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Spanish Pages 312 [434] Year 2012
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Ensayos 451
JOSEPH RATZINGER
Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia
Traducción de Antonio Murcia Santos
Título original Volk und Haus Gottes in Augustins Lehre von der Kirche © Libreria Editrice Vaticana © 2012 Ediciones Encuentro, S. A., Madrid
Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com
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Dedicado a mis padres con gratitud
Prólogo
Un trabajo sobre la idea de Iglesia en Agustín es una osadía. Esto lo sé ahora todavía mejor que cuando presenté este trabajo a la Facultad de Teología de la Universidad de Múnich, en el verano de 1951, momento en que coincidía que el tema de esta investigación había sido el propuesto para concurso de aquel año académico 1950/51. Lo sé mejor que entonces porque ahora soy más consciente de con cuánta dedicación, en todos los países, inteligencias grandes y menores se esfuerzan en torno a la imponente figura de Agustín, de modo que el principiante debe ver realmente mermada su esperanza de poder decir algo nuevo todavía. A pesar de ello, cuando yo presento el trabajo, lo hago, sin embargo, con el convencimiento de haberlo conseguido. Las nuevas respuestas que este libro puede dar tienen que ver, claro, muy estrechamente con la nueva pregunta que ha planteado. En general, los progresos en la investigación sistemática e histórica se condicionan mutuamente; pues si la misión del historiador consiste, dejando a un lado presupuestos sistemáticos, en investigar exclusivamente la realidad histórica, con independencia de cómo se comporte ésta en relación con la opinión del propio investigador, sin embargo, éste sólo puede encontrar respuesta allí donde él ha preguntado primero. Mas preguntar sólo puede hacerlo partiendo de sus conocimientos sistemáticos previos.
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Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia
La respuesta que encuentre puede entonces ampliar el campo de visión, a partir del cual la sistemática puede ofrecer terreno para una renovada penetración más profunda en el objeto de la investigación histórica. De este modo la sistemática se convierte en una nueva frontera del trabajo histórico, y éste, a su vez, está llamado a ampliar la frontera de la sistemática. Ahora bien, debemos reconocer que el planteamiento con el cual fue tratado el problema de la Iglesia en Agustín desde, por poner un término, los estudios agustinianos de Reuter, ha sido ya agotado en lo esencial por la obra fundamental de Hofmann. Pero esto no quiere decir, después de lo dicho, que también la idea agustiniana de Iglesia esté agotada. En el tema propuesto por el profesor Söhngen, «Pueblo y casa de Dios en la doctrina sobre la Iglesia», se esconde, junto a una nueva experiencia sistemática, una pregunta nueva, que abre también la posibilidad de una nueva respuesta. Por eso tengo que estarle ya agradecido al profesor Söhngen, en primer lugar, por la pregunta sin la cual no se hubiera dado la respuesta que es este libro. Si se mira con más detenimiento, se verá enseguida que el concepto de pueblo de Dios es el concepto central, a partir del cual debía desplegarse el tema. Éste se repartía, a su vez, en una serie de problemas parciales, en correspondencia con los distintos puntos de arranque de cada uno de ellos, de los cuales los más importantes son: el problema del Antiguo Testamento —precisamente entonces tan acaloradamente discutido en el occidente latino—, el de la relación entre derecho y sacramento, y finalmente, el problema que representaba para los pensadores cristianos el Estado pagano y el paganismo como tal. Los tres problemas presentan un entramado peculiar entre sí, que desentrañarlo supondría anticipar lo que diremos en el libro. La última cuestión mencionada trajo consigo a la vez la incorporación de la problemática histórico-religiosa. Partiendo de ésta quedaba clara la línea de conexión con las preocupaciones filosóficas de Agustín en su primera época, las cuales, enriquecidas con su
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Prólogo
experiencia de la vida de la Iglesia africana, alcanzarían nuevo significado en la confrontación con la teología pagana. Desde aquí se entiende el esquema de mi trabajo. En la primera parte trata el doble apriori en el concepto de Iglesia agustiniano: su propia filosofía y la teología africana. En la segunda, se desarrolla el concepto de Iglesia propiamente, y no sólo en su aspecto dogmático, en lucha contra el donatismo, sino igualmente también desde la perspectiva apologética, en lucha contra el paganismo. La teología antipelagiana puede quedar fuera, pues ha tenido un espacio tan amplio en los trabajos dedicados al concepto de Iglesia en Agustín, debido en primer lugar a una tendencia de Reuter, que mientras tanto ya ha sido corregida por Hofmann. Evidentemente, nuestro esquema no está concebido de forma propiamente cronológica; aunque es cierto que viene a coincidir ampliamente en lo cronológico, en la medida en que su distribución objetiva no está basada en un sistema previo, sino en el objeto histórico. Por lo que se refiere ahora a la metodología, lo más importante y decisivo para mí fue siempre el manejo de las fuentes. Todo el trabajo ha sido diseñado exclusivamente a partir de ellas. De este modo seguro que llamará poderosamente la atención que cite constantemente (con excepción de Optato) siguiendo el Migne. La primera razón está en las bibliotecas que tenía a mi alcance en el momento de elaborar el trabajo. Pero creo que todavía ahora puede justificarse científicamente, y esto por dos razones: 1. No se trata en este caso de investigaciones de crítica textual o de tipo filológico, sino de un análisis de contenido, que puede prescindir de las sutilezas concretas de la crítica textual, al menos en la medida en que el texto del Migne representa una base lo suficientemente fiable. 2. Al menos el texto maurino, en el que Migne ofrece las obras de san Agustín, no está todavía hoy en muchas partes superado. Cf. a este respecto las magníficas explicaciones de J. de Ghellinck,
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Patristique et Moyen Age III, Bruselas-París 1948, pp. 461-484, especialmente pp. 481 y 483s. En la p. 481 se dice: «En somme, le progrès philologique ne donne pas à l’édition viennoise de Saint Augustin l’incontestable supériorité». Además de esto, he comparado para Tertuliano la edición de Oehler, para Cipriano la de Hartel en el CSEL y para Agustín los volúmenes publicados de CSEL. Mientras tanto, en lo referente a las mejores ediciones en cada caso, ha proporcionado Eligius Dekkers una estupenda panorámica en su Clavis patrum latinorum (Brujas 1951). Si de esta forma las fuentes estaban en primer plano, por otra parte yo era también consciente de que un trabajo valioso sobre Agustín sólo puede elaborarse en constante relación y confrontación con los trabajos de los numerosos investigadores que se han ocupado de Agustín y se siguen ocupando todavía. Cierto que en este punto debo confesar con F. van der Meer (Augustinus der Seelsorger, p. 21): «No he leído ni de lejos todo lo que se ha publicado sobre este tema; ello supondría beberse el océano». Con todo, he intentado hacerme una idea de las direcciones principales mediante sus obras clave, teniendo en cuenta sobre todo las obras posteriores a Hofmann y aquella parte de la bibliografía anterior a éste que él tuvo menos en cuenta. Lo claramente superado, lo dejé al margen. Apenas necesito explicar que me considero especialmente en deuda con el trabajo de Hofmann. La bibliografía aparecida con posterioridad a la terminación del trabajo, es decir, después de abril de 1951, o aquella de la que he tenido conocimiento, la he resumido en un anexo al índice bibliográfico, e integrado en las notas a pie de página, en lo posible. Naturalmente que se trata sólo de una selección. Bibliografías completas las ofrece la magnífica revista L’anné augustinienne, publicada trimestralmente por los Études Augustiniennes de Lormoy. Lamentablemente, algunas de sus colaboraciones que se refieren al tema de este trabajo no he podido tenerlas en cuenta. Una mención
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Prólogo
especial merece el brillante libro de W. Kamlah sobre Christentum und Geschichtlichkeit. Aunque nuestra forma de hablar sea totalmente diferente, sin embargo en lo que atañe al contenido coincido ampliamente con él. En un artículo que aparecerá en las comunicaciones del Congrès International Augustinien (París, 1954), me ocupo de desarrollar mi confrontación con él acerca de las líneas fundamentales de la interpretación sobre la Civitas Dei. Si las indicaciones bibliográficas tienen el cometido de poner de manifiesto el campo de influencia intelectual en el que se ha situado el autor al concebir su obra, entonces tendrán necesariamente que tener siempre lagunas, pues más que lo que leemos, lo que influye en nosotros es el conjunto de lo que consideramos evidente de las relaciones humanas en las que estamos vitalmente insertos. Por eso no quiero dejar de señalar, al menos, que más que toda la bibliografía lo que para mí ha resultado más significativo es lo que he asimilado como alumno en las clases de la Facultad de Teología de Múnich. Sin excluir ninguna materia, sin embargo, quiero mencionar con especial gratitud las clases del profesor Söhngen, especialmente las de Revelación, Teoría de la Ciencia Teológica y Filosofía de la Religión, así como las de Dogmática del profesor Schmaus. Este trabajo sería impensable sin el apriori sistemático que fue desarrollándose en mí a lo largo de dichas clases. A mi hermano, el sacerdote Georg Ratzinger, le agradezco determinadas ideas a las que he llegado en sumfilosofei`n con él. Mi hermana María merece un cordial agradecimiento por la laboriosa confección del manuscrito, realizada en su escaso tiempo libre. Agradezco al estudiante de teología Hermann Theißing la lectura de las pruebas. El trabajo obtuvo el premio de la Facultad de Teología de Múnich en el verano de 1951 y fue igualmente aceptado como tesis doctoral; el que ahora pueda también ser publicado se lo agradezco sobre
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todo al editor de la Sección Sistemática de los Münchener theologische Studien, el prelado y profesor Dr. Pascher. Sin su generosidad en el plano económico y sin su ayuda constante y eficaz, este trabajo no hubiera podido publicarse todavía. Se lo agradezco muy cordialmente. El trabajo se mantiene casi completamente inalterado en comparación con su primera redacción. Lo único que ha sido parcialmente elaborado de nuevo son las indicaciones terminológicas preliminares del capítulo 9 —lamentablemente también, en condiciones de tiempo muy limitadas—. Pero por lo demás, por diversas razones, me he limitado a pequeñas añadiduras y correcciones. Esto quiere decir, naturalmente, que en más de un aspecto el trabajo ha quedado incompleto, pues debía concluirlo dentro del plazo fijado. Le han quedado algunos fallos sin eliminar. Bastante de lo que aparece en las notas debería ir en el texto principal, y no ha sido posible evitar, sobre todo en las notas de la parte final, algunos encabalgamientos y repeticiones. A pesar de ello, espero que el trabajo responda al sentido de la motivación por la cual fue escrito: ser un servicio a la verdad única, a la que tan ardientemente estuvo unida la vida de Agustín. Freising, primavera de 1954 Joseph Ratzinger
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Prólogo a la nueva edición
Los primeros trabajos previos para este libro se remontan hasta finales de los años cuarenta. Yo era entonces estudiante en la Facultad de Teología de la Universidad de Múnich. Todavía se dejaban sentir los movimientos intelectuales y los debates teológicos del período de entreguerras, que paulatinamente iban tomando un nuevo perfil. En una época teológicamente tan movida como la de entreguerras había sido descubierto de nuevo el concepto de Iglesia como cuerpo de Cristo y la juventud lo había acogido con entusiasmo. En él se veía la superación de una comprensión de la Iglesia jurídica e institucional, que gustosamente se resumía con el concepto de «jerarcología». La expresión «cuerpo de Cristo» sacaba a la Iglesia de todo lo meramente jurídico y externo y la llevaba al ámbito del misterio, con Cristo como punto central. La encíclica Mystici Corporis Christi, que publicó el papa Pío XII en 1943, recogía esta evolución y se convirtió así en la confirmación magisterial de la nueva forma de entender la Iglesia, que se había ido configurando en las dos fructíferas décadas precedentes. En el momento en que apareció el escrito papal, es cierto que el entusiasmo por esta visión cristológico-mística de la Iglesia ya había superado su cima; se insinuaban ya nuevos avances. A finales de los años treinta se habían levantado en Alemania voces potentes frente a una sobrevaloración de la idea de cuerpo de
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Cristo. El gran teólogo jesuita Erich Przywara critica con diversas razones la imagen de la Iglesia así resultante. Más consecuencias tuvo la crítica del dominico de Walberberg M. D. Koster. En su pequeño libro Eclesiología en devenir1, que acaparó la atención, plantea la tesis de que la expresión «el cuerpo de Cristo», que somos nosotros, no pertenece propiamente a la eclesiología, sino a la doctrina de la gracia. Esta expresión designa la íntima pertenencia a Cristo de las almas, pero no la realidad comunitaria concreta y estructurada de la Iglesia. Además de esto, «cuerpo de Cristo» sería una metáfora, una mera imagen; mientras que la misión de la teología sería la de reflexionar sobre las imágenes y trasladarlas a conceptos. Koster enseña a sus lectores que ese concepto, sin embargo, es «pueblo de Dios». Por lo demás, «pueblo de Dios» sería también la expresión que la Biblia en su totalidad nos ofrece para designar la Iglesia, mientras que «cuerpo de Cristo» sería material propio de Pablo, una metáfora creada por éste. Yendo más allá, Koster alude también a la liturgia, en cuyos textos la expresión «cuerpo de Cristo» aparece en muy pocos lugares referida a la comunión de los creyentes, mientras que «pueblo de Dios» es la denominación propia constantemente empleada para representar a la Iglesia en la liturgia. Ciertamente la bibliografía sobre la Iglesia que se había configurado en la época de entreguerras tenía otro fundamento histórico, que Koster no mencionaba: la teología patrística, en la cual la imagen paulina sí tiene un significado central. Las grandes obras de E. Mersch2 y S. Tromp3 habían desarrollado generosamente esta
1 M. D. Koster, Ekklesiologie im Werden, Paderborn 1940. Reimpreso en el volumen conjunto de artículos de Koster, editado con el mismo título por H.-D. Langer y O. H. Pesch, Maguncia 1971, pp. 195-272. 2 E. Mersch, Le corps mystique du Christ. Études de théologie historique. 2 vols., Lovaina 1933. 3 S. Tromp, Corpus Christi, quod est Ecclesia. 3 vols., Roma 1937-1960.
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Prólogo a la nueva edición
parte de la teología de los santos Padres. En esa situación de controversia así surgida, me propuso mi maestro muniqués, el teólogo fundamental G. Söhngen, la tarea de estudiar el concepto pueblo de Dios en Agustín, para ver sencillamente si habría sucedido que un enfoque parcial fuese la causa de la centralidad de la idea de cuerpo de Cristo. Le había llevado a esta reflexión un texto que se convirtió en relevante para él, encontrado en el Catechismus Romanus, el catecismo del concilio de Trento. En éste, al plantear la cuestión de la Iglesia, se cita, en conformidad con el sentido de lo enseñado, un texto de Agustín, según el cual la Iglesia es «el pueblo de los creyentes, extendido por la tierra»4. En el contexto de la argumentación de Koster, esta frase debería precisamente exigir nuevos estudios. Si aquellos grandes conocedores de los santos Padres que habían elaborado el catecismo del siglo XVI al hablar de la Iglesia no tomaban de Agustín el concepto de cuerpo de Cristo, sino el de pueblo de Dios, ¿no sería porque éste habría sido el concepto-guía en la eclesiología del gran doctor de la Iglesia occidental, en contra de la tesis sostenida hasta ahora? Esta pregunta era a la yo debía dedicarme e intentar investigar el pensamiento de los santos Padres sobre la Iglesia, ejemplarizado en Agustín, y conseguir en lo posible nuevas respuestas, partiendo de un nuevo planteamiento. Söhngen añadió como tarea complementaria la investigación de la expresión «casa de Dios», que, según pensaba él, podía tener un papel de mediación y complemento, pues en el lenguaje de los antiguos «casa» significa la familia (la tribu) y, en esa medida, remite a la forma arcaica elemental del concepto de pueblo: la gran familia, el clan. Allí donde 4 Cat. Rom. P I cap. X 2: «Ecclesia —ut ait S. Augustinus— est populus fidelis per universum orbem diffusus»; según la edición crítica de R. Rodríguez (Libr. Ed. Vat.-Ed. Univ. de Navarra 1989) p. 105, 38. En todo caso, en ninguna de las citas del texto indicadas aparece literalmente esta formulación, la más parecida se recoge en En in ps 90, 2 CCL 39, 1266.
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la Iglesia es designada como casa, estaremos probablemente ante una forma temprana del concepto de pueblo de Dios, que permitirá posteriores desarrollos en diferentes direcciones. Éste era el pensamiento en que se basaba la ampliación temática propuesta. Más allá del significado de familia, con la expresión «casa de Dios» se nos pone también delante el santuario, el templo, y con él el aspecto cultual de la Iglesia, en el cual puede que se dé a la vez una espiritualización del concepto de culto: para el creyente en Cristo, el templo propiamente dicho es la comunión de los hombres llamados por Dios. Con la idea del sacrificio, perteneciente a la idea de templo, se asocia también la del habitar divino; de este modo, de la investigación de este concepto podían esperarse también puntos de apoyo para una teología de la liturgia. Pero el acento principal de la tarea que se me había propuesto recaía, con total claridad, sobre pueblo de Dios como nueva clave hermenéutica para la clarificación de lo que es la Iglesia según los santos Padres. La expectativa tácita de mi maestro, al que el libro de Koster había hecho una gran impresión, era que se pudiese revalidar el punto de partida del dominico y plantear así que había que revisar la exégesis de los santos Padres practicada hasta ahora en materia de eclesiología. Yo fui a los textos con este planteamiento, pero a la misma vez con la disposición imprescindible de dejarme guiar sólo por ellos, adondequiera que me indicasen. De hecho, las ideas de Koster no se corroboraron. Resultó que Agustín (como en absoluto todos los santos Padres) se mantiene completamente en la línea del Nuevo Testamento, apareciendo en él la expresión «pueblo de Dios» mayormente en citas del Antiguo Testamento y designando casi exclusivamente al pueblo de Israel, por lo tanto, la Iglesia del Antiguo Testamento (si se quiere decir así). Frente a él, la nueva comunión, convocada por Cristo, se llama Ecclesia, es decir asamblea, incluyendo un doble aspecto, escatológico y cultual: en el tiempo final, Dios congrega a los elegidos de todas partes en una
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Prólogo a la nueva edición
nueva comunión; el Sinaí, el lugar del encuentro con Dios de Israel, es la imagen primordial de esa asamblea congregada, en la que Dios habla y hace a los hombres su pueblo, por medio de la alianza. Para nuestro planteamiento, esto significa que «pueblo de Dios» no designa directamente a la Iglesia de Jesucristo, sino al pueblo de Israel, la primera fase de la historia de la salvación. Será como resultado de una transposición cristológica o mediante una interpretación pneumatológica —que también podemos decir— como pase a referirse a la Iglesia. En este punto estamos ante el núcleo central de la exégesis patrística, que como tal permanece fiel al punto de partida del Nuevo Testamento: el Antiguo Testamento es también la Escritura de la Iglesia, el Nuevo Testamento proporciona sólo, por así decir, la clave para su lectura, al hablarnos de Cristo, de la Encarnación y del misterio de la Pascua. Los hechos y las palabras del Antiguo Testamento han de ser leídos a la luz de este acontecimiento y elevados así a otro plano: el pueblo de Dios se convierte en la Iglesia cuando es nuevamente congregado por Cristo y por el Espíritu Santo. Sólo mediante una lectura cristológica y pneumatológica llega a ser «pueblo de Dios» un concepto de Iglesia, y no en su inmediatez literal. Dicho de forma totalmente práctica: si antes lo que unía a los hombres formando un pueblo era el descender de Abraham y el permanecer en la Ley de Moisés, por tanto, la comunión de sangre y la ordenación de la vida en común establecida por Dios, si era eso lo que constituía el contenido esencial del concepto, ahora es la comunión con Cristo comunicada por el Espíritu Santo la que nos hace «hijos de Abrahán» y nos configura con el estilo de vida divino. Los hombres llegan a ser pueblo de Dios gracias a la comunión con Cristo en el Espíritu Santo. Dicho de forma todavía más práctica: participamos de esta comunión mediante los sacramentos del bautismo y la eucaristía, que nos hacen «uno» con Cristo (Ga 3,28). Yo lo he resumido en la fórmula: la Iglesia es el
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pueblo de Dios sólo en y por el cuerpo de Cristo. Sin la transposición cristológica y pneumatológica, no es posible el empleo del concepto pueblo de Dios aplicado a la Iglesia partiendo del Nuevo Testamento y de los santos Padres; la cristología tiene su lugar imprescindible en el interior del concepto de Iglesia. En su momento lo dije incluso todavía más aceradamente: mientras la denominación de la Iglesia como pueblo de Dios es una aplicación alegórica (pneumatológica) del Antiguo Testamento a nosotros, cuerpo de Cristo designa la realidad que nos da derecho a la interpretación pneumatológica («alegoría»): la acción de Cristo en nosotros, que nos hace pasar de ser no-pueblo a ser pueblo. Para mí, el paso fundamental estaba, por tanto, en aprender a comprender la conexión entre Antiguo y Nuevo Testamento, en la que se apoya toda la teología de los santos Padres. Esta teología pende de la exégesis de la Escritura; el núcleo de esa exégesis practicada por los santos Padres es la concordia testamentorum en Cristo, comunicada por el Espíritu Santo. A mí me ayudó decididamente en el camino hacia esta enseñanza la obra Corpus mysticum de De Lubac5. En ella encontré no sólo los fundamentos exegéticos de la teología patrística, sino también su dimensión litúrgica y sacramental, que había sido ampliamente olvidada por la teología del cuerpo de Cristo de entreguerras. Ésta había entendido el término «místico» en el sentido actual del concepto, interpretándolo, por lo tanto, como una contemplación interior de lo divino, como una misteriosísima comunión íntima con Dios, mientras que para los santos Padres su sentido equivale a «sacramental». En consonancia con este sentido, la expresión «cuerpo de Cristo» no tiene en absoluto el carácter de intimidad que entonces se alababa como alejamiento de una eclesiología con impronta jerárquica y que después Koster criticaría como inadecuada para comprender la 5
H. de Lubac, Corpus mysticum, París 19492.
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Prólogo a la nueva edición
Iglesia. La expresión se refiere más bien a la Iglesia como realidad comprendida concretamente en la eucaristía, creída a partir de ésta y convertida por medio de ella, a la vez, en plenamente interior y plenamente pública. Dicho brevemente, el resultado al que llegué era que los dos elementos que soportan la visión de la Iglesia en Agustín son su «relecture» cristológica del Antiguo Testamento y la vida sacramental, con su centro en la eucaristía. Yo corregía ahora, no obstante, la eclesiología de entreguerras, pero en un sentido diferente al que hubiera esperado Söhngen, partiendo de Koster y apoyado en la indicación del Catechismus Romanus. Podría mostrarse fácilmente que Agustín coincide con la tradición patrística entera en estos puntos esenciales de su sistema. En cuanto a los detalles particulares, ha concretado y enriquecido esta imagen fundamental de la Iglesia a partir de sus experiencias personales. Pero en lo que se refiere a lo fundamental, no pretendía alumbrar nada nuevo, sino comprender y hacer comprensible lo que la catholica creía y enseñaba. Para él éste es precisamente el distintivo característico del verdadero teólogo, que no crea algo propio o diferente, sino que se coloca al servicio de la fe común, que a él como regula fidei le sirve como forma y medida de su pensamiento, de modo que, conducido por la verdad común, puede dar fruto y aportar algo que permanezca. La intuición de que la unidad de los testamentos cristológica y pneumatológicamente mediada (que más tarde ha sido erróneamente descartada como «alegoría») es la forma fundamental y común de toda la teología patrística, me proporcionó después también la clave para una de las cuestiones discutidas en la interpretación de Agustín: la pregunta por el significado de la Civitas Dei («ciudadanía divina», y no «ciudad de Dios»). Con esta luz comprendí claramente que la interpretación idealista del concepto desarrollada, por ejemplo, por Heinrich Scholz siguiendo la tradición de Harnack, lleva al error, pues nuestro idealismo moderno
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era tan ajeno para Agustín como para todos los santos Padres, cuyo «idealismo» platónico era de un tipo completamente diferente. No menos claramente comprendí que estaba desviada toda interpretación teocrática, en el sentido de una politización de la Iglesia y una politización del señorío de Dios sobre el mundo. Esa alternativa entre idealismo y política, que hasta entonces marcaba la discusión acerca de la gran obra de Agustín, no era posible superarla mientras no se comprendiese la unidad pneumática de los testamentos, que si bien tiene que ver con espiritualización, ésta no es idealista, pues incluye la encarnación y está enmarcada en una tensión escatológica. Tampoco en este punto, en lo que se refiere a la doctrina de la civitas Dei, Agustín ha creado nada fundamentalmente nuevo. Lo que hace es repetir el núcleo del consenso patrístico. Cierto que los acontecimientos del año 411 —el saqueo de Roma por los godos occidentales con Alarico— dieron a todo el tema una nueva actualidad, que llevó a Agustín a un replanteamiento de esta cuestión, con el cual superó largamente lo expuesto hasta entonces. En los veintidós libros de su obra monumental sobre la ciudadanía divina nos encontramos ante una nueva síntesis de la herencia patrística fundamental con su propia eclesiología, su doctrina de la gracia y su escatología, jugando en ella además un papel el ethos político del cristiano, aunque no esté terminado de perfilar. En la práctica esto significa que la civitas Dei no equivale a cualquier comunión indeterminada de todo lo honrado, sino a la comunión histórica real, al «pueblo» que Dios concretamente ha reunido en el mundo para sí: la Iglesia. Pero en esto hemos de tener presente que para Agustín la Iglesia, si bien tiene una forma institucional proveniente del sacramento, sin embargo no está completamente descrita con ella. Pertenece a su esencia la tensión entre la letra y el espíritu, ella es letra en vía de espiritualización («cristologización»). Todo lo dicho anteriormente cobra ahora su importancia, porque la Iglesia siempre únicamente es ciudadanía divina
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Prólogo a la nueva edición
mediante la superación pneumática por encima de todo «ser pueblo» empírico. Por eso no puede nunca ella misma convertirse en algo así como un Estado. Como comunión radicada en el sacramento es concreta, pero su concreción no es la de lo empírico, sino precisamente la de lo sacramental, que en cuanto signo de la alianza es siempre más que mera facticidad, que mero objeto. Como sacramento, la Iglesia no existe nunca sin forma institucional, pero tampoco se agota nunca en la estructura jurídica constatable. Para comprender la esencia de la concepción agustiniana de la civitas Dei, hay que entender la diferencia entre idealista y pneumatológico, entre sacramental y empírico. Sólo entonces se acerca uno al tipo de realidad especial que aquí queremos describir. Pero esto parece estar casi cerrado por completo para la intelectualidad de los siglos XIX y XX, que sólo puede o quiere manifiestamente pensar en categorías idealistas o empíricas. Pero así resulta la alternativa anteriormente descrita (idealista o político), que conduce al absurdo. Donde mejor se ve hasta qué punto el pensamiento actual está alejado de las categorías fundamentales de la patrística es en la exégesis, en la cual la contraposición entre idealista y empírico se convierte en la contraposición entre alegoría e interpretación «histórica», declarando lo alegórico un absurdo a superar y quedando lo «histórico» como lo único correcto y válido. En realidad, lo «histórico», entendido en un sentido tan menguado, no puede acoger ni de lejos la verdadera riqueza de la historia. En mi trabajo intenté determinar —consciente de hacerlo a tientas y de modo insuficiente— el verdadero nivel del pensamiento patrístico e interpretar la civitas Dei a partir de él. No me extraña que mi interpretación fuera malentendida casi por completo6, dada la incapacidad, todavía 6 Así, por ejemplo, en A. Wachtel, Beiträge zur Geschichtstheologie des Aurelius Augustinus, Bonn 1960; de forma similar también en la significativa obra de U. Duchrow, Christenheit und Weltverantwortung, Stuttgart 1970, pp. 235 s. Intenté dar las primeras aclaraciones y profundizaciones complementarias ya en mi
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dominante, de tomar en serio las categorías a las que acabo de referirme. Me atrevo a esperar que la nueva comprensión, que crece despacio, de los fundamentos espirituales y la figura metodológica de la exégesis patrística a la que han abierto la puerta H. de Lubac y J. Daniélou vayan paulatinamente beneficiando también a la interpretación de la ciudadanía divina en Agustín. Dado que sigo considerando válidos los resultados esenciales de mi primer trabajo, que acabo de indicar brevemente, he dado mi conformidad para una nueva edición pasados casi cuarenta años, como también aprobé una traducción al italiano en 1978. Naturalmente que, a la vista de la inmensa cantidad de nueva bibliografía aparecida desde entonces, habría que revisar sistemáticamente el libro e intentar en esa revisión explicar y fundamentar mejor las categorías que se manejan. Lamentablemente, la carga de mi tarea no me deja espacio para este fin. Soy ciertamente muy consciente de los límites de este libro. Lo había redactado, siendo todavía estudiante, en los años 1950/51; la versión impresa de 1954 sólo tiene algunas correcciones y añadidos de poco relieve. Dado que el manuscrito se presentó para el premio académico de la Universidad Ludwig-Maximilian de Múnich, el tiempo para su confección fue extremadamente breve. Además de esto, las bibliotecas se encontraban en esa época inmediatamente después de la guerra todavía con muchas lagunas, y la bibliografía extranjera resultaba en Alemania prácticamente inaccesible. Si he consentido que la obra aparezca reimpresa de nuevo ahora sin modificar su primera versión, por los motivos ya indicados, sólo puedo pedir al lector que sea comprensivo con las limitaciones descritas y la considere como colaboración «Herkunft und Sinn der Civitas-Lehre Augustins» (en: Augustinus Magister II, París 1954, pp. 965-979). He expuesto detalladamente mi punto de vista de nuevo —también en contraposición a Wachtel y Duchrow— en mi libro breve: Die Einheit der Nationen, Salzburgo 1971. Sobre Duchrow, cf. también mi recensión en el Jahrbuch für Antike und Christentum 16 (1973), 185-189.
