colectivo profesional hiciera visible y profundizara en esta dimensión ética de su actividad, ya que únicamente se le reconocerá social y profesionalmente si ha sido capaz de formular el cuerpo de competencias específicas que le son necesarias para actuar en un área de intervención más o menos acotada, así como de elaborar un código de conducta que regule, en torno a normas, principios y
reglas, todo aquello que tiene que ver con los comportamientos de sus profesionales (Campillo y Sáez, 2012, pp. 14-15). Por otro lado, se critica la exposición generalista de estos documentos, la imposibilidad de ofrecer respuesta a las diferentes situaciones que se producen o el no poder garantizar su cumplimiento, dificultades que explicarían su escasa repercusión en la práctica. TABLA 10.2. Iniciativas de algunos colegios profesionales sobre códigos éticos de los profesionales de la educación
Criterios para una deontología del docente (Consejo Escolar de Cataluña, 1992) Código Deontológico de los Profesionales de la Educación (Consejo General de Colegios Oficiales de Doc Código Deontológico de los Educadores Sociales (Consejo General de Colegios Oficiales de Educadores S Código de Deontología del Pedagogo (Colegio de Pedagogos de Cataluña, 2006) Código Deontológico del Educador y la Educadora Social (Consejo General de Colegios Oficiales de Educ Código Deontológico de la Profesión Docente (Consejo General de Colegios Oficiales de Doctores y Licen Compromiso Ético del Profesorado (Federació de Moviments de Renovació Pedagògica de Catalunya, 201 Código Deontológico de la Orientación Educativa (Confederación de Organizaciones de Psicopedagogía y Código Deontológico del Pedagogo y/o del Psicopedagogo (Colegio Oficial de Pedagogo y/o del Psicoped
Muchas de estas limitaciones tienen su origen en la ambigüedad normativa de los códigos, situados en una vaga zona intermedia entre lo jurídico y lo ético, que conlleva a que queden condenados a no ser ni lo uno ni lo otro. Desde el punto de vista jurídico surge el problema de establecer mecanismos de control suficientemente operativos que otorguen al código credibilidad y confianza pública. La alternativa ante estas dificultades operativas es la de dar preeminencia al carácter ético del código, a su sentido de obligación autoasumida. Ahora, la respuesta a esta cuestión está en la concepción que se tenga de lo que significa ser un profesional y de la actividad que desempeña, en este caso, educativa. La tipificación de normas y pautas de acción a través de códigos deontológicos resulta sobre todo acorde con una concepción técnica de la profesión y la actividad de los educadores, en la que se busca dejar el menor espacio posible al azar. Ahora bien, la idea clave que debería fundamentar todas estas propuestas es la de «autonomía» de juicio moral y de competencia profesional de los educadores. Si cada cual ejerce su juicio moral y competencia profesional de forma autónoma se entiende el papel ilimitado que cabe asignar a los códigos deontológicos como instrumentos reguladores. Nadie cuestiona que el educador debe actuar, como profesional, en el marco constitucional y legislativo vigente, pero «(…) cumplir la legislación jurídico-política no basta, puesto que la legalidad no agota la moralidad. Por ello, también es necesaria la reflexión pública sobre las leyes, a partir de esa ética de la sociedad civil de carácter transnacional» (García López, Verde y Vázquez, 2011, p. 12). Sin embargo, el código deontológico se revela insuficiente ante la complejidad cada vez mayor de las propias profesiones junto con la necesaria interacción que deben atender con otros agentes y profesiones. Ofrece una formación ética que aporte los conocimientos y las destrezas necesarias para la toma de decisiones en cada caso concreto. Los códigos no ofrecen, ni deben ofrecer, soluciones únicas, por lo que cada profesional deberá saber valorar cada situación y actuar de la mejor manera posible en cada caso concreto sabiendo el porqué de esa decisión. Nunca existen respuestas preestablecidas, ni debemos justificar nuestra inacción o mala conducta a este hecho. Por ello, resulta clave formar al profesional, y en nuestro caso al profesional de la educación, sobre su sentido moral y su sensibilidad en el momento del encuentro único e irrepetible con la persona atendida (Vilar Martín, 2018). Resulta esencial para la configuración de la identidad de cada profesión, pero insuficiente a la hora de abordar las diferentes situaciones profesionales del día a día que se desarrollan en la actualidad cada vez más de forma inter-profesional y en red. Realidad que nos debe llevar a que la toma de decisión ante las diferentes situaciones a las que nos enfrentamos deberá pasar, necesariamente, por la construcción conjunta, el diálogo, la deliberación y la voluntad de conocer al interlocutor (Vilar Martín, 2018). El que expongamos la realidad de una ética situada, en la que la gestión de los casos se da en instituciones concretas que se ubican en un territorio específico, implica que estas también deben asumir la responsabilidad para crear las condiciones que posibiliten una mirada ética a las actuaciones profesionales y una adecuada gestión de los conflictos de valor: Cada institución y cada equipo ha de hacer el esfuerzo de construir criterios contextualizados en cada territorio específico (Vilar Martín, 2018).
¹ Este capítulo parte de los temas firmados por M. Ruiz Corbella, en Fuentes, J.L. (Coord.) (2019). Ética para la excelencia educativa. Síntesis. Se recogen aquí contenidos clave adecuados al objetivo de este libro. Sugerimos la lectura de esta obra para completar y ampliar este contenido.
