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Spanish Pages 292 [291] Year 2013
Sangre que se nos va Naturaleza, literatura y protesta social en América Latina Ana María Vara
COLECCIÓN UNIVERSOS AMERICANOS CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
Sangre que se nos va Naturaleza, literatura y protesta social en América Latina
COLECCIÓN UNIVERSOS AMERICANOS, 10
Director Salvador Bernabéu Albert (EEHA-CSIC, Sevilla) Secretaria María Luisa Laviana Cuetos (EEHA-CSIC, Sevilla) Comité Editorial Manuel Herrero (Univ. Pablo de Olavide, Sevilla) Pilar García Jordán (Univ. de Barcelona) Alfredo Moreno Cebrián (CCHS-CSIC, Madrid) Consuelo Naranjo Orovio (CCHS-CSIC, Madrid) Inés Roldán de Montaud (CCHS-CSIC, Madrid) Consuelo Varela (EEHA-CSIC, Sevilla) Consejo Asesor Antonio Annino (Univ. de Florencia) Pilar Cagiao Vila (Univ. de Santiago, Santiago de Compostela) Pilar Gonzalbo Aizpuru (Colegio de México, México D.F.) Libia González (Univ. de Puerto Rico) Antonio Gutiérrez Escudero (EEHA-CSIC, Sevilla) Sylvia Hilton (Univ. Complutense de Madrid) Frédérique Langue (CNRS-Mascipo-EHESS, París) Manuel Lucena Giraldo (CCHS-CSIC, Madrid) Carlos Martínez Shaw (UNED) Carmen Mena (Univ. de Sevilla) João Paulo Oliveira e Costa (Centro de História de Além-Mar, Lisboa) Josef Opatrný (Univ. de Carolina de Praga) J. Antonio Piqueras (Univ. de Castellón) José María Portillo (Univ. del País Vasco) Cynthia Radding (University of North Carolina, Chapel Hill) Gabriela Ramos Cárdenas (Univ. de Cambridge) William B. Taylor (Univ. de California, Berkeley) Luis Ángel Sánchez Gómez (Univ. Complutense de Madrid) José Manuel Valenzuela (Colegio de la Frontera Norte, Tijuana)
ANA MARÍA VARA
Sangre que se nos va Naturaleza, literatura y protesta social en América Latina
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS SEVILLA 2013
Índice general INTRODUCCIÓN América Latina y otro modo de contar la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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CAPÍTULO 1 Las venas abiertas de América Latina, un ensayo con genealogía literaria. .
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CAPÍTULO 2 Madrid, Buenos Aires y los yerbales paraguayos: Rafael Barrett acusa . . . .
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CAPÍTULO 3 Entre el anti-imperialismo de Rafael Barrett y la rebelión de Horacio Quiroga . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 CAPÍTULO 4 Del malentendido a la reivindicación: El tungsteno, de César Vallejo . . . . . .
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CAPÍTULO 5 Colonia y neocolonia: diálogo con el indigenismo en Huasipungo de Jorge Icaza. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 207 CONSIDERACIONES FINALES Del boom a la protesta ambiental . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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BIBLIOGRAFÍA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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El negro junto al cañaveral.
El yanqui sobre el cañaveral. La tierra bajo el cañaveral. ¡Sangre que se nos va! Nicolás Guillén, «Caña» (1930)
Durante gran parte de la historia de América Latina, la economía mundial ha tratado a la región como una canasta de recursos naturales, que resultan convenientemente empaquetados y embarcados para satisfacer el consumo de otros países más ricos. Shawn William Miller, Environmental History of Latin America (2007)
Introducción AMÉRICA LATINA Y OTRO MODO DE CONTAR LA HISTORIA A lo largo y ancho de América Latina, grupos de vecinos, campesinos, indígenas, pequeños productores, intelectuales, profesores universitarios, técnicos, políticos de izquierda y centro izquierda, ambientalistas, activistas de derechos humanos, sindicalistas, estudiantes, religiosos y laicos se unen en protestas en contra de emprendimientos científico-tecnológicos que involucran la explotación intensiva de recursos naturales: agua, madera, cultivos agrícolas, minerales, suelo. Los latinoamericanos manifiestan su oposición a los transgénicos, a los biocombustibles, a la producción de pasta de papel, a la tecnología nuclear, a los tendidos eléctricos, a los gasoductos, a la minería de oro, de uranio, de litio. En muchos casos se oyen consignas y slogans como «No al saqueo contaminante»; «El agua vale más que el oro»; «El Huaracocha no se vende, se defiende»; «Nos venden espejitos de colores»; «Vienen por el oro, vienen por todo»; «Argentina, república sojera». Ambientalistas argentinos que se oponen a una planta de pasta de celulosa instalada en territorio uruguayo, sobre el río limítrofe entre ambos países, citan al prócer máximo oriental, José Artigas: «No venderé el rico patrimonio de los uruguayos al precio vil de la necesidad». Un funcionario del gobierno de Bolivia advierte, con respecto a la explotación del litio en su país: «El anterior modo imperialista de explotación de nuestros recursos no se repetirá nunca más en Bolivia». La denuncia del «despojo», del «saqueo», del «expolio», de la «depredación» de bienes compartidos, por parte de actores extranjeros, es una constante en las protestas. En esas voces resuenan los ecos de una manera de entender la historia de América Latina que resulta de una larga elaboración a lo largo del siglo XX, con fuertes componentes anti-imperialistas y un sentido latinoamericanista. También, con una conciencia de la fragilidad de la naturaleza que puede considerarse precursora de ciertos discursos ambientalistas. Es una narración tan extendida y tan arraigada, que resulta muy fácil de evocar: por eso alcanza con una breve consigna para traerla al ruedo y generar adhesiones. En este libro nos proponemos analizar la emergencia y consolidación de esta manera de contar la historia de la región plenamente vigente en momentos en que dis11
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tintos movimientos sociales hacen reclamos que tienen tanto aspectos sociales como ambientales. De hecho, la observación que da origen a este trabajo se basa en nuestra investigación acerca del «caso papeleras», la controversia ambiental en la frontera entre el Uruguay y la Argentina iniciada en 2003, donde comprobamos la re-emergencia de este discurso.1 Esta controversia ganó gran visibilidad pública en 2005, debido a la fuerte oposición de ciertas poblaciones argentinas a los planes de dos empresas transnacionales con sede en Europa —la española Ence y la finlandesa Botnia— de instalar dos grandes plantas de producción de pasta de celulosa en la localidad uruguaya de Fray Bentos, a la vera del río Uruguay, frontera natural entre los dos países. El epicentro de la protesta fue —y sigue siendo, dado que la controversia no se ha cerrado al completar este libro— la ciudad de Gualeguaychú, en la provincia argentina de Entre Ríos, dedicada sobre todo a la actividad agrícola y el turismo, donde prácticamente todos los sectores sociales se movilizaron en contra de los emprendimientos industriales. Allí se constituyó una organización de movimiento social, la Asamblea Ciudadana Ambiental de Gualeguaychú (ACAG), actor clave en la movilización y eje de una red transnacional de apoyo, en la terminología de las investigadoras norteamericanas Margaret E. Keck y Kathryn Sikkink, es decir, una red de actores nacionales e internacionales que tuvieron actuación en la protesta. En determinado momento de su desarrollo —especialmente, durante la primera mitad de 2006— la controversia pareció seguir la frontera bi-nacional, observándose que, en general, la opinión pública uruguaya adoptaba una actitud que ciertos autores caracterizaron como «productivista», apoyando la instalación de las plantas y la decisión que había adoptado su gobierno de autorizar su construcción; mientras que la opinión pública argentina parecía adoptar mayoritariamente una actitud «ambientalista», en contra de las mismas, y apoyando la protesta diplomática presentada por el gobierno de su país. De hecho, en el movimiento social que surgió en Gualeguaychú, pudieron observarse los clásicos marcos interpretativos de las disputas ambientales, con su preocupación por las cuestiones de riesgo y de distribución riesgo-beneficio: el problema de la potencial contaminación, y los costos sociales, ambientales y económicos de la misma. Sin embargo, aún en los momentos más álgidos del enfrentamiento diplomático entre la Argentina y el Uruguay —uno de los más serios en la historia de su relación— activistas ambientalistas y sociales de ambos países siguieron en contacto y coordinando acciones de protesta, como había sucedido en los inicios de la controversia, cuando activistas uruguayos que se habían opuesto tempranamente a los proyectos alertaron a los argentinos, dado que el gobierno uruguayo no respondía a sus protestas. Evidentemente, continuaban entendiendo la situación de una manera similar. Al seguir el desarrollo de la controversia pudo observarse que, entre los elementos que habían permitido el sostenido acercamiento de los activistas de ambos países, se 1 Estos comentarios se basan en nuestro trabajo de investigación sobre la controversia. Veáse: Ana María Vara, «La estrategia boomerang»; «Para curarse en salud»; «Sí a la vida, no las papeleras».
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destacaba el hecho de que compartían un mismo marco interpretativo o framing. Dentro del área de estudios de los movimientos sociales, autores como Snow et al., citando a Erving Goffman, definen la noción de framing como «‘esquemas interpretativos’ que permiten a los individuos ‘localizar, percibir, identificar y dar nombre’ a sucesos de su vida local o del mundo».2 Estos marcos interpretativos compartidos son fundamentales para que los integrantes de los movimientos sociales puedan responder de manera conjunta a los cambios que amenazan su modo de vida: «Al dar significado a los eventos o sucesos, los marcos interpretativos permiten organizar la experiencia y guían las acciones, tanto individuales como colectivas» (464). En muchos de los textos y consignas producidos por integrantes del movimiento social que se oponía a la instalación de las plantas de celulosa, se percibían las marcas de un discurso anti-imperialista, que permitía a los activistas uruguayos y argentinos superar la percepción del conflicto como bi-nacional, para entenderlo como el de pueblos dependientes que resultaban igualmente, hermanadamente, sometidos a los intereses de actores de los países centrales. Esas marcas se advertían, por ejemplo, en consignas de claro tono anti-imperialista como «Botnia, go home», frase con que se embanderó el puente internacional que une las ciudades de Fray Bentos y Gualeguaychú en una marcha que reunió a más de cien mil personas en 2007; o, como dijimos, en las pancartas que repetían las palabras de Artigas. Otro aspecto en que se notaban las marcas de ese discurso era la insistente preocupación por el uso de un recurso natural presentado como escaso y valioso, el agua, por el que las empresas transnacionales tendrían especial interés. Esta manera de hablar del agua se observaba en expertos y en legos, en argentinos y en uruguayos: aparecía tanto en la folletería de la Asamblea de Gualeguaychú como en informes de científicos locales, entre ellos, de investigadores de la Universidad de la República, la casa de estudios superiores de más prestigio del Uruguay. Un segundo aspecto al que se refieren Snow et al. cuando discuten las cuestiones de marco interpretativo y de alineación de marcos interpretativos —es decir, los procesos de producción, difusión, negociación y reformulación de significados que permiten articular las visiones y acciones de los activistas— es la noción de ciclos de protesta, que toman de Sydney Tarrow. Estos ciclos históricos de protesta pueden ir asociados con marcos interpretativos maestros o master frames, los que «no sólo inspiran y justifican la acción colectiva, sino que también dan significado y legitiman las tácticas». Estos autores sostienen que algunos discursos elaborados en un ciclo de protesta pueden ser utilizados en momentos sucesivos, debido a que algunos movimientos «funcionan como progenitores de marcos interpretativos maestros que proveen un anclaje ideacional e interpretativo para movimientos posteriores en el ciclo de protesta» (Snow et al., 477). Como decíamos, del análisis de muchas de las consignas del movimiento social con epicentro en Gualeguaychú surgía un marco interpretativo maestro elaborado 2 En este caso y a lo largo de todo el libro, las citas tomadas de artículos o libros consultados en otras lenguas han sido traducidas por la autora.
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previamente. Resonaban en sus consignas los ecos de un discurso anti-imperialista y latinoamericanista: la denuncia de las condiciones de explotación colonial pero, sobre todo, neocolonial en relación con los recursos naturales de la región. Un discurso que, creemos, alcanzó su momento de explicitud y desarrollo pleno en el libro de mayor éxito del escritor uruguayo Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, publicado en 1971, y al que nos referiremos más in extenso seguidamente. Así cuenta la historia de la región el primer párrafo de esta obra, resumiendo los aspectos centrales de ese discurso: La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. Nuestra comarca del mundo, que hoy llamamos América Latina, fue precoz: se especializó en perder desde los remotos tiempos en que los europeos del Renacimiento se abalanzaron a través del mar y le hundieron los dientes en la garganta. Pasaron los siglos y América Latina perfeccionó sus funciones. Éste ya no es el reino de las maravillas donde la realidad derrotaba a la fábula y la imaginación era humillada por los trofeos de la conquista, los yacimientos de oro y las montañas de plata. Pero la región sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas, como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y la carne, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos que ganan, consumiéndolos, mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos (1).
De hecho, Galeano había sido uno de los intelectuales que se involucraron tempranamente en las protestas del «caso papeleras»; entre otras acciones, fue signatario de una declaración pública presentada en el Foro Social Mundial de Porto Alegre en 2003. Por otra parte, él mismo había enmarcado la comprensión de la controversia muy claramente en este discurso en algunos textos. Como publicó en 2006 en una nota de opinión en un diario porteño, en su visión podrían vincularse las viejas explotaciones del oro y la plata, las menos viejas del azúcar o el cacao, las más recientes de la deuda externa, con las novísimas de los cultivos transgénicos y la celulosa: todas ellas, prometiendo esplendores, dejaron a América Latina más pobre y sufriente que antes. Así decía Galeano sobre las nuevas controversias: Según la voz de mando, nuestros países deben creer en la libertad de comercio (aunque no exista), honrar la deuda (aunque sea deshonrosa), atraer inversiones (aunque sean indignas) y entrar al mundo (aunque sea por la puerta de servicio). Entrar al mundo: el mundo es el mercado. El mercado mundial, donde se compran países. Nada de nuevo. América latina nació para obedecerlo, cuando el mercado mundial todavía no se llamaba así, y mal que bien seguimos atados al deber de obediencia. Esta triste rutina de los siglos empezó con el oro y la plata y siguió con el azúcar, el tabaco, el guano, el salitre, el cobre, el estaño, el caucho, el cacao, la banana, el café, el petróleo… ¿Qué nos dejaron esos esplendores? Nos dejaron sin herencia ni querencia. Jardines convertidos en desiertos, campos abandonados, montañas agujereadas, aguas podridas, largas caravanas de infelices condenados a la muerte temprana, vacíos palacios donde deambulan fantasmas.
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Ahora es el turno de la soja transgénica y de la celulosa. Y otra vez se repite la historia de las glorias fugaces, que al son de sus trompetas nos anuncian desdichas largas. («Salvavidas de plomo»).
Identificar la obra de Galeano, entonces, representó una etapa clave en nuestra búsqueda del marco interpretativo maestro que informaba las consignas anti-imperialistas que habíamos encontrado en la controversia sobre las pasteras. En este punto, consideramos pertinente revelar una suerte de traducción entre disciplinas, que ya hemos anticipado tácitamente. Partiendo de terminología del estudio de los movimientos sociales, querríamos acercarnos a los estudios literarios, vinculando la noción de marco interpretativo maestro con la de «discurso hegemónico», propuesta por el crítico literario Roberto González Echevarría, quien postula la existencia de tres discursos de este tipo en la narrativa latinoamericana: el «legal» durante el período colonial; el «científico» durante el siglo XIX hasta la crisis de la década del veinte; y el «antropológico», que sitúa desde esa década hasta la publicación de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier en 1949 y Cien años de soledad de Gabriel García Márquez en 1967. En la definición de González Echevarría, un «discurso hegemónico» es aquél «apoyado por una disciplina, o que conforma un sistema, y que ofrece la descripción más generalizada de la humanidad, así como da cuenta de las creencias más extendidas de la intelligentsia» (Myth and Archive, 41). La popularidad y circulación de este tipo de discurso depende de su capacidad para imponerse a los miembros de una comunidad como un modo de entender el mundo, en la medida en que «el prestigio y el poder socio-político dan circulación a estas formas del discurso». Contrariamente, cuando estos discursos pierden su valor y son abandonados, devienen «meros relatos míticos, vacíos de poder en el presente». Este desplazamiento entre disciplinas, de la sociología a los estudios literarios, tiene que ver con que creemos y nos proponemos demostrar a lo largo de este libro, que el origen del marco interpretativo que hoy está sonando tan fuerte en las protestas ambientales en América Latina está en la literatura. En la mente creativa de novelistas, poetas, cuentistas y periodistas inspirados, comprometidos, que en las primeras décadas del siglo XX elaboraron, colectivamente, una manera de contar ciertas historias locales que llegaría a constituirse como una forma radicalmente alternativa para entender la situación de la región. Un discurso de denuncia anti-imperialista que encarna un sistema, al que hemos dado en llamar contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, aproximando las nociones de imperialismo y neocolonialismo. Se trata de otro modo de contar la historia de América Latina, que se presenta como una respuesta beligerante a las narrativas de progreso, libertad y unidad nacional que dominaron en los países de la región desde los tiempos de las guerras de Independencia, y a las que se propone desenmascarar. Preferimos la denominación «neocolonial» en lugar de «post-colonial», más en boga recientemente, porque, como veremos, el discurso que nos interesa establece una clara distinción entre dos períodos de la historia de América Latina: el colonial, relacio15
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nado con las dominación española y portuguesa, y caracterizado por una dependencia formal; y el neocolonial, marcado por el predominio informal de Gran Bretaña y los Estados Unidos, fundamentalmente. Aunque no es posible hacer en este trabajo una discusión acabada sobre la relación de los llamados estudios poscoloniales y los estudios latinoamericanos, creemos que esa perspectiva teórica no da cuenta de manera directa de ciertas peculiaridades de la historia de la región, como la periodización mencionada. De todos modos, valorizamos la reflexión de los primeros sobre la problemática del colonialismo y la resistencia al mismo; por eso incorporamos en nuestro análisis trabajos de una de sus figuras centrales, el investigador palestino-norteamericano Edward Said. En este aspecto, entonces, seguimos la propuesta de la crítica norteamericana Mary Louise Pratt en su libro Imperial Eyes, acerca de la literatura de viajes sobre América Latina, quien considera el «neocolonialismo» como «la última etapa del imperialismo» basándose en las ideas del líder de la independencia de Ghana y pensador pan-africanista Kwame Nkrumah. Pratt destaca el carácter paradójico de la situación de sometimiento en la que se encuentran países formalmente independientes pero informalmente dependientes, que persiguen un ideal de progreso que resulta inalcanzable, debido a la posición de esos países en el mismo sistema que lo propone. Es un dilema que no tiene resolución para los Estados periféricos y semi-periféricos: «Mientras que la modernidad imagina un proceso progresivo que va a hacer a todas las naciones igualmente modernas, el neocolonialismo limita las habilidades del estado para desarrollarse. Los frutos de la productividad fluyen hace afuera, en dirección de los bolsillos de los inversores del extranjero» (226). En este punto, quisiéramos retomar otros tres aspectos de la definición de «discurso» de González Echevarría. El primero tiene que ver no sólo con la circulación sino, sobre todo, con la recepción activa de estos marcos interpretativos por parte de los miembros de distintos grupos sociales. En la medida en que, en estos discursos, los miembros de una comunidad encuentran patrones para comprender la «realidad» que les resultan transparentes, invisibles, estos discursos ordenan la percepción e imponen una interpretación sin hacerse notar. Así lo explica González Echevarría: «el individuo encuentra relatos sobre sí mismo y sobre el mundo que encuentra aceptables y, en cierto modo, obedece» (Myth and Archive, 41). El segundo aspecto de la definición de este crítico sobre el que quisiéramos detenernos tiene que ver con el origen de estos marcos interpretativos: a diferencia de los que caracteriza, el discurso sobre el que nos proponemos trabajar no llegaría «desde afuera» (Myth and Archive, 41); sino que surgiría, creemos, de manera predominante a partir de la reflexión sobre la propia historia de la región, resignificando elementos tomados de doctrinas de izquierda, como el anarquismo, el socialismo y el marxismo. El tercer rasgo que queremos considerar tiene que ver con el calificativo de «hegemónico» que usa González Echevarría. En el caso del discurso que nos interesa, si bien se trata de un marco interpretativo que se impone a los miembros de la comunidad y que por eso podría caracterizarse como hegemónico siguiendo esa terminología, creemos que resulta más adecuado calificarlo de anti16
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hegemónico, por estar asociado con movimientos alternativos o anti-sistémicos. Por ese motivo lo denominamos «contra-discurso». Para cerrar estas consideraciones teórico-metodológicas, volvemos a la obra de Pratt, que nuevamente resulta relevante para nuestro trabajo en función de la terminología que presenta, aunque en este caso no seguiremos su sugerencia. Citando a Fernando Ortiz y a Ángel Rama, Pratt habla de «transculturación» para referirse a las reelaboraciones que poblaciones dominadas realizan de elementos tomados de culturas dominantes, proceso que controlan en alguna medida: «Mientras que los pueblos subyugados no pueden controlar fácilmente lo que la cultura dominante les impone, sí pueden determinar, con diversos alcances, qué aspectos absorben en la suya, cómo los usan y qué significado les atribuyen» (7). Podría decirse que el discurso que nos ocupa es resultado de un proceso de transculturación, en la medida en que incorpora elementos de origen europeo y los combina con elementos locales. Sin embargo, preferimos no apoyarnos en esta terminología porque consideramos que su origen en la antropología de la primera mitad del siglo XX la ha cargado de un sustrato de visión dicotómica entre culturas primitivas y civilizadas que no nos parece pertinente en nuestro trabajo, aun teniendo presente la reelaboración de Rama en su obra Transculturación narrativa en América Latina. En este aspecto, compartimos la crítica de John Beverly cuando señala la vinculación de estos procesos culturales con los de construcción de la idea de nación: «La transculturación funciona para Rama (como antes para Ortiz) como una teleología, no sin momentos de violencia, pérdida y desamparo, pero necesaria en última instancia para la formación de una cultura ‘nacional’ o latinoamericana» («Siete aproximaciones», 269-270). Veremos que el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales cuestiona fuertemente la idea misma de la construcción de la nación, de manera coherente con su orientación anti-hegemónica. El contra-discurso neocolonial de los recursos naturales emerge inicialmente en las primeras décadas del siglo XX, en momentos de grandes transformaciones socioeconómicas y en relación con redes de intelectuales de izquierda, y se basa en una matriz narrativa que asocia cuatro elementos: un recurso natural presentado como un bien de gran valor, un grupo social vinculado a ese recurso e igualmente explotado, un explotador extranjero y un cómplice local. La relación entre estos elementos es de usufructo hasta la extenuación, tanto de los recursos naturales como de los recursos humanos: por lo tanto, no prevé otra salida que la rebelión, que a su vez puede ser reprimida de manera violenta. Un breve ejemplo de este discurso en sus inicios es el primer epígrafe de este libro, el poema «Caña», del cubano Nicolás Guillén, publicado en 1930 y recopilado en el libro Sóngoro cosongo (1931), que presenta los elementos constitutivos en su mínima expresión: «El negro / junto al cañaveral. // El yanqui / sobre el cañaveral. // La tierra / bajo el cañaveral. // ¡Sangre que se nos va!» (Guillén, 1976: 84). En este poema, las preposiciones dan la clave de la relación entre los elementos mencionados: un recurso natural, «el cañaveral», es igualado a un recurso humano asociado a su producción, «el negro», tanto 17
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por la frase prepositiva «junto a» como por la metáfora final de la sangre, que representa la riqueza, la vitalidad, que se pierde. O, más precisamente, que se llevan, en tanto hay un extranjero, «el yanqui», que está «sobre» el cañaveral, es decir, que lo domina, que se lo ha apropiado. Hay también una alusión a un colectivo que integran la voz poética y el destinatario del mensaje, presente en el dativo de interés «nos», que alude a una patria compartida. El tono también es relevante: la exclamación del final trasunta un sentimiento de dolor e indignación ante la pérdida colectiva. En tanto que marco interpretativo maestro, este contra-discurso reaparecería con posterioridad, en nuevos ciclos de protesta o de insurgencia. Es así como lo encontramos asociado a un movimiento revolucionario como la Revolución Cubana, como queda de manifiesto en otro poema de Guillén, ya convertido en poeta oficial de la revolución. Escrito en 1963 para responder a la iniciativa norteamericana de la Alianza del Progreso, «Crecen altas las flores» resume, en un tramo clave, la historia de América Latina en términos de un reiterado despojo de distintos recursos naturales. No habla ya de una única materia prima, un paisaje o un país, sino de la plétora de recursos de la región, muy valiosos económicamente; refiriéndose a los grupos sociales explotados como indígenas, evocando el tiempo colonial para aludir a la situación neocolonial; e igualando a personas y naturaleza, nuevamente, con la metáfora de la sangre, que marca simultáneamente su valor y su condición de explotados. Otra vez hay un colectivo aludido a través de la primera persona del plural, pero en este caso no es una patria nacional sino latinoamericana, marcando un momento de madurez y auto-conciencia de este modo de entender la historia de la región: Pero como tenemos bosques y cafetales, hierro, carbón, petróleo, cobre, cañaverales, (lo que en dólares quiere decir muchos millones) no importa que seamos quechuas o motilones. Vienen pues a ayudarnos para que progresemos y en pago de su ayuda nuestra sangre les demos.3
Como adelantamos, el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales alcanzaría su mayor desarrollo, formulación explícita y amplia circulación en el citado libro de Galeano, Las venas abiertas de América Latina. Este largo ensayo, que abarca un abanico temporal de cinco siglos y se despliega por diversos puntos de la región en relación con el período colonial y dos períodos neocoloniales (el británico y el norteamericano), construye una meta-narrativa a partir de un sinnúmero de relatos históricos, de 3 «Caña» y «Crecen altas las flores» no son los únicos poemas de Guillén que pueden considerarse representativos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. También lo evocan poemas como «Agua del recuerdo…» de El son entero (1933); «West Indies Ltd.», recopilado en el volumen del mismo nombre (1934); «Mi patria es dulce por fuera» y «Sudor y látigo», de El son entero (1947). En la poesía cubana puede encontrarse una línea muy productiva en torno a la reflexión sobre la explotación de la caña de azúcar, el recurso natural que simboliza la nación, que culmina en trabajos como «Pequeña historia de Cuba» (2002), de Eliseo Diego.
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los que se nutre y a los que, en movimiento reflejo, ilumina retrospectivamente.4 De este modo, este discurso comprendería aproximadamente el mismo período que González Echevarría establece para el «discurso antropológico». Sin embargo, no pretendemos postular, como hace este autor, que este marco interpretativo maestro domina todo el período. Creemos que se trata de un discurso que tiene amplia circulación pero que no es omnipresente ni único. Antes bien, por ser anti-hegemónico, este discurso dialoga y entra en tensión con otros, como los propios discursos imperiales que tienden a ver la región como una fuente de riquezas que no tienen dueño y pueden, por lo tanto, ser apropiadas: los «ojos imperiales» de los que habla Pratt, la mirada aludida en el segundo epígrafe de este libro, tomado de la Environmental History of Latin America de Shawn William Miller (220). Asimismo, como veremos, nuestro contra-discurso discute y cuestiona los discursos dominantes en cada país en relación con los procesos de constitución de cada una de las naciones latinoamericanas, marcados por las ideas de autonomía, de unidad y de progreso. En el capítulo 1 estableceremos una caracterización del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales a partir del análisis de Las venas abiertas, en la medida en esta obra, un ensayo afín a las teorías dependentistas de los sesenta y setenta, representa un antecedente relativamente inmediato y, en todo caso, el más reconocible para los lectores contemporáneos, de esta manera de entender la historia latinoamericana como marcada por sucesivas intromisiones extranjeras en busca de las materias primas de la región. Las venas abiertas es una suerte de recopilación de casos ocurridos a lo largo y ancho de América Latina, en relación con dos etapas de su historia y con distintos recursos: los metales preciosos, en tiempos coloniales; y el cacao, el azúcar, el café, el cobre o el petróleo, en tiempos neocoloniales. Desde ese largo ensayo interpretativo, emprenderemos la búsqueda corriente arriba de las fuentes de este contra-discurso en las primeras cuatro décadas del siglo XX, a través del análisis de obras que construyen narrativas que vinculan la explotación de un recurso natural con la de un grupo social, por parte de un explotador extranjero, con la ayuda de cómplices locales. En este capítulo también nos detendremos en los aspectos socio-históricos que hicieron posible la emergencia y consolidación de este contra-discurso en momentos en que se producía un proceso de modernización e inserción de las economías de la región en el comercio internacional, en consonancia con transformaciones culturales, tecnológicas, demográficas y políticas que impactan tanto en las ciudades como en las diversas áreas rurales de la región. Veremos que una de sus condiciones de posibilidad es el surgimiento de nueva figura de intelectual, el escritor profesional, que escribe para el público de las ciudades, ampliado por los esfuerzos de alfabetización desde arriba, promovidos por las elites liberales; y, desde abajo, impulsados por los movimientos de izquierda.
4 En relación con este tipo de proyecciones retrospectivas, es inevitable evocar el texto de Jorge Luis Borges «Kafka y sus precursores», según el cual la narrativa de Franz Kafka habría permitido redescubrir elementos «kafkianos» en autores previos (Borges, 145-148).
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Dominará el capítulo 2 la figura de Rafael Barrett, un intelectual español, representante temprano de la generación del 98, que recaló en América del Sur entre 1903 y 1910, donde dejó una huella importante en el periodismo, la literatura y la cultura de izquierda, en particular del Paraguay, la Argentina y el Uruguay. El escritor paraguayo Augusto Roa Bastos ha catalogado a Barrett como uno de los fundadores de la literatura de ese país en su vertiente «social», además de una importante influencia en la literatura argentina, sobre todo, en el llamado grupo de escritores de Boedo y en Horacio Quiroga, en particular. También es un autor que, pese a haber sido celebrado por sus contemporáneos —entre ellos por Enrique Rodó o Ramiro de Maeztu— e incluso a pesar de haber representado una figura de culto para la izquierda del Cono Sur, ha sido poco analizado en términos académicos. Por esta razón, le dedicaremos dos capítulos, que harán un recorrido bastante detallado sobre su obra y su pensamiento. La obra de Barrett da cuenta de un momento en que se profundiza la inserción de la cuenca del Plata en el imperio británico y el papel de Buenos Aires como correa trasmisora del imperialismo hacia el interior del continente. La ciudad representa entonces la capital periférica que monopoliza el intercambio entre centro y periferia, sobre todo por su papel de nudo agro-exportador, facilitado por el control de las vías de comunicación naturales y artificiales —los ríos, la red de ferrocarriles—. Consideramos a Barrett uno de los iniciadores de este nuevo modo de hablar sobre la situación dependiente de América Latina, uno de los autores clave en la construcción del contra-discurso que nos ocupa. Analizaremos en este capítulo la serie de artículos periodísticos publicados originalmente en Asunción en 1908 y compilados con el título Lo que son los yerbales paraguayos en Montevideo en 1910. Se trata de la obra más conocida de Barrett y representa una fuerte denuncia de las condiciones de explotación de los trabajadores de los yerbales, en la zona de la triple frontera entre Paraguay, Argentina y Brasil. También incluiremos el análisis del folleto El terror argentino, publicado en Asunción en 1910. Motivado por la represión desatada sobre el movimiento anarquista por el gobierno argentino, este texto traza un acabado cuadro de la posición de Buenos Aires como articuladora de la cuenca del Plata al mercado internacional. Continuaremos nuestro análisis de la obra de Barrett en el capítulo 3, donde nos concentraremos en la consideración de trabajos periodísticos publicados inicialmente en Buenos Aires, Asunción y Montevideo, y compilados en su mayoría de manera póstuma, en los libros Moralidades actuales (1910), El dolor paraguayo (1911), y Mirando vivir (1912). Destacan las crónicas que dan cuenta de una comprensión más amplia de la situación neocolonial de América Latina, donde el dominio británico comienza a ser desafiado por el imperialismo norteamericano. En este aspecto, hay una cercanía entre los intelectuales españoles y los latinoamericanos, facilitada por una comprensión similar del creciente papel intervencionista de los Estados Unidos, cuyo comienzo se vincula con la Guerra de Cuba. Por otra parte, Barrett pondrá la situación de la región en perspectiva, al situarla en el panorama internacional de la nueva expansión imperialista de las naciones europeas también en Asia y África, haciendo filosas observaciones sobre 20
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la guerra ruso-japonesa o la sangrienta explotación del caucho en el Congo belga. Barett describe el racismo como contracara del imperialismo y de la imposición militar del libre comercio, fundamenta su anarquismo, reflexiona sobre su lugar como intelectual, y se detiene en las bellezas y los dolores del Paraguay, que llegaría a ser su país por opción afectiva. También analizaremos brevemente algunos cuentos de Barrett, recopilados en el volumen Cuentos breves. Del natural (1911), los que exhiben un estilo que combina elementos del naturalismo con el modernismo, anticipándose a la literatura social de la Argentina. Asimismo, en este capítulo vincularemos la obra de Barrett con un corpus de relatos de Quiroga, con el que consideramos que se establece un diálogo revelador. El análisis contrastivo de cuatro relatos de Quiroga —la novela corta Las fieras cómplices, publicada en 1908, en relación con los cuentos «Los mensú» (1914), «Una bofetada» (1916) y «Los precursores» (1929)— permite dar cuenta de un cambio en el modo de pensar la situación neocolonial de la triple frontera de la selva misionera en la narrativa del uruguayo. Este cambio deja de manifiesto una significativa proximidad entre la obra de Barrett y la de Quiroga, en la que la crítica casi no ha reparado, y permite colocar a Quiroga entre los escritores que tempranamente contribuyeron a la construcción de una nueva manera de entender la historia latinoamericana. Para confirmar esta adscripción, nos apoyaremos también en una lectura, casi una reescritura, dos de esos cuentos de Quiroga por parte de otro uruguayo, Juan Carlos Onetti, en un trabajo periodístico de la década del ochenta, cerrando el círculo de las derivas de género: de la denuncia periodística de Barrett a los cuentos de Quiroga y, de regreso, a la crónica de Onetti. Este vaivén introduce la cuestión del valor de verdad de este contra-discurso, de su pretensión de dar cuenta de la realidad, uno de los núcleos problemáticos para la crítica que se ocupó de esta literatura. En el capítulo 4 propondremos una revalorización de la «novela social» latinoamericana, en particular de aquella con fuertes acentos anti-imperialistas, apoyándonos en sugerencias del crítico norteamericano John Beverly. Creemos que estas obras representan un momento de florecimiento del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, que en ese período se expandió por toda América Latina. Dentro de este planteo, analizaremos la novela El tungsteno, del escritor peruano César Vallejo, publicada en Madrid en 1931 por la Editorial Cenit, reconocida por su difusión de las ideas de la izquierda marxista, dentro de su colección La Novela Proletaria. El tungsteno narra las condiciones infrahumanas a las que se somete a distintos grupos indígenas, para facilitar la explotación de ese mineral, de usos bélicos, por parte de una empresa norteamericana. Durante mucho tiempo, esta novela fue considerada de escaso valor por la crítica, que concentraba sus elogios en la obra poética del peruano. Los motivos de ese menosprecio, basados en la presunción de su escasa elaboración estética y un precario «realismo» estilístico, serán uno de los ejes de nuestra indagación. Mostraremos que El tungsteno evidencia una intensa reflexión sobre los recursos formales, en relación con una preocupación por instalar la discusión sobre la nueva situación neocolonial de América Latina 21
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en la esfera pública de la región —y también más allá, en particular, en Europa—. Argumentaremos, entonces, que su aparente simplicidad es, en realidad, el resultado de una cuidadosa elección estética vinculada con ese propósito. Discutiremos también las variadas clasificaciones temáticas que se ha hecho del tipo de novelas del que forma parte El tungsteno: «anti-imperialistas», «de las transnacionales»; «proletarias», «indigenistas»; «de las minas», «del petróleo», «de los ingenios», «de las bananeras»; «andinas», «de la selva», entre otras. Esas clasificaciones, que ponen énfasis en los elementos representados —el explotador, el explotado, el recurso natural, el paisaje— se apoyan en el presupuesto de que es en ese aspecto donde pueden encontrarse sus características definitorias. Esta discusión es fundamental para nuestra propuesta acerca del lugar de estas novelas en la construcción del contra-discurso neocolonial sobre los recursos naturales. Argumentaremos que las varias clasificaciones, que se solapan parcialmente, ponen en evidencia la presencia en las mismas de los elementos que caracterizan este discurso. De este modo, esta vasta producción novelística de las décadas del treinta al cincuenta puede considerarse el corpus que lo consolida de manera definitiva, instalando esta manera de entender la historia latinoamericana en el imaginario de la región. En el capítulo 5, indagaremos en la relación entre el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales y la literatura indigenista, con la que comparte una problemática común. Entre otros aspectos, analizaremos su carácter anti-hegemónico —relacionado con la intención «reivindicatoria» que se atribuye a la literatura indigenista— así como su intrínseca «heterogeneidad», es decir, el hecho de tratarse de una literatura producida y leída por grupos sociales diferentes de aquellos que resultan representados, como ha propuesto el crítico peruano Antonio Cornejo Polar en su trabajo Escribir en el aire. Nos apoyaremos en el análisis de la novela Huasipungo (1938), del ecuatoriano Jorge Icaza, una de las obras centrales de esta novelística, que cuenta la rebelión de los indígenas a los que se despoja de su parcela de tierra, el huasipungo, para construir una carretera que facilite la explotación de la madera y el petróleo por capitales norteamericanos. También, retomaremos algunos aspectos de El tungsteno, dado que su status problemático como novela indigenista nos permitirá indagar acerca de cuestiones que hacen a la relación de esta literatura con el discurso que nos interesa investigar. Asimismo, en este capítulo continuaremos la discusión acerca de la caracterización de «realistas» que se ha hecho de este tipo de obras, cuestionando la preeminencia en las mismas de la función «denotativa», es decir, meramente descriptiva, como ha propuesto parte de la crítica. Sostenemos que, por el contrario, en estas obras predominan las funciones «expresiva» y «conativa», es decir, que están marcadas por el interés de poner en escena la subjetividad de los escritores y de interpelar fuertemente a los lectores: son obras sumamente emotivas, que buscan conmover a la audiencia. Esos aspectos, a su vez, están en relación con la cuestión de su intrínseca «heterogeneidad», en la medida en que el exceso de subjetividad, de emotividad, de estas novelas puede entenderse como un intento de acortar la brecha entre los representantes (los escritores, que son intelectuales urbanos) y los representados (los personajes de las obras, que son indígenas), para decirlo con una 22
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terminología en que la crítica literaria se acerca a la política. Todo con vistas a intervenir de manera intensa en la esfera pública: con el propósito de escandalizar, de preocupar, de mover a la acción. En este sentido, creemos que la literatura indigenista, si bien no puede ser adscripta in toto al contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, representa un corpus fundamental en relación con la reflexión sobre la situación neocolonial de los países latinoamericanos, al enfocar su mirada en las poblaciones nativas sometidas a las sucesivas oleadas colonizadoras. En este aspecto, seguimos a Said cuando sostiene que los escritores de la periferia neocolonial llevan la historia a cuestas: «Los escritores post-imperiales del Tercer Mundo, por lo tanto, llevan su pasado en su interior (…) como experiencias que pueden reinterpretarse y reorganizarse, a través de las cuales el silencioso nativo de antaño habla y actúa en relación con el territorio reclamado a los colonizadores, como parte de un movimiento general de resistencia (212)». Para los escritores latinoamericanos, entonces, la conciencia de esa historia —conciencia en que la cuestión de las poblaciones nativas es un núcleo de significación fundamental— constituye la condición de posibilidad de la resistencia y de la proyección al futuro, en busca de un provenir descolonizado. Para concluir, en la Consideraciones Finales exploraremos algunas líneas de continuidad del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, indagando brevemente en la literatura del boom y la filmografía latinoamericana. También retomaremos brevemente la cuestión de su presencia en el actual ciclo de protesta ambiental en la región, en que dialoga con discursos ambientalistas clásicos.
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Capítulo 1 LAS VENAS ABIERTAS DE AMÉRICA LATINA, UN ENSAYO CON GENEALOGÍA LITERARIA En abril de 2009, en la Cumbre de las Américas, el presidente venezolano, Hugo Chávez, le entregó un presente muy significativo al recién asumido presidente norteamericano, Barack Obama: un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina, del escritor y periodista uruguayo Eduardo Galeano. La escena representó un momento crucial de la relación entre los dos países, ante la perspectiva de un acercamiento tras las repetidas situaciones de tensión que había protagonizado Chávez en relación con el antecesor de Obama, George W. Bush. Se trató, a la vez, de un gesto de conciliación y de advertencia. Un representante dilecto de la «nueva izquierda» de la región se aproximaba al presidente «de la esperanza», al primer presidente negro de Estados Unidos, llevando en su mano la otra historia de América Latina, la historia del «expolio», como resumieron los cables de noticias, confirmando la vigencia de una obra que contaba con casi cuarenta años de publicada e infinidad de reediciones. Sin dudas, la publicación de Las venas abiertas en 1971 dio a Galeano nombre en la región y lo convirtió en un referente intelectual. Hasta entonces, el joven periodista, editor de la revista Marcha, tenía unos pocos trabajos editados. Había escrito una novela y un libro de cuentos sobre la burguesía rioplatense: Los días siguientes, en 1963, y Los fantasmas del día del león, en 1967. También había publicado un ensayo político, Guatemala, clave de Latinoamérica, a partir de una investigación periodística realizada en ese país a petición de la revista norteamericana Rampart en 1968. El crítico Gabriel Saad señala que, a partir de esa experiencia, Galeano tuvo la idea de «reunir en un libro de ensayos la historia y el presente del saqueo a que se ve sometida América Latina desde hace más de cuatro siglos» (461). Galeano comenzó a investigar para su trabajo en 1968, y viajó por la región con ese fin hasta 1970, cuando comenzó a escribir: «Trabajaba esencialmente de noche, acumulando libros, informes técnicos, balances bancarios y testimonios orales», según Saad (461). Escrita en apenas tres meses, Las venas abiertas ha superado las cincuenta ediciones en español y ha sido traducida a más de doce idiomas, contribuyendo decisivamente a hacer de Galeano uno de los autores más leídos de la región, como confirma el crítico norteamericano Gerald Martin («Hope springs 25
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eternal», 150). El testimonio de la novelista Isabel Allende, sobrina del presidente chileno derrocado en 1973, deja en evidencia la importancia del libro para la generación de jóvenes de la década del setenta: «Hace muchos años, cuando era joven y todavía creía que el mundo podía ser moldeado de acuerdo con nuestras mejores intenciones y deseos, alguien me dio un libro con una cubierta amarilla que devoré en dos días con tal emoción que tuve que leerlo un par de veces más para absorber todos sus significados: Las venas abiertas de América Latina» (ix). Martin considera que Las venas abiertas no sólo constituye la obra por la que Galeano será recordado, sino «sin duda uno de los grandes ensayos del continente» («Hope springs eternal», 150). Entre otros autores, la crítica norteamericana Diana Palaversich ha vinculado la visión política de Galeano en este libro con la de un autor «dependentista» como André Gunder Frank, en relación con su teoría económica («Eduardo Galeano’s Memoria del fuego», 135). Ciertamente, el libro menciona a Gunder Frank en los agradecimientos, junto a otros autores, además de citarlo en las notas bibliográficas. Excede el alcance de este trabajo el rastreo exhaustivo de las fuentes teóricas del ensayo de Galeano, pero creemos que la aparición Las venas abiertas no puede considerarse aislada de la discusión del marco de la teoría de la dependencia que puede atribuirse, por otra parte, tan legítimamente a Gunder Frank como a autores latinoamericanos, como Fernando Henrique Cardoso y Enzo Falletto, cuya obra Dependencia y desarrollo en América Latina fue publicada el mismo año que la de Galeano. Ahora bien, el uruguayo también menciona a ensayistas vinculados a la tradición del revisionismo histórico, como el argentino Raúl Scalabrini Ortiz, entre otras influencias que pueden advertirse. En este sentido Martin ha señalado que Las venas abiertas «incluye una defensa revisionista y nacionalista de dictadores del siglo XIX como Rosas de la Argentina, y Francia del Paraguay —utilizando el tipo de argumentos que suelen invocarse para defender al líder populista argentino Juan Domingo Perón» («Hope springs eternal», 150)—. Las venas abiertas fue acabadamente descrito por los críticos Daniel Fischlin y Martha Nandorfy como «un análisis político y económico de las relaciones de explotación de las culturas europea y norteamericana hacia América Latina» (2). Por su parte, los editores de la revista de izquierda Monthly Review —cuyo sello editorial tuvo a cargo la traducción al inglés de la obra apenas dos años después de la publicación original y lanzó una edición conmemorativa por su vigésimo quinto aniversario en 1998— lo presentaron como un libro de economía política que marca un hito en los trabajos de la especialidad: «Desde su debut hace un cuarto de siglo, este brillante texto ha marcado un estándar para la historia académica de América atina. Es también una destacada economía política, una narrativa social y cultural de la más alta calidad, y quizás, la más perfecta descripción de la acumulación primitiva de capital desde Marx». Las venas abiertas es a la vez una obra argumentativa y narrativa, política y lírica, informativa y emotiva. Mereció reseñas en revistas académicas de ciencias sociales, donde fue presentada mayoritariamente como una obra periodística, con algunos sesgos y distorsiones, aunque representativa de la visión de los intelectuales latinoamericanos 26
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sobre la historia de la región. En el journal Science & Society, el sociólogo Peter Roman la presenta como un trabajo periodístico y de divulgación, que propone una explicación del subdesarrollo de la región: «El libro es más un relato periodístico que una contribución significativa a la historia latinoamericana, la economía política o el estudio del imperialismo. Pero es una obra de divulgación honesta, y el lector emerge con una clara comprensión de la relación entre el subdesarrollo latinoamericano y el desarrollo europeo o norteamericano» (498). Escribiendo en Pacific Historical Review, Ramón Eduardo Ruiz define a Galeano como «un periodista por oficio, y un socialista por convicción» (581), y hace una valoración menos positiva de la obra. Sostiene que Las venas abiertas no ofrece información novedosa, y que presenta una visión sesgada de la historia latinoamericana, aunque considera que la misma es representativa de una porción sustantiva de los intelectuales de la región: «Las visiones de Galeano, que van a gustar a pocos académicos norteamericanos, no agregan mucho a lo que ya se sabe. Pueden, incluso, distorsionar parte de la verdad. Claramente, Galeano escribe con escasa objetividad. Sin embargo, pocos negarían que habla en nombre de la mayoría de los intelectuales y académicos de América Latina. En eso radica el valor de este libro» (582). Por otra parte, Études Internationales publica una reseña en 1982, con motivo de la traducción de la obra al francés el año anterior. Jorge Armijo encuadra la obra en la teoría de la dependencia y la considera un trabajo para un público general y de tipo estrictamente coyuntural, relacionado con la situación de América Latina a comienzos de los setenta. Por eso, Armijo sugiere que una década después, la obra ha perdido vigencia: «Diez años más tarde, las cosas han cambiado. Es que todavía se puede sostener, con la misma convicción, que América Latina es el territorio de caza de los Estados Unidos?» (201). La crítica literaria también se ha referido a Las venas abiertas, destacando especialmente el papel de lo afectivo en el libro. El crítico uruguayo Ángel Rama la define como «un ensayo narrativo o una novela ensayística que definió su nuevo nivel de conocimiento dentro de un clima emocional» («Galeano en busca», 24). Su tono, según Martin, es «a la vez austero y apasionado, de una controlada indignación moral» («Hope springs eternal», 150). El crítico norteamericano Caleb Bach la califica de «descarga flamígera; plena de una ira por la que no se disculpa» (3). Vinculando tono y estilo del autor, sostiene Allende sobre la obra: «Sus argumentos, su ira y su pasión resultarían sobrecogedores si no fueran expresados en tan soberbio estilo, con tal maestría en el manejo del tiempo y del suspenso» (xii). En el modo torrencial de acumular información, Las venas abiertas transmite cierta ansiedad por persuadir y deja en evidencia que fue pensada como un proyecto totalizador de desmitificación. La obra se propone explícitamente como la «otra» historia de América Latina, como el trabajo que va a descorrer el velo de un engaño: «una suerte de contrahistoria», en palabras del propio Galeano (De Las venas abiertas, 3).1 Confirmando esta visión y refiriéndose al público al que 1 A una pregunta sobre la economía de América Latina, responde Galeano definiendo Las venas abiertas, su lugar de escritor y el propósito que guió esa obra: «Es una pregunta para un economista, que yo no soy. Pienso que esta confusión, bastante frecuente, nace del hecho de que hace diecisiete años publiqué un libro que se llama Las venas abiertas
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está dirigida, Palaversich la considera «la primera versión de divulgación de la historia de América Latina verdaderamente alternativa» («Eduardo Galeano», 135). Las oposiciones, paradojas e inversiones de la siguiente cita tomada de sus páginas de apertura dramatizan este gesto develador: Para quienes conciben la historia como una competencia, el atraso y la miseria de América Latina no son otra cosa que el resultado de su fracaso. Perdimos; otros ganaron. Pero ocurre que quienes ganaron, ganaron gracias a que nosotros perdimos: la historia del subdesarrollo de América Latina integra, como se ha dicho, la historia del desarrollo del capitalismo mundial. Nuestra derrota estuvo siempre implícita en la victoria ajena; nuestra riqueza ha generado siempre nuestra pobreza para alimentar la prosperidad de otros: los imperios y sus caporales nativos. En la alquimia colonial y neocolonial, el oro se transfi gura en chatarra, y los alimentos se convierten en veneno (5).
Además del propósito general de la obra que manifiesta la cita, merecen comentarse ciertos elementos presentes en la segunda parte, subrayada en el original: la mención de actores extranjeros y cómplices locales como responsables y beneficiarios del despojo denunciado: «los imperios y sus caporales nativos». Asimismo, es de destacar la comprensión de la historia de América Latina como marcada por dos etapas de explotación. En este sentido, en Las venas abiertas Galeano deja de manifiesto por primera vez una visión de la historia de la región teñida de cierto maniqueísmo, que repetiría en obras posteriores. Comenta Palaversich al analizar Memoria del fuego, que Galeano «concibe la historia latinoamericana como un círculo vicioso de explotación y confrontación entre los buenos (el pueblo latinoamericano) y los malos (colonizadores, las fuerzas extranjeras y sus aliados domésticos) aparentemente interrumpido por el triunfo de las revoluciones cubana y nicaragüense» («Eduardo Galeano, entre el postmodernismo», 14). Ahora bien, las dos etapas de explotación descritas en Las venas abiertas están relacionadas a su vez con dos tipos de productos: los metales preciosos vinculados con la primera colonización; los productos de la tierra que caracterizan la era imperialista. La cuestión de los recursos naturales es clave en esta obra; tiene un sentido organizador y explicativo. Como han descrito los editores del Monthly Review, en lugar de apoyarse en la cronología, la geografía o las etapas políticas, Galeano estructura los distintos momentos de la historia de la región, «siguiendo los patrones de cinco siglos de explotación». En ese sentido, «se ocupa del oro y la plata, del cacao y el algodón, de la goma y el café, de las frutas, de la fibra y la lana, del petróleo, el níquel, el manganeso, el cobre, el mineral de aluminio, los nitratos y el estaño». de América Latina, una suerte de contrahistoria que tiene por tema fundamental la economía política de América Latina. Pero yo no soy un economista. Simplemente puse al servicio de la difusión de ciertos datos y de ciertas ideas que me parecía importante divulgar, toda mi habilidad, que no es demasiada, en el oficio de escribir. Eso dio por resultado un libro que habla de economía en un lenguaje más o menos accesible, lo que resulta bastante raro, y eso quizás explica la buena suerte que el libro tuvo. Pero yo no soy economista (…) de todos modos creo que sí, que está limitado y deformado el crecimiento de los países capitalistas dependientes. Somos países mutilados por una estructura internacional de poder, que con una mano te presta lo que con la otra te roba. (…) Esta estructura internacional de poder, que se llama imperialismo, no tiene la culpa de todos los males del mundo. Pero sí creo que el imperialismo tiene la culpa de casi todos los males» (De las venas abiertas, 3).
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La estructura de la obra es uno de los secretos de su fuerza persuasiva. Las venas abiertas consta de tres partes. Una introducción, titulada «Ciento veinte millones de niños en el centro de la tormenta»; una primera parte, «La pobreza del hombre como resultado de la riqueza de la tierra» —un título interior que compite en eficacia argumentativa con el principal—; y una segunda parte, «El desarrollo es un viaje con más náufragos que navegantes». En líneas generales, la primera parte se concentra en la cuestión de la explotación colonial y neocolonial de los recursos naturales, en tres sub-secciones: una dedicada a la explotación de los metales preciosos en la era colonial («Fiebre del oro, fiebre de la plata»); otra referida a la explotación neocolonial de la agricultura («El rey azúcar y otros monarcas agrícolas»); y una tercera en relación con la explotación neocolonial de los minerales («Las fuentes subterráneas del poder»). La segunda parte se concentra en las formas financieras de la dependencia, con discusión de las luchas en torno a la imposición del «librecambio» y la historia de los créditos internacionales. Es decir, la obra parte de la dependencia directa de la época colonial, y la explotación del oro y la plata, fuertemente asociados con la codicia en el imaginario occidental. Luego cuenta la misma historia pero en relación con regímenes políticos no tan claramente dependientes, y en relación con productos que, por sí mismos, tienen connotaciones menos materialistas. Al establecer un paralelo tácito con las situaciones y los productos de la sub-sección anterior, el neocolonialismo se carga de la misma connotación negativa que el imperialismo formal, y el azúcar o el cacao devienen productos tan valiosos y codiciables como el oro o la plata. El tercer movimiento del texto es avanzar hacia formas de explotación relativamente más abstractas, como la imposición del libre comercio. En su colocación final tras estos dos desarrollos previos, esta fase también se lee claramente como producto de la codicia y el abuso. A lo largo del libro, cada historia de explotación de un recurso natural va acompañada de la explotación paralela de un grupo étnico o social, el que es sometido a condiciones miserables y reprimido de manera sangrienta cada vez que busca responder a la opresión. Si tenemos en cuenta estas secciones, y los distintos casos específicos de productos y países analizados, Las venas abiertas puede ser pensado como un enorme trabajo de recopilación con fines argumentativos: con el propósito final de demostrar que una misma situación de explotación se repite en distintos lugares y momentos de la historia de América Latina, en función de su relación con naciones europeas y los Estados Unidos, sin que esta reiteración se interrumpa tras la independencia de las naciones. La fuerza evocativa del título es otra de las razones del poder persuasivo de la obra: la metáfora de «las venas abiertas», con su alusión a la sangre, acerca hombres y materias primas, equiparando la doble explotación de naturaleza y personas, un recurso presente en los poemas de Guillén, como vimos en la Introducción.2 Asimismo, el título hermana a 2 La metáfora de la sangre para referirse a la explotación colonial puede considerarse estabilizada en tiempos de la Independencia. Escribe Simón Bolívar en carta a su amigo Antonio Santander, acercando también cuestiones de género y de raza: «Somos el vil retoño del español predador, que vino a América para sangrarla hasta tornarla blanca y para reproducirse con sus víctimas», citado en Pratt (Imperial Eyes, 192).
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todas las naciones de la región en un mismo colectivo despojado y sufriente, como didácticamente resume uno de sus párrafos iniciales: Es América Latina, la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días, todo se ha transmutado siempre en capital europeo o, más tarde, norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los centros de poder. Todo: la tierra, sus frutos y sus profundidades ricas en minerales, los hombres y su capacidad de trabajo y consumo, los recursos naturales y los recursos humanos (2).
Un punto más quisiéramos agregar en relación con la matriz narrativa de las innumerables historias de despojo que se suceden en Las venas abiertas. Al período de explotación del recurso natural en cuestión, que implica un apogeo de la zona explotada, y con posterioridad o simultaneidad a los alzamientos de los oprimidos, sigue inevitablemente, en el relato de Galeano, un período de honda, irredimible depresión económica. La naturaleza y los hombres resultan agotados, devastados. Como ejemplo, podemos detenernos en un pasaje sobre la ciudad brasileña de Ilhéus en el que, significativamente, la prueba que exhibe este autor es literaria. En el contexto de la historia de la explotación del cacao en Brasil y tras mencionar las novelas Cacao y São Jorge dos Ilhéus, de Jorge Amado, la narración concluye citando una tercera obra del escritor brasileño, donde se incluye una anécdota con función explicativa: «En otra novela, Gabriela, clavo y canela, Buenos Aires 1969, un personaje habla de Ilhéus en 1925, alzando un dedo categórico: ‘No existe en la actualidad, al norte del país, una ciudad de progreso más rápido’». Cierra, contundente, Galeano: «Actualmente Ilhéus no es ni la sombra» (148, n. 63). La cita nos autoriza a introducirnos en las fuentes literarias de la obra, las que, creemos, la informan documentalmente pero sobre todo ideológicamente, sugiriendo significados. Son obras que orientan su mirada, que construyen actores y relaciones entre los mismos, que insinúan explicaciones causales y valoraciones a través de la narración. Como hemos señalado y como puede esperarse de un trabajo ensayístico, en Las venas abiertas Galeano cita fundamentalmente obras históricas, teóricas y ensayos, que aportan información y argumentos para construir su meta-relato de denuncia de la prolongada explotación colonial y neocolonial que sufrió América Latina. Sin embargo, en determinados momentos, apoya su argumentación en novelas, que se refieren a algunos de los períodos o episodios que comenta. La mayor parte de estas obras son un poco anteriores o contemporáneas a la escritura de su libro; unas pocas tienen para entonces casi cuarenta años de publicadas. Entre las primeras, se cuentan novelas ya clásicas del boom (King).3 Galeano cita tres obras de Amado. Una de ellas es Gabriela, clavo y ca3 En Las venas abiertas Galeano cita obras tempranamente consagradas del boom, como El reino de este mundo, del cubano Alejo Carpentier, publicada en 1949 (99, n. 18); La casa verde, del peruano Mario Vargas Llosa, publicada en 1966 (136, n. 59); Gabriela clavo y canela, del brasileño Jorge Amado, publicada en 1969 (140, n. 62); Cien años de soledad, del colombiano Gabriel García Márquez, publicada en 1967 (165, n. 91); y La muerte de Artemio Cruz, del mexicano Carlos Fuentes, publicada en 1962 (190, n. 117). También cita otras obras de este período pero de menor
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nela (1958), representante del boom; y otras dos son del primer período de este escritor, que forman parte de un momento clave del desarrollo de la narrativa latinoamericana. Las obras son Cacao, publicada en 1934; y São Jorge dos Ilhéus, publicada en 1945 (Las venas abiertas, 147-148; n. 62). Amado, entonces, funciona como un puente que conecta el boom y esta etapa anterior de la narrativa de la región; es el linaje que nos permite remontar el tiempo, hasta el período en que consideramos que tiene sus raíces el discurso que se explicita en la obra de Galeano. De algún modo, estas obras de Amado representan la vinculación con un pasado literario devenido inconsciente, convertido casi en sentido común para la generación de jóvenes intelectuales del setenta que Galeano representa. Cacao se traduce al español casi de inmediato. En 1936, aparece en Buenos Aires una edición a cargo de la Editorial Claridad, cercana al Partido Socialista de ese país.4 En el prólogo, Héctor F. Miri, poeta y traductor cercano a la línea editorial de esa casa, la presenta como «el fiel reflejo de la vida del trabajador rural, sobre todo del que está esclavizado en los cacahuetales brasileños», y cuenta que su publicación «provocó escándalo en Brasil» (Miri, 5). Inmediatamente, para poner la novela en contexto, Miri menciona otras tres obras: Lo que son los yerbales (1908), de Rafael Barrett; La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera; y Huasipungo (1934), de Jorge Icaza. El conjunto de elementos que Miri considera relevante destacar de cada una de las obras pone en evidencia que ha encontrado una significativa regularidad en las mismas, a pesar de que provienen de distintos países latinoamericanos y están localizadas en diversos ambientes naturales: Así como el másculo Barrett, en la Argentina, hizo el cuadro preciso y acabado de lo que son los yerbales, dando la idea exacta del dolor del mensú; así como Rivera transportó a ‘La Vorágine’ la tragedia infinita y gigantesca del chiclero que nace, crece y muere en la inmensidad de las sombrías selvas colombianas, ofreciendo el espectáculo que pueda concebirse dentro de una belleza formidable; así como Icaza, el ecuatoriano, logró representarnos en ‘Huasipungo’ el trágico destino de los indios de su tierra, así también este admirable Jorge Amado ha penetrado el alma de los trabajadores alquilados en las inconmensurables fazendas de cacao, donde la vida misma es un accidente y donde el hombre, huérfano de alfabeto, libertad y amor, es ya ‘un vencido antes de nacer’, como sentencia gravemente un personaje de la novela (5).
Esta cita resulta reveladora en varios aspectos. En primer lugar, identifica dos elementos que parecieran ir sistemáticamente asociados: un recurso natural y un tipo de repercusión internacional, como Vidas secas, del brasileño Graciliano Ramos, publicada en 1964 (130); La casa grande, del colombiano Álvaro Cepeda Samudio, publicada en 1967 (165, n. 91); o la trilogía del guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Viento fuerte (1950), El papa verde (1954) y Los ojos de los enterrados (1960), inspirada en la historia de la empresa transnacional United Fruit en América Central (165, n. 92). 4 La editorial Claridad fue fundada en 1922 y desde el comienzo fue cercana al partido socialista de Alfredo L. Palacios. Con altas tiradas y bajos precios —veinte centavos, por entonces el valor de una merienda popular— sus libros tenían una red de distribución sudamericana (Ferreira de Cassone, 40-41).
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trabajador. En la obra de Barrett, los «yerbales» y el «mensú»; en la de Rivera, el caucho y el «chiclero»; en la de Amado, el «cacao» y los «trabajadores alquilados». Claro que esto puede relacionarse con los caracteres costumbristas, asociados para González Echevarría con la «red antropológica institucionalizada», sobre la que se crean estas novelas: una mirada acerca de los rasgos telúricos característicos (Myth and Archive, 155). Sin embargo, entendemos que estas apariciones pareadas revelan una semejanza más profunda, un cierto patrón que el prologuista ha encontrado en las obras. No en vano en la cita sólo queda por identificar el recurso natural que se asocia con la explotación de los «indios» en la novela de Icaza. Sugestivamente, en esta obra, que trata sobre el desplazamiento de los indígenas para facilitar emprendimientos de explotación de maderas duras para uso en los ferrocarriles y de campos petroleros, los explotados no están directamente asociados con el recurso natural: no son hacheros ni obreros de los pozos petroleros. De manera que puede pensarse que no es debido a un mero descuido el que Miri no mencione esos recursos. Creemos que se trata de un vacío que marca, precisamente, la inmediata asociación entre recurso natural y trabajador en las otras tres obras, y que constituye un patrón repetido —si bien, como vemos, no exclusivo— en el discurso que buscamos caracterizar, y sobre el que Miri ofrece sus pautas características. Otro aspecto clave al que alude la cita en relación con la naturaleza tiene que ver con su riqueza, con su característica copiosa: «inmensidad» de una selva de «belleza formidable»; «inconmensurables fazendas». En paralelismo de signo contrario, también el sufrimiento de los trabajadores es descrito en términos hiperbólicos: su tragedia es «infinita y gigantesca», su destino es «trágico». Por otra parte, el lugar aparece mencionado o aludido en casi todos los casos, al dar la nacionalidad del autor o al situar el paisaje. Es menos explícita en el caso de la obra de Amado; pero allí es la lengua la que designa al connotar: «fazendas» dice Brasil. La localización está desplazada en el caso de Barrett, un intelectual nacido en España, y quien en Los yerbales habla del Paraguay. Más que pares, entonces, estamos en presencia de tríadas: se observan el recurso natural, el trabajador, el lugar —como país o paisaje—. De esta manera, Miri establece una fuerte relación hombre-tierra, que se ve alterada por una forma de explotación que las obras vienen a denunciar. Finalmente, un aspecto importante, que está implícito en la cita y que hace posible que este crítico agrupe obras de ficción y de no ficción, es que de todas ellas dice implícitamente que están en relación con una realidad que debe contarse de manera urgente: por eso su insistencia en palabras como «representar» y «transportar». Confirmando la rápida circulación de este tipo de literatura en la región y la difusión de un modo de leerlas y vincularlas, exactamente en ese mismo año de 1936, y también en un prólogo, reaparecían mencionadas en Quito tres de estas obras, dentro de una argumentación muy parecida. En el estudio preliminar de F. Ferrándiz Alborz a Flagelo, drama en un acto de Icaza, este autor se pregunta con qué literatura de América Latina puede vincularse la novela más famosa de este escritor, Huasipungo. Propone, entonces, títulos que forman parte de la tradición regionalista o criollista: en primer lugar, este autor menciona los nombres del uruguayo-argentino Horacio Quiroga, del 32
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argentino Benito Lynch (escrito con una desconcertante «i» latina), y del brasileño Monteiro Lobato. Los tres, sin embargo, son descartados. El primero «porque resulta excesivamente vegetal; la pampa, el Chaco, el Paraná, los hombres parecen medios para que hable el paisaje» (XXXI): Ferrándiz Alborz sugiere que las obras de Quiroga dejarían fuera de foco las cuestiones sociales, es decir, las responsabilidades humanas (políticas) detrás de los dramas narrados para dar todo el poder a la naturaleza. Veremos en el capítulo 3 que una parte de la obra de Quiroga puede ser leída así, aunque no toda. De Lynch dice el autor, aludiendo probablemente a su novela El inglés de los güesos, que «no ha hecho sino transplantar al medio campesino el eterno drama de alcoba de la novela burguesa, mientras que para Icaza el drama de alcoba es un detalle decorativo de la narración» (XXXII). Nuevamente parece proponer que la preocupación de Icaza es más social, y no tanto psicológica, como atribuye a Lynch. Al brasileño, finalmente, lo acusa de tener un estilo excesivamente preciosista para compararse con la denuncia del ecuatoriano: «El infierno verde del Brasil resulta en Monteiro Lobato un jardín podado al sistema del parque inglés» (XXXII). Entonces, ¿cuáles son los autores y las obras emparentadas con Huasipungo? En su prólogo, Ferrándiz Alborz propone dos, de manera muy asertiva: aparecen nuevamente, como en la cita de Miri, La vorágine y Lo que son los yerbales: Pero un día aparece ‘La Vorágine’, del colombiano Eustasio Rivera, y el escritor que pavonea sus genialidades por los salones de Buenos Aires, Madrid, Montevideo o Río de Janeiro, se queda alelado. ¿Pero es verdad tanto horror? ¿Dónde queda eso? ¿Cómo puede haber escritores que al hablar de cosas americanas no hablen del conventillo y de los señoritos que pasean por la calle Florida? Pero, al fin, aunque sea a regañadientes, descubren el infierno de las caucherías amazónicas, como antes, gracias a Barret (sic), descubrieron los hierbales del Paraguay, y ahora, con ‘Huasipungo’, de Jorge Icaza, han descubierto el Ecuador. ¿Y dónde queda ese país? No están muy seguros, pero dicen que en la ruta hacia los Estados Unidos. ¿Será verdad que la tragedia india es tan monstruosa como relata ‘Huasipungo’? (XXXIV-V)
Otra vez vemos una fuerte relación entre un paisaje o país, un recurso natural y una población explotada de manera que provoca escándalo: «infierno», «horror», «tragedia (…) monstruosa» hablan de un mismo tono hiperbólico y emotivo en las obras. Se suma un elemento más, apenas una alusión al pasar, que apunta al carácter anti-imperialista de esta literatura, como es la mención de los Estados Unidos. Este aspecto, que no aparecía explícitamente en la cita de Miri, sí podía considerarse aludido indirectamente, al mencionar productos —sobre todo, el caucho y el cacao— destinados al mercado de exportación. La situación de explotación puesta en cuestión, entonces, es atribuida a una articulación hacia el exterior de la región: se hace manifiesta la orientación antiimperialista de este discurso. Esas dos citas, entonces, confirman la existencia, hacia 1936, de un conjunto de obras de amplia circulación en la región, que construyen narrativas anti-imperialistas 33
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que vinculan la explotación de un recurso natural y de un grupo social local, por parte de actores extranjeros, en connivencia con actores locales. Estas obras se propondrían de manera bastante clara como denuncias de esta situación, que es presentada como grave e intolerable. Puede advertirse la relación entre este tipo de literatura y Las venas abiertas: se presentan los mismos elementos en una narración que plantea similares motivaciones. También se acercan en el tono, de notas emotivas: las hipérboles señaladas en el prólogo de Miri y de Ferrándiz Alborz se corresponden con el acento de «indignación moral», con la «ira» atribuida a la obra de Galeano. Ciertamente, esta literatura informa la obra del uruguayo. DESPERTAR DE LA CONCIENCIA DEPENDIENTE: EL LUGAR Y LA NATURALEZA En su reciente análisis de los «escritores regionales», la crítica norteamericana Jennifer French postula que es sólo a partir de la década del veinte que los escritores latinoamericanos despiertan a la conciencia de la situación de dependencia de la región frente a Gran Bretaña. Hasta entonces, la literatura había omitido dar cuenta de la penetración del imperialismo británico que comenzó a tener lugar en las décadas inmediatamente posteriores a las guerras de independencia. En su visión, la obra emblemática de ese período del «Imperio Invisible» —como esta crítica lo denomina— es La agricultura en la zona tórrida, de Andrés Bello, publicada en 1826. Este largo poema sobre las riquezas naturales se convierte en un modelo dominante para los escritores de la región, en cuanto a cómo comprender y representar la naturaleza; modelo que perduraría durante todo el resto del siglo XIX, debido a su capacidad para codificar una «perspectiva señorial, celebratoria sobre la naturaleza» (13). Este modo dominante de representar la naturaleza se correspondía con una situación económica y política de la región, cuando la creación de estados nominalmente independientes tuvo lugar en sincronía con el desarrollo de economías al servicio de las necesidades de Gran Bretaña.5 Como en un verdadero «imperio», French señala que la relación estaba marcada por un intercambio comercial desigual: las nuevas repúblicas latinoamericanas «proveían a las metrópolis de materias primas para la industria y los consumidores británicos» (19). Sin embargo, la radical asimetría y dependencia que implicaba esta situación no era percibida. La invisibilidad de este nuevo imperialismo se debió, en el análisis de French, a que en las nuevas repúblicas «los Estados nacionales fueron, frecuentemente, socios en las formaciones económicas dominadas por el capital británico» (19). Las élites ilustradas tenían el control formal del Estado y se quedaban con una porción sustancial de los 5 Aunque el análisis general de La agricultura en la zona tórrida que hace Mary Louise Pratt es bastante coincidente con el de French, incluye una observación sugestiva, que matizaría su caracterización: la ausencia de referencias al confort de las ciudades o al consumismo y la exaltación de la vida frugal del campo en la obra de Bello podría entenderse, según Pratt, no sólo como un gesto nostálgico sino como «una respuesta dialógica a la mirada mercantilista, codiciosa, de los ingenieros ingleses» (Imperial Eyes, 171). En este sentido, La agricultura manifestaría un malestar temprano hacia la avanzada de las inversiones británicas en la región.
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beneficios derivados de este intercambio comercial desigual. Por ese motivo, en los momentos en que se habían manifestado resistencias a este modelo, como las guerras civiles entre el interior y Buenos Aires entre 1820 y 1850, éstas fueron representadas como «una oposición al Estado mismo, las naciones modernas y democráticas que las élites estaban estableciendo» (19). Frente a este modo de representar la naturaleza que omitía dar cuenta de la situación de «imperialismo informal» o «neocolonialismo» (6), conceptos que French aproxima, la nueva generación de «escritores regionales» introdujo una innovación radical al problematizar la relación de los seres humanos con la naturaleza, a diferencia de los escritores anteriores, que prefirieron «idealizar o ‘naturalizar’ en representaciones bucólicas de la vida rural de acuerdo con la tradición inaugurada por Bello» (28). French caracteriza el conjunto de las novelas de la tierra como «discurso colonial», siguiendo a Edward Said, para quien la experiencia esencial del colonialismo tiene que ver con la posibilidad de establecer un control de áreas geográficas lejanas, desplazando a los residentes originales. Dice Said en Culture and Imperialism: «En un nivel muy básico, el imperialismo significa pensar, establecerse y controlar tierras que no se poseen, que son distantes, donde viven y de las que son dueñas otras personas» (7). En este sentido, el análisis de French pone de manifiesto que las «novelas de la tierra» se corresponden con un momento en que el neocolonialismo avanza hacia el interior de América Latina, tomando el control de sus recursos naturales, tanto en relación con la agricultura como en relación con la minería; actividades económicas que aparecen hermanadas como consecuencia de un mismo proyecto imperial y una orientación más extractiva que sustentable de los productos de origen vegetal. Este avance tiene como correlato ineludible una relocalización de los habitantes de esas zonas, que puede tomar la forma de un desplazamiento en el espacio o en la posición socio-económica, es decir, en relación con los medios de producción. De pequeños propietarios u ocupadores por tradición de esas tierras, sus habitantes devienen, debido a los procesos de neocolonización, emigrantes internos o mano de obra proletarizada, presa fácil para relaciones laborales lindantes con el abuso. Como comenta French, estas obras «representan la rápida expansión de la agricultura capitalista y las industrias extractivas en los bosques y las llanuras del interior del continente, donde nuevas tierras fueron repobladas, y cuyos habitantes fueron o bien desplazados o bien forzados a trabajar para los recién llegados» (29). En términos generales, las primeras décadas del siglo XX constituyen para América Latina el momento en que alcanza su apogeo la vinculación informal con el Imperio Británico, que coincide con el creciente interés por la región de la potencia emergente en el contexto internacional, los Estados Unidos. Hasta entonces, como explica el historiador Leslie Bethell, Gran Bretaña había sido «el actor externo dominante en los asuntos económicos y, en menor alcance, políticos» (1). Esta situación se había prolongado por más de un siglo, desde las guerras napoleónicas y la casi coincidente ola de movimientos independentistas en la región, cuando Gran Bretaña se convirtió en el principal provee35
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dor de capital y manufacturas. Pero, sobre todo, a partir de la Primera Guerra Mundial, emerge otro actor que compite por ese lugar y logra imponerse, en primer lugar como primer socio comercial y luego como primer aportante de capital de la región. De todos modos, Gran Bretaña conservó una posición dominante en la Argentina, «por entonces, el país líder en América Latina» (1). La presencia norteamericana en la economía de América Latina resulta creciente a partir de los años veinte; explosivamente creciente, podría decirse. Entre 1924 y 1928, la entrada de capitales norteamericanos en la región es calificada por Bethell como una «inyección masiva», como una verdadera «danza de los millones» (17). Es en América del Sur donde se observa el aumento más importante: la inversión directa salta de US$ 173 millones en 1913, a US$ 2.293 millones en 1929. De hecho, para ese año más de un tercio del capital norteamericano invertido en el exterior iba a América Latina. Se trata del momento clave en que cambia el actor dominante, en términos de inversión económica, en la región, en el juicio de Bethell (17). Lo mismo puede decirse con respecto al comercio: en ese momento, Estados Unidos llega a controlar entre el 70 y el 75 % del mercado mexicano; entre el 50 y el 80 % del de América Central y el Caribe; entre el 40 y el 45 % del de Venezuela, Colombia y Perú; el 30 % del de Brasil, Uruguay y Chile; el 20 % del de Argentina (16). Retomando la propuesta de French, puede decirse que la toma de conciencia de esta situación neocolonial y la consecuente emergencia de este nuevo «discurso colonial» que representan las novelas de la tierra se da no meramente como resultado acumulativo de la presencia de los capitales y las manufacturas extranjeras, sino debido a nuevas circunstancias históricas que contribuyeron a hacer visible el «Imperio Invisible» británico; y, agregamos nosotros, también el emergente imperio norteamericano, que nunca gozó de invisibilidad. Entre esas circunstancias, French cita, en primer lugar, La ciudad letrada de Ángel Rama para referirse a la emergencia de un nuevo grupo social: personas educadas pero que no pertenecían a las élites dominantes. Esto ocurre como resultado de un cierto «desarrollo social» en las ciudades latinoamericanas, que se beneficiaron con las ganancias del intercambio comercial; entre estos intelectuales se encuentran los que incorporarían las nuevas ideas anarquistas, socialistas y marxistas. El segundo factor que señala French es la ola de turbulencias económicas y políticas que afectaron a las metrópolis. Algunas tuvieron origen local, en denuncias de explotación en la primera década del siglo XX. El tercero fue la gran crisis desatada por la Primera Guerra Mundial, que dejó más claramente en evidencia la situación de dependencia de las economías de la región, orientadas a la exportación: no sólo interrumpió el flujo de capitales, sino también la demanda de productos tales como el café. Por otra parte, la prohibición de comerciar con Alemania deprimió los precios de productos considerados estratégicos, como el trigo, la carne o los nitratos (26-27). Como explica Giovanni Arrighi en su análisis de las crisis de acumulación capitalista, muchas veces los ciclos de protesta se inician como resultado de las crisis, más que como causantes de las mismas (Adam Smith, cap. 7). En este caso, su observación se corresponde muy claramente con la situación de América Latina en las primeras décadas 36
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del siglo XX: se exacerbaron las denuncias de bajos salarios en Perú, Venezuela y México, donde compañías británicas explotaban petróleo (French, 27). En Uruguay y Argentina, se verificaron protestas de las clases medias contra el hecho de que se reservaran puestos a trabajadores británicos en los ferrocarriles y empresas de servicios públicos (Bethell, 16). Diversos autores señalan, asimismo, la importancia de movimientos insurreccionales, como la Revolución Mexicana, entre 1910 y 1922, y la Revolución Rusa; todo lo cual contribuyó a conformar un panorama que, en el análisis de French, «puso tanto al imperialismo como a los conflictos nacionales de clase exacerbados por éste al frente del debate político en muchas partes de América Latina» (27). En particular, el sentimiento anti-imperialista y la organización de agrupaciones políticas en torno al mismo creció notablemente en la segunda mitad de la década del veinte. Pese a que todavía Gran Bretaña era una presencia de peso, lo más notable de este fenómeno es que se concentró mayoritariamente en los Estados Unidos. Como comenta Martin, Gran Bretaña «nunca sufrió el peso del odio acumulado ni por España en el período colonial ni por Estados Unidos en el siglo XX» («Britain’s cultural relations», 27). En este sentido, un antecedente importante son artículos fundamentales de José Martí y la obra Ariel de Enrique Rodó, dos intelectuales que se encuentran entre los que marcan una «nueva época» en el modo de hablar sobre los Estados Unidos en América Latina, tal como analizó el crítico español José de Onís en su clásico libro de 1956 (331-341). Ese cambio de visión estuvo en gran medida motivado por la participación norteamericana en la Guerra de Cuba y por una iniciativa como la I Conferencia Internacional Americana en 1889-1890, interpretada tempranamente como parte de una estrategia para asegurar el predominio de Estados Unidos sobre América Latina, que no se limitó a la región sino que también alcanzó España.6 En el caso de Martí, la crítica ha considerado fundamental su artículo «Nuestra América», publicado en El Partido Liberal, de México, el 30 de enero de 1891. Advierte allí el cubano que los Estados Unidos podrían estar tentados de avanzar sobre la América hispana: «El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América; y urge, porque el día de la visita está próximo, que el vecino la conozca, la conozca pronto, para que no la desdeñe. Por ignorancia llegaría, tal vez, a poner en ella la codicia» (OC VI 22). También son importantes la serie de artículos publicados por Martí en el diario La Nación de Buenos Aires, evaluando la I Conferencia Internacional Americana, realizada entre octubre de 1889 y abril de 1890, en los que el cubano denunciaba que el propósito final de la convocatoria era asegurar el predominio de Estados Unidos sobre América Latina. Los artículos de Martí fueron publicados entre el 19 de diciembre de 1889 y el 15 de junio de 1890. De hecho, la reunión fue una pieza central de la política de James Blaines, secretario de Estado durante la presidencia de James A. Garfield, quien se propuso reeditar y renovar la doctrina Monroe en busca de eficiencia 6 Sobre estos aspectos de la obra de Martí, ver también: Elio Alba Buffill; Teodosio Fernández; Enrique Mario Santí; Susana Rotker.
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económica y ventajas comerciales como objetivos de una nueva política de expansión, en la síntesis de Adriana Arpini (32-33). Otro texto clave en esta nueva conceptualización de los Estados Unidos por parte de los intelectuales latinoamericanos es el Ariel, del uruguayo Enrique Rodó, que oponía la «espiritualidad» de las naciones de la América hispana al «utilitarismo» de ese país. Anticipado también en las página de La Nación en 1900, el ensayo de Rodó tuvo amplia circulación en la región. La crítica Eva María Valero Juan considera la escritura del Ariel dentro de un debate general «entre las dos civilizaciones principales: la latina frente a la anglosajona y germánica», que se dio tanto en América Latina como en España. Habla entonces del surgimiento de un «panlatinismo» y un «panhispanismo», en relación con la percepción del «peligro que suponía la penetración de la influencia no sólo intelectual sino también económica tanto de los Estados Unidos como de otros países europeos en las antiguas colonias españolas de América» (46-47). Se trata de dos términos que en ocasiones se confunden: «Pensadores del cambio de siglo, tanto españoles como hispanoamericanos, utilizaron un término u otro (‘lo latino’ o ‘lo hispánico’) dependiendo de la intencionalidad de su discurso» (47).7 El historiador Ricardo Melgar Bao señala otra serie de acciones de Estados Unidos sobre América Latina de sucesivos gobiernos norteamericanos que despertaron reacciones en los intelectuales de la región en las primeras décadas del siglo. Se refiere a las que denomina «intervenciones militares» durante la presidencia de Woodrow Wilson en Honduras, Panamá, República Dominicana, Haití, Cuba y México; y a las «amenazas imperiales» sobre México y Nicaragua durante la presidencia de Calvin Coolidge (149). Para describir la reacción de los intelectuales de la región en ese momento, Melgar Bao habla de la creación de un «abanico de organizaciones y publicaciones anti-imperialistas». Entre ellas, menciona la Liga Anti-imperialista de las Américas (LADLA), la Unión Latinoamericana (ULA), la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), y la Unión Centro Sud Americana y de las Antillas (UCSAYA), mayoritariamente creadas entre 1925 y 1927. Si bien cada una de ellas tuvo un centro bastante claro en algún país de la región, todas estas organizaciones buscaron expandir su alcance a los demás países latinoamericanos, así como más allá de la región, a través de la constitución de redes intelectuales y políticas, como han destacado Melgar Bao y Alejandra Pita González. UCSAYA, por ejemplo, fue fundada en México en abril de 1927 por el intelectual venezolano Carlos León y el escritor argentino Alejandro Sux. Entre sus miembros se contó el escritor nicaragüense Hernán Robleto, quien sería el primer escritor latinoamericano que publicaría en la editorial Cenit española, con su novela Sangre en el trópico, enfocándose precisamente en la intervención norteamericana en su país (Melgar Bao, 151). El segundo sería nada menos que el peruano César Vallejo, que tuvo bastante relación con el fundador del APRA, Raúl Haya de la Torre; 7 Dos trabajos recientes, editados con motivo del centenario de la publicación de Ariel, actualizan la discusión sobre esta obra; ver: Ottmar Ette y Titus Heydenreich (eds.), y Gustavo San Román.
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Vallejo publicaría en Cenit también una novela anti-imperialista, El tungsteno, que analizaremos en el capítulo 4. Haya de la Torre tenía, a su vez, estrecha relación con la mayor organización de la época, la ULA, como ha analizado Martín Bergel (125). Fundada por el intelectual argentino José Ingenieros y presidida en la década del veinte por Alfredo Palacios, primer diputado socialista de la Argentina, la ULA se propuso «generar una opinión pública favorable a la unidad cultural, política y económica de los países de América Latina», como explica la historiadora Pita González. Éste sería un primer paso a partir del cual «podría hacerse frente al imperialismo» (120). Finalmente, la LADLA, fundada en 1924 en México, fue una suerte de Internacional Latinoamericana, auspiciada por el Comintern soviético para la región, en la que participaron, entre otros, el intelectual Enrique Flores Magón y el pintor Diego Rivera. Con filiales en Estados Unidos, Cuba, Colombia, Guatemala, El Salvador, Puerto Rico, Chile, Uruguay, en varios casos actuando en forma clandestina, la LADLA encaró campañas por la independencia de territorios ocupados por los Estados Unidos, como Filipinas y Haití; por la liberación de los obreros Sacco y Vanzetti en los Estados Unidos; y «en defensa de la soberanía nacional sobre el petróleo» en México y Argentina (Daniel Kersffeld, 143-148). En torno a estas organizaciones anti-imperialistas llegó a establecerse un denso entramado de relaciones entre escritores e intelectuales de distintos países de América Latina, con lazos de que se extendían a otros países: especialmente, a España. Esta red fue posible y se sostuvo tanto a través de los intercambios debidos a exilios forzados, como por verdaderas campañas de proselitismo que implicaron largos viajes por la región, como los encarados por el escritor argentino Manuel Ugarte (Laura Ehrlich). También fueron cruciales una abundante y sostenida correspondencia, así como la colaboración cruzada de estos intelectuales en publicaciones regionales. Estas organizaciones tuvieron diferente alcance y orientación política, pero todas ellas se manifestaron fundamentalmente preocupadas por el creciente poder norteamericano en la región, contribuyendo de manera positiva y negativa —es decir, por contraste— a afianzar una cierta identidad latinoamericana. Como explica Melgar Bao: «Más allá de sus diferencias ideológicas y estrategias discursivas o políticas sobre el modo de concebir sus luchas a favor de la soberanía nacional o continental, convergían en señalar a los Estados Unidos como la principal amenaza para los países de la región» (149). Puede decirse que, en consonancia con esta construcción de la amenaza de un «otro» para la región —personificado en Estados Unidos—, se afianza la construcción de un «nosotros», profundizando y afianzando la operación simbólica que analiza Susana Rotker en relación con la obra periodística de Martí. En este aspecto, en las primeras décadas del siglo XX comienza a estabilizarse la denominación «Latinoamérica», «América Latina» y «latinoamericanismo» —si bien en fluctuación con otras denominaciones— entendida en oposición a «panamericano» y «panamericanismo», terminología que resulta asociada a las propuestas norteamericanas, sobre todo alrededor de la I Conferencia Internacional 39
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Americana.8 Como comenta Arpini: «Así, pues, Latinoamérica y Panamérica no sólo significan cosas diferentes, sino que constituyen categorías sociopolíticas contrapuestas por su historia y la carga ideológica y valorativa que cada una de ellas representa» (32). COINCIDENCIAS Y DIVERGENCIAS En este contexto, coincidimos en la caracterización de las novelas de la tierra como «discurso neocolonial» que propone French, discurso que por primera vez deja en evidencia la situación de dominio imperialista de Gran Bretaña en América Latina, precisamente en el momento en que esta potencia estaba siendo desplazada aceleradamente por los Estados Unidos como potencia hegemónica en el mundo, como explica Arrighi («Spatial and other fixes»). En este punto de su desarrollo, sin embargo, nuestro trabajo diverge del de French debido a los diferentes propósitos que los guían. En efecto, si la crítica norteamericana se propone analizar en las novelas de la tierra una cierta «poética ecológica», nuestro trabajo se orienta específicamente a encontrar en ciertas obras literarias la genealogía que culminaría con el desarrollo del contra-discurso neocolonial sobre los recursos naturales de tono latinoamericanista. Muy pocas de esas obras pueden ser incluidas en la categoría «novela de la tierra». Incluso, como veremos en los capítulos 3 y 4, es posible establecer paralelos y contrastes bastante precisos entre las novelas de la tierra y el corpus que vamos a analizar en relación con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Cierto es que estos dos grupos de obras comparten importantes puntos en común: su preocupación por la tierra y la naturaleza; su sensibilidad ante la situación neocolonial; el hecho de ser trabajos producidos en las ciudades por una clase media emergente o miembros de la élite con cierto sentido nacional. Sin embargo, como nos proponemos demostrar, estos dos grupos de obras divergen en aspectos cruciales: sobre todo, en la orientación fuertemente anti-imperialista y radicalmente anti-hegemónica del corpus relacionado con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. En el análisis de Said, los discursos anti-imperialistas se caracterizan por la primacía en ellos de lo que da en llamar «lo geográfico». El lugar donde se desarrollan los procesos imperiales es fundamental para poder comprenderlos; finalmente, dice Said, el imperialismo es sobre todo el control del espacio desde puntos distantes, la apropiación de tierras de otros en función de un plan concebido desde una metrópoli. Para responder a esa apropiación, es necesario no sólo comprender esta cuestión del espacio; sino, eventualmente, ir un poco más allá de la mera comprensión, a través de una aprehensión por la «imaginación». Aquí el arte y, en particular, la literatura tiene un importante papel.9 8 Para la historia de la terminología en torno a América y América Latina, véase: Arturo Ardao, América Latina y la Latinidad; Estudios latinoamericanos de historia de las ideas. 9 En cierto modo, John Beverly amplía y radicaliza la visión de Said en cuanto a la relación entre literatura y experiencia colonial y neocolonial. Lo hace en una instancia en que compara las literaturas de América Latina con las de China, India y el África islámica. Aunque Beverly reconoce que América Latina difiere de esas regiones en la medida en que éstas tuvieron literatura escrita antes de la etapa colonial, sostiene explícitamente que en los países del Tercer Mundo,
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Se trata de convocar las dos líneas connotativas que la palabra «imaginación» evoca: tanto la que tiene que ver con la creatividad, es decir, la elaboración de marcos interpretativos, artísticos o teóricos; como la que tiene que ver con la dimensión temporal, con el impulso hacia el futuro y, por lo tanto, con la posibilidad de acción y de cambio. En sus palabras: «En última instancia, el imperialismo en un acto de violencia geográfica a través del cual el mundo es explorado, mapeado y, finalmente, puesto bajo control. Para el nativo, la historia de la servidumbre colonial es inaugurada por la pérdida de lo local a manos del foráneo; su identidad geográfica debe, por lo tanto, ser buscada y restaurada. Debido a la presencia del colonizador, la tierra es recuperable, al principio, sólo a través de la imaginación» (225). Said avanza aún más en su razonamiento, y distingue tres diferentes modos imperialistas de apropiación del espacio. Marca, entonces, la posibilidad de tres formas diferentes de resistencia al imperialismo: ya que, para este autor, si bien existe «un patrón mundial de cultura imperial» hay igualmente «una experiencia contra el imperio» (xii). En primer lugar, apoyándose en el trabajo de Alfred Crosby, Ecological Imperialism, sostiene que en cada lugar ocupado por los europeos, éstos trataron de cambiar el habitat. Said menciona la introducción de nuevas especies vegetales y animales, así como la incorporación y desarrollo de nuevos cultivos y formas de construcción, que también suponen un modo de uso de los recursos naturales locales sustancialmente diferente. Como consecuencia, la colonia se transforma en un nuevo lugar, con nuevas enfermedades, desequilibrios ambientales y desplazamientos traumáticos de los nativos subyugados. Los cambios ecológicos son acompañados por cambios políticos, determinando la alienación de los habitantes originarios de sus tradiciones y costumbres. Con posterioridad, la poesía y la narrativa evocan ese pasado, poniendo énfasis en cómo se perdió la tierra. Ahora bien, Said advierte que el hecho de que esa literatura esté relacionada con el esfuerzo de una «construcción romántica de mitos», no nos debe hacer olvidar la magnitud de los cambios efectivamente ocurridos en el paisaje, es decir, en qué medida la concreta transformación de la naturaleza está detrás del mito (225). Creemos que las novelas regionales, que constituyen el centro de atención del trabajo de French, están mayoritariamente relacionadas con esta situación y con la respuesta de la literatura latinoamericana a la misma. Se trata de obras entendidas, en la caracterización del crítico norteamericano Brian Gollnick, como «novelas telúricas, que describen las realidades locales a través de la naturaleza, la vida rural y los rasgos culturales como peculiares a América Latin» (44). Es una literatura de paisaje: de paisaje perdido y recobrado; de costumbres que cambian y se recuerdan nostálgicamente; de identidades que se proclaman, se buscan o se negocian; de fuerte preocupación por la construcción de la nación. El segundo ejemplo de transformación del espacio por las fuerzas imperialistas que menciona Said está inspirado en el trabajo de Neil Smith, Uneven Development, quien «la literatura moderna» es engendrada fundamentalmente por el colonialismo y el imperialismo («Second thoughts», 150, n. 20). En la visión de este crítico, la literatura del siglo XX de todo el mundo periférico y semi-periférico, entonces, estaría motivada, marcada, por la experiencia colonial y neocolonial.
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analizó cómo históricamente el capitalismo construyó un tipo particular de espacio, un paisaje que deliberadamente se desarrolla de manera heterogénea, desigual, conformado como un mosaico en el que conviven la pobreza con la riqueza, las ciudades modernas industrializadas con las áreas rurales empobrecidas. La culminación de este proyecto es la construcción de un imperio en el que la metrópolis, a la vez que domina, clasifica y convierte en mercancía de intercambio todo aquello que se encuentra bajo su poder. En el pasado, esta conformación doblemente complementaria del espacio —con un centro y una periferia externos e internos— fue justificada a través de la fertilidad o infertilidad presuntamente «naturales». Como explica Said, en última instancia, se trata de una comprensión de la función de los diferentes territorios de todo el planeta —territorios que pueden o no coincidir con los países— en una división internacional del trabajo, entendida a partir de las ventajas comparativas. Se trata, por lo tanto de una «segunda naturaleza». Como explica este crítico, «Para la imaginación anti-imperialista, nuestro espacio en casa, en la periferia, ha sido usurpado y puesto al servicio de los extranjeros» (225-226). Para las poblaciones de los países periféricos, entonces, la respuesta a este proceso implica comprender la necesidad, asumir el desafío, de buscar, de trazar el mapa o aún de inventar una «tercera naturaleza» (Said, 226). No se trata, entonces, de reclamar o soñar con una naturaleza prístina o anterior a la que ha sido marcada por la historia imperial, la primera naturaleza, sino de proponer una naturaleza que se deriva o se rehace a partir de los sufrimientos infligidos por esa historia y que determinan las privaciones del presente. No es posible reclamar una naturaleza que ya no está allí. Otra vez, se requiere del trabajo de la imaginación, para volver a la figura propuesta un poco más arriba. Pero es necesario que la imaginación trabaje sobre lo que es, sobre lo que está, sobre lo que queda, no intentando restituir una situación de pureza original, sino trabajando a partir de lo dado o, mejor, de lo que se espera reconquistar. Se trata de soñar con una naturaleza que debe ser rescatada, pero que no puede ser enteramente recobrada. No hay lugar para la nostalgia. A partir de la conciencia de las transformaciones irreversibles de la naturaleza se impone la rebelión: hay que recobrar lo recobrable. Creemos que es, precisamente, en este proyecto en busca de la tercera naturaleza que puede encuadrarse el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, que cuando mira la naturaleza, devela la mirada imperial y ve riquezas, antes que bellezas; capital natural, antes que ambiente doméstico; bienes codiciados y agotables, que deben defenderse; materias primas, antes que paisaje. En este sentido, cuando este discurso mira al pasado es sólo para justificar su proyección dramática hacia el futuro. Este contra-discurso exhibe su plena conciencia del despojo sufrido, tanto cuando describe el propio entorno natural degradado, como cuando se concentra en el retrato del empobrecimiento radical de la población local, de su sufrimiento, frente al cual propone una respuesta enérgica. Naturaleza y población local son dos caras de la misma moneda, para este contra-discurso: ambos son igualmente explotados, heridos, despojados de sus fuerzas y riquezas. Por eso la metáfora de la sangre y de las «venas abiertas», que acerca a ambos. 42
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Said menciona todavía una tercera transformación del paisaje debida a las fuerzas coloniales: la posibilidad de que haya sido tan cambiado que ya no resulte extraño a la mirada imperial. El territorio colonizado resulta definitivamente asimilado. El ejemplo que ofrece es el de Irlanda, que fue finalmente anexada en 1801 a través de la Act of Union. Seguidamente, la Ordnance Survey of Ireland estableció nuevos parcelamientos del territorio para facilitar las expropiaciones y transformó los nombres locales para que tuvieran aspecto y acento inglés. Frente a esta situación extrema, Said plantea la necesidad de un proceso de reapropiación todavía más intenso del espacio. Por otra parte, destaca además la importancia de la recuperación de la lengua previa a la conquista, que debe ser restituida y revalorizada (226).10 Estas tres formas de transformación del espacio por las fuerzas coloniales o neocoloniales pueden pensarse temporalmente como etapas en un proceso de creciente dominación, proceso que podría, eventualmente, consumarse si hay suficiente interés por ese territorio por parte de las fuerzas coloniales, por un lado; y, por el otro, si no hay una respuesta suficientemente enérgica —poderosa y exitosa— por parte de los colonizados. En este sentido, creemos que cada momento del contra-discurso neocolonial sobre los recursos naturales que analizaremos en los siguientes capítulos puede asociarse con instancias históricas en que se percibe el avance de las fuerzas colonizadoras como intentando producir una transición de un estado a otro. Es a ese nuevo impulso colonizador que responde la literatura. Por eso la energía, el sentido de urgencia y hasta de agresividad de las obras que consideraremos. Es literatura estrictamente coyuntural por su origen, literatura reactiva y de batalla. Lo cual no implica, obviamente, que su valor no trascienda la coyuntura: ni el valor estético ni el valor ideológico, si puede legítimamente establecerse esa separación. Por el contrario, su origen coyuntural otorga a esta literatura un valor adicional. Por un lado, obviamente, porque cada pieza literaria constituye un testimonio de determinados momentos históricos. Testimonio no exento de tensiones y ambivalencias con respecto a una «realidad» que pretende representar y combatir; es decir, un testimonio porque pone de manifiesto una mirada, un cierto estado de la comprensión del momento y de la discusión pública sobre el mismo. Pero hay aún otro valor, que justifica el renovado interés por esta literatura que hemos comentado: porque su origen coyuntural puede hacerla renovadamente vigente, interesante, estimulante, provocadora, en momentos históricos en que resuenan preocupaciones o perspectivas similares. En este sentido, coincidimos nuevamente con Said cuando sostiene que «cada obra cultural es la visión 10 Aunque excede el alcance de este trabajo, creemos que este tercer caso de transformación del paisaje por parte de las fuerzas coloniales descrito por Said constituye la materia de indagación de la trilogía bananera de Asturias, citada por Galeano en Las venas abiertas (ver nota 9). En la tercera novela de la trilogía, Los ojos de los enterrados, se narra el avance sobre funciones y símbolos característicos del estado nacional: se atribuye la posibilidad de una guerra entre países limítrofes a la competencia de la empresa Tropical Platanera con otra transnacional; también se cuenta que la moneda y la bandera nacionales eran sustituidas por la norteamericana en los territorios controlados por la empresa. Sobre la trilogía bananera, véase: José M. Aybar; Adalbert Dessau, «Guatemala en las novelas», «Mito y realidad»; Francis James Donahue; Jorge Alcides Paredes.
