Retóricas del poder y nombres del padre en la literatura latinoamericana: paternalismo, política y forma literaria en Graciliano Ramos, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa y José Lezama Lima 9783954875856

Con la caída de las dictaduras continentales, América Latina esperaba presenciar el ocaso de un personaje central en su

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Spanish; Castilian Pages 362 [361] Year 2017

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Table of contents :
ÍNDICE
AGRADECIMIENTOS
Introducción. El padre como problema retórico-político en América Latina
Primera parte. La presencia del padre
1. Dios, el soberano, el padre: una trilogía figural de la presencia paterna
2. ¿Qué significa infierno?: Vidas Secas como alegoría de la ley del padre
3. “No se te olvide el don”: Pedro Páramo, tótem y tabú comalense
Segunda parte. El padre ausente
1. La ausencia del padre y la forma barroca
2. ¿Es Dios un gatillo? : la duda, la ausencia paterna y la tragedia fáustica del desarrollo en Grande Sertão: Veredas
3. Imagen poética / alegoría política: Paradiso como duelo histórico ante la muerte del padre
Conclusiones
Bibliografía
Índice de nombres y conceptos
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Retóricas del poder y nombres del padre en la literatura latinoamericana: paternalismo, política y forma literaria en Graciliano Ramos, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa y José Lezama Lima
 9783954875856

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Norman Valencia

Retóricas del poder y nombres del padre en la literatura latinoamericana: paternalismo, política y forma literaria en Graciliano Ramos, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa y José Lezama Lima

Ediciones de Iberoamericana 88 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Katharina Niemeyer Universität zu Köln Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main

Retóricas del poder y nombres del padre en la literatura latinoamericana: paternalismo, política y forma literaria en Graciliano Ramos, Juan Rulfo, João Guimarães Rosa y José Lezama Lima Norman Valencia

Iberoamericana - Vervuert - 2017

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Derechos reservados © Iberoamericana, 2017 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 - Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2017 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 - Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-8489-981-5 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-516-0 (Vervuert) ISBN 978-3-95487-585-6 (ebook) Depósito Legal: M-1313-2017 Fotografía de la cubierta: “Gaucho de la república argentina”, Courret Hermanos, Lima, 1868. Library of Congress Prints and Photographs Division Washington, D.C. 20540 - USA http://hdl.loc.gov/loc.pnp/pp.print

Impreso en España Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

ÍNDICE

Introducción. El padre como problema retórico-político en América Latina ................................................................................... A. El pensamiento occidental y el paternalismo en América Latina ......... B. El padre y su papel en la historia latinoamericana desde la independencia ................................................................................

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Primera parte. La presencia del padre 1. Dios, el soberano, el padre: una trilogía figural de la presencia paterna ..... A. Dios, el padre, y la metafísica de la presencia en el proyecto epistemológico occidental: Jacques Derrida ........................................ B. El soberano, el padre, y la teología política de Carl Schmitt................ C. La ley paterna y las estrategias retóricas del texto literario moderno: Franco Moretti ...................................................................................

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2. ¿Qué significa infierno?: Vidas Secas como alegoría de la ley del padre ....... A. Paisaje: la palabra silenciada y la “ley natural” del sertón..................... B. Familia: Fabiano como padre y el control sobre la palabra .................. C. La ley estatal y la familia: la experiencia nordestina de la modernidad .. D. Coda: Baleia .......................................................................................

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3. “No se te olvide el don”: Pedro Páramo, tótem y tabú comalense ............... A. Paisaje: la tierra, la historia y la lógica del mito ................................... B. Familia y mito: Pedro Páramo como padre y tótem de Comala........... C. Ley y Estado: Pedro Páramo y el mito político del padre presente ........ D. La mujer, la excepción y la Media Luna: Susana San Juan o la historia

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Segunda parte. El padre ausente 1. La ausencia del padre y la forma barroca ................................................... 173 A. Las teorías del Barroco y los modelos cósmicos y políticos descentrados 177

B. El Barroco como expresión americana I: razones estéticas e históricas para una apropiación americana del Barroco ...................................... C. El Barroco como expresión americana II: el pensamiento posestructuralista, la ausencia del padre y Latinoamérica como universo de centros múltiples ............................................................. 2. ¿Es Dios un gatillo? : la duda, la ausencia paterna y la tragedia fáustica del desarrollo en Grande Sertão: Veredas.................................................... A. Grande Sertão: Veredas y la retórica de la duda..................................... B. Algunas estórias patriarcales: Aleixo, Pedro Pindó, Riobaldo ............... C. Padres I: el paternalismo, el demonio y las condiciones materiales del nordeste ........................................................................................ D. Padres II: Zé Bebelo y los líderes jagunços ........................................... E. Padres III: nuevas figuras paternas y sus estrategias retórico-políticas .. F. Juicios I .............................................................................................. G. Riobaldo, Fausto y el pacto con el demonio: nuevas estrategias de legitimación en la periferia del mundo moderno ............................ H. Juicios II: Riobaldo, Diadorim y la tragedia de la modernidad sertaneja .............................................................................................

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3. Imagen poética / alegoría política: Paradiso como duelo histórico ante la muerte del padre .................................................................................. A. La imagen poética en Paradiso y su relación con la política y la historia B. La escena de escritura y la figura paterna ............................................ C. La muerte del padre: la poesía como ley y como reto histórico ........... D. La salida del hogar y los peligros políticos del mundo ......................... E. Alegorías patriarcales I: la historia como pesadilla y como ruina ......... F. Alegorías patriarcales II: Oppiano Licario y el tropiezo de la poesía ....

271 271 286 289 297 303 308

Conclusiones .............................................................................................

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Bibliografía ...............................................................................................

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Índice de nombres y conceptos ................................................................

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AGRADECIMIENTOS

Este libro se debe a muchas personas. En la Universidad de Yale, K. David Jackson, Aníbal González Pérez y Paulo Moreira fueron lectores atentos y generosos de mi trabajo, y me hicieron útiles recomendaciones. Las clases de Rolena Adorno, Moira Fradinger, Josefina Ludmer y Lidia Santos fueron fuentes invaluables de inspiración a la hora de escribir estas páginas. En New Haven, la república de la amistad fue mi verdadero hogar. Las charlas con Alba Aragón, Juanita Aristizábal, Lucía Cantero, Kushanava Choudhuri, Daniel García-Donoso, María Jordán, Lisandro Kahan, Stuart Schwartz, Olivier Reid, Wan Tang y Raúl Verduzco hicieron del día a día un inolvidable banquete intelectual, al igual que gastronómico. Las paredes de 1191 Chapel Street fueron un escenario memorable para mi educación intelectual y sentimental. Y después, en la soleada utopía californiana, Mark Lauer, Sarah Sarzinski, Lee Skinner, Raquel Vega-Durán y Salvador Velazco, y mis demás colegas en el Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas en Claremont McKenna College han hecho posible la continuidad de esa fiesta. Por ello, amigos, muchas gracias. Este trabajo está dedicado a mi madre, a mi hermano y a mi padre, ausencias presentes de mi vida.

Introducción EL PADRE COMO PROBLEMA RETÓRICO-POLÍTICO EN AMÉRICA LATINA

¿Por qué hablar hoy del padre como un problema central para el continente latinoamericano, su historia y su literatura? ¿Y por qué hacerlo en términos a la vez retóricos y políticos? A lo largo de la historia occidental, la búsqueda por un padre ha servido para representar la búsqueda de una identidad, desde los viajes de Telémaco para encontrar a Ulises y la investigación detectivesca de Edipo en torno a la muerte del rey Layo hasta el inesperado encuentro de Stephen Dedalus con el errante Leopold Bloom. Para saber quién se es en estos relatos, para definir la propia identidad, es necesario encontrar a un padre. Esta notable equivalencia entre filiación paterna e identidad es, desde un principio, una manifestación del valor simbólico de la figura del padre en las sociedades occidentales que han sido, y siguen siendo, patriarcales.1 Precisamente, por esta razón, deberíamos pensar desde un principio si hablar del padre hoy es parte de un esfuerzo por desmontar su centralidad en el mundo patriarcal en el que aún vivimos o si es, más bien, una de las formas en que seguimos promoviendo la importancia de esta figura en nuestros horizontes conceptuales, éticos y políticos. Y, sin embargo, surgen preguntas más concretas, y el tema del padre debe encarnarse en sociedades específicas. Para el caso de América Latina, ¿no se ha llegado hoy a un periodo en que paternalismo y política se han disociado? 1

El concepto de “sociedad patriarcal” será central para esta investigación, y se basa en la supremacía de la figura del padre a nivel familiar, y de lo masculino sobre lo femenino y sobre cualquier otra construcción de género a nivel social, político y cultural. El patriarca, por lo tanto, será una figura con un poder absoluto sobre un ámbito definido, bien sea una familia o un grupo social más amplio.

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¿No se trata de un fenómeno arcaico, que ya ha llegado a su anhelado fin y que no debe ser resucitado a partir de reflexiones críticas extemporáneas? La respuesta a estas preguntas hoy, en la segunda década del siglo xxi, es ambigua. Una mirada a la historia reciente muestra cómo el continente ha traído de vuelta a la figura del padre en el ámbito de la política. A partir de la caída de las dictaduras en los años ochenta, se pensaba que América Latina comenzaba a adentrarse con pie firme en la democracia, culminando al fin su larga lista de patriarcas, caciques y caudillos. Sin embargo, durante los primeros años del siglo xxi, varios países de la región recuperaron a la figura del líder carismático, capaz de situarse como el centro de las nuevas naciones americanas. Si bien figuras como Álvaro Uribe Vélez, Hugo Chávez, Daniel Ortega, Evo Morales, Rafael Correa, Luiz Inácio “Lula” da Silva y Néstor Kirchner no se pueden definir propiamente como dictadores, sí han manejado las estrategias clásicas del patriarca político: cambios constitucionales en busca de múltiples reelecciones, restricción de los derechos individuales, censura (directa o indirecta) de los medios de comunicación, polarización radical de la población en torno a sus posiciones políticas y el crecimiento de un nacionalismo que se ha alimentado de la animadversión frente a países vecinos, todo ello a partir de un decidido apoyo popular. Más aún, cabe señalar que este regreso del padre coincide con un fenómeno fundamental de nuestro tiempo: la globalización basada en el poder militar, financiero, político y cultural de los Estados Unidos luego de la caída del muro de Berlín y la Unión Soviética. La función central de los nuevos patriarcas latinoamericanos ha sido la de situar a sus naciones frente a este fenómeno, bien sea para alinearse abiertamente con los intereses norteamericanos o para distanciarse de ellos con un discurso que rechaza su intervención y cuestiona su posición de liderazgo a nivel mundial. Esta imagen del continente en el nuevo milenio parece señalar varias cosas: primero, que la figura del padre sigue teniendo vigencia y que es, aún hoy, la encarnación de los deseos y las expectativas políticas de gran parte de los pueblos latinoamericanos.2 Segundo, permite

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Ernesto Laclau, el más conocido pensador teórico en torno al fenómeno del populismo, ha mostrado la importancia de la figura del líder carismático como verdadero catalizador de propuestas y exigencias populares. Para Laclau, la palabra populismo no tiene las usuales connotaciones negativas y significa, simplemente, la constitución del pueblo como principal actor

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lanzar una hipótesis de trabajo que será esencial para la lectura de los textos que siguen: en América Latina, la figura del patriarca ha estado vinculada con los grandes procesos de cambio político en la zona. Hoy en día, el patriarca se ha convertido en un mediador entre las naciones del continente y los vientos huracanados de la globalización. En los siglos xix y xx, esta figura fue esencial para la consolidación (usualmente traumática y autoritaria) de las naciones modernas americanas, la implantación de modelos políticos similares a los de Europa y Estados Unidos, la creación de economías que pudiesen acoplarse a los mercados internacionales y la reafirmación de una producción cultural capaz de sustentar simbólicamente a las “comunidades imaginadas” (siguiendo el término de Benedict Anderson) que se estaban forjando al ritmo vertiginoso de la modernidad. En América Latina, pensar los procesos de modernización, y hoy en día, de globalización, implica también pensar en la mediación de diversos tipos de figuras patriarcales. Callar ahora ante esta figura en lugar de emprender un proceso de comprensión y crítica resulta políticamente ingenuo. Mi objetivo es estudiar (y repensar) a la figura del padre en la tradición latinoamericana y su papel como elemento central en los procesos de modernización (económica, política, literaria) a partir de cuatro novelas: Vidas Secas, de Graciliano Ramos; Pedro Páramo, de Juan Rulfo; Grande Sertão: Veredas, de João Guimarães Rosa; y Paradiso, de José Lezama Lima. Partiremos de una hipótesis general de trabajo: en estos textos, el relato sobre búsqueda del padre sufre un giro decididamente político. Los padres sirven como lugares retóricos que permiten hablar sobre las grandes ansiedades históricas del continente, como la sensación de atraso e impotencia frente a los grandes poderes mundiales, los procesos revolucionarios que aspiraban a modernizar la región, el papel de los líderes autoritarios y patriarcales en estos procesos y, simultáneamente, la sensación de vacío que dejaron estas figuras al ausentarse. Seguir a la figura del padre en estos textos, por lo tanto, permite comprender cómo la tradición literaria de America Latina articula estética y

en la política nacional. Sin embargo, su pensamiento muestra una clara diferenciación entre un líder populista, capaz de articular las diversas demandas de un pueblo desde cualquier posición ideológica, y un líder autoritario que se impone sin la legitimidad que le otorga el apoyo popular. Ver al respecto su libro La razón populista (2005).

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política para darle una forma literaria a los principales conflictos modernos de sus naciones.3 Uno de los principales objetivos de este texto es mostrar que el análisis de la figura paterna no se reduce simplemente a cuestiones de contenido. La forma de estas novelas también está vinculada con la figura del padre. Como veremos, uno de los grandes hallazgos del psicoanálisis ha sido la revelación de que el poder de la figura paterna depende siempre del lenguaje y de una capacidad de estructurar un mundo a partir de la palabra. Así, la forma misma de la palabra y las estrategias retóricas de cada texto implican mensajes políticos vinculados con diversas figuras paternas. El padre, como personaje que conjuga la ley, el poder y la palabra, resulta determinante en la configuración de las estrategias formales de cada novela. Por esta razón, una aproximación a la vez retórica y política a la figura del padre permite realizar varias operaciones, como el seguir la conformación de ciertos tropos que aparecen de manera insistente en diversos textos latinoamericanos: por ejemplo, la idea de que el gobernante es una figura análoga a un padre y que el entorno familiar se puede entender como un reflejo metafórico de la nación. Nuestro objetivo será ver cómo estos tropos se consolidan en la especificidad del pensamiento latinoamericano y su producción literaria. Sin embargo, es fundamental ir más allá de una simple taxonomía de las figuras literarias presentes en cada novela al realizar un verdadero análisis retórico.4 Para evitar esta simplificación, trazaremos relaciones entre estos 3

Es por este giro político en torno a la figura del padre en el continente que este trabajo se aleja, al menos en parte, de la centralidad de la aproximación psicoanalítica a la figura paterna. Esto no quiere decir, sin embargo, que haya aquí una negación absoluta del psicoanálisis. Por el contrario, mi objetivo es resaltar las posibilidades histórico-políticas inherentes de algunos textos centrales al psicoanálisis, como Tótem y tabú y El malestar de la cultura, de Sigmund Freud, o de los conceptos de ley, lenguaje y lo simbólico en la escuela lacaniana. 4 Una de las concepciones más inefectivas sobre la retórica es la de que se limita a la pura enunciación y listado de las figuras y los tropos de un texto. En La métaphore vive, Paul Ricoeur menciona cómo esta versión taxonómica de la disciplina es en realidad una gran pérdida, especialmente al compararla con su origen en el mundo griego: “Ce sentiment d’une perte irrémédiable s’accroît encore si l’on considère que le vaste programme aristotélicien représentait lui-même, du moins la rationalisation d’une discipline qui, en son lieu d’origine, à Syracuse, s’était proposée de régir tous les usages de la parole publique” (14). Este texto aspira a recuperar un poco ese sentido público y político de la disciplina retórica. (Para un recuento

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tropos con las figuras paternas que encarnan el poder y con los contextos históricos y políticos implícitos en cada novela. Para decirlo de otra forma, es fundamental seguir la manera en que la figura del padre tiene una influencia fundamental sobre las estrategias formales de los textos, que son simultáneamente retóricas, históricas y políticas. El padre, que en estos textos se constituye como el (siempre inestable) centro del poder, también impone en ellos un régimen de la expresión. La relación entre poder, escritura e historia, entre el padre-soberano, la retórica del texto literario y las condiciones reales de su producción será central para esta investigación. Este es el tipo de análisis retórico-político que me interesa realizar, mucho más que trazar una simple lista de figuras literarias presentes o ausentes en cada texto. Un breve recuento etimológico puede servir para cimentar aún más la validez de este tipo de análisis y la relación que siempre ha existido entre retórica y política: en el mundo griego el término retórica (ρητορική, retoriké) aparece de forma tardía. Solo surge en el siglo v a. C., en las discusiones filosóficas de Platón, Aristóteles y otros pensadores. Antes de ellos, la lengua griega contaba con el término rhétor (ρητορ), que ya aparece en Homero y en textos anteriores. El rhétor era un orador público, una figura encargada de usar la palabra con diferentes fines: implementar leyes, defender personas en las cortes, dar discursos para el pueblo y efectuar oraciones funerarias. Según Antonio López Eire, “la etimología misma de la palabra retórica proclama a gritos su relación íntima con la política. En efecto, “retórica” es el arte del “rhétor”, el político que en el mundo griego de habla o dialecto dórico es capaz de hacer una “rhetra”, o sea, una propuesta de ley” (9). Para el mundo griego, la oratoria estaba relacionada abiertamente con la política, con el mundo compartido de la polis y con el lenguaje como herramienta de poder. El rhétor no era simplemente un orador, era el hombre de Estado por antonomasia, alguien que al tener un dominio sobre la palabra tenía también un enorme poder en su comunidad.5 Así, ya había para los griegos una más amplio de la retórica como disciplina “amputada” en el pensamiento moderno, vale la pena consultar el segundo estudio de este mismo libro, titulado “Le déclin de la rhétorique: la tropologie”.) 5 Desde luego, esto era visto como algo perturbador, ya que el poder del lenguaje podría ir en contra de la verdad o la razón por su capacidad persuasiva. Esta es, famosamente, la disputa que Platón mantenía con los sofistas y su uso de la retórica, especialmente en el Gorgias.

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contigüidad inevitable entre retórica y política, algo que estaría resumido en la siguiente frase de la Retórica de Aristóteles: “[...] la retórica resulta ser una especie de ramificación de la dialéctica y del estudio de los comportamientos al que es justo denominar política” (1356a). La retórica era originalmente una técnica que ponía en juego la relación esencial entre lenguaje y poder, y no un estudio abstracto sobre el estilo ni una taxonomía de las figuras de un discurso. Mi objetivo será trasladar esta breve revelación etimológica a la figura paterna en cada uno de los textos que analizo para mostrar cómo en ellos el padre es literalmente el rhétor, el personaje que conjuga el poder sobre el ambiente familiar (o nacional) y un control (siempre disputado e incompleto) sobre la palabra. En las novelas que analizaremos, la figura paterna define con su ley la forma misma del lenguaje de su progenie. En estos textos, el lenguaje se apega a esta ley paternal, pero también se le escapa, mostrando así los límites del poder histórico del patriarca. El texto literario toma forma al representar tanto el deseo del padre por convertirse en el centro mismo de una significación estable como la imposibilidad de alcanzar esta estabilidad, y la forma en que su “progenie” reta esta hegemonía sobre la palabra. Este será uno de los elementos centrales de nuestro análisis. A. El pensamiento occidental y el paternalismo en América Latina El problema a la vez retórico y político que nos incumbe se podría resumir en una palabra, obviamente relacionada con la figura del padre y su permanente aparición en América Latina: paternalismo. La historia latinoamericana está marcada por la presencia permanente de caudillos, dictadores, presidentes vitalicios y “padres de la patria”, que siempre se presentaron como absolutamente necesarios para el bienestar y el progreso de sus naciones. Su labor autoritaria se ha visto como una necesidad, como la única manera de agilizar procesos de modernización que históricamente habrían requerido de largos periodos de espera y maduración. Estas figuras autoritarias estarían ligadas con el fenómeno del paternalismo, cuya definición parece ser, en primera instancia, bastante simple. La siguiente sería un buen ejemplo: “By paternalism I shall understand roughly the interference with a person’s liberty of action justified by reasons referring exclusively to the welfare, good,

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happiness, needs, interests, or values of the person being coerced” (Dworkin 20). Es cierto que muchos de los grandes caudillos y dictadores del continente justifican sus decisiones autoritarias bajo la premisa de una labor que se da “por el bien de todos” y por ideales de modernización y progreso que tendrían que culminar en un bienestar nacional generalizado. Sin embargo, en relación con América Latina, el paternalismo rápidamente se transforma en un fenómeno más complejo. Esto se debe a que allí, como en todas las naciones con una historia colonial, el paternalismo es un elemento que forma parte estructural de su desarrollo histórico. Toda forma de dominio colonial implica la “infantilización” del otro, su transformación en un ser que requiere de la guía del “padre” colonial.6 La modernidad, su desarrollo político, económico y comercial, dependió históricamente de esta estructura paternalista, al mismo tiempo que buscó criticarla o negarla en sus textos filosóficos y políticos. La historia de América Latina se mueve entre estos dos principios, entre su historia colonial de explotación y su definición conceptual como un espacio “bárbaro”, “infantil” e “inmaduro” por el pensamiento moderno / colonial de Occidente. Uno de los primeros problemas del paternalismo como fenómeno histórico radica en que, en apariencia, se opone radicalmente a la civilidad moderna. En teoría, el padre político es una negación del diálogo racional propio de un estado moderno. Max Weber, por ejemplo, a partir de sus análisis sociológicos sobre la formación del Estado, señala un proceso de permanente progreso racional, que iría desde el dominio del patriarca en su familia y sus propiedades (lo que llama “Estado patriarcal”) y la delegación de su poder personal en otros patriarcas menores, sometidos al poder del soberano-padre principal (el “Estado patrimonial”), hasta la creación de una sociedad marcada por una burocracia altamente especializada, regida por principios racionales y capaz de someter al soberano a un control estricto sobre sus decisiones. A partir de este relato sobre el progreso de las estructuras estatales, Weber señala: 6

La palabra infancia surgirá una y otra vez en este texto. El lector debe tener en mente que este término se refiere etimológicamente (in-fans) a aquel que carece de habla y que, por lo tanto, no tiene voz en el ámbito político. La infantilización del continente americano implica, por ello, la necesidad de un padre capaz de hablar por los demás. Esta es una nueva muestra del vínculo real, histórico y conceptual, entre el padre y el lenguaje, algo que veremos constantemente en los textos que serán analizados a continuación.

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La burocracia se caracteriza, frente a otros vehículos históricos del orden de vida racional moderno, por su inevitabilidad mucho mayor. No existe ejemplo histórico conocido alguno de que allí donde se entronizó por completo —en China, Egipto y, en forma no tan consecuente, en el Imperio romano decadente y en Bizancio— volviera a desaparecer, como no sea con el hundimiento total de la civilización conjunta que las sustentaba. Y, sin embargo, estas no eran todavía más que formas sumamente irracionales de burocracia, o sea, “burocracias patrimoniales”. La burocracia moderna se distingue ante todo de esos ejemplos anteriores por una cualidad que refuerza su carácter inevitable de modo considerablemente más definitivo que el de aquellas otras, a saber: por la especialización y la preparación profesionales racionales. (Weber 2: 1073)

Weber no es un defensor a ultranza de los sistemas burocráticos. En sus páginas hay largas críticas a la idea de que en el mundo moderno la racionalidad burocrática ha deshumanizado las relaciones sociales y, más aún, ha tenido nefastas consecuencias al convertir su labor de control e intermediación en el fin último del Estado y en la “política misma”. Sin embargo, Weber revela que el discurso político de Occidente se basa en la idea de una modernización creciente de las estructuras sociales que culmina en una única expresión posible: la racionalidad burocrática propia de los Estados modernos occidentales que, según él, es inevitable. Las estructuras de gobierno que quedan fuera de la racionalidad política moderna son precisamente aquellas basadas en el control directo (Estado patriarcal) o indirecto (burocracia patrimonial) de figuras paternas. Según este análisis, las naciones que se encuentran bajo estructuras patriarcales o patrimoniales permanecerían en un estado inferior de desarrollo y formarían parte de un mundo en el que la racionalidad política es parcial o se encuentra ausente. Los Estados patriarcales y patrimoniales (incluso los que tienen burocracias incipientes) serían formas atrasadas frente a la racionalidad de los Estados burocráticos de Europa y Norteamérica, o, al menos, esta sería la versión propia del pensamiento político moderno en Occidente. Un análisis diferente mostraría que esta recurrencia de la figura del “padre político” en América Latina, y en otras regiones del planeta, no depende únicamente de una falta de desarrollo político y conceptual. Esta figura patriarcal no es el producto exclusivo de una falta de racionalidad; por el contrario, su permanencia podría verse precisamente como un producto del pensamiento

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ilustrado, moderno y colonial que, al confrontar formas de sociabilidad diferentes a las que caracterizaron al mundo europeo, las define desde un principio como infantiles, bárbaras y, por lo tanto, necesitadas de un padre para alcanzar su “madurez moderna”. Paradójicamente, ante el supuesto atraso del mundo colonizado, la mirada ilustrada termina por señalar (y muchas veces por imponer) figuras patriarcales alejadas de las verdaderas necesidades de los pueblos colonizados para lidiar con esta “irracionalidad” política. O, dicho de otra forma, la presencia constante de la figura patriarcal en el mundo colonial surge también a partir de la mirada del colonizador ilustrado y de su visión supuestamente racional respecto a las nuevas sociedades. Para ver esta paradoja en acción, comencemos con una crítica clásica al paternalismo, promulgada por John Stuart Mill en su ensayo On Liberty: The object of this Essay is to assert one simple principle [...]. That principle is that the sole end for which mankind are warranted, individually or collectively, in interfering with the liberty of action of any of their number, is self-protection. That the only purpose for which power can be rightfully exercised over any member of a civilized community, against his will, is to prevent harm to others. His own good, either physical or moral, is not a sufficient warrant. (80, mi subrayado)

Hasta aquí, la explicación de Mill es tan límpida como la breve definición de Dworkin y se centra, de igual forma, en una crítica a la idea de que es posible imponer a otros formas de actuar, incluso por su propio bien. Hay, sin embargo, una palabra en el texto (escrito en 1859) que debe llamar la atención de todo aquel familiarizado con la historia de las letras latinoamericanas: civilized, palabra que recuerda la división entre civilización y barbarie que Domingo Faustino Sarmiento ya había delimitado en su Facundo de 1845. En el ensayo de Mill, la alusión a la civilización implica una serie de complicaciones históricas que opacan la claridad conceptual de su simple principio. ¿Qué ocurre con las naciones que no son “civilizadas”? ¿Qué ocurre, por ejemplo, en América Latina con el fenómeno político del paternalismo? Así responde Mill: It is, perhaps, hardly necessary to say that this doctrine is meant to apply only to human beings in the maturity of their faculties. [...] For the same reason, we

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may leave out of consideration those backward states of society in which the race itself may be considered as in its nonage. [...] Despotism is a legitimate mode of government in dealing with barbarians, provided the end be their improvement, and the means justified by actually effecting that end. Liberty, as a principle, has no application to any state of things anterior to the time when mankind has become capable of being improved by free and equal discussion. Until then, there is nothing for them but implicit obedience to an Akbar or a Charlemagne, if they are so fortunate to find one. (81, mi subrayado)

Así como en Sarmiento, en Mill la aparición de la civilización requiere, por una suerte de equilibrio retórico y conceptual, el surgimiento de la barbarie. Con su aparición, el “simple principio” inicial se complica, porque aquello que se definía como totalmente fuera del pensamiento moderno y civilizado, la figura del padre político, comienza a formar parte de sus procedimientos necesarios; es uno de sus suplementos. El paternalismo es irracional y debe ser censurado, excepto cuando cumple una función civilizadora o modernizadora o, dicho de otro modo, cuando está alineado con los designios políticos del colonizador occidental. En este caso, el despotismo patriarcal es visto como legítimo: cuando el padre es un aliado de la modernidad, el progreso y la colonización, el observador civilizado lo acepta como un mecanismo político necesario y aceptable. Esto genera una extraña paradoja, un círculo vicioso que enmarca al mundo político latinoamericano: por un lado, la proliferación de diferentes fenómenos paternalistas (dictaduras, caudillismos, etc.) es considerada como una señal de minoría de edad y como una negación de la racionalidad política propia de la modernidad. Pero, por otro, lo que el pensamiento moderno recomienda para una salida eficiente de esta barbarie es precisamente lo que ella misma define como típico de la minoría de edad bárbara: un padre. La mirada civilizada ordena para estas regiones una figura que decida con mano dura lo que cada cual debe hacer, todo ello “por su propio bien”: Carlomagno, o Akbar, si hay suerte. Curiosa paradoja: el apoyo indirecto al paternalismo y a un líder que trata a los hombres como infantes para sacarlos de la infancia; ceñirse a lo que este pensamiento define como “antimoderno” y “bárbaro” para construir una modernidad civilizada. Aparece aquí también un elemento que a primera vista puede sonar extraño, pero que forma parte

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de las citas de Mill: el paternalismo latinoamericano no surge simplemente del pensamiento “bárbaro” de sus habitantes o de una condición histórica y política de atraso; surge también de una adhesión profunda al proyecto político moderno y al campo de acción que ese proyecto determina para quienes están fuera de la civilidad democrática occidental. La figura política del padre en América Latina está ligada a los procesos económicos, políticos y culturales de la modernización, y ese vínculo no proviene simplemente del “atraso” del continente; proviene también de los designios coloniales del observador “civilizado” que aconseja para este mundo figuras patriarcales como una solución posible a su “barbarie”. Como ejemplo concreto, baste decir que es históricamente innegable que Europa y los Estados Unidos han promovido la presencia de patriarcas en la zona para “traer orden y modernizar la región” y, al mismo tiempo, obtener provechos políticos y económicos (los casos de Rafael Leónidas Trujillo o de Augusto Pinochet son apenas dos ejemplos entre muchos). La historia moderna del continente está marcada por este hecho. A su vez, la figura política del padre también estaría vinculada a diversas teorías científicas y filosóficas del Occidente ilustrado que, como ocurre con Mill, relegan al mundo latinoamericano a la posición del bárbaro que, por definición, requiere de un padre. Como veremos más adelante, son estas mismas teorías ilustradas las que fundamentaron conceptualmente el proceso de la independencia y la constitución de las nuevas naciones americanas. Este pensamiento, que prescribe padres para los lugares “bárbaros” del planeta, fue fundamental en la creación de los primeros Gobiernos americanos. La predisposición latinoamericana a recurrir a la figura del patriarca político debe vincularse a estas ideas ilustradas, que son el sustento conceptual tanto de los intereses económicos y políticos de la modernidad colonial como de los órdenes neocoloniales que se impusieron en el continente luego de las independencias. Mill es un claro ejemplo de la visión moderna y colonial sobre las regiones periféricas del mundo, aquellas que estarían fuera del diálogo civilizado de Occidente. Sin embargo, es apenas uno entre los pensadores modernos que vinculan a Latinoamérica, y a las demás regiones “bárbaras” del planeta, con la presencia de figuras paternas. Tal posición de infancia histórica es legible, de manera directa o indirecta, en múltiples textos. Immanuel Kant,

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por ejemplo, define así la civilidad ilustrada en su breve ensayo ¿Qué es la Ilustración?: “La ilustración es la salida del hombre de la minoría de edad en que estaba por su propia culpa. Llamamos minoría de edad a la incapacidad para servirse del propio entendimiento sin ayuda de otro” (58). Hay aquí un nuevo argumento contra el paternalismo, contra la idea de que alguien pueda dirigir el pensamiento o los actos de otra persona. En el ámbito europeo, la culpa se le otorga “al menor de edad”, a aquel que acepta su condición infantil. Sin embargo, esta misma concepción del desarrollo humano cambia de sentido cuando la situamos en un marco histórico más amplio: la empresa colonial europea. La civilización occidental necesitó siempre de la existencia de otros grupos humanos que estuvieran precisamente en esa posición de minoría de edad con el fin de alimentar y financiar los grandes procesos de expansión de las metrópolis coloniales. Estos “infantes” han sido indispensables en la construcción de los imperios políticos, económicos y culturales de Occidente. Más aún, han sido forzados a permanecer en esta minoría de edad, muchas veces con la intervención de patriarcas políticos. Los colonizados, aquellos que entregaron la riqueza material de sus mundos para permitir la consolidación de los imperios que sí alcanzaron esa mayoría de edad ilustrada, solo tenían dos opciones: o permanecer en un estado de infancia para beneficio de los grandes imperios occidentales o “hacerse mayores de edad” a la fuerza, es decir, modernizarse siguiendo el modelo y copiando la voz del amo imperial. El escritor latinoamericano parece oscilar entre su deseo por producir su propia voz (bárbara, ajena e irreconocible para la civilización) y copiar la voz de una modernidad que se ha erigido como único paradigma de lo humano. Esta última opción le permite obtener un cierto reconocimiento del observador civilizado, pero al final es vista como pura imitación, como un gesto típico del menor de edad kantiano que no puede hablar por sí mismo. La definición kantiana del término ilustración parece ser puramente abstracta. Sin embargo, esa misma definición, al trasladarse al pensamiento concreto sobre la historia colonial europea, tiene resultados previsibles: ante su supuesta infancia, América Latina y los demás espacios coloniales del planeta estarían predestinados a la presencia de figuras paternas que les podrían indicar el camino hacia la “mayoría de edad” ilustrada, a la modernización “por su propio bien”. G. W. F. Hegel lleva algunas de las consideraciones

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kantianas sobre la Ilustración al ámbito histórico y al papel que Latinoamérica jugaría en la historia universal. Hegel comienza señalando la “juventud” del continente, no solo por su reciente descubrimiento, sino también por razones más generales: Este mundo es nuevo no solo relativamente, sino absolutamente: lo es con respecto a todos sus caracteres propios, físicos y políticos. No tratamos de su antigüedad geológica. No quiero negar al Nuevo Mundo la honra de haber salido de las aguas en el tiempo de la creación, como suele llamarse. Sin embargo, el mar de las islas, que se extiende entre América del Sur y Asia, revela cierta inmaturidad por lo que toca también a su origen. La mayor parte de las islas, que se asientan sobre corales y están hechas de modo que más bien parecen cubrimiento de rocas surgidas recientemente de las profundidades marinas y ostentan el carácter de algo nacido hace poco tiempo. (Hegel 170)

El inicio de este análisis, que se mueve desde la materialidad del continente hacia aspectos más abstractos, sienta las bases de una serie de tropos relativos a la infancia o la “inmaturidad” de la región. A partir de la “juventud material” de estas tierras, Hegel pasará a hablar de la “minoría de edad” conceptual del continente, de una infancia que requiere de Gobiernos paternales, capaces de enseñarle a los americanos a “hablar” el lenguaje de la historia y el progreso: Cuando los jesuitas y los sacerdotes católicos quisieron habituar a los indígenas a la cultura y moralidad europea, [...] fueron a vivir entre ellos y les impusieron, como a menores de edad, las ocupaciones diarias que ellos ejecutaban —por perezosos que fueran— por respeto a la autoridad de los padres. Construyeron almacenes y educaron a los indígenas en la costumbre de utilizarlos y cuidar provisoriamente del porvenir. Esta manera de tratarlos es, indudablemente, la más hábil y propia para elevarlos; consiste en tomarlos como a niños. (172)

A pesar de la distancia entre la definición abstracta de Kant y el pensamiento histórico de Hegel, vemos cómo el traslado del concepto de Ilustración a las consideraciones concretas sobre la historia de América Latina culmina en la necesidad de padres capaces de guiar a aquellos que están definidos como infantes preilustrados. Este marco conceptual es una nueva

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muestra de cómo el paternalismo, tan característico en la zona, ya sería una parte esencial y constitutiva del pensamiento ilustrado, moderno y colonial sobre América.7 Para darle su debido lugar histórico a este tipo de pensamiento occidental en América Latina, debemos recordar que muchos de los intelectuales que participaron en la independencia y en la creación de los Gobiernos de estos países asimilaron precisamente este pensamiento ilustrado, y que fue su modelo tanto para las luchas independentistas como para la constitución política de las nuevas naciones. Las independencias se sustentaron a partir de este edificio conceptual que predestina al continente a la infancia histórica y a la necesidad de padres para entrar en la modernidad. Por ello, el paternalismo como fenómeno esencial para el continente no debe entenderse simplemente como producto de la “barbarie” y el atraso de la región; surge también de una cierta literalidad, al aceptar el pensamiento ilustrado que le otorga una condición infantil y lo predestina a aceptar la presencia de figuras autoritarias para alcanzar la modernización que el mundo “civilizado” le ha impuesto como meta. Paradójicamente, este mismo pensamiento ilustrado le vendrá a exigir al continente que acabe con sus figuras autoritarias para alcanzar los ideales de civilización y modernidad propios de la verdadera Ilustración. La historia del pensamiento americano se mueve por la fuerza de este doble imperativo, que ya está presente en los textos de Mill y Hegel: hacer uso del paternalismo para acabar, de una buena vez, con la barbarie antimoderna de los regímenes paternalistas. Esta es, por supuesto, una petición de principio y una forma de colonialismo que se impone en la forma de una aporía conceptual sin

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Para un seguimiento del papel de la naturaleza latinoamericana en el pensamiento científico y filosófico de Occidente, vale la pena consultar La disputa del nuevo mundo, de Antonello Gerbi, en particular el capítulo 7, titulado “Hegel y sus contemporáneos”. Allí Gerbi muestra cómo, para Hegel, la imagen de una América inmadura e inferior se corresponde cabalmente con las necesidades conceptuales de su sistema filosófico. La visión hegeliana plantea un desarrollo puramente lógico y racional del mundo natural. Según Gerbi, Hegel “lee” la naturaleza como productora de seres “conformes” a un concepto racional de la naturaleza (en Europa) y de formas “erróneas”, “inmaduras” o “incompletas” en la fauna y flora de América. Obviamente, esta conceptualización de la naturaleza termina implicando, como vimos, en la “infantilización” conceptual y política del hombre americano (cf. Gerbi 527-55).

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salida. Por ello, los textos que analizaremos no son simples señalamientos de la culpa del “padre” frente a un mundo caótico. Son, más bien, reflexiones sobre la complejidad de un problema. Por un lado, existe en América Latina un profundo deseo por constituir una comunidad civilizada, “mayor de edad”, capaz de entrar en el diálogo de la modernidad occidental. De otra parte, surge el temor (predeterminado por el pensamiento moderno y colonial respecto al continente) de que este objetivo solo se puede alcanzar (con real beneficio para el colonizador) a partir de la figura del líder autoritario y patriarcal. Ni la presencia del padre ni su ausencia absoluta surgen como soluciones a este doble imperativo. Las cuatro novelas que analizaremos escenifican el carácter insoluble de este problema. Por eso, este trabajo, en lugar de presentarse como una crítica simplista al paternalismo y sus consecuencias, propone un par de tesis más amplias. Primero, ver en la figura del patriarca un producto de las paradojas de la modernidad, la colonización y la modernización en América Latina. El padre es, a la vez, una figura vituperada por el pensamiento moderno y, simultáneamente, es impuesto por ese mismo pensamiento como la única solución posible a la inestabilidad de la región. Detrás de este doble imperativo habría un cierto pensamiento colonial que mantiene al colonizado en un estado de infancia y de perplejidad constantes, y que impuso una serie de patriarcas como solución única a los problemas históricos en la región. 8 Segundo, este trabajo propone la necesidad de vincular el análisis de algunos de los textos centrales de la tradición latinoamericana (y, en particular,

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Si bien no es el tema central de este trabajo, muchas de las reflexiones que siguen surgen de la necesidad de reflexionar sobre el carácter colonial del pensamiento moderno en sus variantes científicas, políticas y filosóficas. En América Latina, la recurrente presencia del padre político en medio de procesos de modernización está vinculada con un pensamiento moderno paternalista, que siempre ha definido a sus otros como “bárbaros” o “infantes” necesitados de un padre. Walter Mignolo es, quizás, quien ha trabajado de forma más sistemática los vínculos secretos entre modernidad y colonialidad, y es una influencia importante en mi visión respecto a los procesos de modernización en América Latina. Para una explicación sucinta de los vínculos entre el pensamiento moderno y la colonialidad y del carácter paternalista de los discursos científicos y filosóficos modernos, ver Historias locales / diseños globales de Mignolo, especialmente su prefacio para la edición castellana, “Un paradigma otro: colonialidad global, pensamiento fronterizo y cosmopolitismo crítico”.

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sus aspectos formales y retóricos más salientes) con las estructuras de poder que se manifiestan en su interior para comprender la complejidad del paternalismo en el continente. Para este fin, el padre es una figura crucial, un locus retórico en el que parecen confluir todas las fuerzas que determinan el orden, la ley y el manejo del lenguaje en un mundo. El resultado de estos análisis, por lo tanto, es una meditación en torno a las diversas fuerzas bárbaras y civilizadas, arcaicas y modernas, estéticas y políticas, que convierten al padre en un elemento central (aunque siempre inestable) para el continente y su expresión literaria. Esto se hace evidente en algunos de los primeros textos que se produjeron en las incipientes naciones modernas de la región, como veremos a continuación. B. El padre y su papel en la historia latinoamericana desde la independencia La historia moderna de América Latina es un pequeño breviario de citas en las que el tema del padre aparece como una sutil obsesión. Para introducir de manera más amplia el problema del padre y su representación literaria en el continente, veremos ahora la forma en que aparece en diversos textos que han marcado de manera profunda la historia continental. Como mencionábamos, la pregunta por la figura paterna como metáfora central para el pensamiento político latinoamericano surge con frecuencia en el periodo de la independencia y en su diálogo específico con la tradición moderna occidental. En este momento histórico, diversos autores americanos compartieron la necesidad de encontrar un sistema de gobierno adecuado para las jóvenes naciones que acababan de ganar su autonomía, siempre a partir de un pensamiento ilustrado que se presentaba, para ellos, como un paradigma de libertad, ciencia y conocimiento sobre el cual basar nuevas organizaciones políticas. Para ellos, sin embargo, el padre sigue siendo una presencia permanente, casi una condición de posibilidad para el pensamiento político. A primera vista, resulta sorprendente que algunos de los pensadores más cercanos al pensamiento ilustrado se aferren no solo al uso retórico de la figura del padre, sino también literalmente a regímenes paternalistas (monarquías, presidencias vitalicias y gobiernos abiertamente autoritarios) que están francamente

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en contra de los dos grandes eventos políticos de la modernidad ilustrada: la Revolución francesa y la democracia federal de los Estados Unidos. Pero, como hemos señalado, no hay realmente una paradoja aquí: el pensamiento ilustrado (que, a su vez, es el sustento conceptual del mundo colonial) presupone la necesidad de padres para un mundo definido como “infantil” y “bárbaro” en términos históricos. Es lo que veremos aquí a partir de algunos textos relacionados con la independencia de las naciones americanas: los pensadores más fieles al proyecto moderno, aquellos que defienden la Ilustración de manera más radical, se encuentran con una cierta imposibilidad conceptual al tratar de escapar de la figura del padre político. Pocos textos son tan dicientes a este respecto como la “Carta de Jamaica” (1815) de Simón Bolívar, uno de los escritos seminales del pensamiento político moderno en América Latina. Uno de sus elementos más celebrados es su llamado profético a la unidad del continente y a la construcción de una gran nación americana que podría competir con las regiones más poderosas del orbe. Lo que no se suele recordar es que Bolívar, si bien sueña con la posibilidad de la unidad americana, es más bien pesimista respecto a su consolidación, y la presenta como un proyecto que solo podría cumplirse en un futuro lejano. La primera parte de la carta se pregunta sobre las posibles formas de gobierno para las naciones americanas después de su independencia. Esta es, a grandes rasgos, su visión: Aunque aspiro a la perfección del gobierno de mi patria, no puedo persuadirme que el Nuevo Mundo sea por el momento regido por gran república; como es imposible, no me atrevo a desearlo, y menos deseo una monarquía universal de América, porque este proyecto, sin ser útil, también es imposible. Los abusos que actualmente existen no se reformarían y nuestra regeneración sería infructuosa. Los estados americanos han menester de los cuidados de gobiernos paternales que curen las llagas y las heridas del despotismo y la guerra. (Bolívar 37-8, mi subrayado)

Este es uno de los temas recurrentes de la carta: una clara disyuntiva entre un gobierno ideal, pero irrealizable, y uno posible según las condiciones americanas de la época. En las circunstancias del momento, la única solución que se vislumbra es la aparición de un “gobierno paternal” que pueda generar algo de cohesión nacional luego del trauma de las guerras de independencia

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y de los largos gobiernos despóticos de la metrópolis. El padre político se plantea, paradójicamente, como un paso necesario para dejar atrás un despotismo antimoderno y abrir paso a la narrativa histórica del progreso y el perfeccionamiento político. He aquí una nueva cita que muestra ese curioso movimiento de Bolívar, su identificación de una solución política idónea y su simultánea desautorización de tal solución por considerarla impracticable: No convengo en el sistema federal entre los populares y representativos, por ser demasiado perfecto y exigir virtudes y talentos políticos muy superiores a los nuestros; por igual razón, rehúso la monarquía mixta de aristocracia y democracia, que tanta fortuna y esplendor ha procurado a la Inglaterra. No siéndonos posible lograr entre las repúblicas y monarquías lo más perfecto y acabado, evitemos caer en anarquías demagógicas o en tiranías monócratas. Busquemos un medio entre extremos opuestos, que nos conducirían a los mismos escollos, a la infelicidad y al deshonor. (41)

Paradójicamente, en su adhesión al proyecto moderno, Bolívar termina por descalificar a dos de los sistemas democráticos más salientes de la modernidad ilustrada: el federalismo norteamericano y la monarquía parlamentaria inglesa. En teoría, la carta defiende un supuesto “término medio” que no está definido, pero que se opondría a una tiranía patriarcal, dependiente de una sola persona. Sin embargo, en términos históricos, esta visión política culminaría en la constitución del propio Bolívar como el centro patriarcal de los países americanos que ayudó a independizar, como señala Tulio Halperin Donghi: En lo político, la solución la encontraba Bolívar en la república autoritaria, con presidente vitalicio y cuerpo electoral reducido [...]. Sobre estas líneas organizó la república de Bolivia, que le rogó se transformase en su Licurgo; la Constitución boliviana fue introducida en 1826 en Perú, en reemplazo de la excesivamente liberal de 1823; como ya era esperable, fue Bolívar el primer presidente vitalicio de Perú. (176)

Desde sus inicios, el destino político de Latinoamérica oscila entre el reconocimiento de aquello que es idóneo políticamente (la modernidad civilizada pregonada por Europa y Estados Unidos) y lo que es necesario o posible

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en el presente. Esta disociación entre lo ideal y lo posible coincide cabalmente con las prescripciones de los grandes pensadores de la modernidad europea respecto a Latinoamérica y culmina en lo mismo: en un padre benevolente, un Carlomagno o un Akbar, según Mill. Bolívar se muestra crítico del despotismo y la “tiranía monócrata”. Sin embargo, su única alternativa real siguió siendo una figura paternal que podría tomar decisiones absolutas por encima de la incertidumbre política del momento. La perfección solo se presenta como accesible en el futuro, y en este sentido su pensamiento está abiertamente inscrito en la modernidad, en ideas de progreso que se postergan hacia los tiempos que vendrán. Sin embargo, en consonancia con el pensamiento de Mill y Hegel, para inaugurar la historia moderna del continente, la única alternativa que se plantea es la intervención de un padre soberano. La “Carta de Jamaica” nos presenta una paradoja que ya se hacía evidente en el texto de Mill: para América, el compromiso con la historia moderna y el deseo de alcanzar un sistema político civilizado requiere de la intervención de una figura paterna. Es evidente que esta idea no nace simplemente de un pensamiento “salvaje” o atrasado: Bolívar tenía un contacto sustancial con las ideas ilustradas de su tiempo. El surgimiento de lo que él llama “gobiernos paternales” no es resultado exclusivo del atraso de la región ni de una mala interpretación del pensar civilizado y europeo: proviene también de una adhesión literal a este proyecto y a la manera en que define al colonizado como “bárbaro” e “infante”, como figura exterior a la modernidad que requiere de “cuidados paternales”. Esta idea se verá reforzada al constatar lo que ocurre con otros tipos de independencia en el ámbito latinoamericano. La independencia de la nación brasileña, y sus propios pensadores ilustrados, puede resultar iluminadora tanto por sus similitudes como por sus diferencias con la del resto de América. Realizar comparaciones entre el mundo de la independencia de la Latinoamérica hispanohablante y el caso brasileño requiere de algunas salvedades. Brasil fue objeto de un proceso político único en cuanto al mundo colonial se refiere. En 1807 la Corona portuguesa, asediada por los avances de los ejércitos napoleónicos, decide trasladar su corte al otro lado del Atlántico: la colonia, por lo tanto, se convirtió en el centro del imperio. La independencia brasileña, por su parte, también tiene matices únicos: a lo largo del xix, la nación vivió múltiples revueltas (muchas de ellas originadas en el nordeste,

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zona que será central para las novelas que trataremos a continuación), pero ninguna alcanzaría la magnitud de las guerras independentistas hispanoamericanas. La independencia brasileña se entiende mejor como un largo proceso de debilitación de la monarquía que rigió al país durante cerca de ochenta años.9 Un primer paso hacia la independencia se da cuando el emperador João IV decide regresar a Portugal, dejando a su hijo Pedro como regente. En 1822, a causa de grandes descontentos internos de las élites brasileñas, que aspiraban a recuperar su estatus imperial, Dom Pedro se autodenomina “emperador de Brasil” y declara la independencia de la metrópoli. Esta monarquía se encontró con varios inconvenientes: guerras con las naciones vecinas basadas, en muchos casos, en los designios imperiales del propio Brasil; luchas internas en torno a diversos temas (incluyendo la esclavitud); disputas con Inglaterra, que en aquel momento era su mayor aliado comercial; e incluso problemas de sucesión, dado que Dom Pedro I abdica y regresa a Portugal dejando como único sucesor a su hijo de cinco años, Dom Pedro II. En 1889 cae definitivamente la monarquía en Brasil y se establece una república. En este momento histórico surgen amplias discusiones respecto a cuál debe ser el sistema de gobierno de una nación que, a diferencia de los demás países de la zona, se vio a sí misma como el centro de un imperio. Una de las figuras sobresalientes en esta discusión es Joaquim Nabuco, viajero por Francia e Inglaterra, embajador en Estados Unidos y figura clave del movimiento antiesclavista brasileño conocido como “abolicionismo”. Nabuco era, por lo tanto, una figura en contacto directo con el pensamiento occidental de su tiempo. En Minha Formação, una notable autobiografía intelectual, su objetivo es mostrar los orígenes de los dos aspectos centrales de su vida: su formación en el mundo de las letras y el surgimiento de sus ideas políticas. 9

En este sentido, habrá una disparidad temporal al hablar de diferentes pensadores de Brasil y buena parte del resto de América, en particular sobre la independencia y el futuro político de las respectivas naciones. Mientras que esas discusiones se realizaron al comienzo del siglo xix en la mayoría de países de habla hispana (excluyendo, claro, el caso de Cuba), en Brasil apenas empiezan a darse a finales del siglo, con la caída de la monarquía en 1889. Las conexiones entre los diversos discursos nacionales siguen siendo muchas a pesar de estas obvias diferencias temporales (al respecto, ver el capítulo 3 de la História Concisa do Brasil, de Boris Fausto).

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En el prólogo, Nabuco señala que la composición de su texto se debe ver como un largo proceso que ocurre entre 1893 y 1899, periodo en el que las discusiones respecto al Gobierno de la incipiente nación brasileña eran de la más absoluta actualidad. Por su formación como viajero ilustrado, podríamos pensar que sus preferencias deberían recaer en el sistema republicano y democrático propio del pensamiento europeo de los siglos xviii y xix. Sorprende encontrar que ocurre lo contrario y que su texto defiende de forma implacable a la monarquía: Suprimir a monarquia era uma política à que eu não poderia nunca associar-me; eu poderia tanto banir, deportar o Imperador, como atirar ao mar uma criança ou deitar fogo à Santa Casa. Quebrar o laço, talvez providencial, que ligava a história do Brasil à monarquia, era-me moralmente tão impossível, como me seria no caso de Calabar entregar Pernambuco por minhas próprias mãos ao estrangeiro. (Nabuco 121)

Nabuco explica de varias formas su inesperada adhesión a esta forma de gobierno no democrático. Una de las razones, curiosamente, es una reacción al liberalismo republicano de su propio padre, quien fuera un importante político. Otra razón, sin embargo, tiene un contenido conceptual más complejo: se trata de la influencia de Inglaterra y su sistema monárquico-parlamentario, que el intelectual brasileño conoció de primera mano en Londres. Su defensa del sistema monárquico no surge por la necesidad de recurrir a un sistema paternalista y autoritario en un momento de inestabilidad política, sino por considerar que este sistema de gobierno es el de mayor perfección en la historia humana. Ya desde su juventud, Nabuco ve en la monarquía inglesa un sistema con un sólido equilibrio que impide que el rey sea un “padre todopoderoso” gracias al control del parlamento. Por ello pregunta en su texto: “Não terá esse tirano inglês muito menos poder do que o primeiro magistrado americano?” (39). El origen del monarquismo de Nabuco no es, aparentemente, la búsqueda de un poder paternal capaz de garantizar la estabilidad nacional. Hay en él una fe genuina en el carácter equilibrado del sistema monárquico-parlamentario británico, que Bolívar veía como inadecuado, o demasiado perfecto, para el mundo americano varios años antes. Sin embargo, un análisis de la

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retórica de Nabuco muestra cómo esa defensa de la monarquía, si bien no está vinculada directamente con una centralización paternal del poder, sí tiene lazos con otros tropos abiertamente paternalistas que tienen su origen en el pensamiento ilustrado respecto a América Latina. Uno de los capítulos centrales del texto, titulado “Atração do Mundo”, habla sobre las razones por las que Nabuco es un pensador cosmopolita, atraído por la fuerza de aquello que está fuera del Brasil. Esto genera una tensión entre lo que Nabuco llama “el mundo” en el título (es decir, Europa) y su país. Así se explica esta tensión: A instabilidade a que me refiro provém de que na América falta à paisagem, à vida, ao horizonte, à arquitetura, a tudo o que nos cerca, o fundo histórico, a perspectiva humana; e que na Europa nos falta a pátria, isto é, a forma em que cada um de nós foi vazado ao nascer. De um lado do mar sente-se a ausência do mundo; do outro, a ausência do país. (47)

A continuación, el autor adivina una objeción del lector brasileño: ¿qué ocurre con el paisaje del Brasil, con la sublime geografía de una ciudad como Río de Janeiro, que deja sin aliento a quien la observa? ¿No hay algo admirable en ese espacio geográfico que debería darle un lugar en el “mundo” definido por Nabuco? Esta es su respuesta: Mas tudo isto é ainda, por assim dizer, um trecho do planeta de que a humanidade não tomou posse; é como um Paraíso Terrestre antes das primeiras lágrimas do homem, uma espécie de jardim infantil. Não quero dizer que haja duas humanidades, a alta e a baixa, e que nós sejamos de esta última; talvez a humanidade se renove um dia pelos seus galhos americanos; mas, no século em que vivemos, o espírito humano, que é um só e terrivelmente centralista, está do outro lado do Atlântico; o Novo Mundo, para tudo o que é imaginação estética ou histórica é uma verdadeira solidão, em que aquele espírito sente tão longe das suas reminiscências, das suas associações de idéias, como se o passado todo da raça se lhe tivesse apagado da lembrança e ele devesse balbuciar de novo, soletrar outra vez, como criança, tudo o que aprendeu sob o céu da Ática. (48, mis subrayados)

Aquí Nabuco copia nítidamente el tropo de la “infancia” histórica y conceptual que vimos en Hegel y en Mill. Reaparece una ausencia de la historia

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que se asocia con la infancia, con la imposibilidad de hablar y con un estado histórico-político de balbuceo. La incipiente nación brasileña está fuera de la historia moderna, del “espíritu humano” centralizado al otro lado del Atlántico, y de lo que Nabuco define como “mundo”. Es en este sentido que su predilección por la monarquía parlamentaria como sistema político no es una preferencia teórica neutral. Se trata de una elección ligada a la “infancia” de su propia nación, que, desde su punto de vista “civilizado”, aún no se ha adentrado en la historia. El pensamiento de Nabuco, claramente influenciado por el del Occidente ilustrado y colonial, ve en el Brasil a un país que permanece en un estado de infancia que requiere de alguien que le enseñe a hablar el lenguaje de la civilización y de lo verdaderamente humano. Es un pensamiento ilustrado que, al igual que los pensadores europeos, ve en Latinoamérica un continente infantil, carente de las palabras necesarias para adentrarse en la historia moderna. Tal país requiere de un padre. Esto se hace evidente cuando Nabuco comenta, de manera muy rápida, el Gobierno de Dom Pedro II, el último monarca del Brasil. Su figura fue de gran interés y provocó controversia a lo largo del xix brasileño. A pesar de que se convirtió en emperador a los cinco años y comenzó a regir el país a los catorce, es recordado como un rey progresista, ilustrado, promotor de la industrialización y el desarrollo de la nación. Participó en la costosa guerra del Paraguay, y las enormes pérdidas del país causaron descontento entre las élites, que dejaron de apoyarlo. Esto es lo que Nabuco dice respecto a su mandato, hablando simultáneamente de un texto de Edward Augustus Freeman, uno de los más respetados historiadores ingleses del xix y autor de una reconocida History of the Norman Conquest: De repente encontra-se um quase paradoxo, desses que põem em confusão todas as idéias morais em nome da experiência histórica. São Luís, dirá ele (Freeman), com as suas virtudes e prestígio, preparou o caminho para o despotismo dos seus sucessores. Não será o mesmo o efeito do reinado de Pedro II? (23, mi agregado)

Nabuco termina con una cita del propio Freeman, traducida por él mismo, que recoge el sentido de su propia crítica al Gobierno de Dom Pedro II: “Para conquistar a liberdade como uma herança perpétua, ha épocas em que se precisa mais dos vícios dos reis do que das suas virtudes. A tirania dos nossos

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senhores Angevinos acordou a liberdade inglesa do seu túmulo momentâneo” (23-24). Es evidente que Nabuco considera necesario (incluso en contra de sus “ideas morales”) un gobierno de tipo autoritario y paternalista (como el de los señores Angevinos en la tardía Edad Media) que pueda garantizar el surgimiento de un Brasil moderno y una herencia de estabilidad política que ni la democracia ni los reyes demasiado liberales podrían garantizar. Este es un tópico central en el pensamiento histórico y político del continente americano, y surge tanto en Nabuco como en Bolívar: el carácter infantil de su historia (definido como tal por el pensamiento occidental / colonial) requiere de un padre, de un poder centralizado aliado con las ideas de la modernidad y la civilización occidental en el mundo americano.10 Estas citas permiten ver que existe una concepción moderna e ilustrada de la historia que justifica el fenómeno paternalista en América Latina. Es fundamental notar una vez más que esta visión paternalista no proviene únicamente de un continente “atrasado” en términos intelectuales o políticos. Bolívar y Nabuco estaban en contacto directo con la producción intelectual europea y eran hábiles lectores de estas ideas. La cita de Nabuco muestra cómo la necesidad de un rey con “ciertos vicios” no proviene de las condiciones específicas del mundo brasileño, sino de una traducción americana de la historia de Inglaterra, cuyos déspotas angevinos construyeron un mundo civilizado a partir de largos periodos de violencia y tiranía. En la cita anterior habíamos visto cómo para Nabuco hay ciertos elementos (el mundo, la historia, la “humanidad”) que pertenecen exclusivamente a un espíritu que está “centralizado” al otro lado del Atlántico. Si aceptamos estas premisas, si la única forma de ser humano y civilizado es la europea, entonces el único camino posible hacia la modernidad consiste en repetir su historia, que también pasó por largos periodos de inestabilidad y autoritarismo. Estos periodos hallaron su resolución en la violencia, el despotismo y la irrupción de varios regímenes patriarcales. América Latina estaría condenada a repetir un destino histórico y conceptual similar: la necesidad de regímenes paternalistas (siempre aliados con la

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Para un lúcido análisis del eurocentrismo de Nabuco y de su adhesión al proyecto civilizatorio de origen europeo del Brasil, ver el capítulo titulado “Atração do Mundo: Políticas de Globalização e Identidade na Moderna Cultura Brasileira” en el libro O Cosmopolitismo do Pobre, de Silviano Santiago.

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modernidad colonial occidental) para alcanzar la modernidad y la mayoría de edad. Este es el panorama que nos dejan las citas de dos de los pensadores fundamentales de la independencia americana, dos figuras que participaron de la creación de nuevos gobiernos para el continente: su adhesión a la Ilustración y a la modernidad culmina, paradójicamente, en una aprobación de la figura del padre político. Hemos visto cómo Bolívar y Nabuco hablaban de la necesidad de regímenes paternalistas para las nuevas naciones independientes. Sería inexacto, sin embargo, pensar que había un consenso absoluto respecto a este tema entre todos los pensadores políticos del momento. Por el contrario, hubo intelectuales que, a partir del pensamiento ilustrado, intentaron producir críticas radicales contra gobiernos y figuras paternalistas en sus respectivos países. Dos ejemplos relucen en el horizonte de las letras americanas, dos figuras cuyas meditaciones están marcadas por una habilidad retórica sin par en el continente. Se trata de los grandes pensadores de la dualidad “civilización y barbarie” en América Latina: Domingo Faustino Sarmiento y Euclides da Cunha. En ambos casos, su enorme arsenal retórico se moviliza precisamente por un repudio hacia patriarcas específicos. Para Sarmiento, se trata del caudillo Facundo Quiroga e, indirectamente, de otro caudillo que en el momento de la escritura de su texto ocupa la posición de presidente de la República argentina: Juan Manuel de Rosas. Euclides11 se opone con furor a la figura de Antônio Conselheiro, líder espiritual y político de una pequeña comunidad en Canudos, un terruño baldío en el nordeste brasileño que, sin embargo, causó una conmoción sin precedentes en la moderna nación brasileña. La discusión sobre estos padres políticos y sus vínculos con la “barbarie” está destinada a pensar el futuro político tanto del Brasil como de la Argentina y a descartar al paternalismo como origen de las futuras organizaciones sociopolíticas de estas naciones. En Facundo (1845), un libro inclasificable que oscila entre el ensayo antropológico, la arenga política, la biografía, la historia y la ficción, Sarmiento

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Sigo en este trabajo la costumbre de la crítica del Brasil, y del pueblo brasileño en general, de referirse a algunos de sus autores más notables por su primer nombre. Entre estos se cuentan Euclides (da Cunha), Graciliano (Ramos), Oswald y Mário (de Andrade), Haroldo (de Campos), etc.

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procura hacer una descripción minuciosa de la nación argentina a partir de sus tierras, sus diversas razas y sus gobernantes. Su objetivo es demostrar que la tierra y la historia americanas producen formas de vida “bárbaras” que culminan en un caos político y social, opuesto a la civilidad europea. Por ello, el texto se presenta como una crítica abierta al caudillismo, que, para Sarmiento, es uno de los productos de la tierra, la raza y las costumbres de las pampas argentinas. Para realizar esta crítica del patriarca político, Sarmiento debe posicionarse en el lugar del civilizado y mostrar que ha accedido formalmente a la condición de “ilustrado”. Una de las premisas centrales de este pensamiento, como vimos a partir de Kant, es la crítica a cualquier figura paternalista que aspire a guiar los actos y las palabras de otros hombres o, dicho de otro modo, a someterlos a una minoría de edad que niega el proceso de ilustración. En el capítulo 5 de su texto, el primero dedicado específicamente a Quiroga, Sarmiento vincula a su personaje central con un paternalismo político que implica la infancia de quienes lo siguen: Facundo se hacía notar, hacía un año, por su puntualidad en salir al trabajo y por la influencia y predominio que ejercía sobre los demás peones. Cuando estos querían hacer falla para dedicar el día a una borrachera, se entendían con Facundo, quien lo avisaba a la señora, prometiéndole responder de la asistencia de todos al día siguiente, la que era siempre puntual. Por esta intercesión llamábanle los peones el Padre. (Sarmiento 133)

Como cabe esperarse, Sarmiento se muestra crítico ante esta figura paterna y sus características centrales: la poderosa influencia sobre los hombres y, en especial, el hecho de convertirse en su portavoz. Como pensador civilizado, Sarmiento ve en estas características una infantilización, un proceso que impide la adquisición de la “mayoría de edad” que Kant equipara con la Ilustración misma. Desde su posición de pensador ilustrado, Sarmiento busca mostrar que el control de las voluntades y la apropiación de la voz del otro son estrategias bárbaras y paternalistas que están fuera de los procedimientos políticos de la civilización. Todo ello servirá, más adelante, para cimentar una crítica al liderazgo patriarcal de Quiroga y, por extensión, a la presidencia de Rosas:

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El mal que es preciso remover es el que nace de un Gobierno que tiembla a la presencia de los hombres pensadores e ilustrados, y que para subsistir necesita alejarlos o matarlos; nace de un sistema que, reconcentrando en un solo hombre toda voluntad y toda acción, el bien que él no haga, porque no lo conciba, no lo pueda o no lo quiera, no se sienta nadie dispuesto a hacerlo por temor de no atraerse las miradas suspicaces del tirano, o bien porque, donde no hay libertad de obrar y de pensar, el espíritu público se extingue, y el egoísmo que se reconcentra en nosotros mismos ahoga todo sentimiento de interés por los demás. (245)

La concentración del poder en una figura abiertamente paternal significa para Sarmiento el fin del trabajo comunal de construcción de la nación. El padre se apodera de la voz de sus hijos y monopoliza el lenguaje; se convierte, por lo tanto, en una negación de la política, de la historia y la racionalidad necesarias para una verdadera nación moderna. La centralización patriarcal del poder implica que el único método para lograr cualquier acción política no es el acuerdo democrático de los ciudadanos, su intercambio de palabras, sino el terror y la violencia: He aquí su sistema todo entero: el terror sobre el ciudadano, para que abandone su fortuna; el terror sobre el gaucho, para que su brazo sostenga una causa que no es la suya; el terror suple a la falta de actividad y de trabajo para administrar, suple al entusiasmo, suple a la estrategia, suple a todo. Y no hay que alucinarse: el terror es un medio de gobierno que produce mayores resultados que el patriotismo o la espontaneidad. La Rusia lo ejercita desde los tiempos de Iván, y ha conquistado todos los pueblos bárbaros; los bandidos de los bosques obedecen al jefe, que tiene en su mano esta coyunda que domeña las cervices más altivas. (221)

Hasta aquí vemos una crítica franca al caudillismo, al exceso de poder que recae en las manos de una única persona, todo ello desde una visión que aspira a ser civilizada e ilustrada. Es necesario preguntarse por esta posición de civilización que Sarmiento construye retóricamente a partir de un uso estratégico del pensamiento occidental y, muy especialmente, de la intensidad retórica de su palabra. En primer lugar, es necesario cuestionar si esta posición es realmente posible, si se puede mantener esta defensa retórica y política de la civilización al mismo tiempo que el autor forma parte de un mundo que

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él mismo caracteriza cómo bárbaro. En otras palabras, ¿es posible hacer una crítica ilustrada de la barbarie desde la barbarie misma? Esta pregunta sobre el carácter civilizado de Sarmiento permite hacer una segunda relacionada con ella: ¿está Sarmiento fuera del paternalismo que él mismo se empeña en criticar? Varios críticos han señalado, a partir de un análisis de ciertas estrategias retóricas de Sarmiento, de su lenguaje y de su uso de diversas citas de la alta cultura occidental, que su obra está marcada por una curiosa aporía: cuando busca ser más civilizada es, en realidad, más bárbara. Su sistema de citas, por ejemplo, diseñado para demostrar su conocimiento del pensamiento moderno e ilustrado, es profundamente caótico: hace atribuciones erróneas (la primera cita de la advertencia inicial se la atribuye equivocadamente a Fortoul) o cita textos ingleses en traducciones francesas, lo cual termina por darle una cierta falta de solidez académica al texto, justo cuando aspira a consolidar su autoridad. Frente a esto, varios autores latinoamericanos han visto una coexistencia entre la civilización y la barbarie en los gestos retóricos del propio Sarmiento: En el momento en que la cultura sostiene los emblemas de la civilización frente a la ignorancia, la barbarie corroe el gesto erudito. Marcas de un uso que habría que llamar “salvaje” de la cultura; en Sarmiento, de hecho, estos barbarismos proliferan. Atribuciones erróneas, citas falsas. (Piglia 17)

Algo similar ocurre respecto al fenómeno político del paternalismo. El análisis de Sarmiento lo deja curiosamente dentro y fuera de aquello que él mismo critica, oscilando entre un pensamiento supuestamente civilizado y una defensa encubierta de gobiernos que siguen necesitando de la presencia de figuras paternas. A pesar de su crítica al caudillismo, el texto contiene otros momentos que muestran una adhesión inesperada al paternalismo como herramienta política adecuada ante la infantilidad bárbara americana. En estos momentos se hace evidente que Sarmiento no se opone realmente al “padre político” per se. Se opone, más bien, al hecho de que sean los “bárbaros”, los gauchos, quienes tengan acceso a este poder patriarcal. Para su visión civilizada, acorde con las ideas que vimos en Hegel y Mill, el líder “civilizado” tendría derecho a constituirse en un padre autoritario, pero Facundo y

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Rosas no. Hasta cierto punto, su texto aspira a encontrar el Carlomagno o el Akbar de Mill, una figura autoritaria que estaría al servicio de los ideales de la modernidad y la racionalidad occidental. En todo caso, resulta esencial notar que su postura civilizada no se opone de manera absoluta al paternalismo. En determinado momento Sarmiento critica a Facundo no por imponerse de manera violenta sobre diferentes provincias del país, sino por no haber sabido “sistematizar” su imposición de gobiernos paternales y autoritarios: [...] porque Quiroga, en su larga carrera, en los diversos pueblos que ha conquistado, jamás se ha encargado del gobierno organizado, que abandonaba siempre a otros. Momento grande y digno de atención para los pueblos es siempre aquel en que una mano vigorosa se apodera de sus destinos. Las instituciones se afirman, o ceden su lugar a otras más nuevas, más fecundas en resultados, o más conformes con las ideas que predominan. De aquel foco parten muchas veces los hilos que, entretejiéndose con el tiempo, llegan a cambiar la tela de que se compone la Historia. (Sarmiento 153)

Sarmiento, paradójicamente, no critica a Facundo por sus métodos de control autoritario, sino por no darles permanencia, por no otorgarles un orden más sistemático y por no ponerlos al servicio del cambio de la “tela de la historia”. Es obvio a partir de esta cita que Sarmiento considera que la “mano vigorosa” de un padre puede ser útil al momento de realizar grandes cambios históricos, lo cual, en su caso, equivale a imponer el pensamiento occidental por la fuerza en tierras americanas. Para este fin, el paternalismo podría ser una herramienta válida. Sin embargo, debe estar en las “manos adecuadas”, bajo una figura alineada con la civilidad occidental y su visión histórica de progreso y modernización. Esta idea se confirma cuando Sarmiento habla de Bernardino Rivadavia, el personaje histórico que en su texto encarna los más altos ideales políticos de civilización y modernidad. A lo largo de la obra, señala cómo su presidencia se caracterizó por una radical europeización de las costumbres argentinas. Sin embargo, ante la oposición de una buena parte de la población, Rivadavia renunció a su cargo. Es este momento el que da inicio a una nueva etapa de la República argentina, marcada por la presencia de caudillos como Quiroga y Rosas. Al respecto, Sarmiento señala:

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Rivadavia ignoraba que, cuando se trata de la civilización y la libertad de un pueblo, un Gobierno tiene ante Dios y ante las generaciones venideras altos deberes que desempeñar, y que no hay caridad ni compasión en abandonar a una nación por treinta años a las devastaciones y a la cuchilla del primero que se presente, a despedazarla y a degollarla. Los pueblos, en su infancia, son unos niños que nada prevén, que nada conocen, y es preciso que los hombres de alta previsión y de alta comprensión les sirvan de padre. (201, mi subrayado)

Estas citas nos permiten ver que la crítica de Sarmiento al “padre político” no es radical. Desde su supuesta posición ilustrada (que, como vimos, es más bien un simulacro), es capaz de ver al paternalismo como una herramienta útil para la fundación de las nuevas naciones americanas. El problema estaría en que ese gobierno autoritario debe estar aliado con una visión conceptual y política europea, y no con Facundo o con Rosas: debe ser neocolonial, estar sometida al pensamiento moderno europeo y sus designios económicos y políticos. Aún así, Sarmiento, quien busca definirse precisamente como un pensador exterior a la barbarie paternalista, termina defendiendo algunas de las premisas fundamentales de esta misma barbarie. La civilización que él encarna sigue teniendo paradójicos vínculos conceptuales con la figura del padre político y con la definición de América Latina como un territorio infantil, ajeno al lenguaje de la historia. Una vez más, la mirada “civilizada” genera la imagen de un continente necesitado de líderes paternalistas, especialmente de aquellos que encarnan las ideas y los intereses de Occidente. Otro ejemplo de la persistencia del padre político en los discursos sobre las incipientes naciones americanas, y de sus inesperados lazos con la modernidad y la civilización, surge en Os Sertões (1902), de Euclides da Cunha. En el Brasil decimonónico, el ejército fue siempre una de las fuerzas civilizadoras más importantes de la nación por su temprana alianza con las doctrinas positivistas de Auguste Comte. Euclides se formó como ingeniero en esta institución, y por ello su pensamiento estuvo marcado por la necesidad de traer conceptos científicos al Gobierno nacional y a sus fuerzas militares. Es, por lo tanto, un defensor furioso de la modernidad, la civilización y el progreso. Para él, el surgimiento de Canudos (1893), una comunidad liderada por una figura religiosa de gran poder popular como Antônio Conselheiro, es la encarnación de un cúmulo de fuerzas “bárbaras” que se oponen a la consolidación

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de un Estado moderno. Su objetivo será criticar a ese líder paternalista y la barbarie que encarna. Es notable, sin embargo, que la retórica vibrante del ingeniero no sea capaz de consolidar una oposición absoluta a la figura del padre político. Había en su palabra una fuerza centrífuga que dispersaba su sentido y la hacía ambigua, incluso en los momentos de sus afirmaciones más tajantes. El capítulo titulado “O homem” comienza con una impresionante descripción de la conformación racial en el Brasil y de los motivos por los cuales el mestizaje es responsable de muchos de los males de la nación. Esto se hace evidente en su zona más pobre y políticamente inestable: el nordeste, donde las razas más “débiles” (la negra y la indígena) son preponderantes. La única esperanza de Euclides está puesta en un futuro remoto, en el cual esa combinación étnica pueda estabilizarse y producir una raza uniforme. Este futuro racial solo puede garantizarse a partir de una estabilidad social previa, de una nación que calme sus luchas internas. Dice entonces el autor: Estamos condenados à civilização. Ou progredimos, ou desaparecemos. A afirmativa é segura. (145)

Estas frases aparecen así en la página, dispuestas como un breve haiku que determina el destino de la nación. Cada oración es perentoria, cargada de una fuerza que no deja espacio para la duda. Su sentido general parece obvio: o se logra la construcción de una nación moderna, similar a las naciones europeas, o Brasil estará destinado a desaparecer a causa de su problemática conformación racial y su inherente barbarie. Sin embargo, el sentido ambiguo de algunas palabras parece jugar en contra de esa interpretación. ¿Por qué usar el verbo condenar? ¿Es posible estar condenado a la civilización, a algo positivo? Toda condena implica también una violencia externa que obliga a realizar una acción que no se desea. Por el puro juego retórico del texto, la civilización no surge como un ideal puro, sino como un proceso obligatorio que incluye una violencia implícita en la modernización política. Al final del texto, cuando ocurre la masacre de todos los habitantes del caserío de Canudos, esa “condena” a la civilización retumba con ecos brutales y ominosos por su violencia neocolonial y por su paradójica cercanía con la misma barbarie paternalista que Euclides busca criticar.

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En Os Sertões, el paternalismo que caracteriza a Canudos y su fe ciega en la figura de un único hombre son considerados peligros inminentes para la civilización y para la constitución de una república marcada por los ideales positivistas del orden y el progreso.12 El origen de esta figura paterna se explica, como en Sarmiento (a quien Euclides leyó con admiración), a partir del terreno, el clima, las razas y las costumbres ancestrales de los habitantes de la región. Sin embargo, el rasgo distintivo de quienes son considerados bárbaros por Euclides es la superstición. La aparición de un pensamiento religioso que se vale de mitos arcaicos para generar su unidad sociopolítica es el más alto peligro para el pensamiento ilustrado por una razón primordial: para este pensamiento “bárbaro”, los conceptos políticos más desarrollados (la democracia, la representación, la república) son incomprensibles: (Conselheiro) Pregava contra a República; é certo. O antagonismo era inevitável. Era um derivativo à exacerbação mística: uma variante forçada do delírio religioso. Mas não traduzia o mais pálido intuito político: o jagunço é tão inapto para aprender a forma republicana como a forma monárquico-constitucional. Ambas lhe são abstrações inacessíveis. É espontaneamente adversário de ambas. Está na fase evolutiva em que só é conceptível o império de um chefe sacerdotal o guerreiro. (248, mi agregado)

En sus momentos de mayor intensidad retórica, Euclides escribe frases separadas, como si cada idea ganase fuerza y claridad al ocupar un espacio por sí misma. En este caso, su idea central consiste en que un pensamiento místico, capturado por la superstición religiosa (y en combinación con los ya mencionados elementos “negativos” del territorio y el mestizaje) es incapaz de comprender un sistema político complejo y abstracto. Este tipo de mentalidad solo puede entender el ámbito político a partir de una figura concreta como el rey, el profeta o el guerrero. El bárbaro, dominado por la idea supersticiosa e infantil de la llegada de un redentor futuro, solo puede concebirse bajo el imperio mesiánico de un padre. Las instituciones modernas de representatividad democrática le resultan irreales e incomprensibles, frente a 12

Vale la pena recordar que estas palabras están inscritas en la bandera nacional brasileña, y que tienen su origen en el pensamiento positivista de Auguste Comte.

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la concreción de un guerrero o un santo. Euclides, por lo tanto, parece defender la idea de que el padre político es resultado de la incapacidad conceptual de una barbarie que es incapaz de entender la complejidad de los sistemas políticos más avanzados de su tiempo. Una vez más, la mirada “civilizada” presupone una infancia típicamente americana, una incapacidad con la palabra histórica, que culmina necesariamente en la figura de un padre político. Al seguir la historia de Canudos, encontramos, sin embargo, que la República misma copia algunas de las particularidades del caserío nordestino y que la modernización de la nación adopta las características más oscuras del paternalismo “bárbaro”. Euclides escribe en un momento en que la República ya estaba en plena consolidación, luego de casi una década de independencia. Esta república, con su ejército afincado en la modernidad del pensamiento positivista, necesitó de cuatro grandes ataques para derrotar definitivamente a los “bárbaros”. Uno de los episodios más espectaculares de la narración es la tercera campaña, dirigida por el general Moreira César, un renombrado militar de finales del siglo xix. La nación vitorea su llegada como la aparición de un nuevo mesías, copiando en algún sentido la superstición de los seguidores de Conselheiro. Euclides, por su parte, con mirada retrospectiva, se muestra escéptico ante la figura misma del “elegido”. Esta es su descripción: Ora, de todo o exército, um coronel de infantaria, Antônio Moreira César, era quem parecia haver herdado a tenacidade rara do grande debelador de revoltas. O fetichismo político exigia manipansos de farda. Escolheram-no para novo ídolo. (321)

Y, más adelante, hablando también de Moreira César: Assim, era um desequilibrado. Em sua alma a extrema dedicação esvaía-se no extremo ódio, a calma soberana em desabrimentos repentinos e a bravura cavalheiresca na barbaridade revoltante. Tinha o temperamento desigual e bizarro de um epiléptico provado, encobrindo a instabilidade nervosa de doente grave em placidez enganadora. (323)

Hasta este punto, Euclides es un fuerte crítico del ejército y de la nación por su falta de rigor científico en el ataque a Canudos. Desde su posición de ingeniero positivista, señala técnicas erróneas, malos cálculos y falta de

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precisión en los ataques. Pero aquí ocurre algo distinto. Cuanto más avanza su relato, se hace evidente que el problema central de su texto es la imposibilidad de mantener la división tajante entre civilizados y bárbaros, entre la nación moderna y la fe supersticiosa en el padre político. La descripción de Moreira César podría intercambiarse fácilmente por la de Conselheiro, y la fe ciega de la nación en esta figura es una forma de “fetichismo” paternal similar a la de Canudos. La incapacidad de hacer abstracciones, de pensar de forma “civilizada”, parece extenderse al moderno ejército y a toda la nación, que, en el gran edificio retórico del texto, queda en la misma posición infantil del bárbaro nordestino y su predisposición a la presencia de padres políticos. La república moderna repite, sin saberlo, los pasos de la barbarie, y Canudos se convierte en una versión a escala de la nación que aspira, infructuosamente, a ser civilizada y moderna. Es imposible situar al patriarca político de un solo lado de la ecuación: tanto “civilizados” como “bárbaros” participan de una supersticiosa fe en el padre. El final del libro es ejemplar en este sentido. El ejército del país más grande de América del Sur se enfrenta a un caserío con poquísimos hombres atrincherados en casas frágiles y no puede derrotarlos. Luego de la destrucción absoluta de las humildes casas, se dice respecto a los sobrevivientes: “Eram quatro apenas: um velho, dois homens feitos e uma criança, na frente dos quais rugiam raivosamente cinco mil soldados” (571). La torpeza generalizada de este ejército, supuesto símbolo de la modernidad militar, se enfrenta al heroísmo trágico de un puñado de hombres que nunca se rinden. La solución final es el punto máximo de la barbarie en el texto, y Euclides solo puede dedicarle palabras ambiguas: [...] a vitória tão longamente apetecida decaia de súbito. Repugnava aquele triunfo. Envergonhava. Era, com efeito, contraproducente compensação a tão luxuosos gastos de combates, de reveses e de milhares de vidas, o apresamento daquela caqueirada humana —do mesmo passo angulhenta e sinistra, entre trágica e imunda, passando-lhes pelos olhos, num longo enxurro de carcaças e molambos. (566)

No hay ninguna palabra positiva para la victoria. La retórica tiende ahora a lo abyecto, a la descripción minuciosa de la corrupción material y moral

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del poblado, que se convierte alegóricamente en la nación. La fuerte repulsión física de este pasaje tiene, además, una contraparte conceptual. El problema central del texto radica en que, después de un análisis tan minucioso de causas y efectos, no es posible realizar la acción racional y moderna por excelencia: el análisis, la división teórica y conceptual entre civilizados y bárbaros, entre héroes y villanos, entre paternalistas salvajes y demócratas modernos. La mano autoritaria que genera un orden moderno es tan demencial e impredecible, tan bárbara, como la mano paternal de Conselheiro. De ahí el enorme poder de la última frase del texto, que, siguiendo el estilo lapidario de Euclides, ocupa por sí sola un subcapítulo entero (el número 7) de la última parte: “É que ainda não existe um Maudsley para as loucuras e os crimes das nacionalidades” (573). Henry Maudsley era un psiquiatra y criminólogo inglés, defensor de la teoría cientificista de que el crimen tendría relaciones con desórdenes mentales. En algunas de sus obras más conocidas, como Responsibility in Mental Disease y su texto en francés Le crime et la folie, llegó incluso a defender que la mente criminal sufría una suerte de epilepsia nerviosa, un equivalente psíquico a las convulsiones corporales producidas por esta enfermedad.13 Lo que Euclides reclama al final, pensando en Maudsley, es un modelo teórico que pudiera explicar el caos que acaba de describir. En cierto sentido, él sería el nuevo Maudsley, el pensador moderno e ilustrado capaz de generar una teoría racional del crimen en el Brasil a partir de factores naturales, psicológicos y sociales. Sin embargo, la palabra ainda (“todavía”) deja entrever una cierta desazón, una incertidumbre respecto a haber cumplido esta labor. Todavía (para el final del libro) no existe el creador de un modelo conceptual que pueda describir por qué una campaña nacional que busca imponer los ideales de la civilización termina en destrucción sin sentido y en barbarie pura. En última instancia, no hay un mecanismo conceptual que pueda disociar la civilización de la barbarie y a la modernidad política de su contraparte patriarcal y autoritaria. La modernidad en América Latina está finamente entretejida con esta historia

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No hay mucho escrito sobre Maudsley, cuyas teorías criminalísticas se han convertido en algo del pasado. Hay una breve introducción a su obra en el artículo “Pioneers in Criminology. IX Henry Maudsley”, de Peter Scott, en The Journal of Criminal Law, Criminology and Police Science, 46.6, 1956, pp. 753-69. La información incluida aquí proviene de este artículo.

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colonial de salvaje destrucción y autoritarismo paternal. La locura colectiva que se critica no es simplemente de Canudos, de los fanáticos supersticiosos que siguen a Antônio Conselheiro: es la locura de la nacionalidad, de un país que tiene como máximos ideales el orden y el progreso, es decir, la modernidad misma. La nación moderna en su totalidad es permeada por la barbarie y, en este sentido, la mirada teórica del civilizado fracasa en su intento por hacer distinciones claras. El concepto de nación civilizada, que según Euclides debería fundarse en la exclusión de elementos autoritarios, supersticiosos y paternalistas, termina siendo indiscernible de la barbarie y de la intervención del autoritarismo paternal. Es la labor del intelectual latinoamericano pensar en esa paradoja, en cómo el deseo profundo de claridad y distinción, de una teoría capaz de hacer inteligible el mundo americano para construir una nación basada en los ideales políticos modernos, culmina en el caos patriarcal y autoritario de las naciones del continente y en una serie de textos cargados con un desasosiego que aún no cesa. Con la figura de Euclides damos un paso firme al siglo xx y a los problemas que ocuparán las novelas que veremos a continuación. Hasta ahora, los autores tratados nos han servido para definir los temas centrales que estudiaremos en los capítulos que siguen. Para comenzar, hemos trazado una cierta continuidad entre la figura del padre y una serie de problemas políticos del continente: su paternalismo, su violencia autoritaria y el deseo desesperado de constituir naciones modernas y civilizadas. Estos padres políticos tienen una relación compleja con la modernidad y la civilización. En teoría, el paternalismo está directamente vinculado con la barbarie y debe permanecer fuera de los procedimientos de la civilidad política moderna. Esta, sin embargo, es una versión simplista de un proceso mucho más complejo. Los textos de los pensadores latinoamericanos de la independencia muestran cómo la constante aparición de figuras paternas no proviene simplemente de un pensamiento bárbaro ni de problemas de inestabilidad económica y social, aunque estos factores son, sin duda, parte fundamental del proceso. Hay otro elemento que consideraremos una y otra vez en las páginas que siguen: el paternalismo está curiosamente entrelazado con el pensamiento moderno y su aplicación colonial en la construcción de las naciones americanas. Por ahora, señalamos cómo este permanente surgimiento del paternalismo en el continente está relacionado con una adhesión radical de sus pensadores

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ilustrados a un pensamiento moderno que define a América Latina como un espacio de “infancia histórica”. Para esta mirada civilizada, la entrada de esta región en la mayoría de edad ilustrada solo puede darse con la intervención de una figura paterna vinculada con la modernidad occidental. Los pensadores más cercanos a la Ilustración en América Latina siguieron literalmente este marco conceptual y se ciñeron apasionadamente a la idea de un continente infantil y necesitado de “cuidados paternales” para adentrarse en la historia. Estos intelectuales, que aspiraban al progreso ilustrado de sus países, tuvieron que lidiar con la paradoja de esa doble exhortación: por un lado, el deseo de hacerse civilizados y, por otro, la necesidad de hacerlo a partir de modelos patriarcales que se definen precisamente como antimodernos y que se infiltran inevitablemente en la nación misma y su historia. Sus proyectos políticos y conceptuales están destinados a caer en la indeterminación, la contradicción y la perplejidad. En los análisis que siguen, no solo trazaremos vínculos permanentes entre la figura del padre y los proyectos políticos de sus naciones modernas. Veremos también cómo esos padres tienen una relación paradójica, pero indisoluble, con la modernidad y cómo, a pesar de ser considerados “bárbaros”, se convierten en instrumentos de los contradictorios procesos de civilización y modernización del continente. En la mayoría de los países de América Latina, la construcción de naciones civilizadas se dio con la intervención de figuras paternas que impusieron de forma autoritaria procesos de modernización económica, política y cultural. Veremos cómo, en cada texto, el padre se convierte en una figura central para la modernidad económica, política y cultural de países tan diversos como México, Brasil y Cuba. Estos análisis preliminares nos permiten pensar cómo la figura paterna, precisamente por su poder vinculado siempre con la palabra y el lenguaje, tiene lazos fuertes con las estrategias retóricas de los diversos textos. Realizaremos este trabajo retórico en torno a la figura del padre planteando una primera división a partir de dos modelos posibles de análisis. En la primera parte, encontraremos textos en los que un padre presente y de gran poder en su universo produce una notable economía verbal, una parquedad de la palabra que tiende al silencio. En la segunda parte, veremos cómo la ausencia del padre se relaciona con textos de una proliferación barroca que no corresponde con una pura liberación del lenguaje, sino con una duda

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esencial que busca ser solucionada (o encubierta) a partir del derroche, el ornamento y el exceso. Vale la pena señalar que el objetivo no es, en ningún sentido, señalar que estas son las únicas posibilidades formales a la hora de representar padres presentes o ausentes. Por tal razón, en las conclusiones a este trabajo hablo sobre otros modelos posibles, particularmente la relación entre el padre político presente y la forma barroca, una de las estrategias propias de un género específicamente latinoamericano: la novela del dictador. Sin embargo, estos dos modelos centrales, que marcan las dos grandes partes de este texto, muestran las íntimas relaciones que existen entre la figura paterna, la reflexión histórico-política en torno al poder y la forma literaria. En todo caso, es importante señalar que la relación entre forma y política debe estudiarse de acuerdo con las estrategias retóricas específicas de cada texto que se busca trabajar. No hay una teoría única que pueda definir a priori las relaciones entre el poder, la ley y el lenguaje; cada texto irá tejiendo y destejiendo estas relaciones, y es la función del crítico desentrañar las particularidades de esta relación en cada obra. Por último, estas soluciones formales serán estudiadas tanto en textos hispanoamericanos como brasileños. Mi objetivo con esta selección es tomar pasos firmes hacia la disolución de una serie de fronteras conceptuales (basadas en hechos históricos, distancias linguísticas y conflictos políticos) que han fragmentado al continente latinoamericano, pero que están cercanas a su caída. Brasil es hoy una nación que cuenta, para bien y para mal, con una enorme influencia y un papel articulador en la política de América Latina, así como un país central para la producción cultural del continente. Mi objetivo al realizar este esfuerzo comparativo es mostrar cómo autores de diferentes naciones han trabajado temas similares y han encontrado soluciones retóricas y políticas afines para representar sus conflictos modernos. Espero mostrar no solo que un trabajo comparativo de este tipo puede lograrse gracias a una gran afinidad entre los textos, sino también que los estudios literarios y culturales en torno al continente se enriquecen con un diálogo de este tipo. Al seleccionar textos hispanoamericanos y brasileños, aspiro a retar una cierta posición hegemónica en el latinoamericanismo que ve a Brasil y a la América hispánica como terrenos completamente diferenciados; al mismo tiempo, busco evidenciar los vínculos que conectan a estas dos tradiciones literarias (al igual que sus diferencias) y que hoy, más

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que nunca, deben tomarse en cuenta para tener una imagen completa del panorama latinoamericano en toda su riqueza. Por ahora, nos centraremos en textos en los que el padre trata de surgir como el centro presente de un mundo familiar que es también, metafóricamente, el reflejo de un mundo político de mayor extensión: la nación. En Vidas Secas, de Graciliano Ramos, y Pedro Páramo, de Juan Rulfo, encontramos la figura de un padre que tiene un poder casi absoluto sobre sus hijos y también una serie de reflexiones políticas y sociales que exceden el ámbito familiar. El principal objetivo de estos análisis consistirá en ver cómo esa figura del padre, supuestamente presente y todopoderoso, se relaciona con ciertos elementos históricos y políticos y, simultáneamente, con la escritura austera y fragmentada de ambos textos. Pero, antes, haremos una introducción al concepto mismo de presencia y a su posible aplicación a los campos de la política y la literatura moderna.

PARTE PRIMERA LA PRESENCIA DEL PADRE

1. DIOS, EL SOBERANO, EL PADRE: UNA TRILOGÍA FIGURAL DE LA PRESENCIA PATERNA

Buena parte de este trabajo se basa en una distinción entre dos grandes arquetipos paternales: por un lado, el padre presente (Vidas Secas y Pedro Páramo), fuerte, represivo, que busca controlar de manera absoluta sus dominios; y, por el otro, el padre ausente (Grande Sertão: Veredas y Paradiso), cuya presencia ha encontrado un límite en la muerte, el silencio o la distancia, pero que sigue siendo una figura simbólica de la mayor importancia. Para cada texto en particular, pensaremos en la relación que existe entre estos arquetipos paternos y las estrategias retóricas que dan forma a las novelas. En esta sección hablaremos sobre la figura del padre que, a partir de su presencia y su poder, intenta convertirse en la lógica misma de su mundo. Nos preguntaremos por el sentido de su presencia, por su relación con la ley y el lenguaje y por la manera en que su imagen se construye dentro de las obras literarias. Veremos también cómo se relaciona con las herramientas retóricas y formales de cada novela, particularmente con dos que son esenciales para ambas: una notable austeridad verbal, combinada con una radical fragmentación del relato. Finalmente, nos detendremos en las figuras que se resisten al poder paterno, al igual que en los quiebres inevitables que fisuran el proyecto patriarcal de presencia y control sobre un mundo. Intentaremos mostrar cómo esta figura del padre encuentra en el lenguaje mismo, y en el carácter equívoco y multivalente de los signos, una ruptura en el proyecto de control unificado de su universo. Esta distinción inicial entre presencia y ausencia es susceptible de varios interrogantes. Comencemos por una pregunta concreta, que no apela a ningún tipo de marco teórico y que se refiere únicamente a los textos que leeremos a

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continuación: ¿es verdad que hay un padre presente en Pedro Páramo y Vidas Secas? La novela de Rulfo se presta de manera ejemplar a esta pregunta, porque la respuesta es decididamente ambigua. El texto comienza con un hombre que viene a buscar a su padre, Pedro Páramo. Pronto sabemos que este personaje ya está muerto. ¿Cuál es la medida o el sentido de su “presencia” en la novela? En el caso de Graciliano y Vidas Secas, tenemos la imagen de un hombre con un poder brutal en el ámbito familiar, pero que fuera de su propio hogar es una suerte de espectro, un ser débil e insignificante que bordea la inexistencia. ¿Por qué situar a estos dos personajes en el ámbito de la presencia? El concepto de presencia que aspiro a trabajar nunca está completamente acabado. En estos textos, al igual que en los proyectos retórico-políticos que ya han sido estudiados, la presencia es un objetivo inalcanzable, una mitología en constante producción y permanente caída. El “padre presente”, como lo defino en este texto, aspira a erigirse como una figura de poder absoluto, capaz de garantizar el orden de una comunidad humana en términos epistemológicos, lingüísticos y políticos. Tanto Pedro Páramo como Vidas Secas ponen en escena el esfuerzo necesario para la construcción de una mítica figura paterna capaz de encarnar definitivamente la ley, el orden y el conocimiento dentro de un universo. Cada texto, sin embargo, muestra que este es un proyecto inalcanzable. El padre no puede lograr jamás la omnipresencia que sería necesaria para garantizar la estabilidad inmutable de una familia, un pueblo o una nación. Es por esto que, en ambas novelas, la “presencia” del padre culmina en la fantasmagoría y el silencio: es la expresión de un proyecto destinado al fracaso.1 La presencia del padre aspira a convertirse en el centro de un mundo estable, resistente a cualquier excepción y cualquier duda. Si bien esta imagen de un patriarca con poder absoluto es característica del ámbito históricopolítico latinoamericano, me interesa señalar que existen vínculos entre esta figura patriarcal y el pensamiento occidental. Dicho de otro modo, como

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Ocurre algo similar con los textos dedicados al padre ausente. En ellos, de manera inversa, la muerte paterna, en lugar de instituir una forma de libertad total, se convierte en un mandato obsesivo que le da una cierta presencia. Dicho de otro modo, tampoco su ausencia es un fenómeno completo, perfecto, absoluto. La figura paterna está marcada por esta ambivalencia, por un juego de presencias y ausencias que nunca se resuelve del todo.