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Prólogo a la nueva edición
un documento que en la continuación de un diálogo con Agustín ha ganado su significado y ha puesto de manifiesto algunos conocimientos que nos permiten conocer mejor a los santos Padres y también nuestros propios problemas teológicos. Por lo que respecta a su relación con el debate teológico actual, el libro ha ganado, a mi parecer, una actualidad inesperada, precisamente en la disputa posconciliar acerca de la Iglesia. Como es sabido, el Concilio ha dado un peso nuevo al concepto pueblo de Dios y le ha dedicado todo un capítulo de la Constitución sobre la Iglesia. Si se lee ese capítulo en el contexto de la totalidad del texto, se ve que las afirmaciones sobre el pueblo de Dios se mantienen en una conexión inseparable y orgánica con el resto de grandes palabras-guía de la tradición eclesiológica y están fundidas con ella en una síntesis, en la cual encuentro una corroboración plena de los resultados esenciales de mi libro, una completa unidad interior en la forma fundamental de ver la Iglesia. La denominación de la Iglesia como sacramento, que el Vaticano II ha recogido de la teología precedente de la época de entreguerras, caracteriza claramente la transposición cristológica y pneumatológica del concepto pueblo de Dios. También para el Vaticano II la eclesiología está inseparablemente unida a la Cristología y a la Pneumatología, con lo cual se menciona igualmente el carácter trinitario de la acción de Dios en la historia, que la Constitución sobre la Iglesia subrayó y que, después, desarrolló todavía más decidida y consecuentemente el Decreto sobre las misiones (Ad gentes). Cierto que el periodismo posconciliar presentó la aceptación del capítulo sobre el pueblo de Dios y su colocación delante del capítulo sobre la jerarquía como un desaire a la concepción cristológica y como una relativización de la configuración jerárquica de la Iglesia. El lema «pueblo de Dios», separado de su contexto, dejaba ahora el camino libre para una consideración más o menos puramente sociológica de la Iglesia, en la que el mysterium ya no tenía
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nada que decir. El concepto cultural que se había formado hacia finales de los años sesenta condujo a una lectura selectiva del Concilio y a una transformación de la imagen eclesial de éste, de tal manera que desaparecía de la mirada lo esencial de aquello que quisieron los padres del Vaticano II. Los planteamientos que me sirvieron de impulso para mi trabajo se han radicalizado de tal manera que este trabajo, en sí puramente histórico, se halla ahora, sin embargo, en el centro de las batallas del presente. Si esta nueva edición puede conducir a una reflexión más profunda sobre la tradición bíblica y patrística, así como a una mejor comprensión del Vaticano II, habrá cumplido con creces su misión. No quiero terminar sin agradecer al director de la EOS-Verlag, el Dr. P. Bernahrd Sirch O.S.B., su empeño en favor de este libro. Un agradecimiento especial merece el señor Kurt Kittsteiner, que ha creado las condiciones de financiación necesarias para la reimpresión. Roma, 24 de julio de 1992 Cardenal Joseph Ratzinger
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Índice
PRIMERA PARTE Los fundamentos para la comprensión de la Iglesia en san Agustín Sección 1 El pensamiento de san Agustín sobre la Iglesia, hasta el año 391 . . § 1. La experiencia de la Iglesia vivida por Agustín en su conversión, según las Confessiones . . . . . . . . . . . . . . . . . . Capítulo 1 El principio para la comprensión del Pueblo de Dios a partir del concepto de fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 2. Superación del escepticismo y fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La doctrina de los dos mundos como preludio de la doctrina de los dos reinos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Escepticismo y fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 3. La humilitas fidei: Mater ecclesia; salus populi . . . . . . . . . . . . . . § 4. La Catholica: preparación del concepto de Pueblo de Dios en la idea de multitudo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Capítulo 2 La casa de Dios. El concepto de amor en el primer Agustín . . . . . . § 5. El templo de Dios en el interior del hombre . . . . . . . . . . . . . . . § 6. Dilectio y unitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Retrospectiva y perspectiva . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia
Sección 2 El concepto de Iglesia de la tradición africana . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Capítulo 3 El concepto de Iglesia en Tertuliano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 7. La Iglesia, comunión de la disciplina . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La semejanza divina del cuerpo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. La pregunta por el mal y por la salvación . . . . . . . . . . . . . 3. El vestido de la salvación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. La restitución de la semejanza divina mediante la disciplina § 8. El sentido básico sacramental de la idea de disciplina . . . . . . . . § 9. La Iglesia del Espíritu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Bautismo de Espíritu . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . a) El dualismo en la comprensión del rito bautismal . . . . b) El efecto del bautismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Cuerpo de Cristo y Espíritu Santo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El templo de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. La Iglesia del Espíritu como herejía . . . . . . . . . . . . . . . . . . Conclusión . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 10. La Iglesia en la historia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La Iglesia y el Antiguo Testamento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. La Iglesia y los paganos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El lugar propio de la Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . a) El Pueblo de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . b) El Cristo pneumático . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . c) Mater ecclesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. La Iglesia y el mundo nuevo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
95 96 96 100 102 107 108 116 116 116 118 119 122 125 128 129 130 134 135 135 137 138 139
Capítulo 4 Cipriano y Optato . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 11. Cipriano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I. El concepto de Iglesia jurídico-concreto, su contenido interno y sus consecuencias teológicas . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La construcción jurídica de la Iglesia: mater ecclesia y fraternitas christianorum . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El trasfondo polémico: el cisma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El contenido interno: la unitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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141 141 141 141 144 145
Índice
4. La interpretación teológica consecuente del A.T. en Cipriano II. El concepto sacramental-eucarístico de la Iglesia . . . . . . . . . . 1. El Cuerpo de Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El Pueblo de Dios en perspectiva intra-sacramental . . . . . 3. Resumen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Anexo: Las derivaciones de la idea de Iglesia en la teología de Cipriano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 12. Optato de Milevi . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I. La Iglesia como catholica, como ecclesia omnium gentium . . II. La comunidad de la verdad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La unidad con los «hermanos» separados . . . . . . . . . . . . . a) La relación entre fe e Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . b) La Iglesia, en su relación con la herejía y con el cisma c) La Iglesia de la ley: relación entre judíos y paganos . . 2. La delimitación frente a los donatistas . . . . . . . . . . . . . . . . a) Ocultamiento de la verdad percibida en la fe . . . . . . . . b) Expulsión del santo Espíritu divino . . . . . . . . . . . . . . . c) Construcción de un saber basado en la propia gloria . 3. Resumen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. La comunidad del amor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Anexo: La relación entre Iglesia y Estado según Optato . . . . . . . . .
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SEGUNDA PARTE Pueblo y casa de Dios en la doctrina sobre la Iglesia de Agustín Sección 1 La lucha contra el donatismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Capítulo 5 Los fundamentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 13. La Iglesia de todos los pueblos: el único pueblo de Dios . . . . § 14. Caritas y pax: Communio sanctorum y communio sacramentorum . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La delimitación concreta de la caritas en la ecclesia catholica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. El verdadero lugar de la caritas en la ecclesia sancta . . . . . 3. La unidad de ecclesia catholica y ecclesia sancta . . . . . . . . .
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188 188 198 200 203 209
Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia
4. La transformación del mundo conceptual de Agustín por la nueva visión de la ecclesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . a) La transformación de la idea de Dios . . . . . . . . . . . . . . b) La nueva visión del camino de salvación para el hombre c) La nueva ubicación de la Iglesia en el mundus intelligibilis 5. Resumen y resultados . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Capítulo 6 La doctrina del pueblo y la casa de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 15. El pueblo de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 16. La casa de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La teología del edificio eclesial en Agustín . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Conexión con la teología bíblica de la casa . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Sección 2 El concepto de Iglesia en la confrontación con el paganismo . . . . .
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Capítulo 7 Los fundamentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 17. El nuevo culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. La exigencia general: no el rito, sino el vivir . . . . . . . . . . . 2. El hombre, alejado de Dios. El mediador y los mediadores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El sacrificio de Cristo y de los cristianos: el cuerpo de Cristo I. El cuerpo de Cristo en la tradición . . . . . . . . . . . . . . . . a) La teología anti-gnóstica sobre el sw`ma en los apologetas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . b) La exégesis anti-arriana de Atanasio . . . . . . . . . . . . c) La conexión con la doctrina eucarística y con la ética sacramental . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Hilario . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Crisóstomo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Cirilo de Alejandría . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . II. La doctrina del cuerpo de Cristo en Agustín . . . . . . . a) Unión en Cristo mediante la fe . . . . . . . . . . . . . . . . b) Unión con el Espíritu de Cristo mediante la unión con el cuerpo de Cristo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Índice
c) Unión con el cuerpo de Cristo mediante la unión con el signo del cuerpo: eucaristía e Iglesia . . . . . . . . . . . . d) El contenido metafísico de la idea de cuerpo de Cristo. Cuerpo de Cristo y esposa de Cristo . . . . . 4. Perspectivas universal e individual, histórica y metafísica. Resumen . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 18. La nueva fe . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Anexo: La doctrina de la incorporación del maestro Eckhart . . . . .
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Capítulo 8 La casa de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 19. «Casa de Dios» en la eclesiología agustiniana . . . . . . . . . . . . . I. Casa y tienda de Dios; el contenido conceptual de domus . . . II. El templo de Dios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Templo e Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. ¿Culto «en espíritu» o «culto del cuerpo de Cristo»? . . . . 3. El templo de Dios en formación . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. Christus fundamentum . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Christum habere in fundamento . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Fundamentum y caput . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. Cristo, la piedra angular; las dos paredes de la casa . . . . . IV. Resumen y valoración . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
315 315 315 319 319 321 325 327 327 331 333 333
Capítulo 9 El Estado y su pueblo. Notas terminológicas preliminares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I. El uso lingüístico de civitas y populus en general . . . . . . . . . . II. La peculiar situación lingüística de Agustín . . . . . . . . . . . . . . § 20. El concepto de religión de la antigüedad tardía y la civitas . . 1. El triple concepto de teología de Varrón . . . . . . . . . . . . . . 2. La crítica agustiniana a la comprensión de la teología en Varrón: la unidad de theologia naturalis y theologia civilis en el cristianismo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . § 21. El estado actual de la investigación sobre la Civitas Dei . . . . § 22. La extensión exterior y la comprensión conceptual de ambas civitates en Agustín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . I. Extensión de las dos ciudades . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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336 336 344 348 350
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Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia
1. El origen supra-histórico de las dos ciudades de los ángeles 2. La relación actual entre la ciudad «de arriba» y la «de abajo» II. La comprensión conceptual . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 1. Unitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Iustitia y utilitas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El concepto esencial genuino: dos clases de comunión de amor y culto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Excurso: Anotaciones a Heinrich Scholz, Fe e incredulidad en la historia universal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . III. Civitas y populus. Populus Dei e Iglesia . . . . . . . . . . . . . . . . Capítulo 10 La ciudad de Dios y los órdenes de este mundo . . . . . . . . . . . . . . . . § 23. Los dos testamentos. El carácter supra-temporal de la Iglesia 1. Antiguo y Nuevo Testamento como órdenes de naturaleza atemporal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. Los testamentos, como órdenes salvíficos vinculados a la temporalidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . a) El Estado divino veterotestamentario: Portio impiae civitatis . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . b) La Iglesia: entre los testamentos . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3. El significado histórico-teológico de estas afirmaciones de Agustín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4. El significado para el concepto de pueblo . . . . . . . . . . . . . § 24. Iglesia y Estado, derecho divino y humano . . . . . . . . . . . . . . . 1. La doctrina de los dos derechos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 2. La relación de la Iglesia y el Estado . . . . . . . . . . . . . . . . . . Excurso: Derecho y amor. Anotaciones a la cuestión del derecho en la Iglesia antigua . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Panorámica sintetizadora . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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366 368 372 372 373 374 377 381
384 385 385 391 391 393 396 399 400 400 406 410 415
Índice de las principales abreviaturas
Aurelius Augustinus
CSEL Denzinger Forschungen
Kittel Morin
MthZ PG PL RACh ThLZ TThQu
ZNW
= Aurelius Augustinus, Augustinusfestschrift der Görresgesellschaft, editado por M. Grabmann y J. Mausbach, Colonia 1930. = Corpus scriptorum ecclesiasticorum latino rum (Wiener Corpus, cf. el índice de fuentes). = Denzinger-Umberg, Enchiridion Symbolorum, 26ª ed., Friburgo 1947. = Forschungen zur christlichen Literatur- und Dogmengeschichte, editado por A. Ehrhard y J. P. Kirsch, Paderborn. = Theologisches Wörterbuch zum N. T., editado por R. Kittel, Stuttgart 1933 ss. = Sancti Augustini sermones post Maurinos reperti, editado por G. Morin, Roma 1930 (Misc. Agost. I). = Münchener theologische Zeitschrift, editada por Schmaus. = Migne, Patrologia graeca (cf. el índice de fuentes). = Migne, Patrologia latina (cf. el índice de fuentes). = Th. Klauser, Reallexikon für Antike und Christentum, Leipzig 1941 ss. = Theologische Literaturzeitung, editado por K. Aland, Halle-Berlín. = Tübinger theologische Quartalschrift, editado por los profesores de la Facultad de Teología Católica, Tubinga. = Zeitschrift für neutestamentliche Wissenschaft, editado en Gießen.
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Índice de fuentes
Únicamente se relacionan las obras que son de mayor importancia para la totalidad del trabajo. A. Padres de la Iglesia griegos: Atanasio:
Crisóstomo:
Cirilo de Alejandría:
Se han utilizado sobre todo Contra Arianos (Co Ar) y De incarnatione et contra Arianos (De inc et co Ar), ambas en PG 26. (Cierto que la última obra no es del propio Atanasio, sino de su escuela, aunque Altaner la considera auténtica. Cf. § 9, nota 21). In Matth homiliae PG 58 In I Cor homiliae PG 61 In II Cor homiliae PG 61 In Joannem PG 73 y 74
B. Padres de la Iglesia latinos: Sobre las ediciones, cf. E. Dekkers, Clavis Patrum Latinorum (Sacris Erudiri III), Steenbrugge 1951. Véanse también mis explicaciones en el prólogo. Tertuliano:
PL 1 (obras del período católico), se han empleado especialmente: De baptismo De poenitentia
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Índice de fuentes
Ediciones:
Cipriano:
Ediciones:
Optato:
De oratione Ad Scapulam PL 2 (obras del período montanista), especialmente: Adversus Marcionem De monogamia De carne Christi De resurrectione carnis De virginibus velandis De pudicitia Migne: edición de Rigault (1634), con notas de Le Prieur (1664) y correcciones de D. Pitra. Fr. Oehler, Leipzig 1851-1854 (3 vols.). CSEL 20, 47, 69, 70: hasta ahora 24 opuscula. 18901942; 4 vols.: 20ª ed., de A. Reifferscheid y G. Wissowa (1890), 47ª ed., de Ae. Kroymann (1906), 69ª ed., de H. Hoppe (1939), 70ª ed., de Kroymann (1942). Nueva edición del Corpus Christianorum, Series Latina, I: Tertuliani opera, pars I; Turnoli 1953 (hasta ahora: Ad martyras; Ad Nationes). Una panorámica de las ediciones principales en detalle puede verse en ThLZ LXXIV (1949), cols. 160s (E. Dekkers). Ahora, Clavis Patrum, pp. 1-6. PL 4 Epistolae De unitate ecclesiae De idolorum vanitate De oratione dominica De lapsis Ad Demetrianum Migne: ed. de Baluzius (1717), con notas de Pamelius, Rigaltius y otros. CSEL 3, 1-3: ed. de Hartel, Viena 1868-1871. Cf. Clavis Patrum, pp. 6-11. CSEL 26, ed. de Ziwsa, Viena 1893. (La obra aparece sin nombre en el original, y así la cito). Cf. Clavis Patrum, pp. 48-50.
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Pueblo y casa de Dios en la doctrina de san Agustín sobre la Iglesia
Ticonio: Agustín:
Además: Contiene:
PL 18 Liber regularum (Clavis Patrum, p. 126). PL 32-47 (Clavis Patrum, 50-74, véase el prólogo). Principalmente utilizadas: PL 32 Confessiones, Retractationes y las obras de juventud (incluidas De libero arbitrio y De moribus ecclesiae catholicae et de moribus manichaeorum). (Véanse las nuevas ediciones en Altaner, p. 374). PL 33 Epistolae PL 34 Obras anti-maniqueas (utilizadas por mí sólo en parte). PL 35 Quaestiones evangeliorum In Joannis evangelium tractatus CXXIV In epistolam Joannis ad Parthos tractatus X PL 36 Enarrationes in psalmos 1-79 PL 37 Enarrationes in psalmos 80-150 PL 40 Enchiridion sive De fide, spe et caritate ad Laurentium PL 41 De civitate Dei libri XXII (consultando también CSEL 40, 1 y 2, ed. de E. Hoffmann 1899/1900). PL 42 De utilitate credendi liber unus PL 43 Los escritos antidonatistas Edición maurina, París: reimpresión de 1861/62. G. Morin, Sancti Augustini sermones post Maurinos reperti. Miscellanea Agostiniana I, Roma 1930. Sermones a Michaele Denis editi (citados, por ejemplo: S. Denis II, 2 Morin, p. 12). Sermones ab Octavio Fraja Frangipane editi (= S. O. F. Frangipane ...) Sermones ab A. B. Cillau et B. Saint Yves editi (= S. A. Caillau ...) Sermones ab Angelo Mai editi (= S. A. Mai ...) Sermones a Francisco Liverani editi (= S. F. Liverani) Sermones in Bibliotheca Casinensi editi (= S. Bibl. Casin ...) Sermones, quos diversis temporibus hucusque edidit Germanus Morin:
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Bibliografía
a) Ex collectione Guelferbytna (= S. Guelf ...) b) Alii praeter Guelferbytanos (= S. Morin ...) Las reflexiones sobre Eckhart se apoyan en: 1. Magistri Eckhart quaestiones et semo Parisienses, en: Flor. patr. XXV, ed. de Geyer 1931. 2. Maestro Eckhart, Die deutschen und lateinischen Werke, editadas por encargo de la Deutschen Forschungsgemeinschaft, Stuttgart-Berlín 1936 ss., especialmente: vol. IV (K. Weiß), Sermones de tempore.
Bibliografía 1. Obras de conjunto Altaner, B., Patrologie, Friburgo2 1950. Bardenhewer, O., Geschichte der altchristlichen Literatur, Friburgo 1924 (IV), 5 vols. Dempf, A., Metaphysik des Mittelalters. Ediciones especiales del Handbuch der Philosophie, Múnich 1930. Ueberweg-Geyer, Grundriß der Geschichte der Philosophie II: Die patristische und scholastische Philosophie, editado por B. Geyer, Berlín 1928. Meyer, H., Geschichte der abendländischen Weltanschauung I y II. Würzburgo 1947. Monceaux, P., Histoire litteraire de l’afrique chrétienne, 7 vols., París 1901/02 (que no he podido consultar). Eichmann-Mörsdorf, Kl., Lehrbuch des Kirchenrechts I, Paderborn 1949. Prümm, K., Religionsgeschichtliches Handbuch für den Raum der altchristlichen Umwelt, Friburgo 1943. Quasten, J., Patrology. Vol. I: The beginnings of patristic literature. Utrecht-Bruselas 1950. Vol II: 1953. Schmaus, M., Katholische Dogmatik III 1 y 2, Múnich 1939 y 1941 (1ª y 2ª ed.). Zeller, E., Die Philosophie der Griechen in ihrer geschichtlichen Entwicklung dargestellt, III 1 y 2: Die nacharistotelische Philosophie, Leipzig 1880 y 1881.
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Primera parte
Los fundamentos para la comprensión de la Iglesia en san Agustín
Sección 1
El pensamiento de san Agustín sobre la Iglesia, hasta el año 391 A nadie que se ponga a leer con cierto detenimiento las obras de san Agustín le pasará inadvertida la profunda diferencia que separa sus escritos de juventud de los redactados siendo sacerdote y obispo. Una diferencia que claramente no está sólo en el tono, ni sólo en que en unos habla el filósofo y en otros el predicador, sino que se trata de una diferencia de actitud interior. La transformación a partir del filósofo que discute en el predicador que proclama no fue un cambio de roles superficial sino un acontecimiento interior, un hecho espiritual, que afectó a la profundidad íntima de Agustín. Por eso pudo dar la impresión de que entre ambos estadios se había producido una ruptura interior, una auténtica «conversión» de Agustín1. Al menos, se pensaba que debía negarse en el Agustín de los primeros escritos cualquier relación profunda con la Iglesia cristiana, para poder así ubicar el enorme arranque del año 386 en M. Wundt, «Ein Wendepunkt in Augustins Entwicklung», ZNW XXI (1922), pp. 53-64, supone este suceso al principio de los años de Agustín como presbítero. 1
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un dominio puramente espiritual y no en el de esta Iglesia terrenal, con todas sus mezquindades humanas, a menudo dolorosas, con su atuendo de sirvienta, que parece ocultarnos demasiado esos preciosos tesoros de la gloria divina que el deseo humano querría ver en ella2. Para nuestro planteamiento es importante comprobar si esto es realmente así. Pues, en definitiva, el camino espiritual de un hombre no es separable de su obra, que ha nacido precisamente de su espíritu. Por tanto, antes de preguntar al Agustín maduro por su sentir sobre la Iglesia, procuremos acompañarlo en su camino a la Iglesia, dejando primero que nos ofrezca su propia descripción de ese camino (§ 1) y comprobando después dicha descripción a la vista de sus escritos de juventud, intentando además, de forma sistemática, desarrollar las afirmaciones que podamos encontrar referentes a nuestro tema (§§ 2-6). §1 La experiencia de la Iglesia vivida por Agustín en su conversión, según las Confessiones Agustín nos ha legado varias descripciones del camino de su conversión. Es evidente que se siente impulsado repetidamente a contarnos lo que fue el cambio grande y dichoso ocurrido en su vida: que encontró finalmente la verdad, aquella verdad que ardientemente anhelaba su corazón desde el primer contacto con ella en la lectura del Hortensius de Cicerón. En la descripción del escrito más antiguo posterior a su conversión1 notamos todavía la emoción estremecida con la que Agustín cuenta a su amigo Romaniano, que aún no ha encontrado el mismo camino, cómo él Véase la bibliografía del § siguiente. *** 1 Contr Ac II 2,5 PL 32/921 s. La edición en el CSEL (63) corrió a cargo de Knöll. 2
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volvió en sí mismo, derecha y rápidamente, tras la lectura de los neoplatónicos. Después mira la religión de su infancia, como el caminante que vuelve sus ojos hacia atrás. Y es atraído por ella, sin saberlo. ¡Y «titubeando, con prisa y ansiedad, cogí el libro del apóstol san Pablo... Y lo leí todo entero con mucha atención y piedad. Entonces, como rociado por esta feble luz, se me mostró tan radiante el semblante de la filosofía ... (Tunc vero quantulocumque iam lumine asperso, tanta se mihi philosophiae facies aperuit...)»! El comienzo del escrito De beata vita2 nos ofrece una panorámica más precisa. De él se deducen estas etapas del camino: Hortensius - racionalismo maniqueo, con rechazo de la teología católica de la fe3 - académicos - Ambrosio - Platón - comparación con la Sagrada Escritura y partida definitiva. Finalmente, encontramos un breve relato de su conversión en la obrita De utilitate credendi4, perteneciente ya a su época de sacerdote. La descripción clásica es y sigue siendo, claro está, la de las Confesiones. La cual, por sí sola, proporciona material suficiente para mostrar el proceso interno del camino seguido por Agustín hasta el cristianismo y la Iglesia. Lo que intentaremos en primer lugar, en la medida de lo posible, es separar la descripción de su primera vivencia eclesial de su teología madura sobre la Iglesia, que es la que ahora tenemos; y está por ver en qué medida ese mundo mental descrito por Agustín podemos encontrarlo en los escritos de juventud. 2 1,4 PL 32/961. La obra fue redactada aproximadamente al mismo tiempo que Contr Ac, todavía dentro del año 386. Nueva edición de la obra en el Florilegium Patr. 27, editado por Schmaus (1931). 3 Mihique persuasi docentibus potius quam iubentibus esse credendum. Con esto queda igualmente refutada la tesis de M. Wundt, según la cual el Agustín anterior al 391 se dirigiría sólo contra los errores de contenido de la doctrina maniquea, desconociendo todavía el problema de razón y fe, que aparece en primer plano en el De ut cred. Por lo demás, en De mor eccl cath cap. 2,3 PL 32/1311 s.; cap. 25, 45 Conclusión ib. 1331 se subraya con toda claridad esta diferenciación, y alusivamente también en De mor Ma cap. 17,55 (Los maniqueos pollicitatores rationes atque veritatis) ib. 1368. 4 8,20 PL 42/78 s.
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Según lo dicho, la pregunta por la vivencia eclesial de Agustín en su conversión equivale a la pregunta por el significado interior de la conversión misma5: ¿Fue una conversión a la Iglesia concreta, dio con ella el paso a la comunidad eclesial cristiana concreta, o fue sólo un cambio de posición filosófico6? La cuestión no es tan sencilla de resolver. Pues si empezamos por la búsqueda de una vivencia eclesial en las Confesiones, nos encontraremos con una decepción. No hay en ellas nada que se le parezca, pues el camino de Agustín parece ser un camino entre Dios y su alma, y nada más (cf. los Soliloquios7). Los pocos pasajes en los que abiertamente se mienta a la Iglesia pueden ser considerados marginales en el entramado de la descripción total y en ningún momento son motivo de reflexión o valoración ulterior. 5 Cf. Mausbach, Die Ethik des hlg. Augustinus, vol. 1, Friburgo 1929, pp. 820, con más bibliografía, en la p. 8; E. Portalié en el Dictionnaire de théologie catholique par Vacant-Mangenot, París 1903, 2273 ss., también con más bibliografía. Portalié ofrece además una buena recopilación de los textos del período de Casicíaco que ya tienen claramente rasgos cristianos; A. Harnack, Augustins Konfessionen. Reden und Aufsätze I, Gießen 1904, pp. 62 ss.; a mi parecer se ha tenido poco en cuenta Harnack, «Die Höhepunkte in Augustins Konfessionen», en: Aus der Friedens- und Kriegsarbeit, Gießen 1916, pp. 67-99. De la bibliografía reciente hay que mencionar: J. Nörregaard, Augustins Bekehrung, traducido al alemán por A. Spelmeyer, Tubinga 1923, con fuerte inclinación hacia la concepción tradicional; U. Manucci, «La conversione di S. Agostino e la critica recente», Miscellanea Agostiniana, vol. 2, Roma 1931: defensa de la posición tradicional, apoyándose en Mausbach; Karl Adam, Die geistige Entwicklung des hl. Augustinus, Augsburgo 1931; R. Guardini, Die Bekehrung Augustins, Hegner, Leipzig 1935: una interpretación más bien psicológica. El trabajo mejor y más fundamentado sobre esta cuestión me parece el de Nörregaard, que ofrece además, en las pp. 1-19, una buena visión de conjunto de la controversia hasta hoy. 6 Evidentemente, no podemos desarrollar aquí la cuestión en toda su amplitud. Esto es además superfluo en la medida en que Nörregaard, cuyo punto de vista comparto, debe significar ya un cierto punto final en este tema. Aquí se trata únicamente de saber qué concepción de la Iglesia es significativa para Agustín. En lo referente a bibliografía en general, consúltese E. v. Kienitz, Augustinus, Genius des Abendlandes, Wuppertal 1947, con una buena descripción del trasfondo histórico-cultural. Igualmente, las explicaciones en Hofmann, op. cit., pp. 1-123. 7 Solil I 2,7 PL 32/872: Deum et animam scire cupio. Nihilne plus? Nihil omnino.
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La verdadera vivencia eclesial se halla a más profundidad. Para poder encontrarla, hay primero que examinar, en el texto, la tesis contraria al carácter filosófico de la conversión de Agustín. El camino de la conversión comienza en Agustín —según su propia descripción— con la experiencia del Hortensius: Surgere coeperam, ut ad te redirem8. Aprende a comprender la sapientia como meta de toda lucha y anhelo humanos, como la meta de la vida por antonomasia. Esa meta es mantenida inequívocamente a través de los pasos siguientes y seguirá siendo la meta de Agustín cuando, por el bautismo, sea miembro de la Iglesia católica. Llama la atención además que, tras haber descubierto ya hace tiempo la inanidad del maniqueísmo, el principal impedimento para su encaminamiento definitivo a la catholica nuevamente sean dificultades filosóficas: no entender el concepto de substancia espiritual, el esfuerzo en vano por comprender el problema del mal, además del problema de los escritos del Antiguo Testamento, que aboca en una dificultad filosófica en la medida en que, siendo un libro tenido por sagrado en la Iglesia católica, cree encontrar en ellos una concepción antropomórfica de Dios contradictoria con sus conceptos filosóficos puros y, también, una actitud moral incompatible con su ideal de sabiduría. Pero, sobre todo, se trata del encuentro con el neoplatonismo, que para él resulta la verdadera «experiencia de conversión» transformadora, que le proporciona la comprensión de la sustancia espiritual, lo lleva a la visión de la misma divina luz y al disfrute del alimento divino9. El «Deus erat Verbum» lo encontró él, según su propia declaración10, en los libros de los platónicos, viendo incluso mediante ellos —aunque fuese como se mira a lo lejos desde un monte distante— la patria
8 9 10
Conf III 4,7 PL 32/685. Ib., VII 10,16 col. 742. VII 9,14 col. 740 s.