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de un momento, y debemos yuxtaponer esa visión con las varias revisiones que provoca posteriormente» (67). NUEVOS LECTORES PARA NUEVOS ESCRITORES Nos gustaría retomar un aspecto aludido en la sección anterior, que tiene que ver con las transformaciones sociales en las ciudades de América Latina. Nos hemos referido al surgimiento, alrededor del cambio de siglo, de una clase media intelectual, de la que emergerían los escritores tanto de la novela regional como de las obras que adscribimos a los inicios del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Se trata, según el crítico argentino Jorge B. Rivera, de la primera generación de escritores «profesionales», cuya condición de posibilidad fue la confluencia de una serie de factores. Entre ellos, la expansión de la alfabetización, que diversificó los públicos; las transformaciones en el discurso periodístico; el afianzamiento de una industria editorial local; y los cambios en el modo de entender el lugar de la literatura, sugeridos por el modernismo. Si el periodismo gana profesionalismo, al pasar de un tono «predicativo y partidista» a un tono «eminentemente informativo y recreativo», también es cierto que la literatura, con sus ediciones populares, ha contribuido a la ampliación de la audiencia. En este último aspecto se sumó la exigencia del modernismo, que demandaba del escritor «mayor rigurosidad estética y técnica y destacaba la especificidad del hecho literario» (Rivera, 28). Ángel Rama también se ha referido a la importancia del modernismo en el proceso de profesionalización de los escritores latinoamericanos en un sentido próximo al de Rivera, poniendo énfasis en cómo este movimiento puso en primer plano la elaboración del texto («El poeta frente a la modernidad»; La novela). En la evaluación del crítico peruano Eugenio Chang-Rodríguez, la importancia del modernismo en este proceso se dio también a través de la consolidación de un nuevo género periodístico: la crónica, a la que atribuye origen francés y un perfeccionamiento en el movimiento parnasiano. Chang-Rodríguez considera que se trata de un género fundamental en el momento de profesionalización de los escritores, en la medida en que representó para ellos una oportunidad de trabajar en el desarrollo de su propia voz en la escritura, mientras les daba también un medio de subsistencia. En su visión, en la consolidación de este género fueron importantes las contribuciones de Martí, Manuel Gutiérrez Nájera, Julián de Casal, Rubén Darío, Amado Nervo, Ventura García Calderón y Enrique Gómez Carrillo. Como en la referencia de Rivera, Chang-Rodríguez incluye este género en el marco de un nuevo tipo de periodismo, el que está abierto a las colaboraciones de autores de distintos países de la región, contribuyendo asimismo en la conformación de una cierta esfera pública latinoamericana, a través de diarios porteños, como La Prensa y La Nación, pero también de otros «grandes rotativos de Hispanoamérica», que dieron espacio a los cronistas, «pagándoles lo suficiente como para permitirles continuar cultivando las bellas letras y usar el periodismo como una gimnasia de estilo». Un género proteico, marcado tanto por estilísticas personales de 44
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los distintos escritores como por los aportes enriquecedores de géneros literarios y periodísticos: «la crónica se nutrió con aportes provenientes del ensayo, la crítica, el relato y el poema en prosa, aunque tratara de un suceso reciente, un acontecimiento social inusitado, una velada literaria, musical o teatral, la aparición de un libro o la semblanza de una personalidad» («La superación del modernismo», 345). La profesionalización de los escritores, aunque como veremos resulta inestable y problemática, les abrió las puertas a un modo diferente de pensar la relación con el Estado, que iría afianzándose lentamente. En las primeras décadas del siglo XX nos encontramos en un momento de transición, en que los escritores —que ya no son necesariamente miembros de las élites— están en condiciones materiales de sostenerse en gran medida con sus publicaciones. Pueden dejar de aspirar a ocupar cargos en la función pública, cuestión que les da también la posibilidad de reconsiderar su papel en el proceso de construcción de la nación, aspecto que había sido clave durante todo el siglo XIX. Se trata del comienzo de un cambio sustancial con respecto a generaciones anteriores, como la situación que describe Mary Louise Pratt, que alcanza, precisamente, hasta los escritores regionales. Esta crítica compara la situación de los escritores latinoamericanos hasta este momento, con la de los europeos, sosteniendo que los primeros tenían la carga de aportar, a la vez, a la cultura de la nación y a la constitución de la nación misma, por lo que se complicaba para ellos convertirse en críticos de esa construcción: «Las personas educadas tenían la responsabilidad de construir los estados-nación modernos y crear el capital cultural que definiría a los ciudadanos y creara sus posesiones; era común entre los escritores que fueran diplomáticos, funcionarios, educadores o presidentes» (230). Como ejemplos sugestivos, recordemos que el autor del Facundo, Domingo Faustino Sarmiento, fue presidente de la Argentina entre 1968 y 1974, y que en fecha tan tardía como 1948, Rómulo Gallegos, el autor de la celebrada novela regional Doña Bárbara, fue presidente de Venezuela. Se trató de una situación difícil de cambiar. Precisamente, la profesionalización del escritor, facilitada por la expansión de la industria editorial y el periodismo que se produjo a comienzo del siglo XX, hizo posible que los mismos pudieran comenzar a desentenderse de esas responsabilidades y tomaran distancia del Estado, por primera vez desde los tiempos de la Independencia. En este proceso de profesionalización de los escritores fue muy importante la creación de nuevos lectores surgidos con el desarrollo de la urbanización. Como recuerda John Beverly, una ampliación sustancial del público para la literatura occidental tiene que ver con una situación histórica específica y está relacionada, también, con un cierto grupo étnico; dado que se verifica en Europa particularmente en el siglo XIX con el ascenso de las clases medias y el hecho de que la literatura se convierta en mercancía, tanto en su etapa de producción como de distribución. Se trata de un proceso que coincide con un momento de formas «democráticas» de la educación pública y, por lo tanto, está en relación con un cierto público lector. En esta línea de análisis, Beverly contrasta el modo de existencia de la literatura en Europa con el de la América Latina colonial, la que considera se caracteriza por tener sociedades cuasi-feudales. En primer 45
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lugar, citando a Walter Mignolo, Beverly sostiene que la mayor parte de la población de las colonias —que estima entre el 80 y el 90 %— no podía leer y que esta situación era considerada no sólo normal sino incluso deseable, dado que contribuía a establecer una distinción bien neta entre grupos sociales: «El acceso a textos escritos en español o latín fue una marca de distinción en sí mismo, que separaba al colonizador del colonizado, a los que hacían las reglas de los que las obedecían, a los europeos de los nativos» («Second thoughts», 136). La escritura y la lectura, entonces, habrían funcionado en la época colonial como criterio para establecer la diferencia y la desigualdad, para ordenar la sociedad, para colocar a cada grupo social en el lugar respectivo. Permitían establecer la distinción entre metrópoli y colonia dentro del territorio colonizado; internalizando de este modo la frontera geográfica, al actualizar la distancia material como distancia simbólica. Ahora bien, el proceso de urbanización y, más importante, el simultáneo proceso de alfabetización —tanto desde arriba, a través del fomento de la educación pública, como desde abajo, impulsado por el activismo anarquista y socialista— iba a poner a la «ciudad letrada» en una situación de cambio radical. En su análisis del movimiento anarquista en Buenos Aires en el cambio de siglo, el historiador argentino Juan Suriano describe una situación de confluencia de impulsos en pos de la ampliación de la alfabetización desde el estado nacional y desde este movimiento anti-hegemónico. Al describir el amplio aparato editorial desarrollado por los anarquistas, comenta Suriano: «Los libertarios pretendían convertir el acto de la lectura de material doctrinario en un hecho público al alcance de todos los activistas y la mayor parte posible de trabajadores» (113-114). Con una mirada hacia toda la región, la crítica Dominique Pérus analiza el proceso por el cual a comienzos del siglo XX en las ciudades de América Latina se desarrolla una industria cultural en relación con el activismo de izquierda, a través de la que se lanzan publicaciones periódicas y series de libros, al tiempo que se crean círculos de lectura. Esta autora sugiere que este movimiento, pujante aunque no completamente articulado, debe pensarse también en contraste con cierto establishment cultural que era percibido como desgastado por las nuevas generaciones. Pérus cita al líder peruano José Carlos Mariátegui para referirse a las motivaciones detrás de la reforma universitaria peruana, «precipitada por el prolongamiento irritante de un estado de visible desequilibrio entre el nivel de la cátedra» y el avance de las nuevas generaciones, en particular, «en el plano literario y artístico» (citado en Pérus, 15). En este contexto en el que el sector social que tradicionalmente monopolizaba la cultura se retira en cierto modo de la escena, se comprende la influencia de los nuevos sectores políticos en la conformación de un «nuevo público». La importancia de este proceso es que terminará delineando para los escritores una audiencia imaginaria que guiará su trabajo y que inspirará el desarrollo de nuevas formas literarias. En la descripción de Pérus: «Con la aparición en la escena cultural de este nuevo público, más directamente vinculado con el mundo del trabajo y las vicisitudes cotidianas, es en definitiva, de donde surgieron las exigencias de nuevas 46
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formas de literatura más apegadas a las realidades de la existencia de estos sectores, y, con ellas, la formulación de una estética ‘realista’, cuando no ‘socialista’ o ‘proletaria’» (Historia crítica y literaria, 158-159). La literatura que analizamos en este trabajo como corpus en el que se origina el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, precisamente, está en relación con esos nuevos públicos y ese «aparato cultural» de izquierda, aunque no resulte confinada a los mismos, en ninguno de los dos aspectos. Estéticamente, se corresponde con una búsqueda de medios expresivos que se adecuen a esos nuevos públicos y esas nuevas realidades. El explícito rechazo de algunos de estos escritores por la «belleza» no debe entenderse como ausencia de preocupaciones estéticas sino, al contrario, debido a la preocupación por elaborar nuevos recursos literarios que no estén asociados a la cultura de las élites. Pérus habla de «la imperativa necesidad» de estos autores «de hacerse de nuevas formas, no literariamente marcadas, susceptibles de abrir paso, en el ámbito de la literatura, a la percepción renovada de realidades distintas, y de volverlas sensibles a un público asimismo diferente» (160, bastardilla en el original). En este sentido, el corpus de obras que nos interesa es el producto de una paradoja: cuando la población de América Latina comienza a hacerse mayoritariamente urbana, surge un nuevo interés literario por las áreas rurales. La «ciudad letrada» descrita por Ángel Rama se convierte en la «ciudad revolucionada» (La ciudad letrada, 137-175), en tanto las áreas urbanas se expanden demográficamente por la incorporación de los trabajadores a las nacientes industrias —inmigrantes europeos pero también nacionales, provenientes de las áreas rurales— y simbólicamente por la ampliación y diversificación de su público lector, en tanto por lo menos una parte de estas masas son alfabetizadas desde el Estado o desde los grupos radicales. En simultáneo con ese extraordinario proceso y en estrecha consonancia con esos cambios, emergen discursos esencialmente urbanos que ponen las áreas rurales en el centro de la literatura. Nos encontramos, entonces, en un momento en que se verifica una mirada al campo desde la ciudad. Pero no únicamente a partir de una romantización promovida desde las clases dominantes en respuesta a la llegada de los «malones rojos», asociados con el activismo de izquierda, como describe David Viñas (Anarquistas, 214-215); mirada ésta vinculada fundamentalmente —aunque no exclusivamente— con la novela regional. Es cierto que una obra como Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, busca situar en otro espacio la esencia de lo nacional, para ponerla a salvo, fuera del alcance de la amenaza de los cruces culturales con las masas inmigrantes, en un gesto que resulta funcional a la reacción de las élites a los cambios sociales y políticos, al desafío que representa la transformación de las ciudades, como ha analizado Beatriz Sarlo («Responses, inventions»). Pero esta novelística también incluye obras como El inglés de los güesos de Lynch o La vorágine de Rivera, que representan una mirada menos afín con los intereses de las élites, asociados con el avance neocolonial. Precisamente, French contrasta la novela de Lynch con la de Güiraldes, situando a la segunda como representante de una «geografía de la resistencia» en relación con el avance neocolonial (75-111); y destaca 47
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la presencia en La vorágine de la «escandalosa» compañía cauchera, si bien reconoce que la misma resulta a la vez expuesta y escamoteada en el texto (112-154). En este panorama, el corpus central de este libro y que analizamos en los capítulos siguientes, incluye obras ambientadas en dos paisajes —la selva y la zona andina— escritas en las primeras cuatro décadas del siglo XX. Se trata de textos periodísticos, cuentos y novelas que van un paso más allá en su reflexión sobre la situación neocolonial que los relatos analizados por French. Como veremos, son más explícitos, más directamente combativos, en la medida en que quieren alcanzar la esfera pública con un mensaje poderoso y no ambiguo. En el mismo sentido que comentamos en relación con el análisis del anti-imperialismo en Said, las obras que nos interesan proponen de manera muy clara un marco interpretativo que supone una fuerte denuncia de la situación de dependencia de los países latinoamericanos, en momentos en que se transforma su inserción en el mercado internacional. El contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, construido en estas obras, es un producto urbano, surgido de las nuevas ciudades latinoamericanas, marcadas por fuertes cambios demográficos, sociales y culturales, relacionados a su vez con procesos de transformación de las economías de la región. En tiempos de transición, este contra-discurso sale al ruedo con gritos, con insultos, con sangre, con lágrimas, para hacer una advertencia. Mirando hacia adentro con ojos despiadados en lugar de nostálgicos —hacia el campo, la naturaleza, hacia los recursos naturales que dan identidad a los países latinoamericanos— se presenta como un fuerte argumento cuestionador en las batallas discursivas acerca de la idea de nación, de su autonomía y unidad, así como de su proyecto de modernización.
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Capítulo 2 MADRID, BUENOS AIRES Y LOS YERBALES PARAGUAYOS: RAFAEL BARRETT ACUSA Entre los textos que sientan las bases del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales de manera más clara se cuentan artículos periodísticos, cuentos y piezas breves del escritor Rafael Barrett quien, aunque nacido en España y con apenas unos años de estadía en América Latina entre 1903 y 1910, dejaría una marca distinguible en la forma de pensar la problemática del neocolonialismo en la región y su relación con el espacio y los recursos naturales. En este capítulo, presentaremos a este autor, relativamente poco conocido en los medios académicos y difícil de clasificar tanto en términos de su pertenencia a una escuela o movimiento literario como en relación con una literatura nacional. También analizaremos dos trabajos periodísticos que se cuentan entre los más importantes de su obra: Lo que son los yerbales paraguayos, publicado como una serie de artículos en 1908 y recogido en un folleto en 1910; y El terror argentino, un folleto publicado en 1910. Estos textos —los dos únicos pensados por Barrett como obras integrales— representan fuertes y urgentes denuncias sobre cuestiones sociales y políticas del Paraguay y la Argentina, que pueden considerarse complementarios en las cuestiones que tratan. Por otra parte, resultan coincidentes en cuanto a la posición enunciativa desde la que se formulan, en la medida en que ambos constituyen ecos del J’Accuse (1898) de Emile Zola; es decir, que fueron escritos y leídos como ostensibles intervenciones políticas en la esfera pública. Aunque fue celebrado por sus contemporáneos, aunque a lo largo del siglo XX ha sido casi una figura de culto en los círculos de izquierda de América del Sur, aunque fue reivindicado recientemente por varios intelectuales de renombre, Barrett ha pasado bastante inadvertido para la academia, tanto hispanoamericana como internacional. A esta circunstancia pueden atribuirse las repetidas imprecisiones sobre aspectos de su vida y sus textos. En su reciente biografía de Barrett, el periodista español Gregorio Morán constata asombrado la ausencia o los graves errores sobre su vida en enciclopedias hispanas de la primera mitad del siglo XX (15-16). Aún hoy, una búsqueda con el nombre «Rafael Barrett» en la base de datos MLA International Bibliography, dedicada a la literatura internacional, sólo da como resultado unas pocas entradas; algunas incluso 49
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a partir de la grafía equivocada «Rafael Barret». No sorprende, entonces, que uno de los mayores expertos en este autor, Miguel Ángel Fernández, haya escrito en 1996: «De más está decir que en cuanto al estudio riguroso de la obra de Barrett, salvando algún hecho aislado y reciente, queda mucho por hacerse» («Cuestiones preliminares», 10). Sin embargo, los escasos críticos que han estudiado su obra de manera sistemática lo consideran un escritor que abrió caminos en el pensamiento y la literatura de América Latina, en particular, del sur de la región. Desde el Uruguay, la crítica Norma Suiffet, quien realizó el primer trabajo monográfico sobre su obra desde una perspectiva literaria, publicado en 1958, considera que, si bien la misma tiene rasgos naturalistas y sobre todo, modernistas, no se puede situar a Barrett en ningún movimiento «porque su creación fue independiente de todo vínculo o movimiento organizado» (14). El filósofo español Francisco Corral, autor de un importante trabajo monográfico desde una perspectiva filosófica, publicado en 1994, lo presenta como un «escritor subterráneo», que ha ejercido una «callada influencia en la literatura latinoamericana» (El pensamiento cautivo, XVII). Desde el Paraguay, Fernández, lo considera «una de las figuras capitales del novecentismo rioplatense (particularmente en su línea modernista), así como uno de los grandes precursores de la literatura social americana» («Introducción», 21); mientras que los críticos Hugo Rodríguez Alcalá y Dirma Pardo Carugati lo señalan como fundador de una de las dos tendencias que dieron inicio a la literatura paraguaya, la corriente «crítica y de denuncia social» (204). Desde la Argentina, el escritor Osvaldo Bayer lo define como «un clásico» (10), y el escritor y crítico David Viñas lo describe como «español-rioplatense» y lo distingue, junto a Ricardo Flores Magón en México y Manuel González Prada en Perú, como uno de los tres anarquistas clave de América Latina, que contribuyeron a articular una «retórica de la izquierda» en la región, al llegar a convertirse ellos mismos en «metáforas mayores de la mentalidad libertaria» (Anarquistas, 21 y 25). Entre los escritores y escritores-críticos, además de los abundantes comentarios de sus contemporáneos —entre ellos, el español Ramiro de Maeztu, el uruguayo Enrique Rodó o el chileno Armando Donoso, que le dedicó un libro— hallamos observaciones que dejan en evidencia que la presencia de Barrett es recurrente a lo largo de la primera mitad del siglo XX, sobre todo en la Argentina, el Uruguay y el Paraguay. El escritor argentino Álvaro Yunque,1 a fines de la década del veinte, le dedica un pequeño volumen, Rafael Barrett, su vida y su obra, en el que, superponiendo categorías, lo analiza como articulista, conferencista, panfletista, crítico y cuentista. Y en la década del cuarenta, lo destaca en su trabajo sobre La literatura social en la Argentina, aclarando que «su vida y obra son meteóricas: luminosas y rápidas», pero que, pese a esa brevedad, han dejado «una estela de admiraciones y enseñanzas» (256). También el uruguayo-argentino Jorge Forteza le dedica un libro en la década del veinte; al igual que el joven filósofo argentino Víctor Massuh en la del cuarenta, donde destaca su vigencia: «Escuchar su palabra se 1 Seudónimo de Arístides Gandolfi Herrero.
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nos hace más urgente que nunca. Ella actuará sobre el alma como un despertar» (207). Recientemente, el escritor argentino Abelardo Castillo también señaló la amplitud de su legado, nuevamente pese a la brevedad de su carrera «Barrett estuvo entre nosotros seis años. En el relámpago de ese tiempo se hizo revolucionario, escribió una docena de libros imborrables y fundó una literatura y una ética» («Lo que pasó», 15). Finalmente, en el Prólogo a la edición de Biblioteca Ayacucho que compila en 1978 las obras más conocidas de Barrett, el escritor paraguayo Augusto Roa Bastos comenta en primer lugar «su influencia fertilizadora en los autores de la literatura de imaginación —narrativa, poesía, teatro— del Río de la Plata». Entre ellos, menciona nada menos que al grupo de Boedo y a Horacio Quiroga. Y luego destaca su contribución a las letras del Paraguay, donde «sus escritos constituyen el hito inicial de una literatura como actividad distinta a la de la simple producción historiográfica predominante hasta entonces» («Prólogo», XXIX y XXX). Abelardo Castillo también reconoce su influencia sobre Quiroga y sobre el autor de El río oscuro (1943), el argentino Alfredo Varela —la novela sobre la que se basó el recordado film Las aguas bajan turbias (1952), dirigido por Hugo del Carril («Liminar», XXX; «Lo que pasó», 13)—. La casi totalidad de su obra se publicó originalmente en la prensa periódica, en las ciudades de Buenos Aires, Asunción y Montevideo entre 1903 y 1910. Barrett publicó dos libros en vida, de los que sólo llegó a ver el segundo: el folleto Lo que son los yerbales paraguayos y la compilación de sus Moralidades actuales, ambos en 1910 en Montevideo. Y llegó a organizar otros dos, El terror argentino, publicado en Asunción como folleto o plaquette, y El dolor paraguayo, en Montevideo. De manera mayoritaria, cultivó el artículo periodístico, en la forma de breves ensayos o de cuadros que pueden considerarse antecedente de las aguafuertes del escritor argentino Roberto Arlt. También escribió cuentos, con rasgos modernistas y naturalistas; diálogos; «epifonemas», es decir, textos breves; y conferencias. Luego de su muerte, diversas compilaciones de sus trabajos se reeditaron de manera sostenida a lo largo del siglo XX, sobre todo en Montevideo, Buenos Aires y Asunción, pero también en Madrid, México, Bolivia y El Salvador. También hay una compilación no exhaustiva de sus cartas, realizada en Montevideo; además de libros y artículos que recogen otras piezas de su correspondencia. Sólo se registra una traducción de sus obras, la italiana de Lo que son los yerbales paraguayos, en 1979. Quizás lo que muestre más claramente el sostenido interés por sus escritos en América Latina es que se publicaron nada menos que cinco ediciones de sus obras completas, en las décadas del treinta, cuarenta, cincuenta, ochenta y noventa, según los relevamientos de Fernández, co-editor junto a Corral de la edición más exhaustiva, en cuatro volúmenes, co-editada por el Instituto Español de Cooperación Iberoamericana en 1988-1990 («Cuestiones preliminares», 10; «Introducción», 23-24); y de Muñoz (El pensamiento vivo, 46-50). De algún modo, su propia vida es una novela, con episodios de Le Rouge et le Noir, de Stendhal en su tiempo en España; y con ecos de los relatos que encuentra Jennifer French en algunas novelas regionales, cuando Barrett llega a América Latina. En efec51
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to, mientras está en Europa Barrett es como Julien Sorel, un representante de la baja nobleza que lucha —y fracasa— por hacerse un lugar en la alta sociedad española. Pero cuando llega a América Latina sufre una transformación radical, que lo lleva a cuestionar fuertemente el orden social y a invertir las categorías de «avanzado» y «primitivo»; o, en otros términos, la clásica oposición civilización y barbarie instalada en el debate latinoamericano desde el Facundo (1845) de Domingo F. Sarmiento. Esta oposición resulta cuestionada, fundamentalmente en relación con la situación de explotación económica. Como en la descripción que hace French de un protagonista típico de las novelas regionales, Barrett deja la ciudad-centro para internarse en la naturaleza-periferia, desplazamiento durante el cual cambia su modo de entender la relación entre esos polos: El héroe es siempre un joven criollo que desea escapar del ennui de la capital; en lugar de viajar a Asia o África, se embarca en una travesía hacia la cara oscura de América del Sur, una trayectoria que frecuentemente representa, como en el discurso de la misión civilizatoria, un descenso de la seguridad y la protección de la metrópolis hacia la barbarie y hasta las profundidades del infierno. Pero la realidad que el protagonista encuentra en el ámbito salvaje es mucho más compleja de lo que anticipaba, y durante la travesía, comienza a perder el sentido de la moral y la claridad intelectual que tenía al comienzo (33).
Ahora bien, como veremos, en el caso de Barrett el esquema sufre una interesante transformación, ya que él hace sus observaciones no sólo en relación con la selva sudamericana, sino también en relación con las grandes ciudades de la región. Sobre todo, dedica una mirada muy crítica a Buenos Aires, la gran articuladora entre la frontera interior y la exterior, ya que concentra el tráfico exportador y controla la política y la economía de la región. La ciudad más importante de la cuenca del Plata es la periferia de un centro europeo —el imperio británico, hasta ese momento «invisible»— y, crecientemente, también comienza a depender del norteamericano. En este esquema, la selva se convierte, entonces, en la periferia de la periferia, el lugar donde las jerarquías de explotación se superponen y las fuerzas dominadoras se extreman. Al agregar un nuevo desplazamiento al planteado por French para los protagonistas de las clásicas novelas regionales, la propia trayectoria biográfica de Barrett, que va de Europa a Buenos Aires y Asunción, y de allí al corazón de la selva, al «infierno» de los yerbales, contribuye a convertir a las grandes ciudades de la región en espacios de barbarie, donde puede observarse cómo operan las fuerzas neocoloniales y donde puede verse también cómo transmiten el impulso hacia el interior del continente. En este sentido, creemos que la trayectoria biográfica de Barrett es ineludible para comprender su obra, porque sus trabajos están relacionados con sus desplazamientos. Coincidimos en esta perspectiva con la mayoría de los críticos y escritores que escribieron sobre él, aunque no siempre lo hayan argumentado explícitamente. Es, por lo tanto, en sus complejos recorridos geográficos y simbólicos donde deben buscarse las claves interpretativas de sus textos. Barrett es siempre un «yo» que observa, que es testigo, que interviene, un «yo» que acusa, a la manera de Emile Zola —un autor que admira y cita 52
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de manera «reiterada, casi obsesivamente, como el ideal del escritor», según comenta Francisco Corral («El enigma», 27). Barrett escribe y Barrett firma y, eventualmente, Barrett abandona Buenos Aires y es finalmente expulsado del Paraguay por sus textos: es clave, en este aspecto, que el género privilegiado de su escritura sea el artículo periodístico, donde la voz del narrador se identifica, hasta en términos legales, con la voz del autor. DESVENTURAS EN MADRID Barrett nació en Torrelavega, Santander, el 7 de enero de 1876, de padre británico y madre española, emparentada con una familia de la alta nobleza, la de los duques de Alba. A pesar de su lugar de nacimiento, tenía ciudadanía británica, por el jus sanguinis. De joven, viajó entre Inglaterra, Francia y España. Luego siguió estudios técnicos en la Escuela de Caminos de Madrid y tuvo una breve vida de brillo en los años del cambio de siglo, cuando se codeó con la sociedad madrileña y publicó artículos en la prensa de París y Madrid (Corral, El pensamiento cautivo, 19). Ramiro de Maeztu lo describió como un «dandy», y lo consideró «un señorito desclasado» (11). Maeztu fue también testigo y narrador del episodio que cambiaría su suerte en 1902 y lo induciría a dejar la península con rumbo a Buenos Aires a comienzos del siguiente año: un duelo cuya realización fue impedida por el Tribunal de Honor, que declaró «no digno» al acusar de homosexual a un joven Barrett, impetuoso y de medios menguantes, que apenas comenzaba a hacerse conocido en sociedad por su belleza física y sus publicaciones. Indignado, Barrett se hace examinar y luego ataca en público al duque de Arión, presidente del Tribunal, escandalizando a la sociedad.2 Corral analiza el episodio como sintomático de una situación social en que el duelo y el Tribunal de Honor funcionaban como instituciones que marcaban las diferencias sociales y, eventualmente, protegían a los representantes de las clases altas de las críticas más o menos virulentas de las nuevas generaciones descontentas. El caso de Barrett tuvo amplia cobertura en la prensa madrileña, atribuible no sólo al amarillismo sino sobre todo a las tensiones sociales 2 Así describe Maeztu a Barrett: «Las gentes de mi tiempo recordarán que hacia 1900 cayó por Madrid un joven de porte y belleza inolvidables. Era un muchacho más bien demasiado alto, con ojos claros, grandes y rasgados; cara oval, rosada y suave como de mujer, salvo el bigote; amplia frente, pelo castaño claro, con un mechón caído de lado. Un poquito más ancho de pecho, y habría podido servir de modelo para un Apolo del Romanticismo». Y así relata el episodio del duelo frustrado: «El hecho es que Barrett se gastó su dinero, cosa que me parece un error grave, por lo que la buena sociedad empezó a darle de lado, cosa que me parece natural, dadas las exigencias de los tiempos. Lo que ya no estuvo bien es que en vez de decírsele a Rafael Barrett que no hay lugar en la ‘high life’ para los chicos pobres, sino cuando son dóciles y humildes, se le inventara la calumnia de que era dado a vicios contra natura. Rafael Barrett se revolvió contra la acusación. Hizo que las personalidades más eminentes del protomedicato le examinaran las vergüenzas, así como las del amigo que compartía el oprobio de la acusación, y con el certificado de ‘naturalidad’ en el bolsillo, se lanzó a la imposible tarea de buscar a los originadores de la calumnia. En esta busca acaeció la escena famosa en que Rafael Barrett, látigo en mano, acometió un día de moda en el teatro, con razón o sin ella, a uno de los aristócratas de nombre más encopetado» (10). Sobre la pobreza de Barrett, Muñoz recoge el testimonio de su hijo, según quien el escritor habría perdido su fortuna jugando en Montecarlo (citado en «Rafael Barrett y ‘La Razón’», 48).
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que quedaron de manifiesto en el mismo. Para Corral, el debate público sobre el duelo representa «uno de los campos de batalla ideológicos en que se pone de manifiesto la crisis de la sociedad española que, en su aspecto filosófico, corresponde a la ‘crisis de la conciencia’ característica del período de transición entre el siglo XIX y el XX». Se trata de un período en que grupos de intelectuales que califica de «críticos, progresistas y hasta revolucionarios» van ganando prestigio en la esfera pública, y estableciendo la idea de la necesidad de cambios sociales (El pensamiento cautivo, 14). Son varios los críticos que vinculan este episodio de la juventud de Barrett no sólo con su abandono de la península sino también con la radicalización de su pensamiento. Sólo discrepa de esa visión generalizada Scott MacDonald Frame, quien sostiene que el acercamiento de Barrett a los temas sociales se debe a su preocupación por la muerte, motivada por la pérdida de sus padres, primero, y por su diagnóstico de tuberculosis, después. Lo cierto es que los trabajos de Barrett que evidencian sensibilidad por la cuestión social no son inmediatos a la muerte de sus padres y son anteriores a su conocimiento de su grave problema de salud. Señalando la profundidad del cambio y vinculándolo con su humillación y su alejamiento de Madrid, Fernández habla de una «ruptura existencial» («Introducción», 13); y Martín Albornoz dice sobre ese «instante» de transformación en la vida de Barrett que se trató de «un antes y un después, puros» (177). Ciertamente, el episodio madrileño dejaría una huella fuerte en la psicología del joven. Corral cita un texto en el que el propio Barrett, superando su renuencia a hablar del pasado, lo vincula con un cambio en su pensamiento y el nacimiento de su preocupación por las clases oprimidas: Yo también a los veinte años creía tener recuerdos. (…) Todo me parecía suave, elegante. No concebía pasión que no fuera digna de un poema bien rimado. (…) ¿Por qué no me escondí al sentirme fuerte y bueno? El mundo no me ha perdonado, no. Jamás sospeché que se pudiera hacer tanto daño, tan estúpidamente. Cuando mi alma era una herida sola y los hombres moscas cobardes que me chupaban la sangre, empecé a comprender la vida y a admirar el mal. (…) Desde que soy desgraciado, amo a los desgraciados, a los caídos, a los pisados (citado en El pensamiento cautivo, 24)
Ahora bien, el impacto en la biografía de Barrett del doloroso episodio madrileño se articula con condiciones sociales que han sido interpretadas de manera divergente por la crítica. Corral considera su viaje a América Latina como «una escapatoria no destructiva», que tiene además un «sello generacional», ya que se trata de una idea presente de manera recurrente en el ambiente intelectual español de la época (El pensamiento cautivo, 12). En contraste, Viñas apunta más al futuro que al pasado cuando vincula la conversión de Barrett no tanto con su salida de España como con su periplo y su llegada a Buenos Aires, y con un sutil desplazamiento de clase que se asociaría con ese tránsito, en el que se acerca a las masas de inmigrantes que desembarcan en el puerto de esa ciudad. De hecho, tras su llegada a Buenos Aires, Barrett tiene que comenzar a vivir de 54
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su trabajo. Se trata de un trabajador calificado, sí, pero asalariado e inmigrante de todos modos: «Barrett no es anarquista en su país de origen; se hace libertario al superponerse a la inmigración. Esto es, que a su alejamiento individual de España se va imbricando duramente con una masa exiliada por razones políticas y, en especial, económicas» (Anarquistas, 30). Vale apuntar que en la valoración de ese momento crítico de la vida de Barrett se jugaron tempranamente cuestiones de disputa ideológica por su figura. Así, Maeztu sostiene en 1926 que «Es indudable que la injusticia que se le hizo le abrió el pecho para sentir la injusticia social» (11). Pero el socialista Yunque rechaza esta interpretación en 1929 al descalificar moralmente a su autor en los siguientes términos: «Es hacerle un flaco servicio a Barrett, creer, como lo hace Maeztu, que sólo por haber sufrido personalmente fue capaz de sentir el sufrimiento de los demás. De esta pasta no se hacen los revolucionarios apostólicos, sino los gritones de un día (…): como el propio Maetzu, anarquista en la juventud y fascista en la madurez, besamanos de Alfonso, el cazador de pichones, y del militarucho Primo de Rivera» (Barrett, 30-31). Otro escritor vinculado a la izquierda y admirador de Barrett, Roberto González Pacheco, también impugna al español, en 1956: «Maeztu habla de Barrett. Y lo que saca en limpio es que hay que darles las gracias al marqués de tal o cual; o hacerlo duque; pues, sin su sucia calumnia, su calumniado no hubiera llegado a ser ‘una figura de América’. ‘Seguro estoy’ —dice—. Y es una seguridad pueril y absurda» (I, 132-133). Más allá de estas diferencias de opinión, esperables en relación con un autor que fue fuertemente reivindicado por la tradición de izquierda, sin dudas puede decirse que el viaje a América Latina y la radicalización del pensamiento de Barrett representarán el despegue de una carrera que resultaría, finalmente, difícil de encasillar en categorías, incluso desde su adscripción a determinada literatura nacional, dado el amplio alcance de su obra. CRUZANDO EL ATLÁNTICO: TESTIGO DE LA MISERIA Barrett llega a Buenos Aires a comienzos de 1903. Confirmando los datos sobre la educación técnica que había recibido en España y continuando sus escarceos con las letras, se dedica a la matemática y al periodismo. Corral menciona dos anécdotas que muestran la calidad de la formación de Barrett en las ciencias exactas y su intención inicial de continuar trabajando en áreas relacionadas. La primera, apoyada sólo en el testimonio de su hijo Alex Barrett, lo vincula a la fundación de la Unión Matemática Argentina, base de la futura Facultad de Ingeniería de la Universidad de Buenos Aires, junto al reconocido profesor español Julio Rey Pastor, que tendría un papel clave en el desarrollo de la disciplina en la Argentina (El pensamiento cautivo, 25). Sin embargo, el crítico uruguayo Ángel J. Cappelletti rechaza la posibilidad de que Barrett haya conocido a Rey Pastor, quien llegó a la Argentina en 1917 (LXXX). La segunda anécdota, 55
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que Corral da por corroborada a partir de una investigación de José Rodríguez Alcalá, es que Barrett envía una carta al matemático francés Henri Poincaré, comunicándole una fórmula para determinar la cantidad de números primos inferiores a un cierto límite. Según Rodríguez Alcalá, Poincaré respondió esa carta felicitando a Barrett «por el hallazgo de una fórmula de alta matemática que el sabio había estudiado y encontrado perfecta» (citado en El pensamiento cautivo, 25). Por otra parte, Muñoz comenta que ambas observaciones tienen como origen el testimonio de Alex, sólo que en el segundo caso éste cuenta además con un documento, un borrador de la carta a Poincaré. El trabajo más riguroso sobre la «vocación matemática» de Barrett, realizado por el matemático uruguayo E. García de Zúñiga en 1935, destaca la calidad de la formación de Barrett pero no puede corroborar el intercambio con Poincaré. Tras analizar algunos manuscritos de Barrett recién adquiridos por la Biblioteca de la Facultad de Ingeniería de Montevideo, García de Zúñiga identifica algunos de los textos que habría utilizado, y de uno de ellos dice que se trata «de una obra rarísima, que es difícil concebir cómo llegó a manos de Barrett». Agrega que las obras, de «Análisis Superior» (análisis matemático avanzado), fueron leídas «con incansable atención y copiosamente comentadas y explicadas, sin perdonar la más sencilla transformación o desarrollo algebraico». También transcribe la carta de Barrett a Poincaré, escrita en francés, y plantea la duda sobre si fue enviada. Incluye la contribución de Barrett en el campo de la «Teoría de las Funciones» y la juzga original, apreciando su «talento matemático»: «Yo lo estimo altamente, y creo que, si la brevedad de su vida, sus enfermedades, su pobreza y la intensa producción literaria de sus últimos años no le hubieran impedido consagrar más tiempo a la investigación matemática, Rafael Barrett hubiera ilustrado también su nombre en esta ciencia, que amaba tanto, con valiosos descubrimientos» (31-32). Barrett publica su primer artículo en tierras americanas en la revista porteña Ideas, dirigida por Manuel Gálvez, el 1 de agosto de 1903. Luego colaboraría también en el diario El Tiempo y en la revista El Correo Español, publicación de la comunidad de españoles republicanos, desde donde criticaría repetidamente a la monarquía peninsular. Escribiendo para este medio y en relación precisamente con la política española, Barrett se enreda nuevamente en un incidente que culminaría con otro duelo frustrado, debido a la descalificación sufrida en España, que lo alcanzaría del otro lado del Atlántico. Tras un discurso ofrecido por el líder republicano Ricardo Fuente en el teatro San Martín de Buenos Aires el 17 de abril de 1904, se publican varios artículos polémicos. Barrett responde a uno de ellos, firmado por un militar peninsular, Juan de Urquía, defendiendo a Fuente desde las páginas de El Correo Español. Su agresivo texto desencadena la concertación de un duelo, que De Urquía suspende alegando la previa descalificación de Barrett por el Tribunal de Honor español. Y entonces Barrett vuelve a protagonizar un enfrentamiento físico en un sitio público. Pero esta vez se agrega una vergüenza adicional: la de golpear a la persona equivocada, el dueño del hotel a cuyo salón comedor había ido a buscar a De Urquía, a quien confunde con su adversario (Corral, El pensamiento cautivo, 29). Parecería que la soberbia de Madrid pudiera seguir imponiendo su 56
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ley sin importar las distancias. Todo parece indicar que este episodio lo indujo a partir nuevamente; esta vez rumbo al Paraguay. Esta anécdota podría llevarnos a pensar la breve estadía en Buenos Aires como apenas un momento de transición, en que Barrett mira hacia atrás, hacia la España que dejó, participando desde una posición excéntrica en algunas de las discusiones de la península. Sin embargo, ésa sería una visión limitada. En primer lugar, porque durante 1904 y desde El Correo Español, Barrett escribe mucho para la comunidad española inmigrante, que está instalándose en la ciudad. Y en segundo lugar porque, aún desde un medio vinculado a una comunidad extranjera, Barrett participa de importantes debates políticos locales. En su participación pone de manifiesto la comprensión de los problemas tratados desde una perspectiva internacional, así como una particular sensibilidad en relación con las situaciones de desigualdad entre los países y los grupos sociales. Buenos Aires atravesaba por entonces un intenso proceso de transformación, con la incorporación de masas inmigrantes provenientes sobre todo de España, Italia y Europa del Este que permanecían en la ciudad y alrededores en una importante proporción. Entre 1869 y el Centenario, la población de Buenos Aires se había quintuplicado: de doscientos mil habitantes pasó a tener un millón. Simultáneamente, la ciudad se había modernizado de manera acelerada: ferrocarriles, tranvías, electricidad, nuevos edificios públicos dejaban su impronta en el paisaje urbano. La distribución de tierras no se había verificado y, simultáneamente, el proceso de industrialización demandaba nueva mano de obra: en la ciudad había unas pocas fábricas grandes y un amplio número de talleres y comercios; se requerían brazos tanto en el sector manufacturero como en el de servicios. Pero no había posibilidades de trabajo —ni buen trabajo— para todos. Y el Estado no había desarrollado estrategias de contención social. Este contexto fue propicio para el surgimiento de movimientos obreros. Como observa el historiador argentino Suriano, la ciudad «presentaba rasgos favorables para el arraigo de tendencias contestatarias» (18). En este sentido, la creciente presencia del anarquismo a partir de 1880 y sus primeras acciones violentas a comienzos del siglo XX, dieron lugar a una fuerte respuesta represiva del gobierno nacional. Una de las medidas clave fue el establecimiento de la ley de residencia, propuesta por Miguel Cané, que permitía impedir el ingreso —o, eventualmente, deportar— a inmigrantes acusados de agitadores. Uno de los artículos más importantes de Barrett en 1904 se refiere, precisamente, a esta normativa. En una actitud coherente con su «anarquismo inmigratorio», según la caracterización de Viñas, Barrett analiza la ley cuando todavía está en discusión, señalando su debilidad esencial: que no obedece a una política inmigratoria coherente sino meramente a una reacción represiva. Entre otros aspectos, se dirige en este artículo al primer diputado socialista elegido en la Argentina, Alfredo Palacios, esperando «que no se deje deformar por el leve ambiente que lo acaricia» (OC IV 54). Con una mirada comparativa que es característica de sus trabajos, cita seguidamente un texto del presidente norteamericano, Theodore Roosevelt, acerca de la regulación de la inmigración en ese país. Sobre el mismo, sostiene que está escrito en un lenguaje «duro y cruel como 57
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la vida misma», pero lo valoriza en la medida en que está relacionado con un proceso de deliberación, que considera está faltando en la Argentina. En un párrafo que resulta característico de su estilo, Barrett comienza interpelando retóricamente a sus lectores con dos preguntas que parecen situar al enunciador en una posición no valorativa. Es, por supuesto, una táctica para introducir su punto fundamental: las preguntas no tienen respuesta porque la ley de Residencia no es producto de la deliberación, sino una medida puramente reactiva, producto del «miedo», del «espanto»; que no obedece, por lo tanto, a una planificación sino que simplemente está asociada con la represión del Estado. Finalmente, cierra con una metáfora de gran eficacia argumentativa, con acentos entre modernistas y góticos, en la que evocando la idea de patria como casa, habla de la «República como un inmenso palacio vacío». Se sugiere la idea de un gobierno opulento, que vive de espaldas al pueblo; que defiende su poderío económico con el uso de la violencia; y donde se ahogan las voces opositoras: Ahora bien ¿es necesaria la ley de residencia? ¿Es todavía suficiente? He aquí lo que es imposible decidir, cuando está aún casi sin tocar el problema capital del genio argentino. Lo cierto es que la ley de residencia no se hizo en virtud de estas altas consideraciones. Se hizo bajo una sensación intolerable de miedo. No fue una medida pensada, sino un gesto de espanto. Nada tan excusable. La República es un inmenso palacio vacío, del que se narran mil leyendas sangrientas, y en donde las voces más inofensivas retumban como cañonazos (OC IV 57).
La comparación de la política argentina con la de los Estados Unidos, que acabamos de ver, no será la única mención al país del norte en estos primeros trabajos de Barrett en América Latina. En otros textos, su juicio sobre ese país no será tan benigno. Repetidamente, el escritor retrata a los Estados Unidos como un poder en crecimiento y expansión, de peligrosa influencia sobre la región. En este sentido, podemos sumar su nombre a la lista encabezada por José Martí, Rubén Darío y Enrique Rodó, de los intelectuales que marcan una «nueva época» del discurso sobre los Estados Unidos, según comentamos en el capítulo anterior. Su visión quedaría magníficamente sintetizada en su recordado epifonema: «Monroe —‘América para los americanos’. Muy bonito, pero un poco vago. ‘Norteamérica para los norteamericanos’ me hubiera tranquilizado completamente» (OC II 313). Sin dudas, la guerra por Cuba, en que España perdió su última colonia en América en 1898, es parte del contexto internacional que Barrett tiene en mente; como su vinculación temprana con la generación del ’98, que analizaremos, permite imaginar. Algo de la irritación del derrotado se cuela en la advertencia frente al creciente imperialismo norteamericano que constituye el mensaje central de otro artículo de este período porteño, «El impudor del yanqui», publicado el 20 de enero de 1904 en El Correo Español. En esta semblanza en que compara a los ingleses con los norteamericanos, resulta evidente que Barrett está pensando en estos países en tanto que potencias neocoloniales, menguante una y creciente la otra: sus alusiones a la codicia y la expansión territorial, 58
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por indirectas, no resultan menos claras. Tras referirse a su apego por el pasado y su falta de creatividad, se refiere a las ambiciones económicas de los británicos con una analogía en que la referencia al espacio viene a marcar las apetencias imperialistas de ese país. Y opone el espacio, material, al tiempo, espiritual, vinculado con la creatividad y el futuro: «Los pueblos civilizados están preñados de mañanas; lo saben y van hacia el oriente como una bandada de águilas que buscan la aurora. Inglaterra no tiene alas; se limita a explorar las distancias con su energía de bestia inconsciente, y no hay rincón donde no alcancen sus tentáculos de pulpo» (OC IV 37). Luego, Barrett dedica varios párrafos a caracterizar la falta del sentido de ridículo de los ingleses, tras lo cual remata en los últimos tres párrafos con una descripción del «impudor yanqui». En síntesis, adelanta, «El yanqui es un inglés que ha perdido el respeto de sí mismo». La breve definición se expande y se hace muy explícita. Barrett tematiza la codicia del imperio en expansión, un núcleo semántico que veremos reaparecer de manera incesante en los textos que ponen de manifiesto el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Se trata de una codicia burda, poco elaborada. Por contraste con la codicia británica, más «pudorosa», los norteamericanos son «los modernos bárbaros». En este sentido, el artículo construye una argumentación redundante, que repite la acusación de codicia utilizando distintos recursos e imágenes, lo que puede verse especialmente en el cierre. De los cuatro párrafos finales, dedica el primero a una comparación tácita del imperialismo norteamericano con el robo, acumulando palabras de similar connotación: «penitenciaria», «evadidos», «aventureros y piratas», «pickpocket», «arrebatar». Estas palabras aparecen dentro de una analogía del desarrollo de los Estados Unidos como el de una cárcel que se va poblando de delincuentes provenientes de un espacio geográfico cada vez mayor: de Inglaterra, de Europa, del mundo. En el párrafo siguiente, el recurso es la ilustración a través de la auto-incriminación: Barrett presenta la cita de un representante norteamericano, que además agrega la amenaza del uso de la violencia en la relación imperial. Finalmente, en el último párrafo la imagen del «tubo digestivo», que se contrasta con otros sistemas del cuerpo humano —el cerebro, asociado al raciocinio; y el corazón, asociado a la afectividad— insiste en la ambición material, reduciendo todas las acciones a un único propósito, a una única motivación: la codicia. Y nueva metáfora, que insiste en el carácter «bárbaro» del imperialismo norteamericano, que es presentado como una suerte de fuerza natural, con la que no se puede negociar. La última oración, escueta y contundente, es una advertencia sobre el avance norteamericano en América Latina, que se subraya con una metáfora espacial, en la que sólo queda el encierro o la resignación: Queriéndose explicar Schopenhauer este impudor del yanqui, recordaba que los Estados Unidos nacieron de una penitenciaria inglesa, y que fueron nutriéndose de todos los evadidos de Europa, antes de crecer con todos los aventureros y piratas del mundo. Según esta teoría, que no tengo por inaceptable, se puede considerar al yanqui como un hijo de buena familia metido a pick-pocket.
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Una de las más notables manifestaciones de impudor que legaron los yanquis a las historia, es el discurso pronunciado por Mr. Spooner en el Parlamento. Con una ingenuidad de chimpancé declara este señor, refiriéndose a Colombia que ‘cuando las naciones débiles tienen lo que les hace falta a las naciones fuertes, éstas deben arrebatarlo por la fuerza de las armas’. Lo que me sorprende es que los países civilizados hablen de acción diplomática. Todavía no se dan cuenta de lo que son estos hijos del Norte. Los latinos pierden tiempo buscando cerebro y corazón donde no existe nada más que un tubo digestivo. Envían mensajeros a los modernos bárbaros como podrían enviárselos a la langosta, a los terremotos, o al cólera. Atranquemos la puerta o resignémonos, pero seamos inteligentes (OC IV, 38).
Otro aspecto que debe retenerse de esta cita es la oposición latinos-sajones, porque pone en un mismo frente a América Latina y España: los países doblegados por el imperio británico, primero, y en lucha con el creciente imperio norteamericano, en el presente de la escritura. Esa oposición se repite en otros artículos de la época. Notablemente, en una pieza dedicada a caracterizar el «Comercio latino», publicado el 4 de enero de 1904, también en El Correo Español. En este texto, Barrett opone la creatividad latina a la ambición material y la capacidad de organización sajonas: «El latino lanza la semilla al surco, el sajón ara el campo y guarda la cosecha. El latino descubre los continentes y el sajón los explota. El latino establece las leyes científicas y el sajón las aplica. (…) El latino no es comerciante» (OC IV 32). A estas observaciones generales, se agrega una bastante puntual, especialmente relevante para comprender el pensamiento estratégico sobre la economía, de amplia mirada, de Barrett: la cuestión de la especialización en el comercio internacional y el monocultivo, aspecto clave en su obra: «Un país latino es único exportador de un producto, y se arregla para ser esclavo del mercado». En síntesis, este trabajo tematiza el fracaso comercial de los países latinos, entre los que menciona a la Argentina, España e Italia, oponiéndolos a ingleses, alemanes y suecos. Y atribuye este fracaso a ciertas características inherentes de las «colectividades», entre las cuales las latinas se revelan como inaptas para la actividad económica: «Todo es en nosotros exaltado, inseguro, cuando la regularidad es condición indispensable de funciones vegetativas como las económicas» (32). Ahora bien, a estas consideraciones sobre el imperialismo, todavía algo imprecisas, se yuxtapondrán en el mismo período las preocupaciones por los problemas sociales inmediatos, que también comienzan a aparecer en los textos de Barrett inspirados por su breve estadía en Buenos Aires. Porque cuando Barrett decide dejar la Argentina, ya ha realizado observaciones sobre algunas realidades del nuevo mundo; donde las desigualdades se revelan de manera cruda, en relación con las posesiones y el bienestar, sí, pero fundamentalmente en relación con el uso —la posesión activa— del espacio. Según sostiene Fernández al comentar el artículo «Buenos Aires», la Argentina es el país donde, por primera vez, Barrett «comenzó a ver la realidad social y a percibir las profundas contradicciones que estremecían a una sociedad fundada en la miseria humana» («Introducción», 11). Se trata del artículo más citado por la crítica y sobre el que, 60
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notablemente, hay discrepancias sobre el lugar y fecha originales de publicación. Fue recogido por el propio Barrett en Moralidades actuales. En este texto, se pinta un fresco del amanecer porteño, en el que trabajadores y mendigos comienzan a desplazarse por las calles, marcando el contraste entre el progreso evidenciado en la construcción de la ciudad, y la miseria de sus habitantes oprimidos. Que se dejan ver, precisamente, en estas horas liminares, entre la noche y el día, como fantasmas que sólo pueden recorrer las calles cuando sus auténticos dueños las dejan despobladas. Puntualmente, que se ven condenados a recorrerlas en estas horas inadecuadas, impiadosas, en que el cuerpo quisiera descansar; bajo un cielo que no ofrece luz ni refugio, sino tinieblas e intemperie; entre edificios que no protegen sino que expulsan. Ciertamente, no puede dejar de pensarse este texto como una temprana contribución a la construcción del género de las «aguafuertes», que Roberto Arlt —un escritor también cercano al anarquismo (Close)— llevaría a su esplendor más de veinte años después. Así comienza: El amanecer, la tristeza infinita de los primeros espectros verdosos, enormes, sin forma, que se pegan a las altas y sombrías fachadas de la avenida de Mayo; la vuelta al dolor, la claridad lenta en la llovizna fría y pegajosa que desciende de la inmensidad gris; el cansancio incurable, saliendo crispado y lívido del sueño, del pedazo de muerte con que nos aliviamos un minuto; el húmedo asfalto, interminable, reluciente, el espejo donde todo resbala y huye, los muros mojados y lustrosos, la gran calle pétrea, sudando su indiferencia helada; la soledad donde todavía duermen pozos de tiniebla, donde ya empieza a gusanear el hambre… Chiquillos extenuados, descalzos, medio desnudos, con el hambre y la ciencia de la vida retratados en sus rostros graves, corren sin alientos, cargados de Prensas, corren, débiles bestias espoleadas, a distribuir por la ciudad del egoísmo la palabra hipócrita de la democracia y del progreso, alimentada con anuncios rematadores. Pasan obreros envejecidos y callosos, la herramienta a la espalda. Son machos fuertes y siniestros, duros a la intemperie y al látigo. Hay en sus ojos un odio tenaz y sarcástico, que no se marcha jamás (OC II 28).
En este artículo se denuncia la situación de desigualdad extrema que padecen ciertos sectores sociales de la ciudad, situación que repite en la periferia americana las inequidades del centro europeo, y que, como se declarará en el cierre, no tiene resolución en el orden establecido. Al detenerse en la imagen de los chicos vendedores de diarios, en su actividad acelerada y agobiante, y contrastarla con la descripción del obrero, también agobiado pero sobre todo contendido —de fuerza y violencia contenidas—, la escritura marca una progresión tácita, que avanza cuando el narrador detiene su mirada en un mendigo que revuelve la basura, al que dedicará la segunda mitad del texto. Su propio cuerpo es un signo complejo, que conjuga indicios de lo que fue y lo que es: «ropa sin nombre, trozos recosidos atados con cuerdas al cuerpo miserable», «manos bien dibujadas», «el pálido azul de las pupilas, un azul enfermo, extrahumano, fatídico». El narrador no lo explicita, pero está claro que se trata de un inmigrante desafortunado. Finalmente, el mendigo encuentra algo en la basura: «una carnaza a medio quemar, a medio mascar, manchada con la saliva de algún perro». La mirada del narrador combi61
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na compasión y repugnancia, sorpresa ante la breve actuación que ha presenciado: «El desdichado se alejó… Creí observar, adivinar… que su apetito no esperaba…». La progresión alcanza allí un clímax intolerable. La descripción se interrumpe. El narrador, el testigo —Barrett, el «yo» que acusa— da un paso adelante y grita. La emoción lo asalta; la compasión se convierte en indignación, y la repugnancia, en violencia. Convoca entonces la idea de la rebelión anarquista: ¡También América! Sentí la infamia de la especie en mis entrañas. Sentí la ira implacable subir a mis sienes, morder mis brazos. Sentí que la única manera de ser bueno es ser feroz, que el incendio y la matanza son la verdad, que hay que mudar la sangre de los odres podridos. Comprendí, en aquel instante, la grandeza del gesto anarquista, y admiré el júbilo magnífico con que la dinamita atruena y raja el vil hormiguero humano (OC II 29).
En principio, Buenos Aires, como gran ciudad de la periferia, es presentada en este texto como un reflejo de las del centro, que meramente repite sus desigualdades al modo de mundos paralelos: «¡También América!» Sin embargo, puede advertirse algo importante con respecto al tratamiento del espacio: los pobres parecen no ser parte de la ciudad; se los ve como desplazados, refugiados que la ocupan sin tener derecho a ella. No pertenecen a ese espacio brillante; e, inversamente, ese espacio no les pertenece. Como vimos, Edward Said destaca que la cuestión del espacio es un punto clave en la problemática neocolonial. La ciudad es la modernidad y la prosperidad que llegan a la periferia; la primera zona de contacto, donde ciertos grupos sociales locales no pertenecen ni pueden arraigar. Más adelante, volveremos sobre este punto, ya que Barrett continúa trabajando sobre este aspecto, construyendo una visión más compleja y argumentada sobre Buenos Aires, que vincula explícitamente centro y periferia; ya que, en textos posteriores, cada vez se hará más explícita la posición de esta ciudad como articuladora entre el centro explotador y la periferia explotada, en tanto que nudo exportador donde se concentran las riquezas que salen del territorio. Ya dijimos que Fernández destaca especialmente este artículo. Ahora bien, el crítico del Paraguay no está solo en esta apreciación. Citan este texto y, particularmente, este cierre como un momento culminante de la prosa de Barrett: Armando Donoso en 1920 (199); Maeztu en 1926 (11); Jorge R. Forteza en 1927 (22). Varias décadas después, también destacarán este pasaje Cappelletti (LXXX) y Abelardo Castillo («Lo que pasó», 14). Recogen en particular la exclamación «¡También América!» Es la sorpresa por la pobreza, por el hambre, en la tierra rica. Y es, sobre todo, la indignación. Comienzan a verse las marcas de las emociones en esta literatura de preocupación social que, entonces, tanto o más que referencial, puede considerarse expresiva; es decir, que apunta a un lugar de enunciación marcado por la empatía con el sufrimiento del grupo social representado. En el mismo sentido, comienza a quedar en evidencia también el carácter revulsivo de esta literatura. De allí surge, significativamente, la duda sobre el lugar y fecha ori62
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ginales de publicación. Hay una anécdota recogida por Muñoz, que presenta esta pieza como causante de que Barrett dejara de escribir en El Diario Español de Buenos Aires, debido al enojo que suscitó en su director, Justo López Gomara, quien habría encarado a Barrett, terminando casi a los golpes.3 La misma sitúa, entonces, la publicación original en esa ciudad en 1904, fecha con la que coinciden otros críticos. Ciertamente, el valor de la anécdota es más simbólico-ideológico que documental: da cuenta del tono de la pieza y de qué recepción pudo haber tenido. También recuerdan esta anécdota y coinciden con esta datación incierta Suiffet (17) y Cappelletti (LXXX). Más curiosamente, Álvaro Yunque también había señalado que «Buenos Aires» fue publicado en El Diario Español y provocado la ira de su director. Sostiene Yunque: «Lo publicó [el artículo ‘Buenos Aires’] en El Diario Español donde trabajó un breve tiempo, enriscando a su director, Justo López Gomara, periodista de colonia extranjera, lo cual significa: periodista que vive de adular al país donde vive. Barrett estuvo a punto de abofetearlo también» (Barrett, 22). Sin embargo, Fernández dice haber encontrado este artículo por primera vez en Los Sucesos de Asunción, el 27 de noviembre de 1906, y sostiene que Barrett nunca publicó en El Diario Español («Introducción», 11). ASUNCIÓN Y EL ACERCAMIENTO A LOS OBREROS Pese a la importancia de los trabajos escritos o inspirados por sus años en Buenos Aires, es sin duda en Paraguay donde Barrett encuentra los motivos fuertes de su obra, a partir de los cuales dejaría una huella indeleble en el pensamiento y la literatura latinoamericana. ¿Por qué elige Paraguay? Corral sugiere que pudo deberse a la influencia de Carlyle, escritor al que Barrett admiraba y que había manifestado su interés por la trágica historia de ese país (El pensamiento cautivo, 31). En todo caso, había también una razón más inmediata, ya que llega a ese país en octubre de 1904, como corresponsal del diario porteño El Tiempo, para cubrir la Revolución Liberal que se había iniciado en agosto, apoyada por la Argentina. Sus simpatías están con los revolucionarios. En su única crónica enviada al diario porteño, titulada «La revolución de 1904», advierte sobre la importancia del resultado del proceso de cambio que debía traer el levantamiento, con una clara visión de la situación estratégica de Paraguay en relación con sus recursos naturales y las apetencias de intereses internacionales —los que, sin embargo, en ese artículo no identifica claramente—: «Si la revolución no triunfa, el país morirá a manos 3 Así recrea Muñoz la anécdota, mencionando a Alex Barrett como fuente: «Merece párrafo aparte el episodio que le ocurrió [a Barrett] en el ‘Diario Español’. De este matutino solamente conocemos su notable artículo ‘Buenos Aires’, que luego Barrett recopiló en su libro Moralidades actuales. Su director era el probablemente español Justo López Gomara. Según me ha relatado su hijo ‘Alex’ venía el director (el día que se publicó el artículo de Barrett) caminado desde su domicilio a la redacción, cuando le compró a un canillita un ejemplar; leyéndolo, se encontró con al artículo de Barrett y tal fue su indignación, que apresuró el paso para llegar pronto y ‘afear’ la conducta a su autor. Coincidió que ambos se encontraron en la puerta del edificio y al increparle vociferando el director, Barrett en un arranque impulsivo abofeteó a su oponente, quien también usó el mismo procedimiento. Con el resultado de que Barrett se fue y no volvió más a dicha redacción» (Rafael Barrett, III, 54-55).
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de los que han convertido el homicidio y el robo en sistema político. Esta pequeña República, rica y virgen, pasará del poder del tirano al poder del extranjero» (OC IV 60). Barrett entra en Asunción probablemente el 24 de diciembre, junto a las fuerzas revolucionarias triunfantes, a las que se había asociado como parte de un grupo técnico. Ya en enero de 1905 es nombrado auxiliar de la Oficina General de Estadística y, apenas unos meses después, se lo asciende a jefe, aunque dimitiría antes de terminar el año. Por la misma época también trabaja en los Ferrocarriles, de donde se retiraría igualmente, en desacuerdo por el trato dado a los trabajadores. Integrado por completo a la vida social de Asunción, es nombrado secretario del Centro Español, que reunía a la burguesía local. Pronto conoce a su futura esposa, Francisca López Maíz, madre de su único hijo, Alex. En principio, todo es armonía, pero en poco tiempo, vuelve a protagonizar un episodio confuso en el que, por tercera vez, la institución del duelo cumple un papel fundamental. El caso fue así: debido a una discusión en los periódicos, dos jóvenes liberales, Gomes Freire Esteves y Carlos García, se enfrentaron a duelo. El segundo fue herido y murió casi inmediatamente. Barrett publicó un artículo en el que acusaba a sus padrinos por no haber impedido el duelo, debido a que García padecía una miopía casi incapacitante. La respuesta de los padrinos no se hizo esperar: uno de ellos, Miguel Guanes, enfrentó a Barrett en el Centro Español, a lo que Barrett respondió retándolo a duelo. Guanes no lo aceptó. El otro padrino era Albino Jara; su respuesta llegaría en 1908, cuando Jara toma el poder a través de un golpe militar. Comenta Fernández: «En estos hechos puede verse uno (pero solamente uno de los motivos) del ensañamiento de Albino Jara contra Barrett…» («Introducción», 14). En cuanto se instala en Asunción, Barrett retoma la escritura periodística. Ya en enero de 1905 publica su primer trabajo en El Diario. Corral registra casi cuarenta artículos ese año, en el que todavía alternaba el periodismo con las actividades comentadas, además del dictado de clases y conferencias. A ese medio se sumarían otras publicaciones asunceñas, como Los Sucesos, La Tarde, El Paraguay, El Cívico, Alón. A fines de 1906 Barrett comienza a considerar la posibilidad de vivir sólo de sus artículos, dado el prestigio creciente de los mismos. También en ese período participa en la fundación del grupo La Colmena, una suerte de tertulia literaria a semejanza de las que se realizaban en Madrid, entre cuyos asistentes se contaron Viriato Díaz-Pérez, Juan O’Leary, Juan Casabianca, Manuel Domínguez, Arsenio López Decoud, Modesto Guggiari, Ignacio A. Pane, Juan Silvano Godoy, Fulgencio R. Moreno, José Rodríguez Alcalá y Ricardo Marrero Marengo (El pensamiento cautivo, 39). Varios autores discuten, sin poder definir con claridad de acuerdo a los distintos testimonios y análisis, en qué momento se termina de radicalizar el pensamiento y la actividad social y política de Barrett; en qué momento a sus consideraciones críticas suma su actividad militante. Hemos visto que, en la visión de Fernández, ya desde su estadía en la capital porteña Barrett se había sensibilizado ante la dura realidad de las clases oprimidas, de lo que daba testimonio el artículo «Buenos Aires». Por su parte, el crítico paraguayo José Concepción Ortiz sitúa ese momento dos años después, vincu64
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lándolo con un cambio en el auditorio privilegiado del trabajo intelectual de Barrett y en sus lugares de reunión. Pero asimismo, de manera concomitante, con un cambio en el vehículo de su pensamiento, al hacer énfasis en la transmisión oral como complemento de la escritura para ampliar su público de modo que incluya a los grupos de trabajadores locales, pobremente alfabetizados: Es 1908. Barrett, hasta ese momento, había sido el periodista raro, casi único aquí, el conferencista superior, sin auditorio casi; el hombre encerrado aún, podría decirse, en una relativa torre de marfil con respecto al pueblo. Es el año en que el comienza a bajar las gradas que conducen al fondo social, junto a la masa entenebrecida. Participa en mitines; dice su palabra encendida. Se da a los desheredados en cuerpo, ya que en alma se les había dado siempre. Sobre ‘La Tierra’, ‘La huelga’ y ‘El problema sexual’ dice sus primeras conferencias a los obreros nativos («En el Paraguay», 10).
Aunque en su trabajo recoge el comentario de Ortiz y también menciona opiniones que sitúan ese momento crucial en 1906, en coincidencia con una serie de huelgas que se dan en distintos lugares del Paraguay, Corral prefiere datar el acercamiento de Barrett a las agrupaciones obreras en 1907. Ciertamente, en ese año son varias las actividades realizadas por Barrett a pedido de la Unión Obrera. A ellas se suman las conferencias comentadas por Ortiz y la creación de una publicación periódica, Germinal, junto al anarquista argentino José Guillermo Bertotto, destinada a los trabajadores paraguayos y de la que salieron algunos números entre el 2 de agosto y el 11 de octubre 1908 en Asunción. Cappelletti destaca la importancia de Germinal para el anarquismo paraguayo y señala la vinculación del escritor con la agrupación anarquista Federación Obrera Regional Paraguaya (FORP), fundada en 1906 en Asunción, con apoyo de la vigorosa Federación Obrera Regional Argentina (FORA) (LXXVIII-XXI). Pronto sus actividades despertarán la preocupación de la «buena sociedad», que cerrará las puertas del Instituto Paraguayo, donde se reunía el establishment intelectual local, y del Teatro Nacional, a sus charlas sociales. Entre las que terminó dictando, junto a Bertotto, en un galpón, se contará «Las infamias en los yerbales». Por esa época, precisamente del 15 al 27 de junio, Barrett publica en El Diario la serie de artículos que luego serán recopilados en una plaquette con el título de Lo que son los yerbales paraguayos, la obra con que dejará una marca más clara en la literatura y el pensamiento latinoamericanos. Volveremos sobre esta obra, que consideramos es realmente precursora del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, en la medida en que exhibe todos sus rasgos esenciales. En este punto, nos interesa detenernos en la consideración de las conferencias ofrecidas a los obreros, entendiéndolas precisamente como preparación y complemento de esa obra. «La Tierra» es la primera. Constituye una reflexión sobre la reforma agraria nunca realizada en el Paraguay, ya que básicamente señala como origen de la desigualdad la concentración de la posesión de la tierra en unas pocas manos: nuevamente, reaparece la cuestión del espacio, y se agregan menciones claras a los recursos naturales que, en su visión, deben ser de propiedad común: 65
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¿A qué indignarse contra los apacibles capitalistas, especie de cheques ambulantes? Indignémonos contra el propietario. Él es el usurpador. Él es el parásito. Él es el intruso. La tierra es para todos los hombres, y cada uno debe ser rico en la medida de su trabajo. Las riquezas naturales, el agua, el sol, la tierra, pertenecen a todos (OC II 295).
Otra idea importante surge de la cita: que la riqueza que pueden generar los recursos naturales está en relación con el trabajo que se agrega. Los recursos no se agotan sino que se multiplican en la medida en que se sume valor a los mismos a través del trabajo.4 La consecuencia está también explicitada en la cita: la riqueza debe distribuirse entre los que la producen, que son los que trabajan. Insistiendo en esta idea, en la misma conferencia Barrett se refiere al surgimiento de formas de pensamiento con tendencias que hoy calificaríamos de utópicas —vinculando el socialismo con cierto renacimiento del interés por la religión— considerando esta situación un síntoma de la crisis social provocada por la pobreza y la desigualdad; consecuencia, a su vez, de factores sociales y no de la escasez de recursos para la subsistencia: «Socialistas, anarquistas, neomísticos, neocristianos, espiritistas, teósofos… ¿Qué significa todo esto? ¿Qué quiere decir esta universal reacción hacia lo religioso (…)? ¡Qué somos desgraciados! No por culpa de la naturaleza, más y más sometida cada día a nuestra voluntad y a nuestro genio, sino por culpa de nosotros mismos» (OC II 295). Puede percibirse en estas reflexiones en torno a la capacidad de la naturaleza de sustentar a los hombres una alusión relativamente clara al evolucionismo darwinista, según el cual la competencia por medios de subsistencia limitados promueve la evolución de las especies. Corral ha mostrado que Barrett está al día con las discusiones en torno al evolucionismo, y que su pensamiento sobre estos temas lleva un desarrollo que es coherente con su acercamiento al anarquismo. Como analiza este crítico y como se desprende de las citas analizadas, Barrett abandona la concepción liberal-competitiva de Spencer y de Malthus, que traslada el modelo de la lucha darwinista de la naturaleza a la sociedad. Abraza, en cambio, las ideas de Kropotkin sobre la «ayuda mutua», quien propone el altruismo como un valor fundamental de las sociedades humanas (El pensamiento cautivo, 110-116). Es decir, Barrett evita tratar a la sociedad como un espejo o continuación de la naturaleza darwinista. En realidad, como veremos insistentemente, su impulso es exactamente el inverso: Barrett «socializa» la naturaleza, es decir, encuentra la sociedad en la naturaleza. Así, por ejemplo, muestra que la selva no es implacable en tanto que espacio natural, sino en tanto que espacio social, al que se trasladan —y donde se extreman— las relaciones de dominación de las ciudades. Esta visión se articula con sus ideas acerca de la capacidad de los hombres de controlar a la naturaleza, la que puede ser sometida «a su voluntad y a su genio»: Barrett cree en formas de uso 4 Podría observarse que detrás de estas propuestas de Barrett, parece estar la noción de «la teoría del valor del trabajo», central en la teoría marxista aunque muy discutida (Laibman, 3). Por ejemplo, se ha vinculado la noción de «teoría del valor del trabajo» con la de «explotación», aunque algunos autores la discuten (Cohen, Dooley). No conocemos ningún autor que haya analizado con cierta profundidad los conocimientos de economía de Barrett, ni sus propuestas.
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racional de la naturaleza, que opone a la explotación indiscriminada, a la que denomina «saqueo». Avanzando en esta misma línea, Barrett se opondrá muy claramente a las ideas malthusianas —que alertan acerca del agotamiento de los recursos naturales frente a la multiplicación de la población humana— en su tercera conferencia, «El problema sexual». Tras reivindicar el lugar de la mujer, interpela directamente a su auditorio de obreros para que tengan muchos hijos y los protejan, en el marco de la familia: Sed fecundos. Dejad que los ricos, dejad que los poderosos, después de haber robado a la humanidad, pretendan robar a la naturaleza, limitando la prole a una cantidad convenida, y transformando el amor en un vicio solitario. (…) Sed el ejército que no acaba nunca. Sed incontables como las estrellas del cielo. No vaciléis ante las penas que aguardan a vuestros hijos. Si los engendrasteis con amor, no temáis. No hagáis caso de los que atribuyen la miseria al exceso de la población. No es la población la que empequeñece la tierra, sino el egoísmo. Amad, y la tierra se ensanchará sin límites (OC II 310).
En este punto, es fundamental recordar que Barrett llega a un Paraguay que apenas comenzaba a recuperarse de la masiva pérdida de población asociada con la llamada Guerra de la Triple Alianza o del Paraguay, entre 1865 y 1870, en la que los ejércitos conjuntos de la Argentina y el Brasil, así como la miseria asociada a la misma, habían reducido la población de ese país de dos millones «a menos de trescientos mil ancianos, inválidos, mujeres y niños», como describe Roa Bastos (Rafael Barrett, XVII). Con respecto a la guerra, diversos historiadores han señalado que, si bien no es posible encontrar las «huellas dactilares» de la diplomacia británica detrás de la misma, ciertamente es relativamente fácil vincularla con la expansión del imperio británico en la región, en particular a partir de las relaciones financieras de la Argentina y el Brasil con la banca londinense. La resistencia de las autoridades paraguayas a incorporarse al esquema imperial británico —«el primer experimento de autonomía y soberanía que se realizaba en el continente», según Roa Bastos (XVII)— puso en marcha la reacción, en la que las élites de la región actuaron como piezas de un ajedrez internacional. Como ha señalado Vivián Trías, «no se puede circunscribir el Imperio Inglés a la Gran Bretaña y sus agentes». Este historiador sostiene que también forman parte de ese sistema las clases dominantes de naciones independientes en lo formal, pero «económicamente periféricas y dependientes». Como concluye, destacando la coincidencia de intereses entre el centro imperial y los grupos locales que se benefician de esta situación: «El desafío paraguayo enfrentó a todo el sistema del imperialismo liberal, y éste reaccionó para reprimirlo» (181). La observación de que la dramática reducción de población que había sufrido el Paraguay iba asociada con un estado de pobreza generalizada, en lugar de un florecimiento debido a la reducción de la demanda de bienes —como se asocia con el malthusianismo— dejaba a la vista el origen social de la situación. Para Barrett —como 67
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dijimos, al tanto de los debates de autores europeos en torno a la evolución— la ironía no podía resultar más evidente. El recurso para actuar sobre el origen social de la desigualdad y la miseria, entonces, será el tema de la conferencia dirigida a los obreros paraguayos que nos queda por comentar, titulada «La huelga», que fue publicada posteriormente por la FORP (Cappelletti, LXXVII). En este trabajo, Barrett básicamente argumenta en favor de la legitimidad de la huelga como medio privilegiado para forzar la distribución de la riqueza. Destaca sobre todo su carácter no violento, un aspecto crucial que lo separa de ciertas vertientes anarquistas. Sin embargo, no niega por eso que exista en el presente un enfrentamiento por los recursos ante el cual los obreros deben organizarse y luchar, destacando la «legitimidad» de la huelga. La tensión utópica, de todos modos, se mantiene, con el señalamiento de un futuro en que la huelga ya no sería necesaria en un ordenamiento social diferente: «La huelga es un procedimiento omnipotente pero pacífico; su carácter es provisorio. La huelga concluye cuando el capitalista —y entiendo también aquí por capitalista al propietario de tierras— cede a la equidad y alivia la suerte de los asalariados» (OC II 301). Sin embargo, la cuestión de la violencia está latente, y Barrett la retoma más adelante, refiriéndose puntualmente a la situación en los obrajes madereros y en los yerbales, sobre los que denuncia un sistema de explotación semejante a la esclavitud: «Me contestaréis que es difícil ser paciente cuando aquí mismo, en un país casi virgen y de benignos rasgos como el Paraguay, se os hace la vida insoportable. (…) Los obrajes son dignos de negreros, y los yerbales son la vergüenza del Paraguay y una de las mayores vergüenzas de América» (OC II 305). Por los mismos días que Barrett dictaba estas conferencias y, de manera complementaria, se dirigía a los obreros por escrito, junto a Bertotto, desde Germinal, una nueva revolución tuvo lugar: el cruento golpe militar del coronel Albino Jara, el 2 de julio —a quien, recordemos, Barrett había ofendido en 1904—. Como comentan varios testimonios, ese día Barrett arriesga su vida recogiendo heridos. Así lo cuenta Abelardo Castillo en 2007, apoyándose en el relato de Yunque de la década del cuarenta, y confirmando el valor de los elementos biográficos en la vigencia del lugar que se otorga a Barrett en América Latina: Lo cuenta Álvaro Yunque. Fue en julio de 1908. Los paraguayos se asesinaban en las calles de Asunción, y los cadáveres y los heridos quedaban ahí, tirados en las veredas y en los zanjones. La Asistencia Pública no se dejaba ver por ninguna parte. Entonces, en medio del tumulto apareció Barrett: se había procurado un coche de plaza e iba solo entre las balas, descalzo, recogiendo o restañando cuerpos. ¿Por qué descalzo? Francisca, su mujer, ha explicado la razón. ‘Se había sacado los zapatos para que yo no lo oyera al escaparse al defender al prójimo’ («Lo que pasó», 12).
Los verdaderos problemas, sin embargo, llegarían después, debido al clima represivo que se apoderaría de Asunción. Para asegurar que no hubiera resistencia al golpe, se 68
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desencadena en la ciudad una serie de redadas arbitrarias, denunciados desde Germinal. Primero Barrett y luego Bertotto son detenidos; el segundo incluso es torturado y obligado a comerse páginas de la publicación. Tras una serie de escaramuzas y una nueva detención, Barrett es finalmente deportado por intervención del cónsul inglés gracias a su nacionalidad británica. Tras pasar por Corumbá, en Brasil, y brevemente por Buenos Aires, Barrett se instalará finalmente en Montevideo. Allí retomará el periodismo, en trabajos especialmente destacados por Rodó; allí se integrará —aunque por poco más de un año— a una comunidad intelectual articulada; allí se publicará el único libro que llegó a ver en vida y los demás proyectados. En síntesis, allí cobrará su nombre vuelo definitivo. Aunque ya quedaba poco tiempo: en 1909 la tuberculosis inducirá a Barrett a volver a Paraguay, primero clandestinamente, luego de manera legal, para reencontrarse con su familia y descansar. Y en 1910 viajará a Francia para una cura imposible. Muere el 17 de diciembre de ese año en el hotel sanatorio de Arcachon. LOS YERBALES: «HAN SAQUEADO LA TIERRA Y HAN EXTERMINADO LA RAZA» Volvamos a la que consideramos la contribución fundamental de Barrett: la serie de artículos publicados en 1908 en Asunción, que fueron luego recogidos en el folleto Lo que son los yerbales paraguayos, publicado en Montevideo en 1910 por el editor José Guillermo Bertani, con prólogo de Bertotto. Esa compilación sería reeditada repetidamente como libro en esa ciudad y en Buenos Aires a lo largo del siglo e incluida en varias compilaciones de sus obras, generalmente por editoriales vinculadas a la izquierda. También aparecerá en el volumen de Biblioteca Ayacucho consagrado a Barrett en 1978, titulado El dolor paraguayo. Finalmente, es su única obra traducida hasta ahora, en 1979 al italiano, con el título Cosa sono gli yerbales. Los yerbales constituye, creemos, la obra con que Barrett deja una marca más clara en la literatura y el pensamiento latinoamericanos. Es un momento de quiebre en su carrera, y en la historia de los discursos anti-imperialistas en América Latina. Barrett sabe que está cortando amarras con la buena sociedad de Asunción, que ya no habrá vuelta atrás. Sabe que incluso corre peligro su vida.5 De hecho, autores como Álvaro Yunque
5 Francisca López Maíz de Barrett, viuda del escritor, relata dos ocasiones en que la vida del escritor pudo haber estado en peligro. La primera es el 1 de mayo de 1908, en la celebración del día de Trabajo en el Teatro Nacional de Asunción. Barrett fue advertido de que esa noche iba a ser apuñalado por la espalda mientras pronunciara su discurso. La segunda fue la noche misma del golpe de estado de Jara, el 2 de julio del mismo año, en que su casa fue asaltada por un «grupo de bandidos que ‘olían a yerba’». Barrett se defiende y logra sacar a su esposa e hijo por los fondos. Ella informa de la situación y llega una patrulla que mata a todos los asaltantes. Comenta irónicamente la viuda: «Fue una lástima, no sobró uno para declarar…» (6-7). A partir del testimonio del hijo de Barrett, Muñoz relata otro episodio, que podría ser el mismo que el primero que relata su madre, marcando debilidades del recuerdo, dado que la fecha del 1 de mayo en 1908 es señalada por él como memorable por otro motivo, el encuentro con Bertotto. Mientras se publican los artículos de Los yerbales, la Industrial Paraguaya intenta sobornar a Barrett. Ante su rechazo, contrata a un asesino a sueldo, «el pistolero argentino Caracciolo Sayago», quien no puede atacarlo «al impedirlo personas amigas». Muñoz agrega una tercera ocasión de peligro para el escritor y su familia: estando en la estancia de Yabeybry, donde se establecieron en
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argumentan explícitamente que por esta obra es que Barrett debió dejar el Paraguay: «Su amor al desventurado mensú le atrae, lógicamente, el odio de políticos, burócratas y patrioteros, todos cómplices en la criminal empresa. Se le apresa, se le acosa, se le calumnia, se le bloquea con hambre y silencio. Se le destierra, por fin» (La literatura social, 255). Pero Barrett elige dar el paso, como su admirado Emile Zola: Los yerbales es su primer J’Accuse: se trata de una denuncia concreta sobre una situación de escandalosa explotación, en que se señala a los responsables, vinculados a las más altas esferas del poder, de manera que pueden ser reconocidos. La serie, precisamente, concluye repitiendo esas palabras. De una punta a otra del espectro ideológico y estético, de una punta a otra del tiempo, y de cada una de las orillas del Atlántico, nos interesa recoger dos opiniones que dejan en claro la fundamental asociación del nombre de Barrett con este texto que, con recursos tomados del naturalismo y del modernismo, entre otros, alerta sobre las condiciones brutales en que se realiza la explotación de la yerba mate en la triple frontera entre Brasil, Paraguay y Argentina. Primero comentaremos el pasaje que dedica Maeztu a la cuestión. Dando testimonio del impacto inmediato de Los yerbales en el diverso campo intelectual hispanoamericano, el español destaca su importancia en tanto que representa un nuevo modo, radicalmente diferente, de hablar sobre la selva: un ámbito que resulta explotado, no meramente explorado. Si la mirada europea —los «ojos imperiales» de que habla Mary Louise Pratt— había visto hasta entonces una naturaleza rica, sobre todo desde que Alexander von Humboldt recreara la naturaleza sudamericana como «salvaje y gigantesca» (118), con «selvas tropicales superabundantes» (123), la naturaleza que describe —que devela— Barrett es igualmente copiosa, pero no generosa: hay quien viviendo en ella padece pobreza extrema. Sin embargo, las tremendas penalidades padecidas no son causadas por la naturaleza sino por otros hombres. Tibia pero claramente, Maeztu señala el valor ético de Los yerbales, y su importancia como guía en particular para los escritores latinoamericanos, los que considera que resultan interpelados por el trabajo de Barrett: (…) siento con certidumbre que el hecho fundamental de su vida consiste en haber levantado el velo espeso que cubría la selva sudamericana a los ojos del mundo. Otros hombres la han explorado; pero a Barrett le tocó descubrir la existencia y dolores de los hombres que habitan en ella. Por él se sabe cómo se mueren los más de los peones que en los yerbales del Paraguay se ocupan, cómo se les somete, por la firma de un contrato a un régimen de esclavitud, cómo el jefe político y el juez niegan al peón la posibilidad de que se le haga justicia contra el capataz. Barrett ha sido, en este sentido, el descubridor de América para los intelectuales latinoamericanos, el hombre que les ha hecho avergonzarse de estar pendientes de los erotismos y delicuescencias parisienses, cuando los aborígenes de su continente padecen en la selva más rica del mundo lo que no sufren ni los hijos más pobres de las más pobres tierras europeas (12). 1909: «una partida asaltó la casa, pero Barrett y su esposa increparon a los asaltantes y los hicieron cambiar de idea» (El pensamiento vivo, 30-31 y 33-34).
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El segundo comentario que quisiéramos rescatar es el de David Viñas. Tan asociado resulta el nombre de Barrett a su denuncia sobre los yerbales, que en su libro de 1983, reeditado en 2004, Viñas se siente obligado a aclarar que la obra de su anarquista preferido no se reduce a esos artículos sobre el Paraguay; que hay en sus trabajos una perspectiva internacional que excede esa preocupación y que la hace posible. Reconoce, sin embargo, que Los yerbales representa una instancia clave de su producción: «Si únicamente se lo vincula a Rafael Barret (sic) (1876-1910) al Paraguay privilegiando su momento más fecundo, se corre el riesgo de disolver uno de los componentes decisivos de su explícito anarquismo: el factor internacionalista» (Anarquistas, 225). Como dijimos, los artículos comienzan a publicarse en El Diario de Asunción el 15 y terminan el 27 de junio, apenas unos días antes del golpe de Jara y la nueva ola represiva. Su tono condenatorio es parejamente fuerte. Las descripciones crudas, por momentos preciosamente barrocas, son interrumpidas muchas veces por exclamaciones: gritos de indignación, lamentos; incluso reflexiones y tácitas disculpas sobre la dureza de la propia escritura, sobre la repugnancia que puede despertar en los lectores. Sin embargo, dejando en evidencia el control de sus recursos, el estilo de Barrett puede volverse sorprendentemente escueto y controlado cuando relata cuestiones que resultan de por sí conmovedoras, como al referirse a la tortura. Barrett traza el origen de las empresas que dominan la explotación; sus vinculaciones con el gobierno; los mecanismos legales para controlar a los trabajadores; la persecución y los castigos a los que son sometidos si intentan escapar. Los datos, las cifras, que dan la magnitud «objetiva» de la explotación —el número de muertos, la superficie afectada, las ganancias recogidas— ganan dramatismo por su contraste. Son también complementados por cuadros conmovedores, en que Barrett utiliza distintos recursos retóricos. Pero aquí, además, hay responsables directos, las empresas y ciertas personas en particular, que Barrett identifica, lo que marca la grave molestia que puede ocasionar su denuncia. Puede decirse sin dudar que Los yerbales constituye una reflexión desde la ciudad sobre el campo, sobre la naturaleza; como destacamos en el capítulo anterior, en general, sobre las condiciones de posibilidad del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. No sólo porque Barrett es un producto de las ilustradas ciudades europeas. También porque escribe desde una ciudad periférica: se mantiene actualizado de lo que pasa en el mundo gracias al mismo intercambio desigual que denuncia. Ciertamente, Barrett tenía una aguda conciencia de la diferencia entre residir en la ciudad o en el campo para acceder a la información. Durante su estadía de reposo en la remota estancia de Yabebyry entre 1909 y 1910, escribe a su amigo Juan Eulogio Peyrot, entonces en Montevideo, una carta que acompaña los originales de sus Moralidades actuales. En ella se autorretrata como «un inválido (…) solo con su mujer y su hijo a un mes casi de distancia mental con el resto del mundo, sin más horizonte que la selva paraguaya» (citado en Morán, 249). Por otra parte, sus lectores directos están en la ciudad de Asunción: es cierto que Barrett hace Germinal para los obreros; pero Los yerbales no está escrita para los peo71
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nes yerbateros. También los lectores indirectos sólo pueden ser alcanzados gracias a la ciudad: como veremos, a través del mismo intercambio desigual, Barrett espera que se difunda su denuncia al mundo. Una tercera razón por la que Los yerbales es un producto de la ciudad es que constituye un texto en relación con una actividad política organizada: el anarquismo, consecuencia, a su vez, de las condiciones de vida generadas en las ciudades. De modo directo, Barrett, al asociarse con Bertotto, articula sus acciones en Asunción con el poderoso anarquismo porteño, que alcanzó su momento de mayor desarrollo, precisamente, entre 1900 y 1910 (Suriano). Finalmente, tan producto de la ciudad es Los yerbales que Barrett no estuvo allí, a despecho de lo que hubieran querido algunos críticos. Entre quienes equivocadamente atribuyen a Barrett un conocimiento directo de los yerbales, se cuenta Armando Donoso, quien sostiene: «Barrett supo demasiado lo que eran los yerbales porque estuvo en medio de ellos y conoció todas sus angustias. ¡Qué mucho entonces que pusiera su pluma al servicio de tan alta misión humanitaria!» (216). Sin embargo, según Muñoz, que se apoya en la palabra del hijo de Barrett, el escritor basa su denuncia en testimonios e «información fidedigna», de «militares amigos que frecuentaban su casa, situada en la calle Yegros y Cuarta» (El pensamiento vivo, 30). La dirección es significativa: es un hogar urbano, donde pueden producirse frecuentes intercambios, es decir, la institución latinoamericana de la «visita». Ya el primer artículo de Los yerbales, «La esclavitud y el Estado», exhibe en sus párrafos de apertura los rasgos que caracterizarán el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. En primer lugar, una visión internacional que es conciente de la situación de desigualdad en las relaciones entre los países. Puntualmente, debido a fuerzas de tipo colonial, como se sugiere con la comparación con el Congo Belga, un caso de abuso de las poblaciones locales relacionado con la explotación del caucho y otros productos, que era de dominio público gracias a las denuncias de periodistas y de funcionarios del Imperio Británico. En este caso, el abuso lo promueven las potencias vecinas, las que derrotaron al Paraguay en la guerra unas décadas antes, dentro de un esquema internacional que tenía como fin último integrar la economía de este país al imperio británico. Tras ese proceso, quedan en una situación equivalente Paraguay, la Argentina y Brasil, como se aclara un poco más adelante: «Las tres repúblicas están bajo idéntica ignominia. Son madres negreras de sus hijos» (38). En segundo lugar, estos primeros párrafos identifican un recurso natural codiciado, monopolizado por esas fuerzas. En tercero, denuncian la explotación de un grupo social nativo, de manera extrema y con uso de la violencia. Finalmente, se destaca en estos párrafos el hecho de que se trate de una situación habitual, sistemática, no excepcional. Una situación que el Estado conoce y apoya, debido a la complicidad de la élite gobernante con los dominadores extranjeros. Invocando imaginariamente a una audiencia internacional, comienza Barrett: Es preciso que sepa el mundo de una vez lo que lo que pasa en los yerbales. Es preciso que cuando se quiera citar un ejemplo moderno de lo que puede concebir y ejecutar la codicia humana, no se hable solamente del Congo, sino del Paraguay.
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El Paraguay se despuebla; se le castra y se le extermina en las 7 u 8.000 leguas entregadas a la Compañía Industrial Paraguaya, a la Matte Larangeira y a los arrendatarios y propietarios de los latifundios del Alto Paraná. La explotación de la yerba mate descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato. Los datos que voy a presentar en esta serie de artículos, destinada a ser reproducida en los países civilizados de América y de Europa, se deben a testigos presenciales, y han sido confrontados entre sí y confirmados los unos por los otros. No he elegido lo más horrendo, sino lo más frecuente; no la excepción sino la regla. Y a los que duden o desmientan, les diré: ‘Venid conmigo a los yerbales, con vuestros ojos veréis la verdad’. No espero justicia del Estado. El Estado se apresuró a restablecer la esclavitud después de la guerra. Es que entonces tenía yerbales (Los yerbales, 35-36).
Suiffet destaca sobre este comienzo que «es suficiente para mostrar interés y para mostrar desde ya, cuál será el tono poderoso y hasta violento en que desahoga su indignación» (23). Creemos, como ella, que desde el primer párrafo, la repetición de «es preciso» connota un estado de indignación y un sentido de urgencia que busca interpelar al lector: pura función fática, en la terminología del lingüista Roman Jakobson —como una llamada en el hombro—. Tiene mucho de oralidad y logra crear un cierto suspenso. Por otra parte, la mención de «el mundo» como auditorio plantea desde los inicios la dimensión internacional del problema: por sus causas y por su magnitud. En este primer párrafo también se menciona una palabra clave, la causa de la tragedia de la que se va a hablar —la «codicia»— enfatizada a través de una bimembración: ya que la misma no sólo «concibe» sino que también «ejecuta». Finalmente, se ofrece la comparación con el Congo, ya comentada, y se da el dato fundamental: la localización del problema, cerrando el párrafo de presentación y, en parte, el suspenso. El segundo párrafo sigue respondiendo a ese suspenso, con tres verbos que denotan acciones sufridas por la población del Paraguay; los mismos se ordenan en una enumeración de creciente connotación negativa: despoblar, castrar, exterminar. Inmediatamente, el nombre de las empresas responsables. Y nuevamente una enumeración de tres términos de creciente violencia: esclavitud, tormento, asesinato. El tercer párrafo es el más débil retóricamente, a pesar de la aparición de la primera persona: la protesta de verdad sigue pautas previsibles, con oraciones largas y muy argumentadas. La mención de los «países civilizados de América y de Europa» donde se reproduciría esta denuncia busca reforzar su vinculación con la del Congo, aludida previamente, que tuvo fuertes repercusiones en Europa y los Estados Unidos. Por lo mismo, no puede descartarse que constituya un gesto con el que el denunciante busque protegerse de las represalias. El párrafo gana energía en la interpelación final, con el uso de un recurso estilístico insistente en Barrett, quien en sus textos suele representar su voz entre comillas, como vimos en el grito del párrafo final de «Buenos Aires». El cuarto párrafo, sin embargo, es sumamente eficaz, precisamente por contraste: sus tres oraciones son breves, especialmente la primera y la última. Sigue la primera persona. Y, como el primero, este cuarto párrafo cierra con una palabra de mucho peso; en este 73
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caso, el objeto de la codicia, el recurso natural que pone en marcha la situación de explotación: los yerbales. En cierto modo, estos cuatro primeros párrafos parecen otros tantos turnos de habla del hablante, que van respondiendo a réplicas tácitas del oyente imaginario. El primer turno de habla requiere la atención del auditorio y la concentra en una localización. El segundo responde inmediatamente sobre la gravedad de lo que se va a contar; es decir, justifica la atención solicitada. El tercero argumenta que, pese a la gravedad de lo que se cuenta, se trata de algo verdadero, documentado, como si el oyente mostrara incredulidad. El cuarto responde a una imaginaria pregunta sobre qué hacer, negando la posibilidad de que la justicia intervenga, porque es parte del problema. De este modo, refuerza la percepción de gravedad del problema y, sobre todo, justifica la necesidad de la denuncia. El resto de este primer artículo está dedicado a documentar, precisamente, la complicidad del Estado en esta situación de explotación. Incluye la transcripción parcial de un decreto de 1871 y su reglamentación de 1885, que convierte en delito el abandono de los yerbales por parte de los trabajadores. Seguidamente, se explica el mecanismo de contratación, que supone convertir al peón en deudor de la empresa, a través del otorgamiento de un adelanto. Se denuncia también que el Estado no realiza las inspecciones que evitarían el sometimiento de los obreros al estado de «esclavitud». Y se identifica con las iniciales de sus nombres a funcionarios o altos personajes que tienen acuerdos con las empresas: incluso dos familiares del entonces presidente del Paraguay. Por eso cierra, contundente: «Nada hay, pues, que esperar de un Estado que restablece la esclavitud, con ella lucra y vende la justicia al menudeo. Ojalá me equivoque». En este primer capítulo Barrett observa que el mismo tipo de explotación sucede en los quebrachales —el otro recurso natural que el capital extranjero explotaba en la zona— insistiendo en el carácter sistemático de estas prácticas. Al comentar Los yerbales, Roa Bastos se refiere a esta partición de Paraguay en dos áreas ecológicas sometidas a la explotación meramente extractiva por parte de capitales extranjeros aliados a la élite local: «Dividieron el país en dos zonas de explotación económica: la del tanino, en el Chaco, la desértica región occidental, y la de los yerbales, al este y al sur de la región oriental, tomando como eje el río epónimo, verdadera columna vertebral del país» (Rafael Barrett, XVIII). Veremos en el siguiente capítulo que la denuncia sobre la explotación de la madera tanto en Paraguay como en la Argentina en términos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales tendría su propia línea de desarrollo en cuentos del argentino Horacio Quiroga inspirados en la obra de Barrett, así como en otros ensayos y obras de ficción, culminado en el trabajo de Gastón Gori La forestal (1965), en que se basó el film de Ricardo Wulicher Quebracho (1974), de gran repercusión pública en la Argentina. El segundo artículo, «El arreo», describe con detalle las estrategias para captar la mano de obra de los yerbales. Básicamente, se trata de seducir con un anticipo que el jornalero disipa en pocos días de locura en la ciudad, antes de embarcarse rumbo a 74
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la selva; o de engañarlo de manera aún más directa, haciendo correr la voz de que hay reclutamiento forzado «o revolución», para ofrecerle «refugio» en los yerbales: ¡Pero durante algunas horas, todavía, la víctima es rica y libre! Mañana el trabajo forzado, la infinita fatiga, la fiebre, el tormento, la desesperación que no acaba sino con la muerte. Hoy la fortuna, los placeres, la libertad. ¡Hoy vivir, vivir, por primera y última vez! y el niño enfermo sobre el que va a cerrarse la verde inmensidad del bosque, donde será para siempre la más hostigada de las bestias, reparte su tesoro entre las chinas que pasan, compra por docenas frascos de perfume que tira sin vaciar, adquiere una tienda entera para dispersarla a los cuatro vientos, grita, ríe, baila,—¡ay frenesí funerario!—se abraza con rameras tan infelices como él, se embriaga en un supremo afán de olvido, se enloquece. Alcohol asqueroso a 10 pesos el litro, hembra roída por la sífilis, he aquí la postrera sonrisa del mundo a los condenados por los yerbales (39).
El pasaje se abre con una exclamación, un recurso que ya hemos destacado en Barrett. Luego, establece un contraste que introduce un ritmo rápido, marcado por las enumeraciones que se yuxtaponen. Nueva exclamación y dos nuevas enumeraciones; esta vez, se introduce una enumeración interminable hasta alcanzar un clímax de máxima aceleración, que concluye con un verbo que resume el sentido de la descripción: «se enloquece». El clímax es subrayado seguidamente por una adjetivación de connotación fuertemente negativa («asqueroso», «roída», «postrera»), que acompaña una elección de sustantivos igualmente negativa («alcohol», «hembra», «condenados»). La connotación se subraya con la alusión a la muerte, en la exclamación intercalada, formada por un oxímoron: «frenesí funerario». En este segundo artículo, Barrett suma su denuncia sobre que los conchabados son muchas veces menores de edad. Y confirma su visión panorámica sobre el impacto del imperialismo en la región, al destacar que esta forma de captar a los peones para convertirlos en mano de obra virtualmente esclava, se repite en otros países latinoamericanos. Son significativas sus menciones a las explotaciones de otros recursos naturales: «Así se arrean los mártires de los gomales bolivianos y brasileños, de los ingenios del Perú. Así se arrean las muchachas del centro de Europa, prostituídas en Buenos Aires» (39-40). La situación, entonces, es igual en otros lugares de la región. Se trata de una observación breve, no especialmente subrayada, pero que resulta fundamental para comprender el carácter precursor de este texto de Barrett en relación con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: se señala un país, se señala un recurso codiciado, se señala un grupo social explotado. Y se repite todo en otro ejemplo. El paralelismo es fundamental porque implica que la situación es consecuencia de una misma posición dominada de estos países. Barrett repetirá este paralelismo en otros textos, como veremos. Para referirse a las condiciones de vida de los trabajadores una vez trasladados a los yerbales, Barrett, en el tercer artículo, «El yugo en la selva», establece una conmovedora comparación de este ámbito con la cárcel, en la que nuevamente encontramos acentos modernistas, y que evoca por anticipado el cuento de Quiroga, «La miel silvestre», 75
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en que un desprevenido resulta comido por hormigas tras ingerir una miel paralizante. La referencia a la distancia como medio de encierro es también muy importante, porque apunta al lugar común del «desierto», una palabra con ecos sarmientinos que Barrett usa en otro momento del artículo, y que sólo en América Latina puede aplicarse para describir una selva: Vosotros, los que os apagáis en un calabozo, no envidiéis al prisionero de la selva. A vosotros os es posible todavía acostaros en un rincón para esperar el fin. A él no, porque su lecho es de espinas ponzoñosas; mandíbulas innumerables y minúsculas, engendradas por una fermentación infatigable, le disecarán vivo si no marcha. A vosotros os separa de la libertad un muro solamente. A él le separa la inmensa distancia, y los muros de un laberinto que no se acaba nunca (42).
Esta naturaleza como calabozo, como «infierno», no es la naturaleza con que los hombres se enfrentan libremente: los que sufren la violencia de la naturaleza son hombres sometidos por otros hombres; despojados de su voluntad por la dominación y de sus fuerzas por la explotación; despojados de los recursos para hacerle frente. Sólo estos hombres, doblegados por la sociedad, son doblegados por la naturaleza. Ella se convierte, entonces, en una fuerza ambivalente: controlable, benéfica, si se dispone de los medios para lidiar con ella. De lo contrario, puede resultar una fuerza maléfica que renueva su poder incesantemente. En este artículo también se describen los métodos primitivos de explotación del yerbal: se trata de una mera extracción, seguida de un cocimiento al fuego de las hojas y ramas tiernas. La única herramienta de que habla Barrett es el machete; en realidad, habla del machete y del cuerpo del mensú, que deshoja las ramas «destrozándose los dedos», y tuesta la yerba «abrasándose las manos». También hay en este artículo una interesante reflexión sobre el lenguaje, que como una metáfora literal, apunta a la doble explotación, hasta el agotamiento, de la naturaleza y los hombres. Barrett reflexiona sobre esa ironía, y alude a la negra historia de la explotación de los minerales durante la colonia: «El paraje se llama mina, y el peón minero. (…) Esta designación terrible es más elocuente que todo. Sí: hay minas al aire libre y a la luz del sol. El hombre desaparece, sepultado bajo la codicia del hombre» (42). «Degeneración», el cuarto artículo, da cuenta de cómo la explotación reduce brutalmente la expectativa de vida de los trabajadores: «a los 40 años de edad el hombre se ha convertido en el mísero despojo de la avaricia ajena» (46). Su primer párrafo es, a nuestro parecer, el más logrado de la serie: Escudriñad bajo la selva: descubriréis un fardo que camina. Mirad bajo el fardo: descubriréis una criatura agobiada en que se van borrando los rasgos de su especie. Aquello no es ya un hombre; es todavía un peón yerbatero. Hay quizás en él rebelión y lágrimas. Se ha visto a mineros llorar con el raido a cuestas. Otros, impotentes para el suicido, sueñan con la evasión. Pensad que muchos de ellos apenas son adolescentes (44).
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El recurso de poner el foco en primer lugar la naturaleza para luego señalar, bajo el manto arbóreo, la presencia humana, parece una respuesta consciente a la literatura de viajes, la «mirada imperial» descripta por Pratt, que concentra su atención en el paisaje. El punto de vista del narrador es, en principio, desde la altura; en cinematografía se diría que Barrett construye un plano «en picado». Luego, la mirada se acerca paulatinamente al personaje humano, que está dejando de serlo: de allí el título de artículo. El narrador, entonces, utiliza el discurso indirecto libre para restituir la humanidad a su criatura, cuyos sentimientos y pensamientos puede conocer. Y remata develando que se trata de jóvenes. Con una concepción lamarckiana de la herencia —característica del naturalismo de comienzo de siglo— en este cuarto artículo Barrett denuncia cómo las marcas de las tremendas condiciones de vida pasan de una generación a otra, en forma de «estigmas de degeneración». Y con una concepción de la jerarquía de las «razas» marcada por la establecida por Blumenthal, sostiene que los peones «blancos» sometidos a este régimen «Son muy inferiores a los indios en inteligencia, energía, sentimientos de dignidad y bajo cualquier aspecto que se les considere» (47). Vemos, entonces, que no se trata de «aborígenes», como sostiene Maeztu, sino de mestizos. Resulta pertinente aclarar que esta consideración al pasar no agota el análisis de Barrett de la problemática racial, que considera inextricablemente vinculada a la cuestión del imperialismo: las razas «inferiores» son las razas «explotables», que terminan siendo las razas «explotadas», sostiene en un texto posterior. Volveremos sobre este punto en el siguiente capítulo. Este artículo tiene también una escena de fuertes tonos naturalistas, que abre paso a la revelación de cuántas víctimas puede haber tenido ya este sistema: Barrett estima que entre «30 o 40 mil paraguayos». Si los números no fueran suficientemente elocuentes, Barrett construye un cuadro de extrema violencia para mostrar cómo mueren los obreros de los yerbales. En principio, las oraciones cortas, expeditivas, parecen contagiadas del sentido práctico, del desinterés, de la falta de empatía de los personajes que no se conmueven ante la suerte del peón moribundo. Hasta que la interpelación exclamativa cambia el punto de vista, acercando el narrador a la víctima. Sigue entonces, nuevamente, un discurso indirecto libre en que el narrador da voz a los pensamientos y sentimientos del moribundo: Un día, el capataz encuentra acostada su víctima habitual. Se empeña en alzarla a palos y no lo consigue. Se le abandona. Los compañeros van a la faena y el moribundo se queda solo. Está en la selva. Es el empleado de La Industrial, devuelto diabólicamente por la esclavitud a la vida salvaje. ¡Grita, miserable! Nadie te oirá. Para ti no hay socorro. Expirarás sin una mano que apriete la tuya, sin un testigo. ¡Solo, solo, solo! (46).
