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Spanish Pages 216 [140] Year 2022
HÉROES OVILLANOS
Mar Abad
ROMANONES
Una zarzuela del poder en 37 actos
Libros
del K.O. PN0 2
Una colección de pequeñas biografías de personajes históricos no necesariamente ejemplares, posiblemente contradictorios, definitivamente irresistibles.
Mar Abad
ROMANONES Una zarzuela del poder en 37 actos
PRIMERA EDICIÓN:
septiembre de 2022
© Mar Abad, 2022 © Libros del K.O., S.L.L., 2022 Infanta Mercedes, 92 - Despacho 511 28020 - Madrid ISBN:
978-84-19119-11-7 BGH, BT, HBJ DISEÑO DE CUBIERTA: Artur Galocha ILUSTRACIÓN DE PORTADA: Alexandra España MAQUETACIÓN: María O’Shea Pardo CORRECCIÓN: Melina Grinberg CÓDIGO BIC:
A Vicen, por su drip A Javi, por lo smart A mis padres, porque me educaron en la ciencia, el progreso, la libertad y la socialdemocracia A Marcus, porque algún día llegaremos a Kirkjubøur
0. ¿A QUÉ VIENE ESTE LIBRO?
El conde de Romanones es el sello de una época. Podría justificarlo con un listado de todas las veces que fue jefe del Gobierno, ministro, alcalde… pero me quedo con una carta que Fernando Fernán Gómez le escribió a su madre cuando era pequeño. Aquel papel decía palabras de paso, de puro trámite, pero arriba había un retrato que llamaba mucho la atención. El niño había dibujado un sello para echar la carta al buzón. Pero no dibujó al rey, ni a Cervantes, ni a Colón. Dibujó a un hombre con bastón, fumando un puro y un nombre debajo: «Romanones». Era 1930 y, entonces, el conde era una institución. Tanto se había hablado de él que ya era parte del lenguaje. Al que tenía mucho dinero o era un cacique le decían: «¡Ese es un Romanones!». Al que iba con ínfulas le soltaban: «¿Tú quién te has creído que eres, el conde de Romanones?». Hasta en las revistas más cultas, un famoso periodista, el Caballero Audaz, lo usaba como sustantivo: «Que, cultivando la amistad de un Romanones, llegaría a ser ministro». El doctor Gregorio Marañón decía que podían contarse con los dedos los personajes que tuvieron tanta popularidad. «En realidad, Romanones fue un personaje representativo, casi mítico, de la España de su tiempo. Los españoles referían las historias reales o los cuentos inventados de la vida del conde. Eran a la vez creación de él y del genio popular». Pero al poco de morir, en pleno franquismo, su nombre desapareció. Ya sabemos cómo es la historia: cada tiempo pone a unos personajes de moda y baja a otros a las mazmorras. Ahí lo encontré yo. De casualidad. Me sorprendía ver que todos los personajes históricos por los que me interesaba habían tenido relación con él. No había periódico de la Restauración borbónica y la monarquía de Alfonso XIII que no hablara de Romanones. Y entonces fui en su busca porque entendí que para conocer esa época debía conocerlo a él. Leí sus libros, sus memorias, las entrevistas que le hicieron, lo que después publicaron de él… y me fascinó saber que el conde escribía libros de personajes históricos para entender la esencia del
comportamiento humano. Yo buscaba lo mismo en él. Me intrigaba saber cómo se hizo político y por qué llegó tan alto. Me preguntaba qué queda hoy de la política de entonces y qué hay de eterno en su pensamiento político. Quería entender lo que tanto repitió de «la ambición del mando»: las ansias de poder. Tanto dejó escrito sobre el día a día de la política que decidí sacar de sus palabras una especie de tratado de política práctica. De su visión personal de la política práctica (son las frases que, en este libro, aparecen escritas en cursiva). Pero esto no es un tutorial, ni un manual de buenas prácticas. Es el resumen de las ideas y la experiencia de un político que tuvo muchos amigos y muchos enemigos. De un político al que unos trataban de estadista y otros acusaban de cínico, tramposo y expoliador. De una persona a la que unos ponían la alfombra a su paso y le vitoreaban «¡Viva el señor conde!», y otros le gritaban «¡Muera el cojo!» porque decían que donde pisaba no crecía la hierba. De un hombre que cambiaba de chaqueta con tanta agilidad que es imposible colgarle una sola etiqueta. Romanones tonteó con ideas federalistas pero acabó monárquico hasta el tuétano. Fue un liberal que paseó por todas las facciones del liberalismo y un aristócrata que defendió los privilegios de los Grandes de España. Fue un laico católico. Fue un constitucionalista que acabó apoyando a un dictador fascista. Pero ante todo, y sobre todo, fue un político. Un hombre de un instinto político animal. Ya lo decían cuando aún estaba vivo. «Porque si hubiera que definir con un solo rasgo la personalidad de Romanones, habría que calificarlo así: “el político”. El político por excelencia, con todo lo que eso significa de sacrificio y grandeza», escribió, en 1943, el Caballero Audaz. «Y si un día se quiere escribir la verdadera historia pública e íntima de estos cuarenta y tres años del siglo en lo referente a la política española, habría que recurrir forzosamente a las informaciones, a los recuerdos, a la memoria del conde de Romanones». Él, más modesto, dijo otra cosa poco antes de morir. «El mundo camina hoy tan deprisa que los acontecimientos narrados por mi pluma pasan a muy segundo término, y no sabemos qué lugar ocuparán en la historia patria. Lo cierto es que encierran lecciones muy aprovechables para las generaciones presentes y futuras». Por esa última frase he escrito este libro, y me he basado, sobre todo,
en sus memorias. En lo que vivió, en lo que dijo, en lo que escribió. Es la historia de Romanones pasada por el filtro de Romanones.
1. LA COJERA ROMANONISTA
«Yo he escrito mis memorias, no para hacer historia, sino para dar materiales al historiador de mañana». Conde de Romanones
Qué trompazo se metería el niño que se quedó cojo. Era ya noche cerrada. Alvarito iba en un carruaje por las calles tambaleantes del Madrid de 1870. Su padre, el marqués de Villamejor, tiraba de las riendas y exigía al caballo que corriera tanto como pudiera. ¡Tacatá, tacatá! Avanzaban por la oscuridad de las calles del pleno invierno. El eco del trote, los brincos de la calesa, las fachadas de las casas pasando por el rabillo del ojo… ¡Aquello parecía imparable!… de no haber sido por la negrura de la noche, que escondió una zanja en el camino y ¡plof! El carruaje dio un bandazo espantoso y el niño, el padre y el caballo salieron volando. El chavalillo de seis años llegó a casa con las piernas peladas. Al principio pensaron que todo quedaría en unas raspaduras y un par de moratones. Vendas, reposo y adiós muy buenas. Pero es que… ¡vaya forma de curar las heridas! Aunque lo hacía el respetadísimo doctor Laureano Camisón, no había día que el hombre se lavara las manos. Aunque lo peor llegó meses después. Un dolor les advirtió que el accidente de aquella noche dejaría una sombra en Alvarito para el resto de su vida. Esa molestia en la cadera derecha resultó ser un tumor blanco. Los médicos hicieron lo que pudieron, con su cirugía rudimentaria, pero mal apaño tuvo aquello. Fueron años de sufrir y trastear, trastear y sufrir. Para nada. O para ir haciéndose a la idea de lo que vendría después y él mismo describió así de refilón: «A la postre, quedé como todos me conocen». La cojera fue el estigma del hijo toda su vida y el pesar del padre hasta el día de su muerte. Tan mala conciencia le quedó al marqués de Villamejor que, para compensarlo, le dejó en herencia más dinero que al resto de sus hijos y lo justificó con otra expresión muy de puntillas: «las circunstancias especiales que en él concurren».
Poco después del accidente los niños empezaron a reírse de él por su forma de andar medio pa aquí medio pa allá. Al pasar por la calle le cantaban «uno, dos, tres, cojo es». ¡Qué cruz! Álvaro de Figueroa tuvo que lidiar con burlas y mofas toda su vida. Pero él le echaba pecho. No podía correr detrás de nadie, pero tenía agallas para retar en duelo a quien se le pusiera por delante. En su edad moza le dio por practicar esgrima y tiro de pistola en la sala de armas de Broutin. ¡Y falta que le hacía, porque lo llevaban de mofa en mofa! Un día, cuando tenía veinte años, sus amigos le hicieron una jugarreta más grande que la corná que mató al Gallo. Organizaron una fiesta de toros y uno dijo que sería espada, otro banderilla y otro, con una mala hostia espectacular, le lanzó: —Y, por supuesto, tú también torearás. —Tanto como cualquiera de vosotros, pero a caballo —contestó to chulo. Álvaro de Figueroa fue a torear de caballero en plaza. Sonó el clarín y salió al ruedo con un espada a cada lado. Se abrió el toril, apareció un novillo… ¡y cómo estaría de gordo que pensaron que era un toro! Los espadas salieron por patas para esconderse detrás de la barrera y él se quedó solo en el coso. Aunque… solo por un momento, porque el novillo gordinflón echó a correr como una fiera y se lanzó contra él y contra el caballo en el que iba montado. Los dos cayeron al suelo. Remolinos. Revolcones. Costalazos. De allí salió como pudo. Arrastrado, a empujones. Tan malherido quedó el caballo y tan maltrecho el caballero, que en ese mismo instante hizo un juramento para el resto de su vida: «Jamás volveré a pisar la arena de un anillo». La burla por su cojera fue creciendo a la vez que su fama y su poder. Fue asunto de chistes, caricaturas y cuplés. En los periódicos satíricos dibujaban a Álvaro de Figueroa, que a los veintinueve años ya era conde de Romanones, con las piernas abiertas y arqueadas, como jinete sin jamelgo, como un montador que en vez de látigo agarraba un bastón. La cojera hasta tenía leyenda. Decían los chismosos que venía de una zurra que le dio su padre. Que un día el marqués de Villamejor perdió los estribos por las travesuras del niño y lo lanzó por los aires desde un carruaje. Aunque él siempre lo negó: «No digo que mi padre fuera nada blando, aunque siempre era cariñoso. Nos educó a todos virilmente. En cuanto era posible nos hacía montar a caballo, y el que caía, caía. Pero
no. Mi padre es ajeno a toda culpa». Los amigos del conde también hablaban de sus andares. Pero sin cuchufletas. En tono solemne, la llamaban «la típica cojera romanonista». ¡Y cuánto alababan un gesto que tuvo don Álvaro con los niños que sufrían la misma dolencia! El conde construyó un edificio en el Instituto Rubio destinado a curar cojeras. Lo inauguraron en enero de 1913 con doce camas hospitalarias (seis para niñas y seis para niños) y lo llamaron Pabellón Romanones porque todo corría a cuenta de su riqueza y generosidad. Desde el principio había tortas por entrar y entonces se vieron obligados a establecer un orden de preferencia: los que primero entrarían serían los más pequeños, los que vivieran en Madrid y Guadalajara (como él) y los que fueran cojos de la pierna derecha (como la suya). «Esta invalidez ha sido un obstáculo, y no pequeño, para abrirme paso en la vida», lamentaba Romanones. «La he vencido solo a fuerza de tenacidad. ¡Cuántas facilidades hubiera tenido si mi pierna derecha se hubiera hallado como la izquierda!». Habría dedicado su tiempo libre a torear en vez de a cazar codornices. De haber tenido «buenos los remos», habría sido su afición favorita, «porque el toreo es lucha de verdad» y «la lucha ha sido el mayor atractivo de mi vida». Carecer de dos piernas bien puestas lo empujó a la política. Ahí buscó el poder y la gloria. La ambición, la redención y otro ruedo en que lidiar: «También se torea en política. Es combate constante, y a muerte; y en ella, como en la plaza, el juez supremo es el pueblo soberano». Álvaro de Figueroa decía que, en el toreo y en la política, hay que saber entrar a tiempo en la suerte. Ha de haber técnica para despegarse del enemigo, agilidad para vaciarlo, oportunidad para darle una larga y corazón para rematar. En la plaza y en el Parlamento actúan igual los primeros espadas y los oradores cumbres. Tienen la misma sed de aplausos, las mismas envidias y soberbias. No falta la pugna de los jóvenes por desplazar a los viejos, ni el eterno choque entre la escuela antigua y la moderna. Aquel accidente que lo ató a un bastón y que lo sentaba con las piernas abiertas le torció la vida. Lo contaba con dolor en las memorias que escribió en sus últimos años. Aunque ese desperfecto no impidió lo que Álvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones y caballero de la Orden Imperial de la Corona de Hierro, persiguió siempre: ser uno de los
hombres más poderosos de la España de la Restauración.
2. SI SIRVES PARA ALGO, SERÁ PARA LA POLÍTICA
«De la madera de los intelectuales salen escasos y buenos políticos. De la de los filósofos, ninguno».
Alvarito quería ser pintor. A su familia, rica y burguesa, le entusiasmó la idea y le pusieron un estudio en el desván de una casa pegada a la suya. Allí iba el adolescente con la ambición de hacerse un artista de renombre. Estaba en la calle Barrionuevo de Madrid, y quién podía imaginar entonces que en el futuro aquella calle llevaría su nombre. ¡Calle del Conde de Romanones! Aunque lo más insospechado es que esos honores no serían por su arte con los pinceles, sino por sus artes políticas. El adolescente copiaba un cuadro tras otro. «¡Los kilómetros de lienzo que he embadurnado!». Reproducía las pinturas del Museo del Prado ansioso de alcanzar la gloria de un Francisco de Goya, pero, fuera de su familia, nadie daba un céntimo por él. La más entusiasta era su abuela. Inés de Romo y de Bedoya estaba convencida de que su nieto dejaría al mismísimo Mariano Fortuny a los pies de los caballos. Pero él pronto llegó a otra conclusión: nunca sería un buen artista. Y entonces lo dejó. A los diecisiete años ya sabía que no podía soportar verse como un aficionado. Detestaba la mediocridad. Para él solo había dos opciones: triunfar o renunciar. Aquel chaval apuntaba alto desde bien pequeño. Ya en el bachillerato se dejó las higadillas por ser el primero de la clase. Era «el estudiante ejemplar» hasta que un día un muchachito de un talento extraordinario le arrebató el puesto. ¡Alvarito ardió en cólera! Echó a llorar, echó a correr y cuando llegó a su casa, le dijo a sus padres que jamás volvería a poner un pie en ese maldito colegio de curas. Los marqueses de Villamejor, que lo tenían muy mimado, transigieron y le pusieron unos profesores particulares para que estudiara la secundaria en casa. Cuando llegó el momento de ir a la universidad, no le bastó con estudiar una carrera. Eso eran migajas para lo que él llamaba amor propio y otros tildarían de ambición. Álvaro de Figueroa se matriculó en dos:
derecho, y filosofía y letras, en la Universidad Central de Madrid. Pero una cosa eran sus propósitos y otra sus entendederas. Si de pequeño no hubo forma de que la física le entrara en la cabeza (y eso que la asignatura trataba cosas tangibles: el peso, la materia, los corpúsculos volando de un lado a otro…), ¡cómo le iba a entrar la metafísica! Esa asignatura que hablaba de cosas que no había por donde agarrar. ¡El ser, la esencia, la nada! ¡Por Dios de mi vida! Álvaro de Figueroa no estaba para esos tostonazos y acabó dejando la licenciatura de filosofía: «Todo lo abstracto siempre ha sido para mí difícil de comprender». Donde mejor se defendía era en el tú a tú, en lo cotidiano, en hacer amigos yendo a bodas y funerales. Así que poco le importó dejar filosofía. Desde que oyó al jurista Alfonso Posada decir «los alumnos que concurren a la Facultad de Derecho son los hombres públicos, los estadistas de mañana», descubrió que lo suyo era el derecho. Era la carrera para convertirse en el hombre que quería ser: el político. ¡Por fin sintió su vocación! O quizá la oyó. Porque lo que ocurrió es que escuchó una voz interna que, desde sus adentros, le dijo con imperio: «Déjalo todo por la política. Si sirves para algo, será para eso».
3. BOFETADAS EN LA UNIVERSIDAD
«Saber callar es ya saber mucho».
El balcón de la casa de Alvarito era mejor que el teatro. Desde ese palco en la plaza de la Villa de Madrid veía desfiles, alborotos, protestas. Pero un día de septiembre de 1868 oyó más jaleo de lo normal. Se asomó y vio que la calle echaba chispas. ¡Qué alegría! ¡Qué griterío! A sus cinco años no había visto nada igual. Aquello era un espectáculo que ponía los pelos de punta. Vio a una multitud de gente quemando un retrato de la reina Isabel II. ¡Fuego a la fogosa! ¡Las llamas eran de la talla de su furor uterino! Después vio a unos soldados, imponentes, que pasaban a caballo celebrando el triunfo de la revolución liberal. Eran los batallones de la Gloriosa. Alvarito no quería perder detalle y su padre lo llevó de la mano a la estación de Atocha para recibir al líder de la revolución, el general Prim. La gente gritaba «¡Viva España con honra!». Y hasta desgañitarse cantaban hurras al héroe democrático que había obligado a la reina a exiliarse a París. La avalancha era tan grande y él tan pequeño que casi lo espachurran. Hubo un momento en que el gentío de la estación apenas le dejaba respirar. Pero no hizo trauma de ello. Lo que más le impresionó de aquella escena fue el general Prim. Cuando lo vio… ese rostro plácido, esa mirada profunda, esa barba elegante, esa nariz perfecta. Qué halo, qué carisma. Parecía un ser sobrenatural. Por eso a Alvarito se le heló la sangre una noche de invierno dos años después. Estaba en su casa cuando oyó al mayordomo echar a correr como un loco hasta el despacho de su padre. Abrió la puerta sin tocar siquiera y, con voz entrecortada, gritó: —¡Acaban de asesinar al general Prim! Pasó mucho tiempo hasta que la noticia le salió al niño del cuerpo. Aquel Juan Prim y Prats era uno de los cabecillas de la Gloriosa. Era un político y militar liberal que estableció una democracia embrionaria en España junto al general Serrano y el vicealmirante Topete. Era un tiempo
de tiras y aflojas entre los demócratas, liberales y progresistas que querían más política parlamentaria, y los monarcas emperrados en mantener el poder que les otorgaba su cuna. Los liberales se llevaron una alegría cuando, de 1868 a 1873, consiguieron instaurar una monarquía parlamentaria. Después llegó la euforia para los republicanos. ¡Por fin una república en España! Aunque muy cortita: de 1873 a 1874. Y luego otra vez a la casilla de salida: ese año volvió la corona al poder. En 1874 un adolescente de diecisiete años llamado Alfonso vino a reinar España. Pero las cosas ya no eran como antes. Los demócratas y liberales exigieron que, si el chiquillo iba a ser rey, tenía que aceptar la monarquía constitucional. Tenía que firmar un manifiesto que decía: «Ni dejaré de ser buen español ni, como todos mis antepasados, buen católico, ni como hombre del siglo, verdaderamente liberal». Esta frase era pura palabrería a excepción de la puntilla. El último adjetivo, liberal, implicaba que Alfonso XII (ese era su nuevo nombre) no podía reinar con la actitud sobrada de ese abuelo suyo, Fernando VII, al que le apestaba el aliento a puro. Pero… con tranquilidad. Pasito a pasito. Que el Gobierno no fuera absolutista, en absoluto significaba que fuera demócrata. Alfonso XII no iba a ser un rey florero. Seguía siendo amo, capo y patrón: él decidía si aprobaba o rechazaba las leyes propuestas por el Parlamento y elegía quién gobernaba el país. Elegía solo entre dos hombres. ¡Dos! Práxedes Mateo Sagasta, al frente del Partido Liberal, y Antonio Cánovas del Castillo, a la cabeza del Partido Conservador. Esa era la España en la que estudió Álvaro de Figueroa. Eran los tiempos de la Restauración borbónica y entonces lo que hacían para divertirse era quedar en los billares y los cafés. Ahí discutían de toros, de política, de los estrenos de las obras de teatro de Echegaray y de las rencillas entre los catedráticos. A veces hacían novillos y se iban a vagar por el Campo del Moro. Aún no había llegado la moda esa del fútbol. «En otro tiempo se abandonaba la universidad para ir a engrosar las filas carlistas o para luchar por la libertad en las barricadas», refunfuñaba Romanones, cuando escribió sus memorias, a los ochenta años. «Hoy no son pocos los desertores de la universidad para convertirse en profesionales del balón. Es un hecho lamentable, pues el absentismo de la juventud en la política produce nefastos efectos».
Se refería a los jóvenes de 1940. Esos chavales que competían por marcar un gol y a veces hacían faltas por un manotazo o una patada. Álvaro de Figueroa no era menos competitivo y no hubiese merecido menos tarjetas amarillas ni rojas. Todos los principios de justicia que estudiaba en derecho se quedaban en la puerta cuando entraba a clase. Ahí imperaban los codazos, los empujones y las bofetadas. Estaba empeñado en que todos los catedráticos lo conocieran y para eso tenía que sentarse en la silla más cercana al profesor. ¡Aunque fuera a mamporros! «No pocas luchas sostuve para conseguirlo. Recuerdo una verdaderamente grecorromana con Manuel Linares Rivas, posterior gloria de la literatura dramática». Era tan ambicioso que decidió acabar la carrera antes que sus compañeros. Pidió que le adelantaran los exámenes y se licenció en diciembre de 1884. Eso lo dejó en un limbo: ni pertenecía a la promoción de ese año ni a la del siguiente. Pero ¡qué le importaba a él! ¡Ya era abogado! ¡Y con una nota de sobresaliente! Fue corriendo a su casa para contárselo a sus padres. Entró en el despacho del marqués de Villamejor y, más ancho que un pavo, le enseñó el título de abogado. Qué silencio. Qué cara tan de nada puso el padre. Y qué jarreón de agua fría se llevó el pobre licenciado. El gesto impertérrito del padre era la forma más descarnada de recordarle que nunca había querido que fuera jurista. Menos aún, político, y todavía menos, liberal. El marqués estaba afiliado al Partido Conservador y era un opulento capitalista. En Madrid no había rico que tuviera en propiedad más suelo que él y calculaban que su fortuna estaba en unos 125 millones de pesetas. ¡Una locura! Lo que más deseaba el marqués de Villamejor era que su hijo siguiera expandiendo los negocios que él había montado. Que siguiera explotando sus minas. Que siguiera arrendando sus fincas urbanas. Quería que su heredero fuera hombre de industria y finanzas. Pero, en cambio, le salió un político de raza. Álvaro de Figueroa era hombre de gentes y, a diferencia de otras personas de su pedigrí aristocrático, se relacionaba con todo el mundo. Hasta con los más pobretones de la universidad. También era hombre de desparpajo. No le imponía ni el Ateneo de Madrid, y eso que lo llamaban
la «antesala del Congreso» porque ahí tenían los debates que después iban al Parlamento. Álvaro entró con solo dieciocho años y, a pesar de ser el más jovenzuelo, se movía como Pedro por su casa. Uno de sus biógrafos decía que andaba por allí «con audaz descaro y vergonzosa desenvoltura». Aunque el tiempo le enseñó que aquella osadía no era lo más astuto. «No hay nada más útil que el silencio, sobre todo en política. El silencio se traduce, no pocas veces, por prudencia y por profundidad en el pensar. ¡A cuántos he visto medrar en política y alcanzar fama de talentudos solo por recatar su pensamiento!», escribió en sus memorias. «La discreción es la faceta más exquisita del talento. La discreción abre todas las puertas. ¿Cuál es el contenido de la discreción? Decir y hacer en todo momento cuanto debe decirse y hacerse, y nada más. En política con esto basta para vencer y llegar a todas partes».
4. ANÉCDOTAS SUBIDITAS DE COLOR
«La gimnasia intelectual tiene que ser diaria. Si se abandona, los hombres se convierten en idiotas».
Ni hablar. Álvaro de Figueroa dejó bien claro que no iba a dedicarse a los negocios de la familia. ¡Eso lo veremos! El marqués insistía en que sí. Qué hartura de discutir para no llegar a acuerdo. El padre y el hijo estaban en un callejón sin salida hasta que la madre oyó que había salido una beca de estudios en el Colegio de España de Bolonia. Al momento le pidió a su amigo Práxedes Mateo Sagasta, el jefe del Partido Liberal, que se la diera a su hijo y así seguiría estudiando en el extranjero en vez de quedarse estancado en la discusión de que sí y que no. El enchufe funcionó y Álvaro de Figueroa llegó a Bolonia en enero de 1885. Allí lo esperaban los condes de Malvezzi para presentarlo a la alta sociedad. ¡Qué meses pasó de pompa y petulancia! Asistía a los bailes y a los banquetes de los nobles, conoció a parientes de reyes y, según Galdós, dedicó su ocio al «flirteo intrascendente y los deportes de salón». En aquellos palacios escuchaba, embobado, las historias de una descendiente del príncipe de Esquilache. «La viejísima marquesa Sampieri, entre bocanadas de humo del cigarro puro, que no se le caía de la boca, nos narraba episodios y anécdotas tan interesantes como subidas de color». En Bolonia conoció la obra del poeta y filósofo Leopardi. Descubrió la poesía y por primera vez en su vida pensó que de las palabras podía sonar música. Ocurrió una noche en la que una dama, culta y madura, recitaba versos a los colegiales. Él la llamaba su «mentora en achaques literarios». En achaques, con todo el tufo negativo de la palabra. «En aquella época estuve a punto de convertirme en un sentimental. ¡Quién lo diría! Por fortuna, aquel estado patológico pasó pronto». Pero también estudió mucho. En la Universidad de Bolonia obtuvo el doctorado en jurisprudencia con un lode italiano y un cum laude español.
¡Era una notaza! Él siempre picó alto y le enfadaba muchísimo que lo bajaran de categoría. Por eso, unos años después, cuando era ministro de Instrucción Pública, un diputado dijo en el Parlamento que, cuando estudió en Bolonia, le habían suspendido una asignatura. ¿Quééé? ¿A mííí? ¡Me cago en tu estampa! Álvaro de Figueroa se enfadó muchísimo. Pero tuvo la templanza de tragarse el grito que le hubiera metido a aquel diputado y volvió otro día con el título y el expediente académico en la mano para enseñarle que no había un solo suspenso. Y desde ese día, para callar bocas, colocó el título en un lugar de su despacho donde todo el mundo lo pudiera ver bien. Los estudios de Bolonia armaron el esqueleto ideológico que lo guio toda su vida: el espíritu liberal, la defensa de la democracia y el rechazo a muerte de los extremismos revolucionarios. En los ensayos que escribió a los veintiún años, se veía ya el pragmatismo que mostró siempre. Las teorías políticas le parecían humo, éter, vapor de agua. A él le gustaba la política empírica, los despachos, los tejemanejes. Despreciaba los idealismos y veía a los krausistas como una panda de ingenuos. ¡Ay, la virtud y la honradez de la que hablaba el filósofo Gumersindo de Azcárate! Tanta bonhomie (bondad) le hacía reír. Aquel gobierno perfecto de hombres excelentes con el que soñaban los krausistas le parecía imposible por «las pasiones que nos mueven, la animadversión latente y continua de los unos para con los otros y el supremo egoísmo que dirige a la humanidad». Al volver a Madrid, en septiembre de 1885, explicó en el Ateneo las ideas políticas en las que había trabajado. Era partidario de que España se convirtiera en un régimen federal como el estadounidense y en una democracia como la inglesa. A los ateneístas no les hizo ninguna gracia, y menos aún cuando dijo que la corona española tenía que ayudar a establecer la democracia. En cada debate aumentaban las tensiones y al final nadie le apoyó: ni los krausistas ni los monárquicos. Álvaro de Figueroa entendió el mensaje (defendiendo una democracia federal no iba a llegar a ninguna parte) y aprendió una lección (tenía que apostar por algo que le permitiera triunfar). Ver que no convenció ni a Perry le hizo pensar que quizá había vuelto de Bolonia antes de tiempo. Que había propuesto esas ideas porque le
faltaba experiencia. «Lo indispensable para gobernar no se aprende en los libros. Para ello no se ha escrito aún el texto único. Todo depende de la inspiración de cada momento, del golpe de vista para apreciar las circunstancias y los hombres, para advertir los peligros, para descontar lo por venir». Una vida dedicada a la política le enseñó que es más práctico rodearse de técnicos y asesores que intentar saberlo todo: «Esto no quiere decir que los libros no sean provechosos. Lo son, y en alto grado. Pero quien gobierna puede aprovecharse de cuanto encierran los libros sin haberlos abierto; basta con que halle a su lado a alguno que se queme las cejas en sus lecturas, un técnico. En la vida, y sobre todo en el Gobierno, constituye especial talento saber aprovecharse del talento de otros». Él lo llevó a rajatabla y siempre se codeó con personas talentosas. Cuando volvió a España se hizo un habitual del salón de la duquesa Ángela de Medinaceli porque reunía a personalidades de alto copete. Allí conoció al escritor José Zorrilla, al dramaturgo José Echegaray, al presidente de la Primera República Emilio Castelar. Pero ninguno le causó tanta impresión como la duquesa. La Medinaceli pasaba ya los sesenta años y aún era hermosa, alta, esbelta. Tenía los ojos negros almendrados y una onda en los labios que parecía una ola. Amaba el teatro, la pintura, el arte en todas sus facetas. Por eso fue mecenas de literatos y artistas, y en las paredes de su palacio colgaban pinturas de los pintores más cotizados: Velázquez, Ribera y Murillo. La duquesa sentía mucha simpatía por las ideas liberales y los periódicos la alababan como una mujer de espíritu moderno. A Álvaro de Figueroa se le caía la baba: «He conocido a no pocas linajudas damas, pero, sin ofenderlas, afirmo que la duquesa era un ejemplar único».
5. EL CRIMEN DE LA GUINDALERA
«Siempre estamos dispuestos a creer lo que nos conviene».
Llegó el momento de que Álvaro de Figueroa empezara a trabajar y acudió al Ilustre Colegio de Abogados de Madrid. Ahí tenían un programa de estudios para los recién licenciados que consistía en asignar a cada novato un «caso de pobre». A Álvaro de Figueroa le tocó defender a un labrador que había robado unas cosillas y el caso fue muy bien: el labriego quedó absuelto y él ganó su primer salario: ¡treinta duros contantes y sonantes! «Intensa satisfacción me produjo la del dinero ganado por el propio esfuerzo». Figueroa defendió a ladrones, violadores, estafadores, adúlteros, homicidas. Y defendió dos casos muy sonados, que llenaron los periódicos de titulares sangrientos. El primero fue el atentado de Bazaine. Este hombre era un mariscal francés que vivía en Madrid porque tuvo que salir huyendo de su país. Allí querían lincharlo porque decían que había entregado las regiones de Alsacia y Lorena a los alemanes. El mariscal pensaba que, lejos de París, se olvidarían de él, pero un día de primavera de 1887, un comerciante francés entró en su despacho con muy malas intenciones. Llevaba un cuchillo en el bolsillo y quería rajarlo de arriba abajo. Pero al entrar en el estudio no vio al mariscal enjuto, de cara cuadrada y bigote triangular que imaginaba. Bazaine se había convertido en un viejo de setenta y seis años, encorvado, débil, desprotegido. ¡Válgame el señor! Al comerciante le dio pena y, en vez de sacar la faca, sacó el tema de Alsacia y Lorena. Empezaron a hablar, a discutir, a pelear, y el maldito viejo no entraba en razón. Seguía en las suyas: que esas regiones no podían considerarse francesas. ¡Me cago en to lo cagable! ¡Traidor! ¡Felón! El comerciante sacó el cuchillo, se lo clavó en la cara y echó a correr. La cara del mariscal chorreaba sangre que era un escándalo, pero la herida no fue mortal. Bazaine sobrevivió al navajazo y lo que pretendía ser un asesinato quedó en atentado. El joven abogado Álvaro de Figueroa
defendió al comerciante y lo hizo con gusto porque pensaba que era un caso «fácil y simpático». Decía que aquella puñalada fue una mera «exaltación de patriotismo», y cuando llegó el juicio, tanta pasión le echó, tanto insistió en lo francesas que eran Alsacia y Lorena, que muchos franceses que estaban en la sala lloraron de emoción. Pero al juez no lo conmovió tanto y el comerciante fue condenado a la pena máxima. Qué decepción. «Mucho contribuyó esta sentencia a aumentar en mí el desamor por la profesión y a menguar mi fe en la justicia humana», escribió en sus memorias. «Puse en aquella causa todos mis afanes, y la falta de buen éxito me desanimó casi por completo. Digo casi porque aún tuve arrestos para aceptar la defensa de otra causa, y causa perdida de antemano». Este fue el segundo caso que llenó la prensa de titulares sangrientos. Fue uno de los homicidios más escandalosos de la época. La gente se quedó espantada, pero más que por el asesinato, por los detalles… Al lado de una alcantarilla del Canalillo de la Guindalera, en Madrid, encontraron el cadáver de un hombre. ¡Y madre mía de mi vida! Tenía la cara rota a golpes. Tenía una cuchillada en el cuello. Tenía los intestinos fuera del cuerpo. Y no tenía ni pene ni testículos. ¡Se los habían arrancado! El motivo del «crimen de la Guindalera» no sorprendió a nadie. Era algo que pasaba de cuando en cuando: una mujer había pedido a su amante que matara a su marido y el amante había contratado a un sicario para no mancharse las manos. A Figueroa le tocó defender a aquel sicario que había aceptado el trabajo de matar a un hombre por siete pesetas. Mientras preparaba la defensa, le preguntó al asesino, Vicente Camarasa, por qué se había ensañado tanto con la víctima si no la conocía de nada. El sicario se limitó a decir: —Le corté sus conciencias. La respuesta lo dejó helado. ¡Qué tío más bruto! El crimen había levantado tanta expectación que, cuando llegó el día del juicio oral, la sala estaba a reventar de un público ansioso por escuchar los detalles más truculentos. Pero poca novela se podía sacar de las declaraciones de los acusados: «Los autores eran seres vulgares con alma de fiera». Figueroa lo intentó todo por su cliente. No tuvo ningún pudor en recurrir a lo más alto que podía llegar. ¡Al mismísimo ministro de Gracia
y Justicia! Pidió a don Manuel Alonso Martínez que indultara al sicario, pero su respuesta fue: no. Entonces habló con su hija Casilda para ver si podía ablandar al padre y lo convencía para que perdonara al reo. La respuesta, de nuevo, fue: no. La viuda, el amante y el sicario del crimen de la Guindalera corrieron la misma suerte que el marido. En unos días todos estarían muertos. Los tres fueron declarados culpables y condenados a la ejecución por garrote vil. Y encima les tocó estrenar el patíbulo de la Cárcel Modelo de Madrid. El 11 de abril de 1888, el periódico La Crónica, en un servicio telegráfico especial, en una «Última Hora» de las 11:35, publicó en letras grandes: A las ocho y diez minutos de la mañana, han sido ejecutados los reos del crimen de la Guindalera. Cantalejo [el amante] pidió un confesor a última hora y un crucifijo. Ducazcal fue acometido de un síncope cuando acompañaba a Camarasa [el asesino] al patíbulo. Han presenciado el espectáculo de la ejecución cuarenta mil personas.
