Salir al mundo: La novela de formación en las trayectorias de la modernidad hispanoamericana 9783968693118

Salir al mundo presenta una cartografía de la novela de formación en las tradiciones hispanoamericanas a lo largo del si

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Spanish; Castilian Pages 360 Year 2022

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Table of contents :
Índice
Agradecimientos
Introducción Narrar otra Modernidad
Primera parte. Del Bildungsroman a la novela de formación
1 Bildungsroman: palabra y sustancia
2 Salir a Europa
Segunda parte. Ejes, genealogías, tramas
3 Narrar una Modernidad otra (tres versiones iniciales)
4. La emergencia de la complejidad social
5. El aprendizaje incierto (alrededores y márgenes del boom)
6. Tres genealogías (con sus finales posibles)
Tercera parte. Variaciones hispanoamericanas de la novela de formación
7. Espacios de la novela de formación hispanoamericana
8. Tiempos y lecturas alegóricas de la novela de formación
9. Conclusión. Un género de/en transición
Bibliografía citada
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SALIR AL MUNDO La novela de formación en las trayectorias de la Modernidad hispanoamericana Víctor Escudero Prieto

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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 75

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilizaciónbarbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen nortesur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos. Consejo editorial Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg) Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston) Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill) Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México) Beatriz González Stephan (Rice University, Houston) Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise) Jorge J. Locane (Universitetet i Oslo) Jesús Martín-Barbero (Bogotá) Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg) Mary Louise Pratt (New York University) Patricia Saldarriaga (Middlebury College) Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)

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SALIR AL MUNDO La novela de formación en las trayectorias de la Modernidad hispanoamericana Víctor Escudero Prieto

II Premio de Ensayo Hispánico Klaus D. Vervuert

Iberoamericana • Vervuert • 2022

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47). © Iberoamericana, 2022 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 © Vervuert, 2022 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-289-6 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96869-310-1 (Vervuert) ISBN 978-3-96869-311-8 (e-Book) Depósito legal: M-20534-2022 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Imagen de cubierta: Yo, Rómulo Macció, óleo sobre lienzo, colección particular. Interiores: ERAI Producción Gráfica The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706

La impresión de este libro se ha realizado sobre papel certificado FSC a partir de madera procedente de bosques gestionados de forma respetuosa con el medio ambiente, socialmente beneficiosa y económicamente sostenible. Impreso en España

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Obra ganadora del II Premio de Ensayo Hispánico Klaus D. Vervuert

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l día 10 de diciembre de 2021, el jurado presidido por Esperanza López-Parada (catedrática de Literatura de la Universidad Complutense de Madrid), como coordinadora del premio, e integrado por Juan Carlos Méndez Guédez, del Departamento de Actividades Culturales, Sección de Literatura y Pensamiento del Instituto Cervantes; Eva Soltero, profesora titular de la Universidad Complutense de Madrid; Joaquín Álvarez Barrientos, investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, cuyo Departamento de Literatura Española dirigió entre 1994 y 2000; Friedhelm Schmidt-Welle, investigador del Ibero-Amerikanisches Institut en Berlín; y Lucas Torres Armendáriz, profesor titular de la Université de Rennes, en representación de la Asociación Internacional de Hispanistas, concedió el II Premio de Ensayo Hispánico Klaus D. Vervuert a Salir al mundo. La novela de formación en las trayectorias de la Modernidad hispanoamericana, de Víctor Escudero Prieto. Participaron en las deliberaciones, asimismo, con voz, pero sin voto, Ruth Vervuert y Beatrice Vervuert, directoras de la Editorial Iberoamericana Vervuert, y Anne Wigger, de la misma editorial, como secretaria de actas.

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Índice Agradecimientos............................................................................ 13 Introducción: narrar otra Modernidad.................................... 15 El Bildungsroman en el horizonte de la Modernidad............... 19 Entradas a la novela de formación hispanoamericana............. 34 Primera parte. Del Bildungsroman a la novela de formación 1. Bildungsroman: palabra y sustancia........................................... 55 Relatos sobre el Bildungsroman............................................... 57 2. Salir a Europa ............................................................................. 75 Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister o el vértigo de la emancipación......................................................................... 77 La teleología del origen en Enrique de Ofterdingen de Novalis... 85 Estrategias para leer la novela de formación europea............... 93 Consideraciones finales sobre la(s) versión(es) europea(s)....... 109 Segunda parte. Ejes, genealogías, tramas 3. Narrar una Modernidad otra (tres versiones iniciales)...................................................................................... 115 Don Segundo Sombra y El juguete rabioso: decir distinto la diferencia............................................................................... 116

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Descubrir e inventar la intimidad en Ifigenia de Teresa de la Parra...................................................................................... 134 Coda. Narrar una Modernidad otra....................................... 143 4. La emergencia de la complejidad social.................................. 145 La anomia como destino: Hijo de ladrón y Las buenas conciencias.............................................................................. 147 Excurso sobre la novela del medio siglo: el caso de Beatriz Guido.................................................................................... 160 Armonizar voces: tres novelas peruanas.................................. 165 Coda. La emergencia de la complejidad social........................ 189 5. El aprendizaje incierto (alrededores y márgenes del boom)..................................................................................... 193 La formación oblicua de Toto: “Sin modelo no sé dibujar”.................................................................................. 194 Dos variaciones sobre el tema del agotamiento en el relato de formación.......................................................................... 203 Coda. El aprendizaje incierto................................................. 214 6. Tres genealogías (con sus finales posibles)............................. 217 “Miles de mundos traigo”: El palacio de las blanquísimas mofetas................................................................................... 219 La persistencia del modelo realista: Las batallas en el desierto................................................................................... 229 Solo queda la búsqueda: el perseguidor de Marcelo Cohen.................................................................................... 239 Tercera parte. Variaciones hispanoamericanas de la novela de formación 7. Espacios de la novela de formación hispanoamericana......... 253 Capitales y provincias: lecturas comparativas.......................... 255 El desajuste del sujeto en formación: la casa........................... 274 8. Tiempos y lecturas alegóricas de la novela de formación.................................................................................... 289 Del romance nacional a la conciencia de la Modernidad........ 291 Don Segundo Sombra y la novela moderna.............................. 297

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Discusión sobre la vigencia del modelo alegórico: Las buenas conciencias.............................................................................. 303 Éxtasis y clausura de la alegoría nacional................................ 314 9. Conclusión. Un género de/en transición............................... 319 La importación de la novela de formación.............................. 321 La separación de la comunidad.............................................. 327 Un final que no lo sea: la formación como espacio literario.... 333 Bibliografía citada......................................................................... 337 Fuentes primarias................................................................... 337 Literatura crítica..................................................................... 338

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Agradecimientos

El estudio de la novela de formación me ha acompañado en los últimos quince años, desde mis inicios como investigador y docente. Me ha llevado por varios países y universidades de Argentina, Estados Unidos e Inglaterra. Tras tantos años y trayectos, dicho estudio, ahora plasmado en este ensayo, ha ido acumulando deudas con muchas personas, cuyas lecturas, consejos y sugerencias lo han hecho acreedor de los méritos que quizás merezca. La principal de mis deudas es con Nora Catelli, lectora atenta de mis textos y guía paciente de mis cuitas. En diálogo con ella se gestó este libro. A Ana Rodríguez Fischer le debo el impulso inicial para acercarme a la novela de formación y el haberme inculcado una forma de leer que sitúa los cimientos de mi investigación. Por lo demás, este ensayo está tramado en letra y espíritu por el proyecto intelectual y literario que desarrollamos en la sección de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Barcelona, en la que tengo el orgullo de participar. Espero que todas sus voces estén aquí bien enmarcadas. En un plano más íntimo, el desarrollo de este ensayo corre en paralelo con el de mis dos hijos, Adrià y Hèlvia. Han crecido juntos. Núria merece capítulo aparte: de su generosidad y estímulo surgen la mayoría de las páginas que siguen. Finalmente, agradezco mucho la lectura y la confianza del jurado del Premio de Ensayo Hispánico Klaus D. Vervuert. Me re-

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sulta muy gratificante formar parte del catálogo de la editorial Iberoamericana Vervuert. También querría agradecer la generosidad de las revistas Confluencia y Revista de Estudios Hispánicos, donde he publicado versiones parciales de los capítulos 7 y 8, respectivamente.

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Introducción Narrar otra Modernidad

Cuando Wilhelm Meister, al final de una de las novelas que fundan el Bildungsroman —Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister (17951796)— descubre que toda su formación ha sido pautada y dirigida por una comunidad filantrópica que responde al nombre de Sociedad de la Torre, y que incluso puede leer su propia historia en unos legajos que la pronosticaban, lejos de sentirse aliviado y asegurado por la coherencia de su trayecto propedéutico, advierte lo ilusorio de sus decisiones y la condición aparente de una realidad en la que confiaba. De forma casi opuesta, cuando el Heinrich von Ofterdingen de la novela homónima de Novalis (1802) encuentra en una gruta el libro que explica una historia muy parecida a la suya, la sensación de correspondencia afianza el sentido de su itinerario. Como tercera vía, el Fabio Cáceres de Don Segundo Sombra (1926) recibe una carta al final de la novela que le hace descubrir su verdadera identidad y clausura su aprendizaje gaucho, para convertirse en su negativo: un terrateniente letrado que encarna el progreso, y se guía por nociones y valores contrarios a los del primitivismo de su mentor. En los tres ejemplos, la función contradictoria que cumple el elemento revelador de la identidad —legajos, libro, carta— nos induce a pensar que la maduración del protagonista como trama es un elemento importante,

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pero que aquello que vincula a las tres obras con la especificidad de la novela de formación como subgénero estriba sobre todo en la exploración de una libertad incierta y de las consecuencias de la socialización del individuo. Ese difícil encaje del individuo en la sociedad burguesa posrevolucionaria es el que muestra el aprendizaje de Rastignac en Père Goriot (1834-1835), marcado por la necesidad de escrutar y dominar los códigos y signos que gobiernan la ciudad moderna, la gran capital. Sin saber cómo acercarse a las damas, en qué momento solicitar una invitación, o los requisitos para acceder a un salón privado, Rastignac solo muestra la inadecuación de sus modales ingenuos de provinciano: solo el aprendizaje de los códigos de la sociedad urbana le convertirá en un parvenu, capaz de desafiar las imposiciones de la sociedad. De un modo análogo, el Silvio Astier, de El juguete rabioso (1926), trata de escabullirse y medrar entre costumbres y signos que le resultan cada vez más grotescos e ilegibles. Su huida final al sur explica un aprendizaje truncado. Frente a esa salida del plano, encontramos el desafío pasivo de los códigos sociales que pone en liza el relato de aprendizaje del Toto de La traición de Rita Hayworth (1968), un mosaico fragmentado de monólogos que discuten la estabilidad misma de la comunicación. De nuevo, en los tres casos, lo fundamental no estriba tanto en la estructura narrativa del relato como en la necesidad que muestra el protagonista de interpretar los signos de una socialización crecientemente compleja y contradictoria. En tal sociedad, las instituciones tradicionales, como la escuela, tienen una función modeladora, aunque muchas veces asumen un papel de contención de lo heterogéneo, cuando no de represión. Frente a la normatividad social de la escuela, el camino formativo del protagonista jalona batallas, huidas y rebeldías. En direcciones divergentes, tal conflicto es central en novelas de formación como El joven Törless (1906), Retrato del artista adolescente (1914), La ciudad y los perros (1963) o Ciencias morales (2006). Lo que las adscribe a una misma familia novelística tiene que ver con la condición crítica y corrosiva del relato de aprendizaje de un sujeto moderno, marcado ya por la imposibilidad de los discursos unívocos y, en consecuencia, por la necesaria precariedad de las verdades aprendidas. Es a partir de esos

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problemas comunes como podemos establecer un relato crítico sobre la novela de formación en la tradición hispanoamericana, que identifique continuidades respecto a la forma europea, a la vez que muestra sus distancias, su condición difusa, la naturaleza divergente de sus transformaciones y soluciones. La novela de formación aparece en la tradición hispanoamericana en las primeras décadas del siglo xx como desembocadura de formas narrativas centrales en el siglo anterior: Don Segundo Sombra remodela la poesía gauchesca; El juguete rabioso entronca con la tradición picaresca; e Ifigenia (1924-1930) desactiva y resitúa las novelas nacionales de las repúblicas recién independizadas que buscan un relato colectivo propio. Para todas ellas, la novela de formación no plantea una ruptura con los géneros previos, sino una estrategia formal más adecuada a los nuevos desafíos sociales e históricos y a las transformaciones del campo literario. Más adelante, el medio siglo va a utilizar la pluralidad de voces y discursos que pone en juego la formación del protagonista para describir un panorama de creciente complejidad social, y alumbrará novelas de formación como Las buenas conciencias (1959), La traición de Rita Hayworth o Un mundo para Julius (1970). Finalmente, en los alrededores del boom, cuando la tradición hispanoamericana empieza a ser reconocida y reconocible, parece que la novela de formación comienza a diluirse en estrategias narrativas más eficaces para los nuevos tiempos, como el testimonio o la autobiografía. Y, no obstante, novelas como El país de la dama eléctrica (1984), Mala onda (1991) o Las batallas en el desierto (1981), serán las primeras que aludan a otros relatos de formación hispanoamericanos, como Juvenilia o La ciudad y los perros. La novela de formación, por lo tanto, describe una presencia precaria e intermitente en la tradición hispanoamericana, sin una conciencia clara de género narrativo distinguible, y, aun así, desarrolla un papel fundamental en la modernidad narrativa de esta tradición y en su reconocimiento como parte de la literatura occidental. El trayecto de la novela de formación en las letras hispanoamericanas aparece como escenario privilegiado de una negociación alternativa con la Modernidad social y literaria. Para discernir esa aparente paradoja es preciso preguntar cómo y para qué aparece el Bildungs-

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roman y la novela de formación europea a caballo de los siglos xviii y xix, y hasta qué punto se distancia de los relatos de aprendizaje anteriores, pues leer la novela de formación hispanoamericana casi siempre ha significado plantear algún tipo de revisión del modelo europeo. Desde que Edna Aizenberg caracterizara Ifigenia de Teresa de la Parra como “Bildungsroman fracasado” en 1985, el uso de rúbricas parecidas, como las de antibildungsroman, novela de deformación o novela de antiformación, se ha intensificado en la tradición crítica hispanoamericana reciente (Accetto 2014; Gómez Viu 2005; González 2020; Karafilis 1998; Oliver 2011; etc.). La novela de formación hispanoamericana suscitaría, entonces, la imposibilidad o resistencia a replicar el modelo europeo. Cabría preguntarse, pues, ¿qué modelo europeo discute la novela de formación hispanoamericana? Esta pregunta se responde de forma formularia en la mayoría de los ensayos. Así, se plantea como modelo tradicional (o clásico, o canónico) el Wilhelm Meister de Goethe, indiscutible en la tradición alemana, pero apenas conocido en el siglo xix americano, o tal o cual novela de Dickens o Stendhal aisladamente como punto de partida general para fundamentar el análisis de la tradición hispanoamericana; se presupone que la novela de formación narra el proceso de maduración de un joven hasta que alcanza la integración exitosa en la sociedad, tomando como base la discutible y ampliamente discutida definición del género que Wilhelm Dilthey propuso en 1906, aun si justamente dicha integración es uno de los núcleos problemáticos que abordan autores tan dispares como Novalis, F. Schlegel o Flaubert; se observa el género de la novela de formación como un discurso unitario y estable, sin advertir que los primeros Bildungsromane aparecen como crítica a la novela de Goethe, y rápidamente surgen parodias que señalan las insuficiencias del género. Ante la aplicación de paradigmas de lectura que embalsaman al referente europeo y atribuyen toda variación o revisión crítica al carácter dislocado de la tradición hispanoamericana, conviene empezar por rehabilitar una lectura atenta e histórica de los textos y del desarrollo de la novela de formación europea, así como una cartografía no polarizada de las

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relaciones literarias. Aleksandar Stević lo sintetiza provocativamente de la siguiente manera en uno de los ensayos recientes más relevantes sobre el género: “we will do well to forget all about that ‘proper’, ‘classical’, or ‘traditional’ nineteenth-century bildungroman that never was” (2020: 185).

El Bildungsroman en el horizonte de la Modernidad El Bildungsroman aparece en un espacio literario muy acotado —el cambio de siglo xix alemán— y, sin embargo, también entronca con un cambio de escenario más amplio a escala europea. Podríamos decir que el Bildungsroman emerge como respuesta a necesidades derivadas de un viraje en el paradigma social, filosófico y estético de las postrimerías del siglo xviii alemán, y se va convirtiendo en novela de formación a medida que esa respuesta asume otras perspectivas y formas a escala europea, desde tradiciones distintas a la alemana. Solo entendiendo dicha emergencia y transformación desde los condicionantes que los promovieron, será posible observar cómo todas esas operaciones desaparecen o se reconfiguran en la tradición hispanoamericana que, claro está, no solo bebe de la genealogía alemana para construir su propia variante de la novela de formación. Bildung y roman Se ha solido justificar la aparición del Bildungsroman como subgénero novelístico a partir del debate sobre la Bildung, palabra de origen germánico que acumula una longeva sedimentación de significados históricos. Podría ser entendida grosso modo como formación y cultura, como proceso e imagen: “Bildung es tanto el proceso por el que se adquiere cultura, como esta cultura misma en cuanto patrimonio personal del hombre culto” (Gadamer 2003: 38). La discusión sobre tal concepto emerge con fuerza en los principados alemanes a la vez que se desarrolla el proyecto ilustrado del xviii, y alcanza a las pri-

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meras estribaciones románticas.1 De ahí que en ese debate coincidan desde finales de la década de 1770 figuras intelectuales que pertenecen a distintas generaciones, y ya se atisbe entonces la superación de los postulados ilustrados más ceñidos al racionalismo. Desde Lessing a Schiller, de Moritz a Herder, de Humboldt a Goethe —siempre con las figuras de Kant y Fichte de fondo—, cruces de cartas, artículos y un amplio abanico de escritos (literarios o no) abordan lateral o decididamente cómo debe configurarse un nuevo sujeto individual e histórico a través del horizonte de su formación y su acceso a la comunidad. Algunos críticos posteriores, por ejemplo, observan que

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Aleida Assmann ha estudiado cómo evoluciona la noción de Bildung a lo largo de la historia cultural, y sugiere que el siglo xviii es un punto clave en esa trayectoria, pues se advierte entonces una síntesis de tres tradiciones de Bildung previas: la religiosa cristiana, asociada a la transformación individual que desarrolla la imagen de Dios que está en su interior; la humanista, que potencia la posibilidad de desarrollar un potencial a partir del cultivo apropiado de determinados elementos culturales; y la Selbstbildung, o la autoformación derivada de un individuo que ya se ha secularizado y es capaz de gestionar su propia identidad en cierta libertad. En definitiva, “la Bildung se privatise comme idéal de l’universalité de l’homme privé, et de son interiorité” (1994: 24). Esa paradoja va a estar, en gran medida, en el corazón del Bildungsroman y, en un terreno más amplio, de la Modernidad: el individuo conquista una mayor libertad de expresión, pero pierde el soporte legitimador de los relatos totalizadores de épocas previas, con lo que sus propuestas carecen de un aval que despierte el interés de la sociedad, cosa que obligará a un cambio de estrategias comunicativas entre el escritor y un público en ciernes, por ejemplo. H.-G. Gadamer, de hecho, apoya la posición cenital de la Bildung como el concepto que “designa el elemento en el que viven las ciencias del espíritu en el xix” (2003: 37). Por otro lado, T. C. Kontje (1993) lleva a cabo una valiosa comparativa entre los principales argumentos del debate sobre la Bildung y la crítica que configura posteriormente el Bildungsroman. También F. Amrine señala cómo los principales protagonistas del debate manejaban conceptos distintos: “that Schiller’s notion of Bildung differed in important ways from Goethe’s is clear from their correspondence, in which Schiller tactfully yet insistently reiterates his dissatisfaction with the philosophical underpinnings of the novel; Schelegel and Novalis remained ambivalent at best [...]. As for Hegel, [...] where Bildung in the Phäenomenologie des Geistes is interpreted not as the gradual achievement of harmonious balance, but rather something profoundly divisive” (1987: 131).

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la dupla formada por las Cartas para la educación estética del hombre (1795) y el Wilhelm Meister (1795-1796) se combinan para mostrar esa doble vertiente colectiva e individual de la Bildung que ya incorpora la experiencia del fracaso de la Revolución Francesa. Con esas obras, Schiller y Goethe respectivamente, y partiendo de la constatación de que la Revolución no había derivado en lo que ambos consideraban como una degradación aberrante a causa de sus ideales, sino por la ausencia del sujeto colectivo capaz de llevarlos a cabo adecuadamente, establecerían los mimbres de ese reclamado nuevo sujeto.2 Volveré sobre lo que separa y une a estas dos obras fundacionales. Sin embargo, ahora es preciso recordar que ya antes de 1795, año en que empiezan a publicarse por entregas los dos títulos mencionados, el debate había trazado buena parte de su recorrido. Tobias Boes, por ejemplo, defiende que los debates en torno a la Bildung y al género literario son, en realidad, dos estrategias que remiten a una misma necesidad: “Bildung and Bildungsroman can now be interpreted as twin responses to the rise of historicism: both are essentially strategies of emplotment, the one philosophical, the other narrative in nature” (2012: 6). Martin Swales, por su parte, señala una diferencia fundamental y fundamentalmente moderna entre ambas nociones: la carga irónica del Bildungsroman —“a quality often missed from the discursive statements about Bildung” (1979: 93)—. De hecho, si la aparición del Bildungsroman se ubicara a partir de la publicación del Wilhelm Meister, cabría reconocer que el subgénero del que hablamos echó a andar en una etapa avanzada —cuando no crepuscular— de tal debate. Frente a esa idea, en ocasiones se han rescatado precedentes de la novela de Goethe en el Anton Reiser de Karl Philipp Moritz (17851794) o en el Agathon de Christoph Martin Wieland (1766-1767). Ambas obras también se estructuran sobre el camino iniciático hacia la edad adulta del protagonista. Además, la obra de Wieland sirvió de

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El debate sobre los vínculos entre el pensamiento ilustrado y la Revolución Francesa fue caballo de batalla entre los intelectuales alemanes de la última década del xviii, como muestran los textos recopilados por James Schmidt (1986).

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modelo para el Ensayo sobre la novela de Friedrich von Blanckenburg (1774), de gran influencia en las siguientes décadas literarias alemanas. Este ensayo basaba su propuesta para la novela como género literario en la poética formativa que, posteriormente, daría carta de naturaleza al Bildungsroman: “la novela es la historia interna de un hombre”, aseguraba Blanckenburg (cit. en Münster 1987: I). De ahí que, sin haber usado nunca esa palabra —que no aparecería hasta que el profesor Karl Morgenstern la usara en la década de 1810 en unas conferencias que impartió en Dorpat (actual Estonia), y que remitían explícitamente a Blanckenburg como punto de partida—, su ensayo se inserte como un hito fundamental en cualquier historia del subgénero. Por otro lado, su mérito no solo radica en haber postulado por primera vez algunos de los rasgos fundamentales del Bildungsroman, sino también en ubicar esa nueva poética literaria en el ámbito de la novela. De hecho, la reflexión teórica sobre la novela era algo relativamente infrecuente en ese momento, dada la escasa reputación que atesoraba en la jerarquía clasicista de los géneros: su dignificación avanza con el siglo xviii y se consagra con el advenimiento del Romanticismo, que la sitúa como la mejor expresión de las contradicciones que arrastran los nuevos tiempos que los románticos intentan anunciar. Hasta que eso sucede, algunas preceptivas y alusiones teóricas tratan de encajar un género descastado y proteico en un sistema literario escasamente flexible y poco proclive a introducir novedades que no cuenten con una genealogía ilustre que las apadrine. Podríamos decir que la novela consigue hacerse un hueco en el panorama literario gracias, primeramente, al fortalecimiento de una tradición consistente y continuada, por ejemplo, en el ámbito inglés o francés; a la progresiva desaparición de las poéticas normativas a principios del xix (Guillén 1971: 147); al crecimiento gradual de un público lector que la sustenta y de canales de difusión —periódicos, booksellers, etc.—; y, en definitiva, a su mejor disposición para relatar la reorganización social que empieza a producirse durante el siglo xviii, como expone Ian Watt en su ya clásico The Rise of the Novel (1957). Todos estos fenómenos contribuyen a dar un vuelco al panorama literario. T. C. Kontje, por ejemplo, señala que, en los principados

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Introducción. Narrar otra Modernidad

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alemanes, “towards the beginning of the eighteenth century the new books that appeared at the annual book fairs were primarily written in Latin and devoted to theology. By the end of the century the numbers of new publications each year had increased dramatically, and the novel had become the most popular genre” (1987: 142). Además, teniendo en cuenta la multiplicidad de formas que atesora la novela durante ese siglo, en plumas como las de Defoe, Fielding, Richardson, Diderot, Sterne o Rousseau, parece inevitable que aparezca la necesidad de, por un lado, buscar un lugar para esa forma literaria nueva, y por el otro, apostar por una descripción de la misma, como ya muchos autores ingleses habían intentado. El Bildungsroman, por lo tanto, surge en el seno de esa reivindicación de la novela, que se acentúa con las poéticas románticas, y que impulsa otros subgéneros narrativos como la novela gótica o la novela histórica. La novela de formación y la incertidumbre Blanckenburg, pues, parece adelantarse al Romanticismo en su defensa de la novela —aunque su ensayo ve la luz el mismo año 1774 que una novela tan paradigmática del cambio de sensibilidad como Las cuitas del joven Werther—, y además, vincula ese género con la búsqueda individual de un carácter, cuyo modelo sería Agathon. Ahora bien, si ha sido útil señalar esa coincidencia entre la dignificación de la novela y las bases que abonan el debate sobre la Bildung, en este momento conviene también señalar lo que separa y diferencia al Agathon del Wilhelm Meister. En la distancia de unas tres décadas que media entre ambas novelas podemos ubicar el inicio de un cambio de paradigma en varios niveles que va a ser identificado con el advenimiento del proyecto de la Modernidad. Fabio Crespi resume este cambio fundamental cuando señala que dos de los ejes de la Modernidad son, precisamente, “la imposibilidad de remitir el saber al campo de los fundamentos absolutos” y “la desaparición del telos, [...] la experiencia de la imposibilidad de asignar a la existencia individual, a la evolución o a la historia un fin intrínseco absoluto” (2004: 165). Marshall Berman, por ejemplo, apunta a lo

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paradójico y a la volatilidad como principal exponente de la Modernidad: “to be modern is to find ourselves in an environment that promises us adventure, power, joy, growth, transformation of ourselves and the world and, at the same time, that threatens to destroy everything we have, everything we know, everything we are” (2010: 15). La novela de formación se articula sobre esa experiencia paradójica que se sitúa entre el ser y el devenir, asociada a las nuevas condiciones de posibilidad de lo que podríamos denominar sujeto moderno, noción sobre la que pivota todo el subgénero. La ausencia de modelos y el anclaje en una contingencia histórica va a suscitar en el individuo la conciencia de los límites de su propio conocimiento, pero, al mismo tiempo, la posibilidad de negociar su autonomía: “la modernidad ya no puede ni quiere tomar sus criterios de orientación de modelos de otras épocas, tiene que extraer su normatividad de sí misma” (Habermas 2008: 17). El protagonista del Bildungsroman aparece más orientado a explorar dicha incertidumbre y la crisis de la socialización en un contexto sin modelos estables, que a afirmar una tesis o un dogma: “what is truly at stake is that the proces of socialization (the bildungsroman main thematic concern) is itself a site of uncertainty, contestation, and crisis” (Stević 2020: 8). Es, justamente, lo que Koselleck sintetiza cuando afirma que en la Modernidad se vuelve ineludible la asimetría entre las expectativas y las experiencias vividas, a causa de la emergencia de la noción de progreso y de una historia abierta al futuro, de la disolución de la sociedad estamental, o de la aparición de otros pueblos con temporalidades distintas que muestran el “anacronismo de lo contemporáneo” (cf. Cheirif 2014: 97 s.). El individuo va a construir su identidad y su futuro a partir de la autoconciencia crítica, como un proceso de autorreconocimiento permanente que no lo condena al autismo, sino a la revisión constante de su posición histórica.3 Dicha incertidum-

3 Siguiendo el giro copernicano propuesto por las tres Críticas de Immanuel Kant publicadas en la década de 1780, tal sujeto se piensa escindido en el mismo movimiento reflexivo de pensarse, y no obstante, dicha autoconciencia

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bre es la que muestra, por ejemplo, el final del Wilhelm Meister de Goethe cuando la irrupción de la Sociedad de la Torre encabezada por Lothario y el misterioso abate obliga al protagonista a ser consciente de una situación nueva: aquello que él había identificado como un trayecto individual regido por la libertad resulta ser un itinerario planeado y unitario; hasta el punto que llegan a sus manos unos legajos rubricados con su nombre que describen sus andanzas. La reacción de Wilhelm es altamente significativa: “desde el día que me declararon libre y emancipado, sé menos que nunca lo que conozco” (Goethe 2000: 631).4 Sin embargo, si la exploración de la incertidumbre se limitara al texto de Goethe no podría afirmarse su centralidad. Esta solo se atisba desde la pluralidad textual del género, cuya variedad de soluciones permite desplegar un nuevo paradigma —entendido como posibilidad de pensar un nuevo problema, y no tanto como una resolución afirmativa o negativa, triunfante o fracasada, del mismo— y, a la vez, identifica la constante necesidad de reescribir el mismo

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lo funda como identidad unitaria. El protagonista del Bildungsroman, por lo tanto, va a representar literariamente esa condición ambivalente de libertad y precariedad, va a estar fuera y dentro de sí mismo, simultáneamente actuando y reflexionando sobre su propia actuación, y sin premisas teleológicas que determinen su identidad a priori —para un mayor desarrollo de la ampliamente estudiada relación fundacional entre la aparición del Bildungsroman y la reflexión poskantiana sobre el sujeto crítico, véanse entre otros, Berman (1983), Bowie (1990), Hardin (1991), Koepke (1990), Sánchez Meca (1993) o Rodríguez Fontela (1996)—. Ya en 1957, Kurt May señaló la condición problemática de una lectura armónica del final de la novela de Goethe en “Wilhelm Meisters Lehrjahre, ein Bildungsroman?”. En esta misma línea, por ejemplo, Wulf Koepke sostiene que “if the Turmgesellschaft can teach us anything, it is that Wilhelm is a much more the pawn of conflicting social force than he —and the reader— ever imagined before. His freedom seems to be a mere illusion” (1992: 134). Así, lejos del magisterio que explicita su propio apellido Meister, Wilhelm oscila entre la seguridad de una coherencia vital organizada desde fuera y el vacío en el que debe sostenerse su necesidad de libertad, vacilación que ilustra la transición que se está llevando a cabo entre una visión mecanicista del sujeto y otra que escruta su autofundación.

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relato.5 Dicha indeterminación muestra la conversión histórica del personaje de destino en un personaje de carácter, tomando la distinción que planteó Rafael Sánchez Ferlosio en su discurso de aceptación del Premio Cervantes 2004: “la sin par naturaleza de Don Quijote estaba en ser un personaje de carácter cuyo carácter consistía en querer ser un personaje de destino” (2005: 249). El destino, como una finalidad que saca de su contingencia a los actos y circunstancias de un personaje y los dota de sentido, queda desplazado por la historicidad del sujeto moderno, de aquel cuyo carácter fundamenta el incierto sentido de sus actos y decisiones. Kant, liberador del sujeto moderno En su respuesta a la pregunta ¿qué es la ilustración?, Kant se esforzó por presentarla como un proceso todavía inacabado que debía sacar al individuo de su minoría de edad y conducirlo hacia la madurez. Ese camino de formación estaba jalonado por la progresiva construcción del criterio propio —así se traduce, frecuentemente, la famosa exhortación Sapere aude!—. El criterio propio establece la posibilidad de la emancipación y la autonomía, algo en lo que Kant estaba especialmente interesado para poder responsabilizar al individuo de los actos y juicios que sostenían su conducta. A partir de esa posibilidad, Kant asedia la noción de sujeto desde la escisión que produce la autorreflexión entre el sujeto como objeto del pensamiento y como sujeto pensante. Su crítica parte de la necesidad de establecer los límites históricos de lo cognoscible partiendo de esa

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Goethe publicó varias versiones del relato de Wilhelm Meister y lo reescribió durante toda su vida. La primera anotación sobre dicho relato en el diario de Goethe data del 16 de febrero de 1777 y su última versión publicada (Los años de peregrinaje de Wilhelm Meister) apareció en 1821. No se trata de un caso aislado en la novela de formación: Stević ha llamado la atención sobre las constantes reescrituras de un mismo relato que también aparecen en Balzac, Dickens o George Eliot, como si el relato no encontrara una configuración narrativa definitiva: “the crisis of self-realization is also the crisis of plotting” (2020: 17).

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separación irreductible entre sujeto y objeto, que Kant extiende, no solo a la experiencia del sujeto respecto a sí mismo, sino a la experiencia del sujeto con el resto de la naturaleza. En consecuencia, si hasta entonces la principal preocupación de la filosofía había sido cómo categorizar la realidad, cómo taxonomizarla para traducirla a conocimiento, Kant reorientará la pregunta del qué conocemos hacia el cómo lo conocemos y cuáles son las condiciones de posibilidad del conocimiento, de modo que la realidad dejará de entenderse como una suerte de mónada exterior al individuo para situarse en un ámbito relacional. Si del objeto en sí solo es posible tener la intuición y resulta incognoscible, el sujeto solo podrá acceder al conocimiento de las cosas en función de su relación espacio-temporal con ellas, es decir, desde su contingencia histórica. De su situación en esas coordenadas emanará tanto su singularidad como sus límites. Con ello, Kant sitúa los fundamentos de la irreductibilidad histórica del individuo y de la descomposición de los discursos —teológicos, políticos— que apelan a una trascendencia legitimadora (Bowie 1990).6 Esa propuesta es la que Foucault califica como “l’événement fondamental qui est survenu à l’épistémè occidentale vers la fin du xviiie siècle: [...] les domaines empiriques se lient à des réflexions sur la subjectivité, l’être humain et la finitude, prenant valeur et fonction de philosophie, aussi bien que de réduction de la philosophie ou de contre-philosophie” (1966: 261). Culminación o ratificación de un proceso secularizador que se remonta varios siglos atrás, el nuevo individuo ya no confía su destino a un modelo tutelar y totalizador determinado de antemano, previo a la experiencia. No existe, por lo tanto, un a priori epistemológico —ni en posición de arché, ni tampoco como telos—: “ne reste plus par conséquent, au titre du sujet, que le ‘je’ comme ‘forme vide’ qui

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Kant también utilizará la palabra trascendental, pero lo hará en un sentido distinto, ajeno a la idea de un orden teológico del que emanaría una interpretación del mundo empírico. Kant apela al pensamiento trascendental, fundamentalmente, para superar la univocidad y el aislamiento de los modelos racionalista y empirista que él hereda.

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‘accompagne mes representations’” (Lacoue-Labarthe 1978: 43). Como decía, pues, el individuo construye su identidad sobre la revisión constante de su posición histórica.7 Y eso también implica una nueva participación del sujeto en el devenir colectivo, que ya no se concibe como inmutable, sino como “un hacerse reflexivamente cargo de la propia posición desde el horizonte de la historia en su conjunto” (2008: 16).8 Asumiendo dicha posición en el colectivo, el individuo se convierte en una entidad ética que debe asumir las consecuencias de sus decisiones. Sin embargo, esa libertad e historicidad del individuo no se libera de un proyecto universalizante: el de dotarse a sí mismo de una conducta moral que confirme la independencia individual a la vez que asegura la convivencia colectiva. Las dos primeras Críticas kantianas establecen esa escisión en el individuo: por un lado, debe adaptarse a la necesidad de las leyes naturales, y por el otro, debe dotarse de leyes morales cuyo fundamento estriba en la intuición de su fundamental libertad. Todo el pensamiento posterior —empezando por el mismo Fichte y continuando por la generación romántica y el Idealismo— va a tra-

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Así, por ejemplo, en el seminario que Michel Foucault dedica a la respuesta de Kant a la pregunta “¿qué es la Ilustración?”, publicada en un diario berlinés en 1784, sugiere que la gran aportación del pensador prusiano es haber introducido en la filosofía europea precisamente esa noción: la crítica. Más allá de una sujeción cronológica, la crítica como compromiso de revisión y sospecha trasciende movimientos y escuelas para situarse como la actitud frente al conocimiento definitoria de la Modernidad, “un ethos filosófico que podría caracterizarse como crítica permanente de nuestro ser histórico” (1984: 86). Habermas amplía esta formulación a partir de una nueva noción de historia (Colomer 2003; Koselleck 2010) que, como veremos unas páginas más adelante, se articula sobre la coexistencia de temporalidades distintas y sobre una nueva concepción narrativa que propicia su inscripción en la novela moderna: “a esto responde la nueva experiencia del progreso y de la aceleración de los acontecimientos históricos, y la idea de simultaneidad cronológica de evoluciones históricas asimultáneas. Es entonces cuando se constituye la historia como un proceso unitario generador de problemas, a la vez que el tiempo es vivido como recurso escaso para la solución de problemas que apremian” (2008: 16).

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tar de solucionar esa quiebra paradójica del individuo, que, en cierto modo, escribe el acta de nacimiento del sujeto moderno con el que va a lidiar el Bildungsroman. De hecho, la escisión del sujeto planteada por las dos iniciales Críticas kantianas, deja en manos de la formación (Bildung) del individuo —más en un sentido amplio de proceso y experiencia, que de institución y contenido concretos— la posibilidad de construir la imagen (Bild) de ese sujeto, es decir, su representación como conciencia de sí. El Bildungsroman aparece como el relato de la historicidad que le atribuye al sujeto esta nueva forma de pensarlo, lejana de la estabilidad idealista y más atenta al flujo y al dinamismo de los discursos colectivos a su alrededor (Boes 2012: 49). En cierto modo, el protagonista del Bildungsroman va a proponer una forma narrativa de lo que Reinhardt Koselleck llama la temporalización de la historia que impulsa la segunda mitad del siglo xviii —especialmente, desde Herder—, es decir, la aparición de una noción nueva de historia como proceso colectivo dependiente de un relato sobre el pasado que debe actualizarse (Koselleck 2010). El sujeto moderno, en consecuencia, se construye a partir de un nuevo balance de conquistas y pérdidas. Así, su crítica a los modelos heredados le concede un espacio de autonomía, pero no desaparece la aspiración a colmar el vacío que esos modelos han dejado: el sujeto moderno vivirá su condición con una mezcla de celebración y precariedad. Su capacidad de autoconstrucción se verá constreñida por la imposibilidad de controlar la proliferación de discursos de verdad. De esta manera, si Kant sitúa al sujeto en el centro de su reflexión crítica para establecer los límites históricos que enmarcan las posibilidades de formular su pensamiento en una contingencia determinada, en el plano social, la burguesía genera un nuevo espacio que redefine las relaciones y el equilibrio entre esos individuos. El Bildungsroman como dispositivo de registro de la sociedad burguesa La burguesía como clase social central, pero también como nuevo espacio político, económico y simbólico, irrumpe primeramente

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en algunas zonas de Inglaterra con la Revolución Gloriosa (1688) y en Francia durante la época posrevolucionaria; se asienta a partir de 1830, durante la llamada Monarquía de Julio, encarnada por Luis Felipe de Orleans, y se extiende progresivamente durante la segunda mitad del siglo por el resto del continente (Hobsbawm 1973: 37, 231). Como sostiene Franco Moretti en The Way of the World. The Bildungsroman in the European Culture (1987), la burguesía trae consigo un escenario social en el que, por primera vez, los jóvenes no están obligados a repetir el camino de sus padres, y la identidad no viene determinada de antemano por la adscripción a un estamento social.9 El joven de la edad burguesa tiene que conquistar su propia identidad —y esta conquista, en ningún caso será épica—. En cierto modo, sus aspiraciones tendrán que asumir la falta de trascendencia del nuevo horizonte. Giorgio Agamben ha reconocido esa quiebra en la narrativa individual, y la ha formulado reveladoramente identificando la sustitución de la aventura por la quête: mientras que la experiencia científica es en efecto la construcción de un camino cierto (de un methodos, es decir, de un sendero) hacia el conocimiento, la quête en cambio es el reconocimiento de que la ausencia de camino (la aporía) es la única experiencia posible para el hombre. Aunque por el mismo motivo la quête es también lo contrario de la aventura, que

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Si hasta entonces, como sugiere Philippe Ariès en El niño y la vida familiar en el Antiguo Régimen (1960), el niño, cuando alcanzaba una cierta suficiencia física, se integraba en la adultez sin escalas, ahora se configura y se sitúa en el centro un espacio de transición, que se define precisamente por su indefinición, por su carácter liminar y abierto, es decir, provisional y no cerrado en sí mismo. El advenimiento de la sociedad burguesa arrastra consigo un abanico de elecciones nuevo y, sobre todo, la posibilidad de que el individuo elija en un marco de mayor libertad, pero que, a la par, configura una sociedad menos interesada por lo singular. Andrew Bowie, en este sentido, apunta: “la modernidad crea espacios para la proliferación del significado individual y a la vez tiende a destruir la idea de que dicho significado pueda tener realmente importancia frente a los objetivos generales de la sociedad. La estética filosófica tiene que encontrar la forma de pensar las paradojas que surgen de unificar el potencial de significado individual que deriva del ocaso de la teología y la exigencia de que ese significado alcance algún tipo de validez general” (1990: 23).

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en la edad moderna se presenta como el último refugio de la experiencia. Pues la aventura presupone que existe un camino hacia la experiencia y que ese camino pase por lo extraordinario y lo exótico; mientras que en el universo de la quête lo exótico y lo extraordinario son solamente la cifra de la aporía esencial de toda experiencia (2001: 34-35).

Dicha aporía se materializa característicamente en la figura del parvenu francés en novelas de Balzac como El tío Goriot (1834) o Las ilusiones perdidas (1836), o de Stendhal como El rojo y el negro (1831). Todas ellas sitúan al arribista en el camino de aprendizaje de los códigos sociales de las diversas clases altas parisinas. Todas ellas terminan sin un desenlace afirmativo preciso. Stević, por ejemplo, ha estudiado minuciosamente cómo Balzac reescribe varias veces el relato del fracaso reiterado de Lucien de Rubempré en varias novelas de formación, que culminan con su suicidio en Esplendores y miserias de las cortesanas (1839-1847). Como el individuo, la nueva sociedad burguesa se autolegitima a sí misma. Tal vez por eso, Fredric Jameson ha llegado a caracterizar al Bildungsroman como una especie de laboratorio social o, en sus palabras, un “dispositivo de registro” de las posibilidades de la sociedad burguesa (2018: 171). En el caso alemán, sería la dificultad de la clase burguesa para convertirse en un grupo hegemónico, paradójicamente, la que habría motivado la defensa de la Bildung como reivindicación: “la burguesía en ascenso, imposibilitada de acceder al poder político en la Alemania dividida en múltiples estados y dominada por nobles despóticos, buscaba legitimarse como clase social, y encontró en la cultura, en la formación espiritual, en la meritocracia cultural individual, el medio para hacerlo” (Koval 2018: 50). Aun así, conviene no restringir la novela de formación a una adscripción de clase sistemática y mecánica. En algunos casos, la identificación exclusiva con la burguesía y sus intereses ha llevado a leer la novela de formación como programa demasiado unilateral. El propio Moretti, por ejemplo, ha propuesto leer el Bildungsroman como la narración utópica de la sustitución del régimen aristocrático por el burgués sin la necesidad de pasar por la Revolución Francesa (1987: 64). Frente a esas restricciones, resulta preferible atender a un orden burgués más amplio, capaz de

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diseminar un repertorio de posibilidades y aglutinar condiciones y presupuestos de índole estética o filosófica para explicar la emergencia de la novela de formación, la cual, por otro lado, se nutre constantemente de protagonistas que no pertenecen estrictamente a la clase burguesa y aparece en tradiciones con desarrollos burgueses muy desiguales. Teniendo esto en cuenta, el Bildungsroman podría concebirse como la narración de la posibilidad incipiente de plantear una experiencia de separación respecto de las instituciones formativas que hasta entonces definían el destino del individuo —familia, escuela, religión, estamento o clase social, etc.— y una búsqueda de la propia posición e identidad a partir de una serie de experiencias iniciáticas no ritualizadas ni determinadas por modelos o patrones predefinidos. Lo específico de la novela de formación es que narrativiza esta experiencia por primera vez en la tradición occidental como discurso central —ya lo había hecho la novela picaresca antes como discurso marginal—. Dicha separación es una toma de distancia crítica e incierta, característica de la Modernidad, y que implica la aparición de un personaje problemático. Si la infancia se asociaba tradicionalmente a la plenitud, lo esencial, lo primigenio y la atemporalidad, la novela de formación viene a explorar cómo el individuo se inserta en la historia. Bildung y roman (bis) Estas últimas reflexiones sobre el giro hacia el sujeto que Kant inaugura y la nueva construcción simbólica de la burguesía nos permiten volver sobre la noción de Bildung para desvelar algunas de sus complejidades. Por ejemplo, en adelante, el individuo va a encarar su propia Bildung como un proceso formativo abierto y dialéctico. Antoine Berman subraya esa condición cuando se pregunta “What, then, is Bildung? It is a process, as well as its result. Through Bildung an individual, a nation, but also a language, a literature, a work of art in general are formed and thus acquire a form, a Bild. Bildung is always a movement toward a form, one’s own form” (1992: 43-44; en inglés

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en el original).10 En este punto, la Bildung ya no apela a la tradicional formación de una imagen acorde a la naturaleza de las cosas, sino que “pasa a ser algo muy estrechamente vinculado al concepto de cultura, y designa en primer lugar el modo específicamente humano de dar forma a las disposiciones y capacidades naturales del hombre” (Gadamer 2003: 39), en relación con una comunidad de valores. Además, esta visión enriquecida del concepto de Bildung va a suscitar una serie de paradojas que resultan de gran importancia para entender el Bildungsroman. Por un lado, se trata de un proceso abierto de transformación continua, que toma la otredad como condición de posibilidad —“Its essence is to throw the ‘same’ into a dimension that will transform it. It is the movement of the ‘same’ which, changing, finds itself to be ‘other’” (Berman 1992: 44). De ahí que, emparentadas por las sucesivas paradojas, la mejor expresión de la Bildung se encuentre en la novela como nuevo género dignificado: “En tant que tour formateur, la Bildung revêt la forme d’un roman. La Bildung comme roman est l’expérience de l’apparente étrangeté du monde et de l’apparente étrangeté du même à lui-même. Progressant vers ce point où ces deux étrangetés s’aboliront, elle a bien une structure ‘transcendentale’” (Berman 1983: 148). El Bildungsroman, en definitiva, aparece para escrutar los problemas que suscita ese proceso de formación, de negociar la forma propia

10 Antoine Berman ha diseccionado los numerosos matices semánticos de la palabra, resultado de la larga circulación histórica del concepto: “Bildung signifie généralement ‘culture’, et peut être considéré comme le doublet germanique du mot Kultur, d’origine latine. Mais ce mot touche beaucoup plus de registres, en vertu, tout d’abord, du très riche champ sémantique auquel il appartient: Bild, image, Einbildungskraft, imagination, Ausbildung, développement, Bildsamkeit, flexibilité ou formabilité, Vorbild, modèle, Nachbild, copie, et Urbild, archétype. Ainsi parlera-t-on de la Bildung d’un individu, d’un peuple, d’une langue, d’un art: leur degré de ‘formation’. Et c’est même, nous le verrons, de l’horizon de l’art que se détermine en grande partie la Bildung. Pareillement, le mot allemand a une forte connotation pédagogique et éducative: le processus même de formation” (1983: 142). Tal maleabilidad sugiere la amplitud del horizonte en el que se inscribe, de una u otra manera, el Bildungsroman, como respuesta al nuevo sujeto moderno.

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y de dar forma a la propia conciencia. Esa tal vez sea la gran diferencia que separa la formación del aprendizaje, que se presenta como proceso de asimilación del mundo exterior —sobre estas distinciones y la noción de autoformación, recomiendo la impecable reflexión de Rodríguez Fontela (1996: 45 ss.). Esa idea de Bildung es producto del proyecto ilustrado y aparece “en el marco del —en el caso alemán— lento acabamiento de un tipo de sociedad estática, estamental, y su reemplazo por una sociedad funcional moderna” (Koval 2018: 34). Por consiguiente, el sujeto del Bildungsroman ya no se ofrecerá como una identidad cerrada, asumida a priori o construida en función de un determinado destino o modelo previsto, sino que tendrá que construirse a medida que es narrado, en el mismo proceso de búsqueda: this involves a contradiction: Bildung is a process, and there should be an end, a goal, a telos to such process, which these novels deny as much as they point to it. The Bildungsroman seems to be a form that questions itself and its goals, and thus expresses itself in ironies and parodies. [...] Bildungsroman disorient readers rather than comfort them (Koepke 1990: 140-141).

De ahí que la especificidad del relato y la narración literaria se conviertan en un medio primordial para la formación de la conciencia de sí mismo en el protagonista, en tanto que le permite distanciarse de su propio itinerario y asumirlo como tal solo en la medida y amplitud con la que ha sido narrado. Así, el sujeto moderno que estructura el Bildungsroman incorpora su propia autoconciencia; es decir, establece una distancia respecto de sí mismo. Es precisamente ahí, en ese encontrarse en la búsqueda de la propia autoconciencia, anclada siempre en un espacio y tiempo contingentes, donde Bildungsroman y Modernidad coinciden en su horizonte y en sus estrategias para alcanzarlo.

Entradas a la novela de formación hispanoamericana Tal vez lo primero que haya que acometer para tratar de articular una idea de la novela de formación hispanoamericana que sea herme-

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néuticamente útil, es contrastar dicho tipo textual con las cuestiones fundamentales que permiten hablar del Bildungsroman como un grupo reconocible, y de la novela de formación europea en general. No se trata de buscar una transposición del Bildungsroman a la tradición hispanoamericana, sino más bien de observar qué sintomatiza las pervivencias y divergencias entre este subgénero y su relectura, teniendo en cuenta, eso sí, que el Bildungsroman ubica una cesura, un punto de inflexión que introduce en los relatos de formación previos modificaciones con las que, de una u otra manera, van a tener que lidiar las novelas de formación posteriores. Resituar la Modernidad Como ya han señalado muchos ensayistas desde perspectivas variadas, Hispanoamérica va a tener una vivencia ambivalente de la Modernidad, a la vez un proyecto deseado e impuesto, buscado y ajeno.11 Sobre todo desde las independencias y, como mínimo, durante el siglo xix, el proyecto de la Modernidad hispanoamericana va a estar marcado por actitudes pendulares entre la absorción de influjos europeos y la construcción de lo autóctono propio, entre el prestigio secular de la literatura metropolitana y la necesidad de una autenticidad en construcción permanente (Alonso 1990: 3 ss.; Franco 1967: 5). Actitudes cambiantes atribuibles, en la mayoría de las ocasiones, al relevo generacional de los grupos intelectuales que dominan el discurso y el relato sobre el pasado y el futuro de las naciones. El resultado de todo ello va a ser un intento de explicar la Modernidad hispanoamericana a partir de la apropiación fragmentada del concepto de Modernidad europea y, en la misma línea, del concepto de sujeto moderno. Estos relatos proceden, probablemente, de la pervivencia de los discursos —principalmente neoilustrados y positivistas— del xix alrededor del

11 Aludiré, principalmente, a los estudios de Alonso (1999), Burgos (1990), Cándido (1985), Franco (1967), Fuentes (1990), García Canclini (1990), Miller (2008), Paz (2007) y Rama (1986).

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progreso, que se vehiculan privilegiadamente en las novelas que Doris Sommer (1990, 1993) llama foundational fictions. Las últimas revisiones de la Modernidad hispanoamericana, no obstante, apuestan por procesos alternativos, más complejos y autóctonos, que permiten observar cómo la novela de formación surge para acompañar dicha complejidad, así como cuestionar las simplificaciones y la trasposición de modelos inscrita en los discursos del xix, y también en esas novelas fundacionales. Y es que más que como sustitución de modelos o prácticas contradiscursivas, la Modernidad hispanoamericana debe ser pensada a partir de construcciones discontinuas y porosas. Así, para Carlos Alonso, por ejemplo, las actitudes modernizadoras y antimodernizadoras no se oponen en el contexto hispanoamericano, sino que se imbrican permanentemente en el hacerse y deshacerse de los discursos: “hence, at the precise moment that Spanish American intellectuals asserted their specificity or made a claim for cultural distinctiveness, they did so by using a rhetoric that inevitably reinforced the cultural myths of metropolitan” (1999: 95). Alonso no solo recuerda la conocida premisa de que la independencia cultural y económica llegó mucho más tarde que la política, sino que dichas independencias no se hicieron efectivas discursivamente porque nunca se dejó de asumir la retórica de una determinada condición derivada o periférica. Desde el plano literario, esta conclusión va más allá de la estrategia de importación de formas literarias extranjeras para su ensamblaje con el material local. En cierto modo, da cuenta de una conciencia de la propia extrañeza frente al discurso utilizado. Se puede rastrear esa incomodidad también en las novelas de formación, pues muchas de ellas van a apuntar a los modelos europeos más célebres a la vez que evidencian el desajuste estético y social de esos modelos respecto del proyecto hispanoamericano. Las alusiones a El rojo y el negro, La montaña mágica o Grandes esperanzas, van a funcionar como referencias genéricas para el lector, como promesas que el texto hispanoamericano no va a poder colmar. La importación del género se basa en un intento de proseguir una tradición y la constatación de que se está construyendo algo distinto, una tradición específica que, en muchas ocasiones, va a ser rechazada o ignorada por las mismas obras que la definen.

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Dicha conciencia de la propia incomodidad frente al paradigma moderno la lleva Nicola Miller un grado más allá cuando sostiene que la propia reflexión sobre la misma se convierte en un leitmotiv de la Modernidad hispanoamericana: “this alternative imaginary of modernity was not just claiming to be different, but was paving the way to thinking differently about difference itself ” (2008: 3). La noción de imaginary aquí tiene especial importancia porque abandona una idea de Modernidad basada en la presencia o ausencia de las instituciones modernas en Hispanoamérica, y la amplifica hacia una pluralidad de aproximaciones: como conciencia histórica, como acumulación de experiencias socioeconómicas y políticas, como proyecto de futuro, y como discurso reflexivo.12 En sintonía con la novela de formación, la Modernidad hispanoamericana empieza a ser concebible en las tres primeras décadas del siglo xx, cuando se dan importantes cambios sociales —centenarios de las independencias, creciente influencia de los Estados Unidos, extensión de las relaciones de producción capitalistas, fortalecimiento de los estados centrales, urbanización de la población y crecimiento de las capitales, llegada masiva de inmigrantes, aparición de una incipiente opinión pública, de nuevos espacios públicos (plazas, bulevares, parques, museos, cafés...) y de la política de masas—, además de producirse un cambio esencial en el perfil del escritor: “the generalist letrado of the nineteenth-century Republic of Letters, who moved freely between politics and literature, playing multiples roles as ideologue, legislator, educator, scholar, was giving way to the modern, specialist literato” (2008: 7). La indistinción entre escritor y modernizador del xix se convierte, ya a finales de ese mismo siglo, en una tensión entre el espacio literario y el político que registra la progresiva autonomía y especialización del primero: “esa tensión es una de las matrices de la literatura moderna latinoamericana; es un núcleo generador de formas que con insistencia han propuesto resoluciones de

12 El estudio de cuatro intelectuales clave —Rodó, Juan B. Justo, Alfonso Reyes y Mariátegui— le va a permitir a Miller esbozar un modelo de Modernidad alternativa cercano, en parte, a la lectura que proponemos de la novela de formación.

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la contradicción matriz. No pretendemos disolver la tensión, ni aceptaremos de antemano los reclamos de síntesis que proponen muchos escritores; veremos, más bien, cómo esa contradicción intensifica la escritura y produce textos” (Ramos 1989: 15). Siguiendo este relato histórico, situaremos el punto de partida de nuestro recorrido en los años veinte, con la publicación casi simultánea de Ifigenia, El juguete rabioso y Don Segundo Sombra, novelas que se enfrentan a todos esos cambios desde posiciones y proyectos contrapuestos. Siguiendo la propuesta de Antonio Cândido, por ejemplo, podríamos observar a través de estas novelas el cambio en la autopercepción de Hispanoamérica frente a la Modernidad. Dicho crítico ubica las décadas de los veinte y los treinta como parteaguas aproximado de dos lecturas divergentes del papel de Hispanoamérica en el concierto internacional: la primera estaría definida por una “conciencia amena del retraso” (Fernández Moreno 1972: 340) y vería en Hispanoamérica una promesa de posibilidades a desarrollar; la segunda estaría marcada por la conciencia del propio subdesarrollo, y enfatiza la carencia y la atrofia de la región. Lo que me interesa de esta formulación esquemática es que, mientras en la lectura más temprana de la realidad hispanoamericana todavía se confía en el ideal ilustrado según el cual “la instrucción trae automáticamente todos los beneficios que permiten la humanización del hombre y el progreso de la sociedad” (1972: 340), la segunda se articulará sobre la desmitificación de ese ideal. Desde la elegía de un pasado mítico hasta la asunción de la ambigüedad que define el entorno urbano, la búsqueda identitaria que muestran las tres novelas citadas está hollada por las paradojas y aporías de la posibilidad individual de repetir un modelo o, simplemente, no tenerlo; por una revisión contrapuesta de la herencia colonial; por la necesidad individual de negociar con la sociedad y la conciencia de la erosión del propio itinerario que ello implica; por la distinta utilización de los modelos de cultura legitimados; por la exigencia de una rebeldía que, finalmente, se vuelve tediosa y carente de dirección. El siglo xx hispanoamericano empieza a pensar una Modernidad que no solo tiene ritmos y consolidaciones distintas respecto de la europea o norteamericana, sino que debe incorporar condicionantes sociales e identitarios intransferibles

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que invalidan en mayor o menor medida los modelos seguidos durante el siglo xix. Dicho viraje está ya anunciado en algunos escritos de figuras como Martí (Ramos 1989), Ingenieros (Terán 2008) y, principalmente, Rodó y su Ariel, publicado en 1900.13 Las novelas de Arlt, Güiraldes y Teresa de la Parra acompañan y muestran esos primeros atisbos de una Modernidad hispanoamericana. Nicola Miller señala dos ejes culturales especialmente interesantes para entender la epistḗmē en la que se insertan. El primero es una visión y uso de la razón ajena a los extremos tanto instrumental como absolutizadora en que había derivado la Modernidad europea: “through critique of critical method, they sought to neutralize reason’s authoritarian tendencies, arguing that its capacity to differentiate (analysis) should be balanced by an impetus to connect (synthesis)” (2008: 189). Esa vía intermedia va a reflejarse en la novela de formación hispanoamericana, por ejemplo, con una presencia menor que en el primer Bildungsroman de la autorreflexión del personaje alrededor de teorías y programas sobre la propia individualidad o el concepto de libertad desgajados de una situación concreta. El segundo eje se basa en una vivencia desgarrada de la propia identidad: “identity was not a pre-given state of being, but rather ‘a complex history of production of new historical meanings’, derived from various, equally legitimate types of rationality. Identity formulated thus did not have to entail defensiveness, exclusion, or essential-

13 Así lo certifica Carlos Altamirano en su introducción a la Historia de los intelectuales en América Latina: “Acaso únicamente el de José Enrique Rodó y, sobre todo, el de su ensayo Ariel (1900) hayan obrado como cifra de un período del ambiente cultural latinoamericano, el de los primeros dos o tres lustros del siglo xx. El término ‘arielismo’ ha sido empleado tanto para resumir el mensaje de Ariel, como para referirse a cierta orientación del espíritu de esos años: una actitud, denominada también idealista, de descontento frente a la unilateralidad cientificista y utilitaria de la civilización moderna, la reivindicación de la identidad latina de la cultura de las sociedades hispanoamericanas, frente a la América anglosajona, y el rechazo de la ‘nordomanía’, como llamaba Rodó a la tendencia que hacía de los Estados Unidos el modelo a imitar” (2010: 10).

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ism” (2008: 192). Esta esforzada pregunta por la identidad se traduce en la novela de formación, por un lado, en la progresiva emergencia de una visión compleja y polifónica de la sociedad, que se resiste a disolverse en discursos nacionales unitarios, y por el otro, en personajes en formación que asumen la propia afirmación como posibilidad remota, ya sea por falta de autonomía (La caída), por una posición social precaria (Hijo de ladrón), o por un imaginario cultural que la anihila (La traición de Rita Hayworth). En cualquier caso, siempre aparecerá la reflexión sobre el lugar del individuo estrechamente vinculada a una determinada lectura de la herencia histórica y cultural, que emerge como presencia oprimente. Sintetizando, se podría afirmar que la novela de formación va a registrar el incómodo aterrizaje de la noción de sujeto moderno en las letras hispanoamericanas. De ahí que muchas de estas narraciones se articulen, justamente, sobre el desencaje entre la formación de un personaje que problematiza la propia identidad y se autocuestiona, y un entorno social que todavía está regido por relaciones premodernas, feudales o míticas. En otras palabras, la noción de sujeto moderno en la novela de formación hispanoamericana estará enfrentada a los anacronismos o, mejor dicho, a la coexistencia de temporalidades sociales enfrentadas. Algo que se acerca a lo que García Canclini llama heterogeneidad multitemporal, es decir, una Modernidad basada en sucesivas oleadas de renovación incompletas, que dejan un panorama de hibridez entre lo tradicional y lo vanguardista, lo masivo y lo elitista, “consecuencia de una historia en la que la modernización operó pocas veces mediante la sustitución de lo tradicional y lo antiguo” (1990: 72). Esto nos conduce a observar el desajuste en el interior del modelo textual utilizado, puesto que, si la novela de formación europea aparecía para tratar de escrutar las aristas de un nuevo modelo de individuo, en la tradición hispanoamericana dicho subgénero aparecerá sin que todavía se haya desarrollado una ubicación social para esa nueva concepción individual. En cierto modo, la novela de formación hispanoamericana va a subrayar la incorporación del horizonte cultural de la Modernidad sin la consiguiente modernización —o tras una modernización que propone otras necesidades—, como si se incorporara un proyecto, pero no las justificaciones que lo hicieron aparecer origi-

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nalmente.14 Las primeras novelas de formación se aglutinan alrededor de esa falla, pues asumen la elaboración de la cobertura simbólica de una figura que resulta escasamente admisible por el escenario social en el que aspira a insertarse. Así, casi todas esas novelas proponen un itinerario de formación que despliega las etapas previstas, pero que finalmente, se autocancela por motivos de muy diversa índole: entre otros, la insistente presencia de una autoridad coactiva y represiva —sobre todo encarnada en la institución educativa o familiar, como ocurre con frecuencia en la tradición inglesa—; la penetrante huella de lo que podríamos caracterizar como un romanticismo tardío en las letras hispanoamericanas, que va a afectar tanto a las lecturas formativas de algunos protagonistas como a los moldes estéticos con los que dialogan las narraciones; la pervivencia tras las independencias de un modelo social que todavía se apoya en unas jerarquías coloniales que, en su intento de perpetuación y autolegitimación, muestran el anacronismo de sus discursos a la vez que imposibilitan la praxis formativa de los protagonistas, la adscripción social de los cuales va a figurarse muy polarizada: o bien pertenecen a la alta burguesía oligárquica —en cuyo caso, su búsqueda identitaria pone en evidencia la decadencia del grupo— o bien se sitúan en los recovecos de mayor marginalidad social —donde se visualiza, precisamente, los espacios opacos de la comunidad—.15 Todas estas cuestiones conducen hacia una vivencia de la propia libertad como paradoja irresoluble, como proyecto concebible, pero irrealizable. Sirva como colofón de todo ello el siguiente fragmento de Hijo de ladrón:

14 Se trata de una hipótesis que Saúl Yurkievich hace extensible a la literatura hispanoamericana en su conjunto: “nosotros hemos practicado todas estas tendencias en la misma sucesión que en Europa, sin haber entrado casi al “reino mecánico” de los futuristas, sin haber llegado a ningún apogeo industrial, sin haber ingresado plenamente en la sociedad de consumo, sin estar invadidos por la producción en serie ni coartados por un exceso de funcionalismo; hemos tenido angustia existencial sin Varsovia ni Hiroshima” (cit. en García Canclini 1990: 68). 15 Tal polarización va a ir matizándose en las novelas de mediados de siglo, cuando aparezcan lentamente las camaleónicas e inadaptadas clases medias.

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Salir al mundo No hubo ya quien diese solución ni quien diese nada. [...] Ahora estaba atado del todo y nosotros no estábamos mejor que él; en libertad, sí, pero ¿de qué nos servía? Si él no hubiese tenido el oculto deseo de hacer de nosotros personas honorables y nos hubiera enseñado, si no a robar —lo que también hubiera sido una solución, como era la de muchos hombres—, a trabajar en algo por lo menos, nuestra situación habría sido, en ese momento, no tan desesperada, pero, como muchos padres, no quería que sus hijos fuesen carpinteros o cerrajeros, albañiles o zapateros, no; serían algo más: abogados, médicos, ingenieros o arquitectos. No había vivido una vida como la suya para que sus hijos terminaran en ganapanes. Pero resultaba peor: ni siquiera éramos ganapanes (Rojas 2001: 116).

Hacia una novela moderna hispanoamericana De la misma manera que la novela de formación emerge sobre el fondo de la Modernidad hispanoamericana, también es preciso observarla como parte del trayecto hacia la novela moderna en dicha tradición, y su legitimación como parte de la tradición narrativa occidental. Esto es, la búsqueda de una presencia narrativa propia y reconocible. Dicha Modernidad puede aparecer, por un lado, a partir de determinados rasgos estéticos y narrativos, y por el otro, a partir de estrategias de acceso a una determinada centralidad que algunos escritores y obras describen. Me ocuparé de ambas líneas. En el caso de la segunda, y partiendo de la Modernidad como principio inestable, Pascale Casanova analiza cómo aparecen en las tradiciones literarias periféricas escritores y obras que, en momentos determinados de la historia literaria, se alejan de los paradigmas dominantes en su tradición local para acercarse a los criterios de Modernidad estética que rigen en los focos y capitales centrales: “la necesidad de acceder a esta temporalidad para obtener una consagración concreta explica la permanencia y la insistencia del término de ‘modernidad’ en todos los movimientos y proclamaciones que aspiran al título de novedades literarias” (2001: 127). En cierto modo, algunas novelas de formación proponen planteamientos estéticos que buscan esa nueva temporalidad literaria. Naturalmente, no se trata de un proceso lineal ni todas las novelas de formación se acogen

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a ese intento, pero, desde los años veinte, todas deben negociar su posición en la tradición propia a partir de esa posibilidad abierta. Por eso, en el análisis comparativo entre las tres novelas pioneras de los años veinte surgirán buena parte de las cuestiones clave que van a recorrer las obras posteriores. Una de estas cuestiones, sin lugar a dudas, va a ser la naturaleza polifónica del relato.16 Partiendo sobre todo de la novela de Arlt, este elemento definitorio de la novela moderna va a fundamentar buena parte del análisis que podamos desarrollar sobre la densa trama de novelas que aparecen a partir de la década de 1950 y, sobre todo, a partir de La ciudad y los perros (1963). En la mayor parte de los casos, encontramos narraciones polifónicas que, desde el escepticismo y la ironía, invocan procesos sociales que el individuo interpela y cuestiona (El juguete rabioso, Hijo de ladrón, Un retrato para Dickens, El palacio de las blanquísimas mofetas). Si volvemos sobre la emergencia de la novela en la tradición hispanoamericana, el debate tiene ya un recorrido extenso. Así, aunque algunos postulan que ya las mismas crónicas de Indias del xvi pueden entenderse como formas novelísticas (Goic 2009, Loveluck 1969), el consenso crítico no ha pasado de atribuirles la condición de protonovelas, retrasando así las primeras muestras de tal género hasta la publicación de El Lazarillo de ciegos caminantes (1775-1776) y, principalmente, hasta El Periquillo Sarniento (1816; primera edición completa en 1830). Estas dos obras, sin embargo, no permiten hablar de una novelística hispanoamericana identificable —de hecho, ensayistas como Luis Alberto Sánchez se resisten a admitir la existencia de tal novelística hasta mediado el siglo xx (1953: 49)—, y buena parte de los críticos van a considerar todo el siglo xix como una suerte de archipiélago de obras susceptibles de ser consideradas novelas modernas de forma muy puntual, como si se tratara de un siglo con novelas de16 Polifonía que pugna con cierto esquematismo que había caracterizado a la novela hispanoamericana durante el siglo xix, y que Mario Benedetti señalara en su momento como mal literario a erradicar, pues, según él, no resultaba útil ni adecuado para pensar una identidad hispanoamericana que, durante el xx, había dejado de ser “tema” para convertirse en “problema” (Fernández Moreno 1972: 354 ss.).

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rivadas de la inercia europea, pero sin un proyecto propio. Incluso algunos críticos, como Ángel Rama, no reconocen que exista novela (o novelística) como tal durante ese primer siglo tras las independencias: Es el universo cultural del xix quien no le permite a la novela alcanzar su forma, la de ese momento histórico de la civilización europea, por lo cual América Latina carece estrictamente de novelas en el siglo xix. Desde el Facundo hasta Os sertoes, desde Una excursión a los indios ranqueles hasta ¡Tomochic!, desde Amalia hasta Aves sin nido y el Enriquillo, la novela merodea la historia o la ensayística sirviéndole de “fermosa cobertura”, sin alcanzar una autonomía de género (1986: 22).17

Esa proximidad de las novelas con los ensayos y otros discursos extraestéticos, producto de una figura del intelectual integrado en la arena política característica de ese siglo, impulsa la reflexión de Doris Sommer alrededor de las ficciones fundacionales, que significativamente caracteriza como romances en lugar de novelas,18 y que comentaré en el capítulo 9. Precisamente el vínculo que Sommer establece entre esos romances y el discurso de construcción nacional que vehiculan, monopolizado por los intereses de la clase burguesa, incorpora nuevos ingredientes para explicar la costosa formación de una novelística. Al ser esa burguesía que surge de las independencias una clase económicamente asociada a una mentalidad latifundista, todavía conserva un 17 González Echevarría (1990) amplía este diagnóstico al funcionamiento general de toda la narrativa hispanoamericana desde la llegada de Colón, y plantea cómo esa narrativa siempre parte de un discurso documental previo que le sirve como base justificadora y legitimadora de lo que expone, ya sea ese discurso la ciencia, la historia, o la antropología, según el momento. De esta manera, la narrativa hispanoamericana se construiría como discurso derivado. 18 La distinción que hace Sommer entre ambos conceptos anticipa nuestra formulación de la novela moderna: “by romance I mean a cross between our contemporary use of the word as a love story and a nineteenth century use that distinguished romance as more boldly allegorical than the novel. Latin American romances are inevitably stories of star-crossed lovers who represent particular regions, races, parties, or economic interests which should naturally come together” (1990: 75).

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imaginario basado en la perpetuación de determinadas estirpes, jerarquías y vasallajes, es decir, un imaginario cuasi aristocrático —que tendrá el espacio de la casa-hacienda-estancia su mejor visualización y síntesis, como veremos en el capítulo 8—, bastante alejado de la institucionalización del cambio que la burguesía asume como horizonte en buena parte de la Europa urbana (cf. Berman 2010). Si a la adhesión de la narrativa del xix a ese ideal pseudo-aristocrático le añadimos la falta de un público lector diversificado, que no empezará a intuirse hasta finales de ese siglo y principios del siguiente, resultará más verosímil entender cómo la novela moderna, en tanto que paradigma que se aleja de una visión ideológica dirigida y monolítica, y que atiende a distintos discursos sociales, no se abre paso temprana ni rápidamente. En términos generales, por lo tanto, no va a hablarse de novela hispanoamericana en la acepción moderna del término, hasta la segunda o tercera décadas del xx. Siguiendo estudios como los de Barrera (2003), Burgos (1990), Fuentes (1976, 1990) o Rama (1985, 1986), con novela hispanoamericana moderna aludo al proceso de cambio en el cual la novela abandona el tipismo característico de los personajes del costumbrismo y naturalismo del xix; el mecanicismo de los argumentos y de las relaciones entre los personajes, muchas veces condicionadas por la defensa de un determinado programa social, religioso o moral; la heroicidad y la épica de personajes marcados por un destino trascendental; y, en cambio, ahonda en la polifonía, la problematicidad del lenguaje como espacio ideológico, la autoconciencia narrativa, la ironía o la ambigüedad; trasladado a las sintéticas palabras de Carlos Fuentes, la novela moderna “inicia el tránsito del simplismo épico a la complejidad dialéctica, de la seguridad de las respuestas a la impugnación de las preguntas” (1976: 13). De nuevo como ocurría en el contexto europeo, trabajaré con un mapa de novelas que no esté sometido estrictamente a las divisiones cronológicas, cosa que me permitirá detectar en un mismo momento histórico la coincidencia de novelas que participan en ese proyecto moderno y otras que no. Para entender esta heterogeneidad multitemporal resulta especialmente útil la propuesta de Burgos en su ensayo La

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novela moderna hispanoamericana (1990). En él despliega una visión de lo moderno como atributo discontinuo y multidireccional que le permite establecer conexiones entre novelas alejadas en el tiempo y que, aparentemente, se posicionan en horizontes estéticos dispares. Su poética de la novela privilegia las transformaciones por encima de los hiatos,19 y la reformulación de lo anterior por encima de las rupturas tajantes: “la constante búsqueda de lo moderno, de aquello que convierte a la modernidad cada vez en una actualidad se resuelve, en el curso de esta pluralidad, redistributivamente o como un signo y giro de vuelta” (1990: 137). Aparece así, una nueva convergencia de lo que Jonathan Culler (2002) denomina presuposiciones poéticas, esto es, un marco de referencias compartido entre la novela de formación europea e hispanoamericana.20 En este sentido, y estudiando la aparición de novelas de formación en las letras venezolanas de inicios de siglo, Douglas Bohórquez apunta cómo con Ifigenia “comienza a plantearse en Venezuela una concepción moderna de la novela” (1997: 28), y señala: la novela modernista rompe con los estereotipos del personaje típico, rural, un tanto plano, para asumir los plurales rostros del personaje —indi-

19 Burgos perfila su planteamiento de la siguiente manera: “al concebir la ruptura como hiato se delinean y sobresalen períodos, escuelas, tendencias; al concebirla, en cambio, como el modo operacional de lo transformacional, surge el proceso entero de la modernidad en una vertiente conjunta de continuidades y discontinuidades. La continuidad es el tono, la articulación de una escritura y de una sensibilidad haciéndose, recreándose, la tradición misma en suma” (1990: 122). 20 Culler propone las presuposiciones poéticas como relación fundamental de la literatura comparada, al establecerlas como marco o paradigma cultural que hace posible y verosímil la aparición de un texto en una determinada tradición —o, en nuestro caso, de un subgénero—, y que permite establecer conexiones entre textos a partir de marcos paralelos o similares. De este modo, la proyección del modelo genérico entre distintas tradiciones resulta pertinente cuando se realiza sobre una obra que, aun careciendo de todo vínculo genealógico probado con el mismo o siendo este más bien tenue, “esté condicionada por las mismas presuposiciones poéticas que conducen a la formación del grupo genérico” (Garrido Miñambres 2010: 26).

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Introducción. Narrar otra Modernidad 47 viduo o sujeto— habitante de ciudades. El héroe modernista se torna un sujeto en crisis, neurasténico. Su obsesiva búsqueda interior es la búsqueda de una cultura y una sensibilidad opuestas a la barbarie de su país, de allí su desarraigo (2005/2006: 205-206).

Y será en las primeras décadas del siglo xx cuando la novela hispanoamericana empiece a incorporar esa actitud. Pero no solo se trata de la asunción de determinadas apuestas estéticas. También aparecen importantes evoluciones y cambios históricos que inciden en el lugar de la literatura y la narrativa dentro de la composición social del momento. Por ejemplo, la aparición de un público lector que durante el siglo anterior se había limitado a los círculos intelectuales (Franco 1967: 3). Dicho público surge en paralelo con nuevos espacios de sociabilidad ya a finales del siglo anterior, desde las tertulias en los cafés hasta la expansión de la prensa, la aparición de revistas literarias o las visitas de figuras extranjeras destacadas que generan intercambios intelectuales (Altamirano 2010: 13), nuevas figuras de escritor importadas a partir de los modelos del escritor nacional europeo, y un panorama de relaciones entre la alta novela y la versión popular crecientemente complejo (Expósito 2009: 11 ss.). Aunque de nuevo, dichas importaciones no siempre responden a necesidades domésticas consolidadas, incorporan un imaginario en el que empiezan a fraguarse debates intelectuales que terminan por configurar campos literarios en distintas áreas del continente —naturalmente, de forma asincrónica—. García Canclini ha estudiado cómo en esas primeras décadas se construye “un sistema más autónomo de producción cultural” (1990: 81), a partir precisamente de las polémicas entre revistas literarias y culturales acerca de la Modernidad hispanoamericana, por ejemplo, en la zona del Río de la Plata, o con la generación del Ateneo en México. Conviene apuntar también que, de esa especialización e incipiente profesionalización del escritor, surge la progresiva autonomía estética de la novela, que se desmarca entonces de los proyectos y discursos políticos de construcción nacional que habían recorrido la prosa del xix. No quiere decir esto que las novelas del xx no puedan ser leídas como reflexiones políticas alrededor de la nación, sino que dichas reflexiones ya no aparecerán como derivados

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de un proyecto en concreto —positivista, racionalizador, etc.—, sino desde un lugar de enunciación específicamente literario, que busca nuevas estrategias de legitimación.21 La novela de formación en la narrativa hispanoamericana Del mismo modo en que el Bildungsroman, como ejemplo iniciático de la novela moderna, sintetiza y reformula buena parte de los subgéneros novelísticos que transitan por el siglo xviii europeo, desde la narrativa de aventuras y viajes hasta la novela picaresca, epistolar y sentimental (Montandon 1999: 359), la novela de formación hispanoamericana condensa y rearticula buena parte de las formas narrativas de la tradición hispanoamericana previa. Desde la época colonial hasta el siglo xix, buena parte de esta tradición fue vehiculada a través de géneros asociados a la conflictividad del individuo ante un escenario social ingobernable o que excede y satura las posibilidades de configurar una identidad singular. Si recorremos esta tradición precaria y dis-

21 Resulta conveniente, no obstante, no proyectar rupturas irreversibles. Desde el punto de vista de la narrativa, de hecho, en esas primeras décadas conviven, como mínimo, dos actitudes que van a permitir explicar el desarrollo narrativo posterior de ese siglo y que se incorporan al horizonte estético de las novelas de formación analizadas: en primer lugar, una recuperación de modelos literarios europeos del xix, como el del realismo, que va a sostener las numerosas variantes del regionalismo que aparecen entonces en relación con la exploración de la propia especificidad hispanoamericana, y con ello “fundan nuestra novela verdaderamente contemporánea” (Oviedo 2001: 202) —novela de la Revolución Mexicana, novela de la tierra o telúrica, novela indigenista, etc.—; en segundo lugar, la progresiva configuración de una versión narrativa de los desafíos vanguardistas, que mezclan la importación de modelos europeos con la aparición de manifiestos y poéticas basadas en soluciones propiamente hispanoamericanas, además de una síntesis de ambas posiciones a través de lo que Rama ha llamado “polos de religación externos” (Pizarro 1985: 88), es decir, elaboraciones literarias de autores hispanoamericanos desarrolladas desde el exterior, fundamentalmente a través de ciudades como París, Barcelona o Nueva York, a partir de los criterios estéticos que legitiman el acceso a la Modernidad desde esas capitales (cf. Casanova 2001: 320 ss.).

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continua, comprobaremos que los tipos textuales fundamentales de la narrativa hispanoamericana están asociados a la picaresca (El Periquillo Sarniento), al relato de viajes (Infortunios de Alonso Ramírez, Lazarillo de ciegos caminantes), al testimonio —desde las crónicas de conquista a las guerras o al conflicto interior (“Carta atenagórica” de sor Juana Inés de la Cruz)—, a la narración moralizante (Evangelio en triunfo o Historia de un filósofo desengañado), a la novela sentimental (María), todas ellas formas literarias cuyos elementos definitorios son retomados por la novela de formación. Incluso un subgénero tan prototípicamente hispanoamericano —o rioplatense, cabría decir— como el gauchesco, que también amalgama buena parte de esos rasgos durante el xix, termina por desembocar en el xx en relatos de formación como el de Don Segundo Sombra o Las aventuras del nieto de Juan Moreira (Gomes 1999: 83). Las tres narraciones de los años veinte propuestas fundamentarían ese punto de partida polifónico que coincide con la aparición de la novela moderna hispanoamericana, en tanto que síntesis de subgéneros previos. Todo ello tomando a la juventud como escenario privilegiado para pensar tal condensación de discursos y formas, y como espacio vital sin relato en esta tradición a inicios del xx. Así, la novela de formación trata de dotarla de sentido abordando lo que Mauricio Ostria llama “figuras de búsqueda” (1989: 99). En una línea similar se pronuncia el crítico Jaime Eyzaguirre al estudiar el héroe en la novela hispanoamericana del xx (1973), y observar la persistencia del arquetipo del joven y de la búsqueda identitaria. Su aproximación es fundamentalmente semántica, y constata la evidencia de que el conflicto del joven que trata de buscar una ubicación en la sociedad articula un número significativo de novelas en dos momentos clave del siglo: en las primeras décadas, con la emergencia de una novelística cohesionada en la tradición hispanoamericana, y a finales de los cincuenta y década de los sesenta, con la renovación literaria que propone lo que ya en ese momento había asumido la conflictiva etiqueta de boom latinoamericano. Estos dos momentos estéticos del xx me van a permitir articular buena parte de la tradición novelística que este ensayo propone. En el primer momento, la novela de formación hispanoamericana registra el descubrimiento de lo individual y de la realidad íntima y contradictoria

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asociada a ello,22 por encima del tipismo —costumbrista y esquemático— que había caracterizado buena parte de la narrativa hispanoamericana anterior, y en el segundo, se lleva a cabo una renovación de las formas de representación de esa identidad individual problematizada. Para ordenar este escenario histórico, propongo tres secuencias literarias23 de referencia que nos pueden ayudar a completar otra lectura más basada en continuidades genealógicas: el capítulo 4 toma como primer punto de referencia el año 1926, año de publicación de El juguete rabioso y Don Segundo Sombra;24 el capítulo 5 abarcaría la década de los cincuenta y los sesenta, que permite contrastar la novela de formación con los proyectos estéticos encontrados y contradictorios de esa época, y que reflejan actitudes problemáticas frente a la identidad hispanoamericana y la tradición literaria encargada de buscarle representación, en novelas como Hijo de ladrón, La caída, Los ríos profundos, Las buenas conciencias, Crónica de San Gabriel o La ciudad y los perros; por último, el capítulo 6 sitúa una acotación temporal menos consistente y trabada, precisamente porque reflexiona acerca de los camuflajes que el género asume tras ese segundo momento de conflicto y renovación, y el influjo que tendrán en ese tipo textual deter22 En este sentido, la incorporación del espacio de la intimidad, elemento indisociable de la conciencia reflexiva y escindida del sujeto moderno, tendrá una participación relevante en nuestro análisis como escenario de la interioridad y el refugio, del aislamiento y el rechazo (Ifigenia, Las buenas conciencias, El palacio de las blanquísimas mofetas, Ciencias morales). 23 En palabras del mismo Ángel Rama, “las secuencias literarias corresponden a períodos históricos pero no los agotan. En cada uno de ellos encontraremos superpuestas diversas estéticas literarias, como verdaderos estratos artísticos que confieren al período espesor y lo dotan de una específica dinámica literarias que duplica la dinámica social propia de una determinada estratificación social” (1974: 85-86). 24 Algo que también han propuesto para la narrativa hispanoamericana en general ensayos como los de Donald L. Shaw (1981), Henríquez Ureña (en Loveluck 1969) o Martínez (en Fernández Moreno 1972: 89). Podríamos avanzar el origen de esta forma literaria a obras como Recuerdos de provincia (1850), Juvenilia (1884) o El niño que enloqueció de amor (1915), pero, por ahora, las consideraré como prefiguraciones de la novela de formación, dado su carácter aislado, su participación en un paradigma novelístico distinto, o su apuesta deliberadamente autobiográfica.