El quinto artículo, «Tormento y asesinato», expande la acusación sobre la violencia ejercida: tortura y muerte forman parte de la metodología habitual para asegurar la continuación de la explotación. Es el artículo más duro, más difícil de leer. Primero se habla sobre la tortura. Las descripciones son aquí escuetas, contenidas; no hay adjetivación. 77
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El lenguaje utilizado es casi pura denotación: el horror está en lo que se cuenta. Y es tal que obliga al narrador a justificarse ante sus lectores, estallando en una exclamación en que alude a su propio hacer como una actividad médica, necesaria pero desagradable: ¿A qué mencionar los grillos o el cepo? Son clásicos en el Paraguay (…). También se usa mucho estirar a los peones, es decir, atarles de los cuatro miembros muy abiertos. O bien se les cuelga de los pies a un árbol. El estaqueamiento es interesante: consiste en amarrar a las víctimas de los tobillos y de las muñecas, con cuatro estacas, con correas de cuero crudo, al sol. El cuero se encoge y corta el músculo; el cuerpo se descoyunta. Se ha llegado a estaquear los peones sobre tacurús (nidos de termite blanca) a los que se ha prendido fuego. ¡Pluma mía, no tiembles, clávate hasta el mango! Pero los miserables que ejecuto no tienen sangre en las venas, sino pus, y el cirujano se llena de inmundicia (47-48).
Luego se da cuenta de persecuciones «con gente armada a winchester». Es el clímax de la serie. En la narración sobre cómo se mata a los peones, el narrador adopta el punto de vista de los perseguidores: para ellos la carrera es una «alegre cacería»: un oxímoron que parece hacer eco invertido al «frenesí funerario» anteriormente analizado. La descripción es dinámica, marcando la excitación de los personajes, e incluye las palabras de capataces y policías: ¡Ah, la alegre cacería humana en la selva! Los chasques llevados a órdenes a los puestos vecinos. ‘Anoche se me fugaron dos. Si salen por estos rumbos, métanlen bala!’ (Textual). El año pasado, en las Misiones Argentinas asesinaron a siete obreros, uno de los cuales era un niño. En Punta Porá, cuando la policía da por fugado a un trabajador, ‘fugado’ significa ‘degollado’ (48).
Sobre el final de este quinto artículo, comienza a escucharse el eco de las palabras de Zola. Anunciando la última pieza de la serie, que tratará sobre las fabulosas ganancias que acumulan las empresas, cierra este penúltimo artículo: «Es a los de arriba a los que acuso. Son ellos los verdaderos asesinos, no los habilitados ni los capataces. Los responsables son los jefes de las bandas, porque son los que menos riesgos corren y los que más lucran con el crimen» (49). El último artículo será el anti-clímax. «El botín» está lleno de números, al tratar con mucho detalle los cálculos de ganancias de las empresas, que se alimentan por igual de naturaleza y seres humanos. El paralelismo: «han saqueado la tierra y han exterminado la raza» enfatiza esta doble explotación, que acerca los recursos naturales y los recursos humanos como igualmente usufructuados hasta el agotamiento (52). El cierre confirma la genealogía intelectual del gesto de Barrett: «Yo acuso de expoliadores, atormentadores de esclavos, y homicidas a los administradores de la Industrial Paraguaya y de las demás empresas yerbateras. Yo maldigo su dinero manchado de sangre. Y yo les anuncio que no deshonrarán mucho tiempo más este desgraciado país» (52). 78
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La situación que Barrett denuncia es, como él mismo lo explicita, la continuación de la explotación colonial; sólo que esta vez está a cargo de las élites de las naciones «libres»: en realidad, sometidas al neocolonialismo. Esta lectura resultó clara para críticos tempranos, como Armando Donoso, quien escribió, comentando Los yerbales, marcando cómo la explotación de la selva reedita la del oro; cómo se repite el abuso de las clases oprimidas; cómo se impone la dominación por la fuerza; cómo el poder económico extranjero se une al poder político local para controlar la situación. Es notable que el comentario de Donoso sobre el trabajo de Barrett anticipa en varias décadas los planteos de Las venas abiertas de América Latina, de Galeano: La historia se repite; es la segunda época de la colonización bárbara: al conquistador lo reemplaza el capataz y al indio el gañán, que cae bajo el látigo, el palo, o la bala del rifle. Antaño en nombre de un rey lejano y de una religión implacable, se arrancaba la tierra, el oro, amasado con todos los dolores del aborigen o del negro comprado en África; ogaño es la simple explotación del pueblo por el capital y el poder reunidos (215).
Medio siglo después, también Roa Bastos destaca y adopta la interpretación de Barrett sobre que la nueva explotación neocolonial de los yerbales es un eco de la vieja dominación colonial, utilizando una terminología sumamente reveladora en relación con el papel de este escritor como precursor del discurso de resistencia que nos interesa: Como observador y testigo actuante del lento resurgimiento de la nación arrasada, a Barrett no se le ocultó tampoco que esta ‘estabilización aparente’ era otro de los fenómenos cuya anomalía no llevaba al Paraguay a una gradual recuperación de sus recursos humanos y naturales, sino, por el contrario, a una desestructuración aún mayor de los mismos. Las prerrogativas y franquicias ilimitadas del capital foráneo continuaban siendo expoliadoras y depredadoras (Rafael Barrett, XVIII).
El análisis del historiador Jerry W. Cooney de la explotación de los yerbales entre 1776 y 1810 deja en evidencia esta continuidad. Cooney muestra que el apogeo de la explotación de la yerba mate en el período anterior a las guerras de Independencia había consolidado un sistema de contratación de los peones basado en la deuda previa, que establecía una relación de sometimiento y control legal sobre el trabajador. Y justificaba la violencia del explotador o de las autoridades coloniales, preocupadas por los ingresos por impuestos que la actividad dejaba. También hay una continuidad desde el punto de vista tecnológico: antes de la Independencia, la explotación también se basaba en la extracción, no en el cultivo; el machete era la única herramienta; el desecado de las hojas en la barbacuá era completamente artesanal. Cooney revela asimismo la situación de crisis ecológica que facilita la situación de sometimiento de los peones: la distancia de las áreas pobladas. La explotación de la yerba mate había sido en tiempos de la colonia —y continúa siendo en tiempos de Barrett, como vimos— una actividad meramente extractiva. El mecanismo se reduce a adjudicar a determinados «habilitados» una porción 79
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de la selva donde abunda este árbol. Lo que se hace luego es, simplemente, cosechar hojas y ramas a golpe de machete. Como Barrett, Cooney también se detiene en lo significativo de la terminología, destacando que la zona bajo explotación se llama «mina», y los obreros, «mineros». Si, a comienzos del siglo XX la distancia se ha convertido en cómplice del sometimiento brutal, si la selva se ha transformado en una «cárcel», si el obrero está aislado por «desiertos y pantanos interminables» como denuncia Los yerbales, es precisamente porque este tipo de uso meramente extractivo ha obligado a buscar los yerbales cada vez más lejos de los poblados, internándose en la inmensidad verde. Sin embargo, el punto más interesante del trabajo de Cooney en relación con el de Barrett es que ambos se ocupan de momentos de boom de la explotación de los yerbales, en función de la exportación. Cooney analiza el período que se abre cuando Buenos Aires se convierte en capital de Virreinato del Río de la Plata en 1776, cuando se intensifica el comercio, al removerse ciertas restricciones. En ese crecimiento, el comercio de yerba mate fue crucial: de una exportación de 26.420 arrobas en 1776, se pasó a 327.150 en 1808. Cooney destaca que también hubo abusos en la explotación ganadera, motivados por el mismo motivo: la expansión del comercio y el aumento fabuloso de las ganancias. En el caso de Los yerbales ya hemos comentado que se trata de un momento en que el Paraguay es integrado plenamente al comercio internacional tras la guerra perdida, con la intervención en la región de las potencias locales, la Argentina y el Brasil, capitales que dominan la explotación de los yerbales, siendo Alto Paraná la empresa argentina, y Matte Larangeira la brasileña —además de la local, Industrial Paraguaya—. Las dos intensificaciones de la explotación del recurso natural y de los recursos humanos que analiza Cooney y denuncia Barrett se dan debido a lo que, con terminología actual, llamaríamos dos momentos de globalización. El trabajo de Cooney también deja de manifiesto los aspectos que el texto de Barrett omite: todo aquello que pueda hacer empobrecer a los obreros como figuras negativas, o parcialmente responsables de su suerte. Cooney comenta que en el período que analiza, hubo ocasiones en que los obreros huyeron sin re-pagar el adelanto. Y cuenta detalles de la vida sexual en los yerbales que Barrett no recoge, probablemente por la carga de culpa que podía ir asociada a ciertas prácticas a comienzos del siglo XX: la frecuente bestialidad, la eventual homosexualidad y pederastia, facilitada por la contratación de trabajadores adolescentes. Por el contrario, como veremos mayoritariamente en los textos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, cuando habla de los peones Barrett construye el retrato de una víctima. Con «estigmas de degeneración», sí, pero fundamentalmente un «esclavo». También un «mártir», un «prisionero de la selva», una «criatura agobiada», unos «infelices». Sus explotadores son, en el otro extremo, «los negreros enlevitados», «la opulenta canalla». El tópico recurrente en la literatura de viajes imperial que analiza Pratt y evoca Maeztu en la cita sobre Los yerbales es el de la selva abierta a la exploración, rica y salvaje. La de Barrett, por el contrario, es una selva explotada, sufriente, empobrecida. Es una selva que por primera vez se presenta ante los ojos socializada, donde llega la «ci80
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vilización»: rica para otros, frágil en tanto que «saqueada», miserable para la población local. Es decir, bárbara no porque se sustrae al impulso de la civilización sino, precisamente, porque ha sido sometida a él. Retomando la idea de la vida de Barrett como la de un protagonista de una novela regional, tal como la caracteriza French, podemos decir que en Los yerbales queda radicalmente cuestionada la oposición valorativa civilización y barbarie: «la distinción crucial entre civilización y barbarie (…) resulta amenazada en la medida en que el héroe reconoce aspectos admirables en las culturas ‘primitivas’, así como el carácter salvaje y la violencia de los colonizadores» (34). Entre otros autores, Yunque lee la operación barrettiana en relación con esa oposición cuando comenta Los yerbales conjuntamente con El terror argentino, al que nos referiremos inmediatamente. Sostiene Yunque: «La lectura de estos panfletos horroriza; y uno y otro son documentos palpitantes de esto: La civilización occidental, la civilización del capitalismo no es, en rigor, una civilización» (Barrett, 37). IMPERIALISMO LOCAL Y VIOLENCIA: EL TERROR ARGENTINO El otro gran trabajo de denuncia de Barrett es El terror argentino, publicado en Asunción en 1910. En relación con esta obra, ocurre otra de las reveladoras confusiones sobre la biografía de Barrett: la versión de que su alejamiento de Buenos Aires se hubiera debido al impacto de la publicación de El terror, el que habría provocado su deportación de la Argentina. El crítico argentino Jorge A. Warley, en fecha tan tardía como 1987, se hace eco de este error al decir: «Sus denuncias de la otra cara de la Grande Argentina del centenario, su compromiso con las luchas obreras, llevan a que el gobierno le aplique la ley de residencia y deba abandonar el país» (7). Verdad es, sin embargo, que El terror representa una obra tan revulsiva como Los yerbales; y Los yerbales, sabemos con certeza, fue una de las causas de la deportación de Barrett del Paraguay. De hecho, estos dos trabajos —los dos únicos concebidos como obras integrales— pueden considerarse complementarios, en la medida en que se concentran en dos escenarios que se articulan. Uno se interna en la selva, en busca del recurso natural y los recursos humanos explotados, para constatar a nivel micro el impacto de la fuerza del impulso neocolonial. El otro se dedica a establecer un esquema macro, explicando cómo operan esas fuerzas: su lógica de funcionamiento. Es como si Barrett primero se enfocara en un detalle, un ejemplo de explotación, concreto, dramático, cargado de dolor humano y patetismo; para luego apartarse y pintar el cuadro general que hace posible y sostiene la situación de explotación. Lo que nos interesa destacar es que en ese trabajo postrero Barrett va un paso más allá en su mirada comprehensiva del problema de la miseria en el Paraguay y en la Argentina; es decir, en las áreas dominadas de modo directo o indirecto por la élite porteña, en relación, a su vez, con el imperio británico. El marco explicativo que establece coloca a la ciudad de Buenos Aires en el lugar de intermediaria en un esquema que articula 81
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toda la cuenca del Plata al sistema mundial, en tanto representa el principal puerto exportador. Como tal, pasa por ella la riqueza que sale de la región; y en ella queda, en una proporción no despreciable, concentrada en pocas manos. A su vez, a través de ella se transmiten los impulsos de control y represivos del centro hacia la periferia. Se trata de un marco amplio, que completa las visiones de Los yerbales y «Buenos Aires», y las pone en relación, insistiendo, además, en una continuidad entre la situación neocolonial con la colonial: si la explotación actual es posible y alcanza tales niveles de intensidad y violencia, se debe a que se encabalga sobre situaciones de desigualdad previas, de los tiempos anteriores a la independencia. Hay otras características que acercan El terror y Los yerbales. En primer lugar, los dos contienen urgentes denuncias, como el J’Accuse de Zola: se concentran en referir gravísimas situaciones del presente, que reclaman inmediata atención. Si Los yerbales alerta sobre la expoliación del patrimonio natural y la violenta explotación ejercida sobre los peones, que estaba exterminando a un grupo social, El terror argentino es concebido como respuesta a la represión, oficial y extraoficial, desatada en Buenos Aires debido a los atentados anarquistas de 1909 y 1910, entre ellos una bomba en el teatro Colón y la muerte del jefe de policía, Ramón L. Falcón, a manos del joven inmigrante anarquista Simón Radowitzky.6 En segundo lugar, los dos representan también esfuerzos explicativos, para facilitar la comprensión de un panorama que a primera vista puede parecer casual o caótico. Entre otros aspectos, eso puede verse en que ambos trabajos incluyen largas transcripciones de textos legales, que buscan probar que lo que se denuncia no es fruto de acciones aisladas o de faltas de control, sino del funcionamiento del sistema. Finalmente, los dos se basan en fuentes secundarias, no en la observación directa: si Barrett primero escribe sobre los yerbales con información que le llevan a su casa de Asunción, luego denuncia la represión en la Argentina desde la estancia paraguaya de San Bernardino. Como queda de manifiesto en una carta en la que solicita los recortes de diarios a un compañero anarquista, al escribir este trabajo se basó en testimonios e información periodística: «Estoy preparando un folleto sobre la Argentina, y como he tenido noticias de un atentado en el Colón, necesito los números de La Prensa y La Nación de esos días, donde se ha publicado la Ley social y datos y consideraciones sobre aquel suceso» (OC III 300). El hecho de que Barrett trabaje con fuentes secundarias pone en evidencia que el valor de sus textos está dado no tanto por la investigación básica, por encontrar datos escondidos, sino por vincular datos ya conocidos a través de la construcción de «cuestiones», que son puestas a consideración de la opinión pública desde cierto lugar 6 Así explica Viñas por qué el jefe de policía se convirtió en el blanco del joven anarquista: «En el Buenos Aires darwinista, el emblema más autoritario se encarnaba en el coronel Ramón Falcón: jefe de policía del régimen, antiguo liquidador de indios y de montoneros, su eficiencia represiva se había desplazado desde las ‘tolderías’ de la Patagonia en dirección a los barrios del sur de a ciudad, en particular hacia el de la Boca, de donde partían entonces las manifestaciones anarquistas consideradas, desde el ángulo oficial, malones rojos. Radowitzky, después de la matanza de libertarios encabezada por Falcón el 1º de mayo de 1909, resuelve eliminarlo» (Anarquistas, 37). Se trató de una acción básicamente individual, que no formó parte de una revuelta o de un plan estratégico.
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de enunciación. En la expresión «yo acuso», entonces, tan importante es la acción de denuncia representada por el verbo, como el lugar de enunciación representado por el pronombre, y en qué posición se sitúa ese «yo» para denunciar: desde dónde construye su lugar de legitimidad. Volveremos sobre esto, porque hace a la compleja problemática de la «nacionalidad» de Barrett. Son varios los críticos, especialmente los contemporáneos, que ponen en relación Los yerbales y El terror, y les atribuyen una misma filiación zoliana. Entre ellos se cuenta, por ejemplo, Jorge R. Forteza, quien en su libro sobre Barrett publicado en Buenos Aires en 1927, incluye bajo el sub-género del «yo acuso» tres de sus obras vinculadas al «problema social», es decir, a la situación de miseria y desigualdad extendida en Argentina y Paraguay, sumando a las dos mencionadas El dolor paraguayo: Frente a la declamatoria fiebre del Centenario, frente a los discursos ‘panglossianos’ de los patriotas, Barrett se yergue en un gesto apocalíptico, trayendo en sus manos, nuevo ‘J’accuse’, las páginas candentes de su ‘Terror Argentino’. Ante la ceguera voluntaria de los que negaban en América el problema social, contra los que hablaban de América ‘tierra de promisión’, Barrett arroja como un desafío la queja amarga de ‘El Dolor Paraguayo’ y la acusación infamante de ‘Lo que son los yerbales’ (25).
Forteza, en realidad, repite un gesto ya ensayado por otro crítico de la época, Alberto Lasplaces, quien en 1918 también había asociado estas tres obras, en función de un común denominador de denuncia sobre el mismo «problema social» que ejercen las tres. Una denuncia que considera imprescindible por la falta de organización de los sectores oprimidos para responder a la situación, aspecto que, como veremos, está íntimamente vinculado a la historia de la que forma parte El terror: Gentes hay, elegidas por la fortuna, que alegan que no exista en América eso que han dado en llamar ‘problema social’, es decir, la lucha entre la miseria y la opulencia, la indigencia y el despilfarro. Nadie, después de leer los libros de Barrett, sobre todo ‘El dolor paraguayo’, ‘Lo que son los yerbales’ y ‘El terror argentino’, se atreverá a sostener semejante monstruosidad. Si el conflicto no ha alcanzado los relieves brutales que ha adquirido en el viejo mundo, es porque en América las masas no tienen todavía la conciencia de sus derechos, ni son capaces de defender su personalidad del inicuo despojo de que son víctimas (iv-v).
En Paraguay, Carlos Vaz Ferreira se concentra en la mirada de Barrett sobre su país al asociar El dolor paraguayo y Los yerbales y destaca otra vez la filiación zoliana. Vaz Ferreira apunta además a la cuestión de la posición de enunciación de Barrett en relación con estos textos, en tanto que «extranjero» que se solidariza con los problemas de otro pueblo: Rafael Barrett ha sido una de las apariciones literarias más simpáticas y más nobles. Hombre bueno, honrado y heroico: huésped de un país extranjero, adoptó su ‘dolor’; y su j’accuse, si cabe más valiente que el otro, tuvo de todos modos el mérito supremo de que
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ni siquiera podía ofrecerle, sobre todo en aquel momento, esperanzas ni expectativa de gloria (123).
Yunque, en cambio, se sitúa muy claramente en Buenos Aires al comparar las obras referidas al Paraguay y la Argentina, destacando la intensidad de la escritura de Barrett, su carácter emocional y su «indignación»: El Terror Argentino y Lo que son los yerbales son dos panfletos punzantes y llameantes. Pocas veces se habrá dicho la verdad con tanto valor, pocas veces un hombre habrá volcado tanta indignación como la que Barrett volcara en ellos. Moralmente, estos planfletos hieren y arrasan. Mal salen de ahí los opresores argentinos y paraguayos (Barrett, 37).
El terror argentino, a pesar de haber sido pensado desde el comienzo como obra completa, tiene una estructura en capítulos semejante a Los yerbales. Las tres secciones tienen una extensión despareja, lo cual deja de manifiesto que no fue pensado para ser publicado como serie de artículos como Los yerbales, sino sólo integralmente: es el único texto de Barrett con esta característica. Otro aspecto único es el espacio enorme que se consagra a la transcripción de una ley, la llamada Ley de Defensa Social, del 28 de junio de 1910, dedicada en su totalidad a contener el anarquismo a través de la penalización de todas las actividades vinculadas al mismo, a despecho de su benigno nombre. En la edición integral de El terror que manejamos, publicada en Montevideo en 1923, el folleto comprende unas veinte páginas, de las cuales la ley ocupa siete y media —es decir, más de un tercio—. Se trata de la única edición a la que hemos tenido acceso que incluye la ley, que fue eliminada de las ediciones posteriores: no aparece ya en la edición de las Obras Completas de la Editorial Américalee de 1943, una de las fuentes clave de ediciones posteriores —entre ellas, las de Ayacucho de 1978, y las Obras Completas compiladas por Francisco Corral y Fernández, sobre la que basamos en gran medida nuestro trabajo—. Se trata de una eliminación desafortunada, que altera profundamente el sentido del trabajo de Barrett. Si en ediciones académicas esta supresión supone un error técnico, en ediciones de editoriales de izquierda parece un error táctico; ya que, como imagina Barrett al incluirlo, la lectura del texto de la ley deja de manifiesto la virulencia de la respuesta del sistema, desproporcionada frente a los ataques escasos y aislados del anarquismo.7 La primera sección de El terror se titula «La tierra. Los salarios», y está dedicada fundamentalmente a describir el sistema económico de Argentina, basado en la economía pampeana: explotación ganadera y, en menor medida, agrícola, basada en el latifundio y destinada a la exportación. Este capítulo argumenta acerca de la situación de desigualdad: la opulencia de unos pocos frente a la pobreza de muchos, que explica y justifica la respuesta violenta. En primer lugar, destaca la desigualdad en cuanto a la 7 Otras ediciones que hemos constatado que no incluyen el texto de la ley son la realizada por Editorial Proyección en Buenos Aires en 1971; y la compilación a cargo de Jorge A. Warley, en 1987, publicada también en Buenos Aires por Centro Editor de América Latina.
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posesión de la tierra; luego subraya la pobreza de los salarios industriales. El primer párrafo merece ser transcripto en su totalidad por la densidad de las ideas, la capacidad para vincular aspectos económicos, políticos y sociales, y por trazar un panorama que veremos repetirse en textos de amplia circulación e impacto en Argentina durante el siglo XX, además de su soberbia calidad estilística: El inmenso territorio argentino está casi despoblado aún. Como hay en él una paz suficiente, y una libertad por lo menos escrita, la población rural se densificaría con rapidez si entre los inmigrantes y la tierra no se interpusiese un grupo de poseedores. Ninguna ley facilita el amplio acceso del proletariado a la propiedad inmueble. En la Argentina no se conoce el tipo del ‘pioneer’. Los privilegios de la colonización han mantenido, bajo una forma distinta, el viejo monopolio de las mercedes reales. Hay todavía latifundios a las puertas de la capital. La industria ganadera, combinada con la agricultura extensiva, constituye el sistema económico de los estadíos primitivos, inaptos a la gestación de una democracia segura. Los hombres, desalojados por las vacas y las ovejas, y paralizados por el aislamiento, no consiguen organizar y poner de pie su derecho a la vida. Era inevitable el desarrollo de una aristocracia de terratenientes, de corredores y de políticos, concentrada en Buenos Aires, núcleo luminoso del cometa cuyo cuerpo sin masa flota entre los Andes y el Atlántico (Páginas dispersas, 79).
El comienzo de este párrafo tiene ecos del Facundo de Sarmiento en cuanto al señalamiento del problema de la «extensión» de Argentina. Tópico que, como ha mostrado Pratt, en realidad tiene raíces en la obra del naturalista alemán Alexander von Humboldt, quien «reinventó» América en la forma de una naturaleza gigantesca y sobrecogedora (Imperial Eyes, caps. 6 y 8). Pero el tópico de la extensión tiene en el texto de Barrett una orientación argumentativa opuesta a la de Humboldt y, sobre todo, a la de Sarmiento, ya que destaca que no se trata de un problema «natural» —aunque la naturaleza esté en el origen del mismo— sino de una cuestión social y política: Barrett sostiene que Argentina está despoblada porque no se ha facilitado la posesión de la tierra a quienes la trabajan. Como en Los yerbales, Barrett habla de una naturaleza socializada, cuyos aspectos negativos, que se hacen sentir sobre ciertos grupos sociales, son en realidad causados por las acciones de otros grupos sociales, los dominantes. Los animales pueden desplazar a las personas porque son parte del sistema, que despoja a los grupos oprimidos de los instrumentos para luchar por su supervivencia. Y también como en Los yerbales, el escritor argumenta sobre la continuidad entre la época colonial y la neocolonial. Por otra parte, en este primer párrafo, Barrett traza una tácita comparación entre el desarrollo de la Argentina y el de los Estados Unidos, a través de la figura del «pioneer», fundamental para el desarrollo norteamericano y ausente en la Argentina, a pesar de las semejanzas entre los paisajes de pradera de ambos países. Y extiende el paralelo al avanzar sobre el plano político, argumentando que, sin derecho a la tierra, se resiente la calidad de la democracia. El párrafo termina con una marca estilística de la escritura 85
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de Barrett, que ya hemos señalado al analizar «La ley de residencia», entre otros textos: la metáfora final que condensa el sentido. En este caso, la Argentina es pensada en comparación con un cometa. El escritor construye una de las imágenes visuales más logradas para describir la situación de la ciudad de Buenos Aires con respecto al resto del país, contrastando una gran cabeza de población densa y rica, que representa a la capital, con un pequeño cuerpo de población dispersa y pobre, que representa el interior del territorio. Se trata de una metáfora eficaz, a la vez, estética y argumentativamente, que será evocada en la segunda sección, al señalar el carácter radial de los sistemas de transporte de la cuenca del Plata. Barrett avanza en su descripción de la situación de los trabajadores rurales, señalando en primer lugar su vida precaria; la que vincula con la reversión del impacto negativo de la naturaleza. Así, si la primera castiga al hombre con su extensión, resulta a su vez castigada por el hombre, que no se siente vinculado a ella. Los verbos elegidos por Barrett para describir el modo como los trabajadores ocupan el espacio son sumamente reveladores y están puestos en una gradación de connotaciones crecientemente negativas y violentas: «acampar», como alguien que está de paso; «guarecerse», como un animal; «vivaquear», como un ejército invasor. Nuevamente, como en Los yerbales —y como resulta característico del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales— se establece una asociación entre el recurso natural y los recursos humanos: ambos sufren, ambos padecen la misma situación de explotación; eventualmente, incluso se convierten en víctimas mutuas. Otra vez, Barrett describe una situación en que la riqueza natural no se multiplica, ni siquiera se mantiene, sino que se agota, por causa del mal trabajo de los hombres: Los dos tercios de las explotaciones agrícolas están en arriendo, por lo general sin contrato que asegure a los arrendatarios el goce de las mejoras que producen y la tranquilidad de un hogar estable. Expuestos a ser inopinadamente despedidos, no se arriesgan a salir de lo provisorio. No habitan; acampan. Se guarecen en chozas de techo de zinc y piso de fango. ¿Cómo se alojarán los simples asalariados del labradío? Son una horda que vivaquea en la Argentina. Empujados por lo precario de la situación, más devastan los campos que los fecundan. De aquí el rápido empobrecimiento de las tierras (80).
En este primer capítulo Barrett también ofrece información sobre los salarios, apelando al recurso retórico de la información objetiva y precisa para sostener su argumentación, que combina con vocabulario de fuertes connotaciones negativas y con cuadros conmovedores. También recurre nuevamente a la comparación internacional, para mostrar que la inequidad de la situación no es motivada por la falta de ganancias, sino por un sistema que favorece la explotación: Raro es el peón fijo que gana 40 pesos al mes. Durante una corta temporada los que cosechan el trigo ganan 4 o 5 pesos al día. Bregan de sol a sol, salvo la media hora que emplean en deglutir una bazofia repulsiva y cara. Sitio hay en que ni del agua disfrutan por ser sa-
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lobre. Se les ha visto volverse a pie a Buenos Aires. En Australia un esquilador de ovejas duerme en su cama. En la Argentina gana la mitad y duerme en el suelo (81).
Los párrafos referidos a la situación de los trabajadores rurales cierran con una lítote que reenvía a Los yerbales. De este modo, los dos textos quedan directamente vinculados; también se refuerzan los ecos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, a través de la alusión a otras situaciones semejantes de explotación: «Y no insistiré en los abusos de ciertos ingenios y de los obrajes y yerbales próximos a la frontera. Allí se estafa al trabajador, de acuerdo con las autoridades; se le tortura y se le caza a tiros cuando intenta huir» (81). Haremos tres observaciones más sobre el uso retórico de la neutralidad de los números, en combinación con palabras de alta carga emotiva. En primer lugar, Barrett traslada su denuncia a la ciudad, y enumera los salarios de «obreras», «costureras», «aprendizas», adoptando una perspectiva de género tácita: las trabajadoras son las que tienen los salarios más bajos. Los compara con el precio del pan, de la papa, de los porotos, concluyendo la enumeración con un término al que no pone valor numérico, para indicar, de alguna manera, no sólo que se va del alcance de las trabajadoras, sino también de la escala que maneja el escritor: «La fruta es inaccesible». Luego se refiere al precio del alojamiento, alternando otra vez la frialdad de los números con un vocabulario altamente connotativo, que busca marcar el estado de primitivismo y degradación, y de peligro de muerte, en oposición al de la presunta «civilización» y protección que debería ofrecer la ciudad: «Tribus enteras se amontonan en pocilgas que rentan por 25 y 30 pesos al mes y donde la mortalidad llega al 19 por mil» (83). La tercera observación en relación con el uso de los números tiene que ver con la inclusión de un cuadro de coordenadas cartesianas, en que se muestra el explosivo aumento en el valor de la tierra. Se retoma así el tema del comienzo del capítulo, sobre el final del mismo: «En veinte años los latifundios se han valorizado cincuenta veces». Lo interesante es que el epígrafe que acompaña el cuadro —que resulta, a su vez, el último párrafo del capítulo— no es explicativo sino comentativo, y de alta carga emocional y argumentativa, ya que, al hablar de la tierra, busca completar el sentido de lo presentado en función de los atentados anarquistas: «Este violento contraste entre la prosperidad del hombre que la posee y del que la trabaja en la Argentina, tuvo que abrir entre ellos un abismo de incomprensión y de odio» (83). En síntesis, este primer capítulo busca sugerir que la violencia de los atentados anarquistas se origina en la violencia económica y política ejercida sobre las clases oprimidas, basada fundamentalmente en la desigual distribución de la tierra y de las ganancias asociadas a su explotación. El segundo capítulo, «Psicología de clase», está dedicado a caracterizar a los sectores dominantes de Argentina, a explicar sus motivaciones y a desentrañar los mecanismos a través de los cuales logran controlar la economía y la política del país. La connivencia entre el sector económico, el político y el religioso es un aspecto clave. La sección comienza con un largo párrafo —de más de una página— dedicado a describir la posición 87
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central de Buenos Aires en la cuenca del Plata, que puede considerarse adelantado con respecto a otros discursos característicos del siglo XX en Argentina, en particular, los del revisionismo histórico. No en vano Viñas considera que Barrett contribuyó a dar forma a una «retórica de la izquierda» en la región (Anarquistas, 21). La primera oración es extensa; ocupa la mitad del largo párrafo inicial. Se inicia con una imagen dinámica, que sigue el tránsito de la riqueza, desde el interior del país hasta que se concentra en Buenos Aires. A partir de ese momento, se van sucediendo distintas caracterizaciones de la capital, marcadas a partir de la mitad de la oración por la reaparición anafórica del nombre de la ciudad. El texto tiene semejanzas con la letra de un tango donde, en una relación de amor-odio, se acumulan reproches que no culminan, que no cierran, para terminar con unos puntos suspensivos que parecen indicar la posibilidad de continuar la enumeración indefinidamente. Hay, sin embargo, una gradación, que avanza en el sentido de hacer acusaciones cada vez más graves, y por lo tanto, apunta a una creciente hostilidad; hasta proponer finalmente la idea de una reversión de la situación a través de una acción de «venganza»: El río y los ferrocarriles hacen el drenaje de la dispersa riqueza, condensándola transitoria o permanentemente en Buenos Aires; que es el mercado, el puerto, la Aduana, que es la capital, por ser el capital, anexando el gran volante de la administración a la feria de vanidades y los negocios; Buenos Aires, que por ser caja fuerte es tribunal y cuartel; Buenos Aires, alambique céntrico, teatro instructivo de la lucha de clases en la América Latina; Buenos Aires, donde los miles que usufructúan el lujo y los cientos de miles obligados a fabricar el lujo y a usufructuar la indigencia, se mezclan unos con otros en la democracia de las calles —la única democracia de estas latitudes— se aprietan y se frotan, cargándose de una electricidad de venganza… (Páginas dispersas, 84).
Otro argumento importante para explicar la situación de desigualdad tiene que ver con dar cuenta de la indiferencia de las clases privilegiadas frente a las desposeídas. Se argumenta que el sistema refuerza la desigualdad, extremando las ganancias; y que el culto al dinero ocupa todas las fuerzas de las clases dominantes. Incluso se establece una comparación con matices religiosos: «No hay bienestar colectivo. Hay bienestar de una clase, cuyo dogma forzoso es la propiedad. ¿Cómo ha de resistir la mente del propietario a la virtud operativa de la renta? Ayer poseíais uno y hoy sin más molestia que la de cruzaros de brazos, poseéis diez. Es el milagro burgués de los panes y los peces» (85). La analogía del sistema económico con el religioso se sostiene a lo largo del párrafo, con afirmaciones como: «Los bienes son el bien. La propiedad es Dios. El Banco es el templo». La imagen, ampliamente expandida, es utilizada entonces para sostener el argumento de la cercanía entre el poder político, el económico y el religioso. Este argumento es reforzado después con datos numéricos: Barrett incluye un largo listado de las subvenciones recientes que el gobierno otorgó a distintas parroquias. Detrás de este argumento que acerca los tres poderes, está tácita la acusación sobre que 88
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la religión no ofrece salida a la desigualdad, sino que la refuerza. La Iglesia es uno de los brazos del sistema. Un paso más en este sentido es analizar cómo funciona la beneficencia: explotando igualmente a los desposeídos y compitiendo con la producción, lo que deprime todavía más los salarios. Para sostener este razonamiento, Barrett apela tanto a cuadros naturalistas como a números crudos. Entre los primeros, el más conmovedor es el de una joven tuberculosa, obligada a trabajar para las monjas. En su descripción, la ternura de un diminutivo se mezcla con la animalización, estableciendo un contraste que conmociona: «De seguro recordáis a aquella niña tísica que faenaba en uno de los numerosos ‘Sacré Coeur’. Las hermanas ponían su cuerpecín moribundo en cuatro patas, y le hacían lavar pisos» (86). Se trata de una anécdota real que había comentado el propio Barrett en un artículo de La Razón, publicado el 28 de octubre de 1909, y que fue recogido posteriormente en Mirando vivir (OC I 180-182). En cuando a los números que ofrece para apoyar su argumentación, resultan contundentes: «No olvidemos que la beneficencia, hasta cuando es menos cruel, hace bajar los salarios. Si le regaláis 2, el trabajador, a quien se pagaba 5, se conformará con 3». Razonamiento al que sigue una exclamación, ese recurso que hemos visto ya en textos de Barrett, el que pone al «yo» del autor en primer plano, esta vez con toques de ironía: «¡Triste ley económica, repetidamente comprobada!» (Páginas dispersas, 86). Otro argumento que vemos repetirse en El terror es el que tiene que ver con la caracterización del «latino», que es presentado con una enumeración de múltiples matices, por momentos empáticos y por momentos distantes: «múltiple, irregular, burlón, escéptico y entusiasta, indolente y convulsivo, ingenioso, embustero». De este modo, la situación de explotación se ve agravada por las características innatas de las clases dominantes, que no son dadas a cumplir las leyes: «Las taras hereditarias del poseedor argentino agravan la virulencia de su culto a la propiedad» (88). Esta digresión da entrada a la denuncia más grave de esta segunda sección: la que tiene que ver con el fraude electoral. En este caso Barrett pone en escena su propia investigación, al confesar: «Entresaco de mis apuntes de actualidad de 1909». Seguidamente, acumula referencias periodísticas sobre casos de fraude en distintas provincias, situación que es sostenida por el poder económico, cuya posición se ve asegurada a través de ese mecanismo; y que resulta confirmado, entonces, como corazón del sistema. Para apoyar su argumento sobre la ilegitimidad y el carácter no democrático de un sistema de gobierno minado por el fraude, el escritor apela a la ironía del subrayado: «Las grandes compañías tienen a sueldo a los caudillos democráticos. El Poder Legislativo y el Ejecutivo son simples dependencias de los Bancos, de los ferrocarriles, de las empresas y de los negocios particulares» (90-91). Otra línea explicativa de la situación de inequidad de la Argentina vuelve a apelar a una comparación con los Estados Unidos. Con una imagen que será crecientemente utilizada a lo largo del siglo XX, Barrett contrasta el «atraso» argentino con la situación de «adelanto» del país del norte. En principio, se establecen los términos de comparación: 89
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ambos son países exportadores, beneficiados por entonces por los altos precios de sus materias primas en el mercado internacional. Pero enseguida se señala una diferencia: la aparición de nuevas corrientes de pensamiento en los Estados Unidos, menos materialistas, que marcan una etapa posterior, de superación, del momento más intenso del capitalismo: Por el momento, las cifras de las exportaciones y de los depósitos bancarios no bajan. Es lo principal. ¿No se opina así en los Estados Unidos? ¿No ha cacareado Roosevelt en el Cairo, en Roma, en Berlín, en París y en Londres que el primer deber del patriota es hacerse rico? Norte América produjo algo más que este infatigable Pero Grullo. Emerson y Whitman fueron norteamericanos. La fase aguda del capitalismo yankee ha pasado ya (92).
En contraste, la situación de la Argentina es más primitiva; todavía no se observa en este país la acción de la filantropía de «los Morgan, los Carnegie y los Rockefeller». Con una analogía a través de la cual se relaciona el interés económico con el predominio del sistema digestivo en un organismo (y que hemos visto aplicada a los norteamericanos en el artículo, «El impudor del yanqui»), se dice aquí del país del sur: «La Argentina no es aún más que un país decapitado que digiere» (94). Sobre el final de este segundo capítulo, Barrett hace otra denuncia importante: se refiere a los grupos de jóvenes de las clases privilegiadas que se dedicaban a atacar a grupos de inmigrantes, por el puro gusto de hacerlo. Se trata de la violencia para-legal sobre los inmigrantes, apoyada por el sistema. Regresan las descripciones naturalistas, las exclamaciones, y se destaca la palabra «codicia»: Uno de estos ‘indios’, y digo indios puesto que se denominaron a sí mismos ‘la indiada’, mató de un tiro de revólver a un niño lustrabotas, porque no le hacía brillar bastante los botines. ¿Impunidad? ¡Claro es! Impunidad —y aplausos sinceros de añadidura— hubo para los ‘indios’ estudiosos que en Mayo, durante su grotesca cruzada contra la clase obrera, atropellaron e incendiaron hogares pobres. Estragos son de la codicia disolvente (…) (94-95).
Este capítulo concluye como el primero con una imagen poderosa; si bien nos parece menos lograda que otras, más convencional. Esta vez se trata de una elaborada alegoría, de notable dinamismo, que quiere ser profético. Barrett insiste en la justificación de la respuesta anarquista frente a la situación de desigualdad y augura un futuro todavía más violento: «En el fondo del valle florido los falsos poderosos comen y se divierten. Allá arriba, en las ásperas gargantas batidas por la nieve y fecundadas por el cielo, se forma poco a poco el fatal alud de la justicia» (97). En el último capítulo, el tercero, titulado «El terrorismo», Barrett se concentra en la situación inmediata: los recientes episodios de violencia y la respuesta oficial. Es la sección donde trascribe por completo la Ley de Defensa Social, poniendo en evidencia la intensidad de la respuesta del Estado. Sus dos primeros párrafos, nuevamente, son clave, porque resumen los argumentos presentados en los dos primeros capítulos, referidos al sistema económico y la calidad de la democracia en la Argentina, que hacen 90
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imposible la emergencia de un movimiento de izquierda pacífico. Las comparaciones internacionales constituyen piezas centrales de su razonamiento: Un socialismo a la alemana o a la inglesa no era viable en Buenos Aires. La ausencia de sufragio y de industrias fabriles, las razas predominantes en la inmigración, la desnudez del proletariado, el cinismo de los poseedores y la ineptitud incomparable de los gobiernos burgueses acarrearon la ‘acción directa’, desde la huelga a la dinamita. Los poseedores afirman que el terrorismo es importado. ¿Pero por qué no estallan bombas ni en Inglaterra, ni en Suiza, repletas de terroristas? No. Las bombas estallan donde hacen falta y hay motivo para ello: Rusia, España, Argentina (97).
En este capítulo final Barrett hace la tercera gran denuncia de su folleto: las torturas, los asesinatos clandestinos en que incurrieron los agentes del gobierno; la red de espías y delatores en que se apoya; la censura a la que recurre. El escritor sostiene que la policía incluso alquiló un buque donde detuvo y desde el cual lanzó al agua, engrillados, a los acusados durante la represión de 1909. Y llama a esa nave «Montjuich flotante», evocando la fortaleza catalana donde se torturó a opositores; incluyendo en su último texto de denuncia ecos de los que fueron los primeros en cuya redacción pudo haber participado o que pudo haber apoyado, junto a los tempranos representantes de la generación del ’98. Barrett compara la policía argentina con la rusa, iniciando el párrafo con una clásica exclamación, y sigue con una enumeración donde acumula acusaciones. Finalmente, augura para la Argentina una revolución como la rusa de 1905, utilizando un párrafo brevísimo y optimista, para dar conclusión a un párrafo largo y tremebundo: ¡Rusia! Vuestra policía, discípula de aquella, ha reasumido los tres poderes y la entera soberanía de la nación; prohíbe pensar y hablar, secuestra no sólo los libros liberales, sino los de título sospechoso; ella, el órgano de la traición y la brutalidad, tiene como la rusa, su ejército de espías y de agentes provocadores; ella, reclutada en la hez de la república, arresta, pega, manda a presidio, retira de noche los cadáveres mutilados de sus presos, fleta un buque—el Montjuich flotante, para tirar al agua, con grillos en los pies, los redentores que la estorban… Sí. ¿Pero tiene Dellepiane los medios del czar? ¿Valdrá vuestra Ushuaia lo que su Siberia, y vuestro rebenque lo que su knut? ¿Y qué ha conseguido Rusia? Engendrar los Bakounine, los Tolstoi y los Gorki, iluminar la Europa con las llamas de su hoguera, precipitar el triunfo a la inevitable justicia. Os cubrís inútilmente de oprobio. Nadie puede impedir el advenimiento del futuro (99).
Ahora bien, más allá de la denuncia sobre el —ya podemos llamarlo así— aparato represivo que el gobierno argentino había desarrollado en 1910, quizás lo más interesante de los juicios de Barrett en este capítulo es que comparte con sus adversarios la impresión de que el anarquismo argentino es muy violento: como los opositores rusos y los españoles, países donde «las bombas estallan». Sin embargo, su apreciación no coincide con la de los historiadores. En la descripción de Suriano, en la ciudad de Buenos Aires, la acción violenta nunca fue dominante ni conquistó la adhesión generalizada 91
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de los militantes: «Aunque una retórica violenta era evidente en la producción discursiva del anarquismo local, su práctica política estuvo muy distanciada del terrorismo» (278). De hecho, los atentados ocurridos en Buenos Aires en 1909 y 1910, incluso los que desataron la respuesta virulenta que Barrett denuncia —el atentado en el teatro Colón, el asesinato de Falcón— fueron acciones aisladas, nunca obedecieron a planes generalizados. Lo que sí ocurrió es que las clases dominantes tuvieron una percepción muy exagerada del fenómeno: es el miedo, del que habla Barrett en su artículo sobre la «Ley de residencia»; el miedo, del que vuelve a hablar aquí, sumándolo a la acusación de las propias acciones terroristas del gobierno, para justificar la represión: «A raíz de la bomba del Colón (petardo de pólvora lanzado por la policía) habéis corrido al Congreso, enfermos del pánico más ruin —el del vientre— y habéis votado la ‘ley social’ del 28 de Junio» (Páginas dispersas, 99). De acuerdo al diagnóstico de los historiadores, el miedo que denuncia Barrett está motivado por la propia retórica anarquista, a veces tan encendida, como vimos incluso en la prosa barrettiana, especialmente en «Buenos Aires». También juegan un papel en este aspecto los antecedentes del violento anarquismo de algunos países europeos, como el ejemplo del francés Ravachol. Por último, ciertas teorías científicas de la época, en particular la criminología lombrosiana, que involucraba al anarquismo con una patología hereditaria, que predisponía al crimen y la violencia, como resume Suriano (278). Con esta percepción exagerada de la peligrosidad del anarquismo, no sorprenden los términos de la Ley de Defensa Social, que Barrett transcribe completa «para asombro y escándalo del piadoso lector» (Páginas dispersas, 102). La inclusión de la ley en forma integral tiene un sentido retórico y otro político: los anarquistas son tratados en la misma como irrecuperables e impedidos de participar en la vida política del país. También puede considerarse que tiene un sentido práctico, al difundir entre los militantes y simpatizantes del anarquismo el cambio abrupto en su situación en la Argentina. La ley contempla la pena de muerte para todos los involucrados en un atentado que resultara en una muerte, haya sido ése o no el objetivo del mismo. Contempla también penas gravísimas de confinamiento en el penal de Ushuaia, en el extremo sur del país, aún por delitos menores. Incluso prevé fuertes castigos por acciones que hasta entonces no eran delitos, como «toda asociación o reunión de personas que tenga por objeto la propagación, preparación o la instigación a cometer hechos reprimidos por las leyes de la nación»; o «la apología de un hecho o del autor de un hecho que la ley prevé como delito». De hecho, en los términos de la nueva ley, la exclamación final del artículo de Barrett, «Buenos Aires», publicado previamente, podría haberle costado a su autor entre uno y tres años de prisión. Tras la larga transcripción de la ley, resurge, exaltada, la voz de Barrett, con la presencia repetida de su «yo», recordando el cierre de Los yerbales. El escritor contempla tres posibles objeciones a la ley, propuestas imaginariamente por un jurista, un economista y un «patriota»: que afecte el sistema jurídico; que afecte la economía, y que afecte la imagen internacional de la Argentina. Las tres objeciones son rechazadas con 92
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una fórmula en la que el «yo» enunciativo se erige en juez: «Y yo os diré que la paz no depende de las leyes»; «Y yo os diré que la paz no depende de la riqueza material»; «Y yo os diré que la paz no depende de la estimación ajena». El juicio que cierra el folleto no tiene que ver con el impacto extrínseco de la ley, sino con su impacto intrínseco, en «el alma argentina». Tras una larga cita de Emerson, que habla de que las consecuencias de los propios actos se revierten sobre el sujeto, concluye el folleto, con un tono espiritual poco usual en Barrett, y nuevas menciones al «miedo» y la «codicia» como motivaciones de las acciones que condena: La sanción es interior y fulminante. En el minuto mismo en que os resignasteis a votar y a cumplir la ley social, el alma argentina, dentro de su cáscara de oro, se entristeció, se empequeñeció y se arrugó como un fruto seco. Pero la vida es elástica. La realidad es buena. Vosotros sois o seréis buenos, puesto que existís. Dominad los dominios del miedo y de la codicia. Levantad los corazones y las frentes y vuestras manos manchadas se purificarán (109).
Es el final. El folleto está datado «San Bernardino (Paraguay), Julio de 1910» (sic). Barrett muere en diciembre. También para el anarquismo argentino, 1910 marca el cierre de una etapa. A la represión legal, se sumó la para-legal, ya descrita en parte en El terror. Grupos de jóvenes de las clases altas salieron a las calles a atacar distintos locales y sectores de la ciudad, muchos de ellos sin ninguna relación con el anarquismo. Hubo especial saña con los extranjeros y la comunidad judía. Fueron atacados los lugares de reunión de los obreros: incendiadas las redacciones de los diarios La Protesta, La Batalla y La Vanguardia. Estos grupos informales se encarnizaron con librerías, cafés y locales comerciales en el barrio del Once. Los anarquistas quedaron atónitos ante la magnitud del ataque (Suriano, 236). Por otra parte, la aplicación de la Ley Social a rajatabla inició una serie de encarcelamientos, impidió las reuniones, prohibió por períodos prolongados las publicaciones anarquistas. En síntesis, la nueva legislación, asociada con la represión legal y para-legal del Estado, casi desarticuló por completo el fuerte movimiento anarquista de la Argentina. Reverdecería en 1913, pero ya mucho más débil, y enfrentando un contexto político, social y cultural diferente, al que le costaría adaptarse (Suriano, 335-344). Para cerrar esta sección, nos gustaría volver a la cuestión del imperialismo intraregional. Ahora bien, no hemos visto, a lo largo de nuestro análisis de El terror, ni una referencia al Paraguay. ¿Por qué sostenemos, entonces, que Barrett considera a ese país una de las víctimas del sistema que tiene centro en Buenos Aires y que en este folleto se dedica a describir? Hemos analizado en Los yerbales las observaciones sobre el imperialismo porteño y brasileño sobre el Paraguay. Y vimos al comienzo del capítulo segundo de El terror la referencia a que Buenos Aires es el principal puerto exportador de la cuenca del Plata. Hay, sin embargo, otros textos todavía más explícitos sobre el imperialismo intra-regional. Uno de los más significativos es un breve artículo publicado en el primer número de Germinal, el 2 de agosto de 1908. Barrett denuncia allí la intervención argentina en la revolución de Jara, apoyando esta vez al gobierno —como antes 93
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había apoyado la revolución de 1904—.8 A estos se agregan epifonemas muy agudos sobre el imperialismo argentino, capaces de rivalizar con el que citamos previamente, referido al norteamericano. También en Germinal, en el número 11, del 11 de octubre de 1908, publica Barrett un artículo que recoge catorce epifonemas, dos de los cuales están dedicados a la Argentina. En los mismos, insiste sobre el poder económico de la élite porteña sobre el Paraguay, y su carácter inescrupuloso: 7. Es de notar que cada vez que un personaje de por acá sufre un serio disgusto —una destitución a tiros, por ejemplo—, corre a Buenos Aires a derramar sus lágrimas en el seno de la piedad argentina. Así ahora los ministros recién zurrados se consuelan en brazos porteños, y cansan los ecos de la Avenida de Mayo con sus lamentaciones de viudas inconsolables. Cómo se deben reír por allá de ellos… ¡Y de nosotros! 12. Murió Tornquist, el célebre banquero, uno de los amos de la Argentina. El alto comercio trata de honrar su memoria. ¡Hónrela, que buena falta le hace! (citado en Muñoz, El pensamiento vivo, 78-79)
Si un Barrett moribundo, aislado en la estancia de San Bernardino, se preocupa por las acciones represivas del gobierno argentino, es porque encuentra la suerte de su Paraguay querido, así como del anarquismo en toda la región, ligada indisolublemente a la de la soberbia y violenta Buenos Aires. LA CUESTIÓN DE LA NACIONALIDAD: ENTRE EUROPA Y AMÉRICA LATINA Puede decirse que tanto la carrera como la obra de Barrett desafían la tradicional clasificación en «literaturas nacionales». En este aspecto su trayectoria biográfica puede entenderse como signo y, nuevamente, como clave de interpretación de su obra. Barrett mismo es, como muchos de los protagonistas de sus artículos y relatos, un desplazado. Una vez consagrado, entonces, no resulta sorprendente que Europa, especialmente España, y luego Argentina, Paraguay y Uruguay resulten ser para distintos autores, desde visiones complementarias y por razones diversamente justificadas, sus patrias intelectuales. Así plantea el crítico francés Jean Andreu la cuestión de la «nacionalidad» de Barrett: «Ignorado por España como posible miembro de la famosa generación del 98 8 Los términos y la denuncia de Barrett en Germinal son muy claros en cuanto a la intervención del gobierno de Buenos Aires en la política paraguaya: «Ha quedado comprobado que un buque de guerra argentino ha prestado ayuda desde los primeros instantes al gobierno atacado por los carteles. La Argentina se mezcló igualmente en los acontecimientos de 1904, pero a favor de la invasión revolucionaria. Son notorios los sucios negocios que, a expensas de sus respectivos pueblos, hacen los gabinetes de las diversas naciones. Aquí la Argentina defendía, más que su influencia, su dinero, y por el dinero es capaz de todo. Jamás se había llegado, sin embargo, a un descaro tal. En plena normalidad, muchos días de concluidas ya las hostilidades, la legación argentina protegía con su salvoconducto a un asesino, y le facilitaba la libre salida del país. Tahúres y bandoleros colocados en el Paraguay por Quintana y por Figueroa Alcorta —la política internacional corre a cargo del hampa—, fueron recomendados y salvados, después de fusilar desde los cantones a mujeres y viejos» (citado en Muñoz, El pensamiento vivo, 55).
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de la que procede, celebrado como animoso militante entre los círculos del anarquismo hispanoamericano, reconocido a la larga como escritor de primera magnitud por la historiografía literaria paraguaya, Rafael Barrett aparece como una figura problemática de transmigrante social, ideológico y cultural» (37). No es trivial el hecho de que un mismo autor sea clasificado en una biblioteca entre los autores de la literatura española, junto a los escritores de la generación del ’98, como ocurre en la catalogación de la Library of Congress de los Estados Unidos; y que a la vez se le dediquen entradas en un diccionario de la literatura paraguaya (Pérez Maricevich, 77-86); y en un diccionario sobre la izquierda argentina (Tarcus, 50-51), por citar tres adscripciones bastante diferentes. En el mismo sentido, es notable constatar la cantidad de autores que se refirieron explícitamente a la cuestión de la «nacionalidad» de Barrett; y la variedad de argumentos que utilizaron. Por supuesto, nos referimos a la nacionalidad simbólica, ya que sobre la legal —la británica— nunca hubo dudas entre los críticos; así como no la hubo sobre su nacimiento en España. En principio, Corral analiza a Barrett en términos de su educación, preocupaciones y lecturas, presentándolo como una figura que anticipa «algunos de los rasgos más innovadores de la más tarde llamada ‘Generación del ‘98’». En una perspectiva más general, lo sitúa fuertemente en Europa al considerarlo un «exponente privilegiado» de la crisis de fin de siglo: «La amplitud y profundidad de su formación intelectual hace que en él confluyan y se expresen con lucidez las líneas de fuerza principales de esa crisis de conciencia europea, y particularmente de la española» (El pensamiento cautivo, XVII). Específicamente, este crítico fundamenta su propuesta de la profunda afinidad de Barrett con la generación del ’98 en dos aspectos: su relación personal con representantes de este grupo; y las «coincidencias temáticas» y «referencias concretas» en la obra de Barrett acerca del mismo. En relación con el trato personal entre ese joven representante de la baja aristocracia española y los representantes de la generación del ‘98, Corral menciona a Valle Inclán y a Maeztu como dos personas que se relacionaron bastante estrechamente con él;9 a Pío Baroja, que lo conoció en 1902, antes de su viaje a Argentina y que lo mencionaría luego en sus memorias; a Miguel Bueno, que fue elegido como su padrino en el frustrado duelo en Madrid y que lo retrataría más tarde en un cuento, «El deshonor»;
9 En su viaje a Uruguay y luego a Paraguay, Valle Inclán pregunta por Barrett, según comenta Vladimiro Muñoz. Este autor se basa en una entrevista realizada por Vicente A. Salaverry a Valle Inclán, publicada en la revista Bohemia de Montevideo en 1910. Muñoz transcribe el siguiente pasaje de la entrevista: «Menciona a Rafael Barrett. Entonces, el autor de ‘Cofre de Sándalo’ me formula infinidad de preguntas. —¿Cómo vive? Hace tiempo que no recibo carta suya. ¡Nos estimamos mucho!—» (citado en Rafael Barrett III, 58). El mismo Muñoz transcribe en otro trabajo una carta de Barrett en la que cuenta cómo ha tratado de responder al llamado de Valle Inclán. En una misiva a su amigo uruguayo Peyrot, enviada desde San Bernardino el 30 de junio de 1910, dice Barrett: «Por este correo le envío a Valle Inclán mi dirección, por intermedio de ‘Caras y Caretas’» (citado en Barrett en Montevideo, 46). Sobre la visita de Valle Inclán al Paraguay, cuando Barrett ya está en Francia, relata la viuda de Barrett: «Le habían hecho en Asunción un gran recibimiento a Valle Inclán, sin embargo comenzaron bien pronto a ponerle peros porque no hacía sino hablar de Barrett y preguntar por él, como gran amigo suyo y habiendo sido padrino de Barrett en varios duelos. Precisamente había venido al Paraguay en su busca, apenándose sobremanera por no encontrarlo ya y más al saberlo enfermo. Naturalmente, asumí la defensa de ambos amigos» (Cartas íntimas, 120).
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y a Miguel de Unamuno, a quien Barrett menciona en algunos de sus artículos, evidenciando un conocimiento personal. Corral destaca que los autores de la generación del ’98 y Barrett compartían una misma base social, ya que todos pertenecían a la burguesía o alta burguesía y, en algunos casos —como en el de Barrett— a la «aristocracia venida a menos». Además de un origen social similar, el trato personal se habría sostenido en función de intereses intelectuales comunes, ya que Barrett escribía por entonces en varias publicaciones de la península («El enigma», 24-26). Ahora bien, Corral menciona también ciertos «aspectos noventaiochistas» en la obra de Barrett. Algunos tienen que ver con la influencia de sucesos históricos que marcaron a esta generación. Entre ellos, este crítico se refiere en primer lugar al caso Dreyfuss y el Yo acuso de Zola, de quien ya hemos comentado su influencia en Barrett. Otro acontecimiento fundamental son los llamados «sucesos de Montjuich», cuando la represión de un atentado en Barcelona fue seguida por la tortura de un grupo de acusados en el castillo de ese nombre. Los jóvenes noventayochistas denunciaron estos abusos en la prensa, de modo que este tema se convirtió en uno de los que catalizaron la «cohesión grupal», y el reconocimiento mutuo. La obra de Barrett mostraría «un tratamiento exactamente coincidente con los criterios de la Generación del ’98», tanto de los sucesos de Montjuich como de otros episodios relacionados (Corral, «El enigma» 27). Otro aspecto importante que vincula a Barrett con esta generación española es el título de la única publicación que creó, la revista Germinal. Para Corral, «Este hecho sería por sí solo suficiente para ponerlo en estrecha relación con la Generación del ’98», dado que fue en una revista del mismo nombre editada en Madrid entre 1897 y 1902 que estos autores publicaron sus primeros trabajos literarios y críticos, momento en el que Barrett todavía vivía en la península. Finalmente, este crítico destaca que la influencia del naturalismo que puede verse en los textos iniciales de la Generación del ’98 también se encuentra en la obra de Barrett («El enigma», 27-28). En síntesis, Corral sostiene que, si bien no puede incluirse a Barrett en este grupo de autores españoles, «fue extraordinariamente afín» al mismo. Al punto de calificarlo como «un noventaiochista descarrilado» («El enigma», 24 y 29). Sin embargo, este crítico admite que Barrett jugaría un papel clave en las letras de América Latina, en relación con las cuales reconoce que hizo sus mayores aportes. Pasado español, entonces, pero huella y proyección latinoamericana: no en vano, Pío Baroja, cuando lo menciona en sus memorias, lo caracteriza como «uno de los pocos hispanoamericanos que dio una impresión de seriedad», acertando en su equivocación (citado en Corral, El pensamiento cautivo, 21). En América Latina, el crítico chileno Armando Donoso —un nombre de peso en el campo intelectual porteño en la década del veinte— lo incluye en su libro La otra América, junto a Gabriela Mistral, Arturo Cancela y Pedro Henríquez Ureña (citado en Maeztu, 10). Donoso argumenta explícitamente en su plaquette Un hombre libre las razones por que lo considera «americano». En la cita, podrá advertirse la intertextualidad 96
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con el grito «¡También América!» del artículo sobre Buenos Aires de Barrett, además de un error sobre el lugar de nacimiento de Barrett que se repetirá por bastante tiempo: Aunque nació en Algeciras Rafael Barrett es de América, porque sintió como ninguno el dolor nuestro y porque como ninguno tuvo la sinceridad del más puro apostolado. Nos pertenece aunque solo salió de su rincón para llegar a rendir su existencia en las tierras nuevas, que él soñaba más dignas y menos oprimidas por la injusticia, error de la distancia que confunde un tardío despertar con una libertad que no existe (223-224).
En el mismo sentido, como dijimos, Roa Bastos considera que la influencia de Barrett puede encontrarse específicamente en el grupo de Boedo, los autores dedicados a temas sociales de las décadas del veinte y treinta en Buenos Aires. Entre ellos, menciona explícitamente a Elías Castelnuovo, Álvaro Yunque, Leónidas Barletta, González Tuñón, entre otros. En una línea muy cercana al comentario de Francisco Corral, Roa Bastos habla de la «sugerente coincidencia» entre Barrett y este grupo en relación con la concepción de un «realismo crítico» que de algún modo resultaría superador de un cierto «realismo ingenuo y de superficie». También lo distingue del posterior «realismo socialista», marcado, en su visión, por «gruesas simplificaciones». La fuerza de la escritura de Barrett radicaría, para Roa Bastos, en su capacidad de llevar a la superficie textual la «realidad invisible», profunda: «Barrett mostró cómo era posible producir textos de valores intrínsecos y autónomos; que no se proponían la simple transcripción de la realidad visible sino la mostración y revelación de la realidad invisible en la virtualidad de sus múltiples significaciones» (XXIX). Ciertamente, el hecho de que Yunque incluyera a Barrett en su obra sobre La literatura social en la Argentina da argumentos sólidos a Roa Bastos para vincularlo con el grupo de Boedo. No obstante, Yunque no pretende una asignación excluyente. Retribuyendo por anticipado el gesto del gran paraguayo, dice de Barrett, incurriendo nuevamente en el error sobre su lugar de nacimiento: «Nació en Algeciras; pero España se ha olvidado totalmente de este gran escritor, y la Argentina o el Paraguay, cuya vida inspiró las calientes páginas de sus libros y donde él vivió quemándose, tienen derecho a apropiárselo» (254). «¿Es Barrett un escritor uruguayo?» se pregunta el crítico uruguayo Luis Hierro Gambardella en 1967. Se responde que sí, argumentado que «lo más denso de su pensamiento» se publicó en el diario La Razón de ese país. Pero también que es igualmente paraguayo, dado que «sus páginas más impregnadas de color y de amor nacieron en Asunción y sobre temas paraguayos». Concluye, conciliatorio, que «es un escritor americano, pensando que América es una y diversa» (XX). Por su parte, sin reclamar para su país la nacionalidad de Barrett, Muñoz destaca los «ciento seis días» que pasó en Montevideo como los más productivos de su vida. Ciertamente, es el lugar donde realmente se integra a una comunidad intelectual, como ha destacado Suiffet, vinculándolo al «tipo de café», es decir a la costumbre de los intelectuales montevideanos y porteños 97
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de comienzos de siglo, de organizar «cenáculos» en confiterías, entre quienes incluye a Quiroga, Rodó y Florencio Sánchez (9-14). Es notable el impacto de los artículos de Barrett en los círculos literarios montevideanos, donde llega a presentárselo como «el primer cronista de América», según registra Muñoz (Barrett en Montevideo, 18). Al retratarlo en una carta, Rodó —un activo propagandista de su obra— destaca que la influencia de Barrett excede las filiaciones políticas. Lo interesante de su observación es que revela el clima entre la intelectualidad de Montevideo, donde la preocupación por las cuestiones sociales eran generalizadas, pero no se establecían quiebres rígidos entre distintos grupos políticos —situación que ciertamente pudo haber facilitado la recepción de Barrett—: Una de las impresiones en que yo podría concretar los ecos de simpatía que la lectura de sus crónicas despierta a cada paso en mi espíritu, es la de que, en nuestro tiempo, aun aquellos que no somos socialistas, ni anarquistas, ni nada de eso, en la esfera de la acción ni en la de la doctrina, llevamos dentro del alma un fondo más o menos consciente, de protesta, de descontento, de inadaptación, contra tanta injusticia brutal, contra tanta hipócrita mentira, contra tanta vulgaridad entronizada y odiosa, como tiene entretejidas en su urdimbre este orden social transmitido al siglo que comienza por el siglo de advenimiento burgués y de la democracia utilitaria («Las ‘Moralidades’ de Barrett», 26-27).
Seguidamente, Rodó destaca el internacionalismo de Barrett marcando el lugar periférico desde el que escribe: «Usted escribe desde una aldea de los trópicos, y para el público de Montevideo, y devolviendo en impresión personal los ecos tardíos de lo que pasa en el mundo, produce cosas capaces de interesar en todas partes (…)» (26). Esta misma observación sobre el lugar periférico en que se sitúa voluntariamente Barrett la hace Yunque, pero con un sentido argumentativo ligeramente diferente: para explicar que no haya sido más reconocido. Confirmando la filiación intelectual de Los yerbales, este autor compara el notable impacto internacional de la obra de Zola, con la limitada repercusión de los artículos de Barrett: Lo que la conciencia de Barrett realizó en el Paraguay, en defensa de los obreros y los indios, no ha tenido trascendencia por haberlo realizado en el Paraguay, precisamente, país perdido en el mapa. (…) Su fama sería otra si, en vez de Asunción, hubiese sido París el escenario de su conciencia. El J’Accuse de Zola lo leyó el mundo. ¿Quién ha leído Lo que son los yerbales de Barrett? (Barrett, 48).
Volviendo a la cuestión del internacionalismo situado del que habla Rodó, hay que mencionar también a los autores que diluyen el peso político de este posicionamiento en un vago «universalismo». Entre ellos se cuenta Juana de Ibarbourou: «¿Español… francés… uruguayo… paraguayo?», se pregunta en 1928. «La partida de nacimiento decide la cuestión en el primer sentido, más él alega contra ello: ‘Sobre la patria está la Humanidad’». La poetisa concluye, entonces, que «su espíritu era ampliamente internacional, 98
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universal; era el de un representante excelso de la especie humana» (citado en V. Muñoz, «Rafael Barrett y ‘La Razón’», 45) Emilio Frugoni —que luego se convertiría en fundador del Partido Socialista en el Uruguay— recuerda haberlo conocido a través del periódico que Barrett dirigía en Asunción, Germinal, dirigido a los obreros y finalmente la causa de su deportación. Confirmando que sus posiciones radicales no constituyeron en Montevideo un motivo de divisiones en la apreciación de su obra, describe estos textos de Barrett como «artículos de acerada crítica social, relampagueantes de ideas mordientes como ácidos, y ricos de elevados sentimientos» («Rafael Barrett en Montevideo», 18). Pero es otro uruguayo, dos generaciones después, el que atribuye a Barrett una nacionalidad, la paraguaya, de manera más elocuente; saldando la discusión, a nuestro parecer. Dice Eduardo Galeano, resumiendo magníficamente su biografía, aunque incurriendo en el error de extender su estadía en el Paraguay: Algunos de los latinoamericanos más latinoamericanos no nacieron en América Latina. Por ejemplo, Rafael Barrett, el paraguayo más paraguayo de los paraguayos que en el Paraguay han sido, nació en España, hijo de padre inglés y criado en París. Llega ya hombre hecho y derecho al Paraguay, por casualidad o por error, o quién sabe por qué. No bien pisa esa tierra, maldita, desgarrada, trágica, descubre que él es de allí. Descubre que él es paraguayo, que lo ha sido siempre, aunque no lo sabía. Vive en el Paraguay nada más que seis años. Siendo como era, un agitador, un anarquista, peligroso para el sistema, ama ese país furiosamente, denunciando todo lo que le indigna el corazón, y al cabo de seis años es expulsado por agitador extranjero. Muere afuera. Barrett viene a Buenos Aires, a Montevideo, muere desterrado del país que había elegido. Quizás es más hermosa una identidad elegida que una identidad heredada, porque la historia es mejor que la biología (De Las venas, 4).
Galeano, un poco antes, había dedicado a Barrett dos textos de su recopilación Memoria del fuego. En el primero, destacaba, con palabras muy similares a las citadas, la «nacionalidad» paraguaya de Barrett: «El más paraguayo de los paraguayos, el más saliva de esta boca, ha nacido en Asturias de madre española y padre inglés, y se ha educado en París» (III, 16). En el segundo, se refería específicamente a su denuncia de los yerbales como la causa de su deportación del Paraguay: «Uno de los pecados que Barrett ha cometido, imperdonable violación de tabú, es la denuncia de la esclavitud en las plantaciones de yerba mate» (III, 50). El propio Barrett se refirió a la cuestión de su nacionalidad elegida, diciéndose paraguayo.10 Sin embargo, creemos que es Viñas el crítico que con más profundidad discute la cuestión de la nacionalidad intelectual de Barrett, y ofrece las razones para la elección 10 Barrett entabla un reclamo al gobierno paraguayo por su deportación en 1909. En una carta a su esposa, se lamenta de haberlo hecho, considerado a ese país como su patria por haber formado allí su familia: «A veces me pregunto si hice bien en entablar cuestiones con el único país mío, que amo entrañablemente, donde me volví bueno, y te conocí y nació el Mesías. Si ganara alguna suma, volvería al Paraguay y la invertiría en algo útil para él, por ejemplo, aquella escuela para niños descalzos de la que hablamos» (Cartas íntimas, 54).
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de Galeano que el uruguayo no alcanza a formular. Su razonamiento apunta a la patria por reivindicación intelectual, a la patria como proyección en el pensamiento, más allá de las influencias más o menos inconscientes. La patria como el lugar desde donde la figura de Barrett es rescatada como contrafigura de la palabra hegemónica; y su obra entendida como discurso de resistencia, en cada caso, frente al discurso oficial, nacional, de progreso. En primer lugar, Viñas contrasta la «suerte póstuma» de los tres anarquistas latinoamericanos emblemáticos que analiza —como dijimos, Ricard Flores Magón, Manuel González Prada y el propio Barrett. Del primero, dice, fue convertido en «héroe nacional», situación que atribuye, más que a su condición de anarquista, a «un énfasis puesto en la precursoría ‘nacional revolucionaria’ de su discurso». Del segundo sostiene que «canonizado por el Estado, a la vez lo fue por el aprismo y por la continuidad del socialismo-comunismo de Mariátegui» (Anarquistas, 32). En este aspecto, Barrett es separado claramente de la tríada. No fue alcanzado por las «beatificaciones oficiales», que limaron los aspectos más críticos de los anteriores. Viñas atribuye esta situación a dos motivos: a su condición de extranjero y al hecho de que los «administradores de la cultura» de Argentina, Uruguay y Brasil no tuvieron contemplaciones con las figuras vinculadas al anarquismo, actitud que queda de manifiesto en las «sucesivas incineraciones en las bibliotecas oficiales de Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires y Asunción» (33). Pero, claro, hay un «revés de la trama», es decir, una cultura otra, que se escapa del control oficial. Viñas atribuye, citando a Roa Bastos, una primera reivindicación de Barrett a cargo de los escritores paraguayos: «Y con una entonación, secuela quizá de lo prolongadamente represivo en ese país o de los contenidos más explícitos de Barrett, que no se caracteriza por beaterías ni filisteísmos». También Uruguay reivindica a Barrett desde una cultura no oficial; Viñas habla de los «rescates montevideanos», entre los que nombra a Ángel Rama y su hermano Carlos. Finalmente, este crítico menciona a Yunque, a quien considera «el único esfuerzo argentino de reivindicación de ese emergente libertario de origen español» —olvidando a Massuh, aunque ciertamente no puede atribuírsele a este último la misma influencia que a Yunque (34). Es decir, en un gesto muy propio, Viñas en primer lugar, prefiere «la suerte póstuma» de Barrett porque se asocia con versiones no oficiales de la cultura: diríamos, precisamente, con contra-discursos. Y, en segundo lugar, apila nacionalidades sin contraponerlas, separando a Barrett deliberadamente de la construcción de «nación» a la que, de manera tan característica, han contribuido el desarrollo y la historiografía de la literatura de América Latina. En este sentido, podría pensarse la posición de Viñas como contrapuesta a la de Galeano. Pero creemos que no es así. La cuestión de la nacionalidad paraguaya de Barrett, tan enfatizada por Galeano, tiene que ver indudablemente con la problemática de la cuestión del espacio en la situación neocolonial. Galeano necesita destacar las raíces en el Paraguay de Barrett, para que Barrett pueda hablar del Paraguay, para que pueda y deba escucharse su denuncia sobre los yerbales. Pero está claro, en las palabras 100
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de Galeano, que no se trata de una nacionalidad dada, sino buscada: es precisamente porque Barrett ancla su escritura en los yerbales, ancla sus palabras pero sobre todo su «yo» enunciativo, su «yo» que acusa, en los yerbales, que Barrett deviene paraguayo. El Barrett que reclama esa tierra, esa riqueza, ese sufrimiento como propios es el Barrett paraguayo. Por eso, el Barrett que Galeano quiere que hable sobre los yerbales debe ser paraguayo. No se trata aquí, entonces, de una adscripción a una «literatura nacional», en el sentido de una literatura que contribuye a la construcción de la nación, en paralelo con las actividades extra-literarias de los escritores, que fueron «diplomáticos, funcionarios, educadores o presidentes», como comentamos en el capítulo anterior que observa Pratt (Imperial Eyes, 230). Se trata de una reivindicación de nacionalidad que se juega por fuera de esa construcción del estado-nación, por fuera del discurso oficial; en realidad, en contra del mismo, develando sus inconsecuencias y debilidades. Pero es una reivindicación que de todos modos requiere del territorio nacional, todavía, para reclamar su legitimidad, su derecho a decir sobre la nación. En este sentido, tanto Viñas como Galeano realizan la misma operación, que apunta a la construcción de una «nacionalidad latinoamericana» entendida como una sumatoria de las identidades nacionales. Más exactamente, de ciertas formas —contradiscursivas, anti-imperialistas— de las identidades nacionales. De modo que tanto cuando Viñas dice que Barrett es paraguayo-uruguayo-argentino, incluso sin olvidarse de que nació y se educó en España, como cuando Galeano insiste en que es paraguayo, lo hacen por los mismos motivos por los que Barrett se dice paraguayo: porque para hablar sobre el Paraguay, Barrett necesita ser paraguayo. Están reconociendo que necesita una nación latinoamericana donde anclarse —como dijimos, donde anclar su «yo» que acusa, que denuncia— para poder devenir ciudadano latinoamericano. Ellos se la otorgan para que pueda ser «latinoamericano», es decir, portavoz de un discurso latinoamericanista.
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Capítulo 3 ENTRE EL ANTI-IMPERIALISMO DE RAFAEL BARRETT Y LA REBELIÓN DE HORACIO QUIROGA En relación con nuestra indagación acerca de la emergencia y consolidación del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales en América Latina, en este capítulo vamos a referirnos a cuatro libros de Rafael Barrett: El dolor paraguayo, con artículos sobre el Paraguay; Moralidades actuales, que recoge artículos de temas varios; Mirando vivir, que se concentra en artículos de temas internacionales; y el volumen Cuentos breves. Del natural, que es una selección de relatos. Todos ellos fueron publicados entre 1910 y 1912 en Montevideo por el mismo editor, O. M. Bertani, como resultado de la gran repercusión que tuvieron los artículos de Barrett en la prensa de esa ciudad. De los cuatro, sólo El dolor y Moralidades son colecciones concebidas por Barrett. Los otros dos obedecen al criterio del editor, probablemente en acuerdo con la viuda del escritor, Francisca López Maíz de Barrett. Entre estas obras nos parece de particular interés El dolor, en la medida que completa las visiones sobre la situación socio-política de la cuenca del Plata que se presenta en Lo que son los yerbales paraguayos y El terror argentino. A esta obra, por lo tanto, dedicaremos el mayor espacio. Nos detendremos en el análisis de sus aspectos costumbristas —que la emparientan con la literatura «criollista» y las «novelas de la tierra»— así como en los más cercanos a la denuncia y, por lo tanto, más vinculados al contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. En este sentido, retomaremos algunos puntos acerca de cómo Barrett reflexiona sobre el «problema social» de Paraguay y la cuestión de su «nacionalidad», discutida en el capítulo anterior. También nos detendremos en el análisis de algunos artículos de Moralidades y Mirando vivir, en la medida en que representan instancias de reelaboración de cuestiones centrales en relación con el contra-discurso que nos ocupa, en particular aspectos de su visión de las relaciones internacionales. Algunos artículos de estas obras, en que Barrett habla de casos de explotación en otros lugares de América Latina pero también de Asia y de África —notablemente, el Congo belga—, contribuyen a conformar un marco en el que la situación de la cuenca del Plata y de su querido Paraguay quedan posicionadas dentro de un cuadro general, donde los países europeos y los Estados Unidos ocupan el lugar 103
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de potencias coloniales y neocoloniales capaces de dominar territorios distantes a escala global, sometiendo a las poblaciones locales con el uso de la fuerza. En relación con este cuadro, nos detendremos en la crítica que Barrett hace del racismo, y haremos un breve análisis de su «anarquismo», de ricas observaciones pero que no llega a constituirse en una propuesta sistemática. Luego, discutiremos con cierto detalle el diálogo entre la obra de Barrett y la del uruguayo Horacio Quiroga, uno de los cuentistas más celebrados de la literatura latinoamericana de la primera mitad de siglo XX. En este sentido, creemos de particular interés el trayecto que va de la novela corta Las fieras cómplices, publicada en 1908, a una serie de cuentos posteriores, señalados por la crítica como un corpus relativamente cerrado dentro de los «relatos misioneros» de Quiroga. La primera, aunque se sitúa en el mismo ambiente, presenta significativas diferencias con tres cuentos de amplia circulación: «Los mensú» (1914), «Una bofetada» (1916), y «Los precursores» (1929). Vamos a hacer el análisis de estos cuatro relatos porque puede rastrearse en los mismos un significativo cambio en el modo de pensar la situación neocolonial de la triple frontera de la selva misionera en la obra de Quiroga. Postulamos que ese cambio deja de manifiesto un productivo diálogo entre la obra de Barrett y la de Quiroga, que ha pasado bastante inadvertido para la crítica, a pesar de las observaciones que ha realizado un escritor y crítico reconocido como Augusto Roa Bastos. Este diálogo, precisamente, permitiría incluir esos tres cuentos entre los representantes del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. En nuestra argumentación nos apoyaremos también en una relectura de estos cuentos de Quiroga a cargo de otro celebrado escritor uruguayo, Juan Carlos Onetti, que muestra la vigencia, sobre fines del siglo XX, de este otro modo de contar la historia latinoamericana. LA NUEVA PATRIA, QUERIDA Y SUFRIENTE El dolor paraguayo es una colección de artículos publicados en distintos diarios y recopilados póstumamente en 1911 por el editor uruguayo O. M. Bertani, siguiendo la selección del propio Barrett, quien en una breve introducción justifica débilmente el sentido de la colección y agradece a su esposa. Aunque parece un reconocimiento de circunstancia, creemos que en realidad supera el gesto formal. No sólo porque Barrett está hablando del país de su esposa y ella pudo haberlo orientado mucho en su comprensión del mismo; sino también porque ella luego tendría un papel clave en la organización de más de una decena de publicaciones póstumas, como comentamos brevemente.1 Así justifica y agradece Barrett, entonces: 1 Álvaro Yunque habla de la viuda de Barrett de manera despectiva y acusadora. Así cuenta la historia del matrimonio de Barrett con Francisca López Maíz: «Un periodista que estuvo hace años en el Paraguay y lo conoció, contóme una linda historia de amor, historia de sacrificio de la cual Barrett era muy capaz de ser el protagonista. Ni eso es cierto. La verdad es menos poética. Barrett casó con una mujer mentalmente inferior, sólo engañado. Su ingenuidad
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He entresacado de mi labor literaria de los últimos años los artículos referentes al Paraguay, y aquí los he reunido. Resígnese, pues, el lector, á los defectos propios de semejantes recopilaciones. Es de estricta justicia mencionar al frente del libro la discreta colaboración de mi mujer, cuyo espíritu sutil alegra algunas de estas páginas. R. B. 1909 (El dolor, 1911, 5).
Originalmente, El dolor estaba formado por 51 artículos centrales, entre los cuales se contaban tres conferencias, «La tierra», «La huelga» y «El problema sexual», que comentamos en el capítulo anterior.2 Sin embargo, en la edición de las Obras completas de Barrett compiladas por Miguel A. Fernández y Francisco Corral —la más rigurosa hasta la fecha, y la más accesible por ser la más reciente— El dolor está conformado por 56 artículos centrales, debido a la incorporación de nueve artículos, y a la eliminación de las conferencias y de un artículo. En cuanto a las inclusiones, los compiladores las justifican con un criterio temático, al sostener que «se incluyen los artículos que se refieren a la realidad social y humana del Paraguay», aunque nada dicen de las supresiones (OC I 36).3 Ahora bien, las conferencias pasaron a formar parte de otra obra, Ensayos y conferencias (OC II 211-310); pero el artículo «Jurados» se ha esfumado.4 Los artículos fueron publicados en diarios de Asunción (Rojo y Azul, Los Sucesos, El Diario, La Evolución, El de espíritu superior fué burlada fácilmente por un político hermano de la mujer, que emparentándose al escritor pensó ponerle a su servicio. Barrett se negó. Ruptura y abandono. Después, el hijo» (Barrett, 28). Más recientemente, Morán es también muy crítico de la viuda de Barrett. Estas interpretaciones contrastan con la palabra de Barrett en las cartas a su «Panchita», su «Menuda», su «mujercita adorada», publicadas en Montevideo en 1963. No sólo queda en evidencia una gran intimidad y afecto a lo largo de las distintas separaciones obligadas. También se da razón de su colaboración en el trabajo de Barrett, resumiendo la correspondencia y recortando los artículos publicados, entre otras tareas. Por otra parte, pareciera que los esposos compartían una visión muy próxima sobre la tarea política del escritor. Es notable que la viuda de Barrett, en la Introducción a la edición de las Cartas íntimas del escritor, se haya referido a la situación de Paraguay en el contexto internacional en la década del sesenta en términos que resultan insólitamente barrettianos y perfectamente compatibles con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: «Si Rafael existiera, ya lo hubieran encerrado en una cárcel, en esta época de poderosos explotadores de pueblos ‘atrasados’, que apeligran a la humanidad entera con su sed insaciable de ganancias» (9). 2 Los compiladores de las Obras completas de Barrett sostienen que Lo que son los yerbales paraguayos «hace parte de ‘El dolor paraguayo’» (OC I 35). Hemos tenido acceso a la edición original de El dolor y hemos comprobado que no es así. Veáse: Rafael Barrett, El dolor paraguayo (1911). 3 Los artículos incluidos son: «El genio nacional»; «La verdad»; «Tristezas de la lucha»; «Horas de angustia»; «Tiros en el Paraguay»; «El oro»; «La inundación»; «Esclavitud»; «No mintáis». Los compiladores explican estas inclusiones —que repiten en otras obras, como veremos— sosteniendo, en términos generales, que «ha sido imprescindible reformular desde la base la clasificación hasta ahora contemplada en las anteriores de las Obras Completas»; las que, en su mayoría, correspondían al criterio de los editores, debido a los pocos libros que llegó a preparar el propio Barrett. Ahora bien, para justificar la modificación de los criterios utilizados por el escritor en las obras por él editadas, argumentan adicionalmente: «Los tres libros preparados por Barrett para su edición lo fueron a título de ‘selección’ o ‘antología’ de sus artículos, sin unas perspectivas de clasificación totalizante. Es previsible que si se hubiera planteado una edición más amplia y general de sus escritos, el propio Barrett los hubiera clasificado de otra manera» (OC I 34). Debido a estas modificaciones, seguiremos la edición original de El dolor, apoyándonos en las Obras completas sólo en función de la información referida a los lugares originales de publicación de los artículos, y en relación con dos artículo nuevos que nos interesa comentar, «No mintáis» y «Tristezas de la lucha». Críticos como Morán han cuestionado fuertemente estas reclasificaciones porque dificultan la posibilidad de seguir la evolución del trabajo de Barrett. 4 No sería aventurado suponer que hubo una operación editorial en relación con la supresión de «Jurados». En este texto, Barrett argumenta en contra de los juicios por jurado y el sufragio universal con un fuerte tono irónico, que lo hace de difícil interpretación y que admitiría una lectura elitista. Sin embargo, uno de los editores de las Obras comple-
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Cívico); en Germinal, la revista anarquista creada por Barrett y Bertotto en esa ciudad en 1908; y en La Razón de Montevideo, entre otros. Debe apuntarse que en el trabajo de relevamiento para editar las Obras completas, quedaron dieciséis artículos cuya publicación original no pudo ser determinada por los compiladores (OC I 313-314). Miguel Ángel Fernández describe El dolor como «una revelación desgarradora de las condiciones de vida del pueblo» («Introducción», 19). José María Fernández Vázquez marca muy claramente la doble orientación de la obra, costumbrista y crítica, al destacar que la continuidad entre los artículos recopilados deja en evidencia que «la preocupación de Barrett por el Paraguay no era solamente afectiva sino que denuncia una y otra vez los temas que le preocupan» (94). Osvaldo Bayer también tiene palabras para referirse a esa doble vertiente, que vincula, al decir que El dolor lo ha «emocionado profundamente» en la medida en que contiene: «Todo lo profundo del alma humana, todo lo injusto de la vida a que es sometido el que no tiene poder» (10). Insistiendo en la orientación de denuncia y destacando el tono provocador de la obra, la crítica paraguaya Josefina Plá compara El dolor con «una pedrada contra un vidrio», debido a que el medio intelectual paraguayo de comienzos del siglo XX se encontraba «extasiado en la autocontemplación conservadurista» (641). Su colega, Hugo Rodríguez-Alcalá, coincide con la caracterización general que hace Plá del medio intelectual paraguayo, aunque plantea alguna reserva, ya que no la atribuye a una actitud conservadora, la que considera «sólo un aspecto de la situación vital de la época». La guerra de Paraguay había dejado al país sumido en una situación de perplejidad que compara con la derrota del Sur norteamericano en la guerra de Secesión. En ese contexto, no sólo era difícil admitir los graves problemas sociales del país; sino que, más en general, «la crítica de lo paraguayo no era viable, ya como ‘objetiva’ revisión histórica nacional, ya como escrutinio severo de los males actuales», en la visión de Rodríguez-Alcalá. Agrega este autor, siguiendo a Plá, que debían pasar dos décadas para que reapareciera en Paraguay la línea de la «narrativa crítica» iniciada por Barrett, con los cuentos de «intención denunciatoria» de Julio Correa en 1930 (Augusto Roa Bastos, 91 y 94). Comentando el El dolor, Augusto Roa Bastos ha buscado definir la actitud de Barrett en relación con el estado general de la reflexión sobre el pasado y el presente paraguayos de comienzos del siglo XX. Para Roa Bastos, Barrett fue muy consciente de que el medio intelectual de ese país se hallaba en un estado de evocación de la guerra, «esta gran catástrofe de recuerdos», que impedía admitir muchas de sus consecuencias sociales y políticas. En este sentido, los artículos de El dolor son una cara de su respuesta a este estado de negación: la que tiene que ver con la palabra. Su denuncia de Los yerbales y su actividad como anarquista —la revista Germinal, las conferencias a los obreros— representan la continuación de esa respuesta al plano de la acción, que le valieron la cárcel y el destierro: tas, Miguel A. Fernández, fue también compilador de la edición de El dolor paraguayo de Biblioteca Ayacucho, donde «Jurados» sí fue incluido (1978, 46-47).
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Se negó a la predicación de un seudo evangelio patrioterista y nacionalista del peor cuño y del no menos falso mito del etnocentrismo guaraní. Asumió, pues, plenamente, intransigentemente, hasta sus últimas consecuencias, el mandato de su pasión moral. Supo que debía enseñar con la palabra, con el ejemplo; no sólo con la teoría de una utópica liberación sino con la estrategia del desenmascaramiento ideológico en todos los planos, mediante el acto de la palabra y la palabra en acto; a través de una irrenunciable praxis denunciadora y liberadora (Rafael Barrett, XXIII).
Hemos visto en el capítulo anterior que algunos críticos relacionan El dolor con Lo que son los yerbales paraguayos y El terror argentino. Jorge R. Forteza en 1927 destaca en particular la actitud de «yo acuso» que encuentra en las tres obras y la concentración de las mismas en «el problema social»; una asociación similar había establecido su contemporáneo, Alberto Lasplaces. El filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira, por otra parte, acerca El dolor y Los yerbales no sólo por tratar ambas del Paraguay sino, sobre todo, por la actitud empática de Barrett hacia su país adoptivo. Ciertamente, si bien Los yerbales y El terror difieren de El dolor en su casi pura orientación a la denuncia y la correlativa subordinación de los recursos de la escritura a ese fin, puede considerarse de todos modos que las tres obras comparten importantes rasgos en común y están relacionadas en función de una argumentación amplia sobre la situación de dependencia de la cuenca del Plata. Esta argumentación perdería piezas importantes si se leyeran las obras por separado. En efecto, si, siguiendo a Vaz Ferreira, sólo nos concentramos en los dos trabajos sobre el Paraguay, corre el riesgo de desdibujarse el mapa económico y político de la zona, en el que la Argentina —y, en particular, Buenos Aires— juega el papel de centro articulador de la producción del área con los países centrales, sobre todo Gran Bretaña. Por otra parte, si, siguiendo a Yunque, sólo relacionamos Los yerbales y El terror, hay cuestiones clave de la vida y la historia paraguaya que resultan opacadas, simplificándose mucho el esquema explicativo, hasta convertirse en una caricatura maniquea, según la cual las fuerzas extranjeras representadas por la Argentina controlarían todo lo que pasa en ese país, sin mediaciones y transformaciones locales. Nuevamente, es Roa Bastos quien ofrece la interpretación de mayor aliento, al vincular la situación del Paraguay discutida en El dolor con sus otros textos sobre la Argentina y el Uruguay, apuntando a una visión más general de Barrett sobre América Latina. En este sentido, Roa Bastos establece un paralelo con la reflexión de otros intelectuales críticos de la región —notablemente, José Carlos Mariátegui—: La presencia de lo americano palpitaba en la palabra y en la acción de Rafael Barrett. Esta levadura que henchiría después la palabra de hombres igualmente intransigentes como Mariátegui y otros iguales a él, leudaba el alma y la inteligencia de este hombre entregado por entero a su causa, que era la de todos; aceraba su lucidez y su energía indomables, que sólo la muerte iba a poder apagar (Rafael Barrett, XXIV).
Fernández Vázquez ha realizado una agrupación temática de los artículos recogidos en El dolor. El primer conjunto está formado por textos que pueden agruparse por 107
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su tema folklórico o tradicionalista, al trazar cuadros de la vida cotidiana de Paraguay desde una perspectiva costumbrista. Estos textos tratan de «la tradición popular paraguaya, la descripción de los paisajes, de las personas del pueblo y de las supersticiones y elementos más integrados en la mentalidad popular». Son artículos donde no hay «denuncia» (95). Algunos de estos trabajos son descripciones estáticas de paisajes y personas, a la manera de cuadros impresionistas. Se perciben acentos modernistas en estas descripciones, que incorporan elementos característicos del lugar, con la marca del encomillado o la cursiva para indicar el guaraní del habla popular. Así muestra el comienzo de «El mercado», uno de los trabajos no datados: Bajo un sol que á la pradera muy verde volatiliza matices y penumbras, las mujeres, envueltas en sábanas aleteadoras al viento, parecen una bandada de pájaros blancos que no acaba de posarse. Pero sus cuerpos, erguidos ó acurrucados, están inmóviles. Con un noble ademán profético guardan de la luz sus negros ojos, señores de la llanura. Al lado de sus pies morenos, que al correr acarician la tierra, hay cosas humildes y necesarias, huevos tibios, ‘chipa’ tierno que sirve de pan y de postre, leche, mandioca, maíz, naranjas doradas y sandías frescas como una fuente á la sombra (El dolor, 1911, 7).
Otros artículos de esta primera agrupación costumbrista presentan complejas argumentaciones en relación con la cultura paraguaya. Como comenta el crítico francés Jean Andreu, cuando Barrett habla del Paraguay no acude a tópicos; la suya «es siempre una representación muy concreta, detallada, casi sistemática» (39). Se destaca, en este sentido, «Guaraní», publicado en Rojo y Azul el 3 de noviembre de 1907, en el que el texto de Barrett revela una aguda observación sobre el bilingüismo en el Parguay, así como una reflexión consecuente sobre cuestiones de política lingüística. A la acusación generalizada de que «el guaraní es la rémora», que es responsable del «entorpecimiento del mecanismo intelectual y la dificultad que parece sentir la masa en adaptarse á los métodos de labor europeos» (El dolor, 1911, 31), Barrett responde con un sutil análisis de las características del guaraní como lengua oral y de la comparación con la relación entre dialectos y lenguas nacionales, precisamente, en Europa. Para él no hay diferencia esencial entre esos dialectos y el guaraní. Si bien adscribe a la idea de que el guaraní es «un lenguaje primitivo», señala que en «Europa misma vemos que no son los distritos bilingües los más atrasados», dando como ejemplo Vizcaya, los Pirineos franceses, Bretaña y «las regiones celtas de Inglaterra» (El dolor, 1911, 32). Finalmente, argumenta claramente a favor de un bilingüismo condescendiente, en que el mundo público, del estudio y el trabajo, queda para el español, y el mundo privado, de los afectos —pero también del arte y la religión— se reserva para el guaraní: Pobre idea se tiene del cerebro humano si se asegura que para él son incompatibles dos lenguajes. Contrariamente á lo que los enemigos del guaraní suponen, juzgo que el manejo simultáneo de ambos idiomas robustecerá y flexibilizará el entendimiento. Se toman por opuestas cosas que quizás se complementen. Que el castellano se aplique mejor á las relaciones de la cultura moderna, cuyo carácter es impersonal, general, dialéctico ¿quién
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lo duda? Pero ¿no se aplicará mejor el guaraní á las relaciones individuales, estéticas, religiosas, de esta raza y de esta tierra? Sin duda también. Los enamorados, los niños que por primera vez balbucean a sus madres, seguirán empleando el guaraní, y harán perfectamente (El dolor, 1911, 33).
Fernández Vázquez señala asimismo, entre los artículos de esa primera agrupación de El dolor, un subconjunto, publicado casi como una serie en el periódico Rojo y Azul, en números casi correlativos en la primera mitad de 1908. Estas piezas («Herborizando», «Las bestias-oráculos», «Sueños» y «Diabluras familiares») se suman a «La poesía de las piedras», «El Pombero» y «Magdalena» para dar un panorama de los saberes y supersticiones populares, que Barrett trata en un tono liviano, divertido, con apenas unos toques de ironía empática, para establecer una cercanía afectiva sin borrar la diferencia cultural —marcada, nuevamente, por las cursivas en el guaraní—. Así podemos ver que hace en «Las bestias-oráculos», publicado el 5 de abril de 1908, cuando habla de las hormigas guaicurúes, «las feroces por excelencia, las que devoran a sus congéneres»: Si al cruzar el bosque halláis algún cordón de hormigas guaicurúes y os da la malhadada ocurrencia de decirlas: Adio, aga pihare tapejo miche visitabo, ó sea: adiós, vayan esta noche á visitarme un poco, descuidad, que os harán saltar de la cama y os dejarán el domicilio devastado por una invasión formidable. Si las habláis pues en guaraní, sed precavidos (El dolor, 1911, 44).
«Magdalena», otro texto que ha quedado sin datar, es también muy sugestivo. Cuando hace el elogio de Barrett como cuentista, al que nos referiremos más adelante, Rodríguez-Alcalá destaca que, a su parecer, el escritor publicó cuentos bajo la forma de crónicas: «hizo excelente ‘narrativa’ aun cuando se proponía hacer periodismo o ensayo y no otra cosa. Sus dotes de narrador eran, en efecto, notables» (Augusto Roa Bastos, 90). Este crítico da como ejemplo, entonces, «Magdalena», que narra por qué los músicos paraguayos dejaron de tocar la pieza popular de ese nombre, que se había convertido en una de las preferidas: «En todas las musiqueadas se hacía gran gasto de Magdalenas» (El dolor, 1911, 63). Ocurre que «la pecadora redimida» se presentó una vez en la forma de una misteriosa bailarina que reclamó la pieza. Al bailarla, fue perdiendo los volantes de su pollera, hasta revelar «una horrible osamenta». Rodríguez-Alcalá considera que «Magdalena» es, en realidad, más un relato que un ensayo. Así lo describe: «Este artículo es, en rigor, un cuento; un cuento fantástico con un fondo de superstición popular y con la presencia de la Magdalena bíblica» (Augusto Roa Bastos, 90). Este hablar con acentos costumbristas del «Paraguay alejado del contacto de la civilización» (95) de la primera agrupación que hace Fernández Vázquez, es atribuido por este crítico a la filiación noventayochista de Barrett. En este punto es pertinente recordar que Fernández Vázquez pone algunos reparos a los argumentos presentados por Francisco Corral para justificar el noventayochismo de Barrett, comentados en el capítulo anterior. Este crítico considera que muchas de las cuestiones que señala Corral son, en 109
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realidad «líneas generales de la literatura secular más avanzada estética e ideológicamente, encuadrada ideológicamente en el modernismo como movimiento globalizador». Sin apartarse de Corral, sin embargo, pone énfasis en dos aspectos destacados tardíamente por él: en primer lugar, destaca los temas «de España o de Don Quijote» (90). Un poco más adelante agrega —lo que nos interesa más en este punto— un segundo aspecto. Tras observar que El dolor manifiesta «el profundo amor» de Barrett por el pueblo paraguayo, este crítico comenta que «ese amor, esa preocupación por la gente de pueblo, es una constante plenamente noventayochista, al menos tan significativa como las señaladas por Francisco Corral». Cita, en este sentido, la obra Campos de Castilla, de Antonio Machado, y la noción de «intrahistoria» de Miguel de Unamuno, «dos aspectos, con las matizaciones precisas, [que] se observan en el libro [de Barrett]» (93). Ahora bien, Fernández Vázquez reconoce que El dolor es anterior al libro de Machado, una de las razones por la cuales concluye que la relación de la obra de Barrett con la de los noventayochistas no es de mera traslación, de simple «trasvasamiento». Este crítico, entonces, propone que existe «un punto de comparación ideológico donde se advierte cómo la preocupación por el pueblo se encuentra en ambos lados del Atlántico» (93). Ciertamente, en América Latina puede emparentarse el interés por las costumbres populares de esta primera porción de los artículos recogidos en El dolor con la literatura «criollista» y las «novelas de la tierra», debido a su interés por lo característico del país, al que no se une necesariamente una intención reivindicatoria o combativa. Barrett resultaría, entonces, también un representante temprano de esta literatura. En cualquier caso, resulta interesante esta doble vertiente con la que puede vincularse el gesto costumbrista de Barrett, ya que pone de manifiesto otro aspecto coincidente entre la literatura española y la latinoamericana del período. En los demás artículos de El dolor, sin embargo, resuena la voz intensamente crítica de Barrett. Fernández Vázquez ha analizado la ideología de estos otros textos, que son amplia mayoría en la recopilación, deteniéndose en la consideración del implícito contraste ciudad-campo que deja en evidencia. Se trata, como vimos sobre todo en Los yerbales, de una inversión de la oposición civilización y barbarie, acentuada por la situación de dependencia de las áreas rurales, debido a que la actividad económica es controlada desde las urbes. Este crítico hace una caracterización que es importante para nuestra argumentación, en la medida en que muestra la huella en estos artículos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Sostiene que, para Barrett, los problemas del Paraguay tienen su origen, en gran medida, en «el choque que supone la civilización burguesa, entendida como aquella que tiene los medios de producción económica, pero también como la que habita la ciudad y las clases populares, el pueblo que es explotado, utilizado e ignorado por los poderosos» (95). En esta segunda parte, crítica de El dolor, Fernández Vázquez encuentra dos subgrupos temáticos. El primero de ellos está relacionado con la denuncia del «abuso de los inocentes, de los locos, de los desheredados» (95). Luego este crítico destaca los textos en que Barrett denuncia «la violencia del Estado y de la burguesía sobre el pueblo y los trabajadores» (96). 110
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Entre los primeros, brillan especialmente los artículos dedicados a la infancia, un tema que siempre interesó a Barrett, también desde el punto de vista personal.5 La situación de los maestros, malpagos y peor reconocidos, es una de sus preocupaciones, que queda en evidencia en artículos como «Instrucción primaria» y «El maestro y el cura». Pero es en la crónica «Los niños tristes», publicada el 12 de noviembre de 1907 en Rojo y Azul, donde surgen, en simultáneo, toda la ternura y la indignación barrettianos. Ciertamente, éste puede ser uno de los artículos que le hacen decir a Andreu sobre el tono de El dolor: «El espectáculo de la miseria del pueblo paraguayo se convierte, al correr de las páginas, en un tema desgarrador, lancinante, casi obsesivo» (40). El texto construye una suerte de alegoría de los padecimientos de las clases oprimidas del Paraguay a partir de la situación de la infancia, de manera similar a como en «Buenos Aires», que comentamos en el capítulo previo, había trazado una alegoría del problema de la desigualdad en esa ciudad a través de un cuadro sobre algunos personajes. La crónica comienza con la descripción de la salida del colegio, en que se ve a los escolares desinteresados y desganados. Reflexiona Barrett, comparando esta actitud de los «niños tristes» de Paraguay con la de «niños dichosos», a los que describe alegremente egoístas y plenos de vitalidad. Una prosa rápida, marcada por tres enumeraciones que se entrelazan sin pausa, enfatizadas por la repetición del conector copulativo, parece imitar el entrecortado ritmo del capricho infantil que evocan: Tristes… Y tristes todos los días. Desde aquella mañana me he fijado en los niños paraguayos, niños graves que no ríen ni lloran. ¿Habéis visto llorar á los niños dichosos? Llanto bullicioso, trompeteo potente, llanto a medias fingido, deliciosamente despótico, que adivina los exagerados mimos de la madre, y los exige y sabe que triunfa y es mitad llanto y mitad carcajada, grito de salud que regocija. Me consolaría oír ese llanto en los campos, en vez del fúnebre silencio (El dolor, 1911, 111).