Figueroa acompañó a su defendido hasta la capilla por donde pasaban todos los reos antes de ejecutarlos y se le puso tan mal cuerpo que allí mismo decidió colgar la toga para el resto de su vida. ¡Se acabó! ¡Capítulo cerrado! Aquel tiempo de abogado era algo que no quería ni recordar. Con lo único que se quedó fue con una anécdota. El sicario, un hombre que no tenía escrúpulos en matar por siete pesetas, tenía mucho reparo en ser moroso. A menudo le decía a Figueroa que sentía no poder pagarle sus costas de abogado y él lo tranquilizaba: —Alguna vez me pagarás esta deuda. Puedes estar seguro. Pero al sicario le reventaron el cuello en el patíbulo antes de que pudiera pagar sus deudas. A Figueroa se le olvidó, porque mucho había que deberle a alguien tan rico para hacerle un roto. Hasta que un día… siete años después… un hombre al que había colocado de conserje en un cementerio entró exultante a su despacho y le entregó una moneda de cinco pesetas negra como el azabache. —He aquí el importe de una minuta que usted nunca pensaba cobrar — dijo el bedel. —¿Y quién es el cliente? —preguntó Figueroa, mirando la pieza.
—Camarasa. Esta mañana, al hacer la monda para llevar sus restos a la fosa común, cayó este duro de su faja y, recordando que usted había sido su defensor, me he apresurado a traérselo. Figueroa decía que no creía en los amuletos ni en las maguferías, pero el duro le hizo gracia y se lo echó al bolsillo como moneda de la suerte. Durante años, lo llevó siempre encima. Pero el tiempo le fue quitando ese color negruzco y cada vez se parecía más al resto de monedas. Un día fue a echar mano del duro y… ¡maldición! En un despiste, se lo debió de dar a alguien, porque ya no lo tenía. ¡Qué disgusto se llevó! Porque decía que los años en los que tuvo el duro fueron años de gran fortuna.
6. EL POLLO DE ANTEQUERA
«El arte de gobernar exige una técnica y esta solo se adquiere con la experiencia».
Figueroa no tenía estómago para asistir a la ejecución de Camarasa. Era su último caso y no quería recordarlo con el sonido del crac, crac, crac del garrote vil. Por eso se despidió del reo, salió zumbando de la Cárcel Modelo y cogió un tren que lo llevó a Guadalajara. Ahí estaba su nuevo destino: «Decidí que la política fuese mi profesión, principal finalidad de mi vida, y por ella abandoné primero la pintura y luego la abogacía. Lleno el ánimo de entusiasmo, seguro de mí mismo y espoleado por la inquietud, me propuse como primer objetivo obtener un acta de diputado». Hacía tiempo que planeaba este cambio. Unos meses antes había presentado su candidatura a cualquier partido que lo admitiera. Le daba igual si eran los liberales que ahora estaban en el Gobierno o los conservadores de la oposición. Lo que quería a toda costa era entrar en el Parlamento. Y como aún era un don nadie, publicó un manifiesto para que los dos partidos conocieran sus ideas: «En política soy liberal sin exageraciones, pero también sin miedo ni tibiezas. Tengo por el mejor sistema y el que mejor se adapta a nuestra historia, a nuestras costumbres y a la situación de España, la monarquía constitucional, hoy sabia, feliz y fielmente representada». El fruto de sus esfuerzos cayó un día después de que Camarasa cayera en el patíbulo. Ese día lo eligieron diputado por Guadalajara. Fue por sufragio restringido y no tuvo que esforzarse mucho. A todos los políticos les pareció bien que Figueroa fuera representante de Guadalajara en las Cortes. Aunque más que por méritos propios, por los méritos de su familia. Su padre y su hermano ya habían sido diputados, y su madre había nacido allí y allí tenía sus tierras y su familia. Además, los liberales lo votaron porque era su candidato, y los conservadores, por su buena estirpe: sus padres eran los marqueses de Villamejor y tenían una fortuna escandalosa. Solo había un impedimento: era un jovenzuelo de veintitrés años y las leyes dictaban que hasta los veinticinco ningún hombre podía ser
diputado. Figueroa estaba un poco nervioso por si alguien presentaba una protesta porque no cumplía la edad. Y… efectivamente… alguien la presentó. Entonces él sacó el as que siempre llevaba en la manga: sus amigos y sus contactos. Al ver que su puesto de diputado estaba en peligro, le pidió al diputado Julio Burrell que tramitara su acta lo antes posible. ¡Vamos! Hicieron los papelotes a toda velocidad y cuando llegó la queja con la fe de bautismo que probaba que Figueroa no tenía edad para ser parlamentario, ya era tarde. El Congreso había admitido el acta, ¡había admitido la trampa!, y ya era diputado. ¡Qué alegría! ¡Y qué fiestón armaron en la casa solariega de su madre! «Desde el primer día me percaté de que había en Guadalajara fuerzas bastantes para dar la batalla al Gobierno. Por eso no perdí momento para ensanchar el círculo de mis amistades y rodearme de elementos de valor con quienes me uniera la afinidad de las ideas. Con este propósito visité un pueblo tras otro, asistí a bodas, entierros y bautizos, y fui buscando mis adeptos en todas las clases sociales. El diputado no nace, se hace. Esta fue mi divisa, y a hacerme consagré todos mis afanes». Poco después pensó que un hombre político debía estar casado y se fijó en una mujer que no se llevaba muchos piropos en una época en que cosían a las mujeres en halagos y galanterías. Pero esa mujer tenía otros atractivos. Era la hija de un ministro. Del prestigioso ministro de Gracia y Justicia don Manuel Alonso Martínez. Figueroa era un joven aparente, de nariz grande, ojos claros y un coqueto bigote estirado a los lados. Un día se puso guapo y fue a ver a don Manuel para pedirle la mano de su hija Casilda. Era un enlace sensato. Hubo boda y el joven político subió un rango porque ahora, además de diputado, era el yerno de un ministro. Pero eso exigía cierta compostura y… ¡qué difícil era aquello! Ese saber estar iba en contra de su naturaleza. Él lo que quería era hacer ruido y destacar en el Parlamento. Estaba siempre al quite para ver si podía intervenir en las sesiones del Congreso, pero se acercaba el mes de agosto de 1888, los políticos se irían de vacaciones ¡y él no había abierto la boca! La única oportunidad que le quedaba era intervenir en la sesión en la que tenían que aprobar el presupuesto de la isla de Fernando Poo. Pidió la palabra sin saber siquiera dónde estaba esa colonia española y se fue
corriendo a trabajar porque solo tenía cuarenta y ocho horas para preparar su discurso. Aquella isla le importaba un carajo. Lo que quería era lucirse y armó un argumentario para dejar por los suelos al ministro de Ultramar. Le daba igual que don Trinitario Ruiz Capdepón fuera un ministro de su propio partido. De su propio gobierno. Del gobierno de Sagasta (el hombre que lo enchufó para su beca en Bolonia). ¡Incluso que fuera un amigo suyo que lo había ayudado a ser diputado! Figueroa no tuvo el más mínimo escrúpulo con este hombre de ojos caídos y aspecto amable. —¡Si se sigue por este camino, se perderá Fernando Poo, como se perderán Cuba y Filipinas! —voceó el jovencito exaltado. —¡Esperemos que no, señor Figueroa! —gritó el presidente del Congreso, mientras agitaba la campanilla para llamarlo al orden (era su primera intervención y ya apuntaba maneras). El ministro de Ultramar no estuvo fino en su respuesta y Figueroa aprovechó para ensañarse con la víctima: «En la réplica arremetí con más furia». Los diputados se quedaron de piedra porque en el Parlamento acostumbraban a tratarse de manera distinguida, elegante y cortés. Esa vehemencia de torito bravo no era propia de aquel lugar y hasta él se dio cuenta de que se había pasado. «Luego sentí arrepentimiento, pues era amigo mío muy querido y le debía gratitud por haber contribuido a mi elección, pues como subsecretario de Gracia y Justicia había arreglado la combinación de Guadalajara. Pero don Trinitario ¡era tan bueno! Y, además, la ingratitud en política es planta de cultivo muy precoz». El reto más importante de aquella legislatura era redactar el proyecto de ley del sufragio universal (y entonces pensaban que lo universal eran solo los hombres mayores de veinticinco años). Figueroa, en su empeño por que todos lo conocieran, pidió estar en esa comisión. Lo rogó. Lo suplicó. Pero no hubo manera. No lo admitieron porque el único mérito que tenía era el discurso que había dado sobre Fernando Poo. Entonces decidió que si no era por las buenas, sería por las malas. Miró la lista de los miembros de la comisión y vio que estaban el hijo y el yerno del ministro de Gobernación. ¡Ya tenía su coartada! «Tratándose de yernos, me dije, no hay razón para que ceda yo el paso a ningún otro». Y empezó sus tejemanejes. Habló con un grupo de liberales. Habló con los liberales de otra facción. Flirteó con los conservadores… y fue rascando votos hasta que
consiguió derrotar al yerno del ministro de Gobernación y entró en su puesto. ¡Ay, la que se armó! Los ministros liberales pensaron que había sido cosa de don Manuel Alonso Martínez y lo acusaron de enchufar a su yerno. Don Manuel, ofendido por la desconfianza de sus compañeros, dimitió y ¡en qué mal momento! El ministro llevaba muchos años trabajando en un nuevo Código Civil y ahora que estaban a punto de aprobarlo… Ahora que por fin vería ahí su firma… ¡pues no! Al dimitir, se quedó sin firma, sin autoría y sin reconocimiento alguno a todo el esfuerzo de tantísimo tiempo. A Figueroa le entraron los arrepentimientos, porque su suegro no tenía nada que ver con esto. Volvió a sentirse igual que el día que masacró a don Trinitario. «El sentirme parricida me produjo verdadero remordimiento. Si a mí me juega tal partido un yerno mío… le…». Aunque no hay bien que por mal no venga y Figueroa, en su calidad de miembro de la comisión, dio un discurso sobre la nueva ley del sufragio universal que dejó a todos entusiasmados. Por fin consiguió la reputación parlamentaria que tanto perseguía. Y aunque fuera un camorrista, estaba orgullosísimo, porque lo que más admiraba en el mundo era la oratoria. «Es el Parlamento, el Parlamento de verdad, el terreno más propio para producir las maravillas de la palabra humana. Por eso el régimen parlamentario, a pesar de todos sus defectos, es preferible a otro cualquiera. Hacerle enmudecer es un crimen». Pero por mucho que le gustara la dialéctica y la retórica, ¡quién se resistía a una buena bronca! No debieron de ayudar mucho los calores aplastantes de aquel mes de julio de 1889. Una tarde, en una sesión del Parlamento, las cosas empezaron a tensarse entre los liberales y los conservadores. Era una masa de hombres muy bien vestidos. Iban todos elegantísimos porque solo les permitían entrar con levita y sombrero de copa. Pero el ambiente se fue enardeciendo y se liaron a gritos. ¡Qué voces!, ¡qué silbidos!, ¡cómo aporreaban la campanilla! El presidente del Congreso, don Manuel Alonso Martínez, con una elegancia exquisita entre tanto hooligan, se puso en pie, se colocó el sombrero de copa sobre la cabeza y levantó la sesión. Este hombre ennoblecido por las canas y con la autoridad que le daban ese bigote, esa barba y esas patillas unidas en una única pieza facial, no estaba dispuesto a permitir
este sindiós. Al final del tumulto buscaron culpables y dijeron que Figueroa fue de los más folloneros. Lo habían pillado forcejeando con otro diputado. Pero él se defendió diciendo que lo que hizo fue proteger a don Manuel Alonso Martínez de un mamporrazo. Desde su asiento vio cómo un diputado asalvajado se acercaba hacia el presidente con los puños en alto y él se levantó de inmediato para hacer de barrera y apartarlo de su suegro. Pero, además, le cayó una acusación personal con bastante mala leche. El diputado conservador Francisco Romero Robledo dijo que había visto a Figueroa empuñando y agitando un bastón de estoque con la intención de soltarle un porrazo a alguien. Este diputado que iba de dandy por la vida era de armas tomar. Lo llamaban el «Pollo de Antequera» y decían que era «cacique de caciques». En la prensa literaria era un apuesto caballero de rizos rubios; en la prensa satírica, era un hombre con unos dientes de caballo inmensos. El Pollo de Antequera, al que no le pesaba llevar a sus espaldas la vergüenza de inventar trucos para manipular los resultados electorales, dijo que Figueroa era un tipo muy peligroso y que había que expulsarlo inmediatamente del Congreso. Los diputados montaron una sesión de investigación con tantas preguntas y tantos testigos que a Figueroa le pareció un juicio oral. Al final lo declararon inocente, pero él, cabreadísimo, pensó que eso no podía quedar así. Tenía que restablecer su honor como se restablecía entonces: «Al animador de aquel ruidoso incidente, Romero Robledo, creí obligado enviarle los padrinos». Enviarle los padrinos significaba… ¡retarlo en duelo! Empezó el protocolo habitual de los que quieren matarse. Figueroa envió a sus padrinos a hablar con los padrinos del Pollo de Antequera para fijar el día, la hora y el lugar exacto donde se enfrentarían espada contra espada. Era un asunto muy serio en el que… ni siquiera sacaron el calendario. Los cuatro padrinos redactaron un acta de conciliación en la que establecían que Romero Robledo retiraba la acusación. Acababa así este teatrillo de honores y rencores. Y el joven Figueroa y el madurito Pollo de Antequera quedaron tan pichis y tan amigos como siempre.
7. LA POLÍTICA NO TIENE ENTRAÑAS
«Saber perder es tan solo una forma de la prudencia. Indispensable para todo político».
Aquella democracia raquítica iba tomando un poco más de cuerpo. Hasta entonces solo habían podido votar cuatro gatos, pero ahora, con la nueva ley del sufragio, el número de electores se multiplicó por seis. Aun así, los únicos que tenían derecho al voto no llegaban ni a los cinco millones de hombres en un país de unos dieciocho millones de personas. Al peso, eran poco más de un cuarto de la población total y solo estaba permitido para los que tenían colgajo. Los nuevos votantes iban a estrenarse en los comicios de febrero de 1891. Era una alegría que la democracia se fuera ensanchando, pero a la familia Figueroa y Torres casi la partió en dos. El hermano mayor, José, y el hermano menor, Álvaro, competían por el acta de diputado por Guadalajara. José era el candidato de los conservadores y Álvaro, el de los liberales. Era una lucha frente a frente. El uno contra el otro. ¡Ay, mi madre! ¡Una pugna entre hermanos! Pero… «la política no tiene entrañas». La familia Figueroa y Torres intentó evitar la disputa a toda costa. Hablaron con todos sus contactos para que dieran a Álvaro un asiento en el Parlamento por un distrito de la colonia de Cuba llamado Pinar del Río y que se olvidara del acta por Guadalajara. Pero es que… ¡llevaba años trabajándose la Alcarria! Había ido a tantos bautizos. A tantas bodas. A tantos velatorios… Había dado tanto trabajo a todo el que podía… (los periódicos que se ensañaban con él decían que había colocado a más de doscientos hombres para ganar su voto). ¿Cómo iba a renunciar a ser diputado por Guadalajara? Y encima, ¡los suyos lo querían! Los liberales de Guadalajara no estaban dispuestos a perder a su benefactor y le pidieron que no los abandonase. Incluso fueron a Madrid para pedir al jefe del partido, Sagasta, que mantuviera la candidatura de don Álvaro. «La comisión estaba presidida por un zapatero, casi remendón, tan charlatán como entusiasta liberal». Y tanta pasión y tanta palabrería hicieron efecto, porque «Sagasta me llamó con urgencia, hablándome en tales términos de a cuánto obliga la disciplina del
partido, que salí de su casa dispuesto a luchar, si fuera preciso, no solo contra mi hermano, sino hasta con mi propio padre». Figueroa salió de ahí hecho un toro. Presto a llevarse por delante lo que hiciera falta y hasta a caer en todos y cada uno de los vicios que antes reprochaba a la política. Le importaba un carajal todo lo que había criticado en un libro que publicó cinco años antes. Aquella obra política estaba escrita desde el análisis, el juicio, la razón y todas las facultades que residen en lo alto de la cabeza. ¡Bien lo hubieran podido llamar por ello el «Maquiavelo de la Alcarria»! Pero ahora lo movían las vísceras ¡y por esa astucia bien que lo hubieran podido tachar de «maquiavélico»! En ese libro, titulado El régimen parlamentario o los gobiernos de gabinete, aconsejaba no hablar igual a todo el mundo. Es lo que hacía él y lo que fue perfeccionando con el tiempo y la experiencia: «Los grandes discursos de propaganda sirven para razonar y difundir los principios políticos. Constituyen la bandera de cada partido y aprovechan para enaltecer las cualidades del jefe que los dirige». En cambio, «la elocuencia propia de las campañas electorales no es la académica. Las muchedumbres se conquistan por un verbo recio y vibrante. Las delicadezas de pensamiento y de frase resbalan sobre ellas sin penetrar. Por eso hace falta sacudirlas reciamente. Muchas veces se necesita emplear el grito para dominar el tumulto. En esto de gritar no he envidiado a nadie. Los ataques al adversario, cuanto más de brocha gorda, serán más útiles». También decía que había que dirigirse de un modo distinto al hombre de la ciudad que al del pueblo. Lo sabía bien por los escenarios donde se movía: Madrid, la villa de la corte, y Guadalajara, una provincia atada al arado. «En las poblaciones pequeñas debe hablarse poco de los principios políticos, pues el auditorio no está preparado para comprenderlos». Decía también que en cada pueblo había dos tipos de hombre: «El radical rabioso, enemigo del cura, capaz de comerse crudo hasta al monaguillo, y el reaccionario furibundo, renegando a cada instante de cuanto huela a libertad. Estos tipos se personifican en los cerebros directivos del villorrio: párroco, médico, maestro y farmacéutico». Para construir las redes clientelares que hacían de España una telaraña de unos quinientos seis mil kilómetros cuadrados, había que buscar en cada pueblo al hombre más afín ¡y echárselo al bote! «Es de certeros resultados elevarlo a nuestro nivel, hablarle de los altos intereses del partido,
escuchar con complacencia sus reflexiones y dejarles entrever el escaño de la Diputación provincial o, cuando menos, el juzgado municipal o la alcaldía. La ambición es legítima en todas las esferas de la política». Figueroa se sabía bien toda esta teoría para llevarla a la lucha contra su hermano en la campaña electoral por el acta por Guadalajara. La prensa disfrutó mucho con esa guerra entre hermanos. Le daba para folletines y culebrones. Pero él no prestaba atención a los cotilleos. Eso era puro circo. Lo que le importaba de verdad era llevar la batalla política, lo puramente político, a los periódicos, y aprovechó que controlaba La Crónica para ordenarles que de esa imprenta no salieran medias tintas. ¡Quería dinamita! ¡Tenían que aplastar a los conservadores! ¡Quería noticias como dardos! En La Crónica no se cortaron en insultos. En algunas noticias llamaban criminales a los conservadores. Contaban chismes como que uno le había robado el gabán al fiscal de la Audiencia de Madrid. Había muchas noticias enfangadas de propaganda política. «Debo consignar, en honor a aquellos tiempos, que durante la campaña electoral se dejó a la prensa libertad completa. Reconozco que el periódico se excedió. Sin embargo, no fue denunciado», escribió, después, en sus memorias. «¡Felices tiempos aquellos! Felices, porque sin libertad de la prensa, a pesar de todos sus inconvenientes, es imposible el ejercicio del sufragio». La lucha entre los hijos se iba haciendo cada vez más dura para la familia Figueroa y Torres. Los padres permanecieron neutrales todo el tiempo, pero la abuela se inclinó por su favorito (su Alvarito de su vida y de su corazón) y le pagó la campaña para que ganara a su hermano. Álvaro, además, estuvo espabilado. Corrieron rumores de que hizo un juego matemático redondo. Su hermano José iba por los pueblos diciendo a los votantes que les compraba el voto por tres pesetas. Álvaro iba detrás, buscaba a esos votantes y les hacía una nueva oferta. Les decía que les daría un duro a cambio de que lo votaran a él y le dieran las tres pesetas de su hermano. Así Figueroa conseguía el voto por solo dos pesetas: una menos de lo que pagaba su hermano por cada papeleta. Pero es que, además, a los electores les parecía un chollo. Pensaban que, gracias a la generosidad del candidato liberal, ¡habían ganado un duro en vez de tres pesetas! «La esplendidez, y no la avaricia, despierta la confianza de las gentes». ¡La jugada
era perfecta! Álvaro de Figueroa ganó las elecciones y, en el camino, encontró a algunos de sus hombres más fieles. Conoció a Manuel Brocas y, al ver que era un «secretario político insuperable y maestro en el difícil arte de tratar y conquistar electores», lo convirtió en el hombre que sería su «mano derecha» el resto de su vida. Siempre lo llamó mi fiel Brocas. Esta campaña también le hizo mirar la política desde el espíritu de las ciencias naturales y en 1892 lo contó en un libro titulado La biología de los partidos políticos. Figueroa decía que los hombres funcionan como átomos: se atraen, se repelen. Decía que las facciones políticas funcionan como células y forman partidos igual que las células forman tejidos. Los partidos se adaptan al ambiente, se transforman y cumplen el mismo ciclo que un ser vivo: nacen, crecen, maduran y mueren. Todos luchan por sobrevivir y, como indicó Darwin, sobrevive el más fuerte. En ese libro, en el que empleaba los términos científicos como le venía en gana, volvió a denunciar la forma de gobierno por la que él mismo acabó pasando a la historia: el caciquismo. Lo llamaba «estado morboso que domina por completo a los partidos políticos». Pero… ¿qué podían hacer si no? No tenían otra alternativa: «Mientras nuestras costumbres políticas sean lo que hoy son, el caciquismo subsistirá como un mal necesario, a la manera de ciertas enfermedades que no pueden hacerse desaparecer, porque podrían producir la muerte del enfermo», escribió. «Hoy los partidos no pueden oír hablar de la extirpación del caciquismo que los corroe, porque ven en ello un peligro a su propia existencia». Los partidos sobrevivían a golpe de comprar votos y crear redes de favores. Por eso los votaban. Ni por ideología ni por interés en la política. Aún faltaba cultura en España para que se formara una opinión pública de verdad y para que hubiera una mínima conciencia política.
8. DUELO A MUERTE POR UNAS VERDULERAS
«Es la sutileza gran condición para la vida política. Es penetrar en el pensamiento ajeno sin rastros de violencia».
A Álvaro Figueroa no le gustaba perder el tiempo. En la legislatura de 1891 tenía tantos trabajos como podía acaparar. Era concejal en el Ayuntamiento de Madrid y también diputado en las Cortes. Estaba sentado en la bancada de la oposición y no había día que no buscara un flanco por donde atacar al gobierno de los conservadores. Hasta que un día, por fin, lo encontró. El alcalde de Madrid, Alberto Bosch, aprobó un impuesto de Consumos que obligaba a las vendedoras ambulantes a pagar una tasa por vender sus frutas y verduras. A las vendedoras les sentó fatal. Lo veían un atropello y una mañana de verano se rebelaron. Cuando llegaron unos guardias al Mercado de la Cebada para cobrar la tasa, en vez de pagarles, agarraron los tomates, las patatas y las escarolas de sus puestos y se los tiraron a la cabeza. El resto de verduleras y fruteras se fueron uniendo a la trifulca y en pocos minutos eran cientos de mujeres armadas con palos, piedras y escobas, por todos los mercados, plantándoles cara a los agentes. Lo que empezó con cuatro escarolas volando por los aires acabó en una batalla campal. La policía iba a caballo dando tiros y arreando sablazos al que pillaba por delante. Hubo decenas de heridos y hasta el gobernador de Madrid se llevó unas cuantas pedradas. ¡Era la ocasión perfecta para los planes de Figueroa! Ahora solo tenía que embestir. Preparó un discurso feroz contra el alcalde, subió al estrado del Parlamento y arremetió con esta frase: —La opinión dice que sois un Gobierno que ha sido impotente ante un motín de verduleras, y que solo ha tenido valor para insultarlas. En la primera fila del Congreso, en el banco azul, estaban sentados el presidente, Cánovas del Castillo, y los miembros del Gobierno. Todos miraban con furia a Figueroa. Pero el resto del Parlamento le aplaudió por su ataque y los periódicos dijeron que el alcalde había salido muerto del debate.
Figueroa sintió que había conseguido un gran éxito parlamentario y Bosch, rabioso, no lo iba a permitir. Este hombre de cara regordeta y bigote afilado contraatacó. Llevó el debate al Senado y Figueroa volvió a la tribuna del Congreso para contestarle: —Ayer, en el Senado, el alcalde de Madrid me calificó de calumniador y afirmó que me ausento del Ayuntamiento para no discutir con él. Será, sin duda, por miedo. Por miedo, sí, a dejarme presidir por él. Y no recojo otras de sus afirmaciones porque no son propias del terreno parlamentario y porque las desoigo, teniendo presente que manos blancas no ofenden. Qué alud de murmuraciones cayó sobre el hemiciclo. ¡Figueroa había osado evocar una de las grandes escenas de desprecio de la historia de España! Había aludido a la leyenda que decía que la infanta Carlota le arreó un bofetón al ministro Calomarde y él, sin perder la compostura, le respondió: «Manos blancas no ofenden». ¡Hasta ahí podíamos llegar! Aquello se convirtió en una cuestión de honor y «Bosch, que era un caballero perfecto, me envió sus padrinos». Los dos padrinos del alcalde fueron a ver a Figueroa para pedirle explicaciones por esa frasecita de «manos blancas no ofenden». Pero él, que ya se lo veía venir, tenía todo preparado. Los mandó a visitar a los dos padrinos que ya había designado (el veterano liberal Manuel Becerra y el barón de Sacro Lirio Agustín Laserna) y que ellos cuatro se entendieran. Al día siguiente, a las diez en punto de la mañana, se dieron cita los padrinos. Los representantes de Figueroa dijeron que su apadrinado tenía derecho a elegir el arma del duelo porque andar con bastón lo ponía en desventaja y, en virtud de ese derecho, elegía la espada francesa con punta y filos o la pistola. Dedicaron tres horas y media a concretar los detalles y acabaron la reunión con un ultimátum: si Figueroa se retractaba de las últimas frases que había dicho en el Parlamento (esas manitas blancas), el asunto quedaba arreglado. Los cuatro padrinos llevaron este mensaje a sus dos representados. Pero nada. Figueroa no se desdijo. A las cuatro de la tarde volvieron a reunirse para ultimar los detalles del duelo. A las cinco fueron a casa de Figueroa y llamaron con urgencia al doctor Camisón para que al día siguiente lo asistiera en el lance. Aunque él no estaba muy inquieto: «Aquella noche dormí con tan profundo sueño que a mi hermano
Gonzalo le costó gran trabajo despertarme. Las condiciones del desafío no eran para producir gran insomnio». A las cinco de la mañana del domingo 10 de julio de 1892, dos carruajes salieron juntos de Madrid. En cada uno iba un caballero con sus padrinos y su médico. Detrás, quince coches de periodistas y amigos. Habían previsto que el duelo se celebrara en una quinta de Eugenia de Montijo pero cuando llegaron, vieron todas las puertas cerradas y no pudieron entrar. La exemperatriz, harta de que tantos hombres fueran a matarse a sus tierras, había ordenado que no dejaran una sola puerta abierta. El administrador de la finca salió y les dijo que se largaran de allí. Los padrinos le suplicaron. Le dieron mil argumentos para que les dejara celebrar el ritual en aquella finca, pero no hubo forma de convencerlo. La comitiva se vio obligada a dar media vuelta. «Los padrinos quedaron perplejos, sin saber adónde llevarnos». Hasta que «al fin decidieron que se ventilase nuestro honor en Leganés, en una casa del duque de Tamames». Era una quinta llena de árboles y flores. Los periódicos decían que parecía un nido de enamorados más que un lugar para liarse a tiros. Los paseos dentro de la quinta estaban llenos de grandes haces de paja y los trabajadores de la casa tuvieron que dedicar media hora a quitarlos para que los dos caballeros pudieran desafiarse. Algunos individuos que pasaban por ahí, al ver lo que ocurría, se quedaron asomados por las tapias para asistir al espectáculo. Había que contar veinticinco pasos de separación entre los dos caballeros. Uno quedaría en un lado con sombra y el otro en un lado con sol. Los padrinos lo echaron a suertes y Figueroa fue a parar al punto soleado. «Ambos señores daban muestras de la mayor corrección, serenidad y presencia de espíritu, como era de suponer», contó El País. Aunque, según este periódico, «la situación ofrecía un riesgo con el que no se contaba. Ambas figuras destacándose sobre las tapias ofrecían blanco más seguro que si hubieran tenido por fondo el difuminado del horizonte». A las siete y cinco de la mañana sonó una palmada. Al instante, se cruzaron dos disparos. ¡Pum! ¡Pum! Una bala fue a parar a un cuarto de metro del hombro de Bosch y la otra se estrelló en la pared, a un metro de la rodilla de Figueroa. La cuestión se había zanjado con honra. El lance había acabado ¡y el honor quedaba satisfecho! Los caballeros se dieron la mano. Los padrinos los felicitaron y cada
uno volvió a su casa, donde los esperaban sus amigos con abrazos y enhorabuenas. Todo había sido tan tranquilo, tan cordial, y los disparos habían sido tan desatinados, que aquello olía a paripé. En palabras de El País: «Los Sres. Sanchiz, Roldán, Becerra y Laserna felicitaron a los Sres. Bosch y Figueroa, que tan milagrosamente se habían librado de aquellas dos balas, casualmente disparadas al lado de cada uno». Ese día Figueroa fue muy feliz. Aunque no precisamente por librarse de la muerte. «Este desafío fue el suceso del día. Me sentía un héroe al ver cómo aumentaba mi popularidad, esa popularidad que perseguí toda mi vida y origen de más molestias que provecho». Ese era el objetivo del duelo: ganar fama. Aunque sabía que la popularidad más rentable no viene del conflicto. Eso lo aprendió de su jefe Sagasta. Lo que más admiraba de él era su habilidad con las gentes. «He mantenido en política muy enconadas luchas. Sin embargo, puedo afirmar que no he sentido por nadie odio, y he perdonado siempre, quizá con demasiada facilidad, las ofensas recibidas. Aprendí esto de Sagasta, que ni odiaba, ni maldecía, ni murmuraba de ninguno, y le fue muy bien. Era de la escuela de Disraeli. Este, cuando recibía una ofensa, por toda venganza escribía en un papel el nombre del ofensor, lo guardaba y lo leía después de transcurrido un año. ¿Y entonces…?».
