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Spanish Pages 120 [121] Year 2005
RIBERA
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RIBERA Miguel Morán Turina
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ARTE
BIBLIOTecA
GRANDES MAESTROS
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BIBLIOTECA
GRANDES MAESTROS
10 RIBERA
Portada: De::rnúcri to detalle, 1630, óleo sobre lien:w, 125 x 81 cm Madrid, Museo ut:l Prado. Página 2: El lisiado detalle, 1642, óleo sobre lienzo, 164 x 93 cm, Parrs/ Museo del Louvre.
© Miguel Morán TuTina © Arlanza Ediciones
Calle Javier Perrero, 9 28002 Madrid Fotografías: Archivo Arlanza Diseño colección: Enrique Ortega Fotomecánica y fotocomposición: SGI Impresión: Litofinter Depósito Legal: M-46736-2005 ISBN: 84-95503-35-2 (obra completa) ISBN: 84-95503-46-8 (volumen 10)
ÍNDICE
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Presentación '\
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De España a Italia
23
Los años romanos
33
Nápoles
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Bajo la protección de tres virreyes
97
Las últimas pinturas religiosas
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Bibliografía
Presentación
En un pasaje muchas veces citado de los Diálogos p racticables del 11obiltsimo arte de la Pintura, Jusepe Martinez recordaba cómo fue la visita que había hecho a Ribera en Nápoles
cincuenta años atrás y la conversación que mantuvo con su ya e ntonces célebr e tocayo y compatriota: «Hallándome en Roma en el año 1625 ya deseoso de volverme a España, por no venir sin ver alguna parte de Italia, púseme en camino para ver la insigne ciudad de Nápoles, ciudad la más opulen ta de Italia [... y] en esta Corte hallé a un insigne pintor imitador del natural con gran propiedad, paisano nuestro del reino de Valencia, de quien recibí mucha conesía, mostrándome algunos camarines y galerías de grandes palacios; gusté infinito de todo [... ]. Entre varios discursos pasé a preguntarle que cómo, viéndose tan aplaudido de todas las naciones. no trataba de venirse a E.spal1a. pues terúa por cierto eran vistas sus obras con toda veneración. Respondióme: amigo carísimo, de mi voluntad es la instancia grande, pero de parte de la experiencia de muchas personas bien entendidas y verdader as hallo el impedimento que es, ser el primer año recibido por gran pintor; al segundo año no hacerse caso de mí, porque viendo presente a la persona se pierde el respeto, y lo confirma esto, el constarme haber visto algunas obras de excelentes m aestros de estos reinos de España ser muy poco estimadas; y así juzgo que España es madre piadosa de forasteros y cmdelísima madrastra de los propios naturales. »Yo me hallo en esta ciudad y reino muy admitido y estimado, y pagadas mis obras a toda satisfacción mía y así seguiré el adagio, tan común como verdadero, de que Quien esté bien no se mueva. Con esto quedé satisfecho y desengañado de ser verdad lo que decía». 7
Y no le faltaba razón a Ribera, pues, más allá de lo que en el dicho hay de tópico racial, lo cierto es que la situación económica y social de los pintores distaba mucho de ser igual en Italia que en España: mientras que en nuestro país los pintores se encontraban inmersos en una inacabable sucesión de pleitos -como el famoso que mantuvo el Greco con el alcabalero de Illescas- para conseguir que se reconociera la nobleza y dignidad de su arte y de quienes lo practicaban, y mientras que Velázquez sólo consiguió el hábito de Santiago gracias a una intervención personal del Rey que dejó sin efecto el dictamen negativo del Consejo de Órdenes, en la vecina península eran muchos los artistas que