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pacis, es decir, la sapientia buscada11. Con ello parece que realmente, en definitiva, pertenece al terreno filosófico esa verdad en torno a la cual giran todos sus afanes y luchas. En cierto sentido podemos de hecho afirmarlo así. La verdad buscada, la verdad de la que se trata en definitiva, en cuya contemplación y disfrute permanentes consiste la vita beata, no se encuentra en la Iglesia, sino que puede encontrarse igualmente en los filósofos. Diríamos que en cuanto a contenido, materialmente, la Iglesia no ofrece nada nuevo. La meta última de Agustín en su conversión es ciertamente la filosofía pura, completa, ... sin la Iglesia. No obstante, a la Iglesia y a su fe les corresponde una función importante en la conversión. A la experiencia del Hortensius está ya asociado el paso hacia la Iglesia cristiana o, al menos, al aparecer éste bloqueado, hacia otra comunidad religiosa. Tampoco se quedará Agustín en los platónicos, sino que reiteradamente echa mano de la Sagrada Escritura, especialmente de Pablo. Lo cual tiene un motivo más profundo, que subyace en la filosofía misma, además del motivo sencillo que él mismo aduce: concretamente que por su madre estaba tan profundamente vinculado a la fe cristiana que una verdad sin Cristo no podía parecerle una verdad completa. Hay que tener presente que la relación entre filosofía y religión era en la antigüedad esencialmente distinta a como hoy se nos presenta. Para poder entenderlo, cerciorémonos por un momento del hecho de que una de las acusaciones más graves contra el joven cristianismo estribaba en su caracterización como ateísmo12. Desde nuestra perspectiva actual, semejante suposición
VII 21,27 col. 748. Cf., por ejemplo, Justino, Apol I 6.13, Enchir. patr., editado por Rouet de Journel, Herder 1947, pp. 42 y 43; Atenágoras, Legatio pro christ 4.10, ib. p. 64 y 65 et passim. Cf. sobre todo, también los textos de Atenágoras, Teófilo y Justino recogidos en Schmaus, Dogmatik II 3ª y 4ª ed., pp. 346-348. Notamos que flota en el aire este reproche cuando Agustín, en la Civitas Dei, se dirige 11
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nos parece absurda y únicamente explicable por un total desconocimiento del verdadero cristianismo. Pero la situación era completamente diferente en el ámbito espiritual de la antigüedad. Como se sabe, los escritos de los apologetas pretendían traducir la fe cristiana a la filosofía griega y para ello equiparaban el Dios cristiano con aquella última ajrchv, que hacía tiempo ya había sido reconocida por los filósofos paganos. Pero con ello consiguieron lo contrario de lo que pretendían, lo inaudito, que a un principio supremo entendido de forma puramente filosófica se atribuyese ahora la adoración religiosa exclusiva. Para el hombre antiguo ese rango metafísico no significaba, ni mucho menos, pretensión religiosa alguna. Por un lado, no sólo el epicureísmo materialista sostenía sin más el culto a la divinidad, sino que, de igual modo, también Aristóteles dejó intacta la fe religiosa de sus contemporáneos, sin perjuicio de la unidad del principio último13. Fue una hazaña de los apologetas absolutamente novedosa el hacer coincidir metafísica y religión, dibujando el rostro del Dios vivo en la forma sin esencia del prw`ton kinou`n. Pero era precisamente esta confluencia de metafísica y religión la que, a los ojos de sus contemporáneos paganos, significaba una renuncia a la religión, un triunfo de la ilustración y del racionalismo14. La filosofía no podía servir, de ningún modo, de sucedáneo a la religión, fuese del tipo que fuese, sino que precontra aquellos que consideran el abandono del culto a los ídolos como el mayor sacrilegio, que ahora toma venganza. Volveré a tratar detenidamente el tema que aquí aparece, cuando me ocupe de los problemas relacionados con él. 13 Puede verse la descripción de la filosofía antigua que se quiera, por ejemplo: Meyer, Geschichte der abendländischen Weltanschauung, Würzburgo 1947, I 238 y 314. Ciertamente, el problema que se esconde detrás de este estado de cosas es tan escasamente percibido por Meyer como por el resto de obras de historia de la filosofía. Cf. además, por ejemplo, Zeller, Die Philosophie der Griechen. 14 Debo las inspiraciones esenciales de esta concepción a las clases de Filosofía de la Religión del profesor Söhngen. Yo mismo sostengo la importancia del significado tanto filosófico-religioso como también teológico-fundamental, e incluso dogmático, de esta cuestión. Pues su resultado es que la diferenciación entre el contenido de la fe cristiana y las religiones paganas no depende sólo de su víncu-
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cisaba de la religión, junto a ella y por encima de ella. Con el neoplatonismo había cambiado esta situación en el sentido de que la filosofía abría la puerta hacia la religión más que hasta entonces, y buscaba un nexo interno de unión con ella. Esto lo consiguieron los neoplatónicos colocando en la entrada a la sabiduría la exigencia de purgatio: el hombre únicamente puede alcanzar la visión de la realidad verdadera si antes atraviesa por un proceso de purificación, en el que se desprende de las cáscaras del mundo de los sentidos y es llevado ascendente y progresivamente hacia la realidad verdadera. Sólo para algunos resulta expedito el «camino regio» de la purgatio intellectualis, una purificación netamente espiritual que conduce hasta las últimas profundidades de la divinidad: es a los filósofos a los que pertenece este privilegio. Todos los demás, que no están en dicha situación, la extensa masa de los hombres, ha de contentarse con la universalis via de una purgatio spiritualis15, la cual, como resultado de ritos mágico-cultuales, caracteriza ahora a la religión como una forma sustitutoria de la filosofía16. Quedaba así abierta
lo histórico, cuyos déficits resultan por lo demás evidentes cuando se trata por ejemplo de protegerla frente a la apoteosis de personajes históricos —pues más bien le corresponde por igual la unidad con lo filosófico, es decir, lo que el profesor Söhngen denomina la «verdad de doble contrapunto». Está claro que semejante vínculo con la filosofía significa más una huida en lo ideal que precisamente una vinculación con la realidad. Por supuesto que toda esta concepción la presento con la necesaria prudencia, con plena conciencia de que sobre todo la fundamentación histórica de mi tesis precisaría una ampliación considerable, que ahora no me es posible por la brevedad de tiempo. Véase lo que se dirá más tarde. 15 Para la diferenciación entre los campos de spiritus e intellectus cf. De civ Dei X 9 PL 41/287; X 27 cols. 305 s.; cf. de gen ad litt XII 24 PL 34/474; 24,51 dice: praestantior est enim visio spiritualis quam corporalis et rursus praestantior intellectualis quam spiritualis. 16 Para esta presentación cf. el libro X de la Civitas Dei, espec. cap. 32,2 PL 41/313-315; cap. 27; 28 cols. 304-307, donde aparece como doctrina de Porfirio. Cf. Conf IV 1,1 PL 32/693; IV 6,11 col. 697; VI 4.5 col. 721; VII 16,22 col. 744; VIII 1,1 col. 747; X 42,67 col. 807, donde se trata sobre los seres intermedios del paganismo y sobre los ritos mágicos. Del trasfondo cultual pagano en la filosofía
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la puerta para la religión y podremos mostrar que Agustín supo utilizarla. Pero antes de fijarnos en este hecho nos trae cuenta advertir que en lo que acabamos de decir reside un punto de conexión importante para la idea de Pueblo de Dios. En la purgatio spiritualis se trata del problema de la salvación de muchos, del «pueblo» llano. Para Agustín debió resultar impresionante y cuestionable a la vez que la religión cristiana reclamase ser, a la vez, salus populi y via regia17. Más adelante habremos de preguntar hasta qué punto hizo uso Agustín del principio al que aquí aludimos. Primero tenemos el problema de saber por qué renunció al camino regio de los filósofos y echó por el camino religioso del pueblo llano. Pues no cabe duda de que entendía este camino como un abajamiento y una humillación. La exigencia decisiva de la religión se llama: creer. Y eso significa precisamente renunciar a lo que Agustín quiere, a la evidencia18. Esto le había arrojado en brazos de los maniqueos racionalistas19. Un primer acceso lo encontró cuando aprendió cuántas verdades imprescindibles hay en nuestra vida que única y sencillamente las creemos —sobre todo, lo que creemos sobre nuestros padres. Con ello aparece por segunda vez la madre en su camino de conversión. Y la autoridad materna es la que le proporciona la comprensión profunda de la auctoritas incluso en el terreno de la sabiduría. Frente a ella, el hombre es un aprendiz y un niño todavía inmaduro, que aún no ha alcanzado la
platónica se habla también por insinuación (idola Aegyptiorum!) en Conf VII 9.15 col. 742, así como en los pasajes relativos a Rm 1,20, que casi todos aluden por igual a la visión de la verdad alcanzada como a una caída en los cultos paganos de los intermediarios en lugar del mediador único. 17 De civ Dei X 32,2 col. 313-315. 18 Más adelante daremos una interpretación más detallada de la fe y sobre su rango metafísico. 19 Véase la nota 3 e infra.
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capacidad de distanciarse espiritualmente20. Pero ¿cómo se le ocurrió a Agustín aceptar el camino de la fe cristiana como su camino de purificación? En Conf VII 10, 16 (PL 32/742) nos informa con más detalle sobre este asunto. Cuenta aquí la vivencia, extraordinaria para él, en la que comprendió por vez primera lo que significa una substancia espiritual. Ese comprender duró sólo un breve instante, pero tuvo para él la densidad de una auténtica visión, de una visión en la que encontró la verdad, la sabiduría: a Dios, meta última de su afán. No puede mantener presente esa comprensión de forma duradera. Únicamente le queda el recuerdo de haber comprendido una vez. Con ello experimenta Agustín una infirmitas de la que no lo protege la filosofía. La ayuda tendrá que venirle de otro remedio. De nuevo echa mano de la Escritura y ... la comprende novedosamente. Cristo es la sabiduría hecha carne, la Palabra de Dios encarnada. Si antes no comprendía en absoluto la divinidad de Cristo21, ahora resulta para él la solución decisiva para sus problemas: Dios es un «alimento»22 que Agustín, en su debilidad, no puede digerir en forma pura, por eso la misma palabra divina se mezcla con carne, para que así el hombre pueda comerla23. Éste es —según la descripción de las Confesiones— el concepto de Iglesia que tiene Agustín en el período de su conversión: en su Iglesia nos ofrece Dios comer lo invisible bajo forma visible y así 20 No hay que olvidar, sin embargo, que la comprensión de la autoridad doctrinal como «mater» y el resto de imágenes asociadas con ella, como ubera, cunabula, parvulus, etc., eran también comunes, al parecer, en el campo puramente filosófico. Una exposición de filosofía con semejantes imágenes se encuentra en Contr Ac I 1,3 PL 32/907 (gremium, nutrire, fovere); núm. 4 (ubera); Contr Ac II 3,7 col. 922 (gremium); De beata vit 1,4 PL 32 col. 961, más bien con la idea de la esposa. En modo alguno debemos olvidar que también se empleaba auctoritas en el ámbito filosófico, véase infra. 21 Conf VII 19,25 PL 32 col. 746. 22 Conf VII 10,16 col. 742. 23 Conf VII 18,24 col. 745 s. Sobre la idea anteriormente aludida de la infirmitas, cf. también Conf X 42,67 col. 807, donde se habla de forma general de los neque per se ipsos valentes.
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nos conduce cada vez más hacia lo invisible, hasta que finalmente lleguemos a su altura sin mediaciones. Cierto que el trasfondo de esta imagen es esencialmente intelectualista. Es la doctrina de una sabiduría que se come y al fin puede ser aceptada cada vez con menos aditamentos. Más adelante se nos aclarará mejor el carácter pedagógico de la fe y del concepto de Iglesia que aquí aparece. Hasta ahora, no obstante, ya resulta claro que Agustín ha visto en la fe cristiana el camino de purificación ofrecido por Dios mismo, y cuyos elementos esenciales vienen determinados con los conceptos credere - auctoritas - humilitas. La situación de perdición humana24 convierte este camino en etapa común inevitable en la ascensión del alma25. Los conceptos neoplatónicos que apuntan en esta dirección alcanzan para Agustín forma concreta y realidad exigente a partir de lo cristiano. Por eso no hay más camino hacia la sabiduría que, por la humildad de la fe, ingresar en el seguimiento de la Palabra de Dios que ha descendido a la humildad de nuestra carne. Descendite, ut ascendatis26 —con este imperativo describe 24 Véase ¡la idea de la infirmitas! Ya en los primeros escritos aparece con claridad esta idea, que tiene fundamento suficiente en la filosofía platónica y un fundamento último en la experiencia personal de Agustín. 25 También esta idea es propia de Agustín desde el principio, cf. los siete grados del ascenso del alma en De quant en cap. 33, 70-76 PL 32/1073-1077; cap. 34,78 col. 1078: Haec sola religio, per quam Deo reconciliari pertinet animae. — No está en contradicción con esto el que atribuya, por ejemplo, a Platón la sabiduría completa y verdadera (así en Contr Ac III 18,41: Os ... purgatissimum ... et lucidissimum). Agustín vinculará después la posibilidad de salvación en el eón precristiano únicamente a la intervención inmediata divina, y pondrá como ejemplo de esas figuras espirituales a Job y a la Sibila. Véase más adelante. El desplazamiento no se produce en la posibilidad como tal, sino en la ulterior precisión de su especie. Más tarde se requerirá también de estos elegidos la fides incarnationis. Quizá la limitación de esta posibilidad al tiempo precristiano no fuese tan estricta todavía en el Agustín del primer período. Pero esto no cambia en nada que el camino normal sea la sumisión a las exigencias de la fe cristiana. Cf. nota 7 al § 3. Nörregaard, op. cit., 131, que subraya igualmente la vigencia general de la auctoritas cristiana, indica que Agustín no se había planteado todavía en ese momento con exigencia suficiente la cuestión del camino de salvación platónico. 26 Conf IV 12,18 s. cols. 700 s.
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Agustín su valoración de la Iglesia y de la fe. El magisterium humilitatis27 es propiamente el hecho salvífico de Cristo en favor nuestro, y nuestra propia humildad en la fe, la forma como obtenemos parte en la salvación28. Así queda introducido el concepto platónico de purgatio en el concepto cristiano de fe. Nos falta por exponer todavía una experiencia importante que ya nos ha aparecido dos veces en el camino de la conversión de Agustín: el encuentro con su madre Mónica29. Ésta no es sólo mater carnis, sino que, como sierva de Dios, sufre por su hijo los dolores de parto espirituales más incluso que los corporales30, hasta el punto de ofrecer por él a diario la sangre de su corazón con sus lágrimas31. A partir de aquí se entiende que la imagen maternal de la Iglesia sea para él la más viva y expresiva. Quizá puede decirse que, en su caso concreto, la Iglesia maternal ha resultado visible para Agustín en la figura de su madre. Para él, su madre fue realmente madre Iglesia que lo alumbró de nuevo y que le pertenecía en su doble maternidad32. La explicación teológica de la idea de maternidad se limita exclusivamente, por supuesto, a la comprensión
Conf VII 18,24 cols. 745 s. Por eso no lleva del todo razón Karl Adam, Die geistige Entwicklung..., 28, cuando caracteriza el concepto de salvación de los años de juventud como liberación del error por medio de la palabra de Dios. Ya recae ciertamente peso sobre la encarnación de esta palabra, sobre su humildad sanadora, pero en una dirección intelectual. 29 También K. Adam, op. cit., pp. 12 y 26, llama la atención sobre la gran importancia de su madre en la conversión de Agustín, pero más en un sentido «fisio-psicológico», como él dice. La presentación que aquí ofrecemos busca explanar y ordenar únicamente lo que tenemos en los textos, sin empleo de la psicología. 30 Conf V 7,13 col. 711. 31 Conf V 9,16 PL 32/714 y IX 8,17 y 9,22 cols. 771 y 773. 32 En V 13,20 col. 717 parece insinuarse un cierto paralelismo. El «padre» en el nuevo nacimiento de un hombre es ciertamente el mismo Dios, el Señor. Aquí, en cambio, aparece en su camino Ambrosio como figura paterna, de forma parecida, por lo demás, a como se presenta para el propio Ambrosio un pater in accipienda gratia: Simpliciano (VIII 2,3 col. 749). 27 28
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propedéutica que ya hemos expuesto anteriormente —lo cual no debe maravillarnos, pues incluso todo el cristianismo histórico se inserta todavía en esa esfera de lo provisorio33. Con lo dicho queda descrito el camino de la conversión de Agustín34. Podemos ahora dedicarnos a analizar con objetividad la comprensión de la Iglesia en el primer Agustín, y lo haremos, cambiada ya la perspectiva de nuestra pregunta, únicamente a partir de sus escritos de juventud.
33 Cuando se aborda la experiencia que Agustín tiene de Mónica no debe olvidarse mencionar los diálogos de Casicíaco, en los que Mónica aparece repetidamente como interlocutora importante. De forma especial quiero citar De beat vit 1,6 PL 32 col. 942, donde la nombra en primer lugar: in primis nostra mater, cuius merito credo omne esse quod vivo, así como en De ord I 11,31-33 PL 32 cols. 992-994, núm. 32 col. 994 le reconoce el haber alcanzado ya la summa arx philosophiae. 34 Encontré cierta similitud con mi exposición en Harnack, «Die Höhepunkte in Augustins Konfessionen» (véase supra). Él distingue una doble oposición en Agustín: la que se da entre la religión católica y su conducta vital, así como una oposición de carácter teórico entre el mundo buscado y el mundo presente. De este último lo ha liberado la experiencia neoplatónica de la verdad, que, sin embargo, no le ha proporcionado fuerza alguna para su realización. «Es el propio Agustín quien nos cuenta cómo alcanzó la fuerza para el bien» (p. 91). Los modelos de Victorino y los asesores de Tréveris fueron decisivos en este sentido. Ambrosio y la madre revisten escasa importancia. Pero debería quedar claro que el cristianismo no pertenece exclusivamente al plano práctico, como se da a entender, sino que también debe tener su buen espacio en la teoría. El inicio estaba ciertamente en lo práctico.
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Capítulo 1
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§2 Superación del escepticismo y fe Tuvo importantes consecuencias el encuentro que puso a Agustín en contacto con la duda académica, tras el derrumbamiento de sus convicciones maniqueas. Aunque desde un principio puede darse por resuelto que su espíritu, vivo y penetrante, no iba a apaciguarse con esto, sin embargo, no podemos prescindir en su camino vital de los problemas que se le presentaron en este terreno. Es cierto que Agustín era lo bastante metafísico en su pensamiento como para conformarse con el escepticismo, pero también era lo suficientemente crítico en su comprensión de la realidad y veraz consigo mismo como para conformarse con una solución fácil de encontrar, meramente lógica o superficial. Se lo impedía, sobre todo, el profundo conocimiento de sus propios extravíos, cuando no su conciencia de no encontrarse todavía en posesión de la verdad, tampoco ahora, después de su gran experiencia de iluminación1. El Agustín de Casicíaco sigue considerándose a sí mismo un necio2. Así llegamos 1 2
Conf VII 10,16 PL 32/742. Contr Ac III 5,12 PL 32/940: sum enim stultus.
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ya al punto que marca el cambio decisivo que da Agustín al problema de los académicos. En opinión de éstos hay, ciertamente, sabios, pero afirman a la vez que no hay nadie que sepa algo —si es en el sentido de comprensión interna de la realidad. En contra de ellos, dice Agustín: si hay «sabios», entonces también «saben» algo —precisamente, la sabiduría cuya posesión hace sabio. Está fuera de duda que el sabio tiene conocimiento en el sentido de auténtica evidencia de la verdad. El problema es ahora si hay de verdad hombres que sean sabios3. Este giro en el planteamiento tiene extraordinaria importancia. Si los académicos habían hilado su discurso en el ámbito del pensamiento metafísico simplemente a partir de una situación de hecho de extrema incertidumbre, Agustín investiga primero el problema abstracto, aislado con precisión, para plantear después la cuestión de hecho. El resultado será que la exigencia abstracta y la realidad concreta están en contradicción entre sí. Mas, como el proceso intelectual abstracto es irreprochable, el error está en el hombre concreto. Y aquí la filosofía ya no conduce más adelante, sino que la ayuda ha de venir de otra parte. Esa «otra parte» que se le ofrece a Agustín es la religión, más concretamente: la fe cristiana. Dios, populari quadam clementia, inclina la autoridad de su entendimiento divino (intellectus) hasta el cuerpo del hombre y la hace descender, recuperando de nuevo al alma, que, en su contaminación ya no sabe del mundo
3 Contr Ac III 4,10 col. 939: Quaero ergo iam, utrum possit sapiens inveniri. Si enim potest, potest etiam scire sapientiam, omnisque questio inter nos dissoluta est. Si autem non posse dicis, iam non quaeretur, utrum sapiens aliquid sciat, sed utrum sapiens quisquam esse possit. Quo constituto, iam recedendum ab Academicis... Concuerda con esta descripción lo que Agustín dice en De util cred 8,20 PL 42/78 s., donde cuenta que fue la observación del espíritu humano lo que le llevó al convencimiento de que no es propiamente la verdad la que está oculta, sino el modo de encontrarla, eudemque ipsum modum ab aliqua divina auctoritate esse sumendum (col. 79).
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de la verdadera sabiduría, y logrando así lo que no conseguía la razón, con todo su sentido de penetración4. El hombre, para llegar a la sabiduría, al auténtico saber acerca de la verdad, debe antes dejar que Dios lo lleve por el camino de la fe sanadora. Así queda justificada la contradicción y resuelta: hay sabiduría que transmite verdadera evidencia, pero esa evidencia únicamente se da mediante la humildad de la fe. 1. La doctrina de los dos mundos como preludio de la doctrina de los dos reinos La controversia con los académicos no termina para Agustín con lo que llevamos dicho. Pues les terminará dando completamente la razón, aunque en un sentido más profundo. El acceso a esos razonamientos se encuentra en su doctrina de los dos mundos. Para el maniqueísmo, y al principio también para Agustín, había sólo el mundo concreto de lo aprehensible, el que tenemos delante de los ojos5. Ese mundo está transido por la diferencia entre el bien y el mal, la luz y la tiniebla, Dios y el diablo, o dicho también: gens tenebrarum y regnum Dei6. La lectura de los neoplatónicos, por el contrario, abría un panorama nuevo. Debió de ser como si se le cayesen escamas de los ojos, cuando Agustín experimentó que el mundo entero de aquí es sólo la mitad de la realidad, sí, sólo la parte oscura, el débil reflejo de otro mundo de realidad verdadera,
4 ... animas multiformibus erroris tenebris caecatas et altissimis a corpore sordibus oblitas, nunquam ista ratio subtillisima revocaret, nisi summus Deus populari quadam clementia divini intellectus auctoritatem usque ad ipsum corpus humanum declinaret atque submitteret ... Contr Ac III 19,42 col. 956; cf. también Contr Ac III 6,13 col. 940: veritatem nisi divina ope non percipi. 5 En lo referente al problema del maniqueísmo debe consultarse, sobre todo, De mor Man II PL 32/1345-1378. 6 De mor Man II 5,7 PL 32/1348 y frecuentemente cap. 9,16 col. 1352: discordiae gens; 12,25 col. 1356 adversa gens y similares.
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inasible con nuestros sentidos, pero con presencia viva en nuestro espíritu, ya que éste mismo es una porción de esa realidad imperecedera. Teniendo esto presente se entiende algo del entusiasmo con que Agustín nos narra en las Confessiones su primer encuentro con la verdad de ese mundus intelligibilis7. Agustín supera, pues, el dualismo maniqueo descubriendo como verdadero el dualismo neoplatónico y transformándolo progresivamente en el dualismo bíblico8. La frontera ya no atraviesa por medio de este mundo, sino entre los mundos, en el sentido de que el mundo concreto perceptible es malo, en la medida en que es él mismo, es decir: mundo sensible, pues en esa medida es no ser —tenemos aquí un eco claro del platónico mh; o[n9—, sin embargo, es bueno, en la medida en que reflejo del mundo de las ideas trascendentes10. Y sólo en esa medida es también ser. Por tanto, todo ente es bueno. Desde esta perspectiva se entiende el descubrimiento del neoplatonismo como la gran vivencia de superación para Agustín. Conf VII 10,16 PL 32/742. Hay que rebatir la afirmación siempre repetida que pretende ver en el dualismo entre civitas Dei y civitas diaboli una recaída, aunque sea latente, en el error maniqueo de su juventud. Agustín pudo renunciar al dualismo maniqueo en cuanto descubrió el que consideró dualismo verdadero del neoplatonismo. Este último es el que fue transformando también cada vez más en dualismo bíblico, especialmente en los libros De civ Dei. Véase más adelante. 9 J. Mausbach, Die Ethik des hl. Augustinus I, pp. 141-145 ha probado con evidencia, contra Dorner, que Agustín no concede en absoluto ningún valor positivo a la nada, en otros términos: que ésta no representa ningún principio constitutivo en el dualismo agustiniano. Pero no puede obviarse que objetivamente sigue siendo un problema. El dualismo propuesto por el propio Agustín entre mundus sensibilis y mundus intelligibilis sería monismo si prescindimos de la idea de la nada, como sucede en sus primeros escritos, que son los que hemos de considerar aquí. Cf. especialmente Solil II 18, 32 PL 32/901: los cuerpos tienen solamente nescio quam imitationem veritatis et ideo falsas esse. En lo que se refiere a su realidad propia, son falsos y, por tanto, malos. Sobre esto cf. Geyer en: Ueberwerg-Geyer II, p. 109: «Aunque la nada no equivale al mh; o[n, a la materia, sin embargo parece a veces que Agustín la toma como un poder». 10 Cf. sobre todo Contr Ac III cap. 17 y 18 núms. 37-41 PL 32/954-956; también III 11,24 col. 946; De ord I 11,32 PL 32/993. Véanse las explicaciones que siguen. 7 8
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Él mismo creyó manifiestamente haber descubierto la auténtica dimensión cristiana al descubrir el mundus intelligibilis. ¡Lo cual no podemos decir simplonamente que fuese un error! Existe un dualismo cristiano y el hombre que, sin saberlo, leía a Platón con ojos cristianos11 no estaba tan lejos de ese dualismo como a nosotros puede primeramente parecernos. En definitiva, el cambio de significación pneumática que el Nuevo Testamento opera en el Antiguo consiste en este punto precisamente en desplazar la frontera que hasta ahora atravesaba por medio de este mundo y separaba dentro de él al puro del impuro, al justo del pecador, desplazarla ahora más allá del mundo, separando la criatura y Dios. Éste es el sentido que tiene cuando Jesús al «maestro bueno» del joven rico contesta con su «sólo Dios es bueno»12, o cuando en el sermón de la montaña presenta a Dios bueno frente a la ponhriva humana13. Este sentido tiene también cuando Pablo contrapone su pavnte" h}marton14 a la auto-justificación judía y hace depender la justicia exclusivamente de la gracia divina. Con todo, por encima de la unidad no debe pasar inadvertido lo que separa. Al entender Agustín el dualismo, a lo primero, de forma puramente metafísica, separaba el espíritu humano de la esfera del mundo y lo entendía como parte del mundo divino, mientras que la Escritura, en cambio, ve al hombre entero en el espacio del kovsmo" ou|to". La consecuencia es que el peso del mal recae unilateralmente sobre la parte corpórea. Recíprocamente, lo histórico se atribuye por completo al espacio de la sensibilitas y no puede, por tanto, adquirir el sentido estructurante positivo que tiene en el dualismo bíblico, en el que es concebido precisamente como dualismo histórico-salvífico. De todos modos, 11 Harnack, «Die Höhepunkte in Augustinus Konfessionen», l. c., p. 84: «Sin saberlo, había leído siempre a Platón bajo influencias bíblicas». 12 Mc 10,18 13 Mt 7,11. 14 Rm 3,23. Lo mismo puede afirmarse también del dualismo joánico.