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vimos en la introducción a este texto, me interesa mostrar que hay continuidades entre la presencia de múltiples patriarcas en América Latina y el pensamiento occidental moderno. Este pensamiento, que, como señalamos, es el sustento de la colonización americana, censura a estos padres, pero, al mismo tiempo, tiene conexiones conceptuales y políticas con ellos en su anhelo de adquirir y preservar un control completo sobre ese mundo histórico y social. Para mostrar esta continuidad, veremos a continuación varios campos en los que el pensamiento occidental se ha ocupado de la presencia como tema. En ellos, la figura del padre suele surgir con asombrosa regularidad. Comenzamos, en primera instancia, con algunos problemas lingüísticos y epistemológicos que han sido centrales para la tradición occidental. Daremos inicio al análisis de la presencia y su relación con la figura paterna con el proyecto filosófico de Jacques Derrida. A. Dios, el padre, y la metafísica de la presencia en el proyecto epistemológico occidental: Jacques Derrida La filosofía y la teoría literaria contemporáneas se han ocupado directamente de la dualidad presencia / ausencia y de la imposibilidad de trazar líneas claras entre estos dos polos supuestamente opuestos. Jacques Derrida es, sin duda, uno de los más concienzudos seguidores del tema en años recientes. En sus primeros escritos, en los que se empieza a plantear el proyecto teórico de la deconstrucción, Derrida intenta mostrar cómo la presencia, específicamente en el ámbito del lenguaje, ha sido uno de los elementos centrales en el proyecto epistemológico occidental. Este proyecto da prioridad a lo que supuestamente está presente de manera inmediata (como la voz y la oralidad, ligadas a la presencia de quien emite y recibe los signos), frente a aquello que aparece a través de diferentes mediaciones, como ocurre con la escritura. Según esta idea, en el mundo occidental la presencia es una garantía de verdad y certeza epistemológica, de un conocimiento indudable frente a aquello que está ausente y se manifiesta a partir de diversos tipos de mediación o representación. El objetivo de Occidente, por lo tanto, ha sido siempre defender la presencia como forma verdadera y única de conocimiento y, en teoría, apartarse de cualquier forma de conocimiento que dependa de

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la representación indirecta del mundo. La escritura es la forma de representación que Occidente, desde Sócrates y Platón, ha considerado secundaria, inferior y suplementaria en comparación con el habla, que, por su carácter presente, parece ser la cifra de una verdad absoluta. Derrida señala que esta apuesta por la presencia y por un conocimiento total y definitivo siempre ha quedado incompleta: el conocimiento humano nunca ha alcanzado una perfección incondicional, y el lenguaje, por más que sea emitido y recibido por seres humanos presentes el uno ante el otro, nunca se ha convertido en una fuente indudable y transparente de saber. La idea misma de que es posible alcanzar el ser verdadero de la palabra como una presencia pura y estable (incluso en el habla) ha sido, y será, un proyecto inconcluso e imposible. La siguiente cita muestra cómo para Derrida los vínculos entre habla / presencia y escritura / ausencia deben repensarse como parte de un proyecto epistemológico que es, también, histórico: Con un éxito desigual y esencialmente precario, este movimiento habría tendido en apariencia, como hacia su telos, a confinar la escritura en una función secundaria e instrumental: traductora de un habla plena y plenamente presente (presente consigo, en su significado, en el otro, condición, incluso, del tema de la presencia en general), técnica al servicio del lenguaje, portavoz, intérprete de un habla originaria, en sí misma sustraída a la interpretación. (Derrida 13)

Muy pronto en su obra, además, Derrida muestra cómo este proyecto lingüístico y epistemológico que ve en la presencia la forma de un conocimiento absoluto y que se inicia en el mundo griego, pero que también se relaciona con el pensamiento de la modernidad ilustrada (a partir de Rousseau y su teoría del lenguaje, por ejemplo), tiene vínculos inesperados con la esfera teológica, un ámbito que el pensamiento moderno busca borrar bajo el signo de su condición secular. Frente al carácter decididamente antiteológico de la modernidad ilustrada, Derrida señala la persistencia de la teología en el pensamiento occidental moderno, que estaría vinculada con el concepto mismo de presencia. Hablando sobre la preponderancia de la presencia como inteligibilidad pura y absoluta en las teorías modernas del lenguaje, Derrida señala:

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Pero a estas raíces metafísico-teológicas se vinculan muchos otros sedimentos ocultos. La “ciencia” semiológica, o, más limitadamente, lingüística, no puede mantener la diferencia entre significante y significado —la idea misma de signo— sin la diferencia entre lo sensible y lo aquí inteligible, por cierto, pero tampoco sin conservar al mismo tiempo, más profunda e implícitamente, la referencia a un significado que pudo “tener lugar”, en su inteligibilidad, antes de toda expulsión hacia la exterioridad del aquí abajo sensible. En tanto cara de inteligibilidad pura, aquel remite a un logos absoluto al cual está inmediatamente unido. Ese logos absoluto era en la teología medieval una subjetividad creadora infinita: la cara inteligible del signo permanece dada vuelta hacia el lado del verbo y de la cara de Dios. (20)

El mayor mérito de la cita derrideana es su seguimiento de una serie de problemas retóricos y tropológicos propios del pensamiento moderno en torno al lenguaje. Para poder explicar el signo lingüístico, tal como lo concebimos desde Saussure, es indispensable mantener una serie de tropos que tienen su origen en un pensamiento estrictamente teológico. La división moderna entre significante y significado se basa en otras dualidades retóricas, como sensible / inteligible, cuerpo / alma, oscuridad / luz, caída / plenitud, incompleto / completo, que remiten a la imagen de Dios como logos absoluto, y a un universo teológico pleno y presente, que encuentra una reproducción falaz o incompleta en el mundo de la escritura y, en general, de la representación. En última instancia, Derrida busca mostrar que la aspiración moderna (supuestamente “científica” y “secular”) de transformar el lenguaje en un juego de presencias plenas (el habla) y ausencias fallidas (la escritura) no es otra cosa que una reelaboración de ideas teologales como la plenitud del logos divino y la caída del hombre en la imperfección del mundo. La lingüística moderna sería entonces una hija indirecta, pero reconocible, de la teología medieval. O dicho en palabras del propio autor: “El signo y la divinidad tienen el mismo lugar y el mismo momento de nacimiento. La época del signo es esencialmente teológica” (20). Esta es una idea central para este trabajo. Al hacer notar que la preponderancia de la idea de presencia en los ámbitos lingüísticos y epistemológicos modernos es un remanente del pensamiento teológico, Derrida vincula al mismo tiempo la apuesta occidental por la presencia en términos epistemológicos con el padre por antonomasia: Dios. Esta figura del padre se

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encuentra inscrita de forma latente en múltiples proyectos de la modernidad que aspiran a la construcción de un conocimiento cierto y sin fallos. El proyecto epistemológico-lingüístico moderno, que intenta deshacerse de toda forma de representación para acceder a la plenitud de la presencia en el habla, se ve forzado a mantener de manera indirecta un logos paternal que garantiza un universo estable, perfecto, plenamente cognoscible por el hijo, el ser humano. Así, a partir de un análisis minucioso de la epistemología occidental y sus tropos, es posible ver cómo el proyecto de control y conocimiento perfecto del universo no es del todo ajeno a la figura paterna y a una mirada paternalista frente al universo. A pesar de su muerte anunciada por Nietzsche, Dios como padre sigue siendo un espectro ineludible en todo el pensamiento occidental, incluso en la modernidad.2 En última instancia, para el proyecto de deconstrucción de Derrida, el concepto mismo de “presencia” en el proyecto lingüístico y epistemológico moderno estaría ligado secretamente a la figura teológica de un padre capaz de avalar y legislar esta misma presencia, el control epistémico absoluto sobre el mundo. La implicación final de este argumento es que tras el proyecto moderno de un conocimiento absoluto del mundo, basado en una “metafísica de la presencia”, quedan aún los remanentes de una figura paterna. Mi objetivo a lo largo de este trabajo será mostrar que existe una cierta continuidad entre este proyecto occidental, moderno y colonial, que depende secretamente de un padre para dar orden epistemológico a un mundo, y el surgimiento constante de la figura del patriarca político en América Latina, donde su figura también aspira a ser una garantía de control epistemológico y político sobre un universo. La idea de un padre presente como centro de una comunidad no es el producto exclusivo de la “barbarie” no occidental ni del atraso latinoamericano: proviene también de un deseo por encontrar un centro estable, fijo y, 2

La persistencia de la figura de Dios, la ilusión de su presencia incluso después de su muerte en el pensamiento moderno, es algo que el propio Nietzsche había previsto. En su famoso fragmento de La gaya ciencia (125) sobre la muerte de Dios, el hombre que habla termina diciendo: “Este acontecimiento inmenso todavía está en camino, viene andando; mas aún no ha llegado a los oídos de los hombres. Han menester tiempo el relámpago y el trueno, la luz de los astros ha menester tiempo; lo han menester los actos hasta después de realizados, para ser vistos y entendidos. Ese acto está todavía más lejos que la estrella más lejana. ¡Y, sin embargo, ellos lo han ejecutado!” (Nietzsche 110).

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en muchos casos, autoritario para un mundo, algo que está inscrito en el pensamiento de Occidente y en sus desarrollos modernos, en su epistemología y en su ciencia del lenguaje. A partir de Derrida, es posible ver que la figura del padre por excelencia, Dios, sigue participando de los proyectos epistémicos de Occidente e incluso de la racionalidad moderna. La figura del padre en América Latina podría leerse no solo como un producto de la inestabilidad política y económica de la región, sino también como un efecto indirecto de la adhesión del continente a la racionalidad ilustrada y de su necesidad por encontrar una presencia poderosa, capaz de garantizar el orden, el destino y el control de un mundo. Así, este texto buscará mostrar la manera en que los diferentes padres de las novelas analizadas son, en cierto sentido, figuras análogas a Dios que con su presencia aspiran a sustentar la epistemología clara y distinta, la lógica y el lenguaje de un mundo. A partir de Derrida podemos señalar, además, que este deseo de conocimiento pleno a partir de un padre que funciona como centro y cómo lógica inmutable del mundo no es ajeno al proyecto epistemológico moderno y a su apuesta por la presencia. De otro lado, este texto también buscará señalar las relaciones entre el concepto de presencia en el ámbito lingüístico y epistemológico y los procesos políticos implícitos en ambos textos. Los padres, tanto en Vidas Secas como en Pedro Páramo, son figuras que encarnan el poder en sus familias y que intentan imponer un único régimen epistemológico, lingüístico y político en sus respectivos mundos. Para dar este paso ulterior, es necesario ver cómo lenguaje, retórica y política se funden en estas novelas. Cabe recordar que para Derrida la retórica es uno de los objetos de estudio donde es posible leer esta persistencia paterna, el perfil de un pensamiento con sutiles rasgos teológicos que sigue formando parte del proyecto moderno de la presencia y de la inteligibilidad absoluta del universo para Occidente. Por ello, un seguimiento de las diversas figuras paternas de las novelas, y de sus proyectos epistemológicos y políticos, estará íntimamente ligado con un análisis de las estrategias retóricas de cada obra; en las dos novelas que leeremos a continuación, el poder se constituye precisamente a partir de un minucioso control de la palabra que se manifiesta en una notable austeridad como marca formal. Sin embargo, como señalábamos, nuestro objetivo es vincular estos giros retóricos con un problema central para el estudio de la figura paterna: la política. Es a partir de la figura de Carl Schmitt que podemos comenzar

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a vislumbrar otros posibles vínculos entre la retórica, la política y la figura del padre, tanto en el pensamiento occidental como en el caso específico de América Latina. B. El soberano, el padre, y la teología política de Carl Schmitt3 A partir de Derrida hemos visto la importancia, quizás secreta, pero aún legible, de Dios como centro paternal en el proyecto epistemológico y lingüístico de la modernidad. Esta inusitada presencia del padre nos permite pensar en su aparición en otros discursos modernos, y particularmente en uno que es de vital importancia para pensar la figura del padre en el contexto latinoamericano: el discurso político. A continuación, veremos cómo el deseo por conocer de manera absoluta el mundo se relaciona con un proyecto político que aspira también a tener un control completo y sin fisuras sobre una comunidad. Es posible ahora dar un nuevo paso para pensar en los vínculos entre el padre y el soberano político en la modernidad. Debemos señalar, sin embargo, que uno de los objetivos centrales y explícitos del proyecto político moderno ha sido criticar cualquier vínculo entre paternalismo y política, y hacer que toda organización humana sea independiente de una única autoridad equiparable, directa o indirectamente, con el padre o con la divinidad. En las comunidades modernas, el origen de las decisiones políticas sería la comunidad misma a partir de la expresión democrática por excelencia: el voto. En el pensamiento político moderno, como vimos en la introducción a partir de figuras como Kant y Mill, ya no deberían existir autoridades absolutas capaces de controlar el destino de los demás. Allí, el Estado busca presentarse como un sistema alejado de manera

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La figura de Carl Schmitt ha sido muy controvertida debido a sus vínculos con el nazismo. En años recientes, sin embargo, se ha hecho evidente que sus retos al pensamiento liberal contemporáneo son de la mayor pertinencia para pensar en las catástrofes políticas del mundo actual. Es por esta razón que pensadores como Giorgio Agamben, el propio Derrida o Chantal Mouffe han emprendido un diálogo serio con las ideas de Schmitt. A continuación, trato de seguir precisamente algunas de las críticas de Schmitt al Estado liberal moderno para mostrar cómo la figura del padre sigue cumpliendo allí, de forma velada, una función estructural, conceptual y retórica de la mayor importancia.

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absoluta de todo paternalismo y toda teología: una negación política de la figura del padre. Vale la pena notar, sin embargo, que muchos años antes de la intervención filosófica de Derrida el pensamiento occidental ya estaba reflexionando sobre una de sus paradojas centrales: la modernidad, que aspira a la secularización y a la argumentación sin apelaciones a la teología, no ha sido capaz de liberarse de ciertos referentes teologales. En A Portrait of the Artist as a Young Man (1916), de James Joyce, Stephen Dedalus termina su travesía educativa descartando la idea de hacerse sacerdote y convirtiéndose en un ateo. Sin embargo, en el proceso también acepta que el origen de sus ideas estéticas más revolucionarias está en su formación jesuita y en la reelaboración libre del concepto aristotélico-tomista de lo bello.4 Walter Benjamin proponía en sus Tesis de la filosofía de la historia (1940) una alianza contemporánea entre la disciplina del materialismo histórico con un pensamiento cabalístico y teologal.5 En el ámbito político, fue Carl Schmitt quien se encargó de señalar que el pensamiento occidental sobre el Estado, el poder y la ley siempre ha estado permeado por una serie de conceptos y tropos vinculados con la figura paternal de Dios. El título de uno de sus más conocidos textos, Teología política, de 1922, resume en dos palabras su ataque a la idea del carácter completamente secular del pensamiento político moderno. La siguiente cita es un breve resumen de su crítica: Todos los conceptos centrales de la moderna teoría del Estado son conceptos teológicos secularizados. Lo cual es cierto no solo por razón de su evolución 4

Cuando su decano le pide una respuesta respecto a la cuestión estética, Stephen responde: “For my purpose I can work on at present by the light of Aristotle and Aquinas” (Joyce 190). Esto no quiere decir que Stephen acepte sin más sus enseñanzas (“I need them only for my own use and guidance until I have done something for myself by their light. If the lamp smokes or smells, I shall try to trim it” (190)). Es notable, sin embargo, que tras uno de los autores más revolucionarios del siglo xx hay una formación retórica profundamente influenciada por el pensamiento teológico medieval. Para un análisis de la relación de Joyce con las teorías estéticas del medioevo, ver Las poéticas de Joyce, de Umberto Eco. 5 Su primera tesis termina con las siguientes palabras: “Siempre tendrá que ganar el muñeco que llamamos ‘materialismo histórico’. Podrá habérselas sin más ni más con cualquiera si toma a su servicio a la teología, que, como es sabido, es hoy pequeña y vieja y no debe dejarse ver en modo alguno” (Benjamin, Iluminaciones 177).

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histórica, en cuanto fueron transferidos de la teología a la teoría del Estado, conviertiéndose, por ejemplo, el Dios omnipotente en el legislador todopoderoso, sino también por razón de su estructura sistemática, cuyo conocimiento es imprescindible para la consideración sociológica de estos conceptos. El estado de excepción tiene en jurisprudencia análoga significación que el milagro en la teología. Solo teniendo conciencia de esa analogía se llega a conocer la evolución de las ideas filosófico-políticas en los últimos siglos. (Schmitt 37)

La preocupación de Schmitt por el tema del milagro puede parecer insólita, pero en realidad lleva a uno de los puntos centrales de su pensamiento. La negación del “estado de excepción”, 6 y su comparación analógica con el milagro, tienen sus orígenes precisamente en un pensamiento vinculado con la “presencia”, tal como la define Derrida. Cuando el mundo moderno persiste en el modelo epistemológico de la presencia (que ya definimos como la aspiración a la transparencia absoluta y al conocimiento total del universo) y lo lleva al reino de lo político, se niega a pensar en los eventos impredecibles y sus consecuencias políticas: solo piensa en la norma y se olvida de la excepción. En palabras de Schmitt, “el racionalismo de la época de la Ilustración no admite el caso excepcional en ninguna de sus formas” (37), es decir, se niega a pensar tanto en las excepciones en el mundo político (revoluciones, guerras civiles e internacionales, catástrofes naturales) como en los milagros, los eventos inesperados que desestabilizan al mundo del conocimiento. Sin embargo, tanto el ámbito epistemológico como la esfera política están llenos de excepciones que modifican y, a veces, trastocan por completo la estabilidad del mundo. Schmitt habla de cómo en la teología moderna cualquier milagro es considerado falso, de la misma forma que en el mundo político moderno, que aspira a explicar de manera racional todos los cambios políticos de una

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Schmitt define el “estado de excepción” como el momento en el que el sistema democrático es insuficiente para tomar decisiones sobre estados atípicos como la guerra civil, los ataques a la soberanía, catástrofes naturales, revoluciones, etc. En ese momento, todas las normas democráticas quedan en suspenso y la actuación del estado depende única y exclusivamente de un “soberano”, aquel con el poder suficiente para tomar una decisión que está fuera de los marcos legales previamente existentes. Para Schmitt, una verdadera comprensión del orden político moderno necesita pensar y comprender este estado de excepción, así como la figura del soberano y su capacidad de decidir por encima de la ley misma.

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comunidad, la excepción es vista como algo de poco valor conceptual. Para Schmitt, esta exclusión de la excepción como tema de reflexión es inaceptable, no solo porque en el mundo moderno prima lo excepcional (su texto fue escrito precisamente entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, en una Alemania donde el estado político de excepción era efectivamente la regla y donde la norma legal y democrática había perdido toda legitimidad), sino también porque la excepción es el momento en el cual un concepto mide su real validez. Esta es la defensa apasionada de Schmitt de las condiciones excepcionales: Pero una filosofía de la vida concreta no puede batirse en retirada ante lo excepcional y ante el caso extremo, sino que ha de poner en ambos todo su estudio y su mayor empeño. Más importante puede ser a los ojos de esa filosofía la excepción que la regla, no por la ironía romántica de la paradoja, sino con la seriedad que implica mirar las cosas calando más hondo que lo que acontece en esas claras generalizaciones de que ordinariamente se repite. La excepción es más interesante que el caso normal. Lo normal nada prueba; la excepción todo; no solo confirma la regla, sino que esta vive de aquella. En la excepción, la fuerza de la vida efectiva hace saltar la costra de una mecánica anquilosada en repetición. (19-20)

Schmitt realiza así un llamado para pensar tanto en el milagro en el ámbito epistemológico como en la excepción en el terreno de lo político. Tal llamado rompería con el imperativo de presencia y de total control epistémico de la metafísica occidental y con la idea de una inmutabilidad absoluta de los objetos de conocimiento, ya sean científicos o políticos. Este énfasis en la excepción también debe vincularse con la figura paterna. Según Schmitt, las ideas contemporáneas respecto al Estado corresponden también a ciertas formas teológico-políticas que presuponen la indirecta centralidad de una figura paterna. Los Estados modernos han hecho grandes esfuerzos por liberarse de figuras como el monarca absoluto, el dictador y el tirano a partir de la democracia. Sin embargo, detrás de la idea liberal que afirma que la comunidad democrática puede anular todo conflicto a partir del consenso racional de todas sus partes, Schmitt ve la presencia de un optimismo moderno que se basa secretamente en un centro paternal que garantiza el orden del cosmos y cierra por completo la posibilidad de que existan excepciones. Para Schmitt, sigue existiendo un vínculo entre Dios

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como padre que garantiza la regularidad cognoscible del universo (lo que Derrida llama presencia) y un sistema moderno democrático que, en teoría, siempre termina por encontrar su equilibrio y acaba con todos sus conflictos y excepciones gracias a una mano invisible y, diríamos, divina. Paul Gottfried comenta así la crítica de Schmitt a estas ideas liberales: Basic to liberalism, as understood by Schmitt, were beliefs in an impersonal Deity known through its predictable conduct, and in a mechanistic view of nature. Deism and Liberalism developed simultaneously; both, moreover, took the world to be a self-improving process propelled by fixed material laws. The liberal conceptualized human associations by generalizing from this picture of nature. Society, as seen by a liberal, would become harmonious and selfregulating through proper procedural guidelines and technical progress. Liberals hoped for a world without conflict [...]. (Gottfried 13)

Lo anterior sugiere que hay una notable continuidad entre los proyectos epistemológicos y políticos modernos de Occidente. El ideal ilustrado de un Estado que llegará a una beatitud sin conflictos gracias a la estabilidad absoluta de la democracia proviene de la generalización (usando las palabras de Gottfried) de una epistemología que depende de un centro paternal que garantiza el orden y la transparencia racional de un mundo sin excepciones. Tal epistemología depende de una divinidad piadosa, un padre, quizás silencioso e invisible, pero que opera como garante, primero, de la regularidad cognoscible de la naturaleza y luego, por analogía, de un mundo político que niega la existencia de las excepciones. En última instancia, Schmitt señala que detrás de la idea de un universo estable y perfectamente cognoscible (marcado por la presencia en términos derrideanos) existe una figura paternal (un padre bueno que da forma racional al mundo), al igual que la imagen de un ser humano incapaz de aceptar el universo como un milagro permanente, un espacio de constantes excepciones. Tras la imagen de un mundo completamente estable, predecible y racional, sería posible leer toda la fragilidad humana que requiere de un padre. El hombre moderno ha necesitado la fantasía de un universo inmutable, presente, perfectamente ordenado y sin excepciones. Esta fantasía en los ámbitos epistemológicos y políticos implica, tanto para Derrida como para Schmitt, un pensamiento paternalista basado en la centralidad de un Dios-padre, de un logos divino capaz de garantizar la legibilidad absoluta del

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cosmos. Lo anterior conlleva a que incluso en el mundo moderno el hombre sigue a la espera de un garante paternal de la estabilidad del universo. Una de las intervenciones centrales de Schmitt es la idea de que en la reflexión política moderna hay una proliferación de conceptos que dejan entrever un proyecto teológico de presencia divina como garantía de la regularidad de la naturaleza, del conocimiento humano y, por una serie de generalizaciones y analogías, de un Estado moderno caracterizado por una supuesta ausencia de conflictos y de excepciones. El texto de Schmitt está escrito como una crítica al pensamiento moderno que considera que la democracia liberal es una panacea ante cualquier problema político, una forma de control absoluto sobre el devenir de la historia. Los sistemas democráticos solo piensan en la primacía de sus reglas racionales y perfectamente predecibles bajo la premisa de un mundo sin contingencias y teóricamente perfecto porque creen (quizás sin saberlo) en una fuerza paternal que libra de conflictos inesperados al universo, al hombre y al Estado. Tal concepción considera que a partir del diálogo reglamentado y racional es posible resolver todos los conflictos de una comunidad humana. Sin embargo, una vez tomamos en serio el reto de Schmitt y pensamos seriamente en el estado de excepción, vemos que cuando las normas democráticas encuentran su límite, el Estado debe actuar a partir de una figura soberana: un padre. Ante una catástrofe inesperada, ante lo impredecible, la sociedad civil pone en suspenso la norma democrática (los diálogos, las votaciones) y espera que sus gobernantes actúen sin ningún tipo de límite para resolver los problemas del momento. Aquí es posible ver que el Estado moderno, que tanto niega a la figura paterna, en realidad necesita estructuralmente de esta figura (de un soberano con un poder ilimitado) y la mantiene, implícita y silenciada, hasta que aparece el estado de excepción. Es allí donde modernidad política muestra sus elementos constitutivos y la centralidad implícita de poderes y figuras patriarcales en su estructura misma. Según Schmitt, es ahí, en la excepción, donde vemos algunos elementos propios de la modernidad política real, que se sigue caracterizando, desde su estructura misma, por momentos de decisión que no son democráticos: el soberano copia entonces, de manera explícita, la soberanía de un Dios paternal que con su presencia y su poder garantiza el orden de un mundo. Es entonces que vemos las raíces teológicas y paternalistas del Estado democrático moderno.

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También por esta razón, para Schmitt, la característica fundamental de un Estado no es su sistema estable de reglas abstractas e inmutables ni los diálogos y consensos democráticos, sino las autoridades que pueden tomar y ejecutar las decisiones que determinan el destino de una comunidad: “Porque todo orden descansa sobre una decisión, y también el concepto de orden jurídico, que irreflexivamente suele emplearse como cosa evidente, cobija en su seno el antagonismo de los dos elementos dispares de lo jurídico. También el orden jurídico descansa en una decisión, no en una norma” (Schmitt 16). Sin la presencia de un soberano, de una figura con el poder necesario para tomar las decisiones que mantienen un sistema democrático, ninguna norma tendría una aplicación real. Tras la aplicación de una decisión consensual y discutida hay siempre una figura que, por su poder (sobre, por ejemplo, los medios de violencia del Estado) puede imponer su realización. Sin una figura de poder, sin un soberano con la fuerza necesaria para imponer una decisión sobre la comunidad, ningún acto democrático podría ponerse en movimiento. Esto mostraría que, incluso a nivel estructural, la democracia sigue implicando la figura de un soberano absoluto para poner en marcha las decisiones dialogadas de toda una comunidad. Si lo anterior es cierto, el mundo político moderno basado en la democracia, que mantiene relaciones retóricas, estructurales y teológicas con diferentes tipos de padre (como Dios, o el soberano que toma decisiones unilaterales en los momentos de excepción), no es el opuesto absoluto de los sistemas políticos patriarcales (como las monarquías absolutas o las dictaduras), en los cuales surgen figuras que deciden el destino de los demás. Incluso en las democracias más acabadas existen momentos en los que el gobernante toma decisiones soberanas que están fuera del sistema democrático, y que lo definen. En estos casos se hace evidente la verdad de una máxima de Thomas Hobbes que se ha hecho famosa en su versión latina:7 Auctoritas, non veritas, facit legem (en Leviatán, cap. 26). La implantación efectiva de una ley (sea en las dictaduras o en las democracias) no depende de la verdad, de la racionalidad o de la voluntad general del pueblo, sino de la autoridad que decide

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La traducción de las obras completas de Hobbes, titulada Opera Philosophica quae Latine Scripsit Omnia, apareció en 1670, diecinueve años después del original en inglés de 1651. Curiosamente, esta máxima se suele citar en su versión latina y no en inglés.

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y que puede implantar efectivamente las decisiones tomadas. Esto es lo que denominaremos aquí un padre, una figura que en determinado momento encarna el orden y el destino de una comunidad. Schmitt no critica esta primacía de la decisión sobre la norma: critica el intento de la modernidad por esconderla, por imponer un velo ante la autoridad soberana, que siempre está presente en las decisiones en el ámbito de lo político. Esto es cierto incluso en las democracias más perfectas, y se hace evidente en el estado de excepción, momento en el cual el sistema democrático opera exactamente igual que una monarquía o una dictadura. Esta necesidad de una figura o de un grupo que, ante una excepción, pueda decidir de manera soberana es una muestra de cómo la democracia moderna también necesita estructuralmente de figuras y poderes paternales para existir. La supuesta oposición entre la democracia y el paternalismo se convierte, luego de los análisis de Schmitt, en una alianza velada pero real. Podemos sacar ahora una serie de conclusiones que serán útiles para trabajar la figura del “padre presente” en los textos a seguir. Hemos planteado una cierta continuidad entre el concepto de “presencia” en la epistemología y el lenguaje y la idea de “presencia” en la política del mundo occidental moderno. Para el caso de la política, hemos visto cómo la democracia se define como una serie de normas racionales inamovibles que, a partir de un diálogo consensuado entre todas sus partes, debería producir un mundo sin conflictos ni excepciones. En ambos casos, esta fe moderna en la “presencia” (de la oralidad como conocimiento perfecto y absoluto, o de un sistema democrático y racional capaz de disolver toda excepción) busca consolidar un mundo completamente claro e inteligible, sin tensiones ni problemas irresolubles. La historia ha mostrado la fragilidad de este proyecto simultáneamente epistemológico, lingüístico y político. El proyecto epistémico de transparencia del mundo y del lenguaje nunca se ha consolidado, y los conflictos políticos son hoy tan irresolubles como los crecientes enigmas del conocimiento.8 Y, más 8

Es más, luego del 2001, las grandes naciones democráticas de Occidente han logrado proponer un mundo en el que el estado de excepción es la regla, de tal forma que la guerra contra un país “enemigo” (como ocurrió con el caso de Irak) fue posible sin necesidad del acuerdo mutuo y democrático de las naciones del orbe. Lo único necesario fue la decisión soberana de los Estados Unidos, como suele ocurrir en los estados de excepción. En la política de nuestro tiempo, paternalismo, soberanía mundial y democracia están íntimamente ligados,

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aún, detrás de este deseo por lograr un mundo perfectamente inteligible, libre de milagros y de excepciones, estaría la imagen de una fragilidad humana que aún requiere de un padre, de una figura capaz de garantizar la estabilidad del cosmos. La figura del padre es todavía legible en la modernidad occidental, en sus proyectos epistemológicos y políticos y, de manera más amplia, en la inhabilidad humana para vivir en un mundo impredecible, lleno de milagros y de excepciones. El ser humano no ha aprendido aún a asumir su orfandad cósmica, el carácter no predecible del universo que habita. Sigue buscando constituir un centro estable, paternal, que le entregue un sentido absoluto y sin incertidumbres a la existencia, al conocimiento, a su actuar político. Teniendo esto en cuenta, debemos señalar que nuestro objetivo al seguir este tipo de análisis consiste en ver cómo esta búsqueda de infalibilidad epistemológica y política podría vincularse con la historia y la literatura de América Latina, específicamente con la representación de figuras paternas tanto en Vidas Secas como en Pedro Páramo. Veremos en estos textos que los padres surgen en sus universos políticos con el fin de garantizar un mundo de total orden. Su objetivo es encontrar la plenitud de la presencia, tal y como ocurre en el pensamiento epistemológico y político occidental. Paradójicamente, terminan por producir todo lo contrario: universos marcados por la incomunicación, el caos, la incertidumbre y un infinito estado de excepción. Nuestro objetivo, por lo tanto, es trazar una transición hacia las novelas a partir de estas ideas teóricas. Para lograrla, es necesario hacer una serie de preguntas adicionales. Cabe preguntarse, primero, cómo podemos trasladarnos desde la discusión teológico-política europea al caso específicamente latinoamericano. Comencemos con una pregunta central: ¿es posible relacionar al sugerente pensamiento teológico-político de Schmitt con la situación de América Latina? Un primer problema para pensar esta relación radica en que el continente americano se ha caracterizado por democracias que son relativamente nuevas e inestables. Son, si se quiere, la excepción. La regla es precisamente el padre político, el caudillo y el dictador que toma decisiones soberanas que no dependen del consenso democrático. Estas figuras muestran de manera más abierta los elementos estructurales del mundo político tal como lo proponía Schmitt. Giorgio Agamben ha trabajado este estado de excepción generalizado en sus textos recientes, especialmente en Stato di eccezione (2003).

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real que, según Schmitt, el pensamiento moderno y democrático trata de esconder a toda costa. ¿Cómo podríamos hacer una crítica schmittiana a este tipo de “teología política”, mucho más cercana a la que el propio autor alemán defiende? En el fondo, la apuesta latinoamericana por una figura carismática, capaz de garantizar la estabilidad de un mundo, también ha sido una apuesta por la presencia en términos epistemológicos y políticos. El soberano, en sus diversas expresiones latinoamericanas (el dictador, el caudillo, el político carismático), aspira a constituirse en la garantía del conocimiento total y del control absoluto de un universo, y, por lo tanto, no es completamente exterior al proyecto de presencia, conocimiento y control que hemos definido a partir de Schmitt; es una de sus variantes, si se quiere, la que el colonizador occidental le ha legado una y otra vez al colonizado latinoamericano. Tiene, sin embargo, una relación figural mucho más explícita con Dios, algo que es repudiado por una modernidad política que, aun cuando mantiene secretos vínculos con la divinidad (como hemos visto a partir de Derrida y de Schmitt), hace lo posible por borrarlos. El “patriarca americano” es una representación abierta de la figura de “Dios en la tierra”. Por eso recibe con frecuencia el nombre de “el salvador”, “el redentor”, “el supremo” y adopta características (en la imaginación popular y también en textos representativos, como la novela del dictador)9 que van más allá de lo humano, exaltando tanto su deseo de omnipresencia como su relación figural con la divinidad. Tal padre aspira a encarnar la ley, el orden y la inmutabilidad de un determinado universo humano para hacerlo perfectamente cognoscible y estable.

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Uno de los temas característicos de la novela del dictador es el intento del soberano por desafiar los límites de lo humano para devenir divinidad. Las constantes muertes y resurrecciones del patriarca de García Márquez o la representación del “señor presidente” de Asturias como una suerte de deidad telúrica que encarna los poderes atávicos de los pueblos indígenas serían ejemplos de ese intento del dictador por encarnar un poder divino y eterno, que se niega a pensar en la contingencia de la realidad política. Aun así, cada una de estas figuras debe enfrentarse a la muerte como el fin necesario e impredecible de su mandato. Las reflexiones de José Gaspar Rodríguez de Francia en Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, muestran la ansiedad del patriarca ante la muerte y, en última instancia, su impotencia ante un devenir histórico que nunca es inmutable y que siempre se expone a cambios impredecibles y a excepciones. Ampliaremos estas ideas en las conclusiones de este trabajo.

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El problema aquí, desde el punto de vista del pensamiento de Schmitt, no radica en que el “padre” tome decisiones autoritarias que moldeen de forma unilateral el destino de una comunidad. Schmitt defiende la necesidad de hacer explícitas las decisiones autónomas del soberano como un elemento estructural en todo sistema político, incluyendo la democracia. El inconveniente consistiría más bien en que esta apuesta por la presencia literal del padre / dictador puede negarse, tanto o más que la democracia criticada por Schmitt, a pensar en los estados de excepción, en las contingencias y cambios del mundo concreto.10 Dado que el modelo tropológico de esta figura de poder es Dios mismo, los dictadores y caudillos actúan casi siempre bajo una premisa de inmortalidad y omnisciencia, de presencia absoluta, que aspira a que bajo su poder todo permanezca igual para siempre: inmutable y sin excepciones. La finitud de la vida humana pone siempre en peligro esta idea. La muerte del padre / patriarca es uno de los momentos cruciales en los textos latinoamericanos que se ocupan de temas políticos, porque este es precisamente el momento en que el soberano y sus hijos se ven obligados a confrontar un estado de excepción que también afecta al patriarca. Se trata de un evento cuyas consecuencias son impredecibles. La encarnación de Dios en la figura de un padre político llega siempre a un fin y su reinado siempre debe enfrentarse a la excepción, así sea in extremis. Vidas Secas y, muy especialmente, Pedro Páramo reflexionan de manera muy fina sobre este proyecto de presencia radical del padre-soberano y del anhelado control absoluto sobre el mundo político latinoamericano bajo el mandato patriarcal, y también, como es lógico, sobre sus límites y sus excepciones. Esta reflexión nos permite ver cómo la crítica de Schmitt a todo sistema político que se niega a pensar en la excepción opera no solo para la democracia liberal, sino también para los gobiernos autoritarios y patriarcales que se han dado en América Latina y que se niegan sistemáticamente a pensar en las contingencias y excepciones de la realidad política concreta.

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En este sentido, esta presencia de figuras patriarcales no se puede entender propiamente como el “opuesto” del mundo político civilizado, occidental, democrático. Se trata de dos caras de una misma moneda o, si se quiere, de un mismo proyecto teológico-político que se niega a pensar la excepción.

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Resta una pregunta adicional: la forma en que estas reflexiones epistemológicas y políticas pueden vincularse con el texto literario, y, muy específicamente, con los textos que vamos a estudiar a continuación, Vidas Secas y Pedro Páramo. Debemos pensar aquí en vínculos posibles entre los problemas anteriormente planteados y el caso específico del texto literario. Para ello, nos serviremos de un nuevo pensador contemporáneo, uno de los críticos más incisivos sobre las relaciones que existen entre las formas literarias y los cambios políticos, sociales y culturales en la historia de Occidente: Franco Moretti. C. La ley paterna y las estrategias retóricas del texto literario moderno: Franco Moretti Un estudio minucioso de la retórica del proyecto político liberal nos permite ver la persistencia velada de la figura del padre en la historia occidental. Para dar solo un par de ejemplos, tropos como “la mano invisible” del mercado en Adam Smith o el Leviatán de Thomas Hobbes muestran cómo el pensamiento moderno mantiene vínculos tropológicos aún discernibles con Dios dentro de sus órdenes epistémicos y políticos. Es notable, por otra parte, que el proyecto de la presencia del padre como encarnación de la ley de un mundo también produce una serie de cambios y transformaciones en el orden de la palabra. La fuerza del padre siempre se hace legible en un sistema de tropos y de estrategias lingüísticas: su poder se manifiesta en el lenguaje. Esto nos puede ser útil a la hora de enfrentar un texto literario como un producto cultural que depende necesariamente de la palabra en medio de un contexto histórico. Es el momento entonces de otro tipo de pregunta: ¿cómo se vincula esta figura del padre, veladamente presente en los discursos epistemológicos y políticos de la modernidad occidental, con las estrategias retóricas y el lenguaje del texto literario? El objetivo de esta pregunta no es producir una respuesta “científica” capaz de dar cuenta sistemática de todos los textos que hablan sobre el proyecto de “presencia absoluta” del padre. Consiste, más bien, en plantear la necesidad de vincular el lenguaje de un texto con las estructuras de poder que se manifiestan en su interior y que reflejan, de formas complejas e indirectas,

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sus realidades históricas y políticas. Pensar en las relaciones entre forma y poder, entre palabra y política, debe ser parte de un verdadero análisis retórico, dado que retórica y política son, como hemos señalado en la introducción a este texto, elementos vivamente relacionados. Esto es lo que denominaremos un análisis retórico-político. Por ahora, intentamos plantear al menos una hipótesis de trabajo para los textos específicos que estudiaremos a continuación y que se caracterizan simultáneamente por padres “presentes” y autoritarios, al igual que por un uso austero, casi silencioso, del lenguaje. Este tipo de obra austera, que forma parte del panorama latinoamericano moderno con autores como Borges, Rulfo o Graciliano Ramos, también pertenece a una vertiente importante de la literatura moderna occidental. Siguiendo una distinción de Franco Moretti, podríamos invocar estos textos bajo el nombre de su santo patrono: Franz Kafka. En su libro Modern Epics, Moretti hace un concienzudo seguimiento de la continuidad del género épico en la modernidad. Para el siglo xx, la figura central de esta continuidad es James Joyce, quien en Ulysses se apropia de la Odisea homérica para usarla como modelo narrativo de una historia contemporánea. Moretti contrasta a Joyce con varios autores, pero señala que la dualidad central de la escritura moderna del siglo xx estaría localizada en los nombres de Joyce y Kafka: “With Joyce and Kafka, however, something different, and far more interesting, is involved: not a discontinuity between the modernist moment and the one that comes before (or after) it, but a polarization within modernism itself ” (Moretti, Epics 200). Esta polarización consiste en dos usos del lenguaje, dos perspectivas retóricas distintas, y la separación de dos sistemas figurales centrales para la modernidad literaria: la alegoría y la polifonía. [...] the Joyce / Kafka polarization brings us back to a question already discussed in chapter 4: the difference between polyphony and allegory. In the nineteenth century, remember, the two devices were still largely intertwined [...]. A century later, however, the differences have grown enough to erase all similarity. On the side of polyphony (which is Joyce’s) there has been an almost infinite multiplication of signifiers; on that of allegory (Kafka), an equally unlimited growth of signifieds. In the former case, there is no limit to the number of languages it is possible to generate, or to their freedom: every style is added to the rest, without claims to supremacy or uniqueness. In the case of allegory,

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however, there is a constraint, and a very powerful one: the Law. An “unalterable” constraint, the prison chaplain explains to K: a genuine “sacred text”, which no interpretation will ever be free to set aside [...]. (201)

De esta extensa cita, quisiera rescatar algunos elementos que aspiro a trabajar en relación con el ámbito latinoamericano: la polarización en el arte moderno del continente entre textos con una gran proliferación en el lenguaje11 y escritos de una notoria parquedad lingüística que multiplica, en la austeridad de sus significantes, los significados posibles. La cita de Moretti, al hablar de Kafka y, a través de su figura, de los textos “austeros” de la tradición literaria moderna, nos recuerda un elemento que ha reaparecido constantemente en esta sección: la permanencia de la teología y de Dios en el centro mismo de la modernidad; en este caso lo hace a partir de un “texto sagrado” que, en los escritos kafkianos, denota la presencia silenciosa y ambigua de una autoridad inapelable. Ante esta figura, Moretti agrega un elemento adicional: la ley determina las posibilidades retóricas de un texto. Cuando la ley divina se hace “presencia”, cuando aparece una figura (un texto sagrado, una corte, un castillo o un padre, figuras típicamente kafkianas que encontraremos en Graciliano y en Rulfo) que intenta personificar el orden y la legalidad de un mundo, el lenguaje mismo empieza a transformarse debido a que esa

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Si bien aspiro a continuar con esa dualidad planteada por Moretti, su aplicación para pensar la literatura latinoamericana requiere, una vez más, de algunas precisiones. En la América Latina hispanohablante, el uso de estas técnicas proliferantes no se ha vinculado tanto con la polifonía joyceana y se ha alineado de manera mucho más explícita con el Barroco (y de una apropiación americana, neobarroca, de este estilo histórico). En el caso brasileño, la idea de “modernismo”, vinculado con las vanguardias, termina por aliarse con la idea de un Neobarroco americano a través de la figura de Haroldo de Campos. En la introducción a la segunda parte incluyo una explicación a estos hechos y hago un análisis de textos latinoamericanos que se caracterizan por una proliferación lingüística que, en el continente, se ha vinculado explícitamente con la tradición barroca. También cabe señalar que la división entre polifonía y alegoría que Moretti observa en los textos modernos europeos no opera del todo en los que leeremos a continuación. En ellos habría más bien una cierta continuidad entre polifonía y alegoría, como la que él señala para los textos del xix en Europa. El lector observará que en los análisis siguientes se conjugan la proliferación de voces con la parquedad del tono alegórico. Señalo apenas esta característica de los textos modernos latinoamericanos (un uso simultáneo de la polifonía y la alegoría), que, desde luego, excede el objeto de este estudio.

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figura necesita controlar el uso de la palabra para consolidar su poder. Su autoridad depende precisamente de vigilar, definir y coactar posibles sentidos que se manifiestan en el lenguaje. Moretti continúa así su análisis de Kafka: In The Trial, then, the semantic trajectory of the “allegory run amok” is reversed: we start off with a polysemous situation, in which the Law is interpreted in various ways by various people, and then, little by little, this semantic freedom is revoked and from within the Law itself one particular interpretation of K’s case is chosen, which entails his execution. This “official” interpretation is never explicated, true; but this means only that the Court’s decisions are removed from the public sphere as is only right, after all, with a sacred text. Auctoritas, non veritas, facit legem. (202)

Volvemos así a esta cita de Hobbes, que hará parte esencial de nuestros análisis de la figura paterna. Retomamos también la idea central que nos interesa en el análisis de Moretti para leer los textos del padre presente: una vez que hay una autoridad que es y hace la ley, una vez que hay una figura paternal que aspira a encarnar el proyecto de la omnipresencia divina en un mundo, el lenguaje del texto literario empieza a incluir una serie de cambios retóricos y formales para señalar esta presencia excesiva. Uno de los cambios posibles, ejemplificado por Kafka, es la tendencia a una austeridad de significantes.12 Sin embargo, ocurre aquí una paradoja que Moretti ya había mencionado y que será esencial en las lecturas que siguen: la ley (en nuestros textos, la ley paterna) aspira a ser omnipresente, omnipotente, omnisciente, con el fin de producir la estabilidad absoluta de un mundo. A partir de su control excesivo, esta ley produce la circulación de un lenguaje austero, controlado por la ley misma del padre. La paradoja que Moretti señala, sin embargo, lleva a que el padre, al limitar los significantes, termina por multiplicar los significados, generando así diversos sentidos posibles (muchas veces contradictorios) de la palabra (Moretti 201). Esta proliferación de significados termina oponiéndose al deseo patriarcal de producir la transparencia absoluta de su mundo. En este sentido, la palabra misma en su austeridad 12

Veremos, en las conclusiones a este texto, otros posibles cambios retóricos en torno a la figura del padre presente, y otros posibles análisis de esta figura y su relación con el lenguaje, en la novela del dictador.

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se convierte en un espacio peligroso para la figura paterna, en un ámbito de excepción que no se pliega completamente a su dominio. Tanto en Vidas Secas como en Pedro Páramo veremos cómo esta estrategia de control radical sobre la palabra culmina siempre en lo opuesto, en un lenguaje parco, pero de sentidos proliferantes que se resisten al dominio del patriarca. En ambos casos la palabra austera, en su engañosa simplicidad, comienza a fracturar y a señalar los límites del poder del padre. En los textos que analizaremos a continuación, la palabra es siempre el lugar de la excepción ante el poder absoluto del padre. Una de las obsesiones centrales del padre en su afán de estabilidad epistemológica y política es el control absoluto sobre la palabra. Así va consolidando su ley. Este será un elemento central para los análisis retórico-políticos que siguen: los mecanismos que el padre-soberano utiliza para controlar el lenguaje de quienes lo rodean y la manera en que ese control se ve representado en el texto literario. Ese control sobre el lenguaje es una de las medidas de su “omnipresencia” y su poder. Adicionalmente, es uno de los elementos que dan forma retórica a los textos que leeremos a continuación, en los cuales el silencio, la indirección y la sequedad son marcas de la ley paterna. Sin embargo, ese dominio sobre la lengua es, como la misma presencia del padre, un proyecto inconcluso, no solo por ciertas limitaciones humanas,13 sino también por la naturaleza misma de la palabra que, como señala Moretti, en sus momentos de mayor austeridad de significantes prolifera en significados. El lenguaje mismo se convierte, así, en una irregularidad en el reinado paterno, un espacio donde su control encuentra las fisuras de la excepción. De ahí que la palabra se convierta en una obsesión fundamental para el patriarca que aspira a encarnar la ley y la inmutabilidad de un mundo. 13

Tras la idea de estos límites debemos leer necesariamente el trabajo del psicoanálisis en torno a la subjetividad humana. En particular, Jacques Lacan ha mostrado que toda forma de subjetividad se caracteriza por su carácter incompleto, en constante proceso de construcción y caída. Mi lectura de la figura paterna se caracteriza por un seguimiento de cómo el padre busca construir su “omnipresencia” y, simultáneamente, cómo este proyecto falla tanto en el ámbito de lo político como en el del lenguaje, que Lacan llama lo simbólico, y que será explicado en la segunda parte de este trabajo. Para una mayor claridad sobre el carácter incompleto del sujeto desde el psicoanálisis, y el potencial político de esta revelación, ver Lacan y lo político, de Yannis Stavrakakis.

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A partir de Franco Moretti, por lo tanto, hemos vislumbrado una posible estrategia de lectura ante la figura paterna en el texto literario y ante una de las vertientes centrales de la literatura moderna occidental y latinoamericana: el texto austero, parco, silencioso. Con Moretti, aspiramos a realizar un análisis retórico-político que busca leer las contradicciones del poder patriarcal (y sus aspiraciones de “presencia”) a partir de un elemento formal: un lenguaje restringido, regido por una ley paterna que busca limitar la palabra. Esta palabra silenciada limita sus significantes, pero prolifera en significados. Por ello, termina por convertirse en un espacio de duda, y a veces de resistencia activa, ante el poder del padre. Para ver esta ley excesiva en acción, y las excepciones que la rompen y la fisuran, comenzaremos con la alegoría de un padre, una madre, sus dos hijos y una perra capaz de meditar silenciosamente sobre la palabra en un espacio que ya hemos mencionado gracias a la figura monumental de Euclides da Cunha. Se trata del nordeste brasileño, el espacio más seco y austero de una nación verde y exuberante. Vidas Secas es un título adecuadamente parco, producto de un brasileño famoso por la mesura de sus palabras: Graciliano Ramos.

2. ¿QUÉ SIGNIFICA INFIERNO?: VIDAS SECAS COMO ALEGORÍA DE LA LEY DEL PADRE

Iniciaremos nuestro análisis de la figura del “padre presente” en el contexto latinoamericano con uno de los autores brasileños más importantes del siglo xx, Graciliano Ramos, y una de sus novelas más representativas, Vidas Secas (1938). Además del reconocimiento que recibió, ya que se considera una de las grandes obras literarias del siglo xx brasileño, se trata de un texto de la mayor importancia dentro de la obra de su autor, porque marcó lo que sería un quiebre sustancial en su carrera. De hecho, sirvió como coyuntura entre las dos grandes partes de su obra, que Antonio Candido ha descrito con el elocuente título de uno de sus ensayos: “Ficção e confissão”. Las primeras tres novelas de Graciliano, Caetés (1933), São Bernardo (1934) y Angústia (1936), son textos abiertamente ficcionales, con unos pocos rasgos biográficos discernibles. En su segunda etapa, después de 1940, publica varios textos breves (cuentos, crónicas) y dos “confesiones” autobiográficas: Infância (1945) y Memórias do Cárcere (1953). Vidas Secas es, por lo tanto, un punto de inflexión en su transformación desde un autor de ficción a uno de textos autobiográficos. Esta centralidad se hace más compleja al descubrir algunas de las características que hacen de Vidas Secas un texto excepcional frente a otros textos de Graciliano. Sus primeras novelas contienen reflexiones permanentes sobre la escritura y sobre el hecho de narrar una historia. En Caetés, el protagonista, João Valério, escribe un relato histórico sobre la primera muerte documentada de un europeo (un obispo con el infortunado nombre de Pero Fernandes Sardinha y que es famosamente mencionado al final del “Manifesto Antropófago” de Oswald de Andrade) a manos de indígenas caníbales en el Brasil.

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La narración de su fracaso como historiador, hecha por él mismo, se mezcla con su propia historia de amor y adulterio. En São Bernardo, el protagonista, Paulo Honório, habla sobre las dificultades que tiene para contar la historia de su matrimonio con una mujer (Madalena) que, ante las sospechas de su marido, termina suicidándose. Angústia es la narración en primera persona del desasosiego de un hombre, Luís da Silva, al ser abandonado por una mujer que termina con su peor enemigo, Julião Tavares. Silva es también un escritor, y buena parte de la obra reflexiona sobre el acto de narrar. Todos estos relatos están escritos en primera persona, desde la perspectiva de un narrador que es claramente un letrado. Respecto a los textos de la segunda etapa del autor, Infância es esencialmente un Bildungsroman autobiográfico, la historia de cómo Graciliano tomó diferentes elementos de su niñez en el nordeste para adquirir una cierta sensibilidad hacia la palabra y convertirse en autor. Finalmente, Memórias do Cárcere habla tanto sobre su injusta entrada en la cárcel como sobre las dificultades de un autor que descubre la necesidad de moverse entre los resquicios de la ley y la censura para poder escribir. En cada uno de estos dos textos, el personaje escritor, el proceso de escritura y la dificultad para narrar son tan importantes como la historia narrada. Vidas Secas tiene, al menos en principio, profundas diferencias con estas obras. Primero, es una novela que no está escrita en primera persona. Dentro de las obras más representativas de Graciliano, esta es la única en que no vemos un “yo” que va desarrollando una honda complejidad psicológica, sino a un narrador en tercera persona. Esta diferencia se hace aún más notoria porque ninguno de los personajes es un escritor. Uno de los aspectos fundamentales, tanto de la ficción como de la confesión autobiográfica de Graciliano, es su habilidad para analizar desde la cercanía de la primera persona la subjetividad de alguien que narra su propia vida y que usa la escritura para darle sentido a una experiencia pasada. En Vidas Secas, los personajes apenas si pueden hablar y leer, y una tercera persona es responsable de relatar los eventos centrales de sus vidas. ¿Cómo situar el uso único de este procedimiento dentro de la obra del autor? ¿Se trata acaso de un texto absolutamente excepcional, sin conexiones con el resto de su producción, o existen elementos que lo vinculan con el resto de su trabajo novelístico y autobiográfico? La crítica ha dado varias respuestas a esta pregunta. Una hipótesis sobre este narrador en tercera persona surgió rápidamente en relación con otros

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autores y otras corrientes literarias propias del momento. En los años 30 se editaron una serie de novelas, denominadas “regionalistas” por la crítica brasileña, de un realismo directo que retrataba la brutal situación de pobreza en el nordeste del país, y en varias ocasiones se ha situado al propio Graciliano en esta tradición de denuncia y realismo social. La tercera persona y el abandono de una meta-reflexión sobre la escritura le darían al texto una cierta objetividad documental (propia del regionalismo) al describir la vida difícil de una familia pobre en el sertón,1 dado que el narrador-autor se niega a participar directamente de los hechos. Críticos más contemporáneos han matizado esta idea para señalar que, a pesar de escribir en tercera persona, Graciliano no aspira a una objetividad absoluta y que el carácter “documental” de su texto se ve matizado por otra serie de elementos. La novela crea un narrador en tercera persona que se acerca y se aleja de su tema, dando a entender los límites de su propia comprensión frente a las dificultades de la familia que protagoniza la historia: Descartado o caminho da certificação objetiva e totalizadora, próprio à analise sociológica, Graciliano opta por uma situação narrativa que se define pelo movimento de aproximação e distanciamento da substância sensível da realidade retratada, como forma de solidarizar-se com Fabiano, sinhá Vitória, Baleia e os meninos e, ao mesmo tempo, sustentar uma posição crítica rigorosa ante a dramática situação que vivenciam. Relativiza assim, a onisciência da terceira pessoa e reconstitui, pela via literária, o hiato entre seu saber intelectual e a indigência dos retirantes- alteridade que buscou compreender pelo exercício artístico da palavra enxuta e medida. (Miranda 41)

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El sertón es una región de gran inestabilidad climática, marcado por largos periodos de sequía y otros de lluvias (muchas veces destructivas), en el nordeste brasileño. Corresponde a grandes zonas de los estados de Bahía, Pernambuco, Paraíba, Rio Grande do Norte, Piauí, Ceará, y a pequeñas regiones de Sergipe, Alagoas y Minas Gerais. A pesar de su enorme pobreza, y de su notoria exterioridad frente al proyecto de un Brasil moderno, ha sido fundamental para la nación por su vasta producción cultural. Los dos autores brasileños que vamos a analizar provienen de estados muy vinculados con el sertón (Graciliano de Alagoas y Guimarães Rosa de Minas Gerais), y su obra se centra constantemente en esta región, en su uso particular del portugués y en sus problemas históricos y políticos más sobresalientes, como veremos en las páginas que siguen.

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Según Wander Melo Miranda, en Vidas Secas la tercera persona no buscaría construir una objetividad absoluta a la hora de narrar la historia, sino más bien un distanciamiento que permitiría ver tanto la empatía del autor con su tema como el espacio que distancia a los protagonistas de un intelectual que, como él, observa la situación desde afuera; de ahí que Graciliano no opte por el “adentro” de la primera persona. En este sentido, no estamos frente a un texto naturalista que aspira a describir de manera documental los males de una región ni tampoco frente a una novela que trata de imitar la voz de quienes no pueden hablar por sí mismos. El narrador se distancia de la materia narrada para evitar tal confusión. Surge entonces la pregunta: si la denuncia realista no es el fin central del texto, ¿cuáles son sus verdaderos objetivos? La otra gran diferencia con el resto de la producción literaria del autor es la falta literal de un narrador / escritor inmerso en la trama. Ninguno de los personajes puede realmente apropiarse del lenguaje para contar su propia historia o la de los demás, y mucho menos escribirla. ¿Cómo leer esta incapacidad de los personajes para construir una historia continua y coherente? ¿Quiere decir esto que Graciliano no está interesado en reflexionar sobre la lengua y la palabra a través de quienes parecen carecer de una voz propia? En mi opinión, este no es el caso: la falta de un personaje capaz de narrar y de dar uniformidad a la historia desde dentro convierte al texto en una reflexión más radical aún sobre el lenguaje y la narración. Vidas Secas es una profunda meditación sobre los límites de la palabra para dar cuenta de un cierto tipo de experiencia vital; esta es su clave de lectura. Leeremos la novela como una reflexión minuciosa sobre el lenguaje en manos de aquellos que, enfrentados a una modernización radical de su entorno, no tienen un acceso directo a la palabra para dar sentido a su propia experiencia. Se trata, por lo tanto, de una meditación sobre la relación que existe entre la palabra y la llegada de la modernidad al nordeste brasileño. A pesar de que ningún personaje se erige como el narrador en la novela, todos ellos tienen una relación intensa con la palabra. Sin embargo, muy pronto descubrimos que, a pesar de todos sus esfuerzos, ninguno consigue darle forma verbal a sus pensamientos. El primer personaje a quien vemos en esta pugna es Fabiano, el padre de familia:

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Montado, confundia-se com o cavalo, grudava-se a ele. E falava uma linguagem cantada, monossilábica e gutural, que o companheiro entendia. A pé, não se agüentava bem. Pendia de um lado, para outro lado, cambaio, torto e feio. Às vezes utilizava nas relações com as pessoas a mesma língua com que se dirigia aos brutos- exclamações, onomatopéias. Na verdade falava pouco. Admirava as palavras compridas e difíceis da gente da cidade, tentava reproduzir algumas, em vão, mas sabia que elas eram inúteis e tal vez perigosas. (Ramos, Vidas 20)

Fabiano maneja una lengua limitada que lo aleja del lenguaje complejo que él mismo identifica con la modernidad urbana. El problema, sin embargo, no es simplemente que su vocabulario sea restringido o que su lenguaje sea más adecuado para el ganado y los caballos que para los humanos. Los límites de su palabra se hacen evidentes al tener que enfrentarse con la ley y con las figuras paternas que encarnan el poder en su región. En el tercer capítulo de la novela (titulado “Cadeia”, “cárcel’), Fabiano entra en contacto con quien será una de las máximas expresiones de la autoridad patriarcal en este espacio periférico donde el Estado está casi ausente. Se trata de un soldado vestido de amarillo que lo obliga a apostar en un juego de cartas y luego lo envía a la cárcel cuando trata de escaparse para no perder más dinero. Las acciones del soldado son arbitrarias y Fabiano aspira a contar su historia en la penitenciaría, no solo para salir libre, sino para darle un sentido al suceso. Es allí donde sus palabras se muestran dolorosamente precarias e inútiles: “Fabiano também não sabia falar. Às vezes largava nomes arrevesados, por embromação. Via perfeitamente que tudo era besteira. Não podia arrumar o que tinha no interior. Se pudesse... Ah! Se pudesse, atacaria os soldados amarelos que espancam as criaturas inofensivas” (36). Hasta aquí parece que si pudiese expresarse usaría la palabra para contar su historia y así cambiar las injusticias del mundo. Sin embargo, al final del mismo párrafo muda de idea, comparándose con el resto de presos: “Ele, os homens acocorados, o bêbedo, a mulher das pulgas, tudo era uma lástima, só servia para agüentar facão. Era o que ele queria dizer” (36). No es cierto entonces que no haya personajes dispuestos a ocupar el lugar de un narrador, y a hacer uso de la palabra, en Vidas Secas. En el texto encontramos una voluntad por narrar, por dar testimonio, por recoger una experiencia y transmitírsela a otros. Hay, más bien, una cierta imposibilidad

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en lograr la transición desde la experiencia vivida hacia la palabra capaz de ordenar y contar. Esto estaría reflejado incluso en la estructura formal de la novela, compuesta por capítulos más o menos independientes que podrían ser leídos como historias que no se articulan necesariamente con el resto de la narración.2 Miranda ha leído este experimento formal de manera iluminadora: “A justaposição desses segmentos relativamente autônomos mimetiza a visão desarticulada e desconexa que os personagens têm dos fatos vivenciados, revelando serem desprovidas da consciência capaz de dar a esses fatos sentido e significação” (44). Habría entonces una relación sustancial entre la elección de Graciliano de una novela fragmentaria y la vida de sus personajes, que no pueden articular su propia experiencia en una narración ordenada y plena de sentido, o en palabras de Antonio Candido: “Para eles a existência é de fato uma seqüência de quadros aparentemente autônomos, mas contraditórios, cuja unidade só existe para o demiurgo que os animou; e deste modo se esclarece para o leitor a razão da estrutura desmontável acima referida” (Ficção 47). La fragmentación del texto se relaciona, por lo tanto, con la imposibilidad de darle un sentido unificado a la propia existencia a través de un relato. Walter Benjamin escribió algunos de sus más conocidos ensayos pensando precisamente en este tema, el de la experiencia moderna que, por diversas razones, no puede transmitirse a través de narraciones articuladas y plenas de sentido. En “El narrador”, ensayo dedicado al olvidado autor ruso Nicolai Leskov, se pregunta por qué el mundo contemporáneo ha tendido a perder a sus “narradores de historias”, aquellos hombres capaces de condensar experiencias personales o históricas en relatos llenos de una sabiduría que se puede compartir con los lectores u oyentes. Su respuesta es radical: “En todos los casos, el que narra es un hombre que tiene consejos para el que escucha. Y aunque hoy el ‘saber dar consejo’ nos suene pasado de moda, eso se debe a la circunstancia de una menguante comunicabilidad de la experiencia” (Benjamin, Crítica 114). En el mundo moderno, la posibilidad de convertir una experiencia en un saber narrable y disponible para otros ha disminuido. La experiencia vital se ha hecho incomunicable, a pesar de 2

De hecho, Graciliano publicó algunos de esos capítulos por separado, como cuentos autónomos.

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que el proyecto epistemológico moderno está en constante búsqueda de transparencia, presencia y comunicación absoluta, como vimos en la introducción a este trabajo. En otro de sus ensayos, “Sobre algunos temas en Baudelaire”, Benjamin amplía su hipótesis respecto a esta pérdida de la comunicabilidad de la experiencia en la modernidad. Valiéndose de algunos aspectos de la teoría psicoanalítica de Freud, señala que la psiquis humana se compone de dos tipos de memoria: una involuntaria y otra voluntaria. La involuntaria se caracteriza por una mayor profundidad, y coincide en igual medida con el inconsciente freudiano y con la memoria representada en Proust: no accedemos a ella inmediatamente, sino a través de eventos fortuitos (como la magdalena proustiana) o de largos procesos de narración y memoria que aspiran a desentrañar los secretos de nuestro pasado. Se trata de una forma mnemónica que guarda de manera profunda las marcas del pasado, pero que requiere de un enorme trabajo para ser dilucidada. Según Benjamin, la verdadera recuperación de la experiencia pasa por este tipo de memoria, por un prolongado proceso que debe iniciarse en la memoria involuntaria por parte de quien recuerda. La memoria voluntaria, por su parte, corresponde abiertamente con la consciencia misma. Se trata de una memoria superficial, de rápido olvido, que no deja verdaderas marcas en el aparato psíquico. Para Benjamin, es posible notar que en la modernidad ha habido una notable expansión de la memoria voluntaria, consciente, y una pérdida de la memoria involuntaria. La modernidad, por sus desarrollos tecnológicos y su vida urbana, se caracteriza por una velocidad agresiva que afecta constantemente al aparato sensorial humano. Esta velocidad está asociada con el andar abrupto de los automóviles, con los empellones de las masas en las calles y con una producción industrial marcada por el ruido y por la repetición con las nuevas maquinarias. Así, el ser humano vive en medio de un ambiente cargado de shocks, de sorpresas inesperadas que desestabilizan y recargan sus sentidos. Ante este mundo, la respuesta del cuerpo humano y su sensorium es una creciente ampliación de la consciencia, una constante preparación para el siguiente desconcierto en el sincopado ritmo moderno. Esta ampliación de la consciencia se caracteriza por una disminución inversamente proporcional de la memoria involuntaria y, por lo tanto, de la posible recuperación de la experiencia misma. Ante el bombardeo de datos, ante la caducidad

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constante y ruidosa de la vida cotidiana en la modernidad, el ser humano debe estar en constante alerta, preparado para los shocks que están por venir a cada instante, para convertirlos inmediatamente en eventos conscientes y olvidarlos lo más pronto posible. Esta ampliación de la consciencia en respuesta a los shocks del mundo contemporáneo implica, a su vez, que muy pocas cosas formen parte de una memoria profunda, capaces de convertirse en verdaderos relatos cargados con el saber de la experiencia. En lugar de experiencias profundas (Erfahrung, en alemán), la modernidad ha conducido a la proliferación de vivencias pasajeras (Erlebnis), que no se incorporan a un relato ni a una estructuración histórica. En palabras de Benjamin: “Cuanto más participe el shock en su momento en cada una de las impresiones; cuanto más incansablemente planifique la consciencia en interés de la defensa frente a los estímulos; cuanto mayor sea el éxito con el que se trabaja, tanto menos se acomodará todo a la experiencia, tanto mejor se realizará el concepto de vivencia (Erlebnis)”. (Poesía 132) Es notable que los personajes de Vidas Secas tengan problemas casi idénticos a los descritos por Benjamin. A pesar de su pobreza material y su condición periférica, participan de conflictos notablemente modernos. Mi hipótesis será que su dificultad al narrar no se debe simplemente a su falta de educación o a una incapacidad respecto al uso de la lengua, sino a temas específicamente relacionados con la modernidad y su manifestación peculiar, neocolonial, en el Brasil. La familia que protagoniza el relato participa de un mundo particular, ya inmerso en un proceso de modernización, en el que la experiencia ya no es fácilmente narrable. Su problemática no es tan distinta a la descrita por Benjamin, a pesar de la distancia entre la Europa de finales del siglo xix, es decir, en plena modernidad, y el “atrasado” nordeste brasileño a principios del xx. Estas similitudes nos llevan a inquirir por las razones que hacen que regiones tan distintas compartan un problema similar: la disminución de la experiencia real y la imposibilidad de transformarla en narración. Leeremos a Graciliano desde esta perspectiva, como un minucioso observador de la manera en que la modernización brasileña hace incomunicable la experiencia vital del habitante del sertón en la primera mitad del siglo xx. Es necesario hacer, sin embargo, una serie de distinciones entre lo que Benjamin entendía como modernidad y la modernidad específica del sertón brasileño. Para el pensador alemán, lo moderno se caracteriza por una

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proliferación tecnológica y productiva (relacionada con eventos como la revolución industrial, la urbanización, la secularización de la vida social y los nuevos desarrollos del capitalismo decimonónico) que implicó un cambio en la manera de experimentar el mundo. Según Benjamin, una de las razones por las cuales el europeo del siglo xix no tiene acceso a una experiencia vital plena de sentido es precisamente la proliferación de informaciones, datos, rostros, sonidos y peligros del ámbito moderno por naturaleza: la ciudad. Es obvio que esta no es la modernidad que estamos analizando aquí, comparada con la naturaleza muda y desértica del nordeste brasileño. Sin embargo, esta región sí estaba inmersa en una serie de transformaciones que aspiraban a la modernización de una región que la nación brasileña ha definido (como veíamos en la discusión sobre Os Sertões, de Euclides da Cunha en la introducción) como un obstáculo al avance y al progreso nacional. Este proceso de modernización implicaba, entre otras cosas, la irrupción de pequeñas ciudades y de nuevos medios de comunicación, la implantación de sistemas económicos y productivos que se adecuasen a los mercados internacionales, la presencia de sistemas políticos semejantes a los de Francia o Estados Unidos y la creación de expresiones culturales y productos científicos similares a los de los países más desarrollados del orbe. Como veremos, la novela deja entrever la irrupción de estos elementos en el sertón brasileño y su carácter desigual y autoritario en la región: lo que podríamos llamar, un orden neocolonial. Quien se encuentra fuera de esta creciente modernización es descrito, implícitamente, como bárbaro, como aquel que se opone a la civilización y, por lo tanto, debe formar parte de la causa moderna: debe ser colonizado una vez más. Fabiano y sus hijos serán, en algún sentido, representantes de una “barbarie” infantil, incapaz de hablar la lengua del progreso y la civilización, que será obliterada por los procesos de modernización en el sertón. Como es lógico, debemos matizar y pensar en el sentido de esta supuesta barbarie, que no es más que una otredad que le resulta inconveniente o incomprensible a la modernización que iniciaba nuevos procesos de colonización para hacerse global. La incapacidad de los personajes para hablar, su supuesta in-fancia, se relaciona con este silenciamiento que la modernidad hace de sus “otros”, de aquellos que deben desaparecer para que la constitución de los nuevos sistemas económicos, políticos y culturales sea posible.

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Esta definición del habitante del sertón como un “bárbaro” infantil que se encuentra fuera de la civilidad occidental implica, desde el principio, una relación incompleta y fragmentaria con la palabra: el bárbaro es precisamente aquel que no tiene habla y, por lo tanto, alguien que no puede participar de la arena pública y del ámbito político. Me remito aquí a la etimología misma del término: en griego, barbaros (βάρβαρος) es el extranjero, el foráneo, aquel que no posee el habla “civilizada”. Uno de los orígenes etimológicos del término sería la representación onomatopéyica bar-bar, que imitaría despectivamente la lengua de los pueblos germánicos y la consideraría como “puro ruido”, como algo que no se puede considerar lenguaje. Visto así, el bárbaro sería aquel que, por definición, no tiene acceso a la palabra y, por lo tanto, no puede recoger su experiencia y convertirla en un relato. Las consecuencias políticas de esta división de lenguajes es fundamental: quien no tiene lenguaje, quien solo emite “sonidos”, no tiene acceso al mundo de lo político. Esto es precisamente lo que ocurre en la novela: la familia expresa la sensación de un empobrecimiento radical de la palabra, de su experiencia narrable, y, simultáneamente, la imposibilidad de su participación política en medio de un proceso de radical modernización en la periferia. Es un texto que presenta la mirada del neo-colonizado que, en medio de una modernización forzada, se siente incapaz de narrar su historia ante un proceso que lo define como un ser ignorante, incapaz de dar cuenta de su propia realidad. Lejos de ser una novela provincial, Vidas Secas es un profundo estudio sobre las consecuencias de una modernidad global y colonial que se impuso de forma autoritaria en zonas periféricas. Como señalábamos, llama la atención ver cómo los personajes de la novela, expuestos al shock de esta forma específica de modernización (a la civilización autoritaria del nordeste y, en particular, a su incipiente urbanización), tienen problemas muy similares a los descritos por Benjamin; también ellos experimentan la imposibilidad de narrar los eventos esenciales de sus propias vidas. A partir de este inesperado paralelismo entre el habitante “civilizado” de París o Berlín y el “bárbaro” habitante del sertón, podemos plantear algunas preguntas que guiarán el análisis de Vidas Secas. Primero, ¿por qué la experiencia de los personajes de esta historia no puede ser transformada en un relato homogéneo ni por ellos mismos, ni por el narrador que cuenta sus vidas a partir de una textualidad fragmentada? ¿Qué relación tendría esto

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con el fenómeno de la modernidad, con el proyecto de modernización que existió específicamente en el nordeste brasileño? Y, por último, ¿qué papel cumple el padre en este proceso? Para comenzar a responder estas preguntas, debemos partir del ámbito de la ley y, específicamente, de una legalidad paradójica que combina paternalismo y modernidad. Tal ley autoritaria y excesiva, que sitúa al habitante sertanejo en el espacio de la barbarie y la infancia, se opone de plano a la consolidación de una experiencia plenamente narrable a partir de la palabra. Esta será una de las hipótesis centrales respecto a Vidas Secas. En la novela de Graciliano, el lenguaje seco se corresponde con el exceso de una ley simultáneamente paternal y modernizadora que se hace visible en todos los ámbitos de la vida cotidiana, desde el paisaje árido, sus sistemas productivos y el espacio privado del hogar hasta el mundo público, representado en algunas de sus figuras de poder. En un espacio como el sertón, definido como “bárbaro” por los portadores de la civilización, la modernidad se dio históricamente de forma autoritaria a partir de ciertas figuras (intelectuales, políticos) y teorías que impusieron el proceso por la fuerza. En cada uno de los ámbitos centrales de la novela (la naturaleza, el hogar, el Estado), hace su aparición una ley patriarcal que limita el lenguaje y que obliga al uso de una palabra enjuta, limitada al máximo. Comenzaremos por analizar una de las leyes más arduas en el texto de Graciliano: la árida legalidad implícita en el paisaje nordestino y en la lectura que el pensamiento moderno hace de este espacio físico. A. Paisaje: la palabra silenciada y la “ley natural” del sertón Uno de los elementos que caracteriza al lenguaje austero y controlado de Vidas Secas es un exceso de ley, cuyo objetivo es darle forma al caótico mundo del sertón. Como texto, la novela medita una y otra vez sobre la ley y sus manifestaciones en diferentes ámbitos de la existencia humana. Ya hemos señalado, a partir de Derrida y de Schmitt, que la mirada epistemológica moderna busca explicar el mundo a partir de una serie de leyes racionales, capaces de garantizar una total inteligibilidad o presencia. Esta idea de una legalidad racional que rige al mundo es fácilmente aplicable a algunos elementos naturales que tienen una regularidad admirable, como

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ocurre con los movimientos astrales. Pero ¿qué pasa con un espacio como el sertón brasileño? Allí también hay algunas regularidades (las sequías vuelven sin excepción, al igual que periodos de intensa lluvia que, paradójicamente, también pueden ser destructivos), pero la capacidad de entender y predecir estos fenómenos es mucho más limitada. ¿Cómo comprender la “ley” de un paisaje que por momentos se muestra exuberante y productivo, para convertirse luego en un desierto? ¿Cómo darle forma racional a una región que aflige a sus habitantes y luego les da esperanzas vanas? Una de las características fundamentales del sertón y su espacio físico es su capacidad de retar al pensador moderno con un paisaje impredecible, que no se puede incorporar a la idea ilustrada de un mundo inteligible. Esta narrativa es, sin embargo, el correlato de una serie de problemas políticos y sociales del sertón y de su papel en la conformación nacional brasileña. El nordeste ha sido para el Brasil un paisaje que encarna una duda radical sobre la racionalidad homogénea del universo y, simultáneamente, sobre la propia narrativa de identidad nacional: se trata de un espacio que reta a la mirada moderna en términos tanto epistemológicos como políticos. Cabe recordar que Brasil se ha imaginado a sí mismo como un país exuberante, sensual e infinitamente productivo. Su identidad se ha fundado en la cordialidad y en la afabilidad de quien no parece necesitar nada.3 Frente a este mundo cordial y pleno, el sertón es un espacio problemático, una exterioridad absoluta que, a pesar de todo, debe ser incorporada, superada o transformada para formar parte del proyecto de la nación moderna. El sertón es, también, un paisaje que, por su carácter impredecible, genera lo que una cierta mirada “civilizadora” denomina “barbarie”. Por esta razón, se trata de un lugar geográfico que ha producido reflexiones de gran importancia por parte de la intelectualidad brasileña. En Os Sertões, por ejemplo, Euclides da Cunha planteaba la necesidad de pensar esta zona como 3

Quizás la expresión teórica más importante de esta idea esté en el libro Raízes do Brasil, de Sérgio Buarque de Holanda, donde el autor define al brasileño precisamente como “homem cordial”. Este tipo humano, dada su fuerte carga emocional, se niega a la división tajante entre lo privado y lo público, para dar preeminencia a lo emotivo y a lo familiar frente a lo que está dominado por la formalidad pública. Para Buarque de Holanda, esta forma de sociabilidad cordial es, a pesar de algunos aspectos positivos, un problema para la nación brasileña y la constitución de sus instituciones políticas. Cf. Holanda, pp. 146-151.

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un problema central para la constitución de una nación brasileña moderna. El paisaje es un elemento central en su meditación, precisamente porque no cabe en ninguna teoría racional y, por lo tanto, produce monstruos. En su texto señala cómo, pese a que Hegel ha hecho una sesuda distinción entre todas las categorías geográficas posibles, el sertón no tiene lugar en ninguna de ellas. Hablando sobre la descripción hegeliana de las zonas desérticas del mundo, señala: “Aos sertões do Norte, porém, que a primeira vista se lhes equiparam, falta um lugar no quadro do pensador germânico” (Cunha 129). El motivo para esta ausencia es evidente: el sertón es un espacio antidialéctico, una mezcla de antítesis que nunca alcanzan una síntesis final: Barbaramente estéreis, maravilhosamente exuberantes. Na plenitude das secas são positivamente o deserto. Mas quando estas não se prolongam ao ponto de originarem penosíssimos êxodos, o homem luta como as árvores, com as reservas armazenadas nos dias de abastança e, neste combate feroz, anônimo, terrívelmente obscuro, afogado na solidão das chapadas, a natureza não o abandona de todo. Ampara-o muito além das horas de desesperança, que acompanham o esgotamento das últimas cacimbas. Ao sobrevir às chuvas, a terra, como vimos, transfigura-se em mutações fantásticas, contrastando com a desolação anterior. Os vales secos fazem-se ríos. (129)

Para Euclides, este juego siempre irresuelto de tensiones parece poner en aprieto al proyecto moderno mismo (tanto epistemológico como político) que presupone un mundo racional en el que se resuelven todas las antítesis en una bien lograda síntesis; en el sertón, la dialéctica hegeliana queda en suspenso. Tal carácter exterior a la racionalidad moderna se convierte, en manos del observador civilizado, en una ley natural de la tierra que la hace irracional y, por ello, bárbara, exterior a la civilidad y al pensamiento de la modernidad. Euclides habla de la “fatalidade de leis astronômicas ou geográficas inaccessíveis à intervenção humana” (137) como una característica que hace del nordeste un enigma para cualquier pensamiento moderno. Es, por lo tanto, un espacio natural ajeno al proyecto mismo de transparencia y racionalidad modernas y a la construcción de una nación civilizada. El carácter paradójico de este paisaje se convertirá, para el pensador racionalista, en la ley de la zona, una norma que determina el comportamiento de los hombres que habitan la región y que lleva a formas negativas de sociabilidad que no culminan nunca

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en expresiones de desarrollo, progreso y modernización, sino en la negación misma de una sociedad. La naturaleza se consolida como una ley contradictoria que culmina siempre en el caos y la barbarie para el hombre: “O martírio do homem, ali, é o reflexo de tortura maior, mais ampla, abrangendo a economia geral da vida. Nasce do martírio geral da Terra” (137). Una mirada contemporánea tendería a rechazar una teoría de este tipo. Parece haber aquí una simplificación esencialista, un procedimiento metafórico que genera analogías entre el hombre y la tierra para convertirlas en supuestas leyes que intentan ser científicas, pero no alcanzan a serlo.4 Se trata, en todo caso, de una teoría que, a partir de un uso del discurso científico de su época, construye un marco conceptual que imagina una “ley natural” (la barbarie implícita en el paisaje incomprensible del sertón) y, así, justifica una serie de asimetrías políticas, sociales y raciales que fueron esenciales para la construcción del Brasil moderno. En el caso del sertón brasileño, esta unión entre metáforas científicas y pensamiento nacional implicó o bien la destrucción radical de ciertos modos de vida (como ocurre con la comunidad de Canudos, arrasada por el ejército brasileño) o la incorporación forzosa de los habitantes del sertón a otros espacios (como la ciudad) y otros modos de productividad y convivencia que sí podían formar parte de la nación moderna. En este sentido, tras la supuesta definición científica de una “ley natural del sertón”, habría más bien una ley política neocolonial, un trabajo conceptual que predestina a ciertos hombres a la barbarie, al silencio y, así, a su exclusión del mundo de la política nacional, a menos que formen parte del proyecto moderno que se les impone. Y esto es, precisamente, lo que permite la aparición de la figura del padre presente y autoritario en la región:

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Esta es, desde luego, una presentación muy esquemática del texto de Euclides. Una lectura detenida de Os Sertões mostraría que esta crítica está contenida en el texto mismo, que constantemente revisa y complica sus propias hipótesis centrales. Es cierto, sin embargo, que las políticas estatales de modernización se centraron en esta necesidad de civilizar y controlar el sertón, más que en comprender las complejidades del “otro” nordestino que Euclides sí alcanza a vislumbrar. O, para decirlo de otra forma, el Estado brasileño perpetúa precisamente esta imagen esquemática y simplista del nordestino como un bárbaro producto de la tierra, bien sea para arrasarlo (como ocurre en Os Sertões) o para incorporarlo a la fuerza al proyecto moderno de nación, como ocurrirá en Vidas Secas. Estos estereotipos en torno a los nordestinos siguen vivos en la cultura brasileña aún hoy.

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a causa de la supuesta barbarie irracional de la tierra, estas personas requieren de padres que les irán enseñando cómo hablar la lengua de la modernidad. Tras la “descripción científica” y la “ley natural” de la tierra sertaneja, habría una paradójica conjunción entre paternalismo y modernidad que sitúa al habitante del sertón en la posición del bárbaro, el infante, de aquel que carece de habla y, por lo tanto, requiere de un padre que interceda por él en el ámbito de la política y la historia. Uno de los hechos sorprendentes de Vidas Secas es que Fabiano, el padre de familia, fundamenta la educación de sus hijos en esta “ley natural” que hemos venido describiendo. A pesar de no saber leer, este personaje traslada el marco conceptual de la modernidad brasileña, y su mirada frente al nordeste, al espacio familiar. La construcción teórica de un espacio marcado por la ley de un paisaje impredecible, producida por una mirada civilizadora y paternalista, deja de ser un producto abstracto para convertirse en una forma de vida en la familia con la mediación de la figura paterna. La novela medita abiertamente sobre la manera en que la representación moderna y civilizada del paisaje sertanejo se convierte en una ley real que guía la vida de los habitantes más humildes del nordeste. En este proceso, la figura del padre ocupa un papel central. En los textos de Euclides y Graciliano, el sertón se presenta en términos muy similares, como si hubiese una cierta continuidad entre ambos autores y sus textos. En Vidas Secas, la naturaleza, con su carácter impredecible y excepcional, es descrita también como un enorme obstáculo, y como una ley ineluctable para quienes la habitan, de forma semejante a como es presentada en Os Sertões: Olhou a catinga amarela, que o poente avermelhava. Se a seca chegasse, não ficaria planta verde. Arrepiou-se. Chegaria, naturalmente. Sempre tinha sido assim, desde que ele se entendera. E antes de se entender, antes de nascer, sucedera o mesmo- anos bons misturados com anos ruins. A desgraça estava em caminho, talvez andasse perto. Nem valia a pena trabalhar. Ele marchando para casa, trepando a ladeira, espalhando seixos com as alpercatas- ela se avizinhando a galope. Com vontade de matá-lo. (Ramos, Vidas 24)

Para Fabiano, la sequía y la destrucción son parte fundamental de la naturaleza sertaneja: son una ley ineludible. Más aún, la fuerza de este mundo

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natural se convertirá en una ley, en una manera de actuar y de hablar en la familia, gracias a la intervención del padre. En primer lugar, dadas las condiciones climáticas, los más jóvenes deben aprender a lidiar con los elementos naturales a partir de una economía que afecta incluso a la palabra. Según Fabiano, el paisaje exige una simplificación y un ahorro a todos los niveles, que llega a tomar visos poco humanos. A menudo, él mismo se pregunta si es un animal (bicho) o un hombre. Llega incluso a proponer que, para poder sobrevivir, todos en la familia deben transformarse en animales como el armadillo: “Precisavam ser duros, virar tatus” (25). Para el padre, además, es claro que esta simplificación debe pasar por el lenguaje: es una educación en el silencio. El sertón exige una economía radical respecto a todos los ámbitos humanos, y muy especialmente respecto a la palabra: Um dia... Sim, quando as secas desaparecessem e tudo andasse direito. Seria que as secas iam desaparecer e tudo andar certo? Não sabia. Seu Tomás da bolandeira é que devia ter lido isso. Livres daquele perigo, os meninos poderiam falar, perguntar, encher-se de caprichos. Agora tinham obrigação de comportar-se como gente da laia deles. (25, mis subrayados)

El peligro de las sequías nunca acaba y, por lo tanto, nunca llega el momento propicio para hablar y preguntar, para adueñarse de las posibilidades de la palabra. Fabiano trae al hogar la imagen (proveniente del discurso nacional en torno al nordeste y sus habitantes) de que subsistir en este paisaje implica someterse a una ley natural que obliga a los hombres a procurar un ahorro extremo, tanto de medios como de palabras.5 El texto, sin embargo, ve en este proceso algo más que la pura “ley natural” del sertón y su geografía. 5

Esto, desde luego, no quiere decir que Fabiano haya “leído” el texto de Euclides. Quiere decir, más bien, que esa lectura esquemática de Os Sertões que ya mencionamos se ha convertido en una visión hegemónica del sertón y sus habitantes dentro de los discursos nacionales brasileños. Es un elemento que ha capturado la imaginación del país y ha guiado sus discursos sobre el nordeste. En este sentido, Fabiano repite, más que los conceptos de Euclides, las ideas que la nación moderna brasileña ha usado para constituirse a través de la definición (y explotación) de su “otro” más sobresaliente: el nordeste y sus sertones, como lugares de una barbarie natural que debe ser civilizada. Más adelante veremos cómo el Estado, a partir de la figura del “soldado amarelo”, está siempre presente en la vida del padre, recordándole su posición de in-fante en el mundo político brasileño.

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La naturaleza es un límite real para la vida humana, pero aquí está relacionada con el silencio que se le impone a quienes, por razones históricas y sociales, están fuera de ciertos espacios de comunicación (gente da laia deles en la cita anterior). Esta ley mixta, que conjuga elementos naturales con aspectos sociales y políticos, se consolida a través de la intervención paterna y obliga a la familia al sacrificio de la palabra y, así, a aceptar su posición de bárbaros e infantes. Esta reflexión nos permite retomar el tema benjaminiano de la experiencia. Para el pensamiento civilizado, según vimos en Euclides, el sertón es un espacio que no puede ser narrado; no existe una teoría explicativa y racional que le dé sentido. Al seguir el paisaje en Vidas Secas, y la lectura que Fabiano hace del lugar en el que vive, descubrimos que en la familia la palabra es sometida a un constante control por parte del padre a causa de una supuesta “ley natural” de la tierra. La proliferación del lenguaje se ve como un desperdicio contrario a la norma de austeridad del paisaje circundante. En última instancia, a partir de ciertas leyes naturales (pero vinculadas tanto con la modernidad paternalista que se impuso en el sertón como con la figura del padre en la novela), la experiencia en este espacio está forzosamente cerrada ante la palabra: no puede ser narrada más que indirectamente, en fragmentos, como ocurre en la novela. Señalamos, sin embargo, que la imposibilidad de comunicar la propia experiencia y de producir relatos significativos en este lugar del mundo surge no propiamente de la tierra, sino de una visión moderna y neocolonial que ve este paisaje como un espacio bárbaro e infantil y, por lo tanto, exterior a la comunicación humana. Es la figura de Fabiano la que se encarga, como veremos a continuación, de imponer esa ley del silencio en su propia familia. B. Familia: Fabiano como padre y el control sobre la palabra Si la naturaleza es la escritura de la divinidad, el sertón es uno de sus textos más áridos. Esto no se debe propiamente a la ausencia de lluvia. El agua hace apariciones ocasionales y, de hecho, la mayor parte de esta novela ocurre en un invierno lluvioso y falsamente esperanzador. La sequedad particular de este mundo depende de sus ciclos, que, aunque impredecibles, llevan siempre a un mismo lugar: los habitantes del sertón, especialmente

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los más pobres, lo pierden todo y deben migrar para buscar nuevos trabajos. Habría allí el exceso de una ley (geológica, natural, pero también histórica y política, como veíamos) que reta a la absoluta racionalidad del universo y habla del poder dictatorial del clima y de otros hombres. Quien habita este mundo debe aprender a convivir con el exceso devastador de esa legalidad. Esta ley excesiva se traduce nítidamente al espacio del hogar a partir del trabajo del padre y de su obsesión con la educación familiar. Fabiano encarna una educación que surge bajo el signo de la permanente transformación de sus hijos en seres duros, secos, capaces de subsistir ante los elementos del desastre sertanejo. En medio de este proceso de formación, Fabiano impone una ley para el hogar que, no debe sorprendernos, se centra fundamentalmente en el lenguaje: As crianças divertiram-se, animaram-se, e o espírito de Fabiano se destoldou. Aquilo é que estava certo. Baleia não podia achar a novilha num banco de macambira, mas era conveniente que os meninos se acostumassem ao exercício fácil- bater palmas, expandir-se em gritaria seguindo os movimentos do animal. A cachorra tornou a voltar, a língua pendurada, arquejando. Fabiano tomou a frente do grupo, satisfeito com a lição, pensando na égua que ia montar [...]. (21)

La figura paterna se relaciona una y otra vez con la palabra. En este caso, su ley busca imponer un proceso de permanente simplificación de la expresión: los hijos deben aprender a comunicarse como “seres naturales” y no sociales, con palmas y gritos, con movimientos controlados que se asocian con la sequedad que los rodea y con el espacio social que les ha sido destinado. Tal simplificación debe pasar por una limitación radical de la palabra y, en particular, del lenguaje en su expresión más humana: la pregunta. Frente a la sequedad de la tierra, la pregunta surge en la novela como forma expresiva que exige un gasto lingüístico ajeno al ahorro que este mundo le impone a una familia empobrecida. Por eso, la economía del control paterno sobre la lengua se centra específicamente en el espacio lingüístico de la pregunta: Agora queria entender-se com sinha Vitória a respeito da educação dos pequenos. Certamente ela não era culpada. Entregue aos arranjos da casa, regando os craveiros e as panelas de losna, descendo ao bebedouro com o pote vazio y regressando com o pote cheio, deixava os filhos soltos no barreiro, enlameados

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como porcos. E eles estavam perguntadores, insuportáveis. Fabiano dava-se bem com a ignorância. Tinha direito de saber? Tinha? Não tinha. (21-22)

La reflexión sobre la pregunta como tema es importante porque revela la relación que existe entre el sertanejo y su mundo natural, social y político. Como persona que ya ha aceptado la supuesta ley natural del sertón, Fabiano entiende que cada pregunta es peligrosa porque implica un innecesario derroche de energía y, a su vez, un derecho de saber, de exigir algo del interlocutor. Quien pregunta se siente autorizado para exigir una respuesta. Para el vaquero, sin embargo, es obvio que “saber” es algo que no está destinado a los suyos. Su objetivo será educar a sus hijos en esa ley a la vez natural (el ahorro ante la incertidumbre del paisaje sertanejo) y social (quien es pobre y “bárbaro” no tiene derecho a preguntar). Este es el centro de su educación: la ley de la región, la mudez de la tierra y la arbitrariedad absoluta de sus cambios acaba con la ilusión de una racionalidad comunicativa donde todos tendrían el derecho de preguntar y recibir respuestas. Él mismo lo dice: él y sus hijos no tienen derecho de saber. La retórica del silencio, uno de los aspectos esenciales de la novela, se mezcla con esa mudez de la tierra, de la nación moderna en crecimiento y de la familia guiada por la presencia y el control de un padre que ha asimilado, quizá sin saberlo, los discursos hegemónicos nacionales respecto a su región. Esta limitación de la lengua, y en particular del ámbito de la pregunta, se ve reflejada en una de las escenas centrales de la novela, un pasaje que marcará profundamente a uno de los hijos, llamado simplemente “o menino mais velho”.6 Se trata de un episodio que ejemplifica la educación en el hogar, la manera en que la ley paterna (familiar y nacional) se hace realidad en la casa. Como cabe esperar, esta puesta en escena se relaciona con una pregunta de gran peso simbólico: ¿qué significa la palabra infierno? El capítulo titulado “O menino mais velho” comienza con una frase que determina por completo la acción: “Deu-se aquilo porque sinha Vitória não

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Es notable que ninguno de los hijos es presentado por un nombre. Son simplemente “el más joven” y “el más viejo”. La limitación lingüística en el hogar comienza por este detalle, sencillo pero elocuente: los infantes, los que están en proceso de aprender a hablar, carecen de nombre.

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conversou um instante com o menino mais velho” (55). El origen del evento es una falta de comunicación, un silencio entre padres e hijos. Esta falta de diálogo tiene varias consecuencias, entre ellas que el vocabulario mismo de los jóvenes es muy limitado, de tal forma que la aparición en el discurso de nuevas palabras es motivo de curiosidad y hasta de perturbación: “Ele nunca tinha ouvido falar em inferno. Estranhando a linguagem de sinha Terta, pediu informações” (55). No sabemos cuáles eran las palabras de su madre, simplemente entendemos que en su discurso se alude a la palabra infierno y que esta novedad suscita en el niño una pregunta. El primer impulso del pequeño es preguntarle a su padre, de quien recibe un silencio radical, una negación absoluta al intercambio: O menino foi à sala interrogar o pai, encontrou-o sentado no chão, com as pernas abertas desenrolando um meio de sola. —Bota o pé aqui. A ordem se cumpriu e Fabiano tomou a medida da alpercata: deu um traço com a ponta da faca atrás do calcanhar, outro adiante do dedo grande. Riscou em seguida a forma do calçado e bateu palmas: —Arreda. (55)

La pregunta del hijo es respondida con una acción elemental: el padre toma la medida del pie de su hijo para hacerle una alpargata. En cierto sentido, y con un gesto que no está exento de violencia (la medida se toma con un cuchillo), Fabiano se encarga de llevar a su hijo desde el plano intelectual de su pregunta al plano físico de la naturaleza y la dureza necesaria para subsistir en el paisaje. Su palabra final, la orden de que se marche, cierra cualquier posibilidad de discusión. Frente a una pregunta peligrosa, no solo por el despliegue necesario para dar una respuesta, sino también por el peligro ético que hay al tratar de hablar sobre el infierno (tan similar a la vida de la propia familia), el padre clausura toda posibilidad de diálogo: cierra una puerta. Llevado por la curiosidad, el niño busca a su madre para obtener una respuesta. El inicio del capítulo ya nos muestra, sin embargo, que el diálogo entre los dos es inexistente, y esta ocasión no será una excepción: la madre le da continuidad al control paterno sobre la lengua en el mundo familiar.