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minados condicionantes como la oleada de dictaduras militares que asola Hispanoamérica a partir de los setenta, la inflexión de la política cubana o el supuesto agotamiento del paradigma literario imperante y la presión de ciertos planteamientos vinculables a la posmodernidad (Fernández 2000b: 11 s.), a través de novelas como La traición de Rita Hayworth, Cicatrices, Un retrato para Dickens, El palacio de las blanquísimas mofetas, Las batallas en el desierto o El país de la dama eléctrica. En estas últimas novelas, la escritura está marcada por ese cambio o trauma político y estético —ya sea por la ambientación, las alusiones o la misma escritura exiliadas—, que va a permitir reescribir modelos previos de la novela de formación desde una actitud abiertamente paródica, y asumir un relato del sujeto proteico, fragmentado, anulado —incapaz ya de aglutinar un ideal o visión colectiva—, pero también narrativo, realista y testimonial. En definitiva, la periodización tentativa se dirige a revelar genealogías y relaciones temporales complejas entre las novelas trabajadas (capítulo 7). Lejos de acotar taxativamente una serie de etapas, la porosidad de los períodos temporales sirve para advertir cómo la novela de formación, más como problema que como subgénero novelístico, aparece persistentemente en los distintas generaciones y proyectos estéticos que jalonan el tránsito de las letras hispanoamericanas. Es esa presencia insistente de la novela de formación aquello que la convierte en un mirador primordial del despliegue mismo de una historia literaria. A pensar las vicisitudes de ese trayecto de maduración se dirigen las páginas que siguen.

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PRIMERA PARTE

Del Bildungsroman a la novela de formación hispanoamericana

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Bildungsroman: palabra y sustancia

Empezamos, por lo tanto, por el Bildungsroman antes de abordar la novela de formación hispanoamericana. Parto de un consenso crítico para analizar si sigue siendo efectivo o vigente: el Bildungsroman surge en las postrimerías del siglo xviii y su impulso inicial estriba en la publicación del Wilhelm Meister de Goethe, en particular, y de parte de la tradición novelística alemana que lo circunda, en un ámbito más general. Es cierto que hay voces críticas con esta doble afirmación: por ejemplo, Bancaud-Maënen (1998) considera que la novela de formación es el género característico de todo el siglo xviii, como mínimo en las letras francesas, inglesas y alemanas —y se apoya en títulos como Las aventuras de Telémaco (ca. 1699), Moll Flanders (1722), Pamela (1740), Anton Reiser (1785-1794) o, incluso, Tristam Shandy (1759-1767)—, de modo que el Wilhelm Meister “nous semble donc constituir bien moins un modèle générateur qu’une première forme d’achèvement d’une genre élaboré tout au long du siècle” (1998: 7); por otro lado, Richard A. Barney (1999) sostiene que la novela de formación se gesta en la narrativa inglesa del xviii —Robinson Crusoe

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(1719), The Female Quixote (1752), Betsy Thoughtless (1751)— en su debate con los tratados educativos de la época —principalmente, con la filosofía de Locke—, y que el Bildungsroman sería una suerte de culminación de esos desarrollos previos. A pesar de estos y otros ejemplos de reflexiones críticas con la premisa que proponía como punto de partida, una mayoría abrumadora de los estudios centrados en el género ha reservado a la novela de Goethe un papel fundador (Bajtin 1995a; Fernández Vázquez 2002; Jost 1969; Koepke 1990; Kontje 1993; Martini 1991; Minden 1997; Moretti 1987; Salmerón 2002; Shaffner 1984; Steinecke 1991; Swales 1991; entre muchos otros, aun si después han aceptado su existencia en otras tradiciones nacionales). Dejando a un lado este desequilibrio numérico, me interesa destacar esa doble lectura que se desprende a la hora de ubicar el Wilhelm Meister en un relato de conjunto. Y eso no solo ocurre cuando se trata de incorporarlo a la tradición del Bildungsroman, sino también cuando se aborda un relato más general sobre la evolución de la novela. Pongamos algunos ejemplos: en su panorámica sobre la novela europea del xviii, Alain Montandon (1999) defiende que la novela de Goethe es un auténtico compendio de los principales rasgos que definen los subgéneros centrales del siglo que termina —novela de aventuras, epistolar, sentimental, picaresca, de educación—; también Shaffner, siguiendo las reflexiones de Max Wundt, sitúa la obra de Goethe como una suerte de síntesis de modelos previos, aunque en esta ocasión incide especialmente en la tradición alemana: “the focus on inner life”, which relates it to the novel of sentiment; itself an outgrowth of the romantic novel, the “Liebesroman”; “the striving for knowledge of the world” of the novel of travel, itself a later development of the novel of adventure; “the critical attitude toward the world” of the satirical novel; the “presentation of individual development” of the psychological and biographical novels; and the “colorful portrayal of life and the world” of the broader novel of culture. Through an effective synthesis of all these traits of eighteenth-century German types of the novel, the apprenticeship novel in the example achieved by Wilhelm Meister “made use of all the types of the genre” (1984: 7).

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György Lukács (1999), por su parte, prefiere concederle un papel inaugural y la considera la primera gran novela moderna; en una línea parecida la sitúa Bajtin (1995a) como punto de partida de un modelo de novela de aprendizaje al que Goethe habría dado carta de naturaleza sobre la base de una tradición previa secular, pero diferenciada; Thomas Pavel (2005), por el contrario, prefiere hablar del Wilhelm Meister más bien como un punto final debido a los numerosos elementos arcaizantes que contiene —y en eso volvería sobre las tesis de Bancaud-Maënen—, herencia fundamentalmente de la picaresca y de la novela sentimental al estilo de Manon Lescaut (1732). Debido a ese uso de patrones estéticamente caducos, pero todavía populares en ese momento, Pavel prefiere situar el núcleo de la novela de formación en el siglo xix a través del siguiente eslogan sintetizador: “al periplo de Meister se opone el destino de Copperfield” (2005: 287). Toda esta disparidad de criterios o, mejor dicho, de enfoques, no hace sino destacar la complejidad de la novela de Goethe, que suele quedar situada en una encrucijada estética e histórica que le otorga una posición, alternativamente, de culminación de la narrativa del siglo xviii o de anticipación de las nuevas tendencias del xix.

Relatos sobre el Bildungsroman Es frecuente encontrar en numerosos artículos, reseñas o ensayos literarios referencias a la novela de formación, novela de aprendizaje, Bildungsroman, y otras rúbricas que parecen apelar a un mismo imaginario literario colectivo. Un imaginario asociado grosso modo al relato de maduración de un adolescente, a sus pruebas iniciáticas y a su incorporación al mundo social de los adultos. De ahí que se hayan encajado en la misma categoría a narraciones tan dispares como la Ciropedia de Jenofonte (ca. 370 a. C.), Lucinde de Friedrich Schlegel (1799), El juguete rabioso de Roberto Arlt (1926) o El guardián entre el centeno de J. D. Salinger (1951), entre muchas otras. En ocasiones, esta tentadora flexibilidad ha convertido a la novela de formación en una etiqueta tan atractiva como inoperante, hasta el punto de reducirla a mero comodín que remite solamente a una temática compartida.

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Pareciera que la puesta en circulación del concepto a inicios del siglo xix, tras la formidable densidad de relatos acogidos a ese modelo que aparecen en tales fechas en las letras germánicas, es decir, producto de un momento histórico concreto, el término se hubiera incorporado a la vulgata técnica de la crítica literaria hasta alcanzar el polo opuesto, es decir, un uso ahistórico: como si el Bildungsroman siempre hubiera existido o, aun peor, no fuera a cambiar o a desaparecer nunca.1 En el lado opuesto a la excesiva dilatación se sitúan quienes han querido restringir tanto la posibilidad de usar los mismos términos, que han desembocado en una paradójica innominabilidad. Esto ha ocurrido sobre todo en el ámbito germánico cuando se ha considerado conveniente limitar el Bildungsroman a un producto nacional, con una serie de rasgos prototípicos que solo sería posible encontrar en el contexto de los principados alemanes de los albores del xix. A tal necesidad de diferenciación se ha llegado que, en algunos casos, críticos como Jeffrey L. Sammons (1981), han acabado por concluir que el Bildungsroman cristaliza en una sola novela: el Wilhelm Meister de Goethe;2 otros, como Michael Redfield (1996), van aún más allá,

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Frederik Amrine sitúa parte de esos excesos en los primeros acercamientos críticos que, paradójicamente, trataban de acotar el género: “several important and influential studies of the genre (e.g. Gerhard’s Der deutsche Entwicklungsroman bis zu Goethes Wilhelm Meister [1926] and Stahl’s Die religiöse und die humanitätsphilosophische Bildungsidee und die Entstehung des deutschen Bildungsromans im 18 [1934]) have refused to respect even the initial qualifier (‘novel’), and thus trace the ancestry of the Bildungsroman all the way back to Wolfram’s Parsifal! Lothar Köhn (author of the standard Forschungsbericht) begins with Grimmelhausen’s Simplicissimus (usually included, of course, among the ‘canonical’ picaresque novels). At the same time, the term is widely employed even the latest contemporary fiction (e.g. the ‘socialist Bildungsroman’): Thus one is immediately defeated by the lack of clear, differential criteria and distinct historical delimiters in the conventional understanding of the term” (1987: 122). En una actualización reciente de su estudio, ha explicado cómo los problemas de definición, acotación y canonización del Bildungsroman ya se han convertido un lugar común de la crítica (2020: 6 ss.). Tras recorrer minuciosamente la historia del género durante el siglo xix, Sammons concluye: “I am obliged to report that, after what I regard as some reasonably conscientious inquiry and research, I have been unable to locate this

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y aluden al Bildungsroman como un género fantasma que, a la vez que podría abarcar casi cualquier relato narrativo, ninguna obra concreta ha colmado —cf. Saine (1991) como paradigma crítico de la inhabilitación del Bildungsroman—. Lo cierto es que difícilmente podemos concebir un subgénero novelístico en el que solo participe una novela, o que se haya creado de la nada. No es preciso señalar que se trata de ejemplos extremos que arrinconan al propio objeto literario, pero que, incluso en sus búsquedas paradójicas, quedan justificados parcialmente por la zona que iluminan, es decir, por los problemas de designación que anuncian. Tal “disturbing dialectic of everything and nothing” (Amrine 1987: 124), desde la restricción de Sammons a la caracterización flexible del Parsifal como Bildungsroman, desde la acotación máxima a la imposibilidad de consensuar un canon, no hace sino señalar un espacio problemático en el que la dificultad estriba, como en casi todos los géneros literarios, en navegar por zonas y estrategias que combinen la acotación y la apertura, la descripción y la abstracción, las genealogías diacrónicas y los cortes sincrónicos. Porque probablemente el área literaria a la que remite el Bildungsroman haya ido modificándose con el tiempo y con su uso histórico. El reto consiste, en pocas palabras, en proponer operaciones de lectura que no clausuren, sino que traten de desvelar asociaciones productivas, que no solucionen problemas, sino que los pongan en evidencia. Acuñar el Bildungsroman El profesor Karl Morgenstern acuña el término Bildungsroman durante la segunda década del siglo xix. Parece que primero lo utiliza en unos cursos dictados alrededor de 1810, y después como título de un par de conferencias en 1819 (Boes 2012; Martini 1991; Morgenstern

celebrated genre in the nineteenth century” (1981: 230). Aun así, al final admite que podría estar formado por el “Wilhelm Meister and maybe two and a half other examples” (1981: 237).

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2009). En otras palabras, ya hacia 1820, es decir, poco más de veinte años después de la publicación del Wilhelm Meister, encontramos la necesidad de buscar una cobertura teórica para el Bildungsroman. En ese lapso de dos décadas, ha surgido un grupo de obras que parece formar un tipo literario homogeneizable a partir de la noción de Bildung. De hecho, la mayor parte de estas novelas, redactadas por los principales escritores y epígonos alemanes de la época, ven la luz a raíz de la querelle que desata la publicación del libro de Goethe. Lo que interesa señalar en este momento es que la conciencia de género emerge tempranamente, cosa que, además, denota que el sistema literario del momento, lejos de la clausura prescriptiva de otras épocas, está abierto a las novedades, y a la asimilación de nuevos subgéneros. La presencia de una conciencia de género en el Bildungsroman, por otro lado, también queda confirmada con la publicación, entre 1820 y 1822, de una novela como Puntos de vista y consideraciones del Gato Murr sobre la vida en sus diversos aspectos..., obra póstuma e inacabada de E. T. A. Hoffmann, que trata de parodiar los tópicos del Bildungsroman. El mismo propósito de parodiar una forma literaria da cuenta de una determinada familiaridad y estandarización de la misma, no solo para los escritores, sino también para un público lector que debe reconocer a qué alude Hoffmann en su novela para comprender el propósito de la misma, algo que permite inferir que el Bildungsroman ya disponía de un lugar propio en el horizonte narrativo del momento.3

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Hoffmann y Morgenstern ejemplifican, respectivamente, la temprana configuración del Bildungsroman como género de la recepción y género crítico, dos procesos de naturalización de cualquier género literario, según Cabo Aseguinolaza (1992). El primero suele constituirse antes que el segundo, se construye sobre la imagen y los rasgos reconocibles por un público lector que coincide en un contexto histórico limitado, y tiende a la variabilidad dado que se trata de una figura del género poco sistematizada. El género crítico, por su parte, “puede entenderse entonces como una unidad metatextual, resultado de una acción de postprocesamiento o transformación, formulada, por tanto, de una manera explícita, y que aparece vinculada a un determinado corpus literario, acotado desde unos planteamientos crítico-teóricos que pueden ser precisados” (1992: 303). Desde ambas caracterizaciones, se concluye que todo género literario es un, fundamentalmente, “referente institucionalizado” (1992: 157), un mediador entre los dis-

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Tanto Hoffmann como Morgenstern se acercan al Bildungsroman desde una perspectiva que todavía sigue de cerca los últimos coletazos del debate sobre la Bildung. Así, la imagen del género que está en juego en ambas versiones tiene que ver, en primer lugar, con la integración del protagonista en la sociedad, y en segundo lugar, con la transitividad del modelo narrativo, es decir, con su afán de apelar al lector para mostrarle una determinada sanción moral de la vida (Martini 1991; McGlathery 1991). Si tomamos la novela de Hoffmann, por ejemplo, observaremos cómo ninguno de los dos protagonistas de los relatos trenzados que articulan el libro —el gato Murr y el músico Kreisler— consigue incorporarse a la comunidad que trata de acogerlos, o lo hace de forma muy traumática, renunciando a buena parte de su vitalidad. Además, todas las negociaciones de los protagonistas con la sociedad están holladas por un tamiz irónico, que denuncia la podredumbre moral y la doblez de las perspectivas que la supuesta integración ofrece al protagonista. Algo parecido va a ocurrir con muchos otros elementos característicos del Bildungsroman como subgénero. Tanto es así que todo aquello que trata de parodiar Hoffmann en su novela ya se cuestiona en las primeras obras del género a través de un componente esencial del mismo como es la ironía.4 Pero esto también lo comentaré un poco más adelante. Por ahora, me interesa observar las lecturas que, a lo largo de todo el siglo xix, sedimentan una determinada visión del género asociada con el desarrollo de las tesis expuestas por Morgenstern. De hecho, hasta mediados del siglo xix, se impone una lectura del Bildungsroman ligada a una noción de socialización del héroe fuer-

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tintos agentes de la comunicación literaria, y una operación de deslinde entre un grupo de textos que no puede ni debe anular la huella del crítico y la perspectiva que la lleva a cabo, que no debe ni puede defender su propia transparencia. Nada cabe añadir, pues, sobre los estudios que aseguran que el Bildungsroman como género periclita en obras como La montaña mágica de Thomas Mann (1924) o El tambor de hojalata de Günter Grass (1959), por el hecho de que tales novelas parodian el género (Hardin 1991). Como hemos podido comprobar, la parodia aparece mucho antes, y casi se la podría proponer como rasgo constitutivo —aunque no exclusivo— del género.

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temente asociada al cariz conservador que impregna el pensamiento de las élites germánicas tras la derrota de Napoleón (Steinecke 1991: 84 ss.). La influencia de la novela histórica à la Walter Scott y el creciente conservadurismo de la política alemana hará que el autoanálisis psicológico del protagonista del Bildungsroman ceda terreno frente a la peripecia novelesca y la descripción del entorno social, usualmente con el objetivo de sancionarlo o satirizarlo. La creciente importancia de esta idea subraya la orientación teleológica del Bildungsroman, puesto que, en estos momentos, el relato queda supeditado a la inserción armónica del protagonista en la comunidad al final de la novela. Esta modulación del género no solo va a incidir en la publicación de obras de nuevo cuño —como Los epígonos (1836) de Immermann o Soll und Haben de Gustav Freytag (1855)—, sino que también afectará a la lectura de todas las novelas precedentes, especialmente de aquella que, desde un primer momento, se identifica como el modelo generador del Bildungsroman: el Wilhelm Meister de Goethe. El canon de Wilhelm Dilthey Dando un pequeño salto temporal hasta las últimas décadas del siglo xix, comprobamos que entonces, cuando el Bildungsroman se integra en el canon literario del clasicismo alemán, lo hace también ligado a las necesidades históricas del país. Es en 1871 cuando se lleva a cabo la unificación alemana y se comienza a buscar una tradición cultural que fundamente esa nueva identidad nacional. A Wilhelm Dilthey debemos la definición del subgénero de la que va a partir buena parte de la crítica literaria posterior: Se intuye en la vida del individuo un desarrollo sujeto a leyes, en el que cada una de sus fases tiene un valor propio y sirve, al mismo tiempo, de base para una fase más alta. Las disonancias y conflictos de la vida aparecen como los puntos necesarios de tránsito del individuo en su senda hacia la madurez y la armonía. Y la dicha suprema de los hijos de la tierra es la personalidad, concebida como la forma unitaria y fija de la existencia humana (1906: 443).

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También Dilthey defiende la proclamación del Bildungsroman como forma nacional alemana, y como iniciador de una larga lista de críticos que han defendido y defienden la exclusiva germanidad de dicho género. Para Dilthey, el Bildungsroman contiene en potencia los rasgos prototípicos de la identidad alemana, y su aparición en la edad de Goethe y Schiller coincide con la época en que se empieza a atisbar un tono literario característicamente alemán, cuya consecución solo cristalizará con la reunificación de los principados casi un siglo después. La asociación del Bildungsroman, como subgénero novelístico, con una promesa de construcción identitaria nacional, también ha sido habitual fuera de la tradición germana. Ya muchos críticos han señalado la vinculación del Bildungsroman con la configuración discursiva de los Estados europeos durante el siglo xix (Moretti 1999, por ejemplo), o de su proyecto colonial (Fernández Vázquez 2002). Detrás de la idea de formación individual que fundamenta el Bildungsroman o, mejor dicho, a través de ella, se articula un auténtico mapa social en movimiento, como sugerirá Bajtin (1995a), o una alegoría nacional, como propone Jameson (1996), algo que estudiaré con más atención en el capítulo 9. En la mayoría de los casos, los personajes aglutinarán los conflictos derivados de las construcciones nacionales, proyectos patrocinados casi siempre por la clase burguesa, aunque también veremos cómo la aparición de la novela de formación en la tradición hispanoamericana va a cumplir una función casi opuesta, de cuestionamiento de los proyectos nacionales articulados durante el siglo xix. Si el sujeto moderno que pone en juego el Bildungsroman aparece constituido por su posición en la contingencia histórica y adquiere la conciencia de su intervención en el discurrir histórico, la historia se convierte en un proyecto a desarrollar. Y en gran medida, la dirección de ese proyecto va a estar condicionada por el relato de sus antecedentes. La nueva conciencia histórica va a construirse como un acto narrativo. Tobias Boes (2008) ahonda en esa idea y aprovecha el fragmento 216 de Friedrich Schlegel para rastrear cómo el Wilhelm Meister incorpora una noción de la historia como estructura narrativa que no habían manejado las novelas europeas del xviii anteriores, ni siquiera Agathon o Anton Reiser. Boes llega a esa conclusión tras estudiar la evolución en el uso del término history:

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Salir al mundo More than a mere symptom of a change in literary fashion, this transformation in novelistic nomenclature instead points to an important underlying revolution in historical sentiment. A testimony for this revolution can once again be found in the words of a contemporary reviewer, in this case those of Friedrich Schlegel, who, in the “Athäneum Fragment 216” (1798), boldly celebrated Wilhelm Meister, along with the French Revolution and Fichte’s Wissenschaftslehre (1794-95) [Science of Knowledge], as representing “die größten Tendenzen des Zeitalters” [“the greatest tendencies of the age”]. The difference between this pronouncement and that of Diderot could not possibly be greater. For Diderot, novels are “bonnes histoires” because they reveal the empirical laws governing events in a purer, truer fashion than a mere factual account ever possibly could. For Schlegel, on the other hand, history —now conceived of in a solidly singular sense— possesses a narrative dynamic of its own, an energy that a single novel can capture only imperfectly, as a “tendency” (2008: 273).

Es importante seguir el razonamiento de Boes porque esta inflexión en el concepto de history se aloja en el Wilhelm Meister a través de una nueva relación del personaje con su marco social, que aparece como experimentable y modificable: “Wilhelm’s life thus serves as a synecdoche for a collective historical experience, a fact that fundamentally alters the nature of this experience. For a priori, historical time can best be conceptualized as a purely mechanical progression of seconds and hours” (2008: 277). Eso es lo que le permite a Boes subrayar el carácter inaugural de la obra: “where Goethe’s novel differs from all works that precede it, however, is in the way that purely personal elements of its plot become saturated with collective significance” (2008: 276).5

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En gran medida, Boes aplica al Bildungsroman las conclusiones de Reinhart Koselleck sobre la remodelación del concepto de historia en el contexto europeo de finales del xviii. Según Koselleck, pueden rastrearse dos cambios fundamentales en ese momento: “el primero consiste en la formación del colectivo singular que aglutina en un concepto común la suma de historias individuales. El segundo, en la fusión de ‘historia’ como conexión de acontecimientos y de ‘Historia’ en el sentido de indagación histórica, ciencia o relato de la historia” (2010: 27).

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El advenimiento de la sociedad burguesa arrastra consigo un abanico de elecciones nuevo y, sobre todo, la posibilidad de que el individuo elija en un marco de mayor libertad, pero que, a la par, configura una sociedad más escéptica frente al potencial de lo singular. Andrew Bowie, en este sentido, apunta: la modernidad crea espacios para la proliferación del significado individual y a la vez tiende a destruir la idea de que dicho significado pueda tener realmente importancia frente a los objetivos generales de la sociedad. La estética filosófica tiene que encontrar la forma de pensar las paradojas que surgen de unificar el potencial de significado individual que deriva del ocaso de la teología y la exigencia de que ese significado alcance algún tipo de validez general (1990: 23).

El relato de formación del sujeto moderno, por lo tanto, se diferencia de anteriores relatos de formación en que la sociedad no ha previsto un lugar para alojar a ese individuo que se le acerca. La voz del protagonista del Bildungsroman es siempre precaria, pues no dispone de modelos legitimadores indiscutibles; digamos que la precariedad es su condición necesaria. Se trata de un sujeto que se busca a la vez que busca referencias para ubicar su descentramiento y convertirse en un individuo corriente, es decir, singular, y en algunos casos anónimo y mediocre.6 En 6

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Refiriéndose al Hans Castorp, el protagonista de La montaña mágica —e, indirectamente, a Wilhelm Meister—, Swales asegura que “he is often referred to as ‘mittelmässig’: mediocre. And in that epithet both strands of his function in the novel interlock: he is the ‘Mittle-mass’, the middle way in which all values, ideologies, attitudes seem to be potentially present; he is also an ordinary young man whose life runs its wayward, largely uncertain course” (1979: 95). En una de sus líneas, por lo tanto, el Bildungsroman desafía al individuo romántico, capaz de capitalizar las más altas aspiraciones: “Pour Hegel, le Bildungsroman témoigne du déclin de l’idéalisme classique et de la dissolution des idéaux romantiques dans la trivialité du monde bourgeois. Loin de garantir l’épanouissement du sujet, il mène qu’à sa dissolution dans le conformisme de la collectivité bourgeoise” (Bancaud-Mäenen 2007: 42). En la lectura comparativa propuesta a continuación, este conflicto va a generar una doble genealogía en el Bildunsgroman alemán, a partir de los modelos del Wilhelm Meister y el Enrique de Ofterdingen.

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otras palabras, su formación no está guiada por un destino, sino que se construye a la vez que piensa sus condiciones de posibilidad a través de la negociación con el otro. Y, como sugiere Moretti, ese otro asume un rol cada vez más confuso y contradictorio, de modo que los antagonistas se mezclan con los aliados en un espacio narrativo cada vez más inestable, que este crítico denomina “novel of complexity” (1999: 69). No se trata de que el personaje se presente como metonimia de un grupo, como tipo representativo, o como alegoría de algo que lo trasciende, sino que la precariedad de su periplo y su voz permiten refractar y resituar posiciones discursivas e ideológicas que habitan en el entorno social por el que transcurre su itinerario. Novela moderna y Bildungsroman: de género a problema Con Dilthey termina un primer recorrido por la noción de Bildungsroman que parte de los primeros momentos en que se manifiesta una cierta conciencia del género y termina con la canonización del mismo dentro de las coordenadas germánicas. Dicha perspectiva sigue vigente en la primera mitad del siglo xx —más si cabe con los avatares nacionalistas que recorren la historia alemana de esas décadas (Kontje 1993)—, pero, tras observar esa línea de desarrollo moderadamente lineal y coherente, me gustaría retroceder, de nuevo, en el tiempo, hasta la polémica que suscita la publicación del Wilhelm Meister, y observar cómo algunos de los debates y aspectos que están en juego entonces quedan sepultados y en el olvido por el eje canonizador que acabamos de situar entre Morgenstern y Dilthey, para reaparecer en la crítica del subgénero bien entrado el siglo xx. En el anterior apartado señalaba que el Bildungsroman empieza a configurarse como género novelístico cuando el debate sobre la Bildung, a pesar de ser un elemento clave para entender ese grupo de obras, ya ha acumulado varias décadas de recorrido. Al considerar las novelas de Moritz y de Wieland como prefiguraciones de una forma que empieza a ser productiva solo a partir de la publicación del Wilhelm Meister, es decir, desde 1796, hay que observar que la aparición

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del Bildungsroman coincide con la inserción de la nueva generación romántica en el campo literario. De hecho, una de las estrategias que utiliza dicha generación para conseguirlo tiene que ver con su ambigua —y a veces contradictoria— lectura de la novela de Goethe. Así, Friedrich Schlegel la situará, junto con la Revolución Francesa y la Doctrina de la Ciencia de Fichte, como uno de los hitos fundamentales para entender los desafíos de su época en el fragmento 216 del Athäneum. Por su parte, Novalis escribirá fragmentos que oscilan entre el elogio desmesurado y el denuesto.7 Ambos propondrán reescrituras inmediatas del Wilhelm Meister en Lucinde (1799) y Enrique de Ofterdingen (1802), respectivamente. Sirvan estos dos autores cardinales de la nueva generación romántica como muestra de la enorme y rápida repercusión crítica que tuvo la obra de Goethe, cifrada en multitud de artículos y cartas cruzadas, además de novelas que trataron de resituar las principales líneas trazadas por dicho autor. Desde Schiller a Hegel, desde Körner a Novalis, dos generaciones de intelectuales reactivaron el debate sobre la Bildung. Pero, en esta ocasión, no solo se trataba de reflexionar acerca de una determinada propuesta educativa —como ocurrió veinte años antes con Herder, Lessing o Humboldt—, o de cómo el individuo debería acercarse a la sociedad que lo acoge. Esta vez un nuevo componente intervenía en la disputa: la representación literaria del sujeto moderno en formación. La resistencia del Wilhelm Meister a lecturas unívocas hace que su recepción temprana transite por zonas ambiguas y contradictorias (Steinecke 1991): desde los que sostienen que el itinerario del protagonista hacia la vida activa no le obliga a renunciar a sus ideales (Schiller) hasta los que lo acusan de priorizar lo prosaico de la vida (Novalis, quien escribe su Enrique como contramodelo en ese sentido); desde los que defienden la capacidad de Wilhelm para crear 7

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Entre los numerosos fragmentos que Novalis le dedicó al Wilhelm Meister, se pueden encontrar, desde elogios inequívocos —“El Meister és una novel·la pura” (1998b: 225; fragmentos traducidos por Robert Caner)— hasta críticas bastante despreciativas respecto a su carácter burgués y utilitarista —“En el fons és un llibre desagradable i ximple [amb] el grau màxim de manca de poesia pel que fa a l’esperit” (1998b: 237).

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su propio destino hasta aquellos que lo consideran un pusilánime de cuyas elecciones no puede ser responsabilizado (W. Humboldt). Es precisamente el tratamiento problemático del periplo formativo del protagonista el que permite entender la variedad y disparidad de opiniones críticas y reescrituras de la obra. Si comparamos las novelas que escribieron autores como Tieck, Jean Paul Richter o Hölderlin, para contestar a Goethe, advertiremos que cada uno de ellos se figuraba un interlocutor distinto. De hecho, el Wilhelm Meister no solo tuvo el mérito de crear un modelo generador —como lo había sido, siglos antes, el Lazarillo con la picaresca, o Chrétien de Troyes con la novela artúrica—, sino también un problema de representación. Todas las novelas que aparecieron durante estos años en la estela de ese modelo problemático en que se convirtió el Wilhelm Meister son las que, en poco más de una década, impulsarían las conferencias de Morgenstern sobre el Bildungsroman y la parodia de Hoffmann. Es preciso recordar que las lecturas contradictorias que despierta la novela de Goethe no se terminan en los años inmediatamente posteriores a su publicación. En la segunda mitad del xx, podemos encontrar lecturas críticas que tan pronto defienden que la novela es la máxima expresión de la consecución de la formación e integración armoniosa del individuo burgués en la sociedad, como que se trata de una obra que desarticula sibilinamente esa posibilidad e, incluso, hay quien la cataloga de anti-Bildungsroman (Kontje 1993; Saine 1991). Frederik Amrine sintetiza esquemáticamente tales visiones contrapuestas: “the Schiller-Körner-Morgenster-Dilthey line has stressed harmonious self-development and what one might call the complacency of manifest accomplishment; Friedrich Schlegel and the other Romantics stressed self-division, irony, potentiality, and progressivity” (1987: 135). Lo que, de nuevo, denotan esas lecturas tan divergentes es la existencia de un tratamiento problemático de la noción de sujeto por parte del Wilhelm Meister, que está asociado al cambio de paradigma que antes he destilado someramente, y que se vincula con el nuevo horizonte que dibuja la Modernidad, tal como lo postula parcialmente Moretti en su ensayo sobre el Bildungsroman (1987). La independencia estética de la novela como forma lite-

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raria permite advertir cómo el Bildungsroman nace alrededor de una problemática nueva —la inclusión del sujeto moderno en la sociedad—, pero también alrededor de cómo es posible representar esa problemática —la conciencia del artificio que la novela moderna tiene de sí misma, y que se va a transferir en un lapso breve al Bildungsroman—. Desde esa constatación, es relevante recordar el acercamiento al subgénero que lleva a cabo Daniel Mortier (1990), quien señala la condición ambigua e incómoda de las novelas que forman el Bildungsroman, frente a la definición que lo canonizó posteriormente. Si tomamos la visión diltheana del género, sostiene Mortier, es decir, la idea del Bildungsroman como relato de la progresiva formación orgánica de la conciencia de un individuo que termina por integrarse armoniosamente en la comunidad, probablemente la mayor parte de los ejemplos constitutivos del género podrían considerarse anti-Bildungsromane, pues describen caminos mucho menos unívocos que el convocado por esa definición, cuando no lo ponen deliberadamente en cuestión, o incluso señalan su fracaso (1990: 123). Lo que aporta Mortier es, en primer lugar, la advertencia de que cualquier acercamiento al género debe asumir su propia limitación como operación de lectura, es decir, que no puede tratar de clausurar o prescribir una visión definitiva del conjunto de textos, y, en segundo lugar, que para estudiar el Bildungsroman es preciso atender a elementos que trascienden un determinado contenido o idea a priori de la formación del individuo, como ya hemos ido viendo. Sin embargo, como señalaba antes, esta misma problemática ya fue advertida por los críticos más preclaros de la generación romántica alemana, solo que sus observaciones fueron más tarde relegadas por la lectura diltheana del Bildungsroman, que se instauró como consenso crítico durante décadas. Si nos fijamos, por ejemplo, en el opúsculo que F. Schlegel dedicó a la novela de Goethe en 1798 en la revista Athenäum —“Sobre el Meister de Goethe” (Schlegel 1999)—, comprobaremos cómo ya allí empieza a advertirse lo que en términos bajtinianos denominaríamos, la heteroglosia de la novela. Schlegel llega a detectarla precisamente porque lleva a cabo un análisis que no se

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limita a valorar las tesis supuestamente defendidas por el relato, sino la forma con la que se articula, perspectiva a la que no atenderán la mayor parte de los críticos decimonónicos. Según Schlegel, los rasgos que caracterizan la perfección de la novela son dos: la construcción orgánica y el uso de la ironía; y ambos están profundamente imbricados. El estudio del primer componente se acerca bastante a la idea estructuralista del análisis literario, es decir, a cómo el relato dispone y engarza una serie de elementos narrativos en distintos niveles con el objetivo de configurar un sistema de relaciones entre ellos que contribuye a un resultado conjunto que no se puede concebir al margen de esa determinada construcción de las partes. Por su lado, la ironía es el rasgo constitutivo de la novela y permea los principales momentos del relato. De esta manera, la distancia entre el narrador y los personajes, entre el narrador y lo que narra, crea un espacio por el que se incorporan nuevas voces que ponen en cuestión la univocidad de lo enunciado, de modo que lo afirmado apunta hacia su propia insuficiencia, hacia una presencia no autoevidente.8 El recurso a la ironía —tan romántico, por otro lado— permite observar veladamente esas contradicciones y antinomias del sujeto moderno, derivadas de las tres Críticas kantianas, pero también del nuevo panorama histórico y social. La ironía es, a la vez, causa y consecuencia de la autoconciencia y la distancia que incorpora la

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Con este libelo, Schlegel no solo identifica al Wilhelm Meister como modelo literario, sino que ya detecta la novedad que la novela incorpora a los relatos de formación que habían trufado buena parte de la tradición literaria previa. Probablemente, su respuesta narrativa a la novela de Goethe —Lucinde (1799)— no está a la altura de su estudio crítico, y, como muchos han subrayado ya, se trate de un primer intento fallido de encajar la novela moderna en la estética romántica. Sin embargo, se puede ver en ese proyecto una búsqueda que está en sintonía con los problemas del sujeto que pone en liza el Wilhelm Meister: tanto en la fragmentación del relato como en una idea de la formación que tiene que ver con la pérdida y la asunción de la propia precariedad, Lucinde ya muestra cómo la apropiación del Wilhelm Meister por parte de los románticos y la progresiva construcción del Bildungsroman como género está asociada a una idea “del hombre que no es otra que la de sus propias contradicciones y antinomias internas” (Sánchez Meca 1993: 75).

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Modernidad a la reflexión del sujeto sobre sí. No se trata, por lo tanto, del uso de la ironía como mero artificio retórico, sino de la trasposición irónica de una nueva condición existencial —Robert Caner lo sintetiza con nitidez cuando afirma: “el dir irònic de Schlegel sorgeix d’aquella simultània necessitat i impossibilitat de pensar i comunicar allò incondicionat i té un origen clarament filosòfic” (2018: 136)—. De ahí que en los principales estudios críticos sobre el Bildungsroman en general, y sobre el Wilhelm Meister en particular, que se llevan a cabo a lo largo del siglo xx, vuelva a recuperarse este rasgo para fundamentar unas lecturas que parecen acercarse más a la problemática que da lugar al subgénero. Tal vez Lukács en su Teoría de la novela de 1916 sea el primer crítico que vuelva sobre el carácter irónico del Wilhelm Meister, en este caso, no para hacer un estudio del género literario que inaugura, sino como principal ejemplo de la novela moderna. Con ciertas similitudes con lo propuesto por Blanckenburg, Lukács ubica la búsqueda, el sujeto en quête, como fundamento central de la novela moderna. Es precisamente la necesidad de autolegitimarse lo que la obliga a mirarse desde la distancia irónica: “les premiers theoriciens du roman ont appelé ironie le mouvement par lequel la subjectivité se reconnaît et s’abolit” (cit. en Schoentjes 2001: 108). Del mismo modo, la novela se sustenta sobre una condición irónica que apunta hacia una inmanencia perdida, hacia un sentido inmediato que ha quedado clausurado con la desaparición del relato épico y de las civilizaciones estáticas.9 Martin Swales (1978, 1979, 1991) también recupera la ironía como clave de su lectura del libro de Goethe, pero la hace extensible a todo el Bildungsroman como género novelístico. El componente irónico está asociado en muchos Bildungsromane a una conciencia del propio relato por parte del protagonista. En unas ocasiones es él mis9

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Cabe recordar, no obstante, que, en su desarrollo posterior, Lukács, llevado por un afán dialéctico hegeliano que trata de ubicar al Wilhelm Meister como síntesis y resolución de las dos líneas antitéticas representadas por el Quijote y La educación sentimental, defiende que esa ironía no afecta a la realización final de la búsqueda individual, que culmina en una integración social adecuada, en la conquista de una identidad plena.

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mo el narrador de su peripecia; en otras, su itinerario lo conduce a convertirse en narrador; y en otras, el relato evoluciona formalmente en paralelo a la formación del personaje. Por ello, va a ser necesario observar qué ocurre con este rasgo en la tradición hispanoamericana para observar cómo la modulación del componente irónico en esta tradición es síntoma de un paradigma cultural diferente, o de una relación con la Modernidad que no se traduce en los mismos términos o técnicas. Partiendo de la apertura discursiva del género, ya Bajtin había señalado cómo, a través del personaje en formación de relatos como el Wilhelm Meister, era posible discernir el cambio histórico de toda una sociedad (1995a: 215). En su devenir individuo, por consiguiente, el protagonista del Bildungsroman refractaría las transformaciones históricas de su tiempo. Y no lo haría porque su itinerario se vinculara a grandes figuras o hechos históricos, sino, de nuevo, porque su desplazamiento estaría asociado a su negociación con distintos actores, discursos y voces de la sociedad. El Bildungsroman se convertiría, de esta manera, en un escenario privilegiado para observar cómo la sociedad se escribe y se concibe a sí misma, pues el personaje en formación no hace sino transitar por sus límites buscando un acceso y un hueco en el que iniciar la madurez. De ahí que casi todos los Bildungsromane tengan finales abiertos o imprecisos.10 El Bildungsroman nace, por ende, para dar cuenta de dos crisis —del sujeto y la novela modernos— y, de hecho, como hemos visto, nace ya en crisis, es decir, incorporando su propia crítica. De ahí que la parodia de Hoffmann en Gato Murr, al margen de denotar una

10 En ocasiones, se ha llegado a hablar de este tipo de relatos como prenovelas, pues terminan justo cuando han conseguido configurar un personaje: “le Bildungsroman n’est donc qu’une sorte de pré-roman, de préambule” (Jost 1969: 99). En esa línea se pronuncia también Koepke cuando sostiene que “if anything is valid for all Bildungsromane, it is the idea of openness” (1990: 132); y Rodríguez Fontela al plantear que “los Bildungsromane son novelas de principio, novelas abiertas que buscan, en último extremo, un final que está, en su realización, más allá de ellas mismas. Ese futuro incógnito explica la insatisfacción inherente al género” (1996: 48).

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conciencia de género temprana, no solo no erosione al Bildungsroman, sino que, aun parodiándolo, se integre en el mismo género como uno de sus principales exponentes, como sugiere M. Swales cuando admite que “even parody can represent the reinstatement of a genre in and through its immanent critique” (1979: 92), o Mortier cuando asegura que el Bildungsroman “est devenu moins un possible qu’une impossible manière de lire, un genre procedant plus par exclusion que par inclusion: un attente qui ne saurait être comblée et qui permet surtout d’éprouver les discontinuités et les ruptures. Le roman d’éducation, pour le lecteur, contribue à l’expérience de la modernité” (2007: 272). No es una estrategia acertada, por lo tanto, abordar el Bildungsroman desde la óptica de si consigue reflejar una integración armoniosa o traumática del individuo en la sociedad, sino más bien de cómo interpela al lector con una serie de problemáticas nuevas, es decir, cómo dirige su atención decididamente hacia nuevas preguntas, antes que hacia respuestas precisas: “the Bildungsroman disorient readers rather than confort them” (Koepke 1990: 141). Lo que denota este subgénero novelístico, por lo tanto, es la emergencia de un diálogo problemático entre individuo y sociedad en el nuevo paradigma de la Modernidad que, por primera vez, ubica frente a la sociedad a un sujeto sin modelos, en una situación precaria frente a sí mismo, en busca de una legitimidad que ya no le permite dibujar un centro en el que afianzarse.11

11 Frecuentemente, las lecturas del Bildungsroman se han basado en la caracterización del itinerario del protagonista como positivo o negativo, a través de análisis imprecisos y mecánicos de su supuesta integración en la sociedad, basándose en la resolución final de las novelas. Usualmente, sin embargo, se pasa por alto que muchos desenlaces —Agathon, Wilhelm Meister, pero también Don Segundo Sombra o Las buenas conciencias— son claramente artificiosos, tratan de responder a convenciones literarias del momento, y son impuestos a un desarrollo del relato del que resultan ajenos (Swales 1979: 93). Si se tiene en cuenta este hecho, las lecturas del Bildungsroman ganarán en riqueza y complejidad, pero también ofrecerán un perfil más ecuánime del sujeto moderno.

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Cuando Johann Wolfgang von Goethe se decide a publicar por entregas Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister en 1795,1 su primera novela, Werther (1774), y con ella su temprana excursión por la estética prerromántica, quedan ya a más de dos décadas de distancia. Goethe es ya un hombre maduro que camina hacia los cincuenta años y hacia un eclecticismo humanista que va a definir su legado estético, pero no hace demasiado que ha vuelto de su particular viaje de formación por Italia (1786-1788), que quedaría inmortalizado en un diario publicado mucho tiempo después. Es ya un escritor e inte1

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La novela se publica en cuatro entregas en Die Horen, el periódico de Friedrich Schiller, con quien Goethe fue pensando y discutiendo la novela en una rica y nutrida relación epistolar. Al margen del Wilhelm Meister, otro resultado del prolífico intercambio intelectual entre Schiller y Goethe durante esa época es la colección de relatos Conversaciones de emigrantes alemanes (1795), que, siguiendo la tradición de Chaucer o Bocaccio, pone en liza a varios narradores que han tenido que salir del país a causa de la presión del ejército francés. En ellos, se exploran los principales problemas de la subjetividad moderna que deja abiertos el pensamiento kantiano desde perspectivas múltiples, cosa que invita a trasladar al Wilhelm Meister una polifonía similar.

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lectual consagrado, cuyas cuitas literarias son solo una pequeña parte de su ambición enciclopédica, que abarca el estudio de las ciencias naturales o de la percepción. Y es todo ese gran proyecto humanista el que trae de Italia y lo lleva a presentar en el Wilhelm Meister una profunda y sintomática remodelación de un texto anterior a ese viaje, que no vería la luz sino varias décadas después y sobre el que ya había empezado a trabajar en 1774, si atendemos a su diario: Misión teatral de Wilhelm Meister (escrito entre 1777 y 1785). La disminución de la importancia de la vocación teatral, así como la aparición de la Sociedad de la Torre y la adición de las “Confesiones de un alma bella” (Libro VI), como principales variantes entre una y otra versión, deja bien a las claras cómo Goethe abandona el acento sobre un programa general que estructuraba la primera versión y apuesta por la narración de la formación incierta e incompleta de una personalidad particular.2 Y, sin embargo, ha sido la segunda entrega, Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, la que ha suscitado un interés mayor, incomparable, de hecho, con el que se le suele dedicar a las otras dos. Anteriormente hemos repasado la polémica inmediata que despertó la aparición de la novela en Die Horen, el periódico de Friedrich Schiller, con quien Goethe fue pensando y discutiendo la novela a medida que iba apareciendo (Paul 1996: 143 ss.). Es cierto que Goethe quería probablemente insertarse en un debate, el de la Bildung, que ya atesoraba décadas de intercambio de opiniones entre los intelectuales más perspicaces del momento. Y lo consiguió, como hemos visto, generando una nueva polvareda que, en gran medida posibilitó o impulsó, aun a su pesar, el posicionamiento de la nueva generación romántica en la escena literaria.

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Hacia 1821, esto es, once años antes de morir, Goethe publicaría una nueva revisión de la historia titulada Los años de peregrinaje de Wilhelm Meister, con lo que no resulta arriesgado pensar que a través de estos textos se atisban los ejes principales que guían la evolución vital del escritor.

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Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister o el vértigo de la emancipación Aunque se han ensayado distintas divisiones en la estructura interna del Wilhelm Meister de Goethe, el verdadero punto de inflexión de la trama es la aparición de la Sociedad de la Torre (Turmgesellschaft) al final del Libro VII. El recurso a una comunidad secreta en el final de un relato para dar un vuelco regresivo a la identidad del protagonista o habilitar un desenlace inesperado no era desconocido para el lector de la época.3 En el caso de la novela de Goethe, aun generando un drástico cambio de rumbo en la trama —que consigue culminar y desatascar una peripecia sobrecargada de enredo con aire romanesque—, dicho recurso narrativo tiene otras muchas consecuencias estéticas y formales sobre el relato. Si hasta esa aparición el periplo de Wilhelm podía entenderse como una errática oscilación entre su pasividad exasperante y el deseo de formarse como individuo, la irrupción de la Sociedad encabezada por Lothario y el misterioso abate obliga al protagonista a ser consciente de una situación nueva: aquello que él había identificado como un trayecto individual regido por la libertad resulta ser un itinerario planeado y unitario; hasta el punto que llegan a sus manos unos legajos rubricados con su nombre que dan cuenta de sus andanzas. En este sentido, el extrañamiento del protagonista

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En su ensayo sobre el Romanticismo alemán, Rüdiger Safranski expone cómo este recurso se había convertido en fórmula definitoria de las “novelas de ligas secretas” (2009: 53), subtipo que inauguraría Schiller con su Visionario (1789), al que seguirían títulos como Titán de Jean Paul, Los guardianes de la corona de Achim von Arnim o William Lovell de Ludwig Tieck. Safranski vincula la boga de este asunto con el interés por lo misterioso que recorre los últimos años del siglo y explica una de las líneas estéticas del futuro movimiento romántico. Una de sus poéticas podría ser el siguiente fragmento de la novela El genio de Karl Grosse (1791), que nos devuelve al horizonte de lectura del Wilhelm Meister: “en todos los embrollos de aparentes casualidades actúa una mano invisible, que quizá fluctúa sobre alguno de nosotros, lo domina desde la oscuridad y puede haber tejido desde hace mucho tiempo el hilo que el afectado cree tejer él mismo con despreocupada libertad” (cit. en Safranski 2009: 54).

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es paralelo al del lector de la novela, aunque en niveles distintos: si Wilhelm podrá reinterpretar su vida a la luz de este descubrimiento, el lector deberá reinterpretar la novela para encontrar en pasajes previos las anticipaciones y ecos premonitorios que preludian esa torsión de la trama. Siguiendo tal invitación al lector, conviene rastrear si la novela prepara ese desenlace. La primera parte del relato —los seis primeros libros— describe el trayecto parabólico del protagonista a través de su progresivo alejamiento respecto de sus padres, de su cuñado Werner, y de todo lo que ellos representan —el mundo del filisteísmo burgués, comercial y utilitarista—, a través de su periplo con la compañía de teatro, y el posterior retorno tras el desengaño que supone comprobar que la realidad del arte teatral tiene poco que ver con lo que él imaginara en su infancia a través del teatro de marionetas, a una visión de la vida más pragmática y a la formación de una familia propia. Ambos elementos —pragmatismo y familia— quedan ya prácticamente definidos antes de que irrumpa la Sociedad, que no hace sino remachar esa tendencia de retorno a los valores familiares, en la que se ha visto una voluntad de síntesis que permite encajar los anhelos y ambiciones individuales del protagonista en la dinámica colectiva de la sociedad (Moretti 1987). En dicho itinerario, Wilhelm se mueve entre la simpleza pasiva de su carácter y otros momentos en los que su autoconciencia se ilumina para señalar etapas y crisis en su crecimiento personal. Fijémonos en el primero de estos momentos de inflexión, que se produce ya en el Libro I e impulsa toda la búsqueda posterior. Se trata del pasaje en el que Wilhelm narra cómo, siendo aún niño, descubre que las marionetas que él creía llenas de vida son simples trapos. Aun así, “después de mi descubrimiento estaba más tranquilo y más intranquilo que antes. Ahora, cuando ya sabía algo, me sobrevino la impresión de que no sabía nada y tenía razón pues me faltaba comprender el sentido de todo aquello” (Goethe 2000: 97 s.), movimiento con el que el protagonista se distancia de sí mismo para advertir su carencia y, además, separa el hecho en sí del descubrimiento, del sentido que el recuerdo de ese hecho pueda tener en su vida, otorgado a posteriori. Dicho movimiento de separación e interpretación retrospectiva volverá a repetirse a lo largo de

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toda la novela, pero se intensificará sin duda tras la aparición de la Sociedad y la lectura del relato de su vida en los pergaminos que le entregan, que lo situarán como intérprete de su propia existencia. Tras el desengaño y la renuncia al amor de Mariana —encarnación de una relación materno-filial que más tarde, cuando sepa que en realidad ella no lo traicionó, le causará un intenso sentimiento de culpa—, Wilhelm ve en la formación de una compañía de teatro y en la invitación a actuar en la mansión del Conde una primera respuesta a su búsqueda. La experiencia teatral puede entenderse a la par como el enmascaramiento del sujeto que aún no se ha descubierto a sí mismo, y como el aprendizaje de la alteridad, de la salida del yo y la encarnación de roles ajenos —el traslado de lo propio a la otredad que señala Berman como prototípico de la Bildung (1992: 44)—. La compañía de teatro le permite experimentar el ascenso y caída de su trayecto de separación de los valores mercantilistas de la sociedad burguesa, de su familia y de la ciudad. El teatro le permite salir de sí mismo y ocupar otras identidades. Esa conciencia de los propios límites suscita el desajuste de la autoconciencia del personaje, que se observará a la vez como actor y espectador de su propia formación. Tal escisión le devolverá a una crisis de confianza en el camino emprendido, sellada a continuación por el fracaso de la compañía de teatro. Por otro lado, resulta significativo que sea entonces, coincidiendo con su paso por a la ciudad, cuando empieza a sentir la atracción por una vida burguesa y práctica que antes había rechazado: “la urbe comercial llena de vida en la que se encontraba [...] le hizo ver claramente en qué consistía ser un centro comercial del que todo salía y al que todo afluía y esta era la primera vez que su espíritu se había deleitado al contemplar algo así” (2000: 350 s.). La inmediata y simbólica muerte de su padre y la carta de Werner no harán sino subrayar ese conflicto que empieza a manifestarse: “en estas situaciones se da un cambio de época exterior que no se da en el interior, y, entonces, tanto más violenta es la contradicción, cuanto menos comprende el hombre que no está preparado para ese nuevo estado” (2000: 361). De dicho conflicto (Libro V) surge ya la semilla de lo que se convertirá en el desenlace de la obra: por un lado, la conciencia de per-

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tenencia a una clase social burguesa que le exige que siga un determinado camino y, por el otro, la anticipación de su conversión —pues no puede llamarse de otra manera— en padre de Félix. En relación a lo primero, ya se ha visto el progreso del personaje hacia lo que previamente rechazaba. De tal crisis va a emerger la conciencia de que su ubicación social está lejos de la aristocracia y cerca de una clase social —la burguesa— que acarrea una nueva visión del mundo, pues “si yo hubiera nacido noble, nuestra discusión terminaría aquí mismo, mas como soy un burgués, he de elegir un camino” (2000: 367). Con esta aserción, Wilhelm se hace eco del cambio de paradigma social de su tiempo, y su periplo personal acaba por simbolizar el de todo un colectivo creciente de individuos. El contexto revolucionario, tan significativamente eludido en la novela de Goethe, se incorpora así con total sutileza de modo que el protagonista reorientará su periplo impelido por los condicionantes de su entorno. El segundo elemento que permite atisbar ya en este momento de la novela la prefiguración de su desenlace es precisamente el final del Libro V, cuando Wilhelm debe partir y abandonar temporalmente la compañía. Ante ese hecho inminente, el protagonista le pide a Félix que le encargue lo que necesite, a lo que este responde inesperadamente: “tráeme un padre” (2000: 432). La irrupción de la Sociedad un par de capítulos más adelante posibilitará la confirmación de que, en realidad, Félix es hijo de Mariana, primer amor del protagonista, ya fallecida en circunstancias trágicas, cosa que convierte a Wilhelm en su padre. Este nuevo estatuto individual confirma —más adelante, en el Libro VIII— su necesidad de alcanzar la madurez. Con ello, Wilhelm, que ha iniciado su periplo alejándose de todo lo que significa su padre para formarse en el mundo, se observa a sí mismo convertido en padre y educador: las circunstancias parecen exigirle una estabilización que él mismo sospecha no haber alcanzado.4

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Antes de eso, sin embargo, las “Confesiones de un alma bella” —Libro VI— suponen una digresión que posterga la resolución de la novela a la par que incorpora un nuevo relato de formación insertado e independiente que se despliega en otro registro. Esta vez es una joven devota la que busca formarse a sí misma en la

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En el Libro VII empiezan a precipitarse los acontecimientos. El fracaso de la compañía lleva a Wilhelm a caer en una desaforada misantropía —“ya he recibido suficiente castigo. No me recuerde de dónde vengo ni me pregunte a dónde voy. Se habla mucho de teatro, pero quien no ha vivido en este no puede formarse una idea exacta de lo que ocurre en su interior” (Goethe 2000: 514), le confiesa a Jarno—. Es entonces cuando la Sociedad decide darse a conocer y revelar al protagonista su intervención en toda la peripecia que ha articulado su vida. Es entonces cuando el abate le muestra los pergaminos en los que se alojan los años de aprendizaje de Lotario, Jarno, y los suyos propios. Ese clímax cierra el Libro VII y pretende clausurar la formación de Wilhelm: “¡Siéntete aliviado, joven! Tus años de aprendizaje han terminado. La Naturaleza te ha liberado de su yugo” (2000: 576), sentencia el abate. Sin embargo, la novela todavía incorpora un sugerente libro octavo. En esta última entrega, la situación de Wilhelm parece alcanzar la tan anhelada estabilidad, el último estadio de su desarrollo: la madurez. En ella, se eliminan o anulan todos los vínculos y personajes asociados a su etapa en la compañía de teatro, y Wilhelm encuentra en Natalia, por un lado, la identidad de la amazona que lo había socorrido en un pasaje previo, y, por otro, a la figura que servirá de madre a Félix. La síntesis parece perfecta: el protagonista ha agotado su formación en el terreno artístico y ahora lo abandona para formar una familia y asumir un rol productivo en la sociedad. Tobias Boes subraya cómo la

búsqueda de la virtud divina. Se trata de un relato que entronca con la tradición pietista de los siglos xvii y xviii que algunos críticos sitúan como precedente del Bildungsroman alemán (Assman 1994; Koepke 1990). En él se propone todo un programa de Bildung que sirve como contraste al que ha seguido el propio Wilhelm. De esta manera, el alma bella defiende la libertad individual para alejarse del vicio y el pecado, y critica cualquier intento de educación programada, algo que choca parcialmente con los ideales de la Sociedad que gestiona y guía la formación de Wilhelm. Así, entiende que toda formación debe ir encaminada a desarrollar lo que ya está en el seno del individuo, con lo que se acerca a una idea de organicidad que el mismo Goethe postulara en sus estudios de la naturaleza. En el caso de los seres humanos, análogamente, la educación debería limitarse a desarrollar una armonía que ya está inscrita en el seno del individuo. Como se podrá comprobar, el protagonista del Wilhelm Meister solo cumple este ideal parcialmente.

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irrupción de la Sociedad recuerda las condiciones históricas colectivas que inciden en todo trayecto individual (2012: 46). Esa es la estructura dialéctica que defiende Martí (2001) para la novela y la necesaria reconciliación que, según Moretti, caracteriza el Bildungsroman clásico: “the idea that socialization may provoke crises, or impose sacrifices on individual formation, is unthinkable here” (Moretti 1987: 18). Por eso, para el crítico italiano, la libertad individual queda fuera del cuadro de los propósitos de Goethe en esta novela: “a ‘Bildung’ is truly only if, at a certain point, it can be seen as concluded: only if youth passes into maturity” (1986: 26), por lo que la felicidad se antoja como lo opuesto a la libertad, y se identifica con el final del proceso de devenir. El desarrollo del octavo libro y la ironía presente en toda la novela que ya detectaron sus primeros comentaristas, no obstante, ponen algunos reparos a una lectura tan definitiva. Si bien es cierto que, como se ha anotado antes, el personaje de Wilhelm se acerca en algunos pasajes a un cierto apsicologismo que no permite hablar de él como un personaje problemático y, por lo tanto, este hecho llevaría a concluir que al final de su periplo acepta con normalidad la sacudida que para su integridad representa la irrupción de la Sociedad de la Torre, también lo es que la hondura tanto de la novela como del personaje crecen a medida que avanza el relato. D. H. Miles (1974), por ejemplo, ha estudiado esta poética de la formación que esconde la novela, y la ha identificado con su estructura interna. Así, los primeros cinco libros —que narran las peripecias con la compañía— presentan una narración esencialmente descriptiva próxima a la picaresca; el siguiente —Libro VI— pone en liza una confesión introspectiva que desempeña el papel de Bildungsroman insertado; y, finalmente, los dos últimos libros combinan los dos tonos anteriores, es decir, la narración descriptiva y meditativa, explorando así las contradicciones internas de unos personajes que poco antes parecían carecer de conflictos, pero que, finalmente, han adquirido notable densidad en algunos casos. El resultado final es que el Wilhelm Meister “presents us with the Bildung of a narrator rather than of a protagonist” (1974: 983). La propuesta de Miles tiene el acierto de incidir en un rasgo que resulta clave para interpretar el Wilhelm Meister, y que cada vez se hará más habitual en las novelas de formación posteriores: la conciencia narrativa.

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Así, en unos casos, la culminación de la formación del protagonista se alcanzará con su dominio de la facultad creativa, y en otros será la propia forma novelística la que crezca y evolucione con el andar del relato. En el caso de la novela de Goethe se da sobre todo el segundo aspecto —“comme roman de formation il est à la fois sa propre manifestation et sa propre réflexion” (Montandon 1999: 374)—, pero lo cierto es que también el protagonista como estructura narrativa cambia cualitativamente y alcanza un cierto grado de problematicidad. Es por ello que, cuando Wilhelm descubre que toda su vida ha estado guiada secretamente por una instancia externa, que todo su periplo vital se halla recogido en unos pergaminos que relatan el decurso de todas sus decisiones, tras un primer momento de alivio porque, súbitamente, todo adquiere sentido, no deja de manifestar alguna duda significativa. Es cierto que no deja de ser la presencia de dicha instancia externa la que otorga coherencia a una identidad que, de otra manera, se habría revelado caótica y amorfa, pero lo hace al precio de suprimir en buena medida la libertad individual con la que, como se ha visto, Wilhelm pretendía estar configurando su vida —ni siquiera se casa finalmente con quien él había escogido (Teresa), sino con quien propone la Sociedad: Natalia—. De ahí que la limitación que supone toda síntesis para las partes en litigio sea, en este ejemplo, sobrevenida.5 De hecho, la conciencia de que todo lo vivido ha sido una suerte de engaño crea en Wilhelm una inseguridad irresoluble: “desde el día que

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La súbita aparición de la Sociedad para poner orden no ha dejado de ser leída como un intento de acotar la ambigüedad que atraviesa toda novela de formación moderna: “in a manner similar to that of historical philosophy, the classical Bildungsroman thus ends with its own negation, a state in which development is arrested and mundane reality suddenly yields a hidden immanent meaning. Wilhelm Meister’s Apprenticeship consequently takes a number of surprising and agonizingly conciliatory plot turns in its final few chapters. [...] Through this happy resolution, in which the forward momentum of history is negated, the classical Bildungsroman incidentally also reveals its debt and proximity to another narrative tradition, namely the long lineage of utopian tales that was inaugurated by Thomas More’s eponymous philosophical dialogue of 1516” (Boes 2008: 279).

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me declararon libre y emancipado, sé menos que nunca lo que conozco” (Goethe 2000: 631), reflexión que entronca con la que lanzaba al principio del relato, cuando siendo todavía un niño descubría que las marionetas, en realidad, eran simples muñecos de trapo sin vida. En ambos casos, se trata de una revelación que impone la propia limitación en el posicionamiento individual ante el saber sobre sí mismo. La diferencia estriba en que, mientras la primera revelación impulsa a conocer, la segunda aumenta la inseguridad. La solución que Jarno sugiere para revertir esas tribulaciones de Wilhelm solo puede ser entendida de forma irónica: “aquel en quien quedan muchos principios activos sin desarrollar tardará más en conocerse a sí mismo y al mundo en que vive. Son muy contados los capaces de hacer y pensar al mismo tiempo. La reflexión amplía, pero paraliza; la acción dinamiza, pero restringe” (2000: 631). Lo que en otro contexto podría haberse entendido como una defensa del equilibrio y del justo medio, en esta ocasión toma el cariz de una aporía, pues lo que ha llevado a Wilhelm a una necesidad de reflexión paralizante ha sido precisamente la irrupción de la Sociedad y la conciencia de haberse convertido en una suerte de marioneta. En esta misma línea, por ejemplo, Wulf Koepke sostiene que “if the Turmgesellschaft can teach us anything, it is that Wilhelm is a much more the pawn of conflicting social force than he —and the reader— ever imagined before. His freedom seems to be a mere illusion” (1992: 134).6 Así, lejos del magisterio que explicita su propio apellido, Wilhelm se enfrenta al final de su periplo con la paradoja que embarga a la subjetividad moderna, e interioriza así una desorientación que parece anticipar la crisis del sujeto que empezaría a gestarse un siglo más tarde. Wilhelm oscila entre la seguridad de una coherencia vital organizada desde fuera y la incertidumbre que sostiene su necesidad de libertad, vacilación que ilustra la transición que se está llevando a cabo 6

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En esa misma dirección, se ha leído la presencia de la Sociedad como la emergencia de las nuevas estrategias discursivas del poder en el nuevo paradigma de la Modernidad: “In both outward appearance and in function, the Masonic Tower thus emerges as a perfect mirror of the Benthamite Panopticon, the structure that Michel Foucault identified as an architectural metaphor for the creation of modern subjectivity through the internalization of discursive power” (Boes 2008: 269).

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entre una visión mecanicista del sujeto y otra que escruta su autofundación. Es ahí donde tal vez estribe el amargo final feliz de la novela que ya sus primeros lectores románticos se encargaron de hacer notar.

La teleología del origen en Enrique de Ofterdingen de Novalis En la primera escena de Enrique de Ofterdingen de Novalis (1802), su protagonista yace en la cama en mitad de la noche y, mientras sus padres duermen, recuerda la enorme sugestión —el “extraño deseo” (1998a: 87)— que le ha producido el relato de un extranjero sobre una misteriosa Flor Azul. A pesar de tratarse de las primeras líneas de la obra, lo cierto es que se trata de un incipit altamente revelador y denso en lo que a motivos y referentes formales se refiere. En él ya se incluyen algunas de las claves que van a ir desarrollándose en el relato, por un lado, y en la búsqueda identitaria de Enrique, por el otro. La Flor Azul va a ser el símbolo que despierte dicho anhelo, y también su meta. Por ello, el periplo de Enrique consiste en desvelar el sentido de esa experiencia original y, a diferencia de lo que ocurría en el Wilhelm Meister, advertir esa determinación, comprobar que su vida sigue un plan ya establecido, lejos de atribularlo, supone un acicate liberador. No es extraño, pues, que la novela de Novalis surja del diálogo crítico con la obra de Goethe.7

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Mientras que la novela de Goethe es uno de los principales interlocutores de Enrique de Ofterdingen, como un tiempo antes lo había sido para Lucinde de Friedrich Schlegel (1799), el otro modelo es la filosofía de Johann Gottlieb Fichte, que se había convertido en el pensador de referencia en la última década del xviii alemán. Sus sucesivas reescrituras de la Doctrina de la ciencia a partir de 1794, de hecho, permiten establecer un rico diálogo con la paralela configuración del Bildungsroman —sin ir más lejos, su reflexión alrededor de los límites del sujeto—, a pesar de que este no es el escenario propicio para desgranarlo. Como mero ejemplo de esa relevancia, cabe consignar que, pocos años antes de publicar su última novela, Novalis había consagrado a dicho filósofo sus Estudios sobre Fichte, como resultado de la asistencia a sus clases en Jena.

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A pesar de que las diferencias entre el Enrique de Ofterdingen y el Wilhelm Meister son evidentes —desde la extensión del relato hasta el tono, el pulso narrativo o la ambientación medieval de la primera—, hay también numerosos elementos paralelos. De hecho, sin la existencia de esos elementos no sería posible incluirlas en un mismo subgénero novelístico y, más aún, resultaría complicado comparar sus dos propuestas. Así, como ocurría en la novela de Goethe, Enrique se embarca en un viaje formativo que lo aleja de la influencia de su padre —en este caso, representado por una figura pusilánime que no puede oponerse a los designios de su hijo—, y lo lleva hasta una culminación que, a pesar de que su autor dejó inacabado el texto, puede describirse como el descubrimiento de sí mismo a través de una experiencia mística de reunificación con Matilde, que había muerto poco después de desposarse.8 Antes de que esto suceda, no obstante, Enrique debe recorrer las etapas de un itinerario ascendente y progresivo —es ahora donde se distancia de Goethe— en el que apenas queda espacio para la vacilación. El objetivo de dicho itinerario será que Enrique desvele el sentido de la Flor Azul, símbolo de la conquista del lenguaje poético que posibilitará el acceso redentor a la unificación con la naturaleza y con la amada. La formación de la propia identidad como camino hacia el descubrimiento del arte se opone frontalmente a la trayectoria propuesta por el Wilhelm Meister. En esta última novela se acaba rechazando y clausurando todo lo que representa una relación del protagonista con el teatro para defender su integración —más o menos satisfactoria— en la comunidad. La muerte y funeral de Mignon —que remachaba simbólicamente esa anulación— provocó la indignación de los primeros románticos, que elevaron al personaje a símbolo y mártir poético. Novalis sitúa a su Enrique en esa línea de enaltecimiento del arte como

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La muerte en 1797 de la joven esposa de Novalis, Sophie von Künhn, como origen de algunos pasajes de la novela ya ha sido ampliamente reseñada por numerosos especialistas. Dicha experiencia autobiográfica también está en la base de los Himnos a la noche que el autor publicó en Athenäum en 1800, también cercanos al tono anímico de la novela.

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liberación y mediación entre el individuo y la realidad. Para ello, esta novela de caballerías sin aventura establece un relato por etapas que va mostrando sucesivamente al protagonista las distintas caras del arte a través de personajes y episodios alegóricos. Cada uno de ellos articula una estructura dialéctica entre dos elementos distintos que encuentran un punto de unión en el plano artístico y, gracias a ello, muestran a Enrique la posibilidad de su integración y superación progresiva. La primera referencia a la poesía la recibe, paradójicamente, por medio de los mercaderes que lo acompañan en la comitiva que le conduce al pueblo de su abuelo, destino final de su viaje. Lejos de situarse como antagonistas del espíritu artístico —como ocurría con el mundo burgués en la novela de Goethe—, dichos mercaderes le narran a Enrique vívidos relatos en los que muestran su admiración por los verdaderos poetas, por aquellos que dominan el carácter mágico y revelador de la palabra. Sin embargo, aseguran que los tiempos en los que estas figuras existían han pasado ya y que ahora solo queda la nostalgia de aquella Edad de Oro. Ante la confrontación de esas historias con la vida real, Enrique atisba una escisión inevitable: “me parece como si hubiera dos caminos para llegar a la ciencia de la historia humana: uno, penoso, interminable y lleno de rodeos, el camino de la experiencia, y el otro, que es casi un salto, el camino de la contemplación interior” (1998a: 103). Los mercaderes, sin embargo, intentarán convencerle de que no se trata de dos caminos irreconciliables, sino que, para ser poeta, debe alzarse a las alturas metafísicas tanto como tener un buen conocimiento de todos los aspectos de la vida humana, solo accesibles mediante la experiencia. Una vez que Enrique ha advertido esa conciliación, ya puede gozar de un contacto más directo con lo poético. En el siguiente capítulo, aparecen dos personajes aparentemente antagónicos pero que le revelarán una misma cercanía al arte: el señor del castillo y Zulima, su prisionera. Ambos se han encontrado en las Cruzadas, aunque en bandos distintos, y mientras el señor feudal hace partícipe a Enrique de su ardor guerrero mediante un relato épico, Zulima lo seduce con su voz maternal y su exotismo oriental, región donde se ubicaba el origen ancestral y mítico de la poesía: “el entusiasmo guerrero de antes había desaparecido completamente. Se daba cuenta de que en el

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mundo reinaba una extraña confusión” (1998a: 141). Enrique se hace consciente así de la dialéctica sobre la que se forma gradualmente su identidad. El siguiente episodio de la novela contrapone dos nuevos personajes: el minero y el eremita. El primero busca la esencia de la verdad adentrándose por cuevas y grutas —motivos recurrentes en esta novela— con la convicción de que la historia geológica de la tierra, oculta bajo la superficie, le mostrará el secreto de la realidad. El eremita, por su parte, habita precisamente esas profundidades tras una vida agitada en la que ha sido protagonista activo de hechos trascendentales para la historia de los hombres. Cansado del vicio y corrupción que en ella ha conocido, ha decidido evitar toda compañía y refugiarse en la invisibilidad. Ambos personajes, pues, muestran una relación distinta con la historia y, sin embargo, un mismo respeto por la naturaleza, cosa que les hace encontrarse y entenderse en sus profundidades. La “lenta pacificación de la Naturaleza” (1998a: 171) que ellos detectan en la cueva les sirve para proponer a Enrique un ejemplo de progreso armónico, en el que cada etapa se asienta con sutileza sobre la anterior formando un todo cohesionado.9 Así, la identidad de Enrique se perfila a través de la sedimentación de estratos que lo elevan al punto culminante: la conquista de la palabra poética. Esto sucede en el siguiente episodio, cuando finalmente llega al pueblo de su abuelo y conoce a Matilde, de quien se enamora perdidamente. El descubrimiento del amor le abre el acceso a la poesía, que se revela nuevamente a través de un sueño en el que vuelve a aparecer la Flor Azul del principio. Esta vez, sin embargo, sobre ella se sitúa la cara de Matilde, y ahora es él, Enrique, el extranjero. Con tal identificación, la primera parte de su periplo ha concluido. Ahora solo le resta dominar el arte de la palabra para terminar de reconstruir la escena inicial del relato y, para ello, obtendrá la ayuda de un maestro, Klingsohr, que a su vez es el padre de Matilde. Klingsohr, que considera a Enrique un “nuevo hijo” (1998a: 201) y que, por lo tanto,

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Tal vez no esté de más recordar que Novalis trabajó como supervisor de minas en Weissenfels durante los últimos años de su vida.

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releva al padre biológico, confirmará a este las sospechas sobre la íntima disonancia que articula al mundo —“con la Naturaleza ocurre como con los hombres: su esencia está dividida y en ellos se encuentra una interna contradicción” (1998a: 201)— y lo hará consciente de la simbología que ha alumbrado su periplo formativo. Desde su encuentro con Zulima hasta su excursión con el minero, su vida ha estado orientada hacia un encuentro con la poesía que ya se preludiaba desde su infancia. Su formación, por lo tanto, ha consistido en un itinerario construido como si de un texto se tratara, en el que el final ya estaba inscrito de forma simbólica —esto es, indirectamente— en el comienzo. Con ello, Klingsohr no hace sino confirmar lo que Enrique ya presumía tras el pasaje en el que el eremita le invita a que ojee un libro en el que se podía seguir una vida paralela a la suya, aunque situada en otro momento histórico. El mismo eremita le había concedido entonces una pista en ese sentido cuando le aseguró que la formación no consistía en acumular infinitas experiencias, sino en analizar la vida para descubrir “el secreto encadenamiento de los hechos y el tiempo” (1998a: 164). Ahora Klingsohr confirmaba a Enrique la presencia de esa ley oculta que rige y unifica todo, incluso las propias escisiones y contradicciones del hombre. De nuevo, reaparecerán aquí los problemas de autoconciencia y reflexividad que Kant había dejado abiertos en su reflexión sobre el sujeto y J. B. Fichte había explorado en sus lecciones de Jena, a las que asistió Novalis. Recuperemos brevemente ese horizonte filosófico para volver después al Enrique, novela que también podría leerse como un tratado filosófico. Según Fichte, este acto de exponerse a sí mismo en el momento de la reflexión desdobla al sujeto, pues “mientras antes era solo en-sí, ahora, en esta fórmula es en-sí y para-sí” (Caner 1995: 90). Así, ya los primeros románticos advirtieron que “si queremos explicar el yo como relación entre dos términos, nos será imposible explicar el fundamento prerreflexivo que da razón de esa identidad” (1995: 63). De ahí que se revele una estructura paradójica de la subjetividad según la cual es simultáneamente parte y todo del pensar. La identidad vuelve a escapar al sujeto, que de nuevo está dividido. Tras comprobar que la unidad posibilita la conciencia, pero no es la conciencia, algunos de estos autores —entre ellos Novalis— advierten que, para acceder

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al yo, es preciso que exista una mediación que lleve a cabo “la tasca de fer conscient el saber inconscient de l’alteritat” (Caner 1998: 17). Dicha mediación obliga al yo a pasar por aquello que no es él mismo, es decir, por la alteridad, antes de alcanzar la comprensión de sí. Para Novalis, esta operación solo puede alcanzarse a través del lenguaje. De ahí que su pregunta de partida sea por la representación de uno mismo. Y el primer elemento interrogado es el lenguaje, condición de posibilidad de toda representación. El lenguaje, por lo tanto, lejos de su tradicional función instrumental, se convierte en mediación entre el pensamiento y lo pensado, que siempre debe ser articulado en términos de representación. El lenguaje, además, como institución social, obliga al sujeto a salir de su individualidad. El conocimiento de sí mismo, por consiguiente, no es inmediato, sino mediado por el lenguaje, que lo posibilita. Esa conciencia lingüística que se interpone entre sujeto y objeto, imposibilitará el acceso completo y sistemático a cualquier tipo de conocimiento. Por eso, “la filosofía no puede conseguir positivamente su tarea de mostrar la identificación de sujeto y objeto” (Bowie 1999: 89). Solo la Poesie será capaz de hacer visible lo oculto, pero siempre a través de caminos indirectos, a través del dominio de la representación. Así, “el subjecte només es pot trobar en la representació, en l’altre de si mateix, però aquest altre és un absent” (Caner 1998: 19). Tras cada capítulo, Enrique observa su propia representación, en ella sintetiza aquello que los personajes que salen a su encuentro le enseñan. Enrique, convertido así en su imagen por mediación del lenguaje poético, se divide en el objeto representado y en el sujeto que representa, y se unifica como conciencia compartida. Pero es el lenguaje poético el que posibilita la salida de sí y la reunificación posterior como aprendizaje, es decir, la conversión del yo en otro. Es así como el camino de aprendizaje se basa, paradójicamente, en la trascendencia de los límites del antiguo yo, de los límites de su representación, de los límites que lo definían como algo finito: del mismo modo como cada poeta tiene un terreno propio del que no puede salirse, so pena de perder la compostura y quedarse sin aliento para seguir cantando, asimismo el conjunto de todas las fuerzas humanas

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tiene un límite de representabilidad más allá del cual la representación no puede seguir teniendo la coherencia y el perfil que le son necesarios y se disuelve en un caos vacío y engañoso (Novalis 1998a: 202-203).

El sujeto está inscrito desde el principio en el lenguaje, por lo que su existencia se convierte en la búsqueda de las representaciones que mejor se le avengan. Dicha búsqueda se convierte así en la mejor expresión del proceso de Bildung, pues se trata de “una història de recerca de la forma que es correspon amb la constitució paradoxal i inabastable del subjecte. Això és la formació (‘Bildung’), l’intent de copsar la imatge (‘Bild’), que, tot i portant-la dins nostre, d’alguna manera transcendeix el nostre límit temporal” (Caner 1998: 21). Dicha paradoja liberadora es la que articula la formación de Enrique. Su búsqueda se basa en el contraste entre las representaciones que encuentra en el camino y la carencia que siente en su interior debido a su esencial limitación: los distintos personajes que encuentra representan la alteridad, es decir, aquello que Enrique todavía no es. Como le ocurre al protagonista del Wilhelm Meister, Enrique percibe sus límites desde el principio y ese bloqueo es precisamente lo que le impulsa a ensancharlos. En su caso particular, es el relato del extranjero sobre la Flor Azul que abre la novela el que, a modo de revelación, inculca en el protagonista la llamada de un destino que entonces se revela incompleto. Tal designio no es otro que descubrir a través de su periplo formativo que la imagen (Bild) que lleva en su interior desde el principio es la de la poesía. Por ello todo su camino está guiado teleológicamente hacia la exploración de una experiencia inaugural irrecuperable en su inmediatez —solo accesible a partir del como si de la representación poética—. Esa carencia va a impulsar la búsqueda, pues “el yo está inherentemente ausente, pero este mismo hecho conduce más allá de sí mismo” (Bowie 1999: 90). En consecuencia, para Novalis —como para Fichte— los límites del yo posibilitan su propio crecimiento. Y solo mediante el lenguaje poético se “representa de forma ideal la manifestación prerreflexiva de lo Absoluto en nuestra conciencia” (Caner 1995: 320). La figura del extranjero posibilita ese tránsito. Desde el narrador del relato de la Flor Azul, pasando por el eremita o Zulima, la mayor parte de los personajes que Enrique encuentra en su camino

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son extranjeros y, como tales, le enseñan aquello que él no conoce. Ese extranjero es el Otro, el No-Yo que hace emerger la conciencia de la incomprensión y, por lo tanto, la conciencia del propio límite y del Yo como algo abierto a negociación. Pero la novela resalta que ese extranjero no es un extraño radical: sus palabras inducen la incomprensión, pero también la intuición y sospecha de un leve reconocimiento aún no revelado. Todo contacto con esos extranjeros, de hecho, conducirán a despertar un conocimiento dormido, no radicalmente ajeno. Por eso la novela se mueve en ese espacio dúctil que despliega la transición del Yo hacia lo desconocido, que es intuido como futuro reconocimiento: la salida de sí conduce a la progresiva comprensión de un momento inaugural, de ese sueño infantil que nunca alcanza a decirse de nuevo.10 De ahí que al final, al llegar a la patria de su madre, Enrique mismo se conciba como extranjero. La lectura comparada de las novelas de Goethe y Novalis permite observar cómo el Bildungsroman adquiere forma sobre modelos de individuo distintos, o incluso divergentes. La polémica que suscita la obra de Goethe provoca la aparición de novelas críticas que puntualizan o reformulan la poética formativa del Wilhelm Meister. Sin embargo, es precisamente esa diferencia la que acaba instaurando el subgénero. Por lo tanto, resulta difícil plantear una acotación del mismo a partir de la afirmación de un ideal de individuo u otro. Lo que define el campo de posibilidades del Bildungsroman es, por contra, aquello hacia lo que apunta dicha variedad de representaciones, es decir, la libertad del individuo como problema.11 Así, la lectura del Wilhelm

10 Este proceso de autoconciencia a partir de la representación es, según Rodríguez Fontela, uno de los mecanismos básicos de la novela de formación: “el protagonista del Bildungsroman tiene que ser […] actor y receptor de su propia experiencia, autor y lector de su vida de ficción” (1996: 45). 11 En su estudio del pensamiento alemán, Eusebi Colomer señala cómo la libertad se convierte en el problema central de la filosofía a partir de Kant. Si este se preguntaba “¿cómo es posible la libertad en un mundo determinado necesariamente por la causalidad?, en Fichte se trata exactamente de lo contrario: ¿cómo hay que concebir en definitiva al mundo, partiendo como premisa de la certeza de la acción libre?” (2006: 20), configurando así el horizonte al que se dirige el Bildungsroman.