Barrett no se queda en el cuadro conmovedor, sino que ensaya explicaciones sociales y coloca en perspectiva histórica la situación que describe: «Podemos medir el abatimiento de la masa campesina, la carga inmemorial de lágrimas y sangre que en su alma pesa, por este hecho formidable: los niños están tristes» (El dolor, 1911, 112). Evocando la obra de Goya, habla de «los desastres de la guerra y los desastres de la paz», una bimembración con la que alude a las causas históricas del estado de abatimiento general del pueblo paraguayo. Concluye luego que el impacto de las sucesivas tragedias ha afectado la perspectiva de futuro de las nuevas generaciones: «La obra parricida de los que esclavizaron el país ha herido la carne de la patria en lo más íntimo, vital y sagrado: el sexo» (El dolor, 1911, 112). Comenzando el párrafo con una exclamación, algo característico de su estilo, insiste en relacionar la tristeza infantil con la larga explotación de los adultos: 5 Como comentamos en el capítulo anterior, Barrett consideró junto a su esposa la posibilidad de establecer una «escuela para niños descalzos» en Paraguay. También los dos apadrinaron a un niño maltratado por su familia, Carlos Alberto Le Moulnier (Cartas íntimas, 25).
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¡Pobres niños inertes! Causa pena mirar sus cándidos ojos, donde no hay curiosidad. No les importa el mundo. Taciturnos y pasivos como sus padres, dejan pasar las cosas, que suelen ser crueles. ¿Para qué interesarse por nada? Corren por sus venas inocentes algunas gotas de ese acre jugo que extraemos, á la larga, por toda filosofía, de una realidad injusta. Nada han probado aún y se diría que nada esperan ya (El dolor, 1911, 113).
La crónica alcanza su clímax, como «Buenos Aires», con una anécdota que parte de una observación de la realidad. Nuevamente, Barrett es testigo del dolor y la injusticia. Acusa: ha visto el cuerpo mutilado de un niño al que atropelló un tren por quedarse dormido en los rieles. Tras el relato conmovedor de cómo fue cubierto y luego recogido el cuerpo, marcado por solidaridades y miserias, el último párrafo incluye una exclamación y una incitación a la acción, exactamente igual que final del memorable cuento sobre una Buenos Aires indiferente e implacable. Sin embargo, no se trata ahora de un llamamiento al anarquismo violento, sino de un reclamo más general y espiritual a favor de la infancia: ¡Oh, innumerables niños tristes! Consagrémonos á hacer brotar la santa, la loca risa en sus labios rojos, y nos salvaremos. Perdamos nosotros toda esperanza, con tal de que en los niños resplandezca. Evitemos que algunos se sientan en tan extremo rendidos á la pesadumbre de la fatalidad, que se duerman abandonados en medio del camino de la muerte, y no la oigan venir (El dolor, 1911, 114).
Dos artículos resultan complementarios de éste sobre los niños en El dolor. Se trata de «Hogares heridos» y «El obrero», publicados en Rojo y Azul el 24 y 17 noviembre de 1907. Ofrecen las causas inmediatas de la tristeza de los hijos, que resultan enlazadas más fuertemente a la situación de explotación a que son sometidos los adultos. En el primero, Barrett traza el retrato de la familia campesina del Paraguay como el de una «ruina que sangra: es un hogar sin padre». Su heroína es, en este texto, la mujer de pueblo. La guerra dejó al país sin «padres»; los hombres que quedaron son «machos errantes, aquellos que asaltaban los escombros con el cuchillo entre los dientes, después de la catástrofe». Son hombres que antes violaban y ahora «toman la hembra, engendran con la vida el dolor, y pasan» (El dolor, 1911, 121). En esa «ruina», se yergue la figura de la mujer, «madre» por sobre todo, que permanece, que lucha por el futuro. Las imágenes que evoca Barrett son simples, por momentos crudas; se atreve a hablar de cuestiones como el aborto o el infanticidio en tono llano y directo, a la vez que, provocativamente, evoca figuras religiosas, como la Mater Dolorosa. El pasaje es una descripción que, en la mitad, incluye una alusión a los «niños tristes», dentro de una construcción anafórica donde se repite la palabra «madre». Ahora bien, sobre el final, esa construcción anafórica que continuaba la descripción se desliza imperceptiblemente hacia una conmovida interpelación: Detrás en los ranchos miserables, hay concubinas ó viudas, pero madres al fin, que trabajan la tierra con sus huérfanos hijos a ellas abrazados en triste racimo. Jamás un aborto volun-
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tario, jamás un infanticidio que otras madres hasta por caridad cometerían. Siempre abandonadas, pacientes, ignorantes y silenciosas, sienten en el fondo de su alma, como sintieron después de los años fatídicos, la necesidad de criar hombres, buenos ó malos, de echar al mundo la posibilidad del triunfo. Madres dolorosas, madres despojadas de toda vanidad y honor, de toda alegría, de todo adorno; madres de niños taciturnos, sombrías sembradoras del porvenir, sólo en vosotras está la esperanza; sólo vosotras, sobre vuestros inclinados y doloridos hombros, sostenéis vuestro país (El dolor, 1911, 121-122).
En «El obrero», Barrett retrata al hombre de pueblo paraguayo. El personaje que era victimario en el artículo anterior se revela aquí como víctima. Se anticipa la denuncia de los yerbales y los obrajes madereros, casi un año antes de la publicación de los artículos originales de Lo que son los yerbales. Queda de manifiesto así que, si Barrett se concentró en la explotación de la yerba mate en el texto que le daría más fama, no fue por desconocimiento de los abusos cometidos en la explotación de la madera, geográficamente complementaria y tan o más importante que la misma para la economía del país: Un hecho notable, de que algunos se felicitan, es la resistencia del obrero paraguayo, demostrada en los obrajes y los yerbales, donde se la explota á fondo mientras que la mano de obra resulta inferior y más cara en tareas menos rudas. No es éste el lugar de describir el infierno de la esclavitud yerbatera, atizado por compañías riquísimas, que para aumentar sus criminales lucros han inventado el sistema de la deuda forzosa é inamortizable, bajo la cual sucumben prisioneros año tras año, los infelices trabajadores (El dolor, 1911, 139).
Se adelantan en este artículo varios aspectos de Los yerbales. Uno de ellos es la comparación con la situación de las prostitutas, alrededor de las cuales se presentan otros motivos, ya que ellas están atadas igualmente con el «grillete» de la deuda; así como obligadas a comprar su provista de alimentos y ropa a su «patrona». Del mismo modo que le sucede al peón del yerbal, quien «tiene que dejarse robar en los boliches donde el negrero da generosamente carne podrida y caña consoladora» (El dolor, 1911, 139). La comparación tiene un doble efecto iluminador: el cuerpo del hombre resulta esclavizado y degradado como el de la mujer que debe prostituirse; el cuerpo de la mujer es como un recurso natural del que otros extraen riqueza. Hombre y mujer son explotados hasta la extenuación. Los hombres no se rebelan: «Taciturnos y débiles, sus grandes protestas se reducen á huir» (El dolor, 1911, 140). En provocativo gesto anarquista y recordando que la historia es vieja y se repite, del período colonial al neocolonial, como haría también en Los yerbales, Barrett hace una incitación a la revuelta: Jamás leemos en los diarios uno de esos buenos homicidios que refrescan el alma; uno de esos casos en que la víctima se vuelve verdugo, y el verdugo, víctima. Se matan, cuando han bebido, pero entre iguales. Borrachos y todo, no se les borra el tradicional respeto al padre jesuita, luego al delegado del dictador, luego al sargento del mariscal, ahora al patrón o al jefe político, siempre al tirano o tiranuelo, grotesco señor feudal en cuyo blasón no hay más armas que el látigo (El dolor, 1911, 140).
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Ahora bien, Barrett plantea seguidamente la incógnita que debe resolver el artículo: ¿por qué, en cuanto reciben una paga un poco mejor, los trabajadores malgastan su dinero emborrachándose, con mujeres, o simplemente se echan a dormir? Pues, «están enseñados por la historia de tres siglos» (El dolor, 1911, 141). Barrett se atreve a un párrafo conclusivo en estilo indirecto libre, en que revela los pensamientos del obrero, resumiendo una historia de permanentes despojos frente a la cual la única astucia posible es la pereza; la única resistencia es no hacer. Se trata de un gesto de intensa empatía; la voz de Barrett desaparece para dar lugar a la de los trabajadores explotados. Las palabras suenan como una denuncia y un reclamo a la vez, simultáneamente resignadas y desafiantes, en la medida en que muestran un estado de cosas que se contrapone diametralmente a la versión de los patrones. Se plantean sucesivas alternativas que se van clausurando, haciendo uso de una construcción paralela que se repite: contiene una negación, una cláusula subordinada hipotética y una cláusula principal en futuro simple —el tiempo verbal de las predicciones—. Cada «apenas» representa un posible camino hacia la prosperidad, hacia el futuro, que es bloqueado inmediatamente. Sólo queda el gesto autodestructivo. Significativamente, el texto cierra con una oración encabezada con la palabra «nada» y seguida por una enumeración que culmina, de manera coherente, con la palabra «muerte»: ‘No me importa el dinero, porque apenas lo tenga me lo quitarán. No planto un árbol ni siembro el huerto porque apenas mi campo se valorice me despojarán de él. No me preocupa la prosperidad del país porque si el país prospera será á mi costa, y los muros de mi cárcel serán más gruesos todavía. No trabajo porque no hay esperanza. Nada me seduce más que escapar de este mundo por una puerta cualquiera: alcohol, juego, lujuria, contemplación, sueño, muerte’ (El dolor, 1911, 142).
Estos dos últimos artículos analizados se encuentran ya en el subgrupo dedicado a temas más estrictamente sociales y políticos, el último del que habla Fernández Vázquez. Entre ellos se cuentan dos artículos donde Barrett reflexiona sobre el uso de la tortura en el Paraguay y otros países («La tortura» y «El tormento»); sobre la relación, sutilmente dependiente no sólo en aspectos económicos o políticos, sin también culturales, del Paraguay con la Argentina («Los trofeos» y «El estado y la sombra»); sobre la revolución de Albino Jara en 1908 y la represión que la siguió, con tonos cercanos a las denuncias de El terror («La revolución», «Bajo el terror», «Después de la matanza»). Vamos ahora a referirnos a tres trabajos dedicados a la situación financiera internacional y a un préstamo que acababa de recibir Paraguay a mediados de 1907, que constituyen reflexiones sobre la situación dependiente del país. Se trata de piezas publicadas en diarios asunceños, donde queda en evidencia la capacidad de Barrett de vincular aspectos de micro-política con grandes panoramas económicos. «Verdades amargas», publicado el primero de diciembre de ese año en Rojo y Azul, deja de manifiesto una comprensión de las relaciones internacionales a comienzos de siglo que resulta perfectamente complementaria con los análisis de Los yerbales y 114
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El terror; o, mejor dicho, que coloca esos textos en un cuadro más comprehensivo. Comienza con una observación sobre que las guerras no siempre traen un desastre posterior, sino que a veces se produce una recuperación rápida de los países tras un conflicto bélico, idea que se condensa en dos imágenes dinámicas y ligeramente violentas: «Igual que la carne herida, se sana la riqueza mutilada. La vida elástica rebota después del choque y se eleva con furia» (El dolor, 1911, 113). A esa observación se suma otra, sobre que algo similar sucede tras una crisis económica. Barrett enumera nada menos que cinco crisis —cinco «Krachs»— ocurridos recientemente, en intervalos de nueve años, «por coincidencia fortuita tal vez»: la «Crisis del algodón» de los Estados Unidos (1864); la derivada de «Valores emitidos por Austria» (1873); el «Krach de los bancos franceses» (1882); el «Krach Baring» de la Argentina (1891); el «Fracaso de la Exposición Universal» (1900). Tras completar el listado, comenta Barrett cómo esas crisis expandieron sus efectos a todo el mundo, valiéndose de una nueva imagen dinámica: de cada uno de esos casos «ha partido la onda que propagándose por el globo determina el derrumbe y revela un estado morboso de las relaciones financieras universales» (El dolor, 1911, 113-114). Ahora bien, como dijimos, Barrett cree en el principio según el cual los países pueden recuperarse de guerras, desastres económicos y otras «adversidades exteriores», entre las que incluye desastres naturales y políticos en irónica enumeración: «terremotos, huracanes, inundaciones, langostas, incendios, golpes de Estado» (El dolor, 1911, 114). Sin embargo, cree que no es el caso de la situación que describe del Paraguay. Barrett comenta que la guerra del Paraguay fue «una fatal excepción», de la que el país no ha podido recuperase, debido a que se trató de un cataclismo tal que «castró [al Paraguay] al destruir los gérmenes de aquella hermosa raza resplandeciente todavía en las nobles figuras que sobreviven» (El dolor, 1911, 114-115). Barrett comienza a sostener, como insistirá en artículos posteriores, que la solución a la situación de ese país no llegará de la mano de los capitales extranjeros, sino del trabajo de su gente. Los préstamos sólo representan un modo más de atar el destino del país al de los países centrales, argumenta. En un párrafo en que se yuxtaponen razones con un efecto acumulativo de insistencia y premura, hace varias propuestas. Habla desde un «yo» enunciativo que se incluye en un «nosotros» de connacional, que lo autoriza a utilizar un tono admonitorio con respecto a cuestiones del país que ha criticado en otros artículos de la misma compilación, como la explotación de la mujer: Verdad amarga, pero no muy amarga, porque es verdad. Bueno es reírnos de empréstitos, bancos, decretos, combinaciones, políticas, cataplasmas de tres al cuarto. La obra no es tan sencilla; no se trata de meses, sino de largos años de paciente labor educadora y consoladora; no se trata de buscar capital en bolsillos ajenos para entrampar más y más á esta sociedad quebrada por inútil, sino de buscar amor; no se trata de enseñar el merodeo, la intriga, el arte de adquirir un crédito falso, sino de enseñar a no mentir, a no prometer lo que no se ha de cumplir, a cumplir con lo que se promete, a trabajar y a comprender que
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el que no mantiene a sus hijos y come de la hembra no tiene perdón ni merece salvarse (El dolor, 1911, 115-116).
La cuestión del préstamo reciente aludida en «Verdad amarga» se trata en otros dos artículos: «El empréstito» y «Oro sellado», publicados en Rojo y Azul el 10 de noviembre de 1907, y en El Diario el 18 de diciembre de 1907, respectivamente. Representan serias acusaciones sobre la política del país y dejan de manifiesto una clara comprensión de la situación de dependencia que se genera a partir de la deuda, así como de los graves problemas de distribución de la riqueza en Paraguay de comienzos de siglo. Algunos argumentos son similares a los que acabamos de ver en «Verdad amarga»: la riqueza proviene del trabajo, no del dinero, argumenta Barrett. A esto se agrega algo más: que la deuda beneficiará a los ricos y empobrecerá todavía más a los pobres. Pero no es ésa su única objeción: vuelve a insistir en que los países endeudados no prosperan, sino que permanecen en una situación subordinada. De este modo, quedan inextricablemente vinculados en su razonamiento la dependencia financiera con la inequidad en la distribución de la riqueza. En «El empréstito», con un estilo razonado y metódico, con toques didácticos, advierte: Lo grave es que la carga se distribuye desigualmente. Cuando una persona administra mal sus bienes, y para retardar la bancarrota pide prestado, recibe bastante menos del valor nominal. El resto queda en manos del usurero y los intermediarios. Se introducirá moneda en el mercado; se producirá matemáticamente el alza del precio de los artículos; padecerá el pobre, lo que no importará gran cosa á los que se enriquecieron en la operación. La parte inmoral del asunto consiste en esto: lo que tal vez resulte para la colectividad un negocio desastroso resulta un negocio soberbio para unos cuantos particulares. Nada bueno puede provenir de una fuente inmoral. Los pueblos más atrasados e infelices de ambos continentes son los que más empréstitos han hecho (El dolor, 1911, 131).
En «Oro sellado» los argumentos son los mismos, pero el tono es sarcástico. El artículo comienza haciéndose eco de un decir general, según el cual el empréstito de un millón de pesos representa «Un peso y pico por habitante». Se pregunta, entonces, Barrett: «¿Qué hacer con un peso? Tomar algunas copas de caña, y levantarse al día siguiente con la boca pastosa y sin ganas de trabajar» (El dolor, 1911, 136). Sigue después haciendo una liviana burla sobre aquellos que no se beneficiarán con el préstamo, y que, sin embargo, deberán pagarlo: «los pobres», sobre cuyo ciego entusiasmo ironiza. Nuevamente, Barrett explica: «Porque lo del peso por habitante es una equitativa ficción. Todos sabemos que los pesos idolatrados no saldrán de un pequeño número de bolsillos. Lo que entristece de veras es el contento con que varias víctimas del agio patriótico ven venir el oro sellado. Adoran el oro aunque inaccesible. Lo adoran, ¡ay!, desinteresadamente, platónicamente» (El dolor, 1911, 136). Para cerrar, quisiéramos comentar dos textos más de El dolor. El primero es un artículo que fue incluido por los editores de las Obras completas, es decir, que no formaba 116
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parte de la selección original de Barrett. «No mintáis» fue publicado originalmente en El Nacional, de Asunción, el 5 de marzo de 1910: fue escrito por un Barrett desterrado y retornado a tierra paraguaya. Es un texto que fue analizado recientemente por el crítico norteamericano David William Foster, quien encuentra en el mismo «la autoimagen que guiaba a Barrett en su proyecto de denuncia social»; autoimagen que caracteriza como la del «extranjero redentor» («Procesos semióticos», 145). Resulta interesante este análisis porque, en principio, parece contradictorio con nuestra discusión acerca de la «nacionalidad» de Barrett, realizada en el capítulo anterior, en la medida en que posiciona su lugar de enunciación como el de un extranjero, y no de un connacional, como propusimos. En este artículo, Barrett se dirige en principio a sus iguales en Paraguay, las personas educadas y de recursos económicos, de quienes, sin embargo, quiere separarse: se trata de los «doctores», los «escribas». Los impreca, acusándolos de hipocresía, debido a que se refugian en su bienestar y se mantienen imperturbables frente a la miseria y el dolor de los pobres, analfabetos, de Paraguay. En los primeros párrafos del artículo, se repite la construcción iniciada por el imperativo «No mintáis»; el que, «cual estribillo epifonémico, remacha insistentemente las observaciones disyuntivas del periodista sobre qué constituye la verdadera experiencia vivencial del pueblo paraguayo», como comenta Foster (144). No se trata de que los «doctores» no sepan lo que sufre el pueblo, sino de que, sencillamente, faltan deliberadamente a la verdad; incurren en «un acto de mala fe pasible de las más tajantes denuncias» (144). Barrett viene a denunciar esa operación de falsificación, que obtura toda otra versión de la realidad: es la palabra dominante. Coincidiendo con los análisis de Plá y Roa Bastos, fundamentalmente, Foster considera que la voz dominante, que tapa todas las otras voces, está relacionada con «la dorada identidad legendaria» formulada como «respuesta ideológica a la humillación de la Guerra de la Triple Alianza» (144-145). Barrett responde a esa voz autoritaria y excluyente, postulando en «No mintáis» una «mediación personal entre un vosotros y un nosotros, entre una mentira y una verdad, entre el ejercicio del poder de la mixtificación y el ejercicio del poder de la palabra esclarecedora», en el análisis de Foster (147). El cierre del artículo explicita y completa esta operación. Barrett reclama la palabra en el último párrafo en nombre de un colectivo sufriente y perseguido que integra: el pueblo paraguayo. Pueblo que es, a la vez, co-emisor y destinatario de su mensaje, en la medida que es en nombre de ese pueblo que Barrett reclama el uso de la palabra, y que lo hace para dirigirse a ese mismo pueblo. Identificándose con su dolor, Barrett exclama: «Y dejadnos hablar a los que sufrimos, a los enfermos, y a los que hemos conocido el hospital y la cárcel. Pero no escribo para vosotros, sino para aquellos de mis dolientes hermanos paraguayos que han aprendido a leer» (OC I 142). Hace aquí de marco ideológico la cuestión de la valorización de la escritura y del proceso de alfabetización de los sectores populares propiciado por el anarquismo, como parte de un «aparato cultural» de izquierda, en la expresión de Pérus que comentamos en el capítulo 1. Barrett, como anarquista, aspira a desdibujar la brecha entre letrados e iletrados en las ciudades latinoame117
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ricanas. Como comenta Fernández Vázquez: «Los lectores reales de Barrett no eran los lectores ideales, él escribe para un pueblo inculto y para un pueblo por concienciar» (98). En relación con este final, Foster sostiene que la autoimagen que proyecta «No mintáis» está presentada, dialécticamente, como la de un extranjero que busca una posición enunciativa cercana a la del local, para poder ser la voz de esos actores locales que no tienen voz: «la concepción que él tenía de su propio rol como observador desde afuera que se inscribía en sus textos en una militancia desde adentro, a favor de los que no lo podían hacer en nombre propio o lo podían hacer, según su estimación de las cosas, en una forma inadecuada, dadas las estructuras del poder imperantes». Finalmente, Foster sostiene que en ese gesto, Barrett «sella un pacto con el pueblo paraguayo que dignifica y legitima definitivamente toda su labor periodística» (147). Creemos que en este cierre, en el «pacto» que «legitima» podemos encontrar una fuerte aproximación entre la posición de Foster y nuestra propuesta, sobre la elección de una «nacionalidad» paraguaya por parte de Barrett; y, también, de los autores que lo ven como representativo de un discurso latinoamericano y latinoamericanista, en tanto que representante, en el sentido político, de los pueblos sometidos de la región. En un sentido próximo, Andreu se ha referido a la posición de «observador» distanciado de Barrett en El dolor, que oscila con los gestos de empatía que señalamos previamente en este capítulo: «En estas evocaciones, su mirada sigue siendo la de un europeo, mirada distanciada del observador objetivo. Pero es también la mirada sensual o compasiva del que, con profunda simpatía, adhiere entrañablemente a la realidad evocada» (39). Un movimiento dialéctico similar al que analiza Foster en «No mintáis» se manifiesta en «Bajo el terror», el artículo de denuncia sobre la represión desatada tras la revolución de Jara, publicado en un boletín el 3 de octubre de 1908 y repetido el 11 de ese mes en Germinal. Este texto fue el detonante del encarcelamiento y destierro de Barrett; él lo elige para cerrar El dolor. Allí habla Barrett de sí mismo primero como «extranjero» y después como connacional. Tras lanzar las acusaciones iniciales y un poco antes de la mitad del texto, Barrett admite y rechaza su condición de «extranjero». Para hacerlo repite esa palabra cuatro veces, tres de ellas después de una negación, en oraciones de énfasis creciente: «No lamentéis que hable un extranjero. No soy un extranjero. No soy un extranjero entre vosotros. La verdad y la justicia, cualquiera sea la boca que las defienda, no son extranjeras en ningún sitio del mundo. Y si lo fueran aquí, ¡qué dignos seríais de infinita lástima!» (El dolor, 1911, 222). Sobre el final, sin embargo, avanza un paso más y proclama su «nacionalidad» paraguaya, para poder introducir su interpelación a las autoridades y el pueblo de ese país a superar la violencia: Paraguay mío, donde ha nacido mi hijo, donde nacieron mis sueños fraternales de ideas nuevas, de libertad, de arte y de ciencia que yo creía posibles —y que creo aún, ¡sí!— en este pequeño jardín desolado, ¡no mueras!, ¡no sucumbas! Haz en tus entrañas, de un golpe, por una hora, por un minuto, la justicia, plena y radiante y resucitarás como Lázaro (El dolor, 1911, 224).
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Siendo este párrafo el que cierra el último artículo de El dolor en la edición original, estas palabras finales tienen un valor adicional: parecen proponerse como una protesta concluyente, definitiva, de Barrett acerca de su nacionalidad paraguaya. Retomaremos la discusión sobre estas cuestiones en el capítulo 5, cuando hablemos de la «heterogeneidad» de la literatura indigenista —producida y leída por grupos sociales diferentes de aquellos que resultan representados— y su relación con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Creemos que Barrett está en una posición similar a la de los escritores indigenistas: la de un autor que se sabe diferente de aquellos acerca de quienes habla y a quienes quisiera dirigirse, y que apela a la emoción para superar esa distancia, pero sin negarla. En el caso de Barrett, su condición de extranjero en el Paraguay epitomiza esa distancia, que también es de clase y, por lo tanto, económica, social, cultural. Esta brecha entre el escritor que representa —en el sentido semiológico y en el político— y los representados está también dramatizada en relación con las ventajas y comodidades de clase en otros textos de Barrett. En «Tristezas de la lucha», publicado el 30 de agosto de 1908 en Germinal, y no incluido en la edición original de El dolor pero sí en la edición de las Obras completas más reciente, un Barrett en arresto domiciliario por sus actividades políticas reflexiona sobre sus privilegios. Primero se pregunta por la suerte del «vigilante» que cuida su arresto, quien está en la calle: «El castigado es él y no yo. ¿Por qué? Porque tiene las manos callosas». Después habla de sí mismo «¿Y yo qué soy? El caballero andante de los pobres… ¡Ah! El apóstol bien abrigado, bien alimentado, en su cómoda vivienda; el rebelde que se permite el lujo de cantar las verdades a los jueces y que no consigue correr riesgo alguno; el feliz revolucionario que tiene amigos en la policía y mira desde la ventana al lamentable ejecutor del código, al esclavo con casco y machete y polainas…» (OC I 106). Comenta oportunamente Fernández Vázquez sobre este pasaje: «La conciencia de Barrett, su implicación en el esfuerzo colectivo del Paraguay, en el amor al Paraguay (…) le obliga a ser crítico consigo mismo» (98). NOTICIAS DE ACÁ Y DE ALLÁ López Maíz de Barrett sostiene que Moralidades actuales es «el único libro que dejó hecho» (9). Esto es cierto en cuanto a que fue el único que llegó a ver publicado, en 1910, por el uruguayo O. M. Bertani.6 De paso por Montevideo en su viaje final a Francia, Barrett pudo disfrutar de la entusiasta recepción que tuvo Moralidades en esa 6 Como vimos, la selección de El dolor paraguayo fue de Barrett, así como la idea de compilar los artículos sobre la denuncia de Los yerbales. Y el folleto de El terror argentino fue su idea desde el comienzo. No alcanzó a medir su impacto, pero lo preveía. En carta a su esposa desde las islas de Cabo Verde, en su viaje final a Francia, el 11 de septiembre de 1908 comenta con respecto a quienes insisten en que escriba para el diario La Nación de Buenos Aires: «Se obstinan en hacerme entrar en ‘La Nación’, pero yo no quiero solicitar nada; y más después de mi folleto que ya estará en camino a estas horas» (Cartas íntimas, 99).
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ciudad. El 6 de septiembre de 1910 escribe a su esposa: «Parece que Montevideo está sencillamente chiflado con tu chulo. Es una suerte que me vaya enseguida, porque mi cuarto es una romería. Mi libro ha tenido un éxito loco. También ganaré unos pesos con él». Lamentablemente, ni él ni su familia recibirían nunca los pagos de los editores. En relación con el proceso de profesionalización de los escritores, un dato no menor es que, sin bien Barrett llegó a sostenerse con la escritura de sus artículos, ni él ni su viuda llegaron a cobrar nada por la publicación de sus libros, como veremos. Inicialmente, Moralidades es una recopilación de 89 artículos, seleccionados por Barrett entre los textos que podían mantener su valor más allá de la página diaria donde fueron publicados. En palabras del escritor, el volumen está formado por «aquello que he encontrado de interés durable en mi labor de 3 años», como escribió en carta a José E. Peyrot, con indicaciones para que las transmitiera al editor. Con entusiasmo, considera el libro «revolucionario» y da especial significación al número 89, que evoca la Revolución Francesa. Quiere además que el libro sea barato, para que puedan comprarlo sus lectores paraguayos (citado por Muñoz, Barrett en Montevideo, 26).7 En la edición de las Obras completas compiladas por Corral y Fernández, el libro fue ampliado con casi dos decenas de textos y reducido en ocho —de tema internacional— que fueron llevados a Mirando vivir, hasta quedar en 103 textos. El criterio temático esgrimido en el caso de Moralidades es que los artículos «presentan temas generales de pensamiento» (OC I 33). Como en el caso de El dolor, las piezas recogidas fueron publicadas originalmente en diarios de Asunción (sobre todo, Los Sucesos, pero también Rojo y Azul, El Diario, La Tarde, El Cívico y El Nacional); en Germinal y La Rebelión (otro periódico anarquista asunceño); y en La Razón de Montevideo. Por el contrario, Mirando vivir recopila casi exclusivamente artículos publicados en La Razón de Montevideo, con unos pocos textos tomados de Los Sucesos. Fue editado en 1912 también por O. M. Bertani, en acuerdo con la viuda de Barrett. En la edición de las Obras completas de Corral y Fernández, Mirando vivir incluye 81 «artículos dedicados al análisis de la actualidad internacional», de acuerdo a su clasificación temática (OC I 33).8 En nuestro análisis, vamos a considerar ambos libros en conjunto, debido que se trata de recopilaciones casi contemporáneas de artículos muy similares. Su com7 El entusiasmo de Barrett por la publicación de su primer libro es desbordante. Tanto que se concentra en las indicaciones para que sean transmitidas al editor y deja a su criterio la remuneración —con las consecuencias comentadas—. Así escribe a Peyrot, que acaba de ser padre: «¡Qué gran alegría me da usted! No contento con tener un nuevo nene, de lo que le felicito en el alma (lea mi artículo ‘Mi hijo’ entre los que le mando) me da usted uno a mí, un hijo espiritual, un libro. Tendré el júbilo de tocarlo y acariciarlo antes de irme! Me acordaré de que se lo debo al corazón bondadoso de Peyrot. (…) Constará de 89 artículos, aquello que he encontrado de interés durable en mi labor de 3 años. Se trata pues de un volumen de 300 a 400 páginas. Lo quiero sobrio, desnudo, sin retratos, prólogos ni epílogos, y me parece que lo mejor es hacer una edición barata, el libro es revolucionario (¡89!). Además no olvido que en Paraguay, país muy pobre, tengo un público numeroso que comprará la obra si no es cara. Me permito pedir a usted que transmita estas advertencias al señor Orsini Bertani, en provecho suyo. En cuanto a mis condiciones, las dejo al buen criterio de mi amable editor. La cuestión es salir a la calle (citado en Muñoz, Barrett en Montevideo, 26-27). 8 Los ocho artículos de Moralidades trasladados a Mirando vivir por los compiladores de las Obras completas son «Los colmillos de la raza blanca», «Lynch», «La independencia de Cataluña», «El caso Nakens», «La guillotina», «Jabón para la soga», «Deibler» y «Abdul Hamid». No hemos tenido acceso a la edición original de Mirando vivir, por
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plementariedad temática es relativamente artificial, como deja de manifiesto la traslación de ocho textos de un libro a otro realizada por los editores de las Obras completas y como veremos en nuestro análisis. De todos modos, daremos mayor importancia a los artículos incluidos originalmente en Moralidades, dado que fueron seleccionados por el propio Barrett y no siguiendo un criterio temático sino pensando en el interés y la calidad de los textos. Por otra parte, hay una serie de observaciones críticas que pueden aplicarse igualmente a Moralidades y Mirando vivir. En particular, el comentario de que, pese a que Barrett escribe sus crónicas sobre temas circunstanciales, sus propuestas alcanzan un sentido más amplio y mayor profundidad que la mera noticia diaria. Ya hemos visto en el capítulo 2 que Enrique Rodó valora la perspectiva internacional de Barrett, destacando que, aún escribiendo desde la periferia que representa el Uruguay, es capaz de proyectar perspectivas abarcadoras. En la inmediata anticipación de esa cita, Rodó también subraya que, pese al carácter perecedero de la materia prima de los escritos periodísticos de Barrett, estos alcanzan un valor que trasciende la coyuntura: Ha enaltecido usted la crónica sin quitarle amenidad ni sencillez. La ha dignificado usted por el pensamiento, por la sensibilidad y por el estilo. Hay cronistas de fama europea que, escribiendo fuera del bulevar no tendrían nada interesante que decir a nadie, y que aún escribiendo desde el bulevar, son incapaces de comunicar a una página más que el interés efímero de la novedad que cuentan y comentan («Las ‘moralidades’», 26).9
Otro crítico contemporáneo, Armando Donoso, también señala el origen de las crónicas de Barrett en las noticias diarias, en relación con la necesidad del escritor de asegurarse el sustento con una producción continuada. Las mismas constituyen el punto de partida de sus reflexiones, aunque ese origen no quitó valor a sus textos: «Para Rafael Barrett el problema del pan cotidiano fué el problema de su revelación; la mayor parte de sus Moralidades brotaron a medida de la diaria necesidad, casi siempre escritas al márgen de la noticia periodística; generalmente sugerida por el suelto telegráfico o la información local» (200-201). Por su parte, Álvaro Yunque insiste en el carácter fugaz de la escritura periodística y en la capacidad de Barrett de superar la anécdota. Agrega, asimismo, que las crónicas de Barrett se oponen radicalmente al periodismo comercial, que trata de no molestar a los lectores burgueses y, por lo tanto, están inclinados a trivializar aún los acontecimientos más serios. De algún modo, resuena en su observación el comentario de Plá sobre el tono provocador de El dolor y la incomodidad que produjo en eso no podemos contrastar los cambios realizados. De todos modos, en este caso las modificaciones nos parecen menos relevantes dado que la edición original de esta obra no estuvo a cargo de Barrett. 9 Rodó también sugiere que Moralidades podría haber sido diferente —quizás, al incluir más artículos de La Razón— lo que da una justificación adicional a nuestra decisión de tratar Moralidades y Mirando vivir en conjunto. Dirigiéndose a Barrett, comenta: «Su libro no es nuevo para mí, porque hace muchos meses que cada día doblo una página de él en la lectura de ‘La Razón’. Y como mi memoria es buena para las cosas que me impresionan bien, puede decirse que dentro de mí existía ya un ejemplar de la colección de sus ‘Moralidades’, antes de que usted las hiciera reimprimir; un ejemplar más completo que los que se encuentran en las librerías, porque no le faltan páginas que en éstos he buscado en vano» («Las ‘moralidades’», 25).
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el medio intelectual paraguayo. Ahora bien, Yunque también destaca la fuerte presencia de las emociones en la prosa de Barrett, que da como resultado una «caliente obra de arte» —un aspecto sobre el que volveremos—: Sabida es su modalidad [de Barrett]: del hecho más nimio, más vulgar, razonando, llega a conclusiones generales e inesperadas, por lo hondas. Porque si como artista tuvo el don de sintetizar, como pensador tuvo el de generalizar. Agudo de inteligencia y sensible de corazón, mete aquélla en el resquicio que le da un insignificante hecho cotidiano y luego es su sensibilidad maravillosa la encargada de hacer caliente obra de arte lo que pudo ser fría crónica periodística. Por esta modalidad suya de extraer conclusiones generales y profundas del acontecimiento más vulgar aparentemente, es la antípoda del ‘croniqueur’. El ‘croniqueur’, entidad literaria nacida en el tonto y sonado bulevar parisiense, es una especie de aparato que hace lo opuesto de Barrett: trivializa hasta lo más trágico (Barrett, 36).
Debe apuntarse que el propio Barrett, en el artículo «Psicología del periodismo» de Moralidades, ofrece un juicio sobre la prensa gráfica próximo al de Yunque, aunque menos despectivo: «El periodismo es la síntesis y el comercio de la curiosidad», sostiene. Y luego, aconseja a un amigo imaginario, interesado en tener un periódico: «Huye de toda elevación. Elevar fatiga, y tu público es débil de cascos. No soporta sino el desfile de los hechos brutos; su afición se detiene en lo pintoresco; su delicia es la verdad en folletín» (OC II 89). Por otra parte, como Donoso, Yunque subraya asimismo que Barrett buscó un medio de vida en el periodismo, debido a «la falta de ambiente en que le tocó actuar». Su comentario tiene que ver no con que Barrett no tuviera otros modos de ganarse el pan —que vimos que los tenía— sino con el hecho de que Barrett no pudo dedicarse a escribir libros, es decir, no pudo vivir de ellos. Se trata de una observación muy pertinente, que alude al estado todavía inicial de la profesionalización del escritor en América Latina, que comentamos en el capítulo 1. De esta situación ve Yunque derivar el carácter «fragmentario» de la obra de Barrett, el hecho de que se trate de «trozos dispersos a los que faltara algo exterior que los uniese para poder apreciarlos en conjunto» (Barrett, 6-7). De todos modos, no por eso su trabajo es menos profundo ni menos valiente: Él [la falta de ambiente] obligóle a escribir para ganarse la vida, no el libro de elaboración lenta y arquitectura sólida sino el apresurado artículo de periódico, cuanto menos denso más fácilmente publicable. Barrett todo lo escribió para las hojas cotidianas y fugaces del periodismo, y allí, en el propio reino de la frivolidad y la ñoñería, él realizó sus páginas medulosas. ¿Por qué? Porque al periodismo, donde todo es falso y más o menos negociable, él llevó su valerosa honradez y su sinceridad indomada (Barrett, 7).
El crítico Alberto Lasplaces también destaca la calidad de la prosa de Barrett. Sin embargo, con un sentido valorativo opuesto al de Yunque, celebra el poder de síntesis al que lo obligó el trabajo periodístico —el que, considera, es la razón de su contundencia—. Destacan en su descripción de la prosa de Barrett las imágenes de los «relám122
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pagos de furor», que irrumpen en los textos, los «hilos de sangre tibia», que dejan los mismos tras su lectura, marcando la orientación emotiva de los mismos: Buriló artículos como finas joyas sin precio. Fué maestro en la prosa. Tuvo el dón de la síntesis. Lo que otros dicen en libros, él reconcentró en frases. De ahí que su prosa sea un explosivo terrible y no haya defensa contra su penetración y su luz. Eligió temas triviales para hacer más accesible su anarquismo a las almas tímidas y para despertar de su sopor a los indiferentes. En un estilo tranquilo y armonioso, sereno y suave, por donde corre una música invisible, dijo cosas formidables, y hay en él relámpagos de furor contra los potentados de la tierra, hay sátira cruel e implacable que deja hilos de sangre tibia por donde pasa, hay también conmiseración y tolerancia por los pecados que nos deforman y los orgullos que nos enceguecen (v).
Sobre la calidad de los textos de Barrett en la apreciación de sus contemporáneos, es el momento de recordar que hasta un joven Borges recomienda a su amigo Roberto Godel en una carta de 1917, equivocando la nacionalidad, que lea a «un gran escritor argentino, Rafael Barrett, espíritu libre y audaz». Y considera Mirando vivir —al que también erróneamente llama Mirando la vida— «un libro genial, cuya lectura me ha consolado de las ñoñerías de Giusti, Soiza O’Reilly y de mi primo Alvarito MeliánLafinur» (citado por Etcheverri, 97; citado por Corral Sánchez-Cabezudo, 3). En cuanto a los temas tratados, en Moralidades se encuentran unos pocos textos referidos a la situación internacional («La China y el opio», «La barba del presidente», «Razas inferiores»); otros, sobre las costumbres de la burguesía, en Europa o en América Latina («La ruleta», «¿Sombreros?»); reflexiones sobre la política y sobre el anarquismo (el ya comentado «Buenos Aires», pero también «La lucha», «La huelga», «El patriotismo», «El antipatriotismo» y, especialmente, «Mi anarquismo», que analizaremos luego con cierto detalle); y un número interesante de comentarios sobre temas de ciencia y tecnología, que podríamos catalogar de divulgación científica (como «La ciencia», «La conquista del cielo», «La antinomia y la probabilidad»). Hay también dos textos totalmente personales en Moralidades, escritos por un Barrett padre, que se maravilla ante el nacimiento y el crecimiento de su hijo: «Mi hijo» y «Niñerías».10 En su inmensa mayoría, se trata de crónicas que toman la forma de breves ensayos motivados por algún tema noticioso. Sin embargo, algunos son en realidad cuentos, como «La sirena», que relata el encuentro de una mujer fatal con su juez, al que logra seducir. Encontramos
10 «Mi hijo» es uno de los mejores textos de Barrett. Él lo sabía, y lo colocó en posición destacada en las Moralidades. Vimos en la nota 10 que recomienda su lectura a Peyrot. Fue incluido en la antología El anarquismo en América Latina, con selección y notas de Carlos M. Rama y Ángel J. Cappelletti donde, previsiblemente, predominan los textos de tema político y social (235-236). Tiene un tono muy sentimental, por momentos grandilocuente, bien matizado con toques de auto-ironía. Así comienza: «Hace algunas horas que ha nacido; es uno de lo seres más jóvenes del Universo. Es el más hermoso: su naricita apenas se ve. Es el más fuerte; temblamos en su presencia, y apenas nos atrevemos a tocarle. Ha nacido y ha llorado; ¡admirable lección, fenómeno extraordinario! Ha bostezado después: ¡inteligencia profunda!» (OC II 29).
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estas mismas categorías en Mirando vivir, aunque cambian las proporciones, debido a la orientación «internacional» que le dio su editor. De Moralidades nos interesa comentar dos artículos, que tienen particular relación con aspectos fundamentales del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: el anti-imperialismo de Barrett. Como ha señalado Corral: «Uno de los rasgos más característicos de Barrett es su postura radicalmente anticolonialista y anti-imperialista» (El pensamiento cautivo, 240). El primero de esos artículos se titula «Razas inferiores», y tiene eco en otros dos del mismo libro, así como en otro par de textos de Mirado vivir que comentaremos seguidamente. «Razas inferiores» fue publicado originalmente en La Razón el 25 de octubre de 1909 y complementa y permite comprender mejor cuestiones raciales tocadas tangencialmente en Los yerbales. Barrett sostiene explícitamente en este artículo que la operación simbólica de establecer una jerarquía entre distintos grupos étnicos oculta la intención de imponer el orden imperial, motivado en el interés económico y sostenido con el uso de la violencia. En su primer párrafo, con tono irónico, en el que se destaca el manejo de los temas de actualidad científica, Barrett traza un panorama global sobre la cuestión del imperialismo europeo en el mundo —volveremos sobre el papel de la ciencia—. De manera sugestiva, también se refiere al sometimiento de los indígenas por parte de los criollos en América. La semejanza de la situación de dominación de ciertos grupos raciales sobre otros se subraya a través de una construcción paralela que tiene un componente de clase y otro de nación, que se contrasta con una nacionalidad o una raza: «un caballero inglés» domina a «un hindú»; «un noble alemán» a «indígenas de oscuro pellejo»; «un industrial de Yucatán» a «los indios mayas». Se destaca que la relación es de explotación económica: unos trabajan para que otros gocen de los beneficios: Se puede sostener cómodamente que hay razas inferiores. Los sabios lo aseguran, medidores de cráneos y disectores de cerebros; los sociólogos lo confirman, y sin duda, la hipótesis contraria parecería absurda a gentes prácticas, viajeros, empresarios y comisionistas. Un caballero inglés se resigna en Londres a que un compatriota le lustre los botines, pero en Calcuta tendrá por muy natural que ejecute tan brillante labor un hindú. Jamás un noble alemán, arruinado o deshonrado, y remitido a las vagas colonias de África, se considerará semejante a los indígenas con cuyo oscuro pellejo remienda su bolsillo y un nombre. ¿Cómo no ha de creerse el industrial de Yucatán superior a los indios mayas mediante cuya esclavitud, sacramentada por el cura del establecimiento, extrae del henequén ganancias fabulosas? Si llamamos razas inferiores a las razas explotables, claro que las hay (OC II 134).
Barrett señala los modos de dominación: generar una situación de dependencia económica y, eventualmente, someter por la fuerza. Este segundo párrafo comienza con una oración que tiene la claridad y musicalidad de un apotegma, que puede ganar vida propia fuera del texto, un recurso que se repite en la prosa de Barrett. Como ha señalado Donoso: «De muchas de sus Moralidades se podrían sacar algunas reflexiones que formasen un curioso ramillete de máximas, de regocijados aforismos, que serían como 124
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la esencia misma de sus sentires más íntimos» (Un hombre libre, 221-222).11 En el ejemplo que nos interesa analizar, la clave de la eficacia de la sentencia radica en un juego con la morfología y la sintaxis. Puede decirse que la distancia que va de lo posible del adjetivo «explotable» al comienzo de la oración, a lo efectivamente realizado del participio pasado pasivo «explotadas» del final, es dramatizada en la oración con el uso de un largo adverbio de seis sílabas, que demora el avance de la lectura. El adverbio elegido, además, connota racionalidad, planificación, esfuerzo, rigurosidad, completitud y plena conciencia; diríamos, incluso, satisfacción moral. Puede decirse que «concienzudamente» alude al discurso del progreso y de la superioridad de la civilización, que resulta aquí desenmascarado. Seguidamente, se establece un contraste entre el pasado y el presente, comparando la situación colonial con la neocolonial: esta relación termina de anclar el sentido económico de la explotación y vincula lucro económico con violencia. Como ha comentado Corral, para Barrett, «La base del sistema colonial radica, en última instancia, en el poder militar arropado en múltiples justificaciones» (El pensamiento cautivo, 240). Puede observarse el tópico de la codicia, característico del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, vinculado con la imposición del libre comercio: Las razas explotables son concienzudamente explotadas. Antes, se las asesinaba. Ahora, por su mejor negocio, se las hace trabajar. Se las obliga a producir y a consumir. Es lo que se designa con la frase de ‘abrir mercados nuevos’. Suele ser preciso abrirlos a cañonazos (OC II 135).
El muestrario de modos de dominación sigue; también las referencias internacionales. Barrett no especula, no imagina; cada caso que presenta es un ejemplo tomado de la actualidad: «Si el cañón es prematuro, se procura embrutecer y degenerar a los candidatos. Se les vende alcohol o, como Inglaterra a los chinos, opio. Los japoneses se negaron a intoxicarse, y los acontecimientos han demostrado que hicieron bien» (135). Luego habla de la situación de los indígenas de los Estados Unidos y de la Argentina, cuyo control definitivo se había verificado recientemente en ambos países, como ejemplo de dominación por el exterminio lento: Si no vale la pena explotar directamente las razas inferiores, se las rechaza, se las confina y se espera, cazándolas de cuando en cuando, a que desaparezcan, minadas por la melancolía, la miseria y las enfermedades y vicios que las inoculamos. Es lo que hacen los yanquis con los pieles rojas. Es lo que hacen los argentinos con sus indios (…) (135).
Si en primer lugar la situación de dominio imperial es analizada en relación con la explotación económica de las razas, Barrett luego se concentra en aspectos culturales, como el tráfico y falsificación de objetos arqueológicos. Denuncia tanto las expedicio-
11 Barrett ha mostrado su capacidad de construir textos breves de impresionante contundencia en sus epifonemas, algunos de los cuales comentamos en el capítulo 2. Están recogidos en Obras completas II (311-325).
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nes con presuntos fines de conocimiento como las misionales: los involucrados con las primeras son llamados «exploradores pseudos-científicos»; los otros son «misioneros pseudos-religiosos» (135). El artículo concluye con una referencia del aquí y ahora de la escritura, nuevamente vinculada a una denuncia, comentando con ironía una práctica de colonización interna de una raza sobre otra en Argentina. Para dar la nota final del humor amargo de la pieza, resulta fundamental la paradoja tácita que se plantea en la alusión al color blanco de la piel de los indígenas del sur de la Argentina, cuyo final próximo se anuncia; de hecho están prácticamente extinguidos hoy. Como en otros artículos que hemos analizado, el último párrafo del texto abre con una exclamación: ¡Pobres razas inferiores! La Argentina, para mostrar lo enorme de su territorio, debe hacer figurar en su próximo centenario los Onas de la Tierra del Fuego que han sobrevivido al frío y a la tuberculosis. Buenos Aires misma patentizará su ingreso a la categoría de gran capital civilizadora, ofreciendo a la curiosidad pública una colección de habitantes de conventillo, ejemplares propios de las regiones del hambre, raza seguramente inferior, a pesar de su blancura, a pesar, ¡ay! de su palidez de espectros (136).
Ciertamente, la clave de este artículo de Moralidades es que ordena una serie de situaciones en apariencia muy diferentes de acuerdo a un mismo principio: el del dominio imperial de unos grupos raciales sobre otros, motivado por el interés económico y sostenido con la violencia. También tocan el tema de las desigualdades entre las razas de manera muy aguda otros dos artículos de Moralidades que aparecen en el primer tercio del libro. «Lynch», publicado originalmente en Los Sucesos de Asunción el 29 de diciembre de 1906, se refiere a los Estados Unidos nuevamente en tonos poco halagüeños, como vimos en el capítulo 2 que hace «El impudor del yanqui»: No pasa un día sin que los admirables, los nunca bastante imitados yanquis descuarticen un negro o dos. (…) Además, ¡qué rapidez! Time is money. ¿Qué hay? Dicen que un negro ha pegado a un blanco. Dicen que un negro ha caloteado a un blanco. Dicen que un negro ha hecho el amor a una blanca. Ahí sale el negro huyendo. ¿Es él? Y si es él, ¿es culpable? ¡Bah! Es negro. Nació con la culpa pintada en la piel (OC I 260).
El tercer artículo de Moralidades que trata la cuestión racial con un fuerte acento anti-imperialista es «Los colmillos de la raza blanca», publicado originalmente en Los Sucesos de Asunción el 26 de diciembre de 1906. Se trata, entonces, de un artículo bastante temprano, como «Lynch», con el que se relaciona. Representa un comentario a recientes alzamientos y hostilidades contra el dominio europeo en China y en África, que motiva una nueva reflexión de Barrett sobre la situación de dominio colonial y neocolonial de vastas áreas. La cuestión racial resulta el emblema de la justificación hipócrita de la desigualdad; el foco de la crítica es, otra vez, sobre la raza «sajona». Hacia el final, de manera muy sugestiva, Barrett asocia nuevamente la ciencia y la religión de los países europeos al presentarlas conjuntamente como instrumentos de 126
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dominación. Donoso habla del «buen humor paradójico» del escritor, al decir: «Frecuentemente Barrett mojó su pluma en agrio zumo de ironía para herir más hondo: no olvidó la sentencia del epigramático latino, que fustigaba con la sonrisa a flor de labios» (222). Ciertamente, el final de «Los colmillos de la raza blanca» resulta un buen ejemplo de esa acidez implacable. Con una fingida interpelación a los dominados del mundo, Barrett deja de manifiesto que el dominio imperialista es implacable; que no es posible negociar con él. Otra vez, destaca que los motivos reales de la dominación son económicos y que la violencia defiende las ganancias. La conclusión obvia es que la única respuesta posible resulta ser la rebelión, como comienzan a anunciar los episodios que se mencionan en las últimas líneas del artículo, dos derrotas de las fuerzas armadas rusas en la guerra ruso-japonesa de 1904-1905:12 Humanos que no sois blancos, creed en el misionero y en su frasco de alcohol, en el traficante y en su látigo de negrero, creed en Jesucristo y en Darwin, porque son lo mismo; sacrificad a los ídolos de los blancos, a los crucifijos y a las máquinas; civilizaos; que os podamos vender nuestros harapos y que podamos ensayar en vuestra carne nuestra última carabina; sudad y creed en nosotros, sed nuestros perros. Concepción simple y eterna, del Faraón a Tiberio y de Maquiavelo a Nietzsche; mecanismo rudimentario de nuestra ciencia sajona. Teoría de Caín: problema de colmillos. Pero, ¿y Port Arthur?, ¿y Mudken? Esperemos (OC I 262).
Estos tres artículos de Moralidades dialogan con otro de Mirando vivir que puede considerarse, a su vez, un marco explicativo y comparativo donde colocar Los yerbales. Se trata de «Red cocoa», publicado originalmente en La Razón el 9 de julio de 1910. Aquí el foco cambia: ya no es el grupo social explotado, sino el recurso natural codiciado —se completan los elementos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales—. El centro de la denuncia es la explotación del cacao por la empresa británica Cadbury; el caso inicial, ya dado por conocido, es la explotación del caucho; y la yerba mate representa uno de los términos de comparación, un caso más en este panorama imperialista: más importante porque es actual y cercano, como marcan los verbos en presente y el adverbio «concienzudamente», que vemos reaparecer. Un sutil razonamiento geopolítico, que habla de zonas de influencia de imperios formales e informales, atraviesa el primer párrafo, que condensa el sentido del artículo: La Amazona rubber Company no es la única company que esclaviza a sus obreros de color. Notemos sin embargo que las compañías inglesas no tienen excepcional predilección por la esclavitud. En los gomales de Bolivia los procedimientos son análogos. Italia se ocupa de revelar ahora —quizás por argentinismo— los horrores de ciertas fazendas de Brasil.
12 La batalla de Port Arthur —en la ciudad china de Lyushun, controlada por los rusos— dio inicio a la guerra ruso-japonesa en febrero de 1904. Mudken fue una sangrienta derrota rusa, con una estimación de 90.000 bajas del lado ruso y 75.000 del japonés. Véase: Bruce W. Menning.
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Mas si los ingenios de Tucumán no son lo que antes, quedan los yerbales del Alto Paraná, donde se tortura y asesina concienzudamente a los mineros (OC I 209).
El anti-imperialismo de Mirando vivir también se revela en un relato. Se trata de un auténtica parábola, que merecería ser más conocida, «Noticias de Leopoldo», el rey belga acusado de los desastres del Congo, que escandalizaron a la opinión pública tras las denuncias del funcionario del imperio británico Roger Casement sobre la extrema crueldad ejercida sobre las poblaciones locales para facilitar la explotación del caucho.13 Publicado inicialmente en La Razón el 15 de febrero de 1910, el cuento narra una suerte de viaje planetario que habría hecho el cuerpo del monarca belga Leopoldo II tras su muerte, aludiendo a tópicos del espiritismo en boga en la época. Ocurre que, inmediatamente después de fallecer, Leopoldo se siente muy sólido y muy fuerte, y se extraña de lo vaporosos que resultan los miembros de su corte, paradoja que le permite deducir su estado: «Puesto que todo está muerto alrededor de mí, pensó juiciosamente, el muerto soy yo». Comienza entonces a desplazarse. Viaja primero a Francia, pensando en encontrar allí a Dios, en obvia alusión al prestigio de lo francés y al dominio de Francia sobre Bélgica. Al no encontrarlo, sigue su marcha. Recorre Europa. En un momento dado, abandona el uniforme militar con que lo habían amortajado y «comienza a nadar sin tregua, siempre hacia el Sur». Claro que se trata de una dirección no sólo geográfica sino sobre todo política. Llega a África. El cuerpo de Leopoldo comienza a desvanecerse, mientras las cosas y las personas a su alrededor van volviendo a ganar presencia material. Finalmente, encontrándose rodeado de un paisaje que le recuerda «una de las fotografías tomadas en el Congo», el monarca termina de desmaterializarse y encuentra su destino final, uniendo su alma a la de un bebé negro recién nacido: «Leopoldo entonces se disolvió en la brisa y el niño, al respirar, se sorbió al rey…». El final es de una ironía exquisita; Corral lo describe como «un acto de venganza literaria» (El pensamiento cautivo, 241). Sin énfasis, el narrador concluye la historia con un comentario que alude de manera muy sutil a las desigualdades y sufrimientos provocados por el colonialismo en el continente africano; no usa una sola palabra de connotaciones negativas, con excepción de una muy indirecta, «aristas», un lugar incómodo y filoso como para situarse en él: «Ahora el espíritu de Leopoldo, tan curiosamente reencarnado, tendrá ocasión de ampliar su experiencia, recorriendo una de las infinitas aristas del poliedro universal» (OC I 211-213). ENTRE LAS IDEAS Y LAS FICCIONES: DEL MANIFIESTO A LOS CUENTOS Quisiéramos todavía comentar dos artículos más de Moralidades, que representan dos momentos de reflexión de Barrett sobre su lugar de intelectual y sus ideas. El primero se llama, precisamente, «Intelectual» y tiene la forma de un diálogo ficcional. 13 Protagonista de la última novela del peruano Mario Vargas Llosa, El sueño del celta (2010).
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Publicado en La Razón de Montevideo el 18 de junio de 1909, es casi un monólogo de un «intelectual auténtico», descripto como «un joven sucio y elocuente» que responde a las preguntas de un «yo» también ficcionalizado. Dando muestra de una importante capacidad de auto-ironía, el «intelectual» se auto-retrata al comienzo como «un bufón serio, un loco tranquilo con el cual las personas normales y equilibradas se divierten cuando el desdén se los permite». Sus palabras son «lo mismo que el mar y las puestas del sol»: un espectáculo gratuito para «el filisteo», «el burgués» (OC II 104). Claro que hay algo más filoso por debajo de las bellas palabras que entretienen. Sigue luego una transición; el intelectual cuenta que su presencia no es tan inocua como parece. Detrás de esta transición, se adivina la trayectoria del propio Barrett: de entretener a la burguesía asunceña con sus primeras conferencias y sus artículos, el escritor pasó a las denuncias de Los yerbales y las conferencias a los obreros. Argumenta el «intelectual» que hay algo intrínsecamente revolucionario en el pensamiento; algo que se opone a la autoridad, una «energía anarquista». El párrafo más serio del artículo concluye volviendo al tono sarcástico y la auto-ironía del comienzo y aludiendo a la profesionalización de los escritores, todavía precaria: El pensamiento en sí es una energía anarquista, puesto que no es pensamiento lo que sustenta el orden sino los intereses, y no cabe duda que si aplicáramos las reglas del buen sentido a la política, la sociedad se hundiría en una catástrofe espantosa. Antes, a nosotros, los intelectuales se nos quemaba vivos. En esta época aciaga se sigue otro sistema: se nos mata por hambre. Así resulta que no puedo saldar con el mozo la miserable factura de un café (OC II 105).
«Intelectual» es un monólogo en el que Barrett se confiesa, proclama el sentido de sus esfuerzos y, a la vez, se ríe de sí mismo. Es un artículo ligero, dirigido a sus iguales. En ese sentido, se complementa con el segundo artículo que queremos comentar en relación con las ideas de Barrett, que cerrará nuestro análisis de Moralidades; quizás, es el artículo más importante de este libro en términos ideológicos: en «Mi anarquismo» Barrett expone su versión de este movimiento. Publicado originalmente en el periódico anarquista asunceño La Rebelión el 15 de marzo de 1909 y, por lo tanto, dirigido a sindicalistas y obreros, el texto abre de manera muy directa y explícita, con un resumen de la propuesta de Barrett de abolir las leyes, haciendo que las sociedades dejen de tener una autoridad que monopolice el uso de la fuerza. Su propuesta implica la disolución del estado-nación. El tono es coloquial, dado por frases cortas y claras: Me basta el sentido etimológico: ‘ausencia de gobierno’. Hay que destruir el espíritu de autoridad y el prestigio de las leyes. Eso es todo. Será la obra del libre examen. Los ignorantes se figuran que anarquía es desorden y que sin gobierno la sociedad se convertirá siempre en el caos. No conciben otro orden que el orden exteriormente impuesto por el terror de las armas (OC II 132).
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El primer argumento en que apoya su propuesta está relacionado con el progreso de la ciencia. Si esos «ignorantes» de los que habla se detuvieran a analizar esa «evolución», dice, «verían de qué modo a medida que disminuía el espíritu de autoridad, se extendieron y afianzaron nuestros conocimientos». Los personajes históricos con que ejemplifica este proceso han devenido clásicos de una versión de la historia de la ciencia: Galileo, que se atreve a pensar más allá de los libros de Aristóteles y sus comentaristas. Después de explicar el modo como los científicos someten al escrutinio «de todos» —es decir, al escrutinio del público educado— sus experimentos, se pregunta por el nombre de este método. Y responde, anticipándose a posibles objeciones: «El libre examen, base de nuestra prosperidad intelectual. La ciencia moderna es grande por ser esencialmente anárquica. ¿Y quién será el loco que la tache de desordenada y caótica?» (132-133). El razonamiento, basado en una analogía poco justificada, no resiste el análisis: ¿Por no reconocer autoridad, por basarse en el «libre examen», podría decirse que la ciencia es «anárquica», que no hay leyes que gobiernen el funcionamiento de las instituciones científicas? ¿Era a comienzos del siglo XX, efectivamente, abierto a todos el escrutinio científico? Por otra parte, como la ciencia ha progresado, supuesto no cuestionado, y que revela un transfondo positivista en Barrett, ¿las sociedades deberían basarse en el mismo principio? Es muy interesante ver que la actividad científica, que en los artículos antiimperialistas de 1906 era presentada como un instrumento de dominio de la raza blanca, en este trabajo de 1909 se convierte en modelo de organización social. Corral trata de explicar estas contradicciones apuntando a una distinción, en Barrett, entre «avance científico» y «progreso técnico», siendo el primero intrínsecamente positivo y el segundo «sometido por Barrett a una fuerte crítica» (El pensamiento cautivo, 167). Ciertamente, la cuestión merecería un análisis más detallado, que está fuera del alcance de nuestro trabajo. De todas maneras, acabamos de ver en nuestro análisis de «Los colmillos de la raza blanca» que Barrett habla de las carabinas y de Darwin más o menos en los mismos términos, señalando su vinculación con el imperialismo. Creemos que es oportuno recordar aquí el comentario de Yunque sobre la falta de unidad de la obra de Barrett, que no llegó a construir un sistema, y sobre la incompleta profesionalización de un escritor que vive de sus artículos pero no de sus libros. En este sentido, de manera similar a lo que sucede con sus contradictorias reflexiones acerca de la ciencia y la tecnología, podríamos decir que Barrett tampoco construye una argumentación coherente en relación con la religión. El segundo argumento de Barrett para justificar su propuesta de abolir todo orden social se basa en la posibilidad de que las sociedades tengan leyes que las gobiernen, como las naturales; leyes que todavía la sociología no ha encontrado. Barrett rechaza también esta alternativa. Sostiene que, aunque se determinaran esas leyes, no habría que imponerlas, sino, simplemente, dejarlas actuar. El tercer razonamiento se basa en una analogía muy simple. Sostiene Barrett que las leyes implican una limitación a las potencialidades de las personas: la creatividad humana se encuentra en las sociedades actuales «como el pie chino dentro del borceguí, como el baobab dentro del tiesto japonés» (134). Finalmente, su propuesta no acepta concesiones, aunque Barrett reconoce 130
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que se trata de un objetivo utópico. Hay que aspirar a abolir las leyes, no a cambiarlas, proclama: «Que nuestro ideal sea el más alto. No seamos prácticos. No intentemos mejorar la ley, sustituir un borceguí por otro. Cuando más inaccesible aparezca el ideal, tanto mejor» (134). Finalmente, el artículo cierra insistiendo en el «libre examen» y en la importancia de la educación. Parece una alusión a un tópico muy tratado, sobre el que no es necesario insistir: «¿Qué hacer? Educarnos y educar. Todo se reduce al libre examen. ¡Que nuestros niños examinen la ley y la desprecien!» (134). Si recordamos que el artículo apareció en un periódico anarquista, el «educarnos» debe leerse en relación, nuevamente, con el «aparato cultural» de izquierda, y la promoción de la alfabetización desde abajo. Yunque habla del anarquismo de Barrett en términos de su «rebeldía», entendida como su oposición al sistema dominante. Completamente imbuido de las analogías cientificistas de Barrett, se apoya en un cierto «evolucionismo» para caracterizar esa «rebeldía» en términos bastante vagos: La acción y la obra de Barrett dicen a cada instante lo que él era, fundamentalmente: un rebelde, un inadaptado. Natural que así fuese. La inadaptación al medio, el espíritu de rebelión a lo ya establecido, a lo ya usado, y usado por otros, son las condiciones elementales de todo organismo superior, destinado por la naturaleza a perturbar ese medio y mediante tal organismo superior a él, intentar su superación. La rebeldía es lo natural, porque es el instrumento de la evolución. Lo antinatural es la obediencia. La rebeldía es científica (Rafael Barrett, 29).
Roa Bastos considera a Barrett «un predicador moral más que un agitador de barricada que sentía horror por toda clases de dogmatismos, incluso contra el que podía derivarse de sus propias ideas». De este modo, califica su anarquismo de «humanista y moralizador»; y lo asocia con personajes más cercanos a un anarquismo filosófico que político, que no excluye sentimientos religiosos, aunque el escritor fuera muy crítico de las religiones en tanto instituciones del establishment: «En él, las ideas políticas, su pensamiento, sus intuiciones y premoniciones acerca de la transformación de la sociedad, confluyen, se entrelazan y se identifican plenamente con los sentimientos de un humanismo redentorista, mucho más cercano Barrett, en esto, a Tolstoi que a un Kropotkin o a un Bakunin» (XXVI). Corroborando este acercamiento de Barrett a Tolstoi y este «humanismo redentorista», debe decirse que los tres personajes más citados por el escritor son Jesucristo, Anatole France y el escritor ruso, en ese orden. Zola, inspirador de su gesto de «yo acuso», como vimos en el capítulo anterior, está en cuarto lugar, según el estudio de Corral (El pensamiento cautivo, 346). En este sentido, este crítico ha destacado que el anarquismo de Barrett tiene elementos de una «filosofía del cambio» y fuertes bases éticas, aspectos que entran en relación con una estética, en la medida en que, basándose en la figura de Tolstoi, su propuesta pone en planos próximos «el poeta» y «el profeta». Comenta Corral que puede notarse aquí «la influencia del ‘anarquismo 131
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literario’ característicos de los ambientes artísticos del fin de siglo español con los que Barrett estuvo muy relacionado» (259). Ahora bien, según Andreu, en Barrett las ideas anarquistas, que vienen de Europa, resultan adaptadas al medio latinoamericano. En ese sentido, «El internacionalismo doctrinario nunca viene a chocar con el legítimo sentimiento nacional. Dicho con otras palabras, Barrett aclimata sutilmente en Paraguay una prédica revolucionaria, procedente de Europa y que no le era en principio destinada» (41). Este crítico agrega que esa adaptación doctrinaria se traslada al estilo de Barrett. Destaca que su escritura es fundamentalmente distinta de la generalizada escritura anarquista, de la que sostiene que «adhiere, en grandes líneas, a la retórica tradicional del arte burgués contemporáneo». Por el contrario, señala que la escritura de Barrett es directa, para nada ampulosa, y que «se distingue por su vigor, su nitidez, su agilidad y su intención voluntariamente provocativa. No es un estilo prestado de segunda mano, sino un lenguaje directo cuya única elegancia es la adecuación perfecta entre lo que se dice y la manera de decirlo» (41). Sin embargo, esto no impide que la escritura de Barrett tenga marcas claras y deliberadas del discurso anarquista. Como ha señalado Foster, Barrett proclama su anarquismo al escribir: «se extremaba en sazonar sus textos con todo tópico del acervo retórico del discurso en boga del anarquismo internacional» («Una integración», 146). El anarquismo de Barrett fue ciertamente revulsivo en la Argentina pero, sobre todo en el Paraguay, donde pasó de las palabras a los hechos, en la forma de denuncias concretas. ¿Qué pasó en el Uruguay, donde Barrett fue tan bien acogido, y celebrado por la intectualidad? El historiador uruguayo Ángel J. Cappelletti describe la situación cultural del Uruguay a comienzos del siglo XX como de gran afinidad con «las ideas anarquistas», que eran conocidas no sólo por públicos cultos: «En ningún país de América latina, las ideas anarquistas llegaron a ser tan familiares al lector culto, al político, al intelectual y al hombre de pueblo» (LXV). Hay que reconocer, sin embargo, que Barrett no participó de la vida política en el Uruguay y que no escribió sobre la política de ese país; aunque sí se permitió algunas críticas a la burguesía, en todo liviano. Como en «Champagne y ruleta», publicado originalmente en La Razón el 5 de febrero de 1910, y recogido en Mirando vivir, donde se burla de la inauguración del primer casino en Montevideo, aludiendo a una subordinación cultural: «Imitemos las costumbres de la metrópoli. En Europa se come y se bebe y se juega así. La ambición de las jóvenes repúblicas americanas es copiar al viejo mundo: siguen siendo colonias» (OC 225). Ahora bien, lo importante del texto de Barrett, creemos, no es su propuesta radical de abolir todo ordenamiento social, ni los argumentos con que la defiende. Lo que realmente cuenta es la denuncia que está implícita en su propuesta: su indignación ante la pobreza y el sufrimiento debidos al sistema social injusto, que recibe su legitimidad de los estados. Volviendo al texto de «Mi anarquismo», vemos que, para ejemplificar su argumento acerca de que las leyes coartan la creatividad humana, apela a una imagen de gran crudeza y emotividad, insistiendo nuevamente sobre la cuestión de la desigualdad y la explotación de unos grupos humanos por otros, marcada por el racismo: 132
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Las nueve décimas de la población terrestre, gracias a las leyes escritas, están degeneradas por la miseria. No hay que echar mano de mucha sociología, cuando se piensa en las maravillosas aptitudes asimiladoras y creadoras de los niños de las razas más inferiores, para apreciar la monstruosa locura de ese derroche de energía humana. ¡La ley patea el vientre de las madres! (OC II 135-136).
Como muestra la exclamación del final de la cita, una vez más, la verdad última del gesto de Barrett es afectiva, antes que racional. La ley es, para Barrett, la realidad social, el orden que promueve el estado de cosas; que tiene aspectos tan injustos, tan desesperantes como los que denuncia en Los yerbales, en «Buenos Aires», en «Los niños tristes». Por eso Barrett no quiere las leyes. El anarquismo de Barrett es mucho más su denuncia, su indignación, que su propuesta razonada. Esto puede verse en algunas de sus decisiones vitales, tanto como en sus textos. Sostiene Donoso sobre la actitud de Barrett, conjugando vida y obra: «Siempre encendido en bíblico anhelo de justicia, no supo jamás esconderse detrás de si mismo, exaltando, en elocuente clamor, sus ideas, chispas rojas de su fragua siempre encendida» (201). Insistiendo en la misma idea, señala un poco más adelante: «Rústico, violento, ásperamente primitivo, siempre dejó oír la voz destemplada de un hombre evangélico, arrebatado por las exaltaciones de un nuevo Ezequiel. Tremante solía ser el eco de su voz y rojos los carbones encendidos de sus palabras» (202-203). Y otra vez: «Sin reparos gritó alto y recio, porque nunca supo acatar esa fácil oportunidad de callar» (209). De manera muy reveladora, Forteza compara el estilo emotivo de Barrett con el más reposado y racional de Rodó: Barrett se revuelve, se yergue ante la realidad externa. Hay en sus artículos un dinamismo constante, una sensación de completa movilidad, de angustia, de inquietud rebelde. Rodó es el maestro que desde la cátedra enseña; Barrett, el tribuno que desde la barricada impreca. Rodó es cerebral; Barrett es sensitivo (29).
El crítico paraguayo Ciriaco Duarte destaca el tono encendido de Barrett, en particular, en los textos en que Barrett habla del sistema social y las formas del gobierno: «De entre los más o menos cuatrocientos escritos críticos, periodísticos y epistolares conocidos de Barrett, doscientas páginas encontramos de indignadas acusaciones contra el Estado, la autoridad y la política, las tres plagas de la conquista democrática (…)» (41). Finalmente, volvemos a Yunque, quien conjuga observaciones sobre la claridad de la escritura de Barrett y su tono afectivo, de manera que resulta muy reveladora. De este modo, Yunque señala que las emociones en los textos de Barrett tienen que ver con el gesto del escritor de acercarse a lectores más amplios: aquellos, precisamente, a quienes quisiera dirigirse y por quienes habla, como vimos en el análisis de «No mintáis». Se trata de un gesto fundamental desde el punto de vista del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Dice Yunque acerca del carácter de «Maestro» (sic) de Barrett, tanto en su «esencia» como en su «estilo»; es decir, en su vida y su obra: 133
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Y lo es por su sencillez. Las complicaciones verbales o tipográficas quedan para los que no tienen nada que decir. ¡Pero Barrett tenía tal plétora de verdades que arrojar a los ‘sauvages’ de América! ¿Cómo perder el tiempo en la búsqueda de vocablos exóticos? Si él escribió para los sencillos, justo es que les hablara con sencillez. Y así nos ha dejado su lección honda: en tono cordial de Maestro —el énfasis queda para el catedrático— de hombre bueno al que angustia las verdades que posee y de las que no puede hacer partícipes a todos los hombres del mundo, sin pedanterías de dómine ‘borracho de su propia jerga’: nos ha dejado una lección de inquietud sobre todo, la que se traduce ya en un ansia irrefrenable de pensar más allá de los libros, por cuenta propia, ya en actos de bizarra rebeldía. Porque, como todo hombre absolutamente bueno, podría decirse que Barrett murió quemado en su propia indignación (Barrett, 6).
Para finalizar nuestro recorrido de la obra de Barrett, quisiéramos referirnos brevemente a sus cuentos. Ya hemos visto que en sus recopilaciones de artículos se intercalan algunos relatos ficcionalizados —si no totalmente ficcionales, como «Noticias de Leopoldo». A ellos se suman 36 cuentos que fueron compilados en un volumen específico, Cuentos breves. Del natural, publicado en 1911, también por el editor uruguayo O. M. Bertani. Recoge relatos publicados entre 1905 y 1910, nuevamente, en diarios de Asunción como El Diario, La Tarde, El Cívico, Los Sucesos, El Paraguay; la revista Cri-Kri, el periódico anarquista La Rebelión, también asunceños; el diario La Razón de Montevideo; y las revistas Ideas y Caras y Caretas de Buenos Aires. Sorprende leer que Barrett no tiene «ninguna obra artística», según Fernández Vázquez (89). Foster también dice que «Barrett no escribió una sola página que pueda llamarse ‘literaria’ en el sentido académico de la palabra» («Procesos semióticos», 141). Entendemos que estas observaciones no representan juicios de valor sobre la obra de Barrett, sino que son meras afirmaciones acerca de los géneros que cultivó este escritor. Ahora bien, esta interpretación supone que estos dos críticos desconocen el volumen comentado. Es cierto que se trata de un solo volumen, que no fue compilado por el propio autor. Pero no puede menospreciarse el hecho de que algunos de esos cuentos hayan sido recogidos en antologías de narrativa paraguaya, y celebrados por muchos críticos. Un ejemplo es la del crítico paraguayo Francisco Pérez-Maricevich, Ficción breve paraguaya. De Barrett a Roa Bastos, que incluye tres cuentos de Barrett, mientras que de la mayoría de los otros escritores recoge sólo uno —con la excepción de Josefina Plá, con dos; y de Roa Bastos, con cuatro—. No requiere demasiado comentario el destaque que significa el hecho de que el nombre de Barrett aparezca ya en el mismo subtítulo, iniciando una tradición que lleva nada menos que al Premio Cervantes de las letras paraguayas. Los cuentos compilados por este crítico son: «De cuerpo presente», «El maestro» y «A bordo». También reproduce cuatro cuentos de Barrett, Teresa Méndez-Faith, en su obra en dos volúmenes Narrativa paraguaya de ayer y de hoy, en el Tomo I. Se trata, nuevamente, de «El maestro» y «A bordo», a los que se agregan esta vez «Regalo de año nuevo» y «El amante» (134-143). 134
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Hugo Rodríguez-Alcalá —quien, como vimos, considera a Barrett el fundador de la corriente «crítica y de denuncia social» de la literatura paraguaya— habla, sencillamente, de las dotes «notables» de Barrett como narrador y considera que su «reputación de cuentista se funda hoy en sus treinta y seis Cuentos breves», a los que suma otras piezas narrativas publicadas como artículos, como vimos con el ejemplo de «Magdalena» (Augusto Roa Bastos, 90). Miguel Ángel Fernández señala que los relatos breves de Barrett tienen «especial interés» y que puede notarse en ellos «la huella del decadentismo finisecular». Este crítico destaca su «realismo», entendido éste como una mirada aguda sobre las desigualdades y las crueldades de la vida social: «Barrett propiciaba una literatura realista —dando al término un sentido menos estrecho, ciertamente, que ciertos teóricos revolucionarios— y entre sus creaciones más interesantes se cuentan, precisamente, aquellas en que consigue plasmar su visión crítica de la realidad y de la vida» («Introducción», 19-20). Forteza habla del «verismo» de Barrett, oponiendo este estilo a «la escuela efectista, último resto del decadentismo literario y del verbalismo cientificista de fines del siglo XIX», caracterizaciones que pueden asociarse con el modernismo y el naturalismo. Este crítico —quien, recordemos, escribe en 1927— va un paso más allá, convirtiendo a Barrett en miembro de una tríada junto al argentino Evaristo Carriego en poesía y al uruguayo Florencio Sánchez en teatro, en tanto que precursores «de la era de la sinceridad» (24). Y describe esa «sinceridad» en términos que resultan característicos del «realismo social», anticipando en cinco décadas el juicio de Roa Bastos sobre la importancia de Barrett en relación con el grupo de Boedo: Barrett, Sánchez y Carriego llevaron a sus creaciones la realidad misma, más dolorosa, más triste y más amarga, pero más humana que la ficción de los versificadores empeñados en vivir en el siglo de Luis XV, viendo y cantando sólo amables duquesas y abates gentiles, más real que la vanidosa suficiencia de un cientificismo materialista que pretendía haber resuelto los complejos problemas de la sociedad, mientras por su lado, la inmensa caravana de los desamparados, con la imprecación maldiciente de los hombres, el llanto de los niños pálidos, con las quejas de las mujeres exhaustas, pedía más justicia y más humanidad (24-25).
Por otro parte, un escritor como Yunque considera «obras maestras» los cuentos «El maestro», «El regalo de año nuevo» y «La cartera». Habla de la sutileza de la escritura de Barrett y lo compara con escritores como Dickens y Cervantes: «En los cuentos, como en los diálogos, Barrett es más sutil que en sus artículos; su satírica agresividad, se hace piadosa ironía; su rugido se vuelve sonrisa (…). Hay cosas aquí por las que Anatole France, Dickens y Cervantes se pondrían de pie para cogerlas y apropiárselas» (Rafael Barrett, 39). Entre los críticos actuales, Miguel Ángel Fernández destaca tres cuentos. De «El maestro» comenta que, en él, Barrett «ha configurado una patética situación humana mediante una estructura narrativa rigurosa y una expresión precisa y sugerente al mismo tiempo, sin concesiones al esteticismo que caracteriza la literatura 135
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de la época». También valoriza otros dos cuentos, «El propietario» y «El pozo», debido a «su valor simbólico-ideológico y por la economía y unidad de su construcción literaria» («Introducción», 20). A pesar de estas valoraciones críticas tan positivas, creemos que son pocos los cuentos de Barrett que alcanzan la calidad de sus mejores artículos. De los mismos puede decirse, sin embargo, que varios de ellos tienen el interés adicional de anticipar de manera bastante directa la tradición de Boedo, es decir, resultan iniciadores del «realismo social» en la literatura argentina. Entre ellos se destaca «El maestro», publicado originalmente en el periódico asunceño El Paraguay el 16 de abril de 1905, en que un maestro malpago es víctima de una última broma macabra: sus alumnos dejan una rata muerta en su almohada la noche misma en que fallece durante el sueño (OC III 14-151). Por otra parte, «Regalo de año nuevo» está narrado en primera persona y ambientado en París. Cuenta la historia de un joven intelectual casado y padre de tres niños, que lucha con su esposa para sacar adelante su casa. Tiene el protagonista unos tíos ricos, con quienes se visita dos o tres veces por año. En un año nuevo, mientras los sobrinos están festejando modestamente, los tíos llegan a casa con un regalo entre gran alharaca. Hay expectativa en los sobrinos: ¿qué será ese regalo, el primero que les dan los tíos, algo que, dicen, «les servirá para mil menesteres»? Revela la tía en una exclamación, cerrando el cuento: «¡Periódicos viejos! ¡Todos los diarios del año!» La decepción no se describe con palabras. Queda marcada, solamente, la distancia entre las realidades de las dos familias al revelar el contenido del regalo. Suiffet ha comentado de este cuento que los diarios viejos representan «la personificación de la ignorancia, de la maldad inconsciente, de la burla sin proponérselo, de toda la falta de educación que tiene la riqueza frente a la pobreza» (92). Un tercer cuento que parece anticipar a los escritores de Boedo, en particular a Roberto Arlt —si puede encerrárselo en esta clasificación— es «La cartera». Los editores de las Obras completas no han podido determinar dónde fue publicado originalmente. Narra cómo un obrero devuelve su billetera a un hombre rico quien, en lugar de agradecérselo, lo maltrata y lo increpa. Tras hacer ostentación de su riqueza y sus lujos y aunque el pobre argumenta que necesita dinero para su mujer enferma, el rico se niega a darle una propina: quema el dinero y dice, provocativamente: —El honrado espera su propina. La espera de mi bondad, es decir, de mi cobardía. Yo no soy de los que sueltan cien pesos para consolarse de tener un millón. No te daré un centavo. ¿Honrado, tú? Eres despreciable y perverso. ¿Honrado, tú, que has tenido en la mano la salud de tu mujer, la alegría de tus niños y has venido a entregármelas? (OC III 194).
El obrero se indigna y asalta al hombre rico, inútilmente. Es expulsado a la calle. El cuento concluye con un breve párrafo en que se revelan las motivaciones del provocador: «Y el señor sonrió considerando que por algunos instantes había convertido un esclavo abyecto en hombre, él, que tan acostumbrado estaba al fenómeno inverso» (OC 136
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III 194). Nuevamente, como en algunos de los artículos de Barrett, vemos la propuesta de la rebeldía como única salida posible a la cuestión de la desigualdad. Significativamente, este cuento tiene ecos del artículo «Nuestro programa», publicado en el primer número de Germinal, el 2 de agosto de 1908; puede decirse que se trata de un manifiesto dirigido a los obreros y peones paraguayos. En el mismo, Barrett subordina la educación como proyecto liberador a la conciencia de la explotación y la rebeldía: advierte que las clases oprimidas antes deben indignarse, rebelarse, reconocer la situación de dominación y luego educarse. Sólo así podrán recuperar sus derechos. En sus primeros párrafos, «Nuestro programa» propone: Insistimos en este punto: que los urgentes problemas de la Humanidad son económicos. Para verlos, sentirlos y resolverlos, es necesario que el hombre desnude su espíritu: es necesario que liberte su cerebro: es necesario que haga a su inteligencia bastante valiente para mirar cara a cara la verdad y confesarla, y a su corazón bastante valiente para mirar cara a cara la justicia y defenderla. ¿Instruir? No es lo esencial. ¿Enseñar gramática y química a un esclavo? ¿Para qué? Lo que hay que enseñarle es que aborrezca su estado, que sufra y se desprecie y se indigne, que ame la libertad más que a la vida. No es cuestión de ciencia. No es ciencia lo que hace falta, sino conciencia (citado en Muñoz, El pensamiento vivo, 52).
Los tres cuentos comentados pueden vincularse con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, fundamentalmente en relación con su tratamiento de la «cuestión social». Hay otros dos, sin embargo, que avanzan muy explícitamente en el análisis de la cuestión internacional y en el interés por los recursos naturales, además de la explotación de los recursos humanos, reelaborando argumentos que hemos analizado en Los yerbales y en los artículos anti-imperialistas comentados. El primero de ellos es, sin duda, uno de sus mejores relatos: «A bordo», publicado en la revista porteña Caras y Caretas el 6 de noviembre de 1909, está estrechamente vinculado a la problemática de Lo que son los yerbales paraguayos. Transcurre en un vapor que remonta el río Paraná, la gran vía fluvial que vincula Buenos Aires con los yerbales y los obrajes; y aparece en el mismo una escena de conspiración entre los patrones, cuyos resultados sobre la vida de los peones pueden verse en la denuncia de Los yerbales. El cuento comienza de manera anticlimática, relatando una serie de escenas en la cubierta del barco; diálogos deshilvanados que, sin embrago, tienen en germen historias enteras. La anécdota que articula las escenas es la de un niño que se cae al agua sin que nadie lo advierta: la indiferencia, la idea de que cada uno atiende sus asuntos y la vida continúa, sin que nadie repare en las tragedias individuales. Algunos de los diálogos tienen un muy conciente tono modernista, como cuando un novio pregunta a su amada: «¿La Eglantina está triste?», haciendo eco del poema de Rubén Darío. Entre intercambios amorosos y triviales, se escuchan dos breves fragmentos de una conversación entre dos comerciantes. En el primero se hace referencia a cuestiones puramente económicas, que ponen de manifiesto 137
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la orientación exportadora de la explotación de la madera y el poder de las decisiones de los capitalistas sobre la vida de los trabajadores: Dos fuertes negociantes de Posadas paseaban, anunciados por la chispa roja de sus cigarrillos. —Si continúa la baja del lapacho, cierro la mitad de la obrajería—dijo el más grueso (OC III 152).
El segundo fragmento de la conversación permite observar no sólo la frialdad de los comerciantes, sino su indiferente crueldad: —Ahora hay que traer obreros de Misiones. Se han concluido de este lado—decía el comerciante gordo. —No aguantan ni diez años en el monte, responde el otro (OC III 153).
Nuevamente, vemos en «A bordo» la denuncia de la explotación ejercida con violencia, narrada esta vez en un tono asordinado aunque plenamente conciente. Con su laconismo, el cuento revela, también, que la denuncia de los yerbales ya está instalada en la opinión pública. Es decir, alcanza con aludir a algunos tópicos puntuales de la misma para evocar toda la explotación que está detrás: la orientación exportadora; la vinculación con las subas y bajas del mercado internacional; las condiciones inhumanas en que trabajan los peones. Una escena de la conspiración entre patrones también puede verse en «Smart», publicado el 9 de abril de 1910, también en Caras y Caretas. El marco es el de la crítica a la burguesía industrial internacional, enriquecida de manera exagerada recientemente. La anécdota es humorística: una dama de Nueva York no puede elegir entre dos equipos de vestidos y joyas para asistir a la cena que ha organizado. Parece decidirse por uno, aunque deja el otro preparado. Arregla, entonces, con un servidor, quien vuelca mayonesa sobre su primer vestido —momento en que todas las miradas se dirigen a él, y el narrador comenta que «en otras circunstancias, habría sido linchado»—. La señora tiene así una excusa para cambiar de atuendo y lucir también el segundo conjunto, deslumbrando dos veces a sus invitados. El transfondo anti-imperialista del relato pasa a primer plano de manera directa en una breve descripción que el narrador hace de los asistentes a la cena: hay allí un «príncipe latino» empobrecido, sobre quien se dice que su «título sonaba como un violinillo italiano en medio de los cobres de Wagner». Los contundentes instrumentos wagnerianos son las posesiones del anfitrión y los otros asistentes, poderosos capitalistas internacionales: «Había allí varios reyes de los productos textiles, metalúrgicos y alimenticios, capaces de comprar naciones y con derechos de vida y muerte sobre cientos de miles de proletarios» (OC III 156-158). «Smart» dialoga con artículos como «El impudor del yanqui», «Razas inferiores», «Lynch», «Los colmillos de la raza blanca», entre los que hemos comentado; u otros, como «Rockefeller» —de Mirando vivir— donde se comenta que la fortuna del millona138
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rio norteamericano «pasa de los cinco mil millones», por lo que se dice que «Rockefeller es en nuestro planeta el Himalaya del oro» (OC I 153). Ciertamente, la obra de Barrett representa una compleja, por momentos deshilvanada pero insistente y apasionada, reflexión sobre el nuevo tablero internacional de comienzos del siglo XX, dominado por poderosas fuerzas neocoloniales. Su privilegiada posición de viajero que llega desde el centro a la periferia y, de allí, a la periferia de la periferia, le permite articular una visión abarcadora, a partir de la cual abre líneas de análisis para considerar diversos fenómenos puntuales, que a primera vista, parecerían sólo de alcance local. Lo que son los yerbales paraguayos, su obra más conocida, no es el resultado meramente del tramo sudamericano de su periplo, sino de su largo recorrido intelectual por un mundo en una etapa de forzada integración económica. RELATOS QUE DIALOGAN: EN LA SELVA CON LOS MENSÚS Excede el alcance de este trabajo seguir el hilo —en realidad, los entramados— del impacto de la obra y la figura de Barrett en la literatura de la región. Siguiendo las sugerencias de Roa Bastos, entre otros críticos, nos hemos referido brevemente a aspectos de su obra que pueden observarse en el desarrollo de la literatura argentina y paraguaya. En términos de su aporte en la construcción del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, que es un discurso de alcance latinoamericano, nos gustaría en primer lugar sumar otros dos comentarios; para concentrarnos luego, con más detalle, en una exploración sobre la relación entre Barrett y Horacio Quiroga. Entre los aportes críticos que quisiéramos sumar se cuenta el de Suiffet, quien amplía considerablemente el ámbito de posible impacto de la obra de Barrett, ya que escribiendo, como dijimos, en 1958, considera que podría considerárselo «el precursor de las modernas novelas en que se pintan idénticas situaciones no ya en forma periodística sino como relato». Su listado incluye a autores que van más allá de la cuenca del Plata, como Rómulo Gallegos «con sus negros venezolanos»; José Eustasio Rivera «con su Vorágine venezolana» (sic); Benítez Vinueza «con su pieza ‘Aguas turbias’». Suiffet luego subraya un aspecto que consideramos muy importante: su énfasis en ver al hombre en la naturaleza, no a la naturaleza sola. Como destaca esta crítica, Barrett «fue quien supo primero que todos dirigir la mirada a una situación humana, en la cual no se había reparado porque no se la consideraba humana» (27).14 Cuatro décadas más tarde, Fernández Vázquez encuentra en Barrett el origen de dos líneas que marcarían la novelística latinoamericana del siglo XX. En primer lugar, este crítico ve relaciones entre la obra de Barrett y la «novela indigenista» ejemplificada en Icaza, «por la defensa constante que realiza del pueblo guaraní y de su lengua». Se trata de un punto sobre el que volveremos en el capítulo 4, porque consideramos que el contra-discurso neocolonial de 14 Dejamos fuera de la enumeración de Suiffet un término desconcertante: «Ciro Alegría con los problemas del Brasil» (27).
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los recursos naturales tiene en ciertas novelas indigenistas una de sus realizaciones. La segunda línea a la que se refiere Fernández Vázquez es la que va de la obra de Barrett a la «novela de la selva», en particular a La vorágine, de Rivera, «donde la descripción de los caucheros recuerda en ciertos momentos, y salvando las distancias que supone la narración y el periodismo, a la descripción de los yerbatales paraguayos» (99). Con todas sus diferencias, ambas citas mencionan obras que consideramos están vinculadas de alguna manera —unas más que otras— con el discurso que Barrett contribuyó a construir, como en parte ya hemos discutido en el capítulo 1. En las observaciones de estos críticos, asimismo, esas obras resultan agrupadas a partir de criterios que exceden los de adscripción a una literatura nacional, así como a determinados géneros, temáticas, estilos o ambientes. Suiffet dice: «pintan idénticas situaciones». Nosotros decimos que aluden a una matriz narrativa similar, relacionada con una incipiente reflexión sobre el neocolonialismo. Es por esta razón que, para entender el lugar clave de Los yerbales en la literatura latinoamericana, creemos que no alcanza con señalar la saga de narrativa sobre la explotación en los yerbales. Enumeremos, brevemente, qué obras, de dispar reconocimiento, podrían incluirse en esta saga: por ejemplo, la novela del «realismo social» argentino El río oscuro (1943) de Alfredo Varela, menospreciada por Jitrik (Horacio Quiroga, 45) y Rodríguez Monegal (Las raíces, 154), pero valorizada por Foster (Social Realism (124-142) y Abelardo Castillo («Lo que pasó», 13), entre otros. Obra que fue llevada al cine en 1952 con el título de Las aguas bajan turbias, dirigida por el cantante y actor argentino Hugo del Carril, figura emblemática que grabó «La marcha peronista». También, podemos agrupar entre estas obras una novela olvidada y olvidable como La caá yarí (1945), de Alejandro Magrassi; o una celebrada novela del boom, como Hijo de hombre, de Roa Bastos (1960).15 Nuestra propuesta, sin embargo, es más amplia: nos interesa destacar que Barrett fue precursor en América Latina de un nuevo modo de hablar de la explotación de la naturaleza y las poblaciones locales en relación con una situación imperial, que requiere pero que excede su denuncia sobre la cuestión de una situación de explotación particular. De todos modos —y quizás un poco inconsecuentemente— quisiéramos dedicar unas líneas a mostrar el modo como Los yerbales impactó en la visión de la selva misionera como espacio literario e ideológico para un autor al que la lectura dominante considera que escribe sobre la selva fundamentalmente a partir de su experiencia directa. Como adelantamos, nos referimos a Quiroga. Creemos que este análisis puede ser interesante tanto para entender cómo pudo haber circulado tempranamente la obra de Barrett, como para reflexionar sobre el proceso de producción literaria de Quiroga. Y, sobre todo, para presentar algunos de los textos del uruguayo —una de las mayores figu15 Roa Bastos incluye un homenaje directo a Barrett en Hijo de hombre, comentando que la crítica no lo percibió. Se trata, como confiesa el propio escritor, de un viejo de mirada joven, un personaje fantasmal que ayuda a una pareja de peones fugados de los yerbales en el final del capítulo IV, «Éxodo» (95-97). Dice Roa Bastos: «Fue sintomático que la crítica no descubriera en este personaje la presencia mítica del desmitificador de Lo que son los yerbales, y en este relato una transcripción literal de la crónica de Barrett» (Rafael Barrett, XXXI).
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ras de la cuentística de la región en la primera mitad del siglo XX— como representantes del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. En este sentido, podría incluso postularse que una parte de la obra de Quiroga contribuye a amplificar el impacto de la obra de Barrett. Barrett y Quiroga fueron estrictamente contemporáneos: el primero nació en 1876 en España; el segundo en 1878 en la localidad uruguaya de Salto. Los dos se mueven por varios de los mismos espacios, aunque con una cierta disonancia: ambos están en Buenos Aires en 1904; Quiroga se establece en Misiones en 1906, mientras Barrett está en Asunción entre 1904 y 1908 (Rodríguez Monegal, El desterrado). Barrett está en Montevideo entre el 15 de noviembre de 1908 y el 28 de febrero de 1909 —fecha en que regresa al Paraguay, primero clandestina y luego legalmente—. En su viaje hacia Francia, donde moriría ese mismo año, Barrett pasa seis horas en Montevideo el 6 de septiembre de 1910, cuando es tratado como un personaje famoso.16 Y en esa ciudad se publican doce recopilaciones de sus trabajos a partir de 1910; como dijimos, tres preparadas por él y las demás por su viuda y sus editores. Por otra parte, tanto Barrett como Quiroga se relacionan intensamente con la intelectualidad de Montevideo en la primera década del siglo XX: tienen trato directo y son apreciados por Rodó, figura clave del campo. Mientras Barrett publica en Montevideo, dos diarios de Buenos Aires —donde en ese momento está Quiroga— reproducen sus artículos. Además, los dos escritores publican en algunos de los mismos medios, sobre todo, la revista Caras y Caretas de Buenos Aires; se trata de una publicación muy importante en la carrera de Quiroga, y en los últimos años de Barrett.17 Por otra parte, tanto Barrett como Quiroga aspiran igualmente a vivir de la escritura y lo logran en determinado momento, una aspiración que supone dedicar una importante atención a los lugares de publicación. En relación con el proceso de profesionalización de los escritores, un dato interesante es que, sin bien Barrett llegó a sostenerse con la escritura de sus artículos, ni él ni su viuda llegaron a cobrar nada por la publicación de sus libros. Comenta Barrett en una carta a su esposa, el 5 de noviembre de 1910: «¡Venden mis folletos en Montevideo —y mis libros— sin rendirme cuentas, editan mis artículos en Buenos Aires, les ponen prólogos sin dignarse comunicármelo siquiera! (…) es la costumbre americana, donde no hay propiedad literaria ninguna. (…) ¡Qué piratería 16 En apenas seis horas de estadía en Montevideo, Barrett es visitado por la intelectualidad en habitaciones de hotel especialmente reservadas; es fotografiado por tres publicaciones; asiste a una comida en su honor. Además, recibe 100 pesos oro para su viaje y un aumento de sueldo. Incluso se había preparado una «villa en el campo, con asistencia médica, alimentación elegida, etc.» para tratar de tentarlo a que permaneciera en Uruguay, según relata el autor en carta a su esposa (Cartas íntimas, 41-42). 17 Quiroga comienza a escribir para Caras y Caretas en 1905. Allí publica su primer cuento sobre el tema de la selva el 7 de marzo de 1908; se trata de «La insolación». Comentan Ponce de León y Rocca: «Sin embargo, habrá que esperar hasta 1912 —y un total de 39 cuentos publicados desde aquél— para que el narrador se reencuentre con su voz más personal en ‘A la deriva’ » («Noticia preliminar», 5). Jorge B. Rivera describe Caras y Caretas como «la revista ‘moderna’ y ‘profesionalista’». En la misma, Quiroga publicará «cerca de setenta relatos y casi cien artículos de muy variado carácter», hasta 1927 (46). Por su parte, Barrett publica cinco cuentos en Caras y Caretas entre 1909 y 1910. Uno de ellos es «A bordo» que, como vimos, alude a los obrajes y yerbales.
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inocente!» Luego comenta que va a «ajustar cuentas» con su editor uruguayo, Bertani, como registran sus Cartas íntimas (119-120). En la Introducción al mismo volumen, López Maíz de Barrett escribe en 1961 que Bertani «nunca rindió cuentas, haciendo varias ediciones» (9); y en una nota, insiste, sosteniendo sobre Bertani: «llegó a tanto su inhumanidad y falta de escrúpulos que no pagó a Rafael por el producto de su trabajo, a pesar de las grandes sumas que se embolsó aprovechándolo» (97). Con respecto a Quiroga, basta decir que es considerado por el crítico Jorge B. Rivera el caso testigo de «la forja del escritor profesional», sobre quien comenta: «Horacio Quiroga tipifica como pocos escritores rioplatenses (…) el caso ejemplar del autor que reflexiona sistemáticamente sobre su oficio, y de manera especial sobre los aspectos ‘materiales’ del mismo» (45). Es, entonces, difícil imaginar que Quiroga no haya sabido de Barrett y leído algunos de sus textos. Podemos presentar otro dato interesante, aunque no quisiéramos forzar la relación porque se trata de algo meramente especulativo: a partir de 1906, según cuenta Rodríguez Monegal, Quiroga participa de una empresa no demasiado exitosa para el cultivo —no la explotación— de la yerba mate, aprovechando facilidades que ofrece el gobierno argentino (El desterrado, 119-120). Esta cercanía con el asunto podría justificar un interés mayor de Quiroga por la lectura de Los yerbales, publicada apenas dos años después. Finalmente, Muñoz sostiene que Forteza, el autor del libro Rafael Barrett. Su obra, su prédica, su moral, que hemos comentado en varias instancias de este capítulo y el anterior, es primo de Quiroga por parte de madre. No sólo eso: señala que la edición del libro en Buenos Aires en 1927, fue realizada con apoyo del propio Quiroga («Rafael Barrett y ‘La Razón’», 50).18 ¿Cuál es, entonces, la relación entre Quiroga y Barrett? Cuando Abelardo Castillo analiza los autores cuya obra fue importante para Quiroga menciona a Barrett, además de a Leopoldo Lugones y a los autores explícitamente citados por el escritor —Poe, Kipling, Chéjov, Maupassant, Ibsen, Dostoievski—. Lo nombra al pasar, como una obviedad que no le entusiasma y no merece explorarse: «(…) no sería caprichoso suponer que también leyó a Rafael Barret (sic)» («Liminar», 30). Roa Bastos es más asertivo, declarando, sin atenuantes, que encuentra en los cuentos de Quiroga una «proximidad» que abarca diversos aspectos, entre ellos cuestiones formales además de temáticas. A partir de la cita de Roa Bastos podría pensarse tanto en una relación por lectura directa de la obra de Barrett por parte de Quiroga, como una relación indirecta, a través del impacto del trabajo de Barrett en los círculos intelectuales, al introducir asuntos y perspectivas sobre los mismos: Los cuentos y los artículos de Quiroga, en su innegable originalidad, revelan por ello mismo con mayor fuerza significativa la proximidad de Barrett en su lenguaje, en su concepción y en el tratamiento de los temas y problemas de la vida del hombre concreto en una situación concreta de la sociedad; ese núcleo de convergencia interna que se torna después en foco de irradiación permanente, de universalidad en la unicidad personal; no son única18 La madre de Jorge R. Forteza era hermana de Pastora Forteza, madre de Quiroga.
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mente los vestigios de uno en los otros sino, más vale, los trazos y el signo del tiempo cuyas leyes son captadas por temperamentos afines, por más diversas, fragmentarias y disímiles que pudieran aparecer en su elaboración sucesiva (XXX).