consiguieron acceder a la dignidad de caballero precisamente gracias a su talento y pam recompensar su habilidad con los pinceles; por ejemplo, cuando esta conversación tuvo lugar, ya lo habían conseguido Giuseppe Cesari d'Arpino -más conocido como el caballero d'Arpino- o Miehel Angelo Caravaggio ... y lo conseguirfan también un largo etcétera de pintores entre los que se iba a encontrar el propio Jusepe de Ribera, a quien el Papa concedió Ja cruz de caballero de la Orden de Cristo justo un año después de que recibiera la visita de Marlíncz. Y, realmente, no había ninguna razón para que Ribera que gozaba de la protección de los virreyes, de un reconocimiento social y de una situación económica más que desahogada, emprendiera ese viaje de regreso a la madre patria cuyo resultado se presentaba más que dudoso. Máxime cuando era consciente de las inconmensurables ventajas que le suponía el hecho de ser español en Nápoles. Ribera supone un caso excepcional dentro del arte español, pues, a diferencia de otros compatriotas suyos que sólo estu vieron temporalmente en Italia para perfeccionar su arte, él, siendo casi un niño aún, se trasladó definitivamente a la vecina península. Fue allí donde se fonnó como pintor y fue allí donde desarrolló por completo su carrera artística, que se integra plenamente dentro de las diferentes corrientes artísticas vigentes en Italia durante la primera mitad del xvn: Tras un recorrido por las regiones del norte de Italia, aquellas en las que tenían un mayor arraigo las tendencias naturalistas, los p.-imeros años de actividad artística de Ribera transcurrieron en Roma, donde, integrado dentro de la colonia de artistas nórdicos, sufrió una influencia decisiva de la pintura de Caravaggio y su pintura se encontró completamente marcada por el naturalismo del maestro lombardo, tanto en su gusto por los tipos populares como en su utilización tenebrista de la luz. Fueron sus ,rjolentos contrastes de luz y sombra quienes le permitieron hacer completamente «reales» los objetos que reproducía en sus cuadros y conseguir unos increíbles efectos de realidad a la hora de representar las anatomías de aquellos viejos que le sirvieron de modelo, lo mismo para sus santos y mártires que para sus filósofos mendigos. Sin embargo, paulatinamente, como le pasó a 8
todos sus contemporáneos, su pintura fue sintiendo la atracción del color y la luz del arte veneciano, y, a partir de 1635, en que realizó la Inmaculada para el convento salmantino de las Agustinas de Monterrey, Ribera practicó simultáneamente ambos tipos de pintura, adoptando uno u otro según lo requiriera el tema. Por el contrario, mientras que su pintura resulta inseparable de cuanto estaba sucediendo en Italia, poco o nada es lo que le vincula con el arte español de su tiempo, salvo esa inclinación hacia el realismo que compartían los españoles y los italianos en los años del cambio de siglo. Mucho más, en cambio, es lo que nuestro arte debe a Ribera, que fue un modelo decisivo para orientar el gusto de los pintores españoles hacia el teneblismo durante el segundo cuarto del siglo XVII, cuando su pujanza ya estaba empezando a ceder en su tierra de oligen. Es fundamentalmente a Ribera, cuyas obras llegaron con abundancia a partir de 1630 pero de las que se podían encontrar ejemplos anteriores, a quien se debe ese cambio de orientación desde el realismo de los últimos manieristas hacia un naturalismo llevado hasta sus últimas consecuencias -donde se le daba mucha importancia a la copia del natural- que suscitó las críticas de aquellos artistas que, como Vicencio Carducho, confiaban más en el dibujo, como soporte de la composición, que en el color.