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en el paso del maniqueísmo al dualismo neoplatónico tenemos claramente la innovación decisiva hacia lo cristiano, aunque todavía necesite profundización. Es precisamente en el cambio paulatino que se produce en este punto donde puede mostrarse todavía, quizá como en ningún otro, el camino de Agustín, que lleva desde una teología concebida de forma casi puramente metafísica hasta una comprensión del cristianismo cada vez más histórica, desde una valoración de lo histórico exclusivamente pedagógica, hasta una dotación interna de sentido cada vez más profunda de la forma concreta15. La forma histórica concreta de lo cristiano no es otra que la Iglesia. Con lo cual tocamos aquí, sin duda, un problema importante para nuestro planteamiento. Intentemos ya ahora, en vistas a su ampliación posterior, mostrar cuáles son los fundamentos de la contradicción, en principio metafísica, que se aprecia en lo histórico. Para ello son significativas dos equiparaciones. La primera presupone la identidad del
15 Un ejemplo interesante de este proceso lo ofrece el cambio de Agustín en su valoración de los sentidos y de lo sensible. En las Retr. Agustín repasa todos aquellos pasajes de sus obras de juventud en los cuales negaba a los «sentidos» cualquier capacidad y subraya: debí haber hablado del sensus mortalis corporis y no del sensus en general, pues también la mens tiene sus sentidos. «Entonces estaba yo ciertamente entre los que sensum non nisi corporis dicunt et sensibilia non nisi corporalia». Retr I 1,2 PL 32/586; cf. I 3,2 col. 588; cap. 4,2; 589 s. En las últimas citas, pero también especialmente en el cap. 2/588, queda resaltada con claridad la impronta escatológica de la nueva concepción; en el cap. 2 se dice: Et quod tempore vitae huius in sola anima sapientis dixi habitare vitam beatam, quomodolibet habeat se corpus eius, cum perfectam cognitionem Dei, hoc est qua homini maior esse non possit, in futura vita speret apostolus, quae sola beata vita dicenda est, ubi et corpus incorruptibile atque inmortale spiritui suo sine ulla molestia vel reluctatione subdetur. Harnack (Sitzgs.-Ber. d. Akademie d. Wiss. zu Berlin LIII p. 1117, citado en Mausbach, op. cit., I 162 nota 1) indica al respecto: «Lentamente se fue introduciendo otra contraposición en el primer plano de su pensamiento y sensibilidad: entre el más acá y el más allá. La contraposición platónica no quedaba suprimida totalmente, pero sí modificada y relegada a un segundo plano. Y maravillosamente se honra de nuevo a lo sensible, a lo terreno». Creemos haber mostrado ya, y seguiremos mostrando, que esta presentación interpreta con acierto el proceso sólo en parte.
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mundus intelligibilis con el regnum Christi16. Ilustra mucho la corrección que de esta concepción se hace en las Retractaciones17. Aunque se mantiene esta posibilidad de interpretación, se sustituye la expresión, poco eclesiástica18, de mundus intelligibilis por la denominación «ratio sempiterna atque incommutabilis, qua fecit Deus mundum». Pero el doctor de la Iglesia, en vez de entenderlo así, prefiere el término «regnum Christi» para referirse a ese mundo nuevo en el que habrá un nuevo cielo y una nueva tierra, a ese mundo en el que se verá, pues, realizado lo que suplicamos: Adveniat regnum tuum19. En la obra de la «Civitas Dei» se nos ofrece otra contribución sobre este asunto, allí donde Agustín atisba en la Iglesia el regnum Christi, aunque sea en un sentido provisional y debilitado, sin duda20. Mostraremos más adelante, cuando tratemos de los problemas de la Civitas Dei, qué significado tiene que se distinga en este libro entre «regnum» y «civitas». Ahora adelantaremos lo siguiente: la actuación salvífica histórica divina y su actualización viva en la Iglesia se mantienen todavía para el joven Agustín completamente dentro de la provisionalidad y transitoriedad del mundus hic. Por encima, puras y sin contacto con el hálito cambiante del tiempo, están asentadas las eternas figuras primigenias del mundus intelligibilis, como son tanto el regnum Christi como la civitas Dei. Ambos mundos convergen progresivamente para el teólogo y padre de la Iglesia. El mundo divino ya no es únicamente el espacio en el que rigen las ideas, sino la comunión santa de los ángeles de Dios. No obstante, parte de esta familia divina peregrina en lugar extranjero, sobre la tierra, anhelando la 16 De ord I 11,32 PL 32/993: Esse autem alium mundum ab istis oculis remotissimum... satis ipse Christus significat, qui non dicit: Regnum meum non est de mundo; sed: Regnum meum non est de hoc mundo (Jn 18,36). 17 Retr I 3,2 PL 32/588 s. 18 Ib.: ecclesiasticae consuetudini in illa re non usitatum est. 19 Ib. 20 De civ Dei XX 9,1 PL 41/672. Véase más adelante.
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reunificación completa de la casa de Dios21. La Iglesia concreta, el pueblo de Dios peregrino, ha entrado así en el espacio ideal del mundus intelligibilis y ha alcanzado con ello la categoría de realidad última. Volvamos a los escritos de juventud. En ellos, en el diálogo De magistro, sostenido con su hijo Adeodato, encontramos la segunda equiparación que nos resulta significativa22. Pues se aclara que los conceptos filosóficos sensibile e intelligibile se corresponden en la Escritura con las expresiones carnale y spirituale. El dualismo paulino de savrx y pneu`ma se entiende aquí todavía en un sentido metafísico puro. En este punto las obras posteriores de Agustín ofrecen un cambio importante: ser «carnal» significará vivir secundum se ipsum, mientras que el «hombre espiritual» se caracteriza por vivir secundum Deum23. Por tanto, también aquí el camino va de la distinción de planos metafísicos a la contraposición
21 Volveremos después más detalladamente sobre esta exposición, que encontramos principalmente en De civ Dei. 22 De mag 12,39 PL 32/1216. 23 No puede, sin embargo, decirse que la transformación sea completa. Junto a los nuevos conceptos emergentes, siguen apareciendo los antiguos de carnalis y spiritualis. Esta duplicidad tiene su explicación en la idiosincrasia propia del desarrollo teológico de Agustín; véase lo que decimos sobre esto en p. 92 s. La clasificación de los hombres en duo genera —unum eorum qui secundum hominem, alterum eorum qui secundum Deum vivunt, se encuentra en De civ Dei XV I 1 PL 41/437, sin equiparación expresa con la distinción entre carnales y spirituales, que, no obstante, irá progresivamente coincidiendo con la distinción entre las dos ciudades (véase más adelante). Encuentro esta equiparación más justificada por el hecho de que en De civ Dei XIV 1 col. 403 se introduce igualmente la distinción entre dos societates (genera): Una est quippe hominum secundum carnem, altera secundum spiritum vivere... volentium. La comparación de ambas citas da como resultado el contenido de mi tesis. Todavía aparece más claro en XIV 4,2 col. 407: Quod itaque diximus, hinc exstitisse civitates duas ..., quod alii secundum carnem, allii secundum spiritum viverent, potest etiam isto modo dici, quod alii secundum hominem, alii secundum Deum vivant. Todo este pasaje es muy revelador. Cf. también cap. 3,2 cols. 406 s. y 4,1 col. 407; más remotamente Tr in Joa ev 3,19 PL 35/1404; aquí aparece como distintivo del populus carnalis el spem ponere in homine.
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de estados salvíficos en la historia24. Mientras no se alcance este punto no se habrá logrado en sus últimas consecuencias teológicas la ruptura con el maniqueísmo. Pues la concepción ontológica de los dos mundos es lo que el «neoplatónico» Agustín sigue siempre teniendo en común con su pasado —aunque internamente ésta se diferencie mucho del principio fundamental materialista de los maniqueos. Cuanto más se traslada la contraposición del espacio del ser al de las magnitudes históricas, más logra aproximarse a la comprensión bíblica del mundo. Según esto, los Libri de civitate Dei no significan una recaída en el maniqueísmo, sino una etapa de su superación25. 24 En este contexto resulta interesante una corrección que introduce Retr I 1,2 PL 32/586 respecto de Contr Ac I 2,5 PL 32/908 s. En Contr Ac había definido Agustín la vita beata como un vivere secundum id quod in homine optimum est = secundum rationem (mentem). En las Retr dice refiriéndose a esto: non secundum ipsam (sc. rationem) debet vivere, qui vult beate vivere, alioquin secundum hominem vivit, cum secundum Deum vivendum sit, ut possit ad beatitudinem pervenire. Reveladora es también la continuidad de esta distinción en la teología medieval. En la cuestión acerca de la posibilidad de pecado en el espíritu puro, Tomás distingue la relación con el bien propio de cada naturaleza de la orientación al finis ultimus «supra naturam» (especialmente en Contr gent cap. 109 y de malo qu 16 a 3 y 4) y abre así, a partir de aquí, una nueva concepción del ordo naturalis y supernaturalis. Véase H. de Lubac, Surnaturel. Études historiques, Aubier, París 1946; 2ª parte: «Esprit et liberté», especialmente pp. 241 y 251. Referente a Agustín, hay que tener en cuenta que la evolución del secundum rationem al secundum Deum es resultado del paso del pensamiento popular estoico a las concepciones neoplatónicas; esto quiere decir: estamos ante una evolución dentro de la filosofía y no de la filosofía al cristianismo; véase la prueba en Nörregaard, op. cit., especialmente p. 225. 25 Al final de esta exposición sobre la concepción de Agustín de los duo mundi, quizá tenga interés la indicación de la continuidad medieval de estas ideas, que se entienden por referencia a Agustín, pero suponen ciertamente una apertura de nuevos caminos: el maestro Eckhart. En los Sermones de tempore (en la Neuausgabe vol. IV), Sermo VII, núm. 78, p. 75 se dice: E converso, homo interior sive proximus seu caelestis, mundus intellectualis, in quo Deus illuminat... Ista ergo quattuor sibi respondet: homo interior, homo novus, homo caelestis, mundus intelligibilis. Rursus quattuor opposita sibi correspondent: homo exterior, homo vetus, homo terrenus, mundus sensibilis. La concepción se ha tornado en antropológica por completo. En otra ocasión diremos algo más acerca de la conexión con la teología de la encarnación.
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2. Escepticismo y fe Hasta aquí hemos dejado abierta la cuestión acerca de la correlación de esta doctrina de los dos mundos con la posición de Agustín respecto del escepticismo. El punto de contacto entre ambas se descubre al considerar que Agustín debe el gran momento de su introducción en los espacios espirituales del mundus intelligibilis precisamente a esos platónicos en cuya escuela está afincada la duda. De modo que, como corresponde, nuestro pensador se pregunta si no hay alguna relación entre ambas. Y también en este caso halla la respuesta en una concepción salvífico-pedagógica de la totalidad. En su opinión, tras el descubrimiento de los mundos por Platón, el progreso filosófico pronto puso de manifiesto que este conocimiento no podían soportarlo los hombres26. La inmensa muchedumbre de los hombres está encorvada sobre la tierra y es de forma terrena como entiende, o más bien malentiende, siempre aquello que se encuentra. Por eso Arquesilao, sucesor de Polemón en la dirección de la Academia, decidió encerrar de nuevo la verdad, que Platón había sacado de lo oculto, pero de la que los hombres no se habían mostrado dignos. Lo que quedaba era el mundus sensibilis, el mundo de sombras e imágenes de nuestra existencia cotidiana, que, en efecto, no proporciona ninguna verdad, sino sólo probabilidad, ningún saber, sino sólo opiniones27. Es para ese mundo para el que son válidos los argumentos de los académicos, 26 Para esta explicación véase Contr Ac III 17, 37-39 PL 32/954 s. En su relato, Agustín se expresa en una terminología propia casi del pecado original. ... cum illud late serperet malum ... Núm. 38, col. 955. También advertimos cierto colorido religioso en su terminología al decir que las doctrinas de Platón fueron servata et pro mysteriis custodita. De forma parecida en I 1,1 col. 905 y 1,3 col. 907 y II 7,18 cols. 927 s., donde se pide a Dios la «conversión» de Romaniano a la filosofía y se expone el significado de la filosofía para el conocimiento de Dios. 27 Non scientiam, sed opinionem. Contr Ac III 17,38 PL 32/954. Sobre el concepto de probabilidad, ib. III 18,40 col. 955. La supeditación del mundus sensibilis y verosimile, passim. Cf. también nota 9 al § 2 p. 59.
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y en el que tienen además la función de combatir reiteradamente una seguridad demasiado profunda en el mundo de los sentidos28 y, a la vez, preservar en círculos esotéricos29 el conocimiento de las realidades trascendentes, custodiado como sagrado. Por eso es una gran tarea la que realizan los filósofos30. Pero con ella no benefician a nadie. La verdad permanece oculta, «Mysterium»31, inalcanzable para la mayoría de los hombres. Ya hemos oído que, en opinión de Agustín, Dios es el único que puede alumbrar una salida en este estado de perdición y que la religión cristiana representa dicha salida; más exactamente, que ésta consiste en la sumisión creyente bajo la autoridad del Dios revelante. El hecho del escepticismo describe un estado de perdición que reclama íntimamente, desde sí mismo, la salvación de la fe cristiana. Así se supera la segunda y más peligrosa pretensión del maniqueísmo: su racionalismo. El scandalum fidei era lo que había apartado de la Iglesia a los estudiantes sedientos de verdad y los había echado en brazos de los maniqueos, que se les presentaban como pollicitatores rationis atque veritatis32 —sin necesidad de fe, obviamente. Al comprender Agustín el problema de los académicos y ver el profundo desamparo del hombre en búsqueda, es como descubre que el someterse a la guía de la mano divina es lo único que puede llevar hacia delante. Como logró, con la ayuda de los escritos neoplatónicos, rechazar definitivamente los contenidos materiales del sistema maniqueo, así encontró también, gracias a los académicos, el medio para refutar el atrayente principio formal maniqueo de la «sola ratione»33. Ib. III 17,39 y 18,40 y 41, cols. 955 s. ... hoc tanquam profanis nec fas nec facile erat ostendere. Ib. III 18,40 col. 955. 30 Ya veremos que Agustín pensaba después de forma completamente diferente. 31 Cf. nota 26 al § 2 p. 65. 32 De mor Man 17,55 PL 32/1368. Para otras citas ver nota 3 al § 1 p. 45. 33 Aquí vemos también cómo la posición de Agustín en Casicíaco no estaba todavía completamente consolidada, sino que se encontraba en un lento proceso de maduración, que sólo pudo llevar adelante mediante un verdadero trabajo 28 29
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§3 La humilitas fidei: Mater ecclesia; salus populi El estremecimiento provocado por el escándalo de la fe se siente ciertamente más de una vez. Pues el lugar espiritual de la fides pertenece a ese mundo sensible del que debemos salir precisamente por esa fides. La fe es, por tanto, la forma gnoseológica que se realiza en la filosofía huius mundi (es decir, sensibilis)1. No proporciona ningún contacto con la verdad, sino que se mantiene puramente en lo externo —como todos los «signos», que son incapaces de proporcionarnos ningún conocimiento nuevo2. Aquello que solamente nos es dado mediante la fe, no podemos apropiárnoslo internamente, no lo «sabemos»3. Lo que aquí sucede lo llama Agustín un sentire4, en concordancia con el mundus sensibilis al que pertenece. Así se manifiesta la completa «humildad» dolorosa de la fe. Por eso es más insistente la pregunta: ¿para qué todo esto?
intelectual. Contr Ac III 15,34 PL 32/951 subraya este hecho. Lo verdaderamente seguro para Agustín era el significado realmente salvador de la fe, cuya justificación teórica había precisamente que aportar. La cuestión de la utilitas credendi es un tema reiteradamente tratado en los primeros escritos, véase p. ej. De quant an 33,76 PL 32/76; objetivamente también en De mor eccl cath 17,11 y 12 PL 22/1315 s. Véase la exposición siguiente. Acertadamente advierte Nörregaard, op. cit., 123: El Agustín que encontramos en los escritos de juventud busca pruebas, pero tiene una convicción.
*** Contr Ac 17,39 PL 32/955. 2 De mag 11,37 PL 32/1216. Una buena exposición del significado de los signa en el proceso de enseñanza y aprendizaje se encuentra en Gilson, Der heilige Augustin (véase en la bibliografía) pp. 124-145. En este pasaje se expresa también la opinión de Agustín acerca del nivel del conocimiento histórico. 3 En aquel tiempo la scientia estaba estrechamente unida a la sapientia, cf. p. ej. Contr Ac III 4,7-10 PL 32/937-939: el concepto de scire sapientiam, y otros similares. Aunque se entiende la gran trascendencia de la diferenciación posterior de estos conceptos. Adquirí una visión detallada de dicha diferenciación en el curso sobre «Teoría de la ciencia teológica» del profesor Söhngen. 4 De ord II 2,5 PL 32/996. Esta apreciación estaría igualmente justificada a partir de la distinción que aquí aparece entre nosse y sentire. 1
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La respuesta a esta pregunta: Dios no tiene otro camino distinto de éste para salvar a los hombres. Puesto que el hombre sólo puede ser encontrado en la perdición del mundus sensibilis, Dios sólo puede hallarlo llegando hasta las profundidades de su debilidad. Y esto es precisamente lo que sucede en la fe5. Pero esta fe resulta para el hombre, igual que la palabra del maestro, una llamada a descubrir de nuevo la verdad enterrada en sí mismo6. Enterrada en todos, ya que todos han perdido el camino: Nullus hominum nisi ex imperito peritus fit7. Este camino recto no puede ser, por tanto, encontrado de otra forma que dejando que se nos muestre. Pero ¿qué quiere decir esto, sino que debemos fiarmos de la autoridad, puesto que no hay garantía en la fuerza de la propia razón? Con esta auctoritas, inseparable de la fe, aparece visiblemente para Agustín, ya en los comienzos de su propia fe, la imagen maternal de la Iglesia, en cuya figura la autoridad de Cristo permanece presencia viva para nosotros8. No debe extrañarnos lo que hemos oído en las Confessiones, puesto que la comprensión de la «madre Iglesia» queda limitada todavía completamente a la idea de autoridad. Pero aquí vemos también explayarse ya el «sentire cum ecclesia» hasta la admiración hímnica, como muestran las preciosas 5 Contr Ac III 19,42 PL 32/956 (... usque ad ipsum corpus humanum declinaret ...), teniendo presente el capítulo anterior. 6 De mag 11,37 y 38 PL 32/1216. Sobre la idea de crecimiento, Contr Ac III 17,29 ib. 955 y Contr Ac I 1,2 ib. 907. 7 De ord II 9,26 PL 32/1007. Nörregaard, op. cit., 127-136 ha confirmado la relevancia general de la autoridad, frente a Thimme, Augustins geistige Entwicklung in den ersten Jahren nach seiner «Bekehrung» 386-391, Berlín 1908. Thimme había intentado construir una antítesis entre los pasajes favorables a la razón y los favorables a la autoridad; pero Nörregaard ha probado con evidencia que no hay oposición sino complementariedad entre los mismos. 8 De ord II 9,26 l. c. habla de auctoritatis cunabula. La palabra mater aplicada a la Iglesia aparece por vez primera, en cuanto yo alcanzo a ver, en De quant an 33,76 PL 32/1077. J. Vetter, Der hl. Augustinus und das Geheimnis des Leibes Christi, Maguncia 1929, p. 13, indica también este pasaje, aunque lo sitúa, erróneamente, como anterior al bautismo de Agustín. Por lo demás, remite a la Ep 23,4 PL 33/96s del año 392 y a De gen ad litt imp lib 1,4 PL 34/221 del año 393. Sobre la relación aquí mencionada entre Cristo y la Iglesia, cf. más adelante.
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palabras con las que Agustín da rienda suelta a su amor a la Iglesia al final de este período en su obra De las costumbres de la Iglesia católica y de las costumbres de los maniqueos. Cualquier traducción está condenada a ensombrecer el resplandor de estas palabras luminosas. Oigamos, por tanto, este himno, aunque sea en fragmentos, tal y como surgió del propio corazón de Agustín: Merito, ecclesia catholica, mater christianorum verissima, non solum ipsum Deum, cuius adeptio vita est beatissima, purissime atque castissime colendum praedicas ... sed etiam proximi dilectionem atque caritatem ita complecteris, ut variorum morborum, quibus pro peccatis suis animae aegrotant, omnis apud te medicina praepolleat. Tu pueriliter pueros, fortiter iuvenes, quiete senes, pout cuiusque non corporis tantum, sed et animi aetas est, exerces ac doces. Tu feminas viris suis ... casta et fideli oboedientia subicis. Tu viros coniugibus ... sinceri amoris legibus praeficis. Tu parentibus filios libera quadam servitute subiungis, parentes filiis pia dominatione praeponis. Tu fratribus fratres religionis vinculo firmiore atque arctiore quam sanguinis nectis ... Tu dominis servos non tam conditionis necessitate, quam officci delectatione doces adhaerere. Tu dominos servis, summi Dei communis domini consideratione placabiles facis. Tu cives civibus, gentes gentibus et prorsus homines primorum parentum recordatione, non societate tantum, sed quadam etiam fraternitate coniungis. Doces reges prospicere populis, mones populos se subdere regibus. Quibus honor debeatur, quibus affectus, quibus reverentia, quibus amor, quibus consolatio, quibus admonitio, quibus cohortatio, quibus disciplina, quibus obiurgatio, quibus supplicium, sedulo doces; ostendens quemadmodum est non omnibus omnia, et omnibus caritas et nulli debeatur iniuria9. 9
De mor eccl cath I 30,62 y 63 PL 32/1336 s.
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Si volvemos de nuevo a preguntarnos por el sentido de la fe, veremos claramente que hemos avanzado algo: en ella no hay sólo un primer despertar, sino que sobre ella recae una significación interna, en el levantarse y avanzar que sigue a la llamada. Aquí reside el sentido profundo que ahora otorga ya Agustín a la fe —y fe que abarca siempre toda la obra de salvación, que es decir prácticamente tanto como la Iglesia: en la medida en que la fe recubre con la luz divina las cosas sensibles, nos va preparando lentamente para ver esa luz cada vez más despejada y pura, a nuestros adormecidos ojos los hace, por tanto, paulatinamente claros y fuertes para la claridad divina10. En una palabra: lo que aquí expone ya Agustín es la doctrina de la fuerza purificadora11 de la humilitas12 de la fe. El programa religioso y también teológico que aquí tiene ya su origen se expresa con la palabra de la Escritura: nisi credideritis, non intelligetis13. 10 Esta explicación está presente en todos los escritos de este período. Podemos citar: Contr Ac III 9,42 PL 32/956 s.; De ord 9,26 y 27, ib. 1007 s.; De lib arb III 10,30 ib. 1286 (... nos forinsecus admonens per id quod nos sumus, idoneos facit per fidem, quos per speciem pascat aequaliter); De mor eccl cath 2,3 ib. 1311 s. (... saluberrime comparatum est; ut in lucem veritatis aciem titubantem veluti ramis humanitatis opacata inducat auctoritas), ib. 7,11 y 12, cols. 1315 s. podría ser citado como locus classicus: ... quo pacto sequimur quem non videmus; aut quomodo videmus, qui non solum homines, sed etiam insipientes homines sumus? La mens, con la que deberíamos ver, está cubierta precisamente con una stultitiae nube. La razón es repelida al impactar con lo divino. Ergo refugere in tenebrosa cupientibus per dispensationem ineffabilis sapientiae nobis illa opacitas auctoritatis occurat et mirabilibus rerum vocibusque librorum veluti signis temperatioribus veritatis umbrisque blandiatur. La especial importancia de este pasaje estriba en que hasta aquí Agustín ha procedido mediante la razón, igual que sus adversarios maniqueos, y ahora llega el momento en el que necesita emplear la fides. 11 Contr Ac III 17,38 PL 32/954: la purificación como condición previa para el conocimiento; De ord II, 9,28 ib. 1008 purgatio como obra de los mysteria; y así con frecuencia. 12 El término humilitas aparece relativamente tarde, en De lib arb III 10,30 PL 32/1286, pero hemos visto que lo expresado ya estaba presente. En contra de Scheel (Die Anschauung Augustins über Christi Person und Werk, TubingaLeipzig 1901), Nörregaard, op. cit., 165 subraya que el Christus humilis —en sentido dogmático, no moral— resultó significativo para Agustín en el período de su conversión. 13 Is 7,9 según los LXX, cf. De mag 11,37 PL 32/1216.
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Hay otro caso del que se ocupó Agustín —o quizá la misma realidad le fue acercando este caso cada vez más y lo obligó a enfrentarse a él. Se trata del hecho de que la gran muchedumbre de los que pueblan la iglesia en modo alguno aprende a mirar permanente y profundamente a la faz de la verdad, bajo la fuerza purificadora de la auctoritas —de modo que en ellos no se produce un «intellectus», tal y como debería esperarse de lo dicho. ¿Qué es lo que pasa aquí? ¿Qué sentido podemos retener todavía para la autoridad en este caso? Es una función de suplencia la que le asegura aquí su justificación. En lugar el «intellectus» que falta, para el que se carece de capacidad o de voluntad, se coloca el permanecer bajo la autoridad como un valor en sí, como una forma subsidiaria de realización humana. Lo que aquí nos encontramos no es sino la salus populi, de la que hablará Agustín más tarde14, pero el «pueblo» es todavía esa muchedumbre de ignorantes15 para los que está cerrado el camino real de la comprensión16 —ese montón, por tanto, al que no pertenece precisamente el propio Agustín. Le queda todavía un largo camino que recorrer hasta que encuentre esa profunda humildad en la fe que lo coloque en medio de ese pueblo cuya salud no se mide ya con la escala del conocer, sino con la del amar17. Lo primero que ciertamente experimenta Agustín muy profundamente es la insuficiencia de ese estado de salvación, del nescio quomodo de su felicidad —tanto que busca la salida en el más allá: cree convencidamente que, después de la muerte, a todos esos que son creyentes así les espera una «liberación» más o menos ligera según la medida de su vida18. ¡Cuánto queda todavía de Conf VII 21,27 PL 32/748. Imperita multitudo, como p. ej. en De ord II 9,26 PL 32/1007. 16 Ib.; sola auctoritate contendi. 17 Quid diligat quaero, non quid sciat. Morin: Sermo Denis XIV,2 p. 67, lin. 4 s. 18 De ord II 9,26 PL 32/1007: Qui autem sola auctoritate contenti, bonis tantum moribus, rectisque votis constanter operam dederint aut contenmnentes aut non valentes disciplinis liberalibus atque optimis erudire, beatos eos quidem, cum inter homines vivunt, nescio quomodo apellem; tamen inconcusse credo mox ut hoc 14 15
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camino hasta conocer la condición de desterrada de toda la Iglesia, que suspira esperando la hora en que venga su divino esposo a llevarla consigo! Cuanto antes empezó el propio Agustín a esforzarse por una comprensión plena de la verdad, tanto mejor aprendió a juzgar favorablemente la situación de los simples creyentes. El camino de la autoridad apareció entonces como un «buen atajo» y, como tal, cabalmente aceptable19. No es que Agustín haya renunciado nunca al intellectus como meta última y suprema de nuestro peregrinar hacia Dios, pero aprendió a pensar cada vez con más humildad acerca de lo que podemos aguardar ya para este mundo. Si proseguimos con esta cuestión llegaremos a encontrarnos de nuevo con el problema del dualismo agustiniano. El Agustín de la primera época lo entendió metafísicamente e intentó, en consecuencia, superarlo de forma metafísica. Pero como ya le sucedió con los académicos20 y con el primer encuentro con la Iglesia, también ahora se cerciorará de la imposibilidad de una obtención metafísica de la salvación, gracias a la experiencia vital consiguiente y a una relación más profunda con su Iglesia. El resultado será una concepción de la salvación escatológica y, con ello, histórica.
corpus reliquerint eos quo bene magis minusve vixerunt eo facilius aut difficilius liberari. La «liberación» se refiere aquí abiertamente a verse libres de la autoridad al alcanzar la autonomía de la verdad. 19 De quant an 7,12 PL 32/1041 s.: Auctoritati credere magnum compendium est et nullus labor ... Quod si tutius putas, non solum nihil resisto, sed etiam multum approbo. 20 Cf. pp. 13 y 21.
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§4 La Catholica: preparación del concepto de Pueblo de Dios en la idea de multitudo1 Todavía no hemos agotado con esto lo que hay que decir sobre el concepto de Pueblo de Dios en el primer Agustín. Si reparábamos precisamente en las tinieblas que la mayor parte de los fieles proyectaban sobre la imagen de la Iglesia, no debemos olvidar, por otra parte, que esa muchedumbre de cristianos es la que hace que la Iglesia sea una ciudad puesta sobre el monte y una luz en el candelero que no puede pasar desapercibida2. También nuestro buscador de la verdad ha recibido el efecto poderoso de esa luz y no se ha sustraído a su fuerza orientadora. Este motivo aparece ya tempranamente, cuando en el libro Sobre el orden se dice que esa fuerza salvadora divina que los hombres necesitan para una vida recta, presta ya sus buenos servicios a través de todos los pueblos3. El motivo se encuentra mucho más por extenso en la obra Sobre las costumbres de la Iglesia católica. La totalidad de los pueblos que ha sido reunida en la Iglesia testimonia, contra la religión marginal maniquea, en favor de la conservación de la Escritura y, con ello, de la fe, frente a las supuestas corrupciones textuales no comprobables, que se ven obligados a esgrimir los maniqueos para defenderse4. Con esto tenemos Para toda esta exposición puede consultarse Hofmann, op. cit., pp. 81-99. Civitas supra montem posita es una cita incesantemente repetida en los escritos antidonatistas. Por ej. Contr litt Pet II 70,158 PL 43/308. Las dos expresiones juntas las encontramos en En in ps 47,2 PL 36/533. 3 De ord II 10,29 PL 32/1009: ... illud divinum auxilium ... latius quam nonnulli opinantur, officium clementiae suae per universos populos agit. 4 De mor eccl cath I 29, 60 y 61 PL 32/1335: latissime divulgatam video (sc. scripturam) et ecclesiarum per totum orbem dispersarum contestatione munitam. Cf. I 7,12, 1316: La occupatio gentium como signo divino. Es interesante lo que dice Nörregaard, op. cit., 39 sobre la crítica bíblica de los maniqueos. Basándose en Contr Faust 32,7, opina que puede interpretarse casi como un intento de enjuiciar los escritos del Nuevo Testamento «si llevan a Cristo». En la p. 39, nota 2 se dice: Encontramos aquí —claro que de forma muy imprecisa— un ensayo del método histórico-crítico. 1 2
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ya puesto el fundamento para un desarrollo teológico que, aunque sea temporalmente posterior, tiene su ubicación intelectual justificada en el mundo de ideas de esos años, de forma que puede incluirse en ellos sin violencia. Se trata de una presentación que encontramos en el libro La utilidad de la fe5. Toda la obra representa un intento de conducir a la Iglesia al amigo Honorato, todavía maniqueo, y de hacerle comprensible la dura exigencia que conlleva el sometimiento a la fe. Para esto Agustín se coloca a su lado en la búsqueda de la verdadera religión. La amplia propagación del cristianismo constituye un primer indicio en su favor, pues aunque sea dudoso que contenga la verdad, siempre será más llevadero el equivocarse en común con todo el género humano6. A la hora de la elección entre las distintas comunidades religiosas, nuevamente el gran número de mártires será decisivo a favor de la catholica7. Complementariamente cuenta también la indicación sobre la línea de la tradición ininterrumpida de esta Iglesia8. No obstante, lo que a nosotros nos interesa es la significación interna que Agustín atribuye a la predilección por la cantidad. Él mismo debió de darse cuenta de que todo lo anterior era insuficiente, pues, en definitiva, hasta ahora la cantidad únicamente tenía a su favor el punto atractivo de estar mucho más acompañado compartiendo su error —un mal consuelo para quien busca en serio la verdad. Por otra parte, ¿cómo puede decidir sobre la verdad quien ni siquiera la conoce, quien es ciego para verla y busca, por tanto, a quien pueda conducirlo hasta ella? Dicho con palabras de Agustín: Es ciego el ojo de la razón del hombre necio. Ha de buscar con los sentidos la sabiduría no sensible. Lo cual no es en sí una situación desesperada, pues en el hombre sabio encontramos la verdad bajo figura sensible y nos 5 6 7 8
Compuesto hacia el 391; véase Bardenhewer IV, p. 465. De util cred 7,14 PL 42/75 s. De ut cred 7,19 PL 42/78. De ut cred 8,20 PL 42/78 s.