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Meister y el Enrique nos ha llevado a advertir que ambas narraciones parten de una exploración crítica acerca de las condiciones que posibilitan la formación en libertad del protagonista. Si en la primera es la Sociedad de la Torre, en la segunda es el libro que lee el protagonista, el motivo que introduce la confrontación entre destino y libertad. Si cada una resuelve ese choque a su manera, es la posibilidad de cuestionar la libertad aquello que las reúne. El Bildungsroman, en definitiva, se conforma sobre la precaria libertad del sujeto moderno.

Estrategias para leer la novela de formación europea No es hasta el año 1824 cuando aparece en Inglaterra la primera traducción al inglés del Wilhelm Meister, firmada por Thomas Carlyle, quien diez años más tarde ofrecería su personal reescritura de esta novela: Sartor Resartus. Por esa época, como hemos visto, el Bildungsroman ya cuenta con una más que sólida tradición en las letras alemanas. Incluso cuenta también con varias parodias y teorizaciones que permiten elucubrar una conciencia de género establecida. Cabría preguntarse qué ocurre, entonces, en las tradiciones literarias que habían patrocinado la emergencia de la novela en el xviii: la inglesa y la francesa. Resulta notorio que durante todo el siglo xix, pero también antes, aparecen obras que, desde el punto de vista temático o semántico, podríamos adscribir a la novela de formación: solo hay que pensar en El viejo Goriot (1834), Vida de Henri Brulard (1831-1839), El molino junto al Floss (1860), Grandes esperanzas (1860), La educación sentimental (1869) o El destino de la carne (1902), entre otros títulos. Parece evidente, pues, que se trata de un subgénero que, como mínimo, debe ser pensado también en relación con estas tradiciones. Aunque en ocasiones se ha aludido a novelas rusas, italianas, o españolas (cf. Moretti 1997), solo en las tradiciones antes mencionadas se encuentra un volumen de textos aceptable durante un lapso de tiempo paralelo al del Bildungsroman, que nos permita hablar de alternativas al mismo. François Jost, sin ir más lejos, toma el esquema de las ciencias naturales para hablar de las novelas de formación inglesas y francesas como variantes del Bildungsroman alemán, como especies

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distintas dentro de un mismo género (1983: 138). Esta podría ser una apuesta válida si no fuera porque también dentro del Bildungsroman, como hemos podido comprobar con las lecturas del Wilhelm Meister y el Enrique de Ofterdingen, aparecen variantes. Incluso es verosímil pensar que, de hecho, se construye a partir de esas variantes, conteniendo su propia interpelación crítica: “crisis is the norm of the bildungsroman history” (Stević 2020: 148). Aun así, son numerosos los especialistas que siguen esa suerte de juego dialéctico y contrastivo. Para Marianne Hirsch, por ejemplo, la principal diferencia entre las distintas tradiciones estriba en el tipo de sociedad representada: mientras “the society of the German novels has universal and symbolic rather than particular significance” (1979: 303), en el caso de las francesas e inglesas, se aborda una sociedad esencialmente urbana, a cuya corrupción se opondrá la figura del protagonista. De ahí que donde “the German Entwicklungsroman presents growth as an accretive process where fantasy is replaced by reality and false hopes by reasonable accomplishments, the French and English novels depict not a formation but a deformation of the individual, the corruption of natural impulses and values” (1979: 302), convirtiendo a estas últimas, en su gran mayoría, en novelas de de-formación. En esa línea podrían situarse las novelas de Dickens, por ejemplo, o incluso las de Balzac, quien, cuando se acerca al relato de formación lo hace desde el esquema narrativo de las ilusiones perdidas, es decir, del joven de provincias que llega a París para descubrir que sus posibilidades de prosperar en la sociedad radican en el sacrificio parcial o total de sus ideales y su moral.12 La libertad como problema, de nuevo, se encuentra en el centro de estas novelas, pues sus decisiones ya no pueden apoyarse en el modelo de conducta elegíaco, pero inoperante de la provincia, y la ciudad solo ofrece confusión y cambio permanente del valor de verdad. Así resume la contingencia urbana el experi-

12 En el caso de Lucien de Rubempré, uno de los parvenu más célebres de Balzac, dicho sacrificio lo conducirá al extremo de suicidarse en Esplendores y miserias de las cortesanas (1838-1847).

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mentado Vautrin a Rastignac, uno de esos parvenu característicos del relato de formación francés en El viejo Goriot: “un hombre que se jacta de no cambiar nunca de opinión es un hombre que se preocupa de ir siempre en línea recta, un ingenuo que cree en la infalibilidad. No hay principios, no hay más que acontecimientos. No hay leyes, no hay más que circunstancias” (Balzac 2001: 165). Probablemente sea en la novela de formación francesa del xix donde mejor se vehicula la heterogeneidad de discursos sociales en liza. El joven advenedizo que trata de hacerse un hueco en la sociedad parisina consigue penetrar en los salones y ambientes de todas las clases sociales, observando y refractando el mosaico social a la vez que dialoga con él y lo modifica. Su aprendizaje consiste, fundamentalmente, en dominar los códigos sociales y comunicativos que rigen en cada ambiente y esfera de la ciudad. Se trata de una movilidad social que el advenimiento de la burguesía y de la experiencia urbana de la Modernidad ha introducido como nueva posibilidad. La posibilidad de elegir y del cambio como factor inherente al sujeto moderno conducen a una cierta condición precaria del individuo, despojado de la seguridad de trazar un camino afirmativo basado en premisas autoevidentes. Robin Gilmour sitúa esta idea, de hecho, en la base de la novela inglesa del xix cuando sostiene que “the only key to this period of unprecedented change is the fact of change itself, and the Victorian’s consciousness of it: they were the first people to prove on their pulses the knowledge that change —social, cultural, intellectual, religious— was not an interruption of an otherwise stable and predictable existence, but the inescapable condition of life in the modern world” (1986: 2). Por encima de distinciones nacionales, otros acercamientos priman las genealogías comparativas. Así, François Jost (1983) propone leer el Bildungsroman como una reescritura de los moldes narrativos que circulaban por toda la tradición europea, entre ellos, la novela de eduación francesa quintaesenciada en títulos como Las aventuras de Telémaco de Fénelon (ca. 1699) o Emilio de Rousseau (1762). También Bancaud-Maëmen defiende que el Bildungsroman solo puede entenderse como culminación de las tradiciones de novelas de formación francesa e inglesa, como un “échange culturel intereuropéen des plus

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fructueux” (1998: 9) que explicaría la aparición de dos elementos clave en el género: la intimidad y la reflexión autoperceptiva. Esta misma ensayista propone, incluso, establecer una periodización tripartita del siglo xviii en la que solo reserva a la tradición alemana la última fase. Algo parecido ocurre con el estudio de Franco Moretti, que al proponer al Bildungsroman “as a symbolic form of Modernity” (1987: 4) asume un cambio de paradigma cultural a escala europea, y sitúa una nueva periodización del subgénero durante el siglo xix que atiende a las tres tradiciones comentadas. También Bancaud-Maënen propone dos ejes transnacionales para escrutar distintas tipologías en la novela de formación: por un lado, tendríamos la variante individualista, “issue du piétisme, du culte de l’originalité et la différence” (2007: 53), entre las que se encontraría Enrique de Ofterdingen; y por el otro, “una tendance holiste de l’insertion sociale, issue de l’humanisme classique” (2007: 53), en la que se inspiraría el Wilhelm Meister o la novela de formación francesa. Se trata de una estrategia de aproximación al género defendida en su panorámica de la novela de formación argentina por José Luis de Diego (1998a; 1998b). En su caso, son tres las genealogías de las que estaría partiendo la tradición por él estudiada: la primera sería una línea de gran influencia picaresca, cuyo origen cabe establecerlo en las novelas de Fielding y, más adelante, Dickens; la segunda se basaría en la narración de la iniciación como ritual —sería el caso del texto de Novalis—; finalmente, una tercera vía se fundaría sobre las premisas de la Ilustración europea, al estilo de Goethe. Esta caracterización del género a partir de genealogías semánticas puede ofrecer alternativas útiles a la simple separación por tradiciones nacionales, sobre todo cuando nos acerquemos a la variante hispanoamericana. Adaptando ligeramente las líneas propuestas por BancaudMaënen o De Diego, podríamos plantear tres ejes posibles de análisis de las novelas acogidas al Bildungsroman europeo: un primer eje de introspección filosófica, otro de vínculo y proximidad con un marco social o histórico claramente identificable, y un último eje asociado a la rearticulación de modelos literarios diversos. A pesar de que, probablemente, todo Bildungsroman participe de los tres grupos, es posible plantear la preeminencia de uno de ellos en cada novela. Así, el primero estaría signado por la tematización explícita de algunos de los ras-

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gos filosóficos del giro kantiano hacia el sujeto, es decir, de la propia precariedad reflexiva, de la responsabilidad moral, del conocimiento estético o de la libertad: novelas de formación como las de Novalis, Mann o Joyce, ilustrarían esta línea. El segundo eje apuntaría hacia un diálogo claramente definido entre la formación del protagonista y un momento social o histórico explícito o localizable, usualmente vinculado al ascenso de la cosmovisión burguesa, como ocurre en las novelas de Balzac, Stendhal o Butler. Finalmente, un tercer grupo estaría formado por aquellas novelas de formación que enfatizan la refundición de géneros literarios previos como estrategia de construcción de una novelística moderna, en cuyo proyecto podríamos incluir las novelas de Fielding, Dickens, Hoffmann o Musil. La complejidad social en El viejo Goriot de Balzac Con El viejo Goriot de Balzac, el itinerario formativo del joven se enfrenta a la complejidad social. Su protagonista, Eugène Rastignac, un joven de la baja nobleza de provincias que llega a París para prosperar, fundamenta toda su iniciación en la progresiva comprensión de los códigos que rigen la sociedad en la gran ciudad. No otra cosa es la ciudad, las clases sociales, los barrios, los individuos, sino signos que remiten a un código cuyas reglas deben ser aprendidas para prosperar: vivir en un determinado barrio remite a una clase social concreta y a un poder implícito, la vestimenta o los modales remiten al propio lugar social del individuo, el acento indica el origen social o geográfico, etc. De ahí que la novela se sustente, no solo sobre los personajes y las acciones, sino sobre sus mutuas relaciones. París, como las grandes ciudades que emergen en la Europa del siglo xix, se convierte en un tapiz de signos que van a interpretar las figuras sociales emergentes del detective, el periodista, el flâneur, o el parvenu (Matas 2010). Por eso, cuando el parvenu Rastignac se encuentra con la puerta cerrada que le impide entrar al palacete de la vizcondesa de Beauséant, advierte que su conducta previa, tan sincera y directa, contraviene los códigos de discreción e hipocresía que se exigen para penetrar en la aristocracia parisina, que ahora le castiga. Aceptar seguir adelante en

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su carrera, significa para Rastignac acatar ese código y asumir una conducta nueva, que supone a la vez una posibilidad de triunfar y una renuncia porque lo aleja de los ideales morales del chico que fue a su llegada a París. Para prosperar tendrá que ensuciarse. Pero no es solo ese conflicto, tan usual por otra parte, lo que incorpora a la novela de Balzac en la tradición de la novela de formación, sino más bien cómo el personaje va asumiendo la conciencia de su propio cambio —Rastignac es mucho más que un esquema o un personaje tipo, al menos en esta novela—, y cómo eso afecta a la función y posición del narrador. Lo primero se observa de forma precisa en un fragmento privilegiado de la novela en que Rastignac, tras recuperar el afecto de la vizcondesa de Beauséant y tramar un plan de beneficio mutuo, lleva a Delphine Nucingen —una de las hijas de Goriot, casada con un banquero, es decir, perteneciente a la nueva burguesía financiera y deseosa de ser aceptada por la vieja aristocracia— la invitación para acudir a un baile en sociedad. El fragmento indicado se instala en la espera de Rastignac, mientras Delphine se acicala en su dormitorio. En ese lapso de espera en el que nada parece ocurrir, irrumpe el momento de la conciencia de la propia transformación. Veámoslo en detalle. Rastignac llega a casa de Delphine después de aceptar la renuncia a los ideales morales que le permitirá triunfar, y la invitación al baile que lleva consigo es una suerte de salvoconducto para penetrar en la alta sociedad parisina y conseguir así el éxito amoroso y social que persigue. Rastignac, por lo tanto, acude a casa de Delphine desde el palacete de la vizcondesa de Beauséant, en un nuevo desplazamiento por la ciudad que reúne los espacios del deseo que mueven la ambición del protagonista, en este caso, el barrio aristócrata y el burgués, la Rue Rivoli y los alrededores de la Bourse (Moretti 1999: 88). Frente a ese movimiento vertiginoso por la ciudad que caracteriza a las relaciones y visitas interesadas de sus habitantes, topamos en este fragmento con una escena de espera, con la acción detenida, que abre un largo párrafo de estilo moroso en el que irrumpe el narrador. Ese narrador que aparece una y otra vez en la novela para describir y comentar lo que sucede, para juzgar y sancionar, describe, en este caso, una situación concreta: “Rastignac esperó en el tocador, presa de la impaciencia natural en un joven ardiente y que tiene prisa

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por tomar posesión de una amante a la que lleva deseando dos años” (2011: 307). Este escolio sitúa ya la pareja dialéctica que le va a permitir comenzar una reflexión más general: el deseo amoroso frente a la posesión material —refinamiento del conflicto fundamental de la novela: las ilusiones perdidas frente a la materialidad utilitaria que la sociedad burguesa está diseminando—. El caso particular de Rastignac permite, en primer lugar, describir irónicamente la singularidad del amor en París, lejano a las fórmulas habituales de cortejo porque se basa fundamentalmente en la pompa y el interés económico —“Es allí donde el amor es esencialmente jactancioso, descarado, derrochador, charlatán y fastuoso”— (2011: 308). Acto seguido se pone en juego el ejemplo histórico de Luis XIV y su amante, a quien todas las mujeres de París envidian, actitud que sirve al narrador para apuntar a la corrupción de las élites sociales, a las que les interesa más parecer que ser, exhibirse en el “escenario del mundo” (2011: 308) que regirse por una conducta moral consistente. De ahí pasa el narrador a la recomendación irónica y la sanción moral para gozar del amor en París: “Sed jóvenes, ricos y con título [...]. El amor es una religión y su culto tiene que costar más caro que el de todas las demás religiones; pasa deprisa” (2011: 308). De nuevo, la altura del amor se mezcla con la materialidad de su precio: ya no es algo auténtico e intransferible, sino un ritual plagado de pleitesías impostadas. Lejos de todo romanticismo idealista, el amor en París es una transacción perfectamente planificada. Pero todo pasa, todo caduca: el amor, la juventud, los ideales... Frente al estatismo de la espera, se sitúa el vértigo de la agitación febril de la ciudad y de sus valores. Y entonces, el narrador vuelve a Rastignac para recuperar su posición precaria: “se había amoldado a esa fiebre y quizá se sentía con fuerza para dominar ese mundo, pero sin estar al tanto ni de los medios ni de la meta de esa ambición” (2011: 309). La segunda mitad de esta larga intervención del narrador, que aquí comienza, está signada por la adversación —pero, no obstante, sin embargo— que surge de confrontar el código que impone el escenario social y la falta de medios y experiencia de Rastignac. Sin embargo, Rastignac ya no es aquel Eugène joven e ingenuo que dejó la provincia para prosperar en París:

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Había titubeado continuamente para cruzar el Rubicón parisino. Pese a su curiosidad ardiente, había seguido conservando algunas ideas inconfesadas acerca de la vida dichosa que lleva el auténtico noble en su castillo. No obstante, sus últimos escrúpulos habían desaparecido la víspera, al verse en su piso. Al disfrutar de las ventajas materiales de la fortuna, de la misma forma que disfrutaba desde hacía mucho de las ventajas morales que da el linaje, se despojó del pellejo de hombre de provincias y se instaló muellemente en una posición desde donde vislumbraba un estupendo provenir (2011: 309-310).

Aquí, la estructura adversativa de la frase ya no enfrenta la vida parisina con Rastignac —a través de la dialéctica de poder entre dominado y dominador—, sino a Eugène con Rastignac; el narrador mismo dejará de utilizar su nombre de pila para aludir al protagonista y el apellido se acabará imponiendo, mostrando así una creciente distancia moral respecto a la dirección que asume su conducta. Esta segunda oposición anula a la primera, porque, en realidad, Rastignac ya ha cruzado el Rubicón parisino, el punto de no retorno en su conducta moral, asumiendo los códigos sociales del interés y la apariencia. Ahora ya podemos volver al Rastignac que espera en el tocador de Delphine: el narrador nos ha dado las herramientas para entender la apuesta del protagonista; Rastignac ha elegido libremente renunciar a sus convicciones morales. Ahora ya volvemos a Rastignac esperando; pero el pasaje no se zanja aquí. Es ahora cuando el narrador abandona progresivamente la escena, su posición omnisciente, y empieza a disolverse en la perspectiva del personaje, a través del estilo indirecto libre: “mientras esperaba a Delphine cómodamente sentado en aquel bonito tocador, que se iba convirtiendo hasta cierto punto en algo suyo, se veía tan lejos del Rastignac que había llegado el año anterior a París que, al mirarlo, por un efecto de óptica espiritual, como con unos prismáticos, se preguntaba si se parecía a sí mismo en aquel momento” (2011: 310). En este último fragmento, ya encontramos las referencias a la posesión y a la apariencia —el espejo en el que se mira, que va a ser suyo—, tradicionalmente atribuidas a la sociedad parisina, en esta ocasión adheridas a la visión de Rastignac. En ese momento de espera, moroso,

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en el que la acción se detiene, Rastignac se hace consciente de su cambio de piel, de su transformación. Por lo tanto, y volviendo sobre la tradición de la novela de formación comentada anteriormente, en El viejo Goriot no tenemos solamente la descripción de un aprendizaje o de una conversión, sino que encontramos a un personaje que asume la conciencia de su experiencia cambiante y precaria, cosa que enlaza con la problemática central del Wilhelm Meister de Goethe. Además, el fragmento ha ejemplificado la irrupción de un narrador omnisciente habitual en la novela, un narrador que trata de dominar y acotar todo lo que afecta a su narración, una suerte de perspectiva privilegiada que parece aglutinar toda la información del relato, de los personajes, de la sociedad que trata de diseccionar y analizar. Pero tal sociedad es demasiado compleja para dejarse catalogar y categorizar en esa especie de historia natural que proyecta Balzac con la Comédie humaine: “the narrative system becomes complicated, unstable: the city turns into a gigantic roulette table, where helpers and antagonists mix in unpredictable combinations, in a game that remains open for a very long time, and has many possible outcomes. Quantity has produced a new form: the novel of complexity” (Moretti 1999: 69). Tampoco los personajes quedan reducidos a la caracterización del narrador que enjuicia sus decisiones, o al menos aquellos que, como Rastignac, no se limitan a ser meros tipos representativos de un oficio, una procedencia geográfica o una clase social. Si desde la perspectiva que nos dibuja la irrupción del narrador en el fragmento anterior, Rastignac ha traicionado a su anterior yo y ha sucumbido a las exigencias de la carcomida sociedad parisina, en adelante el relato va a matizar esa conversión. En realidad, y ahí estriba la modernidad de Rastignac, el protagonista de El viejo Goriot no se limita a sustituir unas convicciones morales por su reverso, sino que asume la conflictividad de sus decisiones sin querer abandonar nunca del todo los ideales anteriores, cuya persistencia le permite reconocerse a sí mismo. De ahí que Rastignac se zambulla en el juego de máscaras de la sociedad parisina, pero nunca se acomode ni asimile a esa imposición. Por eso vuelve recurrentemente a la pensión Vauquer —en el Quartier Latin, donde viven los bohemios y estudiantes, lugar del que debería huir para prosperar— y acaba acompañando al viejo Goriot en su

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agonía. Es esa conflictividad la que permite a Rastignac escapar del esquematismo moral al que quería circunscribirlo un narrador que trata de usarlo para pontificar e interpelar moralmente al lector. Es esa conflictividad, de hecho, la que pone en tela de juicio la supuesta capacidad del narrador para erigirse en única autoridad capaz de discernir e interpretar su propia historia de forma objetiva y totalizante —se atisba ahí un comienzo de la crisis del narrador omnisciente y del punto de vista, que veremos cómo Joyce sitúa en el centro de su Retrato del artista adolescente—. Rastignac, por lo tanto, aparece como un sujeto que asume la posibilidad del cambio y, a la vez, la precariedad como condición de posibilidad de tal cambio. El Rastignac del final de la novela es el Rastignac que salió de la provincia y que tuvo que enfrentarse a la complejidad de la gran ciudad, buscando espacios de libertad en un contexto que nunca deja de ser coactivo, aunque no determinista. No de otra manera puede entenderse el desafío final que lanza Rastignac a París —“À nos deux!”—, justo antes de dirigirse a la cena en casa de Delphine que le va a permitir alcanzar su objetivo. El desafío y la posterior asunción del código social remiten al carácter conflictivo de su posición. Rastignac combina en ese final la rebeldía y la imposibilidad de escapar de unos códigos que ya constituyen parte de su identidad, tras las decisiones que ha tomado. El duelo resulta imposible: la ciudad no es el antagonista clásico porque ya no es posible desplegar el esquema dual del heroísmo clásico (Matas 2010: 87). Es así como el itinerario formativo, lejos de conducir a un estado de armonía o plenitud, conlleva el acceso a la conflictividad fundamental del sujeto moderno, carente de posición social predeterminada ni de garantías de convalidación colectiva de sus decisiones y acciones. Rastignac abandona los modelos sólidos y firmes de la provincia para zambullirse en un París de signos y valores ambiguos e inestables. El libro y la vida: Retrato del artista adolescente Parece ser que cuando Joyce decide remitir el manuscrito del Retrato del artista adolescente a Ezra Pound en 1914 para que se empiece a

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publicar por entregas en la revista inglesa The Egoist, lo único que el escritor irlandés tiene en la cabeza es imponerse con ello unos plazos rigurosos que le obliguen a terminar la novela. Durante diez años se había estado encargando de dar forma a una obra que, en su versión definitiva, aparece bastante adelgazada si la comparamos con bocetos previos como Stephen Hero, que no acabaría publicándose hasta 1944, tres años después de la muerte de su autor. Con el Retrato, Joyce se plantea por primera vez acomodar su propuesta estética en los dominios amorfos del género novelístico, tras algunos tanteos poéticos y su celebrada colección de relatos Dublineses. A diferencia de estos últimos, breves cuadros naturalistas sobre su ciudad que acaban desembocando en revelaciones de una realidad íntima y esquiva, en el Retrato, Joyce se propone experimentar con la relación entre un narrador aparentemente omnisciente y un personaje problemático, que tan pronto se le parece como se le escapa. Como es bien sabido, el Retrato del artista adolescente relata la formación de Stephen Dedalus desde su infancia en el seno de su familia y de un colegio jesuita, hasta su primera juventud. En el transcurso de ese lapso, el protagonista vive una serie de experiencias iniciáticas que irán modificando y construyendo progresivamente su visión del mundo, su posicionamiento frente a la comunidad social que pretende acogerlo. Sin embargo, numerosos elementos estructurales y retóricos fundamentales en la forma narrativa de la obra parecen cuestionar ese esquema lineal y progresivo. La actitud pendular de Stephen, o la variable ironía y distancia que media entre el narrador y el protagonista, entre otros elementos, discuten el sentido afirmativo del paradigma literario en el que parece ampararse el relato, que se cimienta, por consiguiente, sobre la constante tensión entre una linealidad evolutiva y un patrón repetitivo. De nuevo, como ocurría con el Wilhelm Meister y el Enrique de Ofterdingen, encontramos una novela cimentada sobre el descubrimiento de un espacio de libertad precario y opresivo como acceso a la trayectoria formativa del protagonista. Respecto a las novelas anteriores de Goethe o Novalis, sin embargo, Joyce instala la narración en la crisis del punto de vista y del narrador omnisciente que el género describe desde finales del siglo xix, y que, en el caso de la novela de formación, bucea en la distancia irónica entre narrador y personaje.

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Tales tensiones fueron intuidas por Hugh Kenner cuando, aludiendo a las artes plásticas a las que el título de la novela hace significativa referencia, sostenía que el Retrato de Joyce subvertía las dos principales convenciones del retrato pictórico: el estatismo del asunto y el del punto de vista desde el que se lo mira y dibuja. Por ello, “Joyce’s Portrait may be the first piece of cubism in literary history” (1985: 103). Sin duda, dicha definición estaba bien orientada, pues la propuesta estética del escritor irlandés estuvo siempre ligada a los desafíos planteados por las vanguardias pictóricas, y, en su caso, nunca escondió la necesidad de partir de modelos formales anteriores para establecer un diálogo irónico con los mismos, problematizándolos y parodiándolos sin eliminar por completo la presencia de tales referencias. En el caso concreto del Retrato, dicha referencia quedaba establecida por la mencionada novela de formación, pero la experimentación formal que animaba al autor no podía dejar de sacudir algunas de las lecturas que la sustentaban. El mismo Kenner intuyó, de hecho, que “the Stephen of most of the book is an interaction between that changing subject and that changing viewpoint” (1985: 110). En consecuencia, es preciso analizar las claves temáticas y formales que jalonan la construcción de tal personaje. En una primera aproximación, se observa que su desarrollo se vincula a un posicionamiento respecto a tres elementos clave de su formación: la familia, la religión y la patria. Estos tres elementos atesoran mayor protagonismo al inicio de la narración, cuando Stephen es todavía un niño y apenas puede escapar de ser mero testigo pasivo de lo que ocurre a su alrededor. El ejemplo paradigmático de esa situación es la cena de Navidad, que ocupa buena parte del primer capítulo y reúne precisamente los tres aspectos mencionados ante la mirada del protagonista. Tras ello, las bases de su educación ya están dispuestas, y en los siguientes episodios, el papel central va a corresponder a la progresiva concienciación de Stephen sobre el entorno en el que vive, y a sus decisiones y actitudes respecto al mismo. A través de una serie de experiencias que se podrían calificar de epifánicas —aunque dicha idea ya esté bastante atenuada en la propuesta estética del autor a la altura de las últimas reelaboraciones del Retrato—, como el simbólico acceso a la cara más sórdida de la ciudad y el encuentro con la prostituta al final del se-

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gundo capítulo, o la aparición casi a modo de anunciación de la muchacha cuya visión le revelará el camino del arte como escapatoria, el joven Dedalus profundizará su rechazo al modelo de vida heredado y se irá aislando en sus conflictos interiores —que alcanzarán casi el solipsismo con la transcripción de su propio diario íntimo al final de la novela—. Según esta estructura, pues, la narración seguiría una evolución desde lo más externo hacia la realidad más íntima del personaje, de la tercera a la primera persona, subrayando así la adquisición progresiva de la autonomía que el esquema formativo le supone. Los meandros y detalles del relato, no obstante, discuten esa primera percepción resueltamente progresiva. Para empezar, la actitud de Stephen está caracterizada por una oscilación pendular entre la rebelión y la aceptación resignada que refleja en su comportamiento social el conflicto interno que lo asola. Si, como se ha visto, el primer capítulo de la novela presenta los tres motivos mencionados, en cuyo seno se inscribe al protagonista no sin incomodidad por su parte —por ejemplo, en relación a sus compañeros de escuela, con quienes no acaba de congeniar—, el segundo va a describir su primer rechazo a las enseñanzas que proceden de dichas instituciones sociales y la sensación de haber terminado una etapa de su vida —“su niñez estaba muerta” (Joyce 2007: 108)—. Tal rechazo no se lleva a cabo sin el sufrimiento que se deriva de un conflicto entre las convenciones externas y un anhelo interno de libertad que siempre resquebraja el equilibrio identitario del protagonista. Solo el encuentro vital con las experiencias epifánicas antes aludidas —en ocasiones, meras autosugestiones, como cuando pretende iniciar la búsqueda de “la imagen irreal que su alma contemplaba constantemente” (2007: 72)— permitirán a Stephen sortear la parálisis que le acarrea su propia lucha, que el narrador compara con la pugna entre el dique social y la marejada interior que lo agita. Los dos capítulos siguientes de la novela confirman, sin embargo, que dicha rebelión no es todavía definitiva, y repiten el mismo esquema. El tercero está marcado por el signo del arrepentimiento que lo acorrala tras su encuentro con la prostituta. Stephen se refugia en una exacerbada penitencia religiosa que no hace sino señalar la intensa influencia que esa moral tiene en la personalidad del protago-

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nista, que se embarcará en unos ejercicios espirituales severos con los que pretende reencauzar su vida. Aun así, el cuarto episodio volverá a poner en liza la rebelión de Stephen, que asume su imposibilidad de encajar en el orden religioso que le proponen. De nuevo, se enfrenta al combate interior y de nuevo encuentra en una experiencia reveladora, por un lado, la sensación de haber clausurado otra etapa —“su alma se acababa de levantar de la tumba de su adolescencia” (2007: 194)—, y por el otro, la nueva orientación artística hacia la que dirigir sus esfuerzos. Stephen parece hallarse otra vez en una situación de máxima distancia respecto a los tres elementos que definen su educación, pero la repetición del mismo esquema y su actitud pendular frente a aquellos obliga a redefinir la idea de progresión en su evolución formativa. De hecho, él mismo llega a una conclusión similar cuando asume que “siempre existiría en su alma un inquieto sentimiento de culpa; se arrepentiría, se confesaría, sería absuelto, se volvería a arrepentir, a confesar, lo volverían a absolver: todo inútil” (2007: 174). El quinto y último capítulo, con su aparente preponderancia en la estructura de la novela, no hace sino confirmar esos vaivenes. Si en ese episodio la actitud de Stephen es ya la de un joven que ha tomado activamente la decisión de dedicarse a la creación artística y eso lo lleva a demostrar un comportamiento soberbio y distante respecto a su familia y amigos, la única composición propia que nos ofrece es una ingenua villanele de escaso vuelo. Además, las últimas entradas de su diario, con las que se da fin a la obra, vuelven a reclamar el amparo de esas instituciones sociales que parecía haber rechazado. Así, si Stephen aparece en este capítulo como una suerte de dandi que no duda en sostener ante Davin —uno de sus colegas de estudios— que la nacionalidad, la lengua y la religión “son las redes de las que yo he de procurar escaparme” (2007: 234), Cranly —otro de la misma cuadrilla— no dudará en hacerle ver “hasta qué punto está sobresaturado tu espíritu de una religión en la cual afirmas no creer” (2007: 278). Esta ambigüedad ha llevado a muchos críticos de la obra a subrayar su carácter irónico (Booth 1991; Castle 1989, 2006), al proponer la narración formativa de un artista que nunca consigue presentarse como tal a lo largo de toda la novela, más allá de sus reflexiones y bravuco-

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nerías estéticas, de modo que, finalmente, “the real portrait is the act of painting” (Kershner 1976: 618).13 Esto obliga a abordar otro de los aspectos del Retrato que más fortuna ha tenido entre los análisis de la obra: la distancia narrativa. La primera recepción crítica había omitido esta cuestión al leer el Retrato como una mera sucesión de apuntes autobiográficos de su autor. En cambio, la postura del narrador respecto al protagonista es cambiante y ambivalente, pues al hecho de que “Joyce was always a bit uncertain about his attitude to Setephen” (Booth 1991: 194), cabe añadir que la novela se escribe en un momento en el que los mecanismos tradicionales que servían para construir la distancia narrativa estaban siendo impugnados, especialmente la posibilidad de construir un narrador omnisciente, capaz de erigirse en autoridad y pequeño demiurgo ante una realidad que ya no puede describirse desde una sola perspectiva: la posición de quien habla respecto de lo que dice se convierte en un problema (Catelli 1997: 184). Por ello, el narrador combina pasajes marcados por el desapego y la ironía con otros de mayor comprensión e, incluso, lirismo. Su relación con Stephen es, por consiguiente, dinámica y cambiante: lo ampara cuando se desanima y lo ridiculiza cuando pontifica. Sobre este mismo asunto, se ha señalado frecuentemente que el estilo literario de la novela acompaña el progreso formativo de su protagonista, y ambos niveles evolucionan al unísono, como se observa cuando el narrador convierte en muchas ocasiones la narratio obliqua en monólogo interior del protagonista.14 La importancia de esta última técnica narrativa aumenta a medida que avanza la novela,

13 Los tres primeros capítulos de Ulises, cuya figura central es la de Stephen y que se han interpretado usualmente como una continuación del Retrato confirman esta percepción, pues en ellos se presenta a un personaje que no ha alcanzado el estadio de madurez prometido. 14 R. B. Kershner insiste en esa evolución paralela en la que “the narrator develops and moves through time as does Stephen, and as protagonist develops, the quality of the narrative voices changes also” (1976: 604). Así, si en el primer capítulo las estructuras oracionales y retóricas se caracterizan por su sencillez, en el segundo conservan su ingenuidad, pero aumentan su dificulta formal hasta llegar a los últimos capítulos, dominados por un “rhetorical flourish” (1976: 605).

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y culmina en el diario, donde el lector tiene acceso a la perspectiva del personaje sin intermediario alguno. Esta evolución, que parece insistir en la emancipación del protagonista, no sólo de su entorno, sino también de la autoridad del que relata su historia, también incorpora recursos retóricos y constructivos que matizan tal afirmación. Así, si se ha observado repetidamente que el paso del primer al segundo capítulo de la novela conlleva un abandono definitivo de las cláusulas paratácticas y una utilización creciente de las hipotácticas que parece resaltar la ascendente madurez de Stephen, y con ello, su completa identificación con el narrador, la irrupción del diario vuelve a recuperar la parataxis, debido, sobre todo, a que es un rasgo característico de tal género de escritura, pero en el que también puede verse una actitud irónica del narrador, pues muestra un personaje que parece recuperar el estilo narrativo del inicio de la novela, marcado por sus connotaciones infantiles.15

15 Los elementos incluidos en el fragmento diarístico que remiten al inicio de la narración son numerosos. El ritmo fragmentado de las observaciones o de las entradas del diario, por ejemplo, que, en cierto modo, es una consecuencia del estilo paratáctico, recuerda la pátina infantil que en el primer capítulo filtraba todas las escenas narradas, en las que el narrador parecía querer reflejar el personaje embrionario que era Stephen, y la simplicidad de sus referencias. Además, el diario ofrece al lector un comentario directo de buena parte de los motivos que han ido abasteciendo la novela, desde su opinión sobre la familia y amigos, hasta sus fabulaciones amorosas y artísticas. Críticos como Gregory Castle (1989, 2006) o Michael Levenson han visto en el fragmento del diario la culminación de toda la retórica narrativa de la novela, basada en los ecos de pasajes previos, la repetición y el juego con palabras clave, o la recuperación de motivos como el del pájaro, al que se vincula, por ejemplo, una visión infantil, o la revelación del arte a través de una muchacha al final del cuarto capítulo (Levenson 1985: 1026). Es más, se han identificado los elementos mencionados en las últimas entradas del diario, como la inversión de los que se citan al principio de la novela, cosa que sugiere que “in an elegantly disguised chiasmus, A Portrait of the Artist as a Young Man ends by reversing its open. It retraces its own steps and concludes where it begans” (1985: 1031), es decir, con la alusión al padre y a la madre —aunque sea en planos significativos distintos—, a sus allegados —tío Charles y Dante— o a sus deseos de entablar relaciones con una muchacha.

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Esa aparente reescritura del comienzo de la novela remite a una estructura sometida a dos movimientos que pugnan por neutralizarse: el progreso y el retorno o la repetición. El progreso formativo de Stephen, por consiguiente, está encerrado en los límites que fijan las convenciones de su entorno y su propio conflicto interior. De ahí que no alcance nunca a efectuar ese “destierro voluntario” (Levin 1959: 57) con el que quiere dar por concluida su formación y su rechazo a Irlanda. La narración termina, pues, por su propia exigencia constructiva y no por la culminación satisfactoria de un personaje que seguirá con sus diatribas y disquisiciones a lo largo y ancho de todo el Ulises. El Retrato, por su lado, “provides a record of development through the mode of repetition, creating a disturbingly ambiguous image of a young man finally becoming an artist for the millionth time” (Levenson 1985: 1022). Buena muestra de ello es la incapacidad que Stephen demuestra ante su madre en dos momentos clave, al principio y al final de la novela: “¿Cuál era la debida respuesta?” (2007: 15), se pregunta cuando aún siendo niño le preguntan si besa a su madre antes de irse a dormir y observa que ninguna posible réplica es adecuada, y, más adelante, cuando ya habiendo alcanzado cierta madurez, al ser inquirido de nuevo sobre si ama a su madre, solo acierta a contestar: “no entiendo lo que quieren decir esas palabras” (2007: 278). La formación de Stephen avanza, pero siempre queda atascada en los mismos problemas irresueltos, que le obligan a retrasar periódicamente su itinerario y a renovar cual condenado perpetuo su desafío al mundo: “silencio, destierro, astucia” (2007: 286). El desafío, como ocurría con Rastignac, supone la enunciación de su propia escisión: desafían aquello que los constituye.

Consideraciones finales sobre la(s) versión(es) europea(s) Llegados a esta altura, cabe recopilar sumarialmente algunas de las conclusiones que se han ido perfilando en las páginas anteriores, sobre todo para ensayar una caracterización condensada de la novela de formación con la que trabajar. Atendiendo a ese desarrollo, es preciso pensar en una acotación de este subgénero desde una perspectiva

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multiaspectual, que incluya rasgos semánticos, pero también estructurales, culturales y estéticos. Ya hemos visto cómo el horizonte de lectura más común al que apela la novela de formación se sintetiza en una descripción argumental. Toda novela de formación, pues, sería una narración centrada en el itinerario de progresiva formación de la conciencia del protagonista en su negociación con la comunidadsociedad hasta su ingreso en la edad adulta. De esta definición se derivan algunas consecuencias que conviene invocar nuevamente. En primer lugar, el personaje principal es un elemento estructurador del relato, es decir, la narración se despliega entorno a su peripecia, principalmente la progresiva construcción de la conciencia. Es tal vez ese condicionante el que orienta mayoritariamente las novelas de formación hacia una estructura lineal o con una fragmentación tenue que toma como base el relato realista decimonónico —ya veremos qué implicaciones tiene que se quiebre esta premisa— a través de una serie de motivos y etapas recurrentes: la presencia de una autoridad más o menos institucionalizada —familiar, religiosa, educativa, política—, el viaje hacia lo desconocido, las lecturas formativas, la iniciación amorosa y sexual, el encuentro con personajes que invocan aspectos distintos de la realidad, el compromiso con los propios ideales, la aparición de la vocación artística, etcétera. El esquema narrativo subyacente, como corresponde a todo rito antropológico de iniciación, se inicia con la salida del entorno propio, al que sigue la fase liminar de separación, y termina con el regreso. Aun así, conviene subrayar, por un lado, que algunas de las principales representantes del género se construyen sobre una tensión fundamental entre el carácter lineal y circular, entre lo sintagmático y lo paradigmático —tomando prestada la terminología lingüística—, entre el carácter y el destino, de modo que el final de la novela impedirá en muchas ocasiones clausurar el relato. Y por el otro, que la novela de formación, como respuesta a unas necesidades históricas y culturales específicas, va a proponerse como solución específica de la Modernidad, distanciándose así de relatos de formación previos. De ahí que lo último que precisa ser recuperado de la definición propuesta es que la novela de formación surge, precisamente, a partir de la asunción de que la integración del individuo en la sociedad se

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ha convertido en un problema colectivo. Y tal cuestión está asociada a tres giros fundamentales que articulan un nuevo paradigma cultural: el giro subjetivo al que contribuye la filosofía kantiana, la herencia ilustrada y el debate sobre la Bildung; el giro social derivado de la emergencia de la burguesía como clase en el poder y de las sucesivas crisis que replican a la Revolución Francesa e Industrial; y, finalmente, el giro estético, asociado a la dignificación de la novela como género literario, que implica un cambio en el tratamiento del material narrativo y de los personajes. Por consiguiente, podemos apreciar la aparición del Bildungsroman como síntoma de un punto de inflexión cualitativo en el paradigma cultural europeo, y, naturalmente, analizaré si ocurre lo mismo en la tradición hispanoamericana. Retomando la cuestión del tratamiento narrativo, encontraremos novelas de formación en primera y tercera persona, o incluso combinando varias técnicas narrativas, según avance la experimentación con la estética novelística. Por eso, uno de los elementos clave del género va a ser la relación irónica entre narrador y personaje. Una parte importante de las lecturas siguientes van a tratar de explorar cómo la distinta modulación de ese vínculo irónico juega un papel determinante en la articulación del subgénero, sobre todo en aquellas narraciones en las que el protagonista describe un itinerario que lo lleva a iniciarse en la escritura como vehículo de la autoconciencia, o bien en las que el estilo del narrador evoluciona en paralelo con el carácter del personaje. Como ocurre con buena parte de la novela moderna, la novela de formación se va a presentar en muchas ocasiones como un proceso constructivo en sí mismo. Esta negociación entre individuo y sociedad, sumada al habitual vínculo entre estética y moral que persiste en los siglos xviii y xix, va a provocar que el género asuma una función propedéutica. Gran parte de las obras va a tener un propósito transitivo, es decir, va a tratar de educar al lector o mostrarle determinadas orientaciones morales y éticas. De ahí que los relatos basculen entre la representación de trayectorias modélicas y la denuncia de ciertos comportamientos sociales. Todo esto posibilitará observar al principal personaje como arquetipo ejemplar y representativo de una determinada esfera social. Aun así, la cada vez más evidente problematicidad del sujeto protago-

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nista impedirá leer dichas novelas como discursos unívocos o novelas de tesis, y resultará menos forzado leerlas a través de los numerosos conflictos que subyacen a la supuesta ejemplaridad. Tanto es así que la configuración del subgénero a partir de un modelo afirmativo va a estar en cuestión desde el principio y, con la inmediata aparición de alternativas, parodias y modelos ambiguos, la novela de formación como subgénero se articulará sobre textos enfrentados, es decir, sobre su propia crisis. De hecho, la aparición del Bildungsroman supone una síntesis y un comienzo: un punto de llegada para modelos narrativos previos —desde la picaresca a la novela sentimental— y un lanzamiento de nuevos problemas narrativos. En esta línea, utilizo el género literario más como condensador (Arán de Meriles 2000) o como repertoire (Fowler 1982: 150), que desde una ambición taxonómica. En la medida en que las obras participan en mayor o menor grado en uno o varios géneros en lugar de pertenecer al mismo (Viñas 2013: 151), voy a tratar de respetar la unidad del conjunto sin sacrificar la especificidad de sus componentes. Dicha unidad de grupo radicará en la aparición de respuestas convergentes a preguntas o aproximaciones diferenciadas: en otras palabras, cómo novelas de tiempos y estilos distintos, analizadas bajo prismas y metodologías variadas, plantean síntomas y horizontes unitarios. Es bajo este acercamiento multifocal como creemos que el estudio de los géneros literarios sigue planteando desafíos y conclusiones sugestivas al trabajar con obras literarias del siglo xx. Habrá que ver a continuación si, una vez instalados en la tradición hispanoamericana, el modelo explorado hasta aquí sigue funcionando como tal, y cómo afecta la reescritura esperable que todo género sufre al hacerse operativo en otro contexto y en otro horizonte.

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SEGUNDA PARTE

Ejes, genealogías, tramas

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Narrar una Modernidad otra (tres versiones iniciales)

Tenemos las raíces y ahora es preciso dibujar las tramas y genealogías. El punto de partida se sitúa en los alrededores de 1926, cuando se publican las tres primeras novelas propuestas: Ifigenia, Don Segundo Sombra y El juguete rabioso. Estas tres novelas son puertas de entrada al subgénero desde interpelaciones distintas a la tradición heredada, en un momento en que unos mismos debates cohesionan el espacio intelectual hispanoamericano por primera vez en el siglo.1 Podríamos empezar, entonces, planteando que las tres obras iniciales registran cómo la novela de formación aparece en Hispanoamérica como respuesta a una experiencia de crisis y reconstrucción de los discursos nacionales que habían fundado los proyectos políticos del siglo xix. 1

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Así lo certifica Carlos Altamirano: “después de la Primera Guerra Mundial y sobre todo desde los años veinte habrá más comunicación entre los ambientes de la intelligentsia del subcontinente, y en determinados momentos América Latina casi funcionó como una sola arena entre cultural y política” (2010: 12).

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Don Segundo Sombra y El juguete rabioso: decir distinto la diferencia El campo y la ciudad. O mejor, la ciudad y la pampa. Esa parece ser la dicotomía clásica para pensar estas dos piezas publicadas en Buenos Aires con pocos meses de diferencia en el año 1926. La ciudad y la pampa como dos lecturas distintas de un mismo país y de su trayectoria hacia la Modernidad. Y, en paralelo a esa lectura enfrentada, dos modelos literarios disímiles: la épica y la picaresca. En tales dualidades se han sustentado los estudios que han buscado en el contraste de Don Segundo Sombra con El juguete rabioso el tránsito hacia la novela moderna hispanoamericana (Doub 2010; Matamoros 1986; Shaw 2007). Sin embargo, son dualidades y oposiciones que parten de un esquema analítico propio de la Modernidad europea, con lo que consiguen perfilar el horizonte de ambas novelas solo en parte. No es posible limitarse a dichas polaridades para acotar cómo Güiraldes y Arlt afrontan la Modernidad literaria en Hispanoamérica. Sus actitudes frente al campo cultural en el que se inscriben no son siempre opuestas, como tampoco lo son las estrategias narrativas que ponen en liza sus novelas. Ambas discuten el horizonte de la Modernidad a su manera, con sus matices y perspectivas, pero ambas lo hacen desde la extrañeza frente a dicho horizonte. Ambas coinciden en esa mueca de incomodidad que caracteriza a la Modernidad hispanoamericana, que piensa su diferencia pero que, además, la piensa diferenciadamente.2 Ya Beatriz Sarlo (2003) o Miguel Dalmaroni (2006) han estudiado detalladamente cómo se configura el campo literario porteño de los años veinte, fundamentalmente condicionado por una ciudad que acumula dos décadas de cambio social y económico

2 Retomo la afirmación de Nicola Miller mencionada en la introducción a su ensayo Reinventing Modernity in Latin America: “this alternative imaginary of modernity was not just claiming to be different, but was paving the way to thinking differently about difference itself ” (2008: 3).

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vertiginoso,3 en la que confluyen varias generaciones de intelectuales que digieren dicho cambio apelando a marcos de referencias distintos: desde aquellos que han conocido la versión previa de Buenos Aires hasta los que han crecido en esa vorágine, pasando por los recién llegados de la ola inmigratoria que dibuja el nuevo paisaje: “Ya en 1890 se había quebrado la imagen de una ciudad homogénea, pero treinta años son pocos para asimilar en la dimensión subjetiva, las radicales diferencias introducidas por el crecimiento urbano, la inmigración y los hijos de la inmigración” (2003: 17). Según tal diagnóstico, en el Buenos Aires del veinte, si no está todo en proceso de cambio, todo está amenazado por la posibilidad del cambio, y la literatura va a registrar ambos estados de ánimo. Desde las dimensiones y la gramática de la ciudad y los barrios, las nuevas expresiones culturales introducidas por los recién llegados, la reubicación espacial de las clases sociales en la ciudad y del sistema de relaciones que las sustentan y explican, todo ello plantea nuevas necesidades e impulsa soluciones nuevas (Gorelik 1998). Aprovechando el imperativo de pensar esas nuevas necesidades y soluciones que arroja un contexto tan volátil, se perfila el contorno de un incipiente campo intelectual. Y no porque se homogeneice, sino porque adquiere constancia y autonomía: “el mundo y la vida de los intelectuales cambia aceleradamente en los años veinte y treinta: al proceso de profesionalización iniciado en las dos primeras décadas de este siglo, sigue un curso de especificación de las prácticas y de diferenciación de fracciones. Los intelectuales ocupan un espacio que ya es propio y donde los conflictos sociales aparecen regulados, refractados, desplazados, figurados” (Sarlo 2003: 28). El intelectual, el escritor, el letrado, ya no es el hombre de gobierno que había trazado la construcción de la república en el xix —Sarmiento, Alberdi, la generación del ochenta—. Pero eso no significa que el

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En aproximadamente un cuarto de siglo, la ciudad duplica su población, con más de un tercio de la población no nativa, y un índice de masculinidad en dicho grupo superior al 120 (Sarlo 2003: 18).

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escritor literato, abandone la esfera pública y política. Tanto Güiraldes como Arlt interpelan en sus novelas a la sociedad, plantean una determinada visión de la identidad colectiva, pero ya no están en el centro del poder: han rebajado su cuota de influencia para adquirir otra perspectiva. Frente a esa pérdida de poder directo, hay quien sugiere que el papel del intelectual deviene residual —“cuando la dirección del Estado pasa a los grandes partidos, los intelectuales entran en un relativo ostracismo político” (Sigal 2002: 6)—, pero veremos cómo esa tensión irresuelta, convertida en contradicción medular, “intensifica y produce textos” (Ramos 1989: 15). Es más, concibe la novela moderna, pues su praxis artística se desvincula del proyecto político de la clase social de poder, y asume la distancia crítica que le permite observar la diversidad y lo contradictorio como signos productivos. El campo intelectual, en consecuencia, se consolida, precisamente a partir de las discrepancias en relación con variados debates sociales y estéticos, a partir de ubicaciones separadas y enfrentadas que se necesitan recíprocamente para posicionarse. Es en dicho campo cultural donde el escritor empieza a concebir la posibilidad de su profesionalización (Dalmaroni 2006: 18), sobre todo incluyendo las colaboraciones periodísticas, como ocurrirá con los dos novelistas que estamos enfocando. Al margen de esa coincidencia, la posición de ambos en dicho campo cultural plantea distancias y solapamientos relevantes. Entre las primeras, la obviedad de que pertenecen a distintas generaciones y tienen un origen social más que divergente: Güiraldes procede de una familia de estancieros y pasea su infancia por un Buenos Aires todavía decimonónico, frecuentando las élites nacionales a las que pertenece su propia familia, mientras que Arlt nace con el siglo xx (1900) en el entorno de unos inmigrantes prusianos recién desembarcados. El destino querrá que individuos con trayectorias tan distintas coincidan en ese año 1926, cuando Arlt aparece como secretario de Güiraldes. De nuevo, aquí tenemos coincidencia y distancia: comparten un lugar, pero no un espacio. Algo parecido ocurre si nos acercamos al rico panorama de revistas literarias de esa década, auténticas artífices y organizadoras del campo

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intelectual.4 Será en la revista Proa, fundada por Borges y Güiraldes en 1924 y dirigida por este último en 1926, donde Arlt publique los dos primeros capítulos de su primera novela: El juguete rabioso —parece ser que el mismo Güiraldes le sugirió que dicho título sustituyera al de La vida puerca, originalmente propuesto por el autor—. Dicha operación no solo revela el contacto y diálogo entre ambos —Arlt le dedicó la novela a Güiraldes—, sino también el distinto grado de consagración literaria que condicionaba sus respectivas estrategias narrativas y de posicionamiento, como veremos. Antes, sin embargo, conviene añadir otro ingrediente a este recorrido. A pesar de que tradicionalmente se le identifica con la literatura popular, e incluso con la izquierda política de Boedo, Arlt empezó publicando su novela en una revista vanguardista y minoritaria, vinculada a intelectuales que procedían de las clases tradicionalmente cercanas al poder. Simultáneamente a ese acercamiento, también Arlt colaboraría asiduamente con la revista Claridad, publicada en la calle que da nombre al grupo de Boedo, vinculada a movimientos socialistas herederos de la Reforma Universitaria de 1918 y abiertamente enfrentada con los planteamientos estéticos y sociales de Proa. En Claridad publicaría Arlt sus dos siguientes novelas, Los siete locos y Los lanzallamas, en 1929 y 1931, respectivamente, además de la única reedición de una novela propia que el autor alcanzó a ver antes de su muerte: la segunda edición de El juguete rabioso. No está de más añadir que, más adelante, hacia 1933, empezaría a publicar sus Aguafuertes en un periódico de amplia difusión como El Mundo, basados en sus observaciones críticas sobre el Buenos Aires cambiante al que hemos aludido. Conviene esbozar mínimamente dicho campo literario para enmarcar combinaciones difíciles de encasillar, pero

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De la función que llevan a cabo las revistas en el panorama intelectual hispanoamericano, Carlos Altamirano escribe: “En el siglo xix, una parte significativa de la producción literaria hispanoamericana hay que buscarla en las revistas y en los periódicos. Pero es en las últimas décadas del siglo xix y sobre todo en la centuria siguiente cuando las revistas destinadas especialmente a un público ilustrado se multiplican, acompañando el proceso de diferenciación de los ambientes intelectuales” (2010: 19).

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que permiten entender la transversalidad de las discusiones que nos ocupan. Para Sarlo, la aparición de revistas vanguardistas como Prisma, Proa o Martín Fierro, consiguió sacudir el panorama literario e intelectual que había imperado durante décadas a través de publicaciones como La Nación o Nosotros, caracterizadas por el eclecticismo estético de sus colaboradores. Dicho eclecticismo se explicaba en gran medida por la supeditación de las propuestas artísticas a un proyecto modernizador social y político que aglutinaba a las élites intelectuales. En otras palabras, el eclecticismo se rompe a medida que el campo literario se independiza del político. En ese contexto, las tres revistas vanguardistas aparecen con un claro gesto de ruptura, buscando una reestructuración de las jerarquías y la creación de un público nuevo: la intolerancia y el enfrentamiento reemplazan las pautas de reconocimiento y convivencia que caracterizaban las relaciones entre intelectuales hasta entonces. La renovación llega para dividir y para polemizar: en esto basa su estilo y lo diferencia del de Nosotros. Todos los actores del campo cultural deben recolocarse, porque su hegemonía comienza a ser discutida seriamente (2003: 97).

Naturalmente, la irrupción de la nueva generación no está exclusivamente vehiculada por las revistas; aparecen también obras de creación, antologías y recuperaciones de figuras olvidadas, pero la estrategia de división y las diatribas que proponen las revistas resulta crucial para replantear los anclajes estéticos, que ahora van a organizarse alrededor de lo nuevo.5 Sin embargo, dentro de ese mismo horizonte y proyecto, el tono y la hoja de ruta de las distintas revistas vanguardistas es divergente: “Proa es, en este sentido, un instrumento muy diferente de Martín

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Lo nuevo va a ser la divisa que unifique proyectos culturales y estéticos que aparecen en varios países hispanoamericanos en esa década, y lo nuevo se convierte en valor a través de las revistas que ejercen de portavoces de esos proyectos: Martín Fierro en Argentina, Amauta en Perú, o Contemporáneos en México (Altamirano 2010: 174).

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Fierro: la primera se presenta como una revista de nexo, la segunda, de artillería intelectual. Proa es revista de modernización y Martín Fierro de ruptura” (Sarlo 2003: 112). Solo ese componente de transversalidad explica que Arlt publique los dos primeros capítulos de El juguete rabioso en Proa. En esta revista, la renovación estética y literaria se combina con la visibilización de nuevos actores dentro del campo literario, es decir, con un relevo generacional que atiende menos a diferencias estéticas —en contraste con Martín Fierro, estéticamente más provocadora y dogmática—. Además, Proa plantea un proceso de distinción de la cultura a nivel hispanoamericano, siguiendo la inspiración del Ariel de Rodó (1900) y de otros proyectos culturales europeos de entreguerras con ambición cosmopolita, como el de Ortega y Gasset o T. S. Eliot, convirtiéndose así en lo más cercano a un precedente de la revista Sur. Don Segundo Sombra Existe todavía en Proa, por lo tanto, un proyecto de alcance integral. A pesar de la renovación que plantea, insiste en la incidencia social que debe atesorar la cultura. No se trata de una participación política directa o de un posicionamiento ideológicamente definido, como ocurría en el siglo anterior, sino más bien de una orientación espiritual de la sociedad por la cultura. Así es como Proa trata de situarse como estandarte de la actitud a tomar ante los nuevos desafíos de la Modernidad porteña e hispanoamericana, y así es como debe entenderse tal vez la mejor concreción de dicho planteo: el Don Segundo Sombra de Güiraldes. En el relato de formación de Fabio Cáceres que pone en juego la novela, anida un intento de hacer legible los cambios que plantea la Modernidad, de proyectar sobre esos cambios una configuración identitaria cohesiva, cimentada en una determinada estilización de la figura del gaucho como elemento nuclear. No se trata tanto del gaucho tout court como de su estilización aquello que se propone como portador de una identidad cultural aglutinadora. Recordemos que, en ese momento, en las primeras décadas del siglo xx, la pampa deviene condensador semántico de la reflexión identitaria de la geo-

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grafía rioplatense y, en especial, de la nación argentina (cf. Adamovsky 2019, Alonso 1990, Dobry 2010, Ludmer 1988, Terán 2010, entre otros,). Don Segundo Sombra se incorpora plenamente a esa reflexión nacional. Don Segundo Sombra plantea la trasposición de los elementos estructurales del relato de formación clásico en la línea del Wilhelm Meister o La montaña mágica —la figura del mentor, la salida del entorno familiar, las pruebas de valor, la iniciación amorosa, el viaje— al contexto de la pampa y de la aventura gaucha, en una dimensión ya codificada por la literatura precedente. Por eso la obra es un punto de partida para la novela de formación, pero, en cierto modo, un horizonte de llegada para otras expresiones y géneros literarios, como el de la poesía gauchesca, recuperada por Güiraldes en una última muestra de narrativa poética sobre el gaucho, tipo social casi extinguido hacia 1926. De ahí que frecuentemente se haya leído esta novela como una reescritura del relato mítico de la edad dorada. Frente a los cambios y la inestabilidad que asedian a la gran ciudad, parecería verosímil acudir a la permanencia y estabilidad que asegura el entorno más tradicional de la pampa. Así, dicho tópico “restituye en el plano de lo simbólico un orden que se estima más justo, aunque nunca haya existido objetivamente y sea, más bien, una respuesta al cambio antes que una memoria del pasado. Por eso, la ‘edad dorada’ no es una reconstrucción realista ni histórica, sino una pauta que, ubicada en el pasado, es básicamente acrónica y atópica: de algún modo, una utopía” (Sarlo 2003: 32). Desde el punto de vista de esa utopía, la novela plantea un aprendizaje fundamentado en saberes tradicionales, contrastados por la experiencia y ajenos a las contradicciones modernas —más adelante, Los ríos profundos proseguirá este proyecto—. Además, se trata de una tradición prototípicamente rioplatense que concuerda con la revalorización de la propia especificidad histórica y cultural que se da durante esa década, derivada de una corriente de escepticismo alrededor del futuro espiritual de la cultura occidental europea, condensado en el ensayo de Oswald Spengler La decadencia de Occidente (1918), central para los intelectuales del momento (Franco 1967: 103). Visto así, Güiraldes acudiría al esquema narrativo de la edad dorada como

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estrategia fundamentalmente defensiva (Shaw 2007: 390) a través de una construcción discursiva de lo autóctono (Alonso 2006) a partir de una figura emblemática como la del gaucho, cuyo sentido para el relato de la nación suscitaba apropiaciones confrontadas entre ciertas élites y el criollismo popular (Adamovsky 2018). La modernidad del relato de Güiraldes, no obstante, estriba en su escritura doble o bifurcada, pues, partiendo de un relato clásico y de una aparente alusión nostálgica a un pasado idealizado, la novela misma también muestra las limitaciones de dicha estrategia. Fijémonos, por ejemplo, en el final del relato, cuando Fabio recibe la carta que le anuncia la muerte de su padre y la adjudicación inesperada de una estancia heredada de la que se debe hacer cargo, es decir, cuando Fabio es encontrado por su propio destino, antes oculto. Cual deus ex machina, dicha carta aparece, como ocurría también con la Sociedad de la Torre en el Libro VIII del Wilhelm Meister de Goethe, para tratar de certificar la integración social del protagonista, el final de su proceso formativo. De nuevo como en la novela de Goethe, dicho giro final tiene algo de conversión y de perplejidad: “Volvía a montar a caballo. El campo todo me parecía distinto. Miraba desde adentro de otro individuo” (Güiraldes 1998: 295). Pero el cambio de condición no solo afecta al protagonista, sino también a sus acompañantes, que pasan a tratarlo de otra manera, ya no como a un igual: El peluquero me saludó como si me hubiese presentado con el traje que los príncipes usan en los cuentos de magia. Me llamó “Señor” y “Don”, hasta cansarse, y ni se acordó de mi pasada indigencia, ni de mi actual ropa, ni de las propinitas conque supo pagarme algún servicio menudo (1998: 302).

Fabio pasa de aprendiz de gaucho a estanciero y terrateniente, es decir, de guiarse por un código de errancia, fidelidad y libertad, se convierte en su contraparte, esto es, en aquellos que contratan y maltratan a los gauchos, aquellos que deslindan el campo con alambres, compartimentándolo y apropiándoselo hasta poner al gaucho al borde de la extinción. De ahí que, como también ocurría en el Wilhelm Meister, esa supuesta integración en la sociedad del protagonista sea

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vivida como una renuncia y como una traición, ante los demás y ante sí mismo: “a pedido mío, fuimos hasta donde estaba la tropa, a despedirnos de los compañeros. En los sucesivos apretones de mano, era como si me dijera adiós a mí mismo” (1998: 298). La conciencia de la propia escisión se impone de forma indeleble: “Yo había dejado de ser un gaucho” (1998: 293). En el último capítulo de la novela, situado tres años después, Fabio aparece ya como estanciero. En la síntesis de ese lapso que lleva a cabo en las primeras líneas, el narrador contrasta la formación errante en la pampa con la instrucción reglamentada y disciplinada de la nueva situación. De aprender en las pulperías, Fabio se instala en los libros y en sus viajes a la capital hasta convertirse en “un hombre culto” (1998: 312). Resulta significativo que sea entonces cuando aparece su afición literaria, su deseo de escribir.6 Solo tras abandonar su camino de aprendizaje y cambiar de vida, tras dejar atrás el deambular permanente y asentarse en el sedentarismo, podrá Fabio escribir su elegía formativa: “concretaba en palabras mi angustia y por esas palabras me sentía sujeto al centro de mi dolor” (1998: 299). Conviene destacar cómo de la anulación de ese modo de vida que se idealiza surge la posibilidad de afirmarlo. La última cita reseña la doblez del lenguaje: las palabras permiten concretar su historia a la vez que señalan aquello que ya no lo define. En esa aparente paradoja estriba la impregnación moderna de la novela de Güiraldes: Don Segundo Sombra plantea una utopía y la extinción de su posibilidad. En el campo literario porteño de los años veinte ya no es posible escribir una novela de formación del gaucho. Carlos J. Alonso lo describe a la perfección en su estudio fundamental sobre las novelas de la tierra: “in its most essential outline Don Segundo Sombra is the narration of how a boy simultaneously 6 Reynaldo Jiménez señala cómo la novela divide el proceso formativo en dos partes: la primera consiste en el dominio de la experiencia y el código semiótico del entorno, y la segunda se basa en el autoanálisis, dejando atrás el lenguaje oral del gaucho y asumiendo un registro culto, que marca el paso del personaje como actor/observador a narrador, situándolo “no en el plano del enunciado sino en el de la enunciación” (1986: 77).

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becomes both a landowner and the writer of an autochthonous text” (1990: 107). Según Alonso, lo autóctono que buscan todas estas novelas hispanoamericanas de comienzos de siglo xx sería un texto perdido y una esencia indecible de forma inmediata y que, por lo tanto, solo se puede recrear: “la novela de la tierra es un intento de crear una obra genuinamente autóctona que simultáneamente socave el concepto de un texto nativo espontáneo exponiendo su naturaleza discursiva, su conocimiento de sí mismo como efecto textual” (2006: 223). De ahí que la autoconciencia del texto como productor de discurso y las diversas dimensiones enunciativas que tejen la trama de la narración conviertan la búsqueda de lo autóctono en una empresa tautológica y potencialmente interminable porque la novela cubre (“underwrite”) aquel texto que se asume como dado de antemano (1990: 68). El juguete rabioso El Silvio Astier de El juguete rabioso, en cambio, deambula por un espacio urbano que se vuelve resistente y opaco, irreductible a un esquema compartimentado de la ciudad. Y, aun así, la novela de Roberto Arlt pivota de nuevo sobre una traición que posibilita la escritura, aunque su pretensión y amplitud son muy distintas a las de Güiraldes. Así, el protagonista de El juguete rabioso parte de unos presupuestos parecidos a los del parvenu de la novela realista francesa del xix, es decir, búsqueda de la fortuna, astucia y un espacio capitalino donde es concebible el cambio de situación. Sin embargo, la ciudad encierra a Silvio Astier en los barrios pobres y él mismo asume, poco después de empezar el relato, su propia condición, no solo de outsider, sino de renegado: Silvio no solo trata de organizar una sociedad secreta al margen de la oficial, sino que acaba traicionando incluso a esa sociedad, y a todo lo que alguna vez llega a apreciar. De ahí que se haya calificado el proyecto narrativo de Roberto Arlt de extremista (Massota 1965; Sarlo 2000), por la recurrente aparición de conspiraciones, sociedades secretas, traiciones y humillaciones, que parecen dibujar anti-sociedades, alejadas de cualquier ideal o concreción de comuni-

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dad basada en la negociación de derechos y en la perfectibilidad de sus mecanismos organizativos. Los años de aprendizaje de Silvio —el relato abarca desde los catorce a los diecisiete años— comienzan de una forma aparentemente tradicional: encontramos al personaje trabajando en una zapatería, cuyo gerente, un inmigrante andaluz —fruto, probablemente, de esa llegada masiva de extranjeros en las décadas anteriores— lo introduce a las virtudes de los libros y la lectura. Pero de esos libros y esa lectura no va a surgir el aprendizaje del hombre culto de la novela de Güiraldes, sino el de su reverso: el antihéroe formado en un canon alternativo y deslegitimado constituido por la literatura popular, las novelas de aventuras y el folletín que empezaron a circular con vigor en esos años (Saítta 2013). A partir de esas lecturas, Silvio va a tratar de emular aquello que a sus ojos hace grande al Rocambole de Ponson du Terrail: su desafío aventurero al orden establecido —“entonces yo soñaba con ser bandido y estrangular corregidores libidinosos, enderezaría entuertos, protegería a las viudas y me amarían singulares doncellas” (Arlt 2003: 11)—. El gran obstáculo es, no obstante, que la ciudad ya no admite aventuras y mucho menos tiene un orden establecido —o al menos, la trama de ese orden no es accesible—. El Silvio Astier de Arlt muestra ese margen social y urbano que se hace visible para el centro en la década de 1920 —Arlt, de hecho, forma parte del primer grupo de escritores que ya no procede de los cenáculos intelectuales ni de consagración tradicionales—. A partir de esos años, el barrio se convierte en un espacio de modelos culturales en pugna a través de prácticas y discursos como las canciones de tango, el fútbol o la literatura: el barrio pintoresco, el barrio laborioso y cordial de una clase media incipiente, el barrio como “reservorio de un pasado cuya extinción había sido, sin embargo, prerrequisito para su propia existencia” (Gorelik 1998: 311). La novela de Arlt llega para explorar literariamente el potencial heteroglósico del barrio y para combatir la impostación de algunos de esos relatos. A medida que la trama progresa, aparece una conciencia de creciente desapego entre el personaje y la sociedad en la que trata de operar. Esta gradual falta de reconocimiento se visualiza a través de la creciente dificultad que siente Silvio para leer la ciudad por la que

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transita. Y en este sentido, personaje y narrador lo expresan con sus propios recursos: el primero transmutando la decepción en incomprensión —principalmente a partir de su expulsión de la Escuela de Aviación en el tercer capítulo, y su posterior encuentro con el homosexual como antesala de su intento de suicidio—, y el segundo, el narrador, mostrando una ciudad que se convierte progresivamente en un paisaje expresionista y grotesco, que acosa al individuo y desborda la posibilidad de ser descrita (Saitta 2013). Es así como ambos dan cuenta de una ciudad que se ha vuelto ilegible para el protagonista, en tanto que los signos de la ciudad que el personaje percibe e interpreta ya no le permiten encajar en ellos una experiencia en la que reconocerse a sí mismo. Podríamos decir que el desarraigo y desapego que se van apoderando de Silvio procede de esa inadecuación, o mejor, incompatibilidad. La ciudad ya no se ajusta a las tradicionales habilidades individuales para descifrarla: se ha convertido en un texto incomprensible. José Luis Romero describe esa nueva experiencia de la ciudad que se asoma a la crisis de 1929: En los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial era visible que no existía un nuevo cartabón para entender las transformaciones que se habían operado. Las ciudades fueron, sobre todo, la pantalla en la que los cambios sociales se advirtieron mejor y, en consecuencia donde quedó más al desnudo la crisis del sistema interpretativo de la nueva realidad. [...] La sociedad urbana que comenzaba a ser multitudinaria provocaba la quiebra del antiguo sistema común de normas y valores sin que ningún otro lo remplazara [...], y el conjunto comenzó a ofrecer el típico cuadro de anomia (2001: 317).

La novela muestra repetidamente no solo cómo Silvio habita la ciudad, sino el estupor que le causan la infinidad de estímulos que le asaltan, caracterizados por su inestabilidad y carencia de forma definida: Eran las siete de la tarde y la calle Lavalle estaba en su más babilónico esplendor. Los cafés a través de las vidrieras veíanse abarrotados de consumidores; en los atrios de los teatros y cinematógrafos aguardaban

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desocupados elegantes, y los escaparates de las tiendas de modas con sus piernas calzadas de finas medias […] mostraban en su opulencia la astucia de todos esos comerciantes halagando con artículos de malicia la voluptuosidad de las gentes poderosas en dinero (2003: 84).

En esta descripción todavía se puede distinguir un cierto orden a partir de la separación entre lo mirado —los lugares del ocio y el consumo burgués— y la mirada externa y desconfiada del narrador. Sin embargo, el espacio urbano —opuesto a la ciudad perfectamente regulada— irá progresivamente disolviendo esa separación y abduciendo al adolescente, que buscará un lugar en el interior de ese entramado: “robaba abstraído, sin derrotero. Por momentos los ímpetus de cólera me envaraban los nervios, quería gritar, luchar a golpes con la ciudad espantosamente sorda… y súbitamente todo se me rompía adentro, todo me pregonaba a las orejas mi absoluta inutilidad” (2003: 117). La relación con el entorno urbano se vuelve entonces pugna y lucha física, y Silvio se advierte enajenado, desbordado por los estímulos indomables de una agitación urbana que se revela impracticable: “caminaba alucinado, aturdido por el incesante trajín, por el rechinar de las grúas, los silbatos y las voces de los faquines descargando grandes bultos” (132).7 Esta desrealización se inicia en la segunda mitad de la novela, cuando tras varios fracasos y decepciones, el personaje toma conciencia de la futilidad de sus expectativas de progresar. Buenos Aires se ha convertido en un signo que Silvio no sabe enunciar ni ordenar. La prueba

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La novela de Arlt despliega entonces su doble condición de celebración y denuncia de los cambios vertiginosos del Buenos Aires de los años veinte. Como sugiere Sylvia Saítta, el Arlt periodista que describe lo que sucede o ha sucedido en la ciudad, busca en la ficción novelística la contracara, es decir, “el testimonio de lo subyacente, de aquello que puede ser pero que todavía no ha sucedido” (2013: 2). Es en los recorridos más alucinados por la ciudad, en los que la percepción de la Modernidad se identifica con un “desorden paroxístico”, cuando Arlt imagina una ciudad que todavía no ha llegado, cuando anticipa la ciudad potencial que acabará siendo Buenos Aires en la culminación de la monumentalización urbanística de los años treinta: “unos pocos signos del presente se convierten en la masa compacta del futuro” (Sarlo 1992: 21).

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de esa distancia entre personaje y espacio urbano resulta ser la antesala de la evasión de Silvio, de su salida física de Buenos Aires anunciada justo antes de terminar la narración. En este punto, la novela describe la experiencia urbana de la Modernidad que caracteriza Álex Matas en su ensayo La ciudad y su trama (2010) como atravesada por la complejidad y la crisis permanente de sus límites, es decir, como una trama de signos en conflicto que se resiste a un modelo interpretativo unívoco.8 Un segundo elemento a tener en cuenta es, como decía unos párrafos antes, la formación libresca de Silvio. Ni las novelas de Dumas, ni Montbars el Pirata o Wenongo el Mohicano, ni siquiera el Baudelaire que descubre en el robo a la biblioteca, parecen conformar la lista de lecturas educativas previsible. Ese inventario heterogéneo de lecturas populares proyecta otro gesto de desafío, esta vez a la cultura oficial, antitético al que planteaba el esteticismo de Güiraldes e, incluso, la élite intelectual que promociona revistas como Proa. Dicha élite, desde la generación de 1880, había centrado sus esperanzas de cohesión nacional en los programas educativos, en una versión del nacionalismo culturalista (Terán 2008: 121) que unificaría en una determinada visión histórica de la república la miscelánea cultural que empezaba a vivirse en la Argentina con la llegada masiva de inmigrantes. La Modernidad de los años veinte señala los límites de ese proyecto y, si bien sigue en la agenda de una determinada ilustración social, será discutido y competido por otros discursos, como la cultura popular, los

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El ensayo La ciudad y su trama propone un recorrido por la tradición literaria occidental identificando en las miradas y representaciones de la ciudad un cambio cualitativo entre la ciudad clásica, ordenada y jerárquica, y la experiencia urbana de la Modernidad, hollada por la complejidad y la crisis permanente de sus límites y formas, esto es, la ciudad moderna como espacio sígnico que se resiste a un modelo interpretativo unívoco. La versión más afinada que Roberto Arlt traza del espacio urbano moderno de Buenos Aires cabe encontrarla en las piezas periodísticas tituladas “Aguafuertes porteñas”, que aparecieron en 1933 en el diario El Mundo y la revista Proa. Álex Matas también estudia estas piezas y encuentra una síntesis que remite a un tono cercano al de nuestra novela: “los aguafuertes, con su tributo pictórico, rinden además homenaje a la nueva posición del observador ambulante, que se desplaza dentro de un caos en expansión de imágenes, estímulos y mercancías” (2013: 20).

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pensadores influidos por el pensamiento nietzscheano o los debates alrededor del socialismo (Terán 2008: 213). Arlt, sin ir más lejos, descendiente de inmigrantes prusianos, no solo no esconde su origen y su formación desordenada y caprichosa, sino que la exhibe reclamando el prestigio que se le debe. Su mezcla de lunfardo, argentinismos, jergas sociales o español de las traducciones celebra una nueva experiencia de la lengua nacional, ajena a las jerarquías literarias vigentes (Niemeyer 2004: 172). Su desafío al saber tradicional, además, no se queda solamente en la propuesta de un canon literario alternativo. Beatriz Sarlo ha estudiado cómo El juguete rabioso pone en juego una larga lista de destrezas y saberes —desde el ingeniero al inventor, es decir, desde el conocimiento técnico hasta el ocultismo— que resitúan la tradicional cultura letrada: “así es la cultura con y contra la que escribe Arlt: está en los márgenes de las instituciones, alejada de las zonas prestigiosas que autorizan la voz. La sociedad secreta es una realización narrativa de esa mezcla de saberes” (2003: 56). De ahí que, como toda novela de formación, El juguete rabioso se detenga a describir minuciosamente un aprendizaje, pero esta vez se trate del aprendizaje de lo prohibido y su legitimación —“El aprendizaje de ratero tiene esta ventaja: darle sangre fría a uno, que es lo más necesario para el oficio. Además, la práctica del peligro contribuye a formarnos hábitos de prudencia” (Arlt, 2003: 28)—, hasta el punto de que la misma sociedad de ladrones elabora manuales sobre los distintos tipos de asaltos. La novela plantea un aprendizaje alternativo e irónico, que naturaliza la transgresión social estructurándola sobre el mismo discurso ordenador que parece garantizar la separación nítida entre el bien y el mal. Tomando esa parodia nuevamente como punto de partida, Arlt va más allá del horizonte de lo marginal —tal como estaba codificado en la picaresca, en el folletín a la Eugène Sue o en el naturalismo de Zola— gracias a la complejidad moral que asume Silvio Astier. Todo el relato se encamina hacia la traición final al Rengo que impide llevar a cabo el atraco que hubiera certificado, como mínimo, el éxito económico de la empresa formativa de Silvio. Sin embargo, no se trata de un desenlace inesperado, de un final artificioso, como se ha calificado en ocasiones. Desde el comienzo, la novela anticipa ese

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desenlace en cada uno de los capítulos y describe cómo Silvio interioriza la necesidad de su decisión final. Por ejemplo, cuando la mujer del librero italiano para el que trabaja le obliga a limpiar las letrinas —“Y obedecí sin decir palabra. Creo que yo buscaba motivos para multiplicar en mi interior una finalidad oscura. […] Era necesario que la vida que mi vida, la vida que había nutrido con pena un vientre de mujer, sufriera todos los ultrajes, todas las humillaciones, todas las angustias” (2003: 91)—, o cuando su valedor para entrar en la Escuela Militar de Aviación como inventor lo abandona y termina expulsado al no tener acreditados los estudios. A través de esas experiencias, Silvio conoce y asume un código de la maldad de resonancias dostoievskianas: “tenía la sensación de que mi espíritu se iba ensuciando, de que la lepra de esa gente me agrietaba la piel del espíritu, para excavar allí sus cavernas oscuras” (2003: 90). Es entonces cuando Silvio se siente aniquilado por la comunidad, condenado al submundo, y piensa en suicidarse. Pero en el último momento no lo consigue, y a partir de ahí, degradado y humillado, tras esa especie de Walpurgisnacht en la que desemboca el tercer capítulo, decide negar sus vínculos sociales a través de la traición al amigo. La traición, finalmente, cancela incluso la posibilidad de la sociedad secreta, basada en la fidelidad entre sus miembros, como a Fabio Cáceres la herencia lo separa de su cuadrilla en Don Segundo Sombra. La traición de Silvio ha sido interpretada como intento de ingresar en el espacio burgués al que aspira —intento fracasado puesto que el ingeniero desconfía de él, justamente, por haber delatado a su amigo (Saítta 1999)—. También ha sido leído como convocatoria de un imaginario extremo y antisocial, característico de los espacios marginales y de “esas comunidades de culpables donde la comunidad es imposible, y que constituyen la imagen invertida de la sociedad” (Masotta 1965: 40). La dificultad de interpretación estriba en cómo entender ese gesto final del personaje como algo afirmativo: en cierto modo, esa es la dialéctica esencial de la novela. De hecho, Silvio no deja de sugerir durante toda su errancia un cierto sentimiento de superioridad respecto al resto, que la traición final acaba encumbrando. Desde su tarea como inventor —más ficticia que técnica— hasta su faceta de líder de esa peculiar banda de ladrones antes mencionada, Silvio juega

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todo el tiempo a estar dentro y fuera de la sociedad: observándola y creándola en su imaginación. De ahí que su transformación en narrador sea un último paso que reafirma su definitivo distanciamiento. Entonces asalta la duda de cómo conciliar esa distinción con la aniquilación que proponíamos antes: cuando, por ejemplo, antes de intentar suicidarse, Silvio siente que “me mostraba tan pequeño ante la vida, que ya no atinaba a escoger una esperanza” (133). Parece como si, de alguna manera, este último anihilamiento posibilitara la conciencia de superioridad, producto de escoger el alejamiento y la propia alienación. Y todo ello tiene que ver, nuevamente, con la transformación del personaje en narrador: ya no se trata de narrar aventuras de bandoleros, sino de explorar una experiencia de vacío y abyección. Solo esa conversión permite perfilar lo que de otro modo sería una radical experiencia de la incomprensión para el Silvio-personaje. Sin embargo, el narrador no es alguien completamente desgajado de tal experiencia. De hecho —y ese es uno de los gestos más modernos en la novela—, Silvio se autocondena a convertirse en narrador cuando decide traicionar al Rengo: Entonces yo guardaré un secreto, un secreto salado, un secreto repugnante, que me impulsará a investigar cuál es el origen de mis raíces oscuras. Y cuando no tenga nada que hacer, y esté triste pensando en el Rengo, me preguntaré: ¿Por qué fui tan canalla?, y no sabré responderme, y en esta rebusca sentiré cómo se abren en mí curiosos horizontes espirituales (174).

Es así como Silvio se aboca al placer del misterio, de lo indecible, pero también a la condena a volver sobre lo mismo una y otra vez. Silvio lo hace como inmersión perpetua en un sentido ausente, en una devaluación de la experiencia que también entronca con la novelística moderna. El juguete rabioso consigue, de esta manera, desplegar un relato polifónico que hace plausible la convivencia de los discursos en colisión que configuran la Modernidad de los años veinte: “la densidad semántica del período trama elementos contradictorios que no terminan de unificarse en una línea hegemónica” (Sarlo 2003: 28). La novela no

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plantea una solución a esas disputas, sino que exhibe la opacidad de la realidad, a veces hasta extremos grotescos e hiperbólicos, y en esa exhibición estriba su modernidad: en su capacidad de señalar las fuerzas ocultas y atraer lo contradictorio como elementos constructivos. En cierto modo, se trata de una complejidad que el mismo escritor traslada también a su ubicación dentro del campo literario porteño. Ya hemos visto cómo El juguete rabioso se publica parcialmente en una revista vanguardista y de élite como Proa, pero el autor transita por la prensa popular y, sobre todo, por publicaciones de izquierda reformista como Claridad, que se movilizan entonces en torno a la influencia de la Revolución Rusa de 1917, la adaptación del ideario comunista al panorama latinoamericano, y un horizonte estético cercano a los postulados del incipiente realismo socialista.9 Desde el punto de vista de la novela de formación hispanoamericana, Arlt plantea una versión erosiva y grotesca, sustentada en un sujeto que no acepta el contrato social, y que va a ser retomada más adelante en novelas como Hijo de ladrón, Un retrato para Dickens, El palacio de las blanquísimas mofetas o El país de la dama eléctrica. Las novelas de Arlt y Güiraldes, por consiguiente, describen dos formas de vivir y pasar a través de los procesos de la Modernidad porteña. Esa doblez es divergente solo en ocasiones, fundamentalmente cuando apuntamos cómo Don Segundo Sombra trata de hacerse cargo de una determinada tradición literaria propia que aún reclama su valía, mientras que El juguete rabioso plantea un panteón literario mucho más heterodoxo y extranjero, incidiendo especialmente en la apertura de nuevas posibilidades estéticas todavía poco reconocidas en ese campo literario. En cierto modo, en esa apuesta divergente estriba una visión distinta de cómo es posible fundamentar el sentido de una experiencia individual a partir de un relato de comunidad nacional. 9

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De la esquiva unificación teórica de tal posición han surgido precisamente las dificultades para integrar al escritor en un relato sobre la literatura argentina —“fue un autor a la vez popular y marginal” (Oviedo 2001: 214)— y también las sucesivas rehabilitaciones que ha ido sufriendo desde lecturas y perspectivas ideológicas variadas, sobre todo desde mediados del siglo xx y con la recuperación promocionada principalmente por otra revista: Contorno.