MIGUEL .\10RÁN TURINA Profesor de Historia del Arte Universidad Complutense de Madrid
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De España a Italia
«Hacia el año de 1609, vivía en la ciudad de Roma el joven don José Ribera y a pesar de que no contaba más que dieciséis años, recorría ya, cubierto de andrajos, las calles de la ciudad, contemplando las fachadas de las casas, las plazas, los jardines, las iglesias, y estudiando en todos los sitios donde no le repulsaba su miseria las obras maestras de los artistas . Y en él se pueden encontrar también inconfundibles acentos renianos, puestos de manifiesto ya por Trapier (1952). El cuadro ha llegado hasta nosotros en muy mal estado de conservación (entre otras cosas fue fusilado por las tropas napoleónicas durante la francesada) que ha llegado a alterar por completo la propia composición de la obra; el sentimiento dramático que causa el desequilibrio producido por el gran vacío que existe tras la figura de la Magdalena arrodillada no estaba previsto en absoluto por el pintor que había dispuesto tras ella una figura de pie -hoy prácticamente invisible- que daba un tono más clasicista a la composición. Y si tenemos esto en cuenta, veremos cómo aumenta aún más la similitud de este lienzo con el Calvario pintado por Reni para el convento de Capuchinos de su ciudad (1616, Bolonia, Pinacoteca Nazionale); una similitud tan fuerte que resulta difícil no pensar que Ribera hubiera podido tener conocimiento de aquel cuadro. En cualquier caso ambas crucifixiones derivan de una fuente común: el famoso Cristo (hacia 1540, Londres, British Museum) dibujado por Miguel Ángel (1475-1564) para Vittoria
Colonna, reproducido en infinidad de grabados y copias, del que tomarían la torsión del cuerpo del crucificado. Esta mirada del español sobre Miguel Ángel es importante, porque confirma la veracidad de aquel diálogo que mantuvo con Jusepe Martínez y que el pintor aragonés reconstruye en sus Discursos sobre el nobilísimo arte de la pintura, cuando hace decir a Ribera que «obras tales (las de Rafael, Miguel Ángel y otros grandes pintores del siglo anterior) quieren ser estudiadas y meditadas muchas veces, que aunque ahora se pinta por diferente rumbo y práctica, si no se funda en esta clase de estudios, pararán en ruina fácilmente>>.
La clientela del pintor La Crucifixión de Osuna marca un antes y un después en la trayectoria artística de Ribera: la pujanza del clasicismo, las novedades técnicas y compositivas que incorpora, el nuevo tratamiento que da a los paños del traje de la Magdalena que muestran la influencia de Bartolomeo Cavarozzi (1590-1625) y la similitud de esta figura con la del joven que aparece en el 41
Sileno ebrio (Nápoles, Museo de Capodimonte) firmado y fechado en 1626 invitaban a pensar que el cuadro hubiera sido realizado en una fecha próxima a aquel año, quizá respondiendo al deseo de la duquesa doña Catalina Enríquez de Ribera de tributar un homenaje póstumo a la memoria de su marido, fallecido en 1624. Sin embargo, en este caso la documentación es incontrovertible, y recientemente (Finaldi, 1991) se han encontrado pruebas definitivas de que la obra se encontraba ya en vías de realización en 1618, encargada por la duquesa. Tras la caída en desgracia del duque de Osuna, se suceden en el gobierno de Nápoles tres virreyes que no tienen un interés excesivo por el arte y desde luego ninguno por la pintura de Ribera. Que sepamos, en los diez años que median entre la llegada a Nápoles del cardenal Gaspar de Borja en junio de 1620 y la partida de don Antonio Álvarez de Toledo, duque de Alba, en julio de 1629, Ribera no recibió ningún encargo oficial o priv:ulo 42