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En realidad, es ella quien realiza la acción violenta y el shock que solo estaba latente en la respuesta del padre: O pequeno afastou-se um pouco, mas ficou por ali rondando e timidamente arriscou a pergunta. Não obteve resposta, voltou à cozinha, foi pendurar-se à saia da mãe: —Como é? Sinhá Vitória falou em espetos quentes e fogueiras. —A senhora viu? Aí sinhá Vitória se zangou, achou-o insolente e aplicou-lhe um cocorote. O menino saiu indignado com a injustiça, atravessou o terreiro, escondeu-se debaixo das catingueiras murchas, à beira da lagoa vazia. (56)

Al no recibir respuesta del padre, el niño se prende de las faldas de su madre buscando protección. Esperamos entonces una escena maternal, un contrapeso a la sequedad del trato de Fabiano. Lo que encontramos es una consolidación de la ley paterna que, no por azar, incluye la violencia y el shock de un golpe. La pregunta por el sentido de la palabra infierno termina en una puesta en escena del concepto mismo, en un pequeño infierno para el niño, que es educado en la ley esencial de la región y del hogar paterno: no tiene derecho a preguntar. La curiosidad intelectual es vista aquí como un lujo inútil, como un gasto innecesario y una insolencia que se ha de reprimir. En este momento, al igual que su padre, el niño se piensa a sí mismo como pura naturaleza animal: O pequeno sentou-se, acomodou nas pernas a cabeça da cachorra, pôs-se a contarlhe baixinho uma história. Tinha um vocabulário quase tão minguado como o do papagaio que morrera no tempo da seca. [...] Valia-se, pois, de exclamações e de gestos, e Baleia respondia com o rabo, com a língua, com movimentos fáceis de entender. (57)

Recordemos que el objetivo central de la educación para Fabiano es una simplificación de la expresión, que busca llevar el lenguaje a sus formas más elementales para acomodarse a la ley de la tierra. La represión radical ante una pregunta de hondo sentido parece cristalizar el proceso educativo que el padre ha planeado desde un principio: hacer de sus hijos seres duros y simples,

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transformarlos en hombres que hablan como animales y que saben que no tienen derecho a preguntar, para poder subsistir en este paisaje. La imposibilidad de capturar la propia experiencia en relatos significativos encuentra aquí una primera explicación: una ley paterna que limita radicalmente las posibilidades del lenguaje en la familia. Si el capítulo terminase aquí, tendríamos una visión casi omnipotente del padre y de su ley, relacionada con una ley nacional que lleva a la familia, y a los habitantes del sertón, al silencio. Hasta este punto, el proceso de formación de los hijos se lleva a cabo con precisión milimétrica, ya que el niño pasa de preguntarse por un tema teológico-filosófico de gran complejidad a hablar en la lengua limitada y gestual de Baleia, la perra familiar. Sin embargo, la escena continúa: el “menino mais velho” tendrá la última palabra, una palabra de silenciosa resistencia ante el poder paterno: —Inferno, inferno. Não acreditava que um nome tão bonito servisse para designar coisa ruim. E resolvera discutir com sinha Vitória. Se ela houvesse dito que tinha ido ao inferno, bem. Sinha Vitória impunha-se, autoridade visível e poderosa. Se houvesse feito menção de qualquer autoridade invisível e mais poderosa, muito bem. Mas tentara convencê-lo com um cocorote, e isto lhe parecia absurdo. (59)

El pequeño descubre que existe una cierta ley en su mundo y la encuentra absurda: no es lógico convencer a alguien con un coscorrón. No acepta del todo la idea de que “no tiene derecho a saber”. Ante el shock de la violencia familiar, decide tratar de construir una memoria, un relato, un intento de experiencia. Aprende, sin duda, que debe controlar su lenguaje público, las palabras con que se dirige a sus padres y a las autoridades: incorpora una dolorosa lección política. Sin embargo, aún queda un espacio privado donde todavía es posible cuestionar la autoridad de un golpe para resolver una disputa. Este espacio está relacionado con un lenguaje que la autoridad paterna no puede controlar del todo. Aun cuando sabe que sus padres responderán negativamente a sus preguntas, el hijo sigue haciéndolas, quizás solo en su fuero interno. La educación del padre opera, pero el joven sigue pensando, silenciosamente, en temas que exceden la sequedad del paisaje local y de las normas familiares:

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Levantou-se. Via a janela da cozinha, o cocó de sinha Vitória, e isto lhe dava pensamentos maus. Foi sentar-se debaixo de outra árvore, avistou a serra coberta de nuvens. Ao escurecer, a serra misturava-se com o céu e as estrelas andavam em cima dela. Como era possível haver estrelas na terra? A cadelinha chegou-se aos pulos, cheirou-o, lambeu-lhe as mãos e acomodou-se. Como era possível haver estrelas na terra? (60-61)

Aunque acaba de encontrarse con una ley paternal que limita el lenguaje, el “menino mais velho” no deja de hacerse preguntas abiertas a la curiosidad intelectual, a la memoria recuperada y a la experiencia. Ahora no las hará públicas, pero seguirá pensando en ellas y compartiéndolas con quien esté disponible a un diálogo, así sea solo Baleia. A pesar del tono casi optimista de estas palabras, debemos recordar que Graciliano era un hombre bastante mesurado en sus expresiones de esperanza. Por ello, de inmediato tempera ese momento poético con una reflexión adicional que le da mayor precisión a su mensaje. El joven no se queda en la alegría poética de su pregunta; muy pronto vuelve a su realidad cotidiana, al silencio impuesto por la ley: Entristeceu. Talvez sinha Vitória dissesse a verdade. O inferno devia estar cheio de jararacas e suçuaranas, e as pessoas que moravam lá recebiam cocorotes, puxões de orelhas, e pancadas com bainha de faca. A pesar de ter mudado de lugar, não podia livrar-se da presência de sinha Vitória. Repetiu que não havia acontecido nada e tentou pensar nas estrelas que se acendiam na serra. Inutilmente. Àquela hora as estrelas estavam apagadas. (61)

La presencia del poder (encarnado en los padres) regresa una y otra vez. No hay en este mundo un espacio para la expresión plena y libre a partir de la palabra, de la misma forma en que la familia no puede escapar nunca al lugar que la nación brasileña le ha legado. Hay apenas un breve espacio que el propio Graciliano describe en otro de sus textos, Memórias do Cárcere, de la siguiente forma: “Liberdade completa ninguém disfruta: começamos oprimidos pela sintaxe e acabamos às voltas com a delegacia de ordem política e social, mas, nos estreitos límites a que nos coagem a gramática e a lei, ainda nos podemos mexer” (Ramos, Cárcere 1). El escritor, el intelectual, el niño que piensa en contra del mandato paterno, se mueve en ese breve espacio,

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donde nunca hay una libertad completa. Se trata de un lugar retórico y político, entre la gramática y el poder, por el que hay que luchar permanentemente. Vale la pena retomar aquí el problema de la narración de la experiencia en la obra de Graciliano para proponer una hipótesis respecto a Vidas Secas y a este episodio en particular. Como vimos, uno de los obstáculos al situar esta obra dentro de la producción de este autor es la falta de un personaje inmerso en el proceso de narrar conscientemente una historia. Una lectura detenida de este pasaje parece mostrarnos que este personaje en particular, el “menino mais velho”, tiene una relación única con la lengua. Es, claro, una relación de desconfianza, profundamente limitada pero también inconscientemente artística, casi diríamos poética, respecto a las posibilidades del lenguaje y la memoria. Se trata de una voz con una cierta sensibilidad, preocupada por la justicia del lenguaje y el diálogo con los otros. En otras palabras, el “menino mais velho” podría ser visto como un escritor en ciernes7 dentro de la novela, una figura que pugna por recuperar su experiencia y que se pregunta por las posibilidades tanto retóricas como políticas de la palabra. Lo anterior nos permitiría leer este texto de una forma distinta, ya que incluiría una suerte de Bildungsroman, una reflexión sutil sobre la formación de un joven narrador en una región periférica dentro de la modernidad occidental. Para Graciliano, el autor latinoamericano escribe precisamente en el espacio mínimo y disputado donde el proyecto de 7

Habría un hecho adicional que sirve para confirmar esta idea. En su paso de la ficción a la confesión, Graciliano vuelve a presentar este mismo episodio, pero esta vez de manera autobiográfica. En Infância hay un breve capítulo llamado “O Inferno” donde esta escena (un niño que le pregunta a sus padres por el sentido de la palabra infierno) se repite, con sutiles diferencias. Dado que aquí el narrador es el propio Graciliano, que reproduce algunos pasajes de su niñez, el tono es un poco más irónico y el narrador adulto interviene de forma más directa. Cuando la madre le da una definición poco satisfactoria, el pequeño dice: “Não há nada disso” (Ramos, Infância 74) y culmina con lo siguiente: “Não me convenci. Conservei-me dócil, tentando acomodar-me às esquisitices alheias. Mas algumas vezes fui sincero, idiotamente. E vieram-me chineladas e outros castigos oportunos” (74). La relación entre los dos episodios mostraría que, si bien no debemos confundirlos, hay una relación entre el “joven Graciliano” de la autobiografía, que más adelante se convertiría en escritor precisamente por la austeridad y la violencia de su mundo infantil, y el “menino mais velho”, que es, por su sensibilidad, un narrador en ciernes, inmerso en un ambiente que, aunque arduo y represivo, aún da espacios para la formación de un narrador interesado en recuperar, así sea de forma precaria, su experiencia.

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control patriarcal moderno encuentra sus fisuras. La estrechez de ese espacio aún permite un lugar limitado, mínimo, donde la palabra debe ser pulida hasta sus últimas consecuencias. En ese breve terreno, el “menino mais velho” comienza a pensar en cómo se cuenta una historia. Seguiremos, de ahora en adelante, a esta figura como alguien interesado, contra viento y marea, en convertirse en un narrador, en alguien que busca transformar los shocks de su vida diaria en experiencias susceptibles de ser narradas. A partir de esta hipótesis, detectaríamos por lo menos una figura dentro del texto que encarna sistemáticamente el problema de la transformación de su propia experiencia en narración. Vidas Secas sería, por lo tanto, un texto en sintonía con las reflexiones del resto de la obra de Graciliano, en particular con la consolidación de un personaje que tiene una relación siempre difícil con la posibilidad de narrar. El “menino mais velho” es un posible narrador, un joven en plena formación interesado en las posibilidades de la palabra para contar su historia. Sin embargo, podríamos decir de antemano que ese interés no se traduce en una narración homogénea, capaz de producir un sentido pleno para la vida familiar. Por el contrario, el interés del joven por el lenguaje deja abiertas una serie de preguntas cuya respuesta no llega a consolidarse jamás. La idea benjaminiana de que hay algo que impide la comunicación de la experiencia en el mundo moderno sigue en pie, incluso después de encontrar un “narrador de historias” en ciernes dentro del texto. Debemos analizar ahora la relación de los sertanejos con su propia versión de la modernidad nacional y con las figuras paternales que vienen a imponerla. Debemos reflexionar sobre la relación entre la familia y el Estado para seguir pensando en esa imposibilidad de narrar y estructurar la experiencia que afecta a la familia y a este narrador en ciernes. C. La ley estatal y la familia: la experiencia nordestina de la modernidad Una de las hipótesis que ha guiado esta lectura es la idea de que los protagonistas de Vidas Secas no pueden concretar su propia experiencia vital en una narración plena a causa de una ley excesiva que se manifiesta en diversos ámbitos. Sin embargo, siguiendo a Walter Benjamin, también está presente

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la idea de que este es un problema del sujeto que se enfrenta a ciertas condiciones propias de la modernidad. Cabe entonces preguntarse en qué sentido la imposibilidad de narrar que surge en la novela se relaciona con la modernidad y con la experiencia específica de la modernidad brasileña. ¿De qué manera esa modernidad, aparentemente ajena al sertón, se manifiesta como un límite a la experiencia y a su comunicabilidad en el nordeste? Euclides da Cunha es uno de los puntos de partida para responder a esta pregunta: es en la relación con el Estado en progreso donde el sertón encuentra sus principales conflictos modernos. Para el pensamiento moderno que Euclides representa, y su concepción de lo que debe ser un Estado, el sertón no puede existir tal como es; debe modificarse de manera radical, “civilizarse” y, en cierto sentido, extinguirse para formar parte de un proyecto estatal en progreso: “O jagunço destemeroso, o tabaréu ingênuo e o caipira simplório serão em breve tipos relegados às tradições evanescentes, ou extintas” (Cunha 86). La división de Euclides entre civilizados y bárbaros no acepta posiciones intermedias entre el Estado moderno y la comunidad nordestina, y aspira a un resultado definitivo: dado que el más fuerte debe triunfar, el otro debe callar y aprender a hablar la lengua nueva del progreso. Esta es, a fin de cuentas, una de las experiencias centrales que el sertanejo tiene de la modernidad y la civilización: la de una fuerza paternalista que lo convierte en un “otro” destinado a la extinción de su historia por el bien del progreso y la consolidación de una nación moderna. Su relato vital, como ocurre en Os Sertões, será narrado por otros como un recuerdo dolorosamente silenciado por la civilidad moderna. Así mismo, en Vidas Secas, no hay un uso de la primera persona ni un “yo” que enuncia; siempre hay un narrador externo que relata. Podemos leer este detalle formal de varias formas, pero tenemos en él un testimonio fundamental: en este contexto histórico, quien es definido como “bárbaro” no cuenta su propio relato. Otros tendrán que contarlo. Como señalamos, la experiencia de la modernidad en el nordeste brasileño es distinta de la experiencia europea de finales del xix estudiada por Benjamin. Sin embargo, en los dos casos se vislumbran efectos semejantes. En ambos lugares hay una imposibilidad de convertir la propia vida en un relato experiencial cargado de sentido. En la Europa del xix, específicamente en el ámbito de las grandes urbes decimonónicas, esta imposibilidad se debe a una proliferación traumática de informaciones y cambios constantes

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que no pueden ser procesados por la conciencia humana. En el caso del nordeste brasileño, visto por Graciliano, se debe más bien a una modernización autoritaria, ejercida por diferentes tipos de padres que en el proceso de construir un Estado moderno terminan por silenciar al sertanejo y a su forma de experimentar el mundo. Este proyecto de “civilización” (para usar el término de Sarmiento, que también opera en el pensamiento de Euclides) permanece inconcluso y puede someterse al poder de la excepción defendida por Schmitt: siempre hay elementos que se le escapan. Esta será nuestra hipótesis para confrontar algunos episodios centrales de Vidas Secas. El proceso de civilización al que se somete la familia es profundamente autoritario y depende de diversos tipos de padres, que vendrán a afectar tanto la experiencia de los personajes como su lenguaje, y, por ello, las estrategias retóricas del texto. El lenguaje mismo, sin embargo, encontrará maneras de escaparse a este control y construirá espacios de excepción de donde surgirán algunos de los momentos más luminosos del texto de Graciliano. La fragmentación del texto, su estructura desmontable, nos dará acceso a ciertas voces que la narrativa unificada del progreso nacional trata de silenciar una y otra vez. Comenzaremos nuestro análisis de la relación entre el sertón y la modernidad con un episodio que, de forma sorpresiva, no está tan alejado del pensamiento benjaminiano. En 1938, el nordeste brasileño tiene un paisaje muy distinto al de Os Sertões, publicado en 1902. En esta época, la región ya cuenta con ciudades incipientes que señalan la modernización de la zona y, hasta cierto punto, el triunfo del proyecto civilizador narrado por Euclides. En un capítulo titulado “Festa”, Vidas Secas dedica algunas páginas al encuentro de la familia con el mundo urbano. A primera vista, sorprende una clara continuidad entre la descripción benjaminiana de la experiencia en París y el episodio de Fabiano y su familia en medio de una pequeña ciudad del sertón. La novela muestra cómo la proliferación de estímulos y shocks, incluso en este pequeño espacio urbano, se opone a la narración de una historia y de una experiencia. Sabemos esto gracias al personaje que ya hemos definido como el “narrador” por excelencia en la historia, el más preocupado con las posibilidades del lenguaje:

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O menino mais velho hesitou, espiou as lojas, as toldas iluminadas, as moças bem vestidas. Encolheu os ombros. Talvez aquilo tivesse sido feito por gente. Nova dificuldade chegou-lhe ao espírito, soprou-a no ouvido do irmão. Provavelmente aquelas coisas tinham nomes. O menino mais novo interrogou-o com os olhos. Sim, com certeza as preciosidades que se exibiam nos altares das igrejas e nas prateleiras das lojas tinham nomes. Puseram-se a discutir a questão intrincada. Como podiam os homens guardar tantas palavras? Era impossível, ninguém conservaria tão grande soma de conhecimentos. Livres dos nomes, as coisas ficavam distantes, misteriosas. Não tinham sido feitas por gente. [...] Admirados e medrosos, falavam baixo para não desencadear as forças estranhas que elas porventura encerrassem. (Ramos, Vidas 82)

Quizás el propio Benjamin se habría admirado ante esta cita, no solo por la manera en que muestra las dificultades de la conciencia humana para procesar y narrar la experiencia caótica de la ciudad y sus constantes shocks, sino también por el modo en que habla de lo que Marx llamó, apelando al portugués, la “fetichización” de las mercancías,8 una suerte de influjo (o hechizo, “feitiço” en portugués) de los objetos de uso que parecen surgir mágicamente en el mundo, borrando sus procesos de producción. Es notable, a su vez, que esta reflexión surja en un lugar doblemente periférico: del sertón brasileño y de dos infantes cuyas palabras son limitadas por la educación familiar. Graciliano, un escritor con una honda conciencia social, pone en boca de los dos niños ideas de gran complejidad: a pesar del control paternal, sus voces y sus ideas se alcanzan a oír en la novela. Una de estas ideas es precisamente la de una cierta alienación del sertanejo frente a la experiencia “civilizada” que se le ofrece en el variado espectáculo de la urbe y sus mercancías. Esta alienación se consolida con un problema relativo al lenguaje: quien no tiene palabras para referirse al mundo no puede tener una experiencia real de él. Ante la proliferación de mercancías anónimas, símbolos esenciales de la modernidad, la familia carece de palabras para capturar y entender su propia experiencia vital: observa objetos sin nombre, nueva expresión de una vivencia enajenada que no puede traducirse en una narración. Las acciones y los objetos se hacen distantes y misteriosos, quedan como hechizados en un mundo ajeno a la experiencia de los personajes. 8

Cf. Capital vol. 1, 4.

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La visión crítica del texto busca ir más allá para mostrar que, para el caso brasileño, esta incipiente modernidad urbana no solo implica dificultades lingüísticas y conceptuales: la urbe moderna es también un mecanismo de control político que surge como una limitación sobre los cuerpos. El grupo visita la ciudad para una fiesta navideña y, aunque las costumbres urbanas les son ajenas, hay en ellos una necesidad de lucir de una forma totalmente distinta a sus usos cotidianos. El texto describe minuciosamente la forma en que este vestir “civilizado” controla los cuerpos y modifica sus formas naturales: Fabiano, apertado na roupa de brim branco feita por sinha Terta, com chapéu de baeta, colarinho, gravata, botinas de vaqueta e elástico, procurava erguer o espinhaço, o que ordinariamente não fazia. Sinhá Vitória, enfronhada no vestido vermelho de ramagens, equilibrava-se mal nos sapatos de salto enorme. Teimava em calçar-se como as moças da rua- dava topadas no caminho. Os meninos estreavam calça e paletó. Em casa sempre usavam camisinhas de riscado ou andavam nus. (71)

Esta descripción muestra de manera sintética la manera en que el sertanejo vive la experiencia de una modernidad que le resulta incómoda, inadecuada, como un traje que le sienta mal o unos zapatos apretados. Más aún, muestra el enorme poder de la civilización como proyecto nacional y estatal. El episodio parece señalar que este proceso de modernización ya se ha arraigado en la región y funciona desde planos virtuales y simbólicos. La verdadera eficacia del Estado moderno está en su capacidad para actuar desde la interioridad misma de sus ciudadanos, sin apelar a mecanismos directos de control.9 Una vez alcanza este estadio, el poder paternal del Estado se hace omnipresente, está en todas partes. 9

Michel Foucault ya planteaba que uno de los elementos centrales del Estado moderno es el paso de una “sociedad disciplinaria” a una “sociedad de control” donde, en lugar del castigo directo, el Estado ejerce un poder indirecto, abstracto y total sobre las conciencias y los cuerpos de sus ciudadanos. En estos casos, en palabras de Antonio Negri y Michael Hardt: “Society, subsumed within a power that reaches down to the ganglia of the social structure and its processes of development, reacts like a single body. Power is thus expressed as a control that extends throughout the depths of consciousnesses and bodies of the population [...]” (24). Vidas Secas reflexiona minuciosamente sobre este poder virtual sobre las conciencias y los cuerpos de los personajes y sobre el papel que la educación paterna juega en ese control. El

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Ya en la ciudad vemos con claridad que la experiencia urbana del sertanejo no solo se caracteriza por una cierta perplejidad ante la proliferación de mercancías: hay en las calles una sensación de control análoga al sentimiento de limitación que impone el vestuario “civilizado” sobre sus cuerpos. Entre las multitudes, Fabiano alcanza a pensar: “Agora não podia virar-se: mãos e braços roçavam-lhe o corpo. Lembrou-se da surra que levara e da noite passada na cadeia. A sensação que experimentava não diferia muito da que tinha tido ao ser preso” (75). La multitud aparece, al igual que en el París de Benjamin, como un elemento que ataca la conciencia de manera traumática a partir de constantes shocks que destruyen la posibilidad de producir un relato de la experiencia vivida. La ciudad es un espacio de adoctrinamiento en el que Fabiano y su familia no solo se encuentran con un mundo diferente, sino también con un universo que les impone sus normas. El resultado es una sensación opresiva, un sistema de control que termina por silenciar una manera de ser que es vista como ajena a esta civilidad moderna. Quien históricamente se ha definido como “bárbaro” debe transformarse a sí mismo, moldear su cuerpo y cambiar su manera de entender el espacio y el tiempo para entrar en ese ámbito de civilización. Esta estrategia de control, relacionada con un estado que aspira a la modernización homogénea de sus habitantes, tiene como resultado una imposibilidad de producir un relato fuera de los marcos civilizados. En otras palabras, la modernidad periférica y neocolonial, expresada en el control impuesto por la pequeña ciudad sobre el habitante del sertón, termina por cumplir una función análoga a la modernidad traumática del París decimonónico en el pensamiento benjaminiano: una fragmentación radical de la experiencia y una imposibilidad de narrarla. Graciliano, sin embargo, se centra en las dificultades específicas de aquellos que, por definición, están fuera del pensamiento civilizado. Fabiano, su esposa y sus hijos ya están inmersos en un conflicto típicamente moderno, a pesar de su condición periférica: han perdido la posibilidad de hacer de sus episodio llamado “Festa” muestra cómo hay una serie de instancias simbólicas que el Estado usa para ejercer poder, a pesar de su “ausencia”. Ya señalábamos algo de esto al ver cómo el discurso del padre sobre la tierra y sus habitantes reproduce, aun sin saber leer, el discurso letrado que fundamenta la constitución de un Estado moderno y una nación “civilizada”, así esto implique el silenciamiento del “bárbaro” nordestino. Para una descripción más detallada de las ideas de Foucault, ver su ensayo “Les mailles du pouvoir” en la colección Dits et écrits.

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propias vidas un relato. Paradójicamente, su situación de nómadas rurales (o retirantes, como son conocidos en Brasil) se encuentran en una posición semejante a la del flanêur baudeleriano, el nómada urbano impactado por la multitud, los ruidos de los tranvías, el aroma de los mercados y las bellas mujeres, visibles apenas por un instante furtivo. La modernización autoritaria de su mundo, el exceso de esta ley civilizadora en sus vidas, los pone en esta posición marcada por los traumas y los shocks de la modernidad. Hay en la cita anterior un elemento que muestra la relación entre el control de la ciudad y un estado que, en el nordeste brasileño, se manifiesta de forma casi fantasmagórica. Se trata de la mención de la cárcel, vinculada con la ciudad. En un episodio que ya hemos comentado, Fabiano es encarcelado porque se niega a seguir las órdenes arbitrarias del soldado vestido de amarillo en un juego de cartas. La sensación de opresión de la ciudad con sus ropas incómodas y sus multitudes opresivas es análoga al encarcelamiento, a la imposición estatal de una ley punitiva. Fabiano lee esta continuidad fundamental: su experiencia está pautada por momentos en los que el Estado y sus agentes intervienen en su vida, a veces, de manera física y, otras, con cárceles simbólicas y culturales. Más aún, este es un patrón que él mismo repite en su hogar: un modelo de poder y control paternalista que se desarrolla de manera análoga en los ámbitos de la familia y de la vida civil. Según Alfredo Bosi, refiriéndose al “menino mais velho”, “porque a violência é o sentido latente da sua teia de interação com os pais. E outros passos da novela, ‘Mudança’, ‘Cadeia’ e ‘O Soldado Amarelo’, mostram que para o mesmo sentido ameaçador apontam as relações da família com a sociedade nordestina” (16). Habría, así, un sistema de analogías entre las relaciones de poder que existen en la familia y las políticas regionales y nacionales.10 En el centro de estas analogías está la 10

Señalar esta relación analógica entre la familia y el Estado no es nada nuevo para el caso brasileño. Dos de sus grandes pensadores, Gilberto Freyre y Sérgio Buarque de Holanda, han hecho uso de ciertas estructuras familiares para explicar aspectos esenciales del Brasil y su historia. Para Freyre, las características esenciales de la civilidad brasileña (como la liberalidad sexual y una tendencia a la convivencia de razas) tiene su origen en la relación abierta entre el patriarca portugués y sus esclavas negras, lo cual generaba una serie de núcleos familiares paralelos que aprendieron a convir en el sistema productivo de la hacienda en medio de sus diferencias raciales. Esta es una de las tesis centrales de su texto más conocido, Casa-Grande y Senzala, que ha sido muy influyente, pero que también ha generado grandes debates en el

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mediación de la figura de poder por excelencia: el padre. Es él quien, con su proyecto de educación y su ardua ley familiar, extiende el poder fantasmagórico del Estado hasta imponérselo a sus hijos en el espacio del hogar. Hay, sin embargo, un problema importante respecto a la manera en que este Estado opera en el nordeste. Se trata, como sabemos, de un Estado que aspira desesperadamente a la modernización y por esto suele tomar visos autoritarios y paternalistas que terminan minando la experiencia y el lenguaje de los nordestinos. De otro lado, es un Estado que, dadas las condiciones de pobreza y conflicto en el sertón, está notablemente ausente, desinteresado en la zona por sus dificultades y la improductividad de sus regiones más áridas. Encontramos así nuevamente la paradoja esencial respecto a las figuras paternas: su permanente oscilación entre presencia y ausencia. ¿En qué sentido se hace presente este Estado autoritario y modernizante que, simultáneamente, está ausente del sertón, que opera desde ciudades remotas y quizás, en ocasiones, da algunas señales de un poder brutal (como en el caso de Canudos) para luego desaparecer? En Vidas Secas recibimos varias respuestas posibles. La ausencia del Estado en el sertón permite, en primera instancia, la aparición de figuras mediadoras, de pequeños patriarcas locales que representan indirectamente al poder estatal y lo hacen “omnipresente”. Hay ciertas figuras concretas que se encargan de controlar y disciplinar a los habitantes del sertón, como los hacendados, los bandoleros, los soldados, los sacerdotes, los cobradores de impuestos, etc. Personajes como el soldado amarelo representan esta proliferación de padres que gobiernan la región. Queda, sin embargo, otra manifestación central del poder en la zona: se trata de ese Estado abstracto que, sin embargo, no deja de tener un enorme influjo sobre los personajes de la novela. Este Estado ausente, fantasmagórico, pero que controla a distancia Brasil actual. Buarque, por su parte, señala en Raízes do Brasil que “o quadro familiar torna-se, assim, tão poderoso e exigente, que sua sombra persegue aos indivíduos mesmo fora do recinto doméstico. [...] A nostalgia dessa organização compacta, única e intransferível, onde prevalecem necessariamente as preferências fundadas em laços afetivos, não podia deixar de marcar nossa sociedade, nossa vida pública, todas as nossas atividades” (82). En el caso brasileño, el sistema de analogías entre la familia, el Estado y la identidad nacional tiene una amplia tradición de estudios tanto antropológicos como históricos. Tales analogías forman parte también, como vemos, de la literatura brasileña y sus estrategias retóricas esenciales.

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los patrones de vida de la familia, se manifiesta de una manera específica: a pesar del carácter autoritario del proceso de civilización nacional, la modernización y el progreso se le presentan a Fabiano y a su familia como algo deseable. El proceso de educación, control y disciplina estatal es tan fuerte, su hegemonía es tan sólida, que la familia no puede pensar en el Estado como una fuerza enemiga y opresora. Para ellos, la aparición de pequeños patriarcas locales surge como una falsa modernidad, como un pseudoestado que podría ser reemplazado en algún momento por el Estado verdadero que, al menos en la mente de Fabiano, es infalible. Luego de terminar en la cárcel injustamente por causa del “soldado amarillo”, Fabiano se pregunta precisamente por la relación entre estas dos instancias de poder, los patriarcas locales y el “gobierno”: E, por mais que forcejasse, não se convencia de que o soldado amarelo fosse governo. Governo, coisa distante e perfeita, não podia errar. O soldado amarelo estava ali perto, além da grade, era fraco e ruim, jogava na esteira com os matutos e provocava-os depois. O governo não devia consentir tão grande safadeza. (33)11

Todo lo anterior es una nueva muestra del poder del Estado y sus mecanismos ideológicos y discursivos, que funcionan sin necesidad de un proceso de disciplina directo con los ciudadanos. Esta confianza en el Gobierno como algo perfecto e infalible se conjuga también con un hondo respeto ante las ciudades y sus habitantes, que son descritos con igual admiración. La novela insiste en que, a pesar de que los hombres de las ciudades son quienes efectivamente explotan a los demás nordestinos, los habitantes del sertón los ven con una mezcla de recelo y devoción. En el fondo, Fabiano querría ser y hablar como ellos. Sinha Vitória tiene, a lo largo de todo el texto, una única aspiración: comprar una cama “verdadera”, como la de los habitantes de las 11

Es notorio aquí nuevamente que el Gobierno, aún en su ausencia, es una instancia con un enorme peso simbólico para Fabiano y su familia. La fe casi supersticiosa en la perfección de la ley paternal del Estado (semejante a la fe en la infalibilidad divina) sigue teniendo un enorme poder sobre la familia, incluso en su ausencia, algo que se verá confirmado al final de la novela. Se trata de una nueva muestra de la hegemonía del relato de la civilización y sus manifestaciones (como el Estado) en la cultura brasileña, aun sobre quienes no participan de su “ciudad letrada”.

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urbes cercanas. Esta combinación de elementos sugiere que, a pesar de todo, los sueños de la familia ya han sido moldeados por los anhelos de progreso y civilización del Estado en su versión más distante y abstracta. Fabiano y su estirpe ven en la modernización una salida, una posible redención. En el fondo, y a pesar del carácter opresivo, paternalista y neocolonial del proceso de modernización que viven en carne propia, se han identificado con el deseo estatal de civilización, orden y progreso. La admiración y el respeto por ese Estado lejano se ven confirmados por dos grandes eventos que cierran la novela: un segundo encuentro entre Fabiano y el “soldado amarillo” y la nueva llegada de la sequía. Con ella, el texto regresa a la imagen inicial de la familia en fuga. Cada uno de estos eventos merece un breve análisis. Casi un año después de su fugaz entrada en la cárcel, Fabiano se encuentra nuevamente con el soldado vestido de amarillo. Este segundo encuentro ocurre fuera de la ciudad, en pleno sertón. En esta ocasión, Fabiano tiene un cuchillo en sus manos, mientras que su contrincante, fuera de su elemento, está prácticamente inerme. En un segundo, el sertanejo lanza una cuchillada al aire que termina en un tronco seco, por encima del sombrero del militar. Tiene aquí dos opciones: o una acción revolucionaria o mantener el respeto por la autoridad. En un principio, Fabiano piensa que asesinar al soldado podría alejarlo de esa animalidad bárbara que él mismo se ha impuesto, siguiendo el estereotipo que la ciudad letrada brasileña ha construido en torno al nordestino. Al final decide respetar la vida del soldado con un gesto de respeto: E Fabiano tirou o chapéu de couro: —Governo é governo. Tirou o chapéu de couro, curvou-se e ensinou o caminho ao soldado amarelo. (107)

A pesar de intuir aquí que hay una distancia entre la figura local del soldado y la imagen lejana y perfecta del Gobierno, Fabiano termina respetando las ideas abstractas de ley y autoridad que constituyen el Estado. Es consciente también de que tuvo la opción de realizar una acción justa y de que optó por someterse al poder: “Se não fosse tão fraco, teria entrado no cangaço e feito misérias. Depois levaria um tiro de emboscada ou envelheceria na cadeia, mas

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isto era melhor do que acabar-se numa beira de caminho, assando no calor com a mulher e os filhos acabando-se também” (112). ¿Por qué respeta Fabiano la vida del soldado? ¿Por qué termina rechazando la posibilidad de una acción revolucionaria? El texto nos da una respuesta en sus últimas imágenes. A pesar de todo, Fabiano ha interiorizado la ley que lo destina forzosamente a la vida moderna y civilizada “por su propio bien”, esa misma ley que él, a su vez, trata de imponerle a sus hijos. Su pensamiento ha sido colonizado por esta ley moderna. Una de las características centrales del Estado moderno, como hemos visto, es su capacidad de ejercer un control abstracto y distante sobre sus habitantes. Fabiano ha internalizado el discurso nacional en torno a su región, y termina ocupando el lugar que la modernidad brasileña le ha destinado a hombres como él. Lo anterior encuentra una confirmación en el último capítulo de la novela. Allí nos encontramos a la familia viviendo lo que Fabiano mismo describe en la cita anterior como algo mucho peor que morir en combate: el grupo entero debe tomar sus pertenencias y lanzarse otra vez a caminar bajo el sol del sertón, repitiendo el martirio secular que da inicio al texto. Esta circularidad, sin embargo, es aparente, ya que las escenas finales contienen diferencias sustanciales respecto a aquellas que inauguran la novela. A través de Sinha Vitória, Vidas Secas retoma por última vez uno de sus temas esenciales: el lenguaje de quienes son incapaces de producir el relato de una experiencia intensamente vivida. Mientras Fabiano duda sobre partir de la hacienda, su esposa sostiene una notable batalla con las palabras: Sinha Vitória fraquejou, uma ternura imensa encheu-lhe o coração. Reanimouse, tentou libertar-se dos pensamentos tristes e conversar com o marido por monossílabos. A pesar de ter boa ponta de língua, sentia um aperto na garganta e não podia explicar-se. Mas achava-se desamparada e miúda na solidão, necessitava um apoio, alguém que lhe desse coragem. Indispensável ouvir qualquer som. A manhã, sem pássaros, sem folhas e sem vento, progredia num silêncio de morte. (120)

El final de la novela transcurre entre la ley paternalista de la civilización y el silencio que dicha ley produce en esta familia nordestina, que se enfrenta a una experiencia vital que ya no se puede recuperar. El silencio, la

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incapacidad de recrear con palabras la experiencia del pequeño grupo, es el estatuto retórico central de esta obra. A esta breve comunidad de migrantes no le queda más remedio que contemplar con incertidumbre su destino, sin entender muy bien su propio pasado: regresamos así al tema central de una incapacidad de narrar una experiencia. La circularidad aparente del texto nos haría pensar que la historia se repetirá infinitamente, que la familia vagará hasta encontrar una nueva hacienda sertaneja e iniciar así un nuevo ciclo. Las páginas finales de la novela rompen esta circularidad y muestran la irrupción triunfal de la modernidad, su capacidad de colonizar la mente de quienes permanecen fuera de ella. En primer lugar, se afirma que los hijos no repetirán el destino de sus padres: “Mudar-se-iam depois para uma cidade, e os meninos frequentariam escolas, seriam diferentes deles” (127). La frase que cierra la novela sella definitivamente el futuro de la familia como un destino alejado por completo de su tierra natal y sus costumbres: “Que iriam fazer? Retardaram-se, temerosos. Chegariam a uma terra desconhecida e civilizada, ficariam presos nela. E o sertão continuaria a mandar gente para lá. O sertão mandaria para a cidade homens fortes, brutos, como Fabiano, sinha Vitória e os dois meninos” (128). Estas frases determinan la relación entre la modernidad y la ley paternalista de la nación brasileña: la familia terminará desplazada forzosamente a un espacio ajeno y civilizado, todo ello “por su propio bien”. La novela se cierra con estas ominosas palabras. Fabiano y sus hijos se integrarán a la civilización, vivirán en una ciudad, en ese espacio que ya se les presentó como un mecanismo de control autoritario, como una sutil cárcel. Se podría pensar que esto es un avance, algo mejor que la vida nómada y circular del trabajador rural nordestino. Es notorio, sin embargo, que el narrador no ve con ojos optimistas esta decisión. En el espacio de la civilidad urbana ellos serán “presos”, no verdaderos ciudadanos: están, como señala Euclides en Os Sertões, “condenados” a la civilización y al progreso (145). La familia termina por plegarse al movimiento de la modernización, y los “padres” de la región, con su arbitrariedad brutal y calculada, han cumplido su labor civilizadora: Fabiano huye de la sequía, pero también de las posibles represalias del “soldado amarillo”. Y debemos recordar algo esencial: estos patriarcas locales (como el “soldado amarillo”), a pesar de su “barbarie”, no

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son ajenos o externos al proyecto moderno: son sus agentes.12 Debido a la necesidad de escapar de ellos, la familia se adentra definitivamente en la ley de una modernidad que usa la ciudad y múltiples figuras autoritarias como herramientas de control. Con este final, en que el narrador se distancia críticamente de las decisiones de la familia, descubrimos una de las características más notables de Graciliano como escritor. Su producción es relativamente contemporánea al modernismo brasileño de los años 20 y 30, un movimiento que, a pesar de su carácter iconoclasta, aspiraba a participar activamente en el proceso de modernización nacional. Autores paulistas como Mário y Oswald de Andrade cantaron favorablemente la velocidad de la ciudad, la energía de los automóviles y el brillo de la luz eléctrica en obras como Paulicéia Desvairada, de Mário de Andrade (1922), y Pau-Brasil, de Oswald de Andrade (1925). En general, el primer movimiento modernista brasileño se caracterizó por un nacionalismo que apoyaba los procesos de modernización. Así define Sílvio Castro la narrativa de modernización estética y sociopolítica del movimiento en su História da Literatura Brasileira: O Movimento Modernista, no seu primeiro tempo, se apresenta como proposta de vanguarda empenhada na conquista da modernidade. A modernidade artística não se estabelece somente no plano da estética, mas se propõe como elemento renovador da realidade social brasileira na sua totalidade expressiva. Por isso, por não se contentar com a revolução estética, parte principalmente do plano político, numa denúncia do condicionamento da natureza do artista brasileiro diminuído por um subdesenvolvimento cultural, parte relativa do maior sistema do subdesenvolvimento socioeconômico a que o homem brasileiro se via desde sempre condenado. (Castro 102-103)

Graciliano, igualmente activo en estos primeros años del modernismo, no participó con igual entusiasmo de este proyecto de modernización nacional. Por el contrario, parece haber en él un cierto distanciamiento de estas 12

Ampliaremos esta idea en el capítulo dedicado a Grande Sertão: Veredas, donde diferentes patriarcas sertanejos (hacendados, militares, guerreros, etc.) son parte del proceso de “pacificación” que la modernidad brasileña busca para poder controlar el espacio donde ocurre la novela, que también representa, de manera amplia y simbólica, al nordeste brasileño.

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ideas de progreso, desarrollo y civilización. Silviano Santiago señala en una mesa redonda sobre Graciliano: Eu acho que é porque Graciliano Ramos, de todos os autores modernistas, foi o único que não esteve comprometido com o projeto de modernização do Brasil. Acho que a impiedade do balanço vai ser em demonstrar que todos estavam, mais o menos, comprometidos com o projeto de modernização do Brasil, todos tinham uma mente desenvolvimentista, em todos a necessidade de atualização era capital e todos queriam fazer com que o Brasil entrasse na História, e numa História que seria pura industrialização. (En Garbuglio et al., Graciliano 423)

Santiago señala un aspecto central de la historia brasileña: la mayor parte de los artistas e intelectuales del país se alinearon de una u otra forma con el proyecto de modernización nacional. En cierto sentido aspiraban a lograr que el Brasil entrase en la historia occidental, definida como desarrollo y progreso, urbanización e industrialización, sin notar que este proyecto se fundamentaba en el silenciamiento neocolonial de ciertas maneras de existir decididamente brasileñas. Graciliano parece escribir en dirección inversa. Su objetivo es señalar críticamente cómo ese progreso no estuvo exento de elementos autoritarios, paternalistas y de profunda barbarie. Su mirada percibe que la civilización solo se cristaliza a través de una violencia paternalista que va desde la educación en el silencio de la familia y los actos de fuerza arbitraria del “soldado amarelo” hasta el poder abstracto y virtual del Estado moderno sobre los cuerpos, los actos y las palabras de los habitantes del nordeste. El texto deja una lección fundamental: en estos espacios de periferia, el proceso de modernización se desarrolla a partir de la violencia (real y simbólica) de diversas figuras paternas. Primero está el paternalismo del Estado, que ve en estos hombres a bárbaros e in-fantes que se han de civilizar; en segundo lugar, habría una violencia institucionalizada, que o acaba con las vidas de miles nordestinos (como ocurre en Os Sertões) o los lleva forzosamente hacia los espacios “civilizados”, como ocurre al final de Vidas Secas; y, por último, estaría también el poder de los padres mismos, que, como Fabiano, educan a sus hijos para que repitan la historia de silenciamiento que la nación moderna impone en sus habitantes más humildes. La imagen de una modernización puramente democrática y sin conflictos es, en este caso, ilusoria. Las figuras

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paternalistas y autoritarias proliferan en esta representación pesimista de la modernización brasileña. De otro lado, una de las manifestaciones más poderosas de este proceso de civilización es el hecho de que cada uno de estos personajes carece de un acceso real a su propia experiencia vital. Frente a la idea moderna de transparencia del universo y la vida política, los habitantes del sertón no tienen más que una experiencia brumosa y fragmentada de sus propias vidas y de su forzosa transición a la modernidad. En 1938, las paradojas del mundo moderno ya son legibles en estos espacios periféricos. El sertón brasileño participa de manera peculiar de los problemas que Benjamin había diagnosticado para Europa, el epicentro histórico de la modernidad en el siglo xix. Cabe entonces preguntarse qué es lo que dice esta novela sobre la relación entre modernidad, experiencia y narración, y cómo podría relacionarse con las ideas de Benjamin que han sido esenciales para los análisis previos. De nuevo, es claro que los habitantes del sertón no participaron de muchas de las innovaciones modernas que, según Benjamin, llevaron a cierto declive en la experiencia humana y su comunicabilidad en el mundo moderno. Sí participaron, sin embargo, de otro aspecto de la modernidad: la historia de una colonialidad que, a lo largo de siglos, ha imaginado la inferioridad discursiva de los colonizados y de los que habitan la periferia del mundo moderno. En América Latina, luego de las independencias, los colonizadores originales fueron reemplazados por las élites locales, que, en nombre del progreso nacional y la modernización, definieron una y otra vez a su “otros” (indígenas, personas de origen africano, hombres y mujeres del campo con culturas muy distintas a las de las urbes letradas) como seres mudos e infantiles, incapaces de hacer un recuento de sus propias vidas, necesidades y demandas. Esta supuesta mudez los definía, a su vez, como incapaces de participar de la vida política de su país. Tal discurso es tan hegemónico, que incluso Fabiano, un hombre sin formación letrada, repite sus ideas básicas y las usa para educar a sus hijos. Este sería, en mi opinión, el otro lado del tapiz moderno benjaminiano, un lado que solo se hace legible desde una posición geopolítica de periferia. Es desde los márgenes del mundo moderno desde donde podemos ver otro lenguaje perdido y otra experiencia socavada: la de aquellos que los estudios poscoloniales han llamado los “subalternos”. Esta pérdida de la experiencia en la modernidad periférica debe relacionarse con un aparato

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educativo y cultural que, en conjunción con la fuerza del Estado, produjo un discurso de civilización que enseñó a sus ciudadanos que existían miembros de la sociedad que carecían de lenguaje y de capacidad conceptual para contar sus propias historias. El paradójico objetivo de este discurso neocolonial fue siempre incorporar a sus otros, los “bárbaros” e “infantes”, a los proyectos nacionales modernos, sin que tuviesen la posibilidad de participar realmente en el ámbito político. Su función sería convertirse en mano de obra rural y urbana, destinada a las vidas secas descritas en la novela de Ramos. La colonialidad, y su continuación poscolonial en las naciones latinoamericanas modernas, fueron absolutamente necesarias para la construcción de la modernidad occidental. Una de sus estrategias fue el constante desprecio por la capacidad de hablar del otro, del colonizado. La novela de Graciliano agrega, por lo tanto, una imagen de la modernidad desde una mirada poscolonial. Su objetivo es criticar las ideas de civilización y de progreso que sustentan el proyecto moderno en su iteración poscolonial en América Latina a lo largo del siglo xx. Adicionalmente, busca mostrar que la inhabilidad de hablar del “otro” se relaciona más con la estructura paternalista de esta modernidad poscolonial que con alguna limitación intrínseca, geográfica o biológica de las regiones periféricas y sus habitantes. En este sentido, Vidas Secas se convierte en un suplemento necesario para la teoría de la experiencia benjaminiana, una visión complementaria que agrega los movimientos del capital, la cultura y la modernidad en los mundos periféricos y poscoloniales del orbe. Al notar estos hechos, y al tratar críticamente la labor de civilización y modernización que el Estado realizaba en el nordeste brasileño, Graciliano termina por convertirse no en un autor conservador o reaccionario, sino en uno de los autores más visionarios de su generación. Su descripción de la modernidad como proceso que no está exento de violencia y de control paternal, su mirada desde los márgenes del mundo moderno, es mucho más matizada y compleja que la celebración de esta modernización por parte de otros autores brasileños del momento. Pero queda en toda esta historia un remanente: el nordeste ha sido, a lo largo de la historia, la encarnación de un Brasil en vías de extinción que, sin embargo, pugna desesperadamente por narrar su historia. Esta desazón propia del Brasil periférico ha producido, contra viento y marea, algunas de las obras maestras de la cultura brasileña, desde Vidas Secas hasta Grande Sertão:

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Veredas, de João Guimarães Rosa, y la película Deus e o Diabo na Terra do Sol, de Glauber Rocha. En cada una de estas obras hay una batalla titánica por narrar una historia, por dar forma a un relato que no es del todo compatible con el mundo moderno y sus convenciones. A pesar de ser considerado un espacio “infantil” y “sin voz” frente a la modernización brasileña y sus designios neocoloniales, el nordeste no cesa en su intento por producir relatos. Esa furiosa pugna con la palabra y con la forma artística en general ha consolidado la que es, quizás, la más alta producción contemporánea de un país que se ha definido a sí mismo en oposición a esa periferia llena de poesía en sus supuestos balbuceos. A pesar del control omnipresente del pensamiento político civilizado, la “barbarie” no cesa de hablar, de producir historias fragmentarias que se gestan en las fisuras de ese proyecto de modernización que nunca alcanza a consolidarse del todo. Esto nos lleva a pensar la relación que existe en términos estéticos, retóricos y políticos entre la modernidad y sus espacios periféricos. Buena parte de la literatura moderna de mayor alcance fue producida en la periferia, desde espacios exteriores al proyecto moderno. Joyce, Kafka, Faulkner, Borges, por solo citar algunos nombres, escribieron sobre el mundo moderno desde espacios periféricos. ¿En qué sentido un texto como Vidas Secas, tan decididamente local, es a su vez una obra de relieve para el pensamiento moderno y su literatura? Graciliano Ramos, en la austeridad de su lengua, tiene una enorme capacidad para oír el murmullo poético de su tierra. Su texto, sin embargo, no se caracteriza por su “autonomía estética” o por tener una “belleza abstracta”. Como hemos visto, el rigor de su lengua está vinculado con problemas retórico-políticos, con la imposición de diversos tipos de ley paternalista y su efecto en el lenguaje y en la experiencia de una comunidad. Su obra tiene una mirada penetrante que, desde este espacio excéntrico, alcanza a ver algunas de las paradojas que colman el centro de la modernidad; ve, por ejemplo, cómo el anhelo moderno de presencia y transparencia puede tener como resultados el extrañamiento, el silencio y la alienación. Su posición periférica le permite ver cómo el proceso civilizador en Latinoamérica requiere de diversas leyes autoritarias que terminan por fragmentar la experiencia misma de aquellos que con su silenciosa “barbarie” costean los grandes monumentos de la civilización; también le deja entrever que esta modernización tiene fisuras donde el

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proyecto civilizador confronta sus excepciones y abre espacios para la crítica. Es precisamente su condición periférica la que le permite a la novela pronunciar un discurso crítico que no sería posible desde un compromiso abierto con la modernización nacional. Graciliano, desde el paradójico privilegio de la periferia, es capaz de escribir un texto que lee las tensiones inherentes a la modernidad y a su afán de transparencia y progreso. Para decirlo más brevemente, quien lee Vidas Secas no lee simplemente una “bella novela brasileña”; lee una crítica de la razón moderna, de su supuesta universalidad y su carácter “antipaternalista”, todo ello desde un paisaje desértico y olvidado. El sertón se convierte, en sus manos, en un lugar privilegiado para pensar al mundo moderno desde los márgenes. Nuestro autor, conocido cariñosamente en el Brasil como Mestre Graça, suele incluir en sus textos episodios que concretan y resumen alegóricamente sus conflictos fundamentales. Nos interesa, para finalizar, pensar el momento en que Vidas Secas medita sobre la necesidad de hablar desde una posición periférica. No debe sorprendernos que esta reflexión ocurra desde un locus inesperado. Es, a su vez, uno de los episodios más memorables de la obra de Graciliano, y quizás de toda la literatura brasileña: el encuentro del lector con los pensamientos de una perra nordestina. Su nombre: Baleia. D. CODA: Baleia Incluso aquel que ha tenido la desgracia de nacer en un país de literatura mayor debe escribir en su lengua como un judío checo escribe en alemán o como un uzbequistano escribe en ruso. Escribir como un perro escarba su hoyo, una rata hace su madriguera. Para eso: encontrar su propio punto de subdesarrollo, su propio tercer mundo, su propio desierto. Gilles Deleuze y Félix Guattari (Kafka 31)

Ya hemos visto cómo Graciliano produce reflexiones de la mayor importancia a partir de la voz de un niño; la figura de un animal también le servirá para generar discusiones críticas de una profundidad inesperada. En Vidas Secas, la figura de Baleia, la perra familiar, prolifera en significados incluso desde su paradójico nombre, que representa un animal marino (ballena) en

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medio de un espacio radicalmente seco. Esta es, sin embargo, una tradición nordestina según la cual los animales domésticos suelen recibir nombres de seres acuáticos. En este simple nombre es posible leer una retórica popular de gran riqueza, un sobrio juego con las palabras que esconde una esperanza que no cesa, y el anhelo de que algún día, en palabras de la canción que marca el final apocalíptico de Deus e o Diabo na Terra do Sol de Glauber Rocha, “o sertão vai virar mar e o mar virar sertão”.13 A pesar de su austeridad, este juego retórico aspira a la inversión revolucionaria de todos los valores y, particularmente, de las condiciones de pobreza en el mundo del sertón. El concepto de inversión será esencial para comprender el papel de Baleia en la novela. Fabiano, al hablar sobre los animales, los considera seres simples. Como mencionábamos, cada vez que se siente incapaz de manejar algún asunto, particularmente por una carencia de lenguaje, se refiere a sí mismo como un animal y repite la idea de que él es particularmente ingenuo frente a quienes sí saben usar la palabra: los habitantes de la ciudad. El capítulo titulado “Baleia” invierte esta idea, porque los pensamientos que se le atribuyen al animal, en lugar de ser ingenuos, están llenos de una compleja vivacidad; el lenguaje más sencillo y limitado, la palabra vinculada a la estricta materialidad del mundo, recibe su reivindicación. El de Baleia es uno de los episodios más conocidos de la novela, entre otras cosas por la curiosa impresión de que la perra habla, algo que suele captar la atención del lector. Esta es, sin embargo, una impresión falsa. Las palabras de Baleia son parte de un discurso indirecto libre que procede de la voz del narrador omnisciente. Así la vemos aparecer en el texto: “A cachorra Baleia estava para morrer. Tinha emagrecido, o pelo caíra-lhe em vários pontos, as costelas avultavam num fundo rósseo, onde manchas escuras supuravam e sangravam, cobertas de moscas” (Ramos, Vidas 86). Hay claramente una tercera persona que nos cuenta su historia y que media entre sus pensamientos y el lector. ¿Por qué persiste esa sensación de inmediatez y cercanía con el personaje? Una de las razones que explica esta sensación es el tono conmovedor del episodio. Baleia parece estar enferma de rabia y se ha convertido en un peligro para la familia. Fabiano, con gran dolor, decide sacrificarla. Al darle un primer tiro, falla, aunque alcanza a herirla. Ella trata de escapar o de atacar a su amo, 13

Esta canción, a su vez, cita unas palabras de Antônio Conselheiro registradas en Os Sertões.

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que tiene un “objeto desconocido” (así se denomina al arma en el episodio) en sus manos. Sin embargo, siente que no puede lastimar a quienes la cuidaron desde siempre: “Não poderia morder Fabiano: tinha nascido perto dele, numa camarinha, sob a cama de varas, e consumira a existência em submissão, ladrando para juntar o gado quando o vaqueiro batia palmas” (89). La “humanidad” de Baleia es otro elemento que consolida su inmediatez y su vitalidad en el relato. El texto insiste todo el tiempo en su carácter humano: “De fronte ao carro de bois, faltou-lhe a perna traseira. E perdendo muito sangue, andou como gente, em dois pés, arrastando com dificuldade a parte posterior do corpo” (88). Hay, por lo tanto, dos fuerzas en tensión en el texto: por un lado, la distancia de una narración en tercera persona que haría de Baleia un personaje más en la narración; por otro, un deseo por darle una voz casi humana. Esta tensión es central para este capítulo de la novela. El episodio de Baleia es el momento en el que el texto genera una alegoría sobre su propio lenguaje, sobre sus estrategias retórico-políticas. Para comprender esta afirmación más a fondo, podemos apelar a un concepto de Gilles Deleuze y Félix Guattari. En Kafka. Por una literatura menor, los autores plantean la necesidad de trabajar los textos kafkianos como una “literatura menor”, algo que nos será de utilidad en las páginas siguientes para leer Vidas Secas y el episodio de Baleia en particular. Es necesario aclarar que la palabra menor en este caso no se refiere a un asunto de baja calidad literaria ni de “minoría” numérica. Kafka es, para Deleuze y Guattari, un autor de la mayor importancia para el siglo xx. Su literatura es menor por su deseo consciente de adoptar una posición periférica frente a las estructuras de poder de una comunidad. Este posicionamiento permite generar una crítica de las prácticas hegemónicas, tanto lingüísticas como políticas, de una comunidad. Ronald Bogue comenta así el concepto de “literatura menor”: A minor literature, then, is not necessarily one written in the language of an oppressed minority, and it is not exclusively the literature of a minority engaged in the deformation of the language of a majority. [...] Nor is a minor literature simply literature written by minorities. What constitutes minorities is not their statistical number, which may in actuality be greater than that of the majority, but their position within asymmetrical power relationships that are reinforced by and implemented through linguistic codes and binary oppositions. (168)

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Situarse en esta posición de asimetría frente al poder le permite al autor producir una literatura que, en su propia esencia, es política. En el caso de Kafka, por ejemplo, las historias que, aparentemente, están más centradas en sujetos individuales dentro de su obra (por ejemplo, La metamorfosis) son simultáneamente colectivas por su reflexión sobre las lógicas del poder, la ley y la lengua. Incluso su trato heterodoxo de la norma lingüística (un alemán simplificado y modificado por expresiones del checo y el yiddish) incluye las marcas de una historia imperial y de sus procesos de dominación y exclusión en Checoslovaquia. Así definen Deleuze y Guattari el concepto de literatura menor: Las tres características de la literatura menor son la desterritorialización de la lengua, la articulación de lo individual en lo inmediato-político, el dispositivo colectivo de enunciación. Lo que equivale a decir que “menor” no califica ya a ciertas literaturas, sino las condiciones revolucionarias de cualquier literatura en el seno de la llamada mayor (o establecida). (Deleuze y Guattari 31)

Una literatura menor, por lo tanto, pugna por construir un espacio específico de enunciación que está simultáneamente dentro y fuera de los discursos dominantes. Así, trata de usar un lenguaje predominante y “desterritorializarlo” (es decir, someterlo a un proceso de extrañamiento y transformación que desafía la norma lingüística) para producir textos capaces de cuestionar la lógica, la retórica y la lengua del poder. Construir este espacio de enunciación es una de las más arduas labores para un autor. Es una tarea llena de tensiones, dado que es necesario permanecer en constante oscilación entre el poder y su exterioridad, entre lo individual y lo colectivo, entre la lengua oficial y el dialecto propio con todas sus fallas transformadoras. Es necesario moverse, a fin de cuentas, entre la ley y esos quiebres mínimos que permiten una mirada crítica, un lenguaje diseñado específicamente para desestabilizar diversas prácticas hegemónicas. Gracias a la fragmentación del texto, a su estructura desmontable, Vidas Secas nos habla sobre la fragmentación radical de la experiencia del nordestino en medio del proceso de modernización nacional. Esta fragmentación nos permite, también, un acceso parcial a otras voces que se niegan a participar del todo en este proceso paternalista y autoritario. La fragmentación

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como estrategia formal de la novela nos acerca a voces como la de Baleia, cuya historia es una alegoría ejemplar sobre las dificultades de adoptar una posición periférica para producir un texto de hondo contenido crítico. La oscilación entre el tratamiento distanciado de la tercera persona y el carácter casi humano de la perra es la escenificación del problema del autor: su deseo de producir una narración individual y colectiva, de gran rigor intelectual y, al mismo tiempo, cargada de las emotivas luchas vitales de los sertanejos. Graciliano construye para sí mismo un lugar menor desde el cual enunciar, con un lenguaje lleno de limitaciones y desviaciones formales (“desterritorializado”), algunos de los problemas esenciales del nordeste brasileño. El texto que resulta es, como dicen Deleuze y Guattari, revolucionario y colectivo; su objetivo es revisar los grandes procesos de modernización que hemos venido estudiando y que prometían el fin de todos los conflictos políticos y sociales brasileños con la llegada del progreso y la modernidad. Al final, Fabiano y su familia se someten a esta ley de civilización, pero el texto se distancia de esta decisión y la presenta de forma desalentadora. ¿Puede ser el sertón, con su entrada forzosa a la modernidad, un mundo justo y libre de conflictos? La muerte de Baleia responde indirectamente a esa pregunta: “Baleia queria dormir. Acordaria feliz, num mundo cheio de preás. E lamberia as mãos de Fabiano, um Fabiano enorme. As crianças se espojariam com ela, rolariam com ela num pátio enorme, num chiqueiro enorme. O mundo ficaria todo cheio de preás, gordos, enormes” (Ramos, Vidas 91). La retórica de este pasaje puede parecer de una sencillez pasmosa. Sin embargo, sus frases finales muestran cómo el sertón nunca ha dejado de ser un espacio incompleto y fracturado por sus condiciones materiales, aun después de todos los esfuerzos modernizadores del Estado. En el “más allá”, Baleia espera encontrar algo que no encontró en su vida: comida, cobayos gordos para ella misma y para la familia que debe abandonar. En una de las primeras escenas del texto, Baleia salva a sus amos trayéndoles un preá, un cobayo que les da de comer a todos luego de un largo ayuno (14). En el fondo, el deseo de Baleia por encontrar preás no es una simple satisfacción de sus necesidades; tiene algo de colectivo, algo que en su sencillez incluye a la familia, pero que va más allá. Graciliano se refiere al episodio en una carta a su esposa Heloisa:

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Escrevi um conto sobre a morte de uma cachorra, um troço difícil, como você vê: procurei adivinhar o que se passa na alma duma cachorra. Será que há mesmo alma em cachorro? Não me importo. O meu bicho morre desejando acordar num mundo cheio de preás. Exatamente o que todos nós desejamos. A diferença é que eu quero que eles apareçam antes do sono, e padre Zé Leite pretende que eles nos venham em sonos, mas no fundo todos somos como a minha cachorra Baleia e esperamos preás. (Cartas 194)

“O que todos nós desejamos”. Graciliano comenta así el carácter colectivo de su relato y cómo la aparente simplicidad del lenguaje de Baleia incluye ideas de un sentido que excede lo natural para hablar de problemas sociales amplios. El mensaje parece sencillo: todos esperamos un mundo donde nuestra hambre sea acallada. Sin embargo, la carta parece señalar cómo esa simplicidad, que caracteriza tanto a Baleia como a la novela misma, es el origen de una crítica radical a la modernidad desde un espacio periférico y “menor”. Este lenguaje austero y esencial tiene las marcas de una modernización desigual y paternalista en el nordeste brasileño que, a pesar de sus promesas de civilización y progreso, nunca ha pensado siquiera en acabar con los problemas materiales de la mayor parte de la población sertaneja. Adicionalmente, la figura paterna vuelve a aparecer en la carta de Graciliano: él mismo se refiere aquí a un “padre Zé Leite” que impone la idea de que la satisfacción de las necesidades humanas debe darse después de la muerte o en sueños, no en la realidad. Graciliano parece defender, como Baleia, la simplicidad de un aquí y ahora material cuya sencillez prolifera en significados, a pesar de su austeridad en significantes, como señala Franco Moretti respecto a Kafka. En este caso, la palabra austera de Baleia denuncia la incapacidad moderna por resolver los problemas materiales del mundo y, especialmente, de los más necesitados y de aquellos que habitan sus regiones periféricas. Baleia también nos permite entrever que, en su apuesta por la modernidad, el pensamiento civilizador termina produciendo una visión virtualmente uniforme y homogénea de la humanidad. Esta uniformidad acaba por silenciar a aquellos que, por su condición periférica en términos económicos, políticos o lingüísticos, no pueden participar más que de manera incompleta del proyecto moderno, y que son definidos como “bárbaros” e “infantes”, es decir, como seres sin un lenguaje para narrar su experiencia

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vital y para participar activamente en la arena política. Tras el anhelo de transparencia y orden del mundo moderno, se esconde la experiencia escamoteada y el silencio de millones de hombres como Fabiano, su esposa y sus dos hijos. A través de la figura de Baleia, Graciliano produce un lugar de enunciación en el que el lenguaje alcanza los límites de la simplicidad: la referencia al arma como un “objeto desconocido” es un ejemplo de cómo el autor se enfrenta a los límites mismos de la expresión para darle voz a este personaje. En la novela, esa sencillez aparente busca desafiar la idea de que solo un lenguaje de alta complejidad puede ser portador de verdades profundas. En este texto, el supuesto “bárbaro” nordestino también es capaz de producir relatos significativos. Mientras que la familia se une al proyecto civilizador, Graciliano, a través de Baleia, sigue hablando desde las márgenes y los desiertos de ese proyecto. Su objetivo es desafiar desde este espacio menor la idea de que la modernidad y la civilización llegaron de forma mesiánica a los más diversos lugares del mundo para acabar con todos sus conflictos y producir progreso, transparencia y desarrollo. Vidas Secas es una novela que, en un lenguaje de una austeridad inaudita, muestra las paradojas implícitas en la llegada de la modernidad al continente latinoamericano: desde su ley autoritaria, que termina por silenciar a quienes no pueden pertenecer genuinamente a su proyecto, hasta el hecho más o menos claro de que la civilización ha sido incapaz de resolver los grandes problemas materiales y políticos del continente. En este sentido, la memorable sabiduría de Baleia y sus pensamientos revolucionarios, que nacen del hambre o del dolor, son una verdadera alegoría del lenguaje de Vidas Secas, de su capacidad para oír en la adusta sencillez de la periferia brasileña las palabras de un grupo humano que pugna una y otra vez por narrar su historia, su experiencia, su verdad.

3. “NO SE TE OLVIDE EL DON”: PEDRO PÁRAMO, TÓTEM Y TABÚ COMALENSE

El autor al que conocemos hoy en día como Juan Rulfo se llamaba, en realidad, Juan Nepomuceno Carlos Pérez Vizcaíno Rulfo. La versión más breve de su nombre, Juan Pérez, es el equivalente español al anonimato, el nombre más común de la lengua, sinónimo de nadie y todos. Es lógico pensar que esta es una de las razones por las que el joven escritor decide abandonar el primer apellido de su padre, Pérez, y adoptar el segundo para obtener, de esta manera, una identidad onomástica. La caída de este apellido, sin embargo, es apenas un signo paternal entre muchos. Según algunas versiones,1 el padre de Rulfo, conocido como Don Cheno, muere en una escena que parece definir las figuras alegóricas de su hijo autor. Un día se enfrenta al hijo de uno de los vecinos, Lupillo Nava, joven inquieto y pendenciero como el Miguel Páramo de su novela, y le protesta por la incursión de un ganado de los Nava en sus tierras. Más tarde, Nava, ya debidamente embriagado, se ofrece a acompañar a Don Cheno a su casa. Ocurre entonces algo que todo lector de Rulfo espera con cierta crepitación: “Una bala le entra al jinete por la nuca y le sale por la nariz. Aún así, Don Cheno sostiene el caballo como si el moribundo necesitara al animal para traspasar con él las puertas de la muerte” (Amat 16). El nombre de Carlos también tiene su historia paterna. Su abuelo materno, Carlos Vizcaíno Vargas, alcanzó alturas míticas en el ámbito familiar:

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Rulfo era famoso por la creatividad de sus relatos autobiográficos, de tal forma que hay versiones encontradas de una gran cantidad de eventos de su vida. Sigo aquí la versión consignada en el texto biográfico de Nuria Amat titulado, precisamente, Juan Rulfo.

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“Hay quien dice que el nieto se inspiró en el abuelo para crear su personaje Pedro Páramo. La leyenda contaba de él que había pactado con Dios y con el diablo, porque si con este se hizo rico, al otro le pagó construyéndole una iglesia de mármol y oro en Apulco” (31). Se dice incluso que quiso que su hijo y su hija (madre de Rulfo) se casaran para no dividir la hacienda familiar, que tenía el diciente nombre de El Cacique. Nuestro autor siente todo el peso de la historia familiar inscrita en su nombre, según comenta en una entrevista: “Me apilaron todos los nombres de mis antepasados paternos y maternos como si fuera el vástago de un racimo de plátanos, y aunque sienta preferencia por el verbo arracimar, me hubiera gustado un nombre más sencillo” (33). Estos son elementos puramente anecdóticos que, sin embargo, se verán repetidos una y otra vez en la obra rulfiana, caracterizada por una gran proliferación de padres. Algunos de los cuentos más memorables de su breve volumen de historias, El llano en llamas, incluyen figuras paternas de gran importancia. “Diles que no me maten”, “No oyes ladrar los perros” e incluso el relato que da nombre a la colección tienen padres que son determinantes para el desarrollo de cada relato. La paternidad en Rulfo es un lugar de permanente conflicto, de exigencias imposibles, de inminente traición y muerte. El hijo, en su búsqueda por un camino de vida propio, termina por desafiar al padre, quien también es capaz de profundos abandonos y desdenes. Sin embargo, será en su novela donde encontraremos una de las cumbres del pensamiento latinoamericano sobre la figura del padre como encarnación del poder y sus vicisitudes. Esta proliferación de figuras paternas es una de las razones por las que la lectura comparativa entre Rulfo y Graciliano Ramos, y específicamente entre Pedro Páramo y Vidas Secas, puede convertirse en un ejercicio iluminador. En ambos autores, los padres parecen ocupar un lugar central y poseen una relación muy fuerte con las estrategias retóricas de sus respectivos textos. Los dos autores reflexionan sobre el papel del poder, encarnado en figuras autoritarias específicas. Al mismo tiempo, ambas novelas se caracterizan por un estilo literario austero, por el constante pulir de la lengua, trabajada hasta su más precisa expresión. Son conocidos en sus respectivas tradiciones literarias (Graciliano, en el Brasil; Rulfo, en México y, en general, en la América hispanohablante) como maestros del silencio y la elipsis, de la elusiva expresividad

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de lo que se deja sin decir. Además de esto, comparten otra característica formal en sus textos: la fragmentación. La novela de Graciliano se compone de segmentos “desmontables” que se niegan a producir una unidad absoluta y que representan una cierta fragmentación en la experiencia vital de sus personajes. En Rulfo encontraremos una fragmentación aún más radical, una historia que parece haber explotado en mil pedazos, en la cual es difícil saber quién habla, en qué momento se enuncia o cuáles son los interlocutores de un diálogo. Para este trabajo es fundamental notar que ambos autores combinan una retórica del silencio y una fragmentación meditada de sus historias, con figuras de padres autoritarios y “presentes” que intentan constituirse en el orden absoluto de su propio universo familiar. En ambos casos, la fragmentación como herramienta retórica parece ir en contra del proyecto de control absoluto del padre, de su omnipresencia, que debería garantizar la unidad ordenada de su mundo. Por último, como veremos, tanto Graciliano como Rulfo son grandes cronistas y críticos de los procesos de modernización de sus naciones. Todo ello desde una posición periférica, extrañada, menor en el sentido definido por Deleuze y Guattari que trabajamos en la sección anterior. Es importante, sin embargo, al realizar este tipo de análisis comparativos el señalar no solo las similitudes, sino también las diferencias entre ambos textos. La estructura de segmentos de Vidas Secas está vinculada con uno de los problemas centrales de la novela: la fragmentación de la experiencia del nordestino en medio de una situación de modernización en la periferia. La fragmentación en Rulfo es diferente, no solo por su mayor radicalidad formal, sino también por la problemática histórica y política que encarna. En Pedro Páramo, el problema de la experiencia del individuo no es un elemento decisivo. Casi diríamos que no hay individuos en la novela: hay, más bien, una serie de fantasmas que con sus discursos constituyen una historia que excede cualquier individualidad y apunta a lo colectivo. Lo que está fragmentado aquí no es la experiencia individual, sino un grupo humano, el pueblo de Comala compuesto por espectros y voces errantes. El texto, en su radical fragmentación formal, medita sobre la manera en que un padre presente, como lo hemos definido en este texto, pugna por constituirse en el orden unificado de un mundo termina por dispersar la experiencia de toda una comunidad. Esto hace que, desde el principio, la pregunta de Rulfo sea abiertamente social y

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política. Mientras que la novela de Graciliano se centra en una familia que, sin duda, es representativa de problemas más amplios (los de los habitantes del sertón como cifras de un proceso de modernización nacional desigual y autoritaria en Brasil), el texto de Rulfo habla sobre la muerte y la dispersión de todo un grupo humano a manos de un padre que, paradójicamente, trata de imponerse como el centro de un mundo unificado y sin excepciones. ¿Cómo ocurre, entonces, que un proyecto de unificación como el del cacique rural Pedro Páramo termina en una radical fragmentación colectiva? Esta pregunta guiará nuestro análisis en las páginas que siguen. La crítica ha trabajado de dos maneras el carácter colectivo de la novela de Rulfo, a partir de dos discursos que surgen en su complejo entramado textual. Por un lado, estaría el discurso mítico, uno de los temas que recurren con frecuencia en los análisis de la novela. Por otro lado, una crítica que se centra en la historia, tanto mexicana como latinoamericana. En ambos casos se destaca el carácter comunal del texto y su capacidad de abarcar una experiencia que excede las especificidades del individuo; sin embargo, es notable cómo estos dos discursos, en lugar de complementarse mutuamente, parecen implicar lecturas en pugna. Vale la pena ver con algún detalle la manera en que la crítica trabaja estos dos discursos para leer la obra rulfiana. La interpretación mítica es quizás la más canónica y hegemónica, aquella que se repite una y otra vez en los textos académicos que leen la novela. Carlos Fuentes es un buen ejemplo de esta posición crítica, que busca demostrar que el mito es indispensable para comprender el verdadero sentido de Pedro Páramo. Para Fuentes, el padre es la figura central del texto y su carácter mítico se confirma gracias a su correlación con otros mitos de la cultura occidental: Quisiera recordar este centro deceptivamente simple de la novela de Rulfo antes de adentrarme en su impresionante y compleja estructura multidimensional. Esta se presenta virtualmente con un elemento clásico del mito: la búsqueda del padre. Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo, llega a Comala: como Telémaco, busca a Ulises. Un arriero llamado Abundio lo conduce. El Caronte y el Estigio que ambos cruzan es un río de polvo. Abundio se revela como hijo de Pedro Páramo y abandona a Juan Preciado en la boca del infierno de Comala. Juan Preciado asume el mito de Orfeo: va a contar y a cantar mientras desciende al infierno, pero a condición de no mirar hacia atrás. (Fuentes 825)

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Además, esta aproximación halla su validez en el hecho de que puede leer la novela de Rulfo como un texto que, a pesar de su origen latinoamericano, sirve para narrar una historia que se podría adecuar (como los mitos griegos mencionados) a todos los hombres: Recuerdo dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento de William Faulkner, Una rosa para Emily, y la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del tiempo. Herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por todos [...]. (Fuentes 829)

Esta mirada crítica realiza varias operaciones simultáneas. En primer lugar, explica algunos de los elementos textuales que no se pueden entender desde una mirada puramente realista. La imagen monumental de Pedro Páramo, la proliferación de voces que hablan desde la muerte, y el descenso de Juan Preciado a una suerte de infierno de sombras, encuentran su justificación en un discurso mítico (el descenso al inframundo) que se repite en otras culturas y otras mitologías (Ulises, Orfeo, Eneas, Edipo, Dante). Desde el mito es posible entender una narrativa que excede cualquier exigencia realista. Además, esta reiteración arquetípica de la búsqueda del padre y el descenso a la tierra de los muertos mostraría cómo Pedro Páramo pertenece a una serie de textos que se ocupan de lo humano de forma amplia y no de una situación local específica. Por último, esta cualidad colectiva se convierte en una estrategia de canonización del texto, ya que plantea su capacidad de dialogar con autores clásicos de la literatura occidental, desde Homero hasta Faulkner. Situar a Pedro Páramo en este notable linaje literario es, a su vez, constituirlo en uno de los textos canónicos de la literatura, no solo latinoamericana, sino occidental. Esta lectura tiene, sin embargo, fuertes opositores. Sus antagonistas surgen desde otra interpretación posible del carácter colectivo de la novela: una lectura centrada en la historia. Para estos lectores, la proliferación fantasmagórica de voces corresponde, más que a los mitos occidentales de Ulises, Edipo y Orfeo, a una historia de voces propiamente mexicanas y americanas que han sido silenciadas por la historia oficial, moderna y neocolonial de la

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nación. La verdadera comprensión de tales voces requeriría, más que la comparación con otras mitologías, la lectura de sus propias condiciones sociales e históricas de enunciación. Entre estos lectores estaría, por ejemplo, Augusto Roa Bastos: Es lo que ha ocurrido con gran parte de los trabajos de interpretación del texto rulfiano. Contaminadas por el pensamiento etnocéntrico de las culturas centrales, estas tentativas de encontrar la clave mítica de Comala y sus moradores ha coincidido, con razón o sin ella, en recortarla sobre el modelo de Edipo. [...] He aquí una manera de cautivar los textos: anexarlos sin más a los prestigiosos modelos de la cultura clásica. Establecerlos en los enclaves de la palabra colonizada. Envolverlos en la aureola de los mitos universales. Porque colonialismo cultural no es solo imposición, sino también fascinación. Deslumbramiento. Ansiedad incoercible de imitar las formas, las normas prestigiosas, señoriales, imperiales. Ser dominados culturalmente es ser seducidos. A veces violados. (207)

También Carlos Monsiváis, quien, hablando sobre la lectura mítica de Pedro Páramo, señala: ¿Cómo leer lo que nos es obligadamente extraño?, ¿de qué manera acercarnos sin condescendencia a esa mitad de la población que, siendo entre otras cosas nuestro pasado inmediato y nuestro proveedor infatigable, nos es tan desconocida? De modo instantáneo, la ignorancia ilustrada usa de la mistificación para entenderse con lo rural y le adjudica a una literatura (y a la realidad allí aludida, descrita, transfigurada, afirmada a contraluz) las brumas serviles del “exotismo” y el “primitivismo atávico”. Lo ajeno deviene legendario o, de preferencia, mítico: el tiempo sin tiempo de los pequeños pueblos, el aislamiento cultural y la cerrazón de la moral de parroquia, la miseria y las dispersiones interminables, la extinción irremediable de una cultura por el desarrollo del país, el voraz desgaste de creencias y costumbres, las modificaciones y persistencias del habla popular. Todo es mítico, que a la letra dice: incomprensible, lejano, sellado. (188)

Para estos críticos, la idea de historia es absolutamente esencial para leer la novela, y pugna con la lectura mítica del texto. El carácter colectivo de Pedro Páramo no surgiría a partir de relatos míticos, sino a partir de una mirada histórica frente a la constitución de una nación mexicana moderna

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que ha silenciado a miles de voces. Tanto Roa Bastos como Monsiváis ven en la lectura mítica de la novela una nueva forma de colonización y de silencio, la transformación de una situación histórica de sufrimiento en una imagen abstracta, estetizada, que toca las cimas más generales de lo humano, pero que, en el proceso, se olvida del dolor específico y muy real que es necesario para construir estas cumbres estéticas, cuya altura siempre se mide a partir de la mirada de Occidente y su producción cultural.2 Otro hecho esencial que vale la pena notar es que la lectura mítica de la novela siempre encuentra su centro en la figura del padre. Si Pedro Páramo es una novela mítica, su centro es la figura paterna, y los demás personajes estarían en función suya. La lectura mítica realizada por Fuentes reproduce la primacía política del patriarca, su centralidad simbólica y real en este mundo. Sin embargo, la disputa crítica que hemos señalado parece indicar que, en la novela, mito e historia son discursos en una tensión política que debe ser analizada y leída. Es a partir de este conflicto discursivo que podemos obtener una hipótesis de lectura de la obra y de su figura paterna: Pedro Páramo es una novela en la que el proyecto político del padre se muestra en dos niveles simultáneos y en contienda. Como padre, Pedro Páramo oscila entre mito e historia, entre la construcción mítica de su poder patriarcal absoluto y la realidad histórica que subyace, y a veces reta, a esta mitología. La oscilación crítica entre mito e historia como discursos explicativos de la novela es esencial, especialmente para lidiar con la figura del padre presente, encarnada en Pedro Páramo. El patriarca que busca construirse como presencia absoluta construye para sí mismo una narrativa mítica, una serie de tropos que lo relacionan con un Dios omnipresente, capaz de ver, oír y saber todo. Así se construye el mito de su presencia tal como la hemos definido, 2

En la crítica contemporánea latinoamericana, el término mito, al igual que otros como oralidad, se ha vinculado a escrituras relacionadas con lo popular, con voces olvidadas, como los indígenas o los afrodescendientes. Es notable, sin embargo, que la “lectura mítica” de Pedro Páramo (como la realizada por Fuentes) no se centra en elementos populares o indígenas: se enfoca en algunos de los elementos más elevados de la cultura occidental y, simultáneamente, en el relato típicamente patriarcal de la búsqueda de la figura paterna por parte de un hijo. Es allí donde, tanto Roa como Monsiváis, centran su crítica, que busca desbancar la hegemonía de la lectura mítica de la novela para abrir la posibilidad de lecturas más radicalmente históricas y vinculadas con el pueblo mexicano.

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su construcción como figura que puede consolidar el orden epistemológico, familiar y político de su universo. La novela, sin embargo, también incluye la caída de este mito del padre presente y su inscripción en el discurso de la historia, en los hechos específicos que muestran que ningún hombre puede convertirse en esta figura omnipotente o en una subjetividad completa que encarna la presencia. Pedro Páramo, como figura paterna, oscila entre mito e historia, entre la construcción del mito de su presencia y la deconstrucción o el derrumbamiento (palabra tan típicamente rulfiana) histórico de esta mitología. Y, más aún, este derrumbamiento terminaría por mostrarnos el carácter paternalista, violento y autoritario de los procesos de modernización en México y en el continente. Esta discusión muestra que lo estaría en disputa en estas lecturas es lo que Jacques Rancière ha llamado una cierta “distribución de lo sensible”, propia de todo producto artístico. En un ensayo que el propio Rancière tituló, quizá en tono irónico, “A few remarks on the methods of Jacques Rancière”, señala: So the politics/aesthetics question is two sided. On the one hand, it designates the specific forms of linkage between the forms of the aesthetic regime and the modern forms of politics. On the other hand, it designates the way in which political actions and conflicts are conflicts about a distribution of the sensible, conflicts about what is visible, what can be said about it, who is entitled to speak and act about it, etc. (Rancière 121)

Para Rancière, política y estética son productos humanos que comparten un gesto esencial: “hacer visibles” ciertos cuerpos; “hacer audibles” ciertas voces, otras no. La política y la estética, en su capacidad de distribuir lo sensible, determinan quién habla en un espacio político y quien, aunque produzca sonidos, no tiene realmente una voz en ese mismo espacio. Lo que Roa Bastos y Monsiváis señalan es, precisamente, que una lectura mítica de la novela realiza una “distribución de lo sensible” que hace inaudibles a algunas de las voces propiamente mexicanas y latinoamericanas que estarían en juego en el texto. Al imponerle al texto un régimen mítico, un modelo que busca la repetición de una serie de arquetipos supuestamente universales, pero que provienen específicamente de un universo europeo (Edipo, Ulises y Telémaco, Orfeo, Eneas, Dante, etc.), ciertos aspectos locales y populares

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de la novela quedan silenciados frente a la grandeza “universal” de aquellas figuras canónicas que, en su prestigio cultural, no dan cuenta de la historia de opresión y silenciamiento que el texto pone en escena. La lectura que sigue a continuación hace un seguimiento de estas posiciones críticas opuestas: la oscilación entre la construcción de un discurso mítico de presencia paterna y el movimiento contrario de las fuerzas de la historia que erosionan ese proyecto para develar críticamente una inesperada alianza entre modernidad y paternalismo en América Latina. Cada uno de estos discursos críticos define qué voces en la novela pueden oírse realmente y cuáles producen un murmullo que, en el espacio político de Comala, liderado por el patriarca Pedro Páramo, no se considera como “lenguaje”. En ese movimiento entre mito e historia, encontraremos a su vez las claves de construcción de la retórica del texto, de su silencio combinado con una radical fragmentación. Padre, mito, historia y lenguaje serán, en esta ocasión, los elementos que nos servirán para dialogar con la austera narración del patriarca Pedro Páramo y su estirpe. Para poner a prueba esta hipótesis, comenzaremos por un terreno que ya nos es familiar gracias al análisis de Vidas Secas: se trata del paisaje como manifestación de un orden epistemológico que permite entrever, a distancia, la figura de un padre presente. A. Paisaje: la tierra, la historia y la lógica del mito Las comparaciones entre Juan Rulfo y Graciliano Ramos pueden surgir de los más diversos ángulos. Ya mencionamos que ambos son conocidos, en sus respectivas tradiciones literarias, como maestros de una perfección literaria que culmina, paradójicamente, en el silencio. Ambos produjeron obras que, aunque clásicas de sus naciones, fueron críticas con los procesos políticos que modernizaron a sus respectivos países. Para el caso de Rulfo, su novela incluye un periodo histórico amplio: desde antes del Gobierno de Porfirio Díaz (que se inicia 1876), pasando por el triunfo de la Revolución (1910) y por las Guerras Cristeras de 1926-28.3 Este periodo es precisamente 3

Para una versión aproximada de la cronología de la novela, ver el “Apéndice I” (pp. 181-190) a la edición de Cátedra dirigida por José Carlos González Boixo. Allí se plantea, tentativamente, el nacimiento de Pedro Páramo en 1865 y su muerte en 1927. La novela, sin

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el de la consolidación de la nación mexicana moderna, que se iniciaría con la independencia y con la creación de la constitución liberal de Benito Juárez en 1857. Pedro Páramo sería una reflexión crítica sobre este periodo y sobre cómo el proceso mismo de consolidación de la nación moderna impuso, en algunas de sus regiones, un régimen de silenciamiento y explotación que siempre tuvo vínculos con la figura del patriarca político. Nos interesa, a continuación, señalar cómo en Pedro Páramo, al igual que en Vidas Secas, el paisaje y la tierra se convierten en elementos que permiten leer los procesos históricos y políticos de la nación en su periodo de modernización. Por esta razón, uno de los diálogos más atractivos entre Graciliano y Rulfo surge a partir de los escenarios naturales de sus novelas, que, como hemos visto, son elementos textuales que se entretejen tanto con procesos histórico-políticos fundamentales para la nación como con el estilo austero de la prosa de cada autor. En consonancia con el sertón brasileño descrito por Graciliano, Rulfo tiene como escenario de casi toda su obra al “llano” (que, por lo general, se identifica con las zonas desérticas del estado natal del autor, Jalisco), un espacio igualmente seco que determina la vida de sus personajes y la parquedad de sus palabras. Hay similitudes y diferencias entre el sertón descrito en Vidas Secas y el paisaje lunar de Comala en Pedro Páramo. Ambos son zonas de sequía que, por su condición geográfica y sus constantes pugnas sociopolíticas, se convirtieron en espacios que encarnaban una cierta “otredad” para el proyecto nacional que estaba en ciernes. Ya señalamos cómo el Brasil vio en el sertón (con Canudos como cifra y ejemplo central) un espacio que representaba una serie de fuerzas atávicas y supersticiosas que ponían en peligro a la nación. El llano rulfiano (o al menos la zona real que se suele relacionar con su obra, en el estado de Jalisco) contó con algunos de los episodios más sangrientos de toda la Revolución mexicana. Fue en esta zona, por ejemplo, donde la guerra Cristera, el momento más álgido de la lucha entre posiciones laicas y religiosas del periodo revolucionario, se dio de manera más fuerte. La Cristiada, como también es conocida, estuvo liderada por sacerdotes y por sus seguidores, que, al ser obligados a aceptar los procesos de secularización embargo, incluiría un periodo aún más amplio, a partir, por ejemplo, de la llegada de Juan Preciado a Comala, años después de la muerte de su padre.

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de la moderna nación mexicana y al perder poder político y tierras a nivel nacional, se alzaron en armas contra el proyecto laico de la revolución. Este episodio, más bien tardío dentro del periodo revolucionario, fue vivido por el joven Rulfo en toda su intensidad: Rulfo ve con sus propios ojos colgar hombres. Tiene siete u ocho años y observa a los cristeros pasar por delante de su casa de Apulco. Su madre, María Vizcaíno, le tapa los ojos con la mano. No quiere que se le quede grabado en la memoria el recuerdo de los ahorcados colgados como monigotes o aquellos hombres y mujeres que llevan al pelotón de fusilamiento. (Amat 38)

Tanto el sertón como el llano rulfiano son territorios olvidados por el Estado y, por ello, tienen una proliferación de patriarcas y caudillos locales. Son también lugares de notoria resistencia a los procesos de consolidación nacional moderna. Mientras que, en el caso brasileño, Canudos fue una manifestación decididamente popular, en México, el movimiento cristero incluyó especialmente a personas de élite (eclesiásticos, hacendados que defendían el antiguo establecimiento y sus valores católicos tradicionales), pero también a elementos populares que no estaban conformes con el Gobierno y le reclamaban su traición frente a los ideales originales de la revolución. La Cristiada, por lo tanto, parece ser un movimiento más ambiguo, una mezcla de conservadurismo, descontento social, movimientos populares y persistencia de los ideales católicos tanto en las élites como en el pueblo mexicano.4 Sin embargo, la exterioridad de estos territorios (sertón y “llano”) frente a sus respectivos proyectos nacionales, que en determinado momento 4

La guerra Cristera es uno de los episodios más complejos de la historia mexicana moderna. En ocasiones, su interpretación se ha centrado en su supuesto carácter reaccionario, basado en la manipulación de las masas por parte de las élites conservadoras y católicas, descontentas con las reivindicaciones sociales del proceso revolucionario. Los historiadores de este fenómeno han mostrado, sin embargo, que fue un proceso de mayor complejidad. Es claro que las élites conservadoras fueron centrales, pero la Cristiada también incluyó a grupos campesinos que exigían al Gobierno revolucionario la verdadera puesta en práctica de una reforma agraria, a miembros de todas las clases defendiendo conjuntamente su fe e, incluso, la protesta de diversos grupos sociales en torno a los procesos de modernización iniciados por los Gobiernos de los años 20 y 30. La mejor muestra de esta complejidad es La cristiada (1974), una monumental obra en tres tomos del historiador francomexicano Jean Meyer. Para una

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se convierte en resistencia violenta ante el Estado en formación, merece una lectura detallada, pues es un elemento que caracteriza a ambas novelas y que permite análisis comparativos. En los dos autores, la crítica a los procesos de modernización de la nación se da desde un espacio periférico, desértico, que es considerado como un obstáculo al proceso de afianzamiento nacional y que incluyó, siempre, la posibilidad inminente de explosiones de violencia contra aquello que encarnaba dicha modernización. Encontramos, sin embargo, algunas diferencias en ambos autores respecto a sus paisajes ficcionales. Graciliano, por ejemplo, no nombra el lugar del sertón sobre el que narra, mientras que Rulfo retoma un nombre real, Comala,5 y explota todas sus alusiones simbólicas. El comal en México es una placa, usualmente de metal, que concentra el calor para calentar tortillas. Comala, por lo tanto, será la encarnación del calor, la sequía y la falta de aire: un espacio improductivo física y espiritualmente. El texto mismo, en uno de sus pocos pero significativos momentos de humor, señala la relación alegórica entre este espacio físico y el infierno cuando Abundio, uno de sus personajes centrales, señala: “Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren al llegar al infierno regresan por su cobija” (Rulfo, Páramo 9). En el nombre de Comala vemos de entrada una relación entre el paisaje y el infierno, que en el caso de Graciliano está sugerida por la discusión entre el hijo mayor y sus padres en torno a la palabra infierno. La diferencia más radical entre las geografías de Rulfo y de Graciliano proviene, sin embargo, de un hecho fundamental para la imagen del padre en Pedro Páramo. Mientras que el sertón se caracteriza por sus permanentes ciclos de sequía y lluvia, el paisaje de Comala sufre una transformación histórica y pasa de ser un lugar productivo y fértil a ser un desierto. Las reminiscencias de varios personajes muestran que se trata de una naturaleza que no fue siempre yerma, que sufrió un cambio radical que le hizo pasar de la abundancia a la sequía. Dolores Preciado, madre del primer personaje y

mirada más reciente, con nuevas interpretaciones que enfatizan la complejidad del fenómeno cristero, ver Pro domo mea. La cristiada a la distancia (2004), del propio Meyer. 5 Existe un pueblo llamado Comala en el estado mexicano de Colima, aledaño a Jalisco, aunque se trata de un lugar muy distinto al pueblo yermo descrito por Rulfo.

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narrador que encontramos en la novela, Juan Preciado, le describe el paisaje de Comala a su hijo de esta forma: “Hay allí, pasando el puerto de Los Comilotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche” (Rulfo, Páramo 8). Y más adelante: “[...] Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y el pan. Un pueblo que huele a miel derramada...” (19-20). La voz de la madre en el recuerdo, señalada por el uso de cursiva en el texto, nos muestra que Comala en algún momento era una suerte de paraíso terrenal. ¿Cómo ha sucedido esta transformación hacia el infierno? ¿Cuáles son las razones de esta catástrofe? Casi al final del texto encontramos una respuesta a esta pregunta que nos lleva a la figura del padre presente y a las tensiones textuales entre mito e historia. El paso de lo paradisiaco a lo infernal se sella en una escena que, en su parquedad, parece mostrarnos el enorme poder mítico de Pedro Páramo. Cuando muere la esposa del cacique, Susana San Juan (en una escena que analizaremos más adelante), el pueblo organiza una fiesta que dura varios días. En lugar de observar luto ante la muerte, la población comienza a celebrar festivamente, algo que queda consignado con la breve oración “allá había feria” (102). Ante esta situación, Pedro Páramo jura venganza: “Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo” (102). En este preciso instante se inicia el proceso de decadencia física del pueblo. Un hombre se cruza de brazos y la tierra deja de producir frutos. Todo parece indicar que Pedro Páramo se ha convertido en una deidad terrenal, capaz de controlar incluso la fertilidad de los campos. Esto se consolida retóricamente gracias a la máxima “y así lo hizo”, que tiene un fuerte eco bíblico y parece evocar el poder de Dios mismo. El cacique parece haber impuesto una ley y una lógica que le dan un poder mítico y de ultramundo. En palabras de Alberto Vital, “[...] los recursos de Pedro Páramo son pocos y elementales porque Comala es un universo que aún puede tenerse en el puño y levantarse y derrumbarse con el poder épico de un solo individuo” (45). Vemos aquí la lectura mítica en acción y su particular “distribución de lo sensible”, siguiendo a Rancière: desde dicha lectura, lo único visible es el poder absoluto del patriarca. En el texto, sin embargo, el discurso histórico

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cuestiona esta imagen de control absoluto ante un mundo y hace visibles otros aspectos dentro del mundo político de la novela. Esta lectura, centrada en la historia, no elimina la imagen del poder de Pedro Páramo, pero sí la humaniza y le da un contenido que no se puede leer simplemente como el mito de la omnipotencia paterna: hace visible, en primer lugar, que este poder mítico tiene fisuras, vacíos, fallas, y que está fundado en una serie de condiciones sociales e históricas. En un pasaje anterior, Dorotea, una de las voces fantasmales que guía a Juan Preciado por Comala, describe el proceso de paulatina decadencia de la naturaleza comalense. Esta parte del texto agrega bastantes detalles al tajante “cruzarse de brazos” del patriarca: “[...] Se pasó el resto de sus años aplastado en un equipal, mirando el camino por donde se la habían llevado al camposanto. Le perdió interés a todo. Desalojó sus tierras y mandó quemar los enseres. Unos dicen que porque le agarró la desilusión, lo cierto es que echó fuera a la gente y se sentó en su equipal, cara al camino” (Rulfo, Páramo 71). Estas palabras nos dan una imagen más completa de Pedro Páramo y su poder. No se trata simplemente de la venganza terrible y mítica de un “dios” contra el pueblo; hay una desilusión humana que la origina, un elemento de derrota y de melancolía que no se puede acallar en la decisión del cacique. Su posición de total abandono de la tierra tiene algo de poder mítico, pero también incluye claras señales de una humanidad incompleta que pertenece a la desazón de un hombre de carne y hueso. La lectura histórica permite ver el carácter humano y la frágil subjetividad del patriarca comalense. El relato de Dorotea no acaba ahí. Hay otros detalles históricos que modifican la imagen mítica de Pedro Páramo y que muestran que la tierra no responde únicamente al poder “telúrico” del padre presente, sino también a fuerzas propias de la historia: “Y ya cuando le faltaba poco para morir vinieron las guerras esas de los ‘cristeros’ y la tropa echó rialada con los pocos hombres que quedaban. Fue cuando yo comencé a morirme de hambre y desde entonces nunca me volví a emparejar” (71). Dorotea es una mendiga, y la falta de personas en el pueblo hace que deje de recibir limosnas y de prostituirse, las dos labores que le dan sustento. La alusión a la guerra Cristera y la expresión “echar rialada”, un mexicanismo que significa ‘hacer una redada’ o ‘enrolar a un grupo de personas a una causa’,6 sellan la mirada histórica 6

Cf. Diccionario de Hispanoamericanismos de Richard Renaud.

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que circunscribe el relato mítico de Pedro Páramo como deidad telúrica. Su “cruzarse de brazos” quiere decir, en términos históricos, que deja de brindar la protección política que hasta ese momento ha mantenido a la Revolución lejos de Comala. Una vez deja de ser el poder absoluto en la zona, otras fuerzas históricas llegan e imponen nuevas leyes, entre ellas la necesidad de participar del proceso revolucionario. En este caso, todo parece indicar que el Gobierno (que en el momento de la Cristiada ya es la Revolución) se lleva a los últimos hombres del pueblo para luchar contra los cristeros. Por último, el relato de Dorotea deja entrever otro elemento histórico fundamental: Comala es un pueblo que se va quedando paulatinamente sin habitantes por las disputas que fueron necesarias para la constitución de la nación mexicana en el periodo posrevolucionario. Una vez que la población deja de tener la protección real del patriarca, se van realizando migraciones y reclutamientos cada vez más radicales, de tal forma que la tierra queda sin nadie que la cuide. La sequedad del terreno corresponde, como señala Dorotea, a estas migraciones forzosas, a un abandono humano causado por la violencia que impera luego del proverbial “cruzarse de brazos” del patriarca: “Desde entonces la tierra se quedó baldía y como en ruinas. Daba pena verla llenándose de achaques con tanta plaga que la invadió cuando la dejaron sola” (71). No se trata, por lo tanto, del poder telúrico de un hombre omnipotente. Silvia LorenteMurphy ha llevado a cabo una de las lecturas más incisivas de estos pasajes, señalando que “la desolación de Comala, como la de Luvina, no es más que una consecuencia del éxodo rural que siguió a la Revolución; éxodo de un proletariado campesino que se trasladó a la ciudad en busca de nuevas fuentes de trabajo, generalmente inexistentes” (98).7 La novela de Rulfo sería, así, una crítica de todo el proceso de modernización de México, y especialmente de un proceso revolucionario que en sus orígenes prometió equidad, trabajo y tierras para sus campesinos, y que terminó defraudando estos ideales y manteniendo un Estado paternalista y autoritario con el fin de lograr una 7

La sugerente lectura de Lorente-Murphy señalaría un desenlace casi idéntico para Pedro Páramo y Vidas Secas, es decir, un éxodo incierto para un grupo de campesinos que, sin embargo, sería parte esencial de la modernización nacional y de la consolidación de ciudades a partir de una nueva clase: el proletariado urbano. Aquí veríamos una nueva motivación para leer estos textos de manera comparativa, como verdaderas críticas de la razón moderna y neocolonial en América Latina.