Creemos que entre la actitud displicente de Castillo y el énfasis de Roa Bastos no necesariamente hay incompatibilidad. En este sentido, coincidimos con las palabras de Maeztu cuando señala que Barrett «corrió el velo espeso que cubría la selva sudamericana a los ojos del mundo»; y se convirtió en «el descubridor de América para los americanos» (11 y 12). Si no el único o el más importante, uno de los aportes fundamentales de Barrett fue hacer visible la selva misionera como ámbito de explotación de las fuerzas locales —la Argentina y el Brasil— sobre el Paraguay dominado. Intermediarios que, al controlar las operaciones de exportación, articulan la dominación neocolonial de las potencias que dominan el mercado internacional. La selva como frontera interna donde el imperialismo toca tierra, con la fuerza de un tornado, dejando en la naturaleza y en los cuerpos humanos —en ciertos cuerpos humanos— las huellas de las líneas de fuerza de la explotación a la distancia: la selva como ámbito brutal en tanto que ámbito social, no meramente natural; en tanto que ámbito internacional y no meramente local. Con su construcción de «los yerbales» como ámbito de explotación de recursos naturales destinados a la exportación, a través de un sistema de sometimiento y violencia de ciertas poblaciones locales, Barrett hace visible la selva misionera como frontera interna del imperialismo. Como «zona de contacto», en la terminología de Pratt, quien introduce la frase para referirse al «espacio de los encuentros coloniales, el espacio en que pueblos separados histórica y geográficamente entran en contacto y establecen relaciones que habitualmente involucran situaciones de coerción, inequidad radical y conflicto intratable» (Imperial Eyes, 6). Postulamos, entonces, que puede analizarse el diálogo de la obra de Barrett con la de Quiroga en dos niveles: uno muy abstracto y otro muy concreto. El primero es el que está relacionado con la lectura que Jennifer French hace de Quiroga, cuando lo presenta como «un escritor colonial, un escritor cuya producción literaria está profundamente marcada por el imperialismo informal y la experiencia moderna de la expansión capitalista» (69). En este sentido, no sólo Los yerbales sino, como vimos, otros trabajos de Barrett articulan una clara visión sobre la situación de dominación neocolonial a que está sometida la región. En la misma línea, French hace una observación sobre la relación entre hombre y naturaleza en Quiroga que es muy similar a las que hemos hecho sobre Barrett: «En muchos de los relatos de Quiroga, el problema no es la maldad inherente de la selva, sino el modo como la explotación capitalista transforma la razonable relación lógica de los trabajadores locales con la tierra en una situación irracional y mutuamente destructiva» (62). En un nivel muy concreto, creemos que en particular tres cuentos de Quiroga evidencian el impacto, directo o indirecto, de Los yerbales y del contexto político en que Barrett escribe estos artículos; o, más correctamente, del contexto que esos cuentos contribuyen a construir. Esos cuentos son «Los mensú», publicado en la revista Fray 143
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Mocho el 3 de abril de 1914 y compilado en Cuentos de amor, de locura y de muerte en 1917; «Una bofetada», publicado el 28 de enero de 1916, y también en Fray Mocho e incluido en El salvaje en 1920; y «Los precursores», publicado en el diario La Nación el 14 de abril de 1929 y nunca recogido en libro. Al análisis de estos cuentos sumaremos el de una novela corta de Quiroga, descuidada, casi olvidada por la crítica y que puede considerarse un sugestivo antecedente de la temática que tratarían esos cuentos, si bien difiere en el tratamiento en aspectos cruciales; y es en este aspecto en el que más nos interesa. Nos referimos a Las fieras cómplices, publicada en cinco entregas sucesivas en Caras y Caretas entre el 8 de agosto y el 5 de septiembre de 1908. Al elegir los tres cuentos señalados nos apoyamos en una agrupación que ha sido adoptada por otros críticos, y que no es sólo temática: suele incluirse estos cuentos entre los que tratan «la cuestión social», agrupándolos en general junto a algunos otros; o formando un subconjunto específico y hasta separándolos del resto de la producción quiroguiana, al considerarlos poco característicos de su obra. Por citar sólo algunos trabajos importantes, en las notas a la edición de ALLCA de Todos los cuentos de Quiroga, Ponce de León y Rocca definen qué entiende Quiroga por «la cuestión social» a partir de la lectura de las cartas del escritor, como: «el colonialismo, la concepción del trabajo y la justicia, la explotación de los trabajadores ‘del obraje’, sus mentalidades, los problemas políticos en su inflexión plural». Incluyen en el conjunto de cuentos que tratan esta cuestión los tres que señalamos, sumando otros, como: «La insolación», «El alambre de púas», «La abeja haragana», «La igualdad en tres actos», «Los corderos helados» y «Paz» (88, n. 2). Por su parte, Rodríguez Monegal relaciona «Los mensú» con «Una bofetada», y las considera obras adelantadas del «realismo social» (El desterrado, 152), observación sobre la que volveremos. En otro trabajo, Rodríguez Monegal agrega al listado de esos dos cuentos, el tercero de nuestra tríada, «Los precursores», caracterizando estas obras como «sus relatos sobre los explotados obreros de Misiones» (Las raíces, 152). Finalmente, autores como Nicolás Bratosevich y Milagros Ezquerro agrupan los tres cuentos decididamente en un subconjunto específico. Bratosevich incluso los separa del resto de sus textos, al sostener que no encuentra en la obra de Quiroga una «intención sociológica». Al discutir esta cuestión presenta estos cuentos como poco característicos de Quiroga: «(…) todo lector de Quiroga reconoce que la intención social se da de otra manera en él, y no pasa de tres o cuatro relatos (véase sobre todo: Una bofetada, Los precursores, Los mensú)» (13). Ezquerro, en cambio, repite la apreciación de Rodríguez Monegal al apuntar al carácter precursor de la obra de Quiroga en estos tres cuentos; sostiene que en los mismos, Quiroga «relata las condiciones de explotación degradantes de esos peones de la selva», y que son «ejemplo de una literatura de denuncia que triunfará en años posteriores» (1386). Como Bratosevich, Jitrik también ha considerado un poco fuera del corazón de la obra quiroguiana los relatos relacionados con la «cuestión social». Claro que se percibe en su apreciación una cuestión de gusto. Así sostiene: «He dejado de lado el compromiso social de su producción porque no he creído necesario defenderlo: no es ése el mayor 144
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acierto de Quiroga ni su responsabilidad literaria más grande. Por otra parte, y ésta es una cuestión lateral, cabría determinar hasta qué punto su literatura es social o bien si la literatura argentina está preparada para ser una literatura expresamente social. Con temas inspirados por Quiroga y con total exclusión de la propia experiencia como ingrediente de la literatura, Alfredo Varela (El Río Oscuro) ha intentado hacer una novela expresamente social y le ha salido una novela de arquetipos» (45). Por su parte, Jorge Marcone en dos artículos reitera la agrupación de cuentos más repetida —«Los mensú» y «Una bofetada»— sumando al listado la novela corta Las fieras cómplices («Cultural criticism», 287; «De retorno a lo natural», 303). Considera que estas obras «exponían las consecuencias sociales de la explotación industrial de los trabajadores y de la naturaleza en la selva misionera, en el Noreste de la Argentina» («Cultural criticism», 287). Agregamos también una obra muy reciente, la de French, que confirma el agrupamiento clásico. Esta crítica clasifica los «cuentos de monte» de Quiroga en tres clases: los que representan «la lucha de colonos aislados por sobrevivir entre los peligros de la selva»; los que muestran «la explotación de los trabajadores locales por parte de las empresas madereras y de yerba mate» y los que representan la respuesta de los animales al avance humano sobre la selva (38-70). La relación entre los cuentos y la novela corta ha sido menos indagada. Entre los críticos que se detienen a analizarla se cuenta Gustavo Luis Correa, quien agrupa dos de los tres cuentos que seleccionamos junto con la novela corta, destacando especialmente la cercanía entre Las fieras y «Los mensú».19 Detrás de la agrupación de los tres cuentos, por otra parte, resuena una polémica tácita entre los críticos que consideran los cuentos misioneros los mejores o más plenamente quiroguianos y quienes prefieren otros relatos.20 Polémica tras la cual se cuela, en realidad, otra más amplia, que tiene que ver con si Quiroga es o no un escritor «de tema social», cuestión analizada con detalle por el 19 Sostiene Correa: «Las exigencias y los peligros del trabajo en los obrajes aparecen con rasgos hirientes en cuentos como Las fieras cómplices y ‘Los mensú’. Se presentan también en ‘Una bofetada’ (1916) y se insinúan ocasionalmente en ‘Los pescadores de vigas’ (1913). Asimismo, en ‘Los desterrados’ vemos reflejada la miseria que acompaña al trabajador hasta su muerte, a pesar de la incesante y productiva labor realizada. Pero es en los dos primeros relatos donde con más claridad y amplitud se muestra la situación del obrajero» (132-133). 20 Ángel Rama ha lamentado que la preferencia de la crítica se haya volcado a favor de los cuentos ambientados en la selva misionera («Prólogo», 184). Ejemplo de esta preferencia es el comentario del crítico norteamericano Donald L. Shaw en A Companion to Modern Spanish American Fiction: «Los relatos más famosos y memorables de Quiroga (…) están ambientados en el interior rural, en Chaco y Misiones» (67). Philip Swanson en su Latin American Fiction. A short introduction, hace una consideración similar cuando incluye la obra de Quiroga entre las «narrativas de la selva». En principio, considera a Quiroga una «figura de transición», cuyo estilo «es una curiosa mezcla de realismo, influencias modernistas, una naciente literatura de fantasía, y una visión bastante oscura que muestra la crisis de fe de una modernidad más conciente» (33). Sin embargo, luego destaca: «Sus relatos más famosos son precisamente aquellos que pueden identificarse más fácilmente con la tendencia del regionalismo, es decir, aquellos ambientados en las zonas tropicales o selváticas del Chaco o Misiones (lugares ambos donde Quiroga se estableció)» (33-34). La tendencia también puede verse en las antologías, como la realizada por Jean Franco o la de Margaret Sayers Peden, que contienen mayoritariamente cuentos misioneros. En su Introducción a la segunda, Schade dice de Quiroga: «Se siente atraído por el paisaje rudo, donde transcurren la mayor parte de sus relatos (…)» (xvii). Los ejemplos serían interminables. Veremos más adelante que el biógrafo canónico de Quiroga, Rodríguez Monegal, tanto como el reconocido crítico uruguayo Alberto Zum Felde también prefieren los cuentos misioneros.
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norteamericano Roy Howard Shoemaker (191-192, n. 39). Ambas exceden el alcance de este trabajo: aquí nos interesa ver en qué medida Quiroga es un «escritor social» (adoptando momentáneamente esta terminología) sólo en relación con las obras que pueden considerarse representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, no en relación con el conjunto de su obra. Observaciones similares haremos con respecto a los textos de otros escritores; particularmente, sobre César Vallejo en el capítulo 4. Ahora bien, nos concentraremos en analizar el diálogo entre Quiroga y Barrett en el nivel concreto por dos razones: en primer lugar, porque de algún modo, ambos enfoques están relacionados, en la medida en que, creemos, Los yerbales es el ejemplo más claro y detallado de la situación de explotación neocolonial cuyo análisis Barrett despliega en varios de sus textos. Es, entonces, el caso que ilustra de manera más representativa una situación sobre la que este escritor habló también de modos más abstractos, aunque quizás no tan eficazmente o con tanta repercusión. Es por eso que, como vimos en el capítulo anterior al comentar las opiniones de Maetzu y Viñas, Barrett ha sido valorizado, sobre todo, como el autor de Los yerbales: ese texto puede pensarse como una macro-metáfora de la situación de explotación neocolonial. Condensa, entonces, una reflexión más amplia, extendida en la obra de Barrett como vimos, y ofrece la posibilidad de pensar un problema general a partir de un caso particular y cercano; un caso sobre el que escritores y lectores de la sub-región de la cuenca del Plata pueden sentirse interpelados. Esta primera razón, entonces, tiene que ver con la obra de Barrett, su circulación y pervivencia; así como su contribución a la conformación del contradiscurso neocolonial de los recursos naturales. La segunda razón que motiva el que nos concentremos en el diálogo entre Barrett y Quiroga a nivel concreto tiene que ver con la obra del uruguayo: es porque creemos que nuestro análisis puede representar un aporte a la comprensión de la obra de Quiroga, profundizando la crítica al espejismo de la fuente «real» de sus relatos, en dos sentidos. En primer lugar, porque está relacionado con la sorpresa que produce el hecho de que una parte importante de la crítica haya aceptado sin cuestionar el origen únicamente observacional de los relatos misioneros de Quiroga, olvidando que la realidad es siempre materia que requiere de la interpretación para ser inteligible. Y en esto, los discursos previos, literarios o no, son clave: por lo cual, olvidar a Barrett cuando se analiza a Quiroga es un descuido; y el comentario de Roa Bastos sobre la relación entre la obra de ambos resulta, entonces, un aporte capital. El segundo sentido está relacionado con la propuesta de este trabajo. Desde nuestro interés por trazar la genealogía del contradiscurso neocolonial de los recursos naturales, proponemos otra lectura de la actitud «realista» de Quiroga: la que tiene que ver con legitimar la enunciación a través de su anclaje en una «nacionalidad». Creemos que, al igual que Barrett debe ser «paraguayo» para escribir Los yerbales, Quiroga quiere ser «misionero» —mostrar que estuvo allí, que conoce todo de primera mano— entre otros motivos para tratar la problemática de la zona. Esto hace de Quiroga, como hizo de Barrett, un representante claro del contradiscurso neocolonial de los recursos naturales. Creemos que no se trata meramente de 146
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tocar un tema o de incluir determinados elementos en el texto —el recurso natural, el grupo social explotado, la situación de dominación extranjera—. Es importante, también, hablar de la situación desde un lugar situado, como connacional; es decir, como representante legítimo de un colectivo. ENTRE LA «REALIDAD» Y LOS DISCURSOS La comprensión de Quiroga de la situación de explotación neocolonial, ha señalado la crítica, parte tanto de la observación del natural como de la lectura de ciertas obras literarias, por ejemplo, Rudyard Kipling. En algunos casos, esa influencia literaria fue considerada motivo para desvalorizar su escritura, como en un recordado juicio de Borges. Para aventar este tipo de crítica, Rodríguez Monegal, en un gesto que se volverá canónico, destaca «la realidad» que fue la fuente de los cuentos de Quiroga, refiriéndose en particular a los ambientados en Misiones: Pero hacia 1912, cuando comienza a escribir sus cuentos de monte, allá en San Ignacio, lejos de toda actividad literaria y solo, la historia era distinta. Quiroga hollaba caminos y no lo sabía. (…) Pudo seguir la ruta del Modernismo; pudo continuar escribiendo cuentos basados en otros cuentos (Borges resumió un día su oposición generacional a Quiroga en esta frase lapidaria e injusta: ‘Escribió los cuentos que ya habían escrito Poe o Kipling’). Pero la realidad se le metía por los ojos y tocaba dentro de él una materia desconocida. Misiones era descubierta pero al mismo tiempo Misiones lo descubría o revelaba (Las raíces, 12-13).
Ahora bien, Rodríguez Monegal insiste en esta perspectiva, más allá de su aparente intención inicial de defender a Quiroga del gesto borgeano. Parece sumarse ahora otra motivación: separar a Quiroga del anarquismo, el socialismo y el marxismo, doctrinas que, según parece estar implícito en la valoración de Rodríguez Monegal, podrían convertir a la literatura en un discurso ancilar. Paradójicamente, para salvar a la literatura de esa servidumbre, la coloca en otra relación de sujeción: ahora, con respecto a la «realidad». Este crítico viaja a Misiones donde, entre otros lugares que visita junto al hijo de Quiroga, encuentra la Bajada Vieja por donde «circulaban los mensús» rumbo a las «bailantas» (Las raíces, 105-106). Y, tras analizar «Los mensú», «Los destiladores de naranjas» y «Los precursores», Rodríguez Monegal concluye que «al examinar la situación económico-social de Misiones, Quiroga no teoriza. Estudia situaciones concretas, desmonta la explotación capitalista a partir de la realidad misma. No hay simplificaciones teóricas ni esquemas más o menos marxistas, que se superpongan a la experiencia de lo real» (Las raíces, 153). El origen «real» de las historias de Quiroga se transforma, entonces, en una visión dominante sobre los cuentos misioneros. Sumemos, por ejemplo, el comentario de Nicolás Bratosevich sobre «Los mensú»: «Es la fidelidad de lo real —por ejemplo, a la realidad social— lo que le permite entregarnos sin idealización el espectáculo de los 147
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hombres explotados, a pesar de que el relator ha tomado partido por ellos. Agréguese a la brutalidad de Los mensú, crudamente caracterizada por el mismo que los compadece (…)» (Bratosevich, 45). Una cita similar se encuentra en el trabajo de Hanne Gabriele Reck, Horacio Quiroga. Biografía y crítica, completamente inspirado en esta perspectiva. Ese libro, sostiene la propia autora, incurriendo deliberadamente en una repetición muy significativa «tiene la intención de observar el desarrollo de la vida de este escritor y notar cómo las realidades de su experiencia se transformaron en la realidad intrínseca de lo que escribió» (6). El espejismo no dura eternamente, sin embargo. Críticos como French corrigen esta perspectiva, volviendo a insistir en la doble vertiente sobre el origen y sentido de los cuentos misioneros de Quiroga: no sólo la «real» sino también la literaria. A la observación borgeana sobre la lectura de Kipling, French suma la de Joseph Conrad; y esta vez hace una valoración positiva de la recreación quiroguiana de estas fuentes literarias. La visión de French es más sutil que la de Rodríguez Monegal, dado que no contrapone la influencia discursivo-literaria con la observación directa, sino que las articula (38-70). En este sentido, nuestra reflexión va en la misma dirección que la de French pero avanza un paso más, al sumar un antecedente discursivo más cercano a la genealogía literaria de Quiroga, cuando incluimos a Barrett. Antes de dedicarnos al análisis de los tres cuentos de Quiroga, que proponemos como obras plenamente representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, vamos a detenernos en la consideración de la novela corta Las fieras cómplices que, como dijimos, adelanta la temática de la explotación en la selva. La fecha de publicación de esta obra por entregas es muy cercana a la de Los yerbales; como dijimos, Barrett publica sus artículos en Asunción entre el 15 y el 27 de junio y Quiroga publica su novela por entregas en Buenos Aires entre el 8 de agosto y el 5 de septiembre. Ambos escritores, entonces, están trabajando sobre una temática próxima casi en simultáneo: han identificado una situación de explotación e injusticia y escriben textos narrativos sobre la misma. Hasta allí llegan las semejanzas; ya nos detendremos en las diferencias, que se atenuarán considerablemente cuando Quiroga vuelva sobre la temática en los tres cuentos que hemos seleccionado. Las fi eras cómplices está ambientada en un obraje maderero del Matto Grosso brasileño, donde se produce una situación de inhumana explotación, a la que se alude pero que no se desarrolla. Una lítote en mitad del relato es muy sugestiva en este sentido. Dice el narrador: «Aquéllos que saben lo que pasa en casi todos los obrajes, comprenderán perfectamente lo que aquí se oculta: para los que lo ignoran, mucho mejor es que lo ignoren siempre» (Cuentos, 167-168). Cuenta la historia de una venganza, debida a un enfrentamiento que derivó en un castigo cruel e injusto; un aspecto clave es que se trata del enfrentamiento entre dos «patrones». Uno de ellos es el dueño del obraje, el brasileño Alves: «el perfecto tipo del déspota, iracundo, cobarde, miserable, cruel hasta el refinamiento y con una voluntad de hierro» (168). Su oponente es Longhi, un «revisador de maderas» italiano, «de una energía a toda prueba» (167), quien se compadece de la suerte de los trabajadores y se propone ser justo en su tratamiento. Será esta actitud 148
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la que motivará el enojo de Alves, y su respuesta violenta. En particular, Longhi toma como su protegido al indio Guaycurú, el más explotado entre los explotados: El indio, sobre todo, había sido siempre la eterna víctima de los revisadores. En el gran desamparo de su raza y humildad, jamás había podido hacer admitir su madera por la mitad siquiera. Siempre hallaban que sus vigas estaban mal encuadradas, o tenían carcoma o habían sido tumbadas en época de lluvia, siempre algo en su contra. El indio reanudaba mudo su trabajo, que apenas le alcanzaba para no morir de hambre, y ya hacía veinte años que duraba su violenta miseria (170).
El relato comienza in media res, en una noche de tormenta en que se producirá el encuentro que dará lugar a la revancha. Luego va atrás en el tiempo, para relatar el enfrentamiento y los castigos que Alves propinaría a Longhi y Guaycurú. El primero es volado con dinamita; el segundo es expuesto a las hormigas, que dejarán marcado su cuerpo para siempre. Ambos sobreviven; Guaycurú sigue en el obraje, pero Longhi es dado por muerto. Oculto en la selva, el «patrón» piadoso organiza su venganza: domestica a una leona, que finalmente terminará con la vida de Alves. En la escena de cierre, consumada la venganza, Longhi se aleja del obraje. Deja atrás a sus dos aliados, el indio y la leona, en un cuadro que los hermana, en el último párrafo, en tanto que criaturas igualmente naturales, domesticadas y abandonadas por el hombre civilizado: Longhi tuvo los ojos fijos en la costa, donde el indio continuaba mudo, desesperado, hasta que la distancia lo borró. Entonces, recostado en la baranda, mientras el vapor descendía el río, revivió mirando la lúgubre selva, todas las angustias de esos últimos meses en que había dejado muchas esperanzas que ya no recuperaría, un oscuro y fiel amigo, y una leona que, ronca ya, rugía desesperada a su amo que la abandonaba (196-197).
La semejanza entre este relato sobre los obrajes brasileños y la denuncia contemporánea de Barrett sobre los yerbales paraguayos tiene que ver con la situación de explotación inhumana, las injusticias flagrantes, el abuso de la fuerza; incluso en algunos detalles, como el uso de las hormigas como forma de tortura. Hay, sin embargo, algunas diferencias importantes. En primer lugar, la ambientación remota. Barrett escribe en Asunción para lectores paraguayos sobre una situación local; Quiroga hace en Las fieras un relato casi exótico, sobre el que ni autor ni lectores pueden ni deben actuar, en la medida en que no son connacionales de los explotados. La segunda diferencia, crucial, tiene que ver con que los antagonistas pertenecen a la misma clase, dado que ambos son «patrones»: no hay aquí rebelión de los oprimidos, sino mero enfrentamiento entre dos miembros del grupo de los patrones. Y termina predominando el europeo, el blanco, sobre el cruel criollo brasileño. Finalmente, la asimilación del indígena con la naturaleza, su aproximación a la figura de un animal domesticado —es decir, la negación de la condición de sujeto del indígena explotado— resulta incompatible con la mirada barrettiana. Quiroga revisa estos aspectos en los tres cuentos que retoman esta temática; 149
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y es por eso que nos atrevemos a sostener que los mismos evidencian el impacto directo o indirecto del trabajo de Barrett. No en vano, cierta crítica ha visto esos cuentos de Quiroga como precursores del mismo tipo de literatura que Suiffet y Fernández Vázquez han considerado que Barrett inaugura. Es revelador que, en su biografía de Quiroga, El desterrado, Rodríguez Monegal considera que «Los mensú» y «Una bofetada» representan «ilustres adelantados de toda una literatura rioplatense y hasta americana de realismo social» (152). Entre las obras de esta tradición que Quiroga adelanta, el crítico menciona Los de abajo, de Mariano de Azuela (1916), La vorágine de Rivera (1924), Don Segundo Sombra (1926) y Doña Bárbara (1926). No compartimos la inclusión de las dos últimas, pero nos parece significativa la de las dos primeras. Vamos a detenernos, entonces, en el análisis de los aspectos de estos cuentos que nos parecen importantes en función del diálogo entre la obra de Barrett y la de Quiroga. De «Los mensú» puede decirse, sencillamente, que es la versión de ficción de Los yerbales, con unas pocas adaptaciones y diferencias: se cuenta el mecanismo de contratación de los peones por pago de adelanto; el modo dispendioso como los peones lo gastan en la ciudad en pocos días de diversión; la vida de sacrificios y maltrato a que son sometidos en la selva; las dificultades que enfrentan para saldar su deuda; las persecuciones sangrientas a que son sometidos si escapan. No en vano Shoemaker ha vinculado este cuento a la «literatura social», destacando «sus detalladas descripciones de los abusos que se cometían con los indígenas en los obrajes americanos» (172), haciendo eco inconsciente de las palabras de Maeztu sobre Barrett. «Los mensú» narra la historia de Cayetano y Podeley, «peones del obraje», que acaban de llegar a Posadas después de nueve meses y de año y medio de trabajo, respectivamente, en la explotación de la madera. No se trata de peones de los yerbales, entonces; ésta es una diferencia importante: Quiroga sigue ambientando la historia en los obrajes, como en Las fieras cómplices, aunque ahora no en el Matto Grosso sino en Misiones. A pesar de estar recién desembarcados, pronto los dos peones firman un contrato por el que reciben un anticipo, que gastan inmediatamente de manera alocada en la ciudad. La descripción de Quiroga, marcada por cierto patetismo, recuerda la que citamos de Los yerbales en el capítulo anterior por la presencia de prostitutas, el consumo de alcohol y hasta el detalle de la compra de ropa y perfumes en exceso: Babeantes de descanso y dicha alcohólica, dóciles y torpes, siguieron ambos a las muchachas a vestirse. (…) las muchachas renovaron el lujo detonante de sus trapos, anidáronse la cabeza de peinetones, ahorcáronse de cintas—robado todo ello con perfecta sangre fría al hidalgo alcohol de su compañero. (…) Cayé adquirió muchos más extractos y lociones y aceites de los necesarios para sahumar hasta la náusea su ropa nueva (Todos los cuentos, 77-78).
El tono general del relato no parece, en principio, tan fatalista como los artículos barrettianos. Como se dijo, los peones llegan a la ciudad tras pagar su deuda; es decir, que la deuda puede pagarse. Sin embargo, pronto cambia el tono, volviéndose más 150
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oscuro. Se describen las condiciones de vida miserables: el mal alojamiento, la mala comida, el sobreprecio de los productos. Podeley, el peón más disciplinado del par, el que había pagado su deuda previa en menos tiempo, se enferma de paludismo. Pide regresar a la ciudad para curarse, dado que la quinina no lo ayuda. Cuando este permiso le es negado, a pesar de ser un peón «cumplidor», decide escapar. El narrador adopta el punto de vista del mayordomo para dejar ver la crueldad de la situación: «(…) el mensú que se va puede no volver, y el mayordomo prefería hombre muerto a deudor lejano» (83). Los mensús comienzan a planear la huida, a pesar de su temor al «winchester» del capataz, la misma arma que aparece en Los yerbales. La visión de la selva es sumamente significativa. Shoemaker (167) ha señalado que en este cuento aparece por primera vez «el bosque» como un «desierto»: «(…) los lúgubres murallones del bosque, desierto del más remoto ¡ay!» (Todos los cuentos, 86). Abelardo Castillo también habla de la selva como «desierto» en Quiroga («Liminar», XXV). Nosotros vemos como elementos barrettianos, en la cita que destaca Shoemaker, no sólo la caracterización de la selva como «desierto», en términos de la soledad y el aislamiento de los peones, sino también su implícita comparación con la cárcel, dos aspectos a los que nos hemos referido al analizar Los yerbales. El desenlace de «Los mensú» en cierto modo está previsto en el texto de Barrett, de tonos tan pesimistas: tras esquivar las balas en un encuentro, los dos mensús huyen por el río. Podeley muere por la fiebre, pero también de hambre y de frío. Cayé se salva, llega a Posadas. Sin embargo, no puede salir del círculo de explotación: «Pero a los diez minutos de bajar a tierra estaba ya borracho con nueva contrata, y se encaminaba tambaleando a comprar extractos» (87). «Una bofetada» también cuenta una historia de peones de los obrajes madereros marcada por la relación de explotación. Sin embargo, su tono, más ligero, hace pensar en la posibilidad de otro final. Se destaca el personaje de un mensú, extraño protagonista que nunca recibe nombre: es «un indiecito de ojos fríos y bigotitos en punta». Por un incidente motivado por el alcohol en un viaje remontando el río Paraná, el mensú sin nombre es abofeteado, «de derecha y revés» por Korner, «el dueño del obraje cuyo era el puerto en que estaba detenido el vapor (…)» (205). Puede parecer un detalle menor, pero lo cierto es que se trata de un propietario de tierras y de aguas, nada menos: alguien que controla la producción y la exportación; lo que está quieto y lo que se mueve. El mensú responde a los golpes con una amenaza: «Algún día», murmura. Sigue la vida del mensú, alternando tiempo en los obrajes y tiempo en Posadas, donde hace vida de gigoló: «viviendo de sus bigotitos en punta» (206), «de la fatiga de sus piernas» (207). No puede volver al obraje de Korner porque su presencia está prohibida. Pero, finalmente, patrón y peón se reencuentran por casualidad en una picada; están solos. Shoemaker ha criticado este encuentro inmotivado, «que echa a perder la verosimilitud del relato» (174-175). Ciertamente, parece un golpe de suerte; o un guiño del escritor a su criatura, dándole una oportunidad para la esperada venganza. Entonces el mensú se adelanta a la bala de Korner y, con un golpe de machete, le arrebata el revólver y le corta el dedo índice, «adherido al gatillo» (209). El mensú obliga a Korner 151
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a caminar, y va matando lentamente, a golpes de látigo, a quien lo había ofendido. El crítico norteamericano George D. Schade ha señalado el eficaz uso del diálogo a lo largo de esta caminata, para marcar el sadismo de la escena (xvi): significativamente, habla el peón, no el patrón; y también empuña el látigo.21 En el final, el mensú se dirige al Brasil, liberado aunque lamentando perder «la bandera» —cuestión que lateralmente alude a un nacionalismo, que resuena con la observación del narrador sobre la cuestión de la propiedad de la tierra y el agua, que comentamos—. El cuento termina con una exclamación de triunfo por parte del peón: el narrador da un paso al costado y cede al protagonista las palabras del cierre, momento clave en un cuento. La construcción de esta última oración marca doblemente la cuestión del carácter extranjero del patrón doblegado: en primer lugar, al llamarlo «gringo»; en segundo, al incluir una palabra criolla y una frase en guaraní, que dan fuerte color local a la frase, de carácter fundamentalmente expresivo: «¡Pero ése no va a sopapear más a nadie, gringo de un añá membuí!» (211). Ciertamente, el desenlace de «Una bofetada» parece una respuesta a esa propuesta de Barrett en el artículo «El obrero», que comentamos: el asesinato de Korner por el mensú resulta ser «uno de esos buenos homicidios que refrescan el alma, uno de esos casos en que la víctima se vuelve verdugo, y el verdugo, víctima» (El dolor, 1911, 140). Shoemaker ha señalado que el «motivo de la bofetada» y «el tema de la venganza» están presentes en relatos previos de Quiroga, de otros ambientes (172-173). A nosotros nos interesa detenernos menos en lo temático y más en el ambiente. Por eso destacamos que en «La bofetada» tenemos nuevamente la situación de explotación, marcada no tanto por la miseria en este caso, sino por la humillación, que marca la relación de dominación de una manera no directamente relacionada con la supervivencia —pero quizás por eso, más significativa, dado no se trata sólo de la situación económica que podría eventualmente revertirse—. El dato nuevo es que el explotador es identificado claramente como un extranjero, «un gringo». De esta manera, se establece una relación entre el corpus de cuentos referidos a los «desterrados» europeos, los «pioneros» y los cuentos de la explotación de los mensús. Queda así articulada una mirada antiimperialista bastante encendida. French ha analizado la semejanza entre la historia de «Una bofetada» y una anécdota narrada en Heart of Darkness, de Conrad. Sostiene que ambos relatos de alguna manera subvierten la relación clásica entre nativo y europeo, «al demostrar que los verdaderos ‘salvajes’ no son tanto los nativos como los europeos que llegaron a explotarlos» (48-49). Ciertamente, se trata de una concepción de la situación de dominación neocolonial que ya hemos destacado en Barrett, al señalar que Los yerbales proponen una inversión de la oposición civilización y barbarie. Esta inversión de la oposición no estaba presente en Las fieras cómplices, que enfrenta dos patrones: el 21 Schade (xvi) comenta: «Aquí Quiroga contrasta de manera muy efectiva el silencio de Korner, símbolo de su condición de golpeado, con la orden terminante del peón, Levantáte y Caminá («Get going»), las únicas palabras pronunciadas en esta escena violenta, sádica. La palabra caminá, repetida cuatro veces, a pequeños intervalos, sugiere una fusión onomatopéyica con el sonido del látigo, otro ejemplo del genio técnico de Quiroga —el lenguaje funcionando para mezclar los efectos auditivos con el contenido—».
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brasileño —el local para la historia, aunque no para la escritura y la lectura— es cruel y el italiano es piadoso. En la novela corta Europa era todavía la civilización y América la barbarie. Todo cambia en los cuentos. Finalmente, el tercer cuento que revela, a nuestro entender, el impacto de la obra de Barrett en la de Quiroga es «Los precursores», relato que, para Rodríguez Monegal, «contiene el mejor, el más sano testimonio sobre la cuestión social en Misiones». También lo llama «su último gran cuento» (Las raíces, 15 y 125). Shoemaker ha destacado que se trata de un cuento en que Quiroga «experimenta con la estructura cuentística» (293-294). La relación de este cuento con Barrett, creemos, no se da a través de la lectura de sus textos, sino de la representación indirecta de su hacer como agitador anarquista. Aclaremos: no específicamente de Barrett, sino de la acción del movimiento anarquista en la región. A esta altura, ya no queda ninguna duda sobre que Quiroga conoce a Barrett, dado que este cuento es de 1929, y que él había apoyado la publicación del libro de Forteza en 1927. En algún sentido, entonces, este cuento admite ser leído como una suerte de homenaje, levemente irónico, a la acción de Barrett como anarquista. El relato consiste en una narración evocativa, en primera persona, de uno de los partícipes en la primera rebelión de los peones, cuando comenzó «el movimiento obrero de los yerbales» (1052). El interlocutor, aludido repetidamente en el texto, es un «patrón». El peón habla un español marcado por el guaraní, como ya comenta en las primeras líneas. Así comienza el relato: Yo soy ahora, che patrón, medio letrado, y de tanto hablar con los catés y compañeros de abajo, conozco muchas palabras de la causa y me hago entender en la castilla. Pero los que hemos gateado hablando guaraní, ninguno de esos nunca no podemos olvidarlo del todo, como vas a verlo enseguida (Todos los cuentos, 1052).
El relato, paródico y con toques de humor negro, habla de una revuelta fracasada, liderada por un extranjero que acabó suicidándose al complicarse la rebelión: el «gringo» Vansuite («Van Swieten», según aclara en el cuento una voz no identificada), quien «en los diez años que llevaba de criollo había probado diez oficios sin acertarle a ninguno»; y que «trabajaba duro, pero solo y sin patrón» (1052-1053). Se trata de un «gringo», como el patrón piadoso de Las fieras cómplices y el impiadoso de «Una bofetada». Pero trabaja mucho, como los mensús: doble filiación que lo coloca en una situación ambigua, inestable. Las confusiones de los peones sobre aquello en lo que están participando dan momentos de comicidad al relato: un enviado del sindicato que esperaban de Posadas es llamado por ellos «don Boycott» (1054). Como ha señalado Shoemaker, en este cuento, «lo más acertado radica en la caracterización del narrador y en el lenguaje que emplea éste» (294). Y allí se ve también, creemos, el diálogo con Barrett: tanto en las incursiones imprevistas del guaraní en el decir «en la castilla» del peón yerbatero, como en sus comentarios sobre que aprendió a leer a partir de la participación en el movimiento anarquista, para cantar la Internacional: 153
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¿La letra, decís, patrón? Sólo unos cuantos la sabíamos, y eso a los tirones. Taruch y el herrero Mallaria la habían copiado en la libreta de los mensualeros, y los que sabíamos leer íbamos de a tres y de a cuatro apretados contra otro que llevaba la libreta levantada (Todos los cuentos, 1053).
El bilingüismo es un tema de reflexión de Barrett, así como lo es su interés por la alfabetización de los obreros y peones, sobre todo en relación con la alfabetización desde abajo promovida por el anarquismo, como hemos visto. En síntesis, «Los precursores» puede leerse como un homenaje a Barrett, como quien señaló el problema de los yerbales y participó en dar impulso a las protestas. De hecho, Yunque relata en una llamada a pie de página de su libro sobre Barrett una revuelta ocurrida en los yerbales argentinos, promovida por un «mensú», que atribuye a la agitación iniciada por el escritor en la zona. Este episodio podría ser la inspiración de Quiroga para este cuento, dado el alto perfil que alcanzó. Yunque lo recuerda con encendidos tonos anti-imperialistas, equiparando la explotación de los yerbales con la de los ingenios azucareros en los países del Cono Sur, y con el reciente caso de Sacco y Vanzetti en los Estados Unidos. El promotor de las huelgas fue condenado a la cárcel pero, debido a los reclamos de la opinión pública, acabó siendo indultado por el presidente del popular Partido Radical Torcuato C. de Alvear. Tras comentar el episodio reflexionando sobre la inequidad del sistema de justicia, cierra Yunque volviendo sobre Barrett y manifestando un sentimiento muy despectivo hacia la situación política del Paraguay: «Si a tales peligros se expone, hoy, en la Argentina, quien intenta emanciparlos, ¿qué sería en 1908 y en el Paraguay, especie de factoría a la merced del primer militarejo que se adueñaba del poder?» (Barrett, 25-26).22 Creemos, entonces, que en estos tres cuentos de Quiroga puede verse la marca de la obra de Barrett, de manera más o menos directa. Por otra parte, las diferencias entre estos tres cuentos y Las fieras cómplices permite datar el comienzo de ese impacto, que ciertamente es posterior a la publicación de esa obra. Puede hablarse hasta de una suerte de diálogo entre los autores, tanto en la elección del asunto a tratar —la explotación de los peones de la selva— como en la perspectiva adoptada. Como hemos visto, es posible rastrear ecos a nivel de ciertos recursos literarios de los textos, como la analogía de la selva como «desierto» o cárcel; o en ciertas descripciones, como las que tienen que ver con el modo de vida de los mensús. Más profundamente y aunque con diferencias y matices, hay entre ambos autores una proximidad ideológica en el modo de entender la situación de dominación neocolonial. 22 Así lo cuenta Yunque: «En 1926, a diez y ocho años de su prédica, un mensú, Eusebio Mañasco, se hizo brazo de la voz de Barrett. Quiso sindicar a los desventurados obreros que en los yerbales (o en los ingenios de azúcar) del Paraguay, Brasil o la Argentina, dejan no sólo su vida, sino su propia condición de hombres. Hallaron el modo de eliminarle. Se le acusó de un crimen del que era inocente (como a Sacco y Vanzetti en la feroz Yanquilandia: la codicia iguala los procedimientos en todos los climas y razas). La justicia argentina, justicia de clase como la yanquilandense, condenó a Mañasco a veinticinco años de presidio. La protesta del pensamiento libre y del trabajo fue tan unánime, que el presidente Alvear lo indultó» (Barrett, 25-26).
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JUAN CARLOS ONETTI: «ÁRBOLES PARA HACHAR Y HOMBRES PARA IR DESANGRANDO» Ahora bien, la obra de Quiroga no puede ni debe ser reducida a los textos que pueden considerarse representativos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Hecha la salvedad, nos interesa mostrar la potencia que alcanza este discurso en los cuentos analizados, deteniéndonos en una lectura realizada por Juan Carlos Onetti siete décadas después de la publicación de «Los mensú» y «La bofetada», y contrastándola con otras dos lecturas del tema de la selva en tanto que «naturaleza» en relación con la «civilización». Dejamos de lado, aquí, el análisis de lecturas que encuentran motivos psicológicos, filosóficos o metafísicos en la selva quiroguiana, por escapar del interés de nuestra argumentación.23 El uruguayo Alberto Zum Felde coincide con buena parte de la crítica al señalar que «el tema misionero» proporciona a Quiroga «sus más valiosas páginas» («Formas actuales», 172). Ahora bien, en la lectura de este autor, se trata de una naturaleza misteriosa, que guarda secretos, pero que es esencialmente eso: naturaleza. Es decir, que no está marcada por los elementos sociales. Los sufrimientos, los enfrentamientos, las muertes son en esas obras, según Zum Felde, causados de manera inevitable por fuerzas inescrutables; quizás no ciegas, pero que obedecen a razones que resultan generalmente enigmáticas ante los ojos humanos. En su visión, «Lo extraordinario, lo misterioso, lo mágico, pero dentro de la realidad cotidiana, que es su singularidad, siguen siendo las cualidades fundamentales de sus ficciones selváticas, como lo fueran ya en las de ambiente civilizado de sus primeros libros» (172). La cita es reveladora en la medida en que Zum Felde pierde de vista el elemento socio-económico tanto al analizar los cuentos ambientados en la selva como los ambientados en paisajes urbanos. En este sentido, la naturaleza misteriosa, con sus fuerzas invisibles, representa la coartada que le permite a Zum Felde hacer una lectura despolitizada, que elimina los conflictos entre distintos grupos sociales, incluso en escenografías donde el conflicto podría resultar más evidente. Es especialmente significativo el modo como Zum Felde iguala, en la siguiente sucesión, a víctimas y victimarios de la explotación, acercándolos además al mundo animal —el mundo natural—. La única diferencia entre el peón y el capataz es que uno es «primitivo» y el otro es «feroz»; la distinción entre ellos no estaría dada por la relación que los vincula, sino por una caracterización abstracta, basada en ciertos rasgos intrínsecos de cada uno. Estos rasgos pueden semejarse o contraponerse, también de manera abstracta, con características de entidades vegetales o animales: «Él [Quiroga] nos revela tanto el otro lado, oculto, el ser primitivo, del peón de los obrajes, como la vida elemental y enigmática de las serpientes y las hormigas; el alma feroz del capataz de esas factorías extractivas como el sueño sensitivo de la flor crecida en esas humedades o la semiconsciencia del perro, que está casi en el umbral de lo humano» (172).
23 Ejemplos de estos enfoques resultan los trabajos de Jean Franco («Introduction»), Martha Canfield e Irina Zúñiga Noriega.
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La interpretación que Zum Felde hace de la selva quiroguiana, entonces, no sólo disuelve el elemento social en la selva, sino que logra invertir el efecto, naturalizando —es decir, fatalizando— las relaciones sociales en la civilización. En este sentido, esta lectura puede colocarse en un extremo de la comprensión de la obra de Quiroga como apolítica. Zum Felde no encuentra ninguna referencia a la situación de explotación neocolonial en estos cuentos de Quiroga —aunque la expresión «factorías extractivas» en el centro de su descripción, a la manera de un lapsus, da cierta inestabilidad a su apoliticismo—. En una posición intermedia encontramos que la selva quiroguiana es, para José Duarte, un lugar fronterizo. Equiparable, por este carácter ambivalente, de zona de contacto, con otros temas que marcan la problemática «de frontera» en la obra de Quiroga: la muerte («que representa la frontera sin regreso»); y la locura (que representa una frontera poco definida pero que también marca límites que, una vez transpasados, quedan en evidencia por «síntomas inconfundibles»). Para este crítico, la selva quiroguiana representa una zona de encuentro entre el medio social y el natural, entre «lo auténtico y lo apócrifo»; en última instancia, entre «civilización y barbarie» (117-119). Lo más interesante de su breve análisis es que, si bien José Duarte coloca nuevamente en un plano de relación el mundo natural y el social, lo hace en el nivel de la representación, no en un nivel abstracto, clasificatorio y ajeno al texto. La propuesta de este crítico postula una suerte de continuidad entre la selva y el medio urbanizado, que implica la posibilidad —obturada para Zum Felde— de que ambos se influyan. Si bien José Duarte no elabora más profundamente las condiciones de esta posible influencia, la deja instalada: dado el carácter «fronterizo» de la selva, en ella lo natural podría encontrarse en lo social, tanto como lo social podría encontrarse en lo natural. Alejándonos todavía un paso más de la lectura de Zum Felde, en el extremo opuesto a su visión plana, apolítica de las relaciones humanas, encontramos la lectura política de Onetti. Un artículo suyo publicado en 1987 en el diario El País, de Madrid, puede considerarse un ejemplo elocuente de que, en tanto que textos representativos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, ciertos cuentos de Quiroga ofrecen marcos interpretativos cruciales para la comprensión de la realidad por parte de sus lectores, como vimos en el capítulo 1 que propone Roberto González Echevarría sobre los «discursos hegemónicos». En este caso, por parte de un lector que es capaz de plasmar su interpretación en un nuevo texto. En su artículo, Onetti hace una semblanza de Quiroga en la que, en primer lugar, se refiere a sus cualidades literarias. Tras compararlo con Ernest Heminway en la medida en que ambos fueron criticados por la generación siguiente de escritores —ciertamente, está pensando en Borges—, Onetti expresa su profesión de fe con respecto a la calidad de su trabajo. Y a la valorización artística de Quiroga suma el reconocimiento de su valor social, de la importancia de su denuncia sobre la explotación de los mensús, poniendo énfasis en aspectos que hemos destacado: la explotación inhumana, las dificultades para la rebelión, la importancia del idioma guaraní, la presencia sobrecogedora del «patrón». Así lo resume Onetti: 156
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Todos los cuentos de Quiroga, cualquiera sea su tema, están construidos de manera impecable. Pero debo señalar que aquellos que se sitúan en Misiones están impregnados del misterio, la pobreza, la amenaza latente de la selva. Allí es imposible descubrir arte por el arte, regodeos puramente literarios. Porque la selva amparaba el horror del que supo el escritor y que venció la ferocidad de su individualismo. Supo de la miserable sobrevida —o persistencia del no morir— de los mensú, de sus sufrimientos callados porque conocían la esterilidad de expresarla con la dulzura exótica de su idioma guaraní. Tal vez, raras veces, se les escapara un ‘añamembuí’ dirigido al patrón invisible y de crueldad cotidiana e interminable (424).
Lo que sigue en el artículo de Onetti es un relato que recrea, fundiéndolos, los cuentos «Los mensú» y «Una bofetada», acentuando ciertos aspectos, haciendo su crítica social más explícita y actualizándola. Onetti encuentra en esos cuentos de Quiroga e incorpora en su narración, uno a uno, los elementos característicos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales que hemos señalado: el recurso natural y el grupo social, ambos parejamente explotados; los explotadores imperialistas; y sus cómplices, una clase local que ejerce la represión cuando es necesario. En este caso, la matriz narrativa se desarrolla hacia un final con rebelión triunfante: Onetti se decide por el desenlace de «Una bofetada». Vale la pena completar la cita, que ocupa un tercio del artículo, porque la consideramos representativa, en primer lugar, de la presencia clara del contra-discurso neocolonial en la obra de Quiroga. Pero, tan importante como constatar esta presencia en el texto de Quiroga, es advertir la persistencia del mismo en la lectura de Onetti. El que, así, muestra su vitalidad, su fuerza, a través de las décadas. Continuamos, entonces: Para el mensú, mantenido siempre al borde de la agonía, el patrón nunca visto tenía forma de hombre, pero era una empresa lejana e inubicable, una oficina con aire acondicionado, una compañía que seguiría floreciente mientras la selva conservara árboles para hachar y hombres para ir desangrando. El aire acondicionado es brujería impensable para esclavos famélicos cuya soñada fuga estaba vedada por policía mercenaria, asesina y privada, por perros expertos en alcanzar gargantas de fugitivos. El aire acondicionado es indispensable en las lejanas oficinas de los gringos porque en Misiones la temperatura diurna es de 45 grados centígrados a la sombra para declinar, cuando desfallece el sol, a cinco grados bajo cero. Pero la explotación de hombres tiene una muy rigurosa cobertura legal. Cada mensú tiene que firmar un papel, la contrata, por el que se compromete a trabajar en los obrajes por un tiempo determinado y en las condiciones que disponga el patrón oculto. Allí no se acepta la excusa del analfabetismo: hay que firmar con una cruz, un garabato o la huella del pulgar. Y luego reventar de cansancio o paludismo o por gracia de Dios, que todo lo ve. Terminada la contrata, los supervivientes, llenos de sana alegría, libres como pájaros, se embarcan hasta Posadas, capital de Misiones, para festejar. (…) No muchas horas después todos los mensú están borrachos y endeudados hasta el cuello. Porque también en Posadas la empresa es generosa y fía, como les fiaba en el clásico y canallesco almacén del obraje. El buitre está atento y sabe actuar. Las deudas de la fiesta
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quedan saldadas si la víctima firma otra contrata. Días después, los mensú remontan el río y vuelven, por dos o tres años, al infierno breve (424-425).
El artículo de Onetti recoge muchos elementos de los cuentos de Quiroga, presentes previamente en Los yerbales de Barrett: la descripción de la forma de contratación de los peones; la situación de endeudamiento en que se los pone; la vida miserable que se les hace llevar, entre el hambre y el paludismo; la violencia que se ejerce sobre ellos, como hemos visto hasta aquí. Como veremos enseguida, se suman en el desenlace la rebelión violenta y el duelo del revólver y el machete, que se resuelve favorablemente para a favor del oprimido. Ahora bien, si todos esos elementos están tomados de los cuentos de Quiroga, no por eso el relato de Onetti es una mera reconstrucción. Hay en el texto de Onetti, desde el momento en que se decide a volver a contar las historias quiroguianas, una toma de posición y una actitud de denuncia desembozadas: tiene lugar una verdadera apropiación de las historias de Quiroga. En este sentido, varios recursos merecen resaltarse en estos párrafos, que marcan el pasaje de uno a otro escritor, de uno a otro momento de enunciación. Por ejemplo, la naturaleza y los hombres explotados son equiparados aquí sintagmáticamente, en una construcción paralela donde, reveladoramente, también está la metáfora de la sangre que se encuentra en la poesía de Guillén y en Las venas abiertas de Galeano: «árboles para hachar y hombres para ir desangrando». El explotador es una persona en los cuentos de Quiroga, pero Onetti expande a este actor, caracterizándolo como «patrón invisible», «patrón oculto», y denominándolo con un colectivo de claras connotaciones confrontativas: ya no es un «gringo» particular, sino que los llama, genéricamente, «gringos», en plural. Y, claro, son «rubios». Tampoco tenemos aquí improvisados «capataces» o «mayordomos», para ejercer la violencia como en los cuentos de Quiroga; sino, más formalmente, una «policía mercenaria, asesina y privada» con perros «expertos». El almacén es «canallesco»; la empresa es un «buitre»; los años pasados en la selva son, tan onettianamente, el «infierno breve». El anacronismo del aire acondicionado resulta especialmente significativo, en este sentido, al hacer ostensible la actualización de los textos originales, adelantándolos en el siglo. El tono del relato de Onetti es subjetivo, valorativo y político de manera franca. El escritor se involucra personalmente en su artículo, que ha dejado de ser un comentario sobre la obra de Quiroga para convertirse en una denuncia anti-imperialista a cargo del propio Onetti —quien, recordemos, está firmando un artículo periodístico, no una obra de ficción—. Cuando finalmente Onetti nombra uno de los cuentos de Quiroga en los que se inspira, en un mismo gesto lo presenta y lo hace desaparecer. Lo vuelve transparente. El lector del artículo de Onetti queda frente a una situación de explotación y rebelión que ya ha dejado de ser un relato de comienzos de siglo, aunque conserve elementos de la época. En el cierre de su artículo, Onetti retoma la escena culminante de «La bofetada»: se trata de un duelo entre dos hombres, entre dos clases, entre dos naciones, entre dos etapas de la modernización: el mensú contra el gringo, el machete contra el revólver. Onetti rescata este detalle tecnológico, inextricablemente vinculado 158
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al cierre del cuento. Por una vez, gana el machete —el pobre, el atrasado, el oprimido— frente al arma de fuego. Onetti también suaviza el sadismo del mensú, al omitir los latigazos y al convertir el corte del dedo en el corte de la mano, atribuyendo la muerte del capataz al agotamiento y la pérdida de sangre. En este cierre, finalmente, Onetti se hace presente explícitamente como personaje-narrador, que impone su mirada, sus emociones y su sistema de justicia a la historia, en un gesto de aparente intimidad que resulta, sin embargo, el más político de todos: Termino con una confesión. En uno de sus cuentos, llamado La bofetada, Quiroga escribe que un mensú, amenazado por el revólver de un capataz rubio, le hace saltar mano y arma con un voleo certero del machete. Luego le obliga a caminar, chorreando sangre, hasta que el gringo cae exánime. Entonces el mensú se dirige en busca de la frontera de Brasil. La violencia me repugnó siempre. Pero mientras leía el cuento mis simpatías acompañaban al mensú durante su viaje al destierro (425).
Con décadas de diferencia, Quiroga y Onetti escriben la misma historia. El segundo hace explícito en un artículo periodístico, lo que en el primero podía haber quedado implícito —como dejan de manifiesto las lecturas de Zum Felde o de José Duarte que comentamos—. No deja de ser sugestivo que, si los artículos periodísticos de Barrett estuvieron, directa o indirectamente, detrás de algunos cuentos de Quiroga, sea otro artículo periodístico el que rescate y vuelva a poner en primer plano, con toda crudeza, la primera denuncia y la misma tácita incitación a la rebelión. La reescritura que hace Onetti del cuento de Quiroga no sólo muestra la persistencia de un modo de contar la historia de América Latina, que reaparece con tanta obstinación sobre finales del siglo XX. También puede ayudarnos a entender, retrospectivamente, la siguiente etapa del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales en la década del treinta: aquella en que la narrativa, aunque de ficción, se vuelve extremadamente lineal y sencilla, explícitamente valorativa y didáctica, como modo de controlar las posibles lecturas en función de una deliberada intervención en la esfera pública.
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Capítulo 4 DEL MALENTENDIDO A LA REIVINDICACIÓN: EL TUNGSTENO, DE CÉSAR VALLEJO En un influyente artículo publicado en 1989, el crítico norteamericano John Beverly propuso una discusión sobre el lugar de la «novela social» en el estudio de la literatura latinoamericana, que representa un momento crucial de reflexión sobre el hacer de gran parte de la crítica académica entre las décadas del sesenta y el ochenta del siglo XX. Se trata de una deliberada «reivindicación» de esta novelística, como surge del propio título de trabajo y de sus párrafos iniciales. Creemos que esta propuesta de Beverly es una contribución fundamental para comprender el sentido de la novela social latinoamericana, ya que echa luz sobre confusiones largamente instaladas en el ámbito académico que requerían clarificación. Vamos, entonces, a presentarla y a discutirla como paso previo a nuestro análisis de dos obras incluidas en esta novelística: El tungsteno, de César Vallejo, que analizaremos fundamentalmente en este capítulo; y Huasipungo, de Jorge Icaza, que analizaremos en el siguiente. Creemos que de este modo podremos internarnos en un terreno mejor organizado para avanzar con nuestra propuesta de considerar estas novelas como representativas de un momento de consolidación del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. La propuesta de Beverly resulta imprescindible para avanzar con nuestro trabajo debido a que sostenemos una posición que, en términos epistemológicos, no es «realista» sino «constructivista». Retomando la definición de «discurso» de Roberto González Echevarría, que presentamos en el capítulo 1, esta posición entiende los discursos como productos culturales que, partiendo de ciertas observaciones y utilizando como principios organizadores ideas tomadas de otros discursos, contribuyen a configurar una cierta visión de la «realidad»; es decir, que proyectan sobre la «realidad» una determinada imagen y no a la inversa. En ese sentido, el hecho de que las obras que analizamos puedan basarse en observaciones o en documentos implica, simplemente, que toman los mismos como materia prima, sobre los que trabajan en función de la conformación de un intenso gesto de denuncia hacia la esfera pública. Un gesto que es puesto en evidencia a través de un trabajo minucioso sobre los recursos formales, que resulta la huella 161
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textual de una reflexión sobre el lugar de la literatura como medio de representación y de discusión de los problemas sociales. De manera previsible y apoyándonos en el trabajo de Beverly, entonces, en este capítulo trabajaremos con El tungsteno discutiendo la caracterización de «realista», en términos estilísticos, que se ha dado a este tipo de obras, uno de los motivos por los que la crítica las minusvaloró y descuidó por cierto tiempo, al dar por supuesto que ese «realismo» se debía a una falta de interés de los escritores por el trabajo sobre los recursos formales. Este «realismo» es también —y sobre todo— uno de los motivos por los que la crítica no comprendió estas obras, ni se preocupó por seguir su impacto más allá de la esfera literaria, en el desarrollo de marcos interpretativos de amplia difusión en América Latina a lo largo del siglo XX. En segundo lugar, y en relación también con la caracterización de «realista» de estas novelas en términos estilísticos, en este capítulo discutiremos las variadas clasificaciones temáticas que se ha hecho de este tipo de obras: «anti-imperialistas», «de las transnacionales», «proletarias», «de las minas», «andinas», «indigenistas», entre otras. Esas clasificaciones, que ponen énfasis en los elementos representados, dan por supuesto que es en ese aspecto donde pueden encontrarse sus características definitorias. Esta discusión será bastante detallada, dado que resulta fundamental para nuestra argumentación acerca del lugar de estas novelas en la construcción del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Creemos que las varias clasificaciones, que se solapan, ponen en evidencia la presencia en las mismas de los elementos fundamentales que caracterizan este discurso, que alcanza en las mismas un momento de despliegue en toda América Latina: es entonces cuando se instala como una pieza clave del imaginario de la región en términos de poner en evidencia la situación neocolonial de los países latinoamericanos. UN LUGAR PROPIO, ENTRE CLASIFICACIONES E IMPUTACIONES En su artículo, «El Tunsgteno de Vallejo: Hacia una reivindicación de la ‘novela social’», Beverly invita a sus colegas a revisar el juicio generalizado sobre la novela social latinoamericana, considerada como de bajo interés y calidad estéticos, una suerte de propuesta fallida y olvidable, merecedora de un papel secundario en el estudio de la literatura latinoamericana. Dentro de esta categoría, elige enfocar su atención sobre obras de las décadas del treinta y cuarenta, cuya temática tiene que ver con el impacto del «imperialismo en el sentido leninista de este término» en la región y que han sido clasificadas como «novela social, novela proletaria, realismo social, o realismo socialista —de acuerdo este último como la preceptiva literaria soviética de los años 30» (167)—. Seguidamente, Beverly ejemplifica el tipo de obras que tiene en mente, listando entre las mismas, novelas que abarcan un amplio arco temporal —excediendo bastante el de su propuesta explícita— y que suelen aparecer también en otras clasificaciones. Sin consideración por la cronología o las fronteras nacionales, menciona las siguientes, en este orden: Huasi162
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pungo (1934), de Jorge Icaza; Oficina No. 1 (1961), de Manuel Otero Silva; El tungsteno (1931), de César Vallejo; Mamita Yunai (1940), de Carlos Luis Fallas; El río oscuro (1943), de Alfredo Varela; y El mundo es ancho y ajeno (1941), de Ciro Alegría. Apoyándose en el libro de David Foster sobre el «realismo social» argentino, aclara asimismo que menciona esas obras a mero título ilustrativo, ya que, sostiene, podrían considerarse indicadoras de «una producción mucho más vasta» en gran medida «olvidada —o lo que viene a ser la misma cosa— rechazada por la crítica» hasta ese momento (168). De hecho, críticos previos, como Luis Alberto Sánchez en su obra Proceso y contenido de la novela Hispano-Americana, ya habían ampliado el listado de Beverly, ordenando más de cuarenta obras —sin contar las escritas en Brasil— bajo la categoría de «novela anti-imperialista», a su vez incluida, junto a la «novela indigenista», en el conjunto de la «novela social». El listado de Sánchez resulta relevante por varias cuestiones. En primer lugar, tiene un interés numérico, ya que da una idea por lo menos indicativa y general de la magnitud y la amplia representatividad en las diversas literaturas nacionales de la región de la temática anti-imperialista; queda claro que, detrás de esta primera línea de obras que señala, puede imaginarse una segunda línea, que expande todavía más el cuadro. En segundo lugar, este crítico destaca que el imperialismo en la literatura de América Latina tiene que ver no sólo con la dominación de países europeos o de los Estados Unidos en la región, sino que esta novelística también habla, en ciertos casos, de un imperialismo intra-regional. En la caracterización de Sánchez —quien escribe en 1968, reeditando un trabajo de 1953— las novelas anti-imperialistas son aquellas producidas por escritores de la región que analizan la problemática derivada de la actividad económica promovida por capitales foráneos, no necesaria ni únicamente norteamericanos: «se trata de un vasto sector de novelistas hispanoamericanos de nuestros días, destinado a pintar los excesos del capitalismo yanqui. Sin embargo, no todos los ataques y censuras anti-imperialistas se concretan a éste: es sabido que en algunos países operan otros elementos perturbadores» (481). Sánchez se refiere, en la segunda parte de la cita, al análisis del imperialismo proveniente de la propia región, como el de capitalistas del Perú sobre Ecuador en La vorágine, de José Eustasio Rivera (1924); o de capitalistas argentinos, brasileños y chilenos sobre Bolivia. Finalmente, en su listado Sánchez no sólo destaca, como suele hacerse, la nacionalidad de los escritores, sino también el tipo de explotación económica involucrada. En este sentido, sin pretender establecer una sub-categorización estricta, Sánchez habla de novelas de las «bananeras», de los «Ingenios Centrales de azúcar (sic)», de los «arrozales», de los «manglares», de la «explotación petrolífera», de la «mina» o de los «minerales» (481-494). Así, en la categoría de las novelas anti-imperialistas, Sánchez (481-494), quien escribe en 1968 reeditando una obra previa, incluye las siguientes, provenientes de toda la geografía latinoamericana. De escritores mexicanos, menciona La patria perdida (1935), de Teodoro Torres; Paludismo (1940), de Bernardino Mena-Brito; Murieron en mitad del río (1948), de Luis Spota; y Frontera junto al mar (1953), de José Mancisidor. De Nicaragua, Sangre en el trópico (1930), de Hernán Robleto; y Cosmapa 163
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(1944), de José Román Orozco. De Costa Rica, Mamita Yunai (1940), de Carlos Luis Fallas; Manglar (1946) y Puerto Limón (1950), de Joaquín Gutiérrez. De República Dominicana, Over (1939), de Ramón Marrero-Aristy. De Panamá, Luna verde (1951), de Joaquín Beleño. De Cuba, Juan Criollo (1927), de Carlos Loveira; y Las impurezas de la realidad (1929), de Juan Antonio Ramos. De Colombia, Toá. Narraciones de cauchería (1933), de César Uribe Piedrahita, muy cercano a José Eustasio Rivera. De Venezuela, Mene (1936), de Ramón Díaz-Sánchez; y Casas muertas (1955), de Miguel Otero Silva. De Ecuador, Don Goyo (1933) y Canal Zone (1935), de Demetrio Aguilera Malta; Huasipungo (1934) y Cholos (1938), de Jorge Icaza; Nuestro pan (1942), de Enrique Gil Gilbert; y Juyungo (1943), de Adalberto Ortiz. Del Perú, Pueblo sin Dios (1923), de César Falcón; y El tungsteno (1931), de César Vallejo. De Bolivia, Raza de bronce (1919), de Alcides Arguedas; Los eternos vagabundos (1939), de Roberto Leyton; Tierras hechizadas (1940), de Costa du Rels; y El metal del diablo (1946), de Augusto Céspedes. De Chile, El socio (1929), de Jenaro Prieto; Llampo brujo (1933), de Sady Zañartú; Los hombres están solos (1942), de Luis Meléndez; Tanarugal (1945), de Eduardo Barrios; De cuán lejos viene el tiempo (1951), de Mario Bahamonde; La luz viene del mar (1951), de Nicomedes Guzmán; Hijo del salitre (1952), de Volodia Teitelboim; y Caliche (1954), de Luis González Centeno. De la Argentina, Hasta aquí nomás (1936), de Pablo Rojas Paz. Del Uruguay, La victoria no viene sola (1952), de Enrique Amorim. Por otra parte, Sánchez incluye en su listado la obra del norteamericano Joseph Hergensheimer, Tampico (1926), ambientada en la ciudad mexicana del mismo nombre, que presenta como «una de las obras ejemplares del género». Asimismo, considera que este tipo de novelas «ha recibido su consagración» a través de la concesión del premio Nobel a Miguel Ángel Asturias en 1967, en tanto que es el autor de la «trilogía bananera», sobre la historia de la United Fruit en Guatemala, que incluye las novelas: Viento fuerte (1950), El papa verde (1954), y Los ojos de los enterrados (1960) (491-492). Este crítico también hace interesantes señalamientos hacia novelas que, si bien no incluye entre las anti-imperialistas, considera que exhiben rasgos afines. Así sostiene que Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, contiene «uno de los prototipos del personaje ‘imperial’, instalado definitivamente» en la novelística de la región: se refiere a Mr. Danger, un norteamericano afincado en el Llano, que describe como «abusivo, hipócrita, lujurioso, corruptor». Ahora bien, aunque Sánchez considera que la importancia de este personaje crece «por cuanto Gallegos no figura en el elenco de los escritores deliberadamente ‘sociales’», también aclara que en Sobre la misma tierra, Gallegos retrata a «un ‘gringo’ bueno», así como a un «alemán cándido» (483). En los capítulos 2 y 3, en nuestro análisis de obras de Barrett y Quiroga, nos hemos referido brevemente a las novelas de los «yerbales», además de las obras sobre la «selva». Para completar nuestra evaluación cuantitativa del fenómeno de este tipo de literatura, a los números de Sánchez pueden sumarse todavía los escritores brasileños que mencionara previamente Pedro Henríquez Ureña en su obra Las corrientes literarias en 164
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la América Hispánica, entre quienes incluye a Rachel de Queiroz, Graciliano Ramos, Jorge Amado, José Lins do Rego, Lucio Cardoso, Marques Rebelo y Érico Verissimo, aclarando que «el grupo brasileño» es «el más brillante entre los que tratan problemas sociales». En la descripción de este crítico se trata, nuevamente, de escritores que vinculan un grupo social con cierta explotación económica, destinada mayoritariamente a la exportación. Por otra parte, distingue implícitamente estas obras de las novelas regionales, al sugerir que superan los elementos costumbristas: «No se limitan a la descripción de cómo viven y sufren los indios o los negros; trazan un vasto cuadro de los afanes del obrero en el Brasil, de cómo trabaja y ama, juega y muere en las plantaciones de café, cacao y algodón, en los ranchos de ganado, en los molinos de azúcar, en las minas, en los muelles y en los barcos, en los bajos fondos de las ciudades» (201). Ahora bien, la revisión del listado de Sánchez y de Henríquez Ureña no sólo deja en evidencia la amplitud del corpus literario de la novela social anti-imperialista de la que habla Beverly, que comprende más de tres décadas del siglo XX, entre el treinta y el sesenta. También pone de manifiesto lo complejo que ha resultado para la crítica el establecimiento de una clasificación de esta vasta literatura. La cuestión sigue abierta y ha ganado renovado interés, como queda claro a partir de dos investigaciones recientes. El primero de estos trabajos es de 2001. En él, teniendo entre sus referencias la propuesta de Sánchez, Jessica Ramos-Harthun plantea una nueva categoría, que denomina «novela de las transnacionales» entendida como aquella que «revela una actitud negativa frente a la actividad extranjera» (202). Para esta crítica, la «novela de las transnacionales» estaría comprendida en la super-categoría más general de la «novela social», en la cual incluye una serie de categorías (novela «indigenista», «proletaria», «de la tierra», «agraria», «de la selva», «de la revolución mexicana»), así como el amplio subconjunto de la «novela anti-imperialista» de Sánchez. A su vez, dentro de la «anti-imperialista», esta crítica separa la «novela antiyanqui» de la de «las transnacionales». Entre estas últimas —el foco de su trabajo— incluye las sub-categorías insinuadas por Sánchez: «del petróleo», «de la mina», «bananera», «del caucho», «del azúcar», «del cacao», sin pretensión de exhaustividad. Entre las «novelas de las trasnacionales» que analiza esta crítica en su trabajo, se cuentan El tungsteno; Mancha de aceite (1935), del colombiano César Uribe Piedrahita —una clásica novela del petróleo, que por motivos que desconocemos no incluye Sánchez en su relevamiento—; y la trilogía bananera de Asturias, ya comentada. Asimismo, Ramos-Harthun reconoce explícitamente las dificultades de la clasificación, al argüir que su «novela de las trasnacionales» se acerca a otras categorizaciones; notablemente, a la que reúne obras que prestan atención al grupo social representado. Comenta brevemente, entonces, la inclusión de algunas de las novelas de las trasnacionales en categorías como la novela indigenista o la proletaria. En su propuesta, entonces, su «novela de las transnacionales» es, en realidad, «una novela mixta», en la que el tema de las transnacionales aparece junto a la temática del proletariado o de la cuestión indígena, o el problema de la tierra: «Es difícil separarlos porque en su conjunto confor165
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man la dualidad causa-efecto dentro del mismo argumento: la actividad extranjera y su impacto en el obrero-indio-campesino, masa nacional explotada» (202). En este sentido, esta crítica sigue una sugerencia de Sánchez quien, tras observar que «no se ha hecho un análisis pormenorizado de la reacción literaria contra el imperialismo» en América Latina, apunta que en esas obras la temática anti-imperialista «se mezcla con la novela de asunto indigenista, con la de tema proletario y con la de la revolución agraria». Marcando el importante solapamiento entre estas novelísticas, subraya Sánchez: «Se hace difícil cernir tales elementos, y quizás valiera más considerarlos en su conjunto» (494). El segundo trabajo reciente al que queríamos referirnos es el del crítico Alejandro Bruzual, quien en 2006 propone la categoría de «narrativas contaminadas», para hablar de obras que resultan de cruces inestables, «no sólo de diversas fuentes literarias, sino también de ámbitos que exceden lo literario, creyendo ver en esta actitud un reflejo de la presión de las nuevas fuerzas sociales que, en su momento, desestabilizaban también el concepto heredado de arte» (2). Bruzual propone esta categoría para referirse, nuevamente, a El tungsteno, que caracteriza como «novela minera que se desarrolla en la sierra peruana, tocando algunos tópicos propios de lo que se ha llamado novela indigenista». En su trabajo, también analiza Parque industrial (1933), de la brasileña Patricia Galvão, que caracteriza como «novela proletaria que se desarrolla en los barrios obreros de São Paulo, y cuyo enfoque es particularmente femenino»; y Cubagua (1931), del venezolano Enrique Bernardo Núñez, «leída como novela histórica, pero que desarrolla en paralelo una compleja trama que paraleliza los momentos primeros de la colonización española en Venezuela, con los inicios de la explotación neocolonial petrolera» (1-2), ambas omitidas por Sánchez. De estas nuevas re-clasificaciones y caracterizaciones de Ramos-Harthum y Bruzual —así como de la temprana observación de Sánchez retomada por la primera— surge otra vez la espontánea vinculación entre un tipo de explotación con un grupo social explotado, en función de una actividad económica relacionada o vinculada con un grupo extranjero. Por otra parte, con la excepción de la novela de Galvão, ambientada en la ciudad, todas las demás obras tratadas por estos dos críticos están, además, relacionadas con un paisaje rural de especial significación en términos de identidad nacional. Es sugestivo, también, el hecho de que Cubagua establezca un paralelo entre la situación colonial y la neocolonial, como vimos que establece Barrett al describir los yerbales y como veremos que hace Vallejo en El tungsteno. Creemos oportuno destacar asimismo el aspecto de la «presión social» que se evidencia en estas obras, subrayado en la definición de Bruzual quien, más adelante, puntualiza: todas ellas son «obras con intenciones descolonizadoras y, en buena medida, con intenciones concientizadoras o propiamente militantes» (6). Se trata de un aspecto que, en nuestro análisis, vinculamos con el propósito político de las mismas; las que en su conformación y orientación se extienden más allá del ámbito literario. Este inacabable frenesí clasificatorio, creemos, es revelador de la confluencia, en la mayoría de las obras consideradas, de los elementos característicos del contra-discurso 166
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neocolonial de los recursos naturales que, como dijimos, combina un recurso de la naturaleza, un grupo social, un actor extranjero, un cómplice local y una localización precisa, en función de una matriz narrativa que tiene que ver con la explotación económica neocolonial que se pretende denunciar en la esfera pública. Surge de esta observación sobre las variaciones clasificatorias —y resulta ilustrado en las citas de Ramos-Harthun y Sánchez— que los criterios temáticos colisionan y se solapan, precisamente, debido a que se establecen ordenamientos a partir de la elección de distintos tipos de elementos; todos los cuales están presentes en el discurso que nos interesa examinar en este trabajo. Es decir, algunas clasificaciones ponen énfasis en el paisaje (y entonces se habla de novelas de la selva o de novelas andinas); otras, en el recurso natural (caucho, cacao, azúcar, petróleo); otras, en el grupo social (novelas indigenistas o proletarias); otras, en la situación de explotación a manos extranjeras (novelas anti-imperialistas); otras, en una de las más habituales caracterizaciones del explotador (novelas de las multinacionales). Se trata, precisamente, de los elementos que, como postulamos, sientan las bases del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. A los que se agrega la intención de denuncia, que resulta destacada en la propuesta de Bruzual. Lo que queda en evidencia a partir del análisis de estas variaciones clasificatorias, entonces, es que esta amplia novelística social preocupada por la representación del imperialismo a la que se refiere Beverly en su artículo es, en realidad, uno de los corpus clave en la consolidación de este discurso. O, dicho de otro modo: se trata de un momento de florecimiento de este discurso, que tiene una importante realización en la novelística —aunque no únicamente—: también puede encontrase realizaciones de este discurso en este período en los cuentos de Quiroga, como vimos; en los poemas de Guillén que comentamos en la introducción; y en las obras de teatro de Vallejo e Icaza, como veremos en este capítulo y en el siguiente. El segundo aspecto clave del trabajo de Beverly que nos interesa retomar tiene que ver con la cuestión del «realismo» de estas obras. Digamos que, en su defensa de la novela social, el adversario que tenía en mente este crítico era, en gran medida, la crítica académica que había glorificado la literatura del boom, cuya posición tácita implicaba el establecer una vinculación entre recursos formales y fines políticos, dando por supuesta una relación entre «los nuevos procedimientos lingüísticos-formales de esta narrativa», por un lado, y «la esperanza de revolución nacional —o faltando eso, por lo menos, modernización— generada por la revolución cubana y los enormes sacudimientos políticos, económicos y demográficos en América Latina en los 60», por otro («El tungsteno de Vallejo», 171). Para la visión que Beverly cuestiona, entonces, la renovación estilística del boom habría supuesto, en primer lugar, una etapa de gran calidad estética, aspecto que está implícito en la cita anterior. Pero también tendría el valor adicional —fundamental, para una crítica de izquierda, como la caracteriza Beverly— de aspirar a que esa literatura participara, catalizara, acelerara los cambios políticos y sociales deseables en la región. Buena literatura y buenas acciones, por las buenas razones: el boom habría logrado, en la apreciación dominante que critica Beverly, una feliz conjunción entre estética y ética. 167
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En su artículo, Beverly ejemplifica esta visión dominante con una larga cita de Ángel Rama en la que el crítico uruguayo acusa a los escritores representantes de la novela social de no haber reflexionado suficientemente sobre sus medios formales, utilizando el modelo de la novela realista burguesa sin problematizarlo. E intentando incorporar al mismo, de manera forzada, una «ideología que respondía a las orientaciones de un pensamiento de izquierda (en el cual se mezclaba liberalismo, progresismo, tímidos escarceos marxistas)». Si alguna renovación habían intentado estos novelistas, en la evaluación de Rama, se trataba de una iniciativa escasa y, finalmente, fallida: no habían buscado modificar «demasiado notoriamente sus formas, apenas si simplificándolas en un régimen más marcadamente denotativo y lógico-racional» (Transculturación, 211-212). La razón de esta continuidad habría sido, según Rama, el hecho de que los representantes de la «novela social latinoamericana de los treinta» compartían un mismo modo de entender qué es «lo real» que los autores representantes de la burguesía europea del siglo XIX (Transculturación, 212).1 En este punto queremos destacar el énfasis de Rama en el tipo de representación «realista» que habría propuesto la novela social según este crítico (recordemos, especialmente, su uso de la expresión «régimen más marcadamente denotativo y lógico-racional»), y su observación acerca del escaso trabajo sobre cuestiones formales de esta novelística; son dos aspectos a los que vamos a volver. Proponemos también apartarnos momentáneamente del artículo de Beverly —al que volveremos en breve— para incorporar un elemento que consideramos fundamental. En efecto, hay un aspecto de la posición de Rama que Beverly no retoma, pero que nosotros quisiéramos considerar: se trata del lugar de las novelas regionales en su argumentación. Porque ocurre que, para Rama, la línea genealógica que uniría la «novela social latinoamericana de los treinta» a la tradición de la novela realista burguesa europea se habría dado a través del puente de la «novela regionalista latinoamericana», considerada por el crítico uruguayo «la manifestación de la pequeña burguesía en ascenso que amanece con fuerza hacia 1910» (Transculturación, 212).
1 La cita completa de Rama merece recogerse, porque está presente también en el libro de Foster, Social Realism (12-13), poniendo de manifiesto que representa una formulación clásica de la posición que tanto Beverly como Foster se propusieron poner en cuestión: «La novela social latinoamericana de los treinta ni siquiera se planteó este asunto como un problema, no discutió si estaba operando con una de las formas predilectas de la cultura occidental burguesa, limitándose a violentarla para que aceptara una ideología que respondía a las orientaciones de un pensamiento de izquierda (en el cual se mezclaba liberalismo, progresismo, tímidos escarceos marxistas) sin modificar demasiado notoriamente sus formas, apenas si simplificándolas en un régimen más marcadamente denotativo y lógico-racional. La beligerancia que este pensamiento demostró en cambio respecto a las formas posteriores de la novela vanguardista, a las que interpretó como manifestaciones de la desintegración burguesa en el período imperialista, no la ejerció respecto a anteriores de la novela correspondiente a la etapa de triunfo y expansión de la burguesía europea. Las aceptó pasivamente y ni siquiera las utilizó irónicamente como lo hiciera uno de los grandes epígonos del siglo XIX, Thomas Mann. En tal comportamiento es posible discernir una secreta conexión cultural, la continuidad de una determinada concepción de lo real y de las formas literarias para traducirla, que sólo acepta variaciones de grado y no de sustancia, apuntando así a las contradicciones que presentan los nuevos grupos sociales que, sin embargo, pertenecen a la misma pauta cultural» (Transculturación, 211-212). A diferencia de nuestra argumentación, ambos críticos evitan mencionar que el puente entre la novela realista europea y la «novela social» habría sido, en la comprensión de Rama, la «novela regionalista latinoamericana» (Transculturación, 212).
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La posibilidad de ampliar el marco de discusión de la novela social e incluir en nuestras consideraciones la novela regional, aunque arriesgada porque agrega una categoría más a las múltiples a las que ya aludimos al discutir la cuestión de la clasificación, nos parece necesaria y pertinente por dos razones. La primera es una justificación general y adversativa: porque, como ha comentado el crítico Carlos J. Alonso en su obra The Spanish American Regional Novel, también esta novelística es pensada mayoritariamente como una mera etapa en el desarrollo de la literatura latinoamericana. De donde se derivan las dificultades para alcanzar una caracterización acabada de la misma; es decir, nuevamente, se escamotean las bases para una clasificación que pueda estabilizarse. La razón, como en el caso de la novela social, es que la novela regional no es considerada interesante o valiosa por sí misma; sino que se la pone en función, nuevamente, de una línea genealógica, de algo que pasó antes o que pasó después. Sobre todo después, dado que esta novelística también es analizada como un antecedente del boom. Según Alonso, «Como resultado, la valorización crítica de la novela de la tierra no se ha apoyado en un examen de sus cualidades intrínsecas, sino que ha sido determinada en función de los desarrollos literarios anteriores o subsecuentes» (40). La segunda razón por la que queremos incluir en nuestra argumentación sobre la novela social la consideración de la novela regional tiene que ver con el recorte del corpus de novela social que propone Beverly: como vimos, se trata casi exclusivamente de novelas ambientadas en el ámbito rural y, por lo tanto, fuertemente emparentadas con las novelas regionales; aunque vamos a destacar una divergencia fundamental. Dejamos para el capítulo siguiente la discusión sobre el hecho de que por lo menos dos de las novelas de su lista —precisamente, las que nos interesan en este capítulo y en el siguiente, es decir, El tungsteno y Huasipungo— son frecuentemente adscriptas a la categoría de «novelas indigenistas». Creemos, entonces, que resulta iluminador incorporar a la reflexión de Beverly la consideración de la novelística regional, también considerada preliminar, inacabada, poco interesante por sí misma; e igualmente acusada de incurrir en un tipo de representación «realista». Se trata de un pecado que resulta agravado por el hecho de que estos escritores disponían ya de los recursos renovadores provistos por las vanguardias. Es especialmente ilustrativo de este tipo de acusación el juicio de González Echevarría sobre las novelas regionales —en realidad, una suerte de concesión a la visión dominante, porque su análisis superará esta observación—, el que se acerca mucho al juicio de Rama sobre las novelas sociales. Considera que las novelas de la tierra son una suerte de «anacronismo», en la medida en que comenzaron a escribirse en la década del veinte, cuando la narrativa estaba pasando por una transformación radical en obras como la de Joyce. Sin embargo, «fueron leídas por sus críticos y promovidas por sus autores como las novelas realistas de las que América Latina carecía, a la vez que como una literatura políticamente comprometida» (The Voice of the Masters, 45). Reformulemos, entonces: tanto en las críticas a la novela social como a la novela de la tierra encontramos cuestionamientos a la calidad estética, acusaciones de llano «realismo» y dificultades para la caracterización y clasificación. Todos estos elementos 169
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confluyen, entonces, para que la novela social y la novela de la tierra hayan sido dejadas de lado por la crítica académica durante tiempos recientes; con lo cual no se trabajó suficiente en su comprensión y no se investigó, menospreciándola a priori, su circulación y su posible influencia en las ideas de la región —aunque esto se aplica más a la novela social que a la regional—. La crítica dominante parecía dar por supuesto, como queda ilustrado en la cita de Rama, que el cambio social, la modernización política de la región, llegaría en conjunción con la novelística del boom, precisamente por su trabajo modernizador sobre la forma. Es por estas razones que el artículo de Beverly resulta fundamental. Su ataque a la visión dominante sobre la novela social latinoamericana de Rama se basa en señalar los supuestos incuestionados que la sostienen. El más importante tiene que ver con el lugar central del formalismo para este tipo de crítica: «La represión de la novela social se hizo, tanto por liberales como Monegal como por izquierdistas como Jitrik, en nombre de una llamada ‘novela del lenguaje’ que proclamaría la autonomía o autosuficiencia del texto, de acuerdo con las propuestas epistemológicas del formalismo sobre la naturaleza del hecho literario» («El tungsteno de Vallejo», 167). Beverly resume brevemente las propuestas del formalismo, señalando dos aspectos: el primero es que para esta escuela crítica «efecto estético y efecto ideológico no son simplemente distintos; son en cierto sentido opuestos», por lo cual cualquier función documental, denotativa, de la literatura es, de por sí, no literaria. Y el segundo es que el formalismo «entiende la historia literaria como un proceso autónomo de producción intertextual de nuevos efectos de ostranenie» —distanciamiento («El tungsteno de Vallejo», 169-170).2 Es decir, para el formalismo —y, por lo tanto, para la visión crítica dominante sobre la literatura latinoamericana del siglo XX— el trabajo estético sobre el lenguaje y sobre la literatura previa son condiciones sine qua non del trabajo literario, y no deben «contaminarse» (para evocar la terminología que propone Bruzual) de otros propósitos. Dos características que la visión crítica dominante atribuye a la novela social latinoamericana parecen contradecir a priori estos postulados del formalismo; y por lo tanto explican la opinión negativa generalizada sobre la misma: su pretendido interés por una representación «realista», es decir, un trabajo sobre la «realidad», y no sobre la literatura; y el hecho de tratarse de una «literatura políticamente comprometida», para retomar las palabras de González Echevarría. Ahora bien, Beverly muestra las debilidades de esta argumentación al sostener, apoyándose en Dominique Pérus, que cualquier reclamo de «realismo» es, igualmente, «artificial y retórico», ya que siempre se basa en un trabajo sobre el lenguaje: «Decir que una novela realista produce un ‘efecto de lo real’ o un efecto de ‘identidad propia’ no es lo mismo que 2 La noción de ostranenie fue desarrollada por Victor Shklovsky para explicar el sentido de la obra de arte. Después de comentar que «La costumbre devora las obras (…)», Shklovsky define ostranenie: «Y el arte existe para que uno pueda recuperar la sensación de vivir; existe para que uno pueda sentir, para hacer que la piedra sea pedrosa. El propósito del arte es impartir la sensación de las cosas como son percibidas, no como son conocidas. La técnica del arte es volver a los objetos ‘no familiares’, hacer difíciles las formas, aumentar la dificultad y la duración de la percepción, porque el proceso de la percepción es un fin estético en sí mismo y debe ser prolongado. El arte es una manera de experimentar el carácter artístico de un objeto; el objeto no es importante» (12).
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descalificarla como literatura; es precisamente señalar cómo funciona estéticamente» («El tungsteno de Vallejo», 171). En la cita de Beverly nos parece importante rescatar la noción de «efecto de lo real»: se trata de algo que el escritor logra a través del trabajo con la escritura. No es algo dado; es algo alcanzado. Es un truco, resultado del uso de diversos recursos, literarios y extra-literarios, en el que los lectores pueden o no quedar atrapados; un truco que los lectores pueden o no advertir. En este punto nos parece relevante acercar otra observación de González Echevarría, que contradice de raíz el presunto «realismo» de las novelas de la tierra, al sostener que el mismo es el resultado de una operación de lectura, inducida por los propios escritores. Escribiendo a mediados de los ochenta, reflexiona: «Hoy, con la perspectiva de cuarenta años, podemos ver que muchas de estas novelas, lejos de ser realistas, eran en realidad alegóricas y, como tales, presentaban una visión crítica de su propia constitución que las removía de los conceptos realistas que la crítica había elaborado» (The Voice of the Masters, 46). Se deduce de esta observación que estas novelas no son realistas porque se limiten a copiar la realidad, dando predominio a la función «denotativa», para retomar la terminología que propone Rama —también «referencial» o «cognitiva» siguiendo la de Roman Jakobson (353)—. Son «realistas» porque han logrado generar la ilusión de que lo son; porque se han proclamado documentales y han convencido a sus lectores de que lo son. Han convencido de ello incluso a los lectores más sofisticados, los críticos. González Echevarría habla de «alegoría», lo que supone una amplia elaboración de materiales que son presentados para representar alguna otra cosa. Nosotros proponemos que estas novelas operan a partir de una estricta selección de elementos, los que son combinados para ofrecer una determinada visión de la realidad presuntamente representada. Y que sólo son «realistas» a posteriori, en función de su éxito; es decir, porque logran conformar una determinada visión de la realidad, y convencer sobre la «realidad» de la misma. La siguiente cita del crítico Víctor Alba puede considerarse representativa de ese éxito: frente a la acusación de que la novelística social es «melodramática», responde que el «melodrama» está en la realidad. Para este crítico, que escribe en 1952, es decir, precisamente tras el pico de la novela social y antes de la novela del boom, la literatura latinoamericana comienza a ser tal, es decir, deja de ser una reproducción de la europea o, en sus palabras, «una rama latinoamericana de la literatura europea» (39), cuando comienza a ocuparse de esta «realidad»: «Las formas de explotación son, en este continente, tan inverosímiles, los contrastes tan impactantes, que hace falta rechazar constantemente la tentación del melodrama (…) el melodrama es, aquí, lo cotidiano y lo espontáneo» (41). A esta cita sigue luego una descripción del panorama político de las primeras décadas del siglo XX en el que se destaca la observación de Alba sobre la presencia de los nuevos discursos de izquierda en América Latina, yuxtapuesta a observaciones sobre la política exterior norteamericana hacia la región. Los escritores que presenta como representativos de esta recién nacida literatura latinoamericana son aquellos en cuya obra encuentra claves de lectura en estos dos aspectos del contexto co171
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mentados. No sorprende, entonces, que el listado de escritores de Alba tenga sugestivas coincidencias con el que hace Beverly para ejemplificar la novela anti-imperialista: el ecuatoriano Icaza, el mexicano Mariano Azuela, el venezolano Uslar Pietri, el nicaragüense Hernán Robleto, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias son los novelistas de esta generación, que «denuncian la explotación del indio, las dictaduras, la compraventa de la revolución (en el caso de Azuela)». Vallejo es «el poeta de esta tendencia» (41). Las dos citas de Alba nos instalan, de todos modos, en la consideración de la novela social, apartándonos ya de las novelas de la tierra: estamos ante el momento de reestablecer las distinciones. Pero antes, quisiéramos destacar un último aspecto en común, a partir del cual nos será posible marcar un punto de divergencia profundo entre estas dos novelísticas. Nuestra reflexión se iniciará, nuevamente, con una observación de González Echevarría, donde este crítico sostiene que las novelas de la tierra lograron establecer personajes característicos y representativos de las distintas zonas de América Latina, sentando así las bases de una perspectiva regional —que, significativamente, él denomina aquí «panamericana» y no latinoamericana—:3 «La amplia circulación de las novelas de la tierra más allá de los límites de los respectivos países de sus autores dentro del género es prueba de su impacto literario; la novela de la tierra es la primera que comienza a delinear un paisaje verdaderamente panamericano y una galería de personajes» (The Voice of the Masters, 45). Ahora bien, este crítico también ha destacado que, pese a su pretensión de dar cuenta de manera comprehensiva de la realidad a través de una «visión de compendio», las novelas de la tierra fallaron en hacerlo debido a una «clara distorsión ideológica», al no reconocer un cambio fundamental en el paisaje latinoamericano: que la realidad de la América Latina de comienzos del siglo XX es, fundamentalmente, una realidad urbana (46). De este modo, González Echevarría comenta, incurriendo en una notable observación acerca de la falta de referencialidad de las mismas novelas a las que se ha criticado por su mera referencialidad y reconociendo la capacidad de estas novelas de crear «una nueva realidad literaria latinoamericana»: «Las ciudades, por ejemplo, que figuran en ciertas obras, como las de Roberto Arlt en Argentina y Miguel de Carrión in Cuba, casi no aparecen en la novela de la tierra, a pesar del hecho de que América Latina ya tenía centros urbanos relativamente grandes y complejos en los treinta» (46). En gran medida, las novelas de la tierra han sido consideradas obras fundamentales en la construcción de las naciones latinoamericanas, como naciones soberanas dentro de una región que se arma a partir de las peculiaridades de las diversas naciones. En este sentido, las novelas de la tierra han contribuido en la fundación de un discurso hegemónico sobre la nación, que va a buscar a las zonas rurales las claves de una identidad nacional 3 Como comentamos brevemente en el capítulo 1, la diferencia entre «panamericanismo» y «latinoamericanismo» tiene una historia política y un uso ideológico. No parece aludir a esta problemática la elección del adjetivo «pan-American» en esta cita de González Echevarría —aunque también podría considerarse que responde a la misma disolviendo la oposición—. Dentro del mismo párrafo, el crítico utiliza el adjetivo «Latin American», para repetir aproximadamente la misma idea de dicha cita: «La novela de la tierra elabora una nueva realidad latinoamericana, y es precisamente por esta razón que es tan importante ahora» (The Voice of the Masters, 46).
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puesta en cuestión por las transformaciones que estaban verificándose a comienzos del siglo XX en las ciudades latinoamericanas. De esta manera, esa búsqueda de lo nacional en las áreas rurales es paralela a una inversión de la oposición civilización y barbarie, dominante durante la segunda mitad del siglo XIX. Como explica el crítico norteamericano Raymond Leslie Williams, con una terminología ligeramente diferente de la que utiliza González Echeverría: «En los veinte, los criollistas sostenían que una clave para establecer una identidad nacional debía encontrarse y celebrarse en las costumbres locales y regionales. Paradójicamente, algunos aspectos de las costumbres rurales que habían estado asociados con la barbarie se convirtieron en valores positivos en estas novelas» (38). Entre estas obras —novelas de la tierra o criollistas, en la terminología que vemos en la cita de Williams— se cuentan Don Segundo Sombra (1926), del argentino Ricardo Güiraldes; o Doña Bárbara, del venezolano Rómulo Gallegos (1929). Son obras nacidas en las ciudades a partir de la preocupación por las transformaciones evidenciadas fuertemente en las ciudades, cuya inversión de la oposición civilización y barbarie deja en evidencia contradicciones surgidas del propio proyecto modernizador de las élites dominantes. Entre esas contradicciones se cuenta, precisamente, la emergencia de sectores contestatarios —anarquistas y socialistas en primer lugar, luego comunistas— vinculados con los cambios introducidos por la industrialización y la inmigración, como vimos en el capítulo 2 en relación con la ciudad de Buenos Aires. Se trata de nuevas realidades que desafían el poder establecido y son, por lo tanto, rechazadas por las mismas élites que habían promovido los cambios que las hicieron posibles. Como ha caracterizado Viñas en su estudio sobre el anarquismo latinoamericano: «se verifica en la franja ideológica de la ‘república positivista’ la inversión de la dicotomía de Sarmiento: la civilización ‘urbana’ exaltada hacia 1845 empieza a ser denostada; la ‘barbarie’ campesina denunciada tradicionalmente se troca en un emblema de rústico repliegue connotado por los ‘más puros valores espirituales’» (Anarquistas, 214-215). Al igual que las novelas de la tierra o criollistas, las novelas sociales son producidas en las ciudades; incluso aquellas que resultan ambientadas en zonas rurales, como las que consideramos representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Y también ellas dejan en evidencia una inversión de la oposición civilización y barbarie, que ya vimos claramente instalada en las obras de Barrett y Quiroga. Pero aquí terminan las semejanzas y se abre paso la profunda divergencia entre ambas, que anticipamos. Como intentaremos demostrar en este capítulo y el siguiente, estas obras, representadas en nuestro corpus por El tungsteno y Huasipungo, son representativas de un gesto anti-hegemónico, ya que cuestionan fuertemente la posibilidad de la construcción de la nación. Se trata de un punto que trataremos de demostrar no sólo a través de aspectos extrínsecos, como la caracterización del pensamiento político de sus autores, sino sobre todo a través del análisis de las obras. Ahora bien, mientras estas obras cuestionan la idea de construcción de la nación, apuntan asimismo fuertemente a una metanación latinoamericana, hermanada más que por los mismos logros, por los mismos padecimientos y por la misma pulsión de rebeldía. 173
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En relación con este contraste entre las novelas regionales o criollistas y las novelas sociales anti-imperialistas —representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales— consideramos reveladora la siguiente cita del crítico brasileño António Cândido, quien ha señalado un «cambio de orientación» de la narrativa regionalista a partir de la década del treinta, que se anticipa a la conciencia del subdesarrollo, que es posterior a la Segunda Guerra Mundial. Este crítico subraya la importancia de esta reorientación —que es ideológica— de la narrativa y apunta a que, en este sentido, la literatura se habría anticipado a otras esferas de la actividad intelectual en su «fuerza desmitificadora». El comentario alude, precisamente, a cómo la nueva novelística —la del realismo social— trabaja en desarmar los mitos de constitución de la nación, a los que había contribuido la primera narrativa regional, es decir, la novela de la tierra o criollista. La novela se aparta del regionalismo, «abandona su amenidad y su curiosidad, presintiendo o percibiendo lo que había de enmascaramiento en el encantamiento pintoresco o en la caballerosidad ornamental con la que antes se trataba al hombre rústico» (337). Retomando, entonces, los puntos importantes surgidos de la discusión alrededor del artículo de Beverly, analizaremos seguidamente El tungsteno de Vallejo como novela social que contribuye a afianzar la conformación del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, explorando un nuevo modo de representar el imperialismo, a partir de una posición anti-hegemómica, que cuestiona los discursos dominantes de progreso y autonomía de las naciones latinoamericanas. Veremos que no se trata de una novela «realista» en el sentido de meramente imitar la realidad, sino que el proceso de su escritura evidencia una intensa reflexión y selección de los recursos de la representación, que pretende presentar como «real» una situación construida a partir de diversos elementos, en función de una estrategia de intervención en la esfera pública. Partiremos de un breve análisis de la biografía de su autor, que nos permitirá avanzar luego en la consideración de la obra. DE LA SIERRA A TRUJILLO, A LIMA, A PARÍS, A MADRID César Abraham Vallejo Mendoza nació en Santiago de Chuco, provincia de Huamachuco, del Departamento de La Libertad, el 16 de marzo de 1892. Se trata de «una de las regiones serranas de mestizaje más avanzado; en ella sólo se habla español; un español rico en expresiones coloquiales, algunas arcaicas», comenta el crítico André Coyné («César Vallejo, vida y obra», 17). Su padre era mestizo, hijo de español e india quechua; su madre era india chimú. Tanto su padre como su abuelo fueron sacerdotes.4 César es el menor de doce hermanos. El ambiente familiar es caracterizado por Francisco Martínez García como «austero, laborioso, tradicional e intensamente religioso» (1030). 4 Jorge Guzmán Ch. analiza las implicancias de este origen de Vallejo en una familia marcada por esta costumbre, relativamente tolerada, de sacerdotes que tenían mujer y prole, que se remonta a tiempos coloniales (24-30).
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Vallejo realiza estudios secundarios en el Colegio Nacional de San Nicolás de Huamachuco entre 1905 y 1908. Inicia luego estudios universitarios en Letras en la Universidad de La Libertad de Trujillo, que interrumpe, «al parecer por insuficiencia de recursos económicos», de acuerdo a Martínez García (1030). Pasa algunos meses como empleado administrativo en las minas de Quiruvilca ubicadas entre Santiago de Chuco y Huamachuco, tiempo en que se familiariza «con la existencia dolorosa de los mineros, dramatizada, años después, en su novela El tungsteno», en la apreciación clásica de Ángel Flores (10). Sigue un período de trabajo como profesor de los hijos de un rico minero y hacendado de la región y se inscribe después en la Facultad de Ciencias de la Universidad Mayor de San Marcos, pero no continúa los estudios. Luego tiene una segunda experiencia laboral que lo impactará: se emplea como «ayudante de cajero en la hacienda azucarera ‘Roma’, cerca de Trujillo, en el valle costeño de Chicaza». Trabajan en la misma unos 4.000 peones. Georgette de Vallejo, la viuda del escritor, da mucha importancia a la influencia de este período en la visión social de Vallejo, quien saldrá de este trabajo «profundamente marcado». En una cronología que consagra unas pocas páginas a la vida de Vallejo en Perú, dedica un largo pasaje a los recuerdos que el escritor compartió con ella sobre sus meses en la hacienda. El tono del relato es de denuncia y de urgencia; también de compasión. Georgette dedica cierto detalle al modo como en la hacienda se logra controlar a los trabajadores a través de las deudas, convirtiéndolos de trabajadores libres a la condición de semi-esclavos —una suerte que se trasmite a sus hijos—. Es una forma de explotación muy similar a la que hemos visto descripta en el trabajo de Barrett sobre Los yerbales: Y es que si el joven Vallejo está favorecido por un trato reservado a los empleados superiores y un sueldo satisfactorio, no puede, no ver y no oír, cuando apenas apunta el alba, llegar los peones (cerca de 4.000) al inmenso patio; ponerse en fila a medida que se les llama, y partir para los campos de maíz, en los que se extenuarán hasta el sol poniente, con un puñado de arroz por todo alimento. Tampoco puede no saber que todas estas pobres criaturas han sido salvajemente capturadas por siniestros ‘enganchadores’, y cobardemente retenidas por vida por el alcohol que, dominicalmente y con deliberada intención, se les vende a crédito. Irremediablemente endeudados, haciéndose insolventes en pocas semanas —cubriendo rápidamente su deuda un número de años superior al que van a vivir— habrán de garantizarla con esto que sólo les queda: sus hijos, nacidos o por nacer. Se comprende que el recuerdo de la Hacienda ‘Roma’ haya sido durable en un ser como Vallejo a quien ya alteraba la injusticia social (355-356).
Ahora bien, el relato de Georgette habla de observación y de empatía por parte de Vallejo; pero hay también en el tiempo pasado en la hacienda azucarera un acercamiento del joven literato con los trabajadores. De acuerdo a Martínez García, Vallejo: «Escribe poemas y relatos breves que lee, en las horas de descanso, a su compañero de habitación» (1031). Tras esa experiencia —de la que Georgette dirá que se refleja en El tungsteno, contrariando la interrelación clásica— Vallejo vuelve a la universidad y, entre 175
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1913 y 1915, retoma y completa sus estudios de Letras en Trujillo. Por esos mismos años, es «preceptor» en el Centro Escolar de Varones N.º 241, donde enseña botánica y anatomía. Escribe poemas con explicaciones para sus clases de ciencia, como «Fosforescencia» y «Transpiración vegetal», publicados en la revista Cultura Infantil de ese centro escolar. También publica en medios de Trujillo los primeros poemas que luego formarían parte de Los heraldos negros, aunque con distintos nombres. Declama sus poemas en público, en encuentros junto a la intelectualidad de la ciudad. Varios críticos consideran fundamental para la formación de Vallejo los años pasados en Trujillo: inicia relación con Antenor Orrego, Alcides Spelucín, José Eulogio Garrido y Víctor Raúl Haya de la Torre, futuro fundador de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), un movimiento político de izquierda con fuertes componentes anti-imperialistas (Seoane y Heysen). Entre ellos, se constituye el grupo El Norte, «de resonancias imborrables para Vallejo», según Martínez García (1031). Como maestro de primaria en el Colegio Nacional de San Juan, tiene como alumno a Ciro Alegría, que recordaría tiempo después a este maestro poeta, de conspicuos rasgos indígenas, de figura triste, de larga y provocativa melena, cuyas piezas publicadas en los diarios despertaban sorpresa y censura en el medio escolar («El César Vallejo»). Las lecturas de Vallejo se amplían en este período: según Flores, lee a Walt Whitman, Paul Verlaine, Maeterlinck, Soren Kierkegaard, Romain Rolland, Henri Barbuse; también tiene acceso a las revistas de vanguardia peruanas y españolas y se escribe con el poeta José María Eguren (11 y 16-17). Son años de bohemia, con eventual uso de alcohol y visita a los fumaderos de opio; también de sus primeros amores, todos contrariados. Defiende su tesis de Bachiller en Filosofía y Letras a fines de 1915. Trata sobre El Romanticismo en la poesía castellana, se basa en Hippolite Taine y analiza críticos como Quintana, Heredia, José Zorrilla de San Martín y Juan de Espronceda. En los párrafos finales, se hace eco del discurso dominante sobre la necesidad de la alfabetización y la cultura en relación con el progreso económico, haciendo asimismo una defensa de las letras como profesión: Mucho se habla entre nosotros de que los estudios literarios son inútiles. No necesitamos probar lo erróneo y temerario de semejante afirmación; pero sí debemos declarar que esta aversión al Arte, tan arraigada en el pueblo en los actuales tiempos, es debida a la falta de educación, que no permite tener una idea clara y completa de la vida armónica y plena del hombre, pues ningún pueblo culto e ilustrado repele nunca el noble sacerdocio de la Poesía. Por ahora nosotros anhelamos, pues, la difusión de la cultura en la masa popular y el desarrollo económico, como medio de formar una literatura brillante, digna de nuestra amada Patria (citado en Flores, 13-14).