9. PEPE EL HUEVERO
«Mandar es un verbo de eterna conjugación. Es la pasión dominante en los hombres y… en las mujeres».
Álvaro de Figueroa era un demócrata convencido. Pero había nacido en una familia de aristócratas y eso le dio un privilegio muy poco democrático: lo hicieron noble. No era algo que él buscara. Fue cosa de su madre: la marquesa de Villamejor. Ella tenía unas tierras que heredó de su padre y que durante mucho tiempo estuvieron descuidadas porque él no tenía dinero para trabajarlas. Pero ahora la familia tenía una de las fortunas más grandes del país y podían transformar aquellas tierras yermas de la Villa de Romanones en una finca impresionante. La marquesa pidió a la reina María Cristina que convirtiera aquel antiguo señorío de la provincia de Guadalajara en un condado y que diera a su hijo Álvaro el título de conde. La soberana aceptó y en 1893 lo hicieron… conde de Romanones. Qué erre para arrancar. Esas dos oes como dos soles. Esas nasales dando empaque. La ese que marca el punto final. Ro-ma-no-nes. ¡Qué porte tenía el nombre! Aunque él seguía a lo suyo. En su política. ¡Y qué ímpetu! No le bastaba con estar en el Parlamento. ¡Le faltaba bastón para ordenar! En su asiento de diputado por Guadalajara se veía detrás de la barrera y él era hombre de ruedo. Entonces decidió echar un paso atrás para dar dos adelante. Pensó que debía pasar de diputado a concejal en el Ayuntamiento de Madrid para ganar la popularidad que lo elevaría rápido a la cima de la política nacional. «El Ayuntamiento de Madrid es terreno de experiencia y ensayo insuperable para quien haya de seguir la carrera política. Cada sesión del Concejo era una representación en pequeño de las sesiones del Congreso. Nada más adecuado, si se tiene temperamento y vocación, para soltarse y adiestrarse en la polémica». En el consistorio de Madrid siguió su escalada. Una vez allí intentó hacerse con la vara de teniente alcalde, pero se encontró con que había otros cuarenta y nueve concejales que también aspiraban a conseguirla. Pues nada… a pelearla. Eso no era problema ni impedimento. La peleó y
la consiguió. «Gran contento me produjo tener un mando efectivo, aunque fuese modesto. ¡Mandar! No hay verbo más pleno de ilusiones, aunque a la postre las desilusiones sean muchas. Para conjugarlo se hacen los mayores sacrificios, y pronto la realidad enseña que en él se es más esclavo que señor. Para empuñar el bastón con borlas, símbolo de la autoridad, ¡cuántas cosas que no se debían hacer se hacen!». Romanones se hizo teniente alcalde de un ayuntamiento que tenía como principal reto el matute: el tráfico ilegal de comida y bebida que hacían los comerciantes para no pagar impuestos. No había vendedor que no intentara escaparse, y el Ayuntamiento, harto de tanto cachondeo, puso vigilantes en las estaciones de tren y las entradas a la ciudad para que revisaran las mercancías que llevaban los comerciantes. En una báscula pesaban las cestas de huevos, los cántaros de leches, los pollos estrangulados, las frutas, las verduras, y les aplicaban una tarifa que iba a las arcas del Ayuntamiento. Y ni por esas. Muchos vendedores, para pagar menos impuestos, camuflaban panes dentro del abrigo, y muchas vendedoras escondían verduras bajo la falda. Algunas veces se llevaban una regañina y ya está. Pero otras discutían, forcejeaban. Que sí, que no. Y al final la policía se liaba a tiros con ellos. A los que no pagaban los llamaban matuteros, y había uno tan hábil, tan descarado, que le decían el rey del matute. Se llamaba José Díaz Velasco, aunque nadie lo conocía así. En la calle lo llamaban Pepe el Huevero, y en la prensa, «el famoso Pepe el Huevero». Todos sabían que era el mayor matutero de Madrid, pero para detenerlo y juzgarlo, antes tenían que atraparlo mientras cometía el fraude. El alcalde, Andrés Mellado, desesperado porque no había manera de que los agentes lo pillaran infraganti, trazó un plan. Pidió a dos cabos que se infiltraran en la red de agentes corruptos a los que sobornaba Pepe el Huevero y le hicieran una emboscada. Los dos cabos dedicaron unos meses a preparar la encerrona y por fin anunciaron que había llegado el momento. Fue un martes por la noche. Los cabos infiltrados habían quedado en una casa con el rey del matute para repartirse las ganancias. Pepe el Huevero llegó tan espléndido como siempre. Se reía contando que hacía unos días, en una corrida de toros, se había sentado muy cerca de su mayor enemigo: el director general de Consumos, Augusto Suárez de Figueroa.
—¡Qué cerca estuvimos los lobos y los corderos! —exclamó Pepe el Huevero. Lo que no podía imaginar es que en ese momento estaban aún más cerca: tenían solo un tabique por medio. Al otro lado de la pared, escondidos en una habitación, estaban el director general de Consumos, el conde de Romanones y un empleado más del Ayuntamiento. Habían hecho un pequeño agujero en el muro y desde ahí espiaban a los matuteros. ¡Y qué risa les dio escuchar lo de los lobos! Pero tuvieron que apretar los dientes para que no los oyeran reír. Pepe el Huevero empezó a contar sus planes para futuras estafas. Decía que el Ayuntamiento era una ladronera. Hablaba de los cabos, los vigilantes, los aforados y los fieles que tenía comprados: —Una vez di 85 000 reales por un fraude que no llegaba a 123 kilos de tocino. Pero así hay que tirar el dinero para tener amigos. En el momento en que repartían el dinero, el director general de Consumos y el conde de Romanones entraron en la habitación, les dijeron que los habían pillado con las manos en la masa, les ataron las manos y los llevaron a la delegación de Vigilancia del Distrito Centro de Madrid. ¡Por fin tenían pruebas para denunciarlos! Fue un golpe estupendo contra el matute, pero… ¡qué más da que las cosas se hagan bien o mal! En política, de lo que se trata es de atizar al Gobierno, y los conservadores, en vez de celebrarlo, dijeron que aquello fue un desmadre y lo utilizaron para atacar a Sagasta. Pidieron responsabilidades al Gobierno y Romanones la volvió a liar. En un debate en el Parlamento, se ensañó con un concejal y diputado conservador, y qué le diría que… «estuvo a punto de costarme la vida. La esposa del acusado, ciega de ira justa, lo reconozco, se encaminó a mi casa, revólver en mano, decidida a matarme». Romanones se libró por los pelos. Los familiares de la mujer pudieron detenerla justo antes de que lo encontrara y le quitaron el arma. Pero a él le alcanzó la imagen de su propia muerte. «Honda huella dejaron en mi espíritu aquellos sucesos, y una vez enfriada la pasión, sentí verdadero remordimiento. No aconsejo a nadie, aunque esta clase de luchas tengan especial atractivo, que se lance sin pruebas en el peligroso terreno de las acusaciones personales». Mientras los políticos se peleaban, los jueces se ocuparon del caso. Pepe el Huevero y sus cómplices fueron procesados. Treinta y seis días
de vista y al final… todos absueltos. Al poco, Andrés Mellado dejó la alcaldía. Le sucedió el conde de San Bernardo, pero al ver que las dificultades de la política municipal ponían en peligro su carrera en la política nacional, dimitió. ¡Qué contento se puso Romanones! ¡Era su oportunidad! Corrió a rogarle a su jefe que lo nombrara alcalde y Sagasta, con buen criterio, le dijo: —Por su propio bien, no le nombraré, pues sus compañeros del Ayuntamiento serían sus mayores enemigos y le harían fracasar. Espere a salir del Concejo. Sagasta optó por una prestigiosa figura del progresismo, Santiago Angulo. Pero el conde siguió en su empeño de ser alcalde y se dedicó a ello en cuerpo y alma. «No me costó mucho tiempo ni gran trabajo. Le daba un disgusto diario para persuadirle de que tenía ya demasiados años para desempeñar aquel cargo». Así consiguió, primero, que Angulo dimitiera y, después, que Sagasta claudicara. En marzo de 1894, el jefe del Partido Liberal lo nombró alcalde de Madrid, y en la carta que acompañaba al Real Decreto de su nombramiento, escribió: «Ya tiene Álvaro lo que tanto empeño ha puesto en conquistar. Le deseo mejor suerte y más tranquilidad que la que él proporcionó a sus antecesores».
10. LA VERBENA DE LA PALOMA
«Si careces de fuerza para sufrir y resignarte, no sirves para político».
Sagasta no se equivocó. A los ediles del Ayuntamiento les sentó fatal que el conde de Romanones llegara a alcalde. No les gustó que un mero compañero se hubiera convertido en su jefe: «Me recibieron con manifiesta hostilidad. Tan de uñas que acordaron no asistir a mi toma de posesión y los tenientes de alcalde dimitieron». Pero el ministro de Gobernación, Alberto Aguilera, los reunió a todos y les pidió que se dejaran de tonterías. ¿Cómo iban a gobernar si estaban peleados entre ellos? Entonces los ediles le explicaron por qué no querían a Romanones. Decían que los había ofendido, que los había abandonado en los debates del Congreso… Todos pusieron sus desconfianzas y rencores sobre el tapete, pero al final… no había mejor opción que tirar hacia delante y quedaron tan amigos. Al Ayuntamiento donde Romanones llegó de alcalde, los impuestos al consumo seguían patas arriba. Hasta lo cantaban en una zarzuelita que se hizo muy popular, La verbena de la Paloma: ¡Buena está la política! ¡Sí, sí, bonita está! ¿Pues… y el Ayuntamiento? Consumos por aquí, consumos por allá, y dale que le dale, y dale que le das.
Pero ahí llegó el intrépido Romanones para acabar con el peor mal de la ciudad. La primera noche de alcalde se subió a un caballo y, sin avisar a nadie, fue a ver los puestos de control fiscal. «Era la noche muy oscura, malo el terreno por donde caminábamos, muy inquieta mi cabalgadura. Más de una vez estuve a punto de medir el suelo con mis costillas». Algunos vigilantes estaban dormidos y ¡qué brinco dieron cuando
vieron quién los visitaba! ¡El mismísimo alcalde de la ciudad! A otros los pilló ayudando a los matuteros y les cayó una buena. ¡Quién iba a imaginar a un alcalde cabalgando, a mitad de la noche, en busca del delito! Romanones salió varias noches más. A veces a caballo y a veces en carruaje. Aparecía por sorpresa en almacenes clandestinos y puestos de control. Al día siguiente los periódicos lo contaban y empezó a cundir el pánico entre los jefes de resguardo corruptos. ¡Cualquier día los podían pillar a ellos! Así que a muchos agentes no les quedó otra que enmendarse y recaudar más impuestos. A la vez que aumentaba la Hacienda del Ayuntamiento, aumentaba el prestigio del alcalde. Romanones mejoró las cuentas públicas, embelleció teatros, arregló el Servicio de Incendios y puso caballos a una parte de la Guardia Municipal para que no tuvieran que ir a todos lados andando. ¡Ahí que iban los agentes, como rejoneadores, poniendo orden en las calles, con el tacatá del cabalgar! Era la nueva Guardia Montada, pero como fue idea del conde, la gente los llamaba «los Romanones». Y a todo esto había que sumar la gran obra faraónica que anhela todo gobernante de ambición: «Inicié el proyecto de construcción de la Gran Vía y por ello me concedieron la Gran Cruz de Isabel la Católica. ¡Cuántas veces se ha hablado de la Gran Vía y nadie se ha acordado de mí! Pero no tengo derecho a quejarme. América fue descubierta por Colón y no lleva su nombre». Pero al llegar 1895, cambiaron los turnos de gobierno. Ahora les tocaba a los conservadores y tuvo que dejar la alcaldía. A Romanones le dio mucha pena soltar la vara de alcalde, pero tenía la certeza de que volvería a cogerla, porque la sentía tan suya como el que recibe una herencia. Aún era un político joven. Tenía treinta y dos años. Pero ya contaba con la madurez suficiente para saber que todo hombre con aspiraciones a gobernar el país debía tener un periódico que agrupara a los suyos y atizara a los oponentes: «Sentía yo la necesidad de disponer de un periódico para recoger las aspiraciones y las ideas de los elementos más jóvenes del liberalismo. Por eso adquirí la propiedad de El Globo». Y estaba convencido de que ahí también era un tipo de talante democrático: «En la redacción no todos comulgaban con mis ideas. Aunque me daban su pluma, conservaban sus convicciones».
También sabía que el tiempo en la oposición era el tiempo de prepararse para alcanzar el poder de nuevo. Romanones no perdió un minuto en seguir tejiendo su red de influencias a lo largo y ancho de Madrid y Guadalajara. En el Ateneo, con los hombres más poderosos del país. En los salones aristocráticos, con los nobles. En las tertulias políticas, en las tardes de toros, en los domingos de caza, en los palcos de los teatros… A Romanones le gustaba rodearse de actores famosos y grandes literatos. Era amigo de Benavente, de Galdós. Pero también iba a los casinos de los pueblos y atendía los favores que le pedía un vecino del primo del amigo del sobrino del… Romanones estaba en todas partes. En las altas esferas y en los pueblecillos perdidos. Así acabó construyendo una constelación de amigos políticos en Guadalajara que empezaba en el favor de los alcaldes de los pueblos y terminaba en el voto del último labriego. Por eso muchos lo amaron y muchos lo odiaron. Y lo atacaron hasta hartarse. En la prensa era frecuente ver chistes sobre su clientelismo rampante. Unos lo trataban de forma medio amable: El alcalde de Madrid, conde de Romanones, ha presentado su dimisión. Mañana, un tren especial a Guadalajara llevará de regreso a los empleados municipales que él ha nombrado.
Y otros iban a cuchillo. ¡Ras! Un día, pasados los sesenta años, el conde vio publicada una «novela inquietante de política y amor desatado» que se titulaba El cojo. No hacía falta ser un lumbreras para darse cuenta de que él era el protagonista y que se reían de él en cada página de la novela. Era imposible no saberlo porque el autor movió las letras de los nombres de los personajes con un cuidado de orfebre para que el lector leyera los nombres de las personas reales. Al padre del conde, Ignacio de Figueroa, marqués de Villamejor, lo convirtió en «Melanio de Figueredo, marqués de Villamenor». A su finca de Miralcampo la convirtió en «finca de Miralampo» como el que da un traspiés al leer la palabra y la transforma en otra. Y por si al lector le quedaba alguna duda, en la presentación del libro, el autor escribió: «Las páginas que vas a recorrer, te darán la medida de lo que ha sido España durante cincuenta años, bajo el Poder indestructible del más desenfrenado de sus hombres, dueño y señor de vidas y haciendas».
El libro empezaba así: El cojo es un conde sonado. Lo llaman «el cojo» y lo es.
Y acababa con un soneto del famoso poeta Pedro Luis de Gálvez: Mucho ojito, compadre, que viene por la acera —¡una… dos… tres!— a paso de «fox» el cojitranco. ¡Abróchate deprisa! ¡Te roba la cartera, si no andas listo! «El Cojo», para tu mal, no es manco. Guardó presto lo que antes al pueblo le sacara. Todo lo han conseguido su audacia y su dinero. Al cacique, al perjuro y al malandrín ampara. Es travieso, tacaño, mentiroso y fullero. Del Uixán se le debe la cruenta sangría. Compró de las doncellas inexpertos favores, ¡tan negras las entrañas tiene el cojo que ves! Granujienta, escarlata la nariz, se diría que por ella destila venenosos rencores… ¡Abróchate, compadre, que llega! ¡Una… dos… tres!
11. ¡TIROTEAN AL PRESIDENTE!
«El saber esperar es útil. El político peca siempre de impaciencia».
Iban por los matorrales, pegando tiros, con un calor de sudar la gota gorda. Romanones y su hermano Irueste estaban cazando codornices en la vega de Sauca, en su ropa de campo, sus corbatas ligeras y sus sombreros aventureros. A lo lejos vieron a un hombre apurado, jadeante, que iba hacia ellos con un telegrama en la mano. Algo gordo debía de ser porque era domingo. Agosto. A media tarde. Era imposible imaginar un momento más alejado del trabajo que ese. El telegrama iba dirigido al subsecretario de la Presidencia del Consejo de Ministros. A Irueste. El mensajero, con la cara blanca, se lo entregó en la mano. Irueste lo abrió, se puso más blanco todavía y, sin decir palabra, montó en su caballo y salió corriendo hacia Sigüenza. Romanones le pidió el papel al mensajero, lo leyó y… «la noticia me produjo honda impresión, pues aunque Cánovas no me demostró simpatía alguna, siempre le rendí admiración y respeto por su gran personalidad y su poderoso talento». Habían asesinado al presidente, Antonio Cánovas del Castillo, y la sangre yacía aún fresca en el Balneario de Santa Águeda. No hacía ni cinco horas que Cánovas estaba leyendo los periódicos, en un banco al sol, cuando un anarquista italiano le soltó tres disparos. Pam. Pam. Pam. Tres balazos cargados del grito ¡a cada cerdo le llega su San Martín! El cuarto se quedó en la pistola porque unos agentes pudieron agarrar al asesino y le arrancaron el arma. El pistolero era un joven italiano vestido de traje, un sombrero y unas gafas pequeñas y redondas de intelectual. Se llamaba Michele Angiolillo, y era periodista y anarquista. Al momento lo llevaron a que lo juzgara un consejo de guerra. Allí, con la fluidez de palabra de su oficio de periodista, explicó a las claras que había disparado al presidente en venganza por la orden que había dado
de torturar y matar a más de cuatrocientos anarquistas, socialistas y comunistas después de que se produjera un atentado a una procesión religiosa en Barcelona. Por esa orden de Cánovas, a cientos de inocentes les arrancaron las uñas, les trituraron los pies, les quemaron la piel con el fuego burgués de los puros habanos y los apalearon hasta matarlos. Aquella tarde del 8 de agosto de 1897, aún con el estupor en el cuerpo, Romanones miró a lo lejos y vio que ya no podía alcanzar a su hermano. La tarde era plácida, aún quedaban unas horas de sol. Los perros se agitaban por el olor de las codornices en el rastrojo y decidió seguir cazando. Pensaba que Cánovas no había podido tener una muerte mejor. El prestigio de este político estaba cayendo en picado y quién sabe cuánto más hubiese caído de haber seguido en el Gobierno. Pero este final trágico limpiaba su nombre en la historia. «Confieso que no lloré. Pero allá en lo más confuso de mi mente, y soñando en un lejano día para mí, envidié su muerte. Caer así es la mejor recompensa para cuantos dedicaron su vida a la política y en ella alcanzaron los más altos puestos. Que la muerte violenta es el Jordán que lava todos los yerros y pecados». El asesinato de Cánovas puso el gobierno en manos de Sagasta. Los liberales volvieron a dirigir el país y Romanones recuperó la vara de alcalde de Madrid (esa que creía suya). Pero el equipo que encontró ahora en el Ayuntamiento no le gustó nada. Los conservadores habían dejado las concejalías llenas de condes, marqueses y duques que no mostraban ningún interés por la política. Romanones quitó la fuente de la Puerta del Sol, movió la fuente de Cibeles al centro de la plaza, despidió a los enterradores para contratar a los suyos, y pronto se cansó del mando municipal. Al bajar las escaleras del consistorio, el último día de su segundo mandato, se prometió no volver a subirlas como alcalde nunca más. «Sin duda, con inmodestia, no lo creía ya bastante para mí». Aunque después recordaría la alcaldía como el cargo que más feliz lo hizo. «Confieso que mi vida como alcalde estuvo siempre llena de actividad y esta se ejercía principalmente sobre el terreno, resolviendo de visu todos los problemas. El estudio de los expedientes en la mesa de la alcaldía, como después en los ministerios, me ha producido un invencible horror, y nunca tuve fuerzas para concluir la lectura de uno de ellos. He preferido ser informado de viva voz. Este sistema tiene la ventaja de ahorrar tiempo, y a la par sirve para juzgar la
capacidad de los funcionarios y hasta para bucear en su conciencia. Lo escrito disimula el pensamiento y oculta los repliegues de las intenciones. Con la palabra esto es muy difícil, sobre todo si el que escucha sabe escuchar y leer en la mirada de aquel a quien interroga».
12. EL DESASTRE DE CUBA
«Al que gobierna le es esencial estar bien rodeado. Escoger los colaboradores, aun los más modestos, requiere especial cuidado».
La muerte de Cánovas fue un terremoto político. Llevaban más de una década de estabilidad con este sistema de turnos en el que unas veces gobernaban los liberales y otras los conservadores. Cuando les tocaba a los liberales, el presidente era siempre Práxedes Mateo Sagasta, un ingeniero de pelo ondulado, nariz prominente, rasgos de califa y un don de palabra que dejaba al mundo con la boca abierta. Cuando les tocaba a los conservadores, el presidente era siempre Antonio Cánovas del Castillo, un historiador de gesto adusto, bigote espeso, una pincelada de barba en el mentón y unos pequeños anteojos desde los que veía el sufragio universal como una aberración. No había más partido posible que estos dos, ni más jefe de Gobierno que estos dos septuagenarios. A este sucedáneo de democracia, inspirado en el parlamentarismo británico, le dieron el nombre de turnismo y les funcionó bien para que los monárquicos, los republicanos y los carlistas guardaran las escopetas. Pero ahora, con uno de los dos hombres muerto, el sistema bipartidista se quedaba cojo. El desconcierto duró unas semanas, quizá unos meses, pero la historia no tiene calma para quedarse de brazos cruzados y la vida política continuó. El 22 de abril de 1898 comenzaba una nueva legislatura y Romanones se emperró en que su acta de diputado fuera la primera en llegar al Congreso. Lo más eficaz que se le ocurrió fue llamar a un redactor del Heraldo de Madrid llamado Juanito Pedal y pedirle que organizara una carrera de etapas para que los mejores ciclistas del país llevaran su acta de diputado desde Guadalajara a Madrid a toda velocidad. ¡Fiuuum! Esa mañana, muy temprano, todos los ciclistas echaron a rodar como locos y en menos de dos horas, uno de ellos, chorreando de sudor, entregó el acta ante los dos leones de las puertas del Congreso. Esa excentricidad tenía un motivo. ¡Una ambición! El primer diputado
que entregara el acta sería el presidente de la sesión preparatoria y Romanones lo consiguió. «Mis funciones presidenciales duraron solo cinco minutos… pero ya llegaría la hora de que duraran más tiempo. De ello estaba completamente seguro». Aquella nueva legislatura provocada por la muerte de Cánovas fue infernal. Romanones decía que el nuevo jefe de Gobierno, Sagasta, echaba a andar por la calle de la Amargura y acabaría en el callejón del Calvario. Porque el futuro se veía negro. Las noticias que llegaban de ultramar iban de mal en peor. ¡Cuántos dolores de cabeza daba Cuba! Estaban a punto de perder una de las últimas colonias del Imperio español y los ánimos andaban disparados entre los patriotismos de medio pelo y las nostalgias lloronas. En aquellos días todos hablaban de Cervantes para aferrarse a alguna gloria y olvidar el deshonor: «Ningún pueblo del mundo hubiera llegado a tal grado de inútil heroísmo, ni ningún gobernante a ser capaz de recoger tremendas responsabilidades». En ese ambiente penoso, un día, Romanones almorzaba tranquilamente en casa de Sagasta. Alguien tocó a la puerta y les sirvió una noticia que les cerró el estómago. El Gobierno de Estados Unidos acusaba a España de haber hundido su acorazado Maine en la bahía de La Habana y les daba un ultimátum: o los españoles se retiraban de Cuba o declararían la guerra. A ver quién se echaba ahora una cuchara a la boca. «El rostro del jefe liberal no expresaba solo tristeza, inquietud, temor. Expresaba todo esto y algo más que no acierta mi pluma a definir: la resignación ante la fatalidad histórica». El Gobierno liberal se vio obligado a ir a la guerra. Contrariado. Mortificado. Como si una fuerza mayor lo arrastrara a ello. «Estaba escrito…», sentenció Romanones en sus memorias. Perdieron hombres, dinero, alegría. Para qué. El conde estaba convencido de que era ridículo aferrarse a una idea de imperio: «Colonización y civilización son términos antitéticos. Pueblos civilizados son pueblos fatalmente destinados a escaparse del yugo colonizador». La guerra de Cuba estaba dejando al Estado sin blanca y decidieron organizar colectas patrióticas para que los más ricos donasen dinero al Tesoro. En el Teatro Real de Madrid celebraron la primera función patriótica y el padre del conde, que tan famoso era por rico como por tacaño, pagó 250 000 pesetas por un palco. ¡Un fortunón!
Fueron días tristísimos. Y entre los gobernantes había un fantasma que los paralizaba: el miedo. Temían lo que pudiera decir la prensa, temían al Ejército, temían a los iracundos que podrían echarse a las calles a gritar sus patriotismos y patrioterismos. Nadie parecía entender por qué se había liado de aquella manera. «El espíritu humano no alcanza nunca al conocimiento de las leyes misteriosas que dirigen el mundo. Por eso no se puede lanzar sobre una sola persona las responsabilidades de las catástrofes. Hay que buscar las causas siempre lejos de los responsables inmediatos y de los motivos últimos». A veces la historia es misteriosa. A menudo los protagonistas son enigmáticos. A Romanones siempre le rondó una pregunta por la cabeza: ¿quién voló el Maine? En una ocasión le preguntó a Sagasta y este hombre maduro, con surcos en la frente, mirada profunda y un lunar en la mejilla, le respondió: —No hablemos de esto. Hay secretos que jamás deben dejar de serlo.
13. HASTA MIGUEL DE UNAMUNO LO APLAUDIÓ
«Decir al mismo tiempo sí y no es altamente perjudicial en los negocios de Estado».
A Romanones el Congreso le parecía un ring. A él no le gustaba dar sermones. Lo que le gustaba era luchar. «Cuando aún tenía poco que perder, buscaba el adversario más temible, y frente a él debatía tranquilo y hasta seguro de no ser vencido». En cambio, los discursos en el Ateneo, las academias y los juegos florales le daban terror. «No encontrando el hierro del adversario, he sido hombre perdido». Pero quería ser ministro y eso le obligó a templar sus modales. Al comienzo del nuevo siglo, en enero de 1900, empezó un discurso en el Parlamento con estas palabras: Señores diputados: Cuando yo comenzaba a hablar en el Congreso, hace bastantes años, no sentía temor de ninguna clase. Según va pasando el tiempo, me sucede lo contrario. Voy sintiendo con mayor intensidad el miedo a la intervención en estos debates porque me convenzo de que mi pobre palabra, mi manera de pensar, no se adaptan a la atmósfera de convencionalismos que en estos ambientes se respira. Hablo ahora con temor porque no me agrada que se me considere como un diputado amigo tan solo de producir perturbaciones y alborotos y de conseguir a toda costa notoriedad. Nada más lejos de mi ánimo. Me sucede, por desgracia, que, obedeciendo a mi manera de entender y ver las cosas, no me amoldo a los convencionalismos y me expreso con la rudeza propia de la sinceridad. Pero sin que haya nada extraordinario en mis palabras porque no digo más que lo que siento y lo que todo el mundo manifiesta fuera de este recinto. Aquí se endulzan los conceptos, se les ponen tales envoltorios, que siempre aparecen los pensamientos como velados. Y como mi palabra se resiste a servir a los eufemismos, suelo aparecer como orador aficionado a los efectos personales, excitado por el deseo de herir y por la mala intención de manifestar cosas que pueden resultar desagradables.
[…] No quiero decir nada que sea mortificante para ningún ministro, ni siquiera para los directores adjuntos, ni para los ministros que están detrás de los ministros.
Todo el Parlamento se echó a reír. A Romanones le gustaba soltar bromas en una tribuna acostumbrada a escuchar palabras solemnes y diatribas rimbombantes. Este discurso trataba sobre los presupuestos de Fomento, pero dedicó una parte importante a hablar de la Instrucción Pública. A Romanones nunca le interesó mucho la educación, pero ahora le convenía el tema, porque ahí veía una oportunidad de convertirse en ministrable. Había preparado esa intervención con más empeño que ninguna y denunció un dato escalofriante: el presupuesto dedicado a la Instrucción Pública, a la educación, no llegaba a diecisiete millones de pesetas. ¡Una miseria! Y pidió que el Estado se ocupara de formar a los niños como ciudadanos libres en vez de condenarlos a entrar en órdenes religiosas si querían estudiar. Hasta el prestigioso académico Miguel de Unamuno lo aplaudió. Fue una jugada redonda: por primera vez lo vieron con madera para dirigir un ministerio. Pero el conservador Francisco Silvela gobernaba el país y las órdenes religiosas crecían como setas. ¡Qué cruz era aquello para los liberales! Entonces uno de ellos se alzó en la voz más firme de los defensores del Estado laico. Era un diputado liberal de ojos pequeños y un bigote acabado en unos graciosos ribetes, que se llamaba José Canalejas y que en un discurso proclamó: —¡Hay que dar la batalla al clericalismo! El periódico católico El Siglo Futuro respondió furioso: —¡El liberalismo es pecado! A Romanones le conmovieron las palabras de Canalejas y se convirtió también en voz del anticlericalismo. No tenía nada contra la religión ni los santos del cielo, pero en la tierra debía mandar el poder civil y no las órdenes religiosas. Este enfrentamiento ideológico entre los partidarios y los contrarios al clero acabó en broncas callejeras, y los conservadores acusaron a Romanones de estar ahí detrás azuzando las revueltas. «Tan falsa imputación no me produjo efecto alguno», escribió en sus memorias. «Ya empezaba a acostumbrarme a las campañas injustas y calumniosas, sobre todo porque la Providencia, siempre benigna
conmigo, dispuso que tales campañas hayan sido siempre seguidas de inmediata y justa reparación». El conde en lo que estaba era en ser ministro. Fuera de la política no había mundo para él y, al fin, en 1901, la reina regente María Cristina encargó a Sagasta formar gobierno. A Romanones se le levantaron las orejillas. Si su jefe era presidente, él podría ser ministro. ¡Qué nervios! Y aunque era de buen dormir, esos días no pegó ojo. No podía esperar a conocer la lista de Gobierno que Sagasta llevaría a la reina. Un día. Otro. Otro. Y al fin llegó el momento en que la lista de ministros se hizo pública y… y… ¡madre del amor hermoso, que ahí estaba su nombre! ¡Por fin, ministro! Y por méritos propios. Por ese discurso de Instrucción Pública que tanto se había trabajado. Romanones se vanagloriaba de que no había tenido que recurrir a intrigas políticas para llegar a ministro. Ni a su arrojo, ni a su audacia, ni a su travesura. «Nada me ha molestado más en la vida que estos adjetivos» que siempre le repetían como un martillico.
14. ¡HAY QUE PAGAR A LOS MAESTROS!
«No hacer justicia a tiempo debiera considerarse grave delito. Porque omitir la justicia es confirmar la injusticia».