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añorada modernidad nacional. El texto sería, por lo tanto, un verdadero ajuste de cuentas con los desarrollos de la historia moderna mexicana y con la explotación de ciertas zonas de la nación que, en silencio, hicieron posible la entrada a la modernidad de México y de sus zonas más “desarrolladas”. La figura del padre en la novela se consolida a partir de la tensión que hay entre el discurso del mito y el de la historia. El discurso mítico parece estar alineado con la imagen del “padre presente”, una figura omnipotente con un control absoluto sobre el devenir de la tierra, su fertilidad, su cuidado y su distribución. Bajo ese régimen de lectura y su particular distribución de lo sensible, el universo mismo de Comala, tanto humano como natural, depende de la presencia del patriarca: “Ecos estos hombres y mujeres de Comala cuya individualidad depende de la presencia activa de Pedro Páramo porque de él depende —y ello es claro en la narración— su supervivencia” (Blanco Aguinaga 37). El discurso histórico, sin embargo, matiza esta mitología patriarcal para hablar de la historia moderna de México y para permitir que otras voces puedan ser oídas. El pueblo no se hace infértil, y los hombres no mueren simplemente porque una deidad terrenal se cruza de brazos. Esta versión, puramente mítica, escamotea los detalles histórico-políticos que explican la decadencia del pueblo. Una vez que el cacique permite la llegada de las fuerzas históricas que rodean a Comala, sus habitantes son arrastrados por la violencia que fue necesaria para la consolidación del México moderno. Los hombres son enrolados en las diferentes facciones en disputa o terminan por abandonar su tierra en busca de trabajo en las ciudades. En este momento, Pedro Páramo como novela se vincula con la historia mexicana, y lo hace de una forma abiertamente crítica con todo el proceso histórico de modernización nacional: el cacique de la Media Luna ha podido subsistir cómodamente en el poder, tanto en el periodo que antecede a la Revolución (el Porfiriato) como en el de la Revolución misma, en el cual constantemente compra a los revolucionarios dándoles hombres y prometiéndoles dinero. Ninguna de las grandes fuerzas de la modernización mexicana se opone al patriarca ni a su silenciamiento autoritario de los desposeídos. O, dicho de otro modo, en lugar de plantear una oposición tajante entre modernidad y paternalismo, entre la consolidación de la nación moderna y la figura del caudillo patriarcal, Pedro Páramo muestra sus pactos secretos. La consolidación última de la nación moderna en todas sus etapas es responsable tanto de un silencio cómplice

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frente al patriarca como de la destrucción última del pueblo. No es posible realizar este proceso de modernización sin una cuota de violencia autoritaria, y el terreno baldío de Comala es, por sus transformaciones históricas, un elocuente testimonio de esta alianza entre modernidad y violencia patriarcal. En un principio, Pedro Páramo es la figura que mantiene un equilibrio entre las fuerzas modernizadoras (el Porfiriato, la Revolución) con sobornos, compra de funcionarios y sacerdotes, y astutas alianzas con todos los bandos. Sin embargo, en algún momento, el patriarca deja de jugar este juego y la nación moderna mexicana llega para exigir lo suyo: la Revolución traiciona sus ideales originales y, en lugar de traer progreso y equidad, convierte a los habitantes de sus zonas periféricas en proletarios urbanos explotados o en carne de cañón. La transformación de Comala en un pueblo fantasma es, por lo tanto, resultado de un proceso de modernización que, luego de la caída del patriarca, agota los medios productivos del pueblo (sus hombres y sus tierras) por causa de una guerra cuyo resultado final es la consolidación de la nación moderna. La imagen de la figura paterna y su relación con la tierra y el paisaje se ve determinada entonces por estos dos grandes discursos, por la pugna entre mito e historia, entre un poder de leyenda y una serie de cambios sociopolíticos que permitieron la construcción de la nación moderna mexicana a costa de la vida, el trabajo y el éxodo de miles de hombres. Una vez hecha esta vinculación de la figura de Pedro Páramo con la historia moderna de México, debemos regresar a una de las preguntas centrales para este análisis: ¿cómo relacionar a esta figura del padre con las estructuras retóricas y formales del texto? Para iniciar nuestro análisis retórico-político, podemos afirmar que la novela, al hablar de la figura del padre y su relación con el paisaje y con los procesos históricos implícitos en la destrucción de la tierra comalense, oscila entre una serie de tropos propios del discurso mítico (Dios, paraíso, infierno, pecado, redención, etc.) y otros elementos relacionados firmemente con la historia (la Revolución y sus ideales traicionados, la Cristiada y las condiciones políticas y sociales que dieron paso a estos conflictos). La austeridad del texto y su extremado control del lenguaje parecen surgir, al menos en parte, de la imagen mítica del poder patriarcal y de su ley restrictiva, cuya función es controlar de forma absoluta las palabras de los habitantes del pueblo. Estos

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habitantes fantasmagóricos, sin embargo, producen múltiples relatos que remiten a la historia y a los eventos específicos que originan la caída de Comala. Más adelante veremos cómo la fragmentación del texto y la presentación a partir de múltiples voces de cada evento terminan por cuestionar el mito de un control patriarcal unificado sobre el pueblo y su palabra. Mito e historia, unidad del relato mítico y multiplicidad de voces en el relato histórico, austeridad y fragmentación son algunos de los elementos retóricos centrales de la novela que iremos ampliando y que tienen una relación esencial con la figura del padre. La retórica del texto rulfiano tiene, sin embargo, otras ramificaciones políticas que merecen un detenido análisis. Siguiendo con la estructura formal del texto y con algunos de los protagonistas de la novela, Rulfo plantea un tropo fundamental que ya hemos mencionado, pero que en su caso alcanza una de sus manifestaciones más radicales: el Estado como una figura análoga a la familia y el soberano como padre de su universo político. Hemos señalado cómo, desde la independencia, el proceso de modernización de América Latina conlleva la imagen del soberano como una suerte de padre que guía la entrada del mundo americano a la civilidad moderna. El problema radica en que esa figura, que habrá de garantizar el proceso de civilización de estas naciones, es decididamente antimoderna, es la negación misma de los ideales políticos de la Ilustración. Por eso mismo, los padres políticos son figuras que constituyen un orden y son, desde el principio, el origen contradictorio de su caída. El patriarca es una figura que aspira a la unificación de su mundo y, sin embargo, lidia con una serie de fuerzas en tensión que hacen imposible esta unidad. En Rulfo encontraremos la expresión más clara de este tropo y sus contradicciones: las alianzas secretas de lo moderno y lo antimoderno, del progreso y el autoritarismo, del poder y sus excepciones, en un espacio político que se concibe simultáneamente como Estado y como familia bajo el poder de un único padre. Analizaremos a continuación la forma en que Rulfo construye a Comala como un espacio familiar dirigido abiertamente por un líder que es soberano y padre al mismo tiempo. Para ello es necesario entender el trasfondo de la metáfora familiar que rige todo el texto de Pedro Páramo.

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B. Familia y mito: Pedro Páramo como padre y tótem de Comala Hablar de “familia” en Pedro Páramo requiere de explicaciones y matices, tanto como hablar de “presencia” en un texto poblado por fantasmas. Ninguno de los núcleos familiares en la novela queda intacto. Juan Preciado no conoce a su padre y empieza su travesía luego de la muerte de su madre. Pedro Páramo también ha perdido a su padre, asesinado por azar en una boda, y termina por perder a su único hijo reconocido, Miguel. Susana San Juan inicia sus desventuras a causa de la muerte de su madre y debe enfrentar la de su esposo Florencio y, luego, la de su propio padre, Bartolomé San Juan. Al final de la novela, Abundio llora, ebrio, la pérdida de su esposa, y su duelo lo lleva adonde su padre espera el fin de sus días. Vemos, además, a una serie de personajes que encarnan una esterilidad que niega la posibilidad misma de constituir una familia, desde Dorotea, que carga con un simulacro de hijo en su seno, hasta una pareja incestuosa, cuya unión no produce una descendencia y no podrá poblar de nuevo Comala. No hay en la novela ningún núcleo familiar estable. Parte de la desolación del texto radica en la presencia permanente de huérfanos, de padres que lloran la muerte de sus hijos, de mujeres sin maridos o sin descendencia. No hay familias en la novela de Rulfo. Hay, sin embargo, una metáfora insistente, un tropo familiar que se impone a lo largo de toda la obra. En una reseña de la novela, Jorge Luis Borges describe el desconcertante ambiente de familia que le da un tono fantástico al texto rulfiano: “Desde el momento en que el narrador, que busca a Pedro Páramo, su padre, se cruza con un desconocido que le declara que son hermanos y que toda la gente del pueblo se llama Páramo, el lector ya sabe que ha entrado en un texto fantástico, cuyas indefinidas ramificaciones no puede prever, pero cuya gravitación lo atrapa” (454). La afirmación de Borges es arriesgada pero no infundada. El diálogo al que se refiere es ambiguo, pero deja entrever que todo el mundo en Comala es, en cierta forma, hijo del caudillo. Luego de informarle a Juan Preciado que son hermanos, el arriero Abundio señala: ¿Ve la otra ceja que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso es que nuestras madres

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nos malparieron en un petate aunque éramos hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él mismo nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no? (10)

La extensión de la tierra, problema por excelencia del México revolucionario, se relaciona desde un primer momento con el poder del padre. Así como la mirada no puede fijar la extensión de las tierras del patriarca, el ojo del lector no puede fijar del todo la extensión de ese nosotros que se refiere aquí a los hijos de Pedro Páramo. ¿Son realmente todos los hombres de Comala? ¿Es Comala un pueblo compuesto únicamente por “hijos” del caudillo regional? ¿Qué quiere decir esta afirmación que parece oscilar entre verdad absoluta y metáfora del poder patriarcal? La novela consolida cada vez más la imagen “mítica” de que Pedro Páramo es el padre literal de toda la comunidad comalense. Tal imagen se fortalece por varios hechos adicionales. Sabemos, por ejemplo, que todas las mujeres del pueblo están sometidas a Pedro de alguna manera. La mayoría de ellas son objeto de los avances sexuales del cacique: Dolores Preciado, quien trata de deshacerse de “la luna” para poder consumar su matrimonio en la noche de bodas (36-37); Eduviges Dyada, quien reemplaza a Dolores en el tálamo; y Damiana Cisneros, que lo rechaza una noche al mantener la puerta de su cuarto cerrada, pero que “a la noche siguiente ella, para evitar el disgusto, dejó la puerta entornada y hasta se desnudó para que él no encontrara dificultades” (93). Dorotea, por su parte, se encarga de conseguirle mujeres a Miguel, único hijo reconocido de Pedro y quien naturalmente debería heredar el imperio de su padre. Las mujeres de la novela son, literal o metafóricamente, “sus mujeres”, lo cual consolida su imagen de patriarca omnipotente. El control (mediado directa o indirectamente por lo sexual) sobre el mundo femenino es uno de los aspectos fundamentales de la consolidación de Pedro Páramo como “padre” de Comala y, en cierto sentido, su capacidad de seducir mujeres es vista como una expresión indirecta, metafórica, de su poder político en la región. Esto tiene implicaciones importantes respecto a los demás hombres del pueblo. Algunos, como Juan Preciado, Miguel Páramo y Abundio, son literalmente los hijos del cacique. Otros tienen que someterse a ese dominio sobre las mujeres, al robo de sus esposas y a la violación de sus hijas. Todo hombre en la novela pierde su propio sentido de dignidad frente

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a la presencia y el poder del patriarca. Es así que surge la mítica familia de Comala, reunida en torno a un “padre presente”, fuerte y autoritario. Las mujeres le “pertenecen” a Pedro Páramo en múltiples niveles y los hombres se encuentran en un estado de subordinación que también los convierte en lo que hemos llamado “in-fantes”, figuras sin una voz propia. Esta condición infantil está representada alegóricamente en los primeros intercambios entre Pedro, justo después de la muerte de Lucas Páramo, su padre, y Fulgor Sedano, el capataz de la hacienda de la Media Luna. En la primera conversación que tienen, Fulgor espera encontrar a un Pedro incapaz de manejar la hacienda. Inesperadamente, se topa con un joven que sabe exactamente lo que quiere y que tiene un control radical sobre la palabra. Sedano, por su edad, espera recibir un tratamiento de respeto, expresado en la palabra “don”. Pedro lo recibe secamente con un “pasa, Fulgor” (32) que lo sorprende: Era la segunda ocasión en que se veían. La primera nada más él lo vio; porque Pedrito estaba recién nacido. Y esta. Casi se podía decir que era la primera vez. Y le resultó que le hablaba como a un igual. ¡Vaya! Lo siguió a grandes trancos, chicoteándose las piernas. “Sabrá pronto que yo soy el que sabe. Lo sabrá. Y a lo que vengo”. (33)

A pesar de que Fulgor parece tener alguna información que le da cierto poder, Pedro Páramo genera una situación de desigualdad precisamente a partir del lenguaje, con dos eventos verbales. El primero ocurre cuando Fulgor se refiere al joven simplemente como “Pedro” y este invierte las expectativas del hombre mayor exigiendo un mayor respeto: “Como tú quieras. Pero no se te olvide el ‘don’” (33). Más adelante, Fulgor viene de cumplir su primera labor para el nuevo jefe: conseguir la mano de Dolores Preciado. Por una serie de percances, sin embargo, no consigue hacerlo con la inmediatez que el propio Pedro desea y no recibe una parte de la dote por adelantado. Este es su intercambio: —¿No le pediste algo adelantado a la Dolores? —No, patrón. No me atreví. Esa es la verdad. Estaba tan contenta que no quise estropearle su entusiasmo. —Eres un niño.

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“¡Vaya! Yo un niño. Con 55 años encima. Él apenas comenzando a vivir y yo a pocos pasos de la muerte”. —No quise quebrarle su contento. —A pesar de todo eres un niño. —Está bien patrón. (37, mis subrayados)

El control del padre sobre sus súbditos pasa nuevamente por un manejo singular sobre los matices de la palabra. Pedro Páramo convierte a Fulgor Sedano en un niño a partir del lenguaje, de una enunciación verbal que así lo determina.8 A partir de este momento, Fulgor se transforma en su más fiel servidor y, figuralmente, en el primero y más leal de sus hijos. Este control sobre el lenguaje y sus sentidos es una de las maneras fundamentales en las que este personaje consolida su patriarcado y es también una muestra elocuente de cómo la figura del padre guarda una relación esencial con el régimen retórico del texto. El silencio, la marca estilística y retórica fundamental de Rulfo, tiene una estrecha relación con el poder que el cacique ejerce sobre la palabra y la forma en que despliega un exhaustivo control sobre lo que se puede o no decir. Es un lugar común de la crítica que uno de los títulos preliminares de la novela era Los murmullos. Una de las razones fundamentales por las que en la novela se habla en murmullos es precisamente por el minucioso control de la figura paterna sobre la palabra, y por la transformación de todos los habitantes del pueblo en sus hijos, en “infantes” cuya voz solo es oída como a la distancia. Este momento de austeridad de significantes, sin embargo, es engañosamente simple, ya que culmina, como nos recuerda Franco Moretti, en una proliferación de significados que terminará por exceder al control de toda autoridad, de toda ley y todo padre. Como hemos señalado, el concepto de familia que se maneja en el texto es ciertamente singular. No se trata de un núcleo familiar definido, como ocurre en Vidas Secas, sino de un universo colectivo más amplio, de un pueblo entero que gira en torno a la figura de un patriarca cuyo poder proviene de diversas fuentes. Por un lado, parte de un control radical sobre el lenguaje, 8

En este sentido, gracias a su poder y a su habilidad con la palabra, Pedro Páramo hace un uso magistral del lenguaje “performativo”, aquel que transforma el mundo a partir de enunciados que vienen acompañados por un determinado poder político y social. Ver, al respecto, How to Do Things with Words, de J. L. Austin.

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pero también depende de un dominio sobre todas las fuerzas materiales de la sociedad, entre las que se encuentran la tierra, los hombres y las mujeres, los elementos centrales de la producción y la reproducción en un ámbito rural. A partir de este control sobre la tierra y las mujeres, de la infantilización de otros hombres y de un manejo minucioso del lenguaje en la comunidad, Pedro Páramo se convierte en el “padre presente” de Comala. Este grupo humano no se corresponde, entonces, con el concepto habitual de una familia, se trata más bien de la estructura que antecede los límites de la modernidad política y se comporta como un grupo dominado por la ley absoluta de un patriarca brutal, lo que Max Weber llama un Estado patriarcal. Pedro Páramo es el macho dominante de una sociedad gracias a su astucia y a su capacidad de tender ambiguas alianzas con una serie de fuerzas históricas que fueron determinantes para la constitución del México moderno. Si bien se ha señalado la similitud de padres e hijos en este texto con figuras míticas como Edipo, Ulises, Eneas o Dante, a continuación saldremos de ese linaje literario para adentrarnos en otro tipo de lectura que podría complementar nuestra lectura de Pedro Páramo y explicar algunos aspectos de su construcción mítica: Tótem y tabú, de Sigmund Freud.9 Al comparar estos textos, descubrimos con sorpresa que el breve libro de Freud es, con algunas variantes, el mismo relato: es también un intento por comprender cómo una figura paterna se convierte en un mito de enorme poder y en el centro constitutivo de una comunidad. Algunas de sus coincidencias nos permitirán alcanzar una mayor comprensión del tropo fundamental de la novela: la imagen del padre como una metáfora del gobernante y de la familia como una representación indirecta de una comunidad política. Por ello nos detendremos ahora en la descripción de algunos elementos del conocido ensayo freudiano. Tótem y tabú es un texto atípico dentro de la producción de Freud. Su objetivo es lidiar con un problema no propiamente psicoanalítico, sino 9

Podría objetarse que al citar a Freud finalmente se busca recurrir a otro mito occidental, como el de Edipo, para dar sentido o legitimar el texto de Rulfo. A esta objeción se podría responder señalando, primero, que Tótem y tabú no es un mito, sino una mirada psicoanalítica y desmitificadora de los orígenes de toda civilización, toda ley y todo poder político. Adicionalmente, mi objetivo es mostrar que Pedro Páramo es, en cierto sentido, una reescritura crítica, profundamente encarnada en la historia latinoamericana, del relato freudiano. Mi lectura busca enfatizar el potencial político de ambos textos.

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antropológico y, simultáneamente, político. Los tótems son una parte esencial de la identidad de casi todas las comunidades preestatales; tribus de Australia, África y América se identifican aún hoy con diversos tipos de animales que consideran sagrados, como el tigre, la serpiente o el águila. Para Freud, esto contiene un enigmático elemento que captura su atención como psicoanalista: el surgimiento de la identificación totémica en estas comunidades coincide con la aparición del incesto como ley insoslayable para el grupo. Este primer tabú del incesto es mucho más fuerte que el de las sociedades modernas: dentro de la tribu totémica, compuesta por varias familias sin relación directa, ninguna mujer (no importa si es o no una familiar directa) está disponible para el matrimonio y, por ello, cada macho tendrá que salir del grupo tribal para buscar a su esposa. El tótem esta ligado, por lo tanto, a una extraordinaria prohibición del incesto, mucho más severa que la de las sociedades modernas. Para poder explicar la relación entre totemismo e incesto, Freud debe recurrir a una hipótesis que le permita atar los cabos sueltos de otras teorías provenientes de los más diversos autores (desde Garcilaso de la Vega hasta Frazer, Durkheim y Darwin). Para comenzar, comenta que en su práctica analítica ha descubierto que los niños suelen tener una relación ambivalente frente a sus figuras paternas, una combinación de sentimientos de temor y odio con un profundo respeto. Adicionalmente, señala que una de las formas en que los niños lidian con esta ambivalencia es desplazándola con inusitada frecuencia hacia ciertos animales, frente a los cuales muestran también una mezcla de terror y fascinación. Por ello, la figura totémica (que, como ya fue mencionado, suele ser un animal) podría ser también la manifestación de la figura paterna. A partir de estas suposiciones básicas (el padre suele manifestarse metafóricamente a través de animales y es objeto de una combinación ambivalente de amor y odio), Freud inicia su hipótesis explicativa, que es presentada abiertamente como especulación y narración. La historia-hipótesis freudiana comienza con otra teoría, en este caso de Darwin, que no está relacionada directamente con el problema del totemismo, pero que sí tiene una relación con uno de sus temas centrales: el del padre. Según Freud, “la teoría darwiniana no concede, desde luego, atención ninguna a los orígenes del totemismo. Todo lo que supone es la existencia de un padre violento y celoso que se reserva para sí todas las hembras y expulsa

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a sus hijos conforme van creciendo” (Tótem 166). Es notable la relación que tienen estos breves aspectos de la hipótesis darwiniana con lo que hemos venido señalando respecto a Pedro Páramo y a la minuciosa construcción de su poder en términos de un dominio sobre las mujeres y la tierra, al igual que una infantilización de los demás hombres. Comala se corresponde de manera precisa con esta imagen de lo que Freud, siguiendo a Darwin, llama una “horda primitiva”. A partir de estas conjeturas básicas, Freud procede a generar su relato sobre cómo este “padre terrible” podría ser el origen del totemismo. Debemos notar que, para Freud, descubrir el origen de las figuras totémicas es equivalente a descubrir el comienzo mismo de la civilización. La aparición concomitante del totemismo y del singular tabú del incesto señala el surgimiento de un tipo de ley que excede el ámbito de lo natural y que, luego, daría paso a formas complejas de organización propiamente humanas como la religión, las instituciones políticas y las leyes simbólicas, en un sentido amplio. Comprender el origen de las figuras totémicas y su relación con la ley del incesto equivale a comprender algunos de los aspectos seminales y originarios de la civilización, la cultura y la ley como productos del ser humano que van mucho más allá de los límites de la naturaleza. ¿Cómo ocurre que este padre terrible se convierte en origen de la figura totémica? La respuesta de Freud continúa con otro elemento característico de las comunidades preestatales: la “comida totémica”, una ocasión solemne en varias tribus indígenas en que el carácter sagrado del tótem se transgrede con una fiesta en la que no solo se sacrifica este animal, sino que también se ingiere. Este banquete termina, paradójicamente, en un pronunciado duelo. A partir de estos elementos, Freud da paso a su propia hipótesis: Basándonos en la fiesta de la comida totémica, podemos dar a estas interrogaciones la respuesta siguiente: los hermanos expulsados se reunieron un día y mataron al padre y devoraron su cadáver. Unidos, emprendieron y llevaron a cabo lo que individualmente les habría sido imposible. [...] Además, el violento y tiránico padre constituía seguramente el modelo envidiado y temido de cada uno de los miembros de la asociación fraternal, y al devorarlo se identificaban con él y se apropiaban una parte de su fuerza. (167)

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Al final, la ambivalencia de sentimientos frente al padre (la mezcla de amor, temor y odio) hace que la fiesta por su muerte dé paso a hondos sentimientos de culpa, que vienen seguidos por una obediencia retrospectiva a su figura: una nueva y radical ley. Ya no hay forma de deshacer los hechos, pero sí es posible rendir tributo a su memoria de dos formas: “[Los hijos] desautorizaron su acto, prohibiendo la muerte del tótem, sustitución del padre, y renunciaron a recoger los frutos de su crimen, rehusando el contacto sexual con las mujeres accesibles ya para ellos” (168, mi agregado). El resultado de esta historia es desalentador: el origen de la civilización humana, de la ley, la moral y la religión (pues Dios vendría a ser un desarrollo simbólico de este padre originario), no es la unión racional de los seres humanos por un mundo mejor: es un crimen brutal y los sentimientos de culpa subsiguientes. El psicoanálisis como disciplina supo explotar rápidamente los contenidos del relato de Tótem y tabú y llevarlos a diferentes ámbitos de la práctica analítica. La vertiente lacaniana del psicoanálisis se ha encargado de explicitar cómo la hipótesis de Tótem y tabú puede verse también como una alegoría de lo que ocurre en la conformación de la psiquis individual en el ámbito familiar: allí también hay un “macho dominante” que acapara los afectos de la madre y que, en cierto sentido, expulsa y domina al infante. El hijo tiende a asimilar esta mitología, la de un padre omnipotente, capaz de satisfacer todos sus deseos sin medida. Esta capacidad absoluta de acallar el deseo es llamada falo en la vertiente lacaniana. El falo no es el pene ni un objeto con una forma alargada, semejante a la del órgano masculino. Para el niño, el falo es un significante, una señal que simboliza de manera amplia una supuesta omnipotencia sin medida. Puede referirse a elementos sexuales (el macho de la horda tiene a todas las hembras a su disposición, de la misma forma en que el padre “tiene” el afecto físico de la madre), pero, como todo significante, tiene una gran movilidad y, por lo tanto, puede ligarse con otros posibles significados relacionados con un poder total para acallar el deseo. En este sentido, el falo pertenece al mismo nivel retórico y conceptual que le hemos dado a la presencia: el “padre presente” es aquel que supuestamente puede hacer y saber todo, es el “poseedor del falo”. Joël Dor, un importante comentarista de la obra de Lacan, define el falo como “aquello de lo que todo hombre está desprovisto” (Dor 32), es decir, una capacidad suprahumana de satisfacer cualquier deseo (propio y ajeno). El mítico padre de la horda

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primitiva freudiana, y el padre de familia en la mente de su joven hijo, es alguien que podría, según Dor, “dar la prueba, en un momento dado, de que posee cabalmente aquello de lo que todo hombre está desprovisto” (32). Esta omnipotencia, o, lo que es lo mismo, la hipotética posesión del “falo”, produce una notable ambivalencia, un hondo respeto mezclado con miedo, envidia y recelo. Para esta teoría, sin embargo, ningún hombre es realmente capaz de este control presente y absoluto; incluso el “padre de la horda primitiva” fue en algún momento un hijo y tuvo que aceptar los límites de su deseo frente a su propio padre. El “padre terrible” es una figura que no existe de forma cabal en la realidad y que, desde el principio, contiene fisuras, fallas y límites a su poder. Según el propio Dor, “esta necesidad solo debe concebirse como originaria, es decir, como mítica, ya que se trata del hombre que poseía a todas las mujeres. Pero como tal, puesto que no estaba castrado, es tan solo un hombre mítico” (39, mi subrayado). Por último, todo hijo debe “matar a su padre”, lo cual equivale a decir que debe acabar con la idea mítica de que es un verdadero poseedor del falo. Todo ser humano debe llegar a entender que su padre no es la figura que imaginó cuando era niño: es un hombre más, con fallas, límites, etc. Ningún hombre es verdadero poseedor del falo. Ningún padre puede alcanzar el estatuto de presencia y control absolutos. Esta digresión nos permite retomar el tema central de nuestro análisis: la tensión entre mito e historia en el texto rulfiano, ahora en Comala como un metafórico ámbito familiar. El pensamiento psicoanalítico nos ha sido útil no solo para ver la notable relación entre los textos de Freud y Rulfo, sino también para descubrir cómo detrás de toda figura paterna mítica hay una serie de eventos históricos que restringen el mito y lo sitúan necesariamente en el ámbito de lo humano. El padre terrible no es más que una ficción que siempre encuentra sus límites en la realidad histórica y humana: esta afirmación será central para nuestra lectura de Pedro Páramo, que oscilará entre la forma en que se construye esa ficción mítica y los elementos que nos muestran la humanidad histórica y falible detrás del patriarca y su mitología. La imagen de Comala como una suerte de horda primitiva, en la que un hombre tiene un dominio absoluto sobre todas las mujeres y los hombres, corresponde, según lo que hemos señalado a través del psicoanálisis, al terreno del mito. Pedro Páramo busca constituirse a toda costa como esta figura mítica, como este “padre terrible” que puede satisfacer plenamente su deseo,

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que posee cabalmente el “falo” y está exento de las limitaciones típicamente humanas. Sabe, además, que el dominio sobre las figuras femeninas es el emblema por excelencia de su consolidación como el mítico “padre terrible” de Comala y como supuesto poseedor del significante fálico.10 Es también la supuesta muestra de que todos sus deseos sexuales, económicos y políticos pueden ser satisfechos, mientras que los de los demás hombres tienen límites: la medida de su “presencia”. Por ello, todos los hombres de la novela se someten a su poder como los hijos se someten al “padre terrible” de la horda primitiva freudiana. Hay, sin embargo, elementos tanto históricos como formales de la novela que critican esta ficción unificada del padre y lo muestran como un poseedor ficticio e incompleto de la presencia y del “falo”. La fragmentación del texto, una de sus estrategias retóricas esenciales, nos permite una mirada doble sobre esa figura mítica que se va consolidando paulatinamente a lo largo de la obra. La multiplicidad de voces narrativas nos deja ver la humanidad histórica de Pedro y produce otra distribución de lo sensible que le da visibilidad a aquellos elementos que constituyen su historia personal y que, nuevamente, están en tensión con la construcción mítica del personaje. La mirada a su vida interior, a lo que podríamos llamar la historia de su deseo, muestra precisamente que él no es este mítico padre de la horda primitiva, sino que pertenece al grupo de los hombres sometidos a las variaciones de la fortuna. En realidad, él parece comprender particularmente bien la necesidad de esconder las fisuras de su propio deseo para mostrarse como figura presente, como poseedor del falo, y convertirse así en el “padre” de Comala. Vale la pena recordar que el personaje comienza como un joven introvertido y pasivo; su padre lo describe como “un inútil” y un “flojo de marca” (Rulfo, Páramo 35). Sin embargo, desde el primer momento en que aparece en el texto, luego de la muerte de su padre en su encuentro con Fulgor Sedano, parece tener la 10

Este control absoluto sobre el mundo femenino es una de las estrategias esenciales del padre político para constituirse como líder de su comunidad. En un mundo patriarcal, el dominio sobre el ámbito femenino está ligado de forma metonímica con el poder tanto sexual como político del patriarca. Este sistema tropológico está presente en varios de los textos que hablan del padre político presente y autoritario; entre ellos, algunas de las novelas del dictador (desde El otoño del patriarca hasta La fiesta del Chivo). Aquí, una vez más, cabe notar el potencial político de un texto como Tótem y tabú.

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más absoluta solvencia. ¿Cómo se produce esta transformación? ¿Y qué nos dice sobre la imagen de este personaje como “padre presente” de Comala? En un pasaje significativo, que conjuga algunos elementos que hemos venido vislumbrando gracias al psicoanálisis, hallamos una respuesta. En el centro mismo del mito patriarcal de Pedro Páramo encontramos una carencia y un deseo irresuelto que tiene nombre propio: Susana San Juan. Estas son sus propias palabras al saber por primera vez del regreso de esta mujer a Comala luego de largos años de ausencia: “Esperé treinta años a que regresaras, Susana. Esperé a tenerlo todo. No solamente algo, sino todo lo que se pudiera conseguir, de modo que no nos quedara ningún deseo, solo el tuyo, el deseo de ti” (72). Esta cita habla de manera explícita de los orígenes de Pedro Páramo como mítico “padre terrible”. Un primer paso es la decisión consciente de “tenerlo todo”, es decir, demostrar que él tiene “lo que ningún hombre puede tener”: presencia absoluta, lo que el psicoanálisis ha llamado el “falo”. Es notable, sin embargo, que esta decisión surge precisamente de una carencia. En el centro mismo del poder mítico de Pedro Páramo hay un vacío que impide la unificación de su “presencia”. El texto mismo nos irá mostrando que su anhelo por ser una presencia absoluta nunca se consolida, precisamente porque Susana San Juan, centro y origen de esta mitología patriarcal, permanece siempre fuera de su poder. Ella será la figura clave que simboliza la imposibilidad del proyecto mítico de “presencia” del cacique. Hay algunos elementos de la historia entre Pedro y Susana que nos muestran el carácter incompleto del cacique de la Media Luna y, por lo tanto, su perfil histórico, humano, que se opone al mito del “padre terrible”. La primera aparición de Pedro en la novela ocurre como una reminiscencia que se da en un lugar atípico: el baño. El joven permanece un largo tiempo allí, y tanto su madre como su abuela dejan entrever lo que piensan. Luego de preguntar “¿Qué tanto haces en el excusado?” (14), su madre lo amenaza diciendo: “Si sigues allí, va a salir una culebra y te va a morder” (14). La abuela pregunta en tono irónico: “¿Y qué estabas haciendo? ¿Rezando?”(15). Ambas figuras parecen inferir que Pedro se está masturbando. Aunque esta es una mera hipótesis, lo que sí queda claro es que ese momento está relacionado directamente con el recuerdo utópico, inalcanzable, de Susana San Juan. Estos son los pensamientos del joven Pedro en esta misma escena:

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El aire nos hacía reír; juntaba la mirada de nuestros ojos, mientras el hilo corría entre los dedos detrás del viento, hasta que se rompía con un leve crujido como si hubiera sido trozado por las alas de algún pájaro. Y allá arriba, el pájaro de papel caía en maromas arrastrando su cola de hilacho, perdiéndose en el verdor de la tierra. “Tus labios estaban mojados como si los hubiera besado el rocío”. (14-15)

Es gracias a la fragmentación del texto, a su pluralidad de voces, que tenemos acceso a este momento de la vida íntima, privada, de Pedro Páramo. El psicoanálisis no dudaría en señalar que esta es una escena de “castración”. Nuevamente, no debemos entender esta palabra en sentido literal, sino en toda su significación alegórica, como la muestra de una carencia, de un deseo que no se puede consumar, de la ausencia de lo que hemos llamado falo. La posible masturbación de Pedro ya es prueba evidente de una subjetividad incompleta que iría en contravía de la imagen del hombre omnipotente. Incluso la alusión de su madre a la culebra parece hablar de una castración simbólica. El centro de esta escena, sin embargo, es la imagen de la cometa cuyo hilo se corta y cae en el aire, nuevo símbolo de algo fallido. José Espinosa-Jácome realiza una lectura cuidadosa de este evento, relacionándolo con una figura mítica específica: la parca Átropos. Y la más aterradora de las tres, Átropos, que con tijeras cortaba el hilo de la vida, castradora, la misma muerte, aparece representada por Susana San Juan. Ella se encuentra con Pedro el impúber cuando en las lomas verdes algo corta el hilo de la cometa; [...] No importa que sea la más joven y bella de todas las mujeres y el amor por antonomasia de Pedro Páramo. Representa la muerte. Cuando Susana acaba, dan comienzo las agonías de Comala y de Pedro Páramo. (24)

La sólida lectura de Espinosa-Jácome le da sentido al enigmático símbolo de la cometa; sin embargo, permanece en el ámbito de lo mítico y no entra en diálogo con la historia. Transforma a Susana San Juan en una parca, una encarnación mítica de la muerte, y, por lo tanto, en una figura improductiva, sin voz, silenciada; en otras palabras, como toda lectura mítica, le da una prioridad central a la figura del padre por encima de otras voces. Su lectura reproduce la centralidad del mito paterno y deja a los demás personajes en el silencio infructuoso que él les ha impuesto. En mi opinión, esta escena

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se debe relacionar con el discurso histórico para dar una imagen completa tanto de Pedro como de Susana, quien no es simplemente un símbolo silencioso y silenciado de la muerte. En muchas ocasiones ella da señales de gran vitalidad, de una pasión que se resiste altivamente al dominio de varias figuras patriarcales. La cometa cuyo hilo se rompe, que se puede relacionar con la parca Átropos, es también la imagen de la caída histórica del “padre presente”, la demostración de que su mitología incluye, desde el principio, rupturas, carencias y caídas, o, dicho de otro modo, de que no es el poseedor del mítico falo. Junto a Susana, el joven Pedro vive momentos idílicos que, sin embargo, están marcados por las fallas históricas propias de todo hombre. Su deseo tiene límites y fisuras porque Susana no lo ama. Ese pequeño instante que fragmenta la magia de un momento ideal es la alegoría de cómo todo deseo humano de omnipotencia es un mito que se rompe en la historia, como el frágil hilo de una cometa. Esta caída, que se da primero en el espacio privado de su relación con Susana, se dará después en el espacio público con su caída del poder político. Ambos eventos, como veremos a continuación, están profundamente ligados. La magistral escena de Rulfo no culmina ahí. Pedro es recriminado no solo por sus actividades secretas en el baño, sino también porque debe ir a hacer algunos encargos. Su abuela le pide que busque dinero en una repisa cerca de un Sagrado Corazón, donde ve veinticuatro centavos: toma la moneda más grande (de veinte) y deja el resto. Mientras sale, su madre le pide que compre otras cosas y le dice que hay más dinero en una maceta cerca de la salida. En ese momento, “encontró un peso. Dejó el veinte y agarró el peso” (16). Al final, piensa: “Ahora me sobrará dinero para lo que se ofrezca” (16), y sale corriendo, sin oír a su madre que lo llama. Don Lucas Páramo veía en su hijo a un verdadero inútil. En esta escena vemos, sin embargo, que en su infancia ya tiene conciencia del poder que subyace al dinero y cómo este deseo de acumulación hace parte de su trabajo de compensación ante sus carencias fundamentales. Las escenas del baño y de las monedas se contraponen metonímicamente, señalando la relación entre estos dos aspectos de la personalidad de Pedro Páramo: como niño, comienza a acumular, a “tenerlo todo”, a constituirse como “padre presente”, movido por una carencia, por su deseo de tener lo que nunca tendrá. Desde su juventud, Pedro genera una relación muy humana con el poder y con la necesidad de

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constituirse como una figura capaz de controlar de manera absoluta su propio destino. Es, en ciernes, la figura mítica del padre terrible que acumula tierras, posesiones y mujeres para esconder los vacíos originales de su subjetividad. La escena del baño, y esta voz juvenil que fragmenta el relato del patriarca adulto, nos muestra que detrás de esa voluntad de poder se esconde no una mítica plenitud absoluta, sino una ausencia radical. La historia de Pedro, la irrupción de su voz infantil en estos fragmentos de la novela, socava el mito del “padre presente” en el espacio de Comala. Hemos hecho una lectura panorámica de la figura de Pedro Páramo como mítico “padre presente” de la comunidad comalense y de los elementos que construyen y derrumban tal imagen. Estos elementos son, sin embargo, los signos de un poder mayor del personaje dentro del texto: su constitución como ley colectiva absoluta y como soberano dentro de la comunidad. El control que ejerce sobre las mujeres y la (literal y metafórica) filiación de todos los hombres son aspectos que consolidan su poder político. Hay, sin embargo, otros elementos que caracterizan la constitución de este hombre como ley última de su comunidad. La novela es también una sutil reflexión sobre la construcción de un gobernante, la constitución de un Estado y los elementos míticos e históricos envueltos en este proceso político de creación y caída de una figura paterna. Haremos un seguimiento de este proceso a continuación. C. Ley y Estado: PEDRO PÁRAMO y el mito político del padre presente Para comprender la forma en que Pedro Páramo se convierte no solo en el padre absoluto de Comala, sino también en el líder político que decide el destino de una comunidad, debemos regresar a sus primeros diálogos con Fulgor Sedano. Estos encuentros seminales despliegan la forma en que Pedro Páramo comienza su transformación para convertirse en el jefe político de Comala. En su primera conversación, Fulgor le informa al futuro cacique de los problemas económicos por los que pasan luego de la muerte de Lucas Páramo. Pedro responde con una frase contundente: “¿A quién le debemos?” (34). Para entonces ya ha ideado un plan para salir de sus deudas. Al saber que las hermanas Preciado son sus acreedoras más importantes, toma la decisión de pedir la mano de Dolores, la futura madre del narrador, Juan. Con

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esa acción, Pedro borra una primera deuda y se convierte en el dueño del rancho de Enmedio, que a partir de la unión marital formará parte de su hacienda, la Media Luna. Más aún, da inicio a un control sobre la tierra y sobre el ámbito femenino que lo irá convirtiendo en el mítico “padre presente” de Comala. El otro problema serio al que debe enfrentarse es un pleito con su vecino, Toribio Aldrete, por los límites de unas tierras. Aldrete ya ha tomado medidas legales para cercar sus tierras y proteger sus propiedades. La respuesta de Pedro es diciente: “Eso déjalo para después. No te preocupen los lienzos. No habrá lienzos. La tierra no tiene divisiones. Piénsalo, Fulgor, aunque no se lo des a entender. Arregla por lo pronto lo de Lola” (35). La consolidación de Pedro como soberano de Comala se inicia, en este caso, con la posibilidad de redefinir la ley. En el siguiente pasaje, Pedro ejemplifica la manera en que autoridad, fuerza y ley se unen para constituir una nueva norma vigente. Dice Fulgor: —Él hizo bien sus mediciones. A mí me consta. —Pues dile que se equivocó. Que estuvo mal calculado. Derrumba los lienzos si es preciso. —¿Y las leyes? —¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros. ¿Tienes trabajando en la Media Luna a algún atravesado? —Sí, hay uno que otro. —Pues mándalos en comisión con Aldrete. Le levantas un acta acusándolo de “usufruto” [sic] o de lo que a ti se te ocurra. Y recuérdale que Lucas Páramo ya murió. Que conmigo hay que hacer nuevos tratos. (38)

Recordamos aquí la famosa máxima de Thomas Hobbes que ya hemos citado: Auctoritas, non veritas, facit legem. Pedro Páramo reconoce que toda ley es producto de una forma de autoridad y fuerza (de lo que Schmitt llama “la decisión”), no de una verdad o una racionalidad absoluta. Por esto, la fachada del usufruto va acompañada con una cuadrilla de “atravesados”, de hombres fuertes que se encargarán de poner en marcha el nuevo orden político. No existe ninguna verdad tras la ley, así como no hay límites reales para la tierra, solo hay una autoridad que, al monopolizar la violencia, es capaz de sostener

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la ficción legal.11 Adicionalmente, como veremos, esta nueva legalidad tiene las características estéticas de todo acto político: se caracteriza por determinar qué voces pueden oírse y cuáles son silenciadas en el ámbito público de Comala. Genera una distribución de lo sensible, en la cual algunos personajes son audibles y otros desaparecen por completo. La breve novela de Aldrete tiene un final trágico, que marca el inicio del Gobierno de Pedro Páramo y su ley. Fulgor Sedano lo acusa formalmente de irrumpir en tierras de la Media Luna. En el juzgado, los dos hombres tienen una charla en la que Toribio comete un error garrafal: habla mal de Pedro pensando que Fulgor, dada la reciente muerte de don Lucas, no está aún completamente del lado de su nuevo patrón. Lo llama “ignorante” por usar mal la palabra “usufructo” (32) y se refiere a él como “hijo de la rechintola” (33). En el fondo piensa que al burlarse de Pedro puede ganarse los favores del capataz de la Media Luna. Se equivoca. La escena culmina con Sedano pidiéndole a una mujer llamada Eduviges que le deje usar un cuarto de su morada. En el fragmento justamente anterior, Juan Preciado, quien se queda en esta misma casa muchos años después, oye largos quejidos con frases enigmáticas: “¡Ay vida, no me mereces!” (31) y “¡Déjenme aunque sea el derecho de pataleo que tienen los ahorcados!” (31). Cuando pregunta al respecto, Eduviges le da una posible explicación: “Tal vez sea un eco que está aquí encerrado. En este cuarto ahorcaron a Toribio Aldrete hace mucho tiempo” (32). El trámite legal por las tierras de Toribio Aldrete culmina con su asesinato. Sus terrenos, junto con los de Dolores Preciado, son los primeros que se adjuntan a la Media Luna. Con estos dos actos de astucia y violencia, Pedro Páramo da inicio al imperio de su nueva ley. Tras la creación de este nuevo Estado, hay dos actos de una violencia fundacional y una nueva 11

Esta parecería ser una característica de los Estados “atrasados”, “bárbaros” y paternalistas. Sin embargo, Walter Benjamin ha mostrado en su ensayo “Para una crítica de la violencia” que esta es una estrategia necesaria para todo Estado y que no puede existir un orden estatal sin un monopolio de la violencia que lo sostenga: “Será necesario en cambio tomar en consideración la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho por monopolizar la violencia respecto a la persona aislada no tenga como explicación la intención de salvaguardar fines jurídicos, sino más bien la de salvaguardar al derecho mismo” (Benjamin, Crítica 112). Pedro Páramo no realiza una acción arcaica o brutal: realiza el acto fundacional de todo Estado y toda ley.

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distribución de lo sensible que, aparentemente, solo permite oír la voz del patriarca, mientras que otras voces, como la de Toribio Aldrete, se apagan y se convierten en ecos fantasmagóricos. Rápidamente el texto nos muestra cómo ese tipo de acción autoritaria se convierte en el orden legal de la comunidad, en una lógica de dominación que va adquiriendo “fuerza de ley”. Unas páginas más adelante encontramos un diálogo entre dos personajes que no volverán a aparecer en la novela. Uno de ellos carece de nombre y el otro se llama Galileo. Su intercambio gira en torno a una deuda que este último tiene con el patriarca y que, según sus cálculos, podrá pagar con las cosechas venideras. Su interlocutor le responde que es imposible, dado que sus tierras ya le pertenecen a Pedro Páramo: —Te digo que a nadie se las ha vendido. —Pues son de Pedro Páramo. Seguramente él así lo ha dispuesto. ¿No te ha venido a ver don Fulgor? —No. —Seguramente mañana lo verás venir. Y si no mañana, cualquier otro día. —Pues me mata o se muere; pero no se saldrá con la suya. —Requiescat in paz, amén, cuñado. Por si las dudas. (41)

El crimen de Toribio Aldrete ha fundado una nueva lógica del poder y, con ello, una nueva ley. Hay quienes tratan de negarse ante ella e imaginan que hay una ley abstracta y racional que puede protegerlos de tales abusos, algo así como el “Estado perfecto” que Fabiano imaginaba en Vidas Secas. El cuñado de Galileo, sin embargo, parece entender cómo la ley misma viene acompañada de una violencia constitutiva que la erige como tal. Si se opone al intercambio, Galileo descansará en paz, al igual que Toribio Aldrete. La ley del caudillo se habrá cumplido igual. En este episodio es notorio, sin embargo, que el uso de la violencia no depende simplemente de la fuerza física. El lenguaje performativo del patriarca y su circulación a través del pueblo se convierten en herramientas esenciales para constituir su ley e imponerla sobre los demás. El cuñado sabe que la tierra le pertenece a Pedro Páramo por varios rumores en el pueblo: dice que “se afirma” (41) que Galileo le ha vendido las tierras al cacique, que “por ahí dicen que todo es de él” (41). El lenguaje de murmullos es, recordando uno

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de los posibles títulos de la novela, una de las herramientas esenciales para Pedro Páramo y su mítico proyecto de soberanía. Su control sobre la palabra, su capacidad de censura, su habilidad para generar rumores en el pueblo y para emitir enunciados performativos que se convierten inmediatamente en realidades son algunos de sus métodos más eficaces para constituirse como ley absoluta de Comala. Nuevamente debemos ver el silencio del texto rulfiano, su retórica del murmullo, como una efectiva representación de esta instancia paterna, de su proyecto de control y su trabajo con la palabra. Ahora bien, cabe notar que esta reflexión retórica y política sobre el poder del padre y su dominio sobre la violencia, la palabra y la tierra no se da en abstracto en la novela: se trata de una meditación que tiene un piso sólido en la historia mexicana. Dicho de otro modo, esta versión del relato del tótem patriarcal está vinculada explícitamente con un contexto histórico específico: el de la consolidación de la nación mexicana moderna a partir de sus dos grandes eventos, el Porfiriato y la Revolución. Todos los sucesos comentados hasta ahora ocurren durante la dictadura de Porfirio Díaz. Durante este periodo, el Estado, en plena modernización, está ausente de este pueblo marginal, lo cual permite la irrupción irrefrenable del patriarca local y su transformación en el “padre presente” de Comala. En este momento, el Estado no opone ninguna resistencia a la figura del patriarca; de hecho, está fundado en un líder político muy semejante a Pedro Páramo. El orden patriarcal centralizado en Porfirio Díaz acepta la presencia de un cacique local en la medida en que este otro líder no sea un obstáculo para los procesos que están en juego en el centro mismo del Estado. Cuando este régimen comienza a tambalearse por el inicio de la Revolución, el cacique tendrá que enfrentarse a las nuevas fuerzas que dan forma al país. En sus orígenes, este proceso revolucionario se caracterizó por una búsqueda de mayor equidad y, en particular, por una distribución más justa de las tierras. Sin embargo, en este momento se hará evidente uno de los aspectos centrales de la figura del padre político latinoamericano: su capacidad de situarse en (e incluso de apropiarse de) posiciones políticas diversas. A pesar de los intereses de equidad de la Revolución, Pedro Páramo encuentra rápidamente un lugar en los nuevos procesos políticos de la nación. Cuando llegan los primeros revolucionarios a su hacienda con el fin de amenazar su posición de terrateniente en la zona, Pedro les ofrece dinero y hombres (86). Muy pronto, uno

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de sus servidores más leales, el Tilcuate, se convierte en un líder revolucionario que le consulta cada uno de sus movimientos. Pedro Páramo coopta la Revolución, se infiltra en ella y la hace trabajar para sus propios intereses, de la misma forma en que supo consolidarse como un cacique local durante el Porfiriato. La imagen que nos da el texto es la de un patriarca capaz de adaptarse a todas las fuerzas de la modernización mexicana, de pactar con ellas y ponerlas a su servicio. Simultáneamente, nos deja entrever que la modernización real de México, lejos de ser un proceso realmente democrático, dispuesto a dar tierra y participación política al proletariado rural mexicano, fue el resultado de constantes alianzas con los poderes patriarcales locales, que siguieron explotando a este proletariado: así culminaron los genuinos intereses revolucionarios de figuras como Zapata, Villa o Lázaro Cárdenas.12 En términos generales, esto nos mostraría una vez más que no ha habido una oposición radical entre modernidad y paternalismo en América Latina. Por el contrario, esta modernidad se consolidó precisamente por sus alianzas con (y sus silencios frente a) figuras patriarcales y autoritarias. El Estado mexicano se construyó a partir de pactos entre figuras de modernidad (la democracia, los ímpetus revolucionarios, la industrialización, la urbanización, la reforma agraria, etc.) y diversas élites regionales, tanto rurales como urbanas, que eran las únicas capaces de imponer los cambios necesarios para realizar estos procesos. Pedro Páramo sería, por lo tanto, una alegoría sobre la unión secreta entre modernidad y paternalismo en México y en América Latina, sobre la forma en que los grandes procesos de modernización del continente fueron permisivos con diversos patriarcas, o tuvieron vínculos abiertos con ellos, para imponer determinadas condiciones económicas, políticas y sociales. Es también, por supuesto, la historia de la particular distribución de lo sensible 12

En mi opinión, sería posible leer en estos aspectos de la novela una crítica a todo el proceso posrevolucionario que culminaría en la constitución del Partido Revolucionario Institucional y en una hegemonía política absoluta durante más de 70 años. Rulfo, que publica la novela en 1955, sin duda reprocha a los dirigentes contemporáneos su traición radical a los ideales de la revolución. La imagen de un Pedro Páramo que coopta estos ideales puede leerse también como una crítica a la forma en que el Estado mexicano posterior se consolidó a partir de un uso estratégico de los ideales revolucionarios para culminar en un sistema elitista, unipartidista y poco democrático: lo que Mario Vargas Llosa llamó, alguna vez, una “dictadura perfecta”, encarnada en el poder absoluto del PRI.

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de esa alianza, de quienes son silenciados, literal y metafóricamente, al estar en medio de estos contradictorios pactos. En este sentido, Pedro Páramo, al igual que Vidas Secas, debe leerse como una crítica de la razón moderna, de sus vínculos velados pero inevitables con figuras patriarcales y autoritarias. Simultáneamente, debe verse como un ejercicio por hacer visibles las voces que fueron silenciadas por estos procesos históricos. Rulfo y Graciliano serían, por lo tanto, dos de los grandes epicentros de esta crítica a la modernidad desde la especificidad del mundo latinoamericano. Este aspecto crítico los vincula de manera profunda y amerita su estudio comparado. Ahora, sin embargo, debemos retomar otro elemento que vincula a ambos autores: sus similitudes retóricas y los contenidos políticos de las estructuras formales de sus novelas. Para continuar con nuestro análisis retórico-político de la novela, debemos recordar que el poder del padre es determinante para comprender la parquedad de la novela, el silencio, que es uno de sus estatutos retóricos fundamentales. Sin embargo, este poder, que funda la ley a partir de la violencia, los rumores y la palabra censurada, no da cuenta del otro elemento formal esencial para la novela que ya hemos mencionado: la fragmentación. Hemos visto cómo una de las características de una comunidad basada en principios paternalistas y autoritarios es la constante búsqueda por la unificación: el monopolio de la violencia y de las tierras, la ley unificada, la unidad del lenguaje y del relato histórico. Para producir la ficción mítica de su presencia, Pedro Páramo ejerce un permanente control sobre la palabra de sus hijos para que, en última instancia, todos los enunciados digan siempre lo mismo y produzcan una única distribución de lo sensible: todas las mujeres son del patriarca, todas las tierras son suyas, su palabra es la única ley. Esta es la norma en Comala: la única voz que habla realmente es la del patriarca; los demás hombres son infantes, solo emiten murmullos, palabras inaudibles que se pierden en la distancia. Es notorio, sin embargo, que la fragmentación de la novela pugna abiertamente con la tendencia a unificar todos los relatos históricos. La novela no solo no está unificada, sino que tiende a mostrar, a partir de sus fragmentos, la historia de Comala desde varios ángulos; allí podemos oír, desde la distancia, las voces silenciadas por el patriarca. Hasta ahora hemos seguido la forma en que el texto muestra una versión mítica del cacique (su conquista permanente de mujeres, su monopolio de las tierras, su capacidad de ser la ley y la única voz audible en el pueblo) para luego

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confrontarla con otros fragmentos que releen esta mitología a partir de otras versiones de los mismos hechos (por ejemplo, la voz del joven Pedro, que muestra una carencia originaria en el centro de sus conquistas femeninas y su acumulación de tierras). La fragmentación de la novela de Rulfo cuestiona la mitología del padre presente y el monopolio estatal tanto de la violencia como de los relatos históricos. A partir de los diversos fragmentos y las diferentes voces de la obra, las mitologías del patriarca se van derrumbando. La novela rulfiana repite una y otra vez los elementos históricos que se oponen a la consolidación del “padre terrible” y a la constitución de una ley única encarnada en una figura patriarcal. Habría en la novela al menos dos fragmentos que muestran de manera definitiva el derrumbamiento de la soberanía mítica de Pedro Páramo y que no tienen nada que ver con los poderes políticos más importantes del momento: Pedro Páramo no es perseguido por el Porfiriato y su poder no se tambalea a causa de las fuerzas revolucionarias. Como hemos señalado, la modernización de la nación mexicana no se opone al patriarcado de Pedro ni a la construcción de su mitología local. Serán los relatos relacionados con la vida íntima del cacique, con aspectos de su más profunda humanidad, los que vendrán a fracturar la posibilidad de concebirlo como un verdadero “padre presente” para dar paso al derrumbamiento de su mito. El primero de estos relatos tiene que ver con su único hijo reconocido, la figura que encarna su posible continuidad en el poder. En un episodio con una fuerte carga alegórica descubrimos que Miguel Páramo, quien sigue a su padre en su radical dominación del mundo femenino, ha ido a visitar a una mujer en un pueblo cercano y nunca regresa. Quien sí vuelve es su caballo, enloquecido, sin jinete. Miguel muere por la marcha sin control de su montura, lo cual tiene cierta coherencia figural dentro del texto, dado que el hijo del patriarca es la imagen viva de un deseo desbocado. Hay, sin embargo, un detalle en la narración que muestra la maestría irónica de Rulfo. Así relata el fantasma de Miguel el momento de su muerte: “Solo brinqué el lienzo de piedra que últimamente mandó poner mi padre. Hice que el Colorado lo brincara para no ir a dar ese rodeo tan largo que hay que hacer para encontrar el camino. Sé que lo brinqué, y después seguí corriendo; pero, como te digo, no había más que humo y humo y humo” (Rulfo, Páramo 23).

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La ironía de este pasaje proviene del hecho de que Pedro Páramo se consolida como soberano de Comala con dos actos fundacionales: el primero consiste en señalarle a Fulgor Sedano que la tierra no tiene divisiones ni “lienzos” (35): son los hombres con poder quienes señalan estas divisiones a su antojo. El segundo acto es, paradójicamente, el de imponer lienzos de piedra que señalan no solo los terrenos del patriarca, sino también, de forma simbólica, su capacidad de imponer por la fuerza una nueva ley capaz de crear un mundo. Los lienzos son los emblemas constitutivos de su autoridad, los significantes que constituyen la figura mítica de un soberano con un poder unificado, presente, sin excepciones ni fisuras, capaz de definir la ley. La realidad histórica, sin embargo, se encarga de mostrarle algo distinto: su hijo muere a causa de esos mismos lienzos, de los signos que encarnan su supuesta omnipotencia patriarcal sobre las circunstancias sociales y políticas del momento. El propio Pedro es incapaz de prever las consecuencias de su orden legal y no alcanza a entender las excepciones a su propia ley. El padre presente aspira a ser el centro de un monopolio sobre la violencia y la palabra en Comala. Uno de sus deseos fundamentales es crear la ficción unificada de su presencia, de tenerlo y poderlo todo. Sin embargo, la excepción siempre hace su aparición para fragmentar su relato, para mostrar la omnipresencia del padre como un mito que se derrumba en la historia. El propio Pedro Páramo parece entender esto cuando señala, respecto a la muerte de Miguel: “Estoy comenzando a pagar. Más vale empezar temprano, para terminar pronto” (61). La realidad histórica se encarga de fragmentar la ficción mítica del poder absoluto del padre. La muerte de Miguel Páramo, causada por los lienzos que el patriarca mismo impone en la tierra, es un ejemplo de lo que se escapa al poder unificado del cacique de Comala. La ley estatal, especialmente aquella encarnada en una única figura autoritaria, es ciega ante sus propios límites y ante las excepciones que quiebran su unidad. Hay, sin embargo, un segundo relato que fragmenta de forma más radical aún la narrativa unificada del poder del padre. Otra muerte vendrá a recordarle los límites reales e históricos de su mitología paternal: la de su segunda esposa, Susana San Juan.

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D. La mujer, la excepción y la Media Luna: Susana San Juan o la historia Una de las características de un Estado paternalista y autoritario es la constante búsqueda de unificación: el monopolio de la violencia, la ley unificada, la unidad del lenguaje y del relato histórico. Hemos visto además que, para producir la ficción mítica de su presencia, Pedro Páramo ejerce un permanente control sobre la palabra de sus hijos para que, en última instancia, todos los enunciados digan siempre lo mismo: todas las mujeres son del patriarca, todas las tierras son suyas, su palabra es la única ley. Esta es la norma estética de Comala, su fundamental “distribución de lo sensible”: la única voz que habla realmente es la del patriarca; los demás hombres solo emiten murmullos infantiles, palabras inaudibles que no deben entrar en la historia. De otro lado, la fragmentación de Pedro Páramo y su pluralidad de voces fantasmagóricas que pugnan por hacerse oír van en contra de esta unificación y debilitan la imagen del padre presente. En ocasiones, sin embargo, es la palabra misma, en su austeridad, la que se encarga de mostrar las grietas del poder. Hay signos que, aun en su austeridad, están fuera del poder unificador de Pedro Páramo: no hay un ejemplo más claro que la palabra incierta y ambigua de Susana San Juan. En el capítulo anterior buscábamos en Vidas Secas un espacio para la resistencia tanto a la modernización autoritaria como a las diversas figuras paternas que acaparan el poder en el texto. Encontramos esta posibilidad en algunas reflexiones del “menino mais velho” y, especialmente, en el lenguaje de Baleia. Para comprender esta posibilidad, recurrimos al concepto de Deleuze y Guattari de “literatura menor”, un tipo de escritura que, como el alemán desterritorializado de Franz Kafka, construye dentro de un lenguaje hegemónico un discurso periférico que está simultáneamente dentro y fuera del código del poder. En su extrañamiento, este discurso critica algunas de las herramientas retóricas y políticas que constituyen la autoridad hegemónica. El lenguaje mismo, en su heterogeneidad respecto a la norma, es una muestra de la imposibilidad de unificar todos los discursos de una comunidad. Esta lengua menor termina por fragmentar al mito unificado de un grupo hegemónico, de un Estado o de un padre.

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El lenguaje en manos de Susana San Juan es una magistral muestra de “literatura menor”, en el sentido de Deleuze y Guattari, de una palabra sometida a un proceso de extrañamiento que implica una serie de críticas políticas al poder. Este extrañamiento tiene varias fuentes. Se trata, en primer lugar, de una palabra femenina en un mundo marcado por el dominio masculino de un padre. Tal lenguaje, adicionalmente, se ha adentrado en lo que en el discurso el patriarca define como locura; es decir, algo que la “distribución de lo sensible” del patriarca considera un mero ruido, otra versión del silencio, dada su exterioridad absoluta frente a la lógica unificada que el padre aspira para sus hijos. La voz de Susana surge por primera vez en la novela diciendo estas palabras: “Estoy acostada en la misma cama donde murió mi madre hace ya muchos años; sobre el mismo colchón; bajo la misma cobija de lana negra con la cual nos envolvíamos las dos para dormir” (67). Un párrafo después, dice: “Estoy aquí, boca arriba, pensando en aquel tiempo para olvidar mi soledad. Porque no estoy acostada solo por un rato. Y ni en la cama de mi madre, sino dentro de un cajón negro como el que se usa para enterrar a los muertos. Porque estoy muerta” (67). Cada uno de estos enunciados divergentes fragmenta la narración y produce sentidos múltiples que se niegan a ser unificados. Quizás la primera afirmación sea simplemente el recuerdo de algo ocurrido hace tiempo. Sin embargo, es posible que sea también un enunciado verdadero en su figuralidad: si su madre está enterrada, entonces Susana está realmente en la misma cama que su madre, y ambas están envueltas en la cobija negra de la tierra. No podemos saber si el enunciado de Susana es un recuerdo o si es, dentro de su propia lógica, la representación de algo que realmente ocurre en el presente. María Luisa Bastos y Sylvia Molloy han escrito sobre la figura de Susana San Juan y sobre su exterioridad frente al poder en la narrativa de Rulfo. Señalan, para comenzar, que el discurso y la conducta de quien está inmerso en la locura: [...] se caracterizan por su aparente falta de disciplina: ha dejado de regirlos la norma que, en la conducta y el discurso cuerdo, constituye pauta de una actuación normal: adecuada a la convención. La ausencia de esta norma priva al discurso y a la conducta del alienado de toda claridad referencial: no se remite a un código porque cada manifestación funda, a partir del vacío, su propio código. (Bastos y Molloy 12)

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A partir de la supuesta locura de Susana (que nosotros definimos, más bien, como una exterioridad radical al discurso unificado del patriarca), Rulfo genera un “lenguaje menor” que excede al código lingüístico que le ha sido impuesto a Comala. Frente al discurso que repite una y otra vez la presencia unificada del padre, Susana produce un lenguaje cuyo sentido es siempre múltiple, ambiguo, imposible de unificar incluso para el patriarca. Los diálogos de Susana con las figuras patriarcales de la novela, especialmente con Bartolomé, su padre, y con el padre Rentería, son ejemplos de este lenguaje menor que se escapa al control y a la unificación. Curiosamente, en el texto Susana y Pedro nunca se hablan directamente; siempre hay algún emisario del cacique entre ambos, como si para él fuese necesario tener algún tipo de mediación que le dé tiempo a apropiarse de esas palabras que retan a su poder. El diálogo final de Susana con el padre Rentería, su extremaunción, es quizás la muestra más notable de la exterioridad de su lenguaje ante el régimen patriarcal de Comala y de cuán ilegible resulta para el lenguaje unificado de los diversos padres de la historia. El sacerdote espera sembrar en ella la imagen del terror ante el pecado y de la beatitud que le espera a quien se arrepiente de sus malos actos. Por ello le ordena que repita frases espantosas, que servirían para que ella rechace la vida que llevó: “Tengo la boca llena de tierra” (Rulfo, Páramo 99), “Trago saliva espumosa; mastico terrones plagados de gusanos que se me anudan en la garganta y raspan la pared del paladar. [...] La gelatina de los ojos se derrite. Los cabellos arden en una sola llamarada” (99). Susana, sin embargo, teje su propio relato en un lenguaje que reta esta hegemonía patriarcal. Sus palabras parten de las del sacerdote, pero también difieren levemente de ellas. Así, el texto nos permite saber que, entre murmullos, ella dice: “Tengo la boca llena de ti, de tu boca. Tus labios duros, apretados, duros como si mordieran oprimiendo mis labios” (99). Frente a la imagen apocalíptica del padre Rentería, que busca que Susana abdique de todos los elementos “pecaminosos” de su vida, ella produce palabras de un placer que no se entiende como pecado, sino como afirmación. En su lenguaje y en esta sensualidad, que se manifiesta incluso en el último momento de su vida, Susana se confirma como una figura que no puede ser incorporada por el poder paternal en la novela: como la fisura y la excepción central, tanto en la subjetividad del patriarca como en su proyecto de dominación política.

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En algún momento, la novela se refiere a Susana como “una mujer que no era de este mundo” (95). La lectura más simple de esta afirmación consistiría en aceptarla como una referencia a su belleza, al hecho de que es una mujer única. Debemos leerla también como la expresión de su absoluta otredad ante el patriarca, y que desnuda la fragilidad de su mitología: es una mujer que literalmente no pertenece al mundo del padre presente, una figura de excepción que rompe con el mito paterno, como lo confirman las siguientes palabras del texto respecto al padre Rentería: “Hubiera querido adivinar sus pensamientos y ver la batalla de aquel corazón por rechazar las imágenes que él estaba sembrando dentro de ella” (99). El sacerdote forma parte de un mundo de dominación que se complace en la incertidumbre del dominado. Sin embargo, el lenguaje impenetrable y menor de Susana la convierte en un verdadero enigma para los agentes del poder. Su carácter exterior al poder paterno también es visto con perplejidad por el propio Pedro Páramo: “Si al menos fuese dolor lo que sintiera ella, y no esos sueños sin sosiego, esos interminables y agotadores sueños, él podría buscarle algún consuelo. Así pensaba Pedro Páramo, fija la vista en Susana San Juan, siguiendo cada uno de sus movimientos” (88). Nuevamente vemos cómo la mitología de Pedro encuentra en Susana su fisura y su excepción. Susana produce una gran proliferación de signos que el patriarca no puede controlar y que muestran los límites de su poder. Algo inusual ocurre incluso en su muerte, cuando el pueblo reacciona de manera insospechada ante un evento que debería exigir luto y tristeza. Dorotea le comenta a Juan Preciado los eventos que siguen al deceso de Susana: Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría; pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Algunos creyeron que llamaban para la misa grande y empezaron a abrirse las puertas. [...] Pero el repique duró más de lo debido. Ya no sonaban sólo las campanas de la iglesia mayor, sino también las de la Sangre de Cristo, las de la Cruz Verde y tal vez las del Santuario. (101)

Sabemos luego que las campanas suenan por tres días, lo cual genera una nueva serie de eventos:

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Comenzó a llegar gente de otros rumbos atraída por el constante repique. De Contla venían como en peregrinación. Y aún de más lejos. Quien sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecinado de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta [...]. Las campanas dejaron de tocar; pero la fiesta siguió. No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más. (101-102)

Es a partir de estos sucesos que Pedro Páramo decide “cruzarse de brazos” al final de la novela y deja de prestarle su protección paternal al pueblo en señal de venganza. Detrás de la fiesta hay un malentendido, una serie de signos que no son comprendidos correctamente por la gente de Comala ni por el propio caudillo. Espinosa-Jácome aporta algunos datos que permiten una lectura más completa de lo sucedido: Cabe señalar que la exageración en el detalle de las campanadas no se halla muy lejana a la realidad. En el México anterior a 1968 [...], la provincia empezaba las fiestas conmemorativas del catolicismo a principios de diciembre (con las procesiones a la Virgen de Guadalupe), precisamente el ocho de diciembre, día de la concepción de María; a partir de entonces todo es celebración. [...] Así pues, el alargado sonar de campanas no es tan exagerado y tiene que ver con la época del año en que murió Susana. No obstante, Pedro Páramo se siente agredido por el pueblo de Comala y atribuye la celebración de sus fiestas a una irreverencia, a rebelión en su contra, a beneplácito por su propio sufrimiento. (87)

Esta observación es de interés no propiamente por la precisión filológica del hallazgo, sino porque muestra cómo Susana San Juan siempre provoca una cadena de signos cuya lectura es múltiple y se niega a la unificación. Su relato, incluso en estadio post mortem, es una prueba de la fragmentación que rompe con el mito del padre presente. Las campanas suenan simultáneamente por la muerte de Susana y por la celebración de la Inmaculada Concepción, que marca el inicio de un periodo festivo que culmina casi un mes después con el Día de Reyes (6 de enero). La reacción de Pedro Páramo es, en el fondo, su descontento al descubrir que los signos y la historia derrumban su mito de omnipresencia. El signo de las campanas tiene dos lecturas posibles y, quizás

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Retóricas del poder y nombres del padre

por tradición o por simple azar, el pueblo favorece una lectura que va en contra del deseo del patriarca: en lugar de optar por el luto, los habitantes de Comala eligen la celebración popular. Ni el plano simbólico de la palabra y los signos ni el real e histórico de la muerte se pliegan ante el poder mundanal de un único hombre. En esta breve escena, Pedro Páramo se enfrenta nuevamente con una realidad y un lenguaje que existen fuera de su mitología. Por último, cabe señalar que es a partir de esta serie de eventos que Pedro da cierre a su hegemonía patriarcal; gracias a este fracaso último ante la muerte y ante la sorprendente multiplicidad de los signos, elige “cruzarse de brazos” y permitir la llegada de la Revolución en pleno a Comala. Es a partir de este desengaño último, de esta historia íntima y privada, que Pedro abandona el espacio público y Comala se adentra en el vendaval de la Revolución. La muerte de Susana es el centro mismo del relato, el vacío fundamental que derrumba el mito del patriarca,y el comienzo de un proceso histórico de destrucción de una comunidad para consolidar el inicio de un nuevo orden histórico-político. Contra la distribución de lo sensible impuesta por el patriarca, la novela, en su fragmentación, nos permite oír de manera silenciosa las voces que han sido acalladas por este régimen estético-político y que, aun en su austeridad, son responsables de la caída final de su dictadura. Cerramos esta lectura con una última lectura retórico-política de Susana San Juan y su otredad absoluta, que fragmenta el mundo patriarcal que la rodea. Es bien sabido que Pedro Páramo fue un texto de múltiples indecisiones y revisiones por parte de Rulfo y que tuvo incluso varios títulos posibles. Juan Manuel Galaviz realiza, en su ensayo “De Los murmullos a Pedro Páramo”, un concienzudo seguimiento de las transformaciones sufridas por el texto a lo largo de los años. Si bien el título alternativo de Los murmullos es el más conocido y mencionado por la crítica, existe otro título posible para el texto que surge como todo un enigma: Una estrella junto a la luna (Galaviz 158). La imagen de la estrella que se acerca a la luna se repite varias veces en el episodio del encuentro entre Juan Preciado y una pareja incestuosa (Rulfo, Páramo 42-51). Allí, la narración está puntuada por enunciados como estos: “Después salió la estrella de la tarde, y más tarde la luna” (49), “Hasta que al fin logré torcer la cabeza y ver hacia allá, donde la estrella de la tarde se había juntado con la luna” (49), “Volví a ver la estrella junto a la luna” (50), “Un cielo negro, lleno de estrellas. Y junto a la luna la estrella más grande

Primera parte. La presencia del padre

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de todas” (51). La insistencia de esta imagen y el título desechado invitan al menos a una especulación. ¿Cómo podríamos leer el texto bajo ese título original? ¿Cuál habría sido el efecto de ese “paratexto”, por citar a Gérard Genette?13 O, al menos, ¿por qué se mantiene este motivo de manera tan marcada en el texto final? La luna ha sido, históricamente, una figura femenina, vinculada con la diosa Artemisa (hermana de Apolo, el sol) y, en la iconografía cristiana, con la Virgen María. La estrella de la tarde es en realidad el planeta Venus y, por lo tanto, se trata de una figura relativa al amor y al deseo erótico. La conjunción entre la luna y Venus parece construir la narrativa de un amor completo, la unión del deseo con la mujer amada. Sin embargo, la luna está también ligada a la locura, algo que se hace evidente en la palabra española lunático. Esto nos podría llevar a pensar en Susana San Juan como la figura representada metafóricamente por la luna (figura femenina y marcada por la locura) y a la estrella como la representación del deseo de Pedro, de esa fuerza incontenible que lo mueve a “tenerlo todo” y a convertirse en el patriarca de Comala. El texto mismo confirma esta analogía, ya que uno de los últimos recuerdos del patriarca, ya cercano a la muerte, es el siguiente: “Se me perdían los ojos mirándote. Los rayos de la luna filtrándose sobre tu cara. No me cansaba de ver esa aparición que eras tú. Suave, restregada de luna; tu boca abullonada, humedecida, irisada de estrellas; tu cuerpo transparentándose en el agua de la noche. Susana, Susana San Juan” (107). Si la luna representa a Susana, a lo femenino en conjunción con la locura, y la estrella (Venus), al deseo, en este caso del cacique, el texto parece mostrar que esa aparente conjunción de astros es siempre ilusoria y que el “omnipotente” deseo patriarcal siempre se encuentra con sus límites. Como señalábamos, la imagen aparece de manera persistente en el episodio de los hermanos incestuosos, donde el encuentro erótico entre lo masculino y lo femenino (entre la mujer anónima y su hermano Donis o, incluso, con Juan Preciado, quien yace con ella justo antes de morir) es abiertamente improductivo. Todo parece indicar que en Comala, en el mundo del “padre presente” y el “tótem patriarcal” que posee a todas las mujeres, estas uniones simplemente no alcanzan una plenitud erótica real y son infértiles a todo nivel. Con algunos de los 13

Cf. la introducción a su conocido texto Seuils.

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Retóricas del poder y nombres del padre

encuentros amorosos esenciales de la novela, como los de Pedro y Susana o los de la pareja incestuosa, ocurre lo mismo que con la conjunción entre la luna y la estrella de la tarde: parece que consolidan una unidad, pero en realidad están infinitamente distantes. El deseo de Pedro lo ha movido a convertirse en el dueño de todo un pueblo, a transformarse en una suerte de divinidad terrenal, y, aun así, nada podrá salvar la distancia que existe entre él y la lunar Susana. Hemos seguido una serie de alusiones a la luna en la novela y, sin embargo, deberíamos agregar un último significante a esta cadena. Se trata precisamente de la Media Luna, el nombre de la hacienda de Pedro, que, según Abundio, es “toda la tierra que se puede abarcar con la mirada” (10). A partir de su proyecto autoritario, el cacique convierte una humilde hacienda llena de deudas en una tierra sin límites, en la totalidad de la tierra comalense. Este espacio es, en apariencia, el símbolo de un control absoluto sobre un terreno y quienes lo habitan y, a su vez, de una subjetividad plena y sin vacíos: de un padre presente. Sin embargo, Pedro no tiene un poder completo sobre el lenguaje, que, incluso en su austeridad, deja ver las fisuras de su proyecto. La tierra que hereda mantiene el nombre de Media Luna; allí, el lenguaje mismo habla con elocuencia de un espacio incompleto, constituido a medias, capaz de misteriosas ausencias. Es también un nombre que alude secretamente a Susana como una figura lunar que excede su control unificado. Como padre, puede acumular tierras y dinero, puede hacer que el Porfiriato y la Revolución trabajen para él tanto como los abogados y los sacerdotes de Comala. Aun así, habrá elementos que seguirán fuera de sus dominios, como el nombre de su hacienda, símbolo lunar que permanece siempre incompleto, que nunca alcanza una mítica unidad absoluta; como la mujer que amaba, perdida en la enfermedad (o la lucidez) de la luna; o como los signos, también lunares e impredecibles, que solo se pliegan a medias ante la figura mítica del padre presente. La batalla retórica entre mito e historia, y entre la austeridad forzosa de la palabra y la fragmentación que multiplica sus sentidos, muestra la imposibilidad de unificar el lenguaje bajo el poder mítico del patriarca. A fin de cuentas, y por más grande que sea el esfuerzo del cacique por construir la ficción de su presencia, el resultado histórico de sus acciones siempre queda inacabado, fracturado, a medias, como el nombre de su hacienda y como su posesión, siempre inconclusa, de una mujer que encarna la historia y que no era de su mito, de su mundo.

SEGUNDA PARTE EL PADRE AUSENTE

1. LA AUSENCIA DEL PADRE Y LA FORMA BARROCA

En esta segunda parte nos ocuparemos del padre ausente y de su relación con dos textos que se caracterizan por retóricas y estilos de una gran complejidad. Comenzaremos con dos preguntas específicas: primero, ¿qué ocurre cuando el padre se ausenta y su presencia deja de ser la garantía del orden epistemológico y político de un mundo? Y después, ¿qué relación podría tener esta ausencia con la forma barroca, con la proliferación, el ornamento y el artificio como estrategias formales de un texto literario? Después de leer Vidas Secas y Pedro Páramo, con sus figuras paternas que aspiran al control absoluto de sus mundos, sería lógico pensar que la ausencia del padre implica una cierta liberación para quienes hemos definido como sus hijos, los infantes de cada texto. Esto es cierto, pero no ofrece una imagen completa de lo que ocurre cuando el centro (siempre imperfecto) de un universo desaparece. El psicoanálisis es nuevamente una herramienta fundamental para entender lo que ocurre cuando el padre se ausenta. Ya vimos en el capítulo destinado a Pedro Páramo que, para Freud, uno de los elementos que caracteriza a la relación del hijo con la figura paterna es una ambivalencia de sentimientos que combina la admiración con el recelo, el temor e incluso el odio. Su hipótesis en Tótem y tabú respecto a la relación analógica entre el tótem y el padre surge precisamente de esta ambivalencia: El psicoanálisis nos ha revelado que el animal totémico es, en realidad, una sustitución del padre, hecho con que se armoniza la contradicción de que, estando prohibida su muerte en época normal, se celebre como una fiesta su sacrificio, y que después de matarlo se lamente y llore su muerte. La actitud afectiva ambivalente, que aún hoy en día caracteriza el complejo paterno en nuestros niños, y perdura muchas veces en la vida adulta, se extendería, pues,

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Retóricas del poder y nombres del padre

también, al animal totémico, considerado como sustitución del padre. (Freud, Tótem 166)

Esta ambivalencia justifica la sensación de júbilo que acompaña al asesinato del “padre terrible” (y, luego, del tótem que lo representa), pero también permite entrever cómo, después de esta alegría inicial, los sentimientos de admiración ante su figura regresan para dar lugar al duelo. La aparición de la ley en este mundo, el surgimiento simultáneo del respeto al tótem y del tabú del incesto (la obediencia retrospectiva a la ley paterna y el respeto por todas las mujeres que “le pertenecían”) proviene precisamente de los sentimientos de culpa ante al padre que ha muerto. Se produce entonces una paradoja que será de la mayor importancia para los análisis que siguen, expresada así por Joël Dor: Todas estas indicaciones nos pondrán en la senda de una deuda alimentada respecto del tirano, deuda inscrita para siempre y que nada podrá borrar por completo, salvo quizás, como lo formula Freud, honrándolo desde ahora simbólicamente y ello al precio de una interdicción a la que se consagrará el culto de una “obediencia retrospectiva”. Ahora bien, precisamente en relación con esta deuda retrospectiva el padre muerto adquiere “un poder mucho mayor del que había poseído en vida”. Mucho mayor poder como lo atestigua la continuación del mito, por lo mismo que es el padre muerto el que impone retrospectivamente la institución de la interdicción del incesto. (32-33)

Dor delinea aquí lo que el psicoanálisis lacaniano denomina el orden simbólico, y que consiste en un sistema de normas que empieza a operar precisamente con la ausencia del padre. Este sistema funciona, no por la fuerza directa de una figura como el “padre terrible”, sino a través del poder indirecto del lenguaje. Según Bruce Fink: “(...) the symbolic creates “reality”, reality as that which is named by language and can thus be thought and talked about. The “social construction of reality” implies a world that can be designated by a social group (or subgroup’s) language” (25). Con la muerte del padre terrible, sus hijos, movidos por la culpa, generan una ley cultural que, al actuar de forma simbólica, tiene un poder mayor aún que la presencia del padre. Tales hijos se encuentran inmersos en una nueva norma, un lenguaje que los determina por completo, como también señala Fink: “When Lacan says that the

Segunda parte. El padre ausente

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subject’s being is eclipsed by language, (...) it is in part because the subject is completely submerged by language, his or her only trace being a place-marker or place-holder in the symbolic order” (52). En la historia narrada por Freud, la ausencia del padre da paso a una gran celebración de libertad. Sin embargo, debido a la ambivalencia de los sentimientos de los hijos, el padre vuelve una y otra vez por sus fueros como lenguaje y como ley simbólica. Los sentimientos de admiración por su antiguo poder, combinados con la culpa ante el acto cometido, llevan del júbilo al dolor, y a una deuda retrospectiva ante el padre ausente. Esta deuda da paso a una reparación simbólica que se convierte en la ley misma de una comunidad; en Tótem y tabú, por ejemplo, consiste en una estricta norma del incesto, según la cual todas las mujeres estarán prohibidas para los hombres de un grupo humano. La muerte del padre marca su retorno simbólico, su aparición como una ley y un espectro que adquiere “un poder mayor del que había poseído en vida”. Así, la ausencia paterna, lejos de implicar la desaparición del padre, implica su inesperado y obsesivo regreso: su nombre se convierte en una norma poderosa, ligada a una serie de rituales, costumbres y signos que lo rememoran y que serán esenciales para que todo individuo se transforme en un miembro de su comunidad. La ausencia paterna culmina, por lo tanto, con la creación de un lenguaje que envuelve, determina, y construye al sujeto junto con su realidad. Veremos cómo esta ley del padre ausente actúa en las novelas que analizaremos a continuación, dando forma a la subjetividad de sus protagonistas, para convertirlos en verdaderos miembros de sus comunidades y sus grupos sociales. Este proceso de subjetivación, que pasa necesariamente por una ley simbólica, y que está ligada al padre ausente, será central para los análisis que siguen. Es importante recalcar, en todo caso, que el psicoanálisis señala que este regreso simbólico del padre no es, en ningún sentido, el regreso de su presencia: es la creación de una ley y un lenguaje que lo reemplazan en su ausencia. La irrupción de la ley en una familia (o en un proyecto político más amplio) no depende de la corporalidad del padre ni de su figura humana. De hecho, todo padre debe morir (es decir, mostrar su condición humana y limitada, abandonar la idea de que siempre puede estar presente y de que tiene un control absoluto sobre el mundo de sus hijos) para alcanzar su condición simbólica de ley, y para que su hijo pueda adentrarse realmente, como sujeto

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autónomo, en su mundo social. Citamos una vez más a Dor: “En otros términos, el hombre que tenía a todas las mujeres no adviene jamás como padre sino desde el momento en que está muerto en cuanto hombre” (37). Vale la pena recordar esto, porque en muchos casos de la historia latinoamericana, los padres políticos se han ensañado en hacer que la sociabilidad misma de sus mundos dependa literalmente de su presencia. Tal proyecto encuentra su inevitable conclusión en el momento de la muerte del patriarca; solo entonces es posible saber si su labor produjo una ley, una cultura y un lenguaje, o si era simplemente una imposición autoritaria que no tendrá continuidad histórica. Podríamos resumir esta idea de la siguiente forma: todo padre debe aceptar su propia mortalidad, sus límites propiamente humanos, para dar paso a una verdadera ley. Solo con la ausencia del padre es posible ver su regreso simbólico como una legalidad que excede los límites de su presencia corporal. En los análisis que siguen, nos ocuparemos precisamente de este padre simbólico, cuya ausencia abre el camino para la irrupción de una nueva ley, profundamente ligada con el lenguaje, que se manifiesta una y otra vez en las novelas, tanto en sus contenidos como en sus estrategias retóricas. El problema de la presencia del padre ha sido una paradoja constante en este texto. Hemos visto cómo toda “omnipresencia” es un proyecto fallido. Ahora vemos el anverso de este tapiz patriarcal: la ausencia paterna es también un fenómeno ambivalente. Al estar ausente el padre se hace sentir ya no como una presencia física, sino como un vacío elocuente, el signo de una carencia esencial que debe resolverse a toda costa. Las palabras vendrán grávidas con su imagen y con el deseo por recuperar el mundo ordenado en torno a su figura. Se convertirá en una ley simbólica para sus hijos, que, aún en su ausencia, tendrán que reparar su deuda con una interminable obediencia retrospectiva. El objetivo final de esta obediencia ante el padre ausente es volver a darle orden a un universo (familiar, social) que, al perder su centro, entra en una profunda crisis. Esta ambivalencia de sentimientos ante el padre, y el regreso constante a la ley generada por el vacío de su ausencia, definirán la lectura retórico-política de los textos que estudiaremos a continuación. En Grande Sertão: Veredas, de João Guimarães Rosa, y en Paradiso, de José Lezama Lima, veremos cómo el padre, precisamente en su ausencia, retorna una y otra vez para convertirse en la ley de cada texto. Su mandato surge no solo en términos políticos, sino

Segunda parte. El padre ausente

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también en relación con el lenguaje, con la manera en que ambas novelas y sus personajes se ciñen rigurosamente a un régimen retórico-político de la expresión. Esta ley sobre la palabra guarda una estrecha relación con el padre ausente: es, como veremos, su ley, una manifestación simbólica del duelo ante su desaparición y de la incertidumbre ante el vacío que ha dejado. El carácter barroco de ambos textos proviene de un universo que ha perdido su centro, su anclaje epistemológico y político, y busca una figura que pueda suplir tal espacio. El resultado, sin embargo, no será la restauración del orden; por el contrario, será una proliferación de nuevos centros, de nuevas figuras paternas que nunca se consolidan por completo. La duda ante un cosmos descentrado será el elemento definitivo que afianza las formas y las temáticas proliferantes de ambas novelas. Sin embargo, cabe preguntarse si es posible generar relaciones históricas y teóricas entre la ausencia de centros y de padres y la forma barroca. En el siguiente apartado veremos algunas teorías que vinculan al estilo proliferante del barroco con figuras paternas ausentes y con universos que han perdido sus centros. A. Las teorías del Barroco y los modelos cósmicos y políticos descentrados Hasta ahora, hemos planteado la posibilidad de relacionar al padre ausente con la forma barroca como una herramienta de análisis para las novelas que siguen. Esta relación puede sustentarse a partir de algunas teorías contemporáneas sobre el arte barroco que reflexionan, con sorprendente regularidad, sobre universos que al perder sus diferentes centros (literales y metafóricos, cósmicos y retórico-políticos) reaccionan produciendo un inesperado despliegue formal. Para comenzar, debemos señalar que nos centraremos en el pensamiento del siglo xx en torno a este periodo histórico. Fue en este momento en que se emprendió una franca recuperación del Barroco, una corriente estética que brilló entre los siglos xvi y xvii y que después se sumió en un largo silencio, entre otras cosas por la censura que el Neoclasicismo hizo de sus excesos formales. La recuperación contemporánea del Barroco, en todas sus expresiones, convirtió a este estilo histórico en uno de los orígenes conceptuales del mundo moderno, de su arte y de su manera de experimentar el mundo.

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Arnold Hauser, un sociólogo del arte que dedicó una parte importante de su obra al manierismo (el periodo de transición entre el Renacimiento y el Barroco), lanzó varias hipótesis en torno a los orígenes de las formas artísticas complejas y proliferantes que surgieron en los siglos xvi y xvii luego de la mesura clásica del arte renacentista. Señala, en primera instancia: Ya no bastan la belleza y el rigor formales del arte clásico, y, frente a las contradicciones que determinan el sentimiento vital de la nueva generación, el equilibrio, orden y serenidad del Renacimiento aparecen como algo banal, por no decir falso. La armonía aparece como algo sin interés, internamente vacío, la univocidad como una simplificación, la adecuación absoluta a las reglas, como una traición a sí mismo. (Hauser 34)

Este comentario culmina con una observación adicional: “A esta generación tiene que haberle pasado algo inconmensurable que la sacudió en sus mismos fundamentos y que le hizo dudar de sus más altos valores” (34). Hauser presenta diversas hipótesis sobre este evento catastrófico que habría transformado por completo la historia de las formas artísticas. Uno de los caminos de investigación que elige, y que, como veremos, surge con frecuencia en la indagación sobre el Barroco, es el discurso cosmológico de la época. Para Hauser, uno de los elementos centrales de la concepción renacentista del cosmos es la producción de modelos astronómicos con centros estables, capaces de garantizar el orden y la simetría de las diferentes partes de la máquina del mundo. Tal concepción, basada en ideas de armonía, centralización y unidad, da sustento a una imagen estable del universo físico y también, por un sistema de analogías, del mundo histórico y político de la época: Desde todos los puntos de vista imaginables, desde el punto de vista teológico, filosófico y astronómico, así como desde el punto de vista económico y político, la imagen del mundo propia del Renacimiento constituía un sistema de esferas concéntricas que giraban en torno a un centro fijo e inmutable. Se pensaba el universo organizado según la misma idea jerárquica que había determinado la sociedad feudal. Así como la pirámide del sistema feudal había tenido su centro en la persona del emperador, así, también el universo tenía su centro en el trono de Dios. Esta estructura se repetía en todas las construcciones racionales, bien fueran divinas, humanas o naturales. (71)

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Hauser señala que, en consonancia con esta imagen del universo, las formas artísticas tenían también centros definidos: “También la perspectiva central de la pintura renacentista era solo una de estas construcciones formales organizadas unitariamente y orientadas hacia un solo centro” (71). Habría, así, múltiples puntos de contacto entre los discursos epistemológicos, políticos y artísticos de la época. Tal sistema estaba fundado en la idea de un centro estable que provendría, en primer lugar, de la estabilidad conceptual de Dios como creador del mundo.1 A partir de la centralidad de este padre universal, se generaron sistemas epistermológicos y políticos que situaban al hombre en una posición privilegiada y estable: “El trono de Dios constituía el centro de las esferas celestes; la Tierra, a su vez, era el centro del mundo material; y —como correspondencia antropológica a esta imagen del mundo— el hombre mismo aparecía como un microcosmos concluso en sí, en cuyo torno giraba la creación, de igual manera a como los cuerpos celestes giraban en torno a la Tierra” (71). El apacible universo renacentista dependía, por lo tanto, de una serie de centros paternales fijos: la centralidad conceptual de Dios como artífice del mundo, de la Tierra en el universo y del hombre en la creación. El evento catastrófico que Hauser señalaba es precisamente la caída de estos sistemas epistemológicos y de sus centros. Uno de los momentos clave en el paso del Renacimiento al Barroco es la revolución copernicana y el descubrimiento de que la Tierra no era el centro del universo, hecho que transformó por completo la imagen conceptual del mundo y el papel del hombre en la creación. El universo copernicano sería el ejemplo inicial de un cosmos que, con la pérdida de un centro que antes era indudable, marca la transición del Renacimiento al Barroco y de la armonía a la proliferación: “Cuando Copérnico desplazó a la Tierra del centro del cosmos a la periferia del mismo, despojó también al hombre de la conciencia de su posición central en el mundo de las criaturas: de señor de la creación, se convirtió

1

A partir de Derrida y de Schmitt ya habíamos señalado que este modelo epistemológico y político moderno, que aspira a un dominio conceptual del hombre sobre el universo, implica, indirectamente, la centralidad de una presencia paterna: Dios. Este sería un nuevo ejemplo de la importancia histórica de la figura de Dios como padre y centro del mundo moderno. Cf. pp. 53-69 de este texto.

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en un pobre vagabundo sobre la superficie de un planeta” (72). Dado que esta concepción del mundo se expandía a otras ramas, el descubrimiento de Copérnico tuvo resonancias que trastornaron por completo el orden epistemológico renacentista. El resultado fue un cambio radical en la manera de articular los discursos que regían al mundo: A la vez, hizo desaparecer la antigua jerarquía social, teológica y científica, establecida entre las distintas partes de la creación. El cielo y la Tierra, el Sol y las estrellas, la Luna y el mundo sublunar constituían ahora un universo esencialmente igual, aunque distinguible en distintos sistemas solares. La idea de la similitud y del valor igual de todas las cosas comienza a anunciarse, y prepara la concepción relativista del mundo. Al quedar desplazado el hombre, junto con la Tierra, del centro del universo a su periferia, no solo quedó destruida la imagen geocéntrica del mundo, sino también la antropocéntrica. (72)

La aparición de esta nueva imagen del mundo implica, por lo tanto, la caída de los centros que le daban cohesión y estabilidad al mundo renacentista. El universo barroco, marcado por la fragmentación, el relativismo y la dificultad de articular sus discursos epistemológicos y políticos, tendrá que construir nuevas visiones de mundo sin la estabilidad absoluta (o la presencia, como la hemos definido en este texto) de sus centros espistemológicos y políticos. Por ello, según Hauser, su característica central será la duda: “Comienza a derrumbarse la fe en reglas absolutas. No se trata de una duda frente a determinados valores específicos, separables del resto de la vida, sino de una duda general, una duda en la validez de los valores, en verdades absolutas, en normas éticas incondicionadas, en máximas abstractas del obrar” (76). Aquí Hauser usa como emblema del pensamiento barroco a Montaigne y a sus ensayos, pero su texto permite entrever que tal duda vendrá a marcar al universo barroco de los siglos xvi y xvii de manera radical, algo que se ve en sus grandes textos y autores: la epistemología barroca de Descartes, cuyo Discurso del método (1637) depende de la idea de la duda metódica, resuena con textos como Don Quijote (1605 y 1615) y Hamlet (escrito entre 1599-1601), en los que la incertidumbre del hombre frente al universo (y a su propia existencia) es un tema de la mayor importancia. Con estos textos el universo renacentista llega a su cierre, mientras que el mundo barroco, carente de centros absolutos, lleno de una proliferación de padres fantasmagóricos, genios

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malignos y hechiceros que engañan al hombre, da inicio a un nuevo tipo de experiencia humana. Ahora bien, en términos históricos, ¿cuál fue la respuesta artística a este universo desarticulado y descentrado? ¿Cómo respondió el arte a un mundo donde los padres están ausentes o han abandonado su habitual centralidad? Fundamentalmente, con el surgimiento de formas que copiaban la incertidumbre del hombre ante su circunstancia histórica, política y epistemológica. La modernidad de esta producción artística proviene de su duda esencial, de la imagen de una humanidad que, a la deriva, busca producir sentido en el cosmos desarticulado e incierto que le ha tocado en suerte. En otras palabras, el Barroco es una de las respuestas estéticas y formales a un universo que ha perdido sus centros religiosos, epistemológicos y políticos. En el despliegue formal típico del Barroco, las formas proliferantes tratan de producir sentido o, en última instancia, de encubrir la duda irresoluble del ser humano ante su noche oscura, carente de centros estables y absolutos. Esta hipótesis nos permite aclarar los vínculos que existen entre la proliferación barroca y los universos que han perdido sus centros y sus padres. Sin embargo, si retomamos a Freud y su definición de la figura paterna, recordaremos que una de sus características es la capacidad de regresar para convertirse en ley. La imagen del universo barroco que hemos reflejado, suspendida por ahora en la duda, está incompleta en la medida en que muestra la ausencia del centro paterno, pero no muestra su regreso simbólico. Nos resta describir cómo lo barroco surge no solo a partir de la pérdida del padre, sino también de su permanente regreso como lenguaje y como ley simbólica. En los siglos xvi y xvii, la pérdida de los diversos centros paternales no culminó simplemente en un duelo que daría paso a una nueva vida “sin padres”; por el contrario, los problemas epistemológicos y políticos del momento dan testimonio de un incansable deseo por recuperar a las diversas figuras de poder que solían garantizar la estabilidad del mundo. Para contrarrestar la incertidumbre de un mundo sin centros, el Barroco europeo (y, particularmente, el ibérico) emprendió una poderosa campaña de reconstrucción de los ámbitos políticos, religiosos y culturales. Werner Weisbach, en El Barroco, arte de la Contrarreforma, define el arte de este periodo por su relación con la Iglesia católica y su deseo por recuperar el lugar preponderante que había ocupado en Europa durante la Edad Media. Si bien la de

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Weisbach es una propuesta polémica (pues deja de lado al arte producido en los países protestantes), se adecua particularmente bien a la plástica y la literatura de Italia y España, donde la producción estética estaba vinculada con el proyecto contrarreformista. En estos países, el arte se convirtió en una herramienta para volver a estructurar el universo en torno a la imagen de Dios como centro indudable del cosmos. En otras palabras, el arte español e italiano del momento se caracterizó por su deseo de recuperar el lugar privilegiado y central de Dios y la Iglesia en el mundo: Si la Iglesia movilizó al arte para sus fines propios, la Contrarreforma hubo de intervenir también en el terreno estético. El arte fue utilizado para propagar en sus imágenes las ideas religiosas revitalizadas y concebidas según el nuevo espíritu y para transmitir sentimientos y estados de ánimo a las masas devotas. [...] Frente a la fobia del protestantismo por las imágenes, en todos los tratados artísticos y teológicos se diserta sobre la relación entre el catolicismo y la plástica y se defiende enérgicamente la importancia que el arte tiene para el servicio divino. (Weisbach 58)

El arte se convierte en uno de los medios de reconstituir la centralidad de Dios y de la Iglesia en el mundo. Este movimiento también se da en el ámbito político, en el que la centralidad del soberano fue defendida a partir de estructuras ideológicas y artísticas que propugnaban el regreso de un gobernante estable y fuerte. Así lo señala José Antonio Maravall en su descripción de algunas de las tensiones políticas y culturales de la sociedad española del siglo xvii: Para responder a todo este múltiple y complejo hervor de disconformidad y protesta [...], la monarquía absoluta se vio colocada ante dos posibilidades: fortalecer los medios físicos de represión y procurarse medios de penetración en las conciencias y de control psicológico que, favoreciendo el proceso de integración y combatiendo los disentimientos y violencias, le asegurasen su superioridad sobre el conjunto. Sin duda, el sistema militar de ciudadelas bien artilladas, capaces de reducir una sublevación en el interior de los núcleos urbanos, es una manifestación de la cultura barroca [...]. Pero lo es también todo ese conjunto de resortes ideológicos, artísticos, sociales, que se cultivaron especialmente para mantener psicológicamente debajo de la autoridad tantas voluntades de las que se temía que hubieran podido ser llevadas a situarse en frente de aquella. (112)

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En el siglo xvii, la centralización del universo en torno a grandes figuras de poder entró en crisis. Aun así, las figuras paternas regresaron una y otra vez, buscando reconstruir su centralidad conceptual, epistemológica y política y dar orden a un mundo en crisis. En el mundo característicamente barroco de la España del siglo xvii, por ejemplo, el padre político retorna con dos de sus herramientas fundamentales: por un lado, la violencia monopolizada por el Estado (ejemplificada por la ciudadela diseñada para el control de la población) y, por el otro, a través de dispositivos simbólicos que reafirmaban la centralidad de diversos padres políticos y religiosos. Maravall menciona cómo la monarquía supo utilizar tanto a burócratas y soldados como a “[...] su grupo, no menos eficaz, de poetas, dramaturgos, pintores” (113) para dar una expresión estética a su proyecto político. Esto no quiere decir que los artistas barrocos fueran simples títeres del poder patriarcal de la época. Quienquiera que haya leído el Quijote sabe que allí hay grandes dudas en torno a lo que el poder terrenal puede alcanzar frente a un cosmos incierto y esencialmente ambiguo. Lo que sí debemos señalar es que, en los grandes monumentos del arte barroco, las figuras de poder paternal siguen buscando su regreso para tratar de reconstituir, de manera quizás artificial o parcial, la estabilidad perdida del cosmos. Esta sería una nueva muestra de la persistencia de la figura paterna en las estructuras tanto políticas como conceptuales de la moderna historia occidental y en la historia colonial americana, ligada indisolublemente al periodo de la Contrarreforma. Un ejemplo de esta dialéctica barroca de la presencia y la ausencia del padre, y de su proliferación formal vinculada precisamente con esta figura, surge en Las meninas de Velázquez, una de las obras maestras de la plástica del siglo xvii. Allí, la figura paterna se consolida como ley temática y formal precisamente por su carácter espectral y ausente. En el cuadro, Felipe IV y su esposa no son más que un reflejo borroso en un espejo, una ausencia fantasmal que, a pesar de todo, sigue siendo el centro estructural de la representación pictórica. En su conocido ensayo sobre el cuadro, Michel Foucault señala esta dualidad entre presencia y ausencia del padre que caracteriza a los universos artísticos barrocos. En primer lugar, dentro del cuadro los reyes son “[...] la más pálida, la más irreal, la más comprometida de todas las imágenes: un movimiento, un poco de luz bastaría para hacerlos desvanecerse”

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(Foucault, Palabras 23). Esta ausencia inminente, sin embargo, sigue siendo de la mayor importancia para la construcción de la pintura: Este centro es, en la anécdota, simbólicamente soberano, ya que está ocupado por el rey Felipe IV y su esposa. Pero, sobre todo, lo es por la triple función que ocupa en relación con el cuadro. En él vienen a superponerse con toda exactitud la mirada del modelo en el momento en que se pinta, la del espectador que contempla la escena y la del pintor en el momento en que compone su cuadro (no el representado, sino el que está delante de nosotros y del cual hablamos). (23)

Por su oscilación entre ausencia y presencia, el soberano es el elemento que organiza el sentido mismo de la obra. Su lugar céntrico prefigura, por partida triple, las miradas que vendrán a estructurar la pintura. Primero, el espejo indica un espacio exterior a la representación y señala la presencia del rey como modelo original y centro de toda la actividad representada. Por otro lado, esa exterioridad tuvo que ser ocupada en algún momento por el pintor, que, desde este punto, produjo la representación que estamos viendo. Por último, allí también estamos nosotros mismos, los espectadores, que, en el acto de “leer” la obra y desentrañar sus ausencias y reflejos, le otorgamos posibles sentidos. Ese centro fantasmal, el reflejo frágil que apenas se distingue en el claroscuro, es el espacio simbólico de la ley en la pintura y la representación visual de cómo una ausencia puede organizar formalmente todo un universo. El carácter barroco de esta obra (y de las que veremos a continuación) depende no simplemente de un mundo de centros ausentes y borrosos, sino también de una cierta ley que incita a la reconstitución de estos centros, así sea de manera artificiosa, ambigua o incierta. La duda barroca que nos interesa oscila entre el descubrimiento de una orfandad histórica y cósmica y el insistente llamado a reconstruir, incluso con ironía, los centros y los padres perdidos: esa oscilación es precisamente su característica formal esencial. La proliferación barroca y la torsión extrema de sus formas y sus significantes copian esta compleja y oscilante ley que surge de una ausencia central. Hasta este punto hemos visto teorías que se aplican específicamente al Barroco europeo, particularmente el español, del siglo xvii. Esta revisión histórica nos ofrece un marco de referencia para pensar lo que ocurre para el caso específico de América Latina. Tendremos que realizar ahora un salto

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para pensar en el traslado del mundo barroco y de su vocabulario históricocrítico al mundo americano y en por qué en pleno siglo xx una parte esencial del arte moderno americano se identifica con el Barroco. Debemos preguntarnos cómo se da esa migración conceptual desde las cortes europeas hasta las tierras americanas tres siglos después. B. El Barroco como expresión americana I: razones estéticas e históricas para una apropiación americana del Barroco Si queremos preguntarnos por la apropiación latinoamericana del concepto de Barroco, debemos recordar que la colonización del continente surge en relación directa con el Siglo de Oro ibérico. El arte que se da en sus primeros siglos coloniales fue influenciado por las corrientes culturales, profundamente barrocas, de las metrópolis. Por ello, algunas de las figuras americanas de la época son consideradas no solo como herederas en buena ley del arte barroco, sino también como unas de sus más dignas representantes. Nombres como sor Juana Inés de la Cruz, Carlos de Sigüenza y Góngora y Gregório de Mattos, en la literatura, o el Aleijadinho y el indio Kondori, en las artes plásticas, representan una producción barroca cuyo valor universal ya no se cuestiona. Esto permite pensar en una continuidad histórica entre el Barroco ibérico y el Barroco americano. Aun así, es curioso que sea en el siglo xx, en un momento en el cual era mucho más razonable alinear el arte americano con el concepto europeo de las vanguardias, se opte por una forma estética que, en principio, parece pertenecer no solo al pasado, sino también a un pasado colonial. Es necesario preguntarse por qué se produce este alineamiento estratégico con el Barroco para retomar cierto tipo de arte europeo y redefinirlo como propiamente “americano”. Debemos pensar también, obviamente, en la relación del Barroco latinoamericano con la figura del padre. Ya hemos visto cómo en el siglo xx hubo una recuperación crítica del Barroco a partir de autores como Hauser y Weisbach, entre otros. Algunas de las figuras emblemáticas de la apropiación americana del Barroco, como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, Octavio Paz o Afrânio Coutinho, conocían bien estas teorías. En los ensayos latinoamericanos sobre el Barroco hay citas permanentes a estos críticos europeos y un gran entusiasmo ante la

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recuperación contemporánea de este estilo histórico, que, adicionalmente, podía vincularse en términos históricos con la producción cultural de América Latina. Para los autores americanos, uno de los problemas fundamentales consistía en articular su expresión artística con una genealogía que explicase el origen de la cultura del continente, y le diese alguna legitimidad ante el observador occidental, sin convertirlo en una “mera copia” de las corrientes estéticas europeas. Dado que el mundo indígena fue prácticamente arrasado y sus manifestaciones artísticas eran consideradas inferiores o ya no se podían recuperar como origen real de la producción cultural americana, los pensadores del continente comenzaron a buscar alternativas para legitimar el proyecto de una estética propia. En determinado momento, el Barroco se convierte en un camino viable para articular al arte del continente con una corriente occidental canónica y, paradójicamente, para darle una cierta autonomía, un valor propio que podría mantener a raya la acusación de ser una pura imitación del arte europeo. Esta notable paradoja, la necesidad de insertarse en una tradición colonial para poder ganar independencia con respecto a esa misma tradición, ya señala el carácter barroco de una parte fundamental de la experiencia estética moderna latinoamericana. Al igual que en el siglo xvii español, América Latina tuvo que enfrentarse a lo largo del xx con la necesidad de articular sus diferentes órdenes políticos, culturales y religiosos con el fin de producir una identidad sólida para sus inestables naciones. Luego de un siglo de diversos tipos de independencia, las naciones del continente aún carecían de cohesión social, de solidez económica y de verdadera estabilidad política: al igual que en el Barroco europeo, estas naciones se enfrentaban a un universo fragmentado y sin centros fijos. Desde finales del siglo xix, y a lo largo de buena parte del xx, la consigna fue no solo encontrar estabilidad política, sino también construir estructuras culturales que pudiesen fundamentar simbólicamente a las naciones americanas. El estilo barroco jugó un papel esencial en este proceso, y, al igual que el Barroco ibérico, fue utilizado por diversos intelectuales para constituir una identidad nacional e incluso continental. Los autores que optaron por el Barroco como corriente estratégicamente útil para definir la cultura americana siguieron de cerca a la crítica europea del siglo xx en su revaloración de este periodo estético. Es notable, sin embargo, que en muchos de estos autores latinoamericanos se dio predilección

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a una imagen del Barroco como arte de la plenitud y no como la expresión de una comunidad en estado de crisis. En un ensayo tardío titulado “Lo barroco y lo real maravilloso”, Alejo Carpentier afirma: “Hay un eterno retorno de un espíritu imperial en la historia, como hay un eterno retorno del barroquismo, en las manifestaciones del arte; y ese barroquismo, lejos de significar decadencia, ha marcado a veces la culminación, la máxima expresión, el momento de mayor riqueza de una civilización determinada” (Carpentier, Ensayos 126). En La expresión americana, José Lezama Lima también se identifica con una valoración afirmativa del concepto del Barroco y de su reaparición histórica en suelo americano como una forma de plenitud absoluta: [El Barroco] no es un estilo degenerescente, sino plenario, que en España y en la América española representa adquisiciones de lenguaje, tal vez únicas en el mundo, muebles para la vivienda, formas de vida y de curiosidad, misticismo que se ciñe a nuevos módulos para la plegaria, maneras del saboreo y del tratamiento de los manjares, que exhalan un vivir completo, refinado y misterioso, teocrático y ensimismado, errante en la forma y arraigadísimo en sus esencias. (Lezama, Expresión 81)

Esta posición frente al Barroco proviene del conocimiento que ambos autores tenían de las corrientes críticas europeas a partir de la difusión que les dio en español la Revista de Occidente, algo que ya ha sido estudiado.2 En autores como Heinrich Wölfflin, Eugenio D’Ors y Werner Weisbach, el redescubrimiento del Barroco venía de la mano con una valoración esencialmente positiva; sin embargo, en ellos hay también una serie de reservas respecto a su carácter plenario. Recordemos cómo para Hauser este movimiento estético surge de una serie de incertidumbres epistemológicas y políticas que llevaron a las formas a su mayor complejidad. Eugenio D’Ors, otro de los grandes propulsores de los estudios sobre el Barroco, sin duda conocidos por Lezama y Carpentier, señalaba: “Siempre que encontramos reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias, el resultado estilístico pertenece a la categoría del Barroco. El espíritu barroco, para decirlo vulgarmente y de una vez, no sabe lo que quiere. Quiere, a un mismo tiempo, el pro y el contra”

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Cf. González Echevarría, Relecturas p. 96.