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basta con imitarlo para convertirnos a la vez en discípulos de la verdad. Pero son tantos los que se ofrecen como «sabios» al necio que busca, que ¿cómo elegiré entre ellos, si sólo uno puede tener la verdadera sabiduría? Para poder hacerlo necesitaría conocer la sabiduría de una forma interna, tener un criterio de verdad interno, que es precisamente lo que me falta9. Agustín tropieza así con el problema más doloroso de toda apologética hasta el día de hoy: encontrarse siempre ante la tarea, al parecer casi sin salida, de fundamentar una fe para el hombre que pregunta, cuyo fundamento únicamente puede estar en ella y que, por tanto, sólo será capaz de ofrecerlo cuando ese hombre haya dado previamente la respuesta de la fe, la cual al parecer presupone dicha fundamentación10. Si antes nos hemos encontrado con el credo ut intelligam de Agustín, ahora lo vemos preguntarse si no se da la paradoja de que esa situación pueda ser resuelta con su inverso: intelligo, ut credam. La salida así encontrada es resultado de la conexión con la concepción antes mencionada, según la cual la sabiduría misma de alguna forma ha entrado con el sabio en el espacio de nuestros sentidos. Si este grado de visibilidad es insuficiente, entonces Dios debe dotar a la sabiduría de una sensualidad mayor, que le abra camino hasta el ojo del necio, es decir, que permita distinguir la verdadera sabiduría de todas las apariencias que se revisten de ese nombre, de forma que no haya ninguna duda acerca del verdadero camino. Y Dios lo ha hecho, primero por medio de los milagros y luego por medio de la multitudo11. La multitud de pueblos De ut cred 15,33 PL 42/88. M. Schmaus, Kath. Dogmatik III 11-2, 1939, p. 5, se refiere a esta aporía, aplicada especialmente al problema del testimonio de la Iglesia respecto de Cristo y de sí misma. 11 De ut cred 16, 34 PL 42/89. Sin vero et species rerum omnium ... et interior nescio quae conscientia Deum quaerendum Deoque serviendum ... hortatur, non est desperandum, ab eodem ipso Deo auctoritatem aliquam constitutam, quo attollamur in Deum. Haec autem seposita ratione, quam sinceram intelligere... difficillimum stultis est, dupliciter nos movet: partim miraculis partim sequentium multitudine. 9
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que pertenecen a la Iglesia representa para Agustín un signo divino visible que realmente sólo Dios puede poner. Para él, para quien el pasado pagano había sido un presente experimentado todavía de forma inmediata en su propio padre y seguía siéndolo en muchos contemporáneos, era un milagro todavía más incomprensible el que no sólo unos pocos doctissimi, sino incluso la plebe de mujerzuelas ignorantes (imperitus etiam vulgus marium feminarumque) confesase a un Dios que sólo podía ser experimentado por caminos de comprensión espiritual, no de forma sensorial, sino sólo intellectu. Todavía más: incluso que la castidad y la continencia, aunque practicadas por pocos, encontrasen la plausibilidad y el respecto de las masas populares —lo que ya representa un progreso incalculable. Agustín cree haber ido ya ciertamente demasiado lejos al atribuir al juicio de arrepentimiento de la masa sobre sí misma un cierto avance en dirección a Dios y unas chispas de virtud12. Debemos entender lo que eran los populi deliciosi13 para el filósofo seguro de sí, si queremos captar el milagro con el que se encontró confrontado Agustín. El libro Contra los académicos incluye «el pueblo» dentro del epicureísmo en general14, y en consecuencia habrá que considerarlo como esa fuerza retrógrada que obliga a los platónicos a atrincherarse detrás de la fachada de su escepticismo15. Y, sin embargo, también este libro conoce la clementia popularis de nuestro Dios16, su descenso precisamente a este pueblo; mientras, por el contrario, el Agustín del De utilitate credendi
12 De ut cred 17,35 Col 91: ... populi suam imbecillitatem ... nec sine provectu mentis in Deum nec sine quibusdam scintillis virtutis accusant. 13 Contr Ac III 18,41 PL 32/956. 14 Contr Ac III 7,16 PL 32/942 y 18,41 ib. 956. 15 En esa dirección apunta Contr Ac III 9,18 PL 32/943. La escuela platónica es vista a populo secreta; véanse, por lo demás, todos los pasajes citados, especialmente la exposición completa en III, 17 y 18. 16 Contr Ac III 19,42 PL 32/956.
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sigue padeciendo a causa de la completa bajeza de la masa17. El milagro paradójico de la gracia divina, el que precisamente en esta masa pecadora se dé el milagro del conocimiento de un Dios que es espíritu, es lo que proporciona su plena fuerza iluminadora al signo divino que en él se manifiesta. La Iglesia se convertía así realmente para Agustín en el signum levatum in nationes del que habla el Vaticano18. Advirtamos de forma complementaria que Agustín tiene que enfrentarse en este asunto también con convicciones de fe anticristianas y con su testificación en los milagros. Frente a tales milagros y profecías, alude como característica distintiva, primero al poder externo predominante de los verdaderos signos divinos, pero también, sobre todo, a su orientación interior al despertar y a la purificación del hombre19. Si tras estas disgresiones volvemos a la pregunta: ¿hay un intelligo, ut credam?, la respuesta sólo puede ser negativa20. Ya que el intellegere es un acto que precisa de un estado de gracia determinado, que sólo puede ser alcanzado por vía de fe. Querer que fuese previo a la fe sería poner las cosas al revés y quitarle a la fe su sentido interno. Lo único que puede preceder a la fe es aquella única función del conocimiento que conserva el hombre en su desgracia: la percepción sensible. El hombre necesitado de salvación no conoce otra cosa, aunque desde la situación del hombre «sano» hay que decir que es sólo un mínimo. Precisamente esto, el hecho de que así se encuentre agotada la medida de su conocimiento y De ut cred 7,16 col. 76. Denzinger 1794, cf. Is 11,12. 19 De ordine II 9,27 PL 32/1007 s. 20 Por supuesto que sé que el propio Agustín, en sermo 43,9 PL 38/257 s., emplea la formulación intelligo ut credam. Pero en ese caso se trata de una cita puesta en boca de uno de los interlocutores y que Agustín sólo hace suya «ex aliqua parte verum», en el siguiente sentido: Intellege ut credas verbum meum, crede ut intellegas verbum Dei. El comprender que precede a la fe es, por tanto, de naturaleza meramente externa y no produce ningún contacto con la cosa misma. Para este pasaje, cf. Batiffol, Le catholicisme, pp. 46 s. 17 18
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que haya llegado con ello al límite de conciencia que puede alcanzar, implica la necesidad que tiene de la fe salvífica21. Una comparación de este tipo, de la fundamentación de la fe con las ideas de la teología moderna o también con formulaciones dogmáticas como las del Vaticano, tendría que tener en cuenta las profundas diferencias de la forma histórica que las separa. Por una parte, tenemos que hemos renunciado en lo esencial a la conexión de determinadas formas cognitivas con los diferentes estados salvíficos del hombre y la hemos sustituido, como mostraremos más adelante, por la distinción entre «natural» y «sobrenatural»22. Por otra —y esto es poco tenido en cuenta—, se ha producido un profundo cambio en nuestra comprensión de la certeza, se admita o no teóricamente. Pues, en definitiva, para nosotros la forma suprema de certeza se da en el caso de poder ver y tocar el objeto, mientras que consideramos discutible toda forma de conocimiento puramente espiritual, incluso el llamado conocimiento de la esencia23. Sólo cuando percibimos con claridad estos límites recíprocos, podemos atrevernos a plantear la cuestión acerca de la unidad interna entre lo históricamente separado. 21 Jules Martin, St. Augustin, p. 28 no tiene en cuenta este hecho cuando ve el proceso del De ut cred 8,20 como un puro salto a lo desconocido en base a meras probabilidades y lo compara con el argumento du pari de Pascal. Cierto que objetivamente sólo hay probabilidad, como en todo conocimiento sensible (¡véase más arriba!), pero, tal y como corresponde a la capacidad cognitiva del que busca, se trata de la suprema forma de certeza que puede alcanzarse en absoluto. Por lo demás, ya he mostrado que con 8,20 no se cierra el camino a la fe. Con otros motivos se opone Martin Portalié, op. cit., col. 2332. 22 Lamentablemente, la demostración de esta tesis no pudo ser desarrollada en el marco del presente trabajo. 23 Para probarlo basta con referirse al prestigio actual de las ciencias naturales exactas y a su relación actual con la filosofía. Un ejemplo especialmente expresivo lo tenemos en el cambio en el enjuiciamiento de la historia. Si en la Alta Edad Media todavía no podía reclamar el rango de ciencia, pues sólo se ocupaba de lo contingente y, por tanto, incierto, sin embargo hoy es ciencia fiable, a la que reiteradamente recurre también el filósofo. No hace falta indicar que este hecho tiene un significado extraordinario especialmente para la formación de la teología como ciencia, lo mismo que su significado para el problema de una «teología natural».
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Lo que nos importa del conjunto es el hecho de que la auctoritas, con la que primero se encuentra la fe, alcanza al hombre por completo en lo externo. Ya anteriormente24 hemos descubierto que el acto de fe tiene su sede en las fuerzas del conocimiento sensible, es decir, en lo externo del hombre. Lo que ahora se nos ha mostrado es que también la autoridad pertenece a ese ámbito. Agustín no hace en este terreno ninguna gran diferencia entre el Cristo histórico, que se muestra por los milagros, y la Iglesia, que se muestra por su magnitud. La Iglesia significa para nuestro tiempo lo mismo que Cristo para el suyo, a saber, la presencia de lo divino bajo forma sensible25. Consecuentemente, la autoridad pasa a ser superflua en la medida en que la fe avanza hacia la comprensión. Cuando hay comprensión, hay libertad y, con ello, el fin de toda autoridad26. En lugar del Cristo histórico aparece ahora el «magister intus docens», en lugar de la fe externa, la autoridad racional interna. Esa autoridad de Cristo interna está separada de la externa por una distancia sin conexión. Su comprensión es puramente metafísica: es el poder interior de la verdad, presente en lo más interno de cada hombre, y que experimenta, ciertamente, sólo aquel cuyos ojos internos son abiertos por la fuerza exterior de la verdad en Cristo encarnado. Aquí se anuncia claramente un puente sobre el cwrismov" de los dos mundos, que por ahora está abierto separándolos. El puente quedará tendido cuando Agustín aprenda a «tocar» la veritas incommutabiliter vivens en la fides historica, cuando haya visto
Véase p. 23. Cf. nota 10 al § 3. Los lugares que allí se mencionan muestran también que la autoridad de la Iglesia se comprende de forma indiferenciada de la del Cristo histórico. 26 Contr Ac I 3,9 PL 32/910: Trigecio a Licencio: iam enim libertate, in quam maxime nos vindicaturam se philosophia pollicetur, iugum illud auctoritatis excussi; cierto que dicho aquí de la autoridad filosófica. Aunque está claro que la libertad finalmente deseada requiere por completo la separación de la auctoritas. Véase también nota 18 al § 3. 24 25
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la conexión interna de la palabra temporal con la eterna autoridad de la verdad. Por ahora la figura del maestro interior excluye toda conexión de éste con el histórico-salvífico27, y aparece en su comprensión puramente metafísica28. Por eso la Iglesia se queda delante de las puertas de la santidad, incluso allí donde aparece como continuación viviente de Cristo, al igual que la misma fe, que la sostiene. Podemos decir que, en este estadio de su evolución intelectual, toda la teología de Agustín se agota en ser teología fundamental. Con ello tenemos caracterizado también el concepto de Iglesia de este período. La impronta definitiva y, a la vez, más profunda de su comprensión de la Iglesia la hemos encontrado en De utilitate credendi. La Iglesia aparece aquí esencialmente como la catholica, como la masa de los creyentes extendida por toda la tierra y, así, como milagro divino visible, que señala más allá de él, hacia lo invisible. El conocimiento que todavía no ha alcanzado Agustín es saber que el signo externo de la multitudo como populus Dei es una unidad interior y que en cuanto tal, está dentro del espacio de la realidad divina. El concepto de multitudo aparece así como la cara exterior del concepto pueblo de Dios, que seguimos investigando.
Con toda claridad en De mag 11,37 PL 32/1215 s. Desde aquí debería tratarse el problema de qué relación se da entre la autoridad de los platónicos y la cristiana. Agustín entiende a Platón abiertamente como autoridad racional, que obliga con evidencia interna. Es autoridad únicamente en la medida en que logra esto, en contraposición a la autoridad de la fe cristiana, que puede exigir sometimiento en forma de obediencia y no de evidencia, por causa de su divinidad, aunque sea sin la razón o en contra de la razón. Con razones distintas se pronuncia Nörregaard, op. cit., 132 s. contra W. Thimme, Augustins geistige Entwicklung in den ersten Jahren nach seiner «Bekehrung» 386-391, Berlín 1908. Thimme opina que «Agustín coloca la autoridad de la filosofía idealista, seguro, a la misma altura que la del cristianismo, de forma que la primera pudiese hablar a favor de la otra» (p. 43 nota 1, Nörregaard 132). Nörregaard prueba convincentemente lo erróneo de esta afirmación. 27 28
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Capítulo 2
La casa de Dios. El concepto de amor en el primer Agustín
§5 El templo de Dios en el interior del hombre Nos adentramos en el espacio interno de la piedad agustiniana cuando planteamos la pregunta por el contenido significativo descrito mediante la expresión «casa de Dios». Por eso quizá no carece de importancia que en ninguna parte de los primeros escritos (al menos, hasta donde puedo ver) aparezca esta palabra aplicada concretamente al espacio de la Iglesia, que nosotros con tanta naturalidad empleamos. Tampoco juega ningún papel todavía la analogía, que más tarde será gustosamente aplicada, con la composición del hombre, cuyo cuerpo es la casa en la que habita el alma. El espacio en el que se desarrolla esta representación tiene más bien su referente en la pura interioridad espiritual del hombre. El pasaje que tenemos ante nuestros ojos se encuentra en el diálogo El Maestro1. En relación con el problema de la palabra humana en general, que es de lo que trata, aparece ya desde el principio la pregunta por el significado de la palabra orante. E inmediatamente se asocia con ella la pregunta por el sentido de la acción cultual en general, concentrada 1
De mag 1,2 PL 32/1195.
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en el centro de todo culto: el sacrificio. El diálogo roza así una realidad que está en estrecho contacto con el espacio eclesial visible, que es el lugar donde se realiza. Sacrificio e iglesia, o dicho como en la antigüedad: sacrificio y templo, están indisolublemente unidos. Agustín se encuentra precisamente bajo esta impresión. Aunque lo decisivo es: que el templo del Dios espiritual es igualmente espíritu y que el sacrificio a ese Dios, así como la oración a él, tiene lugar en los aposentos del corazón2. En ellos se ofrece el sacrificio de la justicia que pide el salmo3 y tiene lugar la oración realizada según el encargo del Señor: cuando reces, entra en tu aposento y cierra la puerta4. Según esto, el sentido del culto externo de la Iglesia es precisamente hacerles recordar a los hombres y conducirlos a la adoración interna de Dios. No acontece por causa de Dios ni tiene, por tanto, un sentido religioso autónomo, sino que está únicamente por causa de los hombres, a los que quiere orientar más allá de sí, hacia el culto del corazón, el único válido. El culto es sólo uno de los contenidos de la idea del templo. Indisolublemente unida a éste está a su vez la representación de la habitación divina. Donde hay templo, allí se da la cercanía de lo divino5. Por eso no es de extrañar que Agustín no pueda pensar el habitar divino si no es en forma de un estar espiritualmente presente en lo interior. Para él constituiría una insoportable concesión materialista el representarse la presencia divina como presencia espacial. La presencia divina no depende del espacio sensible externo, sino del grado de elevación del ser. El manare divino significa, por tanto, una condición óntica del espíritu. De esta forma esta
2 Agustín emplea las más diversas expresiones para referirse a ese espacio de la interioridad: son las clausa cubicula de Mt 6,6; mentis penetralia; in ipsis rationalis animae secretis, qui homo interior vocatur; templum mentis; cubilia cordis. 3 Sal 4,6. 4 Mt 6,6. 5 El profesor Söhngen recuerda especial y reiteradamente este hecho.
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serie de ideas nos conduce al mismo resultado que la anterior: el templo divino está en el hombre interior6. Los matices específicos de esta concepción aparecen al cabo con claridad cuando observamos la forma que tiene Agustín de citar la prueba tomada de la Escritura: la frase de la Carta a los Efesios: Christum habitare per fidem in cordibus vestris7, que más tarde citará con frecuencia de forma completa, aparece en su forma abreviada: In interiore homine habitare Christum. No se habla para nada de la fe. Difícilmente se trataría de una casualidad, cuando la cita es repetida una segunda vez8 de la misma forma. Y si es una casualidad, sería en cualquier caso muy digna de mención. Todo el asunto de la concepción expuesta queda descrito por la ausencia de la palabrita: per fidem. Fe, iglesia y sacramento quedan completamente fuera. La majestad interior del templo divino pertenece exclusivamente a la metafísica. La idea de la casa y del templo se refiere, por tanto, a aspectos puramente ideal-metafísicos y no tiene nada que ver con la «Iglesia». Quizá no haya otro pasaje con el que mostrar con más claridad el descomunal desarrollo de la teología agustiniana. Pues pocos han comprendido con tanta profundidad como Agustín que Dios habita —por la fe9— en nosotros, la comunidad visible.
6 Ambas series de ideas se encuentran completamente entrelazadas en el pasaje citado (De mag 1,2). 7 Ef 3,16,17. 8 De mag 11,38 col. 1216. De todos modos, hay que contar con la posibilidad de que la propia Vetus Latina conociera esa variante, pues Agustín la cita así también en Tr in Joa. 9 Para el tema de la presencia de Cristo por la fe, cf. recientemente G. Söhngen, «Die Gegenwart Christi durch den Glauben», en: Arnold-Fischer, Die Messe in der Glaubensverkündigung, Friburgo 1950. Para otros pasajes además de los explicados aquí sobre la concepción de domus, véase Contr Ac III 14,31 PL 32/950, donde se habla del habitare de la sabiduría en el sabio; igualmente en De beat vit 1,3 ib. 961: la sabiduría, luculentissima domus; por último en De quant an 1,2 ib. 1036: Dios, verdadera habitatio y patria animae.
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§6 Dilectio y unitas En el espacio interior metafísico del pensamiento agustiniano al que nos ha conducido la idea de casa de Dios, nos encontramos con otros dos grupos de ideas cuya relación con el objeto de nuestra investigación de momento, en todo caso, apenas aparece, pero que más adelante se clarificará con tanta más exhaustividad. La primera cuestión se refiere al tema del amor, que no aparece todavía como centro de la vida cristiana en los primeros escritos, sino por primera vez en De moribus ecclesiae catholicae1. Pero no vamos a ocuparnos ahora del problema que pueda haber en esta evolución de su pensamiento, pues lo que nos interesa más es la concepción del mandamiento del amor en sí mismo: únicamente se exige el amor a Dios, que es para nosotros bonorum summa, summum bonum. No se cita completa la palabra del Señor que une el amor a Dios y al prójimo. Es en el capítulo decimoctavo donde finalmente habla Agustín por primer vez del amor al prójimo2, después de haber tratado antes de las cuatro virtudes cardinales y de haberlas unificado en la exigencia del amor a Dios. Así queda claro ya ahora que entre ambas virtudes hay una diferencia fundamental de grado, en el sentido de que una podemos considerarla como una forma interna de la vida moral y la otra como una virtud auxiliar externa. Avanzamos un paso más cuando oímos que el amor al prójimo es el camino más seguro para el amor a Dios3 —un estadio intermedio, por tanto, para lo definitivo. Y todavía resulta más claro cuando el amor al prójimo se presenta «equivalente a la cuna 1 I 8,13 PL 32/1316: La cuestión del «quemadmodum vivendum» se contesta con la referencia al mandamiento del amor. 2 L. c. cap. 26-28 cols. 1331-1335. 3 Cap. 26,48 col. 1331: ... ut nullus certior gradus ad amorem Dei fieri posse credatur quam hominis ergo hominem caritas.
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del amor divino»4 —pues así se completa el paralelismo con la fe. Como sucede en el ámbito del conocimiento, así también en el del amor, pues en el estadio de la consumación pierde su relieve la comunión humana y únicamente domina la pura relación ideal entre el alma y Dios —nada más5. En este período todavía no puede hablarse de una civitas de los santos. Al igual que la fe, también el amor fraterno tiene una función puramente propedéutica. Esta unión interna entre fe y amor queda esclarecida desde otra cadena de pensamientos: Agustín distingue entre las buenas obras corporales para con el prójimo y las espirituales. Las primeras las denomina medicina, y las segundas, disciplina6. Finalmente, todos los hombres se encuentran tan irremisiblemente trabados por la necesidad y el pecado, que no pueden liberarse con toda la ayuda del prójimo. El remedio frente a tanta necesidad se lo envía Dios al hombre en las sagradas Escrituras. Lo que Dios ha hecho así con el hombre es el modelo de lo que ha de realizarse entre nosotros por la fuerza salvadora de Dios: la disciplina divina con nosotros se convierte en regula disciplina para nosotros, para nuestro actuar en ayuda del prójimo7. La actuación misericordiosa de unos hombres para con otros aparece, por tanto, estrechamente unida con la actuación misericordiosa de Dios para con nosotros y, además, plenamente conforme con el contenido doctrinal de la palabra de fe de 4 Cap. 26,50 col. 1332: ... ista sunt quasi cunabula caritatis Dei quibus diligimus proximum, ut quoniam «dilectio proximi malum non operatur» (Rom 13,10) hinc ad illud ascendamus quod dictum est, «Scimus quoniam diligentibus Deum omnia procedunt in bonum» (ib. 8,28). 5 Cf. el conocido programa de los Soliloquios. 6 Cap. 27,52 col. 1332. 7 Cap. 28,56 cols. 1333-1334. In his duobus (se refiere a timor y amor) Deus ipse, cuius bonitate atque clementia fit omnino, ut aliquid simus, duobus testamentis, vetere et novo disciplinae nobis regulam dedit. A continuación se explica que nuestro actuar con el prójimo debe seguir la misma gradación que Dios mismo nos muestra por medio del Antiguo y el Nuevo Testamento. Primero temor y luego, amor. Cf. De lib arb III 21,60 col. 1300, donde se habla de la fidei disciplina.
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la Escritura. Es indiscutible que Agustín ha conseguido conjugar la fe y el amor al prójimo en una unidad admirable. Siendo a la vez claro que ambos constituyen sólo el atrio de la visión y del amor divino. El segundo tema que hemos de examinar gira en torno al término unitas. La pregunta por la unidad suscita un problema que no se ha visto acallado desde los días de los eleatas. La filosofía de Platón se circunscribe alrededor de esa pregunta y Plotino, el maestro de Agustín, al que éste llama Platón redivivo8, desarrolla su visión del mundo a partir de la idea del e{n. No debe pues extrañarnos si Agustín aborda de nuevo el problema con su propio estilo. La forma en que aparece es, sin duda, característica: hacia el final del libro Sobre el orden9, nuestro pensador se plantea clarificar las condiciones indispensables para una comprensión intelectual de la divinidad que vaya más allá de la simple fe. Empieza exigiendo un conocimiento del arte de la discusión y del significado de los números, pero va reduciendo progresivamente sus exigencias y se conforma, al final, con saber acerca de la unidad. Para ello tiene que darse un progreso cualitativo: primero, la superación del mundo sensible hasta llegar al ámbito del mundo ideal y, a continuación, antes del paso a lo propiamente divino, la penetración en el misterio del alma humana. Al disponerse a interpretar el papel de la unidad en el ser del alma humana, Agustín va más allá de la explicación de las premisas formales del conocimiento y llega hasta el análisis pretendido de los contenidos internos del conocimiento. La ratio aparece ahora como centro del alma, siendo sus funciones el relacionar y distinguir. El sentido que ambas operaciones tienen como meta es, no obstante, la unidad: con la función de relacionar se obtiene una totalidad (integrum) y con la de distinguir 8 9
Contr Ac III 18,41 PL 32/956. De ord II 18,47 y 48 PL 32/1017.
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se busca una unidad depurada. Todavía debemos ir un paso más adelante: número y «ratio» son conceptos intercambiables10. En consecuencia, el alma misma no se distingue, en cuanto a su ser, de los números ideales, al menos en lo que se refiere a su núcleo propio11, es decir: en el reino de lo ideal no hay por naturaleza ninguna distinción entre verdad ideal y verdad real, sino que lo que es ideal, es también sumamente real12. Pero si el alma, los números y los conceptos lógicos son por completo idénticos, entonces se sigue que lo que es válido de las operaciones del pensamiento, lo es también del alma misma13. Sin embargo, esto quiere decir que hemos llegado a la raíz metafísica de la idea agustiniana de purgatio. La «purificación», el gran tema desde Casicíaco, es un peldaño en el proceso de la lógica del hombre interior, su «separación» de algo que se le ha adherido desde fuera, pero que originalmente no le pertenece. El siguiente capítulo14 mostrará cómo se entiende esto: una ratio siempre es imperecedera: –1 + 2 mantendrá siempre su mismo valor, independientemente del mundo sensible. Pero, entonces, ¿qué significa que yo sea por una parte ratio y, a la vez, por otra esté sometido a la caducidad, a la muerte?15 La respuesta sólo puede ser que lo mortal no es propiamente mío; por tanto, el
II 18,48: nihil aliud quam numerum esse rationem. Cf. cap. 19,50 col. 1018. En 18,48 deja abierta Agustín la pregunta acerca de si la ratio es idéntica al alma o sólo una parte de ella —naturalmente, la parte más noble. Cf. 19,50. 12 Lo mismo que hemos mostrado en el caso de nuestra comprensión de la certeza, habría que referirse consecuentemente aquí a un desplazamiento similar en nuestra comprensión del ser, aunque en este caso la cosa es más complicada. Se ocupa por extenso del idealismo agustiniano en contraposición con la concepción tomista G. Söhngen, «Sein und Gegenstand», en: Veröffentlichungen der Albertus-Magnus-Akademie zu Köln, vol. III, cuaderno 4, Münster 1930, tratándolo también en discusión con las cuestiones correspondientes de la filosofía moderna. 13 Estamos tentados de denominarlo un psicologismo inverso. 14 II 19,50 col. 1018. 15 Ib.: Igitur si immortalis est ratio et ego qui ista omnia vel discerno vel connecto, ratio sum, illud quo mortale appellor, non est meum. 10 11
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proceso de purificación tiene la misión de separar de lo mortal y conducir a lo inmortal16. Si contemplamos estas explicaciones en su compresión puramente filosófica puede que nos resulte difícil descubrir la puerta que debe conducirnos desde ellas hasta la eclesiología. Pero ya se nos insinúa aquí, cuando Agustín continúa buscando el significado del unum en nuestro mundo de lo real, más allá del ámbito de lo ideal. Cuanto más uno es algo, en un sentido tanto más profundo es real. Aunque el texto no nos lo dice, podemos convenir con seguridad que Agustín remite, en última instancia, la irrealidad que de alguna manera caracteriza todo lo sensible a su falta de unidad interna, que sólo se da en el ámbito de lo inteligible. Claramente: para poder ser en absoluto, todas las cosas necesitan alguna forma de unidad. «La piedra, para ser piedra, tiene todas sus partes y toda su naturaleza coagulada en la unidad. ¿Qué es un árbol? ¿Sería árbol si no fuera uno? Y los miembros y las vísceras de cualquier animal y todas las partes de que se compone, si se desgarran en su unidad, no habrá animal. Los que se aman, ¿buscan otra cosa más que la unión? Y cuanto más se unen, son más amigos. El pueblo es un conjunto de ciudadanos (populus una civitas est) para los cuales es peligrosa la disensión. ¿Y qué es disentir más que no sentir una misma cosa? ... ¿Qué busca también el amor, sino adherirse al que ama y, si es posible, fundirse con él?»17. El principio de la unidad atraviesa, por tanto, todos los grados del ser como una fuerza secreta que sostiene a las cosas y las mantiene en el ser, y se remonta finalmente por encima del plano óntico, hasta el espacio de la comunión humana y del amor humano, que es su sentido interno 16 Sobre esta hilación de ideas, cf. Solil II 18,32 PL 32/900 s.; 19,33 col. 901 s.: El cuerpo «umbra», el alma «tu ipse»; así como I 15,27-30 cols. 883 hasta 886. Se comprende cómo desde aquí es difícil comprender la fe en la resurrección; por eso es tanto más importante el que, sin embargo, se mantuviese. 17 De ord II 18,48 col. 1017, cap. 19,49 col. 1018. Falta, por lo demás, el término casa, compuesta (congregatis!) de muchas piezas para formar una unidad.