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En la revisión de la tradición que propone Güiraldes anida todavía la esperanza de reconstruir un relato colectivo totalizador; no se cuestiona allí la estrategia legitimadora de la autoridad tradicional, aunque pueda ser discutida. Algo muy distinto ocurre en la novela de Arlt, donde se ataca cualquier posible relato colectivo previo que otorgue sentido social a la trayectoria de Silvio: finalmente, su traición constata que no puede construir una experiencia comprensible para el resto de los individuos, y su condena al sur y a la escritura es una sentencia a la búsqueda de un sentido autárquico. Cada una en su horizonte, ambas novelas son síntoma de una crisis cultural y preguntan si es posible reconstruir un relato colectivo a través de la formación individual. Tanto el origen social de ambos autores como su prestigio intelectual determinan unas estrategias narrativas y un público separados. Sin embargo, coinciden: coinciden en un despacho de trabajo y coinciden en algunas revistas. Pero, más allá de la anécdota biográfica, ambos parten de un patrón narrativo realista y lo conducen hacia planteamientos críticos con el propio realismo; ambos comparten la interpelación de los cambios vertiginosos que se producen a su alrededor, esto es, ambos comparten la necesidad de responder a la pregunta de la Modernidad, sus efectos y direcciones en relación con una posible construcción colectiva reconocible. Y si cada uno propone respuestas alternativas, ambos lo hacen registrando tonos comunes: desde la pluralidad de discursos hasta la autocrítica, desde la incómoda situación del sujeto frente a una sociedad lábil hasta la idea de la escritura como sutura provisional entre ambos, sujeto y sociedad, personaje y narrador, el que escribe y quien lee.

Descubrir e inventar la intimidad en Ifigenia de Teresa de la Parra En Ifigenia, quien escribe y quien lee resulta ser, en la mayor parte del relato, la misma persona. Toda la novela se inscribe en esa paradoja: escribir cartas para una remitente a quien ya no se le pueden enviar, escribir un diario sin lectores, seguido de un comentario al diario en-

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contrado dos años más tarde y, finalmente, relatar la crónica de una agonía, de Abuelita moribunda y de su educación amorosa agonizante. La escritura, pues, acecha distintos mecanismos y géneros lidiando siempre con su propia inocuidad: “Ahora ya, debajo de la acacia, la noche perfumada y negra, se ha metido en el cuarto. Y es que hace muchas horas que inclinada en la mesa relato febrilmente la historia de mi amistad con Cristina, historia que nadie ha de leer y que para mí sola no era menester escribir porque ya la llevo escrita en mi memoria” (De la Parra 1982: 181). La protagonista de Ifigenia ya tiene cuarto propio para escribir, pero no se concibe escritora o, mejor dicho, no concibe que aquello que escribe cumpla la función que ella asigna a la literatura que merece tener un público lector. Por eso, se escribe a sí misma para poder leerse; escribir se vuelve una autoexploración. No obstante, dicho artificio convertido en novela y publicado por Teresa de la Parra entre 1924 y 1930 será leído como uno de los hitos narrativos más relevantes del siglo xx hispanoamericano. Es posible ver en Ifigenia un ejercicio de lectura desde una cierta lateralidad: de lectura y descubrimiento de la propia intimidad del sujeto que escribe, de lectura y crítica de la sociedad e historia venezolanas tras el viaje de regreso desde Europa, y de lectura y variación de una tradición de novelas nacionales decimonónicas impregnadas de un romanticismo fosilizado que, entre otras cosas, definen la educación literaria de la protagonista. En cierto modo, la forma de posicionarse en la Modernidad de Ifigenia es fingiendo no estar, velando dicha posición y situándose en un margen. Para ver cómo lo hace, recorreré las tramas tejidas por los tres ejes mencionados. Por ejemplo, hay en el autoanálisis que lleva a cabo la narradora una forma de acercarse a su propia intimidad estrechamente asociada a los cambios que posibilitan el tránsito hacia la novela moderna hispanoamericana. Douglas Bohórquez ha estudiado este punto desde varios ángulos. Primero, en el contexto de cómo la novela de formación es un subgénero especialmente importante para entender la aparición de una novelística venezolana a principio del xx (2005/2006), y segundo, en los estudios que dedica monográficamente a Ifigenia y Teresa de la Parra (1995, 1997). En todos ellos, Bohórquez señala el nuevo horizonte narrativo que la novela introduce en la tradición

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venezolana e hispanoamericana, ya sea en cuanto a actitud —“Ifigenia es entonces la primera novela de formación que en Venezuela propone un modo de composición auténticamente crítico, en relación a como esta se había planteado literariamente la sensibilidad femenina” (2005/2006: 220)— o en cuanto a estrategias literarias: “hablar el discurso de un sujeto polimórfico, desde los lenguajes quebrados o fragmentados, contradictorios, de una sensibilidad alterna, a ratos lúdica, a ratos onírica, a ratos diurna” (1997: 36). En estas últimas palabras se incluye un proyecto literario distinto al del costumbrismo moralizante de la narrativa previa, pero también un sujeto que abandona el tipismo y el esquematismo para adquirir aristas difusas y ambiguas. Ambos elementos son indisociables. La exploración de la propia intimidad es indisociable del recurso a la polifonía, no solo a partir de las voces de los personajes y discursos que se entrelazan —con sus respectivas trayectorias ideológicas, desde la Abuelita a la lavandera negra Gregoria, desde la recatada tía Clara hasta el anarquista tío Pancho—, sino de los mismos debates internos sobre los que se concibe la escritura del diario íntimo de la protagonista, convertido en una búsqueda de la pregunta fundamental: la del “enigma obsesionante de mí misma” (Parra 1982: 309). En esa escritura hay, no solo una exploración de la intimidad, sino su propia construcción. La recurrencia de los espejos, por ejemplo, aparece como un recurso fundamental para seguir la cambiante conciencia del cuerpo y del relato que aprende a manejar la protagonista. A través del espejo, como sugiere Natalia Cisterna, “María se transforma en una ‘otra’ para sí misma, y a partir de esta ‘alteridad recreada’, puede funcionar como verdadero texto que se está continuamente escribiendo e interpretando” (2004: 141). Ahí se juega, en cierto modo, su formación, porque María Eugenia Alonso no es un personaje terminado de antemano, en las primeras páginas de la novela, y proyectado después sobre una historia. Las distintas temporalidades de los géneros utilizados —carta, diario, narración— conducen a sucesivas autorrepresentaciones de la protagonista, y a la reflexión a partir de la propia imagen, es decir, la construcción de su propia imagen se refleja en el diálogo abierto de la escritura íntima: “yo hube de cerrar al fin mi bolsa de mano; en ella se ocultó el espejo, y por lo tanto, tras el espejo

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se ocultó también mi propia imagen que aun así, trunca y a pedazos, es la única que sabe darme suavísimos consejos; la única, sí, la única que sin decir ni jota, me predica la resignación, el buen humor, la bondad y la alegría” (Parra 1982: 67). En esas primeras páginas se observa un enfrentamiento previsible: el de quien vuelve a una sociedad tradicional y cerrada desde una experiencia urbana y estimulante como la que ha vivido en las clases altas europea y parisina. María Eugenia vuelve de Europa para encontrarse con una Caracas “chata” (1982: 34) y alejada de su recuerdo infantil. Y en el pueblo portuario (La Guaira) se encuentra con la casa conventual de la abuela —y todo lo que ese espacio representa de herencia secular y microcosmos social, como analizaré en el capítulo 8—, que parece aprisionarla, obligándola a cerrar los ojos que ya había abierto al lado de su padre en Europa. Tenemos, pues, ese conflicto inicial no por previsible menos enajenador. En la tradición fundamentalmente romántica de novelas del xix, dicho conflicto habría llevado a la rebeldía o a la aceptación resignada, pero nunca, como ocurre en Ifigenia, al spleen y al tedio. Sin embargo, de ese fastidio surge el estímulo para escribirse a sí misma: Y por primera vez, en aquel instante profético, sintiendo todavía en mi brazo la suave presión del brazo de Abuelita, vi nítidamente en toda su fealdad, la garra abierta de este monstruo que se complace ahora en cerrarme con llave todas las puertas de mi porvenir; [...] este que instalado de fijo aquí en la casa es como un hijo de Abuelita y como un hermano mayor de tía Clara; sí, este: ¡el Fastidio, Cristina! (1982: 39).

El fastidio, ese estado de ánimo tan modernamente europeo, es un visitante desconocido en el nuevo hogar de María Eugenia.10 Más si asumimos a la protagonista arruinada y separada de su padre, de los referentes que explicaban su vida anterior en Europa. Será ese fastidio

10 Según Miguel Gomes, el spleen o el ennui se convierten en una estrategia frecuente entre los intelectuales que vuelven de Europa en ese momento (Parra, BlancoFombona, Díaz-Rodríguez, Pardo), para enfrentarse de forma irónica, satírica y pesimista, a la desilusión que despierta el espacio caraqueño (2004: 55).

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y esa atípica trayectoria previa la que permita dibujar sobre el personaje un espacio de autorreflexión que aleja su relato de formación del esquematismo y de los modelos románticos que ella misma maneja a través de sus lecturas infantiles. Cuando los valores y estructuras morales y sociales del nuevo ambiente traten de asimilar a la protagonista, serán sus coqueterías y afición a la moda, sus modales y palabras francesas, y su autonomía de obra y pensamiento, las que desvelen la rigidez imperante. Su falta de encaje hará más evidente la crítica implícita en el relato a una herencia secular en la que la Abuela trata de incluirla: Sentada junto a ella, mirando las matas del patio, inmóvil, petrificada, en mi desastre, me di a escuchar en silencio las viejas historias de las viejas amigas de Abuelita; escuché después las de las hijas, y escuché por fin las de las nietas. [...] Las había escuchado muchas veces, pronunciadas por la boca de papá, cuando él refería con objeto muy distinto al de Abuelita, el mismo proceso de la aristocracia de Caracas, es decir, la dolorosa historia de casi todos aquellos “criollos” descendientes de los conquistadores, que se llamaron “mantuanos” en tiempos de la Colonia, que fundaron y gobernaron las ciudades; que grabaron sus escudos en las puertas de las viejas casonas; que hicieron con su sangre la independencia de media América; que decayeron después, oprimidos bajo las persecuciones y los odios de partido; y cuyas nietas y biznietas hoy días oscurecidas y pobres como lo soy ahora yo, sin avergonzarse jamás de su pobreza, esperaban resignadas la hora del matrimonio o la hora de la muerte (1982: 54-55).

Como vemos, Abuelita apela a una herencia secular que explica el presente, a una sucesión de generaciones signada por la persistencia de un statu quo que determina el destino de los individuos, sobre todo de las mujeres. Precisamente en esa falta de identificación de María Teresa con esa cadena ininterrumpida de generaciones —por ejemplo, en sus preferencias por la lavandera Gregoria—, es donde Ifigenia trata de plantear otra Modernidad posible y más compleja para el relato histórico: Teresa de la Parra propone una novela en la cual se despliegan tensiones y conflictos generados a partir del encuentro de dos épistémè: una an-

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clada en los códigos de la Colonia y otra perteneciente a la era moderna. El eje articulador del encuentro de esos dos modelos sociales es la figura de María Eugenia Alonso. No solo porque a través de ella se constituye la dimensión diegética, sino también porque es sobre su cuerpo y enunciación en donde se escenificarán las negociaciones y resistencias entre estos dos paradigmas ideológicos (Cisterna 2004: 140).

Cabe aquí una digresión en el plano literario, pues esa negociación propone una reescritura e interpelación a la tradición de narraciones hispanoamericanas del siglo xix que Doris Sommer ha llamado foundational fictions (1990), es decir, aquellas novelas cuyos relatos articularon un discurso nacional, positivista y burgués, sobre el que cohesionar las respectivas repúblicas, hasta el punto de transformarse en las novelas representativas de la construcción de cada una de esas repúblicas: Amalia (Argentina, 1851), María (Colombia, 1867), Sab (Cuba, 1841), Martín Rivas (Chile, 1862), Aves sin nido (Perú, 1889), Enriquillo (República Dominicana, 1879), Iracema (Brasil, 1865). Por encima de sus diferencias, todas ellas plantean un relato amoroso fundado en el aplanamiento de la diversidad social y étnica, y en una visión nacional que se identifica con una clase burguesa hegemónica —“admirable heroes and unproblematized projects” (Sommer 1991: 81)—, heredera en muchos casos de los hacendados y de las élites coloniales, y que alcanza hasta la dictadura de Juan Vicente Gómez, vigente en Venezuela hasta 1935. De ahí que el proyecto de construcción nacional que plantean dichas novelas se base en la homogeneización cultural y en la convalidación de los valores que consolidan el poder burgués: “after all, these romances were part of a general bourgeois project to hegemonize a culture in formation. It would ideally be a cozy, almost airless, culture that bridged public and private spheres in a way that made room for everyone, as long as everyone knew where they fitted” (Sommer 1990: 92). Dentro del horizonte literario, las foundational fictions parten de dos elementos clave. En primer lugar, la simbiosis entre el proyecto político y literario durante todo el siglo xix, cuyo epítome es la figura del letrado, que apenas distingue entre su labor intelectual y su intervención directa en la arena pública. El segundo elemento es la versión

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de un Romanticismo tardío que acaba cuajando en las letras hispanoamericanas en los alrededores del medio siglo, y que recalca los aspavientos sentimentales y el melodrama folletinesco, y lo incrusta en los proyectos nacionales de conquista y repoblación del territorio en el horizonte del positivismo, o más bien, siguiendo la promesa liberadora del racionalismo ilustrado. Teresa de la Parra e Ifigenia discuten ambas premisas. Para empezar, la escritora es una figura con un perfil difícil de encajar en el ambiente intelectual hispanoamericano y venezolano. Como su protagonista, procede de Europa, donde ha pasado buena parte de su infancia, y su condición acomodada le permitirá dedicarse a la escritura. Sin embargo, sus intervenciones como intelectual son dispersas y alejadas de un campo literario escasamente consolidado. Conoce a algunas de las principales figuras literarias del momento —Rómulo Gallegos o Gabriela Mistral, con quien comparte una buena amistad—, pero no participa en los debates estéticos sobre la vanguardia que se están llevando a cabo a través de revistas ilustres como Elite o Válvula. Esa distancia, sin embargo, le permite mantener su proyecto literario en un terreno fundamentalmente sincrético, ajeno a dogmatismos estéticos o sociales: “a la explícita incredulidad de la escritora con respecto al valor de las vanguardias, puede añadirse que nada hay en su escritura que permita ligarla al telurismo mundonovista que cobraría después paulatino prestigio en Hispanoamérica” (Gomes 2004: 61). En lo que se refiere a la herencia del Romanticismo literario hispanoamericano, Ifigenia registra la persistencia de su huella, desde las lecturas de infancia de la protagonista —Paul et Virginie, sin ir más lejos—, que tanto influyen en la correspondencia con su amiga Cristina, hasta el relato sobre su fatídico amor con Gabriel Olmedo, atravesado por cierto bovarysmo y por las continuas referencias al Cantar de los cantares. En las novelas nacionales del Romanticismo hispanoamericano, tales referentes determinan un rol de género preciso, basado en la sumisión de la protagonista a la iniciativa del amante y en el respeto a las convenciones sociales castradoras de su rebeldía. Nora Catelli, por ejemplo, ha señalado cómo la representación de la lectura en Amalia (1854) incluye un proyecto de construcción na-

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cional basado en la lectura omnívora, que mezcla la importación de modelos extranjeros de prestigio con la aparición de una tímida tradición propia (2001: 56 ss.). La sociedad, de esta manera, se educa sobre esa biblioteca totalizadora, y atribuye a la protagonista una ubicación clara e identificable a través de unas lecturas que definen los modelos de conducta. Como lectora, María Eugenia se sitúa en otra posición. Sigue manejando una retahíla de lecturas parecida a las de Amalia, pero su paso por Europa y su vuelta a Caracas le permiten discernir pronto entre el modelo literario y la realidad, romper progresivamente la continuidad que la lectora romántica establecía entre libros y vida. María Eugenia lee esas novelas, pero también discute su espacio de validez. Su escasa utilidad como modelos de conducta previstos la conducen a un sentir inimaginable en la lectora del siglo xix: el hastío. Aparece entonces la escritura de la intimidad para combatir esa frustración y discutir ese determinismo: “una escritura que enmascarada en epístola y luego en diario, se confiesa, se lee a sí misma enfrentándose irónicamente a la tradición romántica de la cual emerge” (Bohórquez 1997: 30). No se trata de una rebeldía inocua o de una desarticulación liberadora de su situación —la novela está lejos de plantear claramente algún tipo de subversión social—, sino de un desvelamiento, de una puesta en evidencia de ese vacío individual a través de una autoexploración compleja y contradictoria que saca a la superficie los mecanismos arbitrarios que perpetúan ese relato social determinista. Tras la digresión, es preciso volver sobre cómo Ifigenia se ubica ya en el horizonte de la novela moderna. De hecho, cuando Sommer aborda el estudio de las foundational fictions, sugiere que no es posible leerlas como novelas, sino más bien como romances: by romance I mean a cross between our contemporary use of the word as a love story and a nineteenth century use that distinguished romance as more boldly allegorical than the novel. Latin American romances are inevitably stories of star-crossed lovers who represent particular regions, races, parties, or economic interests which should naturally come together. [...] The undeniable burden for the new novelists, then, was formal, sentimental, and political at the same time (1990: 75).

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Ya hemos visto cómo Bohórquez (1995; 2005/2006) sitúa a Ifigenia fuera de ese horizonte de romances, articulados, en resumidas cuentas, sobre el tipismo, la alegoría y la tesis moralizante.11 La forma del diario o la epístola ayuda no solo a construir la novela, sino también a comentarla y analizarla, a la vez que piensa y discute esos modelos romancescos fragmentando el relato tradicional e incorporando un amplio espacio de reflexividad narrativa. Esta configuración de la novela como proceso abierto se sitúa en paralelo a la formación de María Eugenia, que trata de escapar a un destino homogeneizado por la morfología del relato histórico del xix y, a su vez, tampoco puede romper tajantemente con el escenario social previsto para ella. Creemos posible encontrar la validez de Ifigenia en un espacio intermedio entre la resignación y la rebeldía porque ambas se dan también en la novela. Y ese espacio tiene que ver con una superación irónica de ambas y con su conjugación en una resolución trágica. María Eugenia, finalmente, se ve obligada a renunciar a su amor por Gabriel Olmedo para aceptar un matrimonio de conveniencia con César Leal, cosa que no deja de ser un sacrificio del destino individual en el plano social, lo que convierte a la protagonista en una nueva Ifigenia. Se ha caracterizado a la novela por ese desenlace como “Bildungsroman fracasado” (Aizenberg 1985: 539), simplificando la complejidad del itinerario descrito y comparándolo con modelos europeos poco precisos. Sin embargo, el relato mismo ha conseguido un triunfo: desestabilizar los discursos sociales tradicionales desde una formación individual que construye un espacio de libertad precaria en el que decirse. María Eugenia se busca en la mezcla de géneros discursivos, modos y estilos: diario, epístola, melodrama folletinesco, tragedia... —“constantemente apartándose y buscando refugio en la soledad de su cuarto, María Eugenia solo parece encontrarse a sí misma en la escritura de su carta o de su diario y en la lectura de sus no-

11 Parece claro que Sommers parte de la definición de romance aportada por Northrop Frye en su ya clásico Anatomía de la crítica, cuando afirma que “en todas las épocas, la clase social e intelectual predominante tiende a proyectar sus ideales en alguna forma de romance” (1991: 245).

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velas inglesas; es decir, en la materialidad significante que la nombra y la desdobla” (Bohórquez 1997: 111)—. De la confrontación entre esas dos legitimidades, la del cuarto y la del exterior, surge el sacrificio trágico. Es cierto, la protagonista acaba asumiendo el destino previsto por su abuela recién muerta, pero el relato ha mostrado ese destino como farsa y ha dignificado una nueva presencia: la posibilidad del sujeto crítico.

Coda. Narrar una Modernidad otra Las tres novelas de formación invocadas en este capítulo han presentado tres versiones de un mismo proyecto: la recepción crítica de los modelos y discursos de construcción nacional del xix. Es sobre esa revisión como empieza a imaginarse una Modernidad hispanoamericana. Y digo imaginarse porque, si en algún diagnóstico coinciden las tres novelas es en que la alternativa, el nuevo modelo, no resulta todavía practicable. De hecho, en este primer momento todas estas narraciones comparten un cierto extrañamiento, una conciencia de crisis y falta de efectividad de los modelos previos ante los cambios vertiginosos que se están produciendo, sin que se atisbe todavía un nuevo horizonte estable y sustitutivo hacia el que dirigirse. De ahí que la respuesta de Güiraldes y Arlt a la misma conciencia de transformación de la ciudad de Buenos Aires sea tan distinta. De ahí también que sea tan interesante observar la versión de Ifigenia, es decir, de una novela que parte del contraste entre la experiencia de la Modernidad europea y la realidad de Caracas en la figura de su protagonista. Las tres novelas, no obstante, revisan y resitúan la validez de modelos previos, y lo hacen desde la asunción de esa herencia, pero también desde la distancia crítica. Esa revisión, además, tiene lugar en ese momento clave de configuración de las líneas estéticas y tendencias narrativas que sustentarán buena parte de la tradición literaria hispanoamericana del siglo xx: la vanguardista se apoya en una actitud de búsqueda formal, la regionalista ahonda en la diferenciación identitaria del colectivo a partir de la construcción discursiva de lo autóctono, y la social apunta a los con-

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dicionantes económicos como base del desencaje social. En la década de 1920 parecen hilvanarse esos tres ejes fundamentales, con todas sus correspondientes intersecciones. De hecho, cada una de las tres novelas estudiadas podría vincularse a alguno de esos proyectos literarios por encima de los demás, pero seguramente, no podríamos pensar esa adhesión de forma excluyente. Ahí estriba la modernidad de tales relatos: en la amalgama de distintos horizontes narrativos, de voces que apuntan en distintas direcciones. Por eso Don Segundo Sombra podría verse como una novela de la tierra, pero trasciende ese modelo y cuestiona la misma lectura mítica —o, incluso, utópica— que define el marco de tal grupo (Alonso 1996). De ahí también que El juguete rabioso fuera caracterizada como novela social y, décadas después, se haya rescatado como desafío formal a otras posiciones hegemónicas. En términos parecidos podemos advertir cómo Ifigenia ha desvelado una carga polifónica y resistente que desmiente su epigonalidad en la tradición de novelas nacionales del xix. Hay que volver entonces al Bildungsroman, que a finales del xviii se presentaba como una recensión del proyecto ilustrado que había recorrido ese siglo. Esta revisión crítica hizo coincidir en la discusión a distintas generaciones de escritores, con distintos planteamientos estéticos, y sobre esa disimilitud fue construyéndose, no solo el subgénero literario, sino también una determinada visión del sujeto moderno y de las naciones europeas. En el caso hispanoamericano, en cambio, la aparición de la novela de formación no responde a un debate consciente, a una interpelación entre las obras, pero sí a la necesidad de formular un balance respecto de una trayectoria previa, a la necesidad de renegociar el proyecto de la Modernidad. A diferencia del Bildungsroman, la variante hispanoamericana de la novela de formación, por un lado, no busca tanto la invención de la nación como su reescritura al margen de los modelos externos que se habían utilizado en el xix, y por el otro, no contribuye tanto a configurar al sujeto moderno como a imaginar su posibilidad. De esta manera, los tres relatos mencionados instauran las bases de un decir distinto una, Modernidad otra a través de la interpelación que la novela de formación permite formular.

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Al terminar la lectura de Ifigenia apunté que una parte de los análisis recientes de esa novela giran alrededor de la noción de “Bildungsroman fracasado” (Aizenberg 1985). Cabe señalar que resulta sumamente difícil encontrar un Bildungsroman exitoso en las letras hispanoamericanas, y esto es así porque, por un lado, la atribución de ese fracaso parte de la comparación con un modelo europeo monolítico y supuestamente afirmativo y, por el otro, porque “la historia literaria latinoamericana siempre ha sido no-canónica en relación con la literatura metropolitana” (Franco 1986: 31), una actitud usualmente atribuida a la tradición femenina de esas literaturas metropolitanas, pero inocua, por generalizada, si se restringe a una subtradición femenina en el caso hispanoamericano. Desde tal punto de vista, novelas como Hijo de ladrón, La caída o Las buenas conciencias, serían variaciones de un Bildungsroman fracasado, pues ninguna de ellas muestra un sujeto finalmente integrado en la sociedad, o en la cúspide de su itinerario formativo; más bien, al contrario. Ya hemos visto cómo ni siquiera el supuesto modelo europeo alcanza tales fines de forma inapelable. Así,

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en lugar de partir de un modelo impuesto o de antemano, conviene ir más allá de un adjetivo que se vuelve inoperante en esta tradición, y preguntarnos sobre lo diferencial de ese fracaso. Empezaré a plantear esa pregunta a través de la primera y la tercera de las novelas que acabo de mencionar, es decir, Hijo de ladrón y Las buenas conciencias. Las asocio porque se publican dentro de un lapso relativamente corto y porque, a pesar de evidentes divergencias de orden estético y narrativo, plantean desde ángulos sociales opuestos una misma imposibilidad de que sus respectivos protagonistas construyan un itinerario formativo que les adjudique un destino propio. Si la novela chilena relata los variados intentos de un hijo de ladrón —Aniceto Hevia— para escapar al determinismo social que le adjudica la herencia identitaria de su padre, la obra de Fuentes se sitúa en la otrora próspera ciudad de Guanajuato para mostrar cómo el joven Jaime Ceballos no puede separarse del poder social que representa su familia, enriquecida durante el Porfiriato y después mantenida en el poder mediante una elaborada trama de intereses y clientelismos. En ninguno de los dos casos, el protagonista va a aceptar dicha herencia. Es más, su relato formativo, a pesar de las diferencias de clase entre ambos, se cimentará sobre la progresiva desarticulación de los discursos sociales y políticos que justifican esa herencia. Tal aprendizaje estará sellado por el descubrimiento de las múltiples caras, conflictos y colectivos, que forman el entorno social en el que viven, que ya no responde a la visión estructurada del discurso tradicional. Esa denuncia y esa previa deslegitimación, pues, hará más dolorosa la renuncia impuesta al final. Como veremos, el desenlace de ambas novelas cancelará el relato formativo, no solo en lo que tiene de narración, sino en lo que construye como dirección y sentido. Por consiguiente, la evidencia del conflicto social —sea étnico, religioso o de clase— se sitúa en el centro de todas estas novelas. Y la formación del protagonista tratará de acoger la representación de esa complejidad. Por eso, todos ellos, Jaime Ceballos, Aniceto Hevia —pero también Ernesto, Lucho o Jaguar, es decir, los protagonistas de las tres novelas peruanas que aparecerán más adelante—, asumen explícitamente que su ingreso en la sociedad depende de su posicionamiento respecto al discurso de poder que la rige, ya sea en una hacienda, un colegio o una capital de provincia.

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Si al acercarnos a las tres novelas de los años veinte, observamos tres modos de individualizarse frente al paisaje cambiado y cambiante de la Modernidad hispanoamericana, pero en los tres casos se enfatizaba la importancia del protagonista como conciencia singular que se construye enfrentándose al desafío del colectivo, en las novelas que nos ocupan ahora la correlación de fuerzas va a ser algo distinta. Las novelas de formación de mediados de siglo, como ocurre con buena parte de la prosa hispanoamericana del momento, van a empezar a asumir la compleja amalgama que funda la sociedad con la que negocian sus protagonistas.

La anomia como destino: Hijo de ladrón y Las buenas conciencias Hijo de ladrón y Las buenas conciencias divergen en muchos aspectos. La primera se ha solido ubicar en un lugar relevante dentro de la narrativa hispanoamericana del siglo xx, pues introduce elementos experimentales de forma temprana y pionera que permiten enlazarla con los desafíos narrativos de la novela moderna (Soto 1992: 1139) y anticipa los proyectos de renovación novelística de la década siguiente. Las buenas conciencias, por su parte, suele ocupar un lugar incómodo en el relato crítico sobre la obra de su escritor, pues, situándose su publicación entre dos novelas tan ambiciosas formalmente como La región más transparente (1958) y La muerte de Artemio Cruz (1962), desarrolla un modelo realista y lineal paradójicamente inesperado en esa trayectoria estética. Así, se ha ubicado Hijo de ladrón como cumbre de la novelística de Rojas y de las letras chilenas, mientras esta obra de Fuentes suele ocupar un lugar secundario dentro del proyecto narrativo de un escritor central para el canon de las letras hispanoamericanas. Las buenas conciencias A diferencia de Hijo de ladrón, caracterizada por lo errático de su protagonista y la inconcreción espacial, Las buenas conciencias es una novela fundamentalmente sedentaria. Jaime Ceballos no sale nunca

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de la ciudad provinciana que es Guanajuato, y la casa familiar singulariza la solidez de la herencia que asume, como inicio y final, como matriz y tumba. Por eso la novela empieza con un breve fragmento, desgajado del resto del relato, que anticipa el desenlace con una inflexión que tiene algo de despedida y de ritual: el protagonista dice adiós a su mejor amigo y entra en la casa. La despedida preludia una traición —nuevamente—, y así empieza la novela: “Jaime Ceballos no olvidaría esa noche de junio. Recargado contra el muro azul del callejón, veía alejarse a su amigo Juan Manuel. Con él se iban las imágenes de un hombre delatado, de una mujer solitaria, del pobre comerciante gordo que había muerto ayer” (Fuentes 1969: 9). Más adelante, el relato irá situando a todos estos personajes todavía desconocidos: Ezequiel, un sindicalista prófugo a quien Jaime había tratado de ayudar, con la torpeza de delatarlo involuntariamente; Adelina, la madre del protagonista, repudiada por su origen social y convertida en prostituta; y su padre, Rodolfo Ceballos, pusilánime y carente de la autoridad necesaria para imponerse al tío Balcárcel, déspota y arribista que se hace con el control de la familia. En el fragmento inicial, una vez desvelada la identidad de aquellos de quien Jaime se despide, ya desde el inicio, el relato plantea un doble sentido irónico: la vuelta a casa no supone la vuelta a la familia, sino la aceptación de aquello que un determinado devenir histórico le reserva, por herencia genealógica: “Ahora Jaime Ceballos repetía su nombre en voz baja: Ceballos. ¿Por qué se llamaban así? ¿Quiénes, y para qué, se habían llamado así antes que él? Eran esos fantasmas amarillos, encorsetados, rígidos, que su padre había colgado en las paredes de la alcoba antes de morir. Los Ceballos de Guanajuato. Gente decente. Buenos católicos. Caballeros. No eran fantasmas. Los tenía metidos adentro, de buena o mala gana” (1969: 9). Así, con esta ironía sincopada reconoce el protagonista lo que su posición familiar le impone como destino social, simbolizado en esa casa que ahora lo acoge: “la mansión de cantera de la familia Ceballos abría su gran zaguán verde para recibir a Jaime” (1969: 10). Sin embargo, entre la despedida, el reconocimiento o aceptación de la propia identidad, y la entrada a la casa, aparece todavía una valoración relevante, todavía en este pórtico separado de la novela,

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insistiendo en la yuxtaposición sincopada: “Recordaría. Repetiría los nombres, las historias. La casa, húmeda y sombría. Casa de puertas y ventanas que la muerte, el olvido o la simple falta de acontecimientos iban cerrando, una a una. La casa de los escasos momentos de su adolescencia. El hogar donde quiso ser cristiano. La casa y la familia. Guanajuato. Repetiría los nombres, las historias” (1969: 9). En este último fragmento, la insistencia en la repetición de un destino se combina con la conciencia de la decadencia de aquello que significa su estirpe, encarnada en la decrepitud física de la casa. En la construcción de esa conciencia se funda el relato formativo de la novela. Es decir, el itinerario de Jaime no conduce hacia la aceptación del rol que su estirpe le reserva, sino hacia la desarticulación de aquello que legitima la posición social de su familia. De ahí que la despedida y aceptación final que este fragmento inicial anticipa se conviertan en una verdadera anulación del relato formativo. Así, mientras los años de aprendizaje de Jaime Ceballos apuntan hacia un rechazo de aquello que le corresponde ser por cuna, su relato formativo termina con la absorción del protagonista por esa casa familiar que es imagen icónica de su destino inamovible. Lo que complica dicho esquema es que Jaime Ceballos asume dicho rol después de conseguir desarticularlo: asume un destino que sabe carente de sentido. De esta manera, el fragmento inicial, construido sobre una alusión y comentario del desenlace, no solo quiebra la estructura lineal que desarrolla el resto de la novela, sino que también amputa la formación que el relato aloja. En este doble movimiento estructural, la novela se acerca a uno de los mecanismos elementales del proyecto narrativo de Carlos Fuentes, asociado a la conflictividad entre dos temporalidades distintas: la histórica y la mítica (Oviedo 2001: 316). En el caso de Las buenas conciencias, el eje temporal de la formación del protagonista se vería alterado y quebrado por un destino genealógico que lo trasciende. Pero incluso esta dialéctica es discutida por la novela: la familia Ceballos no atesora rancio abolengo —todavía se alude al bisabuelo, que llegó de Madrid y pudo instalar una tienda de paños (Fuentes 1969: 15 s.)—, sino la habilidad y las estrategias para aparentarlo. Esa máscara, ese destino impostado e ineludible, es lo que la formación de Jaime desvela y pone al descubierto.

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Dicha formación se despliega en dos planos fundamentales: el espiritual y el social. Ambos están atravesados por una estructura de subversión inicial y decepción o traición final. En el primero aparece toda una revisión de la experiencia cristiana, que impregna buena parte del pensamiento y las letras hispanoamericanas de esos años. El protagonista ensaya un diálogo directo con la figura doliente de Cristo para recuperar la autenticidad del cristianismo primitivo frente a la hipocresía imperante en su familia —esas irónicas buenas conciencias—, y para encauzar su sentimiento de culpa frente a la madre abandonada y el padre despreciado. En su visión, Cristo no acompaña a los privilegiados sino a los olvidados: “yo temo... que la fe basada... en el ejemplo de un solo individuo... a fuerza de repetirse se convierte en caricatura. El cristianismo ha sido caricaturizado por el clero y... la gente decente, los ricos...” (1969: 113). En este punto, ambas formaciones —espiritual y social— se solapan, cuestionando aquello que legitima el poder de los Ceballos a través de una lectura de Cristo como subversor del orden (Befumo Boschi 1974: 80). Su experiencia religiosa llega a tal punto que discute la posición del párroco de la ciudad, y consigue confundirlo, apareciendo como un nuevo mártir en búsqueda de una vivencia auténtica, cercana al trance místico. Sin embargo, la muerte del padre en soledad y la visita al prostíbulo, donde se reencontrará con su madre y sorprenderá a su supuestamente intachable tío, le obligará a asumir que es incapaz de absorber toda la culpa y el perdón que le corresponden, desmoronándose así una experiencia religiosa que le advierte, no obstante, que la élite social no coincide con los privilegiados por la atención de Cristo. Paralelamente, Jaime profundiza en una formación social, no solo en relación a lo que su familia representa, sino en cuanto a la heterogeneidad discursiva que su familia proscribe. Así, conoce y cobija a Ezequiel Zuno, un prófugo que revierte la visión que el protagonista tenía de ese tipo de personas (1969: 68).1 Su intento de ayudarlo, no

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Como en otros pasajes de la novela, el encuentro con Ezequiel remite al conocido inicio de Grandes esperanzas, novela de formación de Charles Dickens con la que Las buenas conciencias comparte un mismo conflicto general entre un

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obstante, terminará delatándolo a ojos del tío, que mandará apresarlo entonces, cuando Jaime empieza a equiparar la figura de Cristo con la de Ezequiel, con los desheredados. Al mismo tiempo, la amistad con Juan Manuel Lorenzo, un muchacho de ascendencia indígena que trabaja en un taller, llevará a Jaime a conocer la sociedad que queda al margen de la realidad familiar, y las luchas políticas por los derechos que los poderosos silencian —“lucha contra el rencor, el odio y la rebeldía. Lucha contra toda la vida provinciana, contra los chismes y las buenas intenciones y los sanos consejos, contra el cura Lanzagorta, contra el que entregó a Ezequiel Zuno, contra la señora Pascualina, contra su padre, contra sí mismo” (1969: 94). Su simpatía por la causa lo llevará a descubrir un espacio de libertad y de solidaridad, de acción colectiva que complementará la actuación individualista de Cristo; lo llevará también a querer trabajar en el taller, e incluso a intuir otro idioma —“debe haber otro idioma, que no solo refleje, sino que pueda transformar la realidad” (1969: 119)—, que difiere del lenguaje ininteligible del tío —“Jaime no entendía las palabras del tío” (1969: 126). Pero acabará llevándolo también a ser consciente de su propia diferencia respecto a ese ambiente, precisamente por su posibilidad de elegir estar allí, precisamente al afirmar que ya se han igualado: “¿Te fijas? —exclamó Jaime cuando un trabajador pasó y los saludó y palmeó el hombro del joven Ceballos—. Ya somos iguales. Lo dijo con alegría, pero en seguida temió haber ofendido a su amigo” (1969: 121). Será entonces cuando, por primera vez, Jaime y Juan Manuel se interpelen por sus nombres de pila en lugar de por el apellido: se individualizan en el momento en que son conscientes de su diferencia. El futuro no hará sino confirmar esa separación, enviando a Juan Manuel a estudiar a la capital del país, lejos de Guanajuato. El doble plano formativo de Jaime lo conduce, pues, a la búsqueda de caminos alternativos a los que su familia perfila. Si su aprendizaje se basa en la autorreflexión y el diálogo —con Ezequiel, con

protagonista fundamentalmente ingenuo asediado por una sociedad donde reina la corrupción moral.

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Cristo, con Juan Manuel—, la autoridad de su tío se cimienta sobre el monólogo, la exclusión del otro, y sobre la repetición insistente del gesto autárquico. Su tío Balcárcel llegará a considerar a Jaime un enfermo debido a su indefinición adolescente: “que pase pronto esta maldita adolescencia. Está viviendo una especie de enfermedad. Después se hará hombre y se asentará. Espero vivir para ver mi esfuerzo recompensado” (1969: 143-144). Pero dicha indefinición se antoja consecuencia de un aprendizaje que se concibe sobre el cambio, no solo individual, sino social e histórico. Jaime vincula su proceso formativo a aquellos que tratan de cambiar las relaciones sociales, se asocia con un horizonte utópico que lo emparenta con el Fabio Cáceres de Güiraldes. En oposición a dicha posibilidad, su tío promocionará el inmovilismo, lo permanente, aquello que se extrae del paso del tiempo y certifica la perpetuidad de la ley: “los Balcárcel usaban, más o menos y para siempre, la ropa de los años 1930” (1969: 138). Alcanzada la cúspide de su formación, cuando debe confirmar todo aquello que ha apuntado el relato, el pasado familiar le impone un destino. Cuando ya Jaime ha conseguido una vivencia propia del cristianismo —que lleva al padre Obregón a confundirlo con la figura doliente del escogido— y ha simpatizado y participado en las luchas colectivas de los trabajadores, irrumpe una suerte de anagnórosis familiar: por un lado, descubre a su verdadera madre convertida en prostituta merced al repudio de sus tíos y no acierta a protegerla, y por el otro, su padre muere sin la compasión de Jaime, que lo castiga así por su falta de carácter. A estos dos reconocimientos cabe añadir cómo Jaime sorprende a su tío emborrachándose en un lupanar, contraviniendo todos los preceptos morales que sustentaban su posición de autoridad. En el estupor y la perplejidad de Jaime se mezclará la culpa y la rabia, pero sobre todo se impondrá la conciencia de que ha actuado como aquellos de quienes trataba de alejarse, de que no puede sustraerse a lo que su familia significa y le obliga a ser. El propio Juan Manuel se lo certifica: —Tú también... te avergonzaste... igual que tus padres... y tus tíos. —Juan Manuel, Juan Manuel.

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Se detuvieron. La campiña húmeda recogía a manos llenas los olores más profundos de la tierra. Los amigos, por primera vez, se llamaban por sus nombres (1969: 170).

Poco después se separarán: Juan Manuel seguirá configurando un camino y se irá a la capital; Jaime quedará atrapado por el destino familiar en Guanajuato. Es así como Jaime abandona el tiempo progresivo de su formación: “Entonces, al recordar su entusiasmo adolescente, pensó por primera vez que el futuro no le ofrecía nada” (1969: 172). Su futuro desaparece engullido por lo que el pasado impone. El destino lo saca del tiempo, de la posibilidad del cambio que había atisbado, y lo devuelve a la mansión familiar, signo de aquello que permanece inmutable: “quiso pensarse envejeciendo, igual que el tío Balcárcel, igual que su propio padre” (1969: 184). Si algo muestra Las buenas conciencias como novela de formación es la inocuidad de la negociación entre individuo y sociedad que el aprendizaje de Jaime Ceballos necesita y una jerarquía social sin coartadas le niega. Ya he señalado cómo las novelas de mediados de siglo empiezan a escrutar la complejidad de estos procesos, es decir, “la problemática del pasaje de la sociedad tradicional a la sociedad moderna, de las modalidades nacionales o regionales de ese pasaje —sus etapas, sus agentes, sus obstáculos” (Altamirano 2010: 25). El protagonista transita por las etapas y fases convencionales del itinerario formativo, discutiendo y desafiando las estructuras heredadas, atisbando cambios sobre los que cimentar un camino propio. Pero finalmente la sociedad clausura y elimina la posibilidad de ese espacio, e impone una posición definida de antemano, definida por la pertenencia familiar antes que por el diálogo abierto por la experiencia formativa: “No: él era Jaime Ceballos, el joven que caminaba de la iglesia a la casa [...]: ojos profundos en los que se había perdido el asombro de antes; dispuestos a la aceptación sin interrogaciones; solo asombrados de que el misterio ya no estuviese allí” (1969: 182). Jaime ya no se reconoce así como figura de búsqueda. Hay analogías con la trayectoria del Fabio Cáceres en Don Segundo Sombra, sobre todo desde la perspectiva de la estructura y el despliegue de un relato que se aloja dentro del modelo realista. En ambos casos, tenemos un proceso de formación lineal, que se clausura con una

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reintegración inesperada que tiene que ver con una identidad previa —o, como mínimo, al margen— del relato de aprendizaje. Además, ese viraje final anula los valores y el horizonte utópico que el relato parecía apuntar: si Fabio se convierte en estanciero y abandona la vida del gaucho, Jaime toma las riendas de una familia que representa la opresión de aquellos con quienes había simpatizado. Sin embargo, entre las dos novelas existe una diferencia de tono y de momento, que implica una diferencia también de estilo: mientras Don Segundo Sombra plantea un modelo de vida que se sabe clausurado por los cambios que la Modernidad imprime, Las buenas conciencias justamente subraya la promesa de una Modernidad que la estructura social del momento todavía no permite. El protagonista de la novela de Fuentes, de hecho, parece recorrer un camino inverso al de la Modernidad basada en la autoconciencia crítica y, como sostiene Manuel Echevarría en su prólogo a la novela, “estamos ante una existencia en busca de esencia” (1986: 639). Jaime claudica ante una sociedad y una jerarquía que todavía son capaces de articular sus mecanismos de perpetuación. Y, sin embargo, la formación de Jaime también apunta hacia la decadencia de esa sociedad y jerarquía. Su regreso es un regreso irónico precisamente porque culmina un ritual, una reintegración al Todo que el itinerario formativo del protagonista, como sujeto moderno, había desmantelado por completo (Befumo Boschi 1974: 15 ss.). De ahí que, cuando al final del relato Jaime vuelva a entrar y se integre en la casa familiar, su aprendizaje y su verdadera familia —padre y madre— se quedan fuera. Las buenas conciencias plantean así la presencia de un sujeto moderno que pugna por decirse, de una organización social que repele el cambio y aniquila el desafío, pero a su vez, señala los síntomas de que esa incompatibilidad está empezando a resquebrajarse, es decir, apunta y describe los signos evidentes de su erosión y preludia un viraje que está a punto de poder ser dicho. Hijo de ladrón Algo parecido ocurre con Hijo de ladrón, aunque desde presupuestos estéticos y sociales divergentes. La novela relata la formación de Ani-

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ceto Hevia, el hijo de ladrón que da título al libro, y todo su aprendizaje está ligado a los numerosos intentos de escapar a la identidad que la sociedad le atribuye como hijo de quien es —que el personaje comparta el nombre con su padre, o la importancia del apodo como identificación ante la comunidad,2 son dos elementos muy significativos en este sentido. Como en el caso de Jaime Ceballos, Aniceto Hevia buscará alejarse de su familia, pero, sobre todo, de aquello que su familia significa socialmente. También como el protagonista de Las buenas conciencias, Aniceto se esforzará por construir un destino propio. Una y otra vez sus intentos se verán interrumpidos por una especie de determinismo que lo condena. Así, por ejemplo, lo encontramos al inicio de las dos primeras partes de la novela, a la salida de una cárcel en la que ha ingresado como consecuencia, no de su conducta, sino de la detención de su padre. Ante la castración recurrente de su propio camino, Aniceto planteará una estrategia novedosa: despojarse de aquello que lo identifica. Su primer desafío, no obstante, será asegurar una imagen contrastada de su padre. En un principio, Aniceto se rebelará contra el descubrimiento de la verdadera profesión del padre, de la verdadera identidad de los invitados que pasaban por su casa. También protestará por su condición de apátrida indocumentado, que lo retiene en la frontera entre Chile y Argentina, por no poder justificar un nacimiento, un origen: “quería elegir mi destino, no aceptar el que me dieran” (Rojas 2001: 155). Sin su intervención, sin su consentimiento, Aniceto acabará una y otra vez retenido, detenido o capturado. De los cuatro bloques de la novela, el primero planteará esa autoexploración, en clave de relectura de la propia identidad y memoria a la luz del desenmascaramiento del padre. El intento de comprender el destino propio como

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El apodo parece ser lo único invariable en la identidad de aquellos que se mueven por la marginalidad, pero además, es una forma de reconocimiento otorgada por la comunidad en relación con una determinada estirpe: “Por eso me gustan los ladrones —dijo el hombrecillo—. Ninguno deja de tener apodo. Cada vez que caen presos se cambian el nombre y apellido y muchos tiene ya veinte o treinta, pero nunca se cambian el apodo: no pueden, no les pertenece y dejarían de ser ellos mismos” (Rojas 2001: 188).

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impuesto se combinará con la precariedad de las pocas certezas con las que cuenta, y el relato adquirirá un sesgo existencialista, marcado por la sensación de carencia y desamparo, que aparecerá recurrentemente en la narración. El protagonista, convertido en narrador, reflexionará alrededor de su posibilidad de escoger en libertad su propio camino, y de la responsabilidad sobre algo que no ha hecho pero que lo condena: “me parecía que, por mi parte, tenía alguna culpa en ello, no sé en qué, y seguramente no la tenía, pero no podía estar tranquilo” (2001: 181-182).3 A todo esto contribuye que, en este primer autoanálisis, el protagonista no solo descubre un determinismo familiar que lo presiona, sino también una imposibilidad de identificación con otros destinos posibles. Para empezar, asume que no tiene condiciones de convertirse en un ladrón porque su padre, ocultando a la familia su verdadero oficio, ha educado a todos sus hijos para que no sigan su camino, sino para que se conviertan en ingenieros, médicos o abogados, cosa que funda la paradoja de su identidad: Ahora estaba atado de todo y nosotros no estábamos mejor que él [padre de Aniceto]; en libertad, sí, pero ¿de qué nos servía? Si él no hubiese tenido el oculto deseo de hacer de nosotros personas honorables y nos hubiera enseñado, si no a robar —lo que también hubiera sido una solución, como era la de muchos hombres—, a trabajar en algo por lo menos, nuestra situación habría sido, en ese momento, no tan desesperada, pero, como muchos padres, no quería que sus hijos fuesen carpinteros o cerrajeros, albañiles o zapateros, no; serían algo más: abogados, médicos, ingenieros o arquitectos. No había vivido una vida como la suya para que sus hijos terminasen en ganapanes. Pero resultaba peor: ni siquiera éramos ganapanes (2001: 116).4

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La dialéctica entre lo interior y lo exterior, de la prisión, del propio cuerpo, de la frontera, cohesiona un discurso moral de inclinación existencialista a lo largo de toda la novela —por ejemplo, la libertad social, al salir de la prisión, deviene una reflexión sobre la libertad moral: poder elegir o no un camino—. Al enfrentarse a la gente que encuentra en prisión, por ejemplo, Aniceto percibe que los reclusos resultan reconocibles o verosímiles allí, pero no él: “Había en ellos algo, no sé qué, fácilmente reconocible para mí: el cabello, la forma de la

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A diferencia del Silvio Astier de El juguete rabioso, que opta conscientemente por aprender y dominar la actividad delictiva como recurso para sobrevivir en una sociedad que no le concede oportunidades, Aniceto Hevia se observa imposibilitado para apostar por esa opción extrema. Ante este primer fracaso, busca una alternativa. Sin apenas explicarlo, se ve engullido por una muchedumbre que se manifiesta contra las subidas tarifarias del tranvía y que se enfrenta a la policía. No existe una identificación consciente del protagonista con los reclamos ni con el colectivo, pero en el fragor de la masa, Aniceto decide participar en la protesta y lanzar piedras contra la policía. Por ello será de nuevo encarcelado, y será allí, entre los cuerpos hacinados del calabozo, donde nuevamente asuma que tampoco consigue identificarse con aquella gente. Tras estas dos primeras fases de estupor y acción, que no lo han conducido a una situación mejor —al contrario, está como al principio, encarcelado—, Aniceto se abandona a la deriva. Existir como inercia se convierte casi en una letanía: me daba cuenta, sí, de que no era fácil, salvo algún accidente, morir, y que bastaba un pequeño esfuerzo, comer algo, abrigarse algo, respirar algo, para seguir viviendo algo. ¿Y quién no lo podía hacer? Lo hacía todo el mundo, unos más amplia o más miserablemente que otros, conservándose todos y gozando con ello. Existir era barato y el hombre era duro; en ocasiones, lamentablemente duro (2001: 261).

Es entonces, cuando Aniceto descarta conseguir una identidad plena, sustantiva, basada en la identificación directa con un modelo, cuando el relato de formación comienza a plantear matices interesantes. Es entonces cuando el protagonista advierte que su oportunidad

boca, casi siempre una boca grande, de labios gruesos y sin gracia […]. Y aquella diferencia no era solo desde ese momento o desde algunos días atrás, era de siempre, desde la infancia, desde los primeros pasos, desde los balbuceos y juegos. Muy poca gente sabe la diferencia que existe entre un individuo criado en un hogar donde hay limpieza, un poco de orden y ciertos principios morales […], y otro que no ha tenido lo que se llama hogar” (2001: 217).

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para construirse una identidad propia se basa en la asunción de lo contradictorio, de lo fragmentario, de la falibilidad e, incluso y paradójicamente, de la anihilación. Este último tramo estará estrechamente ligado, significativamente, con su aprendizaje del arte de narrar, a través de las historias que va escuchando —en realidad, Hijo de ladrón es una secuencia de relatos ensartados que remiten a la estructura picaresca—. La novela en su conjunto está muy condicionada por cómo se conjugan ambos trayectos: la configuración del propio yo y el aprendizaje como narrador, pues el protagonista pasa de oír y entender a entender y narrar —“en Hijo de ladrón, el héroe llega a serlo cuando es capaz de narrarse” (Soto 1992: 1143)—. De ahí que el relato esté signado por la precariedad, por los caprichos y oquedades de la memoria, por un subjetivismo que no asegura su propia certeza, como el primer párrafo de la novela se encarga de apostillar —a modo de poética y manual de instrucciones—.5 De ahí también que la estructura de la novela mengüe —cada bloque tiene menos capítulos y es más breve que el anterior—, a medida que el propio personaje asume su formación como despojamiento anómico. De esta manera, en lugar de confirmar un esquema clásico del relato formativo, que llevaría desde la pasividad a la acción, y desde la ignorancia de sí a la autoconciencia (Suleiman 1979), Hijo de ladrón añade la convicción de que los dos tránsitos anteriores no son tajantes o irreversibles. La formación de Aniceto Hevia alcanza la conciencia de la propia limitación a través de la acción, con lo que dicha autoconciencia precede al intento de anulación, y eso lo conduce a la necesidad de dominar un código distinto —un idioma distinto diría

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“¿Cómo y por qué llegué hasta allí? Por los mismos motivos por los que he llegado a tantas partes. Es una historia larga y, lo que es peor, confusa. La culpa es mía: nunca he podido pensar como pudiera hacerlo un metro, línea tras línea, centímetro tras centímetro, hasta llegar a ciento o a mil; y mi memoria no es mucho mejor: salta de un hecho a otro y toma a veces los que aparecen primero, volviendo sobre sus pasos solo cuando los otros, más perezosos o más densos, empiezan a surgir a su vez desde el fondo de la vida pasada” (2001: 53). Así comienza, a modo de poética insertada, la novela de Rojas.

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el Jaime Ceballos de Las buenas conciencias— en el que poder decir la compatibilidad entre los dos extremos, la falta de conclusión de ambos procesos o la confusión de aquello que la sociedad separa —como muestra el relato de Victoriano Ruiz, que confunde en una misma persona las figuras del policía y el ladrón, de lo aceptable y lo proscrito—. Con una estrategia parecida a la utilizada en El juguete rabioso, Aniceto encuentra en la ilegibilidad de su identidad la mayor resistencia a una sociedad que trata de encasillarlo: “aquí reside el carácter anómalo de Hijo de ladrón: el espacio de la formación de Aniceto es un espacio otro, extremo, marginal. No es en su integración a la sociedad conocida como el héroe alcanza su heroicidad, sino al afirmar su periferia, desplazando su centro, al negar su naturalidad” (Soto 1992: 1141). Se podría ver en esto una singularidad de esta línea de novelas, que configuran identidades marginales a partir de la negación de determinados vínculos sociales considerados centrales, como la amistad o la solidaridad, y del crisol de atributos marginales o aparentemente incompatibles. En dicho proceso de negación del contrato social, el proyecto de identidad estaría asociado a la conversión a narradores de los protagonistas, a la posibilidad de organizar o explorar el sentido del propio relato formativo. Silvio Astier abría el final de su relato con el viaje al sur que posibilitaría plantear la narración del vacío que sugiere su traición. Por su parte, Aniceto cierra el relato con una especie de promesa —“cuando se nos juntó reanudamos la marcha” (2001: 336)— asociada a la reunión con dos personajes que encarnan la búsqueda como fin e ilustran dos actitudes frente a la narración: el silencio ascético de Cristián y el dominio de la palabra del verborreico Filósofo. Con este último, Aniceto adquirirá definitivamente la habilidad de explicar su propio relato, culminando así “la conquista de un habla reprimida que permite el posterior desdoblamiento en un narrador posibilitándose su propia escritura” (Soto 2005: 270). Pero también habrá construido una nueva familia, confirmando la apuesta por la inversión y lo paródico que, tanto desde el punto de vista estructural —respecto una idea canónica del relato de formación— como retórico, lleva a cabo la novela. En ese carácter paródico se jugará la afir-

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mación precaria de aquellos que no consiguen obtener una ubicación social precisa. Además, este uso de la parodia no se limita a acentuar un sesgo cómico, sino que plantea una exploración alternativa del conocimiento del sujeto a partir del desmoronamiento de las bases de una sociedad autárquica. Ahí es donde la novela de Rojas ahonda en una exploración compleja de las relaciones entre el sujeto y la sociedad —incluso más allá de la propuesta de Las buenas conciencias, que no planteaba una alternativa a la final anulación del sujeto que describía el itinerario formativo de Jaime Ceballos— y, a través de la problematización del propio relato, el protagonista esquiva la identidad burocrática que la sociedad no le reconoce por falta de los documentos acreditativos, y consigue así contestar la autoinquisición que da comienzo a la novela: “¿Cómo y por qué llegué hasta allí?” (2001: 53).

Excurso sobre la novela del medio siglo: el caso de Beatriz Guido Alcanzado este punto, conviene resolver algunas preguntas que contribuyan a aclarar nociones teóricas críticas que es preciso observar a partir de obras y lecturas concretas. Una de esas nociones podría ser la de novela moderna en la tradición hispanoamericana. Queda por discutir si toda novela de formación hispanoamericana, por el hecho de serla, quedaría incluida en el paradigma de la Modernidad. Y es aquí donde surgen los problemas y donde las novelas de Beatriz Guido La casa del ángel (1954) y La caída (1956), pueden servir de ayuda. Surgen problemas porque se trata de dirimir distintos grados de cercanía o de adscripción a determinadas categorías críticas, es decir, se descarta la posibilidad de plantear una pertenencia de las obras que pueda saldarse con una respuesta positiva o negativa sin más. De esta manera, si bien las dos novelas de Guido se pueden enmarcar en las dos rúbricas planteadas —novela de formación y novela moderna— desde un punto de vista estructural o sintáctico, dicha adscripción es dudosa si nos fijamos en sus estrategias narrativas. En este planteamiento, el caso de Beatriz Guido puede resultarnos ilustrativo, pues se trata de

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una escritora que aglutina en sus novelas muchos de los rasgos narrativos o estructurales que impregnan el horizonte estético del medio siglo, pero los conjuga desde una actitud menos problemática que, por ejemplo, las novelas que nos han ocupado en la década de los veinte. Así, tanto La casa del ángel (1954) como La caída (1956) relatan el aprendizaje de un personaje femenino en un contexto urbano, según el esquema tradicional de las ilusiones perdidas. Tanto la Albertina de la primera novela como la Ana de la segunda articulan su formación a partir de la idealización y posterior decepción de una serie de figuras —principalmente masculinas— e ideales —amorosos, pero también sociales como, por ejemplo, el de la capital como liberación de las restricciones de la provincia. De esta manera, todo el relato gira alrededor de la preparación de un desenlace signado por el sentimiento de pérdida de la inocencia: en La caída será la decepción amorosa que supone la aparición de Lucas y en La casa del ángel la violación que sufre Ana a manos del hasta entonces intachable Pablo. Dicha pérdida actuará de forma traumática, clausurando la identidad de la protagonista —Albertina volverá al pueblo de donde había venido; Ana, tras la violación, se concebirá como muerta en vida: “pero siempre, al doblar de una esquina, estaba él, esperándome. No sé si estaba vivo o muerto. No sé tampoco si somos dos fantasmas; debíamos haber muerto aquella noche; él en el parque, y yo en la terraza del ángel” (Guido 2010: 118)—. Ambas novelas se proyectan hacia ese momento catártico, hacía esa epifanía final que rompe con todas las expectativas de la protagonista y cercena su futuro. Ese momento final absorbe e irradia todo el sentido del relato y sanciona el paso de la protagonista de un estado de inocencia a un estado de oprobio, es decir, el relato formativo se resuelve a partir de una suerte de trascendencia o tránsito hacia un sentido inaccesible mediante el relato. De esta manera, Guido parece recuperar para sus novelas un modelo romántico, eso sí, marcado por cierto psicologismo. Desde las lecturas formativas de las protagonistas hasta el ambiente aristocrático que aparece sobre todo en La casa del ángel, desde el tono melodramático hasta el tópico de la pureza extraviada que estructura ambas novelas, Guido recupera para su relato de formación una serie de moldes narrativos típicos de la novela del siglo

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xix. Ya vimos cómo Ifigenia también hacía suya parte de esa herencia, pero justo antes de discutirla y problematizar aquellos elementos que se consideraban caducos. En las novelas de Beatriz Guido esto no ocurre, o no ocurre con la profundidad que aparecía en Teresa de la Parra. Existen varias conexiones entre sus novelas que nos servirían para analizar esta distinta profundidad —por ejemplo, la utilización del intertexto del Cantar de los cantares o la comparación entre las respectivas iniciaciones a la escritura, asociadas ambas a figuras de sirvientes y a la mezcla de géneros—, aunque nos fijaremos en la incorporación de alusiones a las modas europeas —y particularmente, francesas— que ambas incluyen. En La casa del ángel, dichas alusiones funcionan como elementales indicadoras de un ambiente socialmente elitista —las confiterías a las que acude la protagonista tienen nombres franceses— o de una evasión que contribuye a subrayar el contraste con la caída que supone la violación final: “¡Ah! Si tuviera un vestido rojo”, pensaba, “y un sombrero de plumas como la hermana de mi madre, la dueña de la casa de modas en París. Quizá eso ayudaría en algo a los rezos de mi madre. Todo sucedería igual que en esas fotografías de La Ilustración o del Cosmopolitán: dos hombres con camisa blanca y pantalones negros esgrimiendo las espadas; a lo lejos un carruaje y una dama, llorando detrás de un velo negro, como Mary Astor, en Don X, el hijo del Zorro” (2010: 110).

En cambio, lejos de ese esquematismo ambiental, Ifigenia utilizaba unas referencias similares para plantear dos modelos sociales en conflicto y una autorrevisión moral de la protagonista que advierte sus propios límites y contradicciones: Y es que Abuelita, al igual que la mayoría de las personas, tiene a la pobre moral amarrada entre cadenas, y condenada a una especie de demodé espantoso. Yo no. Yo creo que la moral podría cambiar de vez en cuando lo mismo que cambian las mangas, los sombreros y el largo de los vestidos. ¿Pero siempre, siempre, una misma cosa? ¡Oh! No, no, eso era horriblemente monótono, y es una prueba palpable de lo que yo he dicho siempre: “¡La humanidad carece de imaginación!”. Sin embargo, debo

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hacer constatar que a pesar de mis teorías, sobre esta tesis de la mentira, en la práctica, mi rutinario sentido moral no se encuentra completamente de acuerdo con ellas (De la Parra 1982: 94).

La comparación entre estos dos fragmentos permite detectar la distinta intensidad con que ambas escritoras manejan un mismo tópico. De hecho, Ifigenia comparte con las dos novelas de Guido una parecida estructura de la historia, basada en la aspiración y la posterior decepción, pero allí donde la primera acentúa la importancia de un proceso polifónico de maduración interior a través de distintos comportamientos y actitudes de la protagonista, las novelas de Guido enfatizan el efecto final —el viernes del duelo en La casa del ángel, la llegada de Lucas en La caída—. Si estas últimas proponen la formación del individuo como un encadenamiento de tópicos, la novela de Teresa de la Parra construye la identidad como conciencia dialéctica del propio lugar de enunciación. Incluso la conquista de una voz (Clifford 2001), el salto de personaje a narradora, se da en las novelas de Guido como gesto mecánico (La caída) o como artificio subjetivista escasamente problematizado (La casa del ángel). En otras palabras, tales narraciones se rigen por un esquematismo alejado de la novela moderna hispanoamericana. De hecho, desde ese esquematismo, a las novelas de Guido sí podríamos caracterizarlas con la fórmula de Bildungsroman fracasado que Edna Aizenberg atribuía a Ifigenia (Aizenberg 1985), ya que esas novelas dialogan con un planteamiento clásico de la novela de formación —según el cual, el héroe debe, finalmente, armonizar una identidad y encontrar una ubicación social precisa—, y lo invierte.6 Se trata de una diferencia cualitativa que, en gran medida, permite atribuir a las novelas de Guido una menor adscripción a la novela de formación como género. 6

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Cuando se han estudiado las novelas de Beatriz Guido en el marco de la novela de formación, se ha hecho desde la variante femenina de la misma (Clifford 2001; Lagos-Pope 1996; Moret 2008), estrategia que agrupa novelas acogidas a horizontes estéticos muy diferentes a partir del nexo de haber sido escritas por una mujer o sobre una mujer.

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Es más, la escasa problematicidad de estas novelas no solo afecta al polo del individuo, sino también a lo que podríamos considerar su contraparte social. Si hemos visto cómo novela de formación y novela moderna corrían en paralelo, en buena medida, por aglutinar voces sociales heterogéneas, también advertimos cómo Guido apenas incorpora la profundidad colectiva que rodea a sus protagonistas. En ocasiones lo hace, pero en forma de eco a través de personajes relativamente secundarios —como los compañeros de la universidad de La caída— o de reflexiones que sitúan un marco más que un escenario —sea el caso de la actualidad política que aparece puntualmente en La casa del ángel. No existe, sin embargo, un cuestionamiento de la propia ubicación social, un cuestionamiento de clase, que sí se encontraba, por ejemplo, en Las buenas conciencias. De hecho, esa carencia resulta relevante si la ubicamos en el campo literario argentino del momento, en el que irrumpe con fuerza el debate sobre el compromiso ideológico del escritor. En todo caso, podríamos advertir en esos relatos un cuestionamiento del rol de género que desempeñan las protagonistas. En ambos casos, el aprendizaje de esa ubicación se asocia a la sumisión: en La caída, cada relación de Albertina con un hombre implica un abandono parcial de sí misma, mientras que, en La casa del ángel, la madre y la preceptora exigen una y otra vez una actitud servil y culpabilizadora. En las dos novelas de Guido, la casa como espacio se convierte en el centro de la narración y se impone como pantalla aislante, como un reino excepcional fuera del tiempo, ensimismado y ajeno a la complejidad social del exterior. Justamente esa disfuncionalidad hará de la casa un espacio ambiguo y sórdido, que recupera la homogeneidad que caracterizaba a las narraciones del xix, a la par que la narración misma se construye desde el anacronismo que plantea —el duelo a muerte como forma de justicia, los cuatro niños que asesinan a su madre—. Finalmente, la narradora prioriza el efectismo por encima de la ambigüedad, y en los dos casos, la protagonista terminará apeada de una posición problemática, ajena a la complejidad del mundo, ya sea por elección propia de volverse a la provincia o por la anulación que impone la agresión sexual. Al fin y al cabo, dos variaciones sobre un cuento de hadas invertido. Tal vez esa sea la estrategia inconsciente

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que la escritora maneja como rasgo de clase, pero dicha estrategia aleja a sus obras de la mezcla de voces que se asocia al relato formativo de la novela moderna. Las dos novelas de Beatriz Guido plantean así, la difícil cuestión de deslindar en el seno de una categoría crítica para acotarla y hacerla útil desde el punto de vista interpretativo. Como toda categoría crítica, la novela de formación y la novela moderna tienen un centro considerablemente definido y unos bordes más desdibujados. En esos bordes podríamos situar a La caída y La casa del ángel. Dicha ambivalencia, además, puede ayudar a entender que, en el momento de su aparición en la escena literaria, Guido fuera incluida en el mismo grupo de escritores que, como David Viñas, se vinculan a la revisión literaria que promueve la revista Contorno (cf. Dellepiane 1968). En ese primer instante, se prioriza el criterio generacional o la importancia política de una determinada fecha —en este caso 1955, es decir, la caída y proscripción del primer peronismo en Argentina—, para homogeneizar un grupo de escritores con pocas más cosas en común. Ni la clase social de origen de los escritores, ni la función que le otorgan a la literatura, ni la forma de incorporar debates primordiales para el campo literario del momento, ni siquiera el éxito de público que atesoran, permite legitimar la utilidad crítica de una etiqueta como la de Generación del 55. La crítica posterior, de hecho, resituará a estos escritores que aparecen en la década del cincuenta y los leerá a la luz de posteriores evoluciones literarias o de nuevas preguntas. En cierto modo, esta reubicación de la escritora tiene que ver con el relato sobre la narrativa hispanoamericana que se impone a partir de la década siguiente, con la recepción del boom y la nueva novela.

Armonizar voces: tres novelas peruanas Para entrar en esa década del sesenta, convoco de nuevo un trío de novelas que aparecen en un lapso breve dentro de un mismo espacio literario nacional: Los ríos profundos de José María Arguedas (1958), Crónica de San Gabriel de Julio Ramón Ribeyro (1960) y La ciudad y los perros de Mario Vargas Llosa (1963). Como ocurría al confrontar a

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Güiraldes con Arlt, nos encontramos ahora con tres escritores de tres generaciones distintas, con distintos grados de consagración y embarcados en planteamientos estéticos bastante alejados. Todos ellos, sin embargo, acuden a la novela de formación para tasar una identidad nacional fragmentada desde la geografía y la cultura —la totalidad contradictoria que configura el Perú, según Cornejo Polar (1997b)—, que más que nunca, recupera y discute el relato sobre su pasado para intervenir en el futuro. El espesor estético que sugiere la coincidencia de tres obras centrales —en la trayectoria de sus respectivos autores, pero también en la novelística hispanoamericana— como estas, permite situar un balance y una ampliación de los aspectos discutidos hasta ahora, desde la incorporación de nuevos experimentos formales hasta la asunción de una creciente complejidad social. En la realidad peruana encontramos intensificados una serie de elementos ya apuntados que estas novelas van a abordar desde perspectivas distintas: en Perú, a la vez que se registra una colonización más honda y desarrollada, la huella cultural prehispánica resiste con más fuerza; a la vez que se impone en el siglo xx una mayor ferocidad militar con vistas a la homogeneización cultural, despierta el pensamiento indigenista más rico en matices. Observemos a continuación cómo los relatos de formación de Ernesto, Lucio y Alberto armonizan todas esas voces. Los ríos profundos “Crecimiento de un niño, crecimiento de un pueblo”. Así comienza el análisis de Los ríos profundos que lleva a cabo Ariel Dorfman (1980: 91). Y es que Arguedas no se limita a escribir una novela de formación individual, sino que trata también de sintetizar en ella un determinado proyecto estético, social y, por qué no, vital. El relato sobre el aprendizaje de Ernesto conlleva una intimidad explícita, por un lado, con la visión de una realidad peruana como mezcolanza heterogénea, como confusión violenta de rastros culturales que emergen mediante llamada indeleble, y por el otro, con la pugna física por encontrar una expresión aglutinadora y a la vez fiel a esa pluralidad. Es preciso, por lo tanto, leer Los ríos profundos en paralelo a la configuración de

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la posición intelectual de su autor porque su trayectoria biográfica se encuentra penetrada por esas mismas búsquedas. Por ello, se puede rastrear en la novela la huella autobiográfica, pero no menos que la social y estética, e indistinguibles las tres en la figura trascendente de Ernesto. Empezando por un aspecto autobiográfico que ilumina especialmente la novela, es preciso recordar la escisión cultural hispánica y quechua por la que Arguedas se siente recorrido y trata de explicar(se) una y otra vez en numerosas reflexiones públicas. Dejando a un lado las evidentes coincidencias entre su vida y la novela,7 que el mismo Arguedas comentó, y dejando a un lado también el suicidio que terminó con su vida en 1969 —y que muchos explican a partir del problema irresuelto de esa dualidad—, conviene observar cómo el escritor mismo busca trabajar con su propia escisión desde la enunciación literaria, ya desde sus primeras publicaciones. En gran medida, la poética de las relaciones entre el gamonal y el indio que vertebran toda su obra están ya incorporadas en uno de sus primeros relatos, “Warma Kuyay”, publicado en 1935, primera y significativa aparición del Ernesto que protagonizará Los ríos profundos, y que en esta ocasión, desde su posición de heredero de una estancia, pugna con un siervo por la posesión de una mujer, también sierva, y advierte así cómo su posición de poder lo distancia —y de hecho oprime, aun sin quererlo— de aquel a quien debe sus principales enseñanzas formativas. En aquel relato incipiente, el enfrentamiento se salda con la pérdida del objeto amoroso y la separación entre ambos pretendientes: el

7 Varios pasajes y motivos de la novela tienen un origen autobiográfico: la infancia errante a la que le condujo su padre, la orfandad y la presencia del indio en sus primeros años, o el pasaje del oficio religioso que reclaman los colonos que huyen de la peste. Así explica esa huella Arguedas en una nota de 1966: “con el cariño de los indios, me sentía protegido, porque cantaba con ellos y se contaban cuentos, adivinanzas. Ellos eran mi familia. Yo no entendí nunca bien el mundo de mi padre. Era una cosa muy curiosa. Mi padre sentía simpatía por los indios pero formalmente los trataba mal” (Arguedas 1992: 11).

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Kutu a la sierra y Ernesto a la costa.8 La solución será muy distinta dos décadas más tarde, cuando Arguedas busque volver a relatar ese mismo conflicto en Los ríos profundos. Sin embargo, “Warma Kuyay” es importante porque sí asume ya la poética de un indigenismo que poco tiene que ver con el indigenismo literario que en ese mismo contexto peruano se había desarrollado a partir de la década anterior, y que construía la figura del indio desde el esquema de la situación miserable que vivía o desde la figura pura y redentora, a través de los relatos de Icaza, López Albújar, Chaves y Alcides Arguedas, entre otros. Frente a la simplificación que estos últimos escritores habían llevado a cabo de una doctrina ecléctica y compleja como la que el círculo de José Carlos Mariátegui había esbozado en la revista Amauta —inaugurada en un significativo 1926—, Arguedas plantea una “visión íntima, desde adentro, traspasada de lirismo y emoción” (Oviedo 2001: 78), que no ignora la vertiente social, pero la cultiva lejos del mecanicismo y la tesis de regeneración que persigue ese primer indigenismo. Con ello, trata de suturar la separación entre el mundo indígena y la representación indigenista de la narrativa de los años veinte y treinta. La publicación de su novela en 1958, por consiguiente, se ha solido situar como culminación de una revisión de aquel indigenismo, pero en realidad, señala su crisis y plantea una poética cualitativamente nueva. Una poética que, en definitiva, no deja de ser una variación

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Esta división geográfica también permea la exploración del mosaico social que lleva a cabo Arguedas, y que se inscribe en Los ríos profundos a través del viaje del protagonista por las zonas andinas de Cuzco y Abancay (Cornejo Polar 1973/1974). La ausencia de Lima, la capital costera, es muy elocuente. Desde el punto de vista literario, porque se había convertido en el tema principal de la generación de escritores del 50, que había retomado el realismo urbano como modelo narrativo para relatar los cambios de una ciudad que empezó a recibir oleadas inmigratorias del interior a fines de los cuarenta —Lima, la horrible de Salazar Bondy (1964), es la indagación que sintetizará desde el ensayo ese cambio que registra una generación de escritores, entre los que se incluye a Julio Ramón Ribeyro, aunque Crónica de San Gabriel no esté directamente ambientada en la capital—. Desde el punto de vista histórico, porque Cuzco y la zona andina aglutinaban la doble herencia cultural que consume la obra de Arguedas, y que a Lima solo llega deformada y descreída.

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de la novela moderna que ya hemos perfilado. De hecho, a pesar de la conexión apuntada, si comparamos el “Warma Kuyay” con Los ríos profundos, será fácil detectar una profundidad distinta en la forma de modular y modelar tanto la lectura social como el proyecto literario. Una diferencia que tiene que ver, entre otras cosas, con el descubrimiento tardío de la antropología, que si bien nunca va a terminar de acomodarse a una perspectiva trascendente o espiritualista como la de Arguedas, sí le va a dotar de una metodología y de un instrumental interpretativo.9 Encuadrados en ese descubrimiento, Arguedas publicará un sinfín de estudios y reseñas del folklore cultural andino, pero también llevará esa perspectiva a su mundo literario. El análisis antropológico de aquello que había vivido desde una infancia culturalmente híbrida complementará las simplificaciones que para él establecía una trasposición de la teoría marxista de la lucha de clases al contexto americano. Pero será la novela la mejor herramienta que Arguedas encuentre para mostrar esa complejidad (Arguedas 1992: 32). Como propone Ángel Rama (1987), la crítica de Arguedas al primer indigenismo se basaba en que, por un lado, se centraba demasiado en un dualismo excluyente —gamonal/indio, costa/sierra—, y por el otro, en un conocimiento muy superficial de la cultura y expresiones indias. Paradójicamente, su renovación de ese indigenismo partirá de una mejor comprensión de esa cultura, pero también de una representación social poblada de otros colectivos y de una visión del indio más compleja y contradictoria: Son cinco los personajes principales de los “pueblos grandes”: el indio, el terrateniente de corazón y mente firmes, heredero de una tradición

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Cabe recordar que la década del cincuenta coincide con un auge y, sobre todo, con una modernización, de las ciencias sociales (Altamirano 2010: 25 ss.) que, en algunos campos culturales, como el rioplatense, el mexicano o el peruano, van a enriquecer y resituar el estudio sobre la propia identidad y diversidad cultural, relativizando, por ejemplo, el progreso o la hegemonía de una determinada raza y cultura, e introduciendo nociones ahora imprescindibles, como las de desarrollismo o dependencia.

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secular que inspira sus actos y da cimiento a su doctrina; el terrateniente nuevo, tinterillesco y politiquero; áulico servil de las autoridades el mestizo de pueblo que en la mayoría de los casos no sabe adónde va: sirve a los terratenientes y actúa ferozmente contra el indio, o se hunde en la multitud, bulle en ella, para azuzarla y descargar su agresividad, o se identifica con el indio, lo ama y sacrifica generosamente su vida para defenderlo. El quinto personaje es el estudiante provinciano que tiene dos residencias, Lima y “su pueblo”; tipo generalmente mesiánico cuya alma arde entre el amor y el odio: este elemento humano tan noble, tan tenaz, tan abnegado, que luego es engullido por las implacables fuerzas que sostienen el orden social contra el cual se laceró y gastó su aliento (Arguedas 1992: 31-32).

Este largo fragmento corresponde a un artículo publicado por Arguedas en 1950 y, bajo la pátina taxonómica que utiliza, en ese estudiante provinciano parece estar ya la cifra de su propia personalidad y el germen del Ernesto de Los ríos profundos, lastrado por una condición social mestiza que le permite transitar y amalgamar privilegiadamente un proyecto común. En su diagnóstico de la “peruanidad” (Rama 1987: XVI) subyace, por encima de todo, una impugnación del prisma civilización/barbarie sobre el que pivotan las construcciones nacionales del siglo xix, ya fuera para encumbrar el primer polo o el segundo. Para Arguedas, no obstante, el proyecto común nunca estuvo asociado a un mestizaje a ultranza o absorbente, pues consideraba que existían elementos irreductibles en cada una de esas culturas en contacto. Pero sí es un planteo superador de la incomunicación y la anulación del otro, de largo alcance o, en sus palabras, mesiánico.10 Entonces Arguedas busca apoyo en el otro elemento clave de su nueva poética: el estilo literario. Desde “Warma Kuyay”, su literatura prospera y madura a través de una obra meditada y escasa —Arguedas es un escritor de largos silencios—, que va surgiendo como registro de exploraciones formales que tratan de dar cabida

10 De hecho, la exploración de la peruanidad o de la propia posición cultural era el mecanismo por el que Arguedas asedia un cosmopolitismo al que no renuncia nunca, y sobre esa paradoja se construye su polémica con Julio Cortázar de 1968.

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en un mismo idioma literario a las distintas voces culturales del país. No hay que entender tales exploraciones como una simple búsqueda intelectual, sino que implican a todas las dimensiones del ser y su herencia, convirtiéndose en un cincelaje agónico de la escritura —de “vía crucis heroica y bella” lo caracteriza el mismo Arguedas en “La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú” (1992: 34). Se ha estudiado sobradamente cómo Arguedas intenta encajar en el español de sus obras el ritmo del habla quechua (Dorfman 1980; Harss 1971; Rama 1987; Sorel 1994), y el mismo autor ha recorrido en varias ocasiones las etapas de ese proceso. Su experimentación con la sintaxis y el léxico puede verse como un simple intento de dotar del máximo verismo aquello que no es veraz —los indios representados, en realidad, no hablan ese español inventado por Arguedas; hablan generalmente quechua o aimara—. Es decir, el tradicional desafío de proponer una representación adaptada de aquello que, de otro modo, no sería entendido por quien lee. Sin embargo, la correspondencia de este ejercicio con todo el trayecto intelectual previo de Arguedas nos invita a observarlo como un gesto conspicuo de visibilización de voces socialmente coexistentes. Si a ello añadimos el español como idioma del poder, se advierte que su forzamiento va más allá del desafío estético, y busca crear un espacio de comprensión de aquello que, de otro manera, sería inaudible: “no se trata, pues, de la búsqueda de la forma en su acepción superficial y corriente, sino como problema del espíritu, de la cultura, en estos países en que corrientes extrañas se encuentran y durante siglos no concluyen por fusionar, sino que forman estrechas zonas de confluencia” (Arguedas 1992: 34). Antonio Cornejo Polar ha precisado con brillantez la resonancia polifónica de este ejercicio, que si por una parte puede revelar la índole real del mundo que refiere, por otra parte es capaz de revelar, también luminosamente, la raíz de un conflicto mayor, la desmembrada constitución de una sociedad y una cultura que todavía, tres siglos de convivencia en un mismo espacio, no pueden decir su historia más que con los atributos de un diálogo conflictivo, con frecuencia trágico (1997a: 465-466).