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(33). Frente a esta imagen de un Barroco indeciso y dubitativo, caracterizado por una ausencia de centros epistemológicos y de claridades absolutas, la reapropiación americana del mismo opta por la imagen de la plenitud y no de la indecisión o la duda. Esto mostraría, al menos en primera instancia, el carácter peculiar y propiamente americano de este tratamiento del Barroco, parcialmente distinto de la aproximación europea, que se centró mucho más en sus aspectos de crisis, indecisión y duda en el viejo continente. Cabe preguntarse qué hay detrás de esta lectura americana del fenómeno del Barroco y de su énfasis en la idea de plenitud que deja de lado, al menos en parte, sus elementos de carencia y de duda. Debemos recordar que la elección del Barroco como “arte de la plenitud” tiene que ver con una necesidad política de nuestros autores. Frente a la imagen del arte americano como una mera copia, Carpentier y Lezama optan por caracterizar al mundo americano como “barroco” para invertir el orden de los factores y consolidar no solo una identidad cultural del continente, sino también una cierta primacía de América frente al arte europeo. Por ello, su representación de lo barroco necesita de una plenitud originaria, que luego encontraría su máxima expresión en tierras americanas. Hay que recordar que entre los siglos xviii y xix, entre el Neoclasicismo y el Romanticismo, el Barroco fue considerado como una suerte de abominación estética, inferior, desordenada, caótica. El objetivo de estos autores americanos es consolidar el estilo barroco como una estrategia esencialmente positiva, rica en matices, ideal para fundar una estética continental. Sin embargo, otro de sus objetivos primordiales es luchar conceptualmente contra el yugo colonial que menosprecia al colonizado, invertir la subordinación a la metrópolis y, al menos de manera simbólica, reivindicar a lo americano como una forma de expresión autónoma y plena que incluye mayores complejidades que las de los colonizadores. Lezama afirma, citando y modificando a Weisbach, que “[...] entre nosotros, el arte barroco fue un arte de la contraconquista” (80), un arma contra el proceso mismo de colonización. En sus manos, la discusión teórica sobre el Barroco también fue una reivindicación de América frente al poder cultural y político de la metrópolis. Lezama también afirma, refiriéndose a la complejidad de la obra del indio Kondori en el Perú colonial, que “después del Renacimiento, la historia de España pasó a la América, y el Barroco americano se alza con la primacía por encima de los trabajos arquitectónicos de José de Churriguera

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y Narciso Tomé” (100). La verdad de este enunciado es fundamentalmente política: Lezama aspira a descolonizar al mundo americano, a abrir un camino simbólico para su identidad cultural autónoma. Es por esta necesidad estratégica que los textos de Carpentier y Lezama optan por la imagen de un Barroco plenario: es una forma de producir discursivamente un origen sólido para la identidad cultural americana. Podemos afirmar, por lo tanto, que esta primera fase de la discusión americana en torno al Barroco sigue regresando a los centros estables (y a las paternidades fértiles) que podrían consolidar el orden de un mundo y la autonomía cultural y política del continente. El objetivo de los dos autores es encontrar un centro sólido y pleno para una estética propiamente americana, el Barroco y el Neobarroco americano, como superaciones del (ya de por sí formidable) Barroco europeo. La discusión sobre la cultura americana, sus tensiones y sus deseos de legitimidad frente a Occidente, alcanza un giro de interés para nuestra investigación cuando, en La expresión americana, Lezama propone un sujeto cultural que por primera vez se enfrenta, de manera autónoma, a la realidad del continente para darle una forma. Ya en su nombre encontramos un nuevo regreso de la figura paterna: Lezama lo llama el “señor barroco”. Una vez se define al Barroco americano como “arte de la contraconquista” (80), Lezama procede a imaginar al sujeto que toma posesión de un mundo que le había sido usurpado. Su objetivo será darle forma a ese mundo y mostrar su plenitud, luego de la partida del opresor colonial: Monje, en caritativas sutilezas teológicas, indio pobre o rico, maestro en lujosos latines, capitán de ocios métricos, estanciero con quejumbre rítmica, soledad de pecho inaplicada, comienzan a tejer su entorno, a voltajear con enmielada sombra por arrabales, un tipo, una catadura de americano en su plomada, en su gravedad y destino. El primer americano que va surgiendo dominador de sus caudales es nuestro señor barroco. Con su caricioso lomo holandés de Ronsard, con sus extensas tapas para el cisne mantuano, con sus plieguillos ocultos con malicias sueltas de Góngora o de Polo de Medina, con la platería alforjada del soneto gongorino o el costillar prisionero en el soneto quevediano. Antes de reclinar sus ocios, en esa elaborada columna que es su mano derecha, el soconusco, regalo de su severa paternidad episcopal, fue incorporado con cautelas cartesianas, para evitar la gota de tosca amatista. (81)

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Este señor barroco es el americano que al fin se ha asentado en su mundo y busca conocerlo. Para ello, se vale del cuantioso tesoro que ha dejado la colonia: la cultura occidental, la maestría de Virgilio, la capacidad poética de Góngora y Quevedo, e incluso el francés Ronsard filtrado por los lomos flamencos de un volumen. El señor barroco, hombre capaz (por razones económicas y políticas) de acceder al ocio creativo, se apropia de la herencia de la cultura europea y la pone al servicio del paisaje y las riquezas americanas para producir una cultura, una identidad y un arte de la proliferación: un Barroco de la mayor complejidad. Para construir esta nueva identidad cultural, Lezama recurre a una figura abiertamente paternal capaz de darle sentido a los fragmentos raciales, culturales y políticos que conforman la realidad americana. Con la teoría lezamiana regresa el padre (en este caso, artístico e intelectual) para darle una forma plena al continente. Sin embargo, la tensión barroca que tiende a la dispersión de las partes y a la caída de los centros patriarcales vuelve a aparecer en el ensayo para mostrar que la unidad de la realidad americana es siempre parcial y que el padre debe oscilar entre presencia y ausencia, entre unidad y fragmentación. Hablando sobre una iglesia colonial, la basílica del Rosario, en Puebla, donde hay una “ornamentación sin tregua ni paréntesis espacial libre” (83), Lezama señala: Percibimos ahí también la existencia de una tensión, como si en medio de esa naturaleza que se regala, de esa absorción del bosque por la contenciosa piedra, de esa naturaleza que parece rebelarse y volver por sus fueros, el señor barroco quisiera poner un poco de orden, pero sin rechazo, una imposible victoria donde todos los vencidos pudieran mantener las exigencias de su orgullo y su despilfarro. (83)

El señor barroco, padre por excelencia del mundo cultural americano, aspira a producir el nuevo orden unificado de ese mundo de gran exuberancia. Sin embargo, ese deseo se encuentra aquí con una tensión, legible en las paredes de la basílica, que es tanto formal como política. Las formas artísticas, la guerra simbólica entre el edificio occidental y las figuras específicamente americanas, expresan la difícil coexistencia de los vencedores y los vencidos en las guerras fundacionales del continente. El señor barroco, como padre arquetípico, querría llevar estos fragmentos a una cierta unidad. Sin embargo,

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si su voluntad de unidad llegase a anular todas las tensiones, correría el riesgo de borrar las marcas de los vencidos, de aquellos que impusieron las formas dispares (lunas y soles incaicos, dioses aztecas, emblemas y técnicas autóctonas en medio de edificaciones europeas) que chocan con los signos de los vencedores coloniales. No es posible imponerle una unidad formal al mundo americano y mantener sus riquezas retórico-políticas, su diálogo esencial entre vencedores y vencidos. Por esto, la victoria absoluta del señor barroco americano es en cierta medida un proyecto proliferante, que mantiene infinitas tensiones sin anular, en el proceso, a las diferentes voces que conforman el coro americano, su naturaleza mestiza y contradictoria. Para Juan DuchesneWinter, este señor barroco busca encarnar una forma particular de la política, un “[...] señorío, dominio o soberanía que no se manifiesta como control o subordinación de un sujeto sobre los demás (considerados como objetos), sino como emanación de lucidez, cordialidad y simpatía indefectiblemente colectivas que conjugan estrechísimas afinidades de amistad y parentesco” (23). Solo al mantener ciertas tensiones (por ejemplo, el de una soberanía sin subordinación) y al abandonar una cierta voluntad paternal de control absoluto y unificación es posible dar respetuosa y fraternal cabida a todos los elementos culturales de lo que Martí llamó “nuestra América”. Estas tensiones, que señalan el deseo paternal de orden y soberanía, al igual que los límites de este proyecto, son elementos esenciales de las formas barrocas americanas. El señor barroco, primer sujeto de un continente en el que solo ahora se encuentra libremente instalado, debe entender los límites de su proyecto de unificación y abrirse a otros proyectos posibles, como el descrito por Lezama. Como todo padre, debe aceptar su oscilación entre presencia y ausencia, entre orden y dispersión, para dar verdadera cuenta de la historia y la identidad del continente. Sus juegos entre presencia y ausencia, certeza y duda, unidad y pluralidad de voces consolidan las formas barrocas del continente. En sus tensiones irresueltas, estas formas proliferantes permiten oír las diversas voces, tanto de vencedores como de vencidos, que han dado forma a la historia de nuestras naciones. Grande Sertão: Veredas, de 1956, y Paradiso, publicada en 1966 (pero con un monumental trabajo previo que se inicia mucho antes, desde los años 40), pertenecen a la órbita histórica e intelectual de los ensayos que hemos venido mencionando, particularmente de La expresión americana, que surgió

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como una serie de conferencias presentadas en 1957. Esta idea del Barroco, y, en particular, la relación que tiene con la fundación de una autonomía cultural y política para el continente, resuena abiertamente en las novelas que leeremos a continuación. Sin embargo, no es esta la única versión del “neobarroco” y de sus vicisitudes en América Latina. Concluiremos con un breve recuento de discusiones más recientes en torno a las formas barrocas que nos muestran otros caminos interpretativos para las novelas. Partiremos de Severo Sarduy y Haroldo de Campos, herederos directos de los autores que hemos mencionado, pero que pertenecen a un universo histórico y crítico distinto. Sus meditaciones incluyen otros aspectos de lo barroco y de su resurgimiento americano que serán pertinentes para los análisis que siguen. C. El Barroco como expresión americana II: el pensamiento posestructuralista, la ausencia del padre y Latinoamérica como universo de centros múltiples Una de las diferencias esenciales entre pensadores como Carpentier y Lezama y figuras posteriores, como Severo Sarduy y Haroldo de Campos, tiene que ver con el discurso teórico sobre el Barroco en sus respectivos momentos. Lezama escribe bajo la influencia de los historiadores del arte que hemos venido mencionando (Wölfflin, Weisbach y D’Ors, entre otros), y su objetivo fundamental es tomar esa tradición crítica y ponerla al servicio de la fundación de una expresión americana autónoma. Su discurso se mueve bajo una serie de imperativos retórico-políticos de la mayor urgencia para su momento histórico: encontrar en la estética un espacio fundacional para la cultura y para la independencia política del continente. Tanto Sarduy como Haroldo escriben bajo la influencia y el contacto directo con el posestructuralismo de pensadores como Foucault, Lacan y Derrida, cuyo pensamiento se caracteriza por la duda esencial frente a toda narrativa fundacional. Por esta razón, sus aproximaciones al Barroco dejan de buscar en este fenómeno estético un origen estable y pleno de los proyectos políticos y culturales americanos. Para ellos, el Barroco es más bien una forma artística que desmantela las narrativas fundacionales basadas en centros unificados; en sus escritos, cualquier centro estable (entre los que se incluye el padre) surgirá diseminado, multiplicado y puesto en entredicho.

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En un ensayo titulado Barroco, de 1974, Sarduy retoma las discusiones cosmológicas que suelen ser parte de la estética barroca y menciona los cambios epistemológicos que llevaron, en los siglos xvi y xvii, al surgimiento de nuevos modelos conceptuales del universo y, simultáneamente, a nuevas formas estéticas. En su discusión, sin embargo, hay un énfasis particular en la figura de Kepler y no en la de Copérnico. Mientras que para Hauser el modelo copernicano es el que da paso a un nuevo universo caracterizado por la duda, para Sarduy este esquema no es más que un paso intermedio que antecede al surgimiento de un cosmos realmente barroco. Según Sarduy, Copérnico “modifica el sistema, no lo subvierte; no revoluciona, reforma” (161). Esto se debe a que, a pesar de que la Tierra ha dejado de ser el centro de la estructura cósmica, el universo copernicano sigue manteniendo un centro (el Sol) y una estructura circular. Con Kepler, el universo cobra al fin una estructura que deconstruye realmente los órdenes epistemológicos y simbólicos anteriores: Las tres leyes de Kepler, alterando el soporte científico en que reposaba todo el saber de la época, crean un punto de referencia con relación al cual se sitúa, explícitamente o no, toda actividad simbólica: algo se descentra, o más bien, duplica su centro, lo desdobla; ahora la figura maestra no es el círculo, de centro único, irradiante, luminoso y paternal, sino la elipse, que opone a ese foco visible otro igualmente operante, igualmente real, pero obturado, nocturno, el centro ciego, reverso del yang germinador del Sol, el ausente. (Sarduy 177-78, mi subrayado)

La aparición de la palabra paternal en el discurso crítico de Sarduy no es casual. Frente al único centro del sistema copernicano, Sarduy, basándose en la figura elíptica del modelo de Kepler, traza una alegoría precisa de la figura paterna y de su oscilación entre presencia y ausencia. El centro, que hemos identificado con el padre, surge aquí duplicado. La aparente presencia de uno de los centros (que se define aquí como paternal) es contrarrestada por otro ausente y oscuro. Esta figura ausente es, a pesar de su carácter oculto, una de las leyes esenciales de este universo. El movimiento elíptico depende precisamente de la acción operativa de dos centros; se trata de un movimiento cósmico que incluye la oscilación entre presencia y ausencia, plenitud lumínica y oscuridad. Por ello, en este universo barroco la imagen de un único centro para un cosmos es insostenible. Lo que hay, por el contrario, es una

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permanente oscilación entre lo visible y lo oculto. No hay un único centro ni un único padre, sino el diálogo eterno entre diversas fuerzas en disputa que son la ley misma del sistema. El Barroco es, por definición, un arte “del destronamiento y la discusión” (212), del diálogo entre la presencia y la ausencia, y no de la consolidación de un único centro patriarcal. Al igual que Hauser, Sarduy partirá de esta estructura cósmica para seguir lo que denomina en francés sus retombées, sus repercusiones en ámbitos simbólicos y artísticos. Mientras que el arte bajo el paradigma copernicano siguió produciendo formas clásicas, centradas en la perspectiva y en una retórica del decoro y la mesura, el de la época de Kepler generó formas que multiplicaban sus centros y que daban torsión a las formas, puestas en un constante diálogo entre la luz y la oscuridad. El despliegue de medios barrocos sería, en realidad, la manifestación de una incertidumbre esencial, de una ausencia paterna que se esconde bajo la pluralidad de ornamentos y giros discursivos. En ese mundo se ha perdido “el maestro que representa, la mirada que organiza, el que ve” (194). Frente a esta ausencia de un padre que ordena el mundo, el Barroco produce formas cada vez más complejas que buscan encubrir o llenar ese vacío originario. Sarduy señala, por ejemplo, que una de las figuras literarias por excelencia del Barroco es, en consonancia con la elipse kepleriana, la elipsis, que en su misma etimología ya señala una carencia al incluir la raíz griega λείπείν, que significa precisamente “falta” (188). El padre y el centro ausentes producirán proliferaciones formales que intentan suplir artificialmente sus carencias. Ese derroche de artificios, que despliega y, simultáneamente, encubre sus ausencias más profundas, es, por lo tanto, un gesto característico del Barroco. En las novelas que leeremos, el lenguaje realiza largas elipsis en torno a la figura del padre ausente, que se quiere evitar a toda costa (el demonio en Grande Sertão: Veredas) o que busca regresar de la muerte a partir de una ley vinculada con la poesía y con el lenguaje (Paradiso). En ambos textos descubrimos un discurso que, elípticamente, clama el nombre del padre ausente y está regido por su ley. La visión teórica de Sarduy culmina con un paso adicional que lo separa del pensamiento de Lezama y Carpentier. Frente al deseo de sus maestros por hacer de lo barroco el eje decisivo de la identidad latinoamericana, Sarduy señala que, en el mundo contemporáneo, el Barroco no se puede poner al servicio de ninguna estructura productiva y fundacional:

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Me arriesgo a sostener lo contrario: ser barroco hoy significa amenazar, juzgar y parodiar la economía burguesa, basada en la administración tacaña de los bienes, en su centro y fundamento mismo: el espacio de los signos, del lenguaje, soporte simbólico de la sociedad, garantía de su funcionamiento, de su comunicación. Malgastar, dilapidar, derrochar lenguaje únicamente en función del placer [...]. (209)

Luis Duno-Gottberg señala al respecto: “Es claro que no podemos vincular explícitamente esta poética a un proyecto nacional” (317). Si bien Sarduy es un claro heredero del pensamiento de Lezama, también se aleja de él en varios puntos.3 Su discurso sobre lo barroco no está puesto al servicio de ninguna narrativa que pueda fundar la identidad cultural, ni nacional ni latinoamericana. Su visión no es, además, la de una plenitud absoluta, sino que, como ocurría con Hauser, tiende a enfatizar una cierta carencia esencial que se encubre con un derroche de ornamentos y artificios. Frente al Barroco del siglo xvii, que aún aspiraba a recuperar una armonía y una consonancia perdidas, el Barroco contemporáneo aspiraría a un estatuto diferente: “Al contrario, el Barroco actual, el Neobarroco, refleja estructuralmente la inarmonía, la ruptura de la homogeneidad, del logos en tanto que absoluto, la carencia que constituye nuestro fundamento epistémico” (Sarduy 211). Sarduy aspira a la “impugnación de la entidad logocéntrica” (212), es decir, a la aceptación última de que los centros, los “padres presentes” y los sólidos orígenes del cosmos, del conocimiento o de la nación, no son más que artificios que denotan una ausencia fundacional. La proliferación barroca sería el signo de la aceptación de un universo de diversos centros, de múltiples padres siempre susceptibles a la ausencia, al error y a la muerte: un universo sin presencias absolutas. La identificación del continente americano con las formas barrocas implicaría, por lo tanto, la imagen de una América sin centros estables, fundada en carencias y en el derroche de una lengua que oscila entre el placer y la incertidumbre. 3

Debemos anotar, sin embargo, que, en varios momentos de Paradiso, Lezama también plantea el derroche artificial e improductivo de la estética barroca, particularmente a partir de un erotismo improductivo (homosexual o masturbatorio) que en la novela es la encarnación misma de lo barroco (cf. cap. VIII). Sin embargo, como veremos, buena parte de su proyecto literario aspira a recuperar, a través de la poesía, una nación que no ha alcanzado su consolidación política, algo que llevará a algunas de las paradojas barrocas de la novela.

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Con Haroldo de Campos encontramos una nueva e imprevista aparición de la metáfora paterna, vista ahora desde un horizonte intelectual semejante al de Sarduy. En su libro O Sequestro do Barroco na Formação da Literatura Brasileira (1989), Haroldo se ocupa de una peculiaridad específica de la literatura del Brasil. Mientras que en la primera parte del siglo xx hubo una reivindicación del Barroco literario en casi todo el mundo hispanoamericano, en el Brasil hubo un distanciamiento parcial frente a su propia tradición barroca. Para probar esta afirmación, Haroldo toma uno de los textos esenciales de la crítica literaria nacional: Formação da Literatura Brasileira, de Antonio Candido. Basándose en el pensamiento de Derrida, Haroldo señala que la monumental obra de Candido está basada en la metafísica occidental de la presencia (Campos 7), ya que aspira a construir una narrativa lineal y a encontrar un origen sólido y presente (vinculado, como veremos, con el concepto de nación) para toda la producción literaria brasileña. De forma sorprendente, el resultado del texto de Candido, en su deseo por construir una narrativa unificada de la literatura nacional, implica el olvido de una serie de figuras esenciales (algunos de los “padres y centros ocultos”) de su tradición literaria: “No caso brasileiro, esse enredo metafísico vê acrescida à sua intriga uma componente singular de ‘suspense’: o nome do pai (le nom du père) apresenta-se (ou ausenta-se) desde logo, submetido à rasura e em razão exatamente de uma ‘perspectiva histórica’” (8). Encontramos aquí una variante de la relación entre la “presencia” y la figura paterna. Haroldo se mueve, sin duda, en la misma órbita conceptual que Sarduy, pues su pensamiento teórico acepta desde el principio la realidad histórica y literaria como una constelación de múltiples centros. Para el poeta y traductor paulista, la obra de Candido encarna la idea de que el anhelo de presencia y unidad epistemológica puede llegar a borrar a uno de los múltiples “padres” legítimos (aunque periférico y no canónico) de la literatura brasileña y obliterar su función en la historia cultural de la nación. Una vez más, la forma barroca no estaría vinculada a la presencia definitiva de la figura paterna, sino a una multiplicidad de centros que oscilan entre la presencia y la ausencia. Haroldo realiza una lectura minuciosa de Formação da Literatura Brasileira para reflexionar de manera crítica sobre la predilección de Candido

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por los orígenes decimonónicos de la literatura nacional.4 Aunque el texto de Candido trata de presentarse como pura historiografía, su objetivo es decididamente ideológico: lograr que el momento fundacional de la literatura nacional coincida con el origen político de la nación independiente. En el Brasil, como en casi todas las naciones de América Latina, los proyectos políticos de independencia produjeron un nacionalismo romántico en las artes y las letras, cuyo objetivo era construir sustentos simbólicos y culturales para la nacionalidad. Para Haroldo, el objetivo real de la obra de Candido es hacer coincidir los orígenes de la literatura del Brasil con este momento romántico en el que la nación alcanza su independencia, y la literatura está puesta, directa o indirectamente, al servicio de este proceso fundacional. Al realizar esta selección histórica, Candido erige al Romanticismo como centro y origen presente de la expresión brasileña y deja de lado a un gran número de autores y momentos históricos: “De fato, o projeto converte o interesse particular do Romantismo nacionalista (a perspectiva romântico-missionária) em ‘verdade’ (interesse) historiográfica geral (‘nossa VERDADEIRA literatura’, I, 25)” (Campos 30). Esta selección estaría puesta al servicio de un enfoque historiográfico específico: [...] aquele peculiar ao projeto historiográfico de nosso Romantismo nacionalista; enquanto “histórico” (o “ponto de vista”) ou históricas (a “perspectiva” ou a “orientação”), só o são na medida em que respondem a um conceito também particular e também ideológico de história: a história retilínea, comprometida com uma concepção metafísica da própria história, a culminar na idéia de nacionalidade, segundo o “esquema linear do desenrolamento da presença” deslindado por Derrida na Gramatologia, o mesmo esquema substancialista da marcha linear e contínua da evolução literária questionado por Jauss em nosso campo de estudos. (31) 4

El texto de Candido se centra en la conformación de lo que él denomina un “sistema literario”, que implica una serie de instituciones estables: escuelas que enseñan literatura, universidades, sistemas de difusión y publicación y diálogos entre letrados a nivel nacional e internacional. Este sistema solo es posible en el s. xix, ya que, anteriormente, el sistema colonial impedía algunas de estas instituciones (por ejemplo, universidades e imprentas, que estuvieron prohibidas en el Brasil durante la colonia). Esta es una de las razones por las cuales, en su lectura, el sistema literario brasileño coincide necesariamente con el siglo xix y con la idea misma de nación, dejando de lado a muchos autores y textos anteriores a 1750.

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La selección del Romanticismo como origen absoluto de la literatura nacional representa, de antemano, la opción por una historiografía lineal que ve en la nación su origen, su centro y su fundamento. Hay aquí una nueva predilección epistemológica por un único centro estable, que daría forma y sentido a la producción literaria del Brasil. El resultado de esta historiografía es la anulación de algunos autores esenciales de la tradición literaria brasileña que permanecieron fuera del proyecto nacional, ya sea por su situación histórica (anterior al s. xix y su literatura romántica) o por su estilo y sus temas, que no se adecuan al proyecto defendido por Candido. En última instancia, este proyecto crítico termina por “secuestrar”, en palabras de Haroldo, algunos de los orígenes legítimos de la literatura del Brasil; en particular, le niega un espacio a la producción barroca brasileña y a su posible vitalidad en el presente cultural de la nación. Esto se hace evidente en la exclusión de un autor como Gregório de Mattos (1636-1696), el más importante poeta barroco del país, en el texto de Candido. Para él y algunos críticos contemporáneos, Mattos es una anomalía o una excepción en la producción literaria del Brasil (8). Haroldo escribe su libro para responder a esta exclusión y para señalar que no se trata de un análisis historiográfico neutral: se trata una supresión política, un juicio crítico que privilegia a la literatura que se puede articular con necesidades nacionalistas sobre otros tipos de escritura que no se prestan fácilmente a esa función. Recordemos que, como señalaba Sarduy, lo barroco se niega a servir como origen utilitario de causas económicas, políticas o culturales, dado su derroche movido por el placer. Haroldo, por su parte, aspira a entrever las razones que hay detrás de la exclusión de la figura de Gregório de Mattos en una legítima historia de la literatura brasileña. Esta es una de sus conclusiones: A exclusão —o “seqüestro”— do Barroco na Formação da Literatura Brasileira não é, portanto, meramente o resultado objetivo da adoção de uma orientação histórica, que timbra em separar literatura como “sistema”, de “manifestações literárias” incipientes e assistemáticas. Tampouco é “histórica”, num sentido unívoco e objetivo, a “perspectiva” que dá pela inexistência de Gregório de Mattos para efeito da formação de nosso “sistema literário”. (32)

Haroldo señala un hecho notable para las manifestaciones literarias del mundo iberoamericano: en casi todos estos países hay una tradición de

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autores barrocos que han sufrido un prolongado exilio de sus respectivos cánones nacionales y que solo luego de largas disputas alcanzan su merecido lugar. Así como Góngora fue considerado un autor menor, atípico y hasta de mal gusto hasta su recuperación definitiva por la generación del 27 en España, autores como Gregório de Mattos, Juan del Valle y Caviedes, en el Perú, y Hernando Domínguez Camargo, en Colombia, permanecieron (y aún hoy permanecen) en un cierto olvido, apenas roto por el interés académico y la defensa de autores como Lezama, Sarduy o el propio Haroldo. Para este último, ese olvido se debe a una visión historiográfica que privilegia a las expresiones artísticas que se adecuan al proyecto de constitución nacional sobre otras manifestaciones que son irrecuperables para el “sistema” de una literatura nacional. Esta historiografía privilegia la “presencia”, el centro único y estable de la nacionalidad y su desarrollo lineal frente a expresiones culturales y artísticas que complican el proyecto de una literatura nacional. En muchos casos, los autores representativos del Barroco americano se han quedado fuera de los proyectos historiográficos nacionalistas debido precisamente a su carácter proliferante, difícil, ambivalente. Son, si se quiere, los centros oscuros o los padres ausentes de sus tradiciones. Aun así, en su ausencia, claman por un espacio en la historia de las letras americanas. ¿Cómo responde Haroldo a la historiografía lineal de Candido y a otras aproximaciones críticas que dejan de lado al Barroco literario brasileño? Frente a una historia lineal, que traza como centro único el proyecto nacional, Haroldo plantea una “historia constelar” (60) que nos devuelve a la recurrente relación teórica entre ciertos modelos cósmicos, especialmente aquellos que carecen de un centro absoluto, y la expresión barroca. Su proyecto historiográfico estaría basado en la imagen de un universo cultural marcado por una pluralidad de centros y de padres en permanente discusión. Tal estructura múltiple, una constelación de padres presentes y ausentes, canónicos y periféricos, vendrá a constituir una aproximación mucho más abierta y móvil a la literatura de un país. Se trata de una historia [...] que não se alimenta do substancialismo de um “significado pleno” (hipostasiado em “espírito” ou “caráter nacional”), rastreado como culminação de uma origem “simples”, dada de uma vez por todas, “datável”. Poderemos

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imaginar assim, alternativamente, uma história literária menos como formação do que como transformação. Menos como processo conclusivo do que como processo aberto. Uma história onde relevem os momentos de ruptura e transgressão e que entenda a tradição não de um modo “essencialista” [...], mas como uma “dialética da pergunta e a resposta”, um constante e renovado questionar da diacronia pela sincronia. (63)

Esta “historia constelar”, profundamente barroca, se niega a trazar una única narrativa y a crear un único centro. Es un seguimiento histórico que acepta una reduplicación de centros en disputa que construyen constelaciones, elipses y estructuras mucho más complejas que la rígida linealidad histórica del desarrollo nacional. Tal historiografía barroca acepta la posibilidad de diferentes tipos de padres que regresan ya no como centros inamovibles de un canon, sino como una fuerza entre muchas, una de las estrellas de una constelación que, en determinados momentos históricos, cobra interés y fuerza para una cultura. Las tensiones entre estos múltiples centros generan las historias divergentes y los cánones mudables para una literatura nacional, sin darle absoluta prioridad a ninguno. Con este texto de Haroldo vemos otro regreso de la figura del padre y de su notable relación con el vocabulario crítico sobre las formas barrocas. A partir de autores como Freud, Hauser, Lezama, Sarduy y Haroldo, hemos generado una imagen del padre ausente que regresará en los análisis que vienen. Señalamos, partiendo del psicoanálisis, que la ausencia del padre es un fenómeno ambiguo: todo padre ausente regresa para imponerse como ley simbólica, como un mandato que el hijo repetirá una y otra vez a manera de duelo ante su desaparición. El Barroco de los siglos xvi y xvii es un ejemplo histórico de este proceso: tuvo que enfrentar la caída de sus diversos centros paternales (Dios, el soberano, el hombre como centro de la creación) e hizo lo posible por recuperarlos. Este esfuerzo nunca se concretó por completo. Ante esta ausencia irrecuperable, el arte produjo una radical proliferación de formas plásticas y lingüísticas que aspiraba a expresar una duda esencial: desde ese momento en adelante, el regreso de un centro absoluto, epistemológico o político, estará cubierto por la duda y la incertidumbre. La oscilación entre presencia y ausencia del rey en Las meninas sería un ejemplo clásico de la recuperación fantasmagórica e incompleta del centro paternal en los universos barrocos.

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La elección del Barroco como forma distintiva de la expresión latinoamericana también aspiraba, en un primer momento, a encontrar los orígenes estables y los centros paternales de la identidad cultural y política del continente. Lezama, por ejemplo, plantea un Barroco americano ligado a un padre (el “señor barroco”), que representa una cierta plenitud y una notable capacidad de orden y unificación. Sin embargo, esta versión plenaria, que surge del deseo lezamiano por producir la autonomía de la cultura americana frente a la metrópolis, no esconde el hecho de que tras el Barroco americano hay una serie de conflictos que no se pueden resolver en una unidad absoluta: su mayor duda surge al considerar la necesidad de dejar algunas tensiones irresueltas para poder dar cuenta histórica tanto de las voces de los vencedores como de las de los vencidos. Una excesiva unificación podría llegar a borrar algunas de estas voces. Por su parte, tanto Sarduy como Haroldo de Campos plantean un Barroco y una figura paterna levemente distintos. Para ellos, ningún padre llega a consolidarse como el centro unívoco de una nación o de una tradición literaria: su versión del estilo barroco, muy influenciada por el posestructuralismo y la deconstrucción, se caracteriza por centros y padres múltiples. Con Sarduy vislumbramos el universo kepleriano como la estructura arquetípicamente barroca: la trayectoria planetaria elíptica, con sus dos centros en disputa (uno de los cuales está ausente y sumido en la oscuridad), sería una representación elocuente de las formas artísticas y retóricas barrocas, en las que la proliferación y el derroche ornamental denotan secretamente una carencia. El Neobarroco latinoamericano participaría de ese despliegue de centros múltiples, presentes y ausentes que, además, ya no se pueden poner del todo al servicio de una causa política o cultural. Con Haroldo, encontramos la necesidad de una historiografía americana constelar, que acepta esta pluralidad de centros y permite el regreso de algunos de los “padres” ausentes y olvidados de una tradición literaria. Estos autores nos dejan con la imagen de un continente americano que es barroco precisamente por su pluralidad de orígenes, por una historia de tensiones y figuras paternas que jamás alcanzan a consolidar una presencia unitaria y absoluta. Las estrategias retóricas de los textos que siguen dependen de una figura paterna que oscila entre la ausencia y un regreso que le otorga un poder singular. Ante la ausencia del padre, cada texto aspira a recuperar su figura y a

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reconstituir su centralidad. El regreso del padre ausente (lo que llamaremos “la ley paternal” de cada texto) culmina con una duda obsesiva, una mirada incierta que se resuelve en una proliferación de centros o en una serie de artificios y ornamentos que intentan encubrir un vacío central: esta sería la característica ambivalente de su forma barroca. Adicionalmente, tanto su ausencia como su obsesivo regreso simbólico están vinculados con los procesos más amplios de constitución y modernización de las dos naciones que vamos a estudiar: Brasil y Cuba. A continuación, veremos un primer ejemplo de este Barroco de la ausencia patriarcal, el obsesivo regreso de una figura ausente, de una imagen que, al evitarse, se convierte en insidiosa presencia. El demonio, en su elíptico silencio, marca el destino de un huérfano brasileño que termina ocupando el lugar del padre y el soberano. Nos enfrentamos ahora a la travesía de Grande Sertão: Veredas.

2. ¿ES DIOS UN GATILLO? : LA DUDA, LA AUSENCIA PATERNA Y LA TRAGEDIA FÁUSTICA DEL DESARROLLO EN GRANDE SERTÃO: VEREDAS

A. GRANDE SERTÃO: VEREDAS y la retórica de la duda O grande-sertão é a forte arma. Deus é um gatilho? (Rosa, Grande Sertão 359) Lorenz: “O homem é seu estilo?”. Guimarães Rosa: Sim, mais ou menos. O caráter do homem é seu estilo, sua linguagem. Isto certamente vai parecer doutrinário; entretanto, é uma simples verdade da vida. Também não quero me referir à elegância ou seleção do estilo. Elegância demasiada é suspeita, porque encobre um vazio. (Lorenz, “Diálogo” 78)

Con Vidas Secas, de Graciliano Ramos, una paradoja nos sirvió como punto de partida. El sertón, un espacio en el que algunos aspectos centrales de la modernidad están ausentes (capital, tecnología, la primacía de la vida urbana), produce un problema típicamente moderno: la imposibilidad de capturar la propia experiencia en un relato pleno de sentido. El flanêur parisiense y el sertanejo nordestino comparten, por razones diversas, una misma suerte. Grande Sertão: Veredas, la monumental novela de João Guimarães Rosa, retoma y consolida esta idea. A primera vista, Riobaldo, el protagonista del texto, parece ser un “narrador benjaminiano”, como el que mencionábamos en el capítulo dedicado a Vidas Secas, capaz de recuperar su

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pasado a partir de un relato. Sin embargo, al final descubrimos que 500 páginas de narración le son insuficientes para constituir una imagen coherente de su propia vida. Algunos de los eventos fundamentales de su experiencia permanecen en una bruma que el relato trata de disolver infructuosamente. La narración, que aspira a producir el significado de una vida, nos deja con un viaje cargado de preguntas: una larga e intensa travesía. Vale la pena preguntarse por qué estos dos autores dan formas retóricas tan diversas a un problema similar. Con Graciliano, la narración se presenta a partir de un lenguaje austero, combinado con una cierta fragmentación que vendría a encarnar el problema central de los protagonistas: el fraccionamiento de su propia experiencia. La estructura desmontable de la novela parece estar en consonancia con la forma en que los personajes entienden su vida: una serie de episodios inconexos que reproducen la falta de un sentido unificado para su propia experiencia. En la novela de Guimarães Rosa también veremos cuán difícil resulta producir el significado de una serie de experiencias vitales tanto para el narrador como para el lector. Sin embargo, en Grande Sertão: Veredas el lenguaje del texto se caracteriza por un despliegue inusitado de medios. Más importante aún, aunque la vida de Riobaldo es narrada en saltos, y si bien hay una profunda oscuridad respecto al sentido de muchas de sus acciones, la forma de la obra tiende a borrar todo rastro de fragmentación, que, como vimos, era esencial para la novela de Graciliano. El texto de Guimarães es un monólogo uniforme, sin ningún tipo de quiebres: no hay capítulos ni divisiones. Sabemos, por ejemplo, que Riobaldo tiene un interlocutor, pero nunca oímos su voz. Incluso este rasgo, que podría segmentar el monólogo, está borrado, apenas indicado por algunas alusiones del protagonista-narrador a su narratario. La novela es una pura unidad que el lector debe frecuentar y abandonar de forma arbitraria en su lectura. Esta notable característica formal indica que nos encontramos ante una manera particular de lidiar con el problema moderno de la recuperación de la experiencia a partir de un relato. Con Riobaldo, la imposibilidad de reconstruir el sentido pleno de la propia vida encontrará su forma a partir de una estrategia retórica típicamente barroca: la proliferación de nombres, descripciones, relatos insertos, tonos y registros narrativos. Ante la imposibilidad de producir una historia clara y distinta, el narrador agrega, aumenta, despilfarra. Este será el elemento estilístico más notable de su relato, el que ha llevado a críticos como Irlemar Chiampi a

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incluir la novela de Guimarães Rosa en el canon de la literatura neobarroca latinoamericana.1 El título mismo de la obra y sus primeras páginas deben ser leídos como una educación en el carácter barroco de la novela. El enigma primordial del título está en su centro: la novela se llama Grande Sertão: Veredas, e incluye dos puntos cuya función no es evidente. Al ver este signo, todo lector genera ciertas expectativas: los dos puntos suelen introducir una definición o una versión más completa de algo que se presentó anteriormente; aquí, esta expectativa se ve defraudada. El concepto de vereda, un pequeño camino, no es en ningún sentido una explicación del concepto de sertón. Más aun, en la zona donde ocurre la novela (los sertones brasileños bañados por el río São Francisco), la vereda tiene otros significados. Así le explica Guimarães Rosa a su traductor italiano, Edoardo Bizarri, lo que significa el término vereda en la región: “Mas, por entre as chapadas, separando-as (ou, às vezes, mesmo no alto, em depressões no meio das chapadas) há as veredas. São vales de chão argiloso ou turfo-argiloso, onde aflora a água absorvida. Nas veredas, há sempre o buriti. De longe, a gente avista os buritis e já sabe: lá se encontra água. A vereda é um oásis” (Rosa, Correspondência 41). El autor, por lo tanto, utiliza los dos puntos de una forma que, en lugar de aclarar, genera tensiones de sentido que no se pueden resolver. La novela pone en duda así el concepto mismo de definición. En lugar de explicar qué es el sertón, el texto comienza caracterizándolo como un espacio que contiene contradicciones sin solución: sequedad y agua, desiertos y oasis, penurias puntuadas por breves alegrías. La novela nos proveerá de breves caminos, y de uno que otro oasis, para conocer este espacio alegórico. Desde el título, la proliferación barroca de la obra se relaciona con una supuesta certeza explicativa que termina siendo algo mucho más complejo. Esta será una lección fundamental para adentrarse en el mundo narrativo de Grande Sertão: Veredas. Se trata de un texto que prolifera en “explicaciones” que, en lugar de aclarar la experiencia vital de un hombre, terminan subrayando la duda como elemento esencial de su existencia. Como narrador, Riobaldo derrocha una sabiduría que se manifiesta en refranes, parábolas, 1

Cf. “Narração e Metalinguagem em Grande Sertão: Veredas”, en su libro Barroco e Modernidade.

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chistes e historias cuyo objetivo es dar sentido a su propia vida y resumir, en sentencias cargadas de significado, lo más sustancial de la experiencia humana. Sin embargo, al igual que en el título, lo que parece ser un momento de anclaje epistemológico siempre termina siendo una pista falsa, el despliegue de una tensión en el ámbito de la significación. Esta es la economía general, típicamente barroca, de la narración rosiana: en el intento desesperado por fijar el sentido de diversos eventos vitales, Riobaldo produce cada vez más relatos que, en lugar de cristalizar el sentido de su experiencia, lo dispersan. Su elegancia proliferante encubre un vacío. Tal procedimiento narrativo se hará evidente respecto a los dos temas de mayor importancia en la novela: el problema de la existencia del demonio y la atracción por otro hombre, Reinaldo-Diadorim. Una de las proliferaciones más notables de la novela es la de una serie de breves relatos que complementan la acción. El propio Guimarães Rosa tenía un gusto particular por la anécdota que combinaba el humor, la sabiduría popular y el pensamiento ético-moral para explicar algún aspecto de lo humano. En Tutaméia, libro publicado póstumamente, traza la definición de una herramienta que nos será útil para leer Grande Sertão: Veredas. Se trata del concepto de estória, presentado en el prólogo titulado “Aletria e hermenêutica”: “A estória não quer ser história. A estória, em rigor, debe ser contra a História. A estória, às vezes, quer-se um pouco parecida à anedota” (Rosa, Tutaméia 29). Este libro se presenta como una colección de anécdotas, de relatos jocosos que se asemejan al chiste2 por su humor y su carácter ligero y puntual. Guimarães, sin embargo, veía en esta forma breve y divertida una puerta de entrada a algo más amplio: “Mas sirva talvez ainda a outro emprego a já usada, qual mão de indução ou por exemplo instrumento de análise, nos tratos da poesia e da transcendência” (29). Vale la pena detenerse en esta peculiar división entre la estória, narración en tono menor, de claro origen popular (inscrito en su grafía, que expresa la pronunciación del pueblo brasileño) y la “Historia” que el autor escribe con mayúscula, y que es el relato oficial de los eventos ocurridos. La estória, que a pesar de su carácter menor y humorístico contiene elementos trascendentales 2

En portugués, la palabra anedota significa simultáneamente ‘anécdota’ y ‘chiste’, sentido que trato mantener en este caso.

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y poéticos, gana parte de su peso precisamente porque está en contra de la “Historia”, una narración oficial que siempre está vinculada con el poder. Estas definiciones serán esenciales para pensar en la retórica de Grande Sertão: Veredas, que, aunque es la narración de una única voz, se mueve permanentemente entre los registros de la Historia y la estória. Una de las razones por las cuales el texto se expande a cada paso es la oscilación entre el relato grandilocuente de batallas, triunfos y derrotas y las anécdotas populares, grávidas de una sabiduría que en lugar de confirmar el épico relato central lo desmitifican y lo contradicen. En lugar de ser un narrador benjaminiano, que cristaliza una experiencia y a partir de ella brinda un enseñanza a sus oyentes o lectores, Riobaldo produce relatos contradictorios que hablan tanto de la imposibilidad de construir una Historia oficial como de la dificultad de reconfigurar la experiencia en la periferia del mundo moderno. La posición de Riobaldo como dueño absoluto de la palabra nos debe señalar otro aspecto de interés: en el presente de la narración, este personaje ocupa el lugar del padre. Él es la figura que, al ser la única voz que oímos hablar, le da forma a este universo textual y consolida su lógica; sin embargo, este poder va mucho más allá de un control sobre la palabra, pues en ese momento es un hacendado rico con un poder político absoluto en su región. Riobaldo se ha convertido en el líder que pacificó al sertón por la fuerza y que mantiene un control total en la zona. Una de las funciones más importantes de su relato es legitimar esta posición de poder. En cierto sentido, la novela es la “Historia” de su consolidación como patriarca en el sertón. Esta “Historia”, sin embargo, encuentra su contraparte en los ejemplos didácticos y las sabrosas anécdotas del texto. Las estórias vendrán a insertar la duda y la ambigüedad en el relato del protagonista, y a demostrar que tanto la experiencia individual como los relatos histórico-políticos oficiales, aliados con el poder, están marcados por una constante ambigüedad. En este texto, de otro lado, nos enfrentamos con una paradoja ya habitual para esta investigación: si Riobaldo ocupa el lugar del “padre” en la novela, ¿por qué situar a esta obra bajo el signo de la ausencia? Como hemos mencionado, partiendo del psicoanálisis, la ausencia también es un fenómeno ambivalente y mantiene vínculos con la presencia. En este texto, las ausencias se convierten, como veremos, en formas de existir, en “presencias” que determinan el relato. El interlocutor es, por ejemplo, una “ausencia-presente”, una

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figura que se hace sentir precisamente por su silencio. Más aun, las primeras páginas del texto sirven como punto de partida para ahondar en la pregunta por la ausencia paterna en el texto: a pesar de que Riobaldo es el patriarca de una región sertaneja, rápidamente notamos que no se trata de un “padre presente” como lo hemos definido a partir de Vidas Secas y Pedro Páramo. Mientras que el “padre presente” trata de sostener la imagen de su poder absoluto, Riobaldo se expresa en un lenguaje marcado por la duda: se trata de un patriarca que narra porque se sabe incompleto. De otro lado, Riobaldo no es el único padre en la novela. En el texto encontramos otro padre que define la duda como motor fundamental de la narración: el demonio, origen ambiguo del poder del narrador y figura ausente en el relato.3 Una de las razones que llevan a Riobaldo a contar su historia es su deseo por entender su relación con el demonio. En el centro justo de la novela, el protagonista realiza un pacto diabólico que permanece en la incertidumbre, dado que en ningún momento aparece una figura real que encarne a Satanás; sin embargo, la vida de Riobaldo cambia por completo luego de esta alianza. Por ello, el diablo se convierte en un (siempre dudoso) padre del rico hacendado que cuenta su historia: es, simultáneamente el origen de su poder y la ausencia central en su vida. Con el tiempo, se convertirá también en una ley que, desde la ausencia, resulta definitiva para el relato vital del protagonista. Desde las primeras páginas de la novela, el diablo se manifiesta como un silencio que, sin embargo, tiene un poder singular, capaz de dirigir la acción y la narración. Esta idea surge a partir de una típica estória rosiana que inaugura la novela. Allí nos enteramos de que Riobaldo ha sido llamado para ver un becerro que ha nacido con cara de perro y de hombre. Él se niega obstinadamente a verlo porque, para la gente del común, ese ser demuestra la existencia del demonio. Su temor al diablo deja entrever un curioso juego de presencias y ausencias que será central para el resto de la novela: “Do

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En su ensayo titulado “Una neurosis demoníaca en el siglo xvii”, Freud ya plantea la figura del demonio como un sustituto común del padre. Dado que todo hijo se caracteriza por una posición de radical ambivalencia ante la figura paterna, que oscila entre la admiración, el temor y la envidia, el diablo suele encarnar algunos de los aspectos más negativos y violentos de la relación padre-hijo. Cf. Freud, Obras 7: 2677-96.)

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demo? Não gloso. Senhor pergunte aos moradores. Em falso receio, desfalam o nome dele- dizem só: o Que-Diga. Vote! Não... Quem muito se evita, se convive” (Rosa, Grande Sertão 24). Y más adelante: “E, o respeito de dar a ele esses nomes de rebuço, é que é mesmo um querer invocar que ele forme forma, com as presenças” (25). Estas líneas plantean la estructura de una investigación respecto al demonio que regirá todo el texto. Riobaldo quiere evitar al demonio y, más aun, quiere demostrar que no existe, que es una pura ausencia. Sin embargo, cuando la gente le da nombres como el Que-Diga, le dan una paradójica forma “con las presencias”, es decir, una cierta existencia concreta. En la novela, evadir al demonio es convivir obsesivamente con él, especialmente a través de la palabra. Esta es la característica que tanto Freud como Lacan consideran determinante en la figura paterna: su mayor poder se da en su ausencia, cuando se ha convertido en ley simbólica a partir del lenguaje. El propio narrador está inmerso en esta red de ausencias y presencias, y su intento por evitar la figura del diablo produce su proliferación en el orden simbólico. El Barroco rosiano está marcado por ese juego de presencias y ausencias vinculadas con la figura del demonio. Las primeras páginas del texto son una intrincada reflexión en torno al papel de paternidad del diablo en el ascenso de Riobaldo y en su condición de patriarca. Adicionalmente, la novela es una disquisición filosófica en torno al demonio y al mal. Sin embargo, como lectores, debemos notar que no lidiamos simplemente con una cuestión abstracta que podría resolverse con un bello diálogo socrático. La pregunta por el diablo tiene importantes contenidos políticos, ya que la situación privilegiada de Riobaldo, su condición de patriarca local, depende de ese pacto cuyo verdadero sentido él busca descifrar. Así, la novela no se funda simplemente en una pregunta abstracta sobre el mal; tiene que ver también con la legitimidad de la posición de poder de un hombre. Esto modifica por completo la situación dialógica de la novela, ya que transforma lo que en principio no es más que una disquisición filosófica en un juicio sobre los actos del narrador. Willi Bolle considera que Os Sertões es un “texto precursor” de Grande Sertão: Veredas, y que ambos comparten una estructura que se debe vincular con temas políticos, históricos y legales. Son obras que ponen a la historia del Brasil ante un tribunal:

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Assim como o texto precursor, também o romance se configura como um discurso diante do tribunal. O narrador Riobaldo está às voltas com a tarefa de explicar e justificar um ato culposo: o pacto que ele fechou com o Diabo. Ato que pode ser igualmente considerado um crime fundador, se o interpretarmos alegoricamente como um falso contrato social, ou seja, como representação da lei fundadora de uma sociedade radicalmente desigual. (Bolle 39)

Os Sertões podría leerse como un texto en el cual el autor, Euclides da Cunha, trata de mostrar el caso de Canudos ante el tribunal de la historia. Riobaldo realizará una labor semejante ante su interlocutor, que es, en cierto sentido, su juez. La pregunta aparentemente filosófica sobre la existencia del demonio esconde otra jurídica, histórica y política: ¿es Riobaldo culpable de un crimen fundacional, vinculado con el pacto con el demonio, que lo consolida ilegítimamente como el patriarca de una comunidad? ¿Es ese pacto el origen de un contrato social fallido, marcado por la desigualdad y la explotación de las masas oprimidas en el sertón? La retórica de la novela oscila, por lo tanto, entre la disquisición metafísica y el juicio político. Esta variedad de registros, al igual que el intrincado sistema de historias entretejidas, consolidan en el texto la retórica barroca que debemos deshilvanar en la lectura. La sobreproducción de relatos y de estórias en la novela es, como señalamos, una característica esencial para la retórica barroca de la novela. Este tipo de “relato inserto” está muy presente en el inicio de la novela, y las primeras páginas constituyen una especie de preámbulo a la acción que se narrará más adelante. El texto comienza con una serie de reflexiones aparentemente filosóficas sobre la naturaleza del sertón, y muestran a Riobaldo como un “jagunço4 letrado” con un gusto particular por “especular idéia” (Rosa, Grande Sertão 26). Estas reflexiones dan paso a una serie de estórias donde los protagonistas pasan de la naturaleza (el becerro con cara de perro y de hombre, por ejemplo) a temas éticos y políticos. Para Riobaldo, el objetivo central de estas estórias será legitimar su poder como cacique local. El resultado, sin embargo, estará marcado por la ambigüedad. Haremos a continuación un 4

En el Brasil, un jagunço es un guerrero a sueldo que trabaja en defensa de los intereses de un hacendado. En ocasiones, los hacendados mismos se convierten en los líderes guerreros de grandes ejércitos. Son figuras propias del nordeste brasileño y de las regiones descritas por Guimarães Rosa en su novela.

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breve recuento de algunas de estas narraciones que inauguran la novela y que nos permiten comprender mejor la manera de narrar de Riobaldo, antes de entrar en el relato central de la novela. B. Algunas ESTÓRIAS patriarcales: Aleixo, Pedro Pindó, Riobaldo Antes de empezar la historia de Riobaldo, Grande Sertão: Veredas nos muestra un buen número de breves relatos que deben leerse como una verdadera “propedéutica” en torno a la manera de narrar y de pensar del protagonista. Este catálogo de relatos comienza con dos estórias dedicadas explícitamente a figuras paternas. Primero, oímos hablar de un tal Aleixo, un hombre esencialmente bueno que un día mata a un anciano que pide limosna. El narrador hace énfasis en que se trata de una acción arbitraria, hecha solo por “graça rústica” (28). El año siguiente, sus hijos enferman y quedan ciegos. Ante esto, Aleixo se convierte en un hombre piadoso, e incluso se siente feliz por lo ocurrido, ya que su arbitraria acción lo llevó, en últimas, a ser un mejor hombre (28). Riobaldo reacciona con ira ante esta parábola: “Isso eu ouvi, e me deu raiva. Razão das crianças. Se sendo castigo, que culpa das hajas do Aleixo aqueles meninozinhos tinham?!” (29). A continuación, nos encontramos con la estória de Pedro Pindó, otro “hombre de bien”, y su hijo Valtêi. Este niño parece ser una encarnación del mal desde pequeño, pues se deleita matando pequeñas criaturas. Para corregirlo, sus padres lo amarran a un árbol y lo someten a varias torturas. Este tratamiento tiene un efecto inesperado: “Arre, que agora, visível, o Pindó e a mulher se habituaram nele bater, de pouquinho em pouquim foram criando nisso um prazer feio de diversão [...]” (30). La imagen de la educación del niño se convierte inesperadamente en la transformación de los padres en criaturas malignas que disfrutan con el sufrimiento ajeno; ellos mismos terminan encarnando los impulsos sádicos que querían frenar en su hijo. Es necesario detenerse por un momento en estas estórias para considerar su función en el discurso del narrador. Por un lado, Riobaldo las presenta como problemas éticos cuya solución podría ser útil para pensar un problema más amplio: el mal en el mundo e, indirectamente, la existencia del demonio en su propia vida. En este caso, el objetivo es reducir el poder

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demoníaco a realidades manejables, como la voluntad humana, una fuerza interior que lleva a los hombres a cometer acciones maléficas sin mayor explicación. Esta mirada ante el mal eliminaría por completo la figura del demonio, ya que sitúa al ser humano, y a su libre albedrío, en el centro de todo problema ético. En otras palabras, se trata de estórias que, en principio, niegan la existencia del demonio como origen del mal. Como veremos, para Riobaldo es fundamental demostrar(se) que el demonio no existe y que su alma está a salvo luego del supuesto pacto diabólico. El problema que surge para Riobaldo radica en que estas estórias, que sitúan al mal en una “fuerza interna” que guía a algunos hombres, no pueden dar cuenta de las consecuencias de estos terribles actos y la manera en que afectan a otras personas. El asesinato de Aleixo culmina con su propia redención a costa de la ceguera de sus hijos y la muerte de un anciano inocente. La diversión sádica de Pedro Pindó le produce placer, mientras su hijo está cada vez más próximo a morir. En lugar de mostrar la inexistencia del demonio, estas narraciones señalan el carácter impredecible del mundo ético, en el cual puede ocurrir que los culpables salgan mejor librados que las víctimas. Además, es notable que ambos relatos incluyan figuras paternas: las estórias nos dejan con un par de padres que toman decisiones brutales y arbitrarias sin recibir un castigo directo, mientras que sus hijos sufren las consecuencias. Si seguimos la lógica misma de estos relatos, nos enfrentamos a una serie de problemas éticos que terminan por cuestionar a otro padre sospechoso: el feliz hacendado que nos narra su vida. ¿Pertenece Riobaldo, en algún sentido, a la genealogía de Aleixo y Pedro Pindó? Su extensa charla con el interlocutor letrado busca disolver esta posibilidad; sin embargo, las estórias tienden a vincularlo una y otra vez con estos infames predecesores. El texto mismo nos guía en esta dirección interpretativa a partir de un hecho singular: después de estos relatos, se inicia una nueva serie de narraciones que tienen como protagonista al propio Riobaldo. Sus dudas éticas lo llevan a seguir produciendo estórias cuyo objetivo primordial es mostrarlo como un “buen hombre”, a pesar de haber hecho un pacto con el diablo. Como dijimos, el resultado final de esta proliferación no es la explicación clara y distinta de un problema; es el despliegue de la duda, el derroche narrativo de un ser humano que no es capaz de dar un sentido claro a su propia experiencia.

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La progresión de esas estórias culmina con dos anécdotas en las que Riobaldo participa directamente y que lo vinculan de forma subrepticia con las malignas figuras paternas de los relatos anteriores. Primero, Riobaldo cuenta cómo un día debe visitar a un médico y, para ello, se viste con sus mejores prendas, entre otras cosas, para no ser reconocido como “jagunço antigo” (33). En el trayecto se encuentra con un hombre llamado Jazevedão, que viene acompañado por un capanga, un matón a sueldo. Este Jazevedão es un delegado cruel, conocido perseguidor de todo tipo de hombres, desde criminales famosos hasta personas humildes que roban para comer. Riobaldo lo ve ojeando algunos expedientes legales. Uno de esos expedientes cae y el narrador, que ha reaccionado con hondo desdén ante la presencia del delegado, toma la siguiente decisión: “Uma hora, uma daquilas laudas caiu —e me abaixei depressa, sei lá mesmo por quê, não quis, não pensei —até hoje crio vergonha disso— apanhei o papel do chão, e entreguei a ele. Daí digo: eu tive mais raiva, porque fiz aquilo; mas aí já estava feito” (34). Una hoja de un archivo cae al suelo y Riobaldo hace un esfuerzo por devolverla. Con la decisión de darle al delegado la hoja que se le escapa, Riobaldo no le entrega simplemente un papel: le entrega el destino de un hombre como él mismo, quizás uno de sus compañeros jagunços. Por solidaridad, debería simplemente abandonar la hoja a su suerte, pero realiza, con su esfuerzo innecesario, una sutil traición. Ese inesperado “respeto” por la ley está claramente vinculado con su deseo por protegerse a sí mismo, con la necesidad de aliarse con el poder para esconder su identidad y salir bien librado, incluso a costa de otros. Al final, Riobaldo justifica esto con una máxima que reafirma la ley arquetípica de los más fuertes, la lógica del poder que lo ha llevado a convertirse en el patriarca de la región: “O senhor sabe: sertão é onde manda quem é forte, com as astúcias. Deus mesmo, quando vier, que venha armado!” (35). Este tipo de frases, que parecen contener una especie de sabiduría milenaria, en realidad nos muestran la enorme ambigüedad ética que marca buena parte del relato del narrador. Por último, Riobaldo cuenta la estória de Joé Cazuzo, el único jagunço conocido que se arrepintió justo en medio de la guerra. En una batalla en que los bandoleros son una franca minoría, Joé Cazuzo se arrodilla y comienza a rezar piadosamente porque ve una aparición de la Virgen. Por su parte, Riobaldo, temeroso ante la fuerza de los soldados del Estado, decide huir.

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Su relato continúa con una fuga “heroica”, en la cual muere su caballo y él está a punto de ser herido, hasta que finalmente encuentra un refugio. Todo culmina con la imagen de Joé Cazuzo convertido en una suerte de santo: “E que esse acabou sendo o homem mais pacificioso do mundo, fabricador de azeite e sacristão, no São Domingos Branco. Tempos!” (37). Sea cual sea el desenlace de Joé Cazuzo, la historia nos deja una imagen fundamental: la de Riobaldo abandonando a sus compañeros diezmados en plena batalla con el fin de salvarse a sí mismo por encima de todo y de todos. En principio, estas estórias no son sobre Riobaldo. Su objetivo es mostrar la variedad de la experiencia humana, la forma en que cada hombre toma un sendero particular y cómo el bien y el mal son producto de decisiones individuales. Cada caso es una muestra del bien y el mal en el universo del sertón, y Riobaldo comenta tanto los medios violentos del poder para consolidarse como un verdadero patriarca (Jazevedão y su “capanga”) como las herramientas populares y religiosas para hacer frente a esa violencia (Joé Cazuzo). Sin embargo, estas estórias sí incluyen a nuestro narrador y, más aún, nos muestran a un hombre capaz de ambiguas traiciones y complicidades con el poder. Riobaldo se va consolidando como un narrador en el cual no es posible confiar, a pesar de su arquetípica cordialidad y su aparente sabiduría basada en la experiencia. Como lectores no debemos olvidar este aspecto escurridizo de su retórica: es por esta razón que los relatos que inician la novela deben leerse como un preludio elocuente y significativo para las páginas que siguen. Parecen ser una muestra de la proverbial sabiduría del protagonista en sus años de madurez, pero son, también, una muestra de las ambigüedades que marcan su historia. Con el comentario de estas páginas iniciales podemos definir de manera más clara algunos aspectos de la estructura formal del texto. El motor retórico de la novela es la duda disfrazada de sabiduría y experiencia. La proliferación barroca de discursos, de anécdotas y de niveles de narración surge de un universo sin centro, un espacio donde el poder del protagonista se designa a partir de una figura decididamente ambigua: el demonio, origen paternal que existe como ausencia. En términos retóricos, Riobaldo, quien se caracteriza por una notable ambigüedad ética y política, produce una narración que prolifera en explicaciones contradictorias, que oscila entre la afable charla filosófica y el juicio legal, entre el tono épico de la “historia” oficial

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y el popular de las estórias sertanejas que revelan su deseo de ser exculpado y legitimado. El trabajo central del lector consiste en seguir el desarrollo de todos estos niveles narrativos. Riobaldo, precisamente por el hecho de sentirse acusado, hace grandes esfuerzos por escamotear algunos de estos planos discursivos, por guiar al interlocutor solo por algunas de las veredas de su historia. Nuestra tarea, sin embargo, es transitarlas todas y, en especial, ver cómo las múltiples estórias contradicen la unidad de la “historia oficial” que el narrador trata de consolidar para legitimar su poder. El derroche narrativo de historias edificantes, de graciosas anécdotas y de elegantes reflexiones filosóficas denota un vacío central, la angustiosa ausencia de certeza sobre la propia experiencia. En Riobaldo, esta situación de profunda duda es el origen de una búsqueda esencial dentro del universo sertanejo: así como en su relato busca legitimar su posición de poder, en su vida busca encontrar padres, figuras de autoridad que puedan dirimir los problemas tanto epistemológicos como políticos que lo llenan de ansiedad. Cuando el narrador se enfrenta a la imposibilidad de solventar el problema de la existencia del demonio, señala: “Olhe: o que devia de haver, era de se reunirem-se os sábios, políticos, constituições gradas, fecharem o definitivo a noção —proclamar por uma vez, artes assembléias, que não tem diabo nenhum, não existe, não pode. Valor de lei! Só assim davam tranquilidade boa à gente. Por que o Governo não cuida?!” (31). Ante la duda central de su propia existencia, Riobaldo añora figuras paternas “bondadosas”, intelectuales y políticos fuertes, hombres que puedan encarnar una “fuerza de ley” capaz de disolver el problema que lo atormenta. En la novela encontraremos una solución singular ante este problema: la ausencia de una figura paterna central terminará por producir una proliferación de padres parciales, incapaces de llenar el vacío central del texto, hasta que surge al fin la figura del diablo. Cada uno de estos padres fracasará y llevará a Riobaldo a convertirse él mismo en la figura soberana que narra la historia. Debemos ocuparnos, por ello, de una nueva proliferación barroca en el texto. Se trata de esa multiplicidad de figuras paternas que nunca llegan a encarnar un orden estable en el vacilante universo del sertón.

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C. Padres I: el paternalismo, el demonio y las condiciones materiales del nordeste Ya señalamos algunos elementos que nos llevan a considerar la novela de Guimarães Rosa bajo el signo del padre ausente. Por un lado, Riobaldo, personaje que concentra el poder político en su región y que monopoliza el uso de la palabra en el texto, duda constantemente al revisar su vida; por lo tanto, no corresponde con la imagen del padre presente que hemos trabajado en otros textos. De otro lado, el origen de su imperio en el sertón es la figura fantasmagórica del demonio, personaje cuya ausencia se convierte en una particular manera de ser real, especialmente en el universo simbólico de la palabra y el lenguaje. Hay, sin embargo, otro elemento textual que nos sitúa en el terreno de la ausencia del padre: Riobaldo, literalmente, no tuvo un padre en su infancia. Así define él mismo su orfandad: Por mim, o que pensei foi: que eu não tive pai; quer dizer isso, pois nem eu nunca soube autorizado o nome dele. Não me envergonho, por ser de escuro nascimento. Órfão de conhecença e de papéis legais, é o que a gente vê mais, nestes sertões. Homem viaja, arrancha, passa: muda de lugar e de mulher, algum filho é o perdurado. Quem é pobre, pouco se apega, é um giro-o-giro no vago dos gerais, que nem os pássaros de rios e lagoas. (57-58)

Riobaldo sabrá mucho después la identidad de su verdadero padre. Esto no cambia la verdad de estas palabras: en su infancia fue un hijo ilegítimo, criado únicamente por su madre, una mujer llamada Bigri. Esta situación se atribuye desde un principio a algunas particularidades económicas y sociales del sertón: su pobreza generalizada, el carácter nómada de sus habitantes y las condiciones de producción y trabajo en la zona. La orfandad de Riobaldo, expresada en breves relatos sobre su infancia, forma parte de una problemática histórica más amplia que nos lleva, como en Vidas Secas, al tema de la modernización brasileña y sus efectos específicos en el nordeste. Podríamos pensar, con Euclides da Cunha, que el sertón brasileño es un espacio ajeno a la modernidad, una tierra caracterizada por una barbarie vinculada con la aridez salvaje de la tierra y con el carácter retrógrado de sus habitantes. Una mirada más atenta nos permite ver que, por el contrario, es un producto evidente del “progreso” de la nación brasileña.

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Walnice Nogueira Galvão ha realizado un minucioso estudio de Grande Sertão que analiza la manera en que la modernización de la economía nacional determinó las condiciones de trabajo en el nordeste y la forma en que estas circunstancias son representadas en la novela: A lógica do capital determinou que as melhores terras, as litorâneas e férteis, fossem reservadas para a lavoura da cana; a produção do açúcar, baseada no braço escravo, ocupa a posição de empreendimento prioritário que determina a posição de todos os demais. Mas, para que a produção do açúcar fosse possível, era preciso garantir a subsistência de todas as pessoas envolvidas no processo produtivo e em sua comercialização; e essa é a razão da criação de gado. Exatamente gado e não outra solução qualquer, porque o gado também podia fornecer em escala nada desprezível, força-de-trabalho para o engenho. (Galvão 31)

El nordeste es, efectivamente, el espacio en el que la caña de azúcar se produjo a gran escala y se hizo con el método característico del ingenio. El azúcar cumplió una labor esencial en la modernización brasileña, ya que gracias a su venta en los mercados internacionales la nación pudo financiar algunos de sus grandes proyectos de civilización y progreso, particularmente en las grandes ciudades del litoral. El sertón es un espacio poco fértil, pero tiene algunas tierras productivas, las cuales se destinaron exclusivamente a la producción azucarera. La posibilidad de trabajar en estas haciendas era limitada, y a lo largo del xix se restringió a la mano de obra esclava. A principios del xx, luego de la abolición de la esclavitud, dependía de las necesidades específicas de los hacendados, y una parte sustancial de la población siempre estuvo fuera de este sistema productivo. Esto hizo que el resto de los trabajadores activos tuviese que laborar en otras actividades para sostener la centralidad de este sistema azucarero, lo cual llevó a la solución de la ganadería como una segunda alternativa productiva y laboral. El ganado fue una solución idónea para los hacendados: requería escasos cuidados y pocos trabajadores, se transportaba a sí mismo, servía a su vez como mano de obra y como alimento. Algunos de estos elementos de la economía nordestina ya nos son familiares, pues los vimos en Vidas Secas, donde Fabiano y su familia dependen de la variable producción ganadera. Riobaldo también forma parte de este mundo donde la hacienda azucarera y la producción ganadera son los dos grandes centros de la producción regional.

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Es esencial notar que tanto la ganadería como la producción azucarera siempre generaron una notable desigualdad en la región. Los hacendados solo contratan a la gente que es estrictamente necesaria para el azúcar y, por esta razón, no hay una abundancia de este tipo de trabajo. Adicionalmente, dado que es un trabajo de gran intensidad y de muy mal salario, es una alternativa laboral comparable con la esclavitud. Respecto al ganado, el sistema ganadero mismo, de tipo extensivo, generaba sistemas de dependencia entre los campesinos y los hacendados: en general, una persona es dueña absoluta de vastos terrenos y requiere de muy pocos trabajadores para realizar todo el trabajo pecuario (en Vidas Secas, por ejemplo, Fabiano y su familia son mano de obra suficiente para toda una hacienda, y su destino depende de las decisiones arbitrarias de un único patrón). La función real del trabajador se limita a cuidar las reses, evitar que sean robadas o que se pierdan y hacer notar si se enferman. Su otra responsabilidad será la de transportar el ganado para su consumo en los ingenios o su comercialización en otras regiones del país. Por todas estas razones, el trabajador sertanejo, dedicado al azúcar o a la ganadería, es una suerte de nómada que depende de la protección de quien posee los elementos productivos centrales: la tierra y las reses. Este tipo de labor genera figuras dependientes y en constante movimiento, ya sea para transportar el ganado, que no les pertenece, o simplemente por la necesidad de buscar nuevos empleos cuando la sequía o la voluntad de los hacendados así lo exigen. Esta descripción del nordeste nos deja con una imagen muy cercana a la que da Riobaldo al hablar de su propia orfandad y de la necesidad subsecuente de encontrar “padres” protectores. Uno de los primeros recuerdos que tiene de su infancia es el de una familia que le brinda protección a él y a su madre: “Gente melhor do lugar eram todos dessa família Guedes, Jidião Guedes; quando saíram de lá, nos trouxeram junto, minha mãe e eu” (59). Esto es muy representativo: en el sertón, quien no posee tierra solo puede recurrir a la protección paternal y a una permanente movilización, cuyo resultado es, directa o indirectamente, una nueva proliferación de hijos ilegítimos y dependientes. Con Fabiano, en Vidas Secas, ya habíamos entrado en contacto con este permanente nomadismo del trabajador ganadero sertanejo. Más adelante en Grande Sertão encontraremos otro tipo de “trabajador” errante propio de los sistemas económicos y políticos del sertón: el guerrero a sueldo.

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Los “huérfanos”, entre los cuales se cuenta el joven Riobaldo, expresan un problema que ya hemos venido esbozando: la modernización brasileña, financiada inicialmente con el dinero del azúcar y la labor secundaria de la ganadería, produjo una serie de sistemas económicos semifeudales que fueron creando una gran cantidad de figuras patriarcales capaces de dar protección y sustento a una parte importante de la población. Se trata, por lo tanto, de un sistema económico que produce una proliferación de “padres” tanto de hijos ilegítimos como de trabajadores explotados que requieren protección. Todo campesino del sertón es, en cierto sentido, un huérfano que procura la protección de un padre, de un hacendado, de un ganadero o, en última instancia, de un líder religioso o político-militar que prometa una forma de liberación. Riobaldo es una figura paradigmática en la región, donde carecer de un padre protector implica un estado de desamparo tanto material como político. Tal estructura paternalista, reiteramos, no es producto de una barbarie congénita de la región: es el resultado paradójico de los esfuerzos nacionales de modernización, de la función que cumple el nordeste en ese proceso e, indirectamente, del lugar que ocupa el Brasil en el sistema capitalista internacional como proveedor de materias primas y productos muy específicos (en este caso, el azúcar; en otros momentos y lugares, café o caucho) para la economía mundial. La búsqueda insistente de figuras paternas por parte de Riobaldo es el producto de esta situación histórica. La estória del Riobaldo huérfano es, así, una diáfana alegoría del nordestino sin medios, cuyo destino es precisamente moverse por el mundo en busca de protección paterna. Una vez muere su madre, Riobaldo queda en la miseria hasta que un vecino lo lleva a encontrar una nueva figura capaz de brindarle protección: “Até que um vizinho caridoso cumpriu de me levar, por causa das chuvas numa viagem durada de seis dias, para a Fazenda São Gregório, de meu padrinho Selorico Mendes, na beira da estrada boiadeira, entre o rumo do Curralinho e o do Bagre, onde as serras vão descendo” (Rosa, Grande Sertão 127). En principio, Riobaldo cumplirá el destino de todo nordestino pobre: entrará a trabajar en una hacienda bajo la protección de una figura de autoridad y poder. Un hecho modifica ese destino. El “padrino” Selorico Mendes es el verdadero padre de Riobaldo. Movido por la culpa, el rico hacendado le permite tener una vida más holgada que la de un trabajador normal. El hacendado lo

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trata como a un hijo y se encarga de contarle “casos” sobre los grandes héroes del sertón: los jagunços. En este gesto, en su voluntad de narrar las historias heroicas de los grandes bandidos del sertón, el padre que ha permanecido ausente comienza a forjar el destino de su hijo, a darle como herencia los dos elementos distintivos de su existencia: por un lado, el bandolerismo y, por otro, el gusto por narrar. Durante su estadía en la hacienda, Riobaldo lo oye hablar de diversos jagunços famosos, hasta que un día, con verdadera emoción, le muestra una nota firmada por “Neco”, uno de los más famosos bandoleros nordestinos. Riobaldo reacciona con perplejidad porque no sabe leer (129). Este breve instante produce una contradicción decisiva en la vida de Riobaldo. Por un lado, permanecerá por largo tiempo en ese mundo patriarcal, al servicio de múltiples figuras de autoridad. Por otro lado, sin embargo, recibirá una educación que le permite acceder a otros espacios de la sociedad. En palabras de Galvão: A linha do destino se define em seus nexos tortuosos: o interesse do padrinho pela jagunçagem leva-o a tirar Riobaldo da sua condição de iletrado para a de letrado. [...] Riobaldo, que até a morte da mãe era membro da plebe rural, pobre, sem pai, vivendo agregado e recebendo a proteção de um senhor, agora começa a receber um adestramento característico de outra classe. (78)

A pesar de su prolongada ausencia, Selorico Mendes cumple con una función típicamente paterna: darle a su hijo una ley de vida que se hace efectiva en el ámbito de lo simbólico, de la palabra. Esta ley termina por distanciar a Riobaldo de lo que Galvão llama “plebe rural”. Su destino doble de guerrero y de letrado lo convierte en una figura singular, capaz de una movilidad única dentro del sistema paternalista del sertón. Riobaldo será un “jagunço letrado”, una figura ambivalente que pertenece a un sistema semifeudal de jefes y subordinados, y sin embargo tiene un poder adicional gracias a su entrada a la ciudad letrada. Esta es una posición que le permite conocer mejor el sistema político del sertón, aprovecharse de él para ascender socialmente e incluso criticarlo. Por su condición de letrado, será capaz de dudar de las diversas figuras patriarcales que se le presentan y de señalar sus fallas en términos intelectuales y políticos. Esta duda, uno de los motores de la novela, tiene uno de sus orígenes en el padre real del protagonista y en su

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legado ambivalente de dependencia material, idealización del bandolerismo y formación intelectual. La condición de letrado de Riobaldo le permite tener una posición única en el sistema patriarcal del sertón: le otorga una cierta movilidad social, que otros guerreros a sueldo nunca podrían tener, y también le da la posibilidad de criticar y poner en duda al sistema mismo, a sus mecanismos de dependencia y de explotación. A continuación, haremos un seguimiento de algunas de las figuras de autoridad que Riobaldo encuentra para analizar sus funciones como padres en el texto. Veremos la estructura de duda que los rodea y la forma en que las estrategias barrocas de la novela se relacionan con ellos. Nos detendremos, para comenzar, en un brillante episodio que muestra la transición del joven Riobaldo desde el mundo meramente familiar, marcado por su madre Bigri y su “padrino” Selorico Mendes, hacia otro tipo de dependencia patriarcal en el sertón: el bandolerismo. D. Padres II: Zé Bebelo y los líderes JAGUNÇOS Gracias a Selorico Mendes, Riobaldo hereda dos destinos: las armas y las letras. Para aprender a leer la nota de Neco, su padre lo envía al Curralinho, un lugar donde podrá ir a la escuela. Allí varias personas le señalan que no será nunca un buen trabajador, pero que tiene talento como profesor. El hombre que está a cargo de Riobaldo le dice: “Baldo, você carecia mesmo de estudar e tirar carta-de-doutor, porque para cuidar do trivial você jeito não tem. Você não é habilidoso” (Rosa, Grande Sertão 129). El carácter intelectual de Riobaldo le permitiría salir de esa “plebe rural” dedicada a lo “trivial” para convertirse en un maestro. Este es el rumbo que, en un principio, toma su vida. Al regresar a la hacienda São Gregório luego de educarse, el narrador descubre que Selorico Mendes es su padre y una sensación de desasosiego se apodera de él. Comenzando por este personaje, Riobaldo irá dudando de cada una de las figuras paternas en el texto. En este caso, Riobaldo duda de su padrino por el deseo que tiene de apropiarse de las hazañas de los bandoleros a partir del acto de narrar: “Parecia que ele queria se emprestar a si as façanhas dos jagunços, e que Joca Ramiro estava ali junto de nós, obedecendo mandados, e que a total valentia pertencia a ele, Selorico Mendes. Meu

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padrinho era antipático” (137). Molesto ante ese hurto narrativo, Riobaldo se va de la hacienda paterna y vuelve al Curralinho, donde intentará seguir el consejo de hacerse profesor. Por casualidad, llega en el momento preciso en que una plaza ha surgido en la región: un hacendado vecino está en busca de un profesor. El elemento más llamativo de este episodio es una notable paradoja sobre el concepto de independencia en el sertón: para Riobaldo, hacerse profesor parece implicar la posibilidad de escaparse de su padre y también del sistema de dependencia de la hacienda. Sin embargo, el texto rápidamente destruye esta expectativa: su labor como profesor lo pone al servicio de otro hacendado, como cualquier trabajador de la región. En la novela, la imagen del intelectual como una figura exterior a los sistemas de producción y opresión de su sociedad es presentada con escepticismo. El profesor se gana la vida en la hacienda, junto con el trabajador agrícola y el bandolero a sueldo, cumpliendo con los requisitos del patriarca local. Riobaldo gana una cierta movilidad dentro de los sistemas paternalistas sertanejos, pero esto no le dará la libertad de escaparse de ellos por completo. Su “alumno” hacendado es una de las figuras claves de la novela y uno de los grandes jefes patriarcales del sertón: José Rebelo Andro Antunes, Zé Bebelo. La distancia entre un profesor y un bandido del sertón no es, al menos en esta novela, muy grande. De hecho, Riobaldo dará el paso de profesor a bandido con una velocidad pasmosa, mostrando las secretas alianzas que existen entre ambas figuras en este sistema eminentemente patriarcal. Con Zé Bebelo, Riobaldo se adentra en una vida aparentemente intelectual que, de forma paradójica, lo lleva al bandolerismo por causa de los complejos sistemas de dependencia semifeudal en el sertón. El hacendado no solo es el dueño de grandes terrenos, sino que también tiene a su disposición un ejército personal. Muy pronto, Riobaldo empezará a participar de las acciones “políticas” de su empleador, primero como asesor de sus discursos y, luego, a causa de varios eventos fortuitos, como parte de sus fuerzas armadas. Debemos anotar que Zé Bebelo, sin embargo, será una figura singular en la novela porque es uno de los pocos patriarcas que está al servicio del Estado y de la modernización, no de los intereses de los hacendados locales. Mientras que el resto de jefes jagunços trabajan por sí mismos, a favor de sus intereses de clase (o de sus empleadores, los hacendados), este personaje habla abiertamente de

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trabajar con el Gobierno para acabar con la violencia generalizada en el nordeste. Este vínculo con el Estado lo pone en contra de los jagunços, que, como hemos señalado, forman parte de ejércitos pagados por los poderes locales ligados a las haciendas y que, por lo tanto, se niegan a la excesiva intervención del Gobierno en sus negocios particulares. Zé Bebelo explica su oposición a estos bandidos regionales por su lealtad a los guerreros del pasado. Después de la muerte de Joãozinho Bem-Bem, un bandolero heroico de otrora que él habría seguido sin dudar, señala: “O único homem que eu podia acatar, siô Baldo, já está falecido. Agora temos de render este serviço à pátria- tudo é nacional!”(146). Estado y jagunçagem serán, por lo tanto, fuerzas opuestas en la novela, representadas por Zé Bebelo y su visión “nacional” y por los demás bandoleros y la defensa de los valores tradicionales de los hacendados regionales. Este segundo grupo está liderado por una de las figuras centrales para el desarrollo de la novela: el gran jefe jagunço, Joca Ramiro. Zé Bebelo no solo apoya ideológicamente al Estado, sino que también cuenta con financiación del Gobierno: “Demais, de tudo ali se prazia fartura comfortável. Abastada comida, armamento de primeira, monte de munição, roupas e calçados para os melhores. E cobre para semanal de pagamento, pois nenhum daqueles homens estava ali por amor-de-deus, mas ajeitando seu meio de viver. Diziam que era dinheiro do cofre do Governo. Parecia” (148). Esta cita describe de forma explícita la razón de ser de los ejércitos jagunços en el sertón: son el resultado de la necesidad de subsistir de las masas nordestinas, que necesitan “ajeitar seu meio de viver”, buscarse la vida. El bandolerismo es otra vía de subsistencia para quienes están fuera de la producción azucarera y ganadera. De cualquier manera, estas masas siguen dependiendo de los patriarcas locales. La utilidad del jagunço nace de su engañosa “libertad”, que consiste en no poder participar en los otros sistemas productivos paternalistas del sertón: el azúcar y el ganado. Esto es algo que Walnice Nogueira Galvão demuestra de manera convincente en As Formas do Falso.5 Este episodio confirma una estructura que ya mencionamos con respecto a Selorico Mendes y que se repetirá a lo largo de la novela: la duda del narrador respecto a toda figura paterna. Riobaldo se convierte en jagunço 5

Ver, en especial, el capítulo 3 de su libro, titulado “A Plebe Rural”.

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bajo el mando de Zé Bebelo y con él obtiene una vida estable; sin embargo, el vínculo que este hombre tiene con el Gobierno lleva al narrador a dudar de su entereza. Cada vez que menciona su compromiso con el Estado y la modernización, Riobaldo siente que allí se consolida una traición al sertón y a su sistema tradicional, basado en el cuidado paternal de los hacendados, que, a pesar de su violencia y explotación, es esencial para la subsistencia de miles de hombres. Para el nordestino, el Estado es una figura sospechosa que históricamente ha abandonado la zona a su suerte, la ha atacado con brutalidad, como ocurrió con el episodio de Canudos narrado en Os Sertões, o ha venido para explotarla y sacarle provecho. Frente a la nación, los hacendados locales han cumplido al menos la labor de darle algún sustento básico al trabajador sertanejo. En determinado momento, el narrador le cuenta a Zé Bebelo que gracias a Selorico Mendes conoció a Joca Ramiro, el más grande líder jagunço de la región y, por lo tanto, su más grande enemigo. Le da detalles sobre la manera en que estos bandidos viajan, sus secretos para cuidar de sus caballos e, incluso, algunas de sus estrategias de batalla. Muy pronto siente que ha cometido una falta: E eu, que já ia contar mais, do diverso, das peripécias que meu padrinho dizia que Joca Ramiro inventaba no dar batalha, então eu como me concertei em mim, e calei a boca. Mire veja o senhor tudo o que na vida se estorva, razão de pressentimentos. Porque eu estava achando que, se contasse, perfazia ato de traição. Traição, mas por que? Dei um tunco. A gente não sabe, a gente sabe. (150)

Al igual que con Selorico Mendes, Riobaldo se ha puesto al servicio de una figura paterna para luego dudar de su legitimidad y distanciarse de sus posiciones. La oscilación de atracción y posterior duda frente a los padres define todos los encuentros del narrador con diferentes figuras de autoridad patriarcal. Esta duda esencial deja en él, además, una sensación de carencia: el verdadero “padre” del sertón, la figura que puede generar un verdadero orden epistemológico y político en este universo, siempre está ausente. Esta posición escéptica frente al poder tiene su origen en su formación intelectual, en el hecho decisivo de que él es un jagunço letrado. Intelectualidad y paternalismo se vinculan de forma secreta en el texto: quien más desea

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saber, quien procura certezas epistemológicas absolutas, es también quien más fácilmente acepta la llegada de una figura patriarcal que garantiza un conocimiento cierto, así esta certeza implique violencia, explotación y miseria. Hay aquí una paradoja que caracteriza al protagonista: es precisamente su condición intelectual la que lo llevará a buscar figuras paternas que lo guíen y que le den una certeza absoluta: lo que hemos llamado “presencia”. Al final, encontrará al demonio, supuestamente la figura paterna más convincente y definitiva en términos epistemológicos y políticos. Ese carácter definitivo del diablo será ambivalente y estará cargado de dudas, como todos los demás padres en el texto. La permanente duda ante las figuras de autoridad deja entrever que en el sertón no hay un verdadero centro y que el “padre” se encuentra ausente. Esta duda se repite una y otra vez en el texto hasta que Riobaldo se convierte él mismo en el patriarca mayor y termina pacificando el sertón. Además de seguir esta estructura narrativa, debemos preguntarnos sobre cómo la duda en torno al padre le da forma retórica al texto, y cómo proceder en nuestros análisis retórico-políticos con la novela; para responder a esta pregunta, nos remitiremos al encuentro de Riobaldo con otros líderes jagunços. A partir de la figura legendaria de Medeiro Vaz, podremos trazar un puente hacia Joca Ramiro, el más grande líder jagunço del sertón, y hacia la forma en que retórica y poder patriarcal se aúnan en la novela. E. Padres III: nuevas figuras paternas y sus estrategias retórico-políticas Una de las dificultades al leer Grande Sertão: Veredas proviene de sus grandes saltos temporales y narrativos. Hasta ahora, hemos seguido la historia de Riobaldo cronológicamente, desde su infancia hasta su entrada en el mundo de los jagunços con Zé Bebelo. Sin embargo, la novela no narra la historia de la misma forma. Una vez culminan las estórias patriarcales iniciales (Aleixo, Pedro Pindó), Riobaldo empieza a narrar su vida bandolera en un periodo muy posterior en el que forma parte de una campaña de venganza por la muerte de Joca Ramiro, el más importante líder jagunço, traicionado por sus hombres de confianza, Hermógenes y Ricardão. Estos

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saltos narrativos también consolidan la dificultad de leer la novela y su carácter barroco. En ese momento, la figura que lidera el ejército vengador es Medeiro Vaz, jagunço presentado con aires de leyenda: Então Medeiro Vaz não estava lá. O que tinha sido antanha a história dele, o senhor sabe? Quando moço, de antepassados de posses, ele recebera grande fazenda. Podia gerir e ficar estadonho. Mas vieram as guerras e os desmandos de jagunços —tudo era morte e roubo, e desrespeito carnal das mulheres casadas e donzelas, foi impossível qualquer sossego, desde em quando aquele imundo de loucura subiu as serras e se espraiou nos gerais. Então Medeiro Vaz, ao fim de forte pensar, reconheceu o dever dele: largou tudo, se desfez do que abarcava, em terras e gados, se livrou leve como que quisesse voltar a seu só nascimento. (60)

Después de las estórias iniciales y su tono marcadamente popular (Pedro Pindó, Aleixo, etc.), la aparición de este líder bandolero introduce la presencia de los jefes jagunços como verdaderos patriarcas en la región y también estrategias retóricas muy distintas a las de las primeras páginas: frente al tono popular de los primeros relatos del texto, el lenguaje cambia con la aparición de palabras como “antanha”, “estadonho”, “donzelas”, que tienen en portugués un dejo arcaico y elevado. Este cambio compagina bien con la alta historia de un hacendado que un día deja todas sus posesiones para luchar por un mundo mejor. El cambio hacia un lenguaje más culto, que choca con el tono popular inicial, se consolida unos párrafos después con una alusión literaria que amplía los registros del texto y lo convierte en una obra que dialoga con tradiciones de gran peso cultural: Daí, relimpo de tudo, escorrido dono de si, ele montou em ginete, com cachos d’armas, reuniu chusma de gente corajada, rapaziagem dos campos e saiu por esse rumo em roda para impor a justiça. De anos andava. Dizem que foi ficando cada vez mais esquisito. Quando conheceu Joca Ramiro, então achou uma esperança maior: para ele, Joca Ramiro era único homem, par-de-frança, capaz de tomar conta deste sertão nosso, mandando por lei, de sobregovêrno. Fato que Joca Ramiro também igualmente saía por justiça e alta política, mas só em favor de amigos perseguidos; e sempre conservava seus bons haveres. Mas Medeiro Vaz era duma raça de homem que o senhor mais não vê; eu ainda vi. (60-61)

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A partir de estas descripciones, la imagen de los bandoleros viene sustentada ya no solo por el uso de palabras cultas, sino también por una alusión al canon literario occidental. Joca Ramiro es descrito como un “par de Francia”, un caballero andante equiparable con Roldán y Lancelot. La crítica literaria ha insistido en la importancia del cambio de tono ligada con estos personajes en la novela. Uno de los pioneros en el estudio de los jefes jagunços como figuras análogas a los caballeros andantes fue Manoel Cavalcanti Proença en su temprano ensayo “Trilhas no Grande Sertão” (1959). En una sección de su texto, titulada “Dom Riobaldo do Urucúia, cavaleiro dos Campos Gerais”, señala: O cangaçeiro, como herói de poesia narrativa sertaneja, é assunto pacífico entre folcloristas, e o paralelismo com as epopéias medievais e seu sucedâneo- o romance de cavalaria, já tem sido apontado, inclusive pelo autor deste ensaio. Pois bem, esse Riobaldo é uma estilização da imagem convencional que o povo estabeleceu para seus heróis. Que não houve, apenas, paráfrase de uma lenda, é evidente. Mas o tipo cavalheiresco de Riobaldo despertou, associativamente, no acervo de impressões do autor, ressonâncias que acabaram por sintonizar até os componentes do romance, onde se pode rastrear uma propensão arcaizante de fabulação, com reflexos no próprio vocabulário. (Proença 163)

Proença identifica un género literario canónico (la novela de caballerías) que, al ser retomado por la novela de Guimarães Rosa, termina por modificar el lenguaje mismo del texto: la estilización de los bandidos sertanejos y su representación como caballeros andantes conlleva también giros retóricos y, en particular, una propensión a la palabra con sonoridades antiguas que eleva el tono de la narración. La combinación de registros opuestos, de historias populares y alusiones cultas, hace de este un texto heterogéneo, barroco, que exige bastantes esfuerzos por parte del lector. Esto, sin embargo, no explica realmente por qué el texto realiza esta operación ni qué objetivo tiene presentar a los jagunços como figuras literarias estilizadas que estarían en franca oposición con el tema popular de los bandoleros del sertón. Comencemos por notar que, a pesar de que este tipo de comparaciones se ha dado desde siempre en la tradición literaria y folclórica brasileña (como bien lo señala Proença), quien produce esta imagen de los bandoleros

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como figuras caballerescas en el texto no es el pueblo en abstracto: es el propio Riobaldo. Dado su carácter de jagunço letrado, no debe sorprendernos la posibilidad de que el protagonista use este tipo de comparaciones. Sin embargo, sí cabe preguntarse por qué genera este viraje retórico en su narración, especialmente después del tono inicial, marcado por la primacía de lo popular y de la estória. Para dar una respuesta, debemos recordar que al final de la primera sección, en la que hicimos un análisis detallado de varias de las estórias que inician la novela, encontramos una posibilidad siniestra: que Riobaldo perteneciera a la oscura genealogía de Aleixo y de Pedro Pindó. Es evidente, de otro lado, que Riobaldo (el narrador-hacendado) pertenece también a otra genealogía, la de Medeiro Vaz y Joca Ramiro, no solo por su condición de jagunço, sino también por haberse convertido en un hacendado poderoso como ellos: en el momento de narrar, es un terrateniente adinerado con grandes fuerzas armadas a su disposición. La estilización de figuras como Medeiro Vaz y Joca Ramiro sitúa a los jefes jagunços en una genealogía literaria de justicia, honor y coraje, es decir, la imagen de héroes estilizados e idealizados. En la novela, Riobaldo surge como el sucesor natural de estos grandes héroes. Esto nos permite pensar que la estrategia retórica de comparar a los grandes líderes jagunços con caballeros andantes tiene como objetivo legitimar la posición de poder de estas figuras e, indirectamente, la del propio narrador. El súbito cambio de tono, desde el lenguaje llano y popular de las estórias hacia una lengua culta, arcaizante y más literaria, genera a su vez la impresión de que Riobaldo pertenece a un universo de caballeros andantes que trabajan por el bien de los desamparados. En otras palabras, a partir de este cambio retórico, Riobaldo aspira a cubrir algunas de las ambigüedades de su propio ascenso al poder. Su objetivo es salir de la genealogía de los “bárbaros” Pedro Pindó y Aleixo para adentrarse en la línea mucho más respetable de Joca Ramiro y Medeiro Vaz, a partir de la comparación con figuras canónicas como Lanzarote, el rey Arturo, Amadís de Gaula y Palmerín de Inglaterra. La retórica del texto en este pasaje se relaciona con las figuras patriarcales sertanejas y con el deseo de legitimar su posición de poder a partir de la comparación con figuras con un importante peso cultural. Es notable, sin embargo, que esta forma estilizada, que busca borrar algunos de los aspectos más oscuros de los líderes patriarcales de la zona, no alcanza a oscurecer la

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realidad histórica del sertón, su violencia paternalista, su proliferación de masas desposeídas y de luchas salvajes. Esto se debe, entre otras cosas, a que los mismos caballeros andantes de la tradición occidental también son el producto de un universo patriarcal: en el mundo feudal, eran efectivamente señores, poseedores de tierras, y sus ejércitos se formaban con las masas desposeídas, que dependían de su protección paternal. Esta comparación caballeresca, si bien le otorga una fachada inicial de belleza al paternalismo sertanejo, no oculta por completo los aspectos más ambiguos del papel de los hacendados como “pacificadores” en el sertón. Por el contrario, vista históricamente, esta comparación parece enfatizar el carácter ambiguo de su papel: en medio de un país en proceso de modernización, la comparación de bandidos rurales con caballeros andantes es posible no solo por la imaginación y la cultura de un narrador, sino también porque esta región periférica es un espacio semifeudal, donde grandes grupos de vasallos se vuelven útiles para aristocráticos señores, ya sea como mano de obra explotada o como ejércitos a sueldo. Esta estilización de los jefes jagunços solo es posible gracias a una verdad histórica que la retórica caballeresca de Riobaldo trata de esconder: los jefes en cuestión son, en cierta medida, señores feudales que tienen a su servicio a un grupo de vasallos. Joca Ramiro y Medeiro Vaz son efectivamente señores y caballeros, no solo por la audacia literaria del autor, sino también porque pertenecen a un sistema económico y político en el cual se conjugan la modernización de la nación brasileña con la necesaria explotación feudal de un gran número de masas desposeídas que hacen posible esa modernización.6 Como líder patriarcal y militar, Joca Ramiro es un personaje de la mayor importancia en el texto: junto con Medeiro Vaz es una de las figuras que se vinculan más abiertamente con la grandeza de los textos de caballería andante. La retórica del texto hace un viraje hacia un tono mucho más elevado para lidiar con estos personajes, y para enfatizar su valía. Sin embargo, estas

6

Para una ampliación de esta idea, en el capítulo 5 de As Formas do Falso, titulado “A matéria: matéria e matéria imaginaria”, Walnice Nogueira Galvão hace un sólido análisis de la ambigüedad histórica de este tipo de comparación en textos históricos y literarios del xix e inicios del xx, que, bajo la bella semblanza del honorable mundo de los caballeros medievales, esconde un problema histórico de explotación propio de la modernidad brasileña.