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y su meta última. A la vez se nos descubre como el fundamento que soporta toda convivencia entre los hombres. Es evidente que la idea de la unidad tiene en Agustín capacidad para seguir desarrollándose. Veremos más adelante cómo se encontrará con un concepto de unidad muy acendrado proveniente de la tradición de la Iglesia africana y que tiene otro sentido. La fructífera confluencia de ambos contribuirá de forma esencial a forjar la comprensión ulterior que Agustín tendrá de la Iglesia. A la vez, se dará una novedosa aplicación de la idea de purgatio a la nueva concepción de la unitas —pero retengámoslo por ahora, pues todo esto pertenece a un período posterior. Retrospectiva y perspectiva Sería prolongar innecesariamente nuestra investigación el intentar ahora una comparación exhaustiva entre la presentación de los escritos de juventud y la de las Confessiones. Los textos que hemos presentado hablan lo bastante alto como para ahorrarnos esa tarea. En ocasiones se daba una coincidencia casi literal y la unidad de contenido ha quedado clara en todas partes, incluso donde los conceptos han tenido una evolución, como pasa con la idea de humilitas. Pero, en definitiva, se trata de mucho más que sólo de un problema de crítica de las fuentes. Lo que nos interesa es el camino por el que el gran doctor de la Iglesia occidental encontró la Iglesia. El que fuera un camino a través de obstáculos, un camino que no estaba abierto, sino que a cada paso había que preguntar por él y rastrearlo, representa no sólo lo atrayente de este camino, sino lo que nos permite también mirar con más profundidad en el misterio de su descubrimiento. Pues cuanto más corriente nos resulta la tenencia de algo, tanto más difícil nos resulta su apropiación consciente. Precisamente allí donde hay tentaciones y malentendidos que superar, es donde se produce un encuentro interior más pleno. De esta
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forma, las piezas para su profundo saber sobre la Iglesia se encuentran repartidas por todos los recodos que hubo de recorrer Agustín para llegar a ser el doctor «de la Iglesia», en el estricto sentido de un maestro de la Iglesia que todavía hoy merece ser consultado, y no sólo por la tradición que nos aporta, sino precisamente a causa de la teología que él elaboró. Por este motivo debe resultar justificada la amplitud de la presentación detallada de su primera comprensión de la Iglesia. Veremos cómo crece la idea de Iglesia más propiamente suya en confrontación con la conciencia eclesial tradicional de su patria. A continuación nos centramos en ello.
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Sección 2
El concepto de Iglesia de la tradición africana
El año 391 trajo para Agustín una situación completamente nueva. Fue sacado de una vida de inmersión en la filosofía y de contemplación silenciosa en el círculo de amigos, para ser ordenado sacerdote de la Iglesia católica y presentarse ante un pueblo de limitada eclesialidad, quien hasta ahora había hecho el núcleo de todos sus anhelos el superarse por encima de ella. No tardó mucho en darse cuenta de que lo había conseguido demasiado bien —o mejor: que él no había pertenecido todavía a semejante eclesialidad. Necesitaba un nuevo encuentro con la Iglesia, y esta vez totalmente en serio y con su rostro concreto. Si hasta entonces Agustín en el fondo se había ocupado únicamente, desde el aspecto objetivo, de la verdad filosófica, válida en general e independientemente de la historia, de modo que concedía a la palabra histórica de la revelación un significado puramente formal, como fuerza curativa para el hombre pecador, ahora se ve colocado precisamente ante la tarea de conocer también los contenidos de la revelación misma, en su significado propio. La primera consecuencia será una nueva relación con la Sagrada Escritura1. A ésta 1 Cf. Ep 21 PL 33/88 ss., donde Agustín menciona el propósito de dedicarse a un estudio más sistemático de la Escritura como motivo para un descanso provisional. Acerca de la insostenibilidad de la construcción de M. Wundt relativa a la «conversión» del 391, ya tratamos anteriormente. Cf. también F. Hofmann, op. cit., 76 s.
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seguirá otra consecuencia. La entrada en el ámbito público de la Iglesia significaba, a la vez, la toma de contacto con una tradición eclesial bien trabada, con una espiritualidad objetiva, que daba a lo común cristiano una impronta determinada e, igualmente, prescribía también una firme dirección en la comprensión de la Escritura. Si Agustín quería realmente aproximarse a su gente, le resultaba imprescindible apropiarse precisamente de esta espiritualidad objetiva. Hubo además, en este sentido, determinados acontecimientos que lo obligaron a confrontarse con la tradición: fue sobre todo el peligro donatista lo primero que lo condujo hacia la teología africana —Optato de Milevi, Cipriano y con ellos, evidentemente, hacia el gran antepasado de la teología occidental: Tertuliano; después fue la lucha con el pelagianismo, que le hizo abarcar la totalidad de la tradición cristiana disponible, más allá del ámbito de su patria chica2. No es cuestión que deba ocuparnos ahora el saber con exactitud cuándo inició Agustín un verdadero estudio de la teología anterior y hasta qué momento ésta influyó en él sólo, por así decir, a través del clima espiritual de su mundo circundante —lo cierto es que alcanzó un influjo decisivo en la formación de su imagen de la Iglesia. Además de todo esto hay, sin embargo, un tercer factor que no debemos olvidar: precisamente el hecho de que 2 Los detalles referentes a la tradición utilizada pueden verse en K. Adam, Die Eucharistielehre des hl. Augustinus, Paderborn 1908; un breve resumen en Vetter, op. cit. Entre los africanos habría que nombrar también al «reformador donatista» Ticonio, sobre el que hay que consultar, junto a la obra fundamental de Tr. Hahn, Tyconiusstudien, Leipzig 1900, también H. Scholz, Glaube und Unglaube ..., especialmente las pp. 114-117 y 185 s. Sobre Ambrosio indica K. Adam, op. cit., que Agustín no está muy cercano a él en un punto tan importante como la doctrina eucarística, e incluso que difiere de él. Éste es un punto, sin embargo, en el que, como veremos, se dirimen opciones decisivas para la comprensión de la Iglesia. Cf. también el juicio de P. Batiffol, Le catholicisme...: On peut donc conclure, que l’ecclésiologie d’Ambroise n’a pas décidé de celle d’Augustin. Por lo demás, sobre Ambrosio debe verse J. Eger, Salus gentium. Eine patristische Studie zur Volkstheologie des Ambrosius von Mailand. Tesis doctoral, Múnich 1947, manuscrito.
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El concepto de Iglesia de la tradición africana
Agustín nunca renunció a los resultados obtenidos mediante su propia meditación en los años anteriores a su sacerdocio. El lector de las Retractaciones comprobará siempre con asombro que las correcciones de Agustín se refieren principalmente a aspectos secundarios, a fórmulas idiomáticas, pero que mantiene intacta la construcción básica de su visión3. Esta circunstancia tiene gran significación, aunque debe decirse que Agustín minusvalora bastante la amplitud de la evolución experimentada. La «conciencia del método» de Agustín no puede abarcar lo que sencillamente se había producido en su «aplicación del método» —por decirlo con una distinción del profesor Söhngen4. Por otro lado, Agustín era demasiado grande como para dejar ambos extremos —si se quiere entender así— sin combinarlos entre sí. Ambos se fecundan y conforman mutuamente. A su comprensión de la Iglesia llega Agustín en la confrontación de su apriori filosófico-teológico, que hemos visto en las páginas precedentes, con las realidades de la tradición eclesial, que ahora irrumpen como nuevo conjunto de ideas. Estas ideas son las que hemos de investigar a continuación. No entraremos en el tratamiento del testimonio de la Escritura, por una parte, porque ya lo han hecho otros mejor de lo que nos sería posible hacerlo5 y, por otra, porque de una investigación bíblica con los medios histórico-críticos actuales resulta una imagen esencialmente distinta de la que obtenía el lector de la antigüedad cristiana. Resulta característica en este sentido la valoración que hace del De lib arb. Retr I 9 PL 32/595-599, cf. especialmente cap. 9,5 col. 598: Ecce tam longe antequam Pelagiana haeresis exstitisset, sic disputavimus velut iam contra illos disputaremus. 4 Así se comprende también que en Agustín aparezcan reiteradamente disgresiones que, en nuestra opinión, no pertenecen a esa época. Casi permanentemente no puede asegurarse en Agustín lo que «ya no», sino sólo lo que «todavía no» puede decir. 5 Para nuestra pregunta reviste especial significación N. A. Dahl, Volk Gottes. Eine Untersuchung zum Kirchenbewußtsein des Urchristentums, Oslo 1941, que tiene además ampliamente en cuenta el Antiguo Testamento y el judaísmo tardío (¡Filón!), y también A. Oepke, Das neue Gottesvolk, Gütersloh 1950, que trata las 3
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Para encontrar ésta, es preciso nuevamente fijarse en la tradición eclesial. Lo haremos a continuación (§§ 7-11), permitiéndonos el limitarnos a la tradición africana representada por los nombres de Tertuliano, Cipriano y Optato de Milevi, ya que es la única que puede tener una significación determinante para nuestros interrogantes, dado el conocido escaso interés del oriente por los problemas de la praxis eclesial6. Otra indicación previa es necesaria. No nos ocuparemos de la comprobación de las dependencias históricas particulares ni, en absoluto, de cuestiones de tipo históricobibliográfico o de crítica de las fuentes. Lo único que nos importa es la constatación de un mundo espiritual con el que sabemos que Agustín se encontró y, después, la exposición de lo que el propio Agustín construyó a partir de él.
ideas del A.T. hasta Lutero y rastrea sus influencias también en el arte, más allá del marco puramente teológico. De la patrística se ocupa, entre otros, de Tertuliano y, con más extensión, de Orígenes; de Agustín (De civ. Dei), con mucha brevedad, algo más adelante (pp. 349-351); cf. además K. L. Schmidt, art. ejkklhsiva en Kittel, Wörterbuch zum N. T., así como el artículo laov" (Strathmann) y oi\ko" (Michel), sobre la idea paulina de Cuerpo de Cristo, la conocidas exposiciones de A. Wikenhauser (Die Kirche als mystische Leib Christi nach dem Apostel Paulus, Münster 1937), E. Käsemann (Leib und Leib Christi, Tubinga 1933), H. Schlier («Zum Begriff der Kirche im Epheserbrief», en: Theol. Blätter 6 (1927), pp. 12-17; Christus und die Kirche im Epheserbrief, Tubinga 1930), en perspectiva ascética F. Jürgensmeier (Der mystische Leib Christi als Grundprinzip der Aszetik, Paderborn 1933) y, menos especializado científicamente, L. Deimel (Leib Christi, Wiesbaden 1937). 6 Con ello no queremos negar cierto influjo del oriente, sobre todo a través de la doctrina sobre la Eucaristía. Ocasionalmente procuraremos dar algunas indicaciones o, al menos, haremos referencia a ellas. El estudio anunciado por Altaner (en: Amt und Sendung, l. c., p. 431 nota 228) sobre la relación de Agustín con oriente ha sido publicado ahora disperso en artículos separados. Los ha recogido P. Keseling, Agustiniana, Theol. Revue 1953, cols. 97s. —Lamentablemente no puedo ofrecer mi propia exposición sobre Ticonio; para ir más allá de la exposición de Hahn y Monceaux (op. cit., IV, que no he podido consultar), sería necesaria una extensa labor de crítica textual, para la que, sin embargo, no dispongo del material de fuentes necesario. Remito, por tanto, a los trabajos citados. — Sobre la relación con Hilario, cf. Adam en Eucharistielehre I.
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Capítulo 3
El concepto de Iglesia en Tertuliano1
Sobre la figura de Tertuliano se cierne una condición trágica propia. Que alguien tan grande como Cipriano lo llamase sin más «maestro», tuvo que hacer respetable su figura para toda la posteridad. Que él mismo, con dureza inmisericorde, pudiese ver y juzgar a los católicos como psychici, tuvo, igualmente, que hacerlo sospechoso para toda la posteridad. Así oscila su imagen como pocas en la historia. Él mismo se ve ya atravesado, en efecto, o dicho desde nuestro punto de vista: su obra está ya toda atravesada, por una disyunción, que es la misma con la que aparece también en la historia. Y es importante advertir que esa disyunción caracteriza su obra desde el principio. Por eso, no es correcto decir con Karl Adam (op. cit., véase nota 1) que Tertuliano pasó en su vida 1 Debe consultarse B. Poschmann, Paenitentia secunda, Die kirchliche Buße im ältesten Christentum bis Cyprian und Origenes, Bonn 1940; E. Altendorf, Einheit und Heiligkeit der Kirche, Untersuchungen zur Entwicklung des altchristlichen Kirchenbegriffes im Abendland von Tertullian bis zu den antidonatistischen Schriften Augustins, Berlín y Leipzig 1932; sólo a través de la exposición de Altendorf conozco la obra de K. Adam, Der Kirchenbegriff Tertullians, Paderborn 1907, en: Forschungen zur christl. Literatur- und Dogmengeschichte, editado por Ehrhard y Kirsch, que no podido consultar; más información pertinente sobre nuestro tema aparece también en los trabajos histórico-dogmáticos de Adam, editados por F. Hofmann (cf. bibliografía), y cf. también P. Batiffol, L’église naissante et le catholicisme, París 1922, pp. 317-352, e igualmente algo en Mersch, op. cit., II.
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de un catolicismo objetivo y eclesial, a través del montanismo, hasta un espiritualismo subjetivista, ni tampoco querer atestiguar con Erich Altendorf que su última posición es la exclusiva y unificadora en la obra de Tertuliano. Mucho más cierto es que todos los escritos de Tertuliano están transidos de una dialéctica que podríamos denominar la dialéctica entre ecclesia-corpus Christi, de un lado, y ecclesia-spiritus Christi, de otro, en términos tomados no tanto del pensamiento postkantiano como de las mismas fuentes. A continuación iremos desarrollando más de cerca el contenido de esta dialéctica, su sentido teológico. Quedará mejor aclarada mi tesis sobre la estructura unitaria de la obra completa de nuestro autor si se considera el desarrollo del polo «católico» de esa dialéctica a partir concretamente del escrito archi-montanista «De pudicitia» y se advierte, en dirección contraria, la evolución de los rasgos fundamentales del «espiritualismo» a partir del escrito católico «De oratione». Hay que señalar también —y lo aclararemos después más detalladamente— que a la base de la dialéctica de Tertuliano se da un problema auténtico, del que no pueden verse libres tampoco la Iglesia ni la teología actuales: un problema cuyo polo espiritual sencillamente no puede ser marginado de la Iglesia, si ésta ha de ser la Iglesia de aquel Cristo del que se dijo: O J de; kuvrio" to; pneu`mav ejstin (2 Cor 3,17). §7 La Iglesia, comunión de la disciplina 1. La semejanza divina del cuerpo Tertuliano lucha con vigoroso apasionamiento contra el pecado de la lascivia en su obra montanista sobre el pudor. Entre las armas no menos importantes que emplea en la lucha para librar la batalla está la mención de la extraordinaria dignidad del cuerpo humano, que dicho pecado ofende. Mientras las demás faltas, como explica
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Tertuliano apoyándose en Pablo, se quedan en la esfera de lo externo1, este pecado se introduce en el centro del propio yo, todavía más: es un ataque a una propiedad exclusiva divina, pues el cuerpo pertenece a Dios2 —a Dios, del que lleva la imagen. Puesto que Tertuliano aplica al cuerpo la semejanza divina de la que hablan las primeras páginas de la Escritura. De esto se sigue, en primer lugar, que la tesis de la pertenencia del cuerpo a Dios se prueba por referencia a la palabra todopoderosa y creadora divina: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza ...»3. Más claro resulta todavía cuando Tertuliano, en otro lugar, menciona la palabra con la que fue creada la carne del hombre y caracteriza dicha palabra por su semejanza divina4. En este contexto hay que recoger también las ocasiones frecuentes en que Tertuliano subraya que es precisamente la caro sola y como tal la que es llamada con el nombre homo. De resurr car 16 col. 816; ib. cap. 5 col. 802: Hominem memento carnem proprie dici, quae prior vocabulum hominis occupavit. Et finxit Deus hominem limum de terra. —Sobre la semejanza divina de la carne, véase también De resurr car 6 cols. 802 s.; cap. 9 col. 807: quam Deus ad imaginem Dei struxit... haeccine non resurget totiens Dei? (ella, que por tantos motivos pertenece a Dios, ¿no iba a resucitar?). Cf. igualmente De bapt 5 PL 1/1206. Cierto que enseguida nos preguntamos: ¿no lleva esto a una concepción de Dios inadmisible, que coincide con esa construcción equivocada, producto de los sentidos humanos, que durante tanto tiempo
1 Omne delictum quod admiserit homo, extra corpus est, qui autem fornicatur, in corpus suum peccat; De pud 16 PL 2/1011, cf. 1 Cor 6,18. 2 Corpus autem non fornicationi, sed deo: ib. cf. 1 Cor 6,13. 3 Corpus ... deo: Faciamus enim hominem ait Deus ad imaginem et similitudinem nostram, ib. 4 Así en De resurr car 5 PL 2/801: ... omnia sermone Dei facta sunt et sine illo nihil. Caro autem et sermone Dei constitit propter formam ne quid sine sermone: «Faciamus» enim «hominem» ante praemisit.
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mantuvo a Agustín alejado de la Iglesia católica5? ¿O de qué otra forma puede tener rasgos divinos el cuerpo humano? Llegados aquí, el pensador africano dirige nuestra mirada hacia aquel que era Dios y a la vez se revestía con un cuerpo humano: Cristo. Apareciendo el hombre en la forma futura de Cristo, representa a Dios por ese camino que es Cristo. «Lo que encontró su expresión en la figura de barro, fue el pensamiento puesto en Cristo, que debía volverse hombre: barro y carne, palabra de Dios —que una vez fue polvo terreno»6. Toda la forma corporal del hombre está colocada, por tanto, desde el principio, justamente en la perspectiva del orden de la creación, que Tertuliano procura unir estrechamente al orden de la redención y salvación, en favor de su lucha contra Marción. Pues el Dios de Jesucristo y el Dios creador nuestro, es el mismo Dios7. Si contemplamos nuevamente estas explicaciones, resulta clara una doble tesis, a la que se contrapone la antítesis de Tertuliano. En primer lugar tenemos la lucha contra el dualismo cósmico de los gnósticos, en el que la carne aparece como el mundo del pecado, como una realidad mala en sí misma, perteneciente al eón de las tinieblas8. Frente a ellos, Tertuliano interviene diciendo que la carne es portadora de rasgos divinos, pues es la única obra de la creación que ha sido formada por la propia mano de Dios9 —es, Cf. las Confessiones, especialmente V 10,19 PL 35/715 y VI 4,5 cols. 721 s. De resurr car 6 col. 802: Quodcumque enim limus exprimebatur, Christus cogitabatur homo futurus, quod et limus et caro, sermo, quod et terra tunc. La edición de Migne no coloca ninguna coma entre «caro» y «sermo». En ese caso habría que variar la traducción, pero el sentido sería el mismo. En el capítulo encontramos, además, diversos otros apoyos para esta concepción de la semejanza divina como semejanza con Cristo. 7 Cf. sobre estas cuestiones espec. los libros Adv. Marc PL 2. Véase más adelante un tratamiento más pormenorizado sobre la relación entre el Antiguo y el Nuevo Testamento en Tertuliano. 8 Contra semejantes teorías se dirige sobre todo la obra De resurr car. 9 De resurr car 5 PL 2/801 ... omnia sermone Dei facta sunt ... Caro autem et semone Dei constitit ... et amplius manu propter praelationem, ne universitati comparetur. «Et finxit» inquit «Deus hominem». 5 6
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por tanto, una realidad querida por Dios y del máximo rango. Pero esto no basta para refutar a los gnósticos, pues su dualismo cósmico se fundamenta en una profundidad mayor, en un dualismo de Dios —o más bien en un dualismo de dioses. Por eso pueden aceptar el razonamiento de Tertuliano y encontrar incluso justificada la última tesis de ellos, según la cual este mundo es profundamente malo por el hecho de que su dios es un dios maligno10. Detrás de la dualidad cósmica se da, en definitiva, una dualidad de divinidades: frente al Dios creador del Antiguo Testamento se encuentra el Dios salvador del Nuevo. El antiguo dualismo de los eones, de impronta mítica, se manifiesta pues, finalmente, con el manto teológico de un dualismo de los dos testamentos. De este modo vemos a Tertuliano ante el mismo problema colosal con el que vimos pelear a Agustín en los primeros años del devenir religioso de su conciencia: el problema del dualismo, que resultó acuciante para ambos en su manifestación a través de las diversas formas de gnosticismo. Tertuliano resuelve el problema a su manera. Colocando a Cristo en el centro, prueba así, en primer lugar, la unidad interna de lo separado. Cuando el cuerpo humano se equipara en su forma al cuerpo de Cristo, Dios, que en la imagen de Cristo conoce y reconoce el reflejo de su propia imagen, no puede ser enemigo de Cristo, sino sólo ser él mismo el «Dios de Jesucristo»11. Y la carne humana que el mismo Cristo ha tenido no puede en absoluto ser en su esencia un poder maligno. La piedra angular que sostiene el argumento es la realidad histórica de Cristo, tal y como la atestigua la Escritura, el Nuevo Testamento. Con una maniobra maestra quedan unidos ambos polos contrapuestos y Sobre este punto véanse especialmente los libros Adv Marc. Cf. Adv Marc V 11 PL 2/500, donde Cristo es denominado como «persona» (provswpon) de Dios, en conexión con 2 Cor 4,6. En el trasfondo tenemos ciertamente la comprensión de «persona» como máscara del teatro. Según esto, Cristo es la forma visible en la que Dios se manifiesta al hombre. 10 11
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Tertuliano consigue, a la vez, tener las manos libres para desarrollar ahora el verdadero núcleo del dualismo gnóstico en el marco de la dogmática ortodoxa. 2. La pregunta por el mal y por la salvación La pregunta es: si el mal no es un ser con existencia real, ¿qué es pues? Si la obra salvífica de Cristo no es un acontecimiento físicocósmico, ¿qué es entonces? En esta cuestión hemos de tener en cuenta que Tertuliano todavía no disponía por completo, en absoluto, del concepto más tardío del mal como privatio; más bien lo que encontramos en él es un segmento sumamente ilustrativo del penoso camino hasta dicho concepto, concebido de forma muy rudimentaria, en sus comienzos. Pues también el concepto de ser se encontraba todavía en mantillas. Existente era propiamente lo real asible12. A partir de aquí, el concepto de no-ser puede precisarse por sí solo. Dentro de este ámbito intelectual se plantea pues la
12 No hace falta entrar aquí propiamente en la metafísica de Tertuliano. Cf., como muestra, De car Chr 11 PL 2/774: Omne quod est, corpus est sui generis: inhil est incorporale, nisi quod non est. Cf. Adv. Prax 7, ib. 161 s.; De anima 5, ib. 62 s. En esa dirección resulta interesante también De bapt 4 PL 1/1203 s., donde se describe la actuación del espíritu sobre el agua. Por lo demás, habría que consultar sobre este punto las obras conocidas de historia de la filosofía. Lo interesante es que esta insuficiencia filosófica no logra impedir una interpretación teológica correcta. —Es sabido que también Agustín llegó a este concepto del ser. Una renovación altamente meritoria tuvo lugar gracias al maestro Eckhart, cuya comprensión del ser resultó fuertemente marcada por este problema, de modo que al principio aplicó el nombre de «ser» exclusivamente a lo real material y prescindió de lo espiritual, después lo aplicó a lo espiritual, limitándolo casi a Dios y excluyendo lo no divino. Véanse las Quaestiones Parisienses, editadas por Geyer en Florilegium Patristicum, vol. XXV; cf. sobre esto Dempf, Metaphysik des Mittelalters, p. 125, que centra aquí el problema de Eckhart. En el fondo, se suscita de todas formas la problemática completa de la filosofía moderna en su tira y afloja entre materialismo e idealismo. Desde el punto de vista escolástico podría decirse: falta el concepto de analogía, el saber relativo a la unidad relacional entre seres diversos.
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pregunta por el lugar del mal en la realidad y por el sentido de la obra salvadora de Jesucristo. Tertuliano opone su interpretación frente a los gnósticos, mediante potentes antítesis, en su obra sobre la carne de Cristo: no hay una carne de pecado, dice, sino un pecado de la carne; no es mala la materia, sino la natura; lo cual, por el contexto, sólo puede significar: no la constitución del ser de la materia, no la realidad óntica fundamental, sino aquello que surge de nosotros y que se realiza mediante el empleo de nuestro obrar, ya que Tertuliano indica como últimos contrarios substantia y culpa, la realidad escondida del ser y la realidad puesta en acto de nuestra culpa13. El espacio de dominio del mal reside, por tanto, únicamente en el ámbito de nuestro actuar y de nuestra libre decisión, y sólo ahí14. La enseñanza de Tertuliano sobre el proceso de salvación en Cristo se desarrolla a partir de aquí, entendiéndolo de forma paralela a la distinción en la concepción del pecado entre sustancialontológica y actual-dinámica, no como un proceso cósmico, es decir, metafísico, sino histórico. El valor fundamentalmente positivo del cuerpo como imagen de Jesucristo es, pues, irrenunciable. Pero de hecho hay un manto que cubre ese cuerpo, que oculta y oscurece la imagen del Señor. La imagen de Dios luminosa está escondida bajo el manto de las culpas. Tertuliano lo ve ya expuesto así en la narración de la Escritura que habla de las pelliciae tunicae, las pieles con las que el Señor Dios vistió a nuestros primeros 13 De car Chr 16 PL 2/780. Tertuliano emplea, por lo demás, la palabra natura en un doble sentido: por un lado, en el que lo emplea aquí, cf. De pud 1 col. 980, y por otro, en nuestro sentido actual y, por tanto, como realidad positiva en su común referencia a Dios, también en los paganos, en De virg vel 16 cols. 910 s., ib. cap 8 cols. 900 s., cf. cap. 13 cols. 907 s.; De res car 2 y 3 cols. 796-799; cap. 12 cols. 810 s.; De pud 9 presenta ambos conceptos: en la col. 997 se habla de que los paganos son pecadores ex natura, en la col. 998 se habla de su «conocimiento natural de Dios» (naturalis agnitio in Deum). Sobre el concepto de naturaleza en De pud 9, cf. Ef 2,3: eramus natura filii irae. 14 Todavía se dice esto con más claridad en De resurr car 49, cf. más adelante.