En ese tiempo Vallejo también sigue estudios de Derecho. Sin completarlos, viaja a Lima en 1917, donde ganará el apoyo del poeta Abraham Valdelomar y publicará su primer libro, Los heraldos negros, en 1919 —aunque la edición tiene fecha de 1918, porque Vallejo esperó por un prólogo de Valdelomar que finalmente no llegó—. Ese 176
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año muere su madre, sin que pueda verla; esta pérdida se suma a otra de 1915, la de su hermano Miguel, un poco mayor que él y compañero de sus juegos de infancia. Según el crítico Juan Larrea, la muerte de su hermano da un tono muy sombrío a su poesía: «En realidad se enfrentó, como mediante un espejo, con la muerte de su otro yo; en alguna medida, con su muerte propia (…). Lo cierto es que a partir de entonces, la muerte, la tumba, el ataúd y demás accesorios fúnebres se adueñan de su imaginación poética» (45). La muerte de su madre, entonces, acentúa una actitud luctuosa previa: «Es un hecho trascendental en su vida y en su obra. La honda depresión en que este hecho lo precipita es atenuada apenas por la intensidad de sus desahogos amorosos», sostiene Martínez García (1032). Entre 1919 y 1920, una serie de circunstancias personales desafortunadas contribuyen a su decepción y hacen que comience a pensar en irse a Europa: pierde dos trabajos y pasa 112 días preso acusado de disturbios en su ciudad natal. De ese tiempo es importante destacar también que, aunque inscripto en los cursos de doctorado en la Universidad Mayor de San Marcos, según Coyné, «no toma parte activa en la agitación de los claustros» del movimiento pro Reforma Universitaria («César Vallejo», 27). En 1922 publica Trilce que, como Los heraldos, tiene una acogida bastante negativa. Aunque Orrego lo apoya con su prólogo, la crítica es desfavorable a este trabajo vanguardista. Comenta Vallejo en una carta a Orrego, con matices trágicos que bordean la cursilería; pero donde también queda en evidencia su conciencia de estar renovando la poesía con recursos que están en el límite de lo aceptable en un medio dominado por la figura del poeta José Santos Chocano, vinculado a la tradición modernista: «El libro ha caído en el mayor vacío. Soy responsable de él. Asumo toda la responsabilidad de su estética. Hoy, y más que nunca quizás, siento gravitar sobre mí una hasta ahora desconocida obligación sacratísima, de hombre y de artista, ¡la de ser libre!» (citado en Flores, 32). La relación de Vallejo con la intelectualidad peruana es cambiante y difícil de evaluar de manera simple y terminante. Por un lado, ha participado de la conformación del grupo El Norte, en Trujillo, en el cual ha hecho amigos y gracias al que terminó de conquistar el lugar público del hombre de letras.5 Sin embargo, según Martínez García, tras su encarcelamiento la relación de Vallejo con el grupo se enfría: «algo ha cambiado en ellos o en él; de hecho, el ímpetu del grupo ‘El Norte’ se ha perdido» (1032). Por otro lado, su liberación ha sido en parte atribuida a «la intervención favorable de la prensa y de personalidades influyentes, como el poeta Percy Gibson», de acuerdo a la evaluación de Flores (30) y de Ernesto More, quien hace un relato muy colorido de la amistad entre 5 El relato de Ciro Alegría sobre el hecho de que su joven maestro de primaria fuese llamado «poeta» tanto por las autoridades de la escuela como por los alumnos y sus familiares, es indicativo de la personalidad pública que había adoptado Vallejo, proclamada también por su larga melena, que incluso provocó una agresión callejera sobre el maestro-poeta, de la que se habló en la escuela («El César Vallejo»). Pero hay un dato todavía más significativo: cuando es encarcelado, la ficha sobre Vallejo reza, en la línea sobre profesión: «Las Letras (sic)», según rastreó André Coyné (Medio siglo, 56). Como comenta Monguió, «ya no piensa Vallejo en ser maestro o abogado, se declara profesional de la literatura» (53).
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ambos y de las gestiones de Gibson (13-15).6 Vallejo, además, ha ganado varios premios literarios, y ha tenido pequeñas revanchas; por ejemplo, que una publicación que inicialmente lo subestimó como la revista Variedades, de Lima, publicó un cuento premiado en un concurso, «Más allá de la vida y la muerte», dinero con el que, precisamente, publica Trilce —una «rehabilitación literaria» que debió dejar a Vallejo satisfecho, como comenta Monguió (56)—. Sus obras no son bien acogidas pero el ritmo de sus publicaciones no decae: en 1923 publica todavía la recopilación de cuentos Escalas melografiadas, y la novela corta Fabla salvaje. Por otra parte, entre otros apoyos de la intelectualidad, Vallejo ha recibido el de un poeta (y político) ya establecido, como Valdelomar, líder del grupo intelectual limeño Colónida, quien muere tempranamente en 1919. Esta pérdida también es importante para el escritor. Georgette de Vallejo recoge el testimonio de Juan Espejo sobre el impacto de esta noticia, tras la cual comienzan los planes de abandonar el Perú, que se verían pospuestos —pero también confirmados— por el período en la cárcel y algunos traspiés económicos.7 En efecto, según la viuda, el escritor «proyecta su evasión desde 1920 y, más particularmente, desde la edición de Trilce» (361). ¿Por qué viaja Vallejo a París, en última instancia? ¿Qué precipita su partida, que se estaba demorando? Estuardo Núñez coincide con Georgette de Vallejo en la importancia para esta decisión de la negativa recepción de Trilce, en un contexto dominado por la retórica modernista de Santos Chocano; aunque agrega también la avidez por abrirse camino en un mundo intelectual que lo atraía: «En consecuencia, el desaliento trócase en la voluntad de dejar el Perú e irrumpir en el ambiente vislumbrado de la vanguardia literaria europea» (80). Para García Martínez, en la decisión de viajar a Europa de Vallejo confluyen una serie de factores, personales e intelectuales, negativos y positivos. Entre los últimos, se cuenta la circunstancia feliz de un dinero que llega a acumular al perder un trabajo: «El 17 de junio de 1923 puede emprender una aventura, acariciada desde tiempo atrás y azuzada por los días de cárcel, por la fragilidad y provisionalidad de su libertad civil y por la reacción desconcertada y negativa que Trilce provocó en los ambientes culturales peruanos: con ciento cincuenta soles, que al cambio dieron 6 Entre otras observaciones de interés que pueden encontrarse en la anécdota reconstruida por More, se encuentra un comentario sobre la relación entre los hombres de letras por entonces: «Cuando Percy Gibson, que a la sazón se hallaba en Arequipa, se enteró de la prisión de Vallejo, quedó anonadado. En esos años, que no son muy lejanos, los hombres de letras solían mantener relaciones fraternales insuperables. Existía lo que se llama espíritu de cuerpo, y lo que es más, solidaridad de pensamiento». More cuenta que Gibson fue a ver al juez Carlos Polar, «prohombre arequipeño, amante de las letras, quien en esos momentos ocupaba el alto sitial de la Presidencia de la Corte Superior de la Ciudad Blanca». Gibson hace una pequeña escena que logra preocupar y convencer al juez. Así remata More el relato: «Y según me contaba Percy Gibson, el doctor Polar, trémulo todavía de emoción y conmovido hasta los huesos porque en su Patria se hubiera encarcelado a un poeta, hizo las gestiones necesarias y obtuvo que la Corte Superior de Arequipa diera un paso tan trascendental, que siempre ha de prestigiarla, obteniendo la libertad de Vallejo» (Vallejo, en la encrucijada, 14-15). 7 Georgette de Vallejo cita el testimonio de Juan Espejo: «El 3 de noviembre, en el atardecer, apareció en mi casa César, en un estado de agitación y de angustia, repitiendo en forma insistente esta frase: ¡Abraham Valdelomar ha muerto! … ¡Abraham Valdelomar ha muerto! … así dice la pizarra de ‘La Prensa’». Su estado emocional era intenso y sólo comparable a los momentos que siguieron al recibir la noticia del fallecimiento de su madre. Pero mientras ésta le llevó a un estado de llanto y de abandono, la noticia del fallecimiento de Valdelomar, que él tanto estimaba, le produjo un estado de agitación dolorosa. Un tanto calmado, se sentó en la mesa del comedor y escribió: ‘Abraham Vadelomar ha muerto…’» (359).
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quinientos francos, se embarca para Europa en el ‘Oroya’» (1032). Coyné simplemente insiste en las ambiciones intelectuales de Vallejo, al comentar que el escritor está en ese momento de su vida «decidido a ‘comer piedrecitas’ con tal de escapar hacia horizontes más amplios», citando palabras posteriores del propio Vallejo (César Vallejo, 29). Jean Franco es, sin embargo, la crítica que se expande más en su análisis de los motivos por los que Vallejo deja Perú. Franco apunta a cuestiones generacionales que resuenan con motivos intelectuales y políticos, en particular, las características del gobierno de Augusto B. Leguía (que gobernó Perú entre 1919 y 1930); situaciones que pueden haber acentuado la percepción de encierro en Vallejo. Y, apuntando a una cuestión generacional, no deja de hacer referencia al atractivo que Europa tenía para los jóvenes literatos de la región: «¡Europa! Aquellos escritores latinoamericanos que no pudieran hacer el peregrinaje no se liberarían nunca de su dominio» (César Vallejo, 25-26). La llegada a París no se da en las mejores condiciones. Vallejo no habla francés y no tiene trabajo. En octubre de 1923 comienza a escribir para El Norte de Trujillo, relación que continuará hasta 1927. Dirigida por Antenor Orrego, y con las colaboraciones de Juan Espejo Asturriaga, esta publicación de su grupo intelectual de Trujillo representó un recurso importante para la subsistencia de Vallejo, pero también para asegurar su presencia en el medio intelectual de esa ciudad. Sus textos llevarían por pre-título la frase «Desde Europa», marcando su papel de corresponsal, y tratarían sobre temas de actualidad, reseñas de arte y teatro, reflexiones sobre la literatura. En el análisis de Ana María Gazzolo, en esos trabajos el escritor «mostró su sentido crítico y la fina ironía de la que era capaz, pero, sobre todo, empezó a entretejer en ellos sus concepciones sobre la vida, el arte y la política» (471). Pero pronto Vallejo comienza a abrirse camino también en las publicaciones europeas: en 1924 publica por primera vez en la revista El Alfar, de La Coruña. También comienza a alternar con la variada intelectualidad que se da cita en París: según García Martínez, conoce y trata a poetas como Vicente Huidobro y Pablo Neruda; a artistas plásticos como a Pablo Picasso y Juan Gris; a representantes de las vanguardias, como Tristán Tzara. También inicia amistad con quien se convertiría en uno de los críticos dominantes sobre Vallejo, Juan Larrea.8 Georgette de Vallejo expande 8 En el análisis de la bibliografía sobre Vallejo se percibe la tensión entre Juan Larrea y Georgette de Vallejo. En este punto, corresponde apuntar que mientras Martínez García sostiene que Vallejo en 1924 «traba especial amistad» con Juan Larrea (1033), la viuda se preocupa por minimizar esa cercanía, haciendo un pormenorizado recuento del tiempo en que ambos se trataron. Así, relata en una nota al pie: «El Sr. Larrea pasa el año 1925 en España. Vuelve a ver a Vallejo en 1926, 1927 y algunos meses de 1928 y 1929. En los años 1930 y 1931, J. L. radica en el Perú. En 1932 regresa a París y permanece allí hasta 1934. En 1935 deja París. Hasta junio de 1937. Durante sus estadas en París tiene ocasión de tratar con Vallejo. Entre junio del 37 y abril del 38, se ven poco y espaciadamente. Cuando J. L. acude a ver a Vallejo unos minutos antes de su muerte, han transcurrido muchos meses sin que ambos se reencontraran». Y luego, justifica los detalles aportados: «Se hace esta puntillosa relación por cuanto J. L. funda gran parte de la autoridad que le confiere como biógrafo de Vallejo en esa supuestamente larga e íntima amistad. La relación entre ambos —que no tuvo mayor gravitación en la vida de Vallejo— cobra, así, una singular importancia años después de su muerte» (362-363). La cuestión de la relación entre Larrea y Vallejo es un tema de interés lateral, pero que eventualmente ayuda a comprender la trayectoria intelectual de Vallejo, tanto como algunos de los derroteros que siguió la crítica sobre su obra. Víctor Fuentes señala las discrepancias ideológicas entre Vallejo y Larrea, al destacar «impugnaciones de Larrea como escritor de la burguesía» (402). Puntualmente, la cuestión del marxismo del escritor es unos de los aspectos centrales del enfrentamiento de Larrea
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esta lista, agregando entre esos nuevos conocidos a Waldo Frank, Miguel de Unamuno, Antonin Artaud, Andre Aymé, entre muchos otros.9 Las dificultades de los primeros tiempos se ven agudizadas por el hecho de que Vallejo no recibe los pagos acordados por sus trabajos periodísticos. El año 1924 es particularmente duro: en marzo muere su padre; Vallejo cae en una crisis «muy aguda en todos los órdenes: psicológica, espiritual y física», de acuerdo al juicio de Martínez García (1033). Es operado de una hemorragia intestinal en el Hospital de la Caridad. De este período —y de momentos posteriores, porque la abundancia nunca fue durable—, More recoge anécdotas notables sobre la pobreza de Vallejo en París: que dormía en los subtes cuando no tenía alojamiento; que no se sentaba en el subte para no gastar sus pantalones, o no saltaba de los vagones en movimiento para no gastar las suelas de los zapatos; que solía atrasarse en los pagos del alquiler, debiendo recurrir a empeñar objetos propios o de Georgette. Poco a poco, sin embargo, algunas actividades que deparan ingresos se van acomodando. Gracias al apoyo de Maurice de Waleffe, a quien conoce a comienzos de 1925, Vallejo obtiene reconocimiento como periodista en Francia y entra a trabajar, como secretario, en el Bureau Ibero-Américain, puesto que ocupará hasta 1927. Por esa misma época comienza a escribir para las publicaciones limeñas Mundial y Variedad; luego también para La Razón de Buenos Aires.10 Más relevante todavía: comienza a colaborar en la revista de Mariátegui, Amauta, donde en su número 8 publica un relato, «Sabiduría», presentado como capítulo de una futura novela —que será El tungsteno—. En 1926 también obtiene una beca del gobierno español de la que goza entre 1926 y 1927, gracias al apoyo de su amigo Pablo Abril Vivero, según recuerda Georgette (363); renuncia argumentando «discrepancias con la política seguida por el Gobierno del General Primo de Rivera». Martínez García, que cita estas palabras de Vallejo, comenta que, en realidad, lo hace «por obligada decencia personal» (1033). Georgette de Vallejo cita una carta del escritor a Pablo Abril: «Tengo 34 años y me avergüenza vivir todavía becado» (citado en «Apuntes biográficos», 364). Una empresa importante de con Georgette. Lo cierto es que ella dedica 18 de las 22 páginas referidas al año 1931 de sus «Apuntes biográficos» sobre la vida del escritor, a responder las interpretaciones de Larrea sobre la posición y participación en política de Vallejo. En ese esfuerzo argumentativo, un punto importante resultan las publicaciones y libros inéditos escritos ese año, clave en la vida del escritor. Volveremos sobre este punto al referirnos al marxismo de Vallejo, confirmado por la crítica más reciente en abundantes trabajos, dando la razón a la viuda. Más en general, en un artículo que comenta a los críticos que han escrito sobre Vallejo, Max Silva Tuesta clasifica a Larrea entre los «vallejogogos», es decir un demagogo del «vallejismo», y alguien que intentó poner la obra de Vallejo a favor de una tesis personal: el futuro triunfo de la «cultura hispánica» (400). 9 El listado de Georgette de Vallejo es el siguiente: «Y más luego, entre otros, al azar de los años y más o menos de paso: a Marcel Aymé, Jacques Lipchitz, Unamuno, Antonin Artaud, Jean Cassou, Jacques Copou, Jules Supervielle, Torres Bodet, Jean Louis Barrault, Charles Dullin, Robert Desnos, Mousinac, Tristan Tzara, Benjamín Crémieux, René Blech, Claude Aveline, Ilia Ehrenbourg, Vaillant Couturier, Portinari… (más entrevistas con personalidades como el cirujano Goset, Maiakovski, Max Reinhardt, Meyerhold, entre otros, como lo indica su labor periodística)» (363). 10 Eugenio Chang-Rodríguez ha analizado la evolución del estilo de Vallejo en sus crónicas periodísticas, en las que considera que llega a «superar» la marca que el modernismo dejó en ese género. En su evaluación, Vallejo desarrolla un estilo propio, de valor comparable a su poesía: «logra escribir algunos párrafos de crónicas con mejor calidad estética que un buen número de poemas suyos» («La superación del modernismo», 350). Sobre Vallejo como periodista, ver también Winston Orrillo.
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estos años es también la publicación de la revista Favorables-París-Poema financiada por Larrea, de la que salen sólo dos números. En ellos colaboran Vicente Huidobro, Pierre Reverdy, Gerardo Diego, Tristan Tzara y Juan Gris (Flores, César Vallejo, 50). Gracias a su carné de periodista, Vallejo también puede asistir a «teatros, conciertos y exposiciones, y frecuenta por lo demás los cafés en boga»; aunque exclama, tomando distancia de esa vida mundana, según Georgette de Vallejo: «‘Tout ça, ce n’est ni moi ni ma vie’» (364). En 1928 Vallejo viaja por primera vez a Rusia, utilizando cincuenta libras que el Perú otorga a los ciudadanos que quisieran repatriarse. Son varios los críticos que sostienen que, inicialmente, Vallejo tiene intenciones de permanecer allí; Georgette de Vallejo también habla de «la secreta esperanza de fijarse en Moscú» que abrigaba el escritor («Apuntes biográficos», 365). Pero vuelve a Francia en menos de un mes, tras encontrar en el idioma una traba importante.11 Ya está ingresando en el marxismo: a su regreso, Vallejo se entera de que Mariátegui ha fundado el Partido Comunista Peruano y adhiere a la idea, para formar una célula del mismo en París. Escribe, junto con amigos, su «Tesis sobre la acción para desarrollar en el Perú», y una declaración en la que afirma adoptar la ideología «del marxismo y la del leninismo militantes y revolucionarios».12 Hay coincidencia en los críticos que analizaron la filiación marxista de Vallejo con respecto a su adopción de esta ideología. Sostiene Luis Monguió, tras afirmar que los «dos viajes a Rusia son tan cruciales para la biografía de Vallejo como su encarcelamiento en el Perú», para argumentar a favor del acercamiento del escritor al socialismo: «Parece claro que esos años de mil novecientos veintiocho y veintinueve, con sus viajes a Rusia, fueron decisivos en su adhesión a una filosofía política, a una organización política» (66). Luis Hernán Ramírez describe a Vallejo como «ganado por la prédica socialista y convertido en un fervoroso militante de la luchas sociales en las que no cejará hasta el día de su muerte» (149). Miguel Gutiérrez Correa analiza el proceso de acercamiento de Vallejo al marxismo, para concluir que: «Mariátegui y Vallejo, los dos más altos representantes de la cultura democrática del Perú hasta la actualidad, fueron marxistas ‘convictos y confesos’» (77). También habla de «décadas de ocultamiento, de indecoroso tráfico con su memoria», aludiendo a la crítica que minimizó o negó el acercamiento de Vallejo al marxismo (77). Francisco Caudet confirma estas apreciaciones: «Vallejo empezó a acercarse al marxismo en los últimos años de la década de 1920, como resultado de un proceso de concientización político-artístico. La estancia en octubre de 1928 en Rusia fue, en este proceso, un factor decisivo, pero no el único. (…) El marxismo fue la doctrina que le ofreció el método para racionalizar lo que en él estaba desde hacía tiempo cristalizando 11 Ángel Flores cita una carta de Vallejo a Pablo Abril: «No creo que podré quedarme en Moscú. Lo del idioma es terrible. Volveré a París dentro de pocos días y allí le escribiré de nuevo» (79). 12 La declaración, firmada por Vallejo y otros, sostiene en su segundo párrafo: «La ideología que adoptamos es la del marxismo y la del leninismo militantes y revolucionarios, doctrina que aceptamos íntegramente, en todos sus aspectos: filosófico, político y económico-social. Los métodos que sostenemos y propugnamos son los del socialismo revolucionario ortodoxo. No solamente rechazamos, sino que combatimos y combatiremos en todas las formas los métodos y las tendencias de la social-democracia y de la II internacional» (citado en Ángel Flores, 83).
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y para, a la vez, marcar la dirección a seguir en orden a atender el imperativo histórico de transformar el mundo» (780). Por otra parte, en su análisis de los años 1926 a 1932 de la vida de Vallejo, Stephen Hart sostiene que el escritor «pasó por tres etapas claras —revolucionarismo vanguardista, trotskismo y finalmente estalinismo—» (450). Según este crítico, es en la tercera etapa, cuando Vallejo adhiere «al criterio estalinista», que escribe El tungsteno y Paco Yunque. Asimismo, sobre Entre las dos orillas corre el río y Lock-Out dice Hart que «rebosan de un fervor de estalinismo ortodoxo» (455). De este modo, Vallejo se separa de la propuesta del APRA, con la que había estado relacionado por su amistad con Haya de la Torre iniciada en Trujillo. Por esa filiación comunista y su actividad en manifestaciones abiertas y reuniones clandestinas, Vallejo es vigilado por la Sureté y finalmente será expulsado de Francia en diciembre de 1930. Antes de eso, vuelve a Rusia en 1929, acompañado por Georgette, su segunda pareja en París —después de la también francesa Henriette— con quien comienza a convivir precisamente alrededor de la fecha del viaje y se casará en 1934. Esta vez, el viaje —realizado a título de «escritor independiente»— se alarga: la pareja visita Berlín, Leningrado, Moscú, Varsovia, Praga, Colonia, Viena, Budapest, Trieste, Venecia, Florencia, Roma, Pisa y Niza. Como resultado de este segundo viaje a la Unión Soviética, Vallejo publica en 1930 diez artículos en la revista madrileña Bolívar; la serie se titula «Un reportaje en Rusia». Serán recogidos en forma de libro y publicados en 1931, en España. Rusia en 1931, reflexiones al pie del Kremlin resulta un best seller: según Ángel Flores, se agotan tres ediciones en cuatro meses; sólo es superado en ventas por Sin novedad en el frente, de Erich María Remarque. Pero la editorial Ulises no le pagará los derechos por las ediciones segunda y tercera (100). Para explicar este inusitado éxito, Víctor Fuentes se refiere al contexto de la España de 1931, de ebullición política y donde el partido republicano acababa de alcanzar el gobierno, además de observar que, particularmente, los libros de viaje a la Rusia revolucionaria llegaron a constituir casi un «subgénero» en ese momento. También destaca la calidad de la escritura de Vallejo, quien «unía a su conocimiento orgánico del marxismo una acerada capacidad de observación y una sensibilidad creadora: su libro de ‘reflexiones’ es, también, un libro de imágenes con su impronta» (409).13 Hay observaciones discrepantes sobre cómo se sentía Vallejo durante este tiempo pasado en España; de hecho, sobre todo con este período en mente, Rocío Oviedo Pérez de Tudela ha calificado la opinión de Vallejo sobre la ciudad de Madrid como «oscilante» (225).14 Sobre lo que no quedan dudas es que se trata de un momento muy importante 13 Víctor Fuentes menciona otras obras publicadas en España en esos años, también dedicadas a dar testimonio de viajes a la Rusia soviética, como el libro de Rodolfo Llopis, Cómo se forja un pueblo (La Rusia que yo he visto); y el de Diego Hidalgo, Un notario español en Rusia, ambos publicados en 1929 (409). 14 Martínez García habla de una cierta proximidad afectiva del escritor con el país: «Los años vividos en Madrid son, sin duda, los más felices de toda la vida de Vallejo. Es claro que contribuyen a ello hechos tales como su entrañable amistad con Federico García Lorca y con Leopoldo Panero (que le lleva a su casa de Astorga a pasar las Navidades de ese año [1931]), el conocimiento de Unamuno, y la satisfacción misma del trabajo creador al que puede dedicarse, por fin, a su completo placer» (1034). Carlos Meneses destaca especialmente «la amistad que cultivó con los poetas españoles,
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para el escritor, tanto desde el punto de vista de la consolidación de su pensamiento y militancia política como para su trabajo de escritura. Como anticipo, en el verano de 1930 se había publicado en España una edición de Trilce, con prólogo de Bergamín y apoyada por Gerardo Diego, que fue muy celebrada, según Víctor Fuentes (402-403). Este mismo crítico destaca que, entre enero de 1931 y febrero de 1932, Vallejo se entrega «en cuerpo y alma, a una intensa actividad política y literaria» (403). En palabras de Georgette, «En España, Vallejo va a trabajar en forma nunca antes tan intensa» (370). De esos años es no sólo la publicación de Rusia en 1931 y El tungsteno, sino también la escritura de obras que quedarían inéditas por muchos años: el ensayo El arte y la revolución, el cuento Paco Yunque, dos obras de teatro nunca representadas, Lock out y Entre las dos orillas corre el río, y un nuevo reportaje, Rusia ante el segundo plan quinquenal, que Vallejo no pudo publicar a pesar del éxito de Rusia en 1931. Como comenta Víctor Fuentes, «En total, una obra que no tiene parangón (tanto por su extensión en tan corto tiempo, como por su comprensión creadora del marxismo) entre los escritores españoles e hispanoamericanos que, por las mismas fechas, se acercaron o se pasaron a las filas de la revolución proletaria» (403). En paralelo, Vallejo tiene mucha participación política en el Partido Comunista Español, asistiendo a marchas y dando clases de marxismo «por las tabernas y trastiendas del Madrid galdosiano», en la descripción nuevamente de Fuentes (403). Se trata, sin embargo, de un momento de estrechez financiera. Por esos mismos meses, Vallejo recurre a las traducciones para sostenerse: según Georgette, a partir de marzo de 1931 traduce dos obras de Henry Barbusse y una de Marcel Aymé (370). EL TUNGSTENO, MARXISMO Y DENUNCIA NEOCOLONIAL Para la inmensa mayoría de la crítica, Vallejo ha sido durante mucho tiempo —y en gran medida continúa siendo— fundamentalmente un poeta. Su obra en prosa, periodística, narrativa y teatral, ha sido casi unánimemente considerada de poca calidad e interés. En palabras de Guido Podestá en la introducción a la primera edición crítica de su teatro completo: «El reconocimiento universal que ha merecido la poesía de César Vallejo ha dejado en segundo plano su obra narrativa y ensayística, y casi ocultado por completo aquélla dedicada a la composición teatral» (17). En ese general descuido y menosprecio, El tungsteno ocupa un lugar especialmente destacado, al ser considerado por una parte importante de la crítica como una obra fallida. La situación es tan marcada, que en la introducción de su ponencia ante un congreso, Ramiro de Casasbellas tanto los integrantes de la generación del 27 como otros menores de edad». Además de García Lorca y Panero, menciona a Gerardo Diego, Rafael Alberti, Bergamín, Dámaso Alonso («1931, en vida y obra», 39-40). Ángel Flores, en cambio, cita una carta a Juan Larrea que parece indicar una disposición de ánimo menos entusiasta: «Aquí, en Madrid, hay sólo pocas cosas que me gustan: el sol, que es infalible, como el papa; el arroz a la valenciana (que, dicho sea de paso, lo están haciendo ahora muy mal), las famosas angulas, que tú me hiciste probar hace ya tantos años; los ascensores de las casas y la tranquilidad aldeana en que se vive. Como verás, esto es muy poca cosa, al lado de lo que Madrid tiene de aburrido, de vacío y de aldeano precisamente» (103).
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se disculpa por ocuparse de estos trabajos del escritor: «mis primeras palabras tienen que ser para pedir disculpas por ocuparme de la parte sin duda menos importante de la obra de Vallejo, como es su prosa …» (163). La ponencia se perdió, porque no pudo ser grabada y De Casasbellas nunca la presentó por escrito. Pero quedan dos párrafos, sumamente elocuentes, donde este crítico parece rescatar tímidamente Escalas melografiadas y Fabla salvaje para hundir definitivamente El tungsteno: Esta obra en prosa de Vallejo supera en cantidad a su corta y entrecortada obra poética. No la supera, en cambio, en trascendencia, en riqueza, siquiera como ejemplo de una cierta renovación literaria. Dicho de otro modo, esa obra en prosa es apenas creativa, aun cuando su autor haya intentado que lo fuera, al menos en sus dos primeros volúmenes publicados en Lima antes de domiciliarse en Europa. Lo que escribe en Europa es, con escasas excepciones, un extenso panfleto de calidad despareja (…). El extenso panfleto de Vallejo se inicia con la correspondencia que envía a la prensa peruana, y cunde también dentro de lo que debió ser —o de lo que él quiso quizá que fuera— una novela (163).
Es oportuno destacar que estas palabras de De Casasbellas forman parte de la publicación Aula Vallejo, resultado de los congresos del mismo nombre organizados por Juan Larrea entre 1959 y 1974 en la Argentina, a los que asistieron algunos de los expertos más reconocidos de la obra vallejiana. Esta publicación es considerada por César Toro Montalvo en su trabajo crítico sobre la bibliografía de Vallejo «el primer eslabón vallejiano de significación continental» (413). Es decir, no se trata de una crítica que pueda considerarse marginal o poco representativa. Por otra parte, que el juicio es compartido por la audiencia experta resulta confirmado en la discusión que sigue a la ponencia de De Casasbellas, en la que J. Higgins coincide explícitamente con esa opinión, al sostener que «Vallejo como prosista es muy inferior y distinto a como poeta»; y André Coyné define, contundente, El tungsteno como una «novela fracasada» (citados en De Casasbellas 163 y 165).15 Puede deducirse el asentimiento del propio Larrea —que participa de la discusión— a partir de su silencio sobre el punto. Otro comentario revelador con respecto al poco valor que ha dado la crítica a El tungsteno, es el de Kevin J. O’Connor quien, en su prólogo a la primera traducción de la novela al inglés, realizada en fecha tan tardía como 1988 —dato elocuente por sí mismo— sostiene, resumiendo la posición de la crítica sobre esa obra: «ha sido proscripta del canon de la literatura latinoamericana contemporánea como una novela proletaria 15 Muy poco antes de su participación en Aula Vallejo, Coyné había ofrecido una justificación sobre su negativa valoración de la obra en prosa del escritor. Sostuvo a propósito de una edición de las obras narrativas de Vallejo en 1967: «Cabe precisar aquí que si nos felicitamos por la publicación de la narrativa completa de Vallejo, es porque justamente se trata de la narrativa de Vallejo, el cual nos concierne como poeta de modo que cuanto él lleve escrito en otros campos nos interesa, aunque no llegue a la altura de su poesía. Y no cabe duda que en ningún momento las novelas y cuentos de Vallejo llegan a la altura de su poesía, por la sencilla razón que, si existe un estilo poético de Vallejo —que percibimos desde Los heraldos negros y que culmina en Poemas humanos— no existe un estilo narrativo correspondiente» (Medio siglo, 180).
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(que lo es) y un lamentable y anómalo desvío narrativo en el desarrollo de un genio poético. (…) Que Vallejo, el poeta cuyo brillante y provocativo verso todavía desafía a los lectores, haya decidido realizar una novela de la revolución socialista ha causado no poca consternación entre sus críticos» (x). En el mismo sentido puede leerse la opinión de Antonio Merino, uno de los mayores expertos recientes sobre la obra de Vallejo, editor de su Narrativa completa. En el estudio preliminar a la edición de la misma en 1996, este crítico en primer lugar alude al poco interés de la crítica académica por la obra no poética de Vallejo, basado en su negativa valoración; y en segundo lugar se siente obligado a rescatar el trabajo formal que exhibe la obra en prosa del escritor, y a sugerir la necesidad de que la crítica se dedique más intensamente a la misma: «tanto su prosa como su poesía ofrecen niveles de desarrollo formales (…) muy parecidos, y su estudio comparativo, contrastado con las fechas y los ‘estados de ánimo’ del autor, nos permitiría afrontar una visión más cercana y global a su pensamiento y a sus textos» (8). Serge Salaün encuentra motivos ideológicos detrás del «pertinaz silencio» de la crítica en relación con la obra narrativa y teatral; aunque no son las únicas razones que propone. Sostiene que la actitud desvalorizadora hacia la obra en prosa de Vallejo dice más de la propia historia de la crítica que de los valores de su trabajo, en la medida en que incluso los críticos marxistas sostienen «la imagen de un Vallejo víctima de su adhesión política». La negación de su trabajo novelístico y teatral, entonces, representaría un gesto de «piedad paternalista»: «es ésta una actitud que presenta el mérito de silenciar una parte importante de su producción, de eludir ciertas problemáticas esenciales y de liquidar los presupuestos ideológicos definitivamente condenables» (71-72). Como sostiene este crítico, al menos una parte de los comentarios negativos sobre El tungsteno pueden relacionarse con cuestiones ideológicas; siendo el ejemplo más claro el de Larrea. Nos interesa subrayar, de todos modos, que en concordancia con su posición y, como hemos visto en las observaciones de Beverly acerca de la visión dominante de la crítica sobre la novela social, aún críticos de izquierda han coincidido en desvalorizar este tipo de literatura. A pesar de las divergencias ideológicas, el efecto de estas dos corrientes termina siendo convergente y potenciándose, lo que contribuye a explicar la situación de lectura y circulación sumamente sesgada de la obra de Vallejo durante varias décadas. Ahora bien, ya en los comienzos de la década del setenta se oían voces como la de Raimundo Lazo que no sólo reconocían valor a los trabajos en prosa de Vallejo, sino que señalaban la necesidad de analizarlos para comprender cabalmente la obra total del escritor, además de sus aportes al desarrollo de la narrativa de la región. Razones por las cuales Lazo incluye en su libro La novela andina el análisis de El tungsteno. Así justifica su decisión: «Junto a lo sobresaliente de su poesía, hay que tener presente su vivo y variado periodismo literario y político-social, su obra agudamente ensayística, y con muy notable atractivo, su narración imaginativa, novela y cuento (…)» (48). Confirmando esta reorientación de la crítica que sugiere el comentario de Lazo, críticos como Benito Varela Jácome destacan que el interés por la obra en prosa de Vallejo comenzó a 185
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incrementarse a partir de la década del ochenta: «La crítica internacional ha valorado la singular participación del poeta peruano en el movimiento vanguardista y, en la última década, el compromiso ideológico y social de su producción narrativa» («La estrategia novelística», 707). Precisamente, se trata de la fecha aproximada en que se publica el artículo de Beverly que comentamos al comienzo de este capítulo. En el mismo, Beverly relata que se sintió atraído a la lectura de la novela de Vallejo, lectura que derivaría en su actitud reivindicatoria hacia la misma y hacia todo el género de la novela social, «en parte por su fama de experimento fracasado, abigarrado, deformado por un esquematismo stalinista» («El tungsteno de Vallejo», 168). El modo de describir la opinión dominante de la crítica sobre El tungsteno resulta indicativo de las razones por las que Beverly elige esta novela como ejemplo de un tipo de literatura: dentro de un sub-género desvalorizado, resulta una obra particularmente castigada. Por eso es que toma El tungsteno como caso para desarrollar su argumentación a favor de la novela social, a partir del cual extiende el alcance de su interés, recomendando que no sólo esta novela sino que, más generalmente, este tipo de narrativa pase a ocupar un lugar más importante en el trabajo crítico: «(…) obras como El tungsteno merecen una elaboración crítica mucho más extensiva; como en el caso paralelo del testimonio, deben ser mudadas de la periferia de nuestra experiencia de la literatura al centro» (167). Vallejo publica El tungsteno en la Editorial Cenit, dentro de la colección La Novela Proletaria. Se trata de una editorial creada por Rafael Giménez Siles, una de las muchas fundadas durante el estallido de publicaciones de izquierda que se dio entre el final del reinado de Alfonso XIII y la Guerra Civil. Surgida de la revista El Estudiante, donde colaboró Mariátegui (López Alfonso, 417); y «conocida por su excepcional y pluralista orientación en el campo de la izquierda marxista», en la caracterización de Ricardo Melgar Bao (153, n. 25), Cenit fue una de las editoriales innovadoras en su estilo de comercialización, que le dio a sus libros —con tiradas promedio de mil ejemplares— una difusión bastante amplia en España y en América Latina, donde era distribuida por Espasa-Calpe. «Cenit supuso un hito en la historia comercial de la literatura revolucionaria de España, tradicionalmente recluida en un gueto condenado a consumirse en sí mismo», en la evaluación de Gonzalo Santonja (46). En Cenit publicaron cuatro autores latinoamericanos de izquierda: Hernán Robleto, Vallejo, Rosa Arciniega y Demetrio Aguilera Malta. Es significativo que la única obra latinoamericana publicada en esta editorial con anterioridad a El tungsteno, en 1930, haya sido una de Robleto, Sangre en el trópico, que narra la intervención norteamericana en Nicaragua, ocurrida en 19261927. Es decir, que se refiere a sucesos estrictamente contemporáneos y está orientada a la exploración de la situación de un país latinoamericano en relación con la expansión en la región del imperialismo norteamericano, con cierto sentido de urgencia. El tungsteno es una narración, casi completamente lineal, acerca de los cambios sociales, económicos y políticos provocados por el inicio de la explotación de una mina de tungsteno, ubicada en la zona andina de Cuzco, a partir de su compra por una empresa norteamericana, en vísperas de la Primera Guerra Mundial. La trama se centra en 186
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contar los abusos perpetrados por los representantes extranjeros y locales de la empresa sobre las poblaciones locales de trabajadores y de indígenas, en dos fases. De las tres secciones de la novela, en la primera se establecen las bases de la explotación, y se detallan diferentes formas de despojo, y de violencia personal. En esta sección, el grupo explotado por excelencia es el de los indígenas soras, que son desposeídos de sus tierras y bienes. También se destaca una escena de violación colectiva, seguida de muerte, cometida contra una indígena que era amante de un empleado de la empresa. En la segunda sección, se inicia una segunda fase, al acentuarse la explotación de la mina debido a que la empresa debe aumentar la producción de tungsteno por la guerra; entre los abusos que se cometen, se recurre a la leva forzada en condiciones infrahumanas. Aquí, las víctimas privilegiadas son los yanaconas, quienes deben obedecer leyes que no conocen; y de cuyos abusos, por lo tanto, no pueden defenderse. La brutal leva a que son sometidos los yanaconas desencadena la protesta de los trabajadores de la ciudad de Colca, que culmina en una escena de represión colectiva. Otro importante episodio de esta segunda sección cuenta un momento en la vida de dos hermanos, socios de la empresa, quienes comparten una misma amante indígena, a la que maltratan y embarazan, quedando en duda a cuál de los dos corresponde la paternidad. Finalmente, la sección tercera, la más breve, está dedicada a una larga conversación en que un trabajador indígena con cierta iniciación a la política, Servando Huanca, comienza una alianza con empleados de baja jerarquía de la empresa, que parece anunciar una futura rebelión organizada, la que es sugerida por las palabras finales de la obra: «El tiempo soplaba afuera, anunciando tempestad» (El tungsteno, 206). Hay dos aspectos de la novela que han sido repetidamente señalados por la crítica: su carácter «realista», y su sometimiento a la mostración de una «tesis», en función de un cierto «realismo socialista». Estas dos opiniones generalizadas quedan de manifiesto en el siguiente comentario de Jean Franco, en su trabajo clásico, César Vallejo. The Dialectics of Poetry and Silence, dedicado fundamentalmente a la poesía de este autor. Si bien Franco trasciende esas opiniones con su propuesta, de todos modos las admite como válidas, apuntando a un sentido de la obra que retomaremos: «El tungsteno no puede simplemente ser descartada como un laborioso intento de realismo socialista. Vallejo aquí está preocupado no sólo con documentar y develar la injusticia, sino también con los niveles de conciencia de los diferentes personajes en relación con su ideología de clase» (156). Ahora bien, en este sentido la crítica parece haber seguido, sin mucha reflexión, la sugerencia del prólogo de la primera edición, firmado editorialmente como «Cenit», que insiste en las bases documentales y de experiencia vivida de la obra, a través de una construcción concesiva aunque no por ello menos asertiva: «Fruto de su contacto [de Vallejo] con las masas obreras del Perú es esta novela vivida o crónica novelada, en que hay algo más que un ‘reportaje’, como modestamente deseaba verla clasificada su autor (…)» (El tungsteno, 10). Cierto es que la crítica ha encontrado las bases referenciales de la obra, incluso con bastante detalle. Rogger Mercado se ha referido a El tungsteno como novela anti-imperialista, basada en la denuncia de sucesos ocurridos 187
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efectivamente. Lo interesante de su comentario es que deja en evidencia una lectura muy clara de la novela como representante del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. La terminología que usa Rogger Mercado es marcadamente valorativa: [El tungsteno] Se basa en la cruel e inicua explotación imperialista de la Northern and the Smelting Company contra las grandes masas campesinas de la provincia de Santiago de Chuco, su tierra natal, y de otros lugares aledaños. Pues en Quiruvilca y Shore, Callacuyán y Samne, aquel consorcio extranjero se había establecido para succionar la riqueza del país, dejando en cambio, cadáveres y sangre regados en los socavones oscuros y lagrimeantes, por tanta vida sepultada en el cardenillo verdoso de sus rocas pétreas. Éste es el drama que recoge Vallejo y cuyo mensaje continúa tocando los pechos libérrimos de la juventud (142).
En nuestra opinión, si bien admitimos que hay aspectos de la misma que justifican la caracterización de la novela como una obra con elementos documentales y que presenta una tesis —en particular, el capítulo final—, creemos que se trata de un trabajo que excede la demostración de un punto específico, para contribuir a una exploración más amplia sobre las implicancias y mecanismos del imperialismo en relación con la explotación de recursos naturales en la periferia latinoamericana. En este sentido, coincidimos con la caracterización de Beverly, quien ha resumido oportunamente el sentido general de la obra señalando un abanico de aspectos que resultan discutidos en la novela, en la medida en que El tungsteno puede considerarse un esfuerzo en busca de una forma narrativa que pudiera «representar el imperialismo, las nuevas relaciones humanas que implica, los conflictos de transculturación a que da lugar, su transformación de la forma de subjetividad burguesa, el nuevo mundo social del capital financiero, el trabajo mecanizado, la tecnología» («El tungsteno de Vallejo», 173). En el análisis de las primeras páginas de la novela puede verse claramente que esta preocupación de Vallejo por elaborar un modo de hablar del imperialismo se resuelve en El tungsteno apelando a los elementos característicos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Elementos que la lectura apenas comentada de Rogger Mercado retoma y destaca —del mismo modo que la lectura de Onetti lo hacía con los cuentos de Quiroga, como vimos al final del capítulo 3. El tungsteno propone una forma para hablar del imperialismo, un modo de entender la realidad. Y resulta tan persuasivo que esa visión termina pareciendo ser la «realidad». En este sentido, es muy elocuente el párrafo inicial de la novela, que establece una ruptura nítida con la situación previa al comienzo del relato: «Dueña, por fin, la empresa norteamericana ‘Mining Society’, de las minas de tungsteno de Quivilca, en el departamento de Cuzco, la gerencia de Nueva York dispuso dar comienzo inmediatamente a la extracción del mineral» (El tungsteno 15). Es particularmente significativo el ablativo absoluto del inicio, construido a partir del participio pasivo irregular del verbo «adueñar». Este participio, acompañado de la expresión conclusiva «por fin», sugiere que se trató de una acción planificada y hasta trabajosa por parte de la empresa que compró la mina, para alcanzar un recurso natural de valor: el tungsteno. El final de la oración agrega un matiz de urgencia, en particular a 188
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través del adverbio «inmediatamente». Por otra parte, la ocurrencia en la misma oración del nombre en inglés de la empresa, subrayado por la mención de la localización de su casa matriz en los Estados Unidos y el nombre de la localidad y departamento de la mina en el Perú, establece un contraste que marca la idea de la enajenación del patrimonio del país y marca la situación de control de un territorio desde la distancia. Tenemos, entonces, ya en el primer párrafo de El tungsteno, dos de los cuatro elementos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: el explotador extranjero y el recurso natural, situado en el territorio nacional. Vale la pena detenernos, tangencialmente, en la breve explicación sobre la localización de la mina: ¿se trata de vincular la zona a la tradición indígena? ¿De hacer una aclaración para un público no familiarizado con la zona? ¿De sugerir la localización remota, poco conocida, de las minas? En Aula Vallejo, en la discusión que sigue a la ponencia de De Casasbellas que comentamos, hay un interesante intercambio sobre la cuestión de la localización de la acción de la novela. Completamente convencidos Coyné y Larrea de la función documental de la obra, argumenta el primero: «Ahora, Quivilca es, evidentemente, Quiruvilca, ¿no? Quiruvilca es un asiento minero que se encuentra entre Santiago de Chuco y Huamachuco, la ciudad donde Vallejo nació y aquella otra donde hizo sus estudios secundarios» (citado en De Casasbellas, 168). Insistiendo en el mismo punto, Coyné agrega que el único cambio en cuanto a la localización corresponde al traslado de la acción «del norte al sur del Perú, ya que la novela sucede cerca de Cuzco», desplazamiento que Larrea atribuye al «anhelo incaico» de Vallejo. Finalmente, Coyné descalifica las declaraciones de Georgette de Vallejo sobre que El tungsteno se habría basado en la experiencia del escritor en un establecimiento azucarero situado en la zona costera del Perú, que comentamos previamente. Aunque este crítico reconoce que hay una mención a ese establecimiento en la novela, se pregunta muy extrañado por qué la viuda «se empeña en decir que Quivilca proviene de los recuerdos de la Hacienda Roma» (citado en De Casasbellas, 168-169).16 Sorprendentemente, un crítico por lo demás tan perspicaz, no puede llegar a una conclusión obvia: que la novela no sea mero documentalismo. Que haya en ella elementos simbólicos y alegóricos que trasciendan la representación «realista» de una situación particular —la explotación de las minas en la zona andina del Perú— para dar espacio a la discusión de cuestiones más amplias. Por otra parte, en relación con esta discusión sobre la localización de la acción de la novela y las observaciones de Vallejo que podrían haberla inspirado, resultan importantes dos aportes. El primero es de Jean Franco, quien no sólo confirma las observaciones de Georgette de Vallejo sobre la condiciones de vida de los peones de la hacienda Roma, sino que agrega el hecho de que esta situación haya promovido la organización de los 16 Debe tenerse en cuenta que no se trata de una opinión casual de Coyné. Este crítico insiste en la cuestión de la localización de la acción de El tungsteno en Quiruvilca y en su discrepancia con la opinión de la viuda de Vallejo sobre Hacienda Roma en otras publicaciones. Veáse, por ejemplo, las recogidas como capítulos de Medio siglo con Vallejo: «A propósito de Novelas y cuentos completos de César Vallejo» (176-177); y «Carta a Carlos Milla sobre El tungsteno y Poemas humanos» (412-413).
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trabajadores; se trata de un aspecto sobre el que Vallejo pudo haber reflexionado con posterioridad, a partir de su propia conversión al marxismo. También observa esta crítica que esas plantaciones lograron cierta independencia en relación con sus actividades exportadoras, habiendo llegado incluso a tener sus propios puertos (César Vallejo, 6). El segundo aporte es una observación de Antonio Cornejo Polar sobre el tiempo que el escritor pasó en Trujillo. Precisamente en los mismos años en que Vallejo y sus jóvenes colegas escandalizaban el sopor provinciano con su bohemia y su acercamiento a las vanguardias, a mediados de la primera década del siglo, el área comenzaba a pasar por un proceso de modernización acelerada. Se trata de una transformación vinculada con la inserción de la economía agraria de la costa en la economía capitalista mundial, en relación con las actividades, precisamente, de los ingenios, cuya propiedad se concentra y se orienta a la exportación. Agudamente, Cornejo Polar comenta que la presencia de Vallejo en este Trujillo en acelerada transformación es un aspecto que «no ha sido tomado en cuenta por los estudiosos de Vallejo». Este proceso, caracterizado como de «enorme trascendencia» por Cornejo Polar, consistió en «la concentración monopólica y la desnacionalización de las haciendas e ingenios azucareros de la región, absorbidos por el capitalismo moderno e internacionalizado, con el consiguiente cambio de los modos de producción y de las relaciones sociales (…)». Esta transformación, que se completa diez años después, lleva a que apenas tres empresas queden a cargo de las casi cien propiedades agroindustriales previas, «produciendo el más rápido, contundente y decisivo proceso de modernización capitalista en el Perú de la primera mitad del siglo XX» (César Vallejo, 674). En función del propósito general de nuestra indagación, la construcción del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, la discusión sobre el origen «documental» de los sucesos narrados en El tungsteno disparada por el comentario de Georgette de Vallejo, más que desconcertante, resulta iluminadora: creemos que El tungsteno no es una novela sobre las minas, ni una novela andina, ni una novela solamente indigenista, aunque esté ambientada en ese paisaje, hable sobre la explotación del tungsteno y relate el trato brutal a que son sometidos ciertos sectores de la población: los nativos y los mestizos. Se trata de una obra que analiza las complejidades de la inserción de un país latinoamericano en el mercado internacional, en una posición subordinada; una posición que evoca la situación colonial —que es parecida, pero no igual, a la misma—. Que Vallejo haya elegido el tungsteno, las minas, el paisaje andino, parece obedecer, fundamentalmente, a la posibilidad de construir un «caso» que le permitiera reflexionar sobre un proceso que no era, como veremos que se argumenta en la propia obra, privativo de la zona andina del Perú, ni del Perú, sino que estaba ocurriendo en toda América del Sur. Retomando el análisis del comienzo de la novela, en el segundo párrafo de El tungsteno, se presenta el tercer elemento clave del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: el grupo social explotado, que en esta obra se ve aparentemente desdoblado en dos protagonistas colectivos, los trabajadores y los indígenas: 190
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Una avalancha de peones y empleados salió de Colca y de los lugares de tránsito, con rumbo a las minas. A esa avalancha siguió otra y otra, todas contratadas para la colonización y labores de minería. La circunstancia de no encontrar en los alrededores y comarcas vecinas de los yacimientos, ni en quince leguas a la redonda, la mano de obra necesaria, obligaba a la empresa a llevar, desde lejanas aldeas y poblaciones rurales, una vasta indiada, destinada al trabajo de las minas (15).
Es significativo cómo la caracterización de estos dos grupos humanos parece acercarlos. En primer lugar, se presenta un actor que es designado con expresiones que suponen conjuntos, las que apuntan por sus connotaciones a tres universos de significado: la naturaleza («avalancha»), el mundo del trabajo («peones», «empleados», «mano de obra») y, finalmente, el mundo colonial, marcado por la división en razas («vasta indiada»): hay, entonces, una aproximación entre los trabajadores y los indígenas. Si bien no puede hablarse de una identidad en el referente, parece sugerirse que la mayoría de los trabajadores son indígenas; ya que, por hallarse la expresión «vasta indiada» en último lugar, funciona como un hiperónimo de las anteriores designaciones. Volveremos sobre este punto en el capítulo siguiente, que está relacionado con la cuestión de si El tungsteno es una novela proletaria o indigenista. Este colectivo humano adquiere también un matiz de abundancia, de cierto carácter aparentemente inagotable. Se produce, entonces, un acercamiento entre los recursos humanos y el recurso natural. Este párrafo también señala la soledad y aislamiento del lugar, adelantando un contraste entre esos recursos humanos abundantes que acuden al lugar de explotación de las minas y el carácter desértico de la zona. Se establece así una cierta tensión, que apunta al futuro problema de la escasez de trabajadores en la zona; se trata de una de las líneas narrativas que harán avanzar el relato a partir de la segunda sección, para llevar al momento climático de la trama, con la violenta leva de otros indígenas, los que todavía no habían sido incorporados a la economía capitalista: los yanaconas. En este segundo párrafo también es reveladora la ocurrencia del término «colonización». Puede entenderse como una segunda etapa de poblamiento, con población introducida, inmediata a la que podríamos llamar etapa de «conquista» narrada en el primer párrafo —la apropiación de las minas por parte de la Mining Society—. Tenemos, entonces, primero la «conquista» por la compra y, luego, la «colonización» con nuevos habitantes: como en la historia americana. El carácter colectivo de estos actores que representan al grupo social explotado ha sido entendido a veces por la crítica como una falencia de El tungsteno, crítica que se ha extendido a obras indigenistas y a ciertas novelas de la tierra, sobre las que se ha dicho que no alcanzan a construir verdaderos personajes. Acerca de esta objeción, resulta clarificadora la respuesta de Cornejo Polar, quien comenta sobre la novela indigenista que, en la misma, los personajes «expanden su significación muy por encima del ámbito que les correspondería como individuos. A veces hasta alegóricos, los personajes de este sistema novelístico no desarrollan ante el lector una aventura individual sino, más bien, una historia colectiva y simbólica» (Literatura y sociedad en el Perú, 191
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69). Merece recordarse, en este punto, el comentario de González Echevarría sobre el carácter alegórico de las novelas de la tierra, que vimos un poco antes en este mismo capítulo. Dada la importancia del personaje individual en las novelas realistas europeas del siglo XIX, que establecieron las características del sub-género, resulta claro que el hecho de que los personajes de las novelas indigenistas y de la tierra sean descriptos como colectivos alegóricos aleja a este tipo de literatura de aquélla. También reclama un diferente análisis de los mismos. El cuarto elemento característico del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, el grupo local que se asocia con el grupo extranjero, aparece unos párrafos más adelante, cuando se introduce a otros personajes, esta vez individualizados por sus nombres y cargos. Ahora bien, a pesar de estos aspectos, puede decirse que esos personajes son también presentados como un conjunto, aunque con una diferencia sustancial: son un grupo organizado de manera especializada —con división del trabajo— y jerárquica. Son un grupo representativo del capitalismo tal como se realiza en un país periférico y dependiente: En la primera avalancha de peones y mineros marcharon a Quivilca los gerentes, directores y altos empleados de la empresa. Iban allí, en primer lugar, místers Taik y Weiss, gerente y subgerente de la ‘Mining Society’; el cajero de la empresa, Javier Machuca; el ingeniero peruano Baldomero Rubio, el comerciante José Marino, que había tomado la exclusiva del bazar y de la contrata de peones para la ‘Mining Society’; el comisario del siento (sic) minero, Baldazari, y el agrimensor Leónidas Benites, ayudante de Rubio (El tungsteno, 17).
Merece destacarse que en el colectivo «gerentes, directores y altos empleados de la empresa» se incluye a las fuerzas de seguridad. No parece un descuido, ya que se repite unas páginas más adelante, como veremos enseguida. Ciertamente, se trata otra vez de señalar que las decisiones están en manos de los extranjeros, incluyendo la defensa de la ley y el orden. Ahora bien, antes de esta presentación de los personajes del grupo social de los explotadores, se dedican algunos párrafos a trazar un cuadro general del aumento de la actividad económica en la zona, generado por el comienzo de la operación de las minas. Con ironía, se traza un panorama en el que el interés económico se convierte en el motor de las acciones, que se aceleran de manera inédita en la zona, como se sugiere con bimembraciones y enumeraciones, que dan un sentido de acumulación. Sobre el final del párrafo, se insiste en que todo este aumento de la actividad es motivado por la operación de los actores extranjeros, quienes constituyen el verdadero motor de las acciones descriptas hasta este momento y, en última instancia, de la trama; lo que subraya nuevamente la preocupación de la narración por la cuestión del imperialismo. Esta vez, el señalamiento se hace a través de una metonimia bastante clásica: lo que mueve todo es el dinero, los «dólares de la ‘Mining Society’». Lo novedoso de la situación, su carácter inédito, queda subrayado por los adjetivos «inauditas» e «inusitado», que están colocados en posición destacada, al cierre de dos oraciones; siendo la segunda, además, 192
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cierre de párrafo. Se trata de una situación extraordinaria; éste es un segundo aspecto que crea tensión en el comienzo de la novela: El dinero empezó a correr aceleradamente y en abundancia nunca vista en Colca, capital de la provincia en que se hallaban situadas las minas. Las transacciones comerciales adquirieron proporciones inauditas. Se observaba por todas partes, en las bodegas y mercados, en las calles y plazas, personas ajustando compras y operaciones económicas. Cambiaban de dueños gran número de fincas urbanas y rurales, y bullían constantes ajetreos en las notarías públicas y en los juzgados. Los dólares de la ‘Mining Society’ habían comunicado a la vida provinciana, antes tan apacible, un movimiento inusitado (15).
Con un giro humorístico, el narrador sugiere luego que hasta el amor parece regido por el mismo interés, en una figura en la que se produce un desplazamiento de sentido de «los hombres» a «los lejanos minerales», que son los que se convierten en objeto de afecto: «Las mozas de los arrabales salían a verlos pasar [a los hombres], y una dulce zozobra las estremecía, pensando en los lejanos minerales, cuyo exótico encanto las atraía de modo irresistible» (16). Hay en estas primeras páginas un tercer elemento que inicia una cierta tensión: el paisaje escarpado, marcado por el aislamiento, que convierte en víctimas a los seres humanos. Ahora bien, el paisaje no actúa sobre todos los seres humanos de manera generalizada: en la siguiente cita, el colectivo «la gente» tiene un alcance restringido, ya que se refiere a los trabajadores. Los mismos quedan expuestos a los rigores de la naturaleza de un momento para otro; son «sometidos bruscamente», como corresponde al interés por iniciar «inmediatamente» la explotación de las minas. Se relata específicamente que a los trabajadores no se les proveen los medios tecnológicos necesarios, ni suficiente alimentación y abrigo: «Varias veces se suspendió el trabajo por falta de herramientas y no pocas por hambre e intemperie de la gente, sometida bruscamente a la acción de un clima glacial e implacable» (18). En contraste con estos trabajadores que tienen frío y hambre, se dice una páginas más adelante de los altos empleados de la empresa, mientras se los describe tomando coñac, que estaban «todos trajeados y forrados de gruesas telas y cueros contra el frío» (31). Nuevamente, vemos en El tungsteno como en Los yerbales, que la naturaleza es poderosa, es «implacable», pero sólo para los oprimidos, que son privados de los medios adecuados para enfrentarse a ella. Sin dudas, el personaje que es presentado más extensamente en la primera sección de la novela es otro actor colectivo: los soras. Son indígenas que, hasta la llegada de la empresa a la zona, parecen haber vivido en una situación primitiva, cuestión que la novela sugiere pudo deberse a su relativo aislamiento. Es decir, que, a diferencia de la «vasta indiada» convocada para el trabajo en las minas, los soras habían logrado mantenerse al margen de su incorporación al sistema capitalista. El narrador les dedica extensas reflexiones y el relato de anécdotas ilustrativas sobre su interacción con los trabajadores y directivos de la empresa en dos momentos: cuatro páginas y media entre las páginas 18 y la 23; seis entre las páginas 25 y 30. E inmediatamente, los soras son el tema de conversación en una escena en el bazar de José Marino, que funciona tam193
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bién como despacho de bebidas, en la que participan todos los personajes identificados previamente como directivos y altos empleados de la empresa. Esta conversación lleva nada menos que siete páginas, entre la 31 y la 38. Estos largos segmentos dedicados a los soras parecen aludir a una suerte de nueva conquista de América, con la reflexión mutua sobre las características del «otro», la inevitable sorpresa e incomprensión, y los intercambios desiguales. Los soras son descriptos de manera idealizada y levemente infantilizada, como seres cándidos y generosos, que no oponen resistencia a los avances de los nuevos colonizadores. Por el contrario, colaboran con ellos haciendo gala de una capacidad de desprendimiento que resulta desconcertante para los recién llegados; tanto para los directivos y altos empleados de la empresa como para los propios trabajadores —quienes como dijimos, son en gran parte indígenas—. Se trata, además, de una generosidad que es muy útil a los colonizadores; por lo que resulta que los soras están actuando en contra de su propio interés. Por otra parte, las conductas de directivos y trabajadores de la empresa también sorprenden a los soras. En este primer fragmento, vemos también una más clara referencia a un futuro conflicto: el hecho de que puedan ser requeridos como mano de obra para las minas Los soras, en quienes los mineros hallaron todo género de apoyo y una candorosa y alegre mansedumbre, jugaron allí un rol cuya importancia llegó a adquirir tan vastas proporciones, que en más de una ocasión habría fracasado para siempre la empresa, sin su oportuna intervención. Cuando se acababan los víveres y no venían otros de Colca, los soras cedían sus granos, sus ganados, artefactos y servicios personales, sin tasa ni reserva, y, lo que es más, sin remuneración alguna. Se contentaban con vivir en armoniosa y desinteresada amistad con los mineros, a los que los soras miraban con cierta curiosidad infantil, agitarse día y noche, en un forcejeo sistemático de aparatos fantásticos y misteriosos. Por su parte, la «Mining Society» no necesitó, al comienzo, de la mano de obra que podían prestarle los soras en los trabajos de las minas, en razón de haber traído de Colca y de los lugares de tránsito una peonada numerosa y suficiente. La «Mining Society» dejó, a este respecto, tranquilos a los soras, hasta el día en que las minas reclamasen más fuerzas y más hombres. ¿Llegaría ese día? Por el instante, los soras seguían viviendo fuera de las labores de las minas (19).
Eventualmente, el narrador ensaya una explicación para esta sorprendente actitud de los soras, en relación con su capacidad de trabajo y su comprensión de la economía como una cuestión comunitaria. Queda claro que el narrador está introduciendo elementos que apuntan a trazar un panorama sobre la extrema vulnerabilidad de los soras frente al avance de la empresa y sus acólitos en su territorio. Los soras son los perfectos colonizables podría decirse; aparentemente, no van a oponer resistencia a esos avances: «Sin cálculo ni preocupación sobre cuál fuese el resultado económico de sus actos, parecían vivir la vida como un juego expansivo y generoso. Demostraban tal confianza en los otros, que en ocasiones inspiraban lástima» (22-23). La alusión a la primera colonización de América, que estaría reeditándose en este presente imperial, neocolonial, de comienzos del siglo XX, se acentúa con la referencia a las baratijas que se ofrece a los 194
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soras a cambio de sus bienes, reiterando un lugar común sobre el primer encuentro de los españoles con los nativos de las Américas, e insistiendo en su primitivismo a través de una animalización. Los soras resultan seducidos por las cosas «raras» que veían en el bazar: «franelas en colores, botellas pintorescas, paquetes polícromos, fósforos, caramelos, baldes brillantes, transparentes vasos, etc.» Se sentían «atraídos al bazar, como ciertos insectos a la luz» (25). En general, la presencia y caracterización de este personaje colectivo bastante peculiar y poco realista como resultan ser los soras ha sido considerada por distintos críticos como marca de la actitud indigenista —por lo reivindicatoria— de Vallejo. Lectura que resulta por lo menos paradójica, ya que, con su aspecto de «buen salvaje», resultan ser personajes más propios del romanticismo de la novela indianista, como analizaremos in extenso en el capítulo siguiente. En este sentido, Lazo ha señalado que los soras de El tungsteno resultan inverosímiles, que parecen personajes de otro siglo; esta observación coincide con nuestro análisis sobre la posible evocación de la conquista de América, sobre todo en las páginas iniciales de la novela. Especulando sobre el propósito de Vallejo en esta elección, este crítico ha destacado el sentido más argumentativo que denotativo de la caracterización de los soras, puesto de manifiesto por la intensa «estilización» de estos personajes, la que estaría motivada en un interés por establecer un «contraste» entre las razas, que resultaría altamente favorable a los indígenas. Parafraseando libremente, diríamos que Lazo sugiere que este tipo de caracterización dicotómica, casi maniquea, resulta una suerte de reedición de la inversión de la dicotomía «civilización y barbarie» que ya vimos en Barrett: esa «estilización del indio» se debería al propósito de «marcar de este modo más acentuadamente el contraste entre indios y blancos que muy diversamente los separaba a principios del siglo XX» (53). Adicionalmente, nos interesa quedarnos con esta observación de Lazo sobre que Vallejo «se excede» en la caracterización de los soras, porque también a Icaza se lo ha acusado de exagerar en su caracterización de los indios —si bien en sentido inverso, al afearlos exageradamente—. La pregunta inevitable es: ¿por qué ese exceso? Retomaremos ambas cuestiones en el capítulo siguiente, vinculándola con nuestro análisis de Huasipungo. Ahora bien, otros críticos han hecho referencia a que este modo de caracterizar a los soras como seres sumamente primitivos, de otra época, no tiene meramente que ver con una actitud reivindicatoria, sino que debe entenderse como una de las claves para comprender el sentido general de la trama, que busca trazar un proceso: «el salto histórico que experimenta el departamento peruano de Colca, debido a la intervención imperialista de una multinacional estadounidense, desde el estado precapitalista hasta la fase del capitalismo», como ha explicado Francisco José López Alfonso (420-421). Merino realiza un análisis semejante y sostiene que El tungsteno, en tanto «novela social que entra en el contexto americano de la narrativa indígena», remite a una situación de la sociedad del Perú que tiene componentes muy diferentes a los de las sociedades europeas del momento, representadas por la novela socialista. Por ese motivo, Vallejo debe transformar ese modelo: «Esa realidad peruana muestra una serie de componentes muy 195
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distintos a la realidad socio-política de Europa o de la Rusia soviética de aquellos años, con un proletariado incipiente, sin organización, con sus particularidades lingüísticas, sociales y culturales (…)» (54-55). En este sentido, continúa el análisis de Merino, los personajes carecen de interés porque no encuentra el escritor en la «realidad» sobre la que desea reflexionar, los que resultan típicos en este tipo de narrativa. Su caracterización, entonces, sería meramente funcional al desarrollo de la trama. Siguiendo este razonamiento, el exagerado e inverosímil primitivismo de los soras se debería al interés de Vallejo por describir el estado precapitalista de la economía de la zona, anterior a la explotación de las minas. Merino retoma la importante observación de López Alfonso y hace eco de sus palabras, cuando insiste en que lo importante en El tungsteno es narrar la violenta transición que experimenta una zona rural, aislada durante mucho tiempo, que pasa de una economía pre-capitalista a una capitalista. O, como dijimos, la inserción de las zonas rurales del Perú en la economía mundial, vía el imperialismo norteamericano: De ahí que no se atienda [en El tungsteno] tanto a la descripción de los personajes, con la caracterización típicamente neo-romántica de los héroes novelescos del clasicismo socialista y su nueva mitología (obrero, fuerza, taller, máquina, sindicato, huelga, soviet, bandera roja, la hoz y el martillo, la gavilla de trigo), como a los mecanismos internos que operaban en la sociedad peruana de principios de siglo (en el choque de estructuras sociales) y, más concretamente, en el salto cualitativo, histórico, que experimenta el departamento de Colca debido a la intervención de las multinacionales extranjeras (…) (54-55).
Una lectura muy similar a la de Merino realiza Salaün, quien incorpora un elemento más, al señalar la importancia simbólica del metal explotado en el contexto histórico evocado en la novela, que es la inminencia de la Primera Guerra. En ese momento, el tungsteno, «un metal mucho menos mítico que el oro incaico y mucho más concreto, se vuelve un metal estratégico para la industria de guerra norteamericana» (83).17 Este recurso natural, entonces, tiene un alto valor simbólico en el proyecto de Vallejo de explorar las complejidades de la situación de un país periférico en el momento en que se re-articula de manera neocolonial a la economía mundial. Según Salaün, es otra de las claves que dejan en evidencia el interés del escritor por narrar un proceso: «En este aspecto, la novela cobra una dimensión de demostración de los mecanismos complejos de alienación y manipulación en los que están involucrados los países latinoamericanos: ilustra la internacionalización de los conflictos económicos y políticos, la interrelación 17 La intensificación de la explotación —de la naturaleza y de los recursos naturales— que se introduce al comienzo de la segunda sección de la novela, es presentada como una necesidad derivada de la guerra de manera completamente explícita: «La oficina de la ‘Mining Society’ en Nueva York exigía un aumento en la extracción de tungsteno de todas sus explotaciones del Perú y Bolivia. El sindicato minero hacía notar la inminencia en que se encontraban los Estados Unidos, de entrar en la guerra europea y la necesidad consiguiente para la empresa, de acumular en el día un fuerte stock de metal, listo para ser transportado, a una orden telegráfica de Nueva York, a los astilleros y fábricas de armas de los Estados Unidos» (El tungsteno, 85). No es trivial que esta intensificación esté dramatizada a través de la horrenda leva forzada de indígenas, que representa el momento culminante de la novela y precipita el desenlace.
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de todo» (83). En este punto, vale la pena observar que la generalización del caso peruano a la región es propuesta explícitamente en la novela, en uno de los pasajes más punzantes sobre el papel de los Estados Unidos; en realidad, podríamos calificar este pasaje, sencillamente, de anti-norteamericano.18 En una conversación entre autoridades de la provincia, reunidos en la capital, Colca, que se da inmediatamente después de la matanza en la plaza, algunos de los personajes más desagradables de la novela insisten de manera halagüeña sobre el poder de «los gringos», «los norteamericanos», «los yanquis». Mientras todavía se oyen los tiros de la represión, el juez, el alcalde, el cura, el médico «y todo lo mejor de Cannas» están felicitando al subprefecto Luna, «hombre versado en temas internacionales», y avalando la decisión que acaba de tomar: tras una sutil manipulación de los comerciantes encargados de proveer de vituallas y peones a la empresa, los hermanos Marino, Luna ha firmado una orden para que los cuarenta indígenas apresados en la represión vayan a trabajar como forzados en las minas de la Mining Society. El prefecto se une a las alabanzas a los Estados Unidos que van haciendo los asistentes, señalando que hay varios otros recursos naturales explotados con capitales norteamericanos en la región: —¡Ah, señores! ¡Los Estados Unidos es el pueblo más grande de la tierra! ¡Qué progreso formidable! ¡Qué riqueza! ¡Qué grandes hombres los yanquis! ¡Fíjense que casi toda la América del Sur está en manos de las finanzas norteamericanas! ¡Las mejores empresas mineras, los ferrocarriles, las explotaciones caucheras y azucareras, todo se está haciendo con dólares de Nueva York! (El tungsteno, 172).
Desde la perspectiva del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, este sarcástico canto al progreso se lee como una fuerte denuncia: los extranjeros no se están quedando sólo con el tungsteno —y los trabajadores— del Perú; también se están apropiando de otros recursos agrícolas y mineros de la región. De este modo, todo lo narrado en la novela debe considerarse como meramente un caso, un ejemplo, de una situación general que abarca a toda la región. Insistiendo en esta línea de análisis, quisiéramos sumar un aspecto más a la propuesta compartida por López Alfonso, Merino y Salaün acerca de que el sentido de la novela es reflexionar sobre el proceso de incorporación 18 Paul Teodorescu se ha referido a la actitud de Vallejo hacia los Estados Unidos, en el contexto de su análisis del viaje y el proceso de elaboración de Rusia en 1931. Sostiene que Vallejo «odiaba vehementemente» los Estados Unidos, a cuya sociedad atribuía «cosas disparatadas». Este crítico comenta con ironía el uso de la palabra «yanqui» por Vallejo, que considera un ejemplo de su visión poco informada y sesgada: «Por otro lado, para él existen franceses, alemanes, ingleses pero no existen norteamericanos sino solamente yanquis, lo que lo coloca entre los más reaccionarios rednecks, plantadores blancos del Sur que, desde los tiempos de Lincoln y de la Guerra Civil hasta el día de hoy, llaman despectivamente a los del Norte, yanquis; provoca, pues, cierta sonrisa verlo a Vallejo asistir a una conferencia, un debate, ante la postura de un plantador de Alabama o de Georgia, llamándole al conferenciante ‘un delegado del partido comunista yanqui (sic) ante el Komintern’. Para los rusos, el conferenciante es un ‘compañero’ que sabe bien explicar los fenómenos de la revolución, pero para César Vallejo, ése sigue siendo un ‘yanqui’ y nada más» (769). Si bien creemos que este comentario tiene un alcance acotado porque no se basa en un análisis amplio de la obra de Vallejo, nos parece interesante consignarlo, por estar referido al período que coincide con la escritura de El tungsteno. Por otra parte, es sugestivo recordar que Barrett también habla de «yanquis» para referirse a los norteamericanos dentro de una argumentación antiimperialista, como vimos en el capítulo 2.
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de ciertas zonas del Perú a la economía capitalista mundial. En este sentido, volvemos a la cuestión de la caracterización de los soras: creemos que su situación representa, de manera simbólica y en abismo, la situación del Perú —y, por extensión, de los países de la región, sometidos a una situación de dominación neocolonial— ante la sustracción de sus recursos naturales. En efecto, por el primitivismo derivado de su aislamiento, los soras son los personajes más auténticamente locales; son lo autóctono incontaminado, lo nativo, lo propio: por eso pueden representar al Perú todo, a toda América del sur. La indiferencia ante el despojo que muestran estos indígenas que representan a la región sirve para marcar el hecho de que ellos asumen que siempre habrá más recursos que utilizar; es decir, esa indiferencia alude al carácter aparentemente inagotable de los mismos, de esa «vasta y virgen naturaleza». Pero los recursos no son inagotables, advierte el narrador; un día puede faltarles a los soras, es decir a los peruanos, a los latinoamericanos, «dónde y cómo trabajar para subsistir». Ése sería, entonces, el momento del enfrentamiento, como advierte el narrador en el siguiente pasaje: Los soras, mientras por una parte se deshacían de sus posesiones y ganados a favor de Marino, Machuca, Baldazari y otros altos empleados de la ‘Mining Society’, no cesaban, por otro lado, de bregar con la vasta y virgen naturaleza, asaltando en las punas y en los bajíos, en la espesura y en los acantilados, nuevos oasis que surcar y nuevos animales para amansar y criar. El despojo de sus intereses no parecía infligirles el más remoto prejuicio. Antes bien, les ofrecía ocasión para ser más expansivos y dinámicos, ya que su ingénita movilidad hallaba así más jubiloso y efectivo empleo. La conciencia económica de los soras era muy simple: mientras pudiesen trabajar y tuviesen cómo y dónde trabajar, para obtener lo justo y necesario para vivir, el resto no les importaba. Solamente el día que les faltase dónde y cómo trabajar para subsistir, sólo entonces abrirían acaso más los ojos y opondrían a sus explotadores una resistencia seguramente encarnizada. Su lucha con los mineros, sería entonces a vida o muerte. ¿Llegaría ese día? Por el momento los soras vivían en una especie de permanente retirada, ante la invasión, astuta e irresistible, de Marino y compañía (El tungsteno, 27-28).
De este modo, en este párrafo puede leerse un alegato en contra de la explotación intensa, indiscriminada, de la naturaleza; alegato que se adelanta al ecologismo, en términos que no son lejanos a las observaciones críticas de Barrett sobre el modo extractivo de explotar los yerbales paraguayos y las tierras de la Pampa, en Los yerbales y El terror argentino. En este sentido, puede decirse que la fuerte estilización de los soras en la novela es uno de los aspectos que contribuyen de manera más clara a su adscripción al contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. La novela argumenta, en tono admonitorio: los extranjeros vienen a la región a llevarse, de manera expoliadora, los recursos propios; y los locales todavía no han percibido que están siendo despojados de recursos que van a agotarse. En este sentido, la mayor ironía de la novela es que los soras desaparecen sin dejar rastros en la segunda sección. Son, lisa y llanamente, exterminados súbitamente en las minas —y en el texto—. Hablan los hermanos Merino sobre la necesidad de nuevos trabajadores. Mateo, que vive en Colca, pregunta a José por los 198
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soras. Éste responde: «—¡Los soras! —dijo José, burlándose. Hace tiempo que metimos a los soras a las minas y hace tiempo también que desaparecieron. ¡Indios brutos y salvajes! Todos ellos han muerto en los socavones, por estúpidos, por no saber andar entre las máquinas (…)» (El tungsteno, 27-28). En este punto, podemos afinar el análisis de Merino y Salaün todavía un poco más, postulando que hay en la novela tres grupos indígenas representados, marcando tres etapas en el proceso del ingreso de la economía de la región, del estado pre-capitalista al capitalismo dependiente. Se trata de tres etapas históricas que son actualizadas en el tiempo en que transcurre la novela. Los soras representan a los indígenas americanos que encuentra Colón: tienen una economía comunitaria, no comprenden los intereses de los conquistadores, no se adaptan y son exterminados. Los yanaconas, que son sometidos a leva forzada, representan un estado intermedio: han convivido con los blancos, los sirven y son sometidos a sus leyes, como la de leva, pero no logran hacer que la misma legalidad a la que sirven los defienda. Son los indígenas dominados que sobrevivieron a la conquista y fueron sometidos durante los siglos de colonización; los que constituirán el personaje central de Huasipungo, como veremos. Finalmente, están los indígenas proletarios, de entre los que emerge Servando Huanca: con conciencia de pertenecer a un colectivo —la clase proletaria fusionada en gran parte con la indígena por identidad de sus miembros— que puede oponer su fuerza organizada al poder opresor del capitalismo internacional, que llega en el instante en que se inicia la novela. La narración, entonces, reeditaría de manera alegórica todas las etapas de la historia de América Latina, a través del violento encuentro del capitalismo imperialista —el presente— con los distintos grupos indígenas que representan distintas etapas de ese largo proceso. LA BÚSQUEDA ESTÉTICA: ARTE REVOLUCIONARIO E INTERNACIONAL En cuanto al estilo y al tono de El tungsteno, ya hemos visto que hay importantes críticos que la han considerado, sencillamente, como una obra fallida. Otros, como Jean Franco, han incluido la novela de Vallejo entre obras que deliberadamente dejan de lado la preocupación por cuestiones formales, para concentrarse en las políticas. Retratando esta actitud, escribió esta crítica, relacionando la literatura con las artes plásticas, que en tiempos en que los pintores gustaban de hacerse llamar «trabajadores» o cuando los poetas buscaban hablar con el lenguaje del pueblo, muchos novelistas no se preocupaban por escribir «bien». En su paráfrasis, «la calidad de la escritura, proclamaban abiertamente [los novelistas], era indiferente. El valor social de los contenidos era lo fundamental» (The Modern Culture, 163). En este punto, es inevitable referirnos nuevamente al trabajo de Beverly comentado, en particular, su observación sobre que la crítica dominante ha considerado, siguiendo a los formalistas rusos, que los fines ideológicos se oponen a los estéticos. Nosotros creemos, como él, que sucede lo contrario: hasta la falta de estilo o el aparente menos199
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precio por el mismo está fundamentado en decisiones que son profundamente estéticas e ideológicas a la vez. Deberíamos agregar, por otra parte, que muchas veces los críticos toman demasiado al pie de la letra —por excesiva confianza o por mala fe, en la medida en que confirma sus gustos o sus ideas— la retórica de escritores que hacen ostentación de su presunta falta de estilo. Tal parece que sucede con la propia Jean Franco en este libro, quien apoya su argumentación con declaraciones de Jorge Amado y Roberto Arlt (163). No es éste, sin embargo, el caso de Vallejo, quien nunca ocultó su preocupación por las cuestiones de estética literaria, las cuales no se limitaban a la poesía. Como vimos, casi en simultáneo a la escritura de El tungsteno, Vallejo escribió El arte y la revolución, un complejo ensayo de filiación marxista sobre estética y política, donde críticos más recientes han encontrado varias claves de la escritura de El tungsteno. Hemos visto ya que tanto detrás de la construcción de los personajes como de la estructura de la novela hay decisiones estéticas e ideológicas muy coherentes. Lo mismo puede decirse, en un nivel de mayor generalidad, de las cuestiones de estilo. Tanto Víctor Fuentes como López Alfonso han relacionado el estilo de El tungsteno con la propuesta estética delineada en El arte y la revolución. Excede el alcance de este trabajo seguir en todas sus instancias los trabajos de estos críticos. Sí nos interesa señalar una importante coincidencia: ambos eligen la misma cita de ese ensayo en relación con la cuestión del estilo general de la novela («La literatura proletaria», 406; «El arte y la revolución», 422). Es el siguiente: La forma del arte revolucionario debe ser lo más directa, simple y descarnada posible. Un realismo implacable. Elaboración mínima. La emoción ha de buscarse por el camino más corto y a quema-ropa. Arte de primer plano. Fobia a la media tinta y al matiz. Todo crudo, ángulos y no curvas, pero pesado, bárbaro, brutal, como en las trincheras (Ensayos y reportajes completos, 452).
Víctor Fuentes señala tres momentos para dar ejemplo de la estética «a quemaropa» de la novela, tres escenas: la violación y muerte de la Rosada; la aprensión y traslado de los dos indígenas yanaconas; y la represión en la plaza, «la masacre del pueblo» (406). Hay coincidencia en la crítica con respecto a que se trata de tres escenas fundamentales en el desarrollo del relato. Incluso concuerdan con la importancia de estas escenas en la estructura de la novela críticos como Coyné, que en general desprecian el estilo de El tungsteno, con excepción de una escena, el episodio de enfermedad y delirio de Benites. Se trata de una escena, como dijimos, publicada previamente en El Amauta, que tiene abundantes simbolismos y que es analizada por separado por varios críticos. Entre estos, se cuenta Jean Franco quien, en un gesto típico de este tipo de crítica, valoriza esta escena en contra del resto de la obra; de la que sostiene, lapidaria: «sus debilidades son obvias» (César Vallejo, 158). Coyné señala: «el resto de la novela gira en torno a tres escenas de violencia cuyo impacto —inmediato— se explica por los hechos mismos que relatan, sin que tengamos muy en cuenta la forma del relato» (Medio siglo, 179). Pues bien, la forma del relato importa: le importó a Vallejo, le importó 200
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a otros críticos, y le importó a escritores posteriores a Vallejo. Y la forma domina en esas escenas que el propio Coyné reconoce como estructuralmente relevantes: se trata de una estética «a quema-ropa», con elementos del esperpento de Valle Inclán, según Víctor Fuentes (406). Ahora bien, como vimos, la crítica, en general, ha castigado duramente El tungsteno. Pero, ¿qué pensaba el propio Vallejo? ¿Se trataba de una obra menor, en la que había apelado a recuerdos de la juventud en un formato, la novela socialista, que no cuadraba, forzándolo? Es decir, ¿fue una obra a pedido, realizada de manera descuidada y a gusto del comitente? Carlos Meneses, en un trabajo en que analiza específicamente el año de 1931 en que Vallejo escribe y publica la novela, sugiere que el escritor no la tuvo nunca por una obra importante, porque la escribió de apuro. Agrega que «el mismo Vallejo se refirió a ella como un trabajo hecho con precipitación, y también, por la necesidad de ganar algún dinero» (41). Llama la atención de la cita de Meneses el error sobre la editorial que aparentemente pide la obra, Ulises, que es donde Vallejo publicó la obra sobre Rusia. Como vimos, sin embargo, Vallejo publicó El tungsteno en Cenit, en una colección específica. También se ha discutido bastante el tiempo que Vallejo dedicó a la elaboración de esta obra. Curiosamente, los críticos que sostienen que la novela es la reelaboración de trabajos previos son los que peor opinión tienen sobre ella. Coyné, por ejemplo, analiza la relación entre el capítulo Sabiduría publicado en El Amauta y la redacción final de la novela. Y Larrea insiste en que ese capítulo formaba parte de un proyecto anterior nunca concluido, la novela Código civil, sosteniendo que se trataría de un trabajo comenzado en el Perú antes de 1926. Este crítico cuenta que Vallejo le habría comentado de esta obra en términos de un trabajo de acentos costumbristas: «Pero esos materiales eran, a lo que yo entendía, unas apuntaciones o escenas esbozadas de gentes y costumbres de la sierra, en algunas de las cuales se trataba, por lo que yo recuerdo, de cosas de indígenas muy primitivos» (citado en De Casasbellas, 167). Tomando como verdad probada las vagas descripciones de Larrea, Coyné atribuye la que considera baja calidad de El tungsteno al hecho de que, sostiene: «como lo mostró Larrea, es una novela empezada en el 26» (citado en De Casasbellas, 165). Si seguimos y nos atrevemos a extremar el razonamiento de Coyné, el fracaso de la obra se debería a la inadecuada reelaboración de un proyecto en función de una tesis política repentina y tardía —también, efímera, si sumamos el comentario previo de Meneses, quien destaca la presunta falta de interés de Vallejo por la novela—. Dada la preocupación por mostrar el profundo compromiso de Vallejo con el marxismo, previsiblemente, Georgette de Vallejo se opone de plano a la posibilidad de que el escritor haya trabajado sobre ideas o borradores previos (385). La discusión podría ser larga y escapa al alcance de nuestro trabajo seguirla. Sí creemos que el trabajo y la preocupación sobre la escritura de El tungsteno pueden verse en otros aspectos. En primer lugar, ya hemos comentado que críticos como Víctor Fuentes y López Alfonso relacionan el estilo de la novela con sus reflexiones estéticas en El arte y la revolución. Por otra parte, hemos visto que hay importantes aspectos de 201
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la estructura de la obra que son subrayados por la caracterización de los personajes, dado que los distintos grupos indígenas presentados pueden relacionarse con el interés del escritor de narrar un proceso. Un tercer aspecto puede subrayarse, en relación con la estructuración de la obra. Se ha criticado duramente el diálogo final de Servando Huanca con los empleados de bajo rango de la empresa, que conforma la tercera sección de la novela. Por ejemplo, dice Coyné: «es un capítulo totalmente agregado, ya que no es un capítulo de novela sino un simple artículo propagandístico» (citado en De Casasbellas, 166). Estructuralmente, sin embargo, ese largo diálogo tiene dos correlatos previos a los que hemos aludido ya brevemente: el diálogo en el bazar de los altos empleados de la empresa sobre los soras en la primera sección (El tungsteno, 31-39); y el diálogo irónico que sostienen funcionarios de gobierno y personajes importantes de Colca sobre el progreso que trae el capitalismo norteamericano en la segunda sección, tras la escena de represión que sigue a la rebelión popular debido a la brutal leva forzada de los yanaconas (164-174). Ciertamente, estos dos diálogos pueden relacionarse muy bien con las dos etapas previas a la llegada del capitalismo extranjero a las que nos hemos referido, así como con los personajes que están vinculados a las mismas: soras y yanaconas. También pueden considerarse esos diálogos, siguiendo la ya comentada propuesta de Jean Franco sobre que El tungsteno explora «los niveles de conciencia de diferentes personajes y la relación de la ideología con la clase», instancias en que pueden observarse estos aspectos en relación con las clases medias y medias-altas. Desde el punto de vista de la organización de la novela, entonces, resulta doblemente pertinente que el tercer diálogo «de ideas» que aparece en la obra sea protagonizado por un indígena proletario como Servando Huanca, porque representa el tercer tipo de indígena y porque se explora en ese diálogo su propia conciencia de clase en desarrollo. Podemos decir algo más todavía: resulta sumamente adecuado que en este último diálogo, conclusivo, que anuncia la lucha de las clases oprimidas, este personaje hable, en lugar de «ser hablado» por sus dominadores, como pasaba en los dos anteriores con los indígenas. Como vimos en el capítulo 3, esto mismo pasa en el tercer cuento de Quiroga que analizamos, «Los precursores». De la misma manera que el mensú hablaba en ese relato, contando la primera rebelión de los peones de los yerbales, en El tungsteno, sobre el final, habla Servando Huanca. Es decir: significativamente y de manera coincidente, tanto Quiroga como Vallejo eligen dar la palabra a los sometidos, en el momento en que estos personajes deciden luchar para liberarse de la explotación. Ahora bien, en relación con el trabajo sobre la escritura de El tungsteno podemos señalar todavía algo más importante para nuestra argumentación general. Tiene que ver con los elementos característicos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: puede verse que Vallejo siguió trabajando sobre los mismos elementos que presenta en El tungsteno en obras posteriores. Salaün ha analizado la relación entre El tungsteno y el capítulo anterior, Sabiduría, pero también con dos obras posteriores: Presidentes de América, un guión cinematográfico de 1934; y Colacho hermanos, una obra teatral en seis cuadros, del mismo año. En su análisis, Salaün ha encontrado que puede verse 202
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un intenso trabajo sobre los mismos materiales, una elaboración que abarca todos los planos de la creación estética: La similitud entre las cuatro obras incluye numerosos episodios (desde el detalle hasta el capítulo entero, como el del Bazar y de la juerga), cuadros, objetos, diálogos, situaciones y hasta expresiones y palabras. También son idénticos los mecanismos económicos, sociales y políticos de la sociedad de referencia caracterizada por su sistema arcaico de explotación y opresión. (…) Tanto las semejanzas como las diferencias responden a una búsqueda literaria, en todos los aspectos: escritura, estética, estrategia, política, eficacia… (79).
En relación, puntualmente, con los cuatro elementos básicos, característicos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, puede decirse que, así como hemos visto que aparecen en El tungsteno, los mismos reaparecen en Presidentes de América y Colacho hermanos, dejando de manifiesto un patrón sumamente elocuente. Si en la novela tenemos, como grupo extranjero, una Mining Society y unos Misters Taik y Weiss; en el guión tenemos una Cotarca Corporation y un Mister Tenedy; y en la obra de teatro, una Quivilca Corporation y un Tenedy. Si en la novela tenemos el tungsteno como recurso natural, en la obra de teatro tenemos oro. Si en la novela tenemos a los hermanos Marino, epitomizando los cómplices locales; en el guión y la obra tenemos a los hermanos Colacho. Y entre las víctimas, es decir, los representantes del grupo local explotado, en las tres obras tenemos a los soras, y versiones apenas diferentes de las mujeres abusadas o forzadas (Salaün, 79-81; Vallejo, «Presidentes de América» y «Colacho hermanos»). Es decir, que para Vallejo, los elementos básicos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales resultaban fundamentales en su reflexión sobre el imperialismo en la región, más allá del género, del estilo y del tono de las obras. Aclaremos que, notablemente, Colacho hermanos es una farsa con muchos elementos humorísticos, que ciertamente no se encuentran en el tono parejamente sombrío —sólo por momentos alivianado por la ironía— de El tungsteno. Es decir, que la presencia de los elementos del contra-discurso neocolonial no se relaciona con un estilo presuntamente «denotativo» o llanamente «realista». Los elementos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales que se ven en la novela reaparecen en obras de otros géneros, vinculados de la misma manera en una línea narrativa-argumentativa: hay explotación originada en la codicia de un bien valioso local; hay explotados locales; hay explotadores extranjeros; y hay cómplices locales. De este modo queda en evidencia no sólo que El tungsteno puede considerarse una obra clave de este contradiscurso, sino también que el mismo está en la base de su intensa reflexión sobre los recursos formales adecuados para representar el imperialismo. Para concluir con el análisis de El tungsteno, quisiéramos referirnos a una cuestión que enlaza la reflexión estética de Vallejo con su reflexión ideológica: su posición como articulador entre varios mundos y su modo de conceptualizar a sus lectores; lo que algunos críticos han llamado «el internacionalismo» de Vallejo. En última instancia, 203
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buscamos tratar de entender quién o quiénes son los lectores que tiene en mente cuando escribe El tungsteno. Entre los críticos que avanzan en esta reflexión se encuentra Salaün, quien se concentra en poner la escritura de las obras en prosa y del teatro de Vallejo no sólo en su contexto histórico-político sino, sobre todo, en relación con una intensa búsqueda estética. Este crítico aclara que: «Los escritos críticos y teóricos de Vallejo, a partir de 1927-28 son de una claridad machacona sobre la doble tarea del intelectual revolucionario; militante productor de arte, político y profesional del lenguaje» (71-72). Ahora bien, no se trata de una peculiaridad de Vallejo, como analiza este crítico; estas preocupaciones son generalizadas entre los intelectuales que por esa época se interesaban en la revolución soviética. Y, más importante todavía, no se limita al campo literario, sino que alcanza todas las artes; notablemente, también las artes plásticas.19 Un último punto que destaca Salaün tiene que ver con que estas preocupaciones son generalizadas en Europa, desde donde se trasladan a América Latina (72). Podemos ver en este traslado a Vallejo jugando un papel clave en la posibilidad de que se trate de un intercambio entre las dos orillas del Atlántico y no de una mera difusión de ideas. En particular por sus aportes teóricos, compilados fundamentalmente en El arte y la revolución, que representan —o se proponían representar, dada su tardía difusión— una doble contribución, al campo intelectual europeo y latinoamericano y que, en cierto modo, ponen en escena ese diálogo. Salaün muestra cómo Vallejo se pone al día sobre el debate estético en sus dos viajes a la Unión Soviética y caracteriza su respuesta a las distintas posiciones como «una actitud flexible, nada dogmática» (74). No se trata de una tarea fácil, porque el escritor debe poner en relación tres nacionalidades intelectuales, debe «armonizar su identidad peruana con la agitación cultural europea y con el espejo soviético que marca rumbos decisivos» (74). Que Vallejo tiene en mente su papel de articulador entre el campo intelectual peruano y latinoamericano, y el europeo queda de manifiesto en el hecho de que se preocupa por seguir publicando en el Perú, a pesar de las dificultades que se le presentan. Entre las mismas, se cuenta su obligada renuncia a las colaboraciones en las publicaciones peruanas Mundial y Variedades debido a que sus artículos comienzan a ser censurados, como analiza Morales Saravia (72). Por otra parte, Salaün analiza cómo se transforma la escritura de Vallejo en sus obras en prosa a lo largo de los años. De un comienzo con «sabor a moral heredada del cristianismo», toques preciosistas en el manejo del vocabulario y abundancia de imágenes en Escalas melografiadas y Fabla salvaje —estilo que se traslada a la escritura periodística—, la prosa de Vallejo tiene cambios radicales a partir del momento en que el escritor inicia su reflexión estética en relación con su acercamiento al marxismo. Este crítico habla de una «revisión» del len19 De hecho, como destaca el propio Salaün, Vallejo participa de estos debates en las diversas artes. «Lo que llama la atención en la prosa crítica, teórica o política de Vallejo es la referencia constante a todos los campos del arte. Desde su inmensa cultura moderna de humanista revolucionario, Vallejo escribe sobre el Arte en general, sobre literatura, pintura (con frecuencia, por ejemplo, sobre Picasso, Gris, Merino, etc.), música, baile, cine, escultura, arquitectura. Sus referencias a la literatura privilegian indiscutiblemente el teatro (…)» (75).
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guaje literario por parte de Vallejo, en que «la relación entre la palabra justa y la justicia social encarnaría una nueva definición del signo». Por otra parte, esa búsqueda no se limita a un género: «La preocupación doctrinal de un lenguaje adecuado a sus objetos se hace extensiva a todos los discursos, novela incluida, pese a las resistencias formales o a las desconfianzas ideológicas» (78). En relación con esa búsqueda, Salaün encuentra que los trabajos narrativos y teatrales de Vallejo pueden comprenderse como destinados fundamentalmente a dos públicos —aunque no de manera excluyente—. Obras como Hacia el reino de los Sciris, el cuento «Paco Yunque» o una obra de teatro como La piedra cansada estarían pensadas para un lector peruano, «un público familiarizado con materiales propios» (78). En un gesto complementario, una obra como El tungsteno estaría destinada no tanto al público peruano como a «la comunidad hispanohablante e incluso internacional» (78). A esta misma vertiente se adscribirían los guiones escritos aproximadamente en la misma época, así como la obra Colacho hermanos. También para Antonio Merino El tungsteno es una obra concebida para un público no peruano; en su visión, se trata de un público europeo, en la medida en que esta novela «atiende sobre todo a una dimensión didáctica, de sensibilización del público europeo hacia los problemas reales de América Latina (en concreto de los Andes)» (54-55). Morales Saravia habla de un proceso de «internacionalización» de Vallejo en tiempos de la escritura tanto de El tungsteno como de «Paco Yunque» y en esto parece diferir, en principio, de la posición de Salaün. Ahora bien, debe tenerse en cuenta que Morales Saravia habla de «internacionalismo» como de un proceso de reflexión y de producción que supone un trabajo de activa construcción de un lugar de enunciación que, en el caso de Vallejo, tiene que ver, en primer lugar, con combinar distintas tradiciones de pensamiento, que podrían parecer incompatibles: cristianismo, marxismo, existencialismo. En segundo lugar, este trabajo busca elaborar un desplazamiento físico que es también cultural y político: la trayectoria que lleva al escritor de los Andes a Trujillo y Lima, y de allí a Europa —localización que tampoco es una sino múltiple: París, Madrid, Moscú—. En este sentido, la «internacionalización» de Vallejo no debe entenderse como un vuelco hacia el público europeo, sino como una negociación entre varios públicos, diversos en cuanto a la geografía, el momento político, los debates culturales. Y, sobre todo, su «internacionalización» está relacionada con su movilidad de la periferia al centro: «Los conceptos de espíritu mundial, fenómeno internacional de la lírica moderna, universalidad o regionalidad, un solo período o dos momentos, cristianismo, marxismo o existencialismo ateo y finalmente la pregunta: ¿qué sucede con un escritor que venido de la periferia hace la experiencia de la metrópoli?» (77). En este sentido, la posición de Morales Saravia es menos determinista que la de Salaün y de Merino, ya que presupone por parte de Vallejo un trabajo de mediación que no se resolvería de manera alternante —algunas obras para un público; otras para otro— sino como un ir y venir en busca de una voz que se adapte a la materia narrada y recree un espacio textual de encuentro: con distintos énfasis pero sin exclusiones. En 205
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un sentido muy similar, Cornejo Polar se ha referido al «internacionalismo» de Vallejo comparándolo con el de Mariátegui, como una posición que no compite sino que completa su localización en la nación peruana, en la medida en que contribuye a situar la nación en una historia y un presente internacional: Es importante subrayar que esa inserción plena en la modernidad internacional no es paralela a su enraizamiento en la experiencia nacional; más bien, y de nuevo la similitud con Mariátegui es profunda, parte de ella y retorna a esa misma fuente, entretejiendo una densa red de vínculos que termina por plasmar una modernidad otra, no nacida sólo del impulso internacional, sino, mucho más decisivamente, del complejo proceso a través del cual, en esa época, se rearticula la conciencia de la historia nacional en su conjunto y se reformula específicamente la interpretación de la tradición literaria peruana (La formación de la tradición, 150).
En consonancia con la mirada de Cornejo Polar pero especificándola, en nuestra visión, el «internacionalismo» de Vallejo, como antes el de Barrett, es instrumental en función de la consolidación del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Los desplazamientos del centro a la periferia —y a la periferia de la periferia— de Barrett; y el complementario de la periferia al centro de Vallejo, resultarían fundamentales para hacer emerger en ellos la conciencia de la posición dominada de los países latinoamericanos en el contexto internacional, con muchas de sus consecuencias. Entre ellas, se destaca la cuestión de la alianza de ciertos sectores dominantes a través de los países, en un corte transnacional; que permite imaginar la alianza complementaria, de respuesta: la de los sectores dominados, también en un corte transnacional, como proponían las nuevas ideologías de izquierda, a través de las articulaciones del movimiento obrero o de las redes de intelectuales. Se trata de una alianza en relación con la cual la literatura tendría un importante papel que cumplir, fundamentalmente en la construcción de un espacio común de intercambio de ideas, de instalación de problemáticas, de argumentación de propuestas, de agitación y persuasión.
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Capítulo 5 COLONIA Y NEOCOLONIA: DIÁLOGO CON EL INDIGENISMO EN HUASIPUNGO, DE JORGE ICAZA La representación de los pueblos originarios en la literatura latinoamericana constituye una cuestión central en la exploración de la problemática discursiva en torno al colonialismo y el neocolonialismo. En este capítulo, abordaremos esta cuestión en relación con la narrativa de la primera mitad del siglo XX, avanzando en la consideración de una novela característica del género indigenista, Huasipungo, del ecuatoriano Jorge Icaza, y retomando el análisis de El tungsteno de Vallejo, cuyo status en este sentido es problemático. Los estudios literarios han intentado repetidamente dar cuenta de diferentes fases de representación en la narrativa de las poblaciones nativas a lo largo de la historia intelectual de la región, vinculándolas fundamentalmente con corrientes estilísticas y momentos políticos. Clásicamente, se ha hablado de dos modos fundamentales: los relatos «indianistas» e «indigenistas». En el primer tipo suelen incluirse obras que el crítico Luis Alberto Sánchez en Proceso y contenido de la novela Hispano-Americana ha agrupado en otras clasificaciones, como «novela realista», «novela histórica» o «novela sentimental». La razón para colocar esas novelas en esas agrupaciones, según este crítico, es que se trata de obras que «consideran al indígena como personaje decorativo, no agonista». O, dicho de otra manera, que no alcanzan a diferenciar al nativo como personaje: son las que lo tratan «como cuerpo de indio y alma de blanco, no como alma y cuerpo de indio» (494). Un criterio próximo, aunque mejor argumentado en términos de caracterización estilística, es el que exhibe Julio Rodríguez-Luis cuando habla de una «tradición indianista» que está «estrechamente ligada con la búsqueda romántica de lo autóctono americano» (Hermenéutica y praxis, 8). Frente a la tradición «indianista» surge la «indigenista», diferenciada, más que por el modo de la representación, por cierta actitud de los escritores ante el grupo social representado, en términos de su posicionamiento social. En la caracterización de Sánchez, quien se apoya en trabajos seminales de Aída Cometta Manzoni y de Concha Meléndez,1 podría encontrarse en 1 Sánchez cita la tesis de Cometta Manzoni, El indio en la poesía de la América Española, publicada en Buenos Aires en 1939; y la de Meléndez, La novela indianista en Hispanoamérica, publicada en Madrid en 1934.
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las obras indigenistas «cierta dosis de intención reivindicatoria y social» (494-495). Se trata de un aspecto que Rodríguez-Luis desarrolla con mayor claridad, caracterizando con cierto detalle tanto la actitud enunciativa de los escritores de la narrativa indigenista, como su relación con el referente representado —que es a la vez de empatía afectiva y distancia intelectual— al presentar la literatura indigenista como: (…) una manifestación especializada —pero, al mismo tiempo, la más conocida, la abanderada— de la preocupación sociopolítica (entendiendo la economía como parte de la historia política) del escritor hispanoamericano, la cual se aplica con rigor científico al problema indígena antes que el desarrollo de la economía latinoamericana en la dirección del capitalismo moderno, la dirija hacia la explotación del minero (Baldomero Lillo), la del obrero de la caña (Luis Felipe Rodríguez), etc. (Hermenéutica y praxis, 8).