Tema 11
Forjando el futuro de la educación ¹ Nadie cuestiona la evolución de la sociedad a lo largo de la historia con sus consecuentes cambios en todos —o casi todos— los ámbitos. Cómo los diferentes pueblos, naciones, comunidades o grupos se han desarrollado, han modificado modos de entender su entorno a partir de la interacción con otros iguales y de intervenir, como resultado de decisiones geopolíticas, la influencia de los cambios climáticos, los avances tecnológicos, etc. La historia de la humanidad ha sido una constante en este sentido, con avances y retrocesos. Ahora, un rasgo de esta evolución del ser humano y de las diferentes comunidades y sociedades en las que se ha estado integrado a lo largo de la historia ha sido la lentitud, la permanencia de los elementos clave de cada comunidad, del valor de la tradición como soporte de escenarios seguros en los que cada uno podía prever, en gran medida, su futuro. Todos los integrantes de un grupo humano podían imaginar y predecir cómo iba a discurrir su vida, qué se esperaba de cada uno en cada etapa vital y en el desempeño de los diferentes roles establecidos. Contexto habitual durante siglos en los que se educaba para un escenario conocido, en el que se establecían los conocimientos que se requerían para desarrollar las funciones en cada uno de los espacios vitales. Los conocimientos se comunicaban de las generaciones adultas a las jóvenes en una relación intergeneracional indiscutida y en la que el contenido, ya sea práctico o teórico, estaba claramente definido. Conocimientos y modos de proceder que: «(…) se justifican en relación con el pasado; porque el presente se comprende como cierta continuación de lo que ya sucedió y no como el comienzo absoluto de la identidad
social, cultural o política de un grupo humano» (García Amilburu, 2021, p. 41). Contexto, por otro lado, válido hasta este siglo XXI en el que se están viviendo transformaciones radicales desde sus primeras décadas. La seguridad del futuro para el que las nuevas generaciones o para iniciar cualquier proyecto vital ha desaparecido en todos los escenarios, situación derivada de la confluencia de varias circunstancias, entre las que prevalece la radical evolución tecnológica. Si la tecnología siempre ha acompañado la evolución del ser humano y de sus comunidades, en estas décadas ha sido decisiva al facilitar escenarios, relaciones y acciones hasta ahora impensables. Véase, por ejemplo, la capacidad de comunicarnos de forma inmediata independientemente de dónde estemos ubicados. O de trabajar de forma síncrona en red con colegas situados en cualquier punto geográfico. O de poder resolver una duda, ampliar un contenido, aportar información y datos nuevos, etc., a un golpe de clic. Lo que deriva en que se viva «… en una especie de “utopía digital”, en expresión de Bellamy (2018): piensan que ya no es necesario aprender nada, porque todos los conocimientos han quedado almacenados para siempre en la red y son accesibles en todo momento desde cualquier lugar» (G. Amilburu, 2021, p. 37). Poco a poco se confía más en la red que en la necesidad de memorizar la información y los contenidos con los que actuamos o que requerimos. Vivimos convencidos de la garantía del acceso a la información a golpe de clic. Todas estas nuevas opciones y las innovaciones que siguen surgiendo han incidido en una transformación del horizonte vital sin precedentes. Situación que se valora positivamente, pero que, a la vez, entraña cambios significativos para toda persona en su modo de relacionarse e interaccionar en el contexto en el que vive y de afrontar su futuro. Futuro que debemos atender y en cierta manera provocar. Además, el ser humano es el único ser vivo que sabe que hay un futuro, que vivimos y trabajamos proyectándonos hacia él:
«Si los humanos se preocupan y esperan es porque saben que el futuro existe, que puede ser mejor o peor y que eso depende, en alguna medida de ellos» (Innerarity, 2009, p. 11). Lo que implica una serie de retos para la educación y para los profesionales de este sector que exigen abordar qué educación queremos y necesitamos, ya que como educadoras y educadores deben saber formar para afrontar el presente y poder plantear su proyecto de futuro. En un sistema complejo como son la sociedad y la economía, la información y la capacidad de actuación son siempre limitadas y la toma de decisiones se produce en un entorno de gran incertidumbre (…) Y, sin embargo, de alguna manera, nuestras acciones en apariencia irrelevantes acaban integrándose en el curso de la acción del colectivo (Jariego, Fernández Peñuelas, Zamora y JiménezBuedo, 2022, s.p.) No ponemos en duda que la idea de educación y las grandes preguntas que convergen en ella no han cambiado a lo largo de la historia, ni en el momento actual. Sin embargo, lo que sí deben modificarse son las respuestas pues son las que deben atender a las necesidades de cada individuo, de cada grupo y comunidad en cada tiempo. Ayudarles a disponer de los conocimientos y competencias necesarias para afrontar las diferentes situaciones en el contexto en el que vive. Respuestas que, en la actualidad, han dejado de ser homogéneas, estables y válidas para todos, por lo que el reto estriba en identificar aquellos factores y elementos que están sustentando los grandes cambios e identificar aquellos conocimientos, competencias y destrezas, claves y necesarias, para afrontar ese nuestro futuro incierto. Coincidimos con Innerarity (2018, p. 38) en que: «El ser humano es más de errores que de maldades. Casi siempre que hacemos algo mal es más por ignorancia que por maldad». Es decir, no afrontamos nuestro futuro, no sabemos relacionarnos con otros diferentes a nosotros, cometemos errores porque no sabemos, por la falta de iniciativa e imaginación, de
indecisión, de conciencia ante las nuevas responsabilidades que llevan consigo los cambios sociales y culturales (Innerarity, 2018). Y en este punto los profesionales de la educación pueden hacer mucho.
LA REALIDAD DEL ENTORNO VUCA La sociedad actual, aunque continúen las diferencias entre unas regiones y otras, se caracteriza por estar sujeta a cambios y transformaciones radicales en espacios de tiempo muy cortos. La evolución en cualquier sector se desarrolla a tal ritmo que resulta difícil facilitar la formación necesaria al mismo ritmo en que sucede. Este escenario denominado por el mundo de la empresa como entorno VUCA (por sus siglas en inglés), generó una nueva mirada a cómo debemos afrontar la realidad, cómo prepararse para el futuro y, en consecuencia, cómo abordar la educación para que toda persona disponga de las competencias y herramientas necesarias para afrontar situaciones que aún no conocemos cómo van a suceder. Es decir, no podemos imaginar cómo será el mundo dentro de 3, 5 o 10 años, ni los conocimientos que se van a necesitar para desempeñar las diferentes funciones y tareas. Ahora, sí podemos facilitar esos conocimientos, destrezas y valores con las que afrontar circunstancias hoy por hoy inciertas que, a su vez, les permitan aprender a adaptarse y prepararse para esta sociedad continuamente cambiante. ¿A qué nos referimos cuando hablamos del entorno VUCA? Ya se expuso en un capítulo anterior el significado de este acrónimo en inglés que recoge los rasgos que definen a la sociedad actual: volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad. Acrónimo utilizado a partir de la década de los 90 del pasado siglo principalmente en el ámbito empresarial con la idea de analizar el escenario futuro para proyectar sus propuestas empresariales. Recordamos aquí el significado del acrónimo VUCA:
V = Volatilidad (Volatility). El cambio se ha instalado en todos los sectores marcado, principalmente, por la velocidad. Nada es estable, ni permanente. U = Incertidumbre (Uncertatinty). No es posible predecir el futuro, ya que no se dan elementos estables en él, por lo que no se dispone de principios y contenidos claros para preparar con antelación situaciones futuras. C = Complejidad (Complexity). Los nuevos escenarios están marcados por la interacción de diversos factores, lo que exige un análisis multifactorial e interdisciplinar. Nada sucede de forma lineal, ni se reduce a relaciones causaefecto. A = Ambigüedad (Ambiguity). La ausencia de referentes claros, reconocidos, permanentes conlleva a la ambigüedad en el conocimiento, lo que conduce al relativismo, la confusión, el individualismo. Escenario que genera en unas personas frustración, en otras sentirse excluido al no saber cómo afrontarlo. Pero no estamos en una situación negativa, sino ante una oportunidad en la que se resalta la capacidad del ser humano para afrontar las circunstancias más diversas, para innovar, para buscar alternativas en diferentes escenarios o en condiciones adversas. Afrontar el cambio como oportunidad, todas las situaciones y escenarios como fuentes de aprendizaje, el error o el fracaso como ocasión para el aprendizaje, a la vez que ser capaz de afrontar los problemas, los retos y las dificultades que surgen en cada acción, nos conduce a la relevancia de identificar las claves de la formación para el futuro, que se convierten en auténticos retos para todo profesional de la educación. Auténtica revolución que estamos viviendo a escala mundial que nos lleva a reconocer la educación que se facilita en todos los escenarios
de interacción humana, para contemplarlos como eslabones absolutamente necesarios en el proceso de aprendizaje de cada persona atendiendo a dos criterios:
La interrelación necesaria con los otros escenarios, por lo que los diseños educativos deben atender de forma coordinada las situaciones, intereses, problemas, necesidades de su entorno más y menos cercano (global y local = glocal). La formación trazada bajo el enfoque de la educación a lo largo y ancho de la vida, que garantiza la formación basada en competencias, en los conocimientos que se requieran en cada caso, en las necesarias alfabetizaciones, en valores que aporten las condiciones necesarias para acceder a los aprendizajes necesarios en cada etapa vital y en cada situación. Visión que conduce a que «no solo requieren prácticas nuevas, sino también nuevos puntos de vista desde los cuales aprehender la naturaleza del aprendizaje y la función del conocimiento y de la educación en el desarrollo humano» (UNESCO, 2015, p. 16).