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figuras, como todos los padres en la novela, conjugan presencia y ausencia, una imagen bella y aristocrática de la guerra en medio de un sistema de radical explotación. Hasta ahora solo hemos hecho una brevísima presentación de esta enigmática figura y la forma en el texto lo enaltece. Sin embargo, su verdadero poder como padre “presente” encontrará su culminación un poco más adelante, al igual que la consolidación de su ausencia y su regreso como ley. Su consagración como padre absoluto ocurre en un largo juicio jagunço, en el que el tono legal del texto halla su momento más alto. Tal juicio, encuentro de dos grandes figuras patriarcales (Zé Bebelo y Joca Ramiro), merece una discusión detallada, que sigue a continuación. F. Juicios I Con Medeiro Vaz iniciamos un análisis de las estrategias retóricas de legitimación de los patriarcas sertanejos a partir de la alta retórica de las novelas de caballerías, que contrasta con el tono popular que da inicio a la novela. Medeiro Vaz, sin embargo, no es el jefe jagunço más importante en la región, ya que ese lugar le está reservado a Joca Ramiro. Para empezar el análisis de esta figura, señalemos que la hipótesis de Bolle respecto al tono legal de Grande Sertão: Veredas y a la idea de que debe leerse (al igual que Os Sertões, de Euclides da Cunha) como un juicio ante el tribunal de la historia, se fortalece gracias a que uno de sus episodios centrales es precisamente un juicio. Allí está en juego lo que en la novela se denomina la ley jagunça, una forma de legalidad tradicional basada en los acuerdos de los hacendados y en la guerra llevada a cabo por sus bandidos a sueldo. Esta ley consuetudinaria, que se opone a la ley estatal y modernizadora, representada por Zé Bebelo, se hace presente a través de diversos discursos por parte de diferentes guerreros sertanejos que, al finalizar el juicio, culminan con la decisión soberana de Joca Ramiro, el mayor líder y el padre “presente” del bandolerismo sertanejo. La figura de Joca Ramiro tarda varias páginas en hacerse presente en la novela. Cuando por fin llega a donde está Riobaldo con un grupo de jagunços, una de sus primeras órdenes es la subdivisión del grupo en pequeños pelotones para vigilar la zona. La tropa liderada por Riobaldo no tarda en encontrarse con un grupo enemigo, compuesto por unas veinte personas.

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Comienza entonces una lucha cruenta, en la cual mueren varios hombres, hasta que Riobaldo, aturdido, descubre quién es el líder del bando contrario: su antiguo jefe y amigo Zé Bebelo, el más importante enemigo de los jagunços por su alianza con el Estado. Capturarlo significa dar fin a la guerra en el sertón y lograr la primacía de la ley tradicional y jagunça por encima de la ley moderna y estatal. Riobaldo, sin embargo, comienza a imponer su propio plan y a mostrar que también tiene madera de líder. Dado el respeto que guarda por su antiguo patrón, evita que sea ajusticiado en el lugar de los acontecimientos con una sutil treta: le grita a sus compañeros que Joca Ramiro necesita vivo al líder del bando contrario (268). Por primera vez en la novela, se da una solución pacífica a los conflictos. El enemigo será juzgado por sus actos, lo cual permitirá un diálogo entre la ley jagunça y la ley estatal. Joca Ramiro, el nuevo soberano absoluto de la región, dará un veredicto que su contraparte tendrá que aceptar incondicionalmente. Gracias a la captura de Zé Bebelo, Joca Ramiro se convierte, por un breve periodo de tiempo, en la ley absoluta de las soledades nordestinas: lo que en la terminología de este trabajo hemos denominado un “padre presente”, el centro epistemológico y político de un universo humano. El juicio que sigue es uno de los pasajes más comentados de la novela. Uno de sus aspectos más notables es la combinación de elementos retóricos dispares, de discursos elevados y de tonos solemnes mezclados con insultos soeces y expresiones populares. Aun así, es uno de los pasajes narrados de forma más lineal en la novela. Las explosiones barrocas del texto, y, en particular, su proliferación de relatos insertos, son silenciadas para dar paso a un estilo más directo y a una retórica judicial llana, basada en el típico diálogo legal de interrogatorios, acusaciones y defensas. La presencia de un patriarca con un poder absoluto parece acallar por un instante el derroche discursivo del texto, que, como hemos señalado, está vinculado con la duda. Con la aparición triunfal del padre presente, la narrativa adquiere una forma mucho más estable, menos elíptica y proliferante. El padre presente trae, por un momento, una narrativa menos barroca e incierta. El juicio conlleva un problema fundamental: la ley que rige al bandolerismo sertanejo no está escrita y depende de un código de costumbres que nunca está realmente estipulado. Esto permite la aparición de dos grandes

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bandos en el grupo de Joca Ramiro: quienes consideran que Zé Bebelo es culpable de ciertos crímenes contra el sertón y sus normas consuetudinarias y quienes lo ven simplemente como un enemigo que debe ser castigado, pero que, en términos generales, acata la misma ley jagunça que los demás bandoleros. De otro lado, el texto permite entrever que la discusión interna entre jagunços está relacionada con las jerarquías de las filas armadas, que se basan tanto en códigos abstractos de honor (el elemento “caballeresco” del texto) como en intereses económicos y políticos concretos, propios de la sociedad patriarcal sertaneja. Como veremos, a pesar de que en principio hay solo una ley jagunça, en realidad hay varios bandos en los ejércitos, divididos por diferencias de clase. El bando que desea la muerte inmediata de Zé Bebelo está liderado por Ricardão y Hermógenes, los más ricos hacendados del grupo. Las acusaciones de Ricardão resumen el problema de estos líderes jagunços con Zé Bebelo: Compadre Joca Ramiro, o senhor é o chefe. O que a gente viu, o senhor vê, o que a gente sabe o senhor sabe. Nem carecia que cada um desse opinião, mas o senhor quer ceder alar de prezar a palavra de todos, e a gente recebe essa boa prova. Agora, eu sirvo a razão de meu compadre Hermógenes: que este homem Zé Bebelo veio caçar a gente, no Norte sertão, como mandadeiro de políticos e governo, se diz até que a soldo... (283)

Según Ricardão, Zé Bebelo se ha entregado a una ley ajena al sertón y ha atacado a los jagunços con dinero del Gobierno. Lo más importante, sin embargo, es que Ricardão hace explícita la alianza que existe entre jagunços y hacendados y la forma en que la ley gubernamental se opone precisamente a los hacendados que financian a estos bandoleros regionales: Relembro também que a responsabilidade nossa está valendo: respeitante a seo Sul de Oliveira, doutor Mirabô de Melo, o velho Nico Estácio, compadre Nhô Lajes e coronel Caetano Cordeiro... Esses estão aguentando acossamento do Governo, tiveram de sair de suas terras e fazendas, no que produziram uma grande quebra, vai tudo na mesma desordem... (284) 7 7

En esta cita se mencionan nombres de importantes hacendados de la región. Esto confirma que Joca Ramiro y sus hombres tienen compromisos directos con los poderosos de

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Como vemos, para Ricardão, el principal crimen de Zé Bebelo consiste en introducir la ley estatal en un espacio que ya tiene sus propias leyes, determinadas por los patriarcas y hacendados locales. Lo que prima aquí es el statu quo y la defensa de los hacendados que financian (y explotan simultáneamente) a los bandoleros sertanejos. La otra posición en el juicio está representada por jefes como Sô Candelário, Titão Passos y João Goanhá; con cada uno de ellos, el discurso tiene un tono muy distinto al de Ricardão. Estos otros jefes jagunços hacen uso de un lenguaje decididamente popular, lo cual muestra que se trata de líderes de otra naturaleza. Si bien ellos mencionan indirectamente la propiedad privada, sus palabras se centran en un código de honor y de guerra que no está ligado a la relación de dependencia entre bandoleros y hacendados. Sô Candelário, por ejemplo, propone simplemente batirse en un duelo de cuchillo con su enemigo, y cuando le solicitan que lo acuse de un crimen que amerite tal condena, señala: “Que crime? Veio guerrear, como nos também. Perdeu, pronto! A gente não é jagunços? A pois: jagunço com jagunço —aos peitos, papos. Isso e crime? [...] Crime que sei é fazer traição, ser ladrão de cavalos ou de gado... Não cumprir a palavra...” (282). Titão Passos, por su parte, comenta: “Pode ter crime para o Governo, para delegado e juiz-de-direito, para tenente de soldados. Mas a gente é sertanejos, ou não é sertanejos? Ele quis vir guerrear, veio —achou guerreiros!” (285). Por esta razón, Titão Passos se niega a la decisión de matar directamente a Zé Bebelo luego del juicio: según su mirada como guerrero del sertón, su enemigo no ha cometido crimen alguno. El lenguaje de estos segundos jefes jagunços muestra su diferencia de origen y de intereses con Hermógenes y, especialmente, con Ricardão, uno de los más ricos líderes entre los guerreros. Los personajes más humildes, aquellos cuyo lenguaje tiene un claro dejo popular, defienden una curiosa mezcla de la propiedad privada (que no incluye las tierras, pero sí el ganado y los caballos, los símbolos de la vida misma del nordestino desposeído) con un

la zona. Estos diálogos permiten entrever que el bando de Hermógenes, el traidor que más adelante asesina a Joca Ramiro, parece tener vínculos más estrechos con los terratenientes regionales que el otro grupo de guerreros. Esta es, sin duda, una de las razones que causa la división de los jagunços en dos grandes facciones.

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código de honor propio del sertón. Este código, que declara una igualdad absoluta entre guerreros, es distinto de la ley estatal y de la ley de los hacendados nordestinos. Para estos jefes populares, la condición de enemigo de Zé Bebelo no depende de los compromisos que los jagunços tienen con los poderosos locales que los financian. Lo que ellos buscan resguardar no es la hacienda ni las alianzas con patriarcas locales, sino una forma particular de vida: la del jagunço sertanejo, que depende de la vida bandolera. Zé Bebelo, por lo tanto, no sería un criminal: es un enemigo notable que debe batirse a duelo con sus contrarios para demostrar la valía de ambos bandos. Esta pugna tanto retórica como política, representada en términos formales por la disputa entre el lenguaje más formal del hacendado Ricardão y el lenguaje popular de los jagunços rasos, culmina con la intervención de una figura inesperada: Riobaldo. El jagunço letrado pone al servicio de los argumentos de los líderes más humildes el lenguaje del intelectual. En primer lugar, afirma que, siguiendo el código de honor de la región, Zé Bebelo no ha cometido ningún crimen. Luego, adopta una estrategia de defensa que solo él puede llevar a cabo; se trata de la idealización de los eventos ocurridos a partir de la literatura: “A guerra foi grande, durou tempo que durou, encheu este sertão. Nela todo o mundo vai falar, pelo Norte dos Nortes, em Minas e na Bahia toda, constantes anos, até em outras partes... Vão fazer cantigas, relatando as tantas façanhas...” (290). En este momento, se hace evidente que esta mitificación estética de la guerra a partir de ciertas tradiciones literarias (en este caso, la cantiga) surge precisamente de Riobaldo. Es una de sus estrategias para salvar a Zé Bebelo, pero también para legitimar el orden jagunço en el cual él va escalando lentamente. Al final, esta intervención resulta efectiva: los jagunços, especialmente los más humildes, se sienten halagados por la posibilidad de convertirse en objeto de crónicas, cantos y leyendas caballerescas. Gracias al éxito de su propuesta, Riobaldo propone el castigo adecuado para Zé Bebelo: el exilio, que, al mostrar misericordia, estará acorde con la alta imagen de los caballeros andantes en las novelas de caballerías. Solo queda la decisión soberana para terminar el juicio y determinar el destino de Zé Bebelo. El gran jefe acepta la propuesta de Riobaldo y decide que su contendor tendrá que irse de esa zona del sertón, al menos mientras él, Joca Ramiro, esté con vida.

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Como hemos visto, el juicio es uno de los pocos momentos en que tenemos la figura de un padre que se impone como centro estable del universo sertanejo. Sin embargo, como suele ocurrir con las figuras paternas presentes, su momento de afirmación contiene en ciernes las contradicciones que llevarán a su caída y su ausencia. El veredicto tiene un resultado adicional: quienes pierden en el juicio, Hermógenes y Ricardão, se sienten traicionados. Para ellos, la idea de protagonizar cantigas y leyendas es irrelevante frente a sus intereses económicos como hacendados. Más aún, Zé Bebelo es irrespetuoso con Hermógenes durante los diferentes alegatos, pero Joca Ramiro no permite que se dé una confrontación. Al recordar el final del litigio, Riobaldo nos deja con una imagen de suma importancia para lo que resta de la novela: Digo, não por nada não, mas pelo exato ser: eu tinha estalando nos meus olhos a lembrança do Hermógenes, na hora do julgamento. De como primeiro ele, soturno, não se sobressaía, só escancarava muito as pernas, facãozão na mão; mas depois ficou artimanhado, com uma tristeza fechada aos cantos, como cão que consome raivas. E o Ricardão? Esse: uma pesadureza na cara toda, mas quando esbarrou de cochilar, aqueles olhos grossos, rebolando que nem apostemados, sem bom preceito. Assente, em fim, tudo estava passado, terminado. Estava? (298)

Riobaldo, en el presente de la narración, tiene la posibilidad de comprender retrospectivamente el significado de ciertos signos (el cuchillo en manos de Hermógenes, la profunda preocupación de Ricardão) que, en su momento, no supo leer. La pregunta final abre un nuevo espacio para la duda en el texto. Los signos muestran que no todo estaba terminado; por el contrario, este desarrollo nos llevará al inicio mismo de la novela y de su ley fundamental: la venganza de la muerte de Joca Ramiro a manos de los “judas” Hermógenes y Ricardão. Hay una serie de códigos y lógicas del bandolerismo que están en disputa y, aunque aparentemente el bando de Joca Ramiro ha vencido, una de sus facciones más poderosas (los terratenientes y hacendados más ricos) no ha sido reivindicada por completo. El veredicto soberano del padre presente es también el evento que sella su muerte y la irrupción de una nueva guerra en el sertón. En palabras de José Carlos Garbuglio: Ora, o Hermógenes é o que “nasceu formado tigre e assassim”, por isso a não aceitação dos rumos imprimidos ao julgamento faz esperar uma reação, já formada

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em seu espírito e oposta à dada no caso. Aqui se coloca a origem de sua rebeldia e o esboço da traição que prepara, o que significa outra história, cujas sementes ficam lançadas desde então, iniciando o novo ciclo germinativo. (Rosa 19)

El juicio es de la mayor importancia en el texto, no solo por los eventos que relata y por la aparición de un único “padre presente” en el sertón, sino por los signos que prefiguran su ausencia y la aparición de nuevas figuras paternas. Hermógenes será una de ellas, pero no es la única; en estas páginas, y particularmente en el juicio, se va gestando otra figura de poder que vendrá a disputar ese lugar patriarcal vacío: Riobaldo. Una vez culmina su discurso, Diadorim, el hijo de Joca Ramiro y uno de los personajes principales de la novela, se le acerca y le dice unas breves pero significativas palabras: “Riobaldo, tu disse bem! Tu é homem de todas valentias” (Rosa, Grande Sertão 293). Riobaldo, en este momento conocido como Tatarana8 por su precisión con el fusil, se ha convertido en alguien con un arsenal de “valentías” que ya no solo implican el tiro certero, sino también la capacidad de movilizar hombres a través del lenguaje. Esta conciencia del poder de la lengua es una de las características propias de un jefe patriarcal. Nuevamente citamos a Garbuglio: Falando, enfrenta o perigo da palavra e conquista as “outras valentias”, chamando sobre si as atenções de todos, principalmente dos opositores, de Hermógenes e Ricardão, cujas posições contraria em sua fala. Com isso ele ganha a condição de chefe, melhor de líder, pois adquiriu um dos instrumentos básicos para exercê-la: a palavra. A palavra de ordem, a linguagem do mando e do comando. (Rosa 23)

Por estas razones, el juicio es de vital importancia: no solo es un momento en el que se ratifica cabalmente el tono jurídico del texto, sino que es también el lugar en que se consolida la figura del padre presente y, simultáneamente, se prefigura su muerte. Esta ausencia estará signada por el surgimiento de dos futuros patriarcas que entrarán en combate y que también serán juzgados 8

Tatarana es la larva de cierto tipo de insectos, que suele ser venenosa. Esta conjunción de elementos nos habla de Riobaldo como un peligroso francotirador, pero también como un líder “en potencia” que, luego de una metamorfosis, se convertirá en el más fuerte líder político de su región.

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posteriormente: Hermógenes, el tigre asesino que da muerte al padre y Riobaldo, quien ya se prefigura como posible sucesor de Joca Ramiro. Casi de inmediato, las dos grandes figuras de poder hasta ese momento parten: Zé Bebelo hacia su exilio y Joca Ramiro para São João do Paraíso, acompañado de Sô Candelário y Ricardão. Los jagunços permanecen en un lugar llamado Guararavacã do Guaicuí, donde llevan una vida apacible por el aparente fin de la guerra. En medio de este interludio, se conoce la noticia de que Joca Ramiro ha muerto, traicionado por Hermógenes y Ricardão. Como suele ocurrir con la figura del padre, su ausencia marca el inicio de una nueva ley: “Mas, agora, tudo principiava terminado, só restava a guerra. Mão do homem é suas armas. A gente ia com elas buscar doçura de vingança, como o rominhol no panelão de calda.9 Joca Ramiro morreu como decreto de uma lei nova” (Rosa, Grande Sertão 314, mi subrayado). La idea de que la guerra puede tener fin en el nordeste es una pura ilusión. Iniciamos así un nuevo periodo en la novela en que el objetivo fundamental será encontrar una figura capaz de retar al traidor Hermógenes y definir cuál será el nuevo centro paternal del universo sertanejo. Entre tanto, se abre otro horizonte de dudas para Riobaldo, marcado una vez más por la ausencia del padre. Luego del juicio, donde destaca la presencia central de Joca Ramiro y un breve momento de narración lineal, el universo sertanejo se sume en una profunda incertidumbre. El relato copiará este estado de cosas y volverá a hacerse tortuoso, marcado por reflexiones intempestivas y estórias que rompen la estructura narrativa. Lo que sigue, el centro mismo de la novela, es el pacto con el demonio y, más importante aún, los eventos que marcan el verdadero papel de Riobaldo en la historia del sertón. El narrador introduce esta nueva etapa del texto con las siguientes palabras: “O senhor escute o buritizal. E meu coração vem comigo. Agora, no que eu tive culpa e errei, o senhor me vai ouvir” (329). La narración estará marcada ahora por explicaciones, 9

En este pasaje, Riobaldo elige una metáfora singular para hablar de la venganza. El rominhol o reminhol es un cucharón que se utiliza para mover el jugo de la caña en grandes ollas y producir azúcar. La dulzura de la venganza es comparada con la del azúcar en proceso de elaboración. Esta insólita comparación nos invita a no perder de vista los temas económicos y políticos que subyacen a la narración e, incluso, a sus logros más poéticos. Azúcar, venganza y ley paternal nunca dejan de ser elementos centrales para el sertón descrito en el texto de Guimarães Rosa.

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errores y culpas. Se inicia entonces el juicio en torno a la figura de Riobaldo, comenzando por su acto más ambiguo y complejo, su pacto con el demonio. G. Riobaldo, Fausto y el pacto con el demonio: nuevas estrategias de legitimación en la periferia del mundo moderno El tono barroco de la novela, regido por una duda esencial en torno al universo sertanejo, vuelve a surgir con fuerza en el momento en que la ausencia del padre (Joca Ramiro) lleva a la necesidad de buscar nuevas figuras de autoridad. Es también el punto en el que las dudas del narrador se hacen más fuertes porque llega al fin a los actos de los cuales, de manera muy ambigua, se arrepiente. El evento central que da paso a este sentimiento de culpa es el pacto demoniaco, la aparición del diablo como una nueva figura paterna que hace más fuerte al protagonista y, simultáneamente, lo condena por toda la eternidad. Se trata de una figura que se hace ley precisamente por su particular manera de existir: una “presencia ausente” que se convierte en una obsesión. La pregunta central que tanto Riobaldo como los lectores de la novela se hacen es la siguiente: ¿qué significa realmente este pacto? Un punto de partida ha consistido en señalar que este elemento textual vincula a la novela de Guimarães Rosa con una figura central en la tradición moderna: Fausto. Nos encontramos con nuevos elementos de la novela la vinculan con otros temas y otras formas literarias de la tradición occidental. La posibilidad de entender un pacto demoniaco situado en el nordeste brasileño pasaría por comprender el diálogo particular que habría entre Grande Sertão: Veredas y la tradición fáustica occidental con sus múltiples manifestaciones, desde cuentos folclóricos, hasta los textos canónicos de Christopher Marlowe, Goethe y Thomas Mann.10 Como ya vimos con la discusión sobre las novelas de caballería, el uso de posibles ecos literarios en la novela debe 10

Encontramos aquí, nuevamente, un hecho notable en la tradición de la literatura nordestina. Con Graciliano Ramos, vimos cómo algunos de los problemas arquetípicamente modernos (la dificultad de convertir la propia experiencia en un relato pleno de sentido) surgen paradójicamente en una región que se define como anti-moderna. En este caso, veremos como una de las figuras características de la modernidad, Fausto, hace de nuevo una aparición en el sertón, en este espacio que es supuestamente la negación de la modernidad.

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leerse simultáneamente en planos estéticos y políticos, dado que Riobaldo, como jagunço letrado, conoce claramente las posibilidades de legitimación que tiene la literatura. En este caso, esta estrategia interpretativa tiene varias consecuencias. La comparación con Fausto implica un tipo de lectura que estratégicamente busca canonizar el texto brasileño situándolo en una prestigiosa tradición occidental. Así como el descenso de Juan Preciado al infierno comalense es comparado con otras búsquedas paternas occidentales, lo cual lo vincula con una tradición canónica, la travesía de Riobaldo se “universaliza” y gana capital cultural cuando se equipara con la figura fáustica. Tal comparación puede ser útil, pero ha sido también el origen de una serie de lecturas que, al igual que la comparación con los caballeros andantes, estilizan (y estabilizan) a la figura de Riobaldo; con ello, terminan por simplificar algunos de los elementos esenciales de la novela. A continuación, veremos cuáles son los aspectos que esta lectura recupera y cuáles son silenciados. El objetivo de estas lecturas no es propiamente señalar que Grande Sertão: Veredas es una “copia brasileña” de alguno de los textos fáusticos. Por el contrario, su objetivo es más bien indicar algunos de los aspectos distintivos del texto de Guimarães Rosa frente a otros textos de esta tradición. Ejemplo de esta lectura son los ensayos Os Descaminhos do Demo, de Kathrin Rosenfield, y O Mito de Fausto em Grande Sertão: Veredas, de Fani Schiffer Durães. Ambas autoras realizan una lectura comparativa entre el texto brasileño y su predecesor canónico más reconocido: el Fausto de Goethe. La comparación entre las dos obras permite entrever algunos elementos que las vinculan y las diferencian. Según Rosenfield, por ejemplo, una de las diferencias fundamentales radica en que, a diferencia del Fausto de Goethe, el jagunço nordestino decide pactar con Satanás desde una posición específica, que se define por su imposibilidad de disfrutar de forma cabal de su experiencia humana: “É este estado que leva a Riobaldo ao pacto: a intuição do mais absoluto e radical despojamento da trascendência e de uma existência nos limbos do ser pleno, voltado para a vida e os valores humanos. [...] A diferença é radical entre este pacto contra o “brejo engulidor” do não ser e o trato soberano que Fausto impõe a Mefistófeles” (Rosenfield 52). Durães hará aún mayor énfasis en las diferencias entre el texto goethiano y el de Guimarães Rosa: “Aqui Riobaldo não quer ultrapassar os limites de sua condição humana, mas ao contrário quer assumir-se na plenitude de seu ser. Ele quer vender sua alma, não

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para transcender seu próprio Eu, mas para conhecer a si próprio e aceitar-se como homem humano” (Durães 268). Para ambas críticas, esto diferencia radicalmente a Riobaldo del Fausto de Goethe: en la obra del autor alemán, el pacto surge desde una soberanía sobre el demonio, desde una posición inicial de autoridad. Riobaldo, por su parte, es un hombre humilde y carece de poder. Su pacto surgiría no con el fin de trascender el ámbito de lo humano, sino de experimentarlo en su plenitud. Así, al pactar, Riobaldo simplemente aspiraría a adquirir una experiencia humana verdadera. Lo fundamental, en todo caso, es que para ambas críticas, la lectura en torno al pacto con lo demoniaco tiene tonos esencialmente positivos: es la búsqueda del protagonista de una experiencia más plena y digna, más decididamente humana. Estas lecturas privilegian aspectos muy específicos de los dos textos comparados. En primera instancia, la figura fáustica (especialmente la de Goethe) encarna un deseo por ampliar las posibilidades del saber y el actuar humanos. Es por esto que Fausto ha sido una de las figuras predilectas de la modernidad, gracias a su deseo por expandir los límites del conocimiento humano, no solo en términos de racionalidad, sino de experiencia y de poder. Ambas críticas siguen esta tendencia, pero se centran en Fausto y en Riobaldo para señalar que cada uno realiza su pacto por razones distintas pero esencialmente subjetivas e individuales: el deseo por vivir de manera plena la experiencia humana. Finalmente, según estas lecturas, el pacto con el demonio se justifica por un saludable deseo de vivir plenamente su humanidad; lo que separa a los dos personajes sería una cuestión de grado. Mientras que el Fausto goethiano querría sobrepasar todos los límites humanos del saber, dada su posición inicial de poder y soberanía, Riobaldo aspiraría, de manera más humilde, a ser dueño de su propia experiencia, algo imposible desde su posición subalterna y desposeída. Pactar con el demonio es visto como un medio hacia la liberación personal, la expansión epistemológica y la reafirmación humana a partir de la voluntad individual. Debemos notar, sin embargo, que la lectura de Rosenfield y de Durães se distancia por completo de los elementos políticos del relato fáustico en ambos textos. Su lectura, que sitúa a la novela brasileña en el ámbito de la alta literatura occidental y de las ideas humanistas modernas centradas en la subjetividad individual, deja de lado una serie de elementos políticos implícitos en la figura fáustica y, muy especialmente, en el Fausto goethiano. Al

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hacerlo, ambas críticas se olvidan de que, al narrar, Riobaldo es un patriarca local cuyo poder está siendo juzgado. No se trata solo, por lo tanto, de un ser humano en busca de una experiencia más plena: se trata de un soberano que ha ascendido al poder de forma ambigua y, en el centro de este ascenso, realiza un pacto con unas fuerzas oscuras, cuyo sentido no es puramente positivo. Para expandir este diálogo entre el personaje de Goethe y el jagunço nordestino, vale la pena recordar algunos elementos esenciales de la tragedia fáustica en su versión goethiana y, en particular, su relación con la historia y la política en el ámbito de la modernidad. Goethe dedicó al Fausto casi toda su vida. La publicación de la primera parte de la tragedia se hizo en 1808, mientras que la segunda apareció, póstumamente, en 1832. Para ese entonces, Alemania era todavía un espacio semifeudal, una confederación altamente rural (dominada por una nobleza terrateniente) que aún no se había consolidado como nación. Comparada con la pujante Inglaterra industrializada, era una región profundamente atrasada. Goethe, artista cosmopolita por excelencia, escribe su obra pensando en Fausto como la imagen de un individuo capaz de encarnar en sí mismo la modernización nacional. La Alemania de Goethe era, por lo tanto, un espacio afín al nordeste brasileño de Riobaldo, un lugar en el que la modernización y un orden político casi feudal estaban en disputa. Marshall Berman, en su clásico ensayo All That Is Solid Melts Into Air, ha realizado una de las lecturas más productivas del texto goethiano al situarlo en el ámbito de la modernización de la nación alemana. En lugar de ver a Fausto como un personaje inmerso en problemas puramente subjetivos, lo lee como la encarnación de una serie de fuerzas colectivas relacionadas con la modernidad: One of the most original and fruitful ideas in Goethe’s Faust is the affinity between the cultural idea of self-development and the real social movement toward economic development. Goethe believes that these two modes of development must come together, must fuse into one, before either of these archetypically modern promises can be fulfilled.[...] Goethe’s hero is heroic by virtue of liberating tremendous repressed human energies, not only in himself but in all those he touches, and eventually in the whole society around him. But the great development he initiates- intellectual, moral, economic, social- turns out to exact great human costs. This is the meaning of Faust’s relationship with the devil: human powers can be developed only through what Marx called “the

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powers of the underworld,” dark and fearful energies that may erupt with a horrible force beyond all human control. Goethe’s Faust is the first, and still the best, tragedy of development. (Berman 40)

Este es uno de los primeros sentidos de la idea de un pacto demoniaco que vamos a retomar, particularmente en relación con lugares que, como la Alemania de Goethe y el nordeste de Guimarães Rosa, se mueven entre ciertas estructuras semifeudales y el surgimiento de la modernidad a nivel mundial. Dentro del contexto fáustico moderno, un pacto demoniaco a favor del desarrollo personal no implica solamente formas de autoconocimiento que llevan a la plenitud individual, como parecen señalar Durães y Rosenfield. El desarrollo personal, ideal característicamente moderno, solo puede ocurrir a partir de transformaciones sustanciales de toda una comunidad humana y del universo material y social que la rodea. A partir de Goethe, toda figura fáustica es, como señala Berman, una alegoría de los procesos individuales y colectivos de la modernización y su expansión global. Este “pactar” moderno es, si se quiere, una manera de convertirse en un padre, en una figura de poder capaz de tomar decisiones que, lejos de ser puramente subjetivas, afectan directamente a un gran número de personas. Fausto, y ese nuevo Fausto brasileño, Riobaldo, son patriarcas que en el proceso de ampliar su propia experiencia individual modifican radicalmente sus universos sociales. Se trata, también, de figuras que cargan con enormes dudas debido a los costos implícitos en estas transformaciones que son tanto individuales y subjetivas como colectivas y políticas. No es este el lugar para hacer un análisis detallado del Fausto goethiano; sin embargo, vale la pena retomar algunas de sus líneas argumentales para entender la lectura de Berman y lo que él llama una tragedia del desarrollo (tragedy of development). La primera parte de la obra está marcada por el pacto con Mefistófeles y los deseos de Fausto por salir de su salón de estudio para vivir una vida más plena. Allí, ese deseo se resume en el amor del protagonista por una joven que proviene de una clase inferior a la suya: Margarita. En sus ansias por ampliar su experiencia vital, Fausto la seduce y la convence de que le dé una pócima somnífera a su madre para poder visitar sus aposentos. La madre muere a causa de la pócima y ella queda encinta. Más adelante, el protagonista se enfrenta al hermano de su amada y se ve forzado

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a matarlo. Por último, Margarita mata a su propio hijo en un rapto de locura y es condenada a muerte. Fausto, ayudado por Mefistófeles, llega a la cárcel a salvarla, pero ella se niega a huir con él. Una voz celestial anuncia sorpresivamente que la mujer “está salvada” (Goethe 239), aunque esta intempestiva redención la separa de Fausto, quien huye de la escena con Mefistófeles. En la segunda parte, el deseo fáustico por ampliar su propia experiencia se manifiesta de una manera distinta pero afín. Mientras que la primera le permitió la posesión de una bella mujer y la superación individual de los valores morales premodernos de su comunidad respecto al amor y la sexualidad (con el resultado de la tragedia de Margarita), en la segunda Fausto transformará la totalidad de su mundo físico, económico y político. Mirando al mar, el protagonista revela algunos límites que desea superar para ampliar más aún su propia experiencia: “Proporciónate, me dije, el goce exquisito de rechazar la orilla, el mar impetuoso, de reducir los límites de la húmeda extensión y hacerla retroceder a lo lejos mar adentro de sí misma. Tal es mi anhelo [...]” (389). Esta nueva pretensión por expandir la experiencia humana se da de una forma típicamente moderna: a partir del desarrollo de un paisaje urbano. Fausto, consejero de un emperador, comienza la transformación de su universo con una obra urbanística que es símbolo del progreso tanto de él mismo, como individuo, como de su comunidad. Los últimos dos actos de la segunda parte son un canto a la modernización y al trabajo que la hace posible. Así, Fausto le indica a su “capataz” Mefistófeles: “Por todos los medios posibles reúne masas y masas de obreros, aliéntalos mediante el logro y el rigor; paga, engolosina, engancha. Todos los días quiero tener aviso de cómo adelanta la emprendida obra del foso” (422). Mefistófeles responde prefigurando el elemento trágico de este proyecto: “Si no estoy mal informado, no se trata de un foso, sino de... una fosa” (422). Al igual que en la primera parte, hay aquí una serie de costos humanos (prefigurados por la alusión a la fosa) que posibilitan el desarrollo individual y colectivo. En esta segunda parte, el elemento trágico se materializa en dos personajes: Filemón y Baucis, dos apacibles ancianos que viven en la provincia de Fausto; son también las únicas personas de la región que se niegan a entregar sus tierras al proyecto de modernización. Ellos, arraigados en un mundo que está siendo obliterado, ven la marcha de la civilización con ojos distintos a los del protagonista:

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Baucis: De día, en vano, los servidores hacían mucho ruido con azadón y pala, golpe tras golpe, allí donde de noche revoloteaban pequeñas llamas en crecido número, alzábase un dique al otro día. Debió de correr sangre por los sacrificios humanos; durante la noche oíanse los gemidos arrancados por el dolor; hacia abajo, en dirección del mar, corrían torrentes de fuego, y a la mañana siguiente aparecía un canal. Ese hombre es un impío. Nuestra cabaña, nuestro soto le tientan, y por más que haga ostentación de ser vecino, debe uno mostrarse sumiso. (412)

Los ríos de fuego aquí mencionados señalan que la rapidez de la construcción se debe a la intervención de Mefistófeles. La frase final muestra, además, que Fausto es realmente una figura patriarcal y autoritaria que hace obligatorio el proceso de modernización, incluso para quienes no lo desean. En el texto, Fausto codicia ese humilde paraje: “Los viejos de allí arriba debieran marcharse; yo desearía para mi residencia el paraje donde hay los tilos. Aquellos pocos árboles que no son míos me desbaratan la posesión del mundo” (414). Por ello, le lanza una orden lapidaria a Mefistófeles: “Id pues y alejádmelos de mi lado. Sabes ya la hermosa haciendita que elegí para esos ancianos” (415). Al seguir esta orden, Mefistófeles y sus emisarios prenden fuego a la casa de los ancianos, que mueren instantáneamente. Fausto, apabullado por la culpa, señala: “¿Fuisteis sordos a mis palabras? Yo quería una permuta, no una expoliación” (416). Ante esto, la conciencia comunal del coro le responde: “Dice la sentencia, la vieja sentencia: Obedece de buen grado al poder. Y si eres osado y resistes, arriesga casa y hacienda y... tu persona” (416). La fosa que Mefistófeles prefiguraba ya está ocupada por Filemón y Baucis. El fuego, imagen de progreso mefistofélico, ha abierto el camino para una nueva conquista de la modernidad fáustica, pero hay seres humanos que han muerto para permitir su consolidación. Como vimos con Berman, una de las virtudes de la tragedia goethiana es la capacidad de elaborar paralelamente una amplia gama de eventos trágicos implícitos en la modernidad. Si la primera parte muestra la tragedia de una mujer pobre como el costo necesario del progreso individual de un patriarca, la segunda recoge la tragedia de los procesos colectivos de una modernización que también tiene elementos de autoritarismo patriarcal. A lo largo de la obra, el héroe fáustico adquiere un carácter trágico, ya que el desarrollo moderno, tanto individual como colectivo, tiene un cierto nivel de barbarie

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implícito en sus buenas intenciones de civilización. Por ello, Berman lee la participación de Fausto en la tragedia de Filemón y Baucis de dos formas complementarias: First he contracted out all the dirty work of development; now he washes his hands of the job, and disavows the jobber once the work is done. It appears that the very process of development, even as it transforms a wasteland into a thriving physical and social space, recreates the wasteland inside the developer itself. This is how the tragedy of development works. (68)

El resultado final de esta lectura es una imagen compleja del proceso fáustico de modernización que, si bien tiene como objetivo los más altos ideales humanos (autoconocimiento, expansión de los límites de lo humano, mejoría de las condiciones materiales, éticas e intelectuales de todos los hombres), termina por cumplirlos a partir de actos de barbarie que forjan al héroe moderno como un ser esencialmente ambiguo, con un lado oscuro tras su poder y una sensación de culpa trágica y de intensa duda. Desde luego, es necesario hacer una transición desde la tragedia de Goethe, y su carácter específicamente europeo, al caso brasileño. El mismo Berman posibilita el paso conceptual hacia Grande Sertão: Veredas a partir de algunas observaciones sobre la reaparición de la figura fáustica en las más diversas latitudes del mundo moderno. Su texto realiza un recuento de diferentes momentos contemporáneos en los que figuras semejantes a Fausto se convierten en alegorías de la modernización de diversos países, culturas y sistemas políticos: Goethe presents a model of social action around which advanced and backward societies, capitalist and socialist ideologies converge. But Goethe insists that it is a terrible and tragic convergence, sealed with victim’s blood, undergirded with their bones, which come in the same forms and colors everywhere. [...] This has generally taken two forms, distinct though generally interfused. The first form has involved squeezing every last drop of labor power out of the masses. [...] The second form entails seemingly gratuitous acts of destruction- Faust’s destruction of Philemon and Baucis and their bells and trees- not to create any material utility but to make the symbolic point that the new society must burn all its bridges so there can be no turning back. (75-76)

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El pacto del jagunço Riobaldo con el demonio nos lleva a una nueva aparición de la figura fáustica, esta vez en el contexto latinoamericano. Como señala Berman, esta historia se ha repetido una y otra vez, en diferentes lugares del mundo, con dos elementos característicos. Por un lado, la explotación de las masas y, por otro, con actos de destrucción gratuitos cuyo objetivo es simbólico: son los “puentes quemados” de la modernidad, índices simbólicos de que el mundo, luego de la modernización, no puede volver a ser el mismo. Más adelante veremos cómo Riobaldo participa de estos actos destructivos. Por ahora, sin embargo, debemos notar que en el sertón, como prevé Berman, el relato fáustico incluye la idea de que las masas se hacen útiles como mano de obra casi esclava para ciertas labores. Como hemos visto, pueden convertirse en trabajadores del ganado y el azúcar, o en bandoleros asalariados que mantienen el orden semifeudal liderado por los hacendados. Lo que debemos recordar es que ese trabajo fue esencial para la modernización nacional que se realizó en otras regiones (especialmente, en ciudades como Rio y São Paulo). El marco conceptual del relato fáustico nos permite recordar que toda modernización implica ciertos actos de barbarie y destrucción. En este caso, no debemos olvidar la explotación de los sertanejos en las haciendas azucareras y ganaderas, y las guerras financiadas por los hacendados y por un Estado que busca silenciar este espacio que siempre ha resultado conflictivo para sus proyectos de modernización. De otro lado, si seguimos a Bolle en la idea de que Grande Sertão: Veredas es un juicio ante el tribunal de la historia, debemos entender la participación de Riobaldo en este estado de cosas. El pacto fáustico de Riobaldo podría leerse, siguiendo a Berman, como la prefiguración de una nueva tragedia del desarrollo, individual y colectiva, en este caso en el espacio de una nación periférica. El “pacto demoníaco” es también, como en el Fausto de Goethe, una forma de hablar de las intensas disputas de poder necesarias para generar procesos de modernización y desarrollo. Esto ya ha sido señalado por la crítica, especialmente por Walnice Nogueira Galvão: Se por um lado o falar sertanejo permite e justifica que o livro se arme como uma discussão metafísica sobre Deus e o Diabo, aceita-se essa discussão porque esses são os conceitos que estão ao alcance do narrador-personagem para efetuar a tentativa de demarcar os limites entre a liberdade humana e a necessidade imposta pelo sistema de dominação. (Galvão 74)

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En este espacio periférico, la historia de un pacto demoniaco contiene un lenguaje alegórico particular en el cual Riobaldo puede hablar no solo de una serie de problemas éticos e individuales, sino también de un pacto que él realiza con el poder y que le permite ascender socialmente y convertirse en un patriarca local. Todo ello, a partir de ciertas formas de negociación y complicidad con los sistemas de dominación de su mundo. En este sentido, la lectura que ve el pacto como una saludable forma de libertad individual es decididamente parcial. El pacto con el demonio es también un pacto colectivo, social, vinculado con el poder en el mundo neocolonial moderno y con la barbarie que se esconde tras los procesos “civilizatorios” en las regiones periféricas del orbe. Ese pacto implicará la particular “tragedia del desarrollo” de la nación brasileña, encarnada en la figura de Riobaldo. 11 Para entender las características específicas de esta alianza política sertaneja, que se presenta alegóricamente a través de la figura del pacto demoniaco, es necesario desentrañar sus motivos: ¿por qué pacta Riobaldo? Hasta este punto, la justificación más lógica parece ser la venganza de la muerte de Joca Ramiro a manos del traidor Hermógenes. Luego de la traición, se comenta que Hermógenes ha hecho un pacto diabólico que lo hace invencible. Por esta razón, Riobaldo tendrá que hacer su propio pacto para contrarrestar el poder de su enemigo y vengarse: solo así tendría la infalibilidad que le permitiría atacar de igual a igual a los asesinos del gran jefe bandolero. Sin embargo, el texto mismo desvirtúa esta hipótesis: “Mas, como era que eu queria, de que jeito, que? [...] ‘Acabar com o Hermógenes! Reduzir aquele

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La crítica brasileña reciente ha optado por leer Grande Sertão: Veredas como una reflexión política en torno a la formación de la nación brasileña a partir de la figura de Riobaldo y no como un texto centrado en la subjetividad del protagonista. A partir de mediados de los años 90, autores como Davi Arrigucci Jr.. (“O mundo misturado: romance e experiência em Guimarães Rosa”, 1994), José Antônio Pasta Jr. (“O Romance de Rosa: Temas do Grande Sertão e do Brasil”, 1999), Heloísa Starling (Lembranças do Brasil: Teoría Política, História e Ficção em Grande Sertão: Veredas, 1999), Willi Bolle (grandesertão.br: O Romance de Formação do Brasil, 2004) y Luiz Roncari (O Brasil de Rosa: Mito e História no Universo Rosiano, 2004) han acentuado el potencial de la novela para convertirse en un poderoso instrumento para pensar histórica y políticamente el Brasil. Este ensayo busca darle continuidad a esta tradición crítica reciente. Para ver más respecto a esta lectura, leer el artículo “Grande Sertão: Veredas e Formação Brasileira”, de Danielle Corpas.

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homem!...’-; e isso figurei mais por precisar de firmar o espírito em formalidade de alguma razão. Do Hermógenes, mesmo, existido, eu mero me lembrava [...]” (Rosa, Grande Sertão 437, mi subrayado). Riobaldo acepta que el deseo de traer justicia al sertón con la muerte de Hermógenes no es más que una “formalidad” para justificar su deseo más profundo. Algo diferente lo mueve a pactar: “E, o que era que eu queria? Ah, acho que não queria mesmo nada, de tanto que eu queria só tudo. Uma coisa, a coisa, esta coisa: eu somente queria era- ficar sendo!” (436). Tales palabras parecen confirmar los problemas existenciales y subjetivos que Rosenfield y Durães detectan como el centro mismo del pacto. Riobaldo aspira a “ser” de una manera más completa, a ampliar su experiencia humana al máximo. Debemos recordar, sin embargo, que esta existencia plena no ocurre simplemente a partir de un “cambio de mentalidad”, de una subjetividad que decide buscar su liberación: requiere también de ciertas condiciones materiales y políticas. Para Riobaldo, ficar sendo significa también la posibilidad de convertirse en una suerte de Fausto, no solo en términos subjetivos, sino también políticos. Para ser como el personaje de Goethe, Riobaldo debe escapar por completo de la vida de dependencia que caracteriza a los demás huérfanos del sertón; debe encontrar una salida al espacio subordinado de los jagunços para convertirse él mismo en una figura de poder, capaz de tener lo necesario para buscar su realización individual. En otras palabras, terminará convertido en un nuevo padre político en la región. La novela despliega la enorme ambigüedad de ese proceso: su transformación en un nuevo patriarca, sin embargo, no modifica la estructura patriarcal y feudal del sertón y mantiene sus sistemas de explotación, ahora en manos de un nuevo pacificador. Este nuevo patriarca en la región será el propio Riobaldo. Dos elementos nos llevan a pensar que el desarrollo de Riobaldo implica elementos económicos y políticos amplios, vinculados con su posición de orfandad y dependencia. Las páginas que anteceden al pacto incluyen varias reflexiones sobre los motivos que lo llevaron a “vender su alma”. Una de estas reflexiones tiene que ver con Otacília, una bella mujer que ya ha conocido y que más adelante se convertirá en su esposa. Se trata de la hija de un hacendado, y casarse con ella le permitiría a Riobaldo formar parte de una clase social más alta. La diferencia de clases es, sin embargo, un impedimento para su unión. Por ello, Riobaldo señala con total claridad:

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Só um vexame, de minha extração e de minha pessoa: a certeza de que o pai dela nunca havia de conceder o casamento, nem tolerar meu remarcado de jagunço, entalado na perdição, sem honradez costumeira. [...] Mas eu achei, aí, a possibilidade capaz, a razão. A razão maior, era uma. O senhor não quer, o senhor não está querendo saber? (426)

A continuación, sigue un intrincado párrafo en el cual Riobaldo le cuenta a su interlocutor cómo, a partir de esta inferioridad de clase frente a su amada, toma una decisión: “Aquilo, que eu ainda não tinha sido capaz de executar. Aquilo, para satisfazer honra de minha opinião, somente que fosse. [...] Aquilo, o resto... Aquilo− era eu ir à meia noite, na encruzilhada, esperar o Maligno- fechar o trato, fazer o pacto” (426). El texto es explícito: el “desarrollo subjetivo” de Riobaldo, su fáustica realización personal, pasa por la posibilidad de abandonar la vida bandolera para casarse con una mujer de una clase más alta. El pacto con el demonio es una manera de dar ese paso. El ficar sendo del protagonista, su posibilidad de experimentar la vida humana de forma más amplia, pasa por salir, a toda costa, de su condición de pobreza y pactar con las formas de poder y dominación del sertón. Este aspecto económico y material del pacto se confirma un par de páginas después con una nueva alusión a las condiciones de dependencia del jagunço nordestino. Para entonces, el nuevo jefe de la tropa es Zé Bebelo, quien, luego de la muerte de Joca Ramiro, tiene el derecho de regresar al sertón y lo hace específicamente para liderar a los jagunços en la batalla contra Hermógenes y Ricardão. En ese momento, los bandidos se encuentran detenidos en las tierras de un hombre llamado seô Habão. En primera instancia, Zé Bebelo y seô Habão discuten las condiciones de la estadía de los jagunços. El líder bandolero señala que no espera nada más que la posibilidad de permanecer ahí unos días más y unas cabezas de ganado para que sirvan de sustento para sus hombres. Sin embargo, en medio de este diálogo, Riobaldo descubre una posibilidad que lo aterra: E espiou para mim, com aqueles olhos baçosos- aí eu entendi a gana dele: que nos, Zé Bebelo, eu, Diadorim, e todos os companheiros, que a gente pudesse dar os braços, para capinar e roçar, e colher, feito jornaleiros dele. Ate enjoei.

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Os jagunços destemidos, arriscando a vida, que nós éramos; e aquele seô Habão olhava feito jacaré no juncal: cobiçava a gente para escravos! (431)

Bolle señala que, a partir de este episodio, el protagonista descubre cabalmente su condición de hombre dependiente: “Riobaldo, então, se dá conta de sua real condição de raso jagunço: longe de estarem acima dos pobres, ele e seus companheiros fazem parte de plebe rural, são mão-de-obra a ser usada conforme às necessidades dos poderosos” (113). Con esto vemos que, justo antes del pacto, Riobaldo descubre su propia situación de dependencia (casi de esclavitud), y es esta situación, junto con la imposibilidad de casarse con una mujer de una clase más alta que la suya, la que lo lleva a tomar la decisión más importante de su vida: dos páginas después, Riobaldo se encuentra en una encrucijada de las Veredas-Mortas, realizando el pacto con el demonio. Estas páginas nos permiten ver los verdaderos motivos que llevan a Riobaldo a realizar su alianza con el demonio: efectivamente, aspira a vivir de una manera más plena su travesía humana; sin embargo, esa plenitud no es puramente espiritual. Para tener una experiencia humana más plena debe abandonar su estado de orfandad real, de trabajador dependiente en medio de un sertón de señores y amos. El pacto tendrá como resultado final la transformación de Riobaldo en un hacendado adinerado y casado con una heredera: un patriarca que ya no tiene que preocuparse por las condiciones materiales de su existir. En palabras de Bolle: “Nessa situação, o pacto com o Diabo, nas Veredas-Mortas, se lhe apresenta como o meio mágico para passar para o outro lado da máquina social” (113). El momento del pacto es uno de los episodios más comentados de la novela. El texto nos prepara incansablemente para este instante, para el momento en que se nos debería revelar, por fin, el secreto fundamental de la vida del narrador. Tal expectativa se resuelve con una ambigüedad radical y como un vacío textual. Riobaldo va a una encrucijada y allí invoca al maligno. El padre de su nueva vida, la figura que garantizaría su transformación radical en un hombre de decisión y poder, nunca aparece. En su centro, el texto nos deja con un profundo silencio, una ausencia: —“Lúcifer! Satanaz!...”-— aí bramei, desengulindo. Só outro silêncio. O senhor sabe o que o silêncio é? É a gente mesmo, demais.

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—“Ei, Lúcifer! Satanaz dos meus Infernos!”. Voz minha se estragasse, em mim tudo era cordas e cobras. E foi aí. Foi. Ele não existe, e não apareceu nem respondeu- que é um falso imaginado. Mas eu supri que ele me tinha ouvido. (438)

Este es uno de los pasajes más complejos de la novela. Como todo significante vacío, clama por una interpretación y, simultáneamente, se niega radicalmente a ella. Comencemos por un primer detalle: a diferencia del Mefistófeles goethiano, aquí el demonio no es una presencia humanizada; esto, sin embargo, no nos permite decir de antemano que no existe por completo. Uno de los elementos esenciales de la figura paterna radica, según hemos visto, en que su ausencia se convierte con facilidad en una fuerza real y muy poderosa en el ámbito simbólico de la ley y el lenguaje. La figura paterna ausente se suele manifestar a partir de un mandato obsesivo que el hijo debe cumplir como una forma de respeto, de duelo y de obediencia retrospectiva, como señala Freud en Tótem y tabú respecto a la ley del incesto. Por ello, en lugar de intentar “materializar” de alguna manera al demonio en la novela de Guimarães Rosa, nuestro objetivo es definir cuál es la naturaleza de su ley patriarcal. Comprender esta figura demoniaca en el relato significa entender la ley simbólica que se inaugura a partir de su obstinada ausencia. Una mirada a los eventos que siguen muestra cómo Riobaldo, luego del pacto, modifica radicalmente su comportamiento y su lenguaje. Una vez cumplido el pacto, se ve obligado a hacer un uso obsesivo del lenguaje del poder, un lenguaje fálico12 que lo reafirma como el supuesto poseedor de un poder sin límites. A partir de este momento, deberá hablar y, más aún, exhibir el lenguaje del soberano, del patriarca político que puede tomar decisiones sobre los demás y satisfacer plenamente su deseo. Este no es un mero privilegio; es una verdadera obligación del pacto, su compromiso con la figura del padre ausente. En términos de este estudio, Riobaldo deberá hablar ahora en el lenguaje de la presencia, de la nueva capacidad que tiene de dar orden a su mundo. Esta es la nueva ley que rige su vida y que afecta de manera radical a quienes lo rodean.

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Para el significado del falo en la tradición psicoanalítica, ver las páginas 148-150 del presente trabajo.

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En un principio, Riobaldo parece estar cómodo con esta exhortación. Lo primero que hace luego del pacto es retar a Zé Bebelo, que, después de la muerte de Joca Ramiro, regresa para convertirse en el jefe de los jagunços que quieren vengarse de Hermógenes y Ricardão. Se dedica a imitarlo frente a los bandidos, a contradecir sus órdenes y a señalar que tiene planes más efectivos que los suyos. Esto lleva a que Riobaldo vaya asumiendo una nueva posición como líder que se hace oficial con la llegada de João Goanhá, otro importante líder bandolero. En ese momento, Riobaldo da un paso al frente y se dirige a toda la comunidad para preguntar: “Ah, agora quem aquí é que é o Chefe?” (451). En principio, esta pregunta parece indicar que Zé Bebelo y João Goanhá tendrán que decidir cuál de ellos dos es el verdadero jefe. Sin embargo, el acto mismo de Riobaldo, su posesión de la palabra y la repetición insistente y desafiante de la pregunta (en el texto la plantea unas seis veces) muestran que él mismo se está postulando como nuevo líder. Zé Bebelo confirma esta intuición general y dice que se marchará, pues no sabe estar bajo el mando de otro hombre. Antes de irse, consolida la transformación de Riobaldo con un gesto netamente lingüístico; le dice a quien fuera su antiguo maestro: “Mas, você é o outro homem, você revira o sertão... Tu é terrível, que nem um urutu branco ...” (454). A partir de este momento, Riobaldo cambia su sobrenombre: antes, su apodo era Tatarana, que, como hemos señalado, es una suerte de larva. Hasta ahora, ha sido un líder en potencia, en estado de transformación. Ahora será llamado Urutú Branco, una serpiente venenosa del mayor peligro: este nuevo nombre sella su metamorfosis, luego del pacto, como una figura de poder y con una gran capacidad de causar daño. Y, siguiendo con la importancia de los nombres y la palabra dentro del relato, lo primero que Riobaldo piensa al ver a sus tropas reunidas en torno suyo es lo siguiente: “De despiço, olhei: eles nem careciam de ter nomes- por um querer meu, para viver e para morrer, era que valiam. Tinham me dado em mão o brinquedo do mundo” (456). Este nuevo nombre, cargado de un poder simbólico, implica también que sus antiguos compañeros se convierten en una gran masa anónima, disponible para su mandato. Riobaldo se ha convertido al fin en un patriarca sertanejo, dueño del juguete del mundo y de un grupo de hombres que ahora, para él, carecen de nombres: son una masa anónima disponible para su explotación, que es lo que suele ocurrir en la tragedia fáustica del desarrollo, como señala Berman.

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Muy pronto, sin embargo, Riobaldo descubrirá que su desarrollo individual y su poder patriarcal están marcados por elementos trágicos propios de todo Fausto. Aquella visión intelectual que le permitió dudar una y otra vez de todos los patriarcas que encuentra a lo largo de su vida ahora lo llevará a dudar de sí mismo y de su propia capacidad de encarnar el lenguaje de la “presencia” en el sertón. Más aún, el pacto como origen de este poder y el demonio como padre que lo exhorta a usar el lenguaje fálico de la decisión soberana siguen inmersos en una niebla de incertidumbre. Por esto, luego de un periodo de absoluta certeza respecto a sus actos y a sus palabras, empieza a retomar su carácter dubitativo. Ello se debe, entre otras cosas, a que entiende que su nueva posición de poder le exige los actos trágicos de fuerza y destrucción que son propios de la figura fáustica. De aquí en adelante, la novela gira en torno a la transformación de Riobaldo en el centro patriarcal del sertón. Las páginas que siguen aspiran a mostrarle a su interlocutor (y con él, a nosotros, los lectores) que el pacto lo llevó al poder, pero no implicó su corrupción absoluta. Según su propia narración, gracias a su capacidad de dudar, Riobaldo se convierte en un jefe más humano que sus predecesores. Sin embargo, en los análisis que siguen veremos cómo, al igual que en el Fausto goethiano, Riobaldo duda al tener que realizar actos violentos que afectan directamente a sus compañeros, pero carece de escrúpulos al dar órdenes que los afectan de forma indirecta. Bolle relata algunos de los actos de su nueva ley en el sertón: Aproveitar-se dos miseráveis do campo, transformado-os em mão-de-obra jagunçaé assim que Riobaldo assimila a lição de seô Habão, a partir do momento em que ele assume a chefia do bando. [...] É sob o signo dessa moral que se realizam as ações de Riobaldo como chefe e empreiteiro. Em vez de “altas artes de jagunços”, o romance narra “muitos fatos miúdos” de violências e sofrimentos. As ações de Riobaldo mostram o quanto ele próprio já interiorizou a brutalidade [...]. (113)

Bolle llega aquí a una conclusión fundamental. Hasta este punto, Riobaldo ha intentado idealizar la condición jagunça y señalar sus posibles vínculos con figuras legendarias como los caballeros andantes. Simultáneamente, la comparación con la figura fáustica ha llevado a la doble canonización de Riobaldo, a su transformación no solo en la más alta figura literaria del Brasil

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contemporáneo, sino también en una suerte de santo que lucha por “vivir una vida plena”. Estas comparaciones literarias, cuyo efecto deseado es la canonización, deben leerse con cuidado, pues dentro de la novela misma funcionan como herramientas retóricas que legitiman la posición de poder de una clase opresora: los hacendados. Sin embargo, la segunda parte de la novela, que debería mostrar la manera en que Riobaldo habría encarnado esos ideales como nuevo líder de los bandoleros, es en realidad una “desidealización” radical del sistema jagunço y de su manera de operar, ligada con mecanismos económicos y políticos de explotación. El pacto con el demonio, por lo tanto, no puede tomarse simplemente como el saludable “desarrollo individual” de un Riobaldo que añora una vida plena y libre; es, también, lo que posibilita su entrada en el mundo de un poder que se sostiene a partir de diversos mecanismos de violencia y opresión. La retórica del texto va pasando de esa idealización inicial a una presentación mucho más descarnada de los actos generales de la guerra y la explotación fáustica de las masas. Al mismo tiempo, también va mostrando los elementos trágicos implícitos en la pacificación del sertón y el ascenso de Riobaldo al poder. El ideal caballeresco, al igual que una lectura exclusivamente positiva del carácter fáustico de Riobaldo, son reemplazados por una representación brutal de la violencia, del papel del protagonista en los hechos y de sus vínculos con los problemas sociopolíticos de la región. La pregunta acerca de la violencia nos permite adentrarnos en otro problema fáustico en el texto. Por un lado, vimos que en la tragedia de Goethe la violencia trágica es un elemento necesario para la modernización colectiva. La muerte de casi toda la familia de Margarita, de Filemón y de Baucis, son algunos de los costos humanos del proyecto de desarrollo encarnado en Fausto. En el caso de Riobaldo, nos encontramos con una cuestión singular: cada uno de sus actos de violencia está relacionado con su ascenso personal al poder; sin embargo, su mundo permanece intacto. Riobaldo no es un modernizador radical como Fausto y su objetivo no es la urbanización ni el progreso político y material de su mundo. Por el contrario, al final de la historia, el narradorhacendado vive en un universo que no es esencialmente distinto al que vivió en su infancia: está poblado por los mismos terratenientes, trabajadores rurales explotados y milicias al mando de los patriarcas locales; el único cambio es que ahora él ocupa la posición central en ese universo, que, gracias a sus acciones y su poder político absoluto, se encuentra “pacificado”. Cabe preguntarse de

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qué manera Riobaldo participa de una “violencia trágica” y cómo se vincula con la función modernizadora que caracteriza a la figura fáustica. Para comprender el posible papel de Riobaldo en el mundo moderno, y, simultáneamente, el cambio retórico de la novela hacia la desidealización del sistema jagunço, debemos retomar una figura central que apenas hemos mencionado en las secciones anteriores: debemos hablar de la tragedia de Diadorim. H. Juicios II: Riobaldo, Diadorim y la tragedia de la modernidad sertaneja Todo amor não é uma comparação? E como é que o amor desponta. Minha Otacília, vou dizer. Bem que eu conheci Otacília foi tempos depois; depois se deu a selvagem desgraça, conforme o senhor ainda vai ouvir. (Rosa, Grande Sertão 173)

Riobaldo no es, como decíamos, un modernizador al estilo del Fausto de Goethe. Su ascenso al poder no modifica sustancialmente a su mundo, no lo transforma a partir de la tecnología y no moviliza grandes formas de capital. Por el contrario, su triunfo logra la paz a partir de una cierta estabilidad del statu quo, algo que parece contradecir la imagen general de la figura fáustica. Hay, sin embargo, un elemento típicamente moderno en Riobaldo, y es precisamente su duda. Al igual que Descartes y que Hamlet, nuestro narrador descubre una y otra vez que sus sentidos y sus estructuras conceptuales lo engañan, que es imposible conocer de manera clara y distinta el mundo que lo rodea. Ya hemos visto cómo Riobaldo duda sobre problemas éticos (los padres de las estórias iniciales) y sobre el poder encarnado en todos los jefes jagunços que conoce. En esos momentos de duda, el texto despliega su forma y su cosmovisión barroca, con un inusitado despliegue de preguntas, relatos y meditaciones. Hay, sin embargo, un elemento de la historia que pone en juego todos estos elementos y muestra aún otros aspectos de su constante duda: su inesperado amor por el feroz bandolero Reinaldo-Diadorim.13 13

En cierto momento de la novela, Reinaldo le pide a Riobaldo que lo llame Diadorim. Usaremos ambos nombres para referirnos a este personaje.

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Otro de los elementos que consolidan el carácter barroco de la novela consiste en que el amor, implicado en una confusa división de géneros, se convierte en un problema esencial para el protagonista. Diadorim, como ser amado, es uno de los enigmas más inexpugnables del texto, un problema epistemológico que es, a su vez, dolorosamente personal para el narrador. Cabe recordar que, en los universos literarios barrocos, la dificultad para conocer el universo suele presentarse a partir de una cierta ambigüedad de género. En muchos de los grandes autores del Siglo de Oro español (Lope, Cervantes, Calderón) y en otros de los grandes maestros de la literatura universal de ese mismo periodo (Shakespeare, por solo citar un ejemplo), la dificultad por conocer el mundo se vincula con la imposibilidad de conocer al ser amado a partir de una cierta ambigüedad sexual. La literatura barroca incluye con frecuencia la atracción de un personaje por una figura que, al menos en apariencia, es del mismo sexo. Al final, esta atracción homosexual suele deberse a un juego de disfraces y desencuentros que ejemplifica las dificultades humanas para conocer al otro y, por extensión, al universo mismo. En estos casos, la norma heterosexual, gobernada por la rigidez de los papeles masculinos y femeninos, y generalmente marcada por la primacía del hombre, pierde por un momento su centralidad. Los patriarcas se enamoran de otros hombres o deben disfrazarse de mujeres para obtener sus objetivos. En este momento, las estructuras patriarcales de poder muestran, al menos por un instante, sus fisuras. Por ello, este tropo es también intensamente político, ya que descentra las figuras de poder, a los padres que aspiran a controlar sus universos. El mundo barroco de disfraces y equívocos de género invierte las jerarquías preestablecidas y muestra, por un fugaz momento, el carácter inestable de toda autoridad patriarcal. Como es lógico para estos mundos patriarcales, al final todo vuelve a la normalidad; lo que parecía ser una ruptura de la norma heterosexual era un simple malentendido que reconfigura la ley original. Aun así, por un instante, esa ley política y sexual queda suspendida, y los patriarcas descubren, al menos por un momento, que el mundo no está bajo su total dominio. En general, trataremos de evitar una lectura simplificadora, tanto de la novela de Guimarães Rosa como de la literatura psicoanalítica, al relacionar esta inestabilidad de género directamente con la ausencia de la figura paterna. Nuestro objetivo no será decir de manera simplista que Riobaldo o

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Diadorim confrontan las normas patriarcales en torno al comportamiento sexual a causa de la ausencia de sus padres o de alguna variante de un complejo de Edipo irresuelto.14 Para esta investigación, la ausencia paterna es, como suele ocurrir en los textos latinoamericanos sobre el padre, un evento más amplio, ligado con aspectos simultáneamente individuales y políticos; es la señal de que el hombre se encuentra en un universo sin un anclaje epistemológico claro, al tiempo que vive en un mundo políticamente inestable. Cuando el padre se ausenta, cada ser humano está solo en el universo, sin ninguna garantía de control o certeza, y es angustiosamente responsable de sus decisiones. Este universo cargado de dudas produce retóricas y universos barrocos, mundos que proliferan en significantes cuyo sentido es enigmático; la sexualidad ambigua e incierta es una de sus manifestaciones. Dos grandes fuerzas mueven al lector a lo largo de las complejas pero siempre estimulantes páginas de Grande Sertão: Veredas. Por un lado, el deseo por llegar al pacto con el diablo. Como hemos señalado, este momento está marcado por la ambigüedad y es, como el demonio mismo, un significante vacío que exige ser colmado de sentido por el lector. La otra gran fuerza que guía la lectura es la relación amorosa de Riobaldo con Reinaldo-Diadorim. Como toda relación amorosa, esperamos su consumación, el momento en que, de una u otra forma, emita su nombre, silenciado magistralmente por Guimarães Rosa durante casi seiscientas páginas; solo al final descubrimos el secreto trágico de estas vidas. Podemos mencionar, sin embargo, un primer aspecto sobre esta relación amorosa: el juicio final a Riobaldo, realizado por su interlocutor y por los lectores de la novela, está íntimamente relacionado con el destino de estos amantes. Así como la tragedia de Fausto está ligada con el destino de Margarita, la tragedia del desarrollo y de la modernización de Riobaldo está vinculada con la historia de Diadorim y con el destino de su relación. Solo teniendo en cuenta el desenlace de esa historia compartida, podemos realizar un juicio cabal respecto a las acciones del narrador; por esta razón, debemos detenernos ahora en esta estória.

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Hay que señalar, en todo caso, que la ambigüedad de género de Diadorim parece provenir de un mandato de su padre, Joca Ramiro. Cuando Riobaldo lo conoce durante su infancia, el “menino” Diadorim señala: “Sou diferente de todo o mundo. Meu pai disse que eu careço de ser diferente, muito diferente” (125). En esta frase está inscrito el destino mismo de este personaje.

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A lo largo de la novela, Riobaldo es una suerte de don Juan en el nordeste brasileño, un hombre con un robusto deseo heterosexual que lo mueve a tener múltiples amantes. Entre ellas se cuenta la ya mencionada Otacília, hija de un rico hacendado que terminará siendo su esposa. Sin embargo, desde que entra al bando de Joca Ramiro, siente una ambigua atracción por el joven Reinaldo. Diadorim corresponde a este amor, y esto se hace evidente en los celos que siente cada vez que aparece alguna mujer en la vida de Riobaldo. Para el narrador, el enigma de Diadorim se convertirá en la manifestación más poderosa de la duda. Dentro de las normas del deseo patriarcal y heterosexual, no hay nada de raro en generar una cadena interminable de objetos femeninos de deseo; la aparición de un objeto masculino es, sin embargo, un problema existencial de primer orden. Implicaría que Riobaldo no se conoce a sí mismo, que no tiene control sobre su deseo, algo que, como vimos en Pedro Páramo respecto a Susana San Juan, es uno de los aspectos que corroen el poder de una figura patriarcal. Diadorim le hace notar a Riobaldo que su propia subjetividad le es ajena, que no se conoce, ni se controla, por completo; por ello, el jagunço oscila entre la aceptación de ese deseo y la duda sobre su significado. A pesar de que en múltiples ocasiones trata de definir lo que siente como una pura amistad, llega a aceptar que lo que sentía por Diadorim era amor. En la hacienda de Guararavacã, justo antes de pactar con el diablo, señala: “Primeiro fiquei sabendo que gostava de Diadorim- de amor mesmo amor, mal encoberto em amizade. Me a mim, foi de repente, que aquilo se esclareceu: falei comigo. Não tive assombro, não achei ruim, não me reprovei- na hora” (305). Esta posición, que en ese momento le parece posible y aceptable, le resulta insostenible cuando se convierte en jefe, en el gran patriarca del sertón. En ese momento, su pacto con el poder y la necesidad de encarnar la posición patriarcal lo llevan a rechazar de forma tajante la ambigüedad de esta relación. Cuando ya es el líder absoluto de la tropa, se encuentra con Diadorim y lo compara mentalmente, por su belleza, con una virgen llamada Nossa Senhora da Abadia. De inmediato, sin embargo, se retracta y disuelve la comparación: Mas repeli aquilo. [...] De que jeito eu podia amar um homem, meu de natureza igual, macho em suas roupas e suas armas, espalhado e rústico em suas ações?! Me franzi. Ele tinha a culpa? Eu tinha a culpa? Eu era o chefe. O sertão não tem

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janelas nem portas. E a regra é assim: ou o senhor bendito governa o sertão, ou o sertão maldito vos governa... (511)

El texto mismo, de inmediato, pone en duda la posibilidad de negar estos sentimientos a fuerza de voluntad con una pregunta adicional: “Aquilo, eu repeli?” (511). Sin embargo, este pasaje muestra una vez más cómo el pacto de Riobaldo lo obliga a usar la retórica y los gestos del poder, del falo, de la presencia: un control absoluto frente al deseo y la realidad. Frente a un problema que habla sobre su subjetividad y su deseo, responde aceptando con obediencia la norma patriarcal que él, como jefe, debe encarnar. El episodio culmina con un gesto público que muestra su compromiso absoluto con el lenguaje del poder: en lugar de hablar con su amado, le lanza una imagen de la virgen, le prohíbe decir palabra alguna y se marcha diciendo que el pueblo lo espera. Al final, señala: “Assim era que eu dava ordem. Como convinha” (512). Retrospectivamente, el patriarca Riobaldo duda de que tal negación del deseo fuera del todo posible. Aun así, Riobaldo cumple a cabalidad con la ley del padre ausente, del demonio que le da el poder para adueñarse del “juguete del mundo”. Sus acciones así lo demuestran.15 A causa de su compromiso con el poder luego del pacto, Riobaldo resuelve sus dudas con una demostración más de su autoridad patriarcal. El texto, con su pregunta final, muestra que esta decisión no pone fin a su relación con Diadorim. A pesar de su capacidad de resolver parcialmente sus conflictos apelando a la ley demoniaca del sertón, hay elementos que se escapan a su control y muestran las fisuras de su “presencia”. Esto se debe a que el problema epistemológico encarnado en Diadorim, la imposibilidad que Riobaldo tiene de dominar su propio deseo, está vinculado con un problema

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A Riobaldo le ocurre, por lo tanto, lo que Slavoj Žižek señala al describir a los seres humanos que intentan encarnar una autoridad simbólica: “ [...] if we assert our (symbolic) ‘phalic’ authority, the price to be paid is that we have to renounce to the position of agent and consent to function as the medium through which the big Other- the symbolic institutionacts and speaks. When the subject is endowed with symbolic authority, they act as an appendix of the big Other, who acts through them.” (250-51) En esta escena, contra su voluntad, Riobaldo pierde su individualidad y su agencia, ya que debe encarnar la norma simbólica de su pacto con el demonio y de su liderazgo patriarcal frente a sus compañeros jagunços que ahora son sus subordinados.

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político: ¿Cómo puede encarnar el poder si él mismo no puede dominar sus emociones? ¿Cómo ser un patriarca guerrero si en el fondo su deseo está marcado por un amor homosexual que rompe con la norma heterosexual y patriarcal de la tropa? Un hecho interesante: ante Diadorim, la crítica parece copiar la misma perplejidad que Riobaldo sufre en carne propia. El bello jagunço surge como un complejo enigma, una figura difícil de leer que genera dudas y contradicciones, en gran medida por su barroca ambigüedad de género, que implica, a su vez, problemas políticos amplios. Un caso notable es el de Benedito Nunes, autor de algunos de los ensayos más eruditos respecto al amor y las relaciones entre sexos en la obra rosiana. En su ensayo titulado “O Amor Na Obra de Guimarães Rosa”, Nunes sigue minuciosamente la idea expresada en el epígrafe de esta sección: el concepto de que todo amor es, en cierto sentido, una comparación. Así, basándose en el El banquete de Platón, Nunes muestra cómo diferentes personajes representan distintos tipos de amor en la obra de Guimarães Rosa. Su sistema comparativo incluye varios personajes, pero se centra en tres figuras: una prostituta llamada Nhorinhá, que aparece en la primera parte de la novela, la bella Otacília (la heredera con la cual Riobaldo se casa) y Diadorim. Nunes señala cómo la comparación entre Nhorinhá, Otacília y Diadorim produce un cierto escalonamiento que él compara con el ascenso del alma en la filosofía platónica. Nhorinhá representa un elemento más carnal, donde lo sexual no es visto como algo maligno, sino como algo que debería incitar al progreso erótico del alma hacia planos más elevados, representados por el amor más pleno de Otacília. Al comparar estas tres figuras, Nunes señala: A relação entre essas três espécies de amor, diferentes formas ou estágios de um mesmo impulso erótico, que é primitivo e caótico em Diadorim, sensual em Nhorinhá e espiritual em Otacília, traduz um escalonamento semelhante ao da dialética ascensional, transmitida por Diotima a Sócrates em O Banquete de Platão. (Nunes 145)

La relación de ascenso platónico entre Nhorinhá y Otacília parece más o menos clara. En la novela, no hay ninguna condena del placer sexual, pero sí queda claro que el amor entre la joven prostituta y Riobaldo nunca excede

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lo carnal: lo único que sabemos es que ella y Riobaldo tienen una noche de pasión y que, luego, ella le envía una carta de amor que viaja por todo el sertón antes de encontrarlo. El amor entre Riobaldo y Otacília trasciende esa fase puramente sexual y se convierte en un amor mucho más consolidado, aunque es claro que está mediado por intereses económicos y políticos. Sin embargo, la posición de Diadorim dentro de estos escalonamientos platónicos es mucho más compleja. En primer lugar, Nunes recuerda cómo Riobaldo conoció a Diadorim cuando era un niño: en esa escena, Reinaldo, llamado entonces “o menino”, encarna una cierta unión de contrarios que lo convierte en una figura inolvidable para el narrador. Por ello, Nunes señala: No menino os opostos se conciliam, e deles, por uma espécie de transubstanciação alquímica da alma, ao cabo da qual a vida se renova, ganhando inéditos esplendores, nasce a harmonia superlativa de que fala Heráclito. O menino é uma criança qualquer [...] e é uma espécie de criança mítica, através de quem tudo se ordena, tudo se corresponde, tudo se completa. (159)

¿Por qué, entonces, esta figura del “menino / Diadorim”, que genera una armonía superlativa entre lo masculino y lo femenino, no puede convertirse en una superación platónica de Otacília? ¿Por qué este amor es “primitivo y caótico”, en palabras de Nunes, si Diadorim no solo incluye una “armonía de los sexos”, sino que además es uno de los más importantes maestros de Riobaldo? Debemos recordar que la sabiduría y la educación son uno de los elementos centrales en la doctrina platónica del amor.16 En varios pasajes, Reinaldo ayuda a Riobaldo a conocer la belleza de la naturaleza sertaneja y los nombres de las más bellas aves del nordeste. Además, le muestra el verdadero sentido del coraje desde el momento en que se conocen, ya que en ese encuentro infantil Diadorim, el “menino”, lleva al narrador por una difícil travesía por un río y es capaz de dominar su miedo para guiar la pequeña barca que los transporta. ¿Por qué este amor, que es literalmente platónico, que incluye el deseo sexual de Riobaldo, pero lo sublima para convertirlo en conocimiento y coraje, no puede convertirse en la más alta expresión comparativa de esa tríada platónica? O, en otras palabras, ¿por qué Riobaldo (y

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Cf. el discurso de Diotima en El banquete, especialmente 208e-210c.

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Nunes) eligen a Otacília como máxima expresión del amor y no a Diadorim? Nunes agrega: Diadorim é um outro modo de amor, incomparável com Otacília e Nhorinháamor que tinha um quê de paradisíaco, de idílico- e um algo de ameaçador, escondendo o encanto noturno e proibido de uma felicidade enganosa, que se esfumaçou, em meio ao sangue das guerras de vingança, como se evaporam as simulações do maligno. (166)

¿Por qué Diadorim permanece fuera de esta comparación amorosa si parece ser, al mismo tiempo, su culminación más perfecta, particularmente en los términos platónicos de conocimiento, educación y ascenso del alma? La homosexualidad, y su capacidad de inestabilizar la política en un mundo patriarcal, parece ser la respuesta a esta pregunta. Diadorim representa para Riobaldo una posibilidad que transgrede todas las normas que él encarna como jefe guerrero y patriarca local. Adentrarse en un amor homosexual implica, en última instancia, perder autoridad ante sus hombres y romper la ley misma de su pacto con un poder eminentemente patriarcal. En términos puramente conceptuales, Diadorim puede compararse con Otacília y es claramente su superación platónica. Como figura real, sin embargo, no es comparable con ella por una política que es tanto social como sexual y que se manifiesta tanto en los actos de Riobaldo como en la lectura de Nunes. El problema, sin embargo, se hace mucho más complejo cuando descubrimos el secreto que Guimarães Rosa, con gran cuidado, ha mantenido durante largas páginas. Al final del relato, Riobaldo guía a sus jagunços a un encuentro con los Judas, que culmina con su triunfo absoluto. Esta victoria se ve manchada por el verdadero evento trágico de la novela: Diadorim muere luego de combatir cuerpo a cuerpo con Hermógenes. Al limpiar su cuerpo y prepararlo para el entierro, se llega al descubrimiento central del texto: E disse. Eu conheci! Como em todo o tempo antes eu não contei ao senhore mercê peço:- mas para o senhor divulgar comigo, a par, justo o travo de tanto segredo, sabendo somente no átimo em que eu também só soube... Que Diadorim era o corpo de uma mulher, moça perfeita... Estarreci. A dor não pode mais do que a surpresa. (Rosa, Grande Sertão 615)

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El texto, con su retórica barroca del secreto, la elipsis y el claroscuro, se ha construido con una forma que copia tanto el secreto que Diadorim ha inscrito en su cuerpo como la duda que ha marcado a Riobaldo a lo largo de su propia vida. Como lectores nos vemos forzados a enfrentar, por el estilo difícil de la narración, los mismos problemas epistemológicos que el jagunço sufrió al descifrar su propia experiencia. Hemos sido engañados por las palabras, los gestos, por el diablo mundo. Diadorim era, siempre lo fue, una mujer disfrazada de hombre. La forma barroca sitúa a la incertidumbre y a la duda en el centro mismo de la novela. Hemos señalado cómo Riobaldo no es una figura transgresora como Fausto. Frente a Diadorim, la figura que encarna realmente la tragedia en la novela, es evidente que el patriarca jagunço se niega a transgredir las normas patriarcales de su sociedad y, en este sentido, no es propiamente un modernizador fáustico a carta cabal, a diferencia del Fausto goethiano, quien sí subvierte las normas morales de su tiempo con su amor por Margarita. Con su constante búsqueda de mujeres, Riobaldo encarna más bien una norma heterosexual común y poco revolucionaria en un mundo patriarcal: la necesidad de probar la propia virilidad con la mayor cantidad de conquistas femeninas. Esto no puede leerse como una verdadera transgresión, sino, más bien, como una parte esencial de su constitución como padre político en el sertón. La transgresión fáustica de Riobaldo tendría que ver explícitamente con Diadorim: si hubiese asumido de alguna forma esta violación de la ley patriarcal del sertón, habría podido saber la verdad sobre su amado y evitar el final desolador. Esta sería, si se quiere, su falla trágica, la que lleva al salvaje desenlace de los hechos. Aunque esto parece ser pura especulación respecto a lo que pudo ocurrir, debemos mantenerlo como hipótesis porque nos permite pensar en qué sentido Riobaldo es una figura fáustica. Por ahora podemos señalar que no lo es en el sentido moral del Fausto goethiano, que con su relación con Margarita transgrede las normas sexuales y de clase de su tiempo. La fidelidad de Riobaldo con su pacto, con su posición patriarcal de poder, le impide convertirse en una figura que reta las mores del sertón. El bandolero se muestra particularmente obediente al pacto que realizó y a la ley simbólica del padre ausente, el demonio. La incapacidad de Riobaldo de asumir su amor por Diadorim y rebelarse ante la norma patriarcal incluye varios aspectos, tanto de su subjetividad

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como de su posición de autoridad. A lo largo de la novela, el narrador, quien ya conoce el desenlace de su historia, señala cómo su vida estuvo marcada por una proliferación de signos respecto a la verdadera identidad de Diadorim: siempre se bañaba solo, nunca mostró interés por mujer alguna, sentía celos por sus conquistas y en múltiples ocasiones hablaba de un “secreto” que le contaría después de vengarse de Hermógenes. Infortunadamente, nunca supo leer estas señales. El hombre que alcanza un gran poder luego del pacto reconoce que nunca fue una presencia absoluta y omnipotente, que hubo aspectos de su vida frente a los cuales sufrió de una cierta ceguera. En algún momento asume que esa incapacidad de ver se relaciona con su pacto, que es uno de los precios a pagar dentro de su propia tragedia del desarrollo. Por eso, respecto a Diadorim, señala: “Não sabia que nós dois estávamos desencontrados, por meu castigo. (...) Assim ele acudia por me avisar de tudo, e eu, em quentes me regendo, não dei tino” (520, mis subrayados). No deja de tener razón: uno de los motivos por los que no puede leer estos signos, y que hace que los dos amantes permanezcan “desencontrados”, es precisamente su compromiso con el poder, su necesidad de regirse. Su compromiso con la ley patriarcal le impide transgredir la norma heterosexual que le permitiría encontrarse con Diadorim: este es, si se quiere, su castigo más radical por pactar con el poder político, social y patriarcal en los sertones nordestinos. Riobaldo no es, por lo tanto, un modernizador moral de su universo; sin embargo, sí es una persona que trabaja de manera muy consciente por su propio desarrollo individual y político. Por eso, debemos notar que la comparación amorosa entre Otacília y Diadorim no se da simplemente en términos estéticos o metafísicos. Es indudable que Diadorim representa una opción mucho más caótica y compleja para Riobaldo que Otacília. Sin embargo, debemos recordar que Margarita es también una opción caótica para Fausto, marcada por una diferencia de edad y de clase que la convierte en una transgresión radical a la norma establecida en su momento. Riobaldo no opta por este tipo de transgresión fáustica, sino por una alternativa mucho más conservadora y provechosa: el amor de una hija de ricos hacendados. La comparación amorosa entre Otacília y Diadorim no se da en el texto en los términos metafísicos del diálogo platónico, sino en términos materiales, económicos y políticos. Otacília tiene mucho para ofrecerle a Riobaldo en términos de poder, es la figura que consolida de manera absoluta su condición de patriarca

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local, mientras que Diadorim no es más que un enigma que pone en juego la posición de autoridad que adquiere luego del pacto con el demonio. Hacia el final de la novela, Riobaldo tiene una oportunidad inmejorable de comparar a Diadorim con sus otras opciones vitales, especialmente con el mundo de los hacendados representados por Otacília. Las hostilidades entre los dos bandos comienzan en un momento en el que Riobaldo está bañándose y preparándose para la batalla. Al oír los tiros, tiene que buscar rápidamente un lugar desde el cual dirigir a sus hombres. Pronto descubre que su bando tiene control sobre un grupo de casas donde hay un sobrado, la casa más rica, alta e imponente de la hacienda.17 En ese momento, debe comparar una vez más para tomar una decisión: debe optar entre quedarse con sus hombres (y con Diadorim) o ir a esta casa, símbolo del poder y la riqueza del hacendado sertanejo, para dirigir la batalla desde la distancia. Sabe que, como jefe, debería estar en el centro de la lucha, junto a sus guerreros; sin embargo, y convencido precisamente por un Diadorim que quiere protegerlo, termina observando la batalla desde el sobrado. Reinaldo le dice: “Tu vai, Riobaldo. Acolá, no alto, é que é o lugar do chefe. Com teu dever, pela pontaria mestra: que lá em riba, de lá tu mais alcança...” (599). Hay un hecho clave en esta decisión: al aceptar este lugar de riqueza y poder para enfrentar la batalla, Riobaldo abandona su posición central en la lucha y se aleja del lado de la persona que más ama: Diadorim. Esta decisión se consolida en el texto a partir de una transformación en los nombres de Riobaldo: en la batalla final, el jagunço no asume el papel de Urutú Branco, del peligroso líder-serpiente que llega para cambiar el sertón. Hay una suerte de “involución” que lo regresa a su estado de larva (Tatarana): “Aí eu era Urutú Branco: mas tinha de ser o cerzidor, Tatarana, o que em ponto melhor alvejaba” (597). En este momento central, Riobaldo abandona su función de padre-guerrero para convertirse en un francotirador protegido por una posición de privilegio. Vuelve a ser Tatarana, sobrenombre que tenía cuando estaba al servicio de otros jefes.

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En las antiguas haciendas brasileñas, el sobrado era una mansión donde vivían los hacendados. También se le conocía como casa-grande. Estas palabras y su sentido, cargado de aspectos relacionados con clase y raza, aparecen en dos títulos importantes de Gilberto Freire: Casa-Grande e Senzala (1933) e Sobrados e Mucambos (1936).

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Esta elección, alegóricamente afín con la decisión de preferir a Otacília por encima de Diadorim, es fundamental para el desenlace de la obra. Desde esta posición privilegiada, se descubre que Hermógenes, a diferencia de Riobaldo, sí está en el centro de los acontecimientos, liderando a sus hombres. Riobaldo duda permanentemente sobre si ir o no a la batalla, pero opta por el sobrado, por la posición de poder que su pacto le impone: “Descer para lá, me ajuntar com os meus, para ajudar? Não podia, não devia de; daí, conheci. Ali, um homem, um chefe, carecia de ficar- naquele meu lugar, no sobrado” (606). Al final, Hermógenes llega hasta el centro de la lucha, mientras que Riobaldo sigue defendiendo su posición protegida de jefe. En este momento se esperaría que se dé, por fin, una lucha entre los líderes de ambos bandos, pero Riobaldo se encuentra ausente. El singular duelo no se da entre los dos hombres que pactaron con el demonio para hacerse invencibles y ocupar el lugar del padre en el sertón: se da entre Hermógenes y Diadorim. Riobaldo, poseído por fuerzas inexplicables, no puede disparar su arma para defender a su compañero. En ese momento, parece literalmente poseído por el demonio y por su pacto: Pela espinha abaixo, eu suei em fio vertiginoso. Quem era que me desbraçava e me peava, supilando minhas forças? -“Tua honra... Minha honra de homem valente!...”- eu me, em mim, gemi: alma que perdeu o corpo. O fuzil caiu de minhas mãos, que nem pude segurar com o queixo e com os peitos. Eu vi minhas agarras não valerem. Até que trespassei de horror, precipício branco. (610)18

En ese duelo mueren Diadorim y Hermógenes, mientras que Riobaldo, aún al borde del desmayo, sigue pensando en su poder, en su honor. El demonio ha cobrado su parte del pacto: la tragedia del desarrollo de Riobaldo se ha consumado con la muerte de su amado.

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Podríamos atribuir la súbita incapacidad de Riobaldo para actuar en esta escena a la ley simbólica de su pacto con el demonio. Al querer encarnar esta ley, Riobaldo debe morir como individuo, perder su voluntad, y actuar como verdadera encarnación de los designios del demonio / padre ausente. Citando nuevamente a Žižek: “If a living, real father is to exert paternal symbolic authority, he must in a way die alive” (251). Riobaldo, en el momento en que debe exhibir su poder como líder jagunço, muere en vida y pierde su capacidad de actuar, todo porque está poseído por la ley simbólica que debe cumplir si aspira a convertirse en el patriarca absoluto de los sertones.

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La historia oficial del texto tiende a la idealización de los líderes bandoleros y, en particular, de Riobaldo, el supuesto “caballero andante” y “Fausto nordestino” que consolida la paz en el sertón. La novela, sin embargo, es también un juicio y el extenso despliegue de la estória trágica de Riobaldo y Diadorim, que va en contra de la “historia” épica de batallas, de altos jagunços caballerescos y de ecos goethianos. En las últimas páginas, vemos cómo el líder bandolero tiene la oportunidad de elegir a Diadorim por encima de su compromiso con la hacendada Otacília y de su posición segura en el simbólico sobrado. Todo amor es una comparación: Riobaldo compara y opta siempre por su posición de poder, por la ley patriarcal que el pacto con el demonio le impone. Solo al final descubre que el mundo lo ha engañado, que su amor más perfecto siempre estuvo a su disposición y que él no supo verlo, cegado no solo por las ropas que cubrían el cuerpo de Maria Deodorina da Fe Bettancourt Marins, sino por su pacto inapelable con el poder. Este pacto patriarcal es la fuerza que desencuentra a los amantes. La muerte de Diadorim es el centro de la tragedia del desarrollo individual de Riobaldo y de su consolidación como el hacendado más poderoso del sertón. Resta hacerse una pregunta en torno al carácter fáustico de Riobaldo en términos más amplios. Ya hemos visto que no es un gran modernizador: siempre se ciñe a las normas patriarcales de su mundo y con sus actos no realiza grandes transformaciones sociales en el sertón. Como sabemos, termina convertido en el mayor hacendado de la región: su desarrollo personal, su paso de la pobreza a una posición de poder es evidente. Sin embargo, el sertón sigue siendo el mismo: él es un hacendado con tierras y ejércitos, como Zé Bebelo, Joca Ramiro, Hermógenes y Ricardão, vive de sus cómodas rentas y está a la espera de nuevas guerras. El mundo, aunque “pacificado”, permanece intacto, algo que parece antagónico a la imagen que Berman da de las diversas figuras fáusticas y sus vínculos con la moderndad. Quizás tendríamos que agregar un nuevo tipo a la larga galería fáustica partiendo de una mirada geopolítica. En este caso, una mirada que se inicia en Brasil y en América Latina, pero que está alerta a cómo estas regiones forman parte de una modernidad global, inmersa en una ingente red neocolonial. Riobaldo encarna una figura cuya contribución a la modernidad es un ambiguo pacto con el poder, no para transformar radicalmente un universo social, moral y político, sino para mantenerlo intacto. Tal figura, esencialmente

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conservadora, cumple un papel central dentro de la modernidad, que estaría implícito en uno de los más conocidos aforismos de Walter Benjamin en sus “Tesis de filosofía de la historia”: “Jamás se da un monumento de la cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie” (Benjamin, Discursos 182). Esto es evidente en el Fausto de Goethe, en donde el protagonista instituye la modernización de su universo a partir de una serie de eventos de inusitada crueldad, como las muertes de Filemón y Baucis. En el caso de Riobaldo, su pacto con el demonio y sus negociaciones con un poder que se resiste al cambio forman parte de los presupuestos de una modernidad que, como señala Benjamin, necesita de la barbarie. Se trata, sin embargo, de una modernidad distinta de la de Goethe; mientras que el autor alemán pensaba específicamente en los confines de su nación y de Europa, la novela de Guimarães Rosa está inmersa en una serie de problemas globales y piensa el papel que Brasil y América Latina ocupan en esos procesos. El desarrollo de la modernidad, ligado íntimamente con la colonización imperial que Occidente llevó a cabo en todas las esquinas del orbe, implicó siempre que ciertas zonas del planeta tuvieran que mantenerse en un estado de atraso, violencia y miseria para sustentar los monumentos de la civilización que florecían en otras latitudes: esta es una de las formas de barbarie que subyace al esplendor civilizado de la modernidad colonial de Occidente. Encontramos así un nuevo tipo de pacto fáustico, latinoamericano y, simultáneamente, inmerso en una modernidad global. En este caso, se trata de una negociación neocolonial con el poder que implica mantener las condiciones de miseria y dependencia de una región para sustentar las transformaciones modernizadoras en otros lugares: las ciudades del litoral brasileño, las metrópolis mundiales que negocian con el azúcar y los lugares donde florece la cultura y el progreso a costa del sudor y la sangre que se derraman en otras zonas del planeta. Esta es la naturaleza última del pacto paradójicamente conservador, moderno y profundamente latinoamericano que Riobaldo hace con el poder. Su imagen como “pacificador” y como padre bondadoso en el sertón está marcada por la ambivalencia de todo proceso modernizador y fáustico. En palabras de Riobaldo, el pacto con el demonio “trae paz” al sertón, pero lo hace con “feio instrumento” (Rosa, Grande Sertão 35), usando una violencia que no culmina en una transformación real del universo social y político del sertón, sino en la imposición de un nuevo patriarca, en la muerte trágica de Diadorim y en la permanencia de un statu

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quo que, indirectamente, forma parte de los designios y las necesidades de la modernización brasileña y de la expansión colonial del capitalismo a nivel mundial. Bajo estas condiciones tendríamos que juzgar a Riobaldo, jagunço fáustico, imagen de la paradójica modernidad latinoamericana que progresa siempre como el dedo que avanza y, simultáneamente, retrocede, dudoso, al jalar de un gatillo.