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De ahí que la escritura de Los ríos profundos devenga un proyecto cuasi épico. Y en el centro de ese proyecto está el trayecto formativo de Ernesto, que aprende y sintetiza ese recorrido intelectual. Ernesto advierte desde el principio la limitación del relato heredado sobre la realidad. La falta de correspondencia aflora al llegar a Cuzco, corazón del antiguo imperio inca y de la posterior colonización: “el Cuzco de mi padre, el que me había descrito quizá mil veces, no podía ser ese” (Arguedas 2000: 139). Allí identifica una llamada que le invita a aprender el relato inscrito en cada objeto, la huella de la historia, de un tiempo originario —“cada piedra habla” (2000: 146)—. Se separa así del padre, que seguirá su peregrinaje, e inicia su propio camino, instalado en un colegio de Abancay, en la zona andina. La vinculación entre objetos y palabras, entre la realidad y el lenguaje, se convierte en el mecanismo de acceso hacia una comprensión más completa de las muchas almas de la realidad. La traducción visual y concreta de esa heterogeneidad se presentará en la variedad de orígenes geográficos y sociales de sus compañeros de colegio. Como también ocurrirá en La ciudad y los perros, el colegio se convertirá en un microcosmos social, en una sociedad con sordina. Interesa ahora no solo resaltar esa pluralidad, sino cómo ese origen no determina una caracterización maniquea del personaje —de ahí que el Padre Director, por ejemplo, sea autoritario a la par que comprensivo, o que Antero le enseñe a dominar el zumbayllu, instrumento que condensa la herencia india, pero no admita la opresión que sobre los indios inflige su clase social: los hacendados. La revuelta de las chicheras completará esa heteroglosia social, y sellará en la conciencia de Ernesto la imagen que da título a la novela, la de esos ríos ocultos y persistentes, que erosionan y comunican, que arrastran numerosas corrientes hacia una violenta unidad. Para J. M. Oviedo, “dos notas esenciales rigen el proceso formativo del narrador-protagonista: percepción de las intensas contradicciones del mundo que lo rodea, búsqueda de una identidad que las integre y reconcilien en un horizonte más humano” (2001: 81). La labor de Ernesto como una especie de redentor laico lo convierte en alguien que, finalmente, comprende, y eso lo convierte en alguien que está al margen de los demás: “ningún pensamiento, nin-

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gún recuerdo podía llegar hasta el aislamiento mortal en que durante ese tiempo me separaba del mundo. Yo que sentía tan mío aun lo ajeno” (Arguedas 2000: 228). En su condición de mestizo que arrastra y circula por varias identidades culturales, Ernesto, como ocurría con el Jaime Ceballos de Las buenas conciencias, se convierte en alguien que se define por no ser algo específico. Su gesto decidido de compromiso consciente y contradictorio lo convierte en el médium que, seguramente, Arguedas siempre quiso ser, el revelador de un sentido mistérico que recupera una cierta unidad entre las cosas y el lenguaje: “¿Tu sangre acaso no es agua? Por ahí le habla al alma, el agua, que siempre existe bajo la tierra” (2000: 333). Tenemos ahí una figura del escritor a medio camino entre el rapsoda que purifica y el “poeta civil” (Rama 1987: XI) de estirpe romántica, de no ser por el carácter antiheroico del mestizo que protagoniza la hazaña. Dicha condición actualiza la búsqueda en un presente que se antoja heterogéneo. Así es cómo Los ríos profundos recupera la alusión a la edad dorada que ya habíamos visto en Don Segundo Sombra, pero esta vez, no solo para señalar los límites de una actitud nostálgica, sino para dotarla también de un contenido mítico nuevo capaz de proyectarse como actitud reformadora del presente. El relato formativo de Ernesto traza esa actualización, que no se queda en una glorificación de lo plural o lo humillado, sino que lo complementa con un materialismo social que acaba configurando un retrato multidireccional de la peruanidad. De esta manera, la llamada cósmica inicial se ayuda de la conciencia social posterior, para terminar en una armonía plural, que acepta lo opaco al lenguaje y el misterio, sintetizado por ejemplo, en el zumbayllu. La novela muestra cómo Ernesto aprende a leer en un sentido amplio y ritual, a leer los objetos y a los demás como si se tratara de un texto con sentido, y ese impulso se nutre de un relato formativo en la estirpe del Enrique de Ofterdingen. Como ocurría en la novela de Novalis, el aprendizaje de esa legibilidad consiste tanto en un dominio del código como en un despojamiento de prejuicios y herencias que impidan advertir su sentido, entendido como sacrificio de cierta individualidad por mor de la heterogeneidad colectiva. También como ocurre en el romántico alemán, el afán de totalidad que en ocasiones se le ha atribuido a Los

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ríos profundos, queda contrapesado por una estructura episódica e irregular. Esa asíntota hacia la totalidad convierte el camino de Ernesto en una suerte de signo de un destino colectivo trasuntado, y a la novela en el relato de formación hispanoamericano que mejor articula la ambición humanista que subyace a cierto Bildungsroman. Las novelas de Fuentes o Rojas registraban la inclusión de un retrato social crecientemente complejo y enconado, ante el cual ambos personajes apenas superaban un primer estadio de perplejidad; el Ernesto de Los ríos profundos remite al fortalecimiento de una idea antigua: América como un proyecto por hacer. La Revolución Cubana de 1959, la renovación de la narrativa y la consolidación de las ciencias sociales, perfilarán esa promesa y dibujarán el horizonte sobre el que se impresionan las novelas de formación que llegarán en la década del sesenta y setenta. Antes, sin embargo, Los ríos profundos se sitúa, de esta manera, en un punto de inflexión: punto final de un longevo telurismo literario y síntoma de la renovación narrativa por venir en los albores del boom —aunque Arguedas nunca estuviera cómodo bajo esa rúbrica—. Ese punto medular señala Los ríos profundos como uno de los ejercicios de equilibrio mejor conseguidos de la novela de formación hispanoamericana entre algunos de sus elementos clave: su cercanía tanto a la novela moderna como al romance épico, su registro de la complejidad como deslinde social, su capacidad para proponer una herencia cultural heterogénea como Modernidad, y en definitiva, su ambición para plantear una variante de la novela de formación europea que podría situarse como modelo del género en la tradición hispanoamericana. Crónica de San Gabriel Dos años más tarde, en 1960, aparece la Crónica de San Gabriel de Julio Ramón Ribeyro, novela cuya estructura interna puede compararse con Los ríos profundos, aunque dejando frutos distintos. Como el relato de formación de Ernesto, el de Lucho se dirige hacia el descubrimiento de la unidad y la conexión de los acontecimientos que ocurren a su alrededor: las relaciones incestuosas que afloran en la familia que lo

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acoge durante ese verano, el paralelismo entre el desmoronamiento de la hacienda, el terremoto que agrieta la tierra y la rebelión de los indios que trabajan en la mina de tungsteno, etcétera. Sin embargo, la unidad que detecta Lucho se revela incomprensible y determina el abandono y la partida de San Gabriel, el regreso del protagonista a Lima. A diferencia de la novela de Arguedas, pues, en Crónica de San Gabriel la búsqueda como tal está separada del sentido que llega a aprehender. El proceso de aprendizaje de Lucho es una suma discontinua de momentos y experiencias iniciáticas signadas por un acceso restringido al conocimiento. Cada descubrimiento traerá consigo un pequeño avance y una gran zona de sombra, resolverá una pista pero aumentará el misterio.11 El protagonista mismo advierte su escasa pericia para interpretar un escenario al que acaba de llegar: “En San Gabriel había demasiado espacio para la pequeñez de mis reflejos urbanos” (Ribeyro 1991: 23). El relato se organiza, en gran medida, como una recopilación de indicios que llevan a otros indicios, que conducen finalmente a la evidencia de una pregunta irresoluble. Y si esa es la organización general de la novela, toda ella se articula sobre una sucesión de breves capítulos que, operando como artefactos autónomos, pivotan sobre cada uno de esos elementos a resolver, lo conducen hacia su agotamiento y hacia un efecto final que se integra en la oscuridad planteada por la estructura mayor.12

11 En esa utilización de la atracción por lo misterioso como elemento constructivo del aprendizaje, se ha equiparado Crónica de San Gabriel con Le Grand Meaulnes (1913) de Alain-Fournier (Elmore 2002: 70, que fue tempranamente traducida al castellano). 12 La poética de dicha estructura bien pudiera encontrarse en el cuarto capítulo, titulado “El mensaje”, centrado en la figura de su esquiva prima Leticia, que lleva a cabo un ambiguo juego de seducción durante toda la novela, y que en este capítulo se cifra en la entrega de un mensaje al protagonista. Cuando este, al final del capítulo, consiga leerlo, comprenderá el significado, pero no el sentido del contenido: “Desdoblé el papel con precipitación. Al principio me pareció que estaba en blanco, pero luego, en una de sus esquinas, descubrí una breve frase: ‘Acuérdate, mañana es domingo’. Su sentido me pareció en ese momento indescifrable. Llegué a pensar que solo había tratado de demostrarme que sabía escribir” (1991: 46). Todo el capítulo conduce a la lectura del mensaje, pero al final dicha lectura constatará su propia ilegibilidad.

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Toda la novela, de hecho, se construye sobre una utilización muy hábil del punto de vista narrativo que fragmenta y dosifica la información. Además, al estar planteado ese testimonio desde un futuro en que el personaje, convertido en narrador, rememora los hechos, existe no solo una correspondencia en la primera persona, sino también una necesidad implícita de escrutar el sentido de aquellos hechos. El narrador rememora para comprender porque Lucho se marcha de San Gabriel para escribir, porque no entiende: “Tenía la impresión de que algo mío había quedado allí perdido para siempre, un estilo de vida, tal vez, o un destino, al cual había renunciado para llevar y conservar más puramente mi testimonio” (1991: 213). La novela, por lo tanto, funciona sobre esos fragmentos pero, a diferencia de Los ríos profundos, también sobre la elipsis y lo inefable, sobre la oquedad que separa los capítulos, lo que queda por decir y el misterio que se incrementa en cada final. La brevedad narrativa, de hecho, era el dominio principal de Ribeyro. Cabe recordar que Crónica de San Gabriel es la primera novela que publica un escritor degustador de géneros variados —desde el diario hasta el teatro—, pero principalmente de relatos. La novela de formación de Lucho, por consiguiente, emerge de la sucesión de relatos breves que explican y fragmentan su estancia veraniega en la hacienda de San Gabriel, donde se cobija una rama lejana de su familia, que gobierna un valle minero situado al norte de Perú, del que la hacienda es el centro. Resulta cuando menos curioso que Ribeyro, a quien se consideraba uno de los principales exponentes de la generación de escritores del 50, arremolinada sobre la novedad de narrar la ciudad, sitúe su primera novela en la provincia. Entre Lima, año cero de Enrique Congrains Martin (1954) hasta Lima la horrible de Salazar Bondy (1964), se ha solido ubicar la obra —principalmente narrativa o ensayística— de esa generación sobre la importación de moldes neorrealistas que dieran cuenta de los cambios sociales que estaba viviendo la capital —merced a la inmigración rural fundamentalmente—, y sobre la ruptura con las corrientes indigenistas hegemónicas.13

13 José Miguel Oviedo sintetiza con precisión el ambiente del que surge esta generación de escritores: “El título rosselliniano del libro de Congrains Martin

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Naturalmente, atender a ese esquema literario se antoja insuficiente para enmarcar la novela de Ribeyro. Se podría conceder que hay una cierta disposición realista del material narrativo en Crónica de San Gabriel, pero la novela está lejos de asomarse a algún tipo de neutralidad. Como decíamos, el punto de vista es primordial, y también lo es la atmósfera que este pertrecha, el tono melancólico y escéptico del conjunto. Es también desaforado incluir la primera novela de Ribeyro en el grupo de la narrativa indigenista, a pesar, incluso, de que se sitúe significativamente en el mismo escenario geográfico de una de sus muestras más celebradas: El mundo es ancho y ajeno de Ciro Alegría (1941). No aparece, por ejemplo, una representación verista o documental de los dialectos de la sierra o de la oralidad del indio, como sí ocurre en Los ríos profundos o La ciudad y los perros. Sí hay, en cambio, una indagación en las relaciones entre distintos actores sociales —desde los indios en la mina hasta los mestizos, hijos de relaciones ilícitas— o un acercamiento al poder magnético de la tierra que se arropa de cierto telurismo —sobre todo en el pasaje sobre el terremoto, la reflexión alrededor de las capas geológicas que quedan al descubierto y el vínculo con sus habitantes pasados. Sin embargo, la aproximación a estos asuntos se lleva a cabo desde la orilla de Lucho, desde su experiencia de crecimiento. Leer Crónica de San Gabriel como novela de formación permite situarla entre los dos horizontes estéticos primordiales del momento. Hay quien ha tratado de resolver esa doble falta de adscripción capturando a la novela en una suerte de equidistancia —“neorrealismo simbolista” (Valero 2003: 285)— que tranquiliza pero no clarifica una posición. Si re-

vale como toda una declaración de principio: Lima es un mundo convulso que es urgente radioscopiar, la ciudad ha nacido como una excrecencia monstruosa que delata el estado de descomposición general del país. Hay muchas razones para explicar esa crisis de la ciudad y de sus testigos: gobierna con mano dura el general Odría, tras haber puesto fin a una pasajera ilusión democrática; por principio se persigue a los intelectuales y el ambiente cultural se hace irrespirable o simplemente se extingue; se produce el éxodo en masa de los campos y decenas de miles de pobladores indígenas y mestizos de la sierra invaden la ciudad, se proletarizan, fundan míseras barriadas para sobrevivir” (1982: 54).

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cuperamos el planteo del devenir social e individual solapados de la novela de formación (Bajtin 1995a), observaremos cómo en el devenir de Lucho se incorpora la trama de la ciudad y la provincia, de Lima y del valle minero. La capital aparece como punto de partida del viaje y, después, como ausencia que impregna la exterioridad de Lucho respecto al mundo de la hacienda, y la perspectiva del narrador. El incipit de la novela es revelador para entender el tono de escepticismo general: “Las ciudades, como las personas o las casas, tienen un olor particular, muchas veces una pestilencia” (Ribeyro 1991: 15). La ciudad y la casa, por lo tanto, están ya vinculadas desde el principio por un mismo olor, por una misma atmósfera. Lucho abandona Lima porque su padre ha muerto y una tía decide enviarlo a la hacienda de la que aquel emigró. Por eso, en cierto modo la casa contiene el relato familiar y el viaje del personaje tiene algo de salida, pero también de regreso al origen. De ahí que su llegada a la hacienda se impregne de una suerte de reconocimiento atávico: “Fue en ese momento cuando sentí una sensación extraña: la de estar recorriendo un camino ya conocido. Los parajes tenían para mí un lenguaje secreto. No podía prever ningún accidente, ningún recodo del camino, pero una vez propuestos a mi vista los asumía con familiaridad y sentía la turbación de un reencuentro” (1991: 20). La sustitución de coordenadas que supone ese tránsito también implica un cambio de paradigma social —de Lima a Trujillo, de Trujillo a la hacienda, los trazos del paisaje natural y social se modifican al unísono—. Tras un breve lapso en la hacienda, tío Jacinto, el más lúcido y marginal de sus habitantes, dota a Lucho de un manual de instrucciones sobre la vida allí: “Hay muchas cosas que tú tienes que saber. Para ti seremos todavía un poco salvajes. San Gabriel no es una casa como tú crees, ni un pueblo. Es una selva” (1991: 24). Tal constatación devuelve a Lucho su condición de forastero y, tras un primer e ilusorio reconocimiento, toma conciencia de la inocuidad de sus escasos reflejos urbanos. La hacienda se rige por una suerte de inercia, de rito dirigido por la figura autoritaria y procreadora del tío Leonardo, cuya superficie no consigue franquear. El aprendizaje de Lucho, por ende, pivotará sobre el intento de suturar esa distancia. Uno de los intentos más relevantes para conseguirlo tiene que ver,

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significativamente, con su estadía en la mina, a la que se desplaza con su tío para sofocar una rebelión de los trabajadores. Allí conoce la opresión y el escarnio que sustenta el poder de su familia. Allí siente simpatía por la vida de los indios y trata de interceder por ellos, pero cuando la chispa de la violencia sacude el conflicto y se impone la represión, no podrá sino dar un ambiguo paso atrás: “yo había deseado vivamente el triunfo de la gente de la hacienda y no sin cierta perversidad vi caer a Parián abatido por los golpes de Felipe. Después de todo, era la suerte de las personas con quienes convivía, de quienes me trataban como a uno de los suyos, la que se jugaba en ese momento. Era mi propia suerte y por esto el resultado me aliviaba, si bien no lograba enardecerme” (1991: 122). Como este, sus diversos intentos de incorporarse a la vida de la hacienda, pues, no consiguen aumentar su identificación ni reducir esa distancia. De ahí que Leticia lo acuse una y otra vez de ser un mero espectador, un espía de la vida en la casa: “Tú eres un espía, como Ollanta. Está todo el tiempo mirando a los demás...” (1991: 141). Conviene reseñar que esa misma opacidad misteriosa sustenta el cuento más célebre de Ribeyro, “Silvio en el Rosedal”, en el que su protagonista advierte que hay una conexión oculta entre todo lo que le ocurre en la casa que acaba de heredar, y que dicha conexión está cifrada por las letras S E R dibujadas en el rosedal que da nombre a la casa. Y, sin embargo, nunca alcanza a descodificar el sentido de ese mensaje. Como en ese relato, Lucho traza numerosos intentos de descifrar el lenguaje secreto que organiza el ecosistema de San Gabriel, pero no cristalizan —“hay un tema sustantivo aquí: el del mundo como texto, como una figura que hay que leer y desentrañar” (Oviedo 2001: 258). Como ocurría en Las buenas conciencias con ese idioma que podría cambiar las cosas que busca Jaime, Lucho no alcanza más allá del borde que le permite advertir esa intrahistoria, a diferencia, dicho sea de paso, de lo que ocurría en Los ríos profundos, donde Ernesto sintetizaba todas las voces en una suerte de búsqueda poética trascendente. Ahora bien, si Jaime Ceballos declinaba la posibilidad de ejercer ese idioma, Lucho va a buscar penetrarlo a través de su propia escritura, a través de la “pureza de mi testimonio” que se reserva al final, justamente en la decisión de abandonar la hacienda.

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En manos del narrador, del Lucho adulto, la escritura se vuelve un ejercicio cognitivo que reconstruye el estupor del personaje: se acerca en esto a cómo el propio Ribeyro concibe la taumaturgia literaria en el fragmento 55 de sus Prosas apátridas: “el acto de escribir nos permite aprehender una realidad que hasta el momento se nos presentaba en forma incompleta, velada, fugitiva o caótica” (2007: 50). Al analizar el estilo fragmentado de Crónica de San Gabriel, se observa cómo el relato de formación del personaje se solapa con el del narrador. Su capacidad descriptiva y analítica evoluciona desde un estilo impresionista y errático en el comienzo, hacia una mayor profundidad psicológica y trabazón entre el mundo experimentado y el yo narrado, que llevan a la novela hacia territorios más oscuros y asfixiantes. El estilo registra el paso desde la total exterioridad hasta la construcción de una vivencia a través de un mejor dominio de las estrategias narrativas, es decir, el estilo se construye en paralelo al aprendizaje del personaje. Crónica de San Gabriel, en definitiva, se construye sobre una búsqueda de sentido. El aprendizaje del protagonista se desliza por dominios distintos —la iniciación amorosa y su decepción, el desafío a la autoridad y su claudicación, la idealización del mentor y su descalabro— hasta admitir el asedio de una existencia que se alimenta de un misterio creciente, al margen de las ambiciones individuales. El narrador solapa ese itinerario con la reconstrucción de un relato que no desvela un sentido totalizador pero dota de una dirección a la experiencia, es decir, después del aprendizaje que despliega Lucho, entendemos que pueda empezar la novela con ese incipit desolado (1991: 15), entendemos cómo un forastero que llega se convertirá en exiliado que se marcha. La novela, de esta manera, participa de esa línea de novelas de formación cuyo protagonista se retira para dejar espacio y distancia a la escritura. Su aprendizaje es el aprendizaje de esa separación que le sirve para escribir, como al Silvio de El juguete rabioso, la María Eugenia de Ifigenia o la Albertina de La caída. Probablemente haya que ver ahí una variante de la novela del artista, que proyecta una escritura indulgente sobre una experiencia desmitificada. Por eso la novela de Ribeyro tiene que ver —aunque solo en parte— con el proyecto de Los ríos profundos, con la función reveladora que esta confiere a un lenguaje poético de profundidad geológica. Hay

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momentos en que Lucho parece descifrar ese lenguaje en el paisaje —significativamente, cuando se acerca a los indios de la mina— y adquiere entonces ribetes mesiánicos que recuerdan al Ernesto de Arguedas: Más arriba de la mina había parajes de una virginidad absoluta. No había rastros de vida, a no ser el alto vuelo de los gavilanes. El paisaje, de tan espléndida soledad, me daba el efecto de un espejo en el cual me contemplara por primera vez. Mis relaciones con la naturaleza cambiaban de signo y en mis oídos parecía resonar una nueva voz. Eran momentos terribles en los cuales algo se desnudaba dentro de mí, no cabía la posibilidad de la hipocresía (1991: 85).

Lucho, sin embargo, descubrirá gradualmente la imposibilidad de la integración que parece acariciar —como ya hemos mencionado en el pasaje de la represión sobre los indios, o en el de la caza del jilguero: “sentía vergüenza de regresar de caza con el morral vacío. Mirando a mi alrededor divisé un jilguero sobre una pica y sin dilación lo abatí de un perdigonazo. Cuando quise recogerlo vi que por su pico abierto salía un hilito de sangre. No me atrevía a tocarlo y lo dejé abandonado sobre la tierra” (1991: 178). Por eso, si Los ríos profundos son la celebración de una unidad posible, Crónica de San Gabriel muestra la angustia de una unidad impenetrable. La ciudad y los perros Desde la óptica de la novela de formación, La ciudad y los perros resulta ser el reverso de Los ríos profundos. En esta última el relato conduce hacia una síntesis de voces, mientras que en aquella se despliegan una multiplicidad de perspectivas que solo se unifican pronunciando una misma atonía. En Arguedas la búsqueda modela una promesa —heterogénea y contradictoria— de nación; en cambio, la novela de Vargas Llosa parte de la derrota de toda promesa de integración. Allí la sierra invoca la concertación de herencias culturales distintas, aquí la ciudad aglutina y acumula clases sociales y etnias que se yuxtaponen

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en barrios cuyas tramas nunca convergen. Pero descontado ese tono y ese proyecto enfrentados, ambos escritores atesoran una misma ambición totalizadora. Ambos sitúan en el ámbito de un colegio y en la etapa adolescente un pretendido mosaico social que trata de agotar su variedad decible.14 Ambos trabajan en el fragmento la coherencia del conjunto y acomodan en la escritura una capacidad iluminadora y desafiante. Esa coincidencia explica que Vargas Llosa no dejara de resituar su narrativa al mismo tiempo que pensaba la de Arguedas.15 Habrá que estudiar entonces cómo la novela de Arguedas trata de construir la peruanidad a través de la novela de formación de un personaje, mientras Vargas Llosa cifra en una formación coral la descomposición de todo nexo nacional. El colegio es uno de los espacios de formación por excelencia, la institución que aparece con la llegada de la Modernidad para vehicular y consolidar un determinado relato social e ideológico. En el colegio, una determinada sociedad decide cómo quiere verse, pero también en el colegio aparece la distancia entre esa imagen deseada y los variados rostros de la realidad. Sobre la exploración de esa distancia se articulan la mayoría de novelas de formación centradas en colegios, que no se

14 Comentando su relectura de las novelas de caballería, Vargas Llosa afirma: “Las mejores novelas son siempre las que agotan su materia, las que no dan una sola luz sobre la realidad, sino muchas... [...] Yo estoy por la novela totalizadora, que ambiciona abrazar una realidad en todas sus fases, en todas sus manifestaciones” (cit. en Oviedo 1982: 70). 15 Vargas Llosa escribe sobre Arguedas a lo largo de toda su trayectoria como escritor; desde ensayos hasta innumerables artículos y prólogos, y se convierte así en uno de los principales hermeneutas y difusores de la obra de Arguedas fuera de Perú. Sería lícito observar en esos acercamientos críticos una estrategia de posicionamiento en el campo literario del propio Vargas Llosa —a quien también atrajo el malditismo y compromiso vital de otras figuras como Oquendo o el mismo Ribeyro, con cuyas trayectorias estéticas y vitales apenas nada tenía en común—, pero resulta cuanto menos sintomático la necesidad de recuperar una visión romántica del escritor que arriesga su identidad a través de la escritura. En un escritor que recibió un reconocimiento temprano y casi unánime, esta podría ser una más de las nunca inocentes paradojas sobre las que apoya su figura y obra.

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representan como espacios de socialización y construcción de valores emancipadores, sino como etapas represivas y homogeneizadoras, que mellan la identidad del adolescente y obstaculizan elecciones vitales posteriores. Existe una larga tradición de relatos formativos que muestran el colegio como límite y retén —Oliver Twist, Bajo las ruedas, Las tribulaciones del joven Törless, El Gran Meaulnes, Demian, Retrato del artista adolescente...—, y el Leoncio Prado de La ciudad y los perros se incorpora a dicha tradición (cf. Santos López 2012). Se ha solido ver en el Leoncio Prado una reproducción en miniatura de la complejidad y conflictividad de la sociedad peruana,16 de sus contrastes de clase, geografía y culturas, y siendo así, el Leoncio Prado también es un espacio de excepción, entre cuyos muros sus alumnos se aíslan del resto de la sociedad y de la ciudad de Lima. José Miguel Oviedo ha mostrado cómo la novela retrata con un estilo diferenciado la vida intra y extramuros: el colegio es un universo perfectamente limitado —concentracionario, basado en un encierro que el castigo colectivo por el robo del examen alarga—, tumultuoso, y “se regula por un tempo actual, tenso y veloz” (1982: 99), mientras que en la ciudad, el estilo se vuelve mucho más descriptivo y moroso, de modo que “los episodios de la Ciudad se contagian de su atmósfera incolora, distante, inmóvil, mediocre” (1982: 117). El colegio es represivo, mientras que Lima es el espacio deseado, el espacio al que los cadetes buscan evadirse, ya sea físicamente el fin de semana, ya sea a través del recuerdo de su vida anterior. Sin embargo, cuando salen casi siempre se sienten inadaptados, sin referencias, marcados por su pertenencia a la disciplina férrea del colegio, adonde vuelven llenos de una angustia que desembocará en violencia sobre sus compañeros. La identidad del personaje coral que pone en juego la novela está sellada por ese contrapunto: en el colegio deben fundar una sociedad inventada (el Círculo) para resistir y desafiar el orden impuesto, pero cuando salen

16 El mismo escritor refiere esta correspondencia entre colegio y sociedad en su autobiografía El pez en el agua: “el Leoncio Prado era una de las pocas instituciones que reproducía en pequeño la diversidad étnica y regional peruana” (cit. en Sorel 1994: 76).

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a la sociedad real sienten el desamparo y la nostalgia por aquel orden inventado que les permitía definirse —como “un fantasma de carne y hueso” (Vargas Llosa 1987: 381) es visto por sus amigos del barrio el Alberto egresado del internado después de tres años de ausencia—. De algún modo, el Leoncio Prado es el trauma común para individuos de muy distinta índole. Dicha experiencia define su cambio entre la infancia que recuerdan y el futuro del que dará cuenta el epílogo de la novela. Hasta ese epílogo, la novela es una trenza entre esquirlas narrativas que aluden al presente del internado y al pasado de cada personaje, entre lo que hacen en el colegio y aquello que trata de construir un sentido sobre lo que hacen. Cada cual tiene un pasado y una razón para ingresar en el internado, pero una vez allí, apenas los diferencian sus rasgos físicos. El Leoncio Prado impone, para empezar, una erosión de la propia individualidad que los homogeneiza a todos en cadetes. Allí se construye una sociedad paralela, fundamentalmente cohesionada por la resistencia, primero ante el bautizo al que son sometidos como novatos, y después ante la disciplina y la arbitrariedad jerárquica del código militar. Frente a ese orden inicuo, el Círculo evita la conflictividad identitaria de los individuos, pues se basa en una ubicación jerárquica precisa de cada cual y en un reconocimiento estable por parte de los otros. Además, se articula sobre un prestigio elemental, basado en la gallardía y la fidelidad entre sus miembros —los ritos de iniciación, las contras o huidas del colegio—. Pero, como en la sociedad exterior, tales ideales son infrecuentemente respetados por los seres humanos, y la competencia entre los miembros del Círculo degenerará en sordidez y violencia. De esta manera, el Círculo, creado aparentemente ex nihilo, deviene gradualmente una comunidad de gestos rituales y previsibles, reproduciendo los mismos defectos y fallas de la rigidez exterior a la que parecía querer oponerse —la crueldad del más fuerte sobre el débil, la supremacía y desprecio de los costeños sobre los serranos, etcétera—. Uno de los debates más arduos que ha suscitado el relato, de hecho, es el grado de determinismo que afecta a sus personajes, es decir, la comprensión de su destino como consecuencia del medio en el que crecen y la herencia de la que proceden. Si el Leoncio Prado se presenta como escenario aislado en el que los personajes construyen su

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identidad a partir de relaciones con los otros dentro de una sociedad nueva, su destino no estaría codificado de la misma manera. Sin embargo, todos esos avatares se trenzan con el pasado de cada uno, con la ubicación social y cultural previa a la entrada al colegio, y parece haber en esa intercalación un deseo de explicar y justificar los comportamientos y roles que cada uno asume en el Círculo. Las alusiones al pasado de los personajes y el salto al futuro en el epílogo de la novela parecen intensificar el valor del presente, pero visto en su conjunto, el relato despoja al presente de todo valor heurístico: el Leoncio Prado es una confirmación traumática de un destino social que el colegio no rectifica. Así, como agente de perpetuación de un determinado statu quo es visto, por ejemplo, por la familia de Alberto: “mi padre decía que yo estaba pisoteando la tradición familiar. Y para corregirme me metió aquí” (Vargas Llosa 1987: 130).17 Cuando el mismo Vargas Llosa aborda la cuestión del determinismo, no se cansa de repetir que los personajes deciden y escogen por sí mismos, que son responsables de lo que les ocurre, pero lo cierto es que el epílogo pone a cada uno en su lugar, esto es, lo devuelve al destino que su procedencia social parecía anticipar antes de llegar al internado: Alberto vuelve al barrio de Miraflores y abandona a Teresa, que se reúne con Jaguar en el barrio popular de Lince, de donde ambos proceden. A partir de este debate, podríamos leer La ciudad y los perros como dos novelas de formación superpuestas y, en cierta manera, intercomunicadas. Una transcurre en el colegio y la otra fuera de él. 17 El Leoncio Prado y su régimen militar acabarán convalidando el vaticinio de la familia de Alberto. Cuando se termina el último curso, y tras enmascarar la muerte del Esclavo en un accidente fortuito, el coronel le transmite una versión de los hechos que tiene mucho de declaración de principios irónica, en la que hechos y lenguaje se desmienten mutuamente: “en el ejército, afirmaba el coronel, la justicia se impone tarde o temprano. Es algo inherente al sistema, usted se debe haber dado cuenta por experiencia propia. Veamos, cadete Fernández: estuvo a punto de arruinar su vida, de manchar un apellido honorable, una tradición ilustre. Pero el ejército le dio una última oportunidad. No me arrepiento de haber confiado en usted. [...] Ah, y no olvide inscribirse en la Asociación de ex alumnos. Es preciso que los cadetes mantengan vínculos con el colegio. Todos formamos una gran familia” (1987: 382).

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La primera consiste en el intento por construir una comunidad que termina abortado. La segunda unifica el pasado y el futuro de los personajes, estableciendo su estancia en el Leoncio Prado como un paréntesis. El solapamiento de ambos relatos convierte a los personajes en unos inadaptados. Tanto Alberto como el Jaguar volverán a sus barrios de origen tras pasar por el internado, pero ambos se sentirán irreconocibles por sus antiguos compañeros y amigos: no sabrán cómo alojar en ese nuevo contexto la experiencia que ha definido su formación. En cierto modo, su estancia en el colegio es una trampa: los separa de la sociedad a la que pretende integrarlos. Por eso el relato allí dentro es distinto, y también lo es el estilo con que se narra. El contraste entre el pasado de cada personaje y el presente leonciopradino no hace sino destacar ese contraste: por ejemplo, Jaguar es el líder del Círculo en el colegio, pero, en cambio, procede de los barrios más humildes de Lima; por su parte, Alberto llega de los barrios acomodados, pero termina traicionando la fidelidad a sus compañeros. Ese contraste será el que la sociedad no convalidará cuando salgan. En el epílogo, Jaguar habrá perdido su pátina de valentía, de nuevo en el Lince, aunque atesorará la victoria moral de quedarse con Teresa. La novela se construye, por lo tanto, sobre el modo en que la formación de todos ellos resalta el desajuste entre dos experiencias y dos realidades que se reflejan, que se comunican, pero que no encajan, como no encajan la imagen real y deseada de la sociedad peruana que el Leoncio Prado trata de encarnar. La experiencia en el colegio está fundada sobre una gran dosis de aventura antiheroica: “en La ciudad y los perros tratan todos de ser héroes; pero no lo logran. No pueden vivir la tradición militar muerta, y menos en ese internado. No es un mundo épico; antes de que comience la novela han sido derrotados” (Dorfman 1970: 209). Su paso por el internado puede ser leído como parodia de una novela de aventuras. Como ocurría con el club de ladrones de El juguete rabioso, el Círculo es el reverso de una comunidad heroica. Todos sus componentes hablan de hazañas y se piensan como figuras de grandes proporciones, pero el contraste entre lo que tratan de hacer y lo que en efecto hacen, los convierte en seres más grotescos y sórdidos si cabe. Desde el robo del examen a la zoofilia, desde la muerte del esclavo a las visitas al

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prostíbulo, el ideal se ve una y otra vez desmentido por la bajeza de sus actividades. En el personaje de Alberto podríamos encontrar un relato de formación del artista, pero presenta una degradación irónica del mismo: él es quien mejor domina el lenguaje, pero se limita a usarlo para escribir cartas amorosas y novelas eróticas para solaz de sus compañeros, arrinconando la escritura hacia un divertimento gestual, posteriormente abandonado. El epígrafe de Sartre que abre la primera parte de la novela certifica esa distancia entre el ideal heroico y su impostura: “On joue les héros parce qu’on est lâche, [...] on joue parce qu’on est menteur de naissance” (Vargas Llosa 1987: 9). Su necesidad de defenderse frente al embrutecimiento que les impone el colegio no los convierte en figuras dignificadas, sino que los embrutece todavía más. El personaje de Teresa, como encarnación de una pureza y humildad a la que todos los protagonistas aspiran —Esclavo, Alberto, Jaguar—, es una buena muestra de esa operación. En lugar de motivar el ennoblecimiento tradicional del modelo heroico, Teresa motiva la traición de todos a todos, y la traición de todos a ella: la prostituta Pies Dorados, reverso simbólico de Teresa, cataliza el deseo sexual de los internados, por ejemplo, en el pasaje de la masturbación colectiva, en el que la imagen de cada una de ellas lucha por imponerse en la evocación de Alberto. La economía del deseo sexual y la histeria de la virilidad dinamitan la posibilidad de toda acción heroica. El Esclavo es el único que no participa de esa competencia, se entrega al amor idealizado de Teresa, y eso contribuye a su condición de paria y humillado: como sucedía en una novela breve publicada poco después, Los cachorros (1967), el castrado pierde todo el reconocimiento social. El Leoncio Prado se convierte así en una utopía desmentida, en una promesa de comunidad que no deja de hundirse desde el principio, hasta desembocar nuevamente en su reverso y negativo: la traición, la delación. Quien mejor ilustra la decepción de ese ideal es el teniente Gamboa, que se guía por una estricta fidelidad al reglamento militar —en tanto código moral compartido—, y eso lo llevará al exilio, tanto física como moralmente —terminará confinado a un destacamento olvidado de la sierra, precisamente por intentar ajustarse a ese código—: el fracaso del Círculo como comunidad refleja la corrupción del ejército como institución.

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Por un lado, pues, tendríamos esa novela de aventuras invertida, y por el otro, la correspondencia entre el pasado y el futuro que la enmarcan. Hay así un relato lineal y otro que lo entrecorta y desmiente constantemente, que lo devuelve una y otra vez al principio. Ya vimos cómo buena parte del Bildungsroman había sido analizado bajo el prisma de esa doble lógica progresiva y circular (Swales 1979: 29 s.), en la que el sujeto atraviesa una serie de experiencias iniciáticas, pero aflora todavía en sus elecciones la deuda con su origen social o familiar. La multiplicación de perspectivas y puntos de vista que articulan la novela, lejos de completar una visión más clara de los acontecimientos, resalta su opacidad. Tenemos en el entrelazamiento de puntos de vista las piezas de un puzle que apenas encajan, ensimismados en su propia experiencia, apenas coincidentes en su común rechazo al orden militar del colegio. De nuevo, el Leoncio Prado se convierte en el nexo entre todas esas perspectivas, pero en forma de trauma, que ciega y vela parcialmente todas ellas. Si en Crónica de San Gabriel el narrador se fiaba a la escritura para escrutar una unidad solo advertida a retazos, si en Los ríos profundos el trabajo sobre las profundidades del lenguaje permitía acomodar la complejidad de un mensaje armonizado, en La ciudad y los perros el lenguaje se vuelve coartada y máscara que no llega a escatimar el vacío que esa pluralidad de voces autárquicas acaba señalando. En La ciudad y los perros las voces hablan a borbotones y vuelven una y otra vez sobre sus respectivas obsesiones, pero no dicen lo principal. La muerte del Esclavo parece irrelevante, es decir, parece la excusa, el pretexto alrededor del cual todos se definen. Pero no solo se definen por una toma de posición o por una determinada actitud, sino sobre todo por su propia relación con el lenguaje y la forma de explicar el hecho que los une. A través del flujo de conciencia de Boa, el objetivismo de Jaguar, la tercera persona con que se aborda siempre al Esclavo, el estilo indirecto de Alberto, cada personaje refleja un modo de habitar el lenguaje. Encarcelados en el Leoncio Prado y encarcelados en el lenguaje, cada uno de ellos es un lugar de enunciación. La novela no se centra tanto en la peripecia externa, sino en la forma en que cada cual se relaciona con ella y refleja sus actos y

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decisiones en una realidad lingüística; es decir, cómo cada personaje deviene en tanto que uso del lenguaje.

Coda. La emergencia de la complejidad social La combinación del relato clásico —lineal, realista, autónomo, totalizador— y vanguardista —lúdico, experimental, autorreferencial— que propone la primera etapa narrativa de Vargas Llosa ya ha sido estudiada en profundidad, incluso explicada por el mismo autor a partir de su relectura de modelos dispares como Flaubert, las novelas de caballerías o Faulkner.18 Buena parte de las novelas que participan del fenómeno del boom hispanoamericano de los sesenta proponen una reelaboración del relato clásico en términos similares, y ese proyecto afecta a la novela de formación, a la que se ha solido incluir grosso modo dentro del paradigma realista del xix. En el próximo capítulo, abordaré esta correspondencia en el ámbito hispanoamericano, pero ahora es preciso anotar cómo, leyendo las tres novelas de formación peruanas, hemos trazado una trayectoria que conduce desde la afirmación por el lenguaje del Ernesto de Los ríos profundos hasta la afirmación en el lenguaje de La ciudad y los perros. En este sentido, Vargas Llosa anticipa el punto cenital de las novelas que analizaré seguidamente —Puig, Arenas— y revierte el de Arguedas, pues si este fuerza el idioma de poder para hacer hablar a una heterogeneidad social invisible, Vargas Llosa trata de construir esa totalidad a partir del 18 En un prólogo a La ciudad y los perros, José María Valverde sintetiza esta doble raíz al señalar que “es capaz de incorporar todas las experiencias de la novela de ‘vanguardia’ a un sentido ‘clásico’ del relato: ‘clásico’, en los dos puntos básicos de novelar: que hay que contar una experiencia profunda que nos emocione al vivirla imaginativamente; y que hay que contarla con arte, incluso con habilidad para arrastrar encandilado al lector hasta el desenlace” (“Carta informativa sobre un prologuillo a La ciudad y los perros”, cit. en Oviedo 1982: 94). Por su parte, el mismo Vargas Llosa ha referido frecuentemente en entrevistas e intervenciones públicas cómo trata de reformular algunos modelos literarios, desde la exactitud y autonomía que Flaubert confería a sus obras, hasta la totalidad que tratan de representar las novelas de caballerías medievales (cit. en Oviedo 1982: 69 ss.).

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agotamiento de posibilidades de relación con el lenguaje. Lo que en el sujeto de Arguedas se condensa, en el de Vargas Llosa se disemina. La aspiración del primero se ha vuelto violencia irremediable. A pesar de esa oscilación, las tres novelas peruanas presentan sendas variaciones sobre un mismo tema: la construcción de una imagen nacional. Ese es el horizonte que comparten, el ejercicio que tratan de llevar a cabo. Dicho ejercicio no deja de ser una reposición del proyecto de las foundational fictions del siglo xix, pero esta vez la actitud es la contraria: lejos de encastar la nación sobre el discurso de una clase social determinada, ahora se aborda desde la conciencia irrenunciable de la heterogeneidad de voces y trayectorias que componen cualquier posible construcción nacional. Sin embargo, la solución que explora cada uno de los tres escritores, como antes ocurría con las novelas de Arlt, Güiraldes y De la Parra, apunta en direcciones diferentes. Allí donde Arguedas aglutina y dibuja una imagen cohesionada y concebible, Vargas Llosa esparce voces que se repelen, y Ribeyro asume la angustia de una unidad, de un sentido, impenetrable. El Perú de ese momento tiene, con seguridad, algo de todas ellas, pero más allá de sus divergencias, estas novelas registran la necesidad de recuperar el relato nacional y, para tal proyecto, la polifonía de la novela de formación se antoja un planteamiento solvente. Las tres, también, presentan sendas estrategias de acceso a una cierta idea de modernidad literaria. Tales estrategias quedan determinadas por la posición de reconocimiento de cada escritor, pero plantean tres soluciones que se definen por relación mutua en una misma tradición nacional, como es la peruana. Como sugiere Pascale Casanova (2001), en una tradición relativamente alejada del reconocimiento literario de las capitales centrales, coexisten autores con distintas actitudes respecto a la propia tradición y respecto a los cánones estéticos centrales. Muchas veces esas distintas actitudes se vinculan a generaciones y temporalidades distintas. En nuestro caso, por ejemplo, Arguedas se sitúa como un escritor consagrado que resitúa las formas tradicionales vinculadas con la representación de lo nacional que había vehiculado la narrativa indigenista. Por su parte, Ribeyro plantea una renovación de los asuntos y las formas realistas, acercando lo nacional a lo urbano y a un cierto documentalismo. Finalmente, Vargas Llosa vuelve sobre

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lo nacional desde los criterios estéticos y experimentales que marcan la Modernidad internacional y que todavía no gozan de reconocimiento claro en la tradición peruana. Los tres, por lo tanto, plantean una inflexión de la narrativa nacional y lo hacen con estrategias estéticas divergentes, aunque complementarias si se observan desde esa tradición como sistema dentro de un sistema mayor de la literatura internacional. Por otro lado, estudiando Ifigenia habíamos visto cómo María Eugenia se resiste a identificarse con el rol que una herencia secular le adjudicaba, pero dicho elemento no pasaba de ser una contribución lateral a su propia autoexploración. En Don Segundo Sombra y El juguete rabioso, dicha determinación histórica era todavía más difusa: en la primera, el modelo cultural del gaucho se basaba en una recreación abstracta, casi metafísica, de una edad dorada clausurada, y en la segunda, el protagonista se explicaba a partir de la orfandad clásica de la picaresca y la sociedad se cosificaba como antagonista. El cambio de rol en las novelas del medio siglo es sobre todo cualitativo: la organización histórico-social pasa a situarse en el centro del relato de formación, es decir, tanto Aniceto Hevia como Jaime Ceballos construirán su identidad a partir de su reflexión y comprensión de lo que dicha organización les permite ser. Eso abrirá la posibilidad de un espacio de rebeldía y negociación, aunque, en algunos casos, acabe traumáticamente clausurado. Frente al extrañamiento de las novelas de los años veinte en relación a los innumerables cambios sociales y culturales que una sola generación había vivido, los relatos de mediados de siglo ya integran en su formulación las consecuencias complejas y precisas de esa metamorfosis.

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El último momento de este recorrido por la novela de formación hispanoamericana comienza a partir de los bordes y orillas del boom y sus efectos en la narrativa de los años setenta y ochenta. Se enclava esta cesura en la precaria unidad del fenómeno boom porque, por un lado, sobre ese fenómeno literario —sus efectos, relecturas y anticipaciones— pivota el relato sobre la novela hispanoamericana del siglo xx, y por el otro, porque, a pesar de las trayectorias que describen cada uno de sus protagonistas, lo cierto es que el boom plantea una serie de retos y desafíos formales y estilísticos comunes, que afectan intensamente a la representación del sujeto. Se trata de una experimentación que, como se ha observado en el capítulo anterior, ya anuncia La ciudad y los perros a través de la fragmentación de la perspectiva y la enunciación lingüística que define a cada personaje. Las obras que van a ser convocadas en las próximas páginas están claramente emparentadas con los planteos formales de La ciudad

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y los perros. Así, leyendo La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig (1968) o El palacio de las blanquísimas mofetas de Reinaldo Arenas (1975), observamos cómo el sujeto en formación no solo está seccionado en distintas trayectorias individuales, sino que se construye a partir del difícil ensamblaje entre los discursos de los demás personajes. El protagonista ya no es únicamente un lugar de enunciación, y su retrato se esquirla en el interior del lenguaje y las voces, algo que le impide estar autocentrado: ni siquiera posee la exclusiva legitimidad de decirse. Por eso, decirse y narrarse serán problemas fundamentales en estas novelas, como también en otras dos publicadas en 1969, que verán la luz a uno y otro lado del Río de la Plata: Cicatrices de Juan José Saer y Un retrato para Dickens de Armonía Somers. En estas narraciones, el relato de formación ni siquiera es el único modelo narrativo: pierde peso, se desplaza y pasa a ser solo uno de los varios centros de la obra.

La formación oblicua de Toto: “Sin modelo no sé dibujar” La traición de Rita Hayworth empieza como una película americana de los años treinta o cuarenta, con la escena introductoria típica del sistema narrativo del Hollywood clásico: el diálogo directo entre unos personajes que, discurriendo sobre aparentes banalidades, establecen la situación y el ambiente del relato (Bordwell 1995). Pero La traición de Rita Hayworth, naturalmente, no es una película. Es decir, no vemos a esos personajes que dialogan, nadie nos dice quiénes son ni quién habla en cada momento: asistimos solamente a la transcripción de sus voces. Solamente se añade al principio del capítulo una indicación del espacio y el año en que transcurre el diálogo: “En casa de los padres de Mita, La Plata 1933” (Puig 1978: 9). Pareciera esta una didascalia de un guion cinematográfico, pero tampoco es un guion cinematográfico. Por lo tanto, el lector no puede hacer otra cosa que tratar de inferir a quién pertenece cada palabra a partir de las relaciones que el habla de cada uno establece con otros personajes —que todavía no se conocen, que empiezan a ser anticipados al nombrarse—, y a partir también de una determinada relación particularizada con el lenguaje, como ya ocurría

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en La ciudad y los perros, una forma de habitar la lengua que empieza a registrar la huella intransferible de cada hablante mediante coletillas, obsesiones, matices sintácticos, etcétera. Así, leyendo ese diálogo in medias res, sin apostillas ni acotaciones, el lector identificará a las hablantes, a la madre y la hermana de Mita, que no volverán a aparecer en la novela, pero evocarán la vida de Mita en Coronel Vallejos —ningún otro capítulo de la novela volverá al exterior de ese pueblo—. De esa evocación irá aflorando poco a poco la figura de Toto, el protagonista de la novela e hijo de Mita, que acaba de nacer y todavía no conocen. Toto, pues, no se presenta por sí mismo o a través de una descripción del narrador, sino que aparece, de forma lateral, en una conversación entre personajes que se revelarán poco relevantes para la trama. Tal introducción indirecta está lejos de ser una novedad, pero sí lo es que ese planteamiento vertebre toda la novela. Esta se articula sobre una sucesión de capítulos, cada uno de ellos centrado en el punto de vista de un determinado personaje —generalmente, en una suerte de interioridad pura o en un fluir de conciencia—, y la voz directa de Toto solo aparece en dos ocasiones. En cambio, todas las demás voces giran a su alrededor. De Toto, en definitiva, la novela perfila un retrato oblicuo, compuesto por una fuga de voces con enfoques e intereses distintos y enfrentados. De esta manera, su relato de formación se multiplica y se difumina. Dado que es difícil establecer una zona de intersección nítida entre todas las perspectivas y opiniones sobre Toto, el sujeto dibujado se descentra —porque no existe una sola voz que lo diga, sea la suya o la del narrador—, o bien se vuelve policéntrico, empezando de nuevo en cada capítulo, en cada voz. Si todo relato de formación se rige por la negociación del sujeto con la comunidad, es ahora la comunidad quien dice y rige el relato de formación de Toto. Volviendo a ese diálogo inicial, otro elemento llama la atención a la luz del desarrollo posterior de la novela: las alusiones —aparentemente inocentes— a una serie de motivos y metáforas que van a tamizar todo el relato, cruzando incluso la variedad de voces y discursos que estructuran la narración. La tertulia inicial se compagina con la acción de tejer un cubrecama que regalarán a Mita. Por un lado, el cubrecama como objeto —no en concreto el que ellas cosen— aparece aquí y allí en distintos pasajes de la novela, asociado a distintos personajes:

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por ejemplo, en la redacción del propio Toto, ya transmutado en José L. Casals al final de la novela (1978: 261). Esa es la segunda ocasión en que la novela maneja la voz directa del protagonista, aunque en realidad, se trata de una redacción que ha entregado en la escuela, es decir, esta segunda vez ya no accedemos al fluir de conciencia de Toto, sino a la historia que él escribe, al resumen de una película que ha visto en el cine y que sintetiza la visión melodramática que el protagonista tiene de la vida. El cubrecama asume aquí, en consecuencia, un sentido psicoanalítico que unifica la herencia familiar y cohesiona los dos extremos de la novela, técnica en la que el propio escritor insistirá, cabe recordar, en El beso de la mujer araña (1976), a la que dotará de amplias notas al texto convocando distintas teorías psicoanalíticas con el objetivo de explicar cómo Molina construye sus relatos sobre películas y recurrencias inconscientes. Por otro lado, el tejido como imagen metaliteraria permite identificar cómo las distintas intervenciones, cruzando e hilvanándose, forman una misma trama sobre el relato formativo de Toto. Eso sí, una trama llena de huecos, retazos y remiendos, es decir, totalmente fragmentada. Ahí aparece otra imagen evocada en ese primer diálogo: el mosaico. Cada personaje aporta una determinada perspectiva sobre Toto y la vida en Coronel Vallejos, cada personaje compone el friso de la novela en tanto que enunciación, y el relato también es, en cierto modo, un mosaico formado por piezas diminutas que encajan defectuosamente. Entre cada capítulo, entre cada monólogo, hay un salto temporal de meses o años, pero determinados espacios y escenas recurrentes, así como la figura de Toto, establecen entre ellos una suerte de comunicación in absentia. No se trata, sin embargo, del lenguaje acogiendo una pluralidad de voces sociales, como veíamos en Los ríos profundos, o de un lenguaje fraccionado y coral como el de La ciudad y los perros. Esta vez, el mosaico construye al protagonista y al relato mismo. Ese relato, pues, enmascara posicionamientos literarios bajo alusiones aparentemente espontáneas o inocentes. El relato parece algo y es, en realidad, ese algo y un poco más. Veíamos antes cómo ese primer capítulo parecen una escena de película, o un guion cinematográfico escrito más para ser visto que leído. Y, en realidad, es eso y además una novela o, más bien, una novela que incorpora parte del lenguaje

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cinematográfico al que Puig parecía más unido en su juventud —de ahí su viaje a Roma, por ejemplo, y su trabajo como ayudante de dirección de importantes figuras italianas, carrera cinematográfica que después solo frecuentará ocasionalmente—. De hecho, la mezcla de materiales afecta a todos los niveles narrativos, ya sea la inclusión de géneros discursivos que mutan constantemente de forma —desde el diario íntimo a la carta, desde el fluir de conciencia al diálogo, desde una redacción escolar a un escrito anónimo—; la incorporación de otros lenguajes artísticos, como el cinematográfico; o la experimentación con géneros usualmente asociados a la subcultura popular, véase el melodrama o la telenovela, el tango o el bolero. La novela, por lo tanto, integra estrategias y discursos de muy distinta procedencia y connotación, discutiendo —que no eliminando— las fronteras que parecen separar la alta y la baja cultura, un género narrativo y otro, la voz de un personaje y la de los demás, los cuales se intercalan e inoculan en una misma intervención. La novela circula por todos esos discursos y estrategias diciéndolos y cuestionándolos, celebrando y parodiando su tradicional oposición. La mayoría de los críticos y estudiosos de Puig han alertado sobre esa heteroglosia bajtiniana de su novelística y, en el caso de La traición de Rita Hayworth, de cómo cada personaje, en su mismo discurso, habla a la vez que es hablado por los demás (Amícola 1992). Así, la sucesión de monólogos, desde esa fragmentación que parece aislarlos, teje una suerte de tertulia alrededor de Toto. Su aprendizaje, de hecho, se fundamenta en ese libre pasaje cuestionador de fronteras, en esa libre combinación de lecturas y películas, de espía y relator, de traicionado y traidor, de imitación y modelo. Cada personaje se expresa y discute consigo mismo, en gran medida, interpelado por la figura ambigua de Toto. La visión del protagonista que describe Herminia en el penúltimo capítulo es significativa en este sentido, pues se pregunta por qué la opinión que tiene de Toto cambia a cada momento, como si no le resultara fácil estabilizar un perfil del personaje: “recapitulando entonces, a veces Toto me irrita y otras me da lástima. Y hay otras veces en que ni una cosa ni otra, me resulta totalmente indiferente, un extraño, sobre todo cuando se viene con rarezas que no comprendo, porque son propias de un loco” (Puig 1978: 276). La capacidad analítica de

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este fragmento tiene que ver con el giro hacia la escritura que lleva a cabo toda la novela en los cuatro últimos capítulos, pero da cuenta también de un individuo cada vez más difícil de aprehender por el lenguaje, como si el sujeto, finalmente, se resistiera a ese lenguaje que lo ha posibilitado, como si se presentara irreductible a la descripción de los demás, de la comunidad, invirtiendo así la presentación inicial del diálogo situado en La Plata. El aprendizaje de Toto, por tanto, se construye, como ocurre con la novela misma, sobre el ensamblaje de modelos espurios y discursos derivados. Su gran modelo es el cine de Hollywood. Después de ver las películas que lo apasionan, Toto pinta los cromos de sus carátulas, un humilde acto creativo que culmina más adelante, cuando puede explicar la película a alguien, cuando se convierte en narrador. Al acercarse el final de la novela, como ya anunciaba antes, en la segunda ocasión en que aparece un capítulo directamente centrado sobre él —y esta vez ya no se le llame por el apelativo infantil Toto, como sellando su paso a la adultez—, ya no aparecerá la oralidad o el fluir de conciencia del protagonista, sino un ejercicio escrito para la escuela en el que resume su película favorita. Ante la deslegitimación constante que la comunidad hace de la experiencia formativa de Toto, la escritura de nuevo aparece como signo de maduración, como dominio de una voz propia, y eso lo consigue a través de una posición incómoda y de la integración de discursos y tonos ajenos. Por eso la impronta romántica del idilio fílmico entre Carla y Johann, entre la cantante de ópera y el director de orquesta, reproduce todos los esquemas y modelos del melodrama fílmico que ha guiado su itinerario formativo. Pero ahí solo aparece una mera reproducción, o a lo sumo una trasposición del lenguaje cinematográfico al narrativo. La verdadera prueba de que se ha apropiado de esos materiales llega poco después, a través del cuaderno de pensamientos de Herminia al que antes aludía, cuando esta le pregunta a Toto por el argumento de un relato que ha leído —“El loco”, de Nicolai Gógol— y el protagonista inventa una trama que mezcla el original con sus propias obsesiones. De esta manera, se apropia del relato de Gógol para intercalar su propio fracaso sexual y físico. Confirma así que su aprendizaje estriba en la sustitución de modelos y en la conciencia de su insuficiencia. Hay en esa afirma-

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ción narrativa una nueva figura de narrador atenuado, que se aleja del acto creativo absoluto y de la capacidad de fundar una historia única. En esa densidad de mediadores explícitos que separan experiencia y narración resuena más que nunca la conclusión que alcanza Walter Benjamin en su conocido artículo “El narrador”: “lo insuficiente deviene acontecimiento precisamente en la novela de formación” (2008: 66). Tal discurso propio insuficiente que supone la culminación del aprendizaje de Toto cifra el proyecto narrativo de toda la novela. En la forma en que el protagonista importa el relato heroico, idílico y mítico del melodrama de Hollywood e integra su propia experiencia, dice ese relato a la par que señala su carencia, su incapacidad para representar con validez esa experiencia. Por su parte, la novela, como decíamos anteriormente, no deja de celebrar y parodiar simultáneamente los materiales y géneros que convoca, estrategia que deviene síntoma de un nuevo horizonte estético. Carlos Fuentes, por ejemplo, la reclama para ejemplificar la “apertura del discurso” que, según él, plantea la nueva novela hispanoamericana (1976: 30). Pero volvamos sobre cómo el aprendizaje de Toto culmina anunciando aquello que la novela ya hace efectivamente desde el principio, porque hay ahí una suerte de bucle. De hecho, acto seguido, después del cuaderno de pensamientos de Herminia, el último capítulo de la novela rompe por primera vez la linealidad temporal, y vuelve al año de partida (1933), año de la escena inicial. Allí se reproduce nuevamente una pieza escrita: la carta que Berto, el padre de Toto, nunca envió a su hermano —parece subrayar así el aislamiento de Coronel Vallejos, como si nada pudiera salir de allí, y también una especie de comunicación fracasada, como todos esos monólogos que construyen la novela y que, a pesar de incorporar las voces de los demás, apenas consiguen entablar una comunicación satisfactoria y, como la carta de Berto, hablan sin decir y mueren sin ser recibidos—. En esa carta se cifra el secreto que la novela, de nuevo, solo ha señalado de forma marginal, pero que ahora se revela central: en ella, Berto reclama prestado a su hermano emigrado el dinero que a él le hubiera permitido darle una vida acomodada a su familia. La falta de ese desahogo económico hace de Berto un ser humillado por tener que vivir del trabajo de su mujer, resquebrajando los modelos de género imperantes, cosa

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que lo invalida para constituirse en referente y modelo para Toto (Zapata 2007: 197). La traición del hermano mayor a Berto conduce al abandono de este sobre Toto. Por eso el padre, el modelo tradicional, la Ley, no será un modelo válido en esta novela de formación. De ahí que Toto, a ojos de Berto, crezca como un ser desviado. Otra consecuencia de esta ruptura de la linealidad estructural de la novela estriba en que el narrador, por primera vez, deja una huella de su presencia. Situando la carta de Berto que nos retrotrae a 1933, no solo trata de señalar un sentido y una dirección interpretativa al relato previo, sino que reclama atención como arquitecto del mosaico. Mucho se ha comentado sobre ese narrador que se transmuta en las voces de los distintos personajes en cada capítulo, pero que no aparece explícitamente como narrador en ninguno. Hay quien ha visto en esa continua ocultación del proceso de enunciación a un narrador culposo, que trata de borrar los signos de su autoridad sobre el relato (Amícola 2000: 304). Ya en Retrato del artista adolescente nos encontramos con un narrador que desaparece progresivamente del relato como instancia de control; en La ciudad y los perros el narrador no intentaba controlar e iluminar todos los detalles de su historia y solo ofrecía una pluralidad de versiones; pero en la novela de Puig, el narrador abandona incluso la tentativa de aparecer con voz propia. Y en cierto modo, sea ocultación o camuflaje, tal actitud se puede asociar al aprendizaje de Toto, a ese personaje que casi nunca aparece de forma directa pero siempre contamina la forma de hablar de los demás, o incluso se apropia de otros relatos para construir los suyos propios. Como Toto, el narrador ya no es una autoridad absoluta, que crea y rige su narración. Tal cuestionamiento de la legitimidad que sustenta a la autoridad, sea esta la de un narrador omnisciente o la de un determinado relato sobre la historia, la de un modelo de sujeto o la de un discurso fundacional, será el nexo entre una determinada línea de novelas de formación que conduce desde Ifigenia a El palacio de las blanquísimas mofetas o Mala onda. Si las foundationals fictions giraban alrededor de una figura autoritaria que sintetizaba un determinado modelo social, novelas de formación como El país de la dama eléctrica, Un retrato para Dickens o El palacio de las blanquísimas mofetas, trasladan ese autoritarismo inmovilista y opresivo al contexto social y polí-

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tico que dibujan. Ya hemos visto cómo en novelas anteriores aparece un intento por erosionar discursos homogeneizadores o inmovilistas —en Ifigenia sobre la figura autoritaria de Abuelita, en Las buenas conciencias contra el tío Balcárcel o en El juguete rabioso frente a los saberes prestigiosos—, pero ahora el cuestionamiento de los discursos que legitiman tal situación son el punto de partida estructurador de toda la obra, y no conatos parciales y sofocados. En una novela crítica como Hijo de ladrón aparece todavía un narrador que directamente pregunta y ataca, responde y pontifica, mientras que en La traición de Rita Hayworth, lejos de atesorar su propia voz, el narrador se limita a asumir la máscara del bricoleur (Amícola 2000), del que ensambla y organiza materiales ajenos, y solo evidencia su presencia en los intersticios de esa trama, en los silencios entre cada capítulo, o en gestos como el de romper el molde lineal de la narración. Ese último gesto subraya la tendencia que tiene la novela de formación a organizarse sobre una dialéctica paradójica entre la linealidad y la circularidad, el progreso de un itinerario y su permanente vuelta al origen. Ya hemos visto cómo esta dialéctica se visualiza en novelas como Las buenas conciencias, Don Segundo Sombra o Crónica de San Gabriel, y se acentúa en otras que se presentarán a continuación, a través de una experimentación formal con la estructura y el lenguaje que acaba afectando a la representación del sujeto. Lo cierto es que, antes de ese capítulo final que devuelve al lector a 1933, La traición de Rita Hayworth ya adolece de una voluntaria linealidad defectuosa, de una linealidad reflejada fundamentalmente en los títulos de cada capítulo, que los ubican entre los años 1933 y 1948. Cada título es una coordenada espacio-temporal precisa, un marco para entender el progreso de la relación entre los personajes y los hechos mencionados, pero la sucesión de capítulos como tal refracta un sentido de temporalidad. Como sugiere Piglia, “no hay una ‘duración’ narrativa, hay saltos hacia momentos distintos de conciencia. Tiempo mítico, tiempo interior: no hay pasado ni futuro, todo es presente, obsesión” (1997: 235). De nuevo, aparece ahí una autoenmienda de la novela, entre la precisión de cada título y el desorden de cada voz en su actualidad enunciativa. De nuevo aparece ahí un narrador que está a la vez dentro y fuera de los personajes, pero que no se muestra como tal.

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El narrador se disfraza de su negativo como el mismo Toto es una especie de negativo de los discursos que enlaza y del ideal colectivo que tales discursos reflejan. El narrador construye la historia como un bricoleur fantasmal, y Toto se autoconstruye apropiándose de materiales que la sociedad le suministra y construyendo su propia parodia. Toto se moldea así a partir de discursos culturalmente devaluados, es decir, como parodia, como reverso cuestionador de quien no legitima esos discursos.1 De ahí que la caída del padre como modelo que la carta de Berto certifica al final de la novela justifique que Toto haya buscado refugio en modelos alternativos, como el cine. La única vez que ambos mundos, el del padre y el del cine, convergen será cuando Berto acepte la invitación para ver Sangre y arena, la película en la que Rita Hayworth “traiciona al muchacho bueno” (1978: 83) —como Carla traicionará a Johann en el ejercicio escrito de José L. Casals—. La traición, de hecho, es el núcleo de ese momento cenital de la narración: Berto se irá con sus amigos, es decir, no se quedará a comentar la película con Toto —después Berto nunca volverá al cine—, y su única alusión al film será que le ha gustado Rita Hayworth —esa “artista linda pero que hace traiciones” (1978: 82) en palabras de Toto—, que justamente en esa historia quiebra el ideal amoroso de fidelidad que el protagonista venera: “es así, se quiere locamente o no se quiere” (1978: 260). La novela y el itinerario formativo de Toto avanzan desde esa decepción, que se articula sobre la alternativa presencia y ausencia del padre, sobre la búsqueda de nuevos modelos de los que apropiarse, sobre la amistad y la traición que el mismo Toto inflige a Paquita —denunciando sus amoríos—, y finalmente sobre la capacidad de explicar su propia historia a partir de las palabras de otros —a través del relato de Gógol, a través del discurso de los demás personajes—. Ese cuestionamiento de las fronteras heredadas —del que su iniciación 1

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En lo que tiene de exhibición y rescate de saberes alternativos, Toto plantea un posicionamiento anti-social que ya vimos en el Silvio Astier de El juguete rabioso o incluso en el Aniceto Hevia de Hijo de ladrón, aunque Puig nunca alcanza la extremosidad negadora de Arlt o Rojas, sino que opta más bien por un desplazamiento de los roles sociales aprobados, una desubicación que proporcione la posibilidad de un espacio afirmativo para su alternativa.

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homosexual y su discusión de los roles de género sería un claro exponente, pero no el único— llevan al protagonista a circular por zonas de ambigüedad. Dicha condición lo aleja del modelo de sujeto que la sociedad convalida y espera, modelo masculino que encarna Héctor, su hermano adoptado. Por eso Toto no puede decirse a sí mismo del todo, porque no tiene esa legitimidad. Por eso la identidad de Toto se construye en una continua lucha entre lo que puede decirse y lo que no, entre lo que es y lo que no es, entre su voz y la de las películas. Así relata Paquita el desafío de Toto a Héctor: “y el Toto ‘maricón será tu abuela, y lo peor es ser un intruso, INTRUSO!!! fuera de esta casa, fuera!!!’ y con el dedo como los artistas cuando echan a alguien, que un poco de imitación de alguna película estaba haciendo el Toto de paso y ahí el Héctor yo creí que lo dejaba sentado en el suelo de una trompada pero se ofendió” (1978: 190). Toto desea siempre acercarse a las actrices de la pantalla, a la virilidad de su hermano adoptado, esto es, a aquello que los demás desmienten que Toto pueda ser. Su identidad, de hecho, parece definirse en esa evasión que el aislamiento de Coronel Vallejos castra una y otra vez, como confirma el coro de voces que trama la novela. La búsqueda de Toto es, en definitiva, una fuga, en lo que esta tiene de salida en múltiples direcciones y erosión de la posibilidad de establecer un centro equilibrador. Mientras que en La ciudad y los perros el sujeto se vuelve lugar de enunciación, La traición de Rita Hayworth introduce en la novela de formación a un sujeto descompuesto que enuncia su imposibilidad de decirse del todo.

Dos variaciones sobre el tema del agotamiento en el relato de formación En la estela de La traición de Rita Hayworth, situamos dos novelas de formación que nos interesa observar a la luz de la obra de Manuel Puig: Cicatrices de Juan José Saer (1969) y Un retrato para Dickens de Armonía Somers (1969). Ambas exploran paralelamente las principales aportaciones de La traición de Rita Hayworth analizadas en las últimas páginas: la problemática lingüística de decir un sujeto descentrado, la reserva de sen-

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tido que todavía queda en el proceso formativo, o la erosión de toda legitimidad discursiva. Las dos, además, coinciden en señalar la insuficiencia del relato de formación y lo limitan a convertirse en una parte —aunque central— de toda la novela: en Saer ocupará el primero de los cuatro episodios, en Somers se intercalará con el relato bíblico sobre Tobías. Cicatrices Entremos, pues, en las cicatrices formativas que instaura el relato saeriano. Centro mi recorrido en el primer capítulo, que, como señalan Julio Premat (2000) o Rosa Boldori (1981), contiene las claves que permiten definir el campo de juego de toda la novela: pulsión edípica latente, máxima expansión temporal, intervención del juego y del azar, etc. A modo de catálogo, encontramos en este capítulo buena parte de los motivos y rasgos temáticos y formales que se ubican en el horizonte de nuestro subgénero: un joven protagonista —Ángel Leto, de 18 años— en proceso de inserción social —empieza a trabajar en un periódico—, con una relación ambivalente respecto a su entorno familiar —en este caso, su madre—, que sigue los pasos de dos mentores —por su escepticismo irónico, podríamos hablar incluso de antimentores, para las figuras de Tomatis y Ernesto—, que se acerca a una suerte de iniciación sexual y amorosa frustrada —encarnada por Gloria y Perla Pampiglione—, que cita y frecuenta lecturas claramente asociadas a la tradición del Bildungsroman —La montaña mágica, Tonio Kröger—, deambula por una cartografía urbana recurrente e hipnótica, y termina convirtiéndose en narrador de su propio periplo.2

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La unidad de la obra narrativa del escritor argentino es una de sus características y, de hecho, el relato iniciático como patrón narrativo reaparece insistentemente en esa obra —por ejemplo, el relato “En la costa reseca” del volumen La mayor (1976), también hollado por una experiencia iniciática, pero carente del desarrollo narrativo que permite considerarla un relato de formación, en la medida en que no despliega un devenir. Sin embargo, en todas las ocasiones en las que la encontramos, la narración misma parece discutir la cercanía estructural al género que se desprende de su propia construcción, como ocurre en Cicatrices,

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En la línea de lo planteado para el Wilhelm Meister de Goethe, el camino formativo propuesto por el relato de Ángel invierte la senda constructiva del aprendizaje tradicional, de modo que su iniciación no se asimila a una afirmación individual, sino a una pérdida de la certidumbre, al ingreso en el desgarro de la inestabilidad y lo contradictorio. En cierto modo, el aprendizaje de Ángel empieza por el final, esto es, por un carácter perfectamente autocentrado, confiado de su autoridad, de su capacidad de imponerse al mundo. Así, cuando el protagonista encuentra algo que no entiende, lo sustituye por una invención que comprende: En cuanto a la sección de Estado del Tiempo, ahí mi función era aproximadamente la de Dios. Yo tenía que ir cada tarde, alrededor de las tres, a la terraza del edificio del diario y tomar los datos de los aparatos de observación meteorológica. Nunca los entendí. De modo que cuando fui a preguntarle a Tomatis, que había comenzado haciendo esa sección en el diario, me dijo que él tampoco los había entendido nunca y que a su juicio lo más razonable era inventar o copiar. Usé los dos métodos (Saer 1994: 17).

Su relato de aprendizaje lo lleva de esa inicial imposición de un yo avasallador y caprichoso, a la erosión de esa autoridad a través de la conciencia de su inocuidad frente a una realidad impenetrable. De este modo, Ángel pasa de dominar el azar de las carambolas en el juego del billar; de ejercer de demiurgo manipulador de la realidad inventando su previsión meteorológica para el periódico; e incluso de sublevarse contra su madre, rompiendo sus lazos de dependencia; en el inicio del relato, a advertir la precariedad de su singularidad tras el encuentro con su doble; a enfermar tras asistir a la irrupción de la muerte a través del suicidio de Luis Fiore durante el interrogatorio de su crimen; e incluso a huir de su propia casa tras la invasión perpetrada por el otrora mentor Tomatis —que podría figurar la imposición de un padre, de una ley, en sustitución del padre ausente—. Por lo

donde después de afirmarlo convirtiendo su capítulo más largo e importante en un relato formativo, tal forma desaparece en las otras tres historias, vinculadas a Ángel Leto, pero centradas en experiencias y puntos de vista ajenos. La novela, entonces, sería una novela de formación de forma oblicua e intermitente.

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tanto, la formación de Ángel pasa por transformar su radical exterioridad respecto a la realidad en una precaria intimidad con el mundo. Y esa traumática inclusión solo se atisba gracias al discurrir del relato. Es el relato quien instaura los signos de esas pérdidas en el presente, como señala metafóricamente la idea de cicatriz como huella del pasado, pero también como discontinuidad en una superficie lineal. Así termina precisamente el relato, con la cara del doble “llena de esas cicatrices tempranas que dejan las primeras heridas de la comprensión y la extrañeza” (1994: 93). El relato instaura ese devenir, ese cambio en la posición del personaje, frente a la imperturbabilidad de la realidad. Para articular ese efecto, la narración trabaja dialécticamente con una serie de oposiciones fundamentales e íntimamente relacionadas, que otros críticos ya han analizado y aquí solo puedo enumerar: la iniciación y el borrado de una explicación ordenadora,3 la desmesura lingüística y la concentración,4 el azar y la necesidad.5 Estas dualida-

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La novela bascula desde un primer capítulo considerablemente fundamentado en la causalidad narrativa hacia la distorsión máxima de la anécdota y la saturación narrativa del nudo gordiano de la novela, esto es, la explicación del crimen que reúne las cuatro historias, pero que queda al margen del relato; desde la composición de una trayectoria iniciática hasta la ausencia esencial de una explicación ordenadora. Mientras Ángel conserva su posición de exterioridad, su relación con la realidad está habitada por cierto afán destructivo y constantes exabruptos hiperbólicos —de algún modo, una experiencia distorsionada y expresionista que volverá a aparecer en el relato de Ernesto, pero en este caso, a partir de una minuciosa repetición de detalles que conducen a la saturación narrativa—. Como señalan los títulos de los capítulos, dedicados a la enumeración menguante de meses del año, toda la novela tiende a la condensación temporal, cuando no a la progresiva extinción del relato. Solo abandonando esa posición distante, Ángel podrá intervenir en la realidad. Hasta entonces, no toma decisiones, sino que se desliza por la superficie empujado por la inercia de los que lo rodean, con un desdén que recuerda nuevamente al desafiante final del paradigmático Rastignac en Le père Goriot, aunque en esta ocasión sin el fundamento ni el sostén de la experiencia, situado como está ese desdén al principio del relato. Dicha intervención, de nuevo, lo hará consciente de sus propios límites, una experiencia traumática pero liberadora en la medida en que deja de ser un dios autárquico y se convierte en individuo. Como ya señalara María Teresa Gramuglio en su estudio pionero (1979), el juego del punto y banca pormenorizadamente desglosado en el segundo capítulo de

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des estructuradoras son exploradas en la medida en que conducen a paradojas insolubles asociadas a mecanismos lógicos que convierten la realidad en un fenómeno esquivo e incomunicable.6 Sin embargo, el relato de Ángel parece trascender esas ilusiones paradójicas, y aunque solo sea provisionalmente, instaura un devenir que se escabulle de encajonarse en categorías cerradas. Dicha superación tiene que ver con una radical inscripción de sí mismo en la contingencia, en lo imprevisible, que erosiona toda su inicial autoridad —al principio del relato, Ángel describe minuciosamente su “proyecto” de carambola antes de acometerlo (1994: 13), mientras que al final será incapaz de anticiparse a la traición de Tomatis—. Ángel abandona su posición demiúrgica, de exterioridad, la que le permite observar la realidad desde una distancia irónica, como consecuencia de las heridas irrefutables que la realidad le causa —sobre todo con la experiencia de la muerte de Fiore y la traición de Tomatis, pues, como sugiere Marcela Croce, “la muerte, al suprimir lo reiterativo, abre el espacio de lo cognoscible” (1990: 69)—. Es entonces cuando el mundo se le aparece ingobernable, inclasificable, y advierte la precaria realidad de su posición. Podríamos decir que la formación, en este caso, conduce de la paradoja a la contradicción. Como ocurre al final del relato, extrañeza y comprensión se identifican —más bien, se implican— como también lo hacen Ángel y su doble, cuya exterioridad, la otredad de sí mismo,

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la novela puede entenderse como una verdadera teoría literaria de la propuesta de Saer, en tanto que, como en toda apuesta, cada momento presente concentra un pasado y define un futuro a través de la ordenación del azar, que solo puede ser desvelado, pero nunca prescrito. En el capítulo que estudiamos aquí, Ángel trata de predecir las carambolas en el billar, Tomatis repite insistentemente su apuesta por un mismo número en la lotería, y en todo ello persiste la insinuación de que la repetición permite acotar las posibilidades del azar, desmantelarlo. Y, sin embargo, también es el azar el que guía los encuentros de Ángel y Perla Pampiglione, así como los de Ángel y su doble. La novela parece situar azar y necesidad frente a frente para plantear su mutua imposibilidad lógica. Encallado en la repetición atemporal, en cierto modo, como esa traducción que el juez lleva a cabo de La importancia de llamarse Ernesto: “No hago más que recorrer un camino que ya han recorrido otros. No descubro nada. Fragmentos enteros salen exactamente igual que las versiones de los traductores profesionales” (1994: 174).

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no había podido traspasar en encuentros anteriores (Premat 2002: 57). En este sentido, Ángel se convierte en alguien nuevo, aunque mucho menos completo que al principio: sus límites le permiten pensarse. Tal vez sea eso lo que también posibilita que se convierta en narrador de su propio relato: su individualización le permite narrar, y solo el relato permite ubicar la huella de la experiencia, la cicatriz del pasado. Así pues, el relato parte de la carencia —Ángel narra para explicarse su precariedad— e instaura una discontinuidad, una separación, una falta de concordancia que permite superar las paradojas de la realidad y del lenguaje: Lo que está en juego no es tanto un modo desestructurado o inusual de conocimiento de las cosas, como la tensión entre la constatación de la imposibilidad de representar el mundo y la pulsión narrativa, destinada a deparar de modo imprevisto una experiencia que, aunque episódica y efímera, tiene la forma de un encuentro elemental entre sujeto y objeto, entre discurso y mundo (Dalmaroni 2000: 331).

Si para el mentor Tomatis, “no hay ninguna experiencia que venga con la madurez” (1994: 14), esto es, la realidad se establece por una sucesión inconexa de tiempos arbitrarios —ausencia de duración que ya registramos en la novela de Puig—, el relato de Ángel trata de explorar de qué modo es posible convertir la narración en experiencia de esa indiferencia absoluta de la realidad (Giordano 1992: 15). La iniciación estriba aquí en la salida del sujeto de su propia invulnerabilidad, en el descubrimiento de la incertidumbre a través de las inconstancias de la realidad, que solo abandonan su encarcelamiento lógico a través de un devenir instaurado por el relato. Como ocurría en Crónica de San Gabriel, también en este caso se advierte que solo la conciencia de la propia precariedad interpretativa individualiza. Un retrato para Dickens Como ocurría con las novelas precedentes, Un retrato para Dickens de la uruguaya Armonía Somers también incrusta su relato de formación en una novela fragmentada que lo excede, aunque también como ocu-

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rría en los textos de Puig o Saer, pivota sobre él. De hecho, la novela avanza sobre el cruce entre relatos de muy distinta índole —la historia bíblica de Tobías, las recetas de un manual de cocina, las alusiones al Oliver Twist de Dickens, el relato de la protagonista retomado desde la perspectiva cinematográfica de un loro que encarna al diablo Asmodeo— que, a la vez que establecen líneas de fuga para la narración central, posibilitan también un marco de lectura de la novela y de la noción de sujeto que aloja en la protagonista del relato: una adolescente innominada y huérfana, acogida en una familia descompuesta que habita un conventillo tan heteróclito como grotesco, obligada a errar por distintos oficios, de pérdida en pérdida, hasta resultar víctima de una violación llevada a cabo por uno de los hermanastros, recluido en un altillo para contener su locura, y significativamente liberado tras la muerte de la madre. La yuxtaposición e imbricación de textos de orígenes tan dispares conduce a una superposición de sentidos como resultado de la proyección de unos textos sobre otros y, finalmente, al autocuestionamiento sobre la propia construcción de sentido a través del relato de la protagonista.7 Sin gozar de la autoridad del relato bíblico, que ordena el

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Un ejemplo claro de cómo la adición de textos produce la erosión irónica de unos sobre otros puede encontrarse en el fragmento final de la historia de Tobías, rebajado tras leer la versión alternativa sobre dicha historia que ofrecen los rollos de Asmodeo. Otro ejemplo de esa mezcla de registros y tonos: el lema latino que enmarca el prólogo del libro de recetas, como tratando de conferirle una ambición que no necesita —”Veritas liberabit vobis”—. La mezcla de dimensiones y niveles ontológicos, de hecho, es un mecanismo narrativo fundamental para explicar el estilo de Somers, que no solo mezcla los planos cotidiano y religioso, escatológico y sublime, lógico y maravilloso, sino que resitúa cada discurso, cada perspectiva —en una suerte de doble desestabilización cuyo mejor exponente tal vez sea un cuento: “El derrumbamiento” (Somers 1994). Es en esa mezcla de planos verticales donde puede observarse, según Cristina Dalmagro, que la novela propone una reflexión de más calado: “por más que el predominio se centre en la reproducción, a modo de puesta en abismo del relato de la niña, es posible distinguir otro nivel de ‘saber’ que proyecta ese registro de lo presente a interpretaciones que desplazan lo inmediato convirtiendo a todo el relato en una alegoría del drama humano” (2002/2003: 164).

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bien y el mal según un principio trascendente y confiere sentido al sufrimiento de Tobías y Sara a través de la fe, y desde una posición social marginal en un conventillo que desmiente el mito de una integración nacional, el relato de formación de la narradora tantea constantemente su propia legitimidad, preguntándose sobre la evidencia de los hechos que narra, la posibilidad de diferenciar el bien y el mal en esa realidad, y el esfuerzo por incluirlos en un relato que siempre excede lo empírico y se lleva a cabo tras una vivencia traumática que altera todo sentido. En cierto modo, tal sujeto describe una trayectoria paralela al Ángel de Cicatrices, es decir, desde una exterioridad absoluta respecto del mundo hacia el progresivo aprendizaje de la incertidumbre de lo real. Pero si en aquella ocasión la inclusión en el mundo se asociaba a la asunción de una distancia respecto de sí —a la visión del doble, al momento reflexivo del extrañamiento y la autoconciencia—, en esta ocasión, la realidad se impone como visión torturada del yo, que describe un itinerario hacia el silencio y la incomunicación: el relato de la muchacha termina con un elocuente y desgarrado “¡Yo no he nacido nunca!” (Somers 1991: 98). Dicho de otra manera, el periplo formativo de la protagonista se fundamenta en la descomposición de la propia capacidad de simbolizar la realidad, algo que puede rastrearse en el texto a través del uso de la metáfora y la connotación lingüística, que desaparece gradualmente a lo largo del relato, dando lugar a una relación de la narradora con el lenguaje y las palabras como desposesión o, incluso, como profanación.8 Si bien la novela de Somers se acerca a

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La dificultad para expresarse lingüísticamente culmina numerosos relatos de Armonía Somers, sobre todo cuando estos se asocian a protagonistas adolescentes. Es el caso, por ejemplo, de Un retrato para Dickens, cuya narradora termina concluyendo “Y yo comprendí entonces que iba a ser necesario hablar, volver a usar aquel recurso de las desgraciadas palabras” (Somers 1991: 97). Pero también se pueden rastrear otros ejemplos: “Fue entonces cuando comprendí que jamás, en adelante, debería comunicar a nadie mi mensaje. Todo era capaz de quedar injuriado en el trayecto por el puente que ellos me tendían” (Somers 1994: 131). El lenguaje aparece como el último puente hacia los demás pero, tras una experiencia traumática y humillante, se antoja un puente precario y no

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La traición de Rita Hayworth en la ubicación de un sujeto que invalida la homogeneidad de determinados discursos de comunidad y en la corrosión de los modelos que legitiman esos discursos, se aleja en el tono del relato. Allí donde Toto se encuentra con modelos alternativos —poco prestigiados, pero modelos al fin y al cabo—, la narradora de Somers no encuentra asidero sobre el que reconstruir una afirmación: de ahí que, participando de un cuestionamiento parecido, Un retrato para Dickens atesore una mayor aspereza y una ironía esencialmente macabra. El punto de partida de esta relación estriba en el uso singular del lenguaje por parte de la narradora, que no solo se basa en una peculiar capacidad para simbolizar la realidad —que le permite transformar la muerte del abuelo en un juego inocente, el pan en verdadero bizcochuelo, o deslizarse levitando por encima de los demás—, sino también en una técnica personal de leer la palabra de los adultos —por ejemplo, cuando interpreta literalmente el ardor que le expresa el gerente de la fábrica de arpilleras—. Esta comunicación accidentada con los otros establece una falta de ajuste y comprensión, un espacio que le permite refugiarse a unos centímetros de la realidad común, en una exterioridad fundamentada en el exceso marginal establecido por la connotación, que la salvaguarda de comprender la vida. En ese espacio es capaz de aislarse de la sordidez circundante y naturalizarla a través de un tamiz lingüístico que la transforma en un simulacro, pero en un simulacro habitable: la novela apunta que su visión del mundo es totalmente subjetiva, casi solipsista, pero también destaca la dignidad de poder decirla desde una posición totalmente arrinconada. La novela de Somers se situaría así en las antípodas de Los ríos profundos de Arguedas: en esta, Enrique trataba de aglutinar un lenguaje unitario y en cierto modo supralingüístico, que incluyera todas las modulaciones cultu-

deseado, un cuerpo muerto: “subjetividad desesperada sobre la cual se ejerce la primera violencia somersiana: el acto mismo de narrar, que entraña siempre, en Armonía Somers, de manera más o menos desembozada, una profanación” (Cosse 1990: 31).