de ninguno de ellos, y el único cuadro suyo que, no sabemos por qué circunstancias, llegó a las manos del duque de Alba, el de los Preparativos para la crucifixión (Cogolludo, Iglesia de Santa María), fue regalado en 1626 al embajador español en Roma don Fernando Enríquez de Ribera. Se ha dicho que el duque de Alba prefería a Corenzio sobre Ribera, pero como señaló en su momento Trapier (1952) el hecho de que el virrey encargara a Corenzio un cielo de pinturas sobre su ilustre antepasado no quiere decir, necesariamente, que prefiriera a Corenzio, sino simplemente que Ribera no podía hacerlas, pues nunca practicó la pintura al fresco; e, incluso, hasta podría resultar posible que hubiera sido el propio Ribera quien recomendara para aquel trabajo a Corenzio, con quien le unía una buena amistad. El rápido éxito que tuvo su pintura y el mecenazgo de don Pedro Téllez Girón le reportaron a Ribera una posición lo suficientemente holgada para qu e pudiera vivir en una casa grande con jardín en la calle del Espíritu Santo y para que en 1622 se comprometiera a aportar los quinientos ducados que suponían la mitad de la dote de su cuñada Elvira Azzolino. A estas alturas Ribera era ya un p intor consagrado cuya fama había rebasado con mucho los límites de la ciudad y que recibía encargos procedentes de diferentes ciudades. En 1625 el pintor español Jusepe Martínez (1601-1682) viajó por Italia y a su paso por Náp oles tuvo ocasión de conocer a Ribera. Le preguntó cómo era que . Era uno de esos prodigios de la naturaleza que tanto atraían la cudosidad de los hombres del siglo XVII y cuyo recuerdo gustaban de conservar mediante pinturas, pero en este caso, como haria también Velázquez (1599-1600) en sus bufones, el cuadro de Ribera no se queda en este nivel de documento «científico», de testimonio del fenómeno, sino que sabe captar el inevilable drama humano de aquel singular matrimonio. Como la Magdalena Ventura, la sede de los Filósofos (Darby, 1962) también responde, probablemente, a otro encargo personal del virrey, que poseía otros cuadros de tema similar, alguno de los cuales se atlibuyen en su inventado a un pintor llamado don Bias. Brown y Kagan (1987) han identificado estos filósofos de Ribera con Demóc1ito -considerado antes Arquímedes- (1630, Maddd, Museo del Prado), Esopo (hacia 1630, Madrid, Museo del Prado), Heráclito (hacia 1630, Tucson, University of Arizona Art Museum) y la copia de un filósofo de Viena (Kunsthistorisches Museum), aunque no hay pruebas incontrovertibles que permitan demostrarlo y la diferencia de medidas entre algunos de ellos pueda considerarse una dificultad. También poseyó una serie análoga de filósofos el marqués de Leganés, y pudieron ser éstos los que pasaran a las colecciones reales primero y, más tarde, al Museo del Prado. También procedente de Nápolcs llegó a España para don Juan de Eraso otra serie de seis filósofos, dos de medio cuerpo y cuatro sólo la cabeza, junto con otros cuatro cuadros grandes de Ribera cuyo tema se desconoce, y es que, en cualquier caso, este tema de los filósofos gozó de una gran popularidad -que confirma la multitud de copias que han llegado hasta nosotros- y Ribera lo acometió varias veces durante toda la década de los treinta: Heráclito (hacia 1630-1632, Valencia, Museo de San Pío V), Pitágoras (hacia 1630-1632, Valencia, Museo de San Pío V) - un filósofo que raramente se representaba-, Platón (1630, Amiens, Museo de Picardía), Filósofo (hacia 1630-1632, Kingston-Upon-Hull, Ferens Art Gallery), Diógenes (1637, Dresde, Kunstsammlungen), el Astrónomo (1638, Worcester Mass., Art Museum), pudiendo relacionarse perfectamente con ellos el Viejo mendigo (1640, Knowsley Hall, Earl of Derby), que según la leyenda que acompaña a un grabado antiguo de esta obra se tratarla de un autorretrato, cuestión ésta que resulta imposible de verificar. En 1636, a través de su agente en Nápoles, el principe Carlos Eusebio de Liechtenstein, encarga otra serie de doce filósofos -doce, como los apóstoles que también saldrán en sedes de su taller durante estos años-, de los que tan sólo se realizaron seis - Diógenes, Anaxágoras, Protágoras, Crates, Aristóteles (todos ellos en colecciones particulares) y el considerado Platón (1637, Los
