Representaciones de la violencia en América Latina: genealogías culturales, formas literarias y dinámicas del presente 9783954878345

Analiza las representaciones de la violencia política en América Latina y reflexiona sobre sus implicaciones éticas e hi

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Spanish; Castilian Pages 250 [251] Year 2015

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Índice
Prólogo
VIOLENCIA, SUBJETIVIDAD Y MEMORIA
El intelectual armado
Camino de morir
INSCRIPCIONES LITERARIAS DE LA VIOLENCIA LATINOAMERICANA
El cristianismo como pharmakon
Reformulaciones literarias del imaginario posdictatorial argentino: el caso de Soy un bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán
Cabezas cortadas en la narconovela mexicana: el espectáculo de lo abyecto
IMÁGENES DE LA VIOLENCIA Y VIOLENCIAS DE LA IMAGEN: CINE Y FOTOGRAFÍA
Turismo humanitario: refl exiones sobre violencia, fotografía y estupidez
Cine, memoria y política: sobre la intervención de La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente en la posguerra guatemalteca
Historia, trauma y representación en Infancia clandestina de Benjamín Ávila
LOS USOS (IM)POLÍTICOS DEL LENGUAJE DE LA VIOLENCIA
Los ugly feelings de Osvaldo Lamborghini
El arte de la diatriba en la poesía chilena contemporánea (Maquieira, Uribe, Zurita)
Sobre los autores
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Representaciones de la violencia en América Latina: genealogías culturales, formas literarias y dinámicas del presente
 9783954878345

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REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA EN AMÉRICA LATINA: genealogías culturales, formas literarias y dinámicas del presente

ANA MARÍA AMAR SÁNCHEZ Y LUIS F. AVILÉS (eds.)

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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina

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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencia y que existe en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.

Directores Fernando Aínsa Luis Duno-Gottberg Margo Glantz Beatriz González-Stephan Gustavo Guerrero

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Jesús Martín-Barbero Andrea Pagni Mary Louise Pratt Friedhelm Schmidt-Welle

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REPRESENTACIONES DE LA VIOLENCIA EN AMÉRICA LATINA: genealogías culturales, formas literarias y dinámicas del presente ANA MARÍA AMAR SÁNCHEZ Y LUIS F. AVILÉS (eds.)

Nexos y Diferencias

Iberoamericana

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www. conlicencia.com;  91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Iberoamericana, 2015 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2015 Elisabethenstr. 3-9 - D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-908-2 (Iberoamericana) ISBN 978-3-95487-446-0 (Vervuert) E-ISBN 978-3-95487-834-5 Diseño de cubierta: Carlos Zamora Foto cubierta: Luis F. Avilés

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Índice

Ana María Amar Sánchez y Luis F. Avilés Prólogo/Presentación ....................................................................

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Violencia, subjetividad y memoria Teresa Basile El intelectual armado..........................................................................

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Lucero de Vivanco Camino de morir. Representaciones de la alteridad y la mismidad cultural en contexto de violencia política (de Mario Vargas Llosa a Lurgio Gavilán Sánchez).....................................................................

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Inscripciones literarias de la violencia latinoamericana Geneviève Fabry El cristianismo como pharmakon. Poder totalitario e imaginario religioso en El árbol de la cruz de Miguel Ángel Asturias .....................

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Ilse Logie Reformulaciones literarias del imaginario posdictatorial argentino: el caso de Soy un bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán......

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Brigitte Adriaensen Cabezas cortadas en la narconovela mexicana: el espectáculo de lo abyecto ...............................................................................................

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Imágenes de la violencia y violencias de la imagen: cine y fotografía Luis F. Avilés Turismo humanitario: reflexiones sobre violencia, fotografía y estupidez ............................................................................................

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Valeria Grinberg Pla Cine, memoria y política: sobre la intervención de La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente en la posguerra guatemalteca.......................................................................................

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María del Carmen Sillato Historia, trauma y representación en Infancia clandestina de Benjamín Ávila ...................................................................................

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Los usos (im)políticos del lenguaje de la violencia

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Karina Miller Los ugly feelings de Osvaldo Lamborghini ...........................................

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Stéphanie Decante El arte de la diatriba en la poesía chilena contemporánea (Maquieira, Uribe, Zurita)..................................................................

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Sobre los autores ............................................................................

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Prólogo Ana María Amar Sánchez y Luis F. Avilés

La violencia parece ser una presencia inevitable, inseparable de la vida política latinoamericana. Desde las guerras de independencia ambos términos han estado ligados, ya sea en las luchas por imponer distintos proyectos de país, en las dictaduras del siglo xx, en los enfrentamientos raciales y sociales. La asociación entre violencia y política se ha naturalizado y, sin embargo, se trata de una dolorosa distorsión: en verdad deberíamos recordar el carácter esencialmente antipolítico de la violencia si entendemos por política la constitución de un ámbito público de confrontación y discusión de los asuntos comunes a una sociedad. Como señala Claudia Hilb en Usos del pasado, “antipolítica, la violencia reactiva, tomada en su dimensión pública, se nos aparece ante todo como la respuesta impolítica a la imposibilidad de la política” (22). Esta contradicción, esta imposibilidad de entender la política sin considerarla como un campo de agresión y de vulnerabilidad del contrincante es la que desencadena la multiplicidad de discursos que tratan de explicar, incluso conjurar, este vínculo que solemos dar por aceptado. Este libro tiene su origen en un simposio realizado en la Universidad de California-Irvine en mayo de 2013, el cual reunió a un conjunto de investigadores provenientes de universidades de Europa, América Latina y EE. UU. interesados en analizar los discursos producidos en la literatura y la cultura de Latinoamérica en torno a la violencia política. El imaginario vinculado a las experiencias de desencanto, violencia,

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pérdida o duelo atraviesa la narrativa y los estudios críticos publicados principalmente en los últimos años del siglo xx y los comienzos del xxi. Se abre así la posibilidad de nuevos debates y análisis en torno a esta particular inflexión de la cultura y de la historia latinoamericanas del presente marcadas por los traumáticos episodios de décadas pasadas. El encuentro formó parte de un proyecto más amplio de colaboración entre investigadores que han trabajado —y continúan haciéndolo— desde hace ya varios años. Un interés común los une: el problema de la representación de la violencia política y su carácter extremo, tanto en el caso de las dictaduras del Cono Sur, como de otras violaciones sistemáticas de los derechos humanos producidas en distintos países de la región. La violencia ha sido objeto de numerosas elaboraciones literarias y fílmicas, así como de reflexiones por parte de la historiografía y la filosofía. En cualquier caso, se trata de formas de interpretar las lógicas sociales y culturales que llevaron a esos casos de violencia extrema y son, a la vez, una contribución al deber de la memoria indispensable para la consolidación democrática. La antología tiene como objeto contribuir al debate sobre estas representaciones de la violencia política en el continente y reflexionar sobre sus implicaciones éticas e históricas. Dentro de este marco, y ligados a precisas coyunturas y contextos de producción, los textos surgidos en el ámbito de la literatura y el cine dialogan con propuestas interpretativas originadas en otros campos del saber; replantean, cuestionan o reafirman discursos que circulan en relación a estos periodos históricos; y se posicionan críticamente frente a sus propias estrategias comunicativas, retóricas y genéricas para dar cuenta de los complejos referentes que pretenden representar. No obstante este enfoque, la centralidad de la violencia política en los textos literarios puede ampliarse y promover el examen y la discusión de otros tipos de violencia y de otros núcleos problemáticos como la heterogeneidad cultural, los procesos de modernización, la constitución de los estados nacionales, la construcción de las identidades, los antagonismos sociales, las (dis) continuidades del sistema colonial y las vías que toma la violencia política en el presente y los modos en que es narrada por nuevas generaciones de autores.

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Prólogo

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Sin duda está claro que el problema de la representación de la violencia no se limita a los estudios latinoamericanistas; estas reflexiones dialogan con los numerosos trabajos que se han producido sobre el Holocausto, el nazismo y la memoria de las víctimas. Es decir, la antología, si bien se enfoca sobre América Latina, tiene sus raíces y se incluye en los actuales debates teóricos y críticos producidos a partir de los desastres y genocidios que caracterizaron el siglo xx. El lector encontrará varias líneas de discusión coincidentes en los trabajos antologados: el nexo entre memoria y violencia política, los reparos éticos que plantea la representación de esta violencia, y la necesidad de analizar los orígenes ideológicos, económicos y culturales que han “justificado” la violencia extrema, especialmente estatal. Asimismo, se reiteran los dilemas en torno a las cuestiones estéticas en las formas literarias y visuales, cómo estos discursos se hacen cargo de presentar la violencia a través de sus lenguajes específicos, ya sea que utilicen estrategias no explícitas —como la ironía y la alegoría— o directas —el testimonio, el periodismo, el documental—, y cómo el espacio de enunciación condiciona estas representaciones. En algunos ensayos puede rastrearse la preocupación por el presente, el balance y ajuste de cuentas que atraviesan las discusiones en el campo literario, crítico e histórico de los países implicados, las redefiniciones del intelectual, las tensiones intergeneracionales que afectan los modos de pensar y representar —incluso de hacerse cargo de— una historia plagada de violencia. Como es previsible, la antología no pretende agotar todas las posibles vías con las que se puede abordar el problema de la violencia. Sí intenta exponer un momento del “estado de la cuestión” para los participantes del debate. De hecho, cualquier pretensión de emprender un estudio con intenciones concluyentes sobre este tópico está destinado al fracaso. Por el contrario, las múltiples aproximaciones que dan cuenta parcial y desde puntos de vista muy diversos del fenómeno ayudan, por una parte, a pensarlo y, por otra, demuestran la imposibilidad de abarcarlo o reducirlo. Puede rastrearse desde Hannah Arendt y su iluminadora reflexión sobre las tensiones entre violencia y poder. Del mismo modo en Benjamin, quien la inscribe en un contexto ético marcado por los conceptos de derecho y justicia. En trabajos más recientes, la atención a las nuevas configuraciones de la violencia, sin dirección, de la que “ya

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no se sabe qué decir”, según Ogilvie, justamente cuando tanto se habla de ella; o el notable nexo que Lanceros señala entre orden y violencia, según el cual ambos se necesitan y constituyen una trama ineludible de la sociedad. Asimismo, son muchos los estudios que se han centrado en los lazos que mantiene la violencia con las instituciones, como el clásico Política y delito de Enzensberger, quien define al Estado como aquel con derecho a matar sin consecuencias. La preocupación por las conexiones con el lenguaje ocupa un lugar clave en diversos autores y se retoma en varios de los artículos aquí presentados; puede rastrearse, a modo de ejemplo, en Benjamin y en Esposito, quienes retoman sus reflexiones para recordar que el lenguaje no es algo ajeno a la violencia, sino que constituye uno de sus canales privilegiados. Pluralidad de formas de violencia, pluralidad de perspectivas, representaciones y usos de los lenguajes —ya sea que se inscriban silenciosamente o se expongan hasta la provocación—, en cualquier caso, estas numerosas aproximaciones contribuyen a nuestra reflexión, abren un vasto campo de alternativas y enfoques, pero también señalan la dificultad —y quizá en esto radica su fascinación y su reto— para considerar definitiva cualquier conclusión a la que pueda arribarse. Los artículos aquí reunidos configuran un abanico de relaciones y perspectivas en torno a este problemático vínculo entre violencia y política. Revisan diversos aspectos de su presencia en los discursos literarios o visuales y configuran una red de articulaciones en cuanto a sus perspectivas y coincidencias teóricas. En este sentido, establecer una clasificación que los “ordene” es difícil y de algún modo arbitrario; por ese motivo, la organización elegida es solo un intento de sistematizar para el lector el diálogo que se produjo en el encuentro que da origen a este libro. Allí el debate permitió ver cuánto teníamos en común los participantes y cuánto podía todavía discutirse e investigarse en torno a nuestro tópico. Por ese motivo el volumen representa un momento, una etapa de nuestra conversación que continúa y se encuentra en pleno desarrollo. Pueden establecerse nexos entre los ensayos, reflexiones y problemáticas en común, así como cada uno plantea un particular modo de ver su objeto de estudio. En todos, la lectura de la violencia intenta rastrear sus modos de presencia, las representaciones, los imaginarios culturales de los que participa en un intento de comprenderla y, quizá, conjurarla.

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Prólogo

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En un primer apartado, los trabajos de Teresa Basile y Lucero de Vivanco analizan el lugar del intelectual en dos coyunturas específicas, marcadas por la extrema violencia política en América Latina. Teresa Basile propone el análisis de una figura, “el intelectual armado”, en el marco de los debates sobre el surgimiento del intelectual comprometido y del revolucionario que se dan a partir de los procesos políticos de los años 60; se enfoca en las ideas y las perspectivas en torno a la violencia armada que se plantearon en esa década: los ensayos de Ernesto Guevara, Régis Debray, Frantz Fanon, Jean Paul Sartre, entre otros, configuran un mapa de discusiones teóricas y fundamentaciones que configuraron una defensa de la violencia armada como centro de una revolución de liberación, anticolonial y antiimperialista que recorrió los textos de América Latina. Posturas que fueron un sustento, en primer lugar, para las prácticas militares y políticas de la guerrilla, pero que también redefinieron otras prácticas simbólicas y otros espacios desde la cultura, desde la política hasta la vida cotidiana. Se propone la noción de “intelectual armado” a partir de este abanico de ideas, argumentos, imaginarios y escrituras que hacen de la “violencia revolucionaria” una maquinaria productiva a nivel simbólico. La pregunta acerca de qué ha sucedido con esta figura una vez que la revolución deja de ser una opción viable cierra la última parte del trabajo: los ensayos a partir de los años 90 parecen postular lo que la autora llama “el desarme del intelectual” de las últimas décadas. El artículo de Lucero de Vivanco, “Camino de morir. Representaciones de la alteridad y la mismidad cultural en contexto de violencia política (de Mario Vargas Llosa a Lurgio Gavilán Sánchez)”, se inserta —desde un conjunto de conceptos que giran en torno a la construcción del sujeto en contextos de violencia extrema— en dos de las discusiones más relevantes en torno al conflicto armado interno en el Perú: la que inscribe al sujeto indígena dentro del imaginario que explica el origen de la violencia y la que se pregunta por las condiciones de enunciación de la experiencia traumática. En este marco, la literatura peruana se propone como un espacio para pensar su contexto inmediato y dar diversas claves e interpretaciones para la comprensión de “lo real” de la violencia. Desde los debates iniciados en los años 80 con Vargas Llosa, numerosos textos críticos y ficcionales han planteado la necesidad de “historizar la violencia”. Sin embargo,

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interpretarla plantea en Perú una complejidad adicional con relación al tratamiento teórico del problema dada la heterogeneidad cultural y la desigual magnitud del impacto en las víctimas, en su mayoría campesinos quechua hablantes. A partir de estas premisas la autora propone la elaboración discursiva de una memoria histórica anclándola dentro de la experiencia de un trauma intersubjetivo y configurando las nociones de otredad, dominación y reconocimiento asociadas a cuestiones de raza y clase social, y no solo de ideología política. Un segundo apartado reúne ensayos enfocados en una narrativa que ofrece representaciones de la violencia ligadas a momentos históricos diversos, pero que, en cualquier caso, pueden leerse como reflexiones políticas en el campo del imaginario y evaluaciones de una historia siempre marcada por el trauma. Geneviève Fabry, en “El cristianismo como pharmakon. Poder totalitario e imaginario religioso en El árbol de la cruz de Miguel Ángel Asturias”, vuelve sobre un autor canónico y su “nouvelle” póstuma para exponer, por una parte, una concepción de la literatura caracterizada precisamente por su capacidad de encontrar en el lenguaje medios específicos y eficaces de elaboración simbólica. A su vez, el texto de Asturias es un ejemplo paradigmático para analizar “la ambivalencia del legado cristiano en las culturas latinoamericanas”. Al mismo tiempo causa de y remedio contra la violencia, el cristianismo se ha desempeñado como una de las matrices que han justificado la violencia: tanto la sistémica de las sociedades coloniales y neocoloniales, como ciertas formas de violencia extrema del siglo xx. En El árbol de la cruz la figura crística actúa como un pharmakon, al mismo tiempo veneno e instrumento de redención. El texto se presenta como una alegoría del poder dictatorial extremo, pero expresa al mismo tiempo la fascinación por la figura evangélica. El análisis de esa doble vertiente de la figura cultural y religiosa le permite a la autora interpretar la “nouvelle”, mostrar cómo la ambivalencia de la imagen religiosa atraviesa gran parte de la narrativa del siglo xx y ofrecer una nueva perspectiva en cuanto a la representación de la violencia política. El artículo de Ilse Logie, “Reformulaciones literarias del imaginario posdictatorial argentino: el caso de Soy un bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán”, se inscribe en un campo de estudio que comienza a ocupar un significativo espacio en la crítica literaria: el

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análisis de la reformulación del imaginario dictatorial por la segunda generación, la de los hijos de desaparecidos y/o militantes políticos en el Cono Sur, a través de relatos que experimentan con la forma narrativa. En ellos se plantea la búsqueda de nuevas formas de representación de la violencia y nuevos espacios enunciativos en los que es frecuente el cruce entre lo ficcional y lo testimonial; se desplaza el interés por “la verdad de los hechos” o por la posibilidad de representarlos (como ocurre en los “testimonios del horror”) hacia los modos en que estos hechos fueron contados, reelaborados y procesados en el ámbito privado, enfatizando la intimidad de las búsquedas y la singularidad de los recuerdos, transgrediendo así los géneros canónicos. Sus estrategias cambian y se destacan múltiples registros para abordar esta experiencia como la ficción, lo onírico, lo fantástico, lo lúdico, lo menor y el humor. Logie aborda desde esta perspectiva la novela de Semán que, como en otras de esa generación, lo lúdico aparece como reverso privado de la violencia; de ese modo, la mirada infantil sobre los hechos y la militancia tiene un efecto desacralizador y de extrañamiento. La novela entonces es ejemplo claro de un cambio de paradigma representacional con respecto a las obras escritas con anterioridad. La misma época, pero en el otro extremo del continente, es el objeto de estudio del ensayo “Cabezas cortadas en la narconovela mexicana: el espectáculo de lo abyecto”, de Brigitte Adriaensen. La autora aborda un género —o subgénero— que intenta dar cuenta de una de las formas más extremas de la violencia, la que atraviesa la sociedad mexicana del presente, afectada por el narcotráfico. Esa violencia se manifiesta en la llamada narcoficción por la profusión de referencias a los cadáveres, a menudo mutilados y decapitados. La cabeza cortada es un ejemplo de lo que Kristeva denomina “lo abyecto” que, en el contexto mexicano y en estas narraciones, se convierte en un espectáculo manipulado por los narcos para infundir el miedo y así asumir el control y el poder. Adriaensen se enfoca en las representaciones de la decapitación y, en especial, en su relación con lo abyecto para demostrar que la narrativa reciente utiliza procedimientos propios de la ironía y del humor en los modos de presentar las cabezas cortadas, como vía para pensar críticamente sobre la relación entre lo abyecto y el espectáculo en la sociedad mexicana contemporánea. La autora analiza un corpus de tres

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narraciones de Orfa Alarcón, Juan Pablo Villalobos y Daniel Sada, publicadas en el 2010. En los tres relatos la aproximación lúdica, incluso frívola, a la violencia que se ofrece como un espectáculo es una manera de distanciarse, de intervenir en el discurso mediático aprovechando el potencial subversivo y la capacidad de distanciamiento de la ironía. La violencia extrema en la imagen ha dado lugar a numerosas reflexiones, en especial a partir de los estudios sobre el nazismo y “la imagen intolerable”; representar esa violencia extrema ha sido objeto de polémicas diversas, sobre todo con respecto al cine y la fotografía que muestran el horror de los campos. Tres trabajos reunidos en el tercer apartado se inscriben en estos debates. El ensayo de Luis F. Avilés, “Turismo humanitario: reflexiones sobre violencia, fotografía y estupidez”, se origina en las fotos realizadas por médicos puertorriqueños pertenecientes a la misión humanitaria enviada luego del devastador terremoto de Haití en el 2010. Las fotos presentan una doble incongruencia: la primera fue el uso lamentable de la imagen, y la segunda, la decisión de divulgar públicamente ese tipo de fotos sin que mediara ninguna selección o edición de las mismas luego del regreso a Puerto Rico. Las fotografías, que denotan racismo y falta de sensibilidad frente a la tragedia, fueron realizadas por personas preparadas para ayudar en catástrofes. Avilés trata de desvelar la suerte de enigma que se plantea con ellas a través de cuatro aspectos que enmarcan las acciones de los médicos. Primero, desde la perspectiva de la estupidez que se manifiesta en la combinación de pose turística y gozo personal que el médico le otorga a la cámara, dejando de lado su trabajo humanitario. Segundo, analizando el uso indiscriminado de la fotografía como el modo en que la tecnología construye nuevas subjetividades que sobrepasan la consciencia de los usuarios. Tercero, enfocándose en el problema de la violencia de las imágenes: a partir de la noción de régimen de lo sensible, de Rancière, el autor propone que se ha eliminado en estas fotos cualquier consideración sobre la ética del posible daño que puedan producir las mismas, cediendo ante un criterio de visibilidad compulsiva. Las fotos se vuelven una manifestación de dominio sobre otros, un instrumento de violencia simbólica que rebaja la humanidad del otro. Finalmente, se examina lo sucedido desde la perspectiva de lo que Sloterdijk ha llamado la vida en el “parque temático”, es decir, la

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más reciente rearticulación del entretenimiento del coliseo romano en la etapa tardía del capitalismo mundial. Los dos artículos que completan este apartado están dedicados al vínculo entre cine y violencia política en Guatemala y la Argentina. El trabajo de Valeria Grinberg Pla, “Cine, memoria y política: sobre la intervención de La Isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente en la posguerra guatemalteca”, se enfoca en los modos en que el cine documental interviene en los debates por la memoria en la Guatemala de la posguerra. La premisa inicial es que el cine puede funcionar como medio y herramienta para poner en escena un trabajo de duelo y memoria en el espacio público debido al carácter social del trauma causado en la nación por la guerra y, en particular, por el genocidio perpetrado por el Estado. La investigación se concentra entonces en la relación entre cine —en tanto discurso estético que interviene en lo social—, afectividad y política. Si bien los films estudiados tienen un lenguaje propio para representar el trauma de la guerra, producto de sus indagaciones en la materialidad del cine como espacio y medio de la memoria, el análisis se propone investigar el modo en que cada uno negocia la distancia entre trauma personal, duelo y esfera pública, es decir, la forma en que se interrelaciona el trauma individual con el social. Asimismo, la autora busca dilucidar el rol que juega la falta de justicia en la función del cine como mecanismo de justicia sucedánea y su uso como instrumento de memoria, y reflexionar sobre el tipo de discurso audiovisual creado por cada uno de los films para representar de modo ético y estéticamente justo a las víctimas de la guerra. María del Carmen Sillato, en “Historia, trauma y representación en Infancia clandestina de Benjamín Ávila”, retoma, desde otra perspectiva, un aspecto tratado por Ilse Logie a propósito de la narrativa escrita por la generación de los hijos de desaparecidos en la Argentina de los últimos años. Sillato considera Infancia clandestina un film producto del entramado entre elementos autobiográficos y puramente ficcionales cuyo resultado es un cierto extrañamiento entre las memorias que se reconstruyen en el film y la propia experiencia personal del director. Se crea así una distancia sanadora entre el “yo actual” —el que vivió el suceso— y el “yo testimonial” —el que deja constancia—. El rescate de las historias personales y el confrontar esos traumas individuales

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a través de los mecanismos estéticos que les ofrece el arte de la cinematografía generan un nuevo espacio de encuentro con la historia y la memoria. Asimismo, la autora se introduce en el extenso debate en torno a cómo representar la violencia y si es aceptable o posible la representación del horror, enfocándose en el modo en que en el film se resuelven ciertas escenas a través de viñetas o historietas. Estas representan el hilo conductor del relato y reemplazan la exposición de imágenes sobre los hechos violentos explícitos a la vez que constituyen un refugio alternativo para el niño protagonista. Sillato considera la película un aporte al proceso de elaboración del trauma y un eslabón en la transmisión entre las generaciones implicadas en la tragedia; sin embargo, el ensayo se cierra insertándose en otra polémica que surge en parte de la crítica que se ocupa de los textos, visuales o escritos, de la generación de los hijos: el cuestionamiento de la efectividad política de ese legado a partir del rechazo a “cubrir la brecha” generacional y reconstruir o asumir —o transmitir hacia el futuro— el sentido de la lucha de sus padres. El último apartado está conformado por dos ensayos que analizan los vínculos entre violencia y lenguaje. Como sabemos, este nexo es esencial para pensar los modos en que diferentes formas discursivas resuelven el problema de representar la violencia. Los dos trabajos analizan textos que han elegido la “violencia del lenguaje” como forma de representarla. El artículo de Karina Miller, “Los ugly feelings de Lamborghini, O.”, se pregunta acerca de las posibilidades que tuvo la literatura en los años sesenta y setenta en Argentina de escapar al discurso hegemónico bélico sin abandonar el terreno de la política. Según la autora, una de sus tácticas de escape constituye el desvío de la dicotomía literatura apolítica vs. comprometida, táctica que se produce en la negación de trasladar lo político al terreno de la moral en el campo específico de la literatura. En el contexto de los debates actuales sobre post-hegemonía que involucran la pregunta por el alcance de la política, el ensayo se propone indagar en la función “impolítica” —siguiendo a Esposito— de la escritura; o sea, en la posibilidad de la ficción de ponerle límite a la pretensión de trascendencia de la política. El análisis se concentra en el escritor argentino Osvaldo Lamborghini, quien escribe en un contexto histórico atravesado por discursos organizados en torno a dicotomías

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ideológicas que cuestionan el rol del escritor y la literatura en relación a la realidad social. Sin embargo, en su escritura aparece una constante paradoja: la imposibilidad de sostener la dicotomía nosotros-ellos, o su alternativa amigo-enemigo, tal como fue pensada por Carl Schmitt. Miller explora las estrategias discursivas que se despliegan para escapar a esta dicotomía, y de qué manera la negación de la representación de la comunidad como plenitud se impone como una metáfora a la negación de lo político como escenario bélico. La violencia se expresa en los personajes —y el lenguaje— de estos relatos que se infligen torturas y vejaciones como en una continua comedia slapstick. Con esta estrategia, Lamborghini desplaza la política del registro de la moral y, por lo tanto, escapa a la lucha entre el bien y el mal que transforma al enemigo en absoluto, para el cual solo queda el exterminio, volviendo absurda la dicotomía misma. Stéphanie Decante, en “El arte de la diatriba en la poesía chilena contemporánea (Maquieira, Uribe, Zurita)”, se interesa en explorar las posibles “violencias” de la literatura —más que las representaciones de la violencia política en la literatura— en los discursos que ponen en escena a un enunciador “fuera de sí”, provocadoramente violento. En este sentido, el enfoque en la diatriba como modelo discursivo, y sus variaciones en los tres autores chilenos, es el centro de este trabajo. Se trata de un discurso que ha resurgido con fuerza en los últimos años, tanto en la narrativa como en la poesía, y cuyas características —su estatuto genérico ambiguo, entre lo panfletario y lo poético, su condición provocadora que suscita la polémica—hacen de la literatura un campo de batalla, donde la forma misma del lenguaje y su violencia están en juego. El análisis se centra en dos aspectos claves de la obra de los tres poetas estudiados: primero, el “ethos discursivo”, es decir, la postura enunciativa que despliegan ficcionalizando un cierto tipo de oralidad y proyectando cierta imagen de autor, y segundo, el uso de la cita, de la intertextualidad. Frente a la violencia —y la violencia lingüística— de la dictadura, las obras se plantean como inasimilables por la cultura oficial; los autores ponen la diatriba al servicio de un arte refractario, enfrentando al lector a signos comunicables pero nunca demasiado procesables, como respuesta a la evidencia impuesta por la doxa dictatorial. A la vez, toman distancia en relación a las obras testimoniales o ficcionales del arte contestatario

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de la época y proyectan una interpelación que no se limita a atacar la violencia de la dictadura, sino que desarma sus coordenadas culturales y discursivas. El conjunto de textos de esta antología expone la complejidad de las polémicas, el entramado de categorías ligadas por cuestiones estético-políticas que unen los trabajos y que pueden rastrearse fácilmente: preocupaciones en torno al nexo entre ambos campos, los modos de representar la violencia, el lugar del intelectual y del arte frente a ella, los usos del lenguaje, su incidencia en lo real, el vínculo con la ética, la disímil experiencia generacional. Más allá de sus particulares enfoques, todos los trabajos responden a un eje común: la preocupación por analizar el fenómeno y su omnipresencia en la vida política, cultural y estética de las últimas décadas. Este volumen, como ya se dijo, es el producto de un momento en el desarrollo de un proyecto compartido que está lejos de haber llegado a su conclusión. El análisis de la violencia —el intento de cercarla, explicarla, reducirla— parece no tener fin, como tampoco la violencia misma, sus formas de articularse. Eso nos hace pensar que tenemos todavía por delante un largo camino de reflexiones en torno a las mismas cuestiones y que las propuestas de estos ensayos pueden continuarse; sin duda, la red que establecen entre sí va en múltiples direcciones, señala caminos, alternativas para continuar el diálogo.

Bibliografía Arendt, Hannah. Sobre violencia. Madrid: Alianza, 2005. Avelar, Idelber. The Letter of Violence. Essays on Narrative, Ethics, and Politics. New York: Palgrave MacMillan, 2004. Barbosa, Mario y Yébenes, Zenia, coords. Silencios, discursos y miradas sobre la violencia. Barcelona: Anthropos, 2009. Benjamin, Walter. Para una crítica de la violencia y otros ensayos. Buenos Aires: Taurus, 1999. Enzensberger, Hans M. Política y delito. Barcelona: Anagrama, 1987. Esposito, Roberto. Confines de lo político. Nueve pensamientos sobre política. Madrid: Trotta, 1996. Hilb, Claudia. Usos del pasado. Qué hacemos hoy con los setenta. Buenos Aires: Siglo XXI, 2013.

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Prólogo

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Lanceros, Patxi. Orden sagrado, santa violencia. Teo-tecnologías del poder. Madrid: Abada Editores, 2014. Maffesoli, Michel. Essais sur la violence. Paris: CNRS Éditions, 2014. Ogilvie, Bertrand. El hombre desechable. Ensayo sobre el exterminio y la violencia extrema. Buenos Aires: Nueva Visión, 2013. Sneh, Perla. Palabras para decirlo. Lenguaje y exterminio. Buenos Aires: Paradiso, 2012.

*** Esta antología forma parte del proyecto de la Red VYRAL, que reúne a un grupo de investigadores interesados en la representación de la violencia política y su carácter extremo en América Latina. El objetivo de la Red VYRAL es el de contribuir al conocimiento sobre estas representaciones literarias y culturales en general, de las violencias políticas en el continente y reflexionar sobre sus implicancias éticas e históricas. www.redvyral.com

Agradecemos el apoyo del Humanities Commons de la University of California, Irvine y del Department of Spanish and Portuguese de esta institución por aportar los fondos para esta publicación. Asimismo, agradecemos los fondos otorgados por el Academic Senate Council on Research, Computing and Libraries y por el Humanities Center de la University of California, Irvine. Gracias a este apoyo fue posible realizar el Simposio “Representations of Violence in Latin America: Cultural Genealogies, Literary Forms, and the Dynamics of the Present”, en mayo de 2013 en Irvine, donde se concibió la presente colección.

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El intelectual armado Teresa Basile Instituto de Investigaciones en Humanidades y Ciencias Sociales (UNLP-CONICET). Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación. Universidad Nacional de La Plata, Argentina

Las razones de las armas: la violencia revolucionaria en el escenario intelectual En torno a los procesos revolucionarios de la izquierda armada de los años 60 en América Latina se ha hablado de la emergencia e importancia del intelectual comprometido y del intelectual revolucionario. ¿Cabría agregar una nueva etiqueta, la del “intelectual armado”, cuando las armas ocuparon un lugar protagónico en la idea de revolución que irradió Cuba hacia el resto del continente latinoamericano y cuando la violencia impregnó los diversos discursos y saberes? ¿Cuáles son los debates, las ideas, los conceptos en torno a la violencia armada por parte de la izquierda? ¿Qué textos, escritores, intelectuales y propuestas configuran esta letra sobre las armas, esta literatura armada? ¿Cuáles son los argumentos, con sus retóricas y tropos, que legitiman el uso de las armas? ¿Qué perspectivas ideológicas activaron y vehiculizaron esta defensa de la violencia revolucionaria? ¿De qué tipo de violencia se habló: violencia revolucionaria, radical, defensiva, de abajo, de arriba, estructural, colonial, entre otras?

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La violencia revolucionaria fue objeto de intensas elucubraciones teóricas, de una ingeniería conceptual, de la necesidad de un sustento y una fundamentación argumentativa que se fue articulando desde diversas esferas del saber. Así, la violencia armada proclamada por la teoría del foco de Ernesto Guevara y Régis Debray; la violencia colonial en y de los condenados de la tierra esgrimida desde las perspectivas sobre el colonialismo de Frantz Fanon y Jean-Paul Sartre, atravesadas asimismo por la influencia de la violencia vitalista de Georges Sorel; la violencia estructural del capitalismo y de la democracia en la teoría de la dependencia; la violencia estudiantil en las protestas del mayo del 68, que Hannah Arendt teoriza; e incluso, la defensa del empleo de la violencia justa contra la violencia injusta por parte de la Iglesia “rebelde” reunida en Medellín: todas estas perspectivas —y otras más— se ocupan de argumentar en favor de la violencia revolucionaria, de reflexionar en torno a las diversas categorías en que la violencia podía ser encarada y exhiben la performatividad de la violencia armada.

La violencia revolucionaria del foco La conceptualización de la violencia revolucionaria tal como circuló en la izquierda latinoamericana de los sesenta se gesta y perfila, en primer lugar, en la teoría del foco que Fidel Castro creó e implementó como práctica guerrillera privilegiada en Sierra Maestra y que Ernesto Che Guevara describió, narró e instaló como un modelo en La guerra de guerrillas (1960) y en Pasaje de la guerra revolucionaria (1958-1961), y que fue teorizada, sistematizada y popularizada a través de los textos de Régis Debray en El castrismo: la larga marcha de América Latina y en ¿Revolución en la revolución? (1967), entre otros. La violencia se vuelve protagónica y radical en el foco insurreccional, ya que como una simiente va a crear la revolución allí donde incluso las condiciones para su surgimiento no estén dadas. En términos generales, la izquierda en América Latina adoptó dos programas diferentes: por un lado la revolución a largo plazo propuesta por la mayoría de los partidos comunistas en América Latina bajo la anuencia de la Unión Soviética, que partía del análisis de la condición colonial, semicolonial

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y subdesarrollada de los países latinoamericanos y su dependencia de los centros imperiales, y proponía el pasaje al socialismo para un futuro más o menos lejano cuando se hicieran visibles las contradicciones fundamentales entre burguesía y proletariado. Para acelerar esta modernización capitalista y derrocar a las “oligarquías retardatarias” era necesaria la formación de frentes y coaliciones que aglutinaran a campesinos, a obreros y a la pequeña burguesía nacional abriendo así paso a la revolución socialista. Se trata de una perspectiva evolucionista y reformista que el resto de la izquierda armada no compartía, ya que no se ajustaba al contexto de América Latina en donde no era visible una burguesía con intereses nacionales y antiimperialista, ni nadie quería apostar a un futuro incierto. Por otro lado, la opción por la revolución armada protagonizada por Cuba se sustentaba en la agencia del guerrillero y en la productividad del foco que no precisaba aguardar la maduración de los factores externos ni la formación de frentes, ya que el foco insurreccional mismo generaría la revolución socialista y conquistaría el apoyo de obreros y campesinos. Una postura que hacía de la violencia armada el motor creador de la revolución sin pasar por la lenta maduración del capitalismo (Gatto 36). Para muchos, la Revolución cubana, más allá de sus aspectos novedosos, se articulaba con la tendencia del marxismo humanista (Gatto 205). Si el marxismo científico, seguido por los comunistas ortodoxos de línea soviética, se basa para analizar la sociedad en el determinismo, y considera un conjunto de leyes “científicas” que describen e interpretan las estructuras estables y mecánicamente articuladas que van desde la base económica hasta la superestructura, y que son independientes de los hombres, en cambio el marxismo humanista se desata de las leyes sociales y los determinismos para asumir un voluntarismo y activismo revolucionario. Se trata de un marxismo profundamente activo, una vanguardia productora de focos, organizadora de columnas guerrilleras, transformadora de las condiciones adversas, reclutadora de soldados, formadora de conciencia, y en esta línea la violencia armada aparece como una de las herramientas privilegiadas para el cambio, visible en la frase de Mao Tse Tung: “El poder político surge del cañón del fusil”. En la Revolución cubana nada superaba el protagonismo del ejército guerrillero y su activismo revolucionario, cuya autonomía

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no se sujetaba al Partido.1 Se trata de una violencia radical inserta en el núcleo del foco aun cuando en diversos grupos guerrilleros en América Latina se haya argumentado la necesidad de activar una “violencia defensiva” o una “táctica” como respuesta a una “violencia de arriba” proveniente del sistema capitalista y colonialista.2 Una violencia radical y poderosa ya que —argumentan— debía enfrentar, además, a los poderes imperialistas dentro y fuera de América Latina. El foco inaugurado como modo de acción en la guerra de guerrillas cubana comienza a actuar con un reducido número de selectos guerrilleros que a través de la praxis combativa y de la propagación de sus ideas irá sumando nuevos reclutas y adeptos dentro de los campesinos y pobladores, funcionando como una propaganda armada. Es una vanguardia militar autónoma y autogestionada que ejerce tanto funciones militares como políticas dentro de una estructura verticalista de mando sujeta a un rígido reglamento (y que no depende del Partido). En este marco la violencia del foco revolucionario fija el inicio de su propio desarrollo y forja su capacidad para reproducirse. Cada instancia de enfrentamiento en la lucha va configurando la subjetividad del guerrillero a través de un proceso de aprendizaje que supone una serie de desafíos físicos y morales (Duchesne Winter 2010), desde las pruebas de resistencia ante las inclemencias del medio, el hambre, la sed, hasta el aprendizaje de los valores del guerrero, como el talante estoico, el compañerismo y la solidaridad, la valentía y el sacrificio. 1. Régis Debray (1967) describió las características de la Revolución cubana señalando las innovaciones que aportaba a la teoría y práctica revolucionarias, entre las cuales menciona el protagonismo de la guerrilla como motor de la revolución frente al partido, lo que suponía un intento de sustituir a los partidos comunistas en América Latina por los grupos guerrilleros y privilegiar el foco militar frente al movimiento político, ya que se trataba de hacer la revolución aun cuando las condiciones no estuvieran dadas, de anteponer la voluntad a las determinaciones materiales. 2. Para dar un ejemplo entre otros posibles: en el caso del grupo uruguayo MLN Tupamaros, Clara Aldrighi (2001) expone la tesis de la violencia defensiva esgrimida por los tupamaros frente a la violencia impuesta por el imperialismo, el capitalismo y la oligarquía dominante, mientras para Hebert Gatto (2004), quien discute la interpretación de Aldrighi, se trata de una violencia radical cuya matriz se encuentra en la Revolución cubana.

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La lucha armada del foco es, además, un medio de reclutamiento a través del ejemplo del arrojo heroico, del carácter épico, de la entrega de la vida de los guerrilleros que se ofrece como modelo a seguir. También es una paideia que enseña a los campesinos los valores revolucionarios y los prepara para el proceso de concientización: es el aprendizaje a través de la guerra, una pedagogía de las armas. Sorprende la productividad que la teoría del foco otorga a la violencia (su cualidad performativa) en tanto inicio del foco, configuración del perfil del guerrillero, estrategia de reclutamiento, enseñanza y concientización del campesinado, todo lo cual se engloba en el poder de la violencia para transformar la sociedad y acceder al poder. De este modo, el foco se coloca como momento genesíaco, como una instancia originaria desde la cual se desarrollará la revolución, instalando un imaginario cuasi religioso ligado a la creación ex nihilo, al fin de los tiempos y al inicio de otros nuevos. La violencia revolucionaria aparece como un acto refundacional, la inauguración de un nuevo ciclo que cancelaba el anterior, una violencia fundatriz, creadora, purificadora.3 En este sentido la violencia revolucionaria (en especial el modelo jacobino) se vincula con la matriz escatológica de la tradición judeo-cristiana que profetiza el fin de los tiempos signados por el pecado original y el inicio de un período de renovación, de un tiempo nuevo de paz y felicidad, el milenio (Vezzetti 2009, Gatto 224).

La violencia colonial a partir de Frantz Fanon y Jean-Paul Sartre Otro de los textos centrales sobre la violencia en los años sesenta fue Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon (1961), que se abre con un primer capítulo titulado “La violencia”. Veamos la síntesis que lleva a cabo Jean-Paul Sartre en el prefacio al texto de Fanon a través de la 3. Juan Duchesne Winter (2010) critica esta idea del foco como punto inicial de la acción revolucionaria en el caso cubano —como si nada la antecediera— señalando la intensa actividad de grupos de diversa condición que prepararon el terreno para la acción de la guerrilla comandada por Fidel.

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cual el filósofo francés también explica y reinterpreta constantemente la cuestión de la violencia. Lo que aquí está en juego es la “violencia colonial”, tanto la que imponen los colonos y padecen los colonizados como la que estos últimos emplean en sus luchas de liberación, de modo que ambos textos (Fanon y Sartre) exploran la violencia revolucionaria desde la condición de las sociedades coloniales. La argumentación sigue un recorrido —dialéctico, especular y espiralado— de la violencia que se inicia con las políticas de sometimiento, opresión, domesticación y barrido que el colono efectúa sobre el nativo en todas las dimensiones de su existencia, y que supone una deshumanización —aunque no una aniquilación— del otro. Enquista en su interior una contradicción entre las prácticas de sometimiento al otro y la necesidad de obtener el máximo rendimiento en su trabajo, una tensión entre el poder y la impotencia. Esta violencia desenvuelve su propia lógica pasando del amo (quien suscita terror) al campesino, quien ahora la emplea (convertida en furor) para ir contra el opresor: la violencia del colonizado es la violencia invertida del colono, su salvajismo es producto del salvajismo del colono, es el reflejo del colono en su propio espejo. Pero esa “rabia volcánica” hace del colonizado un hombre, lo humaniza, el odio es su “único tesoro” y son hombres “por esa loca roña, por esa bilis y esa hiel” (Sartre 8): “Hijo de la violencia, en ella encuentra a cada instante su humanidad” (Id.10). En principio, el colonizado oculta la violencia que el amo desata sobre sí, censurada por su moral y por la del amo, impide que estalle y la desvía hacia sus propios hermanos en guerras intertribales, la hace girar en redondo hacia falsos enemigos, o desvía esa violencia, la enajena y evade a través de rituales, en el regreso a mitos terribles en los que se simulan los asesinatos que no se atreven a cometer. Pero en un momento posterior “el torrente de la violencia rompe todas las barreras” (Sartre 9), desaparecen los complejos y las prohibiciones, y la violencia se vuelve contra los colonos, se convierte en un boomerang que los oprimidos emplean. Esta violencia no es la resurrección de instintos salvajes, sino que tiene un carácter regenerador, reintegrador de la humanidad del colonizado escindida por el colonialismo,

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es “el medio inhumano que los subhombres han asumido para lograr que se les otorgue carta de humanidad”, ya que a través de las armas el colonizado se cura de la “neurosis colonial” y a partir de la guerra comienza a crear nuevas instituciones, nuevas tradiciones y nuevas leyes (Ibid.). A las perspectivas de Fanon, Sartre agrega un nuevo momento de violencia, un último estadio en que la violencia, como una paideia, permite la transformación y descolonización de los propios europeos, la extirpación del colono que vive “en cada uno de nosotros”, dice Sartre, el desenmascaramiento de nuestro supuesto humanismo para mostrar sus mentiras, el reconocimiento de que detrás de los buenos espíritus, liberales y tiernos somos “una pandilla”, “los enemigos del género humanos”, “los bárbaros”. Resulta notable la capacidad productora de la violencia en las perspectivas de Fanon y Sartre, quienes no se detienen solo en los poderes destructivos de la violencia ni en su performatividad guerrera, sino en su capacidad para producir nuevos sujetos liberándolos del colonialismo y devolviéndoles su “humanidad”, y con ello crear nuevas instituciones, leyes y sociedades. En ello también se advierte la influencia de Georges Sorel en su texto Reflexiones sobre la violencia (1935), quien combina el marxismo con la filosofía de Bergson (Arendt 2006). Sorel considera y valoriza la violencia como la manifestación de la fuerza de la vida, de su creatividad, recuperando el élan vital de las filosofías vitalistas tanto de Henri Bergson como de Friedrich Nietzsche, quienes establecen la combinación entre violencia, vida y creatividad. Sorel denuncia el sistema burgués, la burocratización de la vida política como causa de la violencia, como una tiranía sin tirano, y ataca a la sociedad de consumo y a los burgueses pacíficos, complacientes, hipócritas, inclinados al placer, sin voluntad de poder, un tardío, decadente y parasitario producto del capitalismo, más que su representante. En cambio destaca las posibilidades del trabajador en tanto productor de nuevos valores.

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La violencia justa de la Iglesia rebelde El acercamiento de la Iglesia latinoamericana a los movimientos revolucionarios en la década de los 60 tuvo su origen, como sabemos, en el Concilio Vaticano II (1962-1965), un acontecimiento clave en el giro de la Iglesia hacia las luchas de los “condenados de la Tierra”, alejándose de su larga e histórica vinculación con los poderes hegemónicos de las clases dominantes. Allí se puso en práctica un aggiornamiento que significó un vuelco desde el dogma hacia las demandas del presente, e implicó una reapertura de la Iglesia hacia los movimientos renovadores del mundo contemporáneo, reconociendo la legitimidad de importantes experiencias sociales de pueblos enteros y las aspiraciones de los sectores más pobres y oprimidos a emprender procesos de liberación (Cavillioti 7). En la encíclica Gaudium et Spes se anuncia que la Iglesia debía “escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio”.4 Lo que condujo a una polarización de la Iglesia entre una postura preconciliar, apegada a posiciones conservadoras, y otra posconcilar que pugnaba por renovarse. Este concilio promovió un gran impulso transformador para ciertos sectores de la Iglesia de América Latina, quienes indagaron y estudiaron las condiciones socioeconómicas de la pobreza y la opresión de sus comunidades denunciando las injusticias, explotaciones y privilegios impuestos por el capitalismo, quienes se acercaron a los movimientos libertarios apostando al socialismo y a la revolución como caminos de lucha más próximos a los valores evangélicos, quienes recuperaron un cristianismo primitivo interesado en anunciar “la buena nueva a los pobres”, destacando en sus análisis aquellos pasajes del Nuevo Testamento que hacen referencia al “potencial revolucionario de la ideología cristiana” (Cavillioti 11). Camilo Torres y Hélder Câmara constituyeron figuras ejemplares de este sacerdocio de la Iglesia rebelde de América Latina que se comprometió con las fuerzas populares en sus luchas por la liberación.

4. Vaticano II. Documentos Conciliares. Buenos Aires: Ediciones Paulinas, 1988.

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En este contexto, las resoluciones del Consejo del Episcopado Latinoamericano (CELAM) fueron mostrando signos de renovación desde su reunión en Buenos Aires en 1960, y asimismo se formaron grupos sacerdotales de impronta “rebelde” en diversos países, entre los que se destacaron la renovación de la Iglesia chilena con el ascenso de Frei y la Democracia Cristiana a la presidencia en 1962, el compromiso de la Iglesia brasileña y su oposición a la dictadura militar de 1964, que luego cobraría protagonismo con la figura de Hélder Câmara, la formación del grupo Golconda en Colombia, las formulaciones de la “Teología de la liberación”, el Movimiento de Sacerdotes para el tercer Mundo en Argentina, el clero progresista del grupo ONIS (Oficina Nacional de Información Social) en Perú, la participación del colombiano Camilo Torres, el “cura guerrillero”, quien se unió a la lucha armada renunciando a su estado sacerdotal para vivir de otro modo el “mensaje cristiano de amor al prójimo”, entre otros ejemplos. Dos alternativas se abrían para los sacerdotes, quienes podían asumir desde el interior de la Iglesia las nuevas propuestas revolucionarias a través de la concientización política por medio del trabajo pastoral o abandonar el ejercicio de su ministerio para unirse a los laicos en la lucha revolucionaria. En este contexto cabe preguntar ¿Cuál es el argumento sobre la violencia de esta Iglesia latinoamericana de izquierda? ¿Cómo se compagina la defensa de la revolución armada con la caridad cristiana? En una apretada síntesis, he elegido ciertos textos eclesiásticos posconciliares que debaten sobre la violencia, algunos desde posiciones intermedias y otros desde posturas más radicales. Ante todo, aun para la Iglesia posconciliar, la cuestión del empleo de la violencia revolucionaria por parte del pueblo aparece como un nudo, por un lado, muy problemático y conflictivo respecto a ciertos valores cristianos que se afincan en la caridad, la paz, el camino de la reforma y el rechazo a la violencia, y por el otro da lugar, en ciertos casos, a posiciones ambiguas, fluctuantes y equívocas respecto al apoyo de la violencia armada en las luchas libertarias en tanto se la admite pero no se la aconseja. Ya Pablo VI en la encíclica Populorum Progressio (1967) había alertado respecto a la “tentación de la violencia” como vía de protesta o

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la “insurrección revolucionaria” para los casos de tiranía evidente y prolongada de aquellas poblaciones en situación de sometimiento y miseria. Aun cuando aconseja la vía de la reforma, esta encíclica dio lugar a debates en torno al derecho de los pueblos a rebelarse con las armas contra un régimen opresor. 5 En el Manifiesto de los Obispos del Tercer Mundo (1967) se exponían los males que aquejaban a los países latinoamericanos, focalizando las críticas en el capitalismo, la dependencia, el imperialismo, el colonialismo interno, y se proclamaba la vía del socialismo como una salida. Al amparo de estas ideas surgió en Argentina el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo, y en Medellín (1968) se llevó a cabo la II Conferencia General del CELAM (Consejo del Episcopado Latinoamericano) a la que asistiría el papa Pablo VI, y en donde un grupo de sacerdotes latinoamericanos presentaron —antes de la reunión— el “Documento sobre la Violencia en América Latina”. Aunque en el Documento central de esta II Conferencia del CELAM se advierte un tono fluctuante en tanto se afirma el camino de la paz como el ideal del cristiano (“Nadie se sorprenderá si reafirmamos con fuerza nuestra fe en la fecundidad de la paz. Ese es nuestro ideal cristiano. “La violencia no es cristiana ni evangélica”), sin embargo, se describe la “situación de injusticia” y la “violencia institucionalizada” que aqueja a América Latina, que exige “transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras”, ya que puede despertar 5. Copio los dos parágrafos, el 30 y el 31, que remiten a la violencia en la Encíclica Populorum Progressio: “Tentación de la violencia 30. Es cierto que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia tan grandes injurias contra la dignidad humana”. Revolución 31. Sin embargo ya se sabe: la insurrección revolucionaria —salvo en caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor.”

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“la tentación de la violencia”.6 En cambio el documento presentado por los obispos latinoamericanos exhibe una posición más radical, ya que considera que “América Latina, desde hace varios siglos, es un continente de violencia”. En este texto (“Documento sobre la Violencia en América Latina”) se expone, en primer lugar, la situación de “violencia institucionalizada” que, desde la colonia, se abate contra un pueblo explotado desde todas las estructuras de poder —económico, político, social y cultural— sean estas nacionales o internacionales,

6. Cfr.: los parágrafos 15 y 16: “15. La violencia constituye uno de los problemas más graves que se plantean en América Latina. No se puede abandonar a los impulsos de la emoción y de la pasión una decisión de la que depende todo el porvenir de los países del continente. Faltaríamos a un grave deber pastoral si no recordáramos a la conciencia, en este dramático dilema, los criterios que derivan de la doctrina cristiana y del amor evangélico”. “Nadie se sorprenderá si reafirmamos con fuerza nuestra fe en la fecundidad de la paz. Ese es nuestro ideal cristiano. ‘La violencia no es cristiana ni evangélica’ [Pablo VI, Bogotá, 23/08/68 y 24/08/68]. El cristiano es pacífico y no se ruboriza de ello. No es simplemente pacifista, porque es capaz de combatir [Pablo VI, 01/01/68]. Pero prefiere la paz a la guerra. Sabe que ‘los cambios bruscos o violentos de las estructuras serían falaces, ineficaces en sí mismos y no conformes ciertamente a la dignidad del pueblo, la cual reclama que las transformaciones necesarias se realicen desde dentro, es decir, mediante una conveniente toma de conciencia, una adecuada preparación y esa efectiva participación de todos, que la ignorancia y las condiciones de vida, a veces infrahumanas, impiden hoy que sea asegurada’ [Pablo VI, Bogotá, 23/08/68]”. “16: Si el cristianismo cree en la fecundidad de la paz para llegar a la justicia, cree también que la justicia es una condición ineludible para la paz. No deja de ver que América Latina se encuentra, en muchas partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada cuando, por defecto de las estructuras de la empresa industrial y agrícola, de la economía nacional e internacional, de la vida cultural y política, ‘poblaciones enteras faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política’ [pp. 30], violándose así derechos fundamentales. Tal situación exige transformaciones globales, audaces, urgentes y profundamente renovadoras. No debe, pues, extrañarnos que nazca en América Latina ‘la tentación de la violencia’. No hay que abusar de la paciencia de un pueblo que soporta durante años una condición que difícilmente aceptarían quienes tienen una mayor conciencia de los derechos humanos”.

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que pretenden dominar a nuestros pueblos, y donde la democracia es más formal que real. En segundo lugar, se articula una propuesta en la cual se reconoce el derecho de los pueblos a luchar por su propia liberación —agotada la vía pacífica—empuñando las armas tal como ya lo hicieron en las guerras de Independencia. Aquí se esgrime la razón de la violencia justa de los oprimidos, que se ven obligados a recurrir a ella para lograr su liberación, contra la violencia injusta de los opresores que sostienen este “nefasto sistema”.7 En esta línea, los sacerdotes no solo hacen una autocrítica de la connivencia de la Iglesia con los poderes de turno, sino que además proponen que la religión deje de ser el “opio de los pueblos” y sirva a las luchas por la liberación, lo que significa un destacable cambio en el rol mismo de la Iglesia que ahora se vuelca hacia un activismo notable. Contra esta Iglesia de izquierda, tercermundista, rebelde, revolucionaria y en ebullición se van a enfrentar las dictaduras de los setenta en el Cono Sur.

La violencia estructural del capitalismo y de la democracia: la teoría de la dependencia Un factor no menos importante —en ciertas coyunturas— para argumentar la necesidad de la revolución fue la crítica al capitalismo dependiente y a la democracia como proyectos de dominación que imponían una violencia sistémica, una violencia estructural que era necesario erradicar a través de la violencia armada de los focos guerrilleros. A partir de la hegemonía de la “teoría de la dependencia” se difundió la idea de la inviabilidad del capitalismo dependiente, del capitalismo de la periferia que solo podía desembocar en el “desarrollo del subdesarrollo”, dada la situación neocolonial de América Latina, y que precisaba emprender el camino de la revolución socialista para salir del atasco. Constataban, entre otras cuestiones, el control extranjero de la 7. Cfr. el texto: “Tampoco se trata de idealizar la violencia sino de dar una nueva dimensión al principio repetidamente reconocido del derecho que asiste a toda comunidad injustamente oprimida a reaccionar, incluso violentamente, contra un injusto agresor”.

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industria de bienes para el mercado interno y del comercio, la desnacionalización del sistema financiero, la carencia de tecnología propia y la falta de una burguesía nacional progresista, la concentración del ingreso en manos de las oligarquías tributarias del exterior y el endeudamiento externo. Esta evaluación concluía con la desestimación de la democracia como salida a la crisis y el apoyo a la revolución socialista como único camino para superar el subdesarrollo y para salir del sistema de explotación externo. En ocasiones, esta violencia de arriba tenía una máscara engañosa ya que se mostraba como un sistema democrático, aprobado y votado por el pueblo, pero solo era —por ejemplo para los tupamaros en el caso del Uruguay— una fachada destinada a ocultar la verdad de la violencia que se encontraba en las raíces y estructuras del sistema capitalista de explotación, invisible para la ciudadanía alienada bajo esta opresión. Para muchos analistas, este debilitamiento de la democracia fue uno de los factores decisivos para la búsqueda de otros medios de transformación social (Gatto 334). Hannah Arendt en Sobre la violencia —escrito en 1969 al calor de las revueltas de los estudiantes de mayo del 68, quienes, inspirados en Fanon y Sartre, glorificaron la violencia insurreccional— hace una crítica a perspectivas de este tipo que tienden a asimilar violencia y poder. Distingue la violencia (que es instrumental y por ello precisa una finalidad) del poder (que es la condición que permite la acción) como dos instancias diferentes que tienden a anularse recíprocamente. Critica la identificación entre violencia y poder; discute la idea de Clausewitz, quien define la guerra como la continuación de la política por otros medios, y se opone a considerar al poder solo como una fachada que esconde una estructura coercitiva que se escuda en el uso legal de la violencia como un “guante de terciopelo” que “oculta una mano de hierro” (65). Advierte dos tradiciones, dos modos del poder: (1) una concepción restrictiva, que proviene de la antigua noción del “poder absoluto” vinculada al surgimiento del Estado-Nación europeo, en la cual el poder político es entendido como un modo “legitimado” de organizar la violencia a través de la ley, y el estado es visto como un instrumento de opresión de la clase dominante (Arendt 49). (2) Pero para Arendt existe otra tradición —la democracia ateniense, la civitas

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romana o la república de los revolucionarios del siglo xviii— en la cual el dominio de la ley, basándose en el poder del pueblo, pondría fin al dominio del hombre sobre el hombre, y en este caso el gobierno representa el poder del pueblo (Id. 55). Es en el marco de esta segunda concepción del poder que sostiene a la democracia moderna en donde la violencia se opone al poder, y cuando se instaura la violencia, lo hace a costa de anular el poder. En gran medida, en los inicios de las transiciones del Cono Sur se van a recuperar perspectivas similares a las que esgrime Hannah Arendt para reflexionar sobre la democracia.

La guerra justa: sobre el jus ad bellum y el jus in bello El uso de la violencia armada ha sido objeto de diversas evaluaciones sobre los límites éticos de su empleo que se extienden desde quienes defienden el uso de la violencia como un medio o herramienta justificable por un fin mayor —siempre y cuando se la emplee de un modo acotado, en determinado momento y lugar—, hasta los que justifican un uso indiscriminado de la violencia (visible en el axioma “cuando de la revolución se trata, el fin justifica los medios”). Hannah Arendt lo define así cuando considera a la violencia regida por “la categoría medios-fin” que supone el riesgo de que el fin está siempre en peligro de verse superado por los medios a los que justifica y que son necesarios para alcanzarlo (Arendt 10). Tanto ciertas defensas como algunas de las críticas a la violencia revolucionaria suelen enmarcarse en dos figuras en torno a la idea de una “guerra justa”: (1) la justicia o injusticia de la guerra revolucionaria (jus ad bellum) y (2) la conducta ejercitada en el desarrollo de la misma (jus in bello)8 que juzga si las prácticas empleadas están permitidas o no (por ejemplo: el uso de la tortura). Respecto a la primera, lo que se pone en juego es el derecho legítimo de los pueblos a la rebelión y la insurgencia revolucionaria frente a gobiernos opresivos, el derecho 8. Así enfocan esta cuestión: Herbert Gatto (2004) para evaluar el caso uruguayo del MLN-Tupamaros, Clara Aldrigui (2001) también referido el MLN-Tupamaros uruguayo y Hugo Vezzetti desde una perspectiva más general (2009)

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de resistencia a la opresión o tiranicidio que la teoría política moderna estima válido para poner freno al despotismo, la violencia institucional o la explotación económica de los gobiernos. Aquí la cuestión pasa por evaluar las circunstancias, el contexto en el cual se implementa la lucha armada, si se trata de un gobierno de facto, o de un gobierno que solo en las formas responde al sistema democrático e igualmente ejerce la tiranía y la opresión por otros medios. La apelación a la guerra justa constituyó un argumento que atraviesa las coyunturas históricas más diversas, anclando en contextos de dictaduras como la Cuba de Batista o en democracias como la uruguaya.