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rales de Perú, mientras que la narradora de Un retrato para Dickens apenas consigue del lenguaje un vínculo precario con los demás, siempre bajo sospecha. En esa especie de sacralización de la inocencia Somers parece querer retomar con mayor intensidad el modelo dickensiano, con su predilección por los personajes que encarnan cierto tipo de candor incólume que el entorno social amenaza permanentemente: “para Somers, solo los que tienen imaginación o ingenuidad pueden pensar en una salvación” (Dalmagro 2002/2003: 170). La sucesión de peripecias dentro y fuera del conventillo, generalmente marcadas por la pérdida —primero de los abuelos, el padre, la madre, pero también de los empleos o, incluso, del deseo— y la sustitución simbólica —por ejemplo, la muerte del padre se sublima a través del bizcochuelo—, acota progresivamente la creatividad de la protagonista, hasta el desenlace traumático de su violación, que, en cierto modo, certifica la invasión de su mundo interior por parte de la realidad hostigadora. De esta manera, el ingreso en el juego social se impone como corte y como invasión. Será así como la violación le dará el derecho a ser escuchada por primera vez —algo que se repetirá en El palacio de las blanquísimas mofetas de Arenas—. Paradójicamente, su testimonio ante la policía tendrá valor justo cuando el lenguaje —“las desgraciadas palabras” (1991: 97)— se haya vuelto inservible, una especie de mecanismo ajeno que ya no es capaz de recoger la experiencia propia. Solo a través de esa sensación de naufragio y despojo, la protagonista tendrá la sensación de alcanzar, finalmente, “la inexplicable y ferozmente amada orilla del mundo” (1991: 99). La pureza de la inocencia no resiste, pues, las acometidas de la realidad. La contaminación deviene inevitable: Dios también está en un lupanar, el inmaculado ángel Rafael se lleva consigo la peste del loro al paraíso (Dalmagro 2002/2003: 162).9 La experiencia se impone sór-

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La incorporación de textos y de elementos realistas y fantásticos explica la dificultad de la crítica para ofrecer una visión unitaria de la obra de Somers —y, en cierto modo, también su olvido, escaso estudio y parcas reediciones—. Si bien un crítico tan influyente como Ángel Rama fue uno de los primeros en

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dida y disoluta sobre la inmunidad del bien que plantea la autoridad bíblica, carnavalizando tal modelo. Pero esta vez no hay sustitutivo, no tenemos ni los saberes desprestigiados de Silvio Astier ni los modelos melodramáticos de Toto: solo queda el propio testimonio, parcial e incoherente, lleno de ruido y furia. El relato formativo, en definitiva, se centra en la represión social de un espacio simbólico, el de la adolescencia, que se entiende como sacrílego, dada su libertad para desjerarquizar y combinar discursos sociales, así como desestabilizar categorías elementales —por ejemplo, a través de su ambigüedad sexual en el pasaje de la fotografía, como muestra la portada de la que parte la novela (1991: 87)—. La adolescencia se convierte en una etapa herética y la existencia se impone como angustia e incomprensión.10 La pérdida de la virginidad —tópico central de la narrativa somersiana— estipula una ruptura con la capacidad para comprender y decir el mundo. La misma narradora establece una interpretación propia de la realidad, dividida en cuatro partes: “una era la tierra, que

saludar la calidad narrativa de Somers —Un retrato para Dickens se publica en Arca, la editorial de Rama—, muchos han sido sus detractores, acusándola de incómoda, oscura y poco acorde con los proyectos estéticos del momento. Todo ello se refleja en la variedad de etiquetas que se le han adjudicado para describir su obra, desde la de “literatura imaginaria” del propio Rama (Cosse 1990) a la de “realismo crítico” de Perera (Cosse 1990: 26) o de “proyección suprarreal” (Verani 1996: 35). 10 En un ensayo de la autora —firmado con su verdadero nombre, Armonía Etchepare— que se apoya en la figuración novelística del adolescente para proponer una pedagogía específica para dicha etapa vital, ahonda en el costado herético de la adolescencia: “si la soledad de Caín es su marca, así como la reivindicación herética, pueden simbolizar el fenómeno pubertad y también su demorado advenimiento en la investigación científica, parecería que solo un criterio esotérico debiese explicar su sentido. Herman Hesse, buscándolo en la doctrina de Abraxas, culminaría en una concepción demonológica de sus criaturas: ‘Demian me había dicho entonces que el dios al que rendíamos culto no representaba sino una mitad del mundo, arbitrariamente disociada —mundo oficial y permitido, mundo luminoso—, y así, para poder adorar al mundo en su totalidad como era debido, había que hallar un dios que fuera demonio al mismo tiempo, o establecer junto al culto divino también un culto al demonio’” (Educación de la adolescencia. Ciudad de México, Herrero, 1957, p. 28).

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nunca se piensa como tal porque se halla disimulada bajo mil formas. Otra era el mar, que cuando se lo ve por primera vez puede llegar a matarnos. Luego había unos desiertos hechos para que la alegría los cruzara cantando sin saber lo que esperaba del otro lado. Y, lo más poderosamente triste, aquellos seres que le miraron la cara a la incertidumbre” (1991: 27-28). Más adelante, asocia esa desértica tercera parte a la infancia (1991: 31), y el mismo relato instaura la última fracción como meta del propio itinerario. En cierto modo, el aprendizaje de la protagonista consiste en un choque entre la anulación de la incertidumbre que el adolescente proyecta hacia el exterior y la invasión de la incertidumbre de lo real, instalando en el seno del individuo el vivir como un desconcierto irremediable: “en mi oscura conciencia de los hechos, lo sucedido o no, lo brutalmente experimentado o no, eran la misma cosa: un mundo extraño” (1991: 96). El aprendizaje desemboca en la expulsión de un mundo inhóspito y desolado, en una “desolación metafísica” (Verani 1996: 35) irreductible a la palabra, incomunicable.

Coda. El aprendizaje incierto En las novelas de mediados de siglo aludíamos a la emergencia de la complejidad social; ahora podemos aglutinar las narraciones de Puig, Saer y Somers en la aparición de nuevas representaciones del sujeto, vinculadas a una enunciación lingüística oblicua, desdoblada, indirecta. Lo que antes permitía al protagonista en formación definirse en función de su lugar frente al poder —social, político— ahora se traslada a su ubicación frente a una autoridad lingüística. El relato de Toto se escribe a través de un mosaico de voces; Ángel Leto se desdobla en su extrañamiento frente a la experiencia formativa y su narración solo domina uno de los fragmentos de la novela; la protagonista de Somers, por su parte, avanza hacia la incomunicación en un relato asediado por fragmentos y otros textos que obligan a leerlo en múltiples direcciones. En definitiva, todos ellos parecen indagar en el problema de la unificación del relato formativo.

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En cierto modo, estas novelas, junto con algunas de las que aparecerán en el próximo capítulo, anuncian la implosión de la novela de formación como relato autosuficiente. Después de incorporar, en los capítulos anteriores, una representación progresivamente compleja y poliédrica del sujeto y de la sociedad circundante —los dos grandes polos del relato formativo—, ahora parece como si dicho relato fuera excedido por ambas partes: por un lado, el sujeto no parece poder construir una experiencia formativa afirmada en el control de su autoconciencia, y basada en unos modelos legitimados y una trama causal negociada, pues se encuentra, en gran medida, expropiado de la autoridad misma para decirse; por el otro, la comunidad juega con el personaje y lo desorienta, declina la responsabilidad de reconocer la legitimidad de ese aprendizaje, o lo clausura de forma invasiva, impositiva. De ahí que la negociación entre individuo y sociedad en estas novelas no se sitúe en el centro, y el relato formativo asuma su lateralidad como narración. A falta de la conexión y el reconocimiento entre el camino del protagonista y el marco social, el relato de formación deja de ser un centro nuclear capaz de aglutinar el sentido de ese diálogo; es más, el relato de formación se convierte en el acento de ese hiato. Siempre es difícil señalar los límites de un subgénero literario —probablemente no sea ni tan siquiera deseable definirlos con extrema precisión—, pero tal vez resulte algo más sencillo detectar indicios de su agotamiento. Si bien es posible seguir encontrando novelas de formación más adelante, hasta nuestros días, en los alrededores del boom se perfila un punto de inflexión de dos de los principales elementos a los que hemos querido vincular la emergencia y presencia de la novela de formación: la Modernidad hispanoamericana y su novela. La primera sufre grandes turbulencias debido a las revoluciones y golpes de estado que se suceden, y que, por un lado, recuperan discursos nacionales que parecían clausurados, y por el otro congelan la reflexión crítica alrededor de la complejidad social de las naciones que se ven sacudidas de esta manera. En cuanto a la novela hispanoamericana, resumidamente, podría decirse que adquiere un creciente reconocimiento crítico y consigue una posición acomodada en la tradición occidental. De esa

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inflexión, ambos elementos salen en direcciones distintas, aunque nunca dejen de comunicarse. Sin embargo, en esa paralización de la modernización política y en ese acceso a la modernidad literaria occidental, parece registrarse una disociación que podría explicar el agostamiento de la novela de formación como modelo. Es preciso estudiar, por consiguiente, en qué direcciones se manifiesta ese posible final.

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Después del boom, la narrativa hispanoamericana parece encontrar un lugar reconocido y reconocible dentro de la tradición occidental. La generación posterior de escritores deberá convivir y negociar, no siempre cómodamente, con una consagración que, si por un lado facilita la atención de un público lector, por el otro genera una imagen estereotipada y una estética hegemónica que empujará a las posibles renovaciones hacia posiciones epigonales. Aun así, aparecen ahí formas del sujeto y del discurso en los márgenes, que discuten de nuevo la legitimidad de unas estructuras sociales que van a reflejar, en muchos casos, los volantazos revolucionarios y políticos que se suceden en esos años en buena parte de Hispanoamérica.1 La inestabilidad política

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El primero de esos vuelcos, o, por lo menos, el primero que afecta a las novelas a las que aludiremos es la Revolución Cubana de 1959 —incrustada en el corazón de El palacio de las blanquísimas mofetas—. También Manuel Puig evoca en su obra un período convulso de la historia política de Argentina, aunque no sea contemporáneo y tenga lugar en la sordina de un pueblo de provincias: la

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de esa etapa no va a ser óbice para que se alcance una nueva fase de desarrollismo modernizador extremo, caracterizado por la influencia de los Estados Unidos y una conciencia dependiente que acabará permeando los discursos culturales. Dicho proceso tendrá como mínimo dos consecuencias para este estudio sobre la novela de formación: por un lado, la influencia económica norteamericana acabará impregnando cultural y estéticamente a las nuevas generaciones de escritores, y por el otro, los distintos golpes militares arrinconarán más si cabe la figura del intelectual no alineado (Terán 2008: 289), que muchas veces optará por el exilio, experiencia que modificará la relación entre escritor, ficción y relato. Por todo ello, no puede establecerse un final unitario o definitivo de este recorrido que empezamos allá por los años veinte tres capítulos atrás. No existe un final, sino varios. Y, por supuesto, son finales abiertos a nuevas reelaboraciones del modelo. Por eso, interesa solapar al itinerario más o menos cronológico que nos ha traído hasta aquí, tres genealogías que permitan reunir otras tantas series de novelas de formación a partir de un relato estético compartido. Tres puntos de llegada cifrados en sendas novelas de formación que apuntan a horizontes moderadamente enfrentados: El palacio de las blanquísimas mofetas de Reinaldo Arenas (1975, 1980), Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco (1981) y El país de la dama eléctrica de Marcelo Cohen (1984). Cada una de estas tres novelas se sitúa como un punto y seguido, es decir, permite releer una serie de novelas de formación previa y acota la evolución del relato crítico que las explica sin clausurarlo —de hecho, mencionaré algunas novelas de formación que parecen continuar la estela de cada genealogía, algunas de ellas publicadas recientemente—. Establecer un final resulta siempre una tarea delicada y engañosa. En toda operación de clausura es preciso vigilar minucio-

irrupción de Perón en 1945. El posperonismo de finales de los cincuenta domina Cicatrices de Saer y el final definitivo de Perón y el golpe de estado de 1976 en Argentina penetra intensamente El país de la dama eléctrica de Marcelo Cohen y Ciencias morales de Martín Kohan, a las que aludiré más adelante.

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samente que la necesidad de culminar un determinado relato crítico no se imponga y fuerce la lectura de las obras reunidas. En este caso, he querido plantear un análisis de la novela de formación en paralelo a la maduración y consagración de la narrativa hispanoamericana. De ahí que el llamado post-boom sea un momento adecuado para situar un cambio de intensidad en el relato, un final que trata de no ser definitivo.

“Miles de mundos traigo”: El palacio de las blanquísimas mofetas Con El palacio de las blanquísimas mofetas —en adelante, El palacio—, Reinaldo Arenas nos ofrece un relato hiperbólico y paradójico de una agonía festiva y ritual.2 Y también, en cierta manera, ofrece un final para la novela de formación ya que, en el exceso lingüístico y en el excedente narrativo que plantea Arenas en la obra, incorpora, discute y celebra, las principales líneas estéticas de las novelas que he situado en los alrededores del boom. Para empezar, es la novela de formación de Fortunato, pero no solo eso: también es el mosaico construido por las voces agonizantes de todos los miembros de su familia. Tenemos ahí un relato oblicuo como el de Toto en La traición de Rita Hayworth. Y, como en esa novela, aparecen monólogos yuxtapuestos e intercalados, que se interpelan sin comunicarse, resaltando así lo que tiene el lenguaje de necesidad irracional y de barrera comunicativa, de expresión individual intransferible y de representación de los mecanismos sociales —la novela termina con una comedia guiñolesca que vuelve a explicar la misma historia familiar narrada previamente, pero resaltando los artificios de la representación, una especie de farsa que remite a la misma operación que en Un retrato para Dickens llevan a cabo “Los rollos de Asmodeo”—.

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Publicada por primera vez en traducción francesa en el año 1975, aunque escrita entre los años 1966 y 1969. Su aparición en español tuvo que esperar a 1980.

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En la novela de Arenas, todo es dicho varias veces y de distintas maneras. Los tiempos se superponen en las tiradas de cada personaje, los hechos se repiten desde distintas perspectivas, y la memoria actúa como umbral del relato, pero también como prisión. La memoria reproduce el ambiente asfixiante y opresivo de la casa familiar y de un entorno social, la dictadura cubana de Fulgencio Batista, que también agoniza. La novela resalta ese anclaje histórico con la incrustación en la página —ya sea en una esquina o en un hueco del texto— de materiales muy diversos, de testimonios de un tiempo social preciso: anuncios de productos de belleza, avisos de funciones teatrales, o recortes de la crónica sobre la revolución que derrocará finalmente al dictador.3 Fortunato dirigirá los últimos pasos de su aprendizaje hacia ese cambio social como vía de escape de la claustrofobia familiar. Su relato lo conducirá hacia una suerte de sacrificio para advertir, finalmente, que su suerte está echada: rechazado por los revolucionarios y, poco más tarde, por su familia, terminará sus días torturado por las milicias oficialistas. Y paradójicamente será entonces, humillado y despojado de sus referentes, a punto de morir, cuando alguien pronuncie por vez primera su nombre. Poco más tarde, morirá como mueren todos los protagonistas de las primeras novelas de Reinaldo Arenas, para renacer en la siguiente, porque hay una indistinción entre los muertos y los vivos, entre lo visto y lo entrevisto, que participa del carácter alucinatorio de toda la narración y de toda la obra de este escritor. La muerte está desde el principio en la novela: “la muerte está ahí en el patio, jugando con el aro de una bicicleta. En un tiempo esa bicicleta fue mía” (Arenas 2001: 13). El tiempo pasa, las vidas se precipitan, pero la muerte siempre está ahí. Todo vuelve en la novela de Arenas: los hechos, las obsesiones, los gritos. Como el aro de la bicicleta,

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La página se convierte en un espacio físico, en un campo de juego. Resalta en su distribución discontinua de las palabras, en la sobreabundancia de espacios en blanco, en la variedad de formas tipográficas, esa especie de histeria lingüística que trata de decirse a sí misma y no deja de descubrir su indigencia. Las voces tratan de ocupar un espacio, de estabilizar una identidad al decirse, pero no dejan de repetirse, de aparecer y desaparecer espasmódicamente, de bascular continuamente desde el grito al silencio.

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el relato asume la circularidad como una de sus variantes formales: así, por ejemplo, el primer capítulo es, a la vez, prólogo y epílogo. Ahora bien, en El palacio todo es uno y su contrario infinitas veces, de forma superlativa. Tomando esa progresión circular como punto de partida, es posible leer el relato de formación de Fortunato a partir de la tensión dialéctica que plantea Martin Swales para el Bildungsroman europeo, y que podríamos trasladar a la novela de Arenas con las nociones, tomadas de la lingüística, de sujeto sintagmático y sujeto paradigmático.4 Esta doble estrategia intenta traducir una fuerza doble que impulsa al personaje alternativamente hacia fuera de sí y hacia dentro. Si, por un lado, Fortunato trata de trascenderse a sí mismo y transfigurarse en los otros que tiene a su alrededor para encontrarse —de ahí ese mosaico de voces que se confunden y se mezclan—, por el otro, todo su aprendizaje converge hacia un acto de rebelión, precisamente contra ese ambiente de opresión que le rodea —que tiene en la incipiente revolución cubana la inscripción del personaje en un tiempo colectivo que lo posibilita como identidad histórica—. El camino formativo de Fortunato se resumiría, entonces y paradójicamente, como una afirmación que se sustenta en la huida de sí. De ahí que la muerte apuntale permanentemente el relato, no como un final o un refugio, sino como un elemento consustancial de esa paradoja imposible: rebelarse contra lo que uno es. Una primera estrategia que ayuda a recorrer el texto es la adición acumulativa, la hipertrofia enumerativa que trata de asimilar el mundo a través de una denotación infinita: la novela misma empieza con ese recurso aplicado al Yo, dando muestra de su multiplicidad a través de un “y yo” que se repite como un mantra en las primeras páginas. El palacio propone una dislocación del lenguaje que tiene que ver con

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Como ya hemos visto en la introducción, Martin Swales centra su análisis del Bildungsroman en la tensión irónica construida “between the Nebeneinander (the ‘one-alongside-another’) of possible selves within the hero and the Nacheinander (the “one-after-another”) of linear time, of practical activity, of story” (1991: 51). Ya hemos visto cómo esta misma tensión también se aloja en novelas de formación como Don Segundo Sombra, La traición de Rita Hayworth o Las buenas conciencias.

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la sucesión de discursos que se dan cita en cada monólogo interior. Cada una de estas voces busca en el lenguaje su lugar específico, pero solo consigue constatar un fracaso comunicativo (Rozencvaig 1986: 69). De hecho, todas esas voces se relacionan a través de una misma incomodidad agónica, que transforma el texto en una larga letanía. A diferencia de La traición de Rita Hayworth, donde cada monólogo ocupaba un capítulo propio, en la novela de Arenas, si bien las voces se aíslan en ocasiones a través de los fragmentos que las separan, casi siempre se encabalgan, no solo en el conjunto que componen, sino en el seno mismo del fragmento. Una voz se transmuta en otra, como si existiera un vínculo existencial subyacente que trascendiera los hiatos del lenguaje y de la página. La argamasa de ese doble movimiento de aislamiento y fusión de voces es la voz de Fortunato. Fortunato se autoerige en “intérprete, escudriñador, vocero” (Arenas 2001: 193) de los demás narradores, en administrador de los gritos y las quejas de sus tías, abuelos y primos. En cierto modo, trata de convertirse en la autoridad de la que esa familia carece, gestionando y componiendo las voces de los demás. Pero esta salida al encuentro de los demás llega, paradójicamente, tras constatar su exterioridad, su falta de identificación con ese ambiente de “días iguales, largos, asfixiantes, donde el viento bate el enyaguado y se descubre esa necesidad, ese deseo, urgente, latente, que tenemos todos de morirnos” (2001: 39). De hecho, todas las voces que pueblan la novela se definen por ese sentirse ajenas al resto. En cambio, en la mayoría de los fragmentos solo podemos inferir quién habla a partir de cómo se refiere a los demás. Es por eso que el aislamiento agónico conduce a la identificación: solapan y configuran una simultaneidad. Y Fortunato es quien percibe ese elemento coral y advierte que su rol, precisamente, consiste en abarcar esas voces: “Fue entonces —o quizá antes, quizá siempre, quizá un poco después— cuando comprendió que ese era su sentido de estar, su fin, que solo en la violencia y las transfiguraciones encontraría su autenticidad” (2001: 193-194). La conquista de su identidad singular, el final de su camino formativo, estriba en la asunción de lo múltiple, en la articulación de lo polifónico. Y es así como Fortunato asume un papel omnímodo a través de una suerte de sacrificio: “él padeciendo por todos” (2001:

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193). Y lo asume tras constatar que “Dios no existía o existía solo en el engaño de los otros, en sus estafas sucesivas, [...] olvidando siempre las más angustiosas peticiones” (2001: 37-38). Por eso, el sacrificio de Fortunato solo pretende posibilitar la queja, el aullido, el grito, y nunca redimir. Su don solo trata de exorcizar: “Muchas veces, siempre, seguramente, sí, había sido todos ellos, y había padecido por ellos y quizá —porque él tenía más imaginación, porque él iba más allá— al ser ellos había sufrido más que ellos mismos dentro de su autenticidad, dentro de su propio terror, invariable, y les había otorgado una voz, un modo de expresar el estupor” (2001: 193). Su condición es la palabra. El camino de Fortunato, como en muchas otras novelas de formación, conduce al dominio de esa palabra, a su conversión en narrador (Miles 1974; Rodríguez Fontela 1996: 39). Y ese paso linda siempre con una conciencia mayor o menor de la propia proyección hacia el exterior, asociada siempre a una identidad imposible de ser autocentrada, afirmada en sí misma. Esto mismo lo asocia y aleja a la vez del proyecto que Arguedas incorporaba en Los ríos profundos. Allí, la integración de voces sociales que llevaba a cabo Ernesto tenía algo de promesa liberadora, de comprensión de un lenguaje común. En el caso de Fortunato, en cambio, hay en su sacrificio una suerte de abandono de la sabiduría infantil, y así, casi al final de la novela, advierte en esa quête que, lejos de dotarlo de una identidad, lo conduce a la indefinición: “él era el traidor, el traficante, el encargado de dar testimonio, el superior. Deshaciéndose, para poder hacer. El intérprete cuya labor culminaba al llegar a su máxima agonía, al difuminarse, al desaparecer barrido por la furia del fuego” (Arenas 2001: 287). Borrarse para ser: esa es la consecuencia que advierte Fortunato en su entrega a la palabra, y una de las direcciones hacia las que se dirige la novela de formación. El aprendizaje de la palabra, la conquista de una identidad, conduce a un ausentarse: la voz propia nunca se enuncia a sí misma, nunca encuentra una palabra autóctona y descolonizada de las demás voces. Es esta condición aporética la que subyace en buena parte de la novela, y es precisamente hacia esa aporía adonde conduce el periplo formativo de Fortunato. El sujeto se expande hacia los otros en un sacrificio que lo colma y lo anula simultáneamente —“miles de mundos

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traigo” (2001: 110)—. Por eso, cuando lo lleva a cabo, Fortunato advierte que la única salida posible es la muerte, aunque no como final, sino como posibilidad de un nuevo rebrote: “las transfiguraciones se habían cumplido, había sido capaz de realizarlas, de padecerlas, ahora solo restaba la violencia para llegar a la absoluta culminación. Estallar. No ser más que un millón de partículas mínimas ardientes, rojas, contaminando toda la tierra” (2001: 287). Tal vez esa sea la explicación de que, como decíamos, los personajes de Arenas mueran varias veces durante sus novelas —y definitivamente al final de cada una de ellas— para volver a renacer bajo otro nombre en la siguiente, reescribiéndose en un nuevo horizonte vital. Si lo que denomino sujeto paradigmático se fundamenta en la expansión hacia los demás, el sintagmático se vincula a la concreción de un acto de rebeldía contra el entorno. Si en aquel la conciencia de ser distinto conduce a la necesidad de sacrificarse por los demás, en este la conciencia de pertenencia provoca un acto de rechazo y de alejamiento vital y espacial. Cabe recordar ahora que, según Susan Suleiman (1979), el esquema de toda novela de formación está regido por dos cambios fundamentales del sujeto: el primero es la aparición de la conciencia de sí, y el segundo es el pasaje de la pasividad a la acción. Aunque dicho esquema resulta algo reductor, puede servir para advertir las paradojas que explora El palacio. La horizontalidad sintagmática incidiría en el camino hacia la acción de Fortunato, es decir, en su decisión de sumarse a las milicias revolucionarias: “sal a la calle y haz algo que justifique tu muerte” (Arenas 2001: 186). Esta decisión parte de la necesidad de abandonar el círculo opresivo de su familia y lo lleva a incorporarse a un tiempo social, histórico, que, como sucedía con Hans Castorp y la guerra en La montaña mágica, termina por arrollarlo. La posibilidad de salir del entorno familiar está presente desde el principio de la novela, sobre todo en algunos matices que presenta el mar que rodea la isla como símbolo. Sin embargo, la concreción de esa posibilidad de huida solo llega con el alzamiento revolucionario que trata de derrocar al gobierno de Batista. Sin una militancia ideológica diáfana, Fortunato piensa en enrolarse como una oportunidad de escapar a un destino prefijado: “mañana me largo de esta casa, maña-

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na mismo me voy. Mañana... Pero estás condenado, Fortunato. Estás condenado porque eres el hijo de Onérica y por lo tanto tienes que vivir para Onérica. Porque la vida no es para lo que tú sueñas sino para lo que las necesidades te obligan a ser” (2001: 166). Esta dialéctica entre la posibilidad de modificar el destino individual impregna toda la novela. Frente a la resignación que representan los demás personajes, Fortunato decidirá escapar, como su madre, la expatriada Onérica. Sin embargo, su decisión de huir lo conduce a otra casa —campo base de la milicia—, igualmente hollada por la miseria, en la que también domina la inacción y la espera —Fortunato carece de arma con la que integrarse en el combate—. Fortunato había volcado todas sus ilusiones de alejamiento del entorno familiar en el alzamiento, pero serán precisamente los milicianos quienes le recomienden que regrese a su casa para proveerse de un arma. Cuando esto suceda, su familia le impedirá la entrada y ese gesto mostrará el desamparo en el que queda, emancipado y, por eso mismo, sin vínculos precisos. Su rebeldía frente a la identidad familiar, por consiguiente, lo convierte en una suerte de apátrida. Solo así puede entenderse que, cuando finalmente cae en manos del ejército gubernamental, es decir, de la facción enemiga, sienta que “por primera vez le iban a hacer un interrogatorio, por primera vez lo llamaron por su nombre y apellidos. Por primera vez era una persona importante, digna de la mirada, de la atención, del trabajo de varios hombres” (2001: 283). Solo irónicamente puede entenderse que el momento de máxima humillación, justo antes de ser ejecutado, capitalice la afirmación de una identidad —como veíamos antes, ocurre algo parecido en Un retrato para Dickens—. Al contrario de lo que sucedía en la estrategia asociativa y paradigmática, en la que Fortunato conseguía culminar su identidad incorporando las voces de los otros, en esta ocasión consigue ser alguien tratando de separase de todo lo que lo define: únicamente en manos de sus enemigos consigue ser nombrado por su nombre y apellidos. Las dos líneas recorridas —aditiva y adversativa— no dejan de ser dos caras, contradictorias y paradójicas, de una misma moneda, y ambas convergen en una consolidación previa a la muerte. En ambas hay una transformación que define un progreso del personaje, aunque también en ambas se plantea la imposibilidad del cambio y la circula-

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ridad de todo suceso. Lo recurrente del tono agónico y la repetición de determinadas escenas hasta la distorsión son los únicos mecanismos que permiten anclar un devenir que parece aprisionar a los personajes en su inmovilidad agónica. Es precisamente esa inmovilidad la que Fortunato trata de quebrar en su constante proyectarse sobre el mañana, buscando en el futuro inmediato la necesidad del cambio, de la interrupción de la repetición permanente. Pero esa misma búsqueda —y eso la condenará a la agonía— también está cercada ya por el lodazal de la nostalgia, como si no pudiera escapar ya de sí mismo: “estás viviendo de las cosas que no supiste que eran tú mismo” (2001: 18). Además, la continua confusión entre voces, entre vivos y muertos, entre imaginación y sueño, conduce a diluir la sensación de progreso lógico-causal y la distinción entre la estabilidad del ser y su devenir cambiante —“quién podrá decirme si uno es el que se queda siempre igual o si es uno el que siempre está cambiando” (2001: 150)—. Finalmente, el capítulo dedicado a la “Función” guiñolesca certificará más si cabe esa suerte de enclaustramiento en una artificiosidad repetitiva a la que se someten las voces agónicas de la novela. Primera genealogía: el sujeto colonizado Ifigenia, La ciudad y los perros, La traición de Rita Hayworth, Un retrato para Dickens, El palacio de las blanquísimas mofetas Lo paradójico y lo contradictorio recorre el texto de El palacio, construido por retazos de voces que solo dialogan manifestando su propia incomunicación. En muchas ocasiones se ha subrayado el carácter carnavalesco de la novela y, en cierto sentido, un espíritu de subversión de orden lingüístico anida en esa construcción polifónica y en la experimentación formal que la recorre. Pero sobre todo es necesario situar El palacio en sintonía con una determinada manera de representar al sujeto. Conservando el referente de la novela de formación, El palacio apunta al agotamiento de ese relato como forma de construcción de sentido. No solo ha quedado menoscabado el sujeto central —que ahora debe compartir protagonismo con otras voces y legitimidades— sino que también se ha disgregado la facultad de decir ese relato: la

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simultaneidad y la repetición como anulación de una sucesión causal, la erosión de la coherencia explicativa de un determinado contexto socio-histórico, la muerte del personaje al final del relato, la hipertrofia de la autoconciencia y de la relación irónica con el mundo a través de un lenguaje saturado. Desde estas premisas, El palacio señala la implosión del relato de formación. El palacio dibuja, como decíamos, el horizonte para una genealogía de la novela de formación que impulsa Ifigenia y se vertebra a través de las narraciones de Vargas Llosa, Puig y Somers. Todos estos relatos presentan a un sujeto cuya búsqueda disgrega la identidad del yo y proyecta asintóticamente la posibilidad de decirse en el retrato oblicuo que modelan las voces fragmentadas de los demás. Esa fragmentación del relato, además, obliga al lector a reconstruir un mapa que vuelva al sujeto legible. En esta resistencia del texto a coordinar una identidad cohesionada estriba, probablemente, el principal nodo estético de esta serie de novelas. El sujeto aparece en tales relatos en permanente proceso de reescritura, con una tendencia a centrifugar sentido y a una temporalidad cíclica y repetitiva, que desenmascara la linealidad formativa y la lógica causal de un cierto realismo que parecía caracterizar al género en su tradición europea. En un primer modelo del Bildungsroman, la búsqueda del sujeto suscitaba contradicciones, pero las amalgamaba en una determinada dirección; ahora esa búsqueda ya solo agota al sujeto, lo descompone y disgrega. De ahí que sea más adecuado situar esta línea de novelas de formación junto a versiones del Bildungsroman que parodian una determinada visión modélica del género —el Gato Murr de Hoffmann sería un ejemplo— o que alcanzan el relato formativo desde la revisión y combinación de otros géneros literarios convencionalizados, como es el caso de las novelas de Fielding o Dickens. De la misma manera que esta serie evoluciona hacia un sujeto que extravía la posibilidad de decirse directamente, también empuja el relato de formación hacia un margen. Al mismo tiempo que el protagonista asume la contradicción de estar obligado a explicarse a partir de una determinada trama social o histórica mientras esa misma trama lo condena a exiliarse del cuerpo social, invoca formas narrativas que concilien esa contradicción. Desde Ifigenia hasta El palacio, el

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relato de formación compite con otros subgéneros —diario íntimo, epístola, novela de aventuras, recetas de cocina, crónicas periodísticas, películas— que reflejan la necesidad del sujeto de explorarse a través de estrategias cambiantes, aunque esa misma heterogeneidad formal señale una difícil fijación. Por eso, es este el grupo con una participación más laxa en la reescritura de la novela de formación que se da en la tradición hispanoamericana. Sin embargo, esta serie es la que mejor describe uno de los rasgos que define la evolución del Bildungsroman a partir de la segunda mitad del xix: la intimidad. La intimidad en su dimensión autoexploratoria del narrador que habla, pero también en tanto que paradoja, es decir, como búsqueda de una expresión veraz, que escape a toda convención distanciadora, y a su vez, como vehículo inmediato de modelos ideológicos y discursos sociales. La intimidad se convierte así en un espacio textual. Espacio porque el sujeto trata de arrogarse en él un refugio de libertad frente a la fijación opresiva de la vida social, y textual porque ahí el narrador es agente y paciente de su propia escritura. De ahí la elaboración y reelaboración autoconsciente que plantean todas estas novelas sobre un mismo relato central. De ahí también la claustrofobia que algunos narradores llegan a sentir en el seno de su propia voz, ámbito de libertad, pero también de aislamiento, de margen respecto de unas relaciones sociales que funcionan de manera muy distinta. La reacción frente a la conciencia de la escritura como excepción marcará una cierta evolución en esta genealogía. Ya vimos cómo el tedio incorporaba en Ifigenia una experiencia moderna con escasos precedentes en su tradición. En novelas posteriores, los personajes ensayarán la evasión como estrategia de supervivencia crítica, ya sea la evasión física —huir del colegio militar— en La ciudad y los perros, la evasión a través de los modelos míticos del cine en La traición de Rita Hayworth, o la evasión interior, hacia el silencio, de la protagonista de Un retrato para Dickens. Será El palacio de Arenas quien supere esta estrategia llevándola a su paroxismo: Fortunato se convierte en ese sujeto múltiple que se expande e incorpora las voces del resto de familiares, que se disgrega hasta desaparecer como voz identificable.

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Así se perfila el corazón de la paradoja que describe esta genealogía: al buscar decirse de forma más sincera y autárquica, sin intrusos ni lectores que accedan a un discurso no premeditado, el sujeto tiende a salir de su propia voz. La escritura de la intimidad viene a ser un refugio cuya vigencia se desvanece pronto, un refugio que apunta rápidamente hacia su propia artificiosidad inocua, hacia su propia insuficiencia. Por eso el narrador salta de un género literario a otro, apuntando con ello a la convencionalidad de su relato y disolviendo progresivamente la centralidad y la inmediatez de su discurso. La autoexploración íntima acaba por subrayar lo exiguo del espacio propio, la ocupación de la escritura privada por una exigencia social que asfixia la singularidad de la voz narrativa en cada momento, que la acota y la arrincona, convirtiéndola en una especie de negativo social construida con modelos espurios y géneros deslegitimados. Situarse en un margen, fingir no estar, disgregarse en el discurso de los otros, borrarse en el silencio. Esas son las estrategias del sujeto colonizado de estas novelas, ocupado por modelos, géneros y tramas que señalan la condición desplazada y derivada de la voz propia.

La persistencia del modelo realista: Las batallas en el desierto En 1981 podríamos situar otro final de este relato sobre la novela de formación en Hispanoamérica. Ese año aparece Las batallas en el desierto —Las batallas en adelante—, del mexicano José Emilio Pacheco, escritor celebrado fundamentalmente por el cultivo del género poético. Tal vez eso explique por qué resalta en Las batallas un marcado poso lírico, no solamente porque el relato recupera el “mundo antiguo” (Pacheco 2007: 9) de la infancia con ribetes elegíacos, tampoco porque trace el amor imposible entre el protagonista, Carlos, y Mariana, la madre de su mejor amigo, con resonancias románticas. El poso lírico procede de todo eso y de la condensación de la narración, tanto en su brevedad de nouvelle como en el sentido revelador del que se impregna ese amor platónico como experiencia aglutinante para

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el narrador, que revisa sus recuerdos años después (Martinetto 2004: 331). Y, sin embargo, ese influjo lírico se solapa con un modelo narrativo realista, lineal y causal, que se asocia habitualmente a la novela de formación, incluso desde sus orígenes europeos, y que muchos críticos han querido ver como rasgo esencial del género.5 Podríamos cuestionar esta última afirmación aludiendo a algunos Bildungsromane abiertamente enfrentados a esa retórica realista, como Lucinde (1799), Gato Murr (1821-1822) o Retrato del artista adolescente de James Joyce (1914), o incluso recordando cómo hemos recorrido una genealogía de novelas de formación hispanoamericanas que se distancian del realismo genético (Villanueva 1992), desde Ifigenia a La traición de Rita Hayworth, y llegan a desarticular la posibilidad de decir el sujeto desde ese modelo de representación. Esa línea desembocó en El palacio de Reinaldo Arenas. Conviene estudiar ahora hasta qué punto, incluso después de las experimentaciones formales con la estructura narrativa que plantearon la mayor parte de los escritores del boom, surge una novela de formación que parece sobreseer esos desafíos y entroncar con una línea previa que, en resumen, abraza la supuesta transparencia del modelo de representación realista, situada en obras como Don Segundo Sombra o Las buenas conciencias. Se podría zanjar el debate utilizando la tesis sabida del flujo y reflujo de modos y modas estéticas en la tradición literaria, pero no sería más

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El realismo literario ha sido una noción ampliamente discutida por la teoría literaria del último siglo. Aquí me interesa trabajar con una versión histórica y restringida del mismo, como indicador de una estética vinculada a la novela del siglo xix, principalmente derivada de la tradición francesa, aunque con variantes rusas e inglesas de gran importancia, es decir, a narraciones que plantean una relación naturalista entre representación y realidad, que subrayan la verosimilitud como objetivo primordial de un relato basado en la construcción minuciosa de un escenario social preciso y reconocible, derivado de la observación de las referencias que sintetizan y resumen ese escenario, y que proponen un ocultamiento más o menos acusado de las huellas de la retórica literaria. En los rasgos clave señalados por René Wellek, el relato realista es aquel que aspira a “la representación objetiva de la realidad social contemporánea” (1983: 209), esto es, una narración que combina cierto tipismo con una búsqueda de la objetividad basada en el anclaje histórico de su referente (1983: 210 ss.).

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que cerrar el asunto en falso. Es preferible preguntarse hasta dónde sigue siendo efectivo el modelo realista que propone la novela de Pacheco. Si atendemos a la estructura del relato, la progresión argumental es clara: desde una acotación del contexto externo del protagonista hasta la progresiva interiorización de la experiencia amorosa. Dos partes nítidamente diferenciadas en la narración: la primera sitúa el momento histórico y político del país con precisión, hacia 1948 —hasta el punto de que la novela ha sido leída como “el Bildungsroman del alemanismo” (Steele 1994: 274), por entroncar con el gobierno de Miguel Alemán—, también describe la colonia Roma —su barrio—, el ambiente familiar y las disputas en el colegio, hasta alcanzar a su amistad con Jim, el chico americano de cuya madre termina enamorándose. Cuando Jim perciba ese sentimiento, le dará la espalda y saboteará su secreto. De nuevo, una traición como catalizador del relato. Así termina esa primera parte. La segunda recorre la penitencia interior del protagonista, ridiculizado y proscrito por ese entorno que la narración había introducido antes: la familia, la escuela, el ambiente político del país —Mariana es amante de un hombre influyente, y esa relación será la explicación más plausible de su posterior desaparición—. Esta segunda mitad sanciona los límites sociales de la acción del individuo, como suele ser habitual en toda novela de formación, y gira alrededor de cómo el protagonista asume su enfrentamiento con el entorno —expulsión de la casa familiar, cambio de escuela— y construye nuevos modelos sustitutivos —de nuevo el cine y, curiosamente, Rita Hayworth (Pacheco 2007: 48), vuelven a vehicular el deseo de resistencia frente a la sordidez del medio vital—. Vista desde esta perspectiva global, la novela se divide en dos hemistiquios que se reflejan, aunque el acento narrativo progresa hacia la interiorización. Nada alejado de ciertos esquemas de la novela de formación, desde el Törless de Musil, el Hans Castorp de Thomas Mann o el Holden Caulfield de Salinger. La novela, de hecho, pone en juego el correlato bélico, las batallas, como unificador estructural de ambas dimensiones, así como potenciador del enfrentamiento especular entre las dos partes del relato: hay una guerra que ha terminado recientemente, de la que todavía hablan los periódicos —la II Guerra

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Mundial—, y otra que empieza a intuirse —el conflicto árabe-israelí—, una lucha que marcó a la generación de los padres —las guerras cristeras—, otra que se abona en el presente —la lucha de clases— y, finalmente, hay unas guerras simuladas —las del cine— y otras que, en forma de juego, actualizan todas las demás, las batallas en el desierto, en la arena del patio del colegio. La analogía de la pelea y la disputa aglutina el sentido estructural del relato, recorre sus tramos horizontales y conecta todos sus niveles verticales, la sucesión de capítulos y la gradación desde el marco general del contexto hasta la experiencia singular del protagonista. Tal cohesión permite detectar en la novela de Pacheco una ambición ejemplar, no en un sentido moral, sino más bien alegórico: el protagonista traduce en su experiencia personal un horizonte más general, identificable con una generación o, incluso, con un país —para Cynthia Steele, por ejemplo, la novela “está permeada por el sentido de una extraordinaria pérdida colectiva que trasciende la dimensión individual y psicológica” (1994: 274). Algo que, por otro lado, tampoco es ajeno al horizonte tradicional de la novela de formación, a la que muchos críticos —de Morgenstern (2009: 654) en adelante— han atribuido una voluntad transitiva, en unas ocasiones como programa social, y en otras como simple trasunto de una experiencia que va más allá del sujeto individual que protagoniza el relato. Ese vínculo y tal voluntad existen decididamente en esta novela, como también aparecen en Don Segundo Sombra, Las buenas conciencias o Los ríos profundos, con distintos alcances, desde una acotación cuidadosa de una ubicación histórica hasta una identificación cósmica, en Arguedas, por ejemplo. Además, volvemos a encontrar en Las batallas la interpelación del acceso a la Modernidad, en este caso, de México, pues al período en el que transcurre la novela, el gobierno de Miguel Alemán, se ha atribuido tradicionalmente el inicio de la modernización del país. Que el acceso a esa modernización modifica el paisaje en el que se mueve esa generación es un hecho, pero la narración ampliará el alcance también hasta el personaje e, incluso, hasta la misma novela y sus mecanismos de representación. Ese cambio social enmarca, en la primera parte, el mundo elegíaco de la infancia, desde la incorpo-

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ración del país a una política de escala mundial hasta la alusión a la creciente influencia americana, registrada tan pronto en los coches que circulan por el barrio como en los dibujos animados de la televisión. En la segunda parte, con la aparición de la mirada introspectiva del personaje frente a un entorno agresivo e impostado, el relato modernizador muestra una doblez constitutiva. El personaje empieza entonces a registrar la erosión de las instituciones sociales que había presentado en la primera parte. Para empezar, la familia lo considera un enfermo y lo aleja de Mariana y de la escuela: “el amor es una enfermedad en un mundo en que lo único natural es el odio” (Pacheco 2007: 56). La crisis de su mundo familiar es la crisis del relato sobre ese mundo. De ahí que su casa entonces se vuelva una realidad grotesca y precaria, y sus padres se vuelvan desconocidos, se conviertan en “espectros” (2007: 53). El segundo momento de este proceso ocurre más adelante, cuando Carlitos regresa al barrio de su exilio en el internado, tiempo después de su veleidad amorosa y posterior castigo. Ha pasado suficiente tiempo como para que su familia se haya enriquecido gracias al alemanismo, y haya abandonado ese “lugar de en medio” (2007: 22) de clase subalterna y sumisa al poder. A su vuelta a la colonia Roma, se topa con un antiguo compañero de escuela, el indio Rosales, a quien pregunta por lo que fue de Mariana tras su marcha al internado. Lo único que consigue sonsacarle es que dicen que se suicidó tras una violenta discusión en público con su amante, pero su explicación es imprecisa y vaga: “Mariana se levantó y se fue a su casa en un libre y se tomó un frasco de Nembutal o se abrió las venas con una hoja de rasurar o se pegó un tiro o hizo todo esto junto, no sé bien cómo estuvo” (2007: 62). Perplejo, Carlos tratará de contrastar esa versión acercándose al antiguo apartamento de Mariana, allí donde empezó todo el relato amoroso, pero los nuevos inquilinos fingirán no saber nada, despertando la sospecha, cada vez más intensa, de la incomodidad que suscita el asunto. Nunca conseguirá Carlos resolver ese enigma: qué ocurrió con Mariana. Pero la evidencia del mismo confirma el mismo proceso erosivo que antes había ocurrido con su familia, es decir, el relato que antes había investido de seguridad al paisaje social que enmarcaba su infancia, se viene abajo. La desaparición de Mariana, asociada a unas

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relaciones comprometidas con el poder, no hace sino terminar de erosionar la estabilidad superficial de un paisaje social que la novela se había esforzado en dibujar en la primera mitad. Pero no solo desgasta ese dibujo, sino que también afecta al mismo modelo de representación de la novela, que se vuelve equívoco e inseguro: “regresé a mi casa y no puedo recordar qué hice después. Debo de haber llorado días enteros. Luego nos fuimos a Nueva York. Me quedé en una escuela de Virginia. Me acuerdo, no me acuerdo ni siquiera del año” (2007: 67). La novela termina así resaltando la fragilidad del propio relato, la difícil acotación entre lo real y lo imaginado: “nunca sabré si el suicidio fue cierto. Jamás volví a ver a Rosales ni a nadie de aquella época. Demolieron la escuela, demolieron el edificio de Mariana, demolieron la colonia Roma. Se acabó esa ciudad. Terminó aquel país. No hay memoria del México de aquellos años. Y a nadie le importa: de ese horror quién puede tener nostalgia” (2007: 68). Hay en esa imprecación final un lamento fúnebre, no solo por la demolición del recuerdo (Verani 1985: 39), sino por cómo el relato tampoco consigue reconstruir la huella de ese recuerdo. Bajo este prisma, la novela no deja de recordar los límites del modelo realista, lineal y causal, que sigue. Por ejemplo, al tratar de perfilar un contexto histórico y político, no presenta o describe los marcadores de época desplegándolos con la narración, asociados a la descripción de un personaje, espacio o acción, sino que lo fía a la mera acumulación de referencias. Así, la novela comienza: ¿qué año era aquél? Ya había supermercados, pero no televisión, radio tan solo: El Llanero Solitario, La Legión de los Madrigadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las calles de México, Panseco, El Doctor IQ, La Doctora Corazón desde su Clínica de Almas. Paco Malgesto narraba corridas de toros, Carlos Albert era el cronista de futbol, el Mago Septién transmitía el beisbol... (2007: 9).

La enumeración continúa hasta la saturación de referencias culturales, desde los modelos de coche, hasta las películas o los boleros más célebres. Lejos del modelo decimonónico de elaboración gradual de un escenario social e histórico preciso, Pacheco visualiza un collage

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de fragmentos y metonimias pop que apelan a una identificación del lector que comparte las referencias, pero se vuelven opacas e ineficaces para el resto. Algo parecido ocurre con la voz de los personajes que aparecen en Las batallas. Los diálogos resultan vitales para el avance de la acción y para tejer la trama social del barrio, pero es el narrador en primera persona el que los fagocita e incorpora a su propia voz, de forma indistinguible, de manera que las intervenciones de los demás se yuxtaponen a las del narrador sin ruptura tipográfica: “ella no tocó nada. Habló, me habló todo el tiempo. Jim callado, comiendo uno tras otro platos voladores. Mariana me preguntó: ¿A qué se dedica tu papá? Qué pena contestarle: es dueño de una fábrica, hace jabones de tocador y de lavadero. Lo están arruinando los detergentes. ¿Ah sí? Nunca lo había pensado. Pausas, silencios. ¿Cuántos hermanos tienes? Tres hermanas y un hermano” (2007: 29). También ayuda este fragmento a advertir el estilo telegráfico y sincopado de la narración, así como la continuidad entre múltiples planos, que dan cuenta de una narración que imita el montaje cinematográfico. De nuevo, la novela pivota sobre el molde realista, pero señala sus limitaciones. Es posible situar un último ejemplo de esta estrategia narrativa. Un ejemplo que afecta a la estructura general de la obra, y a su enlazamiento lineal. No se trata de que el narrador borre tal enlace, como ocurría en las obras de Arenas, Vargas Llosa, Rojas o Puig, sino que lo trocea en capítulos que se vuelven autónomos, les otorga un título y una autonomía narrativa, cada uno de ellos desarrollando una breve historia, de manera que la novela se resuelve como un ensartado de esos fragmentos, más que como una obra orgánica. Esto es, no existe una derogación del relato lineal y causal, pero sí un adelgazamiento de su efectividad. Que además algunos capítulos lleven el título de un bolero o de un cuento, como el de “Alí Babá y los cuarenta ladrones” (2007: 18), no hace sino subrayar el artificio narrativo que la retórica del modelo realista usualmente trata de enmascarar. La ambivalencia de la novela de Pacheco, por lo tanto, estriba en esa actualización irónica del modelo realista con el que entronca. Las batallas sigue confiando en la necesidad de mostrar un contexto social e histórico como marco de su relato, pero la saturación de referencias

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que utiliza para tal reconstrucción no hace sino limitarse a señalar una concatenación superficial de nombres y objetos que, además, terminará invalidada por el propio relato. Esta confianza en la capacidad evocativa del lenguaje desembocará en la desconfianza de la realidad denotada por las palabras: que el último capítulo se titule “Colonia Roma”, justo cuando Carlos vuelve a su barrio y registra la desaparición de sus principales referencias, no deja de ser una confirmación de esa inocuidad lingüística. Lo mismo ocurre con la causalidad en la que reposa el enlace de los acontecimientos: la misteriosa desaparición de Mariana dejará sin resolver el principal asunto de la novela, deslegitimando la trabazón de las secuencias narrativas que conducen a ese desenlace. Es preciso tener en cuenta esa ambivalencia que trasluce la aparente ligereza de la obra o, en otras palabras, lo que Hugo Verani llama la “engañosa sencillez” (1985: 35) de Las batallas en el desierto. Podemos situar en esta obra, por consiguiente, el horizonte hacia el que se dirigen las novelas de formación que parten de un diálogo con el molde realista. Hay en Las batallas una elegía por una infancia cuyo recuerdo demolido a nadie importa, pero hay también una elegía por esa construcción realista del relato que solo parece funcionar desde la conciencia de su próximo agotamiento. Estriba tal vez ahí ese lirismo inconcreto que permea la educación sentimental de Carlos. Segunda genealogía: el sujeto alegórico Don Segundo Sombra, Las buenas conciencias, Los ríos profundos, Las batallas en el desierto En la genealogía que inauguraba Ifigenia la voz narrativa se explora a sí misma a través del uso y agotamiento de géneros discursivos; la que culmina en Las batallas y comienza en Don Segundo Sombra muestra la persistencia de un molde novelístico realista heredado del siglo xix. Sobre ese molde se articula parte del Bildungsroman y la novela de formación europea, desde Wilhelm Meister hasta La montaña mágica, pasando por las novelas de Balzac, Dickens o Eliot. La productividad de esa retórica literaria en la novela de formación del siglo xx puede ser pensada, de nuevo, desde el sujeto representado y desde lo inespe-

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rado de mantener ese modelo de representación aun cuando el relato estético ha llevado a la narrativa hispanoamericana hacia la autoconciencia y la experimentación formal. A pesar de ello, no se trata tanto de analizar lo anómalo de la poética realista como de estudiarla desde una posición dentro del campo estético que, en el siglo xx, ya no es hegemónica o principal. Para empezar, todas las novelas de esta serie se arremolinan alrededor del proyecto de construir en su protagonista un itinerario afirmativo. Más allá del éxito o el fracaso final del aprendizaje de personajes como Jaime Ceballos, Enrique o Fabio Cáceres, las narraciones en que se alojan los perfilan a partir de una negociación posible con el entorno social, siendo este entorno un marco preciso y reconocible. La formación de todos ellos se fundamenta en el diálogo y cuestionamiento de legitimidades y construcciones sociales fácilmente ubicables en un contexto social e histórico concreto: la pampa gaucha de finales del siglo xix, el Guanajuato de los años treinta, el Perú de mediados de siglo o el D.F. del alemanismo. Dicha concreción, además, suele estar acompañada de un determinado tono o sesgo narrativo que modula la reconstrucción de ese contexto, desde la recreación elegíaca (Güiraldes, Pacheco) a la crítica social (Fuentes) o la utopía cósmica (Arguedas). Todo ello conduce a ver en el personaje algo más que un simple trayecto individual. La combinación de su anclaje a una contingencia precisa y la estructura orgánica del relato formativo, es decir, la aleación de lo informe y la búsqueda de coherencia, los convierte en personajes ejemplares. Como ocurre con el Hans Castorp de La montaña mágica, su relato condensa y codifica el destino colectivo de una generación o de una nación, convirtiéndolos en sujetos alegóricos. Dado que en el capítulo ocho me ocuparé de analizar cómo se construye esa alegoría, ahora señalaré que una de sus consecuencias es la persistencia de otro de los atributos usualmente asignados al Bildungsroman: su función transitiva. En todas estas novelas, la formación del personaje construye gradualmente una cierta ejemplaridad en tanto que traduce un determinado relato histórico y político —con ambición totalizadora— sobre el devenir de un determinado país o comunidad. En gran medida, esta serie de novelas retoman el proyecto de las founda-

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tional fictions del xix, aunque ya no lo harán desde una perspectiva social estrictamente hegemónica o desde una tesis clasista, sino desde la complejidad heteroglósica y discursiva, es decir, desde una relación con el material narrativo mucho más problemática. La utilización del patrón realista —lineal, causal, orgánico, omnisciente— en todos estos casos podría explicarse por la supeditación de la ambición estética a la alegoría colectiva, es decir, el uso de un modelo de representación naturalizado que no interfiera de forma determinante en la comprensión de una visión o tesis política más o menos evidente. Sin embargo, la realidad de los relatos es algo más compleja. Como ya hemos visto al analizarlos, ninguno de ellos reproduce ese patrón narrativo sin plantear problemas. Al contrario, y ahí probablemente estriba su modernidad, en todos los casos el uso de la retórica realista se acompaña de estrategias literarias que apuntan hacia su difícil consumación y vigencia en el siglo xx: quiebra controlada y puntual de la linealidad, circularidad del relato, yuxtaposición de capítulos que apuntan hacia su propio aislamiento, insuficiencia del lenguaje para definir un determinado horizonte cultural, etcétera. Parece tratarse de un uso irónico del realismo, pues sin dejar de situarlo como principal recurso narrativo, incorpora en su actualización un cierto escepticismo sobre sus posibilidades de representación. De hecho, esa actitud irónica, distante, es la que sirve también para objetivar el trayecto del protagonista de estas novelas y dotarlo así de una figuración trascendente que permita observarlo como índice de algo que está más allá de una experiencia individual. En un momento u otro, los relatos de Güiraldes, Fuentes, Arguedas y Pacheco, se acercan a cierta textura utópica en su ambición por integrar una visión coherente y unificada sobre una nación o un colectivo concreto cuando los relatos totalizadores del xix ya han periclitado. Y, aun así, la retórica realista persiste como modelo productivo, como fuente de reescrituras y variaciones, tal como demuestra una novela de formación como El tilo de César Aira (2003), que podría añadirse a esta serie desde el siglo xxi, jugando con su propia anomalía. De nuevo, como ocurrirá con el proyecto de novela-total del boom, todas estas novelas de formación incorporan la huella irónica de esa falla, pero

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lo hacen tratando de subsanarla mediante la pervivencia de algunos de los rasgos que definen al Bildungsroman, apelando a su herencia legitimadora.

Solo queda la búsqueda: el perseguidor de Marcelo Cohen Como Silvio Astier, el Martín Gomel de El país de la dama eléctrica (1984) se define por un gesto extremista de alejamiento e impugnación a la comunidad. Pero también por una paradoja asociada: la necesidad de un público, de convertirse en un líder, una suerte de superioridad que le permite visionar alternativas a la estulticia y ansiedad del ambiente que lo rodea —o al menos, eso cree él—. Esa búsqueda individual, ascética por lo estricta y pertinaz que resulta, define al protagonista de la novela de Cohen: Martín Gomel es un perseguidor de estirpe cortazariana y mítica, que lee a la par Huckleberry Finn, Rayuela y Los cuadernos de Malte Laurids Brigge. Nunca deja de buscar, aunque la realidad lo desautorice o reprima, y eso le concede un aura romántica, el derecho a fracasar. Su búsqueda es simple —Lucina, su novia, lo ha traicionado y ha huido con el dinero de ambos— y la novela no la complica en su desarrollo; el ruido y la furia de esa quête es lo que articula la autoexploración lingüística que exhibe el monólogo interior de Martín. En las antípodas geográficas y literarias de esa exuberancia, dormita Villa Canedo, ese barrio abúlico, suburbio de una ciudad sudamericana por el que transita la primera etapa narrativa de Cohen —por ejemplo, en algunos relatos de El buitre en invierno (1985)—. Desde ese rincón de mundo, escribe Gerardo, un ex bibliotecario que registra la irrupción de otro Martín que es el mismo, desafiante y agitador, idéntico en sendos retratos (cf. Cohen 2000: 12 y 29). La novela bascula entre esos dos espacios que Martín sacude, la isla y el barrio suburbial, entre la primera y la tercera persona en dos relatos que van del presente narrativo al pasado, del otoño a la primavera, dibujando una realidad bivocal que se separa y se complementa. Ambos relatos, el de Martín y Gerardo, entrelazados, reflejándose y oponiéndose, dan cuenta de la irrupción de alguien que busca

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en una sociedad atónita, encerrada en los límites precisos de una isla o de un barrio-apéndice de la gran ciudad, trasunto ambos de una experiencia de exilio que remite oblicuamente al Proceso argentino como trasfondo de una sociedad carcomida.6 La novela se define en esa disyuntiva entre la referencia directa a un contexto de opresión preciso y la figura de un individuo, un buscador, que trasciende todo anclaje en su experiencia (Kurlat Ares 2007). Por eso, como ocurría con El juguete rabioso, el individuo en su aprendizaje singular, en su simple búsqueda de vidas alternativas, se convierte en desafío intolerable para la comunidad. Pero si en la novela de Arlt, Silvio reaccionaba ante la progresiva ilegibilidad de la ciudad, ahora será Martín, el protagonista, quien resulte incomprensible para su entorno, que terminará por desactivar con violencia el desorden dionisíaco que su búsqueda supone. Aparece, pues, un orden social afónico y un extraño que, cantando y gritando, lo desestabiliza con su ingreso. O, mejor dicho, un extraño cuya búsqueda obliga a los integrantes de esa sociedad a afrontar lo ilusorio de su orden carcomido y, en consecuencia, lo anestesiado de su existencia. La sustancia del relato, la trama de la búsqueda, recupera la simplicidad esencial del mito. A Martín Gomel lo mueve encontrar a Lucina: “lo que ya en ese entonces quería yo era investigar” (Cohen 2000: 9). Por eso ha llegado a la isla o a Villa Canedo, dos caras de una misma moneda en las que solo se duplica el carácter enfermizo de las relaciones sociales y el personaje de Martín. Martín es el buscador en cualquier realidad que se lo integre. Y cuando lo interpelen, o los demás traten de escrutarlo y disuadirlo, él solo responderá con su búsqueda, con la necesidad de encontrar. Su iniciación remite

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La sola lectura atenta de los dos primeros capítulos de la novela sirve para rastrear numerosas referencias repetidas o invertidas desde la perspectiva de los dos narradores y los espacios desde donde observan: el retrato de Martín, la presencia de un bar y de determinados motivos carcelarios —torretas del cuartel, faro, helicóptero—, la inversión primavera/otoño, del buscador Martín que desdeña las noticias y un Gustavo desorientado —“no sabía bien qué buscaba” (2000:24)—, de las dos madres de Martín, de Edelmira y Rita. Los dos mundos, en su distinción, subrayan una misma atmósfera asfixiante.

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al esquema mítico del relato iniciático (Campbell 1972), pero invierte la fase liminal: donde el relato tradicional plantea una separación del protagonista respecto a la comunidad, El país de la dama eléctrica relata la incrustación del protagonista en esa comunidad. Tal inversión se ahonda si tenemos en cuenta que el relato de Martín comienza con su simbólico regreso al hogar materno.7 Esa continuidad protagonista-comunidad subraya más las diferencias entre ambos. Más si tenemos en cuenta que esa comunidad se ha autodesplazado —a una isla, a la periferia— de una centralidad que considera opresiva. La formación de Martín, por lo tanto, señala la imposibilidad de escapar al clima de vigilancia y delación que impone un régimen social elocuentemente elidido en la novela. Esa interrelación de Martín que llega buscando y la comunidad que se quiere barnizada por cierta estabilidad lleva al intento constante y recíproco de desenmascaramiento: el protagonista apunta a la impostación de las relaciones sociales en las que viven, y los demás tratan de desmentir o desorientar la búsqueda de Martín. En otras palabras, el gerundio de Martín —ese buscando, actuando, que lo define— se enfrenta al participio de la sociedad que lo recibe —en tanto que ordenación anclada en la inercia, ya cerrada. Lucina es lo que le falta a Martín y lo que renueva su necesidad de moverse, porque ella tiene el dinero, y el dinero le dará acceso al éxito musical. Desde este punto de vista, Martín Gomel es un personaje de destino, premoderno (Pavel 2005: 39; Sánchez Ferlosio 2005: 248).

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La novela acerca una y otra vez a Lucina, la belle dame sans merci perseguida, con la madre de Martín —ya sea la Ángela morena de la isla o la rubia Julia de Canedo––. Lucina se escapa para esconderse justamente donde vive la madre de Martín: “porque me dije que donde está mi vieja están todas las mujeres. Pavada de Edipo, tengo” (2000: 37). Lejos de disimular esa artificiosa coincidencia, el relato exhibe irónicamente lo arbitrario de los encuentros y la trama: “París ya no tenía nada que ofrecerme; no escondía a Lucina, la traidora que se había escapado con mi dinero, y hasta podía que ni el resto entero del continente la escondiera. Por eso pensé que a lo mejor la encontraba en una isla que me habían dicho. Y voilà la casualidad, era la isla donde vivía mi madre. No está mal una visita, me había dicho” (2000: 9).

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¿Cómo clausura la sociedad la amenaza al orden que supone el desafío de Martín? Imponiéndole un final a su itinerario. “Así podés seguir buscando hasta el año verde” (2000: 143), le acusa Gustavo, portavoz del coro de personajes que envuelven al protagonista. La novela se vuelve ambigua y escasamente diáfana en este punto. En los dos relatos que la vertebran se insinúa que Martín, finalmente, se enfrenta a la visión de Lucina en sendas experiencias de enajenación: tras una fiesta rica en drogas y alcohol en el primer relato, y después de una detención arbitraria y posterior tortura en el otro. Esa especie de reconocimiento, en términos aristotélicos, cambia la trayectoria del protagonista, pero no su destino: Martín se irá, abandonará la isla y el barrio, pero seguirá buscando, trazando ese bucle que lo define: “Volver no volvemos. Nos vamos. Volver, ¿adónde?” (2000: 229), le espeta a un imaginario Jimi Hendrix. Como decimos, la novela no es clara en la formulación de este desenlace, pero sí en los efectos sobre las partes. La verdad se impone violentamente sobre Martín —lo más visible e inequívoco es su cabeza rapada, desprovista de su habitual melena— pero es el colectivo que lo expulsa quien advierte con mayor eficacia su propia degradación. Así, si el esquema mítico termina con la inclusión del iniciado en una sociedad que ahora sí, después de la fase liminal, puede reconocerlo como una identidad estable, en El país de la dama eléctrica, Martín concluirá su aprendizaje asumiendo que debe abandonar la sociedad materna. En realidad, lo que lleva a cabo la novela de Marcelo Cohen es una reformulación de ese relato mítico. Martín tiene una entidad mítica por su esquematismo como personaje que repite una y otra vez un mismo gesto, pero a la vez, refigura el desarrollo previsto del relato de iniciación. Su voz dionisíaca franquea su propia perspectiva, como ocurría en las novelas de Reinaldo Arenas o Arguedas, y viaja del subjetivismo autárquico, de un lenguaje autóctono, a la supresión de la distancia con el mundo. De ahí que, en muchas ocasiones, el propietario de las palabras de Martín no esté claro, pues conviven sin cesura el fluir de conciencia, los diálogos o las canciones escuchadas: “silbo un rato más. Pero las palabras siguen, es divertidísimo. Es que no estoy hablando. En realidad, esto se dice solo. O a lo mejor alguien lo dice por mí. Que haga lo que se le antoje. [...] También puede ser

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que alguien esté diciendo esto mientras yo me lo imagino. Para mí trabaja todo el mundo. Me gustaría ser un capomaffia, digo, no sé” (Cohen 2000: 12). Esa densidad de voces aísla a Martín del resto, del lenguaje fosilizado de la comunidad. De ahí su negación extrema y totalizadora, y su cultivo constante del malditismo, ese arrinconamiento que necesita para reconocerse. Este último elemento lo aleja unos grados de la simplicidad heroica y lo acerca a la genealogía del Silvio Astier de El juguete rabioso. Del mismo modo que la novela de Cohen recupera una cierta prehistoria de la novela de formación a través del modelo mítico, también quisiera situarla como horizonte al que apuntan otras novelas de formación ya comentadas —Hijo de ladrón, Cicatrices o Crónica de San Gabriel—. Lo haré señalando algunos vínculos entre los extremos de la genealogía, entre aquello que vimos que El juguete rabioso planteaba sobre la novela de formación y su utilización o clausura por parte de El país de la dama eléctrica. Recorrer los rasgos que comparten ambas novelas servirá para observar cómo una distinta modulación registra cambios y evoluciones. Tanto Silvio como Martín cifran en una condición marginal y excluida su posición frente a la sociedad. En ninguno de los dos casos se integran en la comunidad que los envuelve y, tal vez debido a eso, construyen sociedades paralelas y proscritas. Si Silvio lo hace con el Club de Ladrones, Martín construirá un auténtico coro de muertos ilustres, “troupe de poetas y rockeros malditos” (Basualdo 2000: 240) que le ceden sus canciones y le sirven de modelos: “cada vez que estoy solo me reúno con ellos” (Cohen 2000: 38). En cualquier caso, sociedades al margen, hechas de retazos, de éxitos fugaces y disueltos fugazmente. Sin embargo, allí donde Silvio Astier trata de mejorar su situación —de ascender socialmente, diríamos—, Martín Gomel no lo intenta. Silvio asume varios trabajos, sondea la posibilidad de regularizar su situación social, pero nunca lo consigue, la sociedad lo repele, y termina ejecutando ese acto de negación social que es la traición al Rengo y la posterior huida al indefinible y mítico Sur. Martín, por su parte, no espera dejar de ser un outsider; lo será allá donde vaya: por encima de un determinante social, de clase, es una actitud. Como máximo, podrá triunfar algún día como músico, y hacerse rico,

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pero en todo caso, sería un destino imprevisto. Si el protagonista de Arlt está definido por una disposición social, juega al juego social y lo pierde, Martín trata de situarse fuera desde el principio. Por eso su historia empieza con una huida —París se ha vuelto demasiado agitado— y una traición, aunque, a diferencia de El juguete rabioso, esta vez es Martín la víctima. Si Silvio rechaza finalmente su vínculo social, Martín ya aparece desde el principio como rechazado. El aprendizaje de Silvio conduce a ese gesto; en el caso de Martín ese gesto funda el aprendizaje. De hecho, si Silvio pierde las herramientas para interpretar la ciudad que lo envuelve, en El país de la dama eléctrica es Martín el que se vuelve ilegible para los demás. Sus trayectorias, en cambio, tienen muchos puntos en común porque apuntan a un mismo imaginario degradado. Los modelos y saberes a los que ambos apelan no gozan de legitimidad social: ya sean los saberes técnicos y la literatura popular en la novela de Arlt, o el rock y la genealogía de poetas oscuros —Villon, Lautréamont, Baudelaire— a la que apela Cohen. En ambos casos, la opción estética esconde una contestación política. Pero se trata de una contestación política a una situación social determinada pero elidida. Como ocurre también en las novelas de Rojas, Saer o Ribeyro, el marco histórico es identificable pero no está definido. Y no porque sea un mero telón de fondo. Al contrario, la situación histórica a la que aluden todas estas novelas determina la naturaleza de su relato, pero ese condicionante se traduce más claramente a través de un clima de relaciones, de una atmósfera, por encima de la descripción y el detalle. El caso de El país de la dama eléctrica resulta especialmente ilustrativo. El ambiente claustrofóbico y estático en el que viven los personajes, “encerrados voluntariamente” en la isla o la ciudad, bajo vigilancia y sospecha permanente —ya sea el faro, los focos o el helicóptero, el que recuerda esas restricciones—, apela al contexto de dictadura militar argentina y al exilio físico o interior al que somete a sus víctimas —la inacabada Autopista de Opción aparece en la novela como indicio velado y elocuente a ese exilio—. El carácter elusivo de los personajes y la falta de precisión narrativa que recorre la novela no hacen sino resaltar el secretismo que envuelve ese orden

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social ilusorio. La alusión a un contexto definido es siempre oblicua o indirecta, como el mismo título de la novela muestra, invocando el disco homónimo de Jimi Hendrix en primera instancia, pero indirectamente, remitiendo a la picana, esa dama eléctrica inventada para el horror de la dictadura militar. Tanto la novela de Arlt como la de Cohen dibujan un marco histórico identificable pero no lo precisan y queda innominado fuera del campo narrativo. La importancia y el rol de ese marco estriba, seguramente, en lo que sendos protagonistas no pueden llegar a hacer: culminar su itinerario formativo, su negociación social. Su exterioridad, de hecho, los lleva a enrocarse en la construcción del relato propio, en tanto que autoexploración, pero también como ajuste de cuentas con los demás. De ahí el sentimiento de superioridad que ambos, Silvio y Martín, exhiben, tal vez como contrapeso de su verdadera posición. Ambos son dueños de su propio relato y en él expresan su cólera. El dominio de la narración sustituye al fracaso social. Ambos buscan, desde su posición de narrador, un lenguaje propio, suficientemente ajeno al estilo convencionalizado. Silvio lo hace a través de un estilo a medio camino entre lo heroico que ha leído en las novelas populares y lo picaresco de su situación, resaltando en el contraste una visión grotesca y deforme. Por su parte, Martín juega y descompone el lenguaje en un presente constante, como si ese mismo lenguaje definiera los límites de su búsqueda, siempre renovada en ese presente. Por un lado, ambos plantean una clara distorsión del modelo realista, ya sea a través de la fragmentación de Silvio o la interiorización inmediata de Martín. Por el otro, su lenguaje incorpora otros discursos sociales y crean una intensa condensación de voces. Su aprendizaje se identifica con el relato del mismo. Sin embargo, aparecen diferencias de grado en la representación que ese relato hace del personaje. Recordemos: Silvio traiciona y huye, deja un final ambiguo y abierto para poder escribir y explorar las razones que lo han llevado a tal decisión. Frente a esa condena, Martín muestra un relato en presente, que se desvanece al ser dicho, renunciando a toda utopía (Kurlat Ares 2007: 282), pero abonando constantemente una continuación. Se trata de un relato en el que la descripción

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y apropiación de la realidad es simultánea e histérica: denotación y connotación se hacen una en el relato de Martín. Lo mismo ocurre con la acción y la reflexión: Martín actúa y piensa cómo actúa al unísono. En pocas palabras, la autorrepresentación de Martín es un punto de llegada para la novela de formación porque muestra la hipertrofia de la autoconciencia —“Soy una esfinge que no entiende sus propias pavadas” (Cohen 2000: 99)—. Pero es el final de un proceso que se gesta ya en El juguete rabioso, novela en la que Silvio va saturando progresivamente el relato con la conciencia de su propia inefabilidad. Tal vez por eso, el relato de Martín solo es la mitad de la novela de Cohen. La otra mitad se construye sobre el relato de Gerardo, ex bibliotecario exiliado en su isla que es un suburbio y también tiene un mar pequeño, que es un lago. Gerardo ofrece una perspectiva externa sobre el mismo proceso de aprendizaje. De nuevo, el contraste entre ambos relatos —que parecen narrar sucesos repetidos, que comparten un mismo clima social— resalta la actitud diferencial de Martín. Sobre todo, porque Gustavo todavía edifica un relato cohesionado, continuo, estructurado, apolíneo. Narra desde una experiencia colectiva y, si bien todo lo muestra desde su conciencia, deslinda perfectamente lo exterior —las voces de los demás, la representación del barrio— sin intentar absorberlo, confiando que todo puede ser integrado y escrutado por un relato sin rupturas. Frente a la confianza de Gustavo en la capacidad del relato para dotar de sentido, para explicar lo ocurrido —“me revienta que te la pases buscando, qué sé yo, el fundamento” (2000: 72)—, Martín plantea una narración horadada y excesiva, imprevisible y arbitraria, que funda una realidad a cada momento hecha de retazos de canciones de otros. Si Gustavo plantea una narración que apunta y explica su propio desarrollo y desenlace, Martín descarta la sucesividad, la acumulación como progreso, exhibiendo lo arbitrario y casual de su relato —“las experiencias son caprichosas”, asegura (2000: 12). Y, sin embargo, la narración de Gustavo esquiva siempre lo relevante y se instala en la atmósfera de sospecha y medias palabras (Basualdo 2000: 250). Martín, en cambio, a fuerza de decir furiosamente y sin control, germina sentido. Por eso, cuando su narración termina,

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sigue buscando: la búsqueda se convierte en la única experiencia posible. Tercera genealogía: el sujeto ilegible El juguete rabioso, Hijo de ladrón, Crónica de San Gabriel, Cicatrices, El país de la dama eléctrica Si hasta ahora hemos transitado por dos series de novelas de formación cimentadas sobre la penetración de los discursos sociales en el aprendizaje del protagonista, la primera operando una auténtica colonización del sujeto y la segunda planteando su posible trascendencia colectiva, en este último grupo es el mismo relato quien lleva al personaje hacia su exclusión de la comunidad. Desde Arlt a Cohen, pasando por Rojas, Saer y Ribeyro —incluso, desde cierta perspectiva, por Un mundo para Julius—, todas las novelas de esta serie proponen la negociación formativa entre individuo y sociedad como disyuntiva en la que el protagonista termina convertido en outsider para sobrevivir como identidad. Ya sea por el fracaso de sucesivos intentos por prosperar (El juguete rabioso), por un destino social marginal (Hijo de ladrón), por una falta de encaje atávico (Crónica de San Gabriel), por el descubrimiento de lo contradictorio (Cicatrices) o por una propensión al malditismo (El país de la dama eléctrica), todos los protagonistas llevan a cabo, en uno u otro momento de su relato, un gesto de desafío al colectivo. Un desafío que los sitúa en una de las estirpes de personajes en formación de mayor vigor en la novela de formación europea: el Rastignac de El viejo Goriot, el Stephen Dedalus del Retrato del artista adolescente de Joyce, por no mencionar otros exploradores de lo antisocial como el Demian de Hesse, el Meaulnes de Alain-Fournier o el Holden Caulfield de El guardián entre el centeno de Salinger, a los que se apela como inspiración en varias de estas novelas. Se trata siempre de un desafío incorporado por la propia necesidad de permanecer, es decir, no siempre está signado por un comportamiento ofensivo. En realidad, la afrenta activa como final del proceso (Arlt, Saer) solo es una de las posibilidades; se sitúa en paralelo con una exclusión

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más bien pasiva (Rojas, Ribeyro) o directamente connatural (Cohen). Aquello que une a todos los personajes es precisamente que su simple presencia les aparta, como si una especie de inercia necesaria los alienara, estableciendo una suerte de muro infranqueable respecto a la comunidad. La emergencia de ese hiato se asocia siempre a alguna clase de traición irreprimible e inaccesible. La traición al amigo, de la novia o de la familia, encasta en el corazón de todos los relatos la deslegitimación del lazo social —la orfandad de todos ellos, o su relación destructiva con la madre, además, les sustrae incluso un destino que podrían reclamar como mal menor—. Hollados y mellados por esa anulación del contacto social, estos personajes se presentan como sujetos incomprensibles para la sociedad que los contiene, parcialmente irrepresentables por el relato. En pocas ocasiones tendremos una explicación clara de sus principales motivaciones: apenas sabremos qué conduce a Silvio Astier a traicionar al Rengo y confesar su ignominia posteriormente, o qué lleva a Aniceto Hevia a cultivar su propia anomia y a Ángel Leto a desdoblarse como expresión de su frustración. De nuevo, el relato apunta hacia su propia insuficiencia para esgrimir todas las claves. Pero si en la anterior serie de novelas, este mismo fenómeno reflejaba un cierto uso irónico del modelo realista, en este caso resulta ser la condición suficiente para perpetuar aquello que permite reconocer en todos estos personajes una afirmación precaria: la escritura. Su exoneración llegará siempre a través de la escritura. Gracias a ella, estos personajes observarán su marginación desde la arrogancia de quien no domina los hechos, pero sí el sentido. La escritura les permite prolongar esa búsqueda que la sociedad proscribe, y así Silvio Astier radicará en la escritura la inquisición eternamente renovada sobre las razones de su traición al Rengo, y Lucho seguirá indagando en las conexiones ocultas que articulan la hacienda en la que creció un verano, y Martín Gomel renovará su presente absoluto y su persecución del fantasma de la amante huida. Resulta interesante advertir cómo esta novela de formación del excluido parece ser la versión más verosímil o cercana a la novela del escritor en Hispanoamérica, el Kunstlerroman entendido como variación del Bildungsroman (Calvo Serraller 1990). En todas estas novelas, convertirse en

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escritores es la salida de su aprendizaje, pero también la confirmación de su ilegibilidad social. Escriben como terapia para comprender su pérdida del vínculo con la comunidad y para penetrar en su falta de encaje. Escriben para poder justificar su exilio y recuperar la dignidad de su proscripción. La formación del escritor, en estos casos, no es estética, no se basa en una relación más o menos belicosa con lecturas y tentativas literarias: es estética su salvación por la escritura. Al margen de la escritura, todos ellos son parias.

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El Julien Sorel de El rojo y el negro de Stendhal abandona su Alsacia natal para buscarse un hueco en París. Algo parecido ocurre con el Pip dickensiano de Grandes esperanzas, aunque esta vez su itinerario acaba en Londres. El Lucho de Crónica de San Gabriel, sin embargo, empieza su relato de formación dejando atrás su capital, Lima, para instalarse en una hacienda familiar en mitad de un valle andino. En otras novelas de formación hispanoamericanas, como Las buenas conciencias o La traición de Rita Hayworth, ni siquiera aparece la gran ciudad, y la iniciación se aloja íntegramente en la casa familiar y en la provincia. Sirvan estos escasos ejemplos para advertir un comportamiento distinto de la novela de formación europea e hispanoamericana en cuanto al tratamiento del espacio. En este capítulo revisaré ese horizonte divergente a través de los dos espacios predominantes en el ámbito hispanoamericano: la casa —o hacienda, estancia, chacra, según la región— por un lado, y la ciudad —o mejor, la capital— por

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el otro. Vamos a observar cómo el diálogo entre la movilidad característica de la novela de formación europea y el estatismo de su contraparte hispanoamericana, apunta una reescritura y adaptación de tal subgénero a un horizonte social e ideológico distinto, como apuntan en sus estudios Kushigian (2003: 15), Latinez (2014: 2 ss.), y Yolanda A. Doub sintetiza de la siguiente manera: But rather than impose a European model onto the Spanish American texts, we propose instead to discuss the unique qualities of the novel of formation in the postcolonial context of Latin America, where race and subjectivity are problematized by the hybrid background of the protagonists (and their societies). The interplay of race and class, as well as gender, is thus more complex than the European model normally addressed (2010: 3).

Así pues, los espacios de la casa y la ciudad movilizan esa interrelación entre distintas posiciones y discursos sociales. Para llegar a esos espacios partiremos de geografías, de lo que la ubicación de esas novelas en un mapa propone y sugiere. Y, en este sentido, es preciso reconocer la deuda con la peculiar apuesta de Franco Moretti en su Atlas de la novela europea y de los tres mapas que allí le dedica al Bildungsroman (1999: 66, 67 y 69). Como sugiere Danilo Santos en su acercamiento al Bildungsroman urbano, la comparativa con los mapas de Moretti permite registrar continuidades y cambios, así como ensayar distintos vínculos con el escenario social y literario hispanoamericano (2012: 192).1

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A través de la comparativa trataré de registrar continuidades y cambios, ensayando distintos vínculos con el escenario social y literario hispanoamericano. Podemos responder, entonces, de varias maneras a la pregunta ¿por qué es relevante estudiar el espacio en la novela de formación hispanoamericana? En primer lugar, por lo que puede decirnos al compararlo con el espacio en la novela de formación europea; en segundo lugar, porque el itinerario formativo suele asociarse a la metáfora —tanto literal como figurada— del viaje; en tercer lugar, porque determinados espacios se vinculan a vivencias esenciales para la formación de la identidad colectiva; en cuarto lugar, porque tales espacios suelen estar poblados de discursos sociales; y en quinto y último, debido a su funcionalidad analítica como punto de encuentro de varios textos en un subgénero novelístico.