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padres después de la caída. Mientras los gnósticos querían encontrar en ellas una expresión alegórica de la dotación al hombre de un cuerpo, que sería pues consecuencia del pecado, Tertuliano subraya que se trata sólo de la piel, que fue colocada sobre la carne desnuda15. Lo que se quiere expresar con esta descripción, muy extraña para nuestra sensibilidad, no es sino, por una parte, la defensa frente a una declaración de impureza del cuerpo y, por otra, el subrayado de su estado histórico de carencia de salvación. Comprobaremos que es así, sobre todo, cuando veamos el restablecimiento de la salvación. 3. El vestido de la salvación Nos toca ahora seguir examinando la imagen del vestimentum. Pues bajo este poco aparente vestido conceptual se oculta toda una teología de la historia de la salvación, que se nos revelará también como una teología de la Iglesia. La piel se presenta únicamente como vestido en una forma de hablar cabalmente contraria a la herejía; sin embargo, en un sentido más general, el cuerpo es en su totalidad vestimenta16. La imagen experimenta otra ampliación cuando es el hombre completo el que aparece como vestido del hijo de Dios hecho hombre17. Tenemos como resultado una doble afirmación: el cuerpo es el vestido del hombre y el hombre es el vestido de Cristo —y, para decirlo ya anticipadamente, a esto se
Cf. De resurr car 6 y 7 cols. 802-806. Así en De resurr car 63 cols. 885 s.: El alma sin carne, nuda, prostituta; cap. 17 cols. 816 ss.; las almas sin cuerpo de los difuntos, nudae, exsules carnis; cap. 27 col. 834: Las vestimenta pueden ser en la Escritura expresión alegórica de la carne. 17 También aquí hay que distinguir entre un concepto anti-herético estricto, para el cual el vestido de Cristo es únicamente la caro (De car Chr 11 cols. 773 s.) y otro general más amplio, para el que todo el hombre, la textura de caro y anima, aparece como vestido (así en De res car 34 cols. 842-844; más remotamente, en De car Chr 3 cols. 756 ss., 11 cols. 773 s., 18 cols. 782 ss.). 15 16
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añade una tercera afirmación: Cristo es el vestido del hombre. Evidentemente nos encontramos ante una inversión exacta de la imagen. Pues si el pecado original representa un revestimiento sobre la limpia magnificencia divina inicial, entonces no esperamos de su eliminación otra cosa que la separación de la capa del pecado18. Pero en vez de eso, oímos hablar de un nuevo vestido, por el que nos apropiamos la salvación y los que aparecen desnudos son los paganos19. Si nos preguntamos por el motivo de este malentendido en los razonamientos de Tertuliano, debemos advertir, sobre todo, que la concepción del bautismo como un induere Christum ya venía dada desde los escritos paulinos20; además, que la vinculación del bautismo con el «primer vestido» pertenecía a la tradición del relato del hijo pródigo21. Puede que también la polémica haya jugado en esto un papel, como se nos revelará enseguida. Pero antes debemos plantear la pregunta: ¿qué hemos de imaginarnos realmente como ese vestido de Cristo? Evidentemente debe estar sujeto a la caro y ser visible como ella misma. Y así es, en efecto, si tenemos en cuenta la respuesta que encontramos en el libro Sobre la resurrección de la carne, donde se habla del revestimiento 18 Podríamos encontrar una alusión a esta idea cuando, según Tertuliano, las almas de los difuntos son desnudadas (De res car 17 col. 817) y el bautismo, por otra parte, se interpreta como un morir «simbólico», «espiritual»: De res car 47 col. 862: Per simulacrum enim morimur in baptismate, sed per veritatem resurgimus in carne. ¡Brillante expresión de la posición anti-gnóstica de Tertuliano! ¡Destrucción sólo dinámica, pero salvación real, óntica! Sobre esto cf. cap. 23 col. 826: Sed cum ita nos mortuos faciat spiritaliter, ut tamen et corporaliter quandoque morituros agnoscat, utique et resuscitatos proinde spiritaliter deputans aeque non negat etiam corporaliter resurrecturos (cuando nos declara aquí —según Col 2,20— por muertos espiritualmente, a la vez admite, no obstante, que también moriremos corporalmente un día. Del mismo modo nos considera resucitados espiritualmente y no niega la futura resurrección del cuerpo). Aunque es evidente que Tertuliano no ha explorado más este punto de apoyo. 19 De res car 3 cols. 798 s. 20 Cf. De monog 7 PL 2/921. 21 Cf. De pud 9 cols. 996-999.
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de la carne con los sacramenta y la disciplina22. En ellos hemos de ver el vestido con el que fuimos vestidos en el bautismo. Por eso hay una correlación muy estrecha entre sacramenta y disciplina. Podríamos interpretarlos como el completo orden visible de la Iglesia, mediante el cual ésta actúa sobre sus miembros y espera de ellos que se comporten según él; entendiendo con ello los sacramenta más en relación al culto y la disciplina, a la moral. Pero en cualquier caso forman juntos un orden único y sería totalmente equivocado querer separarlos en sacramentos, en el sentido actual, y derecho «disciplinar» eclesiástico. Por el contrario, lo característico de esta concepción que encontramos aquí es precisamente que ambos no van separados, sino que juntos forman el orden visible de la Iglesia. La disciplina es, claramente, el concepto de mayor rango. Pues también los sacramenta son, en definitiva, sólo formas de la disciplina. Con esto hemos llegado al punto central del concepto de Iglesia en Tertuliano —o, dicho con más prudencia, a uno de los polos de su concepto de Iglesia. Finalmente la Iglesia no es otra cosa que comunión de la disciplina —todavía más: es «la disciplina» misma. Un concepto de Iglesia auténticamente occidental —pero de ningún modo en el sentido legalista peyorativo. Lo que logra conceptualizarse de forma excelsa en esta concepción jurídico-sacramental es la historicidad de la salvación en Cristo. La gracia del Señor no se comparte como una idea, como gnw`s i", como el efecto en el qivaso" individualista de un acontecimiento cultual, al que resulta indiferente la vida personal de los miembros de la fraternidad cultual, sino que dicha gracia es compartida en la inserción concreta en una comunidad de salvación, la cual se entiende como una ordenación jurídica del conjunto de la vida, cierto que como una ordenación jurídica de derecho pneumático sagrado, 22 De res car 9 col. 807; también De bapt 13 PL 1/1215; De monog 7 col. 921, De pud 9, 996-999, De res car 49 cols. 865-867.
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cuyo contenido interno lo constituyen los «sacramentos» y su fuerza de configuración vital, por mediación del Espíritu Santo23. Si la respuesta que da la teología griega frente a la gnosis herética es oponerle una gnosis cristiana, la respuesta de occidente es, marcadamente, la figura histórica de la Iglesia. Ahora podemos fijarnos ya en el sombreado polémico que se entrevé en estas representaciones24. Tertuliano nos informa de un grupo, sin precisar más sobre él, que negaba la necesidad para la salvación del bautismo y, en definitiva, de todo lo eclesial, que exigía una salvación que viniese únicamente por medio de la fe, una salvación exclusivamente entre Dios y el individuo, sin el ordenamiento visible de la Iglesia de los «sacramentos» y de la disciplina. ¿Quién no percibe en su recuerdo el Deus et anima —nihil aliud, nihil del joven Agustín? Puede que, en los adversarios que Tertuliano tenía ante sí, se tratase de un cristianismo racional filosófico «purificado», como han sugerido algunos apologetas, aunque no podemos saberlo con certeza. Visto de cerca, lo que invocaban era a la capacidad salvífica de la fe de Abrahán, que produjo la justicia antes del sacramento y sin éste. Otro ejemplo de fe capaz de salvar sin el bautismo se lo proporcionan los apóstoles. Lo que deducen de esto es que la fe misma es para ellos suficiente sacramento, de 23 No es necesario entrar ahora con más detenimiento en los pormenores del concepto de disciplina, así como tampoco en el de sacramentum, sobre el que tenemos información más precisa en el trabajo de Düring y en el correspondiente de Kolping. Kolping señala un doble significado de sacramentum: Sacramentum quiere decir, por una parte, toda la economía salvífica y su síntesis contenida en la regula fidei; por otra, ritos cultuales. A mi parecer, esto coincidecon la distinción que yo establecí, antes de tener conocimiento de este estudio de Kolping, entre sacramentum = la obra de salvación y sacramenta = cada uno de los ritos. Por lo que veo, esta distinción lingüística no está señalada en Kolping. Cf. sobre sacramentum: De bapt 8 y 13 PL 1/1207 ss. Y 1214 s., De pud 10 col. 1000, 18 col. 1017, 19 col. 1017; De res car 21 col. 823; 25 col. 831; 63 col. 886; sobre sacramenta: De pud 15 col. 1009; De res car 9 cols. 807/08. 24 Para la exposición completa que sigue hay que comparar los caps. 12 y 13 de De bapt (PL 1/1213-1215).
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modo que no necesitan el sacramento del agua. Encuentran un punto de apoyo para esta respuesta en la separación entre sacramentum fidei y sacramentum aquae, que pertenece igualmente al mundo conceptual propio de Tertuliano. Aunque éste entiende la relación entre ambos como equivalente a la que hay entre la fe desnuda y estar vestido con la fe. Dicha distinción tiene, sin embargo, un significado no sólo objetivo, sino también histórico. Bajo ella se esconde la distinción de los diversos órdenes de salvación correspondientes a los diversos tiempos de la salvación. La fides nuda, la fe «desnuda» tenía fuerza de justificación antes de la cruz y resurrección de Cristo, es decir, antes de la aparición visible de la salvación de Dios en este mundo. El tiempo nuevo, sin embargo, ha creado una nueva ley, sin la cual no puede producir salvación. Esa ley de la fe es el bautismo del agua —la mera fe ya no es suficiente, sino que, para que sea válida ante Dios, ha de presentarse con el «vestido» que Dios ha creado para ella. Como ya apuntamos, aquí se trata ciertamente de algo más que el bautismo, se trata, en absoluto, de la cuestión completa acerca de la Iglesia visible. Si antes vimos a Tertuliano luchar contra un falso dualismo, ahora lo vemos enfrentarse a un falso monismo de la salvación, ante el cual presenta el correcto dualismo de los testamentos. Hay una distinción de los órdenes de la salvación en correspondencia con el orden de los tiempos fijado por Dios. Aunque es cierto que Tertuliano no ofrece una demostración interna de esta exigencia eclesial. Si se mira así, hay derecho a preguntarse al fin en qué consiste esa gracia del Nuevo Testamento que manifiestamente se agota en la aportación de una nueva ley. Será Agustín el primero en volver sobre este punto y dar una respuesta a la cuestión de qué es lo realmente nuevo de la Iglesia del Nuevo Testamento —cuestión que tampoco ha enmudecido todavía en la teología actual. Por lo demás, si comparamos el concepto de vestimentum de De bapt 13, que acabamos de presentar, con lo expuesto anteriormente,
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advertiremos que ofrece cierta diferenciación. En el último caso, el punto de mira está situado en el sujeto del proceso de justificación, en el primero el punto de partida es el orden salvífico objetivo. En otras palabras: en un caso lo recibido es la disciplina, en el otro, lo dejado es la figura externa de la fe. Ambos sombreados conceptuales convergen, sin embargo, en la idea de la disciplina ecclesiae. Esta idea es realmente el concepto clave de uno de los polos de la comprensión de la Iglesia en Tertuliano. 4. La restitución de la semejanza divina mediante la disciplina El círculo se cierra volviendo al principio, cuando oímos decir que es en la «disciplina» donde la imagen de Cristo velada vuelve a resplandecer de nuevo, pues: imagen de Cristo es aquel que se comporta como Cristo25. Así se logra una refutación completa de las posiciones gnósticas. La salvación no es, de ningún modo, un acontecimiento metafísico-cósmico, ni tampoco un conocimiento secreto, ni mera moral, añadimos nosotros, sino una conducta a imagen de Cristo en unión con la figura histórica de su Iglesia.
25 Cf. De res car 49 cols. 865-867. En la col. 866 explica Tertuliano, apoyándose en 1 Cor 15,49 (Sicut portavimus imaginem choici, portemus etiam imaginem supercoelestis): Portavimus enim imaginem choici per collegium transgressionis ... Nam etsi in carne hic portatur imago Adae, sed non carnem monemur exponere. Si non carnem, ergo conversationem, ut proinde et coelestis imaginem gestemus in nobis ... secundum liniamenta Christi incidentes in sanctitate et iustitia et veritate. Atque adeo ad disciplinam totum hoc dirigit, ut hic dicat portandam imaginem Christi in ista carne et in isto tempore disciplinae. Abajo del todo se dice: Si vero in carne adhuc constitutos negavit esse in carne, in operibus carnis negans esse, formam eius subruere non debes, non substantiam, sed opera substantiae alienantis a Dei regno. Lamentablemente no he podido consultar la obra de A. Struker, Die Gottebenbildlichkeit des Menschen in der christl. Literatur der ersten zwei Jahrhunderte, Münster 1913. —Sobre la cuestión en sí quiero todavía señalar, aunque sea al margen, que el pensamiento de la restitución de la imago Dei o imago Christi en los sacramenta y la disciplina podría ser relevante también en la discusión actual sobre la teología mistérica.
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Y, viceversa, la Iglesia queda incorporada en la gran marcha de la economía de la salvación divina como la restauradora entre los hombres de la semejanza con Cristo. Al contemplar en su conjunto esta síntesis completa y al descubrir como resultado un concepto de Iglesia en el cual ésta coincide en su significado con disciplina, surge la pregunta: ¿qué relación hay entre esa Iglesia y su cabeza, Jesucristo? Fácilmente advertimos lo siguiente: que, básicamente, no hay mucho camino de disciplina a Pueblo de Dios. Tanto si pensamos en la relación de la disciplina con el devenir histórico de la Iglesia26, como si entendemos la Iglesia como comunión de derecho sagrado, a partir del desarrollo interno de la idea de disciplina. La idea de Pueblo de Dios está aquí, pues, objetivamente presente, sin duda, aunque semánticamente no aparezca. Por lo que respecta a las otras dos preguntas, debemos remontarnos bastante más lejos. §8 El sentido básico sacramental de la idea de disciplina Nuestra tesis en las páginas precedentes era: disciplina es más que «disciplina», pues abarca no sólo el ámbito moral y el puramente jurídico de la vida cristiana, sino que se refiere también al centro sacramental más íntimo de la comunión eclesial. Ese centro es el que debemos examinar ahora más de cerca. El acceso necesario es ciertamente muy dificultoso, ya que ese interior de la Iglesia está cubierto por el velo del secreto, por emplear el lenguaje de Tertuliano. Como más fácilmente se abre al que está fuera es comenzando con la práctica de la disciplina. Así
26 Junto a lo dicho hay todavía que referirse a la relación con la pristina disciplina del Antiguo Testamento, De bapt 7 PL 1/1206. Más adelante aparecerá cómo la contraposición con el A.T. está muy unida al motivo del populus.
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oímos que hay un «afuera» (foris) en el que está colocado el pecador que inútilmente llora las lágrimas de la paz27. Lo mismo tenemos cuando se describe a los heréticos como «los de fuera» (extranei)28. Quien es colocado fuera de la Iglesia, se equipara al pagano: su bautismo le es retirado29. Es incluso peor que los paganos, pues éstos, con toda su real pecaminosidad, mantienen su ser (substantia) abierto a la salvación, mientras que el expulsado de la comunión eclesial ha sido entregado a la perdición con toda la consistencia de su ser30. Al contrario, el «communicator» está dentro de la comunión con Cristo31, en la unidad del cuerpo de la Iglesia, con la que conjuntamente representa el templo de Dios32. Este sagrado estar en la Iglesia va unido a la pertenencia a la paz eclesiástica33, pero en su genuino contenido esa communicatio consiste en comer en común el alimento eucarístico34. Pero a su vez esto significa que
De pud 1 col. 983; intus-foris, véase De virg vel 13 col. 907. De bapt 15 col. 1216. 29 De pud 14 col. 1007: ... ut sacramento benedictionis exauctoraretur. Cf. cap. 13 col. 1005: baptismae amisso. Las cuestiones correspondientes de la historia de la penitencia no van a ser discutidas aquí. 30 De pud 13 col. 1005: ipsam substantiam damnans per quam exciderat. Sin embargo tampoco aquí debemos pensar en una ampliación del mal que llegase hasta lo metafísico, pues, como se muestra por todo el contexto, el Espíritu Santo sigue teniendo también en estos casos la capacidad del perdón, como obviamente ha de suponerse. Véase más adelante. 31 Ib. 16 cols. 1010-1013. 32 Ib. 15 cols. 1009 s. Aquí se dice que la restitución a los pecadores capitales de la pax ecclesiastica significa su reintegración en la communicatio, concorporatio ecclesiae, participatio sacramentorum y con el ello comunión de luz y tinieblas, profanación del templo de Dios. Debe estar claro que, sin sacar conclusiones indebidas, de este caso negativo puede extraerse el positivo, tal y como yo he hecho. 33 Véase nota 32. 34 De pud 18 col. 1016. Tertuliano remite aquí a la sentencia paulina: cum talibus ne cibum quidem sumere (1 Cor 5,11) y añade: nedum Eucharistiam —y en modo alguno la Eucaristía. Dado que todo el conjunto sirve como prueba de que «esos tales» no pueden ser admitidos a la communicatio, es evidente que el contenido de dicha communicatio se indica con el comer eucarístico o que éste es, al menos, su contenido más importante, del que se deduce, por sí mismo, todo lo demás. 27 28
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el ser miembro de la Iglesia consiste fundamentalmente en pertenecer a la comunión de comida eucarística. Lo mismo también se puede decir al revés, que la Iglesia misma consiste esencialmente en ser una comunidad eucarística. Con ello hemos alcanzado el verdadero centro. Si antes lo hemos formulado diciendo que la Iglesia es disciplina, unidad de derecho sacro, ahora podemos decir que la Iglesia es communicatio corporis Christi, sí, que es corpus Christi —pero no en el sentido altamente difuso con el que reaparece en la teología de la Iglesia que surge en nuestro siglo, sino con el sentido estrictamente concreto, jurídico-sacramental, que tratábamos precisamente de desarrollar nosotros. En todo esto está claramente presente, por sí mismo, el aspecto jurídico que atraviesa la estrecha interdependencia entre comunión y excomunión, y todo el sistema jurídico cristiano antiguo inserto en los procesos penitenciales. Y con ello hemos obtenido ya una primera comprobación decisiva para nuestra tesis de la unidad interna entre sacramento y disciplina. Intentemos levantar todavía un poco más el velo que ha colocado Tertuliano sobre el secreto de la Iglesia: en lo que precede hemos descubierto la restitución de la pax ecclesiastica como el contenido de la reconciliación penitencial. Si se sostiene nuestra tesis de que comunión eclesial = comunión eucarística, entonces la idea de la pax ecclesiae debe tener también una coloración eucarística. Esta suposición se ve iluminada cuando seguimos las explicaciones de Tertuliano en su libro Sobre la oración35. En él nos cuenta la costumbre que tenían los que ayunaban de no dar el «beso de paz», porque lo consideraban un quebranto del ayuno. Tertuliano, por el contrario, opina que una «oración» sin el beso santo es incompleta: le faltaría a la oración su 35 De or 18 y 19 (según la numeración de Migne, en otra numeración cap. 14) PL 1/1176-1183.
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signaculum, su señal36. A esto hay que añadir que uno no debe mostrar en público su práctica ascética, mientras que quien renunciase al beso de paz necesariamente pondría en evidencia su observancia del ayuno. La cosa sería totalmente diferente en la celebración de la Pascua, donde todos ayunan y, por tanto, todos se marchan sin darse la pax. Al final aporta una propuesta de compromiso: la pax debe posponerse hasta la casa. Si da pie a confusión el entender la oración simplemente como una oración y el beso de paz como cualquier otra ceremonia de fusión fraternal, veremos como el próximo capítulo nos abrirá del todo el camino para una recta comprensión. En total paralelismo con el apartado precedente, se habla aquí de aquellos que temen una ruptura de la statio por la participación en «ofrendas de oración» (sacrificium orationibus). En esto el velo se levanta cuando se nos dice que la recepción del cuerpo del Señor significa ruptura de la statio —en opinión de esta tradición. A lo que Tertuliano contesta con la pregunta contraria: entonces, ¿la Eucaristía elimina un servicio consagrado a Dios? Y ofrece aquí también un compromiso: tomar sí el cuerpo del Señor, pero guardarlo. Según esto queda claro lo que ya antes podíamos suponer: la oratio del primer apartado se trata de la oración eucarística eclesial, que no está completa mientras no se da la ceremonia de la paz en común, cuyo contenido principal consiste, evidentemente, en la participación comunitaria en la Cena del Señor37. Como resultado de nuestra exploración podemos retener, 36 Un paralelo interesante sobre el signaculum orationis lo encontramos en el bautismo, donde la invocación de la Trinidad se entiende como «señal de la fe». De bapt 6 PL 1/1206. 37 No tengo seguridad bibliográfica de si esta explicación ha sido ya emprendida por algún otro. Aunque puede sospecharse que sí, por lo manifiesta que resulta para una lectura medianamente atenta de los textos. En todo caso Cl. Chartier, «L’exommunication ecclésiastique d’après les écrits de Tertullien», Antonianum 10 (1935) 355 ss., citado en Poschmann, Paen sec, p. 294, nota 1, asegura que oratio quiere decir plegarias públicas que incluyen el sacrificio eucarístico.
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primero, que hay un trasfondo de pensamiento eucarístico detrás de oratio y de pax, y después, que la oratio es una plegaria sacrificial38. Así hemos logrado, ahora en su aspecto sacramental, la misma tesis que descubrimos antes partiendo del proceso «disciplinar»: el contenido del estar en la Iglesia, de la «paz» con la Iglesia, se condensa en la celebración de la eucaristía39. Si con las premisas de estos razonamientos nos ponemos a leer los escritos de Tertuliano, tendremos pronto la seguridad de que todos los conceptos citados, sacrificium, oratio, pax, y además agape, hostia, sacerdos, aparecen con un sentido curiosamente movedizo, en un claroscuro, que da que pensar. De una parte tenemos, si se quiere, una interpretación puramente «existencial» de los conceptos, es decir: la agape (pax) aparece puramente como nuestra obra de amor, el sacrificium, puramente como nuestro sufrir y nuestro «ofrecimiento» personal. Por otra, estas ideas aparecen con tal pretensión que excluyen una comprensión cultual, en un sentido similar al que hoy nos es familiar a nosotros cuando distinguimos entre el sacrificio moral personal y el sacrificio cultual de la Iglesia, entre el obrar de caridad personal y el acontecer sacramental de la ajgavph en la Eucaristía. Precisamente esta yuxtaposición es la que no es aquí posible. ¿Dónde queda, entonces, lo que acabamos de desarrollar? El pasaje más esclarecedor para todo esto lo encontramos nuevamente en la obra sobre la oración40. En él se nos 38 Ahora sabemos ya a qué se refiere con prex cuando en Ad Scap 2 PL 1/700 dice: Al contrario de vuestro sacrificar a los demonios, nosotros sacrificamos al Dios único y a Él, pura prece. No puede dársele la razón a K. Adam, Eucharistielehre I, cuando ve aquí una opinión espiritualista en contraposición con la eucarística. Sobre mi tesis del carácter eucarístico de la oratio véase también De or 24 (19) col. 1192, donde Tertuliano afirma que en determinados casos se puede «orar» en cualquier sitio y lo prueba diciendo que Pablo celebró la eucaristía en el barco. 39 Tertuliano no es, además, el único que tiene esta comprensión de pax. (Cf., por ejemplo, Cipriano Ep 43,5: Pacem nunc offerunt, qui ipsi pacem non habent). 40 De or 26-28 PL 1/1193-1195 (en otra numeración, cap. 21).
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dice que a los huéspedes que llegan a la casa se les debe obsequiar primero con alimentos celestiales y luego con terrenales. Es decir: primero se debe rezar con ellos —y estrechamente ligada a la oración aparece aquí nuevamente la pax. Después se propone que se haga una oración de salmos responsoriales, una oratio saturata41. Todo lo dicho hasta ahora puede ser entendido como una devoción privada de los miembros de la casa. Pero cuando Tertuliano continúa diciendo que esta «oración saturada» es la nueva ofrenda sacrificial espiritual, que supera los antiguos sacrificios, que es la adoración en espíritu y verdad, en la que realmente todos somos sacerdotes, entonces parece eliminar con ello el sentido cúltico eclesial de la oración y colocar en su lugar la comunidad pneumática libre, la iglesia espiritual desligada del ministerio y del derecho. Efectivamente se da aquí una tendencia inconfundible que debería llevar en esa dirección —encontramos aquí por primera vez la dialéctica a que nos referíamos en el pensamiento de Tertuliano, y además dentro de un mismo escrito. Pero esta dialéctica no sería posible si no se diese en ninguna parte una unidad interna de lo distinguido, a partir de la cual puede crecer. Esa unidad se hace visible cuando a continuación Tertuliano recopila en esta oración todo lo que hace cristianos a los cristianos. Es la fe la que alimenta esa oración42, animada por todas las virtudes y coronada de «agape». Podría pensarse en este caso concreto en la hospitalidad, 41 Según el comentario del Migne, se trata precisamente de la oración responsorial, la descrita por Tertuliano y que se contrapone a la que Cicerón llama oratio ieinua. 42 Pero con esto resulta claro por sí mismo que la oratio «saturata» es elevada a un nuevo peldaño y es más que un género litúrgico, más que simple correlato opuesto a la oratio ieiuna de Cicerón. Si el alimento de esta oración es la fe (y no los responsorios), entonces se coloca con mayor profundidad en el centro del ser cristiano en su conjunto, y entonces, sobre todo, se encuentra en ella recopilado todo lo que es propio de la fides. El libro De praeser haer muestra que ésta es, y no en último término, la comunión de tradición de la Iglesia jurídicamente delimitada.
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con la que se obsequia al extraño43. La cual es ciertamente también el contenido de la «pax mutua» con la que termina la oración. Así resulta un paralelismo completo entre la celebración doméstica privada y el culto general de la Iglesia. La oración eucarística de la comunidad se corresponde con la oratio saturata de la comunidad doméstica, la pax fraterna, con la acción de agape de la familia cristiana. Más importante que esta unidad externa de tipo formal es la unidad interna de valor con la que Tertuliano pone de manifiesto ambas oraciones, destacándolas en clara y completa diferenciación como el culto pneumático del Nuevo Testamento. Los textos nos han permitido llegar sólo hasta aquí. Si ahora intentamos una valoración teológica, podemos afirmar lo siguiente: es claro que la actualización del sacrificio de Cristo no está sacramentalmente objetivada en la misma medida para Tertuliano que para nosotros. Mientras que en nuestro caso la presencia de la realidad eucarística depende puramente de la actuación litúrgica objetiva, independientemente de nuestra actitud moral personal —pues en cuanto opus operantis puede influir en la medida de nuestra propia ganancia de salvación pero no, en absoluto, en la manifestación real del sacramento—, para Tertuliano claramente la presencia de la acción de Cristo acontece mucho más en dependencia con nuestra actuación personal: en nuestra imitatio moral personal tiene lugar la representatio sacramental, y no se da sin ella. Aquí encontramos totalmente unidos sacramento y ethos, corpus Christi y disciplina44. 43 Sobre el concepto de agape véase también De bapt 9 PL 1/1210, donde aparece como un mandamiento del agape el vaso de agua que debemos dar al prójimo. 44 Queda por tratar, naturalmente, la cuestión de hasta qué punto se habla ya de una presencia del sacrificio de Cristo. Hay pasajes que muestran de alguna manera que ya está, como De resurr car 8 y 9 cols. 806-808, donde los sufrimientos de la carne se colocan unidos a los sufrimientos de Cristo, o también en De car Chr 13 col. 777: Christi caro panis pro mundi salute. De or 14 (11) PL 1/1169 s., donde el extender las manos en la plegaria celebrativa se entiende como representación de los padecimientos del Señor. Claramente también debe mencionarse el conocido «rursus mactabitur illi Christus» en De pud 9 PL 2/996-999.
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En este punto se manifiesta también el problema presente en esta unidad: ¿qué pasa con el «sacramento» cuando falla la «disciplina»? Es el problema de una Iglesia de santos, que con tanta fuerza estremeció a la cristiandad de los primeros siglos. Tertuliano no estuvo a la altura de esta cuestión, y Cipriano tampoco. Será Agustín el primero en darle una respuesta, que de alguna forma hiciese justicia a ambas partes: al marco jurídico evidente de la Iglesia en general y a la exigencia de la tradición en pro de una Iglesia de santos. Pues precisamente con esta causa defendía también Tertuliano un auténtico legado de la tradición cristiana. Sería falso por completo reconocer una auténtica verdad cristiana únicamente en la primera componente de la dialéctica, en la comprensión sacramental objetiva de la pax ecclesiae, y en la otra, sólo la herejía «pneumática» de Tertuliano, que liquida la Iglesia visible. Pues también la invocación de la Iglesia santa nace precisamente de tomar en serio la Iglesia visible. Aunque evidentemente el modo de presentar esta causa está en contradicción con las exigencias de eclesialidad objetiva y lleva, por su propia lógica interna, a las exageraciones y falsedades de las que a continuación nos ocuparemos, cuando abordemos el segundo polo de la dialéctica del concepto de Iglesia en Tertuliano45.
45 Por lo demás, las ideas presentadas están dentro de la gran corriente de la lucha antignóstica de Tertuliano en defensa de la dignidad cristiana de la carne; así, por ejemplo, cuando en De resurr car 9 col. 807 la caro es denominada sacerdos y eso, como puede deducirse por el contexto, porque en ella y por ella se realizan los sacramenta y la disciplina. Hay un pasaje excelente, que merece que lo reproduzcamos aquí: Diliget (sc. Christus) carnem, tot modis sibi proximam, etsi «infirmam» — sed «virtus in infirmitate perficitur»; etsi imbecillam — sed «medicum non desiderant nisi male habentes»; etsi inhonestam — sed «inhonestioribus maiorem circumdamus honorem»; etsi perditam — sed «ego» inquit «veni, ut quod periit salvum faciam»; etsi peccatricem — sed «malo mihi» inquit «salutem peccatoris quam mortem»; etsi damnatam — sed «ego» inquit «percutiam et sanabo».
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§9 La Iglesia del Espíritu 1. Bautismo de Espíritu a) El dualismo en la comprensión del rito bautismal El lugar intra-teológico de aquella segunda cara del concepto de Iglesia de Tertuliano, con la que ya nos topamos, la contemplamos más de cerca si atendemos a su concepción del acontecimiento bautismal, el cual, según Tertuliano, transcurre en dos órdenes distintos por completo. En ellos advierte, como ya hemos oído, un doble sacramento: el sacramento del agua y el sacramento de la fe1. Aunque la teología posterior los combinó, de modo que el «sacramento del agua» es el sacramentum, es decir, el sacrum signum fidei, cuya «cosa» es esa misma fe, lo característico en Tertuliano es que ambos, el rito del agua y la realización de fe interior, han de ser colocados cada uno como sacramento junto al otro y relacionados únicamente por el paralelismo de su acontecer. En este punto se percibe inmediatamente el dualismo en la comprensión de la realidad de la salvación propio de Tertuliano, que será de abundantes consecuencias. Si examinamos más de cerca el contenido de ambos «sacramentos», resulta que el sacramento del agua tiene la poenitentia como correlato interno del alma, a la cual es respuesta. El realizador del bautismo (arbiter baptismi) es, en este caso, el ángel de Dios2. 1 De bapt 6 PL 1/1206. Este capítulo hay que consultarlo también para toda la exposición siguiente. 2 Es claro que pertenecía a la tradición la idea de que del agua bautismal se encargaba un ángel. De nuevo aparece en la polémica de Optato de Milevi con los donatistas, siendo presupuesta por todos como algo evidente. En Tertuliano oímos hablar con frecuencia de los ángeles. Hay un angelus orationis (De or 16 [12] PL 1/1174), un angelus ecclesiae (De pud 14 col. 1009), y es conocido el papel del ángel en el libro La velación de las vírgenes (De virg vel 7 col. 899).