3. IMAGEN POÉTICA / ALEGORÍA POLÍTICA: PARADISO COMO DUELO HISTÓRICO ANTE LA MUERTE DEL PADRE

A. La imagen poética en PARADISO y su relación con la política y la historia En las novelas analizadas hasta ahora, la posibilidad de trazar relaciones entre las figuras paternas, las condiciones histórico-políticas de sus respectivas naciones y las diversas estrategias retóricas de cada texto se abría ante el lector con cierta facilidad. Los sertones nordestinos y el lunar llano rulfiano son espacios en los que la historia latinoamericana de violencia, pobreza, revolución y decepción está unida de manera explícita con figuras patriarcales cuyo poder se ejerce a través del lenguaje. Nos enfrentamos ahora con un caso radicalmente distinto. Cuba es, sin duda, una nación cuyo destino histórico ha estado vinculado a la figura del padre político. Sin embargo, Paradiso (1966), del cubano José Lezama Lima, es un texto que en su lenguaje mismo parece negarse a una lectura histórica, dada su capacidad de producir un universo radicalmente poético, distante en apariencia del momento político y cultural de su producción. Quizás uno de los hechos más notables de esta novela es su capacidad de mantener un tono poético durante más de seiscientas páginas. Cuando se le preguntó por su novela como expresión poética, Lezama respondió en una entrevista: “Indudablemente que es una novela-poema en el sentido en que se aparta del concepto habitual de lo que es una novela. Paradiso está basado en la metáfora, en la imagen; está basado en la negación del tiempo, negación de los accidentes y, en ese sentido, sus recursos de expresión son casi esencialmente poéticos” (Simón Martínez 27). La ley fundamental de la

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novela es su deseo por generar nuevos mundos a partir de un lenguaje poético. Esos nuevos mundos se oponen al momento histórico real, se niegan a pertenecer a él y, por lo tanto, son una “negación del tiempo”. La palabra altamente estilizada y barroca de Lezama produce un texto singular en el que la poesía y la capacidad creadora tienen una prioridad sobre cualquier realidad concreta. Historizar el relato lezamiano parece ser un acto de violencia, una infracción de la ley poética de la novela. El siguiente análisis busca desplegar el posible sentido de estas palabras y comprender en qué sentido la novela de Lezama niega el tiempo. Simultáneamente, busco mostrar que esa negación no implica el carácter ahistórico o apolítico de esta obra. Surge entonces la pregunta que guiará nuestro análisis: ¿Es posible hacer una lectura política de una palabra poetizada que se erige en contra de la enmarañada madeja del tiempo histórico? Para responder a esta pregunta, podemos dar un paso atrás y preguntarnos por la relación entre el lenguaje poético en general y la historia. La novela es un género que desde siempre ha admitido análisis histórico-políticos, mientras que la poesía parece ser una expresión mucho más sutil, proveniente de una subjetividad (el “yo poético”) que, por lo general, se abstiene de pertenecer al tiempo histórico. Esta imagen de la poesía, sin embargo, es más bien reciente. La trama literaria de Occidente nace ligada al verso, a la estrategia nemotécnica de la métrica y a un canto musical que no era ajeno al plano de la historia. Si los clásicos germinales de la literatura occidental son La Ilíada y La Odisea, entonces debemos pensar en un momento en que la historia de un mundo y su poesía estaban vinculadas de manera indisoluble. Ese vínculo, además, no fue algo pasajero. La Commedia de Dante es impensable sin la relación entre su alto lenguaje poético y el mundo político de Florencia, de la península itálica y de un Occidente unificado en torno a la religión católica y los ideales del Imperio romano. Durante siglos, la relación entre la más alta poesía y una realidad histórica específica fue el centro mismo de la producción literaria occidental. La disputa entre poesía e historia corresponde a un momento reciente en el desarrollo de la literatura occidental. La escuela de Frankfurt se ocupó en varias ocasiones de esa transformación histórica. Theodor W. Adorno dedica a estos cambios un iluminador ensayo, titulado “Poesía lírica y sociedad”. El título mismo ya revela un problema inicial al lidiar con la poesía en el mundo contemporáneo: la idea de

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que, en la actualidad, la poesía es inseparable de la lírica, definida como la expresión de una individualidad que enuncia desde una cierta distancia con respecto al mundo histórico. En el mundo antiguo, la lírica era apenas un género entre diversos tipos de poesía (como la épica y la tragedia, ambas escritas en verso). La idea de que toda poesía corresponde con un yo lírico que se pregunta casi exclusivamente por su percepción idiosincrática del mundo es una característica de la lectura poética en el mundo contemporáneo. Tal lectura, de antemano, predispone al lector a distanciar el género poético de la historia. Sin embargo, el tono épico que reunía verso e historia era no solo una posibilidad literaria, sino también la más alta empresa del ámbito de las letras en la antigüedad griega y romana. Adorno plantea que es a partir del siglo xix, de la irrupción paralela de una modernidad industrial completamente establecida y del Romanticismo y su centralidad del “yo” como sujeto fundamental de la enunciación literaria, que el tono íntimo y radicalmente individual de la lírica se toma por completo el ámbito poético; lírica y poesía se convierten en sinónimos. El pensador alemán se pregunta por esta simplificación del género y por las razones históricas que la explican. Es luego de este momento histórico particular (el s. xix) que el lector espera encontrar en el poema un espacio puro y decididamente individual, sin la vacuidad social y política de su tiempo. Adorno nota, sin embargo, que ese deseo de pureza en la poesía no es ajeno a la política o a la historia: Sin embargo, esta exigencia a la poesía lírica, la de la palabra virgen, es en sí misma social. Implica la protesta contra una situación social que cada individuo experimenta como hostil, ajena, fría, opresiva, y la situación se imprime en negativo en la obra: cuanto más pesada se hace su carga, tanto más inflexiblemente se le resiste la obra, sin inclinarse a nada heterónomo y constituyéndose enteramente según la propia ley cada vez. Su distancia de la mera existencia se convierte en medida de la falsedad y maldad de esta. En la protesta contra ella el poema expresa el sueño de un mundo en el cual las cosas serían de otro modo. (52)

El dominio contemporáneo de la poesía lírica, de un subgénero basado fundamentalmente en un “yo” distanciado del mundo, debe leerse también en términos históricos. La poesía contemporánea surge en un mundo desarticulado, en el que los individuos no se identifican abiertamente con su circunstancia histórica inmediata ni con el resto de la comunidad humana.

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Ante este mundo desintegrado (el de la modernidad industrial), donde el deseo humano se enfrenta con una realidad hostil y alienada, la lírica surge como una respuesta crítica. El yo que se refugia en la palabra poética a partir de la creación de un mundo autónomo y regido por sus propias leyes expresa, con su desdén, un deseo por rebelarse ante lo que ocurre fuera de su subjetividad. Este gesto de aislamiento, de la “pura individualidad” que le atribuimos al yo poético, es también, según Adorno, de naturaleza política y social. Es un reflejo indirecto de la sociedad misma y un producto cultural que aspira a intervenir de alguna forma en su realidad histórica: Sin embargo, esa universalidad del contenido lírico es esencialmente social. Solo entiende lo que dice el poema quien en la soledad de este percibe la voz de la humanidad; es más, incluso la misma soledad de la palabra lírica está predibujada por una sociedad individualista y finalmente atomista, del mismo modo que, a la inversa, su carácter vinculante general vive de la densidad de su individuación. Por eso el pensamiento dirigido a la obra de arte está obligado a preguntarse concretamente por el contenido social, a no contentarse con el vago sentimiento de algo universal y comprensivo. (50)

Estas ideas de Adorno nos servirán como introducción al universo verbal de Lezama Lima y a su barroca combinación de poesía, prosa y teoría poética en Paradiso. El profundo hermetismo lezamiano, su palabra barroca, que se rige únicamente por las leyes autónomas del lenguaje y los más altos símbolos culturales, parece escaparse por completo de la especificidad cubana y latinoamericana. Es notable, sin embargo, que nadie considera que Lezama sea un escritor poco cubano o latinoamericano. Rubén Darío y Borges fueron criticados en diversos momentos por no ser autores del continente, por no defender con su palabra la tradición cultural a la que pertenecían, por ser “afrancesados” o “europeizantes”. A Lezama rara vez se le ha acusado de no ser un escritor característicamente de su tierra. Esto permite entrever que, en algún sentido, la palabra aparentemente autónoma del escritor habanero guarda vínculos secretos con su realidad, lazos que incluso la torsión barroca de su lengua no esconde.1 1

El papel de Lezama en la cultura cubana contemporánea es, en todo caso, objeto de importantes debates políticos hoy en día. La politización en torno a su obra depende de la disputa

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Es cierto que Lezama no defendió sistemáticamente una causa política o una ideología. Sin embargo, Paradiso encarna algunos de los problemas que Adorno encuentra en la palabra poética moderna: su objetivo esencial es redimir una realidad, modificarla a través de la creación, la imagen y el lenguaje. Ese acto de reivindicación no es del todo posible en el mundo moderno. La poesía ya no puede recuperar la unidad del yo con su circunstancia; el mundo contemporáneo está demasiado desarticulado, y es demasiado cínico, para permitir esa operación de manera impune. Lo que la poesía sí puede hacer es desplazar ese mundo unificado hacia espacios idealizados, a momentos utópicos en los que esto sí era (o será) posible. Sin embargo, el deseo lezamiano por recuperar una realidad a partir de la imagen y la palabra poética se topa de plano con la imposibilidad moderna de esa operación: ya no hay una unidad poética posible entre el hombre y su mundo. Al poeta no le queda otra alternativa que generar un simulacro de unificación, una utopía verbal con la cual aspira a redimir un mundo fragmentado. Este simulacro, entre simpatizantes y críticos de la Revolución. En el momento de su aparición (1966), el régimen revolucionario censuró Paradiso. El despilfarro barroco de Lezama, su falta de compromiso claro con una postura ideológica y la presencia de elementos eróticos y homosexuales en su novela dificultaban su apropiación por parte del régimen revolucionario. Más adelante, sin embargo, a partir de diversos cambios en las políticas culturales de la isla y de la intervención de intelectuales cercanos al régimen (como Julio Cortázar o Cintio Vitier), Lezama ha sido recuperado como un autor central para la tradición cultural de la Cuba posrevolucionaria. Esto también ha generado controversia, especialmente para los críticos del régimen, quienes ven en esa recuperación una manipulación ideológica del legado lezamiano. La nueva posición de los intelectuales revolucionarios se puede ver en “Nueva lectura de Lezama”, prólogo de Vitier a su edición del poemario póstumo Fragmentos a su imán (1977), de Lezama. Algunas visiones críticas a esta lectura se encuentran en la introducción a El libro perdido de los origenistas, de Antonio José Ponte, y en el ensayo “Leer a Lezama desde el siglo xxi”, de Remedios Mataix, incluido en la colección Gravitaciones en torno a la obra poética de José Lezama Lima editada por Laurence Breysse-Chanet e Ina Salazar. Para una mirada a los cambios en las políticas culturales en la Cuba revolucionaria, ver El martillo y el espejo: directrices de la política cultural cubana (1959-1976), de Emilio José Gallardo Saborido, y especialmente El estante vacío, de Rafael Rojas, donde se hace una detallada revisión de las políticas de circulación de libros y autores (incluido Lezama) en la Cuba revolucionaria. El siguiente ensayo busca participar de estas miradas políticas en torno a Lezama con un elemento diferencial: en lugar de pensar el papel de Paradiso en los debates políticos y culturales en torno a la Revolución, busca entender la propuesta retórico-política implícita en la novela misma y en su “imagen poética del mundo”.

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que ocurre en la creación lingüística y en la imaginación, debe leerse como una crítica a su mundo y a su tiempo. En el caso de América Latina, y de otras sociedades periféricas, este problema surge de manera aún más radical. Para comenzar, ese mundo idealizado y unificado, que en Occidente se ha relacionado con el mundo griego,2 no puede localizarse con facilidad en la historia latinoamericana. El pasado de América, y muy particularmente de un país como Cuba, cuyo destino parece marcado por la violencia y por una permanente dependencia de diversos poderes coloniales, no permite una idealización convincente de ningún periodo del pasado remoto nacional. Cada instante parece marcado por la tragedia o la explotación, desde sus arrasados orígenes indígenas hasta su dependencia colonial de España y los Estados Unidos. Ante esta tierra baldía de la propia historia, la reivindicación lezamiana de la nacionalidad se hace a partir de una serie de operaciones de gran creatividad y, al mismo tiempo, de una cierta ambigüedad. Por un lado, está la idea de construir una “imagen poética del mundo”, un universo poético paralelo a la realidad histórica, cargado de sentido por la belleza misma de la palabra que lo inventa. Por otro lado, esta re-creación poética vincula la historia cubana con la tradición cultural de Occidente en sus momentos más elevados: Grecia, Roma, el Barroco español de los siglos xv y xvi y la Francia decimonónica. La ambigüedad de ese gesto, su imposibilidad esencial, radica precisamente en que estos grandes momentos estéticos son también los grandes momentos coloniales de Occidente, los periodos históricos en los que una gran belleza estaba ligada con la explotación directa de otros universos sociales que fueron arrasados para construir panteones, anfiteatros, palacetes y grandes monumentos literarios en otras latitudes. En este sentido, al igual que ocurría en el caso de Guimarães Rosa y Grande Sertão: Veredas, la reflexión sobre estas novelas y sus contextos políticos y culturales nos invita a un pensamiento geopolítico que sitúa a América Latina en procesos de una modernidad colonial amplia. Cuba es uno de esos paisajes arrasados por una historia colonial que, con su ruina, ha financiado enormes monumentos de civilización en otros lugares del orbe. Lezama vendrá a reivindicar un momento específico 2

Pensadores tan diversos como Lukács y Heidegger participaron de ese proceso de situar en el mundo griego a una humanidad realmente integrada con su universo circundante.

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de la nación cubana haciendo uso de un impresionante acerbo cultural, que proviene precisamente de un Occidente imperial y colonizador. Estas marcas de la civilización artística occidental, que en la labor poética lezamiana sirven para darle forma a una Cuba fragmentada, tienen vínculos discernibles y paradójicos con la situación colonial y neocolonial de la isla. Por ello, el tono barroco de la novela surge no solo de la habilidad de su autor para tejer las palabras en una compleja filigrana verbal, sino también de esta posición ambigua que aspira a reivindicar un mundo a partir de los logros más altos de la cultura occidental en sus momentos de colonización. El resultado de la novela es simultáneamente lírico y trágico, reivindica lo cubano y lo sume en una compleja posición de dependencia histórica y cultural.3 Este no es un problema simplemente estético: Paradiso es un texto que encarna las contradicciones culturales, históricas y políticas de América Latina, su posición de exterioridad ante la tradición occidental incluso en los momentos en que más desea pertenecer a ella. Señala también la imposibilidad moderna de reivindicar una realidad histórica fragmentada a partir de la palabra bella y del lenguaje poético. La grandeza literaria de Lezama proviene de la enorme ambición de su proyecto, pero también de su carácter fallido. No es posible, dentro de una modernidad periférica y colonial, redimirlo todo a partir de la poesía y los hitos de la cultura occidental. Aun así, este deseo de reivindicación poética es la ley misma de la novela; una ley que, como veremos, está relacionada con la figura de un padre ausente. Lezama construyó uno de los más ambiciosos proyectos poéticos del continente a partir de un momento de radical crisis política, que en el texto se presenta alegóricamente como una crisis familiar vinculada con la desaparición del padre. Esta será una de las hipótesis del siguiente análisis: una de las leyes centrales de Paradiso, y uno de los mandatos vinculados con el padre ausente, es la redención poética de un mundo político fragmentado. Uno de los primeros pasos para comprender la relación que existe entre la ley impuesta por 3

Hay en Lezama, sin lugar a dudas, una reivindicación de la cultura americana ante el colonizador europeo. Esto es particularmente visible en los ensayos que componen La expresión americana (ver al respecto las páginas 164-169 de este ensayo). Sin embargo, en Paradiso hay una particular apuesta por darle forma a una realidad americana a través de los grandes emblemas de la cultura occidental. Como veremos, esto causa una serie de paradojas en la novela misma.

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la muerte del padre (la construcción de una “imagen poética del mundo”) y una realidad social fragmentada consiste en aclarar cuál es el momento histórico que enmarca a Paradiso. ¿Qué es exactamente lo que el texto aspira a reivindicar a partir de la palabra elevada al plano de la poesía? No es fácil determinar las fechas específicas que marcan el inicio y el final del relato, pero sí es posible señalar que una parte importante de la narración corresponde a un proceso histórico específico de la nación cubana: el surgimiento de la primera República, y su fracaso último, a partir de figuras autoritarias como Gerardo Machado (presidente entre 1925 y 1933) y, luego, Fulgencio Batista. En el capítulo III de la novela se habla, por ejemplo, del año de 1894, en el cual la familia materna de José Cemí, los Olaya, se encuentra exiliada en Jacksonville, Florida, a causa de las guerras de independencia. En el capítulo IV, el padre de Cemí, José Eugenio, llega a La Habana en 1902, con 12 años de edad. En este mismo capítulo, tiene su primer contacto con la familia de su futura esposa. Allí conoce a Alberto Olaya (hermano de Rialta, la madre de José Cemí), quien acaba de llegar del exilio (Lezama, Paradiso 64). Esta fecha es de la mayor importancia, tanto para la historia de Cuba como para la novela misma: es en 1902 que Cuba consolida su independencia, luego de que España perdiese el control de la isla en 1898. En primera instancia, los Estados Unidos se encargaron del gobierno nacional y solo hicieron entrega del poder cuatro años más tarde. Es en este año que surge por primera vez una república independiente con la elección democrática de un presidente cubano, Tomás Estrada Palma, a quien Rialta conoce en una fiesta en el capítulo V. El regreso de los exiliados políticos después de la independencia, el encuentro de los Cemí y los Olaya y la promesa de una nueva República cubana coinciden en el texto en el año de 1902. La infancia de Cemí, regida por la figura de su padre, el Coronel José Eugenio Cemí, y por la consolidación de una familia compuesta de lo mejor de las raíces criollas (los Olaya) y europeas (el Coronel tiene un padre vasco y su madre tiene orígenes ingleses), es la alegoría de la República cubana misma, de su promisorio porvenir autónomo luego de largos años de opresión colonial y de pugnas fratricidas. El mundo idealizado de la infancia incluye, a su vez, la infancia alegórica de una nación y la esperanza por la consolidación de su futuro; de allí la importancia del padre en el texto. Su función será vincular el relato familiar con la historia de la nación cubana en su momento más promisorio: su esperanzador inicio.

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Estos primeros episodios nos llevan, por lo tanto, al origen histórico de la república independiente cubana y al periodo que Lezama intenta presentar como un pasado utópico, digno de ser elevado al plano de la imagen poética. Nuestro autor, sin embargo, escribe retrospectivamente, desde el futuro, conociendo tanto la esperanza seminal de la república como su futura debacle, su caída en el orden neocolonial a manos de Estados Unidos y de una larga serie de figuras dictatoriales. La novela comienza a aparecer en la revista Orígenes en 1949, cuando Lezama ya había experimentado la profunda desazón que dejó el proceso republicano. Roberto González Echevarría describe así algunos de los aspectos centrales de esta decepción política y cultural que marca la escritura de la novela: La obra de Lezama se inicia en un clima de desilusión muy distinto al de optimismo y euforia de sus antecesores más inmediatos, los escritores de la vanguardia, que en los años veinte habían hecho del fervor artístico y político un credo. [...] La lucha contra Machado iba a romper con la catastrófica república a que había degenerado Cuba después de la independencia. El tirano polarizaba y encarnaba las peores características de esa república: monocultivo, caudillismo, corrupción y, sobre todo, dependencia y sumisión ante el coloso del norte. (“Lo cubano” 31-32)

En un episodio que analizaremos más adelante, Lezama se refiere con entusiasmo a las revueltas estudiantiles contra la dictadura de Machado y lo que este representaba: una “degeneración de los ideales de la independencia” (32), según el propio González Echevarría. Sin embargo, esta batalla contra el dictador tampoco culminó en la concreción real de los primeros ideales republicanos. Luego de la caída de Machado, la nación cubana siguió bajo la incidencia política de los Estados Unidos, el inestable monocultivo azucarero y el regreso de diversos patriarcas políticos, entre los cuales se contará Fulgencio Batista. La novela, por lo tanto, fue escrita a partir del sueño republicano encarnado en la infancia misma de José Cemí, en la unión familiar de los Cemí y los Olaya y en la caída histórica de ese sueño utópico. Paradiso es una respuesta crítica a esa promesa traicionada, a una gran expectativa nacional que nunca se cumplió. ¿Cómo responde Lezama a esa fragmentación política, a la promesa incumplida de la República cubana? Generando un universo alternativo,

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paralelo, reconociblemente insular pero marcado con la señal conciliadora de la belleza poética que redime todo aquello que en la realidad histórica se encontraba fragmentado. Su réplica consiste en generar, a partir de un lenguaje altamente poético y cargado con el peso de las más altas expresiones culturales de Occidente, una realidad textual que intenta reivindicar aquella promesa republicana. Su elección de un lenguaje altamente estetizado, que se rige por leyes autónomas, distintas a las del universo político que lo circunda, es, como señala Adorno respecto a la poesía lírica en Occidente, una respuesta personal a un mundo político en decadencia. En la primavera de 1949, Lezama publica una nota en la revista Orígenes, titulada “La otra desintegración”, en la que habla sobre la creación literaria como una forma de hacer real la promesa política republicana que nunca se cumplió. La nota señala lo siguiente: “Las conspiraciones bolivarianas, las guerras del 68 y el 95, Martí, la propaganda autonomista, eran proyecciones que no han tenido par en el siglo subsiguiente” (Lezama, “Desintegración” 60). Ante esta promesa truncada, Lezama propone la necesidad de una actitud artística capaz de reunificar lo que se había hecho pedazos por la debacle histórica: “Esa corriente, honda en lo negativo, indetenible casi, hubiera podido ser contrastada si en otros sectores del gusto y de la sensibilidad se hubiera proyectado un deseo de crear, de mantener una actitud de búsqueda de lo capital y secreto” (60). Esta es la actitud del poeta moderno, de aquel que crea con el lenguaje una obra que se distancia abiertamente del mundo circundante en señal de rebelión y descontento. El lenguaje lezamiano muestra la necesidad de una obra artística que se opone a la decadencia del mundo histórico y que, ante el carácter fragmentario del mundo contemporáneo, opta por la poesía y por “lo secreto” para generar unidades conceptuales y creativas donde la realidad solo tiene retazos y ruinas. Lezama, además, no se olvida del carácter político de esta decisión. Por ello, señala en esta misma nota que su deseo es: [...] indicar que un país frustrado en lo esencial político puede alcanzar virtudes y expresiones por otros cotos de mayor realeza. [...] Si una novela nuestra tocase lo visible y más lejano, nuestro contrapunto y toque de realidades, muchas de esas pesadeces o lascivias se desvanecerían al presentarse como cuerpo visto y tocado, como enemigo que va a ser reemplazado. Si la poesía de alguno de los nuestros

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alcanzase tal tejido que mostrase en su esbeltez una realidad aún intocada, aunque deseosa de su encarnación, por tal motivo cobraría su tiempo histórico, recogeríamos claridades y agudezas que despertarían advertencias fieles. Pues el remolino de una imagen encarna al dominar la materia que se configura en símbolo. Ya en otra ocasión dijimos que entre nosotros había que crear la tradición por futuridad, una imagen que busca su encarnación, su realización en el tiempo histórico, en la metáfora que participa. (60-61)

Aquí la retórica de Lezama, su vocabulario, que oscila entre la teoría y la poesía de alto vuelo, se relaciona vivamente con la historia política de Cuba y muestra la esencia del proyecto político que veremos desarrollado en su novela. Encontramos, además, uno de los términos capitales del vocabulario lezamiano: la imagen. Según esta breve nota, la imagen poética del mundo no es la pura negación de la historia; es la encarnación en el lenguaje de aquello que el mundo histórico debería ser. Julio Ortega ha señalado que, en Lezama, la imagen es una “formulación integrada de las más libres desemejanzas, que en la metáfora estallan como análogas, creando más allá de sus términos un nuevo recinto” (99). No es difícil ver que tras este procedimiento figural puede haber, también, un proyecto retórico-político. Con su procedimiento de analogías sorprendentes, de unión de elementos dispares a partir de un mecanismo tropológico, la imagen aspira a unificar todo aquello que la historia misma ha disgregado. Este proyecto de unificación es tanto poético como histórico, y exige, por lo tanto, un análisis retórico-político. Ante una nación que se ve a sí misma como políticamente desarticulada, la palabra poética lezamiana hace lo posible por unificar incluso lo más lejano, por dar forma a realidades verbales que, en su labor de unificación, se oponen a una fragmentación que tiene su origen en la historia. Frente a la debacle cubana de la primera mitad del siglo xx, Lezama plantea una utopía poética capaz de unir todos los contrarios, aun aquellos que polarizaban y desarticulaban a la sociedad cubana. La imagen lezamiana, el elemento central de la retórica de la novela y de su labor poética, es también la expresión de un deseo histórico por unificar una realidad hecha pedazos, por fundar una utopía que, con el tiempo, podría dar a luz una realidad. La cita anterior habla de la necesidad de una novela y una poesía capaces de “dominar la materia” y producir una imagen de lo que la historia cubana

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debería ser. Es indudable que Lezama está prefigurando allí el lugar de su propia obra en la literatura cubana. “La otra desintegración” cierra el número de la primavera de 1949 de la revista Orígenes. En el siguiente número de la revista (verano de 1949), se publica la primera parte del primer capítulo de Paradiso, cumpliendo así la profecía hecha en el ensayo anterior. Esta será la novela que toca “lo más visible y lo más lejano”, produciendo así una imagen de una Cuba unificada que aspira a contrarrestar su fragmentación histórica a partir de la creación literaria. Tal es el mandato central de la novela, la ley política que debe cumplir: redimir a partir de la poesía y de la imagen una realidad histórica venida a menos. En los primeros capítulos, el intento retórico-político por unificar el mundo se vincula explícitamente con la presencia del padre. Ya hemos visto en otros textos cómo la presencia paterna puede convertirse en una honda pesadilla, en el origen de todos los males políticos de una comunidad. Paradiso nos muestra, al menos en parte, la otra cara de la moneda: un padre benigno y comprensivo puede ser el epicentro de algunas esperanzas de unidad y justicia para un mundo. El mejor momento de la familia Cemí coincide con la plenitud vital del Coronel José Eugenio Cemí, quien, con su presencia, garantiza tanto la estabilidad familiar como la belleza y la proliferación poética de su universo. En los primeros capítulos de la novela, el Coronel es llamado “jefe” y “amo” por los sirvientes, quienes lo respetan como a una figura sagrada. En su ausencia se dan las pequeñas catástrofes hogareñas, como el evento que abre la novela: un ataque de asma del joven José Cemí y el intento desesperado de la nana Baldovina de curarlo con la cera hirviente de una vela. Sin embargo, en este universo decididamente patriarcal, la ausencia del padre es precisamente el momento en que esta figura se consolida como ley simbólica, tal como señalan Freud y Lacan. Así lo muestra el texto mismo: “El teatro nocturno de Baldovina era la casa del Jefe. Cuando el amo no estaba en ella se agolpaba más su figura, se hacía más respetada y temida y todo se valoraba en relación con la gravedad del miedo hacia esa ausencia” (Lezama, Paradiso 4). Esta imagen del padre como ley precisamente en su ausencia se consolidará aún más en los capítulos siguientes, cuando el padre, al morir, impone el lenguaje poético como ley simbólica para su hijo. En estas primeras páginas, sin embargo, el Coronel es lo que hemos venido llamando “un padre presente”, una figura

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que encarna la lógica de todo un universo. Con su muerte, se perderá el centro que garantiza el orden de mundo, el texto comenzará una serie de dudas típicamente barrocas. Con su partida veremos también, de manera más explícita, cuál es la ley fundamental de la novela: la recuperación de un mundo fragmentado a partir de la “imagen poética”. La centralidad del padre adquiere su carácter histórico cuando constatamos que su figura contiene algunos de los elementos económicos y políticos más representativos de la nación cubana. González Echevarría ya ha señalado cómo Paradiso dialoga con otro importante texto cubano, el Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, de Fernando Ortiz, a partir de los vínculos que la familia Cemí-Olaya guarda con estas dos plantas y sus respectivos sistemas productivos. Este contrapunteo ya se da por completo en el Coronel José Eugenio Cemí: “Por parte de padre, el Coronel José Eugenio desciende del vasco José María Cemí, dueño de ingenio azucarero, y de Eloísa Ruda Méndez, pinareña de familia de vegueros” (González Echevarría, “Lo cubano” 38). El padre contiene, en su ascendencia, el juego central entre estas dos industrias y entre los diferentes elementos simbólicos que Ortiz les otorgaba: el tabaco como hoja aristocrática, trabajada a mano, ligada con la magia, la tradición y la poesía; y el azúcar como planta prosaica, trabajada por métodos casi industriales, ligada en últimas al progreso y la modernización. Los diferentes movimientos de este contrapunteo en la familia paterna resumen, a su vez, la historia misma de la nación. Así como en Cuba la caña terminó imponiendo su reinado económico debido a las exigencias del mercado global, y del papel de Cuba en el orden neocolonial, en la novela el vasco José María Cemí termina imponiendo el azúcar por encima del tabaco en la familia. En el capítulo IV, el tío del Coronel, Luis Ruda, le cuenta cómo su padre obligó a la familia entera a migrar desde las vegas tabacaleras de Pinar del Río hacia un ingenio, el Central Resolución: Un día llegó toda la troupé pinareña de los Méndez al Resolución, y aquellas escandalosas y malolientes extensiones de verdes, aquellos sembrados de caña vulgarote y como regalada por la naturaleza, para nosotros que estábamos acostumbrados a un paisaje muy matizado, al principio nos desconcertó, pero acabamos sometiéndonos a la decisiva extensión de sus dominios. Era en el fondo el sometimiento de toda mi familia a la brutal decisión de tu padre. (Lezama, Paradiso 68)

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La historia de la familia paterna y la dominación de la parte vasca y azucarera sobre la parte criolla-inglesa y tabacalera resumen la historia de la nación cubana y un cierto sometimiento a una modernización nacional marcada por el monocultivo azucarero, su sistema productivo preindustrial y su inestabilidad, ligada con los mercados capitalistas internacionales. El triunfo del vasco José María es también el inicio de la modernidad neocolonial de la nación cubana. El Coronel José Eugenio Cemí, sin embargo, marca los inicios de una generación distinta a la de su padre: su figura comienza a sintetizar elementos españoles y criollos y a generar una cierta unidad armoniosa de las diversas facciones cubanas. Tal imagen se opone a la imposición autoritaria del abuelo vasco del protagonista, José Cemí. En esta voluntad de unificación, el padre ya encarna en sí mismo los principios de la imagen poética lezamiana, su voluntad de unificar lo más lejano y diverso y también el proyecto republicano de una Cuba unificada. En la novela, el Coronel se presenta como una figura que unifica la dispersión histórica de la nación luego de las pugnas de independencia. El capítulo VI se inicia con su primera visita a la casa de los Olaya como parte de su cortejo de Rialta, su futura esposa. Allí debe enfrentarse a la ira de la abuela Mela, defensora a ultranza de la independencia, quien en la cena deja en claro su antipatía criolla por todo aquello relacionado con España. Ante las provocaciones de la abuela, el Coronel da un breve discurso en el cual unifica simbólicamente el tabaco y el azúcar, a la familia de su madre y la de su padre y a independentistas criollos y españoles. En ese discurso le rinde homenaje a su propia madre criolla y plantea al fin una unión armoniosa entre las diversas fuerzas en pugna en la nación cubana: “[...] Hay algo en esas evocaciones que me trae la pinta de mi madre. Su fineza, la familia toda dedicada a producir el fino espesor de la miel, la querendona hoja del tabaco, las hacía vivir como hechizadas. [...] Pero aquella fineza necesitaba como pisapapeles el taurobolio invisible, resistente de mi padre” (117-8). Luego recuerda que esa rama materna de su familia (los Olaya-Méndez, tabacaleros) incluía a figuras como el coronel Méndez Miranda, líder de la independencia criolla. Su propia familia ya incluía el conflicto entre la España colonial y una Cuba independentista. A pesar de sus diferencias con la abuela Mela, José Eugenio Cemí defiende los vínculos que lo atan a los dos bandos en disputa y termina por exaltar su propio ascendente criollo. Señala además que cada grupo se

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hizo necesario para el otro, hasta el punto de que la muerte del vasco azucarero determinó una catástrofe para la familia: “A su muerte, la dispersión” (118). Así, en este breve monólogo, el Coronel señala la necesidad de unificar un mundo político fragmentado. Su reconocimiento del lado derrotado de su propia familia, la fineza criolla del tabaco que tuvo que aceptar los designios del padre vasco y azucarero, se convierte en el primer paso para la unificación de las facciones que habían estado en guerra y que ahora pueden dar inicio a su convivencia como familia y como nación. El seguimiento de estas claves interpretativas de la novela (la economía del tabaco y el azúcar o los diferentes conflictos políticos de la Cuba de principios de siglo) nos permite concluir que el Coronel José Eugenio Cemí, figura paterna por antonomasia en la novela, es el epicentro de una serie de elementos de la nacionalidad cubana que confluyen por primera vez en el periodo republicano. Su vida corresponde con un momento de esperanza utópica luego de la independencia, el punto en el cual convergen las diferentes fuerzas en conflicto para dar, por primera vez, un paso hacia la imagen poética de lo que Cuba pudo ser. La imagen de una Cuba unificada en Paradiso está vinculada con esta figura paterna que reúne en su historia personal las diversas fuerzas políticas que pugnaban en la nación. Esto es algo que la novela deja en claro con una de sus primeras descripciones del Coronel: Hijo de un padre vasco, severo y emprendedor, glotón y desesperado después de la muerte de su esposa, gozaba el Coronel a cabalidad los veinte primeros años de la República. [...] Los treinta y tres años que alcanzó en vida fueron de una alegre severidad, parecía que empujaba a su esposa y a sus tres hijos por los vericuetos de su sangre resuelta, donde todo se alcanzaba con alegría, caridad y fuerza secreta. (14)

La edad que tenía a su muerte no puede ser casual: el Coronel es aquí una figura Christi y, simultáneamente, una síntesis étnica, económica y cultural de la nación. Por ello, el padre es uno de los más altos logros poéticos del texto, la imagen de un periodo histórico en un único personaje. Con su muerte, la breve síntesis poética e histórica representada en una figura paterna de las más altas características éticas y políticas entra en crisis:

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La muerte del Coronel, cuya entrada operática, festiva en el primer capítulo, sugiere el impulso, la energía expansiva de los “primeros años republicanos”, marca un momento de ruptura y diferenciación perceptibles no solo en el trazado de la fábula, sino en un estrato más profundo de diferenciaciones. La novela entera entra en una zona de oscurecimiento. El paisaje cambia, y el contenido de la gestualidad, porque hay un cambio en la conciencia histórica que marca la pérdida del primer entusiasmo republicano. (Carrió Mendía 548)

Con la muerte del padre cae también la síntesis republicana y su honda promesa. Veremos cómo el texto responde ante esa pérdida precisamente con una radical poetización de la historia. Pero, antes, debemos ver cómo la figura paterna se vincula en el texto con la posibilidad misma de la palabra poética y con la labor privilegiada de la escritura. El Coronel, como centro del mundo familiar, es también quien garantiza la posibilidad de la poesía para su hijo, quien, bajo la protección del padre, tiene asegurada su libre creación de una imagen poética del mundo. B. La escena de escritura y la figura paterna El capítulo II de la novela se inicia con una imagen que nos muestra cómo escritura y poder, poesía e historia, se vinculan con la figura paterna en la novela. Si Paradiso es, en cierto sentido, el Bildungsroman de un joven escritor, este pasaje es de la mayor importancia porque nos muestra por primera vez al protagonista en el acto de escribir. A sus diez años, José Cemí sale de clase llevando una tiza que le sirve de distracción. Esta es la escena que presenciamos: Al fin, apoyó la tiza como si conversase con el paredón. La tiza comenzó a manar su blanco, que la obligada violencia del sol llenaba de relieve y excepción en relación con los otros colores. Llegaba la prolongada tiza al fin del paredón, cuando la personalidad hasta entonces indiscutida de la tiza fue reemplazada por una mano que la asía y la apretaba en exceso, como temiendo que en una distracción fuese a fugarse. (Lezama, Paradiso 20)

Esta primera visión de la escritura incierta de un joven se vincula de inmediato con una fuerza autoritaria que censura el acto mismo de escribir.

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Quien detiene al niño es un soldado que lo acusa de traición: “Este es —decía mintiendo— el que le tira piedras a la tortuga que está en lo alto del paredón y que nos sirve para marcar las horas, pues solo camina buscando la sombra. Este nos ha dejado sin hora y ha escrito cosas en el muro que trastornan a los viejos en sus relaciones con los jóvenes” (21). Las palabras de este soldado nos permiten entrever que el joven escritor en ciernes se enfrenta aquí al lenguaje autoritario de la censura, un lenguaje que siempre acude a un arsenal de lugares comunes para detener la irrupción de ciertos tipos de palabra que considera peligrosos. En este pasaje, Lezama no esconde los tensos vínculos entre escritura y poder, entre poesía y política; los revela desde el principio. No podemos saber qué es lo que escribe Cemí en el paredón; sin embargo, la imagen de la tiza forma parte de otro importante texto lezamiano, un ensayo titulado “Introducción a un sistema poético”, que comienza con una imagen similar: “La impulsada gravedad del índice, prolongada en el improntu de la nariz de la tiza, traza en el tormentoso cielo del encerado la sentencia de uno de los ejércitos: a medida que el ser se perfecciona tiende al reposo” (Lezama, Tratados 7). En este ensayo, Lezama plantea su propia definición de un sistema poético a partir de dos “ejércitos” y dos “teorías poéticas” en disputa: por un lado, la causalidad aristotélica que tiende hacia un reposo final (similar a lo descrito en la cita anterior, y al reposo impuesto a la fuerza por el soldado) y, por otro, una “dinamia pascaliana” (9), que ve en el reposo la muerte y la negación del ser. Ante esa tensión inicial, Lezama propondrá un sistema poético capaz de generar la síntesis de ambas posibilidades: “Pero la única solución que propugnamos para atemperar el ceño de los dos encerados, la poesía mantendrá el imposible sintético [...]” (10).4 La confluencia entre las dos imágenes nos lleva a pensar que en esta escena el joven Cemí está en el proceso de constituir su propia poética, de descubrir 4

A pesar de este deseo de síntesis, Lezama muestra una particular preferencia por el aspecto “pascaliano” de su teoría poética. En un ensayo titulado “Pascal y la poesía”, señala: “Hay inclusive como la obligación de devolver la naturaleza perdida. De fabricar naturaleza, no de recibirla como algo dado. Como la verdadera naturaleza se ha perdido, dice Pascal, todo puede ser naturaleza” (Lezama, Tratados 164-65). Esta labor poética, que busca hacer con el lenguaje una “sobrenaturaleza” capaz de dar sentido a un mundo histórico fragmentado, es un elemento central de la poética lezamiana y marca, como vimos a partir de Adorno, su contenido histórico y político.

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las tensiones que marcan la escritura y que le servirán para construir una voz propia. Como hemos visto, este proceso se ve interrumpido por la historia, por las fuerzas de un poder real que interviene en la construcción de esa poética. El surgimiento de la violencia y la censura en la construcción infantil de un sistema poético es diciente porque nos muestra cómo, desde el principio, el acto de escribir está inmerso en problemas políticos de poder y libertad. En este momento, sin embargo, el conflicto se soluciona fácilmente a partir de una figura que, con su presencia, garantiza la libertad del niño para continuar con su búsqueda poética: el padre. Mientras el soldado detiene al joven José, aparece una mujer que dice: “Tonto, idiota del grito, ¿no te das cuenta que es el hijo del Coronel?” (Lezama, Paradiso 21). Ante la mención del padre, el soldado deja en libertad al niño y casi desaparece, como comido por la tierra: “El gritón, ingurgitante, se hundió tanto bajo la superficie, que ya no tenía rostro, y los pies prolongándose bajo una incesante refracción, iban a descansar en bancos de arena” (21). La lectura de este pasaje nos debe mostrar la importancia tanto poética como política del Coronel en la novela y su papel central en la formación del joven Cemí como autor. El padre no solo representa una síntesis de lo cubano y un momento inicial de grandes aspiraciones para la República independiente, sino que también garantiza para su hijo la posibilidad misma de la escritura. Dentro de la imagen paternal que rige la primera parte de la novela, el padre no solo encarna lo que Cuba utópicamente pudo ser, sino que es también la figura que asegura la libertad del vuelo poético de su hijo, tanto por su poder político como por su apoyo económico. Cuando muere, esta posición privilegiada pierde sus garantías. Por ello, el duelo por el padre coincide con un compromiso radical con la poesía: ante la desaparición paterna, el hijo debe luchar para mantener este privilegio y recuperar así al centro mismo de su vida. Desde temprano, la novela permite entrever que la belleza poética tiene vínculos ineludibles con estructuras de poder y de privilegio; más aún, la poesía está inevitablemente vinculada con la figura del padre y su protección. A pesar de su carácter lírico, Paradiso contiene una serie de mensajes históricos que el lector debe considerar para hacer una lectura completa de su textualidad. Se trata, por lo tanto, de un texto que se presta de forma ejemplar para un análisis retórico-político.

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Hemos hecho hasta ahora una breve síntesis de algunas de las temáticas y de las estrategias retóricas de la novela. La construcción de una “imagen poética del universo” no es una negación absoluta de la historia: es la producción de un mundo poetizado que, uniendo lo más lejano, aspira a reivindicar una realidad política cuyos fragmentos también requieren de una unificación. El lenguaje barroco de la novela busca reconstruir utópicamente lo que la historia ha fraccionado e intenta recuperar los centros y la lógica de un mundo en caos. Uno de esos centros es el padre: el Coronel José Eugenio Cemí no solo encarna la unificación de diferentes ramas de lo cubano (lo criollo y lo español, el tabaco y el azúcar), sino que también surge como la figura que garantiza para el joven poeta Cemí el privilegio mismo de la poesía y la posibilidad de crear universos autónomos que se oponen a la fragmentación política del mundo. Muy pronto, sin embargo, este garante esencial desaparece, abriendo el espacio para un universo mucho más complejo para su hijo. Al morir, el padre se convierte en una ley secreta y obsesiva, relacionada una vez más con la poesía. Con su muerte, el hijo entenderá al fin su mandato central: usar este lenguaje poético para unificar un mundo fragmentado por la ausencia paterna y por la traición a la promesa política de la primera República. C. La muerte del padre: la poesía como ley y como reto histórico Así como la infancia de Cemí encarna, a partir de la figura del padre, la promesa de una república libre y unida, y de un mundo donde el privilegio de la labor poética parece garantizado, su adolescencia representa la caída de ese sueño utópico. En su juventud, Cemí descubrirá la escritura como un privilegio que se debe ganar a partir de la propia eticidad, del diálogo con los otros y del desafío de diversos obstáculos políticos y sociales. Es también un momento ligado con la muerte: al morir el padre, la literatura deja de ser un juego en las paredes del campamento militar para ser una decisión vital llena de retos. En ese momento, se convierte en un mandato paternal, en el deseo obsesivo de recuperar el universo unificado en torno al padre a partir de la imagen poética.

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La novela prefigura la ausencia paterna en varias ocasiones. En el capítulo II, en un viaje a México, el Coronel tiene una pesadilla en la que desciende a “la región de Perséfona” (Lezama, Paradiso 36-7), al Hades. En esta breve imagen onírica se fusiona lo griego con lo americano, Perséfona con los “príncipes de Xibalbá” (37) del Popol Vuh. La alusión a Perséfona remite al mito de Orfeo, uno de los más importantes en la obra de Lezama.5 El texto hará uso de esta imagen órfica para darle un sentido poético a la muerte del Coronel: así como Orfeo desciende al Hades para regresar al mundo de los vivos gracias a su música, el Coronel tendrá un regreso simbólico a partir de la palabra poética de su hijo. La comparación órfica, al igual que los alegóricos treinta y tres años al morir, abren la puerta a la resurrección de la figura paterna a partir de la imagen. El padre, incluso en sus momentos más oscuros, deja abierto su posible regreso gracias a la poesía. El capítulo VI marcará de manera definitiva la ausencia del Coronel. Su muerte ocurre en Pensacola, en los Estados Unidos. Es llevado allí con toda su familia para supervisar el entrenamiento de soldados norteamericanos que deben ser enviados a diversos frentes europeos para la Primera Guerra Mundial. Justo antes de morir, realiza una verdadera hazaña militar: da en el blanco con varios disparos de artillería, mientras que todos los oficiales norteamericanos fallan. Esa noche, en el cine con su familia, el Coronel siente los primeros síntomas de una influenza que empieza a extenderse en el campamento. Luego de tres días de una enfermedad que no cesa, decide ir a un hospital y abandona su hogar: esta es la última vez que Cení ve el rostro de su padre. En la clínica se da un encuentro fundamental: el padre alcanza a observar a través de la puerta de su cuarto a un hombre que fuma un cigarro cubano; conversan, y se revela que este hombre lo conoce. Esa misma tarde, el Coronel siente la inminencia de la muerte y decide llamar a su nuevo amigo para decirle sus últimas palabras: “Tengo un hijo, conózcalo, procure enseñarle 5

En este mito, Orfeo desciende al Hades (reino de Perséfona) para rescatar a Eurídice. Al final, dado que Orfeo mira atrás, algo que le está prohibido, Eurídice debe regresar al Hades, mientras que él vuelve al mundo de los vivos. Para la importancia del mito de Orfeo, y de otros elementos de la cultura griega en Paradiso, ver From Modernism to Neobaroque, de César Salgado, particularmente su tercer capítulo, titulado “Orphic Odysseus: Mythical Method and Narrative ‘Technology’ in Paradiso and Ulysses”.

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algo de lo que usted ha aprendido viajando, sufriendo, leyendo” (154). Allí el hombre revela su nombre: “Me llamo Oppiano Licario” (154). En el momento de su muerte, el padre se encuentra con el maestro más indicado para su hijo, un nuevo “padre” que lo guiará hacia la poesía y la avidez de conocimiento. A partir de ese instante, la historia de la familia queda fragmentada inevitablemente. La muerte del Coronel, sin su familia y sin conocer a su última hija (Rialta está embarazada en ese momento) se describe como “un destino trunco e indescifrable” (155). De otro lado, con sus últimas palabras, el Coronel produce la ley simbólica central de la novela, tanto para Oppiano Licario como para su hijo José Cemí: lo que debe ligar sus destinos es una educación que prepare a su hijo para la poesía. La ley paterna impone la poesía, la cultura y la educación como las formas adecuadas para producir sentido en medio de un mundo fragmentado: Lo cierto es que la catástrofe que se avecinaba abandonaría a la familia a su dimensión de imagen, de ausencia, como si el espíritu de lo errante al ser abatido por una gravitación sólida, trágica e incontrastable, diera, por instantes, signos de agudeza que llevaran a la familia a un impedimento para alcanzar metas de grandeza y de dominio, que, esbozadas por el Coronel, se abaten como un lamentoso de rapidez épica en el destino de su hijo [...]. (145)

Ante la adversidad histórica, el texto lezamiano responde con una redención que se da a través de la imagen. En este caso, la muerte del Coronel se lee como una catástrofe que, sin embargo, deja un importante legado: a partir de este momento, su hijo debe dar sentido a su orfandad. El encuentro providencial con Oppiano Licario profetiza el futuro de José Cemí, su condición de poeta capaz de dotar de significado a la historia de su familia. Una vez más, la imagen y la palabra poética se deben entender como formas de reivindicar una causalidad histórica fragmentada. Esta redención poética del mundo está ligada a la muerte del padre y a su ley simbólica; o, dicho de otra forma, la necesidad de restituir la realidad familiar y nacional a partir de la imagen y la poesía proviene de una ley paternal. El carácter barroco de la novela depende precisamente de ese deseo por recuperar la realidad familiar (y, por extensión, la amplia promesa de la primera República), que giraba en torno al centro paternal perdido. Depende, también, de una duda central

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que, a fin de cuentas, no se puede colmar más que a partir de un artificio, de la poetización siempre interminable de un mundo que ha perdido su centro. Así describe Enrico Mario Santí el sentido de la muerte del padre en el texto: Porque ¿no es acaso el padre la figura del sentido mismo, el centro, la autoridad, el orden del discurso, la razón de ser? El Coronel es la columna que sostiene la familia y que al desaparecer desmorona todo el edificio, y de un vacío, la ausencia de sentido, la ausencia como tal. El padre no es sino la presencia-en-sí, aquello que garantiza la existencia del sentido en la representación. ¿No es su muerte un des-centramiento que conmueve todo un sistema de referencia? (348)

Ante las dificultades causadas por la muerte (una de las excepciones que siempre rompen la ficción de la presencia absoluta del padre), ante un mundo que ha perdido su centro y su garante, la novela hará intentos monumentales por recuperar la figura paterna como centro de autoridad y significación. Una de sus imágenes más memorables incluye un juego infantil que, con la intervención de Rialta, se convierte en una verdadera alegoría de la labor poética lezamiana y de su palabra, que intenta recuperar la unidad de un mundo que se desmorona. Este juego infantil, los yaquis, consiste en lanzar una pelota para que rebote, mientras que los participantes van recogiendo un número cada vez mayor de pequeños asteriscos plásticos. El lenguaje altamente barroco del texto muestra que se trata de mucho más que un simple juego y que estamos en presencia de una profunda reflexión poética: “Los tres niños estaban tan abstraídos que el ascender de la pelota se cristalizaba como una fuente, extasiaba como cuando se contemplan, en demorados trechos de la noche, las constelaciones” (Lezama, Paradiso 161). Al verlos jugar, Rialta se une al ritual, juega con ellos, y entre todos se siente la inminencia de un evento singular: “Un rápido animismo iba transmutando las losetas, como si aquel mundo inorgánico se fuese transfundiendo en el cosmos receptivo de la imagen” (162). Ante la incontenible causalidad de una historia fragmentada, destrozada por la muerte del padre, el texto propone una realidad imaginaria, regida por otras leyes de orden poético. La familia ve en el suelo de la casa la figura del Coronel, “[...] el rostro del ausente, tal vez sonriéndose dentro de su lejanía, como si le alegrase, en un indescifrable contento que no podía ser compartido, ver a su esposa y a sus hijos dentro

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de aquel círculo que los unía en un espacio y un tiempo coincidentes para su mirada” (162). La proliferación de palabras ligadas al vocabulario teórico de Lezama (imagen, fijeza, lejanía) indica que este pasaje contiene una reflexión amplia sobre el lenguaje poético. El juego de yaquis comparte con la poesía lezamiana la necesidad de recoger y unificar fragmentos, de unir aquello que el mundo ha dispersado. Así como el juego se basa en la idea de reunir todas las partes dispersas, el poeta, a partir de la imagen, debe darle unidad a un mundo familiar y político que se ha hecho pedazos. La ausencia del padre plantea de nuevo la ley central de la novela: la reconstrucción simbólica de la utopía familiar y nacional, representada por el Coronel. En el capítulo VII, el padre regresa en el juego de yaquis para mostrarle a su familia, y particularmente al joven José Cemí, el poder de un proceso poético que podría unificar un mundo histórico destrozado. A partir de la mediación paterna, la creación de una imagen poética del mundo se irá convirtiendo en la ley central tanto de la vida de Cemí como del texto con la aparición de nuevos “padres” que vendrán a enfatizar una y otra vez la necesidad de hacer uso de la poesía para unificar un universo fragmentado. Luego de la muerte del Coronel, Cemí se encuentra con nuevos guías que lo llevan hacia la poesía, hacia el lenguaje capaz de dar forma a su mundo luego de la pérdida de su centro, y que iremos analizando como nuevas apariciones de la figura paterna en el texto. En este mismo capítulo, encontraremos al siguiente guía paternal del joven poeta: el tío Alberto, hermano de Rialta y una de las figuras más memorables de la novela. Conocemos a Alberto Olaya desde capítulos anteriores, incluso desde el exilio familiar en Jacksonville. Gracias a su amistad juvenil con el Coronel, las dos familias se encuentran por primera vez, pues es él quien presenta a José Eugenio y a Rialta, los padres de Cemí. En este capítulo se nos muestra como un “tarambana”, bebedor empedernido y poco dispuesto a sentar cabeza. La familia Olaya gira en torno a su figura, a su sofisticación, su buen humor y su impredecible tendencia a meterse en problemas. Una vez desaparece el Coronel, el texto deja entrever que él es su “sucesor natural”, otro de los centros paternales de la familia: “Toda la familia se colgaba a veces de un solo punto: intuir lo agradable para Alberto. Para la dinastía familiar era más que suficiente” (167). Durante unas breves páginas, Alberto se convierte en un nuevo y singular padre para Cemí.

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El capítulo VII de la novela está dedicado a un memorable banquete familiar. Mientras la familia espera la llegada de algunos invitados para cenar, surge la idea de leer una carta que Alberto le había escrito a su tío Demetrio, quien también está presente para la ocasión. Las mujeres abandonan el recinto para la lectura, dejando entrever que su contenido está destinado específicamente a los hombres. Demetrio obliga al joven José Cemí a quedarse: “Dirigiéndose a Cemí le dijo: acércate más para que puedas oír bien la carta de tu tío Alberto, para que lo conozcas más y le adivines la alegría que tiene. Por primera vez vas a oír el idioma hecho naturaleza, con todo su artificio de alusiones y cariñosas pedanterías” (170). Nuevamente encontramos en estas palabras una lección sobre el sentido mismo de la literatura y la poesía en la obra de Lezama. La contradicción entre las palabras “naturaleza” y “artificio” nos debe señalar un aspecto central de la poética lezamiana: su objetivo no es la mímesis; es, más bien, hacer del lenguaje otra naturaleza, artificial y artificiosa, pero capaz de suplementar a la “primera naturaleza”, a la realidad. En ese trabajo de suplir lo que la realidad no es, encontramos el gesto histórico que Adorno le atribuye al autor lírico moderno: el deseo por plantear lo que el mundo debería ser como un gesto de rebelión ante una realidad fragmentada y alienada. Es de notar, sin embargo, que el texto acepta el carácter artificial de esta operación: como veremos, se trata de un esfuerzo que se entiende como un simulacro que nunca llega a ser la realidad misma. A primera vista, la carta de Alberto parece ser una curiosa copia de la naturaleza cubana, simula ser un llamativo listado de las especies de peces del Caribe. César Salgado ha señalado (68), sin embargo, que el tratado ictiológico se refiere subrepticiamente a los peligros venéreos que enfrenta todo cliente al tratar con las prostitutas insulares: cada pez representa un tipo de mujer que se vincula con una posible enfermedad. Así, una frase como “La morena verde, seguimos en el espejo del fisóstomo, puede producir excoriaciones en la torrecilla” (171), lejos de ligar el lenguaje con la naturaleza, crea una nueva naturaleza en el lenguaje a través de un artificio, de un tropo poético y una imagen ingeniosa. La palabra barroca tiene el don de crear “sobrenaturalezas”, mundos que exceden la causalidad de la historia para existir con leyes autónomas, pero que también son comentarios sobre la realidad. La interpretación que el joven Cemí da a esta carta es, desde luego, bastante peculiar. Como niño, no puede entender las alusiones sexuales del

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texto, pero sí percibe la capacidad de la palabra para producir “presencias”, figuras que, a partir de la poesía, parecen reales: “[...] Sentía también sobre sus mejillas cómo un viento ligero estremecía esas palabras, y les comunicaba una marcha, cómo aún la brisa impulsa los peplos en las panateneas, cuyo sentido oscilaba, se perdía, pero reaparecía como una columna en medio del oleaje, llena de invisibles alvéolos formados por la mordida de los peces” (173). Una vez más, la palabra poética aspira a redimir una realidad perdida o fraccionada (la compleja figura de Alberto y, en últimas, su inminente desaparición) y a crear nuevas naturalezas capaces de alcanzar un cierto nivel de realidad. En su percepción infantil, Cemí descubre la capacidad del lenguaje para producir formas que, por sus cualidades estéticas, se acercan al estatuto de lo real. Esa será la marca de su propia búsqueda poética, que, como hemos visto, sigue los designios de diversas figuras paternas en la novela: producir, a través de la palabra, realidades que recuperan un universo sumergido en la fragmentación, la muerte, la ausencia. En este capítulo, sin embargo, el tío Alberto también se convierte en una ausencia. Como suele ocurrir en Paradiso, esta muerte se prefigura de varias formas. En medio del banquete, surge la maestría barroca de Lezama para describir los manjares y para darle a los alimentos un contenido poético y figural. En la mesa, el tío Demetrio trata de servirse unas remolachas que se le caen, dejando atrás manchas indelebles sobre el mantel: Al mezclarse el cremoso ancestral del mantel con el monseñorato de la remolacha, quedaron señalados tres islotes de sangría sobre los rosetones. [...] En la luz, en la resistente paciencia del artesanado, en los presagios, en la manera como los hilos fijaron la sangre vegetal, las tres manchas entreabrieron como una sombría expectación. (183)

El banquete festivo queda marcado por el presagio de una muerte. Sin saberlo, el tío Alberto es convocado por este signo, y lo confirma al tratar de cubrir las manchas con el rojo más tolerable de unos caparazones de langostino. A pesar de su esfuerzo, las manchas siguen siendo visibles y el signo se mantiene como una presencia ominosa en la mesa: esa noche su destino lo llevará inexorablemente hacia la ausencia. Unas horas más tarde, la “máquina de alquiler” (taxi) en la que viaja, luego de una noche de embriaguez, peleas y

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cárcel, chocará con un tren. Oppiano Licario también presencia este evento, y esto lo liga de forma aún más íntima a José Cemí y a la trama de figuras paternas que lo rodea. En este capítulo, la novela recupera la imagen del tío Alberto a partir de la palabra poética; sin embargo, esta misma palabra y su juego de imágenes (la semejanza entre el jugo de las remolachas y la sangre derramada) hablan con elocuencia de la ausencia última de este nuevo guía paterno. A partir de esta escena, se hace indispensable comenzar a reflexionar sobre la muerte constante de las figuras paternas en la novela. Por un lado, el texto aspira a recuperar sus centros patriarcales, a convocarlos a partir de la palabra poética. De otra parte, cada uno de los grandes “padres” muere en la obra y su desaparición se representa con gran detalle. Esta oscilación entre restitución y muerte, entre el deseo de recuperar al padre y el despliegue permanente de su mortalidad, muestra algunas de las contradicciones barrocas de la novela y el fracaso último del proyecto de reconstruir presencias, o redimir realidades históricas, a partir de una imagen poética del mundo. Ningún padre en la novela logra convertirse en el centro absoluto del cosmos, capaz de dar sentido a la realidad fragmentada que lo circunda; todos los centros patriarcales de la novela desaparecen, y el texto despliega permanentemente su ausencia con inusitado lujo de detalles. La “imagen” lezamiana oscila barrocamente entre presencias y ausencias, entre la redención de los centros patriarcales de su universo y el duelo inevitable ante la imposibilidad de restituir esos mismos centros que siempre desaparecen. Los mundos barrocos generan, como señalábamos a partir de Severo Sarduy y Haroldo de Campos,6 constelaciones de padres presentes y ausentes, figuras plurales que aparecen y desaparecen una y otra vez generando nuevas dudas con su ausencia. A partir de la muerte del tío Alberto, veremos a José Cemí enfrentado a una nueva etapa de su formación. Esta fase excede los límites familiares y se abre a los peligros y las satisfacciones del mundo exterior, del aprendizaje desde la amistad y de una confrontación política real. En los capítulos siguientes, veremos al joven poeta salir de su hogar para descubrir nuevos guías que lo llevarán a su destino y a su verdadero maestro literario: Oppiano Licario. 6

Cf. pp. 192-202 de este texto.

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D. La salida del hogar y los peligros políticos del mundo Los capítulos VIII y IX de la novela nos sitúan en el proceso de formación juvenil de José Cemí en diversas instituciones educativas. Uno de los aspectos notables del texto es su radical decepción respecto a la verdadera función formativa de estas entidades. El colegio, por ejemplo, se caracteriza por un “sadismo profesoral” y una “crueldad otomana” (199). Respecto a la universidad, llamada Upsalón en la novela, se señala: “Las clases eran tediosas y banales, se explicaban asignaturas abiertas en grandes cuadros simplificadores [...]” (239). La verdadera formación de Cemí tiene poco que ver con la formalidad de los centros educativos; su consolidación como adulto y como poeta ocurre fuera del salón de clases: la irrupción de las amistades profundas y el encuentro con una realidad política cubana que choca con sus ideales originales son los estímulos educativos reales que lo llevan a afianzar su destino. El capítulo VIII incluye uno de los encuentros seminales de la novela: el inicio de la amistad entre Cemí y Ricardo Fronesis, un elegante joven de provincia que vendrá a La Habana para estudiar Derecho y Filosofía y Letras en Upsalón. A partir de ese momento, este personaje se consolida como un nuevo guía para el artista adolescente. Sin embargo, Fronesis no tendrá la posición de poder de un padre. Se trata por primera vez de un amigo, de una persona apenas levemente mayor que dirige a Cemí desde una cierta igualdad abierta a la discusión. A partir de ese encuentro con Fronesis, la amistad se convierte en un tipo de relación humana que, por su carácter intelectual y simultáneamente erótico (en términos platónicos), mueve al joven hacia la imagen y la poesía. Se trata de una relación de atracción que, sin embargo, siempre se mantiene en el plano intelectual. Frente a esta amistad, que mantiene la lejanía y hace de ella un motivo ético y una pulsión poética, Eugenio Foción, el otro amigo en el texto, procura desesperadamente la consumación real de su atracción sexual por Fronesis, lo cual lo lleva a la locura. Frente a un erotismo que en su ansia de consumación dispersa las energías imaginativas, Cemí optará por la amistad, por una relación platónica que en su lejanía conlleva la búsqueda de la poesía y el saber. Se trata, además, de un vínculo que conduce tanto a la poesía como a la política, como bien señala Juan Duchesne-Winter: “La amistad poética, según esta visión de Lezama,

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en lugar de ser apolítica, como se le reclamaba al grupo Orígenes, comporta una profunda pulsión política que entrelaza misteriosamente el legado de la cultura y el arte, la invisible antropología familiar y las demandas históricas de la nacionalidad” (88). Esta búsqueda de imágenes a partir de la amistad tendrá, en el texto, vínculos insospechados con la historia cubana. La relación de Cemí y Fronesis se consolida en la universidad a partir de un evento histórico específico. En el capítulo IX, vemos a Cemí enfrentarse no a una disputa conceptual, sino a una revuelta política en torno a una nueva figura paterna: el dictador Gerardo Machado, la encarnación misma de la decepción política cubana luego de su independencia. Debemos hacer una breve descripción del papel histórico de este personaje para entender su función en la novela. La figura de Machado comparte con casi toda la estirpe de los gobiernos autoritarios latinoamericanos una cierta ambigüedad, una mezcla de esperanza, modernización y tiranía combinada con fuerzas que siempre estuvieron más allá de su control. Fue elegido como presidente en 1925, y en ese primer momento era un líder genuinamente popular. Con su llegada, la nación dio algunos pasos decisivos hacia un mejor futuro. Por ejemplo, Machado comenzó la construcción de una carretera que unía Pinar del Río con Santiago de Cuba, y, en torno a esta enorme labor, se generaron proyectos urbanísticos de gran importancia: “Tenía 1143 kilómetros de largo y fue un poderoso factor de integración nacional. Al pasar por los pueblos se convirtió en la calle principal, con aceras, desagües y, a veces, hasta con un parque o un edificio público” (Rivero Caro 199). Machado también participó en la renovación de la Universidad de La Habana, y uno de sus elementos más representativos, la escalinata que Lezama describe como “el rostro de Upsalón” (Paradiso 223), es resultado de su gestión. Como es común en América Latina, algunas de las grandes obras de la modernidad vienen de la mano de gobiernos profundamente autoritarios. Machado tuvo que enfrentar una serie de fuerzas históricas que terminaron con su mandato dictatorial. Buscó la reelección casi de inmediato (Rivero Caro 201), y para ello tuvo que restringir la libertad de otros partidos políticos, de jueces y de magistrados. Esto contribuyó a sus primeros choques con la comunidad estudiantil. Más adelante, debido a la crisis de 1929, Cuba tuvo que enfrentarse a una difícil situación económica por su dependencia

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de los mercados internacionales del azúcar y su relación, también dependiente, con los Estados Unidos. Para mantener el orden en medio de estas circunstancias, Machado extendió un régimen cada vez más autoritario que culminó con la muerte de varios de sus opositores.7 Entre ellos se contaba Julio Antonio Mella, un carismático líder estudiantil quien fue asesinado en 1929, en circunstancias que aún hoy no son claras. Para septiembre de 1930, el descontento nacional ante el Gobierno de Machado culminó en una gran revuelta universitaria que llevó a la represión por parte del mismo. Esta manifestación es el inicio de una serie de actos de creciente violencia que, junto con la profunda crisis económica en la que se sumía la nación, llevarían a la caída del régimen en 1933. Lezama dedica buena parte del capítulo IX a la manifestación de 1930, en la cual estuvo presente como estudiante; sin embargo, y siguiendo de cerca su propia concepción de la relación entre la imagen y la historia, se toma una serie de “licencias” para narrar el episodio. Su objetivo es construir la imagen poetizada de diversos eventos históricos que podrían representar la resistencia unificada de la nación cubana, y particularmente de sus miembros más jóvenes, ante la traición de sus ideales políticos. En este episodio tenemos una reescritura poética de los acontecimientos, una libertad que se niega a seguir la causalidad histórica y opta por reunir, a partir de la imagen, elementos disímiles y divergentes. Como respuesta a una realidad histórica venida a menos gracias al Gobierno autoritario de Machado, Lezama conecta dos momentos históricos en que los cubanos más jóvenes se unen para exigir el cumplimiento de una promesa de grandeza nacional que nunca se hizo realidad. Por un lado, representa buena parte de los detalles de la manifestación de 1930. Lezama, quien como dijimos participó activamente de ese evento, se refiere a este episodio con gran detalle. Sin embargo, sitúa en medio de la acción a un líder descrito como “el que hacía de Apolo” (Lezama, Paradiso 224), un jefe “no vindicativo, no oscuro, no ctónico” (224). La alusión abierta al mundo griego le da un tono épico a la descripción y la convierte en una batalla de grandes

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En una anécdota famosa, Machado tuvo que prohibir la pesca de tiburones luego de que varios pescadores encontraran los restos de algunos de sus enemigos políticos en los vientres de su pesca cotidiana (Rivero Caro 201).

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dimensiones simbólicas. Ya se ha señalado que esta figura apolínea parece ser una representación de Julio Antonio Mella (Vitier 2: 385), lo cual es históricamente imposible, dado que el líder estudiantil había muerto un año antes de la revuelta.8 La imagen lezamiana, sin embargo, unifica estos fragmentos y pone a Mella en el centro de una acción histórica en la cual estaba ausente. La poetización del evento, por lo tanto, incluye una variada gama de elementos políticos y sociales distintos en una unidad que solo es posible a partir de la palabra. Cintio Vitier señala, respecto a la presencia de Mella en la escena, que “[...] con absoluto desdén de un realismo que, sin embargo, se obtiene mediante poderosos medios poéticos, define la condición mítico-histórica que le da su más profunda significación política a esta evocación [...]” (385). Al poetizar radicalmente los hechos y al unir simbólicamente a figuras y eventos separados por la historia, Lezama construye la imagen de un mundo político posible, de una nación que por causa de sus gobiernos autoritarios y patriarcales nunca se hizo realidad. En todo caso, es un momento central en el cual Paradiso incluye historia y política como parte de sus temáticas fundamentales. Como señala Duchesne-Winter, en estas páginas, el protagonista y el texto trascienden el ámbito familiar o placentario para narrar “[...] la salida y comparecencia del poeta en la polis” (88). En este momento del texto, la retórica lezamiana alcanza uno de sus puntos más elevados, en que el barroquismo de la novela brilla por la unión de diversos tonos contrapuestos, por la erudición de las alusiones culturales y la conjunción del testimonio histórico cubano con un elemento épico que hace un uso magistral de las estrategias retóricas de la antigüedad. Por ejemplo, en estas páginas, los nombres de calles habaneras (Galiano, Belascoaín, Refugio, Colón, Infanta, San Lázaro) se ponen en contacto con elaboradas alusiones a los textos homéricos. Es particularmente notable la descripción de la figura apolínea del líder, hecha con gran riqueza de epítetos: “volante” (225), “de perfil melodioso” (226), “veloz” (228). La escena presenta una contraposición de figuras que caben dentro de lo que hemos llamado, de manera laxa, “padres”. El estudiante-Apolo representa a un líder con las más altas

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Quien sí murió en estas protestas fue el líder estudiantil Rafael Trejo. Sin embargo, la crítica lezamiana ha dejado en claro que la alusión se refiere a Mella o, por lo menos, a una figura que combinaría a los dos personajes históricos en una sola imagen.

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virtudes, un padre a la vez poético y político o, en palabras de DuchesneWinter, un príncipe moderno que “encarna una voluntad de racionalidad política complementaria con el giro barroco en el sentido ético y estético” (102). En esta representación de un hecho histórico, Lezama realiza una clara selección política, aunada con su particular estética: ante el padre autoritario y corrupto, se guarda un silencio radical, y el nombre de Machado, aunque evidente, no se menciona nunca. De otro lado, el joven líder que guía la justa causa de los estudiantes recibe la dignidad de la palabra poética y de las más altas alusiones a la cultura occidental. Una vez más, la retórica del texto está directamente vinculada a las figuras paternas y su papel político en la historia del continente. Sin embargo, este cuadro paternal no culmina en aquí: el Coronel José Eugenio Cemí regresará para presentarse, junto con el líder apolíneo, como contraejemplo del padre político autoritario. En medio de la manifestación se oyen tiros. Ante la respuesta violenta de la policía, los estudiantes se dispersan y José Cemí termina en la calle Prado, donde se encuentra la casa de su abuela materna. Allí, Fronesis lo tira del brazo para protegerlo y le presenta a Eugenio Foción. Juntos logran escapar de la policía y Cemí vuelve a su hogar, donde estará a salvo. Apenas llega a su casa, descubre que su madre lo ha estado esperando ansiosa. Una vez Rialta ve que su hijo está a salvo, da inicio a uno de los discursos más importantes de la novela, en el que devela abiertamente la ley simbólica que Cemí hereda a partir de la muerte de su padre. Debido a la ausencia paterna, el joven poeta en formación debe cumplir con una función específica en la familia: “La muerte de tu padre fue un hecho profundo, sé que mis hijos y yo le daremos profundidad mientras vivamos, porque me dejó soñando que alguno de nosotros daríamos testimonio al transfigurarnos para llenar esa ausencia” (Lezama, Paradiso 231). La ley paterna consiste entonces en el testimonio, en la palabra memoriosa y poética que intenta otorgarle sentido a eventos históricos que aún no han sido reivindicados, como la muerte solitaria del Coronel en un lejano hospital norteamericano. Ante un mundo histórico fragmentado, el mandato paterno, manifestado aquí por la madre, será la producción de un testimonio poético que aspira a retar a la ausencia. En Paradiso, por lo tanto, la poesía no es pura libertad: es parte de una ley paternal y del deseo por recuperar la estabilidad de un universo a partir de herramientas retóricas, artísticas y culturales. El quehacer poético es, como

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hemos visto una y otra vez, un imperativo, un complejo duelo ante la muerte y la ausencia del padre. No es fortuito que este capítulo contraste al tirano que reprime la rebelión estudiantil con la figura del Coronel y su recuperación a partir de la palabra poética. El texto plantea nítidamente un paralelo entre dos tipos de padre, entre la figura autoritaria del dictador y un padre idealizado cuya ley aúna poesía y redención política. Debemos recordar además que el Coronel representa en la novela a la primera República, que brillaba como una promesa utópica a principios de siglo. El paralelo que se establece entre el Gobierno de Machado y la recuperación poética del Coronel Cemí nos debe recordar el contenido político de la figura paterna latinoamericana y su combinación de elementos familiares y nacionales. El resurgimiento simbólico del Coronel es un contraejemplo político a la figura de Machado. El texto, así, aspira a recuperar simbólicamente sus centros familiares e históricos, y plantea la función redentora de la palabra como una crítica política de las figuras autoritarias que desmantelaron la promesa de la República cubana. A partir de la imagen, y siguiendo el mandato paterno del testimonio y la poesía, el texto ha recuperado al Coronel y ha sometido al dictador a un silencio retórico que lo destina al olvido. Y, sin embargo, resulta inevitable leer algunas ambigüedades en este regreso de la imagen paterna y de su ley. La recuperación de algunas figuras paternas a partir de la palabra poética y de una serie de alusiones culturales merece un análisis ulterior, porque es una estrategia retórica y política que aparece una y otra vez en el texto. En medio de la revuelta política nos encontramos con un líder estudiantil transformado en un Apolo insular. Queda abierta la pregunta de si esta idealización a partir de la poesía y la cultura occidental puede restituir realmente a un padre ausente. Como hemos mencionado, las citas relacionadas con el mundo griego son aspectos recurrentes en la novela: Lezama aspira a reivindicar lo cubano relacionándolo con una tradición de gran prestigio cultural. Debemos recordar, sin embargo, que esta tradición tiene vínculos indirectos, pero visibles, con la situación cubana de dependencia que Lezama aspira a contrarrestar. Apolo, dios solar y bélico, pertenece a una tradición occidental que fundó su propia civilización (y su tradición literaria) en la explotación de sus colonias, desde Grecia y Roma hasta España, Inglaterra y Francia. No es difícil trazar una línea que vincula

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la belleza del mundo grecorromano, su historia de batallas y triunfos, con la luminosidad del Barroco europeo (en la cual Febo lucía con gran frecuencia) y su triunfo colonial en América. Apolo, signo solar y profético, es también un símbolo del dominio colonial de Occidente y, de forma indirecta, de la situación política fragmentada de naciones como Cuba. El uso de la cultura occidental para recuperar al padre ausente, y lo que representa en términos políticos, parece incluir una serie de tensiones que no debemos descuidar, ya que forman parte de la ambigüedad misma de la figura paterna y de sus contenidos políticos en la novela. No es este el único momento en que veremos la ambigüedad de las alegorías lezamianas en torno al padre y de la redención de figuras paternas a partir de la poesía y la cultura. No es este el único espacio en que la reivindicación del Coronel, y de la promesa utópica de una verdadera nación cubana, viene de la mano con una cierta imposibilidad conceptual e histórica, con fuerzas en tensión que oscilan entre la alta cultura occidental y la opresión colonial que la ha posibilitado. La novela aún nos depara algunos de sus episodios más ricos y ambiguos en torno a la recuperación de la figura paterna y, paradójicamente, a su vertiginosa caída en la muerte, la distancia, y el olvido. Como en toda obra barroca, la recuperación de los centros perdidos está marcada por cierta ambigüedad, por el exceso de artificios y de complejidades formales que denotan, indirectamente, que el padre sigue oscilando entre la presencia y la ausencia. Nos enfrentaremos, a continuación, a las últimas imágenes paternas del texto y a su ambivalente contenido histórico, político y cultural. E. Alegorías patriarcales I: la historia como pesadilla y como ruina En sus páginas finales, Paradiso regresa una y otra vez a la ausencia del padre como tema. El testimonio se le presenta a Cemí como una ley paterna y como una forma de darle sentido a la situación familiar de orfandad luego de la muerte del Coronel. Por ello, su objetivo poético central será recuperar al padre ausente y lo que él representa: el mundo ideal de la infancia del joven artista, que coincide alegóricamente con la promesa de una República cubana que no se hizo realidad. El texto reflexiona una y otra vez sobre el sentido

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mismo de la ausencia paterna y sobre la necesidad de generar un lenguaje capaz de suplir esta ausencia. La poetización del mundo se convierte en la ley paternal del texto, el destino que el hijo debe llevar a cabo como duelo ante la muerte de su padre. Al final de la novela, encontramos nuevas imágenes llenas de un intenso barroquismo, de una palabra sugerente que procura restituir al padre y darle forma poética a su ausencia. El carácter artificial y lleno de dudas de estos esfuerzos marca no solo los límites de la fantasía patriarcal de la novela, sino también su carácter barroco, incierto, retóricamente lleno de claroscuros. El regreso del padre ausente se convertirá paradójicamente en pesadilla, en ruina y en una proliferación alegórica difícil de unificar. Paradiso contiene una inusitada variedad de pesadillas. El capítulo XII de la novela está formado por una serie de relatos entretejidos que, en su tono onírico, se relacionan una vez más con la figura del padre. Vitier ha señalado como en este capítulo tenemos una serie de “sueños que [...] alegorizan el terror y la infinita nostalgia de la ausencia del padre” (2: 341). Veremos a continuación de qué forma estos oscuros sueños nos revelan nuevos aspectos de la figura paterna y su representación en la novela. El capítulo se compone de cuatro complejos relatos entretejidos: dos incluyen figuras evidentemente vinculadas con la figura del padre; por ello, nos ocuparemos fundamentalmente de estos episodios, en los cuales las figuras paternas (Atrio Flaminio y Juan Longo) son claros enigmas que exigen una lectura detallada. Las historias de Atrio Flaminio y Juan Longo comparten un elemento central: en ambos casos, el objetivo es preservar, a toda costa, una figura de gran poder para que pueda resistir a la muerte. Atrio Flaminio es presentado como un hábil guerrero que se entrega durante los raros periodos de paz al estudio de las artes bélicas. En algún momento es descrito a partir de un “espléndido gesto apolíneo” (Lezama, Paradiso 373), que hace recordar al líder estudiantil en la revuelta de Upsalón. Luego de algunas hazañas de guerra, debe enfrentarse a un gran ejército de espíritus y hechiceros, pero cae enfermo de fiebre y muere. Sus generales deciden guardar su muerte en secreto para realizar un plan desesperado: “Llegaron al acuerdo de preparar en tal forma su cadáver, que cuando se diese la orden de la arremetida final, las tropas viesen la figura de Atrio Flaminio. Lo amarrarían a su corcel y anudarían su espada a su mano derecha” (393). En su muerte, el padre regresará para vencer en la batalla: su cadáver, ingeniosamente amarrado a un caballo, guiará al ejército

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a su triunfo definitivo. La habilidad bélica de Atrio Flaminio, y su muerte prosaica, causada por una enfermedad, recuerdan al Coronel José Eugenio Cemí, desplazado oníricamente hacia una figura romana. Este relato incluye, así, una versión resumida del papel del padre en el texto y su aparente triunfo sobre la muerte a partir de un artificio: el ingenio de las tropas, pero también la palabra poética que da forma al breve relato y hace inmortal al guerrero. Al final de la narración, Atrio Flaminio parece surgir triunfante ante una muerte poco digna para un héroe. Más adelante veremos como la novela misma matiza este triunfo. La historia de Juan Longo, un crítico musical de edad avanzada, narra eventos afines e interconectados. Su esposa, una moderna Circe, decide mantenerlo vivo a partir de un complejo proceso de momificación. Cuando su cuerpo cumple ciento catorce años, varios expertos musicales se reúnen para hablar con él y saber lo que esconde tras su prolongado silencio. Desesperada, su esposa trata de revivirlo y lo consigue justo cuando llegan los visitantes. Longo da un extenso discurso que deja admirados a los presentes. La mujer regresa a su marido a su estado catatónico, pero es descubierta por dos hombres que vuelven para hablar una vez más con el maestro. Al ver que el crítico ha desafiado al tiempo, sus seguidores deciden llevarlo a un auditorio para exhibirlo. Durante el traslado del cuerpo, su esposa señala que es indispensable protegerlo de sonidos fuertes que podrían precipitar su muerte. Cuando la llevan a verlo, ella lanza un grito ensordecedor. Lo que ve es “[...] el rostro de un general romano que gemía inmovilizado al borrarse para él la posibilidad de alcanzar la muerte en el remolino de las batallas” (397). Atrio Flaminio y Juan Longo se unen alegóricamente en este momento de horror en el cual un grito lleva a la muerte de los dos grandes padres del capítulo. El deseo por preservar la figura paterna, por mantenerla intacta ante el paso del tiempo, se deshace con un prolongado aullido. Paradiso aspira a recuperar sus más altas figuras paternas y a devolverles una centralidad ligada con la grandeza perdida de un mundo histórico a partir de la riqueza poética de su palabra. Esta labor de reivindicación se da a partir de algunas estrategias retóricas específicas. Una de ellas es la vinculación de los diferentes padres con tradiciones canónicas de gran prestigio cultural, algo que vimos con la representación de Julio Antonio Mella como un “nuevo Apolo”. La novela utiliza estas alusiones para recuperar a los padres

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ausentes y darles una renovada existencia a partir del prestigio de una tradición canónica. En este caso, Lezama vincula sus dos figuras paternas con el Imperio romano, con tradiciones griegas (Orfeo como figura que desciende al inframundo y regresa) y católicas (Cristo). El resultado de este despliegue cultural, sin embargo, es ambiguo: los padres incluyen vida y muerte, presencia y ausencia. El final que une los dos relatos nos recuerda que Atrio Flaminio no alcanza en realidad la muerte heroica que desea. Este episodio, además, resuena con la imagen del Coronel José Eugenio Cemí, quien también muere de forma poco heroica. La desesperación del guerrero romano ante su prosaica muerte disuelve la grandeza épica del relato y culmina con el grito de la esposa del musicólogo y la destrucción conjunta de ambos padres. El cadáver galopante de Atrio Flaminio y la elocuente momia de Juan Longo cargan con un venerable peso cultural, pero contienen también un tono melancólico que pone en duda la reivindicación final de la figura paterna a partir de estas estrategias. La alegoría lezamiana del padre oscila entre la redención y el horror, entre la belleza de un cuidadoso artefacto cultural y la monstruosidad de un cuerpo deshaciéndose. En esta contradicción encontramos la imagen misma del Barroco en la novela, su duda esencial, la proliferación que busca esconder un vacío. En El origen del drama barroco alemán, Walter Benjamin trabajó el problema de la alegoría en el mundo moderno, específicamente en relación con el Barroco. Para Benjamin, a partir del siglo xix, el arte occidental se centró en el símbolo, un mecanismo figural que se caracteriza por su predilección por la unidad. Para la estética romántica y simbólica, una obra de arte perfecta es aquella que puede unificar los diferentes aspectos de su construcción. Por lo tanto, debería caracterizarse por unidades perfectas entre forma y contenido, entre ética y estética. Quizás la versión más sucinta y diciente de esta estética de la unidad simbólica estaría en el famoso dictum que cierra el poema “Ode on a Grecian Urn”, de John Keats: “Beauty is truth, truth beauty, — that is all/ Ye know on earth, and all ye need to know”. Para Benjamin, la verdad artística y la vida humana en general son mucho más complejas, precisamente porque implican desconexiones y quiebres entre belleza y verdad que niegan toda forma unificada. Por ello, la labor del crítico literario debería ser, según Benjamin, destruir la bella fachada de unidad de cualquier obra simbólica para mostrar sus quiebres, sus tropiezos y, a través de ellos, la fragmentación

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real de la vida humana en su devenir histórico. El Barroco alemán (y, en particular, su forma dramática por excelencia, el Trauerspiel) tiene la particularidad de producir figuras alegóricas que, por sí mismas, ya destruyen todo semblante bello y todo símbolo. En estas obras ya hay disonancias entre forma y contenido que las hacen “imperfectas”, los seres buenos no son bellos y, en general, no hay coincidencias absolutas entre estética y ética. La alegoría barroca, opuesta radicalmente a los procedimientos simbólicos, revela abiertamente los escombros que hay detrás de toda apariencia estetizada y unificada como representación de la vida humana. Por ello, su tema predilecto son las ruinas arquitectónicas y los cuerpos humanos sometidos al paso del tiempo, a la enfermedad y a la muerte: estas figuras revelan, en su propio carácter fragmentado, algunas de las verdades inevitables del hombre y de su existencia. Richard Wolin sintetiza de la siguiente manera la función de la crítica y su relación con la alegoría en el pensamiento benjaminiano: As such, criticism must appear destructive of the beauty inherent to symbolic works of art. [...] Seventeenth-century Trauerspiel thus provided Benjamin with an ideal object for his conception of criticism inasmuch as these plays are already in ruins; that is, Trauerspiel, by virtue of its allegorical substructure, accomplishes in and of itself the destruction of the beautiful illusion, the pretension to totality characteristic of symbolic works of art. (65)

El capítulo XII de Paradiso es un breve Trauerspiel, un drama barroco en el que el deseo de reivindicar una serie de figuras paternas (Atrio Flaminio, Juan Longo y, por extensión, el Coronel José Eugenio Cemí) a partir del símbolo, de la alta cultura y la estetización radical de sus figuras culmina en algo distinto: el despliegue alegórico de sus cuerpos en ruinas. El triunfo parcial de estos padres, su supuesto desafío al tiempo, no puede esconder el carácter artificial, parcial y alegórico de la hazaña: de ahí la desesperación del general romano y el gemido de la esposa del crítico musical. La ruina corporal de ambos padres revela cómo la imagen poética, con su bello semblante, nunca puede unificar del todo una realidad en descomposición ni darle sentido pleno a la existencia humana. La figura del padre ausente no se puede recuperar plenamente a partir de la imagen y del prestigio de los grandes íconos culturales de Occidente. Esta sería una de las problemáticas más hondas del texto lezamiano, una meditación a la vez profundamente contemporánea y

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americana, estética y política: no es posible redimirlo todo a partir de la poesía y de la cultura. Hay un gesto político en la labor de poetizar un mundo fragmentado y en tratar de darle una forma bella, unificada, simbólica en el sentido propuesto por Benjamin. Existe una cierta resistencia en el proceso de producir una “imagen poética del mundo” que se niega a seguir las normas de una realidad hostil y alienada. Aún así, este es un esfuerzo que permanece incompleto y que siempre regresa en la novela a la forma de la ruina y de la pesadilla: a la alegoría. Para constatar esta idea, en los capítulos finales hace su aparición un “padre” esencial para Cemí, la figura que desde su lejanía lo ha llevado silenciosamente al poema, a la imagen, al ritmo preciso: Oppiano Licario. Veremos cómo este personaje, que aspira a ser redimido por el texto, en realidad termina siendo sometido a un procedimiento alegórico semejante al de todos los otros padres. A partir de esta destrucción alegórica, la novela terminará por cuestionar tanto la centralidad de la cultura y la poesía como su proyecto de recuperar las figuras paternas para redimir una realidad política fragmentada. F. Alegorías patriarcales II: Oppiano Licario y el tropiezo de la poesía Comencemos por un hecho notable: a pesar de que Paradiso nos dice que Oppiano Licario es el guía poético ideal para José Cemí, como lectores no sabemos nada de su papel formativo en la vida del joven poeta. Se trata de un personaje que desaparece por completo luego de algunas fugaces apariciones y solo lo volvemos a encontrar en un episodio bastante tardío (en el capítulo XIII, el penúltimo de la novela), cuando Cemí lo encuentra en un autobús fantástico, cuyo poder motor proviene de la cabeza decapitada de un toro.9

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En esta cabeza vemos, nuevamente, una de las paradojas barrocas de la novela lezamiana: cada uno de los símbolos de poder viril en el texto está marcado simultáneamente por la muerte. Este toro que aspira a desafiar toda causalidad física no solo está decapitado, sino que también se avería, de tal forma que el autobús no puede arrancar. El poderío dinámico de la palabra, vinculada con la poderosa figura del padre, está siempre mezclada con un elemento luctuoso que destruye la ilusión misma del poder paterno para dar paso a la duda y a la incertidumbre, elementos centrales para la estética barroca.

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Allí, por azar, recupera unas monedas griegas que le han robado a Licario y esto posibilita el primer encuentro real entre ambos. Cuando Cemí llega al edificio donde vive su guía poético, el encargado del elevador lo lleva a un piso equivocado, donde un tal Urbano Vicario danza frenéticamente con otros personajes en un “estilo sistáltico”, lleno de sobresaltos (Lezama, Paradiso 416). Quien guía el elevador corrige su error y le indica a Cemí que debe ir al sexto piso, donde su verdadero anfitrión lo espera. Allí Licario le dice: “Veo [...] que ha pasado del estilo sistáltico, o de las pasiones tumultuosas, al estilo hesicástico, o del equilibrio anímico, en muy breve tiempo” (417). Este es el primer momento en que Licario y Cemí tienen una conversación extendida. Más allá de este breve intercambio, la novela no incluye otros diálogos entre los dos personajes y, por lo tanto, deja en el aire toda la labor educativa que Licario habría realizado. ¿Qué justifica entonces el papel de este personaje como padre poético del protagonista? ¿Cuáles son los elementos textuales que, aparte del mandato paterno, justifican esa “filiación”? Julio Ortega ha señalado algunos aspectos que permiten comenzar a responder esta pregunta: Oppiano es también, dije antes, una alegoría del propio Cemí, una proyección suya hacia el pasado —a los instantes decisivos donde no estuvo presente: la muerte de su padre y la muerte del tío Alberto—, y por eso su encuentro con ese Ícaro fulgurante significa el cierre de un ciclo abierto, el encuentro que liga el pasado y el destino en la historia del aprendizaje. (114, mi subrayado)

Ortega señala que, en primer lugar, Licario tiene las claves de algunos de los momentos esenciales del pasado de Cemí, particularmente de las muertes de su padre y de su tío. Sin embargo, las coincidencias entre estos personajes no se limitan a sus pasados entrecruzados; se trata también, secretamente, de un destino que los ligará en el futuro. Licario es un doble de Cemí y ocupa un lugar que el joven poeta también llegará a habitar. El último capítulo de la novela (XIV) aclara el papel de Licario en el texto como modelo para el joven artista en formación y el destino que han de compartir: el “maestro” tiene una posición de dominio sobre la cultura universal, algo que estaría inscrito incluso en su nombre, según el propio Lezama: “Fijemos ahora el inocente terrorismo nominalista. Oppiano, de Oppianus Claudius, senador estoico; Licario, el Ícaro, en el esplendor cognoscente de su orgullo, sin comenzar,

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goteante, a fundirse” (Lezama, Paradiso 433). Licario es, por lo tanto, una versión “intelectual” de Ícaro, una figura en el cenit de sus potencias epistemológicas, capaz de incorporar en su vuelo toda la tradición artística y filosófica universal. Como guía intelectual, prefigura la posibilidad de que Cemí también sea un Ícaro del conocimiento, el heredero de una capacidad de incorporar todo elemento cultural que esté a su alcance para producir, así, la añorada imagen poética del mundo. El capítulo XIV da permanentes muestras de esta avidez intelectual que define a Oppiano Licario. En una cena familiar, su madre, doña Engracia, recuerda cómo un maestro lo sometió alguna vez a un examen lleno de preguntas de una erudición insospechada. Todas ellas, si bien son datos de poca relevancia, corresponden a algunos de los más altos símbolos de la historia occidental: Robespierre y su perro, Napoleón y sus estatuas, la estatura de Luis XIV y la muerte de Enriqueta de Inglaterra. Licario responde a todas las preguntas y el maestro termina por traerle a su casa una caja de dátiles en señal de admiración. Este dominio cultural como elemento que define al personaje continúa luego con otra prueba que recibe el nombre de “cubilete de cuatro relojes”. En una fiesta, Licario les entrega a los invitados cuatro poemas barrocos (tres españoles, uno francés) dedicados al tema del tiempo y la relojería. Cada invitado debe leer algunos versos de uno de estos poemas y determinarles una hora del día que él tendrá que adivinar. Una vez más, el Ícaro americano vuela sin caer y responde correctamente a todas las preguntas. Su dominio de diversas tradiciones artísticas e intelectuales viene sustentado, además, por una estadía en la Sorbona (donde, como Cemí, participa de algunas revueltas estudiantiles) y un paso adicional por la Universidad de Harvard, donde estudia “arte ninivita”. Es necesario preguntarse por el sentido de este despliegue cultural que, concentrado en Licario, representa también el esfuerzo de la novela misma, su gusto barroco por la cita erudita y la acumulación de datos oscuros y sorprendentes. ¿Qué significa que Licario pueda determinar la hora que corresponde a un verso o que sepa el nombre del perro de Robespierre? ¿Qué papel desempeñan la Sorbona y Harvard como símbolos culturales en la formación de un intelectual cubano? Y, por último, ¿cómo se relaciona este despliegue cultural, relacionado con Francia, España, Inglaterra y los Estados Unidos, con el trabajo poético de la novela y, al mismo tiempo, con su condición específicamente latinoamericana?

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En estas últimas páginas volvemos a encontrar el mandato del padre ausente, esta vez con un énfasis particular en la cultura. Recordemos que, al morir, el Coronel le pide a Oppiano Licario que eduque a su hijo (154). El texto nos va mostrando la forma en que este personaje responde a la exhortación paternal. Licario representa al intelectual latinoamericano que ha accedido a los más arcanos secretos de la cultura occidental. En su función de guía y padre intelectual, parece mostrar que Cemí también alcanzará estas lumínicas alturas, que también él podrá entrar en la discusión cultural de Occidente como un miembro más de la cofradía. Tal deseo opera para la novela misma, que en su proliferación de alusiones eruditas construye su propia entrada al diálogo con el canon occidental. Esta capacidad de conocer la cultura de Occidente debe vincularse simultáneamente con algunos de los problemas históricos y políticos que hemos encontrado en la novela. En principio, el acceso de Licario a dicha cultura podría leerse como una reivindicación de la labor intelectual latinoamericana y como una muestra de cómo los intelectuales del continente tienen un dominio cultural tan amplio como sus contrapartes occidentales. Hemos señalado, además, que esta reivindicación tiene vínculos con la ley paternal del texto, con la necesidad de redimir un mundo fragmentado a partir de la poesía y la cultura; a fin de cuentas, el lazo entre Licario y Cemí está mediado por la muerte del Coronel. Así, Paradiso aspira a recuperar tanto la figura del padre como una larga historia política y cultural latinoamericana a partir del acceso de ciertas figuras intelectuales a los grandes momentos del arte y el pensamiento occidental: Grecia y Roma, el Siglo de Oro español, la Ilustración francesa, su continuidad imperial con Napoleón y su hegemonía, que continuaría hasta bien entrado el siglo xx, y que encontraría su relevo en el poderío económico y cultural de los Estados Unidos y sus grandes universidades. La creación de un texto cubano capaz de apropiarse de los más altos símbolos de la cultura occidental debería ser un elemento fundacional para una nación capaz de comenzar a constituir su futuro, tanto cultural como político. Estos intelectuales y su capacidad creativa y poética serán los encargados de recuperar una Cuba perdida en la maraña del tiempo, la ausencia y la frustración de sus primeras utopías. Esta reivindicación cultural y poética, sin embargo, es cuestionada por el texto mismo y por la ambigüedad de sus alegorías. Es notable, por ejemplo,

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que Paradiso (especialmente a partir de la figura de Oppiano Licario) termina proponiendo la idea de que el pensador latinoamericano tiene como función fundamental conocer y dominar los grandes hitos de la producción cultural de Occidente. Esta cultura no solo no es propiamente americana, sino que también, como hemos señalado, le pertenece a los grandes imperios coloniales, a los países que históricamente han construido sus grandes monumentos de civilización a partir de la explotación de diversas regiones del orbe. Francia, Inglaterra, España y Estados Unidos no son productores neutros de cultura; algunos de sus más grandes símbolos artísticos están ligados a un pasado de opresión colonial que incluye a América Latina, y, por supuesto, a Cuba. La historia cubana, marcada por la dependencia política y económica y por el regreso constante de líderes autoritarios, está ligada a los grandes poderes occidentales, que se han beneficiado de su difícil historia. El deseo obsesivo de Licario por apropiarse de los datos más oscuros de la cultura de Occidente contiene, en ciernes, el problema tanto cultural como político de la dependencia latinoamericana en la modernidad. En lugar de hacer de su saber cultural una forma de “contraconquista” (fórmula que el propio Lezama usa para describir el Barroco latinoamericano en La expresión americana (80)), Licario repite reverencialmente los nombres de los monumentos culturales de un Occidente imperial que ha basado su grandeza en la explotación de diversas regiones colonizadas, entre las que se cuenta Cuba.10 El elemento cultural que se encarna en la figura de Licario representa uno de los grandes ideales de la novela y de la obra de Lezama en general: la poesía y la alta cultura podrían ser el origen de la reivindicación de una realidad histórica fragmentada. Lezama defiende el papel del intelectual latinoamericano, no solo por su capacidad de entrar en el diálogo cultural universal, sino 10

Jean Franco realiza la que es, quizás, la crítica más fuerte a este elemento cultural en la novela y a la idea de que la poesía es la única redención posible de la historia cubana. Desde una perspectiva marxista y prorrevolucionaria, Franco señala que, en su novela, Lezama se niega a pensar lo histórico-político y confunde base y superestructura al determinar que la poesía (no la revolución en torno a los sistemas productivos) es la única forma de recuperar la promesa de una verdadera nación cubana. Su crítica, sin embargo, culmina con la idea de que esta búsqueda de redención histórica a través de la cultura es una marca importante de la tradición latinoamericana del s. xx. Ver al respecto su ensayo “Lezama Lima en el paraíso de la poesía”. Vórtice 1.1. (1974): 30-48.