RETOS PARA LOS PROFESIONALES DE LA EDUCACIÓN En la actualidad, el desafío presente en cualquier sector es ser capaz de imaginar el futuro para saber afrontarlo, preverlo, proyectar posibles propuestas apoyadas en la formación que le capacite a preparar todos los elementos necesarios para abordar con rigurosidad su desempeño profesional. No sabemos cómo será el día de mañana en 5, 10 o 15 años, pero sí cómo queremos que sea y, de acuerdo con los avances sociales, económicos, tecnológicos, políticos, etc., y con los análisis prospectivos, plantear, por un lado, cuáles serán los factores que determinarán ese futuro y, por otro, qué previsión y planificación exigen para hacerlo posible. Sin duda, el futuro se dispone hoy, ya que: «convertir la indeterminación e incertidumbre del futuro en despejado porvenir exige configurar la realidad del presente» (Zafra, 2011, p. 223). Estos factores son los que consideramos los retos en cualquier sector profesional, social, político, educativo… En este sentido es importante que, como profesionales de la educación, identifiquemos a corto-medio plazo cuáles son los retos que asentarán las bases de la formación de todo individuo como persona, ciudadano y profesional que es y será. Cómo será la sociedad en la que va a vivir para diseñar la formación que debemos ofrecerle en cada etapa vital. Solo si somos capaces de identificar y analizar esos retos educativos, podremos proponer respuestas y alternativas, teniendo en cuenta que: «… no todo puede cambiar al mismo tiempo, debe permanecer un núcleo protegido por un cinturón flexible y revisable, de lo contrario la urgencia degrada el futuro y sobredimensiona el presente, desaparece la conexión entre experiencia y expectativa» (Zafra, 2011, p. 222). La celeridad en la que vivimos no ayuda a proyectar el futuro y diseñar una formación acorde a él, pero es
absolutamente necesario identificar lo que debe permanecer y aquello que, poco a poco, debe modificarse, eliminarse, adaptarse etc. Saber relacionar pasado, presente y futuro en el sentido de que: «… el presente mire el pasado con ojos de futuro articulando proyectos innovadores que no alteren de forma radical las instituciones, pero que permitan adaptarlas a las exigencias nuevas» (Zafra, 2011, p. 225) sin obviar que crear el futuro es, en gran medida, una tarea colectiva (Jariego et al., 2022). Si revisamos los estudios prospectivos elaborados por diferentes organismos internacionales, análisis prospectivos y propuestas de autores reconocidos, todos ellos coinciden en siete retos que la educación debe abordar en cualquier diseño educativo (Figura 11.1) para preparar los siguientes retos para el futuro.
FIGURA 11.1. Retos clave para el diseño educativo. Analizamos, a continuación, a qué retos nos estamos refiriendo.
1. Educar personas, formar para la sociedad que queremos Parece obvio que la educación se dirija a formar personas, pero no en toda propuesta de aprendizaje se lleva a cabo este objetivo. Si revisamos diferentes diseños educativos comprobamos que no siempre se persigue esta finalidad al dar más relevancia bien a lo social, bien a la formación de individuos en la que prevalece el dominio de determinados conocimientos o el desarrollo de capacidades específicas, dejando en un segundo plano el desarrollo integral de la persona. Evidentemente, debemos formar para que cada individuo, en cada etapa vital, desarrolle de forma plena todas sus capacidades de acuerdo con sus intereses, motivaciones, posibilidades, a la vez que se integre en su grupo, en la sociedad en la que vive en cada momento vital. En definitiva, una educación que «apoye y aumente la dignidad, la capacidad y el bienestar de la persona humana en relación con los demás y la naturaleza debe ser la finalidad esencial de la educación en el siglo XXI» (UNESCO, 2015, p. 36). No se trata de que el individuo aprenda muchos conocimientos, sino las destrezas necesarias para acceder a estos y saber analizarlos críticamente y aplicarlos, atender la formación de diferentes alfabetizaciones, ya que no podemos centrarnos únicamente en una. Aprender a mirar, interpretar y actuar en el mundo desde diferentes lecturas: alfabética, numérica, emocional, digital, social, financiera, etc. Y, de forma especial, desarrollar todas las capacidades del ser humano: cognitiva, físico, emocional, social, moral, ya que la persona es un ser en el que todas ellas están interactuando de forma interrelacionada configurando un yo personal, diferente a cualquier otro y necesariamente abierto a los y a lo que le rodea. En definitiva, una educación integral e integradora.
Ahora, el modo de aprender va a exigir una transformación profunda al no tratarse de adquirir más o menos conocimientos, sino de las competencias necesarias para localizar, analizar, transformar, etc., la información que necesite en cada momento, de desarrollar aquellas competencias que le faciliten las destrezas necesarias para afrontar y resolver cada situación, de aceptar el error como oportunidad de aprendizaje, de aprender siempre ligados a situaciones y contextos reales. Proceso educativo en el que la clave reside en el aprendizaje de destrezas y de valores que son los que, en definitiva, facilitarán los conocimientos necesarios para afrontar la incertidumbre, para continuar aprendiendo, para saber cómo atender nuevas situaciones. En este sentido no existe ningún espacio especialmente destinado al aprendizaje, ni ninguna institución que pueda erigirse en referente exclusivo de la educación. Todos los escenarios facilitan aprendizajes independientemente de que seamos conscientes de ello o no. En todos ellos adquirimos conocimientos, destrezas, valores que configuran, poco a poco, nuestra identidad. En consecuencia, la continuidad de los espacios de aprendizaje es una realidad que debe tenerse en cuenta a la hora de diseñar cualquier estrategia educativa. Se trata de diseñar modelos de aprendizaje continuos en los que se tengan en cuenta los diferentes ecosistemas en los que cotidianamente intervenimos, en los que los escenarios formales, no formales e informales, así como la propia autoformación, deben estar interrelacionados, pedagógicamente hablando.
«Todo diseño educativo debe tener en cuenta este continuum, apoyarse en él con el fin de fortalecer los aprendizajes, tanto los visibles y planificados como los invisibles, que inciden en la formación de cada individuo con una especial fuerza dada su mayor
cercanía a sus intereses, sus emociones, sus experiencias, etc. Además de que “la transformación social ocurre cuando se transforman las personas”. Cada mejora personal, suma. Y cada vez que alguien cambia, todo cambia» (Quintana, 2021, p. 63).