Ciertamente, la cita de Rodríguez-Luis alude sobre el final a la cuestión de la variable clasificación de muchas de estas novelas, que hemos discutido en el capítulo anterior. Pero también introduce cuatro aspectos que discutiremos en éste. Uno es el que tiene que ver con la actitud enunciativa del escritor frente al referente social, que es de radical diferencia, en la medida en que el escritor reivindica y estudia y el indígena es reivindicado y estudiado. El segundo está relacionado con el carácter pretendidamente documental de esta narrativa, problemática que se vincula con la tratada en el capítulo anterior y que retomaremos. En el mismo sentido, el tercer punto trata la cuestión de la asociación entre un grupo social —determinados indígenas— y ciertas explotaciones —la mina, la caña de azúcar—. El cuarto aspecto que discutiremos aquí tiene que ver con el contraste entre el referente representado en la narrativa indigenista con el representado en la narrativa posterior: la trasformación del indígena en trabajador «del capitalismo moderno». Volveremos sobre la primera cuestión al discutir la «heterogeneidad» de la literatura indigenista; sobre la segunda, al indagar en el papel de algunos de estos escritores en la esfera pública; sobre la tercera, al analizar la problemática aludida en estas novelas y los modos de representación incorporados; sobre la cuarta, al revisar cómo ha sido clasificada El tungsteno, que en diversos críticos fluctúa entre ser considerada una novela indigenista o una proletaria. Son cuatro aspectos en que una parte sustancial del corpus literario del indigenismo muestra sugestivas coincidencias con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Retomando la discusión sobre la caracterización general del indigenismo, Sánchez y Rodríguez-Luis coinciden, a su vez, con el que es considerado «el ensayo más influyente y significativo sobre el tema», de acuerdo con el crítico Efraín Kristal (The Andes Viewed, 3); trabajo que introdujo un auténtico «magisterio», en palabras de Antonio Cornejo Polar (La formación de la tradición, 137). Estos críticos se refieren al capítulo «El proceso de la literatura» del libro 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana de José Carlos Mariátegui, publicado originalmente en 1928. Autor que, según Kristal, «acuñó el término indigenismo como una categoría literaria» (The Andes Viewed, 3). En la visión de Mariátegui, las dos categorías clásicamente tratadas estarían 208
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relacionadas con dos momentos históricos y políticos de América Latina: el indianismo, con la nostalgia y la idealización del pasado colonial; y el indigenismo, «con la reivindicación de lo autóctono» (356 y 354). Así caracteriza Mariátegui el indigenismo, que es el que nos interesa fundamentalmente, apuntando tanto a la posición enunciativa de los escritores como al impacto social de esta literatura y situando la participación de los mismos, de manera deliberada o no, en un proyecto de más amplio alcance: «Los ‘indigenistas’ auténticos —que no deben ser confundidos con los que explotan temas indígenas por mero ‘exotismo’— colaboran conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación —no de restauración ni resurrección—» (353). Este pensador peruano, sin embargo, propuso todavía una tercera categoría, su preferida: la literatura «indígena», cuya condición de realización es que quede en manos del propio grupo social representado. Contrastando la literatura «indigenista», entendida como mestiza, con la auténticamente «indígena», dice Maritátegui: La literatura indigenista no puede darnos una versión rigurosamente verista del indio. Tiene que idealizarlo y estilizarlo. Tampoco puede darnos su propia ánima. Es todavía una literatura de mestizos. Por eso se llama indigenista y no indígena. Una literatura indígena, si debe venir, vendrá a su tiempo. Cuando los propios indios estén en grado de producirla (356).
Esta tercera categoría, literatura «indígena», que Mariátegui introduce en tono dubitativo, representa una propuesta incierta que, a nuestro entender, deja en evidencia una concepción de la problemática de la interculturalidad y la hibridación que podríamos calificar de ingenua. Esta concepción mariateguiana ha sido discutida por críticos como Cornejo Polar y Roberto Paoli, apuntando a que tanto la lengua española como la escritura y el propio sistema literario son introducciones occidentales, por lo que resulta problemático pensar en una literatura puramente «indígena». Puede considerarse, sin embargo, que en la argumentación de Mariátegui, la noción de literatura «indígena» funciona como una categoría contrastiva más que sustantiva, dejando en evidencia una cierta tensión utópica: un horizonte inalcanzable con el que se compara la literatura indigenista, marcada, en la terminología de Cornejo Polar, por una «heterogeneidad» irreductible, debido a «la fractura entre el universo indígena y su representación indigenista», una cuestión sobre la que volveremos («El indigenismo y las literaturas heterogéneas», 17).2 Cornejo Polar, en primer lugar, analiza el alcance del término «mestizo» utilizado por Mariátegui para caracterizar la literatura indigenista, para luego sugerir que ya existe una literatura indígena; que la misma es oral y está formulada en las lenguas nativas: «Para señalar lo más evidente: el modo de producción indigenista no 2 En cuanto al valor contrastivo de la categoría «indígena» en Mariátegui y la importancia de su introducción en función de una discusión más precisa sobre estas cuestiones, es valioso recoger la siguiente observación de Cornejo Polar sobre la confusión de ciertos escritores indigenistas: «El magisterio de Mariátegui fue decisivo para la producción indigenista. Cierto es que con frecuencia prescindieron estos escritores del distingo entre indígena e indigenista, imaginándose a sí mismos como partícipes más o menos directos de la problemática indígena y reivindicando para sus obras la condición de visiones ‘desde dentro’ del universo quechua (…).» (La formación de la tradición literaria, 137-138).
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se concibe al margen de la escritura en español, mientras la oralidad quechua o aymara sería el modo más propio de la producción indígena» («El indigenismo y las literaturas heterogéneas», 18). Avanzando en esta reflexión, explicitando y extremando la crítica de Cornejo Polar, Paoli sostiene la absoluta imposibilidad de una tal literatura indígena en los términos en los que la propone Mariátegui, destacando sus dudas en este sentido: Si el indio está en grado de producir literatura escrita, ya no es socioculturalmente indio, y, aunque sigue siendo bilingüe, elegirá el español como medio de comunicación de preferencia. Una literatura que nos dé ‘una versión rigurosamente verista del indio’, ‘capaz de darnos su propia ánima’ (…) será siempre una literatura indigenista en español, escrita por mestizos (…), producida según el modo occidental de producción literaria: no será por tanto una literatura indígena, pues esa literatura indígena no puede ser más que en quechua, y con todos los caracteres de la producción indígena tradicional: oralidad, anonimia, conciencia mítica y no histórica (…). ‘Una literatura indígena (…) vendrá a su tiempo’ afirma Mariátegui, pero agrega también una fórmula dubitativa: ‘si debe venir’. La duda atenúa el error de una profecía que no podía cumplirse (ni podrá cumplirse).» («Sobre el concepto de heterogeneidad», 260-261).
Ahora bien, en relación con la periodización, Sánchez y Rodríguez-Luis señalan como obra inaugural del indigenismo la novela Aves sin nido, de la peruana Clorinda Matto de Turner, publicada en 1889 (Proceso y contenido, 498; Hermenéutica y praxis, 10). En este señalamiento, se apoyan en Meléndez, quien considera esta obra como representante de la «literatura indianista de reivindicación social», que «abre los caminos post-románticos de la novela indianista» (174 y 178). Esta terminología y esta periodización pueden considerarse dominantes. Así, por ejemplo, la adoptan críticos como Anthony J. Vetrano (La problemática psico-social 37, n. 4); o Donald L. Shaw, quienes también hablan del «indianismo» y el «indigenismo», afirmando que el primero, en palabras de Shaw, «tendió a romantizar e idealizar a los hispanoamericanos en la tradición romántica del noble salvaje», mientras que el segundo «los presentó de manera más realista, habitualmente con algún tipo de propósito de denuncia social». Este crítico aclara, sin embargo, que pueden distinguirse dos fases en el segundo, desde el punto de vista de la valoración crítica: una que la crítica considera «no sofisticada», representada por Icaza, Ciro Alegría y obras tempranas de Arguedas; y otra que «disfruta de gran estima crítica», representada por Asturias y obras tardías de Arguedas (44). Cornejo Polar es el crítico que da entidad a esta segunda fase que comenta Shaw, tras reconocer los aportes del indigenismo en función de su reivindicación de las poblaciones nativas, su cultura y valores, y la introducción de elementos de esta cultura en la literatura, sobre todo en críticos como Ciro Alegría y José María Arguedas. Habla entonces del «mejor indigenismo».3 Aunque este crítico también presenta otro término, 3 Cornejo Polar es muy explícito en su reconocimiento a los aportes del indigenismo en su libro La formación de la tradición literaria en el Perú. El primero tiene que ver con hacer posible una manera distinta de hablar sobre las poblaciones nativas, reconociendo su situación de explotación y los valores de su cultura. A este logro, que atribuye al
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«neoindigenismo», categoría en la que en ciertas ocasiones incluye las obras maduras de Alegría y Arguedas, y en otras a los autores de la «generación del 50», como Eleodoro Vargas Vicuña o Carlos E. Zavaleta (Escribir en el aire, 190; La formación de la tradición, 142).4 Ismael Márquez incorpora francamente esta tercera etapa en su capítulo «The Andean novel» en The Cambridge Companion to the Latin American Novel, en la que habla de cuatro categorías: «indianismo», «indigenismo», «indígena» y «neoindigenismo». El indianismo es definido, canónicamente, como «la producción literaria romántica del siglo XIX sobre el indio (…), caracterizada por su exotismo, la ausencia de propósitos políticos, y una cierta nostalgia por la grandeza de las antiguas civilizaciones» (142). Es en la consideración del indigenismo que este crítico hace observaciones más destacables, evocando el comentario de Mariátegui sobre la participación de estos críticos, «conscientemente o no, en una obra política y económica de reivindicación», en la medida en que presenta esta tendencia literaria como parte de un auténtico movimiento, «de vastas proyecciones ideológicas y estéticas a comienzos del siglo XX». Este movimiento, que se extendió por Perú, Bolivia, Ecuador, México y Guatemala, habría involucrado no sólo la literatura sino otras áreas intelectuales, sociales, políticas, económicas, filosóficas y artísticas (143). En cuanto al término «indígena», Márquez retoma la caracterización de Mariátegui, como un proyecto todavía por concretar: se trata, otra vez, de una categoría fundamentalmente contrastiva (143). Finalmente, Márquez caracteriza el «neoindigenismo», cuyo comienzo estaría marcado por la publicación de Los ríos profundos, de Arguedas, en 1958.5 De acuerdo a este crítico, el neoindigenismo es fundamentalmente una reelaboración formal y estilística del indigenismo, en la medida en que se destaca por la incorporación de los recursos del realismo mágico; una intensificación del tono lírico y el uso de nuevas técnicas narrativas a través de un trabajo de experimentación.6 También agrega una observación tomada de Miguel Gutiérrez, acerca de los diferentes modos de representación mimética del indigenismo y el neoindigenisindigenismo en su conjunto, añade otro, menos extendido, que fue alcanzado sólo por algunos autores: «Pero si el indigenismo modificó la conciencia del país sobre el indio y sobre la sociedad nacional en su conjunto, en lo que toca a la tradición literaria tuvo su mejor y más perdurable éxito al incorporar a su textualidad concreta un diálogo con contenidos de conciencia y formas artísticas de raíz indígena» (140). Entre los autores que menciona en este punto, se cuentan Ciro Alegría, por su trabajo con «la cuentística popular»; la obra El pez de oro de Gamaliel Churata; y «la espléndida y hasta ahora inigualada creación de José María Arguedas» (140-141). 4 Con respecto al «neoindigenismo», Cornejo Polar cita la tesis doctoral de Tomás G. Escajadillo, La narrativa indigenista: un planteamiento y ocho incisiones, defendida en 1981 en La Universidad de San Marcos, Lima. Considera este trabajo «el más completo» (La formación de la tradición 142, n. 99). 5 Hay otras caracterizaciones del «neoindigenismo». Por ejemplo, Juan Loveluck coincide con Márquez en la datación de su comienzo, pero habla de «un neoindigenismo de acento poético y universalista, como el de José María Arguedas en su máxima creación en torno al indio olvidado tras una maraña de abusos y depredaciones: Los ríos profundos» («Notas sobre la novela», 224). Por otra parte, Swanson considera que el «El neo-indigenismo (…) intentó recrear la experiencia indígena desde adentro, es decir, mostrar la realidad a través del filtro de la percepción de la población indígena». Este autor explícitamente vincula el neoindigenismo con el realismo mágico: «Una característica integral de lo que hoy se llama realismo mágico es la visión de la vida de las poblaciones indígenas, basada en el mito y la leyenda» (Latin American Fiction, 51). 6 Márquez cita a Cornejo Polar en relación con esta caracterización del «neoindigenismo», pero su referencia está equivocada y no hemos podido rastrearla (144-145 y 160).
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mo: el primero resultaría ser más social; mientras el segundo sería más psicológico y filosófico.7 Así, mientras que el indigenismo resulta caracterizado por Márquez como «informado por las contradicciones básicas entre las comunidades indígenas y los latifundistas aliados con el estado», el neoindigenismo trata «problemas más intangibles, conflictos existenciales, y la condición humana» (144). Debe aclararse, de todos modos, que esta terminología, si bien extendida, no carece de variantes. Por ejemplo, hay críticos como Raimundo Lazo, que hablan de la novela «andina», pensando primariamente en términos de paisaje, pero también, sosteniendo que «lo andino», en la primera mitad del siglo XX, «se convierte en urgente tema social cuyos cultivadores se empeñan en la decisiva integración literaria del hombre, sociedad y Naturaleza (sic)» (15). A su vez, Jean Franco habla de «la novela indianista», para referirse en general a la literatura sobre las poblaciones nativas de América Latina. Esta crítica considera que la representación de los indígenas ha sido un problema para los escritores realistas, en la medida en que para los latinoamericanos blancos o mestizos, las poblaciones nativas son tan exóticas y difíciles de comprender como un pueblo extranjero. En ese sentido, comprender la cultura indígena «ha sido un proceso importante en la historia cultural del continente, que ha tenido correspondencias con las principales corrientes ideológicas de diferentes períodos». Se trata de una observación reveladora, que retomaremos. En cuanto a la periodización, distingue tres momentos en el siglo XX: antes de la década del 20, cuando «se puso el énfasis en la educación, en librarlos de sus supersticiones»; en la década del 30 «cuando el indio fue visto como una fuerza política»; y un período posterior, del que habla en términos más vagos, en que «se hicieron intentos por mostrar la razón detrás de su rechazo de los modos europeos» (Spanish American Literature, 162-163). Sobre estas palabras corresponde comentar que la observación de Franco acerca de los «escritores realistas» tiene resonancias de la visión dominante de la crítica, desvalorizadora de la novela social, a la que se opone Beverly en el artículo que comentamos en el capítulo anterior. Una observación similar puede hacerse sobre la caracterización que hace Márquez del «neoindigenismo», crítico que, como vimos, distingue esta etapa del indigenismo apuntando fundamentalmente a cuestiones estilísticas. Retomando la discusión terminológica, puede decirse que las categorías de Franco son utilizadas por otros críticos, como Gordon Brotherson (17-22). Este crítico, sin embargo, se separa del énfasis de Franco y de Márquez en cuestiones estilísticas, mientras retoma un aspecto que había valorizado particularmente Cornejo Polar. Para distinguir entre las distintas etapas en el modo de hablar sobre las poblaciones nativas en el siglo XX, Brotherson presta atención al conocimiento de las culturas indígenas por parte de los escritores, el que no se deriva simplemente de la observación sino sobre todo de la valoración, estudio y recirculación de su lengua y sus obras. Luego de hablar de la 7 Márquez se apoya en este caso en el libro de Gutiérrez, Los Andes en la novela peruana actual. Lima: Editorial San Marcos, 1999.
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orientación política de las obras de Icaza y Ciro Alegría, entre otros, destaca el trabajo de Miguel Ángel Asturias, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, «para nombrar tres destacados defensores de los primeros habitantes de América», en relación con su rescate de las lenguas y literaturas indígenas como «fuente de inspiración» (21). Ahora bien, en cuanto a la periodización, tanto en la caracterización de Lazo, como en la segunda y tercera etapa de Franco, y en las observaciones de Brotherson, podemos reconocer aspectos muy semejantes a la etapa denominada «indigenismo» por los críticos que vimos previamente, en la medida en que también destacan el sentido social que la narrativa que ellos llaman «Indianist» cobra en cierto momento. Sin olvidar estas diferencias, vamos a quedarnos en principio con la categorización y la terminología propuesta por Mariátegui; la que es seguida, con matices, tanto por Sánchez como por Rodríguez-Luis, Vetrano, Shaw y Márquez, y que consideramos dominante. Entonces, pondremos el foco en la categoría «indigenista», para acercarnos, en principio, a la obra de Icaza y analizar su Huasipungo.
UN ESCRITOR ENTRE LOS ABUSOS EN LA HACIENDA Y EL PSICOANÁLISIS Jorge Icaza, «el ecuatoriano que más ha hecho por llevar el problema del indio y del huasipungo a la conciencia universal», en el decir del crítico Antonio García (7), nació el 10 de julio de 1906 en Quito. Según su propios testimonio, pasa su infancia entre mujeres, ya que su padre, José Antonio Icaza Manso, murió cuando tenía seis años y su madre, Carmen Amelia Coronel Pareja, se enfermó tras la muerte de su segundo hijo; razones por las que quedó un poco a cargo de su abuela y su tía (citado en Ojeda, 107). Su madre vuelve a casarse, con Alejandro Peñaherrera Oña, quien propició una educación liberal del joven Jorge, según el comentario de J. Eugenio Garro (206). Comenzó sus estudios secundarios en el Colegio Jesuita Juan Gabriel, pero los completó en el Colegio Nacional Mejía, por su espíritu poco afecto a la disciplina de los jesuitas, según Garro (202). Anthony J. Vetrano cree que también pudo haber contribuido a la decisión, la interrupción de sus estudios por un tiempo pasado en la zona rural (25). El propio Icaza lo atribuye a que, por el tiempo pasado en la zona rural, como estudiante tenía un cierto retraso y no se sentía cómodo en las clases (citado en Ojeda, 108). De todos modos, la relación del joven estudiante con los jesuitas parece haber sido problemática. Según comenta Sacoto, «los años pasados en la escuela jesuita dejaron un recuerdo triste en el alma del escritor» (129). Su tiempo en el campo representa otra experiencia de juventud que resultaría fundamental en el pensamiento de Icaza. Se trata de una estancia obligada en una hacienda de propiedad de su tío Enrique Coronel, hermano de su madre y latifundista de enorme poder, donde el futuro escritor presenciaría el trato injusto dado a los indígenas. Como explica el propio Icaza, en un testimonio recogido por la escritora argentina Beatriz Guido, esta experiencia de la adolescencia fue muy importante: «(…) mi familia, de políticos liberales, tuvo que retirarse, cuando subieron los conservadores, 213
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al latifundio llamado ‘El Chimborazo’ (…). Allí, como era un niño todavía, los indios me permitieron entrar en sus chozas, y pude vivir sus dolores, su vida y su miseria» (citado en Sacoto, 129). Icaza ha insistido en la importancia del tiempo en que pudo contemplar el maltrato a los indígenas de primera mano, situando el período en 1915. En declaraciones a Vetrano, también destacó: «Recibí muchas impresiones de las injusticias que se cometían con los indios de parte de mayordomos y administradores. En gran parte son las que me sirvieron y las que me sirven en mis novelas» (citado en La problemática psico-social, 25). Por otra parte, el escritor ha sugerido una vinculación entre esa observación del maltrato a los indígenas con las dificultades de la relación entre su made y su tío, sumando componentes personales en la cuestión.8 La crítica retoma las palabras de Icaza y apoya su apreciación sobre la importancia que esas experiencias en la hacienda tendrían para su literatura. Comenta Renán Flores Jaramillo que «su vida en el latifundio lo marcará a fuego: será siempre fiel a la promesa de dedicarse a paliar, de algún modo —aunque sea, mediante la denuncia literaria— la condición subhumana en que viven los indios» (13). En 1924 Icaza comienza estudios de medicina en la Universidad Central de Quito. Pero debe abandonarlos para trabajar, debido a que la muerte de su madre y luego de su padre político lo deja sin recursos económicos suficientes, según Garro (206). Flores Jaramillo aporta otra razón: que Icaza deja los estudios debido a que ya no siente en ese momento la presión familiar por tener «una profesión liberal» (13). En todo caso, puede coincidirse con Garro, quien ha visto esa transición, sea producto de las dificultades económicas o de sus propios deseos, como una instancia que representa para Icaza la posibilidad de nuevos horizontes. Como comenta este crítico: «Este acontecimiento que cambia de súbito las condiciones del estudiante le abre a Icaza una puerta y le enseña la calle con esa actitud ruda de la pobreza para decirle que tiene que elaborar su pan con sus propias manos» (206). El propio Icaza se ha referido al período insistiendo en las dificultades económicas de una familia que «había sido gente de proporciones» pero ya no lo era. Dejó a su hermana una porción de tierra y se empleó en la Policía Nacional, primero; y en la Pagaduría Provincial de Pichincha, después. Sólo dejará ese puesto en 1937, cuando instale una librería, la Agencia General de Publicaciones (citado en Ojeda, 111-112). De todos modos y pese al éxito que alcanzaría su literatura, Icaza siempre 8 Puede agregarse, para marcar el punto sobre la relación entre los aspectos sociales y los personales en el rechazo del sistema del latifundio, el siguiente pasaje, en el que Icaza hace mención a una pelea de su madre con su tío, que hace que la familia abandone la hacienda donde había ido a refugiarse: «Para tener una idea de cuánto pesa la propiedad latifundista en el Ecuador me permitiré contar una anécdota. Cuando tuvimos que salir de ese latifundio, después de un disgusto violento de mi madre con su hermano, íbamos por la montaña, guiados por un viejo mayordomo. Habíamos marchado más de seis horas a caballo, y mi hermana, con una voraz curiosidad infantil, preguntó al mayordomo: ‘¿De quién es aquella colina que se ve al horizonte?’ El viejo mayordomo, como una cosa natural y corriente, respondió: ‘De patrón Enrique Coronel’. (…) Y así durante el largo viaje de tres días a caballo. Siempre con la misma respuesta sobre nuestras almas, sobre nuestra pequeña realidad. ‘De patrón Enrique Coronel’. ‘De patrón Enrique Coronel’. Fue entonces cuando sentí la angustia de la pregunta y la respuesta. Todo era de ese gran señor… Los árboles de la manigua, los riscos de los cerros, las chozas de los indios, las víboras, los insectos, la luz, el agua, el cielo y hasta la misma muerte eran ‘De patrón Enrique Coronel…’» (citado en Couffon, 57-58).
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deberá completar sus ingresos como escritor con otras actividades. En esos mismos años se acerca al teatro. Se inscribe en el Conservatorio Nacional de Música, en cursos de declamación con un profesor español que se hallaba por entonces en Ecuador, Abelardo Reboredo. Pronto comienza a avanzar en su carrera: es actor, director y dramaturgo en una compañía de reciente formación (Flores Jaramillo, 13 y 14). Entre sus obras teatrales, se cuentan El intruso (1929); La comedia sin nombre (1930); Por el viejo y ¿Cuál es? (1931); Como ellas quieren (1932); Flagelo (1936), (Garro, 212). Las obras tempranas se dedican mayoritariamente a analizar aspectos negativos de la burguesía, poniendo en evidencia el interés de Icaza por ciertas formas de crítica social. Por ejemplo, La comedia sin nombre se centra en el personaje de un campesino, «que finge ser sordo para enterarse de los grados de maldad de la alta sociedad», en el resumen de Flores Jaramillo (21). En la visión de Sacoto, se trata en todos los casos de obras situadas en un ambiente urbano, ocupadas por describir distintos aspectos de las clases altas, con dos sectores sociales representados: la élite aristocrática, que «es ridiculizada»; y la clase media, que recibe un tratamiento más matizado, mostrando desde sus excesos hedonistas a «escenas empáticas de la lucha diaria en busca de la mejora personal» (133). Garro ha vinculado la dramaturgia de Icaza con «el teatro primitivo español» y los entremeses de Cervantes, señalando que las semejanzas pueden deberse a una simple convergencia de preocupaciones sociales, aunque puntualizando los paralelos entre «sus escenas ásperas y contundentes» (212). Por otra parte, cierta crítica ha señalado los componentes del psicoanálisis y las renovaciones formales de obras como Por el viejo y ¿Cuál es? De la primera, cuyo subtítulo es Retazo de drama vanguardista, ha destacado Ricardo Descalzi que sus parlamentos parecen «nacidos de raíces insospechadas, en los postulados cumplidos del psicoanálisis, rebuscando en las formas de la subconsciencia causas y efectos sorprendentes» (citado en Flores Jaramillo, 25). Agustín Cueva coincide con el juicio de Descalzi en cuanto a reconocer las intenciones renovadoras en ciertas experimentaciones teatrales de Icaza, considerando que su teatro tiene «inspiraciones pirandellianas y freudianas» («Literatura y sociedad» 633). El propio Icaza cuenta que, sobre todo la pieza ¿Cuál es?, muestra el impacto de la lectura de «los 14 tomos de las obras de Freud». Como comenta, con humor: «(…) yo me quedé bajo una influencia terrible de Freud. Yo tenía Freud hasta en los bolsillos. Y escribo esta pieza, ‘Cuál es’ que es un complejo de Edipo ya con nueva tendencia y nueva técnica teatral» (citado en Ojeda, 114). Ahora bien, con la atención puesta en cuestiones temáticas, hay críticos que plantean dudas sobre esta valoración de los aportes renovadores de Icaza. Entre ellos se cuenta Sacoto, quien subraya que cuando Icaza comienza a abordar los temas sociales, estos ya habían sido tratados por otros escritores; dado que «ya se habían escrito obras de ficción como piezas teatrales, novelas y cuentos en apoyo de la reforma social», mencionando trabajos como El tigre, de Enrique Aguilera Malta (133). En este sentido, sin dudas Flagelo, estrenada en Buenos Aires en 1940, es el drama más interesante en cuanto a conjugar los dos aspectos innovadores que exploraría Icaza; es decir, tanto des215
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de la perspectiva de la renovación formal como desde la perspectiva de la temática social y que puede ser considerado indigenista.9 En el mismo, según Garro ha destacado, «sorprende la impersonalidad y la forma simbólica de los personajes» (212). Con elementos del teatro del absurdo, la obra, al comienzo, se desenvuelve al ritmo del chasquido del látigo, que acompaña una serie de estampas de sometimiento y de degradación de las poblaciones nativas. En determinado momento, el látigo deja de sonar y se presentan las tres fuerzas detrás de la explotación: un sacerdote, un militar y un representante de la burguesía. Son tres actores centrales que se encuentran en Huasipungo, escrita un tiempo antes que Flagelo, con la diferencia de que en la novela se hace énfasis en que el accionar de estos personajes resulta instrumental a una fuerza que pone en marcha el proceso: el imperialismo. También hay en Flagelo escenas que recuerdan mucho a la novela, como aquella en que un indio golpea a su pareja; pareciera que la obra teatral fuera una instancia para volver a reflexionar sobre algunas cuestiones planteadas inicialmente en la narrativa, de modo similar a como ocurrió con la obra Colacho hermanos, de Vallejo, como comentamos en el capítulo anterior. En el caso de Flagelo se retoma puntualmente la cuestión de la relación entre el grupo social explotado y los cómplices locales: la Iglesia, los terratenientes y el sector militar. Ahora bien, que Icaza prescinda en Flagelo de la tematización del imperialismo no significa que abandonara esta cuestión, a la que volverá en trabajos posteriores, como en el cuento «Rumbo al Sur», sobre la prostitución en Panamá —crecida al abrigo del control extranjero del Canal— publicado en la colección Seis veces la muerte, de 1953. En síntesis, Flores Jaramillo traza el desarrollo de Icaza como dramaturgo, marcando tres momentos: «se inició en la clásica comedia costumbrista, incursionó en la profundización de corte psicoanalítico y desembocó, por fin, en un gran friso indigenista, valiente y pleno de simbolismo» (31). Aunque nunca abandona del todo el teatro —en 1946 fundará la compañía Marina Moncayo, liderada por su esposa actriz, y en 1947 estrenará el ballet El amaño—, Icaza dedica los años siguientes fundamentalmente a la narrativa. Tanto Ferrándiz Alborz como Garro incluyen a Icaza en el llamado grupo de escritores de Quito, el «más numeroso y acaso el más significativo (del Ecuador)», de acuerdo a la opinión de Garro. Entre sus representantes este crítico nombra a José Alberto Llerena, Gonzalo Bueno, Ignacio Lasso, Jorge Fernández, Humberto Salvador, Atanasio Viteri, Augusto Sacoto A., y Jorge Reyes y Reyes (205). En este grupo, varias obras están dedicadas a temas sociales. Como ejemplo, puede mencionarse Historia de una infancia, de Salvador —militante socialista y «el más prolífico de los novelistas ecuatorianos», según Ángel F. Rojas— que cuenta las desdichas de personajes de clase media-baja y sus alternativas de rebelión. La obra abre y cierra con la promesa de una revuelta que cambie el 9 La fecha que Garro da de la publicación de Flagelo, 1936, es bastante posterior a la que da Icaza sobre el momento de su escritura, 1933. De todos modos, hay coincidencia en que la escritura de esta última obra de teatro es posterior a la del primer volumen de cuentos y la primera novela. Sostiene el escritor: «Para terminar con el teatro, después de escribir Barro de la Sierra y Huasipungo, escribí una obra que se llama Flagelo (…) que trata del indio y del tema social. Esto es ya de 1933» (citado en Ojeda, 115).
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estado de cosas: «Los trabajadores de los países crearemos una nueva humanidad» (202-203). Por su parte, la novela Agua, de Fernández, publicada en 1936, narra las disputas por los recursos hídricos de un pueblo, de modo tal que no falta en la misma «ninguno de los elementos que hacen más execrable la servidumbre feudal», al decir, nuevamente, de Rojas (203-204). Ahora bien, el propio Icaza se ha referido a su relación con algunos de estos críticos, con quienes compartió las aulas del colegio Mejía, como de cierta admiración y distancia, porque le llevaban algunos años y comenzaron en la literatura y la bohemia más temprano que él, ya que en esa época Icaza todavía no se pensaba como escritor: «Yo no podía figurar en ese equipo porque estaba contrario a la literatura» (citado en Ojeda, 110).10 De todos modos, Icaza acepta de buen grado ser considerado parte de la «generación del treinta» o, como parece preferir, del «grupo del año treinta».11 Dentro del mismo, distingue, aproximándose a la clasificación que hace la crítica clásicamente: el grupo de Guayaquil, el de Quito —donde se incluye— y el del Austro. Y considera que los temas sociales son comunes a los tres grupos (citado en Gilberto Mantilla Garzón, 41).12 En términos generales, suele considerarse que la primera novela indigenista del Ecuador es Plata y bronce, de Fernando Chaves, publicada en 1927. Se trata de una obra que tiene un espíritu reivindicatorio no distante del que revelaría la obra de Icaza, y un tono crudo también comparable. Sobre la misma, ha comentado Aída Cometta Manzoni en su clásico trabajo El indio en la novela de América: «En Plata y bronce, su autor nos presenta, en toda su monstruosa desnudez, un episodio de la vida del indio ecuatoriano, llevado a la literatura, con el realismo de un discípulo de Zola» (51). Por otra parte, Jorge Enrique Adoum en su obra sobre La gran literatura ecuatoriana del 30, 10 Cuando Enrique Ojeda pregunta a Icaza por su relación con Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, Augusto Arias y Hugo Alemán y «etc.» —es decir, otros autores del grupo—, responde el escritor: «Yo conocí a estos escritores en el Mejía. Ellos estaban en cursos superiores. Mientras yo seguía el tercer año ellos estaban por graduarse. A ellos ya se les admiraba y consideraba como poetas. Eran los niños terribles de esa época porque ya se dedicaban a beber licor, a ir a donde mujeres alegres, mientras estaban en el Mejía y tenían desplantes de bohemia y rebeldía. Porque toda esa generación comenzó rebelde. Ahora se han domado. La burocracia y la diplomacia les han domado. Pero entonces eran muchachos rebeldes. Jorge Carrera Andrade y todos los que ha nombrado pertenecían al partido socialista y comunista. Luego la vida los llevó por otros caminos. Yo no podía figurar dentro de ese equipo porque estaba contrario a la literatura. Recuerdo que Humberto Salvador, cuando alguien le dijo que yo estaba escribiendo cuando salí del Mejía, se sorprendió y dijo: ¡qué curioso!: Icaza era bueno para la física, la química, para hacer deportes; para lo que servía era para saltar, dar patadas, puñetazos…» (109-110). 11 En relación con las características generales de la generación del 30, José J. Cisneros ha señalado que, aunque los distintos autores comparten una similar preocupación social, se diferencian en temas y recursos: «(…) los novelistas de la Generación del 30 producen obras que no poseen características unificadas. Si bien proyectan valores semejantes, procedentes del afán de denuncia y de protesta ante los problemas sociales, difieren en sus elementos referenciales y técnicos» (22). 12 Siguiendo a Ferrándiz Alborz, Garro habla de cuatro grupos y no de tres como Icaza. El del litoral, de Guayaquil, estaría integrado por Aurora Estrada y Ayala, Alfredo Pareja-Diez Canseco, José de la Cuadra y «los tres novelistas de la antología de cuentos Los que se van (1930)», es decir: Joaquín Gallegos Lara Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta. Volveremos sobre este punto. La ciudad de Cuenca sería sede del segundo grupo, formado por tres escritores: Alfonso Cuesta y Cuesta, G. Humberto Mata y Saúl T. Mora. La ciudad de Loja seguiría, con autores como Pablo Palacios, Ángel Felicísimo Rojas, Alejandro Carrión, Manuel Agustín Aguirre y Carlos Manuel Espinosa. Ya nos hemos referido al grupo de Quito (205).
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ha sostenido que esta obra introduce en la literatura de ese país personajes que tendrían larga vida, «tanto en la realidad como en el relato»; los que veremos también en Huasipungo. Aunque la cita de Adoum, ciertamente, nada dice del imperialismo: «el amo, naturalmente blanco, naturalmente explotador de indios en el trabajo y de indias en la cama o al borde de los caminos; el teniente político, naturalmente nombrado gracias a él (…); el cura, naturalmente valiéndose de su autoridad (…); y el indígena, vengándose del patrón» (29). Rojas realiza una descripción similar de la tríada opresora en Plata y bronce y agrega un elemento más, presente en la obra de Icaza: la escena de violencia de un indígena a su mujer, que está tanto en Huasipungo y como en Flagelo, como comentamos (175).13 Asimismo, la crítica ha señalado la importancia, para la generación del treinta que integra Icaza, de la publicación de la antología Los que se van. Cuentos del cholo y del montuvio, en 1930, obra colectiva de tres escritores de Guayaquil: Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta, que provocó polémica y dio visibilidad a esta nueva generación de escritores. El volumen fue recibido con cierto rechazo, dada la denuncia que hacía sobre la situación de los trabajadores locales. Como sucedería luego con algunas obras de Icaza —en particular, precisamente, con Huasipungo— la negativa acogida en el medio nacional contrastó con el interés por la obra fuera de las fronteras del Ecuador. Como comenta Rojas, en Ecuador «se tildó a la literatura que hacían los autores del discutido libro, como el producto de un plan político, que buscaba producir el escándalo internacional, el desprestigio de nuestro medio atrasado (…)» (181-182). Ahora bien, Cueva, apoyándose en el análisis de Fernando Tinajero, ha sumado otra obra al listado de trabajos que tuvieron peso en la generación de Icaza; se trata de un trabajo no ficcional sobre los indígenas del Ecuador: el ensayo El indio ecuatoriano, de Pío Jaramillo Alvarado, publicado en 1922. Relacionando este ensayo con las preocupaciones sociales y políticas de esta generación, sostiene Cueva que las obras de los nuevos escritores no pueden entenderse teniendo en cuenta sólo los textos literarios, los que en su juicio, ofrecen pocos antecedentes para explicar sus características: «esa corriente no se origina cabalmente en la ‘serie discursiva’ llamada literatura, sino que se constituye en la encrucijada de varias ‘series’, entre las que se destaca la del nuevo discurso sociológico y, sobre todo, político» («Literatura y sociedad», 635). El primer trabajo narrativo de Icaza es un libro de cuentos, Barro de la sierra. Publicados en 1933, «[l]os cuentos que encierra este pequeño libro anuncian los temas y el gran marco social de la novela», en el decir de Garro (217). Además de piezas que cuen13 Así describe Rojas Plata y bronce, destacando, significativamente, que la escena de violencia del indígena hacia su mujer tampoco es original de la obra de Chávez: «El esquema de varias novelas posteriores de tema indigenista escritas por otros está ya esbozado aquí. Un cura fanático y dominador. Un teniente político sumiso a la voluntad de señores feudales del predio contiguo. Un amo blanco gamonal, que explota a los indios que viven en su latifundio y viola a sus mujeres y a sus hijas. Se completa así el terceto trágico de expoliadores de la raza india, que luego veremos presente en las novelas y cuentos sobre la realidad agraria del altiplano. En esta obra se vuelve a encontrar una escena que, desde la época de Montalvo, vienen contando nuestros escritores: el brutal castigo que el indio inflige a su mujer y la indignación de ésta cuando un intruso interviene en su defensa» (175).
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tan la vida de mestizos, «cholos» —personajes que dominarán la narrativa de Icaza luego de Huasipungo— el libro incluye tres cuentos de clara temática indigenista que merecen comentarse brevemente. En «Sed», el lector asiste a los padecimientos de un pueblo indígena cuando el latifundista desvía un curso de agua para alimentar sus tierras: «entre las miserias de la esclavitud a que vive sujeto el indio, se levanta la sed como un espectro de perfiles siniestros», comenta Garro (217). «Éxodo» relata la historia de una pareja de campesinos esclavizados por su patrón. Cuando el padre está por morir, le pide a su hijo que huya de la hacienda, en busca de mejores condiciones de vida. Pero su paso de hacienda en hacienda deviene un auténtico «vía crucis», en la metáfora de Sacoto, «que el autor pinta de manera magistral» (136). Acompañando al personaje en ese peregrinar, el narrador describe diferentes tipos de abuso; entre ellos, el «enganche» del peón a través de la deuda, que hemos visto en Los yerbales de Barrett y al que también se aludirá en Huasipungo. Ferrándiz Alborz ha apuntado al proceso de degradación que narra este relato, al decir: «El cuento ‘Éxodo’ no es la marcha o fuga de un pueblo hacia una ruta de realizaciones históricas, sino la huida del indio de su misma realidad humana» (18). En tanto, «Cachorros» apunta a cuestiones psicoanalíticas, al narrar la historia de dos hermanos: el mayor es el producto de la violación de la madre india por un blanco; el segundo, de sangre sólo indígena, provoca sus celos. La historia concluye con la muerte del menor, provocada indirectamente por el mestizo, en quien se ha desarrollado un intrincado proceso en que el complejo de inferioridad se mezcla con el de Edipo, de acuerdo al análisis, muy comentado, de Eva Giberti. En este cuento, sostiene Flores Jaramillo: «Se plantea, en escorzo, el tema que se convertirá en leit motiv de la obra icaciana: el enfrentamiento fratricida entre indios y mestizos» (34). Una parte de la crítica ecuatoriana recibió este primer libro de cuentos de Icaza con aprobación, destacando su valor «documental» y de denuncia social, dejando en evidencia el movimiento de apertura a estos nuevos temas y estilos. Una reseña publicada en la Revista Campamento en septiembre de 1933 comenta: «Barro de la sierra es un libro amasado de dolor verídico (…). Libro lanzado como una protesta apasionada en un desierto tenebroso de injusticias, de prejuicios, de esclavitud» (citado en Sacoto, 135). En 1934 Icaza publica Huasipungo. Debido a su éxito casi inmediato, el escritor comienza a ocupar un lugar de cierto relieve en el mundo intelectual, trascendiendo el teatral, donde ya era conocido. Organiza el Sindicato de Escritores Artistas del Ecuador, donde es nombrado secretario general, y queda a cargo de las publicaciones (Flores Jaramillo, 14-15). Pronto es nombrado Defensor del indio ecuatoriano, un título honorario. Vetrano recuerda que, en ese carácter, Icaza fue invitado al Congreso Indigenista que se realizó en México en 1940» (La problemática psico-social, 38, n. 15). También interviene en la creación de la Casa de la Cultura Ecuatoriana. En cierto modo, en tanto que llega a convertirse en el escritor indigenista más conocido del Ecuador y confirmando su nombramiento honorario, Icaza acaba transformándose en una suerte de representante de la cuestión indígena en distintos escenarios internacionales. En 1948 es invitado a Venezuela, a recorrer el Orinoco con Waldo Frank; en 1949 viaja a Puerto Rico y es de219
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signado agregado cultural de la Embajada de su país en la Argentina, papel en el que dicta conferencias en varias ciudades de ese país. En 1956 y 1957 participa de encuentros indigenistas en Bolivia y Perú. En la década del sesenta, es invitado a la República Popular China, a la Unión Soviética, Checoslovaquia, Italia, Francia, Cuba, Brasil y nuevamente a México, donde participa en el Segundo Congreso Latinoamericano de Escritores en 1967. También se afianza en su país, siendo nombrado Director de la Biblioteca Nacional en 1963; y luego embajador a la Unión Soviética entre 1973 y 1977. Icaza fue invitado a dar conferencias en universidades de México y Costa Rica en 1940; de Nueva York en 1942; de Bolivia en 1956; de China, de Brasil en 1963; y en unas treinta universidades de los Estados Unidos en 1973 (Flores Jaramillo, 15-16; Norman, 14). Puede pensarse que la retórica encendida de Icaza resultaría hasta cierto punto incompatible con su reconocimiento oficial en el Ecuador. Sin embargo, como vimos, no fue ése el caso, pese a ciertos roces y dificultades. No sorprende, entonces, que el escritor haya recibido críticas de algunos de sus contemporáneos, como su colega Gonzalo Humberto Mata. El autor de las novelas indigenistas Sumag, Allpa, Sanaguin y Sal —«que integran la gran novela del Ecuador», en la valoración Ivena Codina (115)— publicó en 1964 una Memoria para Jorge Icaza, escrita como una carta y plena de imprecaciones que bordean el insulto. En su diatriba, acusa a Icaza de sacar provecho del interés por los temas sociales que habían iniciado los escritores del grupo de Guayaquil. También, denuncia la falta de autenticidad del retrato icaciano de los indígenas ecuatorianos y sostiene que el escritor utilizó el tema indígena para su beneficio, sin haber luchado por mejorar la situación social de aquéllos. El folleto deja en evidencia la tensa posición de Icaza en el medio intelectual ecuatoriano, a treinta años de la publicación de Huasipungo. Si por un lado, la crítica tradicional de su país había considerado esa obra demasiado cruda, demasiado radical, por otra ciertos sectores reprochaban a su autor el lugar cuasi-oficial que había llegado a alcanzar en la vida pública de su país: «Dada tu autoridad literaria, celebérrima y conocida en todas partes, mucho habrías conseguido, y mucho habrías ordenado si tú hubieses sabido emplear tus facultades en pro de la Raza India. Nada hiciste» (7-8). En un trabajo de 1970, reflexionando sobre algunas de estas críticas, comenta Ernesto Albán Gómez sobre la situación compleja en que queda Icaza frente a una generación de escritores posterior a la suya, al haberse visto consagrado por una obra que fue de denuncia: «El asunto tiene una ironía estremecedora: Icaza entre dos fuegos. Cuando Huasipungo se editó por primera vez, fue considerado un libro tendencioso, peligroso, anarquizante. Ahora, su autor es frecuentemente tachado de burgués reaccionario o punto menos» (37). LA TIERRA, EL PETRÓLEO, LOS INDÍGENAS Y LOS «GRINGOS» Huasipungo —publicada, como dijimos en 1934, cuando el escritor tiene 28 años— es la primera novela de Icaza y aquella por la que ha sido más conocido. Ini220
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cialmente es recibida con críticas que desatan una polémica en su país, debido a que la obra «apunta directamente a la descripción de males que hasta entonces trataban de ocultarse, al menos en la gran literatura» (Flores Jaramillo, 41-42). Sin embargo, pronto llegarían importantes elogios desde afuera: apenas un año después, la obra recibe el primer premio de Novela Hispanoamericana, que otorgaba la revista América, publicada en Buenos Aires. Nuevamente, como con El tungsteno, en general se ha considerado a Huasipungo —y atribuido su éxito de ventas y su vigencia— a su carácter «documental» y «de denuncia», en los términos que elige Adoum («El indio», 22). Ahora bien, para explicar la orientación de denuncia de su novela, Icaza relaciona su actitud con la de la nueva generación de escritores que integra, pero ampliando el colectivo de pertenencia más allá de las fronteras del Ecuador —dejando, además, en evidencia cierta orientación latinoamericanista de su pensamiento—: «Los jóvenes de Sudamérica éramos profundamente revolucionarios, profundamente socialistas. Por tanto mi libro tenía que reflejar esa tendencia» (citado en Shaw, 47). Por cierto, el Ecuador pasaba por entonces momentos de gran agitación social. La crítica coincide en señalar como acontecimiento clave, en este sentido, la represión del 15 de noviembre de 1922, en la que, según algunos testimonios, mil quinientas personas fueron muertas de manera sangrienta, cuando el ejército respondió un amplio movimiento de protesta en la ciudad de Guayaquil, que había sobrepasado a las fuerzas policiales.14 Las protestas y la represión pusieron en evidencia las complejas fuerzas que estaban en juego en el Ecuador, tras una serie de transformaciones que contribuyeron a situar a este país en la economía internacional. El país se había integrado al mercado internacional en una posición dependiente, de proveedor de materias primas, en particular en relación con los Estados Unidos. En el juicio de Cueva, la agitación de 1922, Es el momento en que se condensan y estallan todas las contradicciones acumuladas por el desarrollo de un capitalismo a la vez contemporáneo y primitivo, que si por un lado generó un nuevo modo de producción, modernizando a su guisa la agricultura (sobre todo del litoral) y en alguna medida las ciudades (o lo que entonces se entendía por tales), por otro lado afincó las raíces del atraso, al articular un modelo oligárquico y dependiente de economía, de cultura y de sociedad («Literatura y sociedad», 629).
14 Oscar Reyes relata dramáticamente las causas de insurrección, su gestación y la masiva represión a cargo del ejército de esta manera: «En 1922 había mucha agitación en todo el país. La inquietud ya no era militar ni política, sino el resultado de la dolorosa situación del proletariado. (…) Creían que el aumento de los bienes importados (harina, manteca, herramientas y tela) se debía principalmente a la devaluación de la moneda, manifiesta en el precio creciente del dólar norteamericano. (…) Comenzaron las manifestaciones callejeras. La Confederación Obrera del Guayas asumió la dirección del movimiento popular, amenazando Guayaquil con una huelga general. Parecía que no había nada más en Guayaquil que las masas proletarias. Inflamados por los discursos de los dirigentes sindicales, desarmaron a la policía, que estaba apostada en varios puntos de la ciudad (…). Llegó un batallón. Las masas fueron rodeadas y los soldados dieron comienzo al más horrible baño de sangre en las calles, plazas, en las casas y comercios. Luego, por la noche, filas de camiones llegaron para recoger los cadáveres y tirarlos en el río» (citado en Cueva, The Process of Political Domination, 12-13).
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Las contradicciones a las que se refiere Cueva se derivan de la transformación de la economía ecuatoriana que se había verificado desde 1870, en que este país reorientó su producción del consumo interno a la exportación de productos agrícolas, cultivados en la costa: en particular cacao, pero también café y otros. De este modo, la base de poder tradicional desde los tiempos de la colonia, los latifundistas de la sierra, fue reemplazada por una clase comercial en la costa, primero económica y luego políticamente. Como resume Kenneth J. A. Wishnia, «la ‘Revolución Liberal’ de Eloy Alfaro, la Guerra civil de 1895-1896, representó el triunfo de la costa mercantil sobre la sierra feudal» (39). Sin embargo, las crisis posteriores a la Primera Guerra Mundial, en particular la caída de la bolsa de Nueva York en 1929, deprimieron el precio de las materias primas en el mercado internacional e introdujeron nuevos motivos de inestabilidad. Tras soportar importantes caídas a comienzos de la década del veinte, Ecuador padeció especialmente con el derrumbe de precios que se verificó al final de la década: entre 1928 y 1931, el valor de las materias primas de exportación cayó el 60 %. Estas debilidades económicas de los nuevos gobiernos liberales que representaban los intereses de la costa hicieron posible el estallido de una nueva guerra civil en 1932, caracterizada por Wishnia como «un intento fracasado de los propietarios de tierras de la sierra de recuperar el poder» (19). En simultáneo, distintos sectores de trabajadores habían comenzado a organizarse sindicalmente y a participar de alianzas estratégicas con la clase media; como explica Cueva, este acercamiento «desató una situación explosiva que terminaría de destruir el frágil orden liberal-democrático» (The Process of Political Domination, 12). En este contexto, los intelectuales ecuatorianos que estaban formándose asistieron al espectáculo de inestabilidades y luchas de las clases medias y bajas, frente a las cuales no quedaron indiferentes. La represión de 1922 fue especialmente significativa para la generación de escritores a la que pertenece Icaza. Cueva recoge el testimonio de Alfredo Pareja sobre este acontecimiento, quien habla de mil quinientos muertos en las calles y de cómo impulsó la radicalización política: «Todos los de la generación de 1930 vimos, con los ojos húmedos, esta matanza. Se dieron pasos para la formación del partido socialista (…). Entre los jóvenes, se pensaba en el milagro de la revolución rusa; pocas veces, en la mexicana» (citado en «Literatura y sociedad», 635-636). Numerosos intelectuales se acercaron al Partido Socialista, creado en 1926. Entre ellos, se contaron Pablo Palacio, José de la Cuadra y Enrique Terán. Y en 1931 se fundó el Partido Comunista, al que adhirieron Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert. Más allá de afiliaciones formales, Cueva describe un clima en el que los intelectuales participaban de una visión cercana a los reclamos de izquierda, que habría abierto el camino a la literatura social: sin la «visión marxista» difundida por entonces, sostiene este crítico, «sería absolutamente inconcebible el realismo ecuatoriano, incluso en autores que nunca se adhirieron teórica ni políticamente al marxismo» («Literatura y sociedad», 636). Resulta importante aclarar que, en el mismo trabajo, este crítico habla de «literatura realista» para referirse no a la que meramente exhibe rasgos documentales, sino a la que tiene «como referente una problemática sociológica» (639). Esta caracterización de 222
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Cueva evoca la de la novela indigenista de Rodríguez-Luis: nótese que Cueva utiliza el término «sociológica» y no «social»: alude, entonces, a una actitud experta y de estudio de un sujeto investigado, similar al «rigor científico» de la cita de Rodríguez-Luis. Volveremos sobre esta cuestión. Entre los escritores sin afiliación partidaria pero con afinidad con el pensamiento de izquierda, Cueva incluye a Icaza y a Alfredo Pareja. Sobre su relación con el socialismo y el marxismo, Icaza ha señalado como importantes en su formación los libros de Barbusse, en particular Infierno y Claridad. De hecho, durante el breve tiempo pasado en la universidad, Icaza participó junto a Humberto Salvador en la creación de una revista titulada Claridad, de la que salieron cuatro números «en 1924 o 1925». En esa revista publicó dos cuentos, sobre los que dice: «no tuvieron ninguna trascendencia y me olvidé de ellos» (citado en Ojeda, 118). Por otra parte, el escritor ha reflexionado extensamente acerca del impacto de las ideas marxistas en su obra, en particular en Huasipungo. También ha vinculado su preocupación por los sectores desposeídos con su formación cristiana.15 Ahora bien, a los nuevos problemas generales de la economía ecuatoriana, se suman los viejos problemas, específicos de las áreas rurales, en relación con la propiedad de la tierra y la reforma agraria nunca verificada. El Ecuador de comienzos de siglo estaba marcado por una estructura económica extremadamente desigual, en particular en la zona de la sierra, donde predominaban las grandes haciendas. Las propiedades de más de 500 hectáreas constituían el 0,3 % de las explotaciones pero concentraban casi la mitad de la tierra agrícola; mientras que, en el otro extremo, los minifundios representaban el 82 % de las explotaciones, aunque ocupaban sólo el 11,4 % de la tierra. En el análisis de Antonio García, en las provincias centrales de Cotopaxi, Chimborazo, Pichincha, Tungurahua e Imbaura, se concentraba el 70,8 % de la población de «huasipungueros, comuneros, partidarios y ayudas»; es decir, indígenas y mestizos que trabajaban tierras en sistemas de latifundio. Se trata, precisamente, del «principal escenario del tipo de hacienda señorial y de la novelística de Icaza» (38). En el mismo sentido, Garro se pregunta por el momento en que le surge a Icaza la preocupación por el tema indígena. Y, entre observaciones sobre el estilo descuidado de Icaza que retomaremos, hace un interesante comentario sobre que la preocupación por esta cuestión vincula el 15 Las dos vertientes, marxista y cristiana, de su preocupación social son exploradas por Icaza en el siguiente pasaje. Sin embargo, puede considerarse que en estas declaraciones, de 1961, la mención a la religión represente una cierta huella del temor por haber sido acusado de «comunista» en el contexto de la Guerra Fría y a dos años de la revolución cubana, como sugiere el final de la cita: «En cuanto al marxismo, debe haber influido porque en el momento en que se escribió HUASIPUNGO había en las juventudes hispanoamericanas una gran fe en el marxismo de esa hora que se creía iba a salvar a la humanidad. No que yo crea que el marxismo es la máxima cosa que se haya inventado pero que sí ha ayudado muchísimo tanto a las teorías filosóficas, como políticas y económicas. Hoy media humanidad está dentro de una derivación política del marxismo. Y aun dentro de los países democráticos también existen personas que van llegando allá, eliminando la basura que esta teoría marxista acarrea por vieja, pero sirviéndose de su esencia para desarrollar nuevas teorías políticas, económicas, que contribuyen al servicio de la humanidad. Por tanto no me asusto cuando una persona afirma que hay elementos marxistas en mi obra. También debe haber en ella elementos cristianos pues yo nací, me crié y eduqué en una sociedad completamente católica. A mí me enseñaron la religión y ésta debe haber quedado en mi espíritu: el amor al humilde. ¿Cómo saben los que me acusan de comunista que esta ternura por los pobres nace del marxismo o del cristianismo?» (citado en Ojeda, 123).
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siglo XX con el pasado colonial, con una historia que no cambia a pesar de los siglos: la continuidad de la colonia, más allá de la Independencia, en vastas áreas de América Latina: «Sin lugar a duda el espectáculo social del Ecuador que se abrió ante los ojos de Icaza y de los otros escritores de su generación es el mismo —con detalles adventicios que cambian al pasar del tiempo— de hace cuatrocientos años» (207). El escritor se ha referido a la turbulencia que se registró en el Ecuador en la primera mitad del siglo XX, vinculando la nueva y frágil situación del mismo como país con una economía casi de monocultivo exportador en torno del cacao, con las desigualdades que se arrastraban desde tiempos de la colonia en los latifundios. Las siguientes reflexiones giran en torno al momento de la escritura Huasipungo y revelan una capacidad de análisis que establece relaciones entre cuestiones de panorama histórico y observaciones directas; tanto las de su infancia como otras más recientes, realizadas durante su trabajo como funcionario: (…) en esa época el Ecuador estaba pasando por una crisis. Usted recordará la caída del cacao. Los grandes millonarios, que hasta entonces no habían sabido qué era la vida pues vivían en Europa dándose el gusto con el dinero que producía el cacao, tuvieron que regresar y los pobres campesinos que trabajaban en los cacaotales tuvieron que salir a las ciudades y se morían de hambre en los portales. Puesto que el cacao era el principal producto de exportación, el país se vino abajo. (…) Y la influencia del recuerdo de la infancia marcó una huella, como también mi vida en la oficina pública, porque a mí me tocó, en esa Pagaduría Provincial que después se llamó oficina de Recaudación, ser fiscalizador de impuestos. (…) Y pude entrar a haciendas, al pequeño negocio para ver cómo se hacían los negocios y así poder cumplir mi misión de fiscalizador. Esto también me sirvió mucho para darme una orientación emotiva, como si dijéramos (citado en Ojeda, 120).
Ahora bien, la trama de Huasipungo no revela una traslación mecánica de estas realidades al plano de la ficción. La novela cuenta las trasformaciones de una hacienda de la sierra por el impacto de las inversiones de una empresa norteamericana, interesada tanto en la explotación de la madera de sus bosques como por el petróleo que podría guardar el subsuelo. En un contexto en el que la urgencia por avanzar en las inversiones acentúa la explotación y el maltrato a los indígenas, se destacan dos aspectos que agravan especialmente la situación: la necesidad de construir una carretera en breve tiempo, que somete a los trabajadores a condiciones insufribles; y el interés por construir alojamientos para los empleados de la empresa en tierras ocupadas por los indígenas —los huasipungos— que quiebra el pacto tradicional de ellos con los patrones. Este último despojo desata la rebelión de los nativos, que es reprimida de manera violenta. Pero, al igual que en cierre de El tungsteno, tras la represión que parece total, se anuncia el futuro resurgimiento de la rebelión, que será de alcance regional. La novela cierra con una imagen que acerca la naturaleza y el grupo indígena, y con el reclamo de la tierra en la lengua local: 224
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Entre los despojos de la dominación, entre las chozas deshechas, entre el montón de carne tibia aún, surgió la gran sementera de brazos flacos, como espigas de cebada, que al dejarse mecer por los vientos helados de los páramos de América, murmura, poniendo a la burguesía los pelos de punta, con voz ululante de taladro: —¡Ñuncanchic huasipungo! —¡Ñuncanchic huasipungo! (Huasipungo, 176-177)
En este cuadro general, se destacan ciertos personajes. Del lado de los patrones, está en primer lugar el latifundista, que se encuentra en una situación económica estrecha, que en la novela se atribuye a su desidia y que, en el panorama general de la economía ecuatoriana, puede vincularse con la general declinación de la economía de la sierra. Tiene, además, el latifundista un conflicto personal, que parece un eco privado —pero potencialmente, social— de la declinación económica: su hija soltera ha quedado embarazada tras relacionarse con un mestizo. Para proteger el buen nombre de la familia, Pereira traslada a todos al latifundio serrano, donde hará pasar a su nieto por su hijo. Por esta razón, va a necesitarse un ama de leche para el crío, circunstancia que abre las puertas a una forma de explotación particularmente inhumana de las indígenas: las elegidas para esa tarea deberán dejar sus casas e interrumpir el amamantamiento de sus propios hijos; razón por la cual muere el bebé de la primera nodriza. Quien induce al latifundista a incorporarse a los nuevos negocios propuestos por la empresa norteamericana es su tío Julio, el que tiene gran ascendiente sobre él porque es su acreedor. El antagonista de Pereira —en realidad, su víctima durante la mayor parte de la novela— es el indio Andrés Chiliquinga, unido a la Cunshi, sobre quienes se conjugarán todas las explotaciones posibles. Andrés padecerá el infierno reservado a la clase más explotada entre los explotados: como trabajador indígena, deberá afrontar las peores tareas en las peores condiciones. Su mujer, a su vez, será elegida como ama de leche, situación en la que además de descuidar a su hijo deberá padecer la violencia sexual de Pereira. Padecerán hambre e intoxicación por alimentos, apaleamientos, fusilamientos. Pero sólo se rebelarán cuando se encuentren ante la alternativa de perder la tierra. Desde la perspectiva de las transformaciones sociales, económicas y políticas que estaba pasando el Ecuador, Huasipungo resulta sumamente sugestiva. Por un lado, describe una situación de decadencia del viejo poder del latifundio andino, representado por Pereira y su hacienda. El traslado al latifundio serrano —su bastión, el centro de su poder— es espacial pero también temporal: el viaje resulta asimismo una vuelta al pasado, a los tiempos en que el poder de la sierra era dominante. No sorprende, entonces, que las formas inhumanas de explotación de la colonia se repitan en este relato, ambientado a comienzos del siglo XX: el latifundista apelará a instituciones de ese período, como la «minga», o trabajo comunitario, para sacar el mayor provecho de la fuerza de trabajo indígena. Por otro, la alianza de su tío Julio con la empresa norteamericana representa de algún modo la reorientación exportadora que se había verificado en el país y la posición dependiente en que se había integrado al mercado internacional. Es una posición de fra225
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gilidad, en que las decisiones pasan a quedar en manos de los extranjeros. Por eso, tras la escena de represión, realizada por las fuerzas de seguridad locales, describe y predice el narrador: «Sobre la protesta amordazada, la bandera patria, del glorioso batallón, flamea con ondulaciones de carcajada sarcástica. ¿Y después…? Los señores gringos» (Huasipungo, 176). No sorprende, entonces, el poder que el personaje del tío Julio —un empresario próspero, que tiene su oficina en la ciudad— llega a alcanzar en la trama, a través de su influencia sobre el hacendado: es una pieza clave en la transmisión hacia el interior del país de las fuerzas externas, debido a su posición de articulador entre el viejo y el nuevo poder económico. Así resume Rodríguez-Luis el sentido general de la novela que, de manera similar a como hemos visto en el análisis de El tungsteno, resulta más la descripción de un proceso que una pintura de personajes. Este crítico destaca que los inversores foráneos son norteamericanos: «Icaza presenta allí la transformación de la oligarquía latifundista latinoamericana en clase empresarial, lo cual es siempre en los países latinoamericanos sinónimo de dependencia del capitalismo extranjero, en particular del norteamericano» (Hermenéutica y praxis, 103). Ferrándiz Alborz resume la trama de Huasipungo de manera parecida, subrayando el papel del capital extranjero, aunque sin hacer referencia ni a que la empresa es norteamericana ni al petróleo como argumento adicional sobre el interés de este actor: Un fundo cuyo dueño, un latifundista, lo vende a una empresa extranjera para convertir en industrial el agrarismo del medio, instalando un aserradero de madera. Para ello es preciso arrojar a los indios de sus huasipungos (…). Hay que despojar a los indios. Ellos son el peso muerto del desenvolvimiento industrial de la economía. Pero los indios se sienten como parte de su tierra, se funden a ella y oponen resistencia. Las oligarquías hacen frente común contra la actitud indígena. La gran trinidad, latifundistas, clero y tenientes políticos operan aliados al lado del capital invasor y ayudan por la violencia a despojar a los indios (26-27).
En un sentido similar, aunque sin siquiera nombrar a los actores extranjeros y destacando el fundamental protagonismo a los indígenas, José J. Cisneros sostiene que «Huasipungo capta la degradación y la explotación en que vive el indio de la región andina así como el juego de las diversas fuerzas e intereses que condicionan tal situación» (82). Por su parte, Theodore Alan Sackett hace una lectura ligeramente diferente de las de Rodríguez-Luis y Ferrándiz Alborz acerca de la relación entre los actores locales y los extranjeros. Sostiene que: «El tema principal de la obra es la explotación inhumana del indio ecuatoriano por la clase alta» (67). Podemos decir que, coincidiendo con esos críticos, Sackett establece una vinculación entre los intereses de la clase latifundista de Ecuador con los capitales norteamericanos; pero, invirtiendo la interpretación de ellos, argumenta que quien controla la relación son los primeros. Considera que «la presentación caricaturesca de los gringos, hombres tontos que apenas hablan español y no parecen comprender lo que pasa» es el indicio claro de que a Icaza no le interesa culpabilizar a los extranjeros, «sino mostrar cómo están controlados por los intereses latifundistas ecuatorianos» (74). 226
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Si bien la discusión sobre qué actor controla en términos finales la acción puede ser interesante, no vamos a internarnos largamente en ella. Creemos que en el caso de El tungsteno no quedan dudas: desde el inicio de la novela, se indica que el motor de todas las transformaciones es la Mining Society; cuestión que se refuerza en momentos cruciales de la obra, como hemos analizado. Con respecto a Huasipungo nos inclinamos por una interpretación similar. Sin embargo, creemos que, desde el punto de vista del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, la discusión es, hasta cierto punto, secundaria. Sostenemos esto por dos razones: en primer lugar, porque lo importante para este discurso es que estén presentes —y activos— ambos actores: el extranjero y el socio local. En segundo lugar, porque consideramos que en este discurso los recursos naturales son pensados en términos nacionales; por eso la insistencia en el paisaje y el grupo local explotado: dos elementos que representan la nación. En este sentido, la presencia del actor extranjero queda siempre asociada con su indebida codicia por recursos que no le corresponden. No resulta, entonces, tan relevante si la distribución favorece al extranjero o al socio local, si la iniciativa fue de uno o de otro: estos son elementos que pasan a segundo plano ante la pretensión, intrínsecamente indebida, del extranjero, que quiere beneficiarse de recursos naturales que no le corresponden, precisamente, por ser extranjero. Con respecto a su estructura, la novela está organizada no por capítulos sino por escenas sucesivas, que tienen una extensión de entre una página y una media docena de páginas, casi siempre con unidad de lugar. Se trata de una estructura que recuerda, aunque no es equivalente, a una obra de teatro.16 Las dos primeras escenas de la novela son especialmente significativas. Su construcción es precisa y sintética, y deja sentadas las bases de la trama. En función de la calidad de la novela, ciertamente estas dos primeras escenas resultan importantes como mostración de la capacidad de Icaza de presentar las cuestiones fundamentales con economía de recursos. La primera escena muestra a Alfonso Pereira caminando por la ciudad, preocupado por dos asuntos: la noticia que acaba de recibir, acerca del embarazo de su hija soltera; y sus variadas deudas, entre las que destacan las que representan su conflictiva relación con el nuevo poder político costeño: «su tío, el señor Arzobispo, el Banco, los impuestos fiscales —deuda odiosa: impuesto predial, impuesto a la renta, impuesto a la venta de los pocos quesos que saca de Cuchitambo—» (Huasipungo, 10). Pese a esas preocupaciones, la posición social de Pereira no está en duda: el corazón de su poder permanece intacto. Mientras camina, es saludado de manera ostensible y un poco servil por gente que lo conoce, como deja de manifiesto la metáfora y posterior aclaración del narrador, en una construcción no del todo feliz: «Las cabezas que se descorchaban a su paso dejan desbordar sonrisas y reverencias gratas. Espuma del fermento que su honradez y caballe-
16 En nuestro análisis, utilizaremos una re-edición de Huasipungo de 1943, realizada en La Plata, basada en la versión original. Más adelante nos referiremos brevemente a las tres versiones de Huasipungo que realizó Icaza, en reacción a dos aspectos: las críticas recibidas a su estilo y la difusión internacional de la obra.
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rosidad, para todos los potentados, supieron guardar en la conciencia de la alta burguesía» (9). Inmediatamente, Pereira se cruza con el destino, en la forma de «un automóvil de línea aerodinámica» que casi lo atropella. Moderno, veloz, violento, ese automóvil representa el progreso y la futura alianza económica con los extranjeros, que irrumpe en su vida como una posibilidad no buscada; una salida a sus problemas que estaba más allá de su imaginación: es el futuro que interrumpe la incesante repetición del pasado. La solución llega de fuera y lo tendrá a él como mero instrumento. Es decir, la nueva explotación se monta en la pasada: la explotación será neocolonial porque sienta sus bases sobre la nunca desarmada situación colonial. En el automóvil va «El acreedor más terrible, el tío Julio, al cual no se le puede dar largas porque las desbarata con argumentos made in Julio Pereira» (10). La ironía de la inclusión del inglés adelanta ya la posición de mediador de este personaje, cuyo poder deriva de su cercanía con el mayor poder: el económico y tecnológico representado por los inversores norteamericanos. Lo que sigue es una clásica escena de conspiración, en que se explican por adelantado las acciones que, en términos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, van a dar lugar a la explotación de ciertas materias primas y al despojo de las poblaciones locales a lo largo del desarrollo de la narración. Hasta ahora, de los cuatro elementos característicos de este discurso, en la novela sólo había aparecido uno: el grupo local aliado con los explotadores extranjeros, representado por el tío Julio y Pereira. En el diálogo que sigue inmediatamente, que tiene lugar en la oficina del tío, aparecerán los otros tres: los explotadores extranjeros; la población local explotada; y el recurso natural, que se despliega en tres. El primer interés de los inversores «gringos» es la madera: Mr. Chapy es «el Jefe de la explotación de la madera en el Ecuador», en la breve presentación que hace tío Julio a Pereira. En la descripción, aparecen especies locales, con nombres indígenas, lo que acentúa el carácter local del recurso: «arrayán, motilón, canela negra, huilmo, pantza, y (…) otras más», enumera tío Julio. Con una imagen que apunta al carácter inagotable de los recursos, resume este mismo personaje: «¡Oh! Esa naturaleza es privilegiada. Se puede perfectamente abastecer a todos los ferrocarriles de la República» (Huasipungo, 12). En el diálogo se mencionan luego los otros dos recursos naturales a los que aspira el inversor: el petróleo y la tierra. La crítica ha mostrado poco interés por el análisis del diálogo en la obra de Icaza, lo que resulta sorprendente, dados sus antecedentes teatrales. Pero es, ciertamente, uno de sus mejores recursos: directo, con brevísimas acotaciones, deja que los personajes se revelen solos, en sus palabras y sus movimientos. En el siguiente pasaje, por ejemplo, hay dos gestos interesantes. El primero aparece a mitad del diálogo: es muy significativa la mirada a los costados de Don Alfonso; se trata de un característico gesto conspirativo. Se habla de dinero: el gesto muestra una prevención que sugiere codicia, así como cuidado; pero también deja ver que el personaje piensa que lo que está haciendo no es del todo lo debido. El segundo gesto significativo aparece al final y reemplaza muy eficazmente a una respuesta verbal: Pereira se deshace de la responsabilidad de la decisión, al marcar con su silencio que se ha quedado sin argumentos que oponer a los que 228
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presenta su tío. Vemos también en el pasaje que, inicialmente, Pereira está sorprendido del interés de Mr. Chapy por sus bosques, y que su tío avanza en sus argumentos; es decir, enumera las razones —todas económicas— del interés por la alianza. La mirada internacional del socio local, asociada con la mirada imperialista de la metrópolis, compara el posible petróleo ecuatoriano con el de Bakú. La necesidad de tecnología y capital es lo que marca la dependencia del Ecuador, su imposibilidad de explotar por sí solo sus recursos naturales: carece de una clase capitalista y, por lo tanto, debe recurrir a la obligada alianza con el extranjero. Luego se habla de la carretera y del necesario despojo de los huasipungos, para construir un tipo de vivienda que se suele asociar al tiempo libre y el placer: «quintas». Es decir, se planea despojar de los medios de subsistencia a las poblaciones locales para dar lugar al placer de los explotadores. La cuestión del desplazamiento de las poblaciones neocolonizadas, que hemos comentado en capítulos previos a partir del trabajo de Said, se plantea, entonces, en el comienzo de Huasipungo, de manera muy clara. Sobre el final del pasaje, se marca la complicidad y la debilidad de los explotadores locales. Comienza, entonces, Pereira, y su tío le responde: —Pero… —Creo que el gringo ha olido petróleo en esas regiones. ¿Has leído ‘El Día’? —No. —Hay una información muy importante acerca de lo rico en petróleo que son los terrenos de la cordillera oriental, los paragonan con los de Bakú. Don Alfonso meneó la cabeza como si estuviera al cabo de la calle. —Todo esto es muy halagador para nosotros, en especial para ti. Mr. Chapy nos ha ofrecido traer maquinaria que ni tú ni yo podemos traerla. Pero el socio no quiere dar un paso sin antes estar seguro de las mejoras indispensables que requiere la hacienda. —¿Mejoras? —Naturalmente. Un carretero para automóviles, la compra de los bosques de Filocorrales y Guamaní, limpiar de huasipungos las dos orillas de río, para construirse quintas cómodas para ellos. —Pero de un momento a otro hacer todo esto… —A ti te parece difícil porque has estado acostumbrado a recibir lo que buenamente te han mandado tus administradores o tus huasicamas. —Yo… —Las consecuencias no se han dejado esperar; tu fortuna se va al suelo. No hallando el pretexto que le librara de la mirada inquietante de aquel buen tío, se contentó con mover los brazos en forma de hombre perdido, de situación irremediable (Huasipungo, 12-13).
La conversación sigue y Pereira advierte que los planes van a hacer impacto directo en los indígenas. Sabe el valor que dan a sus huasipungos; sabe que si los despoja pueden rebelarse: «A ese pedazo de tierra que se les presta por el trabajo que dan a la hacienda, lo toman con gran cariño, y levantan su choza, cultivan su sementera, cuidan de sus cerdos, sus gallinas y cuyes». Su tío lo insta a «sacrificar sentimentalismos» 229
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(13). Se trata de una frase agorera, que crea tensión, al anticipar los sufrimientos que la novela relatará: el lector puede prever que no serán, ciertamente, los sentimientos del latifundista los que se verán sacrificados, sino los medios de vida básicos de los indígenas. Lo interesante del intercambio es que representa el momento en que se quiebra el pacto feudal, derivado de la colonia. Si el estado colonial era de explotación, la nueva explotación neocolonial será peor, porque no respetará los acuerdos ya establecidos. Por el contrario: se aprovechará de los mismos para engañar a los indígenas. Y es la presencia de la empresa extranjera la que impulsa este quiebre: «Es necesario sacrificar sentimentalismos. Crear voluntad de trabajo para poder vencer todas las dificultades por duras que ellas parezcan. ¿Qué nos importa a nosotros esos indios? ¡Primero estamos nosotros!» (13). Podemos decir que son varios los motivos que impulsan a Pereira a avanzar contra los indígenas. A su preocupación por el dinero, originada en sus deudas, este personaje suma sus propios prejuicios y perjuicios para tomar la decisión de quebrar los viejos acuerdos coloniales: una cuestión clave es el embarazo de su hija soltera por la relación con un mestizo. Tras abandonar la oficina de su tío, la escena termina cuando Pereira resuelve hacer pasar al nieto por su hijo, en un monólogo interior que revela su fastidio y anuncia su crueldad: La hija quiso sorpresivamente hacerle abuelo y, como él no tenía cara de tal, resolvió quedarse en padre. Ser padre del hijo de un tal Cumba, cholo por los cuatro costados. ¡No! Por los tres; porque por el último es indio. ¡Indio! La sangre le hirvió en los carrillos (14-15).
En este punto, coincidimos con el comentario de Marina Gálvez, cuando sostiene que el sistema colonial remanente y el nuevo neocolonial son dos modos de explotación que se superponen y se potencian en Huasipungo. Así, la situación de los indígenas alcanza «su máxima gravedad con el advenimiento del capital norteamericano, con los ‘trusts’ y compañías extranjeras, que se instalan como verdaderos monopolios en los países arrasando todo en aras del ‘progreso’» (186). La siguiente escena, la segunda de la novela, ha sido bastante trabajada por la crítica. Es la escena en que se presenta a los indígenas, el grupo social explotado. Narra la primera parte del viaje de la familia de Pereira hacia la hacienda andina. Los patrones van en mula; atrás, los «indios hacen cola agobiados bajo el peso de los equipajes». Los indígenas son presentados como bestias de carga. Desde el punto de vista del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, se trata de una caracterización que acerca el grupo local a los recursos naturales explotados; ambos son explotables en los mismos términos: hasta la extenuación, sin consideración por su humanidad, sus intereses, sus deseos, sus penurias. La animalización se acentúa a lo largo de la escena. Los indios primero llevan carga; después, serán montura de sus patrones: «el lodo del páramo donde se sumen las bestias» hace que las mulas se nieguen a avanzar y deban ser reemplazadas por los trabajadores. Los indios se preparan para desempeñar el papel de mulas despojándose de su ropa, pese al frío. Quedan expuestos a los rigores del clima, 230
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precisamente como consecuencia de la explotación a la que son sometidos. Es notable el detalle con que el narrador describe estos instantes de preparación, en que menciona no menos de cuatro prendas —«ponchos», «calzones», «sombrero», «cotona»— y acerca de las cuales describe con detalle de qué manera se las reacomoda: «se sacan», «se arrollan», «se quitan», «doblan». Podría pensarse que se trata de un detalle meramente costumbrista, que entroncaría con la tradición criollista. Pero es más que eso; o mejor, es algo diferente. En efecto: si, por un lado, la descripción muestra que los indios sí tienen un modo tradicional de vestir, por otro destaca la suciedad de la ropa y apunta finalmente a mostrar la situación de vulnerabilidad en que quedan por servir a sus patrones, Los tres indios, después de limpiarse en el revés de la manga los rostros escarchados por la neblina del páramo, se preparan para dejarse montar por la pulcritud de los patrones: se sacan los ponchos, se arrollan los anchos calzones de liencillo hasta las ingles, se quitan el sombrero de lana, doblan el poncho en doblez de pañuelo de apache, se dejan morder por el frío que se filtra por los desgarrones de la cotona pringosa y presentan las espaldas para que la familia pase de la mula al indio (16).
Comenta Armando González Pérez: «Los habitantes de los huasipungos hacen su aparición como bestias de carga en la escena en que llevan en sus espaldas a la familia del terrateniente» (330). En esta segunda escena de la novela, ese acercamiento se produce primero por la asociación de los indígenas, como colectivo, con las mulas. Pero la explotación va más allá, dado que los indios deben hacer lo que las mulas se niegan a hacer: avanzar en el peligroso lodo del páramo. Por su parte, la animalización de los personajes indígenas se ve en la novela en dos planos; como ha analizado Deborah C. Foote, «tanto a través de las características físicas como de las interacciones colectivas de la comunidad» (18). Inmediatamente, hay un incidente que separa a Andrés del colectivo y lo pone en situación de una mayor animalización. El incidente condensa varios aspectos importantes en relación con el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales: lo ríspido y agresivo del paisaje; la desidia de los hacendados y la pujanza de los «gringos»; la disponibilidad de mano de obra que puede ser explotada; la crueldad de los patrones; nuevamente, el acercamiento entre los recursos naturales y los recursos humanos. La expresión «la energía del dolor indio» es especialmente eficaz para hablar de la explotación: el dinero surge del trabajo forzado, del sufrimiento; el progreso se asienta en el dolor y el despojo de un grupo social. El incidente comienza con un monólogo interior de Pereira sobre la necesidad de caminos —reconociendo la «razón» que «tienen los gringos al exigir un camino»— y las oportunidades perdidas que hubo previamente. Así se compara Pereira, desventajosamente, con otros hacendados más diligentes —es decir, en el contexto de la novela, más violentos: En la época del viejo, el único que tuvo narices económicas fué don Gabriel García Moreno. Gran hombre que supo aprovechar la energía del dolor indio haciéndole trabajar la carretera a Riobamba a fuerza de fuete que curaba el soroche del Chimborazo, del fuete
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que se abría camino entre los barrancos y los desfiladeros, del fuete progresista, del fuete que levantó la figura del hombre inmaculado (Huasipungo, 17).
Ahora bien, tan importante es el comienzo del incidente como su culminación. Estos pensamientos hacen dar un salto a Pereira, quien siente un «pinchazo emocional» por su propia desidia. Todo esto, mientras está montado a espaldas de Andrés, a quien hace perder estabilidad y que termina hundido «con pies y manos en el lodo». Pero hay algo más: para no caer, Pereira aprieta las rodillas, clava las espuelas y se toma «de la cabellera cerdosa con habilidad de jinete que se aferra al potro». Es decir, Andrés termina en cuatro patas, siendo todo su cuerpo tratado como el de una verdadera mula. Para cerrar el incidente falta todavía que Andrés se levante. Entonces el narrador agrega una observación que tiene que ver con la crueldad todopoderosa de la naturaleza: queda claro nuevamente, como vimos en Los yerbales, como vimos en El tungsteno, que el paisaje no es hostil con todos los personajes de la misma manera. Son solamente los desposeídos de medios para defenderse o luchar contra el mismo, los que realmente resultan víctimas de la naturaleza. Si, como dice González Pérez, no sólo los patrones sino también la naturaleza se ensaña con los indígenas —«parecen víctimas no sólo del hombre sino también de la naturaleza» (330)— esto se debe a la primera victimización, la fundamental, que los deja en condición de no poder enfrentar la intemperie. Tras la caída de Andrés provocada por el sobresalto de Pereira, el narrador hace una observación muy semejante a la que hemos analizado en El tungsteno acerca de cómo el frío afecta a los explotados y no a sus explotadores: Se endereza el Andrés chorreando lodo, el frío no le deja sentir el daño que le han hecho las espuelas en las costillas. El páramo y el cieno tienen hambre de carne india, la otra va bien abrigada y es difícil meterle diente (17).
En este mismo sentido, hay otro momento importante en la novela en que vuelve a mostrarse que el poder de la naturaleza es negativo hacia los indios porque éstos quedan desprovistos de medios para lidiar con ella. En efecto, así debe entenderse la gran inundación que arrasa los huasipungos hacia el final de la obra (100-104): la misma no es un fenómeno sobrenatural —producto del enojo del cura, como creen los indios— pero tampoco natural. Otra vez, la naturaleza castiga a los indios como resultado de la explotación. Debido a que no se realizan tempranamente, como es costumbre, los trabajos de limpieza del cauce del río, éste desborda cuando llega la temporada de lluvia. El motivo de que se descuide esta tarea es la ambición de Pereira, quien quiere obtener una cosecha extraordinaria, haciendo trabajar por los indios las laderas de las colinas, precisamente en el momento del año en que se realizan habitualmente las tareas de desmalezamiento y despeje del cauce (63-65). El mayordomo advierte al patrón: «Y si se atora, ca…». El patrón dos veces rechaza de manera calma la sugerencia: primero dice que esas tareas no son necesarias; después promete que se harán más tarde. Finalmente, anuncia, entre imprecaciones, que ya no se harán más. Ocurre que, como el mayordomo insistiera en 232
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el punto y se agregara a la discusión el problema de la próxima expropiación de los huasipungos a los indígenas —cuestión que no será fácil de resolver—, el patrón estalla en cólera, dejando de manifiesto su interés especial en la expansión de las áreas sembradas. Pereira ha decidido que quiere aumentar su beneficio y equipararlo al que van a obtener los inversores extranjeros; es decir, súbitamente han crecido sus ambiciones, al impulso del ejemplo ajeno. Vemos otra vez, como en la primera escena de la novela, que la dinámica económica iniciada por la actividad promovida por los nuevos capitales induce el quiebre de los pactos tradicionales y la exacerbación de la explotación: —¡Carajo! ¡Ya está! No vuelves a limpiar más el cauce del río… ¿Me entiendes? —ordena el terrateniente con voz y gesto que da miedo no obedecerle. Así quedan subsanados todos los problemas: los míos, los de los gringos, todos… (65).
En relación con cómo son retratados los personajes, en particular los indígenas, la crítica se ha referido de manera negativa a la falta de personajes redondos en Huasipungo. Ya nos hemos detenido sobre este aspecto en el análisis de El tungsteno y creemos que no es necesario retomarlo; estamos otra vez frente a personajes colectivos: los indígenas. Aunque Andrés Chiliquinga se separa del conjunto, en realidad lo hace representando al conjunto; es decir, sin características peculiares que lo hagan un individuo. Se aplican aquí, entonces, las observaciones de Cornejo Polar sobre el carácter colectivo de los protagonistas de las novelas indigenistas. Aunque no vamos a detenernos en su análisis, algo similar puede decirse de los personajes del latifundista y sus ayudantes: capataces, el clero, etc. En este sentido, recogemos la caracterización de los personajes icacianos que hace Cueva, la que apunta al hecho de que los individuos representan colectivos en relación con una determinada visión de la estructura de la sociedad. Con una valorización exactamente opuesta a la que hacen los críticos que quisieran ver en la novela de Icaza personajes redondos, sostiene Cueva: (…) Icaza posee un amplio conocimiento de la idiosincrasia nacional y de todos los matices sociales que ella revela; gracias a lo cual logra describir con admirable precisión la estructura de su país, sin emplear jamás términos que pudieran hacer pensar en un esquema preconcebido y a lo mejor rígido (como ‘proletario’, ‘burguesía’, ‘clase media’, etc.). Además, tiene una notable capacidad para seleccionar y subrayar los aspectos esenciales de la sociedad, de modo que se destaquen nítidamente sus características estructurales, sin necesidad de razonamientos abstractos. Estos méritos, o sea la facilidad para expresar con vivencias lo que sólo parecía poder formularse con conceptos, le permiten elaborar una literatura de gran valor sociológico (…) (Jorge Icaza, 56).
Para avanzar en relación con Huasipungo quisiéramos detenernos en otra cuestión, que diverge notablemente de lo que hemos visto en la novela de Vallejo. La crítica se ha referido, insistentemente, a la pintura marcadamente negativa que se hace de los indígenas en la novela de Icaza. En particular, dado que se trata de una obra considerada indigenista, es decir, de intención reivindicatoria, varios críticos se han mostrado perplejos 233
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por las características especialmente desagradables que se han atribuido a este grupo. Así, por ejemplo, Arturo Torres-Rioseco señala la falta de aspectos positivos o por lo menos curiosos o pintorescos, en Huasipungo, contraponiendo esta novela a la de Ciro Alegría, «una de las más altas expresiones de la novela de la tierra hispanoamericana»: «No es suficiente para el novelista expresar simpatía o aún violenta furia ante el sufrimiento y la explotación del indio, sin tener al mismo tiempo sentimientos igualmente intensos por sus características positivas» (191). En el mismo sentido puede leerse el comentario de González Pérez: «El lector se enoja ante el sufrimiento y se rebela ante la sordidez de la vida de los indios en Huasipungo, pero no puede identificarse con sus personajes» (334). Este crítico se apoya en un comentario clave de Jean Franco, quien se ha referido a la imposibilidad que se le plantea al lector de entrar en una relación empática con los personajes y a lo paradójico que resulta esto en una obra que pretende reivindicarlos: Para lograr dirigir la atención del lector a la situación sin involucrar respuestas sentimentales, a menudo se ha utilizado con éxito el recurso de la deshumanización. Pero en el caso de Huasipungo, la actitud de Icaza es demasiado ambivalente para provocar la simpatía del lector por el personaje o para permitirle ver la situación central sin involucrarse emocionalmente con los personajes. En otras palabras, Icaza parece estar pidiéndonos que sintamos simpatía por el indio, cuando al mismo tiempo nos quita todo deseo de simpatizar con él (The Modern Culture, 167).
Con el propósito de ilustrar su punto, Franco recuerda una escena en que Andrés, tras robar una vaca para pagar el funeral de la Cunshi, es salvajemente golpeado. Su hijo lo acompaña a la choza, donde recibe curaciones con «una extraña mezcla de aguardiente, orines, tabaco y sal» (Huasipungo, 159). Comenta Franco: «Ésta ya no es una víctima, sino una criatura exótica que se muestra como ejemplo de lo extraño de la conducta primitiva» (The Modern Culture, 167). Cabría agregar que a la distancia que produce el exotismo y el primitivismo, se suma la que produce el asco; la costumbre no sólo es rara o inútil; es, sobre todo, repugnante. Sin abundar en detalles, pueden mencionarse otras escenas que conjugan intensos sufrimientos de los personajes con aspectos tan o más repugnantes que los que contiene la escena comentada por Franco: la curación de Andrés por el curandero local (Huasipungo, 47-49); la enfermedad y muerte de la Cunshi (135-141); o su velatorio (141-145). Las tres resultan pletóricas de dolor pero también de fluidos corporales, sustancias en descomposición, olores nauseabundos y raras costumbres. A la cita de Franco han respondido Adoum y Cueva. El primero ha observado que el exotismo no necesariamente provoca distancia en el lector —aunque tampoco supone inmediata empatía («El indio», 23)—.17 El segundo ha discutido la cita con palabras de 17 Comenta Adoum sobre el pasaje de Jean Franco, quizás confundiendo la nacionalidad de la crítica norteamericana: «Cabría preguntarse si el indio de los Andes, aun sin este ingrediente de la ‘mezcla rara’, es de todos modos una
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acento fuerte. Este crítico considera que su comentario es «una gaffé (sic) de antología». Y agrega que hay una escena muy similar a la que ella se refiere para justificar su juicio sobre Huasipungo —es decir, «una curación con orines»— nada menos que en The Grapes of Wrath, de John Steinbeck. Cueva argumenta, entonces, justificando las decisiones estéticas de Icaza: «(…) la miseria es siempre fea, repulsiva y ‘exótica’, en los Andes como en los Estados Unidos; ‘bárbara’ como en los relatos de Icaza, cruel y brutal como en los de Erskine Caldwell (v. gr. Tobacco Road, 1932)» («Literatura y sociedad», 641-643). Lo desagradable de las descripciones, entonces, según este análisis de Cueva, tendría que ver con el sentido documental de la obra. Lo que resulta más interesante de esta observación es que otros críticos han comentado negativamente el degradado retrato de los indígenas que hace Icaza argumentando exactamente lo contrario: que el escritor no conoce realmente a los indígenas, que no es «realista» en su retrato.18 En segundo lugar, Zum Felde golpea en una cuerda cercana aunque no idéntica a la de Cueva, al decir al comienzo del siguiente pasaje, que es precisamente porque los indios no son retratados de manera favorable que la novela —cuyo afán reivindicatorio, sostiene, es evidente— termina ganando en verosimilitud. Debe reconocerse que, sobre el final de la cita, su opinión se acerca demasiado a la de Cueva, pues ya no habla de «dar realidad convincente» a la obra sino de «la realidad que pinta» la misma. Se trata de un deslizamiento sumamente significativo en función del carácter documental que puede atribuirse a la novela —un aspecto sobre el que volveremos—: Uno de los factores que más contribuyen a dar realidad convincente a Huasipungo es que el autor no presenta a los indios bajo falso aspecto favorable. Al contrario, el indio que presenta es, en general, un ser degradado hasta la bestialidad; su vivienda y cuerpo son ‘criatura exótica’ para cualquier lector europeo; si el ‘extraño comportamiento primitivo de un personaje aleja automáticamente de él al ‘lector cultivado’. De cualquier manera, el público inglés ha dado siempre muestras de cierta predilección por los personajes exóticos —desde los que aparecen en obras de inocultable tendencia colonialista, como los de Rudyard Kipling, hasta los de los cuentos, aparentemente inofensivos en su convencionalismo, de Somerset Maugham—, aunque nadie puede afirmar que ese público haya sentido simpatía por los indios de la India o por los malayos» («El indio», 23). 18 Éste es el caso del trabajo de Gustavo V. García quien, tras analizar cómo es presentado el modo de comer de los indígenas de la novela, realiza críticas muy severas acerca del desconocimiento del escritor con respecto a las costumbres alimentarias de los indígenas de la zona andina del Ecuador, así como de ciertos ceremoniales vinculados a la alimentación. Considera que se los muestra sólo tomando comidas poco elaboradas, interesados por el alcohol, y capaces de apelar al robo en caso de hambre: «Un buitre —si pudiera consumir alcohol— no se diferenciaría mucho del andino ecuatoriano inventado por Jorge Icaza», resume. El «feísmo», en la visión de este autor, tiene consecuencias contrarias a los intereses expresados por Icaza en relación con reivindicar a los indígenas y favorecer su causa. Además de criticar la carencia de valor documental de Huasipungo en el punto analizado, García sostiene que la causa indígena se ve sumamente perjudicada por esta novela, que se convierte así en un texto que ofrece elementos para justificar el sometimiento de esas poblaciones: «El sujeto enunciador, en suma, exhibe sus prejuicios contra los nativos a quienes quiere proteger falseando su imagen y perpetuando su desconocimiento. Huasipuno, entonces, continúa el indigenismo, una forma literaria de (d)escribir al ‘indio’ según los convencionalismos de escritores de capas elitistas —europeas— de la sociedad. En efecto, los rasgos negativos que Jorge Icaza atribuye a los indígenas refuerzan (‘confirman’) la tesis colonialista de considerarlos inferiores y de ser, por tanto, objeto de explotación y exterminio ‘natural’ por parte de la oligarquía latifundista comprometida con el ‘progreso’ de la patria. Esta visión, sin embargo, es responsabilidad del autor: los personajes son inocentes» (47). García parece suponer que únicamente una pintura favorable de los indígenas es compatible con un discurso reivindicatorio.
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cosas nauseabundas de mugre, alcohol, hediondez y piojos; vive entre podredumbre y excrementos; su lenguaje se compone de palabras torpes y sucias. De ahí que todo el libro esté escrito con malas palabras (…). Con ello, Icaza es fiel a la realidad que pinta, y no trata de mejorar literariamente aquello mismo por cuya redención implícitamente aboga (La narrativa, 226).
Otros críticos, sin embargo, atribuyen un sentido diferente a este recurso, a este «feísmo» de Huasipungo, como lo ha llamado Luis Alberto Sánchez, debido a que esta obra «chorrea dolorosa inmundicia humana, egoísmo y crueldades increíbles» (248). Por ejemplo, Norman apela a la empatía que produce la visión de los sufrimientos de los indígenas, aunque insistiendo en la cuerda realista: «En lugar de simplemente mostrar las injusticias de la sociedad ecuatoriana, Icaza ha tratado de hacer que el lector comparta el dolor y las atrocidades que son, en esencia, la realidad social de la experiencia del indio» (27-28). En contraste con la opinión de Jean Franco, para Norman la situación degradada del indio resultaría un argumento a favor de despertar la compasión por parte del lector. Volveremos sobre este punto enseguida, al hablar de la recepción general de la obra. Un tercer abordaje es el que propone Rodríguez-Luis, quien ofrece una interpretación que en cierto modo funciona a la manera de una síntesis de las anteriores opiniones. Citando a Lucáks y la posibilidad de que el lector se identifique con «las penas de los personajes a los cuales admira», comenta Rodríguez-Luis que «en Huasipungo esa identificación tiene que atravesar una barrera de horror» (92). Es decir: la repugnancia, el disgusto que pueden producir ciertas costumbres o actitudes del indio serían un desafío al lector, que se encontraría en situación de tener sentimientos encontrados hacia los personajes. La compasión que produciría su sufrimiento se vería puesta en suspenso por esos aspectos desagradables de sus costumbres y conducta. Y puede sumarse otra cuestión, que agrega a lo repugnante, lo reprochable, como en el caso de la cruel e inmotivada paliza que da Andrés a la Cunshi (Huasipungo, 24-25). Encontraríamos, así, un juego de afectos contrapuestos, similar al descripto por Jean Franco; pero no entendido como una debilidad del estilo de la obra sino como una fortaleza. Estos sentimientos intensos se potenciarían por el contraste: no se trataría de un efecto que anula a otro, sino de un fuerte, complejo efecto afectivo que la novela lograría suscitar en los lectores. En este punto, es oportuno referirnos a la recepción de Huasipungo en términos más amplios. Puede decirse que la recepción de esta novela está marcada por una serie de oposiciones. En primer lugar, como vimos, la obra recibió un premio tempranamente, y contribuyó casi inmediatamente a la fama de Icaza, cuyo nombre quedaría para siempre asociado a esta novela, que a lo largo del siglo XX fue repetidamente reeditada en América Latina. El reconocimiento no fue sólo nacional o regional: según el crítico Jorge Rufinelli, hacia 1959 Huasipungo contaba ya con 16 ediciones en castellano; algunas de ellas de 50.000 ejemplares (Crítica en marcha, 105). Mario Campaña en 1994 refiere que fue traducida a 16 idiomas (86). En el Prefacio a la primera versión al inglés, realizada por Bernard M. Dulsey en 1963, Icaza enumera algunas de ellas: «portugués, francés, alemán, italiano, checo, sueco, polaco, húngaro, serbo-croata, ruso, etc.» («Pre236
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face», vii). Adoum recuerda que en 1960, en una feria del libro popular, se vendieron en Lima 15.000 ejemplares en ocho horas («El indio», 22). Ahora bien, no obstante ese éxito y la transformación de Icaza en un intelectual representante por excelencia del indigenismo ecuatoriano, como vimos, la crítica ha tratado a la obra de manera dispar. Si bien se la considera ineludible en cualquier trabajo sobre la literatura ecuatoriana o sobre el indigenismo latinoamericano, la novela ha sido objeto de comentarios muy desvalorizadores por una parte importante de la crítica. En 1970, refiriéndose a la circulación internacional que la novela alcanzó, sostiene Albán Gómez que «nada hay de admirable en que la presencia literaria del Ecuador en el extranjero esté confiada, desde hace mucho tiempo e inalterablemente, a la discutida, aunque indiscutible figura de Jorge Icaza y a su Huasipungo, su terrible novela de 1934» (30). Por su parte, Adoum escribe en 1981, resumiendo casi medio siglo de crítica, que no se ha logrado llegar a un acuerdo sobre el valor de la obra de Icaza: (…) no existe en la historia literaria latinoamericana, y seguramente en la de ninguna otra literatura, una obra que como Huasipungo haya sido tan exaltada y abatida, que haya servido de pararrayos de todos los reparos —e incluso de la cólera— que la crítica ha hecho a la novela indigenista en general y que, sin embargo, los historiadores y comentaristas no pueden pasar por alto («El indio», 22).
Más de una década después, Campaña insiste en la idea de que el debate crítico sobre Huasipungo no se ha saldado, insistiendo en el importante éxito de la obra entre los lectores, cuya popularidad compara con una de las más celebradas obras del boom, Cien años de soledad, mientras la «crítica ecuatoriana y latinoamericana» aún discute su valor. (85). En relación con estas intensas críticas, es pertinente recordar que Icaza realizó tres versiones de Huasipungo: la original de 1934; una segunda versión publicada por Losada en 1953; una tercera de 1960 que es un 20 % más larga que las anteriores, y que es la que recoge la edición de Aguilar de 1961. Ese trabajo de reescritura puede considerarse en parte una respuesta a varias de las observaciones negativas recibidas. En efecto, Ross F. Larson, quien ha analizado con detalle esas tres versiones, resume así el sentido de los cambios incorporados: «Las revisiones revelan un cambio gradual en el concepto que tiene Icaza sobre el indio de Ecuador y sirven para ilustrar su creciente preocupación por la forma literaria» (209). Si bien Icaza argumenta que los cambios que hizo a la novela se deben a «un deseo de darle mayor claridad para el mundo internacional», no por eso deja de reconocer que los mismos tienen que ver con «los elementos de la técnica novelística» (citado en Larson, 210). Siguiendo el análisis de las modificaciones sucesivas, puede observarse que uno de los aspectos que el escritor revé de manera consecuente tiene como objetivo hacer un retrato más acabado de los personajes indígenas a quienes humaniza dotándolos de nombres propios, de mayor vida interior, y «suprimiendo los episodios que representaban conducta bestial», en la síntesis de Larson (216). Una reescritura significativa es la ampliación del lamento de Andrés Chiliquinga por la Cunshi, que gana en lirismo aún conservando la rusticidad lingüística —Icaza no deja de señalar que el indio es un colonizado cultural, no sólo económico o político—. 237
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Ciertamente, puede decirse que el «feísmo» de Huasipungo contribuyó a su complicada recepción. No se trata meramente de la pintura de sus personajes principales, los indígenas; aunque sea éste, como vimos, un punto importante. La obra tiene una crudeza en sus descripciones y una rudeza de estilo que resulta epitomizada por la abundancia de malas palabras que contiene y que provocó fuertes reacciones; si bien debe reconocerse que en este aspecto Icaza no se desdijo, ya que en las sucesivas versiones no eliminó «ninguna de las obscenidades ubicuas» (Larson, 218). Retomando la cuestión de la crudeza de estilo de la versión original de la novela, dice Adoum con una figura digna de la misma obra que comenta, en relación con el impacto de la novela en la esfera pública ecuatoriana: «En 1934 Huasipungo resonó como un carajazo en una reunión de señoras con sombrero» (27). También utilizando una metáfora que connota violencia, ha comentado Albán Gómez resumiendo la intención y el efecto del estilo de la novela: «Huasipungo fue la pedrada en el ventanal del escaparate, acompañada con un abundante despliegue de malas palabras del diccionario (…). Y como no podía ser de otra manera, fue execrada como una aberración del infierno; es decir que el efecto querido por Icaza llegó certeramente al blanco establecido» («El indio», 31). Los comentarios de Adoum y Albán Gómez se corresponden con las propias declaraciones de Icaza, quien así describe sus intenciones y su posición frente a la literatura dominante en el Ecuador cuando escribe Huasipungo: Los cuentos del tipo de Barro de la sierra, oh sorpresa, impresionaron al público. Era la primera vez que habían leído algo tan fuerte. Bueno, yo no puedo juzgarme, pero creo que esa reacción se debía a dos cosas. Primero (…) yo tenía aversión a la cosa literaria y por tanto a los literatos. Me parecían gente fuera de la realidad, muy señoritos, muy fuera de todo concepto humano y lo mismo los profesores de literatura. Les tenía no odio pero sí desprecio y lógicamente tenía en poco el producto de estos señores. (…) Entonces, al hacer literatura, busqué ir contra eso. Yo no podía hacer lo que ellos habían hecho. Yo no podía hacer filigrana literaria. (…) Entonces, yo debía hacer cosas más directas, echar malas palabras, si era posible, y las eché (citado en Ojeda, 118-119).