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también por su función como elaborador de imágenes que, sustentadas por su prestigio cultural y su creatividad poética, podrían llegar a modificar o a redimir el orden político de una nación. Cemí, Licario y Paradiso aspiran a convertirse en el origen de una Cuba renovada por la capacidad imaginativa y el hondo saber de sus intelectuales. Esta centralidad de la cultura y la poesía como armas creadoras de nuevas realidades históricas es uno de los anhelos fundamentales de la novela, un deseo utópico relacionado con la importancia de los padres y, especialmente, con las figuras del Coronel José Eugenio Cemí y de Oppiano Licario. Lo anterior nos permite regresar a otro de los epicentros paternales de la novela: el cumplimiento del mandato del Coronel a partir de los ideales de la imagen, la poesía y la cultura. Debemos recordar, sin embargo, que todo universo barroco está marcado por una proliferación incontenible que termina por dispersar y multiplicar sus centros. La novela, al menos hasta este punto, no ha puesto en duda el papel central de la cultura ni la cualidad redentora de la poesía. Licario, como padre poético de Cemí, se convierte en uno de los centros fundacionales de la novela. Hemos visto, sin embargo, que una de las características esenciales de Paradiso es su permanente regreso a la imagen del cuerpo paterno en ruinas. Esta imagen detallada del padre derrotado por la muerte se contrapone a cualquier tipo de unificación simbólica y a todos los centros y orígenes estables en la novela. ¿Es esto verdad también para la figura de Oppiano Licario? ¿Es posible que la novela de Lezama cuestione, en su escritura misma y en su barroca proliferación alegórica, la centralidad redentora de la imagen, la poesía y la cultura? Las páginas finales del texto reproducen el largo periplo de Cemí durante la novela, su búsqueda de figuras paternas capaces de darle sentido a su mundo. En plena noche sale a dar una vuelta y se encuentra con una realidad habanera que copia una vez más la lógica de la pesadilla: “No, no era la noche paridora de astros. Era la noche subterránea, la que exhala el betún de las entrañas trasudadas de Gea” (Lezama, Paradiso 450). De repente, descubre una casa de tres pisos, completamente iluminada y marcada por la luz de la luna. Luego de algunas vueltas indecisas, decide entrar; para ello, debe pasar por un largo corredor lleno de imágenes alegóricas y después subir una escalera. En la entrada lo recibe Ynaca Eco Licario, la hermana de Oppiano, quien le dice que el guía poético ha muerto. El errante siente entonces que

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la proliferación onírica de la noche cobra sentido: “Cemí comprendió de súbito que aquella fiesta de la luz, la musiquilla del tiovivo, la casa trepada sobre los árboles, el corredor con sus mosaicos, la terraza con sus jugadores extendiendo la oblicuidad lunar, lo habían conducido a encontrarse de nuevo con Oppiano Licario” (457). Los signos parecen guiarlo hacia su nuevo padre, el centro cultural y poético de su mundo. La novela intenta producir una imagen simbólica unificada, un relato que culmina con el reencuentro del hijo con su guía paternal. Ynaca Eco Licario lo lleva a ver el cadáver de Oppiano y le entrega un poema suyo titulado “José Cemí”. Estas son sus primeras dos estrofas: No lo llamo, porque él viene, como dos astros cruzados en sus leves encaramados la órbita elíptica tiene. Yo estuve, pero él estará, cuando yo sea el puro conocimiento, la piedra traída en el viento, en el egipcio paño de lino me envolverá. (458)

Por un lado, Licario parece reafirmar su centralidad paternal en la vida de Cemí. El padre-mentor no tiene por qué llamar a su “alumno” porque él vendrá, invocado por los signos y por una causalidad poética que lo conjura a buscar su centro. El poema, a primera vista, restituye la figura paterna en su centralidad simbólica y al hijo como un seguidor fiel de los centros patriarcales. Sin embargo, como suele ocurrir en la novela, la figura del padre es puesta en duda en el momento mismo de su más alto despliegue: la alusión al paño egipcio en el poema sugiere un proceso de momificación y, por lo tanto, de un artificio que parece salvar de la muerte, pero que no es más que la preservación aparente de un cuerpo en ruinas. Adicionalmente, la alusión barroca a la elipse complica esta imagen de total redención paternal y nos señala, como veíamos a partir de Severo Sarduy en la introducción a esta segunda parte, que el trayecto de Cemí no tiene un centro único. La elipse se opone a la consolidación de un único centro patriarcal, ya que, como forma geométrica, tiene siempre dos centros en tensión. En su fidelidad a los sistemas poéticos barrocos, la

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novela contiene una serie de mensajes encontrados que constituyen su sentido más profundo. Licario parece ser el padre idóneo para el joven poeta: es la figura que encarna a la poesía como centro absoluto para el artista en formación y a la alta cultura occidental como origen de una sobrenaturaleza , una nueva imagen poética del mundo que vendrá a redimir un devenir histórico truncado. El recorrido elíptico de Cemí y el encuentro con un nuevo cuerpo paternal en ruinas terminan por cuestionar la existencia de un único centro estable en la novela. La cultura y la poesía, encarnadas alegóricamente en Oppiano Licario, no pueden convertirse en el origen estable y unificado del relato: hay algo que las excede y que funciona como otro centro que genera el movimiento elíptico del texto. Este otro centro es la historia, una fuerza que se encuentra siempre en tensión con la imagen, la cultura y la poesía en la novela. Ese tiempo histórico y en ruinas que la novela busca negar es, también, uno de los centros que le da forma. El poema sugiere que Cemí pronto estará en el lugar de Licario (“Yo estuve, pero él estará”), como bien señalaba Julio Ortega. Parece otorgarle un futuro promisorio como autor, como hombre culto y como epicentro de un nuevo universo poético que podrá redimir el trágico devenir de la historia cubana. El verso final del poema citado, sin embargo, pone en duda esta idea, al igual que la centralidad de todos los padres de la novela, para dar paso a la duda, a la destrucción alegórica, a la pregunta incierta y elíptica. Este es el verso: “Vi morir a tu padre; ahora, Cemí, tropieza” (458). No en vano se recuerda aquí, una vez más, la muerte del padre. Sin embargo, la palabra esencial del poema, la que le da su tono de enigma barroco, es la última: tropieza. Este vocablo podría ser reemplazado fácilmente por otro que le daría al texto un cierre mucho más simple y unificado: empieza, verbo que, como veremos, cierra la obra para darle una forma circular. En la poesía, Lezama, siguiendo sus íntimas preferencias, opta por la dificultad y también por un compromiso radical con la forma alegórica y el pensamiento barroco. ¿Qué es exactamente lo que tropieza en estas páginas? ¿Por qué generar con este verso un enigma en lugar de cerrar la novela de una forma simbólica, circular y sin ambigüedades? Paradiso es un Trauerspiel latinoamericano, un drama barroco que constantemente despliega sus ruinas alegóricas y su imposibilidad de construir símbolos perfectos. En apariencia, es un texto que busca recuperar sus diversas

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figuras paternas a partir de una fe inquebrantable en la palabra poética y la alta cultura. Es también, sin embargo, una novela barroca y parricida: cada uno de los grandes padres de la novela es asesinado por una textualidad compleja que tacha, borra o duplica sus centros.11 El Coronel Cemí desaparece en las soledades de la Florida, con una muerte indigna de su grandeza. El tío Alberto muere en un accidente automovilístico absurdo que tampoco redime su habilidad poética. Atrio Flaminio y Juan Longo parecen triunfar sobre la muerte, pero al final este triunfo es presentado como puro artificio: sus cuerpos son destruidos por la enfermedad, el tiempo y el grito de la esposa del crítico musical. También Oppiano Licario, emblema de la cultura y la poesía, se nos presenta como un cuerpo que no puede desafiar al tiempo histórico más que a partir de una serie de bellos artificios, como la momificación o el verso que lo “inmortaliza”. Todas las alegorías patriarcales de la novela tropiezan, incluida la fe en la poesía y la cultura como mecanismos capaces de redimir al padre y la realidad histórica que representa. La novela culmina con una última contradicción barroca, que muestra el tropiezo de su proyecto poético. Sus últimas frases parecen señalar que todas las contradicciones han sido resueltas y que el texto ha reconstruido exitosamente sus centros: “Las sílabas que oía eran ahora más lentas, pero también más claras y evidentes. Era la misma voz, pero modulada en otro registro. Volvía a oír de nuevo: ritmo hesicástico, podemos empezar” (459). Aparentemente, la muerte de Licario no es más que un paso hacia el inicio sólido y estable de la novela, de su proyecto de recuperación poética de los padres y de la historia. Luego de haber vivido su larga travesía habanera, de completar su formación como adulto y como poeta, Cemí puede empezar a narrar, a cumplir con el mandato paterno del testimonio, a darle forma poética a un mundo venido a menos. Dicho de otro modo, el texto enuncia su deseo de constituirse en símbolo, en obra unificada y sin quiebres. Sin embargo, la relación de estas palabras con otros aspectos textuales termina mostrando las paradojas que definen la novela. Por un lado, la voz que Cemí oye de nuevo es la de Licario, quien le ha dicho al final del capítulo inmediatamente anterior

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Para una ampliación de la idea de Paradiso como novela parricida, que disemina la presencia del padre al igual que la centralidad de cualquier tipo de presencia originaria, ver el ensayo “Párridiso” de Enrico Mario Santí (MLN 94 (1979): 343-65).

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unas palabras que ya hemos citado, relacionadas con los dos tipos de ritmo, el sistáltico y el hesicástico. Al repetir esas palabras, la novela parece señalar que se ha llegado a su momento poético fundacional, marcado por el descubrimiento del “ritmo hesicástico”. Este ritmo, caracterizado por su “equilibrio anímico”, se constituye como el origen estable de la novela misma que ahora puede, al fin, empezar. El problema radica nuevamente en la palabra final del poema de Licario: tropieza; allí donde hay un tropiezo no puede haber un ritmo “hesicástico” capaz de fundar el inicio de la novela. No puede haber, tampoco, un centro unificado ni un origen estable para un universo, bien sea poético o histórico. El tropiezo es “sistáltico” y, por lo tanto, señala saltos, fragmentaciones, centros multiplicados. En el devenir de su escritura, Paradiso hace problemática la centralidad de la poesía (particularmente la hesicástica y simbólica, la que no tropieza) como elemento fundacional de la novela. Como en todo universo barroco, aquí los centros y los padres son figuras inciertas, fantasmagorías duplicadas que oscilan entre la presencia y la ausencia. ¿Qué es exactamente lo que tropieza en el texto? Su proyecto retóricopolítico: la idea de que es posible redimir una realidad histórica a partir de la imagen poética, del dominio cultural de las tradiciones occidentales o de una figura paterna que encarna el centro estable de un universo político. En Paradiso, el deseo de construir imágenes poéticas simbólicas proviene de los padres y aspira a recuperarlos: del Coronel José Eugenio Cemí y de su anhelado regreso a partir de la imagen poética, del tío Alberto y de su habilidad para hacer “naturalezas” a partir de la palabra, de Oppiano Licario y de su avidez por conocer a fondo tradiciones artísticas y filosóficas. Paradiso procura convencernos de que a partir de la palabra bella, cargada con lo más alto de la cultura occidental, sería posible recuperar al padre muerto que daba estabilidad al mundo, labrar un texto estable (hesicástico o simbólico en términos benjaminianos) y, en últimas, fundar una nueva nación. Sin embargo, el lenguaje alegórico de la novela muestra el carácter incierto de este proyecto político y cultural. El despliegue permanente de los padres como cuerpos inertes presenta, una y otra vez, la tensa lucha entre la unificación poética y la dispersión histórica de una realidad como la cubana. En la lucha entre estas dos fuerzas en tensión se produce la forma elíptica, sistáltica y profundamente barroca de la novela.

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En general, Lezama ha sido criticado por la ausencia de contenidos políticos en sus textos. Es cierto que su palabra hermética y barroca no defiende una posición política concreta. Esto no quiere decir, sin embargo, que no incluya mensajes históricos y políticos. Una lectura que olvida los contenidos históricos del texto o que critica en Lezama una posición apolítica implica, a mi entender, una simplificación que equipara el mensaje político de un texto con un compromiso abierto con alguna posición ideológica. El contenido político de Paradiso es mucho más sugerente y está inscrito en su textualidad y en su música. Su deseo más hondo, la aspiración de reconstruir una realidad histórica a partir de la poesía y la cultura, forma parte de un proyecto típicamente latinoamericano que vincula el Barroco con la siempre inestable situación política del continente. Ante la impotencia real para reconstruir los centros perdidos de su historia, America Latina ha intentado reivindicar una y otra vez sus proyectos políticos a partir de la cultura.12 Como suele ocurrir en los universos barrocos, este monumental esfuerzo no ha culminado en una verdadera recuperación de la estabilidad y de los centros perdidos; ha terminado en recorridos elípticos, en la multiplicación de padres y en la danza sistáltica entre la historia y la poesía. Esta danza, que oscila entre la poesía de alto vuelo y una realidad prosaica que se niega a ser domada por la forma bella, es el origen del Barroco lezamiano y de sus alegorías paternales. Tales alegorías solo recuperan sus centros y redimen su realidad histórica a partir de una sublime imagen poética que, a pesar de todo, no esconde sus sobresaltos, sus ruinas y sus íntimos fracasos.

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La tradición intelectual latinoamericana del siglo xx muestra la obsesión por pensar la identidad nacional (o continental) a partir de la cultura como parte esencial del proceso de subsanar sus heridas históricas. Esta tradición se inicia con el Ariel de José Enrique Rodó (1900) y su radical llamado a una espiritualidad cultural basada en ideales de la Grecia antigua y en franca oposición al utilitarismo pragmático de los Estados Unidos. En México, Alfonso Reyes y José Vasconcelos trabajaron incansablemente por un trabajo cultural y educativo, basado en los clásicos griegos, que debía ser uno de los pilares de la nacionalidad.Textos como La expresión americana, del propio Lezama, Seis ensayos en busca de nuestra expresión, de Pedro Henríquez Ureña, o incluso El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, buscan darle un sustento cultural a la transformación política del fragmentado mundo americano. Paradiso pertenece a este horizonte cultural, pero su textualidad barroca y su carácter alegórico terminan por cuestionar esta solución, o, al menos, por mostrar sus tensiones inherentes.

CONCLUSIONES

En la introducción a este texto planteamos al padre como una figura que nos permitiría realizar lecturas a la vez retóricas, formales y políticas de las diferentes novelas a analizar. Para comenzar, un estudio de la figura paterna permite leer una serie de conflictos políticos latinoamericanos y su representación estética y literaria. A partir de la figura del padre, la literatura latinoamericana ha meditado sobre el paternalismo como un problema político determinante en su historia y sobre la presencia recurrente de figuras autoritarias que tratan de convertirse en el centro mismo de su universo político y social. Ni la presencia del padre autoritario ni su ausencia, que genera hondas incertidumbres, parecen garantizar el surgimiento de un universo político estable y sin tensiones. Por ello, los textos estudiados no son simples acusaciones al padre o a los gobiernos paternalistas; son reflexiones sobre un problema imbricado profundamente en las sociedades de América Latina. Además de estos aspectos preliminares, este texto defiende la idea de que el padre es una figura en la que se articulan retórica y política. A partir de los textos estudiados, hemos seguido la construcción de tropos que han sido esenciales para la historia del continente. Entre ellos está la idea de que el gobernante es una suerte de padre de la patria, capaz de convertirse en el centro fundacional de su universo social. Este símil ya nos muestra la íntima relación que existe entre retórica y política. Sin embargo, el objetivo de estos análisis ha sido abandonar la idea de que la retórica es simplemente el análisis y la clasificación de una serie de tropos. Uno de los ejes analíticos de este trabajo ha consistido en pensar la producción de formas literarias que intentan adecuarse a sus contextos histórico-políticos. Por ello, el objetivo central ha sido mostrar que, en cada novela analizada, la forma guarda vínculos con la figura que encarna el poder y la ley; a su vez, esa figura se relaciona con realidades políticas específicas. La palabra sigue ciertos giros retóricos, bien

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sea a causa de una legalidad paternal que controla y censura el lenguaje o bien porque, al oponerse al control del padre, produce sentidos inesperados y mensajes contradictorios que se escapan al poder patriarcal. El lenguaje literario acata el mandato autoritario del padre, pero también excede su ley y pone en duda su centralidad absoluta. La palabra muestra las contradicciones internas del patriarca, sus mitologías y sus flaquezas humanas. Es un testimonio de su subjetividad fracturada, siempre incompleta, y, también, de un universo político que nunca llega a una solución total de sus conflictos internos: un mundo siempre susceptible a la excepción. Otro de los elementos esenciales para estos análisis es una notable relación entre la figura del padre y la modernidad. En principio, el paternalismo es definido como la negación misma del intercambio político moderno y como un rasgo característico de sociedades bárbaras y atrasadas. Hemos visto cómo esta oposición es mucho más compleja e inestable de lo que parece. Por un lado, pensadores como John Stuart Mill y G. W. F. Hegel, profundos críticos del paternalismo, predestinan los mundos coloniales a la presencia de un padre para alcanzar la civilización. El pensamiento moderno, que intenta desbancar la figura política del patriarca, ve en el padre una herramienta útil para la modernización de quienes son definidos como “bárbaros” o “infantes”. Tal paradoja conceptual rige la mayor parte del pensamiento político latinoamericano y es, como hemos señalado una y otra vez, una herencia colonial de la mirada occidental sobre el continente. De otro lado, a partir de Jacques Derrida y Carl Schmitt, señalamos cómo buena parte de los proyectos epistemológicos y políticos occidentales mantienen elementos paternales ocultos, como la figura logocéntrica de Dios o la imagen velada de un soberano absoluto que toma decisiones autoritarias en momentos de excepción. En los textos analizados hemos visto cómo la figura paterna está vinculada con la modernización (generalmente autoritaria) de diversos países latinoamericanos, no como un enemigo acérrimo, sino como su inesperado aliado. Las novelas muestran cómo el padre político participa en la construcción de las repúblicas modernas del continente, en su vinculación a los mercados capitalistas globales, en la pacificación de sus regiones “bárbaras” y también en la construcción de expresiones culturales y artísticas capaces de dialogar con las grandes obras de Occidente: su canon, si se quiere.

Conclusiones

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A partir del padre como figura que permite analizar aspectos retóricos, históricos y políticos, realizamos una división general de la que surgen dos grandes arquetipos paternos. La primera parte está dedicada al “padre presente”, a quien definimos como una figura que intenta convertirse en la lógica unificada de su universo; un fenómeno ambivalente, que no se puede consolidar por completo. Cada uno de los padres presentes que encontramos es, a su vez, una figura limitada, incapaz de mantener su mitología de absoluto control sobre un universo. El lenguaje es, por lo general, uno de los elementos que pone en duda ese dominio total de un ser humano sobre la realidad. En Vidas Secas, los problemas políticos, lingüísticos y retóricos de la novela pasan por la figura de Fabiano, el padre de familia. Se trata de un padre autoritario que predestina a sus hijos al silencio, a copiar en sus propias vidas el paisaje mudo del sertón. Fabiano, desde luego, solo ocupa esta posición de poder dentro de su hogar: fuera de él, no es más que un nuevo “infante” sometido al poder de otros patriarcas, como el soldado amarelo. A pesar de que es una figura poco culta, Fabiano reproduce en su hogar los discursos modernos, hegemónicos, respecto al sertón y a la “barbarie” latinoamericana en general. La transformación de sus hijos en seres mudos, que copian el lenguaje de los animales, es inesperadamente cercana a la imagen de pensadores como Hegel o Mill y sus seguidores latinoamericanos, Domingo Faustino Sarmiento y Euclides da Cunha. El problema central de la novela, la imposibilidad de convertir la propia experiencia en un relato pleno de sentido, no tiene que ver únicamente con una tierra salvaje destinada al silencio; se relaciona también con el lugar que la modernidad le impone a estas regiones y que relega a sus habitantes a la incomunicación. Los padres de la zona (Fabiano, el soldado amarelo) se encargan, quizá sin saberlo, de imponer este pensamiento moderno y civilizado en la región y de silenciar a sus habitantes bajo la premisa de una “barbarie” que requiere de padres autoritarios. Al final, el padre concreta el proceso de “civilización” y modernización de la familia al llevar a sus hijos a la ciudad. El texto, sin embargo, pone en duda el carácter realmente civilizador de esta decisión. En última instancia, la familia estará presa en este mundo, que impone su norma civilizada de manera autoritaria. Esta imposición termina por silenciar al grupo familiar, por hacer que su relato y su experiencia sean incomunicables. Así, el habitante del sertón y el flanêur benjaminiano comparten un mismo problema característicamente

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moderno: la imposibilidad de producir relatos plenos y verdaderas experiencias a partir de sus propias vidas. Esta inusitada comparación muestra cómo el sertanejo no es ajeno a la modernidad: su problema de incomunicación está relacionado con la llegada autoritaria y paternalista de la “civilización” y la modernidad al sertón. Vidas Secas agrega a la meditación de Benjamin sobre la experiencia en la modernidad la mirada de la periferia, de los márgenes de la modernidad donde, paradójicamente, la llegada del progreso tiene efectos semejantes a los que se dan en las grandes ciudades europeas. Aún así, en el seno de la familia surge un lenguaje que excede al control paternal. El “menino mais velho” encuentra un espacio para producir una expresión poética que no se ciñe a dicho control y no acepta la condición de “barbarie” que la civilización le ha predestinado. Este niño, un posible autor, y Baleia, la perra familiar que en su deseo por calmar su hambre habla también sobre la necesidad de justicia en el sertón, producen el relato fragmentado de una región silenciada que, contra viento y marea, aspira a darle forma a su experiencia individual e histórica. En Pedro Páramo, el tropo central de este proyecto, la idea del padre como una representación metafórica del soberano político, surge de forma literal: el cacique comalense parece ser el padre de todos los habitantes de su pueblo. Su poder se basa en el control patriarcal sobre todas las mujeres, convertidas en sus “esposas” o sus esclavas, y en la infantilización de todos los hombres, transformados en hijos de lo que hemos denominado el “padre presente”. Gracias a esta conformación familiar y social, señalamos la utilidad del psicoanálisis como herramienta para leer no solo los conflictos individuales de Pedro Páramo, sino también los problemas colectivos de Comala. Tótem y tabú, de Sigmund Freud, es un ensayo en el que el potencial político del psicoanálisis se hace evidente y también es un texto que comparte muchos elementos con la novela rulfiana; por ello, planteamos la necesidad de leer a Freud con Rulfo y de ver a Pedro Páramo como una reflexión sobre los “tótems” patriarcales en América Latina. Uno de los objetivos centrales de la lectura de Pedro Páramo es matizar la hegemonía del mito como herramienta interpretativa en los estudios de la novela. Sin duda hay elementos míticos en el texto, pero su mensaje más amplio se hace legible al ver la tensión que existe en sus páginas entre mito e historia. La mitificación de Pedro Páramo como padre presente proviene de su propio

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proyecto patriarcal de dominar Comala. Como lectores debemos cuestionar esta estrategia, que viene del patriarca mismo, a partir de un discurso que se le opone: la historia. La historia es precisamente la fuerza que derrumba la mitología patriarcal (su supuesta capacidad fálica de acallar su propio deseo) para mostrar a un ser humano lleno de carencias, fisuras y limitaciones. En su caso, el límite humano del patriarca y de su mito tiene un nombre propio: Susana San Juan. El derrumbamiento final de Pedro Páramo es también la destrucción del mito de su poder, que cae por culpa de su deseo y del lenguaje impredecible de Susana. La austeridad de la novela, su íntimo silencio, proviene del deseo del padre por controlar la palabra de sus hijos. Aun así, en esta sorprendente economía de significantes, los significados proliferan y se escapan a cualquier control paterno. Es a partir de ese silencio proliferante que Susana San Juan produce su discurso enajenado, exterior al mito y al mundo del padre.1 De ahí que, a pesar de ser un padre míticamente presente, Pedro Páramo también sea un fantasma más en Comala, una figura afectada por la muerte, el deseo y la ausencia, como todos los demás hombres. La segunda parte de este proyecto está dedicada a la relación entre el padre ausente y las formas literarias barrocas en dos grandes novelas latinoamericanas: Grande Sertão: Veredas y Paradiso. Para trazar posibles lazos entre la figura paterna y la proliferación formal de estos textos, comenzamos una vez más con Freud y con Totem y tabú. Allí se plantea que el surgimiento del tabú del incesto, y, así, de una ley estrictamente humana, proviene de la culpa ante el asesinato del padre y de una deuda retrospectiva que marca su regreso simbólico como ley. A partir de esta hipótesis, surge una característica central de la figura literaria del padre: su ausencia es, como su presencia, un fenómeno ambivalente. Cuando desaparece, la figura paterna tiende a regresar, ya 1

Todo proyecto que llega a su fin es, también, la posibilidad de infinitos proyectos abandonados. Si bien este texto ha hecho un esfuerzo por seguir el papel de la mujer en medio de diferentes narrativas patriarcales, es indudable que la mirada femenina al problema del paternalismo debería ser tema de otros análisis críticos. Por ejemplo, ¿qué ocurre cuando la mujer ocupa el papel del “centro político” en textos como Doña Bárbara, de Rómulo Gallegos, o “Los funerales de la Mamá Grande”, de García Márquez? ¿Cómo cambian la figura paterna y las propuestas retórico-políticas en textos cuyo sujeto de enunciación es femenino, como ocurre con Balún Canán, de Rosario Castellanos? Tales preguntas podrían ser el origen de nuevos análisis en torno a las relaciones entre política, género y forma literaria en el continente.

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no como una presencia corporal, sino como una ley que sus hijos repetirán obsesivamente en señal de duelo o de culpa. Las reflexiones políticas de los textos que siguen, y su proliferación barroca, estarán vinculadas con esta figura que está ausente, pero que regresa una y otra vez como obsesión, como ley y como lenguaje. Esta hipótesis encuentra sustento en diversas teorías sobre el Barroco que fundan este fenómeno estético en la inestabilidad de los diversos centros patriarcales de un universo. Arnold Hauser, por ejemplo, señala cómo las formas proliferantes del siglo xvi estarían relacionadas con la revolución copernicana que, al sacar al hombre del centro del universo, puso en dificultades los fundamentos epistemológicos, religiosos y políticos de la época. Ante la incertidumbre resultante, diversos agentes sociales trataron de reconstruir la centralidad de Dios en el universo y del soberano en el ámbito político: este sería un ejemplo del regreso barroco del padre. El problema radica en que este retorno incluye ahora una duda que no se puede borrar. Las formas artísticas del periodo se hicieron complejas, proliferantes y recargadas, tratando de colmar epistemológicamente un espacio que ahora se encuentra marcado por un vacío irrevocable. Las teorías latinoamericanas del Barroco en el siglo xx retoman aspectos teóricos en torno al Barroco europeo, pero los transforman para hablar de la especificidad histórica del continente y de sus propios tipos de figuras paternas. Primero, surgen del deseo paradójico de fundar una expresión americana autónoma a partir de una tradición artística canónica, originada en el Occidente colonial. Tanto José Lezama Lima como Alejo Carpentier presentan una versión plena del Barroco, basándose en algunos grandes críticos europeos de finales del siglo xix y principios del xx. Con ello, aspiran a constituir una versión americana del Barroco que debería convertirse en el centro de una identidad cultural autónoma. Lezama utiliza esta tradición crítica para fundar una nueva cultura americana a partir del “señor barroco”, una figura paternal capaz de darle forma a su universo haciendo un uso creativo de la cultura universal que ha heredado. Una segunda oleada de críticos latinoamericanos, sin embargo, propondrá una versión más inestable, tanto del Barroco y de sus centros patriarcales como de su apropiación latinoamericana. Severo Sarduy plantea formas barrocas marcadas no por la plenitud, sino por la incertidumbre, por un despilfarro que simultáneamente esconde y expresa una ausencia.

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Su figura predilecta como representación de un universo barroco es la elipse kepleriana, forma que se caracteriza por tener dos centros en tensión: uno, presente y luminoso y otro, ausente, oscuro y silenciado. La proliferación barroca se debe al juego de luz y sombra, de presencias y ausencias que, como las figuras paternas, no pueden consolidarse en una unidad absoluta. Haroldo de Campos, por su parte, nos muestra un inesperado regreso del padre en las letras del Brasil. Según su análisis, la crítica brasileña ha intentado fundar la literatura nacional en un momento específico: la constitución de la nación en el siglo xix. Esta posición crítica deja de lado a algunos de los autores esenciales de la literatura brasileña, y, entre ellos, a su más grande poeta barroco: Gregório de Mattos. La propuesta de Haroldo consiste en recuperar a este “padre literario”, no como el epicentro unitario de la literatura nacional, sino a partir de una “historia constelar” que acepta de antemano que en la literatura (y en la historia continental) no hay centros únicos. Su versión de la historiografía literaria implica diversas tradiciones en disputa y múltiples figuras que, en ocasiones, son el centro de un canon y, en otros momentos, habitan su periferia. Esta imagen nos deja nuevamente con un universo barroco que prolifera en centros y que admite una reduplicación de figuras paternas que constituyen el canon (siempre variable) de una tradición literaria. Allí, una vez más, un centro ausente y oscuro es tan significativo y vital como uno presente: la figura del padre siempre regresa como ley simbólica que exige una cierta reivindicación. A partir de estas aproximaciones a las formas barrocas, siempre vinculadas a universos con centros ausentes o múltiples, surgen los análisis de las novelas de João Guimarães Rosa y del propio Lezama. Respecto a Grande Sertão: Veredas, el análisis gira en torno al demonio como padre ausente del texto. Para comprender esta figura paterna y su sentido en la novela, la lectura se centra en el pacto fáustico como elemento que define al protagonista. Por un lado, este pacto es profundamente ambiguo: en ningún momento vemos una presencia capaz de encarnar al demonio. De otro lado, es una obsesión permanente en la novela, una imagen que Riobaldo se encuentra una y otra vez, a pesar de su deseo de evitarla: vemos así el regreso simbólico del padre como ley y lenguaje, como una fuerza que guía secretamente los pasos del protagonista.

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Para entender el sentido de este pacto, retomamos la figura del Fausto de Goethe, uno de los modelos del texto de Guimarães Rosa. A partir de la lectura que Marshall Berman realiza del clásico alemán, queda claro que tras todo pacto fáustico moderno hay una reflexión sobre la modernidad misma y sobre un “desarrollo” individual y colectivo que depende de decisiones ambivalentes. Para realizarse como individuo y modernizar su mundo, Fausto termina participando en la muerte de la madre y el hermano de Margarita, de su propio hijo y de los ancianos Filemón y Baucis. El pacto fáustico trasforma por completo un universo y trae notables progresos individuales y colectivos, pero también incluye actos de destrucción y honda barbarie. Esta sería la ambivalencia trágica de toda figura fáustica: su pacto con la modernidad incluye grandes fuerzas destructivas que son indispensables para la construcción de un valiente mundo nuevo. Con Riobaldo se da un proceso similar. Su objetivo a lo largo del texto es “deshacer” el pacto, explicar a partir del relato la figura del demonio como pura superstición. Esto le permitiría olvidarse de su responsabilidad y su culpa en los hechos sombríos que marcan su ascenso al poder en el nordeste brasileño. Sin embargo, siguiendo la lógica fáustica desplegada por Berman, el pacto de Riobaldo implica una serie de eventos trágicos en los cuales él participa y que revelan la ambigüedad tanto de su progreso individual como de la modernización de la nación brasileña. El jagunço realiza su pacto con un poder que lo llevará a ascender socialmente y a “pacificar” el sertón en torno a su figura. Una vez realiza esta alianza con el padre ausente en el texto, su comportamiento denota un cambio radical. A partir de entonces, Riobaldo comienza a cumplir obsesivamente con una ley patriarcal, a hablar en el lenguaje de la presencia y a realizar actos que reflejan su nueva condición de amo y señor del sertón. Esta es la ley paterna que rige sus actos y que le permite “civilizar” su universo: un pacto brutal e incondicional con el poder. La figura de Diadorim, por su parte, encarna los eventos destructivos y trágicos que se esconden tras la pacificación del universo de los jagunços. A lo largo de la novela, Diadorim es, junto con el demonio, una de las expresiones de la duda como motor retórico de la escritura rosiana. Al dudar, Riobaldo prolifera en historias, anécdotas y refranes que aspiran a explicar y definir sus actos, pero que en realidad solo muestran su incertidumbre esencial y su ambivalencia ética. La duda frente a Diadorim se presenta en

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primera instancia como la incertidumbre frente a una atracción homosexual que destruiría la imagen de Riobaldo como líder patriarcal en el sertón. Antes del pacto, el jagunço vacila ante esta relación amorosa, pero se muestra flexible y, en algunos momentos, llega a pensar abandonar la vida bandolera para poder expresar su amor. Después del pacto, sin embargo, se ve forzado a seguir la ley simbólica y patriarcal que se le ha impuesto. Por ello, termina distanciándose de Diadorim y centrándose en la labor de acabar con Hermógenes, el “judas” que ha asesinado a Joca Ramiro, quien también ha hecho un pacto con Satanás. Se dedica, por lo tanto, a convertirse en el poder único del sertón. La batalla final redondea la imagen fáustica de Riobaldo y de su ambiguo pacto con el poder. En medio de la lucha, tiene la posibilidad de situarse en el centro de las acciones y encontrarse frente a frente con Hermógenes. En lugar de esto, decide permanecer en el sobrado, una amplia mansión que representa el poder económico y político en el sertón. Desde este lugar guarecido, Riobaldo presencia el encuentro que él mismo debería tener, en el cual es reemplazado por Diadorim. La lucha mano a mano entre Hermógenes y su amado culmina con la muerte de ambos y con el descubrimiento de que Reinaldo es en realidad una mujer. Riobaldo permite que esta muerte ocurra a causa de su obediencia a la norma patriarcal del sertón y a su compromiso radical con su posición como líder guerrero. Al final, mientras Diadorim muere, Riobaldo se convierte en el centro de su universo político, en un patriarca casado con la rica hacendada Otacília y rodeado de ejércitos de jagunços a su servicio. Con su labor, ha pacificado la zona y se ha convertido en un gran terrateniente sertanejo; simultáneamente, ha participado en un gran número de muertes (entre ellas la de Diadorim). Aun así, y a pesar de su desarrollo individual, el sertón no ha cambiado realmente: su sistema de hacendados ricos, y de hombres que laboran como siervos feudales o como soldados a sueldo, permanece intacto. En este sentido, Riobaldo no parece ser una figura fáustica típica ni un modernizador radical. Señalamos, sin embargo, que la modernidad neocolonial necesita que ciertas zonas del planeta permanezcan en un estado de atraso basado en sistemas paternalistas. Al fin y al cabo, estos sistemas productivos y políticos, con su violencia y su dependencia patriarcal, financian la modernización de las zonas civilizadas del planeta. El atraso del sertón es necesario para la construcción de un Brasil

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moderno, que aprovecha los recursos de las haciendas azucareras y ganaderas y los transforma en innovadoras infraestructuras en lugares como Rio y São Paulo. Así mismo, esta riqueza entra a formar parte de intercambios globales que, lejos de transformar el sertón, terminan enriqueciendo a los grandes centros neocoloniales de Occidente. Una vez más, civilización y barbarie, modernidad y paternalismo, no son excluyentes. La imagen de Riobaldo como “pacificador” y como padre bondadoso en el sertón está marcada por la ambivalencia de todo proceso modernizador y fáustico, visto ahora desde una mirada global. Como dice el texto, el pacto del protagonista “civiliza” el sertón, pero lo hace con “feio instrumento” (Guimarães Rosa, Grande Sertão 35), usando una violencia que no culmina en una transformación real del universo social y político del sertón, sino en la imposición de un nuevo patriarca, en la muerte trágica de Diadorim y en la permanencia del statu quo. Como señalamos, tal estado de cosas forma parte, indirectamente, de los designios y las necesidades de la modernización brasileña y del papel que esta nación periférica debe jugar en la división internacional del trabajo para los mercados globales. Con Paradiso nos enfrentamos a un texto que discute la modernidad política y cultural de Cuba a partir de la figura de un padre ausente. La primera parte de la novela hace un esfuerzo sostenido por convertir al Coronel José Eugenio Cemí en un símbolo de la República cubana, un momento promisorio en que diferentes facciones políticas, económicas y culturales de la nación intentaban crear un país unificado. El Coronel reúne en su propio relato vital el tabaco y el azúcar, lo europeo y lo criollo, a independentistas y monárquicos. Al consolidar su unión con la familia Olaya, máxima expresión de lo criollo, se convierte en una figura capaz de unificar de manera completa al mundo político cubano, fracturado por las guerras de independencia. Una vez muere el Coronel, esta estabilidad cae por completo: la promesa republicana degenera en gobiernos autoritarios que traicionan los ideales originales de la nación. Ante la desaparición del centro estable del cosmos familiar, y la caída simultánea de la promesa republicana encarnada en su figura, el texto responde con un duelo poético permanente. Con la muerte de su padre, Cemí recibe un claro mandato paterno: su destino será rendir testimonio, hacer uso de la palabra poética y memoriosa para darle realidad y presencia a aquello que está ausente. Para Lezama, esta exhortación requiere de la imagen, de la unión de

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elementos dispares que solo puede hacerse a través de una palabra cargada de ingenio, sorpresa y gran erudición. La forma misma de la novela, su poetización de toda la realidad cubana, aspira a recuperar al padre ausente y, con él, una realidad histórica venida a menos, pero que aspira a renovarse y “hacerse presencia” a través de la imagen. Este es el deseo central de la novela: recuperar sus centros y unificar sus mundos (familiares, políticos y culturales) a partir de la poesía, que, como un imán, atrae los fragmentos dispersos de la familia y la nacionalidad. Su forma barroca surge, sin embargo, de la confrontación de este deseo con sus propios límites. La aparición permanente de padres muertos (el Coronel, el tío Alberto, Atrio Flaminio, Juan Longo y, por último, Oppiano Licario) muestra el carácter imposible de tal idea, que culmina siempre en la ruina alegórica. Las páginas finales de la novela, que giran en torno al cadáver de Licario, es una puesta en escena de las dificultades de este proyecto poético y cultural. El texto declara su capacidad de empezar a partir de un centro estable, de un maestro que le ha abierto las puertas de la poesía y la cultura a su alumno. Oppiano Licario, como maestro poético, hace posible que José Cemí pueda convertirse en alguien capaz de reivindicar un mundo fragmentado desde la imagen, la palabra poética y la literatura. Este inicio estable en la novela estaría representado por el descubrimiento de un “ritmo hesicástico”, caracterizado por un “equilibrio anímico”. De ahí la frase final: “Ritmo hesicástico: podemos empezar” (Lezama, Paradiso 459). Esta declaración, sin embargo, debe confrontarse con el final del poema que Licario le ha dejado a Cemí cuando muere: “Vi morir a tu padre; ahora, Cemí, tropieza” (458). La muerte del padre genera la ley central de la novela: el deseo de unificar un universo fragmentado a partir de la palabra. Sin embargo, el texto que surge de esta muerte, la poética de la recuperación del padre expresada por Licario, pasa siempre por un traspié, por un estilo “sistáltico” que se opone, según las definiciones de la novela, al ritmo “hesicástico”. En el momento mismo en que el texto plantea la recuperación de su centro paterno a partir de una poesía fundada en un ritmo equilibrado, aparece una fuerza opuesta que invita a la disolución del equilibrio fundacional, al tropiezo. El carácter barroco de la novela (y su mensaje político más complejo) radica en esta multiplicación de centros y en la imposibilidad última de redimir una realidad política a partir de la imagen y de la recuperación literaria de la figura paterna. El deseo de

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recuperar un mundo a partir de la poesía y la cultura, y su imposibilidad real, representada alegóricamente en los cuerpos paternales exhibidos una y otra vez como ruinas, constituyen la tensión barroca esencial de la novela, su duelo siempre inconcluso por un padre y un mundo que no se pueden recuperar con el bello semblante poético ni con los grandes símbolos de la cultura occidental apropiados en un monumental esfuerzo insular. A partir de estos análisis textuales, hemos visto cómo el padre encarna diversos problemas políticos latinoamericanos y, simultáneamente, afecta a los aspectos retóricos y formales de las novelas. Habría, sin embargo, otras manifestaciones de la figura paterna que merecerían un análisis sostenido. Para finalizar, quisiera señalar algunos rumbos que este trabajo no ha tomado y algunas preguntas que quedan abiertas sobre la literatura latinoamericana más reciente. Es indispensable señalar que este trabajo no aspira a agotar la figura del padre ni a proponer un esquema rígido para su estudio. Los análisis realizados solo han trabajado con dos modelos retórico-políticos y dos arquetipos patriarcales entre muchos. Hemos optado por dos extremos formales (la austeridad de Graciliano y Rulfo en oposición a la proliferación barroca de Lezama y Guimarães Rosa) para ver cómo estas tendencias de la literatura moderna del continente se pueden relacionar con figuras paternas y con los problemas históricos que estos padres encarnan. Esto no quiere decir que hayamos agotado en estas lecturas todas las posibilidades de leer la figura del padre o que solo estas relaciones (padre presente-texto austero y padre ausente-texto barroco) sean posibles. Por el contrario, habría otras combinatorias que tendrían que ser analizadas. Esos análisis, sin embargo, tendrían que procurar relaciones entre la figura paterna, la historia moderna del continente y las estrategias retóricas y formales de cada texto. Deben ser, por lo tanto, análisis tanto retóricos como políticos Habría un género novelístico en la tradición latinoamericana en el que se realizan otras combinaciones retórico-políticas que no hemos trabajado. En la novela del dictador encontramos la figura de un padre político presente ligado con formas que podríamos llamar barrocas. Este trabajo no ha entrado en este tipo de análisis porque la novela del dictador ya tiene una tradición crítica suficientemente amplia que ha lidiado con los temas centrales de nuestro análisis: la figura del dictador como “padre de la patria” y su relación con las cuestiones formales más salientes de estas obras. Plantearemos aquí,

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sin embargo, algunos aspectos en los que este texto podría vincularse con los análisis ya existentes sobre el género. Debemos comenzar con una pregunta que ha guiado nuestra lectura de la figura del padre: ¿Qué relación tienen las estrategias retóricas de las novelas del dictador con su figura paterna? Y, más específicamente, ¿por qué un padre presente (como el dictador) podría generar una escritura barroca y proliferante, opuesta a la forma austera que trabajamos en la primera parte de este texto? Comencemos por señalar que esta es una generalización respecto a las novelas del dictador que debe ser matizada. Un texto como Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, no tiene el mismo componente barroco que El recurso del método, de Alejo Carpentier, o El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez;2 sin embargo, en cada una de estas novelas hay una proliferación de elementos formales y estructurales que podrían vincularse, directa o indirectamente, con el barroco latinoamericano. El despliegue cultural y la estilización de la novela de Carpentier, el derroche de textos contradictorios y en pugna en la novela de Roa Bastos y la escritura sin puntuación, en larguísimas frases con permanentes cambios en la voz narrativa de García Márquez, comparten un gusto por la complejidad formal y conceptual que podría vincularse, de manera más o menos laxa, con la tradición barroca en general y con su resurgimiento latinoamericano. Habiendo hecho esta salvedad, podemos lanzar una pregunta más específica: ¿Por qué la novela del dictador tiene una solución formal tan distinta a la de Rulfo o Graciliano para hablar del “padre presente”? Es necesario recurrir tanto a la historia como a los textos mismos para responder a esta pregunta. Las tres novelas mencionadas aparecieron en 1974, en medio de una década en que las dictaduras latinoamericanas alcanzaron su sangriento apogeo (el asesinato de Salvador Allende, la caída del sueño socialista chileno y la instauración de Augusto Pinochet como dictador de Chile ocurre en 1973; aún estaban por venir la dictadura argentina de Jorge Rafael Videla y la junta

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Me centro aquí en estas novelas del dictador sabiendo que textos como El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, o Tirano Banderas, del español Ramón del Valle-Inclán, también podrían incluirse en esta serie. Cabe notar, sin embargo, que en estos textos también hay un despliegue formal mucho más cercano a las formas barrocas que a la austeridad de Rulfo y Graciliano.

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militar en 1976). En este momento específico, los intelectuales latinoamericanos reaccionaron en contra de estos gobiernos autoritarios, y la novela del dictador es uno de los ejemplos más elocuentes de cómo la literatura respondió ante el devenir histórico del continente. En estos textos, la proliferación retórica, el despliegue de formas complejas y la pluralidad de voces implícitas en la escritura cumplen una función específica: oponerse frontalmente a la figura del dictador y a su control sobre la palabra y la historia de América Latina. Uno de los efectos del lenguaje proliferante del barroco es, como vimos a partir de pensadores teóricos como Sarduy o Haroldo de Campos, la imposibilidad de una unificación del poder en torno a un único centro patriarcal. En estos casos, la palabra vendría a mostrar, en su propia diseminación, que el poder del dictador es siempre limitado, que su figura nunca podrá apropiarse por completo del lenguaje y de las múltiples voces de su mundo. Rulfo ya había dado una muestra magistral de los límites del poder a partir de un lenguaje austero y parco. Carpentier, Roa Bastos y García Márquez optaron por la complejidad barroca, surreal y real-maravillosa del lenguaje para producir una crítica similar del poder dictatorial. La palabra desatada, sin control ni límites, vendría a desmontar la imagen del patriarca que dicta, que impone sentidos unificados al lenguaje. En este sentido, el uso que estos autores hacen de estas estrategias retóricas complejas para revelar el carácter incompleto de todo centro patriarcal, se corresponde con la imagen que hemos dado de los universos barrocos y de su constante tensión entre centros presentes y ausentes. En el fondo, la novela del dictador es un dispositivo textual que muestra que el “padre presente” es, en realidad, una figura cargada de ausencia, de poderes parciales, de un carácter incompleto en medio de la apariencia de un control absoluto. Es otra manera de desarrollar la labor crítica que ya habían hecho Rulfo y Graciliano, a partir de una estrategia lingüística distinta: la palabra proliferante que, en su multiplicidad, critica la idea misma de que el dictador es el centro absoluto de la significación de un mundo. Diversos críticos han realizado lecturas de las estrategias retóricas de la novela del dictador para señalar este hecho. En Los dictadores latinoamericanos, Ángel Rama dedica varias páginas a Yo el Supremo, texto cuya característica formal más notable es la multiplicidad de escrituras, fuentes y amanuenses que, al escribir y reescribir la historia, terminan por producir una proliferación textual imposible de unificar. En la novela, el objetivo de

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José Gaspar de Francia, dictador fundacional de la República paraguaya, es originar una nación sólida a partir de un control total sobre la palabra escrita, que vendrá a narrar su historia individual, a reproducir su presencia y a ligarla de forma indisoluble con la historia oficial de su país. Rápidamente, el lector descubre que la escritura no transmite la presencia del dictador y que los edictos, las circulares eternas, las notas al pie y los múltiples relatos provenientes de diversos personajes van siempre en contra de la anhelada unificación del dictador y de su versión de la historia nacional. Así define Rama el papel de la proliferación de la palabra en las páginas de la novela de Roa Bastos: Pero además están las palabras con que se compone un texto, las que surgen como aves de rapiña de la realidad. [...] Ellas se imbrican, se superponen, se desmienten, se copian, se rebaten, se parecen para negarse, se insubordinan, de tal modo que parecen desprendidas de las cosas, criaturas enajenadas y furiosas, soliviantadas, incapaces de circundar y precisar las cosas, pero siempre empeñadas salvajemente en tal propósito. (39)

Ante esta incontrolable diseminación de la palabra, el dictador supremo sueña con una escritura capaz de reproducir su presencia de forma estable. Ya con Derrida vimos el carácter teológico y paternal de este proyecto, que siempre encuentra en la escritura su “némesis” y su límite.3 Esto explica uno de los leitmotiv de la novela: la mirada observadora del Supremo sobre su escribano, Policarpo Patiño, y su desazón al descubrir que incluso la palabra copiada literalmente es ya una traición al dictado original. Su estructura, su derroche de fuentes históricas mezcladas con diarios, cartas copiadas y textos gubernamentales, termina por destituir la figura paterna central (el propio Francia, padre de la nación paraguaya) para dejar como resultado un largo fárrago de textos que se superponen sin generar ninguna unidad real. Citamos de nuevo a Rama: Así vocea el dictador, negando la literatura, lo que a veces le lleva a añorar un lenguaje animal donde no haya el engaño de las palabras y, por último, a aborrecer

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Cf. pp. 53-58 de este texto.

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esa transmutación del hombre en palabras [...]. Para el rumiante dictador que está agonizando, para el escritor que lo está escribiendo, y a pesar de que ambos solo existen por las palabras, “lo único nuestro es lo que permanece indecible detrás de las palabras”, mensaje postrero que nos traen otra vez, siempre, las palabras. (41)

En el texto de Roa Bastos, la proliferación de una palabra que aspira a ser fiel al dictador y a su voz que dicta termina por diseminar su presencia, por convertirla en una masa informe de textos y palabras sin unidad. La escritura y los juegos retóricos de fidelidad y traición de Yo el Supremo acaban por desmontar el poder absoluto de la figura paterna y por impedir su consolidación como centro absoluto del texto, la nación y la historia. Algo similar ha sido observado por la crítica respecto a El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, y su juego con una estructura retórica proliferante, vinculada con la representación del dictador. Formalmente, la novela se caracteriza por una ausencia de puntos seguidos que genera frases muy largas, en las que diferentes sujetos gramaticales, y diferentes voces, entran y salen del discurso de manera indiscriminada. El resultado es una voz colectiva que, a veces, es un “nosotros” y, otras, se encarna en algún personaje particular (el patriarca, sus amigos y enemigos, alguna mujer que lo odia, etc.), todo ello a partir de una mutabilidad impredecible. El resultado formal es una escritura sin un sujeto enunciador fijo, sin un “yo” que centre la narración. Hay, por lo tanto, una constelación de voces que hablan sin ocupar una posición central. Al igual que en la novela de Roa Bastos, aquí también encontramos una resistencia a la figura dictatorial, a su centralidad política y a su control patriarcal absoluto: There are hardly any periods in The Autumn of the Patriarch and no paragraphs. The rambling syntax (technically made up of a few interminable anacolutha) moves from speaker to speaker without transition, and the topics change with equal arbitrariness. [...] This syntactical chaos is a model of the system of power that enthrones the dictator. His power lies in being thought to be there, at the center, giving orders, assuring a link with the origins of self and history, being the Self, the Super Self, the überselbst that grounds syntax and rhetoric, the Voice of the Subject. (González Echevarría, Masters 75)

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En un primer momento, se podría pensar que el dictador debería estar allí, en el centro de la enunciación gramatical y literaria; al terminar la novela se descubre que allí hay, en realidad, un vacío. Esta estructura formal, que, en principio, parece tener en el dictador un eje gramatical, político y metafísico, habla más bien de un descentramiento absoluto y es la demostración retórica de que no existe un patriarca-sujeto capaz de convertirse en el centro único del lenguaje ni de su contraparte, el poder político. Por eso, el propio González Echevarría señala que “the dictator is, for the most part, absent in mind and body from the center of power” (76). Esto es legible precisamente en la forma de la novela y en su ausencia de centros gramaticales fijos: “But in fact, since grammatical persons do not rule this prose, it is the furthest possible thing from being a dictation- it is rather a textual web, a game of mirrors that both reconstruct and deconstruct the figure of the dictator, the missing subject” (76). Una vez más, la retórica de estas novelas contiene mensajes políticos: en este caso, que la voz del dictador no es realmente un centro lingüístico e histórico estable, que su figura siempre será desplazada por otras voces y, en particular, por la palabra misma, por una proliferación de textos y relatos que exceden su poder. El mensaje que Rulfo daba a partir de una poderosa economía de la palabra, y que terminaba por derrumbar el mito del padre presente, se repite en la novela del dictador con otras estrategias formales: la proliferación de un lenguaje que, en su derroche de artificios, termina por desplazar el centro lingüístico y político del patriarca para reemplazarlo por una constelación de voces que difuminan su presencia. De nuevo vemos cómo el efecto de la estrategia barroca es reemplazar la imagen de un centro unívoco por una tensión constante de presencias y ausencias. Su objetivo final será convertir la supuesta presencia absoluta del patriarca en una ausencia: narrar el fin de la figura patriarcal e, indirectamente, de las dictaduras continentales. En la novela del dictador, como en todos los textos que hemos trabajado, el juego entre presencias y ausencias se presenta de manera ambigua. Cada una de estas novelas incluye a un “padre presente”, pero contiene en ciernes su ausencia. Ya vimos cómo la forma de las novelas prefigura esta ausencia, descentrando la voz unificada del padre; de otro lado, estos textos narran una y otra vez la muerte, literal o metafórica, del dictador. El recurso del método culmina con la muerte del Primer Magistrado. Yo el Supremo incluye a un

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dictador que ya ha muerto y que revisa el palimpsesto interminable de la historia desde el otro mundo. El patriarca de García Márquez pasa por algunos simulacros de su propia muerte (al final del primer capítulo “muere”, pero luego se descubre que se trata simplemente de un doble), hasta que al final la novela narra su desaparición definitiva: [...] porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre con el dulce silbido de su potra de muerto viejo tronchado de raíz por el trancazo de la muerte, volando entre el rumor oscuro de las últimas hojas heladas de su otoño hacia la patria de tinieblas de la verdad del olvido, agarrado de miedo a los trapos de hilachas podridas de balandrán de la muerte y ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado. (García Márquez 296-7)

La novela del dictador incluye al “padre presente”, pero su objetivo político fundamental es narrar su ausencia, anunciar textualmente el momento en que el continente podrá respirar aliviado ante la desaparición de esta persistente figura. En El otoño del patriarca, el lector debe enfrentarse a una única oración de cerca de sesenta páginas para alcanzar el respiro del punto final de esta frase, que profetiza el fin de las dictaduras continentales. Por ello, el carácter barroco de estas novelas debe entenderse una vez más como un complejo juego de presencias y ausencias paternales que aspira a culminar en una ausencia definitiva: el patriarca que termina absorbido por una multiplicidad de relatos, textos y voces que niegan su presencia y lo convierten en una fantasmagoría que debe alcanzar su final histórico. El final de la novela de García Márquez pareció encontrar una confirmación en el ámbito de la historia. Luego de la década de los 70, marcada por múltiples figuras dictatoriales, los años 80 y 90 vieron el fin de diversos gobiernos autoritarios y el regreso al continente de estructuras democráticas. Este viraje vendría a confirmarse a nivel global con el triunfo coordinado del capitalismo y la democracia como sistemas mundiales luego de la caída de la Unión Soviética. América Latina se alineó con el clima global del momento: caída de dictaduras e implantación de democracias

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acompañadas de economías de mercado bajo la tutela de un único poder mundial. El fin del “padre político” parecía inminente y el tiempo incontable de la eternidad narrado por García Márquez parecía haber llegado a su fin. Así, Giuseppe Bellini cierra su texto El tema de la dictadura en la narrativa del mundo hispánico (2000) con una afirmación que parece resumir el sentimiento político del último fin de siglo: “El siglo xx se cierra, en el mundo hispánico, con la persistencia de una única dictadura, que se proyecta en el 2000 [...]” (Bellini 150). La figura del padre político parecía haber alcanzado su final. El padre político, sin embargo, es una figura con una sorprendente habilidad para regresar y para adaptarse a diversas circunstancias políticas e ideológicas. La conformación global de aquel momento, la hegemonía norteamericana a nivel mundial, prometía traer consigo un momento de democratización universal. Hoy se ha hecho evidente que se trataba de una coyuntura histórica que se abría a la reaparición de la figura del padre político, precisamente por la hegemonía absoluta de un único poder. Esta hegemonía se convirtió en una configuración histórica ideal para el resurgimiento de poderes centrados en nuevos “padres de la patria” en el ámbito político latinoamericano. Los eventos del 11 de septiembre del 2001 serán recordados como una de las grandes tragedias de la historia y, también, como el momento en que los Estados Unidos se enfrentaron a una situación radical de emergencia. Su respuesta fue apelar a lo que Carl Schmitt denomina el “estado de excepción”,4 es decir, un momento en que ninguna ley tiene efecto por encima de la decisión soberana de un mandatario o un grupo de dirigentes. Cuando un Gobierno liberal se enfrenta con la excepción, dice Schmitt, su reacción no 4

En la introducción a la primera parte de este texto (pp. 58-69), hablamos sobre algunas de las teorías fundamentales de Schmitt, quien es conocido, entre otras cosas, por su controversial definición del soberano: “Sovereign is he who decides on the exception” (5). Luego de los eventos del 2001, esta teoría de la soberanía cobró gran fuerza precisamente porque los Estados Unidos impusieron, unilateralmente, un estado de excepción global que no respetó las estructuras democráticas globales. Para un análisis detallado al respecto, ver algunos textos de la época de Giorgio Agamben, particularmente su Stato di eccezione (2003), que habla sobre el Gobierno norteamericano como un nuevo poder soberano a nivel mundial.

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tiene nada que ver con el proceso democrático. En este momento prima una decisión radical y paternalista que devela la estuctura real del mundo político, escondida bajo la apariencia de participación, diálogo y democracia. Frente a los eventos del 2001, Estados Unidos reaccionó de una manera más o menos previsible según el pensamiento de Schmitt: tomó decisiones unilaterales que no acataron los votos de la “democracia mundial” representada por la Organización de Naciones Unidas. El siglo xxi, con todas sus promesas de democratización global, se inició con un regreso de la figura del soberano, pero esta vez a nivel global. Esta sería una nueva demostración de que modernidad, progreso y paternalismo no son fuerzas antagónicas, sino paradójicos aliados cuyos vínculos secretos surgen una y otra vez en la historia, especialmente en los momentos en que irrumpe la excepción. Latinoamérica reaccionó con fuerza ante esta conformación política global que culminaría con las decisiones soberanas de los Estados Unidos luego del 2001. Frente a un único poder global, y por la necesidad de tomar partido a favor o en contra de la nueva potencia soberana (impuesta por este mismo poder), el continente respondió con el regreso de su figura política más eminente: el padre. Ante la polarización mundial en torno a la soberanía norteamericana, América Latina retomó su apoyo histórico a figuras paternales y carismáticas que se alinearon decididamente con los Estados Unidos o se opusieron a su hegemonía global y han hecho de esta toma de posición una herramienta política para constituir su propio poder local. Alguien como Bellini se sorprendería al ver que, unos años después del “fin de las dictaduras” y de la inauguración de un nuevo milenio con un solitario y otoñal patriarca, durante la primera década del siglo xxi el continente contó con una pluralidad de figuras políticas, de izquierda y de derecha, dispuestas a modificar las constituciones de sus respectivos países para permanecer indefinidamente en el poder a partir de todo tipo de “estados de excepción”. Entre estas situaciones que abren el campo de la “excepción” estaban el apoyar u oponerse al poder hegemónico de los Estados Unidos, ponerle fin a la izquierda, luchar contra los ideales del neoliberalismo y la globalización, acabar con las guerrillas y los terroristas, crear nuevos sueños revolucionarios, ponerles fin, y un largo y contradictorio etcétera. La figura del padre político, que parecía ser algo del pasado, tuvo, en la primera década del s. xxi, una inusitada vigencia. Álvaro Uribe Vélez,

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en Colombia; Hugo Chávez, en Venezuela; Evo Morales, en Bolivia; Rafael Correa, en Ecuador; Néstor Kirchner, en Argentina; Luiz Inácio “Lula” da Silva, en Brasil, y Daniel Ortega, en Nicaragua, han sido figuras cuyos discursos políticos (siempre en relación con el poder hegemónico de los Estados Unidos) plantean la necesidad de nuevos gobiernos paternales, centralizados en su propia gestión, para la conformación de repúblicas latinoamericanas sólidas. Estos nuevos padres políticos no son dictadores a la antigua usanza. Lo que sorprende es precisamente su habilidad para moverse dentro de los sistemas democráticos y, con un notable apoyo popular, sostener su poder por largos periodos de tiempo: son los productos de una serie de demandas populares. Una vez más, el padre político muestra su versatilidad, su capacidad de desenvolverse en cualquier ideología, de redefinir los marcos democráticos y legales para que actúen a su favor. Vemos también, en esta circunstancia histórica, que el padre sigue siendo una figura que moviliza los sentimientos, las ilusiones y los horizontes políticos de muchos pueblos latinoamericanos. Esta breve reflexión podría parecer fuera de sitio en un texto que, hasta ahora, se ha mantenido dentro de los límites del análisis de obras literarias. Sin embargo, nos devuelve a la pregunta con la cual iniciamos este texto: ¿Por qué hablar hoy del padre como un problema central para el continente latinoamericano? ¿Por qué pensar, desde el siglo xxi, en la relación entre la figura del padre político, la historia moderna del continente y la retórica de algunas de sus grandes obras? La respuesta es simple: el padre político es, aún hoy, una realidad en la historia de América Latina. No hay otra figura, otro sistema político, que haya capturado la imaginación latinoamericana de la forma en que lo ha hecho la figura del patriarca. Los textos literarios del pasado han deconstruido el mito del padre presente y han mostrado hasta el cansancio los límites conceptuales de su poder. Y, sin embargo, esta figura ha regresado, transformada, para seguir haciendo parte del panorama político del continente. La crítica a su figura, la deconstrucción textual de su presencia y la creación de un lenguaje que se resiste a su control absoluto no han podido detener su regreso a la realidad política latinoamericana. Este retorno del padre político ha dejado, a su vez, profundas marcas en la literatura contemporánea: varios textos recientes han retomado la figura del padre para pensar su papel histórico en el mundo actual. Un ejemplo notable

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de este regreso estaría cifrado en un personaje que surge con insistencia en las letras latinoamericanas recientes: el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo. En Trujillo: el fantasma y sus escritores (2006), Ana Gallego Cuiñas ha hecho un seguimiento sistemático de las novelas contemporáneas sobre esta figura histórica. Sorprende ver que, después de la caída de las dictaduras latinoamericanas, Trujillo se ha convertido en una obsesión en las letras continentales: comenzando desde los años 90, Gallego cita cerca de treinta novelas dedicadas al “trujillato” (436-39). Muchas son dominicanas, pero algunas provienen de escritores de otras nacionalidades, como In The Time of the Butterflies (1994), de la dominicana-norteamericana Julia Álvarez; The Farming of Bones, de la haitiana Edwidge Danticat (1998), y La fiesta del Chivo, del peruano Mario Vargas Llosa (2000). A esta serie debemos agregar The Brief and Wondrous Life of Oscar Wao, del dominicano-norteamericano Junot Díaz (2007), ganadora del premio Pulitzer en el 2008. La figura de este padre político mantiene una vigencia indudable en las letras latinoamericanas contemporáneas, hecho que merecería un análisis más detallado del que podemos realizar en estas páginas. Concluiremos, sin embargo, con unas breves reflexiones sobre el regreso de este dictador, que murió en 1961, a la literatura contemporánea. Quizás un primer impulso crítico sería incorporar estas novelas del “trujillato” al género de la “novela del dictador”, enfatizando una cierta continuidad: es cierto que hay múltiples vasos comunicantes entre los textos de los años 70 y la actualidad. Sin embargo, los textos recientes dedicados a Trujillo incluyen problemas y temáticas que no estaban presentes en las novelas del dictador de los años 70. Su objetivo, más que deconstruir la figura del patriarca y acotar su sentido histórico, es seguir las consecuencias actuales de esta figura, su persistencia en el mundo contemporáneo mucho más allá de su muerte: su regreso como ley simbólica, previsto por Freud y por Lacan. Se trata de narraciones que se centran en las víctimas de estos regímenes y en sus vidas en un presente posterior a la dictadura misma. Los textos de Vargas Llosa, Danticat y Díaz siguen, más que la figura monumental del dictador, la vida de los sobrevivientes, de aquellos que deben reconstruir su historia para descifrar su identidad actual marcada por el trauma, el dolor y la muerte. La figura del padre se recupera hoy a partir de una serie de problemas distintivos, típicamente contemporáneos. Para ver algunas de

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estas nuevas problemáticas, haremos una breve referencia a uno de los textos recientes más notables, e inesperados, sobre Trujillo: The Brief and Wondrous Life of Oscar Wao es una lúcida reflexión sobre las resonancias de la figura del patriarca latinoamericano en el mundo actual. Para comenzar, se trata de un texto en inglés, escrito por un inmigrante dominicano a los Estados Unidos que, sin embargo, se niega a olvidar por completo la lengua española. Su texto incluye elementos en español y exige un lector dispuesto a lidiar con el multilingüismo como un hecho ineludible del mundo contemporáneo. Esta mezcla lingüística incluye, por supuesto, una serie de asimetrías de poder: el español no tiene el mismo peso que el inglés en la novela, y esta sería también la señal de una historia de colonialismo, dependencia y exilio que es vivida a diario por millones de personas. En todo caso, en el centro de esta historia de migraciones, testimonios multilingües, hondos resentimientos e identidades inconclusas está, una vez más, la figura del padre político. Díaz comienza señalando que la historia de Óscar de León (llamado Oscar Wao por su excentricidad, que lo convierte en una especie de Oscar Wilde dominicano) comienza con la de su nación, y, particularmente, con los orígenes de su condición colonial. Óscar y toda su familia están marcados por el fukú, una maldición que los ha llevado a tener un destino errante e infeliz. La primera página de la novela es una reflexión sobre el fukú y sus orígenes históricos: They say it came first from Africa, carried in the screams of the enslaved; that it was the death bane of the Tainos, uttered just as one world perished and another began; [...] Fukú americanus, or more colloquially, fukú- generally a curse or a Doom of the New World. Also called the fukú of the Admiral, because the Admiral was both its midwife and one of its great European victims; despite discovering the New World, the Admiral died miserable and syphilitic, hearing (dique) divine voices. (Díaz 1)

Todo comienza con Cristóbal Colón, quien, como todo padre político en el mundo colonial, trajo al continente una mezcla de modernidad, civilidad y barbarie patriarcal. El texto, sin embargo, abandona rápidamente a este padre para centrarse en el patriarca de su interés, el dictador como encarnación misma del fukú: “But in those elder days, fukú had it good; it had

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a hypeman of sorts, a high priest, you could say. Our then dictator-for-life Rafael Leónidas Trujillo Molina” (2). Al comienzo, la novela sigue una larga tradición literaria latinoamericana con un regreso a los orígenes, y con lo que parece ser una explicación total de la historia del continente, al estilo de textos como Cien años de soledad, Los pasos perdidos o las novelas del dictador. Muy pronto, sin embargo, abandona esta visión totalizante para centrarse en problemas específicamente contemporáneos. Más que producir una narrativa total de América Latina o de la República Dominicana, a Díaz le interesa elaborar un relato patriarcal que culmina en una típica situación del presente: la migración diaspórica a los Estados Unidos, que produce identidades forzosamente híbridas, bilingües e incapaces de una adaptación cabal al “sueño americano”. Estos sujetos migrantes, que a pesar de su exilio siguen atados a la historia de sus países, ven los Estados Unidos y su poder hegemónico con una radical desconfianza. Por ello, la voz que narra nos cuenta cómo Trujillo no es simplemente un producto de la barbarie latinoamericana o del fukú del almirante: es también, una vez más, producto de los “poderes civilizadores” de Occidente, y, en particular, de los Estados Unidos. En una de sus múltiples notas a pie de página, dedicada a la figura de Trujillo, el texto señala algunos de los logros del dictador, entre los que se cuentan: [...] The, 1937 genocide against the Hatian and Hatian-Dominican community; one of the longest, most damaging U.S.-backed dictatorships in the Western Hemisphere (and if we Latin types are skillful at anything it’s tolerating U.S.backed dictators, so you know this was a hard-earned victory, the chilenos and the argentinos are still appealing); the creation of the first modern kleptocracy (Trujillo was Mobutu before Mobutu was Mobutu); the systematic bribing of American senators; and, last but not least, the forging of the Dominican peoples into a modern state (did what his Marine trainers, during the Occupation, were unable to do). (3)

Una vez más nos encontramos con la figura del padre político como el origen fundacional de una modernización que solo se da a partir de medidas paternalistas y autoritarias. Al final de esta descripción, el narrador resume el argumento central de la novela en un breve dictum: “My paternal abuelo believes that diaspora was Trujillo’s payback to the pueblo that betrayed him” (5). El texto será el despliegue de esta frase, la imagen de una familia cuyo

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destino es una recaída constante en el fukú, la ley simbólica de un padre ausente cuya manifestación más palpable es el exilio, y la mezcla del inglés y el español en medio de la diáspora dominicana. Esta maldición comienza con el abuelo materno de Óscar, el médico e intelectual Abelard Cabral, quien, por tratar de proteger a sus hijas de la voracidad sexual del dictador, termina pasando catorce años en la cárcel, hasta su muerte. En las visitas maritales que recibe será concebida Hypatía Belicia Cabral (Beli), la madre de Óscar. Beli, una huérfana que pasa de mano en mano en la familia, termina en casa de una prima de su padre, llamada la Inca. A raíz de su vida difícil y sin padres, la jovencita se hace incontrolable para su guardiana. Termina enamorándose de un hombre llamado el Gangster, quien, descubrimos más tarde, está casado con una hermana de Trujillo. Una vez se sabe de este romance, Beli, embarazada, es llevada a un cañaveral por emisarios del patriarca y allí es golpeada brutalmente. Pierde a su hijo y es obligada por la Inca a viajar a los Estados Unidos para escapar de los matones del dictador. Por último, está la historia de Óscar, un joven gordo y excéntrico que no cabe dentro de la imagen arquetípica del dominicano como hombre alegre y seductor. Por el contrario, dedica su vida a los libros de ciencia ficción, a la escritura y a su deseo de convertirse en el Tolkien dominicano.5 Óscar vive en New Jersey y pasa por múltiples desazones amorosas. Finalmente, en un viaje 5

El texto de Díaz combina diferentes aspectos de la tradición literaria latinoamericana. Su proliferación de notas a pie de página hace recordar a Borges e, incluso, a Roa Bastos. La estructura de la novela, que incluye diversas narraciones fragmentadas, contadas por diversas voces que solo se conocen al final, recuerda las técnicas de Vargas Llosa. Sin embargo, uno de los hechos que distancia al texto de Díaz de la tradición latinoamericana moderna, y particularmente del Boom, es un cierto rechazo a cualquier forma de “realismo mágico” a favor de una representación realista de los hechos. Este realismo solo se rompe en el texto por la influencia de textos de ciencia ficción, novelas gráficas y cómics, que son parte fundamental del horizonte cultural de Óscar. Su gusto por una forma de cultura popular que es ajena al mundo típicamente “latino” en los Estados Unidos le genera conflictos con su familia y con el resto de la comunidad dominicana. Este choque de experiencias culturales, y un cierto distanciamiento de la tradición de lo “maravilloso” latinoamericano, que es reemplazada, en este caso, por una expresión cultural a la vez popular, globalizada y “poco latina” como los cómics, señala algunos elementos que diferencian la obra de Díaz de la tradición latinoamericana anterior.

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a la República Dominicana se enamora de una mujer mayor llamada Ybón, la amante de un hombre llamado el Capitán, una obvia reencarnación de los matones trujillistas luego del fin de la dictadura: He’d been young during the Trujillato, so he never got the chance to run with some real power, wasn’t until the North American Invasion that he earned his stripes. Like my father, he supported the U.S invaders, and because he was methodical and showed absolutely no mercy to the leftists, he was launchedno, vaulted- into the top ranks of the military police. He was very busy under Demon Balaguer. (294)

Sin saberlo, Óscar repite la historia de su madre y se acoge a la ley del fukú paternal, que encuentra su continuidad en la figura de Joaquín Balaguer, uno de los funcionarios de Trujillo y su sucesor en el poder; también fue apoyado por los Estados Unidos y, según la novela, “during the second period of his rule, known locally as the Twelve Years, he unleashed a wave of violence against the Dominican left, death-squading hundreds and driving thousands more out of the country. It was he who oversaw / initiated the thing we call Diaspora” (90). En otras palabras, Balaguer es una de las formas en las que Trujillo regresa, una primera reencarnación de la ley del padre ausente. El Capitán, por su parte, acostumbrado a las prácticas de los “12 años”, hace que dos de sus esbirros lleven al protagonista a un cañaveral para darle una paliza y obligarlo así a salir del país. Óscar, sin embargo, está realmente enamorado de Ybón y vuelve a buscarla luego de pasar una temporada en los Estados Unidos. Al descubrir su regreso, los emisarios del Capitán lo llevan una vez más a los cañaverales y lo asesinan a sangre fría. Así culmina la historia de la familia, el eterno retorno del fukú, el padre ausente que regresa, ya no como una presencia, sino como una maldición que se repite de generación en generación y que lleva a los de León-Cabral a encontrar su destino, primero en el exilio, y luego en los cañaverales dominicanos.6 6

El cañaveral como espacio simbólico en la novela no debe ser pasado por alto. Ya hemos visto cómo en Brasil y en Cuba, el azúcar fue uno de los cultivos que unieron la modernización nacional con sistemas productivos paternalistas y autoritarios (basados en la esclavitud) y con una larga historia de dependencia económica frente a las grandes potencias mundiales. La muerte de diversos personajes de la novela en medio de los cañaverales es también un eco

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Uno de los problemas fundamentales de la novela del dictador era encontrar una forma de descentrar la figura del padre y de construir una textualidad compleja y proliferante capaz de acabar con el mito logocéntrico de un hombre que cargaba en sus hombros el destino de una nación. En la novela de Díaz, esta deconstrucción ya no es necesaria: el patriarca ya está muerto y su falso poder mítico se ha denunciado hasta el cansancio. El problema fundamental de este texto es el regreso permanente del padre y sus consecuencias históricas en el mundo contemporáneo. En el pasado, los grandes poderes civilizadores del planeta podían aislar la barbarie patriarcal y mantener su violencia en los espacios periféricos del mundo: la pampa, el sertón, el llano, la isla caribeña y la “república bananera”. Hoy en día, las repercusiones del padre político no se pueden aislar tan fácilmente: el patriarca se ha convertido en un fantasma capaz de extensas migraciones. El caso de Trujillo es ejemplar para pensar el presente porque su regreso como ley y fukú excede los límites de la República Dominicana y se siente hoy en una diáspora que conecta Santo Domingo con New Jersey y Nueva York y los grandes poderes coloniales del Caribe, desde Colón hasta los Estados Unidos. Paradójicamente, hoy en día los colonizadores son colonizados por miles de inmigrantes dominicanos, puertorriqueños, cubanos y haitianos. Tras esta doble colonización, se discierne la figura de diversos padres políticos y de los Estados Unidos como poder hegemónico global y gran patriarca en el mundo contemporáneo. Cerramos este texto con una última imagen que permite ver las resonancias actuales de la figura paterna. Díaz dedica una de sus páginas más conmovedoras a Beli, la madre de Óscar, y a su regreso al hogar luego de ser atacada por los emisarios de Trujillo. Allí, la Inca le dice que debe marcharse inmediatamente, que su vida en la República Dominicana ha llegado a su fin: You don’t understand, hija. You have to leave the country. They’ll kill you if you don’t. Beli laughed.

de la modernización ambigua, autoritaria y colonial de las naciones azucareras del continente, incluyendo la República Dominicana.

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Oh, Beli; not so rashly, not so rashly: What did you know about states or diasporas? What did you know about Nueba Yol or unheated “old law” tenements or children whose self-hate short-circuited their minds? What did you know, madame, about immigration? Don’t laugh, mi negrita, for your world is about to be changed. Utterly. (160)

El mayor reto para el crítico es leer esta enigmática risa en medio de un evento trágico y brutal. Beli lo pierde todo a causa de un patriarca. Su interpretación de los hechos, la que le permite reírse ante la adversidad, es esencialmente local: solo puede pensar en su amante, su hijo, su dolor y su país. Esta risa proviene de una interpretación restringida que no alcanza a predecir los resultados más amplios de lo acontecido. El narrador interviene precisamente para señalar que las consecuencias de esta breve acción paternal no se limitan al tránsito de una vida o a las fronteras de una isla: las decisiones del padre político tienen un alcance insospechado en el mundo contemporáneo, que incluye múltiples generaciones, fronteras, estados, mentes colonizadas, y miles de exiliados. No es posible contener hoy la figura del padre político profetizando el fin de las dictaduras, deconstruyendo su mito o riendo con ironía desafiante. El patriarca ha subsistido y ya no permanece en el llano, la pampa y el sertón. Es una figura cuyo regreso resuena en el mundo entero, con sus migraciones forzosas, sus desencuentros lingüísticos, sus choques culturales, sus explosiones terroristas en las grandes capitales del mundo y sus transacciones ineludibles entre lo local y lo global. El fin de la eternidad patriarcal no ha llegado aún. La frase final de El otoño del patriarca, que se extendía por cerca de sesenta páginas, podría hacerlo por muchas más. La literatura latinoamericana contemporánea, que hoy se escribe también desde los Estados Unidos, sigue hablando del caudillo, del padre que aspira a la omnipresencia divina y del patriarca ausente que regresa, una y otra vez, como una ley que resurge en inesperadas latitudes. Como observadores de la historia, de la literatura y de su inevitable conjunción, no debemos perder de vista esta figura que sigue volviendo por sus fueros. Su imagen sigue viva en la imaginación del continente, en la realidad ambivalente de la globalización y sus designios de modernidad y progreso, y en las letras contemporáneas, que al invocar un pasado autoritario meditan también sobre un presente donde nuevos

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padres políticos siguen resurgiendo. Debemos pensar con cuidado en esa persistencia paternal que no cesa. Debemos seguir al padre en su periplo interminable, con los pies cansados de Edipo, tratando de entender quién es esta figura soberana y fantasmagórica, ausencia presente que conjuga la historia, la política y la expresión de todo un continente.

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ÍNDICE DE NOMBRES Y CONCEPTOS

Adorno, Theodor W. 272, 273, 274, 275, 280, 287, 294 Agamben, Giorgio 58, 66, 337 Akbar 18, 27, 37 alegoría 70, 71, 74, 118, 120, 122, 148, 153, 159, 193, 219, 242, 278, 292, 306, 308, 309, 329 y Trauerspiel 307, véase Benjamin, Walter Aleijadinho 185 Alighieri, Dante 127, 130, 145, 272 Allende, Salvador 331 Álvarez, Julia 340 Amat, Nuria 123, 133 análisis retórico-político 12, 70, 73, 74, 139, 160, 168, 176, 225, 281, 288, 319, 330 Anderson, Benedict 11 Andrade, Mário de 111 Andrade, Oswald de 33, 75, 111 Antônio Conselheiro 33, 38, 40 Aristóteles 13, 14 en la obra de José Lezama Lima 287 Arrigucci Jr., Davi 247 ascenso del alma 262, véase Platón; Nunes Benedito Asturias, Miguel Ángel 67, 331 Auctoritas, non veritas, facit legem 64, 72, 155, véase Hobbes, Thomas ausencia 51, 52, 53, 106, 154, 173, 175, 176, 183, 184, 188, 190, 191, 193, 194, 200, 207, 208, 209,

214, 215, 220, 230, 235, 236, 237, 238, 251, 256, 289, 290, 292, 293, 295, 296, 301, 303, 306, 317, 323, 324, 332, 335, 336, véase padre ausente Austin, J.L. 144 azúcar 237 en Brasil 217, 218, 219, 223, 237, 246, 268 en Cuba 283, 284, 285, 289, 299, 328, véase Ortiz, Fernando en República Domincana. Véase The Brief and Wondrous Life of Oscar Wao; Junot Díaz bárbaro (etimología) 84 Barroco en América Latina 185, 186, 188, 192, 195, 201, véase La expresión americana; Carpentier, Alejo en Brasil 196, véase Campos, Haroldo de; Mattos, Gregório de y ambiguedad de género 256, 257 y Contrarreforma, véase Weisbach, Werner y la ausencia de centro 177, 180, 181, 184, 193, 200, 303, 314, 316, 324, 325, 335, véase padre ausente y modelos cosmológicos 178, 193, 194, 199 y vanguardias europeas, véase Moretti, Franco

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Retóricas del poder y nombres del padre

Bastos, María Luisa 164 Batista, Fulgencio 278, 279 Baudelaire, Charles 81, 105 Bellini, Giuseppe 337, 338 Benjamin, Walter 59, 80, 81, 82, 83, 84, 91, 99, 100, 101, 102, 104, 113, 156, 203, 207, 268, 306, 307, 308, 321, 322 Berman, Marshall 241, 242, 244, 245, 246, 252, 267, 326 Bildungsroman en Paradiso 286 en Vidas Secas 76, 98 Bizarri, Edoardo 205 Blanco Aguinaga, Carlos 138 Bogue, Ronald 118 Bolívar, Simón 25, 26, 27, 29, 32, 33 Bolle, Willi 209, 210, 230, 246, 247, 250, 253 Borges, Jorge Luis 70, 115, 141, 274, 343 Bosi, Alfredo 105 Campos, Haroldo de 33, 71, 192, 196, 197, 198, 199, 200, 201, 296, 325, 332 Candido, Antonio 75, 80, 196, 197, 198, 199 canonización 127, 131, 239, 253 Canudos 33, 38, 39, 40, 41, 44, 88, 106, 132, 133, 210, 224, véase Cunha, Euclides da; Os Sertões Cárdenas, Lázaro 159 Carlomagno 18, 27, 37 Carpentier, Alejo 185, 187, 188, 189, 192, 194, 324, 331, 332 Castellanos, Rosario 323 Castro, Sílvio 111 Chávez, Hugo 10, 339 Chiampi, Irlemar 204 Churriguera, José de 188 civilización y barbarie 17, 33, 34, 36, 37, 38, 39, 40, 42, 43, 321, 328,

véase Sarmiento, Domingo Faustino; Cunha, Euclides da colonialidad y modernidad 17, 19, 22, 23, 31, 39, 56, 82, 84, 88, 104, 108, 109, 112, 113, 114, 121, 267, 268, 269, 276, 284, 312, 320, 327, 345, véase Mignolo, Walter comida totémica 147, véase Freud, Sigmund; Tótem y tabú Comte, Auguste 38, 40 Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Véase Ortíz, Fernando Copérnico, Nicolás 179, 180, 193 Corpas, Danielle 247 Correa, Rafael 10, 339 Cortázar, Julio 275 Coutinho, Afrânio 185 criminalística. Véase Cunha, Euclides da; Maudsley, Henry Cunha, Euclides da 33, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 74, 83, 86, 87, 88, 89, 90, 91, 100, 101, 110, 210, 216, 230, 321 D’Ors, Eugenio 187, 192 Danticat, Edwige 340 Darwin, Charles 146, 147 decisión y política. Véase Schmitt, Carl deconstrucción 53, 56, 201 Deleuze, Gilles 116, 118, 119, 120, 125, 163, 164 Derrida, Jacques 53, 54, 55, 57, 58, 59, 60, 62, 67, 85, 179, 192, 196, 197, 320, 333 Descartes 180, 255 Díaz, Junot 340, 341, 342, 343, 345 Díaz, Porfirio 131, 158 dictadura 65, 158, 159, 168, 331, 337, 344 en Cuba 298, 299, véase Machado, Gerardo en México, véase Díaz, Porfirio

Índice de nombres y conceptos

en República Dominicana 340, véase Trujillo, Rafael Leónidas distribución de lo sensible 130, 135, 138, 150, 156, 157, 159, 160, 163, 164, 168, véase Rancière, Jacques Dom Pedro I 28 Dom Pedro II 28, 31 Domínguez Camargo, Hernando 199 Dor, Joël 148, 149, 174, 176, véase Lacan, Jacques Duchesne-Winter, Juan 191, 297, 300, 301 Duno-Gottberg, Luis 195 Durães, Fani Schiffer 239, 240, 242, 248 Durkheim, Émile 146 Dworkin, Gerald 15, 17 El otoño del patriarca 150, 331, 334, 336, 346; véase García Márquez, Gabriel El recurso del método 331, 335, véase Carpentier, Alejo El señor presidente 331 elipsis, véase Barroco Espinosa-Jácome, José 152, 167 estado de excepción 60, 61, 63, 65, 66, 68, 337, véase Schmitt, Carl estética y política 156, véase Rancière, Jacques estórias como problemas éticos en Grande Sertão: Veredas 211, 212, 213, 214 en la obra de João Guimarães Rosa 206, 207, 208, 211, 219, 228, 257, 267 Estrada Palma, Tomás 278 estudios poscoloniales 113, 114 experiencia y modernidad 81, 82, 83, 84, 91, 99, 101, 104, 113, 204, 207, 322, véase Benjamin, Walter

357

Facundo, véase Sarmiento, Domingo Faustino falo 148, 150, 151, 152, 153, 251, 253, 259, 323, véase Lacan, Jacques Faulkner, William 115, 127 Fausto 238, 239, 240, 241, 242, 243, 244, 245, 246, 248, 253, 254, 255, 257, 263, 264, 268, 326, véase Goethe, Johann Wolfgang von comparación con Grande Sertão: Veredas 239, 240, 241, 242, 267 fetichización de las mercancías. Véase Marx, Karl Fink, Bruce 174 flanêur 203, 321, véase Baudelaire, Charles; Benjamin, Walter Foucault, Michel 103, 104, 183, 184, 192 Francia, José Gaspar de 67, 333 Franco, Jean 312 Frazer, James George 146 Freeman, Edward Augustus 31 Freud, Sigmund 12, 81, 145, 146, 147, 149, 173, 174, 181, 200, 208, 209, 251, 322, 323, 340 Freyre, Gilberto 105 Fuentes, Carlos 126, 127, 129 Galaviz, Juan Manuel 168 Gallego Cuiñas, Ana 340 Gallegos, Rómulo 323 Galvão, Walnice Nogueira 217, 220, 223, 229, 246 ganado en el nordeste brasileño 217, 218, 223, 233, 246 Garbuglio, José Carlos 112, 235, 236 García Márquez, Gabriel 67, 323, 331, 332, 334, 336, 337 Gerbi, Antonello 22 globalización 10, 338, 346

358

Retóricas del poder y nombres del padre

Goethe, Johann Wolfgang von 238, 239, 240, 241, 242, 243, 245, 246, 248, 254, 255, 268, 326 Góngora, Luis de 189, 190, 199 González Boixo, José Carlos 131 González Echevarría, Roberto 187, 279, 283, 334, 335 Gottfried, Paul 62 Guattari, Félix 116, 118, 119, 120, 125, 163, 164 Guerras Cristeras 131, 132, 133, 136 Halperin Donghi, Tulio 26 Hauser, Arnold 178, 179, 180, 185, 187, 193, 194, 195, 200, 324 Hegel, Georg W. F. 21, 22, 27, 30, 36, 87, 320, 321 Heidegger, Martin 276 Henríquez Ureña, Pedro 318 Hobbes, Thomas 64, 69, 72, 155 Holanda, Sérgio Buarque de 86, 105 hombre cordial (Brasil). Véase Buarque de Holanda, Sérgio Homero 13, 127 homosexualidad en Grande Sertão: Veredas 262 horda primitiva 147, 149, 150, véase Freud, Sigmund Ilustración 20, 21, 22, 25, 33, 34, 45 imagen poética del mundo en la obra de José Lezama Lima 275, 276, 278, 281, 286, 293, 296, 308, 310, 315 incesto 146, 147, 174, 251, 323 independencia de Brasil 27 de Cuba 278, 279, 284, 285 de las naciones americanas 24, 25 de México 132 indio Kondori 185, 188 infancia de América 18, 19, 21, 30, 34, 36, 41

definición etimológica 15 Joyce, James 59, 70, 115 Kafka, Franz 70, 71, 72, 115, 116, 118, 119, 121, 163 Kant, Immanuel 19, 20, 21, 34, 58 Keats, John 306 Kepler, Johannes 193, 194 Kirchner, Néstor 10, 339 La expresión americana (ensayo de José Lezama Lima) 187, 189, 191, 277, 312, 318 La fiesta del Chivo. Véase Vargas Llosa, Mario Lacan, Jacques 12, 73, 148, 192, 209, 340 Laclau, Ernesto 10 Las meninas. Véase Velázquez, Diego; Foucault, Michel lenguaje menor 165, véase literatura menor lenguaje performativo 144, véase Austin, J. L. ley jagunça en Grande Sertão: Veredas 230, 231, 232 ley simbólica 175, 176, 181, 200, 209, 251, 263, 282, 291, 301, 325, 327, 340, 343, véase orden simbólico Lezama Lima, José 11, 176, 185, 187, 275, 324 literatura menor 118, 119, 120, 163, 164, véase Deleuze, Gilles; Guattari, Félix López Eire, Antonio 13 Lorente-Murphy, Silvia 137 Lorenz, Gunter 203 Lukács, Georg 276 Machado, Gerardo 278, 279, 298, 299, 301, 302 Mann, Thomas 238 Maravall, José Antonio 182, 183 Marlowe, Christopher 238

Índice de nombres y conceptos

Martí, José 191, 280 Marx, Karl 102, 241 Mataix, Remedios 275 Mattos, Gregório de 185, 198, 199, 325, véase Campos, Haroldo de Maudsley, Henry 43 Medina, Polo de 189 Mella, Julio Antonio 299, 300, 305 memoria involuntaria 81, véase Benjamin, Walter memoria voluntaria 81, véase Benjamin, Walter Meyer, Jean 133, 134 Mignolo, Walter 23 milagro 60, véase Schmitt, Carl Mill, John Stuart 17, 18, 19, 22, 27, 30, 36, 37, 58, 320, 321 minoría de edad 20, 34 Miranda, Wander Melo 77, 78, 80 mito en Pedro Páramo 126, 128, 129, 130, 135, 136, 138, 140, 142, 145, 149, 150, 152, 161, 167, 170, 322 y el padre terrible. Véase Tótem y tabú; Dor, Joël; Freud, Sigmund modernismo brasileño 111 Molloy, Sylvia 164 Monsiváis, Carlos 128, 129, 130 Morales, Evo 10, 339 Moreira César, Antônio 41, 42 Moretti, Franco 69, 70, 71, 72, 73, 74, 121, 144 Nabuco, Joaquim 28, 29, 30, 31, 32, 33 Negri, Antonio y Hardt, Michael 103 Nietzsche, Friedrich 56 novela del dictador 46, 67, 72, 330, 331, 332, 335, 336, 340, 345 novelas de caballerías y Grande Sertão: Veredas 227, 228, 229, 234, 239, 253 Nunes, Benedito 260, 261, 262

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orden simbólico 209, Véase Lacan, Jacques; Fink, Bruce; Dor, Jöel Orfeo en la obra de José Lezama Lima 290, 306 Ortega, Daniel 10, 339 Ortega, Julio 281, 309, 315 Ortiz, Fernando 283 pacto con el demonio 259, 266 en el Fausto de Goethe 242, 326 en Grande Sertão: Veredas 208, 210, 237, 240, 246, 247, 248, 249, 250, 254, 257, 265, 267, 268, 325 padre ausente 51, 52, 173, 175, 176, 177, 194, 200, 202, 216, 251, 259, 263, 266, 277, 302, 303, 307, 311, 323, 325, 326, 328, 330, 343, 344 padre presente 45, 51, 52, 56, 65, 72, 75, 88, 125, 129, 130, 131, 135, 136, 138, 143, 145, 148, 151, 153, 154, 155, 158, 161, 162, 166, 167, 169, 170, 208, 216, 231, 235, 236, 282, 321, 322, 330, 331, 335, 336, 339 definición 52 padre terrible 147, 149, 151, 154, 161, 174, véase Freud, Sigmund; Tótem y tabú Pascal, Blaise en la obra de José Lezama Lima 287 Pasta Jr., Antônio 247 paternalismo definición 14 en Domingo Faustino Sarmiento 34, 35, 36, 37, 38 en el pensamiento moderno 15, 17, 18, 20, 21, 22 en Euclides da Cunha 38, 40, 43, 44 en Joaquim Nabuco 29, 31, 32 en Simón Bolívar 25

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Retóricas del poder y nombres del padre

vínculos con la modernidad 44, 58, 62, 65, 109, 110, 112, 113, 131, 137, 138, 159, 216, 328, 338 Paz, Octavio 185, 318 Piglia, Ricardo 36 Pinochet, Augusto 19, 331 Platón 13, 54, 260 poesía en Paradiso 271, 274 y su relación con la política 273, 287, 295, véase Adorno, Theodor W.; Duchesne-Winter, Juan polifonía y literatura moderna. Véase Moretti, Franco Ponte, Antonio José 275 populismo, véase Laclau, Ernesto Porfiriato 138, 158, 161, 170, véase Díaz, Porfirio presencia 51, 52, 53, 54, 56, 57, 58, 60, 61, 65, 66, 67, 68, 69, 72, 81, 85, 106, 115, 129, 131, 141, 143, 148, 150, 151, 158, 160, 162, 163, 165, 170, 173, 176, 179, 180, 183, 184, 190, 191, 193, 196, 199, 201, 202, 207, 225, 230, 251, 253, 259, 264, 292, 303, 306, 316, 317, 323, 326, 334, 335, 339, 344, véase padre presente relación con la retórica 69 y deconstrucción 54, 55, 333, véase Derrida, Jacques y teología política 60, 61, 62, 63 Proença, Manoel Cavalcanti 227 Proust, Marcel 81 Quevedo, Francisco de 190 Quiroga, Facundo 33, 34, 37 Rama, Ángel 332, 333 Rancière, Jacques 130, 135 regionalismo en Brasil 77

Renaud, Richard 136 República cubana 278, 279, 288, 289, 291, 302, 303, 328 retórica 12, 13, 33, 40, 57, 58, 59, 69, 70, 73, 93, 117, 119, 120, 131, 140, 144, 158, 170, 194, 204, 207, 210, 214, 225, 228, 229, 230, 231, 254, 259, 281, 300, 302, 319, 332, 334, 335, 339 Revolución mexicana 132, 137, 158, 168, 170 Reyes, Alfonso 318 Rhétor, véase retórica Ricoeur, Paul 12 Rivadavia, Bernardino 37, 38 Rivero Caro, Adolfo 298, 299 Roa Bastos, Augusto 67, 128, 129, 130, 331, 332, 333, 334, 343 Rocha, Glauber 115, 117 Rodó, José Enrique 318 Rojas, Rafael 275 Roncari, Luiz 247 Ronsard, Pierre de 189, 190 Rosa, João Guimarães 11, 176 Rosas, Juan Manuel de 33, 34, 37, 38 Rosenfield, Kathrin 239, 240, 242, 248 Rubén Darío 274 Salgado, César 290, 294 Santiago, Silviano 32, 112 Santí, Enrico Mario 292, 316 Sardinha, Pero Fernandes 75 Sarduy, Severo 192, 193, 194, 195, 196, 198, 199, 200, 201, 296, 314, 324, 332 Sarmiento, Domingo Faustino 17, 18, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 40, 101, 321 Saussure, Ferdinand de 55 Schmitt, Carl 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 68, 85, 101, 155, 179, 320, 337, 338

Índice de nombres y conceptos

señor barroco 190, 201, 324, véase La expresión americana shock y modernidad 84, 101, 104, véase Benjamin, Walter Sigüenza y Góngora, Carlos de 185 Silva, Luiz Inácio “Lula” da 10, 339 sociedad de control. Véase Foucault, Michel sociedad patriarcal (definición) 9 Sócrates 54, 260 sor Juana Inés de la Cruz 185 Stavrakakis, Yannis 73 subalterno. Véase estudios poscoloniales tabaco en Cuba 283, 284, 285, 289, 328, véase Ortíz, Fernando teología permanencia en la modernidad 55, 56, 59, 64, 71 teología política 60, 61, 63, véase Schmitt, Carl y América Latina 66, 67, 68 The Brief and Wondrous Life of Oscar Wao 340, 341, véase Díaz, Junot Tirano Banderas 331 Tomé, Narciso 189 Tótem y tabú 12, 145, 148, 150, 173, 251, 322, véase Freud, Sigmund

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tragedia del desarrollo 244, 246, 247, 252, 254, 257, 264, 266, 267, Véase Berman, Marshall; Fausto Trauerspiel 307, 315, véase Benjamin, Walter Trejo, Rafael 300 Trujillo, Rafael Leónidas 19, 340, 341, 342, 343, 344, 345 Uribe Vélez, Álvaro 10, 338 Valle y Caviedes, Juan del 199 Valle-Inclán, Ramón del 331 Vargas Llosa, Mario 159, 340, 343 Vasconcelos, José 318 Vega, Garcilaso de la 146 Velázquez, Diego 183 Videla, Jorge Rafael 331 Villa, Francisco “Pancho” 159 Virgilio 190 Vitier, Cintio 275, 300, 304 Weber, Max 15, 16, 145 Weisbach, Werner 181, 182, 185, 187, 188, 192 Wölfflin, Heinrich 187, 192 Wolin, Richard 307 Yo el Supremo 332, 334, 335 véase Roa Bastos, Augusto Zapata, Emiliano 159 Žižek, Slavoj 259, 266