2. Diseños educativos centrados en el aprendizaje de habilidades para el siglo XXI Ahora bien, ¿cuál debe ser el contenido de nuestro aprendizaje? ¿Qué es lo que debemos enseñar para preparar a nuestro alumnado del siglo XXI? Rivas (2017) defiende que el contenido del aprendizaje debe facilitar la capacidad para actuar, disponer de las competencias, conocimientos y destrezas necesarias para afrontar, atender y/o resolver cualquier situación. Lo que nos lleva a una educación con sentido, una formación ligada a la práctica y relacionada con los escenarios cotidianos en los que nos desenvolvemos. Esto nos lleva a recuperar los informes que, periódicamente, publican diferentes organizaciones supranacionales (p.e., UNESCO, 2017; OECD, 2021 y 2022, World Economic Forum, 2021) que coinciden en la propuesta de los contenidos básicos que deben ser garantizados a todos. Derechos de aprendizaje de la ciudadanía que se centran en la alfabetización dirigida a la capacidad de lectura y comunicación en siete áreas específicas, cuatro competencias transversales que facilitan las destrezas necesarias para afrontar las situaciones más diversas y seis cualidades presentes para la configuración del carácter de cada uno (Figura 11.2).
FIGURA 11.2. Derechos de aprendizaje de la ciudadanía. Tradicionalmente, las instituciones educativas se han centrado de forma exclusiva en la alfabetización lectoescritora y numérica, lo que ha facilitado diseños curriculares construidos en torno a estos dos tipos de contenidos instrumentales, sin duda lenguajes necesarios, pero que limitan la lectura y la comunicación a dos realidades: el lenguaje escrito y el numérico. Sin embargo, los diferentes escenarios en los que interactuamos requieren de saberes diferenciados en los que convergen para su lectura y comprensión diferentes alfabetizaciones: digital, icónica, gráfica, etc. Gracias a estas podremos acceder a diferentes conocimientos que nos ayudarán a interpretar lo que sucede y cómo debemos actuar. Saberes que nos dan las claves para interpretar el mundo que nos rodea e intervenir en él. Sin estas referencias será muy difícil entenderlo, participar en él, lo que impide la intervención y/o participación como miembro activo de la sociedad y del propio grupo. Poder aportar a esa comunidad a la vez que beneficiarnos de ella, es decir, ser partícipe, sentirnos acogidos, etc. Todas estas alfabetizaciones deben estar presentes en cada una de las etapas vitales, con sus objetivos y contenidos específicos, lo que reclama el diseño de esta formación que integra las
alfabetizaciones, las competencias y las cualidades, en cada uno de los escenarios. Saberes que quedarían sin una proyección práctica si no están apoyados en el desarrollo de competencias transversales necesarias para acceder a la información y contenidos indispensables en cada caso, leer e interpretar las diferentes fuentes de información para aplicarlas a cada situación concreta o resolver problemas. Competencias como el pensamiento crítico, la resolución de problemas, la creatividad, la comunicación en los diferentes lenguajes, la colaboración y capacidad de trabajo en equipo aportan a cada sujeto estas destrezas necesarias para afrontar las diferentes situaciones a las que nos enfrentaremos y, especialmente, para adquirir nuevos conocimientos que nos ayudarán en nuestro desarrollo personal. Competencias que facilitan poder dar sentido y significado a todo lo que sucede, ya sea personalmente, de forma próxima o en los entornos más o menos cercanos. Ahora bien, estas competencias no tienen sentido si no van de la mano del desarrollo y consolidación del carácter e identidad de cada persona. Carácter que se asienta en la formación de una serie de cualidades humanas que hacen posible estas habilidades propias del siglo XXI. Nos referimos en concreto a la formación de la curiosidad ante todo lo que nos rodea, de interesarnos por conocer y comprender todos estos elementos que nos llevan a continuar en nuestro proceso de aprendizaje. La iniciativa, la perseverancia o la adaptabilidad como habilidades que conllevan la capacidad de afrontar cada situación, aprender de todas ellas, también de los errores, de no conformarse, a la vez que ser resiliente en todo este proceso, pretendiendo siempre el logro de los mejores resultados, tanto para uno mismo como para la comunidad. El liderazgo en cuanto capacidad de iniciativa, de aportar al grupo y de buscar nuevas alternativas. Todo ello con una clara conciencia social y cultural, y en la medida que cada persona sea capaz de abrirse a su entorno, le permitirá colaborar en su mejora y escuchar activamente lo que propone y necesita cada grupo.
3. Educación para la ciudadanía Ya hemos afirmado que toda la tarea educativa se resume en facilitar a toda persona las coordenadas necesarias para afrontar su futuro, por lo que no puede permanecer ajena a los problemas emergentes de la sociedad. Los continuos cambios sociales, las innovaciones tecnológicas, así como las nuevas problemáticas que en todos los órdenes se afrontan, reclaman, lógicamente, nuevas formas de desarrollar la educación en las que se debe profundizar y a las que se ha de saber dar respuesta. Vivimos en una sociedad compleja a la que es necesario acercarse desde diferentes perspectivas y análisis interdisciplinares para intentar interpretarla y comprenderla. Solo desde este conocimiento se podrá proponer con mayor acierto una formación acorde con sus particularidades, sus necesidades, sus intereses, con unas propuestas de futuro, con garantía de logro. Es decir, en las que cada uno, cada grupo, descubra quién es y quiénes son como personas autónomas, como ciudadanos, como profesionales. Sepan reconocer al otro, clave para que el otro también los reconozca, sepa responder en la sociedad en la que vive de forma autónoma y personal. Sepa ser él mismo a la vez que ciudadano que sabe asumir sus deberes para con la sociedad. Ciudadano y ciudadana responsable del otro lejano, pero con mayor fuerza del otro cercano, verdadera expresión de la capacidad de convivir, de crear un horizonte compartido. Y esto es, en definitiva, educación para la ciudadanía: formar ciudadanos con todo lo que esto conlleva especialmente en sociedades democráticas de las que dependerá, sin duda, su futuro y el de la sociedad. La educación no puede contentarse con reunir a los individuos haciéndolos suscribir valores comunes forjados en el pasado. Debe
responder también a la pregunta: vivir juntos, ¿con qué finalidad? ¿para hacer qué? y dar a cada persona la capacidad de participar activamente durante toda la vida en un proyecto de sociedad (Delors, 1996). No resulta sencillo abordar el tema de la ciudadanía, pues desde la última década del pasado siglo se ha hablado profusamente sobre ella desde las más diversas instancias. Lo que está claro es que la ciudadanía no surge de las relaciones naturales de los seres humanos, sino que es una forma de organización social gracias a la cual se garantizan las estructuras y redes sociales necesarias para integrar a todo humano como individuo y parte de una comunidad. Lo ‹natural›, lo propio, es su sociabilidad, su capacidad para relacionarse con los otros y con lo otro, reconociendo que, gracias a esa interrelación, es posible el desarrollo de todas y cada una de las capacidades humanas, se construye la identidad de cada individuo, además de colaborar en el desarrollo del grupo más inmediato en el que vive, lo que redundará en la construcción de la sociedad (Cortina, 2009). A partir de esa interacción con los otros, lo otro y su entorno se crea cada sociedad, es decir, se adecúa a las necesidades, los intereses, las expectativas que configuran cada cultura, cada grupo social estableciendo, de este modo, las diferentes redes sociales entre las que cobra especial fuerza la ciudadanía. Definir o concretar qué es la educación para la ciudadanía resulta complejo, al tratarse de un concepto que continúa evolucionando. Así, en el Preámbulo de la LOMLOE (2020) la denominan «educación para el desarrollo sostenible y para la ciudadanía mundial», concepto que incluye: La educación para la paz y los derechos humanos, la comprensión internacional y la educación intercultural, así como la educación para la transición ecológica, sin descuidar la acción local, imprescindibles para abordar la emergencia climática, de modo que el alumnado conozca qué consecuencias tienen nuestras acciones