«Llegó la hora deseada». Al conde de Romanones, aquella sala, aquel acto, le parecían un sueño. Duques, condes, generales, comandantes… Algunos tan puestos y tan alargados que le parecían retratos del Greco. En el centro de la cámara regia, había una pequeña mesa cubierta de damasco rojo. Encima, un crucifijo de marfil y el libro de los Sagrados Evangelios abierto de par en par. Qué solemnidad en aquella jura del Gobierno. Los nobles iban de uniforme; los ministros, de frac. Romanones se puso todo lo guapo que pudo. Encargó el uniforme que llamaban grande: el más recargado de bordados, y ni así le parecía suficiente. Aunque después de unas cuantas recepciones, acabó descubriendo que llevar ese cargamento de solemnidad en lo alto era un suplicio. Sagasta, en cambio, no era hombre de estrenar atuendos. Vestía un uniforme usado y lucía marchito el oro de los bordados: «Se percibía que la casaca no se había hecho para él, que la llevaba con disgusto y obligado». Entró la reina María Cristina, con esos ojillos, esa naricilla y esa boquita de roedor, pero llevaba tantas joyas encima y esas coronas empedradas de brillantes que se ponía, que algo de autoridad sí que despertaba. El Gobierno la saludó y ella, ceremoniosa, devolvió el saludo. Romanones estaba deslumbrado: «Ejerce la realeza enorme sugestión sobre las gentes. Quizá haya en ello algo de influencia fetichista o tal vez un rezago secular de servidumbre del que ninguno se escapa, y no es el concepto teórico de la monarquía, sino algo plástico, un efluvio desprendido de la persona real». La reina se sentó y empezó el juramento. «Llegó mi turno, me hinqué de rodillas, puse la mano sobre los Evangelios y, con verdadera emoción, pronuncié el “Sí, juro”». Romanones estaba impaciente por hacer cosas en el ministerio y anunciarlas a bombo y platillo. No tardó ni un día en ponerse a trabajar. Esto, aquello… ¡A hacer cosas sin parar! La reina María Cristina no solía poner pegas cuando le llevaba un decreto con una nueva medida
educativa. Los firmaba sin rechistar. Pero un día leyó un decreto que quitaba privilegios a las órdenes religiosas y esta vez, en vez de firmar, dejó su pluma en el aire y dijo: —Es tan importante que, si a usted no le molesta, no lo firmaré ahora. Necesito tiempo para estudiarlo. El ministro se quedó helado. ¿Que la reina no lo iba a firmar? «Con la mejor de las sonrisas, asentí a su deseo». Pero claro que le molestó ¡y mucho! porque había anunciado a la prensa que ese día se aprobaría el decreto. Romanones, en cuanto salió del palacio, cambió el gesto. Estaba hecho una furia y con esa furia fue directo a ver a Sagasta. Enfadadísimo, exaltadísimo, y con todo el dolor de su alma, le anunció que presentaba su dimisión como ministro de Instrucción Pública. El presidente lo escuchó sin alterarse. No arqueó ni una de sus pobladas cejas. Recostado en su sillón, con sus brazos relajados sobre los brazos de la silla y su mirada profunda, le pidió detalles de lo ocurrido y le dijo que se fuera tranquilo: —Todo se arreglará, pero es necesario guardar absoluta reserva. Dos días después la reina firmó el decreto y Romanones aprendió que en el arte de la política no funcionan los arrebatos. Hay que moverse en tiempos distintos a los de la vida corriente. Hay que esperar a que las cosas estén hechas antes de anunciarlas y aguardar a que las cosas se calmen antes de tomar una decisión. Pero en el oficio de gobernar, Romanones no conocía la paciencia: «Con el entusiasmo que solo se siente en plena juventud, me puse manos a la obra e hice mucho en poco tiempo». Mantenía el ritmo inicial de sacar un decreto detrás de otro, con mucha prisa, porque sentía que aquel gobierno en manos de Sagasta, un hombre viejo y enfermo, podía caer en cualquier momento. El conde estaba ansioso por crear un sistema educativo que acercara esa España retrógrada a la Europa progresista. Los conservadores del Gobierno anterior eran más de creencias que de ciencia. Habían reforzado la religión católica y el estudio de una lengua muerta: el latín. Romanones le dio la vuelta a los planes de estudio y dio prioridad a las ciencias experimentales y a las lenguas que hablaban los vivos en vez de la lengua que hablaron los que ahora estaban muertos. Aprobó que la religión dejara de ser obligatoria en los institutos y que lo único obligatorio fuera la educación general. Aprobó la libertad de cátedra,
impulsó los estudios de industria y oficios, y creó becas para estudiar en el extranjero. Pero su mayor empeño fue que los profesores de enseñanza primaria pudieran cobrar su sueldo. Muchos llevaban más de cinco años sin cobrar y los que cobraban tampoco estaban para tirar cohetes porque el salario era ridículo. Tan conocidas eran sus penurias que ya eran dicho popular: Tiene más hambre que un maestro de escuela. Por eso, «acudir al remedio de tal situación era mi primer deber, y mi mayor gloria el conseguirlo». Este desastre en los pagos venía de una ley de 1857 que dictaba que los ayuntamientos pagaran a los maestros de escuela. Pero los cabildos no tenían dinero para hacerse cargo de estos sueldos. Había que buscar otro pagador y el conde propuso que fuera el Estado. Al ministro de Hacienda no le pareció tan buena idea y ahí estuvieron un tiempo de rifirrafes hasta que Romanones se hartó y llevó el asunto a lo más alto. Fue a pedirle ayuda al mismísimo Sagasta y ¡lo convenció! Al fin, el 26 de octubre de 1901, el conde llevó el decreto a la reina para que lo firmara y lo hiciera efectivo. ¡Qué contento estaba! «Pocas veces en mi vida política he sentido satisfacción más intensa. La gratitud de los maestros para conmigo duró largo tiempo y se expresó en muy sentidas y diversas formas. En cualquiera de los pueblos donde yo llegaba tenía, por lo menos, un amigo: el maestro, que siempre acudía solícito a saludarme». Aunque… «después… ¡el tiempo lo borra todo!». Pero eso ocurriría décadas después. Ahora estaba eufórico y no podía pensar que alguien se opusiera: «Era el campo de más seguro triunfo, donde, libre de toda pasión y de tendencia política, podía dejar unido mi nombre a algo que ni el paso del tiempo ni la injusticia e ingratitud de los hombres destruyera». Estaba tan feliz de conseguir algo en lo que todos estarían de acuerdo… ¿Todos? ¡Ja! ¡Los conservadores se le echaron encima! ¡Y vaya la que liaron! Llevaron el asunto al Parlamento y dijeron que, en cuanto llegaran al poder, derogarían la medida. Aunque, por supuesto, lo único que pretendían era malmeter. Porque cuando después gobernaron ellos, no solo la mantuvieron, sino que la perfeccionaron. En aquellos dos años de ministro, el conde se aficionó a los viajes oficiales y a que lo aclamaran allá donde fuera. Le encantaba exhibirse, que lo miraran mientras sonaba la marcha real. Estaba tan henchido por
sus triunfos que cayó en la trampa de la vanidad. Unos maestros le dijeron que iban a hacer una colecta por todo el Magisterio para erigirle una estatua en Guadalajara y a él le pareció estupendo. El famoso escultor Blay modeló su efigie en mármoles y bronces, rodeada de símbolos que casi lo santificaban. Ahí posó la estatua hasta que en la Segunda República la desmontaron y la quitaron de enmedio. Al final de su vida, cuando Romanones escribió sus memorias, dijo que lo del monumento fue excesivo. Que todavía se avergonzaba de haber consentido aquel gesto grandilocuente: «¡Bien sabe Dios cuánto me ha pesado! Espero que llegue un día en que pueda entrar en Guadalajara sin reírme de mí mismo». Aunque… de ser cierta esa modestia, ¡qué disgusto se llevaría hoy!, porque en 1954 la volvieron a poner en una plaza de la ciudad y en 2013 la hermosearon para que siga luciendo espléndida. El caso es que en aquel otoño de 1902 en el que él estaba tan henchido, el Gobierno liberal parecía ir a rastras. Aunque, a decir verdad, era solo la agonía parlamentaria de Sagasta. A sus setenta y siete años, subía a la tribuna como podía, le temblaban las manos, le caía el sudor por la frente. Tenía que coger aliento para lanzar las palabras, le ahogaba la tos. Al terminar las sesiones iba a su casa para respirar balones de oxígeno y que el médico le pusiera inyecciones energéticas. El rey llamó a consulta a los líderes políticos y la mayoría pidió que siguiera en el Gobierno. Pero Sagasta insistió en que quería dimitir. No podía con su alma. Primero dejó de salir de su casa y después hasta le costaba salir de la cama. El rey por fin le hizo caso. Encargó a los conservadores que se ocuparan del Gobierno y, en diciembre de 1902, Romanones se vio obligado a dejar el ministerio de Instrucción Pública. Pocos días después murió Sagasta. Los liberales se vieron perdidos sin el hombre que había sido siempre su gran líder y en vez de mirar al presente que tenían ante sus narices, se aferraron al pasado que representaba el jefe muerto: «Con él desaparecía el partido que acaudillaba. No convencernos de esto desde el primer momento fue un grave yerro. Con Sagasta, además, terminaba una época política».
15. QUÉ ÍNFULAS TENÍA EL REY
«El gobernante que no cree equivocarse nunca es el más funesto y peligroso».
Romanones era aún ministro cuando España estrenó rey. El conde estaba al frente de la Educación, pero… que si lo hace este, si lo hace el otro… y al final le cayó el encargo de organizar la coronación de Alfonso XIII a bombo y platillo. Y qué metódico es el destino, que reservó a una misma persona, ¡al conde!, que montara los tres grandes eventos de la vida del rey. Romanones preparó las fiestas de ascenso al trono. Romanones se ocupó de la seguridad de su boda (¡y qué bombazo le lanzaron!). Y Romanones le ayudó a huir al exilio cuando llegó la Segunda República. Pero eso vendría después… Ahora acababan de proponer al conde que organizara los festejos de la coronación y a él le pareció fantástico. Cómo se notaba que era un ministro recién llegado. ¡Qué candidez! ¡Y qué iba a imaginar él los disgustos que se llevaría! Romanones montó una función en el Teatro Real, organizó una tarde de toros… ¡y madre mía, qué calvario! «Al distribuir las entradas en el teatro, sufrí impertinencias sin cuento y hasta afronté dos o tres cuestiones personales. Pero aún más rudos fueron los envites para obtener asiento en la corrida real. Hubo momentos en que perdí la paciencia y no veía más medio para salvarme que dimitir ¡si me veía apurado! ¡Cuán difícil es medir la apetencia de las gentes para disfrutar de balde de los espectáculos!». Preparó también una fiesta de la Ciencia. Dieron discursos los sabios y los catedráticos más reconocidos, «sin embargo, aquí no hubo apreturas y las entradas sobraron». Por fin llegó el día del cumpleaños. El 17 de mayo de 1902 el hijo de Alfonso XII y María Cristina de Habsburgo cumplió dieciséis años. Ese día lo declararían mayor de edad y lo proclamarían jefe de estado. Ese día don Alfonso se convertiría en Alfonso XIII y así… un adolescente al que le perdían las faldas, los moños, las tetas y las carretas ¡quedaría al mando de España! Esa mañana de primavera amaneció llena de luz. Los miembros del Gobierno, impecables, de uniforme, esperaban al futuro rey en la
escalera de piedra del Congreso. Don Alfonso llegó en una comitiva de carrozas majestuosas y caballos enjaezados con todo tipo de lujos. Vestía un uniforme de gala de capitán general, y tenía la misma cara alargada y los mismos ojos de ratoncillo que su madre. Llamaba la atención ese rostro imberbe entre tanto bigote y tanta barba de tanto señor mayor. El chavalillo entró en el Congreso acompañado de su madre. Se sentó en el trono, leyó un discurso que le habían escrito los más altos intelectuales del Gobierno, se quitó el guante de la mano derecha, la puso sobre un libro de evangelios y juró la Constitución. —Juro por Dios, sobre los Santos Evangelios, guardar la Constitución y las leyes. Si así lo hiciere, Dios me lo premie, y si no, me lo demande. Fueron cinco horas de solemnidades, de aplausos, de aclamaciones, de músicas… Un día agotador. Y cuando creían que ya había acabado la jornada, el rey, con to su ímpetu, mandó celebrar un consejo de ministros. A Sagasta, que de estas cosas sabía mucho, le pareció un disparate, pero ¿quién podía decir que no? Pasaron a una de las salas más tristes del Palacio Real. El nuevo rey se sentó en la cabecera de una larga mesa de nogal y los ministros se fueron sentando a los lados. Sagasta, con voz apagada, pronunció el saludo y, al momento, Alfonso XIII, como si llevara toda la vida presidiendo consejos, empezó a lanzar preguntas, una tras otra, al ministro de la Guerra. Quería saber por qué había cerrado las academias militares y pidió que se abrieran de inmediato. El ministro no estaba de acuerdo. Debatieron. Rebatieron. Que sí. Que no. La discusión fue subiendo de tono hasta que intervino Sagasta y le dio la razón al rey. Hubo un silencio pesado y el monarca cogió la carta magna. Leyó el artículo 54 y dijo: —Como ustedes acaban de escuchar, la Constitución me confiere la concesión de honores, títulos y grandezas. Por eso les advierto que el uso de este derecho me lo reservo por completo. Todos se quedaron helados. El ministro de la Marina, duque de Veragua, heredero de los más ilustres blasones de la nobleza española y liberal hasta el tuétano, leyó el artículo 49 en respuesta: —Ningún mandato del rey puede llevarse a efecto si no está refrendado por un ministro. ¡Ay, si en ese momento hubieran hecho caso al Libro de los proverbios de
Salomón!, lamentaba Romanones cuando, ya anciano, escribía este momento de la historia sabiendo lo que vino después. Lo que advertía el Libro de los proverbios era esto: «Dale buena educación al niño de hoy y así permanecerá en el viejo de mañana». Pero nadie le paró los pies al chiquillo que estrenaba una corona en la cabeza. Quizá fue el cansancio de Sagasta, quizá la falta de decisión de los ministros… Aquel día nadie le bajó los humos y «¡así acabó la suerte constitucional de España!». Pocos días después el rey volvió a contrariar al conde. Romanones llegó al Palacio Real con un decreto que concedía la Gran Cruz de Alfonso XII al grandísimo escritor Benito Pérez Galdós. El rey la dejó sobre la mesa sin firmar. ¡Maldito niñato! ¿Por qué aquel adolescente mimado tenía que poner impedimentos para conceder tal honor a una de las glorias de la literatura española? Al ministro le salía la ira por las orejas. Salió de Palacio y fue escopetado a contárselo a Sagasta. —Guarde absoluto silencio —le aconsejó el presidente del Gobierno—. Espero que el rey firme el decreto. Y así ocurrió. Días más tarde, Alfonso XIII lo firmó. Sagasta se lo entregó a Romanones y le dijo: —No olvide nunca que, en Palacio, las cuestiones referentes a las personas son las más difíciles. A un monarca se puede convencer para que cambie de opinión en cuestiones de doctrina, pero cuesta gran trabajo que cambie las que atañen a personas. Aquel día el conde aprendió esta lección. Y después aprendería tantas que llegaría a ser uno de los hombres que mejor se movían en Palacio. Por sus cargos de ministro y presidente del Consejo visitó tanto al rey que acabó conociendo a la perfección el funcionamiento, las inercias ¡y hasta los vicios y manías de la realeza! Aunque el lugar donde intimó de verdad con el rey no fue en un despacho. Fue con unas escopetas en las manos. A los dos les entusiasmaba matar animales a perdigonazos. ¡Cazar! «La pasión que, después de la política, me ha dominado más, más ha absorbido mi tiempo y consumido mis fuerzas». A Romanones, cualquier cosa que corriera o volara le parecía buena. Cazaba liebres, conejos, perdices, pero lo que de verdad le perdían eran las codornices. Cazó en toda España y su lugar preferido era Sigüenza. Ahí pasó cientos de fines de semana y vacaciones en busca del avecilla africana. «Es difícil para el que no sienta esta afición formarse cabal idea del placer que proporciona. ¡Si será este grande que, en el rigor del
verano, a pleno sol, con más de cuarenta grados, me pasaba las horas cazando tras el perro en los rastrojos y en las caceras!». Decía que la caza le enseñó a contener su impaciencia. «Yo me precipitaba en esto, como en todo, durante muchos años». Lo constató al ver que mataba mucho más cuando esperaba el momento perfecto para disparar. Tenía, incluso, un registro documental. El conde apuntaba en un balance todas las codornices que reventaba a tiros. A principios del XX derribaba unas 1400 por año. Después subió la media a unas 2500 y algún año le dio bien al plomo: en 1912 abatió, nada más y nada menos, que 4502 codornices. Romanones era un invitado habitual en las cacerías reales. Decía que Alfonso XIII era la mejor escopeta de España. En su familia, desde bien pequeños, les enseñaban a disparar: «Era la afición más destacada de la estirpe borbónica». ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! El rey no hacía ascos a nada. Ahí que se ponía su fetiche en lo alto de la cabeza (un sombrero tirolés verde rasgado por varios perdigonazos) y empezaba a tirotear venados, jabalíes, corzos y todo lo que se pusiera por delante. ¡Y cómo admiraba el conde que el rey no dejara títere con cabeza! «Es posible que en el mundo no haya otro cazador que pueda hacer gala de una estadística tan variada y copiosa». Todos pensaban que en estas cacerías hablaban y conspiraban sobre el futuro del país. Pero… quién sabe. A lo mejor aquellos hombres gobernaban con más desdén de lo que la gente creía, pues, si es cierto lo que Romanones contaba, «de lo que menos se hablaba era de la res pública, y sí mucho de toda clase de reses». La caza fue la afición habitual de los políticos del Antiguo Régimen. A quienes les siguieron, los políticos de la Restauración, ya no les gustaba tanto. Sagasta la dejó pronto porque un día se le desvió el tiro y mató al perro de un amigo. Silvela llevaba libros a las cacerías y, en cuanto podía, se iba a leer. Maura soltaba la escopeta para pintar paisajes en acuarela. Uno de los que más siguió la tradición, de escopetazo en escopetazo, fue Romanones. ¡Y cómo la ensalzaba! «Para el militar, como para el político, es la caza adecuado y conveniente ejercicio, y para todo el que luche, pues el éxito de la lucha estriba siempre en la más certera puntería».
16. LA VENGANZA
«No emplees tu fuerza en dividir al enemigo, sino en aniquilarlo».
La muerte de Cánovas y Sagasta fue la encarnación de la muerte de la Restauración. Había llegado el momento de renovar el Partido Liberal ¡y la política entera! pero la inercia tiraba fuerte hacia el pasado. Los políticos arrastraban el mismo ideario y las mismas formas de hacer las cosas que en los últimos veinticinco años. Romanones le dijo a los liberales que tenían que centrarse en tres asuntos: la disciplina, el programa y un jefe. La disciplina, vale. El programa fue fácil de redactar y aprobar. Pero lo del jefe costó más. Empezaron las reuniones, los bandos y las confabulaciones en busca de un líder. Y al final se lo acabaron disputando dos titanes: Eugenio Montero Ríos y Segismundo Moret. El conde no se puso del lado de ninguno porque sabía que si acababa en el bando del candidato derrotado perdería todas las opciones de volver a ser ministro. El partido se iba partiendo en dos hasta que vieron venir unas nuevas elecciones. Entonces, por fin, reaccionaron. «Para poder luchar con éxito en ellas, reconocimos la necesidad imperiosa de aparecer unidos». Reconciliarse exigía crear un comité electoral de cinco personas y ahí entraron Montero Ríos, Moret y… él. ¡En primera línea! «Mucho me satisfizo esta designación, porque confirmaba públicamente mi alternativa entre los directores del partido». Debatieron, votaron, debatieron otra vez, intentaron una fórmula, otra… pero no había manera. El partido se rompió en dos y a partir de ese momento estaban los liberales de Moret y los demócratas de Montero Ríos. Divididos en dos ramas tampoco mejoró la cosa. Al contrario: fueron a peor. Los roces entre los dos cabecillas del Partido Liberal acabaron aireados en el Parlamento. «En él disputamos con saña Moret, Canalejas y yo, olvidando que las querellas familiares no deben exhibirse en público». ¡Qué error! Los liberales hicieron de la mismísima tribuna del Congreso el altavoz para atacarse y herirse.
Pronto se dieron cuenta de que esta guerra interna no le convenía a ninguno y decidieron volver a unirse en un único bloque. «Si entonces me hubieran dicho que no tardaríamos en volver a la amistad, a ser ministros en un mismo gabinete y a que yo recibiera de sus manos la designación para la presidencia del Congreso, no lo hubiera creído. Pero eso y mucho más es y será la política». Ahora, de nuevo, Romanones se sentía un toro bravo para embestir a los conservadores del Gobierno. Antonio Maura, con su bigote hacia arriba y su barba perfilada, presidía el Consejo de Ministros, y al conde le caía bien, porque no dejaba adversario que le hiciera sombra y destruía cualquier obstáculo que se le pusiera al paso: «Sus arranques viriles me admiraban». Pero que le cayera bien no implicaba que no intentara atacarle o destruirlo si hacía falta. Un día el conde subió a la tribuna del Parlamento y denunció que había descubierto un asunto que el Gobierno conservador había escondido a todos. Romanones, con gravedad, anunció que España había estado comprometida en secreto con la Triple Alianza (el Imperio alemán, el Imperio austrohúngaro e Italia). Maura lo negó con fiereza y zanjó el debate hincándole una banderilla donde sabía que le dolía: —Señor conde de Romanones, para abordar estos asuntos, para intervenir en esta clase de debates, hace falta algo más que la audacia. ¡Cuánto le cabreaba al conde que le dijeran eso de la audacia! Romanones reconocía que no había dedicado muchas horas a preparar su intervención. Sabía que podía tener algunas imprecisiones, pero la denuncia que había hecho era cierta y luego se probó en el Parlamento. En cambio, el rencor… eso tardó más en resolverse. «La tal frase tardó mucho tiempo en salirme del cuerpo, y esperé ansioso que llegase la hora de sacarme la espina clavada en el corazón». El conde quería venganza y sabía de qué pie cojeaba Maura: la economía. La peseta estaba enferma, muy enferma después de la pérdida de las colonias y ahí vio su oportunidad para atacar. Leyó todo lo que encontró sobre la moneda en los documentos españoles y extranjeros. Elaboró un análisis sesudo, riguroso, y anunció una interpelación. Romanones dio un discurso brillante. Maura, en cambio, improvisó la respuesta. Ni a los diputados ni a la prensa les convenció su contestación y dijeron que el presidente no había estado a la altura.
La venganza había sido saldada. «Esta es la enorme desventaja de hablar desde el banco azul (el del Gobierno). En él siempre se está a merced del adversario, que elige la oportunidad y la materia para el ataque y, además, dispone del tiempo necesario para prepararse. La estrategia de la política consiste en saber elegir en cada momento el flanco débil del adversario». Las broncas parlamentarias eran el pan nuestro de cada día. Pero… ¡uy cuando pasaban al terreno del honor! ¡A la cuestión personal! Ahí no bastaban las palabras. Entonces entraba el hierro. O el plomo. En una ocasión el diputado Sánchez Guerra (un abogado y periodista con cara de niño y una barba tan poblada que hasta le escondía la boca) y el diputado Rodrigo Soriano (un literato y diplomático con entradas y bigote imperial) se liaron a la gresca en un debate sobre la política de Córdoba y no encontraron más salida que citarse a espada francesa. Los padrinos de ambos pidieron a Romanones que dirigiera el combate y él aceptó encantado. El duelo llegó a oídos de la policía y ¡fueron corriendo a buscarlos! Había que evitar que dos diputados se mataran a espadazos. Los agentes localizaron los coches en los que iban los caballeros, los padrinos y toda la comitiva camino del lance. Pero en cuanto los señores diputados se dieron cuenta de que la policía los perseguía, ordenaron a los conductores que pisaran el acelerador a todo lo que diera, que se metieran por las calles más esquivas y, al final, consiguieron dar esquinazo a la policía. Todo el equipo del duelo llegó al cuartel de Carabanchel y allí cruzaron los aceros. ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas! Pero… ¡Dios mío! ¡La cosa iba en serio! Aquello era un cuerpo a cuerpo de verdad. La espada de Sánchez Guerra no rozó el muslo de Soriano, como todos hubiesen esperado. ¡Fue un espadazo de verdad! ¡Con sangre y saña! Entonces, sobrecogido, el conde gritó: «¡Alto! ¡Alto!». ¡Y madre mía lo que costó separarlos!
17. LA BANDERA… ¡NI MENTARLA!
«El jefe de Gobierno ha de cuidar de no abusar de su autoridad. Es el único medio de no perderla».
A punto de empezar el verano de 1905, el Partido Liberal volvió al poder. El rey nombró presidente a Eugenio Montero Ríos, un hombre de abundante pelo blanco y nariz larga, que pese a las bolsas bajo los ojos y las profundas líneas que sus setenta y tres años le marcaban en las mejillas, seguía siendo atractivo. Montero Ríos representaba a la facción más izquierdista de los liberales, los que más querían que la Iglesia dejara de meter sus narices en todo lo que se cocía. En este nuevo gobierno, a Romanones le dieron la cartera de Fomento. El conde entró a ese ministerio un año en que las sequías habían dejado las tierras andaluzas con la lengua afuera. No hubo cosecha buena. Los campesinos se morían de hambre y el conde pensó un plan de reconstrucción de caminos y obras públicas para dar trabajo a aquella pobre gente. A principios de julio, Romanones partió de gira por las provincias andaluzas con un calor asfixiante. ¡Cómo sería, que en el Ayuntamiento de Córdoba tuvo que quitarse la levita de ministro y hablar en mangas de camisa! El último pueblo que visitó fue Bujalance y vaya escena se encontró: «Una multitud considerable de obreros sin trabajo acudió a recibirme. Sus gritos de desesperación y de angustia tardaron mucho tiempo en salirme del corazón y de los oídos». Aunque cuando volvió al Parlamento, pasó por sudores peores. Los conservadores lo acusaron de montar ese plan de obras públicas para ganarse los votos de los andaluces. ¡Qué cruz tenía el conde con el Partido Conservador! Hiciera lo que hiciera, lo ponían a parir. Pero él tenía claro que si quería calmar el hambre de esa gente y evitar revueltas campesinas, tenía que darles un trabajo y un salario. Eso hicieron y Andalucía se mantuvo en calma. Pero al llegar el otoño se lio una buena en Barcelona. «En mi frecuente paso por el Gobierno he aprendido que la atención de los ministros ha estado absorbida constantemente por Cataluña», meditaba en sus memorias. «Es
tan complicada la vida de la región catalana; tiene un ritmo tan distinto al del resto de España; es su alma tan compleja que no es extraño que hayan pecado los gobernantes españoles de una total incomprensión de los problemas allí planteados». Lo que ocurrió en Barcelona no tuvo nada que ver con el hambre, la sed o el trabajo. Fue una viñeta satírica. El semanario catalanista ¡Cu-Cut! publicó un chiste que hirió el hondísimo honor patriótico de los militares de todo el país. Estaban tan ofendidos que… 300 militares de Barcelona, ¡que se dice pronto!, asaltaron la redacción de la revista, sin orden judicial ni nada y rompieron todo lo que pillaron. Bravitas estaban las fuerzas del Ejército. Los militares reprochaban al Gobierno liberal que era un blandengue con los nacionalistas catalanes. Escupían tanta testosterona y tanta chulería que los ministros empezaron a temer que los militares se liaran a tiros. Entonces intervino el rey de diecinueve añitos y dijo que los delitos de imprenta contra la patria y contra el Ejército no eran asunto de los tribunales civiles. La que tenía que juzgar qué se dice del Ejército y de la patria era la justicia militar. A Montero Ríos casi le da un soponcio. ¡Ni pensarlo! El presidente dijo que su Gobierno no iba a consentir que un general juzgara a un viñetista. La pugna entre el rey y el presidente no respetó ni las horas decentes. Montero Ríos nunca salía de noche, pero ese día hizo una excepción. Pasadas las diez, en la oscuridad y el frío de noviembre, recibió un mensaje urgente de Alfonso XIII: ¡A Palacio ahora mismo! «Envuelto en pieles, tapado el rostro con una bufanda, tomó el coche de muy mala gana. Al salir no vio el peldaño del umbral, tropezó en él y cayó al suelo… y del suelo ya no volvió nunca a levantarse políticamente». Aquella noche tuvo que ser fina. Al reicito que le encantaba vestir uniformes militares y ponerse metales encima se le debió olvidar que había aceptado una Constitución y no se bajó del burro: los militares tenían que juzgar lo que la gente decía sobre la bandera roja y amarilla. A la mañana siguiente la prensa anunció que Eugenio Montero Ríos y su ejecutivo dimitían. Todos. Desde el mismísimo presidente hasta el último ministro (y ahí estaba incluido Romanones). Pero aquello sería una cosa rapidita. No hacía falta llamar a consulta ni nada de eso. Era un mero cambio de piezas. Esa misma mañana el rey encargó un nuevo gobierno al otro cabecilla del Partido Liberal, Segismundo Moret, y así se salió con
la suya: en marzo de 1906 aprobaron la ley para la represión de los delitos contra la Patria y el Ejército. ¡A ver quién se atrevía ahora a cagarse en la bandera!
18. EL RAMO DE FLORES BOMBA «Más aún que los aciertos, enseñan los errores. Porque la experiencia es el residuo de nuestros escarmientos».
¡Gobernación! ¡Cuánto deseaba esa cartera! En la lista de ministros que Segismundo Moret llevó al rey, Romanones figuraba como responsable del orden público, de los alcaldes, y de los tejes y manejes de las elecciones. Moret, con esa pinta de sabio que tenía con su larga barba blanca y su estiradísimo bigote, había pensado en otro candidato. Pero el conde insistió: ¡Yo, yo, yo! Tan pesado se puso que consiguió el capricho y… «¡Notorio desacierto! Mi peor enemigo no podía aconsejarme nada más acarreador de sinsabores y perjuicios. En el ministerio de la Puerta del Sol no hay, no puede haber horas de satisfacción. Solo se encuentran motivos de inquietud. En ningún otro cargo ahoga más el peso de la responsabilidad. En él es inevitable tratar con toda clase de gentes y ¡qué gentes!». En aquel año de 1906, Alfonso XIII estaba de ruta por España paseando su recién estrenada autoridad. Lo único que le faltaba visitar eran las Canarias y justo antes de partir, uno de sus acompañantes, el ministro de Fomento, enfermó. El rey pidió a Romanones que lo sustituyera y… ¡anda que le faltó tiempo! Al momento ya estaba el conde subido al transatlántico. Fue un viaje anunciado a bombo y platillo. Dijeron que, por primera vez, un monarca pondría sus pies en aquellas tierras de paso entre Europa y América, en aquellas líneas de navegación entre Europa y África. Lo que no dijeron es que también era un viaje estratégico. ¡Qué bien situadas estaban las Canarias para arañarle un trozo de tierra a África! Al amanecer del 26 de marzo, el buque lanzó unas palomas mensajeras para anunciar al gobernador civil de Tenerife que el soberano estaba a punto de pisar la isla. Recepciones, festejos, batallas de flores. ¡Qué dispendio! Los banquetes se celebraban a pares. Aunque en una ocasión toda la vajilla del barco acabó hecha añicos. Daban una fiesta a bordo y cuando todas las parejas bailaban en la cubierta, pasodoble por aquí,
pasodoble por allá, el buque perdió las amarras y chocó contra el muelle. Las bebidas se derramaron, los platos se rompieron y los bailarines acabaron rodando por el suelo. Menudo susto pillaron. Aunque no más que la noche que llegaron a El Hierro. Ese día atizaba el viento y el oleaje iba cada vez a más. Una banda de música tocaba en la cubierta y sabe Dios cómo se las arreglaron para no tragarse un flautín entre tanto vaivén. De pronto una ola metió tal meneo al barco que todos los instrumentistas cayeron al mar. Romanones vio hundirse las flautas, los trombones y los clarinetes. Solo quedó a flote el bombo. Y qué angustias pasó el conde: «Malamente me vi para desembarcar. Gracias a que, recordando ser el ministro de la Gobernación y, por tanto, el superior jerárquico de todos los alcaldes, pedí socorro al de aquella isla y, montado en sus hombros, logré llegar a poner el pie en tierra firme». Fue un alcalde quien salvó a Romanones, pero a quién le importa marinero habiendo patrón. El ministro de Marina vio los apuros que pasó el conde y, en compensación, le concedió la Gran Cruz del Mérito Naval. ¡No esperaba él menos después del susto que había pillado! «Recibí satisfecho tal honor, seguro de que a no pocos se les había otorgado con menos motivo». Pero cuando volvió a tierra firme, a Madrid, aún le aguardaba un susto peor. ¡Uno de los peores de toda su vida! Alfonso XIII iba a casarse con Victoria Eugenia de Battenberg, la rubia de la foto que el rey había puesto en la mesa donde celebraban los consejos de ministros. Aquella boda era un alto asunto de estado y el Gobierno decidió llevarla con mucho tacto porque… ¡primer disgusto!, esta aristócrata escocesa, la futura reina de España, era de religión protestante. A ver cómo se tomaban los catolicazos de España que su futura reina no fuera católica. Romanones temblaba. Temía la reacción de los españoles: «un pueblo caracterizado por la intransigencia religiosa». Pero obligaron a la novia a bautizarse en la fe católica, mediante un penoso rito que parecía sacado de la Inquisición, y se acabó el problema. La boda reuniría en Madrid a reyes, príncipes y mandatarios de toda Europa. Había que montar un sistema de seguridad de locura y eso era cosa del ministerio de Gobernación, es decir, Romanones. Tenían que evitar a toda costa que alguien cometiera un atentado y para eso trajeron a los policías más sagaces de Francia, Inglaterra, Italia y Alemania, y
pusieron por todos lados carteles de busca y captura de los anarquistas más conocidos. Llegó el día del enlace. El 31 de mayo de 1906, Romanones se levantó temprano y fue a visitar al rey. Lo vio animado y tranquilo a pesar del montón de cartas anónimas que había recibido con la amenaza de que le iba a caer un bombazo estupendo. De ahí fue a ver a la futura reina y ella no estaba tan plácida. «En las pocas palabras que escuché de sus labios noté, cosa muy natural, la inquietud y preocupación profundas que embargaban su espíritu». Poco después salió la comitiva hacia la iglesia de San Jerónimo. Iban todos engalanados hasta el copete. Uniformes de gala, carrozas majestuosas… hasta los caballos llevaban sombreros de plumas. La policía y los responsables de la seguridad seguían la ceremonia con el culo apretao. Temían el momento en que tantísimos dignatarios estuvieran metidos en un mismo lugar: pura golosina para un anarquista de ley. Terminó la misa, acabaron los cánticos, la pompa, la parafernalia, y los nuevos esposos bajaron por las escaleras del templo. Romanones respiró aliviado. Creía que había evitado que se colara un terrorista y volara la capilla. Volvió a su casa, exhausto, y se tumbó en la cama a pierna suelta. ¡¡Ring!! ¡¡Ring!! A los pocos minutos sonó el teléfono. ¡Alguien había lanzado una bomba a los reyes! Hacía solo unos minutos que los recién casados avanzaban en su carroza hacia el Palacio Real, por unas calles abarrotadas de gente que había ido a ver el espectáculo. Los más entusiastas hasta se dieron de bofetadas para pillar un buen sitio y algunos tuvieron que ser atendidos por la Cruz Roja con síntomas de asfixia. Todo eran gritos, aplausos, vivas y palomas al vuelo. La carroza real paró frente al número 88 de la calle Mayor. Eran las dos y siete minutos de la tarde. De pronto un ramo de flores salió volando desde una ventana y, al caer al suelo, ¡pum! ¡Menudo petardazo! Varias personas y unos caballos cayeron al suelo llenos de sangre. Alguien gritó: «¡Una bomba!, ¡ha sido una bomba!». La gente echó a correr enloquecida, atropellándose unos a otros, pisando a los que se habían caído y yacían en el suelo. Los jinetes trotaban de un lado a otro. Al caballerizo del rey, que siempre iba a caballo junto al coche de la familia real, le pilló la bomba y, agarrado a dos personas, cojeando mucho, intentó escapar de ahí.