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Ángeles. County Museum of Art)-, demuestra cómo sin perder el carácter vio· lento de su iluminación el tcnebrismo de Ribera se ha hecho mucho más claro, creando alrededor de estos fi lósofos una atmósfera dorada que no existía en la serie similar de comienzos de la década. Como es lógico, el Diógenes de Ribera lleva una linterna en la mano y, a propósito de ella, Maycr (1923) comparaba la distinta utilización de la luz proyectada por dicha linterna en este cuadro de Ribera a la que habría tenido en alguno de los cuadros similares pintados, por ejemplo, por Honthorst, uno de esos caravaggistas nórdicos con los que el español mantuvo relaciones muy estrechas durante su etapa romana; pues si el holandés habría convertido la llama de aquella vela en la fuente de iluminación principal del cuadro. Ribera la mantiene en un lugar secundario -tan sólo alumbra la mano que la soporta- para inclinarse hacia la luz menos dramática y efectista de un foco externo al cuadro. Los retratos de filósofos y sabios de la antigüedad no constituían un tema nuevo en el siglo >.'Vll; muy al contrario, eran un tipo de representaciones recurrentes y necesarias desde el siglo xv en la decoración de bibliotecas y presentes en casi todas las galerías de hombres ilustres. Lo que era radicalmente nuevo, en cambio, es el tratamiento -desde el punto de vista conceptual, evidentemente no desde el plano de la técnica, mucho más rica en los años treinta- que les dio Ribera desde la primera vez que se enfrentó con este tema en el Demócrito (Londres, colección particular) que pintó durante sus años romanos: los filósofos de Ribera -como ese astrónomo que encarna a la VLSta en su famosa seJ;e de los Sentidos- son tipos absolutamente vulgares, vestidos con ropas humildes cuando no con auténticos harapos, que el pintor pudo haber encontrado en cualquiera de los barrios más populares de la ciudad. El resultado de esta operación es el de un profundo acercamiento de aquellos sabios de la antigüedad al mundo actual. Evidentemente, ante los Filósofos de Ribera y ante esta idea del acercamiento a determinados episodios del pasado por el tratamiento verista del tema, no podemos menos que evocar a Velázquez (1599-1660), que en torno al1630 transforma una antigua obra suya representando una «alegoría del gusto» en un filósofo semejante, El geógrafo (Rouen, Musée des Beaux Arts), y cuyos Esopo (1639-1640, Madrid, Museo del Prado) y Me1úpo (1639-1640, Madrid, Museo del Prado) son deudores de los filósofos del setabense; pero aunque en ocasiones se haya subrayado la semejanza entre el Demócrito de Ribera y uno de los bebedores de Los Borrachos (1629, Madrid, Musco del Prado) de Vclázquez y se haya aludido a la mutua ini1ucncia que ambos debieron sufrir durante su encuentro en Nápoles en 1630, Trapier (1952) subrayó ya, hace bastante tiempo, las enormes di ferencias técnicas que separaban ambas obras, mucho más libre la de Velázquez mientras que la de Ribera aún seguía presa del minucioso y pormenorizado realismo de sus obras anteriores. A pesar de que el duque de Alcalá fue removido rápidamente de su cargo por las intrigas cortesanas, don Fernando Enriquez de Ribera aún tuvo ocasión de dirigirse nuevamente al pintor en dos ocasiones mientras ocupaba el virreinato de Sicilia: le solicitaba un grabado en 1635, un año después de que le encargara un cuadro de devoción para el que da unas indicaciones sumamente precisas que se recogen en el contrato: «un a imagen
Txión l 632, ól ~:o sob1·c lienzo. 301 x 22Ó cm, 1\lladJid, M u~eo del Prado.