diarias en el planeta y generar, por consiguiente, empatía hacia su entorno natural y social (LOMLOE, 2020, p. 6). Ser ciudadano responde a un modelo social y político diferente en cada contexto histórico por lo que no puede quedar encerrado en un único significado, lo que exige necesariamente su constante redefinición de acuerdo con cada escenario político (Cortina, 2009). De ahí que ninguna definición de ciudadanía sea definitiva al ser válida únicamente para el momento en la que surgió y en la que cobra sentido. En continua reconstrucción y atendiendo a la evolución de las sociedades, se identifican dos factores que la definen: La dimensión jurídica, en la que se reconoce la pertenencia de cada persona a un Estado. La dimensión personal, en la que cada persona muestra su capacidad de actuar y de hacer efectivos sus derechos y deberes como miembro activo que debe ser de esa sociedad (Ruiz-Corbella y García-Blanco, 2016). Estatus legal concedido por el hecho de vivir en una determinada nación, derecho al que se accede por pertenecer a una comunidad de acuerdo con normas y leyes que regulan la permanencia en el mismo. Es decir, se espera una determinada conducta por parte de cada ciudadano como miembro de ese grupo, sujeto de derechos civiles (libertades individuales), políticos (participación política) y sociales (trabajo, educación, salud, vivienda), además de deberes. No se valoraría realmente la ciudadanía si fuera considerada simplemente como receptora, es decir, un ciudadano al que únicamente se le concede un estatus legal. Se le reconoce como miembro activo de esa sociedad con capacidad para reclamar sus derechos y de saber actuar coherentemente de acuerdo con los deberes inherentes a ese estatus. Esto explica que no solo se es
responsable de uno mismo sino también de los otros y de lo otro, cercanos y lejanos. De este modo se configura esa tupida red, dinámica e interconexionada, formada por gran cantidad de actores interaccionando entre sí de múltiples maneras, a distintos niveles organizativos de acuerdo con la legislación vigente, impulsando y defendiendo los intereses de la comunidad, afianzando los derechos ya existentes, a la vez que abriendo nuevas posibilidades. Ciudadanía activa de la que cada uno debe hacerse valedor y en la que la educación tiene un papel decisivo que desarrollar al enseñar a cada individuo a actuar como ciudadano y ciudadana que es. Por ello se impone, necesariamente, en todos los Estados democráticos una educación para la ciudadanía en todos los niveles, sencillamente porque: «... No nacemos ciudadanos, aprendemos a serlo, nos hacemos ciudadanos. Más que ser una condición inherente, es un modo de ser y actuar aprendido o adquirido» (Ortega y Mínguez, 2001, p. 31). Formar ciudadanos que quieran y sepan participar activamente, aceptando y practicando sus derechos y responsabilidades (Ruiz-Corbella y García-Blanco, 2016). En la LOMLOE (2020) se expone como: k) La preparación para el ejercicio de la ciudadanía, para la inserción en la sociedad que le rodea y para la participación activa en la vida económica, social y cultural, con actitud crítica y responsable y con capacidad de adaptación a las situaciones cambiantes de la sociedad del conocimiento (p. 15). Querer y saber vivir juntos es un desafío personal y social dirigido a construir las reglas que rigen la vida en común, los derechos y las responsabilidades de todos y de cada uno. Significa la capacidad de hacer juntos proyectos comunes para mejorar la vida y nuestro mundo (UNESCO, 2001). Pero con-vivir no es solo vivir juntos o no hacer daño a nadie. Convivir exige que cada uno haga su vida teniendo en cuenta la de los demás. Es compartir la vida con otros, conocer y aceptar ideas y formas de vida diferentes a la de cada uno, sentirse solidario con los otros, lo que conlleva «(...) la toma de conciencia de pertenecer a una comunidad concreta y la
voluntad y capacidad para participar activamente en la vida comunitaria» (Ortega y Mínguez, 2001, p. 31). En consecuencia, es una relación basada en la comprensión, en el respeto a la dignidad del otro, en el respeto e impulso de los derechos fundamentales, en el ejercicio responsable de la libertad y en la búsqueda del bien común. El comportamiento social de los ciudadanos debe estar encaminado a construirlo, desenvolverlo, modificarlo, defenderlo... Evidentemente, convivir exige esfuerzo, superación del individualismo, reclama compartir: tomar parte en la vida ajena y hacer partícipe de la propia. Implica un esfuerzo importante de la voluntad, junto con: Un conocimiento adecuado de uno mismo. Un esfuerzo por rectificar aquellos aspectos de la personalidad que dificultan o impiden el trato, y mejorar otros. El conocimiento de la realidad, tanto del entorno como de las personas para entender sus problemas (saber ponerse en lugar del otro) y comprenderlos (saber implicarse para proponer soluciones a los problemas del otro y a sus intereses). El apoyo de esa relación en el respeto y la estimación, que nos llevarán a la tolerancia y al pluralismo (aceptar de buen grado la diversidad). La reflexión sobre cómo mejorar la convivencia y llevarlo a cabo. Este es el sentido de que una educación para la convivencia sea la base de la educación para la ciudadanía. Sin ella difícilmente se podrá consolidar esta formación. Resulta imprescindible enseñar competencias básicas de interrelación con nuestros semejantes en un mundo complejo, y muchas veces confuso, repleto de naciones y culturas. Deberá asentarse en valores sociales esenciales para la
convivencia: respeto, responsabilidad, lealtad, justicia, tolerancia, participación, etc., junto con las competencias necesarias que facilitarán la capacidad de escuchar, de dialogar, de participar, de trabajar en equipo. Marín (2003, pp. 39-40) aporta algunos elementos clave necesarios en los que debe basarse una educación para la ciudadanía: Desarrollo del sentimiento de pertenencia a una comunidad política en el ámbito local, autonómico, estatal, europeo y global. Adquisición de la competencia ciudadana a partir de: la comprensión de los problemas y asuntos públicos que afectan a nuestra comunidad; el conocimiento de los derechos y responsabilidades, así como del funcionamiento práctico de una democracia; la asunción de valores clave en el desarrollo de la ciudadanía: libertad, justicia, equidad, solidaridad, participación; el desarrollo del juicio crítico ante problemas sociales y políticos. Proporcionar la práctica del ejercicio de la ciudadanía dentro y fuera de la institución escolar: desarrollo de experiencias que aviven el sentido de pertenencia a una comunidad; favorecimiento de una cultura democrática en la organización escolar o de cualquier institución educativa;
participación con otros grupos en acciones que suponen el ejercicio de la ciudadanía; presentación de necesidades de la comunidad a las que es preciso dar respuesta; desarrollo de cauces para manejar el conflicto dentro de una comunidad.