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Capitales y provincias: lecturas comparadas Moretti dedica al Bildungsroman tres mapas de su Atlas para mostrar que este subgénero sienta las bases de lo que él llama novel of complexity (1999: 69). Complejidad justificada, sobre todo, por una relación nueva entre el héroe novelístico y el entorno social que lo rodea, como ya vimos en la primera parte de este estudio. Conviene recuperar, no obstante, algunas apreciaciones que vienen al caso para el planteamiento actual. Vimos, para empezar, que el Bildungsroman era el primer género novelístico que gira alrededor del sujeto crítico e irónico que procede del pensamiento alemán postilustrado, capaz de estar fuera y dentro de sí mismo, simultáneamente actuando y reflexionando sobre su propia actuación, y sin premisas teológicas y apriorísticas que determinen su identidad. El Bildungsroman era también el primer subgénero que se apoya en ese nuevo sujeto para construir la legitimación simbólica de una clase social que, tras la Revolución Francesa e Industrial, toma el centro de la escena: la burguesía. Por todo ello, Moretti sugiere que el Bildungsroman inventa la juventud como etapa vital: si el Antiguo Régimen fijaba el destino social de los individuos mediante la repetición de lo que habían sido sus padres, la burguesía introduce la posibilidad de cambiar ese destino (1987: 4). La juventud se convierte así en un período liminal y transitorio en el cual el sujeto afronta la posibilidad —en mayor o menor grado, según las circunstancias— de escoger, de formarse a sí mismo, y la responsabilidad derivada de tales elecciones. Como consecuencia, sujeto y sociedad se relacionan como procesos dinámicos de alternativa filiación y rechazo, literariamente por primera vez en el Bildungsroman. De los tres mapas que propone Moretti sobre el Bildungsroman, nosotros aludiremos solo a uno, el que abarca la disposición de los itinerarios geográficos que describen los principales exponentes del subgénero en la Europa del xix. El objetivo será contrastarlo con un mapeo similar centrado en la novela de formación hispanoamericana y confrontar así cómo la tradición hispanoamericana pone en juego esa nueva negociación entre individuo y sociedad, es decir, qué nos devuelve dicha tradición si le hacemos

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las mismas preguntas que Moretti proyecta sobre el Bildungsroman europeo. El mapa que propone el crítico italiano (1999: 66), titulado “The European Bildungsroman” (Fig. 1), muestra los desplazamientos geográficos de catorce Bildungsromane europeos. Dicho mapa permite concluir que, a primera vista, el Bildungsroman comparte con la novela picaresca el cronotopo del camino, espacio de transición por antonomasia. Pero Moretti lleva a cabo una distinción entre ambos subgéneros que tiene que ver con el punto de inflexión que se produce a finales del xviii: “In the Spain of Lazarillo and his like, the emphasis is on the road, where life is free and endlessly open, while in towns one ends up as a servant, and with an empty stomach to boot. In the evolution of the Bildungsroman, by contrast, the road disappears step by step, and the foreground is occupied by the great capital” (1999: 64).

Pueblos

Ciudades, Provincias

Capitales

Castillos

Fig. 1. “The European Bildungsroman”.

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C Ivan Goncharov, A LI Honoré de Balzac, Lost Illu Common Story (Una historia sions (Las ilusiones perdidas) corriente) CI Ippolito Nievo, Confessions Mi George Eliot, Middlenarch of an Italian (Las confesiones de un italiano) DC Charles Dickens, David P William M. Thackeray, The Copperfield History of Pendennis (La histo ria de Pendennis) DFI Juan Valera, Doctor RB Stendhal, The Red and the Faustino’s Illusions (Las Black (Rojo y negro) ilusiones del doctor Faustino) GE Charles Dickens, Great SE Gustave Flaubert, Sentimental Expectations (Grandes Education (La educación senti esperanzas) mental) GH Gottfried Keller, The Green SG Gómez de Bedoya, The School Heinrich (Enrique el Verde) of the Great World (La escuela del gran mundo) JE Charlotte Brontë, Jane Eyre WM Wolfgang Goethe, Wilhelm Meister’s Apprenticeship (Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister)

En la picaresca, la ciudad era el final del camino, pero era en este último donde realmente ocurría todo. Por su parte, en el Bildungsroman se equilibra el peso de ambos, ciudad y camino. En la mayoría de casos, el Bildungsroman europeo va a mostrar el viaje del protagonista desde la provincia hacia la capital, o a través de la ciudad —el escenario intraurbano del parvenu de Balzac y Stendhal, o de los personajes dickensianos que se resisten a quedar inmersos en la corrupción moral de Londres. La presencia de la capital, de hecho, se asocia a la configuración de los estados-nación: In the novels taking place in France, Britain, Russia and Spain —that is, in long-established nation-states—, the hero’s trajectory towards the capital city is usually very direct; in the German, Swiss and Italian texts, the lack of a clear national center produces by contrast a sort of irresolute wandering —which is however also a way of “unifying” a nation that does not exist yet (1999: 66).

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En la capital, la trama espacial muestra la complejidad y la desubicación del sujeto moderno. La provincia vinculaba al personaje con oficios característicos del Antiguo Régimen, como tutor, sirviente o comerciante, mientras que en la ciudad el abanico se multiplica cuando el individuo entra en contacto con la moderna esfera pública y la variedad de trabajos que esta promociona: periodismo, finanzas, política, arte, etc. (1999: 65). El mapa sobre la novela de formación hispanoamericana (Fig. 2) muestra los desplazamientos de quince novelas de formación hispanoamericanas publicadas entre la década de 1920 y los alrededores del boom latinoamericano de los sesenta y setenta. Partiendo de ese mapa, una de las primeras observaciones que podemos formular es que la presencia de las capitales no es preponderante. De hecho, aparecen más novelas de formación ambientadas en la provincia que en la capital. Además, cuando la novela describe un desplazamiento por parte del protagonista, y uno de sus extremos es la capital —en novelas como Hijo de ladrón,

Capitales en novelas de formación Ubicación en novelas de formación Capitales

Fig. 2. La novela de formación en Hispanoamérica.

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Crónica de San Gabriel o, incluso El juguete rabioso—, dicho extremo es el inicio del viaje, no su final, al contrario de lo que ocurría en la versión europea. El único ejemplo hispanoamericano que seguiría el modelo propuesto por Moretti es La caída, en la que, de hecho, la provincia es un espacio evocado, pues la novela transcurre en Buenos Aires. I Teresa de la Parra, Ifigenia LBC Carlos Fuentes, Las buenas con ciencias EJR Roberto Arlt, El juguete CSG Julio Ramón Ribeyro, Crónica rabioso de San Gabriel DSS Ricardo Güiraldes, Don CP Mario Vargas Llosa, La ciudad y Segundo Sombra los perros HL Manuel Rojas, Hijo de ladrón RH Manuel Puig, La traición de Rita Hayworth LC Beatriz Guido, La caída MJ Alfredo Bryce Echenique, Un mundo para Julius LCA Beatriz Guido, La casa del PBM Reinaldo Arenas, El palacio de ángel las blanquísimas mofetas LRP José María Arguedas, Los ríos BD José Emilio Pacheco, Las bata profundos llas en el desierto BC Rosario Castellano, Balún Canán

Ahondando en esa bifurcación entre capital y provincia, observamos cómo las novelas que se acercan a la primera se ambientan básicamente en Buenos Aires, Lima y México D. F. —sin olvidar el caso de Ifigenia en La Guaira, puerto de Caracas—. Tomando la asociación que planteaba Moretti entre presencia de la capital y constitución de los estados-nación del xix, comprobamos que las tres ciudades hispanoamericanas mostradas son tres de las cuatro capitales virreinales —la otra sería Bogotá— vigentes antes de que se inicie el proceso de independencias americanas, entre 1808 y 1826, aproximadamente. A pesar de que los estados americanos ya independientes consumen buena parte de ese siglo en guerras intestinas, buscando la estabilización de sus fronteras e instituciones, a la vez que construyen una identidad nacional cohesionada, encontramos que esas mismas tres ciudades siguen siendo las más pobladas durante el siglo

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xx: en 1940, Buenos Aires y México D. F. son las únicas ciudades hispanoamericanas que superan el millón de habitantes, y en 1970 ambas superan los ocho millones, situándose Lima como tercera más poblada con casi tres millones (Romero 2001: 327 s.) y, por lo tanto, acercándose ya a su etapa de transformación en megalópolis, cuya representación en los relatos de formación de finales del siglo xx ha estudiado Santos López (2012). Podemos concluir entonces que, como ocurría en Europa, la novela de formación hispanoamericana se empareja parcialmente con el afianzamiento y desarrollo de las principales capitales hispanoamericanas, y estas muestran una cierta continuidad con el entramado administrativo y político del período colonial, como ya señalaron el mismo Romero, Rama (2009: 102 ss.), o Benedict Anderson (2005: 72 ss.) y, más recientemente, García Canclini (2009) o Heffes (2013). Si nos acercamos a la primera de las intuiciones de Moretti, que unía la idea de movilidad espacial y geográfica con el sujeto moderno representado en el Bildungsroman, encontraremos un nuevo contraste. La novela de formación hispanoamericana es mayoritariamente estática, no potencia los desplazamientos o los viajes como trasunto de la formación del protagonista, sobre todo cuando se sitúa en la provincia. Salvando excepciones como la de Don Segundo Sombra —y, parcialmente, Los ríos profundos— o las errancias urbanas en las novelas vinculadas a ciudades, los viajes físicos significativos están casi siempre elididos o tratados como preámbulo de un argumento fundamentalmente sedentario: por ejemplo, al inicio de Ifigenia, cuando la protagonista llega a Caracas dejando atrás su infancia europea, o al final de El juguete rabioso, con el anuncio de la partida de Silvio hacia el destierro de Neuquén. Puede ser relevante pensar dicho estatismo en relación con los dos espacios característicos de la novela de formación hispanoamericana: la casa y la ciudad. Para ello, es preciso recordar y tener en cuenta uno de los aspectos fundacionales de la novela de formación: su capacidad de mostrar un auténtico mapa social en movimiento o, en palabras de Bajtin, plantear cómo “la transición [histórica] se da dentro del hombre y a través del hombre” (1995a: 215). Casi todos los teóricos del Bildungsroman insisten en este punto, que se acercaría a lo que Moretti llama novel

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of complexity. Pues bien, en cierto modo, tanto la ciudad como la casa —entendida esta como sociedad condensada, y no en tanto que simple vivienda familiar—, ambos espacios muestran un tejido social cuya complejidad el protagonista pone en evidencia, y ambos están impregnados a la vez de un cierto estatismo, de una estabilidad y autoperpetuación que el personaje cuestiona. Sin olvidar que, en ocasiones, la casa y la ciudad son espacios compatibles —integrados, como en La caída—, la mayoría de las veces la primera se vincula con un entorno más rural, provinciano o, incluso, con una entidad aislada y, en cierto modo, autosuficiente. Cabe recordar que, como mostró José Luis Romero en su ensayo Latinoamérica: las ciudades y las ideas, a diferencia de Europa, Hispanoamérica empieza formándose desde las ciudades, pero “después de la Independencia las ciudades dejaron de ser el centro exclusivo de las decisiones económicas y políticas. [...] El campo se transformó, a su vez, en un centro de decisiones, y las ciudades debieron aceptar esa bipolaridad” (2001: 178). En el espacio de la casa, vinculado a la geografía del campo y de la provincia, centraremos las últimas reflexiones más adelante. Antes, no obstante, conviene proponer algunas consideraciones sobre dos términos aparentemente contrapuestos como son estatismo y ciudad. La ciudad se ha ligado normalmente con procesos y discursos dinámicos y crecientemente complejos, a medida que se va nutriendo de nuevos grupos sociales y aumenta la mezcla y la transferencia de experiencias: la trama que cimienta el relato de la ciudad se vuelve más y más indiscernible. La ciudad se convierte así en centro y metáfora de la Modernidad europea: “la ciudad es el espacio narrativo de la modernidad crítica porque a través de él se hace visible y palpable el carácter proteico de un período que únicamente admite el determinismo de la transitoriedad histórica” (Matas 2010: 195-196). Sin embargo, cuando la ciudad es el espacio principal en las novelas de formación hispanoamericanas, el verdadero escenario no es toda la ciudad —como ocurre con el Londres o París de los ejemplos europeos—, sino solo una sección de la misma. Una sección habitualmente asociada a una determinada clase social, casi siempre un colegio o un determinado barrio o grupo de barrios ricos o pobres: el sur de Buenos Aires en El juguete rabioso, el barrio de Belgrano en La casa del

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ángel, el San Isidro de la oligarquía limeña en Un mundo para Julius, la colonia Roma en Las batallas en el desierto.2 Los protagonistas apenas se aventuran por zonas o barrios que no sean los de su propia clase o grupo social.3 De ahí que la figura del parvenu europeo, caracterizada por la posibilidad de conectar espacios urbanos y clases sociales distintas (Moretti 1999: 69), no sea tan frecuente en la tradición hispanoamericana. En cierto modo, pues, dichas novelas muestran una ciudad atomizada, fragmentada en compartimentos que se comunican muy escasamente. Como sugiere Romero cuando analiza las ciudades que aparecen después de la crisis de 1929, a partir de los años treinta: a medida que se masificaban, algunas ciudades de intenso y rápido crecimiento empezaron a insinuar una transformación de su fisonomía urbana: dejaron de ser estrictamente ciudades para transformarse en una yuxtaposición de guetos incomunicados y anómicos. La anomia empezó a ser también la característica del conjunto (2001: 322).

Como ocurrirá con el espacio de la casa, los barrios se definen en estas novelas por el estatismo social y marcan un dentro y un fuera,

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La clase media solo empieza a aparecer en novelas de formación de finales del xx. De hecho, la ausencia de la clase media o, mejor dicho, la polarización social de los grupos representados en estas novelas intensifica la distancia y las separaciones entre ellos: en definitiva, clarifica las posibilidades de pertenencia y exclusión. El personaje en formación no va a cuestionar esas fronteras cruzándolas —como hacía el parvenu europeo— sino señalando sus insuficiencias desde dentro del grupo social. En este punto, la muestra de novelas de formación propuesta topa con su mayor limitación, puesto que, sobre todo a partir de la década de 1960 empiezan a aparecer relatos que cuestionan la reclusión urbana del protagonista en los espacios y circuitos de su propia clase social y, por el contrario, plantean una iniciación basada en la exploración de la heterogeneidad urbana, social y contracultural (González 2019; Torres 2020). De perfil (José Agustín, 1966) o ¡Que viva la música! (Andrés Caicedo, 1977) serían algunos de los ejemplos de dicha tendencia, que utiliza la movilidad urbana no tanto como estrategia de ascenso social sino más bien como síntoma y gesto de inadaptación o desarraigo (Aínsa 2013: 63), y que tendrá numerosas réplicas y reivindicaciones por parte de los escritores de las siguientes generaciones.

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esto es, jerarquías y relaciones sociales de pertenencia y exclusión claramente definidas. El individuo en formación, en la órbita del sujeto moderno y desde su posición tentativa, va a desnudar la aparente estabilidad de esas relaciones. Un mundo para Julius: una Lima ensimismada En palabras de César Ferreira, Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique, “es una novela de aprendizaje sentimental, en la que una parte importante de esa educación estará vinculada al descubrimiento de un espacio jerarquizado, rígido y vertical” (1997: 144). Y ese espacio no es otro que el barrio de San Isidro, feudo de la clase alta limeña: la mansión en la que vive la familia de Julius, el Country Club, el colegio privado del Inmaculado Corazón, etc. No es casual que el título de tres de los cinco capítulos de la novela aluda directamente a esos tres espacios. Para Julius, el resto de la ciudad permanece oculta e ignorada, hasta que la muerte de un ser querido, de una de las sirvientas, lo lleva en su coche de lujo hasta los barrios más humildes. Ese trayecto de descubrimiento culminará su itinerario formativo. Pero podríamos preguntarnos ¿cómo el relato lo conduce hasta esos barrios si su vida transcurre en los límites de la segregación voluntaria que le impone su clase social? La respuesta ha sido anticipada más arriba: las novelas de formación hispanoamericanas articulan una formación del sujeto moderno en la medida en que el protagonista atisba el modo de permeabilizar las estructuras sociales que hereda, en este caso, desvelando las contradicciones que anidan en una organización espacial que trata de ocultar o someter lo diverso, arrinconado como amenaza desestabilizadora. No solo la ciudad aparece escindida socialmente; también lo está la mansión en la que vive Julius, ese “palacio original” (Bryce Echenique 2001: 11) de cuento de hadas en el que se sitúa el comienzo del relato. En esa hermética casa se vertebra todo un mundo social, fundamentalmente separado entre los espacios de la familia y los de los sirvientes. Tanto los hermanos de Julius —básicamente Bobby y Santiago, tras la muerte de Cynthia—, como su madre y la nueva pareja de esta —la narración comienza tras la muerte del padre y la irrupción de Juan Lucas

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imprime una suerte de renovación de la autoridad paterna—, subrayan las jerarquías sociales y la separación respecto a los sirvientes, sellada mediante un hábil uso del espacio narrativo. No así Julius. Para la formación de Julius van a ser más importantes las relaciones con los sirvientes que con su propia madre, siempre distraída por la vida social y ajena e insensible a las tribulaciones del niño. Las sirvientas —y especialmente Vilma— serán las confidentes de Julius, quienes lean las cartas que le envía Cynthia (2001: 51 s.) y lo consuelen tras su fallecimiento. Con Vilma leerá también Tom Sawyer, una suerte de novela de formación que, celebrando las aventuras errantes de su protagonista, acentúa irónicamente el enclaustramiento de Julius, que nunca sale de su barrio.4 Así, la mayoría de los capítulos se cierra con despedidas traumáticas de esas figuras subsidiarias que cobran inesperado protagonismo —la partida de Vilma y Nilda en los dos primeros, la muerte de Arminda, etc.—. El final de la novela, de hecho, alcanza a Julius cuando este descubre que Vilma, expulsada de la casa tiempo atrás tras haber sido violada por Santiago, se ha convertido en prostituta: Cerró la ventana, se quedó tranquilito, mudo, como si nada hubiera pasado, hijo de Susan casada con Juan Lucas, hermano de Bobby, regresando de despedir a su hermano Santiago que estudia en los Estados Unidos, que acaba de partir con su amigo Lester, regresando de despedirlos en la camioneta Mercury que avanza veloz por la avenida Javier Prado, mírenme, no pasa nada, absolutamente nada, solo que Vilma es puta más grande que hace un instante cuando abrí la ventana, mucho más que esta mañana: esta mañana cuando él sintió por primera vez que un globo enorme, monstruoso que se infla, se infla persiguiéndolo salió inflándose de la cocina... (2001: 472-473).

Precisamente es la cocina el espacio primordial de los sirvientes dentro de la casa, y es Julius el único de la familia que la visita regularmente. En su tránsito por los distintos espacios de la casa, el protago-

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Escrita por Mark Twain y publicada en 1876, Las aventuras de Tom Sawyer es una de las primeras novelas norteamericanas que podríamos adscribir a la novela de formación.

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nista transgrede la ordenación jerárquica que organiza ese feudo: “A sus pocos años, Julius deambula libremente por toda su casa, a la vez que, guiados por una fidelidad de tipo feudal hacia la familia, los sirvientes aprovechan la ocasión para trasgredir ciertas fronteras territoriales y participar en los acontecimientos” (Ferreira 1997: 148). La inocencia de Julius en el comienzo del relato, subrayada por el aislamiento en que vive, lo lleva a no detectar las divisiones sociales entre las que vive. Por ello, su despertar será traumático cuando estas divisiones lo interpelen de la manera más sórdida en la figura prostituida de Vilma. Se ha dicho que ese carácter deambulatorio del personaje se explica porque la ausencia de la autoridad paterna conduce a la casa al desgobierno y al caos (1997: 148). La figura de Juan Lucas busca recuperar ese orden a través de un cierto despotismo clasista —”a Juan Lucas no le gustaba la gente que sufría” (Bryce Echenique 2001: 415)—. Pero la llegada de Juan Lucas no solo representa la restitución del orden doméstico, sino el síntoma de una transición social desde las oligarquías tradicionales hacia las nuevas burguesías enriquecidas que florecen en Lima. Dicha transición está fundada, por un lado, en un nuevo espacio, y por el otro, en un nuevo proyecto simbólico: el primero es el campo de golf, en el que Juan Lucas pasa días enteros de ocio y tedio, y el segundo es la nueva mansión que construye según las nuevas modas, y que plantea una parcial sustitución de las élites sustentada en una reafirmación de las relaciones sociales jerarquizadas, pues la nueva mansión reproduce el mismo hermetismo que caracterizaba al primer palacio. Juan Lucas se convierte así en el principal antagonista en la segunda mitad de la novela, e infunde al relato una dimensión social más amplia que en los primeros capítulos, centrados en el espacio de la casa, se limitaba a la relación entre familia y sirvientes. Y esta renovada dimensión social de la segunda mitad del relato culminará el itinerario formativo de Julius cuando su personalidad deambulatoria acabe por exceder el ambiente doméstico y se adentre en la gran ciudad. Su viaje a la Florida, barrio humilde donde vive Arminda, va a abrirle los ojos a esa otra realidad que ni siquiera había intuido antes. Se trata de una revelación que lo expulsa de la crisálida de su infancia palaciega. Julius ingresa así en una nueva etapa, signada por unas relaciones más complejas y abiertas. Es destacable cómo su incursión

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por la Florida desde el coche familiar y su descripción de ese espacio se solapa con una nueva vivencia del tiempo que impregna la imagen de una profundidad histórica en la que deriva el siguiente fragmento: Sentado delante, al lado de Carlos, seguía con gran atención el camino que llevaba desde San Isidro hasta la Florida... Julius ni cuenta se dio de que habían encendido la radio; llevaba un buen rato dedicado a mirar cómo cambia Lima cuando se avanza desde San Isidro hacia la Florida. Con la oscuridad de la noche los contrastes dormían un poco, pero ello no le impedía observar todas las Limas que el Mercedes iba atravesando, la Lima de hoy, la de ayer, la que se fue, la que debió irse, la que ya es hora que se vaya, en fin Lima. Lo cierto es que de día o de noche las casas dejaron de ser palacios o castillos y de pronto ya no tenían esos jardines enormes, la cosa como que iba disminuyendo un poco (2001: 234).

Observamos cómo el descubrimiento de la Lima de varios tiempos coincide con el desmoronamiento de un determinado mundo de fantasía en que Julius había plasmado su infancia. La sedimentación de un tiempo contingente desarbola el espacio idealizado de la mansión. Acto seguido, Julius simbólicamente vomita (2001: 238) al descubrir las fisuras de su mundo. Salido de su particular caverna platónica, Julius vuelve a su hábitat de la clase alta con una mirada quebrada, que se confirmará cuando decida volver a otro barrio pobre, Miraflores, esta vez por su propio pie, para conocer la casa en la que vive su compañero de escuela Cano. Será entonces cuando se le aparezca definitivamente la complejidad de un entramado social que antes ignoraba. El quinto y último capítulo de la novela, titulado “Retornos”, marca un cierto regreso circular a la situación inicial, con la llegada al nuevo palacio y la reaparición de figuras cruciales, como Vilma. El nuevo palacio ideado por Juan Lucas reforzará los espacios de confinamiento de los sirvientes, y así “el empeño del narrador por mostrar todos estos nuevos espacios sugiere el carácter invulnerable del orden existente” (Ferreira 1997: 155). Tal vez esa estructura circular busque subrayar, justamente, que, frente a ese estatismo y continuidad, Julius se sitúa ahora muy lejos del primer capítulo. Lo que entonces era un tránsito inocente por los espacios de la familia y los sirvientes, sin solución de

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continuidad, se convertirá ahora en un desafío al orden que sustenta la mansión. Este paso se desencadena con la muerte de Arminda, la tercera del relato tras las del padre y la de su hermana Cynthia. A imagen de lo que había ocurrido en el entierro de esta última, Julius contraviene las instrucciones de Juan Lucas y consigue sacar el ataúd de Arminda por la puerta principal de la mansión, a pesar de que su condición de sirvienta obligaría a sacarla por la puerta trasera. Sin embargo, ese primer triunfo que culmina su rebeldía no coincide con el final de la novela. El verdadero desenlace de la formación de Julius, como decía antes, se alcanza cuando este descubre el destino como prostituta de su otrora preceptora Vilma, de quien se había alejado en el primer capítulo. El relato se concentra entonces en la psicología del protagonista, que oscila entre el desdén y la renuncia final, al advertir su propio rol en el juego de relaciones sociales que ya no puede ignorar: “Y hasta se atrevió a asomarse un ratito a la cocina, donde Nilda completaba la historia de Vilma. [...] Por fin pudo respirar. Pero entre el alivio enorme que sintió y el sueño que ya vendría con las horas, quedaba un vacío grande, hondo, oscuro...” (2001: 477). Este fragmento final de la novela muestra un Julius que ya no se atreve a entrar como antes en la cocina. En cierto modo, Julius asume que, a pesar de su rebeldía impulsiva, su educación lo conmina a perpetuar las separaciones —sociales, espaciales— que previamente había socavado. El relato de formación muestra así, a través de un narrador que se desliza por los espacios y las conciencias de los personajes como si fuera una anguila, cómo el itinerario de Julius desvela unas contradicciones de clase que, finalmente, el propio protagonista no consigue manejar. La conciencia de la propia segregación lleva a Julius a encerrarse finalmente en ese San Isidro de la oligarquía limeña, asumiendo su hermetismo y sordidez.5 La conciencia del propio lugar social lo vuel5

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El paralelismo estructural con el itinerario formativo del Jaime Ceballos de Las buenas conciencias es evidente: desde el descubrimiento de las contradicciones que sustentan el poder de su familia, a la desarticulación de los discursos de legitimación de ese poder, y finalmente, a la aceptación irónica del destino familiar como fatalidad y como vacío —narrada en ambas novelas mediante la vuelta del protagonista a la casa que sintetiza con su presencia el poder familiar—.

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ve cautivo de un espacio previsto. A la par, la narración también evoluciona hacia un sujeto y un relato más complejos, dejando atrás, en lontananza, unos primeros capítulos en los que la novela parecía una parodia lúdica de los cuentos de hadas protagonizada por un Julius sin relieve, habitante de un espacio edénico, como se hace evidente al recuperar ahora el inicio de la novela: Julius nació en un palacio de la avenida Salaverry, frente al antiguo hipódromo de San Felipe; un palacio con cocheras, jardines, piscina, pequeño huerto donde a los dos años se perdía y lo encontraban siempre parado de espaldas, mirando, por ejemplo, una flor; con departamentos para la servidumbre, como un lunar de carne en el rostro más bello, hasta con una carroza que usó tu bisabuelo, Julius, cuando era Presidente de la República, ¡cuidado!, no la toques, está llena de telarañas, y él, de espaldas a su mamá, que era linda, tratando de alcanzar la manija de la puerta (2001: 11).

Excurso sobre el colegio como espacio: de la utopía nacional a la descomposición Los barrios se segregan y se aíslan unos de otros en las novelas de formación ambientadas en la ciudad, pero conviene reseñar la frecuencia con que aparece otro espacio que añade a su condición de isla, una especie de reflejo condensado de lo que ocurre extramuros: el colegio. El colegio aparece en estos relatos como una micro comunidad que arrastra e ilustra con sordina los conflictos de poder que laten en la sociedad en conjunto. No se trata de un ámbito desconocido: de hecho, no deja de ser un lugar prototípico también en la novela de formación europea, casi siempre encarnando la institucionalización de unos determinados valores sociales —El destino de la carne, Las tribulaciones del joven Törless, Retrato del artista adolescente...—, o bien como espacio donde empezar un trayecto inesperado hacia zonas de penumbra —El gran Meaulnes, Demian... Tales funciones van a seguir siendo vigentes en los colegios hispanoamericanos de las novelas aquí estudiadas, aunque incidiendo en matices semánticos asociados a la evolución social y estética que hemos visto en capítulos anteriores.

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Ciencias morales Para observar cómo el espacio colegio confirma el horizonte cambiante que he esbozado al estudiar la progresión de la novela de formación en capítulos previos, se puede trazar una breve comparativa mediante distintas calas en el corpus propuesto: por ejemplo, el Colegio Nacional de Buenos Aires sobre el que pivota Juvenilia de Miguel Cané (1884) y Ciencias morales de Martín Kohan (2006), o la importancia de la escuela en dos novelas peruanas como Los ríos profundos o La ciudad y los perros. La novela de Kohan, por ejemplo, puede ser vista como reflejo invertido de la de Cané, pues Ciencias morales incorpora la referencia explícita a Juvenilia como elemento estructural. Kohan, de hecho, lleva a cabo la reescritura de una novela que se había convertido a finales del xx en lectura escolar prescriptiva, y en portadora de una determinada visión oficial del país. Como sostiene Óscar Terán (2008) en su ensayo sobre el pensamiento argentino, esa visión está promocionada por las élites porteñas de finales del xix, que tratan de protegerse de los cambios modernizadores e immigratorios que han irrumpido en el país y que, irónicamente, aseguran su posición social privilegiada mediante el progreso económico que sustenta tal posición. Para esa generación, el Colegio Nacional de la infancia se antoja como un orden social perdido, una especie de reserva espiritual frente a la invasión extranjera del presente. De ahí que Juvenilia, centrada en los recuerdos adolescentes del autor en el Colegio Nacional, “entona el recuerdo melancólico de una Buenos Aires que ya no es” (Terán 2008: 122). El relato de Cané puede encuadrarse entre los discursos de revisión del pasado como fundamentación nacional del presente que sellan algunas novelas de formación hispanoamericanas de la primera época, cuya principal muestra es Don Segundo Sombra. Cané forma parte de una generación que todavía confió en la educación institucionalizada como vía hacia la emancipación, como generadora de progreso y autonomía social e individual, y la figura reformista y salvífica —si atendemos a la novela— de Amadée Jacques aglutina toda esa fe. El colegio se configura como un producto de la historia nacional y como

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la arena en la que se juega el futuro del país: “Antes de su entrada, las pasiones políticas que habían agitado la República desde 1852 se reflejaban en las divisiones y odios entre los estudiantes. Provincianos y porteños formaban dos bandos cuyas diferencias se zanjaban a menudo en duelos parciales” (Cané 2006: 71). Y a pesar de esas divisiones y desencuentros, la formación del protagonista que se relata está completamente penetrada por un tono elegíaco que tiende a suavizar los síntomas de desconfianza: “Sí, amar el estudio; a esta impresión primera debemos todos los que en el Colegio Nacional nos hemos educado, la preparación que nos ha hecho fácil el acceso a todas las sendas intelectuales” (2006: 153). El colegio, por lo tanto, funciona en Juvenilia como espacio de reconocimiento, de resolución de conflictos, y como vehiculador de un proyecto basado en la construcción de un imaginario nacional homogéneo. Frente a esa visión aglutinadora y esperanzada, Kohan plantea una revisión implacable. Ciencias morales muestra el Colegio Nacional un siglo después del recuerdo complacido de Cané, esto es, en el año 1982, en plena dictadura militar, entonces embarcada en la guerra por el archipiélago de las Malvinas. Tal vez por esas circunstancias, que solo se perciben como atmósfera, nunca de forma directa, el relato convierte el colegio en una suerte de fortaleza opresiva que, más que defender del exterior, clausura y somete a los que están dentro: “Nada de lo que pueda resonar afuera alcanza a resonar adentro” (Kohan 2007: 53). La novela, además, se centra, paradójicamente, en la iniciación de una preceptora, María Teresa, más ajena todavía a los resortes de la vida que sus propios pupilos. Siguiendo su indiscutida y acrítica separación entre lo bueno y lo malo, María Teresa se embarca en una pesquisa histérica en los lavabos de chicos para desvelar quién los está usando para fumar a escondidas, y aparecer así como garante del orden ante sus superiores. Sin embargo, su mismo deseo de satisfacer lo que ella considera que sus superiores esperan de ella la conducirá a la máxima humillación. Cuando el señor Biasutto —reverso del Amadée Jacques de Cané— la descubra en los lavabos durante una de sus guardias, lejos de comprender su intrincado plan, la someterá sexualmente. Como consecuencia de esa violación, la iniciación de la preceptora terminará con su pro-

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pia anulación, es decir, estableciendo un hiato irreversible entre el mundo y ella: Llega a la sala de profesores, donde están sus compañeros, y le parece inconcebible que la vida normal siga su curso. Pero es eso lo que pasa, sin que nadie note nada: las demás cosas de la vida persisten en su canal habitual. El mundo restante, el mundo de los otros, no se altera por lo que ha pasado: no se descompone, no se desintegra, sigue su curso. Ninguna clase de radiación, aunque invisible y de fuente ignorada, lo tuerce o lo altera. La asombra esa cierta garantía de la continuación de lo mismo (2007: 211-212).

La constatación que lleva a cabo la protagonista no solo sirve para aniquilar su visión del mundo previa, la cual establecía una correspondencia entre la jerarquía social y la moral, sino que también advierte cómo la sociedad permanece indiferente ante tal desmoronamiento. La novela de Kohan, de hecho, no deja de subrayar cómo el aplastamiento que padece María Teresa está directamente convalidado por la sociedad y los valores nacionales que el Colegio Nacional representa. Así se describe el discurso del Prefecto en la inauguración del curso: Sus palabras son pocas pero claras, y dichas con un rigor que las vuelve verdaderas. Se refieren a lo que significa el Colegio Nacional de Buenos Aires en la historia de la República Argentina y a lo que implica, en consecuencia, ser alumno del colegio. Hacen historia: se remontan a la fundación, en el año 1778, a cargo del Virrey Vértiz, el segundo virrey que rigiera las Provincias Unidas del Río de la Plata, y al que se consagra para la posteridad como el Virrey de las Luces. [...] El colegio encuentra en 1863 su refundación definitiva, ya como Colegio Nacional, bajo el genio de Bartolomé Mitre, fundador de la Nación misma; primer presidente argentino, militar de fuste, historiador cabal, periodista de raza y traductor avezado. [...] Más tarde, hacia 1880, el colegio es cuna de la generación más brillante que haya conocido la historia argentina, como lo testimonia Miguel Cané en su ya clásico libro Juvenilia, y es así que en la consolidación inestimable del Estado Nacional argentino el colegio cumple, una vez más, un papel decisivo (2007: 38).

El Colegio Nacional se asocia a una historia oficial del país, a una historia hecha de palabras en mayúsculas, una larga genealogía de pu-

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pilos ilustres que coincide con los padres de la patria. Es la historia en la que Miguel Cané trata de integrarse, y que en la novela de Kohan aplasta a María Teresa. El colegio que en Juvenilia formaba parte de un proyecto nacional, muestra una decadencia obscena y escatológica en Ciencias morales. Esta última no deja de ser una voluntaria reescritura distorsionada y grotesca de la elegía planteada por Miguel Cané. Entre la escritura de ambas ha pasado todo el siglo xx y, en cierta manera, pueden leerse como dos extremos del relato formativo hispanoamericano. Los ríos profundos y La ciudad y los perros En un nivel intermedio entre el lapso que separa las dos novelas argentinas, pueden situarse las de Arguedas y Vargas Llosa. Y ese nivel intermedio no alude solamente al momento de su publicación —1958 y 1963, respectivamente—, sino a su planteamiento en relación con el espacio colegio, pues ambas lo articulan narrativamente como un ecosistema que refleja la pluralidad de conflictos que asolan a la sociedad peruana del momento, así como “la inmovilidad sofocante que permea la totalidad del mundo peruano” (Fuentes 1976: 48). Como ya analicé en el capítulo 5, esta estrategia en La ciudad y los perros, me centraré ahora en Los ríos profundos. Son numerosos los acercamientos críticos que han resaltado cómo el colegio de Abancay en el que aterriza Ernesto “se muestra como el punto de reunión de los más diversos representantes de Perú, como una muestra, diminuta pero simbólica, de las diferentes geografías y clases sociales de ese país, y las alianzas, treguas y luchas entre ellos” (Dorfman 1970: 194). Eso explica que la novela dedique varios capítulos a describir minuciosamente el carácter y procedencia de los compañeros de escuela del protagonista. El relato muestra cómo el colegio parte de una visión homogeneizadora y jerárquica, fundada en la herencia hispánica colonial —representada por el Padre Director y los alumnos que proceden de las haciendas— que va a ser insistentemente desmentida por la presencia del componente indígena y mestizo que emerge de forma arrolladora en momentos clave de la narración, como son el motín

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de las chicheras o las huellas incas que Ernesto aprende a detectar en objetos y personas. De nuevo, el colegio trata de fijar una correlación de fuerzas entre los distintos grupos sociales que se basa en el deseo de perpetuación de unos y el desencanto de los otros. Como también ocurre con La ciudad y los perros, la vida en el colegio está marcada por la violencia, que degrada física y moralmente a los estudiantes. Ernesto conoce allí a los futuros poderosos y a los marginados, la herencia colonial y la indígena, y entiende que, a pesar del conflicto que los enfrenta, ningún individuo puede ser entendido con la referencia a uno solo de estos componentes: de ahí que el Padre Director sea autoritario a la par que comprensivo, o que Antero le enseñe a dominar el zumbayllu, instrumento que condensa la herencia india, pero no admita la opresión que sobre los indios inflige su clase social: la de los hacendados. Ernesto entiende que todos esos aparentes opuestos están comunicados por ríos profundos, por una historia de conflictos compartida y por la pertenencia atávica a una misma geografía, que aflora en cada presente. Ya vimos en el capítulo 5 cómo el trayecto formativo de Ernesto se dirige hacia una comprensión de la armonía totalizante que subyace y sustenta dicha tensión: “Ningún pensamiento, ningún recuerdo podía llegar hasta el aislamiento mortal en que durante ese tiempo me separaba del mundo. Yo sentía tan mío aun lo ajeno” (Arguedas 2000: 228). Ernesto se vuelve así un ser paradójico: la comprensión de la íntima unidad del mundo, lo aísla del resto. En cierto modo, ha conseguido trascender las oposiciones que desangran al país, y ese papel trascendental culmina en la asunción de una misión mesiánica al final del relato: dirigirse hacia el foco de peste del que todo el mundo huye para ayudar en la misa que redima a los que huyen. Pero la afirmación de ese gesto mítico, lo vuelve extraño a los demás: “¡No te entiendo, muchacho!”; le confesará finalmente el Padre Director (2000: 443). Así pues, la novela se articula sobre la disolución de una visión maniquea del mundo, y es el colegio, no tanto como enseñanza formal, sino en tanto que experiencia social, lo que conduce a Ernesto a esa comprensión de un mundo complejo y fusionado en una danza que aflora una y otra vez al final de cada capítulo, diluyendo las jerarquías

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que ordenan el cosmos social. De hecho, el colegio como institución ordenada se acaba descomponiendo con la llegada de la fiebre, que castiga con el contagio a aquellos que se han aprovechado de un ser marginal como la opa, e impulsa una huida histérica y disgregadora de los alumnos, huida que Ernesto desafía. Los ríos profundos sitúa el espacio colegio en un plano intermedio entre la nostalgia idealizadora de Juvenilia y el aplastamiento del sujeto que describe Ciencias morales. En estas dos últimas novelas, el colegio institucionaliza valores sociales que arrollan al individuo, ya sea para proyectar una cohesión nacional o para imponerla. En cambio, en la novela de Arguedas es el individuo quien se eleva por encima de la institución tras comprender las contradicciones que anidan en la comunidad. Los ríos profundos no abandona la veta nostálgica —como numerosos críticos han reseñado— al abordar la herencia indígena, pero no se queda en un planteamiento polarizado y resalta las complejas relaciones que están laminando la posibilidad de plantear un proyecto social de convivencia en Perú. El colegio en Juvenilia era el espacio de una sociedad ficticia y elitista; en cambio, en la novela de Arguedas posibilita pensar la complejidad de un país y, si bien el diagnóstico no es complaciente, sí permite plantear un proyecto de futuro. Ciencias morales sella el fracaso de ese proyecto a través de la sordidez ambiental de un Colegio Nacional que refleja la autarquía de una sociedad paranoica y prisionera, en cuyo seno la experiencia individual resulta expropiada e irreconocible.

El desajuste del sujeto en formación: la casa La casa no es un espacio desconocido para el Bildungsroman europeo. Como sugiere Franco Moretti, es prototípico de la geografía abarcada por las formaciones de protagonista femenina, en las que “the journey to the capital either does not occur —Jane Eyre—, or plays hardly any role —Middlemarch—, while isolated estates and local institutions —church, school— acquire a major significance” (1999: 66), o de las narraciones que Raymond Williams llama country-house novels en la órbita de George Eliot, por ejemplo (1975: 204 ss.). Cuando nos

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trasladamos a la tradición hispanoamericana, observamos que la casa no es privativa de la variante femenina. También el Jaime Ceballos de Las buenas conciencias, el Lucho de Crónica de San Gabriel, el Toto de La traición de Rita Hayworth o el Fortunato de El palacio de las blanquísimas mofetas, se enfrentan y negocian con la micro sociedad que encuentran en sus respectivas casas, fundadas sobre rígidas jerarquías de poder. De la misma manera, la casa también es el espacio que acoge muchas novelas de formación femeninas: Ifigenia, La casa del ángel o La caída. En casi todas las novelas propuestas, las casas cobijan a varias clases sociales: la familia propietaria, usualmente vinculada a las oligarquías agropecuarias del país, los sirvientes, los labradores de las tierras, o miembros de otras ramas de la familia no tan afortunadas. El protagonista de las novelas suele formar parte de la familia propietaria —casi siempre se convierte en narrador de su propia historia, con lo que debe saber escribir, algo que no resulta accesible a las clases bajas—, y suele actuar simultáneamente como actor y observador del entramado social y afectivo de su casa. La casa vuelve a ser un espacio idóneo para analizar la colisión que se produce entre la sociedad condensada que cobija y el sujeto en formación, entre el pasado que encarna y el individuo que no se identifica con ese destino. Como sugería la noción de cronotopo bajtiniana, en la casa “se enlazan y desenlazan los nudos argumentales. [...] Y eso es posible, gracias, precisamente, a la especial concentración y concreción de las señas del tiempo —el tiempo de la vida humana, el tiempo histórico— en determinados sectores del espacio” (1989: 400-401). Si el protagonista de la novela de formación se adscribe, como veíamos, al paradigma del sujeto crítico que ya no acepta o cuestiona modelos heredados o definidos a priori, la casa en estas novelas materializa la pervivencia o huella de una organización social anclada en el pasado, frecuentemente en un pasado previo a las independencias. Como sugiere Julieta Fombona a propósito de Ifigenia de Teresa de la Parra: “la Colonia es la novela familiar del americano, el origen como huella, la imagen que da cuenta de cómo un espacio se convierte en destino” (1982: XII). Esta última cita desvela una idea que la novela de formación parecía haber desterrado del horizonte del sujeto moderno: el destino.

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El destino del individuo se erige en inevitable causa final de todo lo previo, como horizonte fijado que preña de sentido todo lo que ocurre antes, que solo puede interpretarse como prefiguración y proyección hacia el destino final. Como veíamos antes, la burguesía arrastra consigo un espacio simbólico en el que el individuo ya no está determinado por un destino definido de antemano por su origen social. Las novelas de formación hispanoamericanas, en cambio, muestran la pugna entre el individuo que trata de buscar su propio camino y una estructura social que necesita repetirse a sí misma (1982: XIV), que tiene la repetición como destino. Lo singular de estas novelas es que casi todos estos protagonistas podrán llevar a cabo un trayecto formativo de acuerdo al paradigma del sujeto moderno, pero al final tendrán que cancelar dicho itinerario y asumir un destino definido de antemano, casi siempre representado por el poder que la casa materializa. En cierta manera, parece como si dicho itinerario solo pudiera ser imaginado, concebido, pero nunca efectivamente realizado: “what we see in Spanish American novels of growth and development is a communal and relational structure that frequently critiques the failures of individualism” (Kushigian 2003: 18). Esta colisión también da cuenta de una determinada versión de la burguesía que se distancia de su contraparte europea. Si esta última suele estar asociada al desarrollo urbano, y crece con las ciudades, las grandes familias burguesas hispanoamericanas van a proceder, en muchas ocasiones, de los procesos de repoblación de la provincia, que casi siempre se llevan a cabo tras la desvinculación política de la metrópoli española —aunque muchas de esas familias ya formaran parte de la élite colonial y tengan ascendencia española—. Si la burguesía europea abre una etapa signada por la posibilidad de la renovación permanente, la hispanoamericana va a pretender una autoperpetuación casi dinástica. Ángel Rama, en La ciudad letrada, muestra cómo las distintas revoluciones hispanoamericanas apenas esconden la fundamental continuidad y pervivencia de las élites dirigentes, y habla de mera “sustitución de equipos” (2009: 103). Es decir, pudieron cambiar los integrantes de esas élites sin que cambiara fundamentalmente lo que representaban o defendían, ni el esquema de relaciones sociales que arrastraban consigo: “la Independencia no modificó el sistema pro-

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ductivo. Subsistió el tipo de propiedad o de simple posesión como en los tiempos coloniales y se mantuvo durante varias décadas el sistema de mayorazgo” (Romero 2001: 178). Como ya han señalado varios críticos, poner en el centro las haciendas, chacras y estancias, y la idealización de una determinada visión de la provincia como metonimia de la nación, fue una de las estrategias discursivas que la burguesía hispanoamericana puso en marcha para identificar su propio proyecto político y económico con el de un determinado destino nacional de impronta romántica (Romero 2001: 213). Y ahí volvemos sobre la asociación entre Bildungsroman y estado-nación que proponía Moretti, solo que, en el caso hispanoamericano, las élites burguesas van a tratar de construir las identidades nacionales sobre la base de la homogeneización cultural y social, es decir, con la definición de un dentro y un fuera simbólicamente anclados en determinados espacios y jerarquías. La revolución burguesa del xix en Hispanoamérica va a tratar de conservar el poder de las élites coloniales a la vez que construye discursivamente el nuevo estado-nación, por ejemplo, mediante las narraciones que Doris Sommer llamó foundational fictions: “After all, these romances were part of a general bourgeois project to hegemonize a culture in formation. It would ideally be a cozy, almost airless, culture that bridged public and private spheres in a way that made room for everyone, as long as everyone knew where they fitted” (1990: 92). En esta línea, estudiando el espacio de la novela hispanoamericana, Fernando Aínsa establece que “La fundación de un ‘hogar’ sustituye para la clase burguesa la conquista del gran espacio, la dialéctica ‘dentrofuera’ de la ‘casa propia’ aparece en lugar de aquella otra sobredimensionada del hombre y la naturaleza; y la posesión de un espacio pasa a reducirse a las proporciones de un ‘microcosmos’” (2000: 344). El sujeto en formación, ya en el siglo xx, desafía ese orden y esa repetición, frecuentemente encarnada en la figura de la abuela u otra autoridad familiar caudillesca que ubica el rechazo inicial del protagonista, su separación ritual de la comunidad. Su posición liminal muestra siempre una perspectiva imprevista, ajena todavía a los discursos de poder que estructuran ese microcosmos, o experimentando con ellos. Como actor u observador, el protagonista de estas novelas

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interviene en escenas inesperadas o interpreta sentidos no evidentes. Así, el Jaime Ceballos de Las buenas conciencias cobija a un fugitivo y su mejor amigo lo introduce en ideas revolucionarias totalmente alejadas del patriciado que encarna su familia en Guanajuato, mientras la María Eugenia Alonso de Ifigenia se identifica más con la sirvienta Gregoria que con lo que representa su abuela y su tía. La protagonista de Teresa de la Parra encarnará el conflicto entre dos paradigmas que se solapan en un mismo lugar, en el cual se despliegan tensiones y conflictos generados a partir del encuentro de dos épistémè: una anclada en los códigos de la Colonia y otra perteneciente a la era moderna. El eje articulador del encuentro de esos dos modelos sociales es la figura de María Eugenia Alonso. No solo porque a través de ella se constituye la dimensión diegética, sino también porque es sobre su cuerpo y enunciación en donde se escenificarán las negociaciones y resistencias entre estos dos paradigmas ideológicos (Cisterna 2004: 140).

Como narradores, de hecho, muchos de ellos tratarán de escrutar los hilos ocultos que estructuran la casa, en muchas ocasiones, vinculados a pulsiones reprimidas, agonías o relaciones prohibidas —Crónica de San Gabriel, La caída, La traición de Rita Hayworth, El palacio de las blanquísimas mofetas—.6 La casa como imán y destino Cuando la María Eugenia de Ifigenia llega a la casa de su abuela tras pasar su infancia en Europa no puede dejar de exclamar “¡qué triste es llegar para siempre a cualquier sitio!” (1982: 13). Intuye así que en esa casa va a delinearse el resto de su vida. El protagonista de Crónica

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El fragmento de T. S. Eliot que sirve de pórtico a La casa del ángel de Beatriz Guido es casi una poética resumida de esta resonancia de tiempos y voces que la casa registra y encierra: “En una vieja casa siempre se escucha algo,/ y es más lo que se oye que lo que se dice./ Y permanece en las habitaciones todo lo que se dice,/ esperando que el futuro lo oiga” (Guido 2008: 13).

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de San Gabriel, por contra, sabe que su estadía en la hacienda que da título a la novela no va a alargarse más allá de las vacaciones estivales y, al contrario de lo que ocurría en la novela de Ifigenia, no es hasta el final de su relato de formación cuando Lucho advierte la relevancia de esa vivencia. Dos trayectorias bien distintas, pues, para una experiencia de iniciación que pivota sobre el espacio casa, y en torno a ella construye el espacio interior de ambos sujetos. La casa articula un lenguaje oculto que ambos aprenden a desvelar y a manejar como narradores; un lenguaje a su vez complejo, de hilos sociales que se entrelazan con la historia de la tierra en la que se aloja. La formación de ambos se desarrolla en paralelo con el despliegue de su propia lectura de la casa, que se convierte en un polo de sentido condensado y en una especie de socialización con sordina. Tanto María Eugenia como Lucho comienzan sintiéndose ajenos a lo que la casa representa para ellos; a medida que el relato se despliega, avanzan hacia el rechazo y la rebeldía, hacia el desafío frente a los discursos tradicionales y homogeneizadores que la casa infunde y hereda; finalmente, la culminación de su itinerario formativo coincide con la asunción de las contradicciones que cada uno de ellos experimenta a través de una relación mucho más compleja con la casa y con su recién descubierta interioridad. Así, su posición como actores y narradores se construye a medida que lo hace su intimidad con la casa. La comprensión de los discursos sociales e históricos que proyecta este espacio funda la autorreflexividad del narrador que la piensa y digiere. Más que como oposición o cárcel, por lo tanto, la casa se convierte poco a poco en imán y destino. Ifigenia En el caso de Ifigenia de Teresa de la Parra, la casa de la abuela sufre una auténtica transmutación a lo largo del relato, y asume un papel activo —en tanto que actante, retomando la terminología de Greimas— en la formación de la protagonista: ejerce sucesivamente de antagonista, mentor, retiro, quimera, etc. El relato de la protagonista registra un acercamiento a ese espacio que bascula desde la perspectiva exterior y ajena que describe al comienzo hasta la subjetivización de

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los espacios a medida que se acerca el final. Un final que coincidirá con una visión alucinada y nocturna de la casa, que impedirá la huida de María Eugenia con su amante, Gabriel Olmedo: Por fin, trémula, conteniendo el aliento, escuchando a cada paso los violentos latidos que me daba el corazón, alumbrada por las dos fajas de luz que tendían sobre el patio la puerta y la ventana abierta de esta habitación, me fui caminando hasta llegar al codo que forma la cocina a mano derecha del corredor. Una vez allí, volví la cabeza para mirar lo andado, y me detuve... No llegaba a la cocina aquel destello que proyectaba en el corredor la luz de mi cuarto. Por consiguiente, para mis ojos encandilado, y para la gran exaltación de mi espíritu, la cocina enteramente en tinieblas, resultaba un antro de misterios y de horrores. [...] Pensé en regresar corriendo a mi cuarto, pero como en las pesadillas, el miedo implacable me tenía presa, y a más de tenerme presa, se había puesto a tejer en la exaltación de mi mente una tragedia absurda de temores pueriles y macabros... Inmóvil, con los ojos magnetizados por la maraña obscura, los miraba cruzar interiormente (1982: 293-294).

Los tintes expresionistas de esta descripción contrastan con la asepsia con que la narradora perfila la casa a su llegada: “Y de pronto, ante una casa ancha, pintada de verde, con tres grandes ventanas cerradas y severas, se detuvieron los autos” (1982: 34). De hecho, el primer sentimiento que María Eugenia experimenta frente a la casa es de rechazo, por su ambiente conventual, que clausura las costumbres disipadas de su vida en Europa. Como ocurre en muchas novelas de formación hispanoamericanas, el primer personaje que la protagonista escoge como confidente habita la casa, pero no pertenece a su familia o clase social: en este caso, se trata de Gregoria, la lavandera negra, que le muestra una tradición de relatos orales ajena a las costumbres que representan la abuela y tía Clara, las otras dos inquilinas de la casa. La casa ejerce, en un principio, de espacio jerarquizado en el que la autoridad de la abuela encarcela las ínfulas de la protagonista: “Porque sucede, Cristina, que Abuelita, quien jamás sale a la calle; rodeada como está por el ambiente solariego de esta casa, encastillada en sus ideas de honor; aureolada por sus años y su virtud austera, tiene realmente el prestigio de las grandes señoras” (1982: 47). El prestigio

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social de la abuela se construye sobre el espacio privado en el que se encierra. Es entonces cuando descubre el fastidio (1982: 39), esa especie de spleen que la lleva a escribir su propia historia. María Eugenia se convierte así en narradora buscando un cuarto propio en esa casa. Y va a ser como narradora cuando alimente su singularidad dentro de ese espacio, y encuentre nuevos matices y aristas, una nueva profundidad antes inadvertida. En primer lugar, María Eugenia aprende a ver en la casa las huellas de una herencia secular: Sentada junto a ella, mirando las matas del patio, inmóvil, petrificada, en mi desastre, me di a escuchar en silencio las viejas historias de las viejas amigas de Abuelita; escuché después las de las hijas, y escuché por fin las de las nietas. [...] Las había escuchado muchas veces, pronunciadas por la boca de papá, cuando él refería con objeto muy distinto al de Abuelita, el mismo proceso de la aristocracia de Caracas, es decir, la dolorosa historia de casi todos aquellos “criollos” descendientes de los conquistadores, que se llamaron “mantuanos” en tiempos de la Colonia, que fundaron y gobernaron las ciudades; que grabaron sus escudos en las puertas de las viejas casonas; que hicieron con su sangre la independencia de media América; que decayeron después, oprimidos bajo las persecuciones y los odios de partido; y cuyas nietas y biznietas hoy días oscurecidas y pobres como lo soy ahora yo, sin avergonzarse jamás de su pobreza, esperaban resignadas la hora del matrimonio o la hora de la muerte (1982: 54-55).

El fragmento visualiza la conexión que la protagonista advierte entre la herencia que la casa atesora a través de las generaciones que en ella vivieron y su propia historia personal. Ahora la casa no va a ser solo el espacio de la escritura del pasado —las cartas a su amiga Cristina que ocupan la primera parte—, sino también la del presente —a través del diario que dará forma al cuerpo central de la novela. En ese salto desde las cartas al diario, la protagonista deja de ver en la casa una castración de su vida europea y pasa a construirla narrativamente entrelazada con su propia educación sentimental. María Eugenia encontrará en ella, incluso, espacios de ensoñación y liberación en su interior, como ocurre con el corral (1982: 250).

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Es esta la fase en que la casa se convierte en un espacio subjetivizado sobre el que la narradora proyecta sus propias tribulaciones. Pero esa etapa termina drásticamente cuando la familia decide llevarse a María Eugenia a la casa de San Nicolás, precisamente para alejarla de Gabriel y atenuar su actitud apasionada y desafiante. Cuando vuelva tras unos meses, su situación habrá dado un vuelco y su historia amorosa se habrá desvanecido, merced a la traición de Gabriel y a las consiguientes y nuevas perspectivas de contraer matrimonio con César Leal, a quien no estima en demasía, pero acepta como mal menor y como posibilidad de escapatoria. La posterior agonía y muerte de la abuela, que posibilita la reaparición de Gabriel —esta vez como médico— y parece anunciar la liberación amorosa de María Eugenia, no hace sino confirmarla como heredera de la trama que sustenta la casa. Es entonces cuando la casa revela el rostro expresionista que veíamos antes: la casa aborta la huida con Gabriel cuando se revitaliza la posibilidad de reiniciar su romance interrumpido, y es entonces cuando la casa termina por fagocitar las ambiciones de la protagonista. Sin embargo, como avanzaba antes, la actitud del sujeto en formación frente a esa herencia es más compleja que la de una simple asimilación o rechazo. María Eugenia no asume el destino de tía Clara, una suerte de eco amortiguado de los valores de la abuela que se quedará encerrado entre las paredes de la casa. María Eugenia comprende las imposiciones de la casa, pero también cómo ella misma ha trazado un itinerario en su interior y ha construido su propio espacio de intimidad: de ahí que su gesto final sea casarse con César Leal —a pesar de que no lo quiera— para poder tener su propia casa. Una derrota inaugural o un triunfo castrado, pero también un nuevo espacio desde el que amortizar la herencia que la casa ha constatado.7 Así pues, lejos de situarse como simple polo negativo, como oposición a algo, en Ifigenia la casa de Abuelita se extiende por distintos planos y tonos:

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Esta trayectoria descrita por la protagonista de Ifigenia está en consonancia con otras novelas de formación que giran alrededor del espacio casa, como La caída, El palacio de las blanquísimas mofetas, La traición de Rita Hayworth o Las buenas conciencias.

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amalgama relatos complejos, fundiendo lo atávico con el presente, la mirada ingenua de la extranjera con la hipercodificación de las costumbres de una organización social vetusta; se convierte a la vez en mito y fósil. Fósil porque se advierte como huella de un pasado que solo pervive por imposición y rutina, y mito en tanto que resuelve las contradicciones que genera a través del relato de una nueva Ifigenia, esta vez ya no en Táuride, sino en Caracas, aunque llevando a cabo el mismo sacrificio, cifrado en el matrimonio con César Leal y el abandono de la palabra: “Y ya completamente vencida, no sé si por la fuerza del destino, o por la negación absoluta de mi voluntad, anulada por aquella voluntad poderosa, sin intentar la más ligera réplica, me di a callar definitivamente, con el silencio resignado del que otorga” (1982: 303). Crónica de San Gabriel El caso de Crónica de San Gabriel de Julio Ramón Ribeyro puede servir para percibir desde un tratamiento distinto una misma irradiación compleja de la casa. Esta vez la casa es una hacienda que domina un valle minero de la provincia peruana, a la que llega desde la capital Lucho, acogido por la familia de su tío Leonardo, autoridad imperativa de ese rincón del mundo. De ese carácter aislado y autoritario de la casa va a nacer la mezcla de relaciones sociales y pulsionales sobre las que se cimienta: infidelidades, hijos ilegítimos, opresión de los indios, represión del deseo sexual, endogamia, indiferencia ante la muerte, etc. Como ocurría con María Eugenia, la iniciación de Lucho va a estar vinculada al progresivo desvelamiento de esas relaciones y pulsiones sepultadas bajo una capa de inicial atonía. De ahí que, de nuevo como en Ifigenia, la novela de Ribeyro progrese hacia la interiorización que lleva a cabo el narrador del sustrato paradójico que articula la casa. La singularidad de Crónica de San Gabriel estriba en que es precisamente la casa quien desenmascara las separaciones —sociales, familiares— que mostraba en un principio, esa realidad oculta que desconcierta a Lucho durante buena parte de su estancia, antes de que finalmente alcance su madurez como narrador en las últimas

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páginas de la novela y entienda el lenguaje de ese espacio: “El forastero nada advertiría, pero para mí las estrellas tenían un diferente fulgor. A fuerza de mirarlas había reconocido su lenguaje. Una voz estelar caía de los cielos” (Ribeyro 1991: 203). De hecho, ya en su viaje de llegada desde Lima advierte un código a descifrar en el paisaje que lo acerca a la hacienda, pero se trata de un código que una suerte de herencia atávica anticipa: Después del café seguimos el viaje, a pesar de que el mal tiempo continuaba. [...] Fue en ese momento cuando sentía una sensación extraña: la de estar recorriendo un camino ya conocido. Los parajes tenían para mí un lenguaje secreto. No podía prever ningún accidente, ningún recodo del camino, pero una vez propuestos a mi vista los asumía con familiaridad y sentía la turbación de un reencuentro (1991: 20).

Contrastada con la cita del párrafo anterior, la estancia de Lucho en la hacienda no va a plantear tanto un descubrimiento como una suerte de reencuentro que se asocia a un pasado familiar redivivo. Al principio del relato, sin embargo, la llegada a la hacienda y los primeros contactos con sus gentes expulsarán temporalmente a Lucho de esa vinculación intuida durante el viaje. Su conciencia de exterioridad e incomprensión se adueñarán entonces del relato: “En San Gabriel había demasiado espacio para la pequeñez de mis reflejos urbanos. [...] En San Gabriel vivía derramado, extrañamente confundido con la dimensión de la tierra” (1991: 23). Será ese un primer momento de estupor y de encierro sobre sí mismo, de separación espacial de los otros, sumido en el sonambulismo (1991: 55) y la lectura solitaria en su habitación (1991: 75), sobrepasado por la incomprensión ante el ambiguo comportamiento de su prima Leticia o la indiferencia familiar frente a la trágica muerte del agrimensor que los visita. Dicha exterioridad va a reflejarse en su voluntad de abandonar la hacienda y partir con su tío a la mina, donde parece haber un conato de revuelta de los trabajadores indios. Allí recibirá la noticia que su estimada prima Leticia se ha comprometido con Tuset y, por otro

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lado, conocerá las relaciones de explotación y autoritarismo que sustentan el poder familiar, vinculadas a la pervivencia del orden colonial. Ambos sucesos desencadenarán una suerte de catarsis en Lucho que lo llevará a asumir una nueva actitud a su vuelta a la hacienda: “Mis relaciones con la naturaleza cambiaban de signo y en mis oídos parecía resonar una nueva voz. Eran momentos terribles en los cuales algo se desnudaba dentro de mí, no cabía la posibilidad de la hipocresía, y era fácil descubrir que era un imbécil o un predestinado” (1991: 85). Tal punto de inflexión se asocia, pues, al conocimiento de ese otro social que es el indio y, vinculado a ello, una significativa nueva relación con la naturaleza. Cuando más adelante los indios se alcen contra su tío Leonardo y este los reprima sin compasión, las contradicciones se agudizarán: aun sintiendo simpatía por el reclamo de los mineros, yo había deseado vivamente el triunfo de la gente de la hacienda y no sin cierta perversidad vi caer a Parián abatido por los golpes de Felipe. Después de todo, era la suerte de las personas con quienes convivía, de quienes me trataban como a uno de los suyos, la que se jugaba en ese momento. Era mi propia suerte y por esto el resultado me aliviaba, si bien no lograba enardecerme (1991: 122).

Esa comprensión compleja de la propia posición frente a unos y otros, esa identificación desapasionada con los designios de los hacendados, será el marco que alojará la segunda mitad de la novela, cuando Lucho empiece a desgranar los hilos ocultos que organizan el espacio desde esa posición distante. El momento central en esta segunda parte del relato tal vez sea el temblor de tierra que asola la hacienda, y que desordena el esqueleto de la casa: “Hablábamos al mismo tiempo, perdida la noción de las jerarquías. Lo que decíamos, sin embargo, no tenía sentido porque el sismo parecía haber remecido nuestras conciencias, haber alborotado nuestro mundo interior y nosotros salíamos a manotazos en medio de palabras arruinadas” (1991: 165). Más allá de los efectos y destrozos directos, dicho temblor desestabiliza las relaciones de los que viven en la casa y los hace conscientes de una decadencia hasta entonces latente y solamente entrevista en

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algunos detalles rematados por el narrador. El naufragio de esa micro sociedad se impone en toda su evidencia, pero, ante ese augurio, Lucho decide comprometerse con la casa: “No importa —respondí con terquedad—. Me quedo” (1991: 176). Sin embargo, ese gesto está condenado a ser efímero: Lucho no pertenece a la casa, y la descomposición que asola a la misma está por encima de la voluntad del protagonista de permanecer allí. Esto es lo que se le vuelve notorio al comparar la hacienda con la lujosa casa de don Evaristo (1991: 196), o con la evidencia de la enfermedad de Leticia, sobre quien había pivotado buena parte del relato. Todo ello no hace sino ratificar la decrepitud del ambiente familiar en la hacienda, condensada físicamente en la carcoma húmeda que afecta a su estructura, y moralmente en la relación incestuosa que parece unir a Leticia con su tío Felipe. La partida de Lucho clausura su estancia en San Gabriel y la novela combinando, como ocurría en Ifigenia, el rechazo al destino que cifra la hacienda y la evidencia de su marca: “Mientras salíamos de Santiago y comenzábamos a recorrer esa tierra roja y jabonosa, hacía esfuerzos para no pensar en San Gabriel, al cual todo me conducía. Tenía la impresión de que algo mío había quedado allí perdido para siempre, un estilo de vida, tal vez, o un destino, al cual había renunciado para llevar y conservar más puramente mi testimonio” (1991: 213). Dicho testimonio es su relato: en cierto modo, el narrador renuncia a la casa para poder decirla. El desvelamiento del lenguaje oculto de la casa y el solapamiento de temporalidades discursivas que contiene no conducen al narrador a la identificación, sino a la asunción de su propia posición como instigador del desvelamiento. La salida final de la casa indica en ambos casos que los narradores rechazan la anulación que implicaría quedarse en ella —algo que sí ocurre en las novelas de Fuentes o Reinaldo Arenas—, precisamente porque atisban que quieren apoyarse en un nuevo paradigma que ya no coincide completamente con la homogeneidad que la casa proyecta. La salida, por lo tanto, no debe ser entendida como una enmienda a la totalidad, sino como la conciencia de una marca indeleble —incluso traumática— que el individuo en formación trata de actualizar.

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Espacios y tiempos: homogeneidad y crisis Acabamos de ver cómo las novelas de Ribeyro y de la Parra sitúan al sujeto en formación en una especie de intersticio entre el pasado y el presente, lo público y lo privado, la psyche íntima y lo social, en litigio con el espacio casa. Con esas operaciones, el individuo en formación no solo muestra su desajuste, sino también la decadencia de la estructura social que aparentemente sostiene a la casa. Como afirma de nuevo Aínsa, estos grandes caserones son de estructura esencialmente anacrónica. [...] La burguesía latinoamericana, a diferencia de lo que ocurre en la ficción europea, no tendrá nunca la oportunidad de ofrecer “un espacio feliz” demarcado. Siempre, esos grandes o pequeños “hogares” serán presentados novelísticamente en “crisis” y si aparecen momentáneamente como “felices” será sobre la base de su anacronismo (2000: 344-345).

En las novelas mencionadas, es el sujeto en formación quien desvela esa crisis al poner de manifiesto el desajuste entre su horizonte y el destino que todavía lo constriñe, esto es, entre el espacio simbólico al que aspira y una realidad que no lo ha previsto. Mientras que, en la tradición europea, la novela de formación aparece en paralelo a las construcciones nacionales y burguesas del xix y al asentamiento de las fronteras de la mayor parte de estados-nación actuales, su contraparte hispanoamericana germina a comienzos del siglo xx justamente para revisar el intento fallido de construir relatos nacionales homogeneizadores para las nuevas repúblicas, llevado a cabo durante todo el siglo anterior. La casa y el barrio parecen registrar en su propia atomización la imposición de esa homogeneidad jerárquica de un relato colectivo. Sin embargo, la novela de formación incrusta en estos espacios al sujeto que cuestiona y que desvela las inconsistencias que dichos espacios tratan de someter y silenciar. El sujeto en formación se erige, así, en una figura imprevista, que surge del mismo espacio sin acogerse ya a su coherencia discursiva. La novela de formación hispanoamericana remite a nuevos paradigmas y trayectorias, a horizontes y geografías distintas, que respon-

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den a la representación de experiencias sociales autóctonas. La capital enmascara el cambio en la continuidad de las clases sociales y en la autarquía de las zonas que habitan. En la casa, por su parte, coexisten temporalidades distintas y tensiones discursivas que remiten a paradigmas antagónicos y a trayectorias culturales que vienen de, y se dirigen a, horizontes distintos. Es así como la novela de formación, movilizando esa heterogeneidad multitemporal (García Canclini 1990), perfila las paradojas y contradicciones de un intento de decir esa otra Modernidad hispanoamericana. El protagonista de estas novelas muestra las tensiones —y en ocasiones, la ilegibilidad— que subyacen al orden que las élites tratan de sellar. El sujeto en formación no hace sino desvelar la impostura de los discursos sociales que destierran la complejidad.

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Al comenzar Don Segundo Sombra, la novela de Ricardo Güiraldes (1926), encontramos al narrador y protagonista deambulando por la pequeña aldea de sus tías, huérfano y sin un destino preciso. Antes de ser abducido por la figura espectral e hipnótica del gaucho Sombra, el narrador cuenta cómo un día, cuando la comunidad todavía lo considera un guacho —y el cambio semántico y formal de guacho a gaucho explicará en parte su itinerario de aprendizaje—, Fabio Cáceres, el cacique de la zona, lo lleva a visitar su hacienda. Allí observa la pomposidad de una riqueza con la que antes no se había relacionado; Fabio le regala los sentidos con muestras de esa materialidad: “Don Fabio me mostró el gallinero, me dio una torta, me regaló un durazno y me sacó por el campo en sulky para mirar las vacas y las yeguas” (Güiraldes 1998: 71). Es decir, el estanciero le muestra una experiencia que remite a la propiedad y a la organización social jerárquica que la sustenta e institucionaliza su poder. Sin embargo, el protagonista, lejos de sentirse fascinado por el descubrimiento de ese mundo, lo carga inmediatamente de sospechas y tintes negativos:

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por un lado, le recuerda la miseria de la casa de sus tías, y por el otro, le impone el silencio vigilante de una iglesia. Lejos de aceptar ese planteamiento, el narrador contrasta con ese mundo sombrío la antítesis de la libertad en la calle: “la calle fue mi paraíso, la casa mi tortura” (1998: 72), anticipando así la libertad errante de la vida gaucha que llegará poco después. Más allá de lo irónico de tal contraposición en un personaje que acabará convirtiéndose en estanciero al final de la novela, lo primero que denota esta escena inicial es que Güiraldes plantea, ya desde el principio, el fracaso del trayecto formativo previsto y de la figura del mentor socialmente autorizada. Ante ese fracaso, la novela plantea un desdoblamiento de trayectos y figuras, y será entonces cuando la apuesta por el imaginario gaucho haga acto de presencia. Ya hemos visto en el capítulo 4 que no se trata tanto de un imaginario basado en la figura histórica del gaucho como en su estilización discursiva, que se convierte en un condensador semántico de la reflexión identitaria de la geografía rioplatense, y en especial, de la nación argentina. Y este sería el segundo elemento al que apunta el fragmento inicial de la novela de Güiraldes: la necesidad de que la experiencia narrada en el relato capture una contraposición de discursos que la exceden. De ahí que la calle se oponga a la casa, como la pampa se opondrá a la aldea: el narrador pasa una y otra vez de la narración de la experiencia a la vinculación de esta con un sentido discursivo que, como vemos, está establecido desde el principio. Algo que también ocurre con personajes como el de Sombra, frecuentemente figurado por el texto como una silueta, un perfil o un eco, en tanto que portador de un sentido que está más allá de su individualidad. De la misma manera, el relato oscila entre la narración culta y la transcripción del habla popular, y también entre el lirismo de algunas descripciones de la naturaleza y la materialidad descarnada de la actividad errante de los gauchos que el protagonista aprende. Todas estas ambivalencias horadan la univocidad de la novela, que se despliega sobre una escritura doble y bifurcada que puede leerse como una alegoría nacional. Dicha alegoría no estriba tanto en la asunción del gaucho como ejemplo paradigmático y aglutinador, o de la conversión final del protagonista en estanciero, sino en dos aspectos que

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desarrollaré en este capítulo: el primero es la figuración constante de una trascendencia —de un sentido otro que podría ser colectivo— y el segundo es esa escritura doble que señala la imposibilidad de sintetizar una identidad autocentrada y estable sobre un solo relato. El capítulo XXVI de la novela estipula esta doblez con claridad cuando Fabio, de regreso a su pago ya como heredero y propietario, vuelve a los mismos espacios por los que había transitado antes y encuentra que sus gentes lo miran y lo tratan de una forma distinta: El peluquero me saludó como si me hubiese presentado con el traje que los príncipes usan en los cuentos de magia. Me llamó “Señor” y “Don”, hasta cansarse, y ni se acordó de mi pasada indigencia, ni de mi actual ropa, ni de las propinitas conque supo pagarme algún servicio menudo (1998: 302).

En la medida en que el relato concibe la identidad como algo inestable, engañoso y confuso, que choca con la experiencia previa y modifica los afectos, analizaré cómo Don Segundo Sombra plantea una escritura alegórica. Dicha estrategia entronca y contrasta, como veremos, con las alegorías nacionales que Doris Sommer (1991) propuso para las ficciones fundacionales del xix, por lo que nos interesará revelar la relación problemática con esa genealogía de novelas.

Del romance nacional a la conciencia de la Modernidad Sommer sostiene que romances como María (Jorge Isaacs, 1867), Amalia (José Mármol, 1851), o Martín Rivas (Alberto Blest Gana, 1862), giran alrededor de una historia de amor que apunta, a través de la imbricación de deseo y clase social, a un discurso de construcción nacional que trata de proyectar sobre las nuevas repúblicas independientes un proyecto cohesionado sobre la base ideológica y los intereses de las élites burguesas o terratenientes. La relación entre el enunciado efectivo —es decir, la historia de amor— y el discurso nacional al que remite se formula sobre la base de una alegoría dialéctica, esto es, una formulación de la noción de alegoría que Sommer toma

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de Walter Benjamin y que consiste en un proceso dinámico de construcción de significado mutuo entre los dos polos de sentido —literal y figurado, intriga romántica y designios políticos—, los cuales, a su vez, se van definiendo progresivamente a través de la relación alegórica misma: “the difficulty with the term allegory here is that the shuttling is not a simple matter of round trips to the same two points or lines but is more loom-like in that the thread of story doubles back and builds on a previous loop. Love plots and political plotting keep overlapping with each other” (1993: 41). En una terra incognita como se aparecían las nuevas repúblicas hispanoamericanas del xix a sus nuevos legisladores, la narración romántica construye el relato por hacer de la nación, del mismo modo en que buena parte de los autores de esas narraciones se convertirán en líderes políticos y próceres de la construcción nacional en la segunda mitad del siglo. El momento de Don Segundo Sombra es, sin embargo, algo distinto para el escritor con vocación de intelectual, como vimos en el capítulo 4. El intelectual, el escritor, el letrado, ya no es el hombre de gobierno que había trazado la construcción de la república en el xix. Pero eso no significa que el escritor abandone la esfera pública y política. Dalmaroni (2006) ha señalado cómo, a pesar de que dicha figura ya no interviene directamente en la dirección política del Estado, este puede llegar a apoyarlo como agente que contribuye a su modernización a través de ayudas económicas o cargos oficiales. En la década de 1920, por consiguiente, el valor y la estilización de la pampa y del gaucho como discurso colectivo, se juega en las posiciones ocupadas por los escritores y los grupos intelectuales en el campo literario porteño. Ya Adrián Gorelik (1998) analizó cómo la expansión urbana sobre la pampa obliga a replantear las prácticas y discursos culturales que sustentan la identidad del centro y los barrios de la ciudad, pero también cómo se resignifica la pampa como espacio de alteridad y frontera. De esa estilización paradójica surge la necesidad de reivindicar la ascendencia criolla del gaucho por parte de una cierta clase latifundista y semiurbana, de un gaucho dentro de la ley, e incluso letrado, expropiado del componente pendenciero y político en relación con las guerras de unificación

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nacional que tenía en los cielitos y otros textos del siglo xix (Adamovsky 2018; Ludmer 1988). En esa línea de balance de los textos del xix puede entenderse el fragmento inicial de la novela al que aludía al comenzar. Ya en el capítulo 4 analicé el final de la novela para advertir cómo la narración apunta a la extinción del modelo del gaucho que podría reclamarse como aglutinador identitario. En la medida en que Fabio Cáceres se convierte en estanciero y eso le permite escribir su relato de formación, la construcción de lo autóctono se convierte en un dispositivo discursivo y, como tal, muestra y vela de forma paradójica el acceso a lo autóctono (Alonso 2006: 223). Desde un punto de vista ideológico, Alonso lee el descubrimiento de la verdadera identidad de Fabio Cáceres como una elevación a partir de la cual el ex gaucho convertido en ilustrado sabrá, ahora, administrar sus propiedades desde una reflexión ética. Por ello, la novela plantearía un llamamiento a la acción “a la elite ausente que había descuidado su patrimonio y derrochado sus recursos y que era alcanzada rápidamente por una burguesía urbana comercial e industrial” (2006: 227). En paralelo a ese discurso ideológico específico, la novela se inscribe en un cambio de rasante cultural mediante la inscripción de una forma de escritura ambivalente e incierta que desborda el relato unificado y unificador de las novelas del xix. De ahí emana una lectura alegórica del texto. Por otro lado, el sujeto en formación que es Fabio también contribuye a esa escritura horadada. La novela frecuentemente nos describe indirectamente a Sombra a través del aprendizaje que Fabio extrae de él, que el narrador convierte en un reflejo reflexivo y deformado. El sujeto en formación se convierte en una figura imprevista, que surge del mismo espacio sin acogerse ya a su coherencia discursiva. Mientras Sombra remite a un modelo mítico, que responde irrefutablemente a un determinado destino, el chaval Fabio construye su identidad en relación con el cambio de su contingencia, que le obliga a adoptar e integrar roles sociales alejados, que lo alejan del ser. Si Sombra es el mito que se desvanece en el silencio, Fabio es el ruido de la historia. Todo ello contribuye a que la tentativa de la novela de Güiraldes se aleje cualitativamente de los “admirable heroes and unproblematized

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projects” (Sommer 1991: 81) de las foundational fictions. Esa autoconciencia discursiva es la que acerca a Don Segundo Sombra a la novela de formación y la separa de las foundational fictions. Alegoría y formación Doris Sommer propone su lectura de las foundational fictions hispanoamericanas como alegorías partiendo de la reivindicación de la alegoría que propone Walter Benjamin en su estudio sobre el drama barroco alemán.1 Sommer analiza cómo esos romances nacionales construyen la relación entre relato y discurso nacional de forma dialéctica y contingente. Ambos polos del proceso alegórico, literal y figurado, historia de amor y construcción nacional, se edifican mutuamente, en su relación significante, “to give emotive and cognitive moorings to new nations” (1991: 62). No existe un nivel de referencialidad preexistente ni codificación de la relación entre ambos términos porque ninguno de los dos existe como imaginario simbólico: ni la conciencia de disponer de una tradición de relatos literarios diferenciada, ni el reconocimiento de una identidad nacional cohesiva. Ambos elementos, por lo tanto, se modelan al reflejarse, en el camino de ida y vuelta de la significación literaria, y lo hacen, ya lo hemos visto, en la escala de valores de la clase burguesa que trata de asimilar a las repúblicas en construcción:

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La alegoría como recurso o estrategia retórica ha sufrido sucesivas proscripciones y rehabilitaciones a lo largo de su recorrido histórico. La crítica del siglo xx —a través de figuras tan relevantes como Walter Benjamin, H-G. Gadamer o Paul de Man— ha tendido a revalorizar el uso de la alegoría respecto a la devaluación que habían llevado a cabo los escritores románticos, favorables a priorizar el símbolo. Dicha rehabilitación crítica de la alegoría, sin embargo, no absorbe tal recurso retórico en su formulación premoderna —medieval, por ejemplo— sino que la reformula. Incluso podríamos decir que dicha revalorización no sería tal sin la conversión de la alegoría en una suerte de estrategia narrativa. Es decir, no estaría en el centro del debate tanto la figura tradicional de la alegoría cuanto las prácticas alegóricas como formas de lenguaje figurativo (Tambling 2010: 2).

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Tiempos y lecturas alegóricas de la novela de formación 295 In national romance, one level represents the other and also fuels it, which is to say that both are unstable. The unrequited passion of the love story produces a surplus of energy, just as Rousseau suggested it would, a surplus that can hope to overcome the political interference between the lovers. At the same time, the enormity of the social abuse, the unethical power of the obstacle, invests the love story with an almost sublime sense of transcendent purpose. As the story progresses, the pitch of sentiment rises along with the cry of commitment, so that the din makes it ever more difficult to distinguish between our erotic and political fantasies for an ideal ending (1993: 47-48).

En este punto, Sommer recupera una intuición de Benjamin, que luego había desarrollado Paul de Man: la narratividad de la alegoría. De Man propone analizar la alegoría desde la pura anterioridad que se le presupone al elemento figurado. Así como en el símbolo los dos polos comparten una misma sustancia, lo propio de la alegoría sería señalar el vacío que se abre entre la asociación arbitraria de dos signos (1983: 207). Digamos que Sommer no está tan interesada en ese vacío como en la duración que genera esa asociación. La relación dialéctica entre los polos de la alegoría se plantea como proceso, por lo que adquiere los síntomas de una narración; una narración que se construye a medida que se enuncia: “by sacrificing the distance between sign and referent, a distance that allegory respectfully acknowledges, symbols resists critical thinking and invite response more akin to awe and ecstasy than to philosophical irony. Allegory works through narrative duration, but symbol is felt like an epiphany” (Sommer 1991: 64). Unos años antes, en 1986, Fredric Jameson había propuesto provocativamente que todos los textos del tercer mundo debían ser leídos como alegorías nacionales. Dejando a un lado el debate encendido que suscitó dicha afirmación,2 quiero fijarme en cómo en un artículo

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Véanse, entre muchos otros, Ahmad (1987); Fengzhen (1997); Franco (1997); Schmidt (2000); Sommer (1991); Szeman (2001). Parece razonable inferir que, en un paradigma crítico dominado por las lecturas poscoloniales y postestructuralistas, una afirmación de ese calibre lleve a sus comentaristas a hacer un balance de agraviados, polarizaciones y gestos imperialistas —algo que el mismo

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posterior en el que retomaba sus nociones más polémicas —literatura del tercer mundo, alegoría nacional—, Jameson (1996) sugiere que la mejor plasmación de aquello que afirmara diez años antes es la novela de formación: lo que permite la novela de formación en tradiciones como la hispanoamericana es problematizar lo propio en la misma formulación de una solución literaria que no es estrictamente propia. Desde sus primeros textos críticos, la alegoría sirve a Jameson para postular la relación dialéctica entre una concreción narrativa y una totalidad ausente o indecible pero necesaria como precondición para construir el sentido de lo concreto e individual: la obra literaria u objeto cultural trae al ser, como por primera vez, la situación misma frente a la que al mismo tiempo es una reacción. Articula su propia situación y la textualiza, alentando y perpetuando con ello la ilusión de que la situación misma no existía antes de él, de que no hay nada sino un texto, de que nunca hubo ninguna realidad extra- o con-textual antes de que el texto mismo la generara en la forma de un espejismo (1989: 66).