Ahora bien, la intención de Icaza al usar estos recursos directos era muy clara: se trata de conmover. ¿A los propios indígenas que retrata, que a duras penas hablan español y son analfabetos? No: a los poderes del estado y a las clases medias, quienes sí podían leer su novela. Icaza describe a sus lectores ideales: «Y lógicamente, yo compuse mis libros, desde el primero, para ver si la gente poderosa, incluyendo las fuerzas del estado y las fuerzas morales de este país, reaccionaran y pusieran algún remedio a los grandes problemas sociales (…)» (citado en Ojeda, 119). UN ESCRITOR QUE DENUNCIA, UN LECTOR QUE SE INDIGNA Que Huasipungo es una obra que pretende —y logra— tener un fuerte efecto perlocutivo debido, precisamente, a un estilo que resulta excesivo en relación con las emo238
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ciones es un aspecto sobre el que la crítica coincide ampliamente. Algunos comentarios representativos de esta opinión generalizada pueden verse en críticos como González Pérez, quien se refiere explícitamente a las emociones que la obra suscita en el lector: «El lector se enoja por el sufrimiento y se conmueve por la sordidez de la vida india en Huasipungo» (334). Casi en espejo, Jefferson Rea Spell describe del siguiente modo los sentimientos del propio autor que el lector puede encontrar en el texto: «la indignación del autor, que se enciende en llamas en cada página» (250). Shaw compara Huasipungo con Aves sin nido de Matto de Turner y se atreve a postular con cierto detalle qué sentimientos y hacia qué actores quieren suscitar estos dos escritores en los lectores: «Ambos escritores parecen asumir que cuanto más bestializado muestren al indio, tanto más duro será el juicio de los lectores sobre la clase terrateniente» (48). Anita Arroyo insiste en la misma línea, presentando nuevamente los efectos contrastantes de indignación y repugnancia como potenciados: «Dentro de un naturalismo nauseabundo, que hiere la sensibilidad del lector pero que, a su vez, y, quizás fuera ése el deliberado propósito del autor, lo indigna y llena de cólera santa y le provoca náuseas» (77). En un sentido similar se manifiesta John S. Brushwood, quien habla del uso de «escenas repugnantes que ponen al lector en un estado de indignación» (110). Sin pretensión de agotar la lista, finalmente, presentamos las palabras de Sackett, quien, significativamente, transfiere la observación sobre las cuestiones de estilo al propósito final de la obra, atribuyendo las características de «exagerado y apasionado» a su «mensaje social»: «Los lectores, incluso los críticos más perspicaces, han sido seducidos por la elocuencia e importancia del mensaje social de esta obra, y por eso han considerado la obra como sociólogos e ideólogos más que como literatos» (10). Coincidimos con esta opinión generalizada acerca de que la obra se propone y logra conmover a sus lectores. Ahora bien, en lo que nos interesa avanzar un paso más que ellos es en el sentido de esa intención, retomando nuevamente la pregunta que nos hicimos con El tungsteno. Desde la perspectiva del contradiscurso neocolonial de los recursos naturales, creemos que nos encontramos, otra vez, ante la construcción de un enunciador fuerte, marcado por el sentimiento de indignación ante lo que cuenta. Exactamente como Los yerbales de Barrett, tanto El tungsteno como Huasipungo son obras marcadas por un «yo» que gana fuerte presencia. Ahora bien, obviamente, los recursos para dar un primer plano al «yo» enunciador no pueden ser los mismos en un artículo periodístico que en una novela. En el primero, la voz del texto coincide con la firma del artículo, construyendo un enunciador que tiene un referente fuera del texto: se trata de un «yo» deíctico, que apunta hacia el exterior del discurso. Pero en una novela, la voz del texto —el narrador— no tiene por qué ser el enunciador. Si Barrett podía escribir «yo acuso» en las piezas que publicó en los diarios de Asunción y en el folleto El terror argentino, ni Vallejo ni Icaza pueden hacerlo, porque están escribiendo ficción. Entonces, ¿de qué manera pueden dejar huellas en el texto de su intención de acusar, de denunciar? ¿Con qué recursos pueden tratar de despertar la indignación de los lectores? ¿Dónde poner la indignación? 239
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Como novelistas, Vallejo e Icaza tienen posibilidades diferentes a las de Barrett. Una primera estrategia es pretender que el relato es «realista», que los sufrimientos que describen son efectivamente padecidos por personas reales fuera del texto. Volveremos en breve sobre este punto, que es crucial. Por otro lado, pueden cargar el relato de una subjetividad tácita que juzga, utilizando fuertes contrastes entre los personajes, digamos, un cierto maniqueísmo; o cargando las tintas descriptivas, como hemos visto en El tungsteno. A esto se agrega una tercera estrategia: conmover, es decir, no apelar a la razón sino a los sentimientos, con escenas crueles, patéticas, repugnantes o, en poquísimos casos, líricas. Son estas estrategias las que marcan la presencia del «yo» enunciativo: en Huasipungo, en particular, las malas palabras, los excrementos, los piojos, la suciedad, los dolores insoportables, los engaños, la violencia insufrible. De otro modo, ¿por qué insistir en eso, una vez que la desdicha de los indígenas ya es evidente para el lector? ¿Por qué incomodarlo tanto con escenas que producen su repulsión, arriesgando perderlo? Creemos que se busca marcar la indignación del «yo» enunciativo: hay ciertas historias que sólo pueden narrarse en estado de indignación, parecen decirnos estas obras. Lo que se cuenta es tan excesivo, el maltrato es tan cruel, la distribución de los bienes tan injusta, la explotación tan flagrante, que de esto sólo se puede hablar con indignación. «Documento» y «exageración», entonces, no se oponen, sino que son dos recursos que forman parte de la misma estrategia: expresar indignación e interpelar al lector para que sienta lo mismo. La pretensión de «realismo», entonces, es un recurso subordinado a esta estrategia. Creemos, por lo tanto, que tanto en Huasipungo como en El tungsteno no nos encontramos frente a una escritura «denotativa», como decía Rama de la novela social, según analizamos en el capítulo anterior. Creemos que, en términos jakobsonianos, se trata de una escritura «expresiva», es decir, orientada a manifestar «una expresión directa de la actitud del hablante hacia aquello de lo que habla» (354); con un propósito final «conativo», es decir, orientado al destinatario (355).19 En este sentido, la abundancia de malas palabras y las menciones a secreciones corporales puede considerarse especialmente reveladora. Como ha analizado el psicólogo y lingüista Steven Pinker, las mismas están relacionadas tan estrechamente a la afectividad que el oyente no puede sustraerse a su impacto, de modo que «un hablante y un escritor pueden usar una palabra tabú para evocar una respuesta emocional en su audiencia en contra de sus deseos» (333). En este sentido, hay dos aportes fundamentales de Cornejo Polar en relación con la literatura indigenista que resultan iluminadores para comprender aspectos importantes del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, en general. El primero tiene que ver con la pretensión de «realismo» de estas obras; o, para usar las palabras de este crítico, con su pretendida «exacerbación de la mímesis», un recurso que resulta desmen19 Icaza se refiere a la expresión de la afectividad de los escritores de su generación del 30 y la valoriza en relación con ciertas elecciones estilísticas. En las obras de esta generación, «el contenido emocional era más trascendente y sincero que cualquier experiencia estética llegada de Occidente. Era más elemental, más nuestro—a pesar de su pobreza de recursos técnicos, a pesar de su ingenuidad primitiva, a pesar de su precipitación» («Relato, espíritu unificador», 11).
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tido por la fuerte mediación del narrador que interpone su interpretación de los hechos que narra (Escribir en el aire, 187-188). Analizando El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría, Cornejo Polar habla de «una estrategia doble y ambigua» del narrador quien, por un lado «pretende ser una instancia transparente por la cual atraviesa la ‘realidad’ para llegar tal cual al lector», al mismo tiempo que «no cede un punto de sus atributos como autor-autoridad». De esta manera, queda configurada una estructura «que sin duda no refleja la realidad sino la posición en última instancia hermenéutica —o si se quiere ideológica— del propio narrador, tanto más cuando se trata de un narrador fuertemente monológico» (188). Debe señalarse que, estilísticamente, hay una diferencia entre la observación de Cornejo Polar sobre la obra de Ciro Alegría en cuanto a recursos, pero no en cuanto a estrategia. Como ha señalado Brushwood, en Huasipungo no hay un narrador que juzga. Sostiene este crítico: «el narrador mantiene una distancia segura. No editorializa ni moraliza». Sin embargo, él mismo destaca también que la intervención de Icaza se ve en otro aspecto; su observación coincide con la nuestra: «la concentración en incidentes repugnantes indica una elección deliberada» (111), es decir, revela la presencia del autor. Algo similar puede decirse con respecto a El tungsteno y las escenas de extrema violencia señaladas por la crítica como cruciales en la estructura de la obra, como vimos en el capítulo anterior: la violación colectiva seguida de muerte de la Rosada; el reclutamiento forzado que termina con la muerte de uno de los reclutas; y la sangrienta represión en la plaza. Podemos decir, entonces, que esta intervención autorial en las dos obras a través de un estilo crudísimo se correlaciona con una misma, paradójica, pretensión de «realismo», similar a la atribuida por Cornejo Polar a la novela de Ciro Alegría.20 En el caso de El tungsteno, como dijimos, fue presentada como «reportaje» en el prefacio de Cenit que acompañó la primera edición; en el de Huasipungo, ya nos referimos a las declaraciones de Icaza sobre que la novela está basada en sus observaciones directas de la situación de abuso en que vio a los indígenas ecuatorianos. De hecho, Icaza ha insistido sobre esto, de manera muy asertiva y más allá de la esfera literaria.21 Este aspecto guarda relación con su transformación en referente de la cuestión indígena en la región, desbordando su condición de escritor y acercándose a la de experto. En este sentido, ha hecho declaraciones muy significativas, acerca de que su conocimiento de la situación es «directo, objetivo»: «Así lo manifesté en el Primer Congreso Indigenista que se realizó en Pazcuárato, en México, en el año 1941 (…), y al cual asistieron figu20 Para apoyar su argumento sobre la pretensión de realismo de la novela de Ciro Alegría, Cornejo Polar cita al escritor, quien en el prólogo a la décima edición de su novela, justificando el final trágico de El mundo es ancho y ajeno, sostiene: «Entre la actitud resignadamente estoica y de alianza mística con la tierra de Rosendo Maqui y la decididamente moderna y revolucionaria de Benito Castro, parece quebrarse toda esperanza. Así ocurre en la realidad. Pero a ningún lector se le escapa que a pesar de la aparente derrota, queda en estas páginas, inconmoviblemente en pie, el hombre indio. Lo mismo sucede en la realidad también» (citado en Escribir en el aire, 187). 21 Queremos agregar sólo una referencia más. Se trata de una declaración realizada por Icaza al cumplirse veinticinco años de la publicación de Huasipungo. A la pregunta por si «la anécdota de la novela es real», responde, categórico, pretendiendo actualizar su vigencia documental: «No sólo fue real, es real. La información periodística repite el hecho con bastante frecuencia» (citado en Villagómez, 3).
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ras del mundo de la novela, del ensayo y de la sociología hispanoamericana que habían estudiado el problema desde sus diferentes especialidades» (citado en Couffon, 56). En la cita de Icaza destaca de manera notable la aproximación de la literatura a las ciencias sociales. Se trata de una observación aparentemente contradictoria, en la medida en que se pretende hacer pasar las obras por «verdaderas» en lugar de «verosímiles», en la terminología que también usa en su argumentación Cornejo Polar; pero luego, en los propios textos, quedan las huellas de una fuerte mediación del autor. En este sentido, es irónico que la crítica dominante haya despreciado este tipo de obras por largo tiempo al tenerlas por meramente «realistas», como comentamos en el capítulo anterior. Resulta entonces que, en este aspecto, los críticos, en lugar de concentrar su mirada sobre las operaciones del texto —dominadas, como acabamos de demostrar, por estrategias expresivas y conativas, no denotativas— estaban reaccionado dócilmente a una sugerencia del sistema para-textual. La reflexión sobre el indigenismo de Cornejo Polar nos acerca un segundo aporte para comprender otra característica del contra-discurso neocolonial sobre los recursos naturales: la cuestión de su «heterogeneidad». Cornejo Polar caracteriza las «literaturas homogéneas» como aquellas en que la «movilización de todas las instancias del proceso literario» se da «dentro de un mismo orden socio-cultural». De este modo, «La producción literaria circula entonces dentro de un solo espacio social y cobra un grado muy alto de homogeneidad: es, podría decirse, una sociedad que se habla a sí misma» («El indigenismo y las literaturas heterogéneas», 11). Se trata de una caracterización que puede muy bien aplicarse a la novela realista burguesa, cuyo molde habría copiado la novela social —nuevamente, según Ángel Rama—. Sin embargo, por el contrario, la literatura indígena es heterogénea. Retomando la distinción de Mariátegui entre literatura indigenista y literatura indígena, Cornejo Polar señala en el mismo trabajo que hay «una fractura entre el universo indígena y su representación indigenista». Se trata de un verdadero quiebre; en palabras de este crítico, «donde las instancias de producción, realización textual y consumo pertenecen a un universo socio-cultural y el referente a otro distinto» (17). De algún modo, la literatura indigenista pone en primer plano ese quiebre, dado que presenta dos mundos que no son meramente diferentes sino que se contraponen, que se encuentran en lucha: «Esta heterogeneidad gana relieve en el indigenismo en la medida en que ambos universos no aparecen yuxtapuestos, sino en contienda, y en cuanto al segundo, el universo indígena, suele mostrarse, precisamente, en función de sus peculiaridades distintivas» (17). Esta observación de Cornejo Polar puede ponerse en relación con el carácter «científico» del indigenismo del que habla Rodríguez-Luis;22 y con el carácter «sociológico» de la «literatura realista», así como con el «valor sociológico» que encuentra este crítico 22 En un texto posterior al ya citado, Rodríguez-Luis retoma su definición del indigenismo, explicitando tácitamente qué entiende por «científico» en su texto previo. En artículo de 1990, habla de dos saberes expertos: sociología y antropología. Dice: «Se entiende por indigenismo el estudio sociológico y antropológico del indígena iberoamericano, estudio que se proyecta en el plano político hacia la reivindicación social y económica de aquél» («El indigenismo como proyecto», 41).
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en la construcción de los personajes de Huasipungo, como vimos previamente. En todos los casos, se trata de una diferencia radical, intrínseca, entre los sujetos que escriben y analizan —los escritores— y los que son analizados. En este sentido, este modo de referirse a la cuestión representa una profundización de la problemática de la heterogeneidad del tipo de literatura considerada, sea ésta específicamente indigenista o, más generalmente, «realista». Por otra parte, creemos que los dos aportes de Cornejo Polar pueden articularse y ponerse a su vez en relación con el exceso afectivo que veníamos señalando en Huasipungo y El tungsteno. Teniendo en cuenta las observaciones de este crítico sobre la aparente contradicción de un «realismo» que juzga, por un lado; y la heterogeneidad intrínseca de las obras indigenistas, por el otro, podemos decir que ese plus afectivo tiene una función adicional. Se trata de acortar la distancia, de intentar saldar la brecha entre esos actores heterogéneos: escritor y lectores, en un extremo; referente indígena en el otro. Creemos que en estas obras nos encontramos ante un exceso expresivo que deja de manifiesto la intención de ese «yo» enunciativo de superar la distancia de la heterogeneidad de lo representado, sin negarla. Los indígenas son diferentes: son desagradables, son exóticos, son incomprensibles, dice Huasipungo; son idealizadamente agradables, inexplicablemente generosos, dice El tungsteno. Por eso se necesita un exceso de afecto —de horror, de indignación, de compasión— para hablar de ellos. Ese exceso de afecto conmueve al lector porque le permite proyectar, a partir del texto, la presencia de un enunciador conmovido que salta por sobre la diferencia. Se requiere ese gesto de desmesura afectiva para saldar la brecha, la distancia que hay entre escritor y lectores con respecto a los personajes indígenas. Este intento de acercamiento a partir del exceso afectivo es fundamentalmente político, vinculado con la actitud reivindicatoria. Ahora bien, este gesto político del indigenismo admite también una lectura en relación con los intereses de las clases medias emergentes, de las que forman parte los escritores. Tanto Cornejo Polar como Rodríguez Luis reconocen el aporte de Rama en relación con esta cuestión (Escribir en el aire, 189; «El indigenismo como proyecto», 42). En efecto, Rama ha señalado, apoyándose en la distinción mariateguiana entre literatura «indigenista» e «indígena», que la primera representa una cuarta etapa en los usos que se hicieron del «indio» como «pieza maestra de una reclamación». Los momentos previos a los que se refiere este crítico son la literatura «misionera» de los sacerdotes que acompañaron la Conquista; la literatura «crítica» neoclásica, a cargo de la naciente burguesía mercantil criolla; y la literatura «romántica», que los incorporó en función de sus rasgos autóctonos. Como en los casos anteriores, también en la literatura indigenista las poblaciones nativas no pudieron ser portavoces de sus reclamos, sino que fueron habladas por otros, formando parte involuntaria de proyectos ajenos: «lo que movía principalmente esos discursos eran las propias reivindicaciones de los distintos sectores sociales que los formulaban, sectores minoritarios dentro de cada sociedad, pero dueños de una intensa movilidad social y un bien determinado proyecto de progreso social, que engrosaban sus reclamaciones propias con las correspondientes a una multitud que carecía de voz» (Transculturación narrativa, 139). 243
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Estas observaciones sobre las características de las obras indigenistas nos permiten reflexionar sobre que estos mismos aspectos están presentes, en forma más general, en el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, del que las obras analizadas representan importantes instanciaciones. En efecto, podemos decir que, en tanto que producido en las ciudades por los sectores medios emergentes educados, este discurso resulta intrínsecamente heterogéneo en relación con los grupos sociales explotados sobre los que habla, se trate de los mensús de la selva misionera, de los soras y yanaconas de la sierra peruana, o de los huasipungueros ecuatorianos. Sectores que no escriben y que, en gran medida, tampoco pueden leer lo que otros escriben sobre ellos. Que los escritores que hemos analizado son en gran medida conscientes de esta problemática queda de manifiesto en sus esfuerzos por «dar la palabra» simbólicamente a estos sectores en sus obras, como vimos al analizar «Los precursores» de Quiroga y, sobre todo, en El tungsteno, en el diálogo final dirigido por Servando Huanca. En la novela de Vallejo, el gesto se completaría incluyendo al grupo representado como lector de la obra: sumando a los lectores internacionales propuestos por Antonio Merino y Serge Salaün analizados en el capítulo anterior, un crítico como Beverly ha señalado como «lector implícito» de El tungsteno a Huanca, el «obrero letrado» («El tungsteno de Vallejo», 174). Podríamos decir, también: el indígena-proletario, caracterización que analizaremos seguidamente.
UNA NUEVA REFLEXIÓN SOBRE LAS CIUDADES La introducción de las reflexiones de Cornejo Polar sobre el indigenismo nos permite retomar un supuesto básico, que hasta ahora no cuestionamos: ¿son El tungsteno y Huasipungo novelas indigenistas, en la acepción clásica de esta terminología? Entre los críticos parece haber coincidencia en relación con la segunda. Pero sobre la novela de Vallejo no hay consenso: si bien una crítica como Iverna Codina, en los sesenta, presenta a Vallejo como «iniciador de la novela indigenista» peruana (120), veremos que, ciertamente, son mayoría los críticos que presentan reparos tácitos o explícitos a esta clasificación. Por esta razón, nuestro análisis va a concentrarse, fundamentalmente, en el indigenismo de esta obra y de su autor, que nos da espacio para profundizar en la reflexión sobre el lugar de Vallejo en tanto que intelectual a la vez local e «internacional», y sobre la relación del indigenismo y el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Kristal se cuenta entre los que tienen dudas sobre el indigenismo de El tungsteno. Cuando se refiere al lugar destacado del indigenismo en la literatura de la zona andina, no incluye a Vallejo entre los autores que menciona en su listado, donde sí aparecen «Ciro Alegía y José María Arguedas en Perú, Jorge Icaza en Ecuador, y Alcides Arguedas en Bolivia» (The Andes Viewed, 2). Hay otros críticos que evitan mencionar la obra de Vallejo cuando hablan de indigenismo, una actitud que puede leerse como un juicio tácito sobre su calidad, su importancia o, más interesante para nuestra argumentación, 244
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la dificultad de inscribir esta obra fácilmente en esa categoría. Entre ellos se cuentan Fernando Alegría (Nueva historia, 221-224); Brushwood (109-129); Philip Swanson (21-23); Marina Gálvez (186-193); Brotherson (17-22). Es especialmente interesante el juicio del primero en relación con la periodización de las etapas de la representación de los nativos, porque este crítico considera que el indigenismo comienza con Huasipungo, novela «que marca el fin de la tradición indianista romántica y la culminación de una nueva tendencia indigenista caracterizada por un lenguaje de brutal realismo, por un propósito de intensa crítica social y una ideología revolucionaria cercana al marxismo» (Nueva historia, 221). En cambio, Shaw en su capítulo «Indigenism, regionalism and the aftermath of modernism», incluye tanto Huasipungo como El tungsteno (45-82). En función de la dificultad para clasificar El tungsteno, es revelador constatar que en una obra editada por Kristal, The Cambridge Companion to the Latin American Novel, Gollnick en su capítulo sobre «The regional novel and beyond» incluye El tungsteno entre las novelas que comienzan a apartarse del regionalismo, para avanzar en su concentración sobre una temática más específica, en la medida en que se enfocan «en la experiencia de la clase trabajadora». Así, este crítico aclara que esta obra «siguió un cambio desde las ideologías del liberalismo y el conservadurismo a favor de nuevas formulaciones políticas tomadas del nacionalismo, el anti-imperialismo, el anarquismo, y el marxismo» (53). Seguidamente, Gollnick se refiere específicamente a Huasipungo como novela «indigenista», estableciendo una diferencia tácita con El tungsteno (55). Ahora bien, en el mismo tomo, en su capítulo sobre «The Andean novel», Márquez incluye El tungsteno entre el «indigenismo», aunque destacando —en una línea similar a la de Gollnick— que Vallejo, al igual que su coterráneo César Falcón, en realidad tienen en vista más al proletariado que a los indígenas, a los que colocan «en el amplio espectro de la lucha generalizada de clases, en lugar de explorar su situación racial y cultural». Complicando un poco más la cuestión, este crítico agrega, coincidiendo con nuestro análisis, que Vallejo tiene una visión idealizada de los mismos, observación que evoca la caracterización del indianismo: «El retrato de los indios, por lo tanto, tiende a ser meramente externo y estereotípico; donde los indios de Falcón son retratados como víctimas de un sistema abusivo, los de Vallejo son imágenes romantizadas de comunalismo primitivo» (146). En contraste, unas páginas después, Márquez considera Huasipungo, de manera muy asertiva, «una de las obras indigenistas paradigmáticas de todos los tiempos en las letras latinoamericanos» (153). Retomando la actitud escéptica de Gollnick, palabras similares a las que este crítico usa para caracterizar El tungsteno más como novela proletaria que indigenista; y que Márquez aplica a Vallejo y Falcón para casi excluirlos del indigenismo, son las que usa Marina Gálvez, precisamente, para caracterizar el «indigenismo». En efecto, esta crítica considera el indigenismo la tendencia que ve a los indígenas «como equivalente del proletariado y fuente de futura militancia revolucionaria». E, insólitamente, allí incluye a Icaza y Ciro Alegría, pero no menciona a Vallejo (186-193). 245
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Ahora bien, el indigenismo como categoría puede adoptar en algunos críticos aspectos que escapan a la visión clásica de esta corriente; como cuando ciertos autores señalan la presencia, en algunas obras, de situaciones existenciales que superan las étnicas y sociales. Por ejemplo, Alva V. Cellini analiza dos obras de Vallejo, El tungsteno y el cuento «Los dos soras», como textos que dejan de manifiesto «visiones andinas» (10). De hecho, define muy directamente la primera como «una novela indigenista» y sostiene que «la narrativa de Vallejo refleja su propia experiencia», utilizando la biografía de Vallejo como garantía de su indigenismo (10-11). Pero luego diluye estas afirmaciones al caracterizar estas vivencias como comunes a otras realidades sociales, en tanto que Vallejo participa de las mismas «como persona marginada», por el hecho de haber vivido en ámbitos diferentes a aquél en que se formó: «vivió en varias sociedades y se sintió inseguro al actuar y vivir dentro de un mundo que era mucho más amplio y superior a su tierra natal. Esto le dejó amargos recuerdos (…). Su literatura es producto de la diáspora que vive» (10-11). Hay también críticos que adoptan una posición fuerte en contra del indigenismo, entendido como autoctonismo, de El tungsteno. Entre ellos se encuentra Rogger Mercado, quien considera que los elementos que hacen al color local de esta novela son secundarios, meramente anecdóticos, frente al hecho importante de que se trate de una novela que pone su atención en los oprimidos. Considera que «carece de importancia el sentido folklórico y nativista que algunos críticos han pretendido endosar a la obra como basamento fundamental». Por el contrario, en su visión, «Lo esencial y permanente está por sobre esos argumentos, que si bien es cierto le sirvieron de inspiración al añorar la patria chica en los momentos de su concepción, no constituyen el fondo de la obra que deviene plenamente en la temática social (144). De este modo, considera este trabajo de Vallejo «una novela proletaria». En resumen, para marcar esta ambigüedad aparentemente irresoluble sobre el indigenismo de El tungsteno, podemos agregar otros dos juicios finales, que se deciden por una formulación mixta para definir a la obra. En primer lugar, el de Antonio Merino, quien coloca la novela en un punto de coincidencia de las dos posiciones más claras que hemos encontrado en nuestro relevamiento bibliográfico, al definirla como «novela social que entra en el contexto americano de la narrativa indigenista» (54). En una línea similar, nada menos que uno de los representantes más valorizados del indigenismo y del neoindigenismo —entendida esta etapa como una superación estilística de la primera— como Arguedas habla de El tungsteno como de «la primera novela proletaria indígena del Perú», la que «marca un nuevo derrotero para la novela peruana» («César Vallejo, el más grande poeta», 12). En términos de legado y, por lo tanto, de amplificación del impacto de El tungsteno, Arguedas ha sido explícito al considerarla una obra fundamental para su propio trabajo: «Lo leí de un tirón, de pie, en un patio de San Marcos. Afiebradamente, recorrí sus páginas, que eran para mí una revelación. Cuando concluí, tenía ya la decisión firme de escribir sobre la tragedia de mi tierra» (citado en Víctor Fuentes, 405; y en Merino, 54, n. 203). 246
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Ciertamente, la cuestión central detrás de la doble adscripción de El tungsteno como novela indigenista y como novela proletaria tiene que ver con la construcción del referente. El proletario es el actor clave del macro-relato marxista de liberación; el indígena, como vimos, es el sujeto cuya reivindicación busca la novela indigenista. No es trivial que el programa político de Mariátegui, al que Vallejo estaba tan cercano en el momento de la escritura de El tungsteno, diera especial consideración a la problemática sobre las características distintivas del proletariado peruano. Una de las cuales era, según señalara especialmente Mariátegui, el hecho de que ese proletariado fuera mayoritariamente indígena. Como explicitó el propio Mariátegui en uno de los artículos dedicados a la polémica sobre el indigenismo que tuvo con Luis Alberto Sánchez: Lo que afirmo, por mi cuenta, es que de la confluencia o aleación de ‘indigenismo’ y socialismo, nadie que mire al contenido y a la esencia de las cosas puede sorprenderse. El socialismo ordena y define las reivindicaciones de las masas, de la clase trabajadora. Y en el Perú las masas —la clase trabajadora— son en sus cuatro quintas partes indígenas. Nuestro socialismo no sería, pues, peruano —ni sería socialista— si no se solidarizase, primeramente, con las reivindicaciones indígenas. En esa actitud no se esconde nada de oportunismo. Ni se descubre nada de artificio, si se reflexiona dos minutos en lo que es socialismo. Esta actitud no es fingida, ni postiza, ni astuta. No es más que socialista (La polémica del indigenismo, 75).
Cornejo Polar cita esta explicación de Mariátegui y sostiene que «la firmeza del planteamiento mariateguiano no se reprodujo ni en la reflexión indigenista ni en la praxis literaria de este movimiento». Aunque aclara, inmediatamente: «salvo tal vez en El tungsteno de César Vallejo» (Literatura y sociedad en el Perú, 21). La doble caracterización de esta novela que hace Arguedas, como «proletaria indígena», que parece apuntar al corazón de las dificultades de la crítica para situarla definitivamente en uno u otro sub-género, es el resultado de esta reflexión teórica mariateguiana, que evidentemente Vallejo compartía. Dado que ambas clasificaciones son temáticas y que apuntan fundamentalmente al referente representado en estas novelas, puede verse que la construcción de un mismo referente, de característica doble (proletario e indígena), de la reflexión mariateguiana está en la base de la operación que el escritor realiza en El tungsteno. Si consideramos, siguiendo a Beverly, que este referente está incluido en la novela también como lector implícito, tendremos una idea más clara de la magnitud del gesto político de Vallejo. Ahora bien, a partir de estas observaciones, resulta evidente que la cuestión del «indigenismo», tanto de Vallejo como de Icaza, merece un análisis que trascienda la consideración acerca de si sus novelas pueden clasificarse de esa manera. Cercana a la pregunta sobre el indigenismo de El tungsteno, pero no superponiéndose enteramente con la misma, es relevante discutir el indigenismo de Vallejo en un sentido más profundo. Sobre el mismo se pronunció tempranamente Mariátegui, dándolo por sentado. En un comentario sobre Los heraldos negros, sostiene que el acervo indígena está presente 247
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y perceptible en Vallejo, sobre todo en su lenguaje, y que actúa de manera inconciente sobre su escritura: No un americanismo descriptivo y localista. (…) La palabra quechua, el giro vernáculo, no se injertan artificiosamente en su lenguaje; son el producto espontáneo, célula propia, elemento orgánico. Se podría decir que Vallejo no elige sus vocablos, su autoctonismo no es deliberado. Vallejo no se hunde en la tradición, no se interna en la historia para extraer de su oscuro substratum perdidas emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y de su ánima. Su mensaje está en él. El sentimiento indígena obra en su arte quizá sin que él lo sepa ni lo quiera (Siete ensayos, 283-286).
Poniendo énfasis en el lenguaje al igual que Mariátegui, Arguedas sostuvo que «en Vallejo empieza la etapa tremenda en que el hombre del Ande siente el conflicto entre su mundo interior y el castellano como idioma» (citado en Merino, 41). Al recordar que Vallejo era oriundo de una ciudad del norte del Perú, es decir, de un área «donde no se habla el quechua», Ciro Alegría hace una valorización divergente —aunque no contradictoria— de este encuentro entre lenguas en la obra del escritor, entendiendo este encuentro como productivo: [Vallejo] Sí empleaba una apreciable cantidad de los términos quechuas que allá han quedado insertos en el español; tal podemos advertir, principalmente, en el libro Los heraldos negros. La literatura de Vallejo es una formidable mezcla del español de prosapia clásica que apreciará Bergamín —y también característico del pueblo norteño de los Andes, digo yo— de los vocablos quechuas que sobrevivieron en la región más mestizada de la Nación y de una buena suma de peruanismos donosamente inventados por el pueblo. (…) El genio creador de Vallejo es una fragua que refunde el habla popular extraída de cuantiosas vetas andinas, para otorgarle rango universal («El cholo Vallejo», 7).
En cuanto a una articulación institucional de la problemática indígena, es relevante recordar que en el Perú se crea la Asociación Pro-Indígena en la primera década del siglo XX, así como van surgiendo movimientos indigenistas que incursionan en el arte, con obras bilingües como las de Vienrich del Canal; todo lo cual marca el resurgimiento del interés por el acervo cultural indígena. Sin embargo, de acuerdo con el análisis de Merino, cuando las discusiones en torno a esta problemática alcanzan su apogeo, a comienzos de la década de veinte, Vallejo ya se encuentra en París. Este crítico considera que el aporte vallejiano a estas discusiones puede verse en la nouvelle Hacia el reino de los Sciris, que originalmente no puede publicar. En esa obra, sostiene Merino, Vallejo «profundiza en una identidad geográfica, física y cultural, que tendrá su prolongación social e ideológica en nuevos ‘proyectos’ literarios», haciendo especial alusión al teatro (39). Por su parte, al discutir «El indigenismo en Vallejo», Villanes Cairo hace, en primer lugar, una clara profesión de fe del indigenismo de El tungsteno —comparable a la de Codina— al sostener que esta novela es la primera indigenista después, nada menos, que de la fundadora Aves sin nido: «Clorinda Matto no tendrá seguidores hasta 248
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que, casi 30 años después, El tungsteno de Vallejo, aborde el tema con la inclusión del poder económico impuesto por capitales extranjeros» (754). Seguidamente, este crítico se refiere a las discusiones que se llevaron a cabo en el Perú cuando Vallejo ya estaba en Europa y en las que no participó, en un tono que parece disculparlo de esa ausencia. Finalmente, Villanes Cairo explicita su propia visión sobre el indigenismo de Vallejo, en la que intenta superar la visión dominante del indigenismo. Su propuesta acerca fuertemente las observaciones de Mariátegui sobre Vallejo, con una mirada metafísica afín a la ya comentada de Cellini, de manera no del todo coherente, a nuestro parecer. Esta operación parece corresponderse con una búsqueda de una cierta esencia indigenista en el escritor, arraigada fundamentalmente en circunstancias biográficas; búsqueda que, en la visión de Villanes Cairo, hace de Vallejo «el portavoz de una estirpe universal» (760), más allá de su voluntad, de su hacer meditado y deliberado, de sus decisiones acerca de su escritura: «Vallejo (…) no habló por el indígena sino como el indígena; consciente o inconscientemente su literatura lleva el espíritu aborigen que bebió en el seno materno, bautizó en la prisión y perfeccionó por los caminos del mundo» (755). En este sentido, Villanes Cairo incurre en una operación ya realizada por Ciro Alegría cuando presenta a Vallejo como esencialmente, irremediablemente «mestizo de sangre»: «Su piel cetrina, del color del cuero curtido, cubría una faz de facciones indias limadas por el ancestro hispánico. Y tanto como por su sangre, era mestizo por carácter. Sus amigos solían llamarle Cholo» («El cholo Vallejo», 7-8). Más sugestiva resulta la discusión que propone Luis Sáinz de Medrano, en un artículo publicado en el mismo número de Cuadernos Hispanoamericanos que el trabajo de Villanes Cairo, y que ciertamente entra en diálogo con el tipo de juicios representados por el mismo. Sáinz de Medrano parte de una posición de incomodidad, en la que se interroga sobre la posibilidad misma de hacer la pregunta sobre el indigenismo de Vallejo, dado que su obra «ha venido siendo situada tradicionalmente como un producto indigenista, y suena a inoportunidad el simple hecho de verificar si no hay en esta propuesta algo que roza lo axiomático» (739). Este autor se dedica, entonces, a revisar tanto aspectos de la biografía de Vallejo como los distintos trabajos que constituyen su obra, poniendo a prueba sobre todos ellos, distintas concepciones de «lo indígena». Con respecto a lo biográfico, comenta en primer lugar que Vallejo siempre se pensó a sí mismo como descendiente de indígenas y que no tuvo reparos en presentarse como tal. Y agrega, en este sentido, una observación sobre los episodios de dolor agudo del escritor ante las muertes de su madre y su padre, considerando los mismos como posibles «rasgos temperamentales» asociados a su origen, en la medida en que cierta crítica ha considerado «la tristeza como atributo del indio». Sobre estas facetas biográficas del indigenismo de Vallejo parece acordar Ciro Alegría.23 23 Tras completar un retrato físico de su maestro, Alegría sigue con una reflexión que vincula la tristeza y lo indígena, y establece un vínculo entre el maestro y el alumno, futuro representante del indigenismo: «Pensaba o soñaba quién sabe qué cosas. De todo su ser fluía una gran tristeza. Nunca he visto un hombre que pareciera más triste. Su dolor era a su vez una secreta y ostensible condición, que terminó por contagiarme. Cierta extraña e inexplicable pena me
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En relación con la obra vallejiana, Sáinz de Medrano analiza, acepta y descarta rápidamente la concepción dominante del indigenismo («el indigenismo ortodoxo, el de denuncia»), la que considera que se aplica a su «obra no lírica» que es, en su visión, «la que menos lo representa». Aquí, por supuesto, se está refiriendo a El tungsteno, el que, en su visión, sí resultaría una obra «indigenista» en el sentido que vimos. Más interesante es su observación sobre el lenguaje poético de Vallejo, ya que discute la concepción de que las rupturas de la lengua en Trilce se deban al impacto del quechua en su habla. A la misma, responde, haciendo eco de la observación de Ciro Alegría sobre la no presencia del quechua en el área de la que Vallejo era oriundo: «El problema (…) existe en otros lugares y para otras gentes, pero no tenía por qué afectar a un ilustrado hijo de Santiago de Chuco, pueblo situado en un enclave totalmente castellanizado, donde, al menos en aquella época, nadie hablaba quechua» (745). Sáinz de Medrano también se refiere a obras como Fabla salvaje, cuyo asunto resume como la «historia de un indio desequilibrado que termina suicidándose». Considera que Fabla no se diferencia de otras obras «criollistas, a despecho de la adecuada utilización de léxico andino y de digresiones (…) auspiciadoras de esa tonalidad» (746). De manera todavía más provocativa, se refiere a Hacia el reino de los Sciris como «un convencional ejercicio de arqueología literaria, producto acaso de la urgencia de buscar algún provecho material para atender necesidades inmediatas» (748). Seguidamente, comenta la obra teatral La piedra cansada, surgida de Los Sciris, sobre la que dice que «no añade casi nada a lo que hasta aquí llevamos observado, sin que dejemos de reconocer su lirismo» (749). Ahora bien, al reseñar el artículo de Sáinz de Medrano, hemos saltado deliberadamente su comentario sobre el modernismo de Los heraldos negros, porque es el que adelanta su conclusión. En efecto, al señalar los «modelos culturales» detrás de esta obra, observa: «Vallejo, como todo poeta, tuvo, además de la del nacimiento, otra gran patria por lo menos: la de los libros» (740). Es decir, el comentario de Sáinz de Medrano apunta a hacernos reflexionar sobre que el escritor no es un producto natural o espontáneo de un medio, sino un activo buscador de referencias culturales y textuales, un sujeto en una intrincada red intelectual, que trabaja concienzudamente en la construcción de su propia escritura. De este modo, tras revisar el conjunto de la obra vallejiana, Sáinz de Medrano concluye que el escritor no puede ni debe ser reducido por la crítica a una categorización única: «Vallejo no podía menos que ser indigenista. Lo llevaba en la sangre. Pero por encima de eso era un peruano con todas las ventanas de su identidad humana y cultural abiertas. (…) Del mismo modo que empieza a resultar ocioso el debate acerca de su vinculación o no a este o a aquel ‘ismo’, también puede serlo el abrir otro sobre la trayectoria indigenista de su escritura» (749). La propuesta
sobrecogió. Aunque a primera vista pudiera parecer tranquilo, había algo profundamente desgarrado en aquel hombre que yo no entendí sino sentí con toda mi despierta y alerta sensibilidad de niño. De pronto me encontré pensando en mis lares nativos, en las montañas que había cruzado, en toda la vida que dejé atrás» («El César Vallejo», 162).
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de Sáinz de Medrano, entonces, implica tener en cuenta otros datos biográficos, además de los relacionados con su origen, tales como la sofisticada educación que recibió Vallejo en la universidad; su participación en por lo menos dos círculos literarios en el Perú, en Trujillo y en Lima; su intensa y fluida interacción con el medio cultural europeo, tanto en París, como en Madrid o en Moscú, por citar sólo tres ciudades importantes de su tiempo en ese continente. Quisiéramos en este punto, y teniendo presente este reciente aporte de Sáinz de Medrano, volver a la discusión sobre la visión dominante del indigenismo. En su libro dedicado a las discusiones políticas sobre los indígenas y la literatura de temática indígena escrita en el Perú entre 1848 y 1930, The Andes Viewed from the City, Kristal se opone explícitamente a esta visión del indigenismo, tanto en su caracterización como en su periodización. Se trata de un trabajo publicado en 1988 pero que no parece haber sido leído con suficiente atención por la crítica. Con respecto al surgimiento de la narrativa indigenista sostiene este crítico que, en realidad, puede trazarse a 1840, es decir, cincuenta años antes de la publicación de Aves sin nido, época en que se publicaron novelas y cuentos desconocidos u olvidados, «en los mismos periódicos que presentaban posiciones políticas acerca del indio» (The Andes Viewed, xiii). Sumado al de Sáinz de Medrano, el trabajo de Kristal es importante para nuestra propuesta, porque este crítico adelanta una definición radicalmente diferente de la novela indigenista. Es decir, conserva la terminología; pero profundiza, hasta transformar la caracterización. En primer lugar, como vimos, atrasa el comienzo de esta novela nada menos que cincuenta años. En segundo lugar, pone énfasis en el origen urbano de esta literatura. En tercer lugar, y en relación con este punto, considera que esta literatura está orientada a un público de las ciudades, que puede exceder incluso las fronteras nacionales. En cuarto lugar, pone en cuestión su presunto «realismo» al argumentar que la visión de los indígenas que esta literatura presenta está fundamentalmente marcada por los discursos públicos, «políticos», sobre este grupo social. Es decir, sostiene Kristal que no surge de la observación del natural sino de la lectura de otros textos, haciendo eco tácito pero agregando una mayor precisión a las observaciones de Cornejo Polar sobre el pretendido «realismo» del indigenismo, y a su intrínseca heterogeneidad: La narrativa indigenista no fue escrita por los indios mismos, ni estuvo dirigida a la población indígena, que era mayoritariamente analfabeta. Por el contrario, fue escrita para presentar los pueblos indígenas a un público lector primariamente urbano quien, aunque conocía de su existencia en las regiones rurales de su nación, ignoraba su cultura y vida. Algunos autores incluso escribieron con la vista puesta en un lector extranjero. Creadores y críticos de la literatura latinoamericana han sostenido de manera casi universal, bien para elogiar, bien para defender el indigenismo, que esta literatura intentaba retratar la realidad del indio. Sin embargo, el retrato del indio en las novelas y cuentos indigenistas fue mediado por el debate político acerca del indio que estaba ocurriendo en los centros urbanos de las naciones andinas (The Andes viewed, 2-3).
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LA CONTRIBUCIÓN LATINOAMERICANA Y EL CUESTIONAMIENTO A LA NACIÓN En el marco de la presente discusión, quisiéramos introducir un artículo de Vallejo muy importante para analizar algunas cuestiones referentes a la elección temática detrás de El tungsteno, en particular pero no únicamente, el que se refiere a la caracterización del grupo explotado como indígena. Es revelador encarar la lectura del mismo desde la perspectiva propuesta por Kristal, que nos permite retomar, asimismo, la cuestión del «internacionalismo» de Vallejo, que analizamos en el final del capítulo anterior. Se trata de una pieza publicada en 1927 en la revista limeña Mundial: «Una gran reunión latinoamericana» (Artículos olvidados, 175-178). En la misma, se hace patente la conciencia de Vallejo de estar actuando como mediador entre dos mundos, en una doble función. Por un lado, es un representante de la literatura latinoamericana en Europa; asumiendo el papel de tal, argumenta en la mayor parte del artículo. Por otro, es el corresponsal peruano en Europa, que cuenta a sus compatriotas las novedades del viejo continente, posición que toma ostensiblemente en el último párrafo, en el que lista apresuradamente una serie de acontecimientos recientes, como condenas a opositores políticos en Italia y España, o las muertes de Carlota de México y los funerales del Emperador del Japón. En este artículo, Vallejo tiene en mente, por lo tanto, dos públicos bien diferenciados a los que, sin embargo, se dirige en el mismo texto. Además de dramatizar el papel de mediador del escritor afincado en París desde hace ya cuatro años —y quien elegirá no volver al Perú, como vimos—, este artículo es muy valioso porque en él Vallejo trata de responder a la pregunta sobre qué puede ser de interés para Europa —es decir, para el mundo— de la literatura latinoamericana. La pregunta implícita, nada menos, es cuál es el valor diferencial de la producción cultural latinoamericana, qué puede proporcionar de propio, de original. Y Vallejo responde que el aporte central está dado por las culturas indígenas. No se trata de una observación fácil o previsible, viniendo de un autor de obras innovadoras, que tuvo el coraje de enfrentar la crítica de sus contemporáneos precisamente por atreverse a renovar la poética con Los heraldos, pero sobre todo con Trilce —unánimemente considerada una obra de vanguardia—. Con una obra publicada que se proyectaba hacia el futuro, resulta inevitable preguntarse cómo es que Vallejo, en 1927, elige señalar el pasado en su busca de lo latinoamericano más valioso, más representativo. Algunas aclaraciones son necesarias, porque hay detalles interesantes del contexto: el disparador de su reflexión es una reunión en el Instituto Internacional de Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones, realizada en el Palais Royal de París. En la misma, el presidente del instituto, M. Loucher, plantea a un grupo de intelectuales latinoamericanos la cuestión «de cómo debía procederse para hacer conocer en Europa la producción intelectual y artística de la América Latina», dado que hay interés en que se hagan públicas «en todos los idiomas, nuestras obras maestras, ramas recién florecidas de la gran tradición europea», de acuerdo a la paráfrasis de Vallejo. El escritor recoge entonces la respuesta de Gabriela Mistral, quien sugiere que sea un representante espa252
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ñol el que se encargue de presidir el comité a cargo de este vasto proyecto de traducción (Artículos olvidados, 176). Vallejo se divierte, entonces, comentando la propuesta de Loucher y la intervención de Mistral. Sobre la primera, sostiene terminante: «muy insignificantes cosas hemos producido bajo la égida cultural de Europa». Y menciona luego: «Unos pocos pensamientos de Bolívar y Sarmiento; unos breves paradigmas de estilo de Montalvo y Ricardo Palma. Nada más». Frente a eso, la tradición europea ha tenido a «Homero, Shakespeare, Cervantes, Dostoievski». No hay, entonces, comparación posible: pensada como una derivación de la literatura europea, la producción latinoamericana es insignificante, olvidable: «no vale la pena la versión de nuestras obras», concluye Vallejo terminante. A esto se agrega su respuesta a Mistral. El hecho de que los escritores latinoamericanos necesiten todavía un «tutor» —en referencia a la propuesta de inclusión del representante español— se debe a que todavía falta en las obras de la región «acento propio, valor original». En síntesis, argumenta Vallejo: «Gabriela Mistral acaba de sostener (…) que el pensamiento novomundial es todavía colonial. De acuerdo». Y en el mismo tono irónico —pero también amargo—, agrega que la producción intelectual de la región, entre la que cuenta la obra de la propia Mistral, tiene por lo tanto poco interés para Europa, en la medida en que no se diferencia de la producción española. El escritor sólo rescata de sus llamas argumentativas a Rubén Darío, «el cósmico» (177). Ofrece, entonces, su propuesta. Las traducciones que sí vale la pena hacer para dar a conocer a los europeos la producción latinoamericana son las de las obras precolombinas. En un sentido integral: todos los saberes de estas culturas son valiosos y deben ser rescatados y difundidos. Con un notable tono de entusiasmo y convicción, enumera y celebra: El folklore de América, en los aztecas como en los incas, posee inesperadas luces de revelación para la cultura europea. En artes plásticas, en medicina, en literatura, en ciencias sociales, en lingüística, en ciencias físicas y naturales, se pueden verter inusitadas sugestiones, del todo distintas al espíritu europeo. En esas obras autóctonas, sí que tenemos personalidad y soberanía, y, para traducirlas y hacerlas conocer, no necesitamos de jefes morales ni de patrones (177).
Las palabras «soberanía», «jefes», «patrones» de la segunda parte de la cita dejan en evidencia otro aspecto importante de la propuesta de Vallejo: que es trabajando sobre la tradición indígena precolombina sobre la que América Latina puede librarse de la situación dominada en la que todavía se encuentra. Adelantándose, insinuando ya, la teoría del «imperialismo cultural» que sería tan destacada entre los intelectuales latinoamericanos tres décadas después, la propuesta de Vallejo trabaja sobre dos aspectos: el primero, que la situación de América Latina es todavía cercana a la de la colonización; el segundo, que uno de los elementos fundamentales de esa relación de sujeción es la cultura. De esto se deduce que de un trabajo sobre la misma puede surgir una propuesta liberadora, partiendo de la tradición indígena: 253
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Lo otro no es trabajar por el incremento de nuestras posibilidades y realizaciones efectivas, sino truncarlas y destruirlas. Porque no debemos olvidar que, a lo largo del proceso hispano-americanizante de nuestro pensamiento, palpita y vive y corre, de manera intermitente pero indestructible, el hilo de sangre indígena, como cifra dominante de nuestro porvenir (177-178).
Hay sobre el cierre de esta discusión —tras la cual llegará el párrafo noticioso que ya comentamos, el que se aparta de este argumento24— una fuerte tensión utópica, que hace recordar las palabras acerca de la literatura «indígena» en los 7 ensayos de Mariátegui. Fundamentalmente, este artículo deja en evidencia una clara conciencia de Vallejo acerca de la continuidad de la colonización más allá de la independencia de las repúblicas latinoamericanas y una reflexión sobre las formas de actuar contra la misma en la que la literatura y, en general, todo el trabajo intelectual, resultan cruciales. No se trata, todavía, de un programa. Vallejo no llega a formularlo; por cierto, no puede considerarse que lo haga al proponer este masivo proyecto de traducción y difusión de los textos precolombinos. Pero sí puede decirse que no sólo señala el problema —como dijimos, la situación de dominación de la región, que persiste pese a la liberación formal— sino que apunta hacia una tradición desde la cual podría pensarse en una salida. Ése es, para nosotros, el indigenismo de Vallejo: la conciencia de un status sometido de América Latina, y de una tarea de liberación todavía pendiente. Pocos años después, como vimos, elegirá encarar esa tarea desde el marxismo. Pero aún en su novela anti-imperialista de inspiración marxista El tungsteno, el elemento indígena tendrá un lugar clave. Con la presencia de los indígenas en su obra, Vallejo muestra, como también lo hace Icaza, que la situación de explotación imperialista representada por las empresas extranjeras es posible por la persistencia de las estructuras coloniales en las sociedades latinoamericanas. No en vano, el actor desdibujado por antonomasia, tanto en El tungsteno como en Huasipungo, es el gobierno nacional: las sociedades que ambas novelas construyen son sociedades feudales, marcadas por las instituciones de la colonia. El neocolonialismo, entonces, tiene como condición de posibilidad la persistencia del colonialismo más allá de las guerras de independencia y la constitución de estados nominalmente soberanos. En este sentido, es importante la reflexión de Antonio García sobre el lugar de las nuevas instituciones nacionales en relación con la explotación de los indígenas en el Ecuador. En su estudio sobre los aspectos sociológicos de Huasipungo, este crítico comenta de qué manera esta novela puede ser entendida como la mostración de la 24 Se trata del párrafo de cierre, en el que Vallejo súbitamente asume y pone en escena su personaje de corresponsal. Tras su larga discusión sobre cómo debería ser la literatura latinoamericana para interesar a los europeos, concluye el escritor: «Tal ha sido, esta reunión en el Instituto de la Sociedad de Naciones, el acontecimiento de mayor interés novomundial realizado en estos últimos días en París. De otra suerte de encanto informativo son el proceso y condena de Riziotti Garibaldi, por traición a Mussolini y a todos los políticos de la tierra; el proceso y condena del coronel Maciá, por su movimiento separatista catalán; la muerte de la ex emperatriz Carlota de México; la visita de Lord-Maire de Londres a París; la muerte de Turpin, el célebre inventor de la melinita, terrible explosivo empleado en la última guerra, y los funerales del Emperador del Japón» (Artículos olvidados, 178).
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persistencia de las estructuras coloniales más allá de la independencia. Pero también sugiere una interpretación que resulta todavía más inquietante: que es precisamente la independencia la que abre la puerta a la violación de los pactos coloniales, al disolver las instituciones que controlaban estos pactos. García, entonces, sugiere otra explicación a la violencia explotadora neocolonial: la inadecuada reestructuración institucional de las nuevas naciones. Las naciones independientes, en lugar de constituir barreras a la explotación neocolonial de las poblaciones vulnerables, resultarían ser los canales que la harían posible. Huasipungo habría denunciado esa situación, que no es otra que la de una nueva dependencia informal, que da lugar a condiciones aún más inequitativas que las pasadas, relacionadas con la dependencia formal; porque, al no ser reconocida como tal, la nueva dependencia informal no demanda la creación de instituciones que la regulen. Ésa sería la razón última de los extremos de violencia y explotación que se relatan en la novela: Huasipungo fue, estrictamente, la primera revelación ecuatoriana de ese estado de violencia institucionalizada que ha servido de puntal de apoyo a las haciendas del colonato: con ella, Icaza no sólo hizo una denuncia de valor universal, sino que iluminó el universo desconocido de la inmersión campesina y de la conservación de la estructura colonial por debajo de la fronda republicana. En términos críticos, podría decirse que el testimonio de Icaza tenía una profundidad insospechada: su marco ideológico era la hipótesis de que la ‘vida colonial’ no había sido abolida en las Guerras de Independencia y la constitución formal de una República de Señores, sino que, por el contrario, había llegado con ellas a su florecimiento y apogeo. La Independencia había roto los controles de las reales Audiencias y de las Leyes Protectoras de Indias (Sociología de la novela, 56-57).
Volviendo, entonces, a las críticas a la concepción dominante del indigenismo que hace Kristal y poniéndolas en relación con el artículo de Vallejo y las observaciones que hemos hecho en nuestro análisis tanto de El tungsteno como de Huasipungo, creemos que la caracterización más profunda y con mayor articulación contextual que propone Kristal es iluminadora para comprender el sentido de las obras que hemos analizado. Se trata, en ambos casos, de trabajos pensados desde las ciudades, desde lugares centrales —qué más central que Europa—, y con respecto a los cuales sus autores se piensan en la función de mediadores. Son miradas urbanas, sostenidas a partir de las lecturas, las teorías, las discusiones, las articulaciones institucionales —formales o informales, como puede pensarse en función de las redes intelectuales de las que participan los escritores— que sólo son posibles en las ciudades. Y, especialmente en el caso de Vallejo, en ciudades que son además capitales del mundo. Se trata de ámbitos desde donde la situación de los ambientes rurales latinoamericanos puede percibirse de manera más clara como condicionada por las sucesivas jerarquías: la dominación neocolonial, el estado nacional, las autoridades locales, los patrones, las fuerzas de seguridad, los capataces —brazo armado al servicio de los patrones, que son aliados o directamente se superponen con las autoridades locales—. 255
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El indigenismo de estas novelas, entonces, no es un aspecto que esté meramente asociado temáticamente a su anti-imperialismo o, específicamente, a su denuncia de la invasión de las transnacionales en la región, como sugiere el trabajo de Ramos-Harthun comentado en el capítulo anterior. Estas novelas no son anti-imperialistas —o «de las transnacionales»— e indigenistas por mera coincidencia de elementos en la realidad representada. Esta doble clasificación que puede hacerse de estas obras no tiene que ver con una mera co-presencia de ambos aspectos en el referente externo: hay transnacionales y hay indios, y entonces, en tanto que novelas «realistas», tanto El tungsteno como Huasipungo dan cuenta de esos dos elementos en su representación. Los indios y la actitud reivindicatoria, elementos fundamentales del indigenismo, están en estas novelas por otro motivo: para hablar de la persistencia de las características de una sociedad colonial en los nuevos países, las que hacen posible la situación de explotación neocolonial. El indigenismo permite a estos autores discutir sobre el neocolonialismo y sobre la consecuente debilidad de los nuevos estados nacionales. Los indígenas son, entonces, algo diferente que un grupo social representado: son un argumento clave en una sostenida reflexión sobre el imperialismo. Permiten pensar la continuidad entre la colonia y la neocolonia, y marcar el carácter ilusorio de los proyectos nacionales posteriores a la independencia. Permiten decir, entonces: la situación de dominación de las nuevas repúblicas no se diferencia de la situación de las colonias. Permiten mostrar, asimismo, las avenidas por las que las nuevas fuerzas imperiales se adentran en el corazón de las nuevas naciones independientes, hasta alcanzar sus rincones más remotos. Por eso la vinculación de estas obras con la novela regional: porque el ámbito rural no es meramente el espacio que se opone a la ciudad, no es meramente la naturaleza, sino que representa el corazón de las nuevas naciones en la medida en que son sus territorios más íntimos, más secretos, más aparentemente inaccesibles, más propios. Por eso su enajenación es un escándalo; por eso su enajenación es la mejor mostración del alcance omnímodo del imperialismo. Pues bien, estas novelas dicen que el nuevo imperialismo, que llega desde tan lejos, que apenas está comenzando en América Latina, puede alcanzar esos puntos remotos, esos puntos íntimos, gracias a la persistencia de las instituciones coloniales en esas zonas y a las características de las estructuras social, política y económica de las nuevas naciones. El imperialismo se monta sobre el colonialismo. Por eso resulta tan eficaz y tan exacerbado. Las referencias a la violencia tanto en El tungsteno como en Huasipungo son, en primera medida, las marcas de esa superposición. No sólo el remanente de colonialismo hace posible el neocolonialismo: además, lo potencia. Lo vuelve implacable, le da un poder que termina aplastando a los indígenas, convirtiéndolos en menos que bestias. Un poder que, advierten estas obras, haría posible el inicio de la resistencia; ya que, más allá del posible acostumbramiento a la situación de dominación a la que han sido sometidos durante siglos, la violenta, exterminadora nueva situación de explotación —con la que no es posible negociar, como argumentan ambas obras— les daría nueva conciencia y razones para rebelarse. 256
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En este sentido, quisiéramos referirnos a un último punto, volviendo sobre un aspecto que apenas hemos tocado en nuestra exposición y que pone de manifiesto de manera indirecta esta fuerte crítica a los proyectos nacionales en la región: se trata del tratamiento de la sexualidad en las obras analizadas. Es ciertamente significativa la magnitud de la violencia sexual sobre la mujer, así como la cantidad y variedad de perversiones y de obstáculos sociales que hacen imposible, tanto en El tungsteno como en Huasipungo, la conformación de una pareja amorosa, heterosexual y fértil. Podríamos decir, sin exagerar, que no hay en estas novelas ni una sola. En la obra de Vallejo asistimos, como dijimos, a una violación colectiva seguida de muerte (59-79); se comenta un caso de necrofilia (116); se describen todo tipo de concubinatos marcados por la explotación de la mujer, entre ellos el de José Marino y la Rosada, la concubina a la que entrega para ser violada; y el de su hermano con Laura, cuyos servicios comparten, hasta el caso de no poder decidir quién es responsable de su embarazo (96-110). Hay incluso una pareja, constituida por un alto empleado de la Mining Society, Rubio, sobre la que se afirma que la mujer podría haber engañado al esposo y él consentido el engaño sólo por interés, por «sacar algo» (95). En Huasipungo en principio hay una pareja amorosa y fértil, la de Andrés y Cunshi —significativamente, constituida en contra de las propuestas de los patrones (23-24)— pero que no puede superar la sucesión de explotaciones que se abate sobre ellos, siendo finalmente desmembrada por la muerte por intoxicación de la mujer. En algún sentido, la novela narra precisamente la imposibilidad de ese vínculo y de la fertilidad de los indígenas. La pareja debe sufrir la separación forzada cuando Andrés es trasladado a trabajar en el camino en construcción y la Cunshi es convertida en nodriza del hijo de los patrones. En esta circunstancia, el cuerpo de la Cunshi es usado sexual y reproductivamente de manera desviada: no sólo alimenta a un hijo ajeno, sino que es violada por Pereira. Pero los patrones tampoco constituyen parejas amorosas y fértiles: la hija de Pereira queda embarazada de un cholo y no puede haber matrimonio entre ellos que, simbólicamente, selle una alianza inter-clase e inter-racial. Además, la joven no puede quedarse con su hijo, que pasa por ser hijo de sus padres. Y la sexualidad de sus padres tampoco resulta amorosa: tienen una sola hija —que no puede darles verdaderos nietos— y ya no hay una relación amorosa en la pareja. En relación con las características del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, estas cuestiones podrían analizarse en función de la situación de la explotación de la mujer de las clases dominadas: así como se explota a la naturaleza, se explota a los trabajadores hombres como mera fuerza bruta, y se explota a la mujer en tanto que mero cuerpo. También en relación con aspectos importantes de este discurso, puede considerarse estas cuestiones dentro del análisis del exceso afectivo que hemos señalado en estas novelas, como ya hemos hecho en relación con la violación en El tungsteno. Sin embargo, como muestran los casos señalados en ambas novelas, no se trata sólo de violencia sexual de una clase sobre otra, sino de una situación más general, que atraviesa todas las clases. En este punto, es pertinente recordar que tanto Icaza como Vallejo 257
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conocen la obra de Freud: ya comentamos que el ecuatoriano dijo haber leído su obra completa y, específicamente, el narrador de El tungsteno se interroga sobre la posibilidad de un «complejo freudiano» en relación con el caso de necrofilia (117). De manera que el tratamiento que dan a la sexualidad en sus obras no puede considerarse un aspecto casual sobre el que no hayan reflexionado. En este sentido, quisiéramos vincular nuestras observaciones con la propuesta de la crítica Doris Sommer. En Foundational Fictions, Sommer ha señalado la relación entre la literatura de «romance» del siglo XIX —así como en ciertas novelas de la tierra, como Doña Bárbara— y los proyectos nacionales en América Latina; siendo en su visión la literatura un espacio de representación de un tipo de alianza que intenta superar los conflictos entre los antagonismos desatados entre distintos grupos sociales por las guerras de independencia. Sommer sostiene que «una variedad de nuevos ideales nacionales están todos fundados, de manera ostensible, en un amor heterosexual ‘natural’ y en el matrimonio, que proveyeron una figura para una reconciliación aparentemente no violenta de los conflictos internos de mediados de siglo» (6). En su visión, entonces, la pasión romántica representada en las novelas románticas resultó una figura retórica para que las elites pudieran ofrecen a los sectores aparentemente irreconciliables una posibilidad de conciliación «en el sentido gramsciano de conquistar al antagonista a través del interés mutuo, o del ‘amor’, en lugar de a través de la fuerza» (6). Creemos que la propuesta de Sommer es particularmente iluminadora para comprender el carácter anti-hegemónico de El tungsteno y Huasipungo, en consonancia con el carácter anti-hegemónico del discurso que estamos examinando: como hemos visto, estas obras están preocupadas por la nación y presentan situaciones que ponen en cuestión la posibilidad de su consolidación y su autonomía en la medida en que muestran grupos locales explotados y poderes extranjeros que prevalecen, con la anuencia de cómplices locales. En este sentido, la cuestión de la problemática sexual en estas novelas profundiza y refuerza el carácter anti-hegemónico de las mismas. La ausencia de «romance», de parejas heterosexuales fértiles, implica que en las mismas se postula la imposibilidad de acuerdos nacionales, la imposibilidad de la integración en función de un proyecto único: la esterilidad de las parejas de estas obras es una de las marcas más claras de su denuncia de la fragilidad de los proyectos nacionales dominantes.
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Consideraciones finales DEL BOOM A LA PROTESTA AMBIENTAL Las palabras nos liberan tanto como nos constriñen, nos permiten expresarnos tanto como nos usan de vehículo: son instrumentos del pensamiento y, como tales, iluminan y enceguecen, ayudan a ver a la vez que ocultan. La cuestión del origen del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales es, en este sentido, sumamente reveladora. Por una parte, en sus inicios hace notar cuestiones que estaban fuera de la atención de las elites latinoamericanas: denuncia el nuevo imperialismo, que había permanecido en gran medida «invisible» durante los primeros cien años de vida independiente. Por otra, como hemos señalado, este discurso nos pone frente a paradojas esenciales, como el hecho de que surja en momentos en que en las ciudades de la región se producen transformaciones radicales, pese a lo cual concentra su mirada en las áreas rurales. Las obras representativas de este discurso comparten este rasgo no sólo con la narrativa «indigenista», sino con algunas obras de la narrativa «regionalista» o «criollista»; mientras difieren en otros, que consideramos fundamentales. Entre los rasgos que tienen en común estas últimas y las representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, se cuenta que comparten ciertos ambientes —la zona andina o la selva— así como la reflexión de algunas obras «regionalistas» acerca de la situación dependiente de los países de la región, en un panorama internacional dominado por países europeos, en particular Gran Bretaña, y por los Estados Unidos. La diferencia, que resulta clave, radica en que los textos que consideramos característicos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales representan una encendida denuncia de las condiciones de explotación neocolonial, que toma una forma específica. Como vimos, las obras analizadas construyen narrativas en las que actores extranjeros, conjuntamente con actores locales aliados, dominan y extraen beneficios económicos de manera abusiva tanto de los recursos naturales como de los recursos humanos, es decir, de los grupos sociales asociados con su explotación. El desenlace previsto es único. Libradas a su arbitrio, esas fuerzas agotarán los recursos: no hay posibilidad de negociación ni de retirada; no hay poderes mediadores que moderen la situación; tampoco la explotación va a cesar espontáneamente. Esta narrativa no prevé otra la salida que la rebelión. 259
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Por otra parte, si bien estas obras exhiben una preocupación por el paisaje y la naturaleza, no por eso los mismos resultan personificados ni convertidos en agentes activos, como se ha argumentado repetidamente acerca del papel del paisaje en las obras «regionalistas» —un punto sobre el que volveremos inmediatamente—. Por el contrario, en las obras representativas del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, la preocupación central es la relación de asimetría radical entre explotadores y explotados, es decir, una relación humana, social. En esta relación, la naturaleza tiene un papel doble, pero de ninguna manera activo ni, mucho menos, todopoderoso. Puede ser víctima, en tanto que recurso natural sometido a prácticas extractivas; en este caso, resulta equiparada con el grupo social explotado, y desprovista de poder. También puede ser mediadora y cómplice de la dominación, en la medida en que la situación de los explotados —que son privados de los medios para defenderse— se ve agravada por la dureza del entorno. En este caso, la naturaleza no es realmente poderosa más que frente a los débiles; o, mejor dicho, los debilitados por la situación de explotación. En el primer caso es el recurso natural: naturaleza saqueada, expoliada. En el segundo, es la naturaleza-paisaje, que deja de ser amable y se hace hostil: que se convierte en cárcel implacable para los esclavos del yerbal, como vimos en Los yerbales; cuyo aire insalubre enferma y mata a los trabajadores que son encerrados por horas interminables en las minas, como vimos en El tungsteno; que resulta traicionera en sus pantanos y sus ríos, para los indígenas obligados por sus patrones a oficiar de mulas o a padecer sus crecidas, como vimos en Huasipungo. Para terminar de aclarar las bases de nuestra indagación acerca del origen del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, es necesario revisar un malentendido de larga data, que ha persistido por décadas en los estudios de la literatura latinoamericana: la opinión generalizada que atribuye una sobre-valoración del papel de la naturaleza a la narrativa previa al boom; es decir, la idea de que los escritores latinoamericanos de la primera mitad del siglo XX otorgaron a la naturaleza un carácter todopoderoso. Se trata de una discusión inevitable, en la medida en que esta interpretación contrasta fuertemente con nuestra propuesta de que, en el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, tanto la naturaleza como ciertos grupos humanos son simétricamente sometidos a exageradas situaciones de explotación. Vamos a leer detenidamente algunos pasajes del mexicano Carlos Fuentes que son representativos de este juicio, tomados del artículo «La nueva novela latinoamericana», publicado en 1964 y recopilado por Juan Loveluck en 1969. Estos pasajes resultan significativos en varios aspectos: por la interpretación de la literatura previa al boom que proponen; por la valoración implícita que ponen de manifiesto; por los supuestos en los que se apoyan; por las inconsecuencias argumentativas que manifiestan; y, sobre todo, por la mirada sobre la historia latinoamericana que proyectan. Fuentes comienza señalando el protagonismo del paisaje en la novelística latinoamericana de la primera mitad del siglo XX, considerado por él como una mera continuidad del mismo gesto de la literatura del siglo XIX: 260
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‘¡Se los tragó la selva!’, dice la frase final de La vorágine de José Eustasio Rivera. La exclamación es algo más que la lápida de Arturo Cova y sus compañeros: podría ser el comentario a un largo siglo de novelas hispanoamericanas: se los tragó la montaña, se los tragó la pampa, se los tragó la mina, se los tragó el río. Más cercana a la geografía que a la literatura, la novela de América Latina ha sido descrita por hombres que parecían asumir la tradición de los grandes exploradores del siglo XVI. Los Solís, Cabral y Grijalva literarios continuaban, hasta hace pocos años, descubriendo con asombro y terror que el mundo latinoamericano era ante todo la presencia implacable de selvas y montañas a escala inhumana. (…) en la novela latinoamericana, de los relatos gauchescos a El mundo es ancho y ajeno, la naturaleza es sólo la enemiga que rebaja dignidades y conduce al aniquilamiento. Ella es la protagonista, no los hombres eternamente aplastados por su fuerza (163).
Fuentes destaca el protagonismo de la naturaleza en esta novelística y, al mismo tiempo, considera que es derivada de la actitud de los conquistadores: los escritores latinoamericanos son calificados de «Solís, Cabral y Grijalva»; es decir, europeos dominadores que se encuentran impresionados por la presencia todopoderosa del paisaje: aparentemente, la única fuerza a su altura, el único antagonista de valor. Esta observación implica una doble acusación hacia los escritores latinoamericanos previos al boom: no sólo los coloca en una posición de colonizados culturales, sino que los considera desinteresados por las realidades humanas y les atribuye la misma actitud despectiva hacia las poblaciones locales. Sin embargo, Fuentes admite luego que, detrás del poder y la crueldad del paisaje, la narrativa que critica revela razones intrínsecamente humanas: relaciones de explotación, que ponen a los grupos sociales dominados en una posición de indefensión frente a los poderes desmesurados de la naturaleza. Nos parece especialmente significativo el reconocimiento del papel secundario, derivado, de la naturaleza en esta situación. Obviamente, este reconocimiento trastoca radicalmente, diríamos que invierte, la relación de causalidad que había establecido en el primer párrafo. Ya no es la naturaleza la que somete a los humanos con sus poderes inmensos, sino que son ciertos hombres los que someten a otros. La naturaleza, en todo caso, está meramente allí, con sus poderes en estado potencial, que son activados por la situación de desigualdad. En este razonamiento, es sorprendente que Fuentes siga hablando en términos del «protagonismo» de la naturaleza en la novelística que critica: Y lo que refuerza absolutamente ese poder protagonista de la naturaleza es que las relaciones personales que se dan dentro de ella o en sus márgenes son acaso más negativas y destructoras. La sucesión de injusticias y males en la novela latinoamericana hace pensar que, en efecto, más vale ser tragado por la selva que sufrir la muerte lenta en una sociedad esclavista, cruel y sangrienta. Sólo un drama puede desarrollarse en este medio: el que Sarmiento definió en su título: Civilización y barbarie (163).
Seguidamente, el escritor mexicano argumenta que este tipo de naturaleza es un personaje característico de la que llama «tendencia documental y naturalista de la novela 261
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en América Latina». Esta afirmación resulta especialmente sugestiva porque habla de una entidad —el paisaje, la naturaleza— que ha sido caracterizada por él, primero, como todopoderosa y, después, como de un poder derivado de otro. ¿En qué sentido puede hablarse de una literatura «documental», si aquello de lo que se le atribuye dar cuenta es una entidad que exhibe características intrínsecamente contradictorias? Entonces ¿cuál es la «realidad» que esta literatura «documenta»? ¿El poder está en la naturaleza o en las relaciones de dominación? Por otra parte, Fuentes incurre en una segunda contradicción, al atribuir esta «tendencia documental» a los mismos escritores sobre los que había afirmado que exhibían una actitud copiada de los conquistadores. El escritor va más allá en su razonamiento y argumenta acerca de los propósitos de los actores que someten a los grupos humanos locales. Reintroduce el personaje del «conquistador» y postula una nueva relación del mismo con la naturaleza: no meramente de perplejidad ante su poder, sino de interés económico. Es decir, atribuye un motivo a su conducta: la codicia. La tendencia documental y naturalista de la novela en América Latina obedecía a toda esa trama original de nuestra vida: haber llegado a la independencia sin verdadera identidad humana, sometidos a una naturaleza esencialmente extraña que sin embargo era el verdadero personaje latinoamericano: el conquistador llegó en busca de los tesoros de la tierra, no de la personalidad de los hombres, y liberarse, en la segunda década del siglo XIX, del conquistador, significaba también convertir la naturaleza enajenada en naturaleza propia (164).
De haber sido consecuente con su propia argumentación, Fuentes debería haber comenzado su comentario de manera diferente. Debería haber proclamado: «Se los tragó la guerra, el hambre, las enfermedades, la explotación. Se los tragó el conquistador». Siguiendo su razonamiento, la novelística que critica no atribuye poderes al paisaje, sino a quienes llegaron con afán de lucro. Es decir, da cuenta —pone en evidencia— esa «trama original» de América Latina: que el verdadero motor de las acciones, la energía que pone en marcha la historia —y las historias— de la región, es la codicia del «conquistador». Lo que resulta revelador del comentario de Fuentes no son sólo sus inconsecuencias; su atribución de características contradictorias a la naturaleza; su gesto de desvalorizar una literatura en razón de su mero «documentalismo», cuando al mismo tiempo reconoce que esa literatura, en última instancia, revela una «trama original» que estaba oculta. El escritor mexicano está convencido, da por obvio, que el conquistador llegó a América movido por la codicia. El pecado de la literatura latinoamericana previa al boom habría sido, entonces, no haber podido apartarse de esa «realidad»; es decir, no haber podido contar otras historias más que ese gran relato de la historia latinoamericana, la «trama original». Ahora bien, no toda la literatura latinoamericana de la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX es anti-imperialista. Lo más notable del comentario de Fuentes es que, analizado en detalle, deja de manifiesto que el escritor comparte una interpre262
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tación de la historia colonial y neocolonial de América Latina que es homóloga con la que propone el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Podemos decir que Fuentes tiene en mente no sólo la literatura regionalista sino, sobre todo, la literatura social anti-imperialista de la década del treinta y del cuarenta, la que, según vimos en el capítulo 4, el crítico John Beverly creyó que debía ser «reivindicada», ya que había sido sometida a un equivocado juicio desvalorizador por parte de la crítica académica dominante. Se trata, precisamente, de la literatura que representa el momento de florecimiento del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Esa literatura, que desvalorizan tanto la crítica dominante como los escritores del boom representados por Fuentes, es, sin embargo, aquella de la que este escritor toma la «trama original» de América Latina. Lo que muestra, como ya hemos argumentado, no el carácter «documental» (como dice Fuentes) o «denotativo» (como hemos visto que dice Ángel Rama) de esta literatura, sino el hecho de que contribuyó decisivamente a construir una visión de la historia de la región que se convirtió en dominante para ciertos sectores sociales y, por lo tanto, fue tomada por la «realidad». Hay otro aspecto llamativo en el pasaje de Fuentes. Es el que tiene que ver con la reapropiación del paisaje. Dice el escritor mexicano: «liberarse, en la segunda década del siglo XIX, del conquistador, significaba también convertir la naturaleza enajenada en naturaleza propia». Hemos discutido en este libro la importancia que Edward Said da a la cuestión del espacio en relación con el imperialismo en Culture and Imperialism. Este énfasis en la importancia de reclamar el paisaje a través de la literatura —de la «imaginación», dice Said— es, ciertamente, uno de los aspectos más reveladores del comentario de Fuentes. Sin embargo, sorprende que haga este reconocimiento sólo en relación con la literatura latinoamericana que sigue inmediatamente a las guerras de independencia. En su breve racconto de la historia de la literatura latinoamericana, el escritor mexicano no periodiza: comienza hablando de La vorágine (con lo cual nos reenvía a comienzos del siglo XX); después habla del Facundo (mediados del XIX); introduce el personaje del «conquistador» (siglo XVI); y luego se remonta a «la segunda mitad del siglo XIX». Este empaste de fechas y períodos parece implicar que, para Fuentes, la historia de América Latina tiene un hito, la independencia, pero no un desarrollo. Está claro que La vorágine no habla del «conquistador»: ¿por qué, entonces, incluye esta novela en la línea argumentativa que concluye con la mención de la «trama original» de la historia de la región y la atribución de codicia al «conquistador»? Ciertamente, Fuentes está equiparando tácitamente el período colonial con el neocolonial. El «conquistador» es como los capitalistas del caucho: únicamente así puede hablar Fuentes de una única «trama original» y comenzar hablando de La vorágine para llegar luego al «conquistador». Ahora bien, como hemos demostrado en nuestro trabajo, la asimilación del período neocolonial al colonial es uno de los argumentos centrales del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, aspecto en el que el aporte de la literatura «indigenista» es fundamental. De este modo, el empaste de fechas y períodos en el que incurre Fuentes sólo es posible en la medida en que da por 263
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obvias las semejanzas entre dos momentos temporalmente bien diferentes de la historia latinoamericana. Esto muestra otra vez el poder del marco interpretativo propuesto por el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales en la imaginación del escritor mexicano. Para situar mejor lo que estamos diciendo, queremos detenernos en un comentario de Said acerca de la literatura anti-imperialista, donde este crítico se refiere a dos períodos en la resistencia cultural al imperialismo. En su visión, el primero tuvo lugar a comienzos del siglo XX; y resultó la condición de posibilidad del segundo, que floreció en la literatura. Entre los escritores latinoamericanos que menciona, está nada menos que el propio Carlos Fuentes, que resulta heredero, en el análisis de Said, de la tradición anti-imperialista iniciada por Martí: Hablar hoy de Gabriel García Márquez, Salman Rushdie, Carlos Fuentes, Chinua Achebe, Wole Soyinka, Faiz Ahmad Faiz, y de muchos otros como ellos, es hablar de una cultura emergente bastante novedosa, que resulta impensable sin el trabajo previo de partisanos como C. L. James, George Antonius, Edward Wilmot Blyden, W. E. B. Du Bois, José Martí (243).
Seguidamente, Said explica qué hizo y cómo, esa primera generación anti-imperialista. Sostiene que, retomando categorías y discursos occidentales de manera creativa, esos intelectuales abrieron nuevos caminos, modificando de manera sustancial el modo de pensar las relaciones entre los países, entre pueblos centrales y periféricos: (…) el trabajo de los intelectuales de las regiones coloniales o periféricas que escribieron en un lenguaje ‘imperial’, que se sintieron relacionados de manera orgánica a la resistencia masiva al imperio, y que se impusieron la tarea revisionista y crítica de lidiar de manera frontal con la cultura metropolitana, usando las técnicas, discursos y armas de la erudición y el criticismo que alguna vez estuvieron reservados exclusivamente a los europeos. Su trabajo es, por su propio mérito, dependiente de los principales discursos occidentales sólo de manera aparente (y de ninguna manera, parasitaria); el resultado de su originalidad ha sido la transformación de los mismísimos campos disciplinarios (243).
En este trabajo, hemos sostenido que en esta primera generación del pensamiento anti-imperialista puede encontrarse, precisamente, la emergencia del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Si bien se nutrió de discursos de origen fundamentalmente europeo —como el anarquismo, el socialismo, el marxismo— y tuvo como medio de expresión géneros literarios occidentales, de todos modos llegó a constituir un modo propio de pensar acerca del imperialismo: lo hizo visible, le atribuyó motivos diferentes de los proclamados por los discursos de las elites, lo asoció con intolerables abusos de las poblaciones locales. Fue tan exitoso en esta construcción, que para la siguiente generación, representada por Fuentes y el boom, las marcas de ese cuidadoso trabajo de factura resultaron imperceptibles. De esta manera, no sorprende que los escritores del boom hayan evocado repetidamente este contra-discurso en sus obras, de 264
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manera indirecta, asumiendo que esa historia ya era conocida, como puede verse en la alusión inicial a la llegada y la partida de la compañía bananera en La horajasca (1955) de García Márquez o al encuadre sobre la explotación del caucho en La casa verde (1965) de Vargas Llosa. Así también se entienden importantes pasajes de otras obras del boom, como el episodio de la compañía bananera en Cien años de soledad (1967); o las referencias a la explotación del cacao en Gabriela, clavo y canela (1958), de Amado; o momentos de la propia La muerte de Artemio Cruz (1962) de Fuentes; para no hablar de la entera trilogía bananera de Miguel Ángel Asturias. Por otra parte, sin los resurgimientos y reelaboraciones periódicos del contradiscurso neocolonial de los recursos naturales, tampoco se explican obras fílmicas fundamentales de la región. No en vano, el cine es el medio de masas que en alguna medida desplazaría a la literatura en la conformación de los imaginarios a lo largo del siglo XX. Aunque obviamente queda para indagaciones posteriores, sólo por mencionar ejemplos de la filmografía argentina, se cuentan algunos emblemáticos. Tributarios bastante directos de las denuncias de Barrett sobre los yerbales y su impacto en la literatura posterior son Prisioneros de la tierra (1939), de Mario Soffici, con guión de Ulyses Petit de Murat y Darío Quiroga —hijo de Horacio—, a partir de varios cuentos misioneros del escritor uruguayo, considerada una obra pionera del cine de denuncia latinoamericano; y, por supuesto, Las aguas bajan turbias (1952), de Hugo del Carril, basada en la novela Río oscuro de Alfredo Varela (1943), cuya inspiración el autor atribuye a la obra de Barrett. En los revolucionarios setenta, pueden mencionarse trabajos como Quebracho, sobre la explotación de los quebrachales en el noreste de la Argentina en la primera mitad del siglo XX, dirigida por Ricardo Wullicher; y La Patagonia rebelde, dirigida por Héctor Olivera y basada en las investigaciones de Osvaldo Bayer sobre la violenta represión a las huelgas de los peones de las estancias de ganado ovino, controladas en gran medida por capitales ingleses (ambas estrenadas en 1974). Como comenta el crítico Tzvi Tal, en su estudio comparativo de dos cinematografías fuertes de la región, la brasileña y la argentina, en este período «las fuentes literarias de las películas brasileñas eran tomadas del canon nacional, mientras que los argentinos elegían sus fuentes en textos controvertidos o del discurso antihegemónico» (268). Ambos films tienen temas y se basan en investigaciones históricas, relacionadas con la explotación de un recurso natural en la Argentina: el quebracho en el noreste y la lana en la Patagonia. Ambos denuncian el imperialismo británico; ambos cuentan de las condiciones de abuso que sufren los trabajadores; ambos relatan huelgas y rebeliones que son aplastadas de manera sangrienta por la complicidad de las autoridades nacionales. El destino de ambos films también fue similar: sus actores —emblemáticos ellos mismos de la intelectualidad de izquierda— debieron emigrar, amenazados algunos incluso antes del golpe militar de 1976. Y las películas abandonaron el circuito comercial durante toda la dictadura militar, entre 1976 y 1983. La matriz narrativa del contradiscurso neocolonial reaparecería con variaciones en el fin de la dictadura, en films como Asesinato en el Senado, de Juan José Jusid (1984); La deuda interna, de Miguel 265
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Pereira (1988); y en dos obras de Rodolfo Aristarain, Tiempo de revancha (1981) y Un lugar en el mundo (1991). Queda también para indagaciones posteriores el análisis de las subsiguientes transformaciones de este contra-discurso en el cine, su hibernación en los noventa y su resurgimento tras la crisis del comienzo de siglo. En particular, en la obra de Pino Solanas —cuya La hora de los hornos (1968) puede considerarse igualmente representante de este discurso—. Así, Memorias del saqueo (2003), La Argentina latente (2006), Oro impuro (2008), todas ellas de tipo documental y marcadas fuertemente por la voz en off de Solanas que narra y comenta, marcan la reaparición de este contra-discurso en términos bastante canónicos. Es posible que el análisis de estas y otras producciones del período muestre una relación entre la re-emergencia de este discurso y la toma de conciencia acerca del impacto en la Argentina y en la región del proyecto de globalización, es decir, la imposición de modelos de desregulación y privatización de la economía por parte de los organismos financieros internacionales, en particular el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Es significativo que incluso obras europeas, pero ambientadas en América Latina en este período, como el film También la lluvia (2010) de la directora española Iciar Bollaín y con guión del escocés Paul Laverty, muestren ecos de este discurso. El mismo trata de la «guerra del agua» en Cochabamba, un alzamiento ocurrido en 2000 ante un proyecto de privatización de la provision de agua en esa ciudad boliviana. Esos ecos pueden encontrarse tanto en el modo como en el film se asimila la imposición del neoliberalismo en los noventa con el período colonial, como en la homologación entre dos recursos naturales, correspondientes a cada período: el oro y el agua, dando indicios claros de la pregnancia que el mismo puede alcanzar y su capacidad para traspasar las fronteras. En fin, seguir los derroteros de esta otra manera de pensar la historia latinoamericana en la producción cultural de la región en la segunda mitad del siglo XX resulta tema de otro libro. Algo similar podría decirse del impacto de este contra-discurso en la ensayística latinoamericana, del revisionismo histórico hasta la propia teoría de la dependencia. Para concluir, quisiéramos referirnos a tres últimas cuestiones. La primera tiene que ver con la relación del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales y la mirada imperial, es decir, la narrativa de viajes y su conceptualización de América Latina, que analiza la crítica norteamericana Mary Louise Pratt en Imperial Eyes, una obra que resultó de consulta en varios tramos de nuestro trabajo. Un modo muy tentador de pensar nuestro discurso es imaginarlo una construcción en espejo de esa mirada imperial: la devolución de esa mirada. De hecho, cuando analiza a Horacio Quiroga en el último capítulo de la segunda edición, Pratt acuña un neologismo a partir del verbo to travel en inglés, al hablar de la mirada del «travelee», es decir, de aquellos que viven en los lugares que son visitados por los viajeros imperiales: «la posición de las personas y lugares hacia los que se viaja» (225). En este sentido, la pregunta que Pratt atribuye a Quiroga en tanto que escritor de esa zona que recibe a los viajeros, es decir, en tanto que «travelee», es: «¿Cómo se hace para convertir un lugar de destino para otros en una casa para uno mismo?» (227). 266
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En varios tramos de este libro hemos visto que el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales dialoga con la mirada imperial y los discursos de las elites. En cierto modo, desnuda la mirada imperial, al revelar la codicia como su motivo. Por eso hemos hablado de este discurso como desmitificador, como representativo de una contra-historia. Ahora bien, ciertamente, no por eso se trata del discurso de un «travelee»: hemos analizado con cierto detalle que surge en las ciudades y que sólo es posible en las condiciones económicas, políticas, sociales y culturales de las nuevas ciudades latinoamericanas. Su emergencia coincide con un momento de profundas transformaciones en América Latina, en que las migraciones, la industrialización, la llegada de los nuevos discursos contestatarios, las crisis provocadas por la inserción de las economías de la región en el mercado internacional, ofrecen la posibilidad de reflexionar sobre la situación de dependencia informal de los países latinoamericanos. A esto se suma el proceso de profesionalización de los escritores, que los separa de su relación con el estado y les abre las puertas a un modo de pensar que pueda ser crítico del desarrollo del mismo; proceso que, a su vez, está en relación con la conformación de nuevos públicos. El contra-discurso neocolonial de los recursos naturales no hubiera sido posible sin estas nuevas ciudades latinoamericanas, que a comienzos del siglo XX están tan abiertas al mundo: a la recepción de población, de ideas, de propuestas, de nuevas formas institucionales —como la sindicalización—. Es cierto que Vallejo conoció la Hacienda Roma y las minas de Quiruvilca, pero también que estuvo en Trujillo y en Lima. En su caso, además, se suma la reflexión ideológica y política en París, Madrid, Moscú. Para volver a Quiroga: escribe sobre la selva misionera desde una ciudad lindante a la selva, pero pensando en sus lectores de Buenos Aires y teniendo a sus espaldas su propio periplo de Salto, a Montevideo, a Buenos Aires —incluso, también, a París—. De hecho, como ha analizado Jennifer French, Quiroga no se identifica únicamente con los mensús, sino también con los pioneers, con los «gringos» que llegan a hacer negocios en la selva (38-70). Ni Vallejo ni Quiroga, por lo tanto, son travelees. No lo es, tampoco, Icaza, que conoce los abusos a los indígenas por una temporada que pasó en el campo, pero que además ha leído a Sigmund Freud y se considera socialista. Mucho menos, por supuesto, lo es Barrett, que constituye el ejemplo perfecto de cuánto se necesita viajar —físicamente, pero también a través de las lecturas— para «ver» la realidad más inmediata de la miseria en Buenos Aires o de la explotación en los yerbales. El contradiscurso neocolonial de los recursos naturales necesita, sí, del fuerte arraigo local, como analizamos particularmente en relación con la cuestión de la «nacionalidad» de Barrett, y al discutir el «indigenismo» de Vallejo. Pero igual condición de posibilidad del mismo es la articulada mirada del panorama mundial, en diálogo con ideas, ideologías, teorías, doctrinas de la tradición occidental que este discurso viene a cuestionar, como acabamos de ver en la última cita de Said. Quisiéramos también reflexionar sobre el «maniqueísmo» del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales. Ciertamente, las obras de nuestro corpus exhiben de manera mayoritaria, casi excluyente, un retrato en blanco y negro, fuertemente con267
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trastante, de victimarios y víctimas: los actores extranjeros y sus aliados locales son codiciosos y crueles, hasta extremos terribles, como se ve en Los yerbales, El tungsteno y Huasipungo; mientras que los grupos sociales explotados son absolutamente indefensos, casi por completo incapaces de devolver el golpe —con excepción del mensú del cuento «La bofetada», de Quiroga, que mata al capataz que lo humilló—. El crítico norteamericano Gerald Martin ha incluido Las venas abiertas y Memoria del fuego, de Galeano, junto a Calibán, del cubano Roberto Fernández Retamar, en un grupo de textos sobre los que sostiene que realizaron operaciones relativamente simples de inversión ideológica con respecto a los discursos dominantes. Afirma que esas obras, si bien pueden considerarse «clásicos indudables», representan, sin embargo, «simples negaciones, meras inversiones de una ideología». Seguidamente, las compara con Cien años de soledad, de García Márquez, y con Yo, el Supremo, de Roa Bastos, las que resultan más valorizadas en razón de que las mismas «tendieron a ser más dialécticas, a ver la síntesis como una cuestión de ampliación, más que de reducción» (Journey through the Labyrinth, 361). Con esta descripción coincide la crítica Diana Palaversich —si bien no con la concomitante desvalorización— al decir del escritor uruguayo: «Galeano se niega a trascender las relaciones binarias del discurso hegemónico (…) y opta por invertirlas a favor del elemento subordinado. De esta manera, él reemplaza la absoluta maldad del colonizado con la absoluta maldad del colonizador» («Eduardo Galeano», 17). Palaversich justifica esta decisión de Galeano, argumentando que «la inversión del signo ideológico» representa una etapa insoslayable «en todo proceso de reconstrucción y emancipación de la voz omitida». Se requiere primero empezar por dar lugar a «esa voz históricamente ausente del subalterno/colonizado»; sólo después de eso es posible ingresar en una etapa más matizada y dialógica: «Antes de que esto ocurra, los grupos subalternos —para poder liberarse de la fijación negativa dentro del discurso dominante— necesariamente responderán al absoluto maniqueísmo del poder hegemónico con la contra negación» («Eduardo Galeano», 18). El razonamiento de Palaversich sobre la obra de Galeano podría muy bien aplicarse a las obras analizadas en este trabajo. Esa traslación incluso convertiría la disculpa de esta crítica en más pertinente, en la medida en que esas obras representan la emergencia del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, del que los trabajos de Galeano representan la madurez. Sin embargo, nos inclinamos por otra interpretación del «maniqueísmo» de este discurso, que no está sujeta a la temporalidad, al desarrollo de etapas en relación con un presunto diálogo entre la contra-historia que presenta el mismo y la historia dominante. En nuestra interpretación, el «maniqueísmo» del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales es una consecuencia del hecho de que la preocupación central de este discurso es una relación entre dos tipos de actores fundamentalmente diferentes: colonizadores y colonizados; dominadores y dominados; conquistadores y conquistados; explotadores y explotados. El exagerado contraste entre los mismos, creemos, está allí no para indicar las características intrínsecas de unos y otros —cómo son esencialmente, por sí mismos— sino para señalar que las caracterís268
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ticas que los definen son relacionales, oposicionales. Y son derivadas de la situación de poder. Por lo tanto, esas características son irreversibles, excepto por un drástico cambio de estado: el que traería la rebelión. Si los colonizadores son crueles es porque son poderosos. Los colonizados, entonces, no son buenos sino inocuos: están en una situación de indefensión tal que resultan imposibilitados de hacer el mal. A esto se suma la cuestión del derecho al territorio: el poderoso es extranjero y, por lo tanto, está donde no debe estar, aspira a poseer lo que no le corresponde. El local tiene derecho por ser local: es su territorio. El «maniqueísmo», creemos, debe entenderse como la marca más clara de la radical asimetría entre unos y otros, que busca señalar que la justicia es sometida por la fuerza. Se trata de un aspecto que resulta coherente con el hecho de que el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales, como argumentamos, representa un marco interpretativo que suele estar asociado con movimientos de protesta o insurgencia. En la medida en que este discurso plantea una relación oposicional entre dos actores radicalmente diferentes, sólo permite imaginar dos estados posibles: el de explotación o el de rebelión. Finalmente, quisiéramos dedicar unos párrafos a comentar la presencia del contradiscurso neocolonial de los recursos naturales en el actual ciclo de protesta ambiental en América Latina y su diálogo con discursos ambientalistas. Veamos, por ejemplo, los términos como la minería de oro a cielo abierto es descripta en el texto de un activista destacado de este movimiento, que ha tenido actuación en protestas ambientales desde la década del ochenta. Se trata de Javier Rodríguez Pardo, un español afincado hace tiempo en la Argentina, periodista y miembro del Movimiento Antinuclear de Chubut, sumamente activo en la Unión de Asambleas Ciudadanas, un colectivo formado recientemente en el que miembros de distintos movimientos sociales y ambientales intercambian propuestas y coordinan acciones. Así se lee en la contratapa de su libro Vienen por el oro. Las invasiones mineras 500 años después; los elementos y las relaciones entre los mismos aludidos en el título del libro se despliegan por completo en este texto: Agua, cianuro, aire, ácido sulfúrico, tierra, mercurio. Esta serie de sustantivos, aberrantemente ordenados, tienen una lógica de ‘hierro’ en la minería nacional. 500 años después de los ‘espejitos de colores’ y de la exclamación colonial ‘vale un Potosí’, las invasiones de explotación (por lo explosivas) de nuestro suelo siguen arrasando al grito imperial de ¡Gold, gold, gold! Actualmente, decenas de empresas internacionales del sector acosan a la Argentina para instalar sus proyectos extractivos. En este escenario, mientras se alientan y permiten (sic) la instalación de estas empresas, las comunidades afectadas resisten y reclaman la salida de las mismas de sus territorios. (…) Reflexiona el autor: ‘No elegimos a nuestros gobernantes para que extranjericen nuestro territorio, vendan provincias, derriben montañas, destruyan glaciares, desvíen ríos, enajen (sic) bosques nativos ancestrales y entreguen las altas cuencas hídricas, ecosistemas que nutren a las poblaciones, que les dan vida, razón de existencia y futuro’.
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En este texto pueden observarse los cuatro elementos característicos del contradiscurso neocolonial de los recursos naturales: los bienes codiciados («oro», pero también «agua», «aire» y «tierra») y las víctimas locales («comunidades afectadas»). Están también los actores extranjeros («empresas internacionales del sector»), a los que se atribuyen acciones como «invadir», «explotar», «arrasar», «acosar». Asimismo, de los cómplices locales («nuestros gobernantes»), se predican acciones como «extranjerizar», «vender», «enajenar», «entregar», que marcan su papel de intermediarios en un proyecto destructivo, puesto que se suman acciones como «derribar», «destruir», «desviar», marcando la transformación radical del paisaje. La mención directa de la época colonial equipara la situación presente a la histórica, aludiendo a la situación neocolonial y reafirmando esa conexión con el recurso a la lengua inglesa en la exclamación «Gold, gold, gold!». También está el colectivo nacional, señalado por el uso del «nosotros» inclusivo en las expresiones «nuestro suelo» y «nuestros gobernantes». Volveremos sobre el componente de riesgo ambiental presente en este texto en la mención de sustancias tóxicas como «cianuro», «ácido sulfúrico», «mercurio», tomado de discursos ambientalistas. La inclusión de estos elementos en la misma oración que los recursos naturales —que es comentada en el propio texto al hablar de un orden aberrante— dramatiza el acercamiento entre dos problemáticas y entre dos vertientes discursivas. Otro intelectual vinculado con las movilizaciones contra la minería en la Argentina es Pino Solanas. Puede decirse que dos obras de la producción reciente de Solanas están francamente encolumnadas en las protestas anti-mineras: la comentada Oro impuro (2008) y Oro negro (todavía no estrenada al concluir este libro). En los textos promocionales de estos films presentes en folletería y en la página web de la empresa productora, puede leerse una «Carta a los espectadores» que contiene las siguientes afirmaciones: (…) «Tierra Sublevada», una obra en dos partes independientes entre sí: «Oro Impuro» y «Oro Negro». Se trata de un viaje hacia la depredación y saqueo de los recursos minerales —metales e hidrocarburos—y las luchas contra la creciente contaminación. En los años 90 las políticas neoliberales entregaron el petróleo y la minería a las corporaciones. Usando sustancias tóxicas y métodos extractivos depredadores, contaminaron las napas de agua y el medio ambiente. La tierra reaccionó frente al maltrato: los cortes de ruta y las asambleas de los ambientalistas hicieron nacer una nueva conciencia por la salvaguarda de la vida y la recuperación de los recursos minerales. (Negritas en el original).
Los elementos característicos del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales están presentes de manera bien distinguible. En primer lugar, el recurso natural está representado por minerales como «metales e hidrocarburos». El grupo local afectado está en la metonimia de «la tierra» (que reemplaza a quienes habitan esa tierra) y la sinécdoque de «los ambientalistas» (un sector que representa al todo de la comunidad). Por otra parte, del explotador extranjero («las corporaciones») se predican acciones como «depredación» y «saqueo»; y al grupo local que actúa como cómplice («las políticas neoliberales») se le atribuyen acciones como «entregar». El acercamiento entre el 270
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recurso natural y las personas afectadas a las que hay que resguardar se ve en el uso de una bimembración con sentido conclusivo: «la salvaguarda de la vida y la recuperación de los recursos minerales», que señala que ambos, naturaleza y humanos, son vistos como víctimas. Como en la cita de Rodríguez Pardo, hay una alusión al ambientalismo en la mención de la «contaminación». La pregunta que surge inmediatamente es: ¿esta capacidad del contra-discurso neocolonial de los recursos naturales para imbricarse con ciertos discursos ambientales no podría deberse a una afinidad profunda? ¿Puede decirse que nuestro contra-discurso presenta componentes ambientalistas? Ciertamente, se trata de una indagación que excede a este trabajo, aunque resulta tentador compararlo con discursos ya bien caracterizados en la bibliografía. Por ejemplo, el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales hace un diagnóstico acerca de la fragilidad de la naturaleza similar al del denominado discurso survivalist o de sobrevivencia, de acuerdo con la clasificación del politólogo John S. Dryzek en su obra seminal The Politics of the Earth (27-50). Sin embargo, hace una atribución de responsabilidad por su posible agotamiento que resulta exactamente opuesta. En efecto, el discurso de sobrevivencia habla de los límites de la naturaleza y sostiene que, en su aprovechamiento, no se debe superar la capacidad de los ecosistemas de sostener a determinadas especies, a riesgo de agotarla y provocar un final trágico. Ahora bien, este discurso tiene su origen en los países centrales, como todos los analizados por Dryzek y como clásicamente se ha visto en los estudios del ambientalismo. Y está marcado, además, por una posición en contra de las áreas comunes y fuertemente imperialista, en relación con dos de sus textos fundadores. En su artículo «The Tragedy of the Commons», publicado en la revista Science en 1968, Garrett Hardin postula que, en la administración de un bien común como una pastura, cada individuo buscará maximizar su ganancia, aún a costa de la propia sostenibilidad del recurso compartido, lo que llevará a su agotamiento. Otro temprano representante de este discurso es nada menos que el informe del Club de Roma, The Limits to Growth, de 1972, que pone un fuerte acento en los negativos efectos ambientales del crecimiento de la población y que fue calificado de «Malthus con una computadora», debido a su uso de modelos computacionales para hacer pronósticos agoreros sobre la superpoblación del planeta. En este sentido, el contra-discurso neocolonial de los recursos naturales puede considerarse una respuesta anticipada a la culpabilización de las poblaciones de los países en desarrollo que haría el discurso de sobrevivencia. La recurrencia de ciertos núcleos ideológicos a lo largo del tiempo es significativa: como vimos, Barrett parece responder a Malthus cuando sostiene, en varios de sus escritos, que es posible multiplicar los recursos de la naturaleza con trabajo y, especialmente, cuando en su conferencia «El problema sexual» aconseja a los obreros paraguayos que tengan hijos: «Sed fecundos. Dejad que los ricos, dejad que los poderosos, después de haber robado a la humanidad, pretendan robar a la naturaleza, limitando la prole a una cantidad convenida, y transformando el amor en un vicio solitario». 271
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El contra-discurso neocolonial de los recursos naturales también se anticipa en su respuesta a los argumentos del llamado discurso «Promethean», o prometeico (Dryzek, 51-74); es decir, la idea de que los recursos naturales son inagotables, en la medida en que el ingenio humano siempre encontrará nuevas fuentes de donde extraerlos o nuevas maneras de aprovecharlos. A esta posición, el contra-discurso natural de los recursos naturales le contrapone la avidez del conquistador: no hay riqueza que resista la codicia insaciable del extranjero. Cuando Barrett acusa: «han saqueado la tierra y exterminado la raza»; cuando el narrador del El tungsteno se pregunta qué va a pasar con los soras que, ante la avanzada minera, se internan más y más en la naturaleza en busca de medios de vida que los invasores irán agotando fatalmente, están hablando de un estado de exacerbación de la explotación de la naturaleza que proyecta retrospectivamente la imagen de un equilibrio previo entre humanos y naturaleza, que la irrupción del explotador extranjero ha interrumpido. Nuestro contra-discurso no habla de una incompatibilidad entre naturaleza y personas, sino que plantea que la convivencia es posible, si se tienen en cuenta ciertas condiciones: exhibe una green consciousness, una conciencia verde (Dryzek, 183-202), una sensibilidad ecológica, adelantándose varias décadas a su surgimiento oficial, en la segunda mitad del siglo XX. No es aventurado, entonces, proponer al contra-discurso necolonial de los recursos naturales como un discurso protoambientalista de origen latinoamericano.
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ISBN 978-84-00-09716-5
9 788400 097165