4. Escenarios educativos equitativos e inclusivos El reconocimiento del derecho a la educación conlleva, necesariamente, que todos los individuos a lo largo y ancho de su vida tengan la posibilidad de acceder a cualquier escenario de formación, de garantizar la alfabetización en los diferentes lenguajes, de desarrollar todas y cada una de sus capacidades, de aprender las habilidades necesarias para afrontar su futuro. Esta afirmación reclama que tanto los escenarios como los procesos educativos deben estar diseñados bajo dos principios que facilitan la concreción de ese derecho a la educación: equidad e inclusión (Figura 11.3).
FIGURA 11.3. Equidad e Inclusión. Equidad, principio ético que pretende dar a cada uno lo que necesite en función de sus méritos o condiciones. Es decir, busca la igualdad teniendo en cuenta las diferencias —personales, sociales,
económicas, etc.— específicas de cada persona, ya sean estas permanentes o sobrevenidas en cada etapa vital. Si queremos desarrollar sociedades más justas debemos atender a este principio de equidad para ayudar y facilitar los recursos y los medios de acuerdo con las necesidades y situaciones de cada uno. En definitiva, se trata de dar la oportunidad a todos y todas de acometer su derecho a la educación. Inclusión, principio que dirige sus esfuerzos a atender la diversidad como elemento de riqueza, a la vez que facilita oportunidades para que nadie quede excluido de la educación ya sea por cuestión de raza, género, religión, idioma, situación social, física, etc. Responde a cualquier situación de exclusión o de marginalidad proporcionando diseños educativos en los que se integre a toda persona o grupo. De nuevo estamos dando respuesta efectiva al derecho a la educación de todo ser humano atendiendo de forma específica a los más vulnerables. En definitiva, eliminar las barreras existentes en cualquier escenario educativo, de tal forma que facilite a cada uno la oportunidad real de educarse y aprender en cada etapa vital y de acuerdo con su situación personal. Se trata de la personalización de la educación para atender precisamente las múltiples caras de la diversidad, reconocer las características, necesidades, intereses y expectativas de aprendizaje de cada uno, tanto a nivel individual como social (Opertti, Bueno, y Arsendeau, 2021). Ejemplos de la puesta en práctica de este principio son las acciones, en igualdad de condiciones, dirigidas a la atención a personas con discapacidad, con enfermedades crónicas o de larga duración, pertenecientes a grupos sociales minoritarios, migrantes, etc.
5. Educar para la incertidumbre, para el cambio Debemos educar para un futuro marcado por la incertidumbre al no saber qué tipo de conocimientos van a ser necesarios para afrontar las diferentes situaciones cotidianas que se sucedan a lo largo y ancho de la vida de cada persona. Se necesita un cambio fundamental en la forma en que pensamos sobre el rol de la educación en el desarrollo mundial, porque tiene un efecto catalizador en el bienestar de los individuos y el futuro de nuestro planeta. (...) Ahora más que nunca, la educación tiene la responsabilidad de estar a la par de los desafíos y las aspiraciones del siglo XXI, y de promover los tipos correctos de valores y habilidades que llevarán al crecimiento sostenible e inclusivo y a una vida pacífica juntos (UNESCO, 2017b, s.p.). Formar en las destrezas, competencias y valores que facilitan el acceso a los conocimientos necesarios para afrontar cualquier situación. Nos referimos a la alfabetización en los ámbitos cotidianos de interacción y comunicación, las competencias transversales, o soft skills, que facilitan el acceso e interpretación de la información, la resolución de problemas, la gestión del tiempo y la planificación. A saber ver oportunidades en el cambio, en la incertidumbre y en el fracaso. Situación que permite adaptarse e integrarse en diferentes grupos y entornos. Incertidumbre que no se refiere a un futuro angustiante en el que no se sabe qué puede pasar, en el que se han eliminado todas las certezas, sino en plantear la formación desde una visión crítica, apoyada en las competencias y destrezas que facilitan cualquier aprendizaje y que muestran que todas las situaciones, las decisiones, las actuaciones siempre pueden presentar diferentes alternativas.
Facilitar las herramientas y destrezas necesarias para acceder a los contenidos y a la información necesaria para afrontar y resolver cada situación. Pensar el futuro desde la complejidad sin renunciar al pasado ni a nuestra memoria. Educar en la incertidumbre exige personas activas, participativas y proactivas al ser necesario el compromiso de todos en la continuidad del desarrollo de nuestra sociedad. Esto exige la colaboración, la cooperación, la interdisciplinariedad…, ya que todo avanza apoyándonos en la fuerza de nuestra inteligencia colectiva. Lo que nos lleva a replantear el vínculo necesario entre cualquier institución educativa y la sociedad. Romper los muros que separan unos escenarios de otros facilitando oportunidades de aprendizaje en cualquier contexto. «Formar, en definitiva, ciudadanos de sostenibilidad, capaces de aprender a comprender el complejo mundo en el que viven, de colaborar, manifestarse y actuar en aras de un cambio positivo» (UNESCO, 2017b, p. 11).