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Su acción consiste en la limpieza del hombre, subrayando la limpieza de la «carne», con la que el alma está, no obstante, estrechamente ligada, tanto que caro puede por sí sola connotar también en su significado el anima humana3. En su conjunto, este bautismo se entiende como una prolongación del bautismo de penitencia de Juan y, lo mismo que aquél, como camino de preparación para el verdadero acontecimiento salvífico. Frente a esto, las dos constantes del sacramento de la fe son la fe del bautizando y su «caracterización» mediante la palabra de la invocación trinitaria. Aquí es la divinidad trinitaria misma quien actúa como realizadora (del sacramento) de la fe (arbitri fidei). Lo que aquí acontece es el reenvío del Espíritu, perdido por el pecado, y, con ello, la restauración de la semejanza divina4. Nos encontramos así con una segunda impronta del dualismo que estamos rastreando: junto a la semejanza con la imagen divina, a la cual está supeditada la carne, incluso querríamos decir, abarcando más: todo el ser humano natural, coloca Tertuliano el parecido divino, que es, podríamos formularlo así, estrictamente «sobrenatural»5. Consiste éste en la eternidad, en la inmortalidad6 —y quizá vaya ligada con él la idea de la resurrección7. El sacramento de la fe incluye, a la vez, también un secreto de esperanza, los realizadores del sacramento de la fe son, a la vez, «garantes de la salvación» (sponsores salutis).
3 Cf. sobre esto K. Adam, «Die Lehre von dem hl. Geiste bei Hermas und Tertullian», en: Gesammelte Aufsätze, p. 66, donde se prueba esta unidad referida a Cristo. 4 De bapt 5 col. 1206. 5 Creo que pocas veces se puede en la tradición introducir la distinción entre «natural» y «sobrenatural» como aquí, sencillamente y sin violentar el sentido. Por otra parte no deja de tener interés la consideración del ambiente intelectual en el que aparece esta distinción. 6 Imago in effigie, similitudo in aeternitate censetur. De bapt 5. 7 A ello se alude, sin duda, en De res car 53 cols. 872-875.
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Claramente sobresale aquí con fuerza en primer plano la palabra de la invocación trinitaria frente al símbolo del baño del agua. Lo que aparece como contenido del sacramento no es la comunión con el hecho histórico-salvífico de la muerte de Cristo, sino la comunión pneumática con Dios8. Sólo llegaremos a tener claridad acerca del alcance completo de lo que se quiere decir cuando analicemos el concepto de Iglesia que aparece en este lugar como corpus trium. Si lo miramos más de cerca, podemos recomponer a partir de las afirmaciones de Tertuliano el esquema básico gnóstico rechazado, que claramente contraponía la Iglesia de los ángeles del Antiguo a la Iglesia de Dios del Nuevo Testamento. Lo que así encontramos es el dualismo gnóstico nuevamente presente en el dualismo de ambos testamentos. Lo que tenemos que preguntarnos es hasta qué punto consiguió Tertuliano transformar en cristiano ese dualismo herético. b) El efecto del bautismo Desde el punto de vista de la fundamentación salvífica aparece, evidentemente, un sentido de la salvación misma diferente del que hemos encontrado hasta ahora. Si antes se nos presentaba el pecado como un recubrimiento de la luminosa imagen de Cristo con la suciedad pecaminosa, en la cadena de razonamientos de ahora lo encontramos entendido como la ceguera del espíritu9. Lo que caracteriza al hombre precristiano es, en definitiva, una profunda ignorancia10, y sus pecados nacen precisamente de esa ignorancia11. 8 Aunque Tertuliano conocía sin duda este aspecto histórico-salvífico, como vemos por De pud 6 col. 991: el bautismo como induere Christum. 9 De bapt 10 PL 1/1210s; De poen 1 PL 1/1227 s., 2 col. 1229, 5 cols. 1234 s.; De car Chr 12 PL 2/755 s.; De pud 9 col. 998, 10 col. 999, 18 col. 1017. 10 De poen 1 PL 1/1227 s.; De car Chr 12 PL 2/755 s. 11 De pud 10 col. 999.
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El bautismo, por tanto, lo que hace en verdad es devolverle al hombre de nuevo su razón12, lo libra de la ceguera en que lo tiene atrapado la antigua serpiente13. En Jesucristo, Dios ha hecho la luz en nuestros corazones14. Por eso el bautismo aparece, finalmente, como baptisma veritatis, como implantación en nosotros de la palabra veraz divina15. Agustín pudo, por tanto, encontrar su doctrina de la iluminación también en la tradición —ésta, a su vez, también la había formulado (de forma similar a él) en la confrontación con el gnosticismo, pero no sin el apoyo de la Sagrada Escritura. Es clara la resonancia de 2 Cor 4,6 (en De res car 44)16. 2. Cuerpo de Cristo y Espíritu Santo También en la eucaristía nos encontramos, de forma completamente parecida al bautismo, con una duplicación de sacramentos, aunque no tan consciente ni tan claramente realizada. Si ya hemos visto antes en el sacramento de la iluminación del bautismo la palabra como la luz, que aleja las tinieblas de la ignorancia, ahora se nos
12 De poen 2 PL 1/1230: ... ratio ... quam cognito domino discimus: cf. col. 1228: Quod si Dei ac per hoc rationis quoque compotes agerent ... 13 De bapt 1 PL 1/1197 s. 14 De res car 44 col. 856. 15 De pud 19 cols. 1018 ss., cf. De res car 12 cols. 810 s. y De pud 20 cols. 1021 s. En este último lugar citado y en De car Chr 19 cols. 784 s. se habla de nuestro renacimiento a través del sermo Dei. Partiendo del aspecto pneumático, la teología de la palabra abarca perfectamente todo lo que hemos observado ya desde la otra perspectiva: creación - encarnación - renacimiento. Aunque sería prolijo querer detallarlo en este momento. 16 De forma marginal aludiremos al significado que tienen ésta y otras citas similares en relación al problema de la fundamentación de la fe. Por lo demás, en Tertuliano encontramos, junto a esta exposición que nos recuerda con fuerza a Agustín, también algo así como una «teología natural». Recuerdo que en De test an y en un pasaje como De pud 9 col. 998 se habla de la naturalis agnitio in Deum, como propia del ethnicus. También en cuestiones como éstas claramente se ha impuesto una falsa opinión histórica sobre Tertuliano, cuya posición ciertamente no se corresponde en su totalidad con el credo quia absurdum.
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muestra aquí el pan, que alimenta nuestra vida mortal para la inmortalidad, para la resurrección17. En sí no se dice aquí nada de la eucaristía, si bien la denominación del vivificante Espíritu de Cristo y de su palabra como «pan», tomada de Jn 6, evoca por sí misma el sacramento del pan; a lo que hay que añadir el fuerte subrayado de la orientación a la resurrección, que si ya la encontramos en el bautismo, ahora podría, de todos modos, estar en relación con la comprensión griega de la eucaristía como favrmakon th`" ajqanasiva"18. Aunque todo esto no pasan de ser connotaciones. La yuxtaposición de pan = palabra y pan eucarístico la encontramos, sin embargo, expresada con claridad en el libro De la oración al interpretar la cuarta petición del padrenuestro. Una vez que Tertuliano ha aceptado primero la interpretación «carnal», propone que se prefiera no obstante su comprensión espiritual (potius spiritaliter intelligamus), es decir, que el pan que pedimos sea Cristo. Dos son los motivos que justifican la denominación de Cristo como el pan. El primero, a partir del sentido de lo que se quiere decir con pan. Éste puede aplicarse en gran medida a Cristo, pues Él es nuestra vida. Como pruebas para esta posibilidad, de denominar a Cristo como el pan, pueden servir Jn 6,35 (Yo soy el pan de la vida) y Jn 6,33 (aquí añade Tertuliano sermo delante de descendens, de modo que dice: el pan de Dios es la palabra que baja del cielo). Un segundo motivo para denominar a Cristo como el pan se encuentra, a la inversa, si partimos del pan real al que Cristo llamó su cuerpo, como atestigua Lc 22,19: Esto es mi cuerpo. Se trata, claramente, del sacramento eucarístico. Ahora ya, una vez justificada la denominación de Cristo como el pan, pasa Tertuliano a decirnos lo que realmente suplicamos en esa petición del pan, 17 De res car 37 cols. 847 s., breve alusión a Jn 6 también en De car Chr 13 col. 777; sobre De or 6, cf. infra. 18 Cf. sobre esto la kath. Dogmatik de M. Schmaus, vol. III/2, pp. 270 s.
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espiritualmente comprendida, e interpreta así, a la vez, el sentido interno contenido en ambas representaciones del pan. En correspondencia con el último doblete, se trata de un sentido también doble: pedimos nuestra vida eterna en Cristo y no separarnos de su cuerpo. Si nos fijamos en esto último, no puede tratarse de otra cosa que de no separarnos de su Iglesia. La petición se refiere, por tanto, al estar unidos en la comunión en la que se nos entrega el cuerpo de Cristo, es decir, a poder participar siempre del sacramento del cuerpo del Señor, con que se expresa, en efecto, la pertenencia a la Iglesia y a Cristo. En su expresión negativa, con esta petición se suplica el no ser excluidos de esa comunión con Cristo que es la Iglesia19. Aquí, ambas indicaciones sobre Cristo como el pan se interpretan mutuamente. La primera cita (tunc quod et in pane censetur corpus + Lc 22,19) nos dice que hemos de entender el corpus Christi eucarísticamente, la segunda (petición de individuitas a corpore eius) nos muestra que hemos de entender la eucaristía eclesiológicamente. En conjunto nos encontramos aquí de nuevo con aquella comprensión de la Iglesia, concreta y jurídicosacramental, como Cuerpo de Cristo, cuya presentación ya hemos intentado describir anteriormente. Lo que ahora nos importa es que, junto a esa comprensión de Cristo y de su Iglesia, hay otra, que está por encima, en la que lo decisivo es el puro poder vivificante interno del Espíritu de Cristo. No olvidemos, por supuesto, que aquí tenemos un punto en el que Tertuliano ha conseguido integrar en una unidad protectora 19 Sólo así tiene sentido la petición. Si se toma en este caso «corpus» únicamente en el sentido de la presencia real, como hace K. Adam, Eucharistielehre I, p. 18, se le atribuye un sentido que resulta sencillamente imposible desde el punto de vista histórico. Contra la interpretación que hace Adam de este pasaje hay que decir, sobre todo, que en modo alguno resulta tan clara la presencia real a partir del contexto de esta primera mención de la Eucaristía, como para que deba interpretarse también así la segunda. Al contrario, lo que aporta el primer pasaje es, únicamente, una comprensión eucarística del corpus, cuyo contenido más preciso hay que deducir del segundo. Ambas menciones se interpretan la una a la otra.
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ambos miembros antagónicos: ambas comprensiones son «espirituales» frente a las de naturaleza propiamente carnal, y el cuerpo de Cristo, así podemos añadirlo, es definitivamente cuerpo «espiritual»20. Lamentablemente, lo que Tertuliano no ha conseguido es poner de manifiesto por completo las posibilidades que hay en este punto de partida21. 3. El templo de Dios Hay todavía otro punto de vista sobre la Eucaristía significativo para nosotros: como culto en común de los cristianos está ligada a una estancia de convivencia comunitaria, a una «casa de Dios». Aquí tendríamos, por tanto, el lugar donde se despliega la comprensión de la Iglesia como casa. En efecto, en la gradación descrita mediante intus y foris parece resonar algún tipo de representación espacial. Pero si nos fijamos mejor, nos daremos cuenta enseguida de que no tiene mucho que decir la connotación espacial de la Iglesia en la distinción entre estar dentro y estar fuera; pues hay clases de penitentes que están en la casa de Dios y, sin embargo, permanecen foris. Mucho más decisiva es la pertenencia a la comunión de los «comulgantes», el derecho a participar en la comida Cf. infra. En relación con esto me gustaría indicar un bello pasaje patrístico sobre Jn 6 que he encontrado, un ejemplo clásico de unidad de interpretación espiritual y eucarística: Atanasio, De incarnatione et co Ar 16 PG 26 col. 1012: Kai; o{te pavlin oJ kuvrio" levgei peri; eJautou`. jEgwv eijmi oJ a[rto" oJ zw`n oJ ejk tou` oujranou` katabav". jAllacou` tov a[gion pneu`ma kalei` a[rton oujravnion levgwn: To;n a[rton hJmw`n to;n ejpiouvs ion do;" hJmi`n shvmeron. jEdivdaxe ga;r hJma`" ejn th/` eujch/` ejn tw/` nu`n aijw`ni aijtei`n to;n ejpiouvs ion a[rton, toutevstin to;n mevllonta, ou` ajparch;n e[comen ejn th/` nu`n zwh/`, th/`" sarkov" tou` kurivou metalambavnonte", kaqw;" aujtov" ei`pen. JO a[rto" dev, o}n ejgw; dwvsw, hJ savrx mouv ejstin uJper th`" tou` kovsmou zwh`". Pneu`ma gavr zwopoiou`n hJ savrx ejsti; tou` kurivou, diovti ejk pneuvmato" tou` zwopoiou` sunelhvfqh. To; ga;r gegennhmevnon ejk tou` pneuvmato" pneu`mav ejstin. Sobre la autenticidad del libro, cf. la Patrologie de Altaner, p. 232 (última edición). 20 21
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eucarística. El espacio para el culto divino nunca ha representado en la tradición (esto ya podemos decirlo) algo significativo para la idea de Iglesia —algo completamente opuesto al caso del templo veterotestamentario. El motivo interno de esta diferencia lo descubrió por primera vez Agustín a partir de su comprensión del dualismo de los testamentos. En Tertuliano, hay que conformarse con encontrarlo mencionado. Eso no quiere decir que desaparezca la idea de la casa, aunque ésta no tenga precisamente un papel preponderante. Más bien pasa, coherentemente, como con la diferenciación entre intus y foris, que es aplicada a la comunidad o a cada cristiano de modo diferente según los diferentes motivos que en ella convergen. Podemos distinguir tres planos principales: a) Tertuliano llama casa al cuerpo del hombre22, que primero pertenecía al pecado23 y en el bautismo pasa a ser templo del Espíritu Santo24. Esta concepción es la contrapartida pneumatológica del tratamiento cristianizador del cuerpo en sí mismo mediante la disciplina, correspondiente a la otra cara de la dialéctica. En vez del induere Christum aparece aquí el induere spiritum25, la salvación no opera sin mediación alguna en el cuerpo mismo, sino únicamente mediada a través del descenso del Espíritu sobre él. Por otra parte, apuntamos nuevamente hacia la unidad de los miembros de la dialéctica cuando vemos que la concepción del cristiano como templum Dei (spiritus) es, precisa y evidentemente, el modo y manera como se representa nuestra pertenencia como miembros al cuerpo de Cristo26, el cual ciertamente es cuerpo espiritual, está arriba y con el que, por tanto,
De poen 2 PL 1/1229, De res car 41 PL 2/852 s. y 46 col. 860 et passim. De res car 46. 24 De poen 2, De pud 20 cols. 1020-1023. 25 De res car 53 col 873. En todo caso, hay que advertir que no pueden sacarse conclusiones de esta sola cita. 26 De res car 10 col. 808, De pud 16 cols. 1010-1013. 22 23
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somos puestos en relación mediante el Espíritu de arriba (cf. más adelante27). b) Más que este concepto de «casa de Dios», que sólo indirectamente pertenece a la idea de Iglesia, hay otro pasaje que nos hace avanzar, donde se dice: el profanador del templo de Dios (su cuerpo) no puede ser admitido de nuevo en el templo de Dios (es decir, en la Iglesia)28, para evitar que el Espíritu sea mancillado por él29. Aquí se encuentran, por tanto, en una sola frase la comprensión de «templo» individual y la eclesiológica. El individuo es, a la vez, imagen microcósmica de la Iglesia total —un pensamiento que encontraremos ampliamente expuesto en san Agustín. Según esto está claro que también la comprensión de la Iglesia como templo está pensada desde lo pneumático: la Iglesia es el templo de Dios por medio del Espíritu Santo. Así lo que encontramos aquí es el correlato dialéctico de la ecclesia disciplinae, que es la comunión del cuerpo de Cristo. c) La idea de casa la encontramos, más allá de su comprensión individual y eclesial, de una tercera forma, en el orden cósmico. El mundo en su totalidad es la casa común de todos30. Frente a esta casa vieja, destinada al derrumbamiento, nos está preparada en el cielo una habitación eterna, nuestra morada eterna en el cielo31. En resumen podemos decir: lo que a lo sumo tiene de eclesiológicamente relevante la idea de casa aparece esencialmente en la concepción de templo de Dios. Abarca así un espacio muy amplio.
27 Podemos, finalmente, citar aquí también De pud 20 cols. 1022 s., donde cada cristiano singular aparece como domus en la civitas de la Iglesia; en el cap. 19 la Iglesia es contemplada como la civitas sancta del Apocalipsis, en la que no tienen entrada los pecadores. 28 De pud 15 col. 1009. 29 Cf. De pud 13 col. 1005: En la Iglesia el spiritus debe ser preservado puro ab immunditiarum contagione. 30 De pud 7 col. 993 y De res car 41 col. 852. 31 De res car 41 cols. 852 s. Cf. más adelante sobre la ecclesia coelestis.
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Tiene sus primeras raíces en el terreno cultual concreto, en la comprensión de la Iglesia como comunidad del cuerpo de Cristo. Su forma siguiente viene determinada, no obstante, a partir de lo pneumatológico, de modo que templum Dei se convierte en la expresión de la ecclesia entendida como Iglesia del Espíritu, con lo cual entra en contradicción dialéctica con el punto de radicación original en la comunión eclesial jurídica. 4. La Iglesia del Espíritu como herejía Finalmente esa contradicción, al principio todavía oculta en la unidad de una contraposición dialéctica, se profundiza hasta convertirse en una auténtica contradicción que alcanza incluso hasta la idea misma de cuerpo de Cristo, derivando en formas que, a su vez, se excluyen mutuamente. Tenemos una primera exposición en el famoso y muy discutido capítulo 21 del libro Sobre el pudor32. Lo que aquí se produce es la división de la Iglesia. Hay una ecclesia disciplinae y Tertuliano coloca junto a ella la Iglesia del Espíritu, mejor dicho, no sólo del Espíritu, sino la Iglesia misma, que es espíritu. La primera es la Iglesia jurídica y jerárquica de los obispos (ecclesia numerus episcoporum), la Iglesia de los sacramentos, de la vida cristiana ordinaria. Es completamente ajeno a Tertuliano el suprimir sencillamente esa Iglesia o el declararla como no-iglesia. Es y sigue siendo la Iglesia de la cotidianidad cristiana corriente. Es también la que perdona los delicta in hominem, los pecados dentro de la disciplina eclesial misma; pecados que quedan dentro del ámbito puramente humano-eclesial. Frente a esta Iglesia de los psíquicos, está la Iglesia auténtica y primera (proprie et principaliter) del Espíritu. Mientras que la Iglesia de los obispos ha entrado, si se quiere, en el 32
PL 2/1023-1026.
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mero seguimiento disciplinar de los apóstoles, en el seguimiento carnalis de Cristo, toda la plenitud del poder divino ha pasado a esa Iglesia del Espíritu, en ella actúa Dios mismo sin mediación alguna, sin lazos ministeriales, sencillamente por la acción directa de su Espíritu. Los «espirituales» son los verdaderos seguidores de los apóstoles; puesto que en ellos actúa Dios mismo, puede también perdonar por medio de ellos pecados graves, pecados contra el mismo Dios —cierto que normalmente no lo hace, por motivos pedagógicos (ergo spiritus veritatis potest quidem indulgere fornicatoribus veniam, sed cum plurium malo non vult: no quiere hacerlo cuando perjudica a la mayoría)33. 33 De pud 21 cols. 1024 s. El propósito principal del cap. 21 es, evidentemente, mostrar que el poder de perdonar los pecados, en la medida en que atañe a los «pecados contra Dios», no corresponde a la ecclesia numerus episcoporum, sino a la ecclesia spiritus. Así se dice también al final del capítulo: Et ideo ecclesia quidem delicta donabit, sed ecclesia spiritus per spiritalem hominem, non ecclesia numerus episcoporum... Tiene razón Poschmann cuando indica, en las pp. 342 y 344, que precisamente aquí queda claro que es tradicional la tesis del poder de la Iglesia para perdonar pecados, entiéndase, de la Iglesia de los obispos, y que ahora es novedosamente variada en su interpretación. También es importante lo que dice Poschmann sobre las contradicciones internas de la doctrina penitencial del Tertuliano montanista. Tres antinomias resultan, sobre todo, puestas al descubierto: 1. Después del bautismo ya no hay más perdón —por otra parte, se apunta la posibilidad de «perdón ante Dios» (p. 314). 2. Sólo Dios perdona los pecados —por otra parte, también el obispo puede perdonar leviora peccata (p. 314). 3. La Iglesia no tiene el poder de perdonar —por otra parte, a la «Iglesia del Espíritu» se le atribuye poder de perdonar (p. 343). Esta última aporía revela también, ciertamente, un importante progreso en el razonamiento. En efecto, Tertuliano unifica el perdón por medio de la Iglesia del Espíritu y el perdón divino (cf. también Poschmann, p. 347 infra), supone ahora la posibilidad de una absolución que no es una reconciliación eclesial sino un hecho inmediatamente divino, en la cual, por tanto, no se administra justicia eclesial, sino que obra Dios inmediatamente a través del hombre como instrumento, es decir, justamente la idea de absolución que más tarde resultó la oficial en la teología católica sobre la penitencia —y que encontramos, por tanto, claramente expresada por primera vez en el montanista Tertuliano. Creo que en este punto K. Rahner («Zur Theologie der Buße bei Tertulian», l. c., 158 s.) no ha distinguido con suficiente precisión. En De pud, Tertuliano sabe que hay dos formas totalmente diferentes de borrar los pecados. La supresión de los peccata in hominem tiene lugar de la Iglesia de los obispos mediante procedimiento penitencial disciplinar; frente a esto están los peccata in Deum, que Dios inmediatamente «absuelve» por el pneumático.
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La otra forma de avance de la Iglesia del Espíritu penetra mucho más profundo. Ya nos la encontramos al tratar sobre la oración cristiana, cuando vimos que, en definitiva, la liturgia cristiana y con ello, de hecho, la misma Iglesia, se apartaba del ministerio eclesial, de forma que, al final, la Iglesia parecía convertirse en pura yuxtaposición de unos con otros ejn pneuvmati. El contenido objetivo de esta idea lo encontramos al oír esta frase en la Exhortación a la castidad: allí donde no se da la unidad litúrgica del ordo eclesial, tú mismo ofreces y bautizas, y eres sacerdote para ti mismo. Pues donde hay tres —aunque sean laicos—, allí está la Iglesia34. Como un eco evidente de la palabra del Señor: «donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos»35, la constitución de la Iglesia queda aquí separada de la tradición jerárquica y puesta únicamente en la comunión en el Espíritu36. Sin darse cuenta de ello, Tertuliano caía aquí en esa gnosis carente de historia, en cuyo combate había empleado por completo su amplia obra vital. Es importante el subrayado que recibe el número tres: evidentemente, lo que se quiere representar con él es la Trinidad. Frente a la concepción histórico-cristológica, tenemos aquí otra pneumático-trinitaria, en paralelismo con el concepto doble del bautismo. Así hemos de entenderlo, cuando Tertuliano supedita la Iglesia como corpus trium al sacramento de la fe. Con ello se refiere a la Iglesia como una tríada fundamentada a imagen de la Trinidad37. Lo que resulta llamativo es que Tertuliano aquí no divide a la Iglesia. Mantiene su ideal pneumático como realizable todavía en la gran Iglesia. En su obra Sobre De exhort cast 7 col. 922. Mt 18,20. 36 Como es sabido, este concepto de Iglesia se conservó en África y fue esgrimido de la misma manera contra Cipriano (De unit eccl 12). Cf. K. Adam, «Cyprians Kommentar zu Mt 16,18 in dogmengeschichtlicher Beleuchtung», Ges. Aufsätze, p. 82. 37 Esta idea de la Iglesia aparece de nuevo al final del De pud 21: Illam ecclesiam congregat (sc. Spiritus), quam Dominus in tribus posuit. Atque ita exinde etiam numerus omnis qui in hanc fidem conspiraverint, ecclesia ab auctore et 34 35
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el pudor ha abandonado ya esta esperanza. Era lo bastante teólogo como para saber que la Iglesia de los psíquicos sigue siendo Iglesia38, pero era también, evidentemente, lo bastante entusiasta y montanista como para olvidar que la Iglesia de Jesucristo es sólo una. Todavía no sabía lo que es la humildad sanadora de la Iglesia histórica, la que reiteradamente mantuvo a Agustín, frente a toda tentación, en una comunidad que estaba muy lejos de ser sine macula et ruga39. Conclusión No olvidemos que Tertuliano, por encima de todas estas equivocaciones, es el primero de los teólogos latinos que se atrevió a entrar en una confrontación al máximo nivel con los gnósticos. No debemos olvidar que fue él quien se comprometió no sólo a consecratore censetur. Aquí y en el pasaje citado del De bapt aparece con especial claridad el paralelismo entre las tres ideas de la Iglesia que se apoyan en Mt 18,20, y la tríada sagrada de la Trinidad divina. Nos gustaría hablar de un concepto de Iglesia pneumático-trinitario. En el trasfondo está también el bautismo trinitario, como nos muestra De bapt. Por lo demás, me parece importante añadir a lo dicho, sobre todo, la modificación del concepto de sucesión, tal y como se ve con claridad especialmente en De pud 21. En De praescr. haer. Tertuliano considera todavía la sucesión ligada al seguimiento ministerial histórico-jurídico. Ahora, en cambio, junto a la sucessio disciplinae, que se comunica con el cargo ministerial, aparece una sucessio potestatis más verdadera y auténtica, que no es sucesión ministerial, sino sucessio personalis. Es decir, que la verdadera sucessio no se recibe mediante el cargo ministerial, sino por medio de la comunión en la tenencia del Espíritu. Donde está el pneu`ma, allí hay verdadera sucesión apostólica, no allí donde está el ministerio. Debemos incluso añadir: donde está el pneu`ma, allí está no sólo la sucesión apostólica sino, de manera nueva, verdadera y plena apostolicidad. ¡Aquí tenemos también la pérdida del vínculo histórico! —por lo demás, el concepto de sucesión que presenta K. Barth, Kirchliche Dogmatik I, 1, Múnich 1932, pp. 99 ss., nos recuerda bastante éste del montanista Tertuliano, pues contrapone una sucesión pneumático-personalista a la católica, jurídico-histórica. 38 Cf. nota 1; además K. Adam, Neue Untersuchungen über die Ursprünge der Primatslehre, p. 138: «Por lo demás, también en la obra Sobre el pudor (= De pud) le mantiene al episcopado eclesial su carácter apostólico, al menos en lo referente a la doctrina y la disciplina». 39 Quizá podamos en este contexto llamar la atención sobre el hecho de que falta la Iglesia en el símbolo de Tertuliano en de praescr. 13 PL 2/26, en cambio, sí aparece la frase: ... misisse vicariam vim Spiritus Sancti, qui credentes agat.
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favor de la Iglesia del Espíritu, sino también, con el mismo valor apasionado, en defensa del derecho de la carne. Uno de sus mayores logros en este terreno es su doctrina sobre la doble prenda de nuestra salvación. No es únicamente el pneu`ma de arriba, que ha sido implantado en nosotros, lo que garantiza nuestra salvación, sino igualmente la savrx desde nuestro abajo, que ahora ha entrado como cuerpo de Cristo en el centro de la interioridad de Dios, en su arriba. Carne humana en Dios —una realidad que ha alcanzado algo semejante, nunca se verá plenamente destruida. Por eso puede Tertuliano salir al paso de la palabra del apóstol: «ni la carne ni la sangre heredarán la basileiva», formulando una antítesis audaz: «¡consolaos de verdad, carne y sangre, pues en Cristo habéis alcanzado la posesión del cielo y del Reino de Dios!»40. § 10 La Iglesia en la historia Tertuliano aprovecha el rito del bautismo para entonar la alabanza de aquellos que salen del baño de su nuevo nacimiento y por vez primera, «con la madre y los hermanos», alzan las manos para invocar al Padre1. Lo cual quiere decir: por el bautismo, por el nuevo nacimiento desde Dios2, el hombre se ha convertido en 40 De resurr car 51 col. 869. Quisiera indicar todavía, como cierre de esta exposición sobre el dualismo del concepto de Iglesia en Tertuliano, que K. Adam («Die Lehre vom hl. Geist bei Hermas und Tertullian», Ges. Aufsätze, p. 67) encuentra un dualismo totalmente semejante en la cristología de Tertuliano, precisamente entre uiJov"