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de Nuestra Señora que estén trabadas las manos y el rostro más angustiado que pueda«, probablemente para integrarse dentro de un retablo, pues especifica que . La imagen pintada para el duque de Alcalá se ha perdido, pero podemos encontrar su reflejo en otra Mater Dolorosa (1638, Kassel, Gemaldegalerie) pintada cuatro años más tarde y que pone de manifiesto en qué manera Ribera se inspiró en la Dolorosa (Madrid, Museo del Prado) de Tiziano. Aún podría encontrarse, como propone Brown (1984), otra sugestiva relación entre el duque de Alcalá y Ribera a través de un cuadro representando a Apolo desollando a Marsias que figura en el inventario del duque sin mención de autor y que, vendido en Génova en 1637, pudo ser comprado entonces por el marqués de Leganés y ser el cuadro que actualmente se conserva en Bruselas. Esto no deja de ser una hipótesis, pues sabemos que Ribera pintó la historia de Apolo y Marsias en varias ocasiones, al menos , desde 1630 en que se menciona un cuadro con este asunto en la colección de Roomer hasta el año de 1637 en que firma los cuadros de Nápoles y de Bruselas.
Apostolados y medias figuras de santos
1632, óleo sobre lienzo, 125 x 98 cm, Madrid, Museo del Prado. Arriba: detalle.
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Durante los primeros años de la década de los treinta, Ribera realiza una serie de obras que se encuentran en una relación sumamente estrecha, por técnica y tamaño, con los cuadros de filósofos pintados en las mismas fechas: son figuras de medio cuerpo, de fuerte naturalismo y violenta iluminación tenebrista. Algunas de ellas de inspiración profana, como el Mendigo ciego con lazarillo (1632, Oberlin, Allen Art Museum), el mal llamado El ciego Gambazo (1632, Madrid, Museo del Prado) -un escultor bien conocido que por aquel tiempo tenía menos de treinta años-, probablemente una alegoría del tacto que debió formar parte de una perdida serie de los sentidos, la Vieja usurera (1638, Madrid, Museo del Prado) y otros dos cuadros -El bebedor (1637, Ginebra, colección particular) y La niña del tamboril (1637, Londres, colección particular)- supervivientes de otra serie de los sentidos, más tardía pero también de fuerte impronta naturalista, a la que hasta fechas muy recientes se vinculaba también el Muchacho con maceta de flores (1637, Oslo, Nasjonalgalleriet) cuya autoría cuestiona Pérez Sánchez (Ribera, 1992). Otras de inspiración religiosa como un Dav id (hacia 1630, Madrid, colección particular) que técnica y temáticamente se encuentra muy próximo al repertorio caravaggista, y, sobre todo, un número importante de imágenes de santos y apóstoles, todos ellos ancianos de carnes curtidas por la edad y la penitencia, que constituyen el contrapunto religioso de los filósofos antiguos. Señalemos entre ellos el San Andrés (hacia 1630, Madrid, Museo del Prado), de un intenso tenebrismo; el San Mateo (1632, Fort Worth, Kimbell Art Museum), que con su libro en la mano y su rostro inteligente se acerca más a la imagen de un filósofo que a la de campesino n1do e ignorante bajo la que él mismo le había representado en sus años romanos siguiendo el modelo de Caravaggio, o el San Pedro (hacia 1632, Madrid, Museo del Prado), que, aunque iluminado también por una poderosa fuente
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Tício
1632, óleo sobre lienzo, 227 x 301 cm, Machid, Musco del Pmdo.