6. Instituciones educativas innovadoras La innovación se ha convertido en estas últimas décadas en la palabra de moda que parece facilitar por sí misma el cambio y la oferta de una formación de calidad. Sin embargo, toda innovación no aporta nada si no está fundamentada en un análisis realista de una situación, institución, diseño, etc., para valorar qué debe permanecer y qué debe ser planteado, replanteado y ser desarrollado de otra forma. No se trata de empezar de cero, rechazar lo que se ha llevado a cabo hasta ese momento, sino de interpretar esa realidad desde otras perspectivas, buscar nuevas formas de desarrollar una acción educativa atendiendo al contexto en el que sucede, de alterar los elementos que conforman un diseño formativo buscando nuevos procesos acordes tanto con los sujetos con los que se interviene como con el contexto en el que están insertos. Innovación: (…) Implica hacer algo distinto a lo que se venía haciendo, probar, experimentar, revertir prácticas heredadas. Ir más a fondo, buscar las causas de la desatención de los alumnos, de su “desinterés”. Revertir la naturalización de un orden, habilitar la pregunta profunda sobre el sentido del aprendizaje… (Rivas, 2017, p. 61). Pretende descubrir nuevos elementos y cambios que conlleven una nueva mirada, una nueva solución o propuesta para diseñar el aprendizaje, generar nuevos espacios educativos, facilitar la interacción entre los diferentes grupos que intervienen en cada proceso educativo. A partir de los resultados de investigaciones pedagógicas y de los avances de las diferentes ciencias que concurren en educación (psicología, sociología, antropología, historia, etc.), de los cambios sociales, etc., el contexto evoluciona, por lo que se impone adecuar la formación a ese entorno
emergente; a buscar alternativas y nuevas respuestas a las propuestas educativas que estamos desarrollando. En definitiva, enriquecer los procesos educativos que impartimos a la vez que se atiende, de forma realista, a las necesidades educativas e intereses de los educandos. En este punto la innovación está ligada con los procesos de mejora que deben estar presentes en todo proyecto educativo. Es necesario que todo diseño educativo incluya siempre espacios y recursos para la evaluación y autoevaluación tanto del proceso como de los resultados logrados. Al iniciar una acción formativa esta siempre debe partir de un trabajo de diagnóstico del grupo y de cada sujeto al que dirige esa intervención educativa. En el proceso y al término de esta acción debe llevarse también una evaluación con el objetivo de establecer prioridades, capacidades y recursos, a la vez que identificar lagunas y errores para incorporar cambios, refuerzos, etc., que conlleva un plan de mejora con objetivos y estrategias. Solo en estos diseños diagnosticados, evaluados, planificados, tiene sentido proponer acciones innovadoras. Por ello, identificamos uno de los grandes cambios en el modo de comprender el sentido de la educación, hasta ahora diseñada para incorporar a los individuos en la sociedad tal como estaba establecida, instrumento claramente de orden social, y para muchos, sencillamente de reproducción social. En cambio, en este siglo XXI se evidencia que la educación debe centrarse en el desarrollo de las capacidades de cada persona, capaz de formar para dar respuesta a los derechos de cada uno. Es en este punto donde cobra todo su sentido el derecho a la educación, así como el deber de educarse. Al establecer sinergias entre la educación formal y las instituciones de capacitación y otras experiencias al respecto, el contexto actual de transformación del panorama de la educación brinda la oportunidad de reconciliar todos los espacios de aprendizaje, así como también nuevas oportunidades de experimentación e innovación (UNESCO, 2015, p. 51).
Pero, ¿cuáles son las claves para lograr instituciones educativas innovadoras, para trabajar en una proyección de mejoras sostenidas? Rivas (2017) destaca nueve factores que deben estar presentes para este logro (Figura 11.4)
FIGURA 11.4. Factores para la configuración de instituciones educativas innovadoras.
Fuente: adap. Rivas (2017). Cada uno de estos con objetivos, contenidos y recursos propios interrelacionados con pautas para su seguimiento y evaluación de resultados. Se trata de hacer y hacerse preguntas, no dar por cerrada ninguna actuación, buscar nuevas soluciones, explorar, llevar a la práctica propuestas o modos de hacer diferentes atendiendo siempre a la singularidad de cada individuo, de cada grupo y/o de cada profesional de la educación, al contexto en el que estamos trabajando.
7. La necesaria invisibilidad de la digitalización en la educación Nadie discute que estamos en una sociedad mediada por lo digital. Con diferencias significativas entre unas regiones y otras, entre unos grupos y otros en una misma localización, la virtualidad y lo digital son las características que definen a la sociedad del siglo XXI. La evolución que estamos viviendo en todos los ámbitos y sectores implica una transformación radical en el modo de interactuar, de trabajar, de divertirnos, de aprender. La tecnología, junto con la alfabetización tecnológica y digital, es la clave de nuestro siglo y el reto para dar respuesta a las necesidades de cada individuo y de la propia comunidad, que exige aprender estas nuevas competencias. Reconocer que los avances tecnológicos son los que están marcando la evolución y transformación de nuestra sociedad, no lo discute nadie. Ahora bien, si debemos formarnos para una sociedad digital no quiere decir que lo esencial resida en el manejo de los diferentes recursos y dispositivos tecnológicos, sino en cómo llevar a cabo su incorporación y utilización en nuestros quehaceres cotidianos y cómo leer, interpretar, comunicarnos…, en este nuevo escenario. De ahí la necesaria alfabetización tecnológica y digital y que debamos aprender a utilizarla en todos los contextos y en diferentes dispositivos, estar abiertos y preparados para adaptar e incorporar las novedades digitales que se suceden aceleradamente. Ahora bien, lo relevante no es la tecnología sino los procesos y acciones que lleva a cabo. Y en este contexto lo importante es el aprendizaje, los conocimientos que adquiere cada persona, el dominio que muestre de la tecnología y el uso que haga de ella.
En suma, lo técnico no es lo relevante, por lo que debe llegar a ser invisible en todos estos procesos. Lo importante no es la utilización de un ordenador, de un móvil o una Tablet sino los aprendizajes que generen, apoyados en esta tecnología, y las oportunidades que brinda en la formación. Las vías de acceso a la información y al conocimiento que facilita, no el uso de determinado software o del último dispositivo. Es relevante la formación en las destrezas necesarias para acceder y utilizar los diferentes lenguajes, dispositivos y recursos digitales, a la vez que las competencias para acceder a la información, seleccionarla y aplicarla, de forma crítica, en cada contexto en el que nos movemos. La tecnología debe ser el garante, el medio para acceder al conocimiento, de ahí su necesaria invisibilidad. La tecnología digital es la gran innovación del siglo XXI, el factor con mayor incidencia en los cambios y trasformaciones que estamos viviendo que no debe eliminar o excluir lo realmente relevante en todo este proceso: la persona, la sociedad. La habremos integrado correctamente cuando la tecnología deje de ser el punto de referencia en la mayoría de los debates, de las investigaciones, de los informes, etc.; cuando sea tratada como un recurso más, relevante sin duda, que facilita el logro de los objetivos de la educación en el siglo XXI.
LA AGENDA 2030 Y LOS OBJETIVOS DE DESARROLLO SOSTENIBLE Desde diferentes organizaciones supranacionales (ONU, UNESCO, OCDE, Banco Mundial, Unión Europea…) se lleva trabajando desde hace décadas en la atención a los grandes problemas mundiales, a las grandes desigualdades existentes, buscando soluciones para paliar la brecha entre las diferentes regiones y grupos. Su objetivo, lograr el desarrollo de todas las naciones en un contexto de justicia, de defensa de los derechos humanos, de paz. Abordar los problemas que determinan, a nivel mundial, este crecimiento, especialmente en situaciones de conflicto. En este escenario surge, en 2015, la Agenda 2030 impulsada por Naciones Unidas a raíz de la Declaración de los Objetivos del Milenio del año 2000. Agenda que pretende lograr sociedades apoyadas en un crecimiento inclusivo, cohesionadas socialmente, sin conflictos bélicos y con un horizonte medioambiental sostenible. Los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) constituyen un llamamiento universal a la acción para poner fin a la pobreza, proteger el planeta y mejorar las vidas y las perspectivas de las personas en todo el mundo. En 2015, todos los Estados Miembros de las Naciones Unidas aprobaron 17 Objetivos como parte de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, en la cual se establece un plan para alcanzar los Objetivos en 15 años (UN, 2015). Su lema se apoya en las conocidas «5 P» que presenta como punto de partida a cada ser humano, a cada persona como valor indiscutible. En consecuencia, se debe disponer de todas las opciones posibles para su mejora y perfeccionamiento en sus tres ámbitos principales de ser, hacer y convivir: persona, ciudadano y profesional (Figura 11.5). El principio de inclusión y de equidad se hacen
patentes en este reconocimiento, a la vez que se reconoce el valor de la colaboración y cooperación entre todos para la prosperidad en nuestras sociedades. La participación es un requisito ineludible para alcanzar comunidades más justas y sin conflictos, por lo que garantizar estos contextos que hagan posible esta participación es un principio inexcusable.