—¡No asustarse! ¡Calma! —gritó el rey, con su habla castiza, desde el interior de su carroza. Ni él ni la nueva reina habían sufrido un rasguño. Estaban pálidos, temblorosos, pero ilesos. Los pasaron a la carroza de respeto y siguieron su camino hacia el Palacio Real. Atrás quedaron los cadáveres. Algunos no tenían pies; de sus muslos solo colgaban tiras informes de carne sangrienta. Otros tenían la cabeza destrozada. El suelo quedó cubierto de trozos de ropa, sombreros, bastones y rizos de pelo. Las mujeres lloraban y los hombres gritaban «¡Muera el asesino!». Romanones corrió hacia la calle Mayor. Los policías lo llevaron a la habitación desde la que habían arrojado el ramo. Todavía olía a explosivo. Era un hedor áspero y picante que se agarraba a la garganta. En el suelo había una maleta de cuero abierta, llena de ropa y objetos de tocador revueltos y desordenados. Los agentes habían empezado ya a tomar declaración a todo quisqui para hallar alguna pista del asesino. Al caer la tarde, el conde, destrozado por la tragedia, fue a casa del presidente del Gobierno. «Hablamos largo rato; más de una vez las lágrimas acudieron a mis ojos. Encontré en Moret una frialdad y una reserva excesivas. En sus ojos se leía la censura. Mi deseo hubiera sido dejar de ser ministro aquella misma noche, pero se opuso y me obligó a apurar las heces del cáliz y a trabajar sin descanso en busca del asesino». Tan apurado estaba Romanones que ofreció 25 000 pesetas a quien diera una pista que los condujera al terrorista. Un buen dinero, no de los fondos del Estado, sino ¡de su propio bolsillo! Dos días después, cuando estaba en un baile en Palacio, le informaron de que por fin habían encontrado al autor del atentado. Era el anarquista Mateo Morral, un veinteañero con tupé, barba y bigote recién cortado con tijeras, que vestía un traje de tela azul, unos calcetines color café y unas alpargatas verdes de estreno. El joven había entrado a comer en la Venta de los Jaireces antes de llegar a la estación de Torrejón de Ardoz para coger un tren de regreso a Barcelona y debía andar con hambre porque pidió una tortilla francesa de tres huevos, una tajada de bacalao frito, un panecillo y un cuartillo de vino en jarra. Pero uy, uy, uy… porque la dueña de la venta empezó a sospechar. Aquel hombre con los dedos vendados tenía acento catalán y aunque iba vestido de mecánico, tenía modales de intelectual. Un guarda jurado lo agarró para llevarlo a la Guardia Civil y… en pocos minutos… los dos
estaban muertos. Sabe Dios qué ocurrió. En el sumario del caso escribieron que Morral disparó primero al guarda y después se disparó bajo la tetilla izquierda. ¡Um! Pues eso no encaja en los resultados de las investigaciones que se han hecho un siglo después. Los forenses actuales dicen que es imposible que él mismo se hiciera el agujero que tenía en el pecho. Lo más probable es que a Morral lo mataran. Pero en 1906 anunciar que fue un suicidio les venía muy bien para cerrar un capítulo tan escabroso. Romanones se quedó en la gloria. ¡Qué alivio! «No he sentido nunca odio hacia nadie ni he contemplado con satisfacción cadáver alguno, pero confieso que no me produjo emoción ni pena el de Morral cuando lo vi tendido en el hospital del Buen Suceso». Mientras, en Madrid, seguían los festejos por el enlace real. Toros, teatros, bailes… ¡aunque bueno tenía el cuerpo Romanones para fiestas! Él ya no celebraba nada. Lo único que deseaba era que, de una vez por todas, acabara la maldita gala. Y en cuanto terminó, dimitió.
19. ¡QUÉ HARTURA DE CURAS!
«Es tan difícil gobernar un pueblo de incrédulos como uno de fanáticos».
Eran años en que los jefes del Gobierno desfilaban, uno tras otro, como piezas de repuesto en una cinta transportadora hacia la deriva. Apenas montaba uno el despacho cuando llegaba otro a sucederle. Igual pasaba con las carteras de los ministros. Romanones había soltado la de Gobernación el 10 de junio de 1906 y en menos de un mes ya tenía otra. Ese verano le tocó la presidencia a José López Domínguez, un político muy veterano, con cara redondita y un bigote en forma de medio dónut. En cuanto el nombramiento se hizo público, Romanones recibió un mensaje: el nuevo presidente lo esperaba en su casa. El conde salió disparado porque en esa reunión anunciaría a los nuevos ministros. Llegó el primero, entró en el despacho y vio un papel sobre la mesa. ¡Por Dios, qué nervios! No pudo resistirse, le dio la vuelta y lo leyó. Era la lista de ministros y a él le había adjudicado la Marina. ¡Qué disgusto! Poco después llegaron López Dominguez y el resto de hombres a los que había llamado. Romanones se hizo el loco, pero ya tenía su respuesta preparada. El presidente fue anunciando las carteras a cada uno y cuando llegó al conde… ¡no, no y no! ¡Ni pensarlo! Se negó en banda y puso de excusa que no tenía ni idea de los asuntos del mar. Aunque, en realidad, lo que pensaba era ¡qué carajo! ¡Ese cargo no le llegaba ni a la suela de los zapatos! El general López Domínguez releyó sus papeles, murmuró y le ofreció el ministerio de Gracia y Justicia. ¡Ahora sí! «Quedé yo muy satisfecho y reconocido, pues, en aquellas circunstancias, era uno de los ministerios más políticos». López Domínguez era un liberal de pura cepa. ¡Un auténtico defensor de las libertades personales! Luchó en la guerra de Crimea, en África y donde le echaran. Participó en la Revolución de la Gloriosa. Fue varias veces diputado. Fue mariscal. Fue capitán general. Y ahora estaba ahí porque era el preferido de Canalejas y los sectores más izquierdistas del Partido Liberal. Romanones vio una oportunidad de oro. ¡Ahora o nunca! Era el momento de limpiar España de tanto escapulario y hacerlo por fin
un país liberal. Porque el conde era «católico, sí», pero «enemigo de la intransigencia religiosa y de la influencia del clero y de su intervención en la obra de Gobierno». A Romanones le parecía un disparate que un hombre y una mujer tuvieran que declarar su fe católica para poder casarse y aprovechó esta legislatura para aprobar el matrimonio civil. ¡Virgen santa, la que se armó! «No pude sospechar la estrepitosa protesta que levantó esta resolución. Seguro estoy de que en ningún país del mundo en pleno siglo XX se hubiera producido otra igual». El Episcopado se puso hecho un demonio. ¡Los obispos!, ¡los cabildos!, ¡hasta los monaguillos! Todos hechos unas fieras contra el ministro, y algunos tan violentos que el Gobierno tuvo que procesarlos. No bastaba con la hartura de curas y el empacho de conventos que había en España. Los clérigos expulsados de Francia venían aquí a poner el huevo. Romanones, Moret y Canalejas decidieron intensificar la política anticlerical, pero no fue fácil y… «fracasamos en el empeño». «Existía una opinión favorable a nuestros anhelos, pero sin tenacidad ni fe para sostener una lucha que forzosamente había de ser dura y larga. La masa rural no sentía el problema por su falta de cultura. Para el obrerismo organizado, el problema religioso carecía de contenido; lo resolvía apartándose por completo de toda confesión. Únicamente la clase media estaba a nuestro lado, mas sin unanimidad ni mucho menos. En cambio, la aristocracia nos combatía compacta, sirviendo de eficaz instrumento al poder de la Iglesia: en Palacio». Apenas cinco meses después… vuelta a empezar. Cayó el Gobierno de López Domínguez y Romanones perdió la cartera de Gracia y Justicia. Aunque pocos días después ya tenía otra. En el nuevo Gobierno del octogenario Antonio Aguilar y Correa volvió al ministerio que había perdido por el bombazo al rey, Gobernación, y… «lo acepté satisfecho, pues aun conociendo los malos ratos que proporciona, volver a la Puerta del Sol era sacarme una espina». Romanones se encontró con una Barcelona en la que seguían explotando bombas en cualquier rincón. Intentaron mil cosas para acabar con el terrorismo de los anarquistas y hasta trajeron policías de la prestigiosa Scotland Yard, pero nada. «Como nunca he sido aficionado a trasnochar, y aun estando en Gobernación me acostaba temprano, casi a diario me despertaba, durante el primer sueño, el desconcertante y
antipático repiqueteo del teléfono: “En Barcelona acaba de estallar una bomba en este o aquel sitio. Ha habido tantos muertos y heridos. Los autores, como siempre, no han sido descubiertos”. Quien no haya vivido estas horas ignora la sensación de desaliento al enfrentarse con la responsabilidad». Estaba frustrado. Sentía que no podía hacer nada, que no tenía recursos ni policías. Quizá tampoco las leyes correctas. Le caían críticas a mansalva y los conservadores lo ponían a caldo. Pero cuando ellos estuvieron en el poder, las bombas seguían explotando en cualquier esquina. «Tuve la satisfacción, si esta puede hallarse en el daño ajeno, de que, al cambiar la política, mi sucesor en Gobernación pasara por iguales y desagradables trances». A Romanones le duró dos meses el ministerio. Iban de crisis de gobierno en crisis de gobierno. En año y medio hubo cuatro presidentes distintos. «Posible es que más de uno exclame: ¡Pero cuánta pequeñez y cuánta politiquería, cuán menguados móviles animaban a los políticos de aquellos tiempos! Juicio equivocado: si estos no acertaron en la medida de su deseo, para acertar pusieron sus mayores anhelos y solo fueron movidos por el noble afán de imponer sus ideales, que eran entonces visión de la España liberal y democrática». El sillón de ministro de Gobernación que dejó Romanones lo ocupó el conservador Juan de la Cierva y Peñafiel. El gran cacique de Murcia sucedía al gran cacique de Guadalajara. Y qué bien se entendían y qué buenos amigos eran. ¡Ese era el problema! Se llevaban tan bien que De la Cierva, para evitar que lo acusaran de amiguismo, dejó a su compadre fuera de las nuevas cortes. ¡Sacar a Romanones del Parlamento! ¡Ahí es na! «Al conocer tal pronóstico, resolví luchar para conseguir, no un acta de diputado, sino lo menos tres». El conde llamó a su red de amigos y recorrieron toda Guadalajara en los nuevos automóviles de motor a explosión, en busca de los votos que le permitieran entrar de nuevo en el Congreso. «No hubo soborno de electores, ni siquiera los gastos naturales de toda lucha. Fue una elección a la inglesa, convenciendo y conquistando elector por elector, en la calle y en la plaza, a fuerza de discursos en múltiples reuniones públicas». Aunque esa ansiosa campaña casi le cuesta la vida. En esos días lo llamaron para que fuera de inmediato a la ciudad de Guadalajara. Montaron en los nuevos coches de motor y pisaron el acelerador a todo
lo que daba. A lo lejos se veían las torres de Illescas y uno de sus acompañantes dijo: —En ese pueblo vive un primo mío médico al que no veo hace tiempo. ¡Gran satisfacción la mía si pudiéramos detenernos unos minutos para saludarle! El conde le dijo que lo sentía mucho. Tenían mucha prisa y no iban a poder parar. Pero… «el hombre propone y Dios dispone». Al entrar en una recta, el conductor perdió la dirección del vehículo y se estamparon contra el muro de un puente. Entonces, ¡vaya si el pobre hombre vio a su primo! Lo llevaron corriendo, malparado, a casa del primo, porque era el médico del pueblo, y ahí estuvo con él hasta que se murió. Romanones salió mejor parado: el golpetazo lo dejó inconsciente, pero pronto volvió en sí y solo estuvo unos días dolorido por contusiones y magulladuras en todo el cuerpo. El más suertudo: el conductor. Salió ileso. Pero la cosa no quedó ahí. Unos días más tarde la campaña casi acaba con su hijo mayor. En esa lucha feroz por las actas de diputado se ponían zancadillas de lo más cruel. Romanones tenía que ir a unos pueblos a por unos documentos y los partidarios del candidato conservador pensaron que iría él mismo en su coche. Era noche cerrada. Apenas se veía la carretera. Aprovechando la oscuridad pusieron el tronco de un árbol en medio de la carretera por la que tenía que pasar. Pero en el coche del conde no iba él. Iba su hijo. Y fue él quien se empotró contra el árbol y… «por milagro se salvó de la muerte». A pesar de las trampas y los accidentes, el conde estaba desesperado por quedarse en el Parlamento. Acudió a amigos, envió decenas de telegramas pidiendo ayuda… Temía que De la Cierva se saliera con la suya, pero, al final, después de la que armó, no solo consiguió una, sino cuatro actas de diputado. «La profecía del ministro de Gobernación no se cumplió. Yo, en el Congreso, no solo tenía escaño para sentarme, sino escaños para acostarme». Tan famoso se hizo su empeño por seguir en el Congreso que hasta lo cantaban en los cuplés. Desde niño en elecciones A luchar yo comencé Y a los otros campeones Casi siempre derroté. Campeón, campeón,
Me proclaman con razón.
¡Y cómo le gustaba eso! «Desde aquella contienda electoral tan recia y tan sincera, mis amores hacia el régimen parlamentario se acrecieron. Para proclamar la voluntad del pueblo, soberano de los soberanos, no es dable otro sistema, con todos sus defectos, lacras e inconvenientes».
20. EL DESASTRE DEL BARRANCO DEL LOBO
«En la mecánica del Gobierno, como en el automovilismo, es tan necesaria la macha atrás como la marcha adelante».
De casta le venía al galgo. El abuelo extrajo el plomo de Almería, el padre sacó metales de Linares y Romanones fue a por el hierro del Rif. El conde envió a unos ingenieros a inspeccionar las minas de esas montañas africanas para ver si había donde rascar. Y había. Había hierro y plomo a mansalva. Entonces compró unos terrenos por 260 000 pesetas y en el verano de 1908 creó la Compañía Española de Minas del Rif junto a un duque, un marqués y otros aristócratas. Los rifeños que vivían allí lo tomaron como una usurpación y atacaron las explotaciones mineras. No hubo heridos pero la empresa tuvo que parar las máquinas. Romanones y el resto de inversores pidieron al presidente del Gobierno, Antonio Maura, que el ejército español mostrara los dientes a los africanos. El conde era muy partidario de la máxima de Lyautey, uno de los militares franceses que lideró la colonización de África: «En Marruecos el mejor procedimiento es enseñar la fuerza para no emplearla». Pero Maura no movió un dedo en el Rif. Tenía a la opinión pública española en contra. Aún pesaba la derrota de Cuba y Filipinas en el ánimo del país. ¡Cuántos hombres muertos, cuánto dinero perdido, para qué! Otra guerra, ¡para qué! Maura pidió calma y exigió a las explotaciones que permanecieran cerradas hasta que un año después autorizó que arrancaran las máquinas de nuevo. Los rifeños volvieron. Primero con palos, después con escopetas y a los pocos días… liaron la de Dios ¡y llamaron a la guerra santa! Los soldados españoles fueron acercándose a las minas para intentar protegerlas. Llegaron hasta el Barranco del Lobo y allí se quedaron, con mucho rifle y mucho cañón, pero muy poco preparados para un rifirrafe de verdad. Decían que eran jovencillos que habían reclutado, deprisa y corriendo, de aquí y de allá. Los rifeños, en cambio, eran los dueños de esos montes. Nadie los conocía mejor que ellos. Y un día de verano de 1909, deslizándose entre las sombras, arrastrándose entre chumberas y
breñas, rodearon a los españoles y los acribillaron a balazos. Más de 100 muertos y casi 600 heridos. ¡Qué barbaridad! Romanones le echó la culpa a Maura: el presidente no había hecho nada cuando le vieron las orejas al lobo. «El problema africano enseña con claridad hasta qué punto el gobernante consciente de su misión está obligado a no dejarse arrastrar por las circunstancias del momento ni por las imposiciones de la opinión pública. El deber le exige poner la vista más en lo por venir que en el presente. Tal es la característica del verdadero hombre de Estado». Pero la prensa puso a Romanones en el disparadero: decían que esta guerra, la guerra de Melilla, había estallado por culpa de su empresa minera. En la calle también lo creían y lo cantaban en coplillas como esta: Los obreros de la mina están muriendo a montones para defender las minas del conde de Romanones.
Él quitaba hierro al asunto. Décadas después, cuando escribió sus memorias, seguía en las suyas. «De esta campaña odiosa dirigida contra el Gobierno llegaron hasta mí algo más que salpicaduras. Una parte de la prensa, la más exaltada, la que más influía en las gentes menos cultas, repetía a diario que el presidente del Consejo llevaba a los soldados a morir en los barrancos y peñascales rifeños solo para defender los intereses de la Compañía Minera». Él lo justificaba diciendo que era un buen negocio para España. «Aquellos ricos yacimientos de hierro, de no haber sido descubiertos y explotados por españoles, lo hubieran sido por empresas extranjeras. Mas nunca pedí protección a aquel gobierno ni a otro alguno, ni hice uso de mi posición política en provecho propio. Más aún: con notorio perjuicio de mis intereses, me alejé de aquella empresa, y no por esto la calumnia dejó de cebarse en mí». Pero aquel verano de 1909 se hizo más sofocante de lo normal. El conde sintió el repudio de las gentes que siempre lo habían respetado. Lo notó un día que, al pasar por un pueblo donde tenía sus fincas, en vez de saludarlo, le tiraron tantas piedras como pudieron. Lo sufrió otro día que fue a cazar codornices a una vega de Sigüenza. Mientras cruzaba los
rastrojos con su perro, se le acercó un viejo labrador al que conocía desde hacía mucho tiempo y le dijo: —Señor conde, ¿es cierto que por usted muere en Melilla tanta gente? Tengo allí dos hijos. Quizá no vuelva a verlos y me produce mayor pena pensar que usted sea el responsable. Romanones se quedó sin habla y pensó que era «imposible desarraigar de aquel pobre cerebro la huella que en él dejó la calumnia en letra impresa. No me quedaba otro camino que resignarme, sufrir y esperar». Aunque lo cierto es que aquellas tierras africanas no le interesaban solo a Romanones. Eran un capricho más de Alfonso XIII, según decían las cartas y telegramas que el embajador de Francia en Madrid envió a su país: «El Rif no solo tiene un carácter industrial. Cubre un plan político determinado: inflamar el amor propio nacional y las aspiraciones personales del rey. (El político e ingeniero) Allendesalazar me ha dicho que el rey y los militares desean la guerra mientras que Maura tiene tantos problemas dentro de España que no quiere ninguno grave fuera». No se equivocaba Maura al verse en la cuerda floja. El estadista de ojitos tristes y mofletes regordetes perdió el gobierno en dos pelaos y lo sustituyó el liberal Segismundo Moret. Y qué trajín fue para el conde. Que si lo dejan fuera, que si casi casi lo hacen presidente. ¡María Santísima, qué follón!
21. ASESINATO EN LA PUERTA DEL SOL
«El que ambiciona títulos y honores nunca será enemigo temible, pues es fácil satisfacerlo».
¡Rabiando estaba! «Quedé excluido del nuevo gobierno formado por Moret, y no debo ocultar que me produjo gran enojo». A Romanones le pareció una injusticia. Creía que merecía ser ministro porque había combatido a degüello a los conservadores, tenía un periódico al servicio del partido (el Diario Universal) y organizaba a los liberales en Madrid. La única explicación que encontró es que había que quitarlo de en medio por lo malparado que salió de la guerra de Melilla. Pero el conde consiguió contener su enfado. Esperó a que estuviera formado el nuevo gabinete y fue a visitar a Moret. El presidente lo recibió más cariñoso que nunca y, en una actitud de padre y amigo, le aconsejó que se fuera un tiempo del país. Que dirigiera la Embajada de España en Italia. Así, en su ausencia, los ataques que recibía a diario en la prensa se apagarían. A Romanones le sentó como un tiro, pero disimuló su enfado y hasta le echó sensiblería a la escena. ¡Imposible! Cómo podía aceptar aquel puesto. ¡De ninguna manera quería alejarse de él, su amadísimo jefe de partido! Nah… aquello era puro teatro. Pero Moret se dio cuenta de que el conde se sentía ninguneado y pensó que debía hacer algo para compensarlo. Entonces llegó el hermano del conde, Rodrigo de Figueroa, y le dio una idea a Moret: podía concederle la grandeza de España y la Gran Cruz de Carlos III. A todos les pareció bien y armaron el ceremonial. ¡Qué honores! ¡Qué amores! ¡Y qué desgracias le traerían después tanto escudo y tanto blasón! El día de la ceremonia Romanones leyó un discurso que ponía del revés todo su ideario político. Ínfulas. Ditirambo. Con qué ardor defendió el derecho de los grandes de España a plantar el culo en el Senado sin necesidad de ser votados, ¡ahí por su bella cara y su alta alcurnia! Él mismo lo reconoció de viejo: «Me pasé de listo». Y lo pagó. Unos quince años después, cuando llegó la Segunda República, le hicieron saldar las
cuentas por todos los privilegios que había disfrutado y el Estado le incautó sus fincas. «Dichosa grandeza… ¡No es nada lo que me ha traído!». Pero el día que lo hicieron noble de alto copete nadie pensó que pudiera pasar algo así. Todo era pompa y alegría. Los amigos de Romanones le organizaron un banquete y él pronunció un discurso de lo más meloso en agradecimiento a Moret. Y tampoco lo sentía esta vez ni en lo más recóndito de su alma. Era más teatro. Lo hizo por «el instinto de conservación, siempre vivo en el hombre, y más aún en el hombre político». Pensaba que era lo que tenía que hacer porque se acercaban las elecciones generales y quería que el presidente lo viera como un posible ministro. Aunque a la vez tenía otro plan para volver al gobierno. A espaldas del presidente Moret, y junto a Canalejas, organizó una campaña para derrotarlo. Lo hizo a escondidas, por la espalda, a pesar de que siempre presumía de ser un hombre de frente a frente: «Me contrariaba verme obligado a luchar recatado y entre sombras, porque he combatido siempre a la luz del sol y cara a cara, aunque piadosamente». Unos cuatro meses después cayó Moret. Fue otro gobierno más de un suspiro. El conde y sus aliados, tal como se habían propuesto, lo derribaron. Aunque se quedó con mal cuerpo porque la opinión pública lo acusó a él de tumbar a Moret. ¡En absoluto fue así!, se defendió Romanones. Lo que pasó es que alguien tenía que decirle al rey que había que provocar una crisis de gobierno y él tomó la iniciativa. «Di el pecho, cuando otros ocultaban la cara. ¿Dónde estuvieron mi malicia, mi maquiavelismo y mi doblez, tan comentados en aquellos días?». Romanones aupó a Canalejas porque sabía que, si llegaba a presidente, este gallego de flequillo en onda y espesísimo bigote lo nombraría ministro de Instrucción Pública, después presidente del Congreso y… «con esto quedaba satisfecha mi aspiración suprema, concebida el día mismo en que entré por primera vez en el salón de sesiones». Por fin llegó el día. El 9 de febrero de 1910 José Canalejas fue nombrado presidente del Consejo de Ministros. Los miembros del nuevo gobierno fueron a Palacio a jurar sus cargos y una persona muy cercana al rey se acercó al conde y, con voz de angustia, le dijo: —Por Dios, Romanones, en usted confiamos. En Palacio tenían pánico a Canalejas porque era un liberal de pasado
republicano y un firme defensor de la democracia. No debían ver así a Romanones porque siempre le pedían favores y apoyo en la sombra. ¡Hasta cuando el rey, décadas después, tuvo que escapar de España por la puerta de atrás! Todo fue ocurriendo como él había planeado. Romanones estuvo tres meses en el Ministerio de Instrucción Pública y después pasó a presidir el Congreso. ¡Cuánto recelo, incluso celos, sintió a su alrededor! Pero ¡qué más le daba!, era el paso decisivo en su carrera política. Este puesto lo incluía, por primera vez, entre los aspirantes a presidente del Consejo de Ministros (¡lo más alto!) cuando se produjera una de las frecuentes crisis de gobierno. «Fue la primera ocasión en la que comenzó a esbozarse en mi espíritu la posibilidad de llegar un día a ser presidente del Consejo; posibilidad muy relativa, pues entonces la personalidad de Canalejas se destacaba con tal superioridad que pensar en sucederle era soñar». Pero quién es el torpe en creer que el futuro va por carriles previsibles. Y si lo hiciera, lo habitual sería que descarrilase. Cuánto se equivocaba el conde al pensar que era imposible suceder a Canalejas. Igual que se equivocaba Canalejas al decir convencido: «Cuando oigo hablar de un gobierno formado por militares, me asombro de la imaginación de quienes son capaces de creer en tal aberración y en tales absurdos». ¡Menudo patinazo! ¡Cuántos generales llegaron al poder después de que él dijera eso! ¡Y cuántas dictaduras! Lo que sí vio venir fue el peligro que corría su vida: «Tengo que defender mi honor, no por ser Canalejas, sino por ser el presidente del Consejo. No puedo continuar como un muñeco del pim, pam, pum». Incluso llegó a ver con acierto que estaba en la línea de tiro: «Los que inducen a mi asesinato que lo hagan personalmente, pues sería más digno». Ni por esas cambió el presidente su hábito de caminar por la calle como uno cualquiera. Incluso le daba esquinazo a sus guardaespaldas. Hasta que una mañana… la fatídica mañana del 12 de noviembre de 1912… Romanones estaba en su finca de Miralcampo y, de pronto, su secretario taquígrafo llegó corriendo, blanco, sin aliento. Le costaba que le salieran las palabras de la boca. ¡Qué pasa! —Han asesinado a Canalejas. Le habían pegado un tiro mientras miraba el escaparate de una librería en la Puerta del Sol. «Enorme impresión me produjo conocer los detalles de la muerte de mi incomparable amigo». Fue horroroso el dolor que
dejó en la calle y en el Parlamento. El desánimo cundió en las gentes, el miedo, los malos augurios… Para no dejar la silla vacía, con el cadáver de Canalejas aún caliente, nombraron a García Prieto presidente interino del Consejo. Pero qué se rumorearía por ahí, que un ministro muy amigo: —No cometa usted el error de ser presidente del Consejo. Piense en las circunstancias que le rodean, en lo que supone sentarse en un sillón ensangrentado. Al despedirse, ya puestos los dos en pie, el conde le respondió: —No puedo hacer lo que usted me aconseja. Sería una cobardía, y yo, ¡cobardías no he cometido nunca!
22. ¡NO CABE YA MÁS DEMOCRACIA!
«No he conocido ningún gabinete sin descubrir en él quién pretende suceder a su presidente».