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de luz nítidamente caravaggista, se destaca con menos dw-eza sobre el fondo gracias al halo con el que rodea su cabeza, consiguiendo así para sus figuras unos nuevos efectos de espacio y atmósfera que volveremos a encontrar en el San José y el Niño Jesús (1632, Madrid, Museo del Prado) o en el San S imón {hacia 1632, Madrid, Museo del Prado) para cuya cabeza , como sucede en otras m edias figuras de estos años, parece haberse inspirado en uno de aquellos fi lósofos antiguos tan ha bituales en las colecciones de antigüedades de aquellos tiempos. A estos santos y apóstoles de Ribera, y los otros de cuerpo entero que empezará a pintar a comienzos de la década de los treinta -San Roque ( 1631, Madrid, Museo del Prado) y Santiago {1631, Madrid, Museo del Prado)podrían convenir pelfectamente las reflexiones que hacía Gállego (1972) sobre esos «San tos-de-talla» tan frecuentes en la pintura española (y no olvidemos que fue en España donde estas imágenes riberescas gozaron de su máxima popularidad), en las que el pintor «jugando con las apariencias, hace sobresalir de los nichos pintados donde se hallan a esos personajes, con sus tradicionales atributos representados con mucha veracidad . Es, pues, un santo en sí mismo, lo que ha de verse en esos lienzos, verdaderamente en su altar; como un soberano que se deja ver de sus súbditos, para que le contemplen, le supliquen, le aplaudan, beneficien de los m ilagros y curaciones que opera por su mera presencia. No está en la Tierra, ni en el Cielo, sino en ese espacio imaginario que el pintor le ha dado por mansión >> y es que, además, el carácter plástico de estos santos venía reforzado por el hecho de encontrarse apoyados sobre tmos grandes sillares de piedra, un recurso más escultórico que pictórico, que ya hab ía utilizado en su grabado de el Poeta y que volvería a utilizar cada vez que debiera enfrentarse a composiciones semejantes. Únicamente h abría que hacer una importante salvedad, y es que mientras los santos de Zw-barán - por ejemplo, su San Francisco (hacia 1645, Lyon, Musée des Beaux Arts}- son estatuas policromadas de madera, y se inspiran en ellas, los de Ribera recrean la gran estatuaria clásica en piedra, recreando muchas veces bajo sus mantos parduscos actitudes y gestos aprendidos en la escultura grecorromana (Angulo, 1958). La fórmula de sus apostolados no era nueva en absoluto, pues contaba con los preceden tes de el Greco (1541 -1614) y de Rubens (1 577-1649), muy difundida a través de grabados y que Ribera debió con ocer indudablemente. Sin embargo, lo que sí es nuevo en los apostolados de Ribera es ese carácter hum an o e inmediato, de tipos populares pero enonnemente dignos a la vez - los mismos tipos de sus filósofos-, que d io a cada uno de los discípulos de Cti sto. Los apostolados de Ribera gozaron de una enorme popularidad, pudiendo encon trarse prácticamente en todos los lugares de España réplicas y copias suyas, m uchas de las cuales procederían de su activo y floreciente taller por el que, según r efiere De Dominici, a partir de mediados de los años veinte pasaron todos los pintores que de una manera u otra se adscrib en al naturalismo, tanto napolitanos como extranjeros, entre ellos el va]enciano Juan Do (t l656) o el flamenco Enrique Semer. En 1632, Ribera pintó para uno de los comercian tes holandeses establecidos en Nápoles, Lucas van Uffel, una setie en la que representaba los suplicios de Tántalo, Sísifo, Tizio e Ixión, aquellos cuatro gigantes conde-
nados por Zeus a sufrir terribles castigos etemos. Pronto la serie se hizo célebre por sus no menos terribles consecuencias, pues -según cuenta Sandrart (1675) y recoge Palomino- la mujer de Van Uffel, que estaba embarazada cuando los cuadros de Ribera llegaron a su hogar, al contemplarlos todos, y en especial . A Ribera y sus San Bmtolomés cabe la fama de haber sido los primeros en mostrar de la forma más descamada posible los horrores del martirio, pero ésta es una glolia que, en realidad, no pertenece ni a Ribera ni al temperamento español, a quien tantas veces se ha achacado, pues no podemos olvidar que, bastante an tes de que el Españoleta pintara sus primeros martirios, Pomarancio (1552-1 626) había realizado los suyos para los jesuitas ni que Paleotti recordaba a los artistas que