FIGURA 11.5. Las «5 P» de la Agenda 2030. Desarrollo que debe ir de la mano de la sostenibilidad de nuestro entorno, del respeto al medio ambiente, del cuidado de nuestro planeta. Dependemos de él y él de nosotros y las futuras generaciones dependen también de nuestras decisiones y acciones. Por ello, resulta esencial formar y garantizar medios sostenibles, capaces de crear entornos justos y seguros que faciliten el desarrollo y la participación de todos y cada uno de los que habitan en ellos. Todos estos principios no serán posibles si no se presentan en un
mundo en paz, si no sabemos convivir con otros, con sus diferencias, respetando y valorando lo que aporta cada uno. La Agenda 2030 se concreta en 17 objetivos que abordan cada uno de ellos un tema clave para el logro de una sociedad inclusiva y más justa organizados en torno a tres dimensiones de desarrollo: la inclusión social, la protección ambiental y el crecimiento económico con una clara intención de prosperidad para todos (Figura 11.6). Además, emplaza a que, entre el 2020-2030 se favorezca el desarrollo de estrategias para hacer frente a la creciente pobreza, el fortalecimiento del empoderamiento de las mujeres y las niñas y la atención a la innegable emergencia climática. Acciones presentes en los objetivos planteados en la Agenda que cobran una atención prioritaria. Pero esta solicitud no elimina la necesaria mirada holística que prevalece en la propuesta de este documento ya que cada objetivo está engarzado con los demás, depende de ellos, y todos entre sí.
FIGURA 11.6. Objetivos de Desarrollo Sostenible.
El logro de estos objetivos pasa, necesariamente, por la educación y, en concreto, por el cambio de mirada que reconoce a cada persona como agente de cambio, que requiere «(…) conocimientos, habilidades, valores y actitudes que le empodere para contribuir con el desarrollo sostenible» (UNESCO, 2017b, p. 7), tomar decisiones apoyadas en la información necesaria y pertinente y actuar responsablemente, no solo atendiendo a la situación actual, sino también teniendo en cuenta las consecuencias para las generaciones futuras. Así, el cuarto ODS nos indica que es necesario «garantizar una educación inclusiva, equitativa y de calidad y promover oportunidades de aprendizaje durante toda la vida para todos». Objetivo que se desglosa en siete metas en las que compromete a todos los países a que, antes del 2030, se establezcan en todos los escenarios e instituciones las bases (Figura 11.7) para que todas y todos puedan: Asegurar que todos adquieran los conocimientos teóricos y prácticos necesarios para promover el desarrollo sostenible, entre otras cosas mediante la educación para el desarrollo sostenible y los estilos de vida sostenibles, los derechos humanos, la igualdad de género, la promoción de una cultura de paz y no violencia, la ciudadanía mundial y la valoración de la diversidad cultural y la contribución de la cultura al desarrollo sostenible (Meta 4.7 – ODS 4). Meta en la que destacan contenidos clave recogidos de las competencias transversales necesarias en la formación de la persona a lo largo y ancho de su vida. Contenidos permanentes que colaboran en la capacidad de todo individuo para responder, de forma personal y en los diferentes contextos, con acciones responsables y justas acordes a la situación planteada. Todas estas competencias están entrelazadas necesariamente, unas comprometen a las otras, no tratándose de acciones personales en el sentido de individuales, sino que cada uno asuma, de forma reflexiva y crítica, el valor de estas competencias a la vez que actúa de modo colaborativo con otros iguales en el logro de una sociedad más justa en la que se reconoce el valor y riqueza de lo que aporta cada individuo, cada grupo, cada
cultura. La diversidad es la seña de identidad de la humanidad, por lo que aprender a trabajar e interactuar apoyados en el respeto, en el cuidado del otro y de lo otro, lo propio integrado en lo global, en buscar antes lo que nos une que lo que nos diferencia son las claves para la formación en este siglo XXI (Figura 11.8). Ahora, esto no será posible sin la actuación activa de cada persona, sin su participación en todos los procesos, especialmente en los relativos a la configuración como individuo diferente a todos los demás.
FIGURA 11.7. Objetivos política educativa. Para lograr la formación de personas integradas en la sociedad actual es necesario favorecer el aprendizaje de competencias que facilite la actuación responsable, crítica y autónoma en contextos y situaciones complejas. Competencias que incluyen factores
cognitivos, afectivos, volitivos y motivacionales que facilitan la interacción entre el conocimiento, las capacidades y las destrezas, los intereses y las motivaciones. Competencias que se adquieren en la acción en situaciones reales a partir de la experiencia y la reflexión (UNESCO, 2017b). En concreto, se reclama el aprendizaje de competencias capaces de afrontar los desafíos complejos desde una perspectiva holística (Figura 11.9.).
FIGURA 11.8. Aspectos clave para la formación en el siglo XXI.
Aprendizaje que no será posible si no se logra situar a cada individuo en el centro de su formación, es decir, todo el proceso formativo debe diseñarse bajo el enfoque centrado en la persona llevado a cabo en la práctica, en la experiencia, en la acción, por lo que, necesariamente, debe generar un aprendizaje transformador en el que sean capaces de crear nuevo conocimiento, de co-crear, de pensar de otra forma, de buscar respuestas alternativas, apoyadas en los conocimientos adquiridos. Para lograr este importante objetivo es necesario formar y preparar a los profesionales de la educación para que, a su vez, puedan implementar estas acciones en su desempeño profesional como futuros educadores. Por ello, los responsables de diseñar la formación de estos profesionales deben comprometerse con la inclusión de la sostenibilización curricular, ya que ello permitirá formar profesionales más capacitados y que hayan desarrollado las competencias necesarias que contribuyan a aportar su granito de arena como educadores a los educandos y usuarios de cualquier área o ámbito educativo y/o socioeducativo, con el fin de contribuir a una mejora y desarrollo de la comunidad local y global: glocal.
FIGURA 11.9. Competencias desde una perspectiva holística.
Fuente: UNESCO, 2017b. ¹ Este capítulo está publicado en Ruiz Corbella, M. (Coord). (2022). Escuela y Primera Infancia. Aportaciones desde la Teoría de la Educación. Narcea. Se ha modificado en algunos apartados con el objeto de adecuarlo al objetivo de este libro.
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Filosofía de la educación. Cuestiones de hoy y de siempre. García Amilburu, M., y García-Gutérrez, J. Intervención en Pedagogía Social. Espacios y metodologías. Sarrate M.ª L. y Hernando Sánchez, M.ª A (Coords.). Procesos de enseñanza-aprendizaje en Educación Infantil. González-Fernández, R., López-Gómez, E., y Cacheiro-González. Teoría de la Educación. Educar mirando al futuro. Ruiz-Corbella, M., y García-Blanco, M.