Las escrituras de las armas: la violencia revolucionaria en la escena literaria Además de la dilatada producción teórica gestada desde y sobre la violencia revolucionaria, que apenas intentamos recorrer —cuya vastedad sería imposible agotar—, el “intelectual armado”9 despliega otra serie de prácticas simbólicas, una productividad teórica, imaginaria, retórica y escrituraria que exhibe en varias instancias. En principio se destaca la construcción de imaginarios de la violencia que —junto a los argumentos de las armas— los textos y relatos fueron construyendo. A modo de ejemplo en Pasajes de la guerra revolucionaria (1958-1961) Ernesto Che Guevara recorre una serie de imaginarios en torno a la figura del guerrillero, del combatiente, del soldado quien pone a prueba sus valores físicos y morales en la acción, ante las inclemencias del tiempo, ante la tentación a desertar o el riesgo de traicionar; quien enfrenta la lucha “hasta la muerte” y considera la caída en combate como un “sacrificio” necesario; quien se convierte en maestro,

9. Recupero el concepto de “intelectual armado” que Herbert Gatto (2004) elabora lúcidamente para el campo intelectual uruguayo en torno al MLN-Tupamaros y lo extiendo hacia América Latina. Gatto explica el trayecto del intelectual uruguayo durante el siglo xx partiendo de la generación del 900, continuando con la intelligentsia batllista, la cultura ultracrítica, el tercerismo, el intelectual de transición para llegar al intelectual armado que va a rodear el accionar de los tupamaros.

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alfabetizador y concientizador de los campesinos o juez de los traidores y “purificador” de la tropa. Hugo Vezzetti (2009) también explora una serie de imaginarios sobre la violencia de la izquierda armada desde el cruce entre la política, la erótica y la religión, tales como la “vida plena”, la épica, el relato idealista, juvenelista del militante y combatiente; la “comunidad de guerreros”, la “confraternidad del peligro”, el “heroísmo sobrehumano”, la apología de los fierros; o el “arte de morir”, la muerte bella, la sublimación en el sacrificio, entre otros casos. Dentro de las prácticas intelectuales vectorizadas por la violencia revolucionaria, la exploración de las genealogías de las luchas revolucionaria en América Latina es una de las más significativas. La violencia armada también disparó una búsqueda en el pasado de la historia (tanto las historias nacionales como la historia de América Latina) de los eventos revolucionarios que oficiaban como antecedentes y legitimaban las nuevas revoluciones por venir. En Uruguay, por ejemplo, el MLN-Tupamaros recuperó la gesta de Artigas desde la elección del nombre de los “tupamaros”. Una de las instancias de institucionalización de este archivo de las historias de revueltas y levantamientos cuya agencia se debía a indios y a esclavos negros fue aquella que se articuló en torno a la triunfante Revolución cubana, y que es posible leer, por ejemplo, en El siglo de las luces (1962) de Alejo Carpentier y en Calibán (1971) de Roberto Fernández Retamar. En El siglo de las luces Alejo Carpentier aborda la gestación de las revoluciones de independencia en América Latina atendiendo a sus complejos vínculos con la Revolución francesa, y allí sitúa la intervención de una tradición propia, latinoamericana, de revueltas y levantamientos por parte de diversos grupos de esclavos, una genealogía que se reconoce autónoma. Dice uno de los personajes, el suizo Sieger: “Todo lo que hizo la Revolución francesa en América fue legalizar una Gran Cimarronada que no cesa desde el siglo xvi. Los negros no los esperaron a ustedes para proclamarse libres en un número incalculable de veces” (277), y a continuación hace un recuento de las “sublevaciones negras que, con tremebunda continuidad, se habían sucedido en el Continente”. Para Carpentier, uno de los eventos seminales de este archivo de la historia de América Latina es la Revolución de Haití, presente tanto de esta novela como de El reino de este mundo (1949), ya

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que aunó a la guerra de independencia una lucha contra la esclavitud. Es indudable el interés de Alejo Carpentier tanto por examinar los nexos con la historia de Occidente, como por señalar la agencia de revoluciones propias, respondiendo así a Hegel, para quien el continente latinoamericano estaba vacío de esa Historia escrita por el Espíritu. Luego del catálogo de revueltas, concluye Sieger: “Bien puede verse [...] que el famoso Decreto de Pluvioso no ha traído nada nuevo a este Continente, como no sea una razón más para seguir en la Gran Cimarronada de siempre” (279). Igualmente, en Calibán se encuentra una genealogía de las revoluciones a lo largo de la historia latinoamericana. El ensayo de Fernández Retamar publicado en 1971 cifra en gran medida uno de los proyectos intelectuales emblemáticos de los 60 en América Latina, en tanto traduce las demandas ideológicas e intelectuales de la Revolución cubana, y allí descubre en las luchas revolucionarias la historia “legítima” de América Latina. Podemos considerar a la figura de Calibán roturada por el ensayo de Roberto Fernández Retamar como el emblema del intelectual armado, como una “metáfora -concepto” (Spivak1985) o como un “personaje conceptual” (Deleuze y Guattari 1993) en el cual se proyecta el modelo del escritor revolucionario para América Latina (y la propia figura de Fernández Retamar). Recuperando la tradición del ensayo de interpretación nacional, este intelectual armado construye una máquina de guerra en el interior de las tensiones de la Guerra Fría en América Latina. Roberto Fernández Retamar captura en su ensayo las ideas en disputa y las facciones que articulan este conflicto. Enfrenta dos líneas de combate: las externas, que procuran quebrar el modelo revolucionario y ofrecer una alternativa bajo la consigna del “Mundo Libre” esgrimida por la “Alianza para el Progreso”, que fue creada en 1961 por el gobierno de John F. Kennedy, para contrarrestar la influencia de la Revolución cubana en América Latina, y las disputas internas entre diversas posturas en el interior de quienes apoyan la Revolución cubana (Fernández Retamar 1984). Por un lado, Retamar denuncia los vínculos de la revista Mundo Nuevo, dirigida por Emir Rodríguez Monegal, junto con las colaboraciones de Carlos Fuentes, Severo Sarduy, Guillermo Cabrera Infante y Juan Goytisolo, con la CIA y los intereses anticomunistas de

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Estados Unidos. Por el otro, interviene en las disputas internas entre las figuras del intelectual comprometido y del intelectual revolucionario que se desataron tempranamente con la prohibición del film de Sabá Cabrera, P.M. (1961), declarado “obsceno y contrarrevolucionario” por la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas; con las palabras de advertencia de Castro a los intelectuales en la Biblioteca Nacional (conocidas como las “Palabras a los intelectuales”): “Dentro de la Revolución, todo: contra la Revolución, nada” (1961); con el posterior escándalo del caso Padilla (1968) y las cartas presentadas por los intelectuales a Fidel Castro. Todo lo cual fue marcando un escenario de batalla en la arena cultural, un terreno intelectual minado, un creciente clima antiintelectual (Gilman2003, Mudrovcic 1997). No es raro, entonces, que la polaridad amigo-enemigo constituya un principio estructural, argumentativo y discursivo central en el ensayo de Fernández Retamar. Define dos líneas dentro de la historia de América Latina opuestas, enfrentadas: por un lado, una historia y una cultura (y un intelectual) latinoamericana, la “legítima”, cuyo centro es Calibán, la figura emblemática del colonizado que resiste —el objeto de los sistemas opresivos, pero también el sujeto de las luchas libertarias—. Es una cultura atenta a las peculiaridades de América Latina, es “anticolonialista” y “antiburguesa”, y sus representantes van de José Martí a Fidel Castro, pasando por Mariátegui y otros. En la otra vereda se encuentra la cultura y la historia de la “anti-América”, cuyos intelectuales —desde Sarmiento a Carlos Fuentes y Jorge Luis Borges— figuran como ideólogos de la “burguesía”, del “(neo)colonialismo”, caracterizados por su docilidad a las teorías foráneas. La historia de la anti-América comienza con la conquista europea y continúa con el sometimiento al capitalismo como una forma de dominio neocolonial, con los “oligarcas criollos” y con el “imperialismo”. Aquella historia “legítima” es gestada, en cambio, por el “pueblo mestizo”, es la cultura de las “clases explotadas”, de los “oprimidos”, es la historia en la que grupos de “indígenas y africanos” tuvieron una fuerte agencia, como en la sublevación de Túpac Amaru en el Perú en1780, o en la independencia de Haití en 1803; y es también la lucha de los “movimientos revolucionarios en varias de las colonias españolas de América iniciada en 1810 [...]”. Esta genealogía culmina en 1959

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con la “llegada al poder de la Revolución cubana” y también con el triunfo de Allende en 1970. Si la polarización de la Guerra Fría, por un lado, vertebra esta escisión de la cultura latinoamericana en dos genealogías enemigas, por el otro da lugar a una retórica de combate, al empleo de un registro cercano a la arenga política (en la línea martiana de “Nuestra América”), próximo al discurso guerrillero en el manejo de una palabra casi oral, en la furia de las aseveraciones y afirmaciones, en la imposición de una verdad, en la ira con que rechaza a escritores que mostraran una nota de disconformidad con la revolución, en fin, en la “violencia volcánica” que da con el tono del texto. Se trata de una lengua que recupera del Calibán de Shakespeare el “saber maldecir” y que trama una galería de intelectuales maldicientes, entre los cuales se encuentran José María Heredia, José Martí y Fidel Castro, antecesores del intelectual armado de los 60. En esta línea podemos preguntarnos: ¿en qué medida los intelectuales armados crearon una escritura atravesada por la violencia, emplearon una verba violenta, una lengua maldiciente, soez, una coprolalia?, ¿o reinscribieron en su prosa marcas de las arengas militares, de los discursos marciales, del léxico bélico, de la jerga miliciana?, ¿o emplearon procedimientos literarios que como la antítesis traducía los antagonismos político-ideológicos, o como la diatriba y la invectiva vehiculizaban la injuria y la polémica?, ¿o eligieron géneros y subgéneros literarios y artísticos como la polémica, la canción de protesta, los cuentos de guerra, los testimonios carcelarios, entre otros? Es este sentido, la escritura de la violencia contamina varios de los ensayos más destacados sobre la violencia.Estas perspectivas configuraron una defensa de la violencia armada como centro de una revolución de liberación, anticolonial y antiimperialista que recorrió los textos de América Latina y fue un sustento, en primer lugar, para las prácticas militares y políticas de la guerrilla, pero además la violencia revolucionaria impregnó y redefinió otras prácticas simbólicas y otros espacios desde la cultura hasta la Iglesia del Tercer Mundo, desde la política hasta la vida cotidiana. Todo este abanico de ideas, argumentos, imaginarios, escrituras y tareas que hacen de la “violencia revolucionaria” una maquinaria productiva a nivel simbólico permite emplear la etiqueta de intelectual armado.

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El intelectual de izquierda de la década de 1960 en América Latina fue una figura clave que rodeó las convulsiones políticas, en especial la Revolución cubana, que funcionaba como un gran atractor de los escritores “progresistas” del momento, situando a la política como su interés central, colocando a la política como la gran dadora de sentido, deseando participar en la inminente transformación radical de los pueblos latinoamericanos, en un clima de gran efervescencia, de polémicas, reuniones, congresos, de creación de revistas y apertura de editoriales, de la explosión narrativa que fue el denominado boom. Este intelectual adopta dos perfiles, dos roles diversos y, en cierta medida, opuestos: por un lado, el intelectual o escritor comprometido o crítico que se “compromete” con la política, con la transformación de lo real, con los debates en la esfera pública, que defiende una posición de izquierda pero lo hace desde su propia autonomía y por fuera, tanto de la subordinación al partido como de la representación del Estado (en este caso el estado revolucionario cubano) o de los mandatos e intervenciones en su propia escritura (se pronuncia contra el realismo socialista y el arte oficial soviético). Proviene de la idea sartreana del escritor comprometido, engagé, que el filósofo francés supo describir en ¿Qué es literatura? y colocar como una alternativa tanto a la afiliación partidaria como a los mandatos estatales, ya que el intelectual siempre está disconforme, siempre esgrime una crítica. A estas características respondían la mayoría de los escritores del boom, consagrados por los méritos de su propia narrativa experimental y vanguardista, y por el triunfo en el mercado. En cambio, el escritor revolucionario es aquel que privilegia la praxis política revolucionaria (y sus instituciones partidarias o estatales) a la autonomía del arte, apuesta a un arte para el pueblo en clave “realista” y capaz de traducir los mandatos revolucionarios, rediseñando el concepto de intelectual que ahora será ocupado por figuras como la de Fidel Castro o el Che Guevara, quienes aúnan las “armas y las letras”, la “pluma y el fusil” (Gilman 2003). La noción de intelectual armado no se acomoda necesariamente a ninguno de los dos conceptos (comprometido y revolucionario) de modo exclusivo, los puede atravesar a ambos, ya que no se trata del grado de autonomía que adopte respecto a la esfera política, sino de la intensidad con la que colabore en las tareas de la maquinaria simbólica de la violencia revolucionaria.

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Aunque también cabría diferenciar entre un sentido estrecho (stricto sensu), en el cual el “intelectual armado” corresponde a los líderes e ideólogos de los movimientos guerrilleros, es decir a Fidel Castro, al Che Guevara, entre otros, en cuyos textos se encuentran los argumentos de las armas estrechamente vinculados al empleo de las armas. En un sentido más amplio (lato sensu) abarca al cordón de intelectuales que, sin una participación militar, rodea al grupo revolucionario y fundamenta la opción por la revolución armada, pero también da cuenta de ella a través de la literatura, del arte, del ensayo de ideas. La tarea del intelectual armado consistió en configurar el background cultural que rodeaba y sostenía a la izquierda armada, así como también dotarla de imágenes y relatos. Lo que aquí está en juego es el modo en que la violencia armada revolucionaria fue discutida, argumentada, imaginada, valorada, metaforizada y convertida en escritura. Claro que su tarea fue mucho más amplia y abordó diversas cuestiones sobre la historia y la cultura de América Latina, pero lo que aquí nos interesa es focalizar en la “violencia revolucionaria” como maquinaria simbólica.

Los avatares del intelectual armado en tiempos posrevolucionarios ¿Qué sucede con el intelectual armado en las últimas décadas, cuando la revolución deja de ser una opción viable para América Latina, cuando la derrota de la izquierda armada recorre el continente?10 Las dos “olas” o “generaciones” (Castañeda 1993) del brote de la izquierda armada se inician con la entrada de Fidel a La Habana el 8 de enero de 1959 y llegan a su término a comienzos de la década de 1990, signada por varias derrotas. Así, el endurecimiento de la dictadura en Brasil en 1968 y los golpes de estado en Chile (1973), Uruguay (1973) y Argentina (1976), donde la brutal represión impulsada por las doctrinas de seguridad nacional aplasta a la guerrilla en el Cono Sur, cierran la primera ola. En cambio en el norte, la segunda ola encuentra en 1990

10. Tomo algunas perspectivas desarrolladas en Amar Sánchez y Basile (2014).

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su fecha de cierre: así, entre varios ejemplos, el Ejército Guerrillero de los pobres (EGP) de Guatemala fue —junto con otros grupos—violentamente reprimido y quebrantado entre 1982 y 1983; o el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) de El Salvador firma en 1992 el Acuerdo de Paz que lo condujo a la legalidad como partido político; o el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua es derrotado en las urnas en 1990 frente a Violeta Chamorro. Asimismo, en 1992 es capturado Abimael Guzmán Reynoso, el principal cabecilla del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL). La desintegración del bloque socialista liderado por la URSS y la caída del Muro de Berlín en 1989 golpearon también a la izquierda revolucionaria y provocaron un giro en el gobierno cubano, el cual dio inicio en 1990 al denominado “Período Especial en Tiempo de Guerra”. La década de 1990 se abre, entonces, con otra perspectiva que recoloca a la izquierda armada latinoamericana —tanto aquella que ha sufrido la derrotas por las armas como la que ha virado su política hacia la legalidad democrática— en el contexto internacional del derrumbe del bloque socialista y en el contexto local signado por una ola democrática y por los reclamos en favor de los derechos humanos, que se hacen visibles con más fuerza en el escenario del Cono Sur con el fin de las dictaduras y las reaperturas democráticas.11 Por un lado es posible advertir, en cierto casos, un “desarme del intelectual” de izquierda que deja atrás el contexto de la Guerra Fría y focaliza los procesos de transición hacia la democracia en varios países del Cono Sur, que evalúa críticamente las dictaduras de la historia reciente pero también inicia una autocrítica a la violencia revolucionaria, que apuesta por la defensa de los derechos humanos y a las demandas de “memoria” como nuevos paradigmas que van a recorrer América Latina. El escenario intelectual de la posdictadura uruguaya resulta un ejemplo claro de estas transformaciones, ya que allí se organizaron varios coloquios en los inicios de la década de los 90 en Uruguay, que luego fueron publicados en compilaciones, tales 11. Así, en 1990 se llevaron a cabo la transición democrática en Chile (1990) y Paraguay (1990), que vinieron a concluir las democratizaciones de Bolivia (1982), Argentina (1983), Uruguay (1985) y Brasil (1985).

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como: Cultura mercosur: política e industrias culturales (Montevideo, Trilce, 1991); Cultura(s) y nación en el Uruguay de fin de siglo, ed. H. Achugar (Trilce, 1991); Identidad uruguaya: ¿mito, crisis o afirmación?, comp. H. Achugar y G. Caetano (Trilce, 1992); Mundo, región, aldea. Identidades, políticas culturales e integración regional, comp. H. Achugar y G. Caetano, (Trilce, 1994), entre otros.12 Estos coloquios y sus posteriores compilaciones constituyen prácticas intelectuales cuyo centro es el diálogo, la conversación, el debate. El quiebre de la “razón emancipatoria” de los 60 y la pérdida de la batalla de la izquierda revolucionaria en América Latina fijan la necesidad de una amplia revisión de los valores e ideologías, pero también de los procedimientos discursivos orientados a la formación de opiniones, de las “condiciones pragmáticas del discurso”, de lo que Habermas llama la “razón comunicativa”, vinculada a un abanico de dimensiones como la sustitución de una filosofía del sujeto por una filosofía intersubjetiva; la atención a la pragmática del discurso al calor de las teorías de los Actos de habla de Austin y Searle; el desplazamiento y resignificación de esa pragmática del lenguaje para analizar las regulaciones de la esfera de la opinión pública; todas cuestiones que aceitan el ejercicio de una comunicación intersubjetiva y resultan útiles para pensar la escena intelectual de la posdictadura uruguaya. Más allá de las diferencias y disputas de Habermas con Richard Rorty, ambos apuestan a “la fuerza persuasiva del mejor argumento”, a la necesidad de articular un diálogo, a las prerrogativas de construir un consenso, una negociación, un acuerdo al interior de la esfera pública, a la voluntad de una comunicación sin “coerciones”, a la disposición “a conversar en vez de a combatir”.13 Los coloquios organizados por Hugo Achugar y Gerardo Caetano entre otros, y las posteriores compilaciones evalúan, entonces, el modo más adecuado en que este debate debe realizarse, las condiciones de su enunciación, la “razón comunicativa” habermasiana. La experiencia de la dictadura mostró los efectos paralizantes de un discurso que se

12. Desarrollo esta cuestión de un modo más extenso en “El desarme de Calibán”, en Basile y Amar Sánchez (2014). 13. Las citas entrecomilladas están tomadas de Habermas (2004), Bernstein (1988) y Rorty (1991a y 1991b).

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impuso como la única verdad a la sociedad, obturando la libre expresión de la esfera pública, dejando como legado “la herencia perversa de aspirar a un saber unívoco y monolítico en que la divergencia es percibida como detestable y el interlocutor se vuelve abominable y abusivamente un otro, extraño o enemigo” (Viñar 1993). Maren y Marcelo Viñar proponen “la riqueza de un diálogo controversial”, y el escritor Tomás de Mattos decreta el fin de aquellos “grandes pontífices que decían dónde estaba el bien y dónde el mal” (De Mattos 1992) como instancias superadoras del enfrentamiento entre ideologías fuertes, de la lucha como modo de saldar diferencias políticas. La conversación apela a la negociación —otra palabra clave— entre las partes que forman el cuerpo social, remite al modelo de una democracia participativa en la que sea posible negociar las diferencias sin apelar a la violencia. En Planetas sin boca Achugar describe de un modo impecable el “desarme” en la práctica comunicativa: “implica el desafío de transformar batalla en debate, debate en negociación, negociación en conversación. Y conversación viene de conversari, de vivir en compañía. Implica el desafío de transformar la imposición autoritaria resultante de toda batalla, en la conversación propia de toda negociación” (Achugar 2004: 125).14 14. Este “desarme” del intelectual, este desarme de Calibán, tanto de las meganarrativas como de las prácticas intelectuales, fue articulado en primer lugar por el mismo Fernández Retamar en Todo Calibán, una de cuyas ediciones más importantes, la que lleva el prólogo de Frédric Jameson, es de 1989, bajo el clima del fin de la Guerra Fría, la caída del Muro de Berlín y el desplome del bloque soviético que precipitaron el deshielo cultural iniciado en los ochenta. Varios de los escritores del llamado Nuevo ensayo cubano también se ocuparon del desarme de Calibán, tanto del sistema de oposiciones como de su retórica guerrera. Mientras Antonio José Ponte reclama en La fiesta vigilada (2007) recuperar no una sola memoria, no una sola Habana, sino las nueve Troyas sepultadas; Rafael Rojas en Isla sin fin (1998) revisa los relatos del pasado y va colectando las memorias que se fueron intercalando en el texto cubano y que lo hacen diverso y múltiple, complejo y tensionado por corrientes y contracorrientes, tales como el discurso “afirmativo” y el “negativo”, los relatos del exilio y del insilio, del adentro y del afuera, de la cercanía y la lejanía; la narración de la “frustración republicana” y la de la “utopía insular”; la “razón instrumental” y la “razón emancipatoria”; los proyectos republicanos, liberales, democráticos, modernos, capitalistas. La polaridad se vuelve isla sin fin, archipiélago. Esta propuesta supone para Rafael Rojas un cambio en las políticas culturales y en los modos

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Por otro lado, es posible advertir ciertos avatares y reorientaciones del escritor maldiciente en las últimas décadas, que ahora apunta su lengua iracunda a diversos tipos de violencia de la historia reciente (aunque ya no desde la defensa de la violencia revolucionaria). Así el empleo de la ira furibunda, la blasfemia, la injuria y el exabrupto en la lengua logorreica de Fernando Vallejo, quien interpela la violencia sin ideología de la guerra del narcotráfico en Colombia. O el uso de una escritura cínica, irónica, brutal, iracunda, por momentos soez, sexual, carnicera (con la abundante presencia de verbos como “despedazar”, “descuartizar”, “destazar”, “cortar”,” “tasajear”, “desgarrar”, “reventar”, “machacar”, entre otros), sin los filtros de las buenas costumbres ni los eufemismos al uso, para dar cuenta del asco y de la insensatez, de la “orgía de sangre y pólvora” desatada por el genocidio guatemalteco. Constituyen dos escrituras maldicientes aunque también atravesadas por la melancolía, la desilusión y el cinismo que despiertan el desencanto de la izquierda revolucionaria15

Bibliografía Achugar, Hugo. Cultura mercosur: política e industrias culturales. Montevideo: Trilce, 1991. — ed. Cultura(s) y nación en el Uruguay de fin de siglo. Montevideo: Trilce, 1991. — Mundo, región, aldea. Identidades, políticas culturales e integración regional. Montevideo: Trilce, 1994. — Planetas sin boca. Escritos efímeros sobre arte, cultura y literatura. Montevideo: Trilce, 2004. de intercambio intelectual, requiere recuperar la “urbanidad”, el “intercambio”, la “tolerancia” y la posibilidad de “convivencia” que dominaba las polémicas y debates intelectuales durante la República. Iván de la Nuez (“El destierro”) radicaliza este ejercicio de la apertura en la figura de un Calibán diaspórico que se ha fugado de toda isla, no para radicarse en otro territorio, sino para deambular en el espacio posnacional y global, haciendo de la fuga una geografía desde la cual rediseñar la cultura. 15. Desarrollo algunas de estas perspectivas en “Los saberes de Ismene: violencia, melancolía y cinismo en Insensatez de Horacio Castellanos Moya”.

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Achugar, Hugo y Caetano, Gerardo, comp. Identidad uruguaya: ¿mito, crisis o afirmación? Montevideo: Trilce, 1992. — Mundo, región, aldea. Identidades, políticas culturales e integración regional. Montevideo: Trilce, 1994. Aldrighi, Clara. La izquierda armada. Ideología, ética e identidad en el MLNTupamaros. Montevideo: Trilce, 2001. Amar Sánchez, Ana María y Basile, Teresa, eds. “Introducción”. Derrota, melancolía y desarme en la literatura latinoamericana de las últimas décadas. Número Especial de la revista Iberoamericana, Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI), Pittsburgh. Vol. LXXX, abril-junio (2014), nº 247: 327-349. Arendt, Hannah. [1969] Sobre la violencia. Madrid: Alianza Editorial, 2006. Basile, Teresa. “El desarme de Calibán”. Derrota, melancolía y desarme. Los años ‘90 en la narrativa latinoamericana. Eds. Teresa Basile y Ana María Amar Sánchez. Número Especial de la Revista Iberoamericana del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI) de Pittsburgh,Vol. LXXX Abril-Junio (2014) nº 247 del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana (IILI) de Pittsburgh: 595-608. — “Los saberes de Ismene: violencia, melancolía y cinismo en Insensatez de Horacio Castellanos Moya”. Ironía y violencia en la cultura latinoamericana. Ed. Brigitte Adriensen. En prensa. Bernstein, Richard. “Introducción”. Habermas y la modernidad. Madrid: Cátedra, 1988, 13-61. Carpentier, Alejo. El siglo de las luces. México: Siglo XXI, 1986. Castañeda, Jorge. La utopía desarmada. El futuro de la izquierda en América Latina. Buenos Aires: Ariel, 1993. Cavillioti, Marta. “Prólogo”. Cristianismo: doctrina social y revolución, Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1972. Debray, Régis. El castrismo: la larga marcha de América Latina, 1963. Montevideo: Editorial Sandino. — “¿Revolución en la revolución?”, Punto Final, nº 25, (1967), . De La Nuez, Iván. “El destierro de Calibán. Diáspora de la cultura cubana en los ‘90 en Europa”. Encuentro de la cultura cubana nº 4/5, primaveraverano (1997). — “Inundación” y “De la tempestad a la intemperie. Travesías cubanas en el poscomunismo”. Paisajes después del Muro. Disidencias en el poscomunismo diez años después de la caída del muro de Berlín. Barcelona: Península, 1999.

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Teresa Basile

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Camino de morir Representaciones de la alteridad y la mismidad cultural en contexto de violencia política (de Mario Vargas Llosa a Lurgio Gavilán Sánchez)1 Lucero de Vivanco, Universidad Alberto Hurtado. Santiago de Chile

Porque nuestra vida es como una pompa de jabón que desde que levanta el vuelo comienza a morir, y en ese camino de morir [...]. Lurgio Gavilán Sánchez

Entre los años 1980 y 2000, el Perú vivió un período de violencia política sin parangón en toda su vida republicana. El conteo final del conflicto armado interno sostenido entre el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL) y el Estado peruano durante esos años arroja casi 70.000 muertos, de los cuales el 70% pertenecía a los estratos más empobrecidos de la población, dando señal de la conformación desigual y jerarquizada de la sociedad peruana, aun para el contexto de violencia. El Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) 1. Este trabajo amplía y profundiza una reflexión sobre sujeto y violencia iniciada en el capítulo “Pares-dispares” de Memorias en tinta. Ensayos sobre la representación de la violencia política en Argentina, Chile y Perú.

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ha establecido que “la gravedad de la situación [...] no se limitó a un conflicto no convencional entre organizaciones subversivas armadas y agentes del Estado, sino que incluyó en el mismo período 1980-2000 la peor crisis económica del siglo que desembocó en un proceso hiperinflacionario inédito en el país; momentos de severa crisis política que incluyeron el debilitamiento del sistema de partidos y la aparición de liderazgos providenciales, un autogolpe de Estado y hasta el abandono de la Presidencia de la República en medio de uno de los mayores escándalos de corrupción de la historia peruana; el fenómeno del narcotráfico coincidió tanto con el surgimiento y expansión del fenómeno subversivo armado como con su represión” (Tomo I, 56). A lo anterior, deben sumarse otros factores de más larga data, tal como un deficitario proceso de modernización, que ha perpetuado las prácticas excluyentes y racistas heredadas del sistema colonial, terminando por dejar en el fin de siglo un país moral, social, económica y políticamente devastado, que se vio obligado a emprender un proceso de transformación y regeneración desde el año 2000 en adelante. Desde los primeros años del conflicto, la literatura peruana se levanta como un espacio para pensar su contexto inmediato y propone diversas claves e interpretaciones que buscan iluminar —u opacar, en algunos casos— la comprensión de las distintas dimensiones de “lo real” de la violencia. La literatura ha contribuido, con esta dotación, a la generación de significados y saberes que han enriquecido los numerosos debates mediante los cuales se intenta articular dicha experiencia histórica. En este sentido, los textos literarios en los que se narra la violencia se legitiman no solo en el campo cultural, sino también en la esfera política de la sociedad, al participar de lo que Rancière ha llamado el “reparto de lo sensible” (El reparto), haciendo evidente la manera en que los discursos son portadores de mecanismos de inclusión y exclusión, de visibilización e invisiblización, y de estrategias que hacen espacio a voces subalternas o, por el contrario, las acallan. La literatura entendida en estos términos, como “política de la literatura” (Rancière, Política), participa entonces no solo como una fuerza reflexiva, sino también metarreflexiva, activando los debates propios de la elaboración de las memorias y de la inscripción de los acontecimientos en el relato de la historia.

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Dentro de los propios textos literarios, así como dentro de la crítica que se hace cargo de estudiarlos, se han desarrollado recurrentemente ciertos ejes de debate. Desde un punto de vista sincrónico, los más importantes están orientados a dilucidar las causas de la violencia, la magnitud alcanzada y las condiciones de posibilidad de narrar tal experiencia. Estos debates se desarrollan fundamentalmente a partir de la asunción de explicaciones esencialistas y antropológicas, por un lado, frente a explicaciones levantadas desde perspectivas más bien históricas y políticas, por el otro. Al interior de estas polémicas rivalizan, en un extremo, visiones de mundo que entienden la “etnia andina” dentro de un concepto de “nación cercada”, congelada en el tiempo, arcaica, atávica, barbárica y compuesta por comunidades naturalmente violentas; y, en el otro extremo, visiones que articulan la violencia a la desigualdad radical instalada durante el período colonial y a un sistema social estructuralmente violento. Esta última visión se explica en función de un Estado centralizado, que históricamente no ha incorporado dentro de su comunidad imaginada ningún colectivo social fuera de las élites criollas que lo componen, aglutinando así la hegemonía política y la económica al interior del país. La forma esencialista de entender la violencia en el Perú surge tempranamente con el Informe de Uchuraccay (1983) y con Historia de una matanza (1983)2, ambos textos de Mario Vargas Llosa, a los que se suman posteriormente las novelas Historia de Mayta (1984) y Lituma en los Andes (1993), novelas que insisten, cada una a su manera, en este mismo paradigma3. En ellos, como ha afirmado con acierto López Maguiña, “se fijan los términos y los valores mediante los cuales el discurso estatal percibía las acciones violentas que venían desarrollándose. Pero también se fijan las categorías y los esquemas con que el discurso oficial va a representar y explicar los hechos de violencia que en adelante van 2. El Informe de Uchuraccay es el primer documento oficial sobre la violencia en el Perú, encargado por el propio presidente de la República a una comisión multidisciplinaria presidida por Mario Vargas Llosa, para investigar la confusa muerte de ocho periodistas en Ayacucho, a poco tiempo de haberse iniciado el conflicto armado. “Historia de una matanza” es el relato literario de dicho informe. 3. Sobre este tema, puede verse mi artículo “El capítulo PCP-SL en la narrativa de Mario Vargas Llosa”.

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a ocurrir” (257). La detracción literaria de esta visión de mundo se produce también tempranamente, con novelas como Adiós Ayacucho (1986) de Julio Ortega, la que reconstruye un fondo político e histórico para significar el origen de la violencia. Desde entonces hasta ahora, como un eco de aquel primer debate, numerosos textos tanto de ficción como críticos han defendido esta necesidad de “historizar la violencia” (Theidon 21), incluyendo el Informe final de la CVR (2003) y, recientemente, Memorias de un soldado desconocido. Autobiografía y antropología de la violencia (2012), de Lurgio Gavilán Sánchez. Sin embargo, aún no hay consenso respecto de cómo entender las causas de la violencia en el Perú, lo que constituye evidencia de lo confrontacionales que pueden llegar a ser los posicionamientos de la literatura frente a los discursos —oficiales o no— construidos en relación a este período de la historia. Dentro del ámbito de las ciencias sociales y también de la crítica literaria, son ampliamente conocidos los debates sobre experiencia y escritura, historia y memoria, testimonio y narración, y sobre la pregunta de fondo de si el horror y la violencia extrema son susceptibles de ser contados. Estos debates encuentran en el Holocausto su modelo paradigmático, y han sido también desarrollados en el campo latinoamericano, fundamentalmente en torno a las dictaduras del Cono Sur. Sin embargo, en el Perú, interpretar las narrativas de ficción a la luz de una discusión teórica amplia que incorpore las categorías de memoria e historia vinculadas a los problemas de representación de las experiencias límites adquiere una complejidad adicional, dada la heterogeneidad cultural, la violencia de larga data instalada desde un Estado postcolonial y la desigual magnitud con que la violencia política impactó la sociedad peruana (tres de cada cuatro víctimas fueron campesinos quechua hablantes), profundizando la violencia estructural. En función de estos factores y, sobre todo, en función de la naturaleza subjetiva en la que se sustenta la violencia estructural, parece oportuno problematizar la elaboración discursiva de la memoria histórica anclándola dentro de la experiencia de un trauma intersubjetivo, y configurando las nociones de otredad, dominación y reconocimiento asociadas a cuestiones de raza y clase social, y no solo de ideología política.

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Las categorías de “intersubjetividad”, “otredad”, “dominación”, “trauma” y “reconocimiento” recién mencionadas ingresan en este trabajo desde la perspectiva del psicoanálisis relacional, esto es, desde una posición postfreudiana que concibe al sujeto siempre en términos intersubjetivos.4 Lo anterior significa que el sujeto se construye continuamente en el vínculo con el otro, siendo “la relación” la unidad de análisis básica. Especialmente, los estudios de la psicoanalista Jessica Benjamin (Los lazos de amor y Sujetos iguales) son cruciales para entender las relaciones de dominación en función de las diversas conceptualizaciones del sujeto. Benjamin lo ha explicado mediante la “paradoja del reconocimiento”, según la cual, para confirmarnos como sujeto, necesitamos el reconocimiento del otro: “el reconocimiento —dice Benjamin— es la respuesta del otro que hace significativos los sentimientos, las intenciones y las acciones del sí-mismo. Permite que el sí-mismo realice su agencia y autoría de un modo tangible. Pero este reconocimiento solo puede provenir de otro al que nosotros, a la vez, reconocemos como persona por derecho propio” (Los lazos de amor, 24). Según Benjamin, tanto para Hegel como para Freud la fractura de la tensión implicada en esta paradoja es inevitable: el sujeto, al no aceptar su dependencia respecto de alguien que no controla, suprime la paradoja y activa la dinámica de la dominación, dando lugar a la relación entre el amo y el esclavo. Contrariamente a Hegel y a Freud, Benjamin propone que la dominación no sería el resultado de un quiebre inevitable, sino de una falla en el necesario mantenimiento del reconocimiento recíproco: es al quebrarse la paradoja entre la afirmación del yo y el reconocimiento del otro, cuando el deseo de afirmación se convierte en dominación y

4. El psicoanálisis relacional surge en el mundo anglosajón con la idea de revisar el enfoque exclusivamente intrapsíquico del psicoanálisis clásico. Es así como algunos psicoanalistas norteamericanos (Atwood, Greenberg, S.A. Mitchell, Orange, Stolorow) empiezan a plantear “la relación” como la unidad básica de análisis y la díada madre/hijo como el punto de partida para la construcción del sujeto y el desarrollo individual. Con esto, no solo se rescata la imprescindible importancia de la experiencia en dicho proceso —y la insistencia de que “el psicoanálisis opera en un campo de dos personas” (Benjamin Sujetos iguales, 37)— sino que se rivaliza con el triángulo edípico freudiano, proponiendo, a partir de los vínculos tempranos de la etapa pre-edípica, una nueva construcción teórica del sujeto.

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la necesidad de reconocimiento, en sumisión. Desde esta perspectiva teórica se visibiliza la objetivación de los sujetos (el otro como caníbal, el otro como bárbaro, el otro como esclavo, el otro como mera fuente de satisfacción de deseos narcisistas) toda vez que los sujetos no se entienden dentro de un modelo relacional o de mutualidad. Dicho esto, el presente ensayo se sitúa en la disputa por la construcción de subjetividades, tanto en el plano del enunciado como en el de la enunciación, para problematizar las representaciones de la «alteridad» y la «mismidad» presentes en la narrativa peruana, cuando se trata de vincular actores (sujetos) al origen de la violencia y a las consecuencias catastróficas de la misma. Más concretamente, las representaciones de la alteridad y la mismidad en la narrativa de Mario Vargas Llosa alusiva a la violencia, y de Lurgio Gavilán Sánchez en Memorias de un soldado desconocido, respecto de dos asuntos discutidos por la crítica en relación a los textos narrativos de este periodo. Primero, la preeminencia de ciertas fórmulas de «alteridad» cultural para explicar la violencia, tanto en discursos oficiales como en textos de ficción, las que reescriben los estereotipos del indigenismo literario;5 segundo, las estrategias de representación de la «mismidad», considerando la relación entre el grado de devastación alcanzado, las posibilidades de “contar” esa experiencia traumática al interior de un texto literario y el lugar de enunciación desde donde se están llevando a cabo estos intentos. En este marco, propongo que el texto de Gavilán inaugura una nueva narrativa respecto de la literatura de la violencia en el Perú. Por un lado, en una suerte de deconstrucción de las representaciones decimonónicas del sujeto/objeto indígena y de desplazamiento respecto de la figura tradicional del “letrado” criollo, Gavilán rompe con los modelos indigenistas, fundamentalmente a la hora de asumir la construcción autónoma 5. Esto significa que se extraen de las corrientes literarias indigenistas los modelos de representación (actitud paternalista o caritativa, victimización, exotización, infantilización, falta de iniciativa), lo que ha sido descrito como el “paradigma indigenista” por la CVR (Tomo V, 155), dentro de los discursos sobre la violencia política en el Perú. En este sentido, Enrique Mayer propone situar a Vargas Llosa sobre el trasfondo del indigenismo intelectual en el Perú, que buscó la integración de los indígenas a la sociedad nacional mediante la “revitalización” de sus patrones culturales de modo de hacerlos compatibles con un Estado nacional moderno.

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del propio sujeto, y de incorporar, como se verá más adelante, sistemas de representación “alternativas” a la escritura. Por otro lado, propone un inédito lugar de enunciación, intersubjetivo e inclusivo, al aglutinar en una sola voz las posiciones de víctima, victimario, testigo y memorialista, renunciando a las escrituras multi-mediadas que hasta ahora caracterizaban gran parte de los textos literarios de los últimos años. Es comúnmente conocida la dirección que toman los textos de Vargas Llosa cuando describe al sujeto indígena como un otro cultural irracional, barbarizado, subyugado a las fuerzas de la naturaleza, con capacidades cognitivas mermadas, sin agencia política y con escasas nociones de los sistemas legal y democrático. El Informe de Uchuraccay, amparándose en un principio de autoridad científica extraída de la propia composición intelectual de la comisión investigadora —un escritor, un jurista, un psicoanalista, dos lingüistas, dos antropólogos— se convierte, como ha señalado López Maguiña, en un discurso fundador en cuanto a la comprensión de la violencia en el Perú. Es desde este lugar de enunciación hegemónico que se niega la condición de sujeto al indígena, al describirlo como si fuera un objeto de conocimiento en vez de inscribirlo en el imaginario nacional como sujeto de derecho, renovando a finales del siglo xx su exclusión del reparto simbólico y concreto de la sociedad peruana. Desde la perspectiva adoptada en este trabajo, negar al otro significa, por un lado, generar necesariamente una dinámica de dominación dentro de la cual la autoafirmación se lleva a cabo tomando la posición de dominador; y, por otro lado, profundizar en el otro la posición de sumisión o subalternidad, punto de partida de la violencia estructural en el Perú y, por lo tanto, posición retraumatizadora. Volveré a esto más adelante. Por ahora, quisiera detenerme en al menos una de las estrategias utilizadas por Vargas Llosa para objetivar el sujeto y, con ello, esencializar la violencia. En “Historia de una matanza”, versión literaria del “Informe de Uchuraccay”, leemos la siguiente descripción de una mujer de la comunidad: Cuando terminó el cabildo [...] una mujercita de la comunidad comenzó de pronto a danzar. Canturreaba una canción que no podíamos entender. Era una india pequeñita como una niña pero con la cara arrugada de una anciana, con las

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Lucero de Vivanco mejillas cuarteadas y los labios tumefactos de quienes viven expuestos al frío de las punas. Iba descalza, con varias polleras de colores, un sombrero con cintas, y, mientras cantaba y bailaba, nos golpeaba despacito en las piernas con un manojo de ortigas. [...] Esa frágil mujercita había sido, sin duda, una de las que lanzó las piedras y blandió lo garrotes, pues las mujeres iquichanas tienen fama de ser tan beligerantes como los hombres (168-169).

Como puede verse por el tipo de relato, la estrategia narrativa se basa en la utilización de la écfrasis, género que nace con la descripción del escudo de Aquiles, y que se define, según W. J. T. Mitchell, como “la representación verbal de una representación visual” (138). En términos teóricos, la écfrasis se caracteriza por establecer una dialéctica entre visualidad y escritura, en la medida en que tensiona y rivaliza las posibilidades representativas de dos lenguajes o sistemas de representación distintos. W.J.T. Mitchell ha planteado, incluso, una relación de alteridad para ambos lenguajes: “una relación de dominación cultural, disciplinaria o política en la que el ‘yo’ se entiende como un sujeto que ve, habla y está activo, mientras que el ‘otro’ se proyecta como un objeto pasivo, visto y (normalmente) silencioso” (142). En la imagen verbal creada por Vargas Llosa (una fotografía de la mujer “iquichana” hecha de palabras) se reproduce la dialéctica descrita por Mitchell: un sujeto letrado que, desde una supuesta superioridad cultural —desde una posición de dominación—, proyecta una imagen del otro inferior, que pasivamente —sumiso— “se deja” cosificar mediante el retrato verbal. Lo anterior se complejiza si sumamos la tradición visual fuertemente arraigada en la cultura peruana —desde las quelcas incaicas hasta la representación de la violencia en la ilustración contemporánea, pasando por la imagen barroca colonial—, tradición que cumple funciones persuasivas y pedagógicas. La dialéctica —propia de la écfrasis— entre visualidad verbal y visualidad de la imagen, y la alteridad provocada en esta relación, se intensifica y cobra mayor relevancia cuando disputan los diferentes sistemas de representación dentro del Perú, constituyéndose, en vez de un reconocimiento mutuo, una mutua ajenidad. En este sentido, habría que ampliar la dicotomía escritura vs. oralidad planteada por Cornejo Polar a partir del encuentro entre el cura Valverde y Atahuallpa —un enfrentamiento que responde a “dos conciencias que

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desde su primer encuentro se repelen por la materia lingüística en que se formalizan” (22)— con nuevas oposiciones tales como escritura vs. visualidad y escritura vs. corporalidad, sistemas de codificación cercanos a las raíces culturales andinas, además de apropiados para la elaboración de experiencias traumáticas no procesadas por medio de la codificación verbal. En el texto de Vargas Llosa no solo se jerarquiza el sujeto criollo sobre el “sujeto objetivizado” indígena, sino que también la escritura por sobre la visualidad, la oralidad y la corporalidad. Lo dicho constituye una extensión de la dinámica de dominación sujeto/objeto al campo de la representación. Lo recientemente expuesto tiene uno de sus alcances en el problema del trauma y la retraumatización posible. Cuando un trauma es negado o no reconocido sistemáticamente por el contexto inmediato o por el medio político social, el sujeto tiende a re-experimentar la situación extrema y a retraumatizar la experiencia. El psicoanalista Sandor Ferenczi ha llamado a esto la “desmentida” de lo traumático, es decir, “la resistencia del ambiente humano a mantener un espacio de amparo al sujeto traumatizado, que en definitiva se instala como el abandono y la desmentida de las experiencias del sujeto” (Rojas 183). Algo equivalente pasa con la negación del sujeto. Tanto el no reconocimiento del otro como un igual, como el no reconocimiento del trauma del otro como real, propician conductas de marginación, exclusión, dominación y violencia —además de traumatización y retraumatización— en sujetos cuya condición (de sujeto) ha sido negada, algo que en el contexto del conflicto armado interno estuvo siempre asociado a cuestiones de raza, cultura, lengua y clase social. Por lo tanto, pensar desde esta perspectiva las prácticas de racismo, discriminación, exclusión y construcción de “sujetos de segunda clase” en el Perú, puede dar nuevas luces sobre el pasado de violencia y sobre la literatura que la expresa. Especialmente cuando la discusión gira en torno a las formas en que el sujeto indígena ha sido construido por el sujeto criollo letrado y a las posiciones postindigenistas de toma de autonomía y agencia. En efecto, el sujeto que podríamos llamar “postindigenista”, el que ha vivido la violencia y que es al mismo tiempo narrador de su propia experiencia, se transforma en un sujeto capaz de mirarse como objeto y devolverse en su propia escritura su condición de sujeto, distanciándose

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de los modelos subalternizadores de Vargas Llosa. Este sería el caso de Memorias de un soldado desconocido de Lurgio Gavilán Sánchez. Memorias narra la historia del propio autor, un niño quechua hablante y analfabeto que a los doce años se enrola voluntariamente en las filas de Sendero, en las que participa durante tres años. Desnutrido y piojoso y estando a punto de morir en un enfrentamiento con las fuerzas militares, un comando del ejército se compadece de él y lo lleva a un regimiento en el que había otros niños refugiados. En ese entorno, el niño soldado se alimenta, asiste al colegio, aprende a leer y escribir, cumple con el servicio militar y posteriormente se alista voluntariamente para combatir en las filas contra Sendero. Después de unos años, se siente llamado por la Iglesia católica y se une a los franciscanos, con quienes se prepara espiritual e intelectualmente, aprendiendo filosofía, teología y latín. Pero poco antes de recibirse de sacerdote, renuncia a la vida religiosa e ingresa a la Universidad de Huamanga a estudiar antropología, disciplina en la que obtiene (o está en proceso de obtención) un doctorado en la Universidad Iberoamericana de México, después de haber estudiado una maestría con una beca Ford. Casi veinte años después de haber abandonado la zona de guerra y ya pacificado el país, Gavilán vuelve a Ayacucho buscando entender y dar sentido a su experiencia. El resultado de esa reflexión constituye Memorias de un soldado desconocido. Memorias de un soldado muestra, al contrario que la subalternidad construida por Vargas Llosa, a un sujeto que, aun siendo niño, actúa en función de una búsqueda consciente de su propio destino y de su identidad, la que logra canalizar en sus sucesivas opciones por Sendero, el ejército, el convento, la antropología y la escritura. Es así como, frente a la descripción vargaslloseana de un sujeto indígena pasivo, sumiso y sometido a los caprichos de la naturaleza —“para estos hombres y mujeres, en su gran mayoría analfabetos y monolingües quechuas, condenados a sobrevivir con una exigua dieta de habas y papas, la existencia ha sido un cotidiano desafío en el que la muerte por hambre, enfermedad o catástrofe natural acechaba a cada paso” (“Historia de una matanza” 158)— Gavilán se presenta a sí mismo como un niño (de solo doce años, analfabeto y quechua hablante, como los “sujetos/objetos” de Vargas Llosa) que, a pesar de su corta edad, vive su iniciación en Sendero

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Luminoso como una opción consciente y autónoma, apropiándose de la cuota de esperanza que esta agrupación le ofrece: “Sendero Luminoso —dice Gavilán— también había aparecido en esos tiempos por estos lares [...], predicando en las escuelas la buena noticia del presidente Gonzalo que había llegado el tiempo de ser iguales, que había llegado el tiempo de que los pobres dirijan el destino del país” (57). En este mismo sentido, el tránsito de Lurgio Gavilán desde Sendero hasta sus Memorias encadena una sucesión de intentos por construirse una identidad, una individualidad: se adhiere a grupos de pertenencia cada vez más estructurados, sofisticados y complejos intelectualmente, dejando atrás al niño analfabeto para finalmente poner su historia en una narración. El texto deja entrever que el niño soldado dio muestras de agencia y autonomía suficientes al auto-incluirse en los distintos grupos a los que perteneció, hasta convertirse en un antropólogo y escritor, en lo que parece ser su más reciente intento por comprender su propia vida en el contexto mayor de la cultura peruana, específicamente, en el contexto de los factores étnicos y culturales que intervinieron en las causas y la magnitud de la violencia alcanzada. No hay duda de que Memorias de un soldado se constituye desde un lugar de enunciación triplemente intrínseco respecto de la violencia que rememora, contrariamente a la ajenidad de Vargas Llosa respecto de los hechos de violencia y respecto del mundo andino. Lo asombroso es la manera en que desde ese lugar de enunciación se logra una armonía narrativa para lo que en la vida real parece ser un imposible: no solo el de una palabra que aglutina las posiciones de víctima y victimario, testigo y memorialista; y no solo el de un actor que ha jugado roles contradictorios durante el conflicto armado; sino también el de una subjetividad que incorpora con frecuencia una identidad colectiva, para darle una dimensión intersubjetiva a la vivencia traumática individual: “escribo esta historia para recuperar mi memoria; y también para que nunca vuelva a ocurrir algo así en Perú” (49). En este sentido, el texto de Gavilán muestra evidencias de una comprensión de la dimensión relacional en la construcción del sujeto: su autoafirmación, y más específicamente, la autoafirmación de su memoria —una reflexión vital, emocional, personal—, conlleva la necesidad de que esta sea reconocida en una dimensión colectiva de la sociedad.

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Lo anterior es relevante a la hora de considerar los aspectos formales y los sistemas de representación involucrados en su relato: por un lado, géneros narrativos propios de las experiencias del yo —memoria, testimonio, autobiografía, diario de vida— y, por otro lado, elementos de oralidad, visualidad y corporalidad, que entran al texto como medios para codificar la experiencia, desgarrando la hegemonía de la palabra escrita. En ambos casos, una pregunta ineludible sería quiénes son los que están construyendo los relatos de la memoria y cuáles son los modos o formas que estos relatos adquieren. Esta pregunta es especialmente pertinente en un país en el que, como ya se dijo, la violencia afectó de manera profundamente desigual “distintos espacios geográficos y diferentes estratos de la población [...] rural, andino y selvático, quechua y asháninka, campesino, pobre y poco educado, sin que el resto del país la sintiera y asumiera como propia” (CVR, Tomo I, 53-54). Asimismo, porque la heterogeneidad cultural se ha manifestado y construido históricamente a partir de la disputa entre dos sistemas de representación distintos, el oral y el escrito, tal como dejó escrito Cornejo Polar. En otras palabras, en el Perú, dado que la gran mayoría de las víctimas fueron campesinos con baja escolaridad, son en general otros los que están contando su destino, desde una cultura en gran parte no compartida. Esto sitúa a los narradores de la “ciudad letrada” —como el propio Vargas Llosa— en un lugar dislocado respecto de la realidad de la que dan cuenta, y los obliga a performar con múltiples estrategias de mediación en orden de maniobrar dicha distancia enunciativa6. En el caso de Lurgio Gavilán, sin embargo, narrador cuya posición enunciativa se nutre de la experiencia directa, asistimos como lectores al uso constante de giros de oralidad, de palabras quechuas, canciones, fotografías, un glosario e innumerables recuentos de la vida cotidiana, que parecen cumplir la función de explorar distintas lógicas de representación, de modo de hacer “decible” la compleja experiencia vivida desde la estructura misma de las Memorias. Es decir, desde un sistema de representación permeado por una lógica cultural que hunde sus 6. Una reflexión al respecto puede verse en mi artículo “Postapocalipsis en los Andes: violencia y representación en la literatura peruana reciente”.

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raíces en formas de comunicación que tradicionalmente en el Perú rivalizan con la escritura. Me detengo, a modo de ejemplo, en algunas de estas lógicas de representación —corporalidad, visualidad, oralidad—, primariamente no dependientes de la escritura, incluidas en las Memorias de Gavilán. En primer lugar, la pregunta por la posibilidad de narrar la experiencia límite se responde aquí en articulación con la corporalidad del narrador, quien no solo comunica de manera no verbal sus emociones, sino que deja ver el registro de la memoria en su cuerpo. Al respecto, las psicoanalistas Susan Mailer y Edy Herrera han señalado, para plantear la unidad del concepto psique-soma, que “la mente no está en la cabeza sino en todo el cuerpo, por lo tanto la memoria no sería solo psíquica sino también corporal. Lo anterior —continúan— es dramáticamente ilustrado cuando consideramos eventos traumáticos, en los cuales podemos observar cómo el soma recuerda lo que ha quedado como un hoyo psíquico” (145). En las Memorias de Gavilán, esto se hace especialmente visible mediante la fragmentación corporal que proviene no solo de la experiencia propia de un conflicto armado, sino de haber sido parte sucesiva de los diversos actores enfrentados en dicho conflicto: “siento que el tiempo se atraganta en mi vida y este recuerdo me duele y duele; siento en los brazos, en las piernas, en el corazón. Siento que el recuerdo se alimenta como las pulgas o los piojos blancos que se alimentaron de mi sangre cuando clandestino caminaba con fusil en mano, leyendo la biblia de Mao Tse Tung” (164). En segundo lugar, la gama de rasgos de oralidad presente en el texto constituye también una estrategia primaria que contrasta con la escritura y con la racionalidad epistémica característica de las novelas de Vargas Llosa. Resalta la incorporación de más de veinte himnos y canciones en el texto que no solo permiten recuperar la cotidianeidad de las distintas etapas de la vida del niño soldado, sino que también le permite al propio sujeto de la enunciación confirmarse como sujeto individual y también como sujeto colectivo o transindividual. Esto es sobre todo evidente en las letras que reiteran rítmicamente una determinada definición de identidad propia del grupo en el que la canción o el himno se entona. Por ejemplo, en relación a Sendero Luminoso, Gavilán transcribe la versión senderista de la popular “Bella ciao”, que

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termina con estos versos: “Soy comunista toda la vida, / oh belechao, belechao, belechao, chao, chao, / soy comunista toda la vida y comunista he de morir” (94); también cuando era militar, los clásicos tetrasílabos que suelen acompañar las marchas de tropas, afirman identidad: “Sí señores / te saludan / monitores / no se asusten, / son valientes, / aguerridos. / 1, 2, / 3, 4” (118); y cuando era novicio, una canción inspirada en Francisco de Asís, marca también un telos identitario: “Fui descubriendo un camino distinto, / sentí en mi alma un vacío total. / No quiero amores que pasan y mueren, / hoy solo canto a mi Rey inmortal. / Yo quiero ser evangelio viviente / abandonarme en tus brazos, Señor” (133). En tercer y último lugar, se puede decir que, frente a la écfrasis vargaslloseana, Memorias de un soldado incluye nueve fotografías, representaciones visuales que están ahí para sustituir al discurso escrito en la construcción del testimonio de primera mano (las fotos no se explican ni se relatan en el texto, solo llevan una breve leyenda que les da contexto). Al respecto, W.J.T. Mitchell ha planteado que, “desde el punto de vista semántico, desde el punto de vista de referenciar, expresar intenciones y producir efectos en el espectador/oyente, no existe ninguna diferencia esencia entre los textos y las imágenes” (144). Sin embargo, en el ámbito del “reparto de lo sensible”, para usar la expresión de Rancière, las diferencias entre estos dos medios se convierten en “oposiciones metafísicas” (Mitchell 145), produciendo, como ya se dijo más arriba, relaciones de dominación entre el yo, sujeto que habla y ve, y el otro, objeto visto y silencioso. Por lo tanto, continuando con Mitchell, “la «alteridad» que atribuimos a la relación imagen-texto no se agota en el modelo fenomenológico (sujeto/objeto, espectador/imagen). Adopta todo el abanico de posibles relaciones sociales inscritas en el campo de la representación verbal y la visual” (146), como la raza o el género. En esta línea, frente a la representación verbal de la mujer indígena (pasiva, sin lenguaje) de Vargas Llosa, Lurgio Gavilán presenta directamente imágenes, sin utilizar el lenguaje verbal como mediación. El “ser visto” mediante las fotografías incluidas en las Memorias es una opción del propio sujeto representado que, con este acto de inclusión voluntaria, elimina su pasividad y, por lo tanto, su mutismo y, con ello, su condición de excluido y marginal.

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Para cerrar: concebir la construcción del sujeto en términos relacionales constituye un punto de partida productivo para revisar críticamente el periodo de violencia y las versiones discursivas que levantamos al respecto; para elaborar de manera fructífera y con sentido el pasado traumático; y para repensar propositivamente el debate entre las visiones esencialistas e histórico-políticas respecto del origen de la violencia, su magnitud, y los lugares “autorizados” para la construcción de los relatos. Pero especialmente, situarse bajo esta conceptualización, abre el camino para el reconocimiento de las diferencias y la aceptación de la mutualidad como condiciones inexcusables para la afirmación y el reconocimiento, tanto del sí-mismo como del otro. Esto constituiría, en el contexto de la violencia política, una valiosa oportunidad para enmendar la falla intersubjetiva histórica peruana, mediante el encuentro narrativo de una memoria compartida.