Como ocurre con la narración de Don Segundo Sombra, el problema de fondo de la alegoría jamesoniana es la relación entre un factor de totalización y unificación y otro de fragmentación y diJameson, procedente del materialismo cultural marxista, seguramente ya había previsto dada su posición de prestigio reconocida en ese escenario crítico, como le recuerda su primer exegeta: Aijaz Ahmad (1987: 3 ss.). De ahí que las críticas se concentren en tres ámbitos fundamentales que parten de esa afirmación inicial: en primer lugar, las consecuencias epistemológicas de la división de las tradiciones literarias según los parámetros geopolíticos del primer, segundo y tercer mundo (que el propio Jameson más tarde admitió como inadecuadas); en segundo lugar, la incomodidad de ese necessarily que cruza la frontera entre el análisis descriptivo y el prescriptivo; finalmente, en tercer lugar, la conjunción de alegoría y nación, aspecto cuyo análisis voy a priorizar. La intervención de Jameson en el debate se limitó a una escueta respuesta de apenas dos páginas en Social Text a la concienzuda crítica de Ahmad y un artículo diez años más tarde (1996) en el que retomaba sus nociones más polémicas —literatura del tercer mundo, alegoría nacional— para analizar el testimonio latinoamericano como forma literaria que le servía, fundamentalmente, para ratificar sus intuiciones de 1986.

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ferenciación (Cuesta Abad 2021: 46), cosa que implica siempre un ejercicio de reescritura de textos y discursos. Ya Benjamin había propuesto dejar de leer la alegoría cómo la asociación mecánica y fijada entre un representamen y un significado, y concebirla como una escritura. Así, la relación inicial, básica y unívoca, guiada por una cierta analogía, pierde progresivamente ese sustento, y se convierte en una asociación arbitraria: “no es una técnica lúdica de producción de imágenes, sino que es expresión, tal como es sin duda expresión el lenguaje, y también la escritura” (Benjamin 2006: 379). Siguiendo ese planteamiento, el joven en formación sería un lugar de cuestionamiento e incertidumbre que posibilita la reescritura alegórica. Su posición, a la vez de acceso y resistencia a la homologación social, permitiría captar y desplegar las transformaciones de los discursos colectivos. Es así como la conciencia narrativa de Fabio, que se impregna del aprendizaje que le suministra la vida errante del gaucho, pero, a su vez, desplaza su centro y significado hacia un discurso ajeno, abre la puerta a una forma de decir la modernidad literaria.

Don Segundo Sombra y la novela moderna La primera vez que Sombra aparece en la novela, lo hace como silueta a contraluz: “Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser” (Güiraldes 1998: 79). La figura de Sombra tiene resonancias espectrales y se le asocia una percepción distorsionada y problemática (“extrañamente agrandada”). El aprendizaje de Fabio avanza, pero la última caracterización de Sombra, casi al final de su narración, parece un eco de la primera: “Un momento la silueta doble se perfiló nítida sobre el cielo, sesgado por un verdoso rayo de atardecer. Aquello que se alejaba era más una idea que un hombre” (1998: 313). La recurrencia de las siluetas y los contornos imprecisos para describir a Sombra señalan la dificultad del narrador para capturarlo y

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decirlo directamente. El narrador convive y aprende de Sombra, pero nunca consigue anular la distancia que le impide verlo con nitidez, sin mediación. Esa misma ambivalencia afecta a aspectos fundamentales del relato. Alonso ya ha señalado los variados mecanismos de mise-en-abyme que construyen la autoconciencia narrativa: por ejemplo, la inclusión de dialectos y sociolectos, que buscan mostrar la especificidad del hablar gaucho, pero acaban señalando, en su contraste con el narrador culto que domina el relato, la artificiosidad de dicho gesto retórico (1990: 104 ss.). A esos gestos retóricos, cabe añadir la combinación paradójica de lirismo y materialismo, de visión enajenada y descripción precisa de las actividades que Fabio va aprendiendo. Es esa condición paradójica la que ha posibilitado lecturas y críticas de la novela aparentemente contradictorias —desde las que alaban la precisión de su descripción de la vida del gaucho a las que señalan la mediación ideológica y, por tanto, la mistificación, de dichas descripciones—, pero también la disolución de algunas oposiciones canónicas de la narrativa del xix, como la de civilización y barbarie, o la de escritura y oralidad (Ludmer 1988). Se produce, así, una desmaterialización de la figura de Sombra y del propio relato que la subsume, fracturándose y habilitando la proyección alegórica que construye el con-texto del que el relato es también una reacción. La novela describe la actividad del gaucho en la medida que resuena y se convierte en un aprendizaje para la conciencia de Fabio. Así vuelve a ocurrir en la segunda caracterización de Sombra: “También por él supe de la vida, la resistencia y la entereza de la lucha, el fatalismo en aceptar sin rezongos lo sucedido, la fuerza moral ante las aventuras sentimentales, […]. Pero todo eso no era sino el resplandorcito de sus conocimientos” (Güiraldes 1998: 145-146). Son esas las estrategias literarias por las que el intelectual de comienzos del xx, esa figura que está dejando de ser un letrado para convertirse en un literato, afronta la difícil misión de revisar los discursos hegemónicos del xix: The novel made visible the absence of any signified that could correspond to the nation. Individual and collective identity, social and family

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Tiempos y lecturas alegóricas de la novela de formación 299 life were like shells from which life had disappeared. [...] What they enact is the unfinished and impossible project of the modernizing state (Franco 1997: 132).

La novela moderna hispanoamericana aparece sobre la conciencia de ese vacío y esa necesidad. Resulta preciso reconsiderar los discursos nacionales, pero ahora, en las primeras décadas del siglo xx, ya existen intentos y discursos previos, ya existe una determinada tradición reconocida como propia, a diferencia de lo que ocurría en el xix, cuando las élites decidieron construir discursos orillando o ignorando las tradiciones culturales autóctonas disponibles y ya efectivamente existentes (Schmidt 2000: 182). Además, ya hemos visto cómo ahora la literatura está conquistando su propio espacio para pensarse estéticamente, aunque a costa de sacrificar su incidencia política directa. Güiraldes ya no escribe sobre el gaucho y la nación desde una posición política que le permita practicar su planteamiento, conducir a la nación hacia sus postulados —como sí podían hacerlo Sarmiento, Mitre, Blest Gana o Cirilo Villaverde—. Aun sin esa intervención política directa, Güiraldes sí concibe un espacio de reescritura para el intelectual. Y es en ese nuevo hábitat del intelectual donde cabe analizar la voluntad de afirmación de un modelo alegórico en Don Segundo Sombra, así como la remodelación de la función transitiva —o incluso pedagógica— de tal relato: Aunque crítico, en su coyuntura, de esos discursos [estatales de la Modernidad y el progreso], el nuevo concepto literario también implica estrategias de legitimación que contribuirían luego a consolidar la relativa institucionalidad de la literatura, particularmente, a raíz del impacto pedagógico del Ariel y de los discursos culturalistas en las primeras décadas del siglo xx (Ramos 1989: 11).

Queda pensar, por último, la función transitiva de la novela de formación en Don Segundo Sombra a partir de la nueva posición del intelectual en un campo influido por el arielismo y la crítica a los discursos nacionales del xix.

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El proyecto de Güiraldes a la luz del Ariel de Rodó La influencia del Ariel (1900) de José Enrique Rodó en la mayoría de los países hispanoamericanos, en sus tesis y como síntoma de un estado de ánimo, fue intensa, diversificada y duradera. Intensa porque afectó a varias generaciones y grupos de intelectuales y creadores; diversificada porque llegó a inspirar reformas educativas democratizadoras; y duradera porque su huella alcanza las tres primeras décadas del siglo xx (Franco 1987: 52). Antes de observar cómo Güiraldes y todo el grupo de la revista Proa dialoga con el ensayo de Rodó, desgranemos mínimamente hasta qué punto Ariel incorpora planteamientos que explicarán el horizonte al que apunta el mecanismo alegórico de Don Segundo Sombra. De hecho, Ariel podría ser rescatado desde una perspectiva alegórica o parabólica, al construir toda su reflexión culturalista a partir de personajes reconocibles —procedentes de La tempestad de Shakespeare, como Calibán o el mismo Ariel— que hacen presente un determinado conflicto que los trasciende. En Rodó anida una ambición regeneracionista de todo el espacio cultural hispanoamericano, que, tras un siglo de defensa de un progreso instrumental y burgués que mantenía la huella hispánica colonial, se advierte necesitado de recuperar la productividad de esa herencia, para acoplarla a la nueva identidad y para enfrentarla a un nuevo oponente: el proyecto de panamericanismo promovido por los Estados Unidos. Frente a la nordomanía —como la denominaba Rodó—, Ariel reivindica la identidad latina de las culturas hispanoamericanas, cercano ya el primer centenario de las independencias (Altamirano 2010: 10). Esa afirmación y rehabilitación de lo propio característico, de lo autóctono, se traslada a casi todas las naciones hispanoamericanas, y la figura del gaucho que propone Güiraldes no deja de ilustrar esa apuesta. Por lo tanto, se vislumbra ahí la conciencia de la necesidad de construir un camino propio hacia la Modernidad, un camino que no debe asimilarse al de la potencia norteamericana. De ahí el rechazo al utilitarismo, como filosofía identificada con ese país y, en gran medida, con cierta ideología burguesa dominante en Hispanoamérica en

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todo el siglo anterior. Para combatir el utilitarismo que atrofia el espíritu, nada mejor que una educación de la sensibilidad, una educación estética en la línea de Friedrich Schiller: entre todos los elementos de educación humana que pueden contribuir a formar un amplio y noble concepto de la vida, ninguno justificaría más que el arte un interés universal, porque ninguno encierra —según la tesis desenvuelta en elocuentes páginas de Schiller— la virtualidad de una cultura más extensa y completa, en el sentido de prestarse a un acordado estímulo de todas las facultades del alma (2007: 164).

La sensibilidad estética, sin embargo, no está repartida de forma proporcionada; solo una minoría es capaz de alcanzar los misterios y sutilezas del arte. En ese punto, Rodó atribuirá al intelectual hispanoamericano esa función social, pensar críticamente el problema hispanoamericano desde los cambios sociales que empieza a generar la modernización a principios de siglo, es decir, desde un discurso todavía por hacer. De ahí la “esperanza mesiánica” (2007: 149) que impregna al tono profético de Ariel, siempre proyectado sobre una utopía futura. En el ámbito porteño, la revista Proa, dirigida por Güiraldes, recogerá el eco de Ariel en la década de 1920: “el discurso de Rodó, ampliado por la Reforma Universitaria, produjo un espacio común de interpelaciones y exhortaciones que, en 1924, ya era patrimonio en el que podía reconocerse también un sector de la renovación estética” (Sarlo 2003: 109). Desde la autonomía de los debates estéticos, Proa absorberá esa ambición regeneracionista que ve en el intelectual al guía. Ante la multitud de cambios sociales y culturales que se están produciendo a su alrededor, la revista considera habitar el inicio de una fase decisiva, cosa que le conduce a importar el tono encomiástico del ensayo de Rodó. Si aquel comenzaba con la célebre exhortación “a la juventud de América” (2007: 139), Proa rezará en su declaración de principios del primer número de la siguiente manera: “Nuestra juventud estudiosa no tiene una tribuna para volcar su pensamiento. Proa quiere ser esa tribuna amplia y sin barreras. Crisol de juventudes que aman el heroísmo oscuro y cotidiano, ella pretende plasmar en Academia

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la energía dispersa de una generación sin rencores” (Mendoça Teles y Müller-Berg 2009: 220). Si Franco Moretti sostenía que la aparición del Bildungsroman había inventado la juventud en Europa como etapa vital diferenciada (1987: 6), parece como si, desde Ariel a Proa, se reclamara la entrada en la escena hispanoamericana de la juventud como espacio de cuestionamiento, renovación y, tal vez, redención. Eso ayudaría a explicar la importancia que empieza a asumir la novela de formación como relato de esa juventud en la década de 1920. También contribuiría a explicar cómo en Don Segundo Sombra, ese relato de aprendizaje apunta alegóricamente hacia una identidad colectiva. La noción de la juventud como espacio cuestionador y renovador encaja, en ese momento, mejor que la tradicional historia amorosa de los romances nacionales, para pensar una nueva identidad cohesiva. Sin embargo, ese nuevo relato no opera simplemente por sustitución de los discursos previos sino como alegoría de la insuficiencia de un solo relato autocentrado como forma de resolución y clausura de una identidad. La incertidumbre característica de la novela de formación, cuya principal preocupación no es la integración del personaje en la sociedad sino la negociación problemática entre el protagonista y los discursos sociales (Stević 2020: 8), resulta clave en este operar. Fabio Cáceres encarna la figura paradigmática, al mostrar la imposibilidad de un aprendizaje gaucho y figurarlo a través de una narrativa dislocada que señala su precariedad como relato unitario. La identidad nacional que Güiraldes piensa a través de Fabio Cáceres debe asumir el fracaso de un primer intento: “la convicción de que bastaría trasladar las leyes progresistas del Occidente a Venezuela, Bolivia o Guatemala, para transformarnos en naciones democráticas y prósperas, creó entre nosotros un terrible divorcio entre la nación legal y la nación real” (Fuentes 1990: 43). Ni Rodó ni Güiraldes ven en la creación de un entramado legal la solución real para los estados hispanoamericanos, sino más bien en la creación de figuras, valores e imaginarios compartidos. De ahí el nuevo uso de la alegoría en sus obras, como presentación de un discurso en construcción que, además, remite a un proceso de fracaso y renovación, tal como muestra el fracaso del estanciero

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como mentor en el fragmento inicial de Don Segundo Sombra que he comentado al principio. La autonomización del campo literario, por último, conduce a una estetización de los relatos alegóricos, rasgo que solo afectaba de forma implícita a las foundational fictions del xix, importadoras de un modelo formal romántico-realista que apenas se cuestionaba. Ahora, en el difícil sendero hacia la novela moderna, los nuevos relatos de la nación no solo arrastran temas y tópicos familiares al lector hispanoamericano, sino también una búsqueda formal propia, que empieza a ser consciente de la necesidad de diferenciación respecto a proyectos modernizadores importados. Y tales relatos son escritos por figuras públicas, como Güiraldes —o Teresa de la Parra—, intelectuales que ya no actúan directamente en labores legislativas, pero que todavía cuentan con un auditorio dispuesto a escucharles: “esa tensión [entre el espacio literario y político] es una de las matrices de la literatura moderna latinoamericana; es un núcleo generador de formas que con insistencia han propuesto resoluciones de la contradicción matriz. No pretendemos disolver la tensión, ni aceptaremos de antemano los reclamos de síntesis que proponen muchos escritores; veremos, más bien, cómo esa contradicción intensifica la escritura y produce textos” (Ramos 1989: 15). La novela de formación es uno de los productos de esa contradicción intensificadora.

Discusión sobre la vigencia del modelo alegórico: Las buenas conciencias En Don Segundo Sombra, la presentación de una utopía y su extinción servía para construir un relato crítico pero afirmativo en el que su protagonista se modelaba sobre la posibilidad de sintetizar en su individualidad un cambio de clase social. En Las buenas conciencias la sociedad clausura ese posible cambio: todo pasa en el interior de Jaime Ceballos, que nunca consigue dar rienda suelta a sus ansias de rebelarse. Ya en el capítulo 5 seguimos la trayectoria de Jaime, parecida a la de Fabio Cáceres en la inserción de un inesperado giro final

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que lo conduce de vuelta a esa casa familiar cuyo sentido y papel social ha ido desmantelando a lo largo de toda la narración. Sin embargo, el tono del aprendizaje de ambos es bien distinto: el de Fabio está guiado por el descubrimiento y la posibilidad de síntesis, mientras que el del Jaime de Las buenas conciencias está más bien hollado por el desvelamiento de una impostura, la del poder de su propia familia, la de la herencia que acota su destino. En ambas novelas, la formación parece oponerse al destino final de los protagonistas —anclado por una herencia familiar determinada de antemano—, pero en la obra de Fuentes, la aceptación final acarrea una más profunda renuncia de sí. Podríamos preguntarnos si Las buenas conciencias conserva la estrategia alegórica que detectábamos en la novela de Güiraldes. Desde luego, sigue habiendo la necesidad de pensar el destino colectivo de la nación: se narra cómo la familia Ceballos ha conseguido alcanzar su situación de poder desde el origen humilde de un inmigrante que consiguió hacer fortuna durante el Porfiriato, y cuyos descendientes han sabido acercarse adecuadamente al poder durante y después de la Revolución; a ese trayecto histórico se añade el marco social del Guanajuato de los años treinta en que está situada la novela, y las distintas relaciones entre clases y culturas que se da en una capital de provincias venida a menos. El periplo iniciático de Jaime Ceballos corre en paralelo al desvelamiento de la contradicción de su familia, que, enmascarando su condición de nuevos ricos, su propio pasado de ascenso social vertiginoso, pretende perpetuar tiránicamente la inmovilidad del statu quo social que le beneficia. Y lo hace a través de un advenedizo, el tío Balcárcel, que oprime al pusilánime padre de Jaime por su relación en el pasado con una descastada, madre de Jaime, ahora condenada a la prostitución. Esta trama más o menos melodramática se complementa con las amistades de Jaime con personajes que visibilizan a los desheredados y que lo conducen a los momentos clave de su aprendizaje —el estudiante proletario, el proscrito—. Todo ello contribuye a dar un protagonismo especial a las relaciones sociales de poder que explican ese fresco social que es Guanajuato, marcado por la opresión que proyecta su propia familia. Pero ese fondo de relaciones conflictivas solo emerge progresivamente a través del camino de aprendizaje de Jaime, y en contraposi-

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ción justamente a la voluntad de ignorarlas que promueve la familia: “si algo distinguía a esa familia, era la convicción de que la regla máxima de la vida consiste en evaporar los dramas reales” (Fuentes 1969: 44). Es así como aflora progresivamente la conciencia de la complejidad social a la que nos hemos referido en otro capítulo. La complejidad social como cuestionamiento de un relato nacional homogeneizador que evapora la pluralidad cultural, histórica y social real. El relato de Jaime progresa amplificando esa ambigüedad soterrada por el poder de su propia familia. De ahí que el tío vea en Jaime y su condición indefinida de adulto en formación una amenaza a la irrevocabilidad de sus planteamientos (1969: 100). El aprendizaje de Jaime señala la aparición del pensamiento crítico, de la búsqueda de ese otro idioma que aprende en las lecturas de Vasconcelos o Stendhal que le suministra su mejor amigo, esas palabras que, a diferencia de las de su familia, desvelan una realidad plagada de tensiones. Y, sin embargo, su camino no culminará en la rebelión que se preludia. El giro final de Las buenas conciencias permite a Jaime Ceballos dejar de ser una potencialidad pura, una promesa absoluta, y convertirse en un sujeto anclado en la historia, que asume de forma crítica e irónica su papel en el mundo y su alineamiento entre las buenas conciencias que, irónicamente, remiten a esas figuras honorables, pero nada honrosas que sostienen el poder y dictan la moral. Y ese gesto final solo se produce tras presenciar el derrumbamiento de la autoridad figurada por su tío, al descubrirlo en un prostíbulo. Esa lección no solo le permite descabalgar a su tío del pedestal desde el que gobernaba a su familia, sino asumir que el sacrificio por los demás no consiste en la exhibición de una flagelación individual, sino en la conversión silenciosa en aquello que los demás esperan de él, es decir, en la escisión entre su identidad y su conciencia. Su periplo formativo, por lo tanto, termina con la asunción de la ambigüedad de su posición en el mundo, cosa que le permite integrarse en un teatro de apariencias y jerarquías que él mismo había previamente desballestado. Por eso, su gesto va más allá de sí mismo. No es un gesto de simple renuncia o aceptación hipócrita. El itinerario de Ceballos culmina cuestionando la individualidad de su formación, integrándose en procesos históri-

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cos que lo exceden, construidos por generaciones de ascendientes, y que él todavía no es capaz de desafiar. El aprendizaje de Jaime es el del sujeto moderno que pugna por decirse. Y, en este sentido, conserva la pulsión utópica de Don Segundo Sombra —más si cabe, si atendemos a la relectura del cristianismo que plantea Fuentes—. Pero ahora la exposición de la utopía no va seguida de su extinción, sino que, simplemente, no va más allá de la figura misma de Jaime y su autoconciencia, finalmente reprimida. En cierto modo, la progresiva integración de Jaime en la historia a través de su negociación con los elementos sociales que surgen a su paso, corre en paralelo con la imposibilidad de que el sujeto cambie esa historia. Este es el punto de partida de una dialéctica narrativa que hace bascular a la novela entre la temporalidad histórica y otra clase de temporalidad que podríamos denominar temporalidad arquetípica o mítica. La primera estaría sostenida por un devenir lineal de los acontecimientos —los cambios de gobierno o sistema político—, mientras la segunda resaltaría las recurrencias y retornos de aquello que, en cierto modo, suspende y trasciende el simple devenir —la familia en tanto que linaje y destino—. Ambas temporalidades se conjugan permanentemente en la novela de Fuentes y se acrisolan en ese inesperado giro final que cierra el itinerario formativo de Ceballos. Su resignación a integrarse en el destino familiar no consiste sino en imponer al futuro la herencia familiar del pasado, y asumir así que su destino no pasa por cambiar el proceso de la Historia con mayúsculas a través de un proyecto individual. Como decía antes, su itinerario formativo precisamente consiste, en primer lugar, en ser consciente de su presencia ante la Historia y, finalmente, en hacerse a sí mismo Historia. Su progreso lo conduce a una entrega a ese tiempo que lo trasciende, a esa corriente colectiva que no va a poder controlar o modificar. Se trata de una temporalidad original con la que Fuentes juega en toda su obra, asociada a lo atávico y a las reminiscencias prehispánicas, en la que “se rompe la continuidad y la sucesión. El tiempo transcurre en el tiempo arquetípico. El mito es un pasado que es futuro, dispuesto a realizarse en un presente” (Befumo Boschi 1974: 21). Se entenderá mejor esta dialéctica temporal si recuperamos su lectura de la novela de la Revolución, en la que Fuentes sitúa la aparición

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de la novela moderna mexicana y algunos de los hilos que Las buenas conciencias vuelven a enhebrar. Concretamente su lectura de Los de abajo (1915) en “Mariano Azuela: la Ilíada descalza”, el capítulo que le dedica en su valioso volumen Valiente mundo nuevo (1990). Allí, partiendo de la reflexión de Hegel sobre la épica, Fuentes analiza cómo la novela moderna introduce progresivamente una temporalidad definida por su irreversibilidad, heredera del cristianismo y el humanismo individualista, que rompen con las correspondencias circulares de la épica (1990: 174). Esa transición se vislumbra tardíamente en las letras hispanoamericanas, y Fuentes analiza Los de abajo precisamente en clave de transfiguración implosiva. Según Fuentes, la obra de Azuela está sellada por la tensión entre el progreso y la inercia del cambio revolucionario que ilustra el dinamismo y el desplazamiento permanente del coro que acompaña a Demetrio Macías, por un lado, y el insistente encuentro con la degradación fatalista que acompaña a todo intento de renovación, por el otro. Los personajes de esa novela “cumplen los requisitos de la épica original, pero también, significativamente, los degradan y los frustran” (1990: 181). La disección del protagonista y sus secuaces que lleva a cabo el relato abandona rápidamente la admiración heroica para adentrarse en una caracterización contradictoria, en la que los revolucionarios ya nos son descritos como esquemas invariables definidos por su dignidad, sino como seres arrastrados por una inercia que no controlan, toscos e interesados. Por eso el recuerdo épico solo es posible para aquellos que murieron en las primeras estribaciones de la Revolución, “porque no tuvieron tiempo de ser malos” (Azuela 1994: 202). Los protagonistas de Azuela surgen de la losa de los siglos, es decir, de una experiencia que ya no puede ser narrada fuera del tiempo, con esquematismos heroicos que rechacen lo contradictorio. En la medida en que plantean esa contradicción, los personajes de Azuela ayudan a comprender un devenir histórico. De ahí que Fuentes vea en esa épica, que pugna con la historia, la emergencia de la novela moderna, en tanto que “épica manchada por una historia que está siendo actuada” (Fuentes 1990: 183). La Ilíada descalza de Azuela, en definitiva, muestra una “nación que aspira a ser narración” (1990: 178), un mito contaminado por lo individual, una pulsión de la inercia hacia el fatalismo.

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Antes situé Don Segundo Sombra en la tradición crítica de las foundational fictions; ahora es posible leer Las buenas conciencias a la luz de la genealogía que inaugura Los de abajo. La novela de Fuentes plantea una cierta continuidad, pero también el reverso de la heroicidad —aún posible— del relato de Mariano Azuela. Continuidad porque ambas plantean una visión de la historia mexicana fundamentada en el olvido de los ideales revolucionarios, en la corrupción política y el caciquismo que desvirtuaron la promesa que la Revolución promovía. En ambos casos, la traición está instalada en la imposibilidad de construir el orden por el que se lucha, la imposibilidad de la Modernidad mexicana. Así, la traición sobre la que se articula tanto la identidad colectiva como la del protagonista de Las buenas conciencias tiene que ver con la decepción de las esperanzas de renovación que parecían anidar en el relato previo. Ese proceso de despertar de la conciencia crítica y de desenmascaramiento, como ya hemos dicho, no va a conducir a una ruptura con el statu quo, sino que, tras una etapa de rebeldía mezclada de desesperación, Ceballos asumirá que su camino personal no puede separarse de su destino familiar. Y esto sucederá después de descubrir que la identidad de su familia —como la de Artemio Cruz o Demetrio Macías— se fundamenta en el olvido de un origen humilde, de un ascenso íntimamente relacionado con un determinado devenir social e histórico, que ha quedado enmascarado por una perpetuación ritualizada de su rol social. Así, la aparición de la conciencia crítica permite su individualización, es decir, una conciencia de la diferencia que advierte su escisión identitaria como conclusión formativa. Su regreso es un regreso irónico precisamente porque culmina un ritual, una reintegración al Todo que el itinerario formativo del protagonista, como sujeto moderno, había desmantelado por completo (Befumo Boschi 1974: 15 ss.). A imagen del destino final de Jaime, la nación se expone desde el poder incrustada en una temporalidad mítica, ajena al devenir. Es aquí donde Las buenas conciencias plantea una inversión del gesto heroico que todavía era posible en Los de abajo. En la novela de Fuentes, el protagonista no es un desheredado. Al contrario, pertenece a la cúspide de la jerarquía social. De ahí que su formación no apunte tanto a

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un gesto de liberación, como de redención. Pero ese sacrificio que promete no llega. El entramado social que despliega el relato imposibilita incluso ese gesto. A diferencia de la errancia de Demetrio Macías, que aún conservaba el halo de aventura posible, Jaime nunca sale del pueblo: su aprendizaje se modela a partir de la distancia respecto a la casa familiar. Por eso en Guanajuato no existe atisbo alguno de redención, y aquellos que quieran seguir el camino del cuestionamiento social —como el amigo pobre de Jaime, imbuido de ideas socialistas— deberán abandonar la ciudad y viajar a la capital. En conclusión, Fuentes no opta por construir una figura simbólica y aglutinadora de la identidad nacional, como hacía Güiraldes con el gaucho. En Las buenas conciencias, al contrario, la comunidad se presenta recorrida por numerosos conflictos entre grupos, irreductibles a una imagen homogeneizadora. Y la novela representa a muchos de esos grupos a través de personajes-tipo y figuras metonímicas, más o menos problematizadas. Si existe estrategia alegórica en este relato estriba en esa complejidad social latente, y su represión por parte de las clases directoras. Pero la estrategia es distinta a la de Don Segundo Sombra: en esta última, el relato representa un proceso histórico, mientras que, en aquella, el relato integra el proceso histórico a través de un escenario polifónico y heterogéneo. Desde esta perspectiva, Jaime Ceballos sería el negativo de Fabio Cáceres, pues si este sitúa una promesa cohesionadora, aquel la clausura. Excurso sobre la alegoría y la experiencia de la heterogeneidad Alcanzado este punto, cabría preguntarse si podemos seguir convalidando el marco de las alegorías nacionales como planteos de discursos nacionales afirmativos en novelas de la segunda mitad del xx. Un buen ejemplo para hacerlo podría ser Los ríos profundos de Arguedas, publicada en 1958. En otros capítulos, vimos que la figura de su protagonista, Ernesto, en su condición de mestizo —de “personaje de frontera” (Rama 1987: 280)—, era capaz de leer y desvelar la huella de tradiciones culturales divergentes y enfrentadas en los signos que encuentra a su paso —desde las piedras de Cuzco hasta la peste que

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asola a las comunidades indígenas—, y en la lectura de ese paisaje conflictivo edificaba una visión unitaria de Perú. Vimos cómo Ernesto, en tanto que figura errante y redentora, recupera un proyecto cuasi épico, en las antípodas de la irresolución y estatismo de Jaime Ceballos. El lenguaje de la novela misma, con su penetración heteroglósica de distintos idiomas y dialectos superpuestos sobre el español, trata de ilustrar la búsqueda de una armonía sustentada sobre lo contradictorio, que Arguedas trasladaba también a la realidad nacional como totalidad contradictoria (Cornejo Polar 1997a). De esta manera, si en Las buenas conciencias los conflictos reales eran reprimidos y sobreseídos, Los ríos profundos los exhibe en el primer plano narrativo y los convierte en un proceso de amalgama que recupera el horizonte utópico (Dorfman 1970: 207). Ernesto siempre apunta hacia su propia trascendencia; su aprendizaje es ejemplar en la medida en que va más allá de su personalidad empírica, aun partiendo siempre de conflictos claramente anclados en una contingencia. La configuración de una alegoría nacional sobre el relato formativo de Ernesto, en este caso, sigue el planteamiento épico de Güiraldes, pero también incorpora la complejidad polifónica de Fuentes. Y es aquí donde el concepto de heterogeneidad que puso en juego Antonio Cornejo Polar en los años setenta (1997b), precisamente a raíz de su análisis de la obra de Arguedas, puede resultar útil para advertir cómo Los ríos profundos construyen su alegoría a partir de esa idea.3 Como sugieren Schmidt (2000) y Bueno (2002), la teoría de la heterogeneidad va mucho más allá de constatar la existencia de culturas, expresiones o lenguajes en convivencia enfrentada: su principal premisa es que dicho conflicto debe ser el fundamento vivo de toda lectura, dicho conflicto no puede ser clausurado por una fórmula descriptiva que lo desactive en una “falsa armonización” (Schmidt 2000: 179).

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Partiendo del análisis de la heterogeneidad literaria de algunas tradiciones literarias regionales, como la andina —en tanto coexistencia de una pluralidad de tradiciones, idiomas, públicos, y medios expresivos (Cornejo Polar 1984)—, el crítico peruano fue ampliando y reelaborando esa noción durante décadas, y la convirtió en el centro de su pensamiento, no solo literario (Cornejo Polar 1996).

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La cercanía de esta teoría con los ensayos de Mijail Bajtin parece, a primera vista, evidente —aunque Cornejo Polar no mencionara haber leído al crítico ruso hasta los años noventa—. Sin embargo, la heterogeneidad alcanza ámbitos que Bajtin no explicitó en sus estudios, centrados como estaban en el dialogismo social y discursivo. Cornejo Polar, por su lado, aplicó la heterogeneidad, no solo al conflicto entre clases, sino también entre culturas —colonizadas, colonizadoras, híbridas—, tradiciones —orales, escritas, musicales—, públicos, y demás participantes en la comunicación literaria y cultural (Bueno 2002: 181 s.).4 De hecho, en su última época vinculará esta teoría a su noción del sujeto migrante no dialéctico para advertir cómo el individuo hispanoamericano se funda sobre la conflictividad irresuelta de espacios, culturas y temporalidades. Es esa la conflictividad productiva que Cornejo Polar ya intuye en el Ernesto de Los ríos profundos: Es claro que el migrante adolescente que opera como narrador-personaje de la novela concentra pero no sintetiza en su discurso dos experiencias, una pasada y otra presente. De hecho actualiza dos idiomas, quechua y español; dos tecnologías comunicativas, la oral y la escrita; dos géneros artísticos, la canción y la novela; y de alguna manera, pero la relación podría continuar, ejercita dos sistemas culturales distintos (1996: 840).

La muestra más ajustada de esa conflictividad irresuelta aparecerá en las últimas estribaciones de la novela, cuando la peste socave la apariencia de estabilidad social y haga emerger todos los torrentes 4

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A medida que iban apareciendo otras nociones y teorías similares en la crítica hispanoamericana, como las de mestizaje o transculturación, Cornejo Polar fue afinando su visión de la heterogeneidad, deslindando estrategias y paradigmas: “bajo el criterio de mestizaje se investigan estados sólidos, materias integradas hasta el punto de no retorno; bajo la transculturación se estudian coyunturas, negociaciones, acuerdos tácitos que buscan sortear la eventualidad mientras apuestan a favor de permanencias; pero bajo la noción de heterogeneidad se estudia, en cambio, el conflicto, la pugna lingüística, la desarmonía, el estado inestable, la deflagración en ciernes” (Bueno 2002: 178).

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soterrados en una suerte de aquelarre alucinatorio irreprimible (Rama 1987: 287). La bifurcación que en Don Segundo Sombra se traducía en un proceso de cambio secuencial del estatuto social de su protagonista, de la vida de gaucho a la de estanciero, Arguedas la propone como simultaneidad compleja no sintetizable. Esa tal vez sea la gran diferencia entre ambas alegorías. En la novela de Güiraldes, la alegoría se plantea sobre un trayecto narrativo —la formación de Fabio— y sobre el diálogo entre los dos personajes principales —el protagonista y Sombra—. Ambos aspectos incrustan la estrategia alegórica en una disquisición sobre la temporalidad: Sombra es una figura mítica y atávica, estilizada con la indefinición aurática del que se mantiene ajeno a la erosión y al cambio que impone la contingencia; por su lado, Fabio es algo muy distinto, pues su itinerario de aprendizaje incorpora la posibilidad del cambio y de la negociación con el entorno como sustrato fundamental, y eso lo lleva primero a salir de la casa de sus tías y aventurarse siguiendo a la cuadrilla de Sombra, y después a asumir su nuevo rol de estanciero. Si el gaucho Sombra es la figura mitificada, es Fabio quien conforma la estructura alegórica que remite a una fórmula de nación, al interiorizar en su camino la disociación entre la esfera mítica y el cambio histórico. Resulta difícil hablar de dialéctica entre estos dos polos en la novela de Güiraldes —no es ese su funcionamiento narrativo—, sino más bien de la voluntad de disponer una posibilidad de combinación de ambos. En Las buenas conciencias hemos observado cómo vuelve a plantearse esa doble estructura temporal entre un proceso lineal y una especie de temporalidad arquetípica, que describe la emergencia de lo pasado como imposición repetitiva —de ahí, por ejemplo, la circularidad estructural de la novela—. Sin embargo, en la novela de Carlos Fuentes no aparece posibilidad alguna de aparejarlas —la temporalidad cíclica acaba subyugando al devenir formativo del protagonista— ni tampoco de atisbar una ambición épica. Es esto último lo que recupera Arguedas en Los ríos profundos. Pero la alegoría aquí ya no se organiza sobre el despliegue del relato formativo del protagonista sino sobre su gesto de invocación de lo heterogéneo; la alusión a lo nacional no está tanto en la posibilidad de sintetizar o compatibilizar

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relatos históricos, como en el gesto de hacer productivo lo contradictorio y conflictivo, las distintas culturas, comunidades, temporalidades y realidades enfrentadas, en un mismo acto de representación: “Ernesto no dirige ni ejecuta ninguna acción de peso, limitándose a refractarlas y a otorgarles entonces un sentido. Su papel no puede definirse como pasivo, ya que es una conciencia en vilo que participa emocional e intelectualmente de la peripecia, pero su acción no modifica los sucesos reales un ápice” (Rama 1987: 286). Así, el personaje de Ernesto integra en sí mismo esa doble temporalidad entre lo histórico y lo mítico o trascendente. La realidad de su contingencia se le hace tan interpeladora a su especial sensibilidad de “poeta que mira y escucha” (Harss 1971: 138), que termina por transformarlo en una suerte de redentor, en una figura trascendente y mítica. Ese “cada piedra habla” (Arguedas 2000: 146) que aventura Ernesto al iniciarse la novela es toda una poética del relato por venir y de su intento de dominar las voces de la palabra y de la significación. Por ello, es su gesto la base de la alegoría en esta novela, y no su trayecto de construcción personal. De hecho, Los ríos profundos como novela parece deliberadamente pensada como mito nacional, es decir, como relato que construya performativamente aquello que se supone que debería constituir su sustrato (Jameson 1989: 66), en sintonía con la construcción de lo autóctono que Alonso encuentra en las novelas de la tierra (1990, 2006). En este sentido, recupera la transitividad funcional de cierta tradición literaria, la necesidad de ofrecer al lector modelos ejemplares y ejemplarizantes, aunque sea a partir de lo problemático. De nuevo, cabría plantear cuál es la posición e influencia del intelectual en la vida pública que permite a Arguedas atribuir esa posibilidad al texto literario, y ya vimos en el quinto capítulo la figura atípica y arrinconada de herencia romántica que pretendía representar el escritor. Tal vez como contrapunto a la ambición épica de su proyecto. Dicha vuelta de lo épico me obliga a seguir preguntando hasta cuándo son vigentes las estrategias alegóricas. La pregunta para concluir sería, entonces, si esa imbricación de lo político con lo subjetivo desaparece en algún momento en la tradición que nos ocupa.

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Éxtasis y clausura de la alegoría nacional La respuesta tentativa que planteo a la pregunta anterior, de entrada, es que sí, que esa relación se debilita o desaparece a partir de los alrededores del boom. Es a partir de los sesenta y setenta cuando los relatos comienzan a plantear una trayectoria individual separada, desagregada o incluso opuesta, al destino colectivo. La experimentación formal del fenómeno literario y la aparición de nuevas subjetividades hacen que el relato deje de remitir a una identidad colectiva que pueda integrarlas en un proyecto cohesionado y afirmativo. La nación deja de ser un espacio previsible o un objeto estabilizable del que un relato pueda acotar unitariamente un centro verosímil. Las reflexiones de Homi K. Bhabha (1990) siguen esa línea al observar la nación como una entidad ambivalente e irreductible, siempre escindida entre una realidad performativa, dinámica e intraducible, que la expande incesantemente, y una proyección teórica que trata de someterla y convertirla en un objeto estático y pedagógico, en un discurso cerrado. Las novelas de formación situadas a partir de la década de 1970 ya no conciben la posibilidad de transfigurar una imagen nacional en las trayectorias formativas de sus protagonistas. Desde el Toto de La traición de Rita Hayworth, al Fortunato de El palacio de las blanquísimas mofetas, la Ana de Un retrato para Dickens, o el Martín Gomel de El país de la dama eléctrica, sus experiencias han dejado de ser reconocidas por la sociedad que los asedia. En cierto modo, es a ese aislamiento del sujeto a lo que todos ellos apuntan de una u otra manera, a través de distintas formulaciones narrativas: de ahí que a Fortunato solo lo llame por su nombre el verdugo que acabará con su vida, a Ana solo la escuchen después de ser violada, Toto se convierta en un mosaico oblicuo de voces y apodos al que nadie escucha, y Martín Gomel suscite la sospecha de la comunidad cuya esclerosis su presencia pone en evidencia. Todos ellos remiten o persiguen una experiencia ausente para la comunidad, es decir, que la comunidad no reconoce ni convalida porque queda al margen de su capacidad de integración. En otros momentos del ensayo hemos observado cómo algunos de los protagonistas de estas novelas plantean un ejercicio de exposición

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y proyección del yo comparable al que recorre Los ríos profundos. En novelas como las de Puig, Arenas o Cohen, aparece de una u otra manera, este exceso centrífugo que, en ocasiones, alcanza lo alucinatorio, como ocurría al final del texto de Arguedas. Sin embargo, aquel ejercicio se convierte en esos textos en la certificación de la distancia entre el sujeto y la comunidad, que lo reprime, lo ridiculiza o lo anula. De ahí que esos personajes vuelvan constantemente sobre sí mismos, sin haber podido entablar diálogos o negociaciones productivas con el entorno, y su estilo y su relato se vuelvan excesivos, aberrantes y autárquicos, mezclando voces, discursos y materiales. Así, la verborrea carnavalesca de El palacio, los monólogos incomunicados de La traición o el presente permanente de El país de la dama eléctrica. Un ejemplo algo más problemático, para terminar, sería el de Las batallas en el desierto de José Emilio Pacheco, aparecida en 1981. Esa nouvelle también trata claramente de observar el itinerario de su protagonista a la luz de un momento preciso de la Historia que explica un determinado destino nacional. Pero ya vimos al comentarla con más detalle cómo esa reconstrucción del marco social alcanzaba tal saturación de referencias e indicadores que resaltaba más si cabe la escisión entre la museificación del paisaje social y el recuerdo vago y elegíaco del relato amoroso que centraba el camino formativo, entre la precisión traumática de la Historia y el poder, y la vaguedad de los eufemismos que trufan todo el relato. Se podría hablar, en este caso, de un cierto manierismo de lo alegórico. Manierismo porque aparece una voluntad clara de reflejar los dos términos de la alegoría, el literal y el figurado, la narración y la nación, pero ambos se explicitan en el relato desde discursos que se repelen, que acentúan lo artificioso de su asociación. La retórica de ambos discursos se convierte en el indicio de su divergencia: el marco nacional se construye sobre la acumulación de elementos que adquieren el valor de índice de un contexto concreto. Así comienza la novela: Me acuerdo, no me acuerdo: ¿qué año era aquél? Ya había supermercados, pero no televisión, radio tan solo: El Llanero Solitario, La Legión de los Madrugadores, Los Niños Catedráticos, Leyendas de las calles de

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México, Panseco, El Doctor IQ, La Doctora Corazón desde su Clínica de Almas. Paco Malgesto narraba corridas de toros, Carlos Albert era el cronista de futbol, el Mago Septién transmitía el béisbol. Circulaban los primeros coches producidos después de la guerra: Packard, Cadillac, Buick, Chrysler, Mercury, Hudson, Pontiac, Dodge, Plymouth, De Soto... (Pacheco 2007: 9).

Frente a esa estrategia acumulativa, el relato formativo y amoroso se articula sobre lo elíptico de un recuerdo sincopado. Si el primero trata de capturar una referencia histórica compartida y reconocible, el segundo resalta la opacidad del momento recreado: cabe recordar que la desaparición de la amante se explica, justamente, por la intervención del Estado, pues la relación de ese personaje con un poderoso funcionario del gobierno se vuelve contra ella cuando se convierte en un elemento incómodo. Dicha opacidad se enfrenta a la sobreexposición que presenta la estrategia acumulativa, hasta desvelar lo ilusorio de su evidencia: lo reconocible colectivamente, entonces, se vuelve una apariencia engañosa que enmascara la dificultad de conservar un discurso de verdad, es decir, una fundamentación clara de los hechos efectivamente acaecidos. De ahí que el aparente reconocimiento inmediato de una época social que la novela presenta al comienzo se convierta progresivamente en secretismo y desconfianza entre los habitantes del barrio, poco dispuestos a exhibir lo que comparten. Con la obra de Pacheco volvemos al relato amoroso como posibilidad de alegoría nacional que planteaban las foundational fictions, aunque observado detenidamente, está en las antípodas de aquel tipo de narración. Allí, la culminación de la historia de amor en matrimonio, tras salvar todos los obstáculos, cifraba en el final feliz de la pareja la unidad posible de la nación, “a metonymic association between romantic love that needs the state’s blessing and political legitimacy that needs to be founded on love” (Sommer 1991: 75). En el texto de Pacheco, sin embargo, y más allá de que narre un amor imposible —el del colegial por la madre de su mejor amigo—, es el Estado quien imposibilita el relato amoroso. Al volver el protagonista al barrio años más tarde y descubrir el final de esa historia que no fue, ratifica la precariedad de aquello que narraba su recuerdo, el tono elegíaco con

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el que recuperaba un pasado falseado, del que apenas sabía nada. El contraste entre esa precariedad y la precisión de las referencias que permiten reconocer una época del país proyecta sobre la novela un doble discurso irónico, entre el horror y la nostalgia. La estrategia alegórica que remite a un espacio nacional compartido se construye, por lo tanto, sobre un elemento literal que apunta a su propia disolución como índice fiable y verificable. Con esa acentuada retoricidad de la estrategia alegórica, esta novela situaría el éxtasis y la clausura de esa posibilidad de lectura de la novela de formación.

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“Siempre me he preguntado si somos nosotros los que engendramos las situaciones, o son estas las que nos engendran a nosotros”. La casa del ángel

Acercándonos al final, recopilemos algunas lecturas. Ángel Leto, el protagonista de Cicatrices, avanza en su aprendizaje de la incertidumbre en paralelo a su lectura de Tonio Kröger de Thomas Mann, fundada en la paradoja de un personaje que desea a alguien tan distinto a él que, confesándole su amor, este se desvanecería como posibilidad; en Las buenas conciencias —esa novela que tiene escenas de Grandes esperanzas de Dickens—, Juan Manuel, el mejor amigo del protagonista, le regala a Jaime Ceballos El rojo y el negro de Stendhal, en donde encuentra una figura desafiante e inspiradora; la huida histérica y errabunda del Martín Gomel de El país de la dama eléctrica tiene un coro de acompañantes imaginarios, plagado de estrellas del rock y poetas malditos, pero los dos libros que jalo-

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nan su actitud retadora son dos: Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain y Los cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rilke. Podríamos seguir inventariando numerosos casos más —desde el hipotexto de Oliver Twist en Un retrato para Dickens hasta La montaña mágica que le regala Toto a Herminia en La traición de Rita Hayworth o las menciones a Dickens y Twain de Un mundo para Julius—, casos de referencias explícitas a la tradición principalmente europea de novelas de formación desde las obras hispanoamericanas que hemos estado recorriendo. Las lecturas de aprendizaje de nuestros protagonistas son prácticamente siempre novelas de formación europeas. Dichas alusiones pueden ser vistas como elementos superficiales o accesorios, pero no por ello dejan de ser un síntoma que apunta, al menos, en dos direcciones: por un lado, señalan una cierta autoconciencia del patrón narrativo que las novelas mismas siguen —lo que A. Fowler (1982) denomina generic signals—; por el otro, plantean una voluntad de no reconocimiento de la tradición propia. Este último elemento resulta relevante. Cuando nuestras novelas de formación buscan hacer evidentes los modelos legitimadores del género que están practicando, ninguno de estos modelos pertenece a la tradición hispanoamericana. Solo en una fase muy tardía, en novelas como Mala onda de Alberto Fuguet o Ciencias morales de Martín Kohan, aparecerán referencias a La ciudad y los perros o Juvenilia de Miguel Cané, aunque siempre como ejemplos a rechazar, como relatos que tales novelas tratarán de invertir y desprestigiar. La no asunción de la tradición literaria propia como una secuencia válida, la necesidad constante de refundar y empezar de cero sobre la base del sobreseimiento de los autores precedentes, se ha convertido en una actitud tan recurrente que hay quien la ha estudiado como rasgo definitorio de la tradición hispanoamericana (Sommer 1990: 73). Me va a interesar pensar esa falta de reconocimiento en el marco de la aparición y consolidación de la novela de formación para observar cómo esa presencia sin conciencia reformula la función de dicho género en esta tradición y acaba contribuyendo a configurar una voz literaria propia y legitimada. Acercándonos al final, por lo tanto, volvamos a convocar algunas lecturas comparadas.

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La importación de la novela de formación “Sin modelo no sé dibujar, sin modelo mamá sabe dibujar, con modelo dibujo mejor yo. ¿Qué dibujo hago a las 3? El aburrimiento más grande es la siesta”. La traición de Rita Hayworth

A riesgo de ser impreciso, podría comenzar afirmando que la novela de formación no surge en la tradición hispanoamericana como resultado de una estrategia consciente de importación de esa forma narrativa. Más bien aparece en la desembocadura de otros géneros, de los que se nutre. Así, Don Segundo Sombra se ubica al final de la literatura gauchesca e Ifigenia es una reelaboración epigonal de cierta novela romántica del xix, mientras que El juguete rabioso toma impulso desde moldes picarescos que están en el surgimiento de la novela hispanoamericana. Además, las dos primeras pueden leerse en diálogo, clausurando y superando la tradición de romances nacionales del siglo anterior. La huella de la novela de formación en esas primeras narraciones no se incorpora como una importación que busque trasplantar el género desde la tradición europea, sino como una solución estética que permite revitalizar la narración desde géneros tradicionales que pertenecen ya a otra temporalidad social, histórica y cultural. Desde esta perspectiva, la novela de formación emerge al albur de los cambios drásticos y las resistencias a esos cambios que provocan los procesos modernizadores a partir de la última década del siglo xix. La velocidad variable de tales modificaciones en las distintas realidades geográficas y literarias hispanoamericanas obliga a ser cautos al sacar conclusiones unitarias, pero puedo apuntar que, progresivamente a partir de esas fechas, se expanden dos tipos de experiencia que querría recuperar: primero, la aparición gradual de una coexistencia social y cultural de temporalidades y tradiciones distintas como conciencia conflictiva, y segundo, la autonomía y especialización del campo intelectual, es decir, la nueva relación desagregada entre la creación literaria, el intelectual y la acción política. Todo ello, que ya había tenido un primer impulso con el Modernismo y la generación de 1880, se consolida a partir de focos y figuras muy localizados, que empiezan a

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configurar campos culturales de debate: en el Ateneo de México, en capitales como Buenos Aires, o más ampliamente en el área rioplatense a partir del Ariel de Rodó y todas sus derivaciones en las décadas siguientes. Son esos deslizamientos progresivos los que mueven el paisaje en el que se insertaban los géneros tradicionales del siglo anterior, que ahora aparecen caducos. Y son también esos deslizamientos los que generan la necesidad de una renovación narrativa que atienda a la nueva complejidad social, y los que terminarán por explicar la aparición de la novela moderna en la tradición hispanoamericana. La novela de formación surge en esos procesos de cambio social y renovación estética, de los debates sobre las consecuencias de la modernización y sobre las vanguardias de la década de 1920. La nueva fase va a ocuparse sobre todo de escrutar las caras de la Modernidad y hacer balance crítico de los discursos fundacionales que había sustentado la formación de las repúblicas independientes durante todo el siglo xix. Desde la conciencia de crisis y reconstrucción de esos proyectos surge la novela de formación, que gira alrededor de un sujeto que tiene que negociar con esos cambios en un paradigma de narración compleja, que aglutina distintas voces y experiencias, y que revisa críticamente los proyectos burgueses esquemáticos o monolíticos de la época anterior. Estamos así, ante un cambio fundamentalmente cualitativo. La novela de formación, ya lo vimos en la aparición del Bildungsroman, puede incorporar argumentos, motivos y estructuras del relato de aprendizaje tradicional, pero se asocia a un tratamiento complejo y crítico diferencial del mismo, como hemos ido observando a lo largo de este trabajo. En lo que atañe a su reescritura hispanoamericana, la novela de formación aparece y se desarrolla sobre la erosión crítica de los discursos sociales homogeneizadores que tratan de socavar o sobreseer la heterogeneidad nuclear de la propia tradición cultural. Por eso la mayor parte de los relatos de aprendizaje que esas novelas proponen muestra a su protagonista desvelando las contradicciones y tensiones que esconde la estabilidad aparente del entorno: ya sea la endogamia y decadencia familiar en Crónica de San Gabriel, la jerarquía moral del Leoncio Prado en La ciudad y los perros, o la insuficiencia del recuerdo elegíaco en Las batallas en el desierto.

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En este sentido, es comparable la aparición de la novela de formación en ambas tradiciones —europea e hispanoamericana—, es decir, diríamos que las presuposiciones poéticas (Culler 2002) de ambas —es decir, el marco general que explica su necesidad—, tienen un nivel de coincidencia que nos permite incluir la variante hispanoamericana dentro del mismo subgénero. Pero eso no debe impedir seguir revisando las diferencias que incorpora. Más adelante abordaré la cuestión del sujeto, pero ahora conviene analizar qué supone para la aparición del género en Hispanoamérica el desfase temporal de sus primeros ejemplos y la situación periférica de dicha tradición. Sobre todo, desde el punto de vista estético, pues las tres primeras novelas propuestas se publican en un momento de acusado debate y enfrentamiento por la hegemonía estética del campo literario hispanoamericano. La década de 1920 imprime una amplia renovación en la narrativa hispanoamericana a partir de los conflictos y porosidades entre la narrativa indigenista, social y vanguardista, que he subsumido en la eclosión de una novela moderna con muchas caras y aristas. Sin embargo, conviene subrayar que esa renovación se lleva a cabo sobre la puesta en crisis de la narrativa realista y naturalista que había dominado la tradición hispanoamericana desde la década de 1880, tras coger el relevo y continuar la estela de los romances románticos. Dicha hegemonía se había basado en una trasposición esquemática de los modelos de escritor europeo del siglo xix, fundamentalmente francés (Expósito 2009; Ramos 1989; etc.). Resaltamos esta crisis porque, a diferencia del Bildungsroman, que surge antes de la consolidación de esos modelos y se desarrolla en paralelo al realismo europeo, la novela de formación en Hispanoamérica aparece cuestionando aquellos rasgos que definen al sujeto naturalista. Por ejemplo, el determinismo social. Al destino impuesto por la experimentación naturalista entre la raza, la época y el milieu, se va a enfrentar el nuevo espacio de negociación y libertad que, no siempre con éxito, incorpora el sujeto moderno. La búsqueda de un espacio narrativo propio de la tradición hispanoamericana, de hecho, se configura durante todo el siglo xx cuestionando el modelo realista. Casanova ha estudiado convincentemente cómo la erosión del modelo realista suele aparecer en algunas tradiciones literarias como estrategia inicial para acceder a un paradigma es-

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tético reconocible en los centros literarios y, por lo tanto, al reconocimiento internacional (2001: 259 ss.). Eso no conlleva la desaparición del realismo en tales tradiciones, sino la diversificación en su tratamiento y una mayor experimentación formal. Integrada en ese paisaje y proyecto, la novela de formación describe esa diversificación y crisis del modelo realista, ya sea a través de la aparición de un realismo distorsionado o grotesco (El juguete rabioso, Hijo de ladrón, Los ríos profundos), la presencia creciente de un subjetivismo autárquico (El palacio de las blanquísimas mofetas, Un retrato para Dickens), o las distintas vías hacia la experimentación formal: la fragmentación, la mezcla de voces y discursos o la histeria lingüística (Ifigenia, La traición de Rita Hayworth, La ciudad y los perros, El país de la dama eléctrica). Así, si el Bildungsroman se configura en la expansión de la burguesía y del discurso realista, la novela de formación en Hispanoamérica aparece cuando ambos elementos empiezan a ser cuestionados. Esto último tiene dos síntomas, que son a la vez consecuencias de distintos procesos culturales e históricos. El primero es que, frente a la organicidad a la que aspiran la mayoría de Bildungsromane, que explica la progresiva expansión del aprendizaje del protagonista y que se entiende sobre la base de la reflexión previa alrededor del concepto de Bildung de toda una generación de filósofos y escritores alemanes anteriores al Wilhelm Meister, frente a esa organicidad, la novela de formación hispanoamericana acentúa el carácter esquemático del aprendizaje y disminuye el de su procesualidad, con lo que se reduce el papel de la iniciación a momentos puntuales de la vida del personaje, en cierto modo condensadores del sentido. Es decir, esta novela de formación tiende a la discontinuidad centrífuga, haciendo apuntar al relato en muchas direcciones sin la argamasa cohesionadora y autorreflexiva de la tradición europea. El segundo síntoma es la carencia de protagonistas modélicos. No se trata solamente de que la novela de formación hispanoamericana presente mayoritariamente caminos de de-formación, sino que dichos relatos no funcionan sobre la polaridad del itinerario afirmativo/negativo derivada de la integración armónica del protagonista en la sociedad. En realidad, resulta mucho más preciso pensarlos en el marco de la ambivalencia crítica. Así, incluso novelas que tratan claramente de plantear a sus protagonistas como

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modelos —pongamos por caso Don Segundo Sombra, Las buenas conciencias o Los ríos profundos—, arrastran consigo el reverso del discurso supuestamente afirmativo que despliegan, una complejidad polifónica que integra lo conflictivo y señala los límites del planteamiento propio. En definitiva, no sirve verlos simplemente como personajes ejemplares.1 La importación de la novela de formación como patrón genérico a la tradición hispanoamericana tiene que ver, por lo tanto, con una remodelación de la jerarquía de géneros novelísticos que se da a la altura de la década de 1920. La decadencia de un modelo realista tout court y los estertores de algunas formas tradicionales que se remontan al siglo anterior, se aceleran en un momento de cambio social y estético que exige nuevas soluciones. Todas ellas acudirán a la novela de formación para plantear exploraciones de ese nuevo paradigma cultural. No se trata de una importación consciente del modelo europeo —al menos, en sus primeras manifestaciones—, sino que más bien se trata de un intento de acceder a una nueva temporalidad estética a la que apuntan prácticas distintas y géneros narrativos que tuvieron su apogeo en el siglo anterior. Puntos de partida, desafíos y caminos diferenciados que llegan a una misma zona de reposo: la novela de formación. Como hemos visto, la conciencia genérica se acentuará más adelante, cuando las novelas mencionen, aludan o incorporen ecos de la tradición europea. Pero la escasa conciencia de la singularidad de la variante hispanoamericana me incita a pensar la novela de formación como un tipo textual que insiste y persiste, pero no se instala en la

1 Incluso en la misma tradición europea, la integración del protagonista en la sociedad como objetivo final del Bildungsroman engloba solo algunas de las novelas que participan en el género. En la introducción, vimos cómo esa definición del género que había propuesto Wilhelm Dilthey, y que se impuso como visión canónica del mismo, ocultaba numerosas narraciones que abordaban el aprendizaje desde lo conflictivo, ya desde el primer romanticismo: “the SchillerKörner-Morgenster-Dilthey line has stressed harmonious self-development and what one might call the complacency of manifest accomplishment; Friedrich Schlegel and the other Romantics stressed self-division, irony, potentiality, and progressivity” (Amrine 1987: 135).

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tradición hispanoamericana. En la segunda mitad del siglo xx: la novela de formación en Hispanoamérica se disuelve a la misma velocidad que se modela y cumple, es decir, aparece para desenmascarar los discursos culturales y políticos monolíticos del xix y buscar una voz y una Modernidad propia y, cuando estas empiezan a ser reconocidas y reconocibles, la novela de formación se desplaza o se disuelve en otros subgéneros. Así, alcanzados los alrededores del boom, se produce nuevamente una intensa remodelación del paisaje de géneros novelísticos, un cuestionamiento de los bordes y los órdenes que sitúa en lugares de privilegio soluciones formales que erosionan y descabalgan a la novela de formación o responden mejor que esta a los nuevos estímulos. John Beverley, por ejemplo, ha observado cómo la aparición del testimonio como solución narrativa genera nuevas estrategias de construcción del efecto de verdad, de relación entre la representación literaria y el referente, que minimizan la efectividad de modelos de representación de otros géneros, como la novela de formación (Beverley 2004: 34 ss.). Algo parecido ocurre con la proliferación de todas las prácticas asociadas a la narrativa non-fiction, desde el collage a la revitalización de la crónica o el reportaje. Otro tanto podría decirse de los proyectos megalómanos que parten de las principales figuras del boom y que recuperan la ambición de la novela total, de la narración que supere toda particularidad genérica. Eso conduce a narraciones que podrían ser definidas como novelas de formación, como Rayuela o incluso Paradiso, pero que una lectura que las recluyera bajo esa etiqueta acabaría forzándolas a una restricción interpretativa nada deseable ni útil. La novela de formación en Hispanoamérica, por lo tanto, aparece como un género narrativo en y de transición. En transición porque carece de modelo interno propio y reconocido, y de la potencial reflexión asociada al mismo capaz de crear una imagen más o menos fijada con la que las novelas pudieran dialogar críticamente. Tal cosa no sucede y eso lleva a la aparición de una constelación de novelas aparentemente disociadas entre sí. Es también una forma narrativa de transición porque asoma, se consolida y se disuelve, en el proceso de búsqueda de una voz literaria propia que parte de la asunción de una novelística moderna, es decir, de una tradición madura, y lleva al reco-

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nocimiento de esa tradición por parte de la trama literaria occidental, principalmente a partir del boom.

La separación de la comunidad “Mirá —dijo mi padrino, apoyando sonriente su mano en mi hombro—. Si sos gaucho en de veras, no has de mudar, porque andequiera que vayas, irás con tu alma por delante como madrina’e tropilla”. Don Segundo Sombra

El fragmento de Don Segundo Sombra que reproduce el epígrafe se sitúa en el momento culminante de la novela, cuando Fabio Cáceres, el protagonista del aprendizaje gaucho que centra el relato, acaba de recibir la carta que le hace acreedor de una herencia que lo convierte en su reverso, un estanciero. Esa carta, que no deja de ser un signo que apunta a un pasado familiar desconocido, es decir, que dista mucho de poder equipararse a la experiencia con la cuadrilla de gauchos que se ha ido narrando hasta entonces, atribula a Fabio. Fabio siente que ha traicionado a sus compañeros de viaje, aunque en realidad, nada ha hecho o decidido todavía que pueda inculparlo en el cambio. Es indiferente: la carta, el escrito, lo hace sentirse despojado de su cualidad de gaucho y de la complicidad con Sombra, lo hace sentirse ajeno a todo lo que ha aprendido con él, a todo lo que ha sido narrado hasta entonces. Por eso Sombra trata de consolarlo y recordarle que no tiene por qué perder sus cualidades aprendidas, algo así como si, cualquiera que fuera su experiencia posterior, no pudiera cambiar su esencia de gaucho. Pero es aquí donde aparece la paradoja: ¿es realmente Fabio un gaucho? Ya he comentado en otro apartado cómo el relato puede entenderse como la conversión del protagonista de guacho en gaucho, según él mismo indica. Entonces, cabría reconsiderar la pregunta y plantear si es posible describir a Fabio en términos de lo que es por naturaleza, es decir, de su esencia. Probablemente, ese sea uno de los problemas que pone en cuestión la novela de formación: la posibilidad de definir al personaje a partir de una esencia inamovible o un destino. Y, sin embar-

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go, en la variante hispanoamericana sigue planteándose frecuentemente la dialéctica entre el personaje y determinadas identidades heredadas o fosilizadas. Si leemos atentamente el epígrafe, no obstante, advertimos dos voces claramente diferenciadas, que ahondan en esa paradoja: por un lado, Sombra, con su habla característica, con esa elocución que define su diferencia como gaucho, asegura a Fabio que no dejará de ser un gaucho; por el otro, Fabio, que en tanto narrador irrumpe a través del paréntesis, utiliza un registro formal y normativo que contrasta con el desorden y el sociolecto gaucho de Sombra. Es en este contraste de estilo donde se define al narrador como no gaucho. La divergencia entre aquello que el epígrafe efectivamente afirma y aquello hacia lo que apunta el contraste formal entre las dos voces, no solo afecta a esta novela sino a casi todas las obras estudiadas, sobre todo a aquella mayoría de ellas en las que el narrador y el personaje tratan de refugiarse bajo una misma primera persona del singular, bajo el mismo pronombre yo. En la variante hispanoamericana de la novela de formación ese yo suscita en su intento de síntesis dos problemas, principalmente: el primero tiene que ver con la reflexividad negociada del narrador que se relata a sí mismo como personaje, y el segundo alude a la inadecuación de la temporalidad del personaje respecto a la temporalidad de la comunidad. El primer asunto ha ido apareciendo puntualmente a medida que nos acercábamos a determinadas novelas del corpus estudiado. Analizando El juguete rabioso, Crónica de San Gabriel, Ifigenia o Las batallas en el desierto, observamos cómo la narración apuntaba al difícil encaje de la distancia entre personaje y narrador. Es decir, cómo era posible explicar a partir de la experiencia narrada del personaje el tono con que el narrador trataba de conferir sentido a esa experiencia. Y el nudo gordiano de este asunto estribaba, veíamos, precisamente en la posibilidad de establecer un sentido, una dirección al itinerario de aprendizaje del protagonista. En la mayoría de los casos, el narrador solapa ese itinerario con la reconstrucción de un relato que no desvela un sentido totalizador, pero dota de una dirección a la experiencia. Por ejemplo, en Crónica de San Gabriel, después del aprendizaje que despliega Lucho, entendemos que pueda empezar la novela como narrador con ese incipit lleno de desolación: “Las ciudades, como las personas o las casas, tienen un olor particular, muchas veces una pestilencia” (1991: 15). Siguiendo el rela-

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to, entendemos cómo un personaje que empieza siendo un forastero se convierte en un narrador exiliado de una experiencia que lo ha llevado a la conciencia profunda de su incapacidad de comprender la vida en la hacienda que acoge su aprendizaje. Desde el principio, el narrador ya está al final de la novela. Algo parecido ocurre en El juguete rabioso: Silvio decide traicionar al Rengo siguiendo una motivación oscura, inexplicable, que lo condenará a huir y a escribir su propia historia indagando en una posible explicación. Tales narraciones, de esta manera, participan de esa línea de novelas de formación cuyo protagonista se retira para dejar espacio y distancia a la escritura. Su aprendizaje es el aprendizaje de esa separación que le sirve para escribir, como al Ángel Leto de Cicatrices, el Martín Gomel de El país de la dama eléctrica, la María Eugenia de Ifigenia o la Albertina de La caída. Probablemente haya que ver ahí una variante hispanoamericana de la novela del artista, que proyecta una escritura indulgente sobre una experiencia desmitificada. Conviene subrayar este último elemento porque la cuestión de la experiencia no es un asunto baladí en el marco de la novela de formación. Ya en “El narrador”, Walter Benjamin (2008) apuntaba a la devaluación de la experiencia como aporía de la narración novelística. Es decir, cómo la ausencia de un sentido codificado y compartido por los individuos en relación con la experiencia en la Modernidad europea había conducido a la proliferación de narraciones marcadas por la imposibilidad de recuperar ese sentido cohesivo, basado en la autoridad de la experiencia (Agamben 2001: 9 s.). El rasgo semántico distintivo de la novela de formación es la experiencia del descubrimiento, es decir, la condición primitiva de todo aquello que vive el protagonista, precisamente, por primera vez. Sin ese acento en la primera vez, casi cualquier narración podría ser analizada en el marco del desarrollo formativo del personaje. Lo diferencial en la novela de formación, entonces, es esa primera vez de todo. Por eso, Benjamin termina dirigiéndose en su artículo a la novela de formación y concluyendo que “al integrar el proceso de la vida social en el desarrollo de una persona, permite que prospere la justificación más frágil imaginable para los órdenes que determinan [ese proceso]. Su legitimación está sesgada respecto de su realidad. Lo insuficiente deviene acontecimiento precisamente en la novela de formación” (2008: 66).

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La noción de descubrimiento es la base de esa imperfección, pues abre la puerta a lo imprevisto, a la posibilidad de lo no determinado. Lo que denotan los narradores de las novelas que he mencionado antes es que en la novela de formación hispanoamericana la posibilidad de atribuir sentido a ese descubrimiento es muy precaria, esto es, que cuanto mayor es la indagación del narrador, el significante nos devuelve una paradoja más profunda. Así, si en la tradición europea del siglo xix, el protagonista puede explorar vías contrapuestas y buscar una síntesis o una estructura propositiva, la mayor parte de reescrituras hispanoamericanas muestran a un narrador atrapado en el hiato que lo separa de la experiencia narrada, condenado a volver una y otra vez a acotar la carencia que lo justifica como narrador. Se presiente en ese hiato una cierta inadecuación de las expectativas del relato de formación respecto a las posibilidades de formación que la realidad representada ofrece al protagonista. Y, sin embargo, en la tradición hispanoamericana, esa reflexividad tan incómoda no está tematizada, no se convierte en objeto de reflexión, como sí ocurre en la tradición europea, principalmente alemana, donde la autoconciencia del personaje lleva a una constante observación de la salida de sí, del abandono del yo previo que implica todo aprendizaje. Las novelas de formación hispanoamericanas, en cambio, son poco proclives a la digresión filosófica sobre los asuntos que definen el género —la libertad, el sujeto, la construcción de una imagen, los límites y la ética respecto al Otro, la negociación con la comunidad—; simplemente, la narran. De ahí que la reflexividad no esté tematizada pero sí incorpore en la narración un elemento muy característico de la variante hispanoamericana: la relectura del pasado histórico y social como búsqueda de un origen impuesto, del que el personaje sería un comentario o nota a pie de página. Y esa hiperconciencia histórica, esa necesidad de reconstruir un pasado —nacional, cultural— coherente, recupera en un nivel colectivo, la tendencia hacia la repetición que veíamos antes en el narrador, en un plano individual. No se trata solamente de que en muchas de las novelas aparezca un intento deliberado de vincularse con un contexto social e histórico muy preciso, sino que la construcción del aprendizaje se entrelaza con

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una formulación de la historia como relato que lo justifica. Así, en Las buenas conciencias, el ascenso de la familia Ceballos durante varias generaciones y su deseo de perpetuación, explican la posición social que posibilita el relato de Jaime; algo parecido ocurre entre la reconstrucción de un relato sobre el pasado peruano y la formulación del presente en el que se incluyen los protagonistas de La ciudad y los perros, Crónica de San Gabriel o Los ríos profundos. No aparece tanto el análisis ensayístico de la historia como la presencia imponente de una organización social que se explica a través de la historia. Tan insoslayable es esa presencia y su inmovilismo que, como hemos visto, en muchas ocasiones se impone sobre el camino de aprendizaje del personaje, es decir, le obliga a asumir la herencia social o familiar por encima de su experiencia. En otras palabras, la herencia desmiente el progreso formativo. Desde esta perspectiva, en la tradición hispanoamericana, la potencialidad del sujeto en formación no parece apuntar hacia el futuro sino hacia el pasado, es decir, cómo explicando el pasado histórico parece justificarse la cancelación de un proyecto futuro. Es ahí donde la temporalidad del personaje no encaja con la de la comunidad. De hecho, la evolución de esta novela se apoya sobre la evidencia cada vez más inapelable de ese desencaje. Así, en las primeras obras estudiadas, el relato de formación se sustenta sobre la crítica a los relatos nacionales homogeneizadores del siglo xix, pero no cuestiona que deba existir una visión de la comunidad desde la que el personaje es comprensible —claramente, por ejemplo, en Ifigenia o Don Segundo Sombra—. La separación del destino individual del destino colectivo comienza a hacerse patente ya en la segunda mitad del siglo xx, cuando se empieza a asumir que la comunidad es irreductible a un relato unitario o coherente capaz de incorporar el margen de libertad que implica la formación de un sujeto autoconsciente y crítico. No se trata tanto de que la comunidad no reconozca al sujeto, como de que la comunidad está desarticulada como relato —véanse, por ejemplo, los monólogos aislados, incomunicados entre sí, de La traición de Rita Hayworth o, justo lo contrario, la confusión de voces en La ciudad y los perros o El palacio de las blanquísimas mofetas—. La emergencia de la complejidad social indica que ya no es posible determinar un único relato colectivo aglutinador, que el relato totalizador

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ya no se contempla como una solución sino, paradójicamente, como una restricción falseadora. Salvando muy ilustres excepciones —como Los ríos profundos, que sí plantea un destino colectivo, aunque lo haga como utopía—, podríamos decir que una de las causas de disolución de la novela de formación en los alrededores del boom es que desaparece uno de sus rasgos prototípicos: la negociación individuo/sociedad, por descomposición de la segunda. En relación con este punto, cabe recordar que en la mayoría de las novelas estudiadas encontramos la representación del paso de una organización social tradicional —casi feudal, basada en la jerarquía de clases, las oligarquías, la religiosidad y el escaso reconocimiento de derechos individuales— a otra moderna. La tensión entre la perpetuación planteada por los discursos de poder y la amenaza que supone el sujeto en formación para ese statu quo, convierte en especialmente relevante la aparición de una figura antagonista de autoridad agigantada hasta la deformación —encarnada, por ejemplo, en el autoritarismo del tío Balcárcel en Las buenas conciencias, en la abuela de Ifigenia, o en el modelo militar del Leoncio Prado de La ciudad y los perros—. Todas esas figuras sustentan su poder en un determinado relato apriorístico que reprime la diferencia y que trata de imponerse como destino del sujeto en formación. En cierto modo, cada una en su contexto y a su velocidad, muestran la inadecuación del cambio en esas sociedades, es decir, del cambio visto como amenaza en una realidad cuya complejidad trata de ser neutralizada en lo que tiene de desafío de códigos y discursos de poder. El personaje se fundamenta en la experiencia del descubrimiento, mientras que la comunidad, al construirse sobre la vuelta del pasado, solapa ese descubrimiento con un retorno ritual, con un re-conocimiento que no admite el cambio. En esa tensión puede cifrarse la huella irónica en la novela de formación hispanoamericana. Y como ocurría en el Bildungsroman, no se trata de una ironía como simple figura retórica, sino de una doblez escéptica que impregna todo el relato: la conciencia de que la negociación con la comunidad solo es concebida desde una de las partes, la del sujeto en formación. La progresiva desaparición de ese interlocutor, la conversión gradual del diálogo en un monólogo incomunicado, inocula en la serie de novelas propuesta

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una cada vez mayor prestancia irónica que, en la mayor parte de los casos, se traduce en la insuficiencia de lo dicho para remitir a un único sentido. A medida que avanzamos hacia los alrededores del boom, el discurso del personaje se vuelve más ajeno y críptico para la sociedad que lo rodea, pero a su vez, esa distancia se explica justamente por lo que no queda dicho, por esa ausencia de interlocutor que solo se expone y explicita en la conciencia irónica del lenguaje de un narrador que no encuentra réplicas que no clausuren el diálogo. La imposición al final del relato de un pasado que el protagonista había desmentido o creído superar, además, transfiere a muchas de estas novelas de formación una temporalidad cíclica, una suerte de ritualización del retorno, de la perpetuación de un pasado que colisiona con la progresividad y la proyección hacia el futuro del camino formativo del personaje principal. La emergencia de esa suerte de temporalidad atávica e imprevista se concreta de formas muy variadas en cada novela, pero en todas ellas remite a un relato mal resuelto sobre la historia. Si recuperamos el esquema ritual de paso e iniciación propuesto por Van Gennep (2008) y que Campbell (1972) aplica a la representación literaria, con sus tres fases —separación, etapa liminar y regreso/reconocimiento—, el pasado atávico que se impone parecería invalidar aquello que ocurre en las dos últimas etapas del ritual. No lo anula, pero tampoco lo reconoce. El problema se agudiza cuando es el individuo quien decide separarse de la comunidad y no volver, como en El país de la dama eléctrica. Es ahí donde el destino del individuo se desvincula definitivamente del de la comunidad, donde la negociación ya no es reducible a una dialéctica.

Un final que no lo sea: la formación como espacio literario “Dejar la infancia es precisamente remplazar los objetos por sus signos”. Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas

Si el individuo ya no vuelve a la comunidad, si ya no aspira a reintegrarse para culminar su aprendizaje y ratificar su madurez, el camino

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de formación pierde su horizonte y su dirección. No se trata solamente de que la comunidad rechace o margine al protagonista en formación: uno de los rasgos prototípicos de la variante hispanoamericana es que está poblada en casi todos los casos por personajes caracterizados a partir de ese desencaje —mestizos, ladrones, hijos de ladrones, gauchos, rockeros malditos, etc.—. No se trata, pues, de la marginación o el rechazo, sino de la falta de comunicación que permita una negociación entre individuo y comunidad. Al final de este recorrido por las novelas de formación hispanoamericanas, el aprendizaje ya no depende tanto de las experiencias iniciáticas como del lenguaje que cada actor utiliza. Y en ese uso, el lenguaje deviene barrera y cárcel, o bien se convierte en la experiencia misma. Ese último momento podría girar alrededor de la invalidez de las identidades esenciales o naturales como modelos previos a su enunciación. Es decir, si la identidad se construye discursivamente sobre la experiencia, la exclusión social del protagonista no deslegitima su posición, pero dicha exclusión imposibilita el diálogo, aísla al personaje. En tal caso, la afirmación se fundamenta en la negatividad del sujeto frente a la sociedad que lo rodea y obstruye —la afirmación sexual en Puig, la aparición del doble en Saer, el grito y la palabra como agonía en El palacio de las blanquísimas mofetas, el exilio y la violencia soterrada en Cohen, etc.—. Si antes hemos visto cómo la novela de formación se desarrolla y explica por la evidencia de una complejidad social que socaba los relatos nacionales homogeneizadores del siglo anterior, ahora esa complejidad se traslada a la posibilidad de relatar una voz autocentrada y reconocible. La formación, entonces, se ocupa de la indagación en esa exterioridad imposibilitadora, es decir, la formación se fundamenta en un espacio lingüístico. Mientras los romances fundacionales giraban alrededor de una figura autoritaria que sintetizaba un determinado modelo social, novelas de formación como El país de la dama eléctrica, Un retrato para Dickens o El palacio de las blanquísimas mofetas, trasladan ese autoritarismo inmovilista y opresivo al contexto social y político que dibujan. Ya hemos visto cómo en novelas anteriores aparece un intento por erosionar discursos homogeneizadores o inmovilistas —en Ifigenia sobre la figura autoritaria de Abuelita, en Las buenas conciencias contra

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el tío Balcárcel o en El juguete rabioso frente a los saberes socialmente prestigiosos—, pero ahora el cuestionamiento de los discursos que legitiman tal situación son el punto de partida estructurador de toda la obra, y no conatos parciales y sofocados. En una novela crítica como Hijo de ladrón aparece todavía un narrador que directamente pregunta y ataca, responde y pontifica. En contraste, en La traición de Rita Hayworth, lejos de atesorar su propia voz, el narrador se limita a asumir la máscara del bricoleur (Amícola 2000), del que ensambla y organiza materiales ajenos, y solo evidencia su presencia en los intersticios de esa trama, en los silencios entre cada capítulo, o en gestos como el de romper la linealidad temporal de los monólogos. Los sujetos se han vuelto, así, lugares de enunciación. Y enuncian su propio aislamiento, su propia claustrofobia. Como los protagonistas de Un retrato para Dickens o El palacio de las blanquísimas mofetas, apenas consiguen atesorar un lenguaje que los diferencie de los demás y, a la vez sirva para comunicarse con ellos. En estas últimas novelas el lenguaje se polariza entre la indistinción de voces mezcladas y el monólogo autárquico. El protagonista basa su experiencia iniciática en la capacidad de su lenguaje para construir un sentido, una dirección. Pero no hay oportunidad para salir de sí mismo, para acceder a una comunidad que convalide su aprendizaje. En el Bildungsroman la representación del yo constituía la base del sujeto reflexivo y posibilitaba su trascendencia, el devenir que incorporaba los discursos sociales del entorno; aquí esa representación solo es el origen de una nueva representación y, como ocurre en la novela de Reinaldo Arenas, la repetición y la recurrencia infinita sobre los mismos hechos y las mismas voces tienden a eliminar el sentido de duración y de desarrollo lineal. La mayor parte de las novelas de formación estudiadas se escribe en primera persona, desde la correspondencia problemática entre el protagonista del relato y su narrador. Esta correspondencia servía, sobre todo en las narraciones tempranas, para incorporar una doble temporalidad en el relato mismo, entre los hechos y su recuerdo, entre la experiencia y la construcción de su sentido. Tal separación, sin embargo, se diluye en estas últimas novelas, cuya narración instaura la experiencia y su temporalidad. El monólogo de Martín Gomel en El país de la dama eléctrica, ya lo hemos visto, se enuncia y se agota

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simultáneamente; aprehende, dice y piensa la realidad en un presente automatizado y contradictorio, sin experiencia ni futuro. Como el protagonista, aparece inopinadamente y se disuelve en la nada sin un anclaje claro en el tiempo. La experiencia carece de duración, de desarrollo, y se anima y agota en la búsqueda misma, en la reconstrucción de una experiencia que queda fuera del relato —la traición de su novia y el robo—, y que el relato no necesita en cuanto recuerdo vivido sino como mero carburante para proseguir la huida. Entonces, si la quête se sublima a sí misma y se convierte en una persecución sin objeto, la experiencia de esa búsqueda deviene absoluta, y como tal, carente de sujeto (Agamben 2001: 57). No resulta extraño que las tres novelas que sitúo al final de este recorrido, ya entrada la década de 1980 —El palacio de las blanquísimas mofetas, El país de la dama eléctrica y Las batallas en el desierto—, presenten esa anomalía: el camino formativo se encierra en su propio monólogo y en su propia búsqueda. En las tres, la sociedad desdibuja el horizonte de ese camino, y la imposición de un solo discurso social aparece como castradora de un final negociado: el Estado golpea cualquier margen de libertad a través del autoritarismo, la violencia o el exilio. Las novelas de principios de siglo partían de la conciencia de una crisis de los discursos nacionales, pero atisbaban todavía la posibilidad de renovarlos; a mediados de siglo, la complejidad social ponía en cuestión un relato colectivo totalizador, pero permitía reconocer el camino de aprendizaje de los protagonistas; ahora el Estado condena al sujeto a su propia intrascendencia estética. La novela de formación, en definitiva, apareció en las letras hispanoamericanas como oportunidad crítica frente a los relatos heredados del siglo xix y se desarrolló explorando la posibilidad, límites y pasión de enunciar una Modernidad americana. FIN.

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