Había que poner un tapón en el agujero que había dejado el asesinato de Canalejas. Había que buscar de inmediato al hombre que evitara que el país hiciera aguas. La prensa hablaba de Moret y de Montero Ríos. De García Prieto, un poco. Pero ni un solo periódico mencionó a Romanones para remplazar al presidente asesinado. Nadie daba un duro por él… ¡excepto él mismo! «No vacilé un solo instante y proclamé mi mejor derecho a recoger la sangrienta herencia». El rey llamó a Romanones para pedirle su opinión. Pero el conde no apostó ni por Moret ni por Montero Ríos. Se recomendó a sí mismo. Alfonso XIII no acababa de verlo claro. Al final, a regañadientes, le dio su confianza… um… vale… aunque solo a medias. Le ofreció la jefatura del Gobierno, pero con una condición: tenía que mantener a los ministros de Canalejas. ¡Por fin! ¡Por fin era presidente! ¡A qué más podía aspirar! Tenía cuarenta y nueve años. Y aunque las entradas de su pelo eran ya pronunciadas, y unas arruguillas restaban esplendor a sus ojos claros, el conde estaba aún lozano y tenía una expresión llena de vida y avidez. «Dichoso el que no ha sentido nunca la ambición del mando. Beatus ille. Pues aquel que no ha sentido nunca esta ambición ignora que el mando es lo de menos y la ambición es lo de más. Al cazador de pura sangre le seducen las perdices más cuando las abate volando que cuando se las presentan en el plato. La fuerza está en la ambición, y yo tenía la juvenil ambición de colocarme a la cabeza de un gobierno liberal. Por eso hice mío el programa de Canalejas al sucederle en la presidencia». Todos creían que Romanones solo estaba de paso en la presidencia… Ingenuos… No vieron que lo que estaba haciendo era tejer bien los hilos para aferrarse al puesto. A finales de ese año el conde acudió a una cacería en el lujoso castillo de Mudela. Allí se reunían las escopetas más escogidas de España y, por supuesto, el fiera que de un solo ojeo se cobraba más de cien perdices: Alfonso XIII. Al conde no le gustaba
molestar al rey en las cacerías con conversaciones políticas, pero esta vez quería decirle algo. Esperó al último ojeo para buscar el momento oportuno y… no hizo falta. El rey se le adelantó: —Ya es hora de que hablemos de los problemas pendientes. ¿Qué es lo que piensas? —Señor, mañana iré a Palacio y le presentaré a vuestra majestad la dimisión de todo el Gobierno. Después pienso celebrar en mi casa una reunión con todos los ministros y exministros del partido. Si en la reunión no surgen discrepancias (y es improbable que las haya), la solución es clara, teniendo yo la confianza de mi partido y de la mayoría del Parlamento. Con su venia, deseo que me vuelva a recibir por la tarde, y su majestad puede otorgarme su confianza completa para constituir un nuevo gobierno o llamar a los conservadores. El conde quería juntar a la plana mayor del Partido Liberal en su casa, y para que no faltara nadie, a cada uno le escribió una carta de invitación que daba a entender que era una reunión privada en vez de una reunión plenaria. La jugada le salió redonda: acudieron los treinta y cinco convocados. Romanones les contó la conversación que había tenido con el rey y les puso en esta tesitura: —O tengo la confianza plena de todos ustedes o el poder irá a los conservadores. Ni uno puso objeción. «Acordaron concederme un voto de confianza tan amplio como yo lo creyera necesario» y después lo ratificó el rey. Romanones, al fin, se vio como presidente efectivo. La prensa liberal acogió bien la lista de ministros: el conde había escogido a hombres afines y a hombres de los que desconfiaba (pensaba que era mejor tenerlos dentro porque fuera podrían conspirar y echarle el gobierno abajo). En cambio, la prensa conservadora puso el grito en el cielo. Al conocer cómo había conseguido el apoyo de todo su partido lo acusó de conspirador y maniobrero. «No había tal ardid ni tales habilidades refinadas. Era solo el conocimiento de los hombres y el saber hacerse cargo de las circunstancias». En esos primeros días de presidente fue a visitarlo un periodista de nariz larga, bigote grueso, altísimo y altivo. Su nombre era José María Carretero, aunque todos lo llamaban el Caballero Audaz. Fueron a la biblioteca del conde y el reportero se fijó en la «suntuosa y riquísima
decoración» de la sala. Había dos estantes abarrotados de libros, un cuadro de Velázquez, otro de Villegas y una fotografía del conde con dos gerifaltes franceses y Alfonso XIII. Los cuatro iban en un moderno automóvil Panhard por una avenida de París, y al volante, por descontado, estaba este rey enloquecido con los coches. El Caballero Audaz le dijo que quería hacerle una entrevista. El conde lo escuchaba mientras acariciaba sus guías rubias del bigote y ponía «esa sonrisa amablemente ancha, picaresca e insinuante, habitual de este ilustre político». —Sí, hombre, con mucho gusto —contestó el conde—. Lo que ustedes quieran. El fotógrafo, que me haga los retratos que le dé la gana, y usted, Carretero, pregúnteme lo que guste. —Conde, ¿es usted madrugador? —Regular. Me levanto a las nueve, tomo el desayuno, y al despacho. —¿A estudiar? —¡Quia!… ¡A recibir gente! No me dejan en todo el día. Siempre que venga usted encontrará esperando a diez o doce personas. —¿Y recibe usted a todo el que desea verlo? —Sí, señor. ¡A todo el mundo! ¡No cabe ya más democracia! Si no, compare usted. Para ver a cualquier político francés que ha llegado a la altura en que yo me encuentro, se necesitan ciertos requisitos: amistad, pedir audiencia… Pues bien, para verme a mí, solo hace falta venir a mi casa a la hora que tengan por conveniente. ¡Creo que más democracia no cabe! —En efecto. ¿Y a qué hora come usted, conde? —A la una y media. Y por la noche, a las nueve. Desde esa hora en adelante no permito que se hable en mi casa de política ni se reciba a ningún político… Empieza para mí la vida íntima. Esa vida íntima era inmensa. Transcurría en una vivienda que parecía un palacio. A su hijo pequeño, Agustín de Figueroa, que por entonces tenía unos diez años, le parecía que esa casa tenía un ritmo muy distinto al resto de las casas que conocía. «¡Cuántos mundos dentro de esta casa!». Agustín se metía por los desvanes, por los despachos, por el sótano… Hablaba con los guardias que estaban en la puerta, con los policías que rondaban la casa, con los periodistas que iban y venían sin parar. Aquella casa era la representación de una ciudad. Había un capellán de
Guadalajara llamado don Saturnino. El famoso Perico el de las Chuletas les llevaba hermosos filetes de carne y en verano, este hombre gordo, rojizo y rollizo, famoso porque en su taberna de la calle Colegiata se comían unas chuletas exquisitas, se iba con la familia Romanones a Sigüenza para destripar las codornices que cazaba el conde. Pulver iba a cortar y arreglar el pelo a toda la familia. Llegaba a la casa atildado siempre: guapísimo, hecho un pimpollo, con su peluquín ajustadísimo y su condecoración en la chaqueta. ¡Y hay que ver lo que sabía de las vidas íntimas de la grandeza! Mientras les cortaba el pelo, les contaba los últimos cotorreos de las ricas y de las cupletistas. En un despacho se reunían los políticos más imponentes. A otro acudían alcaldes y maestros, sobre todo, de Guadalajara. En otro entraban y salían los periodistas en busca de algo que contar en la edición del día siguiente. El conde iba siempre de una sala a otra y cuando aparecía por la puerta del salón de la prensa, los reporteros se levantaban, con la libreta y el bolígrafo en la mano. Romanones les decía: —Señores… Y en muy pocas palabras les hacía un resumen del día. Tenía una maestría absoluta para decir lo que quería decir y nada más. Ni una sola palabra más. Para no perderse ni acabar liado en preguntas molestas de los periodistas, muchas veces ponía esa sonrisa evasiva, misteriosa, que alimentaba la leyenda de su picardía y que tan bien le funcionaba para no responder a lo que no le daba la gana.
23. QUÉ BELLEZA PANORÁMICA… ¡NOS ANEXIONAMOS TETUÁN!
«El don del mando se revela físicamente por signos inconfundibles: el imperio de la voz, la intensidad y penetración de la mirada, el gesto y el ademán».
Romanones, sentado al fin en el despacho del jefe del Gobierno, aspiraba a construir una monarquía parlamentaria parecida a la que llegó a España en 1977. Lo que no imaginaba era lo difícil que sería el camino: antes habría que pasar por varios golpes de estado, dos dictaduras militares y una república a la que apalearon desde el primer día. «Yo, modestamente, aspiraba a lograr un cambio en el ambiente que rodeaba al rey, y no lo logré, lo confieso. Mi ideal era una monarquía, la más semejante posible a la belga. En Bélgica no asusta a nadie el que las personalidades socialistas más salientes sean recibidas por el rey lo mismo que los más fervientes monárquicos y que gocen de su confianza y formen parte de sus gobiernos». El conde se esforzó en que todos los políticos estrecharan lazos con el rey. Lo consiguió con los más reacios: los republicanos. Pero fracasó terriblemente con el que parecía más afín: un conservador. «Maura miraba a don Alfonso desde la altura de su poderoso entendimiento, pero el rey también lo consideraba desde la cúspide de la realeza. Maura, sin duda, no había aprendido que las personas reales, de realeza hereditaria, se creen superiores y distintas a las demás. Por eso es tan difícil la compenetración con ellas». Pero a Romanones lo que más le interesaba era la política internacional. Por un lado, intentó estrechar la amistad con Francia e Inglaterra. Era un europeísta convencido. ¡Democracia y civilización! Por otro lado, quería que España ampliara sus dominios en Marruecos. Era un africanista redomado. ¡Yugo y colonización! Y como resultado de esta mezcla, el conde firmó un convenio con Francia para repartirse Marruecos y decidió, como algo simbólico, que el Protectorado español tuviera una capital. «Esta no podía ser otra que Tetuán. Tetuán lo tenía todo: belleza panorámica, edificios de gran calidad…». Tan convencido estaba, que el 9 de febrero de 1913 ordenó que las tropas españolas entraran en Tetuán, aunque ¡con calma!, sin un solo disparo. Romanones estaba imitando las tácticas de los franceses:
«Penetración pacífica, pero armada». Diez días después (San Álvaro, en el calendario católico), a las 12:45 del mediodía, recibió un telegrama del cónsul español en Tetuán, con un mensaje que lo hizo muy feliz. «Aquella buena nueva fue la mejor felicitación que recibí por mi santo». Comió a toda velocidad, y a las 4:30 de la tarde, en la puerta de la reunión del Consejo de Ministros, le contó a los periodistas lo que decía el telegrama: —Señores, tengo una importante y gratísima noticia que comunicarles a ustedes. Yo buscaba noticias que darles, sin encontrar ninguna que valiera la pena, y hoy, por lo visto, san Álvaro ha querido complacerme, y me ha traído la de la ocupación de Tetuán. La ocupación se ha hecho sin disparar un tiro, y claro es que no en tono de conquista, sino en cumplimiento de las obligaciones contraídas. La ocupación, señores, obedece a la necesidad de evitar los desórdenes que se producen entre aquellas kabilas y sucesos como el asesinato de un judío en el camino de Tánger a Tetuán. ¡Qué orgulloso estaba! Romanones pensaba que lo jalearían por las calles. ¡Ole, ole y ole por esas tropas entrando en Tetuán! Pero qué chasco se llevó. La única respuesta que obtuvo fue la indiferencia y un poco de alarmismo. La gente estaba harta de guerras. Solo querían seguir su vida. ¿Luchar otra vez? ¡Maldita sea tu estirpe! Pero el conde seguía en su erre que erre. «Créanme que en estas cosas hay que obrar según los dictados de la propia conciencia. Es la única manera de poder gobernar con relativa tranquilidad». Romanones siguió palante con su gobierno y decidió darle una nota realmente liberal. Aunque ¡mira por dónde! fue a escoger uno de los asuntos más espinosos: que dejara de ser obligatorio estudiar el Catecismo. «En qué mala hora se me ocurrió. Pocos asuntos durante mis etapas de gobierno me han proporcionado mayores disgustos». El tiro le salió por la culata. Con esta medida quería agradar a las izquierdas, pero las izquierdas no lo valoraron y las derechas… ¡por Dios y por la Virgen!, alzaron el grito al cielo y aprovecharon para masacrarlo. «El alto clero levantó una cruzada contra mí y organizó un ejército, sobre todo femenino, que no me dejó un hueso sano. Falto de apoyo de las izquierdas, solo me quedaba un camino, el que emprendí: recoger velas». Y, así, todos los españolitos siguieron estudiando el Catecismo en la gracia de Dios.
Aunque por aquel tiempo sí que hubo alguien de las izquierdas que se le acercó. Pero por otro motivo. El jefe de los socialistas, Pablo Iglesias, le escribió para protestar porque la policía había detenido a un periodista ruso, un tal León Trotski que habían expulsado de Francia, y lo había encerrado en la Cárcel Modelo de Madrid. Romanones pidió todos los informes de ese hombre y vio que no había ningún cargo contra él. Su conducta era excelente. No había ningún motivo para retenerlo. Pero pasaban los meses y seguía entre rejas. Y Pablo Iglesias insistía: sáquenlo de ahí. ¡Sáquenlo ya de ahí! También Trotski escribió varias cartas a Romanones en un francés correctísimo. Le explicaba que quería ir a Cádiz para embarcar hacia América… Fff… ¡Menudo engorro! Romanones lo veía como un huésped muy poco deseable y tenía que hacer ya algo con esa patata caliente.
24. ¡A LA GUERRA CON LOS ALIADOS!
«En política no hay absurdo imposible. La realidad política lo admite todo».
Trotski estaba en la cárcel sin un cargo en su contra y ni un céntimo en el bolsillo. Pero tenía un plan: irse a América. Romanones vio la jugada perfecta. Lo liberó y le dio unos pasajes y 500 pesetas para que abandonara España lo antes posible. Para el conde fue una mera anécdota hasta que cuatro años después estalló la Revolución rusa y vio que aquel tal Trotski era uno de sus dirigentes. ¡Uno de los responsables de que en Moscú se vertiera sangre a torrentes! Casi se le corta el cuerpo. «De poder sospechar que Trotski traería tantos males a la humanidad y a la civilización, ¿cuál hubiera sido mi deber? Como se trata de una hipótesis, no tengo por qué decir la contestación que me di a mí mismo». Pero ahora, en 1913, la historia estaba en otras cosas. En el Parlamento seguían con sus broncas. Y las rencillas personales, como siempre, distraían a los políticos de los asuntos a los que de verdad debían de estar. En un discurso lleno de hiel, Maura le espetó: —No aceptaré vuestra sucesión en el Gobierno jamás, jamás. Romanones sintió el dolor del trincherazo, ese pase de muleta hondo y largo que tanto le gustaba ver en los toros. Y sus enemigos aprovecharon para repetirlo hasta hartarse. ¡Qué compungido se quedó el conde! «Como en el fondo de mi alma sentía por Maura un respeto grande, sus palabras me hirieron. Al contestarle, dije que yo ignoraba lo que era sufrir hasta haber escuchado palabras tan duras y tan injuriosas como las salidas de sus labios». Pero por mucho que gritara Maura contra el conde, tuvo que aceptarlo como jefe del Gobierno unos meses más. Aunque… ¡qué breves son los amores y desamores en política! Pronto se reconciliaron y hasta se trataron con cariño. «Este episodio confirma, una vez más, que el jamás es una palabra inaplicable en la política. En la política, todo puede acontecer». Lo categórico no funciona. Ni un jamás ni tampoco un siempre: «La palabra siempre no debe usarse de ningún modo».
Los pocos meses que el conde aguantó en el Gobierno no fueron fáciles. Algunos de sus amigos, convertidos ahora en ministros, se rebelaron contra él. «¡Pero quién se fía de amistades en la política!». Aguantó porque quería recibir al presidente de la República francesa, Raymond Poincaré, en el viaje oficial que estaba previsto. Pero en cuanto se fue, Romanones le dijo al rey que dejaba su cargo de presidente del Consejo de Ministros y que se buscara a otro. «Las consultas fueron amplias, según costumbre, y según costumbre, bien inútiles, porque la decisión del rey estaba ya formada». El nuevo presidente fue el conservador Eduardo Dato, un abogado de cincuenta y siete años, calvo en lo alto, ricillos a los lados, bigote firme y bastante guapete. Romanones se dedicó entonces a recuperar la simpatía de la gente de su partido. Salió en coche por varias provincias para hacerse propaganda de sí mismo. Aunque, en el fondo, a pesar de los abrazos y las sonrisas, le parecía un suplicio. «No hay tarea más ingrata ni más inexcusable para los directores de fuerzas políticas que la de ponerse en contacto con sus correligionarios. Para acometerla, se necesita verdadera vocación y, además, hallarse dispuesto al sacrificio de respirar ambiente de vulgaridad ingrata. He conocido quien puso en peligro su autoridad como jefe por no poder soportar a los correligionarios». Llegó el verano de 1914 y estalló una guerra en Europa que dejó a todos espantados. El conde estaba en Sigüenza entregado a su pasión favorita: cazar codornices. Entre tiro y tiro, pensaba en la posición que debía tomar España en la Gran Guerra, y un día, sin que le temblara el pulso, escribió un artículo titulado Hay neutralidades que matan. Lo envió al Diario Universal y cuando el director lo recibió, tembló. En la redacción no estaban de acuerdo con el texto, pero no había discusión: Romanones era el dueño del periódico y aquello no era una propuesta, era una orden. El 19 de agosto publicaron el texto sin firma, pero el director no quería líos y escribió unas líneas para dejar claro que el autor era el conde: «El artículo es de uno de nuestros colaboradores de los que tienen y merecen más alta consideración». Menuda se armó. Romanones, el jefe de la oposición, pedía entrar en la guerra junto a los aliados: «Es necesario que tengamos el valor de hacer saber a Inglaterra y a Francia que con ellas estamos, que consideramos su triunfo como nuestro, y su vencimiento como propio; entonces España, si el resultado de la contienda es favorable para la Triple Inteligencia, podrá afianzar su
posición en Europa, podrá obtener ventajas positivas». Al día siguiente Alfonso XIII lo llamó a Palacio. Le dijo que aquel artículo era una imprudencia y le dejó bien claro que España no iba a meterse en la guerra. Al conde le llovieron las críticas, pero no le pasaron factura, porque pocos eran más hábiles que él. Tan poco le dañaron que el 9 de diciembre de 1915, el rey lo volvió a nombrar presidente del Consejo de Ministros. ¡Jefe del Gobierno por segunda vez! Y aunque siempre lo acusaron de maniobrero, él proclamaba su liderazgo con orgullo: «Las jefaturas no pueden solicitarse ni pueden ser resultado de maniobras ni de maquinaciones. Las jefaturas se conquistan, y cuando la victoria es clara e indiscutida, se imponen. Las jefaturas se ganan, no se mendigan». Romanones se vio otra vez obligado a formar gobierno y ¡madre, qué dolor! «Si no existieran hijos, yernos y cuñados, ¡cuántos disgustos se ahorrarían los jefes de Gobierno!». Después le salió un ministro malo y, en ese caso, «no hay más camino que ejecutarlo en la Gaceta»: es decir, cesarlo. Eran años difíciles: los precios subían, las huelgas crecían, los marroquíes resistían en el norte de África, la Gran Guerra esparcía sus secuelas. Y lo peor de todo: aparecieron las juntas militares de defensa, con sus ansias de arreglarlo todo a escopetazos. Romanones solo recibía palos de la prensa. Había una gran corriente de opinión que estaba con los alemanes en la Gran Guerra y sentía que no le perdonaban que él estuviera con el bando contrario. Pero lo que más le dolió, más que todas las columnas furibundas contra él, fue la hostilidad que sintió en una cacería de su amigo el duque de Tarifa. Eso ya no había quien lo soportara. Así que fue al rey y le presentó la crisis total. El rey le dijo que se quedara donde estaba. Las críticas siguieron y tres meses después, en abril de 1917, el conde volvió con su renuncia y un documento en el que decía que esta vez se iba de verdad: «No debo ni quiero gobernar contra toda la opinión. No la comparto, pero ante ella me rindo».
25. EL HOMBRE DE LOS MOMENTOS DIFÍCILES
«Todo gobernante debe pensar a su tiempo en que hay nuevos tiempos».
La imagen de Romanones tirando la toalla era la personificación del fin de una época. La Restauración estaba en sus últimos estertores. Hacía más de cuarenta años que habían establecido el turnismo entre el Partido Liberal y el Conservador como forma de gobierno. Pero ese modelo renqueaba en una sociedad con más industrias y más vida en las ciudades. Los trabajadores habían tomado conciencia política y estaban unidos en muchos grupos: los socialistas, los comunistas, los anarquistas, los reformistas, los sindicalistas… Y eso debilitaba, un poquito, solo un poquito, al caciquismo. En agosto de 1918, el conde, sin un puesto en primera línea, pasó un verano espléndido en San Sebastián. Un periódico de allí contaba que «acudía a la playa, a una tertulia a la que también iban algunos de sus amigos políticos y otros que sin militar en su partido le tenían admiración. […] En la tertulia pontificaban todos, aunque era don Álvaro el que llevaba la voz cantante». No acababa ahí el piropeo a Romanones. El artículo hablaba de él con unos hervores que podrían hacer creíbles los rumores que decían que algunos políticos pagaban un dinerillo extra a los periodistas que los trataban bien. Que… ¡cuantos más adjetivos, más dinerillos! Era tal el peloteo que casi parecía un choteo. «Un hombre campechano y, pese a su alcurnia, no pone obstáculos para que cualquiera pueda llegar hasta él. Le gusta charlar con la gente sencilla y humilde, con el peón caminero, con el gañán que araña la tierra en sus campos de Guadalajara, con el huérfano que iba a solicitar una colocación». De lo que no había duda es que Romanones era ya un hombre de arrugas. De bigote convencional, sin filigranas en las puntas, como solía llevar de joven. Tenía la cabeza despejada y solo a los lados le quedaba un poco de pelo canoso. Y tampoco había duda de que mientras él estaba a sus cosas, el Gobierno iba de crisis en crisis. Alfonso XIII, hasta el gorro, mandó llamarlo un día de corrida. ¡Que venga urgentemente! El conde
estaba en los toros. Verónica por aquí… chicuelina por allá… Dos veces le dijeron que el rey lo requería de inmediato en Palacio, pero abajo, en el ruedo, toreaba Saleri, un protegido suyo, y decidió que no se iba de allí hasta que el matador liquidara al último toro. Cuando por fin llegó a Palacio, vio al rey descompuesto. Alfonso XIII ni se paró a saludarlo. Directamente le dijo: —Tú eres el hombre de los momentos difíciles. Te llamo para que me des una solución que me saque del atolladero en que nos encontramos. —Ha llegado la hora de un gobierno verdaderamente nacional — respondió Romanones—. Le contaré mi plan, majestad. El rey siguió el consejo del conde y esa noche citó a los expresidentes y otros altísimos políticos en Palacio para pedirles que se unieran en un gobierno nacional. Todos parecieron dispuestos y el rey lanzó un suspiro: —A formar el Ministerio, señores. Y cogiendo una pluma y un papel, prosiguió: —Yo haré de secretario. Anotó a Maura como nuevo presidente y Maura resopló con resignación. Eduardo Dato eligió la cartera de Estado. García Prieto, Gobernación. Romanones pidió la de Gracia y Justicia, y así se fueron repartiendo el gobierno los hombres que parecían poder salvar aquel sistema bipartidista. Pero… había demasiado capitán para un solo barco. A los pocos meses el choque de egos llevó este gobierno a la deriva e intentaron salvarlo con un cambio de carteras. Romanones pasó a Instrucción Pública ¡y qué cómico fue el juramento! Acababa de llegar a España una epidemia a la que pusieron un nombre de broma. La llamaron el soldado de Nápoles porque la enfermedad era tan pegadiza, tan contagiosa, como una serenata que se llamaba así y que cantaba todo el mundo. El rey pilló esta enfermedad que después pasó a la historia como gripe española. Estaba en la cama, malísimo, con fiebre muy alta, pero los nuevos ministros no podían jurar su cargo si el monarca no estaba delante. Lo único que podían hacer era cambiar el protocolo. A los ministros les prohibieron vestir el uniforme habitual y les pusieron un blusón inmenso, como si estuvieran envueltos en papel celofán. Pero a los ocho meses, se acabó. Maura presentó la dimisión y España
se quedó otra vez sin gobierno. El rey llamó de nuevo a Romanones y le pidió que asumiera la presidencia. Los aliados acababan de ganar la Gran Guerra y les convenía tener un presidente tan aliadófilo como era el conde. ¡Um! Menudo marrón, pero vale… El 3 de diciembre de 1918, Álvaro de Figueroa, por tercera vez, volvió a ser el jefe máximo del Gobierno. Lo primero que hizo fue viajar a Francia porque quería que los aliados tuvieran en cuenta a España en la configuración del nuevo mundo. Pero aquí dentro, las cosas estaban cada vez más patas arriba. En Barcelona había una huelga tras otra, las bombas explotaban como petardos… Romanones, para calmar a los obreros de la construcción, estableció que su jornada laboral fuera de ocho horas. Pero al calmar a unos, se enfurecieron otros. Los conservadores pusieron el grito en el cielo. Intentaron machacarlo por esa medida, aunque después… las cosas de la política… «Después, cuantos me sucedieron en el poder han confirmado esa jornada y aun han otorgado a la clase obrera mayores beneficios». Fritico estaba de los obreros. Fritico de los conservadores. Pero había otra cosa que inquietaba mucho más a Romanones. El ejército había formado juntas militares que querían tomarse la justicia por su mano y el capitán general de Cataluña, Joaquín Milans del Bosch, hacía ya lo que le daba la gana. A Alfonso XIII le parecía estupendo y Romanones, viendo que el ejército se le subía a la chepa, cabreadísimo, dimitió.
26. NO ESTAMOS PARA PALABRAS BONITAS
«Pon siempre el pensamiento en lo alto. Pero no tan alto que pierdas el contacto con la realidad».
El conde recibía decenas de cartas todos los días. Pero esta le llamó la atención porque era de Miguel de Unamuno. Algo importante querría decirle este pensador tan respetado y con tan pocos pelos en la lengua. Estaba fechada el 15 de enero de 1920 y decía: Mi querido amigo: Las cosas del Ejército, y más en relación con la política, me interesan muchísimo, y me interesan porque soy lo que se llama un antimilitarista […]. Por haberme interesado siempre las cosas de Vd. y haberle visto alguna vez pasar, aunque sea tímidamente —de político a estadista, político de verdad—, he comentado tantas veces su obra pública, y alguna con dureza, tal vez con injusticia visto desde fuera. Pero es que los errores de Vd. son los que más me han dolido, y más me ha dolido ver que se le tiene alejado de ciertas esferas, no por los errores, sino por sus atisbos de clarividencia y por sus aciertos.
A Unamuno le preocupaba que los militares estuvieran cada vez más pimpantes y los políticos fueran más irrelevantes. Algunos veían la sombra de un golpe militar sobre la política. Romanones se ocupaba en hacer oposición al Gobierno conservador. Pero ese gobierno parecía un títere y esa oposición parecía un pelele. Por eso el conde tuvo tiempo para viajar a Londres y fortalecer el lazo que tenía con los aliados, ocupar la presidencia del Ateneo de Madrid y seguir escribiendo libros. Ese año publicó uno sobre el asunto más espinoso del momento: El ejército y la política, porque era muy consciente de que el sistema bipartidista había muerto y para actualizar la democracia tenían que dejar participar a «las izquierdas». Eso le dijo al periódico El Globo:
—Pero usted, conde, ¿cree en una unión de izquierdas? —La creo y la deseo con toda mi alma. Me parece, además, inaplazable. Ha llegado el momento de mirar en alto y pensar en hacer un instrumento de gobierno de izquierdas fuerte y capaz de hacer una obra positiva. —¿Usted tiene algún programa? —Uno no más. El que se puede tener en estas circunstancias. Nuestro programa no será el mismo que el de las derechas, sino todo lo contrario. ¿Comprende usted? […] Creo necesario llegar a grandes reformas en las formas del trabajo y de la propiedad, e incluir la participación obrera en toda su extensión.
El conde volvió a dar una lección de pragmatismo político: No estamos ya en tiempos de hacer programas ideológicos, llenos de frases bellas y carentes de realidades. Nuestro programa debe ser un programa al día, que vaya haciéndose con las circunstancias. Claro que hay que determinarlo con actitudes y preguntar a los partidos: ¿Qué piensan ustedes del sindicalismo? ¿Qué van a hacer ustedes frente a él? Porque la cuestión social ya no es un problema, es una realidad que está en la calle y que hay que recoger. Pero no con opiniones más o menos atinadas, sino legislando.
Al conde le gustaba coger el toro por los cuernos y no dudó en decirle a El Globo que los «partidos históricos», el Liberal y el Conservador, habían desaparecido y era imposible resucitarlos. Era una idea que llevaba años rumiando en su fuero interno. «Aquel concepto de “un programa hermético, una disciplina férrea y un jefe único” no tiene ningún sentido. Ahora se va a las grandes concentraciones políticas, en las que colaborarán diferentes partidos, vinculados por un solo punto de coincidencia». Sabía que había que abrir la democracia a mucha más gente. «Porque no se colabora solo formando parte de los gobiernos, sino obligando a los gobiernos a hacer su labor. El sufragio universal, el Jurado…, más se debe a los hombres de fuera del Gobierno que al propio Gobierno. Ellos, con su constante tarea, imponían a los gabinetes las reformas democráticas más audaces, hasta el punto de que algunas de ellas se hicieron cuando el país no estaba suficientemente preparado». Romanones no peleaba contra el devenir de la historia. Prefería amoldarse a los cambios porque pensaba que las circunstancias mandan. Pero un día de ese otoño ocurrió algo que no era una circunstancia, sino
una fatalidad. Alguien tocó a la puerta para traerle la peor noticia de su vida… A ver cómo encajaba eso.
27. ¡DIOS QUIERA QUE LLEGUEMOS A TIEMPO!
«No abras tu corazón a nadie, y mucho menos en política».
¡Qué manera de pararse el mundo! Era miércoles. Sería la una de la tarde. Romanones estaba tan tranquilo en su casa, en sus cosas. Tocaron a la puerta y apareció el jefe del Gobierno, Eduardo Dato, que se había presentado por sorpresa. Venía tan elegante como siempre, con el cuello de la camisa blanca bien alto y el sombrero de copa. Pero traía la cara larga, apesadumbrada. El bigote, que siempre había tirado de sus labios hacia abajo, ahora era un matorral marchito que cubría una boca sin habla. Dato traía en la mano un telegrama urgente con fecha de 20 de octubre de 1920. El conde lo abrió y leyó que al teniente José de Figueroa le habían pegado un tiro en la cabeza. ¡Su hijo! ¡Habían disparado a su hijo! Romanones dejó todo y se puso a organizar el viaje para salir esa misma noche hacia África. Los periodistas merodeaban la casa en busca de sus palabras y, a media tarde, el conde, intentando parecer sereno, les dijo: —Pepe salió hace un año de la Academia y hace un mes, prestando servicio en el Cuerpo de Aviación de Cuatro Vientos, quiso marchar a Marruecos… Esta noche marcharemos mi mujer y mis hijos. Llevo conmigo al doctor Goyanes y a uno de sus ayudantes. ¡Dios quiera que lleguemos a tiempo! Decenas de políticos y cientos de personas acudieron a los andenes de la estación de Atocha para acompañar a los condes de Romanones antes de partir a África. El Expreso de Andalucía los llevó hasta Córdoba. De ahí fueron a Algeciras y… antes de que embarcaran hacia Ceuta les llegó la noticia: Pepe, un joven en la flor de la vida, tan apuesto, tan lozano con ese bigotito y ese pelo repeinado de militar, acababa de morir. Las informaciones eran confusas. Sabían que había recibido un balazo en el cráneo y que había quedado inconsciente. Sabían que la situación era gravísima y que intentaron llevarlo a un hospital para sacarle el proyectil. Que corrieron todo lo que pudieron, pero… cuánta tropa,
cuántas paradas, cuánto desaguisao. No había forma de avanzar, y en el camino… murió Pepe. Ni siquiera llegó a un hospital. La familia subió al barco sabiendo que ya no verían a su hijo. Verían su cadáver. De vuelta a Algeciras, rotos, mareados de dolor, empezaron a sentir cómo se desataba una tormenta espantosa. Navegaban en El Delfín, con el cuerpo de Pepe envuelto en la bandera de España, y las olas bamboleaban el barco de un modo tan salvaje que creían que en cualquier momento acabarían todos en el mar. En esa marejada de dolores y miedos de pronto se vieron en puerto. Habían conseguido llegar sanos y salvos para soportar una angustia que no iba a ser más leve. En público, el conde elogiaba a su hijo como un patriota. En sus adentros, sabía que Pepe no tenía mucho interés en ir a la guerra. Había sido él, ¡su padre!, quien lo había empujado. Y no pudo arrepentirse más. A partir de entonces la intimidad de aquel hogar quedó entristecida para siempre y el conde jamás volvió a hablar de su hijo Pepe. Era un sufrimiento constante, imparable, latente, que salió a borbotones en el libro que escribió cuando estaba a punto de morir. En El dolor y la pena, Romanones decía: «De las pocas cosas que yo me he arrepentido en la vida es haber consentido que mi hijo siguiera la carrera militar. Creí que pertenecer al honroso Cuerpo de Ingenieros Militares era un tributo a Guadalajara», pero cuando murió su hijo se dio cuenta de que esas heroicidades no le importan a nadie. Pepe se había dejado la vida en las trincheras para nada. Aquella bala dejó un agujero en el corazón del conde para el resto de su vida. Pero había que seguir viviendo. Había que seguir en política. Porque la vida seguía. Y las mofas… que nunca le dieron tregua. Dos años después, el periodista Julio Camba oyó que un cirujano alemán iba a operar al conde para quitarle la cojera y, con su sarcasmo habitual, le dedicó una columna: ¿Se someterá a la operación el ilustre caudillo? […] La cojera del conde de Romanones representa toda la gracia, toda la malicia, toda la picardía de la política española. El que ha visto cojear al conde, ¿cómo podrá sorprenderse luego si este señor le echa la zancadilla a alguno de sus colegas?
—¡Ah! Este cojo, ¡qué malo es! —dice, encantada, la gente. Porque, en su cojera, el eminente hombre público nos da algo así como un gráfico de su política retorcida, alambicada, atrevida y pintoresca. La cojera del conde y la política del conde se han identificado tanto una con otra, en el concepto popular, que nadie es capaz de imaginárselas separadas.
La vida política iba cayendo en descrédito y la popularidad del rey, famoso por ir con las cupletistas de picadero en picadero, había caído en picado. «Cada crisis se llevaba un pedazo de su autoridad y de su prestigio, pues la opinión le consideraba el único responsable de la inestabilidad ministerial», escribió Romanones. Alfonso XIII se estaba hartando del Parlamento. «Añoraba más a los grandes reyes de la Casa de Austria que a aquellos, como su madre, fidelísimos practicantes de la Constitución». ¡Menudo gallinero se estaba haciendo aquello! Los políticos, alzando la Carta Magna; el rey, empuñando el bastón; y el ejército, cargando las escopetas. El sueño de la democracia tenía los días contados…
28. ¡LA CONSTITUCIÓN, AL CAJÓN!
«La pasión por el mando se asemeja a la pasión sexual. Hace perder el equilibrio hasta a los varones más sesudos».
¡Vamos! ¡Todavía podemos dar una bocanada más de oxígeno! Los liberales no desistían. Acordaron aparcar las rencillas y peleas que tenían entre ellos, y le pidieron al rey que les dejara formar un gobierno de concentración liberal. Alfonso XIII aceptó, resoplando, sin entusiasmos, a ver qué salía de esta. Aunque ya no podía esconder que estaba harto de la guerra que le daban los políticos y soñaba con la paz que le traería una jefatura militar. En este gobierno de la desesperación nombraron a Manuel García Prieto presidente del Consejo de Ministros y a Romanones, presidente del Senado. Pero… ¡pobres infelices! Aún creían que podían salvar esa democracia rudimentaria. Ignoraban que «el poder civil, desde el día en que se crearon las juntas de defensa militares, era solo una ficción». Ignoraban que aquel iba a ser el último gobierno constitucional. Ilusionados, se repartieron las carteras «como los chicos se reparten las peras para una merienda» y se entregaron a «la obra redentora de España». A Romanones le tocó el ministerio de Gracia y Justicia, y… otra vez… volvió a chocar con la Iglesia. El conde estaba convencido de que el tesoro artístico de la Iglesia tenía que formar parte del tesoro artístico nacional. Pero como la Iglesia lo consideraba suyo y solo suyo, lo vendía en saldillo. «No es fácil calcular el inmenso caudal de obras de arte, de objetos de valor inestimable que durante mucho tiempo han salido de España y han sido vendidos en los mercados del extranjero por iglesias y conventos». El clero se bufó como un gato ante la propuesta del conde. Así que otra vez tiró la toalla ante la Iglesia y, para calmarlos, acabó invitando a comer en su casa a una tropa de cardenales, obispos y arzobispos. ¡Cómo estaba el patio! Mal con la Iglesia y peor con los militares. Por todos lados se hablaba de una conspiración militar. Hasta en el Parlamento dieron detalles del golpe que estaba preparando el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera. Romanones no quería
quedarse con la duda y un día convocó en su casa a este militar, con bigotito a la moda, para preguntarle si tramaba una conjura. Con toda la tranquilidad del mundo, le respondió que sí, pero que la fecha era aún lejana. Menudo embuste. La tenía planeada para pocos meses después. En el verano de 1923 saltaba un aviso detrás de otro: el general la iba a liar. Pero los ministros no hicieron caso y se fueron de vacaciones tan panchos. «La conspiración, con todos sus detalles, la conocía todo el mundo. Todo el mundo menos el Gobierno». A principios de septiembre, Romanones apuraba sus vacaciones en Hendaya. El rey estaba en San Sebastián, pero algo gordo le contaron para que fuera corriendo a buscar al conde. Cuando llegó al hotel donde se alojaba, le dijeron que no estaba, pero que podía ver a su hijo Agustín. El jovencito bajó corriendo al hall. —¿Tu padre?, ¿dónde está tu padre? —Señor, marchó ayer a Royat. El rey puso una cara muy seria. —Para volver… ¿cuándo? —Dentro de diez días. Los que precisa su cura de aguas. El rey dudó. —No, no es cosa de teléfono. Necesitaba hablar con él —y se sentaron en una terraza a tomar algo. Alfonso XIII pidió un whisky, encendió un cigarrillo y charlaron un rato. —Antes… ¿no veraneabais en Biarritz? —Sí, señor. Pero mis padres no quisieron volver desde la muerte de mi hermano. Lo vieron allí por última vez. Alfonso XIII parecía un poco preocupado. Pero por muy golpe de estado que estuviera al caer, para esa bragueta inquieta, una mujer hermosa era una mujer hermosa. ¡Mmm! Pasó una que le gustó y dejó la conversación con Agustín para soltar una broma a la moza. Después siguió con el otro asunto. —Royat… ¿A qué distancia se encuentra? —No sé, señor. ¿Desea vuestra majestad que me informe? Pensó un momento, dijo que no, miró el reloj y se levantó. —Tengo que recoger a la reina en San Juan de Luz. El rey se montó en su nuevo cochazo de lujo Hispano-Suiza, arrancó y llamó con brusquedad a Agustín:
—Dile a tu padre… No. Ya hablaré yo con él. Oye, ¿por qué eres el único de la familia que no juega al polo? —Es cierto, señor. Lo intentaré. —Pues no sé a qué esperas. Tres días después llegó el golpe anunciado. A las 12 de la noche del 12 de septiembre, mientras la familia real bailaba en una fiesta de gala en el palacio real de Miramar, en San Sebastián, Primo de Rivera sacó a sus militares a las calles de Cataluña y Aragón y declaró el estado de guerra. ¡Ahora sí que la tenían buena! Aunque el general dio unas declaraciones a la prensa para tranquilizar a la población. Que no pasaba nada. Que habían sacado a los militares a la calle para tomar el gobierno pero que se quedaran tranquilos. El rey volvió a Madrid y llamó al jefe del Gobierno. García Prieto le dijo que había que ser tajante. ¡Debían convocar las Cortes de inmediato, destituir a los militares rebeldes y llevar al golpista a un consejo de guerra! Pero a la vez el rey recibió un telegrama de Primo de Rivera que decía que los golpistas iban a mantener el orden público, que eran leales a la corona y que «¡Viva el rey! ¡Viva España! ¡Viva el Ejército!». A Alfonso XIII aquello le sonó a gloria y le dijo al jefe del Gobierno que ¡ja!, que no haría nada contra los militares. García Prieto, descompuesto, dimitió, y el rey contestó al golpista con otro telegrama: vente ahora mismo a Madrid. Romanones seguía dándose sus aguas en el balneario francés de Royat. Pero en cuanto se enteró, soltó el albornoz y volvió corriendo a Madrid. Llegó en tren, y desde la estación a su casa fue en coche descubierto «para que vieran que si buscaban al responsable del Antiguo Régimen, yo estaba a su disposición». El rey disolvió las Cortes y a los pocos días eso era ya una dictadura de ley (de la ley que a Primo de Rivera le venía en gana). El conde, como presidente del Senado en papel mojado, y Melquíades Álvarez, como presidente del Congreso en papel de fumar, escribieron un documento al rey para recordarle que había jurado someterse a la Constitución y para pedirle que restableciese enseguida el régimen constitucional. Los dos juntos fueron a Palacio y se lo entregaron en mano, pero el rey… donde dije digo, digo Diego. Es que ni se molestó en que el servicio les ofreciera un vaso de agua. «La entrevista fue breve. Tan breve como poco cordial. Nos recibió el rey de pie y en el quicio de una puerta. No
nos dio ocasión a explicación de ninguna clase». Los dos presidentes se fueron muy enfadados. A un republicano de pura cepa como Melquíades Álvarez no le sorprendió la desfachatez del rey. Pero Romanones, después de tantos años a sus pies, se quedó planchado. «Mi vida entera estaba unida a él, y además, le profesaba un hondo y verdadero afecto». Alfonso XIII también se enfurruñó. Ese mismo día, a altas horas de la noche, un soldado de la guardia de honor del rey tocó a la puerta de Romanones. Tenía orden de despertarlo para entregarle una carta en la que se mostraba enfadadísimo y ofendidísimo por ese documento. El conde le contestó al momento y le dijo, desde el máximo respeto, que solo cumplía con su deber constitucional. El rey le enseñó esa carta a Primo de Rivera y el general pilló un cabreo que, de muy malos modos, suspendió a Álvarez y a Romanones de sus respectivas presidencias de cartón pluma. Podía hacerlo porque Alfonso XIII, con gran regocijo, lo había nombrado presidente del directorio militar que gobernaría España. Y para que nadie se pusiera tonto, de paso, suspendió la Constitución y declaró el estado de guerra.
29. LA SANJUANADA: ¡ABAJO CON EL DICTADOR!
«Los neutros en la política solo sirven de estorbo. Son los castradores de ella».
A Romanones, Madrid se le hizo irrespirable. Estaba triste, abatido, y decidió irse unos meses a tomar el sol a la Costa Azul. Después se fue a Italia y tradujo al español un libro del ex primer ministro de Francia Louis Barthou, llamado El Político, porque buena falta le hacía a los españoles leer algo así. En Roma visitó al papa, Pío XI, y también al Duce, el Guía, el férreo dictador de Italia. Era un militar de cabeza al ras y mandíbula batiente, que dejó a Romanones con la boca abierta: «Lo que más impresiona en Mussolini es el relampagueo de su mirada, que maneja con una maestría extraordinaria». Aunque en esa visita poco hablaron de política. Como el líder del Partido Nacional Fascista sabía que el conde había estudiado en Bolonia, le recitó unas tiras de versos de Leopardi. Un tiempo después volvió a España. A esa España a contrapié. Al conde le parecía que Primo de Rivera, el «cirujano de hierro», se había adueñado de la opinión pública y tenía domesticados a los socialistas. «Pero olvidó que la estela de la gloria desaparece con rapidez, y que como nadie ha encontrado el secreto de gobernar sin gastarse, no pasaría mucho tiempo sin que se gastase él también». Pronto surgieron las primeras protestas contra el dictador. La bronca con los defensores de la Constitución era constante y Romanones, harto del desprecio de los militares, echó leña al fuego publicando un libro titulado Las responsabilidades del Antiguo Régimen. La obra se agotó, y hubo una segunda edición, y una tercera. Era un debate candente en un momento en que nadie sabía cómo arreglar la política. Pero un libro no iba a convencer a una panda de militares. Así que Romanones y otros políticos pensaron en dar a Primo de Rivera una cucharadita de su propia medicina. Planearon un golpe contra el golpe que había dado él en 1923. El conde puso dinero para montar el contragolpe destinado a restablecer el régimen constitucional. La noche elegida fue la del 24 de junio de 1926. Pero la sublevación no
llegó ni a unas pocas horas. La policía fue deteniendo a los militares rebeldes, uno a uno, por los alrededores de Valencia, con precisión relojera. Como si los estuviera esperando. Porque probablemente los estaban esperando, pues contaban que el rey se había enterado de la insurrección y prefirió al malo conocido que al bueno por conocer. Alfonso XIII estaba muy tranquilo con Primo de Rivera. Este dictador no le quitaba tanto tiempo como los políticos, con sus trifulcas, y así tenía más tiempo para sus cosicas: los coches y, sobre todo, las mujeres. ¡Ñam! A esta conspiración contra otra conspiración la llamaron la Sanjuanada porque ocurrió en la noche de San Juan. Pero la prensa no dijo ni mu. La censura prohibía cualquier gesto contra esa dictadura que había que presentar como la salvación de España bendita, Dios y su madre, amén Jesús. Esa misma noche empezaron las detenciones, las cárceles… y cincuenta hombres acabaron entre rejas. Las multas llegaron inmediatamente después y a Romanones le crujieron bien: medio millón de pesetas. ¡Un fortunón! «La mayor con que ha pagado sus culpas, reales o supuestas, un hombre público», lamentaba el conde en sus memorias. A principios de julio el juzgado militar le embargó sus cuentas del banco, sus acciones en Bolsa, sus depósitos, su casa en el Paseo de la Castellana, un edificio en ese mismo bulevar y sus fincas en Toledo, Guadalajara y Madrid. Pero él, viéndolas venir, en esas fechas, ya se había quitado de enmedio. Había huido a París. A algunos políticos les pareció fatal. Medio centenar de hombres en prisión y él, en la ciudad del amor. A otros les pareció muy bien que escapara del dictador y del rey dictatorial. Y según una carta que le escribió su amigo periodista Rafael Suárez, la gente de la calle tenía esta opinión de él: «Vd., hombre lleno de sagacidad y avispado, y bien informado siempre y prevenido, según unos por el propio rey, según otros por el presidente, se había Vd. marchado en una noche después de preparar muy bien la salida y cuando nadie lo esperaba, sorprendiendo al Gobierno antes que a nadie». Después de Francia fue a Holanda y después pagó la multa de medio millón. Era la tasa que le permitió volver a España. Al año siguiente, en el juicio, salió libre de cargos. Ni una sombra de su nombre entre los culpables. Entonces escribió a Primo de Rivera para que le devolviera el
dinero de la multa, pero el dictador le contestó que Santa Rita, Rita, Rita, lo que se da no se quita. Pero poco después al que le pasaron factura fue a él. Primo de Rivera había caído en desgracia. La gente no lo quería y el rey pensó que era hora de buscarle un sustituto. Al militar no le quedó otra que dimitir, hacer las maletas e irse a París. Allí se alojó en una habitación del Hotel Pont Royal, y apenas llevaba unas semanas cuando, un domingo, se levantó, se calzó las gafas, se puso a leer la prensa y se murió. En España gobernaba ya su remplazo. Alfonso XIII había designado presidente a un militar de su confianza: el general Berenguer. Y a este gobierno elegido a dedo, en vez de «dictadura», lo llamaron «dictablanda» porque decían que, poco a poco, iría restableciendo la monarquía constitucional. Pero del rey ya nadie esperaba nada. Lo aborrecían, lo repudiaban. Le tenían un asco que se podía mascar. A estas alturas hasta los más constitucionalistas rabiaban contra el rey y muchos de los que antes fueron monárquicos ahora le daban la espalda. A Romanones, en cambio, lo veían como el eterno perro fiel. ¡Y pagó por ello! ¡Casi con sus propios huesos! Fue un día que José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón y Ramón Pérez de Ayala dieron una conferencia en Segovia para hablar del desastre político que tenían encima. El conde no quería ir, pero Pérez de Ayala le insistió. Acudió de mala gana, y al salir del teatro, unos asistentes le pitaron, le insultaron y se lanzaron a darle una tunda de palos. Menos mal que unos guardias lo vieron, corrieron a hacerle de escudo y lo pudieron sacar sin que lo lincharan. Romanones decía que muchos le tenían ganas porque no se había unido a los constitucionalistas que criticaban al rey. Pero él creía que atacar al rey era ayudar a la república… y eso ¡ni pensarlo! Aunque Romanones no solo defendía la figura del rey. Defendía a la persona, al amigo. El conde era una «persona de su intimidad», de plena confianza. Tanta que acabó siendo el recadero de uno de los vicios secretos del monarca: ¡el cine sicalíptico!
30. LAS PELIS PORNO
«Para conocer a fondo las miserias humanas, nada más aleccionador que la vida política».
A Alfonso XIII le encantaba el cine, y cada vez que viajaba por Europa, aprovechaba para ver películas. En esos países iban muy por delante: en el arte, en la técnica y en las tramas. Incluso se atrevían a rodar films de un género que en la España de escapulario y mantilla era impensable: la pornografía. ¡Qué alegría se llevó el rey cuando la descubrió! ¡Y qué tristeza que esas pelis de mujeres frescachonas no se hicieran en España! Pero nada, nada… esa carencia artística había que solucionarla. Hacia 1920, Alfonso XIII buscó y financió a cineastas que hicieran películas sicalípticas en España. Pero como sabía que si la gente se enteraba, el escándalo iba a ser monumental, pidió al conde que hiciera de mediador y conseguidor del tinglado. Y eso dicen que hizo el fiel Romanones. El gran político de la Restauración borbónica, grande de España, tan elegante siempre, con su corbata, su bigote y su bastón, llevaba las conversaciones entre el productor, Alfonso XIII, y la productora, Royal Films (¡qué casualidad este nombre real!). Pero esto no iba de pasta. Lo que le gustaba al rey era dar ideas para los guiones y participar en la elección de esas actrices de buenas curvas que entonces llamaban «jamonas de buen ver». Aunque, en realidad, no eran actrices. Hubiese sido imposible encontrar una actriz que dejara que la grabaran desnuda y sobada por las manazas de un actor que hacía de cura. A las únicas mujeres que podían recurrir era a las prostitutas y fueron a buscarlas por los prostíbulos del barrio chino de Barcelona. De allí sacaron a las protagonistas de El confesor, El ministro y Consultorio de señoras. Al rey le encantaban estas historias de favores. De mujeres que iban al despacho de un ministro a pedir un trabajo para su marido y el ministro se cobraba el favor con otro favor en carnes. Igual con el confesor. Igual con el médico. Todos pedían sus favorcillos. Después el rey y sus amigos veían las películas, con puro y copa, en una sala de cine
privada que mandó construir en Palacio. Pero en la agenda del rey no todo eran toros, caza, coches, amantes y cine porno. También había que sacar tiempo para la política y Romanones le apretaba para que Berenguer, el nuevo dictadorcito marioneta, restableciera las Cortes y convocara elecciones. Ahí estaba el conde erre que erre para retomar la historia por donde se había quedado el día en que Primo de Rivera dio el golpe de estado. Estaba convencido de que podían restaurar esa monarquía constitucional que se había ido al garete y enmendarla para que volviera a funcionar. Pero iba a ser difícil porque la España de 1930 era muy distinta a la de 1923. El país había evolucionado. Muchas mujeres se habían cortado el pelo y estudiaban carreras universitarias. En los cafés hablaban de surrealismo. Los obreros leían, estudiaban, se organizaban y ya no tenían miedo. Resucitar el Antiguo Régimen era como intentar encajar un círculo dentro de un triángulo. Imposible. La dictablanda de Berenguer era un mero trámite. Mientras el teniente general estaba de mandamás, todos intentaban montar el nuevo régimen político del futuro. Y cada uno quería el suyo. Los constitucionalistas del Antiguo Régimen, como Romanones, pedían el bipartidismo monárquico. Los políticos de los nuevos partidos: una democracia más democrática que la milonga que les habían vendido con la Restauración borbónica. Y el rey en lo que estaba ocupadísimo era en salvarse el culo. Alfonso XIII sabía que tenía que calmar a las izquierdas si quería mantener el trono. En junio de 1930 hizo un intento: viajó a París para visitar a Santiago Alba Bonifaz y le ofreció la presidencia del Gobierno. Este hombre de medio pelo blanco y medio pelo negro, bigote negro y perilla blanca había sido ministro varias veces por el Partido Liberal y se había exiliado a Francia por la dictadura de Primo de Rivera. ¡Pero qué pulso tenía de la política española! Qué acertada era la descripción que hizo, solo unos días antes, en el periódico El Sol (y qué relajados estaban ya los censores que impuso la dictadura y que aún ponían en toda la prensa el sello de: «Este ejemplar ha sido revisado por la censura»). El español del día es ya un demócrata convencido, a veces incluso en las filas ultracatólicas, que quiere ser gobernado como se gobierna en las democracias del mundo, y no tolerará regresiones ni mixtificaciones, vengan de donde vinieren, en la ruta hacia una plena e inmutable
soberanía de la nación. […] Es ya un mito ridículo e inútil el del consabido «hombre de riñones», con un sable al cinto, como único medio de garantizar la normalidad en la nación y en el Estado. […] En España, en el último siglo, políticamente, hemos tenido una revolución y una restauración. El español del día nos pide ahora una renovación, es decir, una transformación pacífica, honda y amplia del Estado.
Precisamente por esto que había dicho del «español del día es ya un demócrata convencido», Alba le dijo al rey que no. No podía presidir un país con una monarquía con más poder que la belga o la británica. Eso ya era el rancio y caduco mundo de ayer. El rey siguió dando palos de ciego y unos militares, fritos ya del monarca, se sublevaron en Jaca. Pero los pillaron al momento. A unos los metieron en la cárcel y a otros los ejecutaron. Berenguer y su gobierno también se hartaron de tanto desmadre y le dijeron al rey un «esto es el fin, Alfonsín» y dimitieron en bloque. El monarca, desesperado, llamó otra vez a Santiago Alba y Santiago Alba otra vez le dijo: no. Después llamó al expresidente José Sánchez Guerra. Este señor de setenta y un años, de ojos hundidos y rasgados hacia el suelo que había estado en el Partido Liberal y en el Conservador, aceptó. Creyó que podía unir a republicanos y monárquicos en un gobierno Frankenstein. Fue a la Cárcel Modelo y ofreció unos ministerios a los presos políticos que estaban ahí encerrados por sus ideas republicanas. Pero… ¿qué cachondeo era ese? Los presos querían una república democrática, no un carguito, y tras una reunión muy cordial, le dijeron que no. Sánchez Guerra no cautivó a los republicanos y, encima, enfadó mucho al rey. Los periodistas lo esperaban en la puerta de Palacio porque debía salir de allí con la lista de ministros que formarían su gobierno. Pero, para sorpresa de los reporteros, salió el hombre encogido y, discreto y escueto, les dijo que no había gobierno. Y, además, renunciaba. Al rey ya solo le quedaban los incondicionales. Llamó a Romanones, a García Prieto y a algunos más, y formaron un gobierno de viejas glorias monárquicas. Todos rondaban los setenta años. Un poco a lo Mick Jagger, que no hay vejez que lo baje de los escenarios. A la presidencia estaba el almirante Aznar. Al Ministerio de Estado, Romanones. Y por fin
fijaron una fecha para celebrar las elecciones que volverían a hacer de España un país constitucional. Las primeras serían municipales y la fecha fijada fue el 12 de abril de 1931. La fatídica fecha del 12 de abril. Pom… pom… la historia palpitaba y todos la oían…
31. LA CORAZONADA
«Lo que todo lo arrolla es la audacia de las grandes inteligencias».
¡Cuánta alegría había en las calles la mañana del domingo 12 de abril! ¡Por fin iban a votar! Y muchos votaban para botar al rey. Porque el rey los había dejado ocho años sin votar. Los tenían contados, hasta con los dedos chupados: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete de dictadura de Primo de Rivera y otro más de Berenguer. Ese día había una cola enorme ante las mesas electorales. A Romanones le ofrecieron colarse por ser quien era, pero él dijo que no. Que esperaría su turno. Aguardó una hora de pie, apoyado en su bastón, votó y se fue a su casa de campo a esperar el resultado. Aunque en el fondo… en el fondo sabía lo evidente. «No soy de los que creen en presentimientos. Sin embargo, al avanzar la tarde, sentí que se apoderaba de mi espíritu un decaimiento grande». Era «el aleteo de un gran infortunio». Volvió a Madrid para informarse de los resultados y vio que los republicanos iban a aplastar a los monárquicos. «Me bastó saber que en el centro del barrio de Salamanca, donde solo hay clase media y donde habita la aristocracia de la sangre y del dinero, el escrutinio resultaba adverso para los monárquicos». Al rey no lo apoyaron ni en su barrio. Los republicanosocialistas duplicaron los votos de los monárquicos en el distrito de Palacio y eso significaba que incluso sus propios empleados y la gente que vivía de la monarquía habían votado a los republicanos. El conde estaba de muy mal humor. En el Ministerio de Gobernación, esperaba los resultados de su feudo, Guadalajara, y de pronto oyó: «Catorce de la coalición republicanosocialista, seis monárquicos». ¡Qué jarro de agua fría! Esos números anunciaban que «cincuenta años de vida política se desvanecían como el humo». El lunes 13 de abril, los periódicos abrían con estos titulares: «España votó por la República», «El pueblo estaba hambriento de ley». El Heraldo de Madrid publicó en portada un artículo titulado «La tremenda lección» y ahí explicaba lo que había ocurrido:
Se puede asegurar que por primera vez el pueblo español ha ejercitado el derecho constitucional del sufragio […]. Tiene, además, el resultado de estas elecciones otra significación tan clara como sorprendente. Han demostrado que en regiones tradicionalmente letárgicas, que en regiones dominadas de siempre por una fuerza caciquil que se creía invencible, se despierta con vigor insospechado una conciencia de los derechos y virtudes ciudadanas, un anhelo de reivindicación, un ansia de dignificarse y libertarse… Así se ha dado el caso de que Orense, feudo de Bugallal; Guadalajara, feudo de Romanones; Murcia, feudo de La Cierva; Toledo, Soria, etc., hayan sorprendido al resto de España con su actitud viril de independencia, sacudiéndose el yugo secular y proporcionando una derrota «a domicilio» a los más genuinos representantes del más genuino caciquismo español.
¡Vaya revés! Aquel gobierno monárquico, hecho de remiendos del pasado, no podía creerlo. Por la tarde, se reunieron en un consejo para decidir qué hacer. Aunque más que un consejo a secas, fue el «consejo de las lamentaciones» porque solo se oían lamentos y muchas ganas de quitarse responsabilidades de encima. Estos viejos políticos hablaban de «intereses de la patria» y esas zarandajas. Romanones pensó, incluso, en suspender las garantías constitucionales para detener a los republicanos, pero sabía que ya era tarde para eso. Los había cogido el toro. No lo habían visto venir. Aquellos políticos tan nobles, tan del Parlamento a Palacio y de Palacio al Parlamento, parecían una panda de sordociegos en una torre de cristal. Abajo, en la calle, los republicanos y los socialistas celebraban su triunfo, repartían sus manifiestos y uno de los folletos fue a caer en las manos de Romanones. Ahí sintió el tacto de la derrota y el fin de una época. Y esta vez algo era muy distinto. Así lo escribió en sus memorias: El Ejército había sido durante más de un siglo el más fuerte poder de España. En muchas épocas, eran los generales los que se ponían al frente de los Gobiernos. Y cuando no eran los jefes oficiales de ellos, nada se movía sin su voluntad. Por un movimiento militar cayó Isabel II.
Por un gesto militar vino al suelo la Primera República. Un general, Martínez Campos, hizo la Restauración. Un hecho militar fue también la instauración de la dictadura de Primo de Rivera. Esta vez, la Segunda República española no ha triunfado por la sedición militar, sino por la manifestación de la voluntad del país en los comicios, honradamente respetada por los supremos poderes del país. Es un hecho que habrá de recoger la historia, poniéndolo en la cuenta de don Alfonso y de su último gobierno.
32. ¿QUÉ DIABLOS HACEMOS CON EL REY?
«Los sentimentales y los imaginativos no sirven para el ejercicio del poder».
No durmió muy bien Romanones la noche del martes 14 de abril. Esa mañana, desde muy temprano, empezó a recibir visitas de amigos que le preguntaban qué iba a pasar ahora. «Entre estos, tres médicos. Solo faltaba el confesor». Sobre las 11 de la mañana, le llegó un aviso: el rey le esperaba en Palacio. El conde ni siquiera se cambió de ropa. Echó a correr. En la Plaza de Oriente y los alrededores de Palacio no había mucha gente y tampoco había periodistas. Todo estaba aún tranquilo. En esta reunión urgente estaban el todavía presidente del Consejo de Ministros, Juan Bautista Aznar (otro militar con bigote a la moda nombrado por el rey), García Prieto y Romanones. Aznar dijo unas palabras amables y Alfonso XIII lo interrumpió: —Déjese usted de consuelos. No los necesito. Sé cuanto debo saber y mi resolución es inquebrantable. No olvido que nací rey, que lo soy —y enseguida se corrigió a sí mismo— que lo era. Pero hoy, por encima de todo, no olvido que soy español, y mi conducta se acompasará con mi amor a la patria. No hay tiempo que perder. Los acontecimientos se precipitan. Había que hablar con el presidente provisional de la república, Niceto Alcalá-Zamora, y conocer sus planes. El rey le dijo a Romanones: —Tú eres quien más conoce a Alcalá-Zamora. Pide verlo enseguida para convenir los detalles del tránsito de un régimen a otro y para precisar lo referente a mi viaje y al de mi familia. A Romanones le entraron los remilgos y dijo que el encuentro no podía ser en la casa de Alcalá-Zamora: «Me repelía». El conde la consideraba territorio republicano y exigía una casa neutral. Pensó entonces en la casa de un amigo común, el doctor Gregorio Marañón, y pidió que lo llamaran inmediatamente. A esa hora el médico debía estar en el hospital. Romanones le dejó su coche a un ayudante y le dijo que trajera al doctor a su casa lo antes
posible. Que dejara lo que estuviera haciendo con sus pacientes, con sus consultas, y que fuera enseguida a hablar con él. Gregorio Marañón llegó enseguida y le advirtió al conde que medio Madrid debía conocer ya esta cita. En el hospital habían visto la prisa con la que llegó el coche de Romanones y la prisa con la que se montó Gregorio Marañón. Los médicos, los enfermeros, los estudiantes de medicina y hasta los enfermos se habían asomado por las puertas y las ventanas a ver qué pasaba. Marañón preparó la cita que el conde le pidió y poco después estaban los tres en la casa del médico. Qué congoja tenía el conde: «He pasado en mi vida muchos malos ratos. Parecido a aquel, ninguno». En voz grave, dijo que ni el rey ni los que aún formaban el Gobierno querían liarse a palos con los republicanos y que, a la vez, ellos pedían una salida pacífica y que no los echaran a golpes. Alcalá-Zamora, hombre de cincuenta y cuatro años, pelo y bigote blancos, nariz de tiralíneas y hoyito en la barbilla, le dijo: —La batalla está perdida para la monarquía. No queda otro camino que la salida inmediata del rey y su renuncia al trono. Es preciso que esta misma tarde, antes de ponerse el sol, emprendan el viaje. Alcalá-Zamora le recomendó que el rey se fuera por la frontera de Portugal, porque en San Sebastián le tenían bastantes ganas y si lo encontraban, ¡ay, quién sabe lo que podría pasar si lo encontraban! —Lo del sol lo veo muy difícil —contestó Romanones— sobre todo porque las señoras no pueden preparar un viaje como lo hace un viajante de comercio. A Alcalá-Zamora no le conmovió el apuro que podían pasar las señoras para empaquetar sus ropas, sus joyas y sus perfumes, y le dijo que si la familia real no se iba ese mismo día, él no se hacía responsable de sus vidas. La gente, en las calles, se estaba calentando. Ellos, desde el nuevo Gobierno de la república, estaban pidiendo respeto por los reyes, pero ¿quién podía parar a miles, decenas de miles, de personas que aborrecían al rey y a toda su estirpe? Había más razones para que el rey se fuera lo antes posible, pero Alcalá-Zamora intentó esconderlas, para no herir al conde. Pero como Romanones insistía, e insistía, e insistía, el cordobés de gafitas redondas se lo soltó: España se estaba convirtiendo en una república, en un pispás,
por efecto dominó. A las seis de la mañana había empezado la ciudad de Eibar. Los concejales se habían reunido en el Ayuntamiento, habían descolgado el retrato de Alfonso de Borbón y habían proclamado la república. Después salieron al balcón, izaron la bandera roja, amarilla y morada, y desde abajo, una multitud aplaudió y gritó vivas sin parar. La proclamó después Sahagún, luego Jaca, sobre la una y media Barcelona. Así, sin parar, ayuntamiento por ayuntamiento. Romanones supo entonces que «el Gobierno revolucionario ya había recibido la adhesión telefónica de cerca de la mitad de los gobernadores de provincias. El movimiento se iniciaba arrollador», pero el conde no se daba por vencido y, obcecado, negándose a admitir la realidad, dijo que quizá eran informaciones exageradas. Alcalá-Zamora zanjó la conversación: —No se canse usted. Es preciso que el rey salga de Madrid antes de que se ponga el sol. Romanones estaba frito con ¡el sol!, ¡el sol!, ¡cuando se ponga el sol! Y él, venga insistir para que el rey se quedara más tiempo. Entonces Alcalá Zamora sacó otra carta más contundente: —Poco antes de venir a su llamamiento, el jefe de la Guardia Civil, el general Sanjurjo, me ha informado de su adhesión a la república. Ahora sí que se calló el conde. Porque eso significaba que «la batalla estaba irremisiblemente perdida». A las tres de la tarde volvió a Palacio para informar al que, por momentos, estaba dejando de ser rey. Alfonso (ya sin don, ni XIII, ni su majestad) estaba sereno y había encargado a Maura que le redactara el manifiesto de despedida del país.
33. ¡YO! ¡RESPONDO CON MI CABEZA!
«Jamás un hombre solo, por grande que sea, hace grande o arruina un Estado. Es obra común de las circunstancias y de los hombres todos».
Romanones fue al Ministerio de Gobernación apurando el poco poder que les quedaba como gobierno. Nada más llegar, le dieron una noticia: en el Palacio de Comunicaciones de Madrid habían izado la bandera republicana y miles de personas iban a manifestarse a favor de la república en la Puerta del Sol y en la Plaza de Oriente. ¡En las mismísimas puertas del Palacio Real! Al conde le pareció inadmisible: «Expuse la necesidad de declarar inmediatamente el estado de guerra». Junto al general Berenguer y otros militares decidieron redactar un bando para poner al pueblo firme, pero cuando Romanones empezó a dictar la regañina, los vivas de los manifestantes sonaron tan altos que… dejaron los papeles, se asomaron al balcón y «reconocimos que era materialmente imposible la lectura del bando. Para ello hubiera sido necesario no un piquete, sino toda la guarnición de Madrid». Entonces fueron a Palacio. Pero no fue fácil llegar hasta allí porque las calles estaban llenas de gente celebrando la república y tuvieron que dar un rodeo enorme. Todo iba a velocidad de vértigo. Ni siquiera habían empezado su última reunión ministerial cuando llamaron a Alfonso para decirle que el nuevo gobierno ya se había instalado en Gobernación. Celebraron esa última reunión de ministros de juguete en el saloncito japonés. Un ministro del viejo gobierno aún tenía fe y animó a Alfonso a que resistiera, pero él, que sabía que ya apenas le quedaban un par de acólitos, desistió: —Yo no quiero resistir. Por mí no se verterá una sola gota de sangre. «¡Resistir! ¿Cómo? ¿Con qué elementos?». El conde sabía que era imposible. «Bastaba contemplar la Plaza de Oriente para darse cuenta de que la realidad implacable se imponía. La muchedumbre era ya dueña de Madrid». De lo que tenían que hablar ahora era de los detalles del viaje al exilio y Alfonso preguntó: —Pero ¿y mi familia? ¿Quién me responde de sus cabezas?
Romanones, lleno de canas, arrugas y más apoyado en su bastón que nunca, se alzó: —¡Yo! ¡Con la mía! En ese momento decidieron que Alfonso fuera hasta el puerto de Cartagena y de ahí cogiera un barco a Marsella. Irían en tres coches y le acompañarían sus ayudantes y el ministro de Marina para asegurarse de que los marineros acatarían las órdenes. Faltaba avisar a la reina de que tenía que irse de Madrid lo antes posible. Encargaron a Romanones que le diera el mensaje y el conde echó a andar, en su busca, por los salones de un palacio que había quedado desierto. No había visitas, no había movimiento, no había vida. Los sirvientes seguían en sus puestos, pero parecían sombras, espectros, porque aquel palacio estaba muerto. Romanones recorrió el edificio frío, desangelado, que daba ya la sensación de abandonado. Cuando por fin encontró a la reina, le dio el recado y ella, impertérrita como siempre, respondió: —Es imposible que mis hijos y yo emprendamos el viaje esta noche. El conde le advirtió que podía ser peligroso quedarse en Palacio, pero Victoria Eugenia dijo que no había nada que discutir: ella y sus hijos se quedaban. Anda que no había ropas y joyas valiosísimas que meter en los baúles para llevarse al destierro. Aquella tarde no había más que nervios y malos humores. Algunos de los antiguos ministros reprochaban al conde que no hubiese plantado más cara a los republicanos, y en un momento que pasó por la antecámara de Palacio, le ofendieron tanto que casi les suelta un guantazo. Era tal el nerviosismo que lo mismo se ponían violentos que sensiblones. «Nos despedimos del soberano. Fue un momento de gran emoción. En algunos las lágrimas asomaron al rostro y hubo quien rompió en sollozos». Fijaron la partida del exrey a las ocho y media de esa tarde. El conde bajó un poco antes al Campo del Moro para volver a despedirlo y lo vio ahí, en su Duesenberg J, el cochazo más rápido del mundo. Desde allí oían las bocinas y los gritos de alegría de las miles de personas que celebraban la república. Alfonso, con su cara afilada y su bigotillo hacia arriba, dijo: —Esta gente fue la que votó el domingo la candidatura republicana. Muchos, muchos no votaban la república, votaban contra mí —y llevaba
toda la razón, porque en la calle decían: «Los españoles han echado al último Borbón, no por rey, sino por ladrón». Alfonso subió a su automóvil, gritó «¡Viva España!» y pisó a fondo el acelerador. Los otros dos coches le siguieron a toda velocidad. Viajaron de noche, y en cada ciudad y cada pueblo escuchaban los gritos de triunfo y euforia por la república. Al amanecer llegaron a Cartagena y Alfonso subió al barco que lo llevaría a un penoso exilio en hoteles caros y buscando la compañía de mujeres bonitas. A la vez que el lujoso cochazo salía hacia Cartagena, Romanones volvió a su casa y, junto al marqués de Hoyos, planearon el viaje de la reina. Otra vez llamaron al doctor Gregorio Marañón para que pidiera al director de la Guardia Civil que los agentes acompañaran a Victoria Eugenia y a sus hijos hasta la frontera. A las nueve de la mañana del miércoles 15 de abril la familia real llegó a la estación de tren de El Escorial. Romanones fue con ellos porque pensaba que era su deber. Esperaron más de una hora al tren y durante esa hora no pararon los gritos de alegría y los vivas por la República. «El Escorial debió de ser para la reina un verdadero martirio». Tanto como para él: «Cuento entre los momentos más dolorosos de mi vida aquel que pasé en la estación de El Escorial, presenciando el éxodo al extranjero de la familia real. Me parecía como si se llevaran parte de mi alma. Y cuando después de una larga espera sin poder contener por más tiempo mis lágrimas, me aparté del grupo de la gente que despedía a las egregias personas, deshecho el cuerpo por el cansancio de los días anteriores, al oír la señal de la salida del tren, me formulé una sola pregunta: ¿Volverán?».
34. LA VOZ DE ULTRATUMBA
«En política no te resignes nunca. La resignación es la confesión de la derrota. Y solo es vencido el que se confiesa vencido».
En las elecciones municipales, los republicanos barrieron a los monárquicos. Unas semanas después, se celebraron las generales y la cosa fue aún peor. El ambiente era tan hostil hacia Alfonso XIII que nadie quiso presentarse a favor de la monarquía. Bueno… sí, hubo uno. Alguien que dio la cara por el rey: Romanones. «El único que ha ostentando su filiación monárquica, sin aditamento ni encubrimiento, soy yo». Y no solo eso. Además, salió elegido y ¡cómo se hartó de restregárselo a los monárquicos que tanto lo criticaban! El conde era el único diputado monárquico en el Parlamento. Estaba más solo que la una. Se sentía aislado, desgastado, porque le atizaban los republicanos (sus enemigos políticos) y le atizaban los monárquicos (los que se suponían sus amigos políticos). Pero ahí estaba, aguantando, en una España republicana y un Parlamento inédito hasta entonces. Ahora había políticos de clases medias y, por primera vez en la historia, la voz de una mujer valía tanto como la de los nobles y ricachones que hasta entonces cortaron el bacalao. Aún estaba pendiente que los diputados votaran si condenaban al exrey o lo declaraban inocente. Fijaron la fecha para el 19 de noviembre de 1931 y, en esa sesión, ni uno solo de los 400 diputados quería defenderlo. Romanones era el único monárquico y se vio en la obligación de pedir la palabra en favor de Alfonso. Pero… buff… qué tarea tan difícil. Exigía tal dedicación que decidió irse a su finca de Toledo para que nadie le molestara. Alguien se lo contó al exrey y él, desde el exilio, pidió que nadie lo defendiera. El conde obedeció. Cogió una cuartilla para informar al presidente de las Cortes, Julián Besteiro, de que renunciaba a la palabra en la sesión de condena a Alfonso y cuando estaba a punto de empezar a escribir, tuvo una alucinación. Como del cielo, o del aire, o sabe Dios dónde, le pareció oír una voz
muy dulce de mujer. Era la reina María Cristina, la madre del exrey, que aunque llevaba dos años muerta, todavía tenía imperio en la cabeza del conde. Por eso oyó: «Tu deber es defender a mi hijo». —Ya no dudé —y echó a correr hacia Madrid. Llegó justo cuando iba a comenzar la sesión. Había pasado una década desde la última vez que entró en el Parlamento a dar discursos y dar guerra. Y el tiempo había dejado sus huellas. Ahora el político que entraba era un viejecito, más agarrado a su bastón y más sordo que una tapia. La sesión era a una hora extrañísima, pero el asunto era tan grave, tan importante, que el reloj daba igual. Eran las doce de la noche y el Parlamento estaba abarrotado. «Las tribunas, repletas, y en ellas la crema de la aristocracia, atraída por el espectáculo que esperaba presenciar. ¡Qué otro más atrayente que la condena del rey!». Hacia el final del debate, el presidente del Congreso dijo: —El señor Figueroa tiene la palabra —y el conde siguió como si nada. No estaba acostumbrado a ser uno más. «Después de haberme concedido la palabra tantas veces como “conde de Romanones”, al oír lo de “señor Figueroa”, no me di cuenta de que era a mí a quien se concedía». Los nuevos tiempos exigían palabras nuevas. Llamar conde a un diputado apestaba a rancio. Su título de grande de España, su monarquismo, su caciquismo… Romanones representaba un tiempo extinto. Era un señor mayor, de sesenta y ocho años, que, con una muleta, subía a la tribuna a intentar poner un tapón a un río que venía desbordado. Aun así, ascendió a la tribuna: —Confiado en la hidalguía de la Cámara, fuerte en mi debilidad, porque estoy solo, me levanto a discutir el acta de acusación contra el que fue rey de España. Romanones intentaba disculpar a Alfonso XIII de sus impulsos absolutistas, de consentir las dictaduras, y entre argumento y argumento, había risas, murmuraciones y gritos de los diputados. En un embate, el conde dijo: —Al condenarle, vosotros vais a faltar a uno de los principios básicos del Derecho penal, y es que nadie puede ser condenado sin ser oído. En la sala se alzó un fuerte murmullo y la diputada Clara Campoamor gritó:
—¡Pues que venga! El conde siguió y, con un nuevo argumento, encendió a la Izquierda Catalana. —No fueron solamente las derechas las que aplaudieron el acto del general Primo de Rivera. enfadadísimos. —¡Falso!, ¡falso! —algunos diputados catalanes protestaron —Fue toda Cataluña —continuó Romanones. —¡Falso! No se pueden escuchar esas manifestaciones de su señoría sin nuestra más viva protesta —espetó el señor Santaló. Los gritos iban a más y el presidente de la Cámara irrumpió: —Permítame el señor don Álvaro de Figueroa que ruegue a la representación catalana escuche al orador con la misma noble moderación con que le están escuchando todas las fracciones de la Cámara. Romanones continuó, y sus argumentos estaban tan lejos del suelo, tan lejos de la España que había emergido en aquellos años treinta, que quedaban entre lo ridículo, lo cómico y la vergüenza ajena. El conde se compadecía del exrey porque los diputados pedían para él penas más severas incluso que ¡la pena de muerte! Estas: —Y luego proponen unas penas tan duras, tan graves, como la de degradación y la pérdida de sus honores, títulos, etc., etc. ¡Ya no podrá llamarse rey de España ni dentro ni fuera de ella! ¡La pena es dura! Y entonces la Comisión apela a una pena de esas que duelen porque afectan al bolsillo —y al decir eso, las carcajadas fueron tan grandes que el conde tuvo que parar hasta que, pasado un rato, sus señorías dejaron de reír. Eso del «bolsillo» fue ya el colmo. El conde, definitivamente, estaba fuera de época y fuera de lugar: una de las personas más ricas de España apenándose de otra de las más ricas, en un Parlamento donde por fin había diputados que sabían lo que costaba ganarse el pan. Donde por fin había una mujer, Clara Campoamor, que había hecho la carrera de Derecho, con mucho esfuerzo, después de trabajar como costurera y dependienta para salir adelante. Pero ahí que seguía Romanones en las suyas y ¡qué patinazos! —Demostró siempre que el amor a su patria era el amor de sus amores —y los diputados empezaron a murmurar. Es que… es que por ahí no. Que todos sabían cuáles y cuántos eran los amores, desamores, amoríos,
amantes y mantenidas del rey. Qué poca indiferencia provocaba siempre Romanones. Tan amado y tan odiado. De esta escena, como de todas, quedaron versiones opuestas. A Josep Pla le pareció una intervención brillante y lo describió como un pimpollo: «Admirablemente vestido con un Locke formidable, gran abrigo de pieles, chaqué confortabilísimo, zapatos relucientes, la mirada viva, un aspecto de salud espléndida». En cambio, el diputado Manuel Azaña lo vio «viejo y gordo, mal asentado sobre su pata coja… Cuando se enojaba y levantaba a duras penas el tono, me dejaba ver el ojo izquierdo, fulgurante y rotatorio, y su cólera parecía una caricatura de la cólera. ¡Lo que es la falta de autoridad!». Y a él, a Romanones, todos los diputados del hemiciclo le parecían una panda de pueblerinos. El que acababa de ser el presidente del Gobierno Provisional de la República Española, Niceto Alcalá-Zamora, subió a la tribuna y respondió al diputado monárquico Álvaro de Figueroa. Aunque pidió permiso para tratarlo de conde. —Permitid que, enemigo de la aristocracia y de los títulos, le llame por el nombre de mi antiguo afecto. Y después de mostrarle los cariños, le rebatió algunas cosillas. Aunque no apretó más al conde para que reconociera que se había callado algunos hechos sobre el rey porque: —Sé que en la distinción aristocrática hay refinamientos de lealtad que aun en los espíritus aparentemente escépticos remueven los estímulos románticos, sellan los labios con un mandato de lealtad y curan la memoria con el deber del olvido. Alcalá-Zamora explicó que habían dejado huir al rey porque era la mejor opción para todos. No podían matarlo ni encerrarlo porque lo convertirían en un mártir. No podían entregarlo a quienes lo odiaban porque no querían guerras, ni revueltas, ni una sola gota de sangre. Lo más humano y lo más sensato era dejarlo ir. Pero entonces reprochó al conde una mentirijilla en favor del rey. —El señor conde de Romanones fue lo bastante sagaz para indicarme que el monarca pensaba salir por Portugal, y yo, lo bastante conocedor de él para creer que huía por otra parte —y todos los diputados se echaron a reír. Alcalá-Zamora habló también de la importancia de las horas. Del
simbolismo del ocaso del martes 14 de abril como fin de la monarquía y el amanecer del miércoles 15 como inicio de la república. Había fijado la marcha del rey en «la hora de la puesta del sol, la hora simbólica de la puesta de sol» porque ahí terminaba la paciencia de la democracia española y el reloj giraba «contra el impudor del despotismo de la dinastía borbónica». Al decir esto, atronaron los aplausos en el Parlamento, y el político de pelo ondulado, firme en su palabra, continuó: —¿Por qué me preocupaba la hora de la puesta del sol? Porque, como yo le dije al señor conde de Romanones, el Gobierno de España era ya nuestro. El deber de cuidar España era ya nuestro y yo no podía consentir, no podía querer que la república naciera deshonrada, tomando el poder de las sombras de la noche, en el cual las turbas, de cualquier origen, de cualquier tendencia, vinieran con estrago, con indignidad, con tragedia, a manchar la aurora primera de la república española. «¡Muy bien!, ¡muy bien!», gritaban en el Parlamento. Alcalá-Zamora terminó su discurso, los diputados se pusieron en pie, aplaudieron con alegría y muchos empezaron a gritar: «¡A votar, a votar!». Estaban a punto de dar las cuatro de la madrugada. Votaron y, por aclamación, aprobaron el dictamen que condenaba a Alfonso XIII a la expatriación y la pérdida de la nacionalidad española. Aquel Romanones era la voz de un pasado que ya nadie quería. Azaña, después de escucharlo, escribió en su diario: «Como a Romanones nadie le toma en serio y él mismo no cree ni jota en lo que estaba diciendo, el espectáculo es de una comicidad profunda, seria y a ratos, cuando el conde se abandona a su natural, bufo». Romanones, una década después y más viejo aún, al recordar ese día, escribió que las personas… hombre, algo tienen que decir en la historia de la humanidad, pero la historia, esa que ellos escribían en mayúsculas, rueda por unos raíles invisibles y no hay más tutía: «La historia se rige por leyes inexorables. La monarquía cayó porque no tenía más remedio que caer, como la monarquía volverá porque no queda otro camino a seguir». No se equivocó Álvaro de Figueroa. España volvió a tener rey: Juan Carlos I, el nieto de Alfonso XIII. Tampoco erraba cuando decía que en la historia de España pocas cosas se movían sin la voluntad del Ejército: los Borbones volvieron a España de la mano de un militar, un golpista y un
dictador: Francisco Franco.
35. EL GRAN SILLÓN DE CONDE DE ROMANONES
«El pasado aclara el presente y avisa del porvenir».
En el nuevo Parlamento republicano, Romanones era un fósil político. Estaba ahí sentado porque en Guadalajara seguía siendo el más votado. Pero la voz del político se apagaba y emergía la del escritor. Un día le dijo a su hijo Agustín: —¿Sabes que mis libros se venden cada vez más? Podría vivir de mi pluma. Vivir de su pluma… En España… Al momento echó sensatez y reculó: —Mal. Para la opinión pública, Romanones, el político del bastón, era el bastión de la monarquía. A los periodistas les encantaba preguntarle por este asunto una y otra vez. Una mañana de febrero de 1932, un reportero del Ahora se acercó a su casa. Aunque en la nueva república española era «don Álvaro de Figueroa», él seguía atrapado en su pasado, en lo que fue. Por eso, cuando recibió al periodista, estaba en su despacho, «retrepado en su gran sillón de conde de Romanones». El gacetillero tuvo esta impresión: «Los personajes de la política monárquica, propia y estrictamente monárquica, se han esfumado de la actualidad, se han desteñido, quedan a lo sumo como desvaídos daguerrotipo [sic] de álbum. De la colección que exornaba los dorados sillones, solo resta este político del agudo instinto y la parda marrulla clásica. Solo subsiste el conde de Romanones por su gracia castiza, su guiño pícaro, por su raigambre netamente popular». Empezaron a hablar y el periodista le dijo: —Le traigo a usted unas preguntas muy empingorotadas. —Vamos a ver, vamos a ver. —¿Cómo cree usted que será la política en el año 2000? —Caramba —guiñó Romanones—. La política en su esencia será igual que hoy. Lo que en 1932 se llama política se diferencia muy poco de lo que en 1832 era la política. Porque el factor es siempre el mismo; es decir, el hombre. Y no hay que
hacerse ilusiones. El hombre será siempre el mismo, sometido a enconos, egoísmos y nobles pensamientos también. —Don Álvaro, usted que es un hombre de gran devoción al régimen parlamentario, ¿qué suerte le augura? —El parlamentarismo está en crisis desde hace cincuenta años. Pero no se le ha encontrado sustitutivo. Y es que «parlamento» viene de «parlar», de hablar. Los hombres toman así sus resoluciones, y por eso es por lo que yo creo que no desaparecerá. El Parlamento solo puede ser sustituido por la dictadura. Las democracias lo están haciendo tan mal que no me sorprendería que, con el tiempo, prevalecieran las dictaduras. Y no hay cosa peor que ese sistema. —¿Qué partidos ocuparán el poder en el año 2000? —Esto es lo más difícil de contestar. —¿Por qué? —Porque es muy posible que no existan partidos. Y sin ellos el régimen de libertad no es posible. Mire usted, amigo mío —y le dio unos golpecitos al periodista en el brazo—. Por muchas vueltas que dé el mundo, siempre existirán dos partidos: el liberal y el conservador. Porque a ellos corresponden los sentimientos humanos. Las demás subdivisiones no sirven más que para los matices; pero los partidos verdaderos son esos. ¡Y quién sabe si para entonces no se habrán deshecho, con grave daño para la libertad!
El periodista siguió preguntando por ese imaginado mundo del año 2000 y Romanones le dijo que al capitalismo le veía una vida eterna porque lo consideraba «una necesidad social». Pero los reyes… «En el año 2000 no quedará ni recuerdo de las monarquías». Llegó la primavera, y una mañana de sol radiante, otro periodista, el Caballero Audaz, caminaba hacia la casa de don Álvaro. Iba a hacerle una interviú que incluiría en un libro incendiario contra la república y pensaba en la forma tan injusta en que se juzgaba ahora a este político: «La ironía fácil de los mediocres y el tópico manido han tejido en torno de este hombre ilustre una leyenda banal de picardía, travesura y habilidad. Y a mi juicio, el conde de Romanones es uno de los valores más sólidos que ha tenido la política española». Al reportero le pareció que el casoplón en el Paseo de la Castellana de Madrid donde vivía Romanones seguía intacto desde la última vez que fue. Los mismos adornos, la misma foto del conde en un cochazo conducido por Alfonso XIII enmarcada en la pared… Lo único que había
cambiado desde la última entrevista era él. Ahora era un hombre mayor, que al ver entrar al periodista, se levantó de su asiento, despacio, con dificultad, y le ofreció la mano en un gesto cordial. Ahora ponía la mano detrás de la oreja para poder oír lo que le decían. Después del saludo, metió la mano en el bolsillo de su americana y tanteó algo. Lo cogió y dudó si sacarlo o no. Lo hacía con mucha discreción, como si no quisiera que el reportero lo viera. Pero el Caballero Audaz lo vio y lo contó. Era una trompetilla azul oscuro. Y como el conde vio que más o menos se entendían, optó por la coquetería y la volvió a meter en el bolsillo. —¿El monarquismo, en usted, es todavía convencimiento ideológico o una actitud de elegante lealtad personal a una familia o a una causa en desgracia? —Es un convencimiento profundo. Pero, aunque no lo fuese, sería lo mismo. Actuaría de la misma forma, porque yo comprendo que se abandonen los ideales monárquicos cuando la monarquía está firme. Pero cambiar a la hora de la debilidad y del vencimiento, como han hecho muchos, no me parece ni digno ni elegante. Aún pronunciaba grandes palabras y firmes ideas, pero lo que de verdad sentía era desánimo y decepción. A este hombre que hizo de la política la razón de su vida se le había derrumbado el sentido de vivir. «Cuando se pierde la fe en las convicciones políticas, se produce en el alma un vacío imposible de llenar».
36. PRISIONERO DE GUERRA
«Acontece con las revoluciones lo mismo que con el lobo. A fuerza de oír que viene, nadie le hace caso, y por eso, cuando llega, sorprende a todos».
No había dios que dejara a la república vivir en paz. Las huelgas obreras, la rabia anarquista, los que quemaban conventos, los curas cabreados… Los nuevos ministros intentaban poner orden a su modo: con la ley y la democracia en la mano. Pero unos militares decidieron imponer sus formas: con escopetas y ahí sus huevos. Era el verano de 1936 y, como en el verano de 1923, corría el rumor de un golpe de estado. Romanones volvió a hacer lo mismo. Aunque sonaran campanas, se fue de veraneo a su Villa Casilda, al fresquito, en San Sebastián. Y maldito paralelismo, que volvió a ocurrir lo mismo. ¡Otra vez un golpe de estado a escopetazos! Un general que no levantaba tres palmos del suelo, Francisco Franco, y otros militares se levantaron contra el gobierno elegido y votado por los españoles. A finales de agosto, al ver que la cosa iba en serio, Álvaro de Figueroa cogió su coche para huir a Francia. Pero cuando iba por Fuenterrabía, le indicaron el ¡alto!, le pidieron bajar del automóvil y lo hicieron rehén. Aquello era una guerra con todas las letras y su detención quedó escrita y justificada en un comunicado de la Comisaría de Guerra de Guipúzcoa: El enemigo, en su afán de causar víctimas inocentes […], ha vuelto a bombardear al vecindario indefenso de San Sebastián. Ante este hecho tan brutal, […] la Junta de Defensa y Comisaría de Guerra se han reunido urgentemente para tomar los siguientes acuerdos: Se celebrará juicio sumarísimo para adoptar serena y rápida justicia con varios presos acusados de tomar parte en la traición facciosa en cuanto el infame atentado se repita […]. También figura entre los rehenes don Álvaro Figueroa, exconde de Romanones.
Sus allegados hicieron lo imposible por sacarlo de allí. Aquella carta que Romanones jugó en la Gran Guerra, cuando pidió que España se uniera a
Francia e Inglaterra, demostró ser la tarjeta del Monopoly para salir de la cárcel. El embajador de Francia no paró hasta que consiguió liberarlo y, en un coche diplomático, Álvaro de Figueroa, su esposa Casilda y el embajador viajaron hasta la ciudad francesa de San Juan de Luz. Allí estuvieron hasta que en 1937 el bando nacional se hizo con San Sebastián. Romanones volvió a esa ciudad porque allí estaría seguro. Ya era uno de ellos y apoyaba a Franco sin pudor. Acabó la guerra y las cosas le fueron bien porque estaba con los vencedores. En esa nueva España dictatorial pronto se hizo un sitio y, como siempre, en lo alto del palomar. A sus ochenta años, con la cara cuarteada por la vejez, el bigote menguado, los labios comidos y la nariz achaparrada, ocupaba una lista de cargos eminentes: era director de la Academia de Bellas Artes, presidente del patronato del Museo del Prado, académico del Instituto de España y miembro de la Academia de Historia y de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Los franquistas también le dieron un asiento en sus Cortes como procurador. Aunque… eso ni eran Cortes, ni aquello era política, ni él pintaba nada. No dijo una sola palabra las pocas veces que se dejó caer por ahí. La política había dejado de existir y parecía que la monarquía se había extinguido para siempre. Pero un día de primavera de 1943 Romanones se llevó un sobresalto. El hijo de Alfonso XIII al que hubiera correspondido el trono, don Juan, dijo en una carta pública que quería volver a España y disfrutar de la corona que sentía suya por derecho de sangre. Esta carta cayó en sus manos y al momento volvió a despertar su indestructible alma liberal. ¡Qué hedor absolutista echaba la carta del infante! Que si «estado católico», que si «monarquía tradicional», que si «autoridad y firmeza», que si «cristiana libertad». Aquello olía a los tiempos del felón de Fernando VII. Y el conde, que ya no conservaba un pelo en la cabeza ¡y menos en la lengua!, le respondió enseguida para pararle los pies. Le dijo que lo que había que restaurar era una monarquía con una constitución y sin ninguna religión. ¡Romanones volvió a sentir que tenía la monarquía parlamentaria metida hasta el tuétano! Pero ni rey tradicional ni rey constitucional. Don Juan se quedó con las ganas de poner a España firme. Y Romanones siguió a lo suyo: a la caza, a
los toros, a gestionar su riqueza, a financiar conventos de clausura y a recibir visitas. Uno de los asiduos era el doctor Gregorio Marañón, pero venían personalidades de todo pelaje. Incluso ministros fascistas de Mussolini. Su día a día se repartía entre su enorme finca Miralcampo, en Guadalajara, y su cigarral de Buenavista, un palacio del Renacimiento en Toledo. Que venían los calores, al norte que se iba, a Villa Casilda, en San Sebastián. Que le apetecía el sur, pues bajaba a su finca sevillana de Castilleja de la Cuesta, donde lo hicieron cofrade mayor y todo. Pero a lo que más se dedicaba era a escribir. En contra tenía las cataratas (pero lo operaron para que las letras dejaran de estar borrosas) y a favor tenía una sordera creciente que lo aislaba de los ruidos (aunque le tuvo que poner remedio con un sonotone, porque ya estaba tan teniente que llegó a decir: «Oigo tan poco que no oigo ni lo que me conviene oír»). Ahí aguantaba, como un torete, y publicaba un libro detrás de otro. Escribía sobre personajes históricos porque decía que nadie puede hacer política sin conocer la historia. Habló del liberal Baldomero Espartero, de la reina María Cristina de Habsburgo, de los cuatro presidentes de la Primera República, del rey efímero Amadeo de Saboya y del drama político que vivieron Isabel II y el progresista Salustiano Olózaga. Escribía de política. Estaba atento a lo que pasaba en el mundo y seguía intentando desentrañar cómo funcionaba el mando y el poder. En los años cuarenta supo ver el cambio que tenían que dar los reyes si querían mantener la corona en la mollera: «Dada la tónica general del mundo, las monarquías solo pueden sostenerse con programas de izquierda. Son siete las supervivientes y las siete han tenido que tomar igual postura. No solo monarquías constitucionales y democráticas, sino también con sentido social, con un programa decidido hacia la izquierda. […] Las tres monarquías escandinavas son tres repúblicas con corona, y Bélgica, Holanda y Grecia, de acento netamente liberal». Entendió que en política no hay leyes más certeras que lo inesperado: «Quien como yo ha presenciado en su patria el derrumbamiento de tres monarquías, de dos repúblicas y la desaparición súbita de gobernantes eminentes en la plenitud de la vida y del poder, no ha de rechazar como imposible ninguna hipótesis, porque la historia no registra nada definitivo». Resumió lo que la política le había enseñado en un librito de aforismos
y ahí expuso uno de los grandes aprendizajes de su vida: «No existe para mí atractivo mayor que el estudio del corazón del hombre. Y si alguna conclusión parece posible es la de que a través de las edades, el corazón del hombre no ha cambiado y a través del tiempo continúa dominado por los mismos sentimientos y las mismas pasiones». En este libro, titulado Breviario de política experimental, asomaban ya las penas irremediables de la vejez. Había un recuento «de la amargura, de las decepciones, de los encontronazos de las ideas políticas con las realidades políticas». Romanones escribió también sus memorias, pero le tocó pagar el precio de la dictadura franquista que defendió. En 1944 se quejaba en una carta que le mandó a un viejo amigo de la política, el catalanista y conservador Francisco Cambó: Ya tengo escrita y vendida a Espasa-Calpe la tercera parte, la más política, la que comienza con el asesinato de Canalejas y termina con la caída de la monarquía. Aunque hace un año que la terminé, no he querido que se publique, porque, al pasar por la censura, ha sufrido tales podas que quitan el sentido de cuanto salió de mi pluma. Yo he escrito mis memorias no para hacer historia, sino para dar materiales al historiador de mañana. Espero, resignado, a que llegue el día de la supresión de las podas.
Pocos años después las publicó, pero sabe Dios y el censor cuántos párrafos tacharon y cuánta historia nos robaron.
37. HONORES CON PLUMAS Y BOMBACHOS
«Son los ambiciosos los artífices de la grandeza de los pueblos».
Ese día no tenía fuerzas para soltar palabra. Le costaba moverse, respirar se hacía agotador. Romanones estaba en Villa Casilda, de veraneo, y su familia lo vio tan mal que llamaron a unos médicos y estos médicos llamaron al doctor Gregorio Marañón. Pero todos vieron que a quien había que llamar era a un cura para darle la extremaunción. Unos días después volvió a hablar y pidió morir en Madrid. Quería que lo enterraran en el panteón que uno de sus hijos le estaba construyendo en Guadalajara. Marañón dio el visto bueno: que se lo lleven. El destino había colocado al doctor en dos de los momentos más conmovedores en la vida del conde. El primero, hacía casi veinte años, cuando Romanones le pidió su casa para negociar cómo sería el viaje de Alfonso XIII al exilio. El segundo, su propio viaje al otro mundo. Al llegar a Madrid, se fue yendo de su cuerpo, poco a poco, hasta que dos días después, el lunes 11 de septiembre de 1950, a las once y media de la noche, murió. El caudillo Francisco Franco permitió que le dieran los honores que pidió la familia. El féretro del conde paseó por el Paseo de la Castellana rodeado de curas con sotana y de soldados con plumas, bombachos y espadas. Los homenajes siguieron en Guadalajara y, como su mausoleo aún no estaba terminado, lo enterraron en el de sus padres, los marqueses de Villamejor. Ahí acabó la vida de un hombre dedicado a la política. «Por vocación, solo por vocación, me dediqué a la política, y en ella he perseverado durante más de cuarenta años», decía, orgulloso. «De ella soy, lo reconozco sin rubor, un profesional. Con la frente muy alta proclamo que no hay para el hombre profesión más noble. Es título muy honroso, pues de la política dependerá siempre la grandeza, la prosperidad o la ruina de los pueblos». Ahí empezó la segunda vida de un personaje histórico del que otros escribimos como él escribió de Espartero, Amadeo y María Cristina de Habsburgo. El nombre de Romanones es el sello de una época en la historia de
España. Y aunque apenas se recuerda al hombre, aún resuena el nombre. Me he hartado de preguntar a todo el que me cruzo: «¿Sabes quién es el conde de Romanones?», y casi todos me han dicho: «No, pero me suena». Ahí está el eco de quién fue. En ese nombre rotundo que hoy vemos en la placa de alguna calle. Ese nombre contundente que encajaría tan bien en una serie de intriga y poder. La Segunda República le arrebató el tratamiento de conde. La prensa, los políticos… casi todo el mundo dejó de dirigirse a él con el rimbombante apelativo de «señor conde de Romanones» y lo llamaban, llanamente, «señor Figueroa». ¡Aunque maldita gracia le hacía! Y un día, a su hijo Agustín, le explicó por qué: —El título no me importa. Pero ese nombre que yo me hice, que siempre me acompañó. En fin, me llamaré Álvaro Figueroa… alias ¡Romanones! Esto nada lo puede impedir.