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El cristianismo como pharmakon Poder totalitario e imaginario religioso en El árbol de la cruz de Miguel Ángel Asturias Geneviève Fabry (UCLouvain, Louvain-la-Neuve, Belgique)

Este estudio plantea, a partir de un caso concreto, un problema vinculado con las matrices ideológicas y culturales que han justificado la violencia extrema, especialmente estatal. Se basa en dos premisas que conviene explicitar antes de ir más adelante. Primero recordemos que la violencia extrema presenta un exceso al cuadrado —ya que la violencia en sí contempla el uso excesivo, abusivo de la fuerza— que se relaciona no solo con el blanco y el modo de la acción violenta, sino también con su intensidad y su representación. De hecho, los psicoanalistas y terapeutas han destacado el bloqueo posible, puntual o más duradero, de la capacidad simbolizante como consecuencia psíquica de un trauma.1 De manera a veces demasiado rápida, se ha deducido 1. Así, Kaufman recuerda que “En situaciones traumáticas, la violencia del acontecimiento, por su carácter de experiencia masiva o inesperada y por la intensidad de estímulos que implica, puede quedar fuera del registro de lo simbólico, de lo

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de semejantes planteos que la literatura también podía verse acosada a poder representar solo la radical imposibilidad de expresar la experiencia de la violencia extrema. Sin embargo, me gustaría abogar aquí por una concepción de la literatura caracterizada precisamente por su capacidad de encontrar en el lenguaje medios específicos y eficaces de elaboración simbólica. La segunda premisa radica en la identificación del cristianismo como una de estas matrices que han justificado la violencia: tanto la violencia sistémica de las sociedades coloniales y neocoloniales, como ciertas formas de violencia extrema.2 El cristianismo ha desempeñado desde la conquista un papel determinante cuya ambivalencia me parece subestimada en los estudios críticos sobre la literatura hispanoamericana del siglo xx. De hecho intentaré definir la aportación de la literatura hispanoamericana en la elaboración de una auténtica crítica de la matriz religiosa de la violencia política a partir de esta ambivalencia misma. Esta se abordará a través del concepto de pharmakon ; en una segunda etapa, intentaremos precisar las apuestas subyacentes en la aproximación teórica mediante un análisis de caso: la narrativa de Miguel Ángel Asturias y, más precisamente, su novela corta El árbol de la cruz.

1. Cristo como pharmakos Para acotar la ambivalencia del legado cristiano en América Latina, es pertinente detenerse en la figura de Jesucristo: sus representaciones literarias e iconográficas permiten esbozar los contornos de una figura singular que apunta a mecanismos complejos, de tipo político, religioso, cultural y social, que contienen la violencia. Contener debe entenderse aquí en la doble acepción de “dar cabida a”

expresable. Lo vivido es vaciado de sentido, queda como un hueco, al que no se tiene acceso por medio del recuerdo ni es posible su reconstrucción histórica”. 2. Pensemos en las dictaduras del Cono Sur durante la década de 1970, que encontraron en las tendencias más conservadoras del catolicismo una poderosa justificación ideológica.

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y “poner límites a”.3 Primero, la figura de Jesucristo constituye una metonimia de la religión de los conquistadores. Fue un elemento clave del dispositivo ideológico y político que legitimó la conquista de América; permitió que el predominio hispánico pudiera no solo instalarse, sino también perdurar durante más de tres largos siglos de presencia colonial. La cruz acompañó la espada en un proceso de imposición política y cultural. Pero, en segundo lugar, cabe recordar que el cristianismo, como religión nacida de una subversión del orden político y religioso de Palestina, encierra un potencial de resistencia. En América Latina, especialmente después de la independencia, la representación literaria de la figura crística se hace más compleja; en la cruz se cifran mecanismos reguladores de la violencia política y social que, muchas veces, se superponen a la primera dimensión de enajenación ya mencionada. Representación, pues, en tensión de un referente religioso que parece ser a la vez el veneno que cifra la violencia social y simbólica, y el remedio que puede administrarse eficazmente a esta. La figura crística, a la vez remedio y veneno, cumple con creces con las características que Platón asigna al pharmakon, según Jacques Derrida.4 Además, no solo es un filtro que sirve para curar y siempre tiene el poder de invertir su eficacia propia; también se vincula con la figura de quien lo administra, el pharmakos. Es llamativo que sea el nombre que recibe el brujo, y también el chivo expiatorio de un ritual de purificación, de regulación social de la violencia, vigente en la Grecia antigua. En Anatomía de la crítica, N. Frye ya recordaba la asociación entre pharmakos y chivo expiatorio como ““estructura arquetípica y permanente de la literatura occidental” (trad. mía, citado por Derrida 151). René Girard ha desarrollado tesis muy convincentes para demostrar que Jesucristo vuelve a ocupar la figura del chivo expiatorio, pero que al mismo tiempo 3. Véase la definición del DRAE : “(Del lat. continēre).1. tr. Dicho de una cosa: Llevar o encerrar dentro de sí a otra. U. t. c. prnl. 2. tr. Reprimir o sujetar el movimiento o impulso de un cuerpo. U. t. c. prnl. 3. tr. Reprimir o moderar una pasión. U. t. c. prnl.”. 4. Derrida define el pharmakon como “ce qui, se donnant pour remède peut (se) corrompre en poison, ou ce qui se donnant pour poison peut s’avérer remède, peut apparaître après coup dans sa vérité de remède” (144).

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desmonta la fábula sacralizadora del sacrificio que le daba su eficacia propia en las sociedades antiguas (Girard 1978). Desde otra perspectiva, Hermann Herlinghaus (25-26) también vuelve a plantearse la vigencia de la relación entre la víctima vicaria como pharmakos y Jesucristo : Can it be that Christian reason is then turning this explicit need of a human pharmakos to be sacrificed, eventually obsolete? This is where philosophy and literature have to be once again, visited in order to find the traces of migration into Western modernity of a figure whose seeming absence can only lead us to discover an “open secret”. Laying out the network of clues that allow a reconstruction of the status of the pharmakos in both cultural history and philosophy would require a separate study (Herlinghaus 26).

2. La figura de Cristo en la narrativa hispanoamericana: el caso de Asturias El examen de la figura crística en la narrativa hispanoamericana reciente sería muy probablemente un capítulo clave de ese estudio por venir. Un primer rastreo de varias novelas de los años sesenta ya permite esbozar los contornos de este “open secret”. Veamos rápidamente algunos ejemplos. En Oficio de tinieblas (1962) de Rosario Castellanos, se destaca una figura crística que prolonga el dominio colonial en una cosmovisión indígena que retoma la lógica sacrificial del cristianismo en su versión más enajenante. La inmolación de un niño mestizo, crucificado un viernes santo con la esperanza de apropiarse mágicamente del poder de los ladinos, expresa hasta qué punto extremo los indígenas insurrectos han internalizado unas imágenes supuestamente dotadas de una eficacia propia, sin poder asimilar, por falta de acceso a la cultura escrita, la crítica propiamente cristiana al orden sacrificial. En Hijo de hombre (1960), novela de Roa Bastos, también resulta central la figura crística, pero esta tiende a desdoblarse en representaciones opuestas. La primera es la de los campesinos del pueblo de Itapé, que adoran un Cristo esculpido por un leproso: Gáspar Mora.5 La segunda 5. Véase el ritual descrito en el umbral de la novela: “Un rito áspero, rebelde, primitivo, fermentado en un reniego de insurgencia colectiva, como si el espíritu de la

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se ve encarnada en el actuar de un héroe de la Guerra del Chaco. Según Seymour Menton, “Gaspar [Mora] representa a un Cristo pasivo, sufrido y religioso cuyo espíritu sobrevive en una estatua de madera [la talla del Cristo leproso]; en cambio, Cristóbal es el redentor ateo con raíces en la cultura guaraní”.6 El nombre de este “redentor ateo” no deja de ser altamente significativo: Cristóbal. Mientras que los indígenas retratados por Castellanos son víctimas de una comprensión errónea del poder del crucificado a la luz de su propia fascinación por la imagen como presencia, el “hijo de hombre” roabastiano puede ser “cristóbal”, o sea cristóforo, portador de Cristo, a partir de su actuar solidario, de espaldas a la religión oficial y sus variantes, que proclaman todas una redención inútil, ya que no ha traído la justicia a los pobres. Pero al final, será la “víctima irónica” de la violencia ciega de la guerra.7 Si bien las relaciones entre Roa Bastos y los motivos religiosos, más o menos sincréticos, imbuidos de teología de la liberación, han sido investigados por la crítica, no parece ser el caso de la narrativa de Asturias, en la que, sin embargo, los motivos crísticos son frecuentes y muy significativos. A lo largo de su obra, desde sus primeras crónicas publicadas en los años 20 hasta su último relato, se puede observar la recurrencia de esta figura, que aparece vinculada con las grandes obsesiones de Asturias: “La figura de Cristo no es ninguna novedad en la obra asturiana, por el

gente se encrespara al olor de la sangre del sacrificio y estallase en ese clamor que no se sabía si era de angustia o de esperanza o de resentimiento, a la hora nona del Viernes de Pasión. [...] Pero la gente de aquel tiempo seguía yendo año tras año al cerro a desclavar el Cristo y pasearlo por el pueblo como a una víctima a quien debían vengar y no como a un Dios que había querido morir por los hombres. Acaso este misterio no cabía en sus simples entendimientos. O era Dios y entonces no podía morir. O era hombre, pero entonces su sangre había caído inútilmente sobre sus cabezas sin redimirlos, puesto que las cosas solo habían cambiado para empeorar. Quizá no era más que el origen del Cristo del cerrito lo que había despertado en sus almas esa extraña creencia en un redentor harapiento como ellos” (Roa Bastos 2008: 40). 6. Seymour Menton citado por Jacques Joset (51). 7. Véase la discusión por Herlinghaus de la noción de pharmakos como “víctima irónica” en el libro de Frye : “The pharmakos [...] is the ironic victim, as it suspends the element of the ‘special’, the intelligible case. This figure does not have a distinct tragic identity or character” (Herlinghaus 22).

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contrario, es tema recurrente y utilizado desde Leyendas y solamente las orientaciones de algunos exegetas y las exigencias de su personaje público pudieron silenciar, expulsar o folclorizar uno de los motivos inspiradores constantes de toda su producción” (Segala 329). En las páginas que siguen, quisiera destacar, a partir de un breve comentario de algunas obras de Asturias (con un énfasis en la última), dos puntos que me parecen fundamentales para la elucidación de esta matriz de la violencia que pudo constituir el cristianismo. En primer lugar, tanto en las crónicas periodísticas como en las grandes novelas del autor guatemalteco, el cristianismo se presenta como traición de los valores de vitalidad, amor y solidaridad encarnados por Jesús en su vida histórica. Pero, en segundo lugar, la narrativa asturiana hace hincapié en otra característica sobresaliente: el cristianismo ofrece un lenguaje plástico apto para decir la cultura mestiza mesoamericana y, como tal, es portador de una poderosa matriz del imaginario colectivo no desprovista de una dimensión crítica y creativa. Las crónicas que el joven Asturias escribe para el periódico El Imparcial en los años 20 y 30 son textos seminales que ya indican algunos de los rumbos que seguirá la obra madura. En la crónica titulada “Una desobediencia de Jesús. Leyenda de los tiempos prodigiosos en que pasó el Salvador ” (1933), se relata un episodio ficticio de la vida de Jesús. Este se niega a ayudar a su padre a construir un ataúd porque considera que “ningún comercio [...] es bueno con la muerte” (Asturias, París 1924-1933, 509). Sobresale aquí el retrato de un Jesús a la vez suave y rebelde que se alza contra una sociedad —la judía— que confunde la religión con un comercio funerario, y contra una potencia —la romana— que se burla cruelmente de la vida de los pobres, pero que lo hace sin hipocresía. De ahí el valor de verdad del juicio final del general romano acerca de Jesús : “el único judío digno que había encontrado en sus andanzas” (Id. 512). La misma dicotomía entre un Jesús auténticamente vital y una religión mortífera se encuentra en muchas obras de Asturias. Nos limitaremos aquí a destacar la recurrencia de estos elementos en tres obras posteriores del autor: Hombres de maíz, Maladrón y El árbol de la cruz. En Hombres de maíz (1949) culminan los tres ejes que atraviesan el proyecto narrativo asturiano: el eje cultural (rescatar la cosmovisión

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maya-quiché), estético (abandonar el realismo obsoleto de la novela indigenista a favor de un lenguaje directamente influido por las vanguardias) y político (denunciar la explotación de los indígenas por los ladinos y los imperialistas extranjeros). El argumento de la novela gira alrededor de una lucha entre una comunidad indígena tradicional y unos invasores ladinos acerca del cultivo del maíz —planta sagrada para los primeros— que los últimos quieren transformar en un negocio. Pero este argumento se ve subsumido por un proceso presente en todos los niveles del discurso: la mitificación (Lienhard 578). Esta se despliega no como un recurso documental (que ofrece un espejo de las creencias indígenas), sino como dispositivo discursivo que combina libremente elementos sacados de la cultura maya con otros: la cultura azteca,8 griega antigua,9 o judeocristiana. El título de la novela remite a la creación del hombre ; la referencia explícita a las cosmogonías mayas (cf. Petrich) no elimina el cruce con otras fuentes, por ejemplo el Génesis bíblico. El propio Asturias inscribe la trayectoria de los personajes de la novela en un esquema en el que se reconoce la impronta judeocristiana del relato veterotestamentario del “pecado original” y de la “caída”.10 Pero también parece lícito afirmar con Gerald Martin que “Yic será, hasta cierto punto, una encarnación de la figura enigmática de Quetzalcóatl-Cuculcán, el héroe cultural y modelo de las culturas mesoamericanas, en conflicto con el modelo occidental de Jesucristo” (Asturias 1997a: nota 34, 349). De manera general, los personajes presentes en Hombres de maíz se descifran en el crisol de la lucha entre dos perspectivas antagónicas: la de los indígenas y la de los ladinos.11 Es 8. Según Lienhard (1997: 582), la “curación de Goyo Yic [...] actualiza una práctica azteca descrita, en el siglo xvi, por Sahagún”. 9. Véase, por ejemplo, el comentario de Gerald Martin acerca de la relación entre el personaje de Nicho Aquino y los ritos dionisíacos (Asturias 1997a: nota 2, p. 361). 10. Véase este comentario de Asturias citado por Harss (109): “Goyo Yic, personalmente sin culpa, lleva en sí la culpa acumulativa de la comunidad. Perdida en la niebla del pasado hay una falta anónima, un pecado original, que le ha abierto los ojos a la desesperación y a la calamidad. Es un hombre después de la caída, privado de su inocencia”. 11. Otros elementos míticorreligiosos sincréticos serían dignos de estudio. Véase, por ejemplo, el análisis de G. Martin acerca de la relación entre María Tecún, la Virgen María y motivos sagrados mesoamericanos, especialmente florales (Asturias

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llamativo que en la novela el motivo de la cruz sea el que cristaliza con mayor agudeza esta tensión entre dos perspectivas opuestas en el plano ideológico e histórico, pero estrechamente entrelazadas en el plano estético y discursivo, como muestra el episodio paradigmático de la fiesta de la Santa Cruz de Mayo12 en el pueblo de Santa Cruz de las Cruces.13 Las plegarias de “ la gente” (Id. 113) se dirigen directamente a la cruz y no a Cristo, que no aparece en los monólogos interiores que el narrador entrega sin mediación al lector. En la descripción de la cruz, se insiste en el motivo de la sangre14 lo que la sitúa en el ámbito del sacrificio inacabado, en consonancia con el simbolismo de la cruz en las culturas mesoamericanas: “la cruz, para ambos pueblos [mesoamericanos y europeos católicos], era el símbolo central y más dramático” (Asturias 1997a: nota 56, 352). Si bien en una perspectiva cristiana el sacrificio de Jesucristo es el último,15 la cruz venerada en el marco de este quinto capítulo de Hombres de maíz, parece invitar a la repetición del sacrificio,16 como parece intuirlo el campesino encaramado en el improbable “mástil” de una nave “con las velas ensangrentadas”.17 El

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1997a: nota 14, 346-347). También es interesante al respecto la nota 348 en la que María Tecún se compara con la Virgen de los Dolores. Según G. Martin, se celebra el 3 de mayo y “coincide con el principio de la estación de las lluvias” (Asturias 1997a: nota 59, 359). Según G. Martin, este pueblo remite a Santiago Atitlán, “pero la inspiración simbólica es, sin duda, Santa Cruz del Quiché, la antigua capital de los maya-quichés. [...] El mismo Popol Vuh fue ecsrito, según informa Ximénez, en Santa Cruz del Quiché” (Asturias 1997a: nota 62, 353). “Al centro de tanta alabanza, una cruz de madera pintada al verde y pringada de rojo, simulando la preciosa sangre, y una sabanilla blanca en hamaca sobre los brazos de la cruz, también goteada de sangre” (113). Véase la “Epístola de Pablo a los hebreos” : “Él, por el contrario, habiendo ofrecido por los pecados un solo sacrificio, se sentó a la diestra de Dios para siempre” (Hebreos 10, 12). Esta idea es el núcleo de Oficio de tinieblas de Rosario Castellanos, novela que constituye, según Lienhard (586), un heredero directo de Hombres de maíz de Asturias. He aquí el pasaje completo: “¡Fiesta de Santa Cruz de las Cruces ! Por la señal de tus fuegos que llaman el agua que los pitos llevan en sus ojos escrutadores. Por el campesino que en tu día se destierra del suelo y se encarama a tus brazos de mástil, con las velas ensangrentadas, a llamar a Dios” (123). Martin comenta esta curiosa encantación al relacionarla con la fiesta de tlaxochimaco, descrita por Sahagún: era

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campesino se asimila a Jesús en su agonía más que en su resurrección, lo que recalca la cruz como instrumento de muerte antes que de salvación: ¡Santa Cruz de las Cruces, casada en artículo de muerte con Jesús, tu fiesta es el riesgo del hombre que se arranca de la mala vida y se abrazo contigo, cuerpo a cuerpo, no sabiendo si te abraza o te lucha para quedar después solo mudada y sombrero de esqueleto, para susto de las palomas maiceras ! (123-124).

Este espantapájaros esperpéntico recalca una vez más, con su deje de humor negro, el riesgo mortífero que conlleva el culto a la cruz mientras que las “palomas maiceras” vuelven a introducir una nota más vital. Esta ambivalencia parece propia de las culturas mesoamericanas.18 Asturias la desplegará en su última obra: El árbol de la cruz. Pero antes, cabe examinar otra novela en la que vuelve a aparecer el motivo de la cruz, pero esta vez desde el punto de vista de los españoles. Maladrón, novela publicada en 1969, transcurre en los Andes verdes alrededor de 1600. El título evoca al “mal ladrón” que muere sin arrepentirse al lado de Jesús, al contrario que el “buen ladrón” (Lucas 23, 33-43) y remite en la novela a un culto materialista que practican algunos de los conquistadores españoles puestos en escena en esta narración. Se nos cuenta su evolución espiritual, marcada por las convicciones de uno de ellos, Duero Agudo, quien se hace discípulo del mal ladrón, ese “crucificado cuyo desdén por el cielo hízole padre de las cosas materia-

una fiesta presidida por un “gran árbol enhiesto de veinte y cinco brazas”, que estaba “atado con muchas sogas de lo alto, como la jarcia de la nao está pendiente de la gavia” (Sahagún, nota 93, 358) y delante del cual se sacrificaban los cautivos. Martin opina que “[h]aya o no influencia aquí, la idea de la cruz como mástil de la nave de la cristiandad que va navegando por la mar de las dudas, es frecuente en Asturias, siendo la segunda parte de El Alhajadito su mejor instancia” (Asturias 1997a, nota 93, 358). 18. En la nota 56 ya citada, Martín se refiere a Brinton, quien informa que “el signo de la cruz, sea en la forma con brazos iguales que se conoce como la cruz de San Andrés, sea la cruz latina, con brazos desiguales, había llegado a significar ‘vida’ en el sistema mexicano de escritura jeroglífica ; y como tal, con variantes más o menos similares, se empleaba para significar el tonalli o nahual, el signo de la natividad, el día natal y el espíritu personal” (citado por Martin, Asturias 1997a: nota 56, 352).

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les” (98). Logra convertir a varios de sus compañeros. Acompañados por una mujer que les sirve también de guía, Titil Ic, con la que uno de ellos tendrá un hijo, llegan finalmente a un valle donde deciden asentarse y edificar un templo para celebrar el culto del Maladrón, “el verdadero mártir del Gólgota” (66), cuyos fieles se caracterizan por “el más rudo materialismo” (75) y un culto que se expresa mediante “muecas ante una cruz” (66). Los indígenas preparan el gran rito a Cabracán, dios de los terremotos, mientras que, en el secreto de una cueva, otro español recién llegado está esculpiendo una estatua del Maladrón. Crece la desconfianza. Los indígenas terminan asesinando a varios españoles. La novela se cierra con el desamparo del único que ha logrado escapar sano y salvo y que busca en balde a Titil Ic y su hijo mestizo, que se han desvanecido en la selva. En la novela, la figura crística es objeto de un doble rechazo tanto por los españoles (que adoptan el culto maladronesco) como por los indios, que no quieren que se les imponga ni la cruz de Cristo ni la del Anticristo: ¡No otra cruz ! ¡No otro Dios ! ¡La primera cruz costó lágrimas y sangre ! (207) (...) Si el de la primera cruz, el soñador, el iluso, nos costó desolación, orfandad, esclavitud y ruina, ¿qué nos espera con este segundo crucificado, práctico, cínico y bandolero ? (208).

Sin embargo, el motivo de la cruz se inserta en la estructura general de la novela, regida por el principio de superación de los opuestos, tal y como lo ha demostrado Saint-Lu. De hecho, la novela se construye alrededor de dualidades sistemáticamente enfrentadas: españoles/ indígenas, Cabracán/maladrón, hombres/mujer, tierras calientes/tierras frías, etc. Los atisbos de superación no solo refieren al mestizaje incipiente encarnado en los nuevos hábitos de los españoles (en cuanto a la comida, la religión, la ropa y la medicina) y en la figura del niño mestizo, bendecido in útero: “cruce de cruces en tu vientre... la cruz de Cristo y la cruz del viento” (134). Se trata sobre todo del tratamiento simbólico de la oposición Cristo/Maladrón que tiende a neutralizarse. En efecto, la evolución interior de los personajes tiende a subrayar que Jesús y el maladrón son las facetas antagónicas que acoge todo ser humano:

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Los crucificados no están en el Gólgota, sino en nosotros. Son el cuerpo y el alma de nosotros. El hombre tiene dos agonías. Juntos los crucificados y separados por espacios infinitos. Juntos en agonías del hombre desasosegaban a Zenteno (100).

Esta interiorización de la figura de Jesús y de su doble antagónico (Maladrón) prepara un segundo momento de superación de la dualidad. Al final de la novela, Maladrón (voz procedente de la estatua) increpa al escultor Ladrada y le anuncia su deseo de fundirse en/con el dios Cabracán: En cuanto a mí, os dejo fuera de peligro, y regreso, convertido en ídolo, a presidir el Festín de Cabracán, en los pedregales. [...] De haber sabido mi inmortalidad en la imagen, [...] habría anunciado en la cruz que iba a estar en talla de naranjo, no el Paraíso, sino al lado de Cabracán, como el dios más dios de los dioses llegados del mar ... [...] traído por vosotros, manga de fetichistas africanos... (219).

Si bien fracasa el mestizaje racial encarnado en la figura del niño que “desaparece en la selva protectora para fundirse de nuevo con la Tierramadre” (Saint-Lu, 142, trad. mía), el mestizaje religioso y cultural parece abierto a reconfiguraciones más esperanzadoras: la evocación de la fusión Maladrón-Cabracán le permite a Asturias reivindicar al mismo tiempo la libertad espiritual, el legado cristiano como separable de la institución eclesial19 y el sincretismo propiciado por el arte (aquí la imagen esculpida). Este elemento me parece de suma importancia a la hora de analizar el cristianismo como matriz responsable de la violencia colectiva, fomentada desde el Estado colonial y postcolonial. El cristianismo no solo es un conjunto de dogmas, creencias, normas morales y sociales; también es un lenguaje plástico que como tal penetra en el imaginario y el inconsciente y desde ahí determina la forma misma del deseo y del miedo, del anhelo de amar y ser amado, así como de la angustia frente 19. Segala recuerda que ya en Las Casas, obispo de Dios (1968) “en pleno periodo de militancia de izquierda [...] reivindica la figura y la doctrina de Cristo como liberadoras —si son correctamente leídas, aplicadas y vividas [...]. Este distinguo entre un ejemplo y un ejemplo (admirables), y una praxis (desvirtuadora) por parte de las instituciones que encarnan en el mundo el mensaje evangélico, es un tema que Asturias retoma y desarrolla en Maladrón” (Segala 329).

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a la muerte y el aniquilamiento. Profundizar en el poder de las imágenes fraguadas por el cristianismo quizás sea un aporte sustancial de la obra de Asturias en su conjunto y, más singularmente, de su último texto: El árbol de la cruz.

3. La figura de Cristo en El árbol de la cruz El árbol de la cruz es una breve nouvelle de 27 páginas en la edición de Archivos. Se trata del —probable— último texto del autor guatemalteco, fallecido en 1974. El manuscrito, compuesto de 116 folios, fue publicado postumamente. El título recoge una expresión recurrente en Asturias que remite tanto a la pasión de Cristo como a un simbolismo más amplio, presente en las culturas mesoamericanas (Janquart en Asturias 1997b: 262). El relato gira en torno al tirano llamado Anti. A lo largo del relato, la focalización no abandonará a Anti, lo que invitará al lector a considerar la diégesis desde el punto de vista del personaje connotado negativamente. De hecho, se trata de una figura de dictador muy particular: es “el guerrero, Anti-Dios, Contra-Cristo, Anti-humano, Anti-pueblo”. Eco del Anticristo novotestamentario20 y nietzscheano, el dictador iconoclasta se erige en “tirano-Dios” (Asturias 1997b: 10) y busca borrar toda huella de Cristo en la tierra: “Ya hicimos desaparecer los Cristos “dijo Anti”, no queda uno solo en mis dominios. Se puso fin a esta religión del sufrimiento, el suplicio y la muerte. Sobre todo de la conformidad”. La furia “cristoclasta” de Anti llega a tal extremo que no duda en asesinar a su concubina Animanta, “mezcla de animal y manta” (Id. 5). Esta “cayó sin vida, los brazos abiertos formando una cruz” (Id. 7). Animanta, sin embargo reaparece bajo la forma de una manta que va y viene en las aguas donde los soldados arrojan los cadáveres, y los recoge, tal un sudario. Un emisario de Anti descubre que los lleva a una isla en la que se hallan cruces, así

20. “Todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne mortal es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios, ese tal es del Anticristo, de quien habéis oído que iba a venir; pues bien, ya está en el mundo” (“Primera epístola de Juan”, IV, 2-3).

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como un crucificado: “No un cristo como los nuestros. Un pulpo. Un pulpo gigantesco de ocho tentáculos de 70 metros cada uno, clavados en una cruz alta como una catedral” (Id. 14). En la última de las cinco partes del relato, Anti está dormido y sueña, metido en los “pliegues de la manta que lo envolvía” (21), que Animanta lo llevó a “que presenciara, a que viera, a que se arrodillara ante el pulpo crucificado” en “Un viaje bíblico, jonasiano, que ya duraba más de tres días” (21). La cama-ballena es el crisol de una transformación de Anti que se abandona a la extraña “atracción sin refugio posible, [...] fascinante, hipnótica” (23) del pulpo crucificado: — ¡Desde lo profundo clamo hacia ti! —oyó la voz, las voces que le anunciaban que el solo, por su propio peso [...], se sumergía en un mar de almendradas claridades hacia el adoratorio del pulpo crucificado (22).

La cita del salmo 130 marca el reencuentro de Anti con la religiosidad de la infancia que lo lleva a otra “de sus oraciones de niño”, el famoso rezo ignaciano: “‘¡En tus llagas escóndeme !...’ —oyó Anti, el guerrero” (25). Pero las llagas son ahora las ventosas del pulpo que lo succionan y “lo absorb[en] hasta confundirse por los siglos de los siglos el perseguidor y el perseguido, el mártir y el verdugo” (22). Lo que el simbolismo de la cruz realiza es otra vez la superación de los opuestos, la puesta en tela de juicio radical de todo pensamiento y de toda ética dualistas. En el seno de la visión onírica, Anti tiene la convicción de que “debía entregarse, él, Anti el guerrero, a su enemigo, a Cristo, en la odiosa imagen de un Cristo pulpo” (26). Esta visión se borra en la “negrísima tinta de eternidad”21 antes de desaparecer con el despertar de Anti. Intenta volver a dormirse y, para lograrlo, “Se echó los almohadones encima”. Así se interrumpe el texto de Asturias. La coma final deja al lector en la incertidumbre, frente a un protagonista que despierta de una pesadilla, pero que parece deseoso de seguir soñando. De hecho, en el conjunto de la nouvelle, sobresale la tensión no resuelta entre rechazo y fascinación. El rechazo se expresa sobre todo

21. Janquart la interpreta como el temor profundo de que después de la muerte no haya nada más que esa “negrísima tinta de eternidad” (Janquart 177).

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al comienzo de la novela corta: el edicto de Anti recuerda el final del panfleto de Nietzsche, El Anticristo, que termina con un apartado titulado “Ley contra el cristianismo. [...] Guerra a muerte contra el vicio: el vicio es el cristianismo”.22 Como explica Germán Cano (9495), “Si ‘cristiano’ es aquel que rechaza la vida creadora, que niega, las condiciones bajo las cuales la vida histórica y espiritual se afirma y desarrolla, ¿quién será pues el Anticristo?”. En La genealogía de la moral, Nietzsche responde al evocar al “hombre redentor, el hombre del gran amor y del gran desprecio, el espíritu creador, al que su fuerza impulsiva aleja una y otra vez de todo apartamiento y todo más allá [...] ese anticristo y antinihilista, ese vencedor de Dios y de la nada —alguna vez tiene que llegar... ” (citado por Cano 95). Si bien personajes de la obra anterior, como en Hombres de maíz, habían podido inducir al lector en ver en ellos una prefiguración de ese “hombre redentor”, no puede ser el caso aquí. Si Anti quiere hacer desaparecer todo signo trascendente —trascendencia figurada para él en la cruz— es más bien porque la trascendencia figura una alteridad que resiste a su poder, un poder que quiere infinito: “su gobierno contra todo y contra todos no tenía fin, era antifin” (3). Si bien el protagonista se define como “tirano”, el poder que reivindica es ilimitado en el espacio y en el tiempo y se asemeja más al lenguaje totalitario que no soporta, en su voluntad de cierre y control, la posición de alteridad y de diferencia que ocupa la figura crística, que parece ofrecer el único lugar de resistencia a la lógica de lo mismo que impone Anti: “Yo, Anti, [...] ordeno y mando que sean destruidas todas las imágenes del solo, del único Anti-Anti que existe, Dios y Hombre, antítesis inadmisible, mimetismo de mestizo” (4). El Dios cristiano es doblemente insoportable para Anti: por un lado, por su mera existencia, excluye a Anti de la posición del Dios supremo, del poder; por otro lado, al ser un Dios encarnado, al mismo tiempo humano y divino, repercute en el plano 22. “Artículo primero: Será viciosa todo tipo de contranaturaleza. El tipo más vicioso de persona es el sacerdote [...]. Artículo segundo: Toda participación en un servicio religioso es un atentado contra la moralidad pública. Artículo tercero: El lugar maldito en el que el cristianismo ha incubado sus huevos de basilisco debe ser arrasado [...] [Etc.]” (234).

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metafísico la diferencia constitutiva de las sociedades mesoamericanas: el mestizaje. En las antípodas de una cultura y una religión que acogerían las manifestaciones híbridas, el “decir totalitario”23 excluye la alteridad, como explica Jacques Dewitte.24 De manera sorprendrente, el ataque frontal contra las reproducciones de Cristo parece desembocar, en esta nouvelle tardía del autor guatemalteco, en una defensa del cristianismo, el cual había sido atacado en sus obras anteriores como instrumento ideológico que propugnaba la conservación, en pleno siglo xx, de un orden colonial. Pero el final incierto del relato nos muestra que esta defensa de la figura crística ocurre en una fábula que enfatiza no la dimensión histórica o directamente política del motivo religioso, sino más bien los resortes inconscientes que afloran en el sueño final. Al hundirse con él en la fantasmagoría onírica de su reencuentro con Animanta y su unióndevoración por el cristo-pulpo, el lector abandona —por lo menos parcialmente— sus recelos frente a esta figura de tirano cruel. ¿Prefiere Anti un sueño que permita el reencuentro con la niñez y una experiencia oceánica en la que se diluyen las fronteras entre la vida y la muerte, en lugar del paisaje chato de su palacio desierto de cristos, donde se enfrenta con su soledad infinita? El protagonista de Asturias no tiene el poder de escoger: no puede volver a dormirse, solo está convencido de que destruir las representaciones de Cristo es más fácil que eliminar la fascinación subconsciente por la figura en la que se confunden “la víctima y el victimario” (22).

23. Véase el artículo de Imberty: “Las sepulturas y los crucifijos pertenecen al orden de lo real pero son también del orden de lo simbólico. Suprimirlos significa, por consiguiente, destruirlos tanto en el plano de la realidad como en el de su representación. El discurso a la integración de los contrarios hasta llegar a la imposibilidad de comprender o expresar todo aquello que, en la realidad, no concuerda con la ideología dominante” (310). 24. “Le totalitarisme langagier [...] correspond à une forclusion de l’altérité. Un tel langage ne rapporte plus à rien, sinon à une sorte d’ombre portée de lui-même. Ainsi s’instaure ce que j’appelle le règne du Même. La visée totalitaire consiste en une négation des différentes manières de réduire l’écart entre le mot et la chose, niant par là la transcendance (l’ouverture à autre chose) inhérente au langage” (Dewitte 18).

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El relato último de Asturias enfatiza, pues, no la denuncia política y social frente al cristianismo, sino esta dimensión de fascinación inconsciente, hecha de sentimientos contradictorios como pueden ser la atracción y la repulsión ejercidas por el monstruoso Cristo-pulpo. Cabe preguntarse si el simbolismo de pulpo puede, por lo menos en parte, explicar tal fascinación. Muy presentes en las culturas antiguas del norte de Europa, las representaciones de los octópodos eran frecuentes también en las culturas griegas antiguas, en las que encarnan una forma cumplida de “metis”, esto es, de inteligencia taimada.25 También en la cuenca mediterránea parece haberse difundido la idea según la cual los pulpos tenían la capacidad de autofecundarse (CharbonneauLassay 966), lo que concuerda con un simbolismo muy extendido que ve en los octópodos formas primitivas de la vida en el fondo de los mares (Charbonneau-Lassay 964). Si bien en un primer momentola palabra de Cristo se asocia simbólicamente a los octópodos como forma vital autogenerada y generadora de vida, la iconografía medieval hará del pulpo una imagen de Satanás y/o del Infierno (CharbonneauLassay 967). El abrazo onírico entre el pulpo y Anti constituiría así un verdadero camino a los infiernos, del que vuelve sin quererlo, tal Orfeo sin su Eurídice-Animanta. El pulpo sería una imagen anticrística en su connotación de viscosidad inasible y repelente. Tal asociación entre el pulpo y Cristo no es completamente nueva, ya que aparece sesgadamente en Les chants de Maldoror de Lautréamont (1868 : en estos poemas en prosa, Maldoror es una figura satánica que también habla a veces como Cristo (según el código irónico y paródico que domina en las reescrituras de Lautréamont). Es muy posible que esta influencia sea mediada por el ensayo que Roger Caillois dedica al pulpo y que su amigo Asturias leyó poco antes de morir.26 En este ensayo, Caillois 25. Las referencias son numerosas. Para los griegos simboliza la metis, esto es, la inteligencia taimada. Cf. Detienne, Marcel y Vernant, Jean-Pierre (1969). 26. Remitimos al comentario de A. Janquart (175) acerca de la lectura por Asturias del libro de Roger Caillois, La pieuvre, essai sur la logique de l’imaginaire (1973). “Concrètement, on connaît la source directe d’Asturias: il s’agit d’un très bel essai de Roger Caillois, intitulé La pieuvre, essai sur la logique de l’imaginaire, publié en 1973 aux éditions de La Table Ronde, dans la collection ‘La Mémoire’ dirigée par Alain Bosquet. Les liens d’amitié qui unissaient Asturias tant à Caillois qu’à Bosquet

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muestra cómo una serie de obras francesas aparecidas en la década de 1860 configuran una representación de la pieuvre (palabra difundida por Hugo, en vez del poulpe tradicional en francés) como un animal monstruoso y sanguinario.27 Asturias parece tomar prestada de Hugo y Verne la representación de un combate desigual; en cambio, parece inspirarse directamente en Lautréamont en cuanto a la dimensión apocalíptica28 de esta lucha con un ser animal pero constituido como una “entidad de alcance teológico”29, al estilo ducassiano. Como observa Aline Janquart, Asturias invierte la perspectiva de Lautréamont dado que “el pulpo ya no es un hombre un hombre luchando contra Dios, sino Cristo luchando contra su antagonista, pero frenado en su lucha por la cruz que lo retiene” (176). Además, la figura de Cristo/Maldoror se desliza hacia Prometeo, asimilado a Cristo por el propio Anti, mientras que él sería un “nuevo Zeus”: “—¿Seré un nuevo Zeus —se preguntó con el pensamiento Anti— y ese pulpo sera un Prometeo disfrazado?” (12). La novela corta de Asturias parece buscar, a contrapelo de las representaciones binarias muy presentes al comienzo del relato, una escapatoria, una tercera vía que permita nuevas metamorfosis: ni humano ni divino, Cristo sería animal; ni cristiano ni indígena, pertenecería al Olimpo. Al final del texto, el Cristo-pulpo es una imagen polimorfa que regresa hacia el símbolo primario del árbol: “la odiosa imagen de un Cristo pulpo, todos los brazos de todos los cristos clavados y otros tentáculos haciendo de piernas y pies, clavados abajo. Araña monstruosa. Arbol crucificado por las raíces” (26). La anti-imagen crística se desliza, mediante una inversión y una nueva imagen terrestre (la araña), hacia la imagen tradicional del árbol de la cruz, anti-imagen del árbol expliquent qu’il ait eu très tôt en sa possession un exemplaire de l’ouvrage, sur lequel il prend dans ses Carnets d’abondantes notes”. 27. Recordemos que Caillois destaca las mutaciones de un imaginario que hace del pulpo un ser repelente y devastador en varias obras francesas de los años 1860: Michelet, La mer (1868), Victor Hugo, Les travailleurs de la mer (1866); Lautréamont, Les Chants de Maldoror (1868); Jules Verne, Vingt mille lieues sous les mers (1869). 28. Véase el apartado dedicado al tono apocalíptico en Lautréamont en el artículo de Philippe Sellier. 29. Caillois habla de “une entité de portée théologique” (100).

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de la muerte y del pecado según los Padres de la Iglesia; imagen sagrada del cosmos para los indígenas mesoamericanos.30 Pero aquí un árbol con las raíces al aire.

4. El Cristo asturiano como alegoría neobarroca del dictador Este breve recorrido por las imágenes asociadas a la figura crística en la nouvelle del autor guatemalteco permite destacar la ambivalencia de su significación: por un lado, es la víctima de la tiranía de Anti, quien busca erradicar hasta el recuerdo de su existencia, pero por otro lado parece concentrar un poder literalmente tentacular que se hunde en el inconsciente —los sueños— de los que intentan enfrentarse con él. “El veneno es más dulce que la vida” (26), piensa Anti al despertar. Pharmakon del imaginario, el Cristo-pulpo podría también considerarse como una imagen tejida de tensiones irreconciliables que hunden sus raíces en las culturas prehispánicas y coloniales de América. De hecho, la narrativa de Asturias va más allá de esta constatación observable en un amplio corpus narrativo de América Latina. La aportación propia del guatemalteco me parece radicar en el realce de la dimensión imaginaria —como tejido de representaciones y arquetipos que remiten al acervo de una determinada cultura—. Al poner al desnudo su dinámica imaginaria, Asturias entrega al lector una imagen propiamente neobarroca, tal y como la define Parkinson-Zamora en Inordinate Eye. New World Baroque and Latin American Fiction. Según la investigadora americana, “Transcultural conceptions of the visual image condition present ways of seeing in Latin America, and these ways of seeing condition contemporary fictions” (XV).31 En el umbral de su 30. Véase por ejemplo el relato relativo a los “árboles del mundo” en Taube (128-129): “Immédiatement après ce déluge, cinq grands arbres sont disposés aux quatre coins et au centre de la Terre afin de soutenir le ciel tout en marquant les quatre points cardinaux” (128-129). 31. Dejamos para una investigación posterior el estudio profundizado de las relaciones entre esta dinámica neobarroca de la imagen literaria y lo que G. Didi-Huberman llama la “imagen abierta” (L’image ouverte. Motifs de l’incarnation dans les arts visuels, Gallimard, 2007).

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brillante estudio, Parkinson Zamora aclara esta hipótesis general acerca de lo neobarroco a partir de un ejemplo pictórico paradigmático: una pintura de Saturnino Herrán que superpone a la reproducción de la escultura de Coatlicue una representación de Cristo crucificado con resabios barrocos (Coatlicue transformada, 1918). En la tensión nacida entre la representación barroca de un Cristo crucificado y de una diosa azteca, Parkinson Zamora descifra a “visual metaphor for cultural bifocalism” (xiii), esto es, una imagen que representa una manera de ver que requiere una acomodación de la mirada para captar simultáneamente expresiones diferentes e incluso contradictorias de sistemas culturales distintos. Es sorprendente ver hasta qué punto concuerdan la pintura de Herrán y el Cristo-pulpo asturiano. Las “cabelleras ondulantes” de las algas que rodean al Cristo asturiano recuerdan la del de Herrán;32 los brazos del pulpo encuentran un eco inesperado en las manos que cuelgan de la estatua azteca. Hasta la superposición de la diosa femenina y del dios masculino encuentra un eco en la ósmosis entre el pulpo y Animanta, que toma prestados varios elementos del pulpo: ser una isla, tener cabellos con ojos que parecen ser ventosas.33 Más allá de detalles que concuerdan en sendas obras, no cabe duda de que, en términos generales, el Cristo pulpo también constituye una plasmación literaria de un tipo análogo de bifocalismo,34 con una fuerte dimensión política, como lo demuestra el análisis de la narrativa de García Márquez por Parkinson Zamora. Bien es cierto que Parkinson Zamora no analiza la narrativa de Asturias, pero su estudio de varias novelas de García Márquez como “inverted hagiography” y retratos alegóricos de alcance político pueden 32. Según Imberty, la caballera flotante de Animanta remite a Rimbaud, autor del epígrafe que encabeza el texto asturiano: “El mito rimbaudiano de Ofelia aflora a la superficie del texto de Asturias” (312). La polisemia de este texto es potencialmente infinita. 33. “Y esa isla... esa isla de muertos y cristo... Anti-manta... la mujer de los cabellos con ojos. En cada cabello un rosario de pupilas” (12). 34. Sin embargo, hace falta matizar el mestizaje presente en esta imagen de Cristopulpo. Un estudio genético para el cual no disponemos aquí del espacio necesario podría mostrar que Asturias tendió, a lo largo de las distintas versiones del cuento, a eliminar los elementos explícitamente vinculados con la cultura maya (por ej. p. 130), manteniendo otros. El elemento más importante sería el árbol cruciforme, recurrente en la iconografía de los códices (Janquart en Asturias 262).

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aplicarse a El árbol de la cruz. Parkinson Zamora explica el valor alegórico de los retratos de dictador a partir de una comparación con la pintura barroca europea: Ruben’s monumental series presents his patron in an episodic allegory amidst Roman gods and goddesses, that is, among archetypes of virtues and vices, capacities and characteristics. [...]. Rubens uses these archetypes not to explore interiority but to glorifiy his subject, and equally important, to generalize his material. [...] Contemporary dictator novels engage allegory to similar effect: to heighten their critique of dictatorship to a level that addresses human depravity as a universal matter while at the same time indicting political injustices at home. [...] Baroque artists enlist allegory to archepalize their subject, and thus generalize (and amplify) their political reach. So, too, García Márquez creates a mythic spectacle by rarefying his dictator’s ignominy the the level of a cosmic abstraction. The patriarch is a force, not a face (217). ...García Márquez’s patriarch [...] is a Neobaroque parody of a Baroque archetype in his status as a political abstraction, devoid of interiority (219).

Esta elusión de la interioridad y del retrato psicológico a favor de la dimensión alegórica se plasma también en el relato de Asturias que nos ocupa. De la misma manera, la “abstracción política” prescinde de la reconstrucción del contexto histórico.35 Anti, retratado a la vez como dictador cruel y sujeto sufriente presa de pesadillas, plasma la 35. Por esta razón, resulta ocioso preguntarse, en el caso de El árbol de la cruz, qué dictador representa Anti. Limitémonos a recordar que entre 1970 y 1974, el coronel Carlos Arana Osorio es presidente de Guatemala. Entre 1951 y 1991, no hay “passation démocratique du pouvoir” (Le Bot 31). Sin embargo, es interesante saber que defensores de la teología de la liberación fueron activos en la insurreción en Guatemala: “La jonction de l’EGP [Ejército guerrillero de los pobres] et de fractions importantes des communautés indiennes s’est amorcée [...] par le biais des catéchistes porteurs de ce néo-catholicisme qui a été l’humus de la théologie de la libération. Elle s’est consolidée et approfondie lorsque les guérrilleros entreprirent d’intégrer des éléments de discours religieux à leur propre discours. [...] Des intellectuels, des théologiens, gagnés à l’idéal et à l’action révolutionnaires et entrainant dans leur sillage de jeunes militants, en majorité ladinos et citadins, ont joué les médiateurs. C’est en bonne partie grâce à eux que l’EGP a trouvé ou élargi ses bases. [...] Mais il s’agissait aussi de convertir les ‘pauvres’ à la nouvelle doctrine et de les engager dans une voie politique décidée, en-dehors d’eux et en leur nom, par des organisations révolutionnaires” (277).

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reversibilidad de los papeles entre mártir y tirano que Walter Benjamin había identificado como un rasgo del drama barroco.36 La inversión axiológica de los textos neobarrocos (la alegoría del poder apunta no a su glorificación, sino a la descontrucción del imaginario que lo sustenta) también atañe al papel final del dictador considerado desde su ocaso, en el momento en el que se concreta la posibilidad de su propia pérdida, como afirma Parkinson Zamora: It is precisely this inversion [inverted hagiography] that makes The Autumn of the Patriarch [El árbol de la cruz] an impassioned political statement, and a clear example of the Neobaroque. The Patriarch is an abstract principle; he stands for absolute will, and is also its victim; he is archetype and allegory of political repression and, inversely and ironically, of human suffering as well. As the traditional saints’ lives embody the dialectic between theological and emotional poles (sin and sanctity, pain and pleasure, fear and wonder), so the patriarch’s allegorical meanings include the possibility of his own undoing (218).

Bibliografía Asturias, M. Á. París 1924-1933. Periodismo y creación literaria. Ed. Amos Segala. Madrid et al.: ALLCA XX (Colección Archivos), 1988. — Hombres de maíz. Ed. Gerald Martin. Madrid et al., ALLCA XX (Colección Archivos), 1997a. — El árbol de la cruz. Ed. facsimilar. Coord. Aline Janquart y Amos Segala. Madrid et al.: ALLCA, XX, 1997b. Benjamin, Walter. “Tyrant as Martyr, Martyr as Tyrant”. En The Origins of German Tragic Drama. London: Verso, 1977, 65-71. Caillois, Roger. La pieuvre. Essai sur la logique de l’imaginaire. Paris: La table ronde, 1973. Cano, Germán. “El sacrificio de Filoctetes. Crítica del cristianismo, crítica de la modernidad en El Anticristo”. En Nietzsche, Friedrich. El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo. Ed. Germán Cano. Madrid: Biblioteca Nueva, 2000, 11-98. Charbonneau-Lassay, Louis. Le bestiaire du Christ. Paris: Albin Michel, 2006. 36. Remitimos aquí al apartado “Tyrant as Martyr, Martyr as Tyrant” de la monografía de Benjamin.

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Reformulaciones literarias del imaginario posdictatorial argentino: el caso de Soy un bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán 1

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1. Cruces genéricos En este artículo me propongo analizar la novela Soy un bravo piloto de la nueva China (2011), del escritor y periodista argentino Ernesto Semán, como ejemplo representativo de una destacada tendencia en la narrativa sobre la violencia: la reformulación del imaginario posdictatorial llevada a cabo por la “segunda generación”, la de los hijos de desaparecidos y/o militantes políticos, a través de relatos que experimentan con la forma narrativa. Como se explicará a continuación, esta segunda generación ha sentido la necesidad de desviar el horizonte 1. Le agradezco a Fernando Reati sus pertinentes comentarios a este artículo.

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de expectativas vigente hasta entonces, al que se podría llamar “paradigma de la memoria”; un horizonte de expectativas que prescribía determinados códigos de interpretación propugnados por una retórica ideologizada. Lo que hace básicamente es desplazar el interés por “la verdad de los hechos” o por la posibilidad de representarlos (como ocurre en los “testimonios del horror”) hacia los modos en que estos hechos fueron contados, referidos o citados, y reelaborados y procesados en el ámbito privado, enfatizando la intimidad de las búsquedas y la singularidad de los recuerdos. En sus producciones, se privilegia sobre todo la hibridez genérica, acompañada del desarrollo de nuevos modos expresivos para canalizar el trauma de la desaparición de familiares. Entre sus estrategias de representación, destaca una multitud de registros para abordar esta experiencia como la ficción, lo onírico, lo fantástico, lo lúdico, lo menor y variantes del humor. He leído la novela de Semán desde esta pauta, porque la considero un ejemplo muy logrado y significativo de estas tentativas de ir “más allá del formato memoria”, sin romper del todo con él. Antes de entrar en el meollo de la cuestión, quisiera precisar el marco conceptual dentro del cual este trabajo se inscribe. Está constituido por la constatación de que en el Cono Sur, pero no solo allí, han ido surgiendo nuevas modalidades narrativas que abordan experiencias subjetivas, entre otras el impacto de la violencia de las últimas dictaduras en sus herederos. Así, llama la atención la producción de novelas autobiográficas con tintes de ficción y a veces de autoficción (confirmada por la identificación nominal entre la tríada autor, narrador y personaje) y de novelas con ánimo biográfico que contienen elementos autoficcionales. Algunos ejemplos de esta tendencia son Formas de volver a casa, del chileno Alejandro Zambra, El material humano, del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa o El cuerpo en que nací, de la mexicana Guadalupe Nettel. El fenómeno en sí del retorno del sujeto y de la consiguiente proliferación de narrativas autobiográficas ya no sorprende, porque ha sido ampliamente comentado por estudiosos como Beatriz Sarlo (“el giro subjetivo”) y Alberto Giordano o, en un contexto sociológico, por Paula Sibilia en sus análisis del yo ofrecido en espectáculo. Tampoco han faltado esfuerzos por ceñir nuevas modalidades narrativas: piénsese en la categoría de la “literatura postautónoma” forjada por Josefina

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Ludmer, que identifica una serie de textos urbanos (sobre todo argentinos) en los que se anula la oposición entre ficción y realidad cotidiana que había generado la autonomía literaria moderna. Mi reflexión es consecuente con las arriba mencionadas, sin coincidir del todo con ellas. Lo interesante de los textos contemporáneos que nos ocupan aquí es, sin embargo, que reconfiguran la subjetividad modulando y transgrediendo todos los géneros canónicos, ya que no parecen adecuarse ni a la autobiografía ni al testimonio ni a la novela con ánimo biográfico, y ni siquiera a la forma ya de por sí impura de la autoficción, pero que dan vueltas alrededor de todos estos ejes. En primer lugar, un número de textos cada vez mayor se ubica en una zona de confluencia entre dos géneros supuestamente antitéticos: el testimonio (que se enmarca en la evidencia de lo vivido y en el peso de la primera persona) y la escritura (auto)ficcional (con su fabulación del yo autorial). Pero la mera tensión entre autoficción y testimonio no resuelve el problema de estos relatos, cuya función cognoscitiva se ubica en modos más complejos de construir la memoria. Sería, por tanto, más interesante leer estos libros desde parámetros taxonómicos menos rígidos que la autoficción y el testimonio, recurriendo, por ejemplo, al campo narrativo gradual que Leonor Arfuch (2002) ha denominado el “espacio biográfico”.

2. La literatura de los hijos En el caso que nos va a ocupar se observa la impronta de algunos de estos nuevos modos expresivos al abordar el campo semántico de la violencia posdictatorial. Aquí han sido empleados para canalizar el trauma de la desaparición del padre del protagonista, un trauma que comparte con su personaje el propio autor. Ernesto Semán es hijo del abogado, escritor y periodista Elías Semán, militante del Partido Comunista de Argentina, de orientación maoísta, que desapareció en 1978 cuando regresó de China, país en el que había recibido una formación político-militar. Fue arrojado al Río de la Plata desde un avión, en uno de los tristemente famosos “vuelos de la muerte”. La novela de Ernesto Semán pertenece, por tanto, a la producción literaria sobre la última dictadura publicada por hijos de desaparecidos o militantes

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perseguidos. Forma parte de un corpus que ha crecido considerablemente a partir del año 2005 y que se compone, entre otros, de los textos de Laura Alcoba (La casa de los conejos, 2008), Patricio Pron (El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia, 2012), Raquel Robles (Pequeños combatientes, 2013), ciertas obras de Félix Bruzzone como 76 (2007) o Los topos (2008) y Diario de una princesa montonera 110% verdad, de Mariana Eva Pérez (2012). Hace falta precisar que esta narrativa no se presenta como un fenómeno aislado y que este discurso distinto, esta ruptura respecto a la forma convencional de hablar sobre la memoria, surgió primero en el cine, más precisamente en el fenómeno del “documental subjetivo”, con Los rubios (2003) de Albertina Carri como trabajo pionero, y que también se ha manifestado en obras de teatro (Mi vida después de Lola Arias) o en proyectos fotográficos como Arqueología de la memoria, de Lucila Quieto. Para que pudiera producirse y, sobre todo, percibirse como legítimo y necesario semejante giro subjetivo, ficcionalizador y paródico en los modos de representar el fenómeno de la desaparición —es decir, para que cambiaran los “esquemas persuasivos” de los que habla Angenot, citado en Reati (“Culpables e inocentes”, 99), los límites de aquello que es posible pensar en una época dada—, fue necesario que primero se llevara a cabo una revolución copernicana a nivel de la sociedad argentina, del contexto institucional. Aquí es preciso subrayar el papel fundamental que ha cobrado la práctica de la memoria en la Argentina a partir de los gobiernos de los Kirchner (2003) y en contra de la amnesia menemista, que toma forma cuando se proclama el discurso humanitario como política de Estado, lo que se refleja en actos como la derogación de las leyes de perdón, la reapertura de los juicios a los militares, la apertura de los espacios de la memoria... Por otra parte, esta misma política de los derechos humanos ha llevado a una expansión, pero simultáneamente podría traer consigo una inflación y hasta banalización memorialística en la “era global de la memoria” según la conocida tesis de Andreas Huyssen (2001), fenómeno que a su vez podría provocar reacciones. Dicho esto, no se puede negar que la memoria siempre es en sí un fenómeno político, por lo que quienes temen un exceso de memoria responden también a una agenda política propia.

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El cambio de rumbo se inscribe, pues, en una nueva dinámica generacional. Debe tenerse en cuenta que se ha modificado sustancialmente la experiencia de los sujetos que escriben ahora: ya no se trata de una narrativa elaborada por sobrevivientes ni por testigos directos, sino por “testigos-observadores” o bystanders, que eran niños o, como mucho, adolescentes cuando se perpetró el golpe; testigos de acontecimientos que no comprendían o testigos de los silencios y de las mentiras de los mayores. En esta etapa de la producción simbólica sobre la última dictadura regresa la mirada indirecta, los testimonios sesgados y refractados de la época de la dictadura (Respiración artificial, Nadie nada nunca), pero ahora ya no inducidos por un obstáculo práctico como el de la censura, sino por necesidad. Y es que la nueva generación solo tiene acceso a los acontecimientos más dolorosos a través de relatos de terceros y de objetos materiales como álbumes de fotos, cartas o archivos familiares que muestran grandes lagunas. Pero en contra del sentido común, que pretende que son los protagonistas y no los personajes secundarios los más indicados para recordar y contar la historia, estos últimos indagan de manera novedosa y potente en una época que no vivieron o que vivieron solamente desde ciertas dimensiones del ser, tales como la emotividad infantil, pero que los marcó profundamente y con cuyos efectos siguen luchando. No solo cabe recalcar que su experiencia del pasado es radicalmente diferente, también se escribe desde otra temporalidad: ya no predomina de manera absoluta la memoria, sino que se enfoca el pasado desde las necesidades vitales del presente y desde el anhelo de poder ingresar en la dimensión del futuro. Al gesto deconstructor de relatos colectivos y familiares, del relato identitario mismo, le sigue una propuesta de reconstrucción precaria y fragmentaria, armada a base de la voz narrativa subjetiva. Debido a la distancia temporal y vivencial, es en gran medida a través del disfraz de la ficción como se accede a las dimensiones más personales e íntimas de las experiencias; solo así puede entenderse ese pasado inaprehensible. Quienes no vivieron el terror como un fenómeno identificable, sino como un miedo innombrable, comparten una vivencia particular de los años de plomo. Un primer acercamiento a los textos del corpus ya permite sostener que tal vivencia particular se refleja en la

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elaboración de una mirada transgresora sobre ciertos tópicos juzgados caducos, mirada que a su vez se manifiesta en la búsqueda de nuevas modalidades literarias de representación de la violencia o, mejor dicho, de su impacto en el presente de los sujetos de enunciación. En lo que sigue, ahondaré en tres de ellas que son particularmente pertinentes para una buena comprensión de Soy un bravo piloto de la nueva China: las estrategias de ficcionalización, el imaginario infantil y el dispositivo fantástico.

3. Nuevas modalidades de representación a) Estrategias de ficcionalización Como queda dicho, los autores mencionados muchas veces escriben desde una postura enunciativa inédita que consiste en un cruce entre dos pactos narrativos aparentemente incompatibles, el del testimonio y el de la escritura ficcional. En el caso de los hijos, la ficcionalización de sus vivencias solo en parte puede ser considerada una elección estética (a manera de respuesta adecuada a la naturaleza incompleta de sus recuerdos), puesto que se debe, en primer lugar, a una necesidad existencial: como su experiencia ha quedado truncada, tienen que forjarla a partir de la imaginación, por lo que la ficcionalización constituye una dimensión esencial de su realidad y permite construir una identidad, si bien fragmentaria, más plena. Al mismo tiempo, privilegiar estrategias ficcionales y procedimientos novelísticos sobre una primera persona abiertamente autobiográfica permite evitar el escollo de la victimización, un papel que todos parecen rechazar. La inclusión de huellas materiales y factuales del pasado en el tejido de la ficción, a primera vista paradójica, no hace más que reforzar, en última instancia, la impresión predominante de ficcionalización. Soy un bravo piloto de la nueva China de Ernesto Semán entra de lleno en esta línea al posicionarse abiertamente como novela. Está integrada por cinco partes, cada una de las cuales incluye capítulos articulados en tres ámbitos que corresponden a tres espacios bien delimitados —La Ciudad, El Campo y La Isla— y a tres perspectivas

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diferentes. Cuenta la historia de Rubén, un geólogo que vive en el extranjero y que en el 2002 vuelve a Buenos Aires para acompañar a su madre en la fase terminal de un cáncer. Esta despedida de la enérgica madre desencadena un proceso de rememoración en el que ocupa un lugar central el fantasma de un padre desaparecido cuando Rubén tenía nueve años: la alucinación recurrente del padre ahorcado en el departamento de Rubén en Buenos Aires permite visualizar un cuerpo que, por su ausencia física, ha cobrado una dimensión espectral en la vida del hijo. De algún modo, el padre finalmente empieza a morir a partir del entierro de la figura potente de la madre, por cuya mediación ha vuelto a irrumpir el trauma de la desaparición del padre. El reencuentro de Rubén con su pasado argentino recompone la genealogía familiar y le ayuda a superar su dolor. Desemboca en un proceso mental complejo y ambivalente, que oscila entre la articulación de una memoria personal y otra colectiva, entre la posibilidad de construir un proyecto de vida personal y la fijación en el pasado, entre la restitución de una imagen respetuosa de un padre heroico que lo sacrificaba todo a la política y un ajuste de cuentas con ese mismo padre, cuya pérdida también fue percibida como un abandono. Aparece en la novela un narrador en primera persona, pero nos encontramos ante la ausencia de marcas textuales o paratextuales sobre la naturaleza testimonial del relato. Sin embargo, el pacto de lectura no es unívoco, teniendo en cuenta que el núcleo autobiográfico de la experiencia contada no solo queda confirmado en entrevistas con el autor o reseñas criticas del libro, sino que existe una excepción a esa ausencia de alusiones a lo testimonial que arroja dudas sobre el carácter ficcional del conjunto y lo convierte en potencialmente autoficcional. En la página 185 se ha insertado una fotografía de familia con el padre en el centro que constituye una irrupción de lo real y parece desmantelar la categorización de “novela” que figura en la portada. Como es sabido, el uso de fotografías para reconstruir los acontecimientos del pasado no tiene fines puramente ilustrativos, sino que es una estrategia para restituir lo ausente y se vincula por tanto con el intento de trabajar el duelo. Debajo de la foto se consignan los datos del reverso: allí se lee el apellido Semán como nombre del padre del protagonista y no Luis Abdela, el nombre aparentemente ficticio de los personajes. También

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figuran el lugar y la fecha: Villa General San Martín, Rosario, octubre de 1969. La identidad entre las dos series de apellidos nos la confirma la reproducción de un reporte anónimo de un antiguo colaborador de Semán que le delató bajo tortura: “Usaban noms de guerrres, ellos. Elías Semán y Susana Bodner, se hacían llamar” (163). No puede ser casual esta sugerencia, y lo menos que se puede decir es que desdibuja los límites entre personajes y personas: el autor no ha optado por un marco puramente ficcional y ha adoptado una actitud ambigua con respecto a la relación del texto con lo real. La foto estaba guardada en una caja marrón que sobrevivió tres décadas (185) y que contiene el archivo familiar dejado por la madre como su legado simbólico. Se compone de dos manojos de dólares, una nota del abuelo Samuel escrita a sus dos hijas antes de su muerte, una carta del padre sobre la que volveré enseguida, un juguete y esa foto que reviste un estatuto excepcional porque es la única imagen existente de la familia en pleno; lo poco que queda del álbum familiar. Junto con un recorte reproducido del diario Clarín (281-283) en el que se informa de la muerte del torturador de Luis Abdela, Aldo Capitán, la foto es la única referencia factual en todo el texto. Sin embargo, estas marcas de lo real, al ser tan escasas y diluirse en un entorno abiertamente no real, no funcionan como una instancia de verificación, sino que generan más bien el efecto contrario: el de aumentar la ficcionalización del resto de la historia (Friera, 2011). Ha sido estudiado a fondo el impacto de las fotos como pivotes sobre los que se organiza el recuerdo de supervivientes de catástrofes históricas y como punto de partida para la reconstrucción de mundos perdidos. En Family Frames: Photography, Narrative, and Postmemory (y en varios estudios ulteriores), Marianne Hirsch ha destacado la complejidad de la interpretación de las fotos de parientes que han pasado por los campos de concentración; por un lado, las imágenes de álbum en sí no señalan esta conexión y, por otro lado, producen una carga simbólica fuerte en el contexto presente. Hirsch, basándose en Barthes, subraya la presencia simultánea de vida y muerte en los retratos fotográficos, resultado de su naturaleza de “índice”. Transmiten quizás, ante todo, una imagen de la intrusión violenta en la esfera privada, de una fractura irreparable que no se salda con el paso del tiempo y las

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generaciones. Según Hirsch, es el contexto de lectura y no el contenido lo que determina el significado de la foto, ya que el espectador reemplaza o complementa lo que la imagen omite. En este sentido, Hirsch establece una distinción entre el pasado y el futuro, entre padres e hijos, entre la memoria del sobreviviente y la posmemoria de los hijos de los sobrevivientes. Siempre según Hirsch, la posmemoria se distingue de la memoria por una diferencia generacional, y de la historia por una conexión personal. En el caso de la posmemoria, destaca Hirsch, la conexión con el objeto o la fuente es la inversión imaginativa y la creación. El contexto histórico en el que se sitúa la foto reproducida por Semán es análogo: también se trata de una experiencia disruptiva, de una pérdida que ha desarticulado el ser del protagonista. Y pese a que no se trata aquí de una posmemoria stricto sensu2 (puesto que el protagonista de Semán no nació después de la catástrofe), sino de un corte brutal basado en una experiencia sucedida a él mismo, como hijo (y no heredado a través de una lógica intergeneracional del dolor), la importancia de la imaginación para suplir la pobreza de la experiencia también es comparable a la señalada por Hirsch. En Soy un bravo piloto de la nueva China, la apelación a la ficción coexiste sin solución de continuidad con la incorporación de materiales auténticos para evocar la memoria. Si la ficcionalización opera como mecanismo de indagación de lo real, el uso de fotografías personales, fragmentos de cartas, objetos que funcionan como íconos del período evocado crean anclajes con el pasado y ayudan a restablecer, aunque sea de modo fragmentario y residual, el quiebre de la transmisión generacional. Sin embargo, estos restos son figuras sintomáticas que no logran colmar el vacío. Como ha argumentado Georges Didi-Huberman (Imágenes pese a todo), el vestigio descubre, devuelve e inicia la restitución de algo afectado por la pérdida, el ocultamiento o el secreto. En cambio, el resto como falta supone a la vez que algo se sustrae siempre a la memoria, un algo que no 2. Por motivos de espacio, no entraré aquí en el debate terminológico acerca de la exportabilidad al contexto argentino del concepto de la posmemoria. Me limito a apuntar que sería más acertado hablar, en el caso que nos ocupa, de una combinación de memoria y posmemoria, un híbrido entre ambas categorías, puesto que el objeto de los textos de los hijos es en primer lugar pensar lo sucedido a ellos mismos.

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obstante irrumpe. El archivo no debe ser considerado como un stock, sino que representa constantemente una carencia, abre una grieta en algunos relatos o versiones. Este es el motivo por el que en obras como la de Semán no se diferencian ontológicamente las huellas tangibles, que son los documentos de archivo de los residuos, de la memoria: a la hora de enmendar el vacío memorialístico se colocan en el mismo nivel. Tanto en los casos en que la reconstrucción arraiga en un objeto tangible como cuando faltan las evidencias materiales, el narrador busca la resignificación de la historia familiar y la composición de una imagen de su padre y de sí mismo. En última instancia, sin embargo, la figura del padre sigue siendo inaprehensible y la identidad del hijo se encuentra constantemente diferida. Pero no por eso Semán abandona del todo la búsqueda referencial, ni renuncia a la narrativización (en el sentido de Hayden White): pese a darse cuenta de lo ilusorio de la operación, se empeña en construir un discurso multiperspectivista que organice los acontecimientos de los eventos históricos.3

b) El imaginario infantil y la desacralización de la militancia Esta arqueología de los objetos perdidos y su reaparición cobran especial relevancia cuando se considera la edad que tenía el álter ego de Ernesto Semán, Rubén Abdela, cuando su padre fue secuestrado: nueve años. Hay algo mágico e irracional en el objeto de la temprana infancia que, cual una miniatura, condensa el sentido y funciona como domesticación de una memoria amenazada. Esa misma caja marrón, que Rubén y su hermano abren la víspera de la muerte de su madre y de la que sacan la foto doméstica, contiene un objeto central al respecto: el avioncito llamado Chinastro al que hace alusión el título de la obra. “Soy un bravo piloto de la nueva China” es la inscripción que tiene este juguete que el padre de Rubén le trajo de un entrenamiento en China. Rubén pierde al padre, el “bravo piloto” cuyo destino será ser arrojado, 3. Sobre el carácter autoficcional de la novela, véase el excelente artículo de Blejmar (2013).

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precisamente, desde un avión en un vuelo de la muerte, pero preserva el avión que se convierte en un talismán, un tótem que irá recorriendo generaciones. Si para el hijo, China tiene connotaciones exóticas y aventureras, ese regalo, al mismo tiempo, se asocia con la militancia política que le resulta difícil de descifrar. En un momento determinado, la esfera política y la lúdica, que parecen mutuamente excluyentes, llegan a contaminarse: esto pasa cuando Rubén, en un jardín infantil, se pelea con otro chico que le ha arrebatado su autito. En vez de salir en su defensa o intentar reconciliar a los dos chicos, el padre contesta con un mensaje ideológico poco apropiado a las circunstancias: “No, vení acá, Rubencito. Escuchame bien: los juguetes no son tuyos. Los juguetes SON” (74), o sea: oponiéndose a la propiedad privada. Como en otros textos de la segunda generación (pienso en La casa de los conejos de Laura Alcoba o en las escenas de animación con figuras de Playmobil en Los rubios de Albertina Carri, que reconstruyen por ejemplo, a modo de invención infantil sobre la desaparición, el secuestro de los padres por extraterrestres), en Soy un bravo piloto de la nueva China la condición de hijo hace aparecer lo lúdico como reverso privado de la violencia. Precisamente por el acercamiento imaginativo y afectivo que supone, esta mirada infantil proyectada sobre la militancia del padre produce extrañamiento y acaba teniendo un efecto transgresor de desacralización. En el fondo, implica una crítica audaz a la militancia de los 70: la que sostiene que al politizar todas las esferas de la vida social, esa militancia termina por poner en situación de riesgo ámbitos que, por lógica, deberían quedar a resguardo. Un tercer objeto que forma parte del legado dejado por la madre confirma esta ceguera ideológica del padre: la carta de amor muy sui géneris que el “camarada Abdela” escribió a su mujer Rosa antes de viajar clandestinamente a la China de Mao. Verdadera pieza maestra, la carta del padre revela su escala de valores, que consiste en una subordinación de todos los resquicios de la vida personal a los intereses del Partido Comunista y una entrega total a la causa revolucionaria. Leída con los ojos de la generación siguiente, resulta incomprensible: parece la carta de un psicópata (“Decime quién mierda escribe una carta de amor que menciona a todos y cada uno de los genocidios de la humanidad. Hasta de los incas se acordó” (194), exclama Agustín, el hermano mayor). La doctrina del

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padre es sectaria hasta el punto de oponerse a la “tentación capitalista” de tener hijos. Leyendo la carta, Rubén, el hijo menor, se entera de que su nacimiento fue debatido en el partido porque tener un segundo hijo era considerado un privilegio burgués inapropiado para quienes luchaban. Si finalmente nació, lo debe a la terquedad de su madre que, aunque solidaria con las decisiones políticas de su marido, siempre ha mantenido una actitud de distancia y de disputa.

c) La irrupción de la dimensión fantástica Los capítulos que la novela dedica a La Ciudad narran la despedida de la madre en un registro realista. Esta modalidad se justifica porque se trata de un proceso, si bien doloroso, orgánico de enfermedad. En cambio, la desaparición programada por la política de terrorismo de Estado es insoportable para los sobrevivientes y, por su carácter traumático, se resiste a ser contada en este mismo registro, lo que justifica una importante omisión en los capítulos que se desarrollan en La Ciudad: no se narra el secuestro del padre desde el punto de vista del hijo. La ausencia del cuerpo del desaparecido implica un efecto multiplicador del dolor y produce una suerte de inmovilidad en la elaboración de duelos. El hijo siempre se ha negado a aceptar la muerte del padre, de allí el encuentro constante con su fantasma como una manifestación de lo que LaCapra (2001) ha llamado el acting out o repetición compulsiva y antes, justo después del secuestro, el ritual de recortar y guardar los artículos de periódico para el padre como una forma de mantener intacta la ilusión de su regreso.La radical incomprensión y los puntos ciegos del hijo se complementan, sin embargo, con una versión más completa de los acontecimientos que se ofrece, cual contrapunto, en los capítulos dedicados a El Campo, escritos en tercera persona y desde una perspectiva histórica. El Campo remite en este contexto a un centro clandestino de detención que ha funcionado entre 1976 y 1979 y al que fue trasladado el padre de Rubén, Luis Abdela, hasta que fue asesinado. Como consecuencia de un desplazamiento enunciativo, la figura protagónica de este escenario es el torturador de Abdela, Aldo Capitán, lo que suscita un efecto de distanciamiento y constituye una

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novedad notable en una novela escrita por alguien que se sitúa del lado de las víctimas. Por el cambio de perspectiva en estas partes, sí aparece la descripción de las atrocidades a las que fueron sometidos los cuerpos de los presos, y sí se narra detalladamente el secuestro de Luis Abdela. El perfil militar de Capitán hace pensar en el del conscripto en Dos veces junio de Martín Kohan o Villa de Luis Gusmán: es un militar que, aunque con firmes convicciones, no pretende hacer más que cumplir órdenes, separando su vida profesional de su vida familiar, un pequeño miserable cuyo lado más humano se ubica en su paternidad. Se dibuja así una interesante simetría padre/hijo con la de Luis Abdela, pero invertida: en el caso de Rubén, se busca comprender los motivos del padre desde una relación crítica pero afectiva y empática; en el caso del hijo del torturador Capitán, Fausto, se evoluciona de una cercanía afectiva a una ruptura irreversible. Sin embargo, Capitán no es enteramente asimilable a los cómplices de la represión de las novelas de Kohan o Gusmán, porque acaba identificándose con su víctima. Al final de la novela, se da una inversión de los papeles y el represor es asesinado por su propio hijo. Pero antes de la revancha del hijo, el victimario Capitán ya se ha convertido parcialmente en víctima porque su participación en los vuelos de la muerte provocó toda clase de somatizaciones; primero, su sordomudez y, luego, su locura, cuya expresión bajo forma de delirios anuncia el registro fantástico que predomina abiertamente en los capítulos situados en La Isla. Los capítulos sobre El Campo permiten asimismo rescatar otros aspectos del compromiso político del camarada Abdela, tales como su gran valentía y su carga utópica rayana en el mesianismo. En los diálogos que mantiene con su torturador, Abdela se compara sistemáticamente con los primeros cristianos y la persecución que sufrieron por los romanos, imagen que acosará a Capitán y le embargará la conciencia hasta el punto de hacerle perder el juicio y sufrir alucinaciones; así, la primera vez que sale de casa después de su colapso se ve rodeado de cristianos en señal de que por fin se le ha despertado la conciencia: “Cristianos, montones de ellos, vestidos solo con harapos, sucios y sangrados, murmurando entre ellos en algún dialecto que, aun si hubiera podido escuchar, no lo habría podido entender” (220). Esta escena desemboca en una suerte de desenmascaramiento y conversión,

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cuando Capitán descubre que él mismo se ha metamorfoseado y que ahora “estaba descalzo y con los pies cortajeados, y que debajo del vientre, apenas una tela sucia y mal atada le cubría el frente y parte de las nalgas” (220). Si los capítulos que se sitúan en El Campo van cediendo gradualmente el paso a las alucinaciones de Capitán, el tercer eje espacial de la novela, La Isla, introduce un componente francamente fantástico, una narración en clave de ciencia ficción. Aparece como un extraño territorio celestial-infernal a la vez sin ubicación geográfica ni límites precisos (aunque se sugiere que estamos en California). A esa isla, dirigida por una pareja diabólica (Rudolf y the Rubber Lady, criaturas abominables con cuerpos de plástico y una larga cola), se llega en un colectivo submarino conducido por un grupo de mujeres y atravesando un paisaje compuesto de basurales en los que se amontonan desechos industriales, pedazos de ropa, partes de computadoras, cuerpos y carteles indescifrables. Los pasajeros, equipados con un escáner, graban ciertas escenas llamativas pertenecientes al pasado para poder visionarlas después. Luego, después de este viaje por entre las ruinas, son llevados a La Isla en un bote para sumergirse en una experiencia única: una visita al más allá que toma la forma de una isla exótica poblada de seres queridos ya fallecidos, que se describe en términos de trip alucinógeno con fuertes ribetes oníricos. La isla funciona claramente como un tercer espacio alegórico que el personaje central Rubén necesita para realizar un recorrido interior y procesar la pérdida de su padre y la inminente muerte de su madre: allí pueden producirse las conversaciones que no se produjeron en la vida real. Ve proyectadas en una pantalla escenas clave de su vida, de las que algunas ocurrieron y otras son imaginarias, como la conversación entre su padre y su torturador Aldo Capitán. Necesita un lugar de observador que le permita entender algo de esta situación y elaborar varios gestos de perdón. La presencia de la ciencia ficción en esta novela encaja dentro del recurso frecuente a lo fantástico en la narrativa argentina posdictatorial4 que, a

4. Ejemplos recientes serían Chicos que vuelven, de Mariana Enríquez, los relatos “Fumar abajo del agua” y “2073” de Félix Bruzzone (76), el volumen Pájaros en la boca de Samantha Schweblin o la trilogía Los invertebrables de Oliverio Coelho. Son particularmente llamativas las analogías entre las escenas de La Isla en Semán

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mi modo de ver, puede relacionarse, en el corpus particular de los textos de los hijos, con una etapa diferente en el procesamiento del trauma: la creación de mundos posibles y de espacios paralelos permite un distanciamiento y depara una gran libertad de expresión, lo que hace posible infringir ciertos tabúes, poner en tensión ciertos estereotipos y dar rienda suelta a la actitud ambivalente frente a los padres ausentes. La omnipresencia de lo siniestro, que caracterizaba las novelas posdictatoriales anteriores, ha perdido protagonismo ante un proyecto de resemantización vital. Todo lo cual, a su vez, contribuye a avanzar en la etapa de elaboración del trauma desde la fase del acting out hacia la del working through, siempre según la terminología de LaCapra (2001). La presencia ininterrumpida de la modalidad fantástica para hablar de los estragos de la dictadura argentina no nos debe sorprender por dos motivos. En primer lugar, como han explicado varios estudiosos, sería erróneo considerar lo fantástico como mecanismo de defensa o de evasión. Por el terreno ontológico común que comparten el sujeto traumatizado y la desrealización inherente a las experiencias extremas, lo fantástico funciona, en cambio, como estrategia textual adecuada para representar el trauma (muchas veces superior a la referencialidad del testimonio). Puesto que en la rememoración de antiguos traumas lo importante no es llegar a la verdad factual de algún conocimiento olvidado, sino que lo que cuenta en el retorno a ese episodio es la manera en que el recuerdo aún actúa en el sujeto; este sujeto traumatizado y la escritura fantástica pertenecen ambos a una realidad en la que se escapa constantemente del testimonio mediante la narración. Si, como Cathy Caruth (1996) y otros han argumentado, el trauma excede constitucionalmente los límites de la representación, siendo inaccesible al conocimiento racional por inaugurar un estado de excepción y y “2073” de Bruzzone, un cuento que también evoca, en clave de ciencia ficción, un encuentro fantasmático entre un hijo y un padre desaparecido. Para un estudio más pormenorizado, remito al proyecto de investigación “Narratives of Terror and Disappearance” sobre las dimensiones fantásticas de la memoria colectiva de la última dictadura argentina, llevado a cabo por el equipo de la universidad de Konstanz, bajo la dirección de Kirsten Mahlke .

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un saber que no puede ser desplegado con la lógica instrumentalizada del discurso sistematizado y científico, lo fantástico es un elemento que permite reordenar lo real cuando el test de la realidad mimética se enfrenta a un hecho no asimilado ni asimilable. Este aspecto fantástico puede, por tanto, favorecer la integración de sucesos relacionados con experiencias en su origen inimaginables en realidades más o menos coherentes en el seno de un texto literario.5En segundo lugar, y como es lógico, los relatos postraumáticos, de los que forman parte los de la segunda generación, tienen mucho en común, pero también varían considerablemente entre sí y se inscriben en tradiciones literarias diferentes. Si comparamos la producción argentina con los relatos sobre el Holocausto, observamos que los del Cono Sur se anclan o “reterritorializan” en géneros específicos, que presentan marcas locales (Steimberg 2012). Ha dicho Ernst Van Alphen (1999) que la representación del trauma no tiene términos fijos ni absolutos, sino que es variable tanto históricamente como según las tradiciones literarias disponibles. En la narrativa argentina, al existir una tradición sólida de lo fantástico, se apela por tanto a esta matriz para dar cuenta de ciertas zonas de lo doloroso. Aunque han recibido menos atención crítica, ya desde los 80 y paralelamente a la corriente realista y testimonial, aparecieron en el panorama literario argentino escrituras que se alejaron de ella para enfocar el terror, el silenciamiento y la opresión desde un imaginario irreal.6

5. El teórico Eugene Arva sostiene que la escritura mágico-realista (afín a la fantástica) se ha convertido en una de las herramientas artísticas más eficaces para representar acontecimientos extremos en tanto que representación textual de lo indecible. Según Arva, la imaginación traumática se plasma preferentemente en los “cronotopos del choque”, que traducen dolores inexpresables en imágenes inasimilables (283). La novela de Semán no encaja completamente en esta visión: si es verdad que el secuestro del padre, las sesiones de tortura y su muerte violenta no se dejan formular en un escenario realista, su recreación a través del espacio imaginario de La Isla posee más ingredientes de un encuentro que de un choque. Al ensanchar tanto la categoría del realismo mágico como lo hace Arva, ésta pierde, además, nitidez, por lo que deja de ser operativa. 6. La mayoría de los críticos coinciden en apuntar que la condición sine qua non para que se produzca el efecto fantástico es la presencia de un fenómeno sobrenatural. En la literatura de ciencia ficción, sin embargo, no se trata tanto de que en la narración irrumpa lo sobrenatural, sino que en ella ocurren fenómenos imposibles,

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Es emblemática al respecto la obra distópica de Marcelo Cohen, que inauguró una corriente denominada “ciencia ficción posapocalíptica” (Reati, Postales del porvenir). Se trata de un tipo de ficción prospectiva que recupera la paranoia del sistema dictatorial con el fin de descodificar el discurso del poder y de poner en marcha una catarsis cognitiva y emocional en el lector. Cabe inscribir en esta tendencia novelas de autores como Pedro Mairal, Rafael Pinedo y Oliverio Coelho, entre otros. Los episodios de Soy un bravo piloto de la nueva China, situados en La Isla, reanudan esta vertiente posapocalíptica, aunque no tanto en cuanto género que ocupa el espacio textual en su totalidad, sino más bien como un dispositivo que se combina con otros acercamientos, como una línea narrativa que coexiste con otras dos. A continuación me detendré en tres usos concretos que se hacen de la ciencia ficción en la novela de Semán: la ciencia ficción como laboratorio para lanzar propuestas alternativas, como apertura de la experiencia individual a la dimensión colectiva (mediante la relevancia del potencial subversivo y ético inherentes a la ciencia ficción), y como advertencia contra excesos y peligros de tendencias del presente Semán subraya la importancia de la enunciación de sus experiencias y rechaza el discurso sobre la tortura y los campos como lo infigurable:

con explicación racional, basados en avances tecnológicos y científicos. La ciencia ficción lanza hipótesis de lo que, a pesar de no ser, es pensable. Ahora bien: si un texto fantástico no puede funcionar sin la presencia de un fenómeno sobrenatural, la ciencia ficción compartirá con lo fantástico el que ambos construyen un mundo imaginario que nunca existió o al que aún no hemos llegado. Aunque varios teóricos (Darko Suvin, Fernando Ángel Moreno...) se han empeñado en distinguir lo fantástico de la ciencia ficción, en la Argentina, donde la literatura fantástica tiene una tradición asentada, esta distinción no está comúnmente aceptada. Elvio Gandolfo (37) llega incluso a empezar su ensayo “La ciencia ficción argentina” diciendo que “La ciencia ficción argentina no existe. [...]. En nuestro país es una sucursal de lo fantástico o de la literatura”. En este artículo prefiero no entrar en la cuestión genérica, por lo que seguiré a Gandolfo considerando la ciencia ficción como una subcategoría de lo fantástico. En general, me adhiero a los planteamientos de Rosemary Jackson (7, 20, 35), quien sostiene que lo fantástico es un modo literario ––modo en el sentido de “discurso”, según la terminología de Jameson, antes que un género (en la conocida tesis de Todorov)––, un modo que entra en contacto directo con lo real y que, según los casos, asume formas genéricas diferentes.

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parte del supuesto de que todo debe ser enunciable e imaginable.7 Al mismo tiempo reclama el derecho a imaginárselo todo, no solo lo políticamente correcto o la idealización de la militancia, y a formular preguntas incómodas. Este derecho incluye la crítica de las elecciones ideológicas y las prioridades de los padres que sacrificaban la vida privada a una causa política (como ocurre en la escena de lectura de la carta dejada por el padre). Los términos en los que se caracteriza al padre se alejan tanto de la identificación o la empatía incondicional con las víctimas como del conflicto, pero tampoco se rehúye la autocrítica, cuando por ejemplo Rubén admite que nunca había sentido el dolor inmenso por el que pasó su padre, ya que solo vio el abandono que él mismo sufrió: “Que hasta ahora no había pensado en el dolor de mi padre, así de simple. En lo terrible que tiene que haber sido para él” (272). Semán lleva aún más lejos esta libertad de expresión cuando la víctima que es su padre entabla, en el espacio irreal de La Isla, un largo diálogo con su torturador Capitán, en la terrible proximidad que crea el acto de la tortura. Más que reproducir la oposición binaria habitual entre víctimas y victimarios, entre inocentes y culpables, se disuelven aquí las dicotomías tajantes para observar los puntos de unión y los engranajes que unen uno y otro: como ha demostrado Pilar Calveiro (2004), el “poder desaparecedor” solo fue posible en el seno de una sociedad que ya había sido formada en la disciplina militar. Semán humaniza a Capitán, colocándolo en una situación análoga pero inversa a la de Luis Abdela:8 si Abdela es el perdedor 7. Esta actitud puede relacionarse con la que el historiador Georges Didi-Huberman (2004) adopta en Imágenes pese a todo, ensayo en el que defiende la posibilidad de la imaginación crítica frente al acontecimiento límite del Holocausto como alternativa ante la exigencia del silencio de la sublimación o el negacionismo, o bien ante la fagocitación de las imágenes del horror por parte de la industria cultural. 8. La relación Aldo Capitán/Ana/Fausto es un trasunto de la relación Luis Abdela/ Rosa/Rubén y Agustín, solo que en un sentido inverso: hay escenas que se repiten casi textualmente, como la del retrato familiar (212) y los autitos con los que juega el hijo de Capitán, Fausto, y cuya posesión disputa a un amigo, un doble del narrador Rubén (213). La analogía es estructural y textual, lo que demuestra que Semán busca sacar a relucir su semejanza. No se trata, por supuesto, de confundir éticamente a las víctimas con sus verdugos, pero esta evidencia debe contar con el hecho antropológico de un semejante que inflige a su semejante la tortura, la desfiguración y la muerte. Véanse a este respecto las palabras de Georges Bataille

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que triunfa éticamente, Capitán es el triunfador que ha perdido éticamente,9 y si Abdela fue un pésimo padre de familia pero un muy buen militante, Capitán logró construir una familia interesante a la que pierde por su implicación en la represión. Dando voz al represor, la novela de Semán incluso desarticula el propio subgénero al que pertenece, el de la “literatura de los hijos”, mostrando también el efecto de la dictadura en otra relación filial, la de un hijo con su padre militar, que termina en un drama familiar. La imagen alegórica de la persecución de los primeros cristianos por los romanos, verdadero hilo conductor en las relaciones entre Abdela y Capitán, instala una ética cristiana del arrepentimiento y del perdón, de ofrecer la otra mejilla en lugar del ojo por ojo (158), que es al mismo tiempo una ética de resistencia. El perdón que se pide y que se otorga emana de tres instancias: del padre militante, de su hijo Rubén y del represor, pero excluye al hijo del torturador, Fausto, quien lo rechaza de plano. Es esta misma dinámica la que permite el monólogo interior en el que Luis Abdela rectifica, en cierto modo, la carta que escribió a Rosa para justificar su dedicación exclusiva a la militancia: es una forma de pedir perdón a su familia, de mostrar arrepentimiento por haberla relegado a un segundo plano y así haberla defraudado (269). El contexto fantástico de la ciencia ficción funciona aquí como una especie de laboratorio experimental desde el cual se pueden poner a prueba ciertas hipótesis y reflexiones anteriormente inarticulables: formularlas desde el camino sesgado de la ciencia ficción puede contribuir a ensanchar los límites epistemológicos vigentes, siempre insuficientes por no dar cuenta de la complejidad de lo real. Pese a que la ficción de Semán se concentra en la historia personal del protagonista (inscribiéndose en el “giro subjetivo”), esta se halla inmersa en un contexto social. A primera vista, el relato de La Isla es distópico, porque termina planteando la imposibilidad de establecer una verdadera relación con el padre muerto y con el universo al que éste pertenecía. Sin embargo, el ejercicio imaginario no se hace en vano. Introduce matices interesantes

citadas en Didi-Huberman, 25: “No solo somos las víctimas posibles de los verdugos: los verdugos son nuestros semejantes”. 9. En este sentido, la novela de Semán encaja en la categoría de las narrativas de perdedores, tal como fue definida por Ana María Amar Sánchez (2010).

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en la lógica del enfrentamiento: esta cede el paso ante el cronotopo del encuentro y de la convivencia, la posibilidad de la reconciliación. Este reencuentro no solo se dirige al legado del padre, sino también a cómplices del régimen como Capitán, que acabaron tomando conciencia de su error, y no solo vale para casos individuales, sino que se aplica a todo un proyecto de sociedad. Se combina con una segunda función, que reside en la fuerte implicancia ético-política de la ciencia ficción, lo que tampoco es nuevo, pues muchas obras científico-ficcionales argentinas poseen esta dimensión política, empezando por la historieta El eternauta de Héctor G. Oesterheld, pero igualmente presente en la obra de Cohen o en la “ficción paranoica” definida por Ricardo Piglia (1991). Como ya advirtió Moreno (2010), las ficciones prospectivas suelen tener una función poética, retórica o ética antes que pretender hacernos contemplar el futuro representado como real. Es decir, su fuerza reside sobre todo en su capacidad de plantear cuestiones inquietantes del presente. En este sentido, la ciencia ficción establece una relación dialógica con el contexto socioeconómico, histórico y político en el que surge.Sin embargo, no se formulan estas perspectivas de futuro sin señalar, simultáneamente, las múltiples aristas y paradojas que las atraviesan, sin formular serias puestas en guardia. La reconciliación y el perdón son posibles, a condición de que no se incurra nunca en establecer una equivalencia moral entre víctimas y victimarios. Como dice Luis Abdela: “Mi perdón no mueve un milímetro lo irreversible” (269). Esta dimensión crítica se manifiesta en el tipo de sociedad que se evoca en La Isla: la Argentina por la que se mueven sus personajes es un espacio irremediablemente inserto en la globalización neoliberal con fuertes tendencias autoritarias, cuya estética está inspirada en la del shopping mall y donde absolutamente cualquier tipo de relación se basa en el principio de la transacción mercantil. Los dueños de La Isla requisan las imágenes del pasado para poder explotar el copyright de este banco de datos y manipularlo a su antojo. La orientación futurista inherente al molde de la ciencia ficción desfamiliariza para poder recargar las tintas de la crítica social e introducir una entonación francamente sarcástica. El ejemplo más extremo de cinismo y de asimilación mercantil del horror es la idea de los dueños de La Isla de montar

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un negocio con paseos turísticos llamados “Reconciliation Tour” (264),10 en el que grupos podrían recorrer las instalaciones de los campos acompañados por un represor, un desaparecido, algunas Madres de la Plaza de Mayo... Esta propuesta contiene una transformación paródica de consignas del menemismo y de los posteriores excesos de institucionalización de la memoria criticados por intelectuales como Andreas Huyssen (2001). El principio choca de frente con los imaginarios sociales utópicos por los que luchó la generación de los padres. La preocupación central parece ser, por tanto, cómo esbozar un gesto de perdón sin que éste sea inmediatamente recuperado y desvirtuado por una lógica neoliberal, cómo abrir un espacio crítico hacia la militancia fanática del padre sin que esta irreverencia se convierta en operación cómplice de la lógica perversa del mercado en la que se amparaba el régimen militar. Otra dimensión de la misma problemática es la omnipresencia en el texto de los dispositivos tecnológicos que compiten con la realidad material y que, cuando caen en manos de regímenes despóticos, lo convierten todo en un simulacro: la experiencia auténtica ha sido borrada y todo pasa a través de procedimientos de mediatización controlados por la industria audiovisual, por escenificaciones que se proyectan en pantallas virtuales. Por otra parte, es también esta instancia de mediación sobre lo real que se interpone entre las imágenes dolorosas y la propia identidad de Rubén la que le permite descentrar su tragedia y observarse desde afuera. Se puede concluir diciendo que la función concreta que desempeña el uso de la ciencia ficción en la novela de Semán no es unívoca ni está exenta de contradicciones. Se sitúa en diferentes niveles (individual y colectivo) y busca integrar temporalidades diversas (las tres dimensiones del tiempo: pasado, presente y futuro) y experiencias a primera vista incompatibles. Como categoría crítica bien arraigada en la literatura argentina, la ciencia ficción facilita la elaboración de un marco que busca acomodar memorias diferentes en una convivencia tolerante pero que, al mismo

10. Como ha observado Ricardo Piglia (2011) en la presentación de la novela de Semán, el espacio de La Isla también puede pensarse como otro tipo de resolución: como una tentativa de reconstruir una fantasía de reconciliación que de nuevo se vincula con la mirada infantil, porque se sabe que los niños siempre tienen este deseo de que todos se reconcilien.

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tiempo, excluya cualquier proyecto político que carezca de ética y que apruebe la erosión de una conciencia histórica. Si la realidad y la historia no ofrecen respuestas suficientemente satisfactorias, parece decir Semán, entonces la imaginación debe ofrecer estas respuestas capaces de cambiar el foco de las preguntas y desafiar lo real, también en cuanto a las formas narrativas, porque cada generación debe, para resignificar el árbol genealógico, replantear qué temas se pueden tratar a través de qué géneros y con qué entonación.

4. Conclusión Soy un bravo piloto de la nueva China ilustra claramente un cambio de paradigma representacional con respecto a las obras escritas con anterioridad. Podría decirse que en esta novela todavía se reconoce el peso que ejerce el trauma de la desaparición del padre, pero que éste ha dejado de irrumpir en la vida del protagonista como repetición melancólica para convertirse en tema de reflexión y objeto de crítica.La novela efectúa un montaje11 complejo que contrasta planos, miradas, registros y pactos de lectura opuestos cuya finalidad no es propiciar una asimilación, sino hacer surgir ciertas semejanzas menos evidentes (como la que existe entre Rubén, el hijo del militante, y Fausto, el hijo del represor) y tratar de encontrar una posibilidad real de integrar las contradicciones en una trayectoria tanto vital como social de cara al futuro. Pero si bien contiene una apuesta por el futuro, no deja de problematizar esta misma apuesta al ironizar sobre ciertos abusos políticos y de mercantilización que la sociedad argentina actual hace de la memoria y al plantear la difícil cuestión de los procesos de reconstrucción del campo social.Es particularmente en las secuencias que recurren al repertorio 11. La necesidad del montaje como principio definitorio del archivo o la memoria se convierte en objeto de reflexión en el trabajo reciente de Georges Didi-Huberman, quien insiste en la definición del archivo como resto, astilla, contorno borroso de una ausencia, en su esencia agujereada. Así, “el archivo no es ni reflejo del acontecimiento ni tampoco su demostración o prueba. Siempre debe ser trabajado mediante cortes y montajes incesantes con otros archivos” (Didi-Huberman 2007, página 7 de la traducción española).

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de la ciencia ficción, en las que se abandonan las imposiciones miméticas de una lógica espaciotemporal realista, donde se escenifican tramas de la vida con valor de umbral, donde se recapitula y se hace balance intentando llegar a una paz interior. A través de los mundos posibles así creados, el texto logra rebasar la dicotomía entre redención y aporía, entre relatos en los que trasluce una perspectiva mesiánica frente a relatos que respaldan la imposibilidad de la superación del trauma, comentada por estudiosos como LaCapra, proponiendo nuevos modos de entender los desafíos planteados. En parte por eso, la novela de Semán puede considerarse como una extensión de aquello que Michael Rothberg (1998), en un intento por superar la dialéctica arriba mencionada entre sublimación y caída en la reducción racional del acontecimiento, ha denominado “realismo traumático”: antes que la búsqueda del reflejo mimético o del mesianismo, el intento de producir el acontecimiento extremo como objeto de conocimiento, buscar un equilibrio que consiste en producir una alternativa de elaboración del trauma sin ilusión de totalización, apuntando a mantener voluntariamente la apertura, a resistir a la totalización o a la clausura, al relleno de sentido. De acuerdo con LaCapra, contrarrestar lo compulsivo de la repetición debería efectuarse mediante prácticas sociales. Así es posible que algo nuevo aparezca, un nuevo anudamiento que permita que la pérdida se inserte en una trama con continuidad y posibilidad para el futuro. Esta preocupación se materializa en las ganas expresadas por Rubén de que por fin “se produzca el futuro” (77) y que pueda crear un hogar propio. No es casual, entonces, que Rubén solo después de elaborar la historia de su padre pueda contemplar ser padre él mismo, como ocurre al final de la novela.

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Cabezas cortadas en la narconovela mexicana: el espectáculo de lo abyecto Brigitte Adriaensen Radboud Universiteit Nijmegen/NWO

Si hay un signo dominante en la vida cotidiana en México, aquello que infesta su economía, su política, su cultura, es la abyección. (Sergio González Rodríguez 160)

Desde que la guerra contra el narco conoció un triste auge durante el sexenio de Calderón entre 2006 y 2012, la violencia que permea la sociedad mexicana también se ha filtrado de manera cada vez más incisiva en la ficción. En la narcoliteratura es notoria la profusión de referencias al cadáver, a menudo mutilado y descompuesto, así como la presencia recurrente de cabezas cortadas. Antes de pasar a estudiar la representación de las cabezas cercenadas en tres textos de ficción, propongo profundizar algo más en el contexto de la práctica de la decapitación en México y en la forma en que esta ha sido conectada con su larga historia que se remonta ya a la caza de las cabezas en la Prehistoria.

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1. Crímenes “expresivos” en México Durante el sexenio de Calderón, las decapitaciones efectuadas por los cárteles de droga se multiplicaron. El episodio más siniestro y más conocido, sin duda, fue la noticia, fechada en septiembre de 2006, de que unos sicarios entraron por la madrugada a la discoteca Sol y Sombra, en Uruapan (Michoacán) para arrojar cinco cabezas, envueltas en bolsas negras de basura, a la pista de baile. Los sicarios, miembros del cártel de la Familia Michoacana, se disfrazaron de policías para poder entrar y consiguieron infundir el terror y el pánico entre la población mexicana. En su ensayo El hombre sin cabeza, el periodista mexicano Sergio González Rodríguez se centra específicamente en la práctica de la decapitación de los sicarios mexicanos. Indica que el episodio macabro de Uruapan no constituyó un hecho aislado: si en 2007 el número de decapitados llegó a cerca de cuarenta, en 2008 el saldo fue escalofriante, con ciento setenta decapitaciones registradas. Para retomar la comparación bastante plástica de González Rodríguez: “Si se colocaran esas cabezas una sobre otra alcanzarían la altura del monumento El Ángel de la Independencia de la capital mexicana, en donde están los restos del también decapitado Miguel Hidalgo y Costilla” (49-50). González Rodríguez no es el único en destacar que los mismos cárteles tienen tendencia a situar sus prácticas de tortura en un contexto de sacrificio, de rituales aztecas, cuya práctica de degollar a las víctimas con un cuchillo de obsidiana es conocida. Efectivamente, los tzomplantli o empalizadas azetecas sostenían los cráneos de estas víctimas sacrificadas. Como también explica el crítico de arte Antonio Sustaita, en su libro El baile de las cabezas, las prácticas actuales de los narcos pretenden tener un carácter ritual, que se remonta a las tradiciones prehispánicas: En las deidades aztecas Coatlicue, Coyolxauhqui y Tlaltecuhtli operaba un juego de dualidades y un iconismo que, en cierta medida, daría cuenta de una violencia que parece fuera de todo límite practicada por las bandas del narcotráfico: vida-muerte, destrucción-construcción, alegría-dolor, unidad-fragmento corporal, [...]. La práctica del desmembramiento y la crueldad ritual son un reflejo de lo que se percibe en los procesos cósmicos: el sol que desaparece cada noche,

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la luna fragmentándose y recomponiéndose a lo largo de un mes, la tierra abierta para que puedan aparecer las plantas (104-105).

Aparte de este valor ritual, relacionado con los procesos cósmicos, la decapitación se inserta tempranamente en un contexto de guerra. En el paleolítico prehistórico, por ejemplo, se practicaba la famosa “caza de las cabezas”. Entre los pueblos indoeuropeos, decapitar a un enemigo formaba parte del pasaje iniciático a la edad adulta. La cabeza cercenada se colgaba dentro de la cueva como trofeo, y el agujero que se encuentra en muchos cráneos de la época sugiere que la ingestión del cerebro del enemigo permitía adquirir el poder mágico o espiritual de los vencidos, ya que se consideraba generalmente que el alma se ubicaba en el cerebro precisamente (Domínguez Leiva 12-13). Frente a la práctica del “exo-canibalismo”, los neandertales también emprendían el “endo-canibalismo”. Si bien no se usaba comer los cerebros de los miembros del propio clan, éstos sí fueron sacrificados mediante una muerte ritual, su carne fue digerida por los que seguían vivos, y sus cráneos se exponían celosamente al interior de la cueva para trasmitir su poder mágico. De esa manera, el cráneo tenía un doble sentido: por un lado, trasmitía la espiritualidad de los ancestros, por el otro, permitía vencer al enemigo y apropiarse de sus fuerzas. A propósito del auge de la violencia a partir de 2006 en México, y podríamos ampliar su observación a las decapitaciones que fueron llevadas a cabo por los guerreros de IS (el Estado Islámico en Siria) en la segunda mitad de 2014, Gonzalez Rodríguez comenta lo siguiente: Desde tiempos primitivos la decapitación lleva la finalidad de triunfar sobre el enemigo y mostrar que, al efectuarla, se asume el espíritu del vencido. Se cree que esta posición otorga poderes supremos que tienen su ingrediente catártico y un efecto intimidatorio en el resto de las personas. Quien le corta la cabeza a un semejante es capaz de cualquier crimen. [...] Decapitar es también un acto de furor fundamentalista, y quien lo consuma quiere hacer evidente a los demás su absoluto desprecio por el orden y las normas de cualquier tipo. El decapitador se asume mensajero del lado oscuro de la humanidad, se ve como el reimplantador del reino de la muerte y el salvajismo vasto que nombra la destrucción e impone un sentido negativo en el mundo. [...] El acto de sostener la cabeza sangrante separada del cuerpo del Estado constituye una proclama irreversible de la destrucción del viejo

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régimen. Decapitar, destruir, desmembrar, fragmentar son aspectos de la misma actitud: la implantación del Terror (59-60).

Desde esta perspectiva, la decapitación va más allá del mero intento de vencer al enemigo y de aprovechar sus fuerzas. La decapitación cuestiona el orden del estado y destruye el régimen vigente, para dar lugar al caos y al terror. En este sentido, resulta sumamente cínica la relación establecida por Antonio Sustaita entre el auge de las decapitaciones y el símbolo del águila mocha, introducido por Vicente Fox cuando por fin ganó las elecciones el PAN (Partido de Acción Nacional) en el año 2000, después de la dictablanda de casi 54 años del PRI (Partido Revolucionario Institucional). Como lo explica Sustaita, basándose en La bandera mexicana de Enrique Florescano, al entrar en el poder, Fox encargó rediseñar el escudo nacional de México para anunciar que una nueva era había hecho su entrada, la era post-PRI. Esta renovación consistía en que el escudo, tradicionalmente compuesto por un águila sentada en un nopal, se rediseñó de tal forma que solo le quedaban la cabeza y parte de las alas, como si resultara no solo decapitada, sino como si además se le hubieran cortado las alas. En palabras de Sustaita: Al águila, cuya presencia se manifestaba solo mediante la cabeza cercenada, se le impedía volar y situarse en sitio alguno. El mismo nopal había desaparecido. La mutilación de este símbolo caracterizó icónicamente al nuevo gobierno y, de forma por demás siniestra, serviría de presagio a una nueva práctica discursiva (91-92).

De esta forma, el estado mexicano habría anunciado su propia decapitación, su propia pérdida de autoridad, confirmada posteriormente por las prácticas siniestras de los cárteles mexicanos y por la deslegitimación del estado debido al fracaso evidente de la llamada “guerra contra el narco”. Por supuesto, sería absurdo situar la decapitación en un contexto exclusivamente contemporáneo o mexicano. Sabemos que la Revolución francesa introdujo la guillotina, conllevando una institucionalización de la decapitación, por lo cual se podría argumentar incluso que “el pensamiento que define a la modernidad es el de la mutilación” (Sustaita 59). En este sentido, mutilar o decapitar no es una práctica

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meramente prehistórica ni bárbara, sino que se plasmó en el auge de la civilización occidental. Por otra parte, es cierto también que en América Latina se generalizó en las últimas décadas el uso de lo que Jean Franco llamó los “crímenes expresivos” en su libro Cruel Modernity: Expressive crimes are those in which bodies illustrate the logic of the killers. In the case of the murdered women in Ciudad Juárez, it is clear that, as female workers in Mexican assembly plants, they disrupted what had been a sexual division of labor. The mutilated and beheaded male bodies, on the other hand, are revenge killings that speak of treachery and betrayal. Thus both the murder of women and the beheading of males intentionally publicize the persistence of archaic codes (21).

De hecho, la dimension icónica de la crueldad fue especialmente prominente durante el periodo de La Violencia en Colombia, y más tarde estas prácticas “passed with the drug traffic into Mexico, where cruelty is at its most extreme and where the expressive use of the cadaver has become common practice, a form of macabre theater addressed not only to rivals but also to the public” (Franco 14-15). Según González Rodríguez, los narcos mexicanos no solo aprendieron de sus colegas colombianos, sino también de los kaibiles (fuerzas especiales del ejército de Guatemala, cuyos desertores colaboraron con el cártel del Golfo) y de los pandilleros de las maras salvadoreñas (socios del cártel de Sinaloa). Aunque ya se llevan cometiendo “crímenes expresivos” desde hace varias décadas en el contexto de la narcoviolencia en Latinoamérica, la tendencia específica a exhibir las decapitaciones en los medios de comunicación, como espectáculo, la sitúa González Rodríguez en el año 2003, que es cuando empezaron a circular las primeras fotografías del trato inhumano recibido por los prisioneros en Abu Ghraib, en Iraq. Desde su punto de vista, la publicación de estas imágenes mediante los teléfonos móviles incentivó primero a los fundamentalistas islámicos a utilizar Youtube, y poco después los narcotraficantes mexicanos se dedicaron a exhibir imágenes de tortura y humillación. Recientemente, la circulación de las imágenes de las decapitaciones perpetradas por los guerreros de IS consiguió infundir el pánico y el

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terror entre la población mundial. Está claro que existen varias diferencias cruciales entre el uso de la imagen espectacular de la decapitación en el caso de los narcos y de IS: los primeros dirigen sus narcomensajes o “narcomantas” por lo general a los miembros de otras bandas, y las víctimas expuestas en las imágenes suelen ser contrincantes del narco, mientras que en el caso de IS los rehenes no están implicados en la lucha islámica y los mensajes se dirigen a un público mucho más amplio, ya que la ambición política de IS es mucho más elevada que la ambición (básicamente económica) de los narcos. Lo que ambos grupos comparten, sin embargo, es el trasfondo estético-ritual del derramamiento de la sangre.

2. La estética de lo abyecto Cortar la cabeza significa desafiar la autoridad, hacerle perder la cabeza, la racionalidad, el habla. La cabeza cortada es además un ejemplo de lo que Kristeva llama “lo abyecto” en su ensayo Pouvoir de l’horreur: Le cadavre (cadere, tomber), ce qui a irrémédiablement chuté, cloaque et mort, bouleverse plus violemment encore l’identité de celui qui s’y confronte comme un hasard fragile et fallacieux. Une plaie de sang et de pus, ou l’odeur doucereuse et âcre d’une sueur, d’une putréfaction, ne signifient pas la mort. Devant la mort signifiée –par exemple un encéphaologramme plat- je comprendrais, je réagirais ou j’accepterais. Non, tel un théâtre vrai, sans fard et sans masque, le déchet comme cadavre m’indiquent ce que j’écarte en permanence pour vivre. Ces humeurs, cette souillure, cette merde sont ce que la vie supporte à peine et avec peine de la mort. J’y suis aux limites de ma condition de vivant. De ces limites se dégage mon corps comme vivant (11).

En otras palabras, el cadáver no significa la muerte, sino que nos recuerda constantemente lo que intentamos desechar para poder vivir. Sin embargo, lo abyecto no solo produce rechazo, sino también atracción, fascinación. En Visions capitales, texto que acompaña el catálogo de una exposición sobre la decapitación que tuvo lugar en el 1998 en el Louvre, Kristeva describe decenas de dibujos, pinturas, películas con cabezas cercenadas, remontando su genealogía hasta el Paleolítico

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y enfatizando el impulso voyeurístico que suscita el espectáculo de la violencia. Son muchísimos los que se passionnent pour les têtes des guillotinés, les électrocutés sur les chaises électriques, les condamnés à mort chimique par seringues interposées, les héros des procès télévisés, les mises à mort en clips... La technique varie; le voyeurisme, lui, ne cesse de peindre, de sculpter, de photographier (118).

De esa manera, ella estudia la estética de la decapitación a través de la historia del arte occidental. Volviendo de nuevo a la situación mexicana, cabe preguntarse si en este caso también es posible hablar de una estética de la cabeza desmochada. Es lo que propone Antonio Sustaita en su libro ya mencionado: Un aspecto muy importante de este novedoso ejercicio de escritura es su naturaleza espectacular, el afán por convertir en escenario siniestro, en teatro del espectáculo, el espacio público. [...] ¿Podríamos tomar las escenas abyectas y despiadadas del México contemporáneo, consistentes en cuerpos mutilados, como un libro urbano? ¿Hasta qué punto sería posible darle a estas imágenes dantescas que circulan en los medios un valor estético? (106).

Si en el caso de Sustaita constatamos cierta vacilación, bastante problemática, en cuanto al objeto de estudio (¿forman una estética los cuerpos abyectos mismos, o solo su representación en los medios o en el arte?), lo que en el contexto de este artículo quisiera investigar es la representación literaria de la cabeza cortada en tres narraciones mexicanas contemporáneas. En su libro Alegorías de la derrota, Idelber Avelar propuso, hablando de la literatura del Cono Sur, que el cadáver fungía como alegoría significante de la muerte, que nos impulsa hacia la melancolía y hacia el duelo. En el caso de la literatura mexicana contemporánea, sin embargo, más bien observamos una estética de lo abyecto, donde la carne palpitante, olorosa y sangrante, impera. Lo abyecto, en estas narraciones, se convierte en un espectáculo, manipulado por los narcos para infundir el miedo y así asumir el control y el poder. La pregunta es por ende cuáles serían las formas de posibilitar el duelo y el trabajo de la memoria en medio de tanto horror. Una posible respuesta la

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ofrece Carlos Fuentes en su novela La voluntad y la fortuna, publicada en el 2008, donde una cabeza cortada directamente es responsable de la narración. La cabeza cercenada —extremadamente lúcida— relata en un flash back las intrigas que la llevaron a la muerte, asumiendo así la función de “cerebro narrativo”. La voz que narra es testigo del horror, se niega a sumergir su propia tragedia en el olvido y reivindica la memoria en el contexto de la violencia: “Soy la cabeza cortada número mil en lo que va del año en México. Soy uno de los cincuenta decapitados de la semana, el séptimo del día de hoy y el único durante las últimas tres horas y un cuarto” (12). Parece imperar pues una necesidad, una pulsión a describir lo abyecto; a este respecto apunta Kristeva: “Ecrire la décollation —comme la peindre— serait ainsi une méditation sur la dépression et, de ce fait, une renaissance. On comprend dès lors que le roman policier comme ces visions capitales soient des genres optimistes” (Visions capitales 139). Es decir, describir la decapitación es una forma de mediar la depresión, tiene un efecto catártico. Además, en este proceso Kristeva les reserva un lugar especial al humor y a la risa: “rire est une façon de placer ou de déplacer l’abjection” (Pouvoir de l’horreur 15). ¿Pero cómo distanciarse de las decapitaciones tan mediatizadas, las que forman un espectáculo, las que tiñen de rojo la prensa amarillista mexicana a diario? ¿Cómo intervenir, finalmente, en el discurso mediático sin caer en sus trampas y multiplicar el efecto de la teatralización? Es bien conocida la actitud reacia que se suele tomar hoy en día frente al potencial subversivo de la ironía, especialmente en el campo de la televisión y de los medios masivos de comunicación. En nuestra era de la nueva sinceridad, la ironía y el humor parecen haber caído en la desgracia. A eso ha contribuido significantemente el escepticismo que expresó David Foster Wallace en sus ensayos, particularmente en “E Unibus Pluram: Television and U.S. Fiction” (1990), donde argumenta que la ironía, específicamente, ya no tiene potencial crítico, solo permite esquivar la toma de una posición: And make no mistake: irony tyrannizes us. The reason why our pervasive cultural irony is at once so powerful and so unsatisfying is that an ironist is impossible to pin down. All U.S. irony is based on an implicit “I don’t really mean what I’m

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saying.” So what does irony as a cultural norm mean to say? That it’s impossible to mean what you say? [...] Most likely, I think, today’s irony ends up saying: “How totally banal of you to ask what I really mean (67-68).

En El hombre sin cabeza, sin embargo, González Rodríguez todavía ve un potencial crítico y subversivo en el uso de la ironía: Creo que en la ironía hay una alternativa: un artista urbano que se hacía llamar el Decapitador desató en Londres una campaña contra el optimismo engañoso de los anuncios. Donde estaba la cabeza de algún personaje publicitario en carteles o periódicos intervenía la imagen, mediante una pegatina, y presentaba el cuello decapitado. Un cortocircuito eficiente a la usanza de la época en el flujo comunicativo (110).

A continuación quisiera investigar cómo se representa la cabeza cortada en las narraciones analizadas y qué papel juegan el humor y la ironía en estas representaciones.

3. Cabezas cortadas en tres narcoficciones mexicanas Si bien existen varios estudios recientes sobre el fenómeno de la cabeza cortada en México, desde un enfoque periodístico (González Rodríguez) o desde una perspectiva de la estética del arte (Sustaita), la representación de cabezas cortadas en la literatura sobre el narcotráfico no se ha estudiado hasta la fecha. Las tres narraciones que propongo analizar en adelante fueron todas publicadas en el 2010. Se trata de Perra brava, de Orfa Alarcón, de Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos y del cuento “Ese modo que colma”, del homónimo libro de cuentos de Daniel Sada. En los tres relatos la cabeza cortada se ofrece como un espectáculo, utilizado por los narcos para sembrar el pánico, el miedo, para mostrar cómo ellos saben revolucionar el sistema. En la primera novela, Perra brava, la protagonista, Fernanda Salas, cuenta en primera persona su historia de amor con Julio Cortés, jefe de un grupo de sicarios. Es una narración sobre la excitación, la atracción y la adicción que ejerce la violencia efectuada por Julio sobre la protagonista, quien a su vez se convierte poco a poco en una persona

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extremadamente violenta. En la novela se dan dos episodios con una cabeza cortada: una vez la Coyota, un traidor, deja una bolsa de basura en el carro de Fernanda sin que ella se dé cuenta. Cuando ella a continuación es detenida por la policía, el oficial no tarda en localizar la bolsa: “el oficial tomó el contenido de la bolsa y lo exhibió ante todos. De los cabellos, el policía sostenía una cabeza que aún tenía los ojos abiertos” (74). El policía quiere detener a Fernanda, y como represalia por esa falta de consideración, poco después, se halla la cabeza del mismo oficial seriamente lastimada: Que le habían sacado los ojos. La cabeza había sido desprendida del cuerpo y no de tajo, sino mostrando grandes signos de violencia. La piel de la cara mostraba señales de tortura. El cuero cabelludo había sido arrancado en algunas partes. Una cortada que iniciaba en la oreja y terminaba en la comisura de los labios rebanaba en dos su mejilla, como si le hubiera salido otra boca. La cabeza fue dejada como mensaje frente a la PFP, el cuerpo aún no se encontraba (87).

A diferencia de la primera cabeza, esta se haría famosa enseguida a través de su exposición televisiva. Los narcos no solo han tomado venganza, sino que consiguen que esta venganza sea pública, al exhibir el trofeo en la televisión con todo lujo de detalles: Fue reconocido por la dentadura: el comandante Ramiro Silva se había vuelto famoso de la noche a la mañana. Amanecía y la ciudad desayunaba teniendo enfrente huevos estrellados, salsa catsup y unas cavidades vacías de ojos mirándola fijamente (Ibid.).

La última frase tiene una intención humorística a través de un desplazamiento desde la cabeza cortada hacia el plato de comida: los huevos estrellados —los ojos sacados— y el cátsup —la sangre— se combinan humorísticamente con la cabeza que ya está hecha medio calavera. El espectáculo que ofrece la cabeza cortada en Perra brava produce el horror, la fascinación y el miedo. Podríamos estar en una película de Tarantino. Esta descripción algo gore de la cabeza en Perra brava difiere de la que encontramos en Fiesta en la madriguera. En esta novela tenemos de nuevo un narrador en primera persona, Tochtli. Ahora no se trata

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de la novia de un narco, sino de su hijo pequeño, tal vez de unos 10 años, que vive con su padre en el palacio. A diferencia de Perra brava, donde el motivo de la cabeza cortada es incidental, en Fiesta en la madriguera aparece desde las primeras páginas. De hecho, el niño se siente fascinado con las distintas prácticas de cortar cabezas. Cuando ve representada una cabeza en la televisión mexicana, en cuya decapitación se sugiere que su padre tenía cierta responsabilidad, el niño señala lo siguiente: Hoy hubo un cadáver enigmático en la tele: le cortaron la cabeza y ni siquiera se trataba de un rey. Tampoco parece que fuera obra de los franceses, que gustan tanto de cortar las cabezas. Los franceses ponen las cabezas en una cesta después de cortarlas. Lo miré en una película. En la guillotina colocan una cesta justo debajo de la cabeza del rey. Luego los franceses dejan caer la navaja y la cabeza cortada del rey cae en la cesta. Por eso me caen bien los franceses, que son tan delicados. [...] Los mexicanos no usamos cestas para las cabezas cortadas. Nosotros entregamos las cabezas cortadas en una caja de brandy añejo. [...] En la tele pasaron una foto de la cabeza y la verdad es que tenía un peinado muy feo. Llevaba el pelo largo y unas mechas pintadas de güero, patético (42-43).

Es pues a través del cine y de la televisión como Tochtli se familiariza con las cabezas cortadas. Pero a diferencia de lo que ocurre en Perra brava, el espectáculo de la violencia es un punto de debate, no tanto en el palacio, sino en la tele misma. En efecto, en el programa se discute precisamente si es ético o no mostrar estas imágenes abyectas y chocantes en la televisión. Tochtli, sin embargo, no se interesa por la discusión, sino que sigue sopesando las ventajas y desventajas del método francés frente al método mexicano. La novela termina con una imagen algo cínica de Tochtli y su padre colgando las cabezas disecadas de los dos hipopótamos enanos que fueron a capturar en Liberia, y que murieron poco después. Igual que la cabeza de la televisión, estas llegan en una caja de madera, ya no de brandy añejo, sino una que dice “FRAGILE Y HANDLE WITH CARE” (103). Para que no se lastimaran, hay muchas bolitas de plástico dentro, “miles”, y en este contexto sumamente protegido, Tochtli encuentra las cabezas disecadas de los hipopótamos Luis XVI y María Antonieta de Austria, y comenta:

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La verdad, los disecadores hicieron un trabajo muy pulcro. Las cabezas cortadas tienen el hocico abierto para mostrar la lengua y sus cuatro colmillos. Además brillan, porque los disecadores las barnizaron con pintura transparente. Sus ojos están hechos de canicas blancas con la pupila color café. Y tienen las orejas minúsculas intactas (103-104).

La insistencia en la higiene, en el trabajo pulcro, en la entereza de las cabezas, sin sangre, sin lastimaduras, ajeno a lo abyecto, pues, se observa igualmente en el cuento “Ese modo que colma”, de Daniel Sada. Allí se narra la historia de una fiesta de narcos que están esperando un cargamento. Cuando las mesas están puestas, en medio del campo, y los pilotos con la carga colombiana acaban de aterrizar, uno de los fiesteros abre la nevera y, en vez de sacar una cerveza fría, lo que encuentra no es una, sino “tres cabezas despeinadas, ¡tres decapitaciones increíblemente bien hechas! Tres: ¡sí!: tres, y la rima: y la rima: cervezas-cabezas: tal paradoja” (169). El escándalo es grande porque los tres hombres formaban parte del mismo cártel y los asesinos sin duda están en la fiesta. Entonces se llama a las viudas, que primero organizan un turno para picar hielo, para evitar que las cabezas se descompongan del todo, porque “al paso de las horas ya habían adquirido un aspecto monstruoso, además de oler bastante mal” (173). Después se esmeran en buscar una solución a la exposición de las cabezas, que deben ser enterradas cuanto antes. Hacen varias excursiones para encontrar un ataúd de la medida apropiada, piensan en cajas de lichis pero no las encuentran, van a buscar a un carpintero que tampoco está, pero finalmente encuentran la solución. Y justo cuando acaban de enterrar las cabezas, maldición, aparecen los cuerpos de los tres hombres decapitados, que a su vez serán quemados para no dejar rastro de ellos, una quema que se define como “extinción traducida en limpieza” (181), por lo cual el fuego cobra su dimensión arcaica de instancia purificadora. Los tres ejemplos exponen cuerpos rotos, cuerpos violentamente destrozados. Como lo observa Felipe Oliver Fuentes Kraffczyk en Apuntes para una poética de la narcoliteratura, la destrucción del cuerpo es un motivo recurrente en la narconovela, que no se puede entender sino en su doble dimensión de cuerpo humano y de cuerpo social (22). Es decir, el cuerpo en vías de descomposición es usado como significante de la destrucción del tejido o del cuerpo social. El mismo crítico

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establece un nexo entre esta alegorización de la carne descompuesta en un sentido de cuerpo social, con el concepto de la “carne monstruosa” de Michael Hardt y Antonio Negri. En su libro Multitude, ellos plantean efectivamente que los cuerpos sociales tradicionales (familia, iglesia...) se han deshecho y han cedido su lugar a nuevas colectividades dispersas entre sí y, al parecer, irreconciliables. Como dicen los autores: This living social flesh that is not a body can easily appear monstruous. For many, these multitudes that are not peoples or nations or even communities are one more instance of the insecurity and chaos that has resulted from the collapse of the modern social order. They are social catastrophes of modernity, similar in their minds to the horrible results of genetic engineering gone wrong or the terrifying consequences of industial, nuclear or ecological disasters. The unformed and the unordered are horrifying (192).

Por muy horrible que parezca esta carne monstruosa, sí tiene un potencial utópico en Hardt y Negri. Las nuevas colectividades son las únicas que saben desafiar al imperio, a la jerarquía política y económica, desde las prácticas de lo que ellos llaman lo común. Y no se consideran como “monstruosas” sino desde la óptica de la burguesía. En realidad, dicen Hardt y Negri, esta carne supuestamente monstruosa, pero no subyugada al imperio, tiene un potencial revolucionario que hay que aprovechar. Sin embargo, coincidimos con Fuentes Kraffczyk en que en la narconovela nos encontramos ante un panorama más desolador y menos utópico. No parece que la “carne monstruosa” acá pueda representar una colectividad capaz de crear una revolución. Si bien el método que usan los narcos, la decapitación, se asocia con la revolución, y si bien los narcos desafían y deshacen la autoridad del Estado, el régimen instaurado por los narcos no es utópico, sino que está basado en el terror y el miedo. A través de los espectáculos televisivos descritos en las novelas se expresa la interdependencia de los que forman parte del mundo de los narcos y los que no: dos grupos sociales que se oponen y retroalimentan. Un “acá” que forma parte del narcotráfico y un “los otros” que mira a los primeros con horror y fascinación. Colectivos antagónicos pero interdependientes; los de acá necesitan del miedo de los otros, un miedo arrancado mediante el uso de la violencia (Fuentes Kraffczyk 30).

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Este retrato desolador es el que se ilustra básicamente en la novela Perra brava. La carne monstruosa produce una mezcla de horror y de risa, propia de la estética de la llamada nouvelle violence. Al mismo tiempo, la cabeza monstruosa designa también el cuerpo social destruido, nos alerta sobre cómo la violencia se infiltra por todas partes y nos acaba por dejar indiferentes, hasta convertir a la propia Fernanda en una sicaria más. En Fiesta en la madriguera, la cabeza cortada es mostrada en la televisión, formando parte de un espectáculo montado, pero no produce risa. Más bien, el locutor menciona que existe un debate sobre el aspecto ético de mostrar cabezas cortadas en la televisión. Sin embargo, para Yolcaut y Tochtli dicho aspecto ético no tiene la menor importancia, lo que más bien le molesta a Tochtli es el peinado feo del descabezado. El acercamiento puramente estético del niño a la muerte es notorio. La mirada del niño carece de reparos éticos y, por eso mismo, resulta más cruel. Extrañamente, Tochtli no parece estar afectado por lo “abyecto,” el horror de la carne monstruosa (aunque sus frecuentes dolores abdominales podrían insinuar lo contrario), sino que se excede largamente sobre la estética del corte del pelo, lo cual, entre los lectores, puede producir a su vez un efecto humorístico. Aunque no haya ninguna referencia directa a las decapitaciones violentas que efectuaban los indígenas mesoamericanos, está claro que las prácticas en el juego de pelota, por ejemplo, de untar a los jugadores con la sangre del decapitado, resuenan en las novelas. Es el caso de Perra brava, en cuyas primeras páginas Julio somete a su novia a un acto sexual mientras que se ha untado el cuerpo con la sangre de una víctima, lo cual a Fernanda le produce horror. En Villalobos, en cambio, si por un lado los narcos se asocian con la cultura azteca al adoptar nombres náhuatles, por otro lado su ideal, ironizado en la novela, es llegar a la práctica de la violencia “civilizada,” a saber: la guillotina francesa o el sable del samurái. Indirectamente, lo que se insinúa es que lo abyecto debe volver a entrar en el ámbito de lo disciplinado. Así, existe una etiqueta en el arte de asesinar: la cabeza se presenta idealmente en una cesta, eventualmente en una caja de brandy, pero nunca en una bolsa del súper, tal como ocurre en Perra brava. La pandilla, según Tochtli, debería operar como un equipo de forenses que si bien

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se esmeran en deshacer los cuerpos, se proponen hacerlo de manera profesional. Este afán de controlar y ordenar se nota no solo en su preferencia por ciertas técnicas de decapitación, sino en su discurso en general: todo está cuantificado e inventariado. En el cuento de Sada se vuelve a insistir de manera irónica en la forma profesional en que han sido cortadas las cabezas, e igual que las cabezas de los hipopótamos, que deben ser guardadas entre muchas bolitas de plástico para que no se queden abolladas, la preocupación por mantenerlas intactas con el hielo vuelve a ser central. Sin embargo, las cabezas rápidamente cobran un “aspecto monstruoso,” es difícil preservarlas en el ámbito de la “normalidad.” Pasamos desde la bolsa de basura por la caja de brandy hacia la de lichis para terminar con el ataúd a tamaño de cabeza. La situación es obviamente carnavalesca, o como lo dice el narrador: “Humor y horror enfermos: estorbándose” (171). Lo que intentan hacer las viudas, desesperadamente, es convertir la carne monstruosa de la cabeza cortada ya no en cabeza disecada, limpia, higiénica, como en Villalobos, sino en calavera. La cabeza, efectivamente, se entierra, el resto del cuerpo se quema, el fuego purifica. La cabeza se ve como algo abyecto, y la risa y el humor nos ayudan para pasar desde la repulsión de la cabeza, carnosa, monstruosa y abyecta, síntoma de la violencia, hacia la calavera blanca, limpia, que es la alegoría del duelo, y con la que sí se puede convivir —seguramente en la tradición mexicana—. Por último, cabe apuntar que en la narración de Sada la carnavalización concierne asimismo a la voz narrativa: el mismo cuerpo textual se queda decapitado, en el sentido de que la polifonía lleva la voz cantante. Es un texto asociativo, donde se oyen muchas voces, y donde la autoridad textual misma se ve cuestionada, así como ya lo hizo Carlos Fuentes al delegar la voz del narrador en una instancia a primera vista no muy fidedigna: la propia cabeza cercenada.

4. Conclusiones Desde la perspectiva mexicana, no puede sino sorprender leer una afirmación como la siguiente en el libro sobre decapitaciones de Antonio Domínguez Leiva: “la progressive pacification sociale de la violence

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engendre au niveau de l’imaginaire collectif une intensification du macabre dans les représentations culturelles” (224). Sin duda cierta, para la producción posmoderna del cine gore en Europa y Estados Unidos, esta aseveración resulta algo problemática de aplicar en el contexto mexicano. Obviamente no nos encontramos aquí ante una violencia icónica que contrasta con una sociedad marcada por “la progressive mondialisation d’un modèle capitaliste relativiement pacifié, la décrispation de la violence quotidienne” (Ibid.). La presencia tristemente real de la violencia y de la impunidad en México se demostró otra vez más en el mes de octubre de 2014 por el hallazgo de una fosa común con 28 cadáveres calcinados, por lo menos en parte procedentes de los estudiantes desaparecidos por la policía municipal poco antes. Sin duda también preocupado por situar esta práctica de la decapitación actual en México en su contexto violento, Sergio González Rodríguez transcribe en El hombre sin cabeza una entrevista que le hizo a Antonio Domínguez Leiva al respecto. Allí el crítico, de alguna manera, intenta especificar la situación actual, a la vez relacionada y distanciada del espectáculo posmoderno de la violencia: Le pregunto a Antonio Domínguez Leiva qué piensa de las decapitaciones en Medio Oriente y en México que se han divulgado en internet a lo largo de la década actual. Me responde: “En la reciente oleada de decapitaciones filmadas, fotografiadas y ejecutadas, me sorprende ante todo la mezcla de lo arcaico del gesto (tal vez el más arcaico, de hecho) y lo posmoderno de su representación; el retorno de una simbología del cuerpo característica (entre otras) de la época de las Cruzadas (en el contexto de Medio Oriente), reactivando el imaginario que se asociaba a esta (115).

En un artículo reciente sobre la literatura relacionada con el narco, Marco Kunz da todavía una interpretación alternativa a la de Domínguez Leiva, indicando como origen de la representación grotesca e hiperbólica de la violencia en la literatura su exceso, y no su ausencia, en la realidad cotidiana: Como el asesinato es una realidad cotidiana y se da por sentado que, en la gran mayoría de los casos, se relaciona con las actividades delictivas del crimen organizado, entre las que el narcotráfico y el pollerismo ocupan el lugar más importante, la muerte violenta pierde su excepcionalidad y es a menudo objeto de un

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tratamiento literario irrespetuoso, frívolo, burlón, relativizador y/o grotescamente hiperbólico. La capitulación de la sociedad ante el crimen omnipresente repercute en una profanación de la muerte en la literatura, una indiferencia moral y emocional ante las brutalidades narradas (139).

Cabe resaltar que esta aproximación lúdica y frívola a la violencia es posible también porque, en general, la ficción mexicana sobre el narcotráfico no es escrita por parte de víctimas de la guerra. No tenemos muchos testimonios, ni abundan los relatos autoficcionales, como es el caso en la literatura postdictatorial argentina o chilena, donde el humor tardó mucho más en hacer su aparición. En este sentido, si bien la violencia está omnipresente en la sociedad mexicana, lo es básicamente de forma mediada, a través de los medios de comunicación: la prensa amarillista, los blogs en Internet, la televisión. No es raro, en este sentido, encontrarse con la irritación de críticos literarios ante la omnipresencia de la narconovela, considerada a menudo como un género pulp, de baja calidad literaria, que hace de la violencia un mero producto comercial. En palabras de Rafael Lemus: “Toda mesa de novedades está sitiada por el narco, algún día será tomada por su literatura”. En las narraciones analizadas en el presente artículo, sin embargo, hemos visto precisamente cómo se introducen el humor y la ironía para tomar distancia del espectáculo de la violencia y de lo abyecto. Si la novela de Orfa Alarcón alude al consumo de la violencia televisiva a través de la comparación de la sangre con el cátsup y las cavidades de los ojos con dos huevos estrellados, el relato de Villalobos adopta el punto de vista de un niño medio ingenuo para situar las decapitaciones “bárbaras” de los narcos en el contexto más amplio de la violencia implícita en la Modernidad. El relato de Sada, por su parte, insiste con un relato que combina el horror y el humor en la necesidad de enterrar la cabeza monstruosa y abyecta para ceder el lugar a la calavera, para poder iniciar el duelo.

Bibliografía Alarcón, Orfa. Perra brava. Madrid: Planeta, 2010. Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2000.

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Brigitte Adriaensen

Domínguez Leiva, Antonio. Décapitations. Du culte des crânes au cinéma gore. Paris: Presses Universitaires de France, 2004. Foster Wallace, David. A Supposedly Fun Thing I’ll Never Do Again. Essays and Arguments. Boston/New York/London: Little, Brown and Company, 1999. Fuentes, Carlos. La voluntad y la fortuna. Madrid: Alfaguara, 2008. Fuentes Kraffczyk, Felipe Oliver. Apuntes para una poética de la narcoliteratura. Guanajuato: Universidad de Guanajuato, 2013. González Rodríguez, Sergio. El hombre sin cabeza. Barcelona: Anagrama, 2009. Kristeva, Julia. Pouvoir de l’horreur. Essai sur l’abjection. Paris: Editions du Seuil, 1980. — Visions capitales. Paris: Editions de la Réunion des Musées Nationaux, 1998. Kunz, Marco. “Entre narcos y polleros: visiones de la violencia fronteriza en la narrativa mexicana reciente”. En Brigitte Adriaensen y Valeria Grinberg Pla (eds.), Narrativas del crimen en América Latina. Münster: Litverlag, 2012, 129-140. Lemus, Rafael. “Balas de salva”. Letras Libres, septiembre 2005, [consulta: 9 de octubre de 2014]. Sada, Daniel. Ese modo que colma. Barcelona: Anagrama, 2010. Sustaita, Antonio. El baile de las cabezas. México: Ediciones Fontamara, 2014. Villalobos, Juan Pablo. Fiesta en la madriguera. Barcelona: Anagrama, 2010.

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IMÁGENES DE LA VIOLENCIA Y VIOLENCIAS DE LA IMAGEN: CINE Y FOTOGRAFÍA

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Turismo humanitario: reflexiones sobre violencia, fotografía y estupidez Luis F. Avilés UC Irvine

Todos recordamos, seguramente con profunda tristeza, el más reciente terremoto ocurrido el martes 12 de enero de 2010 en la isla de Haití. Enfrentados a la terrible devastación de este sismo, muchos países del mundo respondieron inmediatamente al llamado de ayuda humanitaria. Los primeros en llegar fueron sus vecinos de la República Dominicana, seguidos por contingentes internacionales provenientes de Islandia, China, Israel, Qatar, Cuba, Estados Unidos y muchos otros países. Incontables organizaciones se dieron cita inmediatamente después del desastre y muchas de ellas todavía permanecen en la isla. La falta de efectividad de la misión humanitaria global que se ha dado en Haití ya ha sido documentada en varios libros.1 En este ensayo quisiera enfocarme en un caso singular y para muchos bochornoso de la misión humanitaria llevada a cabo por contin-

1. Recomiendo especialmente el libro de Amy Wilentz, con múltiples ejemplos de los fracasos de la ayuda proveniente del extranjero.

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gentes de cirujanos en Haití, en este caso provenientes de Puerto Rico. El gobierno de la isla vecina, por medio de una iniciativa del Senado, reunió a un grupo de médicos voluntarios que viajaron como representantes oficiales y se establecieron en el hospital de Jimaní (República Dominicana), ciudad que colinda con la frontera haitiana. A su regreso, el grupo de doctores publicó en una página oficial del Senado de Puerto Rico (en la plataforma de Facebook) las fotos del viaje a Haití, las cuales causaron un gran revuelo debido a la naturaleza de las mismas y a la representación que se hacía de la misión humanitaria.2 Como suele suceder hoy en día con el acceso a las redes sociales, la noticia se divulgó con absoluta rapidez a través de los medios, incluyendo algunas de las fotos más comprometedoras, las cuales circularon en diarios latinoamericanos, estadounidenses y de todo el mundo. En Puerto Rico la indignación fue general, con acusaciones de racismo que se esgrimieron inmediatamente a través de los medios de comunicación y también en las redes sociales. Las fotos de los médicos puertorriqueños podrían parecer absolutamente banales, fáciles de interpretar, carentes de resistencia interpretativa. Pero desde mi perspectiva, aparte de la inquietud que me causaron, poseían para mí un misterio que debía indagar. Mis inquietudes surgían ante el hecho de que estos médicos habían participado voluntariamente en una misión humanitaria, la cual consistía en un grupo de cirujanos (algunos de los mejores de la isla) dispuestos a hacer el bien y representar oficialmente al gobierno de Puerto Rico. Fueron preparados para ayudar a un número significativo de víctimas del sismo, pero a su vez decidieron retratarse junto a los pacientes y sonreír en los quirófanos, o beber alcohol en la frontera con soldados dominicanos y posar frente a las cámaras con las armas que los mismos militares les prestaron. En aquel momento me perturbó la incongruencia de dos acciones de los médicos que se me hacían muy 2. Aunque muchas de estas fotos fueron sacadas de circulación inmediatamente después de que comenzaron las protestas y se divulgó la noticia, varias de ellas se han conservado en un montaje accesible en You Tube, el cual parodia el lema turístico “Puerto Rico lo hace mejor” (). La noticia original publicada en el periódico puertorriqueño El Nuevo Día todavía puede encontrarse en la red: .

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difíciles de comprender. La primera fue el uso desgraciado de la cámara fotográfica, y la segunda, la decisión de divulgar públicamente ese tipo de fotos sin que mediara ni siquiera una selección o edición de las mismas luego del regreso a Puerto Rico. En otras palabras, ¿qué posibilita este comportamiento y la decisión posterior de testimoniarlo e incluirlo en una página oficial del gobierno, sin antes detenerse a reflexionar sobre el contenido de las fotos que se tomaron ni sobre las implicaciones de producir un documento fotográfico que dé cuenta de una misión oficial y humanitaria? ¿Cómo fue posible que profesionales de la salud no pudieran percatarse de los verdaderos significados de esas fotos? En resumen, esta era para mí la gran incógnita que quería explorar y que desde mi perspectiva no se podía reducir únicamente a la acusación de racismo que algunos le adjudicaron a los médicos. Hay que tener en cuenta que algunos de ellos continuaron viajando a Haití los siguientes dos años, pagándose sus gastos de viaje y ayudando a muchos pacientes.3 Esta es la incógnita que me lleva a una reflexión sobre el comportamiento de los médicos en Haití. Mi propósito es acercarme a esta suerte de enigma a través de cuatro aspectos que enmarcan las acciones de los médicos: primero, la estupidez; segundo, el uso indiscriminado de la fotografía; tercero, el problema de la violencia de las imágenes y, por último, examinar lo sucedido desde la perspectiva de lo que Sloterdijk ha llamado el “parque temático”, o la más reciente rearticulación del Coliseo romano en la etapa tardía del capitalismo mundial.

Turismo humanitario: la trampa del gozo Un elemento perturbador de las fotos es la voluntad de combinar dos comportamientos contradictorios y prácticamente irreconciliables en el contexto en que se encontraban los médicos. En efecto, la actitud que registran las imágenes me hacía pensar que se sentían como turistas en medio de su misión humanitaria. Conocemos a cabalidad esas fotos turísticas donde una persona, pareja o grupo se posiciona en 3. Véase el siguiente enlace de la American Academy of Orthopaedic Surgeons: .

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un ángulo específico que les permite aparecer frente a monumentos o paisajes. Esto es lo que Jonathan Culler, citando a MacCannell, llama “markers”: “any kind of information or representation that constitutes a sight as a sight: by giving information about it, representing it, making it recognizable” (159). Es una actividad común del turista que busca tomar una foto de lo que identifica a un lugar que se visita y lo distingue de otros. Estas fotos son altamente deícticas puesto que tienen la función de incluir el gesto implícito de señalar la presencia de algo, cuando el visitante aparece frente a un monumento para decir “en este lugar estuve” (por ejemplo, la Estatua de la Libertad en Nueva York, o la Torre Eiffel en París). Es cierto que toda fotografía de viajes es deíctica en el sentido de que propone coordenadas espacio-temporales específicas de ese lugar. Pero en este caso, el ejemplo que quiero ilustrar en Haití cumple esa función de forma más determinante y a la vez desgraciada. En las fotos de los médicos lo que perturba es esa voluntad de posicionar al enfermo haitiano en un contexto de determinación deíctica objetivada, como tendré tiempo de explicar más adelante. Propongo que los médicos, en su misión humanitaria, conjugaron algo que no debía unirse y se comportaron como turistas en el momento en que, desde mi punto de vista, esta categoría quedaba cancelada por la ruina de un país y la miseria de su población (miseria agravada, por supuesto, por el número de heridos y la atmósfera de muerte). Recuerdo que en los primeros días después del terremoto uno de los cruceros turísticos del Caribe ancló en las costas de Haití y ninguno de los turistas quiso bajar a tierra por la vergüenza que sentían al encontrarse en ese preciso momento en el peor lugar del mundo donde hacer turismo. Ellos mismos rechazaron el contexto que les imponía la situación que vivían. Esos turistas se convirtieron en espectadores en el mar contemplando el desastre en tierra, invirtiendo la imagen tradicional del espectador en tierra observando el naufragio de un barco y sintiendo un gozo culpable por tener la buena suerte de no encontrarse en la nave, metáfora finamente estudiada por Hans Blumenberg. Los turistas lograron reconocer la magnitud del evento y el posicionamiento ético que se imponía ante sus ojos. Los médicos, por supuesto, no llegaron a Haití como turistas, sino como médicos con una misión que cumplir. La consciencia de una postura ética los acompañaba desde

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el momento en que se alistaron como voluntarios en la isla de Puerto Rico. El problema surge cuando a esa misión humanitaria se añadió una manera de estar asociada al visitante turístico que goza. Mientras que los turistas (al menos algunos de ellos) huían de una subjetividad impuesta por su viaje en crucero, los médicos dejaron que esa misma subjetividad (que en ellos no estaba impuesta) fuera admitida, documentada visualmente y publicada a vista de todos. ¿Cómo pudo suceder esto? ¿Qué factores, si pudieran identificarse, permitieron la aceptación y documentación de esta subjetividad inapropiada en un contexto de devastación? Me parece que una de las maneras más productivas de contestar a esta pregunta es a través de las lecciones que nos provee el pensamiento que se ha dedicado a reflexionar sobre la estupidez. Vale la pena comenzar citando el tan conocido adagio de Erasmo que dice: “La experiencia hace sabio al tonto” (Malo accepto stultus sapit; 32). Muchos proverbios de este tipo han existido desde la Antigüedad y Erasmo menciona varios de ellos, como por ejemplo: “Sólo el dolor instruye al insensato” o “Por la vergüenza y el fracaso los mortales se hacen sabios”. El adagio “La experiencia hace sabio al tonto” ilustra el poder edificante de la experiencia, pero de manera más fundamental impugna la necesidad de pasar por ella como proceso de aprendizaje. La estupidez entonces se reserva para todos aquellos incapaces de evitar una mala experiencia aleccionadora por medio de una intuición prudente que permita comprender un mal sin la ayuda previa de la experiencia. La clave aquí se cifra en la temporalidad que propone el adagio, la cual concibe la posibilidad de reconocer a priori un daño que debería aparecer a la vista con un poco de perspectiva o prudencia. Roland Breeur propone algo parecido para los juicios basados en la estupidez: “un juicio estúpido es un juicio falso con respecto a algo de lo cual yo debería haber visto su corrección, o al menos mi incorrección” (25). Lo importante es ese algo que permitiría prever la incorrección, puesto que toda experiencia que se produzca a raíz de algo impredecible o, si se quiere, imprevisible, no caería dentro de la categoría de la estupidez. Resalta así en el tonto una clara deficiencia para crear representaciones futuras de su actividad humana y así poder prevenir resultados negativos. Breeur opina que “el pensamiento de la estupidez

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se caracteriza por una recalcitrante incapacidad para captar el tenor específico del contexto donde se hace válida una opinión o una verdad” (42). De esta manera, la estupidez presupone una estrechez en el punto de vista, como indica Johann Erdmann en su famoso ensayo de 1866. En una situación particular, la estupidez implica, según Erdmann, una reducción de ideas y puntos de vista, “siendo esta la razón por la que el círculo visual (...) sea tan limitado y estrecho” (90). Todo esto lleva a una torpeza en el actuar, como se puede apreciar en el caso de las fotos que combinan un gozo turístico mezclado con la misión humanitaria, o tal y como ocurre en los ejemplos en que, por desgracia, los médicos convencen a los soldados fronterizos de compartir sus armas para posar con ellas. Sonreír con el instrumento quirúrgico en la mano y al lado de un paciente transforma la misión humanitaria en gozo turístico por medio de una transición efectiva que convierte a un ser humano en un “marker”, en el sentido de que el médico, protagonista del viaje, se posiciona no en relación a un monumento, sino a un ser humano que se reduce a marcador del lugar y por lo tanto a un objeto. La función deíctica de la fotografía turística, en el contexto del ser humano postrado y el médico sonriente, deviene también en pura parodia de la misión humanitaria. La foto termina siendo una banalización del acto de dar testimonio de la ayuda médica que se le ofrece al desvalido y también una cosificación del enfermo. La decisión de tomarse la foto de esa manera es un desafortunado ejemplo de una limitada consciencia del contexto y de la imposición de un gesto turístico sobre la tarea principal del cirujano. El gozo parece haber triunfado por sobre cualquier otra consideración (o al menos así aparece en las imágenes de este tipo). Uno de los peores ejemplos, y seguramente el más ilustrativo para mí de los efectos desafortunados de estas fotografías (lo que he llamado la “determinación deíctica objetivada”), lo podemos ver en una foto donde uno de los cirujanos señala sonriente un ataúd con sus brazos extendidos.4 En un gesto parecido al del niño que señala los objetos del mundo, este adulto da testimonio del marker por excelencia de su 4. La foto todavía está disponible en el siguiente enlace: .

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visita a Haití. La imagen ilustra de forma inequívoca el encuentro con lo que de verdad ha llegado a significar Haití en la visita: un ataúd. Todo corroborado por un profesional convertido en un espectador ante el desastre, pero en este caso un espectador sin sentimiento de culpa alguna y expresando su gozo en el centro mismo de la tragedia. El gozo específico al que me refiero es el del encuentro con un objeto que señala una “esencia” de la misión y del lugar donde ocurre. En la imagen, el ataúd (sustituto del monumento turístico) se ha convertido en en el espectro de Haití. Pero es peor que esto. En el gozo que siente el que señala y está a salvo del naufragio (y aquí recupero la metáfora filosófica del naufragio con espectador que estudia Blumenberg), el ataúd ha corroborado lo que el médico quería encontrar: el dominio absoluto de la muerte en Haití y la salvación del protagonista humanitario que regresa a documentar el hallazgo o, para decirlo más claramente, encuentra y documenta el cliché por excelencia del país más desgraciado del Caribe y el hemisferio. En resumidas cuentas, las fotos dan testimonio de esta pancarta de la realidad haitiana, pero llevándola al extremo de la desaparición, puesto que en las imágenes el protagonismo de los médicos ha resultado en la desaparición, aún dentro de esta percepción lexicalizada de lo que es Haití, del haitiano en su totalidad como entidad humana. En otras palabras, se le ha quitado el protagonismo al haitiano aun en el momento en que el cliché del sufrimiento ha aparecido. El resultado es una especie de metonimia donde la parte que debería representar al todo deja de ser una subjetividad y se convierte en un objeto que a su vez le representa como cadáver o cosa (el ataúd). En su reciente libro sobre Haití, Amy Wilentz identifica este mismo fenómeno en las representaciones periodísticas de Haití. Los haitianos “have been reduced to a very few things in the outsider’s mind” (15), y este número reducido de representaciones se pueden resumir casi siempre en dos palabras: la miseria y el vudú. Aunque en el adagio de Erasmo se contemple la posibilidad de llegar a ser sabio por medio de actos estúpidos, al mismo tiempo lo que se pretende es poder llegar a ser sabio sin tropezar necesariamente con nuestras propias insuficiencias como seres humanos. En efecto, al poner en la balanza la sabiduría en un lado y la estupidez en el otro, es la experiencia lo que no debería aparecer, puesto que hace más pesado

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el lado de la estulticia. Por experiencia quiero decir aquí el reconocimiento que alcanzaron la mayoría de los médicos (no todos) al sentirse avergonzados por las fotos que tomaron y las poses que asumieron en su viaje.5 Pero esta vergüenza solamente puede experimentarse gracias a la sociabilidad y a la presencia de perspectivas diversas (no apareció en los momentos en que posaron en la cámara ni tampoco cuando las examinaron después antes de darlas a conocer). Es interesante la aporía que se da en el adagio de Erasmo, parecida al ejemplo de los médicos. El adagio mismo corre el riesgo de disolver su finalidad pedagógica, puesto que entra en un circuito deconstructivo en el cual necesitamos de ejemplos de estupidez para poder evitar a priori las revelaciones inoportunas de nuestra ineptitud ante la vida, pero al mismo tiempo dichos ejemplos existen y son necesarios precisamente porque señalan lo que deberíamos evitar (y en especial sirven de ayuda a todos aquellos con una limitada capacidad prospectiva). Tal y como aparece estructurada en el adagio, la estupidez sería entonces esa experiencia al mismo tiempo necesaria para transformar al idiota en sabio y a la vez negada porque es el tonto el que tiene que pasar por ella sin poder anticiparla. Avital Ronell identifica otro de los componentes contradictorios de la estupidez: es una acusación que, por un lado, hay que disputar y, por otro, es necesario revelar y exponer (38). De vuelta ahora a las fotos, me parece que la estupidez se manifiesta en esta combinación de gozo personal, de una atención innecesaria que el médico le otorga a la cámara en el momento de ser fotografiado, dejando de lado el trabajo con el paciente. Es la sonrisa, la sierra en mano y el paciente postrado, todo al mismo tiempo. Estas fotos son muy distintas a los abundantes ejemplos de fotos que acompañan las páginas de Médicos sin Fronteras, donde los médicos ni dejan de prestar atención a los pacientes para mirar a la cámara, ni parecen

5. En noticia de El Nuevo Día: “Algunos de los médicos que aparecen en las escandalosas imágenes colocadas en la red social Facebook sobre su viaje a prestar ayuda en la frontera entre República Dominicana y Haití se expresaron indignados ante la controversia, mientras que otros dijeron sentirse arrepentidos de lo sucedido” ().

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abandonar su trabajo.6 No prestar atención a la existencia de la cámara crea la distancia entre las fotos de los Médicos sin Fronteras y lo que yo llamo la pose turística que asumieron los médicos puertorriqueños. Incluso si volvemos a pensar en los viajeros del crucero (los que rehusaron ser turistas y sintieron vergüenza por estar allí), estos “turistas humanitarios” nunca excluyeron el gozo exhibicionista de su visita a Haití y ni siquiera tuvieron el pudor de al menos disimularlo frente a las cámaras o no incluirlo en un escogido de imágenes dignas de divulgarse. Definieron la misión humanitaria como viaje, y el viaje como gozo, y el gozo como algo testimoniable. Como comenta Ronell, la estupidez “attracts beauty, excitement, the heat of friendly vulgarity and illicit pleasure” (89). Robert Musil identifica un “nosotros acrecentado” como contexto fértil para la estupidez, relacionado con el comportamiento en grupo: “los hombres, cuando se presentan en gran número, se permiten todo lo que les está prohibido individualmente” (Musil 63). Recordemos también la distancia profesional del médico frente al paciente (su particular modo de protección), distorsionado aquí en el amplio (y trágico) contexto en que todo esto ocurre ligado a la documentación fotográfica y la sonrisa. Estas fotos manifiestan la pérdida tan visible del profesionalismo combinado con la incomprensible proyección visual de una falta de empatía por los pacientes heridos a causa de un desastre sin precedentes en ese país y el Caribe en general. Y valga la aclaración: yo no dudo que los médicos sintieran un gran deseo de ayudar al otro. Este no es el problema. El problema que identifico es la voluntad de aparecer en una representación donde esa preocupación por el bienestar del otro se excluyera totalmente de dicha representación. Esto forma parte del aspecto inquietante de la estupidez, puesto que señala “la profunda vulnerabilidad de cada persona” como lo comenta Breeur (48), la cual se manifiesta a pesar de sus más profundos deseos de hacer el bien. Ligado a la sonrisa en medio del desastre, el otro aspecto que sorprende es que luego de su regreso a Puerto Rico los médicos hayan decidido publicar las fotos sin someterlas a un proceso de edición. Resulta 6. Se pueden consultar las imágenes en este enlace de fotografías dedicadas a Haití: .

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sorprendente que no se haya ni siquiera pensado en una selección de imágenes, que no se tuviera idea de las implicaciones que supone un documento visual, e incluso oficial, representativo de una misión humanitaria avalada por el estado. Aquí hablamos del total desconocimiento de una noción, aunque fuese rudimentaria, de lo que supone un reportaje o ensayo fotográfico. En relación a esto podemos entonces postular dos temporalidades distintas, una que tiene que ver con el instante en que se toma la foto (la pose o la sonrisa en un contexto de dolor y devastación) y, luego, el momento en que se observa la foto en la computadora y se somete a un proceso de selección y edición para de esta manera ofrecer un testimonio del viaje. Este segundo momento temporal es el que trabaja con las representaciones del viaje como momentos específicos secuenciados en forma de narrativa visual de la misión. En efecto, lo que se obtuvo como resultado final revela una falta total de proceso de selección y edición y, por lo tanto, la eliminación de un filtro que podríamos catalogar de ético e incluso estético. Quizás a esto se refiera Breeur cuando habla de un “defecto de buena voluntad” (25) característico de la estupidez, a una “incapacidad general para mantener relación con determinadas verdades, valores y desafíos” (35). Musil señala algo muy parecido pero decide no expandir en ello, haciendo referencia a una “parálisis del sentimiento” (76). En las fotos los médicos no se percataron de ese defecto, no se dieron cuenta de la “mala voluntad”, no encontraron una falta de relación entre la pose y los valores que definen su profesión. Todo cupo como representativo del viaje y, por ende, como representación oficial del gobierno de Puerto Rico. En ambos casos y en ambas temporalidades (la pose y la revisión de la foto) la posibilidad de interactuar de forma ética sucumbió.

La cámara fotográfica: la imperceptible creación de un arma El educador y filósofo Dany-Robert Dufour, autor del libro The Art of Shrinking Heads (“El arte de reducir cabezas”, título que alude a la estupidez y no a cuestiones antropológicas), propone que en la lógica del capitalismo tardío se da lo que él llama un desarrollo de la razón

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instrumental (asociada a la tecnología) que ha redundado en un déficit del uso de la razón entendida como la habilidad para juzgar a priori lo que es verdadero y lo que es falso (2). Si esto es cierto, entonces cabría preguntarse si existe algún elemento que se asocie directamente al capitalismo tardío en el ejemplo que discuto. Me parece que sí, y yo lo asociaría no solamente con las prácticas recientes de la industria humanitaria, sino con el manejo de la cámara fotográfica. Todos sabemos que la proliferación de las cámaras fotográficas es un fenómeno muy reciente en la historia. Hoy en día, la cámara es tan común como la aparición insistente del teléfono en el espacio público. El teléfono ha salido de las casas y se ha instalado hasta en los lugares más insospechados (en los baños públicos, los salones de clase, los restaurantes, autos, la calle, el cine). Según Dufour, el móvil nos permite estar siempre donde no estamos y nunca estar donde en realidad estamos: “we are always where we aren’t and never where we are” (76). Para él, el espacio público ha sido saturado con conversaciones privadas. Esa misma resistencia al uso de los teléfonos móviles la describe Agamben en su ensayo titulado “¿Qué es un dispositivo?”. Para él, el desarrollo extendido de este “dispositivo” se corresponde con “un desarrollo asimismo infinito de los procesos de subjetivación”, que tienen como efecto llevar a un extremo “la dimensión de mascarada que no ha cesado de acompañar a toda identidad personal” (258). Agamben termina asociando esta proliferación de dispositivos de la fase extrema del capitalismo con procesos que él llama de “desubjetivación”, los cuales podrían desembocar en docilidad y sumisión (Id. 262-63). Propongo que algo muy parecido ocurre con las cámaras. Espacios que antes estaban vedados a la cámara, como las funerarias, los museos, las salas de concierto y el teatro, han sido invadidos ahora por la presencia de la cámara fotográfica y su simbiosis electrónica con el teléfono. Esta compulsión de hacer que todo se haga visible arropa todos los ámbitos posibles. Los noticieros, por ejemplo, ya no tienen el pudor de antes, presentando sin ningún tapujo los cuerpos de los asesinados durante un fin de semana sangriento o la pierna de un conductor que sale de las ruinas de su auto luego de un accidente. Hace algunos años vimos un ejemplo paradigmático de la proliferación de imágenes de este tipo. Un joven puertorriqueño fue acribillado y se cumplieron sus deseos de

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que en su funeral lo velaran de pie. Ante tal novedad espectacular, las cámaras de los noticieros no se hicieron esperar.7 Ya en 1962, el filósofo canadiense de la comunicación, Marshall McLuhan, advirtió sobre la interrelación entre la extensión tecnológica de los sentidos y un cambio correspondiente en la cultura general: “if a new technology extends one or more of our senses outside us into the social world, then new ratios among all of our senses will occur in that particular culture” (The Gutenberg Galaxy 41). En 1964, en su famoso libro Understanding Media, McLuhan se percató de que lo importante era el medio y no el mensaje en sí: “All media work us over completely. They are so pervasive in their personal, political, economic, aesthetic, psychological, moral, ethical, and social consequences that they leave no part of us untouched, unaffected, unaltered. The medium is the message.” ( cito de la edición The Medium is the Message 26). Más recientemente, Dufour ha propuesto a la mercancía como un objeto que se le entrega al consumidor en espera de que ocurra lo inevitable: que éste se transforme en la medida en que se adapta a la mercancía. “Individuals are now being knocked into shape” (6), a través de un proceso gradual, suave, imperceptible, que se va apoderando de nosotros. La posesión y uso constante de la cámara participa de esta transformación inconsciente de la subjetividad. Es cierto que no debe interpretarse como una transformación puramente negativa puesto que no podemos descartar los muchos efectos positivos, tales como la extensión de las posibilidades creativas en la sociedad, la documentación visual de injusticias, entre otros. Sin embargo me interesa recalcar aquí que las nuevas tecnologías, al tener el poder de transformarnos de manera inconsciente, podrían entonces tener una relación estrecha con la estupidez, en especial cuando tomamos en cuenta la “incapacidad para captar el tenor específico del contexto” en el que se mueve el sujeto. Si es cierto que las tecnologías nos hacen cambiar de forma imperceptible, ¿no concuerda esto con la creación de mayores oportunidades para errar dado que se expande la esfera de lo impredecible en 7. Véanse las fotos del caso conocido como “el muerto parao” en El Nuevo Día (). En el enlace aparecen otros dos casos de velorios muy parecidos.

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el entorno social? ¿No implicaría esto la instauración cada vez mayor de la experiencia de un error como el único camino que logra corregir nuestra torpeza contextual y todo aquello que no podemos prever? ¿No sería la instauración misma del modelo erasmiano de aprendizaje, comprometiendo nuestra capacidad para evitar errores a priori? Con estas preguntas apunto a la posibilidad de que en la vida social haya un aumento considerable de las oportunidades para el error o el accidente. Cuando cargamos con una cámara, dejamos de ser los mismos y vemos las cosas de otra manera. Incluso la cámara digital ha transformado al fotógrafo que antes dependía de la película y un número limitado de imágenes y rollos en una especie de fabricador de imágenes ilimitadas. La tendencia más primaria del que carga con una cámara digital es la de documentar todo lo que le interese. Existen menos obstáculos impuestos a su uso y la democratización del artefacto impulsa al que lo lleva a utilizarla en cualquier contexto y sin necesariamente haber consultado un manual de uso. En nuestros días, todo lo que existe en el mundo no existe necesariamente para ser mirado, sino para ser representado. Esto me lleva a proponer que en esta etapa del capitalismo tardío nos confrontamos con un nuevo régimen de lo sensible, frase utilizada por Rancière y con la cual identifica aspectos que comparten tanto la estética como la política. Lo significativo para el régimen de lo sensible es el enfoque en lo que aparece o no debe aparecer, lo que se puede ver o no se debe ver, de lo que se puede hablar y lo que no se puede decir, quién puede hablar y quién no puede hacerlo (12-13). Rancière identifica tres regímenes que rigen el arte occidental en su totalidad, y entre ellos propone un régimen ético de las imágenes basado en las ideas de Platón (Id. 20). En este régimen la imagen se somete a la relación que mantiene con un origen (verdad o falsedad) y a sus propósitos o efectos en la comunidad —positivos o negativos— (Id. 21). En cuanto a la conclusión a la que he llegado en el párrafo anterior (que todo lo que existe en el mundo no existe necesariamente para ser mirado, sino para ser representado), me parece que este cuarto régimen del que hablo estaría definido por su total rechazo de consideraciones éticas o de formación del sujeto (la preocupación por el ethos) como parte de la imagen misma. En un universo donde la representación de todo lo

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que existe es compulsoria y se instaura como necesaria, entonces lo que tenemos es de facto el régimen opuesto a la preocupación ética por las imágenes. En tal caso, por encima de cualquier consideración sobre la ética de la aparición o el posible daño que pueda producir la imagen, es el criterio de visibilidad lo que verdaderamente importa, o digamos que es el imperativo de su aparición lo que de verdad es importante.8 Por eso hoy en día existe un amplio dominio de la mediocridad, puesto que todo expresa, con fuerza democrática, su derecho a aparecer y a encontrar un lugar en los vehículos productores de imágenes sin importar el mérito específico que tenga. A los tres grandes regímenes de longue durée que identifica Rancière, éste vendría a ser la última manifestación de una estética cuyo papel político estaría por verse. Deberíamos incluso considerar que este régimen excluye por completo la estética, puesto que elimina los criterios de selección y propone la aparición indiscriminada de toda imagen. Las fotografías de los médicos en Haití, ¿podrían ser consideradas como una forma de violencia? Me parece que sí, pero entonces tendríamos que expandir la definición que propuso Hannah Arendt de la violencia: una manifestación de poder que se vale de instrumentos o armas para ejercer dominio sobre otros. Quiero proponer el uso indiscriminado, irreflexivo, descuidado y, en resumidas cuentas, estúpido de

8. Uno de los ejemplos más ilustrativos de este imperativo de lo visible sería la decisión de Facebook de permitir que sus usuarios cuelguen videos de decapitaciones y otros ejemplos de violencia extrema. La justificación que ofrecieron en ese momento es muy interesante, puesto que le cede al usuario la posibilidad de compartir y condenar el video al mismo tiempo, trasladando la ética de la imagen en el régimen platónico hacia la recepción del usuario. En otras palabras, la ética viene a posteriori, luego de que el imperativo de la visibilidad se ha cumplido. De hecho, Facebook no hará visibles videos que sean glorificados por las personas que los cuelguen en sus páginas, desplazando nuevamente la condición de visibilidad no a la imagen misma, sino a su comentario. Resulta curioso que Facebook no permita la inclusión de imágenes donde aparezcan los pechos de las mujeres, pero sí haya considerado factible la aparición de los actos más terribles de violencia. Esto demuestra que el régimen todavía sigue en proceso de consolidación conflictiva. Véase la noticia en la BBC: ; Facebook se retractó casi inmediatamente y luego prohibió que esos videos se pudiesen poner en su plataforma.

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la cámara fotográfica en el contexto de Haití como un ejemplo de los resultados desgraciados del uso de nuevos aparatos sin manual de uso. Algo tan aparente para muchos como la discreción y cierto sentido de recato en la producción de fotos de víctimas permaneció invisibilizado e inaprehensible para el grupo de cirujanos. En este sentido, la cámara no se transformó en un arma de fuego, pero sí en un instrumento de violencia simbólica que, sin necesariamente destruir físicamente al otro, rebajó su humanidad. Quizás no sea una coincidencia que entre las imágenes más desgraciadas se encuentren ejemplos de la voluntad por parte de los médicos de posar con armas de fuego. Esas armas son un eco de la destrucción simbólica efectuada con la cámara. En escenas como esta los significados de los sujetos y de los instrumentos que poseen e intercambian se han transformado en significantes de otras cosas (la cámara como arma, los médicos como turistas, viajeros humanitarios que agreden simbólicamente, pacientes deshumanizados). Mientras que las armas pasan de las manos de los soldados fronterizos a las manos de los médicos dedicados a la curación, del mismo modo la cámara sufre una transición que va de objeto de documentación hasta una especie de arma simbólica cuya violencia queda registrada en la imagen fotográfica (imagen que puede ser concebida como herida). Ni la cámara ni los médicos producen la muerte, pero en las representaciones más comprometedoras lo que se genera es una total incongruencia entre la ayuda humanitaria, el dolor, la curación y la risa. La cámara produce el ataúd en el que ha devenido, simbólicamente, la imagen de Haití. Con la cámara en Haití, los médicos dan su ofrenda humanitaria y a la vez se congratulan a sí mismos dentro de una ecuación narcisista que resultó inescapable. La sonrisa puede leerse como el derecho que el profesional tiene a ser remunerado por la reciprocidad que la víctima del terremoto no puede devolverle, siguiendo la concepción del regalo de Mauss. Por eso es que me parece que Robert Musil está en lo cierto al decir que el “último y más importante remedio contra la estupidez” es la modestia (83). Para los cirujanos no es suficiente el agradecimiento, porque hay que suplementarlo con el testimonio de su trabajo y el gozo del viaje, los cuales deben aparecer publicados. La sonrisa que pide la cámara se impone a la dignidad requerida por la presencia del

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paciente y el significado verdadero del trabajo humanitario. De igual manera, la cámara en la frontera con la República Dominicana impuso una escena turística de plena jouissance. El profesional con autoridad ha atrapado a los guardias de la frontera en una escena banal, cediendo su autoridad (las armas) al reclamo de goce que impone el visitante con suficiente capital social para convencerlo de que todo está bien. Pero en realidad nada está bien. Los soldados sucumbieron ante el capricho de turistas enaltecidos por su trabajo humanitario y lo peor de todo es que cuando el gobierno de la República Dominicana se enteró de lo sucedido, despidió a estos soldados de sus puestos. La cámara ejerció su poder de convocar una escena turística en un espacio afectado por la tragedia y el dolor, al igual que las armas se transformaron en “juguetes” para suplementar el gozo merecido por un trabajo bien hecho. Mi hipótesis es que la posesión de las cámaras, junto con un impresionante desconocimiento de su uso como instrumento de documentación responsable, convocó la realización de estas escenas (posturas, sonrisas, intercambios), suplementando de forma inesperada o no anticipada un modo de actuar que afecta tanto la agencia individual de los médicos como la de los soldados. La estupidez podría entonces redefinirse no solamente como un evento que salió a la luz gracias a acciones particulares de individuos con el poder de actuar (Ronell habla de la estupidez como algo que aparece, 71), sino también como el producto de un sometimiento (quizás imperceptible, como una especie de trampa) a la ley impuesta por la mercancía que, como el juguete de un niño, se usa indiscriminadamente, sin limitación alguna, con tan solo el derecho que le otorga su posesión. Es querer actuar en el mundo en posesión de instrumentos pero sin reconocer las instrucciones de uso. La prueba de que esto es así la podemos ver en la sorpresa y la vergüenza que sintieron varios de los médicos participantes de la misión (aunque como he dicho, algunos expresaron indignación ante tal acusación). Los arrepentidos sintieron el golpe y la sorpresa de verse atrapados en una especie de vértigo donde aparecían ante el mundo de otra manera, viendo su yo ideal (pleno de bondad hacia los desvalidos y con voluntad de ayudar) quebrantado y destruido. El público también se dividió en su juicio de valor, algunos defendiendo la libertad que tenían los médicos de beber alcohol luego de horas de

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trabajo voluntario y de interactuar de la manera en que lo hicieron con los soldados dominicanos. Otros los demonizaron, catalogándolos de racistas ante la indigencia de los haitianos, quienes fueron objetificados de la manera más burda.

El parque temático Breeur propone que la estupidez “siempre puede ser corregida” (22), lo cual señalaría el momento en que luego de que se ha cometido el acto, el tonto puede llegar a ser sabio (Erasmo). He propuesto que en su evolución las tecnologías corren el peligro de convertirse en instrumentos violentos en la medida en que la población que las utiliza no se preocupe por consultar (o incluso forjar) un manual de uso. No quisiera proponer lo que hicieron los médicos como un ejemplo de un mal radical (categoría que respondería mejor a violencias extremas a nivel tanto simbólico como corporal que no creo entren en juego en este incidente). En cambio, lo que quisiera identificar es la posibilidad de que se estén cultivando zonas extensas de estupidez en perpetuo crecimiento y que estas puedan llevar a una violencia no planificada de antemano. Como tales, podemos entrar y salir de ellas. Es cierto que se puede facilitar caer en la estupidez y que podemos entrar y salir de ella al reconocerla y arrepentirnos, accediendo a esa evolución que describe Erasmo en su adagio. Y quizás sea muy poco lo que tenemos para protegernos de nosotros mismos (un sentido de mesura, de modestia, y la vergüenza como remedio a posteriori). He hecho una alusión irónica a la palabra cultivar, y lo hago adrede, puesto que en esas zonas no se producen sujetos cultivados (definidos en este caso como sujetos aculturados, mejor preparados para la sociabilidad y la solidaridad).9 Esas zonas que van en crecimiento gracias al incremento de los dispositivos son de baja complejidad y, paradójicamente, es allí donde se prepara el terreno para que el sujeto pierda sus coordenadas y su orientación en el mundo.

9. Para la etimología de la palabra cultura, véase Raymond Williams (87-93).

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Me parece que este incidente que he estudiado responde a lo que Peter Sloterdijk ha denominado la vida en un parque temático, donde se han impuesto nuevas estructuras que van modificando subrepticiamente nuestra subjetividad y para la cual necesitamos volver a pensar prácticas, ejercicios, instrucciones o normas para cuidarnos a nosotros mismos de las fuerzas del mercado.10 Según Sloterdijk, vivimos en un nuevo parque que rearticula el entretenimiento de los antiguos estadios y coliseos romanos, pero en la forma de una sociedad mediática totalitaria o de un fascismo del entretenimiento (El sol y la muerte 12123, donde clarifica la noción de parque humano que introduce en su Normas para el parque humano). No me cabe la menor duda de que este parque temático es la gran zona que se corresponde con el último régimen de lo sensible, donde se posibilita el mandamiento de la aparición y la extensión plena del error en un contexto de baja complejidad. El sujeto profesional y de voluntad humanitaria transformada negativamente en infantilidad y narcisismo es, me parece, una manifestación de este querer vivir la vida desde el goce de este nuevo parque. Si como dice Sloterdijk, para el espectador “los leones y los cristianos están en un mismo nivel, por lo que siempre hay garantía de diversión” (124), ¿entonces no podríamos entender la representación de la víctima haitiana desde esta misma perspectiva, atrapados en fotos donde se ha asegurado la diversión en el seno mismo de la desgracia? ¿No sería esta una nueva definición de lo que podríamos llamar el descuido de uno mismo, o la combinación de funciones contextuales divergentes que se unen gracias al desconocimiento de las nuevas reglas que impone el mercado y sus objetos? Descuidarse implica una voluntad de vivir entregándose a las experiencias pero desarmados y sin dirección. Y ante la previsible vergüenza de actos futuros, habría que salvaguardar el alto precio de dicha vergüenza y su reconocimiento, porque si no costara demasiado caro lo que se hace, seguramente nos quedaríamos estancados en la estupidez sin evolucionar hacia algún tipo de sabiduría. La levedad con que el mercado nos transforma la vida nos pide una correspondiente levedad en las pautas éticas que guían la conducta. Se 10. Las ideas relacionadas a la necesidad de instrucciones, manuales de uso o cambios en uno mismo provienen de los trabajos de Foucault, Sloterdijk y Amar Sánchez.

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impone una ética lite. Como en la depresión y el deseo de eliminarla lo antes posible, se podría incluso conjugar el gozo y el deleite con el perdón, acelerar el efecto del fármaco psicológico y terapéutico para así no excluirse demasiado tiempo de las múltiples novedades del parque humano, de ese “Hollywood de la crueldad” como lo llamaría Sloterdijk. El perdón fácil (soft) sería entonces el medicamento del error y la estupidez, pero que al rebajar el impacto de la vergüenza no nos llevaría a ser más sabios, sino reincidentes. Descuidarse uno mismo, ligado a la estupidez, es permanecer expuestos a las normas enigmáticas del parque humano sin reconocer la necesidad de nuevas prácticas de auto-protección o nuevas tecnologías del yo (Foucault). El resultado es la desgraciada conjunción de lo que no debería unirse: sonrisa y dolor, alegría y desgracia, turismo y misión humanitaria, álbum de viaje y ensayo fotográfico.

Bibliografía Agamben, Giorgio. “¿Qué es un dispositivo?”. Sociológica 73 (2011): 249264. Amar Sánchez, Ana María. Instrucciones para la derrota. Barcelona: Anthropos, 2010. Arendt, Hannah. On Violence. San Diego: Harcourt Brace & Company, 1970. Blumenberg, Hans. Naufragio con Espectador: Paradigma de una metáfora de la existencia. Trad. Jorge Vigil. Madrid: Visor, 1995. Breeur, Roland. “La estupidez transcendental”. En Johann Erdmann y Robert Musil, Sobre la estupidez. Madrid: Abada Editores, 2007, 19-50. Culler, Jonathan. “The Semiotics of Tourism”. Framing the Sign: Criticism and Its Institutions. Norman/London: University of Oklahoma Press, 1988, 153-167. Dofour, Dany-Robert. The Art of Shrinking Heads: On the New Servitude of the Liberated in the Age of Total Capitalism. Trad. David Macey. Cambridge: Polity Press, 2008. Erasmus, Desiderius. The Adages of Erasmus. Trad. Margaret Mann Phillips. Toronto: University of Toronto Press, 2001. Erdmann, Johann Eduard. “Sobre la estupidez”. En Johann Erdmann y Robert Musil, Sobre la estupidez. Madrid: Abada Editores, 2007, 85-110.

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Foucault, Michel. La hermenéutica del sujeto. Traducción de Horacio Pons. México: Fondo de Cultura Económica, 2002. Mauss, Marcel. The Gift: The Form and Reason for Exchange in Archaic Societies. Translated by W.D. Halls. New York/London: W. W. Norton, 1990. McLuhan, Marshall. The Gutenberg Galaxy: The Making of Typographic Man. Toronto: University of Toronto Press, 1995. McLuhan, Marshall y Fiore, Quentin. The Medium is the Message: An Inventory of Effects. Berkeley: Ginko Press, 1996. Musil, Robert. “Sobre la estupidez”. En Johann Erdmann y Robert Musil, Sobre la estupidez. Madrid: Abada Editores, 2007, 51-84. Ronell, Avital. Stupidity. Urbana/Chicago: University of Illinois Press, 2002. Sloterdijk, Peter. Normas para el parque humano. Trad. Teresa Rosa Barco. Madrid: Siruela, 2006. Sloterdijk, Peter y Heinrichs, Hans-Jürgen. El sol y la muerte: Investigaciones dialógicas. Trad. Germán Cano. Madrid: Siruela, 2004. Wilentz, Amy. Farewell, Fred Voodoo: A Letter from Haiti. New York: Simon & Schuster, 2013. Williams, Raymond. Keywords: A Vocabulary of Culture and Society. New York: Oxford University Press, 1983.

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Cine, memoria y política: sobre la intervención de La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente en la posguerra guatemalteca Valeria Grinberg Pla Bowling Green State University

[...] las circunstancias y el ambiente del archivo de La Isla habían comenzado a parecerme novelescos, y acaso aún novelables. Una especie de microcaos cuya relación podría servir de coda para la singular danza macabra de nuestro último siglo. Rodrigo Rey Rosa, El material humano (14)

El pre-texto histórico: La Isla, lugar de memoria En junio de 2005, una explosión casual en un predio bajo jurisdicción del ejército de Guatemala permitió encontrar más de ochenta millones de expendientes de la Policía Nacional. Estos documentos demuestran tristemente la responsabilidad del Estado en la persecución, tortura y

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desaparición de miles de personas durante la guerra que tuvo lugar de 1960 a 1996, y en particular en el período que va de abril de 1982 a julio de 1983, durante la presidencia de facto de Efraín Ríos Montt. En este predio, también conocido como La Isla, funcionó durante la guerra un centro clandestino de torturas. Actualmente, La Isla alberga tanto la Academia de Policía como el Archivo Histórico de la Policía Nacional (AHPN), constituido precisamente para poder clasificar y estudiar el archivo policial secreto que salió a la luz a causa de la mencionada explosión, de modo que es un espacio en el que conviven en solución de continuidad los vestigios del aparato represivo (léase el archivo propiamente dicho), la continuidad institucional de los valores de dicho aparato (encarnados en la Academia de Policía) en la actualidad y los esfuerzos por estudiar, preservar y dar a conocer la lógica del terror implementada por el Estado y penosamente documentada en el archivo (llevados a cabo desde el AHPN). Así, el espacio de La Isla condensa la compleja situación del trabajo de memoria y la lucha por la justicia en una Guatemala de posguerra en la cual aún persiste una fuerte ambivalencia tanto institucional como social con respecto a la responsabilidad del Estado en la muerte violenta de doscientas mil personas durante la guerra. Para decirlo en las palabras introductorias a El material humano (2009) citadas al comienzo de este trabajo, el espacio de La Isla es una “especie de microcaos cuya relación podría servir de coda para la singular danza macabra de nuestro último siglo” (14). Dicha novela explora, en consecuencia, la historia de violencia institucional guatemalteca a partir de la experiencia del narrador-protagonista en el archivo de La Isla, cuya narración se encuentra a caballo entre la ficción y la documentación.

Del espacio a los medios de la memoria: aproximaciones literarias y cinematográficas a La Isla Ahora bien, Rodrigo Rey Rosa no está solo con su intuición de que La Isla es un Aleph a través del cual ver “la danza macabra” de la guerra y las batallas actuales por la memoria. También el cineasta alemán Uli Stelzner quiere “hacer un documental sobre La Isla, pero sobre la gente que trabaja ahí, en el Archivo” (Rey Rosa 166), y así se lo

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cuenta al narrador de El material humano con quien se entrevista en varias oportunidades a lo largo de la novela. Más allá de esta docuficción narrativa, La isla. Archivos de una tragedia (Alemania/Guatemala 2009), el documental de Uli Stelzner, se estrena en el Teatro Nacional de Guatemala el 15 de abril de 2010. La película, filmada en el espacio material de La Isla, atestigua y registra a un tiempo cómo el archivo secreto de la policía es ahora utilizado por organismos de derechos humanos y sobrevivientes que procuran averigüar la verdad sobre lo ocurrido y demandar a los autores de los crímenes de lesa humanidad y de los actos de genocidio perpetrados durante la guerra. Stelzner pone en escena a quienes estudian, clasifican y digitalizan toda la información: filma tanto a los trabajadores del archivo como a los sobrevivientes que lo visitan para buscar información sobre la desaparición y el asesinato de sus familiares, creando una constelación en la cual en tanto espectadores podemos ser testigos del trabajo de memoria que tiene lugar en el AHPN. Con este documental, Uli Stelzner transforma el espacio de memoria de La Isla en un medio para la memoria. Así, la importancia de La isla. Archivos de una tragedia reside en visibilizar los trabajos de la memoria en el lugar preciso de los hechos al tiempo que se constituye en sí misma en un documento de memoria. Hasta la fecha, la plana mayor del ejército de Guatemala niega la veracidad de las investigaciones llevadas a cabo, respectivamente, por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG) y la Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH), las cuales demuestran —sin embargo— la magnitud de las violaciones masivas a los derechos humanos llevadas a cabo por el Estado en el marco de la guerra. En efecto, tanto el informe Guatemala Nunca Más del Proyecto de Recuperación de la Memoria Histórica (Ciudad de Guatemala: ODHAG, 1998) como la Memoria del Silencio (Ciudad de Guatemala: CEH, 1999) dejan en claro la responsabilidad del Estado guatemalteco tanto en lo que hace al número de muertos como en lo que respecta a la práctica sistemática de torturas, violaciones y desapariciones. Es en este contexto que el descubrimiento fortuito del archivo secreto de la Policía Nacional es invaluable, pues los documentos allí atesorados corroboran los testimonios de sobrevientes y testigos recogidos en los informes arriba citados. Irónicamente, el

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aparato burocrático de la máquina del terror puesta en funcionamiento por el Estado está proveyendo, muy a su pesar, las pruebas de su ignominia. Y esto, a su vez, transforma el siniestro espacio de La Isla en uno de los lugares paradigmáticos de la memoria de la guerra en Guatemala. Así, al enterarse del descubrimiento del archivo secreto de la policía nacional, Ana Lucía Cuevas decide regresar a Guatemala con la expectativa de encontrar información sobre la desaparición de su hermano. En consecuencia, este es uno de los lugares que visita como parte de su viaje de retorno al pasado, lo cual queda registrado en El eco del dolor de mucha gente (Reino Unido/Guatemala 2011), el documental por medio del cual pone en escena y hace pública su búsqueda de justicia. En otras palabras, el espacio de La Isla funciona como disparador de su trabajo de memoria, un trabajo que la lleva a indagar en el pasado familiar y nacional a través del cine documental. Otro texto que aparece en el 2011 y también pone en escena el trabajo de memoria del archivo es 300, de Rafael Cuevas Molina. Narrada desde una multiplicidad de perspectivas, esta novela permite entrar al archivo desde la experiencia ficcional de un sinnúmero de personas cuyas vidas han pasado por el recinto de La Isla, ya sea del lado de las víctimas y sus familiares, ya sea del lado de las fuerzas de seguridad. Cada capítulo presenta una narración en primera persona de una persona involucrada de uno u otro modo con el archivo por medio de la cual el personaje explica su vínculo con el lugar, en respuesta a una pregunta implícita que conecta y da sentido a la totalidad de la novela: ¿qué significa para usted el archivo? Así, cada capítulo es la respuesta a dicha pregunta, a modo de un reportaje. Esta aproximación docuficcional a la realidad de la guerra se apoya en el formato periodístico para indagar desde la imaginación literaria en el modo en el cual los guatemaltecos se han visto involucrados con la represión o han sido afectadas por ella.1 El como si de la novela devela la subjetividad de víctimas y victimarios, testigos y actores con diversos grados de

1. Los capítulos a su vez anuncian el tipo de relación que su narrador/a tiene con el archivo en particular y la guerra en general, con títulos como “La parte de los burócratas”, “La parte de los cercanos”, “De la parte de la violencia”, “De la parte de los otros-otros”, o “La parte de los de afuera”.

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participación y responsabilidad, ofreciendo de este modo un mosaico de la sociedad guatemalteca en su conjunto. Esta novela collage, polifónica en el mejor sentido del término, sugiere, además, que nadie escapa a la violencia de la guerra. También El material humano recurre al registro docuficcional para captar el modo en el cual toda la sociedad ha sido afectada por la represión sistemática del Estado a lo largo de su historia. Centrada en las experiencias del narrador-protagonista, alter ego de Rodrigo Rey Rosa, la novela relata en primera persona su decisión de investigar en el recién descubierto AHPN con el objeto de escribir una novela, proyecto, por cierto, truncado en la ficción, pero realizado en la realidad extraliteraria. Al entrar al archivo y comenzar a leer el sinnúmero de fichas que han servido por más de cien años para registrar, léase “vigilar”, policialmente a la población guatemalteca, se da cuenta que en esos registros se encuentra prácticamente toda Guatemala. Escrita a modo de diario personal, con indicaciones de los días y horas de las actividades del narrador, El material humano no se contenta con recoger el asco y la sorpresa del mismo al comprender que el archivo “muestra la índole arbitraria y muchas veces perversa de nuestro típico y original sistema de justicia, que sentó las bases para la violencia generalizada que se desató en el país en los años ochenta y cuyas secuelas vivimos todavía” (36). Además, intenta transmitirle al lector la dimensión aberrante de un sistema de control y castigo de la población, que catalogaba como sospechoso a todo el que no fuera blanco y adinerado, en un país en el cual la mayoría de la población es pobre e indígena. Para ello, en el capítulo titulado “Segunda libreta: pasta negra” incluye una larga lista que reproduce la información contenida en una gran cantidad de las fichas. En una palabra, Rey Rosa usa el espacio de la novela para provocar en los lectores el tipo de trabajo de memoria que dispara el archivo. El material humano es, si se quiere, un archivo del archivo, que permite atisbar por medio de la doble mediación de la ficción y la documentación el sistema policial de vigilancia. Después de la última ficha policial, a manera de colofón, el narrador incluye una nota bene en la que explica: En un sobrecito adjunto a esta ficha encontré una tira de papel con el diagrama impreso para marcar las huellas digitales. Y allí, en lugar de las típicas manchas

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de tinta, estaban unos trocitos de tejido que recordaban pétalos de rosa secos, con dibujos dactilares. Examinados más de cerca resultaron ser piel humana (34).

La experiencia de las víctimas es irrecuperable en su totalidad. El narrador recoge los vestigios y las huellas de la violencia, dejando entrever que más allá de las listas con nombres y apellidos, ocupaciones y hábitos, rasgos personales y domicilios, hay una dimensión humana, que va más allá y a la vez está más acá, en tanto material humano, de lo que podemos comprender desde afuera y, sin embargo, su ejercicio de escritura no ceja en el intento de aludir a la humanidad de las víctimas. Rafael Cuevas Molina, asimismo, plantea la cuestión de la comunicabilidad del sufrimiento de los otros en 300. Este número, que da título a la novela, retoma justamente la denominación usada por los burócratas y torturadores del archivo para consignar la muerte de las víctimas. Así, Irma Huertas Guevara, una de las muchas narradoras de la novela, explica: “Ya cuando apareció lo del archivo me vine a dar cuenta que a Jorge se lo habían tronado desde el 1 de agosto del mismo año que se lo llevaron, porque ahí en su ficha dice que ese día estaba 300” (114). Lo interesante de la elección de este código numérico como título de la novela es que alude tanto al hecho mismo de las ejecuciones extrajudiciales como al modo ingnominoso en que los represores deshumanizaban a sus víctimas y a la existencia de todo un sistema de racionalización del asesinato y la tortura que conllevaba necesariamente a la cosificación de las víctimas. La recuperación del término 300 para cuestionar la política del Estado y representar el sufrimiento de víctimas y familiares es una forma de justicia simbólica que deja en claro el carácter mediado del acceso a la experiencia de los otros. En una palabra, ambas novelas, 300 y El material humano, funcionan como panópticos que permiten ver, desde su focalización en el archivo de La Isla, el devastador alcance de la violencia estatal en Guatemala en su casi totalidad. Más recientemente, Gabriela Martínez Escobar produjo el mediometraje documental Keep your Eyes on Guatemala/Tengan puestos los ojos sobre Guatemala (Estados Unidos/Guatemala 2013), patrocinado por el AHPN, en colaboración con el Startup Support Network, la biblioteca de la Universidad de Oregon y Wired Humanities Projects. Al tratarse de un proyecto institucional, no sorprende el recurso a un formato tradicional, combinando entrevistas e imágenes de archivo, para hacer pública la función del AHPN

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en el contexto de la lucha por la justicia y la memoria que llevan a cabo los grupos de familiares de desaparecidos en Guatemala, la Asociación Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Guatemala (FAMDEGUA) y el Grupo de Apoyo Mutuo (GAM), y de este modo llamar la atención de la opinión internacional sobre las violaciones a los derechos humanos y los actos de genocidio cometidos por el Estado guatemalteco durante la guerra. Hacia el final de la cinta, en los últimos minutos, se encuentran las tomas más sugestivas del documental, porque captan la permanencia del trauma, es decir, la continuidad del dolor, como uno de los aspectos constitutivos del entramado de solidaridad que hizo posible cierta justicia. En efecto, Gabriela Martínez superpone, en color sepia, a modo de transparencia, las fotos de varios de los desaparecidos acompañadas de sus nombres, seguidas de tomas de los trabajadores del AHPN desempolvando documentos y clasificándolos, a la filmación del entierro de Sergio Raúl Linares, una de las miles de víctimas cuyas fichas policiales se encuentran en el archivo de La Isla. Esta presentación superpuesta y simultánea de las diversas etapas de la lucha por la justicia propone que la posibilidad de dar sepultura al ser querido, pese a ser un logro importante que permite iniciar el trabajo de duelo, no clausura completamente el trauma de su desaparición violenta, cuyas huellas perviven en el presente a modo de palimpsesto. A mi entender, la figura del palimpsesto capta muy bien la complejidad del trabajo de memoria y el carácter irreparable del trauma. Si en el caso de Tengan puestos los ojos sobre Guatemala la articulación de una poética de la memoria se limita al corolario del filme, en el caso de las producciones de Uli Stelzner y Ana Lucía Cuevas, es el eje a partir del cual se organiza todo el material presentado en sus respectivos documentales. Cada uno de ellos se vale del cine como medio y herramienta de memoria para poner en escena en el espacio público un trabajo de duelo y memoria, interviniendo de este modo en las disputas por la memoria, es decir, por el significado del pasado, en la Guatemala de posguerra. Más allá de sus diferencias, que irán quedando claras a lo largo de este trabajo, La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente pueden ser caracterizados como cine de autor: cada uno de ellos propone un lenguaje propio para representar el trauma de la guerra, producto de sus indagaciones en la materialidad del cine como espacio y medio de la memoria.

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La performance de la memoria en el cine: La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente2 En tanto discurso estético que interviene en la esfera pública desde la rabia y el dolor de sus realizadores, La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente se situan en una encrucijada entre afectividad, arte y política. El dilema ético y estético que deben resolver es el siguiente: ¿cuál es el lenguaje apropiado para representar los efectos de una guerra en la cual el 83% de las víctimas fueron indígenas mayas y en la que el genocidio cometido a principios de los años ochenta es tan solo la culminación de más de 500 años de racismo?3 A fin de ver cómo resuelven este dilema Ana Lucía Cuevas y Uli Stelzner, es necesario indagar primero en el modo en que cada uno negocia la distancia entre trauma personal, duelo y esfera pública, es decir, la forma en que transita del dolor propio al ajeno, cómo interrelaciona el trauma individual con el social. Segundo, cabe dilucidar el rol que juega la falta de justicia en la utilización del cine como medio de justicia sucedánea y cómo esto a su vez se vierte en el documental. Estos dos enfoques permitirán sacar algunas conclusiones sobre el tipo de discurso audiovisual creado por cada uno de ellos para representar de manera ética y estéticamente justa a las víctimas de la guerra.

2. Para esta discusión comparada de La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente retomo mis reflexiones sobre estos documentales a publicarse, respectivamente, en las actas del simposio “Guatemala: Nunca más – Niemals wieder. Aus dem Trauma des Bürgerkriegs zur ethnischen Integration, Demokratie und sozialen Gerechtigkeit” y en el volumen Latin American Documentary Filmmaking in the New Millennium. 3. La Comisión de Esclarecimiento Histórico, a cargo de la investigación cuyos frutos se publicaron en Guatemala: Memoria del silencio (1999), estableció que el 83% de las víctimas de la guerra fueron indígenas mayas.

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Trauma personal, duelo y esfera pública A partir de la interacción, solidaria o confrontativa, con distintos actores y grupos sociales, La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente ponen en escena en el espacio público un trabajo de duelo y memoria por medio del cual se visibiliza la relación entre trauma personal y trauma social o, mejor dicho, entre los innumerables traumas individuales y el trauma nacional. Además, como producto de la mediatización de la cámara, de la indagación ética y estética que significa la filmación de los testimonios de las distintas personas involucradas y de la proyección del producto final en la sala de cine, ambos documentales incorporan una dimensión social al trabajo de memoria que llevan a cabo. En El eco del dolor de mucha gente, la realizadora tematiza explícitamente la relación de su trauma personal con el de toda la nación guatemalteca: “Emprendí un viaje de retorno y me coloqué frente a la cámara. No me gusta verme en la pantalla, pero ahora comprendo y acepto que yo también soy parte de esa historia”. En efecto, ella parte del vínculo familiar y afectivo con su hermano desaparecido4 para incorporar una dimensión étnica y social al trabajo de memoria que lleva a cabo, y así transformar su duelo personal en un reclamo político de justicia. Su voz en off es el hilo conductor de la película en la cual también la vemos entrevistando a diferentes personas, en las exhumaciones o en los juicios, mientras la cámara acompaña su periplo, haciendo partícipe al espectador de su proyecto de documentar las diferentes iniciativas de justicia en la Guatemala de posguerra. De manera similar, el motivo del viaje y del regreso son centrales a su narrativa de la memoria: volver a Guatemala, volver al pasado. Como señalé al comienzo de este ensayo, el hecho de enterarse de la existencia de un archivo policial secreto en el recinto de La Isla, en el que tal vez logre encontrar alguna documentación sobre el destino de su hermano, es lo que la lleva a emprender dicho viaje. En lo que hace a la vinculación del trauma personal con el trauma social, a partir del sufrimiento personal por

4. Carlos Cuevas, secuestrado el 15 de mayo de 1984.

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la pérdida de su hermano, Ana Lucía Cuevas genera una reestructuración de su familia en el contexto de la nación, resemantizando su dolor personal en “el eco del dolor de mucha gente”.5 Las ondas del dolor le permiten entonces establecer lazos afectivos con las otras víctimas, creando y transformando significado y alcance de los vínculos familiares, étnicos y sociales en Guatemala. Esta nueva narrativa de la memoria propuesta por El eco del dolor de mucha gente se apoya en el lazo de sangre al mismo tiempo que lo trasciende, pues invoca el vínculo de dolor como otra onda expansiva que (re)crea y sostiene la comunidad. Sin embargo, los traumas personales no se disuelven en esta comunidad de sobrevivientes. Por el contrario, cada uno de los testimonios presentados en la película es irremplazable e irreducible pues remite a la identidad desgarrada de quien cuenta su historia. De este modo, la cineasta establece una red intersubjetiva de sobrevivientes cuyo epicentro se encuentra en el genocidio padecido por los indígenas del cual su propia y dolorosa pérdida es tan solo un eco. En el caso de La isla. Archivos de una tragedia, el director no aparece en escena y tampoco se menciona su trauma personal (si lo tuviera). En cambio, son los trabajadores del AHPN quienes tematizan frente a la cámara la relevancia de los documentos encontrados en el archivo como evidencia y prueba jurídica del genocidio maya en Guatemala, al tiempo que relatan su propia historia como sobrevivientes y víctimas, dejando entrever una conexión inevitable entre su duelo personal y el trabajo por recuperación de la memoria a nivel nacional. Así, Rolando, uno de los trabajadores que juega un rol protagónico en el filme, en un momento explica la importancia de las fichas policiales del archivo como prueba del carácter sistemático y generalizado del sistema de vigilancia y represión de la población por parte del Estado, analizando el tipo de información contenido en cada una de ellas, mientras en otro momento cuenta cómo encontró el expediente en el

5. Esta relación de continuidad entre su dolor personal y el de cientos de otras víctimas, que da título al documental, es explicada al inicio del mismo, en el momento en el que vemos el crédito del título en la pantalla. En los créditos finales del filme se explica que el título del mismo “fue inspirado en un poema de Ruth Molina Abril”, la madre de Ana Lucía y Carlos Cuevas.

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cual se documenta el asesinato de su padre. Por su parte, Lucio, otro de los sobrevivientes que trabaja en el archivo y cuya perfomance de la memoria ocupa un lugar central en La isla, dice: Mi papá lo mataron por cuestiones políticas. La muerte de mi papá, para mí significó el tener que cargar la memoria de él y de mis tíos que están desaparecidos. Cuando... que yo tenía una oportunidad de trabajar en el archivo fue como un foco, como un camino que se me abrió. Quizás iba a encontrar los nombres de mis tíos o reportes de alguna gente que conoce mi familia. Tenía que tener valor antes de llegar ahí, para empezar a leer toda la historia, ¿verdad?

Significativamente, mientras escuchamos sus palabras, la cámara alterna tomas de las manos de Lucio posándose sobre una carpeta llena de fotos de desaparecidos con un primer plano de su rostro. Entre los muchos familiares que se acercan al AHPN en busca de información sobre el destino final de sus seres queridos y, sobre todo, de documentación que permita probar la responsabilidad estatal en el secuestro, desaparición y muerte de sus familiares, este documental pone en escena a dos hermanos, Armando y Verónica. La cámara capta con penoso detalle el rostro de ambos mientras dan su testimonio oral sobre las muertes, torturas y desapariciones sufridas por ellos y su familia. Contar esa terrible experiencia significa revivirla, de modo que el dolor del pasado invade el presente, por lo que no debe sorprender que Verónica no pueda reprimir los sollozos y culmine su relato afirmando que “lo único que yo sé es que desde entonces yo he sufrido bastante, nunca he sido yo feliz”. Mientras la performance de memoria de Armando y Verónica pone al descubierto su trauma irresuelto, el distanciamiento y la objetivación implícitos en la tarea de catalogar y digitalizar los documentos de la represión (y sus múltiples mediaciones desde las máscaras y los delantales que usan los trabajadores hasta la materialidad misma de los expedientes y la virtualidad de las pantallas de computación en las cuales se los ingresa) a la que se abocan Lucio y Rolando parece ofrecerles un mecanismo de reelaboración del trauma, es decir, una vía para transformar la angustia de la pérdida por los seres queridos en el motor del trabajo de memoria. Todos ellos son partícipes de un trabajo de memoria colectivo en el cual se entronca su duelo personal. Su filmación en La isla los coloca en el espacio público como actores

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ejemplares de la memoria. Ambos documentales funcionan, entonces, como lugares mediáticos de memoria, en los cuales las víctimas pueden llevar a cabo una performance pública de su trabajo de memoria, mostrando la estrecha relación entre su dolor personal y la lucha colectiva por la justicia, como parte de las estrategias de reelaboración del trauma de la guerra.

Falta de justicia y cine como instrumento de memoria En la Guatemala de posguerra, los mecanismos jurídicos y políticos de reparación son muy acotados o incluso contradictorios: en un juico histórico, en mayo de 2013, los tribunales guatemaltecos juzgan y condenan al general José Efraín Ríos Montt por su responsabilidad militar y política en el genocidio contra el pueblo ixil a principio de los años ochenta, pero acto seguido la sentencia es anulada y, al poco tiempo, la jueza que la dicta es destituida de su cargo. De manera similar, el juicio a Ríos Montt desata una controversia pública, aún vigente, sobre si hubo o no genocidio en Guatemala.6 Debido a la fragilidad de los mecanismos legales de justicia, no debería sorprendernos que los fantasmas recurrentes de los muertos y desaparecidos asedien el presente de una Guatemala en la cual la falta de justicia es percibida como una continuación de la violencia de la guerra, y en la cual los muertos y 6. El 10 de mayo de 2013, la jueza Yassmín Barrios, condena a Ríos Montt a un total de ochenta años de prisión: cincuenta años por genocidio y treinta por crímenes de lesa humanidad. Diez días después, el 20 de mayo, la Corte de Constitucionalidad de Guatemala anula la sentencia. Con posterioridad, la jueza es suspendida, pero en abril de 2014 la Asamblea de Colegios Profesionales deja sin efecto la suspensión. Con respecto a la controversia sobre el genocidio, véase, por ejemplo, el folleto titulado “La farsa del genocidio en Guatemala”, publicado en abril de 2013 en El Periódico de Guatemala y que también puede encontrarse en la web: , o el artículo firmado por el entonces presidente de Guatemala, Otto Pérez Molina: “Quiero que alguien me demuestre que hubo genocidio”, publicado el 25 de julio de 2011 en Plaza pública ().

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desaparecidos aún son síntoma irresuelto de un pasado traumático que se vuelca, ominoso, sobre el presente. Es en este contexto que La isla. Archivos de una tragedia practica una memoria confrontativa, convirtiendo el medio cinematográfico en un espacio en el cual dirimir las responsabilidades éticas y políticas por los muertos y desaparecidos del pasado reciente y no tan reciente.7 El hecho de que el trabajo de memoria registrado por el documental tenga lugar en el predio mismo en el que funcionaba una cárcel clandestina, y el hecho de que, en su reclamo de justicia, los sobrevivientes se valgan de documentos producidos por el mismo Estado al cual buscan inculpar, puede ser leído como un acto de justicia simbólica. Ahora bien, al mismo tiempo que pone en escena, documenta y hace pública las pruebas del terrorismo de Estado en Guatemala, La isla. Archivos de una tragedia capta las limitaciones del tipo de reparación que ofrece el archivo como espacio de justicia, las cuales podrían resumirse como sigue: las pruebas del archivo no deshacen lo ocurrido, no devuelven a los muertos, no implican admisión de culpa por parte de los responsables, no conducen necesariamente a un juicio penal. De manera consecuente, Uli Stelzner pone en evidencia la fragilidad de la lucha por la justicia y sus logros por medio de múltiples estrategias, articulando una conciencia del carácter sucedáneo y parcial de la lucha por la justicia que, de todos modos, avala y proyecta con esta película. Así, desde los primeros minutos de la cinta, las tomas que muestran a un escuadrón policial marchando, dejan en claro que el AHPN es, literalmente, apenas “una isla” de memoria y justicia: custodiada y amenazada, rodeada. Esto no es un capricho de montaje del director para justificar su pesimismo sobre el futuro democrático de Guatemala, sino que registra el hecho de que el archivo de La Isla se encuentra en el mismo complejo en el que funciona actualmente la Academia de la Policía Nacional de Guatemala. Pese a ello o —mejor dicho— debido a ello, la premisa en torno a la cual gira la dramaturgia de La Isla. Archivos de una tragedia es que si no hay cámara de justicia, 7. Aunque la máxima violencia tuvo lugar en los primeros años de la década de 1980, la guerra comenzó en 1960, como resultado del golpe de Estado contra el gobierno de Jacobo Árbenz en 1954.

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hay cámara de cine, articulando un discurso de memoria como práctica política en el cual la confrontación es una estrategia para demandar justicia en una sociedad en la que las instancias jurídico-legales no han cumplido (o han cumplido mal) esta función y en las que, por tanto, los ciudadanos perciben una continuidad del estado de excepción de la guerra en la posguerra. También la narrativa de El eco del dolor de mucha gente insiste en la persistencia de la violencia en el presente de Guatemala, a causa de la negación del genocidio y del imperativo de olvido por parte de los militares, por lo que Ana Lucía Cuevas tematiza explícitamente la reinserción política de José Efraín Ríos Montt y Otto Pérez Molina en la política guatemalteca, pese a la evidencia de su responsabilidad en los crímenes de lesa humanidad perpretados a principios de los ochenta. Para ello, en las escenas introductorias del documental, pone en escena a dos mujeres indígenas sobrevivientes de la masacre de Choatalúm, quienes hablan frente a la cámara de su imposibilidad de olvidar.8 Acto seguido, escuchamos las declaraciones de un militar: Es normal que ellos tengan cierto rechazo, especialmente hacia el ejército. Yo considero que las heridas se mantienen y ellos pues, dentro de su sufrimiento, con las limitaciones en las que han vivido, es normal que hayan mantenido ese rencor, pero considero que es muy interesante y conveniente que trataran ellos de olvidar el pasado y pensar en un futuro.

Estas dos posturas contrapuestas, la imposibilidad de olvidar de las víctimas y el imperativo de perdonar de los militares, introducen polémicamente el tema del documental. En la escena siguiente vemos a Ana Lucía Cuevas, en su auto, de camino a una fosa común en la que los antropólogos forenses están tratando de identificar a las víctimas allí enterradas. Es allí, mientras la cámara nos ofrece primeros planos de los huesos de los muertos, donde ella reflexiona sobre la relación 8. Como explica Ana Lucía Cuevas hacia el final del documental, fue durante el juicio a Felipe Cusanero (el primer militar juzgado y condenado en Guatemala por su responsabilidad en las desapariciones forzadas en la aldea de Choatalúm) cuando tuvo la oportunidad de entrevistar a estas mujeres indígenas, las cuales expresaron su deseo de dar a conocer sus historias.

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entre trauma, olvido y memoria, dando comienzo a la argumentación que tiene por objeto poner en cuestión los fundamentos esgrimidos por el militar para una política de perdón y olvido. A partir de ahí, la realizadora inicia un relato de la violencia de la guerra que, partiendo de la narración de cómo ella y su familia fueron afectados por la violencia de la guerra, sitúa la pérdida personal y familiar en el contexto de la tragedia nacional. En consecuencia, construye una historia de la guerra desde abajo, que va de lo personal a lo social, por medio de la incorporación de testimonios de las y los sobrevivientes indígenas, de material de archivo sobre la formación de grupos de oposición al gobierno y sobre la creación del GAM, así como entrevistas a numerosas mujeres involucradas, como Cuevas y su familia, en la lucha por la justicia. La dramaturgia de El eco del dolor de mucha gente va entretejiendo las historias de numerosos activistas por los derechos humanos, hilvanadas por medio del relato en off de la directora, quien nos explica los hitos de su recorrido y el rol de cada una de las personas entrevistadas9 en el trabajo de memoria, visibilizando la existencia de una red solidaria de familiares de muertos y desaparecidos en la que sobresalen las mujeres. Asimismo, Cuevas dedica parte de su narrativa a documentar la participación de los Estados Unidos, concretamente de la CIA, en la guerra en Guatemala;10 algo que, por cierto, también aparece 9. Los entrevistados son: su propia madre exiliada en Costa Rica; su nuera Lucía Cuevas, quien también será secuestrada y asesinada como represalia por su participación en el GAM; Nineth Montenegro, la fundadora del GAM; Gustavo Meoño, director del archivo de La Isla; Rolando Orantes, cuyo padre fue asesinado (y que, como vimos, trabaja en el AHPN y es uno de los protagonistas de La isla. Archivos de una tragedia); Helen Mack, la hermana de Myrna Mack, brutalmente asesinada; Blanca de Hernández, fundadora del GAM; Aura Elena Farfán, fundadora del GAM; y Fredy Peccerelli, director de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala. Curiosamente, su otro hermano, Rafael Cuevas Molina, autor de la novela 300, no se cuenta entre sus entrevistados. 10. Para ello, entrevista primero a Noam Chomsky y luego a Kate Doyle (quien dirige un proyecto de investigación sobre la intervención estadounidense en Guatemala a partir del análisis de documentos del Departamento de Estado, el pentágono y la CIA). Asimismo utiliza, a modo de ilustración de este relato, material de archivo sobre el derrocamiento de Arbenz, los discursos de Allen Dulles y las condiciones de vida en las plantaciones bananeras de la United Fruit Company, entre otros. Más adelante en el documental, la imagen de un cartel publicitario de Wrangler

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en la dramaturgia de La isla. Archivos de una tragedia. Ana Lucía Cuevas no solo registra varios testimonios de mujeres sobrevivientes de la masacre de Choatalúm, sino que además filma el juicio a Felipe Cusanero, el comisionado militar responsable de dicha masacre, para culminar en un recuento celebratorio de los logros obtenidos en este y otros de los pocos juicios exitosos contra algunos de los responsables de las masacres y asesinatos perpetradas por el Estado en Guatemala. En ese sentido, la estructura narrativa del documental deja traslucir un cierto optimismo con respecto a la posibilidad de obtener justicia y por su intermedio llevar a cabo una reelaboración, aunque sea parcial, del trauma de la guerra. Al mismo tiempo, la directora incluye una entrevista con Mario Minera, del Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos, quien explica la importancia histórica del juicio a Felipe Cusanero, al tiempo que señala que la sentencia a Cusanero es apenas un comienzo muy incipiente en el contexto de la impunidad: un juicio exitoso al responsable de seis desapariciones en el contexto de 45.000 aún sin juzgar. A mi entender, el llamado a la cautela con respecto a la alegría producida por los hitos de la justicia es programático: sugiere una cierta desconfianza hacia los discursos epifánicos de la memoria que auguran la posibilidad de una sanación total del trauma de la guerra. Del mismo modo que La isla. Archivos de una tragedia, El eco del dolor de mucha gente vehiculiza la necesidad de la justicia, al tiempo que deja entrever las limitaciones de su alcance. En ese sentido, las dos películas adolecen del optimismo cruel implícito en todo deseo de justicia, ya sea legal, simbólica o poética. Como ha teorizado Lauren Berlant, el optimismo cruel es lo que caracteriza el apego a ideas, proyectos, personas o cosas que encierran para nosotros una promesa de felicidad al tiempo que constituyen una seria amenaza para nuestra integridad física, mental o emocional: [El concepto de] “optimismo cruel” se refiere a una relación de apego a condiciones de posibilidad comprometidas o comprometedoras. Lo que es cruel con respecto a estos apegos, y no meramente inconveniente o trágico, es que los sujetos que tienen x [equis] en sus vidas bien pueden no soportar la pérdida de su objeto en primer plano es la contraparte visual de esta narrativa que destaca la existencia de una comunidad de intereses entre las corporaciones estadounidenses y la oligarquía guatemalteca.

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o escena de deseo, incluso si su presencia amenaza su bienestar, porque sea cual fuere el contenido del apego, la continuidad de su forma da algo de continuidad al sentido del sujeto de lo que significa seguir viviendo y de querer seguir estando en el mundo (Berlant 20-21).11

Ambos documentales dejan entrever que hay algo irreparable en el trauma de la guerra, que llevar a cabo el duelo hasta sus últimas consecuencias implicaría el olvido y por tanto una traición a los seres amados que fueron torturados, asesinados, desaparecidos. En consecuencia, hay algo de optimismo cruel en la necesidad ética y existencial de crear mecanismos de justicia, de desarrollar estrategias que permitan realizar el duelo, conduciendo a una sanación del trauma y por tanto a un cierto olvido. En este conexto, cabe señalar que la noción de optimismo cruel es coherente con el concepto de duelo de Jean Allouche, quien critica el presupuesto freudiano de que es posible (y deseable) llevar a cabo un duelo exitoso, es decir, un duelo en el cual uno acepte la pérdida y reinvierta la libido en un nuevo objeto. Para Allouche, en cambio, creer en esa posibilidad implica tener un concepto muy pobre del amor. Por el contrario, su teoría predice que el trabajo de duelo es ambiguo, porque el sujeto quiere y al mismo tiempo no quiere reelaborar el trauma de la pérdida, ya que no desea renunciar a su apego al objeto amado. Entonces, lo que es cruel, y no simplemente trágico o inconveniente en el apego a las estrategias de memoria ligadas a la búsqueda de justicia, es que estas búsquedas, incluso cuando tienen éxito, también conllevan una porción de fracaso. Para expresarlo en los términos de Lauren Berlant: los sobrevivientes no soportan la falta de justicia, incluso si la consecución de la justicia también amenaza su bienestar al ser un paso hacia la realización exitosa del duelo, porque para los sobrevivientes el apego al deseo de justicia ligado al doloroso 11. “[...] ‘Cruel optimism’ names a relation of attachment to compromised conditions of possibility. What is cruel about these attachments, and not merely inconvenient or tragic, is that the subjects who have x [ex] in their lives might not well endure the loss of their object or scene of desire, even though its presence threatens their well-being, because whatever the content of the attachment, the continuity of the form of it provides something of the continuity of the subject’s sense of what it means to keep on living on and to look forward to being in the world” (Berlant 20-21).

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recuerdo de los seres queridos da algo de continuidad al sentido de lo que significa seguir viviendo y de querer seguir estando en el mundo. Tal vez por eso, el deseo de los sobrevivientes de seguir viviendo y su capacidad de reconciliarse o reconocerse en su identidad individual, familiar y nacional depende tanto del éxito en la búsqueda de justicia y de una cierta sanación del trauma, como de su fracaso. Tal vez por eso, la poética de la memoria de La Isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente propone con valentía que la capacidad de los sobrevivientes de reconocerse en su identidad individual, familiar y nacional depende cruelmente de la obtención de justicia.

Reflexiones finales sobre discurso audiovisual y representación: rostros y voces de la violencia Utilizando estrategias diferentes, las producciones de Ana Lucía Cuevas y Uli Stelzner resuelven con pericia el dilema de cómo representar la pena de los sobrevivientes sin apropiarse de su discurso.12 La isla. Archivos de una tragedia, en su realidad material (reproducida a su vez en la materialidad de la película), deja de ser un espacio de tortura y muerte para convertirse en un espacio que posibilita la justicia, pero solamente porque el nuevo espacio no intenta borrar las huellas del primero, sino que, muy por el contrario, remite a ellas en todo momento: por medio de tomas que llaman la atención sobre las marcas de deterioro en los muros del edificio del archivo, Guillermo Escalón, director de fotografía y escenografía del film, capta el modo ominoso en el que el pasado traumático perdura en el presente. En efecto, las fotografías recuperadas de las víctimas son proyectadas sobre las paredes del recinto del AHPN. En los primeros minutos de la película, la cámara recorre esos rostros proyectados en los muros, mientras escuchamos la música fúnebre de

12. La cuestión de cómo transmitir y por tanto preservar los recuerdos traumáticos de los sobrevivientes de experiencias de extrema violencia sin desvirtuarlos ni apropiarlos es un tema central en los estudios de la memoria; véase, por ejemplo, LaCapra. Con respecto a la cuestión específica de las representaciones cinematográficas de las víctimas, véase el clásico ensayo de Serge Daney, “El travelling de Kapo”.

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un chelo. Al restituir a los muertos y desaparecidos de la guerra en uno de los espacios que sirvieron para su exterminio, este montaje hace clara referencia a la violencia de la que fueron objeto y en ello reside la justicia de esta representación. Mientras recorremos la sucesión de rostros de las víctimas, metáfora de la persistencia de su reclamo de memoria y justicia, escuchamos el recitado de Lucio: Llegó la hora de conocer verdades. El pasado no se olvida. Aquí pasó la guerra. Consecuencias mortales, aniquilamientos letales. Tu nación su llenó de violación, ejecución, desaparición. Cuántas almas tendidas, tantas muertes conocidas. El tiempo corre y vuela. Bienvenido a realidad guatemalteca. Después de tantos años se abren páginas oscuras. Tantos caídos claman justicia desde las alturas.

El documental comienza con este recitado, dicho por sobre el sonido melancólico del chelo, y también se cierra con él, pero en una versión en kaqchikel cantada a ritmo de rap. Cuando Lucio repite su poema, palabras, música e imágenes se conjugan para articular su reclamo de justicia, punto de partida y de llegada de la película, en una narrativa circular y transformadora a la vez, como la del trabajo de duelo en curso. Por su parte, El eco del dolor de mucha gente se apoya en los logros obtenidos en los juicios a los represores mientras llama la atención sobre el carácter precario de los mismos. Precisamente en este gesto no epifánico reside gran parte de la dignidad de la representación audiovisual de las víctimas que tiene lugar en su interior. El lugar central que Ana Lucía Cuevas asigna a las sobrevivientes indígenas en la dramaturgia del documental (al tiempo que descentra su propia posición como partícipe de esa historia) es de una humildad que pone en cuestión el paternalismo de los tratamientos indigenistas al tiempo que sugiere una posible solidaridad de género entre las mujeres familiares de los muertos y desaparecidos. La narrativa del dolor como lazo interétnico le permite filmar a sobrevivientes indígenas de la aldea Choatalúm,

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desde una actitud de inquietud empática13 con ellas, respetando la centralidad del dolor de los pueblos mayas y el carácter irreductible de su pena como principales víctimas de la guerra. Así, en El eco del dolor de mucha gente, los muertos y desaparecidos perviven en las voces, los rostros y los relatos de sus seres queridos. La experiencia de la guerra llega a los espectadores que no la hemos vivido como un eco lejano que nos roza de manera inquietante, sin augurar la falsa promesa de ponernos en el lugar de las víctimas, sobre todo de las cientos de miles de víctimas indígenas, cuyos testimonios no solo abren el documental, sino que además vuelven a ser incorporados hacia el final del mismo, englobando estructuralmente los demás actos de memoria. En este eco de la guerra que nos trasmite Ana Lucía Cuevas perviven, inalienables, las palabras de la mujer indígena con cuyo relato comienza la película: Los niños agarraba el ejército de los pies y los pegaba así contra los palos. Y las mujeres que estaban embarazadas, el ejército nomás les metía así el machetazo. Y los niños destripados, así, entre las madres, y los hombres colgados, quitándose los pedazos así en donde quieran. Y las mujeres, las que no estaban embarazadas, a veces que las violaban y después las dejaban colgadas, los pies por un lado, por nuestra misma faja, esta, les colgaban los pies. Pero nuestro sentir, nuestro sufrimiento, lo que hemos sufrido nunca es capaz de poder olvidar y eso siempre, entre más peor que nosotros ya regresamos aquí, empezamos a pensar de todo lo que nos han hecho en estos lugares, dónde hemos sufrido, en dónde hemos estado corriendo ante el ejército, en dónde nos pegó el ejército atrás con las metralladoras, con las balas atrás.

También las fotografías de los muertos son integradas en el relato de memoria hilvanado por Ana Lucía Cuevas, pero son sobre todo los cadáveres mismos de los muertos, sus huesos y calaveras amontonados en una fosa común, los que sirven para articular de manera más elocuente la demanda de justicia en El eco del dolor de mucha gente. En lo que respecta al trauma personal de la directora por el asesinato de su hermano, ella se filma dos veces mirando la entrada del llamado diario militar (un documento de inteligencia encontrado en 1999 y estudiado por 13. Para la noción de “empathic unsettlement”, que aquí traduzco como “inquietud empática”, véase LaCapra 147-180.

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Kate Doyle) en el que consta la captura y el asesinato de su hermano por parte del Estado: la primera vez, como oyente del relato de ese hallazgo y su significado por parte de Kate Doyle, y la segunda vez, como narradora, explicando y pasando ella misma las páginas del documento original que se encuentra en el Archivo de Seguridad Nacional de los Estados Unidos, en la ciudad de Nueva York. Ambas escenas articulan los pasos de un duelo en proceso, en el cual el hallazgo del documento con la foto de su hermano, escrito por el mismo esbirro que lo torturó y asesinó (algo sobre lo que la propia Ana Lucía Cuevas reflexiona en ese momento), es lo más cercano a un rito funerario para su hermano que ella vive y, en ese sentido, un paso titubeante hacia la consecución de la justicia. No por casualidad, subrayando esta precariedad, la realizadora incluye también una escena en la que, mientras mira fotos de su hermano, explica el dolor que sentía imaginando las torturas que él tuvo que suportar, para —acto seguido— tematizar la imposibilidad de realizar un duelo sin tumba. En La isla. Archivos de una tragedia, los muertos y desaparecidos son representados fundamentalmente en la materialidad de fotografías impresas o proyectadas en las paredes, en los expedientes digitalizados en la computadora, en las fichas policiales en manos de los trabajadores que las analizan, en las pilas de documentos en estado de descomposición. Todas estas representaciones restituyen los cuerpos ausentes y llaman la atención sobre la destrucción a la que llevan el abandono y el olvido. Pero al mismo tiempo, porque siempre remiten a su materialidad, a su carácter mediado (son fichas, son fotografías, son proyecciones) insisten en que tan solo son eso: sustituciones simbólicas de seres amados y desaparecidos. En la escena final de la película, Lucio, en un gesto combativo, se saca la máscara que usa para trabajar en el archivo, y canta en kaqchiquel el poema que recitara al comienzo, confrontando, de este modo, a los espectadores con los desafíos del deber de memoria y la búsqueda de justicia, apegado cruelmente a su promesa reparadora. Ana Lucía Cuevas parte del descubrimiento del archivo de La Isla para embarcarse en un periplo de memoria que la lleva a situar su propio dolor en el contexto del trauma de la población indígena, produciendo un documental personal y solidario a la vez. Uli Stelzner utiliza La Isla como un panóptico desde el cual desentrañar los mecanismos de la represión

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y utilizarlos en las luchas por la justicia. En ambos documentales, los trabajos de memoria de los sobrevivientes movilizan lo político, en una solución de continuidad entre lo privado y lo público facilitada por el medio cinematográfico. La intervención de la La isla. Archivos de una tragedia y El eco del dolor de mucha gente en las batallas actuales por la memoria de la guerra, representa a los muertos y desaparecidos en su falta material, simbólica y jurídica en las voces de los sobrevivientes mayas, las principales víctimas de la violencia de la guerra en Guatemala, y en ello reside su mayor justicia simbólica.

Bibliografía Allouche, Jean. Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca. Buenos Aires: EDELP, 1995. Berlant, Lauren. “Cruel Optimism”. d I f f e r e n c e s : A Journal of Feminist Cultural Studies 17. 3 (2006): 20-36. Cuevas Molina, Rafael. 300. Heredia: EUNA, 2011. Comisión de Esclarecimiento Histórico (CEH). Guatemala: Memoria del silencio. 12 vols. Guatemala: CEH, 1999. Daney, Serge. “El travelling de Kapo”. El amante, 1996, (6/5/2013). El eco del dolor de mucha gente. Dir. Ana Lucía Cuevas. Armadillo Producciones, 2011. Freud, Sigmund. “Trauer und Melancholie”. Gesammelte Schriften, 5, 535553. Leipzig: Psychoanalytischer Verlag, 1924. Keep your Eyes on Guatemala/Tengan puestos los ojos sobre Guatemala. Dir. Gabriela Martínez Escobar. University of Oregon, 2013. LaCapra, Dominick. “Writing History, Writing Trauma”. En Jonathan Monroe (ed.), Writing and Revising the Disciplines. Ithaca: Cornell UP, 2002, 147-180. La isla. Archivos de una tragedia. Dir. Uli Stelzner. ohne Gepäck Produktionen, 2009. Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala (ODHAG). Guatemala: nunca más. Informe del Proyecto Interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica (REMHI). 4 vols. Guatemala: ODHAG, 1998. Rey Rosa, Rodrigo. El material humano. Barcelona: Anagrama, 2009.

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Historia, trauma y representación en Infancia clandestina de Benjamín Ávila María del Carmen Sillato University of Waterloo

En su esclarecedor estudio New Argentine Cinema, Jens Andermann dedica una sección del capítulo cuatro a aquellas películas que han sido el resultado de proyectos personales de sus directores, motivados todos ellos por el deseo de dar respuesta a problemáticas que tienen que ver con la construcción de la memoria y la identidad. Andrés Habergger, María Inés Roqué, Albertina Carri, Nicolás Prividera y Benjamín Ávila tienen uno o ambos padres desaparecidos por el terror militar instalado en Argentina desde 1976 y hasta finales de 1983. Andermann caracteriza los trabajos fílmicos de estos jóvenes directores como “autobiographical or ‘autofictional’ docu-essays about orphaned selves inquiring about their own identities and those of their abducted parents and relatives” (107). La experiencia traumática por la que estos directores atravesaron en su infancia dejó en ellos huellas profundas y una incógnita irresuelta

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sobre el qué y el cómo de las circunstancias que llevaron al desmantelamiento del círculo familiar. Algunos fueron testigos presenciales de la violencia que les arrebató a sus padres abruptamente, y todos, casi sin excepción, tuvieron que sobrevivir a ese hecho doloroso acosados por el silencio absoluto impuesto por el régimen. “Con la desaparición”, dice la psicóloga Gilou García Reinoso, “se produce una operación de despojo de la filiación y de la historia. El extremo sería ejercido por los niños secuestrados, apropiados. Pero, de alguna manera, para casi todos los hijos se produjo algún ocultamiento en el plano de algo tan importante como es el propio origen” (386). Ese silencio se extendió aún después del retorno a la democracia cuando surgieron debates acerca de si valía o no la pena “revolver” el pasado y si el hacerlo no traería peores consecuencias. En referencia a este punto, afirma García Reinoso: “El olvido al que convocó la amnistía [la otorgada en 1989 por el gobierno de Carlos Menen a los responsables del genocidio] tiene que ver con el mandato de olvidar o la prohibición de recordar. El Estado decreta olvidar. El no-olvido se relaciona con la verdad” (384). Hubieron de pasar años de estabilidad democrática para que los hijos de militantes desaparecidos y asesinados por la dictadura pudieran empezar a levantar su voz para hacer aquellas preguntas que habían mantenido celosamente guardadas durante tanto tiempo o para expresar el profundo dolor por esas pérdidas. La escritura, el acto creativo que comenzó a gestarse en talleres de escritura fue uno de los primeros pasos. El texto Lenguaje de un gesto. Poemas y cuentos de jóvenes afectados por el terrorismo de estado en la Argentina, editado por el poeta Juan Gelman y publicado en 1993, fue el resultado de ese espacio abierto a la expresión que concluiría dos años más tarde en la conformación de un ámbito de intercambios interpersonales como lo es la organización H.I.J.O.S. [Hijos por la Identidad y la Justicia, contra el Olvido y el Silencio], en la cual el testimonio compartido se constituiría en lazo de unión. Años más tarde el mismo Gelman y su esposa Mara La Madrid coeditan Ni el flaco perdón de Dios. Hijos de desaparecidos, un trabajo que reúne cincuenta y tres testimonios, en su mayoría de hijos de militantes desaparecidos que han tenido que lidiar con las nefastas secuelas que les dejó el genocidio.

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Es a partir de finales de la década del 90 que algunos de estos hijos optan por rescatar sus historias personales y confrontar esos traumas individuales a través de los mecanismos estéticos que les ofrece el arte de la cinematografía, nuevo espacio de encuentro con la historia y la memoria. Casi de manera sistemática estos primeros trabajos escogen el género documental como vía de trasmisión de fragmentos de una historia —la personal, la colectiva—, que pareciera no acabar nunca de reconstruirse. Las propias historias de orfandad, la de otros con similar pasado o las de nietos recuperados, constituyen la sustancia de todos estos documentos fílmicos en un intento por dejar constancia de una búsqueda ininterrumpida de verdad y justicia y de una lucha siempre activa por la recuperación de la identidad. A distancia de su propio trabajo previo y utilizando un género más cercano al cine de ficción que al cine documental,1 Benjamín Ávila lanza en 2012 su primer largometraje Infancia clandestina, una película que muestra a través de los ojos de un pre-adolescente un fragmento de un periodo doloroso de la historia argentina. El objetivo de su director, él mismo sobreviviente de la violencia dictatorial, fue según sus palabras, “dar cuenta del costado más humano: la cotidianeidad de esos militantes que estaban dispuestos a dar sus vidas por sus ideales, y que tenían una vida detrás de esa lucha” (en Revista Digital Cabal). Se crea así, desde la ficción, un espacio en el cual esos hechos históricos se registran parcialmente como telón de fondo de esa cotidianeidad de la vida militante que incluye tanto los avatares de la vida en la clandestinidad como la rutina del diario vivir de una familia que apuesta a la normalidad en medio del terror que amenaza aniquilarlos a cada momento. Hijo de madre desparecida, Ávila reproduce en su película sucesos autobiográficos al tiempo que intercala anécdotas puramente ficcionales y distorsiona o cambia algunos hechos a fin de producir cierto extrañamiento entre las memorias que se reconstruyen en el film y su propia experiencia personal. “Está inspirada en lo que nos pasó a mí y a mis hermanos, y en lo que vivimos con nuestros padres”, aclara Ávila, “pero no es autobiográfica”.2 En todo caso, los detalles autobiográficos 1. Su primera incursión fue el documental Nietos (Identidad y memoria) [2004]. 2. Entrevista con Óscar Ranzani para el periódico argentino Página 12.

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que contiene la película conllevan la limitación propia del recuento memorístico de quien fuera un niño de tan solo siete años —la edad real de Ávila en aquel momento—, teñidos inevitablemente del trauma de haber sido testigo de la furia represiva que le arrancó a su madre y a su hermano menor en un abrir y cerrar de ojos. Es quizás por eso que Ávila no busca reconocerse en su relato fílmico, sino establecer una distancia “sanadora” entre el “yo” actuante —el que vivió el suceso— y el “yo” testimonial —el que deja constancia a través del testimonio creativoficcional que es el film—. Así lo confirma durante la entrevista con Ranzani: “No fue fácil enfrentarme a mi propia vida, a mis propios fantasmas, a mis propias obligaciones históricas, etcétera [...] Una de las razones por las que acudí a Marcelo Müller, mi amigo, que es brasileño, guionista y escribió parte de la historia, fue para tener una mirada externa. Y eso me ayudó a ir despegándome de a poco”.

Realidad vs. ficción Infancia clandestina comienza con una declaración contundente: “Esta película está basada en hechos reales”. Cabe preguntarse qué es lo real y que es lo ficcional en esta historia. Real es la persecución de militantes políticos en 1975. Real es el regreso de militantes montoneros desde Cuba en 1979 y su condición de clandestinos a su ingreso al país. Real es también el secuestro de su madre y de su hermano menor (una niña en el relato fílmico). Son, sin duda, esos tres momentos los emergentes principales que organizan y dan coherencia a la rememoración por parte de Ávila de un periodo de su vida que, pese a haber terminado en tragedia, contiene momentos de alegría como la fiesta de cumpleaños y la visita de su abuela. Pertenecen al ámbito de la ficción la figura del padre, el tío Beto, la edad de Juan/Ernesto, la composición del núcleo familiar padre-madre-hijo-hija y la historia de amor con María, compañera de escuela de Juan.3 Ante la pregunta de Ranzani acerca de 3. En cuanto al núcleo familiar real, Sara Ernesta Zermoglio Bailón, madre de Benjamín Ávila, se había separado del esposo y padre de sus dos hijos mayores y había formado pareja con Hugo Mendizábal, comandante de la cúpula de Montoneros

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si le había resultado difícil tomar distancia a la hora de construir una ficción inspirada en su propia historia, Ávila responde: Sí en principio, hasta que delineamos los caminos reales de la película. Hasta ese momento se teñía todo el tiempo de mi recuerdo original el que debería ser el de los personajes. Había una especie de interacción entre el pasado y el presente muy fuerte. Hablo del presente de la escritura. En un momento, cuando se definió la estructura definitiva de la película, la historia dejó de tener ese peso dentro del proceso.

Afirma el sociólogo argentino Daniel Feierstein que “[t]oda escena que se rememora es en verdad una ‘re-construcción’ imaginada”, que “[l]a memoria no es reproductora sino creativa, y la conciencia (y los intentos de elaborar las marcas de lo inconsciente) constituye el plano prioritario en el que opera dicha creación, aun cuando se encuentre determinada por procesos inconscientes” (127). Feierstein considera que la búsqueda de sentido es el elemento fundante de cada reconstrucción y que esa búsqueda se articula con la acción (128). En sus palabras: [L]a construcción de una “escena” —en tanto organización de un desorden de percepciones, estímulos y memorias dispersas— se vincula a las necesidades de acción en el presente, aun cuando dichas necesidades no sean conscientes, aun cuando deriven de tendencias como las que Freud bautizó “compulsión a la repetición”, en tanto reiteración indefinida de la circunstancia traumática no elaborada (128).4

Partiendo de estas premisas, es posible comprender la interferencia de la ficción en una historia que busca ser fiel a la realidad. La reconstrucción de esa escena del pasado —que abarca de abril a octubre de 1979— se da a través del film como “relato” que organiza el conjunto de experiencias con quién tenía un tercer hijo. Al momento de la muerte de Mendizábal el 19 de septiembre de 1979 y el posterior secuestro de Zermoglio el 13 de octubre de 1979, los hijos mayores tenían ocho y siete años, y el menor, solo nueve meses. Para más información, véase 4. Dori Laub, quien de niño sobrevivió al Holocausto, dice, en relación a las memorias de aquella época, que las suyas son las memorias de un adulto, y agrega: “Rather, these memories are like discrete islands of precocious thinking and feel almost like the remembrances of another child, removed, yet connected to me in a complex way” (76).

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fragmentarias y desordenadas que es la memoria (Feierstein 127). Es también el cumplimiento consciente o no por parte de Ávila de una necesidad de acción en el presente que lo conduzca a la confrontación de esa situación traumática del pasado y que le permita iniciar un proceso de elaboración de la misma. Los elementos de la ficción que Ávila incorpora a su relato le sirven de trampolín para enfrentar el drama profundo de su propia historia, drama que alcanza su punto álgido hacia el final cuando esas memorias fragmentadas del pasado se consolidan en la más real de las escenas que es precisamente la del violento secuestro de su madre y la consiguiente disgregación de su familia.

Contexto histórico La película gira alrededor de un tema que fue motivo de discusiones y controversias importantes a mediados de los años 80, tema aún no resuelto. Me refiero a la contraofensiva propuesta desde el exterior del país por la conducción de la organización político-militar Montoneros que invitaba a guerrilleros exiliados a reorganizarse para el retorno a la Argentina con la misión de hostigar al régimen militar hasta su caída definitiva, cosa que se evaluaba como inminente. Las condiciones que aún se vivían en el país bajo el férreo yugo de una dictadura en pleno desarrollo, activa en su lucha sin tregua contra la “subversión” y a través de la imposición de un terror que inmovilizaba cualquier intento de reclamo u oposición, hicieron que el momento elegido para la contraofensiva (1979-1980), fuera el menos indicado. El regreso de un número de bien intencionados militantes resultó en la muerte y desaparición de casi la mayoría, lo que marcó un nuevo triunfo de la dictadura, la que siguió avanzando hacia la concreción de su plan de exterminio. Ávila ha optado por rescatar de esa época el costado humano de una generación consecuente con sus ideales de libertad y justicia, sin adoptar una postura crítica sobre el pasado. Así lo expresa ante Ranzani: Intenté dar una visión más humana y realista de cómo fueron las cosas, como yo las recordaba, no sumándome a esa construcción que se hizo después según la

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cual podría parecer que las 24 horas reinaban la violencia y el pánico. Es verdad que vivimos incontables situaciones de miedo, de horror, pero también había humor, amor, vidas sujetas a cierta normalidad, vidas más o menos parecidas a las de otras personas.

Es absolutamente válido el objetivo de Ávila de mantenerse al margen de esa “construcción” posterior a los años de dictadura que solo puso la mirada en los hechos de violencia de las organizaciones revolucionarias sin intentar recuperar sus objetivos y que creó un discurso discriminatorio entre “víctimas inocentes” y “víctimas culpables” dando pie al desarrollo de la tantas veces discutida “teoría de los dos demonios”.5 Es en contra de ese discurso post-dictatorial que Ávila intenta una opción diferente al revelarnos el pensar y el sentir de quienes habían sido retratados por dicha teoría como personas violentas, carentes de criterio racional, dispuestos a sacrificar aun a sus propios hijos en aras de un idealismo sin fundamentos concretos.6 Dice Ávila: Por eso creo que la película genera tanta empatía con la gente, porque es una visión diferente que desarrolla el costado humano de aquella “famosa” historia de

5. Sin ir más lejos, en Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina Hugo Vezzetti afirma que “[l]a representación de dos formas intolerables de terrorismo, de ultraizquierda y de ultraderecha, enfrentados en la escena social, no nace con la democracia de 1983: ya estaba presente en la visión de muchos en las vísperas del golpe militar de 1976” (121). Más adelante deposita en el accionar guerrillero la responsabilidad del golpe militar de 1976 y se pregunta: “¿qué lugar quedaba para el papel cumplido por un terrorismo guerrillero que sin duda contribuyó a crear condiciones favorables para esta empresa criminal y que, incluso, durante buena parte de los años de dictadura ayudó a que tuviera un consenso extendido en la sociedad? [...]. Ningún ejercicio de memoria puede dejar de considerar el papel de los grupos radicalizados en el escenario de violencia indiscriminada y caos institucional que proporcionó la mejor excusa a la irrupción de la dictadura” (123). De esta manera Vezzetti expone algunos de los conceptos centrales que conforman la “teoría de los dos demonios”. 6. En relación a este tema, sostiene Elena López Riera en su estudio sobre Los rubios de Albertina Carri que esta película provocó una gran polémica porque “ponía seriamente en cuestionamiento los discursos oficiales que sobre la dictadura de Videla se habían configurado en Argentina” e “irrumpió conscientemente y con todo el ruido del que fue capaz en el intocable espacio de la memoria colectiva” (155).

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la dictadura y no responde a ninguno de los lugares comunes establecidos hasta ahora. Pero aporta un costado humano que se perdió en el análisis de la historia, que no sobrevivió en la construcción del discurso histórico que llegó hasta ahora y que humaniza desde un cotidiano la vida de la clandestinidad, donde había un estado de vitalidad maravilloso y muy real (no idílico). Era la puesta en escena constante de las ideas en la vida diaria (En Revista Digital Cabal).

Infancia clandestina comienza con breves referencias a hechos históricos reconocibles: la persecución y asesinato de militantes políticos durante el gobierno democrático de Isabel Perón por parte de los grupos parapoliciales pertenecientes a la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina); el golpe de estado militar de 1976 y la implementación del terror, y por último, el retorno al país de militantes montoneros exiliados como parte de la contraofensiva. Pero, ¿cuál es el contexto histórico en el que esos hechos tuvieron lugar y qué lugar ocupa ese contexto en relación a las historias individuales que se desarrollan en el film? Sabemos que Ávila eligió mostrar solo una arista del funcionamiento de un núcleo familiar de militantes altamente comprometidos con la lucha anti dictatorial y que esa arista es la humana y cotidiana. Y esa elección es acertada si se tiene en cuenta que excepto por Kamchatka (2002), una película dirigida por Marcelo Piñeyro que expone el terror que vivían los perseguidos durante el régimen militar, nunca antes se había penetrado de manera tan íntima en la vida de esos militantes, amantes de la vida y, sin embargo, con la amenaza acechante de la muerte sobre sí. En ese sentido Infancia clandestina cumple con su meta y abre una brecha fresca en ese imaginario social que construyó una imagen altamente negativa de los militantes de las organizaciones revolucionarias.7 En los recuerdos de Ávila, la vida en la clandestinidad tenía visos de “normalidad”: “[Y]o iba a la escuela”, dice, “mi vieja me retaba porque no hacía los deberes, disfrutábamos de las milanesas y nos aburríamos en las tardes. ¡Normalidad!, pero nosotros sabíamos que no éramos como los demás chicos pero 7. Tal el comentario de Javier Ocaña para el periódico español El País: “Porque Ávila, hijo de montoneros, se despista demasiado en su relato autobiográfico y apenas aborda esta cuestión: ¿Qué derecho tenían los guerrilleros para obligar a sus hijos a tal vida? Solo lo hace en una secuencia, y no a través del chico, sino de su abuela” [consulta: 3 de diciembre de 2013].

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sabíamos que éramos chicos” (en Revista Digital Cabal). No obstante, la ausencia en el film de elementos que pongan en evidencia las consecuencias devastadoras del accionar militar para la sociedad en su conjunto8 limita la comprensión del espectador poco informado sobre el porqué del retorno al país en 1979 de quienes tomaron la decisión de fustigar a la dictadura aun a sabiendas de los innumerables riesgos a que se exponían. Para los integrantes de las generaciones de la post-dictadura que no tienen memorias específicas de esa época y que crecieron y se desarrollaron en tiempos de una democracia signada por la impunidad (1990-2003), lo ocurrido hace ya más de treinta y cinco años es de difícil comprensión y muchos prefieren tomarlo como cosa pasada. Según Feierstein, “las críticas y autocríticas con respecto al rol generalizado de la violencia en la Argentina preditactorial y dictatorial no logran interpelar la realidad cotidiana de una generación nacida en la posdictadura” (171). Es posible inferir entonces que la impunidad, el silencio, el descrédito de la militancia revolucionaria por medio de la “teoría de los dos demonios” hasta aún entrado el siglo xxi hayan creado un vacío de conocimiento que interfiere a la hora de revisar los hechos del pasado reciente. De ahí que la atención de algunos espectadores recaiga particularmente en el relato del despertar al primer amor de un pre-adolescente, elemento de carácter ficcional que no se corresponde ni con las memorias autobiográficas de Ávila ni menos aún con el momento histórico que sirve de trasfondo a la película.9 8. No solo en cuanto a la persecución de militantes y opositores y a la implantación de un terror generalizado, sino también en cuanto al recorte de los derechos civiles y a la imposición de una política económica neoliberal de efectos negativos a largo plazo para Argentina. Sostiene Feierstein que “el objetivo del terror apuntaba al conjunto social, incluso a los propios perpetradores y a sus familias, a través de una definición intencionalmente ambigua del sujeto a perseguir (el ‘delincuente subversivo’), que podía incluir, según una de las afirmaciones más siniestras de los propios perpetradores argentinos, a ‘los subversivos, los cómplices, los simpatizantes, los indiferentes y los tímidos’” (141). 9. Por tal razón ha producido comentarios diversos, como el de Matías Lértora: “Sería muy acertado catalogar a esta película como una coming of age movie (subgénero cinematográfico sobre el descubrimiento del amor y el pasaje de la niñez a la adultez)” [consulta: 19 de noviembre de 2013].

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Representaciones de la violencia Pese a que los sucesos que se narran en Infancia clandestina se desarrollan en el marco de la feroz represión ejercida por el terrorismo de estado a lo largo y ancho del país, la película evita mostrar de manera descarnada imágenes visuales de esa violencia. El mayor aporte de la película sobre los horrores de la dictadura es, según Ávila, “que no tiene horror” (en Ranzani). Sin embargo, los horrores de la dictadura son precisamente el fundamento de la historia que se muestra y de su desenlace. Es verdad que no hay escenas de torturas ni de asesinatos, que los opresores no tienen una presencia manifiesta, excepto por el interrogatorio final a Juan, y que el militar de gendarmería que controla la entrada de extranjeros en la frontera es simpático y amable. Pero no es difícil avistar el horror que está en la trastienda de la película esperando el momento indicado para desplegarse en todo su vigor. No hay horror pero sí hay indicios del horror. Indicios que el espectador percibe en la angustia que domina algunas de las discusiones entre los tres adultos de la casa, en el tener que abandonar repentinamente la vivienda ante el peligro de ser descubiertos o en la tristeza y el pánico que los asola cada vez que cae un militante en manos de sus captores. La cotidianeidad que busca transmitir el director se va cargando de presagios negativos, los cuales se desenvuelven uno tras otro casi sin intervalos hacia el final. Y, sin duda, ese horror se explicita con la intervención de la abuela, quien pone en palabras la naturaleza de una realidad aterradora: “Ustedes se tienen que ir... Lo que vos tenés que entender es que ustedes están en peligro. Aquí están matando gente todos los días”. Merece subrayarse en este punto la elección del director sobre cómo representar escenas de violencia necesarias para el desarrollo de la historia sin abrumar al espectador con la exposición de imágenes realistas y cruentas. Lo que destaca como un aporte original de la película son las viñetas elaboradas de manera magistral por Andy Rivas con sonidos y voces en off que se despliegan de inmediato ante los

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primeros signos de la tormenta feroz que se avecina.10 Son varias las escenas animadas, pero interesan aquí las tres relacionadas a los hechos violentos. La primera viñeta se da en el contexto de la escena inicial al desatarse un tiroteo entre los ocupantes de un coche y una pareja que está regresando a casa con un niño de unos ocho años. Se escuchan en off el disparar de las armas de fuego y los gritos de la pareja. Como la fecha con que se abre la escena es 1975, los atacantes del coche no son otros que miembros de la Triple A y los atacados son, por su parte, miembros de una organización guerrillera que, sabemos más tarde, es la organización Montoneros. La segunda viñeta es parte de un sueño que tiene Juan después de conocer la triste noticia de que su tío Beto ha muerto en un enfrentamiento. En el sueño Juan vuelve a encontrarse con su tío, quien le dice que él ya no puede protegerlo y que ahora deberá aprender a cuidarse solo. Y en ese momento irrumpe un grupo paramilitar y nuevamente la escena se anima y vemos a estos hombres armados disparar sobre Beto y Juan y escuchamos sus gritos de furia y el tableteo de las ametralladoras. La última escena animada se produce en el momento más dramático del film. Se trata de la penúltima escena de la película y el clima de tensión es altísimo. Es entonces cuando se escuchan autos que frenan frente a la casa y vemos a la madre de Juan gritarle desesperadamente que se esconda. Desde su escondite con su hermanita, Juan no puede ver lo que ocurre fuera pero escucha el tiroteo. Cuando se hace silencio afuera y la niña llora, Juan nota que han sido descubiertos y alguien está forzando el candado del escondite. Cuando la puerta se abre finalmente los episodios que le siguen componen la tercera viñeta. Estas tres viñetas representan el hilo conductor del relato: 1) las razones del alejamiento del país por parte de este grupo familiar de militantes; 2) la persecución encarnizada de militantes y su destrucción física por parte de los grupos parapoliciales y paramilitares, y 3) 10. Las viñetas o escenas de animación tienen una larga trayectoria en la historia de la cinematografía. Sorprendentemente, el primer largometraje de animación fue mudo y argentino: El apóstol (1917) de Quirino Cristiani, del que no queda copia. Películas como Tank Girls (1995), dirigida por Rachel Talalay y basada en un popular cómic inglés, también utiliza las viñetas para amortiguar algunas de las numerosas escenas de violencia.

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la metodología de secuestro y desaparición de personas, cosa corriente durante los años de dictadura. Más allá de los adornos que contiene el film —llámese la historia del despertar al primer amor del joven protagonista—, prevalece aquí el deseo de su director de exponer las circunstancias de ese devenir histórico. Las viñetas cumplen con la función de desnaturalizar la esencia propia de las escenas de extrema violencia haciendo, de esta manera, tolerable para el espectador la visión de las instancias más sangrientas. Por otro lado, esas viñetas parecen constituir un refugio alternativo para Ávila, quien al convertirse en el niño que se transfigura y se sumerge en el universo de la historieta puede confrontar así los momentos de profunda angustia y dolor que han marcado su infancia.

Trauma En Historia y trauma. La locura de las guerras, Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillière abren su estudio con un epígrafe significativo: “Lo que no se puede decir, no se puede callar” (9). El “no decir”, ese modus vivendi que marcó la infancia de Benjamín Ávila se expone en el título que él joven director eligió para su film: Infancia clandestina. Lo “clandestino”, según definición del Diccionario de la RAE, es lo “secreto, oculto, y especialmente hecho o dicho secretamente por temor a la ley o para eludirla”. El “decir” implicaba para Ávila y su familia riesgos enormes y amenaza de muerte. Por eso el silencio dominó los meses de clandestinidad en el país. Pero también el posterior silencio que rodeó el secuestro y desaparición de su madre y de su hermano obligó a Ávila a contener para sí el daño profundo provocado por la experiencia traumática.11 11. Explican Nicoletti, Bozzolo y Siak: “[e]n el período dictatorial había un ‘mandato de silencio’, no se podía hablar, no se hablaba de los desaparecidos. Los familiares se planteaban el riesgo que implicaba que los niños tuvieran información sobre el secuestro de sus padres, tanto por seguridad personal como por el posible rechazo del medio. En el caso de niños que preguntaban, el silenciamiento social se expresaba con frecuencia en otro sector social de la familia donde, por ejemplo, no había rastros del desaparecido, se quitaban las fotos, etc.” (63).

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Sostiene el psicoanalista Gerard Fromm que “cualquiera sea el sufrimiento, cualquiera sea el silencio, hay una necesidad que conduce las historias forcluidas hasta el decir” (citado por Davoine y Gaudillière 16). Con Infancia clandestina Ávila dice “lo que no se puede callar” e inicia un proceso de elaboración de ese incidente traumático de su niñez. Durante una entrevista televisiva, Ávila comenta que al filmarse la última escena de la película, cuando la madre le grita a Juan que se esconda, él sintió que el pasado lo atravesaba y lloró amargamente.12 Respecto a la pregunta de Ranzani sobre si hacer esa película lo había ayudado a asimilar aún más su propia historia, Ávila responde: No sé si me ayudó a asimilar, pero seguro que me ayudó a volver a transitar emociones muy añejas. Me pasó mucho en medio del rodaje. Lloré en algunos momentos de incontención emocional haciendo cámara. Y había momentos en que estábamos en medio de la toma y se me disparaban sensaciones casi como en una especie de sesión de terapia, como cuando sentís que se te desprende algo, se desata un nudo y empezás a llorar sin saber por qué.13

Lo que queda de la situación traumática, sostiene Feierstein, “no es la literalidad de lo vivido sino la afectividad intacta de la sensación —de impotencia, de imposibilidad de acción de arrasamiento del yo— producida por la experiencia traumática” (75). En el caso de Ávila, como en el de otros hijos que experimentaron la ruptura violenta del orden familiar con el secuestro de sus padres, lo que ha subsistido sin sufrir modificaciones “no es según Feierstein el hecho vivido en sí, sino la sensación subjetiva ante dicha vivencia” (76). Integrar esa sensación dentro de una estructura narrativa episódica sería una manera de evitar lo que

12. Infancia clandestina. Especial. TV Pública Digital (Argentina) [consulta: 15 de noviembre de 2013]. 13. En “Apuntes sobre la memoria individual y la memoria colectiva”, Lucila Edelman trae a colación la distinción que hace Freud en la memoria individual entre tiempo histórico y tiempo del psiquismo: “Por tiempo histórico nos referimos en este caso a la sucesión cronológica de acontecimientos que se van dando a lo largo de la vida de cualquier persona. En cambio, el tiempo del psiquismo es un tiempo sin tiempo, es decir, que no habría coincidencia absoluta entre uno y otro, y es así como podemos tener una vivencia de presente en determinados momentos, correspondiendo en realidad a situaciones del pasado y viceversa” (414).

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el estudioso llama “la desarticulación de la propia identidad narrativa” (76). El esfuerzo consciente de estos hijos por articular los elementos de una experiencia traumática que desquició los fundamentos de su propia existencia dejándolos en inexplicable orfandad ha sido un paso efectivo en el postergado proceso de elaboración de ese trauma. En el caso de Ávila, la posibilidad de “verbalizar” a través del arte de la cinematografía las huellas de esa vivencia dolorosa sufrida a tan temprana edad ha significado para él una manera de avanzar en el camino de reconocimiento de los mecanismos del horror que promovieron la destrucción física de militantes y opositores en los años de terrorismo estatal. Cabe incluir en este punto el concepto de working through que tan bien elaborara Dominic LaCapra en sus estudios sobre el Holocausto. LaCapra abre su lúcido ensayo History and Memory after Auschwitz con una serie de interrogantes sobre el qué y el cómo recordamos los hechos del pasado y sobre los obstáculos que se presentan en esa conmemoración al confrontar la naturaleza traumática de un evento. En sus palabras: “What aspects of the past should be remembered and how should they be remembered? Are there phenomena whose traumatic nature blocks understanding and disrupts memory while producing belated effects that have an impact on attempts to represent or otherwise address the past?” (1). Su estudio es un intento de dar respuesta a estos y otros interrogantes en relación al trauma histórico que significó el Holocausto. Al concluir su trabajo, LaCapra recurre a los conceptos desarrollados por Freud en su ensayo “Mourning and Melancholia” y sostiene que cualquier intento de relacionar historia y memoria con posterioridad a situaciones traumáticas deberá tener en cuenta estos cruciales conceptos psicoanalíticos. “Melancholia, explica LaCapra, is an isolating experience allowing for specular intersubjectivity that immures the self in its desperate isolation. [...] Melancholia may be necessary to register loss, including lasting wounds, and it may also be a prerequisite for, indeed a component of, mourning” (183). “Yet mourning, —continúa LaCapra—, although continually threatened by melancholia, may counteract the melancholic-manic cycle, allow for the recognition of the other as other, and enable a dissolution or at least loosening of the narcissist identification that is prominent in melancholy” (184). La correlación entre estos dos conceptos freudianos podría explicarse, según LaCapra, presentando “melancholia as a form of

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acting out and memory as a modality or component of working through problems” (185). Respecto de este último, así lo describe durante el transcurso de una entrevista con Amos Goldberg: In the working through, the person tries to gain critical distance on a problem, to be able to distinguish between past, present and future. For the victim, this means his ability to say to himself, ‘Yes, that happened to me back then. It was distressing, overwhelming, perhaps I can’t entirely disengage myself from it, but I’m existing here and now, and this is different from back then.’ There may be other possibilities, but it’s via the working-through that one acquires the possibility of being an ethical agent.

Con Infancia clandestina Ávila intenta esa distancia crítica en relación a la circunstancia traumática de su pasado. De ahí el sentimiento de “deber cumplido” que manifiesta durante la entrevista con Ranzani, porque a pesar de su deseo de rendir homenaje a una generación, ese deber era, en primer lugar, para consigo mismo. Dice Ávila: Cuando la mostramos por primera vez terminada en mayo de este año en el Festival de Cannes, la sensación de misión cumplida fue muy fuerte. Tuve la sensación poderosa de cruzar la meta como el maratonista que llega al final de la carrera, sin importar el puesto. Esa sensación, ese alivio, esa liviandad me dimensionó lo que la película representaba para mí. Que era un deber, que debía hacer, y en lo más íntimo tenía la certeza de “ahora sí puedo hacer lo que quiera, ya cumplí”.

A modo de conclusión La reflexión sobre el pasado dictatorial es de primordial importancia en el proceso que Feierstein llama de “elaboración del genocidio”. Ávila aporta con su película a ese proceso con el deseo de que despierte reacciones positivas entre los integrantes de la generación de sus padres, de la propia y de la de sus hijos, y dice: [E]spero que la generación de mis viejos se sienta identificada por verla realista y que entienda a nuestra generación de otra manera. De mi generación, espero que se sienta identificada con la posibilidad de creer. Y en cuanto a la de mis hijos, espero que Infancia clandestina sea una película que les sirva para poder quitarle peso a la discusión política (en Ranzani).

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Sus palabras implican, no obstante, una problemática que afecta a unos y otros y que me gustaría discutir aquí a modo de conclusión. Se trata de la transmisión intergeneracional de conocimientos o, para decirlo de otra manera, del legado que una generación deja a la siguiente. La pregunta sería: ¿cuál es el legado que los contemporáneos de la tragedia vivida en el país en los años de terrorismo de estado ha dejado a las generaciones de la postdictadura? Cuando hablo de generaciones postdictadura me interesa especialmente aquella a la que pertenecen los hijos de militantes muertos y desaparecidos, Benjamín Ávila entre ellos, y los hijos de militantes que sobrevivieron a la catástrofe después de haber sufrido secuestro, tortura y cárcel. Infancia clandestina se presenta como homenaje a una generación de militantes, tenaz en su decisión de confrontar los abusos de poder de aquellos años. No obstante, el film no alcanza a transmitir las razones de esa lucha ni el porqué del retorno al país en 1979 de quienes tomaron la decisión de fustigar a la dictadura conociendo los innumerables riesgos a que se exponían. He mencionado más arriba que la desaparición física de miles de militantes políticos y el silencio y descrédito de la militancia revolucionaria durante los años de terrorismo de estado y aún después del retorno de la democracia, produjeron un vacío de conocimientos entre los jóvenes de la generaciones postdictadura sobre los hechos del pasado reciente. No sería entonces errado pensar que ese diálogo fructífero a través del cual una generación lega sus conocimientos y su experiencia a la siguiente se haya quebrado en este caso y que muchas de las preguntas con las que las jóvenes generaciones hubieran interpelado a sus predecesores hayan quedado sin respuesta. En su libro El detenido-desaparecido. Narrativas para una catástrofe de la identidad, el sociólogo uruguayo Gabriel Gatti, también él hijo de padre desaparecido, habla de dos narrativas que se aplican a las dos generaciones en cuestión: “la narrativa de sentido”, propia de la generación de los contemporáneos de la catástrofe, y la “narrativa de la ausencia de sentido”, que es la de la generación de hijos. Afirma, además, que el problema de los hijos de desaparecidos es cómo hablar “desde el vacío”, vacío en el que estaría una generación que no logra encontrarse en ninguno de los sentidos producidos por los contemporáneos de la

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catástrofe.14 Feierstein rebate la teoría de la “ausencia de sentido” y sostiene que lo que aparece en planteos de muchos hijos “es un intento —desordenado, quizás fallido, pero muy sugerente— de construcción de otro sentido” y que “es el cuestionamiento y la búsqueda de sentido —y no su ausencia— lo que posibilita el trabajo de elaboración [de la experiencia traumática]” (177). Estas discusiones plantean la necesidad de seguir profundizando sobre una problemática aún candente en los debates sociales que atañe a las dos generaciones —de padres y de hijos— afectadas directamente por un terrorismo de estado que rompió los vínculos naturales entre ambas e impidió la transmisión de saberes esenciales en el aprendizaje de la vida. Con Infancia clandestina Benjamín Ávila intenta reconstruir ese puente tendido hacia el vacío, no solo para abrir el diálogo abortado con su madre sino también para encontrarle verdadero sentido a una lucha por la que ella y tantos otros estuvieron dispuestos a jugarse la vida.

Bibliografía Andermann, Jens. New Argentine Cinema. London/New York: I.B. Tauris, 2012. Davoine, Françoise y Gaudillière, Jean-Max. Historia y trauma. La locura de las guerras. Trad. Mariana Saúl. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2011. Edelman, Lucila. “Apuntes sobre la memoria individual y la memoria colectiva”. En Diana Kordon, Lucila Edelman, Darío Lagos y Daniel Kersner (eds.), Efectos psicológicos y psicosociales de la represión política y la impunidad. De la dictadura a la actualidad. Buenos Aires: Asociación Madres de Plaza de Mayo, 2005, 413-421. 14. Citado por Feierstein, 176. De manera similar, Marianne Hirsh se cuestiona sobre la relación que existe entre la generación que sufrió el trauma cultural y colectivo —en este caso la del Holocausto— y la posterior a la que ella pertenece. En sus palabras: “As I see it, the connection to the past that I define as postmemory is mediated not by recall but by imaginative investment, projection, and creation. To grow up with overwhelming inherited memories, to be dominated by narratives that preceded one’s birth or one’s consciousness, is to risk having one’s own life stories displaced, even evacuated, by our ancestors”.

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“Entrevista a Benjamín Ávila, director de Infancia clandestina”, [consulta: 22 de noviembre de 2013]. Feierstein, Daniel. Memorias y representaciones. Sobre la elaboración del genocidio. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2012. Felman, Shoshana y Laub, Dori. Testimony. Crisis of Witnessing in Literature, Psychoanalysis, and History. New York/London: Routledge, 1992. García Reinoso, Gilou. “Un agujero en las palabras”. En Juan Gelman y Mara LaMadrid (eds.), Ni el flaco perdón de Dios. Hijos de desaparecidos. Buenos Aires: Planeta, 1997, 381-388. Gelman, Juan, ed. Lenguaje de un gesto. Poemas y cuentos de jóvenes afectados por el terrorismo de estado en la Argentina. Buenos Aires: Territorios, 1993. Gelman, Juan y Lamadrid, Mara (eds.). Ni el flaco perdón de Dios. Hijos de desaparecidos. Buenos Aires: Planeta, 1997. Goldberg, Amos. “‘Acting-Out’ And ‘Working-Through’Trauma”. Interview with Dominick LaCapra. [http://www.yadvashem.org/odot_pdf/Microsoft%20Word%20-%203646.pdf ] (consultado 25/11/130), páginas 2-3. Infancia clandestina. Especial. TV Pública Digital (Argentina), [consulta: 15 de noviembre de 2013]. “Interview with Marianne Hirsh, author of the Generation of Postmemory: Writing and Visual Culture after the Holocaust”. Columbia University Press, . LaCapra, Dominic. History and Memory after Auschwitz. Ithaca/London: Cornell University Press, 1998. López Riera, Elena. Albertina Carri. El cine y la furia. Valencia: Ediciones de la Filmoteca, 2009. Nicoletti, Elena, Raquel C. Bozzolo y Daniela Siaky. “Infancia y represión política”. En Diana Kordon, Lucila Edelman, Darío Lagos y Daniel Kersner (eds.), Efectos psicológicos y sicosociales de la represión política y la impunidad. De la dictadura a la actualidad. Buenos Aires: Asociación Madres de Plaza de Mayo, 2005, 62-69. Ranzani, Óscar. “Cannes Benjamín Ávila, director de Infancia clandestina”. Página 12. Cultura y espectáculo. Domingo 20 de mayo, 2012. Vezzetti, Hugo. Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina. Buenos Aires: Siglo Veintiuno, 2002.

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I. Política y moral En 1969, el escritor colombiano Óscar Collazos publica en la revista uruguaya Marcha su ensayo “La encrucijada del lenguaje”. Allí Collazos desarrolla una línea de pensamiento típica del debate intelectual de los sixties: aquella que opone la autonomía del lenguaje literario al compromiso intelectual basado en la responsabilidad con la realidad social. Collazos, por supuesto, se inclina por la segunda opción, la cual, desde su punto de vista, constituye la única base sólida para una literatura propiamente latinoamericana. Escribe: “La autonomía de la escritura, la autonomía de una supuesta realidad literaria, de otra realidad concebida en el vacío es, —en definitiva— el anuncio, el síntoma de una encrucijada” (12). Esta encrucijada, aludida en el título de su ensayo, pone al escritor frente la opción (ilusoria) de escribir al servicio de la burguesía, del olvido irreparable de la realidad, de practicar (como Borges, ejemplifica Collazos) un instrumento verbal capaz de crear una mitología retorizada y de repetir el mito romántico de glorificación del artista; o por el contrario, de trabajar con la tradición oral, crear soluciones artísticas enmarcadas en la verosimilitud

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de la obra y ser consciente de una problemática nacional y continental que se construya fundamentalmente en la comunión entre lenguaje y realidad. Frente a tal encrucijada, que en última instancia en los años sesenta encarna otro antagonismo, propio de lo político conceptualizado por Carl Schmitt: la diferencia amigo-enemigo. De esta manera, el escritor-intelectual no tiene salida, debe pertenecer indefectiblemente, reflejándolo en su escritura, a uno de los dos bandos del campo de batalla.1 En este contexto me interesa pensar en la producción del escritor argentino Osvaldo Lamborghini, que publica, en el mismo año que Collazos, su texto El fiord. Me interesa especialmente plantear la siguiente pregunta: ¿Qué posibilidades tuvo la literatura en los años sesenta y setenta en Argentina de escapar al antagonismo de lo político sin abandonar el terreno de la política? Propongo que una de sus tácticas de escape fue el desvío de la dicotomía hegemónica literatura apolítica vs. comprometida, el cual se produce por la negación de moralización de la política en el espacio específico de la literatura. En el año de publicación de El fiord (1969), el clima político en la Argentina fue in crescendo, desde multitudinarias movilizaciones populares (el Cordobazo estalló el 21 de marzo) y paros masivos a la lucha armada; el uso político de la violencia se instaló como única salida para enfrentar la dictadura militar. En el campo intelectual, el antiintelectualismo, por un lado, y por otro la tensión constante entre literatura comprometida y literatura apolítica reflejan la dicotomía amigo/enemigo de lo político como discurso hegemónico, que en la esfera social 1. Me refiero a la noción de lo político de Carl Schmitt, basada en la distinción amigoenemigo. En esta línea de pensamiento el soberano es el que decide el Estado de excepción; de esta manera, la posibilidad de identificar (y exterminar) al enemigo —como el que amenaza el propio estilo de vida— es fundamental en la concepción decisionista de Schmitt, que se refiere a la democracia liberal como “perpetua discusión”. Para Schmitt la imposibilidad del parlamentarismo y el liberalismo de una decisión soberana se basa en análisis y deliberación que lleva a una disfunción en la política. Schmitt opone discusión a dictadura; deliberación a decisión. (Para una discusión sobre el decisionismo de Schmitt ver Miyasaki Yusuke “Responsibility of making decisions without decisionism. From Carl Schmitt a Jacques Derrida” https://www.academia.edu/1066606/Responsibility_of_Making_Decisions_ without_Decisionism_From_Carl_Schmitt_to_Jacques_Derrida).

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se traduce en la equivalencia, discursiva y programática, entre política y violencia. En este contexto se profundiza una crisis del sistema político y se forman una serie de diversos movimientos populares y de grupos de acción armada autodenominados “fuerzas”. Un ejemplo de esta proliferación de agrupaciones se traduce en un sinnúmero de siglas, situación que sin duda se ironiza en El fiord2. Lamborghini trabaja con esta semántica de la violencia transformándola en violencia de la semántica, la lleva hasta el límite de lo absurdo, sin por eso despolitizarla o frivolizarla en un gesto de rebeldía formal. El fiord ironiza las idas y venidas de actores que parecen reales pero son de cartón, el nacimiento y la muerte del líder, las diferentes alianzas y traiciones internas, la violencia exacerbada, la sexualidad exagerada, las identidades cambiantes en constante movimiento y rotación. Josefina Ludmer lo señala como una “política simbólica de la letra”;3 pero aún más, en esta manera de representar la política como un continuo intercambio de posiciones de poder, El fiord no solo retrata un momento de crisis política de la Argentina, sino que lo congela en su más profundo y exagerado sinsentido, el del lenguaje que, saturado de la retórica de lo político, deja de significar. La manera en que los personajes de estos relatos se infligen torturas y vejaciones a granel se asemeja más a una comedia “slapstick” en donde todos corren alocados pegándose unos a otros, torturándose unos a otros e intercambiando roles de víctimas y victimarios en un ciclo sin fin. Lamborghini lo definió en una frase en El fiord: “no sé 2. Por ejemplo: “En 1967 se constituyen las Fuerzas Armadas Peronistas (FAP), con militantes del Movimiento Juventud Peronista (MJP), de Acción Revolucionaria Peronista (ARP) [...] En 1968 el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) [...] desemboca en la división de dos corrientes: por un lado el PRT El Combatiente, conducido por Mario Santucho, que un par de años más tarde creará el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), y por otro el PRT La Verdad, conducido por Nahuel Moreno, que luego se convertirá en el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) al unirse en 1972 con el Partido Socialista Auténtico (PSA) [...] En 1968 se crean las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL) [...]” (73). Y la lista sigue. 3. “Los juegos de las iniciales de los nombres y sus posiciones (la política simbólica de la letra) construyen cada vez las posiciones de los sectores de lucha y las cartas del género: un juego entre las letras-nombres-cuerpos, que también es el enfrentamiento entre, por ejemplo, Vandor y Framini o entre las dos CGT” (56).

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si figuramos en el libro de los verdugos o de los verdugueados”, y esta afirmación no debe leerse como una muestra de ambigüedad ideológica, sino más bien como una manera de separar moral y política, de no ubicar el antagonismo en el registro de la moral, en la lucha entre el bien y el mal.4 Lo que se vuelve absurdo entonces es la lógica misma de lo político, la construcción del enemigo que se reproduce en una cadena de equivalencias antagónicas —una lógica que alcanzó a todos los sectores políticos y sociales encasillados siempre en rivalidades paradójicamente móviles—: Nadie puede negar que en la Argentina de un modo concreto, viviente, entendido por todo el mundo, el enfrentamiento de pueblo y antipueblo, minoría privilegiada y mayoría desposeída, clase dominante y clase revolucionaria, se ha manifestado concretamente en el enfrentamiento antiperonismo y peronismo. Esto se ratifica cuando comprobamos que el dilema concreto está en asumir uno de los dos polos. Delante del conflicto peronismo-antiperonismo no se puede ser neutral (Anzorena 74).

Para darnos una idea de la posición de Lamborghini con respecto a su compromiso político, la escena que menciona Ricardo Strafacce en la cual Lamborghini y Rodolfo Walsh se encuentran una noche en la casa de Piri Lugones, nos sirve de pintoresco ejemplo. Según el autor, Walsh se esforzaba en hacerle entender a Lamborghini que [...] la inconveniencia ‘estratégica’ de emplear la sigla de la Confederación General de los Trabajadores de la manera en que lo hacía en El fiord en un momento político como el que vivía el país. Gemán García creyó entender, azorado, que Lamborghini le preguntaba a Walsh si no se había dado cuenta de que a la Argentina le había ocurrido El fiord (231).

4. Es interesante pensar una analogía de esta frase con el concepto de “zona gris” de Primo Levi, en la cual “the long chain of conjunction between victim and executioner come loose, where the oppressed becomes the oppressor and the executioner appears the victim” (citado en Agamben, The Remnants of Auschwitz 21). Por supuesto que Levi no intenta igualar las responsabilidades de los nazis con la de los prisioneros de los campos, sino que explora de qué manera esta situación extrema produce un trastocamiento de los valores del bien y el mal.

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Strafacce menciona la declaración de Walsh sobre la función de la literatura, la famosa metáfora de la máquina de escribir que puede usarse como arma o como abanico. Que El fiord haya “ocurrido” a la literatura (con su correspondiente implicancia de ausencia de programa político), y que además exista una versión de que Lamborghini le haya dicho esta frase precisamente a Walsh, se presenta como una escena en la cual las divergencias en la representación de la política ya no podían ser etiquetadas tan fácilmente dentro de la dicotomía comprometido/apolítico. Cabe preguntarse entonces si la escritura de Lamborghini encaja con alguna de estas dos definiciones que, por otro lado, eran determinantes de la época. Adriana Astutti señala a este respecto que Walsh y Lamborghini parecen estar actuando el tema del traidor y del héroe (80).5 En este sentido es posible trazar un paralelo con la figura del perdedor que Ana María Amar Sánchez identifica como una opción ética, que concibe al perdedor o antihéroe como “metáfora de la historia” (16) en la cual se lee un retiro, una decisión ética y política de no participar: “una estrategia, un ejercicio de poder, una forma de exilio, que se opone y resiste al horror del sistema” (19).6 En la escritura de Lamborghini el perdedor (“¡Estropeado!”, por ejemplo, el “entrañable Sebas”, o “Nal”) debe ser leído de manera irónica; menos como propuesta de resistencia que opone ganador-perdedor, que como gesto que vuelve ambigua la certeza de esta dicotomía y la cuestiona. La idea de intelectual comprometido, como lo refiere Claudia Gilman, conjuga al mismo tiempo un saber especializado con “una conciencia humanista y universal” (72). Esta conciencia marca la figura del intelectual como portavoz y dador de sentido que se define en torno a una noción de cambio radical, señala Gilman, y que implica tanto una posición con respecto a la cultura como al poder, ya que producen representaciones del mundo social que constituyen una dimensión fundamental de la lucha política (16). 5. Walsh “responde con la moral de lo justo y muere como un héroe” mientras Lamborghini es “el otro con la ética de lo menor: mujer, bufón, borracho, cobarde, payaso, traidor...” (80). 6. Vale aclarar que el análisis de Amar Sánchez se centra en las novelas (latinoamericanas y españolas) a partir de los años noventa, en el cual, entre otras, se plantea la cuestión de cómo escribir después de la dictadura, un clima político y una problemática completamente diferente del contexto histórico de nuestro corpus.

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Podríamos afirmar, sin lugar a dudas, que Lamborghini estaría entonces más cerca del abanico que del arma, ya que es imposible imaginar ninguno de sus textos como “portadores de una conciencia universal” Sin embargo, la posición que construyen sus textos no puede encasillarse en ninguno de los dos polos hegemónicos. No es, sin duda, apolítica, sino que más bien, como nota Sergio Chejfec, identifica cierta imposibilidad de la política en un gesto de “interpelación”: Me parece que entre Walsh y Lamborghini se dibuja un perfil contradictorio de ese momento —aunque difícil de identificar en un punto en particular— en el que la literatura argentina advirtió que ya no podía seguir interpelando como hasta entonces a la política y a la sociedad en general. Ambos respondieron de manera diferente —recurriendo a un tipo de material similar, aportado por la ideología— a la preocupación —bajo la forma de mandato o de denegación— por incluir la política en la representación literaria. Los efectos de tales gestos hoy pueden parecer instalados en el paisaje desde siempre; sin embargo en su época fueron las señales que indicaban que una posibilidad cierta de ruptura literaria pasaba por la representación de la política según los cánones menos asimilados por las instituciones literarias, desde la prensa crítica hasta la crítica académica (111) (el énfasis es mío).7

El discurso de lo político en el registro de la moral representa menos una declaración de principios morales per se (que aparecen en los diferentes discursos de las dictaduras militares desde de Uriburu hasta Galtieri), que una estrategia de demarcación discursiva que diferencia un “nosotros” y un “ellos”. De esta manera lo presenta Analía Rizzi en su trabajo de análisis de los discursos golpistas en Argentina: “Esta representación del enemigo [por la dictadura] desde la carencia de valores éticos fundamentales opera como dispositivo legitimador de la represión estatal, en tanto el oponente no puede ser recuperado para la sociedad sino que debe ser ‘erradicado’ para siempre de ella” (16). Lamborghini lo sintetiza a la manera de “Pierre Menard” en Sebregondi se excede: “Después del 24 de Marzo de 1976, ocurrió. Ocurrió, como en El fiord. Ocurrió. Pero ya había ocurrido en pleno Fiord. El 24 de Marzo de 1976 yo, que era loco, homosexual, marxista y alcohólico, me volví loco, homosexual, marxista y alcohólico” (171). Esta frase (de la misma manera que en los pasajes de Cervantes y Menard comparados 7. En El punto Vacilante. “Fábula política y renovación estética”, 99-106.

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en el relato de Borges) se vuelve oráculo y testimonio de un cambio de sentido; escribe Borges: “Las cláusulas finales —ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir— son descaradamente pragmáticas”. En la frase de Lamborghini también podemos leer un aviso de lo presente y una advertencia de lo por venir; palabras idénticas pronunciadas antes del golpe no pueden leerse de la misma manera después del golpe: traducen, con una simpleza brutal, la construcción discursiva del enemigo, y por tanto desencadenan la violencia de un nacimiento, “como en El fiord”.8 Elsa Drucaroff señala que el sujeto textual Lamborghini se constituye como “sujeto para la represión”. Me interesa precisamente esta operación porque pone en escena los mecanismos de moralización de lo político, la deshumanización del enemigo absoluto y su correlato obligado de violencia y terror. Esta construcción discursiva es consecuencia de lo que Chantal Mouffe llama la “moralización de la política”, cuando la oposición nosotros/ellos se construye de acuerdo a las categorías morales de bien vs. mal (75). El “adversario” se transforma entonces en “enemigo”, y en enemigo en maligno, diabólico, perverso: “With the ‘evil term’ no agonistic debate is possible, they must be eradicated. Moreover as they are often considered as some kind of expression of a ‘moral disease’ [...]” (76). Esta operación es análoga a la legitimación de un “nosotros” también universal. Mouffe da como ejemplo la retórica abstracta que Schmitt anticipaba como una manera de deshumanización del enemigo: When a state fights its political enemy in the name of humanity, it is not war for the sake of humanity, but a war wherein a particular state seeks to usurp a universal concept against its military opponent. At expense of its opponent, it tries to identify himself with humanity in the same way as one can misuse peace, progress, justice and civilization in order to claim these as one’s own and to deny the same to the enemy (citado en Mouffe, 78).

8. Elsa Drucaroff interpreta esta frase como un gesto combativo del “sujeto textual” que se contrapone a la “operación Lamborghini” —la lectura crítica posterior a su muerte que neutraliza el potencial político de su obra—: “¿Qué operación textual hace Osvaldo Lamborghini en Sebregondi se excede, al construirse en primera persona como sujeto de la escritura? [...] define un sujeto para la represión, un cuerpo apto para ser desaparecido por loco, por homosexual, por marxista, por drogadicto, por alcohólico” (itálicas en el original) (8).

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Por lo tanto, el ubicar la política en el registro de la moral abre el camino para la transformación de la política en biopolítica; y aquí la relación antagónica se vuelve imposible (y solo queda el exterminio) porque la política, inscrita y escrita en los cuerpos, los vuelve meras superficies, organismos.9 En este sentido, la frase de Sebregondi retrocede es premonitoria no solo de los vericuetos retóricos de la dictadura argentina, sino también de sus métodos de exterminio.10 O mejor dicho, de lo inseparable de estos dos: “El poder es capital moral transformado en capital político [...]” (67), dice el número uno (1973) de la revista Literal; la operación de retirar el “cristal de la moral” de los cuerpos hace visible el límite y la artificialidad de la política, su funcionalidad técnica, su teatralidad inmanente, su voluntad (e incapacidad) de trascendencia.11 Pero también el efecto de la política en los cuerpos mismos, el efecto de materialidad que en la retórica de las diferentes dictaduras militares unen “bio” con “política” y la transforman en una política de exterminio, política de la “muerte desnuda”, parodiando a Agamben. En Lamborghini, una manera de evadir la naturalización de la conjunción entre antagonismo político y moral se produce por una estética del asco: “la pastosa sangre continuábale manándole de la boca y de la raya vaginal; defecaba, además, sin cesar todo el tiempo [...]” (El fiord 10). Esta estética lleva hacia el límite el efecto de rechazo que produce en el lector. Sin embargo este rechazo no puede tomarse como algo puramente subjetivo, individual, ya que apunta a lo colectivo; es, en definitiva, política: “Para relacionarse con la vida, la política

9. Como nota Gabriel Giorgi, representan “el límite exterior de lo social y de lo político en general: el límite con la vida orgánica, animal, natural, con lo que hace a lo meramente fisiológico” (Y todo el resto es literatura 234). 10. Sebregondi retrocede, segundo libro de Lamborghini, se publica en 1973 y originalmente era un libro de poemas. Escribe César Aira: “La tapa tenía el mismo emblema que la de El fiord: un dedo señalando hacia arriba, entre fálico y tipográfico. De éste se vendieron unos mil ejemplares, y Osvaldo comentaba, filosófico: ‘Efectos del boom. De su primer libro Borges vendió sesenta y cuatro’” (Osvaldo Lamborghini y su obra”, ). 11. “El matrimonio entre la utopía y el poder”, Literal.

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parecería tener que privarla de toda dimensión cualitativa, volviéndola ‘sola vida’ [...] De ahí la relevancia decisiva atribuida a la semántica del cuerpo [...] El cuerpo es el terreno más inmediato para la relación entre política y vida [...]” anota Esposito en Inmunitas (25). Lamborghini parodia esta relación entre vida y política por medio del exceso de los cuerpos en la “fiestonga de garchar” de El fiord, y textos como Sebregondi retrocede (y en especial en “El niño proletario”) y la insistencia, la recurrencia del “tin tin” de la gauchesca en su escritura. La “semántica del cuerpo” en Lamborghini articula la especificidad del lenguaje (el estilo) con lo político y crea un espacio en el cual se hacen visibles ciertas problemáticas (sociales, ideológicas, políticas, formales) que no pueden resolverse fácilmente en la dicotomía comprometido/apolítico, o su alternativa metafórica arma/abanico: hace visible el conflicto de la literatura de escapar de las divisiones hegemónicas que la definen. Esta estética se nutre además de sentimientos y emociones negativas: traición, humillación, ira; que por un lado están arraigados en lo corporal y por otro tienen una connotación social; son socialmente despreciables, ofensivos y, por sobre todo, niegan el vínculo social rechazando las convenciones de la moral: Conecté el falo a la boca respirante de ¡Estropeado! Con los cinco dedos de la mano imité una forma de la fusta. A fustazos le arranqué tiras de la piel de la cara a ¡Estropeado! Y le impartí la parca orden: —Habrás de lamerlo. Succión— ¡Estropeado! Se puso a lamerlo. Con escasas fuerzas, como si temiera hacerme daño, aumentándome el placer (Sebregondi retrocede 61).

Aquí se sincroniza escritura y política con una referencia histórica y estilística a la gauchesca; por un lado, la fusta para violar a ¡Estropeado! remite a la violación del unitario de El matadero, y por otro, la referencia al texto de Echeverría apunta a un contexto político signado por la dicotomía civilización o barbarie.12 La gauchesca representa un locus de representación de lo político tanto en su contexto original de producción del siglo xix como la lucha entre civilización y barbarie, encarnada en las facciones de federales y 12. El personaje “Esteban” también alude directamente a Echeverría.

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unitarios, como también en ciertas reinterpretaciones posteriores del género. Significativa es la lectura que hacen Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en su antología de la gauchesca publicada en 1955, en la cual, como señala Laura Demaría, se enfatiza un criterio estético en la selección y la significación de las obras seleccionadas obviando así el criterio político, paradoja esta que devela precisamente la intención política de negar la interpretación nacionalista y revisionista de la gauchesca asociada con el peronismo.13 Estas lecturas ponen en escena la lucha por el capital simbólico de lo político (es decir, la definición discursiva del enemigo) que determina al género. En Lamborghini, la referencia recurrente al “tin-tin” se da por medio de un trabajo con el lenguaje, que Natalia Brizuela y Juan Pablo Dabove interpretan como lo “intraducible” en relación con la literatura gauchesca: Cómo traducir, podríamos también preguntarnos, el ‘tin tin’ que atraviesa Sebregondi retrocede sin confinarlo a su referente Ascasubi. Aunque es indudablemente ‘el tin tin para todo gaucho’ también, de modo más radical y contundente, una onomatopeya que como cuchillo o navaja corta la lengua haciéndola ‘tintinear’ [...] (14).

La referencia a Ascasubi alude a una coyuntura en que lo político lo invade todo, y especialmente la escritura, y sin embargo, este “hacer tintinear la lengua”, el sentido como onomatopeya, constituye en Lamborghini una estrategia de distancia y escape a las dicotomías propias de lo político que saturan la literatura gauchesca. De esta manera, Lamborghini llama la atención a un momento de la historia argentina signado por lo político como antagonismos irreconciliables, a un período particular donde la violencia del tin-tin “para todo gaucho” tiñe de rojo, como en El matadero, al niño, a la masa popular, al toro, al extranjero, al unitario. Es, además, una referencia directa al mandato hegemónico de la función del escritor como intelectual, cuya misión sería la de portavoz y portador de una consciencia universal, como agente de cambio que cumple con la utopía del socialismo y encarna la lógica de la historia. Si en El matadero se tortura al unitario como

13. Demaría Laura.

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alegoría de la persecución de Rosas a los intelectuales opositores al régimen, en el “Niño proletario” se tortura y asesina a un agente histórico y universal (el proletariado), un agente que, de la misma manera que el intelectual latinoamericano de los sesenta y setenta, tiene como destino histórico la revolución. La escritura expone los mecanismos de construcción de los discursos hegemónicos en el estilo del tin-tin, y en el exceso que produce un escape a las dicotomías de lo político. Josefina Ludmer analiza la relación entre El fiord, el poema “La refalosa”, de Hilario Ascasubi, El matadero, de Esteban Echeverría, y “La fiesta del monstruo”, de Borges y Bioy Casares; quisiera detenerme en dos puntos principales de éste análisis: el doble uso del significante “salvaje” y “la representación del mal en la lengua.” (147). Según Ludmer, el significante “salvaje” posee un sentido bumerán que se vuelve violencia política en contra del que lo usa: el salvaje ataca al salvaje y ya no se sabe cuál es la diferencia. La escritura de Lamborghini recupera ese significante “bumerán”: “todos somos verdugos y verdugueados” dirá el narrador de El fiord, haciendo visible lo absurdo y el terror del “universo patria o muerte”, porque produce la exageración de todas las dicotomías desdibujando sus límites: Los dos espacios, y también los dos extremos de la derecha e izquierda, se refieren mutuamente en un movimiento de pulsación que culmina en la negación de uno por el otro, en la transformación de uno por el otro, y en la afirmación de que los dos son verdaderos y falsos a la vez. Los extremos se relacionan por la contigüidad [...] La lógica de lo simbólico se funde con la lógica de lo real para transformarla en imposible. Ese código central que articula El fiord es el punto donde las fiestas del monstruo se pierden (Ludmer 157-158).

Los “dos extremos” que se niegan el uno al otro ironizan la disyuntiva patria o muerte en una operación semántica que cambia simbólicamente la “o” por la “y”. Este cambio de sentido resulta en la opción misma como artificio: ya no es patria o muerte sino patria y muerte.

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II. Sentimientos desagradables Lamborghini articula la proliferación de afectos políticos que constituyen el discurso populista del peronismo con el de la violencia creciente de una sociedad dividida; el efecto de rechazo y repugnancia en las representaciones excesivas de la violencia sexual y las emanaciones del cuerpo despersonaliza y deshumaniza sus personajes, de la misma manera que, según Sianne Ngai, hace la novela de Melville The Confidence Man. En su libro Ugly Feelings, Ngai plantea que “This unusual proliferation of indistinct but insistently reappearing characters (all of whom seem more like representations of functions than representations of persons) impacts as much of the novel’s discursive noisiness as on its emotional opacity [...]” (50). El lenguaje, así como los personajes y los afectos que circulan entre ellos, niegan la posibilidad de comunicarse o conectarse por otro medio que no sea lo que Ngai denomina “ugly feelings”. La autora se propone recuperar la productividad crítica de ciertos sentimientos negativos, especialmente los que denomina “amorales” y “no-catárquicos”, que no ofrecen satisfacción ni en la virtud ni en sentimientos terapéuticos de purificación o de alivio. Me interesa especialmente su análisis de estos sentimientos negativos como una clase de “resistencia pasiva” o una forma de “acción suspendida”, en la modalidad de Bartlebyan politics. La escritura de Lamborghini, por otro lado, manipula una desproporcionada repetición de “sentimientos desagradables” que, junto a la deshumanización de los personajes y sus relaciones afectivas y emocionales, reproduce y parodia el desborde de la política a todos los ámbitos de la sociedad. En El fiord (1969) las relaciones maternales y paternales, así como las de amistad y amor o la pasión sexual (entre Alcira Fafó y el narrador, o el narrador y el “entrañable Sebas”, el loco y Carla Greta Terán, el Loco y su hijo, Atilio Tancredo Vacán, etc.) se nombran pero no se desarrollan a nivel afectivo, por el contrario, hacen evidente la falta de afectos, emociones y vínculos interpersonales. De hecho, los afectos que (no) circulan en los textos de Lamborghini marcan una insistencia en la mecanización y artificialidad de las relaciones y la falta total de vínculo que no sea el de las instituciones políticas y estatales, la militancia y la retórica política. La negatividad de estos afectos, estereotipados y parodiados en

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textos como El fiord y en “El niño proletario”, lleva a reflexionar sobre lo que Jonathan Flatley identifica como la historicidad de la experiencia afectiva:14 “The disclosure of the historicity of subjective emotional life always beckons toward a potentially political effect”(106). Flatley afirma que la emoción y los afectos pueden ser leídos como dato histórico, y como vínculo potencial de politización con los otros (92). Desde esta perspectiva la escritura de Lamborghini presenta un mapa afectivo de la sociedad y del campo cultural en el contexto de los años sesenta y setenta en la Argentina. En este mapa es posible rastrear, además, un camino desde El fiord (1969) hasta Sebregondi retrocede (1973), que dibuja dos niveles paralelos: por un lado, la distopía de la revolución y el simulacro de afectos políticos que esta desencadena en el texto de los sesenta, y por otro la escena de exterminación del enemigo absoluto en el texto de los setenta (especialmente en “El niño proletario”, pero también en la figura del marqués de Sebregondi análoga a la de Lamborghini como “sujeto textual para la represión”).15 Este mapa funciona además como una guía para interpretar ciertas alianzas políticas: “In short, without and affective map, the most basic political acts –the distinction between friend and foe, danger from safety, despair-inducing from interesting enhancing experiences become impossible, we are reduced to operating as if dumb or blind” (Flatley, 78). Sin embargo, éste es un mapa irónico que, al parodiar la coyuntura histórica de manera exacerbada, crea la distancia necesaria para una lectura crítica. Leer a Lamborghini desde el mapa afectivo que representa despliega su potencialidad impolítica: indaga en la relación dialéctica entre la representación del afecto y la ideología, y muestra la artificialidad del discurso de lo político enmarcado en la dicotomía amigo/enemigo. 14. “This book has so far argued for the usefulness of the term “affective mapping” to name a particular set of aesthetics strategies that allow one to perceive the historicity of one’s affective experience, especially experiences of difficult, potentially depressing, loss. By historicity here, I mean first of all the specificity of a particular historical moment. The affective map represents subjective emotional life as the precipitate formed by the intersection of a set of social processes and institutions, and as such shared by other persons who are subjected to the same forces” (105). 15. Véase “Los hijos de Lamborghini”, en Atípicos de la literatura latinoamericana de Elsa Drucaroff.

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¿Cómo identificar, entonces, la distinción amigo/enemigo en El fiord? La figura de la traición alude, por un lado, a la rivalidad entre los sindicalistas Augusto Timoteo Vandor (que proponía “un peronismo sin Perón”) y Andrés Framini, que apoyaba a Perón cuando éste estaba en el exilio, y por otro a la movilidad (o disponibilidad) de la imagen del enemigo. Esta disponibilidad se representa como parte de una cadena de extremos opuestos: “No sabemos bien qué ocurrió después de Huerta Grande. Ocurrió. Vacío y punto nodal de todas las fuerzas en tensión. Ocurrió” (18). Como ya ha señalado la crítica, el asesinato y la ingesta del Loco Rodríguez remite al mito de la horda originaria de Freud, traición originaria (y cruce entre los discursos de la política y del psicoanálisis) donde la violencia de la comunidad se hace presente. El Loco, padre de la criatura que está por nacer, arremete contra la madre, Carla Greta Terán (CGT), le rompe los dientes, le da con un látigo, se le sube encima y desencadena una serie de “fiestongas” que son interpeladas siempre por algún hecho político: “Sebas”, en el rincón donde yace “entre trapos viejos y combativos periódicos que en su oportunidad abogaron por el terror” (11), grita: “¡Viva al plan de lucha!”, sus murmullos de “CGT, CGT, CGT...” (12) acompañan la orgía y la emergencia de la cabeza del recién nacido Atilio Tancredo Vacán (iniciales de Augusto Timoteo Vandor). La rebelión contra el Loco, que comienza con la “tercera deposición”16 del narrador y continúa con el festín caníbal, desencadena un exceso de opuestos: las manos aserradas de la mujer que ofrenda “la derecha y la izquierda”; las “hoces, desligadas eterna o momentáneamente de sus respectivos martillos y fragmentos de burdas esvásticas de alquitrán: Dios, Patria y Hogar [...]”; la “sonora muchedumbre” en contraposición con “el rostro de cada uno de nosotros” (18). Esta cadena de opuestos culmina en una reflexión del narrador que cuestiona, precisamente, la idea misma de la oposición amigo/enemigo: Me pregunto si yo figuro en el gran libro de los verdugos y ella en el de las víctimas. O si es al revés. O si los dos estamos inscriptos en ambos libros. Verdugos

16. El peronismo era caracterizado como “tercera posición”: “ni yanquis ni marxistas; peronistas”.

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y verdugueados. No importa en definitiva [...] El Loco me mira mirándome, degradándome a víctima suya: entonces ya lo estoy jodiendo. Paso a ser su verdugo. Pero no se acabó ni se acabará lo que se daba (18).

Este pasaje condensa las contradicciones de los discursos políticos hegemónicos en los cuales la violencia se constituye como instrumento determinante de lo político; alude a lo que Susan Buck-Morss llama el “blind spot”, la zona en la cual el poder está por encima de la ley y potencialmente se transforma en terreno del terror, la “la zona salvaje del poder” (2). En El fiord, la “zona salvaje del poder” expone la imposibilidad de un criterio estable que defina la diferencia entre amigo/ enemigo; de esta manera el enemigo es una figura móvil, es decir, un significante vacío. Según John Kraniauskas, El fiord ,“se ofrece a ser leído como alegoría de la emergencia de una ‘izquierda nacional’, la transformación ‘socialista’ del peronismo [...] así como la prefiguración de cambios futuros en los inicios de los 70’ (y los orígenes de la guerrilla urbana y los Montoneros)” (45).17 Esta interpretación da al texto de Lamborghini un carácter premonitorio y, por otro lado, lo lee como “espejo” de la realidad política de los años 70. El texto, según el crítico, elimina los “sentimientos subjetivos que fueron transformados en fuerzas organizadoras, esto es, en afectos políticos” (48). Me interesa esta neutralización de los afectos políticos que señala Kaniauskas porque es posible interpretar una doble operación semántica: por un lado, se da un distanciamiento de las fuerzas afectivas y emocionales que dan sentido al peronismo, y por otro, se expone su ficcionalidad discursiva. Es precisamente esta manipulación y exacerbación de afectos políticos —que en la escritura de Lamborghini contribuye al efecto slapstick comedy— la que se desvía (parodiándola) de la legitimación de la escritura por la ideología y recurre a lo que hemos mencionado anteriormente como “semántica del cuerpo”. Propongo una lectura que ubique El fiord “más allá” de ser un reflejo de la violencia de los años sesenta en la Argentina: como un mecanismo de desarme de la retórica discursiva y afectiva de lo político. 17. En “Revolución-porno: El fiord y el estado peronista”.

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En este punto entonces es posible leer el mapa afectivo que traza Lamborghini: hecho de cuerpos violadores y violados, mutilados y mutiladores, “reales” y ortopédicos, sexuales y políticos; cuerpos que encarnan y escenifican el proceso por el cual éstos se vuelven “otro que sí mismo”, en un simulacro de los afectos políticos que (re)construyen la retórica del peronismo, de la represión, de la guerrilla, del sindicalismo, de la militancia política. Esta escritura pone en escena la política de los afectos, la brecha en la cual la ideología es insuficiente en la representación lo político, la expone como “talón de Aquiles” del pacto hegemónico; en el mapa afectivo que dibuja El fiord, la ideología y las negociaciones políticas son insuficientes para crear un pacto que cohesione lo social, ya que los afectos que circulan desbordan siempre los cuerpos y se transforman en violencia y terror.

III. Lengua y tin-tin En la Argentina de fines los sesenta y de los años setenta las palabras son insuficientes para representar la violencia creciente de la sociedad; se trata entonces del despropósito de representar la realidad, de su imposibilidad y de la capacidad de la literatura de poner en evidencia esta imposibilidad: “Hablando de cualquier cosa decimos la realidad, porque cuando hablamos sobre la realidad, decimos otra cosa”. (23). Literal número118. Dice el número dos de la revista Literal que Lamborghini fundó junto con Germán García y Luis Guzmán en 1973 y en la que participó hasta 1977: La negativa de aceptar como preceptiva literaria a la que postulan quienes han convertido en destino su propio fracaso en lograr equivalencias, se funda en la convicción de que el delirio realista de duplicar el mundo mantiene una estrecha relación con el deseo de someterse a un orden claro y transparente donde quedaría suprimida la ambigüedad del lenguaje; su sobreabundancia, mejor dicho. (15)

18. En Héctor Libertella, Literal.

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La apuesta es, entonces, a las posibilidades de la ambigüedad de la escritura; y específicamente, el rechazo a aceptar un orden basado en el supuesto de que el lenguaje equivale con la “realidad”, o como se afirma en Literal sobre Flaubert, “el método de reproducir, vaciados, los discursos sociales pretendidamente sin rajaduras” (19). La “estética del asco” de Lamborghini establece una distancia con la función de representación del lenguaje que produce un efecto similar a lo que Ngai identifica como “stuplimity”; este afecto mezcla de lo sublime con la estupidez. La estrategia anti-realista, íntimamente ligada a la lengua como onomatopeya o tin-tin, produce una serie de “minor exhaustions and fatigues” (292) que se contraponen, por ejemplo, al sentido trascendente de la escritura política comprometida. Lo que Ngai caracteriza como “the negative experience of stupefaction”, producido por un lenguaje en el cual las palabras presentan la experiencia de la diferencia antes de su conceptualización o su valorización, es en Lamborghini el “tin-tin de toda lengua”. Las palabras no construyen una narrativa que mantiene las convenciones temporales, el orden o la producción lógica de sentido: “¿Dificultades expresivas?” (Babea). Usted y yo o yo. Quiero decir, o eso al menos digo: pee. Peer, pen, pensare, preiserne, per, pbai, senere, persenerai, pbn” (Sebregondi retrocede 35). Me interesa especialmente lo que Ngai señala como “la parálisis temporal” que se produce al tratar de establecer una conexión, una secuencia causa-efecto que construya continuidad de sentido frente a “a thick or ‘simultaneous’ layering of elements in place of linear sequences” (257). En la cocina estoy solo. Revuelvo el nescafé. El tambor de la memoria gira. El revólver, explícitamente revolver, un fuego para calentar cierto regreso. Lo que se revuelve posee ciertas características. Lo revuelto, el humo de las cocinas: un viaje en lejanía-distancia. La embarcación, ese humo. Nave-gación. Pero esa sopa se descocina al llegar a los labios de criatura. Se deshace en el aire, en el humo del viaje hacia la boca (labios...) (dientes...) (paladar...) (lengua). La sopa vuelve: regresa-revolver. Criatura no está, de todos modos, en los rasgos de lo revuelto. Criatura implica encierro en la cocina donde el humo cierra todas las salidas. Criatura, llanto, humo. Lágrimas como perlas-húmedas. Lágrimas como per. Perlas a secas. Húmedas. Implicaba el orden numérico 1,2,3. Pero se deslizó un desorden fugaz [...] (49).

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En este pasaje la repetición, la asociación de imágenes la descomposición de las palabras se traduce en un “desorden fugaz” que desarregla el sentido de la narración, su “orden numérico”. Hay, entonces, una “serie” en el sentido de colección, de “sucesión de cantidades”, porque la narración no sucede, se niega a ceder: Toda la lengua. La pieza del hotel se cerró sobre él: solo se vuelve un actor. Encender el cigarrillo, preparar el agua para el mate, aflojarse la corbata frente al espejo. Gestos. Convocan una platea plateada por la plática. Una la. Platea de labios murmurantes que no hablan a nadie, por lo tanto a él. Por lo tanto. Retazos descocidos de palabras [...] (54).

Estas acciones cotidianas que implican la narración de una historia son gestos vacíos, un simulacro de comienzo de narración que se deshace en retazos de palabras que no conducen a la representación de una totalidad, sino que promueven la apatía, una distancia afectiva que se alinea con la negación de la historia como fuente trascendente de verdades o como modelo narrativo formal. Según Ngai refieren a una experiencia estética en la cual el asombro se conjuga con el aburrimiento, convocando un sentimiento de irritación y fatiga. “Stuplimity”, señala la crítica, “[...] is a tension that holds opposing affects together. [...] Reveals the limits of our ability to comprehend a vastly extended form as a totality” (271). Este concepto nos lleva a considerar las palabras como sentido fragmentado, menos como vehículo de algo trascendente que como unidades posibles de aglutinación, repetición, parodia. “Stuplimity” es anti-aurático, se opone a cualquier pretensión de trascendencia espiritual (278). Esta estrategia denota un esfuerzo de reconfigurar la relación del lector con la diferencia a través de la repetición y del juego con la gramática, ya que induce a una experiencia negativa de estupefacción (253): Es la prosodia desheredada de quien no se avergüenza de la metafísica, por la metafísica, ya que tampoco abandona la ilusión remachada, o calcada, o momificada en el clanco soporte del lenguaje: el silencio de todos modos, llenado sería por el cuerpo o por cualquier (otro) piripí: o en demasía, por advenedizos en el límite del guligulis-pics-pics; en el extremo, como se dice ahora, un tiempo para, un espacio —presente— donde cada punto se amojona dispuesto (peripatético casi) a emitir el toral de su energía para instituirse como unánima moción de frontera (199).

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Sin embargo, esta experiencia tiene, desde mi punto de vista, una conexión menos negativa que “productiva”: en la crisis de la narración que se deshace, la experiencia de hastío recrea la saturación y el vaciamiento de sentido de la retórica política. El tedio que produce la repetición de sonidos esquiva la narración como totalidad verosímil: La portera pretendió prohibirme la entrada a mi propia casa, cosas que a mí me pasan. Luchamos junto al ascensor. No quería dejarme entrar a mi propia casa. Echado de mi casa, expulsado hasta la desolada esquina opuesta pensé, llegué a pensarlo: si me echa no vuelvo nunca más a esta casa. Padre cerdo que estás en la mierda, tu lugar si allí te veo almibarado en grumos, yo por mí hubiera matado a los otros, no a mí mismo, quieto basta. Pero me retraje. Introvertido. Papá mimame los ojos. No se puede responder o se puede responder uede responder ede responder de responder e responder responder esponder sponder ponder onder nder der er r... (68).

En el contexto político mencionado, en el cual las palabras ya no alcanzan para representar la violencia de los hechos, la escritura de Lamborghini encarna la insuficiencia del lenguaje de hacerse cargo de un mensaje político: “Tanto dolor, ay, en la obviedad de la palabra obvia”(42). se lee en Sebregondi retrocede, o como afirmara en una entrevista que publicó Lecturas críticas en 1980: “una ideología te propicia para pelotudeces, pero también para mitos heroicos”. Estos mitos constituyen, inevitablemente, la dicotomía hegemónica literatura comprometida/apolítica (“los albañiles que se caen de los andamios, toda esa sanata, la cosa llorona, bolche, quejosa, de lamentarse”, dice Lamborghini).19 Se trata entonces del desvío del “delirio realista de duplicar la realidad”, de negarle coherencia, continuidad y cohesión a la narración a través de la acumulación de palabras y de la media lengua del tin-tin: Tuvo un ataque de histeria en medio de un pujo Carla Greta Terón. Todos a una miramos hacia su lecho de parto porque ella yacente empezó a gritar: “Que se viene. Que ya está. Que se que se. Que ya estuvo. ¡Hip, Ra!, ¡Hip, Ra!, ¡Hip, Ra! Explicaba en su media lengua que era inminente- y no inmierdente, como dice Sebas, que ya paría (El fiord 14).

19. .

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La letra crea una distancia con su referente que lo vuelve absurdo; es decir, obstaculiza la función legitimadora de una ideología. En la lucha por el capital simbólico las escrituras (im)políticas dan un paso al costado esquivando el gesto que Kurlat Ares señala como “el intento de recomposición del campo cultural desde lo político” (44); porque precisamente rehúsan seguir la lógica de lo que Esposito señala como “la fuerza de la representación” (60) que justificaría el orden existente (aunque sea oponiéndose a él). Lamborghini efectúa una operación análoga (y anterior) a lo que Alberto Giordano afirma de la revista Literal: “se propone ocupar el lugar del insoportable” (61).20 El crítico sugiere que la revista intenta producir un efecto de decepción que resiste a toda doxa provocando otra manera de reconocimiento de las fuerzas políticas antagónicas de la cultura argentina y afirma: “Los Otros de Literal son las ilusiones populistas y realistas, entendidas ambas como “políticas de la felicidad”, es decir, como políticas que instituyen como valor superior la verdad de lo real [...]” (63). Las palabras descosidas parodian un tartamudeo, “dificultades expresivas” que suspenden la continuidad de la narración y producen, como lo señala Giordano, extrañeza fundamental, desconcierto, tedio. La oposición a la representación realista sería también un desvío de “las fuerzas políticas antagónicas” hegemónicas y, además, de las “políticas de la felicidad” que propone el realismo populista. Al tiempo político del realismo que hace posible, a la vez, la retórica populista y el discurso de la dictadura, se contrapone la escritura que obstaculiza lo que Laclau llama cadena de equivalencias de los significantes vacíos de la política, proceso de significación que construye un discurso bélico proponiendo una organización social, política, económica, etc., siempre organizada en torno a la dicotomía nosotros/ellos. La escritura de Lamborghini se hace insoportable en su violencia exagerada, en su tartamudeo y en su manera de transgredir los códigos realistas de representación; sin embargo, a diferencia de una vanguardia histórica que proclama “the future is our goal” (48), lo que constituye lo (im)político de Lamborghini no es su manera de romper con 20. “Literal y El frasquito: las contradicciones de la vanguardia”, en Las razones de la crítica. Buenos Aires: Colihue, 1999.

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las formas tradicionales de representación realista o con la concepción del arte como institución burguesa, sino su capacidad de negarle valor a lo político como dicotomía bélica como verdad trascendente. Entonces no se trata de hablar de política: “Yo no hablaría así de política, plantearía la cosa en otros términos”. Yo ahora no sé hablar de política, hum, no sé, pero puedo contar bastante bien una enfermedad: aquí los cólicos tienen mucho que ver. “Qué le hace pensar que está desgarrado? O tal vez: ¿por qué siente la necesidad de estar des-garrado? Porque usted ne-cesita sentirse mal”. Hum, no sé. La historia. Beh. Me hace sentir atrapado en la trampa o peor, demasiado lejos, des (Sebregondi retrocede 33).

La trampa de la historia es posible con la complicidad del lenguaje (y en este pasaje el diálogo psicoanalítico funciona también como deconstrucción del relato), que crea una narrativa que hace verosímil, por un lado, la lógica de lo político, y por otro, una “comunidad imaginada” como referente del texto. En este modelo, la literatura puede ser entonces el locus de una narrativa que promueve una ilusión de completud, de verosimilitud y de consenso. Esto es precisamente lo que niega Lamborghini en “El niño proletario”: la percepción automatizada del lenguaje que tiene una relación “real” con su referente, El sufrimiento realista se hace condición de la palabra que denuncia (a quién, frente a qué juez, según qué ley?) la injusticia que paradójicamente reproduce en la represión que instaura sobre el lenguaje mismo, convirtiéndola en mala a cualquier palabra que se sostenga por su peso. El realismo es injusto porque el lenguaje, como la realidad social, no es natural. Para cuestionar la realidad en un texto hay que empezar por eliminar la pre-potencia del referente, condición indispensable para que la potencia de la palabra se despliegue (Literal 24).

De la misma manera: “Cuando palabra se niega a la función instrumental es porque se ha caído de la cadena de montaje de las ideologías reinantes, proponiéndose en ese lugar donde la sociedad no tiene nada que decir” (Literal 28; [bastardillas en el original]). La representación del estereotipo de clase, la literatura llorona del populismo realista se configura, en definitiva, en la operación de ubicar a la escritura en el mismo plano que la moral; es decir, la literatura está obligada a cumplir un deber de denuncia o pedagógico. En palabras de Miguel

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Dalmaroni: “[...] ‘populismo’ como maniqueísmo moral (a veces emparentado con ideologías humanistas, religiosas, etc.) en la distribución de roles estereotipados según la distinción clasista anterior: los burgueses son irredimible y completamente malos; los proletarios, naturalmente buenos” (18).21 ¿Podríamos, entonces, leer esta insistencia del lenguaje en no representar “la realidad”, la prepotente y programática indiferencia al referente, como “situaciones de pasividad”, como un entendimiento pesimista de la propia relación del lenguaje con la acción política? (Ngai 3).22 Y si así fuera, ¿quedaría la especificidad de la literatura (im)política reducida a su función meramente negativa? Propongo que no, ya que esta hipótesis lleva a considerar una relación entre literatura y política solamente dicotómica y, por lo tanto, dentro del terreno de lo político como escenario bélico. Esta relación conserva inevitablemente la jerarquía que opone la política como locus de dominación con la literatura como locus de resistencia. Desde esta perspectiva, entonces, la literatura queda limitada a cumplir una función de comentario, en la que o refuerza o resiste el sistema. Sin embargo, como señala Jacques Rancière, “The collapse of the representational paradigm means not only the collapse of the hierarchical system of address; it means the collapse of the whole regime of meaning” (Dissensus 159). Lo que el pensador francés llama “políticas de la literatura” vuelve el mundo inteligible a través de una nueva manera de redistribuir lo perceptible, y es desde esa concepción de la literatura como modo de intervención que pone de relieve diferentes aspectos del mundo (los sujetos, los objetos y las prácticas), que los nombra y los hace accesibles a la interpretación o al entendimiento, es que me interesa leer la escritura de Lamborghini, como una manera particular de relacionar lo visible y decible. 21. Para una discusión del populismo en la literatura, véase La palabra justa: literatura, crítica y memoria en la Argentina 1906-2002. Buenos Aires: Melusina Editorial, 2004. 22. Señala Ngai: “These situations of passivity, as uniquely disclosed and interpreted by ignoble feelings [...] can also be thought as allegories for an autonomous or bourgeois art’s increasingly resigned and pessimistic understanding of its own relationship to political action” (3). Me interesa esta relación de literatura y acción política en la escritura de Lamborghini.

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Las palabras descocidas de Lamborghini apuntan cortar la narración en unidades cada vez más pequeñas, provocan hastío y desconcierto en un simulacro paródico del funcionamiento de los significantes vacíos de la retórica política. La narración que se vuelve una serie de palabras, y las palabras una serie de sonidos, produce una experiencia similar a lo que que Elizabeth Goodstein llama “experience without qualities”, “crisis of meaning”, “an encounter with the limits of language” (1), inducen al tedio existencial que para Heidegger suspende el progreso y la continuidad históricas y, “nos deja en el limbo”, “nos deja vacíos”.23 ¿Cómo interpretar entonces la estrategia de las palabras descosidas de Lamborghini, que producen un hastío similar a (según Ngai) el efecto de “stuplimity”, o de “agencia suspendida” (Bartlebyan politics), en el que se niega la “pre-potencia del referente”, y la legitimación de la literatura por la ideología? Quiero señalar que esta “estrategia discursiva” (repetición, fragmentación, incoherencia, discontinuidad, saturación) está ligada, por un lado, a una manera de poner entre paréntesis la narrativa de lo político y, por otro, de suspender el relato utópico de “las políticas de la felicidad”, o sea, de la equivalencia entre escritura y realidad. Es evidente que no constituye una estrategia apolítica, sino, por el contrario, que llama la atención a la política, pero desde sus límites, desde el sinsentido del lenguaje, que tiene la capacidad contradictoria de funcionar al mismo tiempo para legitimar y desarticular el sentido: Las inscripciones luminosas arrojaban esporádica luz sobre nuestros rostros. “No Seremos Nunca Carne Bolchevique Dios Patria Hogar”. “Dos tres Vietnam”. “Perón Es Revolución”. “Solidaridad Activa Con Las Guerrillas”. “Por un Amplio frente Propaz.” Alcira Fafó fumaba un clásico cigarrillo de sobremesa y disfrutaba. Hacía coincidir sus bocanadas de humo con los huecos de las letras que eran de mil colores (25).

En este pasaje se condensa lo absurdo de la retórica hegemónica con la imposibilidad de la escritura de apropiarse de ese lenguaje de manera 23. Para un análisis de aburrimiento y política en las novelas argentinas actuales vease mi artículo “La experiencia del vacío: tedio y política en novelas argentinas del 2000”, Revista Iberoamericana, próxima publicación.

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realista. La alternativa que ofrece El fiord es la desfamiliarización de esta retórica y la reorganización de lo perceptible en el terreno de la literatura. La escritura de Lamborghini no quiere triunfar sobre la realidad, es lo contrario de la definición del deber ser del arte que da Juan Carlos Portantiero en 1961: “El triunfo del arte está dado en la medida que su producto no contradiga la esencia de lo real y, en cambio, ilumine honduras todavía confusas del hombre pero que las ilumine como acto emocional, como presencia totalizadora y unitaria, en la que nuevos contenidos: afectivos, biológicos, ideológicos y prácticos sean descubiertos y comunicados hasta transformarse en ‘verdad para todos’” (69). Frente a esta idea del arte, Lamborghini hace sonar el tin-tin, porque “Hum, no sé. La historia. Beh”.

Bibliografía Amar Sánchez, Ana María. Instrucciones para la derrota: Narrativas éticas y políticas de perdedores. Barcelona: Anthropos, 2010. Anzorena, Óscar. Tiempo de violencia y utopía. Buenos Aires: Ediciones Colihue, 1998. Astutti, Adriana. Andares Clancos. Rosario: Beatriz Viterbo, 2001. Brizuela, Natalia y Dabove, Juan Pablo (eds.). Y todo el resto es literatura. Buenos Aires: Interzona Editora, 2008. Dalmaroni, Miguel. La palabra justa: literatura, crítica y memoria en la Argentina 1906-2002. Buenos Aires: Melusina Editorial, 2004. Demaría, Laura. “Borges y Bioy Casares, 1955 y la Poesía gauchesca como paradójica rebeldía”. Latin American Literary Review, Vol. 22, no. 44, jul. -dic (1994): 20-30. Drucaroff, Elsa. Atípicos en la literatura latinoamericana. Ed. Noé Jitrik. Buenos Aires: UBA, 1996. 8. Esposito, Roberto. Categorías de lo impolítico. Trad. Roberto Raschella. Buenos Aires: Katz, 2006. Flatley, Jonathan. Affective Mapping. Melancholia and The Politics of Modernism. Cambridge: Harvard University Press, 2008. Gilman, Claudia. Entre la pluma y el fusil. Buenos Aires: Siglo XXI, 2003. Kraniauskas, John. “Revolución porno: El fiord y el estado Eva-Peronista”. Boletín 8 del Centro de estudios de teoría y crítica literaria, (octubre 2000): 44-55.

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Los UGLY FEELINGS de Osvaldo Lamborghini

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Kurlat Ares, S. Para una intelectualidad sin episteme. Buenos Aires: Corregidor, 1996. Lamborghini, Osvaldo. Novelas y Cuentos I y II. Buenos Aires: Sudamericana, 2003. Libertella, Héctor. Literal. Buenos Aires: Santiago Arcos Editor, 2002. Ludmer, Josefina. El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Buenos Aires: Perfil, 1988 Mouffe, Chantal. On the Political. New York: Routledge, 2006. Ngai, Sianne. Ugly Feelings. Cambridge: Harvard University Press, 2005. Portantiero, Juan Carlos. Realismo y realidad en la narrativa argentina. Buenos Aires: Eudeba, 2011. Rancière, Jacques. Dissensus. (Trad.) Steven Corcoran. New York: Continnuum International Publishing Group , 2010. Rizzi, Analía. Mayo, 2013, . Schmitt, Carl. The Concept of The Political. Trad. George Schwab. Chicago: The University of Chicago Press, 1996. Strafacce, Ricardo. Osvaldo Lamborghini. Una biografía. Buenos Aires: Mansalva, 2008.

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El arte de la diatriba en la poesía chilena contemporánea (Maquieira, Uribe, Zurita) Stéphanie Decante Université Paris Ouest Nanterre, EA 369

Interrogar las relaciones entre literatura y violencia política puede tomar varios derroteros. Más que analizar las posibles representaciones de la violencia política en la literatura, me interesa aquí explorar las posibles “violencias” de la literatura, especialmente de aquellos discursos que ponen en escena a un enunciador fuera de sí y provocadoramente violento ante el escándalo de la violencia. Esto,pues, es parte de una investigación sobre las formas en que la diatriba, en tanto que modelo discursivo, está siendo reapropiada en y por la literatura contemporánea. Su resurgencia en la prosa ha sido notable estos últimos años (en las novelas de Fernando Vallejo, por supuesto, pero también en las de Horacio Castellanos Moya, Rodrigo Rey Rosa, Juan Villoro y Roberto Bolaño; este último, por lo demás, erigió la diatriba como modelo de literatura comprometida para la época actual) (Decante, El arte de la diatriba). En el marco de esta reflexión sobre literatura y violencia política, quisiera analizar ahora las modalidades y los efectos de su uso en la poesía chilena de la dictadura

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y la post dictadura. Me interesa la diatriba por tres razones. En primer lugar porque su estatuto genérico es ambiguo: oscila entre discurso filosófico, político y literario; entre palabra panfletaria y palabra poética (Angenot 1978). Como lo recuerda Roberto Esposito, encierra y concentra las tensiones y ambivalencias que caracterizan las relaciones entre palabra y violencia (Esposito, 2006). Si bien, según la tradición helénica, la diatriba estoica consiste en una conversación filosófica mantenida por un maestro que acude al método erístico con el fin de ilustrar a su discípulo, rápidamente se convierte en un discurso público que persigue fines de predicación moral o política. Es entonces cuando (hacia el tercer siglo antes de JC) los Cínicos (Bión de Borístenes, Téles, Diógenes) retoman esta forma discursiva para orientarla hacia fines satírico-paródicos y conferirle los que serán sus principales rasgos: puesta en escena ficticia de un diálogo, interpelación a un interlocutor, también ficticio, que cobra el cariz de una polémica violenta y acude a una serie de recursos retóricos: invectiva, fábula edificante, sátira, ironía y citación de los argumentos del adversario para reducirlos al absurdo. El tono de estos discursos apagógicos es, pues, mitad serio, mitad cómico, pero siempre agresivo y blasfematorio y toma como principales blancos los elementos (políticos, religiosos, genéricos, nacionalistas) constitutivos de la doxa. Inicialmente propia del ágora, de la toma de palabra pública y la oralidad, la diatriba cínica se ha ido incorporando a la literatura (especialmente de Voltaire en adelante, llegando al uso provocador en extremo que Thomas Bernhard hizo de ella)1. Y ha suscitado dos tipos de reacciones: por un lado, escándalos públicos, y por otro, una fascinación por parte de los críticos, quienes veían ahí una oportunidad para revitalizar la poesía civile con un entusiasmo tal que Tadeuz Sinko ha podido hablar, a principios del siglo xx, de diatribomanía. Así, el recurso a la diatriba permitía renovar ciertas misiones de la literatura en tanto que espejo descodificador y conciencia comprometida del mundo, en un frágil equilibrio entre análisis, queja, provocación y crítica social, corriendo siempre, eso sí,

1. De ahora en adelante, al aludir a la diatriba, me referiré a su vertiente estoica, que es la que interesa para el corpus que voy a trabajar.

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el riesgo de reproducir la violencia de los discursos que pretendía combatir (Sinko 28). Hasta el día de hoy, llama la atención la virulencia de los escándalos públicos que han podido suscitar estos textos literarios diatríbicos. Y este es el segundo aspecto que me interesa. Tanto en los tiempos dictatoriales de violencia oficialmente denegada como en los tiempos transicionales de memoria silenciada y verdades consensuales, la diatriba literaria ha irrumpido en la escena cultural chilena como un grito, una provocación, y ha solido suscitar —haciéndonos creer por un tiempo en los poderes de la literatura— vivas polémicas. Este poder de interpelación tiene que ver con una cierta estrategia en relación con el delicado uso de la palabra violenta, es decir, con el arte de proferirla o citarla, de agudizarla o desviarla. En el ethos de estos textos, en su sutil manejo de la cita, están las condiciones de posibilidad de su eficacia. Como si, al incorporar la diatriba, estos textos crearan una zona de ambivalencia ficcional que tensiona la recepción. Como si, al reivindicar un discurso violento (imprecaciones, delirio verbal digresivo y atropellado, invectiva, vocabulario soez, retratos vitriólicos) pusieran en escena una respuesta indignada que deriva hacia un hartazgo y un odio visceral, un tanto alejado del tono del género testimonial propio, en Chile, de los años ochenta y noventa (Nómez 2007), y cabe decirlo, bastante más desconcertante para el receptor. Como si, al repetir un discurso violento (discurso oficial y censurador de la dictadura, y, en menor grado, silenciamiento consensual de la transición a la democracia), es decir, al citarlo y al replicar reduplicándolo, pusieran en evidencia, revelaran, sus mismísimos mecanismos: ridiculización del otro, reducción de sus propósitos al absurdo o aniquilación de su capacidad razonante, es decir, negación, violación de su ser, de su identidad humana: violencia. Como si estas diatribas poéticas hicieran de la literatura un campo de batalla, un terreno de luchas, donde lo que está en juego no es tanto la representación de hechos violentos, sino la forma misma (y la violencia misma) del lenguaje con el que se expresa la violencia. Así, el recurso a la diatriba en la poesía orienta a esta hacia el delicado camino de la “palabra virulenta y panfletaria” (Angenot 258); nos recuerda sus ambivalentes relaciones con el poder y la violencia del poder, como tan bien lo ha demostrado Etienne Balibar en un ensayo en el que interroga

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y problematiza la posible “violencia de los intelectuales”. Al acudir a un oxímoron (“el lugar común —rigurosamente incompartible— de todas las divisiones”) para definir la violencia, Balibar (10) recalca la dimensión subjetiva y aporética de su definición. No obstante, plantea un doble reparo: si por un lado existe un umbral infranqueable entre “violencia real” y “violencia simbólica” (a tal punto que equipar estos dos conceptos vendría a ser algo así como una impostura), por otro es imprescindible no descartar la violencia simbólica como componente fundamental de la violencia, sin la que esta no podría ejercerse: Si ignoramos que la violencia simbólica es una violencia, en el límite de la violencia real (o, si preferimos, que el límite del poder simbólico es una violencia en sí), entonces nos privamos del medio de entender cómo la violencia simbólica agrega realmente una dimensión a la violencia, sin la cual esta no sería posible (Balibar 10).2

En la toma en consideración de estos sutiles y estrechos nexos entre violencia real y violencia simbólica radicaría, pues, una vía para desentrañar las relaciones de los intelectuales con la violencia. Para que los intelectuales tengan un modo de acción contra la violencia, quizás sea necesario que se dejen de exceptuar de ella en tanto que meros espectadores indignados y que, al dejar de limitarse a observarla y describirla, descubran que están intrínsecamente implicados en su economía, siquiera por medio de la violencia propia del recurso al logos, como invita a hacerlo Roberto Esposito: Detrás de la imagen optimista e irenista del lenguaje como espacio para la resolución pacífica de conflictos, como antídoto contra el poder, se asoma otra bastante más inquietante: la del lenguaje como máquina productora de desigualdad y sometimiento. No como remedio, sino como expresión de la violencia; o por lo menos de una determinada forma de violencia (Esposito 62).

Hacerse cargo de estas consideraciones y de sus riesgos sería, pues, un elemento constitutivo del ethos de aquellos que —novelistas, ensayistas, poetas— acudan a la diatriba.

2. La traducción es nuestra; los subrayados son de Balibar.

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“Estrategias de guerra” (la expresión es de Enrique Lihn a propósito de Maquieira) contra la violencia del discurso dictatorial, esta poesía diatríbica enfatiza su telos de interpelación y nos invita a examinar, en el coro de los discursos de resistencia y junto con Benjamin, las condiciones de posibilidad de un arte político, que no politizado, es decir, un arte refractario. Propongo abordar las obras de tres poetas chilenos, quienes, en algún momento de su trayectoria creativa, han cultivado la diatriba. Se trata, cronológicamente, de Diego Maquieira (La Tirana, 1983), de Armando Uribe (Las brujas de uniforme, esencialmente, y en varios más de los textos que publicó en 1998, tras el arresto del general Pinochet en Londres) y de Raúl Zurita (sin dejar de referirme a otros poemarios de su obra, me concentraré en Los países muertos, que es uno de sus poemarios más “diatríbicos”, publicado en el 2006, aunque en realidad toda su obra está atravesada por la veta y el tono de la diatriba). Tras una breve revisión de las problemáticas de representación de la violencia que han ocupado el campo intelectual chileno entre los años 80 y el 2000, me centraré en dos aspectos a mi parecer claves para aprehender estas obras y evaluar el peso que la diatriba viene a cobrar en ellas. Primero, está lo que Dominique Maingueneau ha llamado el “ethos discursivo”, es decir, el tipo de postura enunciativa que despliegan estas obras ficcionalizando un cierto tipo de oralidad, proyectando una cierta imagen de autor y asegurando, a pesar de la provocación, sus condiciones de lisibilidad. Veremos que si bien retoman los rasgos propios del ethos diatríbico (hartazgo, rabia, indignación, interpelación provocadora y voluntad de persuasión), los extreman y terminan encarnando la voz de un paria que predica en el desierto, despotrica contra todo o incluso, y más radicalmente, delira. Ello complejiza el pacto de lectura que establecen estas obras; también las expone al riesgo del sinsentido y lo trivial. El segundo aspecto clave, y estrechamente relacionado con las condiciones de lisibilidad de estos textos, es el uso de la cita que en estas obras se hace.

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Dictadura y Transición: la violencia del lenguaje Al analizar las formas, medios y modalidades de la imposición de una “cultura autoritaria” en Chile, el sociólogo José Joaquín Brunner ha destacado su hondo efecto en el lenguaje: El verdadero vaciamiento simbólico de la sociedad lo produce la operación combinada del mercado y de la represión. Ambos dispositivos operan con un bajo umbral comunicativo pues no requieren, e incluso excluyen, la elaboración intersubjetiva de proyectos colectivos y de reciprocidades organizadas y es llenado en el nuevo orden por la difusión de ideología livianas, especialmente a través de la televisión (Brunner 78).

Esta combinación de autoritarismo militar e ideología de mercado se viene a agregar a un silenciamiento de la violencia sistemáticamente organizada desde el Estado. Produce una disgregación de la sociedad y proyecta su sombra, en tiempos de la Transición, mediante una serie de argumentos falaces (el mito del despegue económico permitido por el régimen militar, el supuesto “destape” —en realidad, “mezcla de liberalismo light y de moralismo conservador” (Hopenhayn, 1994: 76)—, la invocación de la necesaria “gobernabilidad”) que legitiman a posteriori la dictadura y garantizan un cierto inmovilismo político. Frente a este escenario desolador, varios artistas e intelectuales de los 80 conciben obras “hechas para ser inasimilables por cualquier sistema cultural oficial”; obras que, inspirándose en la preconización de Walter Benjamín (“forjar conceptos inútiles para los fines del fascismo”), “plantean algo no aprovechable ni recuperable por la lógica totalitaria” (Adriana Valdés, citada por Richard22). “Arte refractario”, “negación tenaz”, Nelly Richard, una de los principales integrantes de esta postura artística denominada “Escena de Avanzada”, contextualiza su lógica frente al arte contestatario: Haber formulado significados meramente contrarios al punto de vista del dominador sin atentar contra el orden de su gramática de la significación era mantenerse inscrito en la misma linealidad dualista de una construcción maniquea del sentido. Era invertir la simetría de lo representado, sin llegar a cuestionar su topología de la representación [...] era trazar una épica de la resistencia que no fuera más que el negativo de la toma oficial (Richard 16).

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Tanto Zurita como Maquieira, y posteriormente Uribe, van a poner la diatriba al servicio de este arte refractario, enfrentando al lector a signos comunicables pero nunca demasiado procesables, como en respuesta a la evidencia impuesta por la doxa dictatorial, como en un paso hacia el lado en relación con las obras testimoniales o ficcionales del arte contestatario que predominaba en la época (Avelar, Alegorías de la derrota; Nómez). En su ensayo Hacia una poética radical, William Rowe subraya que ambas obras poéticas se gestan en respuesta a la dislocación, al vaciamiento violento que sufrió el lenguaje durante la dictadura. Es más, Rowe también recuerda que Zurita, en un ensayo de 1983, Literatura, lenguaje y sociedad, se preguntaba “qué había ya en el estado del idioma que permitió que esto (el golpe) sucediera?” (Zurita, Literatura, lenguaje y sociedad, 24). En otras palabras, si bien acuden a la diatriba en sus obras, tanto Maquieira como Zurita lo hacen desde una posición de marginación y con una materia verbal corrupta. En estas condiciones, no será, ni mucho menos, la argumentación racional la que prevaldrá, sino más bien el arte de extremar la corrupción y el vaciamiento de sentido ya existentes. Asimismo, estos autores, en su recurso a la diatriba como “estrategias de guerra”, y según los preceptos de la Escena de Avanzada, van a desestabilizar incesantemente las fronteras entre arte y vida.

Ethos discursivo de la diatriba en Maquieira, Zurita y Uribe Según Dominique Maingueneau (2010), el ethos discursivo consiste en una escenografía auctorial mediante la cual el autor cultiva una buena imagen de sí y legitima su palabra, haciendo que su discurso sea persuasivo. En estas condiciones, el ethos propio de la diatriba (especialmente en su vertiente cínica, como es el caso en nuestros autores) es un desafío, pues el autor, al poner en escena a un enunciador iracundo y fuera de sí, tiene que lidiar con los prejuicios propios de las relaciones entre intelectuales y violencia. El que inaugura la serie de las obras analizadas es Diego Maquieira (1951). Su poemario inaugural, Upsilon, fue publicado en 1975. Dos años más tarde salió Bombardo, y en 1983, el violenta y claramente

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anticlerical La Tirana. En 1986 publicó Los Sea Harrier en el firmamento de eclipses, un anticipo de diez poemas del libro que aparecería siete años después, Los Sea Harrier (1993). Recientemente publicó y lanzó en la Bienal de Arte de Río Anapurna. Si bien la presencia pública de Maquieira es discreta (marcada incluso, por “desapariciones” recurrentes y duraderas), ha sido definido por Arturo Fontaine como “el más pasado para la punta” (Rowe 78), en referencia al ethos discursivo que instala en La Tirana, desde el poema liminar: Yo, La Tirana, rica y famosa / la Greta Garbo del cine chileno / pero muy culta y calentona, que / comienzo / a decaer, que se me va la cabeza / cada vez que me pongo a hablar / y hacer recuerdos de mis polvos con / Velázquez / [...] Ahora suelo a veces entrar a una / Iglesia / cuando no hay nadie / porque me gusta la luz que dan ciertas velas / la luz que le dan a mis pechugas / cuando estoy rezando (Maquieira 21).

Preámbulo a una larga interpelación, estos versos atropellados anuncian un gusto por la provocación (política, social, anticlerical) y el exceso; revelan una posición social, moral e intelectualmente contradictoria (prostituta aristocrática, famosa repudiada, religiosa lúbrica, lúcida delirante) y anticipa un vocabulario soez. El texto alude a un esplendor pasado (vistoso, erótico, farandulero) en contraposición con la actual decadencia física, psicológica y moral. Termina diseñando un escenario de enunciación marcado por la resistencia ante un sempiterno silenciamiento: “Mi vida es una inmoralidad / Y si bien vengo de una familia muy conocida / Aún soy la vieja que se los tiró a todos / Aún soy de una ordinariez feroz” (Maquieira 22); en una diatriba pronunciada “con todos mis dedos y mis dientes en la boca” (Maquieira 29) que revela la intrínseca corrupción del orden establecido y legitimado por la doxa. Pero la violencia de esta diatriba va más allá del tono, el vocabulario y las imágenes; también está en la dislocación del propio lenguaje: la enunciación se encuentra saturada y fragmentada, combina jergas de la oralidad chilena contemporánea y registros de escrituras del pasado: cultas, vulgares e informales. Asimismo, combina de forma aparentemente inconexa varias referencias históricas, dándole al presente una lectura nueva:

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El arte de la diatriba en la poesía chilena contemporánea 237 La Tirana, mediante una yuxtaposición temporal, combina, por una parte, la Inquisición del siglo xvi, que escenifica los conflictos culturales de América Latina en términos de imperio y mestizaje, y por otra, la mafia urbana del siglo xx. El contraste entre Inquisición y mafia manifiesta la inestable relación entre la ley y violencia [...] y constituye una alegoría de la dictadura política y la liberalización económica (Ayala 8).

Es de recalcar aquí la mutabilidad de la voz enunciativa, ora femenina y marcada por la obscenidad, ora masculina y marcada por un belicismo rayano en lo pendenciero. Su punto común es la necesidad de escandalizar mediante el exceso; un exceso que desenmascara la hipocresía del aparato cultural en torno al que se ha estructurado no solo la dictadura sino también la Transición (a la que apunta más claramente Los Sea Harrier, 1994). El ethos discursivo de Raúl Zurita es, sin lugar a dudas, el más espectacular y ambiguo; consiste en un yo hipertrofiado mutable y opaco —aunque con claros rasgos autobiográficos— que se interpela incesantemente a sí mismo, en pos de una (im)posible redención (Galindo 23). Su elaboración se inicia con la publicación, ya en 1971, de un poemario provocador El sermón de la montaña, delirio verbal que parodia la violenta paranoia ante lo soviético como tópico de los años previos al golpe. Cita, reapropiación y distorsión del discurso violento ajeno, he aquí una estrategia recurrente que Zurita retoma de la diatriba. Otro aspecto es la puesta en escena de un yo herido que mantiene relaciones ambivalentes con el poder: ora testimoniando en tanto que víctima (torturado e infligiéndose incluso daños físicos) a flor de piel y exhibiendo la evidencia con provocación —Purgatorio (1979) incluye una foto del corte que Zurita se hizo en la mejilla, un recorte de su electroencefalograma y un informe siquiátrico tras su detención política—, ora clamando su verbo en forma monumental (escritura en el cielo o en el desierto), proyectando un discurso poético que se confunde con el relato onírico y visionario para visualizar de nuevo las destrucciones del horror y entender su permanencia y ecos en el presente, ora despotricando contra todos: ex amigos y enemigos, compañeros de ruta, esposas en un poemario, Los países muertos (2006), cuyo primer apartado se abre con un “ma chi sei?” y se cierra con las “notas de un desvelado” que precisan, por si fuera necesario dar un paso más en la

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mezquindad provocadora, las señas de los que son blanco de sus sátiras, entre los cuales figura “La Parkinson”, enfermedad que lo aqueja. Poesía testimonial, poesía comprometida, poesía satírica, la obra de Zurita se reúne en un monumental Zurita (800 páginas), repetición y modulación, suma y rearticulación de sus obras anteriores. Más allá de la provocación, la posición ética del enunciante se mantiene inquebrantable, y es recalcada en varios poemas cual zarpazos: irreverencia ante el intelectual comprometido, en “Nuestra vida y arte”, que lleva como subtítulo “Castrati” (Zurita, Los países muertos, 48) o inserción de un diálogo: “Es como si los tiempos estuviesen cambiando... / Los tiempos, tal vez, yo no” (Id. 39). Los años de dictadura son para Armando Uribe (1933, el mayor de los tres) años de silencio poético. Este hombre de leyes (abogado, diplomático y profesor de Derecho) tiene desde 1954 una densa producción poética y ensayística (sobre Montale, Léautaud, Pound, Dante y la poesía civil). Esta se interrumpe en el año 73 —año en que los militares lo destituyen de su cargo diplomático y de su nacionalidad— y no se retoma sino hasta 1989, año en que regresa a Chile. Uribe nunca ha escatimado su acidez a la hora de denunciar a los militares golpistas (El libro negro de la intervención norteamericana en Chile, 1974, Ces messieurs du Chili, 1978), pero el verdadero detonante de su recurso a la diatriba es el arresto del general Pinochet en Londres, y la larga saga judicial y mediática que desató. Ese mismo año 98 —que marca, según muchos, el fin de la transición (por razones constitucionales y accidentales, pero también culturales)— Uribe publica un ensayo de corte jurídico político El accidente Pinochet, y tres poemarios: Las brujas de uniforme, Odio lo que odio, rabio como rabio y, finalmente, Las críticas de Chile. En el paratexto de los tres poemarios aparece la figura de un hombre indignado y herido: “Caballero de las diatribas” (Franco Fasola), “Monsieur Odio” (Javier García) o “Viejo cascarrabias y férreo republicano”, como se suele definir a sí mismo. Uribe declara en sus prefacios: NO más imágenes. El libro dice No más y nada y nadie. Basta ya! La muerte gesticula. La poesía se arranca los cabellos a puñadas. La rabia levanta al cielo su garrote. El odio se come las uñas de raíz” (Odio lo que odio, rabio como rabio,

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El arte de la diatriba en la poesía chilena contemporánea 239 98: 7) o indica: “El libro Las críticas de Chile podría llamarse Los disgustos. O las indignaciones, las molestias. Los desconsuelos. Baja estofa, baja calaña, mala ralea. Decepción (9).

Poesía que “se arranca los cabellos a puñadas” (Uribe 9), enunciación “con todos [los] dedos y [los] dientes en la boca” (Maquieira 29) son otras tantas figuraciones de un ethos del exceso, que también se encuentra en la poesía de Zurita, en respuesta al hybris de la violencia. Esta poetización de la diatriba ofrece, pues, desde el dolor y el hartazgo, la sintomatología de una sociedad enferma, bajo el prisma deformante de unos enunciadores fuera de quicio, aunque fugazmente lúcidos. Mantienen, como se habrá podido constatar, relaciones esquivas y disímiles con la figura auctorial. Si bien en las obras de estos tres poetas el 11 de septiembre es un referente ineludible, cronotopo de la culminación de la violencia política —“La dictadura no fue un error / tiene nombre y apellidos” (Uribe 13)—, no por tanto lo aíslan como única grilla interpretativa de la violencia, sino que indagan en sus antecedentes culturales (violencia social del orden colonial, machismo) y en sus proyecciones hacia el tiempo presente (violencia de la neoliberalización económica). En particular, es llamativa la forma en que los tres indagan e interrogan la violencia lingüística propia de los discursos militares, nacionalistas y religiosos —la violencia de la tautología propia del discurso religioso a la que se refiere Balibar (17)—, tal y como se ha demostrado con agudeza respecto de la obra de Zurita (Fabry 250-53), Maquieira (Ayala 20-27) y Uribe (Aldunate, s/n).

El trabajo con la cita Posible consecuencia de las relaciones que mantiene la diatriba con la poesía civile, nuestros tres autores multiplican las referencias a Dante, y a la Divina Comedia en particular: ethos discursivo (el hombre en crisis, las consideraciones morales), escena de enunciación (el motivo del viaje), estructura formal (la organización tripartita), tópicos varios (los círculos del infierno, las galerías de retratos de hombres viles y

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traidores, las playas, la “vida nueva”, que de hecho Zurita retoma como título de uno de sus poemas) o el mismo trabajo con el lenguaje (la creación de una lengua vulgar culta). Pero obviamente, su entramado intertextual es bastante más complejo: enhebran discursos históricos (documentos de barbarie, horripilantes, irritantes por odiosos y vacuos) y citas literarias (para calificar los escenarios, universalizándolos o con un afán reconfortante, compensatorio). Además, en estas obras, el uso de la cita sufre una evolución estratégica, vinculada con la evolución del ethos discursivo, en tres tiempos: 1) visión de horror y consecuente vómito verbal de odio; 2) cita textual de discursos históricos y glosa crítica, a cargo de un enunciante que se declara impotente ante la violencia; 3) intertextualidad literaria que permite un retorno a una enunciación más apaciguada, íntima o de orientación ética. Las brujas de uniforme se publica en 1998, en un contexto de liberación de la palabra en el espacio público. En efecto, el “accidente Pinochet” y la “Carta a los chilenos” que el ex dictador manda publicar en la prensa, dieron lugar a un sinfín de “cartas abiertas” de varios intelectuales de la época (Tomás Moulian, Marco Antonio de la Parra, Alfredo Jocelyn Holt, José Joaquín Brunner, etc.). El poemario de Uribe se presenta como una respuesta a eso, pero también a la publicación, por la periodista Patricia Verdugo, de Interferencia secreta (1998), transcripción de las comunicaciones radiales captadas por un radioaficionado, entre Pinochet y sus lugartenientes pocas horas antes del golpe (Decante 2002). El título y el epígrafe del poemario remiten al episodio de Macbeth en que las brujas van conspirando en torno al caldero. De esta manera, documentos de barbarie e intertexto con la tragedia de Shakespeare constituyen el hipotexto a partir del cual se elabora el poema. Unas “visiones” establecen un paralelo entre los tres militares, que evalúan el momento propicio para bombardear el palacio presidencial, y el baile de las brujas que conspiran alrededor del caldero hirviente, transfiguración de La Moneda en llamas: veo lo de hace mil años: el baile de las brujas / de Macbéth en claroscuro del bosque / silvestre de bayonetas y cañones / apuntando / al negro cielo, la danza de las Parcas / grasientas y grasosas con cabezotas hidrocéfalas/ en sus cuerpos ventrudos sobre sus / patas palmípedas, veo / al Almirante Carvajal, al general voluminoso / con voz de señorita de provincia, el/ Pinochet Ugarte [...] comunicándose por

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El arte de la diatriba en la poesía chilena contemporánea 241 radio [...] / bailando alrededor del caldero llameante, / humeante, hirviente de la casa de / Estado por sobrenombre el palacio de / Moneda. / No hay monedas. Hay hombres (Uribe 14).

Frente al acontecimiento histórico, a su recuerdo mediante la audición del documento radial, el enunciante poético despliega una teratología del poder y declara su impotencia: “soy ciego y sordo, y de ambos brazos manco”, de modo que, en un primer momento, la diatriba deja el lugar a la cita (como aquel dicho que cobra un carácter siniestro en boca de Pinochet, “Más vale matar la perra y se acaba la leva, viejo”), antes de, y de a poco, dejar un espacio para la glosa y el comentario. En un primer momento, las intervenciones de la voz poética funcionan como didascalias, orientan la lectura y llaman la atención sobre la materialidad y la violencia del lenguaje dictatorial. Al repetir los términos utilizados por los militares, subraya su vulgaridad y flaqueza moral, reflejo de lo abyecto: Dicen: puta. Dicen/ huevón, huevada, huón, se suenan las/ narices, es muy probable que se peen [...] sus palabras los describen ¡tan bien!, así/ son, son así, con su tam-tam sonando/ hondo desde sus vísceras situadas entre/ el estómago y el colon, en conclusión los/ anos que hablan, esfínteres parlantes (Uribe 17).

En un segundo momento, y tomando como pretexto el carácter inaudible de las grabaciones, la voz poética recompone los diálogos, ofreciendo nuevas interpretaciones, ya sea mediante una disposición inédita en el espacio de la página (acrósticos, puesta en verso de la declaración de Ley Marcial (Uribe 24), el recurso al epigrama, el uso incongruente de la puntuación y de las mayúsculas [nada> Nada]) o derechamente optando por una reescritura. Así, a partir del cuestionamiento de aquello que efectivamente se oye (mal), propone una reinterpretación aun más siniestra o incongruente de los diálogos entre los militares golpistas, reduciéndolos al absurdo. El intertexto con estos diálogos históricos siniestros también sugiere una estética: la armonía imitativa del horror, a semejanza de los cantos del Infierno de Dante, hace de la aliteración y de las hilvanaciones cacofónicas sus instrumentos privilegiados.

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Finalmente, un largo intertexto con la escena inaugural de Hamlet cierra el poema con una apremiante invocación: horror, horror, horror y demasiado/ horror./ No lo soportes, si es que no eres desnaturalizado [...] / Adiós, entonces. Los fuegos de luciérnagas/ se deslíen, el alba ya está próxima... Adiós, adiós, adiós, recuérdame (Uribe 49).

Tal imperativo tiene un valor programático y metatextual: apela, para retomar los términos de Ricoeur, no solamente a un deber sino a un trabajo de memoria. Convocar el horror, ponerlo en escena, citar para revelar, éste sería el sentido del trabajo intertextual, trabajo de memoria. En La Tirana, el trabajo intertextual también obedece a una organización claramente tripartita. Dos “docenas” de diatribas de La Tirana enmarcan una sección central, constituida por la reproducción —y a ratos la glosa delirante— de documentos de barbarie: transcripción de un extracto del acta de expulsión de los judíos o de la excomunión de Baruch Spinoza (Maquieira 35, 51). Este collage da a ver, exhibe, la violencia de un lenguaje que, en toda su sofisticación, aniquila, repudia, expulsa y niega al otro. Así, estas citas históricas, por muy heterogéneas que sean, tienen la virtud de universalizar la perspectiva, exponiendo, en su historia, el potencial de violencia del lenguaje y creando un eficaz distanciamiento de la violencia dictatorial. Por otro lado, retrospectivamente, el delirio verbal de La Tirana cobra sentido, en tanto que reacción o efecto de tal violencia. Las referencias literarias, a su vez, vienen a apaciguar, hacia el final del poemario, la vehemencia y agresividad de los ataques. La diversidad de las referencias culturales, las transcripciones fragmentarias de otros textos ya escritos: crónicas, entrevistas, parlamentos del cine, encabezados de enciclopedias, frases publicitarias... dan a su escritura profundidades y resonancias insospechadas a la hora de apuntar a la violencia del lenguaje. En la obra de Zurita en general, y más específicamente en Los países muertos, también predominan las referencias a la obra de Dante así como la estructura tripartita arriba mencionada. Pero esta se complejiza e intensifica pues Zurita retoma, como parte central de su poemario, fragmentos de uno de sus poemarios anteriores, publicado en

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1988, que relata, cual alegoría política, el proceso de reencuentro del yo poético con el amor y la colectividad, tras la honda crisis personal, en el borde de la locura, graficada en Purgatorio (1979). La belleza, el dolor y la elegía que encierra este apartado central vienen a mitigar la violencia verbal desatada en los otros dos. A su vez, el primer apartado, titulado “los países muertos”, reactualiza el tono de Purgatorio, a cargo de un enunciante enfermo de Parkinson que dirige los dardos de su diatriba a la escena cultural chilena de la Transición, de los que nadie sale ileso. El último apartado, en tanto, titulado “El nuevo estrecho”, es una relectura en clave erótica degradada de “canto a su amor desaparecido”, que relaciona sexo y enfermedad, y no escatima las provocaciones (como aquella foto de feast fucking de Mappeltorpe). La “sutura” que realiza Zurita entre obra actual y poemas anteriores asegura la permanencia y virulencia de una diatriba que no se limita a apuntar a la dictadura, sino que se proyecta hacia el tiempo presente. En conclusión, si estas tres obras proyectan ethos discursivos que mantienen relaciones esquivas y relativamente disímiles con la figura auctorial (travestismo en Maquieira, continuidad de un yo fuera de sí en Zurita, firmeza de un yo indignado en Uribe), todas proyectan una interpelación provocadora que, al enhebrar una densa intertextualidad, no se limitan a atacar la violencia de la dictadura, sino que desentrañan y desarman hondamente sus coordenadas culturales y discursivas (religiosas, sociales —racistas, sexistas, clasistas—, económicas), proyectando sus dardos con suma eficacia tanto hacia un pasado remoto como hacia el tiempo actual.

Bibliografía Angenot, Marc. “La parole pamphlétaire”. Études littéraires. Vol. 11, 2 (1978): 255-264. Avelar, Idelber. Alegorías de la derrota: la ficción postdictatorial y el trabajo del duelo. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 2000. Ayala, Matías. “Descentramiento y colectividad en la obra de Diego Maquieira”. Revista Chilena de Literatura 75 (2009): 7-27. Balibar, Etienne. “La violence des intellectuels”. Lignes, n° 92 (1998): 9-22.

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Brunner, José Joaquín. La cultura autoritaria en Chile. Santiago de Chile: FLACSO, 1981. Decante, Stéphanie. “Le chaudron de la mémoire: le travail intertextuel dans Las brujas de uniforme, de Armando Uribe”. América Cahiers du CRICCAL 30 (2002): 150-167. — “El arte de la diatriba: un eslabón perdido en el canon latinoamericano”. En Rita de Maeseneer e Ilse Logie (eds.), El canon en la narrativa contemporánea del Caribe y el Cono Sur. Genève: Droz, 2014. 151-166. Esposito, Roberto. “Lenguaje y violencia entre Benjamin y Canetti”. Revista de Filosofía 38 (2006): 61-69. Fabry, Geneviève. “Las visiones de Raúl Zurita y el prejuicio de lo sublime”. Caravelle 99 (2012): 239-255. Galindo, Óscar. “Registro y transcripción testimonial en la poesía chilena actual. Lihn, Zurita”. Estudios Filológicos 38 (2003): 19-29. Hopenhayn, Martín. “Disquisiciones sobre mercado y cultura”. En Eugenio Tironi (ed.), La cultura chilena en Transición. Santiago de Chile: Ed. Secretaría de Comunicación y Cultura, 1994, 76-81. Mainguenau, Dominique. “El enunciador encarnado y la problemática del Ethos”. Versión 24 (2010): 203-225 Maquieira, Diego. La Tirana, Los Sea Harrier. Santiago de Chile: Tajamar, 2003. Nómez, Naím. “Transformaciones de la poesía chilena entre 1973 y 1988”. Estudios Filológicos 42 (2007): 141-154. Richard, Nelly. Residuos y metáforas. Santiago de Chile: Cuarto Propio, 1998. Rowe, William. “Problemas con el milenio: Maquieira y Zurita”. Hacia una poética radical. Ensayos de hermenéutica cultural. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, 1996. Sinko, Tadeuz. The Cynic-Stoic Diatribe. London: Eos 21, 1916. Uribe, Armando. Las brujas de uniforme. Santiago de Chile: LOM, 1998. Zurita, Raúl. Literatura, Lenguaje y Sociedad: 1973-1983. Santiago de Chile: CENECA. Cuadernos de Investigación, 1983. — Los países muertos. Santiago de Chile: TACITAS, 2006.

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Sobre los autores

Brigitte Adriaensen es profesora de Literaturas Hispánicas en la Radboud Universiteit de Nimega, Países Bajos. Desde 2011 dirige un proyecto de investigación de la NWO (Organización Holandesa para la Investigación Científica) sobre “The Politics of Irony in Contemporary Latin American Literature on Violence”. En el contexto de esta investigación ha publicado artículos sobre autores como Martín Kohan, Daniel Guebel, Fernando Vallejo, Carlos Fuentes y Juan Pablo Villalobos. También publicó La poética de la ironía en la obra tardía de Juan Goytisolo (2007), editó Pesquisas en la obra tardía de Juan Goytisolo (2009, con Marco Kunz) y Narrativas del crimen en América Latina: transformaciones y transculturaciones del género policial (2012, con Valeria Grinberg Pla). [email protected] Ana María Amar Sánchez es doctora en Letras por la Universidad Nacional de Buenos Aires y profesora de Literatura Latinoamericana en University of California-Irvine. Es autora de El relato de los hechos. Rodolfo Walsh: testimonio y escritura (1992, reeditado en el 2008), Juegos de seducción y traición. Literatura y cultura de masas (2000) e Instrucciones para la derrota. Narrativas éticas y políticas de perdedores (2010). Ha publicado antologías y dossiers en Revista Iberoamericana, Katatay e Iberoamericana y numerosos artículos sobre narrativa contemporánea, ética, política y cultura de masas. Su actual proyecto explora las relaciones entre estética y política en la literatura latinoamericana de las últimas décadas.

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Es presidenta del Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, University of Pittsburgh, por el período 2012-2016. [email protected] Luis Avilés es catedrático Asociado del Departamento de Español y Portugués de University of California-Irvine. Ha publicado artículos en revistas especializadas sobre Garcilaso de la Vega, Cervantes, Gracián, Sor Juana y otros. Es autor del libro titulado Lenguaje y crisis: las alegorías del Criticón (1998). Tiene en preparación un segundo libro titulado Juegos visuales: espacio y mirada en la cultura literaria de los Siglos de Oro. Ha publicado también sobre temas relacionados con la política y la ética (Hannah Arendt y J.M. Coetzee). Actualmente trabaja en un proyecto sobre ética, generosidad y liberalidad en contextos de cautiverio y guerra en los Siglos de Oro. [email protected] Teresa Basile es doctora en Letras por la Universidad Nacional de La Plata. Actualmente se desempeña como profesora adjunta de Literatura Latinoamericana II, investigadora del Centro de Teoría y Crítica Literaria (CTCL) y miembro del Comité de la Maestría en Historia y Memoria, de la Universidad Nacional de La Plata. Sus trabajos abordan los vínculos entre literatura, política y memoria en las literaturas de las últimas décadas, focalizando, por un lado, en el Cono Sur, y por el otro en Cuba. Ha publicado La vigilia cubana. Sobre Antonio José Ponte (2008), el posfacio a la edición de Corazón de skitalietz (2010); Lezama: orígenes, revolución y después... (Teresa Basile y Nancy Calomarde, eds., 2013); Onetti fuera de sí (Teresa Basile y Enrique Foffani, eds., 2013); y junto con Ana María Amar Sánchez (eds.), Derrota, melancolía y desarme en la literatura latinoamericana de las últimas décadas (en prensa). Es directora, junto con Enrique Foffani, de Katatay. Revista Crítica de Literatura Latinoamericana. [email protected] Stéphanie Decante es profesora titular de Literatura Hispanoamericana en la Université Paris Ouest Nanterre. Tras un doctorado sobre políticas culturales y editoriales en el Chile de la Transición, ha ido

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Sobre los autores

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desarrollando dos líneas de investigación. La primera, en continuidad con su tesis, versa sobre escrituras de la memoria y de la violencia en la literatura contemporánea (Bolaño, Piglia, Vallejo, Rey Rosa, Castellanos Moya, entre otros). La segunda, nutrida por una investigación prolongada con académicos chilenos, interroga la construcción controversial, a lo largo de la primera mitad del siglo xx, de la figura de “mujer autor” y, en este marco, analiza la genealogía de la noción de bovarismo, y su uso en América Latina. [email protected] Geneviève Fabry es doctora por la Université Catholique de Louvain La Neuve y profesora en esta misma universidad. Es autora de varios estudios sobre literatura hispanoamericana contemporánea (en especial argentina) tanto en narrativa (Puig, Saer, entre otros) como en poesía. Ha publicado Personaje y lectura en cinco novelas de Manuel Puig (1998) y Las formas del vacío. La escritura del duelo en la poesía de Juan Gelman (2008); y coeditado el volumen siguiente con Ilse Logie y Pablo Decock: Imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea (2010). Ahora está preparando un volumen colectivo acerca de la intertextualidad bíblica en la literatura hispanoamericana en colaboración con D. Attala. [email protected] Valeria Grinberg Pla es profesora asociada de Estudios Literarios y Culturales latinoamericanos en Bowling Green State University (Ohio, EE.UU.). Actualmente está preparando un nuevo libro sobre el discurso de la memoria en el cine de posguerra (Nicaragua, Guatemala y El Salvador) y posdictadura (Argentina, Chile, Uruguay). Es autora del estudio Eva Perón: cuerpo-género-nación (2013). En el 2012 editó, con Brigitte Adriaensen, Narrativas del crimen en América Latina: transformaciones y transculturaciones del género policial. Es coeditora del tercer volumen de la primera historia regional de las literaturas centroamericanas: Tensiones de la modernidad: del modernismo al realismo (2009; con Ricardo Roque Baldovinos). [email protected]

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Ilse Logie es profesora titular en la Universiteit Gent (Bélgica) donde enseña Literatura Hispanoamericana. Sus publicaciones se centran en la narrativa rioplatense contemporánea (Borges, Cohen, Copi, Chejfec, Cortázar, Pauls, Puig, Saer) y en la traducción literaria. Ha llevado a cabo un proyecto de investigación sobre “los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea” y codirige un proyecto sobre “El canon en la prosa del Caribe hispánico y del Cono Sur (1990-2010)”. Es cofundadora y ha sido presidenta de la Asociación de Hispanistas del Benelux (AHBx), forma parte del comité de lectura de Rodopi (Amsterdam/New York), de la colección Romanica Gandensia (Genève, Droz), y del comité editorial de las revistas Linguistica Antverpiensia. Themes in Translation Studies y Filter. Ha publicado La omnipresencia de la mímesis en la obra de Manuel Puig: análisis de cuatro novelas (2001); en el 2010 editó junto con Geneviève Fabry y Pablo Decock Los imaginarios apocalípticos en la literatura hispanoamericana contemporánea. Entre sus artículos se encuentran: “2666 de Bolaño o la literatura en tiempos post”, en Revista Iberoamericana (2012); “En busca de lo nuevo: El testamento de O’Jaral (1995) de Marcelo Cohen”, en Revista de Crítica Literaria Latinamericana (2011); “Extranjeridad: lengua y traducción en la obra de Manuel Puig”, en Iberoamericana (2008). [email protected] Karina Miller es investigadora asociada en la Universidad de California, Irvine. Sus áreas de interés son la literatura latinoamericana de los siglos xx y xxi, y la teoría crítica. Ha publicado en revistas y antologías como Revista Hispamérica, Revista Iberoamericana, Dissidences: Hispanic Journal of Theory and Criticism, el volumen sobre Andrés Caicedo Miradas Críticas y el volumen Estar en el presente. Literatura y nación desde el bicentenario. Editado por Enrique Cortez y Gwen Kirkpatrick. Acaba de publicarse su libro Escrituras impolíticas: anti-representaciones de la comunidad en Juan Rodolfo Wilcock, Virgilio Piñera y Osvaldo Lamborghini, que explora estrategias de escape de la literatura de los años sesenta y setenta frente al discurso hegemónico de lo político como lógica bélica. [email protected]

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Sobre los autores

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María del Carmen Sillato nació en Rosario, Argentina, pero desde marzo de 1983 reside en Canadá, país en el que se exilió por razones políticas durante la última dictadura militar (1976-1983). Licenciada en Letras de la Universidad Nacional de Rosario, realizó estudios de maestría y doctorado en la University of Toronto y desde 1994 es profesora titular en el Departamento de Español y Estudios Latinoamericanos de la University of Waterloo, en Canadá. Ha realizado una extensa investigación sobre la poesía de Juan Gelman. Su libro Las estrategias de la otredad. Heteronimia, intertextualidad, traducción (1996) recibió en 1997 el Premio al Mejor Libro por parte de la Asociación Canadiense de Hispanistas. Actualmente trabaja en un proyecto sobre la escritura testimonial como herramienta de superación del trauma, proyecto por el que ha recibido dos becas de investigación. Ha publicado además su testimonio Diálogos de amor contra el silencio. Memorias de prisión, sueños de libertad (2006), y ha coordinado y publicado la antología Huellas. Memorias de resistencia (Argentina 1974-1983) (2008), que reúne relatos testimoniales creativos de ex prisioneras y prisioneros políticos del terrorismo de estado en Argentina. Ambos textos, Diálogos y Huellas, han sido públicamente reconocidos como aportes valiosos a la reconstrucción de la memoria histórica en Argentina. Asimismo ha coordinado y coeditado el volumen Identidades americanas más allá de las fronteras nacionales (2012), y ha publicado numerosos artículos sobre la poesía de Juan Gelman, el género testimonial y la presencia de Eva Perón en la literatura. [email protected] Lucero de Vivanco es doctora y magíster en Literatura Latinoamericana por la Universidad de Chile, previamente licenciada en Filología Hispánica por la Universidad Complutense de Madrid y antes egresada del Bachillerato en Letras y Ciencias Humanas (mención Lingüística y Literatura) de la Pontifica Universidad Católica del Perú. Actualmente se desempeña como académica del Departamento de Lengua y Literatura de la Universidad Alberto Hurtado (Chile), donde realiza labores de docencia e investigación, y como directora de Investigación y Publicaciones en la Vicerrectoría Académica de la misma universidad. Sus líneas de investigación se articulan en torno a la literatura peruana, en

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Representaciones de la violencia en América Latina

la que explora las relaciones entre narrativa, historia, cultura, política, violencia, memoria y sociedad en el Perú, desde el campo teórico de los imaginarios. Esta perspectiva teórica supone que los textos narrativos construyen significaciones sociales, en la medida en que están permanentemente dotando de nuevos sentidos los debates nacionales con los que se intenta articular la experiencia histórica